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EL CUERPO COMO ESTRUCTURA SOCIAL Y MITO

Es lícito plantear esta cuestión de la socialidad de nuestro cuerpo puesto que toda
nuestra educación tiende en cierta medida a modelarlo, a formarlo o, más
exactamente, a dar a nuestro cuerpo una determinada hechura de conformidad
con las exigencias normativas de la sociedad en que vivimos. En efecto,
acabamos de comprobar que el juicio social y, por consiguiente, los valores que
éste supone, no sólo condicionan nuestro comportamiento por obra de la censura
interior que ejercen y por los sentimientos de culpabilidad que suscitan (y,
conjuntamente, por los ideales sublimados que proyectan y promueven), sino que
además estructuran indirectamente nuestro cuerpo mismo en la medida en que
gobiernan su crecimiento (con normas de peso o estatura, por ejemplo), su
conservación (con prácticas higiénicas y culinarias), su presentación (cuidados
estéticos, vestimentas, etc.) y su expresión afectiva(signos emocionales)

Las técnicas del cuerpo

Pero ahora debemos ir un poco más allá y decir que esta estructuración social del
cuerpo, por una parte, afecta toda nuestra actividad más inmediata y
aparentemente más "natural" (nuestras posturas, actitudes, movimientos más
espontáneos) y, por otra parte, es el resultado no sólo de la educación
propiamente dicha sino también de la simple imitación o adaptación. Por lo menos
ésta es la interesante tesis que propuso hace ya treinta y ocho años el célebre
sociólogo francés Marcel Mauss en su comunicación y artículo sobre "Las técnicas
del cuerpo",en el que el autor trazaba al propio tiempo, para sus sucesores, un
vasto y ambicioso programa de investigaciones, que desgraciadamente hasta hoy
no se llevó a cabo y, a nuestro juicio, ni siquiera se intentó seriamente. Con la
expresión "técnicas del cuerpo" Mauss designa "las maneras en que los hombres,
en cada sociedad, saben servirse de sus cuerpos de un modo tradicional". En
otras palabras antes de toda técnica propiamente dicha, considerada como
"acción tradicional y eficaz" que tiende a transformar el medio con la ayuda de un
instrumento (martillo, pala, lima, etc.), está el conjunto de las técnicas que utilizan
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el cuerpo como "el primero y más natural instrumento del hombre" en las actitudes
y en los movimientos vitales de todos los días, como la actitud de descansar o los
movimientos de andar, correr, nadar, etc.

Ahora bien, esas "técnicas" corporales pueden ser modeladas por la sociedad
mediante la educación, en el sentido restringido de esta palabra, es decir, la
transmisión consciente, concertada, organizada o programada por un adulto o por
un grupo de adultos, o bien mediante la imitación espontánea de los actos de
adultos amados, respetados, admirados o temidos, que son ellos mismos producto
del molde social. Es evidente, pues, que debemos nuestra manera de nadar o de
bucear a la educación propiamente dicha impartida por la escuela o el instructor
deportivo. "Antes", escribe Mauss (en 1934), "se nos enseñaba a sumergimos
después de saber nadar. Y cuando se enseñaba a bucear, nos enseñaban a
mantener los ojos cerrados para abrirlos una vez dentro del agua; hoy la técnica
es inversa. Se comienza todo el aprendizaje habituando al niño a mantenerse en
el agua con los ojos abiertos". Además, el crol tiende a reemplazar al llamado
estilo rana y "se ha perdido la costumbre de recoger agua en la boca para luego
escupirla". En la esfera deportiva podríamos citar muchos otros ejemplos que
ponen en juego movimientos presuntamente naturales: el salto en largo, el salto
en alto, el lanzamiento del disco o jabalina, etcétera.

Pero aun fuera del terreno de las técnicas rigurosamente deportivas hay un
ejemplo mucho más evidente: el del sencillo andar cotidiano. Mauss cita el notable
caso de las mujeres maoríes que caminan con un balanceo suelto y sin embargo
articulado de las caderas, que a nosotros nos parece poco feliz, pero que los
maoríes admiran en extremo. Ahora bien, ese contoneo, el onioi en la lengua
indígena (los ingleses lo llaman gait), es enseñado a las niñas por las madres, que
las someten a una especie de adiestramiento. De manera que la sociedad maprí
pone voluntariamente su sello hasta en la manera de andar de sus mujeres. Pero
también sabemos que todos los grupos sociales imprimen un sello parecido
(aunque involuntariamente) a sus miembros. En efecto, todos tenemos ocasión de
observar la diferencia del modo de andar de un inglés, un alemán, un
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norteamericano, un italiano o un portugués y a fortiori un asiático, como un chino o


un indio. En cada una de esas maneras de andar descubrimos un cierto ritmo o
una cierta longitud del paso o un cierto juego de las rodillas o un contoneo o una
determinada posición del pie o una relativa falta de coordinación (andar
"desgarbado") o el busto inclinado hacia adelante, etc. Por lo demás, estas
diferencias se estereotipan y se ritualizan en la marcha militar.

Pero la manera de caminar no es fija ni definitiva en una misma sociedad, sino que
puede cambiar y evolucionar según el estilo de vida (frecuencia y modos de
transporte, modas de la indumentaria, determinados tipos de calzados, etc.) y
según modelos culturales. Por ejemplo, el modo de andar femenino evoluciona
notoriamente de conformidad con el modo de andar de las estrellas
cinematográficas del momento o de las modelos de la indumentaria o de ciertos
tipos femeninos reivindicados; por ejemplo en la década de 1930, las mujeres
francesas habían adoptado el modo de andar hollywoodense, muy contoneado de
las estrellas norteamericanas; actualmente las jóvenes tienden a caminar según la
estereotipia de la moda, adelantando el vientre y echando hacia atrás el busto o
bien tienden a adoptar inconscientemente el paso firme y viril (o mejor dicho, lo
que ellas creen que es un paso viril) de un muchacho para afirmar así la igualdad
de los sexos, paso facilitado por el uso de zapatos sin tacones. En suma, todos
nuestros movimientos fundamentales, adquiridos precozmente durante la niñez, lo
que los filósofos escolásticos llaman habitus (diferentes de las "costumbres", que
son hábitos fijados en gestos particulares y personales), son de naturaleza social
en la medida en que los estructura y transforma la sociedad con sus costumbres,
sus normas, su educación, sus modelos culturales, en definitiva, sus valores
propios.

Para estudiar mejor las técnicas corporales, Mauss propone dos tipos de
clasificación: una que se podría llamar sincrónica u horizontal, por cuanto
diferencia las técnicas corporales consideradas en un mismo momento, y la otra
que podría llamarse diacrónica o vertical, porque distingue técnicas corporales en
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momentos o estadios diferentes de la vida humana. La primera responde a cuatro


criterios:

- El criterio de la diferencia sexual; las técnicas del cuerpo se dividen en


técnicas masculinas y femeninas, según los modelos masculino y femenino
definidos por una sociedad y traducidos en las costumbres, pero también
condicionados por las estructuras biológicas; la manera de apretar el puño con el
pulgar hacia adentro, propia de la mujer, fue considerada durante mucho tiempo
como "natural", siendo así que cada vez más se revela como el producto de un
estilo de educación.

- El criterio de la diferencia de edad o también los grados de civilización; las


técnicas corporales de los adultos conservan más o menos aquellas técnicas que
se encuentran en los niños y las técnicas de las sociedades civilizadas abandonan
más o menos las de las edades de la humanidad llamadas primitivas. Por ejemplo,
la posición en cuclillas, frecuente en los niños y en los pueblos llamados primitivos,
se conserva en el comportamiento de los australianos adultos que para descansar
se sientan sobre los talones, mientras semejante posición fue abandonada por los
franceses. Las piernas arqueadas no constituyen un signo de atraso, sino que
señalan un modelo de actitud valorizado por una sociedad. 

- El criterio del rendimiento; las técnicas se diversifican según la manera en que


permitan una mayor o menor adaptación; por ejemplo, se ha podido comprobar la
eficacia de las zancadas cortas y de poca altura para recorrer grandes distancias a
la carrera, técnica que encontramos en ciertas tribus africanas.

- El criterio del modo de "transmitir la forma de las técnicas" corporales; en


el fondo se trata de prácticas de educación física y entrenamiento. Nadie ignora,
por ejemplo, que ciertas sociedades dan la preferencia al lado derecho o al lado
izquierdo (de manera uniforme o en lo tocante a ciertas partes del cuerpo). Y esas
sociedades imponen la lateralidad privilegiada mediante ritos culturales o
tradiciones; como lo mostró R. Hertz, un discípulo de Mauss, algunos indios
norteamericanos deben dirigir sus preces a las potencias celestiales por el lado
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derecho, presentar la oblación con la mano derecha, ejecutar la ronda ritual de


izquierda a derecha. Por lo demás, toda sociedad desarrolló una gran variedad de
prácticas de educación física, que reflejan las transformaciones de la cultura.

La segunda clasificación es aparentemente más sistemática y completa; sigue los


diferentes estadios de la vida de un individuo: nacimiento, infancia, adolescencia,
edad adulta. Las técnicas corporales relativas al nacimiento son las diferentes
maneras de dar a luz (de pie, acostada, a gatas), el modo de tomar al recién
nacido, de cortar y ligar el cordón umbilical, los cuidados posteriores al nacimiento.

Las técnicas de la infancia abarcan todas las técnicas de nutrición, de transporte


del niño, de crianza, de destete, de aprender a caminar, etc. Las de la
adolescencia son técnicas corporales de iniciación: en nuestra sociedad actual, las
maneras y las posturas adquiridas y conservadas son las que nos fueron
inculcadas por la enseñanza escolar, por el aprendizaje de un oficio y, en el caso
del varón, por el servicio militar. En cambio, en las sociedades más arcaicas, la
iniciación del adolescente asume formas rituales más complejas que consagran su
metamorfosis corporal y su "paso" al mundo de los adultos; además de la
circuncisión que es frecuente, el adolescente es sometido a las crueles pruebas de
golpes, quemaduras, mordeduras, mutilaciones de que el cuerpo conservará la
huella, así como conservará el hábito de los actos mágicos que le son revelados
de esta manera. En cuanto a las técnicas de la edad adulta, pueden clasificarse
atendiendo a los dos momentos esenciales de la jornada: el sueño y la vigilia.
Todo el mundo sabe que los miembros de cada sociedad tienen su propia manera
de dormir: de pie, sentados, acostados; o sobre una cama o una hamaca o una
estera o el mismo suelo; con almohada o sin ella; hechos un ovillo o extendidos
sobre un costado o sobre el vientre; cubiertos con mantas o descubiertos,
etcétera.

Las técnicas de la vigilia abarcan, en verdad, muchas categorías de técnicas


funcionalmente diferentes: técnicas de reposo, de actividad, de cuidados
higiénicos, de consumo, de cópula sexual y de cuidados terapéuticos. Así, para
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descansar, los miembros de ciertas sociedades, como nosotros mismos, se


sientan (habría que dedicar todo un estudio a las repercusiones de la silla y el
sillón, así como a su evolución); pero los miembros de otras sociedades, como los
nómadas del Sahara, descansan poniéndose en cuclillas; en cuanto a la actividad,
habría que analizar las diferentes maneras sociales de caminar, correr, bailar,
saltar, trepar, nadar, empujar, tirar, etc. Los cuidados higiénicos presentan también
la diversidad de las técnicas de lavar, jabonar, frotar el cuerpo, de limpieza de la
boca (escupir o no escupir, cepillarse los dientes, etc.), posturas para defecar o
para orinar. Igualmente conocida es la variedad de las maneras de comer y beber
(empleo de los dedos, de palillos, de tenedores), así como la variedad de
posiciones sexuales, considerablemente divulgadas en estos últimos años. Por
ejemplo, la posición llamada del "misionero" es característica de los países
occidentales, en tanto que las mujeres de las poblaciones indígenas del Pacífico
practican el amor exclusivamente con las piernas apoyadas, a la altura de las
rodillas, en los codos del hombre. Por fin, las técnicas terapéuticas ofrecen toda la
gama de la fantasía y de las desconcertantes prácticas de la hechicería, la magia,
los ensalmos, la medicina, que por sí solas constituyen el objeto de centenares de
obras.

Como se comprueba, esta clasificación y la definición misma de "técnica del


cuerpo" reposan en el postulado de que todas las actitudes y actos corporales son
utilitarios e instrumentales y de que el cuerpo es "el instrumento primero y 'natural'
de esa eficacia". Pero precisamente todo lo que consideramos en anteriores
capítulos nos mostró que el cuerpo nunca adquiere en la experiencia esa
autonomía, esa distancia ni esa funcionalidad instrumental o que nuestro yo nunca
tiene ese dominio, esa trascendencia ni esa finalidad utilitaria. En efecto, nuestras
vivencias forman una unidad más compleja, más cambiante, más ambigua, de la
cual el cuerpo sólo emerge y se abstrae con la ayuda de la palabra o del lenguaje
que lo significa. Por eso, si bien conservamos el sentido fundamental del empeño
de Mauss de demostrar la estructura social de nuestra corporeidad, creemos que
debemos rechazar esta designación equívoca e impropia de "técnicas del cuerpo"
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y reemplazarla por una terminología más adecuada al aspecto lingüístico del


cuerpo.

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Comunicación presentada a la Sociedad de Psicología el17 de mayo de 1934 y


publicada en el joumal de psychologie, tomo 32, n° 3-4, 15 de marzo- 15 de abril
de 1936 y en Sociologie et Anthropologie, P.U.F., 1966, tercera edición, sexta
parte.

Idem, pág. 365.

Idem, pág. 372.

Véase de R. Hertz, "La prééminence de la main droite. Etude sur la polarité


religieuse", en Mélonges de sociologie religieuse, Alcan, 1928, págs. 99-129.

Véase de J. Ullmann, De lo gymnostiqueoux sports modernes, P.U.F., 1965.


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EL SIMBOLISMO SOCIAL DE NUESTRO CUERPO

Pero, según parece, hay que dar un paso más y afirmar que la sociedad está
presente no sólo en nuestras relaciones espaciales (nuestra proxemia), sino
también en la estructura y las funciones mismas del cuerpo como organismo vivo.
Por paradójica que parezca esta tesis, a nuestro juicio quedó válidamente
demostrada por los análisis y observaciones de la antropóloga británica Mary
Douglas en el estudio que esta autora hizo sobre los ritos de contaminación y los
tabúes de las sociedades llamadas primitivas. "Es imposible", escribe esta autora,
"interpretar correctamente los ritos referentes a los excrementos, a la leche
materna, a la saliva, etc., si se ignora que el cuerpo es un símbolo de la sociedad
y que el cuerpo humano reproduce en pequeña escala las potencias y los peligros
que se atribuyen a la estructura social". Los excrementos, la orina, el semen, la
leche materna, la saliva, las lágrimas y los desechos corporales (recortes de uñas,
cabellos cortados, piel, sudor) tienen un punto común: por el hecho mismo de su
excreción sobrepasan los límites del cuerpo. También puede suponerse a priori
que se los considera "impuros" y peligrosos si, de alguna manera, vuelven a
introducirse en el cuerpo, pues este último simboliza la integridad del sistema
social, la integridad del "cuerpo social".

Esta hipótesis está confirmada por los ritos de los coorgos, una de las castas del
sistema hindú: los miembros de esta casta "consideran el cuerpo como si fuera
una ciudad sitiada; todas las entradas y salidas están vigiladas, pues se teme la
presencia de espías y traidores. Lo que ha salido del cuerpo ya nunca debe entrar
en él y ha de evitarse a toda 'costa. Cualquier cosa que, una vez salida del cuerpo,
vuelve a introducirse en él, está contaminada en el más alto grado". Por lo demás,
los coorgos poseen un mito que ilustra perfectamente este modo de pensar: se
trata de la fábula de una diosa que siempre fue más poderosa y astuta que sus
dos hermanos. Para alcanzar la preemihencia, éstos deciden vencer a la hermana
valiéndose de la astucia. Le hacen sacar de la boca el buyo que la diosa masca
por ver si es más rojo que el de ellos. Pero desgraciadamente para ella, la diosa
vuelve a introducirlo en la boca, por más que el buyo estuviera ya contaminado por
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la saliva. Lo comprende demasiado tarde y tiene que aceptar la derrota mientras


se lamenta. Y ese error anula todas sus anteriores victorias: en adelante los
hermanos ejercerán para siempre un legítimo dominio sobre ella.

En otras palabras, ese modelo de las entradas y salidas del cuerpo humano
simboliza el miedo de un grupo a una sociedad mayor y, como tal, amenazadora.
"En general", dice Mary Douglas, "cuando los ritos traducen una ansiedad en lo
tocante a los orificios corporales, el equivalente sociológico de esa ansiedad es la
preocupación por defender la unidad política y cultural de un grupo que constituye
una minoría". Los israelitas mostraron tanta preocupación por la integridad, la
unidad y la pureza del cuerpo humano (recuérdense las innumerables
prescripciones contra las impurezas corporales contenidas en la Biblia y sobre
todo en el Deuteronomio y en el Levítico) porque constituían una minoría y
estaban sometidos a vivas presiones: sus preocupaciones corporales reflejan "los
temores que experimentaban por los límites de su cuerpo político". Esta
interpretación está corroborada por muchas otras observaciones que no podemos
citar aquí. Retengamos sencillamente este hecho capital: para cada sociedad, el
cuerpo humano es el símbolo de su propia estructura; obrar, sobre el cuerpo
mediante los ritos es siempre un medio, de alguna manera mágico, de obrar sobre
la sociedad. Como lo expresó Mary Douglas, "los ritos obran sobre el cuerpo
político mediante el término simbólico del cuerpo físico".

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Véase de M. Douglas, De la Souillure - Essoi sur la notion de pollution et de tobou,


traducción de A. Guérin, Maspéro, 1971.

Idem, pág. 131.

Idem, págs. 138-139.

Idem, pág. 143.


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El simbolismo corporal de la sociedad

La antropóloga inglesa adopta una posición inversa, diametralmente contraria a la


interpretación del simbolismo corporal propuesta por ciertos psicoanalistas que, en
cambio, ven en los ritos sociales la expresión simbólica de la experiencia individual
y, más precisamente, de la experiencia sexual del cuerpo. En otras palabras, para
esos autores el simbolismo corporal tiene un fundamento psicológico, no
sociológico. Esa es la tesis de Bruno Bettelheim y, hasta cierto punto, también la
de N. O. Brown. Bettelheim afirma así que los ritos que derraman sangre de los
órganos genitales del varón (circuncisión, ritos de iniciación) expresan el deseo
masculino de poseer los procesos femeninos de reproducción. Pero, según Mary
Douglas, ésta es una interpretación impropia porque sólo tiene un carácter
descriptivo. "En este caso, lo que se graba en la carne humana", escribe esta
autora, "es una imagen de la sociedad, En cuanto a las tribus que Bettelheim
menciona (los murngino y los arunta), están divididas en mitades y en secciones,
lo que parecería sugerir más probablemente que los ritos públicos de esas tribus
tienen el objeto de crear un símbolo de la simetría de las dos mitades de la
sociedad".
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Por lo demás, esta teoría de Bettelheim se apoya en la distinción establecida por


G. Roheim entre la cultura "primitiva" y la nuestra: el primitivo buscaría satisfacer
sus deseos mediante la automanipulación, mediante la acción sobre su propio
cuerpo, en suma, mediante el rito; en cambio, el hombre moderno busca satisfacer
sus dedeos mediante la acción ejercida en el ambiente, es decir, mediante la
técnica. Según Bettelheim, el primitivo tiene una personalidad inmadura o
neurótica. Los ritos son, pues, el medio que tiene de resolver sus dificultades
psicológicas, sus mecanismos de defensa. Poco trabajo le cuesta a Mary Douglas
refutar este razonamiento fundado en una concepción falsa del individuo primitivo
que, como se sabe ahora, no es ni un niño retrasado, ni un psicópata. Semejantes
identificaciones implican el postulado del valor intrínseco y permanente de nuestro
concepto de adulto normal, postulado que dista mucho de estar justificado.
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Aunque también tributaria de esta distinción entre hombre primitivo y hombre


civilizado, la teoría de N. O. Brown tiene una significación algún tanto diferente. En
lugar de encarar al primitivo como personalidad individual, este autor lo considera
como el representante de la cultura en su totalidad, y lo que compara con un niño
o un adulto retrasado es esa cultura misma. De manera que para Brown las
sociedades primitivas recurrieron a la magia corporal para satisfacer sus deseas
porque esas sociedades alcanzaron un estadio de evolución cultural comparable
con el estadio del erotismo anal del niño, que huye de lo real, que teme la
castración y que tiene miedo de la muerte. Los ritos públicos de magia negra en
los que se utilizan desechos corporales (recortes de uñas, excrementos, etc.)
serían semejantes a los juegos de los niños con sus excrementos. Pero los
hechos desmienten también esta tesis, pues, a diferencia de los niños, los
primitivos no consideran los excrementos como una fuente de satisfacción ni como
instrumentos de deseo. Afirma Mary Douglas que los primitivos más bien evitan
"recurrir al poder que emana de las partes marginales del cuerpo" N. O. Brown se
engaña, por una parte, a causa de los testimonios suministrados por las víctimas
de la magia negra, obsesionadas por ese empleo que se da a sus desechos
corporales y, por otra parte, a causa de sus propios prejuicios que lo llevan a
considerar todas las alusiones a la analidad como un medio de evadirse de lo real,
siendo así que, en verdad, todos los ritos de magia corporal de los primitivos
revelan una lucha contra amenazas verdaderas y una lucha librada con los
poderes que los primitivos atribuyen a la estructura social simbolizada por el
cuerpo. En otras palabras, si N. O. Brown advirtió la existencia de un simbolismo
corporal, no comprendió en cambio toda su significación, ni explicó su
diversificación.

En efecto, sin duda alguna Brown se dio cuenta de que la realidad de nuestro
cuerpo rebasaba sus propios límites orgánicos y de que la naturaleza, los otros
seres vivos y los objetos mismos, es decir, la totalidad del cosmos, simbolizaban al
cuerpo y lo simbolizaban como cuerpo sexual, como cuerpo gobernado por los
fantasmas sexuales de nuestra imaginación. Dice Brown: "El cuerpo que es la
medida de todas las cosas es el cuerpo sexual" Según él, hay un simbolismo
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sexual universal, "un pansexualismo" en la medida en que el universo es "un


cuerpo único", como lo expresó el poeta Novalis, un "cuerpo de amor" en la
medida en que la imaginación presa del deseo modela el cuerpo: "El cuerpo
eterno del hombre", dice Brown. "es la imaginación".En consecuencia, toda
realidad puede leerse partiendo de la lectura del cuerpo: por ejemplo, la
monarquía como cuerpo político es el símbolo del poder que ejerce lo genital
sobre nuestras otras pulsiones corporales. A fortiori todas las formas culturales,
como las de la arquitectura de nuestras casas, se refieren a nuestra nostalgia del
vientre materno, etc. Cobrar conciencia de este simbolismo a través del "sentido
erótico de la realidad" significa recuperar la original unidad perdida por la
separación de las personalidades, de cada "yo", personalidades que son otras
tantas máscaras que disimulan el vínculo que liga a todos los seres. "Recobrar el
mundo del simbolismo", dice Brown, "es recobrar el cuerpo humano" auténtico,
total, pleno. Por obra de esta visión cósmica y simbólica del cuerpo, Brown cree
que puede conciliar y armonizar a Freud, a Marx y al papa Juan XXIII (y
evidentemente al propio San Juan), pues los tres pretenden unificar la humanidad:
el primero por la universalidad de la libido, el segundo por la universalidad del
trabajo y el tercero por la universalidad del amor (idea de un "cuerpo místico"). N.
O. Brown lleva al paroxismo la tendencia a interpretar el cuerpo que ya
encontramos en Freud y que G. Groddeck sistematizó de manera original y
desconcertante en su terapéutica analítica concentrada en los símbolos sexuales.

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Idem, pág. 143.

Véase Les blessures symboliques, Gallimard, 1971

Ufe ogoinst Deoth, Middletown, 1959 y Le corps d'omour, Denoel, 1968.

Op, cit., pág. 132.

Austrolion Totemism, Londres, 1925


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Idem, pág. 134.

Véase Le corps d'amour, pág. 306.

Idem, pág. 162 Y pág. 179.

Idem, pág. 325.

Idem, pág. 106

Véase de G. Groddeck, La Mafadie, f'Art et fe Symbole, Gallimard, 1969. Este


autor dice (pág. 65): "El hombre es vivido por el símbolo".
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El cuerpo, apertura y plataforma del campo simbólico

Pero precisamente ese paroxismo imaginario de la visión simbólica del cuerpo


libidinal impidió a Brown comprender y explicar el hecho de que cada sociedad
eligiera determinados símbolos dentro del fondo común y universal de símbolos.
¿Por qué, por ejemplo, en algunas sociedades la polución menstrual es un peligro
y en otras no lo es? ¿Por qué los excrementos son en algunas sociedades
materias peligrosas y en otras, materia... de bromas? ¿Por qué en la India los
alimentos cocidos y la saliva se contaminan fácilmente cuando los bosquimanos
de Angola se colocan los granos de melón en la boca antes de asarlos y
comerlos? En realidad, como dice Mary Douglas, "cada cultura tiene sus propios
peligros y problemas específicos. Cada una atribuye un determinado poder a esta
o aquella parte marginal del cuerpo, según la situación de que el cuerpo es
espejo... Para comprender la polución corporal hay que tratar de remontarse a los
peligros reconocidos en esta o en aquella sociedad y ver a qué temas corporales
corresponde cada uno de esos peligros". Por eso, según esta autora, "los
sociólogos" deben oponer al extremismo de los psicólogos (como Brown) su
propio extremismo. Si es cierto, concluye la autora, que todo simboliza al cuerpo,
es también cierto (si no más y por la misma razón) que "el cuerpo simboliza todo".

En definitiva nos encontramos aquí pues frente a un doble simbolismo corporal:


uno centrípeto o psicológico y, más exactamente, psicoanalítico, porque está
enderezado a la experiencia libidinal del cuerpo humano; otro centrífugo o
sociológico, porque se remite a la situación social que le da su significación. En
otros términos, se puede leer el simbolismo del cuerpo en dos sentidos: hacia la
universalidad de la libido o hacia la particularidad de la cultura. Ahora bien, lejos
de oponerse, estos dos sentidos, estos dos vectores del simbolismo de nuestro
cuerpo se completan y al mismo tiempo nos entregan la clave de su realidad
última, que precisamente y paradójicamente estriba en no tener una realidad
determinada. En efecto, nuestro cuerpo no se confunde ni con su realidad
biológica en cuanto organismo vivo, ni con su realidad imaginaria, en cuanto
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fantasma, ni con su realidad social en cuanto configuración y práctica de la cultura.


Nuestro cuerpo es, de alguna manera, más y menos que esas tres cosas, en la
medida en que es proceso de constitución, de formación simbólica que suministra,
por una parte, a la sociedad un medio de representarse, de comprenderse y de
obrar sobre ella misma, y suministra, por otra parte, al individuo un medio de
sobrepasar la simple vida orgánica en virtud del objeto fantasma de su deseo. Así
lo comprendió F. Gantheret al destacar que el fantasma es apertura del campo
simbólico en cuanto metáfora de la realidad sociopolítica y de la realidad biológica.
En términos más sencillos, esto equivale a decir que la imagen que podamos tener
de nuestro cuerpo no puede ser ni el calco de nuestra estructura anatómica y
fisiológica, ni el reflejo de los hábitos que nos inculcó la sociedad, sino que es
aquello que proyecta nuestro deseo, el cual, si bien surge de la vida, de la
sexualidad, está por otro lado limitado y definido por las significaciones y los
valores sociales impuestos por las instituciones. Podría afirmarse 'en este sentido
que el cuerpo es el símbolo de que se vale una sociedad para hablar de sus
fantasmas.

El cuerpo es el simbolismo original que hace de un ser vivo de violentas pulsiones


un hombre que habla y puede hablar del mundo y de sí mismo. "El hombre habla",
dice Lacan, "pero porque el símbolo lo ha hecho hombre". Así se confirma y se
completa al propio tiempo la idea de Merleau Ponty de que nuestro cuerpo es "la
simbólica general del mundo", porque el cuerpo no sólo (como lo pensaba este
filósofo) recapitula en todas sus partes las significaciones de las cosas y de los
seres que percibe y sobre los cuales obra, sino además porque el cuerpo está en
el origen de todos los otros símbolos, es el punto de referencia permanente de
ellos, el símbolo de todos los símbolos existentes o posibles. Por eso sólo se
puede hablar del cuerpo a través de la diversidad de los discursos simbólicos
formulados por cada cultura en los diferentes momentos de la historia humana, es
decir, a través de los innumerables mitos que las culturas forjaron para expresar
sus fantasmas. La realidad del cuerpo es el horizonte inaccesible e ilusorio de los
mitos que hablan de él y pretenden conferirle verdad.
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Op. cit. pág. 137.

Véase "Lieux du Corps", artículo citado, pág. 143.

Véase Ecrits, pág. 276.

Véase el capítulo 5 de este libro


18

Los mitos del cuerpo

Por lo demás, estos mitos del cuerpo asumen tantas formas como ideas y fines se
forjan las diversas culturas. En primer término, existen los mitos teológicos del
cuerpo, pues éste permite a la religión definir su poder sobre la muerte, ya
reduciendo el cuerpo a una ilusión, a una pantalla o a una envoltura transitoria e
inesencial, como en las religiones hinduistas, ya, por el contrario, encerrando en el
cuerpo un germen de eternidad. La encarnación y la resurrección de Cristo es el
mito de la victoria del cuerpo sobre la muerte y de la promesa de un cuerpo
glorioso, incorruptible, que resucitará al fin de los tiempos.- Pero también hay
mitos del cuerpo que responden a las diferentes medicinas y sistemas médicos
practicados en el transcurso de las edades. Por ejemplo, Michel Foucault analizó
maravillosamente "la arqueología de la mirada médica", es decir, la manera en
que el médico fue haciendo progresivamente justicia a la observación del cuerpo
enfermo, observación que constituye la esencia de la clínica.

Después de Foucault y de manera más restringida, J. P. Peter muestra en un


artículo original- "la geología de los sistemas del cuerpo" o la serie de
representaciones del cuerpo que surge de la descripción, la explicación y el
tratamiento de las enfermedades a fines del siglo XVIII, entre 1770 y 1800. El
discurso médico del siglo XVIII aparece, en efecto, como "un discurso compuesto
que diseña de alguna manera un cuerpo monstruoso"- porque precisamente se
mezclan en él muchas representaciones heterogéneas heredadas de doctrinas
anteriores.

Así, encontramos primero la imagen de un cuerpo que responde a la medicina


hipocrática, es decir, un cuerpo concebido como microcosmos compuesto de
cuatro materias fundamentales (tierra, agua, fuego, aire) portadoras de cuatro
primeras cualidades (seco, frío, caliente, húmedo), cuyas combinaciones
determinan los temperamentos, cada uno de los cuales se caracteriza por el
predominio de un humor (sangre, pituita o flema, bilis, atrabilis); por lo demás, la
materia corporal misma es pasiva y está gobernada por tres clases de "espíritus"
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(naturales, 'vitales, animales) que transmiten "virtudes". Luego, a esta imagen


hipocrática del cuerpo se agrega la representación cartesiana de un cuerpo-
máquina; por una parte, máquina hidráulica cuyo motor es el corazón; por otra
parte, máquina pneumática, porque "los espíritus animales" se distribuyen, a
impulsos del soplo pulmonar y más allá de la glándula pineal, en los conductos del
cerebro y de los nervios; y por fin, máquina estática con sus palancas, maromas y
puntos de apoyo. La representación médica de esta maquinaria corporal se
complica a causa del descubrimiento de la iatroquímica del siglo XVII: el cuerpo se
convierte en una retorta en la que el calor animal hace hervir los malos humores;
retorta controlada por el alma, como dice Stahl a comienzos del siglo XVIII, lo que
suscita una reacción contraria en los médicos influidos por Leibniz; esos médicos
afirman que el cuerpo no es otra cosa que un sistema organizado
"democráticamente como una federación" y no monárquicamente bajo el poder de
un alma (obsérvese la influencia del modelo sociopolítico de las instituciones de la
época). Esa es la imagen del cuerpo sostenida por la escuela médica de
Montpellier, a la que siguieron muchas otras imágenes de las que no podemos
ocupamos aquí. Tengamos en cuenta tan sólo que nuestro modelo médico actual,
por perfeccionado que parezca, cambia perpetuamente según los descubrimientos
que se hacen sobre el funcionamiento celular: la célula se ha convertido en el
microcosmos de nuestro cuerpo, después de haber sido el cuerpo el microcosmos
del universo. Con todo eso, el modelo occidental del cuerpo continúa apoyándose
en la explicación mecanicista y causal de Descartes, circunstancia que lo opone al
modelo corporal de la medicina oriental y especialmente al de la medicina china,
como la acupuntura, que postula un modelo energético y cualitativo del cuerpo: el
cuerpo es entonces una red de puntos específicos ligados por los meridianos (los
"king") recorridos por una energía vital que se distribuye en el cuerpo según la ley
de equilibrio del "Tao", el "in" y el "yang".- Y la medicina contemporánea se vale
simultáneamente de uno y otro modelo, así como utiliza también, modos de
explicación homeopáticos, eléctricos, químicos, etc. En otras palabras, el lenguaje
médico sobre el cuerpo mezcla múltiples discursos que guardan relación con otros
tantos mitos corporales.
20

Pero la medicina, al igual que la religión, no tiene el privilegio y monopolio de


producir esos mitos. Hay también mitos elaborados por las filosofías, de las cuales
la medicina continúa siendo en parte tributaria, según acabamos de observar. Por
ejemplo, al cuerpo máquina de Descartes o al cuerpo como sistema dinámico de
Leibniz puede agregársele la mitología del cuerpo como instrumento de acción, ya
en su forma espiritualista (puesto al servicio de la conciencia del sujeto, como en
la filosofía de Maine de Biran), ya en su forma materialista, como cuerpo movido
por la dialéctica de la necesidad y del trabajo, según sostiene Marx.- Esta
mitología de la acción encontró también en el deporte (en la forma organizada que
le dieron las sociedades industriales contemporáneas) una expresión nueva y al
mismo tiempo engañosa porque, como lo dijimos al principio de este libro, al
pretender liberar el cuerpo por el movimiento, el deporte a menudo lo enajena o,
por lo menos, lo manipula ideológicamente. El cuerpo deportivo es la última forma
de las mitologías corporales, la del "cuerpo sano, hermoso y fuerte", producido por
la civilización de los ocios y esparcimientos (con todo su cortejo de imágenes
publicitarias), forma que pretende realizar así a su manera los sueños de los
antiguos sobre la armonía total del hombre, el ideal de "Mens sana in corpore
sano".
21

Los mitos religiosos, médicos, filosóficos e ideológicos son mitos que asedian de
manera más o menos consciente nuestro pensamiento y que dibujan en cada uno
de nosotros una imagen del cuerpo que nuestros fantasmas personales y la
cultura en que vivimos modifican, enriquecen o empobrecen a su antojo. El
hombre contemporáneo proyecta en su cuerpo y busca en él no sólo los paraísos
perdidos de su infancia, sino también los espejismos suscitados por las
innumerables mutaciones de su cultura, sin ejar de abrigar la esperanza de poder
algún día dominar su cuerpo y conocer sus ilusorios secretos.

---------------------------------

Véase de G. Rosolato, .. Recension du corps", en .. Lieux du corps", pág. 27.La


reflexión de Bruaire sobre el cuerpo, a la que nos referimos en la in troducción, es
un intento de racionalizar el cuerpo concebido por el cristianismo, es decir, un
intento de encontrar las implicaciones y las consecuencias filosóficas de la
resurrección de la carne.
22

Véase Naissance de la elinique, P.U.F., 1963, primera edición; 1972, 2a. ed.

Véase "Le corps du délit", en "Lieux du corps", págs. 71-108. Idem, pág. 81.

Idem, pág. 81.

Véase de J. Lavier, L'acupuncture, Tchou, 1962.

Véase de C. Bruaire, op. cit., capítulo 3, "L'Agir et sa mythologie", págs. 141-164.

Tomado de: El CUERPO. Un fenómeno ambivalente. PAIDÓS Técnicas y


Lenguajes Corporales. Páginas 173-193. Michel Bernard.
23

Dirigirse al cuerpo

«Hay un hecho evidente y prominente sobre los seres humanos», dice Turner
(1985, pág. 1) al comienzo de su libro El cuerpo y la sociedad: exploraciones en
teoría social, «tienen cuerpos y son cuerpos». Es decir, el cuerpo constituye el
entorno del yo, es inseparable del yo. Sin embargo, lo que Turner omite en su
análisis es otro hecho evidente y prominente: que los cuerpos humanos son
cuerpos vestidos. El mundo social es un mundo de cuerpos vestidos. La desnudez
es totalmente inapropiada en casi todas las situaciones sociales e incluso en
situaciones donde se exhibe demasiada carne (en la playa, en la piscina, incluso
en el dormitorio); es probable que los cuerpos que se encuentran en estas
situaciones vayan adornados, aunque sólo sea con joyas o con perfume: cuando a
Marilyn Monroe se le preguntó qué llevaba puesto para irse a la cama, ésta
respondió que sólo llevaba Chanel número 5, lo cual ilustra cómo el cuerpo,
incluso sin adornos, puede seguir adornado o embellecido de algún modo. El
vestir es un hecho básico de la vida social y esto, según los antropólogos, es
común en todas las culturas humanas: todas las personas «visten» el cuerpo de
alguna manera, ya sea con prendas, tatuajes, cosméticos u otras formas de pin-
tarlo.

Es decir, ninguna cultura deja el cuerpo sin adornos, sino que le añade algo, lo
embellece, lo resalta o lo decora. En casi todas las situaciones sociales, se
requiere que aparezcamos vestidos, aunque lo que constituye la «prenda» varíe
de una cultura a otra, puesto que lo que se considera apropiado dependerá de la
situación o de la ocasión. Un traje de baño, por ejemplo, sería inadecuado y
escandaloso para ir a comprar, mientras que bañarse con abrigo y con zapatos
sería absurdo para el propósito de nadar, pero quizás apto como reclamo
publicitario para recoger fondos. El significado cultural del vestir comprende todas
las situaciones, incluso aquellas en las que se puede ir desnudo: hay estrictas
reglas y códigos para cuando podemos aparecer desnudos. Aunque los cuerpos
puedan ir desnudos en ciertos espacios, sobre todo en la esfera privada del hogar,
24

en el terreno social casi siempre se requiere que un cuerpo vaya vestido


apropiadamente, hasta el punto de que la ostentación de la carne, o su exposición
inadvertida en público, es molesta, perturbadora y potencialmente subversiva. Los
cuerpos que no se conforman, los que se saltan las convenciones de su cultura y
no llevan las prendas apropiadas, son considerados subversivos en lo que
respecta a los códigos sociales básicos y corren el riesgo de ser excluidos,
amonestados o ridiculizados. El streaker que se quita la ropa y echa a correr
desnudo por el campo de cricket o por el estadio de fútbol llama la atención hacia
estas convenciones en su acto de romperlas: de hecho, si una mujer hace lo
mismo, se considera «una infracción del orden público», mientras que el
exhibicionista puede ser castigado por «exposición indecente» (Young, 1995, pág.
7).

La ubicua naturaleza del vestido parece apuntar al hecho de que la ropa o los
adornos son uno de los medios mediante los cuales los cuerpos se vuelven
sociales y adquieren sentido e identidad. El acto individual y muy personal de
vestirse es un acto de preparar el cuerpo para el mundo social, hacerlo apropiado,
aceptable, de hecho, hasta respetable y posiblemente incluso deseable. Vestirse
es una práctica constante, que requiere conocimiento, técnicas y habilidades,
desde aprender a atarse los cordones de los zapatos y abrocharse los botones de
pequeño, hasta comprender los colores, las texturas y las telas y cómo
combinarlas para que se adecuen a nuestros cuerpos y vidas. La ropa es la forma
en que las personas aprenden a vivir en sus cuerpos y se sienten cómodos con
ellos. Al llevar las prendas adecuadas y tener el mejor aspecto posible, nos
sentimos bien con nuestros cuerpos y lo mismo sucede a la inversa: aparecer en
una situación sin la ropa adecuada nos hace sentir incómodos, fuera de lugar,
vulnerables. En lo que a esto respecta, la ropa es una experiencia íntima del
cuerpo y una presentación pública del mismo. Moverse en la frontera entre el yo y
los demás es la interfase entre el individuo y el mundo social, el punto de
encuentro entre lo privado y lo público. Este encuentro entre la experiencia íntima
del cuerpo y el ámbito público, mediante la experiencia de la moda y el vestir, es el
tema de este capítulo.
25

Tal es la fuerza del cuerpo desnudo que, cuando se permite aparecer así, como
en el caso del arte, se rige por convenciones sociales. Berguer (1972) argumenta
que dentro del arte y de las representaciones de los medios de difusión hay una
diferencia entre ir sin ropa y el desnudo; este último se refiere al modo en que los
cuerpos, incluso sin adornos, están «vestidos» por las convenciones sociales y
sistemas de representación. Perniola (1990) también ha considerado la forma en
que las distintas culturas, particularmente la de la Grecia clásica y la judaica,
expresan y representan la desnudez. Según Ann Hollander (1993), el vestido es
esencial para nuestra comprensión del cuerpo hasta el punto de que nuestra
forma de ver y representar el cuerpo desnudo está influida por las convenciones
del vestir. Tal como ella dice: «El arte prueba que la desnudez no es
experimentada ni percibida universalmente en mayor medida que la indumentaria.
En cualquier momento, el yo sin adornos tiene más afinidad con su propio aspecto
vestido que con cualquier otra entidad humana sin ropa en otros momentos o
lugares» (1993, pág. xiii). Hollander señala las formas en las que las re-
presentaciones de desnudos en el arte y en la escultura corresponden a las
modas dominantes del momento, de modo que el desnudo nunca está desnudo,
sino «vestido» con las convenciones contemporáneas del vestir.

Los cuerpos desnudos o semidesnudos que rompen con las convenciones


culturales, especialmente las del género, son potencialmente subversivos y se los
trata con horror o con burla. Las mujeres que practican culturismo de competición,
como las que aparecen en la película documental Pumping Iron II: The Women
(1984), suelen verse como «monstruosas», pues sus músculos desafían las
suposiciones culturales profundamente arraigadas y suscitan las preguntas
siguientes: «¿Qué es un cuerpo de mujer? ¿Se llega a un punto en que el cuerpo
de la mujer se transforma en algo más? ¿Cuál es la relación entre un cierto tipo de
cuerpo y la «feminidad»? (Kuhn, 1998, pág. 16; véanse también Schulze, 1990;
Sto Martin y Gavey, 1996). En el culturismo, los músculos son como la ropa, pero
a diferencia de ésta son supuestamente «naturales». Sin embargo, según Annette
Kuhn:
26

los músculos son una especie de travestismo, especialmente para las mujeres
culturistas: mientras los músculos se pueden considerar como prendas, la
formación de músculos en la mujer implica una transgresión de las barreras
propias de la diferencia sexual (1998, pág. 17).

Con estas ilustraciones, es evidente que los cuerpos son potencialmente


molestos. Las convenciones del vestir pretenden transformar la carne en algo
reconocible y significativo para una cultura; es fácil que un cuerpo que no encaja,
que transgrede dichos códigos culturales, provoque escándalo e indignación y que
sea tratado con desprecio o incredulidad. Ésta es una de las razones por las que
la indumentaria es una cuestión de moralidad: vestidos de forma inadecuada nos
sentimos incómodos, estamos expuestos a la condena social. Según Bell (1976),
llevar las prendas apropiadas es tan importante que incluso las personas que no
están interesadas en su aspecto se vestirán con la suficiente corrección como
para evitar la censura social. El autor arguye que, en este sentido, entramos en el
ámbito de los sentimientos «prudenciales, éticos y estéticos, y en la mecánica de
lo que podríamos denominar conciencia de la elegancia» (1976, págs. 18-19).. Bell
nos da un ejemplo de una barba de cinco días con la que no se podía ir al teatro
sin sufrir la censura y desaprobación «exactamente comparable a la ocasionada
por una conducta incorrecta». De hecho, con frecuencia se habla de la ropa en
términos morales, con palabras como «impecable», «muy bien», «correcta» (1976,
pág. 19). Pocos son inmunes a la presión social y la mayor parte de la gente se
siente incómoda cuando comete errores en el vestir, como darse cuenta de que
lleva la bragueta desabrochada o descubrir una mancha en la chaqueta. Por
consiguiente, tal como expone Quentin Bell: «Nuestras prendas forman demasiada
parte de nosotros para que la mayoría nos sintamos totalmente indiferentes por su
estado: es como si la tela fuera una extensión del cuerpo o incluso su espíritu»
(1976, pág. 19).
27

Este hecho básico del cuerpo de que, en general, debe presentarse


apropiadamente vestido señala un aspecto importante del vestir, es decir, su
relación con el orden social, si bien con el orden microsocial. Esta importancia del
vestir en el orden social parece convertido en un tema primordial de la
investigación sociológica. Sin embargo, la tradición clásica dentro de la sociología
no ha sabido reconocer la importancia de la indumentaria, en gran parte debido a
que ha descuidado el cuerpo y las cosas que éste hace. Últimamente, la
sociología ha empezado a reconocerla, pero esta literatura todavía es marginal y
relativamente escasa en comparación con otras áreas sociológicas. Parece que ha
surgido una sociología del cuerpo que se hermanará con la literatura sobre el
vestir y la moda. Sin embargo, estas obras, al igual que sucede con la principal
corriente sociológica, también han tendido a no examinar la vestimenta. Mientras
la sociología no ha sabido reconocer la importancia de la indumentaria, las obras
sobre historia, estudios culturales, psicología y demás, donde se suelen examinar,
lo han hecho casi pasando por alto la importancia del cuerpo. Los estudios sobre
la moda y el vestir tienden a separar el vestido del cuerpo: la historia del arte
celebra la prenda de vestir como un objeto, analizando el desarrollo de la
confección a lo largo de la historia y considerando la fabricación yel detalle del
traje (Gorsline, 1991; Laver, 1969); los estudios culturales suelen entender el vestir
semiológicamente, como un «sistema de signos» (Hebdige, 1979; Wright, 1992), o
analizar los textos y no los cuerpos (Barthes, 1985; Brooks, 1992; Nixon, 1992;
Triggs, 1992); la psicología social contempla los significados y las intenciones del
vestir en la interacción social (Cash, 1985; Ericksen y J oseph, 1985; Tseelon,
1992a, 1992b, 1997).' Todos estos estudios tienden a descuidar el cuerpo y los
28

significados que éste aporta a la indumentaria. Sin embargo, el vestido de todos


los días no se puede separar del cuerpo vivo, que respira y al que adorna. La
importancia del cuerpo para el vestido es tal que los casos en los que la prenda se
presenta divorciada del cuerpo son extrañamente alienantes. Elizabeth Wilson
(1985) capta la importancia del cuerpo en términos de comprensión del vestir y
describe la incomodidad que uno siente ante la presencia de los maniquíes del
museo de la indumentaria. Lo inquietante del encuentro procede del «polvoriento
silencio» y quietud de los trajes y de una sensación de que el museo éstá
«habitado» por los espíritus de los seres humanos vivos cuyos cuerpos adornaron
una vez esas prendas:

El observador se mueve con una sensación de pánico creciente por el mundo de


los muertos L..]' Al contemplar los trajes que tuvieron una estrecha relación con
seres humanos que yacen ya desde hace mucho en sus tumbas, experimentamos
el sentido de lo inexplicable, pues los trajes forman parte de nuestra existencia
hasta tal punto que al mover identidades, congeladas en su exposición en los
mausoleos de la cultura, indican algo comprendido sólo a medias, siniestro,
amenazador, la atrofia del cuerpo y la evanescencia de la vida (Wilson, 1985, pág.
1).

Al igual que la concha abandonada de cualquier criatura parece muerta y vacía, la


toga o el traje una vez abandonado parece sin vida, inanimado y alienado de su
propietario. Esta sensación de alienación del cuerpo es aún más profunda cuando
la prenda o los zapatos todavía llevan las marcas del cuerpo, cuando la forma de
los brazos o de los pies son claramente visibles. Sin embargo, la prenda cotidiana
siempre es algo más que una concha, es un aspecto íntimo de la experiencia y la
presentación de la identidad y está tan estrechamente vinculada con la identidad
de estos tres prenda, cuerpo e identidad que no se perciben por separado, sino
simultáneamente, como una totalidad. Cuando el traje es separado del cuerpo-
identidad, como en el caso del museo de la indumentaria, captamos sólo un
fragmento, una instantánea parcial del vestido, y por ende nuestra comprensión
queda limitada. El museo de la indumentaria convierte el traje en un fetiche,
29

explica cómo se fabricó, las técnicas de costura, los bordados y adornos em-
pleados, así como la etapa histórica en la que fue usado. Lo que no nos puede
decir es cómo se llevó ese traje, cómo se movía cuando estaba en un cuerpo,
cómo sonaba al moverse y cómo hacía sentir a quien lo llevaba. Sin un cuerpo, un
traje carece de plenitud y de movimiento, no está completo (Entwistle y WilsQn,
1998).

Una perspectiva sociológica sobre el vestir requiere apartarse del concepto de la


prenda como objeto y contemplar en su lugar la forma en que el traje encarna una
actividad y está integrado en las relaciones sociales. El análisis de Wright sobre la
confección (1992) reconoce la forma en que el vestido influye en el cuerpo y cómo
la prenda, deliberadamente pequeña (como las mallas o los pantalones que no
llegan a los tobillos) pretende resaltar partes concretas del cuerpo. Sin embargo,
en general, los estudios sobre la vestimenta no tienen en cuenta la forma en que
ésta actúa sobre el cuerpo y sigue siendo necesario considerar la prenda que
usamos todos los días como práctica personificada: cómo actúa el vestido en un
cuerpo fenoménico que se mueve y de qué forma es una práctica que implica
acciones individuales de prestar atención al cuerpo con el cuerpo. En este capítulo
se consideran los recursos teóricos para una sociología del vestir que reconozca
el significado del cuerpo. Propongo la idea del vestir como una práctica corporal
contextuada a modo de marco teórico y metodológico para comprender la
compleja relación dinámica entre el cuerpo, la ropa y la cultura. Este marco
reconoce que los cuerpos están constituidos socialmente, que están siempre
ubicados en la cultura y que el resultado de las prácticas individuales dirigidas al
cuerpo, es decir, la «vestimenta», es el resultado de «vestirse» o de «estar
vistiéndose». Examinar las influencias estructurales sobre el cuerpo vestido
requiere tener en cuenta las restricciones históricas y sociales del mismo, li-
mitaciones que influyen sobre el acto de «vestirse» en un momento dado.
Además, es necesario que el cuerpo físico esté constreñido por la situación social
y, por ende, es el producto del contexto social, tal como ha dicho Douglas (1973,
1984).
30

Convertirse en un miembro competente implica conocer las normas culturales y


las expectativas exigidas al cuerpo, algo que Mauss (1973) ha examinado en
términos de «técnicas corporales». Goffman (1971) ha descrito enérgicamente las
formas en que las normas y expectativas culturales se imponen en la
«presentación del yo en la vida cotidiana» en la medida en que los individuos
intentan «salvar las apariencias» y buscan ser definidos por los demás como
«normales». Vestirse requiere atender consciente o inconscientemente a estas
normas y expectativas, cuando se prepara el cuerpo para presentarlo en un en-
torno social en particular. La expresión «estar vistiéndose» capta esta idea del
vestirse como una actividad. Vestirse es, por consiguiente, el resultado de
prácticas socialmente constituidas, pero puestas en vigor por el individuo: las
personas han de atender a su cuerpo cuando «se están vistiendo» y es una
experiencia tan íntima como social. Cuando nos vestimos, lo hacemos dentro de
las limitaciones de una cultura y de sus normas, expectativas sobre el cuerpo y
sobre lo que constituye un cuerpo «vestido».

La mayor parte de los teóricos sobre los que hablo no relacionan específicamente
su explicación del cuerpo con la ropa, pero yo he intentado extraer las
implicaciones de cada perspectiva teórica para el estudio del cuerpo vestido. El
tema principal se centra en los usos y limitaciones de los criterios estructuralistas y
post-estructuralistas, puesto que éstos han influido en el estudio sociológico del
cuerpo; concretamente los trabajos de Mauss (1973), Douglas (1973, 1984) y el
criterio post-estructuralista de Foucault (1977,1980) son pertinentes en cualquier
discusión sobre el cuerpo en la cultura. Sin embargo, otra tradición, la de la
fenomenología, especialmente la de Merleau- Ponty (1976, 1981), también se ha
ido haciendo cada vez más influyente en términos de producir una explicación de
la corporeidad. Estas dos tradiciones teóricas, según Crossley (1996), han sido
consideradas por algunos como inconmensurables, pero, tal como él mismo dice,
pueden ofrecer visiones diferentes y complementarias del cuerpo en la sociedad.
Según la línea de Csordas (1993, 1996) y Crossley (1995a, 1995b 1996), a mi
entender una explicación del vestir como práctica contextuada requiere beber de
las fuentes de estas dos tradiciones diferentes, el estructuralismo y la
31

fenomenología. El estructuralismo ofrece el potencial para comprender el cuerpo


como un objeto socialmente constituido y contextuado, mientras que la
fenomenología ofrece el potencial para comprender el vestir como una experiencia
corpórea. En lo que se refiere a una explicación del cuerpo vestido como un logro
práctico, hay otros dos teóricos que son especialmente importantes: Bordieu
(1984,1994) y Goffman (1971,1979). Sus puntos de vista se expondrán al final de
este capítulo para ilustrar las formas en que una sociología del cuerpo vestido
podría unir el abismo que separa las tradiciones del estructuralismo, el post-
estructuralismo y la fenomenología.

El cuerpo como un objeto cultural

Todos los teóricos de los que se habla en este capítulo se pueden describir en
general como «constructivistas sociales», en el sentido en que toman el cuerpo
como algo que pertenece a la cultura y no meramente a una entidad biológica.
Esto va en contra de las perspectivas que aceptan lo que Chris Shilling (1993)
denomina «cuerpo naturalista». Estos criterios, como, por ejemplo, la
sociobiología, consideran el cuerpo «una base biológica presocial sobre la cual se
fundan las superestructuras del yo y de la sociedad» (1993, pág. 41). Puesto que
el cuerpo tiene una presencia «evidente» como fenómeno «natural», este criterio
«naturalista» es atractivo y, de hecho, resultaría extraño sugerir que éste es un
«objeto socialmente» construido. Sin embargo, dado que el caso es que el cuerpo
posee una presencia material, también es cierto que el material del cuerpo
siempre está siendo interpretado culturalmente en todas partes: la biología no se
encuentra excluida de la cultura sino que está dentro de ella. La suposición
comúnmente aceptada de que la biología no pertenece a la cultura fue, durante
mucho tiempo, una de las razones por la_ que los teóricos sociales descuidaron el
cuerpo como objeto de estudio. Aunque ahora éste sea un objeto de investigación
en el campo de la antropología, de los estudios culturales, literarios, de la teoría
del cine y la feminista, vale la pena destacar las formas en que la teoría social
clásica descuidó o reprimió anteriormente el cuerpo, puesto que esto puede
explicar, al menos en parte, la razón por la que tanto ha olvidado el vestir.
32

Turner (1985) da dos razones para justificar su descuido académico del cuerpo.
En primer lugar, la teoría social, concretamente la sociología, heredó el dualismo
cartesiano que daba prioridad a la mente y a sus propiedades de conciencia y de
razón sobre el cuerpo y a sus propiedades de emoción y de pasión. Además,
como parte de sus críticas tanto del conductismo como del esencialismo, la
tradición sociológica clásica tendió a evitar las explicaciones del mundo social que
tenía en cuenta al cuerpo humano, centrándose en su lugar en el actor humano
como un creador de signos y de significados. Asimismo, la preocupación
sociológica por la historicidad y el orden social en las sociedades modernas, a
diferencia de las cuestiones ontológicas, no parecía involucrar al cuerpo. Tal como
arguye Turner, en lugar de naturaleza-cultura, la sociología se ha preocupado del
yo-sociedad o de la agencia-estructura. Otra razón para el olvido del cuerpo es
que lo trató como un fenómeno natural, no social, y, por consiguiente, no como un
objeto legítimo para la investigación sociológica.

Sin embargo, cada vez se reconoce más que el cuerpo tiene una historia y esto ha
influido en establecer el cuerpo como objeto primordial de la teoría social (Bakhtin,
1984; Elias, 1978; Feher y otros, 1989; Laquer y Gallagher, 1987; Laquer y
Bourgois, 1992; Sennett, 1994). Norbert Elias (1978) señala las formas en que
nuestra comprensión y experiencias modernas sobre el cuerpo son históricamente
específicas y surgen de procesos sociales y psicológicos que se remontan al siglo
XVI. Examina de qué modo los desarrollos históricos, como la centralización cada
vez mayor del poder en manos de un número más reducido de señores con la
aparición de la aristocracia y cortes reales, sirvieron para frenar la violencia entre
las personas y los grupos, e inducir a un mayor control social sobre las emociones.
Las cortes medievales exigían códigos de conducta cada vez más elaborados e
instauraron en los súbditos la necesidad de controlar sus cuerpos para convertirse
en personas con «buenas maneras» y «cívicas». Las cortes medievales, como
centros relativamente móviles, promovieron la idea de que el propio éxito o fracaso
dependían de la demostración de las buenas maneras, de la civilización y del
ingenio y, en este aspecto, el cuerpo era el portador de la posición social, tema
posteriormente investigado en la cultura contemporánea por Bourdieu (1984,
33

1994) en su explicación sobre el «capital cultural» y el habitus. El impacto de estos


avances fue la promoción de nuevas estructuras psicológicas que sirvieron para
inducir una mayor conciencia de uno mismo como «individuo» en un cuerpo con
identidad propia.

Junto a las historias sobre el cuerpo, la antropología ha influido especialmente en


términos de establecer la legitimidad del cuerpo como objeto de estudio social
(Benthall, 1976; Berthelot, 1991; Featherstone 1991a; Featherstone y Turner,
1995; Frank, 1990; Polhemus, 1988; Polhemus y Proctor, 1978; Shilling, 1993;
Synnott, 1993; Turner, 1995, 1991). Turner (1991) da cuatro razones para ello. En
primer lugar, la antropología se ocupaba en un principio de cuestiones ontológicas
y de la dicotomía naturaleza-cultura; esto la llevó a considerar el modo en que el
cuerpo, como objeto de la naturaleza, fue mediado por la cultura. Una segunda
característica de la antropología fue su preocupación por las necesidades y por
cómo éstas son afrontadas por la cultura, área de interés que se enfoca en parte
en el cuerpo. Hay dos clases más de áreas de interés que se centran en el cuerpo
como entidad simbólica: por ejemplo, el cuerpo en la obra de Mary Douglas
(1973, 1979b, 1984) se considera como un sistema de clasificación primario para
las culturas, el medio a través del cual se representan y manejan los conceptos de
orden y desorden; en el trabajo de personas como Blacking (1977) y Bourdieu
(1984), el cuerpo se considera como un importante portador de la clase social.

Para el antropólogo Marcel Mauss, la cultura da forma al cuerpo y describe con


detalle lo que él denomina las «técnicas del cuerpo», que son «el modo en que de
sociedad en sociedad los seres humanos [sic] saben cómo usar sus cuerpos»
(1973, pág. 70). Estas técnicas corporales son un medio importante para la
socialización de los individuos en la cultura: de hecho, el cuerpo es el medio por el
que un individuo llega a conocer una cultura y a vivir en ella. Según Mauss, el
modo en que los hombres y las mujeres llegan a usar sus cuerpos es diferente,
puesto que las técnicas corporales tienen género. Hombres y mujeres aprenden a
caminar, a hablar, a correr, a luchar de forma diferente. Además, aunque diga
poco sobre la ropa, sí comenta el hecho de que las mujeres aprenden a andar con
34

tacones, hazaña que requiere entrenamiento para ser realizada con éxito y que,
como consecuencia de la socialización, no es practicada por la mayoría de los
hombres.

Douglas (1973, 1979b, 1984) también ha reconocido el cuerpo como un objeto


natural moldeado por las fuerzas sociales. Ella sugiere, por tanto, que existen
«dos cuerpos»: el cuerpo físico y el cuerpo social. Resume la relación entre ambos
en Símbolos naturales: exploraciones en cosmología:

[...] El cuerpo social restringe el modo en que se percibe el cuerpo físico. La


experiencia física del cuerpo, siempre modificada por las categorías sociales
mediante las cuales es conocido, mantiene una particular visión de la sociedad.
Existe un continuo intercambio de significados entre los dos tipos de experiencia
corporal, de modo que cada una de ellas refuerza la categoría de la otra (1973,
pág. 93).

Según Douglas, las propiedades fisiológicas del cuerpo son, pues, el punto de
partida para la cultura, que hacen de mediadoras y las traduce en símbolos
significativos. De hecho, la autora arguye que hay una tendencia natural en todas
las sociedades a representar el cuerpo, puesto que el mismo y sus propiedades
fisiológicas, como sus productos residuales, alimentan a la cultura con un rico
recurso para el trabajo simbólico: «El cuerpo es capaz de alimentar a un sistema
de símbolos natural» (1973, pág. 12). Esto significa que el cuerpo es un medio de
expresión altamente restringido, puesto que está muy mediatizado por la cultura y
expresa la presión social que tiene que soportar. La situación social se impone en
el cuerpo y lo ciñe a actuar de formas concretas; de hecho, el cuerpo se convierte
en un símbolo de la situación. Douglas (1979b) da el ejemplo de la risa para
ilustrar esto. La risa es una función fisiológica: empieza en la cara, pero puede
afectar a todo el cuerpo. Ella pregunta:

«¿Qué es lo que se comunica? La respuesta es: información sobre el sistema


social» (1979b, pág. 87). La situación social determina el grado en que el cuerpo
se puede reír: cuantas menos restricciones, más libre está el cuerpo para reír en
35

voz alta. De este modo, el cuerpo y sus fronteras expresan simbólicamente las
preocupaciones del grupo en particular en el que se encuentra y, en realidad, se
convierte en un símbolo de la situación. Los grupos que se preocupan por las
amenazas contra sus fronteras culturales o nacionales pueden manifestar este
temor mediante rituales en torno al cuerpo, especialmente rituales de
contaminación e ideas sobre la pureza (1984). El análisis de Douglas (1973) sobre
el pelo «a lo rastafari» y el pelo liso también ilustra la relación entre el cuerpo y el
contexto. El pelo «a lo rasta», una vez símbolo de rebeldía, puede verse entre
esos profesionales que están es una posición de crítica de la sociedad,
concretamente, entre académicos y artistas. El pelo liso, sin embargo, es más
habitual entre los conformistas, como abogados y banqueros.

Este enfoque en el cuerpo como símbolo ha conducido a Turner (1985) ya Shilling


(1993) a considerar el trabajo de Douglas no tanto una antropología del cuerpo,
sino más bien «una antropología del simbolismo del riesgo y, podemos añadir, de
ubicación y estratificación social» (Shilling, 1993, pág. 73).

No cabe ninguna duda de que este análisis se puede extender a la indumentaria y


los complementos. La ropa en la vida cotidiana es el resultado de las presiones
sociales y la imagen del cuerpo vestido puede ser un símbolo del contexto en el
que se encuentra. Las situaciones formales como bodas y funerales tienen normas
de vestir más elaboradas que las situaciones informales y tienden a incluir más
«reglas», como la estipulación sobre el traje de etiqueta y el esmoquin. Este traje a
su vez transmite información sobre la situáción. En dichas situaciones formales
también podemos hallar códigos convencionales de género impuesto con mayor
rigidez que en los entornos informales. Las situaciones formales, como entrevistas
de trabajo, reuniones de negocios y actos formales nocturnos, tienden a exigir
claras fronteras de género en el vestir. Una situación que exija «traje de noche» no
sólo tenderá a ser formal sino que la interpretación de dicha prenda tendrá unas
claras connotaciones de diferencia de género: generalmente eso se traduce en
traje largo para la mujer y traje de etiqueta y esmoquin para el hombre. Los
hombres y mujeres que opten por invertir este código e intercambiar las prendas
36

se arriesgan a ser excluidos del evento. Otras situaciones específicas que


requieren claros códigos de vestir para hombres y mujeres se dan en el terreno
profesional, especialmente en las profesiones antiguas como la abogacía, los
seguros y las finanzas de la City.

Aquí, una vez más, las barreras de género suelen estar claramente marcadas por
la obligación, unas veces explícita y otras implícitas, del uso de la falda en la
mujer. El color también tiene género, sobre todo en el trabajo: el traje pantalón que
llevan los hombres en la City normalmente es negro, azul o gris, pero las mujeres
que ejercen las profesiones tradicionales pueden llevar rojos brillantes, naranjas,
turquesas y demás. Las corbatas de los hombres añaden un elemento decorativo
a los trajes, puesto que pueden ser claras, incluso chillonas, pero esto es por lo
general contrarrestado por un fondo oscuro y formal. El lugar de trabajo
profesional, con sus normas y expectativas, reproduce las ideas convencionales
de lo «femenino» y lo «masculino» mediante la imposición de códigos particulares
de vestir. De este modo, los códigos de vestir forman parte de la actuación de los
cuerpos en el espacio y funcionan como medio para disciplinarIos a que actúen de
formas concretas. Según la idea de Douglas sobre el cuerpo como símbolo de la
situación, la imagen del cuerpo transmite información sobre la situación. Incluso
dentro de cada profesión existe algún grado de variación respecto a la formalidad
de la presentación del cuerpo; cuanto más tradicional sea el lugar, más formal
será y mayores serán las presiones que se ejerzan sobre el mismo para que se
vista según los códigos particulares estrictamente regidos por el género. Más
adelante volveré a este tema, cuando examine las aplicaciones del trabajo de
Foucault en el análisis del poder del vestir, que es un discurso de género sobre
cómo actúa el vestir en el puesto de trabajo.

Mientras la antropología ha influido en sugerir cómo el cuerpo ha sido moldeado


por la cultura, Turner (1985) sugiere que el trabajo del historiador y filósofo Michel
Foucault es el que verdaderamente ha demostrado la importancia del cuerpo en la
teoría social, contribuyendo con el mismo a la inauguración de la sociología del
cuerpo. A diferencia de los teóricos sociales clásicos que ignoran o reprimen el
37

cuerpo, la historia de la modernidad de Foucault (1976,1977,1979, 1980) coloca al


cuerpo humano en el centro del escenario, al considerar el modo en que las
disciplinas emergentes de la modernidad estaban principalmente enfocadas en la
actuación de los cuerpos individuales y de las poblaciones de cuerpos. Su
explicación del cuerpo como objeto moldeado por la cultura nunca ha sido
aplicado específicamente a la ropa, pero su importancia es considerable para
comprender la moda y el vestir como puntos de partida para los discursos sobre el
cuerpo.

La influencia de Foucault

 La explicación de Foucault sobre la modernidad se centra en el modo en que


poder y conocimiento son interdependientes: no hay poder sin conocimiento, ni
conocimiento que no esté implicado en el ejercicio del poder. Según Foucault, el
cuerpo es el objeto que utiliza el conocimiento-poder moderno y al que inviste de
poder, puesto que «nada es más material, físico, corpóreo que el ejercicio del
poder» (1980, págs. 57 -58). Las ideas de Foucault sobre las relaciones entre el
poder-conocimiento están implícitas en su noción de discurso. Los discursos para
Foucault son regímenes de conocimiento que dictan las condiciones de la
posibilidad de pensar y hablar: en cualquier momento, sólo algunas frases pueden
ser reconocidas como «ciertas». Estos discursos tienen repercusiones en el modo
en que actúa la gente, puesto que no son meramente textuales, sino que se ponen
en práctica en el micronivel del cuerpo. El poder invierte en cuerpos y en el siglo
XVIII y XIX esta inversión sustituye a los rituales en torno al cuerpo del monarca:
«En lugar de los rituales que sirvieron para restaurar la integridad corporal del
monarca, se emplean remedios y recursos terapéuticos como la segregación de
los enfermos, el control de los contagiosos y la exclusión de los delincuentes»
(Foucault, 1980, pág. 55).

Turner (1985) sugiere que el trabajo de Foucault nos permite ver cómo los cuerpos
individuales son manipulados por el desarrollo de regímenes específicos, por
ejemplo la dieta y el ejercicio, que hacen que el individuo se responsabilice de su
38

propia salud y de estar en forma (la disciplina del cuerpo), y la forma en que son
controlados y coordinados (biopolítica) los cuerpos de las poblaciones. Estos dos
aspectos están íntimamente relacionados, en especial respecto al modo en que se
consigue el control, concretamente mediante un sistema de vigilancia o de
panopticismo. Esto se encuentra forzosamente ilustrado en Vigilar y castigar,
donde Foucault describe cómo los nuevos discursos sobre la criminalidad desde
finales del siglo XVIII en adelante dieron como resultado nuevos métodos para
tratar a los «criminales», es decir, el sistema de prisiones. Desde principios del
siglo XIX han surgido nuevas formas de pensar sobre la criminalidad: se dijo que
los «criminales» se podían «reformar» (en lugar de ser considerados como seres
inherentemente «malvados» o poseídos por el diablo) y se impusieron nuevos
sistemas para estimular esta reforma. Concretamente, el sistema de vigilancia
fomenta que los prisioneros se relacionen con ellos mismos y con sus cuerpos y
que actúen de ciertas formas. Esto se ve apoyado por la organización del espacio
en los edificios modernos en torno al principio de «un ojo omnividente»: un
observador invisible pero omnipresente como el descrito en la década de 1780, a
finales del siglo XVIII por Jeremy Bentham (1843) en su diseño para la prisión
perfecta, el «Panóptico». Esta estructura permitía la máxima capacidad de obser-
vación: las celdas bañadas en luz están dispuestas alrededor de una torre central
de vigilancia que siempre está oscura, con lo que los prisioneros no pueden saber
cuándo ni por quién son observados. Esta estructura es empleada por Foucault a
modo de metáfora de la sociedad moderna que él vio como «carcelaria», dado que
es una sociedad basada en la observación institucional, en las escuelas,
hospitales, barracones militares, etc., cuya meta última es la «normalización» de
los cuerpos y de la conducta. La disciplina, en lugar de ser impuesta sobre el
cuerpo de «carne y hueso» a través de la tortura y el castigo físico, actúa
mediante el establecimiento del cuerpo «vigilado por la mente», que advierte a los
individuos que controlen su propia conducta.

Sin embargo, mientras que desde el siglo XVIII hasta principios del XX «se creía
que la inversión en el cuerpo por parte del poder tenía que ser fuerte, laboriosa,
meticulosa y constante», Foucault sugiere que a mediados del siglo XX esto dio
39

paso a una forma más «liberal» de poder sobre el cuerpo y a nuevas inversiones
en la sexualidad (1980, pág. 58). El poder para Foucault es «relaciones de
fuerza»; no es propiedad de nadie ni de ningún grupo de individuos, sino que
invierte en todas partes y en cualquier persona. Aquellos en quienes el poder ha
invertido en sus cuerpos pueden, por consiguiente, derrocar a ese mismo poder
ofreciéndole resistencia o derrotándolo. Por ende, arguye que donde haya poder
habrá resistencia al mismo. Una vez que el poder ha invertido en cuerpos, «surgen
inevitablemente las reivindicaciones y afirmaciones como respuesta, las del propio
cuerpo contra el poder, las de la salud contra el sistema económico, las del placer
contra las normas morales de la sexualidad, el matrimonio, la decencia [..] el po-
der, tras haber invertido en el cuerpo, se haya expuesto a un contraataque del
mismo» (1980, pág. 56). Esta idea de «discurso inverso» es muy poderosa y
puede ayudar a explicar la razón por la que los discursos sobre la sexualidad a
partir del siglo XIX en un principio solían etiquetar y patologizar los cuerpos y los
deseos; por consiguiente, crearon tipos sexuales como el «homosexual». Estas
etiquetas fueron adoptadas para nombrar los deseos individuales y producir una
identidad alternativa.

Las visiones de Foucault se pueden aplicar a la sociedad contemporánea, que


fomenta que las personas se responsabilicen de ellas mismas. Tal como observa
Shilling (1993), los peligros potenciales para la salud han alcanzado proporciones
globales. Sin embargo, en Occidente, los gobiernos les dicen a las personas que
han de responsabilizarse de sus propios cuerpos como buenos ciudadanos. Los
discursos contemporáneos sobre la salud, la imagen y demás vinculan al cuerpo y
a la identidad, y sirven para promover ciertas prácticas de cuidados corporales
típicas de la sociedad moderna. El cuerpo en las sociedades occidentales
contemporáneas está sujeto a fuerzas sociales de una índole bastante distinta al
modo en que se experimenta el cuerpo en las comunidades tradicionales. A
diferencia de las comunidades tradicionales, el cuerpo está menos sometido a los
modelos heredados de cuerpos socialmente aceptables que eran básicos para la
vida ritual, las ceremonias comunales de una comunidad tradicional, y más ligado
a los conceptos modernos de identidad «individual» y personal. Según Shilling
40

(1993) y otros (Giddens, 1991; Featherstone 1991b), se ha convertido en un


«proceso más reflexivo». Nuestros cuerpos son considerados como «coberturas»
del yo, que se concibe como único y singular.

Mike Featherstone (1991a) investiga el modo en que se experimenta el cuerpo en


la «cultura de consumo» contemporánea. Arguye que desde principios del siglo
XX ha habido un espectacular aumento en los regímenes de autocuidado del
cuerpo. El cuerpo se ha convertido en el centro de un «trabajo» cada vez mayor
(ejercicio, dieta, maquillaje, cirugía estética, etc.) y hay una tendencia general a
ver al cuerpo como parte del propio yo que está abierto a revisión, cambio y
transformación. El crecimiento de regímenes de estilo de vida más sanos son
testimonio de esta idea de que nuestros cuerpos están inacabados y son
susceptibles al cambio. Los manuales de ejercicios y los vídeos sobre este tema
prometen la transformación de nuestros estómagos, caderas, muslos y demás
partes del cuerpo. Ya no nos contentamos con ver el cuerpo como una obra
completada, sino que intervenimos activamente para cambiar su forma, alterar su
peso y silueta. El cuerpo se ha convertido en parte de un proyecto en el que
hemos de trabajar, un proyecto cada vez más vinculado a la identidad del yo de
una persona. El cuidado del cuerpo no hace referencia sólo a la salud sino a
sentirse bien: cada vez más, nuestra felicidad y realización personal está sujeta al
grado en que nuestros cuerpos se ajustan a las normas contemporáneas de salud
y de belleza. Los libros sobre salud y los vídeos para estar en forma se
complementan, ofreciéndonos una oportunidad para sentimos mejor, más felices y
más sanos. Giddens (1991) observa cómo los manuales de autoayuda se han
convertido en una creciente industria en los últimos tiempos, que nos anima a
pensar y a actuar sobre nosotros mismos y nuestros cuerpos de formas concretas.
El vestir encaja en este «proyecto reflexivo» general como algo en lo que se nos
insta a tener cada vez más en cuenta: los manuales sobre «vestirse para triunfar»
(como el clásico de Molloy, Women: Dress for Success, 1980), los servicios de
asesoramiento de imagen (el «Color Me Beautiful», basado en el modelo
estadounidense, quizá sea el ejemplo más evidente) y programas de televisión
(como el Clothes Show y Style Challenge en Reino Unido) que están ganando una
41

gran popularidad, todos ellos fomentan la visión de que podemos transformamos


según nuestra forma de vestir.

Featherstone (1991a) argumenta que el aumento de productos asociados con las


dietas, la salud y elfitness no sólo demuestra la creciente importancia que tiene
nuestro aspecto, sino la que se le concede a la conservación del cuerpo en esta
última sociedad capitalista. Aunque la dieta, el ejercicio y otras formas de
disciplina corporal no sean del todo nuevas para la cultura de consumo, actúan
para disciplinar al cuerpo de nuevas formas. Con el paso de los siglos y en todas
las tradiciones, se han recomendado distintas disciplinas corporales: el cris-
tianismo, por ejemplo, ha defendido durante mucho tiempo disciplinar el cuerpo
mediante la dieta, el ayuno, las penitencias y demás. Sin embargo, mientras se
empleaba disciplina para mortificar la carne, como una defensa contra el placer
que era considerado pecaminoso en la cristiandad, en la cultura contemporánea,
las técnicas como la dieta son empleadas para aumentar el placer. El ascetismo
ha sido sustituido por el hedonismo, la búsqueda del placer y la gratificación de las
necesidades y deseos del cuerpo. La disciplina del cuerpo y el placer de la carne
ya no están enfrentadas; en su lugar, la disciplina del cuerpo mediante la dieta y el
ejercicio se ha convertido en una de las claves para conseguir un cuerpo atractivo
y deseable que a su vez proporcionará placer.

Discursos sobre el vestir

Dado que Foucault no dijo nada sobre la moda o el vestir, sus ideas acerca del
poder conocimiento en un principio no parecen tener una gran aplicación para el
estudio del cuerpo vestido. Sin embargo, su criterio sobre el poder y su dominio
sobre el cuerpo se pueden utilizar para hablar sobre el modo en que los discursos
y las prácticas del vestir actúan para disciplinar el cuerpo. Tal como he dicho al
principio de este capítulo, el cuerpo vestido es un producto de la cultura, el
resultado de las fuerzas sociales que ejercen presión sobre el cuerpo. Por con-
siguiente, la explicación de Foucault plantea una forma de pensar sobre la
estructurada influencia de las fuerzas sociales sobre el cuerpo, a la vez que ofrece
42

un modo de cuestionarse las opiniones más habituales sobre la indumentaria


moderna. Es bastante común considerar la indumentaria del siglo XX más
«liberada» que en siglos anteriores, especialmente en el siglo XIX. El estilo de
prendas que se llevaban en el siglo XIX ahora nos parece rígido y que oprimía el
cuerpo. El corsé parece un perfecto ejemplo de la disciplina corporal del siglo XIX:
para las mujeres era obligado, y a las mujeres que no lo llevaban se las conside-
raba inmorales (o «ligeras», que metafóricamente se refiere a las ballenas del
corsé sueltas). Como tal, el corsé se puede ver como algo más que una prenda de
vestir, como algo vinculado a la moralidad y a la opresión social de las mujeres.

Por el contrario, los estilos de vestir actuales se consideran más relajados, menos
rígidos y físicamente menos constrictivos: habitualmente se llevan prendas
informales y los códigos genéricos no parecen tan restrictivos. Sin embargo, esta
historia convencional de la creciente «liberación» del cuerpo se puede explicar de
un modo distinto si aplicamos el criterio foucaultiano a la historia de la moda: un
contraste tan simple entre los estilos de los siglos XIX y XX ha demostrado ser
problemático. Tal como arguye Wilson (1992), en lugar del corsé de huesos de
ballena del siglo XIX, tenemos el corsé de músculos moderno que exigen las
normas contemporáneas de belleza. Ahora la belleza requiere una nueva forma de
disciplina en lugar de que ésta no exista en absoluto: para conseguir el vientre
firme que exige el guión, se ha de hacer ejercicio y controlar lo que se come.
Mientras el estómago de la encorsetada mujer del siglo XIX sufría la disciplina
desde fuera, la mujer del siglo XX, al hacer dieta y ejercicio, ha disciplinado a su
estómago mediante la autodisciplina (una transformación de los regímenes
disciplinarios, algo parecido al concepto de Foucault del paso del cuerpo de
«carne y hueso» al del cuerpo «vigilado por la mente»). Lo que se ha producido ha
sido un cambio cualitativo en la disciplina más que uno cuantitativo, aunque se
podría argüir que la autodisciplina que requiere el cuerpo moderno es más fuerte y
exigente por parte de la mujer que la requerida por la usuaria del corsé.

El concepto del poder de Foucault se puede aplicar al estudio de la indumentaria


para considerar los modos en que el cuerpo adquiere significado y es influido por
43

las fuerzas sociales y discursivas y para ver cómo están implicadas estas fuerzas
en el ejercicio del poder. Las feministas como McNay (1992) y Diamond y Quinby
(1988) alegan que Foucault no trata el tema del género, característica esencial de
la construcción social del cuerpo. Sin embargo, aunque haya estado «ciego para
el género», se pueden aplicar sus conceptos teóricos e ideas sobre cómo el
cuerpo recibe la influencia del poder para explicar el género. A este respecto,
podemos usar sus ideas y discurso sobre el poder para examinar de qué modo la
ropa desempeña una función vital al marcar las fronteras de género que el sistema
de la moda está redefiniendo en cada temporada. Gaines (1990, pág. 1) arguye
que la indumentaria favorece que «el género sea evidente o natural», cuando, de
hecho, el género es una construcción cultural que la ropa ayuda a reproducir.

Los códigos del vestir reproducen el género: la asociación de las mujeres con
trajes de noche largos o en el ámbito profesional, con faldas, y la de los hombres
con esmoquin y pantalones es arbitraria, pero a pesar de todo es considerada
como «natural», así que la feminidad se plasma en el traje de gala, y la
masculinidad en el traje de etiqueta y el esmoquin. La obra de Butler sobre la
funcionalidad (1990, 1993), influida por Foucault, contempla más el género como
producto de los estilos y de las técnicas como el vestir que cualquier otra cualidad
esencial del cuerpo. Ella defiende que la naturaleza arbitraria del género se revela
de un modo más evidente en los drag queens, quienes exageran las técnicas y
las vuelven antinaturales. Asimismo, Haug (1987), recurriendo claramente a
Foucault, desnaturaliza las técnicas y estrategias comunes empleadas para
hacerse «femenina»: el cuerpo «femenino» es un efecto de estilos, de postura
corporal, conducta e indumentaria. A pesar del hecho de que Foucault pasa por
alto el género en su explicación sobre el cuerpo, sus ideas sobre el modo en que
éste es moldeado por las prácticas discursivas proporciona un marco teórico con
el que examinar la reproducción del género a través de tecnologías corporales
concretas.
44

Otro ejemplo de cómo la indumentaria está íntimamente relacionada con el género


y, de hecho, con el poder es el modo en que los discursos sobre el vestir la
convierten en una cosa «femenina». Tseelon (1997) ofrece una serie de ejemplos
sobre cómo se ha asociado históricamente a las mujeres con las «trivialidades»
del vestir, a diferencia de los hombres, que se considera que están por encima de
estas preocupaciones mundanas tras haber renunciado al traje decorativo (Flügel,
1930). Tal como sugiere Tseelon (1997), las mujeres han sido definidas a lo largo
de la historia como triviales, superficiales, banales e incluso malvadas, debido a
que han sido relacionadas con las vanidades del vestir en los discursos que
abarcan desde el campo de la teología hasta el de la moda. Además, los discursos
sobre la moda han hecho de la mujer el objeto de la misma, incluso su víctima
(Veblen, 1953; Roberts, 1977). La ropa no se consideraba un asunto de igual
interés para el hombre como para la mujer y, además, la supuestamente «natural»
45

disposición femenina a arreglarse y embellecerse sirvió para hacer de ella un ser


«débil» o «estúpido» y, por ende, merecedor de la condena moral. Un análisis
foucaultiano podría ofrecer una visión sobre cómo la mujer es considerada más
próxima a la moda y a la «vanidad», quizás al examinar al igual que ha hecho
Efrat Tseelon (1997), tratados específicos sobre las mujeres y el vestir, como los
que se encuentran en la Biblia o en las Epístolas de san Pablo.

Estas asociaciones de las mujeres con el vestir continúan incluso hoy en día y se
demuestran por el hecho de que lo que lleva una mujer sigue siendo un asunto de
mayor preocupación moral que lo que lleva un hombre. Las pruebas podemos
hallarlas en los casos de acoso sexual en el trabajo, en las agresiones sexuales y
en las violaciones. Los discursos sobre la sexualidad femenina y el aspecto de la
mujer, dentro de instituciones como la jurisprudencia, relacionan más a las
mujeres con el cuerpo y la indumentaria que a los hombres. Wolf (1991) observa
que los abogados en los casos de violación en todos los estados americanos,
salvo en Florida, pueden citar legalmente lo que llevaba puesto la mujer en el
momento del ataque y decir si su ropa era o no «sexualmente provocativa». Lo
mismo sucede en otros países.Lees (1999) demuestra que los jueces en el Reino
Unido, en los casos de violación, con frecuencia basan sus sentencias en cómo
iba vestida una mujer en el momento del ataque. Una mujer puede ser
contrainterrogada y se puede mostrar su ropa como prueba de su culpabilidad en
la agresión o como una evidencia de su consentimiento al acto sexual. En un
caso, los zapatos de una mujer (que no eran de piel sino «de los más baratos del
mercado») fueron utilizados para dar a entender que era demasiado «vulgar»
(1999, pág. 6). De este modo, la indumentaria se utiliza discursivamente para
crear a la mujer que «lo estaba pidiendo». Aunque ni Wolf ni Lees recurren a
Foucault, es posible imaginar un análisis del discurso de los casos legales, como
el de los que se construye el concepto de una mujer «víctima» culpable, mediante
un discurso sobre la sexualidad, la moralidad y el vestir. Además, a la mujer se le
exige más en su aspecto que al hombre, y el énfasis en la imagen femenina sirve
para añadir lo que Wolf (1991) denomina un «tercer turno» al trabajo y a las tareas
del hogar que realizan las mujeres. De ahí que el cuerpo femenino sea una
46

desventaja potencial en el mundo laboral. Las mujeres están más identificadas con
el cuerpo, como Ortner (1974) y otros han sugerido; las pruebas antropológicas
parecen confirmarlo (Moore, 1994). La asociación cultural con el cuerpo da como
consecuencia mujeres que tienen que controlar sus cuerpos y su aspecto con
mucho más cuidado que los hombres. Por último, los códigos del vestir en
situaciones particulares imponen regímenes más severos a los cuerpos femeninos
que a los masculinos. De este modo, los discursos y regímenes del vestir están
vinculados al poder de diversas y complejas formas, sujetando los cuerpos de las
mujeres a un mayor escrutinio que los de los hombres.

Volviendo al tema de la indumentaria en el puesto de trabajo, podemos aplicar las


ideas de Foucault para demostrar cómo las prácticas discursivas e institucionales
del vestir influyen sobre el cuerpo y se emplean en los trabajos como parte de las
estrategias institucionales y corporativas de dirección. Cada Freeman (1993)
recurre a la noción de poder de Foucault, especialmente a su idea del Panóptico,
para examinar de qué modo se utiliza la vestimenta en una corporación de
procesamiento de datos, Data Air, como estrategia de disciplina corporativa y
control sobre las empleadas femeninas. En esta empresa, un estricto código de
vestir insiste en que las empleadas vistan «elegantemente» a fin de proyectar una
imagen «moderna» y «profesional» de la corporación. Si su forma de vestir no se
ajusta a estas reglas, son sometidas a medidas disciplinarias por sus jefes e
incluso las pueden mandar a casa a que se cambien de ropa. La oficina abierta
propició la imposición de este código del vestir porque somete a las mujeres a la
constante mirada de sus jefes. Estas prácticas son comunes en muchas oficinas,
aunque los mecanismos para imponer los códigos del vestir varían mucho.
Algunas corporaciones utilizan discursos específicos sobre el vestir, clasificando
como ropa «elegante» o «profesional», por ejemplo, y estrategias particulares,
como la imposición de uniformes y códigos del vestir en el trabajo, para ejercer
control sobre los cuerpos de los trabajadores.

Tal como he demostrado, el marco de Foucault es bastante útil para analizar la


práctica del vestir contextuada. Concretamente, este concepto de discurso es un
47

buen punto de partida para analizar las relaciones entre las ideas sobre el vestir, el
género y las formas de disciplinar el cuerpo. Sin embargo, hay problemas con este
concepto de discurso, así como dificultades que surgen de su conceptualización
del cuerpo y del poder, es decir, su incapacidad de reconocer la corporeidad y el
agente. Estos problemas surgen de la filosofía postestructuralista de Foucault y
ahora quiero resumidos para sugerir cómo esta perspectiva teórica, aunque útil en
muchos aspectos, también es problemática para el estudio del vestir como
práctica contextuada.

PROBLEMAS CON LA TEORÍA Y EL MÉTODO DE FOUCAULT

Foucault, como postestructuralista, no nos dice demasiado sobre cómo el


individuo adopta y traduce los discursos. Es decir, la suya es una explicación del
cuerpo procesado socialmente y nos dice cómo se habla del cuerpo y cómo se
influye sobre él, pero no proporciona una explicación de la práctica. Para
comprender la moda y el vestir, su marco no describe la ropa tal como ésta es
vivida y experimentada por

[...] El cuerpo social restringe el modo en que se percibe el cuerpo físico. La


experiencia física del cuerpo, siempre modificada por las categorías sociales
mediante las cuales es conocido, mantiene una particular visión de la sociedad.
Existe un continuo intercambio de significados entre los dos tipos de experiencia
corporal, de modo que cada una de ellas refuerza la categoría de la otra (1973,
pág. 93).

Según Douglas, las propiedades fisiológicas del cuerpo son, pues, el punto de
partida para la cultura, que hacen de mediadoras y las traduce en símbolos
significativos. De hecho, la autora arguye que hay una tendencia natural en todas
las sociedades a representar el cuerpo, puesto que el mismo y sus propiedades
fisiológicas, como sus productos residuales, alimentan a la cultura con un rico
recurso para el trabajo simbólico: «El cuerpo es capaz de alimentar a un sistema
de símbolos natural» (1973, pág. 12). Esto significa que el cuerpo es un medio de
expresión altamente restringido, puesto que está muy mediatizado por la cultura y
48

expresa la presión social que tiene que soportar. La situación social se impone en
el cuerpo y lo ciñe a actuar de formas concretas; de hecho, el cuerpo se convierte
en un símbolo de la situación. Douglas (1979b) da el ejemplo de la risa para
ilustrar esto. La risa es una función fisiológica: empieza en la cara, pero puede
afectar a todo el cuerpo. Ella pregunta:

«¿Qué es lo que se comunica? La respuesta es: información sobre el sistema


social» (1979b, pág. 87). La situación social determina el grado en que el cuerpo
se puede reír: cuantas menos restricciones, más libre está el cuerpo para reír en
voz alta. De este modo, el cuerpo y sus fronteras expresan simbólicamente las
preocupaciones del grupo en particular en el que se encuentra y, en realidad, se
convierte en un símbolo de la situación. Los grupos que se preocupan por las
amenazas contra sus fronteras culturales o nacionales pueden manifestar este
temor mediante rituales en torno al cuerpo, especialmente rituales de
contaminación e ideas sobre la pureza (1984). El análisis de Douglas (1973) sobre
el pelo «a lo rastafari» y el pelo liso también ilustra la relación entre el cuerpo y el
contexto. El pelo «a lo rasta», una vez símbolo de rebeldía, puede verse entre
esos profesionales que están es una posición de crítica de la sociedad,
concretamente, entre académicos y artistas. El pelo liso, sin embargo, es más
habitual entre los conformistas, como abogados y banqueros.

Este enfoque en el cuerpo como símbolo ha conducido a Turner (1985) ya Shilling


(1993) a considerar el trabajo de Douglas no tanto una antropología del cuerpo,
sino más bien «una antropología del simbolismo del riesgo y, podemos añadir, de
ubicación y estratificación social» (Shilling, 1993, pág. 73).

No cabe ninguna duda de que este análisis se puede extender a la indumentaria y


los complementos. La ropa en la vida cotidiana es el resultado de las presiones
sociales y la imagen del cuerpo vestido puede ser un símbolo del contexto en el
que se encuentra. Las situaciones formales como bodas y funerales tienen normas
de vestir más elaboradas que las situaciones informales y tienden a incluir más
«reglas», como la estipulación sobre el traje de etiqueta y el esmoquin. Este traje a
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su vez transmite información sobre la situación. En dichas situaciones formales


también podemos hallar códigos convencionales de género impuesto con mayor
rigidez que en los entornos informales. Las situaciones formales, como entrevistas
de trabajo, reuniones de negocios y actos formales nocturnos, tienden a exigir
claras fronteras de género en el vestir. Una situación que exija «traje de noche» no
sólo tenderá a ser formal sino que la interpretación de dicha prenda tendrá unas
claras connotaciones de diferencia de género: generalmente eso se traduce en
traje largo para la mujer y traje de etiqueta y esmoquin para el hombre. Los
hombres y mujeres que opten por invertir este código e intercambiar las prendas
se arriesgan a ser excluidos del evento. Otras situaciones específicas que
requieren claros códigos de vestir para hombres y mujeres se dan en el terreno
profesional, especialmente en las profesiones antiguas como la abogacía, los
seguros y las finanzas de la City.

Aquí, una vez más, las barreras de género suelen estar claramente marcadas por
la obligación, unas veces explícita y otras implícita, del uso de la falda en la mujer.
El color también tiene género, sobre todo en el trabajo: el traje pantalón que llevan
los hombres en la City normalmente es negro, azul o gris, pero las mujeres que
ejercen las profesiones tradicionales pueden llevar rojos brillantes, naranjas,
turquesas y demás. Las corbatas de los hombres añaden un elemento decorativo
a los trajes, puesto que pueden ser claras, incluso chillonas, pero esto es por lo
general contrarrestado por un fondo oscuro y formal. El lugar de trabajo
profesional, con sus normas y expectativas, reproduce las ideas convencionales
de lo «femenino» y lo «masculino» mediante la imposición de códigos particulares
de vestir. De este modo, los códigos de vestir forman parte de la actuación de los
cuerpos en el espacio y funcionan como medio para disciplinarIos a que actúen de
formas concretas. Según la idea de Douglas sobre el cuerpo como símbolo de la
situación, la imagen del cuerpo transmite información sobre la situación. Incluso
dentro de cada profesión existe algún grado de variación respecto a la formalidad
de la presentación del cuerpo; cuanto más tradicional sea el lugar, más formal
será y mayores serán las presiones que se ejerzan sobre el mismo para que se
vista según los códigos particulares estrictamente regidos por el género. Más
50

adelante volveré a este tema, cuando examine las aplicaciones del trabajo de
Foucault en el análisis del poder del vestir, que es un discurso de género sobre
cómo actúa el vestir en el puesto de trabajo.

Mientras la antropología ha influido en sugerir cómo el cuerpo ha sido moldeado


por la cultura, Turner (1985) sugiere que el trabajo del historiador y filósofo Michel
Foucault es el que verdaderamente ha demostrado la importancia del cuerpo en la
teoría social, contribuyendo con el mismo a la inauguración de la sociología del
cuerpo. A diferencia de los teóricos sociales clásicos que ignoran o reprimen el
cuerpo, la historia de la modernidad de Foucault (1976,1977,1979, 1980) coloca al
cuerpo humano en el centro del escenario, al considerar el modo en que las
disciplinas emergentes de la modernidad estaban principalmente enfocadas en la
actuación de los cuerpos individuales y de las poblaciones de cuerpos. Su
explicación del cuerpo como objeto moldeado por la cultura nunca ha sido
aplicado específicamente a la ropa, pero su importancia es considerable para
comprender la moda y el vestir como puntos de partida para los discursos sobre el
cuerpo.

El cuerpo frente a la corporeidad

Aunque el criterio de Foucault sobre el cuerpo sea útil, puesto que permite el
análisis del mismo sin recurrir al determinismo biológico, a su cuerpo curiosamente
le faltan características que parecen esenciales. Tal como hemos citado
anteriormente, la explicación de Foucault sobre el cuerpo y su relación con el
poder es problemática para feministas como McNay (1992) y Ramazanoglu
(1993), porque no tienen presente la cuestión del género que, según ellas insisten,
es vital para cualquier explicación del cuerpo y sobre cómo éste se ve manipulado
por el poder. Tal como arguye McNay (1992), no sólo el género es la diferencia
más fundamental entre los cuerpos, sino que el poder no es equitativo respecto a
los cuerpos femeninos y los masculinos.
51

Además, el análisis de Foucault es, a veces, internamente incoherente y su


concepción sobre el cuerpo confusa. Turner observa que Foucault vacila entre
cierta idea de un cuerpo material «real» y un cuerpo constituido por el discurso:

[…] A veces trata el cuerpo como una entidad real, como en los efectos del
crecimiento de la población en el pensamiento científico o en su análisis del efecto
de la ciencia penal sobre el cuerpo. Foucault parece tratar el cuerpo como un
aspecto unificado y concreto de la historia humana que se mantiene constante a
través de las épocas. Esa postura, sin embargo, no concuerda con su visión de las
discontinuidades de la historia ni con su argumento de que el cuerpo es
constituido por el discurso (1985, pág. 48).

Por una parte, la biopolítica de Foucault parece constituir un cuerpo concreto, una
entidad material, manipulada por las instituciones y las prácticas; por la otra, su
enfoque en el discurso parece producir un concepto del cuerpo que carece de
materialidad fuera de la representación. Esta falta de definición es problemática,
dado que la pregunta de qué es lo que constituye un cuerpo no se puede evitar,
¿tiene el cuerpo un carácter material fuera del lenguaje y de la representación? El
cuerpo no puede ser al mismo tiempo un objeto material fuera del lenguaje y una
única construcción lingüística. Terrance Turner considera que el cuerpo de
Foucault es contradictorio y problemático en lo que respecta a la propia
reivindicación del autor a criticar la esencia: es una «tabula rasa sin características
a la espera de las animadas disciplinas del discurso […], una unidad individual a
priori que recuerda conciliadoramente a su gran rival, el sujeto trascendental»
(1996, pág. 37). Además, el dominio del cuerpo discursivo en la obra de Foucault
parece debilitar su objetivo de producir una «historia de los cuerpos» y de las
inversiones e influencias del poder sobre los mismos. ¿Qué es más material y vital
respecto al cuerpo que no sea su carne y sus huesos? ¿Qué hace el poder, sino
influir, controlar y dominar el cuerpo material? Turner enfatiza sobre este punto,
arguyendo que el concepto de Foucault sobre el cuerpo como la cosa más
material es «claramente un espurio. El cuerpo de Foucault no tiene carne; es un
engendro del discurso sobre el poder (que es de por sí una fuerza inmaterial
52

similar al maná» (1996, pág. 36). La visión de Foucault niega el hecho de que, por
difícil que pueda ser el acceso al cuerpo como un campo independiente, nosotros
estamos encarnados y contenemos los parámetros de una entidad biológica y que
esta experiencia, aunque esté mediatizada por la cultura, es fundamental para
nuestra existencia. Los cuerpos no son simples representaciones; tienen una
realidad concreta y material, una biología que, en parte, viene determinada por la
naturaleza. Los cuerpos son producto de una dialéctica entre la naturaleza y la
cultura. Este reconocimiento del cuerpo como un objeto natural no desemboca
forzosamente en un biologismo y, de hecho, una serie de explicaciones
constructivistas sociales reconoce el cuerpo como una entidad biológica, pero
consideran el modo en que está sujeto a la construcción social (Douglas, 1973,
1979a, 1979b, 1984; Elias, 1978; Mauss, 1973). Sin embargo, si el cuerpo cuenta
con su propia realidad física fuera o más allá del discurso, ¿cómo podemos teo-
rizar esta experiencia?

Thomas Csordas (1993,1996) tuvo presente estos temas y describe lo que él


denomina un «paradigma de la corporeidad», como alternativa al «paradigma del
cuerpo» que caracteriza al criterio estructuralista. Su objetivo expreso es
contrarrestar la «fuerte tendencia representativa» del paradigma semiótico-textual
que se puede observar en obras como la de Douglas (1979a), Foucault (1977) y
Derrida (1976). Csordas apela a un cambio para alejarse del marco semiótico-
textualista y llegar a un concepto de corporeidad y de «estar en el mundo»
extraído de la fenomenología. Nick Crossley hace una distinción similar, al decir
que la «sociología del cuerpo», aunque «sociología carnal», examina lo «que hace
el cuerpo» (1995b, pág. 43). El cambio metodológico que ambos reivindican
«requiere que el cuerpo sea entendido como el ámbito existencial de la cultura, no
como un objeto con el que «es bueno pensar», sino como un sujeto cuya
«existencia es necesaria» (Csordas, 1993, pág. 135). Csordas defiende un estudio
de la corporeidad que tome como referencia la fenomenología de Maurice
MerleauPonty (1976,1981), así como la «teoría de la práctica» de Pierre Bourdieu
(1989). Su paradigma de la corporeidad marca, pues, un alejamiento de los textos
para centrarse más en la experiencia corporal y la práctica social. Crossley
53

también identifica la preocupación por la experiencia corporal con Merleau-Ponty y


Erving Goffman.

A continuación entraré en detalles respecto a las suposiciones teóricas y metodo -


lógicas subyacentes al «paradigma de la corporeidad», veremos primero la
fenomenología y nos centraremos en el trabajo de Merleau-Ponty (1976,1981),
luego en el de Goffman (1971, 1972, 1976) Y por último en el de Bourdieu (1989),
cuyos conceptos son especialmente útiles para desarrollar una explicación
sociológica de la corporeidad.

Merleau-Ponty y la corporeidad

Merleau-Ponty (1976, 1981) sitúa el cuerpo en el centro de su análisis de la


percepción. Según él, el mundo nos llega a través de la conciencia perceptiva, es
decir, el lugar que ocupa nuestro cuerpo en el mundo. Merleau-Ponty hace
hincapié en el sencillo hecho de que la mente está en el cuerpo y llega a conocer
el mundo a través de lo que denomina el «esquema postural o corpóreo»:
captamos el espacio externo, las relaciones entre los objetos y nuestra relación
con ellos mediante nuestro lugar en el mundo y nuestro paso por él. De ahí que la
meta de su trabajo sobre la percepción, tal como señala en The Primacy of
Perception, es «restablecer las raíces de la mente en su cuerpo y en su mundo, en
contra de las doctrinas que consideran la percepción como un simple resultado de
la acción de las cosas externas sobre nuestro cuerpo, así como contra aquellos
que insisten en la autonomía de la conciencia» (1976, págs. 3-4).

A raíz del énfasis de Merleau-Ponty en la percepción y la experiencia, los sujetos


son reinstaurados como seres temporales y espaciales. En lugar de ser «un objeto
en el mundo», el cuerpo forma nuestro «punto de vista sobre el mismo» (1976,
pág. 5).La tendencia de Foucault a ver el cuerpo como un objeto pasivo es
contrarrestada de este modo. Según Merleau-Ponty, llegamos a entender nuestra
relación con el mundo a través de la situación de nuestros cuerpos física e históri-
camente en el espacio. «Lejos de ser meramente un instrumento u objeto en el
mundo, nuestros cuerpos son los que nos dan nuestra expresión en el mismo, la
54

forma visible de nuestras intenciones» (1976, pág. 5; la cursiva es mía). Es decir,


nuestros cuerpos no son sólo el lugar desde el cual llegamos a experimentar el
mundo, sino que a través de nuestros cuerpos llegamos a ser vistos en él. El
cuerpo forma la envoltura de nuestra existencia en el mundo; la yoidad procede de
esta ubicación en el cuerpo. Por consiguiente, para Merleau-Ponty, la subjetividad
no es esencial ni trascendental: el yo está ubicado en el cuerpo, que a su vez está
ubicado en el tiempo y en el espacio.

La noción del espacio es crucial para la experiencia vivida según Merleau-Ponty,


dado que el movimiento de los cuerpos por el mismo es una característica
importante de la percepción que las personas tienen sobre el mundo y su relación
con los demás y con los objetos que hay en él. Esta preocupación por el espacio
también es evidente en el trabajo de Foucault, tal como he dicho antes. Foucault
en su explicación del espacio reconoce sus dimensiones sociales y políticas, el
modo en que éste se infunde de las relaciones de poder, algo que MerleauPonty
pasa por alto. No obstante, la obra de Foucault carece por completo de explicación
alguna acerca de cómo las personas experimentan el espacio, cómo lo usan y
cómo se mueven por él; esto podemos hallarlo en la fenomenología. Para
Merleau-Ponty, siempre somos sujetos en el espacio, pero nuestra experkncia
acerca del mismo procede de nuestro movimiento alrededor del mundo y depende
de nuestra comprensión de los objetos en ese espacio gracias a nuestra
conciencia sensorial.

Al principio puede resultar difícil aplicar estos conceptos fenomenológicos, como


un método filosófico, al análisis del cuerpo vestido. No obstante, al poner la
corporeidad en primer plano y hacer énfasis en que toda experiencia humana
procede de una posición corporal, Merleau-Ponty ofrece algunas visiones muy
útiles para el análisis del vestir como práctica corporal contextuada. El vestir en la
vida cotidiana siempre está situado en el espacio y en el tiempo: al vestimos nos
orientamos hacia una situación y actuamos de formas concretas sobre el cuerpo.
Sin embargo, uno no actúa sobre el cuerpo como si éste fuera un objeto inerte,
sino como una envoltura del yo. En su lugar, nuestros cuerpos son, con las
55

palabras de Merleau-Ponty que he citado más arriba, «la forma visible de nuestras
intenciones», indivisible desde un sentido del yo. Por consiguiente, ¿qué podría
ser un aspecto más visible del cuerpo-yo que el vestido? Al unificar el cuerpo y el
yo y al centramos en las dimensiones experimentales de estar ubicados en un
cuerpo, el análisis de Merleau-Ponty demuestra que el cuerpo no es meramente
una entidad textual producida por las prácticas discursivas, sino el vehículo activo
y perceptivo de la existencia.

Existen, sin embargo, una serie de problemas con la fenomenología de Merleau-


Ponty. En primer lugar, descuida el género. El cuerpo se mueve en el tiempo y en
el espacio consciente de su género y ésta es la razón por la que los hombres y las
mujeres experimentan de modo distinto los espacios públicos de trabajo y por la
que la presentación del cuerpo con la prenda de vestir también supone una
experiencia diferente. Además, tal como se ha mencionado anteriormente, las
mujeres suelen identificarse más con el cuerpo que los hombres y eso puede
generar experiencias de corporeidad diferenciales: se podría decir que las mujeres
tienen más tendencia a desarrollar una mayor conciencia corporal y de ellas
mismas como un ser corpóreo que los hombres cuya identidad no está tan situada
en el cuerpo. En segundo lugar, la perspectiva de Merleau-Ponty sigue siendo
filosófica: como método, no se puede aplicar fácilmente al análisis del mundo
social.

No obstante, a pesar de estos problemas, tanto Crossley (1995a) como Csordas


(1993) ven mucho potencial en el criterio de MerleauPonty y contemplan los
trabajos de Goffman y Bourdieu respectivamente; estos dos últimos se inspiran en
parte en la fenomenología, pero desarrollan ideas sobre la corporeidad que son
más sociológicas que filosóficas en cuanto a que están basadas en la evidencia
empírica de la práctica. La siguiente discusión aplica conceptos fenomenológicos
al estudio del vestir y bebe no sólo de las fuentes de Merleau-Ponty, sino del
trabajo de estos dos sociólogos, a fin de sugerir algunas formas en las que el
estudio del vestir podría abordarlo como una práctica encarnada.
56

El vestir y la corporeidad

La fenomenología de Merleau-Ponty proporciona una forma de comprender las


funciones del vestir tal como está constituido y es practicado a diario. La
experiencia del vestir es un acto subjetivo de cuidar al propio cuerpo y hacer de él
un objeto de conciencia, a la vez que es un acto de atención con el mismo.
Comprender el vestir significa, pues, entender esta dialéctica constante entre el
cuerpo y el yo: se requiere, como señala Merleau-Ponty, reconocer que «el cuerpo
es el vehículo de la existencia en el mundo y tener un cuerpo es, para una criatura
viva, estar integrado en un entorno definido, para identificarse con ciertos
proyectos y estar siempre comprometido con ellos» (1981, pág. 82).

Al adoptar el concepto de Merleau-Ponty sobre la naturaleza dialéctica del cuerpo-


yo, es posible examinar la unidad del cuerpo y del yo e investigar de qué modo
éstos se constituyen mutuamente. Vestirse implica diferentes grados de
conciencia en lo que se refiere a cómo uno piensa respecto al cuerpo y cómo
presentado. A veces somos conscientes de nuestros cuerpos como objetos que se
han de mirar, si se entra en espacios sociales concretos, mientras que en otras
ocasiones y espacios, como en el hogar, no sintonizamos con nuestros cuerpos
como objetos que han de ser contemplados. Esta sintonización con el cuerpo y
con la conciencia corporal como un objeto en los espacios públicos se parece al
concepto de Goffman de «centro del escenario»(1971): en los espacios públicos
podemos sentir que estamos en primer plano, mientras que, cuando estamos en
casa, estamos «entre bastidores». En ciertas circunstancias uno también puede
darse cuenta de su aspecto e indumentaria, es decir, si va vestido
inapropiadamente. Si la vestimenta es variada y es siempre «con textual» (es
decir, que se adapta a situaciones muy distintas), entonces puede suceder que
haya algunos momentos en los que el acto de vestirse constituya un acto irrefle-
xivo, similar a ir de compras o a recoger a los niños en el colegio y otros, cuando
el acto de vestirse es consciente y reflexivo, como vestirse para una entrevista de
trabajo o una reunión importante. Las diferentes prácticas del vestir suscitan, pues,
preguntas fenomenológicas sobre la naturaleza de la conciencia del yo, por
57

ejemplo, sobre cómo uno llega a convertirse en un objeto de atención. El estudio


de Tseelon (1997) parece confirmar que hay diferentes estados para prestar aten-
ción a la indumentaria y a la imagen. Al pedir a las mujeres que entrevistó que
describieran la ropa que llevaban en distintas ocasiones, éstas identificaron una
serie de situaciones que variaban según el grado de atención que se les prestaba
y en las que eran conscientes de lo que llevaban puesto: el grado más alto de
autoconciencia del aspecto se manifestaba en ocasiones muy formales como en
las bodas o en las entrevistas de trabajo; para estar en casa o para hacer la
compra de la semana, tenían grados mucho más bajos de atención. Aunque la
autora no recurre a la fenomenología para expresar un análisis de la conciencia
corporal, sus descubrimientos se pueden utilizar para demostrar de qué modo el
aspecto y, por ende, la indumentaria están sujetos a grados variables de
conciencia según la situación. La conciencia del aspecto corporal está influida por
el género: Berger (1972) ha sugerido que las mujeres más que los hombres ven
sus cuerpos como objetos a los «cuales se ha de mirar» y eso en realidad puede
transmitir información para las elecciones que realizan cuando se visten para
ciertas situaciones. El análisis de Tseelon (1997) sobre cómo las mujeres se
relacionan con su aspecto también parece ilustrar los diferentes niveles de
conciencia corporal que influyen en sus elecciones. Las mujeres que entrevistó
indican que son conscientes del yo y de su aspecto de formas bastante complejas:
al sintonizar unas veces sí y otras no con la conciencia, en unas ocasiones se
pierden en la temporalidad de la acción y en otras son sagazmente conscientes de
la misma.
58

Estos patrones de conciencia corporal y de práctica del vestir no son


individualistas, aunque se puedan experimentar en un plano muy individual. Sin
embargo, tal como Tseelon (1997) identifica, hay prácticas de vestirse que
funcionan por encima del plano individual y han de ser vistas como sociales y
culturales. Como he dicho al principio de este capítulo, vestirse es un logro técnico
y práctico que se funda en el conocimiento social y cultural acumulado. En mi
análisis del poder y del vestir (Entwistle, 1997b, 2000) expongo que vestirse es
una práctica que se ha de aprender, a veces de las experiencias en el puesto de
trabajo, otras mediante cursos ofrecidos por asesores de imagen. En muchas
carreras y profesiones todavía predominan los hombres; para algunas mujeres
que intentan abrirse camino en ciertas instituciones, es importante prestar mucha
atención al cuerpo y a la ropa a fin de «controlar» o limitar la potencial sexualidad
de sus cuerpos.

Para comprender el vestir en la vida cotidiana es necesario considerar las


categorías socialmente construidas de la experiencia, es decir, el tiempo y el
59

espacio. Tanto el tiempo como el espacio ordenan nuestro sentido del yo en el


mundo, nuestras relaciones y encuentros con los demás y, en realidad, nuestra
forma de cuidar de nuestros cuerpos y de los cuerpos de los demás mediante la
indumentaria. Cuando nos vestimos, ya sea un acto inconsciente o no,
constituimos el «yo» como una serie de continuos «ahoras». La práctica cotidiana
de vestirse implica ser consciente del tiempo porque para introducirse en la
experiencia de vestirse (al menos en Occidente) no podemos evitar las
restricciones temporales de la moda. La experiencia de la moda impone un sentido
externo del tiempo: cambios sociales, de hecho, la moda es temporal por
definición. El tiempo está socialmente construido por el sistema de la moda
mediante el círculo de las colecciones, los desfiles y las temporadas que sirven
para detener el flujo del presente con proyecciones hacia el futuro. La moda
ordena la experiencia del yo y del cuerpo en el tiempo, y esta ordenación del
tiempo ha de ser explicada considerando las modas subjetivas de cuidar el propio
cuerpo a través de la ropa y del estilo. El sistema de la moda, especialmente la
moda de las revistas, está siempre congelando el flujo de las prácticas cotidianas
del vestir y lo ordena en distintas categorías de pasado, presente y futuro «este
invierno, el marrón es el nuevo negro» u «olvida el verde-lima del año pasado, el
beige frío es el color de este verano»).

El yo, a la vez que experimenta un tiempo interno indiferenciado, también está


siempre «atrapado», congelado temporalmente por la moda. Basta con pensar en
la incomodidad que solemos sentir al ver fotografías antiguas de nosotros mismos
en las que nos vemos pasados de moda para constatar hasta qué punto la moda
impone un sentido de tiempo en la experiencia del yo adornado. Este momento de
reflexión sobre la presentación del yo es un momento en que la duración interna,
el flujo interno del tiempo, se detiene o interrumpe y el yo experimentado en el
«ahora» ha de reflexionar en el yo «antiguo». De este modo, la sociología del
vestir y las prácticas de la industria de la moda pueden utilizar estos términos
fenomenológicos para ver cómo la experiencia de cuidar y presentar el cuerpo
está social y temporalmente constituida.
60

El espacio es la otra dimensión esencial para nuestra experiencia del cuerpo y de


la identidad. Mientras el análisis de Foucault contempla el espacio en relación con
el orden social y, en último término, con el poder, un análisis fenomenológico del
mismo como el ofrecido por Merleau-Ponty considera el modo en que captamos el
espacio externo a través de nuestra situación corporal o «esquema postural o
corpóreo»; de ahí que «nuestro cuerpo no está en el espacio como las demás
cosas, sino que lo habita o lo frecuenta» (1976, pág. 5). La preocupación por el
espacio en la obra de Foucault y de MerleauPonty, aunque diferente desde el
punto de vista metodológico, es uno de los puntos de contacto que Crossley
(1996) identifica entre los dos teóricos. Se podría argüir que en términos
espaciales cómo es ordenado y experimentado se ha de reconocer que el trabajo
de Goffman es especialmente útil. El espacio es externo para los individuos, en
cuanto impone reglas y normas particulares sobre ellos, e interno para los mismos,
en cuanto es experimentado y, de hecho, transformado por ellos. Existe un orden
moral para el mundo social que se impone en los individuos que generalmente
suelen reconocer que existen formas «buenas» y «malas» de estar en el espacio,
«correctas» e «incorrectas» de presentarse (y vestirse). En este aspecto, el
trabajo de Goffman debe mucho a las ideas de Emile Durkheim, que dijo que la
vida social no sólo está funcionalmente ordenada sino también moralmente
regulada. Ser una «buena» persona requiere la conformidad de este orden moral:
cuando nos vestimos hemos de orientarnos según los diferentes espacios que nos
imponen ciertos tipos de reglas sobre cómo debemos presentamos.

Cuando fracasamos en cumplirlas, corremos el riesgo de censura o de


desaprobación: una mujer invitada a una boda que se atreva a llevar blanco suele
encontrarse con la desaprobación de los familiares, que lo consideran como un
acto de mala educación o un insulto para la novia. Crossley (1995a), en su re -
conocimiento de las dimensiones morales y experimentales del espacio, considera
que Goffman lleva el análisis de la conducta corporal en las situaciones sociales
más lejos que Mauss o Merleau-Ponty. Observa que Goffman desarrolla la idea de
Mauss sobre las técnicas del cuerpo, no sólo reconociendo que cosas como el
andar están socialmente estructuradas, sino considerando la situación en la que
61

tiene lugar una actividad como el caminar y cómo el caminar no es sólo una parte
del orden de interacción, sino que también sirve para reproducirlo. De ahí que para
Goffman, los espacios de la calle, de la oficina, del centro comercial, funcionan
con normas distintas y determinan cómo hemos de presentamos y cómo hemos
de interactuar con los demás. El espacio también es experimentalmente distinto
según la hora del día: por la noche la calle es amenazadora y nuestra conciencia
sensorial es más aguda que a la luz del día y la zona alrededor de nuestros
cuerpos se amplía y la controlamos más de cerca. Goffman nos recuerda la
naturaleza territorial del espacio y describe cómo hemos de franquear las
muchedumbres, los espacios oscuros y silenciosos, etc. Otro aspecto importante a
tener en cuenta es que la acción transforma el espacio: franquear el espacio es
sortear objetos y personas. Puesto que este sentido del espacio es tanto social
como sensorial, Goffman (1972) ofrece un vínculo entre el análisis estructuralista y
postestructuralista del espacio descrito por pouglas (1979a) y Foucault (1977) en
términos de orden social y regulación del análisis fenomenológico del espacio
experimental. Crossley (1995b) comenta que, aunque Merleau-Ponty sea bueno al
describir el espacio y su percepción, Goffman proporciona explicaciones concretas
sobre cómo ocurre esto en el mundo social.

Esta definición del espacio como movimiento estructuralista y la presentación del


yo como algo que los individuos tienen que captar e interpretar es valiosa para una
explicación del vestir como práctica corporal contextuada. El vestir forma parte del
orden microsocial de la mayoría de los espacios sociales y, cuando nos vestimos,
hemos de tener presentes las normas implícitas de dichos espacios: ¿hay un có-
digo del vestir que hemos de cumplir?, ¿a quién puede ser que nos encontremos?,
¿qué actividades es posible que realicemos?, ¿cuánto queremos destacar?
(¿queremos destacar entre los demás asistentes o preferimos pasar
desapercibidos?), y así sucesivamente. Puede que no siempre seamos
conscientes de estos temas, quizá sólo en ciertas circunstancias, como en las
situaciones formales, que exigen un alto grado de conciencia corporal y del vestir.
Sin embargo, incluso aunque no nos ocupemos conscientemente de estos
asuntos, interioriza mas ciertas reglas o normas del vestir que utilizamos
62

inconscientemente a diario. Los espacios también tienen género: las mujeres han
de ir con más cuidado cuando han de aparecer en público, al menos en algunas
situaciones; y el modo en que las mujeres experimentan los espacios públicos,
como las oficinas, las salas de juntas, las calles solitarias por la noche, es muy
probable que sea distinto a como los experimentan los hombres. En otra parte he
mencionado (Entwistle, 1997 a) que es más probable que la mujer profesional sea
consciente de su cuerpo y del vestir en los espacios públicos laborales que en el
hogar o incluso en su oficina privada. El espacio es experimentado territorialmente
por las profesionales que suelen hablar de ponerse la chaqueta para asistir a las
reuniones y cuando van de un lugar a otro dentro de su empresa y de quitársela
cuando están en la intimidad de su despacho (la razón es cubrirse los pechos para
evitar miradas con connotaciones sexuales por parte de los hombres). Tal como
ilustra este ejemplo, los espacios laborales tienen distintos significados para las
mujeres y éstas han desarrollado estrategias especiales de vestir para controlar
las miradas de los demás, sobre todo las de los hombres, en los espacios públicos
del trabajo. Asimismo, la indumentaria de una mujer para salir de noche puede
incluir un abrigo que cubra una prenda que de otro modo resultaría peligrosa para
la calle. En un club nocturno, las faldas cortas y los tops reducidos pueden ser
perfectamente apropiados (según la confianza y las intenciones de la usuaria),
pero en una calle solitaria a altas horas de la noche esa misma indumentaria se
puede experimentar de modo distinto y hacer que te sientas vulnerable. El espacio
impone sus propias estructuras en la persona, que, a su vez, puede idear
estrategias de vestir encaminadas a controlar ese espacio.

Crossley (1995a) sugiere que se pueden hacer muchas otras conexiones


fructíferas entre Goffman y Merleau-Ponty. Según él, ambos parten del dualismo
cartesiano, esencial para gran parte del pensamiento sociológico clásico. El
análisis de Goffman (1971) examina el papel crucial que desempeña el cuerpo en
la interacción social. Su obra (1971, 1972,1979) subraya cómo se encarna la
«presentación del yo en la vida diaria».
63

El cuerpo como vehículo del yo ha de ser «controlado» en la interacción diaria y el


fracaso en controlar adecuadamente el propio cuerpo puede traer consecuencias
embarazosas, el ridículo y el estigma. Este aspecto realizador del yo es
especialmente útil para comprender e interpretar la práctica del vestir. Davis
arguye que el vestir enmarca el yo encarnado y que sirve a modo de «una especie
de metáfora visual para la identidad y, como corresponde especialmente a la
sociedad abierta de Occidente, para registrar la ambivalencia culturalmente
establecida que resuena dentro y fuera de las identidades» (1992, pág. 25). Es
decir, nuestra indumentaria no sólo es la forma visible de nuestras intenciones,
sino que en la vida cotidiana el vestir es la insignia por la cual somos interpretados
e interpretamos a los demás. El vestir forma parte de la presentación del yo; las
ideas de bochorno y de estigma desempeñan un papel importante en la expe-
riencia del vestir de todos los días y se pueden aplicar para hablar sobre las
formas en las que la ropa ha de «hacer frente» a esto y también sobre cómo
nuestra indumentaria puede ser la causa de nuestra vergüenza. Sin embargo, el
ridículo no es simplemente el de dar un paso en falso, sino el de no poder cumplir
los requisitos que exigen el orden moral del espacio social. Un sueño que se suele
repetir en muchas personas es la experiencia de encontrarse desnudas de pronto,
en medio de un lugar público: la ropa, o la falta de la misma en este caso, sirve de
metáfora para los sentimientos de vergüenza, bochorno y vulnerabilidad en
nuestra cultura, al igual que indican el modo en que el orden social exige que se
cubra el cuerpo de alguna manera. Al ir vestidos inadecuadamente, nos sentimos
vulnerables e iJ:?cómodos, al igual que en el caso de que nuestra indumentaria
nos «falle», como cuando perdemos un botón en un lugar público, nos
manchamos la ropa o se nos descose el dobladillo. Estos ejemplos ilustran el
modo en que el vestir forma parte del microorden de la interacción social y está
íntimamente ligado al (bastante frágil) sentido del yo. El vestir es, por lo tanto, una
dimensión esencial en la expresión de la identidad personal (un tema que veremos
con más detalle en el capítulo 4). Para comprender el vestir en la vida cotidiana
hemos no sólo de observar cómo los individuos recurren a sus cuerpos, sino cómo
actúa la ropa entre los individuos y cómo supone una experiencia intersubjetiva, a
64

la vez que subjetiva. Esto me lleva de nuevo al tema con el que he iniciado este
capítulo, es decir, que el vestir es al mismo tiempo una actividad social e íntima.

Vestir, corporeidad y habitus

El trabajo de Bourdieu (1984, 1989, 1994) ofrece otro análisis sociológico de la


corporeidad potencialmente útil, que no sólo construye un puente entre las ideas
que dan prioridad ya sea a las estructuras objetivas o a los significados subjetivos,
sino que proporciona una forma de pensar a través de la indumentaria como una
práctica contextuada. Bourdieu es crítico con los criterios que no reconocen la
relación dialéctica entre las estructuras sociales por una parte y el agente por otra.
Los objetivistas, arguye, imponen sobre el mundo estructuras y reglas
materializadas que se consideran independientes del agente y de la práctica, pero
la ruptura de dichas estructuras no tiene por qué suponer el subjetivismo «que es
incapaz de ofrecer una explicación de la necesidad del mundo social» (1994, pág.
96). Su «teoría de la práctica» es un intento de desarrollar una dialéctica entre
ambos.

Su concepto de habitus es un intento de superar el carácter disyuntivo del


objetivismo o del subjetivismo. Elhabitus es un «sistema de disposiciones
duraderas y transponedoras» que son producidas por las condiciones particulares
de una agrupación de clase social (1994, pág. 95). Estas disposiciones son
materiales: se relacionan con el modo en que los cuerpos se desenvuelven en el
mundo social. Todas las agrupaciones de clase tienen su propio habitus, sus
propias disposiciones que son adquiridas mediante la educación, tanto formal
como informal (a través de la familia, la escolarización y similares). Elhabitus es,
por consiguiente, un concepto que vincula al individuo con las estructuras sociales:
el modo en que vivimos en nuestros cuerpos está estructurado por nuestra
posición social en el mundo, concretamente para Bourdieu, por nuestra clase
social. El gusto es una manifestación obvia del habitus y, tal como parece indicar
la propia palabra «gusto», es una experiencia tremendamente corpórea. El gusto
forma parte de las disposiciones corporales de una agrupación de clase social: los
65

gustos por comidas especiales, por ejemplo el caviar, se dice que son «ad-
quiridos» (es decir, que son aprendidos, desarrollados o fomentados) y son
indicativos de posición social; de este modo, el habitus es el resultado objetivo de
condiciones sociales particulares, de «estructuras estructuradas», pero estas
estructuras no se pueden conocer con antelación a la vivencia de su práctica, de
manera que la noción de práctica vivida no es individualista, es más que
«simplemente el agregado de la conducta individual» (Jenkins, 1992). Según
McNay (1999), al poner la corporeidad en primer plano en su concepto de habitus
y al alegar que el poder se reproduce activamente a través del mismo, Bourdieu
proporciona un análisis más complejo y matizado del cuerpo que Foucault, cuyo
«cuerpo pasivo» está inscrito en el poder y es una consecuencia del mismo. El
potencial del habitus como concepto para pensar desde la óptica de la corporeidad
es que proporciona un vínculo entre el individuo y lo social: el modo en que
llegamos a vivir en nuestros cuerpos está estructurado por nuestra posición social
en el mundo, pero estas estructuras son reproducidas únicamente mediante las
acciones materializadas de los individuos. Una vez adquirido el habitus, éste
permite la generación de prácticas que siempre se pueden adaptar a las
condiciones en las que se encuentra.

La perspectiva teórica y metodológica de Bourdieu es útil para superar la


tendencia a los textos, pero no a las prácticas que, tal como menciono en el
capítulo 2, podemos hallar en gran parte de la literatura sobre la moda. Su trabajo
también propone conceptos útiles para un estudio del vestir como práctica corporal
contextuada: la forma de vestir en la vida cotidiana no se puede conocer antes que
la práctica, recurriendo únicamente al examen de la industria de la moda o a los
escritos sobre la misma. Las elecciones del vestir siempre están definidas dentro
de un contexto en particular: el sistema de la moda proporciona la «materia prima»
de nuestras elecciones, pero éstas se adaptan dentro del contexto de la
experiencia vivida de la mujer, de su clase, raza, edad, ocupación, etc. Vestirse
todos los días es una negociación práctica entre el sistema de la moda como
sistema estructurado, las condiciones sociales de la vida cotidiana, como la clase,
el género; etc., y las «reglas» o normas que rigen situaciones sociales
66

particulares. El producto de esta compleja interacción no se puede conocer de


antemano justamente porque el habitus improvisará y se adaptará a estas
condiciones. La noción de habitus como un conjunto duradero y portátil de
disposiciones da pie a cierto sentido de acción: nos permite hablar del vestir como
un intento personal de adaptamos a ciertas circunstancias y así reconoce las in-
fluencias estructurales del mundo social, por una parte, y de la acción de los
individuos que eligen qué llevar, por la otra.

El habitus es útil para comprender de qué modo los estilos de vestir están
marcados por el género y cómo éste se reproduce activamente a través de la
ropa. Sin embargo, gran parte de la identidad de género se ha considerado un
problema y, aunque hayan cambiado muchos roles de género, éste sigue
atrincherado dentro de los estilos de los hombres y de las mujeres o, como lo
expone McNay, «incrustados en disposiciones corporales inculcadas» que son
«relativamente involuntarias, prerreflexivas» (1999, pág. 98). Regresando al tema
del vestir en el trabajo, es evidente que existen estilos de vestir marcados por el
género en los entornos laborales, especialmente en los trabajos administrativos y
profesionales. En ellos observamos que el traje es el atavío «masculino» por
excelencia, mientras que, a pesar de haber sido adoptado por las mujeres en los
últimos tiempos, el suyo difiere en muchos aspectos del de los hombres. Las
mujeres tienen más opciones de vestir en cuanto que, en la mayoría de los
trabajos, pueden llevar distintas faldas o pantalones con sus chaquetas; también
disponen de una gama de colores más amplia que el habitual negro, gris y azul
marino de la mayor parte de los trajes masculinos para la oficina convencional y
una gama más extensa de joyería y complementos (Molloy, 1980; Entwisde,
1997a, 1997b, 2000).

Curiosamente, la adopción de la mujer de los trajes sastre está relacionada con la


orientación de los cuerpos femeninos hacia el contexto del lugar de trabajo
masculino y su habitus que designa el traje clásico masculino como el «uniforme»
estándar. En este entorno, el traje cumple la función de disimular el cuerpo
masculino, de ocultar sus atributos sexuales, tal como ha expuesto Collier (1998).
67

La introducción de la mujer en este campo, primero como secretaria y luego como


profesional, le obligó a adoptar una necesidad similar de uniformarse para que la
designara como trabajadora y, por consiguiente, como figura pública, no privada.
Sin embargo, tal como veremos en el capítulo 6, el cuerpo femenino siempre es, al
menos potencialmente, un cuerpo sexual y las mujeres no han podido escapar por
completo a esta asociación, a pesar de su desafío a la tradición y a la adquisición
parcial, de la igualdad sexual. Es decir, todavía se ve a las mujeres como
centradas en su cuerpo, mientras que se considera que los hombres lo
trascienden. Por lo tanto, aunque una mujer lleve un traje sastre igual que un
hombre, su identidad siempre será la de una «mujer profesional», su cuerpo y su
género estarán fuera de la norma «masculina»(Sheppard, 1989, 1993; Entwisde,
2000). Eso no quiere decir que las mujeres sean corpóreas y los hombres no, sino
que las asociaciones culturales no ven a los hombres tan centrados en el cuerpo
como a las mujeres, de modo que para comprender la indumentaria femenina para
el mundo laboral, cómo llegan a llevar la ropa que llevan, es necesario situar sus
cuerpos dentro de un espacio social muy particular y reconocer la función de un
habitus en particular.

El habitus de Bourdieu como perspectiva teórica y metodológica es útil para


comprender el cuerpo vestido como resultado de las prácticas corporales
contextuadas. La fuerza de la explicación de Bourdieu reside en que no ve el vestir
como producto ni de las fuerzas sociales opresivas ni de la acción, sino como un
curso estable entre el determinismo y el voluntarismo. Tal como dice McNay:
«Ofrece una teoría más dinámica de la corporeidad que el trabajo de Foucault,
que no puede pensar desde la perspectiva de la materialidad del cuerpo y, por
ende, duda entre el determinismo y el voluntarismo» (1999, pág. 95). Bourdieu da
una explicación de la subjetividad que es corpórea por una parte, a diferencia del
cuerpo pasivo de Foucault y de su «tecnología del yo», y activa en su adaptación
al habitus, por la otra. Como tal facilita una explicación del vestir que no recurre al
voluntarismo y asume que uno es libre de moldearse a su gusto. El análisis de
Polhemus sobre el «estilo de calle» (1994) es ilustrativo del criterio de la moda y
del vestir, que ha tendido a definir los últimos trabajos en esta área. Con su idea
68

del «estilo de supermercado», Polhemus argumenta que la reciente mezcla de las


«tribus» de las jóvenes culturas ha supuesto que las fronteras entre grupos no
estén tan claramente diferenciadas, a pesar de que su imagen del supermercado
sugiera que la gente joven ahora es libre de elegir entre una gama de estilos como
si estuvieran expuestos en los estantes del supermercado. No obstante, dicho
énfasis sobre la expresión libre y creativa resta importancia a las restricciones
estructurales de clase, género, situación e ingresos que establecían las barreras
materiales en torno a la gente joven, así como a las restricciones en el trabajo en
una serie de situaciones que sirven para crear parámetros respecto a la elección
de la ropa.

En este capítulo se ha expuesto el marco teórico de una sociología del vestir como
práctica corporal contextuada. Dicho criterio requiere reconocer el cuerpo como
entidad social y el vestir como el producto, tanto de los factores sociales como de
las acciones individuales. El trabajo de Foucault puede contribuir a una sociología
del cuerpo, pero está limitado por su descuido de la vivencia del cuerpo y de sus
prácticas y del cuerpo como envoltura del «yo». Para comprender el vestir en la
vida cotidiana es necesario entender no sólo cómo se representa el cuerpo dentro
del sistema de la moda y de sus discursos sobre el vestir, sino también el modo en
que éste se experimenta y vive, así como el papel que desempeña la indumentaria
en la presentación del cuerpo-yo. No obstante, abandonar el modelo discursivo del
cuerpo de Foucault no significa dejar a un lado por completo su tesis. Este
entorno, tal como hemos visto, es útil para comprender las influencias
estructurales sobre el cuerpo y el modo en que los cuerpos adquieren significados
según los contextos.

El vestir implica acciones particulares dirigidas por el cuerpo sobre el cuerpo, que
dan como resultado formas de ser y de vestir, por ejemplo, formas de caminar
para acostumbrarse a los tacones altos, formas de respirar para acostumbrarse al
corsé, formas de agacharse con una falda corta, etc. De este modo, el análisis del
vestir como práctica contextuada y corpórea nos permite ver la acción del poder
en los espacios sociales (y especialmente cómo se genera este poder) y cómo
69

influye sobre la experiencia del cuerpo y da como fruto diversas estrategias por
parte de las personas. He intentado ofrecer una explicación basándome en mis
propias investigaciones (Entwistle, 1997 a, 1997b, 2000) que examine el modo en
que funciona el poder-vestir como discurso, cómo la mujer con carrera se ha de
arreglar para acudir a su puesto de trabajo y cómo dicho discurso, con su conjunto
de «reglas», se traduce en una práctica real de vestir en la vida cotidiana de una
serie de mujeres profesionales. En resumen, el estudio del vestir como práctica
corporal contextuada exige, por una parte, estar entre los aspectos discursivos y
representativos del vestir y el modo en el que el cuerpo-vestir está atrapado en las
relaciones de poder y, por la otra, la experiencia corpórea del vestir y del uso de la
ropa como medio por el cual los individuos se orientan hacia el mundo social.

QUELQUES FINESSES DE L'ESPRIT DE GÉOMÉTRIE

Göran Sonesson in Bulletin du Groupe de recherches sémio-linguistiques , 18, ss.


31-42 1981.

Les remarques qui vont suivre se veulent d'abord un moment de réflexion


prolongeant un travail d'analyse plus concret et de portée plus limitée: nous avons
abordé le domaine de la spatialité par la voie détournée de la gestualité. Or, si par
la suite nous tentons de généraliser quelques résultats de ces recherches, il s'agit
en réalité d'un mouvement en retour de nature plus complexe: les postulats d'où
nous sommes partis sur le chemin de la gestualité s'inspiraient d'une conception
générale de l'espace perçu, en tant qu'élément d'une sémiotique de la
quotidienneté.

Nous proposons ainsi trois temps d'une réflexion qui ne fait que commencer,
D'abord, nous tenterons d'esquisser les deux systèmes de base de la gestualité
tels qu'ils se dégagent de nos travaux, en insistant sur leurs conditions de
possibilité dans la perception . Ensuite , les principes généraux d' organisation vont
nous permettre de caractériser une certaine notion de parcours. Finalement, nous
allons suggérer quelques applications de cette démarche à quelques objets
spatiaux autres que les gestes – de l'intériorité corporelle aux grands espaces du
70

monde. Il va de soi que ces dernières parties de notre discours ne peuvent être
rigoureusement distinguées.

Notre étude portait sur un sous–ensemble relativement limité de la gestualité; les


données avaient été restreintes dans un double mouvement; d'abord,
"verticalement", en ne prenant en compte que le signifiant gestuel, qui n'est qu'un
intermédiaire par lequel nous passons habituellement aux valeurs non–spatiales
qu'exprime le sujet: nous avons laissé de côté ces valeurs pour aborder
l'articulation même du signifiant gestuel dans un espace signifiant et un espace
signifié. Ensuite, nous nous sommes limité à étudier ce que nous avons appelé le
discours continu de la gestualité, excluant le signe gestuel de nature emblématique
qui ne permet aucune analyse plus poussée sans sortir du domaine spatial: ceci
vaut aussi bien pour les langages gestuels indépendants, comme les langages de
sourds–muets et les langages interethniques de certaines tribus, que pour les
emblèmes isolés qui fonctionnent parasitairement dans nos discours quotidiens,
comme le signe de victoire et le pied de nez. La signification de cette dernière
exclusion, "horizontale", sera plus claire quand nous aurons présenté nos deux
systèmes gestuels.

Par système, nous entendons ici un principe général d'explication qui s'applique à
toute une série d'axes sémantiques. Rappelons que, pour Greimas (1966), l'axe
sémantique est une structure à deux termes subsumant une catégorie sémique et
son opposé, alors que, selon Greimas et Courtés (1979), il s'agit d"'une relation
entre deux termes, dont la nature logique est indéterminée". En général, les axes
sémantiques sont ensuite montés sur le carré sémiotique, mais nous n'avons pas
le moyen de dépasser pour le moment ce stade "préopératoire". Ce sont les axes
spatiaux qui nous intéressent ici: mais précisément dans ce cas, les rapports "en
papier" sont tout à fait distincts des rapports perçus.

Le système sémique de la spatialité pourrait comprendre, à un premier niveau,


l'horizontalité et la verticalité; nous distinguons tout de suite dans la verticalité le
haut et le bas; quant à l'horizontalité, elle peut s'analyser en latéralité et frontalité,
71

qui subsument respectivement gauche–droite et devant–derrière. Dans tous ces


cas, nous avons entre les concepts, les lexèmes et/ou les sèmes, des relations
équipollentes et contraires, cependant que l'application de ces notions à la chose
spatio—temporelle nous fait voir que la verticalité, la frontalité et la latéralité se
déterminent simultanément, alors que le haut et le bas, la gauche et la droite, ainsi
que le devant et le derrière s'excluent mutuellement. De plus, ces axes sont en
réalité des échelles continues.

I1 ne s'agit là que d'une première difficulté: considérons les axes qui vont de
gauche à droite, du bas en haut, et du derrière au devant. Ils sont tous différents: si
nous voulons donner une certaine continuité à l'axe, il est possible dans tous ces
cas de projeter chaque axe sur lui–même, de telle manière que, sur l'axe R(A, B),
les points x et y se trouvent situés analogiquement aux termes de la relation, x
étant toujours plus près de A et y plus près de B. Or, dans les trois cas, cette
projection ne se fera pas de la même manière: sur les axes de la frontalité et de la
latéralité, deux points doivent nécessairement se distribuer chacun d'un côté
différent d'une ligne de partage imaginaire qui coupe l'axe en deux, alors que cette
nécessité ne se fait pas sentir sur l'axe de la verticalité. Intuitivement, ceci
s'exprime dans le fait que ce qui est plus haut se trouve aussi être moins bas, et
vice—versa, alors que la gauche et la droite, dans la même projection' s'orientent à
partir d'un partage. Nous n'approfondirons pas ces remarques ici: il est suffisant de
noter le jeu entre le modèle extensionnel, qui concerne les rapports dans les
choses, et le modèle intentionnel, qui caractérise les rapports conceptuels. Cette
distinction ne s'impose pas, par exemple, lorsque Greimas (1976) sépare les
espaces topique et hétérotopique et, dans le premier cas, les espaces utopique et
paratopique, parce qu'alors la conceptualité est construite en fonction de la
thématisation de l'espace par le récit; mais il faut maintenant essayer de parler de
l'espace tel qu'en lui–même.

Or, il se trouve que la gestualité, telle que nous l'avons étudiée, n'obéit pas, ou très
marginalement, à ce système. Nous voudrions donc suggérer que les structures
qui sont aprioriques pour l'espace ne le sont pas pour les gestes. En insistant sur
72

la distinction entre modèle extensionnel et modèle intentionnel, nous avons voulu


indiquer que la spatialité dépend aussi de la manière dont nous percevons une
chose quelconque comme étant plutôt en haut qu'en bas, etc. Cependant, les
gestes ne sont pas perçus sur les axes de l'espace tridimensionnel, mais relèvent
d'un système différent; du moins une telle hypothèse permet–elle une analyse plus
cohérente. Faute de pouvoir citer ici nos données, nous allons nous contenter d'un
raisonnement de principe.

Le geste se détache d'abord du corps comme mouvement. On peut le voir dans le


bras qui tourne autour du corps ou qui en amorce au moins le trajet. Nous pouvons
aussi observer le bras au repos: d'où l'idée que le geste est quelque chose qui
s'ajoute au membre qui l'exécute; ainsi, le geste serait une suite de positions
occupées par le bras traversant l'espace objectif. Or, nous savons grâce à la
psychologie de la perception que le bras perçu s'organise, dans le regard du sujet
percevant, à partir d'une série d'aperçus fragmentaires de l'objet. Pour simplifier,
considérons ces aperçus comme des points et admettons que le bras est le
résultat d'une certaine manière de lier ces points entre eux. ne même, le torse se
constitue pour nous à partir de ces données fragmentaires de la perception. Cette
manière de mettre les points en relation est très profondément enracinée en nous
et nous ne pouvons pas nous empêcher de voir le bras et le torse comme des
unités. Il ne s'ensuit pas que, dans la constitution d'une configuration supérieure, le
bras et le torse se présentent comme des unités: un autre principe de signification
pourrait peut—être réorganiser les éléments de ces deux séries de données pour
les relier dans une organisation différente. I1 est donc permis de penser que le
signifiant de la gestualité se constitue dans la relation entre un membre du corps
amovible et une autre partie du corps restant stable par rapport a lui. Alors la
relation se modifiant entre le torse et le bras pourrait primer les parties du corps
sur laquelle elle repose.

Il convient maintenant de montrer l'importance réelle de cette interprétation; nous


verrons qu'elle nous permet de passer des mouvements, qui sont quantitatifs,
comme l'enseigne la physique, aux gestes, qui se constituent par sauts qualitatifs.
73

I1 y a deux points à observer ici: (a) dans un mouvement corporel continu se


forme, à partir d'une certaine limite, une configuration gestuelle différente: par
exemple, quand le bras, l'avant–bras et la main se trouvent dans le prolongement
de l'épaule et que la main tourne autour de son axe, la relation spatiale valorisée
est, selon la position de la paume, le rapport au sol, l'espace derrière, l'espace
englobé de l'autre ou le renvoi déictique hors de l'espace propre; (b) quand la
relation change, les valeurs attribuées à ses termes changent aussi: le torse, par
exemple, peut revêtir trois significations différentes. I1 est fond, c'est–à–dire limite
de l'espace perceptible et écran homogène sur lequel se détachent les gestes, ou
il est sein, c'est–à–dire réceptacle dans lequel va s'absorber une certaine énergie
gestuelle qui tend vers l'intérieur du corps; enfin, il n'a plus de pertinence pour
certains gestes qui passent cependant devant lui, ayant leur origine ou leur but
ailleurs.

Notre premier système s'applique aux portions isolées du corps et donne ainsi
plusieurs descriptions complémentaires du corps morcelé: nous parlerons d'un
système somographique. En revanche, dans le deuxième système, le corps
apparaît d'abord dans son intégralité, en tant que pivot et armature d'un certain
espace: or, cet espace est comme un prolongement qui dépend de certaines
potentialités du corps. Ainsi, il est circonscrit par la suite des points–maxima
pouvant être occupés par le bout des doigts quand les bras tournent autour d'un
tronc immobile à une distance maximale de celui–ci: c'est l'espace gesticulatoire.
Ensuite, ce cercle est coupé en deux, dans le prolongement du torse vers les
côtés, séparant l'espace intérieur, devant, de l'espace extérieur. On peut
considérer cet espace comme donné: il est mis en évidence par trois types
d'opération: certains gestes vont servir à incarner plus solidement les limites
extérieures et intérieures de l'espace, d'autres permettent un déplacement
symbolique de ses limites usuelles; enfin, un troisième type sert à transgresser les
limites, pour ouvrir l'espace à l'autre ou le dissoudre dans la spatialité anonyme.
D'une manière analogue, l'espace peut être modifié dans son extension verticale.
I1 est clair que, dans ce système, les gestes ne valent pas en tant que mouvement
de tel ou tel membre du corps: il s'agit en réalité d'opérations méta–spatiales sur
74

un espace para–corporel. Cet espace est valorisé de manières différentes: (a) le


poids symbolique peut être localisé dans une certaine partie de l'espace; (b) les
limites de l'espace peuvent être analogiquement reproduites en plus grand ou en
plus petit hors de leur emplacement usuel; (c) les limites peuvent être
transgressées, c'est–à–dire non pas abolies mais leur abolition signifiée. Comme il
s'agit d'un équilibrage du poids symbolique de l'espace, nous parlerons d'un
système sémio— dynamique.

Au lieu d'approfondir cette description, nous passerons maintenant à quelques


considérations plus générales. Les gestes apparaissent d'abord comme des
mouvements, et les mouvements sont des événements. Dans une certaine
optique, qui est notamment celle de la 1ogique d'action de Von Wright et Aqvist, un
événement peut être réduit à un couple de descriptions d'états. Dans le premier
état, le mouvement n'est pas encore commencé et dans le deuxième, il est déjà
terminé; on peut donc penser qu'en réalité le mouvement nous échappe. On
proposera alors de prendre une suite de descriptions d'états suffisamment
nombreuses pour qu'on puisse saisir tous les aspects importants du changement.
Dans un but pratique, l'événement peut ainsi être restitué. Nous aurons une
collection d'instantanés, non pas un film. Ce n'est que dans celui–ci que le
mouvement peut être vécu, comme dans la réalité. L'opposition entre état et
événement est irréductible. Or, les gestes ne sont pas des événements purs: ce
sont déjà des événements–états.

Le parcours est, pour Greimas, une opération permettant de passer d'une valeur à
une autre sur le carré. Nous allons essayer d'approfondir cette notion en prenant
notre départ dans le Petit Robert, qui le définit comme: "chemin pour aller d'un
point à un autre" tout en rappelant ses origines féodales: "comme convention entre
habitants de deux seigneuries leur permettant de résider dans l'une ou l'aune sans
perdre leur franchise". Nous pouvons fIxer le parcours dans la métaphore du
chemin de Croix: comme le dit encore le Robert, en parlant de la "croix", il s'agit
des "quatorze tableaux qui illustrent les scènes du chemin parcouru par Jésus
portant sa croix". Ici, comme dans le parcours de l'autobus, les stations font partie
75

du parcours au même titre que les chemins qui les relient; d'autre part,
contrairement à ce que suggère le Robert, un parcours tend plutôt à comprendre
plus de deux points, mais inclut le chemin dépassant les limites du deuxième point.
Le parcours est un ensemble fait d'événements et d'états.

Or, un tel parcours peut être entendu de deux manières. La première est illustrée
par le parcours de l'autobus: les stations et les trajets sont compris dans le même
ensemble, et il n'y a pas d'incidence des premières sur les seconds. Même les
tableaux du Chemin de Croix ne sont peut—être que les images, un instant figées,
d'un film qui se déroule. Dans ce cas, l'état se réduit à un simple élément de
l'événement. Dans le parcours nous permettant de passer d'une seigneurie à une
autre, il y a un moment de passage, une limite qui modifie totalement la
signification du trajet qui la dépasse Du chemin de telle seigneurie ou telle, je
passe au chemin de telle autre seigneurie. Ceci ne m'empêche pas de faire, d'un
côté ou de l'autre de la limite, plus ou moins de chemin.

En disant que les gestes parcourent un espace, nous laissons ouvertes deux
interprétations: ou bien, à dépasser une ligne de partage, les gestes acquièrent du
sens mais continuent à varier qualitativement de chaque côté de la ligne. Ce serait
plutôt le cas de notre premier système , où l' ouverture et la fermeture admettent
un plus ou moins. Ou alors les mouvements ne deviennent gestes qu'en
franchissant les limites des espaces. Ce serait probablement le cas de notre
deuxIème système: les limites vers l'espace extérieur sont abolies ou non (encore
faut–il, peut–être, faire des réserves sur les cas de projection, de communion,
etc. ) .

Spatialement, la gestualité se situe entre le microcosme corporel et le macrocosme


de l'environnement. Nous partirons de l'intériorité corporelle pour nous rapprocher
de la grand'route. Le philosophe français Maine de Biran a dit que le corps, vécu
de l'intérieur, est un "résistant continu". Par là, il voulait dire, je suppose, que le
corps apparaît, par ses limites extérieures comme un objet dans l'espace; mieux,
peut–être, comme un espace voisinant avec d'autres espaces; ses limites
76

intérieures, en revanche, n'auraient rien de spatial, et une division plus poussée


dans des termes spatiaux n'aurait pas de sens. Le corps serait le trou noir de la
spatialité Dans un sens assez proche, Husserl dit que le corps vécu (Leib) ne peut
pas être divisé, alors que le cadavre se dépèce comme n'importe quel corps
spatial (Körper). Le corps propre serait alors imparcourable, dans le sens où nous
l'employons parce que manquant à la fois de trajets et de stations. On peut
commencer par se demander si le schéma corporel met en cause cette
conception. Rappelons que le schéma corporel ou l'image du corps, d'abord conçu
par les neurologues Pick et Head, est une représentation "topologique" qui
s'alimente soit des sentiments kinesthésiques, soit des éléments informationnels
recueillis auprès de nos viscères, muscles et articulations. Comme ceux–ci
enregistrent aussi les modifications des positions corporelles, Head parlera
également d'un schéma postural. Or, selon Husserl, l'espace objectif se forme en
fait d'après ces sentiments kinesthésiques, sans que cela contredise la continuité
du corporel. En effet, les limites de notre corps apparaissent comme une façade
tournée vers l'espace objectif mais dont l'envers ne serait pas spatialement
interprétable.

Cependant, selon Schilder, le schéma corporel est plus que cela: il comprend
aussi des domaines privilégiés, savoir les zones érogènes. Il y aurait ainsi une
valorisation sémiotique de certaines portions de la peau, investies par le désir. On
peut rapprocher ces faits de l'étude de Jourard (1966), qui montre que, pour
l'homme et la femme, le corps susceptible d'être touché par la mère, le père, l'ami
du même sexe et l'ami du sexe opposé est très différemment délimité. On peut
regretter le caractère purement statistique de cette dernière étude, il reste
néanmoins que dans ce système joue autre chose qu'un interdit qui serait
simplement le revers du désir. Le corps pour l'autre et le corps érogène constituent
en réalité des somographies, parallèles à celles que nous avons construites d'un
point de vue gestuel. Mais toutes ces valorisations se situent tout d'abord au
niveau de la peau, donc en surface. Selon Freud, il est vrai, la musculature
squelettique peut également être l'objet d'une érotisation, mais ceci est assez
difficile à concevoir.
77

En parlant de la gestualité, nous avons distingué des espaces là où nous sommes


capables d'opérer des transgressions. Or, d'aunes sont partis de "l'intromission" de
l'autre dans noue espace propre: c'est le cas de Jourard et c'est également le cas
du système de distances établi par la proxémique de Hall et de Watson. Au moins
certains des espaces de Hall sont délimités de cette manière: la distance intime est
celle de la lutte et de l'amour sexuel, etc. Des chercheurs plus récents, Spiegel et
Machotka (1974), situent la dernière bulle autour du corps plus prés de nous
encore: l espace interne qui se trouve sous la peau. Ils mettent en évidence ce
dernier espace en faisant observer la signification de la pression sur la peau et de
la blessure: dans notre terminologie il y aurait là déplacement ou transgressions
des limites spatiales. Plus intéressante encore est l'existence d'orifices: si pour les
auteurs cités, l'accès par ceux–ci est lié à une blessure, nous pouvons, en restant
au niveau du corps propre, leur donner une signification plus vaste. Il existe un
parcours possible (bien que restreint) du corps, les orifices étant ou bien des
entrées ou bien des sorties, détail qui prendra toute sa signification tout à l'heure:
le parcours possède une direction, vers l'intérieur ou ves l'extérieur; ce fait
préexiste à l'irruption forcée de l'autre à l'intérieur de l'espace interne. Avec leur
trajet et leurs stations, la bouche et le vagin sont de véritables parcours.

Nous passerons vite sur le domaine linguistique, en réalité très riche. Certains
gestes permettent de créer ou de modifier les limites d'un espace. Dans la langue,
il s'agit d'un sous–ensemble des dispositifs illocutoires. Si nous prenons un
moment au sérieux le mythe de Rousseau, selon lequel le premier à inventer la
propriété était celui qui disait "Ceci est ma propriété", nous voyons fonctionner un
acte délimitateur d'espace: encore fallait–il le clôturer pour savoir où s'arrêtait
"ceci". Les limites sont en revanche données par "Ceci est ma colline", etc.
Reprenons un exemple d'Austin: "L'hexagone" ne décrit pas vraiment la France. I1
s'agit en réalité d'imposer une certaine spatialité très relativement motivée: il serait
peut—être plus difficile de traiter la France comme un cercle. Cependant, il ne faut
pas oublier que les anciens mayas n'éprouvaient aucune difficulté à traiter
l'univers, c'est–à–dire la Mésoamérique, comme un carré.
78

Dans cette perspective, nous allons aborder quelques objets spatiaux: le pont, la
porte, la fenêtre, la route. En ce qui concerne les trois premiers, nous allons
emprunter quelques idées au sociologue allemand George Simmel (1957). Celui—
ci commence par noter que le pont et la hutte manifestent, chacun d'une manière
différente, la capacité qu'a l'homme de recréer l'espace en prenant ses distances
par rapport à un espace naturel: la hutte délimite un espace là où la nature se veut
continue, et le pont établit une continuité à l'endroit même où la nature distingue
les espaces. En réalité, l'opposition n'est pas totalement symétrique: avec la hutte,
comme dans notre exemple tiré de la gestualité, un espace est créé, délimité, par
une série d'opérations qui ne laissent pas de traces dans leur corporéité concrète.
Dans le cas du pont, par contre, on ne rétablit pas vraiment la continuité contre
nature: il y a transgression d'une limite qui en même temps l'accentue. Ainsi, la
hutte comme le pont sont des dispositifs servant à revaloriser sémiotiquement
l'espace. Mais Simmel fait également une comparaison entre le pont, la porte et la
fenêtre. On peut traverser le pont, dit–il, indifféremment dans les deux directions;
dans le cas de la porte, il est au contraire très différent d'entrer ou de sortir. La
fenêtre sert à relier un espace intérieur et un espace extérieur, exactement comme
la porte; mais, alors que la porte s'ouvre dans les deux sens , la fenêtre a, selon l'
expression de Simmel, un " effet téléologique" qui va de l'intérieur vers l'extérieur,
et non l'inverse.

Ces distinctions sont intéressantes pour plusieurs raisons. D'abord, dans le


prolongement de ce raisonnement, on est tenté de dire que la porte et la fenêtre,
comme le pont, sont des dispositifs propres à rétablir la continuité, alors qu'elles
s'appliquent à un autre dispositif, les murs, qui servent à faire de la continuité une
discontinuité: comment comprendre alors que cette négation de la négation
n'aboutisse pas à un zéro ? Nous avons vu que l'homme sécrète spontanément un
espace autour de lui; ensuite les murs, comme certains gestes, servent à incarner
plus fortement les limites, à les marquer. Finalement, en perçant les fenêtres et la
porte dans les mus, on n'abolit pas vraiment ces limites, ni ne les déplace; il y a
transgression, ce qui est autre chose qu'une simple rupture de continuité.
79

En faisant, pour le moment, abstraction de cette dernière observation, qui pourrait


éventuellement être contestée, on peut admettre que tout ceci reste descriptible
par une topologie, c'est–à–dire une théorie purement extensionnelle. Or Simmel
distingue, en outre, trois choses qui ne concernent plus les espaces entre eux
mais les dispositions que permettent de réaliser ces espaces: mouvement dans un
seul sens, dans le cas de la fenêtre; mouvement dans les deux sens, mais avec
des significations différentes, dans le cas de la porte; mouvement de type
identique dans les deux sens, pour le pont. S'y ajoutent donc le sens privilégié du
parcours et les qualifications de l'espace, intérieur et extérieur, qui sont les mêmes
que celles que nous avons utilisées pour les gestes. Les deux stations entre
lesquelles s'étend le pont sont indifférenciées, comme les deux arrêts d'un
autobus. Pour la porte et la fenêtre, on voit que les stations qualifient les parcours.

Évidemment, entre des espaces qualitativement différents , la direction ne peut


jamais être indifférente. Mais elle peut ne pas se manifester ou se manifester dans
un seul sens. L'inverse de la fenêtre doit être la vitrine. Entre la porte et la fenêtre,
il y a deux types de différences: une différence de nom (et l'acte de baptême peut
être important; par exemple, la fenêtre française traditionnelle est dans beaucoup
de pays considérée comme une espèce de porte); d'autre part, il y a évidemment
la pratique des utilisateurs: on sort par l'une et on regarde par l'autre.

En ce qui concerne la porte, ce n'est pas simplement une opposition entre


continuité et discontinuité qui permet d'établir le sens du parcours. I1 importe peu
que la continuité soit toujours limitée, car elle peut être établie au niveau relatif des
enchâssements, mais, entre la pièce et le balcon, comment dire que le balcon est
"plus continu" ? D'autre part, entre deux pièces d'un appartement, le rapport n'est
pas celui d'un pont, car il y a des pièces situées plus au cœur de celui–là que les
autres: la cuisine est dans un rayon extérieur et le salon à l'intérieur.

Nous allons maintenant considérer une distinction, intuitivement très séduisante,


établie par Pierre Boudon dans un texte récent (1979): une première opposition
entre "lieu fermé" et "lieu ouvert" est exemplifiée par l'habitation et le chemin, et
80

plus loin est cité le cas paradoxal du "chemin de ronde (un chemin fermé: )". Le
point d'exclamation est de Boudon, mais j'y souscris entièrement: si nous
remplaçons le terme par sa définition, nous aurons un lieu ouvert fermé. Ensuite,
l'espace de cheminement est défini comme un lieu ouvert enchâssé dans un lieu
fermé, comme l'enfilade des pièces dans un palais du classicisme français. Mais
alors, comment se fait–il que la fermeture qui enchâsse l'ouverture ne la ferme pas
? En réalité le problème est bien plus profond.

Où est la route ? D'abord, il me semble que la route n'est pas un lieu, car elle n'a
pas d'extension précise. On dit souvent que tous les chemins mènent à Rome: or,
si je m'y dirige, j'aurai à choisir, au prochain carrefour, entre plusieurs routes
possibles. Au carrefour, je tends sans doute à penser que "la route" est celle qui
continue avec le moins de déviation par rapport à la direction d'où je viens, à
moins que des signes peints sur la chaussée ne me renseignent autrement. La
route est certainement un objet paradoxal: c'est moi qui fais du chemin, et pourtant
je peux le perdre. Dans un sens, la route est là où je suis, mais à chaque détour je
risque de sortir du droit chemin. Il est évident que la route n'est pas une extension
objective. Mais elle n'est pas non plus, me semble—t—il, un horizon que je porte
avec moi, d'abord parce qu'elle n'a pas d'extension déictique précise, ensuite
parce que je ne pourrais pas perdre ma route.

Pierre Janet a fait des observations importantes sur la route. Il y voit un signe de
naissance de l'intelligence humaine et de son origine sociale. "Les animaux ne
connaissent pas la route, car celle–ci est caractérisée par l'aller–retour qu'ils n'ont
pas, ils ne réunissent pas les deux trajets inverses dans une même action
d'ensemble et, par conséquent, ils ne font pas de route". Il ne faut pas confondre la
route avec la piste, par exemple avec les traces odorantes que suivent les vers.
"Pour construire une route qui demeure après notre passage, il faut penser que
nous reviendrons, que d'autres iront et reviendront, il faut l'aller—retour" (Janet,
1935: 152). En fait, c'est en homologuant ce qui est à gauche à l'entrée avec ce
qui est à droite à la sortie, que nous nous orientons dans un trajet dont nous ne
voyons pas le terme.
81

La route n'est pas dans la chaussée. Le Lacondon qui traverse sans hésiter la
forêt tropicale n'a pas moins de route que nous. Si nous suivons Janet, la route
aura un caractère presque logique: une opération et son inversion. Mais il y a autre
chose dans la route. Elle est faite de stations: carrefours, bifurcations, ponts, ronds
—points, villages. Ainsi, la route est bornée de deux côtés: c'est en les
franchissant que nous transgressons l'idée de la route, non pas en retournant ' De
même, le chemin de ronde est fermé de deux côtés par rapport à la non—route; en
outre, une de ses frontières coïncide avec la limite d'un lieu fermé, la ville; mais en
tant que route, elle est totalement ouverte. Ainsi la route, étrangement, a une
extension dans le sens de la largeur, alors que dans celui de la longueur, seule
l'intention garde une signification.

Considérons l'acte langagier consistant à indiquer le chemin, qui est un dispositif


illocutoire s'appliquant à un dispositif spatial; dans notre cas, disons que l'indication
a lieu en pleine ville où, déjà, toute une texture d'allées, de boulevards, de rues et
de ruelles préparent l'acte; alors, c'est en organisant un discours continu d'options
(continuer, s'arrêter, tourner, à gauche ou à droite, etc. ) qu'on surimprime un
deuxième schéma limitant le premier, bâti de pavés et de murs: ce deuxième
schéma en surimpression, tout imaginaire, bloque certaines rues, les aménage, les
relie et les dote de directions, mais ne sort jamais, sur les côtés, du chemin battu.
Même cette opération sur une opération ne nous fera pas sortir de l' extension en
largeur

Le cas de la route nous fait voir l'étrange complicité entre intention et extension;
certes, il faudra pousser l'analyse plus loin. Pour le moment, nous allons
rassembler les éléments d'une conclusion. Dans le cas de la route, l'extension va
dans une dimension, l'intention dans l'autre. Par contre, quand l'intention traverse
l'extension, comme c'est le cas pour la porte et la fenêtre, il y a transgression. Le
pont apparaît comme un simple fragment de la route. Finalement, revenons aux
orifices du corps propre: nous avons vu qu'il y a des entrées et des sorties. Les
yeux sont peut—être plutôt les fenêtres que les miroirs de l'âme. La bouche, sans
82

doute, en est la porte. Ceci pourrait nous aider à mieux comprendre une certaine
gestualité, au delà de celle que nous avons étudiée.

Göran Sonesson Université de Lund

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Références bibliographiques

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83

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G. Simmel, Brücke und Tür, Stuttg


84

La salud como espacio de disputa político-cultural

A pesar de la importancia que tiene en la experiencia con el campo terapéutico la


capacidad cognitiva de los grupos sociales, en términos de la utilización de sus
propios recursos y la adecuación de los mal llamados recursos terapéuticos exter-
nos, es necesario no sobredimensionar siempre estas estrategias. Como afirma
Eduardo Menéndez en sus estudios sobre prácticas médicas tradicionales y
científicas (1981), las transacciones que los sectores populares hacen al combinar
ambos recursos suponen en parte la aceptación y la solución de los problemas
dentro de los límites establecidos por las clases dominantes. En este caso, por los
proyectos institucionales hegemónicos. No obstante, la presencia de estas
prácticas, articuladas a sus cosmovisiones, denotan en el espacio cotidiano, dis-
tintas formas de disputar y negociar el sentido respecto al orden instituido.

El reconocimiento de los diversos recursos terapéuticos, de las representaciones


acerca del cuerpo y de la salud y la enfermedad, generados desde distintos
espacios y tiempos de la vida social, no deben enunciarse simplemente como la
gama multivariada de las diferentes interpretaciones existentes; como si se tratase
de una especie de antropología de lo exótico. Incorporar los sistemas simbólicos
que acompañan la realidad del paciente al acto terapéutico clínico, en aras de la
humanización de las prácticas, deja de tener sentido si este reconocimiento crítico
no se traslada al campo de construcción de la experiencia de sí en el ámbito
médico y en consecuencia a la reconstrucción de la práctica misma. Un recono-
cimiento de estas diferencias y de estos conflictos, que no se acompañe de un
ejercicio pleno de redistribución de los poderes en los órdenes económico, político
y cultural, termina por disociar el problema de las diferencias entre lo económico y
lo político. El modelo político vigente adopta la pluralidad y la multiculturalidad
como formas consustanciales a la organización, sin que con ello se renegocie el
modelo de desarrollo y de acumulación desigual. El contenido cultural de la nueva
ciudadanía debe necesariamente articular la cuestión de la clase y aún de las
diversas formas de exclusión caracterizadas en el modelo neoliberal por la
85

pobreza y el despojo crecientes (desempleados, empleados ocasionales, etc.). A


este respecto, Nancy Fraser afirma: «Las injusticias de reconocimiento están
profundamente imbricadas con las injusticias de distribución, por lo que resulta
imposible enfrentar las primeras sí se las aísla de las segundas (1997:231).

Bajo esta óptica, el esfuerzo por replantear las relaciones de discriminación y


exclusión inherentes a los ejercicios del poder institucional médico, basados en el
reconocimiento de las experiencias particulares de los sistemas simbólicos, no
puede tener impacto sin comprometer la esfera política y económica, entre otras
razones, porque la estructuración de ese orden simbólico no es independiente del
orden económico y político. En el campo sanitario esta disputa se expresa en la
conjunción tensionarte y conflictiva que articula el acceso, la calidad y la
orientación y sentido del acto terapéutico. Esta acción tiene lugar, no sólo porque
las decisiones en el campo médico no dependan estrictamente de los expertos,
sino porque los sujetos sociales se apoderen de la posibilidad de discutir el tipo de
decisiones y el sentido en el que ellas se desarrollan, de acuerdo con las
cosmovisiones y sistemas de interpretación comprometidas.

Los odontólogos y la práctica médica "científica", un juego de ocultamiento,


exclusión y olvido propio del campo terapéutico

Para quienes nos hemos construido cumpliendo el papel de legos o expertos,


entendiendo de manera casi natural la enfermedad y el enfermo, no aparece clara
la idea de que la institución médica es histórica y cultural mente contingente; as!,
es necesario desplegar una serie de esfuerzos que permitan desentrañar los me-
canismos de este ocultamiento. El ocultamiento de esta construcción opera igual a
como lo hace la pedagogía, en donde los modelos inscritos se naturalizan a tal
punto, que las prácticas educativas adquieren un sentido intemporal y acontextual,
como la manera de ser y de presentarse el proceso educativo.

Por consiguiente, para la experiencia médica, el orden normativo en el que se


inscribe la noción de cuerpo, excluyendo de paso cualquier otra, aparecerá corno
un campo de verdad definido, en este caso, por la organización de órganos y
86

funciones. La boca, por ejemplo, aparece para el odontólogo bajo la forma de


cavidad oral en su representación positiva, empírica, mensurable, biológica y cobi-
jada siempre por el significado del cadáver.

Con la metáfora del hombre-máquina que acompaña la estructura del pen-


samiento médico, el hombre y la mujer desaparecen detrás de su anatomía, su
fisiología y su organización biológica, abstraídos de su universo simbólico, espacio
donde simbolizan, son símbolos y son simbolizados (Páramo, 1993). La cavidad
oral es la amalgama, ya analizada y diferenciada de tendones, músculos, epite-
lios, etc., cargados de referencias geográficas expuestas en la necesidad de inter-
venir quirúrgicamente. En esta lectura se desconoce que la boca y el cuerpo, en
general, se articulan a la vida a partir de un mundo simbólico, un mundo repre -
sentado y construido conforme al lenguaje. En nuestra realidad profesional se
excluye el símbolo corno si este fuera un simple artificio, algo que pertenece al
mundo de lo imaginario y la fantasía, ocultando que nuestra lectura es tan sólo
una de las maneras de la simbolización.

La labor odontológica está ligada a la representación de la recuperación del


equilibrio energético-material que acompaña a la práctica médica, en general. Sin
embargo, a diferencia del médico, el odontólogo se relaciona frecuentemente con
tipos de enfermedades (caries y enfermedad periodontal), empíricamente
demostrables y verificables, sobre las que actúa su obra como profesional. Quizá
no exista en el campo de la salud una experiencia tan singular como la del odontó-
logo. Su saber-hacer debe verse sometido, de manera continua, a la contingencia,
a la posibilidad concreta de poder demostrar un cambio o un reverso de una
situación; desde luego dentro de ciertos limites, que permiten legitimar su arte
mediante la realización de artefactos, de artificios que permiten disimular daños y
deformidades.

En ese sentido, el dentista contemporáneo es un artífice, una especie renovada de


artesano del siglo XIX, capaz de imponer un orden de belleza como consideración
de la salud. La odontología profesional en nuestro país se impuso tarde y de modo
87

muy desigual, sobre una variada profusión de remedios populares, profundamente


arraigados desde el siglo pasado y durante el presente. Así lo demuestra el
sinnúmero de prácticas terapéuticas populares utilizadas y el desarrollo de los
llamados empíricos corno fuerza social y gremial en nuestro país.

Finalmente, la organización de la intervención en salud, a partir del diseño de


protocolos de atención a pacientes y la estructura tecnológica del diagnóstico,
inscribe el pensamiento técnico y biologista del odontólogo bajo una nueva ex -
periencia del saber orientada por la acción racionalmente definida. El proceso de
automatización de la práctica restringe al máximo la acción del juicio y se acom-
paña, en mayor o menor grado, de una organización altamente especializada que
tiende a perder la orientación particular respecto del todo. En la actualidad, la
práctica odontológica se desarrolla como subespecialidad dentro del espectro
médico, perdiendo frecuentemente su relación con los marcos de referencia más
generales.

De la boca y sus interpretaciones

En consecuencia y respecto a lo dicho hasta aquí, lo que interesa en el trabajo


que presento no es la determinación de las diferentes formas de interpretación que
existen en relación con la boca, sino señalar que lo que hacemos, el modo de
comportamos y en definitiva, el cómo somos en relación con el cuerpo, está
definido por la experiencia de interpretamos a nosotros mismos. Es decir, está
descrito por las contingentes experiencias construidas del sí mismo en el plano
institucional, pero también en el inconmensurable plano de la vida. En este caso
no se trata sólo -señalando allí lo contingente- de reconocer simplemente, a modo
de muestrario, la diversidad de representaciones comprometidas en el campo
semántico de un interprete singular (lego o experto). Lo importante es la
determinación del campo de disputa sobre la experiencia de si mismos.

En consecuencia, cuando se habla de rezar un dolor de muela, en el Llano


colombiano, o de buscar otro tipo de asistencia, por ejemplo en el campo técnico
sanitario, estamos no sólo ante dos tipos de representaciones diferentes relacio-
88

nadas con la enfermedad oral, sino ante dos maneras diferentes de experimentar
nuestros cuerpos, de experimentar la enfermedad, de experimentamos a nosotros
mismos y, en consecuencia, ante dos maneras diferentes, si se nos permite, de
andar por el mundo, que de acuerdo con circunstancia y tiempo, entran a disputar
las hegemonías.

Sobre las metáforas del arte de sacar las muelas

En un ensayo de David Kunzle titulado El arte de sacar las muelas en los siglos
XVII "J XIX: ¿de martirio público a pesadilla privada y lucha política? (1992), el au-
tor señala al arte de sacar muelas como un tormento expiatorio. La privación de
poder y placer terrenos, ocasionada por la pérdida de la dentadura, fomenta la
personalidad solitaria, interior, ascética ideal. La falta de dientes, observa
Petrarca, según este autor tiene la ventaja de no fomentar la conducta licenciosa
maní fiesta en comer, reír, cometer adulterio y destruir a dentelladas la reputación
de los demás.
89

La dentadura ha denotado poder y su pérdida, falta de él. Cada diente que se


pierde viene a ser una pequeña muerte simbólica. Es posible que la mutilación de
la dentadura, por motivos estéticos o totémicos, tenga origen en la simbolización
del poder. La idea rural de colocar metales preciosos en los dientes sanos y aún
en los artificiales parece tener esta misma dirección.

La emblematización de la extracción de muelas, hoy día, se sigue mostrando


como algo a lo que se someten exclusivamente los pobres, como una privación del
poder y como una humillación de quienes son ya impotentes y humildes. En la
ausencia de dientes se elabora toda una estrategia de exclusión y deprivación en
el orden social, un señalamiento y al mismo tiempo una sospecha y una aso -
ciación con la ignorancia. Una estudiante de nuestra Facultad dice: “Existen
muchas formas, maneras de prevenir, cuidar lo que tengo y es mi deber llevar esto
a otras personas que nunca han recibido el conocimiento que hasta el momento
yo he tenido el privilegio de recibir”.

Mientras tanto, un poblador de Ciudad Bolivar afirma: “A través de la boca puede


uno muchas cosas tan importantes para poder integrarse más a la sociedad”. La
relación de la pérdida de dientes y el poder se manifiesta no sólo como una
minusvalía de orden físico, sino también de orden social: .A mi, perder los dientes
pues si, se ve uno como mal; pero qué hace uno de pobre... Pues morder con el
deseo, comenta una de las personas con quienes hemos venido trabajando en la
localidad de Ciudad Bolívar, uno de los más vastos sectores populares de Santa fe
de Bogotá (1993-1996).

De acuerdo con los estudios realizados por Kunzle sobre iconografías del siglo
XVII y caricaturas del siglo XIX y justificado aún más por fuentes literarias existe
una equiparación entre el deterioro de la dentadura y la corrupción moral y física.
En un texto aparecido a finales del siglo XVI I en Alemania, una 5ociologfa
ilustrada de oficios y profesiones, debajo del dentista se lee el epígrafe: .El pecado
no quedará sin pena ni sufrimiento”.
90

Existe una relación entre el dolor de muelas y el deterioro de la dentadura y Ola


imagen de quien la padece. El deterioro físico se relaciona inmediatamente con el
deterioro moral. Al respecto, vale la pena mencionar un fragmento de la obra de
Dostoievki (1821-1881), Apuntes del subsuelo (1983:29):

Les ruego señores que presten alguna vez oído a los gemidos de un hombre culto
del siglo XIX, que padece de mal de muelas. Al segundo o tercer día el individuo
instruido y apegado a la civilización europea, convierte sus gemidos en algo
maligno, agresivo y cáustico... Sabe en vano que se destroza a si mismo y a los
demás, que incluso su familia se encuentra harta de él... Pues bien, en estos
conocimientos y bochornos radica la voluptuosidad. Sé que os tengo atormenta-
dos, que os hago sufrir, que no dejo que nadie duerma en la casa.

Pues bien, no dormid, daos cuenta a cada instante de que me duelen las muelas.
Ya no soy para vosotros un héroe como trataba de parecer antes, sino un ser vil y
bribón. ¡Nada me importa! ¡Me alegro mucho de que sepáis cómo soy! ¿Os
repugna oír mis viles gemidos? ¡Pues fastidiaros!

La calidad de héroe, inicialmente magnificada, se trastoca en villano ante un


padecimiento como éste. El dolor de muelas, motivo de las representaciones gro-
tescas o mordaces del siglo XIX, señala el carácter vil de la enfermedad. La caries
es una enfermedad que se encuentra íntimamente ligada a la corrupción corporal,
al deterioro físico, a la postración. La imagen de la indigencia, necesariamente
resalta estos rasgos. Ésta se asocia a la putrefacción, a la descomposición y a la
pérdida, significando fealdad física y moral. Dentro de este marco se inscriben las
explicaciones dadas a la caries, asociadas, de la manera en que era descrita en
los siglos XVII y XVIII, a la acción de gusanos o a la del diente Picado como
producto de la putrefacción de restos de comida. “Dicen que es la misma comida
que se queda en los dientes, que se descompone y que los pica, o la comida que
se queda en los dientes y da mal olor”. Como lo señalan los pobladores de Ciudad
Bolívar, la caries emblematiza el descuido, la pobreza y la ruina moral; producto
91

de la descomposición de los alimentos. ¡Tiene la boca podrida! es una expresión


muy usual allí para indicar la presencia de la enfermedad oral.

Dentro de esa misma lógica y ante la inexistencia de otro recurso, extraer un


diente picado se convierte en un método preventivo: “Es necesario sacado, para
evitar que los otros dientes se pudran” 

Otras pistas, otros aportes

En el psicoanálisis se encuentran también algunos registros desde donde se pue-


den establecer simbolizaciones relacionadas con la pérdida de dientes. Pese a la
orientación un tanto especulativa de los textos que presentamos y a las críticas
hechas al psicoanálisis freudiano por su intento de establecer una relación causal
casi uni-originaria con la libido, la exploración es interesante en tanto que per mite
vislumbrar campos de reflexión hasta el presente_ ausentes en nuestra
tradición. .El sueño de calda de un diente representaría la castración, al igual que
un diente que es arrancado por otra persona., afirma Freud. La relación entre la
pérdida de un diente y la castración, simboliza para el autor la separación entre
una parte del cuerpo y el resto del mismo. Para él, la primera dentición marca la
inevitable separación entre placer y la función alimentaria de autoconservación,
mientras que la segunda se asociaría a procesos del desarrollo sexual. Más ade-
lante, afirma:

Pero que la masturbación, o mejor el castigo por este acto la castración fuera
representado por la caída de un diente o la extracción, es especialmente notable,
por cuanto tiene su contraparte en la antropología, que puede ser conocida por
muy pocos soñantes.

Para mi, no hay dudas de que la circuncisión practicada por tantos pueblos, es un
equivalente o sustituto de la castración y nos enteramos ahora de que algunas
tribus primitivas, en Australia, llevan a cabo la circuncisión como un ritual de la
pubertad, mientras que otras tribus, sus vecinos inmediatos, reemplazan este acto
por la extracción de un diente.
92

En consecuencia, uno puede preguntarse cuál puede ser el significado del dentista
extrayendo un diente.

La relación castración-pérdida-odontólogo puede explicar el temor excesivo que


socialmente se tiene respecto de la práctica profesional. ¿Qué significado se
intenta transmitir con la amenaza: ¡Si no te comes esto, te llevo al dentista!.

Continuará ......

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Ibid. p. 169. Tomado de: "Introducción a las Lecturas del psicoanálisis" p. 164.

Semántica de la boca en sectores populares urbanos

A continuación presentamos, en forma más sistemática, algunos de los aspectos


trabajados durante nuestra experiencia comunitaria que forman parte del espacio
semantico (espacio de prefiguración del intérprete), de los sectores populares en
relación con la boca. Esta elaboración es producto del proceso de búsqueda con -
tinua, en algunas oportunidades a través de talleres, conversaciones o encuestas
que posibilitaron la recolección de los elementos que las mismas personas iban
definiendo como importantes en la indagación. Por ejemplo, la reflexión en rela-
ción con el beso surgió precisamente de las preguntas que se realizaron respecto
de la importancia de la boca. De la misma manera, fuimos encontrando puntos de
interés, que se incluyeron paulatinamente en el proceso de los talleres de boca.

El beso

El beso expresa todo un dominio semiótico que permite ubicar una función clara
emparentada con las prácticas y relaciones más cotidianas. El beso desaparece
en la rutina, pero simboliza la reconciliación. Su sentido simbólico expresa todo un
abanico que va desde el amor hasta la traición y la hipocresía en una clara alusión
judeo-cristiana.
93

Adicionalmente, el beso en la boca no es una práctica ni generalizada, ni pública,


es frecuente encontrar en los ancianos de Ciudad Bolívar, de origen rural una
negación de estas prácticas o la idea de que "en público es pecaminoso”.

Existe una relación entre el beso público y los procesos de secularización y


urbanización de la sociedad. Las experiencias de este tipo empiezan mucho más
temprano hoy día y pierden la connotación de curiosidad y de obscenidad que
tenían en el pasado.

Beso y saliva

A diferencia de lo que sucede en muchas comunidades indígenas, en donde la


saliva cumple funciones terapéuticas, en Occidente ésta simboliza sepsis, infec-
ción, ofensa o desprecio. La saliva sólo puede ser penetrada por el personal de
salud en la medida en que pueda ser racionalizada como fluido bioquímico.

Contrariamente, la saliva pese a esto, denota afección e intimidad; y en


consecuencia el beso en la boca, desafiando todas las reglas de la higiene pública
indicaría la singularización en la relación de pares.

Los alimentos y los sabores: entre placer y envenenamiento

Lo dulce significa y causa aceptación, placer; se relaciona con cariño, agrado,


reconciliación, complacencia. En el plano de la vida, significa vínculo
afectivo.Mientras tanto, lo amargo se relaciona con desprecio, rechazo, molestia,
ira, mal humor; significa y causa repulsión y desagrado.

Los alimentos que se ofrecen significan una extensión del abrazo y del estre-
chamiento. Son expresión de bienvenida y de confianza. Recibir un alimento en el
barrio, es dar a entender que existe confianza, de un lado en la limpieza y de otro,
la seguridad de que están sanos; que no hay ningún maleficio, ni suciedad en
ellos, se explicaba en los talleres.
94

La vulnerabilidad que existe hacia las infecciones y los elementos contaminantes


que puedan penetrar por la boca pueden obedecer a que la boca se considera
como principio y final del cuerpo, sitio franquable que simboliza el ingreso a unas
entrañas vulnerables.

Existen otros elementos simbólicos encontrados en la construcción semántica del


espacio oral relacionados con la palabra; en nuestro trabajo hemos podido
establecer la relación beso-limpieza-menta-pureza-cuerpo sublimado, etc... En ese
sentido, es importante señalar que este pliegue semántico se encuentra distante
del discurso de la enfermedad oral, pero sin embargo, está bastante cercano a la
idea de higiene, la cual se halla atravesada por el paradigma de la limpieza.
Belleza, salud y limpieza constituyen un eje integrador para las prácticas de
autocuidado.

Este es un punto a explorar en los programas educativos; de hecho, nuestras


prácticas educativas se centran en este eje.

¡Qué es la caries!

La primera parte de las respuestas encontradas en nuestra experiencia construyen


un modelo de producción de la enfermedad, en el que la comida descompuesta
juega un papel central. Son los alimentos descompuestos los que Pican el diente,
de la misma manera como empíricamente podemos constatar que una manzana
descompuesta pica la vecina.

En la segunda parte, las respuestas trataron de construir una causa de la en-


fermedad, restringiendo su significado a debilidades estructurales del mismo
diente, ocasionadas por una alimentación precaria y la falta de calcio. Alimento es
fuerza en el sector popular, luego, si no nos alimentamos adecuadamente, los
dientes se nos debilitan. Existen, por tanto, causas externas e internas en la pro-
ducción de la caries. La caries se produce por putrefacción o porque los dientes
se nos debilitan.
95

¡Y qué es la boca!

Recuerdo que pensé en lo que era mi boca cuando la profesora de la escuela me


obligaba a cepillarme los dientes; más adelante fui entendiendo que la boca me
servia para hablar, luego que me servía para besar».

“Lo que más recuerdo es que se me dañaron las muelas y me las mandé sacar”.

“Me sacaron los dientes, me colocaron caja y me pesa muchísimo porque ya no


puedo comer igual y no siento el sabor de las cosas”.

La boca puede ser un espacio de deterioro, una metáfora de las ruinas físicas,
sociales o afectivas, en el sujeto. La invalidez que su deterioro produce puede ser
naturalizado a tal punto que la amputación, separación-castración, permanente
puede constituir un devenir, un tránsito inmodificable que 'acontece, al igual que el
ciclo vital, como algo a lo que estamos condenados. Pero las respuestas también
integran otros aspectos al campo semántico, de manera que con la boca también
se ríe, se habla y se tiene una mejor presentación.

La boca, como si pudiésemos experimentarla a un mismo tiempo de diversas


formas, constituye un espacio de significaciones multivariadas y a veces contra-
dictorias. Son las maneras como los contextos regulan nuestros campos de signi -
ficación, superponiendo imágenes y representaciones que se estructuran en la
experiencia de si mismos que vamos construyendo por el mundo en un campo que
es objeto de disputa y negociación.

Referencias Bibliográficas

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TAUSSIG, Michael. Un gigante en convulsiones. Barcelona: Gedisa, 1995.

EL PARÍS DE BOULLÉE

En el momento culminante de la Revolución francesa, el periódico más radical de


París declaró que no podía haber una verdadera revolución si el pueblo no la
sentía en su cuerpo. «Algo que nunca debemos cansarnos de repetir al pueblo
--decía el periódico-- es que la libertad, la razón, la verdad son... no dioses... sino
parte de sí mismo». Sin embargo, cuando la Revolución francesa intentó traer a la
vida al cuerpo en las calles de París, sucedió algo completamente inesperado. Las
multitudes de ciudadanos caen frecuentemente en la apatía. En parte, los
espectáculos de violencia les embotaban los sentidos; en parte, los espacios
revolucionarios creados en la ciudad con frecuencia no lograban estimular al
pueblo. En una época de agitación, cuando menos se esperaba, la multitud
97

movilizada de la ciudad frecuentemente se detenía, se sumía en el silencio y se


dispersaba.

Estos momentos de pasividad de la multitud no interesaron a Gustave Le Bon, el


autor moderno más influyente sobre las multitudes. Le Bon estaba convencido de
que el movimiento en las calles de París aportaba sensaciones revolucionarias a
la vida de la muchedumbre. Creía que el gran motín del pan descrito al final del
capítulo anterior siguió siendo el comportamiento de la multitud durante los
siguientes cuatro años. Es a Le Bon a quien debemos el concepto de psicología y
de conducta de masas, a diferencia del comportamiento individual, basado en esa
visión de un cuerpo colectivo constantemente alerta, encolerizado y activo. Le Bon
creía que en el movimiento de una multitud así, las personas hacen cosas que
nunca habrían imaginado que pudieran hacer solas. La simple fuerza del número,
argumentó, hace que la gente se sienta grande. El individuo tiene «una sensación
de poder invencible que le permite ceder a instintos que, si hubiera estado solo,
por fuerza habría mantenido controlados». Aislada, una persona «puede ser un
individuo cultivado; en una muchedumbre, es un bárbaro; es decir, una criatura
que actúa por instinto».

Aunque, decía Le Bon, esta transformación se produce en cualquier grupo nutrido


en movimiento, la Revolución francesa marcó una línea divisoria en la historia. La
Revolución legitimó la violencia de las masas como un fin político en sí mismo. De
los dirigentes de la Revolución, declaró Le Bon:

Tomados por separado, los hombres de la Convención revolucionaria francesa


eran ciudadanos ilustrados de hábitos pacíficos. Unidos en una muchedumbre, no
vacilaron en apoyar las propuestas más salvajes, en guillotinar a individuos
claramente inocentes, y en... diezmarse a sí mismos.

Las ideas de Le Bon acerca de las masas ejercieron gran influencia sobre Freud,
que posteriormente se basó en ellas cuando escribió acerca de la «horda
primaria» y de otras formas de pérdida de la individualidad en la muchedumbre.
Los escritos de Le Bon han resultado ser más persuasivos para los lectores
98

modernos, porque parecen explicar cómo individuos decentes y humanos pueden


participar activamente en crímenes violentos, como en el caso de las turbas nazis
y fascistas.

La otra cara de la muchedumbre parisina presagió una clase distinta de


experiencia moderna. Las formas contemporáneas de pasividad e insensibilidad
individual en el espacio urbano hicieron su primera aparición colectiva en las calles
del París revolucionario. Los motines del pan pusieron de manifiesto la necesidad
de una vida colectiva de las masas que la Revolución no satisfizo.

1. LIBERTAD EN EL CUERPO Y EN EL ESPACIO

El historiador Francois Furet ha observado que la Revolución «pretendía,


.mediante un acto de la imaginación, reestructurar en su integridad una sociedad
hecha pedazos». La Revolución tenía que inventar cómo debía ser «un
ciudadano». Pero la invención de un nuevo ser humano iba a ser difícil. El
«ciudadano» tenía que ser como todos en una sociedad que había marcado
profundamente las diferencias sociales en la manera en que la gente se vestía,
gesticulaba, olía y se movía. Además, de alguna manera el «ciudadano» tenía que
convencer a las personas para que se reconocieran en esa imagen e incluso se
vieran renacidos en ella. Como ha señalado un historiador, la necesidad de in-
ventar una imagen universal significaba que, idealmente, el «ciudadano» sería un
hombre, dados los prejuicios de la época sobre la irracionalidad de las mujeres.
Los revolucionarios buscarían un «individuo... neutral; capaz de someter las
pasiones y los intereses individuales al gobierno de la razón. Sólo los cuerpos
masculinos reunían los requisitos ideales de esta forma de subjetividad». Incluso a
una feminista tan ardiente de aquella época como Olimpia de Gouges le parecía
que la fisiología emocional de las mujeres las predisponía al orden emocional y
paternal del pasado, más que a la nueva maquinaria del futuro. Desde luego, la
Revolución disipó estos prejuicios en su imaginación, lo mismo que para 1792
había acabado con las actividades organizadas de las mujeres que, como en el
motín del pan de 1789, habían contribuido a sublevar la sociedad.
99

Sin embargo, de entre todos los emblemas revolucionarios, como los bustos de
Hércules, Cicerón, Ájax y Catón que salpicaban el paisaje de la Revolución, el
pueblo se sentía especialmente atraído por la imagen de una ciudadana ideal
llamada «Marianne». La imagen de Marianne aparecía por todas partes en los
dibujos de los periódicos, en las monedas, en las estatuas públicas erigidas para
reemplazar los bustos de reyes, papas y aristócratas. Su imagen estimulaba la
imaginación popular porque otorgaba un significado nuevo y colectivo al
movimiento, al flujo y al cambio que se producían en el interior del cuerpo humano,
impulsando y liberando el movimiento que ahora nutría una nueva forma de vida.

Los pechos de Marianne

La Revolución modeló el rostro de Marianne como el de una joven diosa griega,


con nariz recta, cejas altas y mejillas bien formadas. Su
100

Una sans-culotte parisina armada, Aguafuerre anónimo coloreado a mano,

c. 1792.
101

Marianne. Aguafuerte de una pintura de Ciernent, 1792.

Musée Carnavalet, París, foro Edimedia.


102

cuerpo tendía a las formas más llenas de una madre joven. A veces, Marianne
aparecía vestida con ropas antiguas holgadas que se le ceñían a los pechos y los
muslos; en otras, la Revolución la ataviaba con ropas contemporáneas pero con el
pecho al descubierto., El pintor revolucionario Clement pintó a la diosa de esta
última manera en 1792, con los pechos firmes y llenos y los pezones
contorneados. Tituló esta versión de Marianne «La Francia republicana,
descubriendo su pecho a todos los franceses». Ya fuera vestida sencillamente o
con el cuerpo al desnudo, Marianne no daba la impresión de ser una mujer lasciva
que se estuviera exhibiendo, en parte porque a finales de la Ilustración el pecho se
consideraba una zona tan virtuosa como erógena.

Los pechos desnudos ponían de manifiesto los poderes nutricios de las mujeres.
En la pintura de Clemént, los pechos llenos de Marianne eran para todos los
franceses, una imagen de nutrición revolucionaria subrayada en la pintura por un
curioso oramento: de una cinta que lleva al cuello y cae entre los pechos cuelga
un nivel que significa que todo el pueblo francés tiene el mismo acceso a su seno.
La pintura de Clement muestra el atractivo más elemental del símbolo de
Marianne: igual atención para todos.

La veneración de una figura maternal recordaba el culto de la Virgen María. Varios


comentaristas han señalado la propia semejanza entre los nombres
revolucionarios y los religiosos. Sin embargo, si Marianne estaba inspirada en la
emoción y la mentalidad popular contenidas en el amor de María, dar el pecho
significaba algo muy concreto históricamente para quienes la contemplaban.

Durante la Revolución, dar el pecho se había convertido en una experiencia


complicada para las mujeres. Hasta el siglo XVIII todas las mujeres, salvo las más
pobres, entregaban a sus hijos a nodrizas muchas de las cuales no les importaban
los bebés. En el Antiguo Régimen con frecuencia se descuidaba a los bebés y a
los niños pequeños. Incluso en las casas acomodadas vestían harapos y comían
las sobras de la servidumbre. Más que crueldad premeditada, esta indiferencia
hacia los niños reflejaba en parte la dura realidad biológica de una época en que la
103

mortalidad infantil era muy elevada. Una madre afectuosa seguramente habría
estado constantemente en duelo.

No obstante, de manera vacilante y desigual, la familia se fue centrando en sus


hijos. Los cambios en la salud pública significaron que para la cuarta década del
siglo XVIII las tasas de mortalidad infantil habían empezado a, descender,
especialmente en las ciudades. Y en esa, misma época las madres,
particularmente el amplio espectro de los segmentos intermedios de la sociedad,
mostraron una nueva relación

de afecto hacia sus hijos que se manifestó en el hecho de darles de mamar. El


Emilio de Rousseau (1762) contribuyó a definir este ideal materno a través de
Sofía, el personaje moral central de la historia. Los pechos rebosantes de Sofía,
escribió Rousseau, eran prueba de su virtud. No obstante, declaró Rousseau,
«nosotros los hombres podríamos subsistir más fácilmente sin mujeres que ellas
sin nosotros... dependen de nuestros sentimientos, del valor que damos a sus
méritos y de la opinión que tenemos acerca de sus encantos y sus virtudes». La
revolución materna confinó a las mujeres a la esfera doméstica, como iban a
percibir pronto Mary Wollstonecraft y otras admiradoras de Rousseau. Libre para
amar a sus hijos, Sofía carecía sin embargo de la libertad de un ciudadano. «La
República de la Virtud -observa el crítico Peter Brooks- no concebía que las
mujeres ocuparan un espacio público, la virtud femenina era doméstica, privada,
modesta». Y la tarea de Marianne no era precisamente liberar a Sofía.

Cuando las virtudes vivificantes de Marianne se convirtieron en un icono político,


su cuerpo pareció abierto tanto a los adultos como a los niños un cuerpo maternal
abierto a los hombres. En principio, actuaba como una metáfora política que unía
en su marco a la multiplicidad de seres humanos. Pero, en realidad, la Revolución
la utilizó como un recurso metonímico: al contemplarla, la Revolución vio, como en
un: espejo mágico, imágenes cambiantes de sí misma.

El cuerpo femenino de Marianne, generoso y productivo, sirvió en primer lugar


para diferenciar el presente virtuoso de los males del Antiguo Régimen. Su imagen
104

contrastaba con los cuerpos de los enemigos de la Revolución, ávidos de placer y


supuestamente insaciables sexualmente. Incluso en la década de la revolución, la
pornografía popular eligió a la esposa de Luis XVI como objeto de escándalo,
imputándole relaciones lesbianas con sus damas, y las canciones populares la
atacaron por su falta de sentimiento maternal. Durante la Revolución estos
ataques se agudizaron. Poco antes de ser condenada a muerte, circularon
informes por París según los cuales María Antonieta y una de sus damas, durante
una relación lesbiana, habían metido en la cama al hijo de la reina, que tenía ocho
años de edad, y habían enseñado al joven príncipe a masturbarse mientras ellas
hacían el amor. A mediados del siglo XVIII, médicos como Tissot habían pu-
blicado, en nombre de la ciencia médica, descripciones explícitas sobre los efectos
supuestamente degenerativos que tenía la masturbación sobre el cuerpo, tales
como la pérdida de vista y la debilidad de los huesos. Por un placer ilícito -según
las acusaciones- María Antonieta había sacrificado la salud de su propio hijo.
María Antonieta aparecía en los grabados revolucionarios con el pecho casi plano
en contraste con los rebosantes senos de Marianne. La diferencia entre estos
pechos apoyaba las acusaciones de que la libidinosa reina era inmadura y pueril,
una adolescente mimada, mientras que Marianne se presentaba como una adulta
que proporcionaba placer sin hacer daño a otras personas:
105

María Antonieta, su amante femenina y su hijo, en un grabado de la edición de


1795, de La filosofía en el tocador del marqués de Sade.
106

Otra imagen de Marianne suavizaba los pesares de la Revolución. De este modo,


la Revolución no la dotaba de la palabra. Su amor era silencioso e incondicional.
Reemplazó a un rey cuyo cuidado paterno por sus súbditos suponía mando y
obediencia. El estado revolucionario que enviaba a los ciudadanos a morir en el
exterior y que los condenaba a muerte en el interior necesitaba, por tanto, que
representara al estado como una madre. Cuando los franceses luchaban en el
exterior al tiempo que entre sí, el número de niños huérfanos y abandonados
creció rápidamente por toda la nación. Tradicionalmente, los conventos se habían
ocupado de esos niños, pero la Revolución los había cerrado. La imagen de
Marianne simbolizaba la garantía del estado revolucionario que cuidaría de esos
niños como un deber patriótico. Los niños que debían ser amamantados fueron
rebautizados, según observa el historiador Olwen Hufton, «bajo la denominación
genérica de enfants de let patrie (hijos de la patria) y considerados un recurso
humano precioso de soldados y madres potenciales». La Revolución a su vez
elevó a las nodrizas al grado de citoyermes Précieuses («ciudadanas preciosas»).

Las revoluciones no son acontecimientos especialmente divertidos, pero la figura


de Marianne permitió que se manifestara un cierto ingenio galo. Un asombroso
grabado anónimo de Marianne la muestra con alas de ángel volando sobre la calle
de Panteón. Con una mano se lleva una trompeta a la boca, con la otra se
sostiene una trompeta en el ano, de tal manera que sopla y ventosea clarinazos
en pro de la libertad. (¿Se podría imaginar a George Washington en una situación
semejante?) El humor ayudaba a los ciudadanos cuando, al mirar en torno suyo,
se preguntaban: «¿Cómo es la fraternidad?».

Los pechos amamantadores de Marianne sobre todo sugerían que la fraternidad


era una experiencia corporal sensible más que una abstracción. Un panfleto
contemporáneo declaraba: el «pezón no fluye con libertad hasta que siente los
labios de un bebé hambriento; de la misma manera, los guardianes de la nación
no pueden dar nada sin el beso del pueblo; la leche incorruptible de la Revolución
da vida al pueblo». El acto de amamantar se convirtió en el ideario revolucio nario
en tina imagen de estimulación mutua entre la madre y el hijo, el gobierno y el
107

pueblo, los ciudadanos entre sí. Y la imagen de la «leche incorruptible» del pueblo
dio a la fraternidad un carácter familiar más fuerte que las asociaciones de interés
mutuo racional concebidas por los whigs o los fisiócratas, que. en el mejor de los
casos en los primeros meses de la Revolución, vieron una oportunidad para
fortalecer el funcionamiento del mercado libre..

Subyacente a todas estas reflexiones está la imagen de un cuerpo rebosante de


fluido. En esta imagen colectiva del nuevo ciudadano, la leche ha sustituido a la
sangre de las imágenes de Harvey y la lactancia a la respiración, pero el
movimiento y la circulación libres continúan siendo los principios de la vida. .La
imagen transmitía el éxceso absoluto de circulación. Y al ígual que el individuo
harveyano necesitaba un espacio en el que moverse, lo mismo sucedía con Ma -
rianne. Uno de los grandes dramas de la Revolución francesa radica ahí: si la
Revolución podía ver a Mariane, fue incapaz de situarla. La Revolución buscó
espacios donde los ciudadanos pudieran expresar su libertad, espacios en la
ciudad que favorecieran el ejercicio de las virtudes de Marianne: libertad, igualdad
y fraternidad. Sin embargo, la libertad tal y como estaba concebida en el espacio
chocaba con la libertad como se concebía en el cuerpo.

El volumen de la libertad

La Revolución concibió la libertad en el espacio como mero volumen, volumen sin'


obstrucción, sin límites, un espacio en que todo fuera «transparente», en. el que,
según el crítico Jean Starobinski, nada estuviera oculto. Los revolucionarios
pusieron en práctica su concepción del espacio libre en 1791, cuando el concejo
de París comenzó a derribar los árboles y a pavimentar los jardines de la plaza de
Luis XV, aplanando la tierra para convertida en un volumen abierto y vacío. En los
distintos planos propuestos para el centro de la ciudad la plaza quedaba libre de
vegetación" y otras obstrucciones, una plaza vasta y de superficie dura. En el
plano de Wailly para la reconstrucción de la antigua plaza de Luis XV en el centro
de París (rebautizada como Place de la Révolution durante el periodo en el que
estuvo allí instalada la guillotina), la plaza tenía que ser regularizada por edificios
108

situados a los cuatro lados para formar un espacio central vacío, que no estaría
cruzado por carreteras ni caminos. En otro plano, Bernard Poyet retiró de los
puentes que cruzaban el río Sena y que conducían a la plaza todas las casuchas
incrustadas que habían obstruido la entrada y la salida de la plaza. En otros
lugares de la ciudad, como el Champ de Mars, los planificadores de la Revolución
intentaron crear volúmenes abiertos desprovistos de obstáculos naturales al
movimiento y la visión.

Estos volúmenes vacíos debían proporcionar un lugar para el cuerpo de Marianne.


En las celebraciones civicas se convirtio' en una monumental figura al aire libre,
que ya no se ocultaba en las naves de las iglesias como las imágenes de la
Virgen. Los rituales que tenían lugar en torno a las estatuas de Marianne sugerían
apertura y transparencia, la fraternidad de aquellos que no tenían nada que
ocultar. Además, el volumen de libertad consumaba la creencia ilustrada en la
libertad de movimiento. El espacio completamente abierto era el siguiente paso
lógico tras las calles liberadas de obstrucciones al movimiento: plazas centrales
concebidas como pulmones descongestionados que respiraban con libertad.

Sin embargo, por lógica que pueda ser en abstracto la relación entre un cuerpo
que se mueve libremente un espacio vacio; sería extraño imaginar concretamente
a una mujer que diera de mamar a un niño en medio del vacío, sin otros signos de
vida.De hecho, los parisinos empezaron a ver algo así de extraño durante la
Revolución en las calles de la ciudad.

El poder explica, tanto como el idealismo, los volúmenes de libertad, pues eran
espacios que permitían la máxima vigilancia policial sobre la multitud. Sin
embargo, la visión revolucionaria, tal y como la describe Francois Furet, también
perseguía esa disonancia, la disonancia de articular un nuevo orden humano en el
vacío. Nadie ejemplificó mejor la fe en el poder liberador del espacio vacío que el
arquitecto Étienne-Louis Boullée, que nació en París en 1728 y vivió allí hasta su
muerte en 1799. Personalmente modesto, satisfecho con los honores que le
concedió el Antiguo Régimen (fue nombrado miembro de la Academia en 1780),
109

de mente reformadora pero no sanguinaria durante la Revolución, Boullée era un


epítome del adulto civilizado e ilustrado. La arquitectura de Boullée fue principal-
mente una: arquitectura sobre el papel, que estaba estrechamente vinculada a su
obra como crítico y pensador. Sus escritos relacionaban el cuerpo con el diseño
del espacio de una manera tan explícita como lo había hecho Vitrubio, y los
proyectos arquitectónicos de Boullée recordaban obras clásicas romanas como el
Panteón.

Sin embargo, con todo su conocimiento del pasado, Boullée era un verdadero
hombre de su tiempo, un verdadero revolucionario, del espacio. Es extraño que las
furias del poder le rindieron tributo por esta visión: el 8 de abril de 1794 se
encontraba a punto de ser detenido, amenazado por las contradictorias
acusaciones que puso en movimiento el Terror, acusado en un cartel que se pegó
por las paredes de París de ser uno de los «locos de la arquitectura», que «odia a
los artistas» y un parásito social, aunque también realizara «propuestas se-
ductoras» 16. Sus propuestas seductoras en particular consistían en grandes
volúmenes delimitados por muros y ventanas severamente disciplinados como
emblemas de la libertad..

El proyecto más famoso de Boullée de la Revolución fue un monumento que


estaría dedicado a Isaac Newton, un vasto edificio situado en torno a una cámara
esférica. Como un moderno, planetario la cámara presentaría una imagen de los
cielos. Con esta gran cámara esférica, escribió Boullée, deseaba evocar el
majestuoso vacío de la naturaleza que creía que Newton había descubierto. El
planetario de Boullée cumplía esa función mediante un novedoso sistema de
alumbrado: «El alumbrado de este monumento: que debía asemejarse al de una
noche clara, lo proporcionan los planetas y las estrellas que decoran la bóveda
celeste». Para conseguir ese efecto, propuso que la cúpula del planetario tuviera
«aberturas en forma de embudo... La luz diurna del día se filtra a través de estas
aberturas en la penumbra del interior e ilumina todos los objetos de la bóveda con
una luz brillante y resplandeciente». El visitante entra en el edificio por un pasaje
exterior situado muy por debajo de la esfera y después sube unos escalones para
110

entrar por la parte inferior de la cámara. Tras haber contemplado los cielos, el
visitante desciende unos peldaños y sale por el otro lado del edificio. «Sólo vemos
una superficie continua que no tiene ni principio ni fin -escribió- y cuanto más la
miramos, mayor nos parece».

El Panteón de Adriano, que el arquitecto francés tomó como modelo para su


planetario, orientaba al visitante casi de una, manera compulsiva en su interior. Al
levantar la vista hacia los cielos artificiales, el visitante del planetario de Boullée no
tendría sentido de su lugar en la tierra. Nada en el interior permite orientar el
cuerpo. Además, en las secciones realizadas por Boullée de la Tumba de Newton,
los seres humanos son casi invisibles dentro de la inmensidad de la esfera: la
esfera interior es treinta y seis veces más alta que los meros puntos humanos
dibujados en la base. Como sucede en los cielos del exterior, el espacio ilimitado
en el interior se convierte en una experiencia en sí mismo.

En 1793, Boullée diseñó de nuevo sobre el papel quizá su proyecto más radical: el
«Templo a la Naturaleza y la Razón». Una vez más hizo uso de la esfera,
vaciando el suelo para formar la mitad inferior de la esfera, la mitad de la
«Naturaleza», que tenía su equivalente en la mitad superior, una cúpula
arquitectónica perfectamente lisa, la mitad de la «Razón». Se entra al templo por
una columnata que hay en medio, donde la tierra y la arquitectura, la Naturaleza y
la Razón, se encuentran. Al alzar la vista hacia la cúpula de la Razón" todo lo que
se ve es una superficie lisa, desnuda y libre de cualquier particularidad. Al dirigir la
vista hacia abajo, se ve el correspondiente cráter de la tierra, pero éste rocoso. Es
imposible descender a esa Naturaleza desde la columnata y ningún fiel que
estuviera en este santuario de la Naturaleza desearía tocar la tierra: Boullée
concibió el cráter rocoso áspero y cortado en el centro por una fisura que se abría
hacia la negrura inferior como el tajo de un cuchillo. No existe lugar aquí, en el
suelo, donde un hombre o una mujer puedan posar el pie. Los seres humanos no
tienen lugar en este templo aterrador dedicado a la unión de conceptos.
111

En sus escritos acerca de la planificación urbana, Boullée argumentó que las


calles debían tener las mismas propiedades espaciales que su templo y su
planetario y carecer de principio y de fin. «Al extender el trazado de una avenida
de tal manera que la vista no alcance su final -argumentó-, las leyes de la óptica y
el efecto de la perspectiva dan Una impresión de inmensidad». Puro volumen:
espacio libre de las calles serpenteantes y de las excrecencias irracionales que se
habían ido acumulando sobre los edificios con el paso de los siglos; espacio libre
de señales tangibles de daños humanos ocasionados en el pasado.

Étienne-Louis Boullée, Templo a la Naturaleza y a la Razón, c. 1793.

Como declaró Boullée: «El arquitecto debe estudiar la teoría de los volúmenes y
analizarlos, buscando al mismo tiempo comprender sus propiedades, los poderes
que tienen sobre nuestros sentidos, sus similitudes con el organismo humano».

El historiador Anthony Vidler considera esta clase de planos «arquitectónicamente


misteriosos» con lo que quiere decir que provocan sentimientos de grandeza
sublime junto con una sensación de desazón e inquietud personales. El término
procede de los escritos de Hegel sobre arquitectura y la palabra que Hegel utiliza
112

en alemán es unheimlich, que también puede significar «inhóspito». Y a ello se


debe que los monumentos dedicados a Newton o a la Razón y la Naturaleza
parezcan tan poco adecuados para Marianne, cuyo lugar es el hogar y que
simboliza una consoladora unidad de la familia y el estado. Al deseo de conexión,
de la maternidad-fraternidad encarnada en Marianne, se oponía otro deseo
revolucionario, el de la oportunidad de volver a empezar desde cero, lo que
significa desprenderse del pasado, salir de casa. La visión de la fraternidad en las
relaciones humanas se expresaba como carne que toca carne; la visión de la
libertad en el espacio y el tiempo se expresaba como un volumen vacío.

El sueño de conectar libremente con otras personas quizá choque siempre con el
sueño de volver a empezar de nuevo sin trabas. Pero la Revolución, francesa
puso de manifiesto algo más concreto sobre el resultado de estos principios de
libertad contradictorios, algo más inesperado. En lugar de la pesadilla de una
masa de cuerpos corriendo junto sin control por un espacio sin límites, como temía
Le Bon, la Revolución mostró cómo las multitudes de ciudadanos se apaciguaban
cada vez más en los grandes volúmenes abiertos donde la Revolución
escenificaba sus acontecimientos públicos más importantes. El espacio de la
libertad apaciguaba el cuerpo revolucionario.

Como la tecnología de la muerte cambió, los actores del espectáculo de la muerte


ya no representaron los papeles que habían asumido en las primeras ejecuciones.
Los periódicos «no hablan ni de la personalidad del condenado ni del verdugo, y el
énfasis se pone en la propia máquina». El verdugo-atormentador del Antiguo
Régimen había sido una especie de maestro de ceremonias, que revelaba nuevos
trucos a la multitud y que respondía a sus peticiones de aplicar un hierro al rojo o
de dar otra vuelta de rueda. Ahora el verdugo sólo tenía que ejecutar un acto
pequeño, físicamente insignificante, el de soltar la soga que sujetaba la cuchilla.
Sólo unas pocas ejecuciones durante la Revolución proporcionaron al verdugo, y a
la muchedumbre que las presenciaba, papeles más activos. La ejecución, de
Hébert fue una muerte excepcional de ese tipo. El pueblo exigió que la cuchilla
fuera colocada justo por encima del cuello del traidor de tal manera que pudiera
113

sentir la sangre que goteaba de una ejecución anterior. Mientras gritaba de terror,
la enorme multitud de la Place du Carrousel agitaba los sombreros y gritaba:
«¡Viva la República!». Estas muertes en las que el verdugo y la muchedumbre
participaban activamente se consideraban indecentes faltas de disciplina
revolucionaria y se repitieron rara vez.

Muy pocas veces se permitió a la víctima dirigirse a: la multitud antes de ser atada
con correas al banco debajo de la cuchilla. Las autoridades temían que se
produjeran las escenas dramáticas de una, muerte noble evocadas por Charles
Dickens en la Historia de dos ciudades y por incontables panfletos realistas,
nobles últimas palabras que podían volver a la multitud contra las autoridades. En
realidad, éstas tenían menos que temer de lo que se "imaginaban, pues el volu -
men del espacio contribuía a la neutralidad de la muerte por la máquina. Cuando
una víctima estallaba, la masa de los ciudadanos quizá viera el gesto, pero los
únicos que generalmente podían oírle eran los guardias. Inmovilizado por los
correajes, boca abajo, con el cuello rasurado de tal manera que la cuchilla pudiera
pasar limpiamente a través de la piel, la víctima no se movía, no veía llegar la
muerte y no sentía dolor. La «muerte humana» de Guillotin creaba cuerpos pasi-
vos en este supremo momento. Al igual que el verdugo se limitaba a aligerar
suavemente la presión de la mano para matar, el condenado sólo tenía que yacer
quieto para morir.

Luis XVI fue guillotinado el 21 de enero de 1793, en la Place de la Révolution. El


obispo Bossuet había predicado ante el abuelo del rey un sermón en 1662 en el
que declaró, «incluso si vos morís, vuestra autoridad nunca muere... El hombre
muere, es verdad: pero el Rey nunca muere», Ahora las autoridades, matando al
rey, intentaron cambiar esa situaci6n. Su propia soberanía llegaría con su muerte.
A pesar de las inmensas complejidades que rodearon este paso fatal, algunos
hechos relacionados con la manera en que se produjo esta muerte están claros.
Por un lado, aunque el rey fue llevado en una carreta, la procesión hasta la
guillotina fue muy distinta del ambiente carnavalesca que precedió a otras
ejecuciones. Una inmensa guardia militar rodeaba la carreta. Además, a lo largo
114

de su ruta por la ciudad, Luis XVI se enfrentó con una multitud misteriosamente
silenciosa. Este silencio ha sido, considerado por los intérpretes revolucionarios
como una señal de respeto del pueblo hacia el cambio de soberanía. Los
intérpretes legitimistas, por el contrario, pensaron que el silencio de la multitud fue
la primera señal de remordimiento popular. El historiador Lynn Hunt cree que la
muchedumbre experimentó ambas sensaciones: «Cuando los revolucionarios
cortaron las amarras de las concepciones patriarcales de la autoridad, se enfrenta-
ron con una dicotomía de sentimientos muy fuertes: por un lado, el regocijo ante
una nueva era; por otro, una sombría premonición sobre el futuro», También hubo
un tercer elemento. Ver a un rey en su camino hacia la muerte, pero no ser
responsable uno mismo evita un sentimiento de responsabilidad. Uno no tenía que
responder del acto que estaba presenciando.

Para subrayar el hecho de que Luis Capeto ya no era el rey de los franceses, los
instrumentos utilizados para matado en la Place de la Révolution fueron los
mismos que los utilizados para otras ejecuciones la misma máquina, la misma
cuchilla, una cuchilla que ni siquiera había sido limpiada desde la última vez que
se usó. La repetición mecánica es igualitaria;

Ejecttción'de Luis XVI, 21 de enero de 1793. Aguafuerte contemporáneo. Musée


Carnavalet, París. Foto Edimedia.
115

Luis Capeto moriría como cualquier otro. Sin embargo, aquellos que habían
condenado al rey a muerte no eran tan ingenuos como para creer que este
símbolo mecánico por sí solo convencería a la multitud. Muchos de los
organizadores de la ejecución temían que la cabeza cortada del rey pudiera
hablar, que, en efecto, el rey nunca muriera. Más racionalmente, temían que pu -
diera hablar de forma conmovedora desde el patíbulo antes de morir. Así,
intentaron neutralizar lo máximo posible las circunstancias de su muerte. Una
inmensa falange de soldados rodeó a la multitud, mirando hacia el interior, hacia el
patíbulo, en lugar de hacia el exterior, hacia la multitud. Al menos hubo quince mil
soldados situados de esa manera que sirvieron de aislante. Con un grosor de
cerca de trescientos metros, está formación de soldados impidió que la multitud
oyera lo que dijo Luis XVI y que viera detalle alguno de su rostro o cuerpo. «Los
grabados contemporáneos ponen de manifiesto que a la muchedumbre le debió
resultar muy difícil ver algo de la ejecución».

La falta de ceremonia en el acontecimiento, que, por lo demás, parece tan extraña,


obedece al mismo deseo de neutralidad. Ninguno de los verdugos del rey apareció
en el patíbulo con él ni habló a la muchedumbre. Ninguno hizo acto de presencia
como maestro de ceremonias. Como a la mayoría de los demás presos políticos,
al rey se le denegó, el uso del patíbulo como plataforma. Cualesquiera que fueran
las últimas palabras que pronunció sólo fueron audibles para los guardias que le
rodeaban en la base del patíbulo. Sanson realizó el último gesto, mostrando la
cabeza de Luis Capeto a la multitud, pero la espesa franja aislante de los soldados
hizo que poca gente pudiera ver la cabeza. Así, los destructores del rey se
protegieron durante la ejecución aparentando que sólo estaban pasivamente
implicados, que eran parte de la maquinaria circunstancial.

Los relatos oculares de los acontecimientos violentos de la Revolución, observa


Dorinda Outram, «a menudo subrayan la apatía de la muchedumbre». Durante el
Terror, se aparta de la realidad la imagen de la macabra turba presente en la
ejecución», mientras que «posiblemente se acerquen más a la verdad las
descripciones de muchedumbres pasivas». La muerte como el no-acontecimiento,
116

la muerte que llega a un cuerpo pasivo, la producción industrial de la muerte, la


muerte en el vacío: ésas son las asociaciones físicas y espaciales que rodearon la
muerte del rey y de millares de personas.

El funcionamiento de la guillotina es lógico para todo el que haya tratado con una
burocracia estatal. La neutralidad permite al poder actuar sin responsabilidades. El
volumen vacío era un espacio adecuado para la actuación evasiva del poder. En la
medida en que las multitudes revolucionarias tenían los sentimientos
contradictorios que evoca Lynn Hunt los espacios concebidos por Boullée y sus
colegas sirvieron también para un propósito. En ellos, la multitud quedaba liberada
de responsabilidad; el espacio eliminaba la carga visceral del compromiso. La
multitud se convirtió en un mirón colectivo.

Pero la Revolución no se limitó a ser otra máquina de poder. Intentó crear un


nuevo ciudadano. El dilema con el que se enfrentaban los que sentían pasión
revolucionaria fue el de cómo llenar un volumen vacío con valor humano. Al crear
nuevos rituales y festividades revolucionarios, intentaron llenar este vacío en la
ciudad.

3. CUERPOS DE FESTIVAL

Las calles parisinas estuvieron continuamente abarrotadas "con manifestaciones


populares durante los primeros años de la Revolución. En las «mascaradas», por
ejemplo, había grupos de personas que se disfrazaban de sacerdotes o
aristócratas, usando ropa robada, desfilando en asnos y riéndose de sus antiguos
gobernantes. La calle era también el espacio público de los sans-culottes,
hombres pobres y flacos que no tenían pantalones y mujeres vestidas con ropa de
muselina hecha jirones cuerpos revolucionarios sin artificio. A medida que la Revo-
lución fue progresando, las mascaradas se convirtieron en una amenaza para los
que estaban en la cumbre de la masa revolucionaria. El régimen trató de imponer
cierta disciplina a la calle. Por su parte, los sans-culottes también deseaban ver
algo más que imágenes de sí mismos rebelándose; ellos, que sólo habían
117

conocido sufrimiento y rechazo en el pasado necesitaban ver cómo era un


revolucionario cuando la Revolución se había consumado.

Los sucesivos regímenes revolucionarios intentaron por lo tanto, crear festividades


formales que coreografiaran la indumentaria, los gestos y el comportamiento
apropiados de una muchedumbre de ciudadanos, representando ideas abstractas
en el cuerpo humano. No obstante, los festivales franceses de la ciudadanía
acabaron cogidos en la misma trampa que las purgas de enemigos. Los rituales a
menudo terminaron apaciguando y neutralizando los cuerpos de los ciudadanos.

Desfile antirreligioso'durante la Revolución. Acuarela de Béricourt, c. 1790.

La resistencia desterrada

Fue durante el segundo año de la Revolución cuando los organizadores de las


celebraciones revolucionarias comenzaron a explorar de manera sistemática
lugares abiertos en la ciudad para esas actividades. La historiadora Mona Ozouf
118

vincula este impulso con el sentimiento prevaleciente en la ciudad en 1790 de que


la Revolución exigía la «emancipación de la influencia religiosa». Cuando la
Revolución desde su segundo año apuntó a la maquinaria de la religión estableci-
da, artistas como David y Quatremère de Quincy se hicieron cargo del ritual cívico
en sustitución de los sacerdotes. Muchos antiguos rituales religiosos, no obstante,
continuaron bajo nueva guisa. Por ejemplo, las representaciones de la Pasión
fueron sustituidas por un teatro de la calle en el que un representante del pueblo
adoptaba el papel de Jesús resucitado y los miembros de la nueva elite gobernan-
te sustituían a los apóstoles.

Dos multitudinarias celebraciones de masas organizadas en el clímax de la


Revolución, en la primavera de 1792, muestran cómo estos espectáculos se
servían de la geografía de París. La fiesta de Châteauvieux tuvo lugar el 15 de
abril de 1792; la de Simonneau, que se organizó como respuesta, se celebró el 3
de junio de 1792. La fiesta de

---

tion en el centro de la ciudad. Aquí el escenógrafo vendó los ojos de la estatua de


Luis XV que dominaba la plaza y le puso un gorro frigio de color rojo. Esto
simbolizaba que la justicia regia debía ser imparcial y que el rey usaba esa nueva
prenda dela ciudadanía francesa. La multitud, de veinte a treinta mil personas,
llegó a su última estación en el Champ de Mars a la puesta del sol, doce horas
después de comenzar.

Para estimular la participación, David ideó un símbolo inspirado: «Es digno de


mencionar que los jefes de policía del festival, armados poéticamente con espigas
de trigo en lugar de con porras, ocuparon el lugar de la policía pública». El
simbolismo del grano implicaba la inversión del simbolismo de los motines del pan:
aquí el grano estaba ceremonialmente presente, como símbolo de plenitud y no de
escasez. Las espigas de trigo, inofensivas y vivificantes, sugerían a las personas a
lo largo del camino que no existía una barrera disciplinaria entre ellas. El periódico
Révolutions de Paris observó que aunque «la cadena de la procesión se rompió
119

muchas veces... los espectadores pronto llenaron los huecos: todos deseaban
tomar parte en la fiesta...».

La multitud se desplazaba pacíficamente pero sin mucha conciencia de lo que


estaba haciendo. Esta masa en movimiento pudo ver pocos de los trajes y
carrozas ceremoniales que David había creado. David previó la confusión en las
calles e intentó rectificada en la estación del Champ de Mars, donde el festival
llegaba a su clímax.

En el campo, que tenía una anchura de dieciséis acres, dispuso a la gente en


enormes franjas semicirculares, de seis a siete mil personas por franja, y organizó
a la multitud dejando zonas vacías entre las franjas. Una ceremonia que consistía
en unos actos sencillos debía durar un día entero. Un político encendió una
hoguera en el Altar de la Patria, para limpiar mediante el fuego la impureza
cometida al enviar injustamente, a galeras a los suizos de Chateauvieux; la
multitud cantó un himno a la Libertad, compuesto para la ocasión por el músico
Gossec y el letrista M. J. Chenier. Finalmente, según otro diario contemporáneo,
Les Annales Patriotiques, el pueblo danzó, en torno al altar para celebrar «la
felicidad, patriótica, la igualdad perfecta y la fraternidad cívica».

El programa no se desarrolló como se había previsto. Al aire libre del Champ de


Mars, la letra y la música de la canción revolucionaria compuesta para ese día no
llegaron muy lejos. David pretendía que la gente bailara alrededor del altar, pero
sólo los que estaban cerca escucharon la orden de bailar y supieron lo que hacer.
Los participantes comentaron su gran desconcierto al intentar comportarse como
ciudadanos. «No sé en qué puede hacerme mejor ciudadano el bailar en el Champ
de Mars», declaró uno. «Estábamos confusos -dijo otro-, de manera que pronto
nos marchamos a una taberna». Por supuesto, el propio carácter pacífico de la
manifestación afirmaba la solidaridad del pueblo. Pero la sustancia del festival era
importante para David y otros planificadores revolucionarios, que deseaban educar
a la multitud de cuerpos, conscientesde que las explosiones espontáneas del
120

pueblo podían amenazar el orden revolucionario tanto como el Antiguo Régimen y


su plan fracasó en último término.

En estas ceremonias las calles reprodujeron los ecos más evidentes del pasado:
la procesión de los condenados, las estaciones de las procesiones en las
festividades de los santos, etc. Además la calle era un lugar cuya misma
diversidad planteaba obstáculos para la unión, pues el alarde de un nuevo orden
no eliminaba sus fines económicos ni ocultaba sus casas en ruinas. En un espacio
vacío, por el contrario, parecía posible comenzar de nuevo. En las ceremonias
celebradas en el vacío, según la historiadora Joan Scott, no había nada que se
interpusiera entre el gesto corporal y su referente político, entre el signo y el
símbolo.

Y sin embargo, el hecho mismo de que la calle quedara fuera parecía apaciguar el
cuerpo. Un joven que asistió a un acontecimiento similar al celebrado en el Champ
de Mars unos meses más tarde planteó el problema de David de manera sencilla y
directa:

Vio a mucha gente en el altar de la patria; escuchó que se pronunciaban las


palabras «rey» y «Asamblea nacional», pero no entendió lo que se decía acerca
de ellos: por la tarde, oyó que se decía que iba a llegar la bandera roja, miró en
torno suyo para marcharse, pero se dio cuenta de que en el altar de la patria
estaban diciendo que los buenos ciudadanos debían permanecer allí… .

Nada se interpuso en el camino de David: la gran fiesta llegó a su consumación al


aire libre, en un espacio sin obstrucciones, en un volumen puro. En el desenlace
reinaron la confusión y la apatía.

Quatremere de Quincy concibió su contra festival de Simonneau como una


exhibición de autoridad y estabilidad legales que intimidara a la gente para que su
comportamiento fuera más disciplinado. Quatremere de Quincy no armó a los
policías con espigas de trigo sino con fusiles y bayonetas. Al igual que David, no
era en absoluto indiferente a la muchedumbre. La finalidad de este espectáculo
121

era impresionar al pueblo de París. Los organizadores deseaban que la gente


percibiera que un nuevo régimen controlaba la situación, que las puertas del
estado se habían cerrado para la anarquía. Quatremere de Quincy siguió la misma
ruta que David: la procesión comenzó en la zona oriental de la ciudad, con
estaciones en la Bastilla, el Ayuntamiento y la Place de la Révolution, y acabó en
el Champ de Mars con una escenificación a fin de unir a los participantes: la
multitud colocaría sobre el busto de Simonneau una corona de laurel. La
naturaleza no cooperó en esta ocasión; los cielos se abrieron repentinamente y
dramáticos relámpagos de luz iluminaron a la muchedumbre mientras se
presentaban armas a la estatua y la artillería lanzaba salvas en medio de los
truenos. Sin embargo, este acto también acabó en la confusión.Los participantes
se dispersaron casi inmediatamente, sin saber qué tenían que hacer o decirse a
continuación. Quatremere de Quincy había pensado que el mero volumen de
espacio abierto despertaría en el público la conciencia de la majestad de la ley. Y
el público se limitó a contemplar con indiferencia esta exhibición de unidad y
fuerza.

El Festival de Simonneau de 3 de junio de 1792. Grabado contemporáneo de


Berthault.
122

Estos festivales revelaron una perturbadora lección acerca de la libertad. La


libertad que busca vencer la resistencia, abolir obstáculos, empezar de nuevo -la
libertad concebida como un volumen puro y transparente_- embota el cuerpo. La
libertad que estimula el cuerpo lo hace aceptando la impureza, la dificultad y la
obstrucción como parte de la propia experiencia de la libertad. Los festivales de la
Revolución Francesa constituyen un jalón en la historia de la civilización
occidental, donde esta experiencia visceral de libertad fue disipada en nombre de
una mecánica del movimiento -la posibilidad de ir a cualquier lugar, de moverse
sin obstrucción, de circular libremente; una libertad que es mayor en un volumen
vacío. Esta mecánica del movimiento ha invadido una amplia ringlera de
experiencias modernas _experiencias que consideran indigna o injusta la resis-
tencia social, ambiental o personal, y sus frustraciones concomitantes. La soltura,
la comodidad, la «facilidad» en las relaciones humanas se presentan como
garantías de la libertad individual de acción. Sin embargo, la resistencia es una
experiencia fundamental y necesaria para el cuerpo humano: -gracias a la
sensación de resistencia, el cuerpo se ve impulsado a tomar nota del mundo en
que vive. Ésta es la versión secular de la lección del exilió del Edén. El cuerpo vive
cuando se enfrenta a la dificultad.

El contacto social

Cuando la sociedad moderna comenzó a considerar el movimiento sin obstáculos


como libertad, se encontró en un dilema sobre qué hacer con los deseos
representados por el cuerpo de Marianne: deseos fraternos de entrar en contacto
con otras personas, de un contacto social más que meramente sexual. El grabado
Beer Street de Hogarth, cuarenta años anterior a la aparición de Marianne, había
mostrado una ciudad imaginaria donde la gente se tocaba amablemente. Cuando
el volumen de libertad comenzó a apaciguar el cuerpo, esta sociabilidad se
convirtió en un ideal al que la gente que rendía un homenaje correcto pero
abstracto, como cuando se pasa delante de monumentos en el camino al trabajo.
123

La propia Marianne apareció como monumento en una fiesta celebrada el 1O de


agosto de 1793. En la «Fiesta de la unidad e indivisibilidad de la República» se
presentó una fuente con forma de una enorme escultura femenina desnuda,
sentada en un estrado y con el cabello peinado a la manera egipcia. Denominada
«Fuente de la Regeneración», esta diosa revolucionaria derramaba agua de color
blanco en dos, chorros que salían de sus pechos nutricios. El agua era recogida y
bebida en razones por los celebrantes revolucionarios que se encontraban al pie
del plinto, simbolizando de esta manera que eran alimentados por la «leche
incorruptible» de la Revolución.

Cuando la fiesta empezó, el presidente de la Convención política pronunció «un


discurso explicando que la naturaleza había hecho a todos los hombres libres e
iguales {presumiblemente en su acceso al pecho} y la fuente llevaba la inscripción
“Nous sommes tous ses enfanls” [Todos somos sus hijos}». Pero sólo a los
dirigentes políticos del momento se les permitió beber de la leche incorruptible.
Los organizadores de la fiesta justificaron este acceso desigual a los pechos con
el argumento de que el espectáculo debía ser sencillo y visible para todos. En todo
caso, los dibujos que han llegado a nosotros de este acontecimiento, muestran a
poca gente prestando atención a este arte autogratificante. Un dibujo
contemporáneo de la multitud reunida alrededor de la Fuente de la Regeneración
realizado por Monnet muestra a la gente en confuso desorden en el Champ de
Mars, igual que lo había estado en los festivales de Chateauvieux y Simonneau .
124

La Fuente de la Regeneración, de la Fiesta de la Unidad e Indivisibilidad

de la República, 10 de agosto de 1793.

La historiadora Marie-Hélene Huet ha observado que «convertir al pueblo en


espectador... es mantener una alienación que es la forma real del poder». Como
para subrayar esta verdad, durante esta fiesta el contacto con el cuerpo de
Marianne sirvió de preludio de una «estación» posterior. La multitud iba de
125

Marianne a una estatua de Hércules un Hércules esculpido con un enorme pecho


musculoso y una espada en el brazo derecho para jurar ante a él lealtad a la Re -
volución. En respuesta a este cuerpo, la multitud debía cerrar filas en forma de
falange militar. El guión exigía por lo tanto un movimiento de lo femenino a lo
masculino, de lo doméstico a lo militar, de lo sociable a lo obediente.

Cuando la Revolución se endureció, Heracles (o su versión romana, Hércules), el


guerrero masculino por excelencia, ocupó el lugar de Marianne. El historiador
contemporáneo Maurice Agulhon ha descrito cómo Marianne fue representada
como una Diosa de la Libertad cada vez más pasiva. De 1790 a 1794 sus rasgos
faciales se suavizaron, su cuerpo perdió los músculos, sus posturas se volvieron
más tranquilas y pasivas; del guerrero que entra en la batalla a una mujer sentada.
Estos cambios en el símbolo de Marianne fueron paralelos a la experiencia de las
mujeres en el transcurso de la Revolución, mujeres que fueron su fuerza impulsora
y que organizaron sus propios clubs políticos y movimientos de masas, que fueron
suprimidos por grupos radicales masculinos cuando la Revolución se deslizó por la
fase del Terror en 1793. Comparando el espacio que Marianne y Hércules
ocuparon en este festival, historiadores contemporáneos como Mary Jacobus y
Lynn Hunt han llegado a la conclusión de que «la marginación de la Libertad, o
"Marianne", por esta figura decisivamente masculina de fuerza popular... fue en
parte una respuesta a la amenaza de la creciente participación política de las
mujeres» .

Sin embargo, la presencia de Marianne no iba a ser desterrada con tanta facilidad:
como símbolo viviente, representa el deseo de tocar y ser tocado. Otro nombre
para este deseo es «confianza». Como reflejo contemporáneo de un símbolo
religioso más antiguo, la Virgen madre, Marianne representa un emblema de la
compasión, del cuidado de los que sufren. Pero, en la clase de espacio
revolucionario concebido por Boullée y que David hizo realidad, Marianne se hizo
inaccesible. No podía ni tocar ni ser tocada.
126

En esa época se produjo un reflejo curioso y conmovedor de estas cuestiones en


la obra de Jacques-Louis David, uno de los planificadores revolucionarios del
papel del cuerpo en el festival. Lynn Hunt señala que «los héroes de la Revolución
francesa fueron mártires muertos, no dirigentes vivos». ¿Cómo podía la
Revolución rendir homenaje a su sufrimiento? David intentó hacerlo en los
famosos retratos de dos mártires revolucionarios: Jean.-Paul Marat, asesinado en
el baño el 13 de julio de 1793, y Joseph Bara, de trece años, que había muerto a
inicios de ese año combatiendo a los contrarrevolucionarios en el campo. En
ambos retratos, el espacio vacío adquiere un valor trágico.

La versión de David acerca del valor trágico de la muerte de Marat quizá se ha


perdido con el paso del tiempo, porque David transformó la escena en la que
Marat se vio obligado a vivir. Marat sufría una dolorosa enfermedad cutánea que
sólo se aliviaba con la inmersión en agua fría, de manera que pasaba buena parte
de su jornada de trabajo en una bañera recibiendo a gente o escribiendo en un
escritorio que se colocaba sobre la misma. Marat había convertido su cuarto de
baño en un confortable aposento, decorándolo con papel pintado blanco en el que
había dibujadas antiguas coÍumnas: También había un gran mapa colocado en la
pared de detrás de la bañera. Algunos pintores contemporáneos que
representaron la muerte de Marat dibujaron detalladamente la habitación en la que
Carlota Corday apuñaló al periodista revolucionario. Otros decoraron el agonizante
cuerpo de Marat con símbolos de la virtud: en uno de estos aguafuertes, por
ejemplo, Marat lleva una corona de laurel en el baño; en otro, se baña con una
toga puesta.

 
127

Jacques-Louis David, La muerte de Marat, 1793. Musées Royaux des

Beaux-Arrs, Bruselas.
128

David ha suprimido la corona de laurel, la toga, la decoración. La mitad superior


del cuadro la ocupa un espacio vacío formado por un fondo neutro pintado en
tonos verdosos y parduzcos, mientras que, en la mitad inferior, representa al
agonizante Marat en el baño. En la mano extendida sobre el escritorio Marat
sostiene la carta que le entregó Carlota Corday, gracias a la cual pudo entrar en la
habitación; la otra mano cae al lado de la bañera, sujetando una pluma. El cuerpo
desnudo de Marat está expuesto, pero aquí también David, ha difuminado la
superficie. No hay forúnculos ni pastillas en la piel, que es blanca, sin vello y
suave, y sólo resaltan en ella las gotas de sangre que brotan del pequeño corte
que Corday le hizo en el pecho cuando lo apuñaló. Delante de la bañera hay un
pedestal, para escribir, un tintero y un pedazo de papel. David presenta estos
objetos como una pequeña naturaleza muerta, «a la manera de Chardin», observa
un historiador de la pintura. La calma y la vaciedad caracterizan esta escena de un
asesinato violento. Al contemplar esta pintura medio siglo más tarde, Baudelaire
rememoró esa vaciedad: «En el aire frío de esta habitación, con estas paredes
frías, alrededor de esa bañera fría y fúnebre», se cobra conciencia del heroísmo
de Marat. Pero la pintura le pareció a Baudelaire, como ha otras personas,
impersonal. Aunque describe una historia heroica, no reconoce el dolor humano
de Marat. La compasión está ausente de este espacio neutral y vacío.

 
129

Jacques-Louis David, La muerte de Bara, 1794, Museo del Louvre, París.

El retrato de Joseph Bara evoca el martirio en un espacio similarmente vacío, pero


esta conmemoración está llena de compasión. David dejó el lienzo inacabado y
sus intenciones pictóricas hacen que quizá no sea posible terminado. El joven,
muerto en la Vendée cuando defendía un puesto avanzado revolucionario, está
desnudo y yace contra el mismo fondo neutro que en Marat. Es incluso un vacío
más extremo pues no hay ningún decorado que cuente su historia. En esta
vaciedad, la pintura dirige toda la atención al cuerpo en sí. Muerte, difuminación,
vacío ésas son las señales que la Revolución ha dejado sobre el cuerpo.

Pero el pintor ha convertido al joven Joseph Bara en una figura sexualmente


ambigua. Sus caderas son anchas, los pies pequeños y delicados. David ladea el
torso hacia el espectador de manera que los genitales aparezcan frontalmente. El
muchacho tiene escaso vello púbico y el pene entre las piernas. Los rizos del
130

cabello le caen por el cuello como si fuera una muchacha. Como señala el
historiador del arte Warren Roberts: David ha creado una figura andrógina que no
está del todo lograda. Tampoco es esta pintura de un mártir una «revalorización
de la femineidad». El aspecto de este héroe revolucionario es completamente
distinto de los jóvenes viriles y heroicos que David pintó antes de la Revolución en
lienzos como El juramento de los Horacios, porque su muerte ha vaciado de sexo
el cuerpo de Bara. Su inocencia infantil, su entrega, lo colocan dentro del círculo
de las esperanzas contenidas en la figura de Marianne. Joseph Bara, el último
héroe de la Revolución: ha regresado a Marianne. Es su hijo Y quizá su indicación.

La muerte de Bara constituye un agudo contraste con la Flagelación de Piero. Éste


creó un gran icono del lugar, de la compasión leída como una escena urbana.
David representa la compasión en un espacio vacío. La compasión en la
Revolución podía representarse mediante un cuerpo pero no como un lugar. Esta
división moral entre la carne y la piedra se ha convertido en una de las
características de la secularización de la sociedad.

UNA EXPERIENCIA DEL LÍMITE


ASUN BERNÁRDEZ RODAL

La reflexión sobre el cuerpo se ha convertido en una constante contradictoria y no


uniforme, porque pensar en el cuerpo nos conduce a un laberinto de posiciones,
teorías, manifestaciones artísticas y hasta intereses económicos que dominan la
corporalidad que habitamos. El uso de la imagen del cuerpo en la publicidad, el
arte, la prensa o en el cine no ha hecho más que aumentar nuestro desasosiego
ante un cuerpo humano que sabemos en plena reestructuración y reconstrucción
por científicos e ingenieros.

Hoy la ciencia nos anuncia que ciertas máquinas pueden hacer prescindir al ser
humano de sus órganos, que la vida puede
prolongarse cuando la mente ha dejado de funcionar, que es posible clonar seres
humanos, fabricar piel artificial, manipular el sistema genético, que no existen dos,
sino tres, cuatro o incluso cinco géneros, o que existen virus fractales artistas que
131

se comportan dentro de un programa de ordenador como si tuvieran vida propia,


autorreplicándose, interactuando y transmitiéndose de padres a hijos algo así
como información genética1. Con todo esto, la mayoría de los valores más
arraigados en nuestra cultura se están poniendo en duda: oposiciones
tradicionales como vida/muerte, femenino/masculino, animal/humano e incluso
orgánico/inorgánico deberán ser reelaboradas, de tal manera que la superación de
estas dicotomías tradicionales parece ser lo que une diversas manifestaciones
artísticas, estéticas e incluso científicas de
lo que llamamos posmodernidad. Este texto se propone analizar cómo a lo largo
del siglo hemos generado imágenes profundamente contradictorias de la
corporalidad, cómo la veneración de la juventud y la belleza en los medios de
comunicación, corre paralela a una ferocidad autodestructiva del cuerpo humano
en el arte: fragmentación, irracionalidad y morbosidad, son algunos de los
adjetivos que podemos otorgar a la obra de ciertos artistas que han tratado el
cuerpo humano de una manera violenta para hacernos despertar de ese sueño de
la razón de poseer un cuerpo que ignore la muerte y el sufrimiento. Esta
reivindicación de la corporalidad desde su vertiente más trágica y perecedera
podría ser también la base de manifestaciones aparentemente más banales que
consideramos fruto de las modas juveniles como la escarificación, el tatuaje, el
piercing, etcétera.

El cuerpo como valor históricamente determinado El cuerpo no es un simple objeto


natural sino un valor producido por el entorno cultural y físico. La cultura occidental
ha producido la imagen del ser humano escindido en alma y cuerpo. Esta división
que durante siglos ha resultado tan natural se generó al rededor del siglo V antes
de nuestra era. La Grecia arcaica no conocía la división almacuerpo, sino que éste
comprendía varias cosas: el soma que significa "cuerpo" pero que en realidad
quería decir "cadáver"; el Demas que hacía alusión a la apariencia externa del
individuo como un todo compuesto de partes, y el Chrós, que remitía a la
exterioridad más visible: la piel. El cuerpo humano era deficiente y fragmentario,
pero a través de él era posible la relación con los dioses que poseían un cuerpo
pleno y perpetuo.
132

La concepción del ser humano como ser escindido entre alma y cuerpo se inició
en la Época Clásica con Sócrates. En el Fedón se habla del alma como algo que
habita temporalmente el cuerpo y luego lo abandona porque es inmortal. Platón va
más allá, al asegurar que la perfección está en conseguir la sumisión del cuerpo
para que el alma, siempre amenazada por los sentidos y las pasiones violentas,
consiga elevarse hacia estadios superiores: el cuerpo comenzó a pensarse como
una tumba, la prisión del alma. Estas ideas pasarán prácticamente intactas al
cristianismo que con las metáforas corporales como "el Cuerpo de Cristo" o la
"Cabeza de la Iglesia", genera una imagen de lo corporal como el habitáculo de la
divinidad y que por lo tanto, tiene que ser continuamente purificado, "limpiado"
para hacerlo digno de Dios. Así, se produce de nuevo una escisión radical pero
esta vez sobre el propio cuerpo: se reconoce la existencia de un cuerpo físico
escindido. Por una parte lo carnal, lo pasional, que debe ser controlado y
purificado en eras de un cuerpo sacrificado que albergue con dignidad la
presencia de Dios. Esta sacralización del cuerpo impedirá, por ejemplo, durante
siglos la manipulación médica sobre los cuerpos, incluso después de haber
sobrevenido la muerte.

En la época medieval todos los seres humanos estaban unidos en la miseria de la


carne, pero, continuando con la misoginia propia de la época clásica, era el cuerpo
femenino el que se hizo depositario de todas las impurezas que atenazan la carne.
Un ejemplo lo tenemos en la explicación médica del funcionamiento del cuerpo
humano que siguió viva en la Edad Media y que hoy nos parece de un gran
simbolismo para explicar cómo se va generando la negativización del cuerpo
femenino que llegará hasta nosotros. La Medicina clásica había explicado la
diferencia en el funcionamiento del cuerpo femenino y el masculino diciendo que
se debía a que el primero era frío y húmedo, mientras que el segundo era caliente
y seco. El organismo humano era una especie de alambique interno que asimilaba
alimentos y los transformaba, primero en sangre, luego formaba los huesos,
músculos, nervios, etcétera. Estas transformaciones eran posibles gracias al calor
que desprendía el hígado. Como los varones tenían naturalmente más calor
133

corporal, podían llegar a una fase superior de destilación y generar el semen y la


sustancia cerebral, mientras que las mujeres, al ser más frías no podían llegar a
estos altos estadios de destilación y la materia sobrante se corrompía y se
desechaba: eran substancias nocivas que daban lugar a la menstruación (palabra
que viene de mens y de monstrum mente y monstruo).

Evidentemente, esta teoría demostraba la inferioridad mental y física de las


mujeres, y lo hacían de una manera tan contundente que si una mujer presentaba
cualidades como inteligencia, templanza, etcétera, era considerada una
perturbación, una alteración monstruosa de la naturaleza. Poco a poco, la mujer,
limitada por esta devaluación de su corporalidad, fue siendo relegada no sólo de la
participación activa en la sociedad, sino incluso de la función que parece más
consustancial a la mujer: la procreación. Ésta era posible sólo gracias al esperma
masculino; la mujer sólo aportaba "la materia", mientras que el hombre "la
forma"2.

Con el nacimiento del sistema burgués en el Renacimiento, el cuerpo consigue


una cierta autonomía y pasó a concebirse como límite, como frontera con los
demás, y en definitiva, como un factor decisivo en el proceso de individualización
que caracteriza la Modernidad. La obra de Vesalio De Corporis Humani Fabrica
inició una visión del cuerpo humano en la que se consolida la disociación del alma
del cuerpo poniendo las bases para las ideas de Descartes que definiría el cuerpo
como una materia manipulable y adaptable a la sociabilidad. A partir de este
momento, se inicia el control del cuerpo dentro de un marco tecnocientífico,
reduciéndolo a mero mecanismo al que hay que corregir continuamente. La
corporalidad moderna está sometida al deseo demiúrgico de mejorar la parte
precaria de la corporalidad sometiéndola a la medicina, que se convierte en el
instrumento en contra del sufrimiento, el envejecimiento, y en última instancia, la
muerte. Norbert Elías en El Proceso de la Civilización habla de cómo el Estado
Moderno se va constituyendo como el único órgano legitimado para llevar a cabo
la violencia sobre los individuos con el fin de que estos moderen sus impulsos
134

agresivos, y de esta perspectiva se explica la gran cantidad de manuales de


buenas maneras que proliferaron durante el XVII y el XVIII, el cuerpo codificado y
disciplinado y el repliegue de lo pasional, lo sentimental al ámbito familiar, cerrado
de "lo privado". Paralelamente, se irán desarrollando una serie de leyes que
separen el comportamiento "normal" del comportamiento "desviado". En este
proceso de redefinición de los ámbitos públicos y privados, de nuevo, el papel de
la mujer tiene que adaptarse a los ideales de la burguesía. Su energía y juventud
deberá dedicarse a una intensa preparación para ser madre y sobre todo una
buena esposa. Para ello, en el siglo XIX se crea un contramodelo: la mujer
histérica. La condición femenina supone un mayor grado de irritabilidad que no le
permiten compaginar las tareas de fuera del hogar con la familia. Con la
formalización de la histeria se reduce a patología todo el comportamiento desviado
femenino3. Es de sobra conocida la teoría de Freud de que la histeria se debe a la
incapacidad de las mujeres para sublimar las represiones sexuales en la creación
artística o en los trabajos intelectuales. Pero, en definitiva, tanto hombres como
mujeres serán reducidos a un objetos que debe responder a las exigencias de un
sistema: debe ser una fuerza productiva. El cuerpo debe ser rentable al máximo
incluso como instrumento de consumo: ahora es expuesto, vendido y consumido
como una mercancía más.

Continuará ......

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1. - Vid. El País del 14 de mayo de 1998.

2. - Si bien en la Alta Edad Media, la mujer tuvo espacios de libertad social y


jurídica mucho más amplios que en épocas posteriores. Un ejemplo de ello es el
Fuero Juzgo. Con Alfonso X comienza un período de desposesión de las mujeres
de sus derechos que tiene su culminación en el Siglo XVI con las Leyes de Toro
donde se le niega totalmente su capacidad jurídica.
Otro ejemplo de control de la independencia de las mujeres conforme avanza la
Edad Media es la literatura. Mientras que hasta el siglo XII, tal como muestra la
135

literatura en el "amor cortés" las mujeres representaban un papel activo y


dominante (esto llegará a la literatura castellana en el siglo XV con los poetas
castellanos de las cortes de Juan II y Enrique IV y autores como Diego de San
Pedro o Juan de Flores, a finales de este siglo, y con la llegada del "dolce stil
nuovo" se produce la descorporeización de la mujer que pasa a tener un papel
pasivo, mera disculpa para los juegos retóricos.

El siglo de la reivindicación del cuerpo

Pero si el cuerpo ha sido uno de los terrenos preferidos para el desarrollo de la


ciencia a lo largo de la modernidad, el
siglo XX ha sido el siglo de la reivindicación del mismo. Sólo tenemos que hacer
mención a obras como la de Melanie Klein que estudió la importancia del cuerpo
materno en el desarrollo de los niños, a Wilhelm Reich y la teoría orgásmica del
cuerpo, a Goffman y sus teorías del estigma, a Mary Douglas que vio en el cuerpo
un símbolo social o MarleauPonty que en su Fenomenología de la Percepción
afirmaba que el cuerpo es "nuestro medio general de tener un mundo". Sin duda,
en esta reivindicación del cuerpo han sido fundamentales las investigaciones
llevadas a cabo en el campo del feminismo con autoras como Luce Irigaray, Monic
Witting, Audre Lorde, Adrienne Rich, Susan Griffin y un largo etcétera. En el arte el
cuerpo ha continuado siendo un foco de atención, pero desde coordenadas
distintas: ahora se quiere dejar fluir el cuerpo y sus instintos como profundamente
sabio.

Para que este renacer del cuerpo fuera posible, fue crucial el pensamiento de
Nietzsche cuando involucró el cuerpo en la experiencia estética: el goce estético
no consiste tanto en la contemplación pasiva y racional de una obra de arte, como
en una respuesta sensual y erótica del mismo como centro de la experiencia
artística. En El nacimiento de la tragedia veía el origen de la cultura griega como
fruto dionisiaco de la cultura, más que como un producto de la racionalidad. Estas
ideas influirán, por ejemplo, en Walter Benjamin que pensaba que el arte el único
producto capaz de despertar el sentido del éxtasis ya perdido para el sujeto
136

moderno disciplinado; o Foucault, un autor fundamental en la historia y el


significado del cuerpo contemporáneo. Para éste último, toda socialización implica
la supresión del deseo y el ejercicio de un poder directo sobre los cuerpos. Ese
control se ejerce fundamentalmente a través de fábricas, escuelas y hospitales. El
cuerpo pasa a ser controlado por un batallón de especialistas: médicos,
psiquiatras, psicólogos, criminólogos... El cuerpo se ha convertido en la metáfora
de la encarnación del poder, un poder que no necesita ya ejercer la represión
directa de los individuos, porque su dominio está en el hecho de ser omnipresente,
al estar en todas partes produciendo realidad.

Siglo XX y visión siniestra de lo orgánico.

En las representaciones del cuerpo del siglo XX llama poderosamente la atención


la visión siniestra de lo orgánico que transmiten algunos autores en sus obras. Sin
duda fueron de gran influencia en este sentido George Bataille, Artaud, Hans
Bellmer y sus inquietantes muñecas, y manifestaciones más recientes como los
sacrificios animales de Wols, las cabezas monstruosas de Michaux, las
performans de Gina Pane que se cortaba con cuchillas, andaba sobre vidrio o se
cosía la piel con hilo de colores, las Automutilaciones de Günter Brus, etcétera.
Estas representaciones extremas de la corporalidad quieren contradecir el
arquetipo generado por los medios de comunicación del ideal excluyente del
cuerpo sano y joven, el cuerpo narcisista, y reivindicar esa parte maldita sometida
a la temporalidad, al dolor, y en último extremo a la muerte. Este tipo de
representación extrema del cuerpo está en conexión con la reivindicación de lo
natural, lo primitivo, que hicieron las vanguardias, que admiraron las sociedades
donde el sacrificio del cuerpo jugaba un papel fundamental como soporte
del intercambio simbólico entre la diversidad de códigos presente en la vida del ser
humano y capaz de hacer pasar al
ser humano (seguramente con ayuda del chamán), del estado real, inmediato y
pragmático, a aquél de la trascendencia y la unión con la divinidad. Esto se
realizaba, casi siempre, a través del sufrimiento corporal, del trance, que conecta
137

el espíritu con lo divino, tal vez para simbolizar que el cuerpo no es nada en
comparación con él.

Por otra parte, estas manifestaciones artísticas quieren contradecir el cuerpo


funcionalizado que ha limitado en las interacciones el uso social de los sentidos.
En nuestra cultura está limitado el uso del tacto, los olores corporales, y los
sonidos están también totalmente proscritos. Lo que ha ocurrido es que la
sociedad occidental ha privilegiado la distancia
física y la mirada por encima de cualquier otro sentido, hasta tal punto que
nuestras experiencias corporales están
reducidas, en la mayoría de los casos al sentido de la vista.

En la negación de los otros sentidos parece latir el deseo de olvidar el cuerpo


como algo perecedero y precario, que sólo aparece en momentos límite de dolor,
placer, sexualidad, fatiga, heridas, etcétera. En este sentido se pueden explicar
manifestaciones como la de Günter Brus que se embadurnaba de excrementos o
bebía sus propios orines mientras cantaba el
himno nacional de Austria.

Desde que Rodin iniciara un modo de representación "tortuosa" del cuerpo con su
obra El hombre de la nariz rota de 1864 donde por primera vez desaparece la
experiencia de la representación del cuerpo como unidad, la complejización de la
representación del cuerpo no ha hecho más que acentuarse. A partir de esta obra
comienzan a aparecer representaciones parciales, órganos separados, sobre todo
sexuales, que posteriormente Deleuze y Guattari llamarán máquinas deseantes.

Este proceso de descomposición y fragmentación del cuerpo se hará más radical


en autores como Nauman, Sherman y Gober que en los años 80 y 90 se verán
afectados por la realidad del SIDA e incidirán la idea del cuerpo precario,
fragmentario y sometido a la temporalidad.
138

Es como si se hubiese dado una saturación de la imagen del cuerpo disciplinado,


y la dualidad cuerpo/alma se hubiera sustituido por la de cuerpo perfecto/ cuerpo
maldito por estar sometido al tiempo y la decrepitud.

Continuará ......

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3. - La creencia de que existía una relación entre los órganos sexuales y el


cerebro se documenta ya en Juan Huarte de San Juan Examen de ingenios para
las ciencias. Durante el XVI se creía que el útero se movía en el interior del cuerpo
y en su movimiento ascendente provocaba la histeria. Ya en el siglo XVIII esta
creencia está desterrada, sin embargo, la idea de la conexión uterina (Huarte de
San Juan) entre las dilataciones del útero y los problemas mentales de las mujeres
permanece

Posmodernidad y cuerpo diseminado

Han sido varias las metáforas corporales que han acampañado nuestra cultura en
el proceso de tecnificación sufrido a lo largo de la Modernidad. Las más cercanas
a nosotros son sin duda, la fantasía del monstruo del Dr. Frankenstein de Mary W.
Shelley que surge precisamente en un momento de temor y admiración hacia el
desarrollo de nuevas técnicas de perfeccionamiento médico de la corporalidad.
Pero la figura que ha recorrido la fantasía de la civilización industrial ha sido la del
robot, representado de diversas formas tanto en la literatura como en el cine. En
un primer momento, esta figura era la encarnación del temor humano a un mundo
excesivamente tecnificado que amenazaba una precaria identidad. En los últimos
tiempos, sin embargo, esta figura ha sido sustituida por la imagen del cyborg
(unión de cibernética y organismo).

Mientras que la figura del robot expresaba el temor de que el ser humano cree una
máquina que llegue a dominarnos tanto física como intelectualmente, el cyborg
139

muestra el proceso de integración del hombre y la máquina que en los últimos


años la ciencia está haciendo realidad4. Automáticamente, ante esta figura del
cyborg surgen algunas preguntas como ¿qué número de prótesis técnicas puede
tener un cuerpo humano para seguir siendo humano?, ¿dónde reside entonces la
identidad? Pero en los últimos tiempos, la fantasía ha ido incluso más allá y como
explica Antonio Caronía, la narrativa ciberpunk ha superado
estas dos figuras proponiendo lo que el autor llama el cuerpo diseminado en el
ciberespacio (Gibson, Rucker y Sterlin), donde
cada sentido puede estar en un lugar diferente. El cuerpo supera sus propios
límites físicos, y sus sentidos pueden captar sensaciones que ocurren muy lejos
del entorno físico. En realidad, esto ha dejado de ser una mera fantasía y, por
ejemplo, hoy es posible hacer operaciones quirúrgicas en las que el médico y el
paciente están separados por cientos de kilómetros5. En cualquier caso, esas
creaciones literarias o cinematográficas tienen inquietantes concomitancias con la
realidad: fecundaciones in vitro, tráfico de órganos, la posibilidad de clonación, los
"neomuertos": individuos en estado vegetativo, muertes "parciales": cerebro,
corazón..., o el caso de la mujer gestante que es mantenida con vida en estado
comatoso hasta que el niño es capaz de sobrevivir por sí mismo.... Estas
experiencias que tienen con ver con la corporalidad como sede de la vida humana,
han perturbado la conciencia de nuestros límites, y han hecho que categorías
fundamentales como la de sujeto, hayan entrado en crisis radical.

Posmodernidad, mujer y cuerpos aneréxicos

En la posmodernidad se ha llegado una saturación del modelo mecanicista del


cuerpo, una saturación que ha llevado a los cuerpos hacia una especie de delirio
de su propia manipulación y recreación continua. La tendencia a la superación de
nuestra
cultura ya no parece estar representada sólo por el deseo de intervenir en nuestro
entorno, sino que es nuestro propio cuerpo el que se presta a la manipulación, a la
140

intervención directa, a la superación de sus límites: el cuerpo como exceso, el


cuerpo como la materia contra la que se apuesta porque el desafío ya no está
fuera del cuerpo, sino dentro de él. Lo arriesgado, lo audaz y la excitación
perpetua se logran luchando contra el propio cuerpo. Se trata de superar los
límites corpóreos y todo el sufrimiento corporal que la sociedad contemporánea se
niega a aceptar, la presencia de la muerte, la decadencia física, encuentra así una
nueva vía de expresión. Las manipulaciones del cuerpo y la dialéctica continua
entre interdicto y transgresión no son algo nuevo ni exclusivo de nuestra cultura.
Muchas sociedades han desarrollado un ideal de belleza: deformación en los pies
de las mujeres chinas, cuellos de las mujeres Karen de Burma, labios deformados
en la cultura ugandesa, fajas, corsés y tacones en la nuestra, han sido fenómenos
importantes de
simbolización social.

Dentro del orden de este exceso que domina lo simbólico contemporáneo, como
manipulación sobre el cuerpo de las mujeres, resulta muy interesante pararnos a
pensar sobre el tema de los desórdenes alimentarios, bulimia y anorexiavistos de
esta perspectiva. Las dietas tampoco son algo nuevo, y han tenido funciones
diferentes a lo largo de la historia. Lo nuevo es el carácter epidémico que está
teniendo en una sociedad "opulenta". En general, el control de la comida tenía que
ver con la posibilidad de controlar el cuerpo: por ejemplo, para los griegos
proporcionaba dominio y moderación y en la
Edad Media era un camino de purificación espiritual para conseguir el dominio de
las pasiones. La anorexia, unida fundamentalmente a las mujeres, como "anorexia
santa" fue practicada por Catalina de Siena, Verónica Giulani, Beatriz de Nazaret,
Margarita de Ypren, etcétera. El ayuno como protección contra las fuerzas del mal,
fue practicado en el mundo católico.

Hoy en día no se lleva la dieta al extremo por motivos espirituales, sino por
imponer al cuerpo un nuevo ideal corporal, que abandona la tendencia higienista
propia de épocas pasadas, y se da "un impulso agresivo con respecto al cuerpo"
tal como afirma Carmen Bañuelos. La fobia a la gordura ha sido particularmente
141

estudiada por la crítica feminista6. Es muy interesante el análisis de Susan Bordo


que estudia los cuerpos delgados que aparecen en los medios de comunicación,
comentando cómo las mujeres percibimos la gordura como una fuerza hostil
dentro del cuerpo, el enemigo que explota dentro pesadamente, que nos impide la
movilidad, algo que no podemos controlar. Bajo su punto de vista, la anorexia es
socialmente más aceptada que la bulimia porque se aproxima a la cultura del
cuerpo ideal, mientras que el obeso induce rabia por su apariencia indiferente de
los estándares sociales7. Susan Bordo ve en todo esto un proceso de
"normalización" sobre las mujeres para conseguir "cuerpos dóciles", capaces de
autocontrol y dispuestas a mejorarse y sacrificarse por las normas sociales.
Por otra parte, la metáfora del hambre ha sido una representación continua de la
sexualidad femenina: la diosa Kali, sedienta de sangre, las brujas del XV voraces
e insaciables, las "mujeres pantera" de fines del XIX y principios del XX, eran
mujeres arrastradas por las pasiones y a la corporalidad. Silvia Turbet observa
cómo a medida que proliferan las representaciones terroríficas de la mujer
insaciable, adelgaza la imagen del cuerpo femenino, que quiere aparecer como
una eterna niña o adolescente, pero "la imagen andrógino de la mujer no sólo
tiende a apaciguar la inquietud que suscita el imaginario colectivo sobre los
deseos femeninos, sino que también asume una significación aparentemente
contradictoria, que puede explicar su atractivo para las mujeres: les ofrece una
perspectiva diferente de la del cuerpo maternal asociado a su destino
reproductor". Vencer el propio cuerpo, someterlo a una serie de ideales externos
ignorando el sufrimiento. Parece como si la heroína de nuestros tiempos no son
las vencedoras, las triunfadoras ni mucho menos las víctimas ni las mártires, sino
las sobrevivientes, aquellas que han estado próximo a la muerte, al
desfallecimiento, y que sin embargo, lo ha conseguido una vez más sobrevivir en
el abismo del riesgo ante sí misma. Como dice Vicente Verdú "Nada hay más chic
en la moda que la contravención de lo perfecto(...) la anorexia como una orgía de
la enfermedad sobre la salud".

El cuerpo como "cosa"


¿Tienen algo que ver la anorexia con el artista Rudolf Schwarzkogler (19401969)
142

que consideraba el cuerpo como un objeto de arte y que se quitó la piel hasta
morir? o el australiano Stelarc, que se hacía suspender en el vacío colgado de
agujas, o la francesa Orlan que se somete a continuas operaciones de cirugía
estética cambiando su cara, y no precisamente para ganar en "ideal de belleza"
tradicional?, ¿está todo esto en relación con la descorpreización y
desterritorialización a la que nos someten nuevas tecnologías como Internet? Yo
diría que sí en cuanto son fenómenos que responden de igual modo a esa cultura
del exceso corporal. Diana Fembonne explica estas manifestaciones artísticas
como expresiones de lo que denomina el "bello extremo", que lo que hacen es
restablecer así la relación entre estética y aisthesis de la que hablaba Nietzsche y
que se había perdido en el momento en el que ésta fue reducida a la filosofía del
arte.

Cuando estos artistas hacen materia de arte su propio cuerpo, su propio


sufrimiento, hacen presente una nueva forma de trascendencia, un tránsito, un
contacto con una divinidad que se ha perdido, pero haciendo como si esto no
importara... el cuerpo entra en trance, el arte es pasión, sufrimiento, acercamiento
místico y no racional: ese sentimiento artístico del que hablaba Nietzsche, Bataille,
Klossovski y tantos otros...

Mario Perniola en su libro recién traducido El sexapille de lo inorgánico, dice cómo


en los últimos tiempos se ha radicalizado la experiencia en el cuerpo como
vestido: maquillaje, tatuaje, gimnasia, peluquería, dietética, cirugía plástica o
ingeniería genética son los pasos sucesivos de un camino que conduce al ser
humano a sentirse "casi cosa", a borrar las fronteras, como dice también Donna
Haraway entre lo artificial y lo natural. Es decir, el fin de las categorías
animado/inanimado, animal/humano, etc. Este "cuerpo extremo", ese sentirse
"como una cosa" en un continuo estado de trance, es la materia básica para llevar
a la práctica una estética del límite, que consiste en "hacer como si la muerte no
existiese o no tuviera ninguna importancia" , porque tal vez la alteración física de
uno mismo proporciona el enfrentamiento con la violencia mas radical y
arriesgada.
143

Continuará ......

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4. -No es de extrañar que la fantasía haya introducido una serie de figuras


intermedias entre el hombre y el robot,figuras que remiten a un modo de sentir
que, por un lado pueden no ser todavía plenamente humanas (androide, el
replicante), o figuras en la que su humanidad ya está pasada por la incorporación
de prótesis tecnológicas: humanos que han dejado de serlo: cyborg.

5. - Por ejemplo, vid. El País del 23 de mayo de 1998 donde se cuenta cómo un
cirujano realiza una operación desde Mallorca, estando el enfermo de hidrocefalia
en Barcelona.

6. - Natalie Allon, "The stigma of overweight in vereryday life", Obesity in


Perspective (1983) y Marcia Millman, Such a pretty face, 1980, analizan las dietas
como una forma de religión ritual, y la gordura es pecado y una identidad latente
"servicio social benefactor". Susie Ohrbach, Fat es a feminist issue (1978); Hunger
Strike: The Anoretic's Struggle as a Metaphor for Our Age (1986); Kim Chernin,
The Obsession trata el tema desde el punto de vista psicoanalítico (1981).
(Chernin, The obsession: Reflections on the Tyranny of slenderness, New York:
Harper &Row, 1986; The hungry self: women, eating and identity, New York:
Times Books, 1985 ---

7. - Bordo, "Reading the slender body", Body Politics (1990)

LA VISIÓN DE UN CUERPO GROTESCO O MONSTRUOSO REAFIRMA LA


AUTOESTIMA
 
Lo grotesco y lo monstruoso, aplicados al cuerpo humano, representan la
exageración y la anormalidad en una sociedad marcada por la existencia de unos
modelos que establecen qué es normal y qué no lo es. La influencia de estos
cánones es tal que para muchos, ver un cuerpo anormal reafirma la autoestima
Para muchas personas, la visión de un cuerpo grotesco o monstruoso reafirma la
144

autoestima perdida, asegura Cristóbal Pera, catedrático de Cirugía y profesor


emérito de la Universidad de Barcelona. El experto, que ha cerrado con la
conferencia Lo grotesco y lo monstruoso el IV Ciclo de Humanidades Médicas
organizado por la Facultad de Medicina de la Universidad de Barcelona (ver DM
del 28-III-2001 y del 9-III-2001 ), centrado en La normalidad y la patología,
considera que la cultura actual fomenta la atracción hacia las criaturas
monstruosas o grotescas, denominadas estas últimas también como freaks en el
mundo anglosajón: "En nuestro tiempo, debido a la creciente tendencia a la
modificación del cuerpo con el propósito de alcanzar una singularidad personal o
de grupo, el concepto de grotesco o freak se construye continua y voluntariamente
a sí mismo, en el contexto de una subcultura que considera el cuerpo una masa
de arcilla que puede ser moldeada una y otra vez".
Pera entiende lo grotesco y lo monstruoso como dos conceptos cuyas fronteras no
siempre están bien definidas. Mientras que el primer término representa el cuerpo
distorsionado y desfigurado, de formas extrañas e incluso monstruosas en algunos
aspectos, "algo que no encaja dentro de los límites estéticos predominantes"
-matiza-, lo monstruoso no es sólo lo anormal, sino también algo antinatural y
horrible, que se puede solapar a lo grotesco cuando implica únicamente la
enormidad de su tamaño.

El canon estético
Lo grotesco surge como algo exagerado y desfigurado que se encuentra fuera de
los límites estéticos predominantes, que se establecen en relación a unos
supuestos modelos que actúan como cánones y que se presentan como
paradigmas de lo normal. "De este modo, una figura grotesca sería lo opuesto a
un modelo canónico, una visión que produce sensación de rechazo en la
sociedad", asevera Pera.

Aplicado al campo de la medicina, lo grotesco llevado a su grado máximo sería la


modificación del cuerpo mediante operaciones de cirugía plástica y con la
aplicación de la técnica del piercing, asociada o no al tatuaje, que se ha extendido
145

con gran rapidez en el mundo occidental durante las dos últimas décadas.

Lo monstruoso, por su parte, incluye las figuras consideradas raras a causa de


alguna malformación. "En medicina, un ser monstruoso estaría representado por
los gemelos acoplados o siameses, que antiguamente eran considerados una
señal divina que predecía un castigo", indica el experto, quien opina que en la
actualidad, la cirugía reconstructiva se encarga de corregir estas malformaciones.
El cyborg sería la evolución final de ese ser monstruoso, una creación del hombre
con una parte orgánica y otra robótica.

PRINCIPIO DEL CUERPO MODERNO Y FUNDAMENTO DE DIFERENCIACIÓN


SOCIAL
ZANDRA PEDRAZA GÓMEZ

The critique of the models of representation of reality begins with the aesthetic
critique, the discovery of the diminishing and alienating character of the
aestheticism of the masses from a gnoseologic and ethical point of view (Jiménez
1995).

Introducción

Uno de los aspectos que permite reconocer la condición moderna es el peso que
adquiere el cuerpo en su constitución y la evolución de sus representaciones y
discursos hasta ocupar un lugar preponderante y definitorio de la modernidad. Los
aspectos a los que con mayor frecuencia se alude son el carácter mecánico y
fabril que tornea el cuerpo moderno, los discursos biológicos y medicalizantes de
las ciencias naturales y de la salud que le restan espontaneidad y expresividad, la
inserción del cuerpo en los engranajes económicos de la lógica productiva me-
diante dispositivos políticos, su sumisión a través de discursos que instauran re-
laciones de poder siempre caracterizadas por su índole represiva, bien sea en la
escuela, la cárcel o el hospital, la definición y construcción de géneros a partir de
visiones esencialistas, el deslinde de espacios y ámbitos públicos y privados a
146

través de códigos de comportamiento social e introspección, o la fetichización que


resulta de la inmersión del cuerpo en el consumismo.

Estos aspectos, en conjunto o de forma aislada, aparecen paulatinamente en


Latinoamérica desde mediados del siglo XIX

El rápido y por épocas agolpado tránsito por diferentes condiciones históricas hace
que discursos y formas de representación del cuerpo, tanto de la Ilustración como
del Romanticismo y el Modernismo, convivan en lo que ya a finales del siglo XIX
puede calificarse como una condición propia de la modernidad y que es
precisamente el tema de esta ponencia: las hiperestesias.

Se trata aquí de reflexionar sobre lo que puede hallarse en una dimensión


inmaterial del cuerpo, intención que encierra aparentemente una aporía, a saber,
aquello que emana de las capacidades sensoriales del cuerpo, pero se traduce en
efectos inmateriales: en emociones, sentimientos, elaboraciones sensoriales y,
finalmente, juicios estéticos. Lo que permite salvar esta dificultad son las estesias
-elaboraciones sensibles de las percepciones sensoriales- y su estado hiperbólico
en la modernidad: las hiperestesias. Consideraré aquellas que forman la sen-
sibilidad moderna y que cabe calificar de hiperestésicas: en primer lugar, las que
provienen del uso de los sentidos externos y califican el espíritu ilustrado en su
esfuerzo por alcanzar el conocimiento objetivo, la claridad y distinción del pen-
samiento, y la verdad; en segundo lugar, las que crea la conciencia sensible como
producto de los cuidados corporales y que se traducen en un incremento de la
sensorialidad y, por último, aquellas que producen el refinamiento y la excitación
de las percepciones sensoriales y se expresan en la sensitividad.

Dado que desde los inicios de la Ilustración hasta el surgimiento del modernismo
latinoamericano transcurre un siglo escaso, es propio de los países lati-
noamericanos haber incorporado estrategias de representación y ordenamiento
social y simbólico, de pensamiento y práctica característicos del pensamiento
ilustrado y del ethos moderno, de manera a menudo casi simultánea y, en cual-
147

quier caso, haber fomentado su coexistencia a través de complejos recursos dis-


cursivos.

La ilustración latinoamericana apunta a la creación del ciudadano y a consolidar la


razón y el conocimiento objetivo, mientras que del breve período romántico y del
modernismo cabe destacar el propósito de privilegiar a la persona, al individuo, la
conciencia y la experiencia. No se trata de posibilidades excluyentes,
especialmente en América Latina, pero conviene favorecer esta distinción analítica
en aras de dilucidar el asunto. Por otra parte, el pensamiento ilustrado que se
asocia con la gestación de una burguesía no cumple exactamente este papel en el
subcontinente. Las formaciones sociales del siglo XIX sólo pueden interpretarse
parcialmente corno burguesas, pues acusan a la vez disposiciones y valores
propios de las organizaciones señoriales. No obstante, tanto en la ilustración como
en el modernismo es posible señalar rasgos de modernidad, aunque desde luego
es el modernismo el fenómeno que puede considerarse catalizador definitivo del
tránsito. Si bien es cierto que la discusión sobre la degeneración de la raza en
1920 contiene ya todos los elementos de la experiencia y la imaginación modernas
latinoamericanas (Pedraza 1997), con todos los matices que es dado identificar en
cada país, también lo es que las reformas pedagógicas y 19S intereses médicos
de finales del siglo XIX ya acusan sus principales elementos.

El sujeto moderno se entiende a sí mismo con proyecciones emancipatorias


morales y liberado del poder coercitivo de la razón instrumental que distingue al
ciudadano ilustrado. Sin embargo, esta liberación y en ello es paradigmático el
modernista se ejercita desde la estética de lo bello (en contraposición a una
estética de lo sublime) que vemos relumbrar en la década de los años veinte y se-
ñala la victoria clara de la modernidad.

Los cambios que tienen lugar desde las últimas décadas del siglo XIX combi nan
la, confianza en la perfectibilidad humana, propia del pensamiento ilustrado, yen el
futuro como un horizonte de sentido, con la critica de la religión y de las prácticas
tradicionales de socialización, formación y educación. La libertad individual,
148

entendida en lo fundamental como experiencia subjetiva, supone una critica de


esa particular composición que es la burguesía señorial latinoamericana desde
otra perspectiva igualmente sui generis: los modernistas ilustrados hacen sus
proclamas desde la estética de lo bello.

Es pertinente formular al menos dos interrogantes, que aunque no voy a


considerar aquí, deben incorporarse en una reflexión juiciosa de este tema:
¿Cómo han de entenderse lo burgués latinoamericano y sus valores? y ¿Cómo se
expresa entonces el repudio moderno a esa burguesía señorial? Se puede men-
cionar somera mente que el modernismo latinoamericano conjuga el ideal del es-
píritu latino, cuyo representante clásico es el Ariel, con una tradición sensualista
ilustrada y una recepción particular y por entonces ya centenaria de los motivos
románticos: soñar, amar y vivir intensamente, una sensibilidad caracterizada por la
forma de sentir típica del genio romántico. Esta interpretación del modernismo
latinoamericano se traduce en ideales aristrocratizantes poco aptos para
transformar el orden señorial que rechaza. Su sentido de democracia consiste en
un proceso de selección espiritual que se basa en una cultura selecta, adquirida
justamente por obra del hiperestesiamiento, y que persigue una unificación capaz
de reconciliar en el arte el color, las proporciones y la tonalidad de una unidad
latinoamericana. En tanto la Ilustración se concentró en acentuar la naturaleza
racional, la propuesta romántica de Schiller de reconciliar razón y sensibilidad en
el goce de la contemplación artística que posibilita una educación estética, es lo
que el modernismo instaura con el arielismo en una intolerante estética de lo bello
que desdibuja discontinuidades, diferencias y heterogeneidad como ilustra de
modo ejemplar el ya mencionado debate eugenésico.

El modernismo perfecciona el sistema de desigualdades y diferencias legado por


el orden burgués ilustrado, el cual termina por definir nuestra modernidad al
cimentar las diferencias en las capacidades estésicas como fundamento de una
estética de lo bello, y por armonizar la verdad con lo bueno y lo bello mediante una
educación del ciudadano que queda de nuevo en manos de los letrados modernos
personificados por los pedagogos.
149

Esta amplia digresión introductoria conduce de vuelta al asunto esbozado en el


titulo: la interpretación de los sentidos, de sus percepciones y usos; el estado
exacerbado de estimulación sensorial; la participación de estos aspectos en la an-
tropología moderna y la formulación, a partir suyo, de principios de diferenciación y
desigualdad social peculiares de la sensibilidad y la estética modernas.

Abordaré estos aspectos con brevedad al revisar las siguientes afirmaciones: el


universo de la sensibilidad moderna está formado por estesias e hiperestesias; la
subjetividad moderna se funda en el hiperestesiamiento; la estetización de las
estesias ordena las diferencias y desigualdades sociales mediante la estilización
de la vida y los estilos de vida.

Estesias e hiperestesias. El universo las sensaciones modernas

¿Cómo se construyen diferencias sociales desde el cuerpo cuando se pretende


consolidar un horizonte democrático moderno? Un principio definitivo de este
'fenómeno es el surgimiento y proliferación de sensibilidades hiperestésicas desde
el siglo XIX. Las sensibilidades hiperestésicas se gestan en un ejercicio de auto-
sensibilidad reflexiva: a la experiencia sensorial primaria lograda a través de los
sentidos le sigue una segunda percepción sensible que ordena sensitivamente
esas primeras impresiones sensoriales. En el primer caso hablamos de texturas,
olores, aromas, colores, brillos, luces, opacidades, sombras, sabores, gustos,
temperaturas, contrastes, sonidos. De la segunda elaboración sensible resultan
armonías, atmósferas, ambientes, sugerimientos, proporciones, equilibrios, ca-
dencias, euritmias, simetrías, ambigüedades, desatinos, disonancias, emplastos,
pegotes, chabacanerías, simplezas, vicios, tosquedades, vulgaridad, expresiones
todas que no ocultan su juicio estético. Así pues, si con el término estesias
(aisthesis) se denomina aquí la elaboración sensible de las percepciones sensoria-
les, con el de hiperestesias se evoca el ansia acrecentada de exacerbar tales
elaboraciones sensibles.

Qué duda cabe de que sin el hiperestesiamiento de la modernidad tampoco seria


pensable su condición hiperconsciente, que no hiperracional, de donde proviene
150

justamente el carácter reflexivo de la sensibilidad hiperestésica. No por ello es


licito ignorar que al hiperestesiamiento le son consubstánciales el individualismo
extremo, la estilización radical, la mengua de la interacción en la esfera pública y
el refinamiento estético como principio por antonomasia de la distinción: social.
Este último, más que estar cimentado en el consumo de uno u otro tipo, se
alimenta en su esencia de la comprensión intuitiva surgida de la reflexividad que
se aplica a la experiencia sensorial y se erige en el código de reconocimiento y
comunicación fundamental para producir diferencias y distinciones sociales y
fraccionar procesos democráticos a partir de principios que se desvían del simple
consumo material para referirse más bien a las formas, no sólo de llevado a cabo,
sino de interpretado sensitivamente y ordenado estéticamente.

¿En qué consiste el mundo de la hiperestesias? Se lo puede pensar desde los


escritores modernistas, pasando por las pedagogías reformadoras de los siglos
XIX y XX y algunos conceptos de belleza, hasta la apología de las experiencias
corporales y vitales más contemporáneas. Por ahora, conviene señalar que en to-
dos los casos se persigue el ordenamiento sensitivo de las percepciones sensoria-
les y la adjudicación a tales órdenes de juicios estéticos que por su fundamento
somático se hacen prácticamente inapelables.

El origen de este fenómeno puede reconocerse en la identificación de la ce-


nestesia, el sentido general del estado del cuerpo, pero también, medio siglo an-
tes, en la obra de Condillac (1754) que promulga la necesidad de sentir para
producir ideas. Lo que importa resaltar es su naturaleza de parámetro para iden-
tificar las sensaciones características de la modernidad: por un lado, hastío,
taedium vitae y decadencia y, por otro, el ascenso del hiperestesiamiento como
anhelo de vida y propósito de la subjetividad moderna. En su calidad de ingre-
dientes básicos, los fenómenos de estesiamiento e hiperestesiamiento le sirven al
individuo para perfeccionar el proceso por medio del cual se diferencia a si mismo
del mundo y edifica su subjetividad. Pero esta subjetividad no proviene del
ejercicio de autorreflexividad racional que distingue a la antropología ilustrada y se
encamina al conocimiento, sino precisamente de la autorreflexividad sensorial y de
151

la imaginación que se vierten en la expresión. El hiperestesiamiento es un ejercicio


de autorreflexividad consciente que permite al individuo convertirse en un
observador de sí mismo, de su propia sensibilidad, en alguien que reflexiona
sensiblemente sobre sus percepciones sensoriales e incrementa así su propia
subjetividad, su conciencia de ser producto del ejercicio de sentir sus sensaciones.
En este caso, tal reflexividad consciente convoca no a la razón sino a la
conciencia sensible.

La verdad subjetiva de la experiencia se inicia en el rompimiento con las tra-


diciones fundacionales del yo para desplazadas hacia la experiencia de sí mismo
como principio absoluto. Esta experiencia supone las sensaciones corporales y su
hiperestesiamiento. La subjetividad moderna se caracteriza porque los principales
puntos de referencia que le otorgan sentido y estabilidad se encuentran en el yo.
No es otra cosa que la mitificación de la personalidad mediante el "¡conócete a ti
mismo!" la que lleva a indagar la subjetividad ajena a todo mundo externo. De la
mano y como vehículo de expresión de esa individualidad autorreflexiva se
produce la fetichización de las apariencias.

La subjetividad moderna se funda en el hiperestesiamiento

¿Qué es la subjetividad? ¿Qué es la subjetividad moderna? la subjetividad com-


prende aquello que le permite al sujeto distinguirse del mundo. Al sujeto lo inte-
gran y perfilan las maneras de pensar y sentir con respecto a sí mismo y al mundo
exterior, objetivo, que él aprehende justamente por medio de los rasgos del pensar
y el sentir que denominamos subjetividad: se trota de las vivencias y experiencias
simbólicas que son mundo y sustrato para la elaboración subjetiva y para su
propia interpretación; es decir, la subjetividad como autorreflexividad de la
imaginación (Gumbrecht 1991). ¿Cómo intervienen el pensar y el sentir en este
acto de reconocerse a si mismo? la dificultad ya se hace ostensible al querer
deslindar estas dos acciones: más que tornarse difusos, los límites se diluyen el
uno en el otro, abarcan desde el oler, oír y percibir hasta el juicio y la razón.
152

En aras de hacer claridad y avanzar es forzoso reconocer que la subjetividad es


de suyo una categoría histórica. Ni qué decir de la subjetividad moderna, que
emana del pensar surgido del sentir. En el epicentro de la subjetividad moderna
está el individuo, pero no aquél producto de la razón y la secularización, sino aquél
que nace con la sensación; no el sujeto que aspira a conocer, sino aquél cuyo
derrotero es la expresión. La fuente de esa expresión es la experiencia per sonal
del yo interior, o sea, la sensación de sí mismo en cuanto certeza de la propia
existencia. La subjetividad se caracteriza porque los principales puntos de
referencia, aquellos que dan sentido y estabilidad, se encuentran en el yo. Men-
cionaré tres ejemplos

1. Ahora sé que sólo soy un cuerpo para el amor y la soledad y únicamente desde
él logro articular una manera de pensar y de sentir el mundo. Tal vez sea esto lo
que me ha llevado a sentir el cuerpo como la piel del alma, porque es sobre esa
piel sensible, que de tarde en tarde reclama un gesto amable, una expresión de
ternura o un abrazo, donde se experimenta más hondamente el amor, la
solidaridad, la posibilidad de que el abismo interior sea contenido en otro cuerpo o
la soledad terrible de un alma que se desgarra sin hallar un sentido que justifique
su existencia. (Cajiao 1996: 11)

...Un mundo en el cual sea posible el afecto cálido, la tolerancia, la risa y las
lágrimas que surgen de la contemplación estética necesitará pieles sensibles, ojos
móviles, oídos agudos que se entretengan distraídamente en las líneas de un
paisaje o en el regusto de un poema que rebota sobre las paredes del alma.
(Cajiao 1996:35)

2.Ante todo, parece poco claro dónde principia y dónde termina el dominio del
cuerpo, el de la razón y el de las emociones. Su imbricación es tal que se diría que
en este vasto sentir reposa la esencia ontológica contemporánea y que a su
perfeccionamiento se han dado los discursos sensoriales fundados en un "trabajo
corporal" diseñado para "asumir un compromiso con nuestro cuerpo. Si no somos
sujeto del movimiento, el riesgo nos acechará todo el camino, No el riesgo de ser
153

objeto, sino el de no ser sujeto de nuestras acciones" (Kesselman 1989:148). La


intención de poner a la persona en contacto consigo misma, con su sensibilidad, e
introducirla en el autoconocimiento a través del cuerpo, presupone un delicado
refinamiento sensorial: "Suelten las células alrededor del isquión, sientan los
espacios entre el isquión, la extremidad distal del cóccix, la cabeza del fémur y
trocánter" (Kesselman 1989: 159). Mediante esta microgimnasia intima se realiza
"un aprendizaje de las sensaciones y de las emociones" y un viaje por el cuerpo,
por los huesos, atravesando tejidos, por las temperaturas corporales, por posturas
que nos [ponen) en contacto con las rigideces, con las incomodidades y [dan)
tiempo al trabajo corporal para que la memoria del cuerpo actúe, para que dé lugar
a la imagen, _ la escena que duerme en las normas, en las concavidades y
convexidades (Kesselman 1989: 164).

3. ...como me fascina y me atrae la poesía, así me atrae y me fascina todo, irre-


sistiblemente: todas las artes, todas las ciencias, la política, la especulación, el lu-
jo, los placeres, el misticismo, el amor, la guerra, todas las formas de la actividad
humana, todas las formas de la Vida, la misma vida material, las mismas sensa-
ciones que por una exigencia de mis sentidos, necesito de día en día más intensas
y más delicadas... (Silva 1896:233).

¡Ah! vivir la vida... eso es lo que quiero, sentir todo lo que se puede sentir, saber
todo lo que se puede saber, poder todo lo que se puede... ¡Ah! ¡vivir la vida!
emborracharme de ella, mezclar todas sus' palpitaciones con las palpitaciones de
nuestro corazón antes de que él se convierta en ceniza helada; sentirla en todas
sus formas, en la gritería del meeting donde el alma confusa del populacho se
agita y se desborda en el perfume acre de la flor extraña que se abre, fantástica-
mente abigarrada, entre la atmósfera tibia del invernáculo; en el sonido gutural de
las palabras que hechas canción acompañan hace siglos la música de las guzlas
árabes; en la convulsión divina que enfría las bocas de las mujeres al agonizar de
voluptuosidad; en la fiebre que emana del suelo de la selva donde se ocultan los
últimos restos de la tribu salvaje... (Silva 1896:234).
154

La muerte del sujeto que ocurre al convertirse éste en observador de segundo


orden, es decir, al plantearse la pregunta por las condiciones de la conciencia
humana gracias a las cuales son posibles los modos de constitución del mundo,
es el origen también del incremento de la subjetividad (Gumbrecht 1991) que se
traduce en hiperestesiamiento. El desarrollo de la modernidad es sobre todo un
proceso que supone intensificar la formalización de la experiencia; esto significa
también una experiencia de contingencia acelerada, la agudización del sentimiento
de que la vida es efímera y el tiempo fugaz (Jiménez 1995:181). El temor a lo
moderno, el de Caro por ejemplo, se expresa en su rechazo a la frivolidad y la
ficción, entre otras cosas (Jiménez 1994). En este caso, la ficción también podría
entenderse como fantasía e imaginación. Las nuevas mentalidades que quiere ver
surgir el ansia de modernidad implican asimismo el surgimiento de una nueva
sensibilidad que incluye la secularización del sentimiento y el ejercicio libre de la
inteligencia y las pasiones (Jiménez 1994).

"El moderno emancipado pretende romper todos esos nexos (los modelos de la
tradición y las normas de la naturalidad y del buen gusto) y convertirse en un
comienzo absoluto, un comienzo a partir de si mismo y nada más"- (Jiménez
1994:16). Es allí donde se origina la subjetividad moderna construida sobre la
base de las sensaciones corporales y su hiperestesiamiento, de la verdad
subjetiva de la experiencia. En la actualidad, las personas se identifican a través
de la activación de la sensibilidad. En la esfera privada, la existencia se eleva a
una continua experiencia ética y estética donde la existencia es emocionalidad
indiferente y egocéntrica (Béjar 1988).

Continuará ......

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Las diferencias denotan las particularidades que se les adjudican a los géneros o
a los grupos de edad, por ejemplo; la distinción, por su parte, apunta a formas de
estilización como la de los yuppies.
155

La subjetividad es la constitución (Verfassung) del estar en el mundo y se funda en


una construcción antropológica que afecta a la era moderna (Schotte 1991). El
sujeto es sujeto porque tiene una potencia, representa poder y es lugar para el
ejercicio del poder. A la vez, es parte de la condición subjetiva una identidad
obtenida de la ilusión de tener una conciencia transparente de si mismo que se
consigue mediante la exclusión del otro heteronomo.

Tomado de: Cuerpo, diferencias y desigualdades.Facultad de Ciencias Humanas


UN Colección CES. Las hiperestesias: principio del cuerpo moderno y fundamento
de diferenciación social. Zandra Pedraza Gómez

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