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Hace mucho tiempo un maestro nos pidió como tarea consultar la historia del budismo.
Recomendó, especialmente, la lectura de una conferencia de Jorge Luis Borges que estaba
compilada en el libro Siete noches. Yo tenía 17 años y había escuchado el nombre de Borges,
pero no conocía ninguna de sus obras. Pensaba que Borges era un asunto serio, solmene, que
me haría dar un paso en mi intrépida vida de lectora. Por aquella época me entretenía con las
novelas de aventura de Dumas, las historias góticas como Frankenstein y los cuentos de
Oscar Wilde. No leía muchos autores latinoamericanos, salvo a Rubén Darío y Horacio
Quiroga. Pensé con ingenuidad que al fin diría: “he leído a Borges”, como decir: “he subido
una montaña” o “me he graduado de algo”. Con semejante tontería en la cabeza, acudí a la
mística biblioteca de la escuela y tomé el libro Siete noches. Me lo llevé a mi casa. Busqué
en el índice la palabra “Budismo” y empecé a leer.
Me sentí impresionada de inmediato no solo por la erudición del autor, sino por ese
tono amigable, casi amoroso, con el que hablaba de la literatura. Lo terminé y decidí empezar
desde el principio. Los otros temas de los ensayos eran La Divina Comedia, Las mil y una
noches, La poesía, La cábala y La ceguera. De algunos textos entendí muy poco, pero me
sentía embelesada por la naturalidad de su discurso, por la pasión más sincera. Borges hizo
que yo quisiera leer todo eso de lo que hablaba, pero cuando consultaba esto o aquello me
metía en un lío. No había quién me explicara o me guiara para dónde y cómo abordar las
lecturas. No perdí el entusiasmo. Terminé las conferencias y regresé a la biblioteca para
buscar otro libro de Borges. Tomé un ejemplar viejísimo de Ficciones. Ahí me detuve. Me
pareció una obra compleja, inaccesible. En ese momento no lo disfruté y sólo tuve en mí una
sensación de desconcierto.
Años más tarde, en la Facultad, regresamos a Borges. Otra vez Ficciones. En ese
momento ya pude acercarme a los cuentos y admirarlos, pero seguía sin recuperar el
enamoramiento del inicio. Por esos días, no recuerdo muy bien por qué, estaba en una sala
de espera con un compañero de la universidad. Necesitábamos un trámite y la burocracia hizo
de las suyas. Aburridos, intercambiamos libros. Me prestó la Poesía Completa de Borges.
Ahí comenzó uno de los acontecimientos literarios más importantes de mi vida hasta ahora.
De verdad sufrí para devolverle el ejemplar. Le rogué que me lo prestara más tiempo, que
me lo diera a cambio de otro, pero se negó rotundamente pese a mis súplicas. Esa tarde
descubrí al Borges poeta. Luego entendí que Borges siempre es poeta.
Más de una vez me han dicho algunos colegas, que no entienden mi obsesión por la
poesía de Borges. Que es bueno, pero no tanto; que se repite mucho; que es una poesía
libresca; que hay versos llenos de ripios y cacofonías; que no es un poeta transgresor. Nunca
he comprendido del todo esos argumentos porque para mí la poesía de Borges es un espacio
de intimidad, de gran belleza, donde habita el amor más transparente. Cada que abro ese libro
me conmueve de una forma tan poderosa que me sobrepasa. Siento una empatía un tanto
extraña con el poeta que se deja ver en la palabra. “Mis noches están llenas de Virgilio”, nos
dice. Y también de Stevenson, de Homero, de la épica nórdica, de espadas y de profecías.
León Felipe, al referirse a Walt Whitman, escribió que los poetas no tienen biografía,
tienen destino. Y el destino no se narra, se canta. Así está el destino de Borges en el poema.
El dolor de la ceguera y su aislamiento, la fascinación de la rosa como símbolo de la poesía,
la derrota de la vida y el anhelo de la muerte. Uno de los poemas que más me conmueve es
el siguiente, que reproduzco íntegro:
Borges se llama a sí mismo, en otro de sus poemas, “un poeta menor de la antología”. Es el
lugar que se da, discretamente. Aunque en sus conferencias nos deslumbra con sus
conclusiones sobre la metáfora, el ritmo, las imágenes; en sus poemas triunfa la sencillez, la
sensibilidad.
Hace unos meses volví a la obra de Borges. “Las ruinas circulares” me pareció el
cuento más bello que he leído en mi vida. Lo admiro de otra manera y le agradezco que dejara
un poco o un todo de él en los poemas. Nos tiende la mano y nos comparte eso que dice en
alguno de los prólogos: lo que le pasa a un hombre le pasa a todos los hombres. También, de
vez en cuando, le doy otra leída a Siete noches, por gusto y nostalgia. Me da tristeza que se
hable de Borges como si fuera una estatua de bronce y no el escritor lleno de contradicciones,
de talento, de poesía.
Termino estas palabras con un poema que siento muy cercano a mí. Está inspirado en
uno de los versos más enigmáticos de La Eneida que, como a muchos, me intriga y apasiona.
Dice Virgilio: “Sunt lacrimae rerum et mentem mortalia tagnum”. Lo extraño de la frase son
las licencias poéticas que se da el bardo latino, lo que vuelve confusa la traducción. El verso
lo pronuncia Eneas, cuando llega a la isla de Cartago y ve un mural de la guerra de Troya.
Observa a su estirpe caída, la muerte de aquellos a quien amó. El gran héroe se quiebra. La
frase significa más o menos “Aquí hay lágrimas de las cosas y la muerte toca el alma”. Una
sentencia que podría resumir la existencia de Borges. Las lágrimas por las cosas que
pudieron ser y no fueron y la caricia constante de la muerte:
Elegía
Sin que nadie lo sepa, ni el espejo,
ha llorado unas lágrimas humanas.
No puede sospechar que conmemoran
todas las cosas que merecen lágrimas:
la hermosura de Helena, que no ha visto,
el río irreparable de los años,
la mano de Jesús en el madero
de Roma, la ceniza de Cartago,
el ruiseñor del húngaro y del persa,
la breve dicha y la ansiedad que aguarda,
de marfil y de música Virgilio,
que cantó los trabajos de la espada,
las configuraciones de las nubes
de cada nuevo y singular ocaso
y la mañana que será la tarde.
Del otro lado de la puerta un hombre
hecho de soledad, de amor, de tiempo,
acaba de llorar en Buenos Aires
todas las cosas.