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Manuel Contreras, “El Mamo”

Por un camino de sombras

Por Juan Cristóbal Peña

Quizás haya que empezar por acá. Por el momento en que la vida de un hombre se
tuerce hacia un camino de sombras. Ese momento en que el hombre, que es niño, tiene
seis años y una madre enferma, en cama. Aída Sepúlveda Cubillos no está bien, pero se
pone peor después de que una enfermera la visita en casa y le inyecta un medicamento
que, por descuido o apuro, contiene una dosis de aire que le provoca una embolia. La
madre empieza a convulsionar y grita: “¡Mis niños, mis niños!”. Y uno de sus tres
niños, el mayor, a quien ella ha apodado Mamo, la escucha claramente, escondido
detrás de un armario. Juan Manuel Guillermo Contreras Sepúlveda presencia ese
momento turbador en el que una madre joven –su madre– muere.

Hay gritos, rostros de espanto, sollozos entre los adultos que están en el cuarto de esa
casa de la comuna de Ñuñoa, en Santiago. Mamo, en cambio, enmudece. Alguien –
probablemente la tía María, hermana del padre del niño– lo descubre detrás del armario
y lo saca de ahí. Días después esa misma mujer va a explicarle que su madre ha
emprendido un viaje muy largo y que desde ese momento estará con él de una manera
distinta: acompañándolo desde el cielo.

Es 1935. La madre de Manuel Contreras muere y el padre, con tres niños, busca otra
mujer: la media hermana de su esposa muerta. La mujer se llama Helena Hurtado
Cubillos y resulta ser un enemigo. El primero de los muchos que el Mamo tendrá a lo
largo de su vida. El enemigo de una primera guerra que, quizás, puede explicar las otras.

Mamo era el más parecido a su madre, de carácter fuerte y dominante. Como, siendo
pequeño, balbuceaba “mamo” al querer decir “mamá”, su madre lo bautizó así. Y todos
en la familia –y en el ejército y en el mundo– le dijeron Mamo. Mamo Contreras. Todos
menos Helena Hurtado, su madrastra, la media hermana de su madre, que lo llamaba
Juan Manuel, a secas.

Él no era un niño fácil y tampoco hacía intentos por caerle en gracia a la mujer. Ella no
escondía sus preferencias por Jorge, el segundo hermano, que no era moreno como el
otro. Con los años, Mamo diría que todo el problema se reducía al color de piel.

Las cosas no tendieron a mejorar con el tiempo, más bien lo contrario. En Osorno, una
ciudad ubicada más de 900 kilómetros al sur de la capital chilena, donde partió a vivir la
familia a fines de los años 30, ocurrió algo menor, anecdótico, que al niño le quedó
grabado de por vida. Una calurosa tarde de verano en que salía a patinar, la madrastra lo
detuvo en la puerta de la casa para obligarlo a buscar un abrigo. El niño protestó, hizo
amago de rebelarse, pero tuvo que salir de su casa con un abrigo abotonado hasta el
cuello, lo que provocó las burlas de los niños que patinaban con él, y un enfado que
duraría toda una vida.

El niño sentía tal desprecio por esa mujer que, cuando se casó, no la invitó a su boda.
Tampoco fue a su entierro, ni siquiera para acompañar a su padre. El niño, ya crecido,
sería hombre de rencores absolutos. Un hombre en pie de guerra.

El hijo del Mamo se pone de pie de un salto, estira una mano gruesa y saluda
conceptuosamente, con la amabilidad del hombre de negocios:

—¿Cómo estás, Juan Cristóbal? Un gusto conocerte. ¿Quieres un café?

Manuel Contreras Valdebenito, ex militar como su padre, su abuelo y su bisabuelo,


todos del mismo nombre, está sentado en la terraza del McDonald’s del Parque Arauco.
Frente a este gigantesco mall del barrio alto de Santiago, emblema temprano del auge
neoliberal pinochetista, está el departamento que comparte con su madre, María Teresa
Valdebenito, Maruja. El hombre llegó acá a principios de los 90, cuando la democracia
volvía a Chile y su padre, Manuel Contreras Sepúlveda, abandonaba a su esposa por la
mujer que había sido su secretaria y amante por 15 años.

El padre del hombre que fuma Kent light y toma café con edulcorante artificial dirigió
la mayor máquina de exterminio que haya conocido la historia chilena. A mediados de
1974, un año después del golpe de Estado que derrocó al presidente socialista Salvador
Allende, Augusto Pinochet dotó al entonces coronel Manuel Contreras Sepúlveda, el
Mamo, de poderes máximos para crear una policía política que llamó Dirección de
Inteligencia Nacional, DINA. Esa máquina, que fue un ejército paralelo, integrada por
funcionarios sin dios ni ley provenientes de las fuerzas armadas y de la policía, tenía la
misión de aniquilar opositores, especialmente a los de izquierda. La mayoría de los casi
3.000 muertos y de los 40.000 mil torturados y prisioneros políticos que dejó la
dictadura de Pinochet fueron obra de la DINA y de quien la dirigió, igual que el plan
Cóndor, ideado para que las dictaduras latinoamericanas intercambiaran información y
recursos para la persecución de izquierdistas, donde quiera que se encontraran. Alentada
por Estados Unidos, la guerra fría lograba una insólita alianza entre gobiernos
latinoamericanos empeñados en expurgar el marxismo de un continente.

En eso, y en otras cosas tristes, el Mamo Contreras fue un pionero.

Si llegó a decir “la DINA soy yo”, como dijo, fue porque dispuso a su antojo de la vida
y la muerte de miles de personas. En sus días de esplendor, que en verdad fueron días de
tinieblas, manejó ministros, jueces y empresarios. El Mamo era lo bastante astuto como
para saber que los enemigos también estaban en casa, por lo que convenía conocer sus
amistades, sus negocios, sus amantes. Era coronel, pero mandaba sobre los generales y
sobre quien quiera que se interpusiera en su camino, a excepción del general que lo
sostenía en su poder y alentaba las atrocidades: Augusto Pinochet Ugarte.
Desde el McDonald’s del Parque Arauco, donde pasa las tardes, el hijo dice que el
poder de su padre fue tan desmesurado que para principios de los 90, con la democracia
en puerta, no era consciente de que estaba perdiéndolo.

—Lo que ocurrió con mi papá fue que se nubló, no dimensionó lo que estaba pasando
en el país en esos años. Yo le decía que se cuidara, que su poder no podía ser eterno,
que se preparara para lo que se venía con el fin del gobierno militar, pero él no
escuchaba. Mi papá siempre ha sido porfiado, llevado a sus ideas. Él siempre tiene la
razón, siempre la última palabra. Mi papá tuvo tanto poder que llegó a perder todo
sentido de realidad.

Al hijo del Mamo le dicen Mamito. Tiene 52 años y es bajo, moreno y de cara redonda,
como su padre. El apodo viene bien tanto para quienes lo quieren como para quienes lo
desprecian, por ser quien es y por lo que ha hecho. Lo que hizo el hijo no se compara
con lo que hizo el padre, pero tuvo un agregado de espectacularidad que le ganó un
lugar aparte en esta historia. En noviembre de 1988, en una fiesta que se celebraba en
casa de su novia, el hijo vio –o creyó ver– que ella coqueteaba con un amigo, también
hijo de un militar. En rigor, en esa fiesta todos eran hijos de militares o militares a
secas, incluido el dueño de casa, el capitán Joaquín Molina, que en un momento, ante la
escena de celos que armaba Mamito, procuró poner orden a su manera: pistola en mano,
disparando al cielo, ordenó al muchacho y sus amigos que abandonaran la casa.
Entonces el Mamito fue en busca del arma que guardaba en su auto y, de regreso,
descargó 12 tiros sobre el cuerpo de su suegro. El juez militar a cargo del caso
argumentó que esos 12 tiros que le costaron la vida al capitán Molina habían sido
disparados en defensa propia. A ojos de la justicia, todo había sido un malentendido, un
desliz entre hombres rudos. Para entonces hacía ya una década que la DINA había
dejado de existir, pero el poder del hombre que la había dirigido estaba casi intacto.

El suceso policial le pasó la cuenta. Pero más todavía el hecho de ser hijo de quién es.
Hoy no tiene esposa, ni ex esposa, ni pareja, ni hijos, ni trabajo estable.

—¿Quién le va a dar trabajo al hijo de Manuel Contreras? –se pregunta Manuel


Contreras hijo.

Su madre está vieja y enferma, aquejada de ataques de nervios que sobrevienen día por
medio. El está distanciado de sus tres hermanas, las tres casadas con militares. Para el
día de mediados de marzo de 2014 en que nos juntamos por primera vez a conversar en
el McDonald’s, hacía tres meses que no veía a su padre, y estaba seguro de que no
volvería a verlo. Encerrado en el penal de Punta Peuco, en la afueras de Santiago, para
entonces el Mamo tenía 84 años, un cáncer de colon, diabetes, hipertensión arterial, una
hernia en la tercera vértebra y una condena superior a cuatro siglos por muertes,
secuestros, torturas y desapariciones.

De cualquier modo, el hijo siente que hace mucho tiempo que perdió a su padre. Desde
que Pinochet le dijo al Mamo que, en Chile, no podía moverse una hoja sin que él lo
supiera. Y, más puntualmente, desde que el Mamo se encandiló con esa rubia teñida que
le asignaron de secretaria.

Nélida Gutiérrez es un nombre que al hijo le duele pronunciar. Un nombre que, más que
pronunciar, tritura. En eso coincide con sus tres hermanas. En esa familia, Nélida
Gutiérrez Rivera es una mujer innombrable, motivo de pleitos y escándalos que se
arrastran por años y califican para argumento de teleserie del Caribe.

—La Nélida… –mastica el hijo–. Esa mujer se las arregló para arruinarnos la vida.

Mamo y Nélida tenían una relación secreta que de secreta tenía poco: en la DINA todos
sabían, pero nadie hablaba de eso. Hablar de más podía costar caro en un lugar dedicado
al exterminio. Aunque todos la conocían, incluidos los hijos y la esposa, recién a
principios de los 90 esa relación salió a la luz pública, cuando el Mamo dejó la casa que
compartía con su mujer y se fue a vivir solo al fundo El Viejo Roble, en el sur chileno.
Pero no estuvo allí por mucho tiempo porque, en 1995, a cinco años del fin de la
dictadura, fue detenido y condenado a seis años de prisión.

Las cosas nunca fueron fáciles para esa pareja. Al principio, porque había una esposa de
por medio. Luego, cuando el Mamo se separó y ese asunto quedó resuelto, Nélida
exigió formalizar la relación, “porque hay que respetar las leyes de la Tierra”. Esto
último, según dijo en una entrevista al diario La Segunda, significaba tener una libreta
de matrimonio. Las leyes de la Tierra se cumplieron en 2010, “después de casi una vida
juntos”, cuando se casaron con separación de bienes y la ayuda de un notario que sorteó
un impedimento logístico: Manuel Contreras Sepúlveda, después de ires y venires,
había vuelto a prisión cinco años antes y ya estaba condenado a cadena perpetua.

El abogado Juan Carlos Manns fue representante del Mamo y testigo de una relación
que califica de dificultosa, pero sincera. En su oficina del centro de Santiago, donde
defiende a cerca de 50 antiguos agentes involucrados en casos de derechos humanos,
dice que Nélida Gutiérrez es una mujer “agraciada, que de joven tenía lo suyo”, y que
siempre se preocupó de que Manuel Contreras, ya preso, se sintiera como en casa.

—Ella es una excelente cocinera, y no hay cosa que él disfrute más que comer bien y
que lo atiendan –sonríe el abogado.

Unas semanas antes, en el McDonald’s del Parque Arauco, el hijo del Mamo me
entregaba un dato que ayuda a entender la vida amorosa de su padre: María Teresa
Valdebenito, Maruja, la primera esposa, es un desastre en la cocina y peor como dueña
de casa.

—La Nélida conquistó a mi papá por el paladar. Por el paladar y por otras cosas, claro.
Mi mamá tuvo una infancia muy cómoda y nunca tuvo necesidad a aprender a hacer las
cosas de la casa. En esto, la Nélida fue hábil y supo sacar ventaja para conquistar a mi
papá. Ella es así: de cualquier cosa saca ventaja.
Un actuario judicial que me pide reserva de su nombre también fue testigo de esa
relación. El hombre, que suele a visitar al Mamo en la cárcel para notificarlo de
novedades en alguno de los cientos de juicios que se han seguido en su contra, dice que,
a sus 60 y tantos años, Nélida Gutiérrez suele llegar al penal con botas altas, jeans y
escotes pronunciados, siempre con un toque extra de color en el rostro.

—Ella se ve especial, distinta –dice–. No sé si me explico: se hace notar por sobre las
otras mujeres de los militares.

En una foto que colgó en su perfil de Facebook se la ve rubia, de ojos grandes y labios
carnosos, con una mirada algo triste y un leve parecido a una Catherine Deneuve ya
entrada en años. El actuario y el abogado coinciden en que Nélida rara vez faltaba los
días de visita en el penal Cordillera. Pero el hijo del Mamo dice que una vez que
contrajo matrimonio con su padre, y sobre todo luego de que su padre fuera trasladado
al penal de Punta Peuco, en las afueras de Santiago, las visitas se hicieron cada vez más
infrecuentes.

Desde el McDonald’s del Parque Arauco, con un cigarrillo entre los dedos, Manuel
Contreras Valdebenito hace una pregunta que parece atragantarlo:

—Juan Cristóbal, ¿por qué crees tú que esta mujer jodió tanto para casarse con mi papá?
Yo te voy a decir por qué: si mi papá muere, esta mujer se queda con la pensión
completa de mi papá. Y mi mamá queda en la calle. Esa mujer lo huevió tanto, le hizo
tanto escándalo diciéndole que ella no tenía nada, que se iba a quedar en la calle, que a
sus espaldas decían que era la amante, que mi papá, que para estas cosas es un huevón
inocente, cayó.

—¿Inocente, dices?

—Claro, claro. Mi papá siempre ha sido inocente con las mujeres, lo manejan como
quieren, se queda callado, en especial con la Nélida. Aunque no lo creas, mi papá es una
víctima de la Nélida. Y yo, aunque a nadie le importe, yo soy una víctima de mi papá.
Yo he sufrido muchísimo con todo esto, hasta el día de hoy. ¿Por qué crees tú que tengo
que medicarme? Juan Cristóbal, por favor, créeme, no es fácil ser hijo de Manuel
Contreras. No es fácil, más si te llamas igual que él.

El Mamo no debía ser militar, sino médico. Así lo había decidido su madre, que sabía
cómo eran los militares porque estaba casada con uno. No quería que su hijo mayor
pasara por lo mismo que había pasado su esposo: desprestigio social, sueldo escaso y un
constante ir y venir por el país, sin establecerse en un lugar por mucho tiempo. Aída
Sepúlveda no quería que su hijo mayor fuera militar pero, como ella murió joven, el
niño terminó haciendo lo mismo que hacen los hijos de militares: seguir el ejemplo de
los padres, que tienen hijos militares y se casan con hijas de militares.
En 1944, cuando ingresó a la Escuela Militar, en Santiago, vivía en Osorno junto a su
familia. Viajó solo, cargando una maleta de mimbre. Cuando llegó a la capital, nadie lo
esperaba. A excepción de un par de tías solteronas por el lado de su madre, no tenía
familia con la cual pasar los fines de semana, cuando estaba de franco. Tenía 14 años, y
una vida dedicada casi por completo a los estudios y las armas.

A su familia –sus hermanos, su padre– la veía en vacaciones y a veces ni eso, porque el


padre había sido destinado a Arica, una frontera a la que costaba llegar. Además, estaba
la madrastra, Helena Hurtado Cubillos, que, ya se sabe, no se llevaba bien con él.

El Mamo sentía orgullo por sus ancestros. Más por su abuelo que por su padre: lo
quería, pero reprobaba su carácter, que consideraba indulgente. El abuelo, en cambio,
Manuel Contreras Canelo, había sido soldado raso pero, así y todo, había obtenido dos
medallas de plata por su participación en las batallas de Chorrillos y Miraflores, de la
Guerra del Pacífico. La historia que le había contado su padre, y que luego él contó a su
hijo, decía que el soldado Contreras Canelo había sido parte de las tropas chilenas que
ocuparon Lima en 1881, y a su regreso a Chile, tras ser licenciado del ejército, había
vuelto a ser movilizado para la Guerra Civil de 1891, de la que había salido derrotado,
sin una pierna, pobre como rata. Fue su viuda, Clorinda Morales, quien sacó adelante a
sus dos hijos sin ayuda alguna, sin un céntimo de más, ganándose la vida como
lavandera en casas de ricos. Al nieto del soldado Contreras Canelo le gustaba contar esa
historia en la Escuela Militar, y la repetía en horas de retreta, cuando los oficiales
jóvenes matan el tiempo hablando de mujeres, de política y de hazañas militares. El
oficial Manuel Contreras Sepúlveda era un reconocido orador, admirado por su agudeza
y sus calificaciones, que fueron siempre las mejores. Esa destreza, que en épocas de
estudiante le valió la admiración de sus pares, fue, en definitiva, la que lo llevó a
ganarse también la de Augusto Pinochet, a quien conoció en la Escuela Militar a
comienzos de los años 50 y con quien, una década después, volvería a coincidir en la
Academia de Guerra.

A diferencia de Pinochet, que fue un alumno de calificaciones mediocres, el Mamo


obtuvo siempre los mejores puestos. En la Escuela Militar y en la Academia de Guerra;
en los cursos de teniente y capitán; en la Escuela de las Américas, en Forth Benning,
Estados Unidos, donde se especializó en técnicas de represión y lucha antisubversiva.

En 1966, cuando Contreras era profesor de Inteligencia y Pinochet subdirector de la


Academia de Guerra, ambos coincidieron en su animadversión al marxismo. Era época
de guerra fría: se estaba de un lado u otro, y el mismo Mamo tomó posición en un
artículo publicado en julio de 1968 en el Memorial del Ejército, en el que escribió que
“la guerra de guerrillas se gana matando guerrilleros y conquistando a sangre y fuego
sus guaridas, sometiendo a estricta vigilancia a la población, que es la base de la cual la
guerrilla vive y crece”. Pero algunos de sus compañeros de armas le escucharon decir
que él no simpatizaba con la derecha, sino con los partidos cristianos de centro que
proponían cambios progresivos en favor de la justicia social. Al respecto hay versiones
encontradas, y esas versiones quizás no entrañan un gran misterio: como ocurrió con
Pinochet, que siempre ocultó lo que realmente pensaba, en el Mamo también pudo
primar el sentido de la oportunidad antes que el de la convicción.

Septiembre de 1973, cuando los militares derrocaron al gobierno de Salvador Allende,


de corte marxista y elegido por las urnas, fue el momento indicado para que entraran en
acción quienes estaban convencidos de que, como había escrito el Mamo, había que
matar y conquistar “a sangre y fuego las guaridas de los guerrilleros, sometiendo a
estricta vigilancia a la población”.

En eso hay lógica. Donde no la hay es en los antecedentes, que no explican una
conducta genocida. Cómo y por qué un hombre como Contreras Sepúlveda, alumno
brillante, el mejor de su generación, termina convertido en un carnicero que administra
la carnicería desde un escritorio, y, en muy contadas ocasiones, da ejemplo en el
terreno.

El hijo del Mamo me cuenta que cuando su padre oficiaba de instructor de cadetes de la
Escuela Militar, no aceptaba un zapato mal lustrado, una patilla más larga que la otra.
Ese rigor fue conocido por el capitán Alejandro Barros, que en una entrevista de
comienzos de los 90 recordó que el Mamo abusaba de su autoridad. Si algún cadete era
sorprendido en una falta, por menor que fuera, el Mamo, a escondidas de sus superiores,
arrastraba a los indisciplinados hasta el baño, donde les introducía el pitón de una
manguera por la boca para luego lanzar un violento chorro de agua. Si la falta era más
grave, en los mismos baños hundía las cabezas de los cadetes en la taza del excusado y
tiraba la cadena. A ese castigo lo llamaba el champú. Según esta versión, el oficial
Contreras se fue haciendo fama de duro, y habría sido esa fama la que sorprendió
gratamente al entonces capitán Pinochet.

En sus primeros años, Contreras pudo haber sido un hombre rudo y cruel, si es que no
sádico. Sin embargo, el ex capitán Carlos Vergara González, que se opuso al golpe de
Estado y fue destituido por ello, jamás vio un maltrato o un castigo arbitrario. Más bien,
lo contrario.

Vergara –hombre alto y extremadamente flaco, de pelo cano y maneras elegantes– me


dice que en los años en que compartió con él, el Mamo era un oficial de trato humano,
justo y considerado con los hombres que tenía a cargo.

—No sé qué pasó con él, qué pudo haber influido, pero la persona que yo conocí por
muchos años, y hasta muy poco antes del golpe de Estado, era alguien muy distinto al
monstruo en que terminó convertido.

El departamento de Providencia que Carlos Vergara comparte con su esposa, la hija de


un general que le fue leal a Pinochet, es pequeño y tiene un altar que recuerda su paso
por el ejército. Sobre una mesa, la réplica de la espada del héroe independentista
Bernardo O’Higgins, un juego de corvos, libros de guerra, una porcelana de Napoleón
montado en su caballo blanco y el emblema del arma de Ingenieros Militares. La misma
especialidad a la que perteneció Manuel Contreras Sepúlveda, a quien Vergara trató de
cerca por varios años y consideraba su amigo. Tanto así que en confianza, a la hora en
que los oficiales beben whisky y se tutean pese a la diferencia de grado, lo llamaba
Mamo.

Vergara era uno de los pocos oficiales del ejército que se declaraban leales al presidente
Allende. Su padre, también militar, fue simpatizante socialista y gobernador en la época
en que aquella alianza de partidos de izquierda llegó al poder mediante el voto popular.
Carlos Vergara hijo era capitán, y había advertido a sus pares que resistiría por las
armas un golpe de Estado. Por eso, el mismo 11 de septiembre de 1973, el día en que
los militares se alzaron en armas contra el gobierno democrático, Vergara fue detenido
y, semanas más tarde, dado de baja.

Unos años después, el Mamo le mandó a decir que si aún permanecía con vida era
gracias a la amistad que los había unido.

Vergara fue testigo de la admiración que el Mamo despertaba en alumnos y superiores.


A diferencia de muchos de sus pares, el Mamo hablaba de corrido y redactaba con
fluidez. Y siempre tenía una respuesta acertada ante los problemas que presenta el
mundo de las armas. Como era profesor de la Academia de Guerra, era común que fuera
árbitro en ejercicios militares y que los comandantes de división le pidieran ayuda en la
planificación de alguna maniobra –un plan de ataque, una orden de marcha– que se
redactaba con apuro, en pocas horas, y del que dependía el éxito de una operación y, a
fin de cuentas, la carrera de un oficial de Estado Mayor.

—Como era tan inteligente, tan hábil, con el tiempo he llegado a pensar que esa buena
voluntad que demostraba hacia los superiores estaba orientada por un sentido de
cálculo: Contreras sabía que ese talento podía llevarlo lejos, como ocurrió –dice
Vergara–. Era admirable cómo trabajaba. Ponte tú: ¿Usted me ayudaría con esto, mayor
Contreras? No se preocupe, mi comandante, déjemelo a mí, usted descanse. Y ahí
estaba el Mamo, escribiendo hasta la madrugada, dentro de una carpa en medio del
desierto, a la luz de una lámpara de carburo. A mí eso no me lo contaron, lo vi.
Contreras le hacía el trabajo a los comandantes, y uno de esos comandantes, el que más
ayuda necesitaba, era Pinochet.

Augusto Pinochet Ugarte –un militar inseguro, que en la Escuela Militar obtuvo, de una
escala máxima de siete, un cinco en redacción, y que más tarde le plagió un texto a su
profesor de geopolítica– necesitaba a un oficial más capaz que él a su lado, un asistente
eficiente y leal pero que, a la vez, no lo opacara. Un segundo en el que pudiera confiar –
como confió– cuando llegara el momento de tomar el poder. Ese momento comenzó a
asomar en 1972. La operación para echar abajo el gobierno de Allende estaba en marcha
y Pinochet, ya ascendido a general, instalaba a su amigo Contreras al frente de la
Escuela de Ingenieros Militares de Tejas Verdes, en la costa central chilena, para tenerlo
cerca de la capital.

A Tejas Verdes también llegó por esas fechas el capitán Carlos Vergara, ingeniero
militar como Contreras, a quien ya conocía y admiraba por su inteligencia y don de
mando, siempre dando el ejemplo, siempre solidario y justo con los subalternos. Si
había que emprender una marcha de madrugada con la tropa, iba primero, cargando sus
propios trastes. Si se enteraba de que alguien abusaba de su autoridad, por menor que
fuera el abuso, se encargaba de sancionar la falta con una medida proporcional y
ejemplar. Carlos Vergara no se cansa de decirlo. El Mamo Contreras que conoció en el
regimiento de Tejas Verdes no se condice con el hombre que asomó en ese mismo lugar
a partir del día del golpe de Estado.

—Recuerdo que en una ocasión, no sé por qué motivo, un subteniente castigó a un


conscripto obligándolo a permanecer de pie, en posición de firme, durante toda la
noche. Eso era común en el ejército. Pero en este caso, cuando Contreras se enteró,
mandó a llamar al subteniente y le dijo que cómo se le ocurría tratar así a un conscripto
por una falta menor. Así era el Mamo Contreras que yo conocí.

Si Carlos Vergara conoció a un hombre justo y carismático, desde el 11 de septiembre


de 1973, con las primeras luces del día, el Mamo ya no era eso sino un pozo de maldad
que hizo del regimiento de Tejas Verdes un laboratorio de tortura y muerte, el primero
de todos los que hubo, antecedente temprano de la DINA.

De la noche a la mañana, el hombre con el que Vergara solía amanecerse bebiendo y


contando anécdotas de cuartel en el casino de oficiales de Tejas Verdes, comenzó a dar
instrucciones sobre cómo flagelar a los prisioneros en los subterráneos del mismo
casino, prisioneros que eran vecinos a los que días antes había saludado amistosamente
fuera del cuartel. El mismo hombre que había reprendido a un subteniente por obligar a
un conscripto a permanecer de pie por varias horas a la intemperie, en una noche fría,
unos meses después, ya en dictadura, les decía a sus subalternos –como le escuchó decir
el ex agente de Inteligencia Nibaldo Jiménez– que no había que tener contemplación
con los marxistas, que a partir de entonces cualquier error, cualquier muestra de
debilidad de los hombres que estuvieran a su cargo, se pagaría con la vida.

Un día de fines de 1973, después del golpe, en el regimiento de Tejas Verdes el hijo del
Mamo había salido a pescar carpas junto a su mejor amigo. Lo hacían con frecuencia,
en la desembocadura del río que atraviesa el regimiento, acompañados de un par de
perros a los que alimentaban con peces vivos, recién capturados. No había mucho más
que hacer en esa escuela de ingenieros militares, convertida en un campo de detención a
cargo de su comandante, el teniente coronel Manuel Contreras Sepúlveda. Desde
septiembre, los niños no podían transitar como lo habían hecho antes por el interior del
regimiento. El centro de acopio de materiales, donde solían jugar, había sido ocupado
por un improvisado campo de prisioneros entre los que había sindicalistas, obreros,
estudiantes, hombres y mujeres, en su mayoría jóvenes.

Los niños no sabían qué pasaba pero, cada tanto, a bordo de camionetas de una pesquera
de la zona, esa gente era trasladada desde el centro de acopio de materiales al casino de
oficiales. No lo sabían hasta ese día en que salieron de pesca y escucharon un grito
aterrador proveniente del casino de oficiales. El hijo recuerda que lo que escuchó ese
día fue “un chillido animal, como cuando capan animales”. El y su amigo siguieron el
grito, que los guió hasta una entrada de aire del casino. Entonces lo vieron: un hombre
desnudo, amarrado a una cama de metal, al que le habían conectado cables al cuerpo y
se retorcía como lo hacían los peces vivos en el hocico de los perros.

A la noche, ya en su casa, a la hora de la cena, el hijo tuvo la ocurrencia de preguntar


qué ocurría en el casino de oficiales, por qué un ser humano gritaba de esa forma. Y el
padre, ofuscado, respondió que lo que pasaba en el casino no era su asunto, que desde
ese momento tenía prohibido volver a acercarse al casino o al río.

Muchos años más tarde, el hijo escuchó o leyó que en el subterráneo de ese casino había
funcionado una escuela de instrucción de lucha antisubversiva, la primera del país, que
en esa escuela muchos prisioneros habían sido usados como conejillos de Indias, y que,
en su mayoría, los prisioneros no salían vivos de allí. Y si salían, lo hacían en muy
malas condiciones, como ocurrió con Feliciano Cerda, portero, sin militancia política,
que salió casi ciego tras ser torturado durante semanas y humillado por un militar que lo
sodomizó frente a quien aseguró era el jefe del campo de Tejas Verdes, Manuel
Contreras, el Mamo, a quien Cerda no vio pero a quien sí escuchó decir que tenía mucha
suerte de salir con vida de ese lugar.

La foto es en colores y muestra al Mamo tomado del brazo por la Chany, una de sus
secretarias de confianza, devenida en agente. Es una foto de mediados de los 70. Ambos
miran a la cámara y sonríen dichosos, como dos buenos amigos. Ella, flaca y morena,
lleva una falda escocesa en blanco y negro y una blusa de color crema con escote. Él
viste un ambo celeste, del mismo color que la sombra de ojos de ella, y ambas cosas, el
traje y la sombra de ojos, hacen juego con esa coqueta corbata de rombos azules y grises
que luce el jefe de la DINA. Un jefe bonachón, sonriente y bien alimentado, que exhibe
la complacencia de quien ha llegado a fin de mes con las tareas hechas.

—La DINA no era lo que dicen que era –se queja Adriana Rivas González, la Chany,
que está conectada a Skype desde su casa en Sydney.

En su memoria, la DINA era algo como lo que aparece en esa foto: una oficina pública
como cualquier otra, con horarios, papeleos y ambiente de camaradería. La Chany se
queja, todavía más en este día de marzo de 2014 cuando la televisión australiana acaba
de exhibir un reportaje sobre su caso: una secretaria que tiene pedido de extradición de
la justicia chilena por formar parte de la brigada que exterminó a una dirigencia
completa del Partido Comunista de su país: la Brigada Lautaro, una de las más crueles
de la DINA.

—¿Que cómo estoy? Cómo voy a estar, imagínate: en ese reportaje mostraron mi foto,
mi casa, todo, todo de mí, que no tengo nada que ver con todo eso de que se me acusa.
Para la Chany todo comenzó a fines de 1973, cuando el Mamo, por orden de Pinochet,
se trasladó a la Academia de Guerra, en Santiago, y empezó a diseñar lo que iba a ser la
DINA, una policía política que, como cualquier policía, requería personal técnico y
administrativo. De ahí que en esas fechas, un grupo de oficiales del ejército llegara al
Instituto Manpower de Santiago para reclutar a cuatro o cinco estudiantes de
secretariado. La Chany dice que eligieron a las mejores, seleccionadas mediante una
entrevista personal y una prueba que rindieron en la Academia de Guerra. Días después,
un ex agente me dirá en reserva que es cierto que se eligió a las mejores secretarias,
pero también a las más jóvenes y agraciadas de toda una generación.

En ese pequeño grupo estaba Nélida Gutiérrez, la secretaria que el Mamo se reservó
para sí una vez que la DINA fue fundada oficialmente en 1974. Nélida se distinguía de
las otras. Era ocho o 10 años mayor, más dama que las otras, más señora, explica la
Chany:

—Tú sabes de lo que hablo: la Nélida era elegante y con clase, y con la clase se nace o
no se nace, esa es la verdad… ¿Bonita, dices? Yo diría que sí: una mujer amable a la
vista.

A diferencia de la Chany y las otras secretarias, Nélida Gutiérrez no hizo el curso de


Inteligencia en Tejas Verdes, curso que estaba a cargo de Ingrid Olderock, la oficial de
Carabineros especialista en entrenar perros para violar prisioneros. Nélida, ya se sabe,
era de otra clase, y por esas fechas estaba casada y tenía dos hijas. Tampoco pasó por la
Escuela Nacional de Inteligencia de Maipú, como sí lo hizo la Chany. El trato especial
que el Mamo le dio a su secretaria personal se notó en esa oficina privada del segundo
piso del cuartel general de la DINA, en la calle Belgrado, en el centro de la capital, que
le reservó al lado de la suya. Todas las demás compartían oficina.

La del Mamo, por cierto, era más amplia que cualquier otra. Al fondo, un escritorio con
varios teléfonos –negro, verde, rojo– y un puño forjado en hierro que era el emblema de
la DINA. Una licorera con licores importados, una caja fuerte, un gabinete para guardar
papeles, dos sillones en torno a una mesa de centro y un gran mueble que contenía un
televisor con conexión directa al edificio Diego Portales, que Pinochet usó como sede
de gobierno en los primeros años de dictadura. Como en las películas de espías de esos
años, el Mamo y Pinochet hablaban y se veían las caras en directo.

Lo que no estaba a la vista era un privado, dentro de su misma oficina, donde había un
baño y un catre de campaña. Allí guardaba dos maletas con ropa limpia, para partir de
viaje en el momento que fuera necesario. Una con ropa de invierno, otra de verano.

Todos los días, de mañana, el Mamo pasaba a buscar a Pinochet por su casa y se
trasladaba con él hasta el edificio Diego Portales, donde desayunaban. Ese era el
momento en que el jefe de la DINA desplegaba todo su encanto. El tema no eran sólo
los opositores y grupos de izquierda, que pronto estuvieron bajo control. Tanto o más
peligrosos eran los militares y altos funcionarios de gobierno que podían amenazar el
poder absoluto de Pinochet. A ellos, más que a nadie, había que mantener a raya. Por
eso, Contreras se ocupó de pinchar sus teléfonos y espiar sus movimientos. Y por eso,
también, se ganó enemigos dentro de la misma dictadura. Había una carpeta para cada
persona importante, y esas carpetas, que contenían secretos profesionales y de alcoba,
eran su seguro de supervivencia: Manuel Contreras, dice el destituido capitán Carlos
Vergara, era un maestro de la extorsión, un conspirador de libro.

El Mamo se hizo imprescindible. Un guardia personal de Pinochet y de sí mismo:


cuidando las espaldas de su jefe, cuidaba sus propias espaldas. Si no descubría un plan
para atentar contra el dictador o su familia, se lo inventaba. Y como Pinochet era un
hombre desconfiado, receloso de su propia sombra, necesitaba a una persona como el
Mamo que, además, se ganó la confianza y amistad de Lucía Hiriart, la esposa de
Pinochet. “Un amigo de la casa”, lo definió Gonzalo Vial, ex ministro y biógrafo del
dictador.

Según se lee en Doña Lucía, el libro de la periodista chilena Alejandra Matus sobre la
esposa de Pinochet, el Mamo se hizo tan querido y necesario que en 1978, cuando a
Pinochet no le quedó otra que mandarlo a retiro ante la presión de Estados Unidos por el
atentado que la DINA había ejecutado en Washington dos años antes contra el ex
canciller Orlando Letelier, Lucía Hiriart visitó al Mamo en su casa, en señal de
desagravio, y luego, en señal de protesta contra su marido, no regresó a la suya en dos
semanas. El general tuvo que pedir la mediación de un obispo para hacer entrar en razón
a su esposa.

Lucía Hiriart era implacable con aquellos oficiales del ejército que engañaban a sus
esposas, quizás no tanto por su fervoroso catolicismo sino porque ella misma era
engañada. Tenía su propia red de informantes, de seguro proporcionada por el Mamo, y
ningún adúltero de uniforme se salvaba de ser llamado a retiro o destituido de su cargo.
Ninguno, a excepción del propio jefe de la DINA. Porque el mecanismo de relojería
montado por el Mamo empezaba en su propia oficina, mediante un estricto control
interno de su personal. Para saber lo que hacían y conversaban sus agentes de mayor
confianza, procuró que unos vigilaran a otros. Y procuró hacerles saber a todos que,
como alguna vez dijo Pinochet, en la DINA tampoco se movía una hoja sin que el jefe
lo supiera. El respeto se cultivaba con dosis equitativas de miedo y recompensas. Según
la Chany, el Mamo se preocupó de mantener un ambiente de camaradería y de asegurar
las mejores condiciones para su personal. Aguinaldos, servicios de salud, cabañas de
verano, premios. Era común que, después de algún operativo de relieve, los agentes
fueran recompensados con un viaje de placer junto a sus esposas o amantes, daba igual,
mientras no se enterara doña Lucía.

Un ex agente de la DINA me dirá que el Mamo era particularmente vanidoso del poder
que ostentaba. Fue él mismo quien recibió en su oficina de calle Belgrado a las tres
militantes de izquierda que, después de permanecer varios meses bajo custodia de la
DINA, sometidas a torturas, fueron integradas de manera formal como agentes –con
sueldo, credencial y beneficios–, bajo un estricto control. Marcia Merino, una de esas
tres mujeres, contó a la justicia que, por alguna razón, en la DINA las prisioneras “eran
propiedad” del agente que había practicado la detención. También contó de esa reunión
realizada en mayo de 1975, en las oficinas del cuartel general de calle Belgrado, en la
que el Mamo, recibiendo por separado a las tres, “hace una larga disertación sobre ex
guerrilleros que pasan a colaborar con organismos de seguridad de otros países”. Las
tres mujeres quedaron alojadas en un departamento de las torres San Borja, a pocas
cuadras del cuartel general. Y a partir de ese momento, según el mismo testimonio, fue
común que el Mamo y sus hombres se dejaran caer en ese departamento tras la jornada
de trabajo. Llevaban “comida y mucho trago”, testificó Marcia Merino, apuntando un
detalle: el jefe de la DINA hacía “insinuaciones amorosas” a las tres.

La Chany dice que no vio nada de eso. Admite que el hombre tenía su genio, que cada
tanto lo escuchaba gritarle a algún agente. Pero a puertas cerradas, en confianza, dice
que era una buena persona, capaz de ayudar a un ser humano en problemas, como lo
hizo con ella cuando su padre tuvo un lío de dinero que lo llevó a la cárcel.

—Le voy a estar agradecida por siempre por eso –me dice Chany–. Yo no sabía qué
hacer con el problema que tenía, estaba desesperada, don Manuel me vio llorando y me
preguntó: Qué te pasa, Negra, ¿algún problema? Ven a mi oficina y cuéntame, y yo fui
a su oficina y le conté lo que estaba pasando con mi papá. El no me dejó terminar.
Entiendo, entiendo, me dijo, quédate tranquila, yo te voy a ayudar, y ese mismo día me
volvió a llamar a su oficina y me entregó un sobre con dinero. Yo no sabía qué decir.
Imagínate. Al final le dije que no sabía cómo se lo iba a pagar y él me dijo: Anda
tranquila, Negrita, ¿quién te está diciendo que me lo pagues?

—¿Cuándo cae Miguel Enríquez? Dígame, ¿cuándo?

Pinochet siempre volvía al mismo tema. Quería muerto de una buena vez al líder del
Movimiento de Izquierda Revolucionaria, MIR, que había decidido permanecer en
Chile para combatir a la dictadura por la armas. Frente al poder de la dictadura, armas y
hombres había cada vez menos en el MIR. La DINA estaba haciendo su trabajo. Pero
faltaba Miguel Enríquez. ¿Ya, pues, cuándo cae?, preguntaba Pinochet. Y el Mamo
respondía siempre lo mismo.

—Ya va a caer, mi general. Estamos en eso. Ya va a caer.

El momento no fue el más oportuno. La tarde del 5 de octubre de 1974, cuando la


brigada Caupolicán dio con el paradero de Enríquez, la hija mayor del Mamo se casaba
en la Escuela Militar. Cuando supo que habían matado a Enríquez, desde el teléfono del
auto avisó a la hija que no llegaría a tiempo a la boda y le pidió que ubicara al general
Brady, su compadre, para que la llevara al altar. Pero ella se negó: o su padre, o
ninguno. Entonces el Mamo apuró la marcha, y al llegar al lugar de los hechos, con un
cadáver fresco a los pies, procedió:

—¿Es este?
—Sí, mi coronel.

—¿Está seguro?

—Sí, mi coronel.

—¿Le tomaron las huellas?

—Sí, mi coronel.

—Bien. Pesquen a este huevón y se lo llevan al Servicio Médico Legal.

La boda comenzó con dos horas de retraso. Había nerviosismo y, según recuerda el hijo
del Mamo, poco ánimo de comer y brindar, por la tardanza. La verdadera fiesta vino
más tarde, en casa del Mamo, donde él y sus amigos de la DINA celebraron hasta altas
horas de la madrugada. Una fiesta privada, sólo de hombres. Maruja dormía en el
segundo piso, lo mismo que Mariela y Alejandra, dos de las tres hijas. Maite, la recién
casada, había partido a su luna de miel. Y Manuel, Mamito, el hijo menor, se hacía el
dormido. Por eso escuchó ese momento en que el dueño de casa propuso un brindis. Por
los novios, dijo. Y por los muchachos de la brigada Caupolicán, que habían hecho un
trabajo tan espléndido.

Hunde el cuchillo en la pierna y jala. Hunde y jala hasta que la pierna del cordero cede y
el corte se va a la parrilla. Jorgelino Vergara, que fue primero uno de los criados que
trabajaron al servicio de la familia Contreras y luego agente de la DINA, es diestro con
el cuchillo y servicial con las visitas, como aprendió a serlo en la casa del Mamo, donde
recibió el apodo de El Mocito.

En su casa de Curicó, en un soleado diciembre de 2013, vuelve a enterrar el cuchillo en


la carne y pregunta:

—¿Se sirve alguna otra cosita o quiere seguir conversando?

Gracias a su testimonio, la justicia conoció de la existencia del cuartel Simón Bolívar,


uno de los más perversos, que como todos los cuarteles de la DINA estaba bajo el
control del Mamo Contreras. El hombre rara vez aparecía por ahí, pero estaba al tanto
de cada cosa que ocurría en su interior. Él mismo decidía la suerte de los detenidos que
caían en poder de la DINA, pero la de los que llegaban a Simón Bolívar estaba decidida
de antemano. De ahí nadie salía con vida.

A Simón Bolívar llegaban los detenidos más connotados. Permanecían durante semanas
o meses, sometidos a torturas antes de ser ejecutados a palos o golpes. Los más
afortunados, cuando ya estaban hechos un despojo, recibían una inyección de cianuro
que les aplicaba una enfermera contratada a tiempo completo. Luego, en esa casona
cercana a la precordillera, en Santiago, los cuerpos eran rociados con fuego, envueltos
en sacos y amarrados a un riel para ser arrojados al mar desde helicópteros del ejército.
En un tramo del testimonio que dio a la justicia, Jorgelino Vergara contó lo sucedido en
el Simón Bolívar con Reinalda del Carmen Pereira, una militante comunista de la que se
perdió el rastro en diciembre de 1976, tras ser detenida por la DINA: “A esa mujer la
torturaron brutalmente, y ella clamaba que pararan porque estaba embarazada. La
teniente Calderón chequeó que eso era efectivo, pero igual el capitán Barriga siguió con
las torturas y la corriente. Estaba en muy mal estado y empezó a pedir que la mataran.
Lawrence fue a buscar un sartén y la golpeó. Al mismo tiempo, Barriga efectuaba
simulacros de ejecución con una pistola vacía sobre la sien de la mujer. Murió unas tres
horas después, en el gimnasio del cuartel. La teniente Calderón le inyectó cianuro en la
vena para asegurar su muerte”.

Luego de colaborar con la justicia, y de que su historia apareciera en el libro La danza


de los cuervos (2012), del periodista chileno Javier Rebolledo, Jorgelino Vergara se dio
por notificado: sus antiguos compañeros de la DINA –o lo que queda de ellos– lo
quieren durmiendo con los peces. En el patio de su casa en Curicó, Jorgelino –que es
macizo y bajo, y luce una boina negra, lentes de sol y un bigote recortado– dice que no
tiene miedo. Pero por las dudas no va a ninguna parte sin un revólver en la cintura. Ni
siquiera a un asado en su casa.

—Hay que irse con cuidado con estos gallos. No lo voy a saber yo, que los conocí bien
–dice, palpando un pequeño bulto en su cintura.

Entonces vuelve a fijar la vista en la parrilla y añade:

—¿Se sirve otro poquito? No sea tímido, ha comido muy poco. Sírvase, sírvase.

Jorgelino llegó en 1975, con 15 años, a vivir a la casa del Mamo en Providencia. Era
huérfano y la familia Contreras le tomó cariño, en especial la tía Maruja, esposa del
Mamo, que lo instruyó en las labores domésticas, pese a que la mujer sabía poco y nada
de esas labores. Lo vistieron de mozo y le enseñaron a servir la mesa y a preparar el
ponche tal como le gustaba al coronel Contreras: vino blanco, champán, aguardiente y
piña en conserva. También le enseñaron a esperar el regreso del dueño de casa en la
puerta de entrada, atento para recibir en una mano el maletín de cuero y en la otra la
metralleta AK-47. Entonces, subía ambas cosas al cuarto matrimonial y las dejaba sobre
la cómoda.

Jorgelino conoció los secretos de familia. Trató a las tres hijas y al hijo menor, el
Mamito, a quien recuerda como un niño malcriado y travieso, desatendido por sus
padres. La madre gastaba el tiempo en obras sociales. El padre pasaba poco en casa, y
cuando pasaba, la relación con la esposa era fría, a veces directamente tensa.

—Se notaba que no se llevaban bien, hablaban poco y muy rara vez salían juntos, a no
ser que fueran a alguna cosa oficial —dice.

María Teresa Valdebenito, Maruja, era hija de almirante. Había tenido una infancia
cómoda, de ciertos lujos, pero cuando alcanzó la edad de casarse su familia empobreció.
El exonerado capitán Carlos Vergara, que la trató en los años 60, dice que la mujer era
“cariñosa pero básica, de pocas luces”.

—Contreras se avergonzaba de ella y la hacía callar frente a las visitas.

Jorgelino dice que jamás vio eso, pero que sí percibió la tensión del matrimonio. Cree
que Maruja sospechaba de las infidelidades del marido. Y que ella, con más disimulo,
hacía lo propio.

—Doña Maruja tenía un escolta que la acompañaba a todos lados cuando salía a hacer
sus cosas, sus compras, sus trámites. No se le despegaba, era un perro fiel que cometió
el error de meterse con la esposa del jefe. A mí no me parecía una mujer bonita, pero
qué podía hacer ese hombre si la esposa del jefe se le insinuó, como parece que fue.
Nada, pues, apechugar, no le quedó otra. Pero el asunto es que la historia llegó a oídos
del jefe, no sé cómo, y de un día para otro el escolta desapareció. Nunca más se supo de
él y ninguno de nosotros se atrevió a preguntar. Imagínese, qué iba a andar preguntando
uno esas cosas. Yo, más todavía, que era el mocito.

No era frecuente que el Mamo se apareciera por los cuarteles de la DINA, que era
donde se hacía el trabajo sucio. Prefería manejar las cosas desde su escritorio del cuartel
de calle Belgrado, en el centro de Santiago. Manuel Contreras era un personaje público,
dueño de una alta autoestima, que no se iba a manchar las manos con sangre. Para eso
estaban sus subordinados. El era el jefe de jefes, y tenía ocupaciones más importantes
que arrancar las uñas a los detenidos o torturarlos con una máquina de corriente
eléctrica a la que en la DINA, graciosamente, llamaban gigí. El Mamo estaba para otras
cosas, pero ese día de principios de 1976 tuvo una razón especial para aparecerse por el
cuartel Simón Bolívar. La DINA estrenaba una nueva máquina de tortura.

La innovación era obra de Michael Townley, un eléctrico estadounidense a quien la


DINA le encargaba operaciones en el exterior y algún que otro invento, como esa nueva
maquina: de uso portátil, similar al mando de un avión operado con control remoto,
lanzaba un dardo que activaba una corriente eléctrica a distancia.

El invento se puso a prueba con dos peruanos a los que la DINA había detenido por
error, creyéndolos militantes de izquierda. Según testimonios de ex agentes como
Jorgelino Vergara, El Mocito, fue el mismo jefe de jefes quien, tras tener enfrente a los
dos peruanos vendados y esposados, disparó los dardos sobre sus cuerpos, y los hizo
retorcerse de dolor en el suelo, sólo moviendo una palanca del control remoto.

El invento causó sensación y recibió el nombre de mini gigí.

Poco tiempo después, según los mismos testimonios, el Mamo volvió al cuartel Simón
Bolívar para probar en terreno un spray mortal, a base de gas sarín, que había sido
desarrollado por un químico que trabajaba con Townley. Los peruanos volvieron a ser
usados como conejillos de Indias, pero esa vez el Mamo se dedicó a observar a una
distancia prudente. Hizo bien. Luego de que los dos peruanos fueran rociados con gas
sarín y cayeran al suelo, muertos en segundos, dos agentes –Townley entre ellos–
comenzaron a toser y a ahogarse. Por fortuna se encontraba presente Gladys Calderón,
la enfermera encargada de inyectar cianuro a los detenidos, que los asistió y los salvó de
la muerte. Pero lo que importa de ese accidente de trabajo fue que el Mamo terminó
convencido de que la mejor forma de matar al ex canciller chileno Orlando Letelier, que
en esos días vivía en Washington y era uno de los líderes de la oposición a Pinochet, no
era con gas sarín, como pretendía Townley. Si en 1974 una bomba había acabado en
Buenos Aires con la vida del ex jefe del ejército chileno Carlos Prats, general
constitucionalista antecesor de Pinochet, ¿por qué ahora no podían hacer lo mismo con
Letelier en Washington? Un buen plan: tradicional, de vieja escuela. Lo otro –el gas
sarín– era ciencia ficción para niños.

Pero la bomba fue su perdición. El punto de no retorno para Manuel Contreras


Sepúlveda. Detonada en septiembre de 1976, a pocas cuadras de la Casa Blanca, la
bomba activada a control remoto que Michael Townley instaló en el auto en que
viajaban el ex canciller Orlando Letelier y su secretaria hizo que, dos años después,
Estados Unidos pidiera la extradición del jefe de la DINA. Y, contra todos sus
pronósticos, y a pesar de la férrea oposición que presentó la esposa de Pinochet, el
Mamo no fue extraditado, pero sí llamado a retiro. No sin antes ser ascendido a general.

Su salida del ejército, ocurrida en 1978, significó también el fin de la DINA. En su


reemplazo la dictadura montó una agencia represiva similar, que llevó el nombre de
Central Nacional de Informaciones, CNI, y que para desgracia de Manuel Contreras
quedó a cargo de su mayor rival en el ejército, Odlanier Mena Salinas. Desde entonces,
el Mamo no volvió a ser el que era. Ni él ni nadie en su familia.

Como sus tres hijas ya estaban casadas, partió a vivir a una casa más pequeña en la
comuna de La Reina, junto a su esposa y su hijo menor. A unas pocas cuadras, en la
misma comuna, se mudó Nélida Gutiérrez. Él y Maruja dormían en piezas separadas y
casi no se hablaban.

El hijo del Mamo me dice que, desde entonces, a su padre le cambió el carácter y el
humor, y que comenzó a beber en exceso. Un whisky tras otro. Se pasaba horas en su
estudio, leía gestas militares y escuchaba marchas y canciones de su cantante favorito,
Leo Marini, bolerista argentino consagrado como la voz que acaricia. A la noche se
encerraba en su pieza a mirar televisión y se dormía sin apagarla, asegurándose antes de
tener a mano, en el velador, una metralleta, un revólver y dos granadas. En el estudio,
como trofeo de guerra, exhibía el revólver que había pertenecido a Miguel Enríquez.

En los 80, abrió una empresa de seguridad desde la que operaba en las sombras. Aún
tenía poder y amigos bien ubicados, partiendo por Pinochet. Pero como las traiciones
estaban a la orden del día, se aseguró de enviar al extranjero maletas que contenían
documentos comprometedores para el dictador y sus cercanos.
Álvaro Puga era cercano a los dos. A Pinochet y a Contreras. De 92 años, dramaturgo
aficionado y ex propagandista de la DINA, Puga es tan alto que en la casa de su hija,
donde vive, en la capital, debe andar agachado para no golpearse contra los marcos de
las puertas. Es pálido, serio y desconfiado, pero a su edad, y en su condición –sin
trabajo, sin pensión, despreciado socialmente–, le complace que lo visiten, aunque la
visita sea “un periodista de izquierda como lo es usted, o como tantos otros que cuentan
la historia que quieren contar”.

Álvaro Puga, el amigo del Mamo, me da la bienvenida. Luego me invita a tomar asiento
y me cuenta que a Contreras lo conoce de muchos años atrás por un amigo en común,
desde que ambos eran muchachos y solían asistir a matinés bailables en las que no era
inusual que terminaran trenzándose a golpes con desconocidos. Cosas de muchachos,
dice. Mucho más tarde, en dictadura, volvieron a encontrarse, y lo que hacían por
entonces ya eran cosas de hombres. Uno trabajaba en el edificio Diego Portales a cargo
de la propaganda de la dictadura y el otro tenía oficina en los cuarteles de calle
Belgrado, ocupado de ya se sabe qué. Aunque existen pruebas y testimonios, Puga niega
haber prestado servicios para la DINA y más tarde para la CNI. Lo que no niega es que
durante la dictadura siguió siendo muy amigo del Mamo, y que solían juntarse con sus
esposas para las fiestas del Dieciocho (cuando, el 18 de septiembre, se celebra la
independencia de Chile), en las que el Mamo oficiaba de anfitrión vestido de huaso y le
gustaba escuchar tonadas folclóricas y agasajar a sus amigos con carne asada y alcohol.

—Buen amigo, Manuel. Muy amigo de sus amigos –define Puga–. Lástima cómo se han
ensañado con él… tenerlo encerrado de pura venganza, y en el estado en que está…
Jamás le perdonaron haber acabado con el marxismo.

Puga dice que Contreras era un hombre “tan inteligente” que en los años en que cayó en
desgracia bajo dictadura, para cuidarse las espaldas, “usó la información que tenía a
mano”.

—¿Sabe usted quién lo ayudó a reunir esa información que mandó para afuera? –
pregunta, clavándome la mirada–. La Nélida, su secretaria. Ella lo ayudó con todo eso.
Fue muy leal, una gran mujer. También la Maruja, aunque son distintas.

—¿Distintas? ¿En qué sentido? —Distintas, pues, distintos estilos de mujer, aunque las
dos son muy damas. El asunto es que Manuel tenía que cuidarse, varios en Chile
querían su cabeza, se había ganado enemigos por todos lados. Entonces reunió esa
información y aprovechó de mandar un mensaje: si caía él, caían todos. Así es Manuel,
muy hábil, una gran persona.

En los años 80, cuando la dictadura parecía incombustible, el peligro también estaba en
casa del Mamo, donde el nombre de Nélida Gutiérrez rondaba como un fantasma.
Llamaba por teléfono preguntando por él, o lo esperaba en la esquina a bordo de un
auto, resguardada siempre por algún agente atento y bien armado. La familia no tardó en
enterarse de que la secretaria había abierto una boutique cuyo nombre consignaba una
declaración de amor: Mané, por Manuel y Nélida. La esposa hacía como que no sabía.
Las hijas le hacían saber a él que sabían. Y él, pese a las evidencias, negaba todo.

El hijo del Mamo, que estaba en el ejército, llegó a tirar el mantel de la mesa en un
almuerzo familiar, encarando al padre. Poco después, dejó el ejército y apareció en las
páginas policiales por balear a su suegro, el capitán Molina. Era fines de 1988. Pinochet
recién había perdido el plebiscito que lo obligaba a dejar el gobierno dos años después.
La vida de los Contreras iba en franca rodada.

Los pocos recuerdos felices que el hijo del Mamo guarda de esos años son los que se
relacionan con la Navidad. Al padre le gustaba armar el árbol navideño: un pino
sintético de ramas plateadas, desplegable, que en su plataforma tenía un motor que hacía
girar un disco de acrílico con luces de colores. Rojas, verdes, azules. Los nietos, hijos
de sus hijas, se maravillaban mirando las luces proyectadas en las ramas. El abuelo
había impuesto una costumbre que probablemente venía del bisabuelo: los regalos se
entregan al día siguiente de nochebuena, con las primeras luces del día. Al Mamo le
gustaba presenciar esa escena. La celebraba y la grababa con su cámara de cine.
Repartía besos y regalos para los nietos, los hijos, la esposa. Luego, se inventaba una
excusa y salía de casa para visitar a Nélida.

El hijo se lo advirtió, pero el padre no quiso escucharlo. Lenta pero persistente, la


justicia chilena iría tras Manuel Contreras Sepúlveda una vez que el escenario político
lo permitiera. Y ese escenario comenzó a cristalizar en noviembre de 1993, cuando el
Mamo fue condenado en primera instancia a siete años de cárcel por el asesinato en
Washington del ex canciller Orlando Letelier. Fiel a su estilo, se atrincheró en la casa de
su fundo del sur chileno y amenazó con enfrentarse a tiros con la policía.

—¡No iré a la cárcel! –bramó por televisión–. ¡Yo no voy a ir a ninguna cárcel mientras
no haya una justicia real!

Finalmente, en 1995, el Mamo terminó preso, pero en una cárcel construida


especialmente para él en las afueras de Santiago. Punta Peuco fue un penal a la medida,
levantando en un terreno agrícola, que terminaría albergando a otros hombres acusados
de delitos contra los derechos humanos. Contreras pasó seis años encerrado en ese
lugar, y en 2001, tras salir en libertad y como había aún varios procesos judiciales en su
contra, fue a cumplir prisión domiciliaria en casa de una de sus hijas. En 2003 la
justicia, en un fallo histórico que desconoció la amnistía de 1978 –que había
beneficiado a quienes estaban presos por causas relacionadas con delitos contra los
derechos humanos–, lo condenó a 12 años por el secuestro del sastre Miguel Ángel
Sandoval, detenido por la DINA en 1975 y visto por última vez con vida en el cuartel de
Villa Grimaldi.
En ese caso, que arrastró a la cárcel a toda la cúpula de la DINA, y sentaría precedente
para los juicios venideros, el Mamo declaró ante un juez. Dijo que si bien la DINA
“estuvo en una guerra clandestina con los grupos extremistas”, las personas que llegaron
a sus cuarteles eran “detenidas en tránsito por no más de cinco días, antes de ser
liberadas o puestas en manos de la justicia militar”. El juez quiso saber cómo el acusado
explicaba la desaparición de cientos de personas que habían pasado por los cuarteles de
la DINA. Entonces el Mamo, sin inmutarse, dijo dos cosas. Que “muchos de esos
desaparecidos fueron sacados del país por personas que lo han reconocido
públicamente”. Y que “la segunda opción que explica los desaparecimientos eran las
disposiciones que dictaba Fidel Castro, que señalaba que los muertos o heridos de la
guerrilla debían ser retirados para evitar represiones hacia sus familiares y ser
sepultados en forma clandestina para responsabilizar al gobierno (chileno) de que
habían sido detenidos y desaparecidos”.

En 2005, dos años después de ser condenado, la policía fue a buscarlo a casa de su hija
para trasladarlo al penal donde cumpliría la condena de 12 años de cárcel por el
secuestro del sastre. Otra vez dijo que no iría a ningún lado, se resistió, hizo amago de
sacar un arma. Tenía 76 años y varios achaques, pero a la policía no le fue difícil
echarlo al suelo y esposarlo.

Mamito, el hijo, se lo había advertido. La justicia podía alcanzarlo, porque ya no era


ningún intocable. Ya no tenía la protección de Pinochet que, a su vez, venía de pasar
dos años detenido en Londres y tenía sus propias cuentas pendientes con la justicia
chilena. El Mamo volvió a prisión pero, más que una cárcel, el penal Cordillera, donde
fue a parar esta vez, era un hotel cinco estrellas.

En junio de 2009, a cuatro años de su llegada al penal Cordillera, Manuel Contreras


Sepúlveda fue sometido a un peritaje psiquiátrico que constató que, pese a la “florida
patología médica”, el entrevistado, a sus 80 años, “tiene habilidades cognitivas y
capacidad de memoria indemnes, sin alteraciones psicopatológicas de relevancia médico
legal”. El informe del médico Ítalo Sigala juzgó que ese hombre “aseado y vestido con
pulcritud, de riguroso peinado, manos bien cuidadas, de ropas limpias, nuevas, de corte
semi deportivo y juvenil”, era “hábil en el manejo de la relación interpersonal”,
“perspicaz, ocasionalmente sutil”, y “sonríe con facilidad y se muestra cortés,
respetuoso y afable”. El padre o abuelo sereno y bien educado que todos querrían, de no
ser por el comportamiento observado por el médico Sigala cuando escuchó decir al
entrevistado que era víctima de “un juicio político” por “cumplir con el deber de
eliminar terroristas en Chile… Nos echan la culpa de todo, de todo tiene la culpa la
DINA. No hay debido proceso, no se respetan la Constitución ni las leyes, son juicios
inventados”.

Al entrar en estos terrenos, según el informe, el entrevistado mostró un tono “enfático,


apasionado y tajante, alargando sus intervenciones con acopio de antecedentes que
respaldan su versión de los hechos”. El mismo informe dice que el entrevistado alzó
mucho la voz para decir: “Cuatro años nos costó eliminar el terrorismo, con un mínimo
costo de vidas, comparado con Argentina (...) No me lamento de nada”.

El video es de septiembre de 2013 y muestra a los jefes de la DINA rumbo a un furgón


policial. Varios caminan con dificultad, rengueando, ayudados por muletas y bastones, o
por gendarmes que los llevan del brazo. Se ven tranquilos, pero algo sorprendidos,
como si lo que estuviera ocurriendo no fuera más que un malentendido. En otro
contexto, algún distraído pensaría que esos hombres que cargan bolsos ligeros y visten
sombreros y tenida sport, de parka y chaquetas de gamuza, forman parte de un club de
jubilados que parten a un fin de semana de pesca.

Es madrugada y a los lejos se escucha el barullo de manifestantes que no quieren perder


la oportunidad de repudiar a esos hombres. Es un hito para anotar en la historia. Los
jefes de la DINA dejan el penal Cordillera, una cárcel de lujo en un barrio de lujo, en
medio de un recinto militar, y se dirigen al penal Punta Peuco, a 45 kilómetros de ahí,
en condiciones muy distintas.

En el video desfilan José Zara Holger, Marcelo Moren Brito, Miguel Krassnoff
Marchenko, Pedro Espinoza Bravo, Hugo Salas Wenzel y, claro, Manuel Contreras
Sepúlveda, que encabeza el grupo. Viste chaleco gris, camisa celeste y parka blanca, y
camina lento, ayudado por una muleta. Bajo el brazo lleva una carpeta azul.

Al final del camino, Contreras se detiene, gira, echa un último vistazo al penal, y sube al
furgón. Los militares que lo siguen tienen una deuda que cobrarle.

Pocas semanas antes, al conmemorarse los 40 años del golpe de Estado, el Mamo había
dado una entrevista de televisión que causó revuelo. El problema no fue que sostuviera
lo que sostuvo siempre: que no existen desaparecidos ni torturados. El problema fue
que, al final de esa entrevista con CNN Chile, negó que estuviera en una cárcel. “¿Y qué
es esto, si no?”, preguntó el periodista. “Un recinto militar”, dijo él. El periodista
retrucó preguntando por el gendarme que lo custodiaba en ese momento a sus espaldas.
Y él, sin siquiera girar la cabeza, esbozando una sonrisa, dijo que ese gendarme estaba
ahí para llevarle el bastón.

Unos días después, el entonces presidente Sebastián Piñera ordenaba el cierre del penal
Cordillera.

En Cordillera había cabañas y el Mamo ocupaba una para él solo, muy bien equipada:
televisión satelital, conexión a internet, calefacción. Los jardines eran amplios y las
visitas prolongadas. Había piscina y canchas de tenis. Ese penal no se compara con el de
Punta Peuco. Es como pasar de un hotel cinco estrellas a una pensión de provincia.

Aquella madrugada de septiembre los hombres de la DINA, uno tras otro,


desembarcaron en el penal de Punta Peuco. En el video se los ve descolocados. El
Mamo llega al hall del módulo 3, frente a un pasillo donde está su celda. En el hall están
las maletas. Un gendarme le pregunta cuáles son las suyas y él, indicando un punto, con
un hilo de voz, se excusa:

—No puedo cargar nada. Tengo otra hernia a la columna.

Entonces avanza por el hall, cruza una reja de barrotes y se detiene en la primera celda
del pasillo, a mano derecha. Suspira y entra.

Es un día caluroso y seco que llama a las moscas. Un día de marzo de 2014, en que
Michelle Bachelet acaba de volver a ser presidenta por un segundo periodo. Ella ha
jurado por la mañana, pero en la entrada del penal Punta Peuco aún cuelga el retrato de
Piñera. Las visitas comienzan a llegar en autos casi nuevos. Mujeres en su mayoría, bien
arregladas, que cargan carritos de feria en los que llevan ropa limpia y comida casera
para los presos que habitan en este descampado reseco al norte de Santiago.

Después del revuelo que produjo la entrevista que Contreras dio a CNN Chile, no se ha
permitido la entrada de periodistas al penal de Punta Peuco. Los gendarmes del primer
control miran mi cédula de identidad, se consultan unos con otros, desconfían.

—¿Usted qué es de Contreras? ¿Familiar o amigo?

—Amigo.

Sin soltar mi cédula, vuelven a consultarse. Uno de ellos hace un llamado telefónico,
anota mis datos y vuelve a preguntar:

—¿Conoce el camino?

El camino es una pasillo color crema, silencioso, decorado con cruces y cuadros de
paisajes y naturaleza muerta pintados al óleo, obra de los talleres de pintura con que las
esposas de los militares condenados matan el tiempo. Algunos de esos cuadros llevan la
firma de Nélida Gutiérrez.

Cuando Manuel Contreras me inscribió en su lista de visitas, pensé que me recibiría en


alguna sala, como esas en las que los abogados llegan a entrevistarse con sus clientes.
Pero a lo largo del trayecto por el que me guía un gendarme no asoman salas de visita, y
al llegar a un hall, el mismo que aparece en el video de septiembre de 2013, con mesas
de mantel floreado y sillas plásticas, un taca-taca, una trotadora y un enorme televisor
con sillones alrededor, el gendarme me señala una galería tras una reja de barrotes
gruesos.—Ahí está, es la primera –dice, indicando una puerta, la primera a la derecha,
que tiene el número uno–. Tóquele nomás, tóquele fuerte, está adentro.

Entonces, golpeo la puerta.

En septiembre de 2013, cuando llegó a ese lugar, sus antiguos compañeros de la DINA
no querían saber nada con él. Ni ellos ni el resto de los internos, condenados todos por
violaciones a los derechos humanos. Estaban molestos por aquella entrevista que había
significado el traslado a Punta Peuco y la pérdida de privilegios. El hijo del Mamo me
contó que los primeros días que su padre pasó allí fueron tensos. Los demás le hicieron
saber de su molestia y algunos, como Miguel Krassnoff, hijo de cosaco ruso, le quitaron
el saludo. Y más que eso: el primer día de visita tras el traslado, cuando la hija mayor
del Mamo se acercó a saludar a Krassnoff, este la ignoró y, ante la protesta de ella, uno
de los hijos de Krassnoff, oficial activo del ejército chileno, la insultó:

—Mándate a cambiar, huevona –dice el hijo del Mamo que dijo el hijo de Krassnoff.

José Zara, que fue condenado por el crimen del general Carlos Prats, salió en defensa de
la hija del Mamo, y cuando ya estaban por irse a las manos, aparecieron los gendarmes
para poner orden.

A seis meses de ese incidente, las cosas parecen tranquilas en el modulo 3 de Punta
Peuco. En la galería, frente a cada una de las puertas de ingreso a las celdas, están los
carritos de feria con ropa y comida, en perfecta formación, como si siguiesen un
reglamento establecido. En la galería se escuchan murmullos, cuchicheos provenientes
del interior de las puertas. Esa quietud es interrumpida por un hombre espigado, de
bigote cano, que asoma y me saluda sonriente, dichoso, como quien sale del camarote
de un crucero y saluda al pasajero que le tocó por vecino. El hombre es Krassnoff
Marchenko, vecino de Contreras.

—Tóquele fuerte, le digo.

El gendarme me mira tras la reja con barrotes que antecede a la galería. Me dice que
abra la puerta. Empujo, pero está cerrada por dentro. Entonces, antes de volver a
golpear, la puerta se abre.

El hombre que aparece no es ni la sombra de lo que era. Está flaco y encorvado, los ojos
nublados por la edad. Un anciano desvalido con un soplo de voz.

—¿Manuel Contreras? –pregunto.—¿Quién es usted? –pregunta.

Le digo que soy la persona que le escribió una carta días atrás. El mismo que lo contactó
por una historia que escribo sobre él. Se queda mirándome tras la puerta. Parece
extrañado, pero a la vez complacido de tener a una persona que se interese por él.
Entonces se hace un lado.

—Pase, adelante, siéntese donde pueda.

Contreras indica el pie de su cama, alta y blanda, cubierta por frazadas gruesas, el único
lugar disponible en su celda para que un invitado se acomode. Él se instala junto a la
cama, en un sillón de un cuerpo. Sobre su cabeza hay una ventana con barrotes que da a
un jardín flanqueado por murallones. A su lado, una mesita con medicamentos, una
Biblia y la foto en sepia de sus padres.
La celda mide cerca de tres por cuatro metros y huele a humedad y aceite emulsionado.
Tiene un baño repleto de trastos y un closet con ropa y vajilla que asoma tras una
cortina. Hay un plasma colgado a la pared, una repisa con unos pocos libros y un
collage de fotos de familia, principalmente de sus nietos, en la puerta de entrada. Hay
varias fotos de él mismo, siempre vestido de uniforme, una taza que lleva grabado el
puño de la DINA y virgencitas y cruces con Cristo crucificado, doliente.

Más que estar atento, Manuel Contreras estudia a la persona que está sentada sobre su
cama. Le complace saber que sé que fue el mejor alumno en la Academia de Guerra y
que en la biblioteca que perteneció a Pinochet encontré un ejemplar con una dedicatoria
firmada por él.

—Yo no era un mal alumno –me dice, satisfecho.

Hasta ahí parece bien dispuesto. Pero cuando le comento que también quiero que me
cuente de la DINA, su expresión cambia, aunque sin perder la compostura.

—Le advierto que no lo puedo ayudar. Usted sabe lo que pasó con la última entrevista
que di. No quiero crearle más problemas a los gendarmes. Quizás más adelante.

¿De qué se habla con una persona que no quiere hablar? Contreras no se mueve de su
lugar ni hace amago de despedirme. Desde el sillón, manos entrelazadas, piernas juntas,
parece complacido de la visita. No queda más que llenar el silencio con vaguedades. La
salud, el tiempo, las condiciones en que se encuentra ahora.

—¿Cómo se siente aquí?

—Más estrecho, aunque no estoy mal –dice, levantando los hombros.

—En Cordillera estaba bastante mejor, ¿no?

—Mejor, sí. Pero, ¿sabe una cosa? Lo peor son los cambios de temperatura. Acá hay
dos grados más en verano y dos menos en invierno.

Cuando dejó el penal Cordillera, tuvo que deshacerse de las copias de expedientes
judiciales que fueron acumulándose en su cabaña, producto de su obsesión por llevar él
mismo cada uno de los casos en que se lo acusa de delitos como tortura, homicidio,
secuestro calificado y desaparición de personas. Redactaba los escritos y obligaba a sus
abogados a presentarlos ante la justicia. Este afán lo llevó a enemistarse con el abogado
con el que mejores resultados obtuvo, Juan Carlos Manns, quien me dirá que en un
momento la defensa se hizo insostenible, sobre todo después de una vez en que él se
negó a seguir los dictados de su cliente, que se le fue encima con ánimo de agredirlo. En
su oficina, el abogado dirá con una sonrisa que no fue nada más que una bravuconada
de un cliente acostumbrado a dar órdenes.

Resulta difícil imaginar que el anciano que permanece sentado en el sillón pudiera
agredir a alguien. Con un hilo de voz, gesticulando con dificultad, me dice que sigue
atento a sus causas, “siempre estudiando”, y que entre los tres libros que está leyendo a
la vez en estos días se cuenta uno jurídico, llamado Procesos sobre violaciones a los
derechos humanos, de Adolfo Paul.

—¿Y ese otro? –pregunto, apuntando al que se encuentra al lado y que se titula El libro
de Urantia. Un clásico universal del misticismo, de autor anónimo, que, me entero
después, habría sido dictado por seres de otro planeta.

—Es un libro maravilloso –me dice–, muy interesante, ¿no lo ha leído?

—No. ¿De qué trata?

—Plantea que el infierno no existe.

—A ver, ¿cómo es eso?

—Todos trascendemos al más allá, a uno de los cien anillos que existen en el universo.
No hay infierno. Lo único es que algunos quedan suspendidos en alguno de estos
anillos, esperando evolucionar.

Tocan a la puerta. Maite y Alejandra, dos de las tres hijas del Mamo, llegan de buen
humor, saludando cariñosamente al padre. Las mujeres se sorprenden por mi presencia,
pero el mismo Contreras me presenta como un escritor que ha llegado a visitarlo.

—Está escribiendo un libro sobre mí –sonríe el Mamo.

—Espero que hables bien de mi papá, más te vale –dice Alejandra, la más joven,
sonriendo.

Las hijas me despiden diciéndome que “el papá ha tenido un día duro y tiene que
comer”. Me explican que, como ocurre dos veces a la semana, el Mamo ha pasado la
mañana en tratamiento de diálisis por la insuficiencia renal diabética que padece hace
casi 20 años. Si antes demoraba cinco minutos en ir al hospital, ahora que está en las
afueras de Santiago demora una hora de ida y otra de vuelta.

—Todo gracias a Piñera, ese desgraciado –dice Alejandra.

—Ya, papá, despídase del escritor, que se va –tercia Maite.

Entonces me incorporo de la cama, doy un paso hacia la esquina de la celda y estiro la


mano. Recibo una mano que es como un jurel blando y frío, casi sin carne: un espinazo
que tiembla. Sin moverse del sillón, con ese hilo de voz agónico, el Mamo levanta la
vista con dificultad y se despide:

—Que le vaya muy bien.

Fuera de la celda, Maite me dice que su padre “está sin ganas a veces, por eso lo
venimos a ver, para que no se sienta solo, para que no se desanime”. Me lo dice frente a
una foto que cuelga en la galería, y que muestra a un anciano cuya figura proyecta la
sombra de un soldado joven y fornido, armado hasta los dientes.
—Esta imagen la trajimos nosotras. ¿No te parece que este abuelito se parece a mi
papá?

—¿En qué sentido?—¿No has visto cómo camina?

—No. —Camina así, tal cual, lento, medio para el lado. Ya está viejito, le queda poco.
Pobre papá.

Miguel Krassnoff Marchenko sigue dando vueltas por la galería, repartiendo saludos.
En el hall vecino del módulo 3 hay dos ancianos que miran la televisión. Cuando me
ven pasar junto a un gendarme sonríen, amistosos, como dos abuelos tiernos, antes de
volver a cabecear frente a la pantalla.

Es junio de 2014 y el hijo del Mamo está contento, de buen ánimo. Hace un par de
semanas, después de un enojo que duró tres meses, volvió a visitar a su padre en Punta
Peuco.

En el McDonald’s del Parque Arauco, en un nuevo encuentro, Manuel Contreras


Valdebenito me cuenta que si bien su padre “no es un hombre de muchas emociones, se
alegró de verme”. Pero así y todo lo vio muy disminuido, desmoralizado, especialmente
después del capítulo ocurrido en abril último, cuando Nélida Gutiérrez llegó a visitarlo
después de varios meses de ausencia.

—Se apareció como si nada y al rato estaban discutiendo por una plata que le había
prestado mi papá. Ella andaba acompañada por uno de sus nietos y al rato llegó la
Maite, mi hermana mayor. La discusión fue subiendo de tono y en un momento el nieto,
que es un roto, igual que la Nélida, insultó a mi hermana. Y ahí se metió mi papá y
quedó la grande… Oye, créeme, Juan Cristóbal, fue una pelea de esas, de población, de
gente pobre. Tan mal terminó la cosa que, antes de que llegaran los gendarmes, la
Nélida se sacó el anillo de matrimonio y se lo lanzó por la cabeza a mi papá.

—¿Y qué hizo él?

—Nada. A él le carga que esa mujer le vaya a hacer escándalo. Siempre le sale con uno,
pero esta vez es el último, te lo aseguro: mi papá ya contactó un abogado para comenzar
el proceso de divorcio. Por fin, ya era hora. Mi papá se aburrió de la Nélida.

El desánimo del padre también tiene que ver con el ambiente en Punta Peuco. No sólo
lo culpan de las restricciones impuestas a los horarios de visita tras la entrevista que dio
a CNN Chile. También de no asumir responsabilidad en los crímenes que ordenó y por
los cuáles cumplen condena más de 60 ex agentes de la dictadura.

El hijo me cuenta que, días atrás, el Mamo necesitaba arreglar un enchufe de su celda y
le pidió ayuda al Troglo, un ex agente experto en la gigí que ahora, en Punta Peuco,
oficia de electricista. Pero el Troglo, en vez de ayudarlo, se negó de mala manera: “Con
usted no quiero hablar”, le dijo.
En otro tiempo hubiera sido impensable que un subalterno tratara así al Mamo
Contreras, siquiera en prisión. El coronel retirado Fernando Lauriani, que cumplió
condena en el penal Cordillera por la desaparición de un militante de izquierda, me dirá
que el Mamo “ha sido un cobarde” al no reconocer su responsabilidad en los hechos y
“arrastrar a gente inocente como yo”.

Lauriani habla en la oficina de su abogado en Santiago, y lo hace con un tono lastimero,


preguntándose qué podía hacer él a los 22 años, cuando era un oficial de ejército y fue
destinado a la DINA. Dice que son otros los que deberían responder, empezando por
Manuel Contreras, con quien de seguro volverá a verse las caras en Punta Peuco debido
a las condenas por secuestros y torturas que pesan en contra de Lauriani y que esperan
la ratificación de la Corte Suprema.

En el McDonald's del Parque Arauco, el hijo del Mamo dice que, digan lo que digan, su
padre jamás va a reconocer ninguna cosa. Y menos va a pedir perdón.

—Mi papá es muy orgulloso. Nunca, jamás le he escuchado pedir disculpas, ni siquiera
si por accidente derrama una taza de café sobre alguien, si se lleva por delante a alguien
sin querer. El es así, nació y va a morir así.

Pudo haber nacido así. Pero el hijo cree que su forma de ver el mundo se acentuó con el
poder que ostentó en dictadura.

—He llegado a pensar que el hecho de poder decidir entre la vida y la muerte de una
persona lo llevó a creerse un semidiós. Un todopoderoso.

Pero en estos días el hijo del Mamo también ha llegado a pensar que recién ahora, solo,
enfermo, encerrado en una celda de tres por cuatro, con subalternos que ya no lo
respetan, su padre entiende que perdió todo el poder y no hay nada que pueda salvarlo.

—Mi papá –dice el hijo– comienza a mirar las cosas de una forma distinta.

—¿En qué sentido distinta?

—Como un ser humano cualquiera. Como tú, como yo. No es que esté arrepentido. No
es que vaya a confesar alguna cosa: eso no va a ocurrir jamás, te lo aseguro. Hablo de
otra cosa, Juan Cristóbal. No me preguntes por qué, pero tengo la impresión, estoy
seguro, quizás porque lo conozco demasiado, de que por primera vez en su vida mi papá
comienza a tener miedo. Lo veo en sus ojos, en su forma de moverse. Mi papá está
viendo que se muere y siente miedo. Miedo a la muerte, al dolor, a lo desconocido. Mi
papá, que se creía dios, se las está viendo con la muerte.

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