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Mary Ann Evans fue una periodista, novelista, poeta y traductora inglesa que formó
parte de la vanguardia literaria en Reino Unido durante la era victoriana (1837 a
1901). Escritora prolífica, hizo uso de un detallado realismo en sus textos, en los que
exploró con un estilo fino y sobrio la profundidad psicológica de sus personajes. Pasó
al canon literario occidental habiendo usado el seudónimo (masculino) de George
Eliot.
Nació en la localidad de Nuneaton, Warwickshire, al oeste de Inglaterra el 22 de
noviembre de 1819. Desde pequeña exhibió una inteligencia superior a la de sus pares,
mostrándose más interesada en la lectura solitaria que en otro tipo de actividades.
Dado que no era considerada por sus padres como “físicamente agraciada” y, por
ende, una temprana promesa matrimonial, recibió una educación altamente
estimulante, pocas veces reservada a las niñas o mujeres jóvenes de su época. Si bien
esta educación no era formal y tenía un marcado perfil de “señoritas”, Mary Ann supo
demostrar sus capacidades avanzando rápidamente y oponiéndose a las disciplinas
educativas “evangelizantes”. A los dieciséis años, su padre intervino municipalmente
para otorgarle acceso a la Librería de Arbury Hall, donde complementó en base a su
propia iniciativa sus conocimientos de literatura e historia de la literatura. Sus
trayectos de la finca a la ciudad le permitieron, entonces, observar las diferencias
económicas, sociales y culturales que estaban a la vista y que permearían, a modo de
“vidas paralelas”, su trabajo escrito.
Fue en ese mismo año, 1836, que su madre murió. Esto cambió las dinámicas
familiares y Mary Ann pasó a actuar como ama de casa en su hogar, mientras su
hermano mayor, Isaac, pasaba a administrar sus bienes. Se mudaron a la localidad de
Coventry, cerca de donde un joven Charles Bray, fabricante de listones y cintas,
sostenía tertulias de librepensamiento religioso en las que Mary Ann comenzó a
participar y debatir junto a intelectuales como Robert Owen, Herbert Spencer, y Ralph
Waldo Emerson. En este periodo Mary Ann comenzó a trabajar en sus primeras
traducciones, habiéndose familiarizado con la obra de escritores agnósticos y liberales
como David Strauss y Ludwig Feuerbach. Su primera publicación, de hecho, auspiciada
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por su amigo Charles Bray, fue la traducción al inglés de Das Leben Jesu (1835-1836):
La vida de Jesús, examinada críticamente, de David Strauss, aparecida en Inglaterra en
1846. Cargada de polémica, esta obra fue tildada por Anthony Cooper, el VII Conde de
Shaftesbury, como “el libro más pestilente que ha sido vomitado por las fauces del
infierno”.
De personalidad inclinada al “bajo perfil”, Mary Ann Evans tuvo motivos de sobra para
elegir un seudónimo masculino al momento de publicar sus obras de ficción. En
primera instancia, quiso distinguir esta faceta de su entrega escrita de su trabajo
crítico y editorial; por otro lado, quiso evitar ser encasillada como “escritora mujer”, lo
que ocasionalmente significaba “escritora de romances” o novelas rosa. Finalmente,
logró de manera efectiva conservar su intimidad a salvo del escrutinio público en una
época en que cualquiera de sus relaciones sentimentales, sobre todo las “polémicas”,
podían literalmente entorpecer o arruinar su carrera. Con todo, su novela
Middlemarch (1871-1872) ha pasado a la historia como una obra capital en la tradición
literaria inglesa.
Su primera novela, Adam Bede, fue publicada en 1859 como un éxito instantáneo,
aumentando la curiosidad por la verdadera identidad del tal “George Eliot”. Ante
nuevos intentos de personas extrañas a su obra por apropiársela, Marian decidió
salir a la luz literaria y confirmar su autoría. Si bien desde un punto de vista técnico a
nadie le sorprendió que fuera Mary Anne Evans la autora de aquellos textos, sí fue un
impacto al asociar su nuevo éxito novelístico con su relación amorosa con Lewes. Esta
tensión se mantuvo presente en sus vidas, durante décadas, acabándose formalmente
cuando la pareja conoció a la Princesa Louise, hija de la Reina Victoria, en 1877. La
Reina Victoria, justamente, era una ávida lectora de las obras de George Eliot, y quedó
tan impresionada con Adam Bede que encargó al pintor Edward Henry Corbould pintar
para ella escenas del libro.
Transcurrirían, en adelante, unos quince años de activismo político y de publicación
exitosa de nuevas novelas. En 1861, cuando estalló la Guerra Civil estadounidense,
Eliot demostró un decidido apoyo hacia el norte abolicionista (de la esclavitud),
postura no muy compartida por la mayoría política británica; y a partir de 1868 hizo
público su respaldo hacia la Home Rule irlandesa, el afán de la isla por dividirse del
Reino Unido y procurar su autonomía. Apoyó también la carrera parlamentaria del
filósofo John Stuart Mill, cuya obra La esclavitud de la mujer (1869) la impresionó
positivamente.
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Un año después de la publicación de Adam Bede, apareció la novela El molino del Floss
(1860): una extensa entrega dividida en tres volúmenes, semiautobiográfica y cargada
de referencias históricas, sociales, culturales y políticas de la vida inglesa entre 1829 y
1845. Elementos de su relación con Lewes pueden ser leídos como si estuvieran
procesados a través de la vida interior de su protagonista, Maggie Tulliver, hija del
molinero, que ve pasar su vida, sus pasiones y sus ideas junto a la orilla del río Floss
antes de su mortal crecida: “La naturaleza repara sus estragos”, escribió Eliot, “los
repara con su brillo del sol, y con trabajo humano. La desolación forjada por la
inundación habría dejado un rastro apenas visible en la faz de esa tierra, cinco años
después. El quinto otoño iba a ser rico en doradas maicenas, creciendo en racimos
compactos más allá de los setos; y los muelles y los almacenes del Floss volverían a
atarearse con ecos de voces ansiosas, con cargas y descargas llenas de esperanza. Y
cada hombre y cada mujer mencionados en esta historia continuarían viviendo,
excepto aquellos cuyos finales ya conocemos”. En contraposición, también escribió:
“La naturaleza repara sus estragos, pero no todos. Los árboles devastados no vuelven a
echar sus raíces; los cerros, partidos, conservan esa cicatriz; si algo nuevo crece,
entonces los árboles no son como los viejos, y los cerros, bajo su vestidura verde,
llevan las marcas de su reciente desgarro. Para los ojos que han habitado el pasado, no
existe reparación total”.
A Adam Bede y El molino del Floss siguieron Silas Marner: el tejedor de Raveloe, en
1861, y Romola, en 1963. Lo que tuvo de simple e íntimo la primera, Silas Marner, lo
tuvo en grandilocuencia la segunda, Romola: Silas Marner narra la historia y desdicha
de un tejedor de lino que, a comienzos del siglo XIX, deja su pueblo tras ser condenado
por un delito que no cometió; casi como un Job bíblico, pobre e inglés, ve su fe puesta
en juego por pruebas con las que se ve ofendido y luego atendido por Dios. Romola,
por su parte, es una novela histórica: ambientada en el siglo XV, sigue la vida en la
ciudad de Florencia a través de elementos tanto artísticos, como religiosos y sociales,
con el renacimiento como telón de fondo. Silas Marner fue una novela “corta”, todavía
centrada en retratar con sencillez y realismo aspectos de la vida urbana en Gran
Bretaña; Romola, como El molino de Floss, fue publicada en tres volúmenes, con
personajes tanto ficticios como históricos (dentro de los que circulan Cristóbal Colón,
Lorenzo de Médici y Nicolás Maquiavelo) que rozaron o fueron parte de la vida de su
protagonista: una hermosa y virtuosa joven, excelsamente inteligente, que se casa con
el mejor prospecto disponible para acabar rebelándose. Silas Marner mantiene un
tono reflexivo respecto de su personaje principal: “Antes, su corazón había sido como
un cofre sellado, con su tesoro respectivo, pero ahora ese cofre estaba vacío, y el sello
estaba roto. Dejado a tientas en la oscuridad, sin soportes, Silas tenía un sentido
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inevitable, aunque adormecido y a medias desesperante, de que una eventual ayuda
tendría que llegarle únicamente del exterior; eso y una leve expectativa emocionante
al ver a los hombres, sus semejantes, y ser consciente de que dependía de su buena
voluntad”. Romola, en cambio, parece rodearse de motivos renacentistas en frescos
descriptivos, como el siguiente: “Ningún ángel radiante atravesó la penumbra con un
mensaje de claridad para ella. En esos tiempos, como ahora, hubo seres humanos que
nunca vieron ángeles, ni oyeron mensajes de perfecta claridad. Sus verdades se las
traían, confusamente, las voces y acciones de hombres en nada parecidos a los
serafines de infatigables alas y miradas penetrantes —hombres que creían tanto en
mentiras como en verdades, y que hicieron tanto bien como hicieron mal. Las manos
amigas que se extendían hacia ellos eran las manos de hombres torpes, a veces ciegos,
de manera que a estos seres, nunca visitados por ángeles, no les quedaba más opción
que asir esa guía tambaleante por el sendero de la dependencia y de la acción, que es
el sendero de la vida; de lo contrario, tenían que detenerse sobre la soledad y la
incredulidad, que no son senderos sino la trampa de la inacción y de la muerte”.
En 1866 George Eliot publicó Felix Holt, el Radical, novela de registro político cuya
temática abordó la Ley de Reforma (electoral) de 1832 en Inglaterra y Gales: una serie
de modificaciones al sistema representativo de la Cámara de los Lores que condujo a la
modernización de reductos electorales “medievales”, obsoletos, y a la ampliación del
voto para uno de cada seis hombres adultos, en una población de alrededor de 14
millones de personas. Uno de sus pasajes desarrolla la siguiente reflexión: “Imagina
qué sería un juego de ajedrez si las piezas tuviesen sus pasiones e intelectos, más o
menos pequeños y astutos; si además de tener incertidumbre respecto de los hombres
de tu adversario, la tuvieses respecto de los tuyos; si tu caballo pudiese acomodarse en
diferente escaque por querer; si tu alfil, inconforme con tu enroque, sonsacara a tus
peones de sus puestos; y si tus peones, odiándote por ser peones, abandonasen esos
puestos para dejarte en jaquemate de improviso. Podrías ser el mejor calculador, y aun
así podrías ser derrotado por tus propios peones. Podrías, incluso, estar especialmente
expuesto a ser vencido, si dependieses con arrogancia en tu imaginación matemática y
trataras a tus apasionadas piezas con desdén”.