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1. Antecedentes bibliográficos
Este silencio teórico se ve interrumpido en primer lugar por el propio discurso de algunos
manifiestos, en los que se incluye una reflexión sobre las características de la clase textual a la
que se adscriben. En efecto, los ejemplares conocidos como antimanifiestos[4] representan
durante bastantes años el principal producto teórico sobre la escritura manifestaria.
La colección de artículos marca un hito decisivo en la historia de la reflexión sobre la materia, por
cuanto abre las puertas a vías de comprensión hasta el momento nunca ensayadas: perspectivas
como la de la sociología, la historia de las ideologías o el análisis estructural del discurso. Así
resume, en su artículo introductorio, Claude Abastado (1980: 7-8) las variadas posibilidades de
aproximación que ofrece el objeto:
Algunos años más tarde aparece el trabajo de Jeanne Demers y Line Mc Murray (1986), la
primera monografía consagrada al estudio del manifiesto desde una perspectiva teórica. La obra
se erige en continuadora de algunas de las vías iniciadas en Littérature, en particular de las de
orientación pragmática:
Dentro del ámbito hispánico, hay que mencionar el texto de los argentinos Carlos Mangone y
Jorge Warley (1993) que, como se mencionaba más arriba, manejan una definición pragmática de
manifiesto, basada en la función que desempeñan estos textos en el hic et nunc en el que se
producen. Una definición de esta índole huye del inmanentismo, evitando las identificaciones
apriorísticas del manifiesto con el paradigma ya “clásico” de discurso programático, rupturista,
violento e iconoclasta, que se constituye en acta fundacional de un movimiento de vanguardia
(paradigma que tendría como ejemplar más canónico el Manifiesto del Futurismo, de 1909). De
este modo, se hace posible acoger bajo esta denominación textos en los que no se establecen
relaciones architextuales con el género histórico manifiesto de vanguardia, y adoptar un enfoque
tipológico del fenómeno. Mangone y Warley estudian el manifiesto artístico y político a partir de la
noción bakhtiniana de género discursivo, y efectúan un análisis retórico de los procedimientos
textuales empleados en la construcción del discurso argumentativo.
Como ya se adelantaba más arriba, no se parte aquí de una concepción del manifiesto como
género meta-artístico que se desarrolla paralelamente a los movimientos de vanguardia europeos
de comienzos del siglo XX. Lejos de subscribir esta definición, este trabajo encuentra su
fundamento teórico en el marco de la pragmática, tomando como base la categoría de función, en
la línea de lo sugerido por Carlos Mangone y Jorge Warley (1993: 19). Desde la perspectiva de
los estudios de tipología textual, se entiende que la función de los diferentes tipos de texto en la
sociedad se distingue principalmente por su finalidad específica dentro del contexto en el que
circulan (cfr. Vilarnovo y Sánchez, 1994: 45). Este enfoque ofrece la posibilidad de establecer una
tipología de discursos, lo cual permite transcender una visión meramente histórica de los
productos (visión de la que, por supuesto, no conviene prescindir).
Hoy en día, en el lenguaje común, se suele emplear la etiqueta para hacer referencia a un
discurso programático que marca una ruptura con respecto a lo establecido, ya sea dentro del
terreno político o del artístico, esto es, lo que Jeanne Demers y Line Mc Murray (1986: 23-24
e passim) denominan manifiesto de oposición, texto que “debe apoyarse sobre un yo/nosotros
claramente identificado que proclama su existencia como sujeto que desea el poder y que funda
este deseo sobre una certeza: el mundo no puede seguir girando del mismo modo, se ha hecho
necesario modificar su movimiento, situarlo dentro de otra órbita” (Demers y Mc Murray, 1986:
23). Esta operación metonímica en virtud de la cual se hace equivalente de forma automática la
etiqueta general manifiesto con la clase manifiesto de oposición es producto de un proceso de
evolución histórica, a través del cual este tipo de discurso se va apropiando de la denominación y
desplazando, al mismo tiempo, a la otra modalidad, el manifiesto de imposición que,
paradójicamente, fue la primera en aparecer. Resulta curioso a este respecto constatar cómo, en
su origen, el término manifiesto hacía referencia a una declaración (política) institucional:
¿El manifiesto se sitúa al lado del poder? El derecho a la palabra es una conquista.
Para convencerse de ello, basta releer la definición de manifiesto del Dictionnaire de
l’Académie française (1694): “escrito a través del cual un Príncipe, un Estado, un
partido o una persona de gran nobleza da razón de su conducta en un asunto de gran
importancia” [Demers y Mc Murray, 1986: 23]
Ya en el siglo XIV se datan las primeras apariciones de este marbete en lengua portuguesa. Se
trata de los tres manifiestos que firma el rey D. Dinis de Portugal contra su hijo D. Afonso,
heredero de la corona:
O dissídio que entre el-rei D. Dinis e seu filho herdeiro e infante D. Afonso se arrastou,
crescendo, a partir de 1312 até deflagar em guerra aberta nos fins de 1321, quem
primeiro o relatou foi o mesmo D. Dinis em três manifestos solenemente proclamados à
nação contra o Infante.
La utilización de la etiqueta para designar discursos gestados dentro del campo literario o artístico
es relativamente reciente: Demers y Mc Murray (1986: 49-50) localizan los primeros textos así
denominados, dentro del ámbito francófono, en el siglo XIX. Las autoras señalan que, en un
principio, la palabra manifiesto se empleó en un sentido peyorativo por parte de escritores de
izquierdas para calificar cierto tipo de textos por medio de los cuales la derecha se reafirmaba en
sus valores literarios y atacaba la novedad, y no adquirió el significado de ‘declaración de
principios enfrentados a los dominantes’ hasta finales de aquel siglo, de la mano de la aparición
del movimiento simbolista. Y hacen notar que es a partir de ese momento, en el que destaca la
creación de numerosos grupos que pretenden conquistar el poder simbólico, cuando el manifiesto
se transforma en manifiesto de oposición (lo cual no quiere decir, evidentemente, que dejen de
existir los manifiestos de imposición). En ese sentido, afirman que
En toda época hubo manifestación y efecto o función manifiesto (lo que tiene un
producto o le adjudica una sociedad al texto que inicialmente no tuvo esa intención).
Sin embargo, la ampliación del espacio de lo público, la separación de la sociedad civil
y el Estado, el desarrollo de las comunidades urbanas a partir de los siglos XI y XII y,
principalmente, el incipiente surgimiento del capitalismo mercantil en los siglos
posteriores, ayudaron a crear el marco necesario para la circulación de manifiestos.
En lo que se refiere a las declaraciones de principios estéticos, Mangone y Warley sitúan los
primeros ejemplares en el Renacimiento, pero subrayan que su consolidación como práctica
habitual no se produce hasta la época de la Revolución francesa. En este momento los nuevos
textos programáticos que se ponen en circulación responden, frente a documentos anteriores,
más tendentes a reflejar una concepción “oficial” de las normas artísticas, al modelo manifiesto de
oposición. La proliferación de manifiestos en este período se explica como consecuencia
Así, los estudios centrados exclusivamente en textos de la época de las vanguardias parten de la
premisa, más bien tácita, de que el manifiesto es un género histórico que surge de la mano de los
movimientos de vanguardia ¾a modo de “carta de presentación”¾ y desaparece al mismo tiempo
que ellos, una vez cumplida su función específica (cfr., por ejemplo, Marino, 1984: 825). Por otra
parte, las investigaciones de corte teórico, que ofrecen una visión más amplia del fenómeno
presuponen, sin mucha explicación, la existencia de “manifiestos” (así denominados) en los más
diversos períodos históricos[7].
De la constatación de la existencia de estas dos posturas nace la necesidad de afrontar
directamente la cuestión cronológica. Como punto de partida conviene reparar, con Jeanne
Demers y Line Mc Murray (1986: 71), en la importancia de la autodefinición del género en la
época de las vanguardias históricas, con un modelo muy claro, procedente del terreno de los
discursos políticos: el Manifiesto comunista (1848)[8], de Karl Marx y Friedrich Engels. Esta
autoconsciencia posibilita, en gran medida, la proliferación de manifiestos a lo largo del siglo XX,
de modo que el autonombrado manifiesto vangardista pasará a constituir un nuevo paradigma de
género discursivo totalmente diferenciado y reconocible.
Pero esta influencia no actúa sólo en los textos producidos a partir de este momento, sino que
incide incluso en la moderna lectura de los textos del pasado. Esta misma idea de la incidencia
del presente en nuestra interpretación del pasado, difundida por T. S. Eliot (1999: 13-22) en su
célebre ensayo “Tradition and the Individual Talent”, fundamenta la siguiente afirmación de Susan
R. Suleiman:
Según esto, la especificidad genérica del manifiesto no se muestra, por lo tanto, hasta la eclosión
de los movimientos de vanguardia de principios del siglo XX. Sin embargo, el reconocimiento del
nuevo género condiciona ahora la mirada que se proyecta sobre los textos do pasado, de manera
que será posible descubrir ejemplares demanifiestos de oposición anteriores a las vanguardias
históricas (aunque, como señalaban Jeanne Demers y Line Mc Murray, en una proporción mucho
menor).
La heterogeneidad formal que revisten los textos que desempeñan la función manifiesto, tal y
como se ha definido (vid. supra), hace imposible el establecimiento de pautas generales que
permitan identificar este tipo discursivo, de modo que un estudio de estas características pide una
atención individualizada a cada ejemplar con el que se trabaja para determinar la pertinencia de
su adscripción al grupo. En este proceso de delimitación del corpus ¾tarea casi detectivesca,
basada más bien en el azar y en las lecturas personales del investigador que en la consulta de
unas fuentes de información sistemáticas y fiables, inexistentes hasta el momento¾ es
aconsejable, por un lado, actuar con cautela a la hora de considerar aquellos textos que se
presentan explícitamente como “manifiestos” y, por otro, atender asimismo a los discursos que no
incluyen tal índice.
Por su parte, Jeanne Demers y Line Mc Murray (1986: 87) sostienen que la utilización de la
etiqueta basta para dotar al texto de un carácter manifestario, entendiendo como tal el efecto de
provocación propio de los manifiestos de oposición: “¿No se percibe ya un cierto gesto de
provocación en la utilización de la palabra manifiesto en un título o en un subtítulo?”. A este
respecto, interesa atender a la noción de género autorial que maneja Fernando Cabo
Aseguinolaza (1992: 237-264) en su trabajo sobre el concepto de género, y que sitúa al lado de
otras dos, el género de la recepción y el género crítico. Para Cabo (1992: 241), desde el punto de
vista autorial,
el género no es algo dado o previo a la obra, sino más bien una construcción desarrollada a partir
del propio texto, y, en consecuencia, sin manera de concebirla de no contar con este último,
aunque el material para semejante construcción sea fundamentalmente el de los referentes
institucionalizados que consideramos aquí como géneros críticos y de la recepción.
Dentro de esta concepción desempeñan un papel fundamental las marcas ilocucionarias, en tanto
que suma de indicios, entre los que cabría postular un principio de jerarquización, que apuntan a
un determinado referente genérico y que responden a la intención autorial, a la intención autorial
enunciada (Cabo Aseguinolaza, 1992: 248). En este sentido, el título constituiría uno de los casos
más evidentes de textualización de la intención autorial.
Sin embargo, desde nuestra perspectiva, la concurrencia de los mismos índices textuales no debe
identificar necesariamente con la existencia de una intención autorial idéntica. No conviene obviar
posibilidades como, entre otras, la presencia de la ironía o de la parodia, fenómenos que
connotan una actitud muy particular por parte del productor, o la utilización de lo que Shelly
Yahalom (1980: 117-118) denomina “estrategias de disimulo” (vid. infra), mecanismos de
ocultamiento de la finalidad del discurso, que operan en el plano textual a través de un
oscurecimiento de los índices de adscripción del mismo.
Por otra parte, para Claude Abastado (1980a: 4-5), por ejemplo, no es aconsejable cifrar siempre
el carácter manifestario de una obra en la intención de sus autores, ya que en ocasiones este
emana de su recepción. El teórico francés habla para estos casos de efecto manifiesto:
La recepción del público señala en ocasiones como manifiestos algunas obras que, en
su origen, no implicaban esta intención. Aquí no sólo entra en juego el lenguaje verbal.
Una obra “literaria” (Les Soirées de Médan), un cuadro (Enterrement à Ornans, Les
Demoiselles d’Avignon, Un descendant un escalier), una película (L’Age d’or, A bout de
souffle), un disco (Free Jazz de O. Coleman) son recibidos como manifiestos. Por lo
tanto, conviene hablar de un “efecto manifiesto”, que depende del contexto ideológico e
histórico: Poisson soluble presentaba una escritura muy nueva, pero lo que se convirtió
en manifiesto fue el prólogo; Citizen Kane hacía gala de una audacia que pasó
desapercibida en medio de los acontecimientos de 1940. Sin embargo, estas obras,
sobre todo las que utilizan un sistema semiótico no verbal, adquieren un valor
programático y conminatorio a través de los comentarios y las reacciones que suscitan,
las polémicas y los escándalos. Estos epifenómenos son una “estructura de escolta”
indispensable para la constitución de la obra en manifiesto
De todo esto se deduce que para poder hablar de función manifiesto es necesario prestar
atención específica a un conjunto de factores relacionados con la producción y con la recepción
de los discursos (incluyendo la crítica como modo especial de recepción). Desde este punto de
vista pragmático, se entiende que la existencia de la función deriva de la adición de intenciones y
efectos.
En otro orden de cosas, en la cita anterior expresa Abastado su creencia en que ciertas
manifestaciones artísticas que emplean un código no verbal son susceptibles de adquirir un valor
programático por los comentarios y polémicas que suscitan. Sin embargo, a pesar de que algunas
obras contengan una poética implícita o marquen un hito histórico por las innovaciones que
comportan, no parece conveniente desde un punto de vista teórico estudiarlas al lado de escritos
de carácter meta-artístico o meta-literario.
Para Pierre Bourdieu (1995: 342), el campo (literario o artístico) constituye una red de relaciones
objetivas de diversa índole (de dominación, subordinación, complementariedad, antagonismo...)
entre distintas posiciones (correspondientes a un género, a una revista, a un cenáculo...). Cada
posición está definida por su relación con las demás posiciones que integran el campo. A las
diferentes posiciones se asocian tomas de posición homólogas, que pueden ser obras literarias o
artísticas, actos y discursos políticos, manifiestos o polémicas, etc. La estructura del campo se
articula a través de la confrontación constante entre posiciones y tomas de posición:
El campo literario (etc.) es un campo de fuerzas que se ejercen sobre todos aquellos que
penetran en él, y de forma diferente según la posición que ocupan (por ejemplo, tomando puntos
muy alejados, la de un dramaturgo de éxito o la de un poeta de vanguardia), al tiempo que es un
campo de luchas de competencia que tienden a conservar o a transformar ese campo de fuerzas.
Y las tomas de posición (obras, manifiestos o manifestaciones políticas, etc.), que se pueden y
deben tratar como un “sistema” de oposiciones para las necesidades de análisis, no son el
resultado de una forma cualquiera de acuerdo objetivo, sino el producto y el envite de un conflicto
permanente. Dicho de otro modo, el principio generador y unificador de este “sistema” es la propia
lucha. [Pierre Bourdieu, 1995: 344]
Dentro de este marco teórico, el manifiesto se considera, por lo tanto, una toma de posición, que
corresponde a una determinada posición, opuesta a otras con las que convive (en conflicto)
dentro del campo. El especial interés del estudio del manifiesto desde esta perspectiva viene
dado por su carácter metadiscursivo, que lo convierte en una particular toma de posición a través
de la cual se hacen explícitas “las oposiciones sincrónicas entre posiciones antagónicas”,
constitutivas del campo. En palabras de Jeanne Demers y Line Mc Murray (1986: 54), “se trata de
criticar, de firmar/anular un contrato explícito o no con el compañero/adversario, de
reforzar/sustituir la ley y, eventualmente, de controlar/invertir el turno de palabra del otro”.
En efecto, el discurso manifestario denota, por una parte, una conciencia de pertenencia a un
campo y, dentro de este, a una posición y, por otra, una voluntad expresa de intervención en el
repertorio. Esta intervención puede pretender dos objetivos: la conservación de determinadas
normas (por medio de un acto de adhesión a lo establecido y/o de oposición a lo nuevo) o
la modificación de las mismas (por medio de un acto de oposición a lo establecido y/o
de adhesión a lo nuevo).
Estos dos objetivos se corresponden con los dos tipos fundamentales de manifiesto que
establecen Jeanne Demers y Line Mc Murray (1986: 23-24 y passim) en atención al criterio de su
relación con la institución: el manifiesto de imposición, situado del lado del poder, y el manifiesto
de oposición, enfrentado al poder. El manifiesto de imposición respondería, de esta manera, a un
deseo de conservación, mientras que el manifiesto de oposición nacería con el objetivo de
modificar el estado de cosas vigente (aunque el simple hecho de tomar la palabra trasluzca ya un
anhelo de (auto)conservación, puesto que los verdaderamente excluidos, los que no disponen de
un lugar propio, son aquellos que no se pronuncian).
En este sentido, se puede afirmar que el manifiesto, conforme la definición que aquí se
maneja[9], es una manifestación explícita de la conciencia artística, al lado de otros tipos de texto,
de otras tomas de posición, como la autopoética[10]. Ambas modalidades confluyen en algunos
aspectos, dado que se trata, en los dos casos, de “declaracións públicas de principios estéticos
ou poéticos” [Equipo Glifo (1998: s. v. “autopoética”)], pero también divergen en otros, que
intentaremos desglosar a continuación.
En primer lugar, hay que tomar en consideración la cuestión de la autonomía del texto meta-
literario o meta-artístico con respecto a la producción literaria o artística del mismo autor o
autores. Una declaración de principios se puede presentar de modo exento o bien acompañando
a una obra de creación (ya sea como prólogo o como folleto de una exposición, representación
teatral, recital poético, concierto, etc.). De entre estas dos maneras de presentación, el manifiesto
suele preferir la primera, mientras que la autopoética tiende a la forma paratextual.
No obstante, la frontera no es clara, y resulta perfectamente posible encontrar manifiestos
situados al lado de productos artísticos (de los que el caso más común es el de los prólogos a
obras colectivas de grupos poéticos emergentes), así como de autopoéticas publicadas de
manera aislada. El criterio del modo de presentación sólo permite, por tanto, definir tendencias
generales, pues existen no pocos ejemplares que contradicen las hipótesis emitidas, de manera
que se produce una intersección entre las clases textuales autopoética y manifiesto en atención a
este parámetro.
Esta diversa proyección de las dos modalidades sobre el continuo histórico de los productos
artísticos permite establecer una nueva distinción, que opondría el carácter anafórico de la
autopoética al carácter catafórico del manifiesto. Conviene reiterar, con todo, que ese carácter
catafórico del manifiesto no asegura que el hipotético referente evocado vaya a tener existencia
empírica en un tiempo posterior; se trata más bien de una estrategia retórica del texto
manifestario, que tiende a menudo al discurso utópico e incluso profético.
Otro aspecto también interesante pero difícil de determinar en términos objetivos es el que atañe
al grado de intencionalidad que subyace al acto de hacer público un producto de esta índole. En
principio, si bien es conocida la práctica de revistas y editoriales que, sobre todo en los últimos
años, solicitan la redacción de autopoéticas por parte de los autores que colaboran con ellas, no
tenemos noticia de que exista en el mercado cultural una demanda de manifiestos. Es decir, que
mientras la autopoética (o, al menos, un número considerable de los ejemplares de esta clase) se
puede interpretar como una toma de posición de algún modo inducida, el hecho de dar a conocer
un manifiesto responde únicamente a un ejercicio de voluntad.
Relacionada con el criterio de la mayor o menor autonomía de cada uno de los tipos de texto,
aparece la cuestión de la representatividad a la que aspiran los mismos. Si, como se ha visto, la
autopoética es un discurso en el que un autor elabora una declaración de principios a partir de la
obra propia, parece evidente que pretende únicamente una representatividad individual, por
cuanto aborda el arte desde la perspectiva de la actividad del creador. Por el contrario, cuando se
lanza un manifiesto, se emite un llamamiento mucho más abierto, dirigido a la sociedad artística
(o cultural) en general, desde una posición integrada por un colectivo, organizado o no, en
ocasiones representado por uno o varios individuos, que se erigen en portavoces del conjunto. A
este respecto, afirma Jean-Marie Gleize (1980: 14-15) que
el manifiesto posee en principio un alcance universal, supone la ilimitación del destinatario; pero,
en realidad, se dirige a un pequeño grupo de elegidos (“al inteligente”, decía Stendhal); señala
restrictivamente (y hace oficial esta restricción) los verdaderos miembros de la secta, el clan de
los grandes ortodoxos: al final, su característica principal es la autodestinación.
Y con esta cita introducimos la cuestión del destinatario, dejando ya a un lado la comparación
entre manifiesto y autopoética. En efecto, el manifiesto, en tanto que discurso de
carácter normativo (en el sentido de que los aspectos que aborda pertenecen al universo de las
normas), ha de estar necesariamente dirigido a los otros agentes que integran el campo de
producción cultural, esto es, a los “pares”. Según la tipología que establece Pierre Bourdieu
(1995: 322), en virtud de la cual divide el campo entre subcampo de gran producción y subcampo
de producción restringida, el manifiesto se situaría, entre otras tomas de posición, dentro de este
último.
En el caso del manifiesto, teniendo en cuenta su naturaleza de discurso “técnico”, es evidente que
esta clase de texto se autoexcluye de los circuitos del subcampo de gran producción ya que,
como se afirmaba más arriba al compararlo con la autopoética, no existe demanda de
declaraciones de este tipo. Así pues, una toma de posición de estas características puede bien
interpretarse como un índice de autonomía del campo, dado que denota una voluntad de
intervención en el terreno específico del repertorio a partir del cual se conforman los productos
culturales.
Llevando esta afirmación más lejos en el proceso de abstracción, cabría emitir la hipótesis de que
la mayor o menor presencia de manifiestos dentro de un campo de producción cultural constituye
un factor importante a la hora de determinar su grado de autonomía. Presencia que debe
entenderse no sólo en términos cuantitativos, sino también en términos cualitativos, en el sentido
de la mayor o menor explicitud de los textos en lo que se refiere a sus propósitos, en particular,
como es obvio, en el conjunto de los manifiestos de oposición. Por su carácter contestatario, este
tipo de discurso constituye una toma de posición especialmente sensible a las condiciones del
campo en cada momento, de manera que sus manifestaciones individuales no se deben
relacionar automáticamente con una determinada posición sin tomar en consideración el contexto
en el que aparecen, esto es, sin atender a lo que Bourdieu (1995: 347-355) denomina espacio de
los posibles:
La relación entre las posiciones y las tomas de posición nada tiene que ver con una
relación de determinación mecánica. Entre unas y otras se interpone, en cierto modo,
el espacio de los posibles, es decir el espacio de las tomas de posición realmente
efectuadas tal como se presenta cuando es percibido a través de las categorías de
percepción constitutivas de un habitus determinado, es decir como un espacio
orientado y portador de las tomas de posición que se anuncian en él como
potencialidades objetivas, cosas “por hacer”, “movimientos” por lanzar, revistas por
crear, adversarios por combatir, tomas de posición establecidas por “superar”, etc.
[Bourdieu, 1995: 347-348]
En este sentido, cada manifiesto particular supone una elección efectuada “dentro de los límites
de la gramaticalidad”, ya que todo acto de “herejía” debe existir en estado potencial en el seno del
sistema de posibilidades bajo la forma de laguna estructural que espera verse completada. Más
aún, es necesario, subraya Bourdieu (1995: 349), que tales innovaciones se puedan recibir,
aceptar e reconocer como “razonables”, por lo menos por un número reducido de personas (los
“pares”).
Como consecuencia de esto, se deduce que dentro de un campo con un bajo grado de autonomía
las tomas de posición que supongan una puesta en cuestión de las normas vigentes tendrán que
plegarse a las limitaciones impuestas por el contexto, circunstancia que trae consigo el desarrollo
de lo que Shelly Yahalom (1980: 117-118) bautiza como estrategias de disimulo. Yahalom apunta
al hecho de que, en situaciones de conflicto en el interior de un sistema (procedimientos de
censura, prohibiciones), surgen mecanismos “defensivos” destinados a la creación de un modo de
existencia no amenazado para el discurso manifestario:
A la luz de lo que se ha visto más arriba sobre las variables conflictivas, cabe pensar
que, en situaciones de fuerte conflicto dentro del sistema (caracterizado por una
estructura impermeable y por un centro altamente conservador), el recurso a ciertas
tácticas de ‘disimulo’ será ‘vital’ y desempeñará un papel decisivo en la implantación de
la nueva estética, que a menudo ve amenazada su propia existencia. [...] Desde la
perspectiva elegida aquí para examinar la función histórica del discurso-manifiesto,
todos estos índices [de afiliación], tanto los que adoptan la forma de verdaderos
discursos-manifiesto (en los ensayos críticos, en los prólogos) como los que se
presentan como marcas fragmentarias (en el título: memorias de.../ escritas por... /
recogidas por..., o en el propio cuerpo del texto: historia del descubrimiento del
manuscrito), todos estos índices, pues, forman parte de un mismo meta-sistema
regulador en el que el objetivo es, en primer lugar, situar los textos en los que aparecen
en una posición no conflictiva en relación con las normas dominantes, aportando un
doble código de lectura.
El análisis de los aspectos relacionados con el modo de presentación y de difusión del manifiesto
(índices de afiliación, medio de publicación) y de las estrategias retóricas empleadas para la
construcción del texto se revela, por lo tanto, como una vía provechosa para el establecimiento de
hipótesis de carácter general sobre el estado del campo.
Sin entrar en juicios de valor sobre los supuestos “efectos perniciosos” de la existencia de un
discurso institucional sobre los manifiestos, hay que reconocer, con todo, que la
institucionalización opera un cambio fundamental en el estatuto del manifiesto desde un punto de
vista axiológico. Este cambio de estatuto repercute, por un lado, en la recepción de los textos y,
por otro, en la producción posterior de los mismos.
El motor del cambio y, con mayor precisión, del proceso propiamente literario de automatización y
de desautomatización que describen los formalistas rusos no está inscrito en las propias obras
sino en la oposición entre la ortodoxia y la herejía, que es constitutiva de todos los campos de
producción cultural [...] El proceso en el cual están inmersas las obras es el producto de la lucha
entre quienes, debido a la posición dominante (temporalmente) que ocupan en el campo (en
virtud de su capital específico), propenden a la conservación, es decir a la defensa de la rutina y
la rutinización, de lo banal y la banalización, en una palabra, del orden simbólico establecido, y
quienes propenden a la ruptura herética, a la crítica de las formas establecidas, a la subversión
de los modelos en vigor y al retorno a la pureza de los orígenes.
En este sentido, el manifiesto constituye un documento valioso para los estudios historiográficos
(sea historia de la literatura, historia de la crítica literaria o historia de la estética), sobre todo para
cuestiones como la periodización[12]. Concretamente en este ámbito, constituiría un material
capaz de aportar, dentro de un modelo periodológico determinado, parte de las necesarias dosis
de polifonía y pluralismo que reclama Claudio Guillén (1989: 121) ante la generalizada práctica
simplificadora, surgida del intento de postular la máxima coherencia para la sección temporal
estudiada:
Supongamos que toda aproximación periodológica lleva implícita un modelo de descripción; y que
las generalizaciones en el estudio de la literatura se apoyan no sólo en procesos inductivos sino
en la puesta a prueba de modelos ¾más o menos conscientes¾ de descripción, desde los cuales
se examinan los ejemplos prácticos que interesan. Lo que llama la atención, entonces, es hasta
qué punto los empleos pasados de la periodización han soslayado o silenciado aquellos
fenómenos que ponen en evidencia el cambio y la contradicción. Los períodos y las épocas, de
intención supuestamente historiográfica, han sido, descarada o vergonzosamente, las más de las
veces, eleáticos.
Por lo que respecta a la literatura, puede decirse que los atisbos de Kracauer en cuanto a la
“coexistencia de lo contemporáneo y lo no contemporáneo” distan mucho de llevar a una aporía el
conocimiento histórico, sino que más bien hacen visibles la necesidad y la posibilidad de
descubrir la dimensión histórica de las manifestaciones literarias en secciones sincrónicas. Ya
que de estos atisbos se sigue que la ficción cronológica del momento que marca todas las
manifestaciones contemporáneas corresponde tan poco a la historicidad de la literatura como la
ficción morfológica de una serie literaria homogénea en la que todas las manifestaciones, una
detrás de otra, sólo obedecen a leyes inmanentes.
De este modo, la inclusión del manifiesto en la historia literaria contribuiría a paliar una de las
carencias más comunes en la periodología literaria, por cuanto constituye un fenómeno
extraordinariamente revelador del cambio literario, e incluso de la contradicción, si se confronta
con la función que desempeñan, por ejemplo, un cierto tipo de textos muy ligados a la institución.
Esta perspectiva conecta con algunas formas actuales de crítica artística basadas en modelos
históricos que implican interacción, diálogo u oposición. En esta línea, Ernst H. Gombrich propone
que se defina el período en torno a las “cuestiones disputadas” (critical issues) que dominan una
época y que obligan a los artistas a decidirse por una de las alternativas debatidas: “si no me
equivoco, el arte occidental se ubica siempre en lo que se podría llamar un campo de fuerza:
cada una de las opciones de un artista se relaciona con las opciones que otros han tomado”
(Gombrich, 1970: 124).
Conforme esta visión del campo como terreno de luchas entre posiciones dominantes,
establecidas, y posiciones marginales, emergentes, el manifiesto de oposición aparece como una
toma de posición que afirma la identidad de una persona o de un grupo que pretende hacerse un
sitio en el campo, lugar en el que “existir es diferir”.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Notas
[1]Conforme esta definición pragmática, sería manifiesto todo escrito “en el que se hace pública
una declaración de doctrina o propósito de carácter general o más específico” (Mangone y
Warley, 1993: 18).
[2]La expresión toma de posición se debe a Pierre Bourdieu (1995), igual que otras como campo
de producción cultural o posición, cuyo sentido se precisará más adelante. En cuanto a la noción
de repertorio, presente ya en ciertas aproximaciones fenomenológicas a la literatura (cfr. Iser,
1987), constituye uno de los ejes fundamentales de la teoría de Itamar Even-Zohar (1990), que la
define como el conjunto de reglas y materiales que rige la confección y el uso de cualquier
producto cultural. Este concepto se aproxima a otros, procedentes de otros marcos teóricos,
como el horizonte de expectativas de Jauss, los códigos culturales de la Semiótica o el sistema
de precondiciones de Schmidt. Por otra parte, el hecho de incidir en la repercusión en la evolución
literaria de la lucha entre las opciones primarias y secundarias del repertorio es clara herencia de
las doctrinas formalistas (Iglesias Santos, 1994: 338).
[3]En los casos de los manifiestos de las artes plásticas y del cine, existen antologías específicas
con estudios críticos sobre los textos: Ángel González García et alii(1979), Jaime Brihuega
(1982), Lourdes Cirlot (1993), Joaquim Romaguera i Ramió e Homero Alsina Thevenet (1998).
[4]Según Jeanne Demers y Line Mc Murray (1986: 108), “todo texto que ‘deconstruye’ el género,
en el sentido derrideano del término” [la traducción es mía. En lo sucesivo, se traducirán al
español todas aquellas citas cuyos idiomas originales sean el francés o el inglés].
[6]Esta aproximación está centrada exclusivamente en el ámbito del manifiesto artístico, por lo
que no se tendrán en cuenta los discursos pertenecientes a la órbita de lo estrictamente político.
[7]Así, Jeanne Demers y Line Mc Murray (1986: 71), que manejan un corpus de manifiestos
datados entre el siglo XVI y los años 80 del siglo XX, hacen notar que el volumen de ejemplares
crece notablemente después del fin del siglo XIX por “razones históricas evidentes”, es decir, que
el género no se define como tal hasta principios del siglo XX.
[8]Texto que, como hacen notar Carlos Mangone y Jorge Warley (1993: 24), ha llegado a
convertirse en una de las obras de mayor circulación de todos los tiempos, hasta tal punto que
hoy es frecuente utilizar el término manifiesto como sinónimo de Manifiesto comunista. Para la
historia editorial del Manifiesto comunista, vid. Eric Hobsbawm (1998: 7-15).
[9]Desde otra perspectiva, admitiendo, con Abastado (vid. supra), que las obras de arte de código
no verbal pueden constituir un tipo más de manifiesto, habría que hablar también
de manifestaciones implícitas de la conciencia artística.
[11]Esta doble posibilidad de lectura responde a lo que Shelly Yahalom (1980: 117) denomina
“conversión sistémica” (“conversion systémique”), que se manifiesta ”también en el nivel de los
productos, aportando un doble código de lectura, como productos literarios y, a la vez, no
literarios (juegos lingüísticos, textos oníricos publicados por psicoanalistas, etc.)”.
[12]A este respecto, Wlad Godzich (1986: 8-9) critica duramente la “ceguera” de la historiografía
literaria ante una realidad tan compleja como el manifiesto, y pone de relieve la necesidad de su
consideración dentro de las historias de la literatura.