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JUAN LINZ .

CATEDRÁTICO EMÉRITO DE LA UNIVERSIDAD DE YALE

'El problema de la democracia es la calidad de los políticos'

Los profesores Juan Linz (izq.) y Aurelio Arteta


conversan sobre la democracia y el País Vasco en
la casa del primero, en Hamden, Connecticut /
MIGUEL RAJMIL

AURELIO ARTETA

Aurelio Arteta, catedrático de Ética y Filosofía Política de la


Universidad del País Vasco, conversa en la Universidad de Yale con
Juan Linz, uno de los más brillantes académicos españoles, radicado en
Estados Unidos. Los partidos políticos, la democracia y el problema
vasco son el eje de su conversación.

Uno se acerca a Hamden (Conneticut, EE UU), donde vive Juan Linz, con un
respeto casi reverencial. No es para menos, porque sólo resumir el historial de este
profesor de ciencias políticas y sociales en la Yale University desbordaría el espacio
que este periódico me concede. Es autor de España: un presente para el futuro,
Conflicto en Euskadi, La quiebra de las democracias, El fracaso del
presidencialismo, así como de decenas de obras en colaboración y traducidas a
muchas lenguas. Miembro de la Academia Europea y doctor honoris causa de
varias universidades, ha recibido el premio Príncipe de Asturias y, más
recientemente, el Johan Skytte en Political Science. Ha sido profesor visitante en
Heidelberg, Múnich, París, Berlín, Tokyo... Pero todo lo que tiene de abrumador su
currículo lo tiene el profesor Linz de llaneza y cordialidad. En esto no le va a la zaga
su mujer, Rocío de Terán (su brazo derecho y hasta el izquierdo), autora de cuentos
infantiles y asidua colaboradora de nuestro profesor... Fueron varias horas de
conversación, una larga lección de política, de la que aquí sólo caben unos pocos
fragmentos.

Aurelio Arteta. ¿Cómo recalaste en Yale?

Juan Linz. Tras haber estudiado derecho y ciencias políticas en Madrid, me vine a
Estados Unidos en el año 1950. Aquí estudié sociología, preparé mi tesis doctoral y
trabajé de ayudante de investigación con profesores como Merton, Lipset y Bendix.
Volví a España en 1958 con una ayuda para trabajar sobre el régimen español y me
hice cargo de la cátedra de Gómez Arboleya cuando murió. La universidad española
no me ofreció más que ser de nuevo ayudante de clases prácticas y yo no disponía
de medios de vida. Fue entonces cuando me llamaron de la Columbia University,
adonde vine el año 1961, y después, en 1968, a la de Yale. Y aquí he permanecido
hasta ahora.

Partidos políticos

A. A. Y no paras, por lo que veo, pese a tu reciente pase a la condición de profesor


emérito. El otro día le escuché a Rocío que, en varios viajes, has llegado a citar a tus
doctorandos en los aeropuertos donde hacías escala... Pero entremos en las
cuestiones que nos interesan, si te parece. Los partidos políticos son pieza
indispensable del engranaje democrático, aunque tal vez una de las que peor
funcionan en los regímenes contemporáneos. Tengo la esperanza de que más
pronto que tarde asistiremos a su transformación sustancial.

J. L. Pues lo veo muy difícil. A diferencia de los movimientos cívicos, un partido


político no cultiva una causa única, sino que es un manojo de causas,
planteamientos, intereses. Eso significa que nunca votante alguno estará en total
acuerdo con el partido al que vota. Los partidos son además un instrumento para
conquistar o sostener un Gobierno, y eso requiere una cohesión y disciplina a las
que han de someterse líderes, diputados y militantes. Más todavía: se presentan a
las elecciones con unos planteamientos y programas que luego, cuando llegan al
Parlamento (y no digamos si es al Gobierno), a menudo constatan como mal
informados o inviables. Como ésas, hay otras varias razones que explican la actual
desafección hacia los partidos.

A. A. Hace tiempo que doy vueltas al modo como se financian. En mi opinión, todo
estriba en la doble naturaleza del partido político, una organización de carácter
privado y a la vez tan pública que sobre ella pivota el sistema político en conjunto.
Como negocio privado, invierte con vistas a los beneficios de sus accionistas (los
cargos o 'el botín del Estado', que diría Weber) y puede recabar cuanta financiación
legal le sea precisa. Como empresa pública, la más nuclear del aparato del Estado,
sus fines han de ser el interés común y su financiación sólo puede ser pública. Aquí
hay una antinomia que no sé resolver. Por si fuera poco, se diría que por razones
obvias la izquierda sale perdiendo con este tipo de financiación privada e ilimitada,
mientras la derecha en general sale ganando.

J. L. Mira: los fondos de Elf y de otros no iban en Francia a los partidos de


derechas, sino al Gobierno de Mitterrand y a sus campañas electorales. Los
intereses económicos se orientan al ganador, con independencia de que sea de
izquierdas o de derechas. En este punto el cinismo es generalizado. Y podría
añadirse que, en último término, esos intereses distribuyen por su cuenta y con una

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relativa igualdad eso que de otra manera pagarían en impuestos y que el Estado
distribuiría después para mantener el juego de los partidos...

A. A. Aunque fuera como dices, esa distribución indirecta y velada fomentaría


tanto un reducido bipartidismo como la compraventa de favores. Pero, sobre todo,
se burlaría del sagrado principio 'un hombre, un voto', porque la financiación
privada significa que de hecho unos ciudadanos tienen más poder de elegir y de ser
elegidos que otros.

J. L. El problema es no querer admitir, y eso ocurre en todos los electorados del


mundo, que el proceso democrático es muy costoso. Cuando preguntas: '¿Estaría
usted dispuesto a dar algún dinero al partido con cuyas posiciones se siente más
identificado?', tan sólo una mínima minoría, y en todos los partidos por igual (salvo
en la extrema derecha y en la extrema izquierda), parece dispuesta a cotizar de su
bolsillo. En definitiva, el ciudadano desea mayor participación, pero nunca se
pregunta quién va a pagar todo eso. Y su exclusiva financiación pública, en
prinicipio sensata, origina consecuencias indirectas graves que no la hacen
deseable.

A. A. Digamos más bien que aún no hemos dado con la fórmula capaz de plasmar
ese principio democrático. En un texto que casi nadie recuerda dice Stuart Mill que
toda financiación privada que exceda un cierto límite, fijo y público, introduce la
desigualdad entre los candidatos; más en concreto, una desigualdad que favorece
de hecho a los candidatos con mayor respaldo económico. Schumpeter, por su
parte, no duda de que la propaganda política se rige por la misma ley que la
propaganda comercial: la expectativa de mayores ventas.

Democracia y mercado

J. L. ¿Qué es lo que se vende?

A. A. Se vende un concepto de sociedad, se vende un programa de Gobierno. Doy


por sentado que los partidos de masas se mueven en el desencanto y el posibilismo,
la búsqueda del centro y la suavización de sus aristas ideológicas. Pero lo peor es
que el principio fundacional de la democracia, la igualdad de los individuos como
ciudadanos, se quiebra en cuanto convertimos el nexo propio de la sociedad civil,
que es el dinero, en nexo asimismo de nuestra organización pública, que no debe
conocer más vínculo que la igual ciudadanía.

J. L. La relación entre el voto y el dinero es indirecta. Ya puede alguien derrochar


dinero en su campaña: eso no basta para persuadir a suficientes ciudadanos de que
le presten su apoyo. Uno se adhiere a partidos que tienen algo que ofrecer en su
programa. Y si un partido nacido de la noche a la mañana se vuelve mayoritario (el
de Berlusconi), es que realmente representa unas opciones ciudadanas. Confianza
en el ciudadano

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A. A. Me temo, Juan, que estés traicionando tu acreditado realismo. Si partimos de
que, efectivamente, la propaganda política responde a la misma lógica y a parecidos
intereses que la propaganda comercial...

J. L. Es que no parto de ese principio, porque tengo más confianza en el


ciudadano, así como en el consumidor. Por mucha campaña y carteles, si no ves en
eso algo que te atraiga, no lo votas o no lo compras. Puede engañarse a la gente una
vez, pero como pruebe el producto y no le guste, ya no vuelve a comprarlo. En
política, el riesgo se corre sólo por cuatro años. El gasto publicitario tal vez moviliza
para votar, pero la inmensa mayoría tiene ya sus opciones tomadas y no las va a
cambiar. En fin, que los electorados tienen su racionalidad, una racionalidad
distinta quizá a la que nosotros nos gustaría.

A. A. Pues claro, una racionalidad mercantil, la del consumidor, pero no la


racionalidad del ciudadano. Se ha dicho que la idea de democracia contiene
decisivas promesas que en la práctica ha incumplido. Para expresarlo de otro
modo, creo que el principio democrático mismo encierra un desafío frente a la
sociedad en que las democracias arraigan, la sociedad organizada por el mercado y
el capital. Hoy ese reto está neutralizado por el hecho de que la democracia se
asimila cada vez más en la conciencia de las gentes a un mercado político. La
representación parlamentaria está deformada por la financiación electoral, y la
deliberación pública, sustituida por la negociación secreta.

J. L. Entre nosotros no se plantean opciones tajantes más que cuando se


convierten en lo que llamaba Carl Schmitt existenciales, y siempre tratamos de
evitarlas. Así que en nuestras sociedades hay heterogeneidad, pero también
elementos de acuerdo; en especial, el propósito de no romper la baraja. La política
democrática consiste en esas dos fases o dos zonas, de consenso y de conflicto, un
conflicto que no sea de vida o muerte y esté limitado en el tiempo. O sea, que a mi
parecer el proceso democrático en grandes líneas funciona.

A. A. Siento no compartir tu optimismo. A mí me obsesiona que una democracia


que adopte progresivamente formas mercantiles se incapacita para llenarse de
suficientes contenidos de justicia.

J. L. Te diré dónde sitúo yo las deficiencias de nuestras democracias: en los muy


escasos alicientes económicos (legales, se entiende), de prestigio social y de
seguridad en el empleo para trabajar en política. Así las cosas, ¿cómo atraer hacia
la actividad política a los mejores de cada sociedad? Para mí, el problema crucial de
la democracia reside cada vez más en la calidad de la gente que se dedica a la
política.

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El problema vasco

A. A. He dejado para el final algo que a los dos nos duele, como es el interminable
problema vasco. En tu caso, además, la preocupación viene de antiguo, porque ya la
manifestaste incluso antes de morir Franco.

J. L. He dado cursos sobre el nacionalismo, creo saber algo de ello y no me explico


la virulencia, la destructividad que allí ha alcanzado. Hay razones emocionales, hay
intereses, pero se podría concebir el nacionalismo de una forma más constructiva,
como una identidad entre las múltiples que puede tener la gente. Porque las
identidades no son excluyentes. Y eso es la base de la convivencia en un Estado,
como el español, que reconoce ese pluralismo de nacionalidades y nacionalismos.
El arreglo es posible, pero exige un liderazgo que lo quiera, y en el País Vasco no
parece quererlo.

A. A. Explícate, por favor.

J. L. Una mayoría de los españoles hemos reconocido los derechos de Euskadi a su


autonomía, y el derecho de su Parlamento y Gobierno a legislar y gobernar en el
marco de la Constitución. Pero hay otros derechos, como los de educación y lengua,
que no están muy claramente definidos (quizá porque se ha buscado su
indefinición), en los que asoma el peligro de que el nacionalista quiera dibujar una
sociedad culturalmente monocolor... Eso es algo de lo que se acusa con razón a esos
Gobiernos españoles de ciertos períodos que pretendieron forjar una España
unilingüe. Semejante opresión formaba parte de un proyecto unitario que los
franceses llevaron a cabo con éxito en la Tercera República y que entre nosotros
fracasó. Y seguramente para bien, porque así se han conservado otras lenguas,
identidades y tradiciones. Lo penoso es que algunos líderes nacionalistas, tanto en
Cataluña como en el País Vasco (en Galicia, menos) intenten aplicar ahora en su
propio feudo todo lo que tenía de rechazable aquel proyecto nacional españolista.

A. A. ...

J. L. Eso tampoco sería tan problemático si reinara una cierta homogeneidad en


esas comunidades, pero tal homogeneidad no existe. Para no referirnos más que a
la comunidad autónoma vasca (y aún sería peor en la llamada Euskal Herria),
seguramente unas tres cuartas partes de los vascos -desde siglos atrás- no hablan
euskera. Y la división entre euskaldunes y erdaldunes no se corresponde con la
frontera entre nativos e inmigrantes, sino que es una división dentro de la misma
comunidad nativa vasca.

A. A. El problema radica en que forjar esa artificiosa homogeneidad no parece


compatible con las libertades individuales.

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J. L. Hay dos géneros de libertades: la de las colectividades (de las nacionalidades,
regiones o autonomías) y la de los individuos. Creo que el mejor patrón de libertad
implica las dos. Habría muchas fórmulas para coordinarlas, pero todas han de
partir de un requisito: una voluntad de convivencia, y no de hostilidad. Frente a ese
modelo que ya no podemos aplicar en España, el del Estado-nación, hay otro que
llamaré de nación-Estado. Este último implica un sentimiento de identidad en lo
propio y de respeto a los intereses comunes; en una palabra, de lealtad hacia la
federación.
A. A. Suelo decir que el drama del nacionalista moderado consiste en estar
dividido entre la comunidad civil que forma con todos sus conciudadanos y la
comunidad de creencias (anterior y más sagrada) que vive tan sólo con sus
correligionarios. Tal es la contradicción que atraviesa al PNV.

J. L. Pues sí, ése es el problema. Lo que pasa es que el ámbito en el que se


establecen las instituciones democráticas no se decide democráticamente. Es una
realidad que viene impuesta por la historia y las circunstancias. El mapa político de
Euskadi incluye zonas que no se sienten parte de la nación vasca. ¿Habría que
modificar sus fronteras para que coincidieran con las del sentimiento nacionalista?
Ningún nacionalista lo aceptaría, porque siempre buscará las fronteras máximas
posibles: las de la historia para unas cosas, las administrativas para otras, las
lingüísticas para unas terceras. Es decir, suma todo lo que puede a fin de ganar el
máximo territorio para su proyectada comunidad política.

A. A. Pero dirán -falsamente- que son mayoría y, en todo caso, reclamarán el


derecho de autodeterminación.

J. L. El principio de la mayoría no puede decidir cuestiones que afectan de una


manera esencial a los sentimientos de las minorías, y es que el puro proceso
mecánico de contar votos no tiene en cuenta su intensidad en los votantes.
Viniendo al caso, los sentimientos y las libertades de esa presunta minoría, de los
que no comparten el proyecto nacionalista, tienen que ser respetados. Pero quienes
aspiran a la secesión del País Vasco serían, en la hipótesis más optimista para ellos,
una mayoría muy exigua, y ello suscita problemas de envergadura. El primero es
que semejante decisión no pertenece a la misma clase que la adoptada en unas
elecciones. En unas elecciones está en juego quién nos va a gobernar, pero sólo por
cuatro años; en cambio, la independencia de un territorio es una medida que afecta
a generaciones futuras, a gentes que todavía no han votado, y que además no
admite una fácil vuelta atrás. Más aún, gracias a las encuestas hoy podemos
conocer con escaso margen de error el grado de apoyo de cualquier alternativa. De
modo que, si alguien establece un determinado censo y un determinado quórum, ya
ha prejuzgado el resultado, y sólo esto hace muy dudoso el ejercicio de ese principio
de autodeterminación.

A. A. Está además la vieja cuestión de quién decide...

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J. L. Efectivamente, antes que nada habrá que decidir quiénes son los que tienen
derecho a decidir. Si uno contesta 'la población de la comunidad autónoma vasca',
los nacionalistas le replicarán que hay que incluir también a dos departamentos
franceses y a Navarra. Pero eso lo tendrán que resolver los franceses y los navarros,
quienes no parecen estar por la labor. Y todo ello sin contar con que los
nacionalistas invocan en Euskadi la tradición de los derechos históricos de cada
uno de sus territorios, reflejada incluso en su sistema electoral de representación.
¿Gozará entonces Álava del derecho de autodeterminación? Si lo ejerce, es más que
probable que su mayoría no estuviera a favor de la soberanía de Euskadi. Y si me
apuras, ¿por qué la 'margen izquierda' no se une a Cantabria y se sitúa en
Baracaldo la frontera entre el Estado de Euskadi y la autonomía cántabra? Todo
eso conduce a absurdos.

A. A. ¿Y entonces?

J. L. Con la capacidad de autogobierno en las autonomías (hasta para emprender


políticas de dudosa constitucionalidad), no veo más razón para perseguir la
secesión que una emocional y simbólica. Pero en todos los Estados federales rige
un principio básico: las decisiones que afectan a toda la federación están bajo la
competencia de la comunidad total. De suerte que la entera comunidad de los
españoles tendría que ser consultada y decidir todo esto. Y si hubiera que acudir a
un referéndum de autodeterminación, el primer paso sería reformar la
Constitución conforme a sus propias normas para así permitir esa consulta, que
hoy sería anticonstitucional, y, luego, que todos nos comprometamos a respetar el
resultado. Puede que lleguemos a tal situación, pero no creo que sea deseable ni
para los vascos ni para los españoles.

A. A. No hemos hablado del terrorismo de ETA.

J. L. La democracia se basa en que lo único políticamente admisible son actos


pacíficos, y, por tanto, todo lo que perturbe la paz no tiene justificación legal ni
moral dentro de este orden. Ahora bien, lo grave no está simplemente en que haya
unas minorías que asesinen, sino en que eso se justifique, se comprenda; lo que he
llamado la semilealtad nacionalista a las instituciones democráticas. Ése es el gran
problema. Y se trasluce incluso en la distorsión del idioma, como cuando se habla
de 'tregua', de 'mesas para la paz', etcétera. Porque en el País Vasco no hay guerra:
hay unos actos que en un Estado de derecho democrático son criminales, y nada
más. Eso tiene que estar claro.

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