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Teatro anti-político

Por Julia Lavatelli

Escribir para una revista cordobesa sobre la relación del teatro con la política es todo un
desafío. El teatro cordobés que he visto o leído - escaso, cierta y lamentablemente - me
ha parecido incuestionablemente político. Más que en otras tradiciones teatrales
nacionales, la escena y la dramaturgia cordobesa contemporánea me resultan políticas.
Y tengo para mí que ésa es la raíz de su fuerza, de su irreverencia feroz, su riesgo y su
desparpajo, vale decir, en gran medida, de su encanto.
Sin duda la tradición teatral ligada a la creación colectiva de los años setenta tiene ahí
algo que decir, aunque más preciso sería tal vez suponer que esa tradición aporta, en la
creación teatral de Córdoba, una intensidad especial sobre los rasgos que lo político
inscribe en todo el teatro argentino desde la recuperación de la vida democrática.
Porque el teatro de post-dictadura no puede entenderse como mera continuación de la
tradición del teatro político anterior o de la convención teatral que destinaba a la obra
política función doctrinaria, programática, emancipadora. Es otro teatro político, o como
me gusta decir, es teatro de una política “otra”. Bosquejar el rostro de esa “otra” es la
pretensión de este escrito.

Todo es político

La expresión “teatro político” es una tautología, sostenía Bernard Dort con firmeza. El
teatro no puede no ser político, su vínculo con la vida social, con las estructuras y con la
dinámica de las sociedades, con los roles y las relaciones de los hombres en el común,
es tan estrecho, que no estaría mal definirlo como constitutivo. Así, lo político es
constitutivo en la creación teatral; las sociedades instauran - en el sentido de otorgar
existencia - un teatro determinado entre los muchos posibles, o algunos pocos teatros
determinados entre los muchos posibles. Antes de analizar el “mensaje” de una obra,
antes de conocer la intención política de su creador, antes de observar su
funcionamiento con los espectadores, lo político marcó su huella en la creación.
Mal que les pese a los amantes de la idea de genio creador o a los vindicadores del
talento, la existencia del teatro en tanto obra de arte es un acontecimiento colectivo; las
sociedades, de diversas maneras, resuelven qué están dispuestas a considerar teatro y
qué no. Legitiman, nombran, establecen. Acontecimiento político, se ocupa de la vida
en común, determina – para decirlo en el lenguaje de moda copiado del management –
la oferta de los bienes culturales disponible y todo lo que sigue: las modalidades de
recreación, la relación entre la vida social y el arte, los modos de participación, etc.
Las sociedades hacen las veces de oficina de documentación: resuelven cuando otorgar
la carta de ciudadanía que permite pertenecer a la república teatral. En ella, hay trámites
que corren como el agua, otros que demoran inexplicablemente, algunos que son
intencionalmente “cajoneados”, etc. Y aunque hace horario extendido y su personal es
innumerable, no puede evitar que algún que otro indocumentado ande por sus calles.
Que en otros tiempos los indocumentados inquietaran más que en la actualidad, no
cambia las cosas. Como dice Robert Abirached:
La sociedad contemporánea cree haber aprendido que las artes y las letras no son
peligrosas: tal vez se equivoque y juega con un fuego que piensa haber domesticado,

Julia Lavatelli es Doctora en Estudios Teatrales por la Universidad de Paris III, La Sorbonne Nouvelle.
Profesora regular de la Facultad de Arte de la Universidad Nacional del Centro y Profesora invitada del
Doctorado de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y del Doctorado en Artes de la Universidad
Nacional del Córdoba.

1
pero por el momento los hechos parecen darle la razón. Sea como sea, ella es
clemente con todas las rebeliones que se expresan sobre la tela o el papel, derivan
del placer del texto, se agotan en imágenes de escena y se constituyen en saber,
proyectando comentarios indefinidamente comentados.

El teatro es fatalmente político - La cartelera de una temporada poblada de clásicos,


habla a las claras de la censura del momento, explicaba en Chile la profesora María de
la Luz Hurtado con la intención de que sus estudiantes pudieran ver más allá de lo
estrictamente explícito -. Si todo es político, también lo son las piezas que
aparentemente “no denuncian nada” como se dijo alguna vez de la nueva dramaturgia
argentina. Solo que para ver ese político hay que abandonar las lecturas formalistas,
dejar de buscar las similitudes con lo que la etiqueta “teatro político” consignaba en los
anales de la república del teatro. Teatro político es una expresión que no se puede
definir en abstracto, sin referencias a las formas y usos de la práctica teatral en tal o cual
momento, en tal o cual situación política.

Pero lo político no es todo

Político, en su definición clásica, refiere a los asuntos públicos, a todo aquello que hace
a la vida en la ciudad, social. La definición habitualmente aceptada lo considera como
“práctica de consenso”, todo aquello que hace a la unidad, a la cohesión, a la
permanencia cívica. Sin embargo, existe otra dimensión de lo político para dar cuenta
de su carácter siempre conflictivo, que muy lejos de la indiferencia política o de la
neutralidad, se define como una práctica de disenso, de división. Es atendiendo a esta
dimensión que Nicole Loraux1 forja la expresión de “teatro anti-político” para estudiar
la tragedia griega. El teatro anti-político continuaría siendo un acontecimiento político,
pero político bajo el modo del “anti”, oponiéndose a otro, un comportamiento que
“rechaza el funcionamiento ordinario de la ciudad”.
Un ejemplo sobre el análisis teatral en un contexto determinado puede clarificar estas
dos dimensiones de lo político. A principios del siglo XX, las formas teatrales populares
desarrolladas en Argentina difícilmente pudieran ser consideradas como teatro político,
en tanto no atendían a la unificación nacional ni representaban el proyecto de país que,
sin atender los conflictos, la aristocracia agrícola- ganadera exhibiría claramente en el
centenario de la Revolución. Ni el drama gauchesco, ni los sainetes o grotescos criollos
eran orgánicamente políticos; no eran vehículo del “consenso”. Decir que, entonces, no
son géneros políticos, sino de entretenimiento, es falaz. Es posible sostener que se trata
de un teatro anti-político, en oposición a la política dominante. David Viñas lo
consignaba lúcidamente cuando sostenía que los géneros criollos mostraban “el pasaje
del contrato a la soledad, del coloquio a la desintegración, del convenio a la defensiva”
construyendo la caricatura, es decir la crítica del proyecto liberal de la generación del
’802. Igualmente el drama gauchesco y sobre todo su personaje paradigmático, un
individuo desertor o prófugo de la justicia, poco tiene de teatro político en términos
positivos. No cumple con las funciones de didactismo, de propaganda o de agitación
que habitualmente acompañan al género. También el teatro gauchesco es, de cierto
modo, anti-político; contra la ley oficial resumida en la consigna “gobernar es poblar”
del proyecto “civilizador”, el gaucho, representado en tanto víctima de desarraigo y
persecuciones, opone una perspectiva individualista o manifiesta nuestro “pobre

1
Loraux, N. La voix endeuillée. Essais sur la tragédie grecque, Gallimard, Paris, 1999.
2
Viñas, D. “Grotesco, inmigración y fracaso” prólogo a Discépolo, A. Teatro Completo, Jorge Álvarez
ed., Buenos Aires, 1969, p. X.

2
individualismo”, al decir de Jorge Luis Borges, ese que hace que raramente un argentino
se identifique con el Estado.
Esta doble perspectiva de lo político es imprescindible, a mi entender, para comprender
el modo en que lo político se inscribe en la dramaturgia y la escena argentina de los
últimos treinta años.
Un teatro anti-político

Desde finales de los años 80 y principalmente en los años 90, la expresión “teatro
político” no tenía buena prensa. Los teatristas no aceptaban que sus obras fueran
consideradas “políticas”, la crítica la vinculaba a un género en desuso y demás. En
verdad, la noción misma de Política mostraba sus grietas. Lo que se llamó, demasiado
rápidamente en Argentina, tiempos pos-modernos se correspondían con el fin de los
grandes relatos que explicaban el mundo y las relaciones entre los hombres, entre ellos
y principalmente, el enorme relato del marxismo. Sin la utopía revolucionaria, la
política debería encontrar otros modos de ocurrir y el teatro otros modos de atender la
vida en común.
Sin pretender la representación del “pueblo”, sin separar las esferas de la vida privada y
la pública, cruzando hasta el extremo la construcción de ficciones que se ocupan de lo
privado con discursos colectivos, el teatro argentino de la post-dictadura se constituye
anti-político.
En primer lugar, en relación al contexto político en que se desarrolla. Si desde la
llamada Ley de Punto Final (septiembre 1986) y de Obediencia Debida (mayo 1987)
hasta el Indulto (1990), la política oficial tendía a constituir el consenso social sobre el
olvido y el perdón, los horrores de la dictadura no dejaban el teatro. Como un resto,
como aquello que no desaparecería jamás, aún escondido, aún silenciado, la dictadura
reaparece en el teatro. No sólo en los ciclos teatrales por la memoria o por la identidad,
que recién a finales de los años ’90 se imponen, sino con anterioridad. Por no mencionar
más que algunas manifestaciones: Formas de hablar de las madres de los mineros
mientras esperan que sus hijos salgan a la superficie (1994) de Daniel Veronese, en la
que la figura de la madre que espera y reclama es confrontada a un personaje que nunca
es, en apariencia, el mismo pero continua la tarea de desinformar; Remanente de
Invierno (1995) de Rafael Spregelburd en la que los “servicios” se meten en las casas
para atender los electrodomésticos y en la que se lee “sólo se reproducen las
mutilaciones y las ausencias” o aún Un cuento alemán (1997)de A. Tantanian donde
resuena la advertencia brechtiana sobre el nazismo “el vientre está aún fecundo de
donde nació la bestia inmunda”. Ninguna de las tres obras propone un relato explícito
sobre la dictadura, cada una de ella toma desvíos particulares, sin embargo en todas es
visible ese “resto” que, en oposición a la política de olvido, no deja de perturbarnos. No
es que las piezas adopten un discurso de oposición política, que de alguna manera
expongan “soluciones” políticas, sino que corroen, en profundidad, las certezas sobre
las que se construyen los consensos sociales: que el perdón pacifica y que el olvido es
posible.
En segundo lugar, es la dimensión pública y privada de los acontecimientos que se
desdibuja formando esa política “otra” que toma el nuevo teatro argentino. Si bien los
teatristas se resisten a construir discursos públicos o generales sobre la historia o la
sociedad, sin embargo sus obras habitualmente superan la dimensión estrecha de lo
privado stricto sensu. Lo privado en términos de aquello que los franceses llaman
“ménage” (doméstico) o de psicología individual es constantemente revisado por lo
público. Es clara esa imbricación de lo público en lo privado en dos obras
paradigmáticas de Paco Giménez, Uno (1987) e Intimatum (2002). Como señala

3
acertadamente Cipriano Argüello Pitt, la tradición de la creación colectiva de los años
’70 se re-significa en esos espectáculos. Paco mismo explica ese pasaje: “Así como en
el ’70 se trabajaba con el deseo de cambiar el mundo o la sociedad, ahora la expansión
tenía que ver con el ansia de hacer más que decir”3. Si los dos espectáculos se
construyen muy cerca de las ganas del “hacer” del grupo y están signados por las
propias materialidades, en Uno puede decirse que esa “privacidad” es aún más notable.
Desarrollado sobre la comida, dando lugar a la exhibición de apetitos y deseos, puede
pensarse que se trata de un espectáculo impregnado del aire de su tiempo: pos-moderno,
correspondiendo al proceso de desmovilización social, centrado sobre lo individual, etc.
Otra vez Paco Gímenez mismo se ocupa de explicar: “era incesante y tan insuficiente
que necesitábamos abrir la puerta porque no había como calmar ese incesante
movimiento, hasta que se cortaba porque alguien apagaba la música, porque era la única
manera de terminarlo”. Abrir la puerta, terminar el (¿con?) teatro, ligar de manera
directa y sin mediación la calle con la escena, abandonar la escena por la calle, son
gestos que construyen un verdadero discurso sobre la relación del teatro con lo
colectivo. Gestos que se retoman en Intimatum cuando sobre el final del espectáculo, los
actores invitan a gastarse los últimos cinco minutos de rebelión fuera del teatro para
“reventarse bailando”.
En los dos espectáculos, las dimensiones privadas y públicas están intrincadas. No hay
pretensión de construir un espectáculo político que se ofrezca como solución general,
hay por el contrario la necesidad de ocuparse de la intimidad, y en esa contradicción
irrumpe, casi físicamente, la vida en común. La indiferenciación de lo público y lo
privado es, sin duda, uno de los rasgos de esa política “otra” se despliega en la
actualidad. Foucault lo consignaba - y tal vez advertía sobre - la transformación de la
antigua política cuyo objeto era el hombre social hacia una bio-política contemporánea
cuyo principal objeto es el cuerpo físico, material del hombre.
Finalmente, el desarrollo de formas teatrales intermedias entre la ficción plena y el
enunciado colectivo, suma otro rasgo del teatro anti-político. La minoración que la
fábula o la historia contada, elemento dramático principal, ha experimentado en las
nuevas teatralidades tiene sin duda lazos con la imposibilidad de erigirse en
“demiurgo”, de instalar con certeza un ficción estable, es decir un universo que se deje
aprender como totalidad. Al contrario, formas ligadas al tratamiento de documentos, a
sucesos no ficcionales, a historias de vida de personas, a espacios no teatrales, etc. se
han multiplicado. Valga la mención al proyecto Bio-drama de Vivi Tellas, a Audio-tour
o Confesionarios de Ariel Dávila o Escenas de penitencias y ausencias dirigido por
Sergio Blanco, para corroborar lo dicho.
Frente a este teatro argentino que entendemos puede llamarse anti-político, es posible
expresar la añoranza de los tiempos de la utopía, de los tiempos en que el teatro quería
un rol activo en la transformación de la sociedad. En sentido inverso, es posible celebrar
la adopción que este teatro hace de modestas prácticas revolucionarias, y si se quiere, su
empeño por, estando visto que no existe una realidad única para representar, intentar
aprehender las realidades.

3
Argüello Pitt, C., Nuevas tendencias escénicas. Teatralidad y cuerpo en el teatro de Paco Giménez,
Ediciones DocumentaEscénicas, Córdoba, 2006, p. 36.

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