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Semiosis
Tercera época, vol. II, núm. 4
julio-diciembre de 2006

Director
Renato Prada Oropeza

Subdirectora
Norma Angélica Cuevas Velasco

Comité Editorial
Elizabeth Corral Peña, Leticia Mora Perdomo, Jose Hernanz,
Martha Elena Munguía Zatarain

Asistencia Editorial
Enrique Cruz Huerta

Corrección Técnica
Asunción del Carmen Rangel López, Rosario Arcelia Bonilla
Sánchez, Isaura Contreras Ríos y Faustino Gerardo Cerdán Vargas

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Comité de Honor
Danny A. Anderson (Estados Unidos)
Per Aage Brant (Dinamarca)
Enrique Ballón Aguirre (Perú)
Nelson Osorio (Chile)
José Pascual Buxó (México)
François Rastier (Francia)
Ambrosio Fornet (Cuba)
Eric Landowski (Francia)
Luis Antezana (Bolivia)
Mario Valdez (Canadá)
Noé Jitrik (Argentina)
Daniel Gerber Weisseman (México)
Ivette Jiménez de Báez (Puerto Rico)
Rafael Olea Franco (México)

Jurado de Arbitraje
Dr. Mauricio Beuchot
Dr. José Alberto Carrillo Canán
Dr. Evodio Escalante
Dr. Adrián Gimate W.
Dra. Aralia López
Dra. Sandra Lorenzano
Dra. María Pía Lara
Dr. Oscar Rivera Rodas
Dr. Mario Rojas
Dra. Herminia Terrón de Bellomo
Dr. Nicasio Urbina
Dr. Alberto Vital
Dr. Benigno Zilli

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Índice

Artículos ................................................................................. 7

La presencia del discurso fantástico en el libro Tiempo destrozado


de Amparo Dávila
Cecilia Eudave ........................................................................... 9

La frontera de lo fantástico en la cuentística de Sergio Pitol


José Luis Martínez Morales ........................................................ 19

El cuento fantástico romántico: entre «ortodoxia y herejía»


Dolores Phillipps-López ............................................................ 39

Speculum, spectrum y otras relfexiones alucinantes sobre


el doble en Julio Cortázar
Joseph Tyler .............................................................................. 49

Modos de lo fantástico en la narrativa de Carlos Fuentes.


La noción de figura en Una familia lejana
Malva E. Filer ............................................................................... 59

La asimetría entre la voz y la escritura: «Autobiografía de


Irene» de Silvina Ocampo
María Cecilia Graña ....................................................................... 71

Elementos fantásticos en la narrativa de Ernesto Sábato


Pablo Sánchez López .................................................................... 87

Lo fantástico en la obra del autor mexicano Homero Aridjis:


análisis de la novela La leyenda de los soles (1993)
Thomas Stauder ..........................................................................103

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Fariñas: fuego negro sobre fuego blanco
Juana García Abás ............................................................................ 119

Entre Babilonia y el Dorado aquel (notas sobre sociabilidad y


transición de la poesía en Cuba)
Osmar Sánchez Aguilera ................................................................ 167

Notas y reseñas................................................................... 205


2 3 2 3 7

Hipertexto literario
Rafael Sánchez Avilés ............................................................... 207

La interpretación y la referencia
Araceli Rodríguez López .......................................................... 215

El viento y la elipse: aproximación a la obra de Jean-Charles Pigeau


Luis Roberto Vera ....................................................................... 225

Elba Margarita Sánchez Rolón, Cuativerio y religiosidad en


El luto humano de José Revueltas
Asunción Rangel ......................................................................... 235

Carlos Reis y Ana Cristina M. Lopes, Diccionario de narrratología


Renato Prada Oropeza ................................................................... 239

Resúmenes/Abstracts ....................................................... 241

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Artículos

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La presencia del discurso fantástico en el libro
Tiempo destrozado de Amparo Dávila1

Cecilia Eudave
Universidad de Guadalajara

Aristóteles dijo: es verosímil que ocurran cosas en contra de la


verosimilitud. ¿Por qué negarnos, entonces, a descubrir en los textos
fantásticos un reducto muy importante del pensamiento humano? La
filosofía, como otras disciplinas, se ha ocupado del fenómeno
fantástico desde sus inicios y ha descubierto, en esta manifestación
cultural del hombre, un campo muy amplio para la investigación y el
análisis. Pues lo fantástico surge de la capacidad imaginaria del hombre,
es decir, de su capacidad para representar la imagen de algo que no
existe en la realidad concreta. Es una analogía de lo real, un símil, un
mundo al revés, lateral, complementario, paralelo: aquí todo es posible
y, por lo tanto, catártico. Se trata de una gran metáfora donde hay
algo más que una sustitución ornamental de la realidad; de ahí su
importancia para entrever las incidencias y mediaciones que permiten
a lo fantástico la representación contextual del momento en que el
texto ha sido escrito.
Partiendo de esta idea nos adentraremos en el libro Tiempo
destrozado de Amparo Dávila, escritora mexicana, para descubrir qué
convoca el discurso de lo fantástico, qué llama al texto, qué busca al
presentarnos un mundo como el nuestro, con gente como nosotros,

1
Escritora nacida en Pinos, Zacatecas, México, el 21 de febrero de 1928. Ha publicado los
libros de poesía Salmos bajo la luna (1950), Meditaciones a la orilla del sueño (1954) y Perfil de
soledades (1954); y de cuento: Tiempo destrozado (1959), Música concreta (1964), Árboles
petrificados (Premio Xavier Villaurrutia 1977) y Muerte en el bosque (1985). Fue becaria del
Centro Mexicano de Escritores de 1966 a 1967.

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donde repentinamente, sin aviso, surge la presencia de lo inexplicable,


de lo absurdo, de lo irreal. Los fines de este trabajo son mostrar algunas
incidencias representativas en el libro, tales como la presencia de lo
monstruoso, la figura del doble, lo femenino como detonador de lo
fantástico; y, por último, la concepción de la realidad, todo ello desde
la perspectiva de la instancia narrativa en este libro de cuentos.

Lo innombrable: la violencia de lo monstruoso

En el texto de Dávila encontraremos, en la mayoría de sus cuentos, la


convocación de seres a los cuales la instancia narrativa no se atreve a
nombrar. Habitantes sigilosos de las páginas que deslizan el horror
entre los personajes sin que el lector se entere de quiénes son ni de
dónde provienen. Cito unas líneas del cuento «El huésped»: «Guadalupe
y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobrara realidad
aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: Ahí está, ya salió, está
durmiendo, él, él, él...» (19, 20).
La instancia narrativa presenta un ser cuya condición misma es
ambigua, tan sólo se define su existencia: es. Sin embargo, la omisión
aparece como un acto de conjuración, no se le nombra para no volverlo
real. Se ciega la razón ante la presencia del horror, de lo caótico, lo
indomable, que no es otra cosa que una proyección de un impulso
lleno de angustia y de certidumbre ante la vida cotidiana, la propia, la
que se vive día tras día. La protagonista de «El huésped» lo reconoce:
«Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos
dos niños y yo no era feliz... Mi vida desdichada se convirtió en un
infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no
me condenara a la tortura de su compañía» (17).
Pareciera que, en los cuentos de Tiempo destrozado, los seres
innombrables están ahí para rescatar a los protagonistas de la realidad
irresistible. Lo monstruoso se convierte en catarsis y redención. Pero
¿cuál es la identidad del monstruo?, ¿qué enmascara?, ¿qué denuncia?
En ellos se encarna, y desencadena, toda la violencia contenida hacia
los agresores verdaderos: el marido, como en el cuento «El huésped»,
quien humilla y desatiende a su esposa alejándola de todo y de todos.

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O la familia, como en «Alta cocina», donde el niño es obligado a


comer un platillo compuesto de besticillas mitad vegetal, mitad animal,
cocinadas vivas, sin poder soportar el remordimiento. O hacia el
compromiso con el otro, que es el caso de los textos la «Señorita
Julia» y «La celda», donde ambas mujeres, ante el inminente matri-
monio, crean entes fantasmagóricos que las desquician y las condenan
a la locura y al asesinato. Estos seres sin nombre son lo imaginario
que produce efectos de males reales; por lo tanto, son ellos y sólo
ellos los que destruyen, degradan; son ellos los perversos, los sangui-
narios. Así se resguarda la buena conciencia y se niega el yo como
fuente del mal. Los monstruos innombrables de Dávila están ahí como
representaciones de otras cosas, como signo, objeto, metáfora,
personificación de los deseos más ocultos, de las tendencias más
oscuras. Lo terrible de la realidad se enmascara con rostros
extraordinarios e infranqueables omisiones de identidad.
La narradora reconoce, en esos rostros de excepción, la realidad
social y material que se pervierte en lo fantástico, y convoca en su
texto un discurso que se vuelve reiterativo y sistemático: el de la
violencia. Este discurso surca todo el libro, y acompaña con placer,
acaso con gozo, a los actantes y sus acciones en relación con sus
bestias imaginarias. En «El huésped», la esposa humillada lo afirma
en un diálogo con su sirvienta Guadalupe:

–Esta situación no puede continuar–, le dije un día a Guadalupe.


–Tendremos que hacer algo y pronto– me contestó.
–¿Pero qué podemos hacer las dos solas?
–Solas, es verdad, pero con un odio... (22)

Infligir y recibir dolor del otro se instauran como las únicas vías de
comunicación con el mundo. La violencia entreabre espacios que nos
revelan lo insoportable de la vida cotidiana, y, al no poderlos asumir,
éstos se mutan, simbólicamente, en lugares irreales cargados de seres
imposibles y ficticios. Monstruos nacidos de la imposibilidad de resistir
lo vivido y lo que resta por vivir. Dávila acoge esa monstruosidad y la
carga desmedidamente de violencia y caos, como en el cuento «La
celda», donde la protagonista se somete a ese «él» maligno y codicioso,
quien la toma todas las noches y la vuelve una autómata frente a los

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demás para, finalmente, destruir a su familia, a su prometido y acabar


sola, a merced de esta ilusión masculina:

[...]quiero llorar de frío, mis huesos están helados y me duelen; siempre, estoy
subida en la cama, amonigotada, cazando moscas [...] el cuarto está lleno de
cadáveres de moscas y ratones; huele a humedad [...]este castillo es oscuro y frío
como todos los castillos; yo sabía que él tenía un castillo. Qué lindo. Siempre es de
noche; él no deja que nadie me vea [...] me da miedo, se puede enojar; yo no quiero
que se enoje conmigo; [...] ayer me golpeó cruelmente y grité mucho [...] Ese ruido
en el rincón aquel: otro ratón, lo cogeré antes de que él llegue, pues cuando venga
ya no podré hacer nada [...] (57, 58).

Por medio del discurso de lo fantástico, los personajes de Tiempo


destrozado se autoengañan; ellos no aniquilan, no matan, no son crueles;
para ello están los otros, los monstruos imaginarios que han creado,
como un desdoblamiento de sí mismos, para calmar y alimentar sus
angustias. Porque habitan la celda del engaño donde se tranquilizan
moralmente, y desde ese confinamiento autoimpuesto ven al
monstruo, que sin nombrarlo, se vuelve aún más reconfortante y les
devuelve, paradójicamente, la inocencia y la beatitud.

La figura del doble: la identidad desestabilizada

La idea del desdoblamiento ya está implícita en el monstruo; sin


embargo, me pareció un punto relevante en la construcción de algunos
de los cuentos de Amparo Dávila. Destaco, por sobre los otros, el
texto «El final de una lucha»: «Estaba comprando el periódico de la
tarde cuando se vio pasar acompañado de una rubia. Se quedó inmóvil,
perplejo. Era él mismo, no cabía duda» (59).
El discurso de la certeza que acompaña al acto fantástico
desestabiliza más al lector, pues no hay espacio para la duda, es el
personaje viéndose a sí mismo. Me llamó la atención, sobre manera,
este texto, porque a diferencia de los otros cuentos de la escritora,
éste enfrenta al yo real, con un yo ideal sin ser monstrificado, en
apariencia. Durán se reconoce en el otro, sin embargo, a pesar de lo
real, se confunde con lo fantástico; la razón aquí impone sus reglas,

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debe existir sólo un vencedor: «Necesitaba averiguar cuál de los dos


era el verdadero. Si él, Durán, era el auténtico dueño del cuerpo y el
que había pasado su sombra animada, o si el otro era real y él su sola
sombra» (59).
A partir de este punto, un discurso de reconocimiento es el detonante
de las acciones; Durán perseguirá a su doble durante la narración con
el dilema de soy yo pero no acabo de reconocerme; obligado a saber
si se es o no se es, intentando definir y renombrar lo conocido en el
otro, y tratar de romper con la certeza de ser aquello que evidentemente
no puede. Y, sin embargo, a pesar de la resistencia, el personaje Durán
se percata, a lo largo del cuento, de que su doble es mejor que él: va
acompañado de una rubia (quien resulta ser Lilia, el amor de su
juventud, quién además lo maltrató y avergonzó siempre), y no de
Flora, su esposa, la cual lo tenía hastiado. Es un personaje más seguro,
no como Durán, quien duda hasta de si es él el verdadero; y es, además,
un ser con la capacidad de realizar, de hacer todo aquello que el original
siempre quiso hacer:

Tocó nuevamente el timbre. Oyó en ese momento gritar a Lilia. Gritaba desesperada
como si la estuvieran golpeando. Y la golpeaba él mismo, cruel y salvajemente,
pero él nunca tuvo valor para hacerlo, aun cuando muchas veces lo deseó [...]
Volvió a tocar el timbre, nadie respondía. Seguía oyendo gritar a Lilia. Empezó
entonces a golpear la puerta. No podía dejarla morir en sus propias manos. Tenía
que salvarla[...] La lucha fue larga, sorda y terrible. Varias veces, al caer, tocó el
cuerpo inerte de Lilia. Había muerto antes de que él llegara [...] Él continuó aquella
oscura lucha. Tenía que llegar hasta el fin, hasta que sólo quedara Durán o el otro...
(63-65)

La problemática de la definición del ser, al abordarse por medio de lo


fantástico, vuelve más evidente esa necesidad del ser humano por
imponer una realidad que lo norme y contenga al monstruo, quien lo
impulsa a romper con lo establecido y liberarse. Amparo Dávila, al
parecer, no quiere que lo fantástico perdure, sino que refuerce la
realidad, para advertir sobre lo que el hombre es capaz de hacer. Porque,
en estos relatos, los personajes sólo se conforman, antes de volver a
su anodina y triste vida, con la idea de ese impulso interior y maligno,
como un símbolo de descargo, encargado de ser un desculpabilizador

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y engullir los desechos morales. Así, «Lo monstruoso es el síntoma


(desviado hacia lo puramente ficticio) del mundo sin control humano
y sin garantía de supervivencia. Lo monstruoso es el síntoma del
horror a lo diferente y del horror a sí mismo bajo la enajenación del
doble maldito» (Herra: 37).
Otras incidencias de lo doble las podemos localizar en el cuento
«El espejo»; aquí, madre e hijo son elegidos para presenciar la terrible
oscuridad de un espejo que no refleja sino el vacío negro que, a los
ojos de los personajes, es el espanto mismo, proyección de su interior.
O como en «Moisés y Gaspar», donde el personaje principal, para
satisfacer el vacío que ha dejado en sus mascotas el hermano muerto,
acaba cediendo poco a poco a las exigencias de estos animales, quienes
terminan por dominar su vida y por convertirlo en una copia fiel del
desaparecido hermano. O como en «Muerte en el bosque», donde el
oficinista acaba por proyectarse en un árbol del bosque y huye hacia
esa idealización de su yo, harto de trabajar y de soportar a una mujer
histérica que le obliga a buscar otro departamento, a él que tanto odia
desplazarse. Uno podría pensar que este personaje sí logró ser libre,
pero la instancia narrativa acaba por volverlo a la realidad, pues, aun
en su condición de árbol, sufre, ya que su familia es incapaz de
reconocerlo y cobijarse bajo su sombra.
En el libro Tiempo destrozado, el doble funciona como aniquilación
de la identidad propia, porque las proyecciones pertenecen al mismo
campo y refuerzan lo establecido: por un lado, no se puede ser lo que
se desea pues resulta perjudicial para la sociedad y rompe con los
núcleos sociales (la familia, la religión, el trabajo); y, por el otro, si se
es lo que se desea se acaba uno sometiendo a la realidad que impone
lo homogéneo como punto de estabilidad: uno debe casarse, se debe
contener la ira, se deben aceptar las responsabilidades, ser sumiso,
acatar las órdenes, seguir la vía recta, y así no habrá monstruos que
salgan al encuentro ni luchas oscuras por librar en el camino.

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La mujer como detonante de lo fantástico

En los cuentos de Tiempo destrozado he descubierto una incidencia


que llama la atención: las mujeres, en casi todas las narraciones, son
el motivo por el cual lo fantástico irrumpe en la realidad de los perso-
najes principales, en su mayoría masculinos. La figura femenina se
convierte en mediador de esas dos instancias, abre la puerta, o es la
puerta por la cual se transita hacia lo insólito e irreal, el motivo por el
que se quiere escapar del mundo de lo cotidiano. Las mujeres son las
agresoras que obligan a huir e imaginar alternativas que perviertan la
rutina, la vida diaria. Así se manifiesta, por ejemplo, en el cuento
«Fragmentos de un diario», donde el personaje, por culpa de una mujer,
pierde la concentración en el arte del dolor que practica en la escalera.
O como en el texto «La Quinta de las celosías», donde Jana acaba por
internar a Gabriel en su mundo de formol y balsoformo; y como el
hombre de la narración de «Muerte en el bosque»: éste no puede hacer
otra cosa que refugiarse en la idea, asumida y llevada a cabo, de conver-
tirse en un árbol para escapar de una esposa que le reprocha constan-
temente su miseria. Sin olvidar el cuento «Boleto para cualquier parte»;
ahí el señor X termina huyendo de su madre, de su futura suegra y de
su prometida, para no recibir ninguna mala noticia proveniente del
enigmático hombre de negro que ha ido a buscarlo a su casa; lo que
no logra hacer el personaje de «El espejo», quien, junto a su madre,
tiene que compartir lo que encierra ese vacío y oscuro objeto.
Las mujeres en estos textos, a pesar de sus diferentes funciones
sociales —madres, esposas, prostitutas, hermanas—, son insopor-
tables e intolerables hacia ellas mismas y hacia los otros. La mujer se
vuelve agresiva y activa en este mundo fantástico de Dávila, porque
son ellas las portadoras del «mal», de las catástrofes que se suceden,
al revelarse, al imponer sus condiciones, al ser independientes, al
desear, al poseer, al intentar salir de las normas. Por ello corren,
también, con una suerte de prefiguración: son monstruos ocultos en
cuerpos de humanos cuya función es martirizar, crucificar y desesta-
bilizar la identidad de lo masculino. Cito del cuento «Fragmentos de
un diario»:

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Si tan solamente fuera el dolor de renunciar a ella sería terrible, ¡pero magnífico!
Esta clase de sufrimiento constituye una rama del 8vo grado. Lo ejercitaría
diariamente hasta llegar a dominarlo. Pero no es sólo eso, la temo. Son más fuertes
que mis propósitos su sonrisa y su voz. Sería tan feliz viéndola ir y venir por mi
departamento mientras el sol resbala por sus cabello... ¡Eso sería mi ruina, mi
fracaso absoluto! Con ella terminarían mis ilusiones y mi ambición (16).

Lo femenino se convierte en lo altéreo que convoca al monstruo o se


vuelve un monstruo en Tiempo destrozado. Amparo Dávila confirma,
aun en su mundo al revés, ese rol tradicional de transgresora y, por
ello, dañina, de la mujer que se revela a su condición de perpetuar los
valores establecidos por una sociedad conservadora.

La búsqueda de una concepción


de la realidad a través de lo fantástico

Para finalizar este breve acercamiento al texto de Amparo Dávila,


debo mencionar la manera en que la autora hace énfasis en lo frágil
que resulta la realidad inmediata, la que vemos y creemos conocer.
En este libro de cuentos, la problemática de la realidad se presenta
como Heidegger señala: «[…] creer en la realidad del mundo exterior,
con derecho o sin derecho, probar esta realidad, satisfactoria o insatis-
factoriamente, presuponerla, expresamente o no, semejantes intentos...,
presuponen un sujeto que empieza por carecer de mundo o no estar
seguro del suyo y que, por tanto, necesita en el fondo asegurarse
primero de uno» (43).
La instancia narrativa del libro propone a los personajes como
«sujetos sin mundo», donde la relación con él es abrupta y sin sentido,
es un espacio brutal que no acaba de convencerlos o debe acabar de
convencerlos. Por ello reitero que el discurso de lo fantástico no evade
lo real, lo exterior, sino busca reafirmarlo, para que el sujeto recupere
el mundo, pero no cualquiera, sino un mundo normativo y ordenado,
pues en caso de romper con él, ya sabemos que nos espera: la locura,
la muerte, la soledad. Así, la realidad es la esencia realizada como
existencia o lo interno manifestado efectivamente en lo externo, como
lo dijera Hegel, pero siempre con miras a restablecer el orden perdido,

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el orden agredido por los personajes, femeninos la mayoría de la veces,


que crean al doble maldito, y a lo monstruoso, para pervertir la realidad.
Lo fantástico en Tiempo destrozado sirve como pantalla de humo, como
puerta falsa, pues una vez franqueada la frontera de lo insólito, uno
queda expuesto ante el mundo y sus definiciones, con sus valores
absolutos y su necedad por uniformar todo. La violencia aquí se
desplaza implacable por todo el libro y destroza tiempo y realidad.
Tiempo destrozado es una búsqueda de definición y reafirmación del
ser frente a sí mismo y frente a los otros, a pesar de las verdades y
valores absolutos que imponen lo homogéneo; el solo hecho de
desestabilizar por unos instantes ese mundo y su orden habla ya de
un intento por romper esquemas de un pensamiento establecido. Lo
fantástico y lo real, en Amparo Dávila, van más allá de un ejercicio
literario sorprendente para instaurarse en el dominio de la reflexión y
las probabilidades humanas, ahí donde todo podría suceder...

Bibliografía
Dávila, Amparo. «La celda», «El espejo», «Fragmentos de un diario», «El final de una lucha» y
«El huésped» en Tiempo destrozado. México: Fondo de Cultura Económica, 2003.
Herra, Rafael Ángel. Lo monstruoso y lo bello. San José de Costa Rica: Universidad de Costa Rica,
1987.
Heidegger, Martín. El ser y el tiempo. Trad. José Gaos. México: Fondo de Cultura Económica,
1962.

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La frontera de lo fantástico
en la cuentística de Sergio Pitol

José Luis Martínez Morales


UniversidadVeracruzana

En un principio, me pareció obvia la presencia de lo fantástico en


algunos cuentos de Sergio Pitol. Sin embargo, cuando me acerqué a la
lectura de ciertas prácticas críticas y teóricas sobre la cuentística del
autor veracruzano, sufrí un primer desencanto: son raros los artículos
o ensayos que destacan dicha característica y, cuando lo hacen, se
trata de opiniones generales o sesgadas. Me alentaron, sin embargo,
dos consideraciones que, a pesar de su brevedad, propician un conjunto
de reflexiones a considerar. La primera es de Sergio González
Rodríguez que a la letra dice:

Como escritor Pitol siempre ha buscado el territorio de lo fantástico, de la realidad


jaspeada con jirones irracionales, aquello que había desde la niebla del sueño y la
modorra del mundo. De ahí que muchas veces sus relatos parezcan calcas muy
embellecidas de lo real, que escapen del verismo para recalar en sus propios climas
donde se sostendrían por sí mismos (158).

La segunda pertenece al escritor italiano Antonio Tabucchi, quien


señala:

No sabría decir a bien si los personajes de Pitol viven su extrema condición


existencial como si se tratara de una regla cotidiana, o si viven la regla cotidiana
como si se tratase de una extrema condición existencial. De este espléndido
«equívoco» brota lo fantástico: un fantástico tocado con sordina, tal vez, pero no
por eso menos engañoso y alarmante, que propone en clave moderna el trascendental
dilema a los barrocos: si es el sueño un producto de la vida o si no es la vida un
producto del sueño (53).

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Si bien ninguno profundiza en el concepto de lo fantástico, ambos


apuntan hacia una presencia oblicua o en sordina de lo ‘irracional’ y
de lo onírico en relación a la condición existencial de los personajes
en la narrativa de Pitol. Estas ideas —vagas y ambiguas para un teórico
de lo fantástico— me sirvieron de punto de partida para explicar, o
explicarme al menos, ciertas atmósferas que permean en los cuentos
incluidos en mi corpus: «Vals de Mefisto», «El relato veneciano de
Billie Upward», «La pantera», «Hacia Varsovia», «Nocturno de Bujara»,
«Una mano en la nuca» y «Hacia Occidente».
Mis reflexiones se sustentan también en la forma como Julio
Cortázar entiende lo fantástico, por parecerme que su práctica en
este campo es muy cercana a la de nuestro autor. Para Cortázar, tanto
en su literatura como en la de otros autores contemporáneos hispa-
noamericanos, sobre todo del Río de la Plata, lo fantástico ya no puede
definirse «de una manera tradicional [...] como en la literatura gótica
o en los modernos relatos fantásticos de baja calidad». Para él, lo
fantástico:

Consiste por encima de todo en la experiencia de que las cosas o los hechos o los
seres cambian por un instante su signo, su etiqueta, su situación en el reino de la
realidad racional. Recibir una carta con un sello rojo en el preciso momento en que
suena el teléfono y el olfato percibe un olor a café quemado puede convertirse en
un triángulo que no tiene nada que ver con la carta, la llamada o el café. Al contrario,
es a causa de ese triángulo absurdo y aparentemente casual que se introduce
furtivamente algo más, la revelación de una decepción o de la felicidad, el verdadero
significado de un acto cometido diez años antes o la certidumbre de que en un
futuro inmediato va a suceder algo determinado. No quiero en modo alguno
afirmar que en todos los casos esa coagulación de elementos heterogéneos se
traduce en un conocimiento preciso, porque entonces abandonaríamos el terreno
de lo fantástico y todo quedaría reducido a una pura verificación científica de un
sistema de leyes o principios rigurosos de los que simplemente no tenemos
conocimiento. En la mayoría de los casos, esa erupción de lo desconocido no va
más allá de una sensación terriblemente breve y fugaz de que existe un significado,
una puerta abierta hacia una realidad que se nos ofrece pero que nosotros, tristemente,
no somos capaces de aprender (98).

Esta idea cortazariana de «la experiencia de que las cosas o los hechos
o los seres cambian por un instante su signo, su etiqueta, su situación
en el reino de la realidad racional» para introducir «furtivamente algo

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más, la revelación de una decepción o de la felicidad, el verdadero


significado de un acto cometido diez años antes o la certidumbre de
que en un futuro inmediato va a suceder algo determinado», empata
también, y con esto no bordo totalmente sin el amparo de alguna
postura teórica, con la concepción más abierta sobre lo fantástico
sostenida por Ana María Barrenechea y aplicada en especial a la litera-
tura hispanoamericana. Para ella, pertenecen a la literatura fantástica:

[Un] grupo de obras delimitado por medio de dos parámetros: uno, los tipos de
hechos que se narran, y otro, los modos de presentar dichos hechos. En cuanto a
los tipos de hechos, llamo obras fantásticas a aquéllas que ofrecen simultáneamente
acontecimientos que se adjudican: unos, a los campos de lo normal, y otros, a los de
lo anormal, según los códigos culturales que el mismo texto elabora o da por
supuesto cuando no los explicita.
[...] El relato puede mostrar esa convivencia de hechos normales y anormales
como problemática o como no problemática: en el primer caso tendremos la literatura
fantástica, en el segundo algunas formas de lo maravilloso; por ejemplo, los cuentos
de hadas.
[...] La manera en que están presentados los hechos conflictuales sugerirá a
veces que los acontecimientos están vistos a través de las creencias del narrador, o
de uno o varios personajes, o del oyente o lector implícito o explícito en la obra.
(32, 33).

Asumo que esta idea de lo fantástico aún se encuentra en discusión,


pero cada vez es más aceptada para las obras que algunos han dado
en llamar neofantásticas. Además, con el título del presente trabajo
preciso mi postura con relación al corpus seleccionado: «la frontera
de», y no tajantemente «la presencia de» o, como dice Tabucchi, lo
«fantástico tocado en sordina» en Sergio Pitol. Y a tono con esta
imagen, emprenderé un recorrido por los textos señalados para mostrar
o resaltar aquellos elementos que crean, al menos, esa ilusión de estar
ante la presencia de lo fantástico o en colindancia con él.
Del corpus elegido, «Vals de Mefisto» y «El relato veneciano de
Billie Upward» son, sin duda, los textos más endebles en cuanto a su
filiación con lo fantástico, así sea en esa visión tan abierta a que nos
hemos acogido. Encierran, sin embargo, ciertas actitudes de los perso-
najes o algunos elementos discursivos que crean la ilusión de estar
ante la presencia de atmósferas y situaciones emparentadas con lo

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extraño. Ambos relatos se presentan enmarcados dentro de un relato


mayor, lo que permite asumirlos como mundos imaginarios dentro de
una supuesta realidad donde se sitúan sus respectivos lectores, por
cuya mediación, además, los conocemos.
En «Vals de Mefisto»1 (Pitol, 1998: 254-267) una mujer se entera
por medio de una revista de la publicación de un cuento de su marido.
Si bien se encuentran separados momentáneamente, él en Europa y
ella en México, este hecho le causa a ella extrañeza pues él siempre le
había dado a leer sus textos antes de publicarlos. Pero lo más curioso
es que con la lectura y subsiguiente relectura de este cuento, ella se
siente totalmente perturbada al grado tal de tener que calmar su
angustia por medio de sedantes. Su perturbación obedece —y he aquí
lo anormal dentro de lo normal— a que ella realiza una lectura del
texto viendo en él una especie de mensaje cifrado por su marido, a
través de la historia narrada, sobre la situación de ellos como pareja.
Tal parece como si Guillermo, su marido, hubiese escrito y publicado
este cuento sólo para comunicarle que la relación entre ellos ha
terminado. Y es que el relato englobado en el relato marco habla de
posibles crisis de relaciones entre parejas.
Se trata de un concierto donde un joven pianista ejecuta el Vals
Mefisto de Liszt, de tal manera que «los sonidos que de él extrae lo
hace parecer casi inhumano». Dicha manera de tocar y el aparente
gesto furtivo del pianista hacia uno de los palcos donde se encuentra
un anciano, cuyos «ojos siguen la ejecución del pianista como en un
trance hipnótico», llevan al narrador del relato enmarcado, el escritor
Juan Manuel Torres, a imaginar tres posibles historias donde se
tematiza la crisis de pareja: la primera entre un abuelo y su nieto, la
segunda entre un maestro y su alumno, y la tercera, entre un marido y
su mujer. En los dos primeros casos, el anciano sería el abuelo o el

1
Por cuestiones prácticas y para no distraer la lectura, sólo registraré la ubicación del cuento
comentado en la edición que utilicé para el presente trabajo. Evitaré, por lo tanto, la
referencia puntual de cada página de las citas de los respectivos cuentos. Anoto junto al
título del cuento el año en que lo fechó el autor, puesto que en mi estudio no sigo un orden
cronológico de su publicación, sino más bien una línea de la presencia de esta ilusión de lo
fantástico que va de las menores resonancias a las mayores. Al menos así lo creo.

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maestro, y el pianista, el nieto o el alumno, respectivamente. En la


tercera, por la cual se decide el narrador después de desechar las dos
primeras, el anciano espectador sería el marido, quien hace tiempo
envenenó de manera sofisticada a su mujer para separarla de su amante.
Durante el proceso de envenenamiento, lento y progresivo, ella tocaba
por las tardes —y con el mismo sentimiento asumido ahora por el
ejecutante— el Vals de Mefisto, en un intento por comunicarse con el
amante ausente y para hacerle ver al marido que ella era consciente
del destino final a que era conducida.
Mas en el intermedio del concierto, Juan Manuel Torres se entera
de que el anciano es en realidad un antiguo y famoso director de
orquesta que apoyó al pianista y ahora viene a presenciar su triunfo.
Como esta situación no coincide con la historia que él estaba
construyendo imaginariamente, pierde por completo su interés en ella.
«La realidad [señala el narrador del relato global] ha destruido todo el
misterio que para él poseía aquella especie de diálogo que la música
estableció entre la escena y el palco». Cuando la mujer de Guillermo
lee este final, le parece desconcertante pues para ella el cuento se
cierra donde comenzaba «la parte más interesante». No obstante su
crítica, a ella la lectura del cuento le ha funcionado como un objeto
mágico, como un espejo, para descubrir que el pensamiento de su
marido sobre «el sentido de realidad» es distinto al de ella y, en conse-
cuencia, deduce que el destino de ellos como pareja es la inminente
ruptura. Este uso del texto como oráculo sui generis —más cierta
atmósfera fáustica sugerida— y la perturbación provocada en el
personaje por la lectura, son los elementos que instauran un cierto
clima de extrañeza en el discurso de «Vals de Mefisto».
En «El relato veneciano de Billie Upward» (268-287) también un
personaje sufre perturbación por la lectura de un texto, sólo que ahora
se da al interior del relato enmarcado: «Cercanía y fuga». Alice, la
protagonista del intertexto, formada en una educación rigurosa, ha
leído un libro sobre Casanova cuya «lectura la había perturbado
demasiado» y provocado en ella varias interrogantes. Como la historia
de la novela transcurre en Venecia, hacia donde Alice va de paseo
con sus compañeras de internado, piensa «que Venecia podría aclararle
algunos de sus enigmas». En esta ocasión no es el texto el que va a

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funcionar como presagio de su destino, sino la ciudad misma, escenario


de los amoríos de Casanova. Durante el viaje hacia Venecia, Alice se
ha resfriado y llega con fiebre a la ciudad, por lo que no puede
acompañar el primer día al grupo y debe permanecer en el hotel. Esta
situación totalmente normal va a dar paso, sin embargo, a una serie
de acontecimientos extraños. Contra la prohibición de su maestra,
Alice sale del hotel y su curiosidad la lleva a presenciar una
representación en donde algunos de los personajes asumen nombres
tomados del Sueño de una noche de verano de Shakespeare. En un
momento de los hechos, hay una escena de celos entre los personajes
principales. A causa del alboroto que se produce y ante la probabilidad
de que llegue la policía, Alice huye en compañía del joven, quien se
hace llamar Puck, y que la ha conducido al interior de la casa. La
huida tiene todos los visos de un viaje alucinante por una especie de
laberinto borgeano a través de pasadizos subterráneos, primero, y
después en una góndola —conducida por un enmascarado y
«fantasmal tripulante», con «algo de cómico y mucho de macabro»—
por uno de los canales de la ciudad. Con relación a la fuga de los
personajes, donde el viaje está marcado por muchos elementos de
construcción discursiva onírica, Gianni, el lector y comentarista del
cuento situado en el relato marco, señala que a partir de este momento
«la linealidad del relato se quiebra y el lector se interna en una especie
de delirio brumoso», donde «los sentidos de la joven se abren a una
serie de sombras y de súbitas iluminaciones. Billie [sigue diciendo el
lector explícito dentro del texto], convierte a Alice en la visitadora de
una especie de Aleph circunscrito a Venecia». La experiencia de Alice
es doble, por una parte parece despertar a una experiencia amorosa
suscitada por la presencia del joven que se transforma, ante sus ojos,
en una suerte de hombre primitivo y que representa a la vez a «todos
los jóvenes que alguna vez han tocado a Venecia»; y por la otra, a
través de las ventanas abiertas que se encuentran a un costado del
canal, conoce «todos los interiores que existen en Venecia» y se entera
«de todas las tragedias, los caprichos, los goces» de los habitantes, no
sólo los actuales sino los de toda la historia de la ciudad. «El mundo
[cita textualmente Gianni] se le revela [a Alice] no gradualmente sino
de modo simultáneo y total». En la travesía, el personaje femenino

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experimenta, por vez primera, una situación amorosa al lado del joven
acompañante que representa a todos los amantes ilustres de la ciudad.
Como crítico, Gianni considera a esta parte la «más riesgosa del relato;
la más audaz en cuanto a experimentación literaria». Aunque los
acontecimientos narrativos del cuento de Billie nos son dados a través
de la reseña del lector explícito, y su interpretación está dirigida por
su lectura, al lector del texto global le queda de todas formas la
impresión de una atmósfera que linda entre lo extraño y lo onírico,
donde el tiempo parece detenerse y entrar en otra dimensión. Con la
llegada del amanecer, todo vuelve a la normalidad: «Venecia se despoja
de su abigarrada historia. Las fachadas se asemejan cada vez más a
las de la primavera de 1928 [tiempo del relato enmarcado]; la máscara
del gondolero ya no existe, y el joven que viaja a su lado se deshace
del espectro de todos los hombres que esa noche ha sido».
Curiosamente, el recorrido nocturno de la pareja en góndola termina
de manera circular donde comenzó: el muelle de la casa en que se
inició la aventura de Alice. Allí, al ver en buena convivencia a los
personajes que han reñido la noche precedente, «intuye que el drama
contemplado el día anterior al final del ensayo era falso, un juego
inventado por esos tres despojos humanos para fingir que su vida es
interesante y aún la sacude la pasión», y que «la realidad no dista
mucho de ser la misma de los hermanos Riccordi del relato sobre
Casanova». Desilusionada, regresa a su cuarto de hotel, donde le
descubren una grave infección y una fuerte fiebre que al poco tiempo
la conducen a la muerte.
El discurso narrativo del supuesto relato de Billie, como señala
Gianni, ha «sido creado con toda conciencia para configurar el clima
de ambigüedad necesario a los sucesos narrados y así permitirle al
lector la posibilidad de elegir la interpretación que le fuera más afín».
Y, en tal sentido, aparece claro que la intención del autor del relato
global es conferirle a los acontecimientos vividos por Alice un aura
de misterio lindante con lo extraño y lo insólito. El hecho de que la
historia de Alice se le atribuya a Billie, y de que su relato nos sea dado
por mediación de Gianni, permite al autor del texto global jugar con
la estrategia de un relato fantástico sin que en realidad lo sea. Se tiene
la impresión de estar frente a un juego borgeano: intención que no

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puede ser más explícita cuando se menciona de modo directo al escritor


argentino como una de las «influencias evidentes» del relato de Billie,
además de convertir al personaje femenino «en la visitadora de una especie
de Aleph circunscrito a Venecia». No estamos seguros, sin embargo, de
que el supuesto relato de Billie nos haya sido transmitido de la manera
más fiel, pues se trata de una versión relatada por Gianni y está
supeditada, por lo tanto, a su interpretación. Pero esto, como en el
texto anterior, es una pura ilusión pues no existe otro texto fuera de
éste. Si acaso, se podría aventurar, lo que pudo haberse manejado como un
sueño de Alice en su delirio febril, nos ha sido dado como una realidad (siempre
al interior del relato), aunque con muchos elementos de construcción
onírica en franca cercanía con los terrenos de lo fantástico.
Y ya que hablamos de lo onírico («terreno fértil para la literatura
fantástica o que pretende serlo», pues «los sueños siempre tienen para
el ser humano algo de misterioso, y quizá de temible», como señala
Flora Botton [147]), «La pantera» y «Una mano en la nuca» recurren a
la presencia de un sueño como elemento perturbador de esa otra
realidad que incide en la vida cotidiana de los personajes. En el primer
cuento, el narrador personaje da inicio a su relato a partir de la
experiencia inmediata vivida «la noche de ayer» (95-98) en que, después
de veinte años, se repite el mismo sueño de la infancia donde se le
aparece una pantera. Sólo que, durante el primer sueño, su temor ha
hecho que el animal, «agraviado», no le comunique un probable
mensaje. Aunque el personaje después se arrepiente de su actitud y
trata de que el sueño vuelva a aparecer estimulando su imaginación
con lecturas de aventuras y juegos sobre panteras, no logra convocarlo
y se olvida del asunto. Ahora el sueño ha vuelto y puede él, por fin,
conocer el mensaje.
En la experiencia cotidiana no es raro tener sueños reiterativos,
aquí lo anormal y extraño es que, entre uno y otro, el tiempo parece
haberse detenido: «[…] mi expectación y la pantera se mantenían
iguales: como si entre ambas noches hubiesen transcurrido apenas
unos breves segundos». El comportamiento del personaje al interior
del sueño no difiere, además, del que tendría en la vida real. Así, al
escuchar «el jadeo de un animal que penetraba en la habitación
contigua», comenta:

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Lo irracional que cabalga en nuestro interior adopta en determinados momentos


un galope tan enloquecido que cobardemente tratamos de cobijarnos en ese
mohoso conjunto de normas con que pretendemos reglamentar la existencia, en
esos vacuos cánones con que intentamos detener el vuelo de nuestras intuiciones
más profundas. Así, aun dentro del sueño, traté de apelar a una explicación racional:
argüí que el ruido lo producía la entrada del gato que a menudo llegaba a la cocina
a dar cuenta de los desperdicios. Soñé que reconfortado por esa aclaración volvía a
caer dormido para despertar poco después, al percibir con toda claridad, cerca de
mí, su presencia. Frente al lecho, contemplándome con expresión de gozo, estaba
ella. Pude recordar dentro del sueño la visión anterior.
[...] La alegría, confundida con un leve temor, me penetró. Recordé
minuciosamente los incidentes de la primera visita, y atento y azorado permanecí
en espera de su mensaje.

Una vez recibido el comunicado, el personaje lo asume como una


revelación: «Mi destino se develaba de manera clarísima en las palabras
de esa oscura divinidad». Esto que puede ser normal dentro de la lógica
de un sueño, ya no lo es en su actitud al despertar, pues les sigue
confiriendo a «aquellas proféticas palabras», en su realidad cotidiana, el
mismo sentido y función de la realidad onírica, al tratar de encontrar en
ellas la resolución al enigma de su existencia. Dentro de su razonamiento,
donde acepta lo no racional en lo racional, la repetición del sueño se le
presenta como un aviso de otra realidad, que nos recuerda la función
profética de los sueños bíblicos en tanto mensajes divinos:

El asombro que en ambas ocasiones me produjo [la aparición de la pantera] no


puede ser gratuito. La parafernalia de que se revistió ese sueño no puede atribuirse
a meras coincidencias. No; algo en su mirada, sobre todo en la voz, hacía suponer
que no era la escueta imagen de un animal, sino la posibilidad de enlace con una
fuerza y una inteligencia instaladas más allá de lo humano.

Sus esfuerzos por decodificar el mensaje, sin embargo, son fallidos.


Se da cuenta que «las palabras anotadas eran sólo una enumeración
de sustantivos triviales y anodinos que no tenían ningún sentido», y
adquiere «Apenas la certeza de que los signos ocultos están corroídos
por la misma estulticia, el mismo caos, la misma incoherencia que
padecen los hechos cotidianos». No pierde, sin embargo, la esperanza
de que la pantera vuelva a aparecer en sus sueños, quizás para que le
dé la clave de interpretación.

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Si el personaje anterior parece funcionar con pensamiento primitivo


o religioso, el de «Una mano en la nuca» (172-191) se declara de entrada
en una situación de «absoluto escepticismo». Dentro de su presente,
donde los que lo rodean no parecen sacarlo de su aburrimiento y
desinterés por lo que sucede o se comenta, la lectura de una carta
viene a funcionar como elemento perturbador que lo remite a su
pasado. Actualmente él se encuentra cerca de Varsovia y lo que
recuerda, acaecido cuando tenía catorce años y vivía en la provincia
veracruzana, poco a poco lo va invadiendo hasta ocupar toda su
atención y desestabilizarlo emocionalmente. Se trata de «la vez que
su primo escapó de casa y se negó a volver a vivir con ellos; una
historia banal, pero que para él encierra un verdadero misterio». Ahora
ese misterio parece írsele develando a través de la memoria. Evoca
cuando su primo, seis meses después de lo acontecido, le confiesa la
causa de su huida («había tenido en sueños una revelación, y se la
contó y le dijo cómo al llegar esa noche a casa el sueño estaba aún
clavado en su mente»). Él no le creyó porque, además de poseer una
«mayor imaginación», sufría de desmayos, atribuidos por su padre a
cierto grado de epilepsia. Se acuerda, sin embargo, que la noche de la
huida, su primo «le preguntó si nunca había temido que detrás de sus
actos, de la vida de todos los días, se ocultara otra realidad»; como no
entiende a qué se refiere, le pide que se lo aclare, a lo que «su primo
añadió que no podía, que había cosas que se sentían o no se sentían,
algo que era como ver aire a nuestro alrededor, ver las partículas que
lo forman con tal nitidez como si constituyeran cuerpos vivos». Ahora,
a la vuelta de los años y, recalco, en su etapa más escéptica, acepta
que a pesar de su actitud de entonces «debió haberle creído, porque
esa noche, antes de dormir [...] sintió imperar en la habitación un
terror sordo, vago, fluyente, que se fue cuajando mientras cambiaba
su ropa por el pijama, que lo hizo acostarse con recelo y que,
posiblemente, ahora puede verlo, haya sido lo que le hizo cambiar
totalmente de actitud hacia su casa, hacia sus padres, hacia la vida».
Tal parece que el escepticismo del personaje sólo era un escudo
para rechazar la presencia de lo otro, lo no racional, en su realidad
cotidiana. Ahora, en cambio, con la reconstrucción por el recuerdo
de este hecho anómalo (el que por un sueño alguien tenga una

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revelación y decida alejarse del peligro huyendo de la casa que habita)


lo lleva a aceptar, como señala en una carta que escribe a una destinataria
innominada, «el asalto a la razón» y el hecho de que, a pesar de todo,
ella, su primo y él intuían «que había otras puertas cuya existencia de
alguna manera, al multiplicarla, reducía nuestra absurda irrealidad».
Indirectamente, reconoce su error al creer que para aceptar esa otra
realidad sea indispensable el razonamiento, más bien, como le dice a ella:
«quizás sólo sea necesario sentir algo y aprisionarlo como tú lo has hecho».
El narrador deja el relato del sueño misterioso para el final de su
discurso narrativo. No tiene caso comentarlo. Baste decir que se trata
de la tematización de aparecidos y fantasmas donde un personaje es
golpeado en la nuca por uno de ellos y el primo se siente amenazado
y teme que, si esa noche se queda en la casa de sus tíos, le vaya a
suceder lo mismo. Lo importante es señalar cómo, al igual que en «La
pantera», un sueño perturba y desestabiliza la existencia de quien lo
soñó, primero, y después de sus amigos más cercanos: el narrador y la
mujer no identificada en el relato; y que sea precisamente a partir de
un sueño que el personaje tome conciencia de que, a pesar de la
modernidad y del avance técnico, existan hechos no racionales que
amenazan sus vidas cotidianas: «Los tres hemos sentido ya de alguna
manera el roce de esa mano. No hemos sabido a quién pertenece;
intuimos su horror [...] en cualquier momento puede, vuelve, a pender
la mano...»
Al igual que en el cuento anterior, la remembranza de un episodio
de veinte años atrás viene a perturbar al personaje narrador de
«Nocturno de Bujara» (311-332). Mientras espera para abordar el avión
que lo llevará de Bujara a Samarcanda, fluyen sus recuerdos de los
años que pasó en Varsovia cuando él y su amigo Juan Manuel le
inventaron toda una historia a la pintora Issa para convencerla de
visitar Samarcanda como parte del itinerario de su viaje. La trama del
cuento es compleja y encierra varias historias: la de la pintora Issa y
su pareja; Roberto, un estudiante venezolano, la relación de ambos
con el narrador y su amigo Juan Manuel, la aventura de Ferri en
Samarcanda que, como dijimos, es inventada por ellos, y la estancia
del narrador en Bujara donde, con sus amigos Dolores y Kirim,
presencia los ritos ancestrales de una ceremonia nupcial. La distribución

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de los eventos está de tal manera organizada en el discurso narrativo que


el lector se va adentrando en una atmósfera donde, al interior del
relato, lo ficticio (la aventura de Ferri) y lo real (las demás historias)
se fusionan para dar paso a un desenlace insólito que toca los umbrales
de lo fantástico.
La historia inventada por el narrador y Juan Manuel a la pintora
conlleva la función persuasiva de inducirla a que visite Samarcanda
porque, entre otras cosas, es una ciudad sacra, «misteriosa y opulenta»
donde suceden hechos insólitos cercanos a lo real maravilloso, como
lo es el hecho de que al atardecer los árboles se cuajen de millares de
pájaros que dejan, para el que los ve, «una informe pero perceptible
noción de infinito». Incluso, como afirma Juan Manuel, a consecuencia
del ruido infernal, «no es raro que alguna turista portuguesa se arroje
desde un balcón del octavo piso del hotel Tamerlán, o que un diplomá-
tico escandinavo de excursión por la ciudad comience también él a
graznar, a mover los brazos y a aletear, a dar saltos en un intento de
remontar el vuelo, hasta que llegue un enfermero y lo conduzca al
sitio donde le aplicarán la imprescindible inyección sedante». A esa
ciudad va Ferri invitado por unos amigos. A su llegada, sin embargo,
no los encuentra y sigue a un anciano y a un joven pensando que se
trata de familiares de ellos. El equívoco parte de la dificultad de comu-
nicación por no manejar el mismo idioma. Esta situación lo lleva a
vivir un episodio extraño al ser recibido y atendido en «casa de una
familia de nobles circasianos». La descripción de la casa, el vestuario
de los personajes, así como sus actitudes y acciones nos recuerdan la
atmósfera de Las mil y una noches, obra que, por cierto, en otro momento
del discurso es mencionada por el narrador. La aventura de Ferri termina
de modo misterioso: después de ser agasajado por sus huéspedes
accidentales con un singular banquete, de pronto pierde el conocimiento.
Cuando despierta se encuentra en una habitación de la casa totalmente
desnudo, con el cuerpo adolorido «de manera terrible» y «horriblemente
lastimado» por abundantes heridas que ya se han convertido en «costras
de sangre renegrida». Solo, abandonado, se cubre con una sábana y
sale a la calle, vuelve a desmayarse y despierta tiempo después en un
sanatorio, desde donde contempla el espectáculo de los cuervos.
Si bien Issa parece no tragarse el cuento (pues les dice «que el tal
Ferri lo único que ha hecho es contarles mentiras de a kilo»; a lo cual
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uno de ellos le responde: «—Es posible. Pero te aseguro que las


cicatrices no las inventó; las vimos»), días después, les comunica que
ha cambiado su boleto y que al regreso les contará «sus experiencias
en Samarcanda». Pasa el tiempo, el narrador y Juan Manuel dejan de
verse por un periodo. Cuando se reencuentran, Juan Manuel, quien
recién ha tenido una experiencia amorosa decepcionante, le dice entre
otras cosas a su amigo que «Todo lo que se acepta racionalmente [...]
encuen-tra la refutación de los sentidos». A los pocos días, Roberto,
la pareja de la pintora, les cuenta que Issa ha regresado y se halla en
un hospital. «Los médicos le habían contado un relato muy raro. Parecía
que una madrugada había sido hallada en una de esas ciudades asiáticas
que había visitado, envuelta en una sábana y con el cuerpo totalmente
destrozado, como si una jauría de animales la hubiera atacado y
mordido; la verdad es que estaba hecha una criba. La habían tenido
que internar en una clínica». Aunque no se detallan las circunstancias,
para el lector queda claro que a Issa le ha sucedido, en la realidad,
algo similar a lo acaecido a Ferri en el relato inventado.
Este episodio insólito, raro o producto del azar —donde lo imagi-
nario pasa a convertirse en real— perturba al narrador, a pesar de los
años transcurridos, justo en el momento de su partida a Samarcanda,
y lo lleva «a sentir por un instante un mínimo relámpago de intran-
quilidad ante la posible participación en la historia de aquel viaje de
la italiana a esa misma región efectuada veinte años atrás». Y mientras
él se dirige a tomar el avión a Samarcanda, a nosotros, los lectores del
relato, nos queda también una leve sospecha: ¿Será posible que esa
grieta de lo insólito vuelva a abrirse para el narrador personaje?
La respuesta a la interrogante anterior está fuera de texto y contexto,
pero donde sí parece abrirse esa grieta de lo insólito es en el relato
«Hacia occidente» (192-200), aunque el personaje ni siquiera se
sorprenda y tome el asunto como la cosa más banal y normal del
mundo. Él ha pasado unos días en China por cuestiones de negocios.
El orden riguroso a que ha sido sometida su vida en esos días le ha
producido fastidio y se da cuenta de que se trata de un mundo
totalmente distinto al suyo, al de Occidente. Por el consejo de unos
amigos, hace su viaje de regreso a París en tren. Pronto se arrepiente,
pues el viaje es largo y él ansía regresar a su rutina, a «reincidir en el

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ritmo normal de su existencia». Al no quedarle otra solución, para


matar el tiempo, lee un libro que compró en Pekín sólo por estar
escrito en ingles: The Priest and his Disciples. La lectura de estas
divagaciones «misticofilosóficas» le aburren. Mas de pronto, se
encuentra un relato que despierta su atención: se trata de «la historia
de Koyoshi Kawase», a quien «le aquejaba la pesadumbre de la duda.
Hacia los diecinueve años, en medio de su existencia había caído en
esa zozobra: dudaba de la realidad que percibían sus sentidos». Un
día, cuando el personaje se contempla en un espejo, «se esbozó una
figura cuyo rostro fue gradualmente semejándose al suyo, aunque
desdibujado, incoloro, transparente. Una enorme satisfacción, una
gran tranquilidad se apoderó del joven Kiyoshi, la duda quedaba
eliminada, por primera, por única vez, tenía una certidumbre [...] supo
que era fantasma, que todos a su alrededor eran fantasmas, que todo
era espectral». Cuando otro estudiante llega a buscarlo, Kiyoshi se ha
esfumado literalmente, sólo encuentra sus ropas desparramadas. En
el mejor estilo borgeano, el personaje del macrorrelato descubre que
esta historia de corte fantástico no pertenece al libro. Por error, el
folleto ha sido cosido entre las páginas 92 y 93 del Priest and his Disciples.
Pero resulta también que mientras el viajero se da cuenta de la
interpolación de este texto, cae del libro una postal de Notre-Dame
que recién ha recibido de parte de un amigo que estuvo con él en
Pekín y ya se encuentra camino hacia México. Cuando la recibió, un
poco antes de abordar el tren, ya había visto en la postal a un hombre
sentado en una banca, pero ahora advierte «algo semejante a la sombra
de otro hombre». Fija su atención en «el espectro de aquel hombre» y
percibe, como la cosa más normal del mundo, que «la manera de
sentarse le era familiar, el rostro vuelto hacia la cámara era semejante
al suyo; no sólo eso, era el suyo, eran sus propios gestos». Entonces
sólo se le ocurre pensar «que en esta vida todo era una gran vacilada.
Jamás durante toda su existencia se había visto aquejado por las dudas
y, sin embargo, al igual que Koyoshi Kawase llegó a descubrir que
estaba de sobra, aunque no logró desentrañar si estaba viviendo una
existencia ya vivida, o en qué exactamente consistía la usurpación».
Nuevamente los espejos, nuevamente las duplicaciones, aunque sólo
nos quedemos en el umbral de lo fantástico. De todas maneras, por si

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las dudas, el hombre se puso su bata, se hizo servir un té y, dice la


oración final del discurso narrativo: «Se metió entre las sábanas a
esperar». ¿A esperar qué? La respuesta le queda al lector.
Otro pasajero de tren es el personaje de «Hacia Varsovia» (141-
147), quien, él sí, desde el inicio se plantea la duda acerca de si la
realidad es como la percibe o, más bien, producto del estado febril en
que se encuentra. Al escuchar a una enigmática y desconocida anciana
que le dirige la palabra en español («–Bueno es que al fin esta noche
ocurra tu llegada»), él se cuestiona: «si había yo sufrido una instantánea
ofuscación de los sentidos [...] o se trataba de una mera alucinación
producida por la fiebre». Incluso, en ese momento, ni él mismo sabe por
qué causa, sobre todo a esa hora y ese día, estando enfermo, había decidido
viajar: «¿Qué inaplazable urgencia me había hecho correr rumbo a la
estación esa tarde?» Durante el viaje, a su estado febril añade el de la
embriaguez, pues no deja de tomar alcohol durante el trayecto: «La
ola de calor que se difundió por todo mi cuerpo, al diluir la fiebre en
un general torpor alcohólico, me evitaba pensar en la enfermedad. El
cuerpo iba perdiendo su tensión». En su ofuscamiento, lo único seguro
son sus ganas de dormir: «El sueño es todo lo que se me ocurría
desear; hasta dejó de preocuparme que, dormido, pudiese reclinar la
cabeza sobre el cristal helado. Nada importaba sino cerrar los ojos;
clausurar de golpe, abolir, la borrosa visión circundante».
A partir de ese momento, él no va a ser dueño de sus actos sino
que se va a convertir en una especie de objeto arrastrado por la anciana
—una de cuyas manos le recuerda a «la mano terriblemente
descarnada, pétrea de las mujeres regentes de Oudemannenhuis» del
pintor holandés Franz Hals (1580-1666)—, a quien ciegamente sigue
al bajarse del tren y después por «desiertos callejones» de Varsovia y
por senderos para él desconocidos, mientras experimenta «una
sensación de horror». El camino de la estación del tren a la casa, en
las afueras de la ciudad y de noche, se le presenta bajo una atmósfera
surrealista donde las huellas de la guerra aún permanecen. Su andar
tras la vieja es grotesco: «la mano de Franz Hals seguía asida a mi
brazo, levantándome cuando caía, rodando conmigo por la nieve;
siempre segura, obcecada en su prisa». El personaje no puede escapar
«de su garfio, de su hechizo». En el camino pierde su equipaje y, a la

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puerta de la casa, la vieja lo ayuda a recargarse en la pared, mientras


ella busca la llave. Así como se ha dejado conducir hasta la casa, se
deja arreglar el cabello y la corbata: «sin temor, sin sorpresa, resignado»,
aunque líneas adelante insiste: «El horror volvió a nacer dentro de mí
y a ir acrecentándose de segundo en segundo. Me sentí acometido por
un oleaje de insospechada locura, de total zafarrancho de los sentidos,
de derrumbe de los datos racionales». Como el personaje de «La
pantera», también él trata de hacerle frente a esta situación irracional
oponiendo la razón, aunque al final lo irracional sale triunfante: «Las
conversaciones que durante dos días sostuviera en Lodz con mis
amigos, en las que repetidamente afirmamos nuestra convicción en
los derechos de la razón y en la obligación de ejercitarla a cada
momento, se veían tristes, ridículas, miserablemente burladas por la
imprevisible cadena de sucesos que marcaban y definían esa noche».
En una situación semejante a «La cena» de Alfonso Reyes, la vieja
le muestra «la fotografía de un hombre cuyo rostro no me resultó del
todo desconocido». Entonces se siente otro: «[…] yo ya no era yo; me
dejé caer en una poltrona que gimió bajo mi peso». La atmósfera al
interior de la casa también es similar a la del cuento de Reyes: «Ella
revoloteaba sin sosiego de un sitio a otro; prendió dos veladoras que
en vez de luz crearon una atmósfera de espectral claroscuro y
acentuaron la extrañeza, el abigarramiento de despojos que
caracterizaban el lugar». Y ya que hablamos de presencias intertex-
tuales, añadamos una más. Cuando la vieja le explica que ella habita
sólo una parte de la casa, porque lo demás fue invadido por gente
ajena —«[...] llegaron de improviso y poco a poco se fueron adueñando
de la casa [...] Lo único que no se puede decir de ellos es que sean
cobardes [...] Lo invadieron todo, salvo esta parte cuya posesión
retuvimos»—, nos viene a la mente «Casa tomada» de Cortázar. En el
cuento de Pitol, sin embargo, estos eventos pueden tener su génesis,
de acuerdo con una explicación sociológica, en la abolición de la pro-
piedad privada y la socialización de la vivienda durante el socialismo.
Aunque ambas presencias, la del texto fantástico de Cortázar y la de
la realidad, enriquecen la significación del cuento de Sergio.
A estas alturas del discurso narrativo, y por referencias anteriores,
el lector comprende que la anciana es la hermana de la abuela del

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narrador. Incluso ella le confiesa: «[…] más que heredera de una sangre
común éramos la misma persona con dos rostros distintos». Y,
efectivamente, él reconoce en ella la presencia de su abuela: «Hablaba
con una pasión que sólo recordaba haber conocido en otra boca, en
otros labios igualmente trémulos, en otra mirada del mismo modo
trastornada; recordé los últimos días de mi abuela». Es esta hermana,
la anciana, la que despojó a su abuela del amor de su abuelo e hizo
que éste la abandonara, por lo cual les guardaba rencor.
Después de esa identificación, la anciana lo conduce a la recámara
«donde la luz del cirio rescataba el espectro de un gran lecho nupcial;
caminábamos hacia la chimenea de cuyo friso tomó un gran copón de
bronce con el águila mexicana laboriosamente trabajado en la cima;
acercó el cirio y pude leer claramente el nombre de mi abuelo, perdido
una noche de teatro muchos años atrás, y una fecha: 26 de enero de
1913». Sus cenizas acaban de cumplir cincuenta años. Ante esta
revelación, el personaje sufre un derrumbe que no se explicita si se
trata de un simple desmayo o, incluso, de la muerte misma: «Apagó el
cirio. Sentí un dolor finísimo, agudo, taladrarme la nuca; todo me dio
vueltas; el conocimiento me alcanzó para cubrir un lapso de tiempo
en apariencia interminable en el que lentamente fui cayendo,
deslizándome sobre el cuerpo de la anciana que permanecía erguida a
mi lado; cuando mi cabeza chocó con sus pies todo dejó de existir».
Por el estado semiconsciente del personaje, producto de la fiebre y
el alcohol, lo percibido y el relato mismo no tienen una definición
cierta. Bien puede ser, como señala Renato Prada, que la enunciación
se dé «desde la muerte» (1996: 60)8 del narrador o, si vale tomar en
cuenta el epígrafe tomado de Gabriela Mistral («Si es que estamos soñando,/
que soñemos hasta que/ nos convenza nuestro sueño»), desde la vivencia

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Aunque me parece discutible esta postura del crítico, es indudable cierta semejanza con el
Pedro Páramo de Rulfo. El derrumbamiento final del personaje del relato de Pitol nos
recuerda la muerte de Pedro Páramo, pero también el desvanecimiento del personaje de «La
cena» de Reyes. La tematización de la búsqueda del padre (transferida al abuelo, en la
historia de Pitol) está presente, sólo que al revés. En Pedro Páramo, Juan Preciado recibe la
orden de la madre para que busque a su padre. En el cuento de Sergio, en cambio, el
personaje recibe por parte de su abuela una afirmación de futuro, que se puede leer como
mandato: «Tú habrás de ir a Europa [...] Allá quemarás tu adolescencia»; pero seguida de una

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de un sueño. Lo indudable es el carácter onírico conferido al texto.


Incluso las apelaciones de la misteriosa anciana del tren parecen
mantener al personaje en un estado de semivigilia, de frontera entre la
realidad y el sueño. Con la progresiva pérdida de nitidez en su percepción
de la realidad: «Los acontecimientos a partir de ese instante adquirieron
un ritmo acelerado, frenético, en razón inversa a la progresiva lasitud de
mis percepciones», señala el narrador. Por toda esa ambigüedad estamos,
con toda certeza, ante uno de los textos más cercanos a la frontera de
lo fantástico en la cuentística de Sergio Pitol.
Llego así al final de este recorrido —asedio primero a una vertiente
de la producción cuentística de Sergio Pitol que me parece no ha sido
estudiada por los críticos de su obra— plenamente consciente de no
haber profundizado en los modos de producción y sentidos de los
aspectos fantásticos que están inmersos en varios momentos de su
narrativa cuentística y que desbordan incluso en algunas de sus novelas.
Más que demostrar, he querido mostrar cómo nuestro autor no ha
sido ajeno a esta vertiente de la literatura hispanoamericana que lo
emparienta con otras prácticas similares a la suya, sobre todo de
autores como Julio Cortázar y Jorge Luis Borges, donde este aspecto
ha sido debidamente analizado y estudiado. De ninguna manera pre-
tendo tampoco atribuir a su práctica una influencia de la obra fantás-
tica de los autores citados, sino más bien insistir en que dicha práctica
parece obedecer a una corriente del espíritu y el pensamiento de la
época y a vivencias humanas en seres predispuestos a abrirse a
aspectos de la realidad que, aunque inexplicables, pertenecen a un
ámbito que por no poder ser asimilados por la razón son considerados
como irracionales o, por mejor decirlo, puestos aparte de nuestra com-
prensión racional. En tal sentido, es curioso cómo en este corpus los
personajes se ven envueltos en acontecimientos no racionales (o que
perciben como tales), precisamente cuando se encuentran en una situa-

restricción, que también se puede interpretar como prohibición: «Irás, pero hay dos lugares
que no habrás de conocer [...] Hubo un teatro en Italia que ahora ya no existe [...] donde
sorprendí frases que no eran para mí [...] el otro sitio, el detestable entre los detestables, el de
mi nacimiento, el de ella, no necesitaré siquiera mencionarlo. No existe ya».

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ción de tránsito, es decir, de viaje. Esto, si consideramos que también


el sueño es un estado de tránsito anímico hacia la esfera de otra realidad
que coexiste con la cotidiana. Entiendo, pues, el viaje y el sueño como
verdaderos motivos simbólicos que dan paso a lo otro, a lo no racional
que está presente en nuestras vidas. O como dice Cortázar, y que
creo podría suscribirlo nuestro autor estudiado, «a través de esas puertas
es por donde lo Otro, la dimensión fantástica y lo inesperado se
introducirán siempre, igual que todo aquello que venga a salvarnos
de ese robot obediente en el que tantos tecnócratas quisieran vernos
convertidos y que nosotros no aceptaremos jamás» (111).

Bibliografía
Barrenechea, Ana María. «La literatura fantástica: función de los códigos socioculturales en la
constitución de un tipo de discurso», en Saúl Sosnowski (sel., pról. y notas), Lectura crítica
de la literatura americana. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1996, pp. 30-39.
Botton Burlá, Flora. Los juegos fantásticos. México: UNAM, 1994.
Cortázar, Julio. «El estado actual de la narrativa en Hispanoamérica», en Obra crítica 3. Madrid:
Alfaguara, 1994, pp. 89-111.
González Rodríguez, Sergio. «La novela de Billie Upward: Venecia-Jalapa y anexas», en José
Eduardo Serrato (comp.), Tiempo cerrado, tiempo abierto. Sergio Pitol ante la crítica. México:
UNAM/ERA, 1994, pp. 156-158.
Pitol, Sergio. Todos los cuentos. México: Alfaguara («La pantera» [1960], pp. 95-98; «Hacia
Varsovia» [1963], pp. 141-147; «Una mano en la nuca» [1965], pp. 172-191; «Hacia occi-
dente» [1966], pp. 192-200; «Vals de Mefisto» [1979], pp. 254-267; «Nocturno de Bujara»
[1980], pp. 311-332; y «El relato veneciano de Billie Upward» [1980], pp. 268-287), 1998.
Prada Oropeza, Renato. La narrativa de Sergio Pitol: los cuentos. Xalapa: Universidad Veracruzana,
1996.
Tabucchi, Antonio. «La máscara y el rostro de Sergio Pitol», en José Eduardo Serrato (comp.),
Tiempo cerrado, tiempo abierto. Sergio Pitol ante la crítica. México: UNAM/ERA, 1994, pp. 53-58.

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El cuento fantástico romántico:
entre «ortodoxia y herejía»1

Dolores Phillipps-López
Université de Genève

En 1958 publicó el profesor y crítico argentino Emilio Carilla, quien


fuera discípulo en Buenos Aires de Pedro Henríquez Ureña y de Amado
Alonso, su vasto y documentado estudio con el título El romanticismo
en la América hispánica. Llamativa es la insistencia que en este estudio
encontramos a propósito del relato fantástico breve de la época
romántica (o sea la constelación que forman leyendas, tradiciones,
crónicas con deslices narrativos y cuentos), sobre todo en relación
con la superioridad numérica, y hasta «abundancia» fácilmente
comprobable de los relatos de tema «sentimental, costumbrista y
humorístico-satírico» (II: 97) que declaran su compromiso con lo real.
Pero es que —y la ponderación raras veces abandona las afirmaciones
de Carilla— «la abundancia no supone, de por sí, calidad.
Apoyándonos —prosigue— en esta base, algún grupo como el de los
relatos fantásticos ofrece quizá los mejores ejemplos del cuento romántico» (II:
97; subrayado nuestro). Y sigue:

Aunque se mueva comúnmente dentro de lo que era típico en el siglo XIX: sueños
y fantasmagorías a lo Hoffmann, anticipaciones y cientificismos muy de la época
[...], encontramos buenos testimonios del cuento hispanoamericano. Claro que
este reconocimento no se hace muy corriente por inexplicables prejuicios de cierta
crítica. ¡Como si la fantasía rehuyera ecos en estas tierras! Por supuesto que no es a
través de este tema como se logrará lo más espectacularmente americano, pero es hora
ya de superar algunas limitaciones (y ésta es una de ellas) (II: 100-101; subrayado
nuestro).

1
Inspira nuestro título Pierre Bourdieu (29).

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La exclamación de Carilla recoge, por una parte, la aparente


discrepancia existente —sólo aparente como veremos— entre el uso
superlativo de la fantasía en el contexto de las letras románticas
emancipadas y los imperativos de representación del llamado
«espectáculo americano», proveedor de especificidad. Por otra parte,
la indignación de Carilla frente a los «inexplicables prejuicios de cierta
crítica» (101), como dice él, denuncia la perdurable fuerza de los
reduccionismos, y hasta convoca, pasando por el dolido: «Nuestros
poetas les evocan [lo] irremediablemente tropical o cubano [...] Somos
otros. Aun en lo intelectual, aun en la especialidad de la literatura»
(1137, 1138) de Rubén Darío, las alegaciones de Borges: «[…] los
nacionalistas simulan venerar las capacidades de la mente argentina
pero quieren limitar el ejercicio poético de esa mente a algunos pobres
temas locales, como si los argentinos sólo pudiéramos hablar de orillas
y estancias y no del universo» (134). Y así seguidamente.
Evocar los productos literarios del romanticismo hispanoame-
ricano conlleva un obligado repaso del contexto más global (político,
social y cultural) en los que se inscriben, el conocido proceso de
construcción de los nuevos estados nacionales independientes, con
dotación, en particular, de proyectos culturales propios, creación de
nuevos símbolos y de un lenguaje nacional representativo. De la
literatura en tal contexto se requirió, como se sabe, una función
«ancilar», al servicio de los nuevos estados republicanos, para la
difusión de los ideales de libertad, civilización y progreso, pilares
ideológicos de las burguesías en ascenso, fundamentales en la gestación
de «lo nacional». Representaciones (antes que concretización) de las
comunidades imaginadas, nacionales y soberanas, se encuentran
profusamente documentadas en la prensa hispanoamericana desde
ya antes de las independencias y, claro, a lo largo del siglo XIX.
Precediendo el libro, sobre todo en los primeros tiempos románticos,
el periódico o, mejor dicho, los nuevos empresarios liberales de la
imprenta y la edición, endosaron la misión de difundir los ideales de
emancipación, de nacionalización cultural, promocionando con énfasis
escritos que patentizaran aquella aspiración. Las élites intelectuales
que asumieron estas responsabilidades, entre ellas los escritores
románticos, se propusieron resolver la exigencia emancipadora de

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nacionalizar la producción literaria —una producción que se formaba


a la par que se ideaban estos sus perfiles identificadores— lograr su
originalidad y especificidad, adoptando como sistema el criterio
romántico del color local y lo pintoresco, o sea apostando por la
representatividad regional (geográfica, histórica, cultural y lingüística).
De ahí la abundancia —referida antes por Carilla— de producciones
literarias de corte realista-costumbrista y el relieve significativo que
fueron cobrando las ficciones hispanoamericanas románticas de asunto
social e histórico-político local.
Pero, en un horizonte literario en el que se proclama «la
representatividad» como santo y seña, y cuya natural consagración
debía ser, con el tiempo, la tan ansiada originalidad (su recono-
cimiento), ¿qué lugar ocuparían los cuentos fantásticos románticos
que homenajea Carilla?, o sea, ¿en qué medida se ajustaron o entraron
en conflicto con la ortodoxia representativista?
Los primeros escritores que entonces manifestaron un interés por
el orden de las irrealidades (llámese «desorden», si se quiere) en
ficciones fantásticas, señaladamente en la ficción breve que nos ocupa,
poco o nada vulneraron dicho principio de representatividad al incor-
porar por lo general algunas señas de autoctonía, ya fueran éstas
mínimas. Paul Verdevoye, además de consignar las primeras denomina-
ciones de «cuento fantástico» referidas a textos traducidos en la prensa
rioplatense de 1833 y 1835, cita diversos cuentos y leyendas de la
misma década y de los años 40, siempre en la misma zona, que brindan
elementos recurrentes en las creaciones fantásticas posteriores como
«sueño-pesadilla, locura, intervención diabólica, magia negra,
frenología, muerte violenta, escenas macabras con crimen secreto,
episodios históricos, incluyendo lo indio, con hechos extraños y
misteriosos» (118). Aunque documentan una innegable atracción por
los temas fantásticos, estos primeros textos suelen inspirarse en
leyendas europeas (Noruega, Alemania, Inglaterra). En 1846, sin
embargo, retomando al parecer un episodio local, se publica en
Montevideo la narración Caicobé. Leyenda argentina que cuenta la
metamorfosis de Caicobé, la india guaraní.
En México, en la revista literaria El Álbum mexicano de 1849, que
edita Ignacio Cumplido, publica Manuel Payno, por su lado, «El diablo

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y la monja», con el significativo subtítulo de «cuento fantástico»: una


virtuosa monja, sufriendo variadas tentaciones del Maligno, enfrenta
una última y angustiosa prueba al verse rodeada de monstruos marinos
que intentan devorarla, mientras su cuerpo flota sobre las olas del
mar. El recurso al milagro (en este cuento unos ángeles liberan a la
monja) restituye el orden. Con el uso de lo fantástico en función de
finalidades morales y trasfondo de imaginería cristiana, Payno se atiene
a la promoción de un ideal de homogeneización social mediante
normas de conducta dirigidas en especial al numeroso público lector
femenino, explícitamente invocado en la revista. También firmada
por Payno en 1849 y publicada en la misma revista, «Historia famosa
que deberá leerse a las doce de la noche» ofrece un ejemplo temprano
en México de cuento fantástico de color nacional donde el yo narrador-
testigo, en una reunión de jóvenes mexicanos que toman ponche, narra
el hechizo de que fue víctima.
En Cuba esta vez, ese mismo año de 1849, Gertrudis Gómez de
Avellaneda redacta «La velada del helecho o el donativo del diablo»
subtitulada «Tradición suiza», literarización de una leyenda oral que
hace constar en Avellaneda un dominio preciso de la retórica fantástica
en el contexto romántico: el uso de la primera persona-testigo, la
invocación del auditorio, la noche propicia, el espacio extraño, lo
insólito. Entre otras diversas tradiciones tomadas de fuentes folclóricas
extranjeras que narran acontecimientos fantásticos, Avellaneda
publicó en 1860 «El aura blanca», tradición cubana ésta, subtitulada
«suceso extraño contemporáneo». La autora escucha el relato en su
ciudad natal Puerto Príncipe de Cuba (Camagüey) y lo reproduce
incluyendo la explicación fantástica forjada por la imaginación popular:
el ave de plumaje habitualmente negro se vuelve ave albina por
intervención divina, como encarnación del alma del padre Valencia,
un fraile conocido por abnegado y altruista. Leyenda local la de
Avellaneda, a la que pueden sumarse otros relatos de hechos extraños
enraizados en lo autóctono (precisemos: lo autóctono «criollo») como
«Traslado a Judas» o «Dónde y cómo el diablo perdió el poncho», dos
tradiciones del peruano Ricardo Palma, también «Lanchitas» (1878)
del escritor mexicano muy conservador José María Roa Bárcena
(quien, sea dicho de paso, ya entre 1855 y 1858 había publicado sus

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traducciones de Hoffmann), para llegar más tarde —desde el mismo


«entronque popular y legendario»— hasta los cuentos de un maestro
colombiano del realismo-costumbrismo, «creyente acérrimo en la fe
católica» como Tomás Carrasquilla, quien optaba ya en franca
resistencia tradicionalista por lo que Juana Martínez ha llamado «el
irracionalismo de la fe», «lo increíble fantástico», «la ‘superstición
religiosa’» (401 y 404).
Esta revaloración romántica de las raíces folclóricas (supersticiones
y religión) cabe, claro, en el programa de configuración literaria de lo
supuesto genuinamente propio y fundador. La narrativización de
creencias dadas como no discutibles quieren, incluso, desproblematizar
lo insólito ofreciendo la siempre posible —y por cierto consoladora—
solución del milagro. En esta medida y contexto socio-cultural, es
«arte de reproducción», o sea, según define Pierre Bourdieu,
«representación recta», arte ortodoxo hecho «para procurarles a quienes
lo perciben según los mismos esquemas la experiencia tranquilizante
de la evidencia inmediata de la representación, o sea de la necesidad
del modo de representación y del mundo representado» (29, 30).
Para un intelectual como Vicente Riva Palacio, quien «en sus
dramas patrióticos y en sus novelas sobre la Inquisición, había
subordinado su talento a una misión histórica» (Ruedas: 19), las
leyendas y tradiciones fantásticas basadas en las creencias populares
llegaron incluso a representar la auténtica literatura, relegándose, por
esta vez, la cuestión de una literatura auténticamente nacional, en el
marco ya de la importante difusión y popularidad en México del
positivismo (o sea en un contexto de desplazamiento de la legitimidad
artística/ estética) pues en ellas, según Riva Palacio, encontraban un
justo equilibrio «la verdad histórica del asunto recreado» y «la ficción»,
o sea «el derecho de los poetas a mentir»:

Créanlo los hombres de la ciencia y sea ello cierto: todas son mentiras, queremos
confesarlo. ¡Y qué!, ¿no producen todas estas dulces mentiras, más consuelo, más
tranquilidad, más esperanza a esta humanidad desgraciada y doliente, que camina
a oscuras en un sendero bordado de abrojos y cruzado por terribles precipicios?
(vitado en Ruedas: 16).

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[P]or esas tradiciones y fantasías se explica tanto como con documentos


fehacientes, el desarrollo más o menos pronunciado de la humanidad por
todo lo sobrenatural y maravilloso (citado en Ruedas: 19).

La introducción de una experiencia del mundo de tono más personal,


en consonancia con la celebración romántica del individuo, de la
inspiración y del genio, se reveló en cuentos fantásticos del período
como «Gaspar Blondín» (1858) del ecuatoriano Juan Montalvo, en
«Un alma en pena. Cuento fantástico» (1862) del escritor puertorri-
queño abolicionista y autonomista radical Alejandro Tapia y Rivera,
en el cuento «Quien escucha su mal oye» (1865) de la argentina Juana
Manuela Gorriti, seguido, en 1876, por el cuarteto que forman «El
emparedado», «El fantasma de un rencor», «Una visita infernal» y
«Yerbas y alfileres», reunidos por la autora bajo el prudente título de
«Coincidencias». Todos son relatos de la marginalidad, de la pasión
amorosa y de la muerte —temáticas modélicamente románticas— y
todos, en su irresolución, generan un común malestar instrumentado
por un despliegue de figuras de los márgenes (asesino, mujer «excén-
trica», «jóvenes ilusos», loco), de prácticas ilícitas (necrofilia, vampirismo,
hechizo, encantamiento o posesión, telepatía, hipnotismo, espiritismo,
vudú) y de situaciones extremas (crimen, alucinaciones, pesadilla,
sueño premonitorio, enfermedad, parálisis, accidente, guerra).
Sin duda, estos autores hicieron de la fantasía y de la imaginación
romántica un espacio estratégico donde afirmar la subjetividad y la
originalidad no ya (o no sólo) mediante los códigos omnimódos de la
diferenciación nacional, o sea donde expresar la diferencia, también
la suya, además de la de «los suyos». Por ello, si bien siguió siendo
uno de los ejes del propósito didáctico, la preferencia fantástica, en
estos autores, traduce, pese a todo, una mayor autonomía, una
concepción más moderna y libre de la creación literaria y del arte.
Apelando a lo anormal o manifestando lo sobrenatural, se condena la
exclusión, se reclama una legitimidad otra. En definitiva, la estética
fantástica se funda en esta visión legítima del mundo otra, y traduce,
aunque «supremamente eufemizada», una postura política que discute
«la definición dominante de la realidad y, en particular, de la realidad

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social» (Bourdieu: 29). Sería difícil proponer una lectura exactamente


simétrica del cuento «Gaspar Blondín» de Montalvo y de sus panfletos
políticos, pero la coloración espectral y sangrienta, excesiva, muy
sombría y des-idealizada del uno anticipa y da la medida de su
contrariedad y desengaño en fogosas diatribas como La dictadura
perpetua, su célebre folleto contra la tiranía de García Moreno, por
ejemplo. En «Un alma en pena» de Tapia y Rivera, al abrirse la puerta
del más allá, de la «realidad infinita», de «lo sobrenatural en lo natural»
que no «es sino la realidad de un ciclo que cabe y llevo dentro de mi
corazón» (530), se trata de dar cabida —al margen del control colonial
ejercido aún en Puerto Rico— a la posibilidad de creer en «la gloria»
que «es más hermosa que el oro» (522), en «los amores sin límites»
(523), los «paraísos» (522), las «ilusiones» (523), la «buena y noble
causa» (544). Más tarde, la imaginación fantástica del escritor
puertorriqueño, vía la metempsicosis, postulará el perspectivismo y
la pluralidad, dinamitando nuevas fronteras —incluídas las de género—
en sus novelas Póstumo el transmigrado. Historia de un hombre que resucitó
en el cuerpo de su enemigo (1872) y Póstumo envirginiado. Historia de un
hombre que se coló en el cuerpo de una mujer (1882). En Gorriti, las
interrogaciones en torno a las diversas «coincidencias» sobrenaturales
antes recordadas apenas enmascaran la clave social, pues las asume
su alter ego, «una voz, una suave y bella voz de mujer que hablaba
mezclándose con voces de hombres» (90), la de aquella excéntrica
mujer de ciencia, «ser débil dominando con una influencia misteriosa
al ser fuerte» (95), protagonista sólo en aquel mundo fantasmagórico
o no-autorizado de su cuento «Quien escucha su mal oye».
Con el paso de muy pocos años, el afianzamiento progresivo del
racionalismo positivista, que se dio tras la apertura de las élites criollas
hacia la cultura europea (preferentemente no-española), por la vía
predominante, se sabe, de los intercambios económicos, acarreó
hondas consecuencias para la creación artística y literaria. Así, a partir
de 1870, más o menos, las producciones literarias se hacen eco de las
tensiones y disonancias que nacieron, vía la «secularización» de la
vida, de la «desmiraculización» del mundo. La ficción fantástica en
particular textualizaría plenamente el «desencantamiento», ese vacío
espiritual que en sus márgenes dejan excavado la racionalización y el

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progreso material y científico, pues su poder reside precisamente en


la paradójica «verbalización de lo inefable» (Monleón: 14). Como
explica Rosemary Jackson, la literatura fantástica «delata lo tácito y
lo invisible de la cultura: aquello que ha sido silenciado, ocultado,
encubierto y ‘ausentado’».2
Señal de una pregnante fragilidad, la ambigüedad y la versatilidad
caracterizaron la creación fantástica de convencidos positivistas del
momento. Así Miguel Cané, para quien la élite argentina se caracterizaba
por un espíritu abierto a la poderosa evolución del siglo, con fe en la
ciencia y en el progreso humano, deja entrever en su cuento «El canto
de la sirena», de 1872, las primeras marcas del escepticismo y la
desilusión, que cuajarían, pasando por el nostálgico «Juvenilia» de
1884, en la redacción de su proyecto de ley Expulsión de extranjeros
(1899), condensado de reaccionarismo, inadaptación y desazón.
En una dirección muy diferente, Eduardo Ladislao Holmberg,
médico, entomólogo y botanista argentino, redactó más de doscientos
artículos, libros y monografías, muestras de su apasionamiento por
las ciencias naturales, pero su vocación literaria lo hace aparecer,
además, como el autor argentino más pródigo en relatos fantásticos
durante las dos décadas de 1870 y 1880, exclusividad privativa, luego,
de Leopoldo Lugones. Relatos de carácter científico-fantástico
publicados en la prensa porteña de 1875 a 1884 como «Dos partidos
en lucha», «Viaje maravilloso del señor Nic-Nac», «Insomnio», «La
pipa de Hoffmann», «El ruiseñor y el artista», «Horacio Kalibang y
los autómatas» o «Filigranas de cera» generan, pese al reivindicado
arraigo de estos textos en las teorías científicas y a su estilo realista,
un abigarrado mundo paralelo de fantasías: viajes interplanetarios,
metamorfosis, espiritismo, cuadro animado, espectros, médiums y otros
gólems; ficciones que revelan, como diría Pagés Larraya, «cuán intenso
era su deslumbramiento por este tipo de literatura y por Hoffmann, a
quien llama ‘ese sublime loco, ese profundo cuerdo’» (68).

2
Jackson: «[…] traces the unsaid and the unseen of culture: that which has been silenced,
made invisible, covered over and made ‘absent’» (4). La traducción en el cuerpo del trabajo
es mía.

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Así también, el eminente Justo Sierra, quien había publicado en


1869 su cuento legendario-maravilloso «La sirena», fundó en 1878 el
diario mexicano positivista La Libertad («Periódico político, científico
y literario»), en cuyas columnas se defendió la idea que «[l]a
construcción del nuevo orden dependía (ahora) del conocimiento
científico de los hechos, del horizonte de ‘lo posible’ y de ‘lo práctico’»
(Ruedas: 13). Probando, en su caso, una flexibilidad intelectual poco
común, el mismo Sierra, en el «Prólogo» de 1896 que abría el volumen
de Poesías del modernista Manuel Gutiérrez Nájera, concedía que «la
ciencia sólo sirve, y admirablemente, eso sí, para la navegación costanera
por los litorales de lo conocido», y eran muy comprensibles, según él, «la
pérdida del rumbo en pleno océano» y «la suprema angustia» que
expresaban los jóvenes escritores ante «la intuición invencible de la
inmensidad de lo desconocido, la ocultación de la antiquísima estrella
polar que se llamaba la Religión» (citado en Rama: 529).
Señalando en Avellaneda, Gorriti, Holmberg o Sierra, entre otros,
los «buenos testimonios» románticos del cuento fantástico, Emilio
Carilla identificaba a los escritores que, o más heréticos o más
conservadores, recurrieron a lo fantástico, y al hacerlo, fueron alejando
progresivamente la creación literaria de cualquier imperativo
heterónomo, pensando como Carilla que «la fantasía», definitivamente,
no rehuía «ecos en estas tierras».

Bibliografía

Borges, Jorge Luis. «El escritor argentino y la tradición» (1932). Discusión. Madrid/Buenos
Aires: Alianza/Emecé, 1983.
Bourdieu, Pierre. «La production de la croyance: contribution à une économie des biens
symboliques», en Actes de la recherche en sciences sociales 13 (1977): 3-43.
Carilla, Emilio. El romanticismo en la América hispánica. Madrid: Gredos, 1975.
Darío, Rubén. «La novela americana en España», en Novelas y novelistas (1899). Obras completas
II. Madrid: Afrodisio Aguado, 1950.
Gorriti, Juana Manuela. «Quien escucha su mal oye. Confidencia de una confidencia», en El
cuento fantástico hispanoamericano en el siglo XIX. Ed. Óscar Hahn. México: Premià, 1978.
Jackson, Rosemary. Fantasy: the literature of subversion. Londres/Nueva York: Methuen, 1981.
Martínez, Juana. «Religiosidad frente a modernidad: algunos cuentos fantásticos de Tomás
Carrasquilla», en Narrativa fantástica en el siglo XIX. Ed. Jaume Pont. Lérida: Milenio, 1997.
Monleón. José B. A specter is haunting Europe (A sociohistorical approach to the fantastic). Princeton,
NJ: Princeton University Press, 1990.

47

SINTITUL-5 47 27/05/2009, 12:16


Pagés Larraya, Antonio. «Estudio preliminar», en Cuentos fantásticos (Eduardo Ladislao). Buenos
Aires: Librería Hachette, 1957.
Rama, Ángel. «La democratización enmascaradora del tiempo modernista», en Homenaje a Ana
María Barrenechea. Ed. Lía Schwartz e Isaías Lerner. Madrid: Castalia, 1984.
Riva Palacio, Vicente y Juan de Dios Peza. «Una literatura para la vida», en Tradiciones y
leyendas mexicanas. Ed. Jorge Ruedas de la Serna. México: UNAM, 1966.
Tapia y Rivera, Alejandro. El bardo de Guamaní. Ensayos literarios. La Habana: El Tiempo, 1862.
Verdevoye, Paul. «Orígenes y trayectoria de la literatura fantástica». El relato fantástico en
España e Hispanoamérica. Ed. Enriqueta Morillas Ventura. Madrid: Quinto Centenario.

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Speculum, spectrum y otras reflexiones
alucinantes sobre el doble en Julio Cortázar

Joseph Tyler
Department of Foreign Languages & Literatures
State University of West Georgia

Se entiende que no he venido a refutar teorías de literatura fantástica.


Lo que me propongo hacer es revisitar algunos textos de Julio Cortázar
para señalar algunas coincidencias entre la concepción de sus ideas y
el proceso de elaboración narrativa.
Comenzaré contando una breve anécdota y luego haré una
referencia, nada extraña, a lo que aquí nos concierne. Es curioso,
(¿qué raro? Diría Borges) que al llegar de México a los Estados Unidos,
hace un par de meses, traía yo algunos libros y un texto «obsequiado»
involuntariamente que, como «The Purloined Letter», me acompa-
ñaba impreso en la bolsa de libros detallando una fórmula para un
cuento. Su breve texto decía, y dice todavía: «Unicornio conoce a
hada. Deciden ir en busca de mago. Increíbles aventuras. Duendes les
dicen dónde encontrar a mago. Felicidad». Y para convencer a cualquier
lector incrédulo, el autor anónimo agrega escuetamente: «Ya leíste
una historia fantástica». Si se enteraran en la Gandhi que he leído
este mini-texto como una improvisada introducción a mis reflexiones
sobre aspectos de lo fantástico en la obra de Julio Cortázar en Basilea
(Of All Places! —diría Julio) quizás se enternecieran.
Para intentar ubicarnos dentro del universo de lo ir(real), mencionaré
al insigne Paracelsus y a su condición de doppelgänger. Eduardo Gudiño
Kieffer en su Fabulario nos dice por boca de uno de sus personajes:

Los que fueron sus discípulos, los que lo amaron, los que odiaron, los que lo
vipulearon, los que lo ensalzaron, nunca supieron que el verdadero maestro era
una estatua inmóvil en una casa de Basilea, y que quien les brindaba tanta filosofía

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Semiosis

sagaz, tanta inquietud astrológica, tanta magia y tanta sabiduría... era nada más y
nada menos que una estatua de cera atormentada y tal vez mortal (44, 45).

En cuanto al escritor que nos ocupa, pienso que en los tempranos


cuentos fantásticos empezaba a aflorar ya la fascinación de algunos
de sus temas. Sus temas fantásticos, además del tema popular del
vampiro, se basan principalmente en fantasmas (recordemos «La
puerta condenada» y «Reunión con un círculo rojo»); el doble («Una
flor amarilla» y «Las puertas del cielo»); la demencia («El ídolo de las
Cícladas» y «Axolotl»); encuentros con el mal («El otro cielo»); los
sueños y pesadillas («La noche boca arriba» y «Pesadillas»). Disertando
sobre los orígenes y la inspiración de esas ficciones, Cortázar dice
con criterio que:

[...] quizá sea exagerado afirmar que todo cuento breve plenamente logrado, y en
especial los cuentos fantásticos, son productos neuróticos, pesadillas o alucinaciones
neutralizadas mediante la objetivación y el traslado a un medio exterior al terreno
neurótico; de todas maneras, en cualquier cuento breve memorable se percibe una
polarización, como si el autor hubiera querido desprenderse lo antes posible y de
la manera más absoluta de su criatura, exorcisándola en la única forma en que le era
dado hacerlo: escribiéndola (1969: 66).

Pocos son los que ignoran que en la literatura fantástica de Julio


Cortázar, además del bestiario tradicional, habitan también diversos
seres extraordinarios que se manifiestan en dadas ocasiones ir(reales).
Por ejemplo, por su insipiración (la imaginativa producción literaria
de Julio Cortázar) sabemos que Duggu Van era un vampiro que habi-
taba, igual que la bruja Paula, en las páginas de los llamados «plagios
y traducciones» del Cortázar de los años 1937 y 1945. El vampirismo
no falta en algunos de sus cuentos más recientes como el magnífico
caso de «Reunión con un círculo rojo» y otras invenciones. Sabemos,
además, que durante el año escolar que pasara dictando un curso de
literatura hispanoamericana en la Universidad de California-Berkeley
(1980), Cortázar participó en una fiesta de Halloween disfrazado de
vampiro para escandalizar y divertir a los concurrentes.
Las primeras narraciones de Cortázar significan el principio de una
literatura que ya comenzaba a ser fantástica en su historia personal y

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literaria (ver Cuentos completos, 2001: 33-103). Creo, además, que


Duggu Van, como ejercicio narrativo es, hasta cierto punto, una delibe-
rada imitación (quizás un homenaje) del cuento de Horacio Quiroga:
«El almohadón de plumas», como lo sugiere, al menos, una de sus
acertadas afirmaciones: «Miss Wilkinson llegó a la conclusion de que
el pequeño vampiro estaba desangrando a la madre con la más refinada
de las crueldades» (2001: 34).
También sabemos que hubo un tiempo en que el tema del doble
estaba muy de moda con muchos escritores, inclusive Cortázar. Lo
que sigue, entonces, son reflexiones personales de multiples lecturas
que a través del tiempo he venido haciendo de los cuentos que
indudablemente presentan esa relación especular, en su sentido
reflexivo. Sé perfectamente que cuando digo especular estoy
inventando, tal vez, un término para ilustrar ciertas referencias, ciertos
nexos entre textos que aquí quiero comentar.
Empezaré con la primera de las fascinaciones de Cortázar, y
personalmente mías: las relaciones léxicas, los juegos de palabras,
principalmente el uso del palíndroma y otras combinaciones.
En el diario (artefacto fantástico) de la alienada Alina Reyes, la
narradora alude a la vez que inventa, como su autor, formas
escriturales para arrullarse y para mantenernos fascinados en la lectura.
En el texto de Cortázar, Alina se dice a la vez que narra:

Tengo que repetir versos («la luna bajó a la fragua...» [Por su epistolario, sabemos
que Cortázar admiraba a Lorca como poeta] o el sistema de buscar palabras con a,
después con a y e, con las cinco vocales, con cuatro. Con dos y una consonante (ala
ola), con tres consonantes y una vocal (tras, gris)
[...]
Así paso horas: de cuatro, de tres y dos, y más tarde palídromos. Los fáciles,
salta Lenín el atlas; amigo no gima; los más difíciles y hermosos, átale demoníaco
Caín, o me delata; Anás usó tu auto, Susana. O los preciosos anagramas: Salvador
Dalí, Avida Dollars; Alina Reyes, es la reina y... (2001: 119).

De los juegos de «Lejana» es imprescindible saltar textos y tiempo


para contrastar un proceso de composición semejante al que Cortázar
utilizara en otro de sus cuentos memorables. Me refiero al cuento
«Satarsa», narración en la que invenciones análogas nos llevan a otros

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fines, y confines, para entregarnos, inevitablemente, el impacto de


otros significados.
El Puente (y sabemos demasiado de los muchos puentes y vínculos
que existen en el universo cortazariano) de las situaciones léxicas de
«Lejana» a «Satarsa» explica específicamente las preocupaciones del
escritor con el lenguaje, ya que, después de todo, el lenguaje y sus
múltiples usos son la materia prima del escritor. El otro enlace, o
nexo interior, del cuento en «Lejana» permite reconocer el aspecto
más primordial del elemento fantástico: los encuentros fortuitos o los
cruces determinados por el hacedor.
Como en Borges, pero radicalmente diferente a Borges, los espejos
y sus reflexión engañosa son otro cuento, porque nos revelan su exis-
tencia veraz, y a la vez, embustera. Y esa parece ser otra de las facetas
del doble que, frecuentemente, encontramos en la narrativa de Julio
Cortázar. Por eso el narrador de «Satarsa» nos habla del problema
monologando:

Cosas así para encontrar el rumbo, como ahora lo de atar a la rata, otro palíndroma
pedestre y pegajoso, Lozano ha sido siempre un maniático de esos juegos que no
parece ver como tal puesto que todo se le da a la manera de un espejo que miente
y al mismo tiempo dice la verdad, le dice la verdad a Lozano porque le muestra su
oreja derecha a la derecha, pero a la vez le miente porque Laura y cualquiera que lo
mire verá la oreja derecha como la oreja izquierda de Lozano, aunque
simultáneamente la definan como su oreja derecha, simplemente la ven a la izquierda,
cosa que ningún espejo puede hacer, incapaz de esa corrección mental, y por eso el
espejo le dice a Lozano una verdad y una mentira, y eso lo lleva desde hace mucho
a pensar como delante a un espejo, si atar a la rata no da más que eso, las variantes
merecen reflexión, y entonces Lozano mira el suelo y deja que las palabras jueguen
solas mientras él las espera como los cazadores de Calagasta esperan a las ratas
gigantes para cazarlas vivas (1983: 53).

Más allá de los juegos de palabras encontramos en algunas narraciones


de Cortázar nexos entre la reflexión y un doble, a veces Imaginario y
en otras ocasiones verdaderamente auténtico. Los cuentos que mejor
ilustran esa relación son «Las puertas del cielo» y «Una flor amarilla».
El primer relato, ubicado en la Argentina, describe un ambiente
pequeño burgués, o tal vez mucho más modesto, en el que la ausencia
de un ser querido reaparece como si fuera una reencarnación

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accidentada. Por eso el título del cuento cobra importancia desde el


principio. Se narra ahí la muerte de un personaje (Celina, nombre que
sugiere la palabra «cielo») y el desconsuelo de su amado (Mauro) que
lamenta su ausencia. En las dramáticas escenas del cuento presen-
ciamos sucesos excepcionales compartidos por Mauro y sus amistades.
Suyo es un mundo de añoranzas, de tangos y milongas. Pero, dentro
de ese ámbito acompasado por una música de historias tristes, surge
un momento expiatorio de auténtica belleza acompañado por la
imposibilidad de una indiscutible encarnación. La escena del baile es
más que significativa cuando seguimos el diálogo de los hablantes:

–¿Vos te fijaste? –dijo Mauro.


–Sí.
–¿Vos te fijaste cómo se parecía?
–No le contesté, el alivio pesaba más que la lástima. Estaba de este lado, el pobre
estaba de este lado y no alcanzaba a creer lo que sabíamos juntos. Lo vi levantarse
y caminar por la pista con paso de borracho, buscando a la mujer que se parecía a
Celina. Yo me estuve quieto, fumándome un rubio sin apuro, mirándolo ir y
venir sabiendo que perdía su tiempo, que volvería agobiado y sediento sin haber
encontrado las puertas del cielo entre se humo y esa gente (1971: 130).

«Una flor amarilla» semejante a «Las puertas del cielo» comienza con
esas coincidencias entre un personaje y otro y termina con la mentira
de tales combinaciones. El final fatídico de Luc desmiente el discurso
categórico del narrador. Como la falsa realidad expresada en «Satarsa»,
el espejo, o la reflección del otro, es a la larga ilusorio por ser decisi-
vamente equivocado. El esquema narrativo en estas dos narraciones
de Cortázar se basa en las noticias de un hallazgo o de una muerte
para obtener o establecer la inmortalidad del otro personaje pero que,
al final del proceso narrativo, se torna inaccessible. Aún cuando el
nexo de estas dos ficciones sea el tema de la inmortalidad (para una
tipología de estos temas, veáse introducción de Adolfo Bioy Casares
a la Antología de la literatura fantástica), como auténtica literatura
fantástica de terror se quedan en el umbral de lo neo-fantástico
(¡Término escurridizo!).
Encontramos relatos en Cortázar en los que el personaje, aunque
se resista, resulta identificándose con el otro, por verse involucrado
en las mismas situaciones desesperadas. Eso ocurre en las

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representaciones teatrales que permiten acceso involuntario a


situaciones absurdas. Es el caso del personaje Rice del cuento
«Instrucciones para John Howell». En su actuación, Rice se resiste a
aceptar la ingrata mentira de los conspiradores del teatro Aldwych
(ubicación teatral compartida con el cuento «Queremos tanto a
Glenda»). Se recordará que después de ser expulsado de la «zona
sagrada» de la representación, Rice vuelve al teatro para contemplar
de Nuevo los extraños sucesos que sufre «el otro» como supuesto
actor de los actos prohibidos y para enterarse de la muerte de Eva,
quien le suplicaba llorosa a Rice que no dejara que la mataran («no
dejes que me maten», 2001: 572). Al concluir el cuento, como
sabemos, los dos personajes intentan evadirse por las calles y puentes
de la ciudad para salvarse de la horrible pesadilla. Hablando de la
concepción del relato, Cortázar le confió a un interlocutor, amigo
suyo, «[...] me dejé atrapar por las nieblas en las que todo es posible y
finalmente no pasa nada, y de golpe, al salir del Adlwych Theatre, se
me ocurrió un cuento que escribí de vuelta y que está a la espera de
su última revision, te lo mandaré pronto para que me digas cómo te
suena» (2000: 815).
Otro aspecto del doble se presenta en el Puente que existe entre
dos personajes que sufren metamorfosis ilusorias a través de la
enajenación y la pesadilla. Al hablar de sueños y pesadillas (verso y
anverso de una situación análoga) debemos acordarnos de «La noche
boca arriba», cuya elaboración se basa en una situación onírica surgida
como consecuencia de un accidente que el autor sufriera durante sus
primeros años en París (¿1953?). Cortázar refiere el incidente en una
de las cartas enviadas al poeta Fredi Guthman:

Las malas [noticias] son que me puse la Vespa de sombrero, para no matar a una
vieja idiota que se me cruzó en una esquina cuando yo cruzaba con todo derecho y
luces verdes; resultado, que hice una maniobra brusca para no matarla, la agarré de
costado, me hizo volar la Vespa por el aire, y los sesenta kilos de fierro me cayeron
encima, reduciéndome a un sandwich entre el asfalto y el scooter. Resultado, la cara
rota, y una doble fractura de la pierna izquierda. Esto pasó hace un mes, el 14 de
abril. La policía me llevó al Cochin, y durante 18 días mortales aguanté una sala
común, con todo lo que eso supone y que podrás imaginarte bien. Lo pasé muy
mal, con fiebres de cuarenta grados, porque tenía un derrame tan brutal que la
pierna estaba tres veces más grande que la otra. Era bastante trágico (2000: 271).

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En contraste, y para apreciar mejor estos tipos de mirror images


(imágenes especulares), es necesario volver a los primeros párrafos
del cuento porque muestran con detalle las consecuencias del
accidente. Cito de la edición mexicana de 1956: «Cuando vio que la
mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces
verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pie y la
mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con
el choque perdió la vision. Fue como dormirse de golpe» (1956: 46).
Es indiscutible que la pesadilla del personaje, visualizada a través del
sueño atroz de Cortázar, representa la dos caras de la medalla de esa
fantasía. Pero el aspecto extraordinario del cuento es el efecto que el
escritor consigue de esa experiencia onírica porque lo que más cuenta
es la imaginación y la irrealidad del sueño del otro. La terrible nostalgia
del futuro del indio «moteca» (palabra acuñada, como muchas otras, por
Cortázar para denominar una tribu irreal) soñándose en un cosmos
enajenado pero más hospitalario. Omar Prego, en uno de sus magistrales
diálogos con Cortázar, prolonga la referencia con la siguiente intervención:

OP: En otro de tus cuentos, «La noche boca arriba», se da casi una inversión en el
espejo. En «El otro cielo» el personaje está radicado en lo que podríamos llamar el
presente de los años 1940 (que por otra parte también es pasado en una cronología
al relato) y viaja al pasado. En «La noche boca arriba», el personaje trata de escaparse
hacia el futuro que, también en una cronología exterior, es nuestro presente. ¿Cómo
se te ocurrió esta idea narrativa?
JC: No te puedo decir como surgió la idea—que es una hermosa idea, esa de la
inversion del tiempo—pero la situación central es exacta. Es decir, el tipo que tiene
el accidente de motociclista, que lo llevan al hospital y que entonces se hunde en
una pesadilla —la de la persecusión por los indios—hasta llegar a ese final en que
él se aferra desesperadamente a la idea de despertar y ya no despierta y descubre que
la realidad es ésa (65).

Fijémonos que Cortázar, en estos comentarios, evita la anécdota


personal, pero, sin embargo, acepta el hecho de haber escrito un cuento
extraordinario. La referencia al motociclista, al otro, es Cortázar mismo.
En cuanto al tema de la locura y su relación con el doble, «Axolotl»
es el relato que mejor se presta para seguir comentando. Una vez
más, el diálogo aclara sucintamente su proceso de elaboración:

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Bueno (estás eligiendo buenos ejemplos para ir tratando de acorralar a lo fantástico)


ahí no se trata de una experiencia de sueño, de pesadilla. Eso es una experiencia de
la vida cotidiana. Yo fui al Jardin des Plantes y lo visité —a mí me gustan los
zoológicos—y de golpe, en una sala como la que se describe en el cuento, muy vacía
y muy penumbrosa, vi el acuario de los axolotl y me fascinaron. Y los empecé a
mirar. Me quedé media hora mirándolos, porque eran extraños que al principio me
parecían muertos, apenas se movían, aunque poco a poco veías el movimiento de
las branquias. Y cuando ves esos ojos dorados... Sé que en un momento dado, en
esa intensidad con que yo los observaba, fue el pánico. Es decir, darme vuelta e
irme, pero inmediatamente, sin perder un segundo. Cosa que, naturalmente, no
sucede en el cuento (Prego: 58, 59).

De hecho, en la misma entrevista, Cortázar agregó que jamás volvió a


pisar el suelo del Jardin des Plantes porque la experiencia reflexive o
reflective era demasiado comprometedora y alucinante, a tal grado que,
verdaderamente, sentía pavor de esos encuentros con los axolotl.
Comentando sobre esas experiencias personales del escritor
argentino y la elaboración de textos fantásticos, Saúl Yurkievich ha
dicho, entre sus muchos comentarios sobre el autor, que: «Cortázar
representa lo fantástico psicológico, o sea, la irrupción/erupción de
las fuerzas extrañas en el orden de las afectaciones y efectuaciones
admitidas como reales, las perturbaciones, las fisuras de lo normal/
natural que permiten la percepción de dimensiones ocultas, pero no
su intelección (73, 74).
En conclusión, el Puente entre «Lejana» y «Satarsa»; entre «La
noche boca arriba» y «Axolotl» y otros relatos a los que hemos aludido
durante el curso de este trabajo, representan textos de tipo fantástico
que por sus coincidencias exhiben características comunes en sus
comunicados. Son textos que se complementan por su técnica y
expresión. Las semejanzas entre la conducta de los personajes y su
autor dentro y fuera del cosmos narrativo son tipos de encuentros en
los que, como dice Yurkievich, «las fuerzas extrañas» (obvia referencia
a Lugones) se congregan para crear un mundo de posibilidades irónicas
y desconcertantes. Los espejos, las reflecciones, la mirada en el espejo,
el encuentro con el otro, el contacto directo con el doppelgänger, hacen
de Julio Cortázar un digno representante de la literatura fantástica y
neo-fantástica. Sus textos siguen, y seguirán, teniendo vigencia en las
lecturas del presente.

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Semiosis

Llegamos, por fin, a la clausura de estos comentarios con la


esperanza de poder apreciar más a fondo la narrativa de un escritor
extraordinario situado entre la fantasía irreal de lo fantástico y la cruda
y sofocante realidad cotidiana. Nos consuela la posibilidad de poder
entrar y salir con plena libertad del territorio donde pasta quizás aún
el unicornio, el mítico animal, que según un conocido canta-autor, no
enviste, sino se viste de color azul.

Bibliografía
Bioy Casares, Adolfo. «Prólogo» a Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares,
Antología de la literatura fantástica, 3a. ed. Buenos Aires: Sudamericana, 1967, pp. 5-15.
Cortázar, Julio. «La noche boca arriba», en Final de juego. México: Los Presentes, 1956.
_____. «Del cuento breve y sus alrededores», en Último Round. México: Siglo XXI, 1969, pp.
59-82.
_____. «Las puertas del cielo», en La isla a mediodía y otros relatos. Madrid: Salvat/Alianza
Editorial, 1971.
_____. «Satarsa», en Deshoras. México: Nueva Imagen, 1983.
_____. «Una flor amarilla», en Final de Juego. Buenos Aires: Sudamericana/Planeta, 1990.
_____. Cartas 1969-1983. Ed. Aurora Bernárdez. Buenos Aires: Aguilar/Altea/Taurus/Alfa-
guara, 2000.
_____. Cuentos completos I. Mexico: Alfaguara, 2001.
Gudiño Kieffer, Eduardo. Fabulario. Buenos Aires: Losada, 1969.
Prego, Omar. La fascinación de las palabras; conversaciones con Julio Cortázar. Barcelona: Muchnik
Editores, 1985.
Yurkievich, Saúl. Julio Cortázar: al calor de tu sombra. Buenos Aires: Legasa. 1987.

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Modos de lo fantástico en la
narrativa de Carlos Fuentes.
La noción de figura en Una familia lejana

Malva E. Filer
City University of New York

Dentro de la producción narrativa de Carlos Fuentes se distingue,


netamente, una vertiente fantástica, la cual incorpora elementos de
la novela gótica, del cuento fantástico y de la mitología indígena
mexicana. Cuando, en los años ochentas, Fuentes reorganizó su obra
dentro de un plan total de ciclos bajo el título general de La edad del
tiempo, agrupó la producción que aquí nos ocupa dentro del ciclo de
El mal del tiempo. Originalmente éste incluía Aura (1962), Cumpleaños
(1969) y Una familia lejana (1980), obras a las que luego agregó
Constancia y otros cuentos para vírgenes (1990) y, más recientemente, Instinto
de Inez (2001). Los días enmascarados, su primer libro publicado en 1954,
podría haber encabezado esta lista, ya que en esta colección de cuentos
se encuentran las pautas por las que encauzaría su imaginación en las
décadas siguientes. La fantasía sería reveladora, y al mismo tiempo
creadora, de la mexicanidad, animaría su visión de la historia, su
comprensión de la vida, del amor y de la muerte. Pero su
reorganización, guiada por los parámetros del género literario, ha hecho
que este seminal libro dé nombre y encabece el primer ciclo de su
narrativa breve. Este trabajo se propone mostrar que lo fantástico, en
la obra de Fuentes, es parte de su visión integradora en la que
convergen el pasado y el presente, el destino individual y las fuerzas
ancestrales e históricas que determinan los destinos colectivos. Así,
uno de los aspectos recurrentes en su narrativa es la manifestación
del poder del pasado, representado por los muertos, o por tiempos y
mundos extinguidos, los cuales cobran vida en el presente, sostenidos
por la voluntad o la vitalidad de los personajes vivos. Según el caso,

SINTITUL-5 59 27/05/2009, 12:16


Semiosis

el regreso del pasado a la vida es deseado por los vivos, es desconocido


por ellos, o les es impuesto.
Lo que distingue el tratamiento de este tema, en Fuentes, es que
lo fantástico no refleja, como en otros cultivadores del género, una
intención lúdica o experimental, y no se propone sorprender o sacudir
al lector. Por el contrario, lo fantástico se inserta en el mundo de ideas
y preocupaciones sobre la historia, la sociedad contemporánea, y la
mexicanidad, que el autor comunica, otras veces, en obras compuestas
con mayor realismo. Debe señalarse, sin embargo, que, aun en ellas,
el elemento fantástico se hace presente, de diversos modos y en distintos
grados, lo que muestra una gran continuidad en el empleo de recursos
propios de esta modalidad en la obra de Fuentes. Prueba de ello son
las apariciones del mundo prehispánico en su primera novela, La región
más transparente (1958), las presencias fantasmales de seres rescatados
de la muerte por las fuerzas de la imaginación y la energía emocional
de los vivos, la animación de objetos emblemáticos, los desdobla-
mientos de los personajes, y la transposición radical de identidades y
tiempos que se encuentran no sólo en las obras ya mencionadas, sino
también en novelas como Cambio de piel (1969), Terra Nostra (1975) y
Cristóbal nonato (1987). En Instinto de Inez (2001), su última adición,
por ahora, al ciclo de El mal del tiempo, Fuentes proyecta su imaginación
hasta los tiempos primigenios, en los comienzos de la convivencia humana y
en la transición del matriarcado a la ley del patriarca. La pasión que surge entre
Gabriel, un director de orquesta francés refugiado en Londres, e Inez,
una cantante de ópera mexicana que inicia su carrera artística durante
los años de la Segunda Guerra Mundial, lleva de regreso a Inez, por
misteriosos caminos, a ser una mujer de la prehistoria y a un primer
amor puro e inocente, pero también culpable por ser involuntariamente
incestuoso. Este amor vence, sin embargo, sobre las barreras del
tiempo y de la violencia humana. El tiempo, la historia entera de la
civilización y la cultura es recorrido en reverso, para colocarnos en
presencia de la pareja primigenia, en el origen del amor, el pecado y la
muerte. Por cierto, la imaginación de Fuentes ha ido creando universos
cada vez más amplios y más recónditos. Voy a concentrarme aquí en
el análisis de Una familia lejana, novela en la que están presentes muchos
de los aspectos fantásticos que he mencionado.

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Semiosis

En su ensayo titulado «How I wrote one of my books» incluido en


el libro Myself with the Others, nuestro autor muestra la dificultad de
identificar las fuentes inspiradoras de Aura, sugiriendo la futilidad de
intentar tal empresa. No pretendemos, nosotros, hacer este tipo de
pesquisa acerca de Una familia lejana, una novela cuyas fuentes impre-
sionan como inagotables y en la que convergen modelos literarios,
una visión crítica de la historia europea y latinoamericana, preocupa-
ciones y angustias colectivas, una indagación sobre la relación entre
el relato y la voz narrativa, entre el escritor y el lector, y mucho más.
A pesar de esto, no es discutible la conexión que esta novela mantiene
con la tradición de la literatura fantástica, como ya lo han afirmado
varios críticos, señalando sus vínculos con las obras de Poe, Potocki,
Borges y Cortázar. Y, directa o indirectamente, con los maestros de
éstos, como Gautier, Nerval y Hoffmann. Y no olvidemos a Kafka,
cuya obra fue propagada por Borges y tuvo gran influencia en la
narrativa hispanoamericana durante los años formativos de Fuentes.
Margaret Sayers Peden, quien tradujo al inglés la novela, la lee como
ilustrativa del laberinto de tiempo que Borges concibe en «El jardín
de senderos que se bifurcan», esquema que, como ella misma señala,
encontramos de distintos modos en La muerte de Artemio Cruz y en
Cambio de piel, así como en Rayuela (1963), de Cortázar.
Coincido con Sayers Peden en su lectura de Una familia lejana
porque, en efecto, el esquema borgeano de una bifurcación en el tiempo
que crea diversos porvenires, anula la disyuntiva y admite la
contradicción, ha sido, sin duda, incorporado a la expresión poético-
narrativa de Fuentes. Pienso, sin embargo, que hay un aspecto del
mundo cortazariano que se relaciona, más que el laberinto borgeano,
con la novela de Fuentes y que es tan obvio como importante en la
misma. Me refiero a la noción de figura, la cual ya aparece en la visión
metafísica de Persio en Los premios (1960) y es desarrollada luego en
Rayuela. Cortázar la explica del siguiente modo:

Es como el sentimiento... de que aparte de nuestros destinos individuales somos


parte de figuras que desconocemos. Pienso que todos nosotros componemos
figuras.... Siento continuamente la posibilidad de ligazones, de circuitos que se

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Semiosis

cierran y que nos interrelacionan al margen de toda explicación racional y de toda


relación humana (Cortázar en Harss: 278).

Creo que tal sentimiento está, también, en la raíz de muchas creaciones


de Fuentes y que éste intentó en Una familia lejana comunicar, precisa-
mente, la experiencia descrita por Cortázar. Me propongo, por ello,
analizar la novela desde la noción cortazariana de figura.
La novela de Fuentes se presenta, fundamentalmente, como el
relato de una larga conversación entre el Conde Branly, un francés de
ochenta y tres años, y el narrador, un hispanoamericano, más adelante
identificado como Carlos Fuentes. Esta conversación tiene lugar en
el Automobile Club de París, frente a la Place de la Concorde. La experiencia
relatada por Branly involucra a dos familias de apellido Heredia, una
mexicana y la otra francesa, cuyos destinos entrecruzados reflejan la
violencia y explotación heredadas de la colonia española, así como
de las invasiones imperialistas de Francia en el continente americano.
Branly, quien se precia de pertenecer a un mundo equilibrado, de
cultura destilada y fina cortesía, un mundo que su narratario mexicano
quisiera también hacer suyo, es atrapado por una historia tortuosa
que se origina del otro lado del océano, en una realidad que cree del
todo ajena. El aristócrata francés se ve obligado a repasar su propia
vida y recuperar memorias perdidas, lo que lo lleva a descubrir que él
mismo está oscuramente comprometido con la historia de los Heredias,
una historia de la que intenta liberarse contándola a su interlocutor.
Fuentes, el receptor del relato, se verá asimismo implicado con estos
personajes y con los complejos vínculos psico-sociales y culturales
entre estos dos mundos que se atraen y repelen, dentro de un
parentesco inevitable pero conflictivo. Así, en la última parte de la
novela, es Fuentes, el narratario, quien continúa y cierra el relato, ya
sin la mediación de Branly, cuando éste muere. Fuentes autor, quien
se distancia con ironía de su personaje homónimo, aunque ha volcado
sus ideas, preocupaciones y obsesiones en el mismo, mueve los hilos
de esta complicada trama, superponiendo y confundiendo tiempos e
identidades, desdoblando personajes y dando vida a los espectros de
la historia y la cultura, para lograr una representación emblemática de
la relación entre latinoamericanos y franceses, con una visión crítica
y autocrítica que no perdona a nadie.

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La presencia del pasado en el presente, y la necesidad de mantenerlo


vivo por la memoria, que es tema central en toda la obra de Fuentes,
aparece en Una familia lejana de distintas maneras. El arquitecto Hugo
Heredia lo hace con relación al pasado indígena encapsulado en las
piedras de Xochicalco, pero desatiende otros pasados, de los que él
es directo descendiente, el de las crueldades de la conquista y la mezcla
racial que engendró niños de tez morena y ojos claros, huérfanos o
abandonados. Hugo fracasa en su intento de enseñar a su hijo Víctor
a compartir su veneración por las ruinas y le transmite, en cambio, la
arrogancia del conquistador y el hábito de humillar y maltratar a los
que le sirven. Habiendo muerto Lucy, la esposa francesa de Hugo y
su hijo Antonio, en un accidente de aviación, Hugo y Víctor, su otro
hijo, viajan juntos y, en cada sitio, buscan a quienes tengan el nombre
de uno u otro. El Víctor Heredia francés, que primero encuentran en
Monterrey y luego en Enghien-les-Bains, en el Clos des Renards, tiene
otro pasado que lo obsesiona y que envolverá en sus redes al joven
Víctor. Al mismo tiempo, la presencia fantasmal del pasado conjurado
por ese personaje destruirá para siempre la distancia que separaba al
conde francés de aquel mundo de violencia y explotación creado por
las incursiones de sus antepasados en tierra americana. El Heredia
francés se declara hijo de mademoiselle Lange, primera esposa de
Francisco Luis de Heredia, quien la abandonó primero y luego la
entregó a la prostitución, para vengarse de no haber ésta aportado la
fortuna que él esperaba recibir de su suegro. Construye así una historia
en la que el abuelo de Branly, oficial francés, habría estado en el burdel
de aquel Heredia lejano y habría participado de la explotación sexual
de su madre, a quien burlonamente llamaron la duquesa de Lanché,
americanizando con ello al personaje de Balzac. Si, por una parte,
Branly rechaza como absurdas y cronológicamente imposibles las
imputaciones del Víctor Heredia francés, el texto va insinuando un
diseño que, imaginativamente, las hacen posibles. El reloj, obra de
Antoine-André Ravrio, con la figura de la mujer vestida según la moda
del imperio tocando un clavecín, el cuadro de mademoiselle Lange
atribuido a Winterhalter o a Gustave Moreau, y las apariciones
fantasmales de esta figura, con distintas identidades, remiten a esa

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historia de la vieja prostituta de Cuernavaca. Fuentes, irónicamente,


ha transferido a la francesa el papel de la Chingada mexicana.
Branly, por su parte, está obsesionado por un recuerdo de su
infancia. La escena se produce en el Parc Monceau, donde jugaba con
otros niños. Un niño distinto de él, de rasgos mestizos, a quien él vio
como tarado, se le acercó con la pelota y su mano extendida para
participar en el juego, pero él no respondió al gesto y ese acto pesa
sobre su conciencia ahora que está terminando su vida. Este recuerdo
está asociado a la tonadilla de un madrigal que sirve de hilo conductor,
sugiriendo un sentido que vincula a distintas situaciones del relato.
Branly oye la tonadilla producida por el reloj de la mansión que ha
heredado, la recuerda cantada por los niños del Parc Monceau, cantada
por el joven Víctor en la barranca de Cuernavaca, por los dos jóvenes
en el Clos des Renards y la oye, por última vez, antes de morir, en la
piscina del club. El carácter obsesivo de esta tonada, ligada a un
recuerdo cargado de intensidad emocional, funciona en la novela de
modo semejante al recuerdo del último encuentro con su hijo que
obsesiona a Artemio Cruz al final de su vida.
Branly busca exorcizar esta culpa protegiendo al joven Víctor, a
pesar de que también a él lo siente lejano, pero lo acecha, al mismo
tiempo, la posibilidad de que haya sido el Víctor adulto, en cuya casa
ha estado confinado, el niño que rechazó en su infancia. Piensa que
sólo por milagro se han conocido el muchacho y él, porque «lo normal
era que yo hubiese muerto antes de conocerlo. Quizás antes de que el
niño hubiese nacido cuando yo ya hubiese muerto. O simplemente,
que el niño hubiese muerto antes de que yo lo conociese» (Fuentes,
1980: 34). Esta idea de haberse conocido a destiempo, repetida en la
novela (40, 132), que sugiere la necesidad de que uno muriera para
que el otro pudiera vivir, recuerda el relato de Julio Cortázar, «Una
flor amarilla», donde el personaje decide matar a un chico que es una
reencarnación prematura de él mismo. Sin embargo, Branly intenta
salvar al joven Víctor, pero no puede impedir la realización de un
pacto, desconocido por él, entre los dos Heredias, quienes conspiran
para hacer desaparecer al Víctor mexicano. Éste es sacrificado en una
unión simbiótica con André, el joven Heredia francés, de la que debe
nacer un ser nuevo. La idea de un trueque de vidas y destinos para

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saldar deudas antiguas de honor, dinero, explotación y venganza, a la


que alude la carta insertada en las páginas de El hombre de la máscara de
hierro, de Alejandro Dumas, abre otro abanico de posibilidades. ¿Tuvo
que morir el joven Víctor para pagar por el abandono del niño negro?
Recordemos que en La campaña, Baltasar toma la decisión de
intercambiar los destinos de un niño blanco y otro negro. El acto
criminal que comete en aras de un ideal de justicia no produce, sin
embargo, el fin perseguido. El niño negro, a quien él quiso dar una
vida mejor, colocándolo en la cuna del niño blanco, muere en lugar
de éste, víctima de un incendio. El niño blanco se salva, al ser
secuestrado por Baltasar y entregado a nodrizas negras para vivir la
vida de un niño negro. Eventualmente, este niño iba a reintegrarse a
la clase social alta que correspondía a su origen. El sacrificio del
anónimo niño negro había sido inútil.
Branly debe a los Heredia la recuperación de un pasado olvidado,
el haber recordado y vuelto a sentir su primer amor, y el conocimiento
de sí mismo. Lucy, esposa de Hugo Heredia y madre de sus hijos
Víctor y Antonio, es también la niña del parque amada por el niño
Branly. Su espectro recordará y mantendrá vivo al muerto con la fuerza
de su amor. Por su parte, el arqueólogo Heredia afirma la necesidad
de recuperar a los muertos: «No podemos olvidarlos. Los vivos deben
servir a los muertos» (181). Frente a los fetos siameses flotantes de
los dos niños unidos, con sus caras envejecidas por siglos de gestación,
Fuentes, el narratario, oye una voz junto a él que le dice «no quiénes
son ellos», sino quién es él (213). «Heredia. Tú eres Heredia», le dice
la voz del fantasma, que lo persigue, mientras Fuentes se aleja «con
gran tristeza, sin dar la espalda», como si se despidiese para siempre
de «un héroe prisionero, de un dios enterrado en vida, de los ángeles
ahogados» (214). Este final de la novela puede interpretarse como
una imagen simbólica del nuevo ser mexicano —y por extensión lati-
noamericano— síntesis de razas y culturas, que muere ahogado, sin
haber nacido, luego de una gestación de siglos. La imaginación de lo
fantástico, en Carlos Fuentes, rara vez se desvía, como ya he afirmado,
de las preocupaciones que lo llevan a recapitular e interpretar la
historia.

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Semiosis

La imagen de presencias espectrales vinculadas a los vivos por


lazos ignorados, olvidados o incomprendidos por ellos se presenta de
distintos modos en la novela. Estas presencias les demuestra a los
tres personajes —Fuentes, Heredia y Branly— que la cadena que los
une al pasado no puede romperse. Creo, por ello, que la imagen de
una separación entre Fuentes y la voz de su fantasma con la que
concluye la novela es sólo un momento del perpetuo movimiento
pendular entre distanciamiento y acercamiento de tiempos, mundos
e identidades. Esto es sugerido por los versos y frases de La chambre
voisine (Supervielle, 1996: 262, 263), que son otro hilo conductor de
la novela. El poema de Jules Supervielle comienza, precisamente,
con versos que exhortan a que permanezcamos cerca de aquél a quien
hemos dado la espalda:

Tournez le dos à cet homme


Mais restez auprè de lui,

Me detengo en el análisis de los versos de Supervielle porque en sus


imágenes podemos percibir, encapsulados, los significados y las emo-
ciones del texto narrativo. Con excepción de las dos últimas líneas
finales, el poema es citado en su totalidad, en fragmentos que están
distribuidos a través de la novela. Branly mismo declara que es uno
de sus favoritos y que repetía en sueños los versos arriba citados, «el
poema estaba preparado, me pre-existía a fin de unir las partes dispersas
de mis sueños en el Clos des Renards y conducirme, al fin, a la verdad»
(123). Las palabras dichas por el poeta y repetidas por Branly, anticipan
el desarrollo de la trama, de modo que el relato viene a resultar una
transposición narrativa del texto poético. Este tiene, además, un efecto
mágico, como de encantamiento, sobre Branly, quien los repite con
los ojos cerrados y «uniendo las manos bajo el mentón en una actitud
equidistante de la oración y la memoria» (123). Desde su título, La
chambre voisine comunica la tensión entre cercanía y lejanía presente
en la novela. Como el yo a quien se dirige la voz poética, según
Margaret Sayers Peden, Heredia/Fuentes (168), Branly ha apartado
la mirada del bárbaro y confuso, esto es, del niño del Parc Monceau.
Sus palabras, frente a la imagen obsesiva, son como ecos del poema:
«No me alejo, aunque le dé la espalda. No sé si la confusa barbarie

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Semiosis

que siento en mi mirada es sólo mía o sólo un reflejo de la suya» (125). El


poema funciona aquí como un pasaje que lo conduce al reconocimiento
de sí mismo en el otro. Y ante el recuerdo del niño (tal vez el Heredia
«francés») y la mujer (Lucy) repite, casi textualmente: «ambos tienen
dificultad en separar el día de la noche» (125). Las llamas que deben
extinguirse del corazón sin fondo en los cielos lejanos serían, según la
interpretación de Sayers Peden, las encendidas en Xochicalco, en la
víspera del Día de Todos los Santos (168). Sin embargo, puede también
pensarse en las llamas de una América de luchas violentas,
destructivas, como la experiencia histórica que subyace en «los cielos
más profundos del corazón agitado y sin fondo» (125). Los versos
siguientes permiten estas interpretaciones:

[Écartez votre regard


sa confuse barbarie]
Restez debout sans mot dire,
Voyez vous pas qu’il sépare
Mal le jour d’avac la nuit,
Et les cieux les plus profonds
Du coeur sans fond qui
l’agite?
Eteignez tous ces flambeaux

Los rasgos y la personalidad de Branly, así como el sentido de su


muerte, se corresponden con lo aludido por el poema:

Regardez ses veines luisent,


Quant il avance la main
Un souffle de pierreries,
De la circulaire nuit
Jusqu’à ses longs doigts
parvient.

Las manos descritas tienen venas translúcidas, como las de Branly, y


de la que extiende fluye un aliento de joyas preciosas que llegan de la
noche circular a los largos dedos.

Laissez-le seul sur son lit,


Le temps le borde et le veille,

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En vue de ces hauts rochers


Où gémit, toujours caché,
Le coeur des nuits sans
sommeil.
Qu’on n’entre plus dans la
chambre
D’où doit sortir un grand
chien
Ayant perdue la mémoire
Et qui cherchera sur terre
Comme le long de la mer
L’homme qu’il laissa derrière
Immobile

El poema urge a que se deje solo al muerto, en la cama, guardado por


el tiempo, frente a los altos acantilados, donde gime, para siempre
oculto, el corazón de las noches sin sueño. Esta descripción posi-
blemente remita, en la novela, al trágico fin de la mamasel gabacha
en la barranca de Acapaltzingo (117). De la habitación vendrá, dice
el poema, un enorme perro que, habiendo perdido toda memoria del
pasado, buscará, hasta el confín de la tierra, al hombre que dejó detrás.
Toda la novela queda resumida en estas líneas que aluden a la
recuperación de la memoria y al deber que los vivos tienen hacia los
muertos, según ha querido comunicarlo el arqueólogo Heredia o, mejor
aun, Heredia/Fuentes.
Cada uno de los personajes de Una familia lejana es parte de una
realidad que desconoce, una realidad que comparte con otros seres,
vivos y muertos. El significado de estos vínculos nunca será del todo
dilucidado. Por lo demás, ningún análisis de la novela puede evitar
que persistan incoherencias y cabos sueltos porque, como afirma el
narrador, «nadie recuerda toda la historia» (214). Creo que esta afirma-
ción al final de la novela se conecta con la idea de que el diseño total
de la figura compuesta por los personajes no puede ser conocido,
porque los innumerables lazos que los unen a otros seres son inabar-
cables. Fuentes emplea aquí la noción de figura, además, para pre-
sentar la visión, presente en toda su obra, del pasado que convive
con el presente y no puede ni debe ser relegado al olvido. Lo prueban
las siguientes líneas, con las que concluyo este trabajo: «[…] alguien

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ha estado viviendo constantemente a nuestro lado, desde siempre, no


sólo desde el instante de nuestro nacimiento, sino exactamente, desde
siempre, una persona fundida en nuestra vida, como el mar en el mar.
Y en nuestra muerte como la respiración en el aire» (207).

Bibliografía
Cortázar, Julio. Final del juego. Buenos Aires: Sudamericana, 1964.
Echevarría, Arturo. «Presencias y reconocimientos de América y Europa en Una familia lejana
de Carlos Fuentes», en La torre vol. 9, núm. 35 (1995): 383-405.
Fouques, Bernard. «Fuentes et la médiation littéraire: Una familia lejana», en Imprévue, núm. 1
(1986): 85-97.
Fuentes, Carlos. Una familia lejana. México: Era, 1980.
_____. Myself with others. Selected Essays. New York: Farrar, Straus & Giroux, 1988, pp. 28-
45.
_____. La campaña. Madrid: Mondadori, 1990.
_____. Instinto de Inez. México: Alfaguara, 2001.
Harss, Luis. «Julio Cortázar o la cachetada metafísica», en Los nuestros. Buenos Aires: Sudame-
ricana, 1966, pp. 252-300.
Sayers Peden, Margaret. «Forking Paths, Infinite Novels, Ultimate Narrators», en Robert
Brody y Charles Rossman (eds.), Carlos Fuentes. A Critical View. Austin: University of
Texas Press, 1982, pp. 156-172.
Supervielle, Jules. Oeuvres poétiques complètes. París: Gallimard, 1996.

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La asimetría entre la voz y la escritura:
«Autobiografía de Irene» de Silvina Ocampo

María Cecilia Graña


Dipartimento di Romanistica
Università di Verona

«Un ansia de trasponer


estas lindes enemigas,
este morir incesante,
tenaz, esta muerte viva»
José Gorostiza,
Muerte sin fin.

Con el tomo Autobiografía de Irene (1948) Silvina Ocampo se afirma


como escritora por medio de una serie de relatos muy distintos entre
sí, porque presentan registros discursivos alejados unos de otros (i.e.
el discurso profético, la parábola oriental, la autobiografía, el epitafio,
el diario) aunque unidos por una red de motivos (la duplicación, la
invención, la memoria, lo falaz y la adivinación) en los que la condición
misma del escribir parece como abismarse.1
Con este volumen, Silvina Ocampo da un salto en relación con su
producción anterior constituida por una estética algo deshilvanada (y
que retomará posteriormente); un salto que podría llamar «técnico»
ya que parece estar buscando su reflejo en la palabra escrita, como si
ésta fuese un espejo en el que podrá reconocerse y, en la década de
los cuarenta, acercarse, pero también diferenciarse literariamente de

1
Ya Tomassini había notado, por ejemplo, que «Fragmentos de un libro invisible» es «un
texto que enhebra mediante la alusión a todos los cuentos que comprende el libro real, de
modo tal que aparezcan como otras tantas páginas del imaginario (y ficcional) ‘Libro invisible’».
Los diversos relatos están, entonces, subordinados a un cuento que elusivamente los enmarca
y de alguna manera los cita a través de «las palabras del profeta» (1995: 53).

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Semiosis

su círculo de amigos, en particular de Jorge Luis Borges. En otras


palabras: es aquí evidente una reflexión sobre la escritura y los meca-
nismos narrativos; Ocampo está pensando sobre el acto de escribir y
trata de encontrar su propia modulación dentro de una serie de isotopías
borgianas. Justamente G. Tomassini pone en relación Autobiografía...
con el libro anterior y los posteriores de Ocampo y concluye que éste
«es una exploración de límites, una hábil sonda arrojada hacia las
posibilidades del arte de contar...» (1995: 42).
El relato homónimo fue publicado por primera vez en 1944 en la
revista Sur y tiene el mismo título de un poema del mismo argumento
que aparecerá en 1945 en Espacios métricos.2 Ambos textos nacen de la
idea de que en una percepción convencional del tiempo (aquélla que
afirma la imposibilidad de percibir el presente porque cuando lo
vivimos ya se ha convertido en pasado) se ha instaurado «su coronación
o su pesadilla», como sucede en la magia.3 En el cuento, todo gira
alrededor de Irene, una joven dotada de la capacidad de adivinar el
porvenir; un don que, de tan absorbente, es también una condena
porque le impide recordar. Por esto mismo, su extremo anhelo consiste
en recuperar sus recuerdos; extremo porque ella sabe que tiene que
morir para lograrlo, ya que la desesperanza finalmente cancelará cual-
quier imagen futura. «Varias veces», nos dice, «imaginé mi muerte», y
ahora nos cuenta de «este momento de dicha sobrenatural» (CAI: 53)4
cuando ha llegado a él.
No voy a detenerme aquí en el recuento de este relato que, como
veremos, es un «volver a contar» al infinito. Quiero recordar sólo que
el contar nace del rememorar en el momento previo a la muerte, que

2
Silvina Ocampo, «Autobiografía de Irene», en Espacios métricos. Poesía completa I. Buenos
Aires: Emecé, 2002). Las citas en el texto indican esta edición con la sigla PAI y el número de
página. La diferencia de fecha de publicación entre cuento y poema es poca y no nos permite
deducir cuál fue escrito primero. Noemí Ulla cree recordar que Silvina le dijo que el cuento
había sido escrito antes (2000b: 225).
3
Borges había dicho que «la magia es la coronación o la pesadillla de lo causal, no su
contradicción» (1989a: 231); Silvina parece hacer suyas estas palabras de Borges aplicándolas
de una manera particular a las relaciones causales entre el antes y el después.
4
Silvina Ocampo, «Autobiografía de Irene» en Autobiografía de Irene. Cuentos completos I.
Buenos Aires: Emecé, 1999). La citas en el texto indican el número de página de esta edición
con la sigla CAI.

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Semiosis

es el del presente de la narración (aunque no el de la enunciación).


Sin embargo, cuando afloran, finalmente, estos recuerdos son,
paradójicamente, tan sólo previsiones del futuro.
Si bien en el texto de Ocampo hay una dramatización de la proble-
mática enunciativa, pues la protagonista y narradora está leyendo en
su predicción lo que tendrá que escribir un alter ego suyo, los lectores,
aunque en realidad estemos leyendo, como hace Irene con su propia
predicción, ficcionalmente «escuchamos» su voz mientras, en la plaza
de Las Flores unos días antes del presente narrativo, le dice a una mujer
que aspira a ser su biógrafa: «–¡Ah! Si usted me ayudase a defraudar el
destino no escribiendo mi vida, qué favor me haría. Pero la escribirá. Ya
veo las páginas, la letra clara, y mi triste destino.» (CAI: 165). Para reiterar
en el último párrafo del relato lo que había sido su incipit, en un continuo
girar de palabras en las que Irene se representa en primera persona
como narradora, pero también como lectora y sujeto del enunciado.
En su libro Temps et écriture dans l’oeuvre narrative de Silvina Ocampo,
Annick Mangin observa apropiadamente que en el giro final del cuento
se opera el pasaje del plano del enunciado al plano de la enunciación,
y que allí exhibe su doble naturaleza de texto escrito/leído. Por esta
razón, la estudiosa ve el cuento como un anillo de Moebius; con esta
imagen define ese pasaje que se produce de un nivel a otro sin rupturas
en la continuidad del relato (4). Algo semejante había advertido, en la
primera reseña que recibió el libro, en 1948 y en la revista Sur,
González Lanuza al ver el cuento como una intercomunicación de
clepsidra, «en cuyas ampollas interminablemente cambiadas de sentido
se comunica una ininterrumpida sustancia» (56, 57).
Sin embargo, last but not least, la misma voz de Irene dice: «La
improbable persona que lea estas páginas se preguntará para quién
narro esta historia. Tal vez el temor de no morir me obligue a hacerlo.
Tal vez sea para mí que la escribo: para volver a leerla, si por alguna
maldición siguiera viviendo» (CAI: 153; cursivas mías). Con esta frase,
la protagonista sugiere, en una codicia abarcadora, que su alter ego o
escriba podría ser, en última instancia ella misma. Y es una ambición
casi dionisíaca, pues Irene, al afirmar esta frase, parece disolver ese
«yo» que, a lo largo de todo el cuento, se constituye y fundamenta
como una voz y no como escritura.

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Semiosis

Hay que recordar, además, que la «biógrafa» de Irene es un


personaje exclusivo de la narración; no aparece en el poema del mismo
título. En éste último, la única palabra «otra» es la del ángel del pasado,
un ser «suave, alegre» y de «pacífico lenguaje» (PAI: 129) que por sus
palabras en discurso directo («Si quieres que al pasado te reintegre/
tendrás que hacer conmigo un largo viaje.» [PAI: 129]) parece una metá-
fora de la muerte que Irene ya entreveía en vida. Y entre los recuerdos
que el ángel trae consigo, muchos de los cuales provienen de
momentos de la infancia y la adolescencia (la figura del padre, de la
madre, el deseo de ser santa, la figura del diablo, el primer amor),
resalta el del poder adivinatorio de Irene («¡Yo sólo recordaba el
porvenir!», [PAI: 134]).
Es sabido que el tema de la adivinación hace referencia al terror
inicial del alma primitiva que se interroga sobre su génesis. Esta interro-
gación hacia atrás, que, como ha señalado Rosalba Campra en su
artículo más reciente sobre el género fantástico, es una de las que
induce con mayor frecuencia a crear fantasmagorías, ha impulsado al
ser humano a un movimiento hacia adelante, porque en la
imposibilidad de saber de dónde proviene, el hombre intenta adivinar
lo que vendrá.
Algo semejante y diferente ocurre con Irene. Por una parte, casi
todo lo que nos dice son diversas «versiones» de la propia identidad;5
ya su propio nombre ofrece dos interpretaciones al estar caracterizado
por la inversión: su existencia no ha transcurrido en paz (Irene) sino
en una inquieta ansiedad y, a pesar de su apellido, Andrade (de «aner-
andròs»), no es un hombre. Y, si al inicio del relato nos dice que tiene
veinticinco años, más adelante recuerda a una vecina que le había
dicho con la mirada: «Tiene treinta años y todavía no se ha casado»
(algo que también afirma el yo del poema en un verso). Y las dudas

5
Esto se aplica perfectamente a otros cuentos de Ocampo. Por ejemplo, en «La muñeca» —de Los
días de la noche, y cuyo primer título era «Yo»—, la incertidumbre nace a partir del origen
inexplicado y oscuro de la narradora quien, antes de consagrarse al difícil arte de la adivinación
por desconocer la identidad de sus padres, juega, como una inocente pero monstruosa
esfinge, a presentar enigmas al lector, o sea variantes de su origen escuchadas, inventadas o
deseadas.

74

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Semiosis

sobre su identidad, generadas por la misma narradora en el lector, se


suceden: En efecto, ¿es Irene «la Afinada» o «la Finada»? Es Irene la
que reza secretamente a la Virgen, la que dicen que «es tan buena»; la
que suscita exclamaciones: «¡No vaya a volverse una santa!» ¿Ella es
la que paso a paso configura la visión de un rostro que la conmueve
imaginando que es el de Dios o Jesús, porque de esa forma habría
satisfecho su «deseo ardiente de ser una santa»? (Quizás Santa Rosa
de Lima, visto la abundancia de rosas verdaderas y falsas que aparecen
en el relato) ¿O es la que «estaba poseída por el demonio» y que por
eso nadie quiere, «ni sus hermanos»?
A decir verdad, el método de la «disociación sistemática» de Irene
calca el de la misma Ocampo, cuya escritura está caracterizada por
un continuo desdibujamiento de sentido (algo que había notado
tempranamente Enrique Pezzoni),6 un posible mecanismo de defensa
de una personalidad esquiva7 que por eso mismo quiere privilegiar,
como ha indicado Mancini, «el objeto resultante de un arte —la magia
como la literatura— compromete la sensibilidad y la fantasía y el
lenguaje» (Mancini: 215). Sin embargo, aunque esconder lo cierto para
inventar otra cosa en la que se mezclan la verdad y la mentira sea el
ejercicio preferido del literato, en el caso de Ocampo no creo que se
dé para reinventar su propia identidad en el texto8 sino más bien para

6
«[...] la literatura de Silvina Ocampo ofrece y sustrae, atrae y rechaza lo buscado. Propone
la existencia de un Yo central que aguarda el momento en que será conocido, pero siempre
reconocido como ausencia, como carencia radical. Seducción constante de un vacío que se
colma con fugaces simulacros de plenitud» (Penzzoni, 1986: 188).
7
De hecho, la voluntad de volver el sujeto de la enunciación (o al del mismo enunciado)
inaferrable me hace recordar una conocida foto de Silvina en la que, sentada, alza la mano
en el momento del click, y esconde, de esa forma, su rostro (se la puede ver en el video
dirigido por Lucrecia Martel, con investigación y guión de Graciela Speranza y Adriana
Mancini, Historias de vida); y también recuerdo la interrogación afirmativa, entre irónica y
recelosa, con la que responde a las preguntas de Noemí Ulla: «Vos me estás psicoanalizando»
(2000a: 13).
8
Algo que afirma Podlubne en «Juego de escondite...» (97). Por su parte, P. Nisbet
Klingenberg, una estudiosa de Ocampo seguidora de Lacan, considera que Irene, por su falta
de recuerdos, no puede constituirse en sujeto y está condenada a la inmortalidad: «As she
meets her double on a park bench, Irene realizes that she is a character trapped in
representation who cannot ‘die’ and whose story therefore cannot end» (36).

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crear una Aparición, un Fantasma inasible e indefinible que preside


un mundo en el que reina la inversión y la indiferenciación. Paradó-
jicamente, Silvina Ocampo quiere ser el sujeto que da cuenta de un
momento presimbólico, pero al hacerlo debe recurrir a las palabras. Si
la etimología del símbolo se remonta a una idea de conjunción, en el
caso de este cuento, bien puede ser entendida como las dos formas a
través de las cuales se expresa la idea: la voz y la escritura.9
Por otra parte, en Irene hay un querer afirmar narrativamente la
propia identidad inestable entre la vida y la muerte, entre la ficción y
la realidad, entre el pasado y el futuro a través de una vocación
«bovarista» y, como en el caso de J. Dahlmann en «El sur» de Borges,
por medio de la genealogía. En efecto, como madame Bovary, Irene
lee novelas identificándose con las protagonistas y vive en un pueblo
ansiando llegar a la capital. Pero, como J. Dahlmann de «El sur» —y
como la liebre de la aporía eleática—10 a pesar de viajar por la provincia
de Buenos Aires, nunca llega a la meta deseada: «No vi perfilarse el
oscuro tren, en Constitución. Y no lo veré. Tendré que morir sin ver
los jardines de Palermo, la plaza de Mayo iluminada y el teatro Colón
con sus palcos y sus artistas desesperados cantando con una mano
sobre el pecho» (CAI: 163).
Además, al inicio del cuento la joven nos dice con certeza que su
ascendencia materna, de origen francés por parte del abuelo, está
caracterizada por la voz,11 por la narración oral,12 por muertes trágicas

9
Cavarero, en su libro más reciente, recuerda que mientras que «el término semeion se refiere,
en el léxico aristotélico a la noción de signo en cuanto simple indicio ( la voz del animal . .
es semeion de dolor o placer), el término simbolon parece referirse a una idea de relación más
compleja e interesante. El símbolo en Grecia es, sobre todo, un objeto (un anillo, una
moneda) que se divide en dos partes; cada una de ellas puede servir para un reconocimiento
futuro cuando se harán coincidir los dos fragmentos […] Dicho en otras palabras, la
universalidad de lo semántico y la particularidad de lo fónico se presentan como dos partes
de una misma medalla» (70, la traducción es mía).
10
Recuérdese la fascinación que Borges tenía por esta aporía al punto que le dedica un
ensayo en Discusión (1932): «La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga».
11
«Yo sólo veo en ella su maternal blancura, la severidad de sus ademanes y la voz: hay voces
que se ven y que siguen revelando la expresión de un rostro cuando éste ha perdido su
belleza. Gracias a esa voz puedo averiguar todavía si son azules sus ojos o si es alta su frente.»
(CAI: 154)
12
«Su madre, mi bisabuela, le había contado todos los pormenores del incendio que había
apresurado su nacimiento. Ella nos trasmitía esos relatos.» (CAI: 154)

76

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(la del abuelo en un naufragio, la de Serapio Rosas —una figura no


identificada en el relato—, la de dos reos ejecutados) y por un
nacimiento: el de la bisabuela. Éste está signado, si podemos decirlo
así, por el fuego, ya que un incendio —probablemente de una serie:
«el incendio de la primera iglesia» (cursivas mías)— había apresurado el
parto. La línea materna aparece caracterizada, pues, por lo trágico y tres
de los cuatro elementos: el aire (la voz), el agua vinculada con la muerte,
el fuego vinculado con el génesis. Las narraciones sugeridas pero abortadas
en los relatos de esa genealogía (¿quién es Serapio Rosas?, ¿quiénes son
los dos reos ejecutados?, ¿cuántas iglesias fueron incendiadas?) dan,
además, la pauta de la fragmentaria variedad que caracteriza a lo oral.
En cambio, la línea paterna, identificada por la semejanza y aun
por la igualdad (los abuelos de tan iguales parecían mellizos),13 parece
esconder algo perturbador.14 También la definen la inversión y lo
acabado: lo expreso así pues el padre de Irene, Leonardo, cultivaba,
mejor dicho, criaba plantas con una suavidad femenina, como si fuesen
niños,15 y «‘cuando eran grandes’, las vendía con pesar». Esta última
actividad vincula la genealogía paterna con el cuarto elemento, la
tierra. Y, por esto mismo, quiero hacer notar que, aunque se haya
hablado del cuento como de un juego alrededor del número dos por
sus duplicaciones, reflejos y repeticiones, en la genealogía conjunta
de Irene se advierte, además, una dialéctica entre el tres y el cuatro,
algo que reaparece —como veremos— cuando la joven habla de las
«apariciones» que tuvo en su infancia.16

13
«Conozco a mis abuelos paternos por dos fotografías amarillentas, envueltas en una
especie de bruma respetuosa. Más que esposos parecían hermanos, más que hermanos,
mellizos; tenían los mismos labios finos, las mismas manos ajenas, abandonadas sobre las
faldas, la misma docilidad afectuosa» (CAI: 154).
14
En esa tranquila repetición de lo semejante, el sintagma oximorónico «las mismas manos
ajenas» resulta inquietante.
15
«Era suave con ellas como con sus hijos, les daba remedios y agua, las cubría con lonas y en
las noches frías, les daba nombres angelicales» (CAI: 154).
16
De la relación entre una estructura ternaria y una cuaternaria ha hablado extensamente
Jung, luego de haber estudiado la alquimia y la cábala para relacionarlas con el inconsciente.
Jung considera que la dialéctica entre el tres y el cuatro aparece para expresar un deseo de
unidad (véase Psicologia e alchimia: 37).

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Los padres de Irene llevan una vida sedentaria; pero si para Leonardo
cultivar plantas será la actividad que expresa mejor la repetición que
caracteriza a su genealogía y que armoniza con la paciencia de su carácter,
para la madre, el perseverante ejercicio del bordado está en contradicción
con su historia familiar, trágica y agitada, lo cual le había dejado «un
fondo como de agua estancada, algo turbio y a la vez tranquilo» (CAI:
154). El sosiego y la repetición inquietante de la línea paterna la hereda
la protagonista en su serena pero morbosa espera de la muerte. Y el gusto
por la narración oral de la línea materna, así como los fragmentos y la
tragedia que la caracterizan, la inducen no sólo a narrar oralmente su
propia vida a otra persona, sino también a tratar de recuperar ansiosamente
su memoria, después de haber imaginado —perversamente— su
anticipación. Judith Podlubne acierta al decir que inventando aquello
que es «imposible rescatar a través de la memoria» Silvina configura
en sus cuentos una metáfora del trabajo de la escritura (97). En efecto,
«Autobiografía de Irene» es, en este sentido, paradigmático: la protago-
nista, en su imposibilidad de rescatar los recuerdos, puede sólo trasla-
darse al futuro, en una constante tarea de adivinación. Y en esa pro-
yeccción anticipatoria, Irene encarna ejemplarmente la figura de los
primeros adivinos de la civilización, aquellos que, según W. Benjamin,
al leer los signos que veían en el cielo o en las vísceras de los animales,
inventaron, por facultad mimética, la escritura (71-74).
La adivinación, al ser una forma de pensar opuesta a la racional,
ve primero los efectos que las causas; en este sentido, pone en práctica
el mismo paradigma, según el historiador Carlo Ginzburg, que dio
origen a las narraciones de la humanidad, cuando el hombre primitivo,
para poder cazar, estaba obligado a leer una serie de signos en el
mundo que lo rodeaba. Ginzburg da la hipótesis de que, cuando el
antiguo cazador repetía oralmente la propia experiencia diurna, recons-
truía mentalmente la figura y los movimientos de los animales que
había perseguido, a partir de las huellas que habían dejado en el barro,
o de los restos de estiércol, pelos o plumas que habían quedado enre-
dados en las plantas o las piedras; y al hacerlo se apoyaba en figuras
retóricas vinculadas con el eje metonímico. Así, por medio de su relato
compartía con los que lo escuchaban un conocimiento en función de
una experiencia futura (Ginzburg, 1986: 158-209).

78

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Este impulso primigenio de la narración oral lo vemos hiperbolizado


en la actitud casi mágica de Irene, pues de niña anticipaba la existencia
de algo y luego, hablando o comportándose con su familia como si
ese algo existiera, acababa por hacerlo aparecer en el mundo real.
En ese proceso que pone en práctica durante su infancia para llenar
huecos y ausencias (donde no había una planta —el Clarín de guerra
o bignonia—, Irene la imaginaba; donde no estaba la estatua de una
virgen, Irene la veneraba; aunque no tuviese un perro, Irene jugaba
con él, y luego todas estas cosas, en un modo u otro, «aparecen»), hay,
sin embargo, un momento que se diferencia de los mencionados hasta
que el proceso se invierte definitivamente. Viendo el cuadro de su
abuelo materno, Irene, más que tener una «aparición» tiene una visión
y, al describirla, nos presenta un paisaje sin árboles, muy parecido y a
la vez muy distinto del que ella entrevé en las últimas calles de Las
Flores;17 es una escena que parece salir de un relato «gótico» (género
considerado como la escritura del exceso)18 cuya intensidad siniestra,
casi una proyección del inconsciente, hace que Irene se desmaye:

Detrás de un cortinado rojo, junto al cual se destacaba la efigie [el retrato del
abuelo], descubrí un mundo aterrador y sombrío [...] Grandes extensiones sonoras
y oscuras, como de mármol verde, rotas, heladas, furiosas, altas, en parte como
montañas, se estremecían [...] en unos corredores de madera, mujeres con el pelo
suelto, hombres afligidos, huían en actitudes inmóviles. Una mujer cubierta con
una enorme capa, un señor de quien nunca vi el rostro, llevaban de la mano a un
niño con un caballito de madera en los brazos» (CAI: 156).

Y aquí vuelve a presentarse la dialéctica entre el tres y el cuatro.


Porque si todas las apariciones son referenciales, sólo tres de ellas se
concretan en la realidad, mientras que una parece surgir del diabólico
desorden del inconsciente para desaparecer después, conservando su
carácter de visión.

17
Hay que recordar que, en el poema, la actividad anticipatoria de Irene comienza «En las
calles finales de este pueblo» (PAI: 133) con una visión alucinante de caballos vivos que
relinchan alegres, pero que de golpe están «muriéndose en la tierra dura/sin encontrar
jagüeles de agua pura», hasta que se transforman «en negras osamentas».
18
El gótico, señala Remo Ceserani, «ha fatto la comparsa nella orribile oscurità che ossessionò
la razionalità e la moralità settecentesche» (100).

79

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Semiosis

Ha sido señalado que si en tiempos arcaicos la narración oral se


vinculaba con lo sacro, en la ficción contemporánea lo sagrado aparece
gradualmente sustituido por una ausencia (Nisbet Klingenberg, 1999:
46). En «Autobiografía de Irene» esa ausencia se vincula con el poder
adivinatorio y está representada en el interior del relato, pues Irene, a
partir de los quince años, comienza a anticipar ausencias donde todavía
había presencias. Si en su infancia se comportaba como si las cosas ya
estuvieran en la realidad, ahora comienza a actuar como si las personas
ya hubiesen muerto o se hubiesen alejado y la felicidad desaparecido
—cosa que, efectivamente se concreta—. Así, la joven predice y se
conduele por la muerte de su padre cuando éste todavía vive,19 y como
sabe que su enamorado Gabriel se irá a vivir a otro lugar, rechaza en
el presente su amor.20
Aunque se proponga «inventar un mundo afortunado», Irene sólo
puede eludir los vacíos y las catástrofes que la acosan: «[…] las imágenes
de las sequías, de las inundaciones, de la pobreza, de las enfermedades
de la gente de mi casa y de mis conocidos» (CAI: 158). Y el pensar que
ha sido la causa de estos hechos la hace sumirse en la melancolía
(«Hubiera podido ser feliz, lo fui hasta los quince años» [CAI: 157]).
Ahora no logra hacer crecer en su imaginación objetos, plantas u
animales para después, mágicamente, trasponerlos en la realidad; y al
no lograr repetir el proceso de creación y concreción de su padre
cuando hacía crecer las plantas hasta que tenía que venderlas porque
«ya eran grandes», se da cuenta de que sufre una disyunción respecto
de su genealogía. No obstante el cambio de dirección del don que
posee le haga perder la inocencia, este extravío se vuelve el motor de
su autobiografía (de hecho, según Starobinsky, no puede haber
autobiografía donde no se produce una modificación, un cambio [71]).
Por eso ahora, concientemente, procura «analizar el proceso, la forma»

19
«Cuando murió yo tenía preparado, desde hacía tres meses, el vestido de luto, los crespones,
ya había llorado por él, en actitudes nobles, reclinada sobre el balcón. Ya había escrito la
fecha de su muerte en una estampa; ya había visitado el cementerio. Todo esto se agravó a
causa de la indiferencia que demostré después del entierro» (CAI: 157, 158).
20
«En vano traté de postergar mi encuentro con Gabriel. Preveía ya la separación, la
ausencia, el olvido» (CAI: 160).

80

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en que se desarrollan sus pensamientos y descubre que aquellas


imágenes futuras estaban, a su vez, anticipadas por otras imágenes o
sensaciones auditivas y táctiles recurrentes.
Este periodo de reflexión y el amor de Gabriel vuelven a poner a
Irene en contacto con aquella totalidad significativa representada por
el ámbito familiar 21 —algo evidente en el poema de 1945, en el que la
búsqueda de ese sentimiento de unicidad, representado por el amor,
motivaba la escritura—.22 Sin embargo, la conciencia del ambivalente
poder de su don no le impide vivir la realidad y, de modo perverso, le
hace eludir los afectos y la demostración de los mismos.

***

Como decía, en «Autobiografía de Irene», gracias a la técnica de la


mise en abyme,23 se conserva, en la palabra escrita, «la voz» de la
protagonista mientras «lee» una predicción escrita cuyo comienzo es igual
al del cuento que nosotros, lectores extratextuales, estamos leyendo. Este
texto aparece publicado, sin embargo, con un título cuya construcción
paradójica sugiere un balanceo entre la narración de un yo y una
narración escrita por otro que debería hacerlo en tercera persona, y en
cambio no lo hace.24 Algo de esto ya se le había ocurrido a Macedonio
Fernández cuando inventa la «autobiografía escrita por otro» —una idea

21
En el cuento, hablando del joven amigo, nos dice que aprende a bordar (como Irene y su
madre) y «cuando bordaba, hacía planos de jardines» (vinculando el bordado con la actividad
jardinera del padre de Irene). Y el amor de Gabriel crece «con la naturalidad de una planta»
(CAI: 160); aunque a Irene su poder adivinatorio le impide cuidarlo, como hacía su padre con
las plantas del jardín.
22
«Yo esperé este momento para verte/(este momento, el fin ya de mi historia)» (PAI: 135).
«Y es sólo acá en la muerte que hallaré/ la verdad deslumbrante del amor.» (PAI: 136)
23
Véase de Lucien Dällenbach : «[…] est mise en abyme tout miroir interne réfléchissant
l’ensemble du récit par réduplication simple, répétee ou specieuse» (52).
24
Cabe que recordar que Silvina tiene una particular visión de la primera persona en un
texto, pues separa en ella —según entiendo— el decir del pensar: el significante es de uno
mientras que el contenido semántico pertenece a otro: «A mí me gusta mucho la primera
persona, muchas cosas tienen menor responsabilidad, si algo está mal dicho, la culpa es de esa
persona, si hay cosas horribles que piensa, bueno, es otra persona» (Ulla, 1982: 53).

81

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Semiosis

que Silvina pudo haber llegado a conocer— traducida, a nivel textual, en


la división del sujeto y en el no saber cómo firmar el texto.25
Para representar el autogenerarse infinito de este cuento, la crítica
ha utilizado diversas imágenes (círculo, anillo de Moebius, clepsidra) que
se apoyan en un concepto cerrado de narración. Sin embargo, aunque
Irene sugiera que ella misma es la que escribe (CAI: 153), la anomalía
del título y el personaje de la biógrafa sugieren una apertura en el relato,
pues conllevan la idea de la escritura o de una transcripción hecha por
alguien diverso del ‘yo’. La «apertura» se refuerza porque, así concebido,
el texto implica la existencia de un lector que pueda llegar a dudar de la
verdad de esa «transcripción» al no saber si la mujer de la plaza ha sido
fiel a la predicción de Irene o si ha querido defraudar al destino con
una versión distinta. En otras palabras, porque en el interior del cuento
la oscilación entre voz y escritura reclama la unicidad de la voz y su
carácter asimétrico respecto al régimen del grafo.26
La ambición de totalidad y de unidad del yo narrativo, evidente en
la tentativa de recuperar el sentimiento amoroso, representado por el
afecto de sus padres y de su enamorado, es paralela a la ambición del
yo autoral, manifiesta en el gusto por la reformulación genérica
estereoscópica,27 en el juego de cajas chinas de la estructura del relato,

25
Macedonio dice: «Mi autobiografiador y yo no hemos aclarado cómo se firma esto. Nos
hallamos confusos, en tanto que admiramos la desenvoltura con que se desempeñan los
periodistas en el más usual de los reportajes: el reportaje sin reporteado; trataremos de
aprender la lección» (150n).
26
Para la asimetría de la voz respecto de la escritura, véase a A. Cavarero. Además, el hecho
de que Irene esté leyendo en voz alta su autobiografía me recuerda estas palabras de J.
Podlubne a propósito de la importancia de la oralidad en la obra de la Ocampo: «En la
lectura colectiva, el texto funciona casi como un guión al que ni la voz ni la memoria del que
relata terminan de subordinarse completamente. Se interpreta lo que se lee, traduciéndolo a
la experiencia propia y actuándolo en relación con el espectador. Si algo manifiesta el
recuerdo de S. Ocampo, si algo justifica la actualidad de su retorno, es precisamente la
perdurable gravitación que poseen para la imaginación infantil las voces que cuentan en el
relato» (2002: 33).
27
Ulla afirma que: «Las segundas versiones —como en el uso de la repetición, figura a la que
Silvina dio preferencia— organizan en el estereoscopio la mirada del duplicado, dando relieve
y perspectiva al proceso de reformulación. El entrecruzamiento ocular provoca la fascinación
[...], y actúa casi como un quiasmo, figura retórica en la que la imagen doble e invertida logra
los fastuosos relieves de la plástica, donde Silvina, pintora y dibujante, trata de recuperar
aquellas artes en la intermitencia del mismo motivo: la escritura del estereoscopio. Este
instrumento que tanto placer producía en la infancia, puesta en escena de imágenes

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en las duplicaciones y semejanzas de motivos y acciones, y también


por sugerir, en bloques textuales como el de la genealogía y el de las
«apariciones», una dialéctica entre el tres y el cuatro, a sabiendas de
que, en la cábala y la alquimia,28 la Unidad está representada por un
cuadrado con un triángulo dentro.29
Sin embargo, en la dialéctica drmatizada entre la palabra escrita y
la oral,30 esa ambición sufre un cortocircuito, porque la oscilación
entre la voz y la escritura reclama la singularidad de la voz y la impo-
sibilidad de volverla equivalente a la escritura. Nunca sabremos si lo
trascripto por la biógrafa –aunque todo sea un juego interno de la
ficción– ha sido «textual» o no, si responde a la verdad o no, algo que
ya el mismo texto sugiere, pues el testimonio de la propia Irene pierde
significación al proponer la simetría homologadora de los sueños, en
la que el sentido de una frase es traicionado o borrado por la siguiente.31
Borges ha dicho: «la obra que perdura es siempre capaz de una
infinita y plástica ambigüedad» (1989b: 76); lo cierto es que en los
relatos de Silvina Ocampo está presente —y valga el oxímoron—
una ausencia, la de un significado acabado y definitivo. En la voz de
Irene, que nosotros y su biógrafa hacemos finta de oír, se esconde la

superpuestas para la seducción de la mirada infantil, vuelve a través de la reformulación


genérica» (2000b: 223-224).
28
En la alquimia, un triángulo y un cuadrado encerrados en un círculo constituyen el
símbolo de la opus alchymicum o piedra filosofal, porque rompe la unidad originaria en cuatro
y los recombina en una unidad superior (Jung, 1950: 147). Que Silvina haya leído el texto
jungiano es posible pero no seguro. Es sabido, en cambio, que Borges lo hizo.
29
Esta unidad esconde, sin embargo, una tensión que nace de conjugar en su interior una
heterogeneidad perturbante cuyo ejemplo es la lucha entre la trinidad y el cuarto elemento,
Satán. No es casual, por lo tanto, que E. Pezzoni haya hablado de la obra de Silvina como de
una «mutua corrosión de opuestos» (17).
30
Una dialéctica que parece retomar, con algunas variaciones, una costumbre de la misma
Ocampo, pues según ésta declaró a Mempo Giardinelli: «[…] siempre hago una primera
versión a mano y después dicto. El dictado me ha funcionado muy bien, me gusta dictar,
porque repito lo que he escrito y lo vuelvo a oír» (1993).
31
Muchos relatos de Ocampo tematizan el binomio escritura y traición (véanse, por ejemplo,
«La continuación» y «La pluma mágica») y juegan con la inversión simétrica (escribir es
borrar lo escrito; ser fiel es traicionar; decir la verdad es mentir), por el gusto de establecer
en el texto la dinámica de los sueños y del inconsciente. Véase respecto de esta dinámica a
G. Pulli, L’enigma della simmetria. Freud Ovidio Matte Blanco.

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Semiosis

idiosincracia del personaje y, al mismo tiempo, su secreto. Un enigma


que, hasta el final de la lectura, sigue abriendo el cuento, a una década
de la muerte de la escritora y a cien años de su nacimiento, como un
abanico de preguntas.

Bibliografía
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84

SINTITUL-5 84 27/05/2009, 12:16


Semiosis

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85

SINTITUL-5 85 27/05/2009, 12:16


SINTITUL-5 86 27/05/2009, 12:16
Elementos fantásticos en la
narrativa de Ernesto Sábato

Pablo Sánchez López


Universidad de las Américas

La narrativa fantástica rioplatense ha sido profusamente estudiada,


pero ha llamado poco la atención de la crítica el esfuerzo de un escritor
como Ernesto Sábato1 por superar los modelos literarios realistas
introduciendo elementos que podemos considerar fantásticos o, como
mínimo, problemáticos en su relación con nuestra realidad.2 Es cierto
que Sábato, en algunos de sus textos ensayísticos, ha criticado la
trivialidad que él percibe en el relato fantástico3 y ha mostrado una
particular insistencia en relativizar el mérito de los más famosos
cuentos borgeanos,4 pero no cabe duda de que hay que concederle un

1
El novelista argentino renunció a la tilde de su apellido hace ya bastantes años y publica
actualmente sus obras como Ernesto Sabato. La decisión es sin duda respetable pero contribu-
ye a crear cierta confusión onomástica entre la crítica, sobre todo si tenemos en cuenta la
presencia del personaje Sabato en Abaddón el exterminador. Creo que lo más clarificador puede
ser, al menos en este artículo, mantener la tilde para el nombre del autor empírico, lo que
evitaría la proliferación de notas y paréntesis a la hora de estudiar Abaddón.
2
Los límites de esta investigación impiden una definición extensa y rigurosa del marco teórico
sobre el género fantástico. Con todo, quizá valga la pena señalar brevemente que la base
teórica parte del esquema todoroviano, aunque desde una perspectiva flexible que reconozca
la condición aún problemática del género y la complementariedad de otras aportaciones
teóricas.
3
En El escritor y sus fantasmas, Sábato critica la superficial intriga del género fantástico, al que
«se opone el apasionado interés que suscita la complicación problemática del ser humano, ese
ser que se debate en medio de una tremenda crisis», por lo que «el trivial misterio de la novela
policial o del relato fantástico es reemplazado aquí por el misterio esencial de la existencia, por
la dualidad del espíritu y por la opacidad que inevitablemente tienen los seres vivientes»
(1996: 274).
4
Véase «Los dos Borges» en El escritor y sus fantasmas.

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lugar entre los novelistas latinoamericanos más preocupados por


presentar una realidad novelesca insólita, compleja y no siempre
explicable por criterios lógicos o científicos.
Bastaría un rápido repaso a su trayectoria para confirmar, además,
que las facetas misteriosas y contradictorias de lo real van ganando
peso a medida que el escritor se vuelve más consciente de la unidad
de su proyecto literario. La trayectoria narrativa de Sábato empieza
con una novela, El túnel, de corte existencialista y básicamente realista
en los aspectos cronotópicos, aunque con un claro énfasis en la
arbitrariedad psicológica de los protagonistas. Sin embargo, Sobre héroes
y tumbas, su siguiente novela, ya incluye un relato en segundo grado,
el famoso «Informe sobre ciegos», en el que encontramos una muestra
de desarticulación de la objetividad realista en el discurso alucinatorio
de Fernando Vidal Olmos, que evoca en muchos sentidos el surrea-
lismo que Sábato conoció en los años treinta, durante su estancia en
París. El «Informe sobre ciegos» aspira a ser una investigación sobre
la singularidad paradójica e irracional de la conciencia humana5 y
presenta más de una transgresión de las leyes naturales, aunque estas
transgresiones tienen, en principio, su justificación racional en la
paranoia del protagonista, anunciada en la «Noticia preliminar» que
abre la novela y confirmada, por ejemplo, en el relato de otro de los
protagonistas de la obra, Bruno Bassán.
No obstante, Sábato encuentra en la locura de su personaje
múltiples posibilidades simbólicas y metafísicas que decide seguir
explorando en su tercera novela, aun a riesgo de caer en la reiteración
y en la confusión. La principal novedad es la inclusión como personaje

5
Tal vez no está de más reproducir la lectura que el propio Sábato ha hecho de su texto: «Con
respecto al ‘Informe sobre ciegos’, infinitamente me han preguntado qué quise decir. No lo sé,
si le damos a este verbo su sentido estricto, porque surgió de mi inconsciencia de modo
irresistible y, como ya dije, a estos mensajes hay que obedecerlos ciegamente, ya que tiene la
verdad de un sueño, pues de un sueño se puede decir cualquier cosa menos que sea falso. Inútil
repetir, sin embargo, que es absurdo y primario darle a ese monólogo un sentido literal sobre
la vida de los hombres incapaces de ver, ya que nadie en su sano juicio puede suponer que
viven en las cloacas de Buenos Aires. El relato comienza en forma naturalista —con mención
de calles conocidas, de personajes públicos y notorios, con cafés y parques perfectamente
identificables— para ir derivando paulatinamente hacia lo sobrenatural» (1983: 230).

88

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de un novelista llamado Ernesto Sabato. De ese modo, Abaddón el


exterminador supone una intensificación hipertextual de técnicas y
temas de sus textos anteriores, con lo que la fantasía onírica y
patológica de Fernando Vidal se reitera y amplía, a lo que hay que
sumar que reaparecen personajes de sus dos novelas anteriores.
Desde esta perspectiva, podemos considerar que la trilogía narrativa
de Sábato acentúa progresivamente el desafío a las normas del
realismo y a la comprensión objetiva y racional de nuestro mundo
real. En ese descrédito del realismo tienen una importancia central
los elementos sobrenaturales y más exactamente, su aceptación y
normalización, como base de una poética y una cosmovisión que el
novelista argentino defiende tenaz y explícitamente (también en
ensayos como El escritor y sus fantasmas). En especial nos interesa, por
tanto, examinar el significativo paso que da Sábato desde la alucina-
ción del «Informe sobre ciegos» hasta la aceptación de lo sobrenatural
que detectamos en Abaddón el exterminador (novela con la que además
el escritor culmina premeditadamente su carrera novelística para optar
en adelante por el silencio creativo y la inhibición).
Hay dos factores decisivos que contribuyen a explicar esa pro-
gresión hacia lo sobrenatural, al margen de algunos otros ya consi-
derados por la crítica, como la influencia de Jung o la del pensamiento
gnóstico. Por un lado, hay que recordar la perseverante crítica del
racionalismo que Sábato, físico que renunció prematuramente a su
carrera científica y que llegó a enunciar una teoría sobre termodiná-
mica,6 desarrolla desde sus primeros ensayos, especialmente en

6
El propio Sábato ha repetido mecánicamente la historia de su ruptura con el mundo
científico, que le costó incomprensiones y desprecios. El profesor Guido Beck trató de
convencerle de que terminara la investigación que estaba desarrollando y ése ha sido el
legado de Sábato a la ciencia. Apuntaremos brevemente la importancia que el novelista
atribuye a este legado. El planteamiento teórico («en el que creía seriamente», dice) consistía
en demostrar que la fundamentación de la termodinámica era equivocada, que «es imposible
enunciar el Segundo Principio después del Primero, pues, en rigor, el Segundo Principio es
el primordial». El Primer Principio al que se refiere Sábato es el Principio de Conservación
de la Energía; el Segundo «nos dice que la Energía total del universo es cada vez más incapaz
de producir transformaciones»; es decir, «nos dice, en otras palabras, que el Universo marcha
hacia su muerte térmica [...] Estaremos, finalmente, en un vasto y formidable Cementerio
Cósmico». No es gratuito pensar en las implicaciones artísticas de esta investigación; el

89

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Hombres y engranajes (1951), donde, auxiliado por pensadores cristianos


como Marcel, Berdiaeff, Chestov y Mounier, plantea su resistencia a
las lecturas nihilistas del existencialismo y reivindica su visión de la
existencia humana como misterio que incita a la fe. En el ámbito
sociopolítico, Sábato achaca a la ciencia y a la tecnología la
deshumanización de la sociedad moderna y reclama un retorno a la
espiritualidad que compense la intemperie moral del hombre
contemporáneo.7 Esa crítica a las insuficiencias de la ciencia y a la
civilización materialista se hace más severa en los años sesenta, puesto
que el novelista argentino empieza a interesarse por el ocultismo y la
parapsicología en una búsqueda muy aventurada de soluciones
irracionalistas que tendrá, como veremos, importantes consecuencias
en los elementos fantásticos de Abaddón el exterminador.
El segundo factor al que hacíamos referencia se deriva en realidad
de este horizonte intelectual pero se concreta en la poética del
novelista. En Abaddón el exterminador encontramos una significativa
presencia de reflexiones metaliterarias (que a veces son citas textuales
de sus propios ensayos) y un permanente intento de autolegitimación
novelística a través, especialmente, del personaje de Ernesto Sabato.
Por medio de esa voz pseudoautobiográfica, el autor empírico hace
una toma de posición en el campo literario y una apología de su poética,
basada en un concepto romántico y simbolista del poder visionario
del escritor y en la convicción de que la novela tiene una mayor
capacidad epistemológica con respecto al conocimiento racional,
porque recupera el pensamiento mítico:

Suponer que la esencia de la realidad únicamente puede ser alcanzada por el


pensamiento puro de los filósofos es, por otra parte, arrogancia de esa cultura
racionalista que ha dominado a Occidente durante dos milenios. ¿Por qué han de

propio Sábato las destaca: «es fácil ver lo que esta teoría tiene de fascinante para las mentes
literarias», al tiempo que recuerda la fascinación que Poe sintió por la termodinámica
(visible en Eureka). La etapa científica de Sábato ofrece esta última curiosidad que, hasta
cierto punto, denota cómo la fuerza «nocturna» de la inquietud metafísica está ya en tensión
con el positivismo. Las palabras de Sábato vienen recogidas en Neyra (43 y 105-107).
7
Para una ampliación de estas cuestiones, remito a mi trabajo «Hombres y engranajes: la crítica
del racionalismo en Ernesto Sabato».

90

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ser ellos y no esos individuos duales como Leonardo? Si hasta los más grandes de
esos pensadores tuvieron que recurrir al mito cuando trataron de alcanzar el
Absoluto; Platón, al describir el movimiento dialéctico que lleva hasta las Ideas;
Hegel, en el momento en que quiere hacer intuible el drama de la conciencia
desdichada. Para no mencionar a los filósofos existencialistas, que se vieron forzados
a completar sus tratados con dramas y novelas (1996: 412).8

Como veremos, estos dos puntos son de especial importancia para lo


que aquí nos atañe, que es la delimitación de lo fantástico en la obra
sabatiana y especialmente en Abaddón el exterminador. Recordemos
que en esta novela el personaje Sabato repite en líneas generales la
historia de Fernando Vidal —en lo que Genette (375 y ss.) llamaría
un tipo de transdiegetización (la transposición heterodiegética)—,
pero con una sustancial diferencia: Sabato no es víctima de una enaje-
nación de tipo clínico, sino de su propia y voraz obsesión creadora. A
través del discurso de este personaje, el autor busca claramente orientar
al lector sobre la naturaleza extrarracional de la realidad y por tanto
trata de deshacer cualquier posible ambigüedad sobre los datos sobre-
naturales. En otras palabras: en una compleja pirueta metaliteraria e
hipertextual, Sábato intenta convencer a su lector de que Fernando
Vidal no era simplemente un paranoico, y que, por tanto, hay que
aceptar la presencia de fuerzas irracionales y misterios a los que sólo
el novelista o algunos individuos especialmente lúcidos tienen acceso.
Con ello lo fantástico se vuelve «normal», aunque presente una versión
demoníaca o terrible, y el propio protagonista lo termina aceptando
sin vacilaciones.
Vamos a tratar de concretar más en esa compleja relación textual
que se establece entre el «Informe sobre ciegos» y Abaddón el
exterminador, y especialmente entre los personajes de Fernando Vidal
y Ernesto Sabato, héroes fantásticos empeñados en conocer los
estratos irracionales de la realidad. En el «Informe sobre ciegos»,9 los

8
«El desconocido da Vinci», en Apologías y rechazos (Obra completa).
9
Tampoco podemos detenernos en la valoración, siquiera resumida, de la polisemia de este
texto. La bibliografía sobre el «Informe...» es extensa y los enfoques han sido muy variados.
Algunos trabajos destacables son los de Gálvez, Holzapfel, Petrea, Souza, Stephens y Vázquez-
Bigi, y Wainerman, citados en la bibliografía.

91

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elementos anormales o problemáticos aparecen después de que


Fernando Vidal entra en la casa de Belgrano (capítulo XX), que es «un
pasaje HACIA OTRA PARTE» (336, mayúsculas del autor) y actúa de límite
separando dos espacios muy diferentes: el mundo cotidiano, físico,
realista, la superficie de Buenos Aires, y el mundo onírico y fantástico
de los túneles y pasadizos, por los que Fernando avanza hacia el cuartel
de la Secta de los Ciegos, responsables del Mal en el mundo, en un
viaje previo a la fusión orgánica con la Ciega, encarnación de las
fuerzas instintivas y primarias del hombre. En sus sucesivos y caóticos
movimientos, determinados por huidas y desmayos, Fernando Vidal
se encuentra con improbables parajes subterráneos pero también con
animales imposibles, como los pterodáctilos, y siente presencias como
la del Anciano gigantesco con un solo ojo. Más adelante llega al
páramo en el que encuentra un Ojo Fosforescente que le llama y ve
una serie de enormes torres en forma poligonal que rodean la estatua
de la Gran Deidad. La estatua tiene cuerpo de mujer, porque lo
femenino —en el esquema arquetípico de Sábato— es el principio
vital: tierra, madre, instinto. La entrada en el Ojo, donde Fernando se
transforma en pez, supone el ascenso final hacia el destino, lo que le
lleva a perder una vez más el conocimiento.10
El nuevo despertar será otra vez en el cuarto de la Ciega (cap.
XXXVII). Fernando siente la llamada lúbrica de la Ciega y se deja llevar
por la pasión, para concluir su aventura con la entrega total al instinto.
Esa entrega le permite superar los límites del tiempo y alcanzar otro
tipo de percepción de la realidad: «luego perdí el sentido de lo
cotidiano, el recuerdo de mi vida real y la conciencia que establece
las grandes y decisivas divisiones en que el hombre debe vivir: el
cielo y el infierno, el bien y el mal, la carne y el espíritu. Y también el

10
Según Holzapfel, «la metamorfosis de Fernando representa un desandar del tiempo por el
hombre moderno, angustiado y anhelante del infinito para encontrarse con su destino y
descubrir en un pasado misterioso y lejano un crimen que lo ha alienado permanentemente
de Dios» (115).

92

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tiempo y la eternidad; porque lo ignoro, y nunca lo sabré, cuánto duró


aquel ayuntamiento, pues en aquel antro no había ni día ni noche,
todo fue una sola pero infinita jornada» (1990: 401, 402). Para la mayoría
de la crítica, la Ciega es su hija Alejandra, y la pasión destructiva es el
incesto. Sólo Holzapfel (155) cree que la Ciega representa el arquetipo
de la madre, de acuerdo con una interpretación psicoanalítica.
En el «Informe sobre ciegos» ya está presente la visión extrarracio-
nalista del mundo como resultado de la inmersión en la subjetividad
más incontrolable, pero el propio Fernando Vidal vacila en ocasiones
sobre sus experiencias, sobre la verdadera realidad en la que se
encuentra en cada momento. Cuando despierta en el departamento
de Villa Devoto, duda acerca de su entrada en el Ojo Fosforescente,
e incluso duda de que toda su experiencia no sea más que una pesadilla.
El personaje, en tanto que narrador, no está seguro de si sus visiones
son producto de algún sueño o de algún poder mágico, lo que le
conduce, en el tiempo de la escritura, a dudar de todo su pasado,
contagiando la vacilación al lector, que únicamente posee esta fuente
de información:

[…] a partir de ese instante ya no sé discernir entre lo que sucedió y lo que soñé o
me hicieron soñar, hasta el punto que de nada estoy seguro; ni siquiera de lo que
creo que pasó en los años y hasta en los días precedentes. Y hasta dudaría hoy del
episodio de Iglesias si no me constase que perdió la vista en un accidente al que yo
asistí (1990: 390).

Por un lado, el «Informe...» se aproxima a lo maravilloso, al presentar


una imagen lúcida y nueva del mundo, que conecta no sólo con el
surrealismo sino también con algunos autores predilectos de Sábato,
como Blake o Lautréamont. Pero igualmente se aproxima a lo extraño,
porque hay una coartada de acuerdo con las leyes de nuestro mundo
empírico. Con esto llegamos al núcleo de la primera tentativa de poética
fantástica en Sábato: la ambigüedad se produce porque la locura es
una forma superior de conocimiento, de penetración en las condiciones
últimas de la realidad, en el fondo instintivo y transhistórico del ser
humano, donde se encuentra su potencial destructivo. Lo fantástico
es una parte de la realidad: la parte más importante, porque en ella

93

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está el origen irracional del hombre y de su libertad incluso para ejercer


el Mal, que es lo que más preocupa a Fernando Vidal.
¿Cómo se completa en Abaddón... esa exploración por los límites
de la realidad? A través de la mitificación del escritor como visionario
que es víctima de inexplicables potencias tenebrosas (la Secta de los
Ciegos, de nuevo) y que finalmente es castigado por revelar, por medio
de la palabra literaria, los secretos irracionales y demoníacos de la
existencia. Para destacar inequívocamente esa capacidad visionaria
del escritor, Sábato refuerza su discurso con variadas reflexiones en
torno a las limitaciones del conocimiento racional. Así, encontramos
una gama de posibilidades cognoscitivas encarnadas en diversos
personajes, aunque nunca dejan de ser aproximaciones fragmentarias
al sentido irracional de la existencia, porque la imagen integral sólo es
accesible al escritor. Algunas de esas voces son incuestionablemente
ridículas, como el doctor Aronoff, espiritista que representa la
superchería más evidente; otros, como Jorge Ledesma, son metafísicos
enigmáticos también tentados por el irracionalismo, y otros como el
doctor Gandulfo y el ocultista Molinelli, son voceros algo grotescos
de lo sobrenatural, que, sin embargo, inquietan al supersticioso
protagonista de la novela, Sabato. Y aún podríamos sumar al extraño
ingeniero que defiende la idea de que nuestra existencia terrenal ya es
el infierno al que estamos condenados por toda la eternidad (83), así
como al profético Natalicio Barragán, que ya apareció en Sobre héroes
y tumbas. Frente a este conjunto de voces que defienden, con más o
menos argumentos, la primacía del ocultismo y la aceptación de lo
sobrenatural, se opone tímidamente el Dr. Arrambide, ridiculizado
por el narrador como un «Descartes de bolsillo» y ejemplo de
racionalista dogmático e inflexible, al que podríamos asociar con otro
racionalista de la obra, el obtuso marxista Araujo.
La constante polémica dialogística con el racionalismo contribuye
a dotar de significado a los seres enigmáticos y presuntamente
diabólicos que aparecen en la novela y que intentan obstaculizar el
arduo proceso creativo del escritor Sabato. Schneider y Schnitzler
parecen ser agentes de la Secta (aunque ningún dato lo confirme),
pero no son los principales agentes del Mal: destacan especialmente
R. y Soledad, que representan las fuerzas, inexplicables racionalmente,

94

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que determinaron la trayectoria de Sabato como escritor y su abandono


de la actividad científica. En 1927, bajo la cripta de la iglesia de
Belgrano, Sabato, de la mano de Soledad, se encuentra con R.,
encarnación demoniaca de la faceta oscura e irracional de su perso-
nalidad. En 1973, Sabato repite ese descenso a los infiernos, equi-
parándose con Fernando Vidal una vez más. Pero en la existencia del
personaje también hay otros acontecimientos enigmáticos. Por
ejemplo, cuando se encuentra por azar (25) en la calle Alejandro Danel
de Buenos Aires justo tras haber corregido la parte de Sobre héroes y
tumbas en que Danel descarna el cadáver de Lavalle. Del mismo modo,
las publicaciones de sus anteriores novelas estuvieron acompañadas
de signos inquietantes que se repiten a finales de 1972, cuando Sabato
planea su tercera novela. Después de la publicación de la segunda
novela, Sabato sufre «años de tortura»:

Qué fuerzas obraron sobre mí, no se lo puedo explicar con exactitud; pero sin
duda provenientes de ese territorio que gobiernan los Ciegos, y que durante estos
diez años convirtieron mi existencia en un infierno, al que tuve que entregarme
atado de pies y manos, cada día, al despertar, como en una pesadilla al revés,
sentida y aguantada con la lucidez del que está plenamente despierto y con la
desesperación del que sabe que nada puede hacer para evitarlo (1992: 19).

Tales sucesos (y otros muchos, como los indicios apocalípticos que


Sabato, gracias a Molinelli, descubre en los experimentos parisinos
sobre la fisión atómica) cobran sentido sobrenatural en la relación
con esa desconfianza permanente, de sentido religioso, hacia las
formas del racionalismo. Por ello, el interés de Sábato-autor empírico
por el ocultismo en los años anteriores a la publicación de Abaddón el
exterminador tiene también su importancia en ese plan general de
desafío a la ciencia. En el capítulo «Seguía su mala suerte, era
evidente» reproduce casi en los mismos términos su extraño (por
calificarlo generosamente) artículo «Una teoría sobre la predicción
del porvenir»,11 donde a partir de curiosidades como el accidente, en

11
Publicado originalmente en el volumen de diversos autores Las ciencias ocultas. Buenos
Aires: Merlín, 1967, y reproducido en Obras: ensayos (1970).

95

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los años del surrealismo, del pintor Víctor Brauner (accidente que tanto
interesó también a Juan Larrea),12 Sábato elabora una teoría sobre la
separación entre cuerpo y alma y las posibilidades de la precognición.
Sábato confiesa en el inicio del artículo que es una cuestión que
desde unos años antes le preocupa de forma creciente, aunque se
remonta a experiencias personales incluso de la infancia. El autor
empieza planteando la existencia de «fenómenos auténticamente
prescientes» y escoge el accidente de Brauner, cuando Óscar Domín-
guez le arrancó un ojo al arrojar un vaso a otra persona que se apartó
en el momento preciso. La curiosidad de la anécdota estriba en que
Brauner estaba obsesionado por la ceguera e incluso había pintado
un autorretrato en el que aparecía con un ojo pinchado. La historia se
ha convertido en una obsesión para Sábato: aparece mencionada en
el «Informe sobre ciegos» y en Abaddón..., y se ha convertido, para él,
en una prueba parapsicológica. Atribuir esos hechos «a un conjunto
de coincidencias es sólo deseo de negar la auténtica explicación: el
instinto premonitorio del artista, la visión profética que suele darse
en instantes excepcionales» (893). Su apoyo a esta teoría son otros
casos de premonición, «claramente documentados»: uno se refiere al
hundimiento del Titanic, otro es una predicción realizada en 1874,
otro es el asesinato de un primer ministro británico, a principios del
siglo XIX, que había sido soñado nueve días antes por un tal John
Williams. De estos casos, Sábato extrae una teoría parapsicológica
sobre la precognición, basada en la hipótesis de que en los sueños el
alma podría separarse de la «prisión corporal» y desprenderse de las
categorías de la materia que rigen el cuerpo: «y al colocarse en esa
especie de cielo intemporal, donde no hay ni antes ni después, puede
contemplar en un puro presente los hechos que más tarde acontecerán

12
Para Larrea, el accidente de Brauner «rinde tributo al afán superador del surrealismo,
simbolizando el logro de la Videncia por resolución de la vetusta antinomia Dios y hombre»
y «descorre los velos en torno a la formación y significado de los mitos y su naturalidad
histórica, proporcionando una clave para revolucionar el estado de conciencia del gran
período anterior aboliendo sus barreras represivas» (73, 74).

96

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a su cuerpo abandonado, como estatuas de la Felicidad, o lo que es


más frecuente, del infortunio» (902, 903).
La inclusión de esta hipótesis en la ficción de Abaddón... sirve
para apoyar la aceptación de lo sobrenatural y reforzar las tesis en el
fondo religiosas de Sábato sobre el origen del Mal. Sin embargo, la
importancia del tema ocultista no se limita únicamente a esta arriesgada
teoría. Por ejemplo, el fenómeno del nazismo también es interpretado
en Abaddón... desde una perspectiva sobrenatural. Por encima de la
ideología y de la política, el nazismo representa el poder demoníaco
en la Tierra. Sabato explica (68) que la presencia inquietante de
Schneider le llevó a estudiar la importancia de las logias y sectas
secretas en la Alemania nazi, y muy especialmente a personajes como
el general Haushofer o Rudolf Hess. Su conclusión es que Hitler era
el médium del general Haushofer, que a su vez era un verdadero
instrumento del Demonio. Schneider, como Mengele o Eichmann,
podría ser así un seguidor de alguna de las sectas nazis dispersas tras
el final de la Segunda Guerra Mundial.13 Gracias a Salvador Bacarisse
(202), conocemos la fuente de estos comentarios de Sabato: se trata
Le matin des magiciens, obra de Louis Pauwels y Jacques Bergier,14 en la
que se encuentra esta curiosa interpretación de la figura de Hitler.
Una lectura atenta de la obra de Pauwels y Bergier confirma que
se trata de un trabajo valioso para la interpretación de Abaddón el
exterminador, especialmente si lo enlazamos con la problemática sobre
la ciencia, la razón y los límites de la realidad.15 El retorno de los brujos
es un curioso examen (lleno de citas de literatura fantástica, incluso
de Borges) de los aspectos fantásticos de la realidad: alquimia,

13
La presencia de Eichmann en Argentina provocó en 1961 un artículo de Sábato («Soberanía
para carniceros») en el que defendía el deseo de justicia del pueblo judío, aunque supusiera
la violación de la soberanía argentina: «[…] aquí está en juego otra soberanía, y es la del ser
humano, el supremo derecho a la justicia cuando hay de por medio la masacre y la tortura de
un pueblo» (1996: 649).
14
París: Gallimard, 1960. La traducción española, El retorno de los brujos, aparece en 1962.
Barcelona: Plaza y Janés. Citamos por la décima edición de 1980.
15
Otra casualidad significativa: dos fragmentos de Le matin des magiciens son citados en
Rayuela, y su lectura es atribuida a Morelli (capítulo 86).

97

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hechicería, mitología, sociedades secretas de sabios, mutaciones de


la especie humana, incluso civilizaciones extraterrestres. Pauwels y
Bergier defendían, con su «realismo fantástico», la conveniencia de
abrir las puertas del conocimiento superando la visión positivista y
cartesiana propia del siglo XIX:

En la Naturaleza se produce la transmutación de los elementos: el radio se convierte


en helio y plomo. El Templo de la Certidumbre se hunde. ¡El mundo ya no sigue
el juego de la razón! ¿Será todo posible? De un solo golpe, los que saben, o creían
saber, dejan de separar lo físico de lo metafísico, lo comprobado y lo soñado. Los
pilares del Templo se esfuman, los sacerdotes de Descartes se vuelven locos. Si el
principio de la conservación de la energía es falso, ¿qué impide que el médium
fabrique un ectoplasma partiendo de la nada? Si las ondas magnéticas atraviesan la
Tierra, ¿por qué no puede viajar un pensamiento? Si todos los cuerpos emiten
fuerzas invisibles, ¿por qué no pueden emitir un cuerpo astral? Si existe una cuarta
dimensión, ¿será ésta el dominio de los espíritus? (48, 49)

Podemos considerar que existe una sintonía entre las propuestas fanta-
siosas de Pauwels y Bergier y la evolución de Sábato, especialmente
en sus aproximaciones al ocultismo. No hay pruebas de que Sábato
suscriba todas las especulaciones (a menudo insensatas) de los autores
de El retorno de los brujos, pero sí es indiscutible que incorpora esa
imagen del mundo a la confluencia de discursos que tenemos en
Abaddón el exterminador. No de otro modo se puede explicar que Sábato
copie a Pauwels y Bergier16 en la cuestión del nazismo. Estos autores
habían insistido en que el nazismo sólo era explicable de acuerdo con
factores misteriosos, porque supuso el enfrentamiento entre la
civilización humanista europea y otra civilización luciferina y mágica,
en la que Hitler creía (Pauwels y Bergier: 406 y ss.). El poema, que
Sábato reproduce en Abaddón (70), del hijo de Haushofer también

16
Compárese Abaddón (71) con este fragmento de Pauwels y Bergier: «El ocultismo enseña
que, después de haber atraído las fuerzas ocultas por medio de un pacto, los miembros del
grupo no pueden evocar estas fuerzas más que por mediación de un mago, el cual no puede
actuar sin un médium. Todo ocurre como si Hitler hubiese sido el médium y Haushoffer el
mago» (428).

98

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había aparecido en El retorno de los brujos (437), aunque la interpretación


de ese poema que realiza Sábato parece original.
No hace falta insistir en que el énfasis ocultista encubre la
hostilidad de Sábato hacia cualquier explicación sociopolítica —espe-
cialmente las más imbuidas de marxismo— de los grandes procesos
históricos. El espiritualismo religioso que caracteriza la cosmovisión
de Sábato tiene, además, una clara complicidad con su poética irracio-
nalista, opuesta muy especialmente a la de algunos escritores de
izquierdas de la nueva narrativa latinoamericana (como demuestran
las burlas del personaje Quique hacia Cortázar). Con ello los aconteci-
mientos fantásticos que afectan a la historia del personaje Sabato se
resuelven en una síntesis sobre el sentido último de la existencia y el
sentido último de la actividad literaria. Y la mejor prueba de esa
síntesis es el más importante acontecimiento fantástico de la obra: la
metamorfosis final del escritor.
El resultado de la aventura subterránea de Sabato es el simbólico
castigo por haber penetrado en los secretos del universo de las
tinieblas, es decir, por haberse adentrado en la parcela irracional de la
conciencia humana. Ese castigo es la transformación en murciélago,
transformación que nadie más percibe y que confirma el destino
trágico, de soledad y locura, del escritor. El modo como había descrito
el narrador los murciélagos en el capítulo «El ascenso» aporta una
clave interpretativa: los murciélagos son «mensajeros de las deidades
tenebrosas». Sabato se convierte, así, en un mensajero más de estas
deidades.
Como Fernando Vidal en la última fase de su viaje a los infiernos,
Sabato experimenta la identificación con las fuerzas irracionales: «Su vista
había comenzado a debilitarse y entonces tuvo la repentina convicción
de que ese debilitamiento no era un fenómeno pasajero ni producto
de su emoción, sino que avanzaría paulatinamente hasta llegar a la
ceguera total. Así fue: en pocos segundos más, aunque esos segundos
le parecieron siglos de catástrofes y pesadillas, sus ojos llegaron a la
absoluta negrura» (1992: 436). La transformación monstruosa de
Sabato culmina en un grito de socorro, pero nadie percibe la alteración
fisiológica, y Sabato asume que ha de continuar en el cuerpo de la
rata alada, soportando el horror de convertirse en el objeto de su

99

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máximo temor: «Y decidió tratar de vivir de cualquier manera,


guardando su secreto, aun en condiciones tan horrendas» (436).
La transformación de Sabato ha provocado variadas lecturas de la
crítica que se ha enfrentado a esta compleja parte de los contenidos
de la novela. Petrea (177) opina que la metamorfosis confirma la
creencia de que el hombre puede significar la unidad de lo racional y la
irracionalidad. Sin embargo, esta opinión se contrapone a la evidencia de
que la unidad de Sabato no es satisfactoria, puesto que aumenta su
incomunicación y disgrega su personalidad. Roberts (66), más acertada
en este punto, apunta que la metamorfosis representa el sacrificio del
yo en el proceso creador y es el castigo que padece el autor que
desciende a las profundidades de la noche en busca de lo absoluto.
Creo que es posible perfeccionar esta conclusión si nos atenemos
a la evolución intelectual y literaria de Sábato y a la radicalización,
por la vía del ocultismo, de su crítica del racionalismo. La historia de
Sabato ejemplifica el riesgo psicológico que implica el proceso de la
creación y la imposibilidad del novelista para liberarse de su propia
exigencia de conocimiento sobre los problemas metafísicos. El artista
es víctima de su destino y es forzado al tormento que supone tantear
en la oscuridad de lo irracional, donde las leyes de la razón y la lógica
no son suficientes. La soledad monstruosa de Sabato sería su destino,
que no puede evitar, «porque el deseo de vivir es así: incondicional e
insaciable» (1992: 436). El desdoblamiento final reflejaría la dramática
escisión entre el cuerpo y el alma y conectaría con las hipótesis de su
teoría ocultista. El alma habría experimentado las visiones y pesadillas
generadoras de la creatividad artística y se habría movido por territorios
sobrenaturales para conocer las fuerzas trascendentales de la vida.
La hipótesis no se queda en el terreno de la ambigüedad, porque el
novelista ha fomentado la lectura sobrenatural a lo largo del texto por
medio de los discursos de los personajes y sus convicciones ocultistas.
De hecho, no se trata únicamente de aceptar lo sobrenatural, sino de
defender esa nueva manera de entender la realidad, incluso con sus
innegables consecuencias religiosas e ideológicas. Por ese motivo,
Abaddón el exterminador es un ejercicio de depuración de la propuesta
onírica del «Informe sobre ciegos», reduciendo su posible ambigüedad
y confirmando el tránsito hacia lo maravilloso (es decir, hacia un cierto

100

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tipo de fe) que, en el terreno intelectual, vendría marcado por el interés


de Sábato por el ocultismo. Pero la convicción de que los elementos
sobrenaturales conviven en armonía con nuestro mundo aparente no
basta para explicar la compleja tentativa de Sábato en esta novela.
Hace falta un sujeto especial para ese conocimiento extrarracionalista,
que no está al alcance de cualquiera. Y aquí entra la apología que
Sábato hace de su posición en el campo literario, sin la cual no quedaría
completa la particular coherencia de este escritor en su última obra.
La vocación metafísica del autor y su defensa de un modelo de
creación novelística son los móviles que determinan la presencia en
su última novela de acontecimientos anómalos o inexplicables
racionalmente, y orientan decisivamente al lector para que los asuma
y entienda como parte de un mundo, el nuestro, más complejo y
enigmático de lo que la ciencia ha podido plantear hasta la fecha.

Bibliografía
Bacarisse, Salvador. «La cosmogonía gnóstica de Sábato: una interpretación de Abaddón el
exterminador», en A. M. Vázquez-Bigi (ed.), Épica dadora de eternidad. Sábato en la crítica
americana y europea. Buenos Aires: Sudamericana/Planeta, 1985, pp. 193-219.
Gálvez, Marina. «Informe sobre ciegos (destino sicológico y biológico)», en Anthropos 55-56
(1985): 89-104.
Genette, Gérard. Palimpsestos. La literatura en segundo grado. Trad. Celia Fernández Prieto.
Madrid: Taurus, 1989.
Holzapfel, Tamara. «El Informe sobre ciegos o el optimismo de la voluntad», en Helmy F.
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Nueva York: Las Américas, 1973, pp. 143-155.
Larrea, Juan. Del surrealismo a Machupicchu. México: Joaquín Mortiz, 1967.
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lona: Plaza y Janés, 1980.
Petrea, Mariana D. Ernesto Sábato: la Nada y la metafísica de la esperanza. Madrid: Porrúa
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Sábato, Ernesto. «Una teoría sobre la predicción del porvenir», en Obras: ensayos. Buenos Aires:
Losada, 1970, pp. 893-906.
_____. Páginas de Ernesto Sábato seleccionadas por el autor. Buenos Aires: Celtia, 1983.
_____. Sobre héroes y tumbas. 5a. ed. Barcelona: Seix Barral, 1990.
_____. Abaddón el exterminador. 4a. ed. Barcelona: Seix Barral, 1992.
_____. El escritor y sus fantasmas y Apologías y rechazos, en Obra completa. Ensayos. Buenos Aires:
Seix Barral, 1996.
Sánchez López, Pablo. «Hombres y engranajes: la crítica del racionalismo en Ernesto Sabato», en
Bulletin Hispanique (en prensa), 2003.

101

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Souza, Raymond D. «Fernando as a Hero in Sábato’s Sobre héroes y tumbas». Hispania 55 (1972):
241-246.
Stephens, Doris, y A.M. Vázquez-Bigi. «Lo arquetípico en la teoría y creación literaria sabatiana»,
en Helmy F. Giacoman (ed.), Homenaje a Ernesto Sábato. Variaciones interpretativas en torno a
su obra. Nueva York: Las Américas, 1973, pp. 327-357.
Wainerman, Luis. Sábato y el misterio de los ciegos. 2a. ed. Buenos Aires: Castañeda, 1978.

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Lo fantástico en la obra del autor mexicano
Homero Aridjis: análisis de la novela
La leyenda de los soles (1993)

Thomas Stauder
Universität Erlangen-Nürnberg

Introducción
Homero Aridjis, nacido en Contepec (Michoacán) en 1940, es uno de
los autores mexicanos contemporáneos más importantes;1 ha recibido
un gran número de premios literarios por su obra poética2 y nove-
lística.3 Ha sido profesor visitante en varias universidades de los
Estados Unidos y además embajador de México en los Países Bajos y
en Suiza. Es uno de los ambientalistas más destacados de su país
desde la fundación del Grupo de los Cien en 1985. En 1997, fue
elegido presidente del Pen Club Internacional.
En muchas de sus obras, la mitología mexicana de la época preco-
lonial desempeña un papel decisivo; con frecuencia, Aridjis combina
su preocupación ecológica, por la contaminación del planeta, con la

1
Ya antes de este congreso sobre literatura fantástica he tratado de explicar algunos aspectos
de la obra de Aridjis en mis ensayos «Adiós, mamá Carlota de Homero Aridjis: Una visión
apocalíptica de la historia mexicana» e «Hibridez cultural en la obra del autor mexicano
Homero Aridjis» (ver bibliografía al final).
2
Aridjis publicó los siguientes libros de poesía: Los ojos desdoblados (1960), Antes del reino
(1963), Los espacios azules (1969), Ajedrez-Navegaciones (1969), El poeta niño (1971), Quemar
las naves (1975), Vivir para ver (1977), Construir la muerte (1982), Imágenes para el fin del
milenio (1990), Nueva expulsión del paraíso (1990), El poeta en peligro de extinción (1992),
Arzobispo haciendo fuego (1993), Tiempo de ángeles (1994), Ojos de otro mirar (1998), El ojo de la
ballena (2001).
3
Las novelas más importantes de Aridjis son: 1492, Vida y tiempos de Juán Cabezón de Castilla
(1985), El último Adán (1986), Memorias del nuevo mundo (1988), La leyenda de los soles (1993),
El señor de los últimos días: Visiones del año mil (1994), ¿En quién piensas cuando haces el amor?
(1996), La montaña de las mariposas (2000), La zona del silencio (2002).

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predicción del fin del mundo según el calendario azteca. En su ensayo


histórico Apocalipsis con figuras, publicado en 1997, Aridjis escribió:

La tradición apocalíptica mexicana, recogida en los Anales de Cuauhtitlán y


representada en códices, dice que el Quinto Sol, la era del sol bajo el cual estamos
viviendo, va a acabar por terremotos. Este último sol lleva el signo Nahui Ollin.4
Movimiento, [...] que debe mantenerse vivo con la sangre y el corazón de los seres
sacrificados. [...] La ceremonia del Fuego Nuevo marcaba el fin de un ciclo de
tiempo de 52 años o atadura de años. [...] La última ceremonia histórica tuvo lugar
en 1507, probablemente la novena, antes de la llegada de los españoles. [...] Dice
Sahagún4 que [los aztecas] pensaban que si no se podía sacar el fuego «habría fin el
linaje humano, y que aquella noche y aquellas tinieblas serían perpétuas, y que el sol
no tornaría a nacer o salir; y que de arriba vendrían y descenderían los tzitzimime,
que eran unas figuras feísimas y horribles, y que comerían a los hombres y mujeres.»
Los tzitzimime eran monstruos que descendían del cielo, demonios femeninos de
las tinieblas, animales que despedazaban y desgarraban; los cuales, el día que se
apagara el sol o no brotara el Fuego Nuevo, iban a bajar de cabeza del crepúsculo
para devorar a los hombres. [...] En estos tiempos de arsenales y de ensayos
nucleares, y de ecocidios cotidianos, el fin de la era del Quinto Sol quizás no está
lejos. [...] La próxima ceremonia del Fuego Nuevo debería tener lugar el año 2027,
fecha en que coloqué la acción de mi novela La leyenda de los soles (257-269).

En mi contribución al congreso, esta novela publicada en 1993 servirá


de ejemplo para analizar el carácter y la función de lo fantástico en la
obra de Homero Aridjis.

I. ¿Antiutopía o ciencia-ficción?

Como es conocido, el género de la utopía empezó con Tomás Moro,


quien en 1516 publicó en Inglaterra De optimo rei publicae statu deque
nova insula Utopia. A partir de entonces, se llama «utopía» a todas las

4
Fray Bernardino de Sahagún, 1499-1590; estuvo en México como misionario español a
partir de 1529, donde estudió el náhuatl para una mejor comprensión de la cultura de los
indígenas. En su Historia General de las Cosas de la Nueva España, publicada en náhuatl en
1564/65 y en castellano en 1575, Sahagún dio un cuadro bastante completo de las costumbres
y creencias de los aztecas.

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obras que esbozan una sociedad ideal que no existe en la realidad


actual, y que sitúan esta sociedad inexistente o en un lugar o en un
tiempo lejano. En este último caso se habla también de «ucronía»;
uno de los primeros autores a situar su utopía en el futuro fue Louis-
Sebastien Mercier con L’an deux mille quatre cent quarante, publicado
en 1771. En el siglo XX, la terrible experiencia de ideologías y Estados
totalitarios favoreció la creación de importantes antiutopías, como
Brave New World de Aldous Huxley (1932) y Nineteen-Eighty-Four de
George Orwell (1949). En la antiutopía, los problemas y contradiciones
de las sociedades de hoy «no solamente no encuentran solución en el
futuro, sino que, al acentuarse, producen la catástrofe de toda la
humanidad» (Ferreras: 120). La antiutopía puede ser realizada también
en el género de la ciencia-ficción; entonces el futuro imaginado será
caracterizado por grandes innovaciones técnicas y científicas (Broich:
85), pero con resultados nefastos para la humanidad. Veamos ahora
cómo puede ser clasificada La leyenda de los soles, la novela de Homero
Aridjis situada en la ciudad de México del año 2027.
Para comprender cómo en este caso la ficción es un reflejo de las
preocupaciones reales del presente, es necesario que leamos antes de
la novela un párrafo de la conferencia «Hacia el fin del milenio»,
pronunciada por Aridjis el 26 de septiembre de 1995 como parte del
ciclo de conferencias del Centro Cultural del Banco Interamericano
de Desarrollo en Washington, D.C.:

Algunas ciudades latinoamericanas, como la ciudad de México, sobrepobladas,


contaminadas, devastados sus recursos naturales y sin agua, serán el escenario de
frecuentes emergencias ecológicas; otras, conformarán la geografía del crimen, la
prostitución, la droga y el secuestro (Aridjis, 1995: 4).

Todos estos problemas ya existentes hoy en día, pero probablemente


aún mayores en el futuro, se hallan también en La leyenda de los soles,
sobre todo la contaminación ambiental:

Regentes sucesivos [...] en nombre de un desarrollo económico dudoso habían


hecho destrozo y medio. [...] El automóvil era el dueño de las calles. [...] La ciudad
de los lagos, los ríos y las calles líquidas ya no tenía agua y se moría de sed. Las
avenidas desarboladas se perdían humosas en el horizonte cafesoso y en el ex

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Bosque de Chapultepec la vegetación muerta se tiraba cada día a la basura como las
prendas harapientas de un fantasma verde (Aridjis, 1993:16-17),5

Un olor nauseabundo flotaba en la ciudad, gatos, perros, gorriones y ratas


aparecieron muertos en las calles, en los sótanos, en los patios, en las azoteas y en
las trastiendas. Los únicos que corrieron con puntual fetidez fueron los ríos de
aguas negras y los basureros líquidos, reminiscencias viles de lo que un día fue la
Venecia americana (19),

En el Paseo de la Malinche no había ni un árbol, ni una planta, sólo pasto pintado


de verde, arbustos de plástico, fuentes secas. [...] Cayeron goterones cenicientos de
una lluvia seca. [...] Era una lluvia ácida y gris, una lluvia triste que irritaba los ojos
y el ánimo, ensuciaba el pelo y hacía toser (29, 30),

En las páginas interiores del diario halló información sobre cosas extrañas que
estaban sucediendo en la Tierra. Sobre guerras ecológicas entre países del Cuarto
Mundo, sobre hambrunas en el desierto más grande del planeta, el de la Amazonia;
sobre las exequias simbólicas del mar Mediterráneo, sobre ríos biológicamente
muertos, sobre emergencias ambientales en El Cairo, Atenas y Santiago, sobre
terremotos y erupciones volcánicas en Colombia, Perú, Estados Unidos, China,
Japón, Irán, Grecia, Turquía, Italia y Portugal (85).

Pero no sólo la naturaleza ha sido destrozada en este mundo del año


2027 sino también las costumbres de la sociedad. La violencia está
omnipresente en esta ciudad de México del futuro, imaginada por
Homero Aridjis, donde hasta las fuerzas del orden público contribuyen
a la inseguridad generalizada:

De la Central Camionera del Norte los autobuses partían repletos de usuarios,


muchos de ellos colgando de las puertas. [...] En las afueras las unidades eran
asaltadas por bandas de policías, policías vestidas de civil, ex policías, estudiantes
de la Academia de Policía, soldados sin uniforme, soldados ebrios con uniforme,
agentes judiciales federales, agentes judiciales estatales; quienes, armados con
metralletas, granadas, pistolas y cuchillos despojaban a sus compañeros de viaje de
sus pertenencias y dinero, desviaban el transporte hacia parajes solitarios y violaban
a las mujeres jóvenes delante de los otros pasajeros (44).

5
Primera de muchas citas de La leyenda de los soles; para economizar espacio, de aquí en
adelante daré siempre sólo el número de la página.

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La prostitución en gran escala de hasta las adolescentes ha llegado a


ser uno de los males más difundidos de la sociedad del año 2027:

La Zona Rosa se había vuelto roja y en los últimos años se había convertido en la
carnicería humana más grande del país. Competía con las ciudades fronterizas con
sus variados productos carnales procedentes de las tres Américas. Pues en el mundo
se había establecido un nuevo mercado de esclavos, el de las hembras para la
prostitución. Cientos de foquillos de diversos colores alumbraban la entrada de
los centros nocturnos, los cabaretes, las casas de citas, los bares, los cafés, las sex-
shops, los salones de baile y otros antros dedicados al comercio venéreo. —Apetitosas
jovencitas para viejos vergadinosos— anunciaba un hombre de patillas largas
junto a jóvenes caribeñas en exhibición, como en jaulas de vidrio (77).

La cultura del pasado reciente ha sido olvidada, ninguno lee las obras
de los grandes escritores del siglo anterior:

Entró en una biblioteca repleta de autores del siglo XX: Marcel Proust, Franz Kafka,
James Joyce, Jorge Luis Borges, Fernando Pessoa... Los volúmenes (en libreros,
en cartones y en desorden) cubrían el suelo, las paredes, subían hasta el techo. Pero,
desgraciadamente, se veían abandonados, que no habían sido abiertos en muchos
años (86).

Ninguno de los ciudadanos mexicanos del año 2027 recuerda u honra


la historia de su país;6 las alusiones a personajes históricos en la novela
tienen siempre un carácter irónico o burlón. Así por ejemplo en el
caso de la famosa Malinche —llamada Doña Marina por los conquis-
tadores españoles—, que jugó el papel de la traductora entre Hernán
Cortés y Moctezuma: «Una Malinche en forma de sirena con las tetas
mutiladas adornaba la fuente seca en el centro de un patio cerrado»
(79). Un grupo de bailarinas septuagenarias se llama «Las Carlotas»
(74), tomando su nombre de la emperatriz de origen belga que ocupó
el trono de México de 1864 a 1867. Su esposo, el austriaco Maximiliano,

6
Para un resumen reciente de la historia de México, ver: Klaus-Jörg Ruhl y Laura Ibarra
García, Kleine Geschichte Mexikos, von der Frühzeit bis zur Gegenwart.

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fusilado en este último año por orden de Benito Juárez, es también


mencionado en la novela de Aridjis, pero solamente como brindis de
una mujer histérica (76). Los héroes de la Revolución mexicana de
1910 aparecen en forma de reproducciones desfiguradas: «Las paredes
de la recámara estaban adornadas con los retratos de dos
revolucionarios del siglo pasado. Uno de ellos, Francisco Villa, tenía
un parche de papel periódico pegado en un ojo. El otro, Emiliano
Zapata, estaba desbigotado» (151).
En cuanto al idioma, el castellano de México ha sido parcialmente
desplazado por el inglés del poderoso vecino norteamericano; como
en todos los otros aspectos de la vida del futuro, Aridjis no inventa
nada, sino sólo imagina la continuación y agravación de las tendencias
ya observables en la realidad de su propio tiempo: «Leyó los letreros
de las tiendas: El New Hippy, La Bunny, El Nursery, La Nymphet,
Los Unhappy Many, El Pasaje de las Boutiques, Hacia el Lobby, Solo
Women, Tienda de Ready Made, El Edificio Blue. Harto de recorrer
la contaminación del idioma, preguntó cuánto costaba la pipa india
que estaba en la vitrina» (133).
Como en todas las grandes antiutopías de la literatura mundial,
encontramos en la sociedad degenerada de La leyenda de los soles unos
pocos personajes inconformistas, portadores de la conciencia crítica
y de la persistencia de los valores positivos.7
Protagonista de la novela de Aridjis es el pintor Juan de Góngora,
cuyo apellido —prestado no del poeta español del Siglo de Oro, sino
del sabio mexicano Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700)— ya
indica sus extraordinarias capacidades intelectuales. Él se siente
solitario en el México del año 2027 y halla refugio en sus sueños de
belleza: «Adentro del apartamento se le había creado un mundo ideal,
poblado por personajes literarios y por artistas de todos los tiempos.
En ese acuario de palabras y de imágenes se le defendía del hombre
de carne y hueso» (15). En virtud de su sensibilidad estética, es capaz

7
Según el modelo de Bernard Marx, Helmholtz Watson y «Mr. Savage» en Brave New World
o Winston Smith y Julia en Nineteen-Eighty-Four.

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de comprender la importancia de la preservación de la naturaleza en


medio de un mundo contaminado; observemos su reacción cuando
entra en una habitación repleta de loros:

Lo primero que Juan apreció en ellos fue el rojo y el amarillo en la cabeza de


algunos, la corona colorada en otros, el azul y el blanco en otros más, el verde y el
anaranjado en la cara y en la nuca de los que estaban parados sobre el sofá. El pintor
no se cansó de ver en las plumas azules, en los ojos colorados y amarillos, en los
picos curvos y en las lenguas negras, en las colas verdes y rojas de las aves las
posibilidades plásticas de la Naturaleza (128).

Por eso, Juan simpatiza con «los movimientos humanos que liberarán
a los vegetales y a los animales de nuestra opresión y agresión» (64,
65). Es un rebelde frente a las malas costumbres de la mayoría de sus
contemporáneos: «A Juan de Góngora le costaba trabajo [...] acostum-
brarse a la vasta geografía que era el espacio de la extinción biológica.
Prisionero de un mundo que él no había hecho, él no entendía, se
negaba a aceptar el paisaje a su alrededor» (123). Pero Juan nunca
llega a ser un hombre de acción; su compromiso para el medio
ambiente se manifiesta sólo enviando dibujos «a una revista ecológica
para su publicación» (132).
Con la figura de Natalia, llamada «ecoguerrillera» (12) por su medio
hermano, Aridjis nos ofrece un personaje mucho más activo en ese
sentido: «Desde niña se preparó para conservar a los animales en
peligro de extinción. Sin apoyo de nadie y con poco dinero, logró
reproducir monos aulladores, jaguares, guacamayas, teporingos,
quetzales, zopilotes y chachalacas. Ha dedicado quince años de su
vida a la labor secreta, subversiva, de constituir un santuario con las
sobras del paraíso» (69). Por su enérgico idealismo, Natalia se dejará
incluso matar en defensa de sus animales (71, 72).
Todos los rasgos de la novela analizados hasta aquí justifican su
clasificación como antiutopía; pero tenemos que preguntarnos si La
leyenda de los soles podría pertenecer además al género de la ciencia-
ficción. Desde el punto de vista de la teoría literaria, no habría incon-
veniente en llegar a esta conclusión, ya que no existe ninguna
demarcación estricta entre estos dos géneros (Broich: 90). Para poder
etiquetar la novela de Aridjis con el término de ciencia-ficción, sería

109

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necesaria una cierta cantidad de elementos técnicos y científicos en


esta sociedad del futuro. La verdad es que hay muy pocos de estos
elementos en La leyenda de los soles: Los personajes utilizan «videófonos»
(34) en vez de teléfonos; se visten con «nueva ropa antibalas y
anticuerpos» (34) y comen «chocolate sintético» (150); las revistas
pornográficas ofrecen «fotos tridimensionales» (133) y las ancianas
hacen uso excesivo «de la cirugía plástica, de los transplantes de
órganos y de los miembros humanos» (75). Esta escasez de innova-
ciones técnicas —que se explica por el interés preponderante de Aridjis
en el aspecto humano y mitológico del futuro— prohíbe el encasi-
llamiento de la novela como ciencia-ficción.

II. ¿Literatura fantástica o realismo mágico?

Según la conocida definición de Tzetan Todorov, lo fantástico necesita


el cumplimiento de tres condiciones: En primer lugar, el lector tiene
que dudar del origen natural o sobrenatural de los acontecimientos
narrados. En segundo lugar, esa vacilación es muchas veces sentida y
exprimida por un personaje del mundo de esta misma narración. En
tercer lugar, el lector tiene que rechazar todas las explicaciones
«poéticas» o «alegóricas» de estos misteriosos acontecimientos (33).
Según Todorov, sólo la primera y la tercera condición son estrictamente
necesarias; pero la mayoría de las obras fantásticas cumple también
la condición número dos.
En cuanto al realismo mágico, utilizaré este término aquí como
sinónimo de lo real maravilloso, siguiendo de esta manera una
tendencia ya establecida en la crítica literaria de los últimos años.8
Según el famoso prólogo de Alejo Carpentier a su novela El reino de
este mundo, «lo maravilloso [...] surge de una inesperada alteración de
la realidad (el milagro) […] la sensación de lo maravilloso presupone
una fe» (12). Podemos, por lo tanto, constatar que la vacilación sobre el

8
Por ejemplo: Walter Bruno Berg, Lateinamerika: Literatur, Geschichte, Kultur (Teil III, Kapitel
4: ««Lo real maravilloso» und/oder der lateinamerikanische Barock»: 211-225).

110

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origen natural o sobrenatural de un acontecimiento está siempre ausente


en el caso del realismo mágico.
Carpentier sigue en su prólogo con la afirmación de que en América
Latina los hombres se hallan «en contacto cotidiano con [...] lo real
maravilloso» (13), y que allí «todo resulta maravilloso en una historia
imposible de situar en Europa, y que es tan real, sin embargo, como
cualquier suceso ejemplar de los consignados, para pedagógica edificación,
en los manuales escolares» (16).
Una obra de ficción con elementos clasificables como sobrena-
turales según la cosmovisión racionalista europea podrá, por consi-
guiente, pertenecer o a la literatura fantástica o al realismo mágico,
dependiendo de la manera de percibir la realidad de parte del narrador
o del personaje central. Veamos ahora cuál es el caso en La leyenda de
los soles de Homero Aridjis.
Para mostrar enseguida la complejidad de esta novela, empezaré
con las facultades sobrenaturales del protagonista, Juan de Góngora.
Con la ayuda de un indio viejo de varios siglos llamado Cristóbal Cuauhtli,
que afirma ser el hijo de la diosa Coatlicue (37) —evidentemente otro
elemento sobrenatural—, Juan descubre que es capaz de atravesar
muros como si fueran de aire: «—¿Qué pasó? —preguntó. —Tu cuerpo
pasa paredes. —No lo sabía. —Ya lo sabes. —¿Puedo hacerlo de
nuevo? —Cuantas veces quieras» (40). El protagonista aprende
rápidamente y poco después hace uso de esas facultades de manera
perfectamente natural: «Juan de Góngora, sintiéndose infranqueable,
franqueó obstáculos de vidrio, concreto y madera» (48).
La actitud del personaje central de la novela nos induciría en este
caso a hablar de realismo mágico. Pero el narrador trata repetidas veces
con marcada ironía esa capacidad sobrenatural de su personaje de atravesar
los muros, poniendo así en duda la realidad de esos acontecimientos.
Nos describe, por ejemplo, que Juan está «cubierto de polvo y cemento»
(47) después de pasar por varias paredes, o que tiene que luchar con
las ratas escondidas en medio de la mampostería.9 Muy cómicas son

9
«Juan de Góngora, acallando sus ayes, padeció enseguida a la rata en la pared, la que
comenzó a mordisquearle el dedo gordo del pie sin calcetín» (91).

111

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algunas de las aventuras eróticas que Juan vive en las habitaciones


ajenas donde entra por casualidad a través de un muro. Es el caso de
su encuentro apasionado con la seductora Rebeca; después de una
noche de amor, ambos son sorprendidos por el esposo de la mujer:

Giró una llave en la puerta. Juan de Góngora, desvestido y torpe, se quedó parado
en medio de la habitación. Rebeca Villa lo aventó hacia la pared, lo apretó entre dos
roperos, tratando de aplastarlo, de desaparecerlo. Juan de Góngora desapareció.
Justo en el momento en que un hombre fortachón y violento se apersonaba en el
vestíbulo del apartamento. [...] Entonces, como si los separara un abismo, Juan de
Góngora vio su camisa y su saco tirados en el suelo. El hombretón se dirigió a la
cocina tras de Rebeca Villa. Aprovechando el mutis, Juan de Góngora estiró un
brazo para alcanzar su ropa [...]. Rebeca Villa volvió de la cocina. Con horror
descubrió que su amante emparedado aventuraba el pie desnudo cinco centímetros
en el piso de la recámara, exponiéndose a ser visto. [...] Dándose cuenta de su
imprudencia, Rebeca Villa le pisoteó los dedos del pie (90, 91).

El narrador trata esas escenas como si él mismo descubriera en ese


momento los posibles efectos cómicos de la facultad sobrenatural de
atravesar los muros. Más tarde es el protagonista quien tiene el deseo de
asegurarse de la realidad de su propio cuerpo y del mundo en que vive:

Juan de Góngora sentía su cuerpo muy ligero, muy aéreo y muy ajeno. Sus ojos se
posaban sobre las cosas como si fuesen intangibles, y, por la calle, los peatones lo
atravesaban sin verlo, igual que si fuese imaginario. Esa noche del lunes, para
cerciorarse de que él mismo era cierto, se pellizcó las manos (allí estaban), se tocó
los pies (allí andaban), se miró de arriba abajo en un espejo (él era) (127).

Ésa es la típica reacción de un héroe de la literatura fantástica, pero


es una excepción en la novela de Aridjis, donde los acontecimientos
sobrenaturales son casi siempre tratados como parte de la vida normal
de ese mundo del año 2027. Por ejemplo, en el caso de Bernarda
Ramírez, «amorosa amiga» (21) de Juan de Góngora y «experta en
retratar espectros»: «siempre llevaba al alcance de la mano su cámara
compacta Utsuru, capaz de tomar a la velocidad de la luz (o del
silencio) el cuerpo translúcido de los fantasmas» (29). Bernarda nunca
llegará a preguntarse cómo eso es posible o si ella está soñando; en su
caso tendríamos que hablar sin más de realismo mágico.

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Semiosis

Pero la particularidad de lo sobrenatural en La leyenda de los soles es


su vinculación con la mitología de los aztecas.10 El Estado mexicano
de la tercera década del siglo XXI es gobernado por un presidente
llamado José Huitzilopochtli Urbina; su jefe de policía es el general
Carlos Tezcatlipoca. El carácter de ambos personajes tiene mucho en
común con el de las deidades aztecas del mismo nombre. Imitando el
modelo del mítico Tezcatlipoca, dios de las tinieblas y de la muerte,
el general juega el papel del «malo» en la novela; es llamado «un
entusiasta del deporte de la muerte» (53), que «nació en las tinieblas»
(38) y posee «mil años de edad» (39). El general Tezcatlipoca tiene el
apodo «El Jaguar», siguiendo también aquí el ejemplo de su divino
predecesor, que ya estuvo asociado con ese animal. Cuando el general
por pura malicia mata los animales de especies en peligro hasta
entonces preservadas por su media hermana Natalia —de quien dice
«quiero que agonice viendo esta carnicería» (71)—, él perdona la vida
sólo al jaguar (71). De manera parecida, el presidente Huitzilopochtli
exige sacrificios humanos como el dios de la guerra de los aztecas; se
dice de él que «engorda presos y se los come en [su residencia
presidencial]. Los Cedros ataviados, con la cabeza emplumada y con
sartales de flores alrededor de los huevos» (54).
El máximo grado de presencia de lo sobrenatural en ese mundo
del futuro es alcanzado cuando llegan los terribles «tzitzimime», los
monstruos del crepúsculo de la mitología azteca, asociados al fin del
mundo. Aunque parezcan criaturas de pesadilla, son siempre percibidos
como algo totalmente real por los personajes de la novela; este es el
caso, por ejemplo, cuando Juan de Góngora ve por primera vez un
«tzitzimitl» en la ciudad de México:

Casi sobre su cabeza, él oyó un silbo. Un silbo semejante al resuello de un enfermo


de asma. Y para su asombro, sentado al borde de la azotea del Edificio Diego
Durán, vislumbró a un monstruo amarillento lamiéndose las patas peludas con

10
Para la mitología mexicana han sido consultadas las obras siguientes: Norman Bancroft
Hunt, Götter und Mythen der Azteken e Irene Nicholson, Mexikanische Mythologie; Karl Taube,
Aztekische und Maya-Mythen (ver bibliografía al final).

113

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Semiosis

lengua filosa y negra. La criatura, bajo el neblumo sanguinolento, con la cabeza


ladeada, le clavó los ojos chispeantes y abrió las alas negras (92).

Quien tampoco duda de la existencia real de los «tzitzimime» es


Bernarda Ramírez, la amiga del protagonista:

—Mira —corrió ella para mostrarle las fotos de la carpeta—. Quiero enseñarte lo
que nunca has visto. Juan de Góngora las examinó una por una. Criaturas
desconocidas habían sido retratadas por Bernarda Ramírez en diferentes partes de
la Zona Metropolitana. Aleteando, paradas de cabeza, como híbridos de reptiles y
aves (122).

Hasta el narrador de la novela describe los «tzitzimime» en un tono


neutral y renuncia a la ironía que antes había utilizado cuando habló
de la capacidad de Juan de atravesar paredes: «El Ángel de la Indepen-
dencia estaba cercado por pies peludos, patas negriblancas, cabezas
alargadas y hocicos viscosos. [...] Los tzitzimime, monstruos del crepúsculo,
surgían en las calles, aparecían en las azoteas de las casas, iban en los
autobuses, atacaban a las mujeres, habían tomado la ciudad» (171,
180). La manera de incorporar esas criaturas de la mitología azteca
en la novela de Aridjis hace por lo tanto pensar en el realismo mágico
y no en la literatura fantástica. Esto vale igualmente para el papel
desempeñado en el desarrollo de la acción novelesca por el calendario
azteca; en él se halla la predicción de la fecha del fin del mundo:

—Los antiguos mexicanos representaron en el Códice de los Soles lo que sucedería en


estas tierras y con signos señalaron las fechas del nacimiento y muerte del Quinto
Sol [...] —explicó Cristóbal Cuauhtli. [...] Durante las últimas excavaciones en los
santuarios de los dioses, un arqueólogo ladrón lo sustrajo. Al arqueólogo se lo
robó otro ladrón, el general Tezcatlipoca. Yo lo rescaté del general, pero ya sin una
hoja. La hoja que revela el día del fin del Quinto Sol y el nombre del dios que va a
formar el Sol futuro. Tezcatlipoca quiere recuperar el libro, yo quiero recuperar la
hoja (102).

La lucha entre Tezcatlipoca y Cuauhtli por poseer la predicción de


los aztecas es comparada repetidamente con «la batalla del jaguar y el
águila» (97), que según la misma mitología precolonial simboliza el

114

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Semiosis

eterno antagonismo entre las tinieblas y la luz, entre lo malo y lo


bueno. El conflicto termina con la muerte de ambos; antes aún, el
general Tezcatlipoca había matado al presidente Huitzilopochtli en
una especie de golpe de Estado. El sacrificio de estas tres deidades es
suficiente para salvar el mundo y favorecer el nacimiento de un nuevo
sol: «—Hace unas horas, un dios debió inmolarse en alguna parte del
firmamento para que la luz saliera de nuevo en nuestro Oriente —explicó
Bernarda—» (198).

Conclusión

El fin de la novela con la victoria de una pareja de héroes inconfor-


mistas —en este caso Juan de Góngora y Bernarda Ramírez— contra las
fuerzas del mal, logrando de esta manera la supervivencia del planeta
Tierra, es típico de una cierta forma de antiutopía (Broich: 105).
En cuanto a la cuestión de si La leyenda de los soles pertenece a la
literatura fantástica o al realismo mágico, es difícil de llegar a una
sentencia definitiva. Como hemos podido constatar, las apariciones
sobrenaturales han sido aceptadas en la mayoría de los casos por los
personajes y por el narrador como fenómenos perfectamente
«normales», según una cosmovisión que debemos llamar «mágica».
Por otra parte, en uno de los últimos párrafos de la novela Bernarda
observa: «Es preciso olvidar ahora a nuestros fantasmas» (198).
Probablemente para Aridjis la cuestión de los géneros literarios no
era en este caso tan importante como la transmisión de su mensaje de
que es urgente hacer algo para la salvación del medio ambiente y del
mundo. La ubicación de su novela en el futuro y el empleo de la
mitología azteca eran para él la mejor manera de realizar este objetivo.

Bibliografía
Aridjis, Homero. La leyenda de los soles. México: Fondo de Cultura Económica, 1993.
_____. «Hacia el fin del milenio», en Encuentros 11 (septiembre 1995).
_____. Apocalipsis con figuras. México: Taurus, 1997.
Berg, Walter Bruno. «‘Lo real maravilloso’ und/oder der lateinamerikanische Barock», en
Lateinamerika: Literatur, Geschichte, Kultur. Darmstadt: Wissenschaftliche Buchgesellschaft,
1995.

115

SINTITUL-5 115 27/05/2009, 12:16


Broich, Ulrich. «Typen der Science Fiction», en Science Fiction. Eds. Ulrich Suerbaum, Ulrich
Broich y Raimund Borgmeier. Stuttgart: Reclam, 1981.
Carpentier, Alejo. El reino de este mundo; obras completas 2. México: Siglo XXI, 1983.
Ferreras, Juan Ignacio. La novela de ciencia ficción. Madrid: Siglo XXI, 1972.
Hunt, Norman Bancroft. Götter und Mythen der Azteken. Bindlach: Gondrom, 1998.
Huxley, Aldous. Brave New World. Londres: Triad/Panther, 1977.
Nicholson, Irene. Mexikanische Mythologie. Wiesbaden: Emil Vollmer Verlag, 1967.
Orwell, George. Nineteen Eighty-Four. Harmondsworth: Penguin, 1984.
Ruhl, Klaus-Jörg y Laura Ibarra García. Kleine Geschichte Mexikos, von der Frühzeit bis zur
Gegenwart. München: Beck, 2000.
Stauder, Thomas. «Adiós, mamá Carlota de Homero Aridjis: Una visión apocalíptica de la
historia mexicana», en Más nuevas del imperio–Estudios interdisciplinarios acerca de Carlota de
México. Eds. Susanne Igler y Roland Spiller. Frankfurt am Main: Vervuert, 2001.
_____. «Hibridez cultural en la obra del autor mexicano Homero Aridjis», en conferencia en
el 14° Congreso de la Asociación Alemana de Hispanistas. Universidad de Ratisbona.
Marzo 2003. (Dictaminado para publicación).
Taube, Karl. Aztekische und Maya-Mythen. Stuttgart: Reclam, 1996.
Todorov, Tzvetan. Einführung in die fantastische Literatur. Frankfurt am Main: Fischer. [1a. ed.:
Introduction à la littérature fantastique. París: Seuil, 1970].

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Quijote yacente
José Luis Fariñas

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Fariñas: fuego negro sobre fuego blanco

Juana García Abás


Instituto Superior de Artes de Cuba

El arte de este texto, es el aire que hace circular entre sus mamparas.
Los encadenamientos son invisibles, todo parece improvisado o
yuxtapuesto, induce aglutinando más que demostrando, pegando y
despegando más que exhibiendo la necesidad continua y analógica,
enseñante, sofocante, de una retórica discursiva.
Jaques Derrida2

Se ha producido una mutación en el objeto sin ser acompañada


todavía por una mutación equivalente en el sujeto; no poseemos aún
el equipamiento perceptivo para competir en este nuevo
hiperespacio.
Fredric Jameson3

Todo se tambalea, todo se mueve, todo se agita como si una


corriente galvánica recorriera las sociedades y los individuos (...) Los
diabolistas tuvieron que reflejar los antecedentes antropomórficos
que la tradición judaica puso en Jehová y en los ángeles. Los cuadros
más desbordados de fantasía, donde las figuras teriomórficas de los
demonios son más monstruosas y terribles son los de Jerónimo
Bosch, los dos Brueghel, Teniers, Alberto Durero...
Fernando Ortiz4

2
Jacques Derrida (1974: 88).
3
Fredric Jameson (1984: 52-92).
4
Fernando Ortiz (2000: 60).

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Semiosis

Suscribamos el principio de que toda tesis es una prótesis. Cuando


hayamos desempolvado semejante figura, habremos desafiado a muy
respetables académicos sólo por estructurar, en esta controversial pos-
posmodernidad —coloquialmente reducida en los campus a po-pomo—,
un acercamiento crítico al discurso de la deconstrucción en una zona
que pudiera ser indebidamente ubicada al margen de los espacios
sociológicos donde se piensa propiamente lo político. Las conse-
cutivas inserciones marginales de un compás de análisis suficiente al
objeto de cada tesis e implicado en la dinámica transitiva de los
correlatos, pudieran propiciar, con sus prótasis5, una síntesis deudora
de esa proyección de las jerarquías que integrase, desde ópticas
excéntricas, un nuevo referente al sentido de la tesis como prótesis:
el de acento que marca el movimiento del compás a través del flujo
auxiliador de los injertos.
Con el gesto epistémico de validar la transitividad de las tesis como
prótesis para escudriñar un cosmos pictórico, intentaré acceder a la
obra de José Luis Fariñas6, donde la propuesta de un devenir incesante
de sus componentes nos incita a la acción intelectiva de variar, una y
otra vez, la política de sus correlatos redefiniendo su organización y
su economía en un espacio subjetivo donde la inestabilidad de los
elementos, virtualmente definidos y patéticamente expuestos, obra
constantes mutaciones de sustancia y de función. Es el incesante
desfile de una economía subvertida del movimiento de las sustancias
en la dinamia de la energía, del espacio y del tiempo en las masas que
estructuran; de las figuras, de los hímenes, de los órganos, los
organismos, las funciones; del injerto, del desvío, del intercambio; de
la herencia, de las especies, de los discursos, las instituciones; de la
diseminación, de la inseminación, la gestación, los nacimientos y las
muertes; de las crisis, los tránsitos y el cambio. Explosión e implosión.
Afirmación y negación en un juego ilimitado de juicios que se

5
En Murneau (1881): proponer, poner por delante, colocar. (Término extendido
posteriormente al contenido lógico de un juicio y asumido aquí no en sentido gramatical ni
psicologista.)
6
José Luis Fariñas (El Cerro, La Habana, 1972), miembro de la Unión de Escritores y
Artistas de Cuba. Artista plástico.

120

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Semiosis

subvierten y revierten en un aquí y ahora ubicuo, transformativo por el


relevo que ordena los flujos y reflujos en la indiferencia del infinito.
La poética de Fariñas despliega, como necesidad estética, una
economía de los injertos y las desintegraciones sumida en la dialéctica
de las luchas y las metamorfosis que estructuran el orden turbulento
del caos. Las figuras que abordaremos —antropomórficas,
zoomórficas, cuasi abstractas, y desamparadas todas— no parecieran
estar diseñadas, en expresión ni en contenido, para aludir a la ficción
de una capacidad de ser conscientes de sus catástrofes ni de sus
conflictos; sólo en algunas advertimos un rictus como de cierta
expectativa levemente desalienada de la acción que representan y de
los rigores que las involucran. Pero el injerto no es el miembro
cercenado y el horror subyace. Como en los dibujos a pincel de la
serie Tránsitos liminares,7 en este espacio simbólico los injertos son
momentos de transitividad, de relevo, en las transformaciones
incesantes. Ha cesado aquí la angustia por las prótesis. Termina el
trauma por la tragedia del injerto —causada por la sustitución
insuficiente, por el discurso incapaz— ya sin resonancias traumáticas
por estar insertado en un espacio signado por la abstracción de la
margen última, ahora virtual. Apertura del espacio sub-cuántico.
Apertura del espacio informatizado e hiperespacial, ciberespacio tan
necesario pero tan alienador, tan des-socializador —por sustituir y
desestructurar el clásico mapa de las márgenes— que no privilegia el
consenso (Marturana, 1987: 63) en la realidad concreta. Esta
cosmovisión plástica asoma la puesta en escena de una crisis de lo
humano al tiempo que la sempiterna crisis de lo natural.
Espacio demonizado, deshumanizado (Lacan, 1977: 223), la
poética de Fariñas es la síntesis que resulta de una suma de
marginaciones, de lindes: de universos, donde cada espacio marginal
se eleva transitivamente a condición de totalidad. Turbulencia por la
que ciertos interpretantes provocan un coeficiente de incertidumbre que
se magnifica ante el perceptor de estos conjuntos pictóricos —figurativos
con zonas de abstracción— que funcionan como ejemplo, como

7
De la serie Tránsitos liminares, pincel y acuarela, pequeño formato, 2001.

121

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Semiosis

«reverso» de denotación; gestión característica de la relación del arte de


vanguardia contemporáneo con el discurso teórico (Miller, 1999: 569),
es decir, que expresan con una referencia inevitablemente cuasi-
simbólica una producción seudo-mimética con tesis pertinentes a los
universos de la materia y del espíritu: sobre lo celular, lo molecular,
lo sub-atómico, lo estelar y aun lo místico en tanto filosófico. Es la
muestra de la concepción de un cosmos donde pareciera redimirse la
condición caótica en la ilimitada capacidad de transformación del ser
y de su espacio, gracias a la acción del desvío que incide generando
espacios de crisis en la naturaleza y en la sociedad.8 El desvío
incrementa el desorden inmediato. En última instancia, desde el caos
se ordenan espontáneamente los cambios. Fariñas nos permite evocar
la posibilidad de un dios sin compromiso que no pudo elegir al crear
su reino; respuesta posible a la ansiosa interrogación de Einstein sobre
si Dios pudo o no escoger al crear el universo. Para el pintor no hay
ángeles caídos. Enjuiciar como desastre o maravilla el fruto del desvío
es asunto de la percepción humana. Y el desvío de la autoconciencia
de un sujeto en implosión hacia el abismo del sí mismo lo des-socializa.
Esta poética es un grito de angustia, una advertencia del cisma de lo
humano por el horror ante un sujeto que es su propio injerto: él mismo
como objeto exiliado de sí en su propia conciencia. En ese injerto
hacia su interior del yo se desconoce como diferencia y se extingue
como conciencia al tratar de abarcar el hiperespacio. Es el mismo
abismo interior que desploma la realidad proyectada al exiliarse,
colapsado en la realidad como auto-injerto, como prótesis de un sí
mismo que es su propia proyección alienada. Es el naufragio de la
conciencia. Es el devenir lógico que auguraba Baudrillard en su sistema
de los objetos.
La lectura trágica que la figuración de Fariñas transmite con sus
figuras coincide con la lectura del panorama pos-posmoderno, donde
por la elisión del consenso en el auto-exilio virtual se podría llegar a
negar la pertinencia de lo social. No es ya el invalidar todo discurso o
validarlos todos. Es la ausencia de discurso, colapsado en un presente

8
Blade Runner. Dir. Ridley Scott, 1982.

122

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Semiosis

absoluto. No con la dulcemente esquizoide diseminación posmoderna


—que aún tiene respeto por la vigencia de los discursos conscientes
de los conjuntos en los correlatos marginales en algún sitio, porque
aunque ese discurso sea plural siempre presenta todavía ecos de una
condición gregaria, de carácter social. Fariñas nos revela un espacio
de sujetos y objetos naturales y sociales alienados, diluida ya su auto-
conciencia como sujetos de la acción por la propia des-socialización
en la ausencia de consenso, de la necesidad de consenso y aun del
consenso como fenómeno en un espacio donde las márgenes se elevan,
alienadas, cada una por separado, meta-diseminadas, a interior absoluto
de la totalidad. Se ejemplifica el caos de naturaleza y sociedad en
tanto desorden paradójicamente generador que integra un cosmos sin
compromisos, sin antropocentrismo o más bien «para-antrópico». Es
una mistificación de lo concatenado con sus islas de ordenado exilio,
no sostenible sino por un momentum, que pudiera asimilarse como un
presente eterno, relevado por lo finito pero, al cabo, reducido por su
angustiosa —¿salvadora?— inserción en la infinitud. Y la física nos
multiplica las dimensiones. Aunque la primicia inocente siempre la
saborea la matemática.
Comencemos por una obra con los óleos aún resbaladizos: Banquete
mesiánico.9 Por su gran formato, este óleo sobre lienzo pudiera esclarecer
la función del blanco como vehículo necesario a la indefinición de los
injertos marginales. En la relación de esas formas, dependientes de
elementos objetivamente dominantes por sus fronteras críticas, estos
linderos de subversión, ubicuos en la obra de este artista, se
enmascaran y se condensan o abisman en dependencia de la dirección
y del sentido en que se dirija la atención a las figuras en miniatura, a
las medianas y a las de mayores proporciones. Al igual que en la ideación
de la llamada espiral de la muerte —comprobada recientemente al borde
radiante de los agujeros negros (Dolan, 2001)—, se hace necesario,
en las márgenes de estos espacios blancos por donde las formas

9
Óleo sobre lienzo que será exhibido en el Convento de San Francisco de Asís, en una
próxima muestra auspiciada por el Dr. Eusebio Leal Spengler y su Oficina del Historiador
de La Ciudad.

123

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colapsan o se despeñan, se adensan y emergen transmutadas, un


instrumental relativamente salvador que nos evite desaparecer como
sujetos de la interpretación. Alertan al sujeto de la atención ciertas
mínimas pero significativas variaciones cromáticas y de textura del
blanco, la diferencia entre el azul de ultramar y un azul de Prusia
sumergidos en la oscuridad sepia del colorante de jibia, sin mezcla, o
aplicados en roces rápidos y cortos tras el secado cuidadoso del óleo
color tierra de Siena tostada; el barrido posterior a pincel seco, de
mayor calibre y cerdas menos suaves, cargado de ocre; y luego el
definitivo transparentado, sólo en muy determinadas partes, con ligeras
capas de aceite de linaza refinado, hasta que se percibe la batalla final
del blanco, ya con pinceles de cerdas firmes y a veces casi secas.
Después, sólo algunas líneas finísimas marcarían derroteros figurativos
sobre las texturas hasta derramarse en sugerencias sobre alguna región
de lienzo velada con una ligera capa de blanco, casi siempre de cinc.
Una sensibilidad que perciba estos detalles, amparada por una
condición óptica que permita distinguir las líneas más sutiles con sus
variaciones y los diversos valores de aquellas otras, dibujadas con
trazos más palpables, se impone para establecer aquí la cooperación
estética necesaria.
Eco, alejándose de los apocalípticos de la interpretación, asevera
que si bien los textos artísticos tienen múltiples interpretaciones,
siempre debería existir «una vía de lectura que pudiese establecer un
acuerdo» (Eco, 1994: 44-63). Ante la obra de Fariñas, ese acuerdo
nunca resulta suficiente para referir las paradojas que la recorren: las
del relevo de la diferencia mediante una disolución de las formas en
aras de lo diverso expresado como totalidad que excluya excepciones
en una primera instancia del juego. Luego, ese acuerdo reorganiza la
suma de los correlatos recorriéndolos ya desde el otro lado del péndulo,
a fin de sugerir la permanencia de la acción de lo particular sobre lo
general, y viceversa, como estatuto de los cambios. Pero es un estatuto
que se diluye en la condición del desvío como principio inmanente
del propio devenir como presente que eterniza. Tal vez el infinito
colapsa en el instante: de ahí que las consecuencias precedan a las
causas en los laboratorios. Una vez más Zenón y su aporía.

124

SINTITUL-5 124 27/05/2009, 12:16


Semiosis

Para el perceptor, la asimilación de ese modelo pictórico del cosmos


será primeramente sintética y, luego probablemente, analógica para
regresar a la síntesis, transformada. En su recorrido de unas formas a
otras nunca obtendrá idénticos resultados cuando su mirada repita la
aventura de la percepción para regresar finalmente a la síntesis. No
privilegia línea deontológica alguna. Sólo alerta. La consecuente
infusión de las singularidades a través de un constante desvío, ni
humana ni divinamente controlable, elide cualquier implicación
ingenua de «perfeccionamiento» a ultranza en la profundidad histórica;
ya sea ético, estético, político, económico, biológico o físico. Dejemos
la mística aparte. Tal vez el blanco podría andar aludiéndola...
El paradigma del espectador actual parte de una condición de
diferido y exiliado en la relación de los espacios intra/extra-redes,
que involucran su acción como un sujeto cada vez más des-socializado
y con una creciente pérdida de la autoconciencia. La realidad es ahora
el injerto. Este modelo de espectador está siendo citado en el contexto
pictórico. Lo involucra. Ser la prótesis exiliada de sí dentro de sí misma,
es ahora su angustia y el fundamento de su alienación. Exiliado en sí
mismo, como propio auto-injerto de lo auto-cercenado, se identifica
con lo real que él mismo es capaz de concebir y conformar en un
alienado reflejo interior. Ve esta obra en la pantalla, la magnifica, la
reduce y esos espacios descontextualizados ya forman parte de su
propia experiencia física: los puede transformar y prolongar la filosofía
que le plantea la obra en la figura de un dios sin compromisos hasta
anular su estructura expresiva en la ampliación absoluta del texto
digitalizado: desemantizado, desestructurado. Pero inconscientemente
extravía sus márgenes y se reconoce en lo que «manipula», «controla»
a distancia. Este espacio digital deconsconstruye el abismo interior
del viejo romanticismo elevándolo a una ilusión de una «exterioridad
abisal» que implota y arrastra la autoconciencia del sujeto en una
ficción de injerto del todo dentro de sí, consigo mismo como injerto
alienado, sin lindes reconocibles que le distingan. Ya no hay consenso
en el plano de la acción concreta donde tradicionalmente se situaba
lo objetivo. Es la evolución natural del camino de la moderna cultura
de masas, o del concepto posmoderno de «nación virtual», en el espacio
cibernético. Divorcio entre lo real y lo virtual. El exterior de la caverna

125

SINTITUL-5 125 27/05/2009, 12:16


Semiosis

platónica se implota junto con las sombras en el perceptor y ya no


hay diferenciación. Se implota la conciencia en la cristalización de la
media.
En toda expresión artística hay un desafío: la invitación a un juego
adonde el inconsciente abre sus cofres y afronta la excitante búsqueda
interior de lo aludido. El referente no pocas veces es bloqueado por
el propio espectador. Y tampoco hay acceso propiamente semiótico a
la pintura como texto, porque la pintura no es un texto en el sentido
de un sistema competente, con valores denotativos, donde cada
representamen —de acuerdo a Charles Sanders Peirce (1935)—, tiene
cualidad de signo con independencia del interpretante verbal que
determina sino que, al ser un textum en el sentido lato de ‘tejido’ —cosa
formada entrelazando elementos que se percibe como un continuo no
lineal, a diferencia de su acepción como conjunto de ideas entrelazas—,
resulta más apropiada su asimilación, en una primera y última
instancias, mediante la síntesis de la intuición que a través de los
empeños analíticos, aunque éstos resultan paradóji-camente necesarios
en un momento intermedio de la apreciación para posibilitar la
competencia interpretativa de la resolución sintética. Se trata de ese
momento intermedio del fenómeno estético donde ayudan las
iconografías, las iconologías, las semiologías, las psicologías y las ciencias
en general conformando una cosmovisión para ubicar el fenómeno
artístico antes de la apropiación final, sintética también.
Pero como las obras de este pintor se extienden más allá de sus
marcos físicos como cuadros independientes y adquieren el carácter
de piezas, se establece entonces una propuesta inter-textual de la que
no podría, propiamente, decirse que apela a lo extratextual para
definirse como macro-objeto en sí mismo, en tanto totalidad del corpus
expresivo, sino sólo con referencia a cada unidad concreta aprehendida
por separado: exiliada del textum mayor que marca su universo
morfológico y expresivo con su polisemia específica dentro de este
universo pictórico, aislada de su singularidad, de su dia-crisis10 en la

10
Diakritikós: que distingue, que establece la diferencia en espacios de crisis donde algún
criterio establece la diferencia.

126

SINTITUL-5 126 27/05/2009, 12:16


Semiosis

ubicación como unidad dentro de una pluralidad unívoca a la que se


integra. Tejido dentro de otro tejido: y, como unidad, tejido exiliado
en sí por la solución de continuidad de los correlatos como injertos
dentro de sus marcos concretos. Cada cuadro como un injerto. La
obra total como exilio de sí, plagada de prótesis interiores. Ya no se
resuelve el discurso sólo a partir de las márgenes: ya se sobreseyó la
posmodernidad. Los injertos se trascienden en la implosión dentro
del sujeto de lo injertado. La diseminación se implota como inse-
minación y viceversa. No sólo hay big-bang, sino big-cronch. El blanco
indica en esta obra el camino por donde el desvío ataca la solución de
los correlatos. Por donde comienzan y terminan enfrentamientos y
aproximaciones peligrosas. Varía la zona del péndulo donde se inserta
el compás, varían transitivamente las tesis como prótesis y en el
espectador se produce la imagen del flujo de la prótasis. Y ésa es la
finalidad del pintor.
De vocación particularmente sintética, la obra de Fariñas se inserta
en esta crisis de las fronteras con la fuerza de «la verdad en efigie»
(Damish, 1989-1990: 105) pero, a diferencia de la visión posmoderna
de la inestabilidad, su obra refleja la paradoja de la anomalía en un
sentido filosófico que enfrenta e integra lo individual versus lo natural
y lo social; procesos concatenados por lo diacrítico como clave del
cosmos ante la diferencia relevada en la dinámica de las lindes, los
estatutos de todo orden a partir de la jerarquía de las marcas: los
géneros, la marginalidad, los discursos de poder, las contradicciones,
los conflictos, las paradojas, las herencias. Todo lo natural definido
por el desvío. Todo el discurso humano bajo el régimen de la
desviación. La dialéctica hegeliana y sus variantes encontrarían en el
desvío una cuarta ley que comprendiera el caos. Einstein nos
conmueve con su «Dios es sutil pero no malicioso»; pero ya hoy los
físicos han llegado a creer que puede hacernos mascaradas y esta vez
con la materia oscura: el genio estaba «fuera de la botella» en la
naturaleza que erige cada galaxia como un iceberg o una giratoria y
luminosa cima sobre una sorpresiva e inmensa masa de materia oscura
(Astronomical Society, 2002). No se puede separar la competencia
filosófica de la necesaria [sic] ante la física ni aislar la competencia
hermenéutica de la comprensión del universo. Y si la marca de la

127

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gravedad son filamentos invisibles tejiendo una trama que sostiene la


luz y la equilibra en la materia oscura, las masas de Fariñas, sus cuerdas
y sus hilos de araña sostienen el blanco trasvasado en la antónima
figuración de lo opaco como otra masa que todo lo sustenta. Tal vez
también la materia oscura sea luminosa, pero no la vemos por su
velocidad; porque no percibimos más allá del violeta en el espectro...
y el cine existe por nuestra ceguera de no ver cómo los fotogramas del
cinematógrafo corren, congelados, y sólo vemos las «historias».
El cosmos de Fariñas no es romántico: no releva un ego sostenido;
no es moderno: no crea metarrelatos utópicos, espacios con estatuto
estable ni respeta fronteras; no es posmoderno: no globaliza en pos
de la asimilación de la diseminación ni de un concierto de la diferencia
cuyo espacio de relevo se sitúa al margen, en los discursos
contradictorios de género y de poder. Sólo permite la salvación
individual si implica disolución y redención del todo al mismo tiempo
por cada una de las partes: anulación diacrónica de los discursos de
poder, y privilegio de un orden en pro de una ubicuidad absoluta sin
consenso posible: un estatuto sincrónico del discurso de los cambios.
Sátira del «concierto» paradójico en eterno movimiento. La aporía de
un orden del caos sin discursos de poder establecidos como estables,
como paradigmas: aquí o todo es marginal y no hay un interior o
todas las márgenes se han desplomado hacia un vacío interior que se
identifica con un sujeto convertido en su objeto, sin necesidad de una
alteridad para reconocerse en su absoluta in-civilidad. ¿Lo po-pomo?
En este sentido, El nacimiento de las paradojas11 pudiera referirse al rescate
con el gesto diádico de una desintegración y renacimiento ubicuos.
Destrucción y latencia. La imagen del ouroboros es un motivo
recurrente en Fariñas, sobre todo en las ilustraciones, y es el aliento
basal de la estructura en la composición de este óleo. En el
posmodernimo no hay manifiesto posible ni noción de progreso: sólo
sucesos, discursos; lo aleatorio. La evolución, en tanto sentido de
supuesto ascenso, de progreso, era el marco de referencia de la
modernidad. En la posmodernidad no hay marco sino márgenes

11
http://www.lajiribilla.cu/2001/n30_diciembre/mirada.html

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migratorias, porque no hay cabida para la estabilidad. El siglo XXI,


con la apertura de su caja de Pandora, transmuta la ironía que recorre
el XX en sátira y la violencia en crueldad, en terror. Los eventos van
más allá de las expectativas geopolíticas y de las lógicas porque ya no
hay marcos: sólo horizontes de sucesos y, más allá, la densidad, la
materia oscura y el hueco negro —ya casi producible pero tal vez
siempre inabordable. En tanto, la economía lindar, insertada en las
disoluciones, aporta «permanencia» en su solución de transitividad.
Colapso de la «Idea» y de un «progreso» en el sentido ingenuo de la
modernidad. Tampoco esta poética provoca un desmembramiento
agónico por lo catastrófico de una entropía que no se resuelve sin
cisma en los linderos. Para eso están el blanco y sus «discursos».
En la agresión de la pincelada pastosa sobre el trazo sutil o sobre
los espacios densamente elaborados y en la descomposición en líneas
difuminadas o interrumpidas ya casi en técnica de esbozo, se sintetizan
los tránsitos liminares de las metamorfosis, percibidos habitualmente
como diacrónicos. Pero se resuelven sin esperanza de preeminencia
estable. Es la aceptación de los correlatos heterogéneos: las tesis-
prótesis-prótasis oscilando; la relación agónica y generatriz del
representamen-interpretante-juicio virtual, pendular. La naturaleza y
la sociedad en lucha, pero como asimilación de la tragedia de la
correspondencia del todo con la transitividad concatenada de la parte
en condiciones de infinitud, de presente eterno. Una vez más lo virtual.
No es el evolucionismo moderno con su nostalgia del todo ante la
fragmentación institucionalizada como resultado de un «orden
racionalizado» (Weber, 1983: 109-111), expreso, ni «la disolución de
la nostalgia del todo» (Lyotard, 1987: 11-26) de la posmodernidad
con su «crítica de la contaminación de los campos de inmanencia»
(Ramos, 1898: 81). La virtualidad del ciberespacio actualiza un aquí
y ahora diferido de lo concreto. Podría ser la condición po-pomo esa
afirmación de la diferencia ubicua, que por negaciones sucesivas la
reafirman en lo virtual de un ciberespacio como totalidad de un aquí
y ahora multi-valente y aún confuso. La ansiedad po-pomo tal vez sería la
de un todo virtual que resolviera la diferencia en un ubicuo discurso de
absoluto poder sincrónico de cada entidad: una nueva utopía alienada

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del espacio concreto de un consenso ausente, ¿virtual? —como sus
sujetos.
En cuanto a la física y al «orden» del caos, esta poética pareciera
remitirnos a un cosmos entendido como suma de macro y micro
universos y no como «mundo exterior a la Tierra». Caos como indi-
ferencia de lo absoluto. Dialéctica de la abolición del compromiso
evolu-cionista a ultranza y deontológico univoco: aceptación de la
política del desvío como pasto de una inhumana, natural —y social—
cuarta ley. El espacio virtual es un espacio meta-humano en el sentido
de la economía del cuerpo y de las geopolíticas. Y éste de Fariñas es un
espacio meta-humano —¿inhumano en tanto divino o en tanto material?
Se percibe desgarramiento en esta poética: lo que se expresa, duele; y
sólo la belleza —de lo tradicionalmente bello y de lo tradicionalmente
feo, asimiladas— lo redime. Se necesita la sensación de confiabilidad
que produce el blanco como referencia indiciaria a zonas de equilibrio.
La alusión transita sin proponer las soluciones cándidas o extremas
de la modernidad, debidas, entre otras razones, a la ruptura con el
romanticismo desde posiciones polares, ni la diseminación de la pomo,
de imposible sostén perdurable. El relevo (por refección necesaria de
las partes) de lo absoluto como autárquico, queda por siempre diferido
en esta propuesta pictórica —más bien poética— de dimensiones
transitivas unívocas y paradójicamente relativas por el milagro amargo
de una ubicuidad como condición de lo «estable» en tanto paradoja
de lo inestable. Lo virtual como exilio. En los apocalípticos de la
interpretación de la posmodernidad, toda expresión discursiva deviene
en una puesta en abismo. El ciberespacio apenas construye el esquema
de sus prótesis como «extensiones del hombre», a lo McLuhan (1964),
y en esa incongruencia subyace el horror de que la prótesis, en tanto
gesto de expresión de una voluntad, y no en tanto discurso, sino como
clon o como ordenador —parafraseando aquí a Derrida—, acabe por
recostarnos a la pared. Eso nos advierte esta obra, en su totalidad.
Desde la mesa de trabajo de Fariñas, un desgastado ejemplar del
Demian, de Hesse, nos asegura que «para nacer hay que romper un
mundo». Y no se renacerá en lo amargo si la belleza de su complejidad
nos hace asimilar a ese poder sin compromiso. Si tuviera compromiso,
la prótesis no llegaría nunca, por los derroteros de la entropía, a garra

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Alquimia.

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cruel ni a mano hermosa en dependencia del desvío. Ambas están


presentes en la iconografía de Fariñas, en su poética del desvío.
Con dicotomía semejante a la del pharmakon griego —en el sentido
trágico de ser virtualmente veneno y remedio: droga que cura pero
que potencialmente enferma y aun mata—, los espacios de obras como
The magic flute12 (óleo/tela, 1997, de la serie sobre temas de óperas: La
flauta mágica, de Mozart) evidencian una atmósfera conciliadora de lo
contradictorio y de lo armónico, de lo dionisiaco y lo apolíneo; y
también de lo punitivo y de lo que merece premio, como la figura
paradójica del fármaco manipulada por Derrida en su condenación a
la escritura. Una atmósfera «conciliadora» sólo como aceptación de
una «estación» de unidad y lucha permanentemente sostenida. La
propia voz ‘droga’, de origen incierto, como sinónimo de ‘fármaco’
—aunque menos marcadamente porque refiere con frecuencia a la
voz ‘medicamento’ como «droga con propósito deliberadamente
curativo, aunque peligrosa»— también participa de esa ambivalencia
que provoca algún grado de ansiedad más o menos subliminalmente,
como todo problema especulativo de orden inusual que comporte
una contradicción o alguna paradoja, como sucede con Juegos liminares
y sobre todo con Apropiaciones VI (acuarelas, 2000).13

Portadoras de un sólido rigor constructivo, sus piezas son reflejo de una vivencia
onírica, de viajes interiores que luego traduce con una línea sutil, un trazo vigoroso
y transparencias de suaves tonalidades que se acomodan entre las formas. Fariñas
crea un cuadro «biológicamente terminado», cuya topografía, dirigida no sólo al
ojo que ve, sino también al ojo que sabe, se presenta como una constelación de
pequeñas unidades, ‘átomos dibujados’», que conforman un tejido pictórico sin fisuras
ni vacío (Piñera, 1999: 4).

Y la energía de lo ínfimo puede que renazca al otro lado del colapso


radiante, tras la frontera de eventos: ésa que los sabios ya contemplan,
asombrados de comprobar la angustiosa dinámica de los linderos. La

12
Colección de George y Ana Hyman, presidente y vicepresidenta de la Society of
Advancement for Latinamerican Art, SALA.
13
http://berluette.free.fr/images/jose_apropiacionesVI.jpg

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caja de Pandora se convierte en el cuerno de la cabra Amaltea con su


derrame de abundancia, y viceversa. La concepción teleológica de la
metamorfosis es todavía, en estos tiempos de umbrales pos-
posmodernos, pasto de la idea de lo mesiánico o, en su defecto, de
una zona de catástrofe. Ambas obvian la condición amoral de la
entropía, sea en la naturaleza o en la sociedad. Cada una de estas
piezas pareciera alertar que la acción humana debiera regirse por la
tendencia heurística de la máxima capacidad de acción anti-entrópica
en su aquí y ahora, sin angustia, y comprendiendo el caos como exilio
de un singular dios sin compromiso. Tal vez sea el único modo de
relevo posible.
Frente a esas concepciones teleológicas, estas obras proponen el
permanente in fieri de una economía del desgarramiento. La asunción
de una política de la potenciación de las márgenes se expresa en una
alegoría que refiere a lo virtual con amplios discursos de contradicción
y paradoja bajo las veladuras sugerentes. Tras del blanco invasor que
interesa sus formas o en las tierras de sombra abrillantadas con aceite
en sus umbrales, Fariñas afirma que la nada no existe. Con simulacros
de una materia recurrente y sostenedora de estados y destinos, ampara
las figuras que uno percibe y que acusa con una marca, más o menos
leve, como huella de herencia. No sabemos por qué canales ni cómo
claman esas latencias larvales por la corroboración de su ser desde la
negación de lo manifestado. Tal vez desde algo similar a la materia
oscura, que el pintor pareciera evocar paradójicamente con un blancor
de sutiles densidades y matices, logrados con diversas condiciones de
refracción según la química del material y con el grosor, la dirección y
el sentido de las pinceladas, atendiendo a las incidencia de la luz
sobre el lienzo. Porque no da igual resultado una pincelada oblicua
que una transversal, ni el óleo transparente de titanio que el de cinc;
y para ciertas mezclas y texturas, ha preferido, excepcionalmente, hasta
el blanco de albayalde proveniente del plomo y sus combinaciones,
todo en dependencia de si las líneas más finas quedarán afloradas o
sumergidas, con sus determinados tonos y grosores, en esas particulares
superficies tratadas con los óleos cuya condición depende de las carac-
terísticas que les imparten los distintos minerales y químicas que los
componen; no importa que sean similares los matices: variará la refracción,

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la glutinosidad, la transparencia, la textura resultante. Y cuando a las


blancuras les incorpora, delicadamente, variados toques cromáticos
la percepción lo asimila y la experiencia estética se enriquece.
Sus conjuntos formulan «epistemas»14 sintéticos más familiares a
los procesos simbólicos de desplazamiento y condensadores del sueño
que a los del pensamiento de la vigilia, éstos con fuerte incidencia en el
desarrollo consciente y con mayor peso en lo analógico. Hay en ellos un
orden superior en el desorden relativo, para aquel elemento que se desliza
exiliado, esencialmente perpendicular a todo: una condición, un estado
presencial en su aquí y ahora que asimila la lógica del borde crítico en
los horizontes de eventos; aunque desestime o ignore su devenir o
aun si el caso careciere absolutamente de un requisito beneficiador
de alguna, prótasis deontológica o teologal. Con esa «carencia» de
propósito final que no sea presentar el propio devenir en su historia
interminable a causa de una meta por siempre diferida y
paradójicamente ubicua, Fariñas, con sus figuraciones, pareciera
dejarnos resolver las teodiceas con un sencillo dios sin empeños,
simple, reductor en grado absoluto; todo lo contrario a cualquier krátos
comprometido con alguna parte: todo lo contrario a «un dios interesado»
(Weimberg, 1994: 194-196). Esta cosmovisión se complica cuando
comprendemos que este artista del blanco y de las subversiones
marginales nos propone representar casi ejemplificando lo que hubiere
parecido irrepresentable: la referencia a una totalidad que se exilia en
sí misma, que se derrama en la manifestación de modo simultáneo
con la dinámica de los relevos transitivos de lo finito, lo diverso, lo
contradictorio: lo manifestado. Una totalidad que admite toda suerte
de tesis, de prótesis y de subversión por los necesarios e inocentes espacios
deconstructores, desamparados pero violentos, de lo diacrítico.
La más elemental exégesis de cualquiera de las producciones de
Fariñas nos refiere a una presencia ausente versus una ausencia presente.

14
Francesco Salinas. «El filme como epistema». Universidad de Roma. En el curso, Salinas
utilizó el término con «desvío» hacia «momentos» dentro de cada cuadro y hacia el conjunto
de las obras como epistema, además de abordar como epistema en sí misma cada una de las
obras en particular.

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Este estado, que establece primeramente el criterio ordenador de la


manifestación de los diversos poderes en crisis, pareciera aludir, dentro
de la absoluta indiferencia de un cosmos sólo de aparente corte
hegeliano, a la energía aglutinante de un poder dominador no
comprometido deontológicamente ante la inestabilidad de la sociedad
y la naturaleza; cuestión que el pintor nos propone como sólo resuelta
en el orden supremo del caos. Un movimiento de flujo y reflujo anula,
una vez y otra, las tendencias apolíneas que surgen constantemente y
colapsan sumiéndonos en la desesperanza. Es inevitable la regresión
progresiva a los espacios de la confrontación a través de las soluciones
transitivas e inestables de los injertos marginales que hemos ido
deconstruyendo. Este complejo se nos hunde en lo supuestamente
dionisiaco tras la huella del juego de elementos —¿roles?— que
estableció de algún modo el creador para que creyésemos en la
redención, en los campos de la utopía que se pretende resuelta en una
indiferencia sólo sostenible desde una proyección teleológica,
antropomórfica, unívoca e ingenua como la hegeliana:

De la indiferencia, es decir, de la contradicción absoluta, del flujo infinito de uno


dentro de otro, no se escapa sino relevando la singularidad dentro de lo universal
que determina, marca la oposición, la jerarquía. Una vez relevada, la totalidad
singular deviene en totalidad universal (Derrida: 160).

Sin las zonas de lo apolíneo no podría organizarse lo transitorio. Y en


su presente eterno, su aquí y ahora, se cultiva la esperanza. La
virtualidad de las zonas transitivas frente a cualquier voluntad de
jerarquizar los conflictos en los espacios de transgresión de estas obras
nos obliga a redefinir como interiores las que nos parecieron, a primera
vista, construcciones marginales y viceversa. Se precisa asimilar el
caos. Y la turbulencia como orden del caos es la tesis esencial de la
dinámica cosmovisión del pintor, propuesta con menos voluntad de
simbolizar o de significar que con una vocación de comunicarse —de
expresarse— con miméticas soluciones, asomos indiciarios y hasta
referentes hipoicónicos, hacerle el juego representativo concreto a la
luz, a las singularidades y a la materia oscura, desde alusiones lo menos
mediadas posibles al ubicuo movimiento que nos sostiene y estructura.

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Ciertamente que la tesis de asimilar la diferencia desde una estabi-


lidad que se va deconstruyendo, des-estructurándose y renaciendo
para un nuevo ordenamiento jerárquico, recorre todos los espacios y
se rehace a sí misma en la aceptación y negación sucesivas hasta la
indiferenciación en los relevos de las subversiones marginales que
jerarquizan y sostienen conflictivamente la indiferencia. La solución
relativa es la unión y lucha de opuestos: la contradicción para la
solución siempre diferida en la paradoja que instituye el desastre como
parte necesaria del «discurso» del caos.
La permanencia de lo inestable es la única solución en el cisma
entre la «mismidad» y la «otredad», situadas en el aquí y ahora común
de una relación sostenible sólo en condiciones alternativas de
incertidumbre o en la pluri-dimensionalidad que su obra defiende.
En su poética de los espacios diacríticos —donde se resuelven las
crisis en el salto que establece la diferencia en la economía cósmica
de los cambios, los procesos de individuación, la política social y el
pendular de las prótasis—, los elementos se van relevando, destacando,
instituyendo no ya solamente de un plano en otro sino de lienzo en
lienzo, de papel en papel: de una obra en otra; con los injertos violando
el himen de los cristales, de los acrílicos, de los diafragmas, de los
marcos y aun de las costas. Estos espacios se desangran y se
concatenan por las fronteras en un espacio estético subjetivo
estructurado a partir del espacio objetivo, material, resultado de los
«tecnemas» del artista en sus obras. A su vez, esa sustancia de la
expresión estructura los «referentes» con su devenir en «interpre-
tantes» en el espacio subjetivo del creador y de los perceptores. En la
poética de Fariñas, una dialéctica de las márgenes pareciera determinar
la heteróclita arquitectura de su proyecto. Es la lúdica (¿lúbrica?)
relación de unión y lucha de contrarios en las opuestas marcas que se
definen a favor de uno u otro polo de los correlatos. Los sucesivos
conflictos y contradicciones —ubicuos, en condiciones de eterno
presente— se resuelven en paradojas contentivas: saltos de los injertos
críticos dentro de cada pieza o serie que, a su vez, relevan en
movimiento ilimitado cada obra como prótesis en un borde generador
de otra transitividad, cada vez mayor, que las reúne a todas para
atomizarse, no más logre el perceptor la aglutinación necesaria en su

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personal economía subjetiva de la política de la indiferencia, pues no


se sale nunca del flujo que conduce a la disolución aunque se invierta
el devenir hacia el nivel anterior; sólo se lograría repasar nuevamente
el desastre.
Como en sus ilustraciones hechas por Fariñas a un fragmento de
Paradiso, de Lezama, en Cubaliteraria,15 un «orden» global se alza,
espontáneo, e instituye la turbulencia como estatuto. Se aceptan todos
los discursos porque ya ni subvierten ni atomizan. Todos tienen su
sitio en un espacio virtual que les contiene y les reduce: pero les
sostiene en cada interfaz. Un discurso jamás sustituye al otro. Pero en
la asunción de esta filosofía interfiere el bloqueo del perceptor. Aún
el sujeto para lo virtual, en tanto objeto de una nueva economía, no
se erige aún como sujeto competente, como sugiere Jameson. No es
posible la competencia en un mundo donde no se instaure la indife-
rencia hegeliana, transgredida y elevada a necesidad con el margen de
desvío que reduce lo teleológico. La producción de Fariñas nos asegura
que el que más permanece, es el sistema capaz de asimilar más cantidad
de turbulencia. Y vibra el concierto, que resume aludido como
totalidad en una misma urgencia del blanco como referencia para-
simbólica, bipolar: la luz y la sombra: la energía como armonizadora
de la naturaleza corpuscular de los fotones y la extensa gravedad de
la materia oscura. La acción redime hasta el pharmakon, como en el
Fausto y en Hamlet. Pero aquí no importa si son hiperones o el centro
hiper-denso de los huecos negros, siempre y cuando sea la arena de
un desastre «que cuida de todo» (Blanchot, 1990: 11) y se refleja en el
«espacio» expresivo para la integración de lo sucesivamente
desintegrado y trascendido en la figuración de sus dibujos, acuarelas
y lienzos. ¿Espacio de una deconstrucción? No. La deconstrucción
implica conservación de los elementos en tanto partes, re-
estructurándolos con un orden diverso que cambia las jerarquías y las
funciones. Aquí de lo que se trata es de una destrucción en tanto des-
construcción (con variación de prefijo) y nueva construcción: transi-
tivas, constantes. Lo que propone el pintor orienta hacia la zona donde

15
www.cubaliteraria.com/esp/autores/nuestros_autores/lezama_lima/obras_novela_01.html

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la prótesis puede ser, una vez más, el injerto pero como subproducto
de una clonación del miembro castrado. ¿Para-deconstrucción? Pos-
posmodernidad. La imagen de las torres vueltas hedor y polvo gluti-
noso dieron el golpe de gracia a los paralogismos proféticos de la
posmodernidad como fenómeno que «asimilaría» lo diverso. Lyotard
advierte de la falacia: instauraría una verticalidad terrorista del poder.
Se presiente la catástrofe que se asimila y reencauza hacia una solución
que importe una para-dimensionalidad: ¿alienada?, ¿virtual —ciberes-
pacial?, ¿incivil?, ¿mística? Entropía creciente, galaxias con el espín
invertido, materia oscura, horizontes de eventos. Incertidumbre. Este
es uno de los epistemas que genera Nacimiento de las paradojas (11).
El fundamento de la propuesta poética de Fariñas es la figura de
un cosmos como prótesis de sí mismo. Un cosmos colapsado en el
espacio del exilio de sí —a que tanto se alude de manera trópica en el
discurso del Sefer Yetzirah (11)— que se advierte mejor en las dramá-
ticas formaciones agredidas por el mismo blancor que las sustenta
con sugerentes veladuras y con planos invasores y amorfos, abstractos,
solucionados con pinceladas secas pero cargadas de un denso blanco
de cinc que irrumpen quebrando la delicadeza de ciertas líneas,
matices, y regiones —¿imágenes?, ¿objetos?— cuidadosamente texturi-
zadas en las obras de gran formato. En el propio acto de velar —que
invierte su finalidad por la propia condición humana, tan lúdica— se
nos revela con más intensidad lo oculto que con la franca y polivalente
línea o con aquellas expuestas texturas que nos evidencian, sin
ocultamientos, cómo sucede la metamorfosis durante la derrota o la
victoria de un injerto aparentemente degenerativo, putrefacto,
corruptivo, contaminado, estéril o, según otra incisión del compás y
su prótesis: lozano, puro, seminal, generador.
Con esos enjuiciamientos sucesivos, aparentemente contradictorios;
desconcertantes al provenir de nosotros mismos, vamos conformando
desde nuestra propia percepción las dicotomías plurivalentes que organizan
la expresión artística. Aquí el ejemplo redime la mimesis aristotélica
cuando, como en el arte de vanguardia (instalaciones, performances...) la
eleva a epistema. Fariñas conmina a participar activamente en la
terminación y determinación de lo que sólo ha sugerido, pero que provoca
un proceso de modelación y re-modelación de nuestra actitud —¿sensual,

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moral, lúdico-volitiva, analítica, heurística?— ante la valoración de los


sucesivos estados de relevo en los que participan, entre otros múltiples
factores, lo percibido, la memoria inmediata de lo visionado, la
memoria mediata, las propias figuraciones y nuestros juicios de valor.
En su vasta producción, todas sus figuras son alindadas,
confrontadas, y en esa economía de las lindes se asimilan, expulsan o
absorben —metamorfoseadas siempre— al ser paridas o al ser
devoradas; al engendrar, parir, devorar, excretar, violar, destruir, relevar
o amparar inevitablemente diluidas en los ámbitos afines a la
indefinición de la que luego parecieran emerger, ante nuestro horror,
nuestro alivio o, simplemente, nuestro asombro frente a su derivación
en un devenir infinito. Planos de deconstrucción, planos de
destrucción, planos de des-construcción, planos de construcción.
Todos y cada uno en un mismo aquí y ahora. Allí una veladura que se
rasga, aquí una oscuridad que se desdobla y ambas crean una
desintegración fraccionaria, relativa y transgresora de lo deontológico
en favor de una in-diferenciación nada hegeliana sino sólo en su plano
de enunciados dialécticos, ámbito donde introduce la crítica por la
ausencia del desvío. Se trata de una indiferencia que sólo cristaliza lo
que ha jerarquizado en tanto absoluto transitorio, o hasta ubicuo, en
sus relevos: los elementos que colapsan y se regeneran en una suerte
de eterno presente para-hegeliano: lo contrario del ser y la nada; el ser
en un todo sin vacío posible. Una condición de cosmos caótico, pero
nunca en el sentido etimológico de caos como «vacío que bosteza».
Como fractales, tras las continuadas incisiones especulativas, desde
ámbitos interiores y zonas marginales, las figuraciones de Fariñas
obligan a incorporarnos a su propuesta de sobrevivir en lo disímil, en
favor de sustentar la riqueza donde lo trágico deviene en paradójico
en un concierto a la sordina o con timbres brillantes según se recorra
el registro. En la resolución del compromiso estético lo sublimado
por el blanco se funde con el ámbito donde somos y devenimos. Pero
sordos y ciegos para sonidos y colores más allá y acá de ciertas
frecuencias del espectro, vienen el blanco y lo umbrático, el trazo que
anuncia lo ínfimo y el silencio del espacio en seminal circunstancia,
para permitirnos comprender la inmanencia de la luz y la sombra con
un solo compás insertado en lo que se pudiera entender en física como

139

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momentum y acceder por la experiencia estética a lo que tal vez no
alcanzaremos en vida de otro modo que no sea mediante las prótesis
auxiliadoras que nos permite construir y utilizar el arte. Bendita
diferencia que nos sobrepasa: crecemos aceptándola.
Toda manifestación es un exilio: una puesta en sentido alienada
del corpus que lo mantiene al borde del sphinter-hymen, redefiniéndolo
a partir de ese acto que virtualmente lo deconstruye y lo suspende en
el agresivo marco —excéntrico con relación al emisor del discurso
dominante— en dependencia de alguna percepción actualizadora. Pero
lo exiliado permanece en deuda con esa relación de incertidumbre
que podría obviarse con una mirada de vocación sintética, ajena al
hábito analógico del observador. La síntesis sensual anularía cualquier
intento de recomposición sucesiva del todo manipulado en las
incursiones intelectuales. Esa dinámica que este pintor propone en
sus cuadros y que cultiva en su obra escrita y en sus conversaciones,
tiende a implicarse en la ideación de un khaos que pareciera redimir
cierta dialéctica del desorden en tanto un orden pluri-dimensional,
virtual. Esto aseguraría ese final de saga por siempre diferido: ese
fuego blanco (Aryeh, 1985: 161), mesiánico que, aseguran los místicos,
se revela en una «totalidad momentánea» percibida en un ahora intuitivo
que jamás se alcanza sin transgredir todo límite de modo sincrónico,
sintetizador. Y ese fuego blanco no alude a la luz, sino a la energía
que moviliza, lo que implica también al blanco de Fariñas y el sentir que
no deja a un lado la ideación de la materia oscura ni los huecos negros
cuando agrede las figuras con el blanco del inicio o del final de sus empeños
pictóricos. La energía, sea oscura o luminosa, gesta, construye o hace
colapsar. El material blanco es sólo el pretexto para hacerla visible;
por lo que no comporta exactamente un símbolo, sino más bien el gesto
del desvele de algo subyacente en cualquier espacio. Podría aproximarse
a los procesos de transferencia, de sustitución metonímica, aunque
inevitablemente pudiera generar lo simbólico en el perceptor a partir
de la sublimación de las zonas de lo abstracto, lo mimético, lo
indiciario, y aun lo hipoicónico en sus producciones.
En la pretensión de emular el gesto propio del todo exiliado de sí
mismo entre los linderos de la manifestación que lo reduce, se releva
esa singular totalidad, intuitiva y momentánea, que es la forma

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Visitación

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específica de aprehensión estética del arte: la dimensión del tiempo propia del
símbolo (Scholem, 1996: 34, 35), pero esa dimensión del tiempo
específica del arte, aunque propia del símbolo, el arte puede encontrarla
en espacios miméticos y hasta hipo-icónicos, entre otros, en los que
esa dimensión no es la específica, ni la propia, pero en las que muchas
veces se edifica como fenómeno.
Disfraz de totalidad, toda disquisición es metafísica en un sentido
absoluto. El resto es ilusión; son los artilugios de un entorno cuya
elusión refiere el exilio del observador ante un objeto que habrá sido
inevitablemente aislado de su cósmica circunstancia. Y la obra de
este artista se redime a sí misma en su diferencia, relevando las apropia-
ciones de aroma aún posmoderno que son asimiladas y trascendidas,
con el sacrificio de sumirse en el flujo indiferente de lo universal.
Pero aún el espectador idóneo que tras su enfrentamiento con la obra
logra una reconversión artística de algunos de sus interpretantes a
nuevos referentes, nos transmite otra prótesis: otro discurso, otro
misterio a desvelar:

...arcas al aire seminal en ascendente giro/ o en perenne fluir hacia otras riberas/en
las que han de iniciar sus manos, derroteros/ que sin cesar conducen al trazo de sus
líneas./En ese cuerpo blanco, incalculable, / que sólo al irradiar esparce lumbre, /
crear lo opuesto, ilimitadas gamas/ en especies, grupos y oficios, es inducir a
desafío/ y combate por la sobrevivencia/ en el arca que ofrenda luz perpetua.16

Bienvenido hijo nuestro/ a la filosofía/ al tabú, los recuerdos, el infierno/ a la


música/ al ego, al cementerio, a la fiera, al diario/ martillar de las máquinas, al
suicidio, al sonámbulo./Bienvenido a la muerte [...] futuro polvo
desabrochándose/ aférrate los huesos, los músculos amárrate. Crúzate el cinturón,
que este tramo es más rápido (Moya, 2000).

Desde sus ilustraciones a varios capítulos de El Ingenioso Hidalgo Don


Quijote de La Mancha, y de La Divina Comedia, dibujadas a plumilla en

16
Pablo Armando Fernández en De la doble corona, poema dedicado a José L. Fariñas. Leído
por el autor en la apertura de una exposición personal del pintor organizada por José Luis
Brito en 1999.

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Semiosis

1986, la ausencia de firma en todas sus creaciones costumbre que se


esfuerza por abandonar, sin mucho éxito —es, quizás, la reafirmación
de una certeza en torno a una huella propia que, se inauguraba entonces
desde la determinación inconsciente de su diferencia y su asunción
del inevitable colapsar en lo indiferenciado. No hay un culto a la
anomalía donde todo es anómalo, donde todo es pasto como del error
o de alguna quebradura sin remedio y donde nada es perfecto sino lo
indiferenciado; pero tampoco donde nada falta ni falla para un
desequilibrio del aquí y ahora a favor de la concatenación. Ese es el
discurso de Exilio (óleo y tela, 1999); como tantas otras: lo inacabado,
lo quebrado, lo decrépito que pare, lo inocente que traga: el cambio,
el movimiento, el acto. En ninguno de sus rostros hay culpa —ni
satisfacción. No hay maldad ni bondad en su caos: sólo horizontes de
sucesos, y la oscuridad de los linderos que ciegan de tan blancos.
Ya desde sus primeros trabajos, se percibe una peculiar experiencia
estética desde la que el artista construye el fundamento de las futuras
aprehensiones. Los principios clave del juego que permitirá, por su
competencia, percibir en sus discursos cómo los objetos de nuestra
atención fluyen subjetivamente por la superficie pictórica, unos dentro
de los otros hasta su disolución, ya sea en el blanco redentor o
condenatorio, o bien derramados al interior de otra espiral que también
colapsa: se muerde la cola y traga todo lo que fluye, desde el fragmento
más detallado hasta el esbozo con pincel doble cero, aprehendiendo
esa otra piel que provoca preconcebidas sensaciones, por elaborada
desde texturas tangibles, ásperas, espesas, hasta sobrecogernos en la
virginidad membranosa del lienzo o del papel, mostrándonos figuras
que no se sabe bien si brotan o colapsan, o si sufren la virtualidad de
ambas emergencias en el blancor que las sustenta.
La imaginería de Fariñas no hay que explicársela: sólo dejarla fluir
en la contemplación y ella impondrá sus anomalías paradójicas, que
se van dibujando en la revelación, relevando en la rebelión y anulando
en la relevación para apoderarse del placer lúdico, casi lúbrico, de
elevarse un instante: cuando la jerarquía del todo lo reconoce y lo
reintegra al flujo de los espectros de la diferencia, indiferenciándolo
por un instante, en que ese absoluto, exiliado, se vuelve relativo
atendiendo a su propio relevo.

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A pesar del pecado originario del desgarramiento en cualquier


relación «fondo y figura», extensiva a todo objeto de atención —de
abstracción—, debemos aceptar el conocimiento —abordado en un
sentido relativo— como un evento dialéctico afectado positivamente
por el desvío, con el sentido heurístico que le dio Lucrecio en sus
hexámetros y por la ubicación del concepto del devenir en un sitio de
riesgo que, libre del sesgo ingenuo de aquella «espiral ascendente» sin
accidentes regresivos importantes, insertaría la nueva prótesis y sus
correlatos en una condición de estado límite. Ese estado límite es el
que releva su propia marca, la define, más que desde el interior, desde
las márgenes continuamente derramadas unas en otras o hasta desde
alguna supuesta región «aséptica». Pero, aunque siempre fuera un
injerto con cariz aleatorio, gracias a esa artificial dinamia, cada
momentum de ese «laboratorio figurativo» resulta virtualmente infinito
para el observador, quien se enfrenta a un tránsito subjetivo donde la
parte se está igualando al todo por un desfile en apariencia anárquico
que releva, con lo absoluto que jerarquiza, la condición singular de
cada diferencia sumergida, sacrificada y exiliada de sí por obra del
artista de un modo singular y objetivo. Y es en las márgenes relativas
e inestables de las obras de Fariñas donde prolifera, como derivación
natural y necesaria, la subversión del orden de lo interno estratificándose
con una dinámica espontánea de las tendencias del relevo en los
procesos de percepción de sus imágenes. Se produce aquí a cada
instante una puesta en abismo más claramente que en otras producciones.
Parapetados tras unas pocas certidumbres, asomamos nuestra
curiosidad al laberinto de cualquier óleo, acuarela, pastel graso,
plumilla, crayón o dibujo a pincel de Fariñas y todos exigen de la
intervención activa del espectador. Se hace necesaria la conclusión
del parto de los contornos figurativos para organizar las lecturas y
relecturas establecidas tras percepciones sucesivas en pos de una
definición diferida y progresiva, de los conflictos desarrollados por
las singularidades manifestadas en el discurso —¿los discursos? A
primera vista, se percibe una red de tensiones establecidas entre
cromatismos, líneas, texturas, volúmenes, figuras y referentes más o
menos explícitos o hasta absolutamente sublimados. Nos asalta
inmediatamente una pluralidad de planos, objetivos y subjetivos, a la

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vez en conflicto y concierto, con soluciones dramáticas que actualizan


estaciones de carácter antagónico, de estatuto paradójico. Y aunque
el conjunto aparenta desarrollar la dicotomía de un movimiento
infinito de salvación/perdición, elude la ejemplificación de una
«salvación definitiva» por parcializada, y por relativa siempre a un
borde que le comprometería con sus condicionamientos de culpa y
punición, de inocencia y pecado, y viceversa —como la relación entre
la causa y su efecto ante la superación de la velocidad de la luz. Aquí
la redención individual colapsa hasta dentro de las propias márgenes
correspondientes a la dimensión en que sus bordes participan, a menos
que se sostenga la eternidad del aquí y ahora. Una y otra vez es descar-
tada la redención por la destinación fatídica de las partes hacia la
búsqueda de una esperanza por siempre diferida. La redención está en la
búsqueda: en el tránsito de la entrega en el instante relevado. Así, el
artista podría comprometer al espectador con cierta expectativa de
«salvación de nuevo tipo» resuelta en los términos globales de un
orden despiadado por no comprometido con su inocente y virtual
jerarquizar de lo relevado en relación con su momentum.
Portador de los rasgos esenciales de la armonía más compleja: la
del sistema que logra integrar lo sistémico y lo a-sistémico, lo causal y
lo relativamente azaroso, este modelo de khaos puede asimilar un
conjunto ilimitado de turbulencia porque su condición de infinito lo
convierte en el más estable de todos los sistemas: el que asimila a un
mismo tiempo e impasible en su blanco integrador, que a la vez es
referente de la sombra, todas las contingencias. En esta zona
tarkovskiana —pero sin práctico— organizada por Fariñas, los brotes
críticos, a la vez que condenan, absuelven. Se evidencia la gran
paradoja que recorre el cosmos. El sistema más estable es el más
turbulento. Y ese es el milagro. Porque los puntos diacríticos son
filosóficamente equivalentes: hasta los horizontes de sucesos importan
un idéntico impulso implosivo —porque varía la cantidad, pero es
también relativa. Pero asimilar las diferencias enajenándose de todas
implica un ámbito sin márgenes. Esa manifestación metafórica de lo
no manifestado como estado de gracia, con tal inocencia deontológica,
aunque sea virtualmente transitorio, alude a profundas raíces judaicas.
Para la figura que ha de colocar el compás de referencia fuera del

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juego de los «roles» y justamente en la energía del blanco en tanto luz


—y que en su versión invertida, tal vez sería materia oscura, y también
cabría el blanco como potens—, resulta intrínseca la condición de lo
ubicuo. Es el criterio de lo reproducido al infinito, con variaciones: los correlatos,
algunos francamente opuestos y otros opuestos solamente por zonas de
«intereses parciales» en contradicciones paradójicas. Este esquema, de modo
tangencial pero violento, nos aproxima al árbol de las sefirot (Scholem,
1995: 181), la mística mayor del judaísmo, por una cara de la tésera y,
por la otra, a la impronta de esa pluralidad inquietante de dimensiones
que van multiplicándose ante nuestra razón. Las dimensiones implican
singularidad. En mayo pasado al fin se pudo superar la velocidad de
la luz y observar el efecto produciéndose antes que su causa, con
relativamente humildes métodos17, mientras en otros laboratorios se
pretende construir la pesadilla de un hueco negro de ínfimas
dimensiones —pero nadie da fondos— para, entre otras cosas,
comprobar la teoría del todo.18 Estos empeños corroboran ese modelo
abierto y pluri-dimensional, infinito hacia toda dirección y aun hacia
todo sentido, que Fariñas impronta como resultado de los consecutivos
sellos que decide quebrar, aproximando su aparato cuasi simbólico a
la superación de la hipótesis, aún poco atrevida, del universo de diez
dimensiones con que sacudió a los viejos físicos una joven doctora
—¿brasileña?— en un congreso efectuado recientemente.
Los mundos de Fariñas expresan estaciones no expresables que
resume el blancor y se identifican con una totalidad nunca derramada,
como la del supuesto poema evocado con un cuadrado blanco:
«Súmula, nunca infusa, de excepciones morfológicas» (Lezama, 1985:
185) a que aludió Lezama en Oppiano Licario19 por aquellos días cuando
me aseguraba que «cualquier cosa siempre podremos relacionarla de
algún modo con todo, y que ciertas obras donde la metáfora se liga
tanto con la reflexión, son como interrogaciones abiertas». Y así son

17
En el NEC Research Institute de Princeton y en el Consejo Nacional de Investigaciones de
Italia. «Sciences Times». The New York Times (mayo 30 de 2000).
18
Los escritos sobre este proyecto pueden ser consultados en: xxx.lanl.gov/abs/hep-ph/
0106219 y xxx.lanl.gov/abs/hep-ph/0106295.
19
(Hay que leer la hilarante nota del editor —una vez más el capítulo VIII—, donde asevera
muy preocupado que «el poema a que se refiere el texto falta en el manuscrito original»...).

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las obras de este pintor que no acepta la nada —Nacimiento de las


paradojas, Aquelarre (acuarelas, 2001)—,20 porque en semejante
concatenación no hay lugar para el vacío ni para una divinidad
comprometida que no forme parte del juego, aunque sea exiliada de
sí, una y otra vez, y redimida irónicamente en el propio corpus ludicus
de sus manifestaciones. Esa vis irónica es la misma que recorre los
dibujos a pincel y acuarela de la página web de Lezama en
Cubaliteraria,21 o los que está realizando este incansable dibujante
para ilustrar Oppiano Licario: serie donde va deconstruyendo las
paradójicas estaciones del ser y convirtiéndolas en su contrario hasta
el límite de aludir a ese todo como se alude vulgarmente a la nada,
pero convenciéndonos de que la nada no existe.
Este pintor no se propone perturbarnos. Fariñas redime sus
demonios con un blanco remoto y a la vez próximo, diluyente,
conformante, ahormante. Con un desvío brusco y progresivo de las
líneas y del color subvierte el sistema de los roles hasta elevar el resul-
tado a una suma que pareciera establecer un orden caótico superior,
hermoso y trágico, expresado a través de la diversidad de planos, del
blancor sugerente y de una inusitada relación transfigurable entre
continente y contenido. Detrás de las experiencias sensuales: en las
perceptivas, en las semióticas, las semiológicas y más aún en las herme-
néuticas, la obra de este pintor alcanza gran densidad en lo que
Hjelmslev nombra: la sustancia del contenido (Hjelmslev, 1971),
clasificación que Eco asevera —con ironía no muy justificada—, en
un viejo libro suyo que él prefiere que no se cite, no saber «a qué se
refiere Hjelmslev exactamente» pero que, a pesar de su afirmación,
ese espacio semiótico tiene inevitablemente un gran peso como
referencia ineludible en su formulación de las Galaxias expresivas y
Nebulosas de contenido (Eco, 1985: 321-324). Esa densidad «semio-
lógica» en la poética de Fariñas corresponde a una densidad formal
que desata un progresivo juego entre fondo y figura a través de cada

20
Imágenes en la página web http://www.lajiribilla.cu/2001/n30_diciembre/mirada.html
21
www.cubaliteraria.com/esp/autores/nuestros_autores/lezama_lima/obras_novela_01.html

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pieza, «espesor» desarrollado gracias a la rica figuración personal con


eventuales citas intertextuales, expresada con elaboraciones
generadoras de ironía, de anulaciones y emergencias —y hasta de
compasión—, pero sin esperanza más que en la ausencia de diferen-
ciación que releva jerarquizando desde una supuesta ilimitación que
pudiera permitirle a ese universo ser cerrado y abierto dada la identidad
del todo con la parte. Y éste es otro de los fundamentos conceptuales
de su obra: las aporías de Zenón, junto a las paradojas de Einstein.
Si algo existe, si algo se manifiesta, puede ser trastrocado, invertido:
«todo lo que nace corre el riego de ser colgado al revés» (García Abás,
1944: 2). Y es tras un proceso de desvíos que se percibe alternati-
vamente «encima» lo otras veces percibido «debajo» y viceversa, con
la angustiosa ambivalencia de presentir una brújula sin norte
«orientando» un ya mucho más figurativo fuego negro con su carácter
mutante —constructivo y otras destructivo—, siempre transitorio
en los relatos de poder y dependencia. Mientras no desaparezcan los
odres receptivos —quebrados por la singularidad y su pendular entre
colapsar en los horizontes de sucesos, fundidos en la materia oscura
o anulados en una energía luminosa definitivamente desintegradora
de toda producción de márgenes—, el juego de los roles y los tránsitos
permanece. Mediante los lienzos, los papeles, pigmentos, el aceite, la
trementina rectificada, los pinceles, las plumillas, Fariñas ha
emprendido la directa provocación de nuestra aprehensión de los
procesos como paradigma.
Tras percibir y asimilar las inserciones de sus correlatos pudiéramos
proyectar las zonas «oblicuas» de la obra de José Luis Fariñas y
relacionarlas, ya fuera con las propias piezas en sí mismas y como
conjuntos físicamente coexistentes bajo diversas crisis entre sus
márgenes o con relación a un continente que las sumergiera y por el
que emergiesen, con una Cinta de Moebius reproducida ilimitadamente
y engarzada con la iteración de su fórmula vuelta sobre sí misma, en
una infinitud de referencias transversales. Las referencias a lo natural,
a lo social, a lo filosófico y las alusiones constructivas a lo cuántico,
a la materia oscura, a lo teológico, a lo místico y aun a lo feérico
fluyen desplegando relatos con diversos grados de inclusión o de
exclusión de los sujetos y objetos en un corro marcadamente

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endemoniado y desintegrador, si bien redimidos por la trágica necesidad


de un supremo orden caótico con los sujetos y objetos del círculo del
equilibrio. Estas características asomaban ya en su obra desde los
tempranos ochenta y en 1996 su huella estilística es comentada por
un destacado escritor en la prensa nacional: «Muy curiosa madurez
expresiva se observa en la obra pictórica de José Luis Fariñas. Porque
el cascarón del huevo no se rompe; de la boca del pescado nadie
puede escapar; el anillo se cierra alquímicamente. Se traga su propia
cola existencial» (Prats, 1996).
La po-pomo ha mellado las herramientas clásicas, pero hemos tratado
de rescatar alguna construcción exegética, tan lábil como las
hermenéuticas, que nos permitiera hacer maromas sobre el hilo del
desafío a que nos somete este poeta del blanco, la línea y del caos. Un
juego de intercambio de roles se despliega, ya sea obvio o sumergido
en los conflictos morfológicos que comprometen lo arcano, lo físico,
lo biológico, lo humano y lo divino tras sucesivas lecturas, ni certeras
ni erróneas, al involucrarnos en un tejido que nos obliga a actualizar
contenidos, a activar nuestra memoria personal y a reconsiderar una
tras otra las relaciones formales y las subjetivas entre los correlatos
que comparten los límites de lo marginal y de lo interno. Sería prefe-
rible aprehender estas singularidades de manera sintética, intuitiva:
por procedimientos no analógicos; porque esta figuración de Fariñas
nos tiende las trampas de extrañas simbiosis: los «viáticos» de sus
relaciones insertados con paradigmas formales de la abstracción y lo
figurativo, atrapándonos en una suerte de callejón infinito,
particularmente curvado como ese donde podemos coincidir con
Einstein en que «fugarse de las paradojas es fugarse del milagro».
La singularidad, en las crisis que articula Fariñas con esos exilios
excéntricos, por relativos, reajusta los perfiles que se diluyen e
irrumpen desde los umbrales de la sensación y aún ya en la percepción,
descabalados o «encabalantes» frente a nuestras expectativas, sin
permitirnos de momento una visión clara, global, al engendrar
fenómenos de umbrales paradójicos. Como en ciertos juegos ópticos
que proponen la puesta en crisis de los más raigales criterios
perceptivos, en estos conjuntos se debaten las valoraciones jerárquicas
establecidas sobre relaciones de poder: de condición y de género, y

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esquemas de justicia y de dominación; sobre las catástrofes amorales
de la naturaleza, desde las bio-genéticas hasta las cuántico-
cosmogónicas y sobre ese azar involucrado como su contrario ante
algún raro ordenamiento de correspondencias. Se alzan aquí la figura
del caos como fenómeno armonizador y la probable alienación de
una posible fuerza sobrehumana que se exiliara de su propio reino el
que, a la vez, sería su propio cuerpo, como una diáfana reminiscencia
del Adán Cadmón exiliado de sí mismo de la mística judaica (Scolem,
1989: 114). Y estos debates, limpiamente contradictorios, se resuelven
como paradójicos en otro plano del análisis, del injerto. La velocidad
del ciberespacio para el que aún no estamos preparados como sujetos
ante un objeto que nos disemina las márgenes y nos rebasa los límites
geográficos y los del cuerpo dispersando el espíritu, implican una nueva
ética y una nueva estética, una nueva economía, una nueva política y
aun nuevas relaciones filosóficas y de praxis con la naturaleza. A ese
caos se alude casi por mimetismo en estas series de monstruos sin
conciencia, alienados, desamparados, diluidos, devorados, repetidos
con variaciones de pesadilla; deconstruidos por el blanco con una
propuesta de espaldas a los meta-discursos modernistas y a los aún
limitados y faccionarios discursos de la globalización en las
condiciones actuales. Escape a la luz y a la sombra: a cualquier parte:
¿a lo feérico otra vez?
Con todas las partes en conflicto, esta iconografía refleja el tema
sumergido de la diferencia disuelta en la totalidad, a la vez que
relevada. Y más que la inevitable producción simbólica, se percibe
una flagrante vocación de cimbel en la mimesis de una verdad que
otorgue sentido al cosmos, aunque sólo sea por la belleza de lo
sistémico en el concatenar los cambios, en el eterno deshacer para
dar paso a otra formación, da igual si maléfica o benéfica, si hermosa
o «cacomórfica» según la concepción humana de esos eventos.
En el aspecto de la deuda histórica, la obra de este pintor se prodiga
en abordajes intertextuales sin padecer la angustia de las influencias. Eco
de la posmodernidad —y sin preocuparse especialmente por ello, y
tal vez ya en la actitud po-pomo del que no persigue ni necesita definir
su estatuto— entrega soluciones propias, con obvias referencias a
paradigmas iconográficos y temáticos del Renacimiento y del medievo,

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Arqueología profana. Pincel y acuarela.

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pero propone una lectura total, la aprehensión del conjunto de todas


sus piezas y de todos sus escritos, sus composiciones musicales o sus
vídeos aleatorios, sin que pretenda ni necesite incorporarlos nece-
sariamente a las muestras. Es una actitud, un gesto, una marca: una
estética de lo cotidiano que se torna una huella que reafirma su
autoconciencia. Se pudiera pretender clasificar —reducir— la
compleja voluntad de estilo que presenta esta obra a cualquier frase
semejante al infeliz esquema: «expresionismo simbólico pos-
posmoderno (po-pomo) con rasgos neo-renacentistas», aunque nunca
se pudiera aludir con el reciente término de «neobarroco folclórico»
conque se ha calificado —marcando un cariz segregacionista— cierto
arte latinoamericano actual en las más recientes subastas. Pero cada
crítica, como toda escritura y cada lector al pretender descifrarla, le
agregan un grado más de desvío a la experiencia estética. Y de ahí, la
insistencia actual en los resultados y procesos de la percepción y de la
emisión pretendiendo un abordaje del hecho estético enajenado de la
economía del significado. Aún nos perseguirá por algún tiempo el
aura del pharmakon, como si «el más pernicioso fantasma es ese lenguaje
que hace la ideación por nosotros» (Bloom, 2000: 28).
La obra de José Luis Fariñas pareciera acogerse, en determinadas
construcciones, a la figura de los recipientes rotos, expresión del poder
limitativo y manifestador del blanco —lienzo, papel, veladuras, capas
con texturizaciones de blancores diversos— como horizonte virtual
en una perenne metamorfosis. La aprehensión de sus piezas también
requiere de la participación activa del perceptor, pero con una acción
subjetiva, en definitiva no tan diversa de aquella del público que
arranca la hoja de un libro, se sienta a comer, se desnuda en una
instalación o se aterroriza —como cuando casi rozo una enorme araña
africana viva en una instalación exhibida en una sala penumbrosa, si
mal no recuerdo, del Guggenheim del Soho, durante el otoño del 98.
En ambos casos se producen estados de conciencia con relación al
mundo y a nosotros mismos. Fariñas obliga a que el punto de vista
del perceptor varíe, una y otra vez, la ubicación de los umbrales,
comprometiendo el ángulo focal de sus perspectivas con las «puestas
en escena» transitivas que propone tras hacerlo sentir, percibir y apre-
hender la singular dinámica de su espacio pictórico para luego significar

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y re-significar esos correlatos diseñados con la clásica dinámica de


exilio de la mística judaica. Su espacio es el de una ausencia de
compromiso que obliga al perceptor a variar de prótasis ilimitadamente,
lo compromete y lo obliga a reformular concientemente su
participación. Su espacio es el de un cosmos despiadado, deshuma-
nizador; parte de su acción estética sobre el perceptor podría ser la de
rehacer su corpus deontológico mediante una serie ilimitada de
emociones que sacudiera su autoconciencia, exiliada en sí mismo.

La escritura del caos (óleo sobre lienzo, 2001) viene a ser uno más de los tantos
laberintos donde su línea fluida, suave y a la vez enérgica se torna fuente
engendradora e infinita de sus criaturas vitales, unidas por un organicismo
indivisible capaz de fusionar los actos de estos seres y conducirlos hacia ese agujero
negro: un mundo insólito donde lo inverosímil es quizá el embrión originario.
Mas este inicio es sólo aparente. Y aunque sólo distinguimos un final en estos
dibujos, lo aleatorio de las apariciones, cual las fantasías medievales, nos sugiere
esa infinitud que sólo puede preverse en la más suprema de las teorías (Pino-
Santos, 2002).

Cósmicos, divinos o simplemente eternos, esos correlatos se debaten


entre los límites discretos que los sostienen a través del tránsito de las
metamorfosis y de la virtual permanencia que se les asocia, de acuerdo a
los limitados puntos de implantación del compás que lo «cronotópico»
nos permite. Así se formulan las sucesivas prótesis, antítesis y síntesis
con la singularidad de sus ciclos ubicuos. Esto supone la obligada
intelección profunda del espectador para dirimir en esos mundos
sucesivos, los paralelos, los superpuestos, los sumergidos, los
contrapuestos, los fundidos y rozar luego, levemente, el pretendido
discurso total en la remembranza de otras piezas.
Productos figurativos sintéticos conformados a partir de figuras
inclusas y de esbozos de seudo-fractales sumidos en imágenes matrices,
a veces abstractas, al inicio de la factura de la obra o justamente al
final y con carácter de esbozo, son realizados la mayoría de las veces
con pinceles de marta roja: el cero para las líneas finales de los óleos
y el doble cero de marta kolinsky para las acuarelas. Este pintor aguarda
con paciencia el secado de los aceites sin utilizar jamás medios
alquídicos —ni otros— para secado rápido. Tampoco usa barnices ni
medios de preparación como el gesso o las pastas para modelar

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texturas: sólo los óleos vírgenes, ligeramente rebajados con aceite de


linaza purificado y algún aguarrás de pino o, en el caso de las líneas
finas de los detalles finales, con trementina rectificada. Todo
construido con calma, secado tras secado. Y es en las zonas esbozadas,
trabajadas con las brochas finísimas, donde notamos el consciente
desdibujo de algunos elementos, deformados y deconstruidos para
establecer representaciones ignotas, zoomórficas y generadoras de ecos
inconscientes, perturbadores.
En sus obras Alegre incertidumbre (Bernheim Gallery, Panamá, 1993,
No. 923) y Vuelo germinativo (ídem, jlf-013), acuarelas de mediano
formato, así como en algunos dibujos en craft recortado y crayón
graso de los bajos ochenta, y aún con marcada influencia de Ponce,
de Roberto Fabelo, de Posada, de Bosch y de Brueghel, ya Fariñas
pareciera haber comenzado a definir su huella técnica: las marcas
propias del discurso de su imaginería y sus claves de referencia
estilística, iniciando la visión ricial de su propia subjetividad que,
desde una muy personal expresión y ya desde entonces, figura mediante
una propuesta visual esencialmente sintética y de connotaciones
paradójicas. Una tentativa de reflejo del hombre, la naturaleza y la
sociedad, con formas seudomiméticas y simbólicas, que nos propone
como ilimitadamente deconstruidas y desconstruidas para nuevas
construcciones en los flujos del caos, involucradas en inestables zonas
liminares cada vez más prolíficas e inclusivas.
La valoración temprana de un nutrido conjunto de más de 180
obras dispuestas para la venta —acuarelas, dibujos y óleos realizados
durante la década de 1985 a 1995—, la mayoría de las cuales han
sido preservadas en los fondos de la Bernheim Gallery, conminan a su
dueño, el crítico y coleccionista Carlos Weil, a adquirirlas a mediados
de los noventa y a expresar: «La imaginación descomunal de José
Luis Fariñas, hizo posible que a través de sus dibujos volviera a
encontrarme con el mundo de El Bosco y de Brueghel extrapolado,
de manera impecable, a este siglo [...] Una vez que se ha visto un
dibujo suyo, es muy difícil dejar de recordarlo» (Weil, 1995).
La obsesión por esa puesta en crisis de lo dimensional que no se
deja definir sino a partir de un aquí y ahora exiliado de toda verdad
absoluta, se reproduce en estas figuraciones de Fariñas con resultados

154

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Semiosis

por siempre diferidos y disímiles con la pretensión de representar lo


irrepresentable procurando soluciones que incorporan la función del
blanco como potens para expresar esos conceptos no figurables,
incursionando en las márgenes de sus construcciones sin permitirnos
colocar el compás último y sin concedernos un respiro con la precisión
de un marco ubicado «profilácticamente».
El fondo y las figuras se han cargado de fuego blanco —lo trópico
en la literatura de los cabalistas (Aryeh, 1997: 238, 239); tan aludido
por las estéticas de la recepción, las semióticas y las hermenéuticas:
privilegiando la luz, no sólo en su relación entre luces y sombras sino
en el blancor como representación de una condición prístina del
conocimiento absoluto; pero en Fariñas el blanco no se estructura
como símbolo, sino como indicio de lo no manifestado: —incluso la
materia oscura que aunque se manifiesta, casi no la percibimos— en
tanto impulso generador y agente destructor a un tiempo; y todo bajo
la dinámica del clásico sistema de las cuatro pieles de interpretación
(aludido muy frecuentemente por los cabalistas del siglo XIII), que
pudiera eclosionar como tropo referente a las exégesis de matices
anagógicos y hasta a la aprehensión de lo artístico.
La poética visual de Fariñas, evoluciona a finales de 1990 hacia una
aproximación más conciente del sujeto de la expresión al sujeto de la
percepción y comienza a desplegar conjuntos más elaborados en cuanto
a su distribución espacial: menos concentrados en un punto casi central
del espacio compositivo, como ya se expresa en Sitra Ahra —óleo sobre
lienzo, de mediano formato, realizado en 1998, hoy en la colección
permanente del Mizel Museum of Judaica de Denver, y que hubo de ser pieza
central de la exposición organizada en 1999 por la Sociedad para el Avance
del Arte Latinoamericano (SALA), el Museo de Las Américas de Denver y
por el propio Mizel Museum of Judaica, en cuyo catálogo, una reconocida
voz valora aquel preciso momento de la obra de Fariñas: «Nada en sus
cuantiosos dibujos está fuera de lugar. Todo parece haber sido creado de
modo unívoco en una fantástica maquinaria construida con monstruosas
criaturas como las que poblaron las pesadillas de Bosch y Brueghel.
Después de penetrar en el universo de sus fantasías, la delicada precisión
y la habilidad técnica desplegadas en sus obras inmediatamente nos
sorprenden. Fariñas parece realizar la necesidad de un cambio drástico

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en los temas que hasta los tempranos noventa fueron el centro de las
obras del arte cubano abriendo nuevas perspectivas a sus contem-
poráneos. Ávido lector de filosofía, Fariñas tuvo la capacidad de
definir sus propias metas en una muy temprana fase de su carrera».22
Sitra Ahra, cuyo título significa «la otra parte» y funge sólo de modo
aparencial como proyección mística, pues pretende referir, a manera
de síntesis, los fenómenos cuánticos y las dimensiones simultáneas,
muestra una técnica depurada que, en una configuración compleja y
asaltada por blancos invasores, diversos grises de amarillo y variados
sienas articulados por una paleta básicamente ocre —donde asoma
algunos matices fríos, lo umbrío del sepia y breves colores cálidos en
los que destaca pinceladas de oro «renacentista» con alguna que otra
veladura de magenta permanente— mantiene siempre, como básica,
una amplia banda de variaciones de matices y tonos al centro de la
gama del amarillo de óxido de hierro. En La otra parte, los esbozos
fueron realizados de acuerdo al tratamiento previo de la superficie,
pues sobre el lienzo casi crudo siempre necesitó una mezcla menos
glutinosa de los pigmentos, logrado con una relación más efectiva,
entre el aceite y los diluyentes, para la mejor ejecución de las líneas
más finas, trazadas con pinceles números uno y cero. En el caso de
las acuarelas, con el pincel doble cero, además, utilizará más o menos
agua, y más o menos pigmento con goma arábiga, según el grado de
humedad alcanzado por la cartulina durante el proceso creativo, el
tipo de absorción específica del soporte y, en ambas técnicas, con
soluciones siempre en dependencia del equilibrio de las características
del material y la morfología propia de la imagen que pretenda pintar.
Así, en Sitra Ahra, antes del trazo con los pocos cabellos de marta
cebellina cargados de pigmento, rozó algún paño generoso que los
aligeró antes de descargarlos sobre la cartulina o la tela, sin olvidar
que la presión y la velocidad del trazo, la humedad, la temperatura
del ambiente y las corrientes —entre otros muchos elementos a tener
en cuenta: relaciones entre colores, clases de pigmentos, texturas y

22
Carlos M. Luis, Catálogo del Mizel Museum of Judaica y el Museo de Las Américas,
Denver, 1998.

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marcas; tipos y cantidad de diluyentes; superficies, volumen de la


carga en el pincel y ángulos de deslizamiento de las cerdas; la luz—
imponen también sus singularidades. En esta obra, como en la mayoría
de su producción posterior, nos inquieta el valor de las líneas en las
formas esbozadas, definidas sutilmente hasta un límite físico del pincel
cero —cargado con la mezcla oleaginosa reducida en su densidad,
con más o menos trementina rectificada, según se deslice sobre bases
más o menos texturizadas con pátinas previas— remedando
calamistros que dejasen allí sus finísimas improntas hasta sólo rozar,
pero siempre con una muy precisa voluntad manifiesta, un lienzo casi
en bíblica desnudez, ligeramente revestido con una finísima veladura
alba. A veces dibuja esas líneas sobre colores secos previamente
trabajados por controladas pinceladas de algún verde permanente o
de un carmín profundo en ciertos resquicio de las capas, secas y
sucesivas —que algunas veces combina el pintor con zonas recubiertas
por cálidos velos de un siena crudo que va siendo reducido hasta
matices neutros por la aséptica agresividad creciente de unas capas
de blanco de cinc aplicadas sobre la base, ya seca, de recurrentes
gamas que recorren del siena tostado al ocre. Poca mezcla en la paleta:
los colores puros armonizan en brillantes irisaciones sobre los platillos
y las tablas de mezclar. Trabaja el óleo como la acuarela y la acuarela
como el óleo: he ahí el reto. Tras sucesivas escaramuzas, los colores,
que quince años atrás insistían en enturbiarse, ahora desmayan esa
resistencia natural de los materiales a ser dominados caprichosamente,
y los colores son vencidos, desplegados en su singularidad brillante
sobre la tela, gracias a los aceites vírgenes con los que a veces cubre
zonas de color o aun espacios blancos. Sus colores son aplicados por
capas de una misma gama, con matices más bien puros que en mezclas
personales en paleta, y el secado es natural. Evita las químicas con
resultados glutinosos. La gran anomalía de sus cromatismos es que
se producen, se crean, sobre el propio lienzo preparado, ya
«imprimado» y de marca confiable: como en una paleta singular y
definitiva. Sus estuches de acuarela tienen una pátina de matices
terciarios dando un aspecto desechable a las cajas y a los tubos o
pastillas de las mejores marcas; porque se le sorprende trabajando el
óleo con técnicas de acuarela y la acuarela con técnicas de óleo. Ese

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irrespeto de la tradición técnica en aras de una propia, le hace lograr


el misterioso aire cristalino de las acuarelas de Hiroshigue. En sus
acuarelas y sus óleos la limpieza de los colores es sorprendente; al
evitar las mezclas en paleta, evita la combinación de partículas de colores
diversos cuya suma de vehículos refractarios, casi inevitablemente, suma
opacidad a los colores.
La relación entre los volúmenes, las líneas direccionales, los tonos
y los matices de la composición con los marcos concretos del espacio
pictórico se resuelven de modo más complejo a partir de los últimos
lienzos de gran formato. Enfrentarse a la inevitable participación de
la miniatura para la sustentación de su tesis-prótesis expresiva y al
mismo tiempo abrirse a una dimensión mayor que le permite incor-
porar la suya y otras que la trascienden, le han obligado a una dinámica
tensión de los volúmenes que subraya aún más la vocación especular
de su arte. Logra así incorporar en su tejido alusiones a problemas
teóricos y a conflictos naturales y humanos evidenciando, de modo
más explícito, la condición de materia básica del blanco como
«ejemplo» de las zonas liminares en la estructura expresiva de su
cosmovisión. De la misma manera el gran formato le abrió las puertas
a la necesidad de producir texturas de poderosa motivación sensorial
al perceptor —y aún al propio artista, durante el proceso de creación—
dando paso a una creciente riqueza en la labor de las superficies. Claro
que mantiene, afortunadamente, la singular relación cuasi simbólica
y con innegable condición de ejemplo23 —como reverso de denotación—
que en las piezas de pequeño formato. Mantuvo en el tránsito
dimensional la tesis de su cosmovisión y enriqueció el resultado
pictórico. Las filigranas de las plumillas y dibujos a pincel tienen el
encanto del misterio de lo muy hermético. Su estructura, muchas veces
seudo-simétrica y centralizada se carga de una fuerza críptica que les
confiere una notable singularidad. Y al acrecentarse la distancia del
espacio de la expresión pictórica aumentando el formato, una más
compleja relación entre las zonas de distintos tonos —entendido ‘tono’
aquí como grados de color con relación al claroscuro en cada pormenor

23
De la serie Tránsitos liminares, pincel y acuarela, pequeño formato, 2001.

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de una pintura— se ha puesto de manifiesto, directamente relacionada,


como fenómeno, con la necesidad intrínseca de la estructura del textum
artístico planteada por Lotman.
Frente a ese hornillo de alquimista, las formas periféricas,
marginales, se transmutan, durante el período de observación, en inte-
riores, o viceversa, de acuerdo a la aprehensión personal del espacio
y de las formas que lo pueblan, o según se manifieste la relación entre
el fenómeno figurativo y la subjetividad del perceptor. Casi sin
percatarnos del vuelco, de la subversión, ni de los abismos invertidos
alternativamente en la dinámica de los elementos que se debaten entre
las márgenes y las prótesis, se establecen los estadios de singularidad
donde las soluciones transitivas son inválidas por presentar argu-
mentos intransitivos. Fronteras liminares, como cajas chinas que con
sus cubículos sucesivamente inclusos —pero sin regulado centro—
nos exacerbaran debajo de animadas lacas, subvierten sus espacios.
«Las terrenales figuras de Fariñas son como remolinos de
humanidad que bien podrían poblar desde la Divina Comedia de Dante
hasta los campos de Brueghel».24
Osamentas del jurásico, estudios ictiológicos y entomológicos;
redomas, barcas, ramajes secos; falos enmascarados con las
distorsionadas líneas de freudianas pipas; senos, úteros, larvas, sacos
fetales, criaturas y monstruos del más diverso sincretismo; síntesis
abstractas; universos antropomórficos de profunda hibridación donde
cada figura, a la vez que pareciera implotar, se expande diseminándose
con la proliferación de sus diferencias hacia macrocosmos y micro-
cosmos, en un dinámico y contradictorio efecto para representar el
fluir de las metamorfosis en un juego hacia fuera y adentro de acuerdo
a las trayectorias y a los transversales desvíos de la mirada. Se trata
de un sitio que pareciera regentado por una brújula con la aguja
desprendida apuntando en dirección sobrecogedoramente perpen-
dicular al cenit, y rodeada por otras innumerables agujas imantadas
que señalaran un norte ubicuo, dirigidas hacia todas partes o, como
uno de sus más tempranos críticos afirma:

24
Dianne Zuckerman, Denver Post, 16/12/98.

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Como todo intento cosmogónico, su plástica trata de expresar la totalidad del ser.
Es como si estuviera representándonos la historia de los comienzos partiendo del
símil del universo como un hombre cósmico, aquel que sacrifican como sustancia
primigenia y generadora de toda la creación y resucita en cada criatura nacida de su
cuerpo y de cada una de sus extremidades. Estos seres, cuya esencia cósmica hace
que reverbere en ellos la infinita posibilidad fecundante, parecen ser un ingenuo
instrumento de aborto de otras criaturas. Son engendros que tienen un carácter
híbrido y embrionario. En una misma forma se unen elementos animales, vegetales
y humanos que apenas se reconocen en el conjunto, con lo que quiere significar la
unidad dentro del caos natural (Pérez, 1996: 34-36).

En los más recientes dibujos a pincel, así como en las plumillas, las
acuarelas y los óleos de Fariñas hay un cambio, un salto: la mano que
produce la línea logra ya domar los pinceles a un punto casi límite.
Desde temprano copió a los maestros japoneses —Utamaro,
Hiroshigue y Hokusai— directamente de grabados originales impresos
con motivo de una celebración nacional y traídos de Japón por Sarah
Ysalgué y Salvador Massip, sus abuelos políticos, como regalo imperial
en uno de sus viajes. Domina la técnica y luego la varía: comienza a
trabajar la acuarela por las zonas húmedas con una técnica de fundido
además de las capas secas superpuestas. Luego, en los dibujos a pincel,
la caligrafía japonesa en sus variantes más libres, influye en la
realización de trazos con gran aproximación a lo que propiamente
llamamos rasgos. También aprende a preparar sus propias tintas a
partir de materiales naturales tradicionales del arte japonés. Los dibujos
presentan desde entonces un trabajo más delicado en las tonalidades
a lo largo y ancho de las propias líneas, y aparecen los grises ausentes
en las plumillas, —a menos que se acuda a soluciones referidas a la
sombra como la convencional de los espacios sables de la blasonería
o a las soluciones sutilísimas resueltas por entrecruzamientos de líneas,
con parecido valor tonal y condiciones de grosor, de los grabados y
plumillas de Rembrandt, técnica que en las plumillas asimila el artista.
Fariñas logra dominar el grosor y tono en la emisión de las líneas
controlando la carga de humedad en la acuarela, la condición grasa o
de liquidez de la carga de los pinceles, la velocidad de la pincelada y
hasta la presión que ejerce sobre el pincel de acuerdo al tamaño del
cabo y el largo de la brocha y, todas esas particularidades, siempre en
dependencia del grosor y valor expectativos a que aspira el artista

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con la huella de los pinceles extra finos, de marta cebellina, operán-


dolos en pos de trazos más o menos delgados, rastros más o menos
secos, pinceladas más o menor cargadas o veloces; delicados siempre
en la sucesiva reconversión de los planos y espacios pictóricos con
una vocación de periferia «volada», definida materialmente por un
marco que se transgrede por la continuidad subjetiva del discurso y la
transitividad en el conjunto técnico y formal de todas las series. Con
líneas gráciles, tenues, finas y otras poderosamente trazadas, siempre
modeladoras, dibujando rasgos jamás otorgados por adorno o capricho
sino respetando los dictados por la necesidad de la organización de
las estructuras y por la distorsión que precisen las formas que
consciente e inconscientemente la obra rescata desde el blanco, que
las alza o las sepulta, desvelándolas siempre. Así nacen, por ejemplo,
las series de los Exilios con lo intenso de la sensibilidad sefardí; y son
las crisis comunes a todos los tiempos de tránsitos capitales las que
afectan e iluminan sus Naves de los lúcidos,25 como afectaron e
iluminaron a Bosch y a Brueghel, al que parafrasea haciendo varia-
ciones de algunos de sus motivos. Le mueven los temas cabalísticos,
los bíblicos y los eróticos, los que se traducen en «epopeyas» con
planos susceptibles de ser transpolados en una misma superficie
conjetural y figurativa donde emergen con idéntica limpieza y dominio
los vericuetos de sus imágenes anómalas más descabaladas.
Gracias a su dominio de la miniatura y a la dinámica de enfren-
tamiento y coexistencia en la confrontación necesaria que expresan
sus formas, insertadas en zonas de colaboración y de desastre a través
de deslizamientos y de conjuntos, de combinatorias de inmersión y
emersión, la obra de Fariñas es un espectáculo que involucra a partir
de una aparentemente pacífica puerta de entrada dando inmedia-
tamente acceso a un tejido que sin cesar crece y se diluye en un sentido
o se reduce en otro reformulándose hasta la estremecedora zona de
los esbozos, donde a veces se despliegan las figuras más sorprendentes.
El ouroboros y las tarascas son motivos centrales en su iconografía;
pero también los calamistros, las branquias, las pezuñas, los picos de

25
En las colecciones de Dulce María Loynaz, Alicia Alonso y George D. Hyman, entre otras.

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ave: todo «antropomorfizado» de muy diversos modos. Asoma, en


ciertos dibujos a plumilla, una búsqueda discreta, desde su peculiar
sistema de claroscuro, del sombreado dramático de Fabelo y, en
algunas series de acuarelas y dibujos a pincel, la vocación hacia la
magistral técnica de labor con la mancha de ese maestro; en las
transparencias: la tendencia hacia la poética de las veladuras cristalinas
y no de las superficies pastosas lamidas en Carlos Enríquez; y las
opacas —en parte por la mala calidad de los materiales usados— y
telúricas, aunque paradójicamente aguadas, de Servando, y ambas
pugnando por evidenciarse; la desolación levitante de las columbinas
y las cafeteras de Acosta León en ciertas características del espaciado;
las texturas de Abela, heredadas a través de Oliva; y de Ponce, las
pastas modeladoras con sus blancos cremosos, sus sienas, sus sepias
y sus neutros trágicos y profundos; mientras aspira, y espera, aunque
sea en algún mínimo resquicio de tela donde le cuaje un día la
maravilla: modelar con la pincelada vívida, colorida, espesa y con la
apariencia dulce de un linóleo cincelado en altorrelieve a gubia filosa
de los óleos de Van Gogh; atrapar los demonios, los paisajes y la
atmósfera de Hieronymus Bosch; la línea de Brueghel, que todo lo
doma; las sutilezas de Leonardo en los bocetos y esquemas más
personales de sus diarios; la cortante del Durero de la serie apocalíp-
tica; la miríada de matices en un centímetro de la representación de la
piel de cualquier retrato de Rembrandt o aun la vitalidad de la línea
quebradiza de sus tintas y grabados. A todos, Fariñas los venera y
trata de reverenciarlos de algún modo, con gran placer, regodeándose
al evocarlos a ratos, con una juiciosa mecánica de las apropiaciones,
desde su propia voz. «La rotura de los recipientes se continúa en todos
los siguientes grados de la emanación; todo está como roto, todo tiene
una mácula, todo es imperfecto» (Scholem, 1989: 123).
Construidos sobre visiones globales que tienden a la síntesis, y
reducidos en función de una lógica de análisis de los sistemas que se
interrelacionan transversalmente, los horizontes de sucesos sumergidos
y las fronteras de los relatos obvios se transgreden con microrrelatos
y macrorrelatos que irán reformulando, sucesiva e ilimitadamente, las
propuestas dramático-dialogísticas de sus figuraciones. Se intercambian
constantemente los «roles» que pretenda el espectador: antagonistas,

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protagonistas y deuteragonistas, complicando sin solución de conti-


nuidad lógica cualquier pinito de cuadrado greimasiano. Pero este
pintor no hace literatura cuando pinta: en sus cuadros no hay línea
narratológica que se organice tras escudriñar sus síntesis. Los ilimitados
horizontes críticos difieren de sí mismos a cada momento ante los
ojos del espectador, no hay trabajo de signos encaminado a enun-
ciaciones que pudieran ser rigurosamente transpoladas a expresiones
verbales, lo que no es consecuente con la condición lógica de la
literatura. Para narrar y para hacer poesía, Fariñas acude a las propias
artes a que esas expresiones corresponden, con la marca de su imagi-
nario de hondas raíces judaicas: «¿Dónde colocaste el centro de mis números/
y dónde, sobre todo, el centro de mi juego?» (Fariñas, 1999: 13).

Quizás lo importante no sea llegar a conocer mi nombre o mi nueva imagen, sino


el poseer la certeza de que aún soy una semilla esperando su fruto, un fruto que, a
su vez, ocultará otros nacimientos y otras muertes.
Esta sucesiva urgencia de ser cáscara de otra cáscara es acaso el eje de mi destino
(Fariñas, 1999: 139, 140).

Puerta cerrada y abierta, / umbral: tú, que no mueres, / permite que yo vuelva al molino/ y
al velo del inicio, / al caldero entre los romerillos, / a la luz en la caída que engendra; / déjame
otra vez sin lugar y sin medida, / perdona mis pasos, que no me pertenecen; / cumple la
ascensión, cuya clave ignoro; bórrame sin mirar atrás (Fariñas, 2001).

Algo del horror ante la creciente pérdida de auto-conciencia del sujeto,


algo de nuestro asombro ante la masa de materia oscura que asoma al
fondo de la supuesta nada y algo del derrotero (¿final?) de la materia
hacia las zonas más densas se intuye, como metáfora invertida, en
estas dimensiones que devana Fariñas, reformuladas por un compás
que traza sus arcos aquí y ahora, desde un eje pictórico fuertemente
signado por la aporía de Aquiles y la tortuga. Las figuraciones de
Fariñas nos acechan desde sus espacios abiertos como caóticas
criaturas de la luz, o aun como entelequias asomando sus larvas por
las hendijas de este laberinto, adonde acaso un compás irónico de
vocación mesiánica podría guiarnos, trampa adelante, hacia una
esperanza por siempre diferida.

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En esta aventura me someto a las lindes de los divertimentos. Tras


asumir la condición de relevo, de exilio, que instituye el conjunto de
lo conocido con relación a la totalidad ignorada, sólo fue mi propósito
ubicar los contornos propios de la huella de Fariñas con su consecuente
inmersión en el flujo indiferenciado del resto de las marcas, y operé
mi compás; pero los giros torpes tal vez me condujeron, con la ironía
de toda aspiración anagógica, a la prótesis originaria —nunca a lo
cercenado. «No descubras el rostro del que sueña» (Marré, 2001: 161),26
nos advirtió un amigo entrañable. Ignoré la advertencia.

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26
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«Entre Babilonia y El Dorado aquel»
(Notas sobre sociabilidad y transición
de la poesía en Cuba)

Osmar Sánchez
Instituto Tecnológico de Estudios Superiores
de Monterrey-Ciudad de México

Reflexionando alguna vez sobre la relación de suyo problemática entre


lenguaje (literario) y representación, Jean Bessière sostenía que el
ámbito de comunicación y simbolización en que se resuelve el contexto
sociocultural podía producir, en términos de simbolización, el mito o
la tragedia. Para el mito, en su caracterización, no procedía hablar
propiamente de representación, por no ser reflexiva la simbolización
en su caso: «el mito y su discurso son siempre actuales» (1989: 320),
prácticos, inmediatos, afirmaba él allí. En el caso de la tragedia, por
el contrario, podía hablarse de representación en la medida en que su
espectáculo, según esa misma caracterización, supone la abolición de
la proximidad, de la inmediatez de sentido.
En porción considerable, esos puntos extremos del trabajo de
simbolización social pueden ayudar —no sin algún aprovechamiento
de sus valencias metafóricas— a fijar los polos del espectro que ha
cubierto la formación socio-discursiva cubana correspondiente al
período revolucionario. Y, acaso también, con todas las salvedades
de rigor, a precisar su orientación prevaleciente: más que entre uno y
otro, de uno a otro. Del mito a la tragedia. «¿[Q]uién sabe la distancia
/ entre Babilonia y El Dorado aquel?» (Milanés, 1995). Dos espacios
nodales por sus valencias simbólicas en cuanto a imaginarios se refiere
son identificables en esa canción con cada uno de esos polos:
Babilonia, caótica y degradada, la tragedia; El Dorado, utópico y
remoto, el mito. Y, asimismo, con dos tiempos: Babilonia, un pasado
que se resiste a serlo; El Dorado, un futuro que no se presenta.

SINTITUL-5 167 27/05/2009, 12:16


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Aunque intuyo que esta tendencia es verificable en el


comportamiento de todos los cauces socio-discursivos que tienen su
fuente en ese ámbito comunicativo/simbolizador, he preferido ceñir
su revisión al radio de sólo uno de sus discursos (literarios)
interactuantes: la poesía.
Desde luego, el binomio conformado por mito y tragedia como
polos del espectro de una formación socio-discursiva presupone una
transición, la cual, a su vez, remite a la sociabilidad que está en la
base de todo ese proceso. En efecto, mírese por el lado de la serie
literaria en el sentido más estricto o por el de las series (más) sociales
en interacción con las cuales la poesía nace, se perfila y muta, hablar
de una transición de (o en) la poesía implica, de algún modo, poner el
acento sobre la sociabilidad de ésta. Si bien la tradición del género
(historia también de sus efectos) impone su lógica, su ritmo y su
repertorio de recursos formalizadores y opciones expresivas sobre las
posibilidades de evolución de éste en cada momento de su trayectoria,
no es menos cierto que las condiciones en que se actualizan esas
potencialidades o se incorporan tales variaciones o modificaciones
son delimitadas por necesidades que, en última instancia, tienen su
epicentro más allá de esa tradición particular.

Social el lenguaje, materia prima de las producciones literarias, y


sociales también los participantes previstos por (y para) la puesta en
marcha del proceso de textualización/comunicación literarias, difícil
más bien sería mostrar una no-sociabilidad de ese proceso, incluso en
el caso de ese discurso reputado como el non plus ultra de «creatividad»
individual que es la poesía lírica1. Las distintas maneras de inscribir la
conciencia del otro en un texto constituyen huellas o indicios de la
sociabilidad de éste: previsión del destinatario e influencia de la imagen
resultante sobre la construcción del enunciado, conciencia de los

1
Otras aristas de interés acerca de la sociabi lidad de la lírica discute y propone Theodor
Adorno en su «Discurso sobre lírica y sociedad» (1962).

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discursos/textos ajenos en el proceso de re-creación (textual) de «lo


real» (Bajtín), además de la prehistoria (siempre social) del emisor y
del receptor individualizados.
Sociabilidad, sin embargo, es un rasgo que se asocia con cualquier
género literario antes que con la poesía (lírica). Muestra palmaria de
ello es que la poesía no ha sido favorecida, al menos directamente, en
los acercamientos analítico-críticos a los textos/discursos literarios
desde las perspectivas que favorecen la aprehensión del trasfondo
social o sociológico de las producciones literarias. Éstas —v. gr., Bajtín,
las sociocríticas—, inclinadas hacia los géneros narrativo-prosísticos
interesados en representar/crear alguna «realidad» que les sirve de
referente, antes bien han tendido a revisar la fundamentación del
privilegio otorgado a la poesía, en tanto «summa» o «esencia» de «lo
literario», en los acercamientos desde perspectivas de carácter estructu-
ralista-inmanentista, como parte de sus críticas a éstas.
Por su parte, Bajtin, lejos de prolongar esas visiones que han hecho
girar la constelación de discursos (literarios) alrededor del planeta-
poesía, propuso observar esa cambiante constelación desde el ángulo
—más abarcador y fluido del funcionamiento de esa dinámica—
asegurado por géneros prosístico-narrativos, entre los que descuella
la novela. El beneficio metodológico es verdaderamente inmenso,
revolucionario.
Habría que precisar, sin embargo, que si tal revisión ha resultado
provechosa, o al menos sugestiva, a pesar de todo, para reconsiderar
el funcionamiento de la poesía entre los otros discursos (escritos/
orales, literarios/no literarios, canónicos/marginales) en cuya
interacción se constituye, bastante pobre o empobrecedor se ha
mostrado (y acaso más entre no pocos de sus continuadores) para un
análisis particularizado de ese discurso y de sus textualizaciones, sin
merma de sus especificidades.

En el caso presente, ha sido la propia poesía objeto de análisis —pro-


ducida en Cuba desde finales de la segunda mitad de la década de
1980— la que, por su manifiesta voluntad de apertura hacia el contexto

169

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socio-discursivo y por su aguzada conciencia de estarse constituyendo


en esa frontera, ha hecho recomendable este tipo de acercamiento,
sólo que complementándolo con un mayor apego a la especificidad
de esos textos. Marcada esta poesía con esa orientación en el proceso
mismo de producción, también lo ha estado en lo concerniente a su
recepción: el amnios socio-discursivo ha condicionado por igual uno
y otro polo del proceso comunicacional literario.
La poesía, desde luego, no es la única zona socio-discursiva en esa
formación que ha dado muestras de tal tipo de interacciones: sí, tal
vez, la que, por las mayores rapidez en poner a circular (interactuar)
sus producciones, e inmediatez con respecto a la circunstancia
transubjetiva generadora suya, mejor se ofrezca para representar ese
proceso en la perspectiva señalada2. Si se entiende la representación
literaria, en la línea de Bessière, como interpretativa de la manera en
que una sociedad se representa a sí misma, a la vez que una
metaforización de esta (auto-)representación social, no creo que haya
inconveniente en asociar ese concepto y la poesía, tipo discursivo
éste que, en efecto, interpreta a la vez que metaforiza la representación
que hace de sí misma la sociedad en un momento determinado de su
historia.
Sin la referencialidad usual de los géneros narrativo-prosísticos, ni
su espesor transdiscursivo, la poesía tiene a su favor —para este
propósito— la capacidad proyectiva respecto del imaginario social
que constituye su amnios. La individualización de esa capacidad, así
como su subjetivación característica, son otros tantos rasgos que
abonan este interés, por las sintonías que adelantan con ese imaginario.

2
Ante una circunstancia similar, sólo que a propósito de la poesía cubana correspondiente a
1902-1959, Alfred Melon sostenía, en lo que pareciera una invariante de esa tradición,
cuando menos durante el siglo XX, que «il ne fait pas de doute que c’est pendant les périodes
les plus troublées de son histoire qu’elle [la poesía] a été la plus ardente et la plus inquiéte»
(Melon, 1992: 11).

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Aquí no pasa nada, me repiten los ciegos mientras


trenzan alambres
alrededor del cuello que les brindo. Aquí reina la calma,
los portales ajenos en su pudor de amantes provincianos,
las mamparas, los mimbres, el lento polvo de lenta
mansedumbre
y el rencor y la leve caricia del puñal que con espanto
guardo en el sombrero. Aquí no pasa nada,
ni siquiera puede herirme la felicidad. Me paro ante
el espejo [...] (Simón, 1993: 141).

«Infórmese, por favor» es el título de un cuento del escritor cubano


Roberto Urías (1992) que insinúa muy bien el estado de cosas en la
formación socio-discursiva que sirve a su vez de trasfondo resonador
a la nueva poesía; y, por consiguiente, algo adelanta sobre el lugar de
los discursos literarios en relación con los rectores de esa misma
formación. ¿Por qué la invitación, el exhorto o incluso el mandato?
¿Cuál es esa información omitida o escamoteada cuya asimilación,
sin embargo, el sujeto enunciador estima impostergable? ¿Quién es el
sujeto de ese enunciado? ¿Quién debe informarse?
El modelo mismo que sigue el subsistema composicional de ese
cuento es muy significativo al respecto: un diálogo —si es que así
puede llamársele— entre un funcionario (presumiblemente militar) y
un joven en trámites, recreado sobre la base de un estricto formulario.
Mientras que el funcionario, limitado a reproducir en voz alta las
preguntas, parece identificarse con su papel, el joven se resiste al
papel que le prescribe el formulario. La no-comunicación o el desen-
cuentro resultante entre ambos corresponde también al de dos modelos
de ser humano/ciudadano que han pugnado por prevalecer en ese
contexto socio-discursivo.
El enunciado que titula ese cuento remite al lugar desventajoso
del actor joven (y del discurso que él representa) en esa dinámica
socio-discursiva: la invitación a informarse, a ponerse al día, viene a
ser como una respuesta al funcionario y al discurso representado por
él, así como —a través suyo— también al tipo de lector que éste ha

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(in)formado dentro de la isla y fuera de ella. El reclamo ético-moral


de una (auto)definición sobre la base de la experiencia (vivencial/
discursiva) propia, sugerido ya en el título, es uno de los principales
rasgos del texto homónimo que sirve, asimismo, para presentar de
conjunto el segmento discursivo que aquí se analiza.
Avala también la consideración de ese cuento la tematización en
él de rasgos comunes al amnios socio-discursivo que informa la nueva
poesía cubana; a saber: el redimensionamiento de toda una serie de
valores conductuales sobre bases humanistas no-abstractas ni
primeramente políticas; la réplica intertextual (o inter-discursiva) a
modelos rectores del contexto socio-discursivo en cuya interacción
se constituye el sujeto (y su discurso); el desmontaje de ideologemas
claves; la defensa de la individualidad y de la consiguiente diferencia;
la aspiración al viaje hacia espacios (simbólicos) propiciadores del
crecimiento pleno... Señales, todos esos rasgos, de una transición que
atraviesa y desborda la poesía3.

Como la transición, en tanto indicio de vida de todo organismo o


proceso, es casi imperceptible durante períodos más o menos dilatados
de la existencia de estos, cuando ella se hace notar es porque se percibe
una modificación estimable, por encima o por debajo del promedio,
en el organismo o en el proceso de que se trate. El cambio cuantitativo
ha dado lugar entonces a un cambio cualitativo. Ese cambio distinto,
redefinitorio, es el que ha estado acaeciendo en la sociedad cubana
de un tiempo a esta parte, donde ese indicio consustancial de todo
organismo viviente —transición— ha cobrado visos tan singulari-
zadores que ha llevado a hablar de la transición, como si se tratara de
un estado en sí mismo y no de un indicio del sistema al que se refiere.

3
La constatación de esos rasgos en otras producciones literarias y artísticas en general de este
mismo período permite hablar de la emergencia de una nueva sensibilidad en Cuba, que, si
bien resalta más en el campo correspondiente a esas producciones, muy lejos está de agotarse
en él. Sensibilidad post o de signo post la he llamado en otras ocasiones (véase Otros
pensamientos en la Habana, Ciudad de la Habana: Letras Cubanas, 1994).

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A manera de sinécdoque, el todo ha pasado a ser designado por uno


de sus componentes; o uno de los rasgos componentes ha servido
para designar un todo. Así de relevante se percibe ese rasgo.

En el ámbito que equivaldría al campo literario, notables han sido sus


interacciones con la transición de la que él mismo participa; no sólo
por lo que respecta a los presumibles «efectos» sobre ese campo
(descentralización editorial, reorientación de intereses, búsquedas de
nuevos mercados y de nuevas maneras de insertarse en ellos, otros
modos de textualización, replanteo del estatuto y la función sociales
del escritor, etc.); sino, especialmente, en lo que concierne a las
reinscripciones —esto es, desplazamientos, interrogaciones, resistencias—
de ese proceso en el aspecto socio-discursivo por parte de aquél.
Vistas las interacciones desde esta última perspectiva, puede
atenderse la «lógica específica [de ese campo]» y, asimismo, la de sus
producciones, según el razonamiento de Bourdieu:

[…] los acontecimientos económicos, sociales, sólo pueden afectar una parte cualquiera
de este campo, individuo o institución, según una lógica específica, porque al mismo
tiempo que se reconstituye bajo su influencia, el campo intelectual les hace sufrir una
conversión de sentido y de valor al transmutarlos en objetos de reflexión o de imaginación
(Pouillon, 1971: 182).4

La noción de campo intelectual según la sugestiva caracterización de


Bourdieu se torna particularmente polémica en su aproximación a un
caso como el cubano de las décadas recientes, porque a la ya tópica
precariedad de la autonomía siempre relativa de ese campo en zonas
periféricas del capitalismo, como el subcontinente del que forma parte
Cuba por razones tanto geográficas como históricas, se añade la especi-
ficidad que le aportó la asimilación de su modelo al del socialismo de

4
Recomendable, por abarcadora y sintética de la propuesta teórico-metodológica de Pierre
Bourdieu, es la revisión que practica Carmen Virginia Carrillo en su artículo «Acerca de la
propuesta de Pierre Bourdieu para el análisis sociológico de la literatura» (2003).

173

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corte soviético. A resultas de lo cual (entre otros motivos) se


desvalorizó cualquier otro capital simbólico que no fuera el político-
estatal, o que no pudiera traducirse de inmediato a éste.
Así, a la precariedad casi endémica que le viene por su posición/
función en la economía prevaleciente a nivel mundial, un caso como el
cubano agrega el inconveniente de la politización (de Estado) como único
capital acumulable también entre intelectuales; lo cual hace aún más
discutible la pertinencia del uso de la noción de campo literario o intelectual
en el estudio de países que no sean (o hayan sido más o menos
recientemente) centrales/desarrollados, a la manera occidental además.
Sin una autonomía estable, y muy depreciado el capital que debiera
regular su funcionamiento, parecería improcedente, a priori, evocar
la noción de campo intelectual a propósito de Cuba. Empero, esa
noción sería aprovechable, incluso en una situación así, como una
vía de estudio del funcionamiento del ‘medio’ intelectual cubano5.
Metodológicamente, importa observar la diferencia, señalada por
Bourdieu, de ese núcleo activo integrado por productores y propa-
gadores especializados de discurso con alguna autoridad —capacitados
por tanto para competir en la generación de imágenes y representaciones
de la «realidad»— respecto de otros usuarios y contribuyentes de la
situación socio-discursiva en un momento dado. Y luego, conviene
no perder de vista esa capacidad de transmutación y de conversión

5
De manera bastante concentrada, si bien elusiva, esto lo ha hecho objeto central de
reflexión C. A. Aguilera en dos cuadernos suyos que, puestos a circular como poesía, se
orientan más bien a revisar, a problematizar y aun a negar no pocas de las distinciones de la
poesía, tanto por el lado más apegado al lenguaje (/pensamiento) como por el de la red
institucional que la ha sostenido en la reciente tradición cubana: Retrato de A. Hooper y su
esposa (Premio David, de la UNEAC, 1995) y Das Kapital (Ciudad de la Habana, 1997). La
sola publicación de ambos cuadernos (y no se diga ya de los premios con que fueron
distinguidos) indica la transición crítica (o crisis de la transición) y el desplazamiento hacia
otra norma que está viviendo la tradición correspondiente. «En la Literatura Cubana apenas
hay: Problemas. Quiero decir: apenas existe la Literatura como Problema», se proclama en
el «Prólogo» a Retrato (9), poema-poemario donde, además, se relaciona «el / valor / político
/ de / su / libro» con una ‘máquina (evidente/discreta) de capital’. Mientras que en la
«Nota» que cierra Das Kapital se enuncia que «El público, con-vertido en instrumento, en-
tumoroso-animal-de-laboratorio, no podrá trans/gredir el espacio biológico de su propia
presentación; el espacio, biológico, de su obligada asfixia» (33).

174

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de sentidos/valores que es propia de la constitución de esa entidad


como conjunto, la cual hace que una vez adentrados en esa suerte de
tamiz, incluso los elementos (más) circunstanciales, por determinantes
que puedan ser, se asimilen, acomoden o reorienten según leyes de
funcionamiento específicas de ese campo cuya autonomía no sólo es
relativa casi por principio, sino además variable y resultante siempre
de una puja (correlación de fuerzas, etc.) con otros campos y sectores
de la sociedad.

Para dar cuenta de la sociabilidad del texto (literario), Robin y Angenot


han propuesto dos vías: 1) indagar en «cómo el texto contribuye a
producir el imaginario social, a ofrecer a los grupos sociales figuras
de identidad (de identificación), a fijar representaciones del mundo
que tienen función social» (Robin y Angenot, 1991: 51) —vía esta,
por cierto, que Robin, en otro artículo, constriñe a la novela (Robine,
1994: 262, 263)—; y 2) indagar en cómo el discurso social interactúa
con el texto, o sea, cómo se produce «el paso de lo socio-discursivo a
lo socio-textual». Esta segunda vía, además de avenirse mejor con el
propósito de observar las transformaciones operadas por el proceso
de textualización sobre las representaciones sociales con que trabaja,
ofrece la ventaja de conservar la focalización preferentemente sobre
el texto, sin escamoteo de sus especificidades. Retomando aquí la
«lógica específica del campo intelectual» señalada por Bourdieu, cabría
hablar de una lógica específica del proceso de textualización enmarcado
a su vez en el interior de ese campo.
Ahora bien, a contrapelo de lo señalado por Robin (1994), habría
que precisar que las potencialidades discursivas que ella focaliza en
la novela no parecen exclusivas de ese género. En efecto, «foco
cultural» y participante destacado en «la formación del imaginario
social» ha sido también, en uno u otro momento histórico, la poesía.
Dejando ahora a un lado el tema de su impronta sobre la dimensión
sentimental de ese imaginario, recordaría el papel desempeñado por
producciones textuales correspondientes a ese género durante la
Guerra Civil Española; o, en el caso de la historia moderna de la

175

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nación cubana, el carácter de emblema que llegó a adquirir un poema


muy sensible a las pulsaciones del imaginario social en su contexto
primero (1902):

Al volver de distante ribera,


con el alma enlutada y sombría,
afanoso busqué mi bandera
¡y otra he visto, además de la mía!

¿Dónde está mi bandera cubana,


la bandera más bella que existe?
¡Desde el buque la vi esta mañana,
y no he visto una cosa más triste!...

[…] (Arcos, 1999: 2)

Los versos finales de ese poema devinieron luego de 1959 todo un


himno del sentimiento nacionalista y antiimperialista:

Si deshecha en menudos pedazos,


llega a ser mi bandera algún día…
¡nuestros muertos alzando los brazos
la sabrán defender todavía!...

Además de su capacidad para sensibilizarse con esa inquietud popular


por el destino de una nación cuya etapa republicana se iniciaba con lo
que parecía más bien un reemplazo de la bandera de una metrópoli
por la de otra, la amplia suerte de ese poema se debió a aciertos de su
formalización como el decasílabo de himno (acentuado en 3ª, 6ª y 9ª
sílabas), la rima alterna en estrofas de cuatro versos y su sencillez
léxica y morfosintáctica6.

6
Otro ejemplo a considerar, por curioso, en esa misma tradición, es el poema de Nicolás
Guillén «Tengo» (1964), el cual, si funcionó al principio como capitalizador del imaginario
social correspondiente a los sectores (más) favorecidos por el proceso revolucionario, generó
muy otra percepción en la década de 1980 cuando se le intentó usar para prolongar o
reavivar ecos de aquel imaginario en medio de un trasfondo socioeconómico ya muy cambiado.

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Ya adentrado en esta vía se hace necesario revisar una noción como


sociograma, sin perfiles todavía muy definidos, pero susceptible de
consideración en estas pesquisas, según lo han mostrado algunos
estudios textuales de orientación sociocrítica. Robin/Angenot, a partir
de Claude Duchet, lo presentan como: «conglomeraciones de figuras,
de imágenes, de predicados, que forman concreciones sociodiscursivas
alrededor de un sujeto temático» (55); y también, sintéticamente,
como: «vector semántico conflictivo» (56). Por su parte, Robin, en su
artículo (a solas) ya referido, explica que:

Ese conjunto de representaciones se constituye, se configura en torno a un núcleo, a un


enunciado nuclear conflictivo, que puede presentarse bajo diversas formas: un estereotipo,
una máxima, un sociolecto lexicalizado, un cliché cultural, una divisa, un enunciado o
un personaje emblemático, una noción abstracta, un objeto, una imagen. Tal y como se
presenta, trabajado por la ficción, el sociograma es constitutivo de la formación del
imaginario social (1994: 275, 276).

Conflictivo en su interior, inestable, multiforme, el sociograma


permitiría localizar un punto de intersección del texto con el flujo
socio-discursivo en (y de) cuyo seno nace, no pasivamente, sino
ejerciendo un trabajo de transformación, de desplazamiento, en fin,
de reinscripción. Como sostienen Robin/Angenot: «si el sociograma
se mueve no es solamente porque algunos de los ideologemas que él
incorpora se transforman, sino porque la textualización literaria, el
mismo proceso estético, lleva a cabo una transformación» (59). El
efecto del campo intelectual, o lo que es decir, la acción reorientadora
ejercida por la lógica específica de ese campo sobre cuanto entra en
su radio se concreta mediante la puesta en texto.
De mucha relevancia en su relación con el sociograma es el carácter
activo del proceso de textualización. Acorde con eso, dentro del corpus
textual seleccionable se han escogido muestras en las que la tendencia
a «interrogar [la] lógica [del discurso social]» resalta sobre cualquier
otra meramente reforzadora/reproductora de esa lógica. Éste, por
otra parte, vendría a ser el denominador común de lo que entiendo
aquí bajo el rótulo, siempre maleable, de «nueva poesía [cubana]».

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En el caso del comportamiento socio-discursivo de la poesía en Cuba


durante el período aproximado 1985-1999, la palabra «transición» se
ofrece como núcleo o «enunciado nuclear» de uno de los sociogramas
con más reinscripciones, y adecuado, por tanto, para caracterizar la
actividad socio-discursiva de este (nuevo) momento. Ciertamente, si
alguna palabra aislada pudiera reunir en Cuba esa suerte de tema
transdiscursivo en que consiste el sociograma, ésa sería «transición»,
«el tema de nuestro tiempo». Ni nueva en el flujo socio-discursivo
cubano correspondiente a la etapa que delimita el proceso de
revolución, ni identificable a priori con uno solo de los polos actuantes
en el diversificado campo de fuerzas ideopolítico, «transición» se ofrece
como término nodal, como espacio y vector de entrecruzamiento de
los discursos (hegemónicos y no, institucionales y no) del actual
contexto de resonancias cubano.
Conveniente es retener, a este respecto, que «los temas-núcleos de
un sociograma no tienen interés ni sentido sino en relación con el
debate general que se concentra alrededor de ellos, en relación con
una economía global de las representaciones sociales de las que no
son sino una sinécdoque», como lo observan Robin y Angenot (1991:
58). Tales ventajas, en principio al menos, son las que inducen a
proponer «(la) transición» como término piloto, a modo de vector
sociogramático, en este seguimiento de algunas manifestaciones —(re-)
inscripciones— suyas por uno de los discursos conformadores e
interactuantes en ese panorama: el de la (nueva) poesía.

Sintomática de suyo es la historia reciente de ese término en el referido


flujo socio-discursivo. De palabra «de reparto», convocada apenas
por los discursos sustentadores del programa escolar en ocasión de
efemérides y similares rituales confirmadores/reproductores,
«transición» pasó, a finales del siglo XX, a desempeñarse como
protagonista en una heterogénea masa de discursos sociales cubanos.

178

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Semiosis

Significativo al respecto es que no obstante contar con esa historia


de uso, esta palabra tenga ahora resonancias tan distintas. Dícese
«transición», y ya no se significa lo mismo, por más que la voluntad
intervenga. Por otra parte, no hace falta que se le explicite: su presencia
es rastreable en los ámbitos y estratos más diversos, si no siempre
como objeto de reflexión tematizado de variadas maneras, sí como
trasfondo de esas y otras reflexiones.
Últimamente «internacionalizada» por algunos de sus síntomas en
el ámbito económico, la transición en Cuba viene haciéndose notar
con agudeza en varias zonas de su cultura desde mediados de la década
de 19807. En efecto, tanto en sentido amplio («estilo de vida general»),
como en sentido estrecho («manifestaciones artísticas»), es la cultura
donde primero se manifiestan síntomas inequívocos de la reorientación
que, bastante generalizada, se opera desde entonces en cuanto a ideales
de vida, normas conductuales, gustos, concepciones, compor-
tamientos y prácticas discursivas. En esta articulación ha de consi-
derarse también el hecho no por evidente menos importante del arribo
a una meseta de madurez sobrada del proceso sociopolítico iniciado
en 1959 e institucionalizado hacia mediados de los ‘70, el cual se
acompaña entonces, sintomáticamente, de un proceso de «rectificación
de errores y tendencias negativas» propiciados o tolerados por su
propio funcionamiento.
Es en este contexto que emerge a la vida pública-profesional la
generación de ciudadanos de la que son miembros casi todos estos

7
Así, por ejemplo, lo ha resumido Haroldo Dilla Alfonso: «Las formas más visibles [del
cambio que tiene lugar en Cuba desde entonces] ocurren en la economía: apertura a la
inversión extranjera, creación de espacios legales a la actividad privada individual [...],
descentralización de la toma de decisiones económicas en beneficio de organizaciones
empresariales vinculadas al mercado mundial, etc., o se expresan en remodelaciones
institucionales, administrativas y políticas, a niveles local y central. Tales cambios, sin
embargo, son sólo leves fracturas en la corteza de un cuerpo societal que se transforma
aceleradamente, cuyos actores se modifican, cambian sus roles y varían sus perspectivas. En
el epicentro de estas transformaciones opera una nueva dinámica económica que implica la
inserción del país en el orden capitalista mundial y la ruptura no sólo de un modelo económico
[...], sino de toda la economía política y de un orden de concertación y relaciones políticas,
ideológicas y culturales que primó en las décadas anteriores« (1995: 94, 95).

179

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poetas, cuya formación toda se debe al sistema de enseñanza


implementado por el gobierno revolucionario desde los ‘60, años en
que, como promedio, nacen ellos. En torno a ellos, como ciudadanos,
se establece la pugna entre el modelo de ser humano/ciudadano que
se les reserva(-ba) («hombre nuevo») y el modelo que va a configurar
su propia praxis en el vórtice de la dinámica cívica8.

Como vector sociogramático, ya reapropiado/reorientado por muchos


otros discursos, la transición (hacia otros modelos y valores) pron-
tamente se sensibiliza con esa reorientación en los diversos órdenes
de la vida social.
Esta sensibilización tiene uno de sus principales vértices en el rena-
cimiento artístico-reflexivo general que, representado por movimientos
de orientación confluyente en la plástica, el cine, el teatro, la danza,
la canción trovadoresca, entre otras manifestaciones, va a estar
avalado, en lo que respecta a la poesía específicamente, por toda una
serie de indicios que marcan una diferencia en relación con el estado
socio-discursivo previo; a saber: a) la concienciación (tematizada) de
su rasgo diferencial respecto de los otros discursos con que convive y
compite en la «re-creación»/interpretación de «la realidad»; b) la
voluntad de recuperar un polémico centro propio para ese discurso
en la dinámica socio-discursiva, como lo ilustra el cambio de signo en
su interés en probar a explicar(se) la Historia no desde una visión
construida con anterioridad a su intersección con ella; c) la tendencia
a la deconstrucción crítica, replicante, de ideologemas y postulados
claves de esa formación socio-discursiva; d) la actitud de desconfianza

8
Esa pugna entre modelos de ser humano/ciudadano se corresponde con la ficcionalizada en
el cuento «Infórmese, por favor», con la peculiaridad de que el joven en trámites no se
reconoce en el modelo del «hombre nuevo» que ha sido diseñado para él. Según Velia Cecilia
Bobes, «de lo que se trata [a propósito del «hombre nuevo»] es de crear un hombre que, más
que individuo, se sienta parte de una colectividad. La conciencia del hombre nuevo debe ser
profundamente colectivista y solidaria» (1994). En ese modelo, el deber (/deber ser),
homogeneizador y represivo, cuenta más que el deseo (/deseo de ser).

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SINTITUL-5 180 27/05/2009, 12:16


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hacia el lenguaje (sus poderes, sus visiones); e) la resistencia a


determinados tipos de lecturas (/usos) con los que se habían mostrado
compatibles textos de ese género en el mismo espacio público previo;
f) la aguzada reorientación hacia la perspectiva ética...
Una nueva puja, otro reacomodo de lugares/funciones en esa
economía global socio-discursiva, está en la base de este despla-
zamiento hacia la concienciación de los límites, de las fronteras. De
ahí que aquella voluntad de recuperar/redefinir ese polémico centro
propio se produzca, básicamente, en la frontera, en ese espacio eminen-
temente interdiscursivo, dialógico. Comprensible es por ello que esa
tendencia a la autoafirmación conviva —y, en considerable
proporción, se vehicule— con la intertextualidad, la interdiscursividad,
la concienciación del tipo de vínculo sostenido con esos otros
discursos en verdad centrales, hegemónicos.
Quizá se esté en mejores condiciones para entender la profundidad
de este cambio si se tiene en cuenta que, como (casi) todos los
discursos interactuantes en la situación comunicacional creada en
Cuba durante los ’60 y los ’70 del siglo XX, el de la poesía participó
con bastante homogeneidad de perspectivas —editorialmente al
menos— de la orientación prevaleciente primero y después casi única
en la «re-creación/visión de los aspectos que asumió como «la
realidad»; orientación esa que era la fomentada por/desde los
discursos rectores de esa circunstancia histórica.
Aquella otra poesía, correspondiente a la etapa que en terreno
político estrecho se conoce en Cuba como «de rectificación de errores
y tendencias negativas», es la (ahora) «nueva poesía cubana».
Importante es la coincidencia suya con el proyecto de autorrevisión/
relectura promovido desde las instancias discursivas rectoras; y,
asimismo, que tal práctica textual sea producida, mayoritariamente,
por actores pertenecientes a una generación de ciudadanos formados
por el sistema de enseñanza del gobierno revolucionario. Uno y otro
dato son importantes en virtud de su capacidad iluminadora de una
situación de convergencia latente entre dos grandes grupos de actores
con experiencias, concepciones y expectativas diferentes del proceso
todavía en marcha, la cual, sin embargo, concluyó más bien en un
frustrante desencuentro.

181

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Semiosis

Los representantes por antonomasia de la nueva poesía cubana —


llamados también «poetas de los ‘80", debido a la significación nacional
de la década en que emergen—, como ciudadanos formados para
vivir en una sociedad de la que la realidad vivida a diario tiende más
bien a alejarse ya entonces, van a hacer extensivo el ánimo problema-
tizador que comparten con algunos de sus mayores al tratamiento de
los más diversos estímulos provenientes de su entorno, incluidos los
sociopolíticos —antes tan fácilmente suponibles, tan homogeneizados
en sus orientaciones—; lo que redunda en una ampliación de las zonas
iluminadas o iluminables por la poesía, y en una flexibilización con
tendencia desacralizante de temas e ideas fijados en una sola de sus
caras o aristas, como norma, en su tradición inmediata.
Uno de los temas nucleares del sociograma de la transición que
mejor delinea el debate y el trabajo de desplazamiento concentrado
característicamente a su alrededor es el del héroe, la heroicidad y
asuntos anexos. Ese ideologema sacralizado en el sistema socio-
discursivo cubano reciente sufre ahora los efectos flexibilizadores o
cuestionadores de su puesta en texto por la nueva poesía. Bastante
recurrentes son las menciones del término «héroe» asociado a su par
antitético «traidor», develadores ambos, desde su contigüidad misma,
de esa perspectiva flexibilizadora que informa, como promedio, los
discursos (no sólo poéticos) de los actores de la nueva época: «¿A
qué dios suplicar no ser ni héroes ni traidores?» (en Llerena, 1994:
139 y en Arcos, 199: 565), pregunta el sujeto lírico de «Un día de
inocencia». Y en «Generación» (en Cicero, 1992: 14 y en Arcos: 549),
de Ramón Fernández Larrea, su enunciador distingue entre dos
nociones de heroicidad, para evitar seguir siendo juzgado desde la
que no correspondería a su generación, a su tiempo, si es que hubiera
que continuar sometiendo las existencias individuales a ese patrón.
Por su parte, en «Poema de situación», de Norge Espinosa (en
Simón, 1993: 41 y en Cabezas, 1999: 101), se proclama:

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Semiosis

Yo no necesito la muerte de los mártires.

No necesito de sus rostros en la ira de la


muchedumbre,
No preciso sus voces que golpean en la pancarta,
en los muros, en las redes, en las piezas del
domingo.
No me hacen falta sus nombres,
la sangre en que crecieron

resaltando así el carácter omnipresente de esa modelización para la


que no parece haber fronteras entre los espacios público («muche-
dumbre», «muros») y privado («las piezas del / domingo»). Este texto
es representativo, además, por la proclamación de la individualidad
propia, del «yo», no casualmente asociado con esa problemática.
Frente a las modelizaciones homogeneizantes (ahora «los mártires»),
esa proclamación equivale a una defensa de la diferencia (/pluralidad).

Conciencia del paso de una edad compartida (cuasi mítica) hacia otra
regida por la constitución de la individualidad es la que preside «Los
golpes», de Emilio García Montiel. Sobresaliente es en ese texto la
contraposición entre «antes» y «ahora»:

Yo imitaba a los héroes con la vieja confianza que da


la mansedumbre, con su oscura prudencia.
Si alguna noche imaginé o entendí algo, fue apenas
un rubor.
Yo tenía un pupitre, una voz agradable, una ciudad
dispuesta.
Los maestros tocaban mis espaldas y decían: muy
bien.
Todo era hermoso: desde el primer ministro hasta
la muerte de mi padre.
Y perfecto, como debían ser los hombres y la Patria.
Pero eso fue hace tiempo —hace ya mucho tiempo—
y ahora me es difícil precisarlo (en Llerena, 1994: 129; Codina, 1995: 14.
215; y Arcos 1999: 564).

183

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Semiosis

Importa reparar en que el hito para aquel deslinde no coincide con el


preferido por el discurso político oficial: el triunfo revolucionario, el
primero de enero de 1959. Los dos tiempos referidos por los adverbios
«antes» y «ahora» se ubican, en este caso, a partir de ese último hito,
en el ámbito que él inaugura9. Es la asunción del hablante lírico como
sujeto con plena conciencia de sí la que conlleva ese agudo contraste
entre dos tiempos que corresponden también a dos modelos de ser
humano/ciudadano. De una parte, «antes»: imitación (pasiva) como
principio clave de la modelización personal, «mansedumbre»,
conocimiento propio supeditado a la aprobación de esos otros nada
inocentes en términos de ideología que son «los maestros», credulidad
(pasiva), binarismo maniqueo («el bien o el mal») en la interacción
(axiológica) con su entorno, hegemonía del «deber ser»
(desindividualizador, homogenizante) en la percepción, incluso, de
las experiencias menos supraindividuales. De la otra, «ahora»:
autoconciencia como principio rector del conocimiento, presencia de
la sensualidad, concienciación del propio cuerpo (ser/estar
irreductible), sensación de extrañeza radical con respecto a aquellos
valores sostenidos como (los) propios en otro tiempo.
En medio de ese afirmativo universo, «hermoso [...] y perfecto,
como debían ser los hombres y la Patria», sin fisuras ni oscilaciones,
tórnase muy significativa la mención de «las muchachas» como
elemento potencialmente desestabilizador del mundo ideológico
construido y sostenido a partir de modelos masculinos («los héroes»,
«los maestros», «el primer ministro», «mi padre», «los hombres»). Pues
en torno a ellas se concentran los motivos negadores que aparecen en
el poema: «no conocía», «insensatez». Ellas parecen descubrir y develar
la dimensión del sujeto lírico menos controlable por los discursos del
deber: las pulsiones, las fantasías, los deseos. «Muchachas»: único
sustantivo referido a personas que no conlleva jerarquía o posición
de autoridad, única humanidad risueña, relajada y hasta ligera en medio

9
Según Luisa Guido Williamson «el principal [símbolo constitutivo de la imagen de la
revolución cubana] es la idea de la revolución como parteaguas : todo es antes y después de
ella, en una suerte de radicalización nítida de formas de vida, de producción, de acción y
pensamiento. El «antes» […] está compuesto de fantasmas tristes […]» (1993: 26).

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Semiosis

de un universo grávido, hierático, vertical. Por medio de su presencia


el hablante parece haber tomado conciencia de la estrechez e incomo-
didad percibidas y, consecuentemente, en ellas encuentra impulso para
el desplazamiento. Activadoras del deseo, y deseosas en sí mismas,
ellas contribuyen a problematizar la posibilidad de existencia auto-
consciente y plena dentro del círculo delimitado por el deber.
Conviene fijar este dato de configuración del mundo de valores
sobre modelos masculinos («como debían ser los hombres y la Patria»),
sentido como incómodo incluso por sujetos heterosexuales, porque
él constituirá todo un trasfondo, explícito o sobreentendido, en el
discurso poético homoerótico. Asociado con los discursos del deber-
ser, y en la contigüidad de «Patria», no es difícil advertir ahí, como
transparentado en el sustantivo «hombres» de ese sintagma, el
sustantivo «héroes», más bien paradigmático.

Así aparece, por ejemplo, en este poema en prosa de Abilio Estévez


(1989), del que cito un fragmento:

En ti todo es grato. No están, en cambio, el miedo y la vergüenza. Ni aquella tarde


en que pude mirarme en el espejo y descubrir la diferencia entre mi brazo y el brazo
de mi padre. Entre su paso militar y el mío leve, paso que no se escuchaba.

No por estar empleado en un sentido metafórico, el término «militar»


acentúa menos la presencia de aquel trasfondo. Precisamente la
posibilidad de su uso en ese registro devela su reconocimiento social
en ese papel designativo. «Militar» forma parte de una constelación
(ideológica) —con nociones como «héroe» u «hombre»— en la que
sería inconcebible cualquier término alusivo a aquella otra orientación
sexual. Tan incorporado tiene el hablante el modelo de ser construido
(o incorporado) para él por su padre que cuando se mira en el espejo
ve simultáneamente al que es y al que no está siendo y debería de ser.
Esa reconstrucción de la gestualidad del padre es homóloga de la
omnipresencia del referido trasfondo.
Sobreentendido en las limitaciones que acarrea, ese mismo
trasfondo también reflota en «Vestido de novia», de Norge Espinosa:

185

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Semiosis

Quién
le va a apagar la luz bajo la cama y le pintará los senos con que
sueña
quién le pintará las alas a este mal ángel hecho para las
burlas
si sus alas las condenó el viento y gimen
[...] (UNEAC, 1994: 42; Sánchez: 30; y Arcos: 593).

Significativamente, para la poesía de esta misma cuerda producida


por mujeres parecería gravitar menos —si es que gravita— ese
trasfondo. Menos interpeladas quizá por los discursos más represen-
tativos del mismo, esos que exigen ante todo la imagen de «hombría»,
las poetas apenas parecen concienciarlo en sus correspondientes
textualizaciones de ese tipo de experiencia sexual. Léase, a modo de
ejemplo, el siguiente texto de Damaris Calderón:

Antes que yo muchos dijeron estas cosas.


Después de mí otros habrá que las dirán mejores.
Pero cuando tu lengua toca mi lengua
el verbo se hace nulo
se diluye
en esta saliva espesa.
Efímera y eterna eres la mujer del principio.
Todo empieza de nuevo
y se hace necesario reescribir el Génesis.10

Habría que hilar fino en el recorrido de ese texto para reconstruir las
huellas de aquel trasfondo. En lugar de los temores y cuidados de que
suele acompañarse ese tema en producciones debidas a los poetas,
ahí el punto de contacto con ese trasfondo viene insinuado princi-
palmente por la actitud de choque abierto con los valores prescritos

10
Ese poema procede de Los amores del mal, un cuaderno de Damaris del que ella me facilitó
una copia mecanuscrita hace casi diez años, la última vez que coincidimos en La Habana.
No he tenido noticias de que se haya publicado.

186

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Semiosis

al elegir y proclamar a la mujer amada como interlocutora intratextual.


Su propuesta, centrada más bien en la escritura (lo que no es poco:
visión, perspectiva), se orienta a llamar la atención hacia la
discordancia entre lo escrito (como norma, por hombres: «muchos»,
«otros») y lo vivenciado por la hablante desde su modesta y femenina
experiencia de vida acerca del amor y del origen: «[…] cuando tu
lengua toca mi lengua / el verbo se hace nulo». Entre el decir (/
escribir) en el pasado y el decir (/escribir) en el futuro, consciente de
la relatividad de su enunciado, ubica ella su vivencia recuperadora de
la lengua física y, a partir de ésta, el rescate de la otra («el verbo»), con
la que dice/(re-)escribe.

Otra tematización del analizado vector sociogramático reinscribe, no


sin problematizar desde posiciones humanistas, el supuesto capaz de
sustentar la participación en una guerra, por más bienintencionada
que ella sea (presentada):

Ayer me enseñaron a matar


tuve cielo y un hierro ardiente en los dedos
me dijeron
este hierro es el corazón
tuve corazón mataba gente igual
un cielo el cielo de Kibala
aprendí a matar en el nombre de nadie
en el mío propio aprendí a matar
con un hierro que era el corazón
pero no era mi propio corazón

me dijeron mata por tu país


y antes mi país se confundía con un corazón
antes daba palmadas y sonreía
antes parece que tuve corazón
y no el nombre de nadie el nombre indigno de un país
donde te ponen un hierro en la mano
no un corazón un temblor y en nombre de nadie
te enseñan a matar para que sigas escupiendo
o cobrando papeles para que el hijo sea feliz

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Semiosis

o más o menos y nunca se pregunte


si el cielo de Kibala abrigaba
o cómo olían los árboles de la nostalgia
si un día el pobre viejo tuvo corazón
o era un hierro frío y ajeno para matar
para vivir matando para espantar el sueño
y poder echarse un país en el bolsillo
con los ajenos en el nombre de nadie
aprendiendo a matar con su bigote lejano
aprendiendo lo que es un corazón.11

Lo que más singulariza este texto en el que reaparece la contraposición


«antes-ahora» ceñida a la etapa que abre el triunfo de la revolución en
Cuba, reside, sin lugar a dudas, en el desmontaje que practica del
discurso sostenedor de la opción bélica, asistido dizque por el favor
de la Historia y su presunto derrotero único-lineal-en ascenso. Tal
discurso está ahí representado por ese sujeto plural con autoridad-
para-enseñar/decir: «ayer me enseñaron a matar», «me dijeron / este
hierro es el corazón», «me dijeron mata por tu país», «donde te ponen
un hierro en la mano». El sujeto plural queda sobreentendido: ellos,
el ‘ellos’ de la tercera persona plural, sin otra seña de identidad que su
autoridad y su certidumbre en lo que enseña/dice. El uso de esa
especie de velo que escamotea otras señas de identidad apunta, en
una dirección, hacia la omnipresencia de tal sujeto; y, en otra, hacia
las resistencias que ha de enfrentar dentro de sí mismo el productor
del texto para tratar un asunto tan delicado en la formación socio-
discursiva cubana del período revolucionario.
Presentes como figuras en el texto un «padre» y un «hijo»,
correspondería al sujeto plural con voz autorizada (‘ellos’) la función
del omnipresente «Espíritu Santo» evocado por la aludida fórmula
cristiana («En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»).

11
Ramón Fernández Larrea, «Ametralladoras». No he encontrado este poema en ninguna de
las antologías o compilaciones de poesía cubana que he tenido a la mano. Aunque esta
aclaración pueda deslizar algún hálito de ficción, es lo cierto que tuve acceso a una copia
mecanuscrita del poema en un lejano encuentro de talleres literarios en alguna provincia
cubana, donde coincidí con Larrea.

188

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Semiosis

Sin embargo, la mención de «nadie» en el lugar sintáctico que


correspondería a (alguno de) esos entes se orienta a señalar una grave
carencia de sustento en ese discurso promotor de la guerra: «aprendí
a matar en el nombre de nadie / en el mío propio aprendí a matar»;
«antes parece que tuve corazón / y no el nombre de nadie el nombre
indigno de un país / donde te ponen un hierro en la mano»; «con los
ajenos en el nombre de nadie». El supuesto favor de la Historia no basta
entonces, a los ojos del emisor lírico, para justificar el estímulo al homicidio
y el impulso despersonalizador que conlleva toda guerra. (El infinitivo
«matar», que admite complemento directo, en ese enunciado se emplea
como verbo intransitivo, lo que contribuye a poner de relieve su contraste
con el verbo ‘enseñar’: «me enseñaron a matar»).
Por su parte, el motivo «cielo», que tanto importa en el pensamiento
cristiano y que tan otra significación tuvo en la producción previa de
este poeta —El pasado del cielo se nombra su primer cuaderno, a partir
de una canción del trovador Silvio Rodríguez—, se reduce ahí a
constatar un cielo indeseado, un cielo ajeno: «el cielo de Kibala», una
ciudad de Angola, un país africano al que Cuba estuvo enviando tropas
militares durante casi tres lustros. Así, en ninguna de las dos coorde-
nadas resulta favorecida ni favorecedora la mención de «cielo»: «ayer
me enseñaron a matar / tuve cielo» no apunta a recompensa ni a meta
aspirada12. Después de la sorpresa reflota una amarga constatación.
La palabra con más realizaciones en el poema: «corazón», concentra
el nudo de esas tensiones interdiscursivas sobre el que opera tal
desmontaje. En el género discursivo que la actualiza, «corazón» tiene
una tradición simbólica, un aura espiritual-humanista nada compatible
con la potencialidad de cercenar vidas asociada al «hierro» («me dijeron
/ este hierro es el corazón / tuve corazón mataba gente igual»). En
ese otro discurso al que el poema replica se intenta validar o acreditar
bajo ese mismo término todo un modelo de ser/actuar opuesto u

12
Compárese esa negación o problematización semántico-simbólica del motivo «cielo» con la
afirmación y el candor que éste llegó a tener en alguna otra estación de la trayectoria de
Larrea: «aquellos días memorables en que el cielo era el cielo / sin rendición y sin apuro / no
sé dónde han ido a parar.» («El último día del verano», en Cicero, 1992: 18).

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Semiosis

oponible a «corazón» a partir del aprovechamiento metafórico del


aura tradicionalmente humanista de esa palabra-emblema. De ahí, el
cortocircuito, la activación del recelo.
La asociación del «hierro», metonímico de arma, con el «corazón»,
lejos de limar las capacidades agresivas/lesivas de aquél, acrecienta
la vulnerabilidad, anatómica y discursiva, de éste. Mientras «corazón»
presupone la semejanza entre sus portadores o usuarios discursivos
virtuales, desde la perspectiva del texto, ese «hierro» los enfrenta. Sus
orientaciones respectivas en relación con la Historia —de suspensión
aquél, y de reinserción éste— tampoco favorece la igualación intentada
desde el discurso del sujeto con-autoridad-para-enseñar/decir.
Sacudido por tales violentaciones semánticas/simbólicas, el sujeto
representante del discurso poético/humanista concluye su personal y
desventajoso discurso «aprendiendo [nuevamente] lo que es un
corazón».

Reinscripción no menos sintomática de la transición es la del viaje


que ahora se anhela como medio hacia la depuración y la aventura
del conocimiento, o como rechazo de la pretendida suficiencia del
aislamiento. Advertida su presencia con mucha anterioridad en textos
de García Montiel, de Rodríguez Tosca, de Pedro Márquez, de Luis
Marimón, de Juan Carlos Valls, entre otros13, nótese esta vez en otras
variaciones considerablemente distintas.
Mientras que en la primera que reproduzco a continuación, el sujeto
emisor, como entrampado (y sin salida), parece poseído por el espíritu
de algún protagonista sofócleo; en la segunda el emisor lírico asume

13
Me refiero a «Poesía en claro. Cuba, años 80 (Long play / variaciones)», estudio introductorio
de la antología Poesía cubana de los años 80, donde analizo con alguna amplitud ese motivo
que tanto me sorprendió por entonces en mis lecturas de la nueva poesía cubana. Además de
los textos aludidos o citados, ahora tendría que considerar otros, entre los que recuerdo
algunos de Teresa Melo (El vino del error, Ciudad de la Habana, 1998), de Odette Alonso
(Insomnios en la noche del espejo, México, 2000), de Agustín Labrada (La vasta lejanía, México,
2000)…

190

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Semiosis

la inquietante perspectiva de un testigo desasosegado por lo que


observa a su pesar:

Mares incestuosos que no han partido esperan por los


cuerpos anudados de las iluminaciones.
¡TODO HA MUERTO!
Ha muerto el tiempo pasado.
Ha muerto el tiempo presente.
Ha muerto el tiempo futuro.
Los dioses se abren a una cruz;
y el cielo gotea.
Sólo a través del suicidio el tiempo se conquista («Gerald de Nerval»,
Calderón en Sánchez, 1995: 21).

¿Adónde van, muchachos? Y ellos exclamaron: al


infinito,
al infinito...
ser testigo y tener una cara para arrepentirse
de una culpa incierta,
estar seguro que vendrá en el sueño aunque se haya
olvidado cada noche.
Alguien en el mundo tiene que observar cómo los
jóvenes metafísicos
bracean y bracean con impulso mágico buscando una
salida (Rodríguez: 517).

Variación distinta sobre el motivo recurrente que ha devenido el viaje


ofrece «Éxodo», de Chely Lima (Anuario de poesía: 317-322). Esta
suerte de crónica de las varias oleadas migratorias de cubanos durante
unos «treinta y dos años» se singulariza desde el estilo que adopta,
muy en la sintonía del versicular-anafórico distintivo del Antiguo
Testamento:

Y en sucesivas ondas partieron.


Primero iban los odiados de todos.
Y después los otros.
Y más tarde los odiadores de los odiadores.
Y asimismo tomaron el camino los que no entendían.
Y luego los convencidos por razones.
Y los que temían por sus riquezas, abandonaron sus riquezas.

191

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Semiosis

Y los que oyeron alabanzas, fueron tras ellas.


Y hubo quien prestó oídos al rumor.
[…]
Y a un lado de la mar quedó el beso de la madre.
Y al otro, la frente triste del hijo.

Con pequeños descansos elocutivos delimitados por versículos bíblicos


que asimila a su propio discurso, al par que los glosa, se va desplegando
«Éxodo», poema muy notable en la reciente tradición de la poesía
cubana, además, por su tentativa de tratar de conjunto ese problema
social indisociable del proceso revolucionario desde su inicio que han
sido las migraciones masivas, entendibles al principio, pero no
igualmente luego de veinte o treintaytantos años de existencia:

—y algunos que no estaban ciertamente libres de


pecado,
apedrearon a los pecadores.
Y nadie preguntaba: ¿qué hice mal? Sino: ¿qué no
hizo bien el prójimo?
Y no trataban de subsanar errores; sino de hallar el
de castigar al errado.
[...]
—Y fueron todos los días, treinta y dos años.

El sujeto de esta crónica bíblica se reserva una posición eticista, algo


misericorde y a la vez (auto)crítica: «Y no levantamos las tiendas, ni
sembramos la vida / porque morada habíamos y el vino ajeno traído
por el mar / henchía nuestros odres». La excesiva confianza y la consi-
guiente falta de previsión en las épocas de aparente bonanza, así como
la soberbia y la sustitución del examen de conciencia por la búsqueda
maniquea de culpables, se señalan entre las causas de ese éxodo
ininterrumpido que ha servido también para delimitar el proceso de
nacimiento, desarrollo y mutación de la revolución cubana.
El lugar de enunciación, significativamente, se visualiza en el
interior de la isla, como el correspondiente a alguien que no se hubiera
sumado a tales oleadas migratorias. En virtud de tal localización esa
voz aparece investida de una autoridad bastante utópica, como fuera
de lugar: si hace dudar de su sitio es justo por la tranquilidad con que

192

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Semiosis

se legitima a sí y a su propuesta solucionadora: «pero no dividiremos


más a los hombres en buenos y malos, no / en justos e impíos, que en
cada impío hay escondido un / justo, y pecado ha, alguna vez, el bueno».
En conocimiento de esos otros flujos discursivos hegemónicos en el
interior de la isla, con los que ha de convivir la poesía, resalta el
carácter utópico de ese deseo.
Narrando la peripecia de ese «Éxodo», esa voz, segura de su
solución, se ubica en el tiempo algo después de su cierre. Quizá por
ello tienda a abstraerse de la reacción de los discursos cuya réplica
tendría que enfrentar de inmediato. La perspectiva humanista,
conciliadora de diferencias y creyente en la existencia de un equilibrio
primigenio a recuperar por la comunidad, constituye, desde luego,
una réplica a los discursos sustentados en (y sustentadores de) una
perspectiva contraria, eminentemente historicista. Acorde con la
actitud comprensiva/conciliatoria anticipada en el estilo bíblico
seguido, la voz enunciadora prefiere posicionarse en un lugar (-tiempo)
después de la discordia; ese otro tiempo (-lugar) posterior a la errancia
y a la división de la familia es el que más parece interesarle a ella:

—Y será quizás —quiéralo Dios así—, su enemigo


ninguno.
Y seremos hermanos.
Y llegará el día de himnos y de glorias.

Sin pelos ni señales de utopía, muy otra es la visión que ofrece al


respecto Odette Alonso en su poema «Candela como al macao» (1998).
Ya la resonancia humorística popular del título tiende a diluir o a
asordinar cualquier asomo de gravedad o solemnidad entonacional.
«Candela como al macao» remite a una expresión popular que señala
la necesidad de dar fuego («candela») a ese crustáceo, como recurso
último, para lograr separarlo de la parte del cuerpo humano de la que
se ha prendido. Referida metafóricamente a las relaciones humanas,
la expresión apunta hacia personas cuyo trato (ya) no se desea pero
que son difíciles de echar lejos. Tal sería, según ese poema, el caso de
los cubanos necesitados/deseosos de residir fuera de su país natal,
una vez que han alcanzado el territorio físico de sus deseos:

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Semiosis

Para siempre el pie en la escalerilla


el pie el escalofrío el duro pasaporte
donde dice cubano y no raza maldita
peste del universo
cierra la puerta antes que entre
porque una vez dentro ya no podrás sacarlo.
Candela como al macao y no se irá
[…]

Delicado de por sí el asunto —en especial para quienes tienen o han


tenido que protagonizarlo (desgarramiento, incertidumbre, precariedad
jurídica o indeterminación legal en el nuevo espacio, reprobación
sentimental y/o política en el dejado atrás)—, la poeta santiaguera le
halla un lado que pudiera mover a risa. Acorde tal vez con la ubicación
a horcajadas de la propia Odette entre el adentro y el afuera del
epicentro de la geopolítica cubana (en la medida en que la posibilidad
del regreso no estuvo para ella, alguna vez, clausurada), la voz poemá-
tica parece incorporar el punto del vista del «macao» y también el de
quien debe darle «candela», como si ambos fueran un mismo sujeto y
no dos, según lo insinúa el título. Y así es, en efecto: el «macao» al
que hay que ‘darle candela’ para que se aleje termina refiriéndose, no
al ciudadano dispersado por la danza de la crisis post-soviética en
Cuba, sino a la memoria (recuerdos, emociones, sentimientos, valores,
hábitos) que éste habrá de arrastrar consigo adonde quiera que vaya:

Candela como al macao y no se quema


sueño rojo y azul que acaba en puntapié
en la negra esperanza de ahogarse en su propia baba.
Para siempre el pie en la escalerilla
vidrio en los ojos para no ver atrás
para no sentir el salitre en el aire y no llorar
para soltarnos como el macao de los recuerdos
de la arena de una playa y de un acento dulce
para aprender el dolor de la quemada
y no echar el escupitajo al duro pasaporte
[…]

194

SINTITUL-5 194 27/05/2009, 12:16


Semiosis

«[P]ara soltarnos […] de los recuerdos»: para eso es el recurso último


del fuego que se propone desde el título del poema. Darle fuego a «el
macao de los recuerdos» para poder seguir viviendo, en el territorio
de adopción, sin el dolor tenaz de los recuerdos. Quemado ese nexo,
esa especie de cordón umbilical, desaparecería la causa del dolor. Pero
esa operación se sabe de antemano imposible. De ahí el sabor agridulce,
como si mezclara lágrimas y risa, que recorre el poema14.

Como puede comprobarse, lejos de recluirse en los asuntos y las


visiones legados, ahora el discurso de la poesía abarca y recircula, de
manera además problematizadora, ideas, consideraciones en general,
e incluso propuestas de solución, sobre aspectos claves cuyo
«adecuado» modo de ser vistos no se habían estimado derecho suyo.
Si se tiene en cuenta que tales ideas y visiones conforman el
imaginario social en tanto fluidos del lenguaje común a todo ese
contexto comunicacional, se comprende con facilidad su apropiación
o recuperación revalorizadora por parte de este otro discurso. En esa
sangre del lenguaje social animador y nutriente de esta poesía circulan
indisociables los componentes de la afirmación deseada y los del
replanteo autocrítico que conviven en proporción equilibrada en una
sociedad que se pretenda sana.
No es de extrañar por ello que se llegara a esa actitud de recelo o
desconfianza hacia el lenguaje —ciertos lenguajes— que singulariza
este nuevo momento de la poesía en Cuba:

No te dejes ganar por los cascabeles


que llevan en el cuello los animales
Las palabras son como los hombres y los países
usan disfraces fronteras y medallas (Melo, 1998).

14
El verso «sueño rojo y azul que acaba en puntapié» me ha hecho recordar otro: «el libro
blanco, rojo y azul se me perdió», de la citada «Plegaria» de Pablo Milanés.

195

SINTITUL-5 195 27/05/2009, 12:16


Semiosis

Palabras, hombres y países tendrían en común el disfraz con que


pretenden dar una imagen menos innoble de lo que verdaderamente
significan, portan o los mueve. El cuaderno al que corresponden esos
versos se inicia con un fragmento de las Confesiones de San Agustín,
que, al par que su título, explica esa actitud hacia las palabras que lo
preside:

No condeno yo las palabras, que son como vasos escogidos y preciosos, sino el
vino del error que maestros ebrios nos propinaban en ellos, y aun si no lo bebíamos
nos azotaban, sin que nos fuera dado apelar a un juez sobrio.

Tal actitud de desconfianza hacia las palabras evoca la relación


polémica de los sujetos enunciadores con los sujetos-con-autoridad-
para-enseñar/decir. En efecto, el tema o motivo de la escuela/
maestro(o sujeto con autoridad-para-enseñar)/alumno ameritaría, por
su elevada presencia en la producción textual de estos nuevos poetas,
algo más que un comentario aparte15. Tanto su intersección con la
voluntad de deslinde (ético/estético) como su entronque con la pugna
entre modelos de ser humano/ciudadano, lo tornan pieza clave en la
reconstrucción de ese panorama socio-discursivo: «Luego / tuve otro
rostro: / el que escribió el maestro en la pizarra (1992)», escribe
Damaris Calderón; mientras que Odette Alonso describe con
facultades seudo-magisteriales a «Los mercaderes del templo»: «dicen
la fe pero la han olvidado. / Pregonan la esperanza / y la venden a
cambio de toda la miseria» (en Simón, 1993: 25).

La ética no es disociable de la estética. La estética comporta de suyo


una ética sobre la que se sostiene, así sea como trasfondo. En el nuevo

15
Para la escritura del mismo sería muy provechoso revisar los sugestivos comentarios de
Althusser a preguntas como: «¿qué se aprende en la escuela?» y «¿por qué el AIE [Aparato
Ideológico de Estado] escolar es, de hecho, el aparato dominante en las formaciones sociales
capitalistas y cómo funciona?» Sus observaciones, ceñidas al caso de las sociedades capitalistas,
conservan valor también para las socialistas. La lectura de algunos estudios de Bourdieu y de
algunos ensayos de Bertrand Russell allanaría bastante el camino hacia esa meta.

196

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Semiosis

estado poético configurado durante la década de 1980 en Cuba cobra


tal relieve lo ético, que, sin minimizar o suplantar lo (ceñidamente)
estético, ofrece mejor sistema de referencia para practicar el deslinde.
No de otro modo inducen a asumirlo estos nuevos actores (sus
textos) cuando al deslindarse o al disentir de concepciones literario-
artísticas prevalecientes con anterioridad a su emergencia —y durante
ella—, desplazan el acento de sus diferencias o voluntades
diferenciadoras, más que a lo estético en sentido estricto, a lo ético
que lo comprehende. Por ejemplo, abona la pertinencia del énfasis
sobre lo ético la pervivencia entre ellos de modos y medios textuali-
zadores capitalizados por las poéticas conversacionalistas o comuni-
cantes que tanto marcaron los lenguajes de la poesía hispanoamericana
durante la mitad final del siglo XX, a la vez que oponen resistencias a
ciertos usos y proyecciones que se asociaron con esas poéticas como
algo casi natural en la historia reciente de ese discurso en Cuba.
Indicio clave, en mi opinión, de ese desplazamiento del axis
poemático hacia lo ético viene dado por la actitud de recelo o descon-
fianza de estos escritores hacia el lenguaje, sus inercias, sus excesos.
En ese sentido, la suya es una poesía reticente en su trato del lenguaje,
así como de resistencia a la lectura en espacios públicos confirmadores,
y a usos por parte de los discursos hegemónicos. Carlos Augusto
Alfonso, Omar Pérez, Antonio José Ponte, Almelio Calderón, Emilio
García Montiel, Rito Aroche, Alberto Rodríguez Tosca, C. A. Aguilera,
de tan sensibilizados como se muestran en sus correspondientes
producciones con ese axis poemático, autorizan a hablar, incluso, de
una ética del silencio.

Pronunciábamos algo, nos callamos adentro.


Despertamos a la inutilidad de los discursos
Donde la palabra suena para ser oída
Principia y acaba (Ponte en Llerena: 158; Sánchez: 97; Arcos: 579).

«Como mismo la sangre biológica contiene y mantiene gérmenes cuya


propagación o multiplicación incontroladas hace preferible su
reemplazo, esta otra sangre —la del lenguaje— merece de algunos de
estos poetas una operación similar, con la salvedad de que en sus
casos la misma se sabe imposible de antemano; lo que hace más

197

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Semiosis

riesgosa, y proporcionalmente interesante, la aventura del cruce de


este campo minado a que equivale el texto producido bajo la rectoría
de tal desconfianza» (Sánchez Aguilera, 1995: 28).16
Especialmente riesgosa, por extrema, es, en ese sentido, la propuesta
de C. A. Aguilera, que, en su exploración cuasi filosófica sobre los
alcances y las imposibilidades del lenguaje (pensamiento, cono-
cimiento, representación, veri-dicción), deja al desnudo el entramado
cultural y socio-discursivo que sostiene/constituye a la poesía. De
hecho, ante las corrosivas y soberanas distancias con respecto a la
poesía de un cuaderno (o «máquina» textual) como Das Kapital (1997),
me he preguntado si la elección de ese territorio discursivo no es una
de las estrategias empleadas para pensar o repensar, desde esa especie
de núcleo central del campo literario cubano, el estatuto mismo de
los discursos que lo entretejen y conforman.

…Ya lo dije: esta es la nueva época, y soy


el mismo que lo ignora. ¿Con cuál de los dos
quiere salir a recorrer el país? Será como adentrase
en un espejo que dice la verdad… pero a quién
le interesa un espejo que diga la verdad?
(Tosca en Arcos: 569).

¿A qué dios suplicar no ser ni héroes ni traidores?


Alguna vez estos silencios ya no tendrán sentido.
Alguna vez sobre mis ojos el temor se hará inútil.
Sé que habrá un día —un día de inocencia— en
Que no me será dado decir nada más
(García Montiel, Emilio en Llerena: 139; en Arcos: 564).

(Sé que ahora llegan, supongo que


me miran con el derecho que les da
ser otros.) Diré: «Ya este reflector cansa.

16
En páginas posteriores retomo reflexiones alcanzadas ahí mismo, o, acaso más bien, ecos
de ellas, sin la indicación de comillas.

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Y cansa el diván de Rosas. Cansa el hierro».


Seguirán los soldados en sus garitas.
Ustedes, tiesos, se lustrarán las máscaras.
Ensayarán sus coartadas de mamíferos.
Y yo, sólo yo, no habré mentido a tiempo.
Mejor me callo. Mejor no digo nada.
O digo lo que aprendimos del libreto (Escobar, 1994).

Voces arrancadas del flujo, actores desprendidos del escenario, esos


fragmentos no dejan por ello de remitir a la totalidad (escenario, flujo)
que los circunscribe. La totalidad es heterogénea, plena de diferencias.
La silueta de sus respectivas soledades se recorta sobre ese común
trasfondo. Conciencia del otro radical, desdoblamiento, espejo,
gratuidad de «la verdad», censura, temor, súplica a entidades
suprahumanas, «reflector», puesta en escena, «máscara»: rebasando
el círculo plural del mito, la poesía ha pasado a la soledad ineludible
de la tragedia (¿su tragedia?).

No deja de ser significativo, por demás, que la jerarquización de lo


ético en la poesía sea partícipe de la que se estaba dando ya entonces
en el tramado discursivo coloquial del que tanto va a nutrirse ella; y,
asimismo, de la promovida (y pronto congelada) desde los discursos
rectores, contemporáneamente a la vela de armas de los nuevos poetas.
La revisión u orientación al desmontaje ideológico en que ello se traduce
expande sus fuerzas con similar intensidad en todas las direcciones
del entorno formador: la tradición literaria, lo histórico (o historiado),
la actuación cívica del poeta (y del intelectual en general), la trama de
discursos con los que la poesía ha interactuado no sin tensión en su
historia más reciente, las retóricas, ciertas potencialidades intrínsecas
del lenguaje para sus usos, desusos y abusos.....

Poetas como Francisco de Oraá (1929), Roberto Friol (1928) y Raúl


Hernández Novás (1946-1993), entre otros pocos, pueden dar

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Semiosis

muestras, en la tradición reciente, de una continuada vocación ética


en la poesía cubana. Sus casos se singularizan por la fuerte dosis exis-
tencial que ha tenido esa vocación en sus respectivas praxis, lo que,
sin merma alguna de intensidad ni de profundidad, de algún modo ha
constreñido su radio temático y el alcance de su influencia. En el
nuevo estado poético —para el que, dicho sea de paso, ellos no son
ajenos ni extraños— la vocación ética incluye en sus visiones y
revisiones los más diversos ámbitos de su contexto inmediato.

Cambios, inflexiones notables en el aspecto estilístico-formal a que


equivaldría para algunos lo estético en sentido estricto, ha habido,
desde luego: ahí están para mostrarlos (en caso de que aquellos otros
no bastaran) la problematización de las capacidades de representación
del lenguaje; el sensible trabajo con el lenguaje («literario» unas veces,
«común» otras) en cuyo trato ha dejado de prevalecer la ingenua
confianza; el aprovechamiento de discursos de los márgenes como
significantes de una perspectiva crítica y ya no folklorizante (o
folklorizable); la densificación del andamiaje tropológico-imaginal;
el aprovechamiento de la plurivocidad en el cauce poemático; la
desestabilización (desautorización) del sujeto emisor como fuente
idéntica de discurso... Rasgos que, agrupados, denotan a su vez la
diversidad de senderos morfoestilísticos —más allá de los conversa-
cionalistas o comunicantes— practicados por estos poetas, depen-
dientes en extremo, como norma, del Libro, de la lectura.

Pisando la dudosa luz del día


La legañosa luz
Abro la puerta al polvo
Al brillo recocido que me espera:
Aventurarme a otra ciudad no muy distinta
A tanta boda a tanto enlace de cosas
Que no comprenderé sino muy lentamente
Y este dolor de quien tira de la bestia
Siendo a la vez el animal de feria,
De la lengua apurando el azúcar,

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Semiosis

Este dolor tan claro


De no poder estar en todos los amores.

Esta es una «Glosa a Luis de Góngora» por Antonio José Ponte (en
Cabezas: 287), en la que no escasean otras reminiscencias librescas,
como la de Eliseo Diego, por ejemplo. En la concisa producción del
también agudo ensayista Ponte, títulos como «A la manera de Brecht»
o «Confesiones de San Agustín, Libro ix, capítulo x» ilustran
igualmente esa dependencia. Su caso al respecto es paradigmático:
textos de Rolando Sánchez Mejías, de Damaris Calderón, de Víctor
Fowler o de Juan Antonio Molina, entre los de muchísimos otros,
mostrarían que muy lejos está el suyo de ser una excepción. No por
casualidad es tan frecuente en esas producciones la presencia de la
intertextualidad, recurso insociable del intenso y muy generalizado
proceso de relectura a que ha estado siendo sometida la nación desde
finales de la década de 198017.
Es ése otro rasgo que constituye una inflexión de estos poetas
respecto de sus predecesores, pues si bien mucha de la poesía (más)
memorable de este siglo en Occidente, y ya no sólo alguna cubana de
las década previas, ha trasuntado similar dependencia, en el caso
específico de Cuba sucedió, sin embargo, que la poesía predominante
en las primeras décadas posteriores al triunfo revolucionario, en su
legítimo afán comunicativo/vehiculizador hacia «las grandes
mayorías» de determinado ideario compartido (o a compartir) con
ellas, y como parte del «espíritu de época», tendió a participar del
privilegio concedido al Acto —cuyo emblema tal vez mayor fue el
héroe: gestor protagónico de la nueva realidad— por sobre la Palabra

17
Ejemplo concentrado de ese empleo puede leerse en el cuaderno de Juan Antonio Molina
4 remakes (Islas Canarias, 1993), el cual, como adelanta su título, basa su principal estrategia
generadora de sentidos en la «re-escritura» de cuatro textos representativos —esto es,
beneficiarios en alguna medida de la política editorial cubana— de la década de 1970. Se
trata de variaciones problematizadoras sobre las propuestas ideotemáticas de cada uno de
ellos. Si bien los «remakes» admiten ser leídos con independencia de sus correspondientes
«versiones originales», es evidente que potencian su volumen de sentidos en la contigüidad
de ellos.

201

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Semiosis

(la poesía) ; y los discursos «actuantes», «activos» o de acción inmediata


(orales generalmente) por sobre los marcados/marcables (sólo) como
«literatura», con la consiguiente postergación de lo culto-libresco. El
mito, en fin, prevaleció entonces sobre cualquier atisbo de tragedia.
Otros cambios, otras inflexiones, más particularizados, también
ha habido: todos, consanguíneos con aquellos, y todos, como aquellos,
impulsados por esa fuente de vibraciones dentro y fuera de la poesía
que es la revalorizadora dimensión ética.

Como denominador común de estas reinscripciones, revisiones y


desplazamientos, sobresale una visión considerablemente nueva. La
reflexión desde sí, el espíritu analítico, el desmontaje epistémico han estado
fundando esa visión, a cuya consolidación apresurada mucho contribuyó,
desde luego el propio estado de las cosas «fuera» de la poesía.
Desde mediados de los 80 —acaso la década más larga y decisiva
de las correspondientes a la situación cubana posterior a 1959— la
crítica, la vigilia, la duda metódica se han tornado inseparables de las
producciones y aun performances discursivas que conllevan una cuota
de sensibilidad superior a la promedio. Los textos de estos nuevos
actores, nacidos por esas mismas fechas a la vida independiente como
ciudadanos y como escritores, constituyen sólo una parte del iceberg,
acaso la más visible de inmediato. La generalizada puesta en entre-
dicho, o, cuando menos, la inevitabilidad de pensar sobre cuestiones
claves por cuenta propia, han resultado una suerte de epidemia
saludable, en especial para quienes por el estadio de formación en
que se hallaban iban a ser más beneficiados por esa dolencia: los
nuevos actores, estos poetas. La situación de crisis nacional en que se
forman/emergen se entrecruza en ellos, singularizándolas, con las
luchas propias del campo intelectual, que se reconfigura a su paso.
Así las cosas, sorprende menos que la realidad —la otra, la
nuevamente mayor que diría Borges— haya deparado, entre sus
recientes travesuras autoconfirmadoras, la de que esta hornada de
poetas —como, en general, de escritores, de músicos, de plásticos, de
cineastas...— ni emerja en la etapa ideal-floreciente del proceso que

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Semiosis

la (in)forma, ni se corresponda con la imagen también ideal («hombre


nuevo», «intelectual de nuevo tipo») reservada para ella en virtud de
su primogenitura biológica e ideológica dentro del referido proceso:
«Seguramente pensados para el vuelo / ya éramos pájaros de cansadas
formas (Alessandra Molina en Sánchez Mejía: 89)». Ni como culmi-
nación, ni como superación de ese continuum lineal-ascendente a que
ha tendido a simplificarse la dinámica propia de la serie literaria, he
ahí algunas muestras de una nueva etapa de la poesía cubana. Senci-
llamente otra.

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Notas críticas y Reseñas

SINTITUL-5 205 27/05/2009, 12:16


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Notas críticas

Hipertexto literario*

La sociedad actual vive una reconfiguración del horizonte de sentido


determinado por las nuevas tecnologías aplicadas a toda la producción
cultural. Tecnologías que no son sólo herramientas, sino entorno,
espacio, ciberespacio en el cual se llevan a cabo multitud de
interacciones humanas. En la Internet se dan interacciones que
combinan y entrecruzan actividades de información, búsqueda,
comunicación, expresión y construcción de costumbres y formas
culturales de diversa índole (véase Aronowitz, 1998: 21-42). A la
Internet se le considera como un entorno donde las comunidades y
las instituciones se encuentran, se entrecruzan, donde los investiga-
dores y estudiosos comparten ideas, cooperan entre ellos para construir
conceptos e interpretaciones, diseñan estudios, productos y un sinfín
de cosas. Además, la Internet es uno de los principales motores de la
globalización cuya repercusión económica y social es indudable.
Se considera que el uso del hipertexto aplicado a la literatura es un
problema de lectura y de escritura en la medida en que la literatura es
un discurso. La cultura del hipertexto modifica las categorías y
modelos de conocimiento tradicionales, las funciones del autor, del
texto y del lector; enfrenta los cánones de la racionalidad occidental,
en especial los relacionados con el conocimiento científico y la
búsqueda de la verdad absoluta, de los cuales se encuentran colgados

* Este trabajo sobre el hipertexto y la literatura es una reflexión sobre el lenguaje en el


ámbito del Seminario de Hermenéutica e Investigación Educativa dirigido por el doctor
Samuel Arriarán en la Universidad Pedagógica Nacional. Es además parte de una investigación
mayor sobre formación de docentes en y con el hipertexto.

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Semiosis

diversos paradigmas de las Ciencias Sociales y las humanidades


enfrascadas aún en la búsqueda de conocimiento objetivo.
Cuando la cultura hipertextual plantea una posición innovadora
para construir y acercarse al texto, es necesario decir que tal vez esto
aplicaría para el conocimiento objetivo, porque las obras literarias
latinoamericanas hace mucho tiempo que se adelantaron a los
presupuestos de la teoría del hipertexto, sobre todo en ese aspecto
hipertextual denominado navegación (Landow, 1995:80); un ejemplo
concreto de ello es la novela Rayuela de Julio Cortázar.
Cortázar nos ofrece rutas de navegación para su novela en el
Tablero de dirección: una serie de indicaciones para acercarse a la
lectura de la obra: A su manera, este libro es muchos libros, pero
sobre todo es dos libros. El lector queda invitado a elegir una de las
dos posibilidades siguientes:
El primer libro se deja leer en la forma corriente y termina en el
capítulo 56, al pie del cual hay tres vistosas estrellitas que equivalen
a la palabra fin. Por consiguiente, el lector prescindirá sin
remordimientos de lo que sigue.
El segundo libro se deja leer empezando por el capítulo 73 y
siguiendo luego en el orden que se indica al pie de cada capítulo. En
caso de confusión u olvido, bastará consultar la lista siguiente: 73, 1,
2, 116, 3, 84, 71, 5, 81, 74, 6, 7, 8, 93, 8, 68, etcétera, como un mapa
a través del cual podemos ir navegando.
Con objeto de facilitar la rápida localización de los capítulos, la
numeración se va repitiendo en lo alto de las páginas correspondientes
a cada uno de ellos.
Como podemos ver, el inicio de la novela es una invitación a leerla
en dos sentidos: desde la lógica tradicional, donde el paradigma de
lectura de la novela tiene una secuencia de principio a fin, o a través
de la segunda propuesta de lectura, que requiere un ejercicio cognitivo
complejo, pues demanda la participación activa del lector para la
construcción de múltiples significados y exige lectores activos que
participen, se compenetren y contribuyan a crear la novela.
Rayuela como obra literaria es el antecedente de la literatura
hipertextual, porque rompe con la manera lineal y secuencial con que
culturalmente se debe leer. Toda la novela es una trasgresión a los

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Semiosis

cánones tradicionales de hacer literatura. Además, es una novela


vanguardista cuando, de acuerdo con su estructura, se adelanta a las
posiciones teóricas del sistema multimedia, ya que este último
cuestiona la concepción clásica de la comunicación al revelar el
profundo carácter interactivo de toda información y el carácter
complejo, dinámico y abierto de la comunicación como espacio de
construcción de conocimiento, de identidades culturales y de organi-
zación social. El actual desarrollo tecnológico está produciendo
profundos cambios en la concepción del sujeto y en el conocimiento
de la realidad al transformar las tradicionales categorías de tiempo,
de espacio y de las relaciones sociales. La «navegación» en el espacio
virtual en cuanto concepto de lectura exploratoria, es una metáfora de la
dinámica comunicacional contemporánea que anticipa una radical
transformación de las formas convencionales de procesamiento y acceso
a la información, mediante la potencial superación de la división funcional
y jerarquizadora entre emisores y receptores. Estos planteamientos que
se abroga el desarrollo tecnológico a través del hipertexto, creo que
están previamente analizados y trabajados por Cortázar en Rayuela y,
jugando con el lenguaje de la multimedia, puedo afirmar que Rayuela
es desde su concepción misma un hipertexto en cuanto sistema de
redes de significación dinámica, pero sin la computadora.
Rayuela, como sistema de significación dinámica, convoca a ser
leída bajo la lógica de la segunda propuesta que se apoya en el Tablero
de dirección e implica una «navegación» en y entre los capítulos;
aparece como intuición, como juego mental de un ir de aquí para allá
o acuyá, muestra retornos y saltos de una fuente a otra, siempre
expresando nuevas prácticas de lectura de la cultura contemporánea.
La secuencia sugerida implica una forma diferente de analizar o
procesar la información para la búsqueda de significado y goce estético.
Esta condición de Rayuela hace viable no sólo la intertextualidad,
teorizada por Bajtín, Greimas y Genette, entre otros importantes
estudiosos del texto (véase Beristáin, 1998: 269-272), sino incluso la
producción textual creativa a cargo de cualquier lector. El texto
literario, hablando de Rayuela, por sí mismo es movedizo, de allí no
sólo su modalidad de intertextualidad, sino también de posibilitar
diversas interpretaciones.

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Semiosis

Si Rayuela pasara del texto impreso al texto inscrito en el espacio


virtual, sería el hipertexto posible en los tiempos actuales para la
comunidad lectora que intenta aprehender la estética de la obra
literaria, al margen de la obra impresa. La base de esta afirmación
descansa en los posiciones teóricas que se han trabajado sobre el
hipertexto, que conciben una nueva forma de escritura y de lectura
que exige habilidades distintas de competencia comunicacional, que
da origen a una nueva relación entre emisor y receptores, relación
que por darse en el espacio virtual habrá de pasar por una
reconceptualización de los problemas de información y comunicación
en relación con la cultura, en la medida que las redes telemáticas
separan la información del plano físico de transmisión, permitiendo
hoy a cualquier sujeto utilizar la tecnología de la producción textual
en su máxima potencia. Estas aseveraciones son parcialmente ciertas,
si partimos de considerar que el recurso tecnológico es un instrumento
útil, pero que no desplaza al sujeto, en cuanto que este último es el
que posee las redes semánticas y sobre todo la creatividad para utilizar
y construir el texto, independientemente del instrumento. Esto queda
constatado con la obra de Julio Cortázar. Rayuela, dice Andrés Amorós,
«es como una máquina que, además de funcionar bien, contiene todas
las herramientas necesarias para desmontarla y comprobar como
funciona, sin necesidad de llamar al mecánico del taller de la esquina»
(1999: 23). En consecuencia, el univocismo de la tradición literaria,
instituido por la cultura europea, entró en crisis en Latinoamé-rica
con la literatura de Cortazar, Juan Rulfo, Mario Vargas Llosa, Carlos
Fuentes, Gabriel García Márquez, entre muchos otros. La vieja
organización del saber y del conocimiento y la técnica para hacer
arte, cultivadas desde la Edad Media, son abandonadas cuando nuestra
literatura proyecta una asimilación natural de las técnicas renovadoras
de la novela contemporánea, con una marcada profundización en las
raíces del mundo hispanoamericano. La fantasía creadora no se opone
al realismo, sino que lo potencia. En este sentido, Rayuela, permite
conducir con una sola mano dos caballos: el estético y el político,
como dice Carlos Fuentes.
Los vientos de la literatura latinoamericana rebasaron los cánones
tradicionales de la literatura europea, pero sobre todo, muchas obras

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Semiosis

literarias se adelantaron a los acontecimientos de la vida postmoderna,


por ejemplo, en cuanto a las lógicas de escritura y lectura vertidas en
la estructura de Rayuela. Estas características de la literatura
latinoamericana se unen a la concepción de la comunicación contem-
poránea, donde ninguna estructura dentro de un texto dado
proporciona un significado universal, obligatorio y menos definitivo,
en la medida que involucra al lector de manera activa; de allí la
posición eminentemente dialógica de Rayuela, como se muestra en un
fragmento del capítulo 99, cuando Etienne dice:

[...] Lo que Morelli busca es quebrar los hábitos mentales del lector. Como ves,
algo muy modesto, nada comparable al cruce de los Alpes por Aníbal [...] Morelli
es un artista que tiene una idea especial del arte consistente más que nada en echar
abajo las formas usuales, cosa corriente en todo buen artista. Por ejemplo le revienta
la novela rollo chino. El libro que se lee del principio al final como un niño bueno.
Ya te habrás fijado que cada vez le preocupa menos la ligazón de las partes, aquello
de que una palabra trae la otra [...] Morelli parece convencido de que si el escritor
sigue sometido al lenguaje junto con la ropa que lleva puesta y el nombre y el
bautismo y la nacionalidad, su obra no tendrá otro valor que el estético, valor que
el viejo parece despreciar cada vez más [...] Y por eso el escritor tiene que incendiar
el lenguaje, acabar con las formas coaguladas e ir todavía más allá, poner en duda la
posibilidad de que este lenguaje esté todavía en contacto con lo que pretende
mentar. No ya las palabras en sí, porque eso importa menos, sino la estructura
total de una lengua, de un discurso [...] Morelli no cree en los sistemas
onomatopéyicos ni en los letrismos. No se trata de sustituir la sintaxis por la
escritura automática o cualquier otro truco al uso. Lo que el quiere es transgredir el
hecho literario total, el libro sí querés. Y Rayuela como hipertexto es ya una trasgresión
del libro, en cuanto que su escritura por capítulos no ordinales produce una
multiplicación de las posibilidades combinatorias de los capítulos, es una implosión
de la producción textual y una diversificación de los itinerarios de la escritura en el
autor, hasta ahora concebida como lineal y secuencial, haciendo así más densos y
modificables los mapas lingüísticos de conocimiento de la realidad, así como las
formas de circulación y acceso al saber.

Rayuela, en cuanto texto literario hipertextual, rebasa las fronteras del


tiempo y el espacio, posee un contenido, un significado. Ese contenido
está realizando una intención, una intencionalidad. Pero tiene el doble
aspecto de connotación y denotación, de intensión y extensión, de
sentido y referencia. El texto tiene un sentido en cuanto es susceptible

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Semiosis

de ser entendido o comprendido por quien lo lee o lo ve o lo escucha, y


una referencia en cuanto apunta a un mundo, sea real o ficticio, indicado
o producido por el texto mismo (Beuchot, 1999: 19).
Rayuela es aquella clase de textos que van más allá de la palabra y
el enunciado; es un texto hiperfrástico, es decir, mayor que la frase,
con lo cual es ya una manera de responder sobre el tamaño del texto,
pero además es un texto perifrástico en virtud de las posibilidades de
desplegarse a través de él, desde y hacia él, de leerlo de sus linderos
hacia dentro, de hacer descentramientos, originando rizomas, más
textos, más significados. (Moulthrop, 1997: 341-343)
Hacer esta consideración ayuda a pensar el lenguaje de Rayuela en
dos planos: el del conocimiento y el de la comunicación, categorías
básicas para considerar al lenguaje como medio de toda experiencia
hermenéutica.
Toda esta novela, afirma el mismo Cortázar, fue hecha a través
del lenguaje, como un ataque directo al lenguaje en la medida en que,
como se dice explícitamente en muchas partes del libro, nos engaña a
cada palabra que decimos. Los personajes del libro se obstinan en
creer que el lenguaje es un obstáculo entre el hombre y su ser más
profundo. La razón es sabida: empleamos un lenguaje completamente
marginal en relación con cierto tipo de realidades más hondas, a las
que quizá podríamos acceder si no nos dejáramos engañar por la
facilidad con que el lenguaje explica todo o pretende explicarlo. Esta
concepción del lenguaje presente en Rayuela, me lleva a comprender
que la experiencia literaria creada por la lectura del libro, como Cortázar
nombra a Rayuela, implica asumir que el lenguaje literario constituye
el horizonte en el que se circunscribe toda nuestra relación con el
mundo. Rayuela es una experiencia, una originaria apertura a lo otro;
es, por constitución, experiencia de lo otro: «La vida es un comentario
de otra cosa que no alcanzamos, y que está ahí al alcance del salto
que no damos» (fragmento tomado del capítulo 104).
Rayuela, como sistema hipertextual, posee un marco de referencia
que es contexto inmediato para la interpretación del texto. El contexto
posee una función referencial, es la base de toda comunicación y por
tanto es una función primaria. El lenguaje y los sistemas de signos
sirven ante todo para referir, para designar objetos o entes de la

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Semiosis

realidad. El marco de referencia define las relaciones entre mensaje y el


referente, que es el objeto al que alude ese mensaje (véase Ricoeur, 1995:
29). Cortázar alude al referente en su novela cuando dice: «la maga
existió sin ser exactamente como en el libro. Hay una modificación
de su estructura en el libro. Pero fundamentalmente la mujer que dio
el personaje de la maga tuvo mucha importancia en mi vida personal,
en mis primeros años en París. Era como ella, no es ninguna creación
ideal, no en absoluto». Cortázar plantea abiertamente una ruptura
con la posición estructuralista y postestructuralista caracterizada por
no admitir la presencia del referente en el texto literario. Rayuela es,
por tanto un, texto que se escribe, que se lee, que se actúa.
Continuando con el ejercicio de interpretación, y apoyándonos en el
discurso al interior de la novela, la obra va más allá de la intencionalidad
puramente estética para pasar a ser y exigir una forma de vida diferente.
Como se muestra en un fragmento del capítulo 99, cuando Morelli vive
una crisis como escritor y expresa amargamente que ya no tiene nada que
decir. Entre las reacciones que provocó el comentario de Morelli en
Oliveira y Perico, Etienne defiende la obra de Morelli al afirmar que ésta
no se trata de una empresa de liberación verbal:

los surrealistas creyeron que el verdadero lenguaje y la verdadera realidad estaban


censurados y relegados por la estructura racionalista y burguesa del occidente. Tenían
razón, como lo sabe cualquier poeta, pero eso no era más que un momento en la
complicada peladura de la banana. Resultado: más de uno se la comió con la
cáscara. Los surrealistas se colgaron de las palabras en vez de despegarse brutalmente
de ellas, como quisiera hacer Morelli, desde la palabra misma [...] Fanáticos del
verbo en estado puro, pitonizos, frenéticos, aceptaron cualquier cosa mientras no
pareciera excesivamente gramatical. No sospecharon bastante que la creación de
todo un lenguaje, aunque termine traicionado su sentido, muestra irrefutablemente
la estructura humana, sea la de un chino o un piel roja. Lenguaje quiere decir
residencia en una realidad, vivencia en una realidad. Aunque sea cierto que el lenguaje
que usamos nos traiciona (Y Morelli no es el único en gritarlo a todos los vientos)
no basta con querer liberarlo de sus tabúes. Hay que re-vivirlo, no re-animarlo.

Por ello, Rayuela rompe con la relación paradigmática emisor-receptor,


claramente univocista, al oponer frente a esta realidad, las posibilidades

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de otra, la del lector activo; alguien que no lee como le han establecido
hacerlo, que lee más allá de lo «textual», más allá de las apariencias,
es alguien que al tiempo que lee se convierte en un emisor, en su propio
emisor, que escribe su propio texto no necesariamente en la linealidad de
una comunicación controlada por el emisor, sino empezando a construir
otras vertientes, otros discursos. Es el perceptor que se necesita. Es el
que se da libertad para hacer hipertextos.
Pensar hipertextualmente, como hemos discutido aquí, nos lleva a
revisar problemas como el de la lectura y la escritura, especialmente
sobre la noción de «lector competente», entre otros; en suma, a revisar
nuestros saberes acerca de cómo construimos la cultura desde el
lenguaje.
Rafael Sánchez Avilés
Universidad Pedagógica Nacional

Bibliografía

Aronowitz, S. Tecnociencia y cibercultura. La interrelación entre cultura, tecnología y ciencia. 1998.


Beuchot, Mauricio. Perfiles esenciales de la hermenéutica. México: UNAM, 1999.
Beristáin, Helena. Diccionario de retórica y poética. México: Porrúa, 1998.
Chou, Chien and Lin, Hua. «Navigation maps in a computer-networked hypertext learning
system». Paper present at the annual meeting of the Association for Educational
Communications and Thechnology. Alburquerque, 1997.
Cortázar, Julio. Rayuela. Madrid: Letras Hispánicas, 1963.
Landow, G. Hipertexto; la convergencia de la teoría crítica contemporánea y la tecnología. Barcelona:
Paidos, 1995.
Moulthrop, S. «Rizoma y resistencia. El hipertexto y el soñar con una nueva cultura» en
Landow, G., Teoría del hipertexto. Barcelona: Paidós, 1997.
Ricoeur, Paul. Teoría de la interpretación; discurso y excedente de sentido. México: Siglo XXI, 1995.

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La interpretación y la referencia

Entre las múltiples dificultades que implica la interpretación de textos


literarios, se encuentra la de la idea de que su validez dependa de la
referencia a una realidad externa. Si bien la autonomía semántica de
la obra (respecto al autor, al lector y a la «realidad») se presenta
actualmente como una característica casi sin discusión, no significa
que no despierte ciertas incertidumbres. La actitud de absoluta indepen-
dencia del texto se ve constantemente contravenida en la práctica,
sobre todo en la relación ficción-realidad, ante la cual aflora una
actitud referencialista aún en quienes predican lo contrario. Las
ediciones de ciertas obras con mapas de ciudades o árboles genealó-
gicos no son raras. Pero no se trata de estos «deslices» referencialistas,
ni aun de aquellos en los que se encuentran «errores» en las obras
literarias (como la aparición de cierto objeto en una época en la que
no debería haber existido, por ejemplo), pues en ellos se ve un afán de
concordancia que no se relaciona con la interpretación de la obra
estética sino con su valoración. Más interesantes resultan aquellas
relaciones que inciden en la construcción del símbolo que aquellas
que determinan o ayudan a determinar ciertos valores, aquellas que
cumplen alguna función más allá de intentar darle credibilidad al texto.
Se trata aquí de observar cómo se ha considerado que la referencia
funciona en el proceso de interpretar un texto.
Nicola Abbagnano define, de manera general, en su Diccionario de
filosofía, la referencia como «El acto que establece la relación entre el
símbolo y su objeto, o sea el acto de la interpretación» (2003: 996). A
primera vista se trata de una definición sencilla y, hasta cierto grado,
clara; pero con un poco de atención se puede apreciar la complejidad
de los términos que implica. No se intenta analizar la definición de
Abbagnano, solamente se toma como acceso hacia la problemática
de la referencia; una noción que tiene una historia complicada debido
a que todos los teóricos, de alguna manera u otra, adoptan una posición
al respecto.

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Semiosis

De acuerdo con esta entrada general del Diccionario, referir se


presenta, prácticamente, como sinónimo de interpretar, por ello es
necesario revisar algunas de las concepciones que de este último
término han surgido. En el mismo texto de Abbagnano se encuentra
que la interpretación es: «En general, la posibilidad de referir un signo
a su designado o también la operación mediante la cual un sujeto
(intérprete) refiere un signo a su objeto (designado)» (2003: 696). En este
caso la interpretación puede verse como una operación compleja que
involucra la referencia para establecer la relación entre un signo o
símbolo con su objeto. Abbagnano mismo presenta una rápida revisión
del término desde Aristóteles hasta Heidegger, pero aquí se tomará
la que realiza Maurizio Ferraris en La hermenéutica (2000: 23-25):
1. En el sentido aristotélico, se consideró como la expresión
lingüística de símbolos que resultan universales y que derivan de
impresiones presentes en el alma.
2. Como un remitir las expresiones diferentes en las varias lenguas,
a los símbolos universales; en este caso cumple una función especular.
3. Como expresión, en música o en actuación, de notas musicales
o palabras escritas; se trata de un remanente de la concepción
aristotélica, según señala Ferraris.
4. Como explicitación de un sentido oscuro. En este caso se lanza
la interpretación como conjetura.
5. Como comprensión. Ferraris, a través del eje Schleiermacher-
Dilthey-Gadamer, observó la necesidad de «tender puentes» entre el
otro (ya sea una persona o toda una época) y el que interpreta.
6. Como desenmascaramiento de hechos, épocas u hombres
mistificados, a los cuales hay que quitar el velo para poder acceder a
sus verdaderas intenciones (Nietzsche-Freud-Marx)
7. Finalmente, según la tesis que plantean Nietzsche y Heidegger,
el mundo está constituido por nuestras interpretaciones, por nuestras
necesidades vitales. No existen hechos, sólo interpretaciones.
En casi todas estas concepciones está presente la idea de que la
interpretación conducirá a un sentido verdadero; sin embargo, en la
séptima se plantea la idea de que ese sentido «oculto» no existe como
tal, sino que todo lo que constituye el mundo está formado por
relaciones que el hombre socio-histórico establece.

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Semiosis

La hermenéutica, actualmente, sin tratarse de un consenso general,


tiene como labor interpretar, traducir, de-ambiguar. No se pretende
ya llegar al conocimiento objetivo y verdadero, sino dialogar. Gadamer
plantea que la realidad es resultado de una interpretación, que lo único
real es que comprendemos algo como «algo». «La interpretación es lo
que ofrece la mediación nunca perfecta entre hombre y mundo, y en este
sentido la única inmediatez y el único dato real es que comprendemos
algo como «algo» (Gadamer, 1997: 88).
Gadamer explica en Texto e interpretación (1997) que el texto literario
transmite un sentido referencial, pero no es éste el que se impone,
sino la autopresencia del texto. La obra literaria no sólo debe leerse,
también debe oírse: importan las palabras en su realidad sonora. El
texto habla así, y entra en diálogo con el lector, quien le da existencia
al comprenderlo. Lo oído es el sentido del discurso literario. En este
caso se rechaza el sentido referencial como el valor, como la Verdad
que el texto quiere comunicar. Se trata de rechazar una referencia que
valide lo que el texto significa.
La validez de la interpretación depende, en cierto modo, de cómo
los lectores extraen (llegan a él o construyen) sentido de los textos.
Steven Mailloux, en su ensayo «Interpretación», hace una revisión de
algunos de los procedimientos que ponen de manifiesto que «el lector
contribuye a la interpretación más de lo que el texto da al lector para
interpretar» (Mailloux, 1997: 164). La «creación» u «obtención» del
sentido del texto dependen de la participación del lector, pero no
todos los teóricos coinciden en qué tipo de sentido se habrá de obtener:
si el «original del texto» o uno anacrónico. Para algunos teóricos el
intérprete recrea el sentido, determinado y condicionado por su propia
conciencia histórica. Gadamer, por ejemplo, propone que el intérprete,
cuando intenta comprender un fenómeno histórico —incluidos los
textos literarios— se halla siempre separado de él por la distancia
histórica. Esta distancia es insuperable, pero ello no significa que el
texto sea incomprensible. La conciencia de la propia posición histórica
significa ganar un horizonte: «aprender a ver más allá de lo cercano y
de lo muy cercano, no desatenderlo, sino precisamente verlo mejor
integrándolo en un todo más grande y en patrones más correctos»
(Gadamer, 1993: 23).

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Semiosis

El hecho de que se busque una «correcta» interpretación ha susci-


tado múltiples desacuerdos entres los teóricos: Hirsch (1997) consi-
dera que la interpretación en su dimensión normativa es ética, se rige
por preferencias morales más que lógicas. Así, él propone que
éticamente es más correcta una interpretación que busque el sentido
original del texto: lo que el autor quiso decir. Mailloux, por otra parte,
afirma que «la interpretación es siempre un acto de persuasión políti-
camente interesado» (1997: 168), por lo tanto, hablar de una
interpretación correcta no tendría cabida, pues más bien dependen
de la intención y los prejuicios del intérprete, por muy diluidos que se
encuentren. El intérprete está condicionado (históricamente para
Gadamer, políticamente para Mailloux, moralmente para Hirsch), pero
también el escritor, ya que al buscar el consenso, fija una información
intentando que sea entendible. El escritor presenta horizontes de
interpretación que puedan ser alcanzados por el lector. Al respecto
menciona Gadamer: «y el texto fijado ha de fijar la información origi-
naria de tal manera que su sentido sea comprensible unívocamente»
(Gadamer, 1997: 95).
Es precisamente cuando se habla de una «correcta» interpretación
cuando se está tratando de validarla. Que la referencia sirva para dar
o no validez a una serie de relaciones que constituyen una interpre-
tación es uno de los puntos que la problematizan. Si se entiende por
referir, como se señaló al inicio, el hecho de relacionar el símbolo con
su objeto, se podría pensar, como lo han hecho diferentes modelos
teóricos, que se necesita que esa relación esté regida por la adecuación
con la «realidad». Esta aparentemente lógica asociación es la que ha
llevado a considerar la referencia como un factor de verdad, como lo
vemos en esta afirmación de Ferraris:

El problema de la validez de la interpretación constituye la obvia contraparte de


una interpretación potencialmente exenta de cualquier límite. Para responder a tal
exigencia, la hermenéutica recurre a argumentos circulares, como compatibilidad
del intérprete respecto de lo interpretado… (Ferraris, 2000: 35)

La adecuación entre lo interpretado y la cosa ha sido, para muchas


escuelas filosóficas, la forma «natural» de la verdad. Las cosas son,
están y sólo con respecto a ellas se podría elaborar un discurso. La

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Semiosis

verdad como correspondencia indica que lo que se dice de una cosa


es verdad si concuerda con lo que esa cosa es; la referencia serviría
entonces como verificación: sería la relación entre un símbolo o signo
que es producido y un objeto preexistente que es la Verdad, la realidad.
Sin embargo, cuando Heidegger habla de la verdad como acontecer,
de alétheia, se está postulando una forma diferente de relación. Cuando
se habla de la verdad como acontecer, o como develamiento, se habla
de que la verdad es producida en una relación dialéctica entre el
intérprete y la «realidad» espacio-temporal que está aquí y ahora. Se
trata de una verdad más fundamental, una verdad que se encuentra
ahí, en la obra, puesta en operación. No se trata de algo pre-existente.
La obra «contiene» u «oculta» de cierta forma la verdad, pero es un
producto que se da gracias a operaciones humanas, como el arte.
De esta última concepción de verdad podría desprenderse la idea
de una forma diferente de «referencia» (esto es, de relaciones entre el
signo y aquello que designa). El tipo de relación entre el objeto y el
símbolo que se da en esta concepción se esboza en la siguiente cita
que Prada Oropeza toma de Arte y poesía de Heidegger:

El poner en operación, el poner en obra es algo distinto a la concordancia con lo «ya


dado», con el objeto preexistente:
«Pero ¿queremos entonces decir que el cuadro de Van Gogh pinta un par de
zapatos de campesino existentes y que es por tanto una obra porque logra aquella
concordancia? ¿Queremos decir que el cuadro desprende una imagen de lo real y lo
traspone a una obra de producción artística? De ninguna manera. Entonces, en la
obra no se trata de la reproducción de los entes singulares existente, sino al contrario,
de la reproducción de la esencia general de las cosas (Prada, 1999: 153). (El segundo
entrecomillado constituye el texto de Heidegger citado por Prada.)

Es precisamente este cambio en el tipo de relaciones que se establecen


entre el objeto y lo que se dice de él lo que permite postular una
referencia diferente a aquella que serviría como «verificación de
verdad». El objeto al que se refiere es diferente al del mundo natural.
Al respecto se revisarán los postulados de Paul Ricœur, debido a que
su posición no se encuentra en ninguno de los extremos que puede
implicar la autonomía del texto.

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Semiosis

La referencia en Paul Ricoeur

Paul Ricoeur, al proponer una semántica que se ocupe del estudio de


la oración, postula una doble dialéctica: primero entre el discurso
como acontecimiento y como sentido:
El discurso considerado ya sea como un acontecimiento o una
proposición, es decir, como una función predicativa combinada con
una identificación, es una abstracción que depende de la totalidad
concreta integrada por la unidad dialéctica entre el acontecimiento y
el significado en la oración (Ricoeur, 1998: 25).
En un nivel más profundo, al analizar el contenido proposicional,
que constituye el significado, presenta la dialéctica entre lo que se dice
(contenido proposicional) y el acerca de qué se dice (la referencia). Ricoeur
entiende el sentido como inmanente al discurso; correlaciona la
función de identificación y la función predicativa dentro de la oración.
La referencia expresa el movimiento en que el lenguaje va más allá de
sí mismo; esto es, relaciona al lenguaje con el mundo. Es esta dialéctica
la que para Ricoeur:

[...] dice algo acerca de la relación entre el lenguaje y la condición ontológica del ser
en el mundo. El lenguaje no es un mundo propio. No es ni siquiera un mundo.
Pero porque estamos en el mundo, porque nos vemos afectados por situaciones,
y porque nos orientamos comprensivamente en esas situaciones, tenemos algo
que decir, tenemos experiencia que traer al lenguaje (Ricoeur, 1998: 34),

Afirma Ricoeur (1998: 35) que incluso Frege daba a entender que la
existencia era el fundamento de la identificación cuando indicaba que
no se está satisfecho con el significado, sino que se presupone una
referencia. Al decir esto se reconoce la existencia, algo que es y que
puede ser identificado.
Ricoeur enfatiza el hecho de que es muy diferente el caso del
diálogo al del texto. La inscripción se vuelve sinónimo de autonomía
semántica: ya no se traslapan la intención subjetiva del hablante y el
sentido del discurso. Lo que el autor quiso decir deja de ser relevante
e importa lo que el texto dice.
Ricoeur rechaza lo que considera dos falacias: la intencional, que
señala que para entender el texto se debe conocer la intención del

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Semiosis

autor, y la que él llama falacia del texto absoluto: un texto comple-


tamente autónomo. Para Ricoeur la autonomía semántica pone de
manifiesto la relación dialéctica que se da entre acontecimiento y
sentido. El sentido del autor se vuelve otra dimensión del texto. Esta
autonomía también se extiende al lector: el texto no se dirige a uno
específicamente sino potencialmente a todo aquel que pueda leerlo. Así,
es en la escritura donde se muestra a su máximo esta dialéctica: «El
derecho del lector y el derecho del texto convergen en una importante
lucha que genera la dinámica total de la interpretación. La hermenéutica
comienza donde termina el diálogo». (Ricoeur, 1998: 44)
En el diálogo, la identificación del de qué se habla es situacional, y
se indica ya sea de forma directa (con gestos o señas), indirecta (por
medio de indicadores ostensibles como los demostrativos, adverbios de
tiempo y de lugar o tiempos verbales) o con descripciones definitivas.
Todas estas formas se refieren al aquí y ahora determinado por la
situación interlocutiva. Por lo tanto, Ricoeur señala que la referencia
en el diálogo es situacional. En el texto no hay una situación común
que compartan autor y lector, se cancela el aquí y el ahora absolutos
y la intención del autor se vuelve intrascendente (autonomía
semántica). Estos tres factores producen alteraciones de carácter
ostensible en la referencia. No es el mero hecho de la inscripción el
que produce estos cambios, sino la escritura como mediación de las
formas de discurso que constituyen la literatura. Así, estas alteraciones
son provocadas por el objeto estético.
Existen textos, que Ricoeur llama relatos descriptivos de la realidad,
que sólo reestructuran las condiciones de referencia ostensibles para
sus lectores, como las cartas o los relatos de viajes: «Los aquí y los
allá del texto pueden ser referidos tácitamente al aquí y al allá absolutos
del lector, merced a la red espacio-temporal singular a la que tanto el
escritor como el lector finalmente pertenecen y que ambos reconocen»
(Ricoeur, 1998: 48). Si bien existen estos textos que ubican al lector,
no se trata de la mayoría. De manera general se presentan, en los
escritos literarios, dos extensiones del alcance de la referencia. La
primera es consecuencia de la escritura, en la que «el hombre y
solamente el hombre cuenta con un mundo y no sólo con una
situación» (Ricoeur, 1998: 48). Debido a que la referencia ya no está

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Semiosis

determinada por una situación específica, como en la oralidad, se


pueden establecer relaciones entre el texto y los constructos humanos
(como los llama Prada Oropeza) que forman su mundo. Para Ricoeur,
el mundo es el conjunto de referencias abiertas por los textos. Con
esto, de alguna manera está acercándose a la idea de que el hombre
crea el mundo.
La segunda extensión tiene que ver con la brecha abierta entre
referencia situacional y no situacional. Cuando se trata de textos no
descriptivos de la realidad, o sea, narraciones de ficción, se observa
una separación, al parecer insuperable, entre lo que se dice y la
«realidad». El tiempo narrativo, pone como ejemplo Ricoeur, parece
no tener ninguna conexión con la red espacio-temporal «real».
¿Quiere decir esto que este eclipse de la referencia, ya sea en sentido
ostensible o descriptivo, viene a ser una mera abolición de toda
referencia? No. Mi punto de vista es que el discurso no puede dejar
de ser acerca de algo. […] De una u otra manera, los textos poéticos
hablan acerca del mundo, mas no en forma descriptiva. Como sugiere
el mismo Jakobson, la referencia aquí no es abolida, sino que es
dividida o fracturada. La desaparición de la referencia ostensible y
descriptiva libera el poder de referencia a aspectos de nuestro ser en
el mundo que no pueden decirse en una forma descriptiva directa,
sino sólo por alusión, gracias a los valores referenciales de expresiones
metafóricas y, en general, simbólicas (Ricoeur, 1998: 29).
Al hablar de una referencia dividida o fracturada, Ricoeur deja
abierta la posibilidad de, en un texto de ficción, estar hablando de
una cosa pero en realidad no hablar de ella, sino de algo más que se
hace ostensible a través de esa referencia.
La «referencia» que se vislumbra se hace no hacia las cosas, sino
hacia el mundo. Ya sea que éste pueda entenderse como ese conjunto
de referencias que el hombre ha establecido previamente, de las que
Ricoeur habla, o como esa «esencia general de las cosas» que señalaba
Heidegger.

Araceli Rodríguez López

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Semiosis

Bibliografía

Abbagnano, Nicola. Diccionario de filosofía. México: FCE, 2003.


Ferraris, Maurizio. La hermenéutica. México: Taurus, 2000.
Gadamer, Hans-Georg. «Fundamentos para una teoría de la experiencia hermenéuti-
ca». En busca del texto; teoría de la recepción literaria. Comp. Dietrich Rall. México: UNAM,
1993.
_____. «Texto e interpretación». Hermenéutica. Comp. José Domínguez Caparrós.
Madrid: Arco/Libros (Serie Lecturas), 1997.
Hirsch, Jr., E. D. «Tres dimensiones de la hermenéutica». Hermenéutica. Comp. José
Domínguez Caparrós. Madrid: Arco/Libros (Serie Lecturas), 1997.
Mailloux, Steven. «Interpretación». Hermenéutica. Comp. José Domínguez Caparrós.
Madrid: Arco/Libros, 1997.
Ricoeur, Paul. Teoría de la interpretación; discurso y excedente de sentido. México: Siglo XXI,
1998.
Prada Oropeza, Renato. Literatura y realidad. México: FCE/UV/BUEP, 1999.

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El viento y la elipse: aproximación a la obra de Jean-Charles
Pigeau

El aire tenso y musical espera;


y eleva y fija la creciente esfera,
sonora, una mañana:
la forman ondas que juntó un sonido,
como en la flor y enjambre del oído
misteriosa campana.
Jorge Cuesta, «Canto a un dios mineral»

Las exposiciones y actividades que condujeron al coloquio Itinerario


de un paseante: Jean-Charles Pigeau en México 1992-2000 me han permitido
reflexionar y hacer algunas anotaciones respecto a lo que el propio
artista francés ha llamado «más que una visión retrospectiva, un
proceso de evolución de sus distintos proyectos».
En efecto, y en palabras de la crítica de arte Caroline Maestrali,
Pigeau «forma parte de esos escultores de los años ochenta que realizan
una conversión de la escultura transformada en crítica de su objeto
hacia una escultura estética y espiritual cuya problemática es el hombre
y el medio ambiente».
El proceso por el cual he conocido el trabajo de Jean-Charles Pigeau
es la intermediación. Quizá sea esta una de las claves para entenderla,
quizá la hipóstasis sea la experiencia constitutiva que propone su obra.
Y de la misma manera en que Pigeau no manipula ni se apropia del
paisaje (tal como quienes se dedican al land art), mi percepción no ha
sido directa sino a través del ángelos (en el sentido de mensajero): una
experiencia estética vicaria.

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Semiosis

Humo espejeante o acerca de cómo escribir un texto con la


anticipación de la experiencia

Tal como ha sucedido en otras ocasiones, se me pide un texto más en


calidad de conocedor que de crítico, es decir, más por mi condición
de poeta y apreciador del arte que por mi conocimiento real sobre el
objeto y tema propuestos. Y así, una vez más, me ha tocado participar
con mis opiniones sin haber visto directamente la obra, es decir ni la
pieza escultórica ni el espacio en que se ha planeado situarla; de modo
que mi percepción está necesariamente mediatizada por la
documentación que me ofrecen el artista y el curador.
De aquí una necesaria desconfianza ante el desplazamiento que
ofrece el lenguaje: 1) no sólo porque es capaz de ficción (mentira que
se transforma, precisamente, en «lo referido»); 2) sino porque es sólo
una dimensión para transcribir la realidad; y 3) derivado de los dos
puntos anteriores: porque se refiere más a sí mismo que a un
determinado referente.
No es un azar, así, que mi encuentro con el trabajo de Pigeau sea
virtual, primero a través de las referencias verbales y gestuales de un
amigo y luego por tres procedimientos: dos visuales (fotografía y
dibujo) y uno logográfico (texto escrito). En seguida, junto con dos
breves entrevistas (parcas, reticentes) con el artista mismo y con dos
especialistas: uno, poeta, traductor, ensayista y crítico de arte, cuyo
trabajo muestra un agudo interés en los aspectos constitutivos de la
forma para la creación de sentido en el lenguaje; y el otro, un artista
que ha recurrido tanto a la fotografía construida como a las técnicas
de multimedia para transmitir sus constantes acerca del origen y la
identidad.
Porque debo confesar que me ha sorprendido el carácter evasivo
del artista, no la persona (cálida, directa y receptiva), sino la reticencia
con que rodea su trabajo: no describe tanto su objeto como la relación
sostenida —aunque inesperada— con las piezas, a menudo
inadvertidas y hasta olvidadas de otras culturas. Desde las formas de
su cultura y de su época, Pigeau establece un diálogo formal tanto
con otras épocas de su misma civilización como con las de otros
espacios y de otras temporalidades. Y digo temporalidad en el sentido

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Semiosis

utilizado por Braudel: un mismo objeto se inserta, al mismo tiempo,


en tres tiempos distintos, el actual, el coyuntural y el de larga duración.
Tal será, precisamente, el caso para su proyecto de Querétaro.
Me pregunto cuál sería su relación ante el legado mesoamericano
si las sociedades indígenas hubieran sobrevivido y continuado con su
línea evolutiva, desembocando, como otras tantas, en la modernidad.
¿No hay una especie de romanticismo y exotismo en la relación que
establece Pigeau con la escultura y arquitectura precolombinas en
tanto que sometidas al deterioro y arrasamiento del tiempo? La obra
como la civilización se hallan sometidas al paso del tiempo. Incluso
los objetos más cotidianos adquieren un carácter estético gracias al
grado de vetustez y de desprendimiento de la función utilitaria. Es
gracias precisamente a su disfunción y a su descontextualización lo
que les permite ser apreciados como arte. Y de la misma manera en
que Pigeau se relaciona con el espacio natural solitario, desertificado
(es ilustrativo que al tomar las fotografías de sus piezas en el
Popocatépetl tuviese que esperar a que no hubiese forma viviente
visible) por oposición al paisaje urbano (adocenado, gregarizado,
multitudinario), de igual manera su obra se relaciona con la dimensión
temporal buscándola efímera, permitiendo y hasta acelerando su
destrucción. Tal como Bacon buscaba la acción del azar controlado,
Pigeau busca la ruina controlada; en ambos se trata del accidente
inesperado, pero anunciado; manipulado, pero previsto, intuido.

El punto y la línea: el instante y el transcurso

La obra de Pigeau es fluida como el agua y al igual que en la poesía


hallamos imagen, concepto y ritmo. Hay una neutralidad básica del
medio de expresión. Y, como el agua, adquiere la forma de su
continente, en este caso de su perceptor. Pero también, como el agua,
se condensa, endurece, hierve y se evapora.
Como se recordará, hay tres modos básicos de realizar escultura:
por reducción, por modelado y por ensamblaje. Hasta donde sé, Pigeau
recurre a estas dos últimas maneras: conos, discos, esferas en cerámica
o en metal (superficies opacas, traslúcidas o reflejantes) y, en algunos

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Semiosis

casos, soportes de hierro. Si toda escultura se impone en un espacio


gracias a su tridimensionalidad, este mismo carácter espacial exige un
ritmo de percepción. De allí que el movimiento sea una parte
constitutiva de la percepción de toda escultura, puesto que exige que
la veamos desde todos los ángulos.
En la obra de Pigeau se pueden percibir cuatro elementos que
constituyen la condición necesaria de su propuesta estética: una forma
geométrica básica, un posicionamiento espacial, un posicionamiento
temporal y un perceptor. Los dos primeros plantean su composición,
los dos restantes su recepción.
Así, para su composición, Pigeau recurre a una forma geométrica
básica (conos, discos y esferas, líneas rectas, círculos y rectángulos;
el material, cerámica o hierro, funciona con una calidad tímbrica) y a
un posicionamiento espacial (sitio natural y contemporáneo, ya sea
paisaje agreste —es decir, no tocado por la agricultura—, rural, urbano,
o de índole arqueológica). Y si por una parte hay una reducción del
objeto escultórico a su forma geométrica pura, por la otra, hay,
correlativamente, una ampliación de los espacios involucrados: en
primer lugar el que marca la disposición de las esculturas mediante
círculos, una línea recta o rectángulos y, por consecuencia, todo el
paisaje (íntimo o abierto, arquitectónico o natural) en el que se inscribe.
Philippe Piguet dice que nuestro artista no se sirve del paisaje ni
como material ni como soporte. No estoy de acuerdo. Hay,
efectivamente, discreción y sutileza. Pigeau realiza un arte del respeto
y la reticencia en un contrapunto con el entorno elegido. Arte cósmico
y de diálogo con la naturaleza (espiritualidad y racionalidad). Reflexión
primordial sobre los elementos y desde lo elemental.
Los dos siguientes elementos plantean las condiciones que deben
regir su recepción. El tercero de ellos es el elemento temporal puesto
que al plantearse como obra efímera lleva implícita su destrucción, o
al menos su deterioro y decadencia. De aquí su interés por los sitios
arqueológicos, sobre todo aquéllos en donde confluyen diversas
épocas. Al ubicar allí sus piezas y reposicionarlas, componerlas, para
una nueva lectura que incluye necesariamente el espacio y la
arquitectura precolombinas, las piezas de Pigeau rearticulan una
profunda relación con la espiritualidad más trascendente. Pero esta

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trascendencia surge de la inmanencia: una instalación de Pigeau se


articula como un gozne temporo-espacial; es decir, la naturaleza y el
ser retoman su función cósmica.
El cuarto elemento recae en el perceptor, ya que para su concreción
plena, la obra de Pigeau no se actualiza sino mediante la convergencia
de los cuatro «elementos de lectura»: las esculturas, el espacio, el
tiempo y el perceptor. Gerardo Suter me objetó que en todas y cada
una de las piezas de Pigeau ya está implícita su lectura. Pero si es cierto
que Pigeau no desdeña la permutabilidad de sus piezas, al cambiar
cualquiera de estos elementos (digamos por ejemplo, una misma forma
y un diferente espacio), lo que tenemos es una recontextualización
del sentido, es decir, necesariamente una nueva lectura.
Se trata no sólo de una visión sino de un discurso. En Pigeau el
simbolismo constituye la idea de lo efímero. Así cada objeto deviene
en ofrenda, y cada instalación nomina lo sagrado instaurando un ritual
inédito. En Pigeau incluso la naturaleza adquiere sentido: no es ajena,
es cosmos, naturaleza sacralizada. La cotidianeidad, como cualquier
anécdota es omitida y su contexto es esencializado; su actualidad se
quiere intemporal.
Búsqueda, nostalgia, absoluto e infinito: cuatro puntos cardinales
que a su vez se transforman en polos: búsqueda del absoluto y
nostalgia de infinito, nostalgia del absoluto y búsqueda del infinito.
Una X, doble cono invertido, tal como el quiasmos en el hexámetro
homérico: un reloj de arena por donde el vacío se concentra en un
punto nuclear; el tiempo, literalmente desgranado, se espacializa a
través del omphalós.
Una y otra vez, Pigeau recurre al cono y la esfera, recobrando su
antigua función de contenedores o receptáculos del aire, fuego, tierra
y agua, los elementos primordiales. Por otra parte, el cono y la esfera
nos remiten a su vez a la calabaza, uno de los cuatro elementos (maíz,
calabaza, frijol y chile) de la producción alimenticia mesoamericana
que precisamente tuvo esa función original de cuenco. Este fruto,
asimismo, fue símbolo tanto del corazón como de los genitales
femeninos. Conviene recordar que Caso ya había señalado que en el
lenguaje esotérico de los hechiceros y adivinos aquellos nombres
calendáricos que contienen el numeral siete significan semilla. Así,

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Semiosis

por ejemplo, «Siete Serpiente» es el nombre esotérico del maíz; «Siete


Aguila», el de la calabaza, y así por el estilo.
Les conques, traducidas como conchas, son algo más que eso: por
una parte, efectivamente, se refieren a la parte dura que cubre algunos
moluscos, pero, por otra, indican también la cavidad de la oreja donde
nace el canal auditivo. Y no por simple coincidencia Pigeau instaló
un círculo de estas esculturas, montadas sobre una especie de jabalinas,
en Xochitécatl, frente a la pirámide dedicada a Ehécatl. Este dios,
advocación de Quetzalcóatl (fusión del cielo y de la tierra), tiene por
símbolo iconográfico al caracol. De igual manera, es también un
atributo de las divinidades de la tierra y del ultramundo. El caracol
simboliza tanto el espíritu como la generación. Así, con una ligera
variante (porque la espiral está ausente en su trabajo), para Pigeau la
concha —en cuanto escudilla, también receptáculo—, es tanto la vulva
como el pneuma (es decir, espíritu e inspiración). Sin embargo, todavía
hay un tercer sentido: la venera, la concha del Apóstol, la gran concha
bivalva es asimismo el símbolo de los viajeros. En la iconografía
medieval representa al peregrino y en particular a aquéllos que regresan
de Santiago de Compostela; por lo tanto es lógico que la haya elegido
un viajero impenitente como Jean-Charles Pigeau.
Las instalaciones o, mejor dicho, los registros de sus instalaciones,
también proponen planos de composición: un primer plano
conformado por el objeto escultórico (abstracto, sintetizado al
máximo); un fondo con un horizonte y un punto de fuga hacia el que
convergen todos los elementos de la composición; y un plano
intermedio, marcado por la orientación de círculos, triángulos, o un
vector orientado hacia el infinito.
Se trata, claro de una herencia del Renacimiento. La visión
albertiniana aún persiste a través del registro fotográfico y modula la
percepción de cómo se organizan las formas en el espacio. Pero no se
trata tan sólo de un punto de vista impuesto por medio del lenguaje
técnico: en la geometría y la composición de Pigeau hay una visión
que se remonta al mundo pitagórico.
En la obra de este artista no hay figuración, anécdota, mito,
sentimiento. Existe un predominio de la vista y el tacto sobre el oído;
ausencia de llamadas al olfato o al gusto.

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Y sin embargo, en las fotografías estenoscópicas tomadas desde lo


alto del fortín de Cerrito y que planea adosar a los muros del Museo
de la Ciudad de Santiago (¡!) de Querétaro a modo de tablero, el artista
se sorprenderá cuando le diga que quizá en esta disposición haya un
remanente compositivo que quizá le recuerden las teselas (tesserae),
aquellas piezas de mosaico descubiertas al roturar los campos con el
arado y prepararla para la siembra en su tierra natal que acostumbraba
a recoger durante su infancia. Como entonces, Pigeau rescata
fragmentos de una realidad perdida (los dibujos en los mosaicos de
las termas romanas) y como antes resguardara aquellos cuadrados en
cajas de cerillos ahora lo hará en otros espacios rectangulares más
amplios, pero igualmente rectangulares como lo quiere nuestra
arquitectura actual.
Jorge Cuesta, en la última estrofa (por lo menos de las ediciones
no corregidas) de «Canto a un dios mineral» plantea una visión
extraordinariamente afín al arte de Pigeau y que, por supuesto, la
anticipa (se suicidó el 13 de agosto de 1942):

Ese es el fruto que del tiempo es dueño;


en él la entraña su pavor, su sueño
y su labor termina.
El sabor que destila la tiniebla
es el propio sentido, que otros puebla
y el futuro domina.

Así, no es que la obra de Pigeau signifique algo; más bien busca, o,


mejor aún, se sitúa en la búsqueda de su sentido: de allí que en su
obra el transcurso sea un método: metá + ódos (a través del camino).
Para Jean-Charles Pigeau, su instalación de conchas en Xochitécatl
y la ofrenda ante las faldas del Popocatépetl, representan un «fruto»,
puesto que estas esculturas miman las ondas sismográficas. Y es
notable que ambos trabajos de Pigeau sean variantes formales de la
xicalcoliuhqui, la greca escalonada.
La xiuhcóatl, «serpiente de fuego», es un atributo que representa al
rayo y al relámpago y se encuentra estrechamente asociado a las
personificaciones de la lluvia, del planeta Venus y del sol: Tláloc,
Xólotl/Quetzalcóatl y Huitzilopochtli. Cronológicamente, la

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Semiosis

asociación de la xiuhcóatl a Tláloc se puede remontar a la cultura


olmeca; ya para la época teotihuacana aparece junto a Xólotl y
Quetzalcóatl, vinculación que persiste durante la época tolteca, y los
aztecas adoptan el símbolo, aunque con la variante de ser el arma del
dios solar, los rayos de luz con que derrota a la luna, Coyolxauhqui, y
a las estrellas, los Centonhuitznahua.
Paul Westheim, en su Arte antiguo de México, dedica un minucioso
estudio a la greca escalonada, la xicalcoliuhqui, y, siguiendo a G. B.
Gordon, la interpreta como una estilización de la xiuhcóatl, la serpiente
de fuego, el rayo. El mismo Westheim cita a Hermann Beyer quien,
después de analizar alrededor de doscientos cincuenta ejemplos,
distingue tres elementos en la forma básica del ornamento: la escalera
(el cuerpo de la serpiente), el centro (en forma de triángulo) y el gancho
(en forma de espiral o de un meandro geométricamente estilizado).
Ahora bien, este gancho —espiral o laberinto—, no es sino una
abstracción del tecciztli, el caracol marino. Si es cierto que en los códices
el caracol marino aparece siempre en combinación con las deidades
femeninas que representan la fecundidad y el crecimiento, también lo
es que aparece asociado a Quetzalcóatl. Esta asociación quizá tenga
su explicación en el Códice Borgia (lámina 42). Allí se describe la
resurrección de Quetzalcóatl como estrella matutina: Xólotl, su gemelo
nacido del agua, surge de una concha de caracol y en la mano sostiene
una serpiente, signo del relámpago. Y la explicación es reforzada con
la cita que Westheim hace de Pedro de Ríos, exégeta del Códice
Telleriano-Remensis: «Así como el caracol sale de su concha, así el
hombre sale del vientre de su madre». Símbolo de la regeneración, en
cuanto imagen del claustro materno y de los genitales femeninos,
también lo es del inframundo; por esto aparece en las representaciones
del Mictlán, lugar a donde desciende Xólotl para acompañar a los
muertos y de allí recoger los huesos con los cuales volver a crear la
raza humana. No es sorprendente, entonces, que aparezcan formando
un círculo alrededor de la imagen de Mictlantecuhtli/Mictecacíhuatl
en el relieve que representa el Mictlán en la base de la Coatlicue Mayor.
Westheim observa agudamente que el ritmo dinámico de la greca
escalonada surge del choque entre elementos formales antagónicos:
su impulso vertical se horizontaliza, el movimiento ascendente de la

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Semiosis

escalera es aniquilado por el gancho que lo tuerce y destruye con


idéntica vehemencia, «nuevo avance, nueva derrota, nacer y morir».
Para la concepción del mundo mesoamericano, la realidad y el mundo
de las ideas no están contrapuestas, se completan, se absorben
mutuamente. Signos opuestos y complementarios de lo masculino y
de lo femenino, la escalera serpentina y el caracol marino resuelven
su lucha mediante un signo que incluye la vida y la muerte. La greca
escalonada es la expresión plástica de un mundo regido por el dualismo.
No es que Pigeau glose, calque, aluda ni mucho menos ilustre
conceptualmente un símbolo mesoamericano, sino que tal como lo
que anota Adolfo Echeverría, su arte surge de una «penetrante y sutil
meditación sobre la inefable unión que existe entre el hombre y las
energías naturales que lo determinan en su íntima alianza con el mundo
y el ser».
Luis Roberto Vera (Chile)
Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

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Reseñas

Sánchez, Elba. Cautiverio y religiosidad en «El luto humano» de José


Revueltas. México: Tierra Adentro, 2005.

Hablar de la figura de José Revueltas, tanto por el papel que jugó en


la vida política de México, así como por los diferentes aspectos que
caracterizaron su vida, implica, en varios sentidos, mencionar su
producción literaria, en donde, para la mayoría de los críticos y
escritores que se han ocupado en comentar su obra, se vierten muchas
de sus ideas acerca del comunismo, la Revolución mexicana y la
religión, etcétera.
El trabajo de análisis e investigación que presenta Elba Sánchez
Rolón en Cautiverio y religiosidad en «El luto humano» de José Revueltas
—texto con el que en 2004 obtuvo el Premio de Ensayo Literario
José Revueltas— busca, a la vez de deslindarse y nutrirse de la crítica
acerca de la obra revueltiana, presentar una propuesta de lectura que
va desde la configuración del discurso literario hacia el establecimiento
de una conjetura, una interpretación. Si bien, el engranaje teórico-
literario es parte fundamental de la disertación de Sánchez, la propuesta
desde la lectura siempre se hace evidente a lo largo de los cuatro
apartados del libro: la búsqueda y explicación de una sintaxis narrativa
que caracterizan a El luto humano para poder vislumbrar el entramado
simbólico de la novela.
Es precisamente en dicha indagación y dilucidación en donde
radican parte de los aportes críticos de la autora, ya que, como ella
misma lo declara en el epílogo del libro: «la interpretación de un
discurso narrativo literario, se dirige a su comprensión y
descubrimiento; sin embargo, será siempre parcial: nunca concluye
realmente» (209). Desde dicha parcialidad es que Sánchez Rolón
presenta el proceso de comprensión y descubrimiento del andamiaje
simbólico de una de las novelas de Revueltas que gozan de más
difusión entre la comunidad lectora —y, quizá, sólo la académica.

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Semiosis

El discurso, que pone en diálogo a la semiótica y la hermenéutica,


conduce al lector desde el descubrimiento del subsuelo del artificio
literario hasta el establecimiento de conjeturas que se validan y
confirman cuando la autora pone en juego y logra desocultar «la
representación simbólica de la condición humana» (21) que se avizora
en El luto humano. Éste es uno de los rasgos característicos y alcances
del estudio de la maestra en Literatura Mexicana: se consolida como
una disertación que se nutre de los estudios de sesgo social y/o
biográfico, pero que marca sus fronteras y señala la necesidad de
ingresar a la novela de Revueltas para intentar comprenderla en su
dimensión estético-simbólica.
De esta forma, la estrategia argumentativa que sigue la propuesta
de Sánchez se desarrolla siguiendo una línea que, si bien gozó de
prestigio en los círculos académicos durante la década de 1960, no
goza del mismo reconocimiento y preferencia que las propuestas
biográficas y sociológicas. Sin embargo, debemos ser claros al afirmar
que la postura que asume la autora, en ningún momento niega el gran
peso ideológico y/o político del que está plagado El luto humano, pero
sí parte de los guiños que el propio discurso genera a partir de la lectura.
El encierro y la muerte; el claroscuro, la luminosidad y la oscuridad;
la aridez y la fertilidad; son algunas de los juegos simbólicos que la
autora va descubriendo a lo largo del análisis formal de la novela de
Revueltas, esto, no sin antes mostrar desde qué elementos discursivos
establece sus conjeturas: la configuración de un «narrador-dios
terrenalizado» y de personajes que viven dos tipos de cautiverios, el
de la memoria y el del presente.
Al dar un paso más allá de los resultados del análisis, Sánchez fragua
su interpretación al postular y mostrar la validez de elementos míticos
y religiosos como vértices de comprensión en El luto humano; en
palabras de la autora: «Los mitos y la tradición judeocristiana son
retomados en El luto humano para resemantizarlos [...] adquieren un
nuevo significado dentro del universo narrativo» (109), y dicha
resemantización se genera, para Sánchez, debido a la puesta en juego
de los rasgos narrativos propios de la novela: espacio, tiempo, narrador,
personajes y acciones conforman un mundo que «es producto de la
visión fatalista o sentido trágico del futuro» (105), un mundo de

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Semiosis

cautiverio –interior o exterior–, en donde las prisiones no son de muros


de concreto o de agua, sino muros de recuerdos, de degradación y,
como lo evidencia la autora, muros de muerte.
Otro de los aciertos que es indispensable señalar en torno a
Cautiverio y religiosidad..., se refiere al atinado diálogo que Sánchez
despliega entre su objeto de estudio y el aparato de análisis e
interpretativo del que se sirve para presentar su propuesta de lectura;
una bibliografía que muestra un claro interés en hacer convivir y
dialogar al acto creativo con las herramientas para su comprensión.
Las líneas finales del ensayo de la autora resultan reveladoras en ese
sentido:

«Considero que El luto humano es, más bien, una exigencia a replantearse conceptos
fundamentales y que su densidad puede llegar a ocasionar conflictos con el lector
pues lo lleva del texto y del interior de los personajes a su propio interior; si
podemos decir, el lector, al aceptar el juego, puede revelarse a sí mismo sus propias
cadenas» (222).

Así, el ensayo resulta ser un claro ejercicio de comprensión/


explicación y de retrotracción del sentido que instaura El luto humano y
que se suma a la crítica literaria desde una perspectiva que salda parte
de la deuda que la academia tiene con del escritor mexicano José
Revueltas.

Asunción Rangel
Universidad Veracruzana

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Reis, Carlos y Ana Cristina M. Lopes. Diccionario de Narratología (2ª.
Ed.). Salamanca: Almar, 2004.

En México hasta la fecha se ha contado sólo con dos instrumentos


que cumplen la tarea de ofrecer una información sobre problemas,
términos y conceptos correspondientes a lo que actualmente se llama
narratología (el estudio de la cuestiones concernientes a la narración
en general, y a la narración literaria en particular: el Diccionario de retórica
y poética de Helena Beristáin (Editorial Porrúa) y el Semiótica. Diccionario
razonado de la teoría del lenguaje de A. J. Greimas y J. Courtés; ambos
textos tienen las siguientes limitaciones: el primero, al ser su
intencionalidad ofrecer un diccionario más amplio sobre dos disciplinas
que abordan sólo tangencialmente los temas que preocupan a la
narratología o lo hace de una manera un poco general, sin entrar en
los matices o detalles, los cuales, muchas veces, enfocan o resuelven
lo que propiamente interesa al estudioso de una narración literaria;
mientras que el segundo, centra y enfoca todo su contenido temático
desde una semiótica particular, precisamente la semiótica greimasiana.
Aunque esto en sí no es una característica negativa, pues simplemente
corresponden a intencionalidades muy precisas y gozan de un rigor y
de una articulación ejemplares en cuanto diccionarios. (El segundo,
prácticamente ofrece lo que podríamos llamar el segundo periodo de
la teoría greimasiana, en toda su profundidad y complejidad.) En
relación a ambos textos, el que nos proporcionan los dos
investigadores portugueses tiene el cometido de abordar toda la
narratología, de manera privilegiada la literaria, con sus temas,
subtemas, categorías y valores que interesan a los que nos dedicamos
al estudio de la narrativa literaria.
De los dos autores, en el horizonte cultural hispanoamericano es
más conocido el profesor Carlos Reis: al menos se deben mencionar
dos de sus trabajos que cobran una relevancia particular con respecto
a la literatura: Fundamentos y técnicas del análisis literario, publicado por
Gredos, y Para una semiótica de la ideología, editado por Taurus.

SINTITUL-5 239 27/05/2009, 12:16


Semiosis

El Diccionario de narratología, se halla articulado como el de


Semiótica…, pues la extensión de sus entradas y la concentración
conceptual de las mismas se halla en relación directa con la importancia
que anuncia su encabezado; así, por ejemplo FOCALIZACIÓN, no se
limita a enviar a NARRADOR, como hace el Diccionario de retórica y poética,
por ejemplo, sino que, en seis páginas, abarca los aspectos y problemas
más importantes en relación al mismo. De este modo el estudioso y
cultor de la narrativa literaria puede llegar a tener un conocimiento
más cabal de este fundamental aspecto.
Además, otros aspectos que lo distinguen son la bibliografía que
incluye al final de las entradas importantes y los ejemplos que remiten
a los textos latinoamericanos.
No cabe la menor duda de que este diccionario de los dos
investigadores lusitanos es un instrumento valiosísimo que no debe
faltar en ninguna biblioteca de las facultades e institutos dedicados a
la literatura latinoamericana, y que junto al Dictionary of Narratology
de Gerald Prince son dos contribuciones valiosas a la investigación
de los problemas que la narratología actual presenta y cuyo estudio
nos dan los fundamentos y los utensilios que nos son de una vital
importancia para el análisis de los cuentos, noveletas y novelas.

Renato Prada Oropeza


Universidad Veracruzana

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Semiosis

Resúmenes / Abstracts

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Semiosis

242

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Semiosis

La presencia del discurso fantástico en el libro Tiempo


destrozado de Amparo Dávila
Cecilia Eudave

Ubicada en la instancia narrativa de los cuentos reunidos en el libro


Tiempo destrozado de Amparo Dávila, la autora de este artículo señala
la problemática del doble como una forma de autodestrucción de los
personajes, cuya fragilidad humana los conduce a un estado de
violencia hacia el otro, incluyendo en esta otredad su propia identidad
que son incapaces de reconocer salvo en el distanciamiento de la
realidad cotidiana abierta por la presencia de elementos fantásticos.

Situated on narrative level of the short stories joined in the book Tiempo
destrozado of Amparo Dávila, the author of this article marks the problems
of the double as a way of self-destruction for the characters, whose human
frailty leads them to a state of violence against the other one, included their own
identity that they can’t recognize except for distance of everyday reality opened by
the presence of fantastic elements.

La frontera de lo fantástico en la cuentística de Sergio Pitol


José Luis Martínez Morales

Un corpus de siete cuentos le permite a José Luis Martínez Morales


argüir a favor de la existencia de un sesgo fantástico en la escritura de
Sergio Pitol. Teniendo como modelo de lo fantástico a Cortázar, el
artículo traza un recorrido suficientemente detallado por los relatos a
fin de demostrar que la ilusión de estar frente a un texto fantástico o,
al menos, en colindancia con el género, es innegable en el conjunto
de cuestos seleccionados. La posibilidad de hablar de una literatura
fantástica en la obra de Pitol es un camino por hacer que señala el
autor del artículo.

A group of seven short stories allows José Luis Martínez Morales to argue in
favor of existence of fantastic characteristics in writing of Sergio Pitol. Taking
Cortázar as model of fantastic, the article runs over the short stories in order to

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Semiosis

demonstrate that is undeniable the illusion of fantastic, or at least the frontier


of genre, in the selected short stories. The possibility to talk about a fantastic
literature in the work of Pitol is a pending situation, as the author of the
article says.

El cuento fantástico romántico: entre ortodoxia y herejía


Dolores Phillipps-López

Definida como una literatura mimética, la literatura romántica


hispanoamericana es susceptible de una indagación de lo fantástico
que se presente, de entrada, como su contrario. Siguiendo el texto
inaugural de Emilio Carrilla, la autora de este artículo propone leer el
cuento fantástico romántico como un discurso contrario a la liteatura
canónica de la época romántica. El mapa de territorios al que se hace
referencia es tan amplio como las variaciones fantásticas que pueden
adoptar los textos románticos.

Defined as mimetic literature, the Spanish-American romantic literature is liable


to an inquiry of fantastic that appears, from the start, as its opposite. Following
the inaugural text of Emilio Carrilla, the author of this article suggests to
read the romantic fantastic short story as an opposite discourse to canonical
literature of romantic age. The mentioned map of territories is as wide as the
fantastic variations that romantic texts can adopt.

Speculum, spectrum y otras reflexiones alucinantes sobre el


doble en Julio Cortázar
Joseph Tyler

Leer a Cortázar desde Cortázar mismo para redescubrir su literatura


fantástica es el objetivo que se plantea Joseph Tyler. El tema, los
múltiples motivos y elementos que definen la literatura cortazariana.
El autor concentra su atención en el tema del doble, el cual es tratado
en su carácter reflexivo y condición especular. Estos aspectos permiten
situar al escritor argentino entre la fantasía irreal de lo fantástico y la

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SINTITUL-5 244 27/05/2009, 12:16


Semiosis

cruda y sofocante realidad cotidiana y, sobre todo, lo convierten en


un escritor siempre vigente.

To read Cortázar from Cortázar in order to discover once again his fantastic
literature is the objective of Joseph Tyler. The theme is the numerous motives
and elements that defines literature of Cortázar. The author put fist the theme
of the double, which is analyzed in accordance with its reflective character and
its condition of reflection. This aspects allow putting the Argentinean writer
between unreal fantasy of fantastic and the harsh and suffocating everyday
reality, and above all, converts him into an always relevant writer.

Modos de lo fantástico en la narrativa de Carlos Fuentes. La


noción de figura en Una familia lejana
Malva E. Filer

A través de este ensayo, la autora muestra cómo los rasgos fantásticos


en Una familia lejana, de Carlos Fuentes, si bien no tienen una intención
lúdica y experimental, aparecen en el discurso para insertarse en el
mundo de las ideas y preocupaciones sobre la historia, la sociedad
contemporánea y la mexicanidad. Lo fantastico en la obra de Fuentes,
argumenta la autora, se suma a la visión integradora del escritor
mexicano, en donde convergen presente, pasado, destino y fuerzas
ancestrales e históricas.

Through this essay, the author shows how the fantastic characteristics of Una
familia lejana, by Carlos Fuentes, however they doesn’t have an experimental
intention of enjoyment, appear in the discourse for inserting into the world of
the ideas and worries about the history, contemporary society and Mexicanism.
The fantastic in the work of Fuentes, as argue the author, join in integral vision
of the Mexican writer, in which converge present, past, destiny and ancestral
historic forces.

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SINTITUL-5 245 27/05/2009, 12:16


Semiosis

La asimetría entre la voz y la escritura: «Autobiografía de Irene»


de Silvina Ocampo
María Cecilia Graña

En «Autobiografía de Irene», Silvina Ocampo lleva al discurso literario


una reflexión sobre la escritura y los mecanismos narrativos. La autora
del ensayo parte de la disolución del «yo» que, a lo largo de todo el cuento,
se constituye y fundamenta como una voz y no como escritura, para
evidenciar los rasgos fantásticos que subyacen en el cuento de Ocampo.
Entre ellos, cuenta el rasgo de la adivinación, el cual induce a crear
fantasmagorías, en el juego de identidades y la mezcla de verdad y
mentira crean una aparición, un fantasma inasible e indefinible que
preside un mundo en el que reinan la inversión y la indiferenciación.

In «Autobiografía de Irene», Silvina Ocampo leads to the literary discourse a reflection


aboutwritingandnarrativemechanisms.Theauthoroftheessaystartsfrom dissolving
of the «ego» that, during all the short story, is constituted and based on a voice
and not as writing, in order to demonstrate the fantastic characteristics that
underlie the short story of Ocampo. Among them, she counts the characteristic
of foretell, which leads to create fantastic illusions. The game of identities and
mixture of truth and lie create an apparition, an immaterial ghost who preside
over a world in which inversion and the not different rule.

Elementos fantásticos en la narrativa de Ernesto Sábato


Pablo Sánchez López

En la producción narrativa de Ernesto Sábato, nos dice el autor de


este ensayo, se muestra un interés por presentar una realidad novelesca
insólita, compleja y no siempre explicable por criterios lógicos o
científicos, tendencia que se va diluyendo conforme el escritor
argentino se vuelve más consciente de la unidad de su proyecto
literario. Para Pablo Sánchez, la trilogía narrativa de Sábato acentúa,
paulatinamente, una trasgresión a los presupuestos estéticos del
realismo y a la comprensión objetiva y racional del mundo real. En

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Semiosis

este descrédito del realismo, la narrativa de Sábato da una importancia


medular a los elementos sobrenaturales.

In the narrative work or Ernesto Sábato, as the author of this essay says, is
evident an interest to present an inusual fiction reality, complex and not always
comprehensible by logical or scientific discernments, tendency that dissolves as the
Argentinean writer is aware of the unity of his literary project. In accordance
with Pablo Sánchez, the narrative trilogy of Sábato accentuates, in gradual
way, a transgression to aesthetic assumptions of realism and objective and rational
understanding of the real world. The narrative of Sábato grants a vital
importance to supernatural elements as part of this discredit of realism.

Lo fantástico en la obra del autor mexicano Homero Aridjis:


análisis de la novela La leyenda de los soles (1993)
Thomas Stauder

Thomas Stauder analiza el carácter y la función de lo fantástico en La


leyenda de los soles, antiutopía que presenta un México degradado social
y ecológicamente; delimita cuánto hay de ciencia ficción, realismo
mágico y fantástico en esta novela, que en un mundo futuro combina
mitología mexicana precolombina así como una preocupación
ecológica, tópicos frecuentes en la obra de Homero Aridjis.

Thomas Stauder analyses the character and function of fantastic in La leyenda


de los soles, anti-utopia that presents Mexico as social and ecological y degraded.
He defines how much there is of science fiction, magical realism and fantastic in
this novel, that combines, in a future world, pre-Columbian Mexican mythology
with ecological concern, frequent motives in the work of Homero Aridjis.

Fariñas: fuego negro sobre fuego blanco


Juana García Abás

El artista plástico José Luis Fariñas nos presenta su visión del mundo
pos-posmoderno: una totalidad exiliada en sí misma, intento de

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expresión del ser, compuesta de oposiciones, mediante figuras
antropomorfizadas, a base de un fuego blanco que no es luz sino la
energía que moviliza este mundo fragmentado. En este ensayo, Juana
García Abás analiza la obra pictórica de este autor, sus técnicas y
temáticas, explicando qué lo constituye como «poeta del blanco, la
línea y del caos».

The plastic artist José Luis Fariñas presents his vision of the post-postmodernist
world: a whole that is exiled in it self, attempt of expression of being, composed
of oppositions, by means of anthropomorphic figures, based on a white fire
that is no light but energy that moves this fragmentary world. In this essay,
Juana García Abás analyses the pictorial work of this author, his techniques
and subject matters, explaining what makes him to be «the poet of white, the
line and chaos».

Entre Babilonia y El Dorado aquel (notas sobre sociabilidad y


transición de la poesía en Cuba)
Osmar Sánchez

A través de una revisión del concepto de sociograma —Robien y


Angenot—, Osmar Sánchez lleva a la discusión cómo el discurso
social interactúa con el texto; es decir, cómo se produce el paso de lo
socio-discursivo a lo socio-textual. Para el autor de este ensayo, el
aún inestable concepto de sociograma permitiría localizar un punto
de intersección del texto con el flujo socio-discursivo en (y de) cuyo
seno nace. Asimismo, el autor busca mostrar una filiación en el
comportamiento socio-discursivo de la poesía en Cuba durante el
período aproximado de 1985-1999.

Through a revision of concept or sociogram —Robien and Angenot—, Osmar


Sánchez discusses how the social discourse interact with the text, how the advance
from social discourse to social text takes place. In accordance with the author, the
still unstable concept of sociogram would permit to find a point of intersection
of the text with the flow of social discourse in (and from) whose shelter it rises.
Likewise, the author analyses texts in order to show a relationship in behavior
of poetry in Cuba during the approximate period of 1985-1999.

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Semiosis
–con un tiraje de 500 ejemplares–
se terminó de imprimir en los
talleres gráficos de Ducere, S. A. de C. V.,
calle Rosa Esmeralda 3,
Col. Molino de Rosas
C.P. 01470. México, D. F.
En su composición se utilizaron tipos
Garamond de 14:9, 12:14, 10:12 y 9:10 puntos.

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