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ARTURO ALESSANDRI RODRÍGUEZ

Profesor Extraordinario de Derecho Civil y Decano de la Facultad de


Ciencias Jurídicas y Sociales de la misma Universidad

DE LA COMPRAVENTA
Y DE LA PROMESA DE
VENTA
Tomo I
Volumen 1
CAPITULO PRIMERO

DE LA NATURALEZA DEL CONTRATO


DE COMPRAVENTA

1. El artículo 1793 del Código Civil define el contrato de compraventa en


esta forma: “La compraventa es un contrato en que una de las partes se obliga a
dar una cosa y la otra a pagarla en dinero”.
La compraventa supone necesariamente dos personas: una que se obli-
gue a dar una cosa, o sea el vendedor y otra que se obligue a pagarla en
dinero, o sea el comprador. No ha definido el Código, como lo ha hecho
con otros contratos, lo que debe entenderse por vendedor y por compra-
dor; sólo se limita a expresar en el mismo artículo 1793 que la parte que se
obliga a dar una cosa “se dice vender” y la que se obliga a pagarla en
dinero “se dice comprar”.
Pero de los propios términos de la definición transcrita aparece que el
vendedor es aquel de los contratantes que da la cosa y que el comprador
es aquella de las partes que paga el precio.

2. El artículo 1793, al mismo tiempo que define el contrato de compraven-


ta, señala cuáles son sus caracteres esenciales y cuál es su naturaleza jurídi-
ca dentro de las diversas clasificaciones que el Código ha hecho de los
contratos. De ese artículo se desprende que la venta es un contrato bilate-
ral o sinalagmático y un contrato conmutativo.
En efecto, el contrato de compraventa da origen a dos obligaciones
recíprocas, que consisten, una en dar una cosa y la otra en pagar su valor
en dinero. Es esencial, por lo tanto, para que este contrato exista jurídica-
mente que una de las partes se obligue a dar una cosa, desprendiéndose
del dominio que sobre ella tenga y que la otra se obligue a entregar por
esa cosa, cierta cantidad de dinero.
Son estas dos las principales obligaciones que nacen de este contrato,
no siendo las otras sino accesorias de aquellas. Así, la obligación de sanea-
miento que tiene el vendedor es la consecuencia forzosa de su obligación
de entregar la cosa vendida, porque de nada le serviría al comprador ad-
quirirla, si posteriormente se viera privado de ella total o parcialmente.
Es, pues, la coexistencia simultánea de esas dos obligaciones la que
constituye, en su esencia, este contrato; de modo que si una falta, éste no
existe o degenera en otro diverso. Por ejemplo, si el vendedor no contrae
la obligación de entregar una cosa, habrá, por parte del comprador, una

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DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

donación y lo mismo sucederá si sólo se entregara la cosa y no se pagara el


precio.
Aparte de esas dos obligaciones, como se dijo, el contrato que ahora
estudiamos produce varias otras y son: para el vendedor, la de entregar la
cosa en el lugar y en la época convenidos y la de sanearla en caso de
evicción o de vicios redhibitorios y para el comprador, la de pagar el pre-
cio en el lugar y tiempo convenidos y la de recibir la cosa.
Pero, estas obligaciones, aun cuando emanan del contrato de compra-
venta, no son de su esencia, no son las que lo constituyen, puesto que
pueden faltar o bien pueden no llegar a tener aplicación, sin que en nin-
guno de ambos casos el contrato cambie de aspecto.
De la premisa antes establecida en orden a que la venta es un contrato
sinalagmático, es decir, que crea obligaciones para ambos contratantes,
fluyen varias consecuencias jurídicas de cierta importancia. Tales son la
aplicación de los artículos 1552 y 1489 del Código Civil que, en síntesis,
disponen, aquel, que en los contratos bilaterales ninguno de los contra-
tantes está en mora dejando de cumplir lo pactado mientras el otro no lo
cumple por su parte o no se allana a cumplirlo y el segundo, que en los
contratos bilaterales va envuelta la condición resolutoria de no cumplirse
por uno de los contratantes lo pactado, en cuyo caso podrá el otro pedir, a
su arbitrio, o la resolución o el cumplimiento del contrato, con indemni-
zación de perjuicios.

3. La compraventa es también un contrato conmutativo, en el sentido que


las obligaciones recíprocas de los contratantes se consideran equivalentes
entre sí.1
No es, sin embargo, de la esencia del contrato de venta, como algunos
sostienen, su carácter conmutativo, de tal modo que si lo pierde degenera
en otro diferente. En efecto, muchas veces se vende una posibilidad de
ganancia o de pérdida, como ser, un boleto de lotería y nadie puede soste-
ner que esa venta sea nula. La simple esperanza y la suerte, dice Pothier,
pueden ser objeto de este contrato. “Es por esto, dice ese autor, que si un
pescador vende a alguien por cierto precio toda la pesca que saque de un
golpe de red, aquél celebra un verdadero contrato de venta, aun cuando
no salga ningún pescado, pues la esperanza o la expectativa de los peces
que pudieron salir es un hecho moral apreciable en dinero y que puede,
por lo tanto, constituir el objeto de un contrato”.2 En esta hipótesis, aun
cuando no saliera ni un solo pez, el comprador estaría siempre obligado a
pagar el precio, porque lo que compró no fueron los pescados sino la
posibilidad o la esperanza de que éstos salieran en la red.
Lo mismo ocurre con la venta de boletos de lotería, a que nos refería-
mos hace un momento. Diariamente vemos que se venden boletos de lote-

1 BAUDRY -LACANTINERIE, De la vente et l’echange, núm. 3, pág. 3; TROPLONG, De la vente, I,

núm. 3, pág. 5; GUILLOUARD, De la vente, I, núm. 4, pág. 10.


2 Oeuvres III, núm. 6, pág. 4.

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DE LA NATURALEZA DEL CONTRATO DE COMPRAVENTA

rías tanto nacionales como extranjeras y a nadie se le ocurriría pensar que


esas ventas son nulas, porque no hay en ellas equivalencia de ninguna
especie, desde que si el número adquirido resulta premiado, se obtiene un
valor o una cosa muy superior al que se ha dado y en cambio si no se
obtiene ningún premio, se ha dado el dinero y no se ha recibido nada en
compensación.
Lo que aquí se vende es la posibilidad de ganancia o pérdida y con
relación a esa posibilidad es a la que contratan las partes. No podría soste-
nerse tampoco que en ese acto no hay compraventa, sino un mero juego,
porque si es cierto que el acto mismo del sorteo es un juego de azar, no lo
es menos también que la adquisición de los boletos, aunque forma parte
del juego de lotería ya que ésta se realiza entre el dueño de ésta y los
tenedores de boletos, es una verdadera compraventa, pues en tal adquisi-
ción concurren todas las características de este contrato, la cosa vendida
que la forma la posibilidad de obtener un premio en la lotería, representa-
da por el boleto o número, y el precio, que es la suma pagada por el
tomador de éste.
¿Qué otra cosa es la compraventa de acciones de sociedades anónimas,
sino la negociación de una esperanza o de una posibilidad de ganancia o
pérdida? Es cierto que las acciones representan un valor señalado de ante-
mano, pero de ordinario, y sobre todo cuando la sociedad está aun en sus
comienzos, ese valor no corresponde al que realmente tienen y muchas
veces son más bien la esperanza de obtener dinero, mediante el alza de su
valor o mediante el buen éxito de la sociedad, que la adquisición de un
valor efectivo y cierto.
Por lo demás, el mismo Código reconoce expresamente la venta alea-
toria cuando en su artículo 1813 permite la venta de cosas que no existen,
pero se espera que existan y la compraventa de la suerte.
De lo dicho resulta que este contrato participa, en muchas ocasiones,
del carácter de contrato aleatorio, sin que esto signifique su degeneración
en otro o su inexistencia. Eso sí, que en tales casos, la venta reviste todos
los caracteres de los contratos aleatorios, ya que una parte da cierta canti-
dad de dinero con la intención de obtener una contingencia de ganancia
o pérdida.
Los que sostienen que la compraventa debe ser siempre contrato con-
mutativo se fundan en la intención que tienen las partes al celebrar el
contrato. Es indudable que desde este punto de vista la compraventa es
siempre conmutativa, porque, como dice Baudry-Lacantinerie “en los ca-
sos citados, a pesar de la incertidumbre de la apreciación, cada parte tiene
la intención de recibir el equivalente de lo que ella da”.1
Así considerada la cuestión, no puede negarse que las partes van movi-
das a celebrar el contrato por el deseo de obtener un equivalente, que no
siempre logran; pero, de todos modos, esa ha sido su intención. Según el

1 De la vente, núm. 3, pág. 3.

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DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Código Civil, es esta intención de las partes la que caracteriza de conmuta-


tivo un contrato. No es el hecho mismo de la equivalencia lo que le da al
contrato ese carácter, sino la intención que los contratantes hayan tenido
de obtener una cosa equivalente en cambio de aquella que dan o hacen.
Mirado así el problema no vacilamos en atribuir siempre a la compra-
venta el carácter de contrato conmutativo; pero, quede bien entendido
que, en la práctica, se celebran muy a menudo contratos de venta que,
materialmente, son del todo aleatorios.
No creemos, sin embargo, que si la venta carece de esta cualidad, de-
genere en otro diverso o desaparezca, porque aun cuando las cosas no
sean material ni imaginariamente equivalentes, el contrato existe siempre,
tal vez con algún vicio, que en ciertos casos pudiera dar margen a su nuli-
dad, pero tendría existencia jurídica.
Sólo en un caso la falta de equivalencia puede producir la inexistencia
del contrato y es si una de las partes no se obliga a dar la cosa o el precio.
En este evento, el contrato no existiría, no porque falte la equivalencia
entre las prestaciones de las partes, sino porque no se han creado las dos
obligaciones que son esenciales para su constitución.
No es, pues, una condición esencial del contrato de venta su carácter
conmutativo; el hecho que carezca de este aspecto no vicia su existencia ni
le priva de los efectos que, por la ley, está llamado a producir.
En el mismo sentido se pronuncian los autores y Baudry-Lacantinerie, al
estudiar las características de este contrato, dice: “La compraventa es tam-
bién habitualmente un contrato conmutativo”,1 con lo cual ha querido signifi-
car ese autor que casi siempre, de ordinario, pero no en todo caso, es un
contrato conmutativo, reconociendo así que tal condición puede faltar.
Manresa, el hábil comentador del Código español, es de la misma opinión
y se expresa en estos términos: “Y si a esto añadimos que el comercio ordina-
rio de la vida nos muestra a diario ejemplos de compraventas influidas por la
suerte y de otras que no lo están, concluiremos que a la compraventa convie-
nen los dos extremos de la clasificación, esto es, que puede ser conmutativa o
aleatoria, pero sin que esencialmente tenga una ni otra naturaleza”.2
En resumen, podemos decir que aunque de ordinario la venta es, por
su naturaleza, un contrato conmutativo, desde que el objeto de cada parte
es obtener la equivalencia de lo que da, no por eso puede negarse que, en
ciertos casos, puede asumir el carácter de contrato aleatorio.

4. Aparte de esas características, la compraventa tiene otra que, aun cuan-


do no aparece de los términos del artículo 1793, se halla consignada tam-
bién en la ley. Nos referimos a su carácter consensual. “La venta se reputa
perfecta, dice el artículo 1801, desde que las partes han convenido en la cosa y en
el precio”.

1De la vente, núm. 3, pág. 3.


2 Comentarios al Código Civil, tomo X, pág. 9. Véase en el mismo sentido, GUILLOUARD,
I, núm. 166, pág. 187; HUC, X, núm. 1, pág. 7; TROPLONG, I, núm. 204, pág. 273.

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DE LA NATURALEZA DEL CONTRATO DE COMPRAVENTA

Según el artículo 1443 del Código Civil, un contrato es consensual cuan-


do se perfecciona por el solo consentimiento de las partes. En realidad,
todo contrato es necesariamente consensual, porque la base jurídica, el
fundamento racional del contrato es la voluntad o consentimiento de las
partes, sin el cual no hay vínculo jurídico contractual.
Pero, ocurre frecuentemente que, a más del consentimiento, se requie-
re para la validez de ciertos contratos, el cumplimiento de solemnidades o
la entrega misma de la cosa objeto del contrato, exigencias que no se re-
quieren en los contratos consensuales, que se perfeccionan desde que existe
el consentimiento de las partes, exento de vicios, emanado de personas
capaces de contratar, sobre un objeto determinado.
De allí que la ley los llame consensuales, porque es el mero consenti-
miento de las partes, manifestado sin formalidad de ninguna especie, el
que les da vida jurídica.
Pues bien, la compraventa es el tipo de los contratos consensuales. Basta
únicamente el acuerdo de las partes sobre la cosa y el precio para que se
perfeccione y nazcan los derechos y obligaciones que le son inherentes, sin
que para ello sea necesario que se entregue la cosa1 o el precio.2
Cuando el vendedor y el comprador han convenido en la cosa vendida
y en el precio, nace para aquél la obligación de entregarla y para éste la de
pagar dicho precio. Y la prueba que el contrato se perfecciona por ese
solo consentimiento la encontramos en el hecho de que aquél existe y
produce sus efectos, aun cuando posteriormente perezca la cosa vendida,
pues tal pérdida no exime al comprador de su obligación de pagar el
precio. Si el contrato se perfeccionara por la entrega de la cosa, es eviden-
te que pereciendo ésta antes de ser entregada, no habría contrato.
La cosa vendida es el objeto de la obligación y no del contrato, porque
este sólo produce derechos y obligaciones, en atención a los cuales han
contratado las partes. Por consiguiente, desapareciendo el objeto de la
obligación no tiene por qué desaparecer aquél, desde que si ésta existió es
porque el contrato ha existido necesariamente.
En efecto, el contrato nació a la vida del derecho y generó las obligacio-
nes que le son propias a su naturaleza jurídica. Desde ese instante, cada
obligación adquiere una vida independiente y separada del contrato que la
creó, de modo que su existencia y su extinción no afectan en nada a aquél.
La cosa vendida, que constituye el objeto de la obligación del vende-
dor, no tiene ya relación alguna con el contrato; vivió para que pudiera
nacer la obligación del vendedor. Creada ésta por la perfección de la ven-
ta, la cosa deja de influir en la existencia del contrato para influir sólo en
la de la obligación. De ahí que pereciendo ella no se extinga el contrato
sino únicamente la obligación del vendedor.

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo V, sec. 1ª, pág. 400 (considerando 2º de la sen-

tencia de 1ª instancia confirmada por la Corte de Apelaciones de Valparaíso).


2 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VIII, sec. 1ª, pág. 432 (considerando 4º de la

sentencia de 2ª instancia).

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DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

En cambio, si la cosa fuera el objeto mismo del contrato, su pérdida


acarrearía la extinción de éste, desde que no hay vínculo jurídico sin obje-
to y con él se extinguirían todas las obligaciones a que dio origen.
Se ve, pues, que no es la entrega de la cosa la que perfecciona este
contrato; existe aun cuando tal entrega no se realice nunca, porque es el
consentimiento de las partes sobre la cosa y el precio lo que le da vida
jurídica.
Pero, no siempre el contrato de venta es consensual y aun cuando, de
ordinario, reviste ese aspecto, hay casos también en que, por excepción, es
solemne. En esos casos, que están taxativamente enumerados por la ley, la
compraventa requiere para perfeccionarse, a más del consentimiento de
las partes, el cumplimiento de ciertas solemnidades de las cuales depende
la existencia misma del contrato.
El carácter del contrato solemne puede también llegar a adquirirlo la ven-
ta aun sin que la ley lo disponga; esto ocurre cuando las partes convienen en
exigir para su validez ciertas solemnidades, como veremos más adelante.
Podemos sentar, en consecuencia, como regla general, que la venta es
un contrato meramente consensual, siendo solemne sólo cuando, por ex-
cepción, así lo dispone la ley o lo convienen las partes.

5. El contrato de venta, como que es un organismo vivo dentro del mundo


jurídico, requiere para su existencia, al igual que los demás contratos, cier-
tos requisitos o elementos que le dan vida, que lo hacen vivir, que constitu-
yen su esencia y que lo distinguen de los demás.
Sin ellos, la compraventa no podría existir; sin ellos no se concibe jurí-
dica ni materialmente el contrato de venta. Esos requisitos son tres: el
consentimiento, la cosa y el precio, consensus, res et pretium, como decían
los romanos.1
El consentimiento es la base de todo contrato, pero en los consensua-
les, como es la compraventa, tiene una importancia aun mayor.
La cosa, o sea el objeto que el vendedor está obligado a dar al comprador,
es esencial para la existencia de esta convención porque su ausencia importa-
ría la falta de objeto que, como sabemos, acarrea la nulidad del contrato.
El precio, o sea el dinero que el comprador da por la cosa vendida,
tampoco puede faltar por idéntica razón.
Ambos constituyen, al mismo tiempo, el objeto y la causa del contrato,
porque en los contratos bilaterales lo que es causa para una de las partes
es el objeto para la otra y viceversa. Así, en el contrato de compraventa, el
objeto del contrato para el vendedor es la cosa que vende y la causa, la
adquisición del precio que va a entregarle el comprador. En cambio, para
éste, el objeto del contrato es el precio y la causa, la adquisición de la cosa
que aquél, a su vez, se obliga a dar.

1 L AURENT, tomo 24, núm. 5, pág. 10; HUC, I, núm. 8, pág. 18; AUBRY ET RAU, V, pág. 2;

GUILLOUARD, I, núm. 7, pág. 14; BAUDRY-LACANTINERIE, núm. 17, pág. 11; TROPLONG, II,
núm. 6, pág. 16.

12
DE LA NATURALEZA DEL CONTRATO DE COMPRAVENTA

Estos tres requisitos son los esenciales en toda compraventa y la caren-


cia de uno de ellos no sólo hace del contrato un acto nulo sino inexisten-
te, porque no se concibe venta sin cosa o sin precio, de manera que el
contrato no sólo no existiría jurídicamente, sino que tampoco existiría
materialmente.
Además de estos requisitos propios, característicos, constitutivos del con-
trato de compraventa, hay otros que, sin ser inherentes a su naturaleza
jurídica y sin ser necesarios en absoluto para su concepción en el derecho
y en el hecho son, sin embargo, esenciales para su existencia por disposi-
ción expresa de la ley. Así ocurre con la escritura pública en ciertos casos,
en los que no hay contrato de venta mientras no se otorgue.
La solemnidad es generadora del contrato y su omisión produce su
inexistencia jurídica. Según esto, si una compraventa de bienes raíces se
otorga por escritura privada ese acto no vale ante la ley y se le reputa
como si no se hubiera celebrado jamás, aunque haya consentimiento en la
cosa y en el precio.
Hay también otros requisitos, fuera de los mencionados, que son nece-
sarios para la validez de este contrato y cuya omisión puede acarrear su
nulidad. Así ocurre con la capacidad de las partes, quienes, para realizar-
lo, a más de ser capaces para celebrar cualquiera otra convención, deben
serlo para celebrar éste, o sea, no deben hallarse comprendidas en las
prohibiciones legales establecidas para su celebración.
Finalmente, los mismos contratantes pueden establecer requisitos o for-
malidades especiales para la celebración del contrato, en cuyo caso, su
omisión puede impedir la celebración del acto o bien viciarlo de nulidad.
En resumen, podemos decir que son requisitos de la esencia del con-
trato de compraventa: el consentimiento, la cosa, el precio y la escritura
pública en los casos en que la ley la exige. Pero además de esos requisitos,
el contrato de compraventa para su completa validez, debe ser celebrado
por y entre personas a quienes la ley no haya prohibido su celebración,
esto es, debe ser efectuado con la debida capacidad y finalmente, como
dice Planiol “con todas las demás condiciones a las cuales las partes hayan
podido subordinar su consentimiento”.1

6. Nos corresponde estudiar ahora una de las cuestiones más importantes


a que da origen este contrato y que las legislaciones modernas han resuel-
to en dos formas diversas.
Nos referimos al carácter traslaticio que puede tener la compraventa.
Como acaba de decirse, dos sistemas se han establecido al respecto: el
que confiere a la compraventa carácter traslaticio de dominio y hace de
ella un título y un modo de adquirir; y el que la considera como un con-
trato productivo de obligaciones, o sea, como título únicamente e incapaz,
por lo tanto, de transferir por sí sola el dominio.

1 PLANIOL , Droit Civil, tomo II, núm. 1.354, pág. 460.

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DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Al primer sistema pertenecen los códigos francés e italiano. Al segundo,


que es la doctrina romana, pertenecen el nuestro, el alemán y el español.
Trataremos de estudiar detenidamente cada uno de estos sistemas para
hacer ver las conclusiones que de ellos se derivan y las cuestiones a que
pueden dar origen.

7. El Derecho Romano era muy formalista y no podía admitir ni aun con-


cebir que una simple creación jurídica, que un vínculo imaginario, como
era el contrato, pudiera transferir la propiedad.
Los romanos sólo aceptaban la transferencia de la propiedad mediante
la realización de actos materiales, tales como la mancipación, la tradición,
la in jure cessio, etc. Y aun para la transmisión de la propiedad en caso de
muerte de un individuo era menester la celebración de actos que demos-
traran visiblemente esta transmisión.
No otra cosa era el testamento per oes et libram, que consistía en una
entrega material que el paterfamilias hacía de sus bienes al heredero; sólo
así podía éste, según el formulismo romano, llegar a disponer de bienes
que no había adquirido por otros medios. Reconocían los romanos que el
heredero sucedía al difunto en todos sus bienes; pero no alcanzaban a
explicarse la manera como se operaba esa transmisión y para darse cuenta
de ella, exigían esa solemnidad material y visible. Si estas formalidades se
exigían para un acto que la misma ley romana aceptaba como perfecta-
mente realizable y posible, como era la transmisión del patrimonio del
difunto a sus herederos, puesto que permitía y reconocía la sucesión ab-
intestato, ¿podrían aceptar que un simple vínculo moral, imperceptible por
los sentidos, pudiera transferir la propiedad, que sólo podía llegar a adqui-
rirse por hechos que claramente manifestaran que el individuo se hacía
dueño del bien transferido?
De aquí que los romanos para transferir el dominio entre vivos crearan
varias solemnidades. La más antigua era la mancipación que consistía en
tomar una cosa, declarando que se entendía adquirirla conforme al dere-
cho de los Quirites y pagando el precio convenido. El acto debía celebrar-
se en presencia de cinco testigos y de un libripens.
Más tarde nació la tradición que era la entrega material de la cosa
hecha de mano a mano. Del mismo modo, la usucapión consistía en ocu-
par un bien durante cierto número de años.1
Todos estos actos eran actos materiales que permitían apreciar por los
sentidos la adquisición y transferencia del dominio.
El contrato no era un acto material, no podía percibirse por la vista;
era una creación puramente intelectual, incapaz, por lo tanto, de transfe-
rir la propiedad.
Los romanos, al aceptar la existencia de los contratos, no pudieron
dejar de reconocer al mismo tiempo que aquella sólo podía seguir transfi-
riéndose por actos materiales. Por eso reconocieron que los contratos pro-

1 C UQ, Institutions Juridiques des Romains, tomo I, pág. 86.

14
DE LA NATURALEZA DEL CONTRATO DE COMPRAVENTA

ducían obligaciones únicamente, pero que en ningún caso transferían el


dominio.
La jurisprudencia romana aceptó que los hombres contrajeran obli-
gaciones por su sola voluntad y denominaron contrato a ese vínculo obli-
gatorio voluntario. Los contratos producían en Derecho Romano meras
obligaciones, creaban vínculos especiales entre las partes, que tenían el
carácter de deudor y de acreedor, pero nunca el de tradente y adquiren-
te.
Así, pues, los contratos del Derecho Romano creaban obligaciones, pero
en ningún caso fueron suficientes por sí solos para operar la transferencia
de la propiedad. La compraventa, como que era un contrato, no podía
transferir el dominio y daba solamente al acreedor, que en el tal caso se
llamaba comprador, el derecho de exigir del vendedor la entrega de la
cosa. El comprador tenía por el contrato de compraventa un título que lo
habilitaba para adquirir posteriormente el dominio de la cosa, que sólo
adquiría mediante la realización de uno de los actos materiales a los cuales
esa legislación atribuía tal efecto.
Para que el comprador llegara a ser dueño de la cosa vendida necesita-
ba ejecutar dos actos: la compraventa y el acto material de la transferencia
del dominio o, en términos generales, la tradición de la cosa vendida.
Sólo en virtud de ese proceso jurídico llegaba a hacerse dueño de la
cosa vendida. Antes que la tradición se realizara, el comprador no era
reputado tal, sino acreedor de una obligación de dar. El vendedor no
estaba obligado a hacer propietario al comprador, sino únicamente a
poner la cosa a su disposición, es decir, a procurarle una posesión útil y
durable. 1
El comprador adquiría la propiedad de la cosa, por la tradición o por
la usucapión, pero nunca por el contrato mismo.
De aquí resultaba que podía venderse válidamente una cosa ajena. Como
el vendedor no estaba obligado a transferir el dominio, sino que su única
obligación era proporcionarle la cosa al comprador, sucedía que fuera o
no dueño de la cosa, podía siempre entregársela y cumplía de este modo
con su obligación, que, como hemos visto, terminaba allí.
No obstante aquello, los romanos aplicaron al contrato de venta el
principio de que el riesgo del cuerpo cierto cuya entrega se debe es a
cargo del acreedor, principio que, a mi juicio, se hallaba en pugna con el
carácter meramente productivo de obligaciones y no traslaticio de domi-
nio que atribuían a la compraventa. Efectivamente, dice Ortolan, “inde-
pendientemente de las obligaciones del vendedor y del comprador, hay
otro efecto importante de la venta, cual es, que inmediatamente que se
hace perfecta y aun antes de la tradición, la cosa, en cuanto a los peligros
que puede correr, lo mismo que en cuanto a las eventualidades de produc-

1 ORTOLAN, Instituciones de Justiniano, tomo II, pág. 334; MAYNZ , Cours de Droit Romain, tomo

II, pág. 208; RUBEN DE COUDER, Droit Romain, II, pág. 189; SERAFINI, Instituciones de Derecho Roma-
no, tomo II, pág. 143.

15
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

to y acreción de que sea capaz, se considera en todos éstos de cuenta y


riesgo del comprador”.1
En realidad, es un absurdo considerar que los riesgos que pueda sufrir
la cosa sean de cargo del comprador. Si éste no es dueño de la cosa vendi-
da en tanto no adquiere el dominio por la tradición u otro medio análogo
y si según un antiguo principio romano las cosas perecen para su dueño,
¿cómo entonces, puede perecer la cosa vendida para el comprador, cuan-
do éste aún no es dueño de ella? Nuestra modesta opinión en esta materia
concuerda con la de un distinguido jurisconsulto, Baudry-Lacantinerie,
quien dice que la solución que el Derecho Romano dio a la teoría de los
riesgos en el contrato de venta “no es ni jurídica, ni racional, ni equitati-
va”.2 No estamos, pues, tan descaminados cuando decimos que la doctrina
de los riesgos en ese Derecho es un absurdo.
Lo lógico y razonable dentro del criterio romano de la compraventa
habría sido establecer que los riesgos de la cosa vendida serían de cuenta
del vendedor hasta el momento en que éste se desprendiera del dominio
en favor del comprador.
En mi sentir, esta regla no tiene otra explicación, aparte de razones de
orden histórico que más adelante veremos, sino que los romanos alcanza-
ron a darse cuenta, en forma imperfecta si se quiere, del carácter traslati-
cio de dominio que podía tener la compraventa, como también de las
obligaciones de dar que creaba. Y por eso adoptaron un término medio,
dando al contrato de venta, en cuanto a los riesgos, los efectos propios de
un acto traslaticio de dominio y atribuyendo al comprador los que sufriera
la cosa a contar desde la celebración del contrato. Dentro de su riguroso
formulismo no podían destruir solemnidades tan estrictas para sustituirlas
por una simple concepción intelectual.
La aseveración que acaba de hacerse acerca de las causas que genera-
ron esta contradicción en los principios romanos, y que, en el fondo, no
obedeció sino a razones históricas y tradicionalistas, no es tan despreciable
si se considera lo que dice Cuq sobre el particular. Según él, los romanos,
aun cuando no aceptaban el carácter traslaticio de dominio de la venta,
no negaban, sin embargo, que su objeto fuera transferir la propiedad.3
Efectivamente, había en Roma ciertas ventas como la sub hasta que
transfería por sí sola la propiedad de la cosa al comprador sin necesidad
de tradición.4
Hay, sin embargo, autores como Maynz, Van-Wetter y otros que son
una gran autoridad en la materia, que explican en forma muy diversa el
carácter productivo de obligaciones que los romanos atribuyeron a la com-
praventa.

1 II, pág. 340.


2 Des obligations, I, núm. 424, pág. 464.
3 Tomo II, pág. 404.
4 C UQ, tomo II, pág. 222.

16
DE LA NATURALEZA DEL CONTRATO DE COMPRAVENTA

Maynz dice que la cuestión relativa a saber por qué los romanos se
limitaron a imponer al vendedor la obligación de entregar la cosa vendida
y no la de transferir la propiedad ha sido muy mal apreciada por los auto-
res, dirigiendo de este modo un reproche a los que sostienen que se debió
al formulismo romano. He aquí lo que al respecto expone el gran roma-
nista: “El enigma se explica fácilmente si se toma en cuenta el desarrollo
histórico de la sociedad romana. Imponiendo, en el origen, al vendedor la
obligación de transferir el dominio de la cosa vendida, se habría excluido
del comercio a todos los extranjeros, por la razón de que éstos eran inca-
paces de adquirir y con mayor razón de transferir el dominium ex iure Quiri-
tum. Para evitar este resultado inadmisible en el contrato de venta, ya que
éste más que cualquier otro, participaba del ius gentium, era necesario limi-
tar las obligaciones del vendedor a la tradición de la cosa, sin perjuicio de
agregar a esta simple entrega material todas las garantías que el caso exi-
gía. Entre los ciudadanos nada impedía a las partes que convinieran que la
tradición fuera precedida, acompañada o seguida de la mancipación. Pero
cuando un peregrinus intervenía en el contrato o cuando se trataba de co-
sas no susceptibles de mancipación se empleaban los medios que los pro-
gresos de la civilización no tardaron en descubrir”.1
Es posible que esta argumentación sea exacta; pero dado el carácter
formulista del Derecho Romano y el rigorismo con que exigía el cumpli-
miento de esas formalidades que, por lo demás, no abandonó ni aun en
los últimos tiempos de su existencia, no puede dudarse que si ese formu-
lismo y ese criterio riguroso no fueron la causa precisa e inmediata de
haberse considerado el contrato de compraventa únicamente como pro-
ductivo de obligaciones e incapaz de operar el traspaso del dominio, fue-
ron, por lo menos, bastante poderosas para contribuir a la creación de ese
aspecto en dicho contrato.
En fin, cualesquiera que hayan sido las causas que determinaron esa
concepción, lo cierto es que en el Derecho Romano el contrato de com-
praventa, como todo contrato, fue sólo un mero acto generador de obliga-
ciones y nunca un modo de adquirir la propiedad.

8. En la larga época que medió entre el derecho romano y la codificación


moderna, la rigurosa teoría de aquél se mantuvo invariable y todos los
cuerpos de leyes intermediarios dieron ese mismo carácter a la compra-
venta: así ocurrió con las Siete Partidas, la Novísima Recopilación, etc.
Fue en el siglo XVIII cuando las ideas empezaron a evolucionar en
este sentido. Algunos jurisconsultos franceses, como Bourjon y Argou, co-
menzaron a reconocer que la compraventa no sólo daba un título al com-
prador, sino que le transfería en el acto el dominio de la cosa.
Sin embargo, este nuevo y racional aspecto de la compraventa no se
presentaba con caracteres estables y firmes.

1 Cours de Droit Romain, tomo II, pág. 222.

17
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

No obstante las doctrinas de los tratadistas citados, había algunos, como


Pothier, que sostenían la doctrina romana: si bien es cierto que éste vacila-
ba entre ese criterio y el que entonces se diseñaba. Aunque reconocía que
el vendedor por el contrato de compraventa “sólo se obligaba a entregar
la cosa al comprador y a defenderla, una vez entregada, de todas las moles-
tias o hechos por los cuales se le impidiera poseerla, pero no a transferirle
la propiedad”,1 más adelante establecía, sin embargo, que “era de la esen-
cia del contrato de venta que el vendedor no retuviera el derecho de pro-
piedad de la cosa vendida, si era propietario, en cuyo caso estaba obligado
a transferirlo al comprador”.2

9. Fueron los redactores del Código Civil francés quienes sentaron defini-
tivamente, como dice Baudry-Lacantinerie, la nueva doctrina que consistía
en hacer del contrato de compraventa un acto traslaticio de dominio, o en
otras palabras, que el comprador adquiriera el dominio de la cosa vendida
por el solo hecho de celebrarse el contrato sin que para ello fuera necesa-
rio la tradición.
He aquí, en consecuencia, los dos sistemas entre los cuales se dividen
los códigos modernos y que estudiaremos en su aspecto positivo, tomando
como base del sistema romano, nuestro Código y como base del sistema
francés, el Código de Napoleón.

10. Nuestro Código Civil, al definir en su artículo 1793 la compraventa,


expresa únicamente las obligaciones que ambas partes contraen por el
contrato y que son las que lo constituyen en su esencia, como dijimos.
Pero dicha definición no dice nada, absolutamente nada, sobre si el ven-
dedor está o no obligado a transferir el dominio de la cosa vendida al
comprador.
Sin embargo, si nos fijamos detenidamente en las palabras que esa
definición emplea, podremos ver que la ley habla de “obligarse a dar una
cosa”, frase que, en realidad, encierra una idea mucho más comprensiva
que la que tiene el contrato de compraventa, por lo que respecta a la
obligación del vendedor.
En efecto, según el artículo 1548 del Código Civil “la obligación de dar
contiene la de entregar la cosa”, de donde se desprende que la obligación de
dar lleva envuelta la de entregar la cosa. Luego, una y otra significan algo
muy diverso y producen también efectos diversos.
La obligación de dar significa transferir el dominio o la propiedad y es
una obligación que sólo puede contraer quien es dueño de la cosa.
La obligación de entregar, por el contrario, no transfiere el dominio
de la cosa; puede contraerla quien no es dueño de ella, desde que signifi-
ca el hecho de pasar la tenencia de una mano a otra.

1 III, núm. 1, pág. 1.


2 Idem.

18
DE LA NATURALEZA DEL CONTRATO DE COMPRAVENTA

En resumen, dar, en el sentido jurídico, es transferir el dominio; y entre-


gar, es traspasar la tenencia de una cosa. En el hecho, toda obligación de
dar comprende la de entregar, ya que la manera de ejecutar la obligación
es entregando la cosa materia de ella; pero, no toda obligación de entre-
gar lleva envuelta la obligación de dar.
Fluye de lo expuesto que cuando la ley dice que el vendedor se obliga
a dar una cosa, parece que hubiera querido expresar que el vendedor
transfiere el dominio de la cosa vendida, siendo que, en realidad, su obli-
gación es sólo la de entregar, puesto que en nuestro derecho no está obli-
gado a hacer propietario al comprador, sino a proporcionarle la cosa. La
obligación que realmente contrae el vendedor es la de entregar la cosa y
así se desprende del contexto de las demás disposiciones legales, tales como
las que permiten la venta de cosa ajena, las que señalan las obligaciones
del vendedor, etc.
Sin duda alguna, fue un error del legislador emplear la expresión dar
en vez de entregar, que habría indicado con más propiedad el verdadero
carácter que en nuestra legislación tiene la compraventa.
Pero si de las expresiones empleadas en la definición parece despren-
derse que la compraventa tiene carácter traslaticio de dominio, del con-
texto de las demás disposiciones legales aparece en forma indubitable su
aspecto meramente productivo de obligaciones.
El Código siguió en esto la doctrina romana paso a paso y no se atrevió
a hacer del contrato de compraventa un modo de adquirir el dominio.
Este contrato, como todos los demás, es productivo de obligaciones.
De él nacen únicamente obligaciones personales entre los contratantes.
Por consiguiente, el efecto que produce la compraventa en nuestro dere-
cho no es transferir el dominio, sino dar al comprador un título que lo
habilite para adquirirlo. El comprador, en virtud del contrato, tiene dere-
cho para exigir del vendedor que le entregue la cosa comprada; puede
exigirle que cumpla esa obligación, mas no que lo haga propietario. Aquél
viene a adquirir ese dominio, en virtud de la tradición o de la prescrip-
ción, según los casos. “Mientras ésta (la tradición) no se verifica, decía el
mensaje, un contrato puede ser perfecto, puede producir obligaciones y
derechos entre las partes, pero no transfiere el dominio, no transfiere nin-
gún derecho real, ni tiene respecto de terceros existencia alguna”.
De lo dicho se infiere que en nuestro Código, para que el comprador
llegue a adquirir en virtud del contrato de compraventa el dominio de la
cosa vendida, necesita ejecutar dos actos consecutivos, esto es, debe haber
título y modo de adquirir. Sólo por la coexistencia de esos dos elementos
puede el comprador llegar a ser dueño de la cosa y mientras no ejecute
ese proceso jurídico el dominio no se radicará en sus manos. Para que el
comprador llegue a ser propietario de la cosa vendida necesita: 1º celebrar
el contrato de venta, que hace nacer la obligación de entregarle la cosa
vendida, o sea, le da el título que lo habilita para adquirir el dominio; y 2º
la tradición, que es el modo de adquirir el dominio y que sirve para ejecu-
tar y cumplir aquella obligación, tradición que se efectuará en conformi-
dad a las disposiciones que la rigen.

19
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Esos dos actos, el que da nacimiento a la obligación y el que sirve para


ejecutarla son los que debe realizar el vendedor para transferir el dominio
al comprador.
Consecuencia de este carácter que nuestra ley asigna al contrato de
compraventa es la validez del contrato de venta de cosa ajena. Más de
alguien se preguntará ¿cómo puede venderse lo ajeno si el dueño no con-
siente?
En realidad, dentro del criterio vulgar cualquiera personas cree, y
con razón, que el vendedor debe ser dueño de la cosa que vende, pues-
to que el comprador va a hacerse propietario de lo comprado. El vulgo
piensa que es el contrato de compraventa lo que da el dominio y diaria-
mente se oye decir que el medio de tener algo y de ser dueño de una
cosa es comprándola. Para estas personas es inaceptable que lo ajeno
pueda venderse, ya que nadie puede disponer de una cosa que no le
pertenece.
La lógica está con ellas, ciertamente, y sus observaciones, nacidas del
sentido común, van a herir con fuerza la estrictez del principio legal que
viene a violar un hecho que la práctica y la razón aceptan como el único
verdadero.
Pero tal objeción y tal extrañeza no pueden surgir de parte de aquellos
que conocen el Derecho. En efecto, el contrato de compraventa, como se
dijo, queda perfecto desde el momento en que las partes han convenido
en la cosa y en el precio. En virtud de ese hecho nacen las obligaciones y
derechos propios del contrato, que son los únicos efectos que produce.
Hasta allí llega la virtud creadora del contrato; su poder generador se
detiene en el momento en que el vendedor se obliga a entregar la cosa y
el comprador a pagar el precio.
La obligación del vendedor es esa: entregar la cosa, sin que tenga obli-
gación de hacer propietario al comprador. Este adquiere la propiedad por
la tradición. Si el vendedor no tiene más obligación que la anotada es
claro que el contrato puede existir jurídicamente porque nada importa
que más tarde el vendedor pueda o no cumplirla.
Los efectos del contrato, o sea, la creación de obligaciones, son posibles.
Una vez realizado ese objeto el contrato nace y existe ante el Derecho.
El vendedor verá después cómo debe cumplir su obligación y sólo cuan-
do llegue la realización del segundo acto necesario para radicar el domi-
nio en manos del comprador, vendrá a saberse si puede o no ejecutarla. El
hecho que la obligación no pueda cumplirse, es decir el hecho que la cosa
vendida no pueda entregarse, no impide la formación del contrato, por-
que la cosa no es el objeto de éste, sino de la obligación que nació y tuvo
existencia jurídica, aun cuando su realización sea después imposible.
Si el vendedor se obligara a transferir el dominio o si el contrato de
compraventa fuera traslaticio de la propiedad, esa venta sería nula, porque
estando el vendedor obligado a transferir el dominio y pudiendo transfe-
rirlo sólo el que es dueño, resultaría que aun cuando la venta se celebrara
el contrato no podría subsistir, desde el momento que no produciría los
efectos que le son propios. Por lo tanto, dentro de nuestro Código, el

20
DE LA NATURALEZA DEL CONTRATO DE COMPRAVENTA

vendedor puede obligarse a entregar una cosa ajena y el contrato de venta


que sobre ella realiza es perfectamente válido.
Resulta también del principio adoptado por nuestro Código que una
vez celebrado el contrato de venta, si no se ha efectuado la tradición de la
cosa, aquél no da al comprador el carácter de propietario ni respecto del
vendedor ni respecto de terceros. Es únicamente acreedor de una obliga-
ción de entregar, sin que pueda oponer ese contrato ni contra el vendedor
ni contra los terceros que reclamen el dominio de la cosa. Este lo adquiri-
rá por la tradición; antes de que ésta se efectúe solo está en situación de
poder adquirirlo.
En el sistema contrario, una vez perfeccionada la venta entre las par-
tes, se transfiere la propiedad al comprador; quien desde ese momento,
asume, al menos entre ellas, el papel de propietario.
Cabe ahora esta pregunta; ¿si dentro de nuestra ley el comprador es
propietario una vez que adquiere el dominio mediante la tradición, por
qué, sin embargo, los riesgos de la cosa vendida son de su cuenta desde
que se perfecciona el contrato de venta? Porque es un acreedor de cuerpo
cierto y según el artículo 1550 del Código Civil los riesgos de aquél son de
su cargo.
Como lo hicimos notar, éste es un absurdo evidente. No comprende-
mos cómo la ley para ciertos efectos da al comprador el carácter de pro-
pietario y se lo niega para otros. Este principio está muy bien en el Código
francés, en donde el comprador se hace dueño de la cosa desde que se
celebra el contrato sin que para ello sea necesario la tradición; pero no en
el nuestro que no acepta esta doctrina.
Es un consabido y antiguo aforismo legal que las cosas perecen para su
dueño, calidad que el comprador no adquiere, entre nosotros, sino una
vez que se le haga tradición de la cosa. Sin embargo, la misma ley lo consi-
dera como dueño para el efecto de determinar quién sufre los riesgos de
la cosa vendida, desde el momento mismo en que se celebra la venta,
haciendo de este modo de dicho contrato un verdadero modo de adquirir
por lo que respecta a esa determinación.
Lo lógico sería que los riesgos fueran a cargo del vendedor hasta que
éste transfiriera el dominio al comprador, o sea, que éste sufra los riesgos
de la cosa desde el instante en que se haga su propietario. Así lo sostenían
Puffendorf y Barbeyrac y dentro de la justicia y de nuestros principios
legales esa y no otra debería ser la verdadera doctrina en esta materia. El
artículo 446 del Código Civil alemán consagra este principio, no obstante
haber adoptado en materia de venta la doctrina romana, esto es, que no
transfiere el dominio y sólo crea a favor del comprador una acción para
exigir su transferencia. Más adelante explicaremos a qué se debió, a nues-
tro juicio, la contradicción en que en este punto incurrió nuestro Código,
a pesar que cuando se dictó ya estaba enteramente definido el nuevo ca-
rácter que se atribuía al contrato de venta.
Existe también en el Código Civil una disposición que habla de la cláu-
sula que puede consignarse en el contrato de compraventa en orden a no
transferirse el dominio sino en virtud de la paga del precio. Esta disposi-

21
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

ción no se aviene tampoco con el principio general que rige en materia


del contrato de compraventa, por cuanto éste no transfiere el dominio. Y
como la propiedad sólo viene a adquirirse por la tradición, resulta que si
ésta se ha efectuado, el comprador la adquirió, aun cuando no se haya
pagado el precio, no obstante cualquiera reserva en contrario, porque el
efecto inmediato de ese modo de adquirir es dar el dominio al adquirente
que en este caso es el comprador. De allí que tal cláusula no pueda produ-
cir otros efectos que los que señala el artículo 1874, que son, dar al vende-
dor el derecho de exigir la resolución de la venta o el pago del precio.
Una disposición de esta naturaleza está de acuerdo y corresponde al
criterio del Código francés. Desde que en él el dominio se transfiere por
el solo consentimiento de las partes, claro está que éstas pueden limitar o
restringir los efectos que de ordinario produce su convención.
Las materias relativas a la venta de cosa ajena, a los riesgos de la cosa
vendida y a la cláusula citada que puede consignarse en el contrato de
compraventa serán estudiadas más detenidamente en su parte respectiva.
Aquí las hemos mencionado con el objeto de hacer ver las consecuen-
cias y contradicciones que el principio adoptado por nuestro Código ha
producido en lo referente a este contrato.
Después de lo expuesto, creemos haber dejado más o menos demostra-
do que entre nosotros el contrato de venta no es traslaticio de dominio y
que sólo produce meras obligaciones, en virtud de las cuales el comprador
tiene derecho para exigir que el vendedor le entregue la cosa vendida,
entrega que se realiza por la tradición en la forma que indica el Código
Civil. Es ésta la que opera la transferencia del dominio de la cosa vendida
y no el contrato de compraventa, que sólo da al comprador una acción
personal contra el vendedor para exigirla y mientras no se realice, aquél es
un acreedor de cuerpo cierto.
Las ideas anteriormente expuestas se encuentran consignadas también
en un considerando de una sentencia de la Corte Suprema que dice:
“6º. Que la venta de bienes raíces otorgada por escritura pública aunque se reputa
perfecta ante la ley, no produce por sí sola el efecto de transferir el dominio de la cosa
vendida, pues únicamente da acción para reclamar la entrega o tradición con arre-
glo al artículo 1824 del Código Civil”.1
Sobre este principio está construido entre nosotros todo el edificio jurídi-
co denominado contrato de compraventa y sólo si se comprende bien este
fundamental principio puede explicarse en forma satisfactoria el porqué de
muchas de nuestras disposiciones sobre esta materia y el verdadero alcance
que tienen, como también el verdadero valor de muchos actos a que el con-
trato de venta da origen y que a menudo son fuente de arduas discusiones.

11. El Código alemán, aunque dentro de su nuevo método y doctrina,


contiene disposiciones análogas al nuestro. Según él, no es el contrato de

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VIII, sec. 1ª, pág. 433. Véase en el mismo senti-
do, sentencia 2.608, pág. 1083, Gaceta, 1878.

22
DE LA NATURALEZA DEL CONTRATO DE COMPRAVENTA

compraventa el que transfiere el dominio, sino la tradición o entrega de la


cosa, tratándose de muebles, y la inscripción en un registro, previa decla-
ración del acuerdo de voluntades del vendedor y del comprador, si se trata
de inmuebles.
El artículo 433 de ese Código establece que el contrato de venta pro-
duce dos obligaciones respecto del vendedor: entregar la cosa vendida al
comprador y transferirle la propiedad. Planiol dice que de estas obligacio-
nes una es secundaria y que, por lo tanto, debe optarse entre ambas.1 En
realidad, el Código alemán, sin apartarse de la doctrina romana, deja en-
trever que el verdadero objeto de la venta es transferir el dominio, aun
cuando no le reconoce la virtud de operar ese traspaso, limitándose a obli-
gar al vendedor a efectuarlo. De modo que, mirado este contrato desde el
punto de vista de los efectos que produce, vemos que crea obligaciones,
que no basta por sí solo para operar la transferencia del dominio.
El vendedor cumple su obligación de entregar y de transferir el domi-
nio ejecutando actos independientes y ajenos al contrato de venta, únicos
capaces de transferirlo según el Derecho alemán.
Por ese motivo es válida en esa legislación la venta de cosa ajena, aun
cuando las disposiciones que la rigen no se hallan consignadas en el título
de la compraventa, sino que tienen un carácter general aplicable a toda
enajenación.
El Código alemán en materia de riesgos de la cosa vendida es mucho
más lógico que el nuestro, pues, como vimos, son de cargo del comprador
sólo desde el momento en que se efectúa la tradición de la cosa (art. 446).

12. El Código de Napoleón, aun cuando reconoció y estableció de un modo


indiscutible el carácter traslaticio de dominio del contrato de compraven-
ta, lo definió, sin embargo, de tal manera que si, como dicen los comenta-
ristas franceses, esa definición hubiera figurado aislada en el Código sin
otros preceptos que la explicaran, habría dado a la compraventa el mismo
carácter que le atribuían los romanos.
En efecto, el artículo 1582 de ese Código dice: “La venta es una con-
vención por la cual uno se obliga a entregar una cosa y el otro a pagarla”.
Esa definición, según Planiol, hace creer que todavía nos encontramos
en la época romana cuando el vendedor no se obligaba a transferir la pro-
piedad. En realidad, no significa ni expresa en forma alguna que la venta
sea un contrato traslaticio de dominio, pues ni siquiera emplea la palabra
dar, que envuelve ese carácter, sino la de entregar que se refiere a proporcio-
nar la tenencia de la cosa.
Pero hay, sin embargo, en el Derecho francés, otras disposiciones que
desenvuelven la nueva idea que este Código establecía y son la que prohí-
be o declara nula la venta de cosa ajena y la que establece que “la obliga-
ción de entregar se perfecciona por el solo consentimiento de las partes
contratantes; y hace al acreedor propietario de la cosa”.

1 PLANIOL , tomo II, núm. 1.353, pág. 459.

23
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Según el Código Civil francés la propiedad de los bienes se adquiere y


se trasmite, dice el artículo 711, entre otros medios, por el efecto de las
obligaciones.
Según esto, un modo de adquirir el dominio son las obligaciones, o
sea el consentimiento de las partes contratantes. De aquí, que cuando las
partes contraen una obligación de entregar, basta que ambas se pongan
de acuerdo para que el acreedor se convierta en propietario de la cosa
entregada, en virtud de una ficción jurídica que hace que la tradición se
opere por el solo consentimiento.
Basta, pues, el acuerdo de voluntades para que la obligación de transferir
el dominio se repute ejecutada inmediatamente; la tradición que viene des-
pués, como dice Baudry-Lacantinerie, no tiene por objeto hacer propietario
al adquirente sino únicamente ponerlo en situación de servirse de la cosa.1
Si aplicamos estos principios al contrato de compraventa encontramos
que la obligación del vendedor es entregar la cosa, obligación que, según
lo dicho, se considera ejecutada, es decir, transfiere el dominio, desde el
momento en que las partes se ponen de acuerdo en la cosa y en el precio.
Por lo tanto, celebrado el contrato de compraventa y contraídas las obliga-
ciones que corresponden a cada contratante, por ese solo hecho el com-
prador adquiere el dominio de la cosa vendida y pasa a ser su propietario
sin necesidad de tradición ni de otro acto semejante.
Es el consentimiento de las partes el que en este caso opera el traspaso del
dominio. Es su acuerdo de voluntades sobre la cosa y el precio lo que perfec-
ciona la venta entre aquéllas y lo que da al comprador la propiedad de la
cosas vendida, aunque ésta no se haya entregado, ni el precio pagado (1583).
Dice Ricci a este respecto: “En los contratos, así se dice en el artículo
1125 del Código italiano, que tienen por objeto la transmisión de la pro-
piedad o de otros derechos, la propiedad o el derecho se trasmite y se
adquiere por efecto del consentimiento legítimamente manifestado y las
cosas quedan de cuenta y riesgo del adquirente, aunque no se haya verifi-
cado la tradición de ellas”.2
Tanto en el Código francés como en el Código italiano, que sea dicho
de paso, no es sino una reproducción de aquél, es la voluntad de las partes
la que opera la transferencia del dominio.
Grocio y Puffendorf fueron quienes formularon el principio indicado
relativo a que la propiedad se transfiere por el efecto de la convención.
Decían que era innecesario exigir un acto material como la tradición para
efectuar la transferencia de la propiedad que es un derecho y, por lo tanto,
una cosa incorporal.3 El argumento es poderoso y no se concibe dentro de
los principios de la ciencia jurídica moderna que la propiedad pueda trans-
ferirse sólo por actos materiales que, por lo demás, no sirven sino para exte-
riorizar lo que intelectualmente han convenido los contratantes. Se explica

1 Des obligations, I, núm. 364, pág. 412.


2 RICCI, Derecho Civil, tomo 15, núm. 96, pág. 230.
3 B AUDRY -LACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 364, pág. 411.

24
DE LA NATURALEZA DEL CONTRATO DE COMPRAVENTA

que los primitivos romanos, espíritus toscos y desprovistos de concepciones


inmateriales, no aceptaran esta doctrina y necesitaran percibir por los senti-
dos todos los hechos, aun aquellos que por su naturaleza son una creación
del hombre, como es el derecho de propiedad y su transferencia; pero hoy
día no tiene explicación posible, si no es otra que la tradición histórica.
Nada más racional que el mero consentimiento de las partes transfiera
el dominio; por lo demás, es lógico y está de acuerdo con la realidad el
carácter que el Derecho francés da a la compraventa.
La gran diferencia que existe entre el Derecho chileno y el francés a
este respecto consiste, pues, en que la compraventa nuestra sólo produce
obligaciones, en virtud de una de las cuales el vendedor se obliga a entre-
gar al comprador la cosa vendida, cesando allí su primera obligación. El
comprador no se hace dueño de la cosa, sino que tiene un título para
exigir que el vendedor se la entregue, cuyo dominio vendrá a adquirir por
la tradición.
En el Derecho francés, el contrato mismo de compraventa tiene por
objeto transferir el dominio. En virtud de ese contrato, que da origen a una
obligación que una vez perfeccionada importa traspaso de la propiedad, el
comprador llega a ser dueño de la cosa sin necesidad de un acto posterior.
Mientras entre nosotros se requieren dos actos para que el comprador
adquiera el dominio de la cosa comprada: contrato y tradición, en el Dere-
cho francés basta uno: el contrato, que es a la vez título y modo de adquirir.
De aquí que, según esta doctrina, debiera definirse el contrato de com-
praventa diciendo que es aquél por el cual una de las partes transfiere a la
otra el dominio de la cosa, quien a su vez, se obliga a pagar su valor en
dinero.
Sólo una definición de esta especie puede dar una idea precisa del
contrato de venta concebido en su nuevo aspecto de modo de adquirir;
porque ella da a entender en forma evidente que es el contrato de venta
el que opera inmediata e independientemente de todo hecho posterior,
como dice Marcadé, el traspaso de la propiedad.
Si se dijera que la venta es un contrato por el cual una de las partes
se obliga a transferir el dominio de una cosa, tampoco se indicaría el
verdadero efecto del contrato: tal definición parecería exigir siempre una
sucesión de hechos que, aunque no fueran necesarios, harían incurrir
en más de algún error. Según esta definición, tendríamos primero la
obligación creada por el contrato y en seguida la ejecución de esa obliga-
ción; y esto es contrario a la naturaleza que a aquél le atribuye el Dere-
cho francés en el que la venta misma transfiere el dominio y se reputa
perfecta desde que los contratantes han convenido en la cosa y en el
precio. Hay, en suma, un solo acto que crea la obligación y que traspasa
el dominio. Por eso la definición que se ha dado más arriba es la única
que concuerda con la verdadera naturaleza del contrato de venta según
la doctrina francesa. Y aunque el traspaso del dominio sea la consecuen-
cia de la obligación que se impuso el vendedor, ésta se halla comprendi-
da en la transferencia misma, ya que dicha transferencia no es sino el
resultado de la obligación, que, como sabemos, sirve para transferir la

25
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

propiedad, según el artículo 711 del Código Civil francés. Además nada
importa no definir el contrato expresando las obligaciones que produce,
porque aparte de ir comprendida en el hecho de la transferencia, que es
el resultado final de la obligación de entregar, va subentendida en la
palabra contrato que, como sabemos, es uno de los actos jurídicos que
crean obligaciones.
Guillouard,1 Laurent,2 Baudry-Lacantinerie,3 Planiol,4 Marcadé,5 Huc,6 etc.,
sólo aceptan definiciones análogas a la indicada como las únicas compatibles
con el carácter que al contrato de venta atribuye el Derecho francés.
El carácter traslaticio de dominio que se da al contrato de venta trae
como consecuencia que, dentro del sistema que acepta esa doctrina, la ven-
ta de cosa ajena es nula. Siendo el objeto del contrato la transferencia del
dominio y pudiendo transferirlo sólo el que lo tiene, es indudable que aquel
que no es dueño de una cosa no puede obligarse a transferirla. En el Dere-
cho francés la obligación del vendedor y el efecto mismo del contrato es
transferir la propiedad de la cosa; por lo tanto, si aquél no tiene ese domi-
nio hay una imposibilidad jurídica para la validez de la convención. De ser
así, la venta no puede producir el efecto propio de ella y en tal caso adolece
de nulidad. Marcadé se expresa al respecto en los términos siguientes: “Pero
hoy que vender es operar inmediatamente el traspaso de la propiedad, es
claro que, por la fuerza misma de las cosas, yo no puedo vender lo que no
me pertenece, aquello cuya propiedad no tengo, pues no se habrá transmiti-
do a otro el derecho que no se tiene por sí mismo”.7
Antes de concluir esta materia conviene dejar establecido que aun cuan-
do la venta en el Código francés transfiere el dominio de la cosa al com-
prador, este efecto sólo lo produce entre las partes. Respecto de terceros,
éste no es dueño de la cosa mientras no se efectúe la transcripción del
contrato, si se trata de inmuebles y mientras no tenga la posesión real, si se
trata de muebles.8

13. Aceptado el principio que la venta transfiere por sí sola el dominio de


la cosa vendida cabe preguntarse: ¿esa transferencia que opera el contrato
de compraventa es esencial en él de tal modo que si no la hay no puede
haber venta?
Son requisitos de la esencia del contrato aquellos que lo constituyen,
es decir aquéllos sin los cuales el contrato no existe o no puede existir
jurídicamente ni aun en su materialidad muchas veces. Así, si falta el pre-

1 Tomo I, núm. 5, págs. 10 a 13.


2 Tomo 24, núm. 2, págs. 6 y 7.
3 De la vente, núm. 15, pág. 10.
4 Tomo II, núm. 1.353, pág. 459.
5 Tomo VI, pág. 150.
6 Tomo X, núm. 3, pág. 11, in fine.
7 Tomo VI, pág. 212.
8 B AUDRY -LACANTINERIE, núm. 16, pág. 10.

26
DE LA NATURALEZA DEL CONTRATO DE COMPRAVENTA

cio, la cosa o el consentimiento no hay contrato, porque carece de un


órgano o elemento sin el cual no puede formarse.
En cambio, si el vendedor no se obliga a transferir el dominio en el
contrato de venta, éste siempre existe, porque hay cosa, precio y consenti-
miento. Sólo se ha variado el efecto de las obligaciones de las partes. Trans-
fiérase o no el dominio al comprador hay contrato, en todo caso, porque
nacieron las obligaciones que le son inherentes.
Aun hay más, en el Derecho francés la venta de cosa ajena es nula,
como se ha visto, pero puede ocurrir que esa venta llegue a realizarse.
Según la ley francesa la nulidad que en tal caso afecta al contrato es relati-
va, porque únicamente una de las partes puede hacerla valer. Resulta, en-
tonces, que si el interesado no deduce la acción de nulidad, el contrato
queda perfecto y exento de todo vicio una vez transcurrido el plazo de
prescripción, lo que demuestra que no es inexistente sino anulable.
Por esto, como dice Ricci, “si en la compraventa de cosa ajena es imposi-
ble que el vendedor pueda transferir el dominio al comprador, puesto que
nadie puede dar a otro lo que él no tiene; si por consiguiente, esa venta existe
jurídicamente, aunque no haya tenido por efecto transferir el dominio, es
evidente que el legislador no puede considerar la transmisión de la propiedad
como una condición indispensable para la existencia de la compraventa”.1
Además, para que el contrato de compraventa opere la transferencia
de la propiedad es necesario que tenga un objeto cierto y determinado,
porque si el objeto carece de esas condiciones no puede el vendedor trans-
ferir el dominio, desde que, según dice Baudry-Lacantinerie, “la idea de
transferencia no puede existir si no se sabe con toda precisión cuál es la
cosa transferida”.2
De aquí se desprende que cada vez que el contrato de venta recae sobre
cosas in genere, es decir sobre cosas indicadas sólo por su cantidad y por su
especie, no transfiere el dominio y el comprador no lo adquiere, teniendo
únicamente el derecho de exigir del vendedor la entrega de la cantidad
prometida en la especie señalada y vendrá a ser propietario de ellas cuando
se individualicen. Así lo dispone el artículo 1585 del Código francés.
¿Puede aceptarse como elemento esencial del contrato de compraven-
ta un hecho o requisito cuya falta en nada desnaturaliza su constitución
misma? Inútil nos parece la respuesta.
Finalmente, puede ocurrir que las mismas partes convengan en que el
vendedor se reserve el dominio durante cierto tiempo; en tal caso éste se
transfiere al comprador después que aquél haya transcurrido.
En la hipótesis propuesta el contrato de compraventa es perfectamen-
te válido y el único efecto que esa cláusula produce es hacer de ese contra-
to un acto meramente productivo de obligaciones. El contrato produciría
todos los efectos que le son inherentes, salvo la restricción relativa a la
transferencia de la propiedad.

1 Tomo 15, núm. 97, pág. 232.


2 De la vente, núm. 12, pág. 9.

27
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Tal estipulación en nada viola las disposiciones legales que establecen


que el contrato queda perfecto y el dominio se transfiere por el solo con-
sentimiento de las partes. Siendo el hecho que opera la transferencia de la
propiedad el consentimiento, es lógico y posible entonces que esa misma
voluntad pueda retardar el efecto que va a producir.
Por otra parte, dice Ricci, la reserva del dominio que puede hacer el ven-
dedor no va a introducir un nuevo elemento en el contrato necesario para
transferir la propiedad, porque el tránsito de ella al comprador, una vez que
venza el término convenido para la reserva se efectuará por virtud del mismo
consentimiento, sin necesidad de ningún otro acto o documento.
De modo que las partes pueden suspender o retardar el principal efec-
to de la venta, la transferencia del dominio de la cosa vendida, efecto que
el contrato producirá siempre que las partes no digan nada al respecto y
siempre que el objeto del contrato sea preciso y determinado.
De aquí que la disposición que consagra nuestra ley en el artículo 1874
en orden a la reserva del dominio en poder del vendedor hasta que el
comprador pague el precio tenga perfecta y completa aplicación, como se
dijo, en el sistema del Código francés, en donde la propiedad se transfiere
por el contrato mismo y por la tradición como ocurre entre nosotros.
Siendo la tradición el modo de adquirir el dominio en nuestra legisla-
ción, es claro que una vez efectuada, el comprador adquiere ese dominio,
no obstante cualquiera reserva, en tanto que en el Derecho francés, sien-
do el consentimiento de las partes el que opera esa transferencia, pueden
establecer que no se efectúe en el mismo acto del contrato, sino una vez
vencido cierto plazo o cumplida una condición.
Si las partes pueden convenir y si la ley establece en ciertos casos que la
venta no transfiere el dominio en el acto mismo de perfeccionarse sino
posteriormente, sea una vez vencido cierto término o individualizado el ob-
jeto y si en tales casos el contrato no deja de producir efectos, es indudable
que la transferencia del dominio no es un requisito esencial del contrato de
venta. Si así fuera éste no podría existir o degeneraría en otro contrato
diferente en todos aquellos casos en que tal transferencia no se efectuara.
Hemos visto, además, que hay Códigos como el nuestro, que no le reco-
nocen ese carácter; y que hay otros que, aun reconociéndoselo, no hacen
inexistente la venta de cosa ajena aun cuando ésta no realice el objeto mis-
mo del contrato, al mismo tiempo que establecen que en ciertas ventas el
dominio no se transferirá sino una vez determinado el objeto vendido.
Esto demuestra que ese carácter puede faltar al contrato de venta sin que
deje de existir. Si esa falta puede ocurrir, es evidente que no es algo esencial
del contrato, puesto que éste no puede formarse si carece de alguno de los
requisitos que son de su esencia. En cambio, se entiende comprendido en el
contrato siempre que la ley o las partes no expresen lo contrario.
Es, por lo tanto, algo de la naturaleza del contrato pero no de su esen-
cia. Por eso su omisión no lo hace inexistente y por el mismo motivo el
silencio de la ley o de las partes al respecto, lo deja subentendido. He ahí
la razón por qué, según Baudry-Lacantinerie, el Código francés no ha defi-
nido la venta señalando su carácter traslaticio de dominio.

28
DE LA NATURALEZA DEL CONTRATO DE COMPRAVENTA

Pero debe dejarse bien establecido que no es ni la transcripción ni la


posesión según el caso lo que da la propiedad al comprador, sino el contra-
to mismo. Eso sí que para oponer a terceros el dominio que ha adquirido
por un contrato necesita ejecutar ciertos hechos que hagan saber a aquéllos
que se ha realizado la transferencia del dominio. Para los inmuebles se exi-
ge la transcripción a fin de mantener la estabilidad de la propiedad raíz.
Para los muebles no se requiere ningún acto especial, porque en mate-
ria de muebles, según se desprende del artículo 1141 del Código francés,
la posesión vale título.
Entre nosotros, según tendremos ocasión de estudiarlo con más deten-
ción en la parte pertinente, el contrato de venta no transfiere el dominio
al comprador ni respecto de las partes ni respecto de terceros. La única
manera de adquirir ese dominio y el único medio en virtud del cual puede
invocársele, es la tradición que, a más de transferirlo sirve para que el
comprador tenga los medios de poder oponerlo al vendedor y a cualquie-
ra otra persona. En cambio, en el Código francés, la tradición se efectúa
por el contrato mismo, es el contrato el que efectúa la transferencia de la
propiedad y la transcripción o entrega material no son sino los medios
que la ley da al comprador para oponer su dominio a los terceros.
Los autores están unánimemente de acuerdo en reconocer que la trans-
ferencia de la propiedad no es de la esencia del contrato, sino de su natura-
leza. Así, Guillouard dice: “La venta es por su naturaleza traslaticia de dominio
y el vendedor está obligado de derecho a efectuar esa transferencia, pero no
hay allí sino un efecto natural del contrato, no un efecto esencial y las partes
pueden derogarlo declarando formalmente que la propiedad no se transfe-
rirá al comprador sino después de cierto tiempo o a la llegada de cierta
condición, o más todavía, cuando el vendedor, que no es dueño de la cosa
al tiempo del contrato, haya podido tratar con el verdadero propietario del
objeto vendido o, en fin, cuando el comprador haya pagado el precio.
“Estas diversas soluciones, que nos limitamos a indicar por ahora, no
están en contradicción con el principio que acabamos de señalar. La venta
es, por su propia naturaleza, tal cual la han organizado los redactores del
Código, un contrato traslaticio de dominio y el vendedor es obligado a efec-
tuar esa transferencia; pero no es ésta una condición esencial del contrato
de venta, no hay nada de inmoral ni de ilícito en diferir la transferencia de
la propiedad y el principio de la libertad de las convenciones basta para
permitir a las partes esta derogación a los efectos ordinarios de la venta”.1

14. Resumiendo las diferencias que existen entre los dos sistemas anterior-
mente expuestos, podemos señalar las siguientes:

1 De la vente, I, núm. 6, pág. 13; HUC, X, núms. 3 y 4, págs. 9 a 13; LAURENT, 24, núm. 4,
pág. 9; AUBRY ET RAU, V, pág. 2, nota 1; BAUDRY-LACANTINERIE, núms. 11 a 14, págs. 8 a 10;
TROPLONG, I, núm. 4, págs. 5 a 16; MARCADÉ, VI, págs. 148 a 150; RICCI, 15, núm. 97, pág. 231;
LACROIX, III, págs. 141 a 144; CHARRIER JUIGNET, II, págs. 93 y 94; RAMBAUD, III, págs. 126 y
127; FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núms. 8 a 13, págs. 810 y 811; MANRESA, X, págs. 19 a 23.

29
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

1ª. Según el Código Civil chileno la venta es un contrato productivo de


obligaciones, en tanto que según el Código francés es traslaticio de dominio.
2ª. En nuestra legislación, para que el comprador adquiera el dominio
de la cosa vendida se requiere, a más del contrato, la tradición sin la cual
aquél no es propietario; en el Código francés, en cambio, la venta es a la
vez título y modo de adquirir, de tal manera que el comprador adquiere el
dominio de la cosa por el solo consentimiento de las partes.
3ª. En el Código Civil chileno, el comprador no puede oponer su do-
minio al vendedor o a los terceros sino una vez efectuada la tradición; en
el Código francés, aquél tiene el dominio respecto del vendedor desde el
momento mismo del contrato, pero para oponerlo a terceros necesita la
transcripción de la venta o la posesión de la cosa, según los casos.
4ª. Siendo la tradición la que en nuestro Código opera la transferencia
del dominio, la reserva de que él haga el vendedor no produce otro efecto
que el señalado por el artículo 1874; mientras que en el Código francés,
desde que ese efecto lo produce el consentimiento de los contratantes, esa
reserva produce su verdadero objeto, cual es retener el dominio en poder
del vendedor durante cierto tiempo después del contrato.
5ª. En nuestro Derecho la venta de cosa ajena vale; en el Derecho
francés es nula.

15. Después de analizar ambos sistemas y de estudiar sus efectos, no cabe


duda alguna que dentro de la estricta lógica jurídica y dentro de la conve-
niencia práctica es mucho más aceptable el sistema del Código francés.
No se ve, en realidad, la utilidad que reporta la ejecución de dos actos
para que la venta transfiera el dominio, lo que, por otra parte, a más de
hacer depender la adquisición de la propiedad por parte del comprador
de un hecho posterior y ajeno al contrato mismo, se presta a abusos y al
mismo tiempo sanciona un hecho que, como la venta de cosas ajenas,
debiera ser prohibido.
Bastante ha evolucionado ya la ciencia jurídica y bastante se sabe tam-
bién que los derechos son creaciones incorpóreas para que su cesión re-
quiera la ejecución de actos meramente materiales que sólo operan ese
traspaso en virtud del poder que la ley les ha dado, más aun cuando la
tendencia moderna del Derecho es simplificar las solemnidades legales y
hacer de todos los actos jurídicos, actos meramente contractuales, exentos
de toda formalidad.
¿Por qué ha de tener mayor eficacia un acto material como es la tradi-
ción, para la cual es menester también el consentimiento de las partes,
que un contrato, fuente de fuertes vínculos jurídicos y basado en la supre-
ma voluntad de los contratantes?
La doctrina que sustenta a este respecto nuestro Código no obedece
sino al respeto tradicional por las antiguas fórmulas y por los antiguos
principios; de ahí que el carácter traslaticio de dominio que confiere a la
venta el Derecho francés, repugne a los que estudian y contemplan estas
materias desde el punto de vista de esos principios y de esas formalidades.

30
CAPITULO SEGUNDO

FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS


DEL CONTRATO DE VENTA

16. Al comenzar este estudio hicimos notar que una de las características
del contrato de compraventa era su carácter consensual, es decir, que se
perfecciona por el mero acuerdo de las voluntades de los contratantes sin
que sea necesario agregarle la realización de solemnidades o la entrega de
la cosa. Ni esas formalidades externas que la ley denomina solemnidades,
ni la tradición que debe efectuarse para que el comprador adquiera el
dominio de la cosa vendida, ni la entrega del precio son requisitos esencia-
les para su formación. De aquí que el inciso 1º del artículo 1801 diga que
“la venta se reputa perfecta desde que las partes han convenido en la cosa y en el
precio”.
Es ese acuerdo de voluntades manifestado en forma indubitable sobre
la cosa que debe entregar el vendedor y sobre el precio que debe pagar el
comprador, lo que da origen al contrato y desde el momento que se pro-
duce, nacen los derechos y obligaciones para ambas partes. En una pala-
bra, el contrato queda perfecto, sin que sea necesario, ni la entrega de la
cosa ni la entrega del precio. “No es la entrega del precio, sino la conven-
ción, la que perfecciona la venta”, decía Ulpiano.1
Naturalmente antes de llegar a producirse ese acuerdo ha tenido que
realizarse un proceso jurídico tendiente a reunir ambas voluntades, proce-
so que se estudiará al analizar el requisito denominado consentimiento.
Aquí sólo bástenos saber que es el consentimiento de las partes, una
vez verificados todos los actos conducentes a obtenerlo, lo que forma en
su esencia el contrato de compraventa, consentimiento que debe versar,
según dijimos, sobre la cosa y el precio.
La ley dice que este contrato se reputa perfecto por ese solo hecho,
porque son esos requisitos, el consentimiento, la cosa y el precio, los que
constituyen la esencia misma de la compraventa. Si uno falta no puede
existir ni jurídica, ni aun materialmente este contrato. Es el cambio de
una cosa por dinero lo que constituye la compraventa y si ese cambio no
se realiza por la omisión de alguno de esos elementos, no hay venta, ni
material ni jurídicamente hablando.

1 DIGESTO, libro 18, título 1º, ley 2º, núm. 1.

31
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

En esto se fundan algunos autores para manifestar que esos requisitos son
de derecho natural, no en la acepción que ordinariamente se da a este dere-
cho, sino para expresar que ellos constituyen por sí mismos la compraventa,
aun cuando la ley no lo hubiera dicho ni lo hubiera establecido. Se dice que
son requisitos de derecho natural, porque los establece la noción misma de la
compraventa; sin que sean una creación jurídica o legal, como ocurre con
otros que, en ciertos casos, establece la ley civil, que, aunque falten, no aca-
rrean la inexistencia material del contrato de venta. Su falta acarreará tal vez
la inexistencia del acto jurídico, pero el acto material de la compraventa exis-
te aun sin ellos porque existen y concurren todos los requisitos que bastan
para constituir ese hecho que en la práctica se denomina venta.

17. No obstante lo expuesto anteriormente, hay casos en los cuales la ley,


en atención a la importancia de la cosa que es el objeto de contrato o en
atención a la voluntad de las partes, hace de él un contrato solemne.
Dijimos que son de la esencia misma del contrato de compraventa,
considerado en su concepción meramente material, los tres requisitos tan-
tas veces mencionados: consensus, res y pretium que por sí solos lo forman.
Estos requisitos no pueden faltar jamás en el contrato de compraventa.
Pero hay otros que aun cuando no son indispensables para que la ven-
ta adopte forma material, son al menos esenciales para que el contrato
adopte forma jurídica, es decir para que viva la vida del derecho.
Estos requisitos, que en ciertos casos se hacen indispensables para la
existencia del contrato, son las solemnidades o sea las formalidades exter-
nas que deben llenarse para que el contrato produzca efectos jurídicos; y
pueden ser establecidas por la ley o por la voluntad de las partes. En otras
palabras, podemos decir que en algunas ocasiones, para que el contrato
de compraventa produzca efectos ante la ley, debe cumplir, además de los
tres requisitos mencionados, con ciertas solemnidades que pueden ser le-
gales o voluntarias.
Vuelvo a repetirlo, el contrato de compraventa es por su naturaleza un
contrato consensual que no necesita de ningún acto externo para perfec-
cionarse; sino únicamente del consentimiento de las partes. Sólo por ex-
cepción y en casos muy señalados se convierte en solemne.

18. Las solemnidades, como se ha dicho, pueden ser legales o voluntarias,


esto es, establecidas por la ley o por la voluntad de las partes. En ambos
casos no hay contrato mientras no se cumplan o realicen, aun cuando en
uno y otro tienen un aspecto jurídico diverso.

1º. SOLEMNIDADES LEGALES

19. Las solemnidades establecidas por la ley podemos dividirlas en ordina-


rias y especiales.
Las primeras rigen respecto de todo contrato de compraventa que ten-
ga por objeto ciertos y determinados bienes taxativamente enumerados

32
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

por la ley y consisten en la escritura pública otorgada con las solemnida-


des legales ante un notario. Esta solemnidad no puede faltar nunca en las
ventas que la requieren como requisito esencial para la existencia del con-
trato. Aun cuando el contrato deba ir acompañado de cualesquiera otras
solemnidades legales o voluntarias, siempre deberá ser otorgada por escri-
tura pública si es de aquéllas en que la ley exige esta formalidad.
Las segundas, o sea las especiales, consisten en formalidades que exi-
ge la ley en ciertas ventas que se celebran en determinadas condiciones
o entre cierta clase de personas. De ahí que tengan un carácter muy
particular. Por regla general, no se exigen en atención a la naturaleza
del contrato de venta ni son tampoco esenciales para su validez, como
ocurre con las solemnidades comunes, sino en atención al estado o cali-
dad de las personas a quienes pertenecen los bienes que se venden. Por
esta razón, no son solemnidades propias del contrato de venta ni indis-
pensables para su existencia, como ocurre con la escritura pública en los
casos en que la ley la exige.
Queda bien entendido que aquí nos hemos referido a las solemnida-
des que pueden acompañar o que son necesarias para el contrato de venta
de cosas corporales, porque si se trata de la venta de bienes incorporales,
esas solemnidades o formalidades son enteramente diversas, como tendre-
mos ocasión de verlo más adelante. Pero como la venta de las cosas incor-
porales constituye un contrato especial y diverso de la compraventa, no las
hemos tomado en cuenta para hacer la división antes mencionada.

A) SOLEMNIDADES LEGALES ORDINARIAS

20. Las solemnidades legales ordinarias consisten en el otorgamiento de


una escritura pública. ¿Qué significa esto? Trataremos de explicarlo en
pocas palabras.
Quedó manifestado más arriba que el contrato de venta se perfecciona
por el consentimiento de las partes, salvo en aquellos casos en que la ley,
por consideraciones especiales, lo ha elevado a la categoría de contrato
solemne. En este caso este contrato se perfecciona por el cumplimiento
de las solemnidades que para él ha señalado el legislador. Pues bien, la
solemnidad que la ley ha establecido para el contrato de ventas es la escri-
tura pública.
Según el artículo 1699 del Código Civil la escritura pública no es sino
el instrumento público otorgado ante notario e incorporado en un proto-
colo o registro público. No es sino una forma especial del instrumento
público, debiendo, por lo tanto, cumplir con las formalidades que para
aquél se han señalado y otorgarse ante el funcionario a quien la ley ha
facultado para ello; este funcionario, como se sabe, es el notario. Las for-
malidades a que debe sujetarse el otorgamiento de las escrituras públicas
están señaladas en las leyes españolas que quedaron vigentes en esta parte
por disposición expresa del Código Civil y de la Ley de Organización y
Atribuciones de los Tribunales.

33
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Sólo un documento otorgado ante notario y que cumpla con las for-
malidades que esas leyes señalan, recibe el nombre de escritura pública y
es el único capaz de satisfacer con la exigencia que establece la ley en
ciertas ventas.
Según el artículo 1701 de ese Código los actos o contratos para los
cuales la ley ha exigido un instrumento público –la escritura pública lo es
según acaba de decirse–, se reputan no ejecutados o celebrados mientras
no se otorgue aquel instrumento. Esta disposición está confirmada por la
del artículo 1682 que establece que son nulos absolutamente los actos o
contratos en los cuales se haya omitido algún requisito o formalidad exigi-
da por la ley para el valor de los mismos en consideración a su naturaleza y
no a la calidad de las personas que los ejecutan o celebran.
De ambas disposiciones se desprende que cuando la ley exige para
ciertos actos o contratos el cumplimiento de determinadas solemnidades
en atención a su naturaleza, la disposición legal que las señala da a esos
actos o contratos el carácter de solemnes, los convierte en actos o contra-
tos que no se reputan perfectos ante la ley ni tienen existencia jurídica
mientras no se cumplan esas solemnidades, no obstante la concurrencia
de los demás requisitos legales.
En tales casos la solemnidad exigida por la ley es un elemento que
genera el contrato; no sólo sirve para probar su celebración, sino que es la
causa determinante de su existencia; de tal modo que si falta, el contrato
no existe jurídicamente.
La omisión de la solemnidad en los contratos en que la ley la exige en
atención a su naturaleza y no a la calidad de las personas que en ellos inter-
vienen no lo hace nulo absolutamente, como dice el artículo 1682, sino
inexistente. Existirá el acto material; pero el acto jurídico no existe, carece
de vida y ni la prescripción ni la ratificación posterior sanearán el defecto,
porque afecta a un elemento vital que sólo un nuevo acto podría contener.
Pues bien, en el contrato de compraventa nuestro Código Civil exige
en ciertos casos la escritura pública, en atención a la naturaleza del contra-
to y no a la calidad de las personas que lo celebran. Le da, en consecuen-
cia, el carácter de solemne y convierte a la escritura pública en la causa
determinante, en una solemnidad generadora del mismo que mientras no
se otorgue, no hay contrato, aunque haya consentimiento, cosa y precio.
En esta hipótesis, habría venta material pero no venta jurídica. La escritu-
ra pública no es, pues, en el contrato de venta un requisito necesario en
absoluto para la constitución misma del contrato, sino únicamente para su
existencia jurídica. Es un requisito que la ley lo ha elevado en ciertos casos
a la categoría de esencial, de constitutivo del contrato. De ahí que, según
el artículo 1701, su omisión no pueda suplirse por ninguna otra prueba,
considerándose en tal evento el contrato como no ejecutado. De ahí tam-
bién que, en el mismo caso, según el artículo 1682, el contrato de compra-
venta sea nulo absolutamente aun cuando, en realidad, carece de existencia
jurídica. Es más que nulo, es inexistente.
La jurisprudencia de nuestros tribunales se ha pronunciado en el mis-
mo sentido y cada vez que se encuentran en presencia de una compraven-

34
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

ta que ha debido otorgarse por escritura pública en cuya celebración se ha


omitido esta solemnidad, la han declarado nula y sin ningún valor, no
obstante se haya entregado la cosa y el precio, reconociendo a las partes el
derecho de desistirse del contrato antes de llenarse esa solemnidad y orde-
nando, al mismo tiempo, como consecuencia de esa nulidad, la restitución
de una y otro al vendedor y al comprador, de acuerdo con lo dispuesto en
el artículo 1687 del Código Civil.1 Así, por ejemplo, la Corte de Apelacio-
nes de Valparaíso ha dicho:
“Que, exigiendo la ley el otorgamiento de escritura pública para la validez de la
venta de bienes raíces en consideración a la naturaleza del acto y no a la calidad o
estado de las personas que lo acuerdan, la omisión de este requisito vicia el contrato
de nulidad absoluta y como consecuencia lo priva de todo efecto civil, de manera
que debe estimarse como no existente.”2
Y la Corte de Santiago, por su parte, dice:
“2º Que en la cláusula transcrita sólo se consigna, como aparece de sus términos
claros, la obligación contraída por la señora A. de V. de reducir a escritura pública
contratos de venta de bienes raíces que constaban de documentos privados, por lo
cual, conforme a lo dispuesto en el artículo 1701 del Código Civil, debe mirarse
como no existente la obligación mencionada, ya que la venta de bienes raíces, en
virtud de la prescripción del artículo 1801 del mismo Código no se reputa perfec-
ta mientras no se ha otorgado escritura pública”.3

21. ¿La nulidad de la escritura pública por incompetencia del funcionario


o por algún vicio de forma, acarrea la nulidad o inexistencia del contrato
de compraventa que haya debido otorgarse en ese instrumento? No vacila-
mos en pronunciarnos por la afirmativa. Si la escritura pública es una so-
lemnidad que genera el contrato, de tal modo que sin ella no existe, es
evidente que la nulidad de la escritura pública acarrea la inexistencia del

1 Sentencia 646, pág. 234, Gaceta 1863; sentencia 1.805, pág. 809, Gaceta 1873; sen-
tencia 2.702, pág. 1225, Gaceta 1873; sentencia 1.518, pág. 734, Gaceta 1874; sentencia
1.561, pág. 756, Gaceta 1874; sentencia 1.826, pág. 820, Gaceta 1875; sentencia 16, pág.
5, Gaceta 1877; sentencia 125, pág. 65, Gaceta 1877; sentencia 4.374, pág. 1828, Gaceta
1878; sentencia 558, pág. 369, Gaceta 1881; sentencia 606, pág. 400, Gaceta 1880; senten-
cia 449, pág. 280, Gaceta 1881, sentencia 287, pág. 171, Gaceta 1882 (considerando 2º);
sentencia 1.641, pág. 918, Gaceta 1882 (considerando 2º); sentencia 427, pág. 249, Gace-
ta 1886; sentencia 812, pág. 476, Gaceta 1887, tomo I; sentencia 414, pág. 668, Gaceta
1889, tomo II; sentencia 826, pág. 397, Gaceta 1890, tomo I; sentencia 4.581, pág. 346,
Gaceta 1897, tomo III; sentencia 1.187, pág. 962, Gaceta 1907, tomo II (considerandos 5
a 8). Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo III, sec. 1ª, pág. 161; Revista de Derecho y Juris-
prudencia, tomo V, sec. 1ª, pág. 414; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo X, sec. 1ª, pág.
27; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo X, sec. 1ª, pág. 37; Revista de Derecho y Jurispru-
dencia, tomo X, sec. 1ª, pág. 54.
2 Sentencia anotada bajo el número 3 de la palabra “compraventa” en la pág. 142 de la

Jurisprudencia Civil y Comercial de la Corte de Apelaciones de Valparaíso, correspondiente a los


años 1892 a 1901, recopilada por ESCOBAR y MUÑOZ RODRÍGUEZ.
3 Sentencia 1.968, pág. 294, Gaceta 1894, tomo II.

35
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

contrato, porque si aquella es nula, no ha existido, no se ha otorgado y no


habiéndose otorgado no ha podido nacer la compraventa.
Para que exista el contrato de compraventa solemne es esencial que la
escritura pública no adolezca de ningún defecto, porque de no ser así no
es escritura pública. Luego, la existencia del contrato en estos casos de-
pende de la nulidad o validez de la escritura. Su nulidad acarrea la del
contrato.
Y no se diga que esa escritura valdría como instrumento privado si
estuviera firmado por las partes, de acuerdo con el inciso 2º del artículo
1701, porque en los contratos en que la ley exige escritura pública ésta no
puede suplirse por ninguna otra prueba y si falta el contrato es inexistente
o no produce efecto alguno. La compraventa solemne para existir jurídi-
camente debe constar por escritura pública y no por escritura privada y en
tanto aquélla no se otorgue, el contrato no existe, aunque se haya hecho
constar en escritura privada.
Las Cortes de Apelaciones de Santiago1 y de Concepción2 y reciente-
mente la Corte Suprema en el juicio Ovalle con Banco Garantizador de
Valores3 han declarado igualmente que la escritura pública nula por in-
competencia del funcionario ante quien se otorga o por otro defecto de
forma vicia de nulidad la compraventa de bienes para cuya venta se exige
esa solemnidad.

22. Si se celebra verbalmente o por escritura privada una compraventa


que debe otorgarse por escritura pública, esa venta es nula y no produce
efecto alguno, aunque las partes prometan reducirla a escritura pública,
según lo dispone el artículo 1701 del Código Civil. Llegada la fecha señala-
da para dar cumplimiento a lo convenido, ninguno de los contratantes
puede exigir al otro que le otorgue la escritura de venta ni mucho menos
exigirle la pena que, para la infracción del contrato, se haya establecido;
esa pena según el artículo 1701 ya citado, no tiene efecto alguno.
El contrato pactado en tales condiciones se reputa inexistente, no cele-
brado, como dice la ley, y esto es evidente, porque si ese contrato valiera
como una promesa de venta o como una venta condicional, importaría
reconocer la existencia de tal convención, con lo que se contrariarían los
propósitos que tuvo el legislador al establecer los contratos solemnes.
Si las partes se allanan voluntariamente a otorgar la escritura pública,
habrá un nuevo contrato de venta, independiente y diverso del anterior.
No habrá una ratificación o ejecución voluntaria del contrato primitivo,
porque éste es inexistente y como tal, no puede ser ratificado; habrá un
contrato enteramente nuevo.
No pueden, pues subordinarse en estas ventas los efectos del contrato
al otorgamiento de la escritura pública, porque en ellas es ésta la que las

1 Sentencia 2.900, pág. 1208, Gaceta 1878.


2 Sentencia 984, pág. 682, Gaceta 1879.
3 Sentencia de 16 de diciembre de 1916.

36
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

genera, de modo que para que se perfeccionen es menester que en un


mismo acto coexistan el consentimiento, la cosa, el precio y la escritura
pública. Faltando uno, el contrato es inexistente y ninguna de las partes
podrá invocarlo como fuente de algún derecho o acción.
Las Cortes de Apelaciones de Santiago1 y de Concepción2 han declara-
do en varias ocasiones que una venta solemne otorgada verbalmente o por
escritura privada es nula aunque se prometa reducirla a escritura pública.
Y es de advertir que un contrato de esta naturaleza no vale ni aun
como promesa de venta. Para que tuviera el valor de tal, sería menester
que reuniera todos los requisitos exigidos por el artículo 1554 del Código
Civil y que las partes hayan tenido la intención de celebrar una promesa y
no una venta propiamente dicha.

23. El principio anteriormente expuesto sólo tiene una excepción y es la


del inciso 2º del artículo 85 del Código de Minas. Este artículo establece
que la venta de una mina celebrada por escritura privada no vale como
venta pero sí como una promesa de celebrarla. Este es el único caso en
que un contrato de venta solemne al cual le faltan las solemnidades lega-
les produce efectos jurídicos y si ello es así se debe a que la ley lo ha
dispuesto expresamente. Hay aquí hasta cierto punto una interpretación
del consentimiento de las partes desde que la ley atribuye al contrato de
venta que entendieron celebrar, el valor de una promesa de venta que es
algo muy diverso de ese contrato. En realidad, no vemos cuál haya sido la
razón que movió al legislador para modificar en esta forma el precepto del
artículo 1701 del Código Civil.

24. Si se vende por escritura pública un bien raíz y los contratantes por
acto posterior otorgado en escritura privada declaran que la compra debe
entenderse hecha a favor de un tercero que la acepta, en esta última venta
hay nulidad absoluta, porque aun cuando en la primera se llenaron las
exigencias legales, esto nada significa desde que según la declaración de
las mismas partes, debía reputarse como comprador a ese mismo tercero.
La aceptación de éste no constó por escritura pública; por consiguiente,
no ha podido perfeccionarse la compraventa realizada a su favor, desde
que sólo esa escritura es la única forma en que puede constar el consenti-
miento de las partes, tratándose de un bien raíz, para que la venta se
repute perfecta. Así lo ha declarado la Corte de Apelaciones de Santiago.3

25. Si el vendedor o el comprador celebran el contrato de venta solemne


por intermedio de un mandatario, el mandato conferido a éste debe cons-
tar también por escritura pública. Si ese mandato consta por escritura priva-

1 Sentencia 1.581, pág. 756, Gaceta 1874; sentencia 16, pág. 5, Gaceta 1877; sentencia

1.968, pág. 294, Gaceta 1894, tomo II; sentencia 4.581, pág. 346, Gaceta 1897, tomo III.
2 Sentencia, 1.518, pág. 734, Gaceta 1874.
3 Sentencia 1.187, pág. 962, Gaceta 1907, tomo II.

37
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

da es ineficaz para celebrar un contrato esencialmente solemne como es la


venta de bienes raíces, del cual aquél forma parte también esencial, ya que
es en él en donde está contenido en su origen el consentimiento del man-
dante para enajenar o adquirir el bien a que se refiere la venta, sin cuyo
consentimiento manifestado auténticamente no se reputa perfecta la venta
de esa clase de bienes. La venta celebrada por un mandatario que no proce-
de en virtud de un mandato otorgado por escritura pública no afecta al
mandante ni habilita al comprador para adquirir el dominio de la cosa.
Esta doctrina es la legal y la que fluye del artículo 2123 del Código
Civil, pues si es cierto que este artículo establece que el encargo que es
objeto del mandato puede hacerse por escritura privada, también lo es
que así mismo prescribe que puede hacerse por escritura pública agregan-
do a continuación que no se admitirá en juicio la escritura privada cuando
las leyes requieran un instrumento público y éste es uno de los casos en
que se requiere este instrumento. Tal es la doctrina recientemente estable-
cida por la Corte Suprema en el fallo dictado en el juicio de Pascuala
Pinto Aguilera con Compañía Salitrera Alemana.1

26. La compraventa es un contrato solemne que debe otorgarse por escri-


tura pública para que sea válida cuando recae sobre los siguientes objetos:
1) bienes raíces; 2) servidumbres y censos; 3) sucesiones hereditarias; 4)
derechos de usufructo, uso o habitación sobre inmuebles; 5) naves; 6)
minas, y 7) regadores de aguas.
De las tres primeras se ocupa el inciso 2º del artículo 1801 del Códi-
go Civil; de la cuarta, el artículo 767 del mismo Código; de la quinta, el
artículo 833, del Código de Comercio; de la sexta, el artículo 83 del
Código de Minas y de la séptima la ley de Asociación de Canalistas de 9
de noviembre de 1908.

27. 1º VENTA DE BIENES RAÍCES. “La venta de los bienes raíces, servidumbres y
censos y de una sucesión hereditaria, no se reputan perfectas ante la ley, mientras
no se ha otorgado escritura pública”, dice el inciso 2º del artículo 1801.
De la disposición legal transcrita aparece que la venta de todos esos bie-
nes no tiene valor jurídico alguno, aunque haya acuerdo de las partes en la
cosa y en el precio, mientras no se otorgue por escritura pública. En estos
casos, hay venta cuando el consentimiento de las partes consta por escritura
pública. Si nos fijamos en la redacción de ese artículo hallaremos la confir-
mación más evidente de lo que se dijo más arriba acerca del carácter de la
escritura pública. Ese inciso habla de valor o de perfección de la venta ante
la ley, con lo cual está manifestando que esa solemnidad sólo valida la venta
ante sus ojos, por disposición de ella, de donde se desprende que aun sin el
otorgamiento de dicha escritura existe la compraventa material. Su omisión

1 Sentencia de 13 de abril de 1917 suscrita por los ministros señores Varas, Gaete, Fós-

ter, Castillo, Benavente, Silva, Zenteno y Rojas y publicada en extracto en La Nación del 2
de mayo del mismo año.

38
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

no acarrea la inexistencia de la materialidad de la compraventa sino la inexis-


tencia jurídica del contrato de venta. Esta frase es, pues, la mejor prueba de
lo expuesto anteriormente en orden a que tal requisito no es esencial para
la realización misma de la venta en sí y que si tiene el carácter de tal es sólo
por disposición expresa del legislador.
En la legislación española no existía esta disposición y el contrato de
venta, cualquiera que fuera la cosa vendida, era siempre un contrato con-
sensual. Esta era también la doctrina romana, según la cual, la compraven-
ta era un contrato que se perfeccionaba por el solo consentimiento de las
partes sin necesidad de escrito ni de ninguna otra solemnidad. “Conventio
perficit sine scriptis habitam emptionem”, decía Ulpiano.
Sin embargo, Justiniano estableció que “si las partes subordinaban la
venta a la condición de que hubiera un escrito, el contrato no se perfec-
cionaba sino cuando el acto estaba redactado regularmente; hasta allí no
había sino un proyecto, un pacto no obligatorio”.1
No existían, pues, en esa legislación solemnidades establecidas por la
ley que generaran el contrato de compraventa y a cuyo cumplimiento su-
bordinara éste su existencia.
Sólo la voluntad de las partes podía establecer solemnidades para la
formación del contrato, siendo esto, en todo caso, un acto facultativo para
ellas. Es decir, el Derecho Justinianeo –porque antes no se conocía este
principio– permitía subordinar la existencia de la compraventa al cumpli-
miento de ciertas solemnidades que consistían en otorgar el contrato por
escrito, ya fuera privado u otorgado ante un escribano, siempre que así lo
estipularan las partes.2
Es el principio que sienta el artículo 1802 del Código Civil, como vere-
mos más adelante. Pero la disposición del inciso 1º del artículo 1801 no se
encuentra en ninguna de las reglas que regían el contrato de compraventa
entre los romanos.
La legislación española reprodujo el principio de que la venta no era, en
ningún caso, un contrato solemne por disposición de la ley; y así puede
verse en una multitud de fallos de nuestros Tribunales, dictados con anterio-
ridad al Código Civil o relativos a contratos otorgados antes de su vigencia.3
Nuestro Código Civil innovó radicalmente en esta materia y exigió es-
critura pública como requisito indispensable para la existencia del contra-
to de compraventa en los tres casos que hemos señalado.
A nadie puede escapar la razón que para ello tuvo nuestro legislador.
Sabemos que la base de la sociedad moderna es el sistema vigente de pro-
piedad sobre la tierra y sobre él descansa todo el edificio social. Por otra
parte, la tierra es fuente de riquezas y base de una de las industrias más
importantes sin la cual el hombre no podría subsistir: la agricultura.

1 RUBÉN DE COUDER, Droit Romain, pág. 182.


2 FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 875, pág. 854.
3 Sentencia 125, Gaceta 1858; sentencia 2.876, pág. 1354, Gaceta 1875; sentencia 1.321,

pág. 775, Gaceta 1876.

39
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Pues bien, la ley, tomando en cuenta esos dos hechos, ha querido regla-
mentar cuidadosamente la manera de dar estabilidad a la propiedad para
evitar los perjuicios y los daños que pudieran resultan si no se rodeara su
constitución de ciertos requisitos que impidieran toda confusión entre los
terratenientes. Nuestro legislador pensó tal vez que dejar sometida la venta
de los inmuebles a las reglas generales de los demás contratos era muy peli-
groso, pues con ello podrían cometerse muchos abusos y suscitarse discusio-
nes y dudas de todo género. Para obviar esos inconvenientes no había otro
medio que rodear esas ventas de solemnidades que, si no hacían los abusos
imposibles del todo, los redujeran a lo menos casi a la nada. Esas solemnida-
des no podían ser otras que el medio de prueba por excelencia y el que
produce los mejores efectos ante la ley: la escritura pública.
Además, según la doctrina de nuestro Código, el contrato de compra-
venta no transfiere el dominio, como se ha dicho; éste sólo viene a adqui-
rirlo el comprador mediante la tradición que, tratándose de inmuebles, se
efectúa por la inscripción en el Registro del Conservador de Bienes Raí-
ces. De allí que esta inscripción tenga, entre nosotros, una gran importan-
cia, puesto que es la que constituye la propiedad y la que la organiza en
bases fijas y estables.
Dada, pues la importancia de la inscripción era menester buscar el
sistema más apropiado y que presentara menos inconvenientes para el ob-
jeto que se perseguía. El mejor sistema era, desde este punto de vista,
exigir la escritura pública para la celebración de todos los contratos que
importaran enajenación de bienes raíces, porque de este modo la inscrip-
ción se haría sobre la base de un documento auténtico y fehaciente. Por
esta razón, el artículo 57 del Reglamento sobre el Registro Conservatorio
exige, para que puedan efectuarse las inscripciones, que se exhiba al Con-
servador copia auténtica del título respectivo.
Tales han sido, a nuestro juicio, los motivos que indujeron al hábil
redactor del Código Civil a modificar tan radicalmente la doctrina romana
sobre este particular.
Es, por consiguiente, esencial para que la compraventa de bienes raí-
ces se repute perfecta ante la ley que el consentimiento de las partes sobre
la cosa y el precio conste por escritura pública, siendo de advertir que su
omisión acarrea la nulidad absoluta de la misma.1

1 Sentencia 646, pág. 234, Gaceta 1863; sentencia 1.805, pág. 809, Gaceta 1873; senten-

cia 2.702, pág. 1225, Gaceta 1873; sentencia 1.518, pág. 734, Gaceta 1874; sentencia 1.561,
pág. 756, Gaceta 1874; sentencia 1.826, pág. 820, Gaceta 1875; sentencia 16, pág. 5, Gaceta
1877; sentencia 125, pág. 65, Gaceta 1877; sentencia 558, pág. 369, Gaceta 1880; sentencia
606, pág. 400, Gaceta 1880; sentencia 449, pág. 280, Gaceta 1881; sentencia 287, pág. 171,
Gaceta 1882; sentencia 427, pág. 249; Gaceta 1886; sentencia 812, pág. 476, Gaceta 1887,
tomo I; sentencia 826, pág. 397, Gaceta 1890, tomo I; sentencia 1.968, pág. 294, Gaceta 1894,
tomo II; sentencia 4.581, pág. 346, Gaceta 1897, tomo III; sentencia 1.187, pág. 962, Gaceta
1907, tomo II.

40
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

28. La Corte Suprema ha declarado que esta solemnidad es requisito esen-


cial tanto para la validez de la venta de bienes raíces efectuada en privado
como para la efectuada en pública subasta, por cuanto el artículo 1801 no
establece diferencia al respecto entre unas y otras.1 Este fallo guarda con-
formidad con el espíritu y con el tenor literal del citado artículo, porque si
la venta de bienes raíces puede hacerse de ambos modos y a ninguno de
ellos en especial se ha referido dicha disposición, no cabe duda alguna
que las dos clases de venta quedan comprendidas en ella, porque donde la
ley no distingue el hombre no puede hacerlo.

29. También requiere escritura pública para su validez y eficacia legal la


venta de derechos o cuotas sobre bienes raíces indivisos, porque tales de-
rechos se reputan, de acuerdo con el artículo 580 del Código Civil, bienes
de esa especie. Por lo demás, el artículo 1801 del mismo Código no distin-
gue entre la venta de bienes raíces y la de derechos a una parte indivisa de
los mismos de donde se infiere que dicha disposición es aplicable a ambas
clases de ventas. En el mismo sentido se ha pronunciado la Corte Supre-
ma, cuando califica de bienes raíces los derechos cuotativos o indivisos
que se tengan sobre esos bienes.2 La Corte de Apelaciones de Concepción,
resolviendo directamente esta cuestión, ha declarado nula la venta de esos
derechos cuando no se hace por escritura pública.3

30. Ha declarado también la Corte Suprema que las ventas de terrenos


baldíos que haga el Estado a los colonos que reúnan las condiciones exigi-
das por la ley, con arreglo a las leyes de 18 de noviembre de 1845 y de 9 de
enero de 1851, deben hacerse, para ser perfectas, por escritura pública,
porque no habiendo aquéllas dispuesto, nada sobre el particular, dichos
terrenos quedan sometidos en este punto a las disposiciones del Código
Civil referentes a las ventas de inmuebles. Por estas razones carece de todo
valor el acta otorgada únicamente en los libros de la respectiva colonia,
pues aunque demuestre la existencia legal del acto o contrato que relacio-
na, no sirve como título para transferir el dominio, por no constar con
arreglo a la exigencias legales.4

31. 2º VENTA DE SERVIDUMBRES Y CENSOS. Explicado el fundamento que mo-


vió al legislador a exigir la escritura pública como requisito esencial del
contrato de compraventa de bienes raíces, quedan también explicados los
que lo indujeron a establecer idéntica disposición respecto de las servi-
dumbres y censos y respecto de la sucesión hereditaria.
En efecto, los dos primeros son gravámenes que pesan sobre los in-
muebles y, si pudiera decirse, un accesorio de ellos. Afectan a la propiedad

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo III, sec. 1ª, pág. 161.


2 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VII, sec. 1ª, pág. 240; Revista de Derecho y Juris-
prudencia, tomo VII, sec. 1ª, pág. 529.
3 Sentencia 2.034, pág. 1420, Gaceta 1879.
4 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo X, sec. 1ª, págs. 27 y 37.

41
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

raíz y deben, por lo tanto, tener bases estables y permanentes. Además,


tanto la constitución como la tradición del censo deben hacerse por la
inscripción en el Registro del Conservador de Bienes Raíces en virtud de
los artículos 686 del Código Civil y 52 del Reglamento que organizó ese
registro.
Por lo que respecta a la tradición de las servidumbres, se efectúa por
escritura pública, según el artículo 698 del Código Civil; de modo que
tanto el título como el modo de adquirir son en este caso la escritura
pública. Según el artículo 53 del reglamento citado figuran entre los actos
o contratos que pueden inscribirse en el Registro Conservatorio.

32. 3º VENTA DE UNA SUCESIÓN HEREDITARIA. Respecto de esta venta, la ley


exige la escritura pública en atención a la importancia que tiene, puesto
que ese contrato va a cambiar nada menos que las personas de los herede-
ros de la sucesión a que se refiere. La sucesión hereditaria tiene entre
nosotros, como en todas las legislaciones, una importancia muy considera-
ble y es evidente que un hecho de esa naturaleza no puede dejarse someti-
do a las reglas generales, por razones fáciles de comprender. Es de advertir
que la ley no requiere escritura pública en este caso porque en la sucesión
hereditaria pueda haber inmuebles, desde que no se sabe si el heredero
que vende su cuota recibirá o no bienes raíces en la partición. El vende
solamente el derecho de tomar parte en la sucesión del difunto y el dere-
cho de recibir, una vez liquidada ésta, una parte de los bienes, pero no
vende una cuota determinada de los mismos. A esto se debe que la tradi-
ción de un derecho hereditario no requiera la inscripción en el Registro
Conservatorio; para que se efectúe basta únicamente la ejecución de actos
de heredero, tales como pedir la partición, intervenir en ella, etc. No ha
sido, pues, el hecho de que en la sucesión figuren inmuebles lo que ha
inducido a nuestra ley a exigir la escritura pública para la venta de una
sucesión hereditaria, sino la importancia que tiene ese derecho.
Como en los casos anteriores, la omisión de esta solemnidad en el
contrato que ahora nos ocupa acarrearía su inexistencia jurídica. Así lo ha
declarado, por lo demás, la Corte de Apelaciones de Santiago.1
Mucho podría hablar acerca de los efectos que esta venta produce en-
tre las partes y respecto de terceros y acerca de la manera cómo se efectúa
su tradición; pero no es éste el lugar para hacerlo. Esta materia es más
bien propia de un estudio especial sobre la cesión de estos derechos que
de un estudio sobre la compraventa en que se analiza este contrato en
general y no en sus aspectos especiales.2
Cuando la ley habla de la venta de una sucesión hereditaria no se crea
que lo que se vende es la calidad de heredero; ésta no puede cederse ni

1 Sentencia 1.641, pág. 918, Gaceta 1882, considerando 2º.


2 Véase sobre esta materia el dictamen de don Leopoldo Urrutia, en la causa número
1.590, y la sentencia publicada en la Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo III, sec. 1ª,
pág. 130.

42
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

ser objeto de un contrato, ya que es una calidad meramente personal que


depende de la situación legal en que esa persona se halla colocada para
con el causahabiente. Lo que puede venderse y es a lo que la ley se refiere
en este caso, es el derecho para que una persona reciba en una sucesión,
cierta parte de los bienes que la forman; en otras palabras, la ley al hablar
de la venta de una sucesión hereditaria, se refiere a la parte que puede
corresponderle a una persona, en cierta y determinada herencia.1
Antes de concluir este punto conviene dejar establecido que sólo pue-
de ser materia del contrato de venta el derecho a una herencia ya deferi-
da, porque el derecho de suceder a una persona viva no puede ser materia
de contrato. El artículo 1463 del Código Civil prohíbe expresamente esta
venta; en caso de celebrarse, sería de ningún valor ante la ley.

33. 4º VENTA DE UN DERECHO DE USUFRUCTO, USO O HABITACIÓN CONSTITUIDO


SOBRE INMUEBLES. Según el artículo 767 del Código Civil, “el usufructo que
haya de recaer sobre inmuebles por acto entre vivos, no valdrá si no se otorgare por
instrumento público”. Según el artículo 766, entre los actos que sirven para
constituir el usufructo figura la venta. Luego, la venta de ese derecho debe
hacerse por escritura pública para que se repute perfecta ante la ley. Lo
mismo se aplica a los derechos de uso y habitación sobre inmuebles, según
el artículo 819 del Código Civil.
Esto es lógico, si se atiende a que se trata de derechos reales ejercidos
sobre inmuebles que son, por lo tanto, según el artículo 580, bienes in-
muebles. Si para éstos se exige la escritura pública, es natural exigirla tam-
bién para los demás bienes de la misma naturaleza, con mayor razón todavía
si se toma en cuenta que son gravámenes sobre bienes raíces, todo lo cual
hace necesaria esta solemnidad. Por lo demás, la tradición de estos dere-
chos se efectúa por la inscripción en el Registro de Propiedades; y ésta,
como vimos, sólo puede efectuarse si se presenta una escritura pública o
una sentencia judicial.

34. 5º VENTA DE NAVES. Aun cuando el Código de Comercio en su artículo


825 dispone que las naves son muebles, las ha equiparado a los inmuebles
por lo que respecta a su enajenación, a los modos de adquirirlas y a los
derechos que sobre ellas pueden constituirse. Si en el Código de Comer-
cio existiera únicamente la disposición citada, es evidente que la venta de
naves se perfeccionaría por el solo consentimiento de las partes, pues no
tendría cabida dentro de ninguna de las excepciones que a esa regla seña-
la el artículo 1801 del Código Civil. Siendo muebles, no necesitarían escri-
tura pública para su venta.
Pero el Código de Comercio comprendió que la declaración doctrina-
ria que había hecho podía acarrear consecuencias y resultados jurídicos
muy peligrosos. De ahí que, más adelante, cambiara de criterio e hiciera
de las naves, para ciertos efectos, verdaderos bienes inmuebles.

1
Apuntes tomados en clase de don Luis Claro, tomo II, pág. 218.

43
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Es así como el artículo 833 establece que “el dominio de la nave adquirida
por contrato no podrá ser justificado contra terceros sino con la escritura pública
que deberá otorgarse en un registro especialmente destinado a este objeto”. Y agrega
que esta disposición no se aplica a las naves que midan menos de 10 tone-
ladas.
Surge aquí esta cuestión: ¿puede justificarse ese dominio entre las par-
tes por otro medio que no sea la escritura pública, o mejor dicho, es la
escritura pública un requisito sin el cual no existe la compraventa de naves
o es sólo un medio probatorio del contrato?
Nos inclinamos a creer lo primero, esto es, que la escritura pública es
un requisito esencial para el contrato de venta de una nave. En otros tér-
minos, mientras ésta no se otorgue, no hay venta ante la ley. Tenemos
nuestras razones para pensar así.
Es cierto que la redacción del artículo 833 es un poco oscura y carece de
precisión. Es cierto también que este artículo sólo dice “el dominio no podrá
ser justificado contra terceros”, sin agregar nada más. En cambio, el artículo
1801 del Código Civil, al hablar de las ventas que requieren escritura públi-
ca, dice “tales ventas no se reputan perfectas ante la ley, mientras aquella no se
otorgue”.
Hay diferencia en el modo de expresarse y esto podría hacer creer que
en ambas ventas la escritura pública desempeña un rol diferente; en la
primera sería un medio probatorio y en la segunda una solemnidad esen-
cial del contrato.
No obstante la redacción del artículo 833, que pareciera ser muy
limitativa del alcance que debe darse en esta venta a la escritura públi-
ca, creemos que en la venta de naves esa escritura no es sólo un medio
probatorio, sino también una solemnidad esencial para la existencia
del contrato.
Según una regla de hermenéutica que consagra el artículo 22 del Có-
digo Civil, el contexto de la ley servirá para ilustrar el sentido de cada una
de sus partes de manera que haya entre todas ellas la debida correspon-
dencia y armonía, pudiendo ilustrarse sus pasajes oscuros por medio de
otras leyes, sobre todo si versan sobre el mismo asunto.
Aplicando este principio al caso actual, ya que el tenor literal y el espí-
ritu del legislador no son muy claros, tenemos en el Código Civil dos dis-
posiciones que vienen en ayuda de nuestra opinión. Son las de los artículos
1682 y 1701 que, aun cuando no figuran en el Código de Comercio, se le
aplican, porque según el artículo de este Código, se aplicarán las disposi-
ciones del Código Civil en todos los casos que no estén resueltos expresa-
mente por la ley mercantil.
Según el artículo 1701, la falta de instrumento público no puede su-
plirse por otra prueba en los actos y contratos en que la ley requiere esa
solemnidad; y se mirarán como no ejecutados o celebrados, aun cuando
en ellos se prometa reducirlos a instrumento público. En estos actos, este
instrumento tiene el alcance de un requisito esencial del acto o contrato,
sin el cual no puede formarse, y de ahí que su omisión produzca la inexis-
tencia y haga que se considere como no ejecutado o celebrado.

44
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

En la venta de naves se exige la escritura pública como el único medio


probatorio del acto, es decir, se da a esa escritura el carácter de requisito
esencial del contrato. Sobre este punto sí que es clara la redacción del
artículo 833. Luego, si allí se exige la escritura pública como el único me-
dio de probar el contrato, es evidente que, según el artículo 1701 del Có-
digo Civil, esa prueba no puede suplirse por ninguna otra y si se omite se
mirará el acto como no ejecutado.
Aun hay más. La escritura pública en este caso no se exige en atención
al estado o calidad de las personas que ejecutan el contrato, sino en aten-
ción a su naturaleza. Cuando así ocurre, dice el artículo 1682 del Código
Civil, su omisión produce la nulidad absoluta del acto.
De lo expuesto se desprende, que el contrato de venta de naves sólo
existe ante la ley cuando se ha otorgado por escritura pública extendida
en un registro especialmente destinado a este objeto. Antes de eso no hay
contrato ni entre las partes ni respecto de terceros.
En el mismo sentido se ha pronunciado la jurisprudencia. Así, la Corte
de Apelaciones de Valparaíso, ha dicho:
“Que la venta privada, según el artículo 841 del Código de Comercio, no puede ser
otra que la extrajudicial a que se refiere el artículo 840 del mismo Código, y no la que
se hace constar en documento privado, como lo pretenden los demandados, ya que en
todo caso, el dominio de la nave no puede ser justificado contra terceros. sino con la
escritura pública respectiva”.1 Poco dice ese considerando, pero implícitamente decla-
ra que esta venta requiere, para su validez, que se otorgue por escritura pública.
Debe tenerse presente que, aun cuando el Código de Comercio habla
de escritura pública otorgada en un registro especialmente destinado a
este objeto, esto no significa sino que la escritura pública del contrato que,
como es razonable, será otorgada en la forma ordinaria, debe inscribirse
en un registro especial a fin de efectuar, de este modo, la transferencia del
dominio de la nave.
Por consiguiente, al igual de lo que ocurre con la venta de bienes raí-
ces, la única solemnidad necesaria para la validez del contrato de venta de
una nave es la escritura pública otorgada ante notario. Y nada más. La
inscripción u otorgamiento de esa escritura en el Registro, en la forma
prescrita por la Ley de Navegación de 1878 y a que se remite el Código de
Comercio, no es una solemnidad de este contrato sino la manera de efec-
tuar la tradición de la nave, así como tampoco lo es en la venta de bienes
raíces la inscripción del contrato en el Registro Conservatorio.

35. ¿Qué naves deben venderse en esa forma? Según el artículo 823 del
Código de Comercio es nave toda embarcación principal sea cual fuere su
magnitud y denominación y sea de vela, remo o vapor. Cualquiera que sea
el mecanismo que ponga en movimiento a la embarcación, la materia de
que está construida, su objeto, tonelaje, magnitud, nombre, etc., su venta
deberá hacerse por escritura pública. Esto sólo tiene la excepción del inci-

1 Sentencia 2.104, pág. 1357, Gaceta 1897, tomo I.

45
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

so final del artículo 833 que establece que no es necesaria la escritura


pública para la venta de naves que midan menos de 10 toneladas. Por lo
tanto, toda nave que, en la acepción indicada, sea de un tonelaje superior
al que se ha señalado debe venderse por escritura pública.
En resumen, la medida para saber si la venta de una embarcación debe
constar por escritura pública son 10 toneladas. Si aquella es inferior a este
tonelaje, no requiere escritura pública. Si tiene 10 o más toneladas, la
requiere.
De acuerdo con esa disposición la Corte de Apelaciones de Concep-
ción ha declarado que las chalupas y demás pequeñas construcciones na-
vales destinadas al servicio de mares y bahías no son naves en la acepción
que a esta palabra da el artículo 823 del Código de Comercio; luego, su
venta no requiere escritura pública.1

36. ¿Los aparejos de una nave deben venderse también por escritura pú-
blica? Es evidente que cuando se vende la nave completa van comprendi-
dos en la venta, no sólo por formar parte de ella, sino porque así lo dispone
expresamente el artículo 831 a menos, naturalmente, que se estipule lo
contrario.
En este caso la venta debe hacerse por escritura pública, porque el
objeto principal es la nave y no los aparejos que sólo siguen su suerte por
la razón ya expuesta. Es la nave y no los aparejos la que determina aquí las
solemnidades del contrato.
Pero cuando se venden separadamente los aparejos no es necesaria la
escritura pública, porque en tal caso pasan a ser bienes muebles, de acuer-
do con el artículo 517 del Código Civil, ya que se separaron del bien prin-
cipal a que accedían.
No podría decirse que la venta de los aparejos deba constar por escri-
tura pública por ser naves según el artículo 823 del Código de Comercio.
Esto sería un absurdo. El Código de Comercio en ese artículo no ha queri-
do decir que los aparejos sean naves, sino que ésta comprende no sólo el
casco y la quilla, sino también los aparejos y accesorios. Es decir, llama
nave a todo ese conjunto; poro no dice que cada parte de él sea una nave.
Si se sacan los aparejos, siempre queda la nave en pie y conserva su identi-
dad. En tanto que si fueran la nave misma, al retirarlos desaparecería aqué-
lla; y si también fueran naves, resultaría que cada parte de la nave debía
ser tal y en una nave habría tantas naves cuantas fueran sus partes, y esto
no es aceptable.
Los aparejos son parte de la nave, quedan comprendidos en esa pala-
bra mientras están en ella y son destinados a su servicio, maniobra o nave-
gación; pero una vez separados recuperan su carácter de objetos
independientes y toman el nombre que cada uno tiene o bien siguen de-
nominándose aparejos.

1 Sentencia 2.713, pág. 180, Gaceta 1896, tomo II.

46
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

37. 6º V ENTA DE MINAS. Según el artículo 568 del Código Civil las minas
son inmuebles, de modo que aun cuando el Código de Minas no hubiera
dicho expresamente que su venta se hiciera por escritura pública, siempre
habría requerido para su validez esta solemnidad en virtud del inciso 2º
del artículo 1801.
No obstante la ley, en atención a la importancia que ellas tienen y a la
conveniencia que hay en consolidar y establecer sobre bases ciertas y dura-
deras la propiedad minera, creyó conveniente consignar una disposición
especial al respecto y de ahí que diga en el artículo 85 del Código de
Minas: “La venta de las minas no se reputará perfecta mientras no se haya otorga-
do la escritura pública”.
Como en los casos anteriores, la escritura pública tiene aquí el carácter
de requisito generador del contrato; su omisión, por consiguiente, lo vicia
de nulidad absoluta.1
La disposición del artículo 85 se aplica a todas las minas y también a
las salitreras, y no se refiere únicamente a las pertenencias que hayan sido
demarcadas, sino a todas las minas en general, ya que cualquiera que sea
el estado de las gestiones que el registrador haya hecho para constituir
definitivamente su título, el carácter y naturaleza de bien raíz que la ley
atribuye a la mina que es objeto de dichas gestiones no se altera ni modifi-
ca. En consecuencia, sea que una mina se enajene cuando haya sido sim-
plemente manifestada y registrada, o bien después de su ratificación o
mensura, la enajenación debe hacerse siempre por escritura pública. Así
lo ha resuelto la Corte Suprema.2
Sin embargo, como vimos, la venta de minas otorgada por escritura
privada no es del todo ineficaz, pues vale como promesa de celebrar este
contrato, siempre que reúna, naturalmente, las exigencias que señala el
artículo 1554 del Código Civil.
La venta de los minerales, según tendremos ocasión de decirlo más
adelante, no requiere escritura pública, porque se encuentran expresa-
mente exceptuados de esa solemnidad por el inciso final del artículo 1801
del Código Civil. La misma doctrina ha establecido la Corte de Apelacio-
nes de Santiago.3

38. La venta de barras de minas debe otorgarse también por escritura


pública, desde que son derechos sobre minas y como el artículo 85 del
Código de Minas, para exigir aquélla, no distingue que lo vendido sea
toda una mina o una parte de la misma o un derecho en ella, es lógico
decidir que cualquiera que sea la parte que se venda, la venta debe otor-
garse, por escritura pública. En idéntico sentido se ha pronunciado la Cor-
te de Apelaciones de La Serena.4

1Sentencia 4.374, pág. 1828, Gaceta 1878.


2Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo V, sec. 1ª, pág. 419.
3 Sentencia 2.342, pág. 550, Gaceta 1892, tomo II.
4 Sentencia 665, pág. 320, Gaceta 1890, tomo I; sentencia 1.479, pág. 1112, Gaceta 1898,

tomo II.

47
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

39. 7º REGADORES DE AGUA. Han sido equiparados a los inmuebles por la


Ley de Asociación de Canalistas de 9 de noviembre de 1908. De aquí que
esta ley, a fin de ser consecuente con ese principio, haya exigido para la
venta de un regador de agua la escritura pública, en los mismos términos
del artículo 1801 del Código Civil, es decir, dando a ésta el carácter de
requisito esencial para la existencia de dicho contrato. Dice su artículo 1º:
“Los actos y contratos traslaticios de dominio de regadores de agua se perfeccionarán
por escritura pública”. De modo que la escritura pública es el único medio
de celebrar ante la ley un contrato de venta relativo a un regador de agua.
Antes de dictarse esta ley, los derechos de agua se reputaban muebles,
salvo que estuvieran destinados permanentemente al uso, cultivo o benefi-
cio de un inmueble; de tal modo que si se vendían separados del predio a
que accedían, su venta, como de cosa mueble, no requería escritura públi-
ca.1 Hoy día, son inmuebles en todo caso, y sea que se vendan o no separa-
dos del predio que riegan, deben siempre enajenarse por escritura pública.

40. La adjudicación de bienes raíces que se hace en los juicios de parti-


ción a alguno de los comuneros no es una venta, porque no concurren en
ella los requisitos propios de este contrato. No hay dos partes, una que
vende y otra que compra; no hay tampoco precio. Lo que hay es un bien
sobre el cual tienen derechos varios individuos y cuyo valor debe ser divi-
dido entre todos ellos. Si el bien se adjudica a uno el valor que éste pueda
pagar a fin de buscar la equivalencia entre su cuota y lo que recibe, no es
el precio de venta, sino la parte del bien común que corresponde a los
demás comuneros y que ahora se ha convertido en dinero.
“La cosa adjudicada se considera, dice Baudry-Lacantinerie, como si
fuera colocada en el lote que le corresponde al adjudicatario en la división
de la masa común y el precio de la licitación, o al menos las porciones de
este precio que vuelven a los otros comuneros, como si fueran las fraccio-
nes de la partición.”2
Por otra parte, el artículo 1344 del Código Civil declara terminante-
mente que “cada asignatario se reputará haber sucedido inmediata y exclusiva-
mente al difunto en todos los efectos que le hubieren cabido, y no haber tenido jamás
parte alguna en los otros efectos”.
Este artículo manifiesta que el adjudicatario no es comprador, sino que
es reputado dueño de la cosa desde la muerte del causa-habiente. La adjudi-
cación, por lo tanto, no es venta sino únicamente la determinación del dere-
cho que en la masa indivisa corresponde al adjudicatario. No transfiere el
dominio, sino que determina, entre varias, la persona a quien le correspon-
de y se supone que ésta lo ha tenido desde la muerte del causa-habiente.
El mismo autor citado agrega: “Cuando uno de los herederos llega a
ser adjudicatario de la cosa adjudicada, la adjudicación, como todo acto

1
Sentencia 1.870, pág. 1969, Gaceta 1877; sentencia 909, pág. 616, Gaceta 1880; sen-
tencia 292, pág. 187, Gaceta 1881; sentencia 704, pág. 373, Gaceta 1883; Revista de Derecho y
Jurisprudencia, tomo IX, sec. 1ª, pág. 224.
2
De la vente, núm. 740, pág. 775.

48
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

que hace cesar la indivisión entre copropietarios sin traspaso a un extraño,


es un acto declaratorio de propiedad”.1 Y más adelante añade: “El herede-
ro o copartícipe que se ha convertido en adjudicatario se reputa entonces
haber sido desde el comienzo de la indivisión el único propietario de la
cosa adjudicada; los otros comuneros son reputados no haber tenido nin-
gún derecho en ella; nada han cedido al adjudicatario y éste nada ha ad-
quirido de ellos”.
Así lo ha resuelto también la jurisprudencia. La Corte Suprema, defi-
niendo el alcance jurídico de la adjudicación, dice:
“Que la división de la masa hereditaria o adjudicación no constituye una enaje-
nación de comunero a comunero, sino una simple determinación y singulariza-
ción de lo que pertenece a cada uno en la universidad de bienes del antecesor,
título que se refiere a la transmisión del dominio ya efectuado del antecesor al
sucesor”. 2
Igual doctrina ha consignado la Corte de Apelaciones de Talca.3
No siendo venta la adjudicación, es claro que la disposición del artícu-
lo 1801 del Código Civil no le era aplicable. Pero como ella, cuando se
refiriera a inmuebles, iba a recaer sobre bienes cuya enajenación requería
la escritura pública, el legislador pensó que era conveniente mantener la
unidad de criterio en esta materia. De ahí que en el artículo 815 del Códi-
go de Procedimiento Civil exija, para la inscripción de toda adjudicación
de bienes raíces, que se otorgue por escritura pública. Resulta, pues, que
para que una adjudicación se repute perfecta y produzca los efectos de tal,
debe otorgarse por escritura pública. En el mismo sentido se ha pronun-
ciado la Corte de Apelaciones de Concepción.4

41. El único caso en que la venta de bienes raíces no requiere la escritura


pública para ser válida es en el de la expropiación por causa de utilidad
pública. Es cierto que la expropiación no es propiamente una venta, pero
en el fondo participa de los caracteres de tal desde que hay cosa y precio.
No es necesaria en ella esa solemnidad, porque, como veremos, este acto
no se rige por las reglas del Código Civil, sino por las disposiciones del
Derecho Público que, en este caso, son el artículo 10 de la Constitución
del Estado y la ley sobre Expropiaciones del año 1857. Según éstas, para la
validez de la expropiación no es menester la escritura pública, sino los
requisitos que allí se mencionan. Al estudiar las solemnidades especiales
que, en ciertos casos, establece la ley para el contrato de venta, tendremos
ocasión de desarrollar más detenidamente este punto que ha dado origen
a muchas discusiones, pero respecto del cual las opiniones y la jurispru-
dencia van ya uniformándose.5

1 Núm. 740, pág. 774.


2 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo I, pág. 395.
3 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo V, sec. 2ª, pág. 105.
4 Sentencia 1.298, pág. 1141, Gaceta 1910, tomo II.
5 Véanse núms. 49 y 50.

49
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

42. ¿La inscripción en el Registro del Conservador de Bienes Raíces que


acompaña siempre a la compraventa de bienes raíces, de minas, etc., es
una solemnidad de este contrato?
Nos pronunciamos decididamente por la negativa. La inscripción no
es una solemnidad del contrato de venta; su único papel es operar la tradi-
ción de la cosa vendida. Según el artículo 686 del Código Civil la tradición
del dominio de los bienes raíces, de los censos, del derecho de usufructo
sobre inmuebles, etc., se efectúa por la inscripción en dicho Registro. Esta
inscripción no es, en consecuencia, sino la manera que tiene el compra-
dor de hacerse propietario del inmueble vendido; con ella adquiere la
posesión legal de la cosa que compra.
El contrato de venta de bienes raíces y demás bienes análogos se per-
fecciona cuando, estando las partes convenidas en la cosa y en el precio, se
otorga la escritura pública. Allí terminan el contrato y las solemnidades
que le son peculiares. En ese mismo momento nacen también los efectos
que según la ley está llamado a producir y entre ellos, la obligación del
vendedor de entregar la cosa. Pesa sobre éste la obligación de proporcio-
nar la cosa vendida al comprador a fin que la goce como señor y dueño y
el modo de desembarazarse de ella es por la tradición.
La manera como cumple aquél con esta obligación, si se trata de bie-
nes raíces, es por la inscripción en el Conservador de Bienes Raíces, por-
que mediante este acto el comprador adquiere el dominio de la cosa; si no
la posesión material de la misma, al menos su posesión legal.
La inscripción es el segundo acto que debe ejecutarse para radicar el
dominio del inmueble en manos del comprador y equivale a la entrega
material en los muebles. Pero en ningún caso la inscripción es necesaria
para la validez del contrato. Y tanto es así, que aun cuando ésta no se
realice por cualquier motivo, no por eso deja de existir el contrato; podrá
el comprador pedir su resolución pero en ningún caso su nulidad. El con-
trato ha existido válidamente, ha producido efectos jurídicos, nació con
todos sus órganos debidamente conformados y la inejecución de las obli-
gaciones por él creadas no acarrea su inexistencia.
Para que se transfiera el dominio en nuestra legislación, son menester
dos hechos jurídicos: el título y el modo de adquirir. Aquél no es sino la
causa que habilita al adquirente para llegar a ser propietario, que, en el
caso en estudio, es el contrato de compraventa. El modo de adquirir es el
hecho mismo de la transferencia, el hecho mediante el cual adquiere el
dominio la persona que está en posesión del título que lo habilita para
ello. Uno de esos modos de adquirir es la tradición que, tratándose de
bienes raíces, se opera por la inscripción en el Registro Conservatorio.
Ni el título ni el modo de adquirir son una misma cosa; por consi-
guiente, mal puede uno de ellos ser solemnidad del otro. El modo de
adquirir necesita del título y éste por sí solo no da el dominio, pero para
la existencia del segundo no es menester cumplir en su creación con los
requisitos que constituyen el modo de adquirir. De ahí por qué la ins-
cripción no es ni puede ser una solemnidad del contrato de venta. Es un
acto que le sigue necesariamente en muchas ocasiones; es un acto que se

50
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

opera a consecuencia del contrato; pero en ningún caso es esencial para


su validez.

43. Hay ciertas cosas que, por estar adheridas a los inmuebles, o porque
son producidas por éstos, forman parte de los mismos. Tales bienes son
por su naturaleza muebles y si la ley los reputa inmuebles es sólo por la
razón apuntada. Pero como no tienen ni la importancia de los bienes raí-
ces y como, por otra parte, pueden ser enajenados separadamente del
inmueble a que acceden, el Código los reputa muebles para el efecto de
constituir derechos sobre ellos.
De ahí que en su artículo 571 diga: “Los productos de los inmuebles y las
cosas accesorias a ellos, como las yerbas de un campo, la madera y fruto de los
árboles, los animales de un vivar, se reputan muebles, aun antes de su separación,
para los efectos de constituir un derecho sobre dichos productos o cosa a otra persona
que el dueño. Lo mismo se aplica a la tierra o arena de un suelo, a los metales de
una mina, y a las piedras de una cantera”.
Siendo muebles esos bienes es evidente que no quedan comprendidos
en la excepción del inciso 2º del artículo 1801 ya citado, porque éste solo
hace solemne la venta de bienes raíces. Por consiguiente, en virtud del
artículo 571 del Código Civil y del mencionado inciso 2º del artículo 1801,
la venta de esos productos o cosas es meramente consensual.
Sin embargo, el legislador, para evitar toda duda que pudiera surgir al
respecto, estableció expresamente que la venta de esos bienes no requiere
escritura pública para su validez. Y es así como después de enumerar los
casos en que la venta es solemne, agrega en el inciso final del artículo
1801: “Los frutos y flores pendientes, los árboles cuya madera se vende, los materia-
les de un edificio que va a derribarse, los materiales que naturalmente adhieren al
suelo, como piedras y sustancias minerales de toda clase, no están sujetos a esta
excepción”. Es decir, la venta de estos bienes no es de aquellas que deben
otorgarse por escritura pública.
Estos bienes son los que se conocen en derecho con la denominación
de muebles por anticipación y podemos decir que la venta de tales cosas es
meramente consensual, no solamente por haber sido exceptuados de un
modo expreso por la ley del carácter solemne que este contrato puede
revestir en ciertos casos, sino también porque son considerados muebles
para el efecto de su enajenación, ya que éste es uno de los actos que pue-
de conferir derechos sobre ellos a favor de terceros. La Corte de Apelacio-
nes de Santiago, fundada en esa disposición, ha declarado que la venta de
los minerales que produzca una mina no exige, para su validez, que se
otorgue por escritura pública.1
No faltará quien diga que la disposición del inciso 3º del artículo 1801
es menos comprensiva que la del artículo 571, lo que estaría demostrando
que ha tenido por objeto eximir del carácter de solemne únicamente la
venta de los bienes allí mencionados, porque si su objetivo hubiera sido

1 Sentencia 2.342, pág. 550, Gaceta 1892, tomo II.

51
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

eximir la de todos los que enumera el artículo 571, le habría bastado con
referirse a él, lo que, sin embargo, no ha hecho.
Esta observación carece de todo valor, a mi juicio, porque si se leen
detenidamente ambas disposiciones, encontraremos que los únicos bienes
que el artículo 1801 no enumera de los que figuran en el artículo 571 son
los animales de un vivar.
¿Querrá decir entonces que los animales de un vivar deben venderse
por escritura pública? De ninguna manera, porque son muebles para el
efecto de constituir derechos sobre ellos, y uno de estos derechos, como
dijimos, es el dominio que, las más de las veces, se constituye por el con-
trato de venta. De modo que aun cuando nada hubiera dicho la ley res-
pecto de los bienes que señala en el inciso 3º del artículo 1801, por el
hecho de ser muebles para aquel efecto, no habrían requerido la escritura
pública, de acuerdo con lo dispuesto en el inciso 1º de ese mismo artículo.
Además, la enumeración del inciso 3º del artículo 1801 no es taxativa sino
enunciativa o descriptiva, es decir, las cosas o bienes que allí se mencionan
no son todos los que la ley ha exceptuado, sino algunos de éstos y han sido
citados sólo por vía de ejemplo.
Los animales de un vivar no requieren, pues, escritura pública para su
venta, como no la requiere tampoco ningún otro bien que se repute mue-
ble para el efecto de constituir derechos sobre ellos, aunque no figure en
la excepción del artículo 1801 ni en la disposición del artículo 571.
En la jurisprudencia de nuestros tribunales encontramos diversos casos de
ventas sobre bienes de esta especie y en los cuales, según lo han declarado los
tribunales de acuerdo con los preceptos citados, no es menester la escritura
pública. Así, la Corte de Apelaciones de Santiago ha reconocido la eficacia de
un contrato de venta de un bosque otorgada por escritura privada.1

44. Dentro de esas ideas, es muy aceptable la doctrina sostenida por mu-
chos fallos en orden a que la venta de un edificio construido en terreno
ajeno, como de cosa mueble, no requiere, para su validez, ser otorgada
por escritura pública.2

45. Los inmuebles por destinación, es decir, por estar destinados perma-
nentemente al uso, cultivo o beneficio de un inmueble, no necesitan tam-
poco, la escritura pública cuando se venden separadamente del inmueble
a que acceden. Estos bienes son muebles por su naturaleza y si se les repu-
ta inmuebles es porque están adheridos a éstos o se dedican a su explota-
ción. De ahí que sólo tengan este carácter mientras adhieran a un inmue-
ble. Si son vendidos separadamente de éste, es claro que dejan de
pertenecer al propietario del inmueble y, en consecuencia, de destinarse a
su uso o cultivo, con lo cual pierden su calidad de inmuebles para reco-

1 Sentencia 2.771, pág. 1742, Gaceta 1886.


2 Sentencia 2.649, pág. 1487, Gaceta 1882; sentencia 13, pág. 9, Gaceta 1884; sentencia
2.071, pág. 1284, Gaceta 1884; sentencia 3.623, pág. 18, Gaceta 1893, tomo III.

52
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

brar la de muebles. Luego, si son tales, no quedan comprendidos en la


excepción del inciso 2º del artículo 1801 del Código Civil y su venta se
perfecciona por el solo consentimiento de las partes. Por esto, si se ven-
den las losas de un pavimento, los tubos de las cañerías, los utensilios de
labranza o minería, los animales de una finca, los abonos destinados a
mejorarla, las prensas, calderas, máquinas, toneles, etc., que forman parte
de un establecimiento industrial, los animales que se guardan en coneje-
ras, pajareras, estanques o colmenas, separados del inmueble a que acce-
den, no es necesario que el contrato se otorgue por escritura pública.
46. De lo anteriormente expuesto se desprende que nuestro Código dis-
tingue entre las cosas muebles e inmuebles para hacer de la venta un con-
trato consensual, en el primer caso y solemne en el segundo, sin perjuicio
de darle también este carácter en varios otros, como cuando se vende una
nave o un regador de agua.
Por consiguiente, la regla general de que en nuestra legislación la ven-
ta es un contrato consensual se aplica solamente a los bienes muebles y a
aquellas cosas incorporales que la ley no exceptúa expresamente.
No ocurre lo mismo en otras legislaciones, tales como la francesa, ita-
liana, española y alemana que pasamos a examinar.
a) LEGISLACIÓN FRANCESA. El Código francés establece como principio ge-
neral, sin excepción, que la venta es un contrato consensual. Este Código no
exige en ningún caso la escritura pública como requisito esencial para la exis-
tencia de este contrato. No se distingue, por consiguiente, en él si se venden
muebles o inmuebles, o si se venden naves, una sucesión hereditaria, etc.,
porque en todos esos casos la venta es un contrato meramente consensual.
La disposición que consigna el inciso 2º del artículo 1582 del Código
francés relativa a que la venta puede hacerse por acto auténtico o por
escritura privada, no tiene otro alcance que establecer un medio de prue-
ba de este contrato, toda vez que el valor de lo vendido exceda de 150
francos; pero, en ningún caso ese escrito es necesario para la existencia
del contrato y su omisión, por lo tanto, no lo vicia de nulidad.
Tal es la interpretación que los comentaristas de ese cuerpo de leyes y la
jurisprudencia francesa han dado a dicho precepto. “La venta es un contrato
no solemne, dice Laurent; luego, las partes no están obligadas a otorgar por
escrito sus convenios, sino cuando quieran procurarse una prueba literal y ex-
cusado creemos decir que ese escrito puede ser un acto auténtico o privado”.1
“En general, escribe Marcadé, la venta no está sometida a ninguna for-
malidad; es siempre válida, sea que se haga verbalmente, sea que se haga
constar por acto auténtico, y si es necesario redactar un acto auténtico o
privado es sólo para el efecto de la prueba, pero de ninguna manera para
la validez del contrato”.2
Planiol, por su parte, agrega. “El artículo 1582, inciso 2º, dice que la
venta puede hacerse por acto auténtico o escritura privada. En lugar de

1 Tomo 24, núm. 126, pág. 128.


2 Tomo VI, pág. 374.

53
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

‘puede hacerse’, léase ‘puede constatarse’; pues el escrito no es necesario


para la validez del contrato; sólo sirve para probarlo. Desde el punto de
vista de la prueba, la venta está sometida al derecho común y el escrito no
se exige sino cuando se trata de algo que excede 150 francos”.1
Más o menos en la misma forma se expresan Baudry-Lacantinerie,2
Huc,3 Aubry et Rau,4 Troplong,5 Guillouard6 y varios otros tratadistas, cu-
yas opiniones no transcribo por ser innecesario.
La disposición de la ley de 1855 que estableció la transcripción como
medio de hacer pública la transferencia del dominio de los bienes raíces
no puede considerarse como una excepción a esa regla, porque si exige
que el contrato de venta conste por escrito es sólo para efectuar aquélla,
mas no para reputarlo perfecto.
En el Derecho francés el contrato de venta, por lo que hace a la trans-
ferencia del dominio, sólo produce efectos entre las partes. Para que el
comprador pueda hacer valer su derecho de propiedad contra terceros
necesita realizar la transcripción del contrato, que es el único medio por
el cual aquél puede invocar el dominio de la cosa a su respecto.
Pues bien, para poder efectuar esa transcripción es necesario que se
presente o se exhiba un escrito público o privado en que se consigne el
contrato de venta; un contrato verbal no serviría para ese objeto.7 Como se
ve, el escrito no se requiere, cuando se trata de bienes raíces, como un
elemento esencial del contrato, sino como requisito necesario para que
pueda realizarse la transcripción, no influye en modo alguno en la com-
praventa misma; sirve únicamente para probar las “enajenaciones y consti-
tuciones del dominio”, según dice Baudry-Lacantinerie.8 La ley de 1855 no
modifica, pues, la regla general establecida por el artículo 1582 ya citado.
La efectividad de lo expuesto se corrobora con la ilustrada opinión del
autor cuyo nombre acabamos de mencionar, que dice: “Sin embargo, algu-
nas ventas, aunque válidas sin escrito, no podrían producir todos sus efectos
si se omite en ellas la escritura. Así, las ventas de inmuebles no pueden
transcribirse mientras sean ventas verbales y, por consiguiente, aun cuando
son obligatorias entre las partes, no pueden oponerse a los terceros”.9
En resumen , en la venta de inmuebles la escritura sólo sirve para reali-
zar la transcripción; pero en ningún caso para dar valor legal al acto, que
es obligatorio para las partes desde el momento mismo en que ambas han
convenido en la cosa y en el precio.

1 Tomo II, núm. 1355, pág. 460.


2 De la vente, núm. 18, pág. 12 y núm. 185, pág. 194.
3 X, núm. 2, pág. 7.
4 V, pág. 3.
5 De la vente, I, núm. 8, pág. 27.
6 De la vente, I, núm. 7, pág. 14. Véase también FUZIER-HERMAN , tomo 36, Vente, núm.

877 a 881, pág. 854.


7 B AUDRY -LACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 391, pág. 434.
8 Des obligations, I, núm. 374, pág. 426.
9 De la vente, núm. 185, pág. 195.

54
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

La regla antes enunciada no tiene ninguna excepción, como se ha di-


cho; de ahí que tanto la venta de una nave como la de una sucesión here-
ditaria no requiere tampoco para su validez ser otorgadas por escritura
pública. La casi totalidad de los tratadistas franceses y la jurisprudencia
están de acuerdo en reconocer que la venta de una nave no es un contrato
solemne y si la ley exige que se otorgue por escrito es como un medio de
prueba únicamente y no como una solemnidad del contrato.1
“La cesión de herencia a título oneroso, dice Baudry-Lacantinerie, es,
como todas las ventas, un contrato consensual; ninguna forma le es estric-
tamente impuesta; está perfecta entre las partes desde que el cedente y el
cesionario están de acuerdo en la cosa cedida y en el precio. Puede hacer-
se constar, sea por acto auténtico, sea por escritura privada. Es válida aun
sin haber sido otorgada por escrito”.2
b) LEGISLACIÓN ITALIANA. El Código italiano en esta materia introdujo
algunas innovaciones sobre el francés. La regla general en este cuerpo de
leyes es que la compraventa es un contrato consensual, salvo cuando recae
sobre inmuebles, en cuyo caso es nula si no se ha otorgado por escritura
pública (artículo 1314), es decir, es un contrato solemne. Esa nulidad es
absoluta, o mejor dicho, la venta de inmuebles que no se otorgue en esa
forma es inexistente (artículo 1310). Esta solemnidad es, pues, un requisi-
to esencial del contrato y mientras no se satisfaga éste no existe ante la ley.
Como se ve, este Código es igual al nuestro en este punto. También se
exige en él la escritura pública para la venta de un derecho de usufructo;
pero la venta de una sucesión hereditaria es un contrato consensual, como
en el Código francés (arts. 1538 y 1545). Según el artículo 481 del Código
de Comercio, la venta de naves debe otorgarse siempre por escrito, sin
distinguir entre la escritura pública o la privada.
c) LEGISLACIÓN ESPAÑOLA. El artículo 1450 del Código Civil de España esta-
blece como regla general que la compraventa es un acto consensual. Sólo en
la venta de inmuebles y en la de derechos reales de usufructo, uso o habita-
ción, hipoteca y servidumbre es menester la escritura pública. Eso sí que ésta
no es esencial para la validez del contrato, que siempre existe sin ella. El
único efecto que produce su omisión es que cualquiera de los contratantes
puede obligar al otro a que otorgue el contrato por escritura pública (artículo
1279). En este sentido se pronuncian los autores y la jurisprudencia. Uno de
estos fallos dice: “El otorgamiento de escritura pública no es requisito necesa-
rio, según los artículos 1278 y 1279, para la validez del contrato y del hecho de
no haberse otorgado cuando no es necesaria, sólo se deriva una acción para
exigir que se realice, pero en manera alguna, dada la perfección del contrato,
es causa para dejar de cumplir las obligaciones dimanantes del mismo”.3

1 B AUDRY-L ACANTINERIE, De la vente, núm. 19, pág. 12; FUZIER-HERMAN , tomo 28, Navire,

núm. 353 a 361, págs. 389 y 390.


2 De la vente, núm. 866, pág. 899.
3 ROBLES POZO , El Código Civil y su Jurisprudencia, tomo II, pág. 487, núm. 605.

55
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Un comentarista de este Código, estudiando el valor que en el Dere-


cho Español tiene la solemnidad de la escritura pública en los contratos,
se expresa así: “La forma de los contratos queda relegada a mero acciden-
te de los mismos. Si algunos tienen una forma legal taxativa, los contratan-
tes tendrán que subordinarse a la forma prevenida, pudiendo compelerse
a llenarla a aquel que se negare a ello. Mas no por falta de forma solemne
dejará de existir el contrato, desde que se perfeccionó por el consentimiento”.1
Y al tratar de la compraventa agrega: “El contrato de compraventa se
formaliza por escritura pública necesaria cuando se trata de bienes inmue-
bles y derechos reales y debe ser inscrita en el Registro de la Propiedad
para que surta efectos en cuanto a terceros, sin que la falta de este requisi-
to afecte a la validez del contrato, ni tampoco el que deje de consignarse en tal
clase de documento es obstáculo para que el contrato exista”.2

d) LEGISLACIÓN ALEMANA. El Código Civil alemán, que empezó a regir


a comienzos de este siglo, se aparta casi por completo del método adop-
tado por los demás. Por esta razón, para poder llegar a una conclusión
jurídica dentro de sus disposiciones, es menester estudiarlo con cierta
minuciosidad.
En materia de compraventa rige en este Código el principio de que es
un contrato consensual. Sólo por excepción la venta de inmuebles es un
contrato solemne.
El artículo 313 dice: “El contrato por el que una parte se obliga a trans-
mitir la propiedad de un inmueble deberá hacerse por escrito ante juez o
ante notario. El contrato pactado sin esta formalidad será válido siempre
que a él siga la entrega y la inscripción en el registro de la propiedad”.
A su vez, el artículo 873, al hablar del modo como se transfiere el domi-
nio o los derechos reales constituidos sobre inmuebles, dice: “Para transmi-
tir la propiedad de un predio, para gravarla con un derecho y para trasmitir
o gravar semejante derecho, será necesaria la voluntad conforme de los de-
recho-habientes sobre la innovación jurídica que se presenta y la inscripción
de ésta en el Registro Territorial, a no ser que la ley disponga lo contrario.
Antes de la inscripción no estarán los interesados ligados por el acuerdo
sino en caso que sus declaraciones hayan sido consignadas ante el juez o
ante el notario o hechas en el Registro de la Propiedad o cuando el dere-
cho-habiente haya remitido a la otra parte su consentimiento para la ins-
cripción, según lo prescrito en el Reglamento de dicho Registro”.
Finalmente, el artículo 125 sanciona con la nulidad todo acto jurídico
que carezca de la forma prescrita por la ley.
Tres hechos se desprenden de las disposiciones legales citadas:
1º El contrato de compraventa de inmuebles es un contrato solemne
que debe otorgarse, so pena de nulidad, por acto escrito ante juez o ante
notario, siendo este acto un requisito esencial para su validez;

1 ROBLES P OZO, obra citada, tomo II, pág. 490.


2 ROBLES POZO, obra citada, tomo II, pág. 599.

56
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

2º Si se omite este requisito, el contrato, no obstante la disposición del


artículo 125, será válido siempre que sigan a él la entrega y la inscripción
en el Registro, según lo dispone la parte final del artículo 313 y el inciso 2º
del artículo 873; y
3º El dominio solo se transfiere por el acuerdo de las partes y la ins-
cripción en el Registro, sin estos requisitos, la transferencia es nula.
Según el Código alemán, el contrato de venta de inmuebles puede
efectuarse de dos maneras diversas. Ambas son solemnes y en ambas la
omisión de las formalidades respectivas lo vicia de nulidad. La forma pro-
pia del contrato de venta de estos bienes es la del artículo 313, o sea el
acto escrito otorgado ante juez o ante notario. En esto consiste la solemni-
dad peculiar de este contrato.
La omisión de este acto escrito acarrea la nulidad del contrato y, por
consiguiente, el comprador puede exigir la entrega del inmueble. Pero se
pensó que esta venta podía ser válida y completa siempre que se procedie-
ra a hacer esa entrega con acuerdo de ambas partes. Es decir, esa venta,
nula por carecer de un requisito esencial, podría validarse siempre que
fuera seguida de la inscripción en el Registro Territorial, inscripción que
cubría este vicio de forma. “En tal caso, dice Saleilles, la entrega misma da
al contrato las garantías que le han faltado, puesto que ambas partes re-
nuevan su convención ante un funcionario del orden judicial.1 Y esto es lo
que establece en su parte final el artículo 313 cuando dispone que la ven-
ta, nula por omitirse en su celebración la formalidad exigida por la ley, es
válida siempre que las partes convengan en entregar el inmueble median-
te la inscripción en el Registro. Este nuevo acto es, en buenas cuentas, la
ejecución voluntaria del contrato o, si se pudiera decir, una ratificación
del mismo, pues el cumplimiento de las solemnidades de la inscripción
prueba que las partes, que renuevan de este modo su consentimiento en
forma solemne, habían celebrado, como dice ese autor, un contrato serio,
cuyas consecuencias habían comprendido y aceptado; luego, con este pro-
cedimiento desaparece el vicio que anulaba su existencia y el contrato
adquiere vigor nuevamente.
Pero quede bien entendido que si la venta de inmuebles no se celebra
por acto escrito otorgado ante juez o notario o si, omitida esta solemni-
dad, no va acompañada de la entrega e inscripción realizada en forma
legal es nula, esto es, no hay contrato, de acuerdo con el artículo 125.
La tradición del dominio se realiza por la inscripción que requiere,
como requisitos esenciales para su validez, el consentimiento de las partes
y la inscripción misma en el Registro Territorial. Sólo mediante la existen-
cia de esos dos elementos se transfiere el dominio al comprador.
Por lo demás, la inscripción es siempre necesaria para transferir el do-
minio, sea que la venta se haya otorgado por acto ante notario o ante juez,
sea que se haya celebrado mediante la entrega e inscripción en el Regis-

1 S ALEILLES, Etude sur la théorie générale de l’obligation d’après le premier projet de Code Civil
pour l’Empire Allemand, núm. 163, págs. 179 y 180.

57
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

tro. En el primer caso, las solemnidades propias del contrato de venta son
el acto escrito; y en el segundo, la entrega y la inscripción.
Esta desempeña, por consiguiente, dos roles. En el primero de los ca-
sos mencionados, sirve para efectuar la tradición únicamente; y en el se-
gundo, a más de esto, para validar el contrato de venta, o mejor dicho,
para subsanar el vicio de forma en que se incurrió al celebrarlo.
Resumiendo lo expuesto, resulta que en el Código alemán, el contrato
de venta de inmuebles es esencialmente solemne y su celebración está
sujeta al cumplimiento de ciertas formalidades cuya omisión lo vicia de
nulidad.
Respecto de la venta de una sucesión hereditaria los artículos 312 y
2371, exigen que se haga por acto escrito otorgado ante notario o ante
juez. Su omisión anula el contrato.
En cuanto a la venta de naves, el Código de Comercio alemán no esta-
blece ninguna solemnidad, sin perjuicio del derecho de cada parte para
exigir, cuando así lo desee, un instrumento legalizado de la convención
(art. 440).

B) SOLEMNIDADES LEGALES ESPECIALES

47. Al comenzar este capítulo hicimos ver que en algunos casos el contra-
to de venta podía ir acompañado de otras solemnidades a más de la escri-
tura pública en aquellas en que la ley la exige.
Pues bien, esas solemnidades exigidas por la ley para algunos contratos
de ventas son las que hemos denominado especiales. Consisten en las for-
malidades que deben acompañar a ciertas ventas en atención a las perso-
nas que en ellas intervienen o a las condiciones en que se realizan.
Atendiendo a si son o no indispensables para generar el contrato de
venta, podemos dividirlas en dos grupos: unas que bastan por sí solas para
generar el contrato y que, por consiguiente, hacen innecesaria la escritura
pública aun en las ventas que requieren esta solemnidad y otras que no
tienen virtud y que, por lo tanto, deben ir siempre acompañadas de la
escritura pública en las ventas en que la ley la exige. Las primeras pode-
mos llamarlas solemnidades especiales únicas o especialísimas y las segun-
das, que son las más numerosas, podemos denominarlas solemnidades
especiales accesorias.
Al primer grupo pertenecen las que se exigen en el caso de la expro-
piación por causa de utilidad pública. Y al segundo, las que se establecen:
a) para las ventas forzadas hechas ante la Justicia; b) para las ventas de los
bienes comunes o de una sucesión; c) para las ventas de los bienes de
personas relativamente incapaces; d) para las ventas de bienes dados en
prenda o hipoteca, y e) para las ventas de terrenos de indígenas.

48. Estas solemnidades especiales, como se dijo anteriormente, no se exi-


gen por lo general, como un requisito de la esencia del contrato de venta,
ni forman un elemento constitutivo del mismo. No son exigidas en aten-

58
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

ción a su naturaleza, como ocurre con la escritura pública que es un ele-


mento indispensable de aquel contrato en los casos señalados por la ley.
Son establecidas, por el contrario, en su mayor parte, en atención al
estado o calidad de las personas a quienes pertenecen los bienes vendidos
y por esto se señalan en los Códigos al hablar de la capacidad o facultades
que, según la ley, tienen ciertas personas. Así ocurre con las solemnidades
que acompañan la venta de los bienes inmuebles de las mujeres casadas,
de los hijos de familia, de los habilitados de edad, de los ausentes, de las
personas jurídicas, de los desaparecidos, de los indígenas, en una palabra,
de los relativamente incapaces.
Otras de estas solemnidades, aun cuando tampoco se exigen en aten-
ción a la naturaleza del contrato, tienen por objeto revestir de mayor im-
portancia el acto de la venta, a fin de evitar abusos o malos manejos. Tales
son las que se establecen para las ventas forzadas hechas ante la Justicia y
para las ventas de bienes comunes o hereditarios.
Finalmente otras de estas solemnidades, y son las que pertenecen al
primer grupo, o sea aquellas que hacen innecesaria la escritura pública,
tienen tal poder que por sí solas generan la compraventa. Así sucede con
los elementos constitutivos de la expropiación por causa de utilidad públi-
ca. Esto se debe a que esa especie de venta no se halla reglamentada por la
ley civil, sino por el derecho público, que, en este punto, se ha separado
de las reglas establecidas por aquella.
Fluye de lo expuesto, que la omisión de estas solemnidades, excepción
sea hecha de las establecidas para la expropiación y de algunas otras, no
produce la inexistencia del contrato de venta, ni aun su nulidad absoluta,
sino únicamente la nulidad relativa del mismo a la inversa de lo que ocu-
rre con la omisión de la escritura pública que, por ser una solemnidad
esencial de este contrato, acarrea su inexistencia.
La diferencia que hay en los efectos que unas y otras producen si se
omiten no es sino el resultado lógico de su diversidad de carácter.
Claramente se comprende que estas solemnidades no pertenecen con
toda propiedad al estudio del contrato de venta, desde que, por lo general,
no son elementos constitutivos de este contrato y si se le agregan es a fin de
garantir a las personas a quienes pertenecen los bienes que se venden. Su
estudio corresponde más bien al que se haga de las materias en que se
encuentran comprendidas, tales como la incapacidad, la tutela y curatela, la
patria potestad, la potestad marital, etc., o al estudio del Derecho público,
por lo que respecto a la expropiación o al del Derecho procesal, en lo refe-
rente a las ventas hechas ante la justicia o en los juicios de partición.
Por este motivo no estudiaremos muy a fondo esta cuestión, aun cuando
tiene una grande importancia. Si aquí nos hemos referido a ella ha sido
como un dato ilustrativo y para dar una idea, más o menos completa, acerca
de las diversas solemnidades que pueden acompañar a este contrato.
Solamente a la expropiación por causa de utilidad pública dedicare-
mos mayor atención, porque aparte de ser un punto de mucha importan-
cia, se derogan a su respecto, como se ha dicho, casi todas las reglas que la
ley civil establece para el contrato de venta.

59
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

1er Grupo. Solemnidades especiales únicas o especialísimas

49. La expropiación por causa de utilidad pública es un verdadero contra-


to de venta en el fondo, pues concurren en ella todos los requisitos pro-
pios de este contrato: consentimiento, cosa y precio. Si bien es cierto que
en algunos casos puede faltar el primero, no lo es menos también que, de
todos modos, el expropiado tendrá que consentir en la expropiación y al
recibir precio, la ratifica tácitamente, si se quiere.
Por consiguiente, si el expropiado consiente voluntariamente en la
expropiación, que –por lo demás, deberá consentirla en todo caso– y
recibe su precio sin resistencia de ninguna especie, hay, en realidad,
un verdadero contrato de venta. Si el expropiado no quiere allanarse a
que se realice la expropiación y se niega a recibir su valor, no hay,
propiamente, compraventa; pero, como en definitiva tendrá que entre-
gar el terreno y recibir el precio, resulta que con este procedimiento se
produce algo así como una ratificación tácita del acto ejecutado. Po-
dría decirse que, en este caso, hay una venta forzada. Así lo ha declara-
do también la Corte de Apelaciones de Valparaíso, que dice:
“En Derecho, la expropiación importa una venta forzada para fines de utilidad
pública, y en lo que no sea opuesto a su índole especial y a las disposiciones que
particularmente la rigen, es evidente que deben entenderse a ella incorporadas
las prescripciones generales de los contratos y las de la compraventa civil”.1
El fallo que contiene ese considerando fue sancionado por la Corte
Suprema.
La diferencia esencial que existe entre el contrato de venta propia-
mente tal y la expropiación por causa de utilidad pública, consiste en que
aquélla es siempre el resultado de la libre y espontánea voluntad de los
contratantes, en tanto que ésta, en todo caso, participa del carácter de un
acto forzado, porque sea que el expropiado se allane o no a aceptar la
expropiación, se realizará siempre.
Según esto, podemos denominar esta especie de venta, venta forzada,
en contraposición a venta voluntaria o meramente contractual. El mismo
nombre da Pothier a la expropiación por causa de utilidad pública.2
El fundamento de este acto no es sino la utilidad pública, o sea la
utilidad general del Estado. De ahí que prevalezca sobre el interés privado
del propietario. Es una de las limitaciones que tiene el derecho de propie-
dad establecida en interés de la colectividad, limitación que, por referirse
a un derecho garantido por la Constitución Política del Estado, tiene ne-
cesariamente que señalarse en ella. Por esto, su origen y fundamento se
encuentran en el Derecho Público.
A esto se debe el carácter netamente público que tiene este acto; lo
que hace que sea reglamentado por principios y leyes muy diversos de los
que reglan el contrato de venta entre los particulares.

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VI, sec. 1ª, pág. 432.


2 Oeuvres, tomo III, núm. 511, pág. 201.

60
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

Naturalmente, esos principios y leyes no pueden ir hasta el extremo de


variar la naturaleza misma del contrato de venta que, en el fondo, contie-
ne la expropiación, porque de ser así, ésta no existiría. En la expropiación
concurren los requisitos que constituyen la esencia de la venta. Lo único
que se modifica es la manera como se genera y se perfecciona el contrato,
se modifica la forma externa del acto, las solemnidades que deben acom-
pañarlo. También se altera el modo cómo se efectúa la tradición del domi-
nio de la propiedad expropiada, para lo cual se crea un modo especial de
adquirir el dominio.
Son los principios de Derecho Público establecidos por la Constitución
Política del Estado en su artículo 10, número 5 y por la ley de expropiacio-
nes de 18 de junio de 1857, los que reglamentan y establecen la manera
de celebrarse esta venta. Sólo las formalidades y requisitos que allí se men-
cionan son indispensables para que se perfeccione la expropiación, for-
malidades que, por arrancar su fuerza de la Constitución y de leyes
especiales, tienen tanto valor y eficacia que hacen innecesaria la escritura
pública aun en los casos en que la ley la requiere. En otros términos, las
formalidades que acompañan y generan la expropiación tienen el mismo
efecto que la escritura pública, es decir, bastan por sí solas para perfeccio-
nar esa venta ante la ley.
Los requisitos necesarios para que pueda verificarse la expropiación
son dos, a saber: 1) una ley que declare de utilidad pública la propiedad
que va a expropiarse, y 2) que se pague previamente al dueño la indemni-
zación que se ajustare con él o se avaluare a juicio de hombres buenos.
En buenas cuentas, el único de estos requisitos que modifica las reglas
del Derecho privado es el primero, o sea la ley que declara la utilidad
pública. El segundo no es sino uno de los elementos esenciales de este
contrato, el precio. En cuanto a la manera de fijarlo, no se introduce tam-
poco ninguna novedad a los principios del Código Civil, que disponen
que aquél pueden señalarlo las partes o un tercero que ellas nombren. La
innovación al respecto consiste en que ese tercero deberá fijar el precio
siempre que las partes no se avengan, tercero que en este caso son tres
hombres buenos, cuyo nombramiento lo hace la autoridad administrativa
(art. 2º de la ley de 1857). El verdadero requisito generador de la expro-
piación es la ley, que viene a reemplazar a la escritura pública. El precio
que se paga al expropiado es también un requisito indispensable para su
realización; pero, ya vimos que sin precio no puede haber venta y como
aquélla es una venta, resulta que si falta el precio, no puede existir la
expropiación.
Los requisitos esenciales de la expropiación son, en resumen, la cosa
que se expropia, el precio que se fija en la forma indicada y la ley que
declara la utilidad pública, es decir, más o menos, los mismos elementos
de toda venta.

50. La expropiación se perfecciona cuando se cumplen en la forma que


hemos señalado los dos requisitos necesarios para su existencia: la ley que
declara la utilidad pública y el pago de la indemnización convenida con la

61
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

parte o en su desacuerdo, fijada por hombres buenos. En ese momento


queda el acto perfecto y completo, sin que sea menester, para su validez el
otorgamiento de la escritura pública en el caso de tratarse de bienes raíces
o de bienes cuya venta requiera esa solemnidad. La ley, en este caso, apar-
te de ser la causa generadora de la expropiación, aparte de servir de títu-
lo, sirve también de modo de adquirir y desempeña así el rol de los dos
actos que son indispensables en toda venta para que el comprador llegue
a ser dueño de la cosa comprada.
La escritura pública está suplida aquí por la ley y no es necesaria, aun-
que se trate de bienes raíces, no obstante que el artículo 1094 del Código
de Procedimiento Civil establece que, una vez consignado el valor de la
expropiación o entregado éste al propietario, deberá otorgarse dentro de
segundo día la respectiva escritura. Esta disposición no da a este instru-
mento el carácter de requisito ni de formalidad esencial para la validez del
acto, ni se exige tampoco en atención a su naturaleza, sino para fines
reglamentarios del procedimiento que señala ese Código.
La jurisprudencia es uniforme en este sentido. La Corte Suprema, es-
tudiando la manera como se perfecciona la expropiación, dice:
“Considerando: 1º. Que está establecido por el Tribunal sentenciador, como he-
chos de la causa, que los sitios embargados a C, cuyo dominio deriva de don J.L.,
son los mismos que el Fisco expropió para la canalización del Mapocho y previos
los trámites correspondientes pagó su precio al referido L, antes de la fecha del
otorgamiento de la escritura de venta que hizo a uno de los antecesores de L; 2º.
Que la Constitución, en el artículo 10, asegura a todos los habitantes de la Repú-
blica los derechos que corresponden a todos los individuos en razón de su propia
naturaleza, a fin de impedir que las autoridades constituidas puedan limitarlos o
atropellarlos impunemente; 3º. Que el número 5º de dicho artículo consagra la
inviolabilidad de todas las propiedades, y sin que nadie pueda ser privado de la de
su dominio, ni de una parte de ella, por pequeña que sea, o del derecho que a
ella tuviere, sino en virtud de sentencia judicial; salvo que la utilidad del Estado
exija el uso o enajenación de alguna; 4º. Que la primera limitación, o sea, la
privación de la propiedad por sentencia judicial, establecida en favor de los dere-
chos de terceros, se rige por las disposiciones de la ley común que regla los dere-
chos y obligaciones de las personas y de sus bienes; 5º. Que la segunda limitación,
o sea, la expropiación por utilidad del Estado, establecida en consideración al
interés general, entra por completo en el dominio del derecho público y se rige
por las disposiciones que la misma constitución determina; 6º. Que aquella dispo-
sición establece también los únicos requisitos para verificar la expropiación, los
cuales son: ‘que la utilidad del Estado, calificada por una ley, exija el uso o enaje-
nación de alguna: lo que tendrá lugar dándose previamente al dueño la indemni-
zación que se ajustare con él, o se avaluare a juicio de hombres buenos’; 7º. Que
establecidos en esta forma los requisitos para llevar a cabo la expropiación o sean:
la ley que declara la utilidad pública y el pago de la indemnización convenida con
la parte, o en su desacuerdo, fijada por hombres buenos, el acto queda completo y
perfecto y, por consiguiente, terminado, sin que sea menester, para su validez, el otorgamien-
to de escritura pública, en caso de ser bienes raíces los expropiados, ni para los efectos de
la tradición, su inscripción en el Registro del Conservador de Bienes Raíces; 8º.
Que si bien el artículo 1094 del Código de Procedimiento Civil ordena el otorga-
miento de escritura pública, no lo establece como requisito o formalidad del acto

62
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

en consideración a él, sino para fines reglamentarios del procedimiento señalado


por el mismo Código; 9º. Que, en consecuencia, al declarar la sentencia recurrida
el dominio del Fisco en los sitios materia de la tercería, y mediante la expropia-
ción verificada con arreglo a la ley y previo el pago de la indemnización respectiva
sin haberse otorgado escritura pública, ni verificádose su inscripción en el Regis-
tro del Conservador de Bienes Raíces, ha aplicado correctamente las disposiciones
legales pertinentes; y no existen, por consiguiente, las infracciones legales que se
hacen valer en el escrito de formalización del recurso”.1
En cuanto al alcance que este fallo da a la disposición del artículo 1094
del Código de Procedimiento Civil, lo encontramos muy acertado. Si la
disposición constitucional que fijó las solemnidades y el modo de perfec-
cionarse la expropiación no señaló entre ellas la escritura pública, no pue-
de una ley posterior cuyo papel es, por lo demás, desarrollar el precepto
contenido en la Constitución, crear nuevas formalidades. De ahí que si
ésta no la estableció como requisito de la expropiación el Código de Pro-
cedimiento Civil no puede tampoco conferirle ese carácter. Por eso el va-
lor que la Corte Suprema da a su otorgamiento guarda conformidad con
los principios que rigen la materia.
En resumen, la solemnidad especial del contrato de venta, en caso de
expropiación por causa de utilidad pública, es la ley que declara esa utili-
dad que basta, por sí sola, para generar el contrato, con lo cual hace inne-
cesario el otorgamiento de la escritura pública en caso de que sean
inmuebles los bienes expropiados. En otros términos, la ley hace aquí las
veces de tal escritura.

2º Grupo. Solemnidades especiales accesorias

51. Estas solemnidades pueden dividirse en cinco categorías diversas. Por


lo general, no son un requisito esencial del contrato de venta mismo, sino
que lo acompañan en ciertos casos para dar mayores garantías a las perso-
nas a quienes pertenecen los bienes que son objeto de ese contrato y para
evitar que se les cause algún perjuicio. Su papel es, pues, de ordinario,
precaver el fraude. De ahí que no se exijan en atención a la naturaleza del
contrato que existe sin ellas, sino en consideración al estado o calidad de
las personas que lo celebran; por cuyo motivo su omisión produce, casi
siempre, la nulidad relativa de la venta. Hay casos, sin embargo, en que
ella acarrea la nulidad absoluta, como vamos a verlo, y otros en que no da
margen a la nulidad y sólo puede subsanarse dentro del juicio en que se
originó, como ocurre con las ventas forzadas.
Trataremos de estudiar rápidamente sus diversas categorías.

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo XIII, sec. 1ª, pág. 232. Véase en el mismo sen-

tido y del mismo Tribunal: sentencia 1.741, pág. 9, Gaceta 1901, tomo II; Revista de Derecho y
Jurisprudencia, tomo II, sec. 1ª, pág. 325.

63
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

52. a) VENTAS FORZADAS ANTE LA JUSTICIA. Tienen lugar siempre que un


tribunal ordena la venta de los bienes del deudor a petición de sus acree-
dores, a fin de pagarse con su producido. Nuestro Código de Procedi-
miento Civil contempla cuatro casos en los cuales se verifica la venta forzada
y son:
1) En los juicios ejecutivos de mayor cuantía referentes a las obliga-
ciones de dar. Quedan comprendidas también en este número las eje-
cuciones relativas a obligaciones de dar que sean consecuencia de una
obligación de hacer según el artículo 567 del Código de Procedimiento
Civil; y los juicios ejecutivos que, en conformidad al artículo 932 del
mismo Código, se dirijan contra el tercer poseedor de una finca acen-
suada o hipotecada, cuando éste no pague o no abandone la finca ma-
teria de la acción.
2) En los juicios ejecutivos de menor cuantía.
3) En los juicios de concurso necesario y voluntario, a los cuales se
aplican las disposiciones del juicio ejecutivo, en lo relativo a la enajena-
ción de los bienes del concursado, según los artículos 620 y 629 del Códi-
go de Procedimiento Civil.
4) En los juicios de quiebra que, en este punto, se rigen por las mismas
disposiciones aplicables a la enajenación de los bienes del concursado,
según el artículo 897 de ese Código.
El Código de Comercio también señala algunos casos de venta forzada
y son:
5) En las ejecuciones contra las naves (artículo 847).
6) Cuando la nave se vende por encontrarse en estado de innavegabili-
dad (artículo 845).
Finalmente, el Código de Minas señala otros dos casos de ventas forza-
das, a saber:
7) Cuando la mina se vende por falta de pago de la patente (artículos
134 y 135).
8) Cuando se sigue una ejecución sobre los minerales existentes extraí-
dos de la mina (artículo 155).

53. 1º. Juicios ejecutivos por obligaciones de dar. Pueden venderse en estos jui-
cios todos los bienes del deudor, sean muebles o inmuebles, corporales o
incorporales, salvo aquellos que expresamente exceptúa el artículo 466
del Código de Procedimiento Civil y las minas que, según el artículo 155
del Código de Minas, son inembargables.
Las formalidades de la venta forzada, en este caso, son diversas según
se refiera a muebles o inmuebles.
Los muebles se venderán al martillo, siempre que sea posible, sin nece-
sidad de tasación, debiendo anunciarse la venta por avisos publicados cua-
tro veces, por lo menos, en un diario del departamento y por carteles que
deben fijarse durante ocho días en el oficio del secretario. Iguales publica-
ciones se harán en el departamento en que estuvieren situados estos bie-
nes, si no fuere el mismo que aquél en que se sigue el juicio (artículos 503
y 510 del Código de Procedimiento Civil). Si los bienes son fácilmente

64
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

corruptibles o de difícil conservación, se venderán con autorización judi-


cial y sin necesidad de tasación previa (artículo 504).
Si son inmuebles, hay que llenar tres solemnidades: a) la tasación he-
cha por peritos nombrados por el tribunal; b) los avisos y carteles que seña-
lan el día y hora de la subasta, debiendo publicarse los primeros en uno o
más diarios del departamento durante cuatro veces y debiendo fijarse los
segundos, en el oficio del secretario durante veinte días. Si los bienes estu-
vieran situados en otro departamento, el remate se anunciará también en
él, por el mismo tiempo y en la misma forma (artículo 510); y c) el remate o
pública subasta realizado el día y hora señalados al efecto ante el juez que
conoce del juicio o ante el juez del departamento en que estuvieren situa-
dos si así se decretare y del cual debe levantarse el acta correspondiente
(artículos 506, 507, 509 y 510). Si el primer remate no se efectuare, esas
solemnidades serán las que señala el artículo 523, o sea, se rebajarán a la
mitad los plazos fijados para los avisos y carteles, salvo la excepción allí
establecida.

54. 2º. Juicios ejecutivos de menor cuantía. En estos juicios, las solemnidades de
la venta son las que señala el artículo 877 del Código de Procedimiento
Civil, a saber: a) tasación de los bienes embargados; b) publicación de avisos
con quince días de anticipación en un diario del departamento y fijación de
carteles en la puerta del tribunal por igual tiempo; c) remate realizado ante
el juez con previa citación de las partes. Como ese artículo no distingue
entre bienes muebles e inmuebles creemos que se aplica a unos y otros.

55. 3º. Juicios de concurso. En éstos se aplican las mismas reglas que rigen la
venta forzada en los juicios ejecutivos, de acuerdo con el artículo 620 del
Código de Procedimiento Civil. De modo que nos remitimos a lo dicho en
el número 53.

56. 4º. Juicios de quiebra. Se aplican en ellos, por lo que hace a la enajena-
ción de los bienes del fallido según el artículo 897 del Código de Procedi-
miento Civil, las disposiciones que rigen en el concurso y que son las mismas
del juicio ejecutivo, a que ahora nos referimos.

57. El efecto que produce la omisión de alguna de las formalidades men-


cionadas, tales como la tasación, los avisos y carteles, etc., no es la nulidad
del remate, porque no hay ley alguna que sancione esa infracción con la
nulidad. Esas formalidades no se exigen en atención a la naturaleza del
contrato de venta, no forman parte del mismo; son únicamente requisitos
exigidos por la ley procesal para la ritualidad del juicio. De ahí que no les
sean aplicables las disposiciones de la ley civil relativas a la nulidad sino las
disposiciones de la misma ley procesal y entre éstas, como se ha dicho, no
hay ninguna que sancione su omisión con ese efecto.
La infracción de alguna de esas solemnidades sólo da margen para
interponer los recursos legales que establece el Código de Procedimiento
Civil y que deben hacerse valer dentro del mismo juicio.

65
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

En consecuencia, si se omiten las formalidades antes mencionadas,


sólo podrá reclamarse de esta omisión interponiendo los recursos crea-
dos por ese Código, con tal que se hagan valer en el mismo litigio. Pero
en ningún caso, puede pedirse la nulidad del acto en juicio separado
con arreglo a las disposiciones del Código Civil sobre la nulidad de los
contratos.
La jurisprudencia es uniforme al respecto. Así, la Corte Suprema, en
un interesantísimo fallo, dice:
“7º. La tasación pericial, la fijación de carteles y publicación de avisos en los diarios,
no son formalidades propias de la naturaleza del contrato de venta y si se exigen
como necesarias en el juicio ejecutivo para proceder a la enajenación forzada
de los bienes embargados es a título de actuaciones o diligencias del proceso,
con el fin de dar garantías al deudor de que sus derechos no puedan ser me-
noscabados en el acto de verificarse la subasta; y, por consiguiente, si esas ac-
tuaciones o trámites del proceso no se llevan a cabo en una forma correcta faltándose a
la ritualidad que la ley ha señalado para el caso, la parte agraviada ha debido reclamar
oportunamente dentro del mismo juicio para que se enmiende o corrija el procedimiento,
entablando los recursos legales establecidos por la ley, si fuere desoída; 8º. Que los
juicios carecerían de objeto y no llenarían sus propósitos si se admitiera que
no obstante los plazos y términos establecidos por la ley para la ritualidad de
las contiendas jurídicas y a pesar de los recursos especiales que ella otorga a
las partes con el fin de que puedan discutir en forma correcta sus derechos y
llegar a la solución definitiva, pudieran todavía, concluido el juicio por todos
sus trámites, quedar esos derechos en una condición incierta y subordinados,
como lo pretende el recurrente, al lapso de treinta años que para sanear la
nulidad absoluta establece el Código Civil, o al plazo de veinte años en que
prescriben las acciones ordinarias, como si las actuaciones judiciales de los
procesos estuvieran sometidas al Código Civil y no al de Enjuiciamiento, que
es la ley especial que debe prevalecer”.1
Las Cortes de Apelaciones de Santiago2 y de Valdivia3 se han pronun-
ciado en el mismo sentido en varias ocasiones.

58. El Código de Procedimiento Civil introdujo una modificación a las


reglas del contrato de venta en lo relativo a sus solemnidades y es la del
artículo 516 que dice: “El acta de remate de la clase de bienes a que se refiere el
inciso 2º del artículo 1801 del Código Civil se extenderá en el Registro del Secretario

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo XI, sec. 1ª, pág. 206 o sentencia 1.055, pág.

569, Gaceta 1912, tomo II.


2 Sentencia 737, pág. 1257, Gaceta 1911, tomo I (omisión de tasación, carteles y avi-

sos). Sentencia 1.395, pág. 1149, Gaceta 1911, tomo II (omisión de avisos). Sentencia de 11
de octubre de 1913 suscrita por los ministros señores J. C. Herrera, A. Bezanilla y Salinas y
publicada en Las Ultimas Noticias del mes de octubre o noviembre de ese año. Sentencia de
3 de abril de 1913 suscrita por los ministros señores A. Bascuñán, V. Risopatrón y F. Urzúa y
publicada en Las Ultimas Noticias de ese mes (omisión de avisos y carteles). Sentencia 576,
pág. 1863, Gaceta 1913 (omisión de la tasación). Sentencia 287, pág. 903, Gaceta 1913 (omi-
sión de carteles).
3 Sentencia 1.075, pág. 608, Gaceta 1912, tomo II (omisión de carteles y avisos).

66
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

que interviniere en la subasta, y será firmada por el juez, el rematante y el secretario.


Esta acta valdrá como escritura pública para el efecto del citado artículo del Código
Civil; pero se entenderá sin perjuicio de otorgarse dentro de tercer día la escritura
definitiva con inserción de los antecedentes necesarios y con los demás requisitos
legales”. Y el artículo 518 agrega que el Conservador de Bienes Raíces no
admitirá para los efectos de la inscripción sino la escritura definitiva de la
compraventa, que será suscrita por el rematante y por el juez, como repre-
sentante legal del vendedor. Iguales disposiciones rigen en los juicios de
menor cuantía, salvo pequeñas modificaciones de detalle (artículo 879).
En conformidad a la disposición legal transcrita, es el acta de remate la
que perfecciona ante la ley la venta forzada, pues ésta se reputa celebrada
desde que aquella se otorga. Hay aquí una manifiesta innovación a la regla
del artículo 1801 del Código Civil, puesto que según éste la venta de bie-
nes raíces no se considera perfecta ante la ley mientras no se extienda la
escritura pública y en este caso, sin embargo, el contrato se considera tal,
aun sin que se otorgue esa escritura, por el hecho de extenderse el acta
mencionada.1
El objeto de esta disposición, que ha alterado en forma sustancial la
disposición del Código Civil, no fue otro que evitar los inconvenientes que
presentaba el antiguo sistema. Como en éste esa acta no producía efecto
alguno, ocurría muchas veces que el rematante se arrepentía de la compra
y se negaba a firmar la escritura de venta sin que hubiera modo de obligar-
lo a ello. Esto perjudicaba al deudor, desde que era menester una nueva
subasta, lo que hacía incurrir en nuevos gastos. Esos inconvenientes se
obviaron con la disposición del artículo 516 que considera la venta forzada
como válida y perfecta ante la ley desde que se otorga y suscribe el acta de
remate.2
Esta acta sirve para dejar perfecto el contrato, pero no para los efectos
de hacer efectivas las obligaciones que de él nacen. El subastador sólo
puede hacer efectiva la entrega de la cosa mediante la escritura pública,
que es el único documento en virtud del cual se puede efectuar la inscrip-
ción en el Registro del Conservador. Y mientras ésta no se otorgue y no se
inscriba, el subastador no tiene ningún derecho sobre la cosa, que aun
pertenece al vendedor.3 De aquí que el artículo 516 obligue al otorga-
miento de la respectiva escritura dentro de tercero día. El acta de remate
es ineficaz para este objeto y fuera de servir como modo de perfecciona-
miento del contrato no desempeña ningún otro papel.

59. Dos consecuencias derivan del carácter de solemnidad generadora del


contrato que el artículo 516 del Código de Procedimiento Civil atribuye al

1 Sentencia de 25 de octubre de 1905 de la Corte de Apelaciones de Santiago, publica-


da en El Mercurio del 12 de noviembre de 1905; sentencia 1.000, pág. 395, Gaceta 1905, tomo
II; sentencia 1.298, pág. 1141, Gaceta 1910, tomo II (considerando 6º).
2 TORO y ECHEVERRÍA, Código de Procedimiento Civil anotado, pág. 471.
3 Sentencia 665, pág. 1076, Gaceta 1906, tomo II.

67
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

acta mencionada y son: a) mientras el subastador no la firme no hay venta


y en consecuencia, puede desistirse del remate sin que, por ello, deba
indemnización alguna; y b) una vez suscrita esa acta no puede desistirse
del contrato y el vendedor puede obligarlo a que suscriba la respectiva
escritura.
La primera de estas consecuencias no es sino la aplicación de las re-
glas generales que rigen los contratos solemnes, que no se perfeccionan
ni producen obligación alguna mientras no se otorgue la solemnidad
respectiva. Como en este caso, ésta es el acta de remate, resulta que no
hay contrato en tanto no se extienda y antes que así se haga, los contra-
tantes pueden desistirse sin estar obligados a indemnizar perjuicios. Así
lo han resuelto en varias ocasiones las Cortes de Apelaciones de Santia-
go1 y de Talca.2

60. La segunda consecuencia fluye también de la disposición legal trans-


crita, en virtud de que todo contrato, una vez perfeccionado, da acción
para exigir su cumplimiento. Desde que la venta se reputa perfecta por la
suscripción de esa acta, es claro que de ella nacen las acciones inherentes
a su naturaleza. Una de esa acciones es la relativa a exigir el cumplimiento
mismo de la convención, o sea el otorgamiento de la escritura correspon-
diente. Y esta acción puede hacerse valer por la vía ejecutiva, puesto que
dicha acta es un título ejecutivo. Así ha sido fallado recientemente por la
Corte de Apelaciones de Santiago.3

61. 5º Juicios ejecutivos sobre naves. Según el artículo 847 del Código de Co-
mercio, el remate judicial de las naves que se haga a consecuencia de un
juicio se hará con la forma y solemnidades establecidas para las ventas
judiciales, salvo las modificaciones allí establecidas. Estas consisten en que
se anuncie previamente la venta durante dieciocho días por medio de car-
teles y avisos en los periódicos. Los carteles serán fijados en los sitios acos-
tumbrados del lugar del juicio, en el puerto donde se encuentra la nave, si
éste fuere distinto de aquél y en la puerta principal de la Gobernación
Marítima. La fijación de carteles y la publicación de los avisos se harán
además constar en el expediente respectivo, so pena de nulidad.
Luego, las modificaciones se refieren únicamente a los avisos y carte-
les; respecto de la forma de la subasta, del acta de remate, etc., se siguen
las reglas del juicio ejecutivo.
Las formalidades que este artículo señala para la venta de las naves se
refieren no sólo a las ventas que se hagan por créditos contraídos por

1 Sentencia de 25 de octubre de 1905 suscrita por los ministros señores Mora, Larraín

Zañartu y Reyes Solar y publicada en El Mercurio del 12 de noviembre de 1905; sentencia


186, pág. 331, Gaceta 1911, tomo I; sentencia 559, pág. 932, Gaceta 1911, tomo I.
2 Sentencia 967, pág. 333, Gaceta 1905, tomo II.
3 Sentencia de 14 de octubre de 1916, suscrita por los ministros señores Lagos, Bezani-

lla y Risopatrón, publicada en Las Ultimas Noticias de los meses de octubre o noviembre de
ese año.

68
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

ellas, sino que se aplican siempre que su enajenación judicial sea necesaria
por cualquier motivo, pues se han establecido en atención a la naturaleza
misma de las naves y no a las causas que puedan originar su venta por
medio de la justicia. Esta doctrina ha sido establecida por un fallo de la
Corte de Apelaciones de Iquique.1

62. 6º. Venta de una nave por encontrarse en estado de innavegabilidad. Según
el artículo 845, la venta se hará en este caso en la forma señalada para las
ventas judiciales, por cuya razón nos remitimos a lo dicho en el párrafo
anterior.

63. ¿Qué efectos produce la omisión de las formalidades prescritas por el


artículo 847 del Código de Comercio en las ventas judiciales de naves? De
los propios términos de ese artículo que sanciona con la nulidad esa omi-
sión y de la circunstancia de ser exigidas por una ley sustantiva, resulta que
se han establecido en atención a la naturaleza del acto mismo, por cuya
razón acarrea la nulidad absoluta de la enajenación de acuerdo con el
artículo 1682 del Código Civil. Por lo tanto, omitida alguna de esas forma-
lidades, la venta de la nave es nula absolutamente y podrá reclamarse de
este vicio con arreglo a las disposiciones generales que el Código Civil ha
establecido acerca de la acción de nulidad. La misma opinión aparece
sustentada en una sentencia de la Corte de Apelaciones de Iquique.2

64. 7º. Venta de una mina por falta de pago de la patente. Según el artículo 135
del Código de Minas, en el remate que se haga de una mina por falta de
pago de la patente deben llenarse las siguientes formalidades: a) se publi-
carán avisos por cinco veces en un periódico del departamento o, en su
defecto, se fijarán carteles que indiquen el día del remate; y b) el remate
se hará entre los cuarenta y cuarenta y cinco días contados desde la fecha
de la primera publicación del aviso.
Sólo esos requisitos deben llenarse en estas ventas. Luego, no son ne-
cesarias ni la tasación de las minas que se enajenan ni tampoco la notifica-
ción al dueño de éstas. Así lo ha declarado la Corte Suprema, fundada en
que el Código de Procedimiento Civil no ha derogado en esta materia al
Código de Minas.3 Este mismo tribunal ha establecido que no se requiere
para esta venta que los avisos deban contener el nombre de los dueños de
las minas, pues no importan un requerimiento sino un simple medio de
publicidad para hacer saber el remate a todos aquellos que pudieran tener
interés en la subasta.4
El mismo fallo ha declarado que las actas de remate de minas que no
hayan pagado patente deben extenderse en el registro del secretario que

1 Sentencia 184, pág. 163, Gaceta 1899, tomo II.


2 Sentencia 184, pág. 163, Gaceta 1899, tomo II.
3 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo III, sec. 1ª, pág. 244.
4 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo III, sec. 1ª, pág. 244.

69
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

actuó en la subasta, en conformidad con el artículo 516 del Código de


Procedimiento Civil.

65. Las disposiciones establecidas por el artículo 135 del Código de Mine-
ría para la venta de las minas que no hayan pagado la patente no constitu-
yen un juicio propiamente dicho sino un procedimiento especialísimo que
se rige por dicho Código y no por el de Procedimiento. Además, la forma
imperativa empleada por ese artículo al disponer que el remate deberá te-
ner lugar entre los cuarenta y los cincuenta días contados desde la prime-
ra publicación del aviso, importa una verdadera prohibición para que el
remate se efectúe antes de los cuarenta días ni después de los cincuenta
contados desde la fecha del aviso expresado; y como según el precepto del
artículo 10 del Código Civil son nulos y de ningún valor los actos que la
ley prohíbe, resulta que el remate efectuado antes o después de esa época
es nulo. Esta nulidad es, en consecuencia, absoluta, porque se trata de
requisitos exigidos en atención a la naturaleza del acto o contrato; luego,
puede hacerse valer en un juicio aparte y en conformidad a las disposicio-
nes del Código Civil que reglan la nulidad. Tal es la doctrina consignada
en un fallo de la Corte de Apelaciones de La Serena que aceptamos en
todas sus partes.1

66. 8º. Venta, a consecuencia de un juicio ejecutivo, de los minerales existentes


extraídos de la mina. El artículo 155 del Código de Minas que autoriza el
embargo y venta forzada de estos, nada dispone acerca de la forma en que
debe hacerse, por cuya razón creemos que le son aplicables las reglas que
el Código de Procedimiento establece para las ventas judiciales de los bie-
nes muebles, desde que los minerales extraídos de la mina tienen este
carácter (artículos 503 y 510 del Código de Procedimiento Civil).2

67. b) VENTA DE BIENES COMUNES O HEREDITARIOS. Las solemnidades creadas


por la ley para estas ventas y que se aplican tanto a las de inmuebles como
a las de muebles, por cuanto la ley habla de “bienes comunes”, sin distin-
guir entre unos y otros, son: a) la tasación del bien que va a subastarse,
pudiendo omitirse, sin embargo, en los casos que señala el artículo 813
del Código de Procedimiento Civil; b) la publicación de avisos; y c) la subasta
pública en presencia del juez partidor.
Dos observaciones debemos hacer sobre la publicación de avisos. El
artículo 814 del mismo Código no señala el tiempo por el cual deben
publicarse ni el número de los mismos, como tampoco si deben o no fijar-
se carteles cuando en la partición no hay menores. De ahí que algunos
creen que deben observarse las reglas prescritas por el artículo 510 del
Código de Procedimiento Civil. Si en la partición hay menores, los avisos
se publicarán por cuatro veces a lo menos, mediando entre la primera

1 Sentencia 256, pág. 425, Gaceta 1906, tomo I.


2 Véase número 53.

70
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

publicación y el día del remate un espacio de tiempo que no baje de vein-


te días; y se fijarán carteles, por todo ese tiempo, en la oficina del actuario.
El acta de remate se extenderá con arreglo al artículo 516 del Código
citado; debiendo tenerse presente además lo dispuesto en el artículo 815
del mismo Código.

68. La omisión de estas formalidades, como que son establecidas por la


ley procesal para la ritualidad del juicio, no vicia de nulidad la enajena-
ción. De ella sólo puede reclamarse dentro del mismo juicio por medio de
los recursos legales, pero en ningún caso valiéndose de la acción civil de
nulidad deducida en otro juicio. La jurisprudencia es uniforme sobre el
particular.1

69. c) VENTA DE BIENES PERTENECIENTES A PERSONAS RELATIVAMENTE INCAPA-


CES. Las solemnidades que, por regla general, acompañan a estas ventas
son: a) la autorización judicial que debe darse con conocimiento de causa y,
en muchos casos, siempre que haya necesidad o utilidad manifiesta; y b) la
pública subasta.
Estas solemnidades son necesarias, ordinariamente, para la venta de
los inmuebles; rara vez se exigen en la de bienes muebles.
La manera de hacer efectivos estos requisitos está señalada en los Títu-
los XI y XII del Libro IV del Código de Procedimiento Civil.
La autorización judicial debe solicitarse ante el juez del lugar en que
están situados los inmuebles, quien, antes de concederla, debe oír el dicta-
men del Defensor respectivo.
En cuanto a la pública subasta se efectúa ante el juez de letras que
corresponda en la forma y con los requisitos que señalan los artículos 813
y 814 del Código de Procedimiento Civil al cual se remite el artículo 1067
del mismo Código. Según esto, los bienes serán tasados previamente por
peritos y se publicarán avisos por cuatro veces, a lo menos, mediando en-
tre el primero y el remate un espacio que no baje de veinte días y se
fijarán carteles por aquel tiempo en la oficina del actuario. Las disposicio-
nes de los artículos 515 y 518 de ese Código relativas al valor que tiene el
acta de remate son también aplicables en este caso, siendo de advertir que
en estas ventas la escritura definitiva será suscrita por el propietario de los
bienes o por su representante legal, si fuere incapaz.
Para determinar los casos en que se exigen estas solemnidades en nues-
tra legislación, haremos dos grupos: uno de los inmuebles y otro de los
muebles.

I. INMUEBLES. A) Deben observarse ambas solemnidades en las ventas


de bienes raíces pertenecientes:

1
Sentencia 737, pág. 1257, Gaceta 1911, tomo I; sentencia de la Corte de Apelaciones
de Santiago de 3 de diciembre de 1913 suscrita por los ministros señores Bascuñán, Risopa-
trón y Urzúa y publicada en Las Ultimas Noticias de ese mes; sentencia 576, pág. 1863, Gace-
ta 1913; sentencia 287, pág. 903, Gaceta 1913.

71
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

1) Al desaparecido, siempre que se verifique antes de concederse a


sus herederos la posesión definitiva de sus bienes (artículo 88 del Códi-
go Civil).
2) Al menor habilitado de edad (artículo 303).1
3) Al pupilo (artículos 393 y 394).2
4) A la herencia yacente,3 al ausente y al que está por nacer (artículos
484, 488 y 489).
B) Debe observarse sólo la solemnidad de la autorización judicial, en
las ventas de bienes raíces pertenecientes:
1) Al hijo de familia, aunque sean los de su peculio profesional (artícu-
lo 255).4
2) A las personas jurídicas (artículo 557).
3) A la mujer casada o separada de bienes; en este caso se requiere
también su consentimiento (artículo 1754).5 Si la mujer es menor de edad,
algunas Cortes exigen que la venta se haga en pública subasta;6 según otras
no es necesario.7 La Corte de Apelaciones de La Serena ha declarado que
estas solemnidades deben llenarse igualmente so pena de nulidad en la
venta de los derechos hereditarios de la mujer, aunque no se sepa si hay o
no inmuebles en la sucesión.8
4) Al marido que, por su ausencia o interdicción, no puede adminis-
trar la sociedad conyugal (artículo 1759).
C) Debe observarse sólo la pública subasta, sin que sea necesario obte-
ner autorización judicial, en las ventas de bienes raíces que efectúe el alba-

1 Sentencia 288, pág. 510, Gaceta 1911, tomo I; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo

IX, sec. 1ª, pág. 139; sentencia de 5 de agosto de 1915 de la Corte de Apelaciones de San-
tiago dictada en el juicio de García Cruz con Rojas Arancibia.
2 Revista de Derecho y Jurisprudencia tomo VI, sec. II, pág. 100; Revista de Derecho y Jurispru-

dencia, tomo VII, sec. 1ª, pág. 529; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo IX, sec. 1ª, pág.
139; sentencia 2.919, pág. 1026, Gaceta 1894, tomo II.
3 Sentencia 2.545, pág. 1415, Gaceta 1881.
4 Sentencia 1.933, pág. 818, Gaceta 1869; Sentencia 1.969, pág. 890, Gaceta 1875; Sen-

tencia 5.998, pág. 383, Gaceta 1881; sentencia 2.485, pág. 1380, Gaceta 1883; sentencia 1.501,
pág. 1058, Gaceta 1892, tomo I; sentencia 2.919, pág. 1206, Gaceta 1894, tomo II; Revista de
Derecho y Jurisprudencia, tomo IX, sec. 1ª, pág. 139.
5 Sentencia 534, pág. 333, Gaceta 1884; sentencia 4.058, pág. 2613, Gaceta 1886; sen-

tencia 220, pág. 247, Gaceta 1902, tomo I; sentencia 1.098, pág. 690, Gaceta 1909, tomo II;
Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo III, sec. 2ª, pág. 129; Revista de Derecho y Jurispruden-
cia, tomo II, sec. 1ª pág. 286; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo II, sec. 1ª, pág. 320;
Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo II, sec. 1ª, pág. 348; Revista de Derecho y Jurisprudencia,
tomo VI, sec. 2ª, pág. 14; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VI, sec. 1ª, pág. 436; Revista
de Derecho y Jurisprudencia, tomo VII, sec. 1ª, pág. 529; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo
XII, sec. 1ª, pág. 381.
6 Sentencia 1.734, pág. 625, Gaceta 1864.
7 Sentencia 322, pág. 172, Gaceta 1885; sentencia 2.124, pág. 405, Gaceta 1892,

tomo II.
8 Sentencia 216, pág. 313, Gaceta 1909, tomo I.

72
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

cea para pagar las deudas y legados (artículos 1293 y 1294 del Código
Civil).1
II. MUEBLES. A) Se requieren ambas solemnidades en las ventas de mue-
bles pertenecientes:
1) Al desaparecido (artículo 88).
2) Al pupilo (artículos 393 y 394), a la herencia yacente, al ausente y al
que está por nacer (artículos 484, 488 y 489), siempre que sean preciosos
o tengan valor de afección; no siendo necesarias ni una ni otra, por lo
tanto, en la de los muebles que no reconocen esas calidades.2
B) Se requiere la pública subasta, únicamente:
1) Si se trata de muebles que tengan valor de afección y que venda el
albacea para pagar las deudas y legados (artículos 1293 y 1294).
2) Si se trata de cosas al parecer perdidas cuyo dueño no haya apareci-
do (artículo 630).3

70. Las solemnidades establecidas para las ventas de bienes del pupilo,4
del ausente, de la herencia yacente,5 del hijo de familia,6 del habilitado de
edad7 de la mujer casada o separada de bienes,8 del desaparecido, del que
está por nacer y de las personas jurídicas se exigen en atención al estado o
calidad de las personas. En consecuencia, su omisión produce nulidad re-
lativa y así lo han declarado los tribunales en los fallos que anotamos.
Por lo que hace a las ventas que haga el albacea sin cumplir con las
formalidades legales, la Corte de Apelaciones de Concepción ha resuelto

1 Sentencia 1.115, pág. 657, Gaceta 1911, tomo II.


2 Sentencia 453, pág. 664, Gaceta 1908, tomo I. La Corte de Apelaciones de Santiago
ha declarado que las acciones no son bienes muebles preciosos y por consiguiente, puede
venderlos válidamente el curador sin cumplir con esas solemnidades: Revista de Derecho y Ju-
risprudencia, tomo VII, sec. 2ª, pág. 47.
3 Estos dos últimos casos han sido colocados aquí, aunque no se refieren a bienes de

incapaces, por una razón de método.


4 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VI, sec. 2ª, pág. 100; Revista de Derecho y Juris-

prudencia, tomo VII, sec. 1ª, pág. 529; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo IX, sec. 1ª,
pág. 139.
5 Sentencia 2.545, pág. 1415, Gaceta 1881.
6 Sentencia 1.969, pág. 890, Gaceta 1875; sentencia 1.501, pág. 1058, Gaceta 1892, tomo

I; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo IX, sec. 1ª, pág. 139.


7 Sentencia 1.006, pág. 595, Gaceta 1907, tomo II; sentencia 288, pág. Gaceta 1911, tomo

II; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo IX, sec. 1ª, pág. 139; sentencia de la Corte de
Apelaciones de Santiago de 5 de agosto de 1915, dictada en el juicio de García Cruz con
Rojas Arancibia.
8 Sentencia 534, pág. 333, Gaceta 1884; sentencia 4.058, pág. 2613, Gaceta 1886; sen-

tencia 216, pág. 313, Gaceta 1909, tomo I; sentencia 1.098, pág. 690, Gaceta 1909, tomo II;
sentencia 220, pág. 247, Gaceta 1902, tomo I; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo II, sec.
1ª, pág. 348; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo IV, sec. 2ª, pág. 43; Revista de Derecho y
Jurisprudencia, tomo VI, sec. 1ª, pág. 436; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VII, sec. 1ª,
pág. 529; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo XII, sec. 1ª, pág. 381; sentencia 840, pág.
269, Gaceta 1906, tomo II; sentencia 785, pág. 143, Gaceta 1906, tomo II.

73
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

que son nulas absolutamente, fundada en que se exigen en atención a la


naturaleza del acto y en el carácter prohibitivo de la disposición legal.1
La omisión de estas solemnidades en la venta de las cosas al parecer
perdidas no la anula; sólo acarrea las sanciones que señala el artículo 631
del Código Civil.

71. Nada impide que un mayor de edad o una persona que no está obliga-
da a cumplir esas solemnidades en la venta de sus bienes se allane a efec-
tuarlas, es decir, que publique avisos por el tiempo que ordena la ley, que
haga tasar previamente los bienes que van a subastarse y por último, que
haga la venta en pública subasta. Toda persona puede vender sus bienes
en la forma que mejor le plazca, ya que en eso consiste el derecho de
propiedad y no existiendo, por otra parte, disposición alguna que prohíba
obrar así a un individuo no se ve inconveniente para que proceda en esa
forma, desde que en derecho privado, puede hacerse todo lo que la ley no
prohíbe expresamente.
Eso sí que, en tal evento, la omisión de esas solemnidades no viciaría el
acto de nulidad, por cuanto no se trata de requisitos exigidos por la ley,
sino creados por la voluntad del vendedor, quien, naturalmente, no ha
entendido darles el carácter de esenciales.
Lo que en ningún caso podría hacerse, tratándose de bienes de perso-
nas respecto de las cuales no se exigen esas formalidades, sería proceder a
esa venta con autorización judicial o ante el Juez de Letras respectivo,
porque según el artículo 2º de la Ley de Organización y Atribuciones de
los Tribunales, el poder judicial interviene en los actos no contenciosos
cuando una ley expresa requiere su intervención. En este caso no hay
ninguna ley que faculte al juez para autorizar la enajenación e intervenir
en ella. Por consiguiente, el juez a quien se la pidiera, tendría que decla-
rarse incompetente.

72. d) VENTA DE BIENES DADOS EN PRENDA O HIPOTECA. Según el artículo


2397 del Código Civil el acreedor prendario tiene derecho para pedir que
la prenda del deudor moroso se venda para pagarse con su producido.
Esta venta, cuando el valor de la prenda excede de ciento cincuenta pesos,
debe hacerse en pública subasta, con autorización judicial pudiendo ser
admitidos en ella el acreedor y el deudor. Sólo a falta de postura admisible
podrá pedir el acreedor que la prenda sea avaluado por peritos y se le
adjudique hasta concurrencia de su crédito.2 La Corte de Apelaciones de
Valparaíso ha resuelto que el ejercicio de este derecho no está sometido a
otros trámites y diligencias que los señalados por esos artículos y que, en
consecuencia, basta pedir al juez que autorice la venta y que ésta se haga

1 Sentencia 1.113, pág. 657, Gaceta 1911, tomo II.


2 Si la prenda vale menos de ciento cincuenta pesos, el juez puede adjudicarla al acree-
dor, a petición suya, por su tasación, sin que se proceda a subastarla (artículo 2400 del Có-
digo Civil).

74
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

en pública subasta para que se entienda llenada esa exigencia.1 Según el


artículo 2424 del Código Civil, la disposición del artículo 2397 ya mencio-
nada se aplica a la hipoteca.

73. La omisión de estas formalidades vicia de nulidad absoluta la venta


que se haga de la cosa dada en prenda o hipoteca, pues no se trata aquí de
formalidades procesales, sino de la manera de hacer valer los derechos
inherentes al contrato mismo; forman parte de éste, se exigen en atención
a su naturaleza y no al estado o calidad de las personas y caen, por lo
tanto, dentro de la disposición del artículo 1682 del Código Civil.
El deudor no puede renunciarlas y la cláusula en que se estipule esa
renuncia no vale nada. Tampoco puede estipularse que el acreedor tenga
la facultad de disponer en otra forma de la cosa dada en prenda o hipote-
ca o de apropiársela por medios diversos de los indicados. Se trata, pues,
de un acto prohibido por la ley, que si llega a celebrarse, es nulo, de acuer-
do con el artículo 10 del Código Civil.
Por este motivo, el acreedor no puede, ni aunque el deudor lo auto-
rice, vender en venta privada la cosa dada en prenda o en hipoteca, ni
quedarse con ella, como tampoco solicitar su adjudicación sin que an-
tes sea tasada y sin que ocurra el evento que señala el artículo 2397. Es
decir, sólo puede adquirir válidamente la prenda o la cosa hipotecada,
si no habiendo postura admisible, se le adjudica, previa tasación por
peritos. Y si así no ocurre, el acto es nulo absolutamente. La jurispru-
dencia es uniforme al respecto. Así, la Corte de Apelaciones de Santia-
go declaró sin ningún valor la cláusula por la cual se establecía que si
el deudor no pagaba la deuda al vencimiento del plazo, conservaría
para sí la cosa dada en prenda y que debía procederse a su venta en
pública subasta.2 La Corte de Apelaciones de Valparaíso, por su parte,
ha resultado que es nula, de nulidad absoluta, la adjudicación que de
la cosa hipotecada se haga al acreedor sin tasación previa, aunque las
partes lo hayan convenido así expresamente en el contrato, pues esta
cláusula es ineficaz.3
La Corte Suprema se pronuncia en el mismo sentido y dice:
“18. Que para juzgar entonces de la eficacia o ineficacia del acto mencionado, hay
que acudir a los preceptos de la ley general, relativos al mismo punto, ya que ésta
es la que debe regir en todo aquello en que la ley especial de 29 de agosto de
1855 no hubiere previsto, y en que, por eso mismo, no pueda dársele aplicación
preferente, como textualmente lo ordena el artículo 4 del Código Civil;
“19. Que tratando de los derechos que el acreedor hipotecario tiene para pagar-
se de su crédito, con el valor de la cosa hipotecada, los artículos 2397 y 2424 del
Código Civil, lo autorizan para solicitar que el fundo del deudor moroso se
venda en pública subasta, para que con el producto se le pague, o que, a falta de

1 Sentencia 1.743, pág. 151, Gaceta 1892, tomo II.


2 Sentencia 573, pág. 362, Gaceta 1881.
3 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VIII, sec. 2ª, pág. 52.

75
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

postura admisible, sea apreciado por peritos y se le adjudique en pago, hasta


concurrencia de su crédito, sin que valga, agregan esos preceptos, estipulación
alguna en contrario;
“20. Que los jueces del fondo no desconocen en su sentencia esta situación legal
de todo acreedor hipotecario, ni la aplicabilidad al caso del pleito de los precep-
tos del Código Civil arriba recordados; pero no dan, sin embargo, lugar a la de-
manda de Ovalle Barros, porque, interpretando esas mismas leyes, arriban a estas
dos conclusiones jurídicas, desarrolladas en los considerandos 10º, 11º, 12º y si-
guientes de ese fallo;
“A. Que por el hecho de haber solicitado y obtenido el Banco Garantizador la
adjudicación del fundo ‘San Eloi’, el mismo día señalado para el remate, y por el
mínimum fijado para las posturas, debía entenderse que lo adquirió como postor
en dicho remate, circunstancia que hacía innecesaria la tasación exigida por los
artículos 2392 y 2424 del Código Civil; y
“B. Que la prohibición establecida en el inciso 2 del artículo 2397 del Código
Civil, aplicable al caso de hipotecación de bienes raíces, solo alcanzaba al acto
constitutivo de la obligación hipotecaria; pero sin trascendencia alguna sobre los
actos posteriores de los contratantes, los que podían prescindir en ellos de esa
prohibición de la ley para disponer válidamente, aun por adjudicación hecha al
acreedor, de la cosa hipotecada; consentimiento mutuo que en el caso de esta litis
se habría manifestado por la petición de adjudicación hecha por el Banco y por la
falta de reclamación del ejecutado Ovalle Barros;
“21. Que ambas conclusiones son igualmente erróneas y violatorias de la ley y para
demostrarlo respecto de la primera, basta recordar aquí los términos claros y pre-
cisos en que está concebido el certificado de fs. 53 vta., única diligencia procesal
que da fe de lo ocurrido en orden al remate y a la adjudicación del fundo ‘San
Eloi’ y única que ha servido también de base a los fundamentos de los jueces del
fundo sobre este punto. En efecto, la diligencia indicada dice a la letra como
sigue, según ya se anotó en el considerando primero de este fallo, al consignar los
hechos de la causa: ‘Certifico: que no tuvo lugar el remate decretado por falta de
postores; la parte del Banco pidió que se adjudicara a su representante la propie-
dad por el mínimum fijado, a lo que el juzgado accedió’;
“22. Que, en consecuencia, si no hubo remate por falta de postores; como lo
certifica el ministro de fe que autorizó el acto, es físicamente imposible que hu-
biera habido posturas y al declarar otra cosa, la sala sentenciadora, o al dar el
mérito y eficacia legal de una postura hecha en remate a la solicitud de adjudica-
ción, producida por el Banco después de la hora señalada para dicho acto, falló
contra el mérito del proceso y violó los artículos 2397 y 2424 del Código Civil,
aceptando como válida la adjudicación del predio embargado, hecha al acreedor
hipotecario a falta de postura admisible y sin que previamente hubiera sido apre-
ciado por peritos;
“23. Que la consideración que el tribunal formula en el 11º fundamento de su
sentencia, de que el procedimiento adoptado para la adjudicación del fundo ‘guar-
da los intereses del deudor con las mismas ventajas de la licitación pública y se
armoniza con los términos del artículo 2397 del Código citado’, no es atendible,
por cuanto ese precepto contiene una disposición prohibitiva y el artículo 10 del
mismo Código declara que los actos que la ley prohíbe son nulos, y agrega el
artículo 11, que ‘cuando la ley declara nulo algún acto, con el fin expreso o tácito
de precaver un fraude, o de proveer a algún objeto de conveniencia pública o
privada, no se dejará de aplicar la ley aunque se pruebe que el acto que ella anula
no ha sido fraudulento o contrario al fin de la ley’;

76
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

“24. Que la segunda conclusión jurídica de los jueces del fondo, o sea la marcada
más arriba con la letra B, es tan errónea e inaceptable como la que se ha examina-
do en los considerandos precedentes, no sólo porque lo dispuesto en los artículos
2397 y 2424 del Código Civil son cosas que corresponden a la naturaleza del con-
trato real de hipoteca, y se entienden pertenecerle durante toda su vigencia, aun
sin necesidad de cláusula especial, sino porque ‘los contratos deben ejecutarse de
buena fe, y por consiguiente, obligan no sólo a lo que en ellos se expresa, sino a
todas las cosas que emanan precisamente de la naturaleza de la obligación o que
por la ley o la costumbre pertenecen a ella’, como textualmente lo prescribe el
artículo 1546 del Código tantas veces citado;
“25. Que, de consiguiente, todos los derechos que el contrato de hipoteca con-
fiere al acreedor hipotecario y todas las obligaciones que a virtud del mismo
pacto contrae el deudor, deben ejercerse y cumplirse hasta su solución definiti-
va, con estricta sujeción a las disposiciones que lo rigen, sin que sea lícito a
ninguna de las partes modificarlas o suspenderlas, sino en los casos expresamen-
te determinados por la ley;
“26. Que la deducción a fortiori que la sala sentenciadora pretende sacar de que
en el supuesto de no interpretarse como ella quiere el artículo 2397 del Código
Civil, sería imposible que el deudor pudiera disponer de la cosa hipotecada en
otra forma que la del remate o de la adjudicación en pago, es inexacta en dere-
cho, por cuanto ese precepto no impide que el deudor hipotecario pueda dispo-
ner libremente de su cosa por todos los medios indicados en las leyes, y el acree-
dor adquirirla, con tal sólo que no sea para cumplir con el contrato de hipoteca
celebrado entre ambos;
“27. Que siendo de orden público los mandatos prohibitivos de la ley y habiendo
además objeto ilícito en todo acto o contrato en que se incurra en tales prohibi-
ciones, la adjudicación, sin tasación previa del fundo hipotecado, hecha en favor
del Banco Garantizador, a falta de postura admisible, es nula de pleno derecho y
la justicia no pudo decretarla, aun cuando la falta de oposición del deudor pudie-
ra significar su consentimiento”.1

74. e) VENTA DE TERRENOS DE INDÍGENAS. Estas ventas se reglan por las leyes
de 4 de diciembre de 1866 y de 4 de agosto de 1874. Según ellas, los
particulares no pueden adquirir los terrenos de indígenas situados dentro
de territorio indígena sino cuando el enajenante tenga título escrito y re-
gistrado competentemente. Sólo así pueden venderse esos terrenos y en
tal caso la venta se ajustará a las disposiciones del decreto de 14 de marzo
de 1853. Diversas leyes posteriores han ampliado y restringido los límites
de lo que debe entenderse por territorio indígena para este efecto, como
igualmente, hay varias otras que han prorrogado esa prohibición de diez
en diez años hasta el año 1923.2

1 Sentencia de 16 de diciembre de 1916, pronunciada en el juicio Ovalle con Banco


Garantizador de Valores. Véase en el mismo sentido y del mismo Tribunal: Revista de Dere-
cho y Jurisprudencia, tomo VII, sec. 1ª, pág. 304.
2 Leyes de 15 de julio de 1869, de 13 de octubre de 1875, de 9 de diciembre de 1877,

de 11 de enero de 1893, de 13 de enero de 1903 y de 8 de enero de 1913.

77
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

75. Contradictoria ha sido la jurisprudencia acerca del efecto que produ-


ce la contravención a esas disposiciones. Según algunas Cortes, esta infrac-
ción produce la nulidad relativa de la venta, porque se trata de requisitos
establecidos en atención al estado o calidad de las personas.1 Según otras,
la nulidad es absoluta, por cuanto se trata de la ejecución de un acto
prohibido por la ley que, según el artículo 10 del Código Civil, es nulo y
de ningún valor.2 En este último sentido se ha pronunciado la Corte Su-
prema, considerando que en tal venta hay un objeto ilícito.3

2º SOLEMNIDADES VOLUNTARIAS

76. Las solemnidades voluntarias, como dijimos, son aquellas que estable-
cen las partes y de cuyo cumplimiento suelen hacer depender la existencia
o validez del contrato de venta. La ley las acepta fundada en el principio
de que los contratantes son libres para estipular cuanto se les antoje con
tal que no se contravenga a las leyes, al orden público ni a las buenas
costumbres. La convención que crea dichas solemnidades no contravie-
nen ni a unas ni a otras.
Estas pueden acompañar tanto al contrato de venta solemne como al
no solemne; eso sí que en el primer caso, la escritura pública y las demás
solemnidades que establezca la ley no pueden faltar de ninguna manera.
En esta especie de venta, las solemnidades voluntarias se cumplirán a más
de las legales, desde que sin ellas no existiría. En el segundo caso, sí que
sólo deben otorgarse las primeras, porque el contrato, desde que es con-
sensual, no requiere para su perfeccionamiento ninguna formalidad legal.
Difícil será que se presente en la práctica el primero de los casos enun-
ciados, por cuanto la solemnidad más frecuente que las partes convienen
en agregar a la venta es la escritura pública o privada; y como aquélla debe
acompañar siempre a la venta solemne, resulta que ni una ni otra podrán
agregársele con el carácter de tal, la primera porque, aun sin convenio de
las partes, debe concurrir en el contrato y la segunda, porque otorgándose
escritura pública es innecesario otorgar la escritura privada. En tales con-
tratos, las solemnidades voluntarias consistirán en otros actos o formalida-
des que no sean algunas de las mencionadas.
Desde que la ley no ha limitado la facultad de las partes en lo relativo a
las solemnidades que pueden agregar al contrato de venta, es lógico acep-
tar que pueden consistir en cualquier acto externo que no sean de los
prohibidos por ella.

1 Sentencia 77, pág. 51, Gaceta 1880; sentencia 1.772, pág. 387, Gaceta 1888, tomo II;

ambas de la Corte de Apelaciones de Concepción; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo


VI, sec. 2ª, pág. 33 de la Corte de Valdivia.
2 Sentencia 877, pág. 202, Gaceta 1911, tomo II de la Corte de Concepción; sentencia

98, pág. 166, Gaceta 1912, tomo I de la Corte de Valdivia.


3 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo V, sec. 1ª, pág. 149.

78
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

Pero como la solemnidad más frecuente en el derecho moderno es la


escritura, sea pública o privada, nuestro Código sólo de ella se ha ocupado
al establecer en su artículo 1802 esta facultad de los contratantes. Por las
razones dadas más arriba, dicha disposición se refiere a los contratos de
venta consensuales, es decir, a aquellos que no requieren como requisito
esencial la escritura pública, porque en los solemnes, no puede faltar en
ningún caso, so pena de nulidad. De aquí que debemos estudiar única-
mente los efectos que estas solemnidades voluntarias produzcan en el con-
trato de venta consensual; analizaremos aquí el caso de un contrato que,
no siendo solemne según la ley, se convierte, sin embargo, en tal, por la
voluntad de las partes. Es el caso que contempla el citado artículo 1802.

77. Los contratantes pueden agregar estas solemnidades al contrato de


venta dándoles dos alcances diversos: o hacen de la solemnidad un re-
quisito esencial del contrato, en cuyo caso éste no existe en tanto aquélla
no se otorgue o con el objeto de proporcionarse un medio probatorio,
sin atribuirle el carácter de requisito esencial, en cuyo caso aquél existe
aun sin ella.
En el primer caso no hay contrato sino una vez que las partes cumplan
con la solemnidad establecida; en el segundo, nace y se perfecciona desde
que hay acuerdo en la cosa y en el precio.
Corresponde a los jueces de la causa determinar en cada caso concreto
cuál ha sido la intención de las partes, si dar a la solemnidad el carácter de
requisito generador del contrato o si darle el valor de un simple medio
probatorio.
De acuerdo con esas ideas, la Corte de Apelaciones de Concepción
consideró que en un contrato de venta celebrado verbalmente y que se
convino reducirlo a escritura pública no se había establecido esta solemni-
dad como un requisito esencial del contrato, sino como un medio de crear
una prueba del mismo y que habiendo existido acuerdo en la cosa y en el
precio, aquél estaba perfecto y las partes debían cumplir.1 En la misma
forma consideró una estipulación semejante la Corte de Apelaciones de
Santiago.2
Creemos que en la duda, debe optarse por darle a esa solemnidad el
carácter de requisito generador de la venta, sin el cual se repute como no
celebrada, en razón de ser el único caso que contempla el artículo 1802
del Código Civil.

78. El artículo 1802 tantas veces citado dispone lo siguiente: “Si los contra-
tantes estipulan que la venta de otras cosas que las enumeradas en el inciso 2º del
artículo precedente no se repute perfecta hasta el otorgamiento de escritura pública o
privada, podrá cualquiera de las partes retractarse mientras no se otorgue la escritu-
ra o no haya principiado la entrega de la cosa vendida”.

1 Sentencia 490, pág. 719, Gaceta 1908, tomo I.


2 Sentencia 404, pág. 257, Gaceta 1880.

79
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

La simple lectura de este artículo basta para comprender su alcance.


Mientras no se otorgue la escritura pública o privada, las partes tienen el
derecho de retractarse. Si tienen este derecho es porque aun no hay con-
trato, por cuanto de un contrato válidamente celebrado no cabe retracta-
ción. Luego, es la solemnidad creada por las partes la que va a darle vida;
antes que eso ocurra no hay sino un proyecto de contrato que no las obli-
ga. En buenas cuentas, una estipulación de esta especie da a la venta el
carácter de solemne, esto es que no se perfecciona sino una vez que se
otorgue la respectiva solemnidad.1
Otorgada la escritura, queda perfecta y desde ese momento nacen los
derechos y obligaciones que le son inherentes. Antes de su otorgamiento,
no existe el contrato y, por consiguiente, no puede exigirse que se cumpla.
Sin embargo, como esta solemnidad emana de las voluntades de las
partes, la ley ha pensado que pueden dejarla sin efecto. De ahí que si éstas
derogan lo convenido al respecto, expresa o tácitamente, el contrato se
convierte en consensual. Hay derogación tácita cuando las partes se alla-
nan voluntariamente a la ejecución del contrato, como si el vendedor en-
trega la cosa antes de otorgarse la escritura. Si así ocurre, es claro que los
contratantes han entendido llevarlo a cabo sin necesidad de extenderlo
por escrito. Si el vendedor entrega la cosa, a pesar de no haberse otorgado
la escritura, el contrato queda perfecto y las partes no podrían retractarse.
Es lo que dispone en su parte final el artículo 1802 del Código Civil.
Para que la escritura tenga el carácter que este artículo le atribuye,
esto es, para que importe un requisito generador de aquél sin el cual no
pueda perfeccionarse, es menester que aparezca claramente que esa ha
sido la intención de las partes. Establecido este hecho, podrán retractarse
libremente en tanto no se otorgue la escritura sin que deban indemniza-
ción de ninguna especie, desde que al proceder así no hacen sino ejercer
un derecho que les reconoce la ley.2

79. De lo expuesto resulta que la venta, cuando las partes han estipulado
que deba otorgarse por escritura pública o privada, es un contrato solem-
ne, cuya perfección depende, salvo el caso ya mencionado de ratificación
tácita, del otorgamiento de dicha escritura. Teniendo tal carácter, es claro
que no existe en tanto ésta no se otorgue; habrá sólo un proyecto de con-
trato, habrá actos que suponen los preliminares del mismo; pero de nin-
guna manera, existirá vínculo jurídico, ya que éste sólo nace con el
cumplimiento de dicha solemnidad. Participa, pues, la solemnidad men-
cionada del carácter de requisito generador del contrato.
Sin embargo, no faltan autores que creen que la escritura, en el caso
que ahora estudiamos, es una mera condición suspensiva de cuya realiza-
ción depende la existencia misma del contrato. Los que así piensan se

1 LAURENT, 24 núm. 129, pág. 134; BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 186, pág. 195;

HUC, núm. 2, pág. 7; FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 883, pág. 954.
2 Sentencia 2.276, pág. 939, Gaceta 1878 (considerando 5º).

80
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

fundan en la creencia errónea, por supuesto, que la ley es la única que


puede crear solemnidades para un acto o contrato. La doctrina sustentada
por estos autores es errada, a todas luces, no sólo porque parte de una
base falsa, sino porque desconoce el verdadero valor que una estipulación
de esta especie tiene en el contrato de venta.
En efecto, no es exacto aquello que sólo la ley puede establecer so-
lemnidades generadoras de los contratos; no hay ninguna disposición
que prohíba a las partes crearlas. Y desde el momento que en derecho
civil existe la libre contratación, es claro que pueden convenir en darles
a ciertos actos o formalidades el carácter de esenciales para la conven-
ción que van a celebrar.
Si se aceptara que la escritura fuera una condición suspensiva del con-
trato en vez del hecho mismo que lo genera, llegaríamos al absurdo jurídi-
co de permitir que cualquiera de ellas podría exigir a la otra el otorgamiento
de dicha escritura, lo que es contrario a la disposición del artículo 1802
del Código Civil, que claramente establece el derecho de las partes para
retractarse antes que aquella se otorgue.
El hecho que la ley las faculte para retractarse antes de extender la
escritura nos está demostrando que mientras ésta no se extienda no hay
contrato, porque, como se ha dicho, de un contrato ya celebrado no cabe
retractación posible.
Por otra parte, si esta solemnidad fuera una condición suspensiva, re-
sultaría que una vez otorgada la escritura, sus efectos se retrotraerían a la
fecha en que se celebró el convenio verbal y, por lo tanto, se considerarían
producidos desde ese momento, lo que también es contrario a la mente
del ya citado artículo 1802.
Finalmente, se trataría aquí de una condición potestativa, puesto que
dependería de la voluntad de las partes que se obligan.1 Una condición de
esta especie es nula, según el artículo 1478 del Código Civil, y no es de
creer que la ley haya establecido una disposición que no podría jamás
tener aplicación por la razón apuntada.
No cabe duda, por consiguiente, que la solemnidad de la escritura
pública o privada que establecen las partes en el caso del artículo 1802 no
tiene el carácter de una condición suspensiva del contrato de venta. Es un
requisito generador del mismo, sin cuyo cumplimiento no nace ante la ley.
El origen de la disposición que ahora estudiamos nos viene a confir-
mar también la interpretación que le hemos dado. En efecto el señor Be-
llo tomó esta disposición de la ley 6ª, título V, Partida V, que literalmente
dice: “Compra e vendida se puede fazer en dos maneras: La una es con
carta, e la otra sin ella. E la que se faze por carta, es quando el comprador
dize al vendedor: Quiero que sea desta vendida, carta fecha. E la vendida,
que desta guisa es fecha, maguer se auenguen en el precio el comprador e el
vendedor, non es acabada fasta que la carta sea fecha e otorgada y porque ante
desto puédese arrepentir cualquier de ellos. Mas despues que la carta fues-

1 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 188, pág. 197.

81
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

se fecha, e acabada con testigos, no se podria ninguno dellos arrepentir, ni


yr contra la vendida para desfazerla”.
Este precepto a su vez fue tomado de las Institutas de Justiniano que
decían: “Pero en cuanto a las (ventas) que se hacen por escrito, ha decidi-
do nuestra Constitución que la venta no es perfecta sino en cuanto el acto ha
sido extendido o redactado, ya de la mano misma de los contratantes, ya escrito por
un tercero y suscrito por las partes y si se hacen por el ministerio de un tabe-
lión o escribano, en cuanto el acto ha recibido todo su complemento y la
adhesión final de las partes. En efecto, mientras que le falte una de estas
cosas, puede haber retractación y el comprador o el vendedor, pueden, sin
incurrir en pena alguna, separarse de la venta”.1
De los textos legales citados fluye que, tanto entre los romanos como
entre los españoles, la venta, cuando las partes habían acordado celebrarla
por escritura pública o privada, no se reputaba perfecta, sino una vez otor-
gada aquélla; y mientras no se extendiera, el contrato no existía ni aunque
las partes hubieran convenido en la cosa y en el precio, porque en tal
caso, su consentimiento se subordinaba al otorgamiento de la escritura.
La doctrina romana y alfonsina fue aceptada por nuestro Código. De
ahí que diga que si las partes han estipulado que la venta no se repute
perfecta sino una vez otorgada la escritura pública o privada, cualquiera
de ellas puede retractarse antes de ese otorgamiento. Si no hubiera queri-
do dar a esa solemnidad el valor de un requisito esencial del contrato, sino
el de una condición, no habría empleado la expresión “se reputa perfec-
ta”. Se habría valido de otra que indicara aquella idea. Tampoco habría
permitido la retractación de cualquiera de los contratantes, porque el con-
trato bilateral una vez celebrado no puede deshacerse por la voluntad de
una sola de ellas, a menos de incurrir en daños o perjuicios que, en este
caso no afectan al que se retracta, lo que indica que aun no hay contrato.
Por lo demás, todos los comentaristas, tanto del Derecho moderno como
del romano, están contestes en afirmar que en este caso la escritura es una
solemnidad esencial del contrato de venta, en cuyo caso “no se reputa
dado definitivamente el consentimiento, como dice Ortolan, y por consi-
guiente, no se considera la venta como perfecta, sino después que el escri-
to se ha extendido”.
Hasta entonces, agrega el mismo autor, “no hay más que un proyecto,
que un pacto no obligatorio”.2 Igual declaración hacen Serafini3 y Ruben
de Couder.4 Maynz, por su parte, dice que si estipula que la venta no se
reputa perfecta, sino una vez otorgada una escritura, en tal caso ésta es una
condición esencial del contrato y mientras no se cumpla no habrá sino una
convención desprovista de eficacia civil.5

1 Institutas, libro III, título 23.


2 Obra citada, tomo II, pág. 327.
3 Obra citada, tomo II, pág. 141.
4 Obra citada, tomo II, pág. 183.
5 Obra citada, tomo II, pág. 197.

82
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

Baudry-Lacantinerie, con una concisión admirable, sostiene igual doc-


trina y se expresa así: “Si la redacción de una escritura, sea pública o priva-
da, no es necesaria para que el contrato de venta se perfeccione, al menos
entre los contratantes, éstos pueden, sin embargo, subordinar esa perfec-
ción a la redacción de una escritura. Entonces el acuerdo verbal no es sino
un proyecto y las partes pueden retractarse hasta la redacción de la escri-
tura; aunque el acuerdo haya recaído sobre la cosa y el precio, sus efectos han sido
restringidos por la voluntad misma de las partes y la venta no se formará sino
cuando se otorgue la escritura convenida”.1
Laurent, agrega: “No vaya a creerse, como parecen decirlo varios auto-
res, que la venta sea condicional. Si así lo fuera, la condición obraría retro-
activamente de donde resulta que la venta existiría desde el día del convenio.
Tal no es el alcance de esta estipulación; el contrato no es sino un proyecto:
que no se realizará sino cuando se otorgue la escritura; en tanto que una
venta condicional no es ya un proyecto. Las partes quedan ligadas, no de-
pende de éstas realizar o no la venta; el contrato queda perfecto entre ellas,
desde que la condición es independiente de su voluntad”.2
En el mismo sentido se pronuncian Marcadé3 y Huc.4
En resumen, el artículo 1802, al establecer que las partes podrían su-
bordinar la existencia del contrato de venta al otorgamiento de una escri-
tura pública o privada –naturalmente en los casos en que no es necesaria
según la ley– dio a esa solemnidad, nacida de una convención voluntaria,
el carácter de requisito esencial para la existencia del contrato y no el de
una condición suspensiva. Por lo tanto, mientras no se otorgue, éste no
existe y ninguna de las partes puede exigir su cumplimiento ni está tampo-
co obligada a cumplirlo, pudiendo a su vez, retractarse cualquiera de ellas
sin incurrir en daños y perjuicios. Tal contrato será válido si se otorga la
escritura o, si no otorgándose, se allanan a cumplirlo voluntariamente.

80. Diverso es el caso en que éstas hayan estipulado que la escritura públi-
ca o privada no tenga el carácter de requisito esencial para la existencia
del contrato, sino el de un medio probatorio, es decir de una formalidad
que debe llenarse más tarde sin que su omisión acarree la inexistencia o
nulidad de aquél. Este caso no lo contempla expresamente nuestro Códi-
go, pero ello no obsta para que tal cláusula no sea válida si se estipula,
desde que no es contraria a la ley. Además el artículo 1545 declara que
toda estipulación lícita contenida en un contrato es una ley para los con-
tratantes.
Cuando las partes han celebrado un contrato de venta, sea verbal pro-
metiendo reducirlo después a escritura pública o privada, sea por escritura
privada prometiendo otorgar más tarde la escritura pública, el contrato

1 De la vente, núm. 186, pág. 195.


2 Tomo 24, núm. 129, pág. 134.
3 Tomo VI, pág. 152.
4 Tomo X, núm. 2, pág. 7.

83
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

existe y produce todos sus efectos desde el momento mismo en que se


ponen en acuerdo en la cosa y en el precio. La solemnidad no es aquí un
requisito esencial para el contrato, que puede, por lo tanto, existir sin ella.
De ahí que celebrado aquél, aunque no se otorgue la escritura, cualquiera
de las partes puede exigir su cumplimiento. Así lo han declarado las Cor-
tes de Santiago1 y de Concepción.2
Si una se niega a otorgar la escritura pública o privada, esta negativa
no quita al contrato el carácter de perfecto y la otra puede pedir judicial-
mente su otorgamiento.3
Desde que éste se perfecciona sin necesidad de extenderse la escritu-
ra, es claro que ninguna de las partes puede retractarse por cuanto su
existencia no depende de aquella solemnidad. El contrato está perfecto
aun sin ella.
Por lo demás, los autores están de acuerdo en reconocer que en el
caso en estudio el contrato existe desde que hay acuerdo en la cosa y en el
precio, aun cuando no se otorgue la escritura respectiva.4

81. La diferencia principal que existe entre esta estipulación y la que esta-
blece el artículo 1802, consiste en que cuando las partes dan a la escritura
el carácter de solemnidad generadora del contrato, como ocurre en este
segundo caso, éste no existe en tanto no se otorgue aquélla y por consi-
guiente, ninguna de las partes puede exigir su cumplimiento y cualquiera
de ellas puede retractarse sin estar obligada a indemnización de ninguna
especie; mientras que en el primero, el contrato, como decía Portalis, “no
es un simple proyecto, se promete agregarle una solemnidad más eficaz,
pero el fondo del contrato queda siempre independiente de esa forma. Se
puede realizar o no la promesa que se ha manifestado en orden a dar
mayor publicidad a la convención, sin que por ello se altere la sustancia de
las obligaciones contraídas”.5
La diferencia es, pues, esencial. En el caso del artículo 1802 sólo hay
contrato desde que se otorga la escritura; en el otro, desde que hay acuer-
do en la cosa y en el precio y ésta no es sino una mera formalidad destina-
da a crear un medio de prueba, pero de cuyo otorgamiento no depende,
en absoluto, su existencia.
Además, en el caso del artículo 1802, mientras no se otorgue la escritu-
ra cualquiera de las partes puede retractarse, desde que aún no hay con-
trato. Esta facultad no la tienen en el otro por la sencilla razón de que el
contrato ya está perfecto.

1 Sentencia 404, pág. 257, Gaceta 1880.


2 Sentencia 490, pág. 719, Gaceta 1908, tomo I.
3 B AUDRY -LACANTINERIE, De la vente, núm. 187, pág. 196.
4 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 187, pág. 196; LAURENT , tomo 24, núm. 130,

pág. 135; HUC, X, núm. 2, pág. 7; GUILLOUARD, I, núm. 9, pág. 19; TROPLONG, I, núm. 18,
pág. 27; MARCADÉ, VI, pág. 152.
5 FENET, XIV, pág. 112.

84
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

82. Antes de terminar el estudio de estas solemnidades, seanos permitido


decir algunas palabras sobre las diferencias que existen entre ellas y las
legales. En primer lugar, se diferencian en que éstas emanan de la ley, en
tanto que aquéllas tienen su origen en la voluntad de las partes. De esta
premisa fluyen consecuencias importantes.
Las solemnidades legales no pueden suplirse por ninguna otra y mien-
tras no se cumplan, aunque haya entrega de la cosa y del precio, el contra-
to no existe. En el contrato de venta solemne por la voluntad de las partes,
la omisión de la escritura pública o privada no acarrea siempre su inexis-
tencia; así ocurre cuando aquéllas comienzan a ejecutarlo, en cuyo caso se
reputa perfecto.
La venta solemne por disposición de la ley no se valida por su ejecu-
ción voluntaria, porque en los contratos en que se exige instrumento pú-
blico para su validez, éste no puede suplirse por nada. En la venta solemne
por disposición de las partes, como se ha visto, su ejecución voluntaria la
valida, no obstante haberse omitido las solemnidades.
La razón es obvia. Si fueron los contratantes quienes las crearon, es evi-
dente que pueden dejarlas sin efecto, lo que sucede cuando dan cumpli-
miento al contrato voluntariamente. El contrato era solemne por su voluntad;
no se perfeccionaría sino con el otorgamiento de esas solemnidades. Pero si
posteriormente lo ejecutan sin cumplir con éstas, quiere decir que lo priva-
ron de ese carácter y lo redujeron al estado de consensual.
El contrato, a pesar de la omisión de la escritura, ha quedado perfecto y
completo. Por eso, el artículo 1802 dice que los contratantes ya no pueden
retractarse; ha habido ratificación tácita al ejecutar las obligaciones contraí-
das. Por otra parte, el hecho de celebrarlo sin esas solemnidades quiere
decir que tácitamente las derogaron y convirtieron el contrato de solemne
en no solemne, lo cual nada significa puesto que de ambas maneras podrá
cumplirse, siempre que así se estipule. Si al cumplirlo no celebraron las
solemnidades, quiere decir que variaron su modo de penar y se desistieron
de la estipulación anterior. Hay algo así como una degeneración del primiti-
vo contrato. Un acto solemne que se convierte en no solemne.
Entregada la cosa, ya no pueden retractarse aunque no se haya otorgado
la escritura pública o privada. El contrato se reputa perfecto por el solo
consentimiento de los contratantes, porque ese cumplimiento importa la
derogación de la escritura. Estando perfecto, el vendedor está obligado a
pagar el precio de la cosa vendida que no podría rehusar alegando que es
inexistente, porque si hubo entrega de aquella es porque el comprador con-
sintió en recibirla y por lo tanto, hubo acuerdo en el sentido de cumplir las
obligaciones del contrato sin necesidad de otorgar ninguna escritura.

3º. SOLEMNIDADES EN LAS VENTAS DE COSAS INCORPORALES

83. Hemos terminado de estudiar las solemnidades establecidas por la venta


de bienes corporales. Pero como las cosas incorporales, o sea los derechos
y acciones, son también objeto del contrato de venta, creemos convenien-

85
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

te decir unas pocas palabras acerca de la forma externa de esta venta. Aun
cuando en ella concurren todos los requisitos de este contrato, la ley le ha
dado, sin embargo, una denominación especial y ha hecho del mismo un
contrato diverso del de compraventa. Lo ha denominado cesión de derechos
y lo reglamenta no en el título de esta última sino en el siguiente que
titula “De la cesión de derechos”. De modo que el nombre de compraventa se
reserva únicamente para la venta de bienes corporales. De ahí que, en
realidad, su estudio no tenga cabida dentro del que ahora hacemos y si
hemos estimado conveniente referirnos a su forma externa, es solo para
dar una idea más o menos completa de las solemnidades que el contrato
de venta puede adoptar en sus diversos aspectos.
La cesión de derechos propiamente tal comprende solamente la venta
de los créditos personales, de los derechos litigiosos y de una sucesión
hereditaria. No comprende la cesión de derechos reales de que ya nos
ocupamos. Y aun entre los derechos a que se refiere este contrato, solo se
rigen por las disposiciones de este título, en lo referente a sus solemnida-
des, la de ciertos créditos personales y la de los derechos litigiosos, porque
la relativa a un derecho hereditario debe hacerse, como vimos, por escri-
tura pública.

84. En cuanto a las formalidades de la venta o cesión de derechos, pue-


den dividirse en comunes o especiales. Son comunes aquellas que se exi-
gen en atención a la naturaleza del crédito. Tales son las que señala el
Código Civil en el título “De la cesión de derechos” y se aplican a la cesión de
créditos personales nominativos. Solemnidades especiales son las que exi-
gen en atención a la forma del título que sirve para constatar el crédito y
son las que establece el Código de Comercio para la venta de títulos al
portador, a la orden, de efectos públicos y de acciones nominativas de
sociedades anónimas.

85. Las formalidades necesarias para la validez de la cesión de los créditos


personales nominativos son: 1º la entrega del crédito cedido que el ce-
dente debe hacer al cesionario. Sin este requisito no hay cesión según el
artículo 1901 del Código Civil; y 2º la notificación de la cesión al deudor
que debe hacerse con exhibición del título que llevará anotado el traspaso
del derecho con la designación del cesionario y bajo la firma del cedente
o bien la aceptación de éste. El primer requisito es necesario para que la
cesión se perfeccione entre el cedente y el cesionario, requisito que sirve
al mismo tiempo para efectuar la tradición de la cosa vendida, según el
artículo 699 del Código Civil. El segundo requisito sirve para que la cesión
produzca efecto respecto del deudor y de los terceros, pues sin él no afec-
ta a estas personas en forma alguna (artículos 1902 y 1905 del Código
Civil). Si se trata de créditos mercantiles, la cesión debe reunir también
ambos requisitos, eso sí que la notificación se hará por un ministro de fe,
con exhibición del título (artículo 162 del Código de Comercio).
La escritura pública no es necesaria, como se ve, para la cesión de
créditos; pero ordinariamente se hace en esta forma.

86
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

86. Las formalidades especiales de la cesión de derechos son diversas, se-


gún sea la naturaleza del título del crédito que se cede. Si es al portador,
dice el artículo 164 del Código de Comercio, se perfecciona por la mera
tradición manual del título. Si es a la orden, como las letras de cambio,
dice el mismo artículo, la cesión se hace por el endoso. En cuanto a la
cesión de efectos públicos se hace en la forma que determinan las leyes de
su creación o los decretos que autoricen su emisión (artículo 165 del Có-
digo de Comercio).
Finalmente, las acciones de sociedades anónimas se transfieren, si son
al portador, por la simple tradición manual y si son nominativas, por la
inscripción en un registro que debe llevar toda sociedad; la inscripción se
hará en conformidad a la ley de 6 de septiembre de 1878 sobre transferen-
cia de acciones de sociedades anónimas.

87. El Código francés no establece ninguna formalidad para la cesión o


venta de los créditos personales. Es un contrato consensual como toda
venta de cosa corporal y se perfecciona por el solo acuerdo de las partes.1
La única formalidad que se exige es la notificación de la cesión al deudor
o la aceptación de éste, cuyo objeto es que la cesión produzca efectos
respecto del deudor y de terceros (artículos 1689 y 1690). No es necesario
en derecho francés que el cedente entregue el título al cesionario, como
lo exige el nuestro, para que la cesión se perfeccione. El Código italiano
en esta materia es igual al francés (artículos 1538 y 1539).
El Código español no exige ninguna formalidad para la cesión de de-
rechos ni aun la notificación al deudor y sólo establece en el artículo 1526
que la cesión tendrá efecto respecto de los terceros desde el día en que
tenga fecha cierta.
El Código alemán tampoco señala ninguna formalidad especial. El con-
trato de cesión da al nuevo acreedor el lugar del anterior. En este Código
no es necesario para que la cesión se repute perfecta ni la notificación del
deudor ni su aceptación. Esta sólo tiene por objeto constituir al deudor en
estado de mala fe e impedirle que oponga al cesionario la excepción del
pago, que haya podido hacer después de la cesión, ya sea al cedente o a
un cesionario posterior (artículos 398, 407 y 409 del Código alemán).

4º. DE LAS ARRAS

88. Se llaman arras la suma de dinero y otra cosa mueble cualquiera que
una de las partes da a la otra en el momento de la conclusión del contra-
to.2 Pueden darse tanto en el contrato de venta solemne, como en el con-
sensual, según se desprende de los artículos 1804 y 1805 del Código Civil.3

1 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 758, págs. 803 y 804, núm. 765, pág. 809.
2 PLANIOL , II, núm. 1.387, pág. 467.
3 Sentencia 1.822, pág. 817, Gaceta 1875.

87
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Tienen cabida igualmente en la promesa de venta, desde que no hay nin-


guna disposición que prohíba estipularlas en ella.1 Para que la dación de
arras produzca los efectos que vamos a señalar es menester que el contrato
sea válido, porque si no lo es carecen de todo valor en razón de que lo
accesorio sigue la suerte de lo principal y, en consecuencia, el que las
recibió está obligado a devolverlas. La jurisprudencia es uniforme en este
sentido.2

89. El origen de las arras data del Derecho romano. Fueron los romanos
quienes les dieron los dos caracteres o significaciones diversas que pueden
tener y que les reconoce nuestro Código.
En un principio tuvieron por objeto servir de señal o prueba de la
conclusión del contrato y consistían en cierta suma de dinero o en otro
objeto mueble que, ordinariamente, era un anillo (annulus). “La suma así
dada a título de arras por el comprador, dice Ortolan, era como una parte
entregada a cuenta del precio convenido, de tal manera que ya no le que-
daría sino que pagar el resto.”3 Las arras eran, por lo tanto, una prueba de
que el contrato se había perfeccionado y de aquí por qué en tiempo de los
romanos y aun hoy, se las define como la suma u objeto que una de las
partes da a la otra en el momento de perfeccionarse la venta como prueba
de su celebración. Aunque servían para probar su conclusión definitiva,
no eran, sin embargo, necesarias para su validez, pues era válida aun sin
ellas. De aquí se desprende que fueron entre los romanos –como lo son
hoy también– una formalidad probatoria del contrato de venta pero no
generadora del mismo. Este carácter de las arras se manifiesta en una sen-
tencia de Gayo en que, comentando al Edicto Provincial, decía: “Quod
saepe arrhae nomine pro emtione datur, non es pertinet, quasi sine arrha conventio
nihil proficiat; sedut evidentius probari possit convenisse de pretio”.4
Y conservaron este aspecto de medio probatorio del contrato hasta los
tiempos de Justiniano.

90. Este Emperador introdujo a su respecto una innovación considerable.


De ser un simple medio de prueba de la celebración del contrato vinieron
“a significar que las partes, al darlas, no han tenido la intención de ligarse
en definitiva sino, por el contrario la de reservarse mutuamente la facul-
tad de retractarse”.5 En una palabra, como dice Ortolan, las arras, en vez

1 Sentencia 1.822, pág. 817, Gaceta 1875.


2 Sentencia 1.822, pág. 817, Gaceta 1875; sentencia 2.285, pág. 1169, Gaceta 1876; sen-
tencia 879, pág. 431, Gaceta 1877; sentencia 1.298, pág. 524, Gaceta 1878; sentencia 558,
pág. 369, Gaceta 1880; sentencia 1.059, pág. 627, Gaceta 1887, tomo I.
3 Tomo II, pág. 327.
4 Digesto, libro 18, título 1º, párrafo 35. Quiere decir: “Lo que muchas veces se da en las

ventas por razón de arras, no es porque la convención no sea válida sin ellas, sino para que
pueda probarse más claramente que se convinieron en el precio”.
5 B AUDRY -LACANTINERIE, De la vente, núm. 79, pág. 59.

88
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

de ser un signo de la conclusión definitiva del contrato pasaron a ser un


medio de retractación.
La modificación hecha por Justiniano fue, pues, muy trascendental,
desde que cambió en absoluto su carácter jurídico. En el derecho anterior
a este Emperador, como vimos, la regla general era que si se daban arras
las partes ya no podían retractarse del contrato, pues su entrega suponía la
perfección de éste. Con su innovación, la regla general consistió en que
cada vez que se diera arras, sea que la venta se hiciera por escrito, sea que
se hiciera verbalmente, por ese solo hecho y aunque las partes no convinieran
nada al respecto, podían retractarse, perdiendo el comprador las que hubie-
re dado y debiendo el vendedor restituirlas dobladas.
Justiniano hizo, en buenas cuentas, de las arras no un medio probato-
rio de la celebración del contrato, sino un medio de dar a las partes la
facultad de retractarse del mismo. La dación de las arras, sin ninguna otra
estipulación sobre el particular, importaba por sí sola la facultad de poder
retractarse incurriendo en la pena señalada.1

91. Este doble objeto que tuvieron las arras, servir como prueba de la
celebración del contrato y como un medio de retractación, fue acogido
por la legislación española que en la ley 7ª, título V de la Partida V repro-
dujo textualmente el principio consignado en las Institutas de Justiniano.
Dice esa ley: “Señal dan los omes unos a otros en las compras, e acaesse
despues que se arrepiente alguno. E por ende dezimos, que si el compra-
dor se arrepiente, despues que da señal, que la deue perder. Mas si el
vendedor se arrepiente, despues deue tomar la señal doblada al compra-
dor, e non valdra despues la uendida. Pero si quando el comprador dio la
señal, dixo assi: que la daua por señal e por parte del precio, o por otorga-
miento, estonce non se puede arrepentir ninguno dellos, ni desfazer la
vendida que non vala”.
Reconoce, pues, esa disposición el doble carácter de las arras: ser
una facultad de retractación y ser un medio de prueba de la celebra-
ción del contrato. Por lo demás, reproduce la misma doctrina, pero
exactamente la misma del Derecho romano. Citamos el texto de las
Siete Partidas, porque para nosotros tiene importancia histórica, desde
que de ahí fueron tomada las disposiciones que sobre esta materia esta-
blece nuestro Código.

92. El Código Civil reprodujo en sus disposiciones relativas a las arras la


ley citada de las Siete Partidas. Les dio, en consecuencia, el doble carácter
que ya conocemos.
En efecto, en el artículo 1803 las arras se presentan como la facultad
que las partes tienen para retractarse del contrato, es decir, cuando se dan
en este carácter no prueban la celebración de aquel, sino que, por el con-

1 RUBEN DE COUDER, II, pág. 83; TROPLONG, I, núm. 138, pág. 167; G UILLOUARD, I, núm.
22, pág. 35.

89
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

trario, habilitan a las partes para poder retractarse del mismo.1 A las arras
bajo este aspecto las denominaremos arras-señal, porque, en realidad, son
entregadas como señal de que el contrato puede llegar a celebrarse.
En cambio, en el artículo 1805 se presenta como un medio probato-
rio de la celebración del contrato; en este caso las arras son una prueba
de que éste se celebró y como tal, forman parte del precio o, mejor
dicho, del contrato mismo. Por esta razón, las llamaremos arras-prueba
o parte de precio.2
Tal es la situación jurídica de las arras en nuestro Código y en su derre-
dor giran las disposiciones legales que las reglamentan. De aquí que la
definición que de ella hemos dado no guarde perfecta armonía con el
verdadero carácter que tienen en nuestro Derecho.
Dentro de las disposiciones citadas, las arras pueden definirse como la
suma de dinero u otra cosa mueble que una de las partes da a la otra,
como garantía de la celebración del contrato para reservarse el derecho
de retractarse del mismo durante ese tiempo o como prueba de que éste
se ha celebrado definitivamente.

93. De los preceptos legales que rigen la materia de las arras en el Código
Civil se desprende que la regla general es darles el carácter de una señal,
es decir, siempre que se dan arras, si nada se dice sobre su alcance, se
entiende que confieren a las partes la facultad de retractarse del contrato.
Es la misma regla del Derecho romano.
Sólo por excepción tienen entre nosotros el carácter de un medio de
prueba de la celebración del contrato. Esto ocurre cuando las partes han
convenido expresamente y por escrito en darlas como parte de precio o como
medio de prueba. De no hacerse así, presume de derecho que las arras se
han dado como un medio de retractarse. No se puede, pues, presentar en
nuestra legislación la duda de saber cuándo las arras son una cosa o son
otra, ni queda tampoco esta determinación al arbitrio de los jueces, como
ocurre en el Derecho francés.3 El Código da reglas fijas e invariables para
saber cuándo son un medio de retractación y cuándo un medio de prue-
ba. Tienen este último alcance siempre que reúnan ciertos requisitos taxa-
tivamente enumerados por la ley; a falta de ellos, se presume que las arras
son un medio de retractarse.

94. Debe tenerse presente al estudiar las arras que sólo se les aplican las
disposiciones citadas siempre que hayan sido entregadas efectivamente, es

1 B AUDRY-L ACANTINERIE, De la vente, núm. 79, pág. 58; LAURENT , tomo 24, núm. 26, pág.

37; G UILLOUARD, I, núm. 21, pág. 34; HUC, X, núm. 33, pág. 53; TROPLONG, I, núm. 141,
pág. 179; MARCADÉ, VI, pág. 179; PLANIOL , II, núm. 1339, pág. 467; POTHIER, III, núm. 497,
pág. 196.
2 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 79, pág. 58; LAURENT, tomo 24, núm. 26, pág. 37;

GUILLOUARD, I, núm. 21, pág. 34; POTHIER, III, núm. 505, pág. 197; MARCADÉ, VI, pág. 180.
3 G UILLOUARD, I, núm. 21, pág. 35; LAURENT , 24, núm. 28, pág. 39.

90
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

decir, que hayan cambiado de mano. De lo contrario, esas reglas no les


serían aplicables. En tal caso habría una convención diversa de la estable-
cida por la ley. Esto fluye de los propios términos de los artículos 1803 y
1805 que hablan de dar las arras y además de la obligación de restituirlas,
lo que hace suponer su entrega, pues de no ser así no cabe restitución, ya
que ésta significa devolver, entregar una cosa al que la dio. Baudry-Lacan-
tinerie1 y Pothier2 se pronuncian en el mismo sentido, llegando éste a
decir que las arras son un contrato real, pues no puede haber contrato de
arras sin un hecho, que es su entrega.

A) LAS ARRAS COMO SEÑAL

95. El artículo 1803 se ocupa de las arras-señal, esto es, de las que se entre-
gan con el objeto de reservar a las partes el derecho de retractarse del
contrato. Así, por ejemplo, serían de esta especie las arras que A diera a B
como garantía de la compra de un caballo que éste le venderá sin agregar
nada más, pues el hecho que se den hace presumir la facultad de retrac-
tarse, desde que para que así no suceda es menester que concurran otros
requisitos.
Dice este artículo: “Si se vende con arras, esto es, dando una cosa en prenda
de la celebración o ejecución del contrato, se entiende que cada uno de los contratan-
tes podrá retractarse; el que ha dado las arras, perdiéndolas; y el que las ha recibido,
restituyéndolas dobladas”.

96. Este artículo contiene dos defectos de redacción. Uno consiste en la


expresión “en prenda de la celebración o ejecución del contrato”. Hay
aquí una redundancia manifiesta y habría bastado con decir “de la cele-
bración” o “de la ejecución”, como lo hacía el Proyecto de 1853, ya que
ésta no es sino una consecuencia de aquella. Celebrado el contrato, es una
ley para los contratantes que deben ponerlo en ejecución. El otro consiste
en la frase “restituyéndolas dobladas”. Aunque el sentido y el espíritu de la
disposición es claro, esa frase encierra una inexactitud, gramaticalmente
hablando, porque no se puede restituir sino lo que se ha recibido y lo que
el contratante recibió fueron las arras que le dio el otro, pero no las que
debe entregar de más a título de pena.3

97. Como el artículo 1803 no habla ni de vendedor ni de comprador, sino


que de los contratantes, es indudable que se refiere a ambos. De modo
que tanto uno como el otro pueden dar las arras, con lo cual nuestro
Código innovó sobre el Derecho romano en que, de ordinario, era el com-
prador quien las daba únicamente.

1 De la vente, núm. 37, pág. 65.


2 III, núm. 499, pág. 196.
3 BAUDRY-LACANTINERIE, obra citada, núm. 79, pág. 60.

91
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

98. ¿Qué efectos producen las arras en el caso del artículo 1803? ¿Se per-
fecciona el contrato desde que se entregan las arras o éste no nace aún?
He aquí una cuestión muy discutida entre los autores. Dos opiniones hay
al respecto. Según unos, y entre ellos Guillouard1 y Colmet de Santerre,
las arras dan a la venta el carácter de un contrato perfecto bajo condición
resolutoria; aquella se perfecciona y produce inmediatamente todos sus
efectos, pero se resolverá si una de las partes quiere servirse del derecho
que las arras le confieren.
Según otros, entre los cuales figuran Baudry-Lacantinerie,2 Troplong3
y Duvergier, las arras dadas en este carácter impiden que los efectos del
contrato se produzcan inmediatamente, es decir, el contrato aún no está
perfecto. Creemos que dentro de la disposición del citado artículo 1803
esta es la única solución aceptable.
En efecto, las partes, por el solo hecho de dar las arras sin estipular
nada sobre el particular, adquieren la facultad de retractarse del contrato.
Este es el efecto primordial y único que producen al entregarse, de tal
modo que un contrato que habría producido todos sus efectos y que ha-
bría sido exigible desde el primer momento, si no se hubiera celebrado
con arras, no produce tales efectos ni se reputa perfecto si en él intervie-
nen aquellas.
Es indudable que si las partes pueden retractarse perdiendo las arras,
naturalmente, aquél no produce ningún efecto, ya que su existencia está en
suspenso. Su vida jurídica y su celebración dependen del hecho de que
aquellas no retiren su consentimiento, de que no se retracten. Este hecho es
futuro e incierto, pues no se sabe si se realizará o no. Reúne, en consecuen-
cia, el carácter de una condición. ¿Qué clase de condición es ese hecho? Si
fuera resolutoria, se retrotraerían las cosas a su estado anterior debiendo
devolverse las arras. Por otra parte, si tuviera ese carácter, los riesgos de la
cosa vendida serían de cargo del comprador desde el día del convenio, puesto
que un contrato celebrado bajo esa condición produce desde el principio
sus efectos. Esto no ocurre en la venta con arras que ahora estudiamos, pues
los riesgos son a cargo del comprador sólo una vez que vence el término
fijado por la ley o por las partes para retractarse sin que hayan ejercitado esa
facultad, es decir cuando se perfecciona definitivamente el contrato.
No siendo resolutoria la condición tiene que ser suspensiva y en reali-
dad el contrato está sujeto a una condición suspensiva negativa, pues si
alguna de las partes retira el consentimiento o se retracta, esa condición,
que consistía en no retirarlo o no retractarse, se habrá cumplido lo que
hará que el contrato no exista. Ahora, si la condición no se cumple, es
decir, si no se retira el consentimiento o no se retracta alguna parte, la
condición ha fallado y el contrato comienza a producir sus efectos, que se
retrotraen a la fecha de la convención.

1 I, núm. 23, pág. 37.


2 Obra citada, núm. 80, pág. 60.
3 Obra citada, I, núms. 136 y 137, pág. 167.

92
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

Es el principio de los artículos 1479 y 1482 del Código Civil.


Mientras las partes no manifiesten su intención de no retirar el consenti-
miento o de no retractarse, los efectos del contrato no se producen; sólo
hay de positivo una expectativa de perder las arras si alguna se retracta.
El consentimiento de las partes, por lo tanto, no se ha dado definitiva-
mente. Se ha prestado bajo la reserva de poder retractarse, consentimien-
to que, como dice Baudry-Lacantinerie, vendrá a darse sin sujeción a
ninguna modalidad, si aquellas no lo retiran dentro del plazo fijado para
ello. De ser así, se considera prestado en definitiva desde el día de la con-
vención, que desde entonces produce también sus efectos.
En resumen, las arras que se dan como un medio de retractarse impor-
tan la formación de un contrato condicional bajo condición suspensiva
negativa de cuya realización depende que produzca o no efectos; sólo cum-
pliéndose ésta se perfecciona en definitiva y se convierten en exigibles las
obligaciones que contiene.

99. La suerte que corren las arras dadas como garantía o señal de la cele-
bración del contrato es diversa según sea que el contrato se cumpla o no,
es decir según sea que las partes se hayan o no retractado.

100. Si las partes no se retractaron en la época fijada, el contrato comien-


za a producir efectos y quedan obligadas a cumplirlo. Las arras, como es
natural, deben restituirse o, si han sido dadas por el comprador, se impu-
tan al precio siempre que consistan en dinero.1 El otro contratante ten-
dría acción para exigir su devolución si el que las ha recibido se negara a
devolverlas, porque nadie puede enriquecerse a costa ajena desde que la
causa en virtud de la cual se recibieron desapareció, pues el contrato se ha
cumplido.
Los romanos daban en este evento al comprador para la repetición de
las arras la acción denominada conditio sine causa. “Certe etiam condici poterit,
quia iam sine causa quid venditorem est annulus”, decía Ulpiano.2

101. Si el contrato no se llega a celebrar pueden presentarse dos situacio-


nes. O no se celebra porque una de las partes se retractó o por otras
causas que no fueron la retractación de uno de los contratantes.
Cuando el contrato queda sin efecto porque una de las partes se re-
tractó, se aplica lo dispuesto en el artículo 1803, es decir, el que dio las
arras las pierde3 y el que las recibió debe restituirlas dobladas. Si consisten
en dinero, se devolverá el doble y si consisten en algún objeto mobiliario,
deberá devolverse éste y además otro igual o bien su valor, apreciado por
las partes o por peritos, dice Pothier.4

1 MARCADÉ, VI, pág. 180; P OTHIER, III, núm. 503, pág. 197; BAUDRY-LACANTINERIE, núm.
82, pág. 62.
2 Digesto, libro XIX, De actionibus emti i venditi, título I, párrafo II, ley 6.
3 Sentencia 341, pág. 203, Gaceta 1892, tomo I.
4 III, núm. 502, pág. 197.

93
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

102. ¿Si uno de los contratantes se retractara haciendo uso de este dere-
cho, podría el otro exigir indemnización de perjuicios a más o en cambio
de la pérdida de las arras? Creemos que la negativa se impone.
Claro está que si las partes han estipulado otra indemnización a más o
en cambio de las arras, esa nueva indemnización se deberá también y será
exigible ya que su voluntad es ley y además la disposición del artículo 1803
no es de orden público ni afecta a terceros, de modo que pueden derogar-
la o modificarla. Sólo sienta una regla general que se aplicará siempre que
no se estipule nada al respecto.
Pero si nada han dicho las partes, el otro contratante no podría exigir
al que se retractó otra pena que la pérdida de las arras, porque es el efecto
propio de ellas, de modo que al estipularse éstas queda subentendido que
si uno de los contratantes se retracta, sólo perderá dichas arras, renuncián-
dose al mismo tiempo a toda otra acción de perjuicios. Esto es lógico,
porque, como dice Pothier “habiendo fijado la ley los daños y perjuicios
que resultan de la inejecución de la obligación del comprador sólo a la
pérdida de las arras de parte de éste y a la restitución de las mismas dobla-
das de parte del vendedor, los contratantes no pueden pretender otra in-
demnización al dar o al recibir las arras; deben contentarse con esta especie
de indemnización y entienden renunciar a toda otra”.1

103. Si una de las partes se retracta del contrato ¿podría la otra exigir su
cumplimiento? En ningún caso, porque el hecho de dar las arras implica
el derecho de retractarse, de manera que al desistirse del contrato no ha
hecho sino usar una facultad o un derecho que le acuerda la ley y cuyo
ejercicio tiene como única sanción la pérdida de aquellas. Tal exigencia
sería imposible desde que el contrato no existiría, puesto que las partes no
se ligaron definitivamente sino bajo una condición suspensiva negativa.
Como ésta se cumplió, el contrato queda en nada: no hubo consentimien-
to, ni acuerdo alguno y, por lo tanto, no puede exigirse el cumplimiento
de algo que no existe ni de una obligación que no se contrajo. Las partes
pactaron las obligaciones de dar la cosa y de pagar el precio bajo la condi-
ción de cumplirlas siempre que no se arrepintieran antes de cierta época.
Luego, si en ese tiempo se arrepintieron y retiraron su consentimiento, la
obligación se extinguió, porque se cumplió la condición de que dependía
su validez. Habrá derecho únicamente para retener las arras o para exigir-
las dobladas, que es el efecto propio de la retractación.

104. Dijimos también que el contrato puede no celebrarse por otra causa
que no sea la retractación de las partes. En efecto, puede ocurrir que los
contratantes de común acuerdo convengan en dejarlo sin efecto o que la
cosa objeto del mismo haya parecido por caso fortuito o que se haya modi-
ficado o alterado considerablemente. En todos estos casos el contrato no
se celebra, no por la retractación de una de las partes, sino por otras cau-

1 III, núm. 507, pág. 197.

94
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

sas ajenas a ella. En tal hipótesis no se aplica la disposición del artículo


1803, desde que se refiere al caso de la retractación y el que recibió las
arras debe restituirlas lisa y llanamente; por la misma razón el que no dio
arras, no podría ser obligado a entregarlas.1

105. ¿En qué plazo pueden retractarse las partes? o mejor dicho ¿Cuánto
tiempo dura la facultad que tienen para retractarse del contrato? El artícu-
lo 1804 resuelve la cuestión.
Dice: “Si los contratantes no hubieren fijado plazo dentro del cual pueden re-
tractarse perdiendo las arras, no habrá lugar a la retractación después de los dos
meses subsiguientes a la convención, ni después de otorgada la escritura pública de
venta o de principiada la entrega”.
Según este artículo el plazo que las partes tienen para poder retractar-
se es legal o convencional. Es legal cuando lo fija la ley. Este plazo dura
dos meses y va subentendido en las arras siempre que las partes no estipu-
len nada al respecto. El plazo convencional es el fijado por los contratan-
tes y su duración es por el tiempo que éstos señalen.
Por consiguiente, aquellas pueden retractarse del contrato dentro de
los meses subsiguientes a la convención o dentro del plazo que fijaren. Si
venciere el señalado para este objeto o transcurrieren esos dos meses sin
que las partes hayan ejercitado su derecho, el contrato queda irrevocable-
mente celebrado.
El consentimiento que se había dado bajo la reserva de poder retractar-
se se ha otorgado, ahora, definitivamente por el transcurso de esos plazos.

106. El término legal puede también ser de más corta duración que la indi-
cada. Ello ocurre cuando se ha otorgado la escritura pública de la venta o se
ha principiado la entrega de la cosa vendida. Estos hechos importan el cum-
plimiento de la convención y es evidente que si las partes ejecutan volunta-
riamente lo convenido, quiere decir “que renuncian a la facultad de romperla
por un retracto, y dan definitivamente el consentimiento que aún no ha-
bían dado sino bajo la reserva del derecho de retirarlo”.2
Naturalmente estos actos impiden la retractación de las partes si se
ejecutan antes de transcurrir los dos meses indicados, porque una vez que
transcurran, aunque no se otorgue la escritura ni se principie la entrega
de la cosa, el contrato queda perfecto y no pueden retractarse, puesto
que, a falta de estipulación al respecto, la facultad de retractación dura ese
plazo.

107. En un caso, sin embargo, podrían las partes conservar la facultad de


retractarse hasta el otorgamiento de la escritura o hasta la entrega de la
cosa, aun después de transcurridos esos dos meses. Esto ocurriría cuando

1 Véase POTHIER, III, núm. 503, pág. 197; BAUDRY-LACANTINERIE , núm. 83, pág. 62; MAR-
CADÉ,VI, pág. 180.
2 BAUDRY-L ACANTINERIE, núm. 81, pág. 61; GUILLOUARD, I, núm. 24, pág. 37.

95
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

convinieran en reservarse ese derecho hasta ese otorgamiento o hasta esa


entrega, o sea, hasta la ejecución del contrato. En tal evento, aunque trans-
currieran los dos meses señalados, podrían retractarse mientras no lo eje-
cutaran. Eso sí que el plazo fijado para retractarse dependería aquí de la
voluntad de las partes y no de la ley que es a lo que se refiere el artículo
1804 al hablar de la escritura y de la entrega.

108. De manera, que cuando la ley dice que las partes no pueden retrac-
tarse una vez otorgada la escritura o principiada la entrega, se ha referido
al caso en que no hayan señalado un plazo para retractarse, en el cual éste
dura dos meses, según se ha dicho. Transcurrido ese tiempo aunque no se
ejecuten estos hechos el contrato queda perfecto y produce todos sus efec-
tos, perdiendo las partes esa facultad. Según esto, ellos ponen término al
derecho de retractarse si se verifican antes de vencidos los dos meses seña-
lados; si ocurren después, no influyen en nada. En una palabra, la ejecu-
ción voluntaria del contrato acorta el plazo que la ley fija para la retractación
de las partes; pero no lo alarga. Y es natural que así suceda, pues el objeto
de la ley ha sido señalar un término para evitar la duda en que se encuen-
tran los contratantes acerca de si aquel va o no a celebrarse. Si se realiza,
la duda desaparece, puesto que las partes ya no pueden dejarlo sin efecto.
En cambio, si la ejecución del contrato alargara el plazo fijado por la
ley, éste habría sido inútil, desde que de todos modos, sea que venciera o
no, las partes podrían siempre retractarse.

109. Hay, sin embargo, un caso en el que la facultad de retractarse dura,


por el ministerio de la ley, hasta el otorgamiento de la escritura pública,
aunque se verifique después de transcurridos esos dos meses. Es el de las
ventas solemnes. Constituye la única excepción a la regla general de que
el otorgamiento de aquella escritura puede acortar pero no alargar el pla-
zo legal.
La razón es obvia. La venta, cuando es un contrato solemne, no se
reputa perfecta ante la ley sino una vez que se otorga la escritura pública.
Mientras ésta no se extienda, aunque las partes hayan convenido en la
cosa y en el precio, el contrato de venta no existe. Si en esta venta las
partes perdieran la facultad de retractarse una vez transcurridos esos dos
meses aunque todavía no se otorgara la escritura, se violaría la disposición
del artículo 1801. Transcurrido ese plazo el contrato se perfecciona y el
consentimiento queda prestado definitivamente. Si este principio se apli-
cara al contrato de venta solemne, resultaría que vencido ese término las
partes perderían la facultad de retractarse y el contrato se perfeccionaría
por el solo consentimiento, sin necesidad de que ella se otorgara. En resu-
men, el contrato de venta solemne celebrado con arras quedaría perfecto
por el solo consentimiento, sin necesidad de escritura pública.
Este no ha sido evidentemente el espíritu del legislador porque bien
sabemos que en tanto no se otorgue aquella el contrato se considera no
celebrado y las partes pueden retractarse de lo que hayan convenido ver-
balmente. Sólo una vez extendida la escritura se forma el contrato. Por

96
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

esta razón, si la venta que se celebra con arras es de aquellas que requie-
ren escritura pública, las partes conservan siempre, no obstante cualquiera
estipulación en contrario, la facultad de retractarse hasta su otorgamiento;
la pierden únicamente cuando se otorga ese documento.
Lo dicho se aplica también en todas sus partes a las ventas solemnes
por voluntad de las partes quienes, como dice el artículo 1802, pueden
retractarse mientras no se otorgue la escritura pública. La diferencia de
este caso con el anterior estaría en que si las partes dan cumplimiento al
contrato, aunque no otorguen esa escritura, perderían por aquel hecho
esa facultad, puesto que esto significaría la supresión de aquella por su
acuerdo tácito y como no era necesaria, según la ley, para su formación
resulta que quedó perfecto por ese hecho. En cambio, si el contrato de
venta es solemne por disposición de la ley, la facultad de retractarse dura
hasta el otorgamiento de la escritura sin que jamás se extinga con la entre-
ga de la cosa.
Excusado creemos decir que tanto en uno como en otro caso, la re-
tractación, según el artículo 1803, acarrea la pérdida de las arras. Así lo ha
declarado también la Corte de Apelaciones de Santiago.1

110. Si en el contrato solemne por disposición de la ley o de las partes,


éstas pueden retractarse impunemente antes que se otorgue la escritura
pública ¿por qué dando arras renuncian a este derecho, es decir por qué
ahora para poder retractarse deben incurrir en la pérdida de aquellas? Es
cierto que las partes pueden retractarse del contrato sin incurrir en ningu-
na pena. Pero si han dado arras, es evidente que su intención ha sido
castigar al que se retracta y al darlas, comprendieron que su derecho de
retractación estaría afecto a esa pena. Nadie las obligó a estipularlas; y si
las dieron fue por su propia voluntad.
En los contratos consensuales, la dación de arras da a las partes el dere-
cho de retractarse, que de otro modo no lo tendrían, pues si se vende lisa y
llanamente una cosa mueble sin arras, el contrato se perfecciona en el acto.
En los contratos solemnes, mientras no se otorgue la escritura pública
no hay contrato. Las convenciones que le anteceden nada valen, las partes
pueden dejarlas sin efecto sin incurrir en ninguna pena. En realidad, por
la entrega de las arras en estos contratos no se reservan el derecho de
retractarse, ya que lo tienen por la naturaleza misma de las cosas y no
podrían tampoco tener un derecho consistente en dejarlos sin efecto, por-
que no existen y lo que no existe es indestructible. En el contrato consen-
sual, por el hecho de darse arras se subordina su existencia a una condición.
En el contrato solemne, al darse ellas no se ha innovado la situación ya
existente.
Pero, aun cuando las partes tengan el derecho de retractarse por la
naturaleza misma del contrato, el solo hecho de dar arras las deja sujetas

1 Sentencia 1.882, pág. 817, Gaceta 1875.

97
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

en cuanto a los efectos de éstas al artículo 1803; si alguna se retractara las


pierde, porque fue una pena que voluntariamente se impuso y que la ley
no le prohibía imponerse.

111. ¿Habría acción en este caso para exigir la entrega de las arras? Cree-
mos que sí, porque todo contrato legalmente celebrado es ley para los
contratantes y aunque el contrato en que se estipularon no tenía existen-
cia jurídica, hubo convenio sobre ellas; convenio que tiene vida propia,
desde que produce efectos que le son propios.

112. De lo expuesto resulta que la disposición del artículo 1804, en cuan-


to establece que el plazo legal para retractarse puede ser abreviado pero
no ampliado por el otorgamiento de la escritura pública, se refiere a las
ventas que no requieren esa solemnidad, por disposición de la ley o de las
partes. En estas ventas esa facultad dura hasta que se otorgue dicha escri-
tura, lo que puede ocurrir aun después de ese plazo.
Podemos decir, en conclusión, que el precepto del artículo 1804 se
aplica en toda su extensión a las ventas consensuales. En cuanto a las so-
lemnes se aplica restrictivamente, porque la facultad de retractarse dura,
en todo caso y no obstante cualquiera estipulación, hasta el otorgamiento
de la escritura pública, si es solemne por disposición de la ley; y si lo es por
voluntad de las partes, hasta el otorgamiento de la misma o hasta la entre-
ga de la cosa, si bien es cierto que en este evento, dejaría de ser solemne.

B) LAS ARRAS COMO PARTE DEL PRECIO

113. De esta especie de arras se ocupa el artículo 1805. Son consideradas


en él como un medio de prueba de la celebración del contrato, de tal
manera que el hecho que se entreguen en este carácter no implica la
facultad de las partes de poder retractarse de lo convenido, como ocurre
en el caso del artículo 1803. Son, en una palabra, las arras del Derecho
romano anterior a Justiniano.
La disposición que este artículo consagra es la excepción a la regla
general que nuestro Código establece en materia de arras. Efectivamente,
su entrega presume siempre en las partes la facultad de poder retractarse
del contrato. Sólo cuando concurren ciertos requisitos, taxativamente enu-
merados por la ley, tienen el alcance que les reconoce el artículo 1805 ya
citado.
Dice el artículo que acabamos de mencionar: “Si expresamente se dieren
arras como parte del precio o como señal de quedar convenidos los contratantes, que-
dará perfecta la venta sin perjuicio de lo prevenido en el artículo 1801 inciso 2º. No
constando alguna de estas expresiones por escrito, se presumirá de derecho que los
contratantes se reservan la facultad de retractarse según los artículos precedentes”.
De la disposición transcrita se desprende que las arras sirven como me-
dio de prueba del contrato, es decir, son parte del precio, sólo cuando con-
curren simultáneamente estos dos requisitos: 1º. Que las partes manifiesten

98
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

expresamente que al dar las arras lo hacen como señal de quedar conveni-
das o como parte de precio; y 2º Que esa intención conste por escrito.
Sería un ejemplo de arras dadas como parte de precio, el siguiente: en
el contrato de venta de un caballo se hace constar por escrito que el ven-
dedor ha entregado al comprador a cuenta del precio o como señal de
quedar convenidos la suma de $ 100.

114. Desde que la ley no ha determinado de qué naturaleza debe ser el


escrito en que debe constar la intención de las partes, es claro que esa
exigencia se llena siempre que conste en cualquier documento. No es ne-
cesario tampoco que el contrato mismo conste por escrito, sino alguna de
las expresiones que señala el inciso 1º del artículo 1805, ya que así lo
dispone su inciso 2º. Se llena la exigencia legal a este respecto si en un
recibo otorgado por el vendedor se deja constancia que las arras se dieron
como parte de precio o como señal de quedar convenidos los contratan-
tes. Así lo han resuelto, con justa razón, las Cortes de Apelaciones de Val-
paraíso1 y de Santiago.2

115. Concurriendo ambos requisitos, las arras no confieren a las partes la


facultad de retractarse, les sirven únicamente como un medio de prueba
de la celebración del contrato. En este caso, la venta está perfecta; las
partes han dado su consentimiento sin sujeción a ninguna condición; lue-
go, cualquiera de ellas puede exigir su cumplimiento desde ese momento.
Ninguna podría retractarse del contrato de venta ni aún ofreciendo per-
der las arras. El otro contratante podría rechazar tal oferta. Podría pedir
también la resolución o el cumplimiento del contrato con indemnización
de perjuicios, puesto que se trata de un contrato perfecto y completo cuya
ejecución se rehúsa, sin causa justificada, por uno de los contratantes.3
La jurisprudencia es uniforme en el sentido de negar a las partes, en el
caso que estudiamos, el derecho de retractarse y por el contrario, recono-
ce explícitamente su obligación de llevar a cabo el contrato.4

116. En la única ocasión en que las arras entregadas como señal de quedar
convenidos los contratantes o como parte de precio, no dan constancia de haber-
se perfeccionado el contrato es cuando la venta es un contrato solemne,
como lo dice expresamente el artículo 1805. Esta venta se perfecciona por
el otorgamiento de la escritura pública y no existe mientras no se otorgue.
Si las arras dieran constancia aun en este caso de haberse perfeccionado el
contrato, se violaría el inciso 2º del artículo 1801, pues la venta solemne se

1 Sentencia 1.632, pág. 1209, Gaceta 1895, tomo I (considerando 3º).


2 Sentencia 2.302, pág. 1267, Gaceta 1883 (considerandos 1º y 4º).
3 POTHIER , III, núm. 507, pág. 198.
4 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo III, sec. 1ª, pág. 449; sentencia 2.302, pág. 1267,

Gaceta 1883; sentencia 1.632, pág. 1209, Gaceta 1895, tomo I (considerando 3º); sentencia
4.393, pág. 197, Gaceta 1897, tomo III (considerando 4º).

99
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

habría convertido en consensual. Y creemos que esta salvedad debe exten-


derse también a la compraventa solemne por disposición de las partes,
porque aunque el artículo 1805 no la exceptúa existen a su respecto las
mismas consideraciones que justifican aquella.

117. La omisión de algunos de los requisitos anteriormente enunciados


quita ese valor a las arras y las convierte en un medio de retractarse del
contrato. Ello resulta del inciso final del artículo 1805 que, a la letra, dice:
“No constando alguna de estas expresiones por escrito, se presumirá de derecho que
los contratantes se reservan la facultad de retractarse según los dos artículos prece-
dentes”.
Establecida, pues, la omisión de uno de esos requisitos no se admite
prueba alguna tendiente a establecer que la intención de las partes fue la
de dar a las arras el alcance que señala este artículo, porque la presunción
de la ley al respecto es de derecho.

118. Excusado creemos manifestar que en tal caso la facultad de retractar-


se de las partes se entiende con arreglo a los artículos 1803 y 1804, esto es,
pueden ejercitarla perdiendo las arras o restituyéndolas dobladas, puesto
que la ley se remite a esos artículos sin imponerles limitaciones. Por el
contrario, dice que tendrán esa facultad con arreglo a esas disposiciones.
No comprendemos cómo la Corte de Apelaciones de Concepción ha podi-
do declarar que, en el caso que se analiza, las partes tienen el derecho de
retractarse sin perderlas. Es de advertir que la Corte no justifica su opi-
nión ni aduce argumentos en su apoyo.1

119. A pesar que la redacción del artículo 1805 pareciera indicar que las
arras son las que perfeccionan el contrato de venta, debe observarse que
no es ese el valor jurídico que en realidad tienen. Las arras no son, en este
caso, un requisito generador de ese contrato, éste no se perfecciona por
su entrega, como parece desprenderse del mencionado artículo que habla
de que “la venta queda perfecta por esa entrega”.
El contrato se celebra por el acuerdo de voluntades en la cosa y en el
precio; de modo que las arras tienden únicamente a probar un hecho ya
realizado, hecho que consiste en la celebración de aquel. Las arras no son,
pues, como dice Pothier, un requisito esencial del contrato de tal modo
que no existe sin ellas.2
La prueba más evidente de lo que venimos diciendo la encontramos
en el mismo artículo 1805 que habla de arras que se dan como parte de
precio o como señal de quedar convenidas las partes. En efecto, para que
puedan darse como parte de precio, es menester que el contrato se haya
perfeccionado, porque de otro modo no hay precio.

1 Sentencia 2.276, pág. 939, Gaceta 1878.


2 III, núm. 505, pág. 197.

100
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

Si se aceptara que son las arras las que lo perfeccionan llegaríamos al


absurdo jurídico de dar a la compraventa el carácter de contrato real,
porque siendo ellas parte del precio y siendo su entrega la que lo perfec-
ciona, resulta que se formaría por esa entrega. Y ya se ha dicho que no es
la entrega del precio la que constituye jurídicamente este contrato.
Si el contrato no existiera celebrado con anterioridad a las arras tam-
poco podrían darse como señal de quedar convenidas las partes, porque
sólo puede dejarse constancia de un hecho cuando existe; y si el contrato
no existiera sería materialmente imposible acreditar su existencia.
Es, pues, evidente que las arras entregadas con el carácter que les atri-
buye este artículo no crean ni perfeccionan el contrato de venta; sólo de-
jan constancia de haberse celebrado anteriormente.

120. ¿Qué suerte corren las arras que se dan como prueba del contrato?
Aquí no hay que distinguir como en el caso anterior, si éste se cumple o
no puesto que tendrá que cumplirse necesariamente ya que se perfeccio-
nó desde el primer momento y sin estar sujeto a ninguna condición.
En consecuencia, una vez cumplido el contrato, las arras si consisten
en dinero, se imputan al precio; y si consisten en algún objeto, o se impu-
tan a aquel si así convinieren las partes asignándoles un determinado valor
o se devuelven, una vez pagado todo el precio.1 Si el que ha recibido las
arras no quiere restituirlas, el que las dio tendría acción para exigir su
devolución.

121. Dado caso que una de las partes se negare a ejecutar el contrato, la
otra, como dijimos, podría exigir su cumplimiento o su resolución, puesto
que se halla perfecto y puede, por lo tanto, dar origen a esas acciones. Eso
sí que en este evento, el que recibió las arras estaría obligado a restituirlas,
a menos que consistieran en dinero, pues entonces podrían imputarse al
precio o a los perjuicios que el demandado adeudare, según el caso. Pero
en ningún caso las perdería ni estaría obligado a devolverlas dobladas,
porque no son una pena establecida para la retractación, sino un medio
de prueba del contrato, que se rige por reglas distintas de las establecidas
para aquellas.2
Así lo han resuelto también varias sentencias que, en caso de inejecu-
ción del contrato, ordenan la restitución de las arras.3

122. Ordinariamente en las ventas de animales o ganado se da al contado


cierta cantidad de dinero que se conoce con el nombre de “pie de compra”.
Este, en realidad, no es sino un anticipo de dinero, una parte del precio
pagado al tiempo de celebrarse el contrato. De ahí que por haber consta-

1POTHIER, III, núm. 506, pág. 197.


2POTHIER, III, núm. 508, pág. 199.
3 Sentencia 2.302, pág. 1267, Gaceta 1883; sentencia 1.632, pág. 1209, Gaceta 1895,

tomo I; sentencia 4.393, pág. 197, Gaceta 1897, tomo III.

101
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

do por escrito que ese “pie de compra” fue pagado como parte de precio, las
Cortes de Apelaciones de Valparaíso y de Santiago han declarado que im-
porta una verdadera estipulación de arras de las que menciona el artículo
1805.1 Es claro que si el “pie de compra” no consta con arreglo a la ley
equivaldrá a las arras del artículo 1803, pues esa frase en sí nada significa.

123. Lo dicho en los párrafos anteriores a propósito de las arras se refiere


a las ventas civiles. En las ventas comerciales, se reglan por los artículos
107, 108 y 109 del Código de Comercio que han modificado totalmente
en este punto al Código Civil.
La regla general del Código Civil es que las arras son un medio de
retracto y por excepción, una prueba de la celebración del contrato.
El Código de Comercio ha invertido esta regla y ha establecido, como
principio general, que las arras son un medio de prueba del contrato y
sólo por excepción, cuando así lo estipulan expresamente las partes, son
un medio de retracto. No es necesario, como ocurre en el Código Civil,
que concurran ciertos requisitos para que las arras sirvan de medio proba-
torio. Basta el hecho de su entrega en una venta mercantil, para que el
contrato se presuma perfecto y para que sean una prueba de su celebra-
ción. Es lo que dice el artículo 107 del Código de Comercio en esta forma:
“La dación de arras no importa reserva del derecho de arrepentirse del contrato ya
perfecto, a menos que se hubiere estipulado lo contrario”. Según esto los contra-
tantes que venden con arras no pueden retractarse del contrato y su entre-
ga, salvo estipulación en contrario, les niega expresamente ese derecho.
La diferencia entre ambos Códigos es, pues, capital. Mientras en el
Código Civil la sola entrega de las arras hace presumir el derecho de las
partes para retractarse del contrato, en el Código de Comercio su sola
entrega hace presumir que el contrato está perfecto y que las partes no
pueden retractarse. La innovación no obedece, a mi juicio, sino al deseo
que ha tenido el legislador de evitar en cuanto sea posible la ruptura de
las ventas mercantiles que, por la naturaleza especial del comercio, aca-
rrea siempre trastornos y ocasiona molestias y perjuicios de más transcen-
dencia que la ruptura de las ventas civiles.
Y como si no fuera suficiente la disposición del artículo 107 en lo rela-
tivo a que ninguno de los contratantes puede retractarse, salvo estipula-
ción en contrario, por la dación de arras, el artículo 108 confirma aún más
esa idea, cuando dice que “La oferta de abandonar las arras o de devolverlas
dobladas no exonera a los contratantes de la obligación de cumplir el contrato per-
fecto o de pagar daños y perjuicios”.
Como vemos, este artículo no hace sino confirmar una de las caracte-
rísticas que tienen las arras cuando se dan como parte de precio, cual es
evitar la ruptura del contrato ofreciendo perder las arras o restituirlas do-
bladas.

1Sentencia 2.302, pág. 1267, Gaceta 1883; sentencia 4.393, pág. 197, Gaceta 1897,
tomo III.

102
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

Finalmente, el Código de Comercio en su propósito de asentar firme-


mente el carácter probatorio de las arras en las ventas mercantiles dispone
que una vez que el contrato se cumpla o se resuelva por inejecución, debe-
rán restituirse.
Esta restitución, como vemos, es uno de los efectos que producen, por
cuanto no se dan a título de pena. Es lo que dice el artículo 109 en estos
términos: “Cumplido el contrato o pagada una indemnización, las arras serán
devueltas, sea cual fuere la parte que hubiere rehusado el cumplimiento del contra-
to”.1 Ello se entiende, naturalmente, sin perjuicio de que pueden imputar-
se a parte del precio o de los perjuicios, según el caso.

124. Antes de concluir lo relativo a las arras, debemos hacer presente que
no debe confundírselas con las sumas de dinero que en algunos contratos
una de las partes da a la otra para que realice aquél cuya ejecución le ha
encargado. Tal sería el caso de un comisionista que recibe fondos para
comprar las mercaderías objeto del encargo, el de un librado que recibe
una provisión de dinero para pagar una letra de cambio, el de un manda-
tario a quien se le da dinero para que cumpla su mandato, el de un arqui-
tecto que recibe fondos para construir un edificio, etc. En esos ejemplos,
el dinero es la consecuencia necesaria del contrato celebrado, sin el cual
no podría ejecutarse. Aquél no se da como garantía de que se cumplirá o
como prueba de su celebración sino precisamente para que se ejecute,
pues de otro modo sería casi imposible cumplirlo. Por estas razones, dice
Baudry-Lacantinerie, no pueden aplicarse a esos casos las reglas relativas a
las arras, ni tampoco podría retractarse del contrato, aunque ofreciera per-
derlo, el que entregó el dinero.2

125. De lo anteriormente expuesto se desprenden dos conclusiones de


cierta importancia.
1º. Las arras, sea que se den como un medio de retractación o como
parte de precio o señal de quedar convenidos los contratantes, sólo sirven
en el primer caso como medio probatorio de la intención que éstos tienen
de no ligarse definitivamente y de poder arrepentirse del contrato; y en el
segundo, como prueba de la celebración del mismo; y
2º. Las arras, tanto en uno como en otro caso, no son un requisito
esencial de la compraventa, sino un medio de prueba.
Estas dos conclusiones nos hacen ver que las arras se diferencian consi-
derablemente de la escritura pública. Mientras ésta es un requisito esen-
cial del contrato, sin el cual no se perfecciona, aquellas no tienen ese
carácter y sirven solamente como prueba de que las partes pueden retrac-
tarse en un caso o como prueba de la celebración del contrato en otro,
salvo si se trata de una venta solemne, porque entonces no son suficientes
para probar su existencia, puesto que la misma ley dice en el artículo 1805

1 Sentencia 3.517, pág. 922, Gaceta 1897, tomo II.


2 De la vente, núm. 86, pág. 65; PLANIOL, II, núm. 1390, pág. 468.

103
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

que la dación de arras en un contrato solemne prueba su perfección siem-


pre que se haya otorgado la escritura pública.
Por eso, podemos decir que en tanto que la escritura pública se ha
establecido por la ley para algunas ventas ad solemnitatus contractus, las arras
lo han sido ad probationem contractus.

126. Pocos Códigos tienen sobre las arras una reglamentación más com-
pleta que el nuestro, pues a más de contemplar los dos aspectos que pue-
den presentar, señala los plazos en que las partes pueden retractarse cuando
se trata de arras que se dan con este objeto.
El Código francés contiene una sola disposición relativa a las arras, la del
artículo 1590, que es análoga a la de nuestro artículo 1803. Aquel se ocupa
únicamente de las arras como un medio de retractación, dejando a la volun-
tad de las partes el señalamiento del plazo dentro del cual pueden retractar-
se, plazo que, según los autores, si nada se dice al respecto, dura hasta la
ejecución del contrato.1 Y lo que es aun más curioso es que dicho Código se
ocupa de las arras con relación a la promesa de venta y nada dice sobre si
tienen o no cabida en la venta misma. Esto dio origen a arduas discusiones
entre los tratadistas. Algunos, como Pothier, sostienen que tal disposición
no es aplicable a la venta, porque se trata aquí de un contrato perfecto que
no admite el derecho de retractarse que sólo puede tener cabida en la pro-
mesa de venta que es un contrato en proyecto. En buenas cuentas, Pothier
acepta que las arras como medio de retractación pueden estipularse en un
contrato aún no celebrado pero no en uno ya perfeccionado. En este caso,
dice, pueden darse arras como prueba de su perfección.2
La doctrina de Pothier has ido duramente combatida y la opinión ge-
neral entre los autores es que la disposición que establece las arras en la
promesa de venta, se aplica también a la venta ya que, según el Código
francés, aquella tiene el mismo alcance que ésta.3
Nada dice este código sobre si las arras sirven o no como medio de
prueba de la celebración del contrato. Pero acerca de este punto todos los
comentaristas están de acuerdo en el sentido que las partes pueden darles
ese carácter. Determinar cuándo presentan este aspecto o el que señala el
artículo 1590 es un punto que queda sujeto a la apreciación de los jueces,
pues no hay en él, como en el nuestro, una disposición expresa que deter-
mine cuándo tienen uno u otro alcance. En el hecho, se dan en Francia
arras como un signo de prueba de esa celebración sobre todo en los cam-
pos, y se conocen con el nombre de épingles, pot de vin, denier a Dieu, pièce.4
El Código italiano no contiene ninguna disposición relativa a las arras.

1 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 81, pág. 61; G UILLOUARD, I, núm. 24, pág. 37.
2 III, núm. 509, pág. 200.
3 BAUDRY -LACANTINERIE, De la vente, núm. 84, pág. 63; LAURENT, 24, núm. 27, pág. 38;

GUILLOUARD, I, núm. 20, pág. 33; HUC, X, núm. pág. 53; BÉDARRIDE, núm. 195, pág. 246;
MARCADÉ, VI, pág. 180.
4 Sentencia 470, pág. 268, Gaceta 1885.

104
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

El Código español consigna un único precepto sobre ellas en el que se


consideran como un medio de retractación. Es el equivalente del artículo
1590 del Código francés y del artículo 1803 del nuestro. Al igual que el
francés, tampoco fija plazo dentro del cual pueda hacerse uso del retracto
por cuyo motivo queda sujeto a la voluntad de las partes y, en defecto de
estipulación, dura hasta la ejecución del contrato.
Las partes pueden dar a las arras el carácter de un medio de prueba
del contrato, porque, como dice Manresa, la disposición del artículo 1454
es derogable por su voluntad, puesto que no es de orden público ni afecta
a terceros.1 En resumen el Código español sigue en esta materia al Dere-
cho francés, con la diferencia que no se ocupa, como aquel, de las arras a
propósito de la promesa de venta, sino a propósito de la venta misma.
El Código alemán en el título IV de la sección II del libro II, al hablar
de las arras y de la cláusula penal, las reglamenta en los artículos 336, 337
y 338 e introduce algunas innovaciones a los principios del Derecho roma-
no. Solo les reconoce el carácter de medio de prueba del contrato y, salvo
convención en contrario, no se reputan dadas a título de retracto. Es el
principio opuesto al Derecho francés, pues mientras éste las establece como
un medio de retractación, siendo voluntario para las partes conferirles el
carácter de prueba del contrato, el Código alemán las acepta únicamente
como un medio de prueba, dejando al arbitrio de los contratantes darlas
como un medio de retractación.
Dispone además este Código que en caso de duda sobre si las cosas o
sumas entregadas son arras o no, deben imputarse a la prestación que
debe el contratante que las dio y si esto no es posible, deben ser restituidas
una vez ejecutado el contrato; igualmente deben serlo si aquel se rescinde.
Finalmente, establece que si el que dio las arras no cumple su obliga-
ción por culpa suya, el que las recibió tiene el derecho de dejarlas para sí;
si exige indemnización de perjuicios por la inejecución, deben imputarse,
en caso de duda, a dichos perjuicios; y si esto no es posible, se restituirán
una vez pagada la indemnización.

5º. GASTOS DEL CONTRATO DE VENTA

127. La regla general establecida por nuestro Código sobre esta cuestión
es la del artículo 1806 que dice: “Los impuestos fiscales o municipales, las
costas de la escritura y de cualesquiera otras solemnidades de la venta, serán de
cargo del vendedor, a menos de pactarse otra cosa”.
Según ese artículo, si nada estipulan las partes sobre las costas del con-
trato de venta, éstas son de cargo del vendedor.2 La ley presume que fue-
ron tomadas en cuenta por éste para estipular el precio y de allí que supla
su silencio imponiéndolas a su cargo.

1 BAUDRY-LACANTINERIE, núm. 85, pág. 64; MARCADÉ, VI, pág. 181.


2 MANRESA, tomo X, pág. 82.

105
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Con todo, consideramos más lógica la disposición que al respecto


contienen los códigos francés e italiano que imponen estas costas al com-
prador, en razón de ser éste quien tiene mayor interés en obtener un
medio de prueba del dominio que adquiere. Además, él es quien desea
adquirir ese dominio y como para esto es menester, según nuestro Códi-
go, inscribir la venta en el registro conservatorio si se trata de inmuebles,
inscripción que no puede realizarse sin exhibir un instrumento público,
es claro que es el comprador a quien más le interesa obtener pronto ese
instrumento. Cierto es también que sin escritura no hay venta en estos
casos, de modo que su otorgamiento interesa, en buenas cuentas, a am-
bos; pero, de todas maneras, a quien más beneficia su pronta suscripción
es al comprador. El precepto del artículo 1806 es de poca aplicación
práctica, porque, de ordinario, lo que ocurre es que estos gastos se dejan
siempre a cargo de éste.

128. ¿A qué impuestos se refiere este artículo? Creemos que a los que se
ocasionan con la celebración del contrato, tales como los derechos nota-
riales y las contribuciones de estampillas y papel sellado y en general, to-
dos aquellos que gravan su celebración. No se refiere a las contribuciones
que pesan sobre la cosa vendida, porque éstas no forman parte de los
gastos del contrato; son accesorios de aquella y su pago incumbe al propie-
tario. Los derechos del notario, según la ley de aranceles, son cuatro pesos
por el otorgamiento de la escritura de venta y cincuenta centavos por cada
página de escritura.
Según la ley de papel sellado, timbres y estampillas de 12 de marzo de
1910, los contratos de compraventa de bienes raíces deben pagar cinco
centavos por cada cien pesos (Nº 18 del art. 3º); y la misma contribución
grava a los contratos de confección de obra material que sean de compra-
venta, en virtud del número 24 de ese artículo.

129. Dicha ley no contiene ninguna disposición relativa al impuesto que


grava las ventas de bienes muebles. Las disposiciones que pueden tener
relación con éstas son las que establecen que las cuentas o planillas de
venta cuyo monto exceda de veinte pesos deben llevar una estampilla de
veinte centavos, cualquiera que sea su valor; y que las notas y contratos de
corredores sobre compraventa de bienes muebles y efectos públicos deben
llevar una de cuarenta centavos. Pero ni una ni otra mencionan a los con-
tratos de venta de bienes muebles que se celebren sin la intervención de
un corredor. Como las contribuciones solo pueden imponerse por una ley
y no pueden cobrarse por analogía, creemos que tales contratos no están
obligados a llevar estampillas de ninguna especie. En el mismo sentido se
ha pronunciado la Corte de Apelaciones de Santiago.1

1 Sentencia del 1º de diciembre de 1916, publicada en Las Ultimas Noticias de ese mes.
Lleva la firma de los ministros señores Lagos, Marín, Vergara y Cortés.

106
FORMA Y REQUISITOS EXTERNOS DEL CONTRATO DE VENTA

130. Las costas a que se refiere el artículo 1806 son las que demande la
celebración misma del contrato de venta, esto es, el otorgamiento de la
respectiva escritura. Respecto de aquellos gastos que se hacen con poste-
rioridad a la venta, tales como la escritura de recibo otorgada por el ven-
dedor en que se acredita el pago del precio que se quedó debiendo, la
inscripción de la venta en el Registro del Conservador, etc., no pertenecen
al vendedor, pues no quedan comprendidos en la disposición legal citada
que solo se ocupa de las costas que cause la celebración del contrato. Los
gastos a que ahora nos referimos son causados por su ejecución, de modo
que el artículo 1806 es inaplicable en este punto. Siendo el comprador el
único interesado en el otorgamiento de esa escritura y en la realización de
la inscripción, es lógico que sean de su cuenta.

131. Los autores franceses creen que la disposición que determina a car-
go de quien son las costas del contrato de venta sólo rige entre las partes,
pero no se aplica a las relaciones de éstas con el notario que tiene, según
ellos, acción solidaria por sus derechos contra ambos contratantes, aun
cuando en la escritura se diga a quien corresponde su pago. Esta doctrina
se funda en que el notario es un mandatario de ambas partes, por cuya
razón hay acción solidaria en contra de estas, en virtud del artículo 2002
del Código francés.1
Esta disposición no existe en el nuestro y, por lo tanto, no podría el
notario exigir indistintamente a cualquiera de ellas el pago de sus dere-
chos. Puede exigirlos solamente de la que haya requerido sus servicios y
que, de ordinario, será el contratante a quien corresponda cubrir los gas-
tos del contrato.

132. En cuanto a las disposiciones que sobre esta materia contienen los
Códigos francés, italiano, alemán y español, puede decirse que, por regla
general, los gastos del contrato de venta son de cargo del comprador. El
Código español exceptúa de esta regla los gastos de otorgamiento de escri-
tura que son de cuenta del vendedor; pero todos los demás pesan sobre
aquél (1455). El Código alemán, siguiendo la doctrina del Código francés,
impone al comprador los gastos de escritura que demande el contrato y
sólo obliga al vendedor a satisfacer los que origine la liberación de la ins-
cripción del dominio en el Registro de Propiedades, cuando verse sobre
bienes raíces (art. 449).

1 B AUDRY -LACANTINERIE, De la vente, núm. 193, pág. 201; GUILLOUARD, I, núm. 197 IV y

197 V, pág. 228; MARCADÉ, VI, págs. 190 y 191; HUC, X, núm. 38, pág. 63; P LANIOL, II, núm.
139, pág. 49.

107
CAPITULO TERCERO

DEL CONSENTIMIENTO

133. La venta es un contrato meramente consensual, como se ha dicho,


salvo las excepciones legales, por cuya razón el consentimiento juega en él
un rol preponderante. Si bien es cierto que todo contrato necesita el con-
sentimiento de las partes como elemento esencial para su formación, no
lo es menos también que aquél es el más importante en esta clase de con-
venciones.
De aquí que, en el contrato de venta, el consentimiento de las partes
sea uno de sus requisitos esenciales.

134. El consentimiento en este contrato se sujeta, como en toda conven-


ción, a las reglas generales que señala el Código Civil al hablar de los actos
y declaraciones de voluntad, por cuyo motivo no nos corresponde ocupar-
nos aquí de los vicios que pueden invalidarlo o hacerlo inexistente.
Baste sí saber que su ausencia absoluta acarrea la inexistencia de la
venta, porque sin aquél no puede formarse ninguna convención entre par-
tes. Tal vez existirá el hecho material de la venta, es decir, el cambio de
una cosa por dinero; pero el acto jurídico denominado contrato de venta,
susceptible de producir efectos jurídicos, no existe, pues el requisito que
lo genera, el consentimiento, no ha concurrido a formarlo.
La jurisprudencia es uniforme en este sentido. Fundada en la ausencia
del consentimiento del vendedor, la Corte de Apelaciones de Tacna decla-
ró nula una compraventa en que aparecía vendiendo como representante
de aquél una persona cuyo mandato para vender la cosa material del con-
trato le había sido revocado anteriormente.1
La Corte de Apelaciones de Valparaíso, en un fallo sancionado por la
Corte Suprema, ha resuelto también que no puede existir contrato de
venta sin el concurso real de las voluntades de las personas que concurren
a celebrarlo, sea personalmente, sea debidamente representadas; de tal
modo que si se celebra por intermedio de un mandatario cuyo poder ya
había fenecido, dicho contrato no afecta a la persona en cuyo nombre

1Sentencia 135, pág. 195, Gaceta 1909, tomo I. Este fallo fue sancionado por la Corte
Suprema, Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo X, sec. 1ª, pág. 211.

109
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

contrató éste, porque en el supuesto mencionado, no hubo consentimien-


to de su parte para obligarse.1
La Corte de Apelaciones de Concepción, a su vez, ha declarado que la
venta celebrada por un mandatario del vendedor que no tenía facultad para
vender es nula y no afecta a éste, porque para que una persona se obligue a
otra por un acto o declaración de voluntad es menester que consienta en
dicho acto o declaración, sea personalmente, sea por otra persona facultada
para ello; lo que no ocurrió con el contrato objeto del litigio.2

135. Por iguales motivos, si una persona compra a otra una determinada
cosa y en una escritura posterior declara el comprador que la compra fue
hecha en medias con un tercero que no concurrió a aceptar esa declara-
ción, ésta no puede crear vínculo alguno entre ese tercero y el vendedor,
porque no existe contrato de venta entre ambos, desde que no hubo con-
sentimiento de parte de aquél, que es el requisito esencial para que nazca
dicho contrato. En consecuencia, no habiendo contrato, no puede ese
tercero o sus herederos pretender derecho alguno sobre la cosa objeto de
la venta.
Tal es la doctrina sustentada en una interesante sentencia de la Corte
Suprema, que aceptamos en todas sus partes.3

136. Por razones de interés general, la ley exige, en ciertos casos, para el
contrato de venta el otorgamiento de la escritura pública o la celebración
de otras solemnidades que le dan el carácter de solemne. La venta como
contrato solemne no se perfecciona mientras no se otorgue la escritura
pública y mientras no se llenen las solemnidades del caso; de modo que
no basta, para su perfección el consentimiento de las partes sobre la cosa y
el precio. En él deben agregarse las solemnidades legales, pues aun cuan-
do el consentimiento de aquéllas “es indispensable para la perfección del
contrato de venta solemne, como para la de todos los demás, no basta
aquél, y no tiene ningún valor legal, si no está manifestado en la forma
prescrita por la ley”.4 Puede decirse que la ausencia de la escritura pública
en tal contrato importa la ausencia misma del consentimiento, porque
éste no tiene existencia ante la ley cuando no está manifestado en la forma
que ella indica.
En resumen, en la compraventa solemne, aunque el consentimiento
exista realmente, se reputa no haberse prestado en tanto no se otorgue la
escritura pública. Queda, pues, subordinado al cumplimiento de esa so-
lemnidad. Pero, debe dejarse bien establecido que ésta, aun cuando es un
requisito esencial de la venta, no revela la existencia del consentimiento,

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VII, sec. 1ª, pág. 529.


2 Sentencia 89, pág. 257, Gaceta 1913.
3 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VI, sec. 1ª, pág. 348.
4 B AUDRY-LACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 22 B, pág. 22; P LANIOL, II, núm. 992,

pág. 339.

110
DEL CONSENTIMIENTO

como ocurría entre los romanos. Y si parece tener ese carácter es aparen-
temente, porque el contrato existe en sí sin ella. El objeto de la solemni-
dad es dar una garantía a los contratantes y los terceros; y a fin de exigir su
cumplimiento, la ley sancionó su omisión con la inexistencia de aquel,
haciendo aparecer, de este modo, esa omisión como la carencia del con-
sentimiento.1

137. El consentimiento en el contrato de venta puede subordinarse en


algunos casos a ciertas condiciones especiales que consisten o en las mis-
mas del Derecho común o en otras que afectan a la venta únicamente. De
ser así, su celebración se retarda hasta el cumplimiento de la condición,
pues sólo entonces se presta aquel en forma irrevocable. Así ocurre en las
ventas al peso, cuenta o medida; en las ventas a gusto o a prueba; en las
ventas al ensayo; en las ventas por orden; en las que se hacen sobre mues-
tras; en las de objetos que van en viaje, etc. Más adelante tendremos oca-
sión de estudiar detenidamente cada una de estas especies de venta. Por
ahora diremos que en casi todas ellas el consentimiento no ha sido dado
puro y simple, sino sujeto a una condición de la cual depende, en definiti-
va, su otorgamiento o su retractación. De ahí que esas ventas tengan, por
lo general, el carácter de condicionales.

138. Es un principio de Derecho que en todo contrato el consentimiento


debe ser la manifestación libre y espontánea de la voluntad de los contra-
tantes; de manera que si es el resultado de la fuerza o de la violencia,
aquél puede anularse.
Hay, sin embargo, casos en el contrato de venta en que el consenti-
miento no es el resultado de la libre y espontánea voluntad de las partes,
quienes son obligadas a darlo, quieran o no quieran; es decir, aunque
nadie puede ser obligado a vender o a comprar hay circunstancias en las
cuales la venta es el resultado de la presión ejercida sobre uno de los
contratantes. Así ocurre en las ventas forzadas.
Los dos casos más frecuentes de esta especie de ventas son: las realiza-
das por orden de la justicia en los juicios ejecutivos, de concursos, de quie-
bra, etc., y la expropiación por causa de utilidad pública.
También podría considerarse como venta forzada la que resulta de una
promesa de venta, pero aquí esa obligación emana de la voluntad del que
se la impuso, y no de hechos ajenos a ella, como ocurre en esos dos casos.
Pothier daba a la promesa de venta el carácter de venta forzada.2 Pero,
aunque mucho respeto nos merece su opinión, creemos que, a pesar de
que esa venta es el resultado de una obligación por lo que debe realizarse
en todo caso, se diferencia de las ventas forzadas propiamente tales en los
hechos que la generan, como se ha dicho: en una es la propia voluntad de

1 PLANIOL , II, núm. 994, pág. 340.


2 Tomo III, núm. 510, pág. 200.

111
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

las partes la que realiza la venta; en las otras, la voluntad de una autoridad
superior o ajena a los contratantes.
La cuestión que aquí se presenta es la de saber si en esas ventas hay o
no consentimiento. Es evidente que lo hay, pues aun cuando no sea libre y
espontáneo es, de todos modos, el resultado de una presión en la que, al
fin, tiene que consentir el individuo.
Respecto del carácter jurídico y de la concurrencia del consentimiento
del vendedor en las ventas realizadas por orden de la justicia en los juicios
ejecutivos y demás análogos, el punto ha sido resuelto por un fallo de la
Excelentísima Corte Suprema que sentó, a mi juicio, la verdadera doctri-
na. Allí se estableció que esas ventas, aunque efectuadas contra la voluntad
del deudor, eran verdaderos contratos de compraventa en los que la con-
dición de forzados es una peculiaridad procesal que no modifica ni altera
el fondo del contrato y que sólo se refiere a la manera como se otorga el
consentimiento por parte del vendedor ejecutado. He aquí los consideran-
dos pertinentes:
“13. Que en la ejecución forzada de las cosas de un deudor, hecha por mano de la
justicia, concurren todos los elementos o requisitos sustanciales que caracterizan
el contrato de compraventa; pues en virtud de dicha enajenación, la persona a
quien se ejecuta, debidamente representada por un mandatario legal, da una cosa
de su dominio a otra que la adquiere para sí, mediante una suma convenida de
dinero, todo lo cual constituye precisamente el contrato de compraventa, tal como
lo define el artículo 1793 del Código Civil;
“14. Que la condición de forzada que ordinariamente corresponde a esta clase de
ventas judiciales, es una peculiaridad procesal que no modifica ni altera el fondo
del contrato y que mira únicamente a la manera de otorgarse el consentimiento
por parte del vendedor ejecutado, sin que por tal circunstancia dejen, sin embar-
go, de recibir debido cumplimiento todos los requisitos legales que constituyen
una compraventa perfecta;
“15. Que cuando el legislador define un acto o contrato determinado, crea una
institución de derecho civil a la cual pertenecen sin distinción alguna todos los
actos o contratos que cumplan con los requisitos y condiciones señalados en la
definición, cualquiera que sea el nombre con que se les presente, o los detalles de
segundo término adoptados para su celebración, sean ellos legales, judiciales o
convencionales;
“16. Que, de acuerdo con el principio que precede, el legislador ha sido lógico al
considerar como una verdadera venta la forzada que, en pública subasta y por
mano de la justicia, se hace de los bienes de una persona, en los casos en que la
ley autoriza semejante medio de enajenación; como fue igualmente lógico al esta-
blecer entre comprador y vendedor el vínculo de derechos y obligaciones recípro-
cas que corresponde a esta clase de contratos, sin otras modificaciones que las
expresamente contempladas en la ley;
“17. Que, por otra parte, no es tampoco jurídicamente exacto, como se pretende
en el recurso, que en las ventas forzadas de que se trata, se omita el consentimien-
to del vendedor. Por el contrario, ese consentimiento existe y se prestó virtual-
mente desde el momento mismo en que el deudor ejecutado contrajo la obliga-
ción o celebró el convenio de donde emana la acción ejecutiva y la venta forzada
de sus bienes, que es su legal consecuencia; ya que con arreglo al artículo 22 de la
ley de 7 de octubre de 1861, han debido entenderse incorporadas en tales obliga-

112
DEL CONSENTIMIENTO

ciones y contratos todas las leyes preexistentes que autorizaban ese medio com-
pulsivo de pago;
“Y de ahí es que en los juicios de esta naturaleza, cuyo objeto no es otro que el de
obligar a un deudor a cumplir con un compromiso libre, voluntariamente con-
traído, autorice la ley al propio juez del pleito para representar al acreedor venci-
do en el acto de la venta, y para otorgar en su nombre el consentimiento necesa-
rio, sin otras formalidades o condiciones de validez que las determinadas en la ley
respectiva para la correcta sustanciación del juicio”.1
La doctrina aquí sustentada guarda completa conformidad con las ideas
expuestas por los tratadistas. Así, por ejemplo, Baudry-Lacantinerie, estu-
diando el alcance que, en Derecho, tiene esta venta, dice: “Se objeta que
la venta supone el consentimiento del propietario y que el ejecutado no
puede ser considerado como vendedor, puesto que la venta se realiza con-
tra su voluntad. Es cierto que vende a pesar suyo, que el tribunal lo obliga
a ello a petición del acreedor ejecutante; pero no es menos cierto que él
vende: su consentimiento se suple por la decisión de la justicia. Esto basta-
ría para que su rol de vendedor fuera cierto. Hay más aún. Por el hecho
de obligarse hacia el acreedor, consintió de antemano en todas las conse-
cuencias que podía acarrearle su obligación; al conceder a sus acreedores
un derecho de prenda general sobre sus bienes, autorizó implícitamente
la realización de esa prenda si era necesaria para pagarla y de este modo,
el acreedor que ejecuta, hace vender los bienes del deudor en virtud del
mandato tácito conferido por éste.2
“La venta forzada hecha en una ejecución, agrega Guillouard, es efec-
tivamente una venta como cualquiera otra, en la que el ejecutado juega
el rol de vendedor; es cierto que no consiente en la venta en el momento
en que se realiza y es por esto que la venta es forzada, pero ha consentido
antes, al tiempo de convertirse en deudor. En este instante, dio a su
acreedor frente al cual se obligaba, un derecho de prenda general sobre
todos sus bienes y le confirió el derecho de hacerlos vender al vencimien-
to de su deuda, si ésta no era pagada. Cuando el acreedor ejecuta y hace
vender los bienes de su deudor, procede como su mandatario, como sub-
rogado en sus derechos; es el deudor ejecutado quien vende por inter-
medio de su acreedor y en virtud de los derechos que le confirió a éste”.3
Finalmente, Manresa se expresa así: “Se ha dicho que en estos casos de
ventas forzadas no hay verdadera venta, o que, en último término, es la
justicia la que vende; pero esto no pasa de ser más que una figura retórica.
Imposible privar al acto de su naturaleza de compraventa. Cierto que el
vendedor no vende por su voluntad; pero él vende, al cabo, en virtud de
una necesidad legal y una necesidad legal no es un motivo ilícito. Cierto
que el vendedor no percibe el precio, o si percibe algún sobrante, no lo
percibe entero; pero su importe se emplea en pagar a sus legítimos acree-

1
Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VI, sec. 1ª, pág. 266.
2
De la vente, núm. 355, pág. 356.
3
De la vente, I, núm. 318, pág. 337.

113
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

dores, lo cual es lo mismo que si entrase en su patrimonio jurídico, puesto


que a cambio de ese pago adquiere un estado de solvencia respecto de sus
acreedores que antes no tenía, es decir, se ha aprovechado del pago”.1
El prestigio de las opiniones citadas y la lógica de la argumentación en
ellas contenida no permiten dudar ni un instante acerca de la existencia
del consentimiento en estas ventas. Y si a esto se agrega la disposición del
artículo 671 del Código Civil que establece que en las ventas forzadas el
juez procede a vender el bien embargado como representante del deudor,
tendremos que adquirir el convencimiento pleno y cierto que en tales
actos hay un verdadero contrato de compraventa, cuyo vendedor es el deu-
dor y cuyo comprador es el subastador.

139. La expropiación por causa de utilidad pública es también, en el fondo,


un verdadero contrato de venta, porque reúne todos los requisitos y ele-
mentos de éste y, como dice la Corte Suprema, cuando el legislador ha
definido un acto o contrato, crea una institución jurídica a la cual pertene-
cen, sin distinción, todos los actos o contratos que cumplan con los requisi-
tos y condiciones señalados en la definición, cualquiera que sea el nombre
que se les dé o los detalles de forma que para su celebración cree la ley o el
hombre. En la expropiación concurren los elementos constitutivos de la
compraventa, pues hay cosa y precio. De ahí que la Corte de Valparaíso, en
un fallo que sancionó el Tribunal de Casación, diga que, en derecho, la
expropiación importa una venta forzada para fines de utilidad pública, por
cuya razón deben entenderse incorporadas a ella en cuanto no se opongan
a su índole especial y a las disposiciones que particularmente la rigen, las
prescripciones generales de los contratos y las de la compraventa civil.2
En cuanto a la existencia del consentimiento en esta clase de ventas,
aplicando por analogía lo expuesto a propósito de las ventas judiciales,
podría decirse que se ha otorgado cuando el expropiado adquirió la pro-
piedad. Es un aforismo de Derecho que el interés general debe prevalecer
sobre el interés particular. En virtud de esta máxima, nuestros bienes están
limitados, en cuanto al goce y ejercicio que de ellos tenemos, por la conve-
niencia de la comunidad, quien puede quitárnoslo o limitárnoslo cada vez
que esa conveniencia lo reclame.
Una de esas limitaciones es la expropiación por causa de utilidad públi-
ca. Al adquirir una propiedad conocemos las consecuencias que puede aca-
rrearnos para nuestro dominio la necesidad o conveniencia del Estado que
lo decidan a adquirirlo. Por esta razón, en el momento de ser propietarios y
por este solo hecho, hemos aceptado que el Estado pueda privarnos de él.
Es, pues, un consentimiento anticipado y condicional el que damos, que
sólo viene a aprovecharse cuando la ley expropia nuestros bienes.
Pudiera tacharse ese argumento de estar fundado en una causa remota
y problemática. Aun en el supuesto de ser exacta la objeción, siempre

1 X, pág. 174.
2 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VI, sec. 1ª, pág. 432.

114
DEL CONSENTIMIENTO

podría justificarse en otra forma la existencia de la voluntad del expropia-


do en estas ventas.
En efecto, si vamos al contrato mismo, es decir, al momento de la ex-
propiación, encontraremos también el consentimiento. No estará manifes-
tado libremente, desde que en estos casos habrá contrato de todos modos
aunque una de las partes se niegue a celebrarlo; pero sí en una forma que
no importa en absoluto su ausencia. Si la expropiación es aceptada por el
expropiado, la venta queda en realidad perfecta, no obstante que uno de
los contratantes ha sido obligado a vender ya que, hasta cierto punto y
dentro del carácter de forzada que tiene, hubo consentimiento de su par-
te al aceptar su realización.
La cuestión surge cuando el expropiado no acepta la expropiación y se
niega a recibir el precio. En este caso, según la ley de 1857, puede recla-
mar de su monto. Si reclama, ese hecho manifiesta que consiente en ella
siempre que se le pague un precio mayor y aunque no obtenga el que
solicita hay consentimiento respecto del que fije el Tribunal, aunque sea el
mismo que rechazó, porque la circunstancia de comparecer ante la Justi-
cia, hace suponer que acepta lo que ésta falle. La reclamación del precio
importa, en buenas cuentas, el consentimiento del expropiado.
Si no reclama del precio y se niega a recibirlo hay también aceptación
tácita de éste. Al fin y al fallo, tendrá que recibir ese precio, puesto que va
a ser privado de la propiedad en todo caso. Ese hecho, impuesto por las
circunstancias naturalmente, ya que es ésta la característica principal de
estas ventas, importa la ejecución del acto; y cuando así ocurre se dice, en
Derecho, que el contrato ha sido ratificado tácitamente.
En resumen, no es aventurado afirmar que en la expropiación por
causa de utilidad pública hay consentimiento del expropiado, sea expreso
o tácito, voluntario o forzado; pero lo hay. Por lo demás, su ausencia no la
viciaría, desde que se trata de un acto creado por la ley y precisamente con
el carácter de forzado u obligatorio.

140. Siendo el consentimiento la base sobre la cual se construye todo este


edificio jurídico denominado contrato de venta, es menester, entonces,
que el concurso de las voluntades de los contratantes recaiga sobre todos
los elementos que son necesarios para su celebración. Estos elementos son
la cosa y el precio. De aquí que el consentimiento debe recaer sobre la
cosa que es objeto del contrato y sobre el precio. Debe existir, además,
sobre la venta misma, es decir, sobre la naturaleza o especie de contrato
que se celebra.1 Tal es el principio sustentado por Pothier,2 quien, a su vez,
lo tomó del Derecho romano.3 Por lo demás, en esta materia no hay sino

1 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 21, pág. 14; AUBRY ET R AU, V, pág. 3; LAU-
RENT, tomo 24, núm. 6, pág. 10; GUILLOUARD, I, núm. 10, pág. 22; FUZIER-HERMAN, tomo
36, Vente, núm. 63, pág. 814.
2 III, núm. 34, pág. 15.
3 Digesto, libro 18, título 1º, párrafos 9 y 10, de ULPIANO y PAULO respectivamente.

115
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

aplicación de las reglas generales que sobre el error establece nuestro Có-
digo en sus artículos 1453 y 1454, que es el vicio que puede impedir, en
ciertos casos, la formación del contrato de venta por no existir, a causa de
él, el triple acuerdo de las partes acerca de la cosa, del precio y de la venta
misma.

141. El consentimiento debe existir, ante todo, con relación a la cosa que
es objeto del contrato.
La falta de consentimiento sobre la cosa que se vende puede producir-
se de dos maneras. En primer lugar, no existe acuerdo a este respecto
cuando uno de los contratantes entiende vender una cosa y el otro com-
prar otra diversa. En este caso no hay venta, porque habría error acerca de
la identidad específica de que se trata. No existiría el consentimiento, se-
gún lo dispone el artículo 1453 del Código Civil. Por esta razón decía
Ulpiano que si una parte creía que compraba el fundo Corneliano y la
otra que vendía el Semproniano, no había venta, pues no hubo consenti-
miento acerca de la identidad de la cosa.1 Igualmente si creo vender un
sombrero de paño y B entiende comprar un bastón, tampoco hay venta,
porque no hay acuerdo acerca de la identidad de la cosa que es objeto del
contrato.
En una palabra, siempre que haya error acerca de la identidad de la
cosa, es decir, acerca de ser exactamente una misma y no otra la cosa que
ambas partes entienden vender y comprar respectivamente, no hay con-
sentimiento sobre la cosa y, por consiguiente, contrato de venta.
En segundo lugar, tampoco hay consentimiento sobre el objeto, o sea
sobre la cosa vendida, cuando las partes, aunque de acuerdo sobre el cuer-
po que se vende, no lo están sobre la materia que constituye su sustancia o
esencia. El consentimiento está viciado aquí, porque recae sobre la sustan-
cia o calidad esencial del objeto que es materia del contrato de venta, vicio
que, según el artículo 1454 del Código Civil, produce la nulidad absoluta
del mismo.
La sustancia o calidad esencial del objeto no son sino las cualidades
que los contratantes o uno de ellos han tenido principalmente en vista
para contratar; de tal modo, que sin ellas, no lo habrían hecho. Así, cuan-
do A vende un saco de cebada que B toma por trigo, hay error acerca de
la sustancia de la cosa vendida; y el contrato de venta no existe.
A este mismo caso se refiere Ulpiano en los siguientes ejemplos: si el
vinagre se vende por vino, el cobre por oro, es nula la venta, porque se
erró en la materia o en la sustancia de la cosa.2
Ejemplos análogos son éstos: cuando A cree comprar un reloj de oro
que es de cobre; cuando una persona cree comprar un cuadro de Murillo,
siendo que es una imitación; cuando compro un objeto de arte, creyéndo-
lo antiguo y resulta ser de fabricación reciente y si lo compraba era solo

1 Digesto, libro 18, título 1º, párrafo 9.


2 Locución citada.

116
DEL CONSENTIMIENTO

por su antigüedad; cuando se compran títulos de bolsas amortizados y el


comprador ignora que ya salieron sorteados anteriormente, siendo que él
quiere adquirir títulos reembolsables en una época indeterminada.1 La
Corte de Apelaciones de Santiago declaró nula la venta de un amoblado
que se compró como de jacarandá y que resultó ser una imitación.2
En todos los ejemplos transcritos el consentimiento sobre la cosa ven-
dida está viciado y la venta es nula absolutamente.3
Según Pothier, tanto en el caso de error sobre la identidad de la cosa,
como en el de error sobre su sustancia o calidad esencial, no hay venta;
pero, según la doctrina moderna, aun cuando, en realidad, en ninguno de
ellos hay consentimiento, los efectos que uno y otro producen son diver-
sos. En el primer caso, no hay consentimiento y el contrato es inexistente;
en el segundo lo hay, pero viciado y el contrato es nulo absolutamente,
porque el error sólo recae sobre la materia de la cosa y no sobre el cuerpo
o identidad del objeto que se vende.
En resumen, el consentimiento sobre la cosa no existe o, si existe, está
viciado y, por lo tanto, el contrato es inexistente o nulo absolutamente,
cuando las partes yerran sobre la identidad de la cosa vendida o sobre su
sustancia o calidad esencial.
Pero si el consentimiento deja de recaer sobre una cualidad accidental
de la misma o sobre su nombre, no está viciado y la venta es válida en todo
sentido, según lo dispuesto en el inciso 2º del artículo 1454.
Naturalmente, si esa cualidad accidental es considerada por las partes
como un requisito principal de la cosa sin la cual no habría sido vendida o
comprada, el consentimiento está viciado y la venta es nula absolutamen-
te, de acuerdo con el inciso 2º del artículo 1454.

142. Para que haya venta es necesario, en segundo término, que el con-
sentimiento de ambas partes recaiga sobre el precio que se paga por la
cosa vendida.4 Tres casos pueden presentarse:
1º. Ambas partes están de acuerdo acerca del precio de la venta, es
decir, el precio por el cual una entiende comprar es el mismo que aquel
por el cual la otra entiende vender. En este caso no hay duda alguna y el
contrato de venta existe en todas sus partes, porque el consentimiento de
los contratantes está acorde acerca de todos sus elementos;
2º. Una de las partes entiende vender por un precio mayor que aquel
por el cual otra entiende comprar. Aquí no hay consentimiento sobre el
precio, pues ambas se refieren a sumas diversas; en consecuencia, no hay
contrato de venta;5

1 Ejemplos tomados de BAUDRY-LACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 54, págs. 84, 85


y 86.
2 Sentencia 2071, pág. 918, Gaceta 1868.
3 BÉDARRIDE, núm. 85, pág. 118.
4 BÉDARRIDE, núm. 86, pág. 119.
5 POTHIER , III, núm. 36, pág. 15.

117
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

3º. Una de las partes, el comprador, entiende comprar por un precio


superior a aquel por el cual el vendedor entiende vender. Según Pothier y
los jurisconsultos romanos Paulo y Ulpiano, en este caso hay venta por el
precio inferior, o sea por el que el vendedor quería vender, porque si el
comprador consentía en comprar por un precio superior, con mayor ra-
zón consentiría en comprar por uno inferior, desde el momento que éste
está comprendido en aquél y cae, por consiguiente, dentro de lo aceptado
por él. Esa solución la consideramos exacta y, como dice Baudry-Lacanti-
nerie, debería aplicarse si alguna vez se presentara este problema en la
práctica.

143. Finalmente, el consentimiento de las partes debe recaer sobre la ven-


ta misma, o sea, sobre la especie de contrato que se celebra.1 Para que
haya venta, es menester que una de las partes quiera vender y la otra quie-
ra comprar, porque si una entiende venta y la otra arriendo o donación, el
consentimiento no existe; hay error sobre la especie o naturaleza del con-
trato que se celebra. Tal error, que importa ausencia completa del consen-
timiento, produce la inexistencia del contrato de venta (art. 1453). Ulpiano
decía al respecto: “Si in ipsa emtione dissentiant, emptio imperfecta est” 2 esto
es, si las partes no se conformasen sobre la venta, ésta está imperfecta. En
el ejemplo que cita Pothier y que reproduce Baudry-Lacantinerie, se ve
bien la ausencia del consentimiento sobre la venta misma: Si A quiere
vender a B una casa por 9.000 francos y B entiende solamente tomarla en
arriendo durante nueve años por esa suma, no hay en este caso ni venta ni
arriendo, porque no hay consentimiento de ambas partes ni sobre una, ni
sobre el otro.3
Y el primero agrega: “No se puede decir que aquel que ha querido
tomar en arriendo haya querido, con mayor razón, comprar por el mismo
precio; pues ignorando que se quería vender, no ha podido querer com-
prar: solo es cierto que habría querido comprar si lo hubiese sabido, lo que es muy
diferente de haber querido comprar efectivamente. En este caso no se trata del
error del que cree comprar por diez escudos lo que se le vende por nueve,
pues estando nueve contenido en diez, es evidente que el que desea com-
prar por diez quiere, indudablemente, comprar por nueve”.4
Siendo necesario, para que haya venta, que una de las partes quiera
vender y la otra comprar, es claro que no la hay si ocurre que esa inten-
ción no ha existido realmente, sino con el objeto de disfrazar otro contra-
to bajo la apariencia de aquél.
Según esto, las ventas simuladas que ordinariamente se hacen no son
un contrato de venta, porque, aunque en apariencia sean tales, las partes
al celebrarla no han tenido la intención de convenir en ese contrato, sino

1 BÉDARRIDE, núm. 84, pág. 116.


2 Digesto, libro 18, título I, párrafo 9.
3 B AUDRY -LACANTINERIE, De la vente, núm. 21, pág. 15; LAURENT , 24, núm. 6, pág. 11.
4 P OTHIER, III, núm. 37, pág. 16.

118
DEL CONSENTIMIENTO

en uno muy diferente. En otros términos, no ha habido consentimiento


sobre la especie de contrato que se celebra, sobre la venta misma, lo que
es indispensable para su formación. En varios casos, nuestra ley dice ex-
presamente que los actos que ella prohíbe no valen, ni aun cuando se
disfracen bajo la forma de una compraventa o de otro contrato oneroso.
Así ocurre con las disposiciones testamentarias a favor de los incapaces de
suceder, según el artículo 966 del Código Civil.
Pothier cita, como ejemplo de estas ventas simuladas, el contrato de
mohatra por el cual uno de los contratantes compra una cosa a crédito
mediante un precio subido y que revende inmediatamente al vendedor
aparente o a un tercero interpuesto por una suma inferior a la que él
pagó. En este caso no hay contrato de venta, porque ni uno ni otro contra-
tante han querido vender ni comprar sino celebrar un contrato de présta-
mo con interés, pues el comprador aparente, al vender nuevamente a su
primitivo vendedor o a su representante la cosa comprada por un precio
inferior, queda adeudándole la diferencia, que es la suma prestada. El ob-
jeto de este contrato de mohatra es hacer un préstamo usurario bajo apa-
riencias lícitas. “Es por esto, dice el autor citado, que si el vendedor aparente
cobra el precio que el comprador se obligó a pagarle por el pretendido
contrato de venta de la cosa que éste le vendió al contado, el comprador
puede sostener, sin tomar en cuenta ese contrato que será declarado nulo
y simulado, que sólo está obligado a pagar la suma de dinero que recibió
del vendedor.”1
Así, por ejemplo, A vende a B un caballo en $ 100 al crédito y B se lo
vende a A o a su representante en $ 50 al contado. Si A demanda a B para
que le pague los $ 100 que le adeuda, éste solo está obligado a devolverle
los $ 50 restantes, porque el contrato no ha sido de venta y, en consecuen-
cia, A no puede exigir el pago de los $ 100.
Este contrato, que antes era muy frecuente, hoy casi no se celebra; y
creemos que no se conoce en Chile, aunque no podemos afirmarnos en
esta aseveración.
Son también ejemplos de ventas simuladas y por consiguiente de con-
tratos que no son realmente compraventas y que no producen los efectos
de tal, aquellas que se hacen por un precio ridículo o vil, como se llama, o
por una suma que el comprador no pagará jamás. Estas ventas no son
tales. Son otros contratos que, por estar prohibidos por la ley, se les oculta
bajo esa forma. Así, ocurre con la venta de una propiedad muy valiosa que
un padre hace a uno de sus hijos por un precio vil. Esta es una donación
disfrazada y deberá ser tomada en cuenta para el efecto de formar las
legítimas en el caso del artículo 1185 del Código Civil.
Del mismo modo, si se vende por un precio ridículo una gran propie-
dad a una persona incapaz de heredar, como ser a una corporación que
no es persona jurídica (art. 963), la venta será anulada, pues no es tal sino
un medio de ocultar un acto prohibido por la ley.

1 POTHIER, III, núm. 38, pág. 16.

119
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Lo mismo ocurre con aquellas ventas que se simulan muchas veces


para burlar a los acreedores o con otro objeto cualquiera. En estos casos,
teóricamente, el contrato no existe, aunque en la práctica la prueba de la
simulación y de la ausencia de la intención de las partes de celebrar un
contrato de venta es sumamente difícil y casi imposible. No ocurre lo mis-
mo con el caso del artículo 966 y demás actos que la ley prohíbe porque
en ellos hay ya una fuerte presunción en contra de su validez. Pero, teóri-
camente, unas y otras ventas no son tales, sino los actos y contratos que
han querido celebrarse bajo su disfraz.
Es necesario, en consecuencia, para que haya contrato de venta que las
partes tengan la intención efectiva de vender y de comprar respectivamen-
te. Si aquella es sólo aparente y tiene por objeto ocultar otro acto que la
ley prohíbe, no hay venta porque no ha habido consentimiento sobre la
naturaleza misma del contrato que aparece falsamente celebrado.
La Corte de Apelaciones de Santiago, mediante la prueba de presun-
ciones, declaró nula y sin ningún valor una venta simulada que el marido
hizo de un establecimiento de licores por un precio muy inferior al que
realmente tenía y cuyo objeto fue perjudicar los intereses de su esposa con
quien seguía un juicio de divorcio.1

144. Determinar si las partes han tenido o no la intención de celebrar un


contrato de venta es una cuestión de hecho cuya apreciación queda sujeta al
criterio de los jueces de la causa. Con el mérito de los antecedentes que
obren en el juicio y que ayuden a interpretar el espíritu de los contratantes,
determinará el juez si hubo venta o si éstos entendieron celebrar otro con-
trato. Para hacer tal calificación no se atenderá al nombre que den al con-
trato, sino al contexto de sus diversas cláusulas, pues los contratos no son lo
que las partes dicen sino lo que efectivamente resulta de su contenido.
La Corte de Apelaciones de Concepción ha declarado, en varias ocasio-
nes, que es arrendamiento y no venta el contrato por el cual una persona
cede a otra el derecho de explotar a perpetuidad y mediante el pago de una
renta anual, todo el carbón de piedra que se pudiera encontrar en cierto
terreno; por cuanto no aparecía del mismo que la intención de las partes
fuera celebrar un contrato de venta.2 La Corte de La Serena calificó de
venta y no de pacto de avíos un contrato por el cual una persona entregaba
a otra los minerales de una mina contra el dinero que ésta pagaba, porque
de los términos y del espíritu de aquél, se desprendía que la intención de
los contratantes fue la de celebrar una compraventa y no ese pacto.3
La Corte de Iquique, fundada en el inciso 1º del artículo 1996 del
Código Civil, declaró que era venta el contrato celebrado entre un indivi-
duo y el fotógrafo que se comprometía a retratarlo y que, en consecuen-
cia, el retratado tenía derecho a las planchas, previo el pago del precio.4

1 Sentencia 3.416, pág. 134, Gaceta 1893, tomo II.


2 Sentencia 3.164, pág. 1574, Gaceta 1874; sentencia 3.406, pág. 2141, Gaceta 1886.
3 Sentencia 101, pág. 623, Gaceta 1882.
4 Sentencia 1.056, pág. 623, Gaceta 1887, tomo I.

120
DEL CONSENTIMIENTO

La Corte Suprema ha resuelto que es transacción y no compraventa el


contrato en virtud del cual se terminaron extrajudicialmente ciertos jui-
cios que los otorgantes tenían pendientes, cediendo ciertos terrenos sali-
trales no disputados en cambio de los cuales se les pagó una suma de
dinero, pues en él concurren todos los requisitos propios de la transacción
sin que para ello sea óbice el que contuviera una transferencia de domi-
nio, desde que ésta se hacía en compensación de la renuncia que a sus
derechos hacía la otra parte. La sentencia que hace tal calificación no
viola, pues, el artículo 1793 del Código Civil.1

145. Veamos ahora el efecto que produce en la celebración del contrato


de venta el consentimiento de las partes cuando versa sobre los requisitos
esenciales del contrato, sobre los que son de su naturaleza y sobre los que
son accidentales.2
Según el artículo 1444 del Código Civil todo contrato se compone de
esas tres especies de requisitos. Pero para su existencia solo son indispensa-
bles los de su esencia que en la venta son la cosa y el precio, aparte del
consentimiento, se entiende. Los requisitos de la naturaleza del contrato de
venta, aunque forman parte de él, pueden faltar si las partes así lo estipulan
y son, por ejemplo, el saneamiento por evicción o por vicios redhibitorios. Y
finalmente, los requisitos accidentales son aquellos que se agregan por cláu-
sulas especiales como ser la forma de pago del precio, etc.
Pues bien, ¿es necesario que el consentimiento recaiga sobre todos
esos requisitos para que la venta exista o basta que recaiga sobre algunos
de ellos? Esta es una cuestión de hecho que depende, ante todo, de la
intención de las partes. Para resolverla, deben distinguirse tres situaciones.
1) Si las partes sólo han convenido en la cosa y en el precio, es decir,
en los requisitos esenciales del contrato, la venta es válida, sin que sea
necesario que se pronuncien sobre todas las demás condiciones o efectos
de aquella, porque la ley se encarga de suplir el silencio de los contratan-
tes a su respecto; así, por ejemplo, si A vende a B una casa situada en tal
parte por la suma de tanto y otorgan la escritura pública, el contrato está
perfecto; no importa que no se señalen la forma y lugar del pago, el día
de la entrega, los vicios y evicciones de que responde el vendedor, etc.,
porque todo ello, a falta de estipulación lo reglamenta la ley.3
2) Si las partes han elevado a la categoría de indispensables algunos
requisitos de la naturaleza o algunos requisitos accidentales del contrato,
como ser cuando discuten sobre la forma de pago, sobre los intereses,
sobre la cabida del inmueble que se vende, sobre el día de la entrega,
sobre la evicción, sobre el pacto comisorio, etc., en tal caso, si no se ponen
de acuerdo al respecto, no hay contrato, sino conversaciones o prelimina-
res, porque “la discusión aún no ha concluido y el acuerdo no es comple-

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo IX, sec. 1ª, pág. 139.


2 BÉDARRIDE, núms. 87 a 90, págs. 120 a 126.
3 GUILLOUARD, I, núm. 10, pág. 22.

121
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

to”. El desacuerdo que aquí se ha manifestado sobre puntos aun secunda-


rios en apariencia, prueba, dice Baudry-Lacantinerie, que las partes les
daban gran importancia y no puede haber contrato mientras el desacuer-
do no haya cesado sobre todos los puntos.1 Planiol llama a estos contratos
que requieren una larga discusión, contratos formados por decisiones su-
cesivas.2
La diferencia, como dice aquel autor, entre este caso y el anterior es
bastante notable. En el primero, las partes una vez convenidas en la cosa y
en el precio guardaron silencio sobre los demás puntos y dejaron que la
ley los reglara. En el segundo, no se han contentado en convenir en la
cosa y en el precio sino en todas las demás cuestiones secundarias que no
han querido dejar sujetas a la reglamentación legal. De ahí por qué el
contrato sólo se forma en este segundo caso cuando todas esas cuestiones
han sido resueltas.
Aquí habrá compraventa cuando los contratantes se pongan de acuer-
do sobre todos los puntos discutidos, porque aquella se compone de varias
cláusulas o partes que forman un solo cuerpo o todo que es el contrato, de
modo que la falta de acuerdo sobre una de ellas lo hace fracasar. “Según la
doctrina de nuestro Código, dice el señor Urrutia, el contrato forma un
solo cuerpo, de modo que si las partes no están en todo de acuerdo no
hay contrato”.3 Nuestro Código al igual que el francés no consigna este
principio expresamente en alguno de sus artículos, pero se desprende del
estudio de muchas de sus disposiciones.
En cambio el Código alemán en el artículo 154 resuelve la cuestión
expresamente al disponer que “mientras que las partes no estén de acuer-
do sobre todos los puntos de un contrato, acerca de los cuales deba recaer
el consentimiento de ambos o de uno de los contratantes, el contrato, en
caso de duda, no está perfecto”.
En resumen, aunque el caso no esté resuelto por la ley expresamente
es indudable que si las partes no se han puesto de acuerdo sobre todas las
estipulaciones del contrato, aunque se refieran a puntos secundarios, no
hay contrato de compraventa.
3) Si las partes, a pesar de estar de acuerdo sobre los requisitos esen-
ciales del contrato, no han discutido algunos puntos accidentales y su reso-
lución la han dejado para más tarde, el contrato tampoco se ha formado;
porque en este caso, aunque las partes estaban convenidas en el contrato
mismo, en sus requisitos esenciales y naturales, no habían aún convenido
sobre un punto accidental, que consideraban decisivo para su celebración
desde que lo sustraían a la reglamentación legal para convenirlo expresa-
mente.
Aquí hay un proyecto de contrato que vendrá a perfeccionarse una vez
resuelto el punto que se dejó para más tarde. Baudry-Lacantinerie cita a

1 Núm. 24, pág. 17.


2 II, pág. 339, núms. 988 a 990.
3 Explicaciones de Código Civil, II año, tomadas en clase por los señores Dávila y Cañas, pág. 105.

122
DEL CONSENTIMIENTO

este respecto el siguiente caso que fue fallado en ese sentido por la Corte
de Bensançon: “Las partes, aunque de acuerdo sobre todos los demás pun-
tos del contrato, habían redactado para constatar la venta una escritura
privada en la cual se habían reservado el derecho de fijar, en el momento
del otorgamiento de la escritura pública, los plazos del pago. La Corte
indicada decidió, con justa razón, que no había venta mientras las partes
no fijaran esos plazos”.1
El Código alemán también resuelve este caso expresamente en la parte
final del inciso 1º del artículo 154 que dice: “Un acuerdo sobre puntos
aislados no es obligatorio aun cuando haya sido consignado por escrito”.
Es evidente que en el ejemplo citado hay acuerdo únicamente sobre algu-
nos puntos y no sobre todos y de ahí por qué el Código alemán emplea la
palabra aislado. Meulenaere, un comentador de aquel Código, dice que
esta disposición fue consignada con el objeto de destruir el principio con-
trario que establecían otros códigos según el cual cuando los contratantes
están de acuerdo sobre los puntos esenciales, el contrato es válido, aunque
se hayan reservado para después la resolución del resto.
Esto prueba una vez más la aseveración que hicimos en orden a que
esa disposición del Código alemán resuelve el caso indicado, porque pu-
diera creerse que por emplear la expresión “puntos aislados”, no se refi-
riera al caso en que falte el acuerdo sobre un punto accidental sino a
aquel en que solo hay estipulaciones sueltas. Los Códigos sajón (art. 827)
y austríaco (885) aceptan el principio contrario al Código alemán, o sea,
consideran como contrato perfecto el acuerdo de las partes que fija los
puntos esenciales, aunque la resolución del resto quede para una con-
vención posterior.

146. Si para el remate de una propiedad se fijan varias condiciones y en el


momento de la subasta sólo se leen algunas, ¿obligan las demás que no se
leyeron al subastador? Por la negativa debemos pronunciarnos, porque el
subastador al adquirir la propiedad y al hacer posturas lo hizo en la creen-
cia que las condiciones de la compra eran las que se leyeron. Compró,
porque vio que esas le convenían. Si después quiere obligársele a que cum-
pla con las demás no tiene por qué acatarlas y el remate será perfectamen-
te válido, quedando obligado únicamente respecto de las bases que le
fueron leídas.
Si así no fuera, se cometerían muchos abusos, pues podrían leerse ba-
ses falsas para llamar gente y decir después que no eran las verdaderas.
Naturalmente si se trata de condiciones que se subentienden en la ven-
ta, aunque no se lean, obligan al vendedor, porque por el hecho de com-
prar la ley crea esos efectos. Así, por ejemplo, si se establece en una de las
bases que si el comprador no paga el precio en las épocas fijadas, el vende-
dor puede pedir la resolución del contrato o su cumplimiento, no importa
que no se lea, pues el comprador sabe que al comprar queda expuesto a

1 De la vente, núm. 24 I, págs. 17 y 18.

123
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

esa eventualidad. Pero si las bases que no fueron leídas se refieren a otras
condiciones que, de ser conocidas del subastador, lo habrían decidido tal
vez a no comprar, no le afectan porque respecto de ellas no dio su consen-
timiento. Si una de las condiciones de la subasta que no se leyó establece
que la entrega de la cosa vendida se hará seis meses después del remate,
¿podría exigirse que el subastador acatara esa cláusula? No, porque no la
conoció al tiempo de rematar y no puede obligársele sin su voluntad que
no existió respecto de esa condición.
En resumen, el subastador sólo está obligado a cumplir con las bases
que le han sido leídas y no con las demás a menos que las omitidas sean
de aquellas que, salvo pacto en contrario, se subentienden siempre en el
contrato de venta por disposición de la ley.
¿Y si el subastador es uno de los herederos de la sucesión a que perte-
nece el bien subastado? En este caso, la cuestión cambia de aspecto, por-
que el heredero ha asistido a los comparendos, ha suscrito las actas que de
ellos se han levantado y ha contribuido a fijar las bases del remate; de
modo que aunque algunas no se lean en el momento de la subasta, siem-
pre son obligatorias para él que las conocía de antemano.
Por otra parte, en este caso no hay venta sino adjudicación, por lo que
no puede decirse que no ha habido concurso de voluntades, desde que
éste no es necesario, ya que no hay contrato sino determinación de la
persona a quien pertenece en definitiva un derecho que poseía en común
con otras.

147. Si en los avisos y carteles por los que se da a conocer la subasta se


señalan unas bases, pero al tiempo del remate se leen otras distintas, éstas
y no aquéllas obligan al rematante, porque el hecho de concurrir a la
subasta y de hacer posturas indica claramente que aceptó las nuevas bases.
Además, el consentimiento en estas ventas se da al tiempo de la subasta y
si adquirió la cosa, no obstante que las condiciones que se señalaron en
los avisos no eran las mismas que aquellas por las que ahora se hace la
venta, es evidente que tácitamente aceptó la modificación y no podría pre-
tender después dejar sin efecto la compra, pues hubo acuerdo completo
acerca de las diversas cláusulas del contrato. Así ha resuelto este caso la
Corte de Apelaciones de Santiago.1

148. Como en todo contrato, el consentimiento en la compraventa se pro-


duce mediante el desarrollo de un proceso evolutivo más o menos largo,
proceso en que se distinguen con toda precisión la oferta y la aceptación
de cada uno de los contratantes, respectivamente. Las reglas que rigen
esta materia no son otras que las que señala el Código de Comercio en el
Título I del Libro II y que tienen aplicación tanto en materia civil como en
materia comercial, porque no existiendo disposiciones al respecto en la
ley civil, se aplican ellas por analogía. Si figuran en este Código es porque

1 Sentencia 2.097, pág. 1175, Gaceta 1882.

124
DEL CONSENTIMIENTO

en el comercio es más frecuente que en la vida civil la celebración de


contratos entre ausentes. Allí se presenta más a menudo la cuestión de
saber cuándo se forma el contrato, cuestión que tiene mucha importancia
y de ahí que el legislador la haya reglamentado minuciosamente.
En realidad, estas reglas sobre la formación de los contratos son de
carácter general y aplicables a toda convención, de modo que su estudio
no nos corresponde. Aquí nos limitaremos solamente a estudiar la aplica-
ción de esas reglas al contrato de venta para ver las dificultades que en
esta materia pueden presentarse y la forma en que intervienen en él.

149. Según se ha dicho, todo contrato resulta de un proceso psicológico-


jurídico, si así pudiera llamarse, mediante el cual se obtiene el concurso
de las voluntades de ambas partes, que da origen al vínculo denominado
contrato o convención.
Ese proceso se compone de dos partes: la oferta y la aceptación.
La oferta o policitación es el acto por el que una persona propone a otra la
celebración de un contrato sobre tales bases. La persona que hace la oferta se
llama proponente u oferente. La aceptación es el acto por el cual la persona a
quien se dirige la propuesta manifiesta su voluntad de celebrar el contrato
que se le propone. La persona que da la aceptación se denomina aceptante.
En el contrato de venta es necesario, según esto, una oferta y una acep-
tación, siendo indiferente que aquella venga del vendedor o del compra-
dor. Eso sí que para que nazca el contrato se requiere que, una vez hecha
la oferta, el otro la acepte, porque mientras no haya aceptación no hay
concurso de voluntades.1 Es este concurso, producido mediante la reunión
de la oferta y de la aceptación, el que produce el consentimiento que
genera a la vida del Derecho el contrato de compraventa. Así como la
corriente negativa puesta en contacto con la positiva produce la chispa;
del mismo modo la oferta, o sea la voluntad de una de las partes. y la
aceptación, o sea la voluntad de la otra, cuando concurren sobre un obje-
to determinado producen el contrato.2
Para que el contrato nazca, se requiere que la aceptación sea pura y
simple.3 Si es condicional o si tiene nuevas bases, aquél no se forma por-
que el consentimiento de las partes no ha concurrido sobre un mismo
punto; esta aceptación se reputa, según el artículo 102 del Código de Co-
mercio, como una nueva propuesta. Así, por ejemplo, si A ofrece vender a
B cien sacos de trigo a $ 40 cada uno, pagaderos al contado y B le contesta
aceptándole la venta siempre que el pago sea a tres meses plazo, no hay
aceptación, y por lo tanto, contrato. Tampoco hay contrato si sobre la

1 Sentencia 2.465, pág. 1478, Gaceta 1885 (considerando 11); sentencia 2.093, pág. 1466,

Gaceta 1879; sentencia 1.999, pág. 1429, Gaceta 1880.


2 FUZIER -HERMAN , tomo 36, Vente, núm. 123, pág. 817; tomo 29, Obligations, núm. 16,

pág. 6; BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 25, pág. 18.


3 FUZIER -HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 124, pág. 817; véase considerando 11 de la sen-

tencia 2.465, pág. 1478, Gaceta 1885; BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 26, pág. 18.

125
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

oferta de vender un caballo en mil pesos, contestara la persona a quien


ella se dirige, que lo compra en ochocientos.

150. Para que la aceptación que sigue a la oferta cree el vínculo jurídico
denominado contrato es menester que aquella se produzca siempre que la
oferta persista, porque puede ocurrir que sea retirada o que quede sin
efecto por la muerte del proponente. Si la aceptación se da cuando la
oferta ha sido retractada o cuando ya ha muerto su autor, de nada sirve y
no hay contrato, por cuanto no ha habido concurso de voluntades.1

151. En nuestra legislación, como en la francesa y en general en todas las


derivadas del Derecho romano, la oferta puede ser retractada en tanto no
se haya dado la aceptación, porque antes de este momento no hay sino
una declaración unilateral de voluntad que no impone obligación de nin-
guna especie al que la hace. De ahí que el artículo 99 del Código de Co-
mercio disponga expresamente que el proponente puede arrepentirse en
el tiempo medio entre el envío de la propuesta y la aceptación. Este prin-
cipio sólo tiene las excepciones que ese mismo artículo señala y ellas son
los únicos casos en que la oferta liga, hasta cierto punto, a su autor.2

152. El Código alemán ha innovado radicalmente en esta materia y ha esta-


blecido que aquel que propone la celebración de un contrato está ligado
por su oferta, salvo que se reserve el derecho de retractarse (art. 154). Si
nada ha dicho sobre esta reserva, la oferta obliga al proponente y no puede
retractarse de ella, por cuya razón si muere antes de la aceptación, el contra-
to se forma en todo caso. Según esto, tenemos que en dicho Código la sola
oferta crea a favor de la persona a quien va dirigida un derecho subordina-
do a la condición suspensiva de su aceptación, que, una vez producida, hará
existir el contrato desde el instante mismo en que aquella se hizo.3
Esta teoría es la que se conoce con el nombre de la declaración unila-
teral de voluntad, porque la sola voluntad de una de las partes es suscepti-
ble de crear obligaciones. Con esto se destruye el principio sobre que reposa
todo el Derecho moderno en la parte relativa a las obligaciones.

153. Tanto la oferta como la aceptación pueden ser expresa o tácita. La


oferta, ordinariamente, es expresa y puede hacerse de palabra, por escri-
to, sea por carta o telegrama, por un mensajero o por cualquier otro me-

1 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 27, pág. 18; P LANIOL, II, núm. 977, pág. 335;
POTHIER, III, núm. 32, pág. 13; TROPLONG, I, núm. 23, pág. 34; BÉDARRIDE, núm. 101,
pág. 140.
2 BAUDRY-L ACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 31, pág. 44; De la vente, núm. 27, pág.

18; P LANIOL, II, núm. 978, pág. 335; TROPLONG, I, núm. 23, pág. 34; FUZIER-HERMAN, tomo
29; Obligations, núm. 15, pág. 6; núm. 29, pág. 7; GUILLOUARD, I, núm. 11, pág. 23; BÉDA -
RRIDE, núm. 102, pág. 141.
3 B AUDRY -LACANTINERIE, De la vente, núm. 30, pág. 20; Des obligations, núm. 28, pág. 36;

FUZIER-HERMAN, tomo 29; Obligations, núm. 15, pág. 6; SALEILLES, obra citada, núms. 138 a
142, págs. 142 a 149.

126
DEL CONSENTIMIENTO

dio que manifieste de un modo inequívoco la intención que tiene el pro-


ponente de celebrar el contrato que propone.1
La oferta es tácita cuando se manifiesta por hechos que indican la in-
tención de celebrar un contrato.2 Así, Planiol y Baudry-Lacantinerie seña-
lan como ejemplos de oferta tácita, la colocación de vehículos en las calles
públicas, porque ese solo hecho hace presumir que su propietario ofrece
sus servicios al público y habrá contrato cuando suba un pasajero. La per-
sistencia del arrendatario, una vez terminado el arriendo, para seguir ocu-
pando la cosa arrendada, hace presumir también su intención de renovar
el contrato en las mismas condiciones.3 Sería oferta tácita de vender la
colocación de mercaderías en una vidriera de un almacén con un precio
fijado sobre ellas a la vista del público, en cuyo caso habría venta cuando
viniera un comprador y pagara ese precio.
La aceptación puede también ser expresa o tácita, como se dijo. Ambas
producen los mismos efectos, según el artículo 103 del Código de Comer-
cio.4 La aceptación expresa puede ser verbal, escrita o hacerse por mandata-
rio. La aceptación es tácita cuando se desprende de ciertos hechos que
manifiestan en su autor, de un modo indubitable, la intención de aceptar la
proposición que se le ha hecho; así ocurre con la ejecución del mandato
por el mandatario, y en los ejemplos propuestos, por el hecho que un pasa-
jero suba a un vehículo estacionado en la calle pública o en un tranvía cuya
tarifa es conocida del público; y por el hecho que el arrendador reciba, una
vez concluido el arriendo, el valor que el arrendatario le paga por los meses
posteriores a la terminación del contrato.5
En el contrato de venta hay aceptación tácita cuando una persona toma
alguna mercadería que está en venta en un almacén y paga el precio que
se le pide o que tiene señalado.

154. No debe confundirse la aceptación tácita con aquella que se induce


del silencio del aceptante, es decir, con la aceptación presunta. 6 Esta, salvo
raras excepciones que dependen de las circunstancias, no importa el con-
sentimiento del aceptante; y en tal caso no hay contrato. Es cierto que el
silencio no equivale a un rechazo de la oferta, pero tampoco importa acep-
tación, porque el hecho de consentir, dice Baudry-Lacantinerie, es esen-
cialmente positivo y no puede presumirse.7

1 P LANIOL, I, núm. 971, pág. 334; P OTHIER, III, núm. 32, pág. 13; BAUDRY -LACANTINERIE,

Des obligations, I, núm. 48, pág. 78; MAYNZ, III, pág. 151; FUZIER-HERMAN, tomo 29, Obligations,
núm. 55, pág. 9.
2 FUZIER -HERMAN, ídem, núms. 56 y 57, pág. 9.
3 P LANIOL, II, núm. 971, pág. 334; B AUDRY-L ACANTINERIE, locución citada en nota 1.
4 FUZIER -HERMAN, ídem, núm. 58, pág. 9.
5 B AUDRY -LACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 43, pág. 72; FUZIER-HERMAN , tomo 29,

Obligations, núms. 56 a 59, pág. 9.


6 BAUDRY-L ACANTINERIE, Des obligations, I, núms. 44, 45 y 46, págs. 73 a 78; FUZIER -HER-

MAN, tomo 29, Obligations, núms. 60 a 64, pág. 9; GUILLOUARD, I, núm. 7, pág. 30.
7 Des obligations, núm. 44, pág. 73.

127
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

La diferencia entre la aceptación tácita y la presunta está en que aque-


lla se manifiesta por actos externos, mientras que la segunda se deduce del
mero silencio del aceptante y no importa, por lo tanto, la ejecución de
ningún acto. Por este motivo, una es una verdadera aceptación, ya que los
hechos que la constituyen demuestran cuál es la intención del que los
ejecuta, en tanto que la otra, salvo rarísimas excepciones, no es tal, porque
el silencio del aceptante no importa su consentimiento, sino más bien el
rechazo de la propuesta.

155. Estudiada la manera como se forma el consentimiento en todo con-


trato, cabe averiguar ahora en qué forma interviene en la compraventa, es
decir, en qué situaciones pueden encontrarse, respecto al lugar de su cele-
bración, el vendedor y el comprador.
Según Pothier, que en esto no hace sino reproducir la opinión de Pau-
lo,1 el consentimiento puede intervenir en el contrato de venta no sólo
entre presentes sino también entre ausentes. Nuestro Código de Comer-
cio ha aceptado también esta doctrina y da reglas diversas según sea que el
contrato se forme entre personas presentes o entre personas ausentes.
En ambos casos el contrato se perfecciona de diversas maneras y en
distintos lugares. De ahí que la determinación del momento y del lugar en
que se forma tenga gran importancia en las ventas que se celebran por
correspondencia o sea entre ausentes. En las otras no hay duda alguna, ya
que ambos consentimientos concurren en un mismo acto, pero en aque-
llas media cierto tiempo entre la oferta y la aceptación.
En atención a las personas a quienes se dirige la oferta de contratar,
ésta puede ser determinada o indeterminada, según sea que se dirija a una
o a varias personas en general. En este último caso la oferta se hace por
medio de avisos, catálogos, circulares, etc. En ambos casos el contrato se
perfecciona en forma diversa y está sujeto a reglas diferentes.
En consecuencia, en el contrato de venta el consentimiento puede in-
tervenir entre presentes, entre ausentes, entre personas determinadas o
respecto de varias personas en general.

156. Por contrato entre presentes, dice Pardessus, se entiende no sólo el


que las partes contratan en persona, sino también aquel que celebran, sea
por intermedio de un corredor, sea por medio de mandatarios; en una
palabra, todo contrato en el cual el consentimiento de los que lo forman
por sí mismos o por medio de otros es expresado de una manera que
supone la presencia de los contratantes.2
En cualquiera de esos tres casos, con tal que las personas que contratan
se hallen en presencia una de otra, el contrato se ha celebrado entre pre-
sentes y el consentimiento de las partes se ha producido en el acto mismo
en que se encontraron reunidas. No existe en estos contratos un espacio de

1 Digesto, libro 18, tomo I, ley 1º, núm. 2.


2 Droit Commercial, tomo I, núm. 142, pág. 95.

128
DEL CONSENTIMIENTO

tiempo apreciable entre la oferta y la aceptación. Ambas son dadas en el


mismo acto. Es indudable que la aceptación es posterior a la oferta, desde
que ésta precede siempre a aquella; pero esa posterioridad es inmediata,
casi simultánea. Así por ejemplo, si me encuentro con A y le digo: te vendo
un caballo en $ 100 y me contesta: “acepto”, el contrato quedó perfecto en
el momento en que ambas voluntades se juntaron. De aquí que, en este
caso, el momento y el lugar de la formación del contrato no tengan impor-
tancia, pues su determinación es facilísima. Serán aquellos en que el vende-
dor y el comprador se pongan de acuerdo en la cosa y en el precio.

157. El artículo 97 del Código de Comercio se ocupa de los contratos


entre presentes y establece que “para que la propuesta verbal de un negocio
imponga al proponente la respectiva obligación, se requiere que sea aceptada en el
acto de ser conocida por la persona a quien se dirigiere y no mediando tal aceptación
queda el proponente libre de todo compromiso”.
Según este artículo, para que se forme un contrato entre presentes, es
necesario que la aceptación se dé en el acto de ser conocida la oferta por
el aceptante. Si media un espacio de tiempo algo apreciable entre una y
otra, el proponente no queda obligado, pues su propuesta caduca por el
solo hecho de no ser aceptada inmediatamente.
El Código francés no señala plazo alguno al respecto y la aceptación
podrá darse aun mucho tiempo después, siempre que la oferta persista.
En esa legislación, ésta no caduca por el hecho de no ser aceptada inme-
diatamente de ser conocida por el aceptante sino que dura hasta que sea
retractada.
El Código alemán, por el contrario, establece el principio de nuestro
Código, es decir, la oferta hecha a una persona presente debe ser aceptada
inmediatamente; en caso contrario, desaparece (arts. 146 y 147).

158. Dijimos que también eran contratos entre presentes los que se cele-
braban por intermedio de un corredor o de mandatarios. Son tales, por-
que en ambos casos las partes o sus representantes se encuentran en
presencia una de otra. El artículo 106 del Código de Comercio establece a
este respecto que el contrato propuesto por intermedio de un corredor se
tendrá por perfecto desde el momento en que los interesados acepten
pura y simplemente la propuesta, sujetándose naturalmente a lo dispuesto
en el artículo 97 en cuanto a la época de la aceptación.
Por lo que respecta al contrato de venta celebrado por mandatarios no
hay ninguna novedad, puesto que, según el artículo 1448 del Código Civil,
lo que una persona ejecuta a nombre de otra, estando facultada por ella o
por la ley para representarla, produce respecto del representado iguales
efectos que si hubiese contratado ella misma. Eso sí que para que los actos
del mandatario obliguen al mandante, aquél debe obrar dentro de la órbi-
ta de sus atribuciones y tratándose del contrato de venta, deberá comprar
o vender las cosas por el precio y en las condiciones que se le hayan fijado,
según lo dispuesto en el título del mandato en el Código Civil y tratándose
de ventas comerciales, según lo dispuesto en los artículos 291 a 317 del

129
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Código de Comercio que se refieren a los comisionistas para vender y para


comprar.

159. Los contratos entre ausentes pueden celebrarse por carta, por men-
sajeros, por telegramas, cablegramas, marconigramas, etc. Lo que los ca-
racteriza es, como dice Baudry-Lacantinerie, que la voluntad manifestada
por cada una de las partes no es conocida en el acto por la otra y no llega
directamente a su conocimiento por medio de la persona que la da.
Es decir, los contratos entre ausentes son aquellos en que ambas partes
contratantes no se hallan una en presencia de la otra y en los que siempre
hay un intervalo de tiempo entre la oferta y la aceptación. Se requiere,
pues, la existencia de esas dos condiciones, la no presencia de las partes y
un intervalo entre la oferta y la aceptación, para que haya contrato de
venta entre ausentes.
El artículo 98 del Código de Comercio distingue dos especies de con-
tratos entre ausentes, según sea que la persona a quien se dirige la oferta
resida o no en el mismo lugar en que reside el proponente.
En atención a la época en que debe darse la aceptación, estos contra-
tos pueden celebrarse otorgando un plazo para que se la dé o no señalan-
do ninguno, en cuyo caso debe producirse en la época fijada por la ley.

160. Dice el artículo 98: “La propuesta hecha por escrito deberá ser aceptada
dentro de veinticuatro horas si la persona a quien se ha dirigido residiere en el
mismo lugar que el proponente, o a vuelta de correo, si estuviera en otro diverso”.
En ambos casos, la ley ha fijado un plazo para que el aceptante respon-
da si acepta o no la oferta. El oferente está, pues, obligado a esperar la
respuesta de la persona a quien le dirigió la propuesta durante veinticua-
tro horas en uno de ellos o a vuelta de correo en el otro.
“Vencidos los plazos indicados, agrega el inciso 2º, la propuesta se tendrá por
no hecha, aun cuando hubiere sido aceptada.”
El Código alemán consagra este mismo principio. El Código francés
no fija plazo alguno y, por lo tanto, la aceptación podrá hacerse válida-
mente mientras la oferta no haya sido retirada.
Naturalmente, si la aceptación que llega después de esos plazos es acep-
tada por el proponente, hay contrato, ya que éste ha dejado subsistente su
oferta. La disposición legal tiene por objeto establecer que, vencidos ellos,
el proponente no está obligado a aceptar la respuesta del aceptante; pero
nada se opone a la existencia del contrato si no se acoge a esa disposición
establecida en su beneficio. Si el proponente acepta la respuesta extempo-
ránea quiere decir que renuncia a la disposición del artículo 98 y el con-
trato queda perfecto.

161. De aquí por qué la ley para conocer si el proponente persiste o no


en el contrato, no obstante el vencimiento de esos plazos, exige que en
caso de aceptación extemporánea aquel dé pronto aviso al aceptante de si
se ha retractado o no de la oferta, o mejor dicho si acepta o no la respues-
ta, que aquí se la considera como una nueva oferta.

130
DEL CONSENTIMIENTO

La ley no ha señalado en qué tiempo debe darse este aviso; pero se ha


entendido que debe hacerse en los mismos plazos que se señalan para dar
la aceptación, en razón de considerarse la aceptación extemporánea como
una nueva oferta.
La sanción que tiene su silencio en caso que no acepte la respuesta de
la persona a quien hizo la oferta, es la indemnización de los daños y per-
juicios que a ésta le cause (art. 98, inc. 3º).
A primera vista pudiera creerse que existe una contradicción entre los
incisos 2º y 3º del artículo 98 puesto que en aquél se dice que, vencidos los
plazos del inciso 1º, la oferta caduca por ese solo hecho, en tanto que en
éste se obliga la proponente, a pesar de esa caducidad, a manifestar al
aceptante su retractación.
La contradicción es sólo aparente. En realidad, tanto en el caso del
inciso 2º como en el del inciso 3º, la oferta caduca por el hecho de no ser
aceptada dentro de veinticuatro horas o a vuelta de correo, según los ca-
sos, porque la aceptación sólo puede realizarse válidamente dentro de ellos.
Pero, como el aceptante ha contestado, a pesar de lo ocurrido, podría
creer, si el proponente no le avisa la caducidad de la oferta, que ésta aun
persiste y al dirigirle la aceptación se ha privado tal vez de realizar otro
negocio. A fin de evitar esta situación, el proponente debe avisarle que ya
caducó la oferta; de otro modo, su silencio podría considerarse como ad-
hesión tácita a la respuesta del aceptante, puesto que tal vez no han varia-
do las razones que tenía para celebrar el contrato.
“Si la aceptación que llega tardíamente, dice Baudry-Lacantinerie, no
puede formar el contrato, constituye al menos una nueva proposición diri-
gida al primer proponente. Y como éste aún tendrá tal vez las mismas
razones para contratar, el silencio que guarde después de haber tenido
conocimiento de la aceptación tardía podría ser considerada, en general,
como una adhesión tácita. El solicitante presuntivo hará bien, si ya no
tiene la intención de contratar, de avisarlo inmediatamente al aceptante.
Pero, suponiendo que no tome esta precaución ¿cuál será su situación?
Podrá establecer sin duda que no ha entendido aceptar la proposición
contenida en la aceptación tardía. Pero si, haciendo nacer en el aceptante
la creencia de la formación del contrato, le ha causado un perjuicio impi-
diéndole vender o comprar a otra persona en condiciones ventajosas, por
ejemplo, es justo, entonces, que le indemnice los daños y perjuicios”.1 Y al
decir esto, el autor se refiere en una nota a la disposición de nuestro Códi-
go de Comercio.
El Código alemán consagra un principio análogo al nuestro en esta
materia, con la diferencia que en lugar de quedar obligado el propo-
nente a abonar daños y perjuicios, si no avisa su retractación al acep-
tante, la aceptación se tiene por hecha en tiempo hábil y el contrato
queda perfecto (art. 149).

1 Des obligations, I, núm. 36, pág. 55.

131
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

162. Para que el contrato de venta se perfeccione, dijimos que era menes-
ter que la aceptación se produjera antes que el oferente hubiera retirado
su oferta que tiene una duración diversa, según sea que se haga o no con
un plazo para ser aceptada. Aquí hablaremos de la oferta que no lleva
plazo convencional alguno sino solamente el que fija la ley.
Cuando así ocurre, el proponente puede arrepentirse en el tiempo
medio entre el envío de la propuesta y la aceptación, arrepentimiento que
no se presume y que debe darse a conocer al aceptante.
Si la aceptación se produce una vez que el proponente se retractó de
su oferta el contrato no existe, porque no hubo concurso de voluntades
puesto que al dar el aceptante su consentimiento, el oferente había retira-
do el suyo.1 Del mismo modo, si entre la oferta y la aceptación muere el
proponente o le sobreviene alguna incapacidad, el contrato tampoco pue-
de perfeccionarse; su consentimiento ha desaparecido y no puede haber
concurso de voluntades.2 En el Código alemán, como vimos, la muerte o
incapacidad del proponente antes de la aceptación no extingue la oferta y
el contrato se forma a pesar de ella (art. 153). Esto se debe a que la oferta
por sí sola constituye un vínculo jurídico en esa legislación.
La oferta debe persistir hasta el momento de la aceptación para que el
contrato de venta pueda formarse: si su autor se retracta de ella o caduca,
no puede perfeccionarse. Naturalmente tanto la retractación como la muer-
te o incapacidad del proponente deben ocurrir en el intervalo entre el
envío de la oferta y la aceptación. Una vez dada ésta el contrato se forma,
según nuestro Código, y ni la retractación ni la muerte o incapacidad de
aquel tienen valor alguno. El oferente, en el primer caso, y sus herederos
en el segundo, están obligados a cumplirlo. No puede verificarse la retrac-
tación después de dada la aceptación porque ya hay contrato y éste sólo
puede dejarse sin efecto de común acuerdo.

163. Puede ocurrir que una vez llegada la propuesta a conocimiento de la


persona a quien se dirigió, pero antes que éste la acepte, el proponente se
retracte de ella y que esa retractación, aunque enviada antes de producida
la aceptación, llegue a conocimiento del aceptante después de aceptada la
oferta y que éste haya dejado por eso de realizar otra venta o compra con
relación a las mercaderías materia de la oferta. ¿Hay en este caso contrato
de venta? ¿Tiene derecho el aceptante a indemnización de perjuicios? Y si
en lugar de la retractación lo que ocurre es la muerte o incapacidad del
proponente, ¿habría derecho a esa indemnización?
Es evidente que con relación a la primera pregunta, “aunque el acep-
tante haya recibido la oferta e ignorando la retractación, la muerte o

1 G UILLOUARD, I, núm. 13, pág. 25; B AUDRY -LACANTINERIE, De la vente, núm. 31, pág.

21; Des obligations, I, núm. 31, pág. 44; TROPLONG, I, núm. 23, pág. 34; FUZIER-HERMAN , tomo
29; Obligations, núms. 30 a 32, pág. 7; tomo 36, Vente, núm. 127, pág. 817.
2 B AUDRY-L ACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 31, pág. 45; GUILLOUARD, I, núm. 14,

pág. 26; TROPLONG, I, núm. 23, pág. 34; FUZIER-HERMAN, tomo 29; Obligations, núms. 35 y
36, pág. 7.

132
DEL CONSENTIMIENTO

incapacidad del proponente, haya contestado que aceptaba la proposi-


ción, no habrá contrato de venta entre ambos; pues no habiendo persis-
tido la voluntad del oferente hasta el momento en que el aceptante recibió
la carta y aceptó la proposición que la contenía, no ha habido un en-
cuentro de voluntades o de consentimientos necesario para formar el
contrato”.1
Y esto es muy razonable, porque en el momento en que el aceptante
daba su consentimiento, el proponente ya lo había retirado o bien había
desaparecido con su muerte y aun cuando aquél conozca después ese he-
cho, su consentimiento no pudo encontrarse con el del proponente, por
cuanto ya se había extinguido.
Por lo demás, tal es la doctrina que establece el artículo 101 del Códi-
go de Comercio que admite la formación del contrato siempre que, al
producirse la aceptación, la oferta no haya sido retractada o que su autor
no haya muerto o incurrido en incapacidad.2
Veamos esto con un ejemplo. A envía desde Santiago a B que reside
en Valparaíso una carta en que le manifiesta que le vende una partida de
trigo en $ 1.000; B recibe la carta al día siguiente y en el acto la contesta
aceptando la venta. Pero doce o trece horas después de enviada aquélla,
A se desiste de la oferta y comunica a B su retractación que llega a poder
de éste después del envío de su respuesta. Del ejemplo resulta que el
consentimiento de A solo duró doce o trece horas, pasadas las cuales
desapareció. Si en ese intervalo se hubiera producido la respuesta de B,
el contrato habría quedado perfecto. Pero no fue así. B respondió cuan-
do A no tenía intención de contratar, pues al día siguiente ya se había
desistido de la oferta. En consecuencia, cuando B dio su respuesta, ella
no pudo chocar con el consentimiento de A que no existía y el contrato
no pudo formarse.

164. En cuanto a la segunda pregunta, o sea la relativa a si el oferente


debe perjuicios, también está resuelta en nuestro Código de Comercio. El
artículo 100 dice que si el aceptante ha hecho gastos o ha sufrido daños y
perjuicios con ocasión de la aceptación de la oferta retractada, el propo-
nente debe indemnizárselos. Siguiendo en el ejemplo propuesto, puede
haber sucedido que B al recibir la oferta de A le enviara las mercaderías
en el acto o dejara de comprar otras análogas a otro comerciante, siendo
que las necesitaba. En este caso, al recibir la retractación de A que llegaba
con posterioridad a su aceptación, los gastos y los perjuicios ya se habían
causado, los que ahora no servirán de nada por culpa de A. Muy razonable
es entonces que el proponente que se retracta de la oferta indemnice al
aceptante todos los gastos que éste hubiere hecho y todos los daños y
perjuicios que hubiere sufrido, a menos que se allane a ejecutar el contra-
to propuesto. Esta solución la da nuestro Código en el artículo 100, como

1 POTHIER, III, núm. 32, pág. 14.


2 BAUDRY-L ACANTINERIE, De la vente, núm. 28, pág. 19; GUILLOUARD, I, núm. 14, pág. 26.

133
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

dije, y era la de Pothier quien la derivaba del principio que nadie puede
sufrir por el hecho ajeno.1
Mucho se ha discutido acerca de esta responsabilidad que tiene el pro-
ponente en caso de retractarse, discusión que entre nosotros carece de
importancia porque la ley resuelve la cuestión.2 Baudry-Lacantinerie y Lau-
rent creen que, a falta de disposiciones legales, no procede la indemniza-
ción de perjuicios, por cuanto no tiene ninguna base jurídica.3
También se ha discutido acerca del fundamento de la obligación de
indemnizar daños y perjuicios y las opiniones están muy divididas. Pothier,
como vimos, la derivaba de la regla de equidad que nadie puede sufrir por
el hecho ajeno. Baudry-Lacantinerie combate esta opinión y la considera
desprovista en absoluto de todo valor. Se funda en que si el aceptante
tiene derecho a la indemnización de perjuicios, esto hace suponer que ha
habido culpa por parte del proponente, lo que es inaceptable, puesto que
éste al retractarse no ha hecho sino usar de su derecho; luego, no tiene
por qué indemnizar los perjuicios que pueden resultar del ejercicio legíti-
mo de ese derecho.4
Otros autores, como Valéry, buscan el fundamento de esta obligación
del proponente en el uso, que la hizo necesaria para envalentonar a los
que contrataban por correspondencia.
Ihering, por su parte, sostiene que ese fundamento está en la culpa
contractual que proviene del proponente y llega a esta conclusión median-
te un forzado raciocinio jurídico, hijo sólo de su talento, pero no de la
lógica ni de los principios de Derecho.
Según él, “cuando la oferta es aceptada, la convención que entonces se
forma implica un pacto por el cual el proponente se comprometió a res-
ponder a la otra parte de toda falta por él cometida a propósito de la
formación del contrato y que traería su nulidad o imperfección. Esta falta
debe ser apreciada con relación al contrato de que se trata y, como es
causada en virtud de la convención, tiene el carácter de contractual. En
consecuencia, en este caso, retirando el proponente su oferta, desde que
su retractación puede dañar a la otra parte, comete una falta relativa a la
formación del contrato e incurre en la responsabilidad indicada”.5
La argumentación de Ihering no tiene base alguna. En efecto, parte
del principio que la oferta, al ser aceptada, se transforma en contrato per-
fecto. Esto es inexacto porque habiendo el oferente retirado la oferta an-
tes de la aceptación, aunque ésta se produzca, no hay contrato, pues no
hay concurso de voluntades. No puede haber, por lo tanto, responsabili-
dad contractual.

1 En el mismo sentido se pronuncia TROPLONG, I, núm. 27, pág. 38.


2 FUZIER -HERMAN ,tomo 29, Obligations, núm. 38.
3 BAUDRY-LACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 32, pág. 46.
4 BAUDRY-LACANTINERIE, ibid., núm. 32, págs. 46 y siguientes.
5 BAUDRY-LACANTINERIE, ibid.

134
DEL CONSENTIMIENTO

Baudry-Lacantinerie no acepta ninguno de los fundamentos indicados y


rechaza en absoluto esta obligación que puede pesar sobre el proponente.
En realidad ninguna de las razones aducidas la justifica, a mi modo de
ver. Pero sea cual fuere aquella, es evidente que esa indemnización es jus-
ta, pues no es lícito hacer incurrir al aceptante en gastos inútiles. Y el
fundamento que para aceptarla ha tenido nuestro Código no ha podido
ser otro que la equidad que hay en ella.

165. Respondamos a la tercera pregunta referente a si se deben perjuicios


si el proponente muere o se incapacita en el tiempo que media entre el
envío de la oferta y la aceptación. Dijimos que en este caso tampoco había
contrato, a la inversa de lo que ocurre en el Código alemán, porque en el
momento en que el aceptante daba su consentimiento, y el del oferente ya
no existía y había desaparecido, si no por la retractación, al menos por
hechos que producían el mismo efecto.
En cuanto a si procede o no la indemnización de perjuicios las opinio-
nes también están divididas.1 Algunos como Pothier y Ihering creen que
también deben indemnizarse aquellos. Otros, como Baudry-Lacantinerie y
Laurent no aceptan en este caso, como en el anterior, esa indemnización.
En fin, cualquiera que sea la opinión de los jurisconsultos al respecto,
el hecho es que dentro de nuestro Código, tal indemnización no procede.
En efecto, el Código de Comercio al hablar de la indemnización de
perjuicios que el proponente debe al aceptante, sólo señala la que procede
en caso de retractación. Nada dice de aquel en que el contrato no se forma
por la muerte o incapacidad del mismo. Ahora bien, el Código mencionado
señala como medios que impiden la formación del contrato, la retractación,
la muerte y la incapacidad legal del proponente, siempre que se verifiquen
antes de la aceptación. Pues bien, esos tres hechos pueden ocasionar perjui-
cios al aceptante y sin embargo menciona únicamente como causal para
indemnizarlos la retractación pero no los otros dos medios. De aquí se des-
prende, entonces, que la ley no quiso obligar en esos casos al proponente, o
mejor dicho a sus herederos, a indemnizar perjuicios provenientes de un
hecho que, de ninguna manera, dependía de su voluntad y que fue causado
por fuerza mayor.
La intención y el espíritu del legislador se comprenden aun mejor si se
toma en cuenta que la disposición del artículo 100 que obliga al propo-
nente en caso de retractación a indemnizar los perjuicios que hubiere
sufrido el aceptante, fue tomada del principio de Pothier, que era general-
mente aceptado en esa época. Este principio se basaba en que nadie po-
dría sufrir por el hecho ajeno, o sea, se quería castigar con ello la culpa
del proponente, culpa que no puede existir en el caso de muerte o incapa-
cidad, pues ambos son hechos involuntarios y que constituyen verdaderos
casos fortuitos.

1 BAUDRY-LACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 32, pág. 46; FUZIER-HERMAN, tomo 29,
Obligations, núm. 38, pág. 7.

135
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

En resumen, según nuestro Código de Comercio, si la oferta es retrac-


tada o si su autor muere o se incapacita antes que se produzca la acepta-
ción, no hay contrato de venta, porque no hubo coexistencia de ambas
voluntades (art. 101); pero si a causa de la retractación, el aceptante incu-
rre en gastos o sufre algunos perjuicios, el proponente está obligado a
indemnizárselos (art. 100), a menos que la oferta caduque antes de la acep-
tación por su muerte o incapacidad.

166. La oferta puede hacerse también señalando un plazo dentro del cual
debe producirse la aceptación. De ser así, ésta sólo puede darse válida-
mente dentro de dicho plazo.
Si éste vence sin que la aceptación se haya producido la oferta queda,
por ese solo motivo, sin valor alguno, desde que el consentimiento del ofe-
rente se dio solamente por un plazo limitado. Si la aceptación se produce
fuera de él, ya no existe el consentimiento del proponente y no puede ha-
ber contrato. Por consiguiente, si el aceptante envía su aceptación con pos-
terioridad a ese plazo, aunque aquel nada diga, no hay contrato ni está
obligado a indemnizar perjuicios de ningún género, pues su silencio no
significa que mantiene la oferta, por cuanto manifestó expresamente a la
persona a quien iba dirigida que transcurrido dicho plazo, no aceptaba la
respuesta.1
Así, por ejemplo, A, residente en Santiago, envía a B, residente en
Valparaíso, una carta ofreciéndole comprar cien sacos de trigo y le seña-
la un plazo de diez días para que le conteste si acepta vendérselos. Venci-
dos esos diez días, no necesita manifestar nuevamente B su intención de
no contratar, porque ella se indicaba en la carta-oferta. El aceptante, al
enviar su respuesta fuera de término, supo que no iba a ser aceptada;
luego, no tiene por qué exigir perjuicios.
La diferencia entre la oferta a plazo y la oferta sin plazo consiste en
que en la primera, en caso de aceptación extemporánea, el proponente
no está obligado a manifestar su intención de no contratar, sin que por
ello incurra en la obligación de indemnizar los perjuicios que pueda sufrir
el aceptante, debido a que esa intención ya se reveló en la oferta misma.
En tanto que en la oferta sin plazo el proponente que recibe una acepta-
ción fuera de término está obligado, bajo responsabilidad de daños y per-
juicios, a dar aviso de su retractación al aceptante, porque aquí no se conoce
la intención del proponente relativa a si persiste o no en la oferta.

167. Por el hecho de fijar el proponente un plazo dentro del cual deba
darse válidamente la respuesta, pierde su derecho para retractarse antes
de vencido aquel.2 Así lo dice el artículo 99 del Código de Comercio, que

1 GUILLOUARD, I, núm. 13, pág. 25; FUZIER -HERMAN, tomo 29, Obligations, núms. 45 a

48, pág. 8; BAUDRY-LACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 36, pág. 54; De la vente, núm. 42,
pág. 31.
2 G UILLOUARD, I, núm. 12, pág. 24; Baudry-Lacantinerie, De la vente, núm. 42, pág. 31.

136
DEL CONSENTIMIENTO

establece que “El proponente puede arrepentirse en el tiempo medio entre el envío
de la propuesta y la aceptación, salvo que al hacerla se hubiere comprometido a
esperar contestación o a no disponer del objeto del contrato, sino después de desecha-
do o de transcurrido un determinado plazo”. Esta disposición es muy razonable,
porque desde el instante que el proponente señaló un plazo para la acep-
tación, manifestó a la otra parte que su consentimiento persistía durante
todo él y en esa inteligencia contrató ésta.

168. Pero si el proponente se retracta, a pesar de esa disposición, antes de


vencer el plazo señalado y el aceptante da su aceptación oportunamente
¿hay contrato? ¿Está obligado a indemnizar perjuicios el proponente?
En cuanto a la indemnización de perjuicios no cabe duda alguna, pues
si procede en la oferta sin plazo, con mayor razón procederá en la que se
hace con plazo.1
La cuestión que ofrece dificultad es la relativa a saber si se formó el
contrato y si procede su cumplimiento, cuando la aceptación se produce
después de la retractación, pero antes del vencimiento del plazo. Planiol,
Demolombe, Laurent, Toullier, Aubry et Rau, Valéry y Lyon-Caen creen
que el contrato se ha perfeccionado no obstante la retractación del propo-
nente.2
En el mismo sentido se han pronunciado los tribunales franceses y
Baudry-Lacantinerie dice que esto se debe a que “si los jueces no se pro-
nunciaran en esa forma las personas prudentes no se atreverían muchas
veces a fiarse de las proposiciones de venta o compra”.3 Larombière estima
que una vez retractada la oferta no hay contrato, aunque la aceptación se
produzca dentro del plazo señalado y cree que solamente hay lugar a la
indemnización de perjuicios. Baudry-Lacantinerie parece pronunciarse por
esta opinión, porque sostiene que si las resoluciones judiciales son acepta-
bles desde el punto de vista práctico, no lo son desde el punto de vista
jurídico.
Según nuestro parecer y dentro del criterio de nuestra legislación, el
contrato de venta que se celebra por la aceptación de una de las partes,
expedida dentro del plazo fijado por el proponente, es válido y susceptible
de ser cumplido, aunque la oferta haya sido retractada.
En efecto, nuestro Código de Comercio señala en su artículo 101 tres
obstáculos que impiden la formación del contrato y son la retractación, la
muerte y la incapacidad legal del proponente. Si alguno de esos hechos
ocurre antes de la aceptación, el contrato no se forma, porque el consenti-
miento del proponente había desaparecido en el momento en que se dio la
aceptación. Pues bien, el mismo Código en el artículo 99, al hablar del dere-
cho que tiene el proponente para arrepentirse o retractarse, se lo niega en
absoluto al proponente que ha señalado plazo para la aceptación.

1 FUZIER-HERMAN, tomo 29, Obligations, núm. 39, pág. 8.


2 FUZIER-HERMAN, ibid., núms. 41 y 43, pág. 8.
3 Des obligations, núm. 33, pág. 51.

137
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Ese artículo dice literalmente: “El proponente puede arrepentirse en el tiem-


po medio entre el envío de la propuesta y la aceptación, salvo que al hacerlo se
hubiere comprometido a esperar contestación o a no disponer del objeto del contrato
sino después de desechado o transcurrido un determinado plazo”.
Este artículo manifiesta que cuando el proponente ha señalado un pla-
zo para esperar la aceptación no puede retractarse de su oferta. El Código
le niega terminantemente ese derecho. De modo que si él exceptuó la
propuesta a plazo de los casos en que el proponente podía retractarse, es
porque quiere que, a pesar de esa retractación, el contrato se forme siem-
pre que la aceptación se produzca oportunamente. No acepta, pues, nues-
tro Código la retractación de la oferta a plazo, de donde resulta que ella
persiste hasta su vencimiento. Mi modesta opinión está de acuerdo en este
punto con la del célebre profesor francés Baudry-Lacantinerie quien, al
hablar de los autores y legislaciones que admiten que hay contrato siem-
pre que la oferta sea aceptada dentro del plazo, no obstante su retracta-
ción, señala el artículo 99 del Código de Comercio chileno y agrega que
este principio está consagrado formalmente en ese artículo, como tam-
bién en los Códigos húngaro, suizo, japonés y montenegrino.1
La solución de nuestro Código es muy lógica. En efecto, al hacer el
proponente su propuesta a plazo, dio a entender a la otra parte que su
consentimiento persistiría por todo ese tiempo, durante el cual podía re-
flexionar sobre el contrato. Se supone, entonces, que la oferta dura por
todo ese plazo; de aquí que si el aceptante da su aceptación oportunamen-
te, su voluntad se encuentra con la otra que aún persiste y nace aquél.
Nada significa la retractación ocurrida antes de su vencimiento pues la
voluntad primitiva, es decir, de hacer persistir la oferta por cierto tiempo,
subsiste aún y por consiguiente la aceptación manifestada oportunamente
se junta con aquella y provocan la chispa jurídica denominada contrato. Si
el proponente no puede retractarse de su oferta durante el plazo, según el
artículo 99, es evidente que siempre que dentro de él se produzca la acep-
tación, aunque sea con posterioridad a la retractación, el contrato se ha-
brá formado y la parte que recibió la oferta tendrá derecho de exigir el
envío de las mercaderías o el precio, según el caso. En una palabra, en las
ofertas a plazo, una vez producida la aceptación en tiempo útil, aunque
sean retractadas, cualquiera de las partes puede exigir el cumplimiento
del contrato o, en su defecto, como dice Planiol, se considera al propo-
nente como en el caso en que el contrato, realmente formado, quede
posteriormente sin ejecución.
Mucho se ha discutido sobre el fundamento del derecho que el propo-
nente puede tener para retractarse de su oferta a plazo. Baudry-Lacantine-
rie cree, y con razón a mi juicio, que ese fundamento no puede ser otro
que la obligación unilateral de voluntad del solicitante.2 Y esto es efectivo,
porque tanto la oferta como la obligación de esperar la acepción durante

1 BAUDRY-LACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 33, pág. 51, nota 1.


2 Des obligations, I, núm. 33, pág. 51.

138
DEL CONSENTIMIENTO

todo el plazo, nacen de él únicamente. En ninguna de ambas obligaciones


ha habido todavía aceptación; sin embargo, el proponente queda ligado
en todo caso a esperar esa aceptación que vendrá a decidir si hay o no
contrato. Pero mientras esto no ocurra el proponente no puede desistirse
de su oferta. Su sola voluntad lo ha dejado obligado. Este es el principio
del Derecho alemán y que nuestro Código de Comercio ha establecido
también en este punto.
Demolombe, sin embargo, cree que el fundamento de la prohibición
que tiene el proponente para retractarse de su oferta, se debe a que en él
hay contenidas dos cosas: una proposición principal que tiene por objeto
el contrato que se va a celebrar; y una proposición secundaria, que da un
plazo para reflexionar. La persona a la cual se hace la oferta tiene perfecto
derecho para aceptar esta última proposición que sólo es ventajosa para
ella, ya que aceptándola no se compromete a nada y conserva siempre el
derecho de rechazar la proposición principal. Debe, pues, presumirse su
aceptación en lo concerniente a la oferta del plazo para reflexionar o, lo
que es lo mismo, admitirse para esta oferta una aceptación tácita e inme-
diata.1 Según esto, el aceptante por el hecho de recibir la oferta aceptó el
plazo para reflexionar y, en consecuencia, aunque el proponente se retrac-
te, se formará el contrato relativo al otorgamiento de un plazo para la
discusión del convenio principal, contrato que el oferente no puede dejar
sin efecto por su sola voluntad.
Esta doctrina que, según Planiol, tiene la ventaja de explicar el naci-
miento de la obligación del proponente, sin modificar los principios gene-
rales, es decir sin aceptar la teoría de la declaración unilateral de voluntad
como fuente de obligaciones, se basa, sin embargo, como dice Baudry-
Lacantinerie, en esa misma declaración unilateral, pues, aunque en la oferta
se contengan ambas proposiciones, éstas nacen únicamente de la voluntad
del proponente y, sobre todo, la de mantener la oferta durante el plazo
señalado no deriva de un acuerdo de voluntades; para ello sería necesario
no sólo presumir que la voluntad de formar esa convención existe en la
persona a quien se dirige la oferta, sino también en el autor de ésta, pre-
sunción que por lo que al proponente respecta, dice el autor que venimos
citando, no sería muy fundada, puesto que éste tal vez no tendrá ningún
interés en pactar el contrato, ya que pensaba retractarse de él.2
En fin, sea cual fuere el fundamento de la disposición del artículo 99,
es indudable que, según ella, el proponente, una vez enviada la oferta, no
puede retractarse; y aunque se retracte, habrá contrato en todo caso y
estará obligado a cumplirlo, si esa oferta es aceptada dentro del plazo que
con ese objeto señaló.

169. ¿Y si el proponente muere o se incapacita en el tiempo intermedio


entre el envío de la oferta y la aceptación hay contrato? ¿Procede en este

1 FUZIER-HERMAN, tomo 29, Obligations, núm. 41, pág. 8.


2 Des obligations, I, núm. 33, págs. 51 y 52.

139
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

evento la indemnización de perjuicios si esa aceptación se produce dentro


del plazo señalado, o se extingue la obligación del proponente? Aun cuan-
do en el caso de la oferta a plazo el proponente no puede retractarse y
aun cuando el fundamento de esta disposición es la declaración unilateral
de voluntad, nuestro Código no acepta todos los efectos que puede produ-
cir esa declaración y entre ellos que el contrato se forme siempre, no obs-
tante la muerte o incapacidad del proponente, que es el principio del
Derecho alemán.
En efecto, si el proponente muere o se incapacita antes de darse la
aceptación y antes de vencer el término por él señalado no hay contrato.1
En estos dos casos, el contrato no puede formarse por la sencilla razón
que al mencionar el Código de Comercio los obstáculos que no impiden
la formación de aquél en las ofertas a plazo, no incluyó la muerte ni la
incapacidad del proponente; de donde se desprende a contrario sensu que
esos hechos impiden la perfección del contrato. Hay más todavía, según el
artículo 101, que sienta la regla general en toda oferta, sea o no a plazo,
no hay contrato si antes de la aceptación ocurre la retractación o la muer-
te o incapacidad del proponente. El artículo 99 constituye una excepción
a dicha regla, pues según él, en las ofertas a plazo hay siempre contrato,
no obstante la retractación del proponente, una vez dada la aceptación en
tiempo oportuno. Este artículo elimina, pues, la retractación del propo-
nente de los hechos que en las ofertas a plazo evitan la formación del
contrato pero nada dice respecto de los otros. De modo que al mencionar
la retractación del proponente como el único acto que no evita esa forma-
ción, ha dejado subsistente, en lo demás, la regla general del artículo 101,
esto es, que sea o no a plazo la oferta, si la aceptación se da después de
ocurrir la muerte o incapacidad del oferente, aquél no se perfecciona.
Por consiguiente, si el proponente muere o se incapacita antes de la
aceptación, aun estando vigente el plazo señalado para su vencimiento, el
contrato no se forma; en semejante caso el consentimiento, a pesar de
haberse dado por cierto tiempo, ha desaparecido absolutamente. Por la
misma razón, no procede tampoco la indemnización de perjuicios. Como
vimos, ésta tiene lugar en el caso de retractación y no en el de muerte o
incapacidad legal, y como la retractación no tiene cabida en esta clase de
ofertas, resulta que de ninguna manera procede la indemnización de per-
juicios por el hecho de no formarse el contrato, por falta de consentimien-
to del proponente.

170. ¿En qué momento se perfecciona el contrato celebrado por correspon-


dencia? He aquí una cuestión que si en los contratos entre presentes no tiene
importancia y no da lugar a dudas o discusiones, porque en ellos el contrato
se forma en el lugar y momento mismo donde ha sido hecha la oferta, la
tiene, y muy considerable, en los que se celebran por correspondencia, pues

1 FUZIER-HERMAN, tomo 29, Obligations, núm. 41, pág. 8; BAUDRY-L ACANTINERIE, Des obli-
gations, I, núm. 34, pág. 53.

140
DEL CONSENTIMIENTO

allí media siempre un intervalo entre la oferta y la aceptación y de ordinario


las partes se encuentran en lugares diversos y aun en países diversos.
Hay mucho interés en determinar el momento en que se perfecciona el
contrato porque de este modo se conoce el instante preciso en que va a
comenzar a producir sus efectos. Desde entonces los riesgos de la cosa ven-
dida serán de cargo del comprador, desde entonces comenzará a contarse el
plazo para el pago del precio, para el pacto comisorio, para la prescripción
de las acciones que nacen del contrato, para ejercitar la acción de retroven-
ta, etc. Sirve también para establecer si cuando se celebró el contrato eran o
no capaces los contratantes; para conocer las leyes por las que debe regirse,
pues se le aplicarán las que estaban vigentes a la época de su celebración;
para saber si ha sido celebrado antes o después dé la declaratoria de quiebra
del vendedor o del comprador; sirve, finalmente, para determinar si las par-
tes pueden o no retractarse de su oferta o aceptación, porque una vez for-
mado el contrato, ello ya no es posible.1 También hay interés en determinar
el lugar en que aquél se forma, pues de este modo se sabrá cuál es el tribu-
nal que debe conocer de las dificultades a que dé origen; y cuáles son las
leyes por las que van a solucionarse esas dificultades.2 Esta determinación
tiene sobre todo mucha importancia tratándose de contratos internaciona-
les, pues allí las leyes y los tribunales son diferentes.
De ahí que precisar el lugar y el momento en que el contrato se cele-
bra sea un punto de capital importancia.3
La cuestión que aquí surge es la siguiente: ¿Se perfecciona el contrato
por la sola aceptación del aceptante, estando pendiente la oferta se en-
tiende, aunque el proponente no tenga conocimiento de ella? o ¿es nece-
sario para su celebración que el proponente tenga conocimiento de la
aceptación? He ahí formuladas las dos teorías que se dividen el campo en
esta materia. La adopción de una u otra tiene diversas consecuencias.
En efecto, si se estima que el contrato se forma en el momento de la
aceptación y antes que el proponente tenga conocimiento de ella, éste no
podrá retractarse una vez producida la aceptación porque el contrato se per-
feccionó. Por la misma razón, el aceptante, una vez dada la aceptación, no
puede retirarla. Igualmente si la venta es de un cuerpo cierto, los riesgos de la
cosa vendida serán de cargo del comprador desde el momento de la acepta-
ción. Si el proponente muere o se incapacita después de producida aquella,
pero antes que llegue a su conocimiento, hay contrato siempre, porque estos
hechos acaecieron cuando éste ya se había celebrado. Si la muerte o la inca-
pacidad hubieran ocurrido antes de la aceptación, el contrato no habría podi-
do formarse; pero ocurriendo después, no influyen en nada.
Por la inversa, si se admite que el contrato se forma cuando el solici-
tante tiene conocimiento de la aceptación, es decir cuando llega a su po-

1 FUZIER-HERMAN, tomo 26, Lettre missive, núm. 418, pág. 389.


2 FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 417, pág. 389.
3 G UILLOUARD, I, núm. 15, pág. 26; BAUDRY-LACANTINERIE, Des Obligations, núm. 37,

pág. 56; De la vente, núm. 32, pág. 21.

141
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

der, aquél puede retractarse de su oferta, aunque se haya dado la acepta-


ción en tanto no tenga conocimiento de ella porque en este momento se
ha perfeccionado el contrato y sólo entonces perderá su derecho de re-
tractarse. Del mismo modo, el aceptante puede retractarse de su acepta-
ción hasta el momento en que llegue a conocimiento del proponente,
pues mientras esto no ocurra, el contrato no se ha formado. Si se acepta
esta doctrina, los riesgos del cuerpo cierto que se vende son a cargo del
comprador desde que el proponente conoce la aceptación del aceptante;
y la muerte o incapacidad del proponente o del aceptante, acaecida des-
pués que se produzca la aceptación, pero antes que aquél la conozca, im-
piden la formación del contrato.
Tanto los autores como las legislaciones se encuentran divididos en
este punto en dos corrientes, que son: una que sostiene la teoría de la
aceptación o de la declaración; y la otra que sostiene la teoría del conocimiento
o de la información.1 El primer sistema se llama también de la agnición y el
segundo, de la recognición.
Según la teoría de la aceptación, el contrato de venta se perfecciona en el
momento en que, estando vigente la oferta, es aceptada por la persona a
quien va dirigida, porque desde ese instante hay concurso de voluntades. El
consentimiento del proponente se envió al aceptante en la oferta, de modo
que al dar éste el suyo, se encuentran ambos y el contrato nace en el acto.2
No es necesario, según esta teoría, que el solicitante sepa que la perso-
na a quien dirigió su oferta la ha aceptado, puesto que la envió precisa-
mente con ese objeto y de antemano supuso dicha aceptación. No basta,
naturalmente, que el aceptante dé para sí su aceptación. Es menester que
deje alguna traza, es decir, que revista una manifestación exterior, pues si
sólo queda en el estado de propositum in mente retentum, como dice Baudry-
Lacantinerie, sería imposible justificar su existencia. Por eso es necesario
que la aceptación revista una forma material. Luego, hay aceptación desde
que se escribe la carta o telegrama que la contiene. En ese momento se
perfecciona el contrato.3
Los sostenedores de la doctrina opuesta combaten la teoría de la acep-
tación fundados en que para la formación del contrato no basta única-
mente la coexistencia de las voluntades, sino el concurso de ambas y que
no es posible que una persona quede obligada sin saberlo. Agregan, ade-
más, que así como en los contratos entre presentes el solicitante no queda
obligado mientras la persona a quien hizo su oferta no la acepta, del mis-
mo modo, en los contratos entre ausentes es menester que aquél sepa que
el aceptante dio su aceptación, desde que no hay motivo alguno que auto-
rice una distinción entre uno y otro caso.

1 FUZIER -HERMAN , tomo 26, Lettre missive, núm. 416, pág. 389.
2 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 34. pág. 23; FUZIER-HERMAN, tomo 26, Lettre
missive, núm. 440, pág. 391.
3 FUZIER-H ERMAN, ibid, núms. 441, 445, 446 y 447, pág. 391; BAUDRY-L ACANTINERIE, Des

obligations, I, núm. 37, págs. 56 y siguientes.

142
DEL CONSENTIMIENTO

Se ha llegado a comparar la carta de aceptación con un mensajero


mudo encargado de llevar al proponente el consentimiento del aceptante
y se dice que es absurdo sostener que aquél quede ligado desde la partida
del mensajero mudo, por cuanto entre presentes el policitante sólo queda
ligado una vez que el mensajero parlante llega a su poder y le comunica la
voluntad del aceptante.1
El fundamento de la objeción consiste, entonces, en que no debe ha-
cerse distinción entre los contratos celebrados entre ausentes y los celebra-
dos entre presentes y en que nadie puede quedar obligado sin saberlo. Tal
distinción, en realidad, no existe, porque entre presentes hay contrato desde
el momento en que el aceptante manifiesta su consentimiento y si el pro-
ponente lo conoce en el acto, se debe únicamente a la situación en que
ambos se encuentran. De la misma manera, entre ausentes el contrato se
perfecciona una vez producida la aceptación que, en este caso, como es
lógico, llegará más tarde a conocimiento del policitante.
Tampoco es exacto que el proponente se obligue sin saberlo, pues por
el hecho de enviar su oferta ha manifestado su intención de obligarse, de
modo que por ese solo hecho sabe de antemano que su oferta tendrá, casi
seguramente, que ser aceptada, lo que hace innecesario su conocimiento
para la formación misma del contrato.
Sin duda alguna, esta teoría es la más lógica y la que está más de acuer-
do con las necesidades prácticas. Si fuera necesario que el proponente
tuviera conocimiento de la aceptación para que el contrato se perfeccio-
nara, sería menester también que el aceptante tuviera conocimiento que
su respuesta había llegado al poder del policitante y en esta forma debería
seguirse hasta el infinito. Esto sería de nunca acabar, pues siempre resulta-
ría que una de las partes quedaría obligada sin saberlo, lo que es contrario
a la opinión que ahora rebatimos.2
La teoría de la aceptación arranca su origen de un pasaje de Pothier que
dice: “Para que el consentimiento intervenga en este caso (se refiere a las
ventas por correspondencia), es necesario que la voluntad de la parte que
ha escrito a la otra para proponerle el contrato haya perseverado hasta el
momento en que su carta llegue a la otra parte y en el que ésta declara que
acepta el contrato”.3
En cuanto a las legislaciones que han adoptado esta teoría figuran,
además de la nuestra, como vamos a verlo, el Código de Comercio espa-
ñol, el Código Civil portugués, el Código Civil mexicano y el Código Civil
alemán. Según su artículo 151 el contrato se perfecciona por la sola acep-
tación sin que sea necesario que el proponente la conozca. Esto ocurre
solamente en los casos en que el uso rechaza el conocimiento de la acepta-

1 GUILLOUARD, I, núm. 16, pág. 28; BAUDRY-LACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 37,
pág. 59.
2 BAUDRY -LACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 37, pág. 59; De la vente, núm. 36, pág.

27; FUZIER-HERMAN, tomo 26, Lettre missive, núm. 439, pág. 390.
3 III, núm. 32, pág. 13.

143
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

ción por el proponente o cuando éste ha renunciado a él, pues la regla


general, según el artículo 130 de dicho Código, es que toda declaración
de voluntad hecha a una persona ausente es eficaz desde el momento que
tiene conocimiento de ella. No se crea, sin embargo, que a causa de la
disposición del artículo 130, ese Código acepta la doctrina del conocimien-
to. Este artículo consagra la regla general en materia de declaración de
voluntad y se refiere tanto a la oferta como a la aceptación y tanto a los
contratos unilaterales como a los bilaterales. La regla especial aplicable a
la formación del contrato entre ausentes es la del artículo 151 que, según
se ha dicho, establece la doctrina de la declaración o de la aceptación.
Entre los autores, esta teoría ha sido sustentada por Valéry en su obra los
Contratos por Correspondencia, por Marcadé, Duranton, Vigné y varios otros.
Como derivada de esta doctrina figura la teoría de la espedición. Según
ella para que el contrato se perfeccione no basta que haya aceptación, es
decir, que se escriba la carta o telegrama, como sostiene la teoría de la
aceptación pura, sino que se requiere, además, que haya sido enviada. El
contrato se forma, según esto, una vez que el aceptante se ha desprendido
de su aceptación. Esta teoría difiere de la anterior únicamente en la for-
ma, o sea, en los medios con que debe manifestarse la acepción para que
el contrato se perfeccione.1
Mientras en la teoría de la aceptación basta escribir la carta o el tele-
grama para que haya contrato, en la de la expedición se exige que dicha
carta o telegrama se envíe efectivamente por el correo o por el telégrafo;
de no ser así la aceptación sería precaria, desde que el aceptante puede
retractarse, puesto que aun conserva la carta en su poder. En tal caso no
hay nada definitivo. El fundamento de la teoría de la expedición, a juicio
de varios autores, no es muy sólido, porque tanto la carta como el telegra-
ma, una vez entregados en la oficina respectiva, pueden ser retirados justi-
ficando su calidad de autor el que tal cosa pretende.2 El artículo 107 de la
Ordenanza General de Correos de 1858 a la letra dice: “Las cartas o plie-
gos que se hubieran puesto en las oficinas para su remisión o entrega no
podrán ser retirados por ninguna persona. Si la persona que lo solicitara
probase ante el jefe de la oficina de una manera clara y evidente, por la
manifestación de una copia igual del sobrescrito y cierro o sello de la car-
ta, que es ella la que la dirige, podrá hacerse la devolución, debiendo
previamente franquearse e inutilizarse las estampillas. En este caso se abri-
rá a presencia del administrador para sólo el efecto de cerciorarse de la
firma, y se dejará en la oficina un recibo de la devolución”. Esta disposi-
ción se aplica también por analogía a los telegramas, por cuanto el regla-
mento de telégrafos nada dispone al respecto. En la práctica las oficinas
telegráficas los devuelven a las personas que los han remitido siempre que
tal devolución se solicite antes de ser entregados a su destinatario.

1FUZIER-HERMAN, ibid, núm. 448, pág. 391; G UILLOUARD, I, núm. 16, pág. 28.
2FUZIER-HERMAN, ibid, núm. 449, pág. 392; BAUDRY-LACANTINERIE, Des obligations, I,
núm. 38, pág. 62.

144
DEL CONSENTIMIENTO

De esto resulta que el envío de la carta o telegrama no da ningún valor


nuevo a la aceptación; no la hace irretractable y, por el contrario, la deja
en la misma situación en que se encontraba antes de dicho envío. Por lo
demás, aun cuando pueda retirarse la carta o telegrama de la respectiva
oficina, el aceptante en ningún caso puede retractarse, porque una vez
dada la aceptación hay contrato y aquél ya no puede dejarlo sin efecto por
su sola voluntad; de modo que el carácter de irrevocabilidad que tiene la
aceptación no se lo da el envío de la carta o del telegrama sino el hecho
mismo de otorgarse por su autor.
Duvergier, Demolombe, Supino, Aubry et Rau, Lyon-Caen, Guillouard1
y varios otros, como también el Código japonés, se pronuncian por la doc-
trina de la expedición.
En realidad, la teoría de la expedición es análoga a la de la aceptación,
o mejor dicho, es un derivado de ella, pues ambas reposan, como dice
Baudry-Lacantinerie,2 en esta idea común: el contrato se forma en el mo-
mento en que la oferta es aceptada, con tal que haya alguna traza de la
aceptación; sólo difieren en los hechos que deben constituir esa traza.
En cuanto al lugar en que se forma el contrato según estas doctrinas,
no puede ser otro que aquel en que reside el aceptante, puesto que allí se
perfeccionó. Así lo establece expresamente el artículo 104 de nuestro Có-
digo de Comercio.
La teoría de la información o del conocimiento se basa, como vimos, en
que nadie puede quedar obligado sin saberlo y de ahí que según ella el
contrato se forme una vez que el proponente se informa o tiene noticias
que su proposición ha sido aceptada por la persona a quien iba dirigida;3
antes de eso, no hay contrato, ambas partes pueden retractarse. Como
vimos al hablar de las objeciones que se formulaban a la teoría de la acep-
tación, la de la información o del conocimiento equipara la escritura a la
palabra y se dice que así como en los contratos entre presentes el propo-
nente tiene conocimiento que su oferta ha sido aceptada, del mismo modo
debe ocurrir entre los ausentes, pues entonces sabe aquél si su oferta ha
tenido o no acogida. Se agrega que la carta no es sino un mensajero mudo
y que si es justo que entre presentes el contrato se forme cuando el mensa-
jero parlante, que entre aquellos es la palabra, llegue con la noticia de la
aceptación a poder del proponente, lo es también, con mayor razón, que
se forme entre ausentes cuando el mensajero mudo denominado carta
llegue a poder del primero llevándole la respuesta del aceptante. De lo
contrario, el contrato se formaría entre presentes, a la llegada del mensa-
jero parlante; y entre ausentes, a la partida del mensajero mudo, sin que
haya ninguna razón que justifique esa diferencia.4 Ya dijimos cómo se refu-
ta esta argumentación, lo que nos evitará volver sobre el particular.

1 Dela vente, I, núm. 16, pág. 28.


2 Dela vente, núm. 34, pág. 24.
3 GUILLOUARD, I, núm. 15, pág. 27; FUZIER-HERMAN , ibid, núm. 419, pág. 389; SUPINO ,

pág. 135, Derecho Mercantil.


4 Véase S UPINO, obra citada, pág. 135.

145
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Esta teoría es muy exigente, porque para dar por formado el contrato
llega hasta el extremo de hacer conocer al proponente un hecho que ya lo
suponía, cual es la aceptación del aceptante. Por lo demás, esa exigencia
es inútil, porque estando el consentimiento del proponente pendiente cuan-
do el aceptante da el suyo, ambos se encuentran y nace en el acto el con-
trato. No se ve, entonces, la razón que haya para dificultar más aun esa
formación y esto es todavía menos explicable si se atiende a que ya se
produjo el fenómeno que le da origen, o sea, el concurso de voluntades.
Dentro de esta teoría tiene cabida, como una variedad de ella, la doc-
trina de la recepción. Según ésta, el contrato no se perfecciona cuando el
proponente se informa de la respuesta del aceptante, sino en el momento
en que recibe la carta, aunque no la haya leído. Esta teoría es aún más
desprovista de fundamento que la del conocimiento propiamente dicha,
porque si el objeto de la respuesta es que el proponente sepa que ha
quedado obligado, tal objeto desaparece si el contrato se perfecciona cuan-
do llega la carta, pues en ese momento no puede saber aquél si su oferta
ha sido aceptada o rechazada. No hay razón tampoco para declarar forma-
do el contrato cuando llega la carta a poder del proponente en vez de
declararlo así cuanto éste la lee. Si la teoría del conocimiento es inacepta-
ble, mucho más lo es aún de la recepción, por los motivos expuestos.1
Tanto en la teoría de la información o del conocimiento como en la de
la recepción, el contrato se forma en el lugar en que reside el oferente,
puesto que sólo existe desde el momento en que el policitante recibe o lee
la carta, y esto ocurrirá necesariamente en el lugar en que él se encuentre.
La doctrina del conocimiento ha encontrado un arduo defensor en
Planiol.2 También son sus partidarios Pardessus,3 Troplong,4 Laurent,5 Bé-
darride,6 Larombière, Massé y otros. El Código Civil español (art. 1262), el
Código de Comercio húngaro, el Código suizo de las obligaciones, el Có-
digo Civil argentino y el Código de Comercio italiano aceptan esta teoría.
Respecto de este último debe tenerse presente que las excepciones a
esa regla son tantas que, en realidad, la aplicación de esa teoría es muy
rara (art. 36 del Código de Comercio).
En cuanto al Código francés, no hay disposiciones expresas al respec-
to, lo que ha hecho variar mucho la jurisprudencia y las opiniones de los
autores. Así algunos tribunales, como los de Lyon, Rouen, Angers, Caen,
Montpellier, Bordeaux, se han pronunciado por la teoría de la aceptación.
En cambio los de París, Bourges, Bruxelles, Lyon, últimamente Orléans y
Chambéry han establecido la doctrina del conocimiento.
Lo que ocurre con Baudry-Lacantinerie es muy curioso. Al hablar de la
formación del consentimiento, se inclina por la doctrina de la aceptación

1 FUZIER-HERMAN, ibid, núm. 450, pág. 392.


2 Tomo II, núms. 984 a 986, págs. 337-338.
3 Droit commercial, I, núm. 250, pág. 174.
4 De la vente, I, núm. 26, pág. 37.
5 Tomo 15, núm. 479.
6 Núm. 102, pág. 141.

146
DEL CONSENTIMIENTO

o declaración y expresamente dice que es ésta la que él acepta por tener


en su apoyo los principios del Derecho, los textos y las consideraciones
prácticas y afirma, además, que en ninguna parte del Código francés ha
exigido para la existencia del contrato que el policitante deba tener cono-
cimiento de la aceptación y que, por el contrario, muchos artículos, tales
como el 1101, 1121, 1984, etc., dan a entender que basta la aceptación del
aceptante para que haya contrato.1
En cambio, el mismo autor al hablar de la formación del contrato de
venta por correspondencia se manifiesta un decidido partidario del siste-
ma de la información o conocimiento y rebate todos los argumentos que a
él se hacen, terminando por manifestar que es la única solución verdadera
sobre esta materia; y rechaza en absoluto la doctrina de la aceptación.2
No nos explicamos esta contradicción. ¿Se deberá tal vez a que los
compañeros de colaboración opinaban de diversa manera, pues en el pri-
mer caso trabajó con Barde y en el segundo, con Saignat?
Quién sabe. Pero, de todas maneras, la contradicción es inexplicable
por cuanto no es de creer que las reglas generales varíen cuando se apli-
can a un caso concreto. Por lo demás, esta explicación es, en absoluto,
inatendible, si se considera que el mismo Baudry-Lacantinerie dice que la
cuestión relativa a la formación de los contratos por correspondencia no
es especial al contrato de venta, sino común a todos los contratos que se
celebran en esa forma, por cuyo motivo fue estudiada al tratar de las obli-
gaciones y si vuelve a ser estudiada al hablar de la compraventa, es sólo
porque en este contrato es donde tiene más aplicación.
Los que sostienen la doctrina de la información o del conocimiento se
fundan, además de las razones indicadas, en el artículo 932 del Código
francés, según el cual para que la donación se repute perfecta es menester
que la aceptación del donatario haya sido conocida por el donante; antes
de dicha notificación, éste puede disponer libremente de la cosa donada.3
A falta de disposición sobre la materia, dicen, debe aplicarse esa regla para
considerarla especial al contrato de donación; y salvo en la parte que exige
una notificación para dar a conocer al donante la aceptación del donata-
rio, creen que en todo lo demás es perfectamente aplicable a los demás
contratos, o sea, en lo relativo a que para la perfección del contrato es
menester que el oferente tenga conocimiento de la aceptación.
Los partidarios de la doctrina de la aceptación refutan ese argumento
con suma facilidad.4 Ellos, a nuestro juicio, interpretan el verdadero alcan-
ce que tiene esa disposición. Dice uno: “Si fuera necesario para la existen-
cia de los diversos contratos que el proponente conociera la aceptación,
sería bien curioso que una regla tan importante y de una aplicación tan

1 B AUDRY -LACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 37, págs. 56 a 67.


2 B AUDRY -LACANTINERIE, De la vente, núms. 33 a 40, págs. 22 a 30.
3 PLANIOL , II, núm. 984, pág. 337.
4 GUILLOUARD, I, núm. 16, pág. 29; FUZIER-H ERMAN, tomo 26, Lettre missive, núm. 442,

pág. 391.

147
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

frecuente no haya sido establecida sino incidentalmente a propósito de un


acto que el mismo Código no considera ni siquiera como contrato. Por
otra parte, agrega, el texto mismo del artículo 932 prueba que aquí se
trata de una disposición particular a las donaciones; es solo “respecto del
donante”, que el efecto de la liberalidad se deja pendiente hasta el día en
que le sea notificado el acto que constituye la aceptación. Resulta, pues,
de los términos mismos de este artículo, que la donación existe respecto
de las otras personas desde antes de dicha notificación.1

171. Como ya hemos tenido ocasión de decirlo, el Código de Comercio


chileno acepta en esta materia la doctrina de la aceptación o de la declara-
ción. Es decir, la venta realizada por correspondencia se perfecciona, en-
tre nosotros, cuando la persona que recibe la propuesta, da su aceptación,
sin necesidad que ésta llegue a conocimiento del policitante.
Y debemos dejar constancia que nuestro Código de Comercio es, en
este punto, después del alemán, el más completo y cuyas disposiciones son
citadas como modelo de principios jurídicos por muchos autores france-
ses, como ocurre, por ejemplo, con Baudry-Lacantinerie.
Los artículos 99, 101 y 104 manifiestan en forma indubitable cuál es la
doctrina sustentada por ese Código. En efecto, dice el segundo de aquellos:
“Dada la contestación, si en ella se aprobare pura y simplemente la propuesta, el contra-
to queda en el acto perfeccionado y produce todos sus efectos, a no ser que antes de darse
la respuesta ocurra la retractación, muerte o incapacidad legal del proponente”.
Habla este artículo de “dada la contestación”. Con ello indica que para
la perfección del contrato no es necesario sino que el aceptante manifies-
te que está dispuesto a celebrar el contrato que le propone el policitante.
Dar una contestación es expresarla, manifestarla; el hecho de dar supone
solamente el acto por el cual se manifiesta que quiere obrarse en tal o cual
sentido. Se da la contestación por la persona a quien se dirigió la oferta,
cuando ésta dice que la acepta. Allí termina el acto de dar la respuesta. No
exige, pues, el Código que la contestación llegue a poder del oferente,
sino únicamente que se dé por quien debe aceptar la oferta, para que exista el
contrato, pues más adelante el mismo artículo agrega “el contrato queda en
el acto perfeccionado y produce todos sus efectos”. Como si aun no fuera suficien-
te la expresión “dada la contestación”, quiso reforzar su espíritu y de ahí
que dijera que producido este hecho, en el acto, es decir, en el momento
mismo de darse la contestación, queda perfecto el contrato. Si el contrato
queda perfecto cuando se da la aceptación, es claro que existe desde el
momento mismo en que ello ocurra; todo hecho posterior que se exija
para su perfección pugna con esa disposición.
En el mismo artículo hay todavía otra expresión que corrobora lo que
venimos diciendo. Es la frase “a no ser que antes de darse la respuesta, etc.”.
Esta manifiesta una vez más que el momento de la perfección del contrato
no es aquel en que la aceptación es conocida por el proponente, sino

1 BAUDRY-LACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 37, pág. 60.

148
DEL CONSENTIMIENTO

aquel en que se da la contestación. Si así no fuera, ese artículo no habría


dicho “antes de darse la respuesta” sino esto otro: “antes que el proponente
haya recibido la respuesta”.
En segundo lugar, contribuye a reforzar lo que venimos sosteniendo, la
disposición del artículo 99 que habla del “tiempo medio entre el envío de la
propuesta y la aceptación”. Este tiempo medio, dados los términos de ese
artículo, no es otro que el que existe entre el momento en que el propo-
nente envía su oferta y aquel en que el aceptante la acepta, es decir, en
que manifiesta sus deseos de obligarse. No habla este artículo del envío de
la aceptación como habla del envío de la oferta; lo que está indicando que,
dada la aceptación, aunque ésta no se envíe, hay contrato, porque de no
ser así, no habría señalado como término final para la retractación el mo-
mento de la aceptación, sino el del envío de la misma, desde que mientras
no se perfeccione el contrato, aquella es posible. El oferente no puede
retractarse desde que hay contrato perfecto y como el hecho que en este
caso pone fin a la retractación es la aceptación, tenemos que admitir que
el contrato se ha perfeccionado cuando ésta se produce, ya que sólo a
contar de ese momento no es posible la retractación.
Finalmente, el artículo 104 nos da la última prueba que la doctrina
que venimos sustentado es la aceptada por nuestro Código. Hemos dicho,
en efecto, que en la doctrina de la aceptación, el lugar en que se perfec-
ciona el contrato es aquel en que reside el aceptante, por cuanto éste
existe desde que aquélla se produce. Pues bien, ese artículo señala como
lugar de la perfección del contrato, para todos sus efectos legales, el de la
residencia del que hubiere aceptado la propuesta; y si así lo dispone es,
naturalmente, porque allí ha debido perfeccionarse.
La Corte de Apelaciones de Santiago parece también pronunciarse en
el mismo sentido, cuando dice que la propuesta de celebrar un contrato
comercial se entiende perfeccionado y produce sus efectos legales, desde la
aprobación pura y simple de la propuesta.1 Desgraciadamente, no se ha presen-
tado en nuestros tribunales el caso concreto acerca del momento en que
se perfecciona el contrato. Las sentencias que alguna relación guardan
con esta materia o lo indican incidentalmente, como la mencionada, o no
se pronuncian al respecto, pues lo dan por celebrado en atención a que
hubo oferta y aceptación, sin determinar cuándo quedó perfecto; y esto se
debe a que los litigios en que han incidido, no han versado sobre este
punto sino sobre la cuestión de saber si hubo o no contrato.2
Y por lo que hace a los medios o signos externos que son necesarios
para que, entre nosotros, se perfeccione la venta por correspondencia ¿qué
doctrina acepta nuestro Código, la de la aceptación pura y simple o la de
la expedición? En otros términos, ¿en qué momento se forma el contrato,
desde que la aceptación se produce o desde que se envía la carta o telegra-
ma que la contiene?

1 Sentencia 2.465 (considerando 11), pág. 1463, Gaceta 1885.


2 Sentencia 2.093, pág. 1466, Gaceta 1879; sentencia 1.999, pág. 1429, Gaceta 1880.

149
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Nos inclinamos por la primera solución, o sea, el sistema aceptado por


el Código de Comercio chileno, es el de la aceptación pura y simple. En
consecuencia, el contrato se forma desde que se redacta la carta o telegra-
ma, ya que el simple propositum in mente retentum no puede tomarse en
consideración en Derecho; y no, como pretenden algunos, desde que aque-
lla se envía. Los que sostienen que nuestro Código acepta la doctrina de la
expedición se basan en que así lo establecía el Proyecto de Código, en el
cual se decía que el contrato se formaba una vez que se enviaba la carta.
Pero cabe observar que este artículo fue suprimido y con él la doctrina de
la expedición, ya que de los términos de los artículos 99 y 101 se despren-
de que basta la simple aceptación y no el envío de la carta para la perfec-
ción del contrato.
En efecto, el artículo 99, al hablar de la época en que el proponente
puede arrepentirse, dice: “en el tiempo medio entre el envío de la oferta y la
aceptación”. Si ese artículo hubiera querido dejar subsistente la teoría de
la expedición, habría dicho entre “el envío de la oferta y el envío de la
aceptación”, o “entre el envío de la oferta y el de la aceptación”, pues en
tal caso, el artículo el habría reemplazado a envío. Sin embargo, no em-
pleó ni una ni otra redacción, y en la frase que ahora contiene da a
entender que la retractación puede operarse desde que se envía la oferta
hasta que se produce la aceptación y no hasta que ésta se envíe. Sólo
empleando la frase “entre el envío de la oferta y el envío de la acepta-
ción”, habría significado el Código que el proponente podía retractarse
aun después de dada ésta, siempre que lo hiciera antes de su envío.
De los términos del artículo 99 resulta, pues, que basta la simple acep-
tación y no su envío para que el contrato se forme.
Además, el artículo 101 dice: “Dada la contestación” y más adelante repi-
te “antes de darse la respuesta”. Ambas frases demuestran que basta la simple
aceptación y no su envío para que el contrato se perfeccione. Si el Código
hubiera querido señalar como momento de la perfección del contrato el
del envío de la respuesta, habría dicho “Enviada la contestación”, como dice
el Código japonés, que establece la doctrina de la expedición; pues entre
dar y enviar hay gran diferencia y ambos vocablos significan cosas muy
diversas. Así, dar la aceptación, no supone su envío; en tanto que el envío
de la aceptación supone que ésta se ha producido, es decir, supone su
existencia, ya que no se puede enviar lo que no existe. Al emplear la ley la
frase “Dada la contestación”, quiso significar que el contrato se perfecciona-
ba en el momento en que el aceptante, al tener conocimiento de la oferta,
la aceptaba, esto es, en el momento en que escribe la carta o telegrama,
sin que sea necesario para ese perfeccionamiento, el envío de la misma.
Uno u otra tendrán que enviarse, no para formar el contrato, pues éste ya
nació, sino para otros efectos.
En resumen, de los términos en que están redactados los artículos de
nuestro Código de Comercio se desprende que ha adoptado la doctrina de
la aceptación pura y simple, tal como la imaginó Pothier y no la de la expe-
dición. Baudry-Lacantinerie dice, igualmente, que entre los Códigos que
han aceptado la teoría de la aceptación pura y simple figura el nuestro.

150
DEL CONSENTIMIENTO

Los pocos fallos de los Tribunales que hay al respecto señalan también
como momento de la celebración del contrato, no el del envío de la carta
o telegrama, sino aquel en que se produce la aceptación.
En cuanto al lugar en que se reputa celebrado entre nosotros el con-
trato de venta por correspondencia, el artículo 104 del Código de Comer-
cio dice que ese lugar será, para todos los efectos legales, aquel en que
resida el aceptante, con lo cual no hace sino consagrar una consecuencia
lógica de la adopción del sistema de la declaración, pues, como vimos, si el
contrato se forma cuando se produce la aceptación y ésta se producirá
necesariamente en el lugar en que resida el aceptante, es evidente que el
lugar de la formación del contrato será donde éste reside.

172. Determinado el momento en que, según nuestro Código de Comer-


cio, se perfecciona el contrato de venta, podemos resolver dos cuestiones
muy interesantes que pueden suscitarse sobre este particular. Son:
1º Si el aceptante envía su aceptación dentro del plazo que el propo-
nente señaló con este objeto, pero por una causa ajena y extraña a su
voluntad, la carta o telegrama que la contiene no llega a poder del polici-
tante ¿hay contrato y puede, en consecuencia, el aceptante exigir su cum-
plimiento?, y
2º Si, en el mismo caso, la aceptación llega atrasada por causa ajena a
la voluntad del proponente ¿hay contrato y debe éste cumplirlo?
La primera de estas cuestiones se presentó ante la Corte de Apelacio-
nes de Concepción que la resolvió negativamente. Don Alejandro Rosselot
ofreció comprar a don Nicanor Muñoz 500 quintales de harina a $ 4,70 el
quintal. Muñoz aceptó el negocio y convino en esperar por seis días la
respuesta de Rosselot referente a si aceptaba o no, en definitiva, la venta.
Dentro de ese plazo Rosselot envió desde Concepción, asiento de sus ne-
gocios, a Muñoz un telegrama en que le pedía la harina, manifestándole
que había aceptado la venta. Pero, por un descuido de la oficina telegráfi-
ca de Victoria, lugar de la residencia de Muñoz, no se le entregó el telegra-
ma, no obstante haberse transmitido. Rosselot demandó a Muñoz exigiendo
la entrega de la harina. El juez de primera instancia acogió la demanda,
considerando que con el envío del telegrama, Rosselot cumplió su obliga-
ción y el contrato quedó en el acto perfecto y que, como Muñoz no había
acreditado no haberlo recibido, por cuanto de autos constaba que había
sido transmitido a Victoria, era lógico suponer que debió haberlo recibi-
do. La Corte mencionada revocó ese fallo, porque consideró que incum-
bía a Rosselot probar que Muñoz había recibido el telegrama y que como
esa prueba no se había producido, debía reputarse como cierto lo que
afirma éste en orden a su no recepción.1 En el caso en litigio, creemos que
quien estaba en la razón era el juez de primera instancia, por cuanto Ros-
selot probó haber enviado ese telegrama oportunamente y según el artícu-
lo 101 del Código de Comercio, desde ese momento hubo contrato. Pero,

1 Sentencia 3.178, pág. 1008, Gaceta 1892, tomo II.

151
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

ni uno ni otra resolvieron el punto mismo que ahora nos ocupa y prefirie-
ron salirse por otro lado. La cuestión que la Corte debió fallar era ésta: ¿se
perfeccionó o no el contrato por el envío del telegrama?
Dentro del artículo 101 del Código de Comercio, es evidente que se
perfeccionó y que hubo contrato desde que el demandante aceptó la ofer-
ta enviando su telegrama.
Aunque sea un absurdo y una iniquidad, creemos que, con arreglo a
los preceptos de ese Código, hay contrato aunque la carta o telegrama,
emitido oportunamente, no sea recibido por el proponente. En efecto, el
contrato se perfecciona desde que se da la aceptación; desde ese instante
hay venta, sin que la ley tome en cuenta que el oferente lea o no el telegra-
ma o la carta, y si es así, es claro que su pérdida no influye en nada. La
opinión que venimos indicando no es sino la consecuencia lógica de la
teoría de la aceptación.
Conviene no dejarse llevar por lo que sostiene Baudry-Lacantinerie1 en
orden a que, en el caso propuesto, no hay contrato ni obligación de nin-
guna especie para el proponente, pues éste examina la cuestión desde el
punto de vista de la teoría de la información o del conocimiento. Dentro
de ella, es perfectamente aceptable esa opinión, mas no así en la de la
aceptación, por cuanto en ésta no se perfecciona el contrato, como en
aquélla, una vez que el proponente recibe la carta, sino una vez que el
aceptante manifiesta su aceptación, sin que influya en nada el hecho de su
recepción.
La segunda cuestión se resuelve, con mayor razón todavía, en idéntico
sentido. Desde que el contrato se perfecciona por el hecho de darse la
aceptación, es claro que si ésta se da oportunamente, hubo contrato y
nada significa que llegue atrasada a poder del oferente, pues no es la re-
cepción de la carta por éste en tiempo oportuno la que lo perfecciona,
sino la aceptación producida en ese tiempo. Tanto en este caso como en el
anterior, el contrato quedó perfecto desde que hubo aceptación y, en con-
secuencia, el proponente debe cumplirlo. Si se niega a ello, el otro contra-
tante podrá hacer uso de las acciones que le confiere el artículo 1489 del
Código Civil.

173. Lo que hemos dicho acerca de la formación del contrato de venta


debe entenderse sin perjuicios de los casos en que la ley exige para su
perfección, la escritura pública. Tales contratos no se perfeccionan por la
sola concurrencia de la oferta y de la aceptación. En ellos, una y otra de
nada sirven si no se otorga esa escritura. Para que haya contrato en este
caso se requiere que el consentimiento conste en forma legal. Antes que
eso suceda, la oferta y la aceptación son, como dicen los autores franceses,
un simple pourparler, es decir, conversaciones que no imponen obligación
alguna. Por esta razón, el precepto del artículo 101 del Código de Comer-
cio solo se aplica a las ventas consensuales. Las solemnes, como se ha di-

1 De la vente, núm. 45, pág. 34.

152
DEL CONSENTIMIENTO

cho, requieren para su perfeccionamiento la escritura pública. En confor-


midad a estas ideas, la Corte de Apelaciones de Santiago ha declarado,
igualmente, que la oferta aceptada en la forma que indican los artículos
98 y 101 del Código de Comercio no crea por sí misma un contrato solem-
ne, desde que, en tal caso, su perfección exige la escritura pública.1 Ha-
bría sido conveniente que ese artículo 101 hubiera agregado, después de
“produce todos sus efectos legales”, la frase “salvo en los casos en que la
ley exige alguna otra formalidad”, como lo hace el artículo 649 del Código
portugués. Si esa frase no se agregó ha sido, probablemente, porque en el
Derecho comercial son muy pocos los contratos solemnes y porque esa
excepción se subentiende por sí sola, sin necesidad de disposición expre-
sa, en virtud del artículo 1701 del Código Civil.

174. Lo dicho respecto de los contratos de venta solemnes en cuanto al


ningún efecto que la oferta y la aceptación producen en ellos mientras no
se otorgue la escritura pública, debe aplicarse también a las ventas condi-
cionales, tales como las que se hacen a prueba, al gusto, sobre muestras,
por orden, al peso, cuenta o medida, etc., porque en éstas, la oferta y la
aceptación no bastan para formar el contrato. Es necesario que se cumpla
la condición que llevan envuelta, es decir, que las cosas se prueben, se
vean, se pesen, cuenten o midan, etc. Sólo entonces se habrá perfecciona-
do la venta. Antes de eso la oferta y la aceptación no crean ningún vínculo
obligatorio, salvo el caso excepcional del efecto que producen las ventas al
peso, cuenta o medida, en ciertas ocasiones, como vamos a verlo. Los efec-
tos de la oferta y de la aceptación llegarán a producirse si se realiza la
condición a la cual se subordina la existencia del contrato.
Si las cosas no son del agrado del comprador, si son diferentes, si no
son de la misma calidad, etc., el contrato no se forma y la oferta y la
aceptación carecen de todo valor. Por consiguiente, la disposición del
artículo 101 que establece que el contrato se perfecciona una vez que la
oferta es aceptada, debe entenderse con la salvedad de las ventas condi-
cionales en las cuales, como se ha dicho, el contrato no se produce cuan-
do ambas existen, sino cuando, a más de eso, se realiza la condición
convenida o subentendida en él.

175. Baudry-Lacantinerie estudia el caso de dos cartas que se cruzan, una


llevando la proposición de vender y otra la proposición de comprar y am-
bas concebidas en las mismas condiciones y se pregunta cuándo se forma
el contrato en tal evento. El caso es hipotético y de difícil realización prác-
tica. Pero, en el supuesto que ocurra es indudable que, por el hecho de
estar concebidas ambas propuestas en idénticas condiciones y por el he-
cho de versar sobre la misma cosa, hay concurso de voluntades sobre la
cosa y el precio y, por lo tanto, el contrato se forma, en el momento en
que ambas cartas se crucen, es decir, en el instante mismo en que se en-

1 Sentencia 2.658 (considerando 4º), pág. 1660, Gaceta 1886.

153
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

cuentren escritas, porque, según nuestro Código, no es necesario que el


proponente sepa que el aceptante dio su consentimiento.
La respuesta se ha dado antes de llegar la oferta y el contrato se forma
cuando las dos cartas estén escritas y vayan en viaje, naturalmente, porque
para que haya oferta es menester que sea enviada y aquí ambas cartas son
ofertas y aceptaciones a la vez.
Baudry-Lacantinerie cree que el contrato se forma cuando la carta que
llegue primero a su destino sea conocida de su destinatario, pues entonces
existe, según él, el concurso de ambas voluntades.1 Esta solución no es
sino aplicación de la doctrina del conocimiento que reputa formado el
contrato cuando el proponente tiene conocimiento de la aceptación. Pero,
según nuestro Código de Comercio, es decir, según la doctrina de la acep-
tación, el contrato se perfecciona desde el momento que ambas se escri-
ben y se envían, pues en ese momento está hecha la oferta de cada parte y
otorgada la aceptación de cada una.
Naturalmente y como dice el autor citado, si ambas cartas contienen
proposiciones diversas y bajo condiciones diferentes, no hay contrato des-
de que se envían, como ocurre en el caso citado, porque todavía no hay
acuerdo de voluntades. El contrato se formará una vez que aquel que pri-
mero reciba una proposición diversa de la suya, la acepte lisa y llanamen-
te. Desde ese momento habrá contrato, sin perjuicio, naturalmente, que la
otra parte pueda aceptar, a su vez, la oferta que recibe, diversa a la suya, en
cuyo caso por ese hecho nace un nuevo contrato y se forman, así, dos
contratos, ya que ambas proposiciones son diversas y ambas han sido acep-
tadas. Así, por ejemplo, A envía una carta desde Santiago a B, que reside
en Valparaíso, el 1º de enero en que le ofrece vender un caballo en $ 100.
El mismo día B envía otra a A, en que le ofrece comprar un buey en $ 50.
Aquí no hay contrato, sino cuando B acepte la oferta que le hace A., quien,
a su vez, puede aceptar la oferta de B y nace así otro contrato diverso. Son
dos contratos de ventas diferentes entre las mismas partes.

176. En los últimos años, con la invención del teléfono, ha surgido la difi-
cultad de saber a qué clase de contratos pertenecen los que se celebran en
esta forma, es decir, si son contratos entre presentes o entre ausentes. Tam-
bién ha sido necesario determinar en qué momento y en qué lugar se forma
el contrato que se celebra por teléfono, cuestión que tiene mucho interés si
se considera, como dice Baudry-Lacantinerie, que hoy se pueden comunicar
telefónicamente personas que se encuentran en países diversos.2
Lo que caracteriza a los contratos entre presentes es que ambas partes
se encuentran en presencia una de otra cuando se celebra el contrato y,
por lo tanto, la aceptación sigue inmediatamente a la oferta, sin que entre
una y otra haya un intervalo de tiempo que las separe. En cambio, los

1 De la vente, núm. 41, pág. 30.


2 Esto es aplicable a los países europeos, porque no tengo conocimiento que en Améri-
ca, o al menos en Chile, haya teléfonos internacionales.

154
DEL CONSENTIMIENTO

contratos entre ausentes se caracterizan porque ambas partes se encuen-


tran en diversos lugares; de tal modo, que la voluntad de una no llega a
conocimiento de la otra por medio de la misma persona que la da, sino
por otros medios; por consiguiente, entre la oferta y la aceptación media
siempre un intervalo de tiempo más o menos apreciable.
En síntesis, lo que constituye la diferencia esencial entre ambos contra-
tos es: 1º Que en los celebrados entre presentes la voluntad de cada una de
las partes llega a conocimiento de la otra por boca de la misma que la da,
por encontrarse ambas en el mismo lugar, en tanto que en los contratos
entre ausentes llega por otros medios, por encontrarse en lugares diversos;
pero nunca por la misma persona que la da; y 2º Que en los contratos entre
presentes no hay intervalo alguno entre la oferta y la aceptación; mientras
que en los pactados entre ausentes, hay siempre un intervalo.
Apliquemos esos principios a los contratos celebrados por teléfono.
¿Cómo llega la oferta a conocimiento del aceptante? Directamente por
boca del proponente. Es cierto que no está uno en presencia del otro;
pero quien comunica la oferta al aceptante es el mismo policitante. ¿Me-
dia algún espacio de tiempo entre la oferta y la aceptación? Ninguno, por-
que el aceptante manifiesta su voluntad de viva voz en el momento mismo
en que recibe la oferta del proponente. Tenemos, entonces, que en el
contrato celebrado por teléfono concurren los requisitos esenciales del
contrato entre presentes.
Pero, ¿ambas partes se encuentran en el mismo lugar? No, porque si
así fuera, no se comunicarían por teléfono, sino que contratarían directa y
personalmente. Si ambos contratantes se encuentran en diversos lugares,
es claro que no se hallan presentes y, por lo tanto, el contrato, desde este
punto de vista, pertenece a los celebrados entre ausentes.
En resumen, si se atiende al momento en que se forma el contrato de
compraventa celebrado por teléfono, es un contrato entre presentes, pues
la aceptación sigue a la oferta inmediatamente, es decir, casi son simultá-
neas. Luego, en cuanto a la época de su celebración, no debe averiguarse
cuando dio su aceptación el aceptante. El contrato se formó en el acto mis-
mo de la conversación por teléfono. Pero, si se atiende al lugar en que se
perfeccionan, los contratos celebrados por teléfono son verdaderos contra-
tos entre ausentes, ya que ambas partes se hallan en lugares diversos. El
contrato, en este caso, según el ya citado artículo 101, se tendrá por celebra-
do en el lugar de la residencia del aceptante. Según esto, si los contratos
celebrados por teléfono se reputan como contratos entre presentes, en cuanto
al momento en que se perfeccionan, deben reputarse como contratos entre
ausentes, si se atiende el lugar en que se celebran.1 El Código alemán, en su
artículo 147, reconoce expresamente que los contratos celebrados por me-
dio del teléfono son entre presentes, pues dispone que la oferta hecha de
persona a persona por medio del teléfono debe ser aceptada inmediata-
mente, tal como si se encontrara una en presencia de la otra.

1 BAUDRY-LACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 40, pág. 67; PLANIOL, II, pág. 338, nota 1.

155
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

177. Dijimos más arriba que la oferta podía dirigirse a una persona deter-
minada o bien al público en general, es decir, podía ser indeterminada.
Esta clase de oferta tiene efectos y alcances muy diversos de la oferta deter-
minada y puede realizarse por medio de avisos en los diarios, por medio
de carteles, prospectos, circulares, catálogos, notas de precios corrientes,
por etiquetas puestas en las mercaderías, etc.1

178. Nuestro Código de Comercio, en su artículo 105, se ocupa también


de las ventas celebradas en esta forma. Distingue, a este respecto, entre la
oferta dirigida al público en general y la dirigida a determinadas personas.
Dice ese artículo: “Las ofertas indeterminadas contenidas en circulares, catá-
logos, notas de precios corrientes, prospectos o en cualquiera otra especie de anuncios
impresos, no son obligatorias para el que las hace. Dirigidas a personas determina-
das llevan siempre la condición implícita de que al tiempo de la demanda no hayan
sido enajenados los efectos ofrecidos, de que no hayan sufrido alteración en su precio
y de que existan en el domicilio del oferente”.

179. De este artículo se desprende que la diferencia esencial entre la ofer-


ta hecha por medios de réclame y la dirigida a una persona en especial,
consiste en que aquélla no obliga al proponente a esperar respuesta du-
rante cierto tiempo, ni aunque se dirija a personas determinadas, porque
para que le obligue, sería menester que los efectos no hayan sido enajena-
dos o sus precios no se hayan alterado, etc. En una palabra, no está en
ningún caso obligado a esperar la aceptación del aceptante ni a no dispo-
ner de la cosa ofrecida. De modo que aunque la oferta sea aceptada, si
han variado las circunstancias en que fue hecha, el contrato no se forma y
el aceptante no puede exigir indemnización de perjuicios.

180. ¿Cuándo se forma el contrato en estos casos? Se ha dicho que el


oferente no queda obligado a esperar respuesta de la persona a quien se
envió la oferta, como tampoco a no disponer de las cosas ofrecidas. En
consecuencia, cuando una persona entra al almacén que ha enviado las
circulares y no han variado las condiciones consignadas en ellas y pide una
de dichas cosas, siempre que exista en poder del oferente, se forma el
contrato, porque se ha producido concurso de voluntades y desde enton-
ces el comerciante queda obligado a vender; pero para ello es menester
que las cosas aún existan en poder del oferente y no hayan variado de
precio. Por lo tanto, el contrato se forma cuando la oferta es aceptada por
la persona a quien se dirige, toda vez que las cosas ofrecidas no hayan
variado de precio, no hayan sido enajenadas o no hayan salido del domici-
lio del oferente. De aquí por qué la ley dice que las ofertas hechas por
circulares, catálogos, etc., no obligan al oferente; en realidad, la oferta sólo
viene a existir con el carácter de tal una vez que se produce la aceptación,

1 P LANIOL, II, núm. 971, pág. 334; GUILLOUARD, I, núm. 19, pág. 31; BAUDRY-LACANTI -
NERIE, Des obligations, I, núm. 30, pág. 42; De la vente, núm. 46, pág. 34.

156
DEL CONSENTIMIENTO

puesto que entonces el proponente queda obligado a cumplir su oferta.


Antes de la aceptación se supone que no la hay.

181. Las ofertas hechas en la forma indicada no obligan siempre al co-


merciante a vender la cosa ofrecida, aunque haya aceptación. Además de
los casos mencionados en el inciso 2º del artículo 105, es decir, si las cosas
han sido enajenadas, o han salido del domicilio del oferente, o han subido
de precio, en los cuales no hay venta, aunque haya aceptación, ésta tampo-
co impone obligación alguna al oferente de cumplir su oferta, es decir,
tampoco se forma el contrato, si el proponente retira, antes de la acepta-
ción, la etiqueta que indicaba el precio de las mercaderías ofrecidas. Nada
significa que las deje siempre expuestas al público, pues el hecho de per-
manecer allí no implica la persistencia del precio anterior.
Tampoco obliga la aceptación al oferente, si las ofertas han sido he-
chas con un carácter condicional, sea tácito o expreso, como ocurre cuan-
do un comerciante, para aumentar su clientela, ofrece al público ciertas
mercaderías a un precio inferior al que realmente valen. De ser así, el
carácter mismo de la oferta demuestra que va dirigida al comprador al por
menor y no al comerciante al por mayor, que no podría exigir al oferente
el cumplimiento del contrato.1

182. Las ofertas contenidas en circulares, avisos, etc. no obligan, como


hemos dicho, en ningún caso al oferente, ni aun cuando se hagan a perso-
nas determinadas, pues en este caso están siempre subordinadas a la con-
dición que las cosas ofrecidas no hayan sido enajenadas, retiradas del
domicilio del oferente o no hayan aumentado de precio.
Por esto, el comerciante que ha dirigido un catálogo o circular que
contiene ofertas de mercaderías, aunque vayan dirigidas a personas de-
terminadas y con indicación de los precios, no se impone la obligación
de esperar la respuesta, ni se inhabilita para vender esas mercaderías a
otras personas distintas de aquellas a quienes hizo la oferta.2 Si la perso-
na a quien se dirigió la circular no encuentra en el almacén la mercade-
ría que se le ha ofrecido, no puede exigir daños y perjuicios y debe
conformarse con su suerte, pues al recibir la circular supo perfectamen-
te bien la libertad en que quedaba el oferente y el derecho de éste para
venderlas a cualquiera persona. La única obligación que el oferente tie-
ne en esta clase de ofertas es vender al público en los precios indicados
en las circulares, avisos, catálogos, etc., siempre que en el momento de ser
demandadas, no hayan variado, pues si han experimentado alguna altera-
ción, la oferta desaparece según el artículo 105 y el oferente queda en
libertad de acción.

1BAUDRY-LACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 30, pág. 43.


2 Véase la opinión contraria en BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, pág. 36, núm. 48, y
en G UILLOUARD, De la vente et l’echange, I, núm. 19, pág. 32. Véase por la afirmativa, TRO-
PLONG, De la vente, I, núm. 124, pág. 147.

157
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

En resumen, puede decirse que las ofertas hechas por medios de récla-
me, aunque vayan dirigidas a personas determinadas, no imponen obliga-
ción alguna al oferente.

183. Por la misma razón, si el oferente ofrece mercaderías que aún no


tiene en su poder o que tiene en muy pequeña cantidad, no está obligado
a indemnizar daños y perjuicios a las personas que las soliciten, porque
aunque haya habido cierta negligencia de su parte en ofrecer lo que no
tenía, la oferta llevaba, en ese caso, la condición de que existieran en el
domicilio del oferente. No existiendo allí esas cosas, éste no tiene obliga-
ción alguna.
No puede sostenerse, a mi juicio, que el artículo 105 del Código de
Comercio no contempla el caso que el comerciante ofrezca mercaderías
que no tiene, sino sólo aquel en que ellas no existan en el domicilio del
policitante por haber sido enajenadas anteriormente, porque la ley, al ha-
blar de que las mercaderías existan en dicho domicilio, no ha distinguido
si no existen por haber sido vendidas o por no haberlas aún adquirido el
oferente. Luego, si la ley no distingue, el hombre tampoco puede hacerlo.
Pero aun hay más. La ley, en la frase “y de que existan en el domicilio del
oferente”, no se ha referido precisamente al hecho que las mercaderías no
hayan sido vendidas, sino al hecho mismo que no existan en ese domicilio
por no haber sido adquiridas por el policitante, porque del caso en que
no existen por haber sido vendidas, se ocupó al expresar “de que al tiempo
de la demanda no hayan sido enajenados los efectos ofrecidos”. En consecuencia,
si las mercaderías han sido vendidas; el oferente queda libre de todo com-
promiso, y si no existen en su domicilio por no haberlas aún adquirido, no
obstante la oferta que de ellas hizo, queda también libre y exento de toda
responsabilidad.1

184. Excusado creemos decir que si el oferente se retracta de la oferta


contenida en catálogos, avisos o circulares, o si muere o se incapacita an-
tes de la aceptación, no hay posibilidad de que exista el contrato desde
que, en tal evento, no puede haber concurso de voluntades. En cuanto a
la retractación, no impone, en ningún caso, al policitante la obligación de
indemnizar daños y perjuicios, aunque el aceptante los haya experimenta-
do, porque, como vimos, no tiene obligación de esperar la respuesta, ni de
conservar en su poder la cosa ofrecida.

1 Véase la opinión contraria en BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, pág. 38, núm. 51.

158
CAPITULO CUARTO

DE LA COSA VENDIDA

1º GENERALIDADES

185. “Nec emtio, nec venditio sine re, quæ veneat, potest intelligi”, decían los
romanos,1 o sea, “no se puede decir que hay compra ni venta sin que haya
cosa que se venda”. La cosa vendida es un elemento esencial del contrato
de venta, de modo que si falta es inexistente,2 porque la obligación del
vendedor carecería de objeto y con ello el contrato mismo.3 No se conci-
be, ni jurídica ni materialmente, una venta sin que haya cosa que se venda,
porque lo que constituye la esencia misma de ese contrato es el cambio de
una cosa por dinero. De aquí que sea necesario determinar qué debe en-
tenderse por cosa vendida.
Cuando la ley dice que la venta es un contrato por el cual una persona
se obliga a dar una cosa, ha querido significar que dicho contrato solo obli-
ga a dar una cosa susceptible de ser transferida de dominio, es decir, sus-
ceptible de ser objeto de una negociación lícita. La ley, al referirse a la
obligación de dar una cosa, ha empleado la expresión “cosa” en el sentido
jurídico, en el sentido de todo aquello que es susceptible de dominio, no
en el sentido vulgar que ella tiene. Hablando con propiedad jurídica, por
cosa vendida debe entenderse aquel bien corporal o incorporal que una de las partes
se obliga a dar a otra, pues no todas las cosas pueden ser objeto del contrato
de venta. Lo son únicamente aquellas respecto de las cuales el hombre
puede ejercitar un derecho de dominio; las otras, tales como las cosas
comunes a todos los individuos, no pueden venderse, porque son inapro-
piables. Quede bien entendido que cuando hablamos de cosa vendida nos
referimos, en general, a todos los bienes sin excluir a aquellos que no
pueden momentáneamente ser objeto del contrato de venta por disposi-
ción de la ley, como lo veremos más adelante, porque esas prohibiciones
recaen, en muchos casos, sobre cosas que son susceptibles del derecho de
propiedad y que la ley excluye de este contrato por otras razones.

1 Digesto, Libro 18, título 1º, núm. 8º.


2 Sentencia 2.831, pág. 1573, Gaceta 1881.
3 PLANIOL , II, pág. 341, núm. 997.

159
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

En resumen, por cosa vendida debe entenderse cualquier bien mate-


rial o inmaterial que una de las partes se obliga a dar a la otra y que
constituye para aquélla el objeto de la obligación que contrae por el con-
trato de venta.

186. Acerca de las cosas que pueden ser objeto de este contrato, el artícu-
lo 1810 del Código Civil establece la siguiente regla general: “Pueden ven-
derse todas las cosas corporales e incorporales, cuya enajenación no esté prohibida
por ley”.
Según el artículo transcrito, la regla general en esta materia es que
todas las cosas pueden venderse. La excepción es que no puedan vender-
se. En consecuencia, “para que la venta de una cosa sea posible, no es
necesario, como dice un autor, que una disposición legal la permita, sino
que basta que ninguna ley la prohíba”.1
De lo dicho se desprende que sólo las cosas que la ley prohíbe vender
no son susceptibles de ser objeto del contrato de venta. Esas cosas son las
que se conocen con el nombre de incomerciables. Más adelante veremos
en qué consisten y cuáles son en nuestra legislación.

187. Luego, toda cosa comerciable puede venderse, sea corporal o incor-
poral. Tanto las cosas que podemos apreciar por nuestros sentidos, como
aquellas que no caen bajo el dominio de estos y que consisten en una
creación jurídica que sólo el espíritu es capaz de concebir, pueden ser
objeto del contrato de la venta.
Entre las cosas incorporales que son susceptibles de este contrato, se
encuentran, además de los derechos y acciones que con el ejemplo típico
de aquéllas, las cosas morales, como las llamó Pothier, tales como la suer-
te, la esperanza, etc., y las obras del espíritu y del talento, como las obras
literarias, artísticas, inventos, etc. Estas cosas son las que se conocen con
los nombres de propiedad literaria y artística en el primer caso y propie-
dad industrial, en el último. Debe incluirse, además, entre ellas, la propie-
dad comercial, o sea, la que se tiene sobre las marcas de fábricas, títulos de
los almacenes, etc. De la venta de las cosas incorporales denominadas mo-
rales, nos ocuparemos al hablar de la venta de cosa futura.
Respecto de las otras propiedades mencionadas, literaria, industrial y
comercial, podemos decir que todas ellas son susceptibles de venderse, es
decir, de constituir el objeto del contrato de venta y así lo establecen las
leyes respectivas. Aun cuando la ley no hubiera expresamente establecido
que esas propiedades pueden transferirse, en todo caso, habrían podido
venderse, porque por el solo hecho de constituir una propiedad para sus
autores, queda subentendido el derecho de éstos para venderlas y enaje-
narlas como mejor lo deseen, ya que una de las características del derecho
de propiedad, la principal tal vez, es la de poder disponer libremente de la
cosa que es su objeto.

1 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 89, pág. 67.

160
DE LA COSA VENDIDA

De ahí que la ley, consecuente con ese principio, haya facultado expre-
samente a los propietarios de aquellas cosas inmateriales para que las ce-
dan, vendan y transfieran sin sujeción ni trabas de ninguna especie.1

188. Pero a pesar que esas cosas inmateriales pueden venderse, hay que
tener presente, sin embargo, respecto de la propiedad literaria y artística,
que “lo que en este caso se vende no es la cosa misma, el derecho absoluto
de explotarla, sino un derecho de explotación restringido, que queda siem-
pre sometido a la apreciación del autor”.2 A la inversa de lo que ocurre
con la venta de las demás cosas, en que el propietario pierde todo derecho
a la cosa vendida siendo su único dueño el comprador, cuando se vende la
propiedad literaria y artística, el autor de la obra o composición no pierde
en absoluto el derecho que sobre ella tenía, como el comprador tampoco
adquiere un derecho único y exclusivo sobre la misma.
En efecto, el comprador que, en buenas cuentas, es el editor, no ad-
quiere ni puede adquirir un verdadero derecho de propiedad sobre la
composición u obra literaria, artística o musical, etc., porque no podría
cambiar el nombre del autor y ponerle el suyo, como tampoco podría
introducir cambios o innovaciones en ella. Todo esto prueba que el com-
prador o editor no adquiere, realmente, el derecho de propiedad de la
composición sino el derecho de explotarla.
Por su parte, el vendedor, esto es, el autor de la obra, no pierde en
absoluto todo derecho sobre la misma y conserva siempre la calidad de
autor, puede introducirle innovaciones o cambios y aun puede impedir su
publicación, indemnizando, naturalmente, al comprador los perjuicios con-
siguientes. Por lo tanto, el autor o vendedor de la propiedad literaria con-
serva una especie de derecho eminente, si así pudiera decirse, sobre la
obra vendida; al mismo tiempo que el comprador sólo adquiere el dere-

1 La ley de marcas de fábricas de 1874 dispone en su artículo 6º que la enajenación o


traspaso de aquellas no requiere ninguna solemnidad especial y sólo debe anotarse en el
registro respectivo, previo anuncio al público por un aviso publicado durante diez días, a
fin de evitar suplantaciones y falsificaciones. De modo que la venta de una marca de fábri-
ca no requiere más formalidad que la indicada (ANGUITA, Leyes promulgadas en Chile, tomo
II, pág. 355). La ley de privilegios exclusivos de 1840 dice en su artículo 1º: “La propiedad
del privilegio o patente es transmisible como toda otra; pero cuando se enajene se avisará
previamente al Ministro del Interior, expresando los motivos que causan la enajenación. Si
los encontrase justos se anotará en el libro la transferencia y si no, procederá a hacer efecti-
va la disposición del artículo 11”. Este artículo señala las penas en que incurre el que use
del privilegio sin habérsele transferido. Como se ve, la venta de un privilegio exclusivo no
requiere sino cumplir con el requisito señalado (Idem, tomo I, pág. 333). Finalmente la ley
sobre propiedad literaria y artística de 1834 dispone en su artículo 3º que los autores y sus
herederos pueden transmitir sus derechos a cualquiera persona. En este caso, no se señala
para la venta ninguna formalidad (Idem, tomo I, pág. 241). Respecto de la manera como
se constituyen esas propiedades no me corresponde su estudio, todo lo cual, por lo demás,
se encontrará en las leyes respectivas.
2 MARCADÉ, VI, págs. 210 y 211.

161
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

cho de reproducirla y publicarla, quedando su derecho de explotación


subordinado a la apreciación del autor.
La transferencia o venta de la propiedad literaria no es, pues, una ven-
ta propiamente tal, aun cuando participa de sus caracteres, ya que, en
definitiva, como dice Manresa, siempre resulta que existe la enajenación
de un objeto de derecho mediante un precio. Es, en buenas cuentas, una
especie particular de contrato de venta.
Este contrato de venta sobre la propiedad literaria es lo que se conoce
en otras legislaciones más propiamente con el nombre de contrato de edi-
ción porque lo que se vende no es la obra misma, no es la calidad de autor
que es intransferible por ser inherente a la personalidad humana, sino
solamente el derecho de explotarla y de reproducirla.1
Respecto de la propiedad industrial y comercial no hay nada que ob-
servar, porque allí se vende la cosa misma, el invento o la marca de fábri-
ca, cuyo dominio absoluto para explotarlo y para usarlo corresponde al
comprador, quedando el vendedor privado de todo derecho relativo al
uno o a la otra.

189. La cosa vendida, como objeto de la obligación del vendedor y por


abreviación, como dice Planiol, del contrato, está sujeta a las reglas gene-
rales que rigen el objeto en las obligaciones y contratos en general. Según
ellas, éste debe ser lícito, determinado y posible, es decir que exista o
pueda existir.
Pues bien, la cosa vendida debe reunir los requisitos propios de todo
objeto contractual y a más de esos, los que son característicos y especiales
a la naturaleza del contrato de venta.
Según esto, la cosa vendida, sea corporal o incorporal, para ser tal y
para que el contrato de venta sea válido, debe reunir cuatro requisitos, a
saber: 1º que sea comerciable, esto es, que su enajenación no esté prohibi-
da por la ley; 2º que sea singular y determinada; 3º que exista o se espere
que exista; y 4º que sea propia del vendedor o ajena.
Más adelante estudiaremos detenida y separadamente en qué consis-
ten cada uno de esos requisitos y cuáles son sus excepciones, como tam-
bién las reglas a que están sometidos.
Por ahora debemos hacer presente que esos cuatro requisitos no son
sino la consecuencia forzosa de los principios generales del Derecho apli-
cados al contrato de venta. De ahí por qué no puedan venderse las cosas
incomerciables, ni las indeterminadas o universales, ni las inexistentes y
finalmente las que pertenecen al comprador. En algunas hay imposibili-
dad física para su venta, tales como ocurre con las inexistentes; en otras, o
sea en las restantes, hay imposibilidad jurídica para ella.
Las cosas incomerciables no pueden venderse, según lo dice el artículo
1810, porque su venta está prohibida por la ley; de modo que si se vendie-

1
Véase al respecto: S UPINO, Derecho Mercantil, págs. 290 a 292; MARCADÉ, VI, pág. 210;
MANRESA, X, pág. 36; TROPLONG, I, núm. 206, pág. 276.

162
DE LA COSA VENDIDA

ran a pesar de esa prohibición, la venta sería nula, en razón de la ilicitud


del objeto, pues la incomerciabilidad de las cosas se funda en razones de
interés público, de moralidad o de orden general.
Por igual razón prohíbe la ley la venta de una universalidad jurídica o
mejor dicho, de todos los bienes de una persona, porque éstos, en reali-
dad, forman su patrimonio que, según su naturaleza, es intransferible. Tam-
poco se concibe la venta de una cosa indeterminada. De ser ésta así, el
consentimiento no tendría sobre qué recaer. Además, el deudor o vende-
dor, cumpliría su obligación como mejor quisiera en desmedro del com-
prador que, a causa de la indeterminación del objeto, no podría exigir
algo determinado y preciso; y esto no puede permitirlo la ley.
Si la cosa es inexistente tampoco hay venta y de ahí por qué la ley
exige que exista o se espere que exista. Si no hay un objeto sobre el cual
recae la voluntad de los contratantes y que constituya el móvil de sus obli-
gaciones, éstas no pueden existir y sin ellas, el contrato mismo. En este
caso habría imposibilidad absoluta para que una de las partes cumpliera el
contrato, y según un aforismo jurídico “nadie puede ser obligado a lo
imposible”.
Finalmente, teniendo por objeto el contrato de venta que el compra-
dor adquiera una cosa que no tiene, es indudable que si ésta ya le pertene-
ce no pueda adquirirla nuevamente; el contrato sería nulo por falta de
causa, pues el objetivo de su obligación, la adquisición de la cosa, no exis-
tiría. Por esta razón sólo pueden venderse las cosas que no pertenezcan al
comprador, sean propias del vendedor o ajenas.

190. Si la cosa que se vende no es comerciable, ni singular o determinada,


ni existente o pertenece al comprador, no reúne los requisitos que son
indispensables para que sea susceptible de venderse y el contrato o carece
de objeto o, si lo tiene, es ilícito. En el primer caso sería inexistente y nulo
absolutamente en el segundo.
En efecto, si la cosa que se vende es inexistente ni se espera que exista
en forma alguna o pertenece al comprador, no hay objeto en el primer
caso y falta la causa en el segundo y como ésta, a su vez, es el objeto para la
otra parte, resulta que el contrato no existe, pues no puede formarse cuando
carece de causa u objeto. Dentro de la doctrina de nuestro Código, sin
embargo, el contrato en esos casos sería nulo absolutamente.
Ahora, si la cosa es incomerciable o universal e indeterminada, el obje-
to del contrato es ilícito, puesto que se contraría una prohibición legal y se
viola así una ley de orden público, cuya infracción acarrea la nulidad abso-
luta del contrato. Además el artículo 1682 establece expresamente que el
objeto o la causa ilícitos producen nulidad absoluta.
Según los principios de nuestro Código, por consiguiente, la omisión
de algunos de los requisitos mencionados en la cosa vendida o, mejor
dicho, la venta de una cosa que no reúna los cuatro requisitos antes seña-
lados, es nula absolutamente; aun cuando dentro de la verdadera doctri-
na, la omisión de los requisitos tercero y cuarto produce la inexistencia
jurídica del contrato que es más que la nulidad absoluta. Esta sólo viene a

163
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

producirse, en realidad, según esta doctrina, en los casos en que se ven-


den cosas a las cuales falten los requisitos primero o segundo.

2º PRIMER REQUISITO: LA COSA VENDIDA


DEBE SER COMERCIABLE

191. Se ha dicho anteriormente que sólo son susceptibles de venderse las


cosas comerciables o sean aquellas cuya enajenación no está prohibida
por la ley.
Conviene entonces precisar el alcance que la palabra comerciable tie-
ne en nuestra legislación en el sentido que a ella se da cuando nos referi-
mos a las cosas que pueden venderse. Por cosas comerciables o que estén
en el comercio no se entiende en este caso, aquellas que son objeto de la
actividad mercantil, es decir, que son objeto de una especulación, sino que
se entiende por tales las que pueden servir de objeto lícito a un acto jurí-
dico. En otras palabras, son cosas comerciables aquellas que no constitu-
yen un objeto ilícito, porque su enajenación no está prohibida por la ley.
Por eso, dice Planiol, cuando la ley nos expresa que las cosas que están en
el comercio son las únicas que pueden venderse, no nos enseña nada,
pues que si están en el comercio es justamente porque pueden servir de
objeto a los contratos.1
En realidad, se confunde aquí la cosa lícita con la cosa comerciable; y
es lícito lo que es comerciable y es comerciable lo que es lícito.
Las cosas comerciables, en resumen, son aquellas que constituyen un
objeto lícito en el contrato, porque su enajenación no está prohibida por
la ley. De modo que las cosas comerciables pueden estar y circular en la
propiedad de los hombres.2
Dos requisitos debe reunir una cosa, según Baudry-Lacantinerie, para
ser comerciable, esto es, para constituir un objeto lícito: 1º que sea suscep-
tible de propiedad privada y 2º que pueda ser transferida, o sea pasar del
dominio de una persona al de otra. “La libre disposición de los bienes es
un atributo esencial y característico del dominio y la circulación o trasla-
ción de dominio de los bienes, dice Barros Errázuriz, es lo que constituye
la esencia del comercio, tomada esta palabra en su más amplia acepción”.3
Pues bien, para que la cosa pueda ser transferida, para que pueda pasar
del dominio de una persona al de otra, es menester que la ley no haya
prohibido esa transferencia; porque cuando se dice que para que una cosa
sea comerciable se requiere que pueda ser transferida de dominio, no se
quiere significar con ello que pueda transferirse real o materialmente, sino
que pueda serlo legalmente; de donde se desprende que sólo pueden trans-

1 II, núm. 1.010, pág. 345.


2 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 90, pág. 67.
3 Tomo I, pág. 129.

164
DE LA COSA VENDIDA

ferirse legalmente las cosas que la ley no ha prohibido enajenar, o sea,


volviendo al círculo vicioso, aquellas que no constituyen un objeto ilícito.
De lo expuesto resulta que cosas incomerciables son aquellas que, no
obstante ser susceptibles de propiedad privada la más de las veces y de
poderse transferir de dominio, no pueden, sin embargo, traspasarse legal-
mente, no pueden ser objeto lícito de un contrato. Cosas incomerciables,
en nuestro Derecho, son las que la ley prohíbe enajenar y que al enajenar-
se constituyen, por lo tanto, un objeto ilícito. Según esto, todas las cosas
cuya enajenación produzca, según la ley, objeto ilícito son inalienables o
mejor dicho, incomerciables, de donde resulta que son incomerciables las
que constituyen un objeto ilícito ante el Derecho. Como en el caso ante-
rior, lo ilícito es incomerciable porque lo incomerciable es ilícito.
Basta que una cosa sea declarada incomerciable por la ley para que su
enajenación constituya un objeto ilícito; y a la inversa, siempre que la ley
establece un objeto ilícito, éste no puede enajenarse.
Resumiendo y concretando las ideas expuestas llegamos a la conclu-
sión siguiente: las cosas comerciables son aquellas que pueden constituir
un objeto lícito al enajenarse; y las cosas incomerciables son las que al
enajenarse constituyen un objeto ilícito. En otros términos, cuando se ven-
de una cosa lícita, se ha vendido una cosa comerciable; y cuando se vende
una cosa ilícita, se ha vendido una incomerciable.
Por eso, cuando el artículo 1810 dice que pueden venderse todas las
cosas cuya enajenación no esté prohibida por ley, da a entender que sólo
pueden venderse aquellas que constituyen un objeto lícito, quedando ex-
cluidas de este contrato las que constituyen un objeto ilícito que, por este
hecho, son incomerciables.

192. Según esto, siempre que, entre nosotros, se prohíba la enajenación


de una cosa, sea que para ello se haya tenido en vista el interés general o
el privado, ésta es incomerciable y su venta será nula, de nulidad absoluta,
por adolecer de objeto ilícito.
En el Código francés se hace una distinción al respecto. El artículo
1598 dice que todo lo que está en el comercio puede ser objeto del contra-
to de venta, a menos que leyes particulares no prohíban su enajenación.
De aquí resulta, según los comentaristas franceses, que hay cosas que no
están en el comercio y cosas cuya venta está prohibida por la ley, y fundan
la distinción en que las primeras han sido excluidas del comercio en aten-
ción al interés público y las segundas, en atención al interés privado. Y de
esa distinción sacan esta consecuencia: la venta de una cosa incomerciable
es inexistente; y la de una cosa prohibida por la ley es nula. Por cuya
razón, puede exigirse en este caso, indemnización de perjuicios, lo que no
puede hacerse en la venta de una cosa incomerciable.1
Esta distinción no podemos hacerla en nuestra legislación, porque siem-
pre que la ley prohíbe la enajenación de una cosa, su enajenación o venta es

1 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núms. 90 a 94, págs. 67 a 73.

165
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

nula absolutamente, por adolecer de objeto ilícito, cualquiera que sea el


fundamento de la prohibición legal. Basta el hecho que la ley prohíba ven-
der una cosa para que su venta esté afectada de nulidad absoluta, en razón
de violarse una ley de orden público, como es la que establece las cosas que
constituyen objeto ilícito.1 Así, por ejemplo, según la doctrina francesa la
venta de un derecho personalísimo es nula pero no inexistente, porque la
prohibición se hace en atención al interés privado y el comprador puede
pedir indemnización de perjuicios.2 Entre nosotros, en cambio, la venta de
un derecho personalísimo constituye un objeto ilícito según el artículo 1464,
disposición que por establecer las cosas que son objeto ilícito es de orden
público, aunque tenga por fundamento el interés privado y produce nulidad
absoluta; además no puede el comprador exigir indemnización de perjuicios
porque, como vamos a verlo, ha procedido sin error, ya que la ley se supone
conocida de todos. Del mismo modo, la venta de la sucesión de una persona
viva, de los venenos, de los bienes nacionales de uso público, etc., según la
doctrina francesa es inexistente, por tratarse de una cosa incomerciable; en-
tre nosotros, sin embargo, a pesar de ser cosas incomerciables, la venta es
nula absolutamente, porque en esa enajenación hay un objeto ilícito.
La diferencia que hace la ley francesa no existe, por consiguiente, en-
tre nosotros; basta que la ley prohíba la enajenación de una cosa para que
ésta, aunque sea comerciable, deje de serlo y se convierta en incomercia-
ble, produciendo, en todo caso, la nulidad absoluta del contrato.

193. Lo expuesto nos permite llegar a esta conclusión: toda cosa incomer-
ciable es tal por disposición de la ley, cualquiera que sea el fundamento en
que se base la prohibición; luego es la ley la que da a las cosas el carácter
de incomerciables.
¿Qué razones asisten al legislador para declarar incomerciables algunas
cosas? Son varias y de diversa índole. Pueden, sin embargo, agruparse en
tres, a saber: respecto de unas, el legislador se ha limitado a sancionar un
hecho impuesto por la naturaleza misma de las cosas, como ocurre con las
cosas comunes a todos los hombres; respecto de otras, su enajenación está
prohibida en atención al destino que tienen; y finalmente, en otras son
razones de moralidad o de interés público o privado. Respecto de estas últi-
mas, la prohibición puede depender de la simple disposición legal, como
ocurre con los derechos personalísimos, con la sucesión de una persona
viva, etc., o bien de un hecho extraño a la ley y que sólo una vez producido
quedan fuera del comercio humano. Me refiero a las cosas cuya enajena-
ción ha sido prohibida por la autoridad judicial, que son declaradas inco-
merciables por la ley desde que ha recaído sobre ellas esa prohibición.
El fundamento de la incomerciabilidad de las cosas no es otro, enton-
ces, que la ley. Toda prohibición legal de enajenar que recaiga sobre una
cosa le da el carácter de objeto ilícito y, por lo tanto, de incomerciable.

1 URRUTIA , obra citada, págs. 164 a 171.


2 BAUDRY-LACANTINERIE, ibid, núm. 91, pág. 70.

166
DE LA COSA VENDIDA

El fundamento de la ley para declarar incomerciable una cosa ha sido,


según hemos dicho, o la naturaleza de las cosas, o su destinación, o el
interés público o privado. Quede bien entendido, a fin de evitar confusio-
nes, que aun cuando la razón del legislador para prohibir la venta de una
cosa haya sido el interés privado, siempre que se enajene producirá los
mismos efectos que si la razón del legislador hubiera sido el interés públi-
co o la destinación o naturaleza de la cosa; porque no es el fundamento
de la ley lo que constituye el objeto ilícito sino el hecho de estar prohibida
su enajenación. En consecuencia, siempre que se prohíba la venta de una
cosa el contrato será nulo absolutamente.

194. Cuando se vende una cosa cuya enajenación está prohibida por la ley,
hay objeto ilícito en la venta porque con ello se contraviene, según dijimos,
una ley, de orden público. En tal caso, el contrato es nulo absolutamente,
pues los contratos que la ley prohíbe son nulos y de ningún valor. Cuando
se vende una cosa que constituye objeto ilícito como ocurre con las cosas
incomerciables, el contrato adolece de un vicio radical, cual es la falta de
objeto lícito, lo que según el artículo 1682 del Código Civil acarrea su nuli-
dad absoluta. La jurisprudencia es uniforme en este sentido.1

195. La incomerciabilidad puede ser absoluta o relativa, es decir, hay co-


sas cuya venta o cuya compra es nula respecto de cualquiera persona y
cosas cuya venta o cuya compra sólo lo es respecto de algunas. Así ocurre
con los mandatarios, síndicos, etc., respecto de quienes es nula la venta de
cosas que están encargados de vender. Pero en este caso, no es la cosa la
incomerciable; la prohibición se establece en atención a la persona que
celebra el contrato y no al objeto mismo. De ahí que las cosas que ellos no
pueden vender o comprar puedan, sin embargo, ser enajenadas o adquiri-
das por otra persona que no tenga ese carácter. La incomerciabilidad rela-
tiva dice, pues, relación de la cosa con la persona; de ahí que no haremos
su estudio aquí, que sólo está destinado a analizar las cosas que en sí mis-

1 Sentencia 224, pág. 126, Gaceta 1869; sentencia 1.990, pág. 970, Gaceta 1874; sentencia

63, pág. 51, Gaceta 1879; sentencia 1.113, pág. 764, Gaceta 1879; sentencia 1.556, pág. 1081,
Gaceta 1879; sentencia 1.876, pág. 1027, Gaceta 1883; sentencia 2.614, pág. 1608, Gaceta 1887,
tomo II; sentencia 3.416, pág. 934, Gaceta 1893, tomo II; sentencia 233, pág. 157, Gaceta 1897,
tomo I; sentencia 3.866, pág. 1142, Gaceta 1897, tomo II; sentencia 4.453, pág. 242, Gaceta 1897,
tomo III; sentencia 1.719, pág. 1243, Gaceta 1898, tomo I; sentencia 1.575, pág. 1326, Gaceta
1899, tomo I; sentencia 3.534, pág. 1690, Gaceta 1901, tomo II; sentencia 1.475, pág. 1556, Ga-
ceta 1903, tomo I; sentencia 2.052, pág. 755, Gaceta 1903, tomo II; sentencia 1.155, pág. 114,
Gaceta 1904, tomo II; sentencia 1.572, pág. 694, Gaceta 1904, tomo II; sentencia 108, pág. 133,
Gaceta 1905, tomo I; sentencia 426, pág. 667, Gaceta 1905, tomo I; sentencia 370, pág. 647, Ga-
ceta 1907, tomo I; sentencia 877, pág. 202, Gaceta 1911, tomo II; sentencia 98, pág. 166, Gaceta
1912, tomo I; sentencia 361, pág. 1132, Gaceta 1913; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo III,
sec. 1ª, pág. 365; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo V, sec. 1ª, pág. 149; Revista de Derecho y
Jurisprudencia, tomo VI, sec. 1ª, pág. 266; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VII, sec. 1º, pág.
203; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VIII, sec. 1ª, pág. 491; Revista de Derecho y Jurispruden-
cia, tomo XI, sec. 1ª, págs. 203 y 431; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo XII, sec. 1ª, pág. 80.

167
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

mas son incomerciables. Esta incomerciabilidad se refiere a la capacidad


para celebrar el contrato de venta y su estudio se hará en capítulo aparte.

196. Veamos ahora cuáles son las cosas que, según nuestras leyes, son in-
comerciables. Estas cosas no sólo están mencionadas en el Código Civil,
sino que se hallan también en varias obras leyes. Procuraremos hacer una
enumeración más o menos completa al respecto.1
Son tales:
1º Las cosas que no existen. No hay aquí propiamente una cosa incomer-
ciable, sino una cosa que no puede venderse porque no existe, porque es
la nada y la nada, lo inexistente no puede ser objeto de contrato. Estas
cosas, en realidad, no son incomerciables en el sentido que hemos dado a
esta expresión, pues la calidad de incomerciable supone ante todo que la
cosa exista, ya que son tales aquellas que, existiendo, no pueden ser enaje-
nadas. Las cosas inexistentes son incomerciables, no en el sentido de estar
prohibida su venta por la ley, que es lo que constituye la incomerciabili-
dad, sino porque son físicamente inalienables.2 Se han mencionado en
esta parte por razón de método.
2º Las cosas comunes a todos los hombres. Estas son incomerciables en ra-
zón de su naturaleza, pues no son susceptibles de dominio; mucho menos
pueden serlo de una enajenación. Carecen, por consiguiente, de los requi-
sitos de toda cosa comerciable. A su respecto la ley no ha hecho sino san-
cionar lo que la naturaleza estableció. Son cosas comunes, la alta mar, el
aire, el sol, la luna, etc., aunque entre la primera y las demás hay alguna
diferencia en cuanto a la posibilidad de su apropiación. Según el artículo
585 del Código Civil estas cosas están fuera del comercio humano.3
3º Las cosas sagradas. Son tales las que están destinadas al culto divino.
De acuerdo con lo dispuesto por el artículo 586 del mismo Código, se
rigen por el derecho canónico y son las iglesias, ornamentos, vasos sagra-
dos, capillas, cementerios benditos por el obispo, etc. Han sido declaradas
tales en razón del objeto a que están destinadas.4
4º Los bienes nacionales de uso público. El artículo 589 del Código citado
en su inciso 2º denomina así a aquellos cuyo uso pertenece a todos los
habitantes de la nación y son: las calles, plazas, puentes y caminos, el mar
adyacente y sus playas, los ríos y corrientes de agua, salvo las vertientes que
nacen y mueren dentro de una misma heredad, y los lagos navegables por

1 Véase sobre esta materia en el Derecho francés: TROPLONG, I, núms. 209 a 219, págs.

281 a 303; G UILLOUARD, I, núms. 170 a 175, I, págs. 190 a 197; BAUDRY-LACANTINERIE, De la
vente, núms. 100 a 115, págs. 78 a 103; AUBRY ET RAU, V, págs. 34 a 46; P LANIOL, I, núms.
1.369 a 1.373, págs. 463 y 464; MARCADÉ, VI, págs. 207 a 211; HUC, X, núms. 57 a 59, págs.
87 a 88; LAURENT, tomo 24, núms. 93 a 97, págs. 100 a 103; FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente,
núms. 494 a 533, págs. 835 a 337.
2 B AUDRY-L ACANTINERIE, De la vente, núm. 96, pág. 73.
3 Sentencia 4.050, pág. 317, Gaceta 1893, tomo III.
4 Sentencia 4.050, pág. 317, Gaceta 1893, tomo III.

168
DE LA COSA VENDIDA

buques de más de 200 toneladas. No son susceptibles de venderse en ra-


zón del objeto a que están destinados. Estos bienes son incomerciables en
cuanto no pueden constituir el objeto de un contrato de venta, porque
desde otros aspectos, pueden celebrarse actos jurídicos con relación a ellos.
Así, por ejemplo, pueden otorgarse concesiones para construir piezas de
baños en las playas, bajo-niveles en las líneas férreas, líneas de tranvías en
las calles, etc.
5º La sucesión de una persona viva. El artículo 1463 del Código Civil
prohíbe celebrar contratos sobre una sucesión de esta especie por razones
de moralidad y de orden público fáciles de comprender.
6º Todos los bienes presentes y futuros de una persona, sea el total, sea una
cuota de los mismos. Estos constituyen el patrimonio y la sucesión de una
persona y como la ley ha declarado que ni uno ni otro pueden venderse,
ha tenido que prohibir la venta de todos los bienes de una persona. Es lo
que hace el artículo 1811 del Código Civil.
7º El derecho que nace del pacto de retroventa. Según el artículo 1884 del
mismo Código este derecho no puede cederse.
8º Los derechos y privilegios que no pueden transferirse a otra persona. Estos
son los derechos personalísimos, porque pertenecen exclusivamente a de-
terminadas personas y son inherentes a ellas. Se comprenden bajo esta
denominación:
a) Los derechos de uso y habitación que, según el artículo 819 de ese Códi-
go, no pueden cederse a ningún título. Estos bienes no pueden venderse
ni aun cuando el propietario de la cosa gravada con uno de esos derechos
consienta en la venta, porque, en todo caso, habría en ella un objeto ilíci-
to. Habría, en esta hipótesis, una nueva constitución del derecho de uso o
habitación, pero no una venta del mismo, aunque aparentemente se cre-
yera que la hay.
b) El usufructo legal del padre o del marido sobre los bienes del hijo y de la
mujer respectivamente. Se trata aquí de un derecho inherente a la calidad de
padre o marido; sigue a la persona y termina con ella. Este derecho emana
únicamente de la situación legal en que aquel se encuentra respecto de
ciertas personas; de ahí que sea inseparable de esa situación y dura mien-
tras ésta subsista.
Lo que sí puede venderse son los frutos que uno u otro produzcan,
pero en cuanto excedan de lo necesario para cumplir las obligaciones que
le impone la ley al usufructuario; porque si se venden todos esos frutos,
aun los indispensables, esta venta sería nula también. En todo caso, es una
cuestión de hecho apreciar si los frutos vendidos son o no necesarios para
el cumplimiento de las obligaciones que impone el usufructo.1
c) El derecho de alimentos. El artículo 334 del Código tantas veces
citado lo declara incomerciable, en atención a que deriva de una situa-
ción determinada; se desprende de los vínculos de la sangre, de ordina-
rio, y se otorga en atención a la persona. Esta prohibición no rige res-

1 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 109, pág. 95.

169
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

pecto de las pensiones alimenticias atrasadas, que pueden venderse,


según el artículo 336.
¿Es válida la venta que el alimentario hace de este derecho a una persona
que le suministra vestidos, por ejemplo? El contrato, en este caso, es eficaz,
porque no hay aquí propiamente una venta sino un medio de pagar el precio
de la ropa que se ha suministrado al alimentario y como éste no dispone de
otro medio para hacer el pago, le cede ese derecho para que perciba la pen-
sión hasta enterar su valor. Lo que aquí se cede o se vende no es el derecho
mismo, sino la pensión que produce. Esta solución aparece tanto más exacta
aun si se atiende a que el artículo 466 del Código de Procedimiento Civil,
después de enumerar todos los bienes inembargables y entre ellos el derecho
de alimentos y las pensiones alimenticias, sólo establece que no pueden ceder-
se ni transferirse ni celebrarse ningún contrato respecto de los sueldos, gratifi-
caciones, pensiones, etc., pagados por el Estado o las municipalidades y nada
dice de este derecho, de donde se infiere que tales actos no están prohibidos
a su respecto, ya que sin ley expresa no hay prohibición.
¿Si la pensión alimenticia es convencional, como en el caso del artícu-
lo 337, puede cederse? La voluntad de las partes es la que prevalece en
este caso. Si se dio en atención a la persona del alimentario, es claro que
no podrá cederse, porque la persona fue la determinante del acto; si la
pensión se da por otros motivos y no en atención a la persona del alimen-
tario, como, por ejemplo, con el fin de hacer una obra de caridad o por
cumplir una promesa, etc., es evidente que puede cederse.1
d) Los derechos de padre, hijo, marido, curador, etc. Son inherentes a la perso-
na y por lo tanto inseparables de ella. Respecto del derecho sobre los bienes
que de esos estados se deriva, es otra cosa; pero los derechos propiamente
tales que nacen de la calidad de padre, de hijo o de marido son incomercia-
bles. Así, por ejemplo, el derecho de exigir que la mujer siga al marido no
puede cederse, como tampoco el de patria potestad, ni la potestad marital.
e) La facultad de testar. El testamento es un acto meramente personal y
que solamente puede otorgarse por el propietario de los bienes que son
materia de él. De ahí que el artículo 1004 del Código Civil diga que la
facultad de testar es indelegable.
f) El privilegio de pobreza. Según el artículo 134 del Código de Procedi-
miento Civil pertenece al que se concede por sentencia judicial y como
arranca de la situación en que el favorecido se encuentra, es claro que
nadie más que él puede gozarlo.
9º Los libros, láminas, pinturas y estatuas obscenas cuya circulación esté prohi-
bida por la autoridad competente y los impresos condenados como abusivos de la
libertad de imprenta. El artículo 1466 del Código Civil prohíbe la venta de
estos bienes en atención a la moralidad pública. El Código Penal en sus
artículos 374 y 422 castiga a los que vendieren o hicieren circular esos
libros, impresos, láminas, etc.
10. Las cosas cuyo monopolio se reserva el Estado. Hoy no hay entre noso-
tros cosas de esta naturaleza; en otro tiempo, tuvo este carácter el tabaco.
1 BAUDRY-LACANTINERIE, ibid, núm. 114, pág. 98.

170
DE LA COSA VENDIDA

La incomerciabilidad de estas cosas es para la venta, mas no para la com-


pra, pues consiste en que el estado es el único que puede hacer su venta y
si la hace un particular, el acto es nulo. En Francia, pertenecen a esta
especie de cosas, el tabaco, los fósforos, los polvos, etc.
11. La clientela de un abogado, médico o ingeniero, etc. Se trata aquí de una
cosa que, por su naturaleza, no se puede vender, pues la confianza que los
clientes de esos profesionales tienen en ellos no puede ser transportada
por su sola voluntad a otra persona, como dice Baudry-Lacantinerie, pues-
to que es algo intransferible. Lo que sí puede estipularse válidamente es
que un abogado o un médico, se comprometa a no ejercer su profesión en
cierto radio de acción, a acreditar al nuevo profesional ante sus clientes, a
cederle su misma oficina, etc. Una estipulación de este género es válida;
pero la venta de una clientela es imposible, por cuanto en tal caso se ven-
dería un hecho ajeno intangible.1
12. La clientela de un comerciante. Puede decirse lo mismo que lo ex-
puesto en el número anterior. Del mismo modo, lo que podría pactarse
sería que el comerciante no ejerciera el mismo comercio en tal localidad;
esta estipulación sería válida. Los tribunales han reconocido en varias oca-
siones la licitud del pacto por el cual un comerciante se impone la prohi-
bición de establecer dentro de cierto radio y dentro de cierto tiempo, un
negocio análogo al que vende.2
13. Los bonos, cupones, billetes de bancos, acciones, sellos, papel sellado, pun-
zones, etc., y otros documentos falsificados. Los artículos 172 a 192 del Código
Penal prohíben el comercio de estas especies por razones de conveniencia
pública. En igual condición se encuentran por la ley de 31 de julio de
1893 los objetos cuya forma se asemeje a estampillas, bonos, billetes o
cualesquiera otros valores fiduciarios.
14. Las armas cuyo uso está prohibido por la ley o por los reglamentos generales.
Tal prohibición arranca del artículo 288 del Código Penal.
15. Los boletos de loterías cuya venta no haya sido autorizada por una ley. Así
lo dispone el artículo 2 de la ley de 30 de agosto de 1890.
16. La sustancias o productos nocivos a la salud, cuya venta esté prohibida. Se
comprenden aquí los animales enfermos y que con su enfermedad pue-
dan causar otras a los que de ellos se sirvan o alimenten (arts. 313 a 319
del Código Penal).
17. Los productos de la caza y pesca fuera de las épocas señaladas para una y
otra. El reglamento de 29 de marzo de 1916 dictado en virtud de la autori-
zación concedida por la ley de 24 de junio de 1907 sobre fomento de la
pesquería en sus artículos 1º, 3º, 4º, 6º y 9º señala las épocas en que se
prohíbe la venta de los peces y mariscos. El decreto de 29 de marzo de
1916 ha prohibido hasta el 1º de septiembre de 1919 la pesca y venta del

1 BAUDRY -LACANTINERIE, ibid., núms. 103, 103 I y 103 II, págs. 82 a 84; HUC, X, núm.

58, pág. 87; LAURENT, 24, núm. 96, pág. 102.


2 Sentencia 1.100, pág. 640, Gaceta 1911, tomo II; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo

IX, sec. 1ª, pág. 225; sentencia 766, pág. 13, Gaceta 1911, tomo II.

171
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

salmón en la zona situada al sur del río Bío-Bío. El número 36 del artículo
496 del Código Penal sienta la prohibición general al respecto.
18. Las carnes que no hayan sido beneficiadas en los mataderos, en virtud de
lo dispuesto en el artículo 2º de la ley de 26 de noviembre de 1873.
19. Los alcoholes o vinos que no cumplan con los requisitos que señala la ley
número 3.087 de 5 de abril de 1916. Los artículos 10, 73 números 1º, 3º y 4º,
111, 113 y 116 de esa ley y los artículos 78, 80, 81, 86, 131, 132, 133, 134,
136 y 141 del reglamento respectivo señalan cuales son las bebidas alcohó-
licas cuya venta está prohibida.
20. Las patentes de bebidas alcohólicas. Según la ley de contribución a los
alcoholes ya mencionada las patentes para el expendio de estas bebidas no
pueden venderse; solamente pueden transferirse por causa de muerte, de
disolución de sociedad legalmente constituida, concurso de acreedores o
quiebra (art. 99).
21. Los cigarros sueltos sin la faja de impuesto correspondiente adherida a
ellos, según el artículo 3º de la ley número 2.761 sobre impuesto al tabaco.
22. Los cigarrillos sueltos o a granel, en virtud del artículo 4º de la misma ley.
23. Los terrenos de indígenas situados en territorio indígena mientras el enaje-
nante no tenga título inscrito y competentemente registrado, según el artículo 4º
de la ley de 4 de diciembre de 1866. La misma disposición se aplica, según
la ley de 13 de enero de 1898, a las tierras que se concedan a los colonos
chilenos. Hay aquí objeto ilícito, porque en esta venta se infringiría una
disposición de carácter prohibitivo, cuya violación, según el artículo 10 del
Código Civil, anula el acto. La jurisprudencia de los tribunales se está uni-
formando en este sentido.1
De esta disposición fluye que es válida la venta de esos terrenos cuando
el vendedor tenga el título inscrito y competentemente registrado. Así lo
reconocen dos fallos, uno de la Corte de Apelaciones de Santiago2 y otro
de la de Valdivia.3
Con respecto a estos bienes, la Corte Suprema ha declarado que la
prohibición antes mencionada no se refiere a las ventas hechas a terceras
personas por aquellas que compraron el terreno a un indígena, no sólo
porque en el caso de autos el plazo de diez años durante el cual regía la
prohibición de la ley de 1893 había vencido en la época de la venta, sino
también porque la venta de cosa ajena es válida.4
Finalmente, la Corte de Valdivia ha declarado que es válida la compra-
venta por la cual se adquiere un terreno de un indígena, si es anterior a la
ley que prohibió esa enajenación y, en consecuencia, ha podido adquirirse
por cualquiera persona ya que salió de manos de aquel cuyo dominio ori-
ginario se prohíbe transferir y volvió así al comercio humano. Y nada signi-

1Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo V, sec. 1ª, pág. 149; sentencia 877, pág. 202,
Gaceta 1911, tomo II; sentencia 98, pág. 166, Gaceta 1912, tomo I.
2 Sentencia 3.651, pág. 255, Gaceta 1895, tomo III.
3 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo X, sec. 2ª, pág. 62.
4 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo IX, sec. 1ª, pág. 484.

172
DE LA COSA VENDIDA

fica que ese terreno lo adquieran después otros indígenas, pues la prohibi-
ción impuesta por la ley a éstos de vender sus terrenos sólo se aplica cuan-
do los han adquirido por ocupación o por título de merced del Estado y
no cuando los adquieran a título oneroso, en cuyo caso pueden disponer
de ellos libremente.1
24. Las empresas municipales de agua potable y las de desagües. Según la ley
de 2 de septiembre de 1899 no pueden enajenarse en modo alguno.
25. Las gratificaciones o pensiones que por cualquier título reciban los militares
o sus familias. Su enajenación está prohibida por la ley de 28 de enero de
1898 que hizo extensiva a su respecto la disposición del artículo 24 de la
ley de diciembre de 1881. Se trata aquí de un derecho personalísimo.
26. Las pensiones concedidas a los inválidos y a las familias de los fallecidos en
la campaña contra el Perú y Bolivia. El artículo 24 de la ley de 22 de diciem-
bre de 1881 dice: “Las pensiones concedidas por esta ley tienen el carácter
de inalienables, siendo nula toda transacción que recaiga sobre ellas, ya
sea que la transacción verse sobre transferencia de dominio, sobre consti-
tución de prenda u otras”.
27. Los montepíos militares. Se llaman así las pensiones a que tienen de-
recho ciertos parientes, señalados por la ley, de los oficiales del Ejército y
Armada. El artículo 11 de la ley de 9 de septiembre de 1910 estableció que
estos montepíos no pueden cederse.
28. Los montepíos concedidos a la familia de los empleados policiales. Aunque
la ley de 12 de febrero de 1906 que los estableció nada dice sobre si pue-
den o no transferirse, es evidente que no pueden cederse ni enajenarse a
virtud de lo dispuesto en el inciso final del artículo 466 del Código de
Procedimiento Civil, pues se trata de montepíos pagados por el Estado.
29. Las pensiones que se conceden a los obreros o a sus familias en virtud de la
ley de accidentes del trabajo. El artículo 17 de la ley número 3.170 de 27 de
diciembre de 1916 sobre esta materia declara que son nulos todos los ac-
tos relativos a la venta o cesión de estas pensiones. Las pensiones atrasadas
pueden, sin embargo, cederse, según el inciso 2º de ese mismo artículo.
30. En general, todas las gratificaciones, sueldos y pensiones de gracia, retiro y
montepío que paguen el Estado y las municipalidades. Según el inciso final del
artículo 466 del Código de Procedimiento Civil son nulos y de ningún
valor los contratos que tengan por objeto la cesión o transferencia en cual-
quier forma de esas rentas, sea del total o de una parte de ellas.
31. Las funciones y empleos públicos. Unas y otras se encuentran fuera del
comercio debido a que son una delegación del poder público, por cuya
razón deben quedar excluidas de las convenciones privadas.2 No hay nin-
guna ley que expresamente prohíba su venta; pero de la naturaleza misma
de la función o del empleo se desprende su incomerciabilidad, por cuanto

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo X, sec. 2ª, pág. 62.


2 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 100, pág. 78; Des obligations, I, núm. 249, pág.
300; PLANIOL , II, núm. 1.371, pág. 464; MARCADÉ, VI, págs. 207 a 209; L AURENT, 24, núm.
95, pág. 101.

173
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

para ocuparlos se requiere un nombramiento hecho en forma legal y si


pudieran cederse a otra persona, resultaría que serían ocupados en forma
diversa de la establecida y por personas que no fueron efectivamente elegi-
das por la nación o por la autoridad respectiva, según los casos. Por otra
parte, el Código de Comercio en su artículo 377 establece que los empleos
públicos no pueden ser materia de aporte en un contrato de sociedad, lo
que está demostrando de un modo indiscutible su incomerciabilidad, puesto
que el aporte que se hace a una sociedad es un verdadero contrato de
venta. La venta de un empleo o función pública sería nula de nulidad
absoluta, porque en ella habría objeto ilícito por recaer sobre una cosa
incomerciable y porque su celebración contraviene al derecho público.
La Corte de Apelaciones de La Serena ha declarado nula de nulidad
absoluta por adolecer de objeto ilícito la permuta que dos procuradores
del número hicieron de sus puestos mediante una suma de dinero que
uno pagó al otro, fundada en que la permuta de oficios públicos no im-
porta otra cosa que su recíproca renuncia, que el nombramiento para el
desempeño de esos oficios se hace principalmente en consideración al
buen servicio público y que, en consecuencia, es ilícita su provisión o renun-
cia por dinero.1
En Roma se podían vender ciertos empleos públicos2 y actualmente en
Francia se ha declarado válido el contrato por el cual ciertos empleados
que tienen el derecho de nombrar su sucesor, reciben de otra persona
una suma de dinero a fin que la proponga para que sea nombrada en su
lugar. Este contrato es una verdadera venta, puesto que aun cuando lo que
se cede es el derecho de presentación, el comprador, o sea el propuesto,
ocupará el cargo del proponente o sea del vendedor, mediante el pago de
cierta cantidad de dinero.3
Un acto de esta naturaleza, entre nosotros, no sólo no tendría valor
alguno sino que constituiría un delito penado por la ley. Así, por ejemplo,
si un intendente celebra un contrato mediante el cual se obliga por el
pago de una suma de dinero, a proponer al Ejecutivo para el cargo de
gobernador a una determinada persona, este contrato es nulo. Aunque lo
que se vende es el derecho de presentación, hay, en buenas cuentas, una
verdadera venta del cargo de gobernador, pues, hay cosa, que es el puesto,
y hay precio que es la suma que se paga al intendente. Supongamos que el
Presidente de la República nombre a dicha persona para el cargo de go-
bernador. El nombramiento en sí es válido; pero el contrato celebrado
entre el intendente y el gobernador no lo es. Por consiguiente, aunque la
persona propuesta obtenga el cargo, el intendente no puede exigir el pago
del precio, porque hay objeto ilícito y, en consecuencia, un acto nulo. Por
la misma razón, si se hubiera pagado la suma, el propuesto, haya o no sido
nombrado, no podrá repetirla; no se puede repetir lo que se ha dado por

1 Sentencia 224, pág. 126, Gaceta 1869.


2 MAYNZ , II, pág. 199.
3 B AUDRY -LACANTINERIE, De la vente, núms. 101 y 102, págs. 79 a 83.

174
DE LA COSA VENDIDA

una causa u objeto ilícito a sabiendas. Por lo demás, el intendente que así
procediere cometería el delito de concusión, esto es, lucrar indebidamen-
te con el cargo que se desempeña, delito que pena el artículo 240 del
Código Penal.1
Lo expuesto acerca del intendente se aplica a todos los empleados o
funcionarios públicos que, gozando del derecho de proponer a otra perso-
na para algún empleo de la misma naturaleza, reciben cierta suma de
dinero a fin que propongan a un determinado individuo.
Es igualmente nulo y sin ningún valor el contrato por el cual un fun-
cionario o empleado público se compromete a renunciar su puesto, me-
diante el pago de cierta suma de dinero que le hace otra persona en la
esperanza de hacerse nombrar para el mismo cargo. Hay aquí una venta
simulada del empleo y como éste es incomerciable, dicho acto sería nulo.
Habría, además, un delito penado por la ley.2
32. Las distinciones honoríficas, como medallas, condecoraciones, grados, etc.
Todas éstas pertenecen al agraciado y de ahí que no puedan cederse, aun-
que la ley no lo diga. Se dan a una persona determinada en premio de sus
servicios, conducta, obras, etc.; luego, no pueden cederse a otras personas
que no hayan ejecutado actos que las hagan acreedoras a ellas. Respecto
de las medallas o premios que se dan en las exposiciones o concursos, dice
Baudry-Lacantinerie, se confieren no sólo al dueño del producto sino tam-
bién a la fábrica o casa de comercio que lo expende y, por consiguiente,
puede cederse junto con la fábrica o almacén; pero el mismo autor cree
que no podrían cederse separadamente de ésta por las razones expuestas.3
33. El nombre de una persona. Este pertenece exclusivamente al que lo
lleva, es algo inherente a su personalidad y, en consecuencia, está fuera
del comercio humano. Sin embargo, el nombre de un comerciante tiene
valor venal; a menudo hace la riqueza de un establecimiento comercial y
posiblemente nadie lo compraría si retiraran de él el nombre del comer-
ciante. De ahí que en el comercio pueda venderse el nombre de un co-
merciante; pero no es propiamente el nombre lo que se cede, sino el
derecho de utilizarlo.4
34. La facultad que tienen algunas personas para enviar sus cartas por el
correo sin ponerles estampillas. Los artículos 12 y 13 de la ley de 19 de noviem-
bre de 1874 señalan quiénes son éstas. Se trata aquí de un derecho inhe-
rente a la persona y que se concede en atención a ella y al cargo que
ocupa, de modo que no es lícito cederlo.5

1 Véase la sentencia 224, pág. 126, Gaceta 1869 de la Corte de Apelaciones de La Sere-

na, indicada más arriba y que se pronuncia en el mismo sentido.


2 Véase la sentencia 224, pág. 126, Gaceta 1869 de la Corte de Apelaciones de La Sere-

na, indicada más arriba y que se pronuncia en el mismo sentido.


3 BAUDRY-L ACANTINERIE, De la vente, núm. 108, pág. 94; AUBRY ET R AU, V, pág. 45.
4 BÉDARRIDE, núm. 18, pág. 31.
5 En virtud de la ley de 24 de diciembre de 1891, don Ramón Barros Luco goza tam-

bién de esta franquicia.

175
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

35. Los pases libres de los ferrocarriles de que gozan ciertas personas. Privilegio
análogo al anterior es el que tienen algunos funcionarios y personas para
viajar gratis en los ferrocarriles y que por ser inherente a la persona a cuyo
favor se haya establecido, no puede separarse de ella ni ser cedido en
forma alguna. Este privilegio, como el anterior, se confiere en atención al
cargo que desempeñan los que lo gozan y, por consiguiente, desaparece
una vez que cesan las funciones que dan derecho a él.
Según la ley orgánica de los ferrocarriles del Estado de 4 de enero de
1884, gozan de este privilegio: el Presidente de la República, los Ministros
del Despacho; los empleados del ferrocarril que viajen en comisión del ser-
vicio; las personas nombradas o comisionadas por el Gobierno para practi-
car inspección de la vía y los inspectores nombrados por el mismo Gabinete;
los empleados del correo encargados de recoger y repartir la corresponden-
cia entre las diversas estaciones del ferrocarril; y los jueces, siempre que
fueren a practicar investigaciones acerca de accidentes o siniestros de los
ferrocarriles, o delitos cometidos durante la marcha de éstos (art. 59). La ley
de 29 de diciembre de 1894 hizo extensivo ese privilegio a los Senadores y
Diputados; y la de 1º de febrero de 1911, a los Consejeros de Estado.1
36. Las especies embargadas por decreto judicial a menos que el juez lo autorice
o el acreedor consienta en ello; y las especies cuya propiedad se litiga sin permiso del
juez que conoce en el litigio. En la enajenación de unas y otras hay objeto
ilícito, según el artículo 1464 del Código Civil. Dada la importancia prácti-
ca que tiene esta cuestión, le dedicaremos párrafo aparte.

197. Cuando se vende una cosa embargada por decreto judicial sin autori-
zación del juez o sin el consentimiento del acreedor, hay objeto ilícito en
la venta. Antes del Código de Procedimiento Civil bastaba la traba de em-
bargo para que el bien se reputara comprendido en esa prohibición.2 Pero
hoy, según el artículo 474 de ese Código, si se trata de bienes raíces, no
hay objeto ilícito sino una vez que la prohibición se inscribe en el Registro
del Conservador. De modo que si, llenada la exigencia de esta disposición,
se procede a efectuar la venta sin la autorización del juez o sin el consenti-
miento del acreedor la venta es nula absolutamente en virtud del artículo
1682 del Código Civil. La jurisprudencia es uniforme en este sentido.3

1 Goza de igual franquicia, en virtud de la ley de 24 de diciembre de 1891, don Ramón

Barros Luco y su familia.


2 Sentencia 1.113, pág. 764, Gaceta 1879; sentencia 1.556, pág. 1081, Gaceta 1879; sen-

tencia 1.876, pág. 1027, Gaceta 1883; sentencia 233, pág. 157, Gaceta 1897, tomo I; senten-
cia 4.453, pág. 242, Gaceta 1897, tomo III; sentencia 1.719, pág. 1243, Gaceta 1898, tomo I;
sentencia 1.575, pág. 1326, Gaceta 1899, tomo I; sentencia 1.475, pág. 1556, Gaceta 1903,
tomo I; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VI, sec. 1ª, pág. 266.
3 Sentencia 3.534, pág. 1690, Gaceta 1901, tomo II; sentencia 2.052, pág. 755, Gaceta

1903, tomo II; sentencia 1.155, pág. 114, Gaceta 1904, tomo II; sentencia 1.572, pág. 694,
Gaceta 1904, tomo II; sentencia 108, pág. 133, Gaceta 1905, tomo I; sentencia 426, pág. 667,
Gaceta 1905, tomo I; sentencia 370, pág. 647, Gaceta 1907, tomo I; sentencia 361, pág. 1132,
Gaceta 1913, sentencia de la Corte de Apelaciones de Concepción publicada bajo el núme-

176
DE LA COSA VENDIDA

198. Según el artículo 280 del Código de Procedimiento Civil puede de-
cretarse prohibición de enajenar determinados bienes como medida pre-
cautoria, prohibición que si se inscribe en el Conservador de Bienes Raíces
producirá efectos respecto de terceros.
¿Quedan comprendidos estos bienes en la expresión “bienes embarga-
dos” de que habla el inciso 3º del artículo 1464, es decir, su enajenación
importa objeto ilícito? La Corte Suprema, con justa razón, se ha pronun-
ciado por la afirmativa y ha declarado que en esa expresión se compren-
den los bienes detenidos, retenidos, impedidos y prohibidos de enajenar
en virtud de mandamiento expedido por juez competente, ya que el legis-
lador no ha definido el significado de dicha expresión, por lo cual hay que
darle el natural y obvio según el uso general. En consecuencia, para que
los bienes sobre los cuales existe una prohibición de esta especie, puedan
enajenarse válidamente es menester que el acreedor consienta en ello y
que el juez autorice la enajenación.1

199. ¿La sola declaratoria de concurso da a los bienes del concursado el


carácter de inalienables, esto es, de objeto ilícito? Creemos que no, por-
que según el artículo 474 del Código de Procedimiento Civil, aplicable al
caso de concurso, para que los bienes raíces constituyan objeto ilícito es
menester que la prohibición de enajenación se inscriba en el Conservador
y respecto de los muebles, que ella se decrete y ratifique. El hecho de
declarar en concurso al deudor no da a sus bienes ese carácter. Antes del
Código de Procedimiento Civil bastaba la sola declaratoria de concurso
para que los bienes del concursado quedaran comprendidos en el número
3º del artículo 1464; hay varias sentencias que así lo declaran.2
La Corte Suprema ha resuelto últimamente que la circunstancia de
venderse una cosa por una persona cuando se encontraba en concurso,
no vicia de nulidad absoluta la venta porque no se trata de una especie
cuya propiedad se litiga, ya que la sola existencia del juicio de concurso,
por su naturaleza de liquidación entre los acreedores y el deudor, no signi-
fica, en general, litigio sobre el dominio de los bienes que se comprenden
en él.3

ro 47, pág. 288 en tomo V del Indice de la Gaceta de los Tribunales de Plaza; Revista de
Derecho y Jurisprudencia, tomo III, sec. 1ª, pág. 365; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo
VII, sec. 1ª, pág. 203; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo XI, sec. 1ª, pág. 203; Revista de
Derecho y Jurisprudencia, tomo XI, sec. 1ª, pág. 431; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo
XII, sec. 1ª, pág. 80.

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo III, sec. 1ª, pág. 365; Revista de Derecho y Juris-
prudencia, tomo XII, sec. 1ª, pág. 80.
2 Sentencia 1.990, pág. 970, Gaceta 1874; sentencia 2.614, pág. 1608, Gaceta 1887, tomo

II; sentencia 154, pág. 118, Gaceta 1896, tomo I.


3 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo XII, sec. 1ª, pág. 432.

177
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

De lo expuesto resulta que la sola declaratoria de concurso no deja


comprendidos los bienes del concursado ni en la disposición del número
3º del artículo 1464 ni en la del número 4º del mismo artículo.
Esto no significa que la venta de esos bienes sea válida, pues, como
veremos, puede anularse, pero no en virtud del artículo 1464 del Código
Civil sino de otras disposiciones que prohíben al fallido enajenar sus bie-
nes en fraude de los acreedores.

200. Para que los bienes que, según el artículo 1464 del Código Civil,
constituyen objeto ilícito, puedan enajenarse, es menester, como se ha di-
cho, que el juez autorice la enajenación. Esa autorización debe ser conce-
dida por el mismo juez que ha ordenado la prohibición o embargo, según
lo ha establecido la Excma. Corte Suprema.1

201. Si en dos juicios diversos se encuentra embargada una misma cosa y


el juez que conoce de uno de ellos autoriza su enajenación sin que previa-
mente se cancele la otra prohibición, en esa venta hay objeto ilícito por
cuanto existía una prohibición que no fue alzada y que no pudo serlo sino
en virtud de una orden expedida por el propio juez que la dictó. Así lo ha
declarado esa misma Corte.2

202. De aquí se desprende que la ilicitud del objeto en el caso del artículo
1464, existe tanto en la venta privada como en la venta forzada que de
esos bienes se haga, desde el momento que esa disposición no distingue
entre unas y otras. Es lógico, en consecuencia, aplicarla tanto en las ventas
privadas como en las forzadas que se realizan estando pendiente una pro-
hibición sobre la cosa vendida. Por lo demás, la jurisprudencia es unifor-
me al respecto.3

203. Si la cosa embargada se remata dentro del mismo juicio a petición


del ejecutante, sin cancelar previamente la prohibición en él decretada,
no hay objeto ilícito, porque el hecho de sacarse a remate a pedido del
acreedor y por orden del juez, manifiesta que aquel consintió en la venta y
que éste la autorizó, llenándose así los requisitos que exige el artículo
1464 del Código Civil, en su número 3º, para que tal venta sea válida.

204. Si el acreedor ejecutante cede su crédito a un tercero y éste subasta


la propiedad embargada, no obstante estar pendiente el embargo, no hay
objeto ilícito en la venta, si el juez la autorizó, porque confundiéndose en

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo XII, sec. 1ª, pág. 80.


2 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VI, sec. 1ª, pág. 266; Revista de Derecho y Juris-
prudencia, tomo XII, sec. 1ª, pág. 80. Véase en sentido contrario una sentencia de la Corte
de Apelaciones de Talca, Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo I, pág. 513.
3 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VI, sec. 1ª, pág. 266; sentencia 1.155, pág. 115,

Gaceta 1904, tomo II; sentencia 233, pág. 157, Gaceta 1897, tomo I.

178
DE LA COSA VENDIDA

una misma persona las calidades de acreedor y de comprador, al comprar


la propiedad es indudable que, como acreedor, consintió en la compra-
venta y se llenaron así los requisitos que el número 3º del artículo 1464
exige para que la venta de bienes embargados sea válida. Así lo ha resuelto
la Corte de Apelaciones de Valdivia.1

205. La disposición del artículo 1464 comprende también las cosas incor-
porales que se embarguen, es decir, las acciones o derechos que pueda
tener un individuo. Por consiguiente, si se enajenan los derechos que co-
rresponden al ejecutado sobre un determinado bien, no obstante existir
una prohibición sobre ellos, esa venta es nula de nulidad absoluta, si el
juez no la autoriza o el acreedor no la consiente. Esta doctrina se sustenta
en un fallo de la Corte Suprema.2

206. Dijimos más arriba que la adjudicación entre comuneros no era ena-
jenación, sino determinación de un derecho. Fundados en este principio y
en la disposición del artículo 1464 del Código Civil que habla de enajena-
ción únicamente, han declarado nuestros tribunales que no obsta a la vali-
dez de una adjudicación entre comuneros el hecho de hallarse embargada
la cosa que se adjudica, de tal modo que es válida, aunque el juez no la
autorice ni el acreedor la consienta.3

207. De acuerdo con esas ideas, la Corte de Apelaciones de Talca ha esta-


blecido que no hay objeto ilícito en la adjudicación de un inmueble reali-
zada a favor del comprador de la cuota de un comunero, aun cuando
estén embargados o sujetos a prohibición de enajenar las acciones y dere-
chos que a otro de los comuneros pudieran corresponder sobre ese in-
mueble; porque la venta de la cuota del comunero faculta al comprador
para intervenir en la partición y para adjudicarse la cosa común, en cuyo
caso se le reputa como único dueño de la misma y se considera que los
otros no han tenido jamás derecho en él. Siendo así, no puede decirse
que exista ilicitud en la adjudicación, no sólo porque ésta no queda com-
prendida en el artículo 1464, sino también porque siendo lo embargado
ciertos derechos de otro de los comuneros, al adjudicarse la cosa a aquél
se reputa que éstos no han existido nunca sobre ella.4

208. Dijimos que también había objeto ilícito en la enajenación de las


especies sobre cuya propiedad se litiga, sin permiso del juez que conoce

1 Sentencia 542, pág. 1708, Gaceta 1913 de la Corte de Apelaciones de Valdivia.


2 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo XI, sec. 1ª, pág. 203.
3 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo I, pág. 395. Véase en el mismo sentido: Revista

de Derecho y Jurisprudencia, tomo V, sec. 2ª, pág. 105 de la Corte de Talca; sentencia 1.064,
pág. 1122, Gaceta 1903, tomo I, de la Corte de Santiago; sentencia 1.213, pág. 1016, Gaceta
1907, tomo I, de la Corte de Concepción.
4 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VI, sec. 2ª, pág. 81.

179
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

en el litigio. Antes del Código de Procedimiento Civil bastaba que se litiga-


ra sobre la propiedad de una cosa para que fuera litigiosa y hubiera objeto
ilícito.1 Pero desde que éste se dictó, para que los bienes litigiosos se en-
cuentren comprendidos en el número 4º del artículo 1464, es menester
que el juez decrete prohibición a su respecto y que, tratándose de inmue-
bles, se inscriba además en el Registro del Conservador (arts. 286 y 287);
de tal modo que si no se llenan estos requisitos, la venta es válida. Así lo
han resuelto también la Corte de Apelaciones de La Serena en un fallo
que sancionó la Corte Suprema2 y la Corte de Apelaciones de Santiago.3

209. Para que haya objeto ilícito en la venta de los bienes a que se
refieren los números 3º y 4º del artículo 1464 se requiere, naturalmen-
te, que la prohibición exista al tiempo del contrato de venta. Si existe
al tiempo de la tradición únicamente, ésta no podrá efectuarse tal vez,
pero la venta es eficaz, pues la ilicitud existe cuando al celebrarse el
contrato, es decir, al crearse la obligación, se encuentra embargada la
cosa que es objeto de ella. Lo que la ley sanciona con la nulidad es el
contrato con objeto ilícito y éste es tal cuando la venta recae sobre una
cosa embargada.

210. No debe confundirse la venta de una cosa embargada o de una cosa


cuya propiedad se litiga con la cesión de los derechos litigiosos, porque en
tanto que aquella es nula, ésta es válida. Lo que se vende, en el primer
caso, es la cosa misma, es la especie embargada o litigiosa; lo que se vende
en el segundo no es la cosa, sino el evento incierto de la litis o más clara-
mente hablando, el derecho de litigar y de seguir el juicio. En aquel caso
hay venta de cosa cierta y determinada; en éste, de algo incierto y aleato-
rio. Esta venta es válida, porque la prohibición recae sobre la cosa, pero
no se refiere al derecho de seguir el juicio y de ahí que éste pueda vender-
se válidamente.

211. ¿Pueden venderse los bienes que forman parte de una herencia an-
tes que el vendedor o heredero haya obtenido e inscrito la posesión efecti-
va de la herencia? Esta es una cuestión que la Corte Suprema, por un
error incomprensible, ha fallado en dos formas diversas. En los dos prime-
ros casos que se presentaron declaró que el heredero no puede disponer
en manera alguna de los inmuebles hereditarios mientras no se practique
la inscripción del decreto de posesión efectiva, porque la prohibición esta-
blecida en el artículo 688 tiene por objeto organizar el registro de bienes

1 Sentencia 63, pág. 51, Gaceta 1879; sentencia 3.416, pág. 934, Gaceta 1893, tomo II;

sentencia 3.866, pág. 1142, Gaceta 1897, tomo II.


2 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VIII, sec. 1ª, pág. 491.
3 Sentencia de 25 de noviembre de 1915, dictada por la Corte de Apelaciones de San-

tiago en el juicio seguido por doña Blanca Cruzat con don Hermenegildo Ceppi sobre nu-
lidad de venta (considerando 20).

180
DE LA COSA VENDIDA

raíces y mantener regularmente su continuidad, de modo que las leyes


que rigen esta materia son de orden público y su infracción vicia el acto
de nulidad absoluta.1
Afortunadamente, ese Tribunal comprendió el enorme error en que ha-
bía incurrido y volvió sobre sus pasos, declarando en otro fallo que la venta
celebrada por el heredero sobre un determinado bien hereditario, antes de
obtener la posesión efectiva de la herencia es válida, porque dicho contrato
no importa transferencia de dominio, sino un simple contrato consensual,
que tiene existencia propia sin que haya entrega. Esta sí que no podrá efec-
tuarse sino una vez que se obtenga la posesión efectiva, porque la palabra
“disponer” que emplea el artículo 688 del Código Civil está tomada en el
sentido de enajenar, o sea, de transferir el dominio de una persona a otra.
Importando transferencia de dominio no la venta misma, sino la tradición,
se comprende que lo que no puede hacerse sin llenar ese requisito es ésta
pero no aquella.2 Excusado creemos manifestar que esa es la verdadera doc-
trina y la confusión en que ese tribunal incurrió anteriormente, en dos oca-
siones, es inexplicable, pues considera la venta y la tradición como una misma
cosa, dando a aquella el carácter de transferencia o acto de disposición sien-
do que es un mero título para realizar una y otro.

212. Hemos dicho más arriba que es una estipulación lícita y perfecta-
mente válida, aquella por la cual un comerciante que vende su negocio se
impone la prohibición de abrir otro análogo en determinada localidad y
dentro de cierto tiempo. Esta prohibición impuesta a favor del comprador
¿puede ser cedida por éste? Creemos que es la intención de las partes la
que sirve para resolver este problema. Si la prohibición ha sido establecida
a favor de determinada persona y en atención a ella únicamente es claro
que no puede cederse. Pero si no es así, no vemos inconveniente para ello
desde que se trata de un crédito que tiene el favorecido, que entra en su
patrimonio y que, por lo tanto, puede ser objeto de estipulación, más aun
cuando la ley no lo prohíbe. Y en la duda, creemos que debe optarse por
la cesibilidad de esa estipulación, ya que no existe disposición alguna que
la declare ineficaz. La Corte de Apelaciones de Tacna ha declarado válida
la cesión de esa cláusula.3

213. ¿Puede cederse la calidad de beneficiario de un seguro de vida? Es


un principio jurídico que en derecho privado puede hacerse todo aquello
que la ley no prohíbe y como no existe ninguna disposición que prohíba
la cesión de esa calidad nos parece que puede cederse. No creemos que la
disposición del artículo 13 de la ley sobre compañías de seguros de 1904
sea óbice para esa cesión. Ese artículo nada dice al respecto y se limita a

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo II, sec. 1ª, pág. 393; Revista de Derecho y Jurispru-

dencia, tomo VI, sec. 1ª, pág. 266.


2 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VIII, sec. 1ª, pág. 433.
3 Sentencia 766, pág. 13, Gaceta 1911, tomo II.

181
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

establecer que los acreedores y los terceros no podrán apropiarse del valor
de las pólizas de seguros sobre la vida. Por lo demás, el beneficiario del
seguro tiene a su respecto un verdadero derecho que forma parte de su
patrimonio y como tal puede cederse libremente. No se trata tampoco de
un derecho personalísimo, desde que la ley no le ha dado ese carácter ni
termina con la muerte del beneficiario, ya que sus herederos pueden apro-
vecharlo. De ahí que creamos que esta cesión es válida. La jurisprudencia
nos da también la razón. La Corte de Apelaciones de Concepción en una
interesante sentencia se pronuncia por la validez de este acto y hace ver
las diferencias que tiene con la venta de la sucesión de una persona viva.
Los argumentos en que se apoya este fallo son que el derecho que arranca
del seguro a favor del beneficiario, aunque condicional o eventual, es en
todo caso un derecho y puede ser materia de contrato; que, aun cuando
se estime que a la fecha de la cesión, el cedente no tiene ningún derecho
sino la expectativa de adquirirlo, siempre habría podido cederse éste ya
que no sólo las cosas que existen pueden ser objeto de un contrato sino
también las que se espera que existan; y que esta cesión no importa la
venta de la sucesión de una persona viva, ya que la sucesión mortis causa es
la transmisión del todo o parte de los bienes, derechos y obligaciones trans-
misibles pertenecientes al difunto y éste no tiene ninguna opción en vida
al valor del seguro, de modo que el derecho constituido por la póliza no
importa a favor del beneficiario el de suceder por causa de muerte, por
cuyo motivo no es aplicable a aquél la disposición del artículo 1463 del
Código Civil.1

214. Antes de terminar esta materia relativa a la licitud del objeto vendi-
do, veamos los efectos que en la venta produce el hecho de comprenderse
en ella cosas comerciables y cosas incomerciables. Dos casos podemos dis-
tinguir al respecto, según sea que éstas figuren como accesorias o como
cosas principales.
Primer caso. Si las cosas incomerciables figuran como accesorias debe-
mos distinguir si son sagradas o no. Si son sagradas, la venta es válida, aun
por éstas, pues de acuerdo con el artículo 587 del Código Civil, su domi-
nio pasa a las personas que adquieren las posesiones en que estén situa-
das, a menos de disponerse expresamente lo contrario. Era la doctrina del
Derecho romano y que enseñaba Pothier.2 En el mismo sentido se ha pro-
nunciado la Corte de Apelaciones de Santiago.3
Si se trata de una cosa incomerciable que no sea sagrada y que pueda
venderse en pequeñas partidas, naturalmente, ya que de otro modo no
podrían figurar como accesorias, tales como las armas, venenos, animales,
libros, etc., cuya venta está prohibida por la ley, la venta es válida por lo

1 Sentencia 2.697, pág. 766, Gaceta 1888, tomo II.


2 Digesto, libro 18, título I, leyes 22 y 24; P OTHIER, III, núm. 10, pág. 6.
3 Sentencia 2.175, pág. 929, Gaceta 1869.

182
DE LA COSA VENDIDA

que hace a las cosas comerciables y nula por lo que se refiere a las inco-
merciables siempre que se hubieren señalado precios diversos para unas y
otras, porque entonces hay diversas ventas. Si las cosas comerciables o in-
comerciables han sido vendidas en conjunto y por un solo precio de tal
modo que el comprador no hubiera comprado las unas sin las otras, la
venta es nula, porque recae sobre un objeto ilícito, desde que tanto las
cosas comerciables como las incomerciables han sido las determinantes
del contrato y han constituido el objeto del consentimiento de las partes.
La venta sería válida a no ser que se retiraran las cosas incomerciables;
pero en este caso habría ya un nuevo contrato y no el mismo anterior.1
Segundo caso. Si las cosas incomerciables son las más numerosas y las
comerciables figuran como accesorias de aquellas, la venta es nula, porque
adolece de objeto ilícito y lo accesorio sigue la suerte de lo principal. La
venta sería válida únicamente si se asignaran precios diversos a ambas cate-
gorías de cosas; pues entonces habría ventas diversas.2

3º SEGUNDO REQUISITO: LA COSA VENDIDA DEBE


SER DETERMINADA Y SINGULAR

215. La determinación consiste, según Baudry-Lacantinerie, en precisar la


cosa vendida de tal manera que el vendedor quede ligado seria y efectiva-
mente. “Si la obligación que liga al vendedor, dice ese autor, es tan elástica
que pueda liberarse de ella haciendo una prestación irrisoria, es decir, una
prestación que no es onerosa para él y sin utilidad para el comprador, es
nula”.3
Así, por ejemplo, si me obligo a entregar un animal sin precisar ni el
género ni la especie, ese contrato es nulo, por cuanto podría cumplir mi
obligación entregando una mosca o una serpiente, etc. La indetermina-
ción recae, en este caso, sobre la naturaleza del objeto.
Puede recaer también sobre la cantidad debida. Así, si me obligo a
entregarte trigo, sin decir nada más, no hay contrato, porque aunque la
especie está determinada, la cantidad no lo está y podría cumplir mi obli-
gación entregando un saco o un grano, de modo que la obligación no
tendría utilidad para el comprador.
Por esta razón, la ley exige que el objeto sea determinado a lo menos
en cuanto a su género. Esta regla de carácter general se aplica a todos los
contratos.

216. El fundamento de la determinación del objeto vendido o mejor di-


cho, la razón de ser de este requisito no es otra que la necesidad de colo-
car a las partes en situación de que sepan a punto fijo sobre qué cosas va a

1 BÉDARRIDE, núm. 32, pág. 58.


2 BÉDARRIDE, núm. 33, pág. 59.
3 Des obligations, I, núm. 282, pág. 324.

183
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

recaer su consentimiento, para que puedan apreciar así si la obligación


que van a contraer les reporta o no utilidad.
“Debe tenerse en cuenta, dice Manresa, que aunque el objeto de las
obligaciones sean siempre los actos humanos, éstos recaen sobre cosas, y
por lo tanto, para que el verdadero consentimiento exista es menester que
las partes puedan traer a reflexión esos actos y esas cosas en toda su inte-
gridad, a fin de que tengan los elementos necesarios para formular el jui-
cio individual que precede al acuerdo de las voluntades, o lo que es lo
mismo, a la prestación del consentimiento. Y es indudable que, si sobre lo
indeterminado, lo vago, lo que no limitamos ni concretamos bien en nues-
tra fantasía, no podemos formar juicio, porque nos es en cierta manera
desconocido, mucho menos hemos de poder manifestar ese juicio, que no
llegó a enunciarse en nuestra conciencia de un modo cabal y completo,
en la fórmula del consentimiento.”1

217. La determinación puede hacerse en cuanto al género y en cuanto a


la especie.2 La obligación es determinada genéricamente, cuando se desig-
na el género y la cantidad de las cosas objeto del contrato, aunque no se
designe el individuo. Así, si me obligo a entregar a B cien sacos de trigo, la
cosa está determinada en cuanto al género, que es el trigo y en cuanto a la
cantidad, que es el número de sacos. No se ha determinado la calidad del
trigo ni su clase, o sea, el individuo. El vendedor cumplirá su obligación
entregando cien sacos de trigo de regular calidad, a virtud de lo dispuesto
en el artículo 1509 del Código Civil.
La determinación se hace en cuanto a la especie cuando la cosa está
individualmente designada, cuando se le precisa de tal modo que el deu-
dor no puede confundirla con ninguna otra y no quedará libre de su obli-
gación mientras no entregue esa misma cosa. Son ejemplos de esta
determinación si el vendedor se obliga a entregar el caballo mulato que
tiene en su casa o el reloj de oro que lleva en el bolsillo. Se dice entonces
que la obligación es de cuerpo cierto.
Las diferentes maneras de determinar la cosa vendida, esto es, el he-
cho de determinarla en cuanto al género o en cuanto a la especie tiene
mucha importancia para la teoría de los riesgos. En el primer caso, la cosa
perece para el deudor, en tanto que en el segundo perece para el acree-
dor (arts. 1510 y 1550).

218. No es, sin embargo, necesario que la cosa se determine en el acto de


la venta. Las partes pueden dejar para después esa determinación, que se
hará según las cláusulas del contrato o según las circunstancias. Es decir,
no es menester que la cosa sea determinada, sino solamente determinable,
esto es, susceptible de determinarse. Eso sí que para que el contrato sea
válido es menester que la cosa pueda llegar a determinarse sin necesidad

1 X, pág. 25.
2 BÉDARRIDE, núm. 39, pág. 67.

184
DE LA COSA VENDIDA

de un nuevo acuerdo de las partes; si así no fuera, es evidente que aquel


no llegó a formarse, por carecer de objeto. La determinación posterior
debe hacerse, pues, mediante las indicaciones que suministre el mismo
contrato. Así, dice Planiol, la provisión del carbón necesario para el consu-
mo de una máquina puede ser apreciada según la naturaleza de la máqui-
na y la manera como se la hace funcionar. Otras provisiones, agrega, podrán
determinarse en el acto, según el consumo que de ellas se haga, por ejem-
plo, el número de botellas de vino que se consumen en un banquete.
De ahí que el artículo 1461 en su inciso 2º diga que la cantidad puede
ser incierta con tal que el acto o contrato fije reglas que contengan los
datos que sirvan para determinarla.

219. ¿Cómo debe hacerse la determinación de la cosa vendida? Esta es una


cuestión de hecho, de casos concretos y no de reglas generales. Pero debe
hacerse en forma tal que no dé lugar a dudas sobre cuál es la cosa vendida.
Respecto de los inmuebles se ha planteado la cuestión de saber si deben o
no determinarse señalando sus deslindes. Como veremos al hablar de la
promesa de venta, las opiniones se van uniformando en el sentido que tal
señalamiento no es esencial y basta que el inmueble se precise para otros
medios o indicaciones que no pongan en duda cuál es el que se vende.

220. Si la cosa vendida no está determinada no hay venta; el contrato es


nulo absolutamente, porque no ha habido un objeto cierto y preciso sobre
el cual haya recaído la voluntad de las partes. En una palabra, la indeter-
minación de la cosa no es ni más ni menos que la ausencia de la misma.
Apreciar si la cosa es o no determinada es una cuestión de hecho que
deben decidir los jueces del fondo procediendo en ejercicio de sus faculta-
des privativas. Así lo ha declarado la Corte Suprema.1
Veamos algunos casos tomados de nuestra jurisprudencia. La Corte de
Apelaciones de Concepción declaró nulo un contrato de venta por inde-
terminación del terreno vendido, porque hubo divergencias entre las par-
tes sobre uno de sus límites, que no se precisó bien en el contrato lo que
importaba la falta de acuerdo sobre el objeto vendido.2 La misma Corte
anuló, en otra ocasión, la venta de unos regadores de agua, porque aun
cuando se reconoció por ambas partes, al tiempo del contrato, el trayecto
del canal y el lugar de donde aquellos debían extraerse, no se precisó en
el contrato el lugar de donde se sacarían, de manera que no hubo acuer-
do al respecto, lo que hacía indeterminada la cosa.3

221. No solo es menester que la cosa vendida sea determinada. También


debe ser singular, esto es, que vendiéndose una o muchas cosas, todas ellas
se designen individual o genéricamente. En otros términos, hay venta de

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo III, sec. 1ª, pág. 217.


2 Sentencia 831, pág. 1573, Gaceta 1881.
3 Sentencia 2.276, pág. 939, Gaceta 1878.

185
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

cosa singular cuando los bienes que se venden están precisados y señala-
dos o en su especie o en su género y cantidad. La ley no acepta los contra-
tos a título universal, aquellos que versan sobre todo el patrimonio, porque
considera que éste es inseparable de la persona y porque no es posible
además que un individuo se despoje de todos sus derechos.
Este principio se encuentra a más de la compraventa, en las donacio-
nes y en el contrato de sociedad.
Pueden venderse todas las cosas que una persona tiene o pueda tener,
como vamos a verlo; pero para ello es menester enumerarlas. De este modo,
aunque la venta comprenda todos los bienes, éstos han sido determinados
y ya aquella no es a título universal.

222. No debe confundirse el hecho que una cosa sea determinada con el
que sea singular. Es cierto que las cosas universales son indeterminadas,
porque si vendo todos mis bienes el comprador puede no saber cuántos
son ni cómo son. No hay determinación del objeto en las cosas universa-
les, y ésta ha sido una de las razones por las cuales la ley ha prohibido estas
ventas.
Pero no puede decirse que toda cosa indeterminada es universal, pues
puedo vender un animal, sin determinar la especie, ni el género, en cuyo
caso se vende una cosa singular, pero indeterminada. Podemos decir, en-
tonces, que si toda cosa determinada es singular, no ocurre lo mismo con
toda cosa singular que bien puede ser indeterminada.
Es verdad que la determinación envuelve la idea de singularidad, pues
sólo las cosas que se designan e individualizan son determinadas. Una cosa
que se individualiza o se designa con toda precisión no puede ser univer-
sal, porque ésta implica la idea de indeterminación, ya que no se especiali-
za lo que esa universalidad comprende, sino que se contrata por el conjunto,
por todo lo que en él se encuentra.
En cambio la idea de singularidad, aunque aparenta envolver la de
determinación, no es así, sin embargo, porque la primera no comprende
la segunda. Esto se debe a que la singularidad se refiere al número o canti-
dad y la determinación, a la especie o al género de los individuos.
Un ejemplo nos hará ver mejor la diferencia: A vende a B el caballo
que tiene en su casa. En este caso, el caballo está determinado con toda
precisión y la venta es singular, puesto que la determinación envuelve,
como se dijo, la idea de singularidad. En cambio A vende a B un animal
sin decir nada más. Aquí el objeto es singular, porque se trata de un indivi-
duo y no son todos los bienes del vendedor, sino uno en especial, el que se
vende. Pero ese individuo no está determinado, no ha sido designado ni
en cuanto al género ni en cuanto a la especie y, por lo tanto, no puede
haber venta.
Tomemos ahora las ideas de determinación y de universalidad. Dijimos
que toda cosa universal era indeterminada porque la idea de determina-
ción implica la de singularidad; invirtiendo los términos resulta que toda
cosa universal tiene que ser indeterminada. Se dijo además que toda cosa
indeterminada no era universal. Así, por ejemplo, A vende a B todos los

186
DE LA COSA VENDIDA

animales que tiene o pueda tener. Aunque la venta se refiere a cierto gé-
nero, no precisa el número, sino que vende todos los animales. En una
palabra, hay venta a título universal y, por consiguiente, el objeto está in-
determinado, pues no han sido precisados los animales que se venden que
pueden ser aves, mamíferos, insectos, etc. En cambio, si A vende a B un
animal, el objeto es indeterminado, pero no es universal.
Creemos, pues, haber demostrado que si toda cosa determinada es ne-
cesariamente singular; no toda cosa singular es siempre determinada, pues
ambas ideas son diversas y se refieren a diferentes aspectos del objeto.

223. Todos los bienes que una persona tiene o pueda tener constituyen su
patrimonio que, como se ha dicho, es inseparable de ella. Por esta razón y
porque en la venta de todos los bienes el objeto es indeterminado, puesto
que no sabe qué cosas se comprenden en aquel, el artículo 1811 prohíbe
expresamente la venta del patrimonio o de la sucesión de una persona.
Dice ese artículo: “Es nula la venta de todos los bienes presentes o futuros o de
unos y otros, ya se venda el total o una cuota; pero será válida la venta de todas las
especies, géneros y cantidades que se designen por escritura pública, aunque se ex-
tienda a cuanto el vendedor posea o espere adquirir, con tal que no comprenda
objetos ilícitos. Las cosas no comprendidas en esta designación se entenderá que no
lo son en la venta; toda estipulación contraria es nula”.
El artículo transcrito se refiere tanto a los bienes presentes como a los que
puedan adquirirse con posterioridad al contrato; y prohíbe la venta de todos
ellos o de una cuota de los mismos, ya sea que se vendan solamente los bienes
presentes o los bienes futuros o unos y otros a la vez. No acepta tampoco este
artículo la venta de una cuota, porque la indeterminación siempre subsiste y
porque la venta de una cuota sería siempre a título universal, de acuerdo con
lo que dice el inciso 2º del artículo 951 del Código Civil.
El contrato de venta que violare esa disposición, es decir que verse
sobre todos los bienes presentes o futuros, o sobre unos y otros a la vez, o
sobre una cuota de los mismos, es nula absolutamente, porque según el
artículo 10 del Código Civil, los actos que la ley prohíbe son nulos y de
ningún valor y en tal caso hay en el contrato un objeto ilícito que lo vicia
de nulidad, según el artículo 1682 del mismo Código.

224. Pero si es cierto que todos los bienes de una persona, sean presentes
o futuros, no pueden venderse en conjunto, no es menos también que
pueden serlo si se individualizan, si se determinan en cuanto a la especie,
género y cantidad y que tal enumeración se haga por escritura pública. Así
lo dice el artículo 1811 que, después de establecer la regla general ya enun-
ciada, agrega: “Pero será válida la venta de todas las especies, géneros y cantida-
des que se designen por escritura pública, aunque se extienda a cuanto el vendedor
posea o espere adquirir, con tal que no comprenda objetos ilícitos”.
Según ese artículo, tres requisitos son necesarios para que esta venta
sea válida: a) que se designen todas las especies, géneros y cantidades; b)
que esa designación se haga por escritura pública; y c) que en la venta no
se comprendan objetos ilícitos.

187
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Concurriendo esas tres circunstancias simultáneamente el contrato es


válido, sea que comprenda todos los bienes presentes o los futuros o unos
y otros a la vez. Aquí, la venta no es a título universal sino a título singular;
cada cosa está expresamente señalada. De acuerdo con esa disposición, la
Corte de Apelaciones de Concepción declaró válida la venta de cinco reta-
zos de terreno que el vendedor poseía como únicos bienes, realizada por
escritura pública en que se expresaban separadamente los límites y exten-
sión de cada uno y que no comprendía ningún objeto ilícito.1

225. La ausencia de cualquiera de esos requisitos vicia de nulidad el acto,


porque se trata de requisitos exigidos en atención a la naturaleza del con-
trato; de modo que su omisión acarrea la nulidad absoluta del mismo.
Además, no concurriendo tales requisitos, no tiene lugar la excepción le-
gal y la venta cae dentro del precepto general que la declara nula.
Si en el contrato no se designan las especies, géneros y cantidades, sino
que se habla en general de todos los bienes, es nulo aunque se otorgue
por escritura pública. Igualmente, si esa designación no se hace por escri-
tura pública, la venta es nula, porque aquí la escritura se exige como re-
quisito esencial del contrato cuya omisión no puede suplirse por ninguna
otra prueba. Y es de advertir que en este caso, la venta debe otorgarse por
escritura pública sea que recaiga sobre inmuebles, sea que verse sobre
muebles, por cuanto el artículo 1811 no distingue al respecto. Además, la
escritura no se exige aquí en atención a la naturaleza del objeto vendido,
sino a la especie misma del contrato.
Finalmente, si en la venta hay algún objeto ilícito, el contrato es nulo
también, cualquiera que sea ese objeto, porque el citado artículo 1811 no
distingue sobre el particular. Luego toda contravención al mismo, por pe-
queña que sea, lo vicia de nulidad.

226. Si la venta de todos los bienes se hace en la forma indicada es válida


por los que en ella se enumeran; pero no afecta a los que no se mencio-
nan, aunque en el contrato se diga que en la venta se comprenden todos
los demás bienes del vendedor. Esa cláusula es nula. Es lo que dice el
inciso final del artículo 1811 en estos términos: “Las cosas no comprendidas
en esta designación se entenderá que no lo son en la venta y toda estipulación
contraria es nula”.
Esta disposición no hace sino corroborar el propósito del legislador de
evitar la venta en globo de todos los bienes del vendedor. Así, por ejem-
plo, si después de enumerar en el contrato todos los bienes, se dice que
quedan comprendidos en la venta los demás que pueda tener, esta cláusu-
la es nula y el comprador no podrá pretender la entrega de los bienes que
adquiera el vendedor después del contrato y que no se especificaron en él.
Se comprende que si así no fuera, se violaría fácilmente el inciso 1º del

1 Sentencia, 1.116, pág. 931, Gaceta 1888, tomo II.

188
DE LA COSA VENDIDA

artículo 1811, desde que para ello bastaría enumerar uno o dos bienes y
referirse, en general, a los demás.

227. Acabamos de ver que la venta de todos los bienes de una persona es
válida, siempre que se designen por escritura pública. Cabe preguntarse
¿si la venta de esos bienes se hace por escritura pública, pero no se men-
cionan en ella sino en un inventario extendido por escritura privada a que
se alude en el contrato, es válida aquella? Creemos que no, porque los
términos de la ley son precisos y claros en el sentido que los bienes mis-
mos se designen por escritura pública, y aquí no se designarían en esta forma,
sino por escritura privada. La venta sería válida en el ejemplo propuesto, si
el inventario se hiciera por escritura pública, pues entonces estarían desig-
nados en un instrumento de esta especie. De este modo se llenaría la exi-
gencia legal que no precisa si los bienes deben mencionarse en el mismo
contrato o en otro instrumento a que en él se alude. En este caso el con-
trato debe otorgarse también por escritura pública por las razones ya ex-
puestas.

228. ¿La nulidad de la cláusula por la cual se extiende la venta a los de-
más bienes del vendedor que no se designan en el contrato, acarrea la de
toda la venta? La negativa ha resuelto con justa razón la Corte de Apela-
ciones de Talca, declarando así que la venta es válida por los bienes que en
ella se designan y nula por aquellos a que esa cláusula se refiere.1 En tal
hipótesis, y como lo resolvió la Corte, el comprador sólo puede exigir la
entrega de los bienes mencionados en el contrato, pero no la de los otros
que puedan comprenderse en esa cláusula. Estamos en todo conformes
con ese fallo, pues la ley establece expresamente que la venta es válida
respecto de las cosas que se mencionan y nula respecto de las que se ven-
den en globo. Lo que anula la ley es la cláusula que se refiere a los demás
bienes del vendedor, mas no el contrato mismo, que lo declara válido no
obstante contener esa cláusula. Por lo demás, cuando la ley declara nula
una determinada estipulación no entiende anular sino ella y no el contra-
to que la contiene, pues su objeto no es impedir la celebración de éste
sino la de esa cláusula únicamente.
Veamos un ejemplo: A es dueño de un fundo, de una casa, de veinte
animales, de cien acciones del Banco de Chile y espera cosechar mil sacos
de trigo y comprar un coche. Si A vende a B todos esos bienes en términos
generales, diciendo te vendo todos mis bienes y los que espero tener al
cabo de cinco años, la venta es nula, como también lo es, si vende la mitad
o la tercera parte de los mismos.
En cambio, si A vende a B su fundo, su casa, los veinte animales, el
coche que espera comprar y los mil sacos de trigo que espera cosechar, y la
venta se hace por escritura pública designando cada uno de esos bienes, la
venta es válida, en virtud de la parte final del inciso 1º del artículo 1811.

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo II, sec. 2ª, pág. 119.

189
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Pero si a esa venta se le agrega esta frase “y todos los demás bienes que
tenga o pueda tener el vendedor”, la venta es válida respecto del fundo, de
la casa, de los animales, del trigo y del coche y nula, respecto de las cien
acciones del Banco de Chile y de los demás bienes que tenga o llegue a
adquirir, porque no se enumeraron en el contrato y, según el inciso 2º del
artículo 1811, no quedan comprendidas en la venta. Tal cláusula se reputa
no escrita. El comprador solo podrá exigir la entrega de los bienes enume-
rados, pero no la de los demás.

229. La expresión “bienes muebles y semovientes” sin otra explicación,


ha dicho la Corte de Apelaciones de Talca, es absolutamente indeter-
minada y debe reputarse no escrita y por no comprendidos esos bienes
en la venta que la contiene, en conformidad al inciso final del artículo
1811.1

230. Si se venden los muebles de una casa sin precisar nada más, la venta es
válida, aunque no se haga en la forma que señala el artículo 1811, no
solamente porque la ley ha definido en el artículo 574 del Código Civil lo
que comprende bajo esa denominación, sino además porque el artículo
1811 se refiere a todos los bienes presentes de una persona y aquellos no
tienen ese carácter ni pueden tenerlo; puesto que la misma ley establece
que en esa expresión no quedan comprendidos los objetos que exceptúa y
enumera.

231. Creemos igualmente que es válida la venta de un almacén con todas


las mercaderías que en él se contengan, aunque no se enumeren, ni se
haga con arreglo al artículo 1811 porque en este caso tampoco se venden
todos los bienes de una persona que es lo que reglamenta el artículo 1811.
Se venden algunos de ellos, que se han determinado por el hecho de
precisarse el local en que se hallan. Por lo demás, la disposición del artícu-
lo 1811 es de carácter prohibitivo y debe aplicarse con restricción y al caso
contemplado, que no es sino el de la venta de todos los bienes que una
persona tiene o puede tener.

232. En conformidad a estas ideas, la Corte de Apelaciones de Santiago


ha declarado que la venta de los minerales que puedan obtenerse de una
mina es válida, aunque no se otorgue por escritura pública ni aquellos se
mencionen individualmente, porque no son todos los bienes presentes o
futuros a que se refiere el artículo 1811 y de cuya venta es de la única que
éste se ocupa.2
Esta sentencia no hace sino corroborar lo que hemos dicho en los
números precedentes.

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo II, sec. 2ª, pág. 119.


2 Sentencia 2.342, pág. 550, Gaceta 1892, tomo II.

190
DE LA COSA VENDIDA

233. La venta de los derechos cuotativos que un comunero tiene sobre un


inmueble determinado que se precisa en el contrato, no es cesión de bie-
nes hereditarios, sino venta de derechos en un inmueble, porque las par-
tes al precisar éste, han singularizado la cosa sobre la cual versan esos
derechos.
Ese carácter no lo pierde la venta por el hecho que el vendedor expre-
sa que lo enajenado son los derechos que tenga o pueda tener en la cosa a
que se refiere el contrato, pues éste siempre se refirió a un predio específi-
co. Por otra parte, la especie o cuerpo cierto que se vende no deja de
revestir ese aspecto aunque sea objeto de actos o contratos parciales o
cuotativos, desde que según el artículo 892 del Código Civil se puede rei-
vindicar una cuota proindivisa determinada en una cosa singular. Así lo ha
resuelto la Corte Suprema con ocasión de un contrato de venta de unos
derechos cuotativos sobre un inmueble.1

4º TERCER REQUISITO: LA COSA VENDIDA DEBE SER


DE AQUELLAS QUE EXISTEN O SE ESPERE QUE EXISTAN

234. El tercer requisito que debe reunir la cosa vendida es que exista o al
menos, que se espere que exista. De no ser así, el contrato carece de obje-
to y es inexistente.
Tres situaciones, dice Baudry-Lacantinerie, pueden presentarse al res-
pecto: 1) la cosa no ha existido nunca y tampoco existirá en el futuro; 2)
la cosa no ha existido en el pasado; pero podrá existir en el futuro; y 3) la
cosa existió en el pasado; pero ha dejado de existir.2
En el primer caso no hay contrato, porque si la cosa no ha existido ni
existirá es la nada; hay imposibilidad absoluta para cumplirlo y nadie pue-
de obligarse a lo imposible. Por esta razón el legislador no se ha ocupado
de este caso.
El segundo está contemplado en el artículo 1813 y es el de una venta
de cosa futura, es decir, de una cosa que aunque no existe en el momento
del contrato, podrá existir más tarde. Aquí existe el objeto, sea en el acto
mismo del contrato, como cuando lo que se vende es la esperanza, o su
existencia está subordinada a una condición, como cuando lo vendido es
la cosa misma que se espera que exista.
Finalmente el tercer caso es el del artículo 1814, en el cual la cosa ha
perecido antes de celebrarse el contrato, por cuyo motivo no puede prestar
utilidad alguna. El contrato carece aquí de objeto; luego, es inexistente.

235. De esto resulta que el requisito relativo a la existencia de la cosa puede


mirarse desde dos puntos de vista: o la cosa existe o va a existir. En el primer
caso la venta es pura y simple desde un principio. No hay contingencia

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VII, sec. 1ª, pág. 240.


2 De la vente, núm. 96, pág. 74.

191
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

alguna, puesto que existe en el momento mismo de su celebración. En el


otro, o sea cuando la venta es de cosa futura, el contrato puede realizarse en
dos formas diversas: o lo que se vende es la esperanza, es decir la contingen-
cia de que exista o no una cosa es un hecho, en cuyo caso se reputa perfecto
desde que hay consentimiento de las partes, aunque la esperanza fracase,
porque lo que constituye el objeto de la convención es la suerte; o lo que se
vende es la cosa misma que no existe, pero se espera que exista, en cuyo
caso la venta se hace bajo condición suspensiva, que llegará a perfeccionarse
si la cosa existe; de lo contrario no hay contrato.
Unicamente esas dos especies de cosas, las existentes y las que se espera
que existan, pueden venderse; de donde resulta que si la cosa pereció antes
del contrato, éste es inexistente y no podría formarse por falta de objeto.
Tenemos, pues, que estudiar aquí dos cuestiones diversas y son las de
los artículos 1814 y 1813 o sea: la situación a que da origen la celebración
de un contrato sobre una cosa que existió, pero que en el momento de su
celebración había dejado de existir total o parcialmente; y la situación a
que da origen la venta de una cosa futura.

A) COSA QUE DEJÓ DE EXISTIR TOTAL O PARCIALMENTE AL TIEMPO DE LA


CELEBRACIÓN DEL CONTRATO

236. Los efectos que sobre el contrato de venta produce la inexistencia de


la cosa son diversos según sea total o parcial. Es total cuando la cosa ha
perecido por completo; cuando es inexistente. Hay pérdida parcial cuan-
do ha perecido sólo una parte de ella, o cuando han perecido parcial o
totalmente varias cosas de un conjunto.
Esta distinción tiene importancia, como vamos a verlo, para la validez mis-
ma del contrato. Si la cosa no existe al tiempo de su celebración, éste no es
inexistente; en cambio, si la pérdida es parcial, el contrato puede dejarse sin
efecto. También tiene importancia para determinar los efectos que en él pro-
duce la buena o mala fe de las partes, pues en algunos casos, aquel es siempre
inexistente, aunque el comprador esté de mala fe; mientras que en otros pier-
de todo derecho a pedir la rescisión del contrato o la rebaja del precio.

237. Debe tenerse presente que tanto en el caso de pérdida total como en
el de pérdida parcial de la cosa vendida, para que influya en la validez del
contrato es menester que una u otra hayan ocurrido con anterioridad a su
celebración o perfeccionamiento, es decir debe haber sucedido antes que
las partes se hayan puesto de acuerdo en la cosa y en el precio. Si la pérdi-
da ocurre después de celebrado el contrato, éste es válido en todo caso y
aquella afectará al comprador únicamente (art. 1820 del Código Civil), sin
perjuicio de las excepciones legales.

238. “La venta de una cosa que, al tiempo de perfeccionarse el contrato se supone
existente y no existe, no produce efecto alguno”, dice el inciso 1º del artículo
1814. Así, por ejemplo, si A vende a B una casa que posee en Valparaíso y

192
DE LA COSA VENDIDA

se ha incendiado, ignorándolo ambos, el contrato es inexistente por falta


de objeto, pues aunque subsista el suelo, no era éste el primordial objeto
de la venta.1 Lo mismo ocurriría si el caballo vendido muere el día ante-
rior a la venta o si las acciones al portador que se vendieron, se quemaran
antes de celebrarse el contrato.
Nuestro Código, más lógico que el francés y el italiano, no empleó la
palabra nulidad para determinar el efecto que producía la venta de una
cosa inexistente, porque, en realidad, el contrato no es nulo, ni aun abso-
lutamente; es mucho más que nulo, es inexistente, es la nada. El contrato,
en el caso que estudiamos, “no tiene objeto posible y no puede formarse”.2
El contrato es nulo cuando tiene existencia jurídica, pero adolece de
un vicio más o menos grave. Cuando le falta un requisito esencial para su
formación, no es nulo, es inexistente. La nulidad supone la existencia del
contrato, aunque viciada. La inexistencia no supone sino la nada; en este
caso no hay contrato de ninguna especie y no procede acción alguna. La
inexistencia se deja sentir por sí sola sin necesidad de una declaración
judicial, porque el contrato no ha tenido vida en ningún momento.
Un contrato de venta que recae sobre una cosa que ha perecido total-
mente antes de perfeccionarse, es inexistente, porque carece de objeto. Ni
la ignorancia de ambas partes ni la de una de ellas acerca de la pérdida total
de la cosa puede validarlo o hacerlo nacer, porque aun cuando sus volunta-
des pueden dar origen a cualquier contrato, no pueden, sin embargo, dar
existencia a lo que no la tiene, por carecer de un requisito esencial para su
formación. “Además, dice Ricci, la esencia de los contratos jurídicos no de-
pende de ningún modo del albedrío de los contratantes; existe una necesi-
dad lógica y jurídica que se impone a todas las voluntades y cada cual puede
abstenerse de otorgar un contrato; pero al contratar, no está en su poder
modificar la esencia del mismo ni mucho menos atribuirle una distinta”.3
Por eso aunque el comprador o el vendedor o ambos sepan que la cosa ha
perecido totalmente, el contrato no se formará en ningún caso; ese conoci-
miento dará origen a otras acciones, como vamos a verlo, pero jamás podrá
dar vida al contrato de compraventa.
Por este motivo el comprador, aunque conozca la pérdida de la cosa,
no podrá ser obligado a pagar el precio; su obligación carece de causa. Si
ya lo ha pagado, tendrá acción para repetirlo. El contrato no se validará ni
aun después de transcurridos treinta años, porque un contrato inexistente
no puede ratificarse ni sanearse por prescripción y lo muerto no puede
vivir nunca. Lo que ocurre es que la acción del comprador para repetir el
pago de lo indebido, que no otra cosa sería el precio pagado en virtud de
un contrato sin causa, habrá prescrito en ese tiempo sin que pueda decir-
se, por ello, que el contrato se validó. Si el precio se pagó y no se repite
oportunamente quiere decir que el comprador perdió ese dinero por ha-

1 TROPLONG, I, núm. 252, pág. 332; POTHIER, III, núm. 4, pág. 3.


2 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 98, pág. 75.
3 Tomo 15, pág. 266, núm. 197.

193
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

ber prescrito la acción para repetirlo. La doctrina de los tratadistas es uni-


forme en el sentido que hemos indicado.1
Por su parte, la Corte de Apelaciones de Santiago ha declarado que el
contrato de venta de terrenos de sales potásicas no produce efecto alguno
si se establece fehacientemente que aquéllas no han existido jamás, por-
que en tal caso la venta carece de objeto.2
El precepto que ahora estudiamos estaba consignado también en el
Derecho Romano y no podía ser de otro modo, desde que es una regla
general de Derecho que no hay contrato sin objeto. Paulo, por ejemplo,
decía que la venta era nula aunque se hubiera consentido en la identidad
de la cosa, si dejó de existir antes del contrato.3
La ley 14, título V, de la Partida V reprodujo el mismo principio y de
allí lo tomó nuestro Código.
Disposiciones análogas contienen los artículos 1601 del Código fran-
cés, 1461 del Código italiano y 1460 del Código español. El Código ale-
mán no contempla expresamente este caso, sino que el artículo 306 sienta
como regla general que “el contrato que tiene por objeto una prestación
imposible es nulo”. Debe tenerse presente, como dije, que nuestro Código
al emplear la expresión “no produce efecto alguno” ha sido mucho más
feliz que los demás Códigos, salvo el español que contiene una redacción
análoga a la nuestra, pues aquellos dicen que la venta es “nula”, y esto no
es efectivo, porque la nulidad supone la existencia jurídica del contrato,
aunque sea viciada; en tanto que aquí el contrato no adolece de vicio
alguno, no tiene ningún defecto y no lo tiene, porque no existe. Por esta
razón, los comentaristas del Código italiano y del Código francés se apre-
suran a manifestar que la expresión de la ley indica que se trata no de una
venta anulable a instancia de parte, sino de un contrato inexistente.

239. Como se ha dicho anteriormente, ni el conocimiento que el compra-


dor o el vendedor o ambos a la vez tengan acerca de la pérdida total de la
cosa vendida, puede dar valor al contrato, que será inexistente en todo
caso. Luego, ni la buena o mala fe de las partes influye en su existencia,
que será reputado como la nada. Una y otra influyen en él para determi-
nar los perjuicios que los contratantes pueden estar obligados a indemni-
zarse mutuamente.4

1 B AUDRY -LACANTINERIE, De la vente, núm. 98, pág. 75; MARCADÉ, VI, págs. 224 y 225;

PLANIOL, II, núm. 1366, pág. 463; P OTHIER, III, núm. 4, pág. 3; GUILLOUARD, I, núm. 168,
pág. 188; TROPLONG, I, núm. 252, pág. 331; L AURENT, 24, núm. 88, pág. 96; HUC, X, núm.
70, pág. 100; AUBRY ET RAU, V, pág. 12; FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 622, pág. 841;
RICCI, tomo 15, núm. 107, págs. 264 a 267; MANRESA, X, págs. 110 a 112; ROBLES POZO,
págs. 605 y 606; BÉDARRIDE, núm. 28, pág. 49.
2 Sentencia 863, pág. 201, Gaceta 1912, tomo II.
3 Digesto, libro 18, título I, ley 15.
4 De acuerdo con la terminología del inciso final del artículo 1814 del Código Civil y a

fin de abreviar las expresiones, denominaremos buena y mala fe al hecho que las partes
ignoren o sepan, al tiempo del contrato, la pérdida de la cosa que se vende.

194
DE LA COSA VENDIDA

Debe tenerse presente que esta indemnización no procede de la ineje-


cución o resolución del contrato, como pudiera creerse, sino del dolo de
los contratantes, porque siendo aquél inexistente, no puede dar lugar a
una acción que sólo emana de un contrato que existe, como es la acción
para cobrar perjuicios por resolución o incumplimiento del contrato.
Cuatro casos pueden presentarse al respecto: a) el vendedor sabe que
la cosa vendida ha perecido totalmente, pero el comprador lo ignora; b)
el vendedor y el comprador saben que la cosa ha perecido totalmente; c)
sólo el comprador lo sabe, mas no el vendedor; y d) ambos contratantes lo
ignoran. Excusado nos parece decir que este conocimiento o ignorancia
se refiere al tiempo del contrato.
Primer caso. Está resuelto por el artículo 1814, que en su inciso 3º dice:
“El que vendió a sabiendas lo que en el todo o en una parte considerable no existía,
resarcirá los perjuicios al comprador de buena fe”. Nada más lógico que esta dis-
posición. El comprador fue a la celebración del contrato en la creencia que
le reportaría beneficios y se privó tal vez de celebrarlo con otra persona.
Si no puede realizarlo por culpa del vendedor, por el engaño de que
fue víctima por parte de éste, es justo que se le indemnicen los perjuicios
que con ello sufrió. Este artículo, por lo demás, no es sino la aplicación a
un caso concreto de la regla contenida en el artículo 1558 del Código
Civil. El vendedor está obligado, igualmente, a resarcir al comprador de
buena fe los gastos que éste hubiera hecho con ocasión del contrato que,
como sabemos, se comprenden en los perjuicios. La ley 14, título V, de la
Partida V contenía el mismo precepto en estos términos: “Pero si a sabien-
das vendiesse un ome a otro alguna cosa, que era quemada o derribada,
diziendo el que la vendia que era sana; non vale la venta porque non se
puede vender la cosa que non es. Pero este que le vendió assí, es tenudo
de pechar al comprador todos los daños quel vinieron por esta razon; por
engaño que fizo a sabiendas, vendiendo lo que sabia que non era”. En
idéntico sentido se pronuncian Laurent1 y Troplong.2
Segundo caso. Si ambas partes saben al tiempo del contrato que la cosa
vendida no existía, ninguna de ellas tiene derecho para exigir indemniza-
ción de perjuicios, porque, como decía Paulo, el dolo de la una se com-
pensa con el de la otra.3 Esta misma solución fluye también del inciso 3º
del ya citado artículo 1814, que exige que el comprador esté de buena fe
para que el vendedor de mala fe le indemnice los perjuicios, de donde se
desprende a contrario sensu, que si el vendedor está de mala fe no procede
indemnización alguna. Y ello es evidente, porque el perjuicio que uno u
otro han podido sufrir no es, como dice Ricci, sino la consecuencia de su
acción voluntaria.4

1 Tomo 24, núm. 92, pág. 99.


2 I, núm. 253, pág. 334.
3 Digesto, libro 18, título 4º, ley 57, núm. 3.
4 Tomo 15, núm. 107, pág. 267.

195
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Tercer caso. Es totalmente diverso al contemplado en el inciso 3º del


artículo 1814, pues es el comprador quien está de mala fe y el vendedor,
en cambio, está de buena fe. Aplicando al caso en estudio el argumento
que quien dice de lo uno niega de lo otro, resulta que si el vendedor de
mala fe debe indemnizar perjuicios al comprador de buena fe, es claro
que tal obligación no puede tenerla el vendedor de buena fe respecto de
un comprador de mala fe. Por lo demás, es muy razonable que el compra-
dor sufra las consecuencias de un hecho que le es imputable a él única-
mente. Posiblemente el comprador esté obligado a indemnizar perjuicios
al vendedor por su procedimiento doloso, pero en ningún caso, puede
éste retener el precio pagado por aquel, desde que el contrato es inexis-
tente. Si el precio ha sido pagado, el comprador tendrá acción para repe-
tirlo, sin perjuicio de la indemnización a que puede ser obligado para con
el vendedor.
No creemos que la doctrina romana que sostenía la subsistencia del
contrato de venta en este caso y que obligaba al comprador a pagar el
precio, sea exacta. Ella no ha hecho sino interpretar como validez del
contrato de venta lo que no es otra cosa que una indemnización de perjui-
cios. Si el contrato es inexistente y si la mala fe de las partes no puede
darle vida jurídica, es imposible que pueda dar origen a una obligación
que sólo emana de un contrato existente, como es la de pagar el precio.
Marcadé refutando la doctrina romana defendida por Troplong,1 dice: “El
comprador podría repetir su precio aun cuando hubiera sabido en el mo-
mento de la venta que la cosa no existía y aun cuando el vendedor lo
hubiera ignorado”.2 Lo que debe el comprador no es el precio sino los
perjuicios que se han causado al vendedor y aunque aquel se impute a
éstos, ese dinero lo recibe el vendedor no a título de precio sino a título
de indemnización.
Los autores extranjeros están casi unánimemente de acuerdo en reco-
nocer que el comprador no está obligado a pagar el precio, pudiendo
repetirlo, si lo ha pagado, sin perjuicio, naturalmente, de indemnizar los
gastos y los daños que se hayan causado al vendedor de buena fe.3
Cuarto caso. Finalmente, si ambos ignoran la pérdida de la cosa, es de-
cir, si están de buena fe, no procede ninguna indemnización; cada uno
pierde los gastos que con ocasión del contrato haya hecho.
La única sanción que la ley impone a los contratantes que venden o
compran de buena fe una cosa que no existe y que suponen existente es la
ineficacia del contrato. Digo de buena fe, aunque el artículo 1814 no se
refiere a ella, porque se presume que todo contrato se celebra de buena fe
y de ahí por qué la ley habla de una cosa que se la supone existente, pues si

1 Tomo I, núm. 253, pág. 334.


2 Tomo VI, pág. 224.
3 RICCI, tomo 15, núm. 107, pág. 266; BAUDRY-L ACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 246,

I, pág. 297.

196
DE LA COSA VENDIDA

se sabe a punto fijo que no existe, habría mala fe. Luego, al decir la ley se
supone existente, da a entender que las partes ignoran si la cosa pereció o
no. En otros términos, el artículo 1814, al reglamentar esta venta en su
inciso 1º, se coloca en el caso que ambas ignoren la pérdida de la cosa.
Pothier1 y Laurent2 dicen también que la ley supone que las partes ignora-
ban, al tiempo del contrato, esa pérdida.
Esta consecuencia fluye además del inciso 3º del artículo 1814, pues la
ley obliga a resarcir perjuicios al vendedor de mala fe, de donde se infiere
que si está de buena fe no debe indemnización. Esta solución es muy justa
y equitativa, por cuanto ninguno de los contratantes ha procedido malicio-
samente a celebrar el contrato. La ley 14, título V, de la Partida V daba la
misma solución en el caso que estudiamos y decía: “Vendiendo un ome a
otro casa, o molino o otro edificio qualquier, si lo que assi vendiesse fuesse
derribado, o quemado, o destruydo en alguna otra manera, no lo sabien-
do el comprador non valdría la vendida; maguer aquel que lo vendiesse,
cuydasse que era sano quando lo vendiesse e non supiere que era quema-
do nin derribado”.

240. No obstante lo dicho anteriormente, hay en nuestra legislación un


caso en que el contrato de venta es válido, aunque la cosa vendida haya
perecido al tiempo de su perfeccionamiento. Es el del artículo 138 del
Código de Comercio que dice: “La compra de un buque o de cualquier otro
objeto que no existe y se supone existente, no vale. Pero si tal compra fuere hecha
tomando en cuenta los riesgos que corre el objeto vendido, el contrato se reputará
puro, si al celebrarlo ignoraba el vendedor la pérdida de ese objeto”. El inciso 1º
del artículo reproduce la regla del inciso 1º del artículo 1814; el inciso 2º
consigna la excepción.
Dos requisitos son necesarios para que la venta sea válida en el caso de
ese artículo, a saber: a) que las partes contraten tomando en cuenta los
riesgos que corre la cosa; y b) que el vendedor ignore la pérdida de la
misma. Si falta el primer requisito, si en el contrato no se toman en cuenta
los riesgos de la cosa y se contrata lisa y llanamente sobre la cosa misma,
no hay venta si aquella había perecido al tiempo de celebrarse. Es menes-
ter que aparezca claramente la intención de las partes de tomar en cuenta
esos riesgos para la celebración del contrato, porque en la duda se optará
por la regla del inciso 1º, esto es, por la ineficacia de la venta si al tiempo
de su perfección ya no existía la cosa. El segundo requisito es también
esencial, porque si el vendedor sabe que la cosa no existe, contrata dolosa-
mente y es justo entonces que el contrato no tenga valor alguno. Esa igno-
rancia del comprador, dados los términos del artículo 138, es necesaria
para la validez del contrato, de modo que si falta, es ineficaz y cae dentro
de lo preceptuado por el inciso 1º.

1 III, núm. 4, pág. 3.


2 24, núm. 92, pág. 99.

197
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Por lo demás, la disposición que analizamos es muy razonable. Las par-


tes han tomado en cuenta en el contrato los riesgos que corre la cosa
vendida; se vende, mejor dicho, la esperanza de llegar a poseer lo que de
ella pueda existir, como dice Marcadé,1 en vez de la cosa misma. Así, por
ejemplo, se vende el 1º de marzo un buque que va en viaje en la inteligen-
cia que la venta será válida, no obstante su destrucción o naufragio, es
decir, tomando en cuenta los riesgos que puede correr. Si el buque pere-
ció el 20 de febrero y el vendedor no lo supo, el contrato es válido, porque
ambas partes creyeron contratar sobre una cosa que existía o podía existir,
dados los riesgos a que estaba expuesta. Tal venta es un contrato aleatorio
y se basa en la buena fe que debe predominar en toda convención. Por
eso se exige que el vendedor ignore la pérdida de la cosa. De lo contrario,
el dolo sería manifiesto y estaría, por consiguiente, obligado a indemnizar
perjuicios al comprador de buena fe.

241. Y si ambas partes conocen el riesgo que ha corrido el objeto vendido,


pero no saben a punto fijo si pereció o no, ¿es válido el contrato? Supon-
gamos que un buque se ha encontrado en el bombardeo de un puerto y se
cree que ha sido hundido, pero nada de cierto se sabe al respecto; ¿es
válida la venta que de él se haga? la afirmativa no nos parece dudosa,
porque las partes al contratar están en la incertidumbre de si la cosa ha
perecido o no, y son esos riesgos o deterioros que puede haber sufrido los
que constituyen el objeto mismo de la convención. Lo que se compra es la
esperanza de que la cosa exista y aunque el vendedor sabe el riesgo que
corrió, ignora si pereció o no. Lo que la ley no acepta es que éste sepa a
ciencia cierta la pérdida del objeto que vende. Luego, no puede negársele
valor a una venta que no viola el precepto legal indicado.
La incertidumbre de si pereció o no la cosa vendida no significa cono-
cimiento de la pérdida y es esa incertidumbre de ambas partes lo que
precisamente toma en cuenta el artículo 138 del Código de Comercio para
dar validez al contrato. Dice Marcadé, al respecto: “No necesita decirse
que si se ha vendido, no precisamente la cosa que ha perecido en todo o
en parte, sino la suerte o la esperanza de tener lo que pueda existir de esta
cosa, como si Ud. y yo supiéramos que un incendio ha destruido una man-
zana de una ciudad en la cual tengo una casa, o que una enfermedad ha
diezmado la mitad de los animales de una comarca en la cual poseo un
rebaño y le vendo lo que pueda subsistir de esa casa o de ese rebaño, la
venta sería perfectamente válida, aunque se supiera después que no que-
daba absolutamente nada. Esto es evidente, puesto que el objeto de la
venta no es sino la esperanza, más o menos fundada, de encontrar alguna
cosa, la suerte de tener todo, poco o nada”.2
Naturalmente, si ambos contratantes sabían con toda exactitud que la
cosa ya había perecido, la venta no existe, pues allí no se toman en consi-

1 VI, pág. 226.


2 VI, pág. 226.

198
DE LA COSA VENDIDA

deración los riesgos de la cosa vendida que es lo esencial en este caso, sino
que se contrata sobre una cosa inexistente.

242. ¿El caso contemplado en el artículo 138 del Código de Comercio


sería posible pactarlo en materia civil, es decir, puede celebrarse en la vida
civil un contrato de esa especie? En derecho privado puede hacerse todo
lo que la ley no prohíbe; ninguna disposición prohíbe la celebración de
un contrato de esa naturaleza; luego, su validez es incontestable, más aún
si se considera que las partes son libres de contratar como mejor les parez-
ca. La venta sería aleatoria. Se compraría la esperanza de que exista la
cosa y ya hemos visto que ese carácter que puede asumir la venta no pugna
con el que ordinariamente presenta. Marcadé1 y Delamarre et Lepoitevin2
reconocen también la validez de una venta de esta especie. Eso sí que,
para que ese contrato sea válido, es esencial que el vendedor ignore la
pérdida de la cosa y que la intención de los contratantes aparezca clara-
mente manifestada en el sentido de tomar en cuenta esos riesgos. De otro
modo, la venta es nula y sin ningún valor. Y esa intención no debe ser de
dudosa interpretación, porque constituyendo este contrato una excepción
a la regla general, en la duda debemos pronunciarnos por su ineficacia.

243. Si antes de celebrarse el contrato la cosa vendida ha perecido sólo


parcialmente, no es inexistente, puesto que en tal caso subsiste su objeto.
Pero como no existe en su totalidad, como no existe el objeto completo
que el comprador tuvo en vista para dar su consentimiento y ofrecer el
precio, ha sido necesario buscar una conciliación al respecto y es la que
señala el inciso 2º del artículo 1814, que dice: “Si faltaba una parte considera-
ble de la cosa al tiempo de perfeccionarse el contrato, podrá el comprador, a su
arbitrio, desistir del contrato, o darlo por subsistente, abonando el precio a justa
tasación”. Así, por ejemplo, si se vende una casa que se ha quemado, hecho
que ambas partes ignoran, y resulta que es una parte de la casa la que se
ha destruido, no se puede negar, como dice Pothier, que la casa objeto del
contrato existe, aunque disminuida, y, por lo tanto, éste es válido. El com-
prador tiene derecho para dejar sin efecto el contrato, o para mantenerlo,
pidiendo una rebaja a justa tasación.3 Lo mismo ocurre cuando se vende
un animal que el día antes ha perdido una pata; cuando se vende un libro
que se le han destruido algunas páginas, etc.
Lo que aquí conviene precisar exactamente es la influencia jurídica
que la pérdida parcial de la cosa produce en el contrato.
Esta pérdida no produce la inexistencia de la venta, porque el objeto
no ha desaparecido; sólo ha disminuido parcialmente. El objeto del con-
trato subsiste siempre. Por otra parte, no podría decirse que éste es inexis-
tente puesto que el comprador, como se ha visto, tiene derecho para

1 VI, pág. 226.


2 FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 624, pág. 841.
3 III, núm. 4, pág. 3.

199
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

persistir en él o para desistirse del mismo; y es claro que si lo fuera no


podría llevarse a cabo. El contrato, como dice Ricci, existe jurídicamente;
eso sí que queda a voluntad del comprador realizarlo o no.1
Tampoco puede decirse que esté subordinado a la condición resoluto-
ria de que el comprador se desista o no de su celebración. No hay aquí
condición resolutoria, porque se resuelve lo que existe y antes que el com-
prador manifieste su intención, no hay contrato, no por falta de objeto,
que según dijimos, aún subsiste, sino por falta de consentimiento. Aquel
no se ha formado en definitiva. Las partes están en presencia de una cosa
que ha perecido parcialmente y la ley acuerda al comprador el derecho de
desistirse o de llevarlo a cabo. Al perfeccionarse la convención se sabe que
la cosa no está completa. El consentimiento del comprador se dio sobre
toda ella y ahora encuentra menos de lo que creyó comprar. Puede acep-
tar la cosa en la forma en que se encuentra o puede no realizar la venta.
El contrato no se forma definitivamente sino cuando el comprador
manifiesta que acepta la cosa tal como se halla. Antes de eso, no se ha
perfeccionado, puesto que éste puede dejarlo sin efecto por su sola volun-
tad, y un contrato legalmente celebrado sólo puede dejarse sin efecto de
común acuerdo de las partes. La venta se forma cuando el comprador
persiste en ella, no obstante el deterioro de la cosa. Resulta, entonces, que
la facultad de desistirse o de llevarla a cabo no es una condición resoluto-
ria que afecta a su existencia, porque si aún no se ha formado, no puede
haber resolución. “Lo que se concede al comprador, como dice Manresa,
en vista de la pérdida parcial de la cosa, es precisamente la facultad de dar
vida legal al contrato o de dejarlo reducido a la categoría de los propósi-
tos, de las intenciones que no llegan a realizarse, de los actos preparato-
rios de otro que no logra su consumación.2
Los autores están casi unánimemente de acuerdo en aceptar la inter-
pretación que hemos dado acerca del valor jurídico del contrato en caso
de pérdida parcial de la cosa. Laurent rebate la expresión resolución de la
venta que emplea Pothier para designar el derecho del comprador de de-
sistirse de ella, y dice: “La resolución supone que la venta existe, pero que la
ley permite al comprador de hacerla resolver a consecuencia de una con-
dición resolutoria tácita que supone existir en la intención de los contra-
tantes; mientras que el derecho de abandonar la venta significa que ésta no
se ha formado definitivamente y que depende de la voluntad del compra-
dor mantenerla o no. He ahí una diferencia esencial entre la teoría del
Código y la de Pothier”.3

244. ¿Por qué se concede únicamente al comprador la facultad de llevar a


cabo el contrato o de desistirse del mismo? Siendo el comprador el único
interesado en la cosa comprada, es evidente que nadie está en mejor situa-

1 Tomo 15, núm. 108, pág. 268.


2 X, pág. 113.
3 Tomo 24, núm. 89, pág. 97; véase MARCADÉ, VI, pág. 225.

200
DE LA COSA VENDIDA

ción que él para apreciar si la cosa le sirve o no en el estado en que se


encuentra. Su intención fue adquirirla completa, pero la encuentra dete-
riorada, y como la causa del contrato para él es la cosa que va a adquirir,
justo es que se le conceda la facultad absoluta de apreciar si le conviene o
no mantenerlo. En cambio, el vendedor ha tenido la intención de des-
prenderse de la cosa en todo caso, deteriorada o no, pues lo que desea es
el dinero. De modo que no puede apreciar si le conviene venderla o no;
sus deseos, naturalmente, serán venderla a toda costa, a fin de recibir el
dinero y con mayor razón aún si está deteriorada, ya que así poco o nada
le servirá.
El comprador es el único que puede sufrir un perjuicio con la pérdida
parcial de la cosa. De ahí por qué esta facultad sólo a él se concede.1

245. La facultad del comprador, como se dijo, consiste en decidir, a su


arbitrio, si se desiste del contrato o si lo da por subsistente. En el primer
caso, aquél no ha alcanzado a formarse en definitiva, puesto que el com-
prador por su sola voluntad lo deja sin efecto. Si ha pagado el precio, le
será devuelto, sin que abone al vendedor ninguna indemnización, puesto
que al retirar su consentimiento usa de un derecho legítimo, cuyas conse-
cuencias éste conoció al contratar.

246. Si lo lleva adelante, si lo da por subsistente, está obligado a pagar el


precio a justa tasación, o sea, el que señalen de común acuerdo las mismas
partes o los peritos que éstas nombren. Para determinarlo se tomará en
cuenta el valor que represente la parte de la cosa que subsiste. El compra-
dor no está obligado a pagar todo el precio, porque éste se fijó en aten-
ción a la cosa completa. Como ahora se encuentra deteriorada, es justo
que se rebaje en proporción a ese deterioro, pues no puede pagarse por
una parte de la cosa lo que iba a pagar por toda ella completa.
La disposición del artículo 1814 que obliga al comprador a pagar el
precio a justa tasación es injusta, porque puede ocurrir que la parte de la
cosa que queda subsistente valga por sí sola más de lo que vale esa misma
parte unida a la deteriorada. Veamos un ejemplo: se vende una casa de
veinte piezas y se queman cinco. El precio eran $ 100.000. El comprador
dice que persiste en la venta y que pagará el precio a justa tasación. Los
peritos tasan las piezas que quedan en $ 95.000, de donde resulta que la
parte destruida vale $ 5.000. La parte subsistente vale, entonces, casi lo
mismo que si la cosa estuviera completa, es decir, esa parte vale por sí sola
más de lo que valía unida con la que se deterioró, ya que no es de suponer
que cinco piezas de una cosa, que en este caso son la cuarta parte de ella,
importen $ 5.000, cuando, en realidad, su valor sería, aritméticamente, la
suma de $ 25.000, que es la cuarta parte de 100.000.

1 MANRESA, X, pág. 113; FUZIER-HERMAN , 36, Vente, núm. 625, pág. 841; LAURENT, tomo

24, núm. 89, pág. 98; BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 99, pág. 76; RICCI, 15, núm.
108, pág. 268.

201
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Por esta razón, encontramos más aceptable la disposición de los Códigos


francés y español. En el primero, según el artículo 1601, el comprador pue-
de persistir en el contrato pagando el precio que se determine por ventila-
ción. La ventilación consiste, según Baudry-Lacantinerie, no en avaluar la
parte de la cosa que no ha perecido y fijar un precio sin tomar en cuenta el
que había sido pactado (como ocurre entre nosotros), sino en repartir el
precio convenido entre la parte destruida y la parte conservada.1
De este modo se respeta la voluntad de los contratantes y se da a la
parte de la cosa que subsiste el mismo valor que tenía cuando estaba unida
a la parte destruida, porque el valor que tiene la parte que subsistió se
paga en proporción al valor total de la cosa. En el ejemplo propuesto, el
precio que el comprador tendría que pagar serían $ 75.000, pues las cinco
piezas que se destruyeron son la cuarta parte de la casa, y como ésta valía
$ 100.000, lo destruido valdrá $ 25.000.
En otros términos, “la ventilación consiste, como dice Planiol, en de-
terminar en qué proporción la cosa ha perecido y en disminuir el precio
en la misma proporción: no hay para qué preocuparse de lo que vale la
parte conservada; su precio está determinada de antemano por el contrato
y no hay sino que calcular la parte de precio que se debe”.2
El Código español, en su artículo 1460, dice que si el comprador persiste
en el contrato, abonará su precio en proporción al total convenido; es, en
buenas cuentas, el sistema de la ventilación del Código francés. Tanto el
Código español como el nuestro fueron tomados, en esta parte, del proyec-
to de Goyena de 1851, que, en su artículo 1382, disponía que el precio se
abonara a justa tasación. Nuestro Código no innovó sobre el proyecto; pero
el código español prefirió la doctrina francesa, pues así se respeta la volun-
tad de los contratantes y el precio que se fija es más equitativo.
Manresa, con el objeto de hacer ver la diferencia que hay entre uno y
otro sistema, nos cita el ejemplo siguiente, que consideramos útil reprodu-
cir para fijar bien las ideas al respecto: “Si se compra una piara de cien
vacas en 20.000 pesetas y al tiempo de celebrarse el contrato resulta que se
han muerto la mitad, según el Código español (y el francés), el compra-
dor, si quiere seguir adelante el contrato, deberá entregar 10.000 pesetas.
Según el proyecto de 1851 (y según el nuestro), hay que tasar esas 50 vacas
que quedaron y si los peritos dicen que cada una vale 300 pesetas, el pre-
cio que el comprador debe satisfacer es el de 15.000 pesetas”.3

247. Siendo una facultad del comprador el derecho de desistirse del con-
trato en caso de pérdida parcial de la cosa, es evidente que puede renun-
ciarlo, renuncia que puede ser expresa o tácita. Es tácita cuando acepta
pagar el precio o cuando toma la cosa tal como se halla o, mejor dicho,
cuando ejecuta hechos que son incompatibles con la voluntad de ejercitar

1 De la vente, núm. 99, pág. 76; AUBRY ET RAU, V, pág. 12; LAURENT, 24, núm. 91, pág. 99.
2 II, núm. 1367, pág. 463; RICCI, tomo 15, núm. 108, pág. 268.
3 X, pág. 113.

202
DE LA COSA VENDIDA

el derecho de desistirse. Pero si el comprador renuncia la facultad de de-


sistirse del contrato, no renuncia por eso a la disminución del precio, puesto
que una de esas renuncias no es, como dice Ricci, la consecuencia necesa-
ria de la otra. Por otra parte, la renuncia de una supone que persiste en la
otra facultad, así como el ejercicio de una indica la renuncia de la otra,
puesto que son facultativas. Por lo tanto sólo puede hacerse uso de una de
ellas y no de ambas. Si se desiste del contrato, no pagará ningún precio; y
a la inversa, si paga el precio a justa tasación, no podrá desistirse. Ambas
son, en una palabra, incompatibles.

248. ¿Qué parte de la cosa debe perecer para que el comprador pueda
desistirse del contrato o pedir una disminución del precio? Una parte con-
siderable de ella, dice el inciso 2º del artículo 1814. El Derecho romano y
las Siete Partidas hacían una distinción sobre esta materia, según que la
cosa hubiera perecido en su mayor parte o en menos de la mitad. En el
primer caso la venta no se perfeccionaba; en el segundo, el comprador
tenía derecho a una disminución del precio en proporción del valor que
la cosa había disminuido de precio. Dice Paulo: “Si queda una parte de la
casa, es muy importante saber cuál fue la que quedó de la casa quemada;
porque si se quemó la mayor parte, el comprador no puede ser obligado a
perfeccionar la compra y puede repetir lo que pagó; pero si se ha quema-
do la mitad, o menos, el comprador está obligado a perfeccionar la venta,
pagando lo que estime el juez, a fin de evitar que se le obligue a entregar
lo que bajó de precio por haberse incendiado”.1
La ley 14, título V, de la Partida V, reproduce ese principio y dice: “Que
non valdria la vendida si aquella cosa que assi fuesse vendida, fuesse que-
mada, o derribada la mayor parte della; mas si fuesse la menor parte della
quemada, o derribada, estonce valdria la vendida. Pero deuen fazer sacar
del precio, quanto asmaren que vale la cosa ménos, por razon de aquello
que era quemado o derribado a la sazon que fué fecha la compra”.
Tanto el Derecho romano como el Derecho español distinguían, pues,
dos casos de pérdida parcial: si perecía la mayor parte o la menor parte.
En cada caso daban una acción distinta: en el primero, el comprador tenía
derecho a la devolución del precio, pues no había contrato; y en el segun-
do, tenía derecho a la disminución del precio en proporción a lo perdido.
En otras palabras, concedían las dos acciones que los Códigos modernos
dan al comprador; pero no con el carácter de facultativas, sino de únicas y
exclusivas en cada uno de los casos en que se otorgaban.
Nuestro Código se separó por completo del espíritu de las legislacio-
nes romana y española y concede al comprador ambos derechos, el de
desistirse del contrato, o el de pedir una disminución del precio cuando
falta una parte considerable de la cosa vendida. En aquellas legislaciones no
había venta en este evento; y la disminución sólo procedía cuando lo des-
truido era menos de la mitad, en cuyo caso, entre nosotros, no procede ni
siquiera la disminución del precio.

1 Digesto, libro 18, título I, ley 57.

203
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

La cuestión está en determinar qué debe entenderse por parte consi-


derable.
Atendiendo al sentido natural y obvio de la palabra considerable, éste no
es otro que el de “digno de consideración, grande, cuantioso”; esa expre-
sión denota la idea de algo importante y digno de tomarse en cuenta. De
ahí que podamos decir que el espíritu del legislador ha sido que el com-
prador tenga esta facultad únicamente cuando la cosa ha sufrido tales de-
terioros, en atención a la importancia y naturaleza de ella, que de ser
conocidos por el comprador, no la habría comprado. Y digo en atención a
la importancia y naturaleza de la cosa porque lo que en un caso es pérdida
considerable, en otro no lo es. De todos modos, ésta es una cuestión que
queda a la apreciación del juez, que la resolverá con el mérito de la prue-
ba rendida y tomando en cuenta la naturaleza de la cosa y la importancia
que a ella atribuía el comprador.
Pero debe tenerse presente que una y otra acción proceden si la pérdi-
da es considerable. Si falta alguna parte de la cosa que no es considerable,
no hay lugar a ninguna de ellas y el comprador pagará el precio íntegro.
La única distinción que debe hacerse y lo único que debe determinar
el juez, es si la parte que falta es o no es considerable. Si la es, el compra-
dor puede desistirse del contrato o pedir una rebaja del precio. Si no la es,
pagará el precio completo.
Citemos un ejemplo: si A vende a B una casa que se ha quemado, y ambos
lo ignoran, B tendría derecho para pedir la rebaja del precio, o podría desis-
tirse del contrato, si se hubiera destruido una gran parte de la casa, como ser,
todo el segundo piso; pero si se han destruido dos o tres piezas y la casa es
grande, no procede ni la rebaja ni el desistimiento del contrato.
Los Códigos francés, español e italiano no contienen la misma disposi-
ción del nuestro. No hacen distinción alguna al respecto y no se ocupan
sino del caso en que se haya perdido una parte de la cosa, sin señalar si es
o no considerable. Ha surgido, en consecuencia, la duda de saber cuándo
procede el ejercicio de las acciones del comprador. Según Baudry-Lacanti-
nerie, sólo pueden ejercitarse cuando “la pérdida tenga una importancia
apreciable, de modo que no sea para el comprador un simple pretexto
para librarse del contrato; una pérdida insignificante no se tomaría en
cuenta y tampoco es necesario, como se ha dicho, que la pérdida tenga
una importancia tal que hubiese impedido al comprador contratar si la
hubiere conocido. Es preciso una pérdida que si hubiera sido conocida,
haya podido ejercer una influencia sobre la fijación del precio, puesto que
si el comprador no abandona la venta, debe haber una rebaja del precio”.1
Marcadé,2 Troplong,3 Duvergier,4 Aubry et Rau5 sostienen que la pérdi-
da parcial debe tener una importancia tal que, si hubiera sido conocida

1 Baudry-Lacantinerie, De la vente, núm. 99, pág. 77.


2 VI, pág. 225.
3 I, núm. 252, pág. 334.
4 De la vente, II; pág. 237.
5 V, pág. 12.

204
DE LA COSA VENDIDA

por el comprador, no habría comprado la cosa. Finalmente, Huc,1 Lau-


rent2 y Guillouard,3 fundados en que la ley no distingue sobre el particu-
lar, creen que basta una pérdida cualquiera, por pequeña que sea, para
que el comprador pueda pedir lo uno o lo otro.
Esas dudas no pueden presentarse entre nosotros, porque solamente
la pérdida de “una parte considerable de la cosa al tiempo de perfeccionarse el
contrato”, da al comprador el derecho de pedir la rebaja del precio o de
desistirse del contrato. Si la pérdida es apreciable, pero no considerable,
no procede ni siquiera la rebaja del precio; de modo que la doctrina de
los tratadistas franceses sobre esta materia no puede invocarse en apoyo
de la interpretación de nuestra ley.

249. En caso de pérdida parcial de la cosa, hay siempre contrato, en el


sentido que no es inexistente por falta de objeto, quedando al arbitrio del
comprador mantenerlo o no.
Por consiguiente, la buena o mala fe de las partes no influye en la
existencia del contrato, que podrá existir ya que no carece de objeto, sino
únicamente en la indemnización de perjuicios a que puede dar origen y
en las acciones que tiene el comprador, que, en ciertos casos, pueden des-
aparecer por efecto de su mala fe. Por lo demás, los perjuicios que deben
indemnizarse y la pérdida de las acciones que a él competen, no son una
consecuencia de la ejecución incompleta del contrato, sino la sanción que
se impone a su mala fe.
Como en el caso de la pérdida total, podemos distinguir cuatro casos:
a) el vendedor está de mala fe y el comprador de buena fe; b) aquél está
de buena fe y éste de mala fe; c) ambos están de mala fe; y d) ambos están
de buena fe.
Primer caso. Este caso, o sea, cuando el vendedor sabe que la cosa vendi-
da está deteriorada y el comprador no lo sabe, está resuelto en el inciso 3º
del artículo 1814, que dice: “El que vendió a sabiendas lo que en el todo o en una
parte considerable no existía, resarcirá los perjuicios al comprador de buena fe”. Siem-
pre que el comprador esté de buena fe y el vendedor de mala fe, podrá
aquél, a su arbitrio, desistirse del contrato o persistir en él, debiendo éste,
en uno y en otro caso, indemnizarle los perjuicios que haya sufrido.
Segundo caso. Cuando el comprador sabe que la cosa se ha deteriorado,
lo que ignora el vendedor, aquél no puede ni desistirse del contrato, ni
pedir una disminución del precio, que debe pagar íntegramente, porque
si en el momento de contratar sabía que la cosa no estaba entera, es evi-
dente que la ha comprado en el estado en que se hallaba. Si conocía el
deterioro de la cosa y si contrató su compra a pesar de él, es lógico presu-
mir que cuando fijó el precio, tomó en consideración el valor que tenía a
causa del deterioro y no el que tendría si estuviera sana.

1 X, núm. 70, pág. 101.


2 24, núm. 90, pág. 98.
3 I, núm. 168, pág. 189.

205
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Si el comprador sabe que la cosa que compra se encuentra deteriora-


da, pierde el derecho de desistirse del contrato o de pedir una rebaja del
precio, porque por su propia voluntad ha querido llegar a ser dueño de
ella en el estado en que se encuentra. Por la misma razón, no procede
indemnización de perjuicios a favor del vendedor; éste no sufre ninguno,
puesto que el contrato se celebra y la sanción que tiene la mala fe del
comprador es la pérdida de sus derechos relativos a la rebaja del precio o
al desistimiento del contrato. Esta solución la daban el Derecho romano y
las leyes de Partidas.1 Laurent,2 Huc,3 Baudry-Lacantinerie,4 Marcadé y Man-
resa5 sostienen igualmente que el comprador debe pagar el precio ínte-
gro, porque el contrato se ha formado, perdiendo aquél por su mala fe el
derecho de pedir una disminución del precio o de desistirse de la venta.
Ricci, por el contrario, cree que si el comprador no puede pedir el desisti-
miento del contrato porque, por el hecho de conocer el deterioro de la
cosa, se presume que ha deseado adquirir la parte que queda, puede, sin
embargo, pedir la rebaja del precio, ya que éste corresponde a la totalidad
de la cosa y si recibe una parte, es justo que sólo esa parte pague.6
La opinión de Ricci, aunque de gran peso y autoridad, no es exacta. El
autor olvida que la mala fe del comprador debe tener alguna sanción y
olvida también que si éste compra la cosa a pesar de conocer el deterioro,
es porque se ha cuidado muy bien de ofrecer un precio en relación con el
valor que tiene y no con el que tendría si estuviera sana. Si el comprador
pudiera pedir rebaja del precio, resultaría un perjuicio y un engaño mani-
fiesto para el vendedor de buena fe, lo que no es justo ni razonable. De
ahí, entonces, que el comprador de mala fe no sólo no puede desistirse
del contrato, sino que tampoco puede pedir disminución del precio; y
esto no es sino el castigo que tiene su mala fe o, mejor dicho, el resultado
de haber conocido el deterioro de la cosa.
Tercer caso. Cuando el vendedor y el comprador saben que la cosa está
deteriorada, el contrato de venta es válido, puesto que ese deterioro no
influye en la existencia o validez del contrato. La venta se entiende cele-
brada por el precio que de común acuerdo fijen las partes. Por eso no
puede el comprador exigir una rebaja del mismo, ni desistirse del contra-
to, desde que sabe el estado en que se halla y el vendedor tampoco está
obligado a indemnizarlo. En este caso, la venta se perfecciona en el acto
mismo en que las partes convienen en la cosa y en el precio; su celebra-
ción no queda subordinada a la voluntad del comprador, debido a que
éste supo, al tiempo del contrato, el estado de la cosa, y si ha contratado es
porque quiere adquirirla tal como se encuentra.

1 Digesto, libro 18, título I, ley 57, núm. 2; Partida V, título V, ley 15.
2 Tomo 24, núm. 92, pág. 99.
3 X, núm. 70, pág. 101.
4 De la vente, I, núm. 99, pág. 77.
5 X, pág. 114.
6 Tomo 15, núm. 108, pág. 268.

206
DE LA COSA VENDIDA

Idéntica solución se consigna en el párrafo final de la ley 15, título V


de la Partida V que dispone que la venta es válida si el vendedor le hace
saber al comprador que la cosa está deteriorada y que se la vende tal cual
se halla. Esto es muy razonable, porque al conocer ambos contratantes el
deterioro de la cosa, al dar su consentimiento sobre ésta y sobre el precio,
tuvieron en vista la cosa deteriorada y no la cosa sana, como ocurre cuando
uno o ambos ignoran el deterioro. Justo es que ninguno de ellos indemni-
ce perjuicios al otro, ya que el contrato no es sino el resultado del hecho
voluntario de ambas partes, que han venido y comprado, respectivamente,
a sabiendas, la cosa deteriorada.
Cuarto caso. Cuando el vendedor y el comprador ignoran que la cosa se
halla deteriorada, el contrato queda subordinado a la voluntad del com-
prador, quien puede llevarlo a cabo, pidiendo una disminución del precio
o desistirse del mismo. Es el caso contemplado en el inciso 2º del artículo
1814, ya que los contratos se reputan celebrados de buena fe salvo prueba
en contrario. El comprador puede hacer uso de sus derechos, sin que el
vendedor pueda exigirle indemnización alguna y sin que, por su parte,
esté obligado a pagarla a aquél; esta obligación la tiene solamente en caso
de hallarse de mala fe.

250. La disposición del inciso 2º del artículo 1814 se aplica también al


caso en que se venden varias cosas, de las cuales algunas se han destruido
totalmente o deteriorado de un modo considerable antes del contrato.
Para determinar los efectos que esa pérdida produce en la venta hay
que distinguir dos situaciones diversas: si las cosas se venden por un precio
único o si se venden por precios diferentes. En el primer caso, hay una
sola venta; en el segundo, hay tantas cuantas sean las cosas que se venden.
Primer caso. Cuando se venden varias cosas por un mismo precio hay,
como se ha dicho, un solo contrato con un solo objeto que se compone de
varias unidades. La pérdida total o parcial de algunas de éstas no produce
su inexistencia; autoriza únicamente al comprador para desistirse de la
venta o para pedir una rebaja del precio, siempre que aquella sea conside-
rable.
Nada significa que alguna o algunas de las cosas perezcan totalmente o
en parte. Lo que debe averiguarse es si esa pérdida total o parcial de algu-
nos de los objetos vendidos es o no considerable con relación a todo lo
que se vende.
En buenas cuentas, hay aquí un solo contrato de venta. Por eso, si una
de las cosas perece o se deteriora, el comprador podrá hacer uso de las
acciones que señala el inciso 2º del artículo 1814, siempre que esa pérdida
o deterioro sea considerable, porque en este caso no hay pérdida total de
la cosa vendida. Hay únicamente pérdida parcial, desde que son algunas
de las que componen el objeto total del contrato las que perecen.
La cosa vendida es una, compuesta de varios objetos. Pereciendo o destru-
yéndose algunos de ellos no desaparece el objeto; sólo disminuye en parte.
Supongamos que A vende a B un amoblado en dos mil pesos; pero
antes del contrato perecen totalmente dos sillas o se deterioran cinco. La

207
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

cosa vendida es aquí una, el amoblado que se compone de doce piezas,


porque sobre todo ese conjunto recayó el consentimiento y se fijó el pre-
cio único. Si perecen totalmente dos sillas o se deterioran cinco, el resto
queda sano. Luego, el objeto no ha desaparecido y el contrato puede for-
marse. Lo que debe establecerse es si esa pérdida de dos sillas o ese dete-
rioro de cinco es o no considerable. Si lo es, el comprador puede desistirse
del contrato o pedir una rebaja del precio. Si no lo es, no tiene acción de
ninguna especie. Como se ve, no influye en nada que la pérdida parcial
que sufre la cosa provenga del total o del parcial deterioro de alguno de
los objetos que la componen; en ambos casos, es parcial, porque se refiere
únicamente a una parte de la cosa y no a su totalidad.
Naturalmente, si todas perecen, no hay contrato, porque desaparece el
objeto. Pero si perecen algunas, la pérdida es parcial como lo es igualmen-
te si se deterioran todas o algunas de las cosas vendidas. En tales casos se
aplica el inciso 2º del artículo 1814 y las reglas referentes a la pérdida
parcial.1
Segundo caso. Si las cosas vendidas son varias, pero todas se venden por
precios diferentes, de modo que constituyen contratos distintos, la pérdi-
da total o parcial de alguna o algunas, aunque produce efectos diversos
sobre el contrato de que es objeto, no afecta a los demás.
Aquí hay tantas ventas cuantas son las cosas y cada una de éstas consti-
tuye el objeto único de un solo contrato. La pérdida total o parcial de una
produce efectos diversos, porque el objeto que se vende no se compone,
como en el caso anterior, de varias unidades de tal modo que destruida
una o unas subsisten las demás, sino de una sola cosa y, por lo tanto, la
pérdida debe apreciarse en relación a ella únicamente.
Si la pérdida es parcial y considerable, el contrato queda sujeto a lo
dispuesto en el inciso 2º del artículo 1814. Si es total, al inciso 1º, es decir,
no hay venta. Esto se debe, según se ha dicho, a que cada cosa constituye
un contrato distinto, al que se le aplican las diferentes reglas del contrato
de venta, en tanto que en el caso anterior, hay uno solo que versa sobre
muchas cosas, de manera que será inexistente únicamente cuando desapa-
rezcan todas. De lo contrario, habrá un contrato de venta de una sola cosa
deteriorada parcialmente.2
Un ejemplo nos aclarará mejor las ideas. A vende a B un amoblado
compuesto de doce piezas. Por cada una se fija un precio diferente, cele-
brándose así sobre cada cosa una venta separada. Hay doce ventas. Si se
destruye totalmente una silla, el contrato relativo a ella es inexistente y los
otros once subsisten. Si se deteriora considerablemente una silla, el con-
trato que a ella se refiere queda sujeto a lo dispuesto en el inciso 2º del
artículo 1814, es decir, el comprador puede desistirse o llevarlo a cabo con

1 G UILLOUARD, I, núm. 166, pág. 189; AUBRY ET R AU, V, pág. 13; TROPLONG, I, núm.

254, pág. 335; HUC, X, núm. 70, pág. 101; BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 99 I,
pág. 77; FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 626, pág. 841.
2 B AUDRY-L ACANTINERIE, De la vente, núm. 99 I, pág. 77.

208
DE LA COSA VENDIDA

rebaja de precio. Los restantes se mantienen en todas partes y el compra-


dor no puede ejercitar a su respecto ninguna de esas acciones.
En cuanto a los efectos que en ambos casos produce la buena o mala
fe de las partes, se aplican las reglas ya estudiadas, según sea la pérdida
parcial o total, sin olvidar que es siempre parcial cuando perecen o se
destruyen varias cosas que se venden por un precio único, pues siempre
subsiste el resto. En este caso, hay pérdida total sólo cuando perecen todas
las cosas que forman el objeto del contrato.

B) COSA FUTURA, O SEA, COSA QUE SE ESPERA QUE EXISTA

251. Entre las cosas que pueden ser objeto de este contrato mencionamos
más arriba las que no existen, pero se esperan que existan, es decir, las
cosas futuras.
En realidad, el objeto de la venta debe tener existencia material. De
otro modo, no podría formarse; pero esta regla sufre excepción respecto
de las cosas que si no existen al tiempo de celebrarse aquella, existirán
más tarde. De ser así, la venta se perfecciona una vez que la cosa adquiere
vida material.
Cosa futura, dice Manresa, es la que no tiene existencia real y positiva y
en el momento de prestarse el consentimiento. Esta cosa que no existe en
ese momento existirá posteriormente y entonces se formará la venta en
definitiva. Si no llega a existir, el contrato es inexistente por falta de obje-
to. Sin embargo hay casos en que los que la venta de cosa futura es válida
siempre, aunque la cosa no exista. Esto sucede cuando lo que se vende es
la suerte o la esperanza.
Podemos distinguir dos especies de venta de cosa futura, según que se
venda la cosa misma que va a existir o la esperanza o la suerte de que
pueda realizarse un hecho o producirse una cosa.1
En el primer caso, la venta es condicional. Se entiende hecha bajo la
condición de que la cosa llegue a existir. En el segundo, hay la venta aleato-
ria que se reputa perfecta desde que hay acuerdo en la cosa y en el precio.
De ambas especies de venta se ocupa el artículo 1813 del Código Civil
que dice: “La venta de cosas que no existen, pero se espera que existan, se entende-
rá hecha bajo la condición de existir, salvo que se exprese lo contrario, o que por la
naturaleza del contrato aparezca que se compró la suerte”.
De este artículo se desprende que en nuestra legislación la regla general
en esta materia es que la venta de cosa futura es siempre condicional, esto

1 GUILLOUARD, I, núm. 166, pág. 187; LAURENT , 24, núm. 99, pág. 104; TROPLONG, I,

núms. 204 y 205, págs. 273 a 276; BÉDARRIDE, núm. 34, pág. 61 y núm. 38, pág. 65; FUZIER-
HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 616, pág. 841; AUBRY ET RAU, V, pág. 43; BAUDRY-LACANTINE-
RIE, ibid, núm. 97, pág. 74; HUC, X, núm. 69, pág. 99; DOMAT, Lois civiles, I, Du contrat de
vente, título II, sec. IV, núms. 3 y 4, págs. 166 y 167; P OTHIER, III, núm. 5; MANRESA, X, págs.
27 y siguientes; RICCI, 15, núm. 108 bis, pág. 270.

209
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

es, se reputa celebrada bajo la condición que la cosa llegue a existir. La


excepción a esa regla, que ese mismo artículo consagra, o sea que la venta
no recae sobre la cosa misma que se espera que exista sino sobre la suerte,
tiene cabida únicamente cuando así lo expresan las partes o cuando de la
naturaleza del contrato aparece que lo que se compró fue la suerte, como
cuando se compran boletos de lotería, derechos litigiosos, etc.
Fluye de esto una consecuencia muy importante y es que en caso de
duda, el juez debe declarar que la venta de cosa futura es un contrato
condicional y no aleatorio, porque ello está más de acuerdo con su carác-
ter conmutativo y porque a su favor existe la presunción de la ley que toda
cosa futura se entiende venderse bajo la condición de que exista.1
Sólo cuando esa presunción aparezca desvirtuada por una prueba en
contrario, es decir, cuando las partes expresen el carácter aleatorio de la
venta o éste conste de su naturaleza, puede el juez declarar que es un
contrato aleatorio y no condicional, que no es un contrato cuya existencia
depende de la cosa vendida, sino un contrato puro y simple.

252. ¿A qué debe atender entonces el juez para determinar el carácter del
contrato?
Ante todo, a la intención de las partes, pues si no se expresa o no
aparece de manifiesto que lo que se compra es la suerte, prevalece la pre-
sunción que la venta es simplemente de cosa futura. En segundo lugar, a
su naturaleza, porque si de ella no se desprende que se compró la suerte,
subsiste también esa presunción, a falta de prueba en contrario. Finalmen-
te, a las circunstancias y condiciones del precio, tales como la compara-
ción del precio de venta con el valor probable que pueda tener la cosa
que, en definitiva, adquirirá el comprador, porque si es muy inferior a éste
es indudable que hay venta de la suerte.
Aplicando esas ideas a la interpretación de un contrato de venta de
unas acciones de la sociedad formada para beneficiar metales por el siste-
ma Paraff, la Corte de Apelaciones de Santiago declaró, en dos ocasiones,
que tal contrato era venta de la suerte o esperanza y no de cosa futura, por
cuyo motivo era válido aunque el sistema de explotación no hubiera dado
ningún resultado. Para resolverlo así, tuvo presente la declaración que las
partes hicieron en el contrato en orden a que el precio señalado al objeto
vendido era el justo y legítimo y que contrataban a sabiendas de ser aleato-
rio el negocio, agregando que aceptaban ese contrato, cualquiera que fue-
ra la eventualidad al respecto, porque querían que les obligara siempre
como un acto de voluntad reflexivo y bien meditado.2 Es indudable que
en tales cláusulas aparecía manifestada la intención de los contratantes de
dar a la venta un carácter aleatorio.

1 GUILLOUARD, I, núm. 166, pág. 188; TROPLONG, I, núm. 204, pág. 275; AUBRY ET RAU,

V, pág. 43, nota 33; FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núms. 618 y 619, pág. 841.
2 Sentencia 324, pág. 209, Gaceta 1879; sentencia 738, pág. 429, Gaceta 1879.

210
DE LA COSA VENDIDA

253. Tanto la venta de cosa futura propiamente tal como la de la suerte o


esperanza son contratos aleatorios, pues en ambas hay posibilidad de que
la cosa exista o no.
Eso sí que el alea es mucho mayor en la segunda que en la prime-
ra, pues en la venta de la suerte hay contrato siempre, como vamos a
verlo, aunque el comprador no obtenga ninguna utilidad, mientras
que en la venta condicional el único albur que corre aquél es no po-
der celebrarlo por no existir la cosa, pero no sufre ningún perjuicio
evidente, desde que no está obligado a pagar el precio en el supuesto
que no exista.
Por eso debe tenerse presente que entre una y otra hay una diferencia
importante y es que si ambas son aleatorias, esa alea, en la venta de la
suerte, no influye en la existencia del contrato; sólo sirve para determinar
a cargo de quién está la utilidad que de éste provenga.
En la venta condicional, en cambio, el alea influye sobre su existencia,
pues de él depende, dice Pardessus, la formación del vínculo derecho.

254. La venta de una cosa futura era denominada por los romanos emptio
rei speratae y constituye, según el artículo 1813 del Código Civil, la regla
general en esta materia.
Cuando hay emptio rei speratae, es decir cuando se vende una cosa futu-
ra, es la cosa misma que va a existir la que se vende, de tal modo que si no
llega a existir no hay contrato. Esta venta se entiende hecha siempre bajo
una condición suspensiva, como dice el artículo 1813, que consiste en que
la cosa llegue a existir.
La condición es inherente a ella; si desaparece, por la voluntad de las
partes, se convierte en la otra especie de venta, o sea en la de la suerte o
esperanza. Así, por ejemplo, yo vendo a B el potrillo que va a dar a luz
mi yegua tal. Aunque nada digamos al respecto, el contrato existirá úni-
camente si el potrillo nace vivo, si llega a existir; de no ser así, no hay
contrato por falta de objeto. El vínculo de derecho depende, pues, de
ese acontecimiento incierto denominado existencia de la cosa. Solo si
ésta existe el comprador está obligado a pagar el precio. En caso contra-
rio, no tiene tal obligación y si lo pagó puede repetirlo por haberlo paga-
do indebidamente, ya que su obligación carece de causa.
No existiendo la cosa vendida falta la condición y se extinguen todas
las obligaciones que ya no podrán nacer. Ni la voluntad de las partes ni el
cumplimiento voluntario de esas obligaciones puede dar vida a un contra-
to física y jurídicamente imposibilitado para existir.
De lo expuesto se desprende que cuando lo que se vende es la cosa
misma que va a existir, cuando se vende una cosa futura, el contrato está
subordinado a una condición suspensiva que consiste en que esa cosa lle-
gue a existir. Aquí el consentimiento de los contratantes queda subordina-
do a la condición de la existencia de aquella. Por esta razón, si no existe,
la pérdida afecta al vendedor y no al comprador.
La doctrina es uniforme en el sentido de reconocer el carácter condi-

211
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

cional de esta venta y su falta absoluta de valor dado caso que la cosa que
se espera que exista no llegue a existir.1 Nuestros tribunales han hecho
también declaraciones en el mismo sentido.2
Esta especie de venta es muy frecuente en el comercio en donde se
venden a menudo objetos que el vendedor aún no ha fabricado o adquiri-
do. Lo es también en las ventas de las cosechas, de los partos futuros, etc.
Con respecto a una cosecha hay venta de cosa futura cuando A vende a B
la cosecha que va a producir su fundo a razón de $ 20 cada fanega de trigo, o
cuando le vende mil fanegas a $ 20 cada una. En este caso el contrato existirá
por las fanegas que se cosechen y por ellas pagará el precio el comprador, de
tal modo que si no se produce ninguna no hay contrato o si se producen
menos de mil, sólo existirá por las que se produzcan y no por las mil.
En el Digesto se consignan algunos pasajes relativos a esta venta. Pom-
ponio decía al respecto que los frutos y los partos futuros también pueden
comprarse, en cuyo caso la venta se reputa perfecta tan pronto como se
verifique el parto. La ley 11, título V de la Partida V, habla también de la
venta de cosa futura y reproduce el principio romano. Los artículos 1130
del Código francés, 1818 del italiano y 1271 del español establecen que las
cosas futuras pueden ser objeto de un contrato, pero sientan ese principio
como regla general y no al tratar de la compraventa.
Nuestro Código establece esta regla como principio general en el artícu-
lo 1461, pero lo reproduce y explica al hablar de la venta, dando al mismo
tiempo reglas precisas para la interpretación de tal contrato.

255. Las ventas de cosa futura, dice Manresa, se entienden realizadas siem-
pre a un plazo tácitamente señalado y es el que media entre su celebración y
la existencia de la cosa. Este plazo tiene importancia en las ventas condicio-
nales, o sea, en las de cosas futura propiamente dichas, porque en las aleato-
rias el contrato se perfecciona desde que hay consentimiento en la cosa y en
el precio y no una vez que se obtenga algún resultado práctico.
Ese plazo, si las partes no lo han fijado, puede desprenderse de la
naturaleza misma del contrato, como cuando se venden cosechas, anima-
les por nacer, etc. Si nada se ha estipulado al respecto y el plazo tampoco
se desprende de la naturaleza del contrato, podrá ser determinado por el
juez, tomando en cuenta las circunstancias y la intención de las partes. En
tal caso, no se trataría de señalar un plazo, sino de determinar uno que es
incierto en cuanto a su duración; de modo que ese señalamiento queda
comprendido dentro de las facultades que en esta materia tiene el juez,
según el artículo 1494 del Código Civil.3

1 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 97, pág. 74; AUBRY ET RAU, V, pág. 43; TRO -
PLONG, I, núm. 204, pág. 273; LAURENT, tomo 24, núm. 99, pág. 104; GUILLOUARD, I, núm.
166, pág. 188; MANRESA, X, pág. 28; RICCI, 15, núm. 108 bis, pág. 270; POTHIER, III, núm. 5,
pág. 3; BÉDARRIDE; núm. 34, pág. 61; HUC, X, núm. 69, pág. 99.
2 Sentencia 1879, pág. 1215, Gaceta 1886.
3 MANRESA, tomo X, pág. 29.

212
DE LA COSA VENDIDA

256. ¿La venta del abono a los espectáculos teatrales es venta de cosa futu-
ra o cesión de derechos? La determinación de la naturaleza jurídica de
este contrato tiene suma importancia, para saber si el vendedor está o no
obligado a restituir el precio dado caso que la compañía dé un número de
funciones inferior al que se tenía opción con el abono.
Supongamos que un abonado a las cuarenta funciones de la ópera
ceda la mitad de su abono, o sean veinte, a un tercero y que la Compañía
quiebre cuando ha dado diez funciones. ¿Podría exigirle al vendedor la
devolución del valor correspondiente a las quince restantes?
El caso se ha presentado en dos ocasiones ante la Corte de Apelaciones
de Santiago y en ambas ha sido resuelto en distinto sentido. En la primera,
se consideró el contrato como venta de cosa futura, o sea, de cosa que no
existe, pero se espera que exista y como ésta solo vale si la cosa llega a
existir, era evidente que no habiéndose dado todas las funciones que com-
prendía el abono, no llegó a existir y, por consiguiente, el comprador, en
virtud del artículo 1813, tenía derecho a esa devolución.1 En la segunda,
se le calificó de cesión de derechos, pues al transferir el vendedor al com-
prador cierto número de las funciones del abono, no hizo otra cosa que
cederle una parte de los derechos que en conformidad a su contrato con
el empresario podía hacer valer contra éste. Siendo así, el vendedor no
estaba obligado a restituirle ese precio, desde que el cedente de un crédi-
to a título oneroso sólo se hace responsable de su existencia al tiempo de
la cesión y no de la solvencia del deudor.2
Creemos que la Corte estuvo en la razón en este último caso. Lo que se
enajena o se vende no es el teatro, no es el palco o luneta, no son las
entradas, es una cosa incorporal, el derecho que tiene el vendedor contra
el empresario para exigir que dé las funciones y que le permita asistir a
ellas. El cedente tiene un crédito contra el empresario, crédito que se
reduce a exigir el cumplimiento de una obligación de hacer; es una parte
de ese crédito la que se cede. Lo que se vende es una cosa incorporal, un
derecho personal y la venta de estos bienes la denomina nuestro Código,
cesión de derechos. Siendo cesión de derechos, el cedente se hace respon-
sable de la existencia del crédito, mas no de la solvencia del deudor, salvo
estipulación en contrario. Luego, si el empresario no da todas las funcio-
nes cedidas, ninguna responsabilidad tiene el cedente, puesto que el cré-
dito existía y no está obligado a restituir el precio correspondiente a ellas.

257. La regla anteriormente enunciada relativa a que la venta de cosas


futuras es válida, tiene una excepción por lo que hace a la sucesión de una
persona viva.
El artículo 1463 del Código Civil prohíbe expresamente la venta de esa
sucesión, aun con el consentimiento de la persona a quien pertenece. Los
artículos 1600 del Código francés, 1460 del italiano, 1217 del español y

1 Sentencia 1.879, pág. 1215, Gaceta 1886.


2 Sentencia 1.197, pág. 976, Gaceta 1888.

213
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

312 del alemán consagran la misma disposición. En el Derecho Romano,


Justiniano permitió la venta de la sucesión de una persona viva, siempre
que ella la consintiera.
Las razones que han inducido a los legisladores modernos para prohi-
bir esta venta han sido, en primer lugar, evitar que los hijos de familia
puedan perder por una suma irrisoria, pero actual, todas sus esperanzas
del porvenir y en seguida, los peligros que puede acarrear para la vida de
la persona cuya sucesión se vende, porque puede suceder que otros indivi-
duos que no tuvieran ningún vínculo de afecto con ella trataran de termi-
nar pronto con su vida a fin de obtener la herencia. Además se ha querido
impedir que se violen las disposiciones sobre la igual división de los bienes
entre los herederos. Si tal venta fuera lícita, ese propósito de la ley se
eludiría francamente. Bastaría vender toda la sucesión a un heredero o a
un extraño para que los demás quedaran desheredados sin causa legal.
Para que la venta de la sucesión de una persona viva sea nula se re-
quiere que se vendan todos los bienes, una cuota o cualquiera cosa per-
teneciente a una sucesión que actualmente no se ha abierto y que el
contrato implique esencialmente de parte del promitente una preten-
sión hereditaria sobre la cosa que es objeto de su obligación.1 Si falta
una de esas condiciones, no hay venta de la sucesión de una persona
viva. Así, por ejemplo, si se vende algo que no entrará en la sucesión, no
hay venta de esta especie, como tampoco la hay si se vende una cosa que
entra en ella, pero cuyo vendedor no es heredero del propietario de la
cosa; habrá, en este caso, venta de cosa ajena, pero no de la sucesión de
una persona viva.
No es menester que se vendan todos los bienes para que exista esta
venta. Basta la de un solo bien que forme parte de la sucesión. Si así no
fuera, se venderían todos por separado y se llegaría al mismo resultado
que la ley quiere evitar.
Es conveniente no confundir la venta de la sucesión de una persona
viva con la de una cosa que se haga exigible a la muerte del promitente.
Este contrato es válido, porque no se ha vendido la sucesión, es decir, el
derecho de suceder a una persona, sino simplemente una cosa presente
que existe a la época de la celebración del contrato, pero cuya exigibilidad
está sujeta a una condición.2 Eso sí que la cosa se entregará a la muerte del
vendedor, porque hasta entonces se reservó su dominio.
La venta de la sucesión de una persona viva es nula absolutamente por-
que tiene objeto ilícito, desde que se trata de un acto prohibido por la ley.
Si en un mismo contrato se venden cosas pertenecientes y dependien-
tes de una sucesión futura, la venta es nula siempre que se vendan por un
mismo precio, a menos que el comprador consienta en pagarlo todo sólo
por las cosas presentes. En tal caso, las partes habrían consentido en un
nuevo contrato diverso del anterior y que es perfectamente válido. Si se

1 BAUDRY-LACANTINERIE, Des obligations, I, núm. 265, pág. 312.


2 BAUDRY-LACANTINERIE, ibid, núm. 267, pág. 314.

214
DE LA COSA VENDIDA

han fijado dos precios: uno por las cosas presentes y otro por las pertene-
cientes a la sucesión, hay dos contratos, válido aquél y nulo éste.1

258. Muy diversos efectos produce el contrato de venta cuando lo que se


vende no es la cosa misma que se espera que exista sino la suerte o la
esperanza. Los romanos denominaban esta venta, emptio spei, y Pothier la
llamó venta de seres morales.2 El objeto de la venta no es la cosa que va a
existir, sino la suerte o la esperanza de que exista. Se vende una contingen-
cia de ganancia o pérdida, sin que la utilidad que pueda obtener el com-
prador afecte en nada a la existencia del contrato.
Pardessus define esta especie de venta en forma muy completa y dice:
“La venta de esperanza es una convención por la cual una parte recibe o
estipula un precio, por un equivalente que podrá llegar a obtener, en los
casos y según la manera previstos por esa convención, pero cuya percep-
ción, no siendo el efecto de un orden común y ordinario, no se produce
sino por una casualidad”.3
La venta de una esperanza es, según esto, un contrato meramente alea-
torio en que el comprador da cierta suma de dinero para correr el riesgo
de no obtener nada o para obtener algo que vale mucho más, mucho
menos o lo mismo que lo que dio.
Entre esta venta y la de una cosa futura hay una diferencia esencial.
Mientras ésta es un contrato condicional, aquella es un contrato puro y
simple. En efecto, cuando se vende la suerte o la esperanza, la venta no
queda subordinada a ninguna condición. Se perfecciona desde que las
partes han convenido en la cosa y en el precio, porque lo que aquí se
vende y se compra no es la cosa que se espera que exista sino la suerte o la
esperanza de poder obtenerla.4
Si esa cosa que se cree poder obtener con la suerte no llega a existir,
hay venta siempre, pues la cosa vendida que era la suerte o esperanza
existió y el objeto no ha faltado. Lo que en tal evento no existe sería el
fruto de esa suerte, pero éste no constituye el objeto del contrato sino el
resultado positivo que el comprador puede o no obtener. Por esta razón,
el acontecimiento incierto, el alea, no influye en la existencia del contrato.
Decide únicamente a favor de quien estará la utilidad. No hay en esta
venta condición alguna. Se la reputa perfecta, aunque la cosa esperada no
exista y por lo mismo, la pérdida, deterioro o mejora que sufra son de
cuenta del comprador. Si no obtiene nada o si obtiene algo muy inferior al
precio de venta, deberá pagarlo en todo caso y si lo pagó, no podrá repe-
tirlo ni pedir rebaja.

1 MARCADÉ, VI, pág. 223; G UILLOUARD, I, núm. 167, pág. 188; B AUDRY-L ACANTINERIE,

ibid, núm. 277, pág. 319; HUC, I, núm. 69, pág. 99; TROPLONG, I, núms. 245 a 251, pág. 323
a 330; LAURENT, 24, núm. 98, pág. 103.
2 POTHIER , III, núm. 6, pág. 4.
3 Tomo I, núm. 305, pág. 209.
4 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 97, pág. 75; MANRESA, X, pág. 28; GUILLOUARD ,

I, núm. 166, pág. 187.

215
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

El ejemplo más común y que se hecho clásico en esta materia es el del


golpe de red que se encuentra en Pothier. Según este autor si un pescador
vende por cierto precio los peces que saque en la red, el contrato es válido
y el comprador debe pagar el precio, aunque no saque ninguno, pues lo
que se vendió fue la esperanza de los peces que podían obtenerse y no los
peces mismos.1
La buena fe juega en este contrato un rol importantísimo y la inten-
ción de las partes determina su forma. Así, si el pescador, agrega Pothier,
saca algún objeto que no sean peces, éste pertenece a él y no al compra-
dor, porque las partes entendieron contratar sobre los peces que salieran y
no sobre otros objetos, salvo que así lo hubieran estipulado, pues entonces
pertenecería al comprador.2
Cuando la cosa no puede existir por culpa del vendedor es indudable
que aun cuando el contrato está perfecto y su existencia no dependa de la
cosa, aquel tiene que indemnizar perjuicios al comprador, puesto que por
su hecho o culpa le causó un daño. El contrato es válido y el comprador
debe el precio; pero, a su vez, el vendedor debe indemnizarle los perjui-
cios consiguientes que, naturalmente, se compensarán con aquél. Del mis-
mo modo, si el vendedor sabe que es imposible que el comprador obtenga
algún beneficio y contrata a pesar de eso, debe indemnizarle los perjuicios
que le origine con su mala fe.
Estudiando Pomponio esta especie de venta decía que en algunos ca-
sos hay venta sin que haya cosa vendida, como ocurre cuando se compra
lo que puede verificarse casualmente, verbigracia, los peces que puedan
pescarse o las aves que puedan cazarse; como la hay también cuando se
compra la esperanza aunque no se adquiera ninguna cosa.3 No es exacto
lo que dice este jurisconsulto en orden a que en esta venta no hay cosa
vendida, porque el objeto del contrato es la suerte, ese hecho inmaterial o
intangible en virtud del cual un individuo puede llegar a adquirir algo.
Los peces y las aves no son el objeto de la venta sino el resultado de la
suerte o de la esperanza, que es la cosa que se vende.
La ley 15, título V de la Partida V se ocupa también de esta venta y de
ella fue tomado el artículo 1813 de nuestro Código. Los Códigos francés,
italiano y español no señalan esta clase de venta; pero la doctrina y la
jurisprudencia reconocen su validez, porque la ley no la prohíbe.
Según el artículo 1813 en dos casos hay venta de cosa ajena: cuando las
partes dicen expresamente que la venta es aleatoria y cuando este carácter
se desprende de la naturaleza del contrato. En caso contrario la venta es
de cosa futura.

259. ¿La venta de un invento es de cosa futura o simplemente de la suerte


o esperanza? El artículo 1813 del Código Civil establece que la venta de

1 P OTHIER, III, núm. 6, pág. 4; TROPLONG, I, núm. 205, pág. 276.


2 Locuciones citadas en la nota precedente.
3 Digesto, libro 18, título I, ley 8, núm. 1.

216
DE LA COSA VENDIDA

cosas que no existen pero que se espera que existan no se entiende hecha
bajo la condición de existir cuando de la naturaleza del contrato aparezca
que se compró la suerte. Si hay algo aleatorio y eventual son los inventos y
los descubrimientos de sistemas o de objetos nuevos sobre todo si se trata
de sistemas destinados a beneficiar metales o a proporcionar un mejora-
miento en alguna industria. El que compra un invento está expuesto tanto
al éxito como al fracaso del mismo, pues se trata de una cosa que no está
bien probada y cuyos defectos ni siquiera se conocen.
Resulta, entonces, que la naturaleza del contrato de venta de un inven-
to manifiesta que lo que se vende es la suerte, es la posibilidad de que
aquél dé buenos resultados. Además, lo vendido es el sistema o invento, es
una cosa destinada a producir un beneficio. La cosa existe, lo que no exis-
te son sus utilidades; de modo que sería imposible calificar este contrato
de venta de una cosa futura. De ahí que sea la venta de la suerte, de la
esperanza de obtener algún beneficio del invento. Por eso es válida y el
comprador está obligado a pagar el precio aunque aquél no dé ningún
beneficio práctico.
Sólo en caso que las partes subordinaran la existencia del contrato al
hecho que el invento diera buenos resultados, el comprador podría dejar-
lo sin efecto si no diera ninguno; con esta estipulación la venta perdería su
carácter aleatorio y se convertiría, por la voluntad de las partes, en un
contrato condicional, siendo la condición la circunstancia que el invento
produjera resultados. Si no los produce, aquella falta y no hay contrato.
Pero si no se subordina expresamente la existencia del contrato a ese hecho,
la venta queda perfecta desde el primer momento y produce sus efectos
aunque el invento fracase, porque lo que se vendió fue la suerte.

260. También es venta de la suerte y no de una cosa futura el contrato por


el cual se ceden las acciones o derechos que el vendedor tiene en una
sociedad eminentemente aleatoria como sería la que tuviera por objeto
beneficiar metales por un nuevo sistema. Y este carácter del contrato apa-
rece aun más de manifiesto, si de las estipulaciones de las partes se ve
claramente su intención de obligarse aun cuando la sociedad o el sistema
fracasen. Así lo ha resuelto en dos ocasiones la Corte de Apelaciones de
Santiago en el caso siguiente: se vendieron unos derechos o acciones que
el vendedor tenía en una sociedad formada por Paraff para beneficiar
metales por un sistema nuevo. La venta se hizo tomando en cuenta el
carácter aleatorio del negocio y declarando las partes sus deseos que fuera
válido no obstante cualquiera eventualidad. Sucedió que Paraff era un es-
tafador, fue reducido a prisión y las acciones no valieron nada. El compra-
dor pidió la nulidad de la venta, pero ese tribunal desechó la demanda, en
atención a que de los términos del contrato aparecía que se vendió la
suerte y cuando así ocurre, la venta es válida cualquiera que sea el resulta-
do que aquel obtenga.1 Esos fallos son conforme a derecho, a mi juicio,

1 Sentencia 324, pág. 208, Gaceta 1879; sentencia 738, pág. 422, Gaceta 1879.

217
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

porque lo que se vendió en esos contratos no fue otra cosa que la suerte
de poder obtener un beneficio con la acción que se cedió; de tal modo
que si el negocio fracasaba eran válidos siempre, puesto que la suerte o la
esperanza, que fue la cosa vendida, existía al tiempo de su celebración.

261. Es una venta muy frecuente en el comercio la de acciones de socie-


dades anónimas. Puede presentarse bajo dos aspectos diversos: como ven-
ta de cosa futura o como venta de la suerte. ¿Cuándo existe una u otra? Es
lo que trataremos de establecer.
Cuando las acciones se venden antes de estar constituida la sociedad,
aquellas en buenas cuentas no existen. Las acciones aún no son tales. Posi-
blemente existirán y sólo entonces la venta tendrá objeto, porque se hace
bajo la condición que la sociedad llegue a formarse. Se trata, pues, en este
caso de la venta de una cosa futura, de una cosa que no existe pero se
espera que exista. Si la sociedad no se forma, no hay contrato por falta de
objeto. Así ha sido resuelto por la Corte de Lyon (Francia) en el siguiente
caso que cita Laurent. Se vendieron 60 acciones de una sociedad que esta-
ba en formación para explotar unas minas de hulla y para el estableci-
miento de nuevos medios de transportes. El precio de venta fueron 7.400
francos que se pagaron al contado. El contrato establecía que a falta de
entrega de las acciones en el plazo de cuarenta días, el cedente pagaría al
cesionario una indemnización de tres mil francos sin perjuicio de la resti-
tución del precio. La sociedad no se formó y el comprador exigió la entre-
ga de las acciones. La venta, dice el autor citado, era de cosa futura. El
comprador sostuvo que la restitución del precio y los perjuicios se le de-
bían por el solo hecho de no habérsele entregado las acciones. La Corte
declaró que la venta era nula por falta de objeto; que no habiéndose for-
mado la sociedad no existían las acciones y, en consecuencia, el objeto, lo
que acarreaba la nulidad de la venta, o mejor dicho, su inexistencia y con
la venta caía también la cláusula penal que garantizaba su ejecución.1
Esa venta sería válida aunque la sociedad no se formara, si las partes
estipularan expresamente que el contrato valiera en todo caso, esto es, si le
dieran el carácter de aleatorio. De ser así, la venta se reputaría perfecta
desde el primer momento, porque no se trataría de una venta de cosa
futura sino de la venta de la suerte, o sea de la esperanza o posibilidad que
la sociedad llegue a formarse.2 Pero como esa estipulación no se presume,
es claro que si no se conviene en ella de un modo expreso, la venta será de
cosa futura y carecerá, en consecuencia, de todo valor si aquella no se
forma.
En cambio, si lo que se vende son acciones de una sociedad ya forma-
da, la venta es válida, aunque después dejen de valer o aunque ella nada
produzca. No se trata aquí de la venta de una cosa futura, sino de una
venta de la suerte. La cosa, o sean las acciones, existen al tiempo del con-

1 Tomo 24, núm. 99, pág. 104.


2 FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núms. 618 y 619, pág. 841.

218
DE LA COSA VENDIDA

trato. Lo que es incierto es el resultado o utilidad que pueden producir;


pero no es éste el objeto de la venta sino las acciones mismas. Por consi-
guiente, se reputa pura y simple desde que hay acuerdo en la cosa y en el
precio.

262. La venta de una cosecha puede revestir igualmente ambos aspectos.


De ordinario esta venta es de cosa futura, es decir, se entiende hecha bajo
la condición que la cosecha exista. Así, si se venden mil fanegas de trigo
que van a cosecharse a $ 20 cada una, la venta se perfeccionará si esas mil
fanegas se producen. Si se cosecha un número inferior o si no se cosecha
ninguna, la venta valdrá por las que se cosechen, en el primer caso, o no
habrá contrato en el segundo.
En cambio, si la cosecha se vende en $ 20.000, prodúzcase lo que se
produzca, la venta es válida, cualquiera que sea su rendimiento y aunque
nada se produzca, porque lo que aquí se vende no es la cosecha misma,
sino la suerte o la esperanza de llegar a obtenerla. La venta es aleatoria; se
compra la suerte y el fruto de esa suerte es la cosecha. El comprador está
obligado a pagar el precio convenido aunque nada se obtenga.1
Determinar cuándo hay, en este caso, venta de cosa futura o venta alea-
toria es una cuestión de hecho que debe decidir el juez. Como regla de
interpretación puede decirse únicamente que en la duda debe darse al
contrato el carácter de venta condicional y sólo cuando aparezca de un
modo indubitable la intención de las partes en orden a hacer de esta venta
un contrato aleatorio, debe reputársela existente aunque nada se coseche.
Y esto en virtud de las razones anteriormente expuestas.

263. Los casos más frecuentes de ventas de la suerte o esperanza son las
de boletos de loterías, de derechos litigiosos y de minas, porque aun cuan-
do en todos éstos hay un objeto material que se vende y que son el boleto,
los papeles y documentos que sirven para defender el precio y la mina
respectivamente, no son ellos los que constituyen el objeto del contrato,
sino el medio de obtener alguna utilidad efectiva que es el premio en el
primer caso, una sentencia favorable en el segundo y los minerales y pro-
ducto de la mina en el tercero.
Analicemos en especial la venta de los derechos litigiosos y la de una
mina que tienen gran importancia práctica.
A) La venta de los derechos litigiosos es el ejemplo típico de la venta
de la suerte o esperanza. Aquí la cosa vendida es el alea de obtener o no
en el juicio. No es la cosa litigiosa la que se vende. Esta es incomerciable.
Es el derecho de una de las partes que, dado caso de ser declarado judi-
cialmente, la habilita para obtener la cosa que se litiga. Si el juicio se pier-
de, hay siempre venta, puesto que lo vendido no estaba sujeto a ninguna
condición. Se vendió lisa y llanamente una cosa que existe y que consistía

1 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 97, pág. 75; AUBRY ET RAU, V, pág. 43, nota
33; TROPLONG, I, núm. 204, pág. 273; LAURENT, 24, núm. 99, pág. 104.

219
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

en el derecho litigioso. Así, A demanda a B reivindicando una propiedad


que es declarada litigiosa y cuya enajenación se prohíbe. Si B, por ejem-
plo, vende esa propiedad, el contrato es nulo, porque adolece de objeto
ilícito. Pero si A o B ceden sus derechos, lo único que venden es la espe-
ranza de obtener en el juicio y de recibir la casa. En una palabra, se vende
la suerte, no la propiedad misma que pertenecerá al comprador de esos
derechos sólo en caso que gane el juicio.
La venta de los derechos litigiosos es, pues, la de una cosa moral, de la
esperanza de obtener en el litigio y de ahí que si el comprador lo pierde,
está siempre obligado a pagar el precio.
B) La venta de una mina tiene también un carácter aleatorio. La
prueba más evidente de ello es que no puede rescindirse por lesión
enorme. En realidad, la mina no es propiamente la labor minera; lo
que al comprador le interesa, cuando compra un bien de esa especie,
es obtener el producto de esa mina y es eso lo que se vende. La mina se
compra como un medio de obtener las riquezas que encierra. Hay tam-
bién aquí venta de una esperanza que consiste en obtener los minera-
les que aquélla produzca. Es cierto que si no los hay, el comprador
queda dueño de la propiedad subterránea; pero no fue esto lo que
tuvo en vista al contratar, sino los minerales que pudiera tener. Es una
venta de la suerte o de la esperanza, como se ha dicho, porque el com-
prador no sabe si encontrará o no minerales, estando obligado, en todo
caso, a pagar el precio.
No hay venta condicional porque en el supuesto que aquellos no se
encuentren, el contrato no es inexistente sino perfectamente válido. Para
ello, sería menester que las partes estipularan de un modo expreso que, si
dentro de cierto plazo, no se encuentran tantos quintales de mineral, por
ejemplo, el contrato quedará sin efecto. Pero esta sería una estipulación
ajena a su carácter ordinario. De donde resulta que la venta de una mina
es aleatoria, por su naturaleza.

5º CUARTO REQUISITO: LA COSA DEBE PERTENECER AL


VENDEDOR O A OTRA PERSONA; PERO NO AL COMPRADOR

264. El cuarto y último requisito que debe reunir la cosa vendida para
que el contrato de venta sea válido es que pertenezca al vendedor o a
un tercero; pero en ningún caso al comprador. Si se vende una cosa
que éste ya tenía como dueño, el contrato es inexistente por falta de
causa. Por esta razón, el artículo 1816 en su inciso 1º dice: “La compra
de cosa propia no vale; el comprador tendrá derecho a que se le restituya lo que
hubiere dado por ella”.
Esta disposición fue tomada de la ley 18, título V, Partida V, que dice
“La su cosa misma ningund ome non la puede comprar. E si por aventura
la comprasse, non lo sabiendo, deue cobrar lo que dió por ella” que, a su
vez, no es sino la reproducción de la regla romana contenida en el Digesto
que “la compra de la cosa propia no vale sea que se compre a sabiendas o

220
DE LA COSA VENDIDA

no, pero si se compra ignorándolo podrá repetirse lo que se pagó por ella,
porque no se contrajo obligación alguna”.1

265. ¿Cuál es el fundamento de esa disposición? El contrato de venta im-


pone al vendedor la obligación de hacer que el comprador llegue a tener
la cosa vendida. Este contrata con el objeto de adquirir esa cosa, adquisi-
ción que es para él la causa de su obligación. De esta manera el contrato
de venta hace al comprador acreedor del vendedor por la cosa vendida.
Pero si ya es dueño de ella no podría ser acreedor de la misma, en virtud
de que nadie puede ser acreedor de su propia cosa. Por otra parte, el
comprador es propietario de la cosa vendida y como el dominio puede
adquirirse por un solo modo, resulta que si contrata siendo dueño de la
cosa no tendría interés en adquirir nuevamente lo que ya le pertenece. La
causa de su obligación es la adquisición de la cosa vendida. Si ya la tiene,
esa causa, ese por qué del contrato, desaparece para él y no habiendo
causa no puede haber venta. Así, por ejemplo, si compro una cosa que me
ha sido legada en un testamento, hecho que ignoro, ya me pertenece y,
por lo tanto, no tengo interés en adquirirla.2

266. Careciendo el contrato de causa es inexistente, sea que las partes


estén o no de mala fe. No crea obligación a favor de ninguna de ellas: ni el
vendedor está obligado a entregar la cosa, ni el comprador a pagar el
precio y si éste hubiere sido pagado tendrá derecho para repetirlo.
¿Procede en todo caso la restitución de lo pagado? Según los romanos,
el comprador que ignoraba que la cosa comprada era suya, podía repetir
el precio. Respecto del que compraba a sabiendas, el Digesto nada decía,
de donde se desprende, a contrario sensu, que no podía repetirlo.
Difícil será que se presente el caso que alguien compre a sabiendas
una cosa que es suya; pero si la comprara, ignorando el vendedor que
pertenece al comprador, creemos que el precio debe restituirse porque
se ha pagado sin causa, debiendo sí indemnizarse los perjuicios al ven-
dedor.
Si éste sabe que la cosa que vende es del comprador y éste lo ignora,
aquél, aparte de restituirle el precio, si se hubiera pagado, debe indemni-
zarle los perjuicios que provengan no de la inexistencia del contrato sino
de su dolo o mala fe.
Si ambos ignoran que la cosa es del comprador, o si ambos lo saben,
caso este último que nunca se presentará, el contrato siempre es inexisten-
te y el comprador tiene derecho para exigir la devolución de lo que hubie-
re dado, sin que proceda indemnización alguna, en el primer caso porque
ambos están de buena fe, y en el segundo porque se compensa la indemni-
zación que uno y otro se adeudan.

1 Digesto, libro 18, título 1º, ley 16.


2 GUILLOUARD, I, núm. 169, pág. 190; POTHIER, III; núm. 8, pág. 5; AUBRY ET RAU, V,
pág. 13; HUC, X, núm. 60, pág. 89.

221
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

267. Hay, sin embargo, algunas excepciones al principio relativo a que la


compra de cosa propia no vale. No se trata propiamente de excepciones
sino mejor dicho de modificaciones de ese principio.
Tres casos pueden presentarse como modificaciones de esa regla y son:
1) La compra de cosa propia bajo condición; 2) la compra de una cosa
que el comprador posee en común con otra persona que se la vende; y 3)
la compra de una cosa propia cuyo dominio aquel tiene imperfectamente.
Los casos primeros y segundos se refieren a la compra de una cosa que
no pertenece al comprador; y el tercero a la compra de una cosa cuya
propiedad éste la tiene de un modo imperfecto. No hay en buenas cuen-
tas compra de cosa propia. De ahí que antes que excepciones sean más
bien modificaciones a la regla de que la compra de cosa propia no vale.

268. El primer caso tiene lugar cuando un individuo compra una cosa
que es suya bajo la condición que deje de pertenecerle. Marcelo decía que
“se podía comprar bajo condición lo que ya es del comprador porque es
posible que deje de pertenecerle”.1 Este contrato se perfecciona una vez
que la cosa deja de ser del comprador. Entonces se realiza la condición y
el contrato produce todos sus efectos.
En realidad, el comprador ha comprado una cosa que no le pertenece,
pues el contrato se verificará cuando deje de ser dueño de la misma. Pero
si la condición que la cosa deje de pertenecer al comprador no se realiza
jamás o no se realiza dentro del plazo fijado al efecto, no hay contrato,
porque nadie puede comprar lo que es suyo, y, aunque hubo convención
relativa a ella, no alcanzó a perfeccionarse desde que era menester que la
cosa saliera del poder del comprador, lo que no ocurrió.
Quede bien establecido que es necesario expresar claramente que la
compra de cosa propia se hace bajo la condición que deje de pertenecer
al comprador, porque si se compra pura y simplemente una cosa propia, la
venta es inexistente y no se perfeccionará aun cuando deje de pertenecer-
le, pues el contrato no quedó subordinado a una condición, como en el
caso anterior. La venta se perfeccionó en ese mismo acto, y como la cosa
que se vendía era ya del comprador, no pudo realizarse. Su existencia no
depende aquí de una condición. Por eso, aunque deje de pertenecerle, el
contrato no se perfecciona. Ese hecho no puede influir en él, por no ha-
berlo convenido las partes.
Un ejemplo de la compra de cosa propia bajo condición es el siguien-
te, que hemos tomado de Pothier: “Si soy propietario de una casa que está
comprendida en un fideicomiso cuyo fideicomisario es Ud. y cuyo fiducia-
rio soy yo; aunque sea propietario de esa casa antes de cumplirse la condi-
ción de que aquel depende, puedo comprarla para el caso que ésta llegue
a verificarse”.2 Otro ejemplo: he recibido en un legado una propiedad
bajo la condición de no casarme antes de los 25 años. Es claro que soy su

1 Digesto, libro 18, título 9, ley 61.


2 Tomo III, núm. 9, pág. 6.

222
DE LA COSA VENDIDA

dueño pero como creo que va a realizarse la condición y que la perderé,


se la compro a la sucesión del testador para el caso que sea privado de
ella, contrato que se perfeccionará si llego a casarme antes de esta edad,
porque por ese hecho dejó de pertenecerme y puedo, por lo tanto, adqui-
rirla nuevamente. Claro está que si no me caso antes de los 25 años, la
condición falla y el contrato de venta no vale. Según el inciso 1º del artícu-
lo 1816 tengo derecho para que se me restituya el precio que haya paga-
do, puesto que en tal contrato hay compra de cosa propia pura y simple.
De los ejemplos citados se desprende que esta compra puede celebrar-
se siempre que el comprador tema que puede perder el dominio de la
cosa que compra. De otro modo, nadie celebrará un contrato que no ha
de realizarse, porque si compro un libro mío bajo la condición que deje
de pertenecerme, es evidente que esa compra carece de objeto práctico ya
que de mi voluntad depende perder o no su dominio y no es de creer que
venda una cosa mía para volverla a comprar, perdiendo dinero tal vez.

269. “Sed si communis ea res emtori cum alio sit, dici debet, scisso pretio pro portio-
ne, pro parte emtionen valore, pro parte non valere”, decía Pomponio.1 La ley
18, título V de la Partida V reproducía esa regla en estos términos: “Mas si
otro alguno ouiesse parte en la cosa, valdria la vendida en tanta parte,
quanto es aquello que es ageno, e non suyo”.
Ambos preceptos se refieren al caso de una cosa que pertenece en co-
mún a dos o más personas y que una de ellas compra íntegramente a la
otra. Si así sucede, la venta no vale por la parte que pertenecía al compra-
dor, pero sí por el resto. Así, si A y B son condueños de una cosa y B se la
vende en su totalidad a A en cien mil pesos, la venta no vale por la cuota de
A que tiene derecho para que se le restituya la parte de precio que a ella
corresponda y que en el ejemplo propuesto, serían cincuenta mil pesos.
Aquí hay venta por la parte que no pertenece al comprador, siendo
inexistente por la que es suya. Este caso no constituye propiamente una
excepción al artículo 1816, puesto que no se compra una cosa propia, sino
una que pertenece al vendedor que es condueño con el comprador.

270. Si el comprador tiene sobre la cosa que compra una propiedad im-
perfecta, el contrato es válido siempre que se refiera a la parte de dominio
que no posee, porque de ser así no compra lo propio sino algo que no
tiene. La compra tiene por objeto adquirir el dominio que el comprador
no posee y que, agregado al suyo, forma la propiedad completa. Esta situa-
ción puede presentarse cuando el vendedor tiene algún derecho sobre la
cosa que pertenece al comprador, cuando éste es, en cierto modo, deudor
de aquél. Así, por ejemplo, el propietario fiduciario puede comprar al
fideicomisario la expectativa que tiene de adquirir la cosa una vez que se
cumpla condición.
1 Digesto, libro 18, título 1º, ley 18. “Si la cosa pertenece en común al comprador y a

otro, y aquel se la compra íntegramente a éste, la venta vale respecto de la parte del vende-
dor y no vale respecto de la otra, debiendo restituirse el precio que a ella corresponda.”

223
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

En idéntica situación se encuentra el caso del usufructuario que com-


pra la nuda propiedad de la cosa cuyo usufructo le pertenece.1 En ambos
casos el comprador tiene una propiedad imperfecta sobre la cosa y lo que
compra no es todo el derecho de dominio sino la parte que le falta para
perfeccionar el suyo. Por esta razón, si se ha fijado un precio total por el
derecho del comprador y por el del vendedor, debe deducirse el valor que
corresponda a aquél. El comprador está obligado a pagar solamente el
que corresponde a la parte que en realidad compra.
Casos análogos a estos son los que señala la parte final de la ley 18
del título V de la Partida V, según la cual el individuo que tiene en su
poder o en su tenencia una cosa que pertenece a otro, puede comprar
esa tenencia.2

271. Entre las cosas que pueden venderse dijimos que se encontraban no
sólo las pertenecientes al vendedor, sino también las ajenas, entendiéndo-
se por tales aquellas cuyo propietario, en el momento de la venta, no es el
vendedor.
La venta de cosa ajena es la que tiene por objeto inmediato, dice Pla-
niol, la transferencia de la propiedad de una cosa determinada que perte-
nece a una persona diversa del vendedor. Para que haya tal venta es
menester que el objeto del contrato, es decir, el objeto de la obligación
del vendedor sea una cosa que no le pertenezca en forma alguna y sobre
la cual no pretenda ningún derecho de propiedad, ni puro ni simple, ni
eventual. Por este motivo, la venta de una cosa cuya propiedad tiene bajo
una condición suspensiva o resolutoria no es de cosa ajena, pues aunque
no es dueño absoluto de la cosa que vende, no puede tampoco decirse
que no sea dueño de la misma. El vendedor es aquí un propietario condi-
cional; su derecho de propiedad puede existir puro y simple o puede ex-
tinguirse una vez que se realice o falle la condición, según el caso.
Si vende esa cosa, no ha vendido lo ajeno, sino una cosa que tiene bajo
cierta condición. Al venderla, transfiere al comprador un derecho de pro-
piedad eventual y si las partes han tomado en cuenta esa eventualidad, al
tiempo de contratar, la venta será válida y producirá todos sus efectos,
aunque la condición extinga el derecho del vendedor que adquirió el com-
prador. En tal caso se habría comprado la esperanza que aquel tenía de
llegar a adquirirla.3
Si el vendedor vende la cosa pura y simplemente, se vende la cosa
misma y no la esperanza de llegar a tenerla. Si la condición se cumple, el
comprador será privado de ella en los casos de los artículos 1490 y 1491
del Código Civil, pues el acreedor de esa cosa, o sea la persona con quien
contrató condicionalmente el vendedor, puede reivindicarla de los terce-

1 Digesto, libro 18, título I, ley 16, núm. 1.


2 Reproducción del Digesto, libro 18, título I, ley 34, núm. 4.
3 TROPLONG, I, 233, pág. 308; AUBRY ET RAU, V, pág. 52; G UILLOUARD, I, núm. 189,

pág. 216.

224
DE LA COSA VENDIDA

ros poseedores de mala fe, porque según la ley es reputado como su


único dueño.
Veamos un ejemplo. A vende a B un caballo que C donó al primero
bajo la condición resolutoria de no casarse antes del primero de abril. A se
casa antes de esa fecha; se realiza la condición y se resuelve el derecho de
B que deja de ser dueño del caballo. C, único dueño, puede reivindicarlo
de manos de B si éste lo adquirió de mala fe (art. 1490). En cambio si A
vende el caballo a B tomando en cuenta la condición a que estaba sujeto
su dominio, la venta subsiste en todo caso y B no puede exigir la devolu-
ción del precio, porque se compró la suerte.

272. El artículo 1815 del Código Civil, en forma precisa y terminante dice:
“La venta de cosa ajena vale, sin perjuicio de los derechos del dueño de la cosa
vendida, mientras no se extingan por el lapso de tiempo”.1
Esta disposición no es sino una consecuencia del carácter meramente
productivo de obligaciones que en nuestra legislación tiene la compraven-
ta. El objeto de este contrato es crear obligaciones. El vendedor está obli-
gado a proporcionar al comprador únicamente la posesión libre y
desembarazada de la cosa. No está obligado a transferir el dominio, sino a
entregar la cosa a que la venta se refiere. Siendo así, nada impide que las
partes contraigan obligaciones respecto de una cosa ajena, puesto que en
tal contrato concurren todos los requisitos necesarios para su validez.
La venta es válida, porque hay un objeto sobre el cual recae la obliga-
ción del vendedor y porque no hay imposibilidad de entregar la cosa, ya
que aquél puede llegar a adquirirla del dueño. De aquí que esa venta haya
sido equiparada por algunos autores a la de una cosa que no existe, pero
que se espera que exista.
La venta no es, en nuestro Derecho, un acto de enajenación, sino un
contrato creador de obligaciones. Así como no puede enajenarse la cosa
de otro, porque enajenar es transferir el dominio y sólo puede transferirlo
el que lo tiene, se puede, sin embargo, vender la cosa ajena, porque ven-
der no es enajenar sino contraer una obligación.2
La obligación del vendedor puede tener por objeto una cosa propia o
una cosa ajena. No hay ningún inconveniente en obligarse o en prometer
un hecho o cosa ajena (art. 1450 del Código Civil). La venta de cosa ajena
es válida, precisamente porque no hay inconveniente alguno para que las

1 Innumerables sentencias han reconocido la validez de la venta de cosa ajena: Senten-

cia 1.865, pág. 1310, Gaceta 1879; sentencia 2.194, pág. 1316, Gaceta 1885; sentencia 3.413,
pág. 2031, Gaceta 1885; sentencia 1.353, pág. 841, Gaceta 1887, tomo I; sentencia 1.126,
pág. 730, Gaceta 1892, tomo I; sentencia 1.116, pág. 825, Gaceta 1895, tomo I; sentencia
3.010, pág. 1337, Gaceta 1902, tomo II; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo II, sec. 1ª,
pág. 164; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo III, sec. 1ª, pág. 255; Revista de Derecho y
Jurisprudencia, tomo VI, sec. 1ª, pág. 266; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo X, sec. 1ª,
pág. 211; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo IX, sec. 1ª, págs. 384, 484 y 493.
2 RUBEN DE COUDER, II, pág. 185; PLANIOL, II, núm. 1416, pág. 474.

225
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

partes contraten válidamente respecto de esa cosa. Las obligaciones que


crea pueden nacer.
El único valor que tiene esa venta es obligar al vendedor a entregar la cosa
al comprador. Pero no vale en el sentido que el propietario puede ser despo-
jado de ella sin su voluntad por efecto de un contrato en que no ha interveni-
do. En buenas cuentas, la venta de esta especie vale entre las partes.
El vendedor debe entregar la cosa al comprador, si puede hacerlo. En
caso contrario, debe indemnizarle los perjuicios que le ocasione con la
inejecución del contrato. El propietario no contrae obligación alguna y si
es despojado de la cosa, puede reivindicarla, a menos que haya ratificado
la venta, porque de ser así ha intervenido también con su consentimiento
en el contrato, o que su acción haya prescrito.
Nuestro Código en esta materia no ha hecho sino seguir la doctrina
romana que establecía que “Rem alienam distrahere quem posee, nulla dubitatio
est, nam emtio est et venditio”,1 o sea que la venta de cosa ajena vale, pues en
Roma, como dijimos, aquella no era un acto traslaticio de dominio sino
creador de obligaciones, por cuyo motivo podía contratarse sobre una cosa
ajena. La ley 19, título V de la Partida V reproduce idéntico principio y en
ella se inspiró nuestro legislador al redactar el artículo 1815.

273. Pero si aceptamos que la venta de cosa ajena es válida, no podemos


aceptar, sin embargo, que el vendedor pueda transferir al comprador el
dominio de la cosa vendida, porque según el artículo 670 del Código Civil
sólo puede efectuar la tradición el dueño de la cosa que se entrega, cali-
dad que no tiene el vendedor. Los únicos derechos que transfiere al com-
prador una vez que le entrega la cosa, son los derechos transmisibles que
tiene sobre ella (art. 682 del mismo Código), o sea, la posesión, que habili-
tará a aquél, de acuerdo con el artículo 683, para adquirir por prescrip-
ción el dominio que no pudo darle el vendedor.
Si el comprador adquiere la cosa de buena fe y se trata de un mueble,
la venta de cosa ajena le dará el dominio, cuando hayan transcurrido tres
años, porque entonces hay prescripción ordinaria, ya que existe posesión
regular, puesto que ha habido justo título, buena fe y tradición. Si está de
mala fe, lo adquirirá por una prescripción de treinta años.
Si se trata de inmuebles, sería menester una posesión regular de diez
años si el comprador está de buena fe y de treinta en caso contrario. Difí-
cil será que el comprador esté de buena fe en la venta de un inmueble
ajeno, pues el título del propietario se hallará inscrito y además no pue-
den adquirirse por prescripción los bienes que tienen título inscrito, sino
en virtud de otro título inscrito, porque según el artículo 2505 el dominio
de un inmueble que tiene un título de esa especie se adquiere en virtud
de una nueva inscripción, es decir, no hay prescripción contra título inscri-
to, porque la base de ella, la posesión, no puede tener lugar respecto de

1 Digesto, libro 18, título I, ley 28.

226
DE LA COSA VENDIDA

esos bienes, sino por la inscripción del título que se haga después de can-
celar la anterior (art. 728 del Código Civil).
Si el vendedor no es dueño de la cosa vendida el comprador adquiere
sobre ella los derechos que ha podido transferirle, que no son otros que la
posesión. Por lo tanto, el comprador, salvo los casos que más adelante
veremos, puede adquirir el dominio de la cosa vendida por prescripción
únicamente. Nunca por tradición.

274. La buena o mala fe de las partes en la venta de cosa ajena no influye


en su validez.1 Es válida aunque estén de mala fe. El conocimiento o igno-
rancia que tengan del hecho de ser ajena la cosa sirve para determinar los
casos en que se deben perjuicios cuando el vendedor no la entrega o,
cuando entregada, el comprador es privado de ella. Sólo cuando la cosa
vendida sea robada y las partes, o al menos el comprador, lo sepan, la mala
fe anula el contrato de venta de cosa ajena. Pero cuando no es el producto
del robo o del hurto, es siempre válido.
Cuando ambas partes ignoran que es ajena, si el vendedor no puede
entregarla debe indemnizar los perjuicios que con su inejecución cause al
comprador. Si éste es privado de la cosa por su propietario, está obligado
al saneamiento con arreglo al artículo 1847 del Código Civil.
Cuando ambas saben que es ajena y contratan sobre esa base, la venta
da acción al comprador para exigir que le indemnice los perjuicios consi-
guientes, si no se la entrega. Si es reivindicada por el propietario, tiene
derecho a la devolución del precio solamente, en virtud del inciso 1º del
artículo 1852, ya que el conocimiento de la evicción importa la renuncia
del saneamiento, según vamos a verlo. Lo dicho no tiene lugar cuando la
venta se ha hecho bajo la condición que el propietario venda la cosa al
vendedor, porque en tal caso, fallando la condición, no habría contrato ni
procedería indemnización alguna. Así, por ejemplo, A y B ven una casa de
C y aquel dice al segundo que se la vende en tanto. La entrega debe hacer-
se en un mes. Si no la entrega, el contrato se resuelve por falta de cumpli-
miento de la obligación del vendedor, que debe abonar a B los perjuicios
del caso. Pero si el contrato se hizo bajo la condición que C le vendiera la
casa a A es claro que si no se la vende, no habiendo negligencia de parte
de éste para adquirirla, el contrato se extingue siempre, porque la condi-
ción de que dependía, o sea la adquisición de la casa por A, no se realizó;
pero en tal caso no se deben perjuicios de ninguna especie, desde que no
ha habido incumplimiento por parte de A.2
Si el comprador ignora que la cosa vendida es ajena pero el vendedor
lo sabe, debe indemnizarle los perjuicios que con la falta de entrega le
ocasione o sanearlo con arreglo al artículo 1847 del Código Civil si, ha-
biéndola entregado, fuere evicto por su dueño.

1 Como en el caso anterior, a fin de abreviar las expresiones, denominamos aquí “bue-

na o mala fe”, el hecho que los contratantes ignoren o sepan que la cosa es ajena.
2 GUILLOUARD, I, núm. 193, pág. 219; AUBRY ET R AU, V, pág. 52; TROPLONG, I, núm.

234; BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 122, pág. 120.

227
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Finalmente, si el vendedor ignora que la cosa es ajena, pero el compra-


dor lo sabe y el dueño la reivindica de manos de éste, no puede exigir de
aquél ninguna indemnización, pues el vendedor estaba de buena fe y él
compró a sabiendas de lo que podía ocurrir, de modo que sufre un hecho
voluntario. Sólo puede pedir el precio que haya pagado, en virtud del
inciso 1º del artículo 1852, ya que éste debe restituirse en todo caso, aun-
que se renuncie la acción de saneamiento. Cesaría también la obligación
de restituir el precio si, en este caso, el comprador hubiera renunciado al
saneamiento, en conformidad a lo dispuesto en el artículo 1852, inciso 3º.
Si el vendedor de buena fe no puede entregar la cosa, porque el due-
ño se lo impide, aunque por este hecho sabe al tiempo de cumplir el
contrato que es ajena, no está obligado a indemnizar perjuicios, porque se
atiende al conocimiento o ignorancia que tuvo al tiempo de celebrarse
aquél y no al tiempo de la entrega. En ese momento estaba de buena fe.
Así, por ejemplo, A vende a B el tintero de C ignorando que pertenece a
éste, pero sabiéndolo B, y se estipula que la entrega se hará diez días des-
pués. Entre tanto, C lo reivindica de manos de A. Llega el día de la entre-
ga y A no puede entregarlo, por lo que B lo demanda exigiendo la
resolución del contrato con indemnización de perjuicios. A no está obliga-
do a pagarlos pues al tiempo del contrato, que es al que se atiende para
este efecto, estaba de buena fe, mientras que B estaba de mala fe y es justo
que sufra las consecuencias de su proceder incorrecto.

275. La mala fe de ambas partes o la del comprador, al menos, acarrea la


nulidad de la venta de cosa ajena, siempre que ésta sea el producto de un
hurto o robo. Pero aquí la razón es otra.1
Si el comprador y el vendedor saben que la cosa es hurtada no hay
contrato, porque hay objeto ilícito. En efecto, según el artículo 454 del
Código Penal, inciso 2º, el hecho de comprar a sabiendas una cosa robada
es un delito penado por la ley. Si esta compra es un delito, se trata de un
acto prohibido que, según el artículo 1466 del Código Civil, constituye
objeto ilícito, lo cual vicia de nulidad absoluta el contrato, en virtud del
artículo 1682 del mismo Código. Si el comprador pagó el precio, no pue-
de repetirlo, porque no puede repetirse lo que se haya dado por una cau-
sa u objeto ilícito a sabiendas. El comprador no puede exigir perjuicios ni
aun cuando fuera evicto de la cosa por su propietario.
Lo dicho se aplica también cuando el comprador es el único que sabe
que la cosa es hurtada, porque el delito consiste precisamente en com-
prarla a sabiendas que es robada.
Si sólo el vendedor sabe que es robada o si ninguno lo sabe, la venta es
válida y aquél debe indemnizar perjuicios al comprador si no puede entre-
garla o si es despojado de ella por el dueño. Si pagó, el precio, puede
repetirlo, porque no lo dio a sabiendas del objeto o causa ilícita. Si no lo
ha pagado, es claro que el vendedor no puede exigirlo.

1 MAYNZ , II, pág. 140; S ERAFINI, II, pág. 139; Digesto, libro 18, título I, ley 34, núm. 3.

228
DE LA COSA VENDIDA

276. La venta de cosa ajena produce dos órdenes de relaciones: uno entre
las partes y otro entre éstas y el dueño de la cosa. Nos ocuparemos prime-
ramente de aquellas.
El comprador puede ejercitar dos derechos para con el vendedor, se-
gún sea que éste le haya entregado o no la cosa.
Si no se la entrega, porque no ha podido conseguirla del dueño o por
cualquier otro motivo, el comprador puede exigir el cumplimiento del
contrato o su resolución con indemnización de perjuicios, con arreglo a lo
que hemos dicho en los dos párrafos anteriores sobre la buena o mala fe
de las partes.
Si la cosa ha sido entregada pero el dueño la reivindica de manos del
comprador, éste sufre una evicción, en cuyo caso tiene contra el vendedor
la acción de saneamiento para que se la indemnice con arreglo al artículo
1847 del Código Civil, a menos que el comprador haya sabido que la cosa
era ajena o que, sabiéndolo, haya renunciado al saneamiento, porque en-
tonces sólo tiene derecho al precio, en el primer caso, y ni aun a éste, en
el segundo. Excusado creemos manifestar que para que el comprador sea
saneado en caso de evicción, deberá citar al vendedor al juicio respectivo,
en conformidad a las disposiciones que rigen sobre el particular.
Pero en ningún caso puede pedir la nulidad del contrato, porque la
disposición del artículo 1815 establece expresamente que esa venta es váli-
da. En el mismo sentido se han pronunciado las Cortes de Apelaciones de
Concepción1 y de Talca2 que han desechado, fundadas en ese artículo, las
demandas de nulidad de la venta de cosa ajena.

277. Se han estudiado más arriba los efectos de la venta de cosa ajena
entre las partes y las relaciones jurídicas que entre ellas se originan con
ocasión de este contrato. Analicemos ahora la situación y derechos del
dueño de la cosa vendida en presencia de un contrato que no le afecta
en sus resultados y por el cual no contrae vínculo jurídico de ninguna
especie. 3
El dueño de la cosa vendida no contrae obligación alguna respecto de
los contratantes y conserva el derecho de reivindicarla de manos de cual-
quier poseedor, sea el vendedor, sea el comprador. Este derecho lo tiene
mientras no prescriba por el lapso de tiempo, lo que ocurre cuando el
comprador ha llegado a adquirir la cosa por prescripción, porque según el
artículo 2517 del Código Civil toda acción por la cual se reclama un dere-
cho se extingue por la prescripción adquisitiva del mismo.
Debe tenerse presente que estos derechos no prescriben en los plazos
señalados para la acción de nulidad, como alguna vez se ha creído, desde

1 Sentencia 1.197, pág. 704, Gaceta 1887, tomo I.


2 Sentencia 2.389, pág. 748, Gaceta 1902, tomo II.
3 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo II, sec. 1ª, pág. 164; Revista de Derecho y Jurispru-

dencia, tomo IX, sec. 1ª, pág. 384; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo X, sec. 1ª, pág.
211; sentencia 3.010, pág. 1337, Gaceta 1902, tomo II.

229
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

que no se trata de un vicio que produzca esos efectos. Así lo ha resuelto


también la Corte de Apelaciones de Santiago.1
Veamos cuales son esos derechos. Como el dueño de la cosa vendida es
su propietario, es evidente que, según los artículos 889 y 893 del Código
Civil, tiene el derecho de reivindicarla de manos del comprador, en pri-
mer lugar, puesto que será su actual poseedor, ordinariamente. Los tribu-
nales han dado lugar, en repetidas ocasiones, a demandas reivindicatorias
de esta especie deducidas por el propietario de la cosa.2
Si el propietario de la cosa la reivindica de manos del comprador ten-
drán lugar las prestaciones mutuas de acuerdo con los artículos 904 a 914
de ese Código, para lo cual se tomará en cuenta su buena o mala fe.
Este derecho puede ejercitarlo mientras el comprador no haya adquiri-
do la cosa por prescripción, pues si así sucede sólo tiene acción contra el
vendedor para que le restituya lo que por ella haya recibido y si estaba de
mala fe cuando la enajenó para que le indemnice todo perjuicio (art. 898
del Código Civil). Igualmente, si la prosecución de la cosa fuera muy difí-
cil, podrá dirigirse contra el vendedor en la forma indicada.
En conformidad a esos preceptos, la Corte de Apelaciones de La Sere-
na dio lugar a la demanda interpuesta por el propietario de una mina
contra el que vendió como propios los minerales por ella producidos para
que le restituyera su valor y la indemnizara los perjuicios, fundada en que
no siendo posible reclamar esos minerales de los compradores tanto por
no ser reivindicables los comprados a mineros conocidos, según el artículo
87 del Código de Minas, como porque inmediatamente que se compraron
se redujeron a pastas o se exportaron, de modo que el dueño se puso en la
imposibilidad de reivindicarlos, quedando sujeto, en tal evento, el vende-
dor a la disposición del artículo 898 del Código Civil. La Corte Suprema,
conociendo de ese fallo por vía de casación en el fondo, declaró que la
Corte sentenciadora había hecho una correcta aplicación de la ley y de-
sechó el recurso.3
El propietario no puede reivindicar la cosa de manos del comprador,
aunque éste no la haya adquirido por prescripción, en los casos siguientes:
a) Cuando el comprador la ha adquirido, si se trata de una cosa mue-
ble, en una feria, tienda, almacén u otro establecimiento industrial en que
se vendan cosas muebles de la misma clase; a menos que se allane a pagar-
le lo que dio por ella y los gastos invertidos en mejorarla y repararla. Sólo
así la podrá reivindicar (art. 890 del Código Civil); sin perjuicio de proce-
der contra el vendedor ejercitando las acciones que le confiere el artículo
898 de ese Código si no pudiera obtenerla de aquel; y

1 Sentencia 1.865, pág. 1310, Gaceta 1879.


2 Sentencia 1865, pág. 1310, Gaceta 1879; sentencia 157, pág. 97, Gaceta 1880; senten-
cia 387, pág. 245, Gaceta 1892, tomo I; sentencia 1.126, pág. 730, Gaceta 1892, tomo I; sen-
tencia 3.010, pág. 1337, Gaceta 1902, tomo I; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo III,
sec. 1ª, pág. 255.
3 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo IX, sec. 1ª, pág. 384.

230
DE LA COSA VENDIDA

b) Cuando el comprador ha adquirido la cosa de buena fe a título


oneroso de un tercero a quien se la pagó su dueño indebidamente. Aquí
no hay reivindicación posible, a menos que el comprador haya estado de
mala fe. El dueño tendrá acción únicamente contra el vendedor, o sea
contra la persona a quien se la pagó indebidamente, para que le restituya
el precio de venta y le ceda las acciones que tenga contra el comprador
que aun no haya pagado la totalidad del precio. Estas acciones las tiene el
propietario si el vendedor está de buena fe, porque si cuando hizo la venta
estaba de mala fe, será obligado como todo poseedor que ha dejado de
poseer dolosamente (arts. 2302 y 2303), es decir, puede exigírsele la resti-
tución de la cosa misma, con sus accesorios, frutos, etc., en una palabra,
debe indemnizar todo perjuicio (arts. 898 y 900 del Código Civil).
El dueño de la cosa que, como se ha dicho, no queda afectado en forma
alguna por esa venta, puede, si lo prefiere, pedir que se declare que no le
afecta ni está obligado de ninguna manera para con el comprador. En varias
ocasiones se ha ejercitado esta acción y los tribunales la han acogido.1
El propietario cuya cosa ha sido vendida por un tercero tiene, pues,
dos acciones; la reivindicatoria y la relativa a solicitar que se declare que la
venta no le afecta. Cuándo debe emplearse una y cuándo la otra es cues-
tión de apreciación y cuya solución depende de cada caso concreto, sien-
do sí de advertir que la última es menos peligrosa, pues el hecho de deducir
la reivindicatoria da al comprador el carácter de poseedor.
El propietario de la cosa es el único que puede reclamarla o fundarse
en que es ajena para pedir que se declare que la venta no le afecta. El
vendedor no puede negarse a cumplirla ni puede tampoco alegar su nuli-
dad, porque la venta de cosa ajena vale y le impone la obligación de ejecu-
tarla. Análoga doctrina han consagrado las Cortes de Apelaciones de
Santiago2 y de Iquique.3

278. Hemos visto que el comprador de una cosa ajena puede llegar a ad-
quirirla por prescripción únicamente, porque su dominio no ha podido
serle transferido por el vendedor que carecía de él.
Sin embargo, hay dos casos en nuestra legislación en los cuales el com-
prador adquiere ese dominio por tradición, dos casos en que llega a ser
dueño de la cosa vendida sin necesidad de esperar el transcurso del tiem-
po. Esto tiene lugar cuando la venta es ratificada por el dueño de la cosa y
cuando el vendedor adquiere posteriormente su propiedad. Son los casos
de los artículos 1818 y 1819 del Código Civil respectivamente.

279. “La venta de cosa ajena, ratificada después por el dueño, confiere al compra-
dor los derechos de tal desde la fecha de la venta”, dice el artículo 1818.

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo II, sec. 1ª, pág. 164; Revista de Derecho y Jurispru-

dencia, tomo IX, sec. 1ª, pág. 384; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo X, sec. 1ª, pág. 211.
2 Sentencia 2.194, pág. 1316, Gaceta 1885.
3 Sentencia 1.116, pág. 825, Gaceta 1895, tomo I.

231
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

La venta de cosa ajena es válida y, por lo tanto, las obligaciones que


crea para las partes tienen vida jurídica perfecta. El vendedor debe entre-
gar la cosa al comprador y debe velar porque no sea privado de ella ni sea
turbado en su posesión. Lo que el vendedor se obliga a entregar es una
cosa ajena, una cosa que no le pertenece, por cuyo motivo no puede trans-
ferir su dominio al comprador. Le falta un requisito necesario para esa
transferencia; el consentimiento del dueño. En esta situación viene éste y
ratifica la venta, es decir, da su consentimiento a un acto referente a una
cosa suya. De este modo, se subsana el requisito que faltaba para hacer
dueño de ella al comprador, quien adquiere ahora esa calidad. En virtud
de la ratificación y de ser válido el contrato, se supone que la ha adquirido
desde el primer momento, porque esa ratificación obra retroactivamente.
La ratificación del dueño de la cosa vendida no produce otro efecto
que transferir el dominio al comprador por la tradición; pero no valida el
contrato, no viene a agregar un consentimiento necesario para su perfec-
ción. El contrato es válido aun sin él, pero el vendedor no puede transferir
por sí solo el dominio de la cosa. Lo que hace la ratificación es transferir
ese dominio. Viene, en buenas cuentas, a hacer realizable la obligación
del vendedor.
La ratificación puede ser expresa o tácita. El hecho de recibir el precio
de manos del enajenante o del comprador importa la ratificación tácita de
la enajenación, dice el inciso 2º del artículo 898 del Código Civil. Es tam-
bién ratificación tácita la entrega de la cosa por el dueño, puesto que este
hecho, como el anterior, importa la ejecución voluntaria del contrato, que
es lo que la constituye.
Puede ocurrir que el comprador, cuando vea que el vendedor no le
entrega la cosa vendida, pida la resolución del contrato y, una vez iniciada
la demanda, el dueño ratifique la venta de modo que el vendedor esté en
situación de entregarla. En tal caso, el comprador no podría negarse a
recibir la cosa alegando que el contrato no puede cumplirse, porque éste
subsiste hasta que la resolución sea judicialmente pronunciada y mientras
esto no suceda, el vendedor puede cumplir su obligación. Sólo si el com-
prador justifica que la cosa está deteriorada u otra causal que lo faculte
para no recibirla, podrá negarse a ello.
La ratificación que de la venta puede hacer el dueño de la cosa es un
acto facultativo para él a que no puede ser obligado. Si la ratifica, el con-
trato le afecta en cuanto a su calidad de dueño y pasa a ocupar el carácter
de comprador, desde que al dar su consentimiento interviene en él como
parte directa y lo hace suyo. Si no la ratifica y, por el contrario, reclama de
ella, no le afecta en forma alguna. Y se entiende que no la ratifica cuando
inicia un juicio reivindicatorio u otro semejante que manifieste su discon-
formidad con lo obrado. Estas ideas están consignadas en varios fallos de
nuestros tribunales. Así, la Corte de Apelaciones de Tacna ha dicho:
“Que, según la disposición del artículo 1815 del Código Civil, la venta de cosa
ajena vale sin perjuicio de los derechos del dueño, mientras no se extinga por el
lapso de tiempo; que, en consecuencia, la validez de la venta de cosa ajena, por lo
que respecta al dueño, queda subordinada a la voluntad de éste, de tal modo que

232
DE LA COSA VENDIDA

si no acepta o ratifica la venta o su derecho no se extingue por la prescripción, la


venta no produce efecto alguno a su respecto”.1
Finalmente, la ratificación debe hacerla el dueño mismo o una perso-
na que esté facultada con ese objeto. Es decir, debe emanar de alguien
que tenga la facultad de hacerla. En caso contrario, no produce ningún
efecto. Por esta razón, la Corte de Apelaciones de Concepción declaró
que era nula la ratificación de la venta de cosa ajena hecha por el manda-
tario del propietario que no tenía facultad para vender o para ratificar,
ratificación que no se valida, ni aun cuando aquél haya aprobado las cuen-
tas rendidas por el que procedió a venderla sin tener mandato para ese
acto, porque tal aprobación no puede importar ratificación cuando el que
la hace carece de poder suficiente para ratificar la venta.2

280. La ratificación debe hacerse por escritura pública cuando se trata de


bienes cuya venta requiere esa solemnidad, porque de otro modo no surte
ningún efecto. Esta conclusión se desprende de dos disposiciones legales.
Según el artículo 679 del Código Civil, cuando la ley exige solemnidades
para la enajenación el dominio no puede transferirse sin ellas. En este
caso, el efecto de la ratificación del dueño de la cosa vendida es precisa-
mente operar la traslación del dominio; luego, para que se efectúe, desde
que se refiere a bienes que no pueden transferirse sin cumplir con ciertas
solemnidades, éstas deben llenarse también en ella. Así, por ejemplo, si A
vende a B un inmueble de C, esta venta se hará por escritura pública; pero
el dominio no se transferirá, porque para cancelar la inscripción de C es
menester su consentimiento que se obtiene con la ratificación. Y como la
inscripción del nuevo título no puede hacerse sino en virtud de un docu-
mento auténtico, es claro que esa ratificación, que es con la que va a reali-
zarse aquélla, debe constar por escritura pública.
En segundo lugar, el precepto del artículo 1694 de ese Código es aún
más terminante al respecto, porque, según él, para que la ratificación ex-
presa sea válida, deberá hacerse con las solemnidades a que por la ley está
sujeto el acto o contrato que se ratifica.

281. “Vendida y entregada a otro una cosa ajena, si el vendedor adquiere después
el dominio de ella, se mirará al comprador como verdadero dueño desde la fecha de
la tradición. Por consiguiente, si el vendedor la vendiere a otra persona después de
adquirido el dominio, subsistirá el dominio de ella en el primer comprador”, dice el
artículo 1819 del Código Civil.
Esta disposición está de acuerdo con la contenida en el inciso 2º del
artículo 682 del mismo Código que establece que si el tradente adquiere
después el dominio, se entiende haberse transferido éste desde el momen-
to de la tradición, lo que es perfectamente lógico.
1 Sentencia 3.010, pág. 1337, Gaceta 1902, tomo II. Véase también: Revista de Derecho y

Jurisprudencia, tomo VI, sec. 1ª, pág. 22 (considerando 31), y Revista de Derecho y Jurispruden-
cia, tomo X, sec. 1ª, pág. 221 (considerando 4º).
2 Sentencia 89, pág. 257, Gaceta 1913.

233
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

El vendedor se ha obligado a entregar una cosa ajena. La entrega se


ha verificado; pero el dominio no se ha transferido al comprador. Pos-
teriormente aquél llega a ser dueño de la misma y como ya hubo tradi-
ción, se supone que el comprador ha sido dueño de la cosa comprada
no desde el momento en que la adquiere el vendedor, sino desde el
instante en que se verificó la entrega. Hay aquí una ratificación tácita
de la transferencia del dominio y como toda ratificación obra retroacti-
vamente, se presume que aquella se efectuó cuando se realizó la entre-
ga. Si en este caso, el vendedor vendiera nuevamente la cosa a otra
persona, habría venta de cosa ajena, porque su propietario no es él
sino el primer comprador que se reputa haberlo sido desde que le fue
entregada.
Como el artículo 1819 no señala de qué manera debe adquirir el
dominio el vendedor para que lo dispuesto en él reciba aplicación, es
evidente que habiendo varios modos de adquirirlo y no habiendo el le-
gislador hecho distingos al respecto, por cualquiera de ellos que lo ad-
quiera se mirará al comprador como verdadero dueño desde la fecha de
la entrega. Según esto, sea que el vendedor adquiera el dominio de la
cosa por tradición, herencia, prescripción, etc., el artículo 1819 recibirá
aplicación en todo caso.
Veamos un caso práctico: A vende y entrega a B una cosa pertenecien-
te a C. Un mes más tarde A adquiere el dominio de esa cosa, pero no hace
una nueva entrega al comprador. ¿Podrían los acreedores de A embargar
o retener esa cosa? No, porque su dueño es B, que lo ha sido desde la
fecha de la entrega, sin que para transferirle el dominio haya sido necesa-
rio una nueva tradición.

282. ¿Es venta de cosa ajena la de una cosa que el vendedor posee en
común?1 Hay que distinguir dos casos diversos: si se vende la cuota del
vendedor únicamente o si se vende toda la cosa.
En el primero no hay venta de cosa ajena, porque el vendedor vende
su parte indivisa en la cosa común o su derecho eventual a la propiedad
de la misma, para lo cual está facultado por la misma ley, y sin que para
esa venta sea necesario el consentimiento de los demás comuneros. “Si la
cosa es común de dos o más personas proindiviso, entre las cuales no intervenga
contrato de sociedad, dice el artículo 1812, cada una de ellas podrá vender su
cuota, aun sin el consentimiento de las otras”.2 El comunero vende lo suyo y el
comprador ocupará en la indivisión el lugar que tenía el vendedor, queda

1 B AUDRY -LACANTINERIE, De la vente, núm. 121, pág. 117; AUBRY ET RAU, V, págs. 53 y 54;

LAURENT, tomo 24, núm. 108, pág. 115; HUC, X, núm. 61, pág. 90; TROPLONG, I, núm. 207,
pág. 280; GUILLOUARD, I, núms. 189 I a 191, págs. 216 a 218; FUZIER-HERMAN, tomo 36, Ven-
te, núms. 583 a 601, págs. 839 y 840.
2 Sentencia 44, pág. 25, Gaceta 1883; sentencia 1.197, pág. 704, Gaceta 1887, tomo I;

Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VII, sec. 1ª, pág. 240; Revista de Derecho y Jurispruden-
cia, tomo X, sec. 1ª, pág. 350.

234
DE LA COSA VENDIDA

facultado para intervenir en la partición y, una vez hecha ésta, recibirá lo


que a aquél habría correspondido. La jurisprudencia es uniforme en este
sentido.1
En cambio, si un comunero vende sin el consentimiento de los demás
toda la cosa y no su cuota o derecho, hay venta de cosa ajena, siempre que
ella no se le adjudique en la partición. Cuando así sucede, se presume que
el vendedor no ha enajenado sino la parte que a él corresponde, pero no
la de los demás comuneros, cuyos derechos no quedan afectados por esa
venta. El comprador adquiere sobre las cuotas de los demás los derechos
transmisibles que el tradente ha podido transferirle, ya que el dominio no
ha podido traspasárselo por no tenerlo. De este modo se forma entre el
comprador y los demás comuneros una comunidad, en la cual éstos pue-
den ejercitar sus derechos de propietarios, desde el momento que la venta
de cosa ajena vale sin perjuicio de los derechos del dueño y si éste reclama
de esa venta, es claro que no puede afectarle. La jurisprudencia es tam-
bién uniforme al respecto.2
Hemos dicho que en el caso que estudiamos hay venta de cosa ajena si
la cosa no le es adjudicada en la partición al vendedor. En efecto, todos los
comuneros tienen un derecho eventual a la cosa común, derecho que se
definirá una vez que se haga la partición. Si en ésta la cosa se adjudica al
enajenante, se reputa que ha sido su único y exclusivo dueño desde el
momento mismo en que todos los comuneros adquirieron la cosa y no
desde el momento de la división.3 Por consiguiente, si antes de la división
vende la cosa, hay venta de cosa propia; pero debe tenerse presente que
sólo una vez que se haga la liquidación de la comunidad se sabrá si la
venta es de cosa ajena o no, porque entonces podrá saberse quién es su
dueño.
Ahora si la cosa común se adjudica a otro comunero que no es el
enajenante, se reputa que éste no ha tenido jamás derecho alguno en ella
y, por consiguiente, ha vendido una cosa ajena (art. 1344) que dará dere-
cho al adjudicatario para reclamar de la venta. Así lo reconocen también
varios fallos de nuestros tribunales.4 Si la cosa vendida se adjudica en parte
al vendedor y en parte a otro comunero, hay venta de cosa propia por la
cuota de aquel y de cosa ajena, por la de éste.

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VI, sec. 2ª, pág. 49; Revista de Derecho y Jurispru-

dencia, tomo IX, sec. 1ª, pág. 134.


2 Sentencia 1.865, pág. 1310, Gaceta 1879; sentencia 157, pág. 97, Gaceta 1880; senten-

cia 6.358, pág. 2495, Gaceta 1889, tomo III; sentencia 1.126, pág. 730, Gaceta 1892, tomo I;
sentencia 387, pág. 245, Gaceta 1892, tomo I; sentencia 2.066, pág. 1500, Gaceta 1898, tomo
II; sentencia 462, pág. 738, Gaceta 1905, tomo I; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo IX,
sec. 1ª, pág. 134.
3 Sentencia 6.358, pág. 2495, Gaceta 1889, tomo III; Revista de Derecho y Jurisprudencia,

tomo I, pág. 395; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VI, sec. 2ª, pág. 49.
4 Sentencia 1.331, pág. 868, Gaceta 1892, tomo I (considerando 4º); Revista de Derecho y

Jurisprudencia, tomo I, pág. 395; Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo XII, sec. 1ª, pág. 212.

235
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

283. ¿Qué derechos tienen los demás comuneros en caso que uno de ellos
haya vendido íntegramente la cosa común? La venta es válida en virtud del
artículo 1815 del Código Civil, de manera que no pueden pedir su nuli-
dad y si esta acción se entabla, la demanda será desechada necesariamen-
te, sin perjuicio que se les reserven las demás acciones que puedan
competerles sobre la cosa. Así lo han resuelto los tribunales en repetidas
ocasiones.1
Las acciones que deben ejercitar los otros comuneros son las que co-
rresponden al dueño de la cosa ajena, o sea la reivindicatoria2 y la que
tiene por objeto obtener que se declare que la venta no les afecta.3 Pue-
den pedir igualmente que se les reconozca su carácter de comuneros con
el comprador en la cosa vendida4 o bien la división de la comunidad, es
decir, pueden entablar la acción de communi dividundo.5 Determinar cuál
de esas acciones debe entablarse es cuestión de apreciación y que depen-
de de las circunstancias, siendo sí de advertir que la reivindicatoria tiene el
peligro que por el hecho de deducirse se da al comprador el carácter de
poseedor. La más conveniente es, en todo caso, la que tiene por objeto
pedir que se les declare comuneros con el comprador.
Como en este caso no se sabe si hay o no venta de cosa ajena sino una
vez que se liquide la comunidad, ya que si la cosa se adjudica al vendedor la
venta es de cosa propia, los demás comuneros cuyo consentimiento no se
tomó en cuenta para vender la cosa común no pueden ejercitar la acción
reivindicatoria sino una vez que se haga la liquidación de la comunidad.6

284. La venta o cesión que un socio hace de la acción o cuota que tiene
en la sociedad no es de cosa ajena, porque el aporte que hace en ésta y
que está representado por esa acción o cuota le pertenece exclusivamente.
Si bien es cierto que no puede retirarlo del fondo común, no lo es menos
también que puede enajenarlo libremente si la sociedad es anónima y con
el consentimiento de los demás consocios si es colectiva, no sólo porque se
trata de un bien comerciable, sino además porque la misma ley le confiere
esa facultad. Esa acción es algo suyo, algo que le pertenece y, por consi-
guiente, si la vende, no hace sino vender lo propio. No hay, pues, venta de
cosa ajena.

285. Si un socio no administrador vende bienes sociales sin estar faculta-


do para ello, vende la cosa ajena, porque aquellos pertenecen a una enti-
dad denominada sociedad formada por él y por sus consocios. La sociedad

1 Sentencia 1.197, pág. 704, Gaceta 1887, tomo I; sentencia 2.389, pág. 748, Gaceta 1902,

tomo II.
2 Sentencia 157, pág. 97, Gaceta 1880; sentencia 1.126, pág. 730, Gaceta 1892, tomo I.
3 Sentencia 462, pág. 738, Gaceta 1905, tomo I.
4 Sentencia 1.865, pág. 1310, Gaceta 1879; sentencia 387, pág. 245, Gaceta 1892, tomo I.
5 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo IX, sec. 1ª, pág. 134.
6 Sentencia 1.331, pág. 1868, Gaceta 1912, tomo I (considerando 2º).

236
DE LA COSA VENDIDA

es la dueña de esos bienes y sólo ella puede disponer de los mismos por
medio de sus mandatarios que los son sus administradores. En consecuen-
cia, si un socio que no es administrador vende los bienes sociales ha vendi-
do una cosa que no le pertenece y para cuya venta tampoco se hallaba
capacitado.

286. Hay igualmente venta de cosa ajena cuando el socio administrador


de una sociedad colectiva vende un bien social sin el consentimiento de
los demás socios, pues los administradores no están facultados para enaje-
nar los inmuebles de la sociedad si esta enajenación no está comprendida
en el número de las operaciones que constituyen su giro ordinario. La
disposición del artículo 396 del Código de Comercio se refiere a las altera-
ciones que pueden efectuarse en los inmuebles sociales a vista y paciencia
de los demás socios y el conocimiento que éstos puedan tener de la venta
no puede estimarse como una autorización o aprobación tácita del acto;
de modo que no afecta a los demás que pueden reclamar de ella. Así lo ha
resuelto la Corte Suprema.1

287. También es venta de cosa ajena la que hace un mandatario de un


bien de su mandante, cuando obra fuera de los límites de su mandato y la
que hace un gerente de una sociedad anónima de un bien social cuando
no está facultado para ello, porque tanto el uno como el otro pueden
vender únicamente aquello para lo cual están capacitados. Si se extralimi-
tan en su mandato, obran por su propia cuenta; y si enajenan una cosa de
su mandante sin tener facultades para hacer esa venta, venden lo ajeno. El
contrato es válido, pero el dominio de la cosa no podrá ser transferido al
comprador sino en conformidad a las reglas ya indicadas; todo lo cual se
entiende sin perjuicio de la responsabilidad que puede afectar al mandata-
rio o gerente respecto del mandante (artículos 2514 y 2077 del Código
Civil). La Corte Suprema ha calificado, en dos ocasiones, de venta de cosa
ajena la que hace un mandatario de un bien de su mandante cuando obra
fuera de los límites de su mandato.2

288. Según las leyes de colonización de 18 de noviembre de 1845, de 4 de


diciembre de 1866 y de 4 de agosto de 1874, cuyo principal objeto ha sido
fomentar la colonización sobre la base de la igualdad de derechos que la
ley común confiere a los descendientes de un mismo jefe de familia, la
concesión de hijuelas que se hace al jefe de la familia a razón de treinta y
ocho hectáreas por sí y de dieciocho hectáreas por cada uno de los otros
miembros de la familia que sean varones mayores de diez años, debe en-
tenderse hecha en su totalidad al jefe de familia. En consecuencia, la ven-

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo II, sec. 1ª, pág. 164.


2 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VI, sec. 1ª, pág. 266 (considerando 31); Revista
de Derecho y Jurisprudencia, tomo X, sec. 1ª, pág. 211. Véase en el mismo sentido sentencia
89, pág. 257, Gaceta 1913 de la Corte de Apelaciones de Concepción.

237
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

ta que dos de los miembros de la familia hacen a un tercero de los derechos


que personalmente les corresponden, por haber sido indicados en la escri-
tura de concesión, importa venta de cosa ajena que no obliga al jefe de
familia. Tal es la doctrina sustentada al respecto por la Corte de Casación.1

289. En cambio, la venta que hace un curador o un padre de familia de


los bienes de su pupilo o de los de su hijo, respectivamente y, en general,
la que realizan los administradores, mandatarios, gerentes o representan-
tes legales de los bienes de sus representados, procediendo dentro de sus
facultades, no es de cosa ajena, porque tanto los unos como los otros, al
vender esos bienes, no hacen sino ejecutar un acto para el cual los faculta
la ley y que se supone ejecutado por el mismo representado, como expre-
samente lo dispone el artículo 1448 del Código Civil.

290. ¿Es venta de cosa ajena la que realiza el heredero putativo de los
bienes hereditarios? El heredero putativo, o sea, aquel a quien se le ha
conferido la posesión efectiva de la herencia sin ser el verdadero herede-
ro, se reputa ante la ley como sucesor del difunto mientras no aparezca
otro. Por consiguiente, puede vender válidamente los bienes hereditarios.
Pero conviene establecer si el verdadero heredero una vez que aparece
puede reivindicar los que hayan sido vendidos por el heredero putativo. Si
puede reivindicarlos es indudable que hay venta de cosa ajena, puesto que
si así no fuera, la venta realizada por éste obligaría a aquel y no podría
ejercitar esa acción.
El artículo 1268 del Código Civil dice de un modo expreso que el
heredero podrá también ejercer la acción reivindicatoria respecto de las
cosa que hayan pasado a terceros y que no hayan sido prescritas por
éstos. Es la aplicación del artículo 1815 a un caso especial. La venta que
hace el heredero putativo es de cosa ajena, porque, en realidad, no tiene
el dominio verdadero de esos bienes. Está únicamente en situación de
adquirirlos por prescripción. Luego, si no los adquiere en esta forma y
aparece el verdadero heredero, es claro que ha vendido lo ajeno y éste
no está obligado a respetar la obligación que aquél se impuso. Al mismo
tiempo, tiene acción contra el comprador para que le restituya la cosa y
contra el heredero putativo para que le devuelva aquello en que se haya
hecho más rico, si estaba de buena fe y le complete lo que hubiere podi-
do obtener de los terceros poseedores, dejándolo enteramente indemne,
si estaba de mala fe.

291. ¿Es venta de cosa ajena la que hace el marido de los bienes propios
de la mujer que vende sin el consentimiento de ésta?
He aquí una cuestión que ha dividido bastante las opiniones, aunque ya
hay cierta uniformidad en aceptar que en este caso hay también venta de
cosa ajena. Por nuestra parte, creemos que ésta es la verdadera doctrina.

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo III, sec. 1ª, pág. 255.

238
DE LA COSA VENDIDA

La ley considera que los bienes propios de la mujer no entran a la


sociedad conyugal y que ella conserva su dominio en todo tiempo, sin que
el marido pueda pretender propiedad alguna sobre ellos. De aquí que
para su enajenación se exija su consentimiento. Este consentimiento se
exige precisamente porque es dueña de esos bienes. Si fuera exigido en
razón de su estado de incapacidad, habría un absurdo evidente, ya que en
tal caso no podría darlo por ser incapaz. Luego si el marido los vende sin
el consentimiento de ésta, hay venta de cosa ajena. La venta es válida, no
adolece de vicio alguno; pero la mujer no queda obligada a cumplir y, por
el contrario, puede reivindicar la cosa vendida a menos que la ratifique.
Si el marido vende sin autorización judicial entonces sí que la venta es
nula relativamente y la mujer podría pedir ésta o ejercer la acción reivindi-
catoria. La venta, aunque de cosa ajena, no sería válida porque se omitió
una formalidad sin la cual no puede tener valor. Si esa se cumple, enton-
ces vale y produce todos sus efectos pero como la mujer no dio su consen-
timiento, no la obliga.1
Lo dicho se aplica tanto a los muebles como a los inmuebles que perte-
necen a la mujer exclusivamente, es decir, a todos los bienes de ésta que
no entran a la sociedad conyugal.
La opinión que venimos sosteniendo relativa a que la venta de los bie-
nes propios de la mujer sin su consentimiento es de cosa ajena, se com-
prueba, a más de la acción reivindicatoria que a ella concede el artículo
1756, con el hecho que los terceros que han adquirido la cosa tengan
contra el marido acción de saneamiento que sólo procede cuando el com-
prador sufre una evicción o perturbación en el goce de la cosa comprada
por actos de un tercero que pretende derechos sobre la misma.
Idéntica doctrina ha establecido recientemente la Corte Suprema en el
juicio Ovalle con Banco Garantizador de Valores en el que declaró que la
venta de los bienes de la mujer hecha sin su consentimiento, aunque fuera
realizada por la justicia, no la afectaba en forma alguna por cuyo motivo
podía reclamar de ella.2
Igualmente, hay venta de cosa ajena si el marido vende un bien de la
mujer que ésta administra separadamente, porque en este caso, como en
el anterior, esos bienes pertenecen solamente a ella y de ninguna manera
a aquél.

292. ¿Hay venta de cosa ajena cuando en una ejecución se remata una
cosa que se cree pertenecer al deudor y que, en realidad, es de otra perso-
na que no ha autorizado la venta? La afirmativa no es dudosa. El artículo
1815 no distingue entre las ventas voluntarias y las forzadas y como estas
últimas son también verdaderos contratos de compraventa, tenemos que

1 U RRUTIA, Explicaciones tomadas en su clase, pág. 232; RAMÍREZ, Derecho de familia (Apun-

tes de estudio), pág. 81; HUC, X, núm. 61, pág. 90.


2 Sentencia de 16 de diciembre de 1916 suscrita por los ministros señores Varas, Palma

Guzmán, Fóster Recabarren, Benavente, Zenteno Barros, Rojas y Herrera.

239
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

aceptar forzosamente que ese precepto tiene aplicación tanto en unas como
en otras.
Por otra parte el dominio de una cosa sólo puede transferirlo su pro-
pietario. El ejecutado, en este caso, no tiene el carácter de tal y como el
juez no procede a hacer la venta sino en su calidad de representante legal
del deudor, es claro que tampoco puede transferirlo, puesto que el man-
datario no puede tener más facultades que el mandante.
En consecuencia, si en una venta forzada se vende una cosa ajena, su
dueño puede reivindicarla del subastador y esa venta no le afecta en nin-
gún caso, a menos que la ratifique.
En apoyo de esta doctrina tenemos la opinión de todos los tratadistas,
la de nuestros tribunales y la de la misma ley. En efecto, el artículo 539 del
Código de Procedimiento Civil que permite al dueño de una cosa embar-
gada en una ejecución seguida contra otra persona entablar tercería de
dominio con relación a ella, deja de manifiesto que ni el embargo ni nada
privan al dueño de su derecho de dominio. Corrobora lo dicho el artículo
544 del mismo Código que exige el consentimiento del tercerista para la
venta de los bienes embargados en el caso que ese artículo señala. Final-
mente, el artículo 889 del Código Civil que establece que la acción reivin-
dicatoria es la que tiene el dueño de una cosa singular y el artículo 890 del
mismo Código que no exceptúa de las cosas reivindicables las que hayan
sido subastadas por intermedio de la justicia, demuestran en forma indis-
cutible la veracidad de la opinión antes sustentada, porque siendo la regla
general en esta materia la de que todas las cosas pueden reivindicarse,
salvo las que la ley exceptúa, es claro que si éstas no figuran entre las
exceptuadas, deben quedar comprendidas en dicha regla.
Baudry-Lacantinerie,1 Aubry et Rau,2 Guillouard3 y la Corte de Casa-
ción de Francia4 se pronuncian en idéntico sentido. La Corte de Apelacio-
nes de Santiago ha declarado que la venta de cosa ajena hecha por la
justicia no priva al dueño de ésta de sus derechos de tal para reclamarla de
quien la tenga.5 La Corte Suprema ha reconocido de un modo implícito
que hay venta de cosa ajena cuando se vende por la justicia un bien que
no pertenece al deudor.6
Hay también venta de cosa ajena en la de un bien común realizada por
un compromisario en un juicio de partición de bienes, dice la Corte de
Apelaciones de Tacna, cuando se hace sin el consentimiento de algunos
de los comuneros o sin la intervención de éstos en el juicio, en cuyo caso
los que no intervinieron pueden reclamar de esa venta por la cuota que
les corresponde.7

1 De la vente, núm. 126, pág. 124.


2 V, pág. 55.
3 I, núm. 195, pág. 221.
4 FUZIER -HERMAN, tomo 36, Vente, núms. 575 y 576, pág. 839.
5 Sentencia 387, pág. 245, Gaceta 1892, tomo I.
6 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo VI, sec. 1ª, pág. 266 (considerando 31).
7 Sentencia 3.010, pág. 1337, Gaceta 1902, tomo II.

240
DE LA COSA VENDIDA

293. Antes de terminar el estudio de la venta de cosa ajena conviene decir


algunas palabras sobre lo que al respecto establecen otras legislaciones.
El Código alemán acepta la venta de cosas ajenas siempre que sean
muebles. Con esta disposición se ha querido dar seguridad al comercio y
garantías al legítimo adquirente, según se decía en la exposición de moti-
vos de ese Código. Los artículos 929 a 934 se ocupan de esta materia y
exigen la buena fe como requisito primordial para que el adquirente sea
propietario. Hay en esto una gran modificación a las reglas generales del
Derecho, pues mientras en otros Códigos el comprador no puede adquirir
el dominio sino por prescripción o por la voluntad del dueño o por haber-
lo adquirido posteriormente el vendedor, en el Código alemán lo adquie-
re por la entrega que éste le hace, siempre que esté de buena fe.
Este Código distingue tres casos diversos al respecto: 1) Si el vendedor
y el comprador están de acuerdo sobre la transmisión de la propiedad de
una cosa mueble y el primero la entrega al segundo que está de buena fe,
aunque aquél no sea dueño de la cosa, la venta vale y el adquirente se
hace propietario de ella (arts. 929 y 932); 2) Cuando el propietario está en
posesión de la cosa y el vendedor que no es dueño la entrega al compra-
dor que está de buena fe, éste también se hace dueño (arts. 930 y 933); y
3) Si un tercero está en posesión de la cosa y el vendedor que no es pro-
pietario la vende, el comprador de buena fe será dueño desde el momen-
to en que el propietario ceda su derecho a la restitución de la cosa, o
desde que obtenga su posesión.
El Código español no habla de la venta de cosa ajena y, según sus co-
mentaristas, estas cosas no pueden ser objeto del contrato de compraventa.1
El Código que nos merece un estudio más detenido es el francés, por-
que en esta materia se aparta en absoluto del nuestro. El Código italiano
reproduce al pie de la letra sus preceptos pertinentes. Haremos una pe-
queña disertación sobre estas legislaciones que conviene conocer, a fin de
evitar errores y confusiones.

294. El artículo 1599 del Código francés a la letra dice: “La venta de cosa
ajena es nula: puede dar origen a daños y perjuicios cuando el comprador
ha ignorado que la cosa fuera ajena”. Contiene, pues, una doctrina diame-
tralmente opuesta a la nuestra. El artículo 1459 del Código italiano consig-
na esa disposición, que también consagra el argentino. Sin embargo, el
Código de Comercio italiano valida la venta de cosa ajena.
El fundamento de la regla sentada en el artículo 1599 del Código fran-
cés es muy explicable si se considera que en él el contrato de venta es un
modo de adquirir el dominio. Según este Código, vender no es obligarse a
entregar una cosa, sino transferir el dominio; vender es enajenar. Pudiendo
transferir la propiedad sólo el que es dueño, se comprende fácilmente que
quien no lo es no puede transferirla, porque nemo dat quod non habet, decían
los romanos. Por consiguiente, si al vender se transfiere el dominio, es claro
que el vendedor puede vender lo propio y no lo ajeno. Si éste no es dueño

1 ROBLES POZO , tomo II, pág. 597.

241
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

de la cosa vendida se encuentra en la imposibilidad jurídica de transferir la


propiedad de la cosa, imposibilidad que produce la nulidad de la venta.
Llegamos, así, a la conclusión que la nulidad de la venta de cosa ajena
en el Derecho francés proviene de la imposibilidad en que se encuentra el
vendedor para transferir el dominio. La prueba de este aserto nos la sumi-
nistra el hecho que cuando la venta no lo transfiere inmediatamente como
entre nosotros o cuando las partes difieren esa transferencia, como ocurre
en esa legislación cuando se venden cosas in genere o cuando así lo estipu-
lan las partes, la venta de cosa ajena vale, porque en estos casos no hay
ningún inconveniente ni imposibilidad para que el vendedor se obligue a
procurar al comprador una cosa ajena. En ellos, éste no puede llegar a ser
propietario por el solo efecto de la venta. Una estipulación cuya ejecución
y cuya celebración son lícitas es evidente que puede ser válida.
Podemos decir entonces que cuando la venta es generadora de obligacio-
nes la cosa ajena puede venderse porque nada se opone a que el vendedor se
obligue a entregar una cosa que no le pertenece. Es nula, cuando es traslaticia
de dominio, pues hay una imposibilidad jurídica para su validez, que proviene
de no poder transferirse la propiedad de una cosa que no se tiene.
De lo expuesto resulta que en la venta de cosa ajena válida la única
acción que tiene el comprador, en caso de ser turbado o molestado en su
posesión por el verdadero propietario, es la de saneamiento por evicción.
Antes de eso no tiene acción alguna contra el vendedor. Cuando esa venta
es nula, el comprador tiene, a más de esa acción que puede ejercitar en el
caso mencionado, la de nulidad que puede hacer valer en cualquier mo-
mento y aun sin ser molestado en la posesión de la cosa.
Otra consecuencia que se desprende de los principios mencionados, es
que en nuestro Derecho el comprador puede pedir únicamente la resolu-
ción del contrato de venta cuando el vendedor no cumple su obligación.
En ningún caso puede pedir su nulidad, fundada en que el vendedor no
es dueño, porque ésta no es causal de nulidad, ya que el contrato es válido
por expresa disposición de la ley.
Muy diversa es la situación en el Derecho francés. Allí la venta es nula
por la imposibilidad en que se encuentra el vendedor de entregar la cosa.
Hay un vicio que impide la formación del contrato; por lo tanto, sólo proce-
de su nulidad y no su resolución. Esta se pide cuando el contrato válido no se
cumple, pero no cuando el contrato es nulo, porque se resuelve lo que
existe y no lo que no existe. En caso de resolución, ningún vicio ha impedi-
do la ejecución del contrato que nació normalmente, como dice Baudry-
Lacantinerie, en tanto que en la venta de cosa ajena, la imposibilidad de
transferir al comprador el dominio de la cosa vendida existe desde que se
celebra el contrato, puesto que en ese momento el vendedor no era propie-
tario de la cosa, por cuyo motivo aquél no ha podido ejecutarse desde el
principio. En resumen, se resuelve lo que, pudiendo ejecutarse, no se ejecu-
ta, y se anula lo que no ha podido ejecutarse válidamente en ningún tiem-
po. Esto nos hace llegar a la conclusión que el carácter de la nulidad de la
venta de cosa ajena en el Derecho francés no emana del artículo 1184 de
ese Código, o sea de la inejecución de su obligación por una de las partes.
¿La venta de cosa ajena es nula absoluta o relativamente o es inexistente?

242
DE LA COSA VENDIDA

Algunos autores, como Marcadé y Folleville, se pronuncian por la nuli-


dad absoluta o, mejor dicho, por su inexistencia. Fundan su opinión en
que la obligación del comprador carece de causa, puesto que no puede
adquirir la cosa que es lo que constituye la causa de su obligación. Esta
doctrina conduciría a extremos que no están de acuerdo con el texto de la
ley. Tales serían, por ejemplo, que tanto el comprador como el vendedor
podrían pedir la nulidad, que el contrato no podría ratificarse y, por últi-
mo, que la acción no prescribiría por el lapso de tiempo, que es precisa-
mente todo lo contrario de lo que ocurre.
La mayoría de los autores y la jurisprudencia deciden, sin embargo,
que la venta de cosa ajena es sólo nula relativamente. Esta es la verdadera
doctrina. Hay que tener presente que la nulidad no es una pena impuesta
al que vende una cosa ajena a sabiendas, sino una medida de protección
que la ley da al comprador.
Siendo relativa la nulidad, el comprador es el único que puede pedirla.
Así lo dice expresamente el Código italiano. Por el mismo motivo, la acción
prescribe en corto tiempo, el vendedor puede renunciarla, expresa o tácita-
mente y, finalmente, el contrato puede ser ratificado, sea porque el verdade-
ro propietario da su consentimiento, sea porque el vendedor adquiere el
dominio. Eso sí que la ratificación, a diferencia de nuestro Código, produce
efectos desde el día en que se otorga. Para que se valide la venta por la
ratificación, ésta debe producirse antes que el comprador pida la nulidad,
porque aquélla importa la dación del consentimiento del dueño, que era el
requisito que faltaba para que la venta fuera válida. Si esa ratificación se
produce antes que el comprador pida la nulidad existen ambos consenti-
mientos y se forma el contrato. En cambio, si se otorga una vez pedida, el
comprador ha retirado su consentimiento y no puede haber concurso de
voluntades, lo que impide esa formación. La nulidad puede pedirse antes
de la ratificación o de la adquisición del dominio por el vendedor, porque
en estos casos ya ha desaparecido la causal que la produce.
En cuanto a los derechos del dueño de la cosa vendida, no hay ningu-
na diferencia con nuestro Código, pues tanto en uno como en otro, aquél
puede reivindicar la cosa o, en su imposibilidad, dirigirse contra el vende-
dor para que le indemnice todo perjuicio.
Por último, según el Código francés, el comprador de buena fe puede
exigir indemnización de perjuicios al vendedor. Sea que éste esté de buena
fe, sea que esté de mala fe, siempre debe perjuicios al comprador de buena
fe, en razón de su falta, en el primer caso; en razón de su delito civil en el
segundo.1

1 Véase sobre la venta de cosa ajena en el Código francés: FUZIER-HERMAN , tomo 36,

Vente, núms. 536 a 615, págs. 837 a 841; BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núms. 116 a 126,
págs. 104 a 124; AUBRY ET RAU, V, págs. 47 a 52; TROPLONG, I, núms. 230 a 244, págs. 303 a
322; HUC, X, núms. 61 a 68, págs. 89 a 99, LAURENT, 24, núms. 100 a 125, págs. 105 a 128;
GUILLOUARD, I, núms. 176 a 197, págs. 197 a 223; PLANIOL, II, núms. 1415 a 1428, págs. 474
a 478; MARCADÉ, VI, págs. 212 a 219; RAMBAUD, III, págs. 139 y 140; LACROIX , III, págs. 156
a 159; RICCI, 15, núm. 109, y 110, págs. 275 a 281.

243
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

295. Para concluir esta materia enumeraremos sucintamente las principa-


les diferencias que existen entre ambas legislaciones sobre la venta de cosa
ajena:
1) En nuestro Derecho, la venta de cosa ajena vale porque siendo este
contrato meramente productivo de obligaciones, no hay obstáculo de nin-
guna especie para que el objeto de la obligación sea una cosa perteneciente
a un tercero; en tanto que en Derecho francés es nula, porque el vendedor
se encuentra en la imposibilidad jurídica de transferir el dominio de la cosa
al comprador por no ser dueño de ella, imposibilidad que acarrea la nuli-
dad del contrato desde el primer momento. En otras palabras, esta diferen-
cia proviene de que entre nosotros, vender es contraer la obligación de
procurar una cosa al comprador, es decir, no es enajenar, mientras que en
Derecho francés, vender es enajenar, transferir el dominio;
2) En nuestro Código, el comprador de cosa ajena puede proceder
contra el vendedor cuando sea turbado o molestado en la posesión de la
cosa. En el Código francés, puede proceder contra el mismo en cualquier
momento, pidiendo la nulidad de la venta, aunque no sea molestado por
el propietario;
3) En nuestro Derecho, el vendedor puede pedir la resolución del con-
trato únicamente en caso de inejecución, sin perjuicio, naturalmente, de
la acción de saneamiento en caso de evicción; en el Código francés, en
cambio, sólo procede la acción de nulidad, sin perjuicio de la evicción.
4) Según nuestra ley, la ratificación del propietario de la cosa no valida
la venta, porque ésta es válida por sí sola; el único efecto que produce es
hacer posible la trasferencia del dominio al comprador y lo mismo ocurre
cuando el vendedor adquiere después la propiedad de la cosa. En la ley
francesa, por el contrario, la ratificación del propietario de la cosa y la
adquisición del dominio por el vendedor no sólo sirven para transferir el
dominio, sino que validan el contrato, como consecuencia de lo cual se
opera aquella trasferencia.
5) La ratificación, entre nosotros, tiene efecto retroactivo. En Derecho
francés, surte efectos desde que se otorga solamente.
6) En el Código nuestro, si el vendedor adquiere el dominio de la cosa
o el dueño ratifica la venta después de entablada la acción resolutoria del
contrato, ésta caduca y la venta se reputa cumplida morosamente. En el
Código francés, esa ratificación o esa adquisición del dominio deben ser
anteriores a la demanda de nulidad; de lo contrario, la venta no se valida.

244
CAPITULO QUINTO

DEL PRECIO

296. El tercer y último requisito esencial para la existencia tanto jurídica


como material del contrato de venta, es el precio. Digo material, porque el
precio no sólo constituye el contrato de venta en su aspecto jurídico, sino
también el acto material de cambiar una cosa por dinero. Hemos visto que
es de la esencia de este contrato que una de las partes se obligue a dar una
cosa en cambio del precio que la otra, a su vez, se obliga a pagarle. Siendo,
en consecuencia, el precio un requisito esencial de la venta, no puede
faltar y si ello ocurre, no hay contrato de compraventa, “Sine pretio nulla est
venditio”, decía Ulpiano.
“El precio es el dinero que el comprador da por la cosa vendida”, dice la parte
final del artículo 1793. Sobre él debe recaer, como dijimos, el consentimiento
de los contratantes. No es necesario para que exista el contrato de venta, que
el precio se pague o se entregue. Basta únicamente que se pacte, al igual de lo
que ocurre con la cosa. La venta es un contrato consensual y es el acuerdo de
las partes sobre la cosa y el precio y no la entrega de una y otro lo que le da
vida jurídica. Hay contrato desde que hay acuerdo de aquéllas, aunque el
precio no se pague y aunque la cosa no se entregue, en cuyo caso procedería
la acción resolutoria únicamente, pero no la de nulidad.1
La misma doctrina sustentaba Ulpiano cuando decía que no es la en-
trega del precio, sino la convención, la que perfecciona la venta.
La jurisprudencia es uniforme en este sentido. Así, la Corte Suprema
ha dicho que el pago al contado del precio no es un requisito o condición
esencial de la venta, que puede celebrarse a plazo, en cuanto a ese pago,
sin que deje por eso de surtir todos los efectos jurídicos de un contrato
consumado y perfecto.2 La Corte de Apelaciones de Valparaíso, en un fa-
llo sancionado por aquel tribunal, dice:
“Que el acuerdo de los contratantes sobre el precio de la compraventa es elemen-
to constitutivo del contrato, pero no lo es la efectividad del pago de ese precio y en tal
virtud, la misma falta de pago del precio estipulado no puede dar margen a la
nulidad o rescisión del contrato”.3

1 AUBRY ET RAU, V, pág. 18.


2 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo II, sec. 1ª, pág. 304.
3 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo V, sec. 1ª, pág. 400.

245
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

La Corte de Apelaciones de Concepción se expresa, más o menos, en


términos análogos.1
Es también indiferente, para la validez de la venta, la persona a quien
se paga el precio. Según esto, la persona que lo recibe puede no ser el
vendedor, bien entendido que ésta debe tener capacidad suficiente para
que al recibirlo exonere al comprador de su obligación, es decir, que ten-
ga facultad para recibirlo en nombre del vendedor. Esto ocurre frecuente-
mente cuando éste es deudor de otra persona, ya sea que la deuda grave o
no la cosa vendida. En esos casos, o el precio o la parte correspondiente
de éste se paga al acreedor del vendedor, o el comprador se reconoce
deudor del acreedor de aquél.

297. La omisión del precio en el contrato de venta, como se ha dicho,


acarrea la inexistencia del mismo. Según el artículo 1682 del Código Civil,
el contrato adolece de nulidad absoluta, pues se trata de la omisión de un
requisito exigido en atención a su naturaleza.
No habiendo precio o, mejor dicho, no estando de acuerdo las partes
acerca de su monto o en la manera de determinarlo, no hay venta. Luego,
ninguna de ellas puede exigir su cumplimiento.2 Varias son las sentencias
que han declarado nulos los contratos de venta por carecer de precio,
rechazando las demandas en que se exigía su cumplimiento.3

298. Se ha dicho que sin precio no hay venta. Sin embargo, hay casos en
los cuales la ley, por razones de conveniencia general, valida ciertos con-
tratos de venta, aunque no se haya pactado el precio y aunque no se haya
señalado la manera de determinarlo. Ridícula puede parecer, tal vez, esta
afirmación; pero, basta la lectura de un artículo del Código de Comercio
para convencerse de su veracidad. Es el caso del artículo 139 de dicho
Código, que dice: “No hay compraventa si los contratantes no convienen en el
precio o en la manera de determinarlo; pero si la cosa vendida es entregada, se
presumirá que las partes han aceptado el precio corriente que tenga en el día y lugar
en que se hubiere celebrado el contrato. Habiendo diversidad de precios en el mismo
día y lugar, el comprador deberá pagar el precio medio”.
La modificación a las reglas del Código Civil es notable, puesto que,
según ese artículo, hay venta, a pesar de no haberse fijado el precio, siem-
pre que se entregue la cosa vendida. Es la entrega de la cosa la que perfec-
ciona la venta en este caso, pues esa entrega determina el precio, que es el
requisito que faltaba para su existencia. Si no hay precio no hay venta;
pero, al entregarse la cosa se presume que los contratantes convinieron
tácitamente en aceptar como precio el corriente del día en que aquél se

1 Sentencia 266, pág. 455, Gaceta 1906, tomo I.


2 LAURENT, tomo 24, núm. 66, pág. 76; BÉDARRIDE, núm. 42, pág. 70; TROPLONG, I, núm.
146, pág. 191; POTHIER, III, núm. 16, pág. 9.
3 Sentencia 321, pág. 204, Gaceta 1880; sentencia 3.544, pág. 2003, Gaceta 1883; sen-

tencia 2.465, pág. 1478, Gaceta 1885, sentencia 673, pág. 386, Gaceta 1887, tomo I; senten-
cia 2.645, pág. 26, Gaceta 1890, tomo II.

246
DEL PRECIO

celebró. Esta disposición sólo se aplica a la venta comercial y no a la venta


civil, que en esta hipótesis no sería válida, ni aunque se entregara la cosa.
Excusado creemos manifestar que si en ese día y lugar la cosa no tiene
ningún precio corriente, no hay contrato.
Debe dejarse establecido, sin embargo, que éste no es el caso de la
aceptación tácita del precio por parte del comprador de que hablamos
anteriormente.1 Hay aceptación tácita cuando el comprador toma un obje-
to o mercadería que tiene un precio fijado en etiqueta o pide alguna otra
cuyo precio figura en un aviso o catálogo. Allí, al tomar la cosa o al pedir-
la, acepta tácitamente el precio y, en consecuencia, ha habido acuerdo de
voluntades sobre éste que estaba fijado antes del contrato. El artículo 139
del Código de Comercio se coloca en el caso que no haya estipulación al
respecto, ni expresa ni tácita, ni que haya tampoco un precio fijado por el
vendedor. Es menester que los contratantes no convengan sobre el precio,
que no aludan a él, para que la entrega haga presumir el precio corriente
del día y lugar en que se celebró el contrato.
Así, por ejemplo, si compro y recibo varias partidas de mercaderías
que no tienen un precio fijado de antemano y sobre el cual tampoco con-
venimos, según los principios generales, la venta debería estimarse inexis-
tente; pero, a fin de facilitar los negocios mercantiles, la ley presume que
por el hecho de la entrega las partes han aceptado el precio corriente ya
indicado. Y debe tenerse presente que el precio corriente no es el del día
de la entrega, sino el del día de la celebración del contrato.
Si el vendedor hubiera fijado de antemano un precio o lo hubiera
hecho saber al comprador, no sería el caso del artículo 139, sino el de
aceptación tácita, y el precio de venta no sería el corriente, sino el fijado
por el vendedor y aceptado por el comprador.

299. ¿Puede el comprador exigir la entrega de una cosa cuando en una


venta mercantil no se ha fijado el precio? El caso se presentó ante nuestros
Tribunales y fue resuelto negativamente por la Corte de Apelaciones de
Santiago. Un comerciante demandó a otro exigiéndole la entrega de dos
mil cajones. De los autos resultó que el precio no se había señalado defini-
tivamente por los contratantes, pues no se pusieron de acuerdo al respec-
to. La Corte mencionada, confirmando la sentencia de primera instancia,
rechazó la demanda, es decir, declaró que no procedía la entrega de los
dos mil cajones, porque no se había convenido en el precio.2
La Corte sentó, a mi juicio, la verdadera doctrina, porque si no hay
precio, no hay venta y no puede exigirse el cumplimiento de un contrato
inexistente.
El artículo 139 del Código de Comercio tiene un alcance muy diverso.
Según él, la entrega de la cosa suple el silencio de las partes sobre el precio.
Pero, para ello es menester que la cosa se entregue voluntariamente. Antes de

1 Véase núm. 153, pág. 162.


2 Sentencia 3.544, pág. 2003, Gaceta 1883.

247
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

la entrega no hay contrato por falta de precio, y no habiendo contrato no


puede exigirse su cumplimiento. Ese artículo no autoriza al comprador para
exigir la entrega de la cosa sino que valida un contrato nulo, pero que las
partes ejecutan voluntariamente. Esa entrega importa una ratificación tácita
del contrato, si así pudiéramos decir, y toda ratificación supone la voluntad
del que la hace; luego no puede ser tal la ejecución forzada del mismo. Es la
entrega de la cosa la que da vida a la venta, la que crea y fija el precio; sin ella
este elemento no existe y mal puede entonces existir aquélla. Y como solo los
contratos legalmente celebrados dan acción para exigir su cumplimiento, es
evidente que una venta que carece de precio no puede dar ninguna.

300. ¿Es válido el contrato de venta solemne cuando en la escritura públi-


ca no se menciona el precio, limitándose el vendedor a darse por recibido
del mismo? La Corte de Apelaciones de La Serena se ha pronunciado por
la negativa, fundada en que la compraventa es un contrato en que una de
las partes se obliga a dar una cosa y la otra a pagarla en dinero; que el
precio, que es el dinero que el comprador da por la cosa, debe ser deter-
minado por los contratantes, y que, habiéndose omitido esa determina-
ción, la venta es nula absolutamente por faltar al contrato un requisito
exigido en atención a su naturaleza.1
La Corte de Apelaciones de Santiago, por el contrario, ha resuelto la
afirmativa, basada en que la circunstancia de haberse omitido la enumera-
ción del precio en la escritura no es por sí sola un antecedente que baste
para establecer que ese valor no fue determinado previamente por las par-
tes, con mayor razón todavía, cuando éstas declaran que el precio no sólo
fue convenido, sino recibido en dinero.2
Esta sentencia fue acordada con los votos en contra de los ministros
Saavedra y Riesco, que opinaron por la nulidad de la venta. Dice así el
voto disidente:
“Que atendidos los términos de la escritura pública de 19 de noviembre de 1885,
corriente a fs. 7 por la cual los demandantes cedieron al demandado ‘por valor
convenido y recibido en dinero los derechos hereditarios de que se trata’, debe
establecerse que las partes tuvieron el ánimo de celebrar un contrato de venta en
la forma que lo define el artículo 1793 del Código Civil; 2º. Que requiriendo en
este caso el inciso 2 del artículo 1801 del Código citado para la perfección del
contrato, el otorgamiento de escritura pública, han debido constar de dicha escri-
tura todas las circunstancias que lo constituyen, puesto que según el artículo 1701,
la falta de este instrumento no puede suplirse por otra prueba en los contratos en
que la ley requiere esa solemnidad; 3º. Que el inciso 1º del citado artículo 1801
determina que la venta se reputa perfecta desde que las partes están contenidas
en la cosa y en el precio y los artículos 1808 y 1809 prescriben que el precio debe
ser determinado por los contratantes, pudiendo hacerse la determinación por cua-
lesquiera medios o indicaciones que lo fijen o dejarse al arbitrio de un tercero;
por lo cual este precio determinado ha debido constar de la misma escritura pú-
blica para la perfección de la venta en el caso actual; 4º. Que de otro modo no se

1 Sentencia 673, pág. 386, Gaceta 1887, tomo I.


2 Sentencia 1.572, pág. 6, Gaceta 1894, tomo II.

248
DEL PRECIO

llenarían los fines de la ley y se autorizaría de un modo indirecto la renuncia de


derechos que la ley no permite renunciar en el contrato mismo, como sucedería
con la lesión enorme en los casos en que proceda, y que es irrenunciable según
artículo 1892, puesto que no constando de la escritura el verdadero precio y no
pudiendo suplirse por otro medio esta omisión, no existiría base para el ejercicio
de la acción; 5º. Que dada la forma en que se consigna en el mencionado contra-
to el convenio relativo al precio, falta en realidad la determinación exigida por la
ley y el referido contrato no ha llegado a tener existencia legal ni ha podido servir
de título para la tradición de la cosa”.
Creemos que ésta es la verdadera doctrina sobre la materia. En efecto,
la ley, al exigir que la venta se otorgue por escritura pública, ha querido
que el consentimiento de las partes sobre la cosa y sobre el precio no dé
nacimiento a este contrato, sino cuando se manifieste por medio de esa
solemnidad, y como es de la esencia de la venta que haya una cosa y un
precio, es evidente que solo se cumple la exigencia legal, haciendo constar
una y otro en la escritura pública. Lo que persigue la ley es que tanto la
cosa como el precio se indiquen en la escritura misma; de otro modo no
hay venta, pues faltaría la indicación de uno de esos elementos en el ins-
trumento constitutivo del contrato.
Por otra parte, del espíritu de las diversas disposiciones legales que
rigen esta materia, se desprende que el precio debe estar muy bien deter-
minado para que haya venta; de manera que cualquiera indeterminación
al respecto la vicia de nulidad. ¿Puede decirse que hay determinación en
un precio que no se señala ni se menciona en el contrato? Excusada nos
parece la respuesta; y no comprendemos cómo esa Corte pudo haber di-
cho que la omisión del precio en la escritura no era, por sí sola, un antece-
dente que sirviera para justificar su falta de determinación. Esta no es
razón, ni es tampoco argumento que sirva para apoyar una opinión, de
ahí que esa sentencia no tenga valor de ninguna especie, ni pueda invo-
cársela como sostenedora de alguna doctrina al respecto. Por lo demás, la
razón que los ministros disidentes dan en el considerando 4º de su voto
me parece de gran peso y bastaría por sí sola para demostrar la exactitud
de la opinión que venimos sosteniendo.

301. El precio constituye el objeto de la obligación del comprador y es, a


la vez, la causa de la obligación del vendedor. Este vende para llegar a
obtener el precio que debe pagarle aquél. De aquí que el precio, como
todo objeto de obligación, debe reunir ciertos requisitos tendientes a ha-
cer de él un elemento determinante de la existencia del contrato.
Las cualidades o requisitos que debe tener el precio para desempeñar
el papel que le corresponde en la compraventa son tres: 1) consistir en
dinero; 2) ser real; 3) ser determinado o determinable.1
Estos tres elementos son los que caracterizan el precio en la compra-
venta y son indispensables para la existencia misma del contrato, porque
la omisión de uno de ellos acarrea la ausencia del precio y, por consi-
1BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 127, pág. 124; LAURENT, 24, núm. 67, pág. 77;
HUC, X, núm. 34, pág. 54; TROPLONG, I, núm. 146, pág. 191.

249
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

guiente, la inexistencia de aquél. Durante mucho tiempo se ha hecho figu-


rar como requisito del precio, el que sea justo; pero, como vamos a verlo,
él no es necesario para la existencia del contrato de venta, que tiene vida
jurídica y produce sus efectos aunque el precio no sea justo.
Estos tres requisitos que hemos señalado los determinaba el Derecho
Romano y están actualmente aceptados por la totalidad de los Códigos mo-
dernos, aun cuando algunos no los exigen todos expresamente. Así, por
ejemplo, ni el Código francés, ni el italiano, ni el alemán dicen que el pre-
cio debe consistir en dinero, como lo hacen el nuestro y el español. Ningu-
no de esos Códigos, incluso el nuestro, exigen que el precio sea real o efectivo,
es decir, que no sea simulado. Este requisito se desprende de la naturaleza
misma del precio. Pero todos los Códigos establecen que el precio debe ser
determinado y aun dan reglas especiales para determinarlo.

302. Primera cualidad: El precio debe consistir en dinero. Nuestro Código defi-
ne el precio diciendo que es el dinero que el comprador da por la cosa
vendida. Según esto, el precio, para ser tal, debe consistir en dinero, o sea,
en moneda corriente, en aquellos signos o medidas que representan el
valor, ya que éste es el sentido natural y obvio de la expresión “dinero”. Es
precisamente esta cualidad o requisito del precio lo que caracteriza el con-
trato de venta, de tal modo que si aquél no consiste en dinero, no hay
venta, sino permuta u otro contrato. La esencia misma de la venta exige el
cambio de una cosa por dinero pues es la única manera de saber quién es
el comprador, quién el vendedor, cuál la cosa vendida y cuál el precio.
En efecto, si cambio una cosa por otra, no se sabe si vendo o si com-
pro, o si hago ambas operaciones a la vez y no se sabe si el objeto que
entrego es la cosa o el precio. Es necesario determinar bien la naturaleza
de la compraventa y distinguirla de la permuta, pues aunque económica-
mente sea idéntico cambiar cosas por cosas o cosas por dinero, jurídica-
mente no es lo mismo, porque las reglas que rigen la entrega del dinero y
la entrega de las cosas son diversas, a causa de la naturaleza de uno y otras.
Entre los romanos se suscitó una ardua cuestión relativa a saber si solo
el cambio de una cosa por dinero constituía compraventa. Los sabinianos
sostenían que el precio podía consistir en una toga, en un esclavo, etc., y
para ello se fundaban en ciertos versos de Homero en que se hablaba de
ventas de una cosa por otra. En realidad, el poeta griego confundía los
conceptos de comprar y cambiar. Este no era precisamente el fundamento
principal de los sabinianos, sino una de las pruebas que aducían en pro de
su doctrina, con la que perseguían dar al contrato de permuta las acciones
que el derecho civil concedía a la venta.1 Los proculeyanos, en cambio,
sostenían la doctrina opuesta, o sea que hay venta únicamente cuando se
cambia una cosa por dinero y, en caso contrario, el contrato es permuta.
Justiniano terminó la cuestión diciendo que “Item pretium in numerata pecu-
nia consistere debe”. Esta regla es la de los Códigos modernos.

1 ORTOLAN, II, pág. 333.

250
DEL PRECIO

Sin embargo, algunos autores como Marcadé inspirados tal vez en las doc-
trinas sabinianas, creen que hay venta cuando se cambia una cosa por otra
que es fácilmente apreciable en dinero, o que tiene un precio corriente y
vulgar y que en tal caso se determina el papel que asume cada parte por la
naturaleza de las cosas que da. Así, por ejemplo, si vendo una cosa por cierta
cantidad de sacos de trigo hay venta y no permuta, porque el trigo tiene un
precio determinado de antemano y aun cuando no es dinero, puede reducir-
se a tal en breve tiempo. El fundamento de esta doctrina consiste, como dice
el autor citado, “en ver si la cosa que se quiere mirar como precio es de tal
naturaleza que pueda jugar este rol y representar una cantidad de dinero con
relación a la cosa que se cede en cambio”.1 Pero ella es fácilmente refutable.
En efecto, si ambas cosas que se cambian son susceptibles de representar una
cantidad de dinero, ¿hay venta o no? Dentro de la doctrina indicada no po-
dría haberla, porque entonces las dos son de idéntica naturaleza y desempe-
ñan el mismo papel. Pero, si así sucede, dice Marcadé, es la intención de las
partes la que determina qué cosa es el precio y cuál la cosa vendida. La res-
puesta no satisface, porque no es posible que la determinación jurídica y la
calificación de un contrato que tiene reglas fijas y especiales que lo caracteri-
zan y diferencian de otro quede sujeta a la intención de las partes.
Los autores más modernos combaten, con razón, esta doctrina y, entre
ellos, Baudry-Lacantinerie dice categóricamente que “aun en ese caso el
contrato, a pesar de la calificación de venta que las partes le hayan dado,
es permuta; pues de otro modo sería necesario decir que siempre que una
cosa se cambia por otra cosa avaluable en dinero el contrato es venta, de
donde resultaría que una permuta sería venta siempre que uno de los
objetos cambiados se avaluara”.2
Y Guillouard agrega: “Esta condición de que el precio consista en dine-
ro, constituye una condición esencial del contrato de venta que no depen-
de de las partes modificarla dando al contrato, por ejemplo, la calificación
formal de venta cuando una cosa se da en cambio de otra. Los contratos
deben ser apreciados, no según la calificación que las partes quieran dar-
les, sino según los elementos que los constituyen realmente”.3 Y más ade-
lante este autor refuta con mayor energía aún la doctrina de Marcadé,4
que tampoco aceptan Huc,5 Laurent,6 Aubry et Rau,7 Troplong,8 Bédarri-
de,9 Pothier,10 Ricci11 y Manresa.12

1 VI, pág. 183.


2 De la vente, núm. 127, pág. 125.
3 I, núm. 92, pág. 111.
4 Idem.
5 X, núm. 34, pág. 54.
6 Tomo 24, núm. 68, pág. 77.
7 V, pág. 13.
8 I, núm. 147, pág. 191.
9 Núm. 46, pág. 74.
10 III, núm. 30, pág. 13.
11 Tomo 15, núm. 111, pág. 283.
12 X, pág. 55.

251
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Con la doctrina de Marcadé se suprimiría la diferencia que existe en-


tre la permuta y la venta, diferencia que precisamente estriba en que en la
primera se cambia una cosa por otra y en la segunda, una cosa por dinero.
Es el dinero lo que caracteriza la venta y si no interviene en el contrato, es
decir, si el precio no consiste en dinero sino en otra cosa cualquiera, no
hay venta, sino permuta.
Dentro del espíritu y de los términos de nuestra ley, basta el hecho que
en el contrato no intervengan dinero sino otra cosa como precio aunque
sean bienes fácilmente convertibles en dinero, como acciones, trigo, ceba-
da, etc., para que sea permuta y no venta.
La distinción, un poco sutil de Marcadé, es por eso inaceptable en
nuestra legislación y no vacilamos en creer que cuando se vende una cosa
por otra, aunque la que sirve de precio sea fácilmente reductible a dinero,
hay siempre permuta. Sólo hay compraventa cuando lo que se da por la
cosa es dinero.

303. Fundamos esta opinión en el artículo 1794 del Código Civil que de-
termina, con toda precisión, cuándo hay venta y cuándo permuta. Dice
ese artículo: “Cuando el precio consiste parte en dinero y parte en otra cosa, se
entenderá permuta si la cosa vale más que el dinero y venta en el caso contrario”.
Aquí nos manifiesta claramente la ley que es el cambio de una cosa
por dinero lo que caracteriza la compraventa; de tal manera que el contra-
to es permuta cuando ese dinero es sólo un accesorio de la cosa que se da
como precio, si así pudiera decirse.
No es necesario, según él, que todo el precio consista en dinero. Pue-
de consistir en otra cosa a más del dinero, sea en un hecho, sea en otra
prestación; pero siempre el dinero debe valer lo mismo o más que la cosa
que se da como precio para que haya venta.1 Si vale menos, hay permuta.
Pothier profesaba también la doctrina del artículo 1794 y decía: “Sin
embargo, si a más de la suma de dinero convenida por el precio, el com-
prador se obligara a dar o a hacer otra cosa, como suplemento del precio,
el contrato no dejaría por eso de ser compraventa”.2 El mismo principio
establecieron los romanos.
El artículo 1445 del Código español consigna la regla del nuestro, con
la limitación que ante todo debe atenderse a la intención de las partes:
sólo en caso de duda se aplicará la regla indicada.
Quede bien entendido que, entre nosotros, si la cosa que forma el
precio vale tanto como el dinero hay venta y no debe atenderse a la inten-
ción de las partes, como pudiera creerse, a falta de disposición expresa de
la ley. En realidad, el artículo 1794 no se coloca claramente en este caso,
pero su sola lectura permite descubrir la opinión que venimos sostenien-
do porque dice que “hay permuta si la cosa vale más que el dinero y venta en
caso contrario”. En consecuencia, hay permuta si la cosa vale más, es decir, si
su valor sobrepasa al valor del dinero.
1 TROPLONG, I, núm. 147, pág. 192.
2 III, núm. 30, pág. 13.

252
DEL PRECIO

Si la ley hubiera dicho: “si la cosa vale tanto o más que el dinero hay
permuta”, la solución habría sido distinta; pero, los términos que empleó
dan a entender que hay permuta únicamente cuando la cosa vale más, por
poco que sea, pero que sobrepase a aquél. Veamos un ejemplo: vendo un
caballo por cierto precio en dinero y el resto en un reloj. Si el dinero son
$ 100 y el reloj vale $ 20, dado caso que el precio total sean $ 120, hay
venta. Si el reloj vale $ 100 y el dinero $ 20, hay permuta. Si el dinero vale
$ 60 y el reloj $ 60 también, hay venta, porque la ley exige que la cosa
valga más que el dinero, como sería si aquél importara $ 61 por ejemplo.
Pero, si ambos valen $ 60, el reloj no vale más y, por lo tanto, hay venta y
no permuta, según los términos del artículo 1794.

304. Aun cuando es indispensable que el precio consista en dinero para


que haya venta, porque de lo contrario el contrato sería permuta, no obsta a
ello que el precio pactado en dinero se pague después en otra cosa. Así, por
ejemplo, si vendo mi casa en diez mil pesos y después convengo con el
comprador que me dé en pago una de sus propiedades, hay siempre venta.
La razón es obvia, porque para determinar si el contrato es venta o
permuta se atiende a la manera como se fijó el precio al tiempo de su
celebración y aquí lo fue en dinero. El contrato existió como venta desde
su nacimiento. Su naturaleza no puede modificarse por un hecho poste-
rior. Las partes convinieron con relación al precio de diez mil pesos, con
relación a él dieron su consentimiento; de modo que hubo concurso de
voluntades sobre la cosa y el precio, lo que dio origen al contrato. Poco
importa que esas obligaciones no se cumplan, que se modifiquen o que se
cumplan en forma diversa, porque el contrato, una vez formado legalmen-
te, no puede transformarse en otro, ya que siempre deberá cumplirse,
voluntaria o forzadamente, con arreglo a las reglas que lo rigen.
Si se cambia la obligación del comprador de pagar el precio en dinero
por la de pagarlo en otra cosa, no se varía el contrato, porque, al tiempo
de formarse éste, se fijó el precio. El hecho que posteriormente las partes
modifiquen la forma en que el comprador debe cumplir su obligación, es
algo que no afecta a la naturaleza de aquél y solo importa, como dice
Ricci, una novación de la obligación del comprador. Querría decir lisa y
llanamente que en este caso hay una dación en pago de la cosa que se da
como precio; pero, de ninguna manera permuta, porque, para ello, es
menester que al tiempo de contratar las partes hubieran convenido en el
cambio de ambas cosas.1
La cosa que puede darse en pago en lugar del precio, en virtud de un
pacto posterior de los contratantes, puede consistir, naturalmente, en un
hecho, en dar alguna cosa, en una renta vitalicia, etc. Es indiferente, pues
siempre el contrato es venta.

1 P OTHIER, III, núm. 30, pág. 13; FUZIER -HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 638, pág. 842;

SERAFINI, tomo II; pág. 140; MARCADÉ, tomo VI, pág. 184; BÉDARRIDE, núm. 48, pág. 76; RICCI,
tomo 15, núm. 111, pág. 284; TROPLONG, tomo I, núm. 177, pág. 191.

253
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

305. Tampoco se modifica la naturaleza del contrato de venta cuando en


el mismo contrato se da al comprador la facultad de pagar en otra cosa
que no sea dinero, siendo bien entendido que el precio debe fijarse en
dinero, pues de lo contrario habría permuta. Dice Marcadé al respecto:
“Es igualmente indiferente que la venta hecha mediante tal precio vaya
acompañada de la facultad para el comprador de entregar un inmueble,
puesto que el inmueble sería sólo in facultate solutionis, y la suma de dinero
sería el único objeto directo del contrato”.1
No hay aquí ninguna innovación a las reglas generales. El objeto del
contrato fue el precio, y el inmueble no es sino uno de los medios que
tiene el comprador para cumplir su obligación.
Entre este caso y aquel en que las partes convienen con posterioridad
al contrato que el comprador pague con una cosa, no hay sino una dife-
rencia de tiempo. En el que ahora estudiamos la facultad se confiere en el
contrato; en el anterior, la facultad se confería después. Veamos esta dife-
rencia en el ejemplo propuesto más arriba: si yo vendo a X mi casa en diez
mil pesos y se estipula que el comprador puede pagar ese precio en trigo,
hay venta y no permuta, porque el precio son diez mil pesos y el trigo es
una facultad que se da a aquél a fin de aliviarlo de su obligación.2

306. En cambio, si vendo mi casa en diez mil pesos o en mil sacos de


trigo, el precio es alternativo y el comprador se desligará de su obligación
entregando uno u otro; en el primer caso hay venta y permuta en el se-
gundo. La naturaleza del contrato vendrá a determinarse aquí una vez que
se pague el precio, porque siendo éste alternativo de dos objetos no se
sabe cuál se dará en pago, y de ello depende su calificación.
La diferencia que hay entre este caso y aquél en que la entrega de
una cosa en lugar del precio es facultativa es muy marcada y proviene de
la naturaleza de la obligación del comprador que en el primero es facul-
tativa y en el segundo alternativa. Cuando el precio se fija únicamente
en dinero facultándose al comprador para que lo pague con otra cosa, el
vendedor puede exigir el precio en dinero, pero no la especie; solamen-
te si el comprador quiere pagará con la especie. En cambio, cuando el
precio es alternativo, el vendedor no puede exigir una cosa determinada
sino el pago del precio y el comprador pagará con cualquiera de ellas, a
menos que la elección sea del vendedor (artículos 1499, 1500, 1501, 1505
y 1506).

307. Se ha dicho que, por regla general, el precio debe consistir en dine-
ro. Sin embargo, hay ciertas prestaciones que pueden también reempla-
zarlo y en ello están de acuerdo todos los tratadistas. Estas prestaciones
que desempeñan el papel de precio en la compraventa son las rentas per-

1 Tomo VI, pág. 184.


2 PARDESSUS, tomo I, núm. 273, pág. 188; DOMAT, Lois civiles, tomo I, Du contrat de vente,
título II, sección V, núm. 2, pág. 169.

254
DEL PRECIO

petuas y vitalicias.1 Como fundamento de esta opinión se dice que en am-


bos casos hay dinero, que es lo que caracteriza la venta, sin otra diferencia
que en la venta pura y simple aquél se paga de una vez, en tanto que en la
venta cuyo precio consiste en una renta, el dinero no se paga de una vez
sino que sirve de capital para proporcionar una entrada.
Otros autores, como Manresa, sostienen que aquí no hay venta, sino
un contrato innominado semejante a la venta.2 En realidad, no se ve la
razón que asiste a ese autor para desconocer a este contrato el carácter de
venta, pues siempre el precio consiste en dinero con la única diferencia
que se paga en una forma especial.
Este precio estipulado en renta puede fijarse de dos maneras: o bien la
renta se fija como precio directo en el mismo contrato, en cuyo caso ella
es el precio, o bien se fija como precio cierta cantidad de dinero que el
vendedor entrega inmediatamente al comprador para que constituya un
capital que produzca una renta anual a favor del primero. Así, por ejem-
plo, la renta es único precio cuando vendo mi casa y se estipula como
precio una renta anual de diez mil pesos durante toda mi vida. En cambio,
la renta no es sino la transformación del precio cuando vendo mi casa en
cien mil pesos y se los entrego después al comprador para que me consti-
tuya una renta anual de diez mil pesos.
Los efectos en cuanto a la liberación de la obligación del comprador
son diversos, dice Baudry-Lacantinerie, según sea la forma como se haya
constituido la renta. “Si el comprador quiere liberarse de la renta por el
pago del capital y ésta fue el precio mismo, debe pagar una cantidad tal
que, colocada al interés legal, produzca uno equivalente a la pensión anual
de la renta; si el precio se fijó en dinero y después se convirtió en renta
debe, cualquiera que sea la pensión de la renta, reembolsar el capital mis-
mo que se ha estipulado como precio y que se abandonó para la constitu-
ción de la renta, salvo convención en contrario.”3
La Corte de Apelaciones de Santiago ha reconocido también, en dos
ocasiones, la validez de un contrato de venta cuyo precio consistía en una
renta vitalicia.4

308. Mucho se ha discutido en Francia si el precio puede consistir en la


obligación de alimentar y mantener al vendedor durante su vida y las opi-
niones son diversas al respecto. Las Cortes de Agen y de Burdeos han
opinado por la afirmativa y, algunos autores, como Troplong,5 profesan

1 B AUDRY -LACANTINERIE, De la vente, núm. 128 I, pág. 126; LAURENT , tomo 24, núm. 69,

pág. 78; G UILLOUARD, I, núm. 94, pág. 113; HUC, X, núm. 34, pág. 54; AUBRY ET RAU, V,
pág. 13; MARCADÉ, VI, pág. 183, FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 644, pág. 842.
2 X, pág. 36.
3 De la vente, núm. 128 I, pág. 127.
4 Sentencia 1.584, pág. 1286, Gaceta 1899, tomo II; sentencia 1.313, pág. 668, Gaceta

1877.
5 I, núm. 148, pág. 192.

255
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

igual doctrina. Sin embargo, la mayoría de los tratadistas rebaten ese modo
de pensar y sostienen que no hay venta, porque el comprador ha contraí-
do una obligación de hacer y no la de pagar cierta cantidad de dinero,
como es la que emana del contrato de venta. Por lo demás, la discusión es
meramente teórica, porque sea venta o contrato innominado, como sostie-
ne Baudry-Lacantinerie, será válido siempre que esté legalmente celebra-
do y podrá exigirse su cumplimiento. En realidad, dentro de los principios
antes expuestos, aquí no hay venta ya que en ésta no puede faltar el precio
en dinero al tiempo del contrato. Este es un contrato innominado que
participa de los caracteres de la venta, sin ser propiamente tal.1

309. Cabe preguntar si cuando en el contrato se pacta directamente el


precio en acciones hay venta o permuta. Aun cuando esos efectos repre-
sentan un valor en dinero, como ocurre en general con todas las cosas, no
lo son en sí mismas. No tienen ese carácter, ya que el dinero son las mone-
das. Además, las acciones pueden valer mucho o nada. Representan única-
mente un valor que puede o que no puede existir; son el medio de poder
obtener dinero, pero no son el dinero mismo. Creemos, por eso, que una
venta cuyo precio se pacta en acciones no es venta, sino permuta. Llegado
el caso de restituir lo entregado a consecuencia de la resolución o nulidad
del contrato, se devolverían las acciones y no su valor, a menos que el
precio se pactara en dinero y se conviniera pagarlo en acciones o se otor-
gara al comprador la facultad de pagarlo en éstas. De ser así, el precio
sería la suma estipulada y las acciones el medio de pagarlo. Pero siendo el
precio mismo no una suma de dinero sino las acciones, hay permuta y no
venta. Así, si vendo mi caballo en cinco acciones de la “Sociedad Minera
Oruro” hay permuta y no venta. En cambio, si lo vendo en $ 500 y conven-
go después con el vendedor en que me pague esos quinientos pesos con
cien pesos en dinero y con cuatro acciones que valen cien pesos cada una,
por ejemplo, hay venta, porque el precio se pactó en dinero y las acciones
fueron el medio de pagarlo.
Lo mismo ocurre si vendo mi caballo en quinientos pesos y al señalar
la forma de pago se dice que el precio se pagará con cien pesos en dinero
y con cuatro acciones de cien pesos cada una, porque en este caso se ha
asignado un valor a las acciones, valor que representa el precio en que se
vende la cosa. Según esto, puede decirse que hay venta cuando se señala el
precio en el contrato y las acciones son solamente un medio de liberar al
comprador; y hay permuta, cuando no se fija precio alguno ni se asigna un
valor a las acciones y éstas se dan como un objeto cualquiera.

310. Cuando el precio consiste en la cesión de un crédito nominativo hay


venta y no permuta, porque el crédito no es, en realidad, sino la representa-

1 BAUDRY-L ACANTINERIE, De la vente, núm. 128 I, pág. 126; LAURENT , tomo 24, núm. 70,

pág. 78; GUILLOUARD, I, núm. 95, pág. 115; HUC, X, núm. 34, pág. 54; AUBRY ET RAU, V,
pág. 13, nota 23.

256
DEL PRECIO

ción del precio mismo que se paga en una forma especial. Hay aquí, en bue-
nas cuentas, dos contratos, venta y cesión de derechos. Igualmente, si el pre-
cio se fija en letras de cambio o en bonos hay venta, porque estos valores son
representativos de la moneda. En el mismo sentido se pronuncia Bédarride.1

311. Segunda cualidad: El precio debe ser real. Que el precio sea real quiere decir
que exista realmente, que haya una cantidad de dinero que se pague como
precio. Este requisito es el que los autores franceses denominan precio serio y
con ello quieren manifestar que haya un precio que corresponda en parte,
siquiera, al valor de la cosa, un precio que se pacte con intención de exigirse.
El precio no es serio cuando es simulado o ficticio y cuando es irrisorio.
Si el precio no es real o serio, la venta es inexistente por carecer de
precio y “sine pretio nulla est venditio”. Habrá cualquier otro acto, una dona-
ción tal vez, pero no venta.
“El precio debe ser serio y pactado con la intención de exigirse, dice
Pothier. Por esto, si una persona me vende una casa por cierta suma que
me la condona en el contrato, no hay venta, sino donación.”2 Los autores
están unánimemente de acuerdo con Pothier sobre el particular.3

312. La seriedad o realidad del precio, dice Ricci, debe existir con rela-
ción a la voluntad de las partes y con relación a la cosa de la cual es la
equivalencia.
Con relación a la voluntad de las partes el precio debe ser serio o real en
el sentido que haya realmente intención de pagarse por el comprador y de
exigirse por el vendedor. En otras palabras, esto significa que el precio no
debe ser simulado ni ficticio. Es precio simulado aquel que se pacta sin inten-
ción de hacerse efectivo, sin intención de exigirse por el vendedor.4 Así, por
ejemplo, es precio ficticio aquel que el vendedor condona en el mismo con-
trato; aquí el precio existe aparentemente pero no con la intención de co-
brarse. Diverso es el caso en que el precio sea condonado con posterioridad
al contrato, pues entonces existió y si desaparece es por un hecho posterior
que no altera en nada la existencia de la venta, que vivió desde el primer
momento, desde que el vendedor al contratar tuvo la intención de exigirlo.5

1 Núm. 45, pág. 73.


2 III, núm. 18, pág. 9.
3 TROPLONG, I, núm. 149, pág. 192; HUC, X, núm. 34, pág. 55; AUBRY ET R AU, V, pág. 14;

GUILLOUARD, I, núm. 95 I, pág. 114; LAURENT, tomo 24, núm. 80, pág. 89; Baudry-LACANTI-
NERIE , ibid, núm. 129, pág. 127; RICCI, 15, núm. 111, pág. 282; FUZIER -HERMAN, tomo 36,
Vente, núm. 660, pág. 843.
4 RICCI, 15, núm. 111, pág. 282; B AUDRY-L ACANTINERIE, ibid, núm. 129, pág. 127; P LA-

NIOL, II, núm. 1379, pág. 466; P OTHIER, III, núm. 18, pág. 9; L AURENT, 24, núm. 80, pág. 89;
TROPLONG, I, núm. 149, pág. 192; G UILLOUARD, I, núm. 95 I, pág. 114; AUBRY ET RAU, V,
pág. 15; HUC, X, núm. 34, pág. 55; FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 659, pág. 843; MAR-
CADÉ, VI, pág. 186.
5 P OTHIER, III, núm. 18, pág. 9; MANRESA, X, pág. 39; B AUDRY-L ACANTINERIE, ibid, núm.

129, pág. 127; FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 659, pág. 843.

257
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Determinar si el precio es o no simulado es cuestión de hecho que


deben decidir los jueces de la causa. Los autores están de acuerdo en que
no debe presumirse que el precio es simulado, esto es que el vendedor no
tiene la intención de exigirlo, por el solo hecho de ser insolvente el com-
prador al tiempo del contrato, porque, como dice Huc, el vendedor pue-
de haber tenido confianza en las circunstancias que determinan su crédito
personal.1
Esta circunstancia puede servir para establecer el hecho de la simulación
del precio siempre que se pruebe o se presuma, en forma legal, por otros
antecedentes del juicio que el vendedor no ha tenido la intención de exigir-
lo; pero por sí sola no basta para declarar que el precio es simulado.
La misma doctrina ha sido sustentada por la Corte de Casación de
Francia.
Ella ha sido establecida también por nuestra Exma. Corte Suprema
en una sentencia dictada en un caso semejante al anteriormente expues-
to. Se inició un proceso criminal contra unas personas que, según decía
el querellante, habían celebrado un contrato de venta simulado a fin de
burlar sus derechos de acreedor. Uno de los argumentos aducidos por
éste consistía en “que la compradora de estas propiedades por su situa-
ción y antecedentes, no había podido celebrar aquel contrato”, o sea que
la compradora carecía al tiempo de la venta de los medios necesarios o
suficientes para que hubiera podido cumplir su obligación de pagar el
precio al contado, lo que hacía presumir que éste era ficticio o simulado,
puesto que el vendedor no tuvo la intención de exigirlo. La Corte de
Talca no dio lugar a la querella. Recurrida en grado de casación en el
fondo esa sentencia la Corte Suprema desechó el recurso considerando
entre otras razones:
“5º. Que si bien hay antecedentes que puedan hacer creer que el referido contra-
to de venta celebrado entre Hernández y la San Martín fuera simulado, este he-
cho no se ha probado debidamente en autos; y las presunciones nacidas del origen y situa-
ción actual de la compradora, que son las alegadas para manifestar que esta última no
pudo verificar el pago del precio de lo que compraba, no son bastantes para constituir prue-
ba, conforme a lo dispuesto en el artículo 456 del Código de Procedimiento Civil”.2

313. El precio debe ser serio también con relación a la cosa de la cual es
su equivalente. Esto quiere decir que entre el precio y el valor de la cosa
haya cierta proporción; de lo contrario, no existe en realidad. Cuando la
desproporción es muy considerable, cuando la equivalencia del precio y
de la cosa vendida no existe ni en la intención de las partes, siquiera, el
precio es irrisorio. En una palabra no hay precio, como ocurriría si vendie-

1 HUC, X, núm. 34, pág. 55; LAURENT, 24, núm. 80, pág. 89; GUILLOUARD, I, núm. 95 I,
pág. 114; BAUDRY-LACANTINERIE, ibid, núm. 129, pág. 128.
2 Sentencia 9, pág. 16, Gaceta 1908, tomo I. Véase en el mismo sentido el dictamen

emitido en ese juicio por el ministro señor Galvarino Gallardo que se halla en la pág. 1371
de los Dictámenes de la Corte Suprema del año 1907.

258
DEL PRECIO

ra mi casa en un peso. Es indiscutible que aquí no hay venta porque el


precio no existe, ya que no es presumible que las partes hayan mirado
como equivalentes dos cosas que ni se aproximan lejanamente.
El precio irrisorio se llama también ilusorio y como tal no puede dar
vida a un contrato que tiene como base la equivalencia, si no real, al me-
nos aparente de las prestaciones.
Pothier enseñaba que si el precio no tenía ninguna proporción con la
cosa vendida, no había venta porque ese no era precio. Para demostrar su
afirmación citaba un ejemplo que ha llegado a ser clásico y es aquel en
que se vende un terreno muy grande en un escudo. El precio es el valor
en que las partes estiman la cosa vendida, decía, y no es de presumir que
tengan la intención de estimar esa cosa en un valor muy lejano del que en
realidad tiene.1

314. Hay además otro precio que, sin ser el verdadero, es decir el real, es
sin embargo susceptible de dar origen al contrato de venta. Es el precio vil.
Se llama precio vil según Planiol el precio serio que es de tal inferiori-
dad al valor real de la cosa que el vendedor sufre una pérdida que no es
proporcionada con los riesgos ordinarios de los negocios. Esta pérdida
que sufre el vendedor se llama lesión y proviene de no ser justo el precio.2
Según nuestro Código Civil, precio vil es el no justo, o sea aquel que,
según el artículo 1889, constituye lesión enorme.
El precio vil es un precio serio, un precio que forma el contrato de
venta, aun cuando causa un perjuicio al vendedor. Por esta razón la venta,
en caso de tener un precio vil, existe.3

315. El precio no es serio cuando es simulado o ficticio o cuando es irriso-


rio, es decir, cuando por la voluntad de las partes o por la estimación que
de él han hecho se desprende que no existe realmente. En cambio es vil,
cuando siendo serio no equivale precisamente al justo valor de la cosa.
Hay, en consecuencia, entre ambas clases de precios una gran diferen-
cia. Cuando el precio no es serio, cuando es simulado o irrisorio, no existe
y no hay venta. Si el precio es vil es serio y, por consiguiente, existe y
también la venta. El contrato en este caso es existente y sólo adolece de un
vicio que el vendedor o el comprador, dadas ciertas circunstancias, pue-
den aprovechar para pedir su rescisión.

1 III, núm. 19, pág. 10. Véase también BAUDRY-LACANTINERIE, ibid, núm. 129, pág. 128;
AUBRY ET RAU, V, pág. 14; GUILLOUARD, I, núm. 96, pág. 115; HUC, X, núm. 34, pág. 55;
LAURENT, 24, núm. 81, pág. 90; TROPLONG, I, núm. 149, pág. 193; MARCADÉ, VI, pág. 186;
RICCI, 15, núm. 111, pág. 282; FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 661, pág. 843.
2 PLANIOL , II, núm. 1380, pág. 466.
3 B AUDRY-L ACANTINERIE, De la vente, núm. 130, pág. 128; AUBRY ET RAU, V, pág. 24, nota

16; TROPLONG, I, núm. 150, pág. 193; HUC , X, núm. 34, pág. 56; GUILLOUARD, I, núm. 26,
pág. 115; LAURENT, 24, núms. 82 a 84, págs. 90 a 93; RICCI, 15, núm. 111, pág. 282; POTHIER ,
III, núm. 20, pág. 10; MARCADÉ, VI, págs. 186 a 190; FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núm.
662, pág. 843.

259
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

La diferencia proviene por consiguiente de que en un caso hay precio


y de que no lo hay en el otro, lo que produce la nulidad relativa del con-
trato en aquel y su inexistencia en éste. Ella se funda en la intención de las
partes, pues es evidente que cuando el precio es vil o no justo, el vendedor
ha contratado para obtener ese precio. Si no es igual al valor de la cosa,
no le importa porque o se ha equivocado en ese valor o necesita dinero
urgentemente y vende por lo tanto con la intención de obtener un precio
que existe como dice Baudry-Lacantinerie.1 En cambio, cuando el precio
no es serio, es claro que el vendedor no ha consentido en vender por un
precio que no obtendrá o que si lo obtiene no es suficiente para determi-
narlo a que lo adquiera.
Es conveniente distinguir, dice Guillouard, el precio irrisorio que no es
serio del precio insuficiente o vil que no es la representación exacta del
valor de la cosa; como si se vendiera por 200 francos un objeto mueble
que vale 1.000 francos. Este precio de 200 francos es muy insuficiente,
pero no es irrisorio y la venta es válida.”2
“Sin embargo, agrega Ricci, es necesario no confundir el precio iluso-
rio con el precio vil. Quien vende por un precio vil, vende por un precio
serio que a él le conviene en las circunstancias que contrata, de donde
resulta que la vileza del precio no excluye la existencia de la compraventa.
El vendedor que ha sido lesionado en más de la mitad del justo precio de
su inmueble tiene el derecho de exigir la rescisión de la venta. Pues bien,
quien vende por un precio inferior a una mitad del valor de la cosa, vende
ciertamente por un precio vil; con todo, el contrato de compraventa exis-
te, porque la ley no considera en este caso la venta como inexistente o
nula, sino que la declara únicamente rescindible y todos saben que se
rescinde un contrato que tiene existencia jurídica, no el que no la tiene.”3

316. Si es necesario que el precio sea serio no lo es, sin embargo, que sea
justo, es decir que guarde equivalencia con la cosa vendida. La falta de esa
equivalencia constituye, como se ha dicho, el precio vil. El precio puede
ser vil sin que ello acarree la inexistencia del contrato, “pues el precio en
el contrato de venta no es precisamente el verdadero valor de la cosa sino
la suma en la cual la han estimado las partes contratantes y puede suceder
que esa estimación la hagan demasiado baja”.4
La vileza del precio no influye en la existencia del contrato puesto que
siendo real aquél, no carece de este elemento. Solo afecta a su validez,
cuando se trata de inmuebles y en los casos en que la diferencia sea tal
que produzca lesión enorme.
Por consiguiente si el precio es vil, bien entendido que no es simulado
ni irrisorio, la venta es existente. Será declarada nula relativamente cuando

1 De la vente, núm. 130, pág. 128.


2 I, núm. 96, pág. 115.
3 Tomo 15, núm. 111, pág. 282.
4 Pothier, III, núm. 20, pág. 10.

260
DEL PRECIO

tratándose de bienes inmuebles la desproporción sea de las que causen le-


sión enorme. La venta en tales condiciones puede sanearse por el transcur-
so del tiempo señalado para que el vendedor ejercite esa acción si dentro de
ese plazo no la ha ejercitado. No es, pues necesario para la existencia de la
venta ni aun para su validez, en muchos casos, que el precio sea justo.1

317. ¿La venta hecha por un precio que no es serio puede valer como
donación disfrazada?
Pothier,2 Planiol,3 Marcadé,4 Huc,5 Guillouard,6 Aubry et Rau,7 Tro-
plong,8 Manresa9 y la jurisprudencia francesa se pronuncian por la afirma-
tiva. Laurent10 y Baudry-Lacantinerie11 sostienen la negativa. En realidad si
la venta se hace por un precio simulado o ilusorio no hay venta, sino un
contrato de aquellos cuya causa es la liberalidad del que lo otorga, o sea,
una donación. Baudry-Lacantinerie funda su opinión en que el contrato
de venta por un precio que no es serio sólo puede valer como donación
disfrazada cuando el contrato bajo el cual se oculta reúne todos los requi-
sitos que le son esenciales: si el precio no es serio, le falta uno de esos
requisitos y, por lo tanto, no hay venta. No teniendo ésta el carácter de tal
no puede ocultar una donación. No aceptamos esta opinión, pues la venta
importa donación precisamente porque carece de precio y se comprende
que si las partes han convenido en este contrato, ha sido tal vez con la
intención de hacer una donación. Por este motivo, como dice Manresa, si
llega a probarse que la simulación del precio fue pactada por las partes, a
sabiendas, con intención de hacer una donación, la venta vale como un
contrato de esa especie y le serán aplicables las reglas establecidas para él.
En Derecho Romano las ventas hechas por un precio no serio valían
como donación, porque se presumía que las partes habían contratado en
esa inteligencia.
Debe tenerse presente que la venta hecha por un precio no serio vale
como donación siempre que reúna todos los requisitos necesarios para la
validez de este contrato y aun así, sólo es válida entre las personas capaces
de celebrarla. De otro modo según el artículo 966 del Código Civil, la venta

1 RICCI, tomo 15, núm. 111, pág. 282; P LANIOL, II, núm. 1380, pág. 466; P OTHIER , III,

núm. 20, pág. 10; BAUDRY-L ACANTINERIE, ibid, núm. 13 0, pág. 128; MANRESA , X, pág. 54;
MAYNZ, II, pág. 203; RUBEN DE COUDER, II, págs. 187 y 188; LAURENT, tomo 24, núm. 84,
pág. 97; TROPLONG, I, núm. 150, pág. 193; G UILLOUARD, I, núm. 96, pág. 115.
2 III, núm. 19, pág. 10.
3 II, núm. 1379, pág. 466.
4 VI, pág. 186.
5 X, núm. 34, pág. 55.
6 I, núm. 95, pág. 115.
7 V, pág. 15.
8 I, núm. 149, pág. 193.
9 X, pág. 42.
10 24, núm. 66, pág. 97.
11 De la vente, núm. 130 I, pág. 129.

261
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

es nula y no vale ni como donación, pues ese artículo la prohíbe entre


ciertas personas aunque se la disfrace bajo un contrato a título oneroso.

318. Dice Pothier que si el vendedor ha querido gratificar o beneficiar al


comprador consintiendo en que el precio se fije en una suma muy inferior
al valor de la cosa, hay un verdadero contrato de venta, que participa a la
vez de los caracteres de tal y de donación. En consecuencia, no podría
pedirse su rescisión por lesión enorme, puesto que las partes al contratar
convinieron voluntariamente en un precio inferior al verdadero, conven-
ción que tuvo por objeto gratificar al comprador y que nació de un acto
de liberalidad del vendedor.1 La validez de tal contrato sería muy discuti-
ble entre nosotros, a causa de la terminante disposición del artículo 1892
del Código Civil y creemos que llevado el caso a nuestros Tribunales éstos
se pronunciarían por su nulidad, quienes al proceder así no harían sino
aplicar correctamente un precepto legal.

319. Tercera cualidad: El precio debe ser determinado o determinable. La tercera y


última cualidad que debe reunir el precio es que sea determinado. Se
entiende por determinación del precio el señalamiento exacto de su cuan-
tía, es decir, de la cantidad precisa que debe pagarse por la cosa vendida.
Este requisito no es sino la aplicación de la regla general de que todo
objeto de obligación debe ser determinado, porque debiendo recaer so-
bre él el concurso de las voluntades de las partes, es evidente que debe
precisarse con exactitud ese objeto, ya que de otro modo aquellas no po-
drían otorgar su consentimiento en forma de quedar obligadas.
Por esta razón, el inciso 1º del artículo 1808 del Código Civil dice: “El
precio de la venta debe ser determinado por los contratantes”. Esta determinación
deben hacerla ambas partes, sea que la hagan directamente, sea que se limi-
ten a señalar los medios de hacerla; pero, en todo caso, su fijación debe ser
el resultado del acuerdo de sus voluntades desde que la venta nace precisa-
mente del acuerdo de los contratantes en la cosa y en el precio.
La ley exige que el precio sea determinado en el sentido que no de-
penda de la voluntad de una sola de las partes, porque mientras esa deter-
minación quede al arbitrio de una de ellas no hay venta. La determinación
se verifica cuando los contratantes quedan ligados respecto del precio, sea
que ellas lo fijen, sea que señalen la manera de fijarlo. Para que exista
contrato de venta se requiere que haya vínculo obligatorio con relación al
precio y a su determinación.
Tanto en el Derecho Romano como en todos los Códigos modernos se
señala como requisito esencial para la existencia de la compraventa que el
precio sea determinado. Así, los artículos 1591 del Código francés, 1454
inciso 1º del italiano y 1445 del español exigen que el precio de la venta
sea determinado y designado por las partes. La ley IX, título V de la Parti-
da V, de donde fue tomada la disposición del artículo 1808 ya citado, dice:

1 III, núm. 21, pág. 10.

262
DEL PRECIO

“Cierto deue ser el precio en que auienen el comprador e el vendedor,


para valer la vendida”.
Fácilmente se comprende que la ausencia de este requisito acarrea la
ausencia del precio y por consiguiente, la inexistencia de la venta. No
siendo determinada aquél no puede haber concurso de voluntades a su
respecto, porque su falta de determinación importa, en realidad, la caren-
cia misma del precio, como se ha dicho. La jurisprudencia es uniforme en
el sentido de anular toda venta cuyo precio es indeterminado.1

320. En lo relativo a la determinación del precio deben tenerse presente


tres reglas, a saber: a) el precio debe ser determinado por los contratantes;
b) el precio puede también ser determinado por un tercero; y c) el precio
no puede dejarse al arbitrio de una de las partes.
Desde que la ley quiere que el precio sea la obra de la voluntad de
ambas partes contratantes, es natural que una de ellas no puede fijarlo por
sí sola y si así ocurriera no existiría vínculo jurídico obligatorio sobre él.
En tal caso habría una condición potestativa dependiente de la mera vo-
luntad del que se obliga lo que viciaría de nulidad el contrato.
Por este motivo, el precio debe determinarse por ambas partes, sea
que lo hagan directamente, sea que lo hagan por medio de terceros, en
cuyo caso el contrato es condicional.
Estudiaremos por separado esas tres reglas que rigen la determinación
del precio.

321. La manera normal y corriente de determinar el precio es que esta


determinación la hagan los mismos contratantes. Desde que éstos son quie-
nes contratan y en su interés, es lógico que fijen el precio en atención al
cual uno de ellos consiente en desprenderse de una cosa y por medio del
cual el otro desea adquirirla. Nadie mejor que las partes están en situación
de apreciar el precio de la cosa, ya que van a pagarlo y a recibirlo respecti-
vamente.
El precio puede ser determinado por las partes en el acto mismo del
contrato o pueden fijar una base para determinarlo. En una palabra, el
precio puede ser determinado, o determinable por las cláusulas del con-
trato que indiquen un medio de determinación independiente de la vo-
luntad de aquellas.
De aquí que el inciso segundo del artículo 1808 diga que: “Podrá hacer-
se esta determinación por cualesquiera medios o indicaciones que lo fijen”.
El precio es determinado cuando las partes en el contrato señalan la
cifra exacta de su valor, como cuando se vende una casa en diez mil pesos.
No es necesario, sin embargo, expresar en el contrato de venta la indi-
cación o cuantía del precio; basta con señalar que hay un precio, pues
puede ocurrir que las partes hayan convenido en el precio sin indicarlo en

1 Sentencia 3.544, pág. 2003, Gaceta 1883; sentencia 2.465, pág. 1468, Gaceta 1885; sen-
tencia 673, pág. 386, Gaceta 1887, tomo I.

263
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

el contrato. Así, por ejemplo, si el comprador ha pagado el precio al ven-


dedor bastará expresar en el contrato de venta que el precio convenido se
pagó, sin necesidad de señalar su cantidad. Esto se entiende sin perjuicio
de lo dicho más arriba respecto de la compraventa solemne.1
El precio es determinable cuando las partes no lo señalan en el contra-
to y se limitan únicamente a fijar una base para proceder a su determina-
ción.
Así, por ejemplo, es precio determinable por los medios que fijan los
contratantes, de acuerdo con lo dispuesto en el inciso 2º del artículo 1808,
aquél que se hace con relación a otra cosa, como ser cuando vendo el vino
de mi cosecha por el precio en que los vecinos vendan la suya.2 El precio
no está determinado aquí en el momento mismo del contrato; pero hay
una base o indicación que sirve para determinarlo y esa base es ajena a la
voluntad de las partes, porque el precio en que los vecinos vendan su
cosecha no tiene relación alguna con el contrato de venta que yo celebro,
ni su fijación depende tampoco de mi voluntad.
Del mismo modo, es precio determinable cuando se vende una cosa
por el precio en que la compré, o por todo el dinero que X tiene en el
bolsillo. El precio, en realidad, no se ha determinado; pero, puede llegar a
serlo una vez que se conozca el precio en que compré la cosa o el dinero
que el comprador tenga en el bolsillo, cualquiera que sea esa cantidad,
porque basta que haya moneda en su bolsillo para que haya venta.
Si resulta que la cosa no la compré sino que me fue donada o legada, o si
X no tiene dinero en el bolsillo, no hay venta porque la base que servía para
determinar el precio, o sea aquél en que compré la cosa, o el dinero que X
tiene en su bolsillo no existe, lo que hace imposible esa determinación.3
No puede, sí, negarse que en estos casos la venta tiene mucho de con-
trato aleatorio, por cuanto se ignora cuál es la cuantía exacta del precio.
Pero esto no afecta en nada a la naturaleza del contrato, que puede ser
aleatorio, sea con relación a la cosa, sea con relación al precio.
También es precio determinable aquel que se fija con relación al que
la cosa tenga en tal día y en tal mercado o bolsa, como lo dispone al
artículo 1448 del Código español, o el que se fija en atención al valor que
tenga la cosa vendida en los boletines de cotización (mercuriales), como
lo establece el Código italiano.

322. ¿Es precio determinado, entre nosotros, aquel que fijan las partes en
atención al que la cosa vendida tenga en tal día y en tal lugar?

1 Véase núm. 300, pág. 248.


2 P OTHIER, III, núm. 28, pág. 12.
3 POTHIER, III, núm. 16, pág. 9; B AUDRY-L ACANTINERIE, ibid, núm. 132, pág. 131; RUBEN

DE COUDER, II, pág. 87; B ÉDARRIDE, núms. 50 y 51, pág. 78; ORTOLAN, II; pág. 230; RICCI,
15, núm. 112, pág. 285; AUBRY ET RAU, V, pág. 17; GUILLOUARD, I, núm. 109, pág. 131, MAR-
CADÉ, VI, pág. 185; L AURENT, 24, núm. 71, pág. 79; HUC, I, núm. 36, Pág. 58; TROPLONG, I,
núm. 152, pág. 202; FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núms. 665 y 666, pág. 843; Digesto, li-
bro 18, título I, ley 7, núm. 1º; Digesto, libro 18, título I, ley 37; Partida V, título V, ley 10.

264
DEL PRECIO

Aun cuando nuestro Código no contempla expresamente este caso,


como lo hace el Código español, queda comprendido en la disposición
del inciso 2º del artículo 1808, porque esa indicación no es sino un medio
que sirve para determinar el precio. Eso sí, que los efectos del contrato, en
cuanto al precio, quedan en suspenso hasta el día señalado con ese objeto.
El comprador puede exigir desde luego la entrega de la cosa, ya que el
contrato existe legalmente. El vendedor podrá exigir el precio el día que
se señaló como base de determinación, porque únicamente entonces se
conocerá su monto y se hará exigible. Si la cosa no tiene cotización ese día
o, mejor dicho, si en ese día esa cosa carece de valor, no hay venta, porque
el precio no existe; la base que servía para determinarlo ha desaparecido.
En consecuencia, si la cosa se entregó, debe restituirse, y si no se ha entre-
gado, hay acción para pedir su restitución.

323. Si en el día fijado como base para determinar el precio la cosa tiene
diversos precios, ¿cuál será el del contrato? El Código de Comercio, en su
artículo 139, incisos 2º y 3º, establece que, en tal caso, el precio en las
ventas comerciales es el precio medio. No vemos inconveniente para que
esa regla se aplique al Derecho Civil. Por lo demás, esta misma solución
dan todos los autores.
Naturalmente, si las partes han convenido que el precio sea el más alto
que la cosa alcance en tal día, o el más bajo, solo éstos se tomarán en
cuenta y no el precio medio, porque todo contrato legalmente celebrado
es una ley para los contratantes, quienes pueden derogar la disposición
del artículo 139 del Código de Comercio, cuyo papel es suplir el silencio
de aquéllos.
Si los contratantes han estipulado que la cosa se venda por el precio que
tenga tal día y en tal lugar, siempre que ese día haya un precio único, ¿hay
venta si hay varios precios? No, porque la base para determinarlo era esa y la
voluntad de las partes recayó sobre un solo precio. No habiéndolo, no pue-
de tomarse el precio medio, porque las partes no consintieron en él.

324. ¿Cuál es el precio de venta cuando se vende al corriente de plaza?


El inciso 3º del artículo 1808 del Código Civil decide la cuestión en los
siguientes términos: “Si se trata de cosas fungibles y se vende al corriente de
plaza, se entenderá el del día de la entrega, a menos de pactarse otra cosa”.
Esta no es sino aplicación de la regla general del inciso segundo del
mismo artículo a un caso especial, porque aquí el precio no está deter-
minado expresamente en el contrato. Sólo se ha fijado una base para su
determinación, base que es el “precio corriente de plaza”. Como la fijación
de este precio puede dar lugar a dudas, mas todavía tratándose de una
cláusula de aplicación muy frecuente, la ley ha establecido que se entien-
de por precio corriente de plaza el del día de la entrega. La determina-
ción del precio depende, por consiguiente, del día de la entrega; entonces
se conocerá el precio de la cosa. Según esto, es lo mismo estipular el
“corriente de plaza” que el precio que la cosa tenga el día en que se
entregue.

265
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Es un ejemplo de venta de esta especie si vendo a X cien sacos de trigo


al precio de plaza, en cuyo caso el precio será el valor que el trigo tenga el
día de la entrega.
¿Al hablar este artículo del precio del día de la entrega, se refiere al
del lugar de la celebración del contrato o al del lugar en que aquélla se
realice? Creemos que al del lugar en que se celebra el contrato, porque las
partes al hablar del “corriente de plaza” no han podido referirse sino al pre-
cio que la cosa tenga en la plaza en que ellas contratan, que es el único
que se presume que conocen exactamente.
Si el día de la entrega de la cosa, ésta no tiene precio alguno, sea por
falta de cotización, sea por otra causa cualquiera, ¿hay venta? Opinamos
por la negativa, porque aquí es el día de la entrega lo que determinará el
precio, ya que éste será el que la cosa tenga en ese día. La existencia de un
precio en ese día es un requisito esencial para que haya venta y nada se
sacaría con entregar la cosa, puesto que no hay precio. No lo habría ni
aun cuando se entregara, a menos que se trate de una venta mercantil,
porque si el vendedor se allana a entregarla, se presume que las partes
aceptan como precio el que la cosa tenía el día del contrato.
Por el hecho de entregar la cosa dejan tácitamente sin efecto el primer
precio, o sea, el corriente de plaza, para aceptar el que tuvo el día de la
entrega. Aquí no ha habido precio, desde que no existió aquel a que se
remitieron las partes. No habiendo precio y entregándose la cosa, concu-
rren los requisitos del artículo 139 ya citado y no hay, en consecuencia,
motivo alguno para no aplicarlo.
Debe tenerse presente que, según el inciso 3º del artículo 1808, siem-
pre que se vendan cosas fungibles al corriente de plaza, tiene aplicación esa
regla. Esta disposición es excepcional, porque lo ordinario es que el pre-
cio se fije de un modo preciso y claro. Como toda disposición de esa natu-
raleza debe aplicarse en sentido restrictivo y a los casos señalados
únicamente. Por lo tanto, creemos que no es aplicable a las cosas no fungi-
bles y si éstas llegaran a venderse al precio corriente de plaza, la venta sería
nula por carecer de precio.
¿Siempre que se vendan cosas fungibles, aunque no se señale precio,
se entiende el corriente de plaza? Responder afirmativamente sería desnatu-
ralizar por completo la intención del legislador. No es el hecho de vender-
se cosas fungibles lo que hace presumir que se ha fijado como precio el
corriente de plaza. Es menester decir expresamente que se vende a ese precio
para que la venta se repute hecha por el que la cosa tenga el día de la
entrega.
El precio no puede faltar en la venta, y si falta es inexistente, de donde
se desprende que si vendo cosas fungibles sin señalar precio, aquélla no
existe. No podría alegarse su validez ofreciendo pagar el precio del día de
la entrega. Este se pagaría en caso de haberse fijado como precio el co-
rriente de plaza. No es ni el carácter de fungible de la cosa vendida ni su
entrega lo que viene a determinar el precio. Esa determinación proviene
de haberse fijado como tal el corriente de plaza y de ahí que si se omite
esa estipulación no hay venta, aunque se entregue la cosa, salvo que las

266
DEL PRECIO

partes convengan en pagar el precio del día de la entrega. Pero, en tal


caso, habría un nuevo contrato, diverso del anterior, de modo que si el
vendedor se negara a entregar la cosa, no podría el comprador exigírsela,
ni aun ofreciendo pagar el precio del día de la entrega. Así, por ejemplo,
A vende en enero a B cien sacos de trigo y no fija precio; la entrega debe
hacerse el 1º de marzo. ¿Podría B exigirle a A ese día la entrega del trigo,
ofreciéndole pagar el precio que éste tenga en él? No, porque ese precio
se pagaría solamente en caso que se hubiera vendido al corriente de plaza,
lo que aquí no ha ocurrido, ya que no se fijó precio.
En el único caso en que esa venta valdría sería si se tratara de una
venta comercial y se entregara la cosa. El precio, entonces, sería el corrien-
te que la cosa tuvo en el día y lugar en que se celebró el contrato, según el
artículo 139 del Código de Comercio. Ni aun aquí, como se ve, tendría
aplicación el inciso 3º del artículo 1808, pues el precio es el del día del
contrato, y no el del día de la entrega, como dispone ese inciso. Esto se
debe a que son dos casos distintos: uno es venta civil, que no vale sin
fijación de precio; y otro es venta comercial, que vale sin esa fijación, siem-
pre que se entregue la cosa.
En resumen, se entiende que la venta tiene por precio el del día de la
entrega de la cosa, siempre que se estipule expresamente que se vende al
corriente de plaza. Si se omite esa estipulación, el contrato es inexistente y
no da acción alguna. No procede tampoco la entrega de la cosa ni el pago
del precio que tenga en ese día, a menos que se trate de una venta mercan-
til y que la cosa sea entregada voluntariamente. De ser así, el precio es el del
día en que se celebró el contrato, pero no el del día de la entrega.
Para concluir este punto, debemos hacer notar que la regla del inciso
3º del artículo 1808, referente a que el precio corriente de plaza equivale
al del día de la entrega, no es absoluta y puede ser modificada por las
partes, como esa misma disposición lo establece. Por consiguiente, puede
decirse que siempre que se venda al corriente de plaza y las partes no
digan nada más, se entiende que el precio es el del día en que se entregue
la cosa. Si las partes modifican esta estipulación, en orden a lo que debe
entenderse por el precio corriente de plaza, éste ya no significa el del día
de la entrega, sino el que entiendan por tal aquellas. Si vendo trigo, por
ejemplo, al precio corriente de plaza, sin agregar nada más, el precio es el
del día en que lo entregue; en cambio, si vendo trigo al corriente de plaza,
entendiéndose por tal el que tenga tal día, el precio no es el del día de la
entrega, sino el del día fijado por las partes. Del mismo modo, si vendo al
precio corriente de plaza que la cosa tiene el día de la venta, el precio es
éste y no el del día de la entrega. Sólo en el silencio de las partes se
entiende que el precio de la cosa vendida al corriente de plaza es el del
día de la entrega.
El Código alemán contiene una regla análoga a la de nuestro artículo
1808, aun cuando le da una solución diversa. En el artículo 453 dice que si
se ha fijado como precio de venta el precio del mercado, en caso de duda,
debe tenerse como precio el que tenga en el mercado del lugar y en la
época del pago.

267
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

La diferencia entre el Código alemán y el Código chileno consiste en


que en el primero, esa regla tiene aplicación en caso de duda, y en el segun-
do, a falta de estipulación especial de las partes. Además, en aquél se entien-
de por precio del mercado el del día y lugar del pago, en tanto que entre
nosotros se entiende por precio corriente de plaza el del día de la entrega.

325. ¿Es precio determinado y, en consecuencia, es válida la venta, si se


vende una cosa en cierto precio más la mitad o el total del exceso en que
la venda el comprador o cuándo se vende en cierto precio deduciéndose
de él una cantidad igual al total o a la mitad del exceso en que el compra-
dor la venda?
Nos inclinamos por la afirmativa, porque, aunque el precio no está
totalmente determinado, es determinable, desde que se señalan los me-
dios de hacer esa determinación. El verdadero precio no será el fijado por
las partes, sino éste más o menos el exceso o la mitad del exceso en que el
comprador venda la cosa. Veamos un ejemplo: vendo mi casa en diez mil
pesos a A y se estipula que el precio será la suma de diez mil pesos más la
mitad del sobreprecio en que A la venda. El precio serán $ 12.500, dado
caso que A la venda en $ 15.000. Igualmente, si vendo mi casa a A y se
estipula como precio la suma en que yo la vendo, que son diez mil pesos,
menos una cantidad igual al total o a la mitad del sobreprecio en que la
venda A, el precio, si éste la vende en $ 12.000, serán $ 8.000, en el primer
caso, y $ 9.000, en el segundo.
No se opone, pues, a la determinación del precio el hecho que éste
pueda aumentarse o disminuirse después, puesto que con esas operacio-
nes resultará un precio determinado. No hay, como pudiera creerse, in-
compatibilidad entre el precio que fijan las partes y el aumento o reducción
que pueda experimentar después, porque el precio fijado no es el definiti-
vo, sino el provisional, y los contratantes no han contratado en atención a
él, sino en atención al que resulte de sumarle o restarle cierta cantidad
que ellos señalan. No hay aquí sino un medio especial de determinar el
precio, determinación que se basa en un precio fijado en el mismo contra-
to.1 La Corte de Apelaciones de Iquique ha reconocido expresamente la
validez de una venta cuyo precio fue la suma de cuarenta mil pesos más el
exceso en que el comprador vendiera la cosa objeto del contrato.2
Es también válida la venta si se estipula que el precio será la suma en
que el comprador venda, a su vez, la cosa.

326. ¿Es válida la venta cuyo precio se deja para ser señalado por las par-
tes en una época posterior al contrato?
El hecho de fijar el precio en una época posterior señalado por aqué-
llas, no es sino una forma especial de determinarlo, si se quiere. Eso sí que

1 RICCI, 15, núm. 116, pág. 295; TROPLONG, I, núm. 152, pág. 202; Digesto, libro 18, títu-

lo 1º, ley 7, núm. 2.


2 Sentencia 3.997 (considerandos 1 a 11 inclusive), pág. 511, Gaceta 1895, tomo III.

268
DEL PRECIO

tal determinación depende, en absoluto, de su voluntad, porque si en ella


no se ponen de acuerdo acerca de su modo, no hay contrato por ausencia
de uno de sus elementos esenciales. Por consiguiente, ninguna puede obli-
gar a la otra a que haga esa determinación ni exigirle perjuicios, dado caso
que se niegue a efectuarla. No existe todavía vínculo jurídico obligatorio
por lo que se refiere al precio, lo que hace imposible toda acción que
tienda a ese objetivo.
Lo que la ley persigue es que las partes determinen el precio en cual-
quiera forma que sea, con tal que no se requiera un nuevo acuerdo al
respecto. Mientras ese acuerdo sea necesario y mientras la sola voluntad
de una de ellas pueda impedir la determinación del precio, no hay contra-
to ni aun bajo condición. En el caso en estudio la venta no es condicional,
es inexistente hasta el momento en que vendedor y comprador convengan
en aquél. Sólo entonces existirá acuerdo sobre el precio. Antes de este
acuerdo no hay contrato, porque no hay precio, desde que ambos contra-
tantes no han concurrido a fijarlo con su respectivo consentimiento y aun-
que se señalan los medios para determinarlo, que consisten en la llegada
de la época que con ese objeto se indicó y en el acuerdo de aquellos, esos
medios, o al menos el principal y que por sí sólo constituye la determina-
ción de ese elemento, depende exclusivamente de la voluntad de cada
parte que puede impedirla.
Por lo expuesto, creemos que en la hipótesis a que ahora nos referimos,
la venta no vale sino a partir del día en que las partes señalen el precio.
Pero si estipulan que, en caso de no avenirse en la época señalada
acerca de la determinación del precio, ésta se haga por un tercero que
designan en el contrato, “es claro que la venta existiría, dice Marcadé,
puesto que ya no depende de las partes impedir esa determinación”.1 Han
previsto el caso de desinteligencia, de modo que saben de antemano que
haya o no acuerdo sobre el precio, éste se determinará siempre, puesto
que a falta de convenio al respecto, lo señalará un tercero. El precio está
determinado, porque aun cuando depende, en primer lugar, de la volun-
tad misma del vendedor y del comprador, se indica otro medio de deter-
minación, a falta del primero, medio que podrá emplearse aunque alguno
de aquellos se oponga. Esto prueba que esa determinación es ajena a su
voluntad y que se realizará sin necesidad de un nuevo acuerdo de las par-
tes, que es lo que exige la ley.
En tal cláusula no hay modificación a las reglas generales que rigen lo
relativo al precio que se deja al arbitrio de un tercero, por cuyo motivo
todas ellas le son aplicables. Entre este caso y aquel en que el precio se
deja al arbitrio de un tercero no hay más diferencia que en el segundo, el
tercero se señala con el único medio de determinar el precio, en tanto
que en el primero se señala como subsidiario. Por lo demás, el contrato
no es inexistente, como lo es cuando se deja la determinación a la sola
voluntad de las partes; aquí la venta existe desde que se celebra, ya que

1 VI, pág. 185.

269
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

hay precio determinado desde ese momento; eso sí que su existencia está
subordinada a una condición.
No debe confundirse tampoco el caso en que las partes estipulan
que el precio será fijado posteriormente por ellas, o sea el que ahora se
analiza, con aquel en que se fija como precio el que la cosa tenga en tal
día y en tal lugar. En el caso aquí examinado no hay precio ni vínculo
obligatorio a su respecto, que es lo que constituye precisamente su de-
terminación, mientras que en aquel en que las partes señalan como tal
el que la cosa tenga en cierto día, esa determinación ya no depende de
su voluntad, es ajena a ella y hay vínculo obligatorio sobre el precio. El
precio se determina, además, sin necesidad de un nuevo acuerdo de
los contratantes.
Es, pues, el hecho de depender o no de la voluntad de las partes lo
que constituye, en buenas cuentas, la determinación del precio; y como en
el caso que aquí se estudia, esa determinación depende de su voluntad, es
claro que no hay precio ni tampoco venta, a la inversa de lo que ocurre
cuando aquél es el que la cosa tenga en tal día y lugar.

327. No es necesario, como se ha dicho, que la determinación del precio


se haga siempre por los contratantes. Pueden encargarla a un tercero, en
cuyo caso se la considera hecha por las mismas partes, desde que aquél
arranca su mandato de la voluntad de éstas.
La regla general es que los contratantes fijen el precio; pero esa de-
terminación pueden hacerla por sí mismas o por un mandatario que
obra en su nombre, de donde resulta que es siempre la obra de aquéllos.
La ley quiere que ninguna de las partes pueda impedir después del con-
trato la fijación del precio por su sola voluntad como sucede cuando se
deja para más tarde, porque entonces la negativa de una o su desacuer-
do sobre el particular produce la inexistencia de la venta. En cambio, si
un tercero lo fija, el precio ya no depende de la voluntad de cada parte,
sino de la de ambas y aquel procederá a determinarlo, no obstante la
negativa de cualquiera de ellas. El precio es ahora el producto de un
vínculo contractual que solamente puede deshacerse de común acuerdo.
De ahí que el artículo 1809 del Código Civil diga que: “Podrá asimismo
dejarse el precio al arbitrio de un tercero”.
El tercero encargado de determinar el precio puede ser nombrado en
el contrato o puede nombrarse posteriormente, siempre que las partes así
lo pacten. En ambos casos la estipulación produce efectos diversos, como
veremos más adelante.
Bástenos saber por ahora que en el primero el contrato existe desde el
principio, porque puede decirse que las partes han convenido en el precio
al señalar un medio ajeno a su voluntad para determinarlo. En el segun-
do, existirá una vez que se nombre al tercero, pues aun no hay convenio
obligatorio sobre el precio, desde que todavía depende de cada una de las
partes poder entorpecer ese nombramiento.
El tercero que se designa para determinar el precio puede ser uno
o varios y aunque la ley habla de uno, no hay ninguna prohibición para

270
DEL PRECIO

que sean varios; tal estipulación, por otra parte, tampoco es contraria a
la ley.1
El tercero nombrado puede ser cualquiera persona, incluso el juez. Pero
en ningún caso podría conferirse este encargo a uno de los contratantes.

328. El nombramiento del tercero debe hacerse en el mismo contrato de


venta; no puede hacerse por acto posterior. En efecto, la estipulación rela-
tiva al tercero no es sino la determinación del precio celebrada bajo condi-
ción. El hecho de señalar o dejar al arbitrio de un tercero esa determinación
importa acuerdo sobre el precio.
Debiendo existir copulativamente en el contrato de venta la cosa, el
precio y el consentimiento sobre ambos, es evidente que la falta de uno de
esos elementos acarrea la inexistencia del contrato. Faltando lo relativo a
la designación del tercero, falta el precio y, por lo tanto, no hay venta. Aun
cuando el precio se fije por un acto posterior, el contrato no existe; un
acto inexistente no puede validarse. Si al celebrarse el contrato las partes
olvidan estipular el precio, ese contrato no vale, aunque lo fijen posterior-
mente. La designación del tercero debe hacerse cuando se conviene en la
cosa, pues entonces existe el concurso de voluntades sobre ella y sobre el
precio, que es lo que da nacimiento a la compraventa.
Por consiguiente, si una de las partes se niega a nombrar el tercero, la
otra no podría compelerla a ese nombramiento, ni mucho menos podría
pedir al juez que la designara, porque no sólo no se trata aquí de una cues-
tión de arbitraje forzoso, sino porque no hay contrato válido. No habiéndo-
lo, no puede exigirse su cumplimiento. En el mismo sentido se pronuncian
Ricci,2 Laurent,3 Guillouard,4 Huc,5 Troplong,6 Aubry et Rau,7 Baudry-La-
cantinerie,8 Duranton, Delvincourt y varios fallos de los tribunales france-
ses.9 Solamente Duvergier, Bédarride y Delamarre et Lepoitevin se pronuncian
por la opinión contraria, esto es, que si una de las partes se niega a hacer el
nombramiento, éste puede hacerse por el juez. La Corte de Apelaciones de
La Serena ha declarado también que es nula la venta cuando en el contrato
no se nombra el tercero que debe fijar el precio; si una de las partes se
niega a hacer la designación del perito, la otra no puede exigir que se haga
por el juez, porque esto significa su desacuerdo al respecto.10

1 FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 682, pág. 844; BAUDRY-LACANTINERIE, ibid, núm.
133, pág. 134; MANRESA, X, pág. 48; RICCI, 15, núm. 114, pág. 290; GUILLOUARD, I, núm.
99, pág. 121; TROPLONG, I, núm. 155, pág. 203, nota 4; AUBRY ET RAU, VI, pág. 15; HUC , X,
núm. 37, pág. 59, BÉDARRIDE, núm. 56, pág. 82.
2 Tomo 15, núm. 113, pág. 287.
3 Tomo 24, núm. 76, pág. 83.
4 I, núms. 100 y 101, págs. 121 y 122.
5 X, núms. 37, pág. 59.
6 I, núm. 157, pág. 205.
7 V, pág. 16, nota 29.
8 De la vente, núm. 138, pág. 136.
9 F UZIER-HERMAN , tomo 36, Vente, núms. 689, 690, 691, 693, 694 y 695, págs. 844 y 845.
10 Sentencia 2.465, pág. 1479, Gaceta 1885 (considerando 2º).

271
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Mucho se ha discutido también acerca de si el contratante que se nie-


ga a hacer el nombramiento está o no obligado a indemnizar perjuicios al
otro. Guillouard,1 Laurent,2 Planiol3 y Baudry-Lacantinerie4 sostienen la
afirmativa, fundados en que hay aquí una obligación de hacer, cual es la
designación del tercero; y como toda obligación de esta especie se resuel-
ve en daños y perjuicios, es evidente que la inejecución de ese convenio da
acción para exigir esos perjuicios.
Preferimos, sin embargo, la opinión de Huc y de la jurisprudencia fran-
cesa que estiman que no se deben perjuicios. “No es cierto que las partes
hayan querido celebrar un contrato generador de una obligación de ha-
cer, dice ese autor. Han querido pactar una venta, reservando sólo su acuer-
do sobre un punto esencial, la determinación del precio abandonada a
terceros que deben nombrarse ulteriormente. Han querido, de un modo
indivisible, hacer eso y no otra cosa. Han seguido mutuamente una la fe
de la otra y es el colmo de la arbitrariedad desdoblar, en cierto modo, su
voluntad, imaginando, al apoyo de una solución deseada, una especie de
contrato subsidiario en el cual no han pensado jamás.”5 Las Cortes de
Dijon,6 Burdeos7 y Rennes8 se pronuncian por esta doctrina.
Dentro de los preceptos de nuestro Código creemos que ésta es la
única solución aceptable, porque los contratos legalmente celebrados dan
margen a una indemnización de perjuicios. Aquí no hay contrato y no
podría invocarse el hecho de existir una obligación de hacer, porque, como
dice Huc, lo pactado por las partes es un contrato de venta y no una obli-
gación de esa especie. Siendo nula la venta, lo son todas sus estipulaciones
y ninguna puede dar origen a esa indemnización.
Claro está que si las partes se allanan a nombrar los peritos, el contrato
existe, pues hay acuerdo en la cosa y en el precio. Así lo han declarado la
Corte de Casación de Francia9 y la Corte de Apelaciones de La Serena.10
Pero si así ocurre, creemos que el contrato existe desde el nombramiento
del tercero y no desde su celebración, ya que desde entonces concurren
todos los elementos necesarios para su existencia.

329. Cuando las partes convienen que el precio de venta será el que fije
un tercero que señalan en el mismo contrato la venta es condicional, pues
su existencia depende de que el tercero quiera o pueda fijar el precio. El
contrato producirá pleno efecto una vez que haga esa determinación. No

1 I, núm. 101, pág. 123.


2 24, núm. 76, pág. 85,
3 II, núm. 1386, pág. 467.
4 Ibid, núm. 138, pág. 136.
5 X, núm. 37, pág. 60.
6 Fuzier-Herman, tomo 36, Vente, núms. 692 y 696, pág. 845.
7 Fuzier-Herman, tomo 36, Vente, núm. 693, pág. 845.
8 Fuzier-Herman, tomo 36, Vente, núm. 694, pág. 845.
9 Fuzier-Herman, tomo 36, Vente, núm. 687, pág. 844.
10 Sentencia 2.465, pág. 1479, Gaceta 1885 (considerando 7º).

272
DEL PRECIO

puede decirse que no hay contrato por falta de precio; éste ya está conve-
nido por las partes, porque eso significa la designación del tercero. Al
señalar a ese tercero han fijado, si no el precio mismo, al menos la manera
de determinarlo y han quedado ligadas a un precio cuya fijación no de-
pende de su voluntad y que tampoco pueden impedir por sí solas. La
venta existe desde que las partes convienen en la cosa y en el tercero que
debe fijar el precio. La Corte de Apelaciones de Valparaíso ha establecido
la misma doctrina.1 Si el tercero fija el precio, la condición se cumple y el
contrato se reputa perfecto desde el día en que se celebró y no desde el
día en que aquél se fijó, porque esa fijación era una condición suspensiva
que, una vez cumplida, produce efecto retroactivo. Fijado el precio, el
vendedor debe entregar la cosa y el comprador debe pagarla.
En cambio, si el tercero no quiere o no puede fijarlo, no hay venta por
falta de precio. Se extingue todo derecho y toda expectativa y se considera
como si las partes no hubieran contratado jamás.
Estos son los principios generales que rigen la determinación del pre-
cio por un tercero. Ellos están contenidos en todos los Códigos modernos.
Así lo establecen los artículos 1591 del Código francés, 1454 del Código
italiano y 1497 del Código español, los cuales, a su vez, reproducen el
principio establecido por Justiniano en el libro III de las Institutas, título
XXIII, que, al hablar del precio de la venta, dice: “Además, el precio debe
ser determinado. Pero si las partes han convenido que la cosa sea vendida
al precio que estime Ticio, era para los antiguos una duda grave y frecuen-
temente debatida si en este caso hay o no hay venta. Hemos decidido por
nuestra Constitución, que siempre que la venta fuese concebida en estos
términos: al precio que tal persona estime, el contrato existe bajo esta
condición: que si la persona nombrada determina el precio en absoluta
conformidad a su estimación, el precio deberá ser pagado, la cosa entrega-
da y la venta llevada a efecto, teniendo el comprador la acción de compra
y el vendedor la acción de venta. Si, al contrario, el que ha sido nombrado
no quiere o no puede determinar el precio, la venta será nula por faltar la
constitución del precio”.2 He ahí magistralmente expuestos los efectos y el
carácter de la determinación del precio por un tercero.
La ley 9, título V de la Partida V establece igual regla y de ahí fue
tomada la disposición de nuestro Código.
Las opiniones de los autores son uniformes en el sentido de considerar
la venta en este caso como un contrato condicional. Así, Laurent, dice:
“¿Cuál es el efecto de la cláusula por la cual las partes nombran un tercero
para la fijación del precio? La venta será condicional. Era la doctrina ad-
mitida en el derecho antiguo. El Código la consagra implícitamente, di-
ciendo: ‘Si el tercero no quiere o no puede hacer la estimación no hay
venta’. La condición falla en ese caso y , por consiguiente, se reputa que el

1 Sentencia 2.598, pág. 291, Gaceta 1897, tomo II (considerandos 1º, 2º y 3º).
2 ORTOLAN, II; pág. 330; MAYNZ, II, pág. 202; RUBEN DE COUDER, II, pág. 187; S ERAFINI,
II, pág. 141.

273
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

contrato no se ha formado. En cambio, si el tercero hace la estimación, se


cumple la condición con efecto retroactivo y la venta existirá desde el día
en que se celebró y no desde el día en que se hizo esa estimación”.1

330. Nuestro Código ha introducido una modificación a esos principios


generales y es la que señala el artículo 1809, que dice: “Podrá asimismo
dejarse el precio al arbitrio de un tercero, y si el tercero no lo determinare, podrá
hacerlo por él cualquiera otra persona en que se convinieren los contratantes: en
caso de no convenirse no habrá venta”.
La innovación sobre las reglas generales en esta materia consiste en
que si el tercero muere o no quiere determinar el precio, la venta no
queda sin efecto por ese solo hecho, salvo que las partes no convengan de
nuevo en otra persona para que lo fije o que, al nombrar el tercero, esti-
pulen que si éste no lo determina no haya venta.
La no fijación del precio por el tercero no extingue por sí sola el con-
trato. La ley establece la repetición por segunda vez del mismo procedi-
miento dado caso que ocurra ese evento. Con ello nuestro Código se ha
mostrado más benigno que otros para la subsistencia del contrato, pues
mientras en el derecho romano y en las demás legislaciones, el hecho que
el tercero no determine el precio extingue la venta, entre nosotros puede
aun haber contrato si las partes señalan otra persona con ese objeto. Así,
por ejemplo, A y B celebran un contrato de venta y establecen que el
precio será el que señale C. Si éste no hace esa determinación, la venta no
deja de existir en ese mismo momento; las partes pueden designar otra
persona para que lo determine y sólo en caso que no se avengan en ésta,
la venta quedará sin valor.
Es de advertir que la venta subsistirá si las partes se avienen en el nom-
bramiento de un nuevo perito; si no hay avenimiento al respecto, el con-
trato fracasa irremisiblemente, sin que ninguno de los contratantes pueda
forzar judicialmente al otro a que nombre una persona con ese fin, ni tal
nombramiento puede hacerse tampoco por el juez.2 Esta facultad se con-
fiere a las partes y nadie puede, en consecuencia, atribuírsela para sí. Tam-
poco podrían exigirse perjuicios por esa negativa, desde que es un derecho
que la ley otorga de avenirse o no en ese nombramiento y del cual pueden
hacer uso como mejor les plazca.
La disposición del artículo 1809 se subentiende en el contrato de
venta siempre que las partes no dispongan nada en contrario. Es decir,
tienen el derecho de nombrar una nueva persona que fije el precio en el

1 Tomo 24, núms. 74 y 75, págs. 81 y 82. Véase en el mismo sentido: HUC, X, núm. 37,

pág. 60; TROPLONG, I, núm. 155, pág. 203, GUILLOUARD, I, núm. 103, pág. 124, núm. 105,
pág. 125, AUBRY ET RAU, V, pág. 17; BAUDRY-LACANTINERIE, ibid, núm. 135, pág. 134; ROGRON,
II, pág. 1618; MANRESA, X, pág. 48; PLANIOL, II, núm. 1384, pág. 467, POTHIER, III, núm.
24, pág. 11; MARCADÉ, VI, pág. 185; FUZIER -HERMAN, tomo 36, Vente, Núms. 700 a 704,
pág. 845.
2 TROPLONG, I, núm. 156, pág. 204.

274
DEL PRECIO

caso allí contemplado, siempre que se designe un tercero con ese objeto
sin agregar nada más. Por el hecho de nombrarse ese tercero, se presu-
me que las partes, al no estipular que la venta quede sin efecto si dicha
persona no lo determina, se han acogido al privilegio que ese artículo les
otorga y pueden mantener el contrato, nombrando otra para que haga
esa determinación.
Por consiguiente, si las partes dijeran que el contrato queda sin efecto si
el tercero nombrado por ellas no señala el precio, ninguno de los contra-
tantes, una vez producido ese evento, podría forzar al otro a que nombre un
nuevo perito, pues esa estipulación importaría la renuncia de la facultad
antes mencionada que, por mirar a su interés individual, pueden renunciar-
la libremente. De ser así, el hecho de no determinarse el precio por la
persona nombrada pone fin ipso facto al contrato. Pero debe dejarse bien
establecido que esta facultad se entiende renunciada siempre que haya esti-
pulación expresa. Si nada se dice en contrario, la no determinación del
precio por el tercero no extingue el contrato y concede a las partes la facul-
tad de hacerlo subsistir aviniéndose en el nombramiento de otro.
Ningún inconveniente se divisa, sin embargo, para que los contratan-
tes puedan convenir en que otra persona fije el precio, dado caso que la
primeramente nombrada no lo hiciera, aun cuando hayan renunciado esa
facultad. Siendo ellos quienes han convenido en esa renuncia, es claro
que pueden dejarla sin efecto, expresa o tácitamente. La designación de
un nuevo tercero importaría dejar tácitamente sin efecto esa renuncia y el
contrato sería válido. El único efecto que esa renuncia produce es que
ninguna de las partes puede exigir a la otra el nombramiento de un nuevo
perito que fije el precio, en el supuesto que una de ellas no consintiera
voluntariamente en ese nombramiento.
Supongamos que por no haber determinado el precio el tercero que
se nombró en el contrato, las partes hayan convenido en el nombramiento
de otro que tampoco hace esa determinación, ¿podrían nombrar una nue-
va persona con ese objeto o la venta quedaría sin efecto por ese solo he-
cho? Creemos que podrían proceder a hacer un nuevo nombramiento,
salvo estipulación en contrario, por cuanto la ley establece que si el terce-
ro nombrado no hiciere la determinación podrá verificarse ésta por la
persona en que se avinieren los contratantes. Y como no distingue las ve-
ces que éstos pueden ejercitar esa facultad, es obvio decidir que podrán
hacerla valer cuantas veces quieran o puedan. Luego, si convienen en nom-
brar otro tercero en reemplazo del segundo esta designación es perfecta-
mente válida y hay venta, ya que ésta queda sin efecto sólo en caso que los
contratantes no se avengan en el nombramiento de un nuevo perito.
Podemos decir, en conclusión, que el artículo 1809 del Código Civil per-
mite a las partes, salvo estipulación contraria, hacer subsistir la venta siem-
pre que, por no determinarse el precio por la persona nombrada con ese
objeto, se avengan en la designación de una nueva persona, sin que nada
signifique que el perito que hace la determinación sea el tercero, el cuarto,
etc., que se nombra en esa forma. No aviniéndose al respecto, no hay venta
y ninguno de los contratantes puede forzar judicialmente al otro a que haga

275
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

esa designación ni exigirle perjuicios por la negativa, porque al no avenirse


procede en el ejercicio legítimo de un derecho que le otorga la ley.

331. El Código de Comercio, en su afán muy recomendable de facilitar


las ventas mercantiles y el desarrollo del comercio, modifica también en
esta materia al Código Civil estableciendo en su artículo 140 que: “Si el
tercero a quien se ha confiado el señalamiento del precio no lo señalare, sea por el
motivo que fuere, y el objeto vendido hubiere sido entregado, el contrato se llevará a
efecto por el que tuviere la cosa el día de su celebración, y en caso de variedad de
precios, por el precio medio”.
Se aplica el caso de determinación del precio por un perito la regla
establecida por el artículo 139 del mismo Código para el caso en que las
partes no hayan señalado el precio ni tampoco la manera de determinarlo.
Por lo tanto, si el perito no hace la determinación y la cosa se entrega, la
venta se presume hecha por el precio que la cosa haya tenido en el lugar y
en el día de su celebración, porque aunque la ley no menciona el lugar a
que se refiere el precio, debe entenderse por analogía, que es el de la cele-
bración del contrato. Siendo dos casos absolutamente iguales, creemos in-
útil repetir lo ya dicho y preferimos remitirnos a lo expuesto anteriormente
a propósito de la disposición del artículo 139 del Código de Comercio.1

332. La venta cuya determinación del precio se deja al arbitrio de un ter-


cero es, como se ha dicho, condicional. Aunque existe y queda legalmente
formada desde la celebración del contrato, no produce sus efectos sino
una vez que el tercero determine el precio. Sólo entonces se cumple la
condición de que pende la realización del contrato. Fluye de aquí que
antes de hacerse esa determinación, no hay obligación de pagarlo y no
habiéndola, no puede exigirse su pago por el vendedor. De ahí que mien-
tras el tercero no la haga, esa obligación no existe y no existiendo es claro
que si el vendedor no lo paga en el acto de formarse el contrato no incu-
rre en mora. El precio podrá exigirse una vez determinado por el tercero.
La misma doctrina ha establecido la Corte de Apelaciones de Santiago.2

333. Los tratadistas están de acuerdo en reconocer que los terceros que se
nombran para determinar el precio no son ni árbitros ni perito y no están
obligados a sujetarse a las disposiciones establecidas para unos y otros.3
No son árbitros, porque éstos se nombran para resolver un litigio pen-
diente sobre derechos existentes. El que se nombra, dice Planiol, para una
discusión sobre un contrato que aún no nace y cuya formación depende
de su veredicto no puede ser árbitro.

1 Véanse núm. 298, pág. 319 y núm. 299, pág. 320.


2 Sentencia 3.393, pág. 1911, Gaceta 1883.
3 GUILLOUARD, I, núm. 108, pág. 130; L AURENT, 24, núm. 77, pág. 85; HUC, X, núm.

37, pág. 59; AUBRY ET RAU, V, pág. 16, BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 140 I, pág. 139,
FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núms. 713 a 717, pág. 846.

276
DEL PRECIO

No son peritos porque éstos son llamados a informar sobre ciertos pun-
tos sin que las partes o el juez estén obligados a acatar su opinión. No
puede ser perito aquél cuya opinión va a ser necesariamente acatada por
las partes.1
No siendo árbitros ni peritos no están obligados a ajustarse a las dispo-
siciones que rigen a su respecto y, por lo mismo, su dictamen es inapelable
e impugnable, salvo ciertos casos de excepción que se derivan no del ca-
rácter de árbitros o peritos que se les pudiera atribuir, sino de otros he-
chos o causas ajenas a ese carácter.
“Debe recordarse, dice Ricci, que se trata aquí de un contrato en que
todo depende de la voluntad de los contrayentes; de modo que es ley todo
lo que han querido y expresado y no existe vínculo ni obligación de nin-
guna especie fuera de su voluntad”.2 Es la voluntad de las partes la que
señala las reglas a que deben sujetarse los terceros nombrados para seña-
lar el precio y si ninguna se les ha indicado, no están obligados a seguir las
que se establecen para los árbitros y peritos, sino las que conceptúen más
prudentes para el desempeño de su cometido, en lo que pueden obrar
con absoluta libertad.

334. No siendo los terceros ni árbitros ni peritos no queda sino conside-


rarlos como mandatarios de las partes.3 En efecto, reciben el encargo de
proceder a determinar el precio. Su autoridad depende de la voluntad de
aquellas y al determinarlo no hacen sino poner en práctica la facultad que
se les confirió.
Desde que son mandatarios de las partes se presume que el precio es
fijado por éstas, pues lo que hace el mandatario se reputa efectuado por el
mandante. Luego, si ambas han designado al tercero, ninguna de ellas
puede negarse a cumplir el contrato.
Como mandatarios que son, deben ceñirse estrictamente a las instruc-
ciones que reciban y no pueden extralimitarse en ellas, so pena de no
obligar a los contratantes. Si así sucede, se considera que el precio no ha
sido determinado y no hay venta.4 Así, por ejemplo, si las partes encargan
al tercero que fije el precio entre tal y cual suma, no podría salirse de esos
límites y fijar uno más alto que el máximum indicado o más bajo que el
mínimum. Por igual motivo no pueden tomar en consideración para de-
terminar el precio otros elementos que los que se les ha señalado.
Si no se les ha fijado ninguna regla para efectuar esa determinación,
procederán con toda libertad, pero tratando siempre de cumplir fielmen-
te su encargo, esto es, procurando obrar en la mejor forma posible.
El mandato conferido a esos terceros se rige, por consiguiente, por las
reglas generales de este contrato que se aplicarán en lo relativo al nombra-

1 PLANIOL , II, núm. 1383, pág. 466.


2 Tomo 15, núm. 115, pág. 293.
3 Véanse las citas indicadas en la nota 2 de la página 276.
4 RICCI, 15, núm. 115, pág. 293.

277
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

miento del mandatario, a sus facultades, a la extinción del mandato, etc.,


en cuanto les sean aplicables a su índole especial.
El mandato conferido al tercero termina por su muerte, por la deter-
minación del precio y por su renuncia. En los casos de muerte y de renun-
cia, el contrato no queda sin efecto a menos que así hayan convenido las
partes, porque éstas pueden nombrar un nuevo tercero, en conformidad a
lo dispuesto en el artículo 1809 del Código Civil. La venta quedaría sin
efecto sólo si no convienen en él.
Por lo que hace a la revocación del mandato es evidente que habiendo
sido conferido por ambas partes, ambas deben revocarlo. La revocación
que una haga no afecta al tercero ya que ella deberá acatar su fallo no
obstante esa revocación. El nombramiento del tercero es el producto de
una estipulación bilateral; solamente por una nueva estipulación de esa
especie puede dejársele sin efecto.
La revocación puede ser expresa o tácita. Esta última tiene lugar cuando
las partes convienen posteriormente y antes que el tercero determine el
precio en fijarlo ellas mismas o en conferirle esa facultad a otra persona. En
uno y otro caso el precio señalado por el tercero no las obliga. Si dejan sin
efecto el contrato, aquél no puede hacer esa determinación, pues su facul-
tad, desde que era un accesorio de la venta, desapareció con ella. Si a pesar
de eso lo determina, esta determinación no serviría de nada.1
¿Termina la facultad del tercero por la muerte de alguno de los contra-
tantes? Nos pronunciamos por la negativa, porque el mandato fue conferi-
do por ambos y únicamente ambos pueden dejarlo sin efecto. Por otra
parte, los herederos representan al difunto y el contrato de venta los obli-
gará, ya que toda persona contrata para sí y para sus herederos, quienes
suceden a aquél en todos sus derechos y obligaciones transmisibles. La
disposición del artículo 2168 del Código Civil es inaplicable a este caso,
pues se refiere al mandato conferido por una persona y no al conferido
como consecuencia de una estipulación bilateral que no queda sin efecto
con la muerte de uno de los contratantes. Es, pues, indudable que el terce-
ro continúa en sus funciones no obstante el fallecimiento de una de las
partes.
La quiebra, insolvencia o incapacidad del tercero no creemos que tam-
poco ponga fin al mandato porque aquí no ejecuta ningún acto de aque-
llos para los cuales se requiere la capacidad de que esos hechos lo privan.
Las partes al designarlo no lo han hecho en atención a si es o no solvente,
fallido o incapaz, sino en consideración a su persona. Esos hechos que
pueden inhabilitarlo para ejecutar otros actos propios del verdadero man-
dato, no lo imposibilitan para ejecutar un hecho que, en realidad, no es
propiamente jurídico, sino mejor dicho material.
¿Será necesaria la aceptación del tercero? Incuestionablemente, por-
que nadie puede ser obligado a ejecutar un acto sin su voluntad. La acep-
tación puede ser expresa o tácita. Si no acepta el encargo se considera que

1 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 136, pág. 135.

278
DEL PRECIO

no hay determinación del precio, puesto que no ha querido hacerla y


tiene lugar lo dispuesto en el ya citado artículo 1809.
Cualquiera persona puede ser nombrada para determinar el precio,
desde que ese artículo no señala quiénes pueden desempeñar ese cargo,
ni las calidades que para ello se necesita tener. Son las partes quienes
sabrán en qué persona depositan su confianza y pueden, según esto, nom-
brar tanto a un mayor de edad como a un menor o a un incapaz y si lo
quisieran, a un impúber. Este caso sería raro pero si llega a ocurrir, la
determinación del precio sería válida por las razones expuestas.

335. Los terceros, según se ha dicho, deben obrar dentro de los límites
que se les haya señalado, sujetándose a las instrucciones que han recibido.
Entre esas instrucciones puede figurar un plazo dentro del cual deba ha-
cerse la determinación del precio. Ahora bien, si no la hacen en dicho
plazo sino una vez transcurrido éste, ¿vale siempre la determinación?, o
mejor dicho, ¿puede hacerse ésta fuera del plazo señalado o debe hacerse
en él para que haya contrato?
Ricci cree, y con mucha razón, que la cuestión no puede resolverse a
priori, porque es la voluntad de las partes la que lo hace todo y el contrato
valdrá o no según haya sido esa intención o voluntad. De ahí que el juez
deberá, ante todo, en caso de duda, atender a esa intención para resolver
la validez o nulidad de la venta.
Si los contratantes han establecido claramente que el precio deba de-
terminarse dentro de cierto tiempo quedando sin efecto el contrato si así
no se hiciere, es indudable que si no se le determina en ese plazo no hay
venta. Ni el juez puede conceder una prórroga al tercero ni ninguna de
las partes puede obligar a la otra a que acate esa determinación.
En cambio, si los contratantes no han fijado el plazo con el carácter de
fatal, si así pudiera decirse, sino como una estipulación cuya ausencia no
produce la ineficacia del contrato, es decir, como dato ilustrativo o como
expresión de sus deseos, la venta no queda nula en el supuesto que el
tercero no haga la determinación dentro de él, y las partes pueden obli-
garse mutuamente por medio de la justicia a acatar el precio.
Tanto en este caso como en aquél en que no se ha fijado plazo, los
contratantes pueden, de común acuerdo, señalar uno fatal con ese objeto
o recurrir al juez para que fije uno, transcurrido el cual quede sin efecto la
venta si en él no se hiciere la determinación.1
¿Cuando no se ha fijado plazo, se aplica el artículo 184 de la Ley
Orgánica de Tribunales que fija en dos años la duración de las funciones
del árbitro? Desde que los terceros no son árbitros es evidente que esta
disposición no les es aplicable. En tal evento, las partes podrán pedir al
juez que fije un plazo con ese objeto, a menos que ellas lo fijen de co-
mún acuerdo.

1 RICCI, 15, núm. 115, pág. 293.

279
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

336. Los contratantes pueden nombrar uno o varios terceros para que
determinen el precio. En ambos casos se aplican las mismas reglas, salvo
en lo que se refiere a las divergencias que pueden presentarse, o a aque-
llos casos de negativa o imposibilidad de algunos para hacer esa determi-
nación, cuestiones que, por su naturaleza, pueden suscitarse solamente
cuando los terceros son varios.
Cuando se designan varios terceros para que fijen el precio, como to-
dos han sido nombrados con un mismo objeto, deben obrar en idéntico
sentido y marchar de acuerdo para que la estimación sea válida. Si todos
están de acuerdo acerca de un mismo precio, no hay cuestión que éste es
el que todos señalan. La duda de saber si hay o no precio obligatorio para
las partes, surge cuando entre los terceros se suscitan divergencias acerca
de la estimación.
Aquí habrá o no precio según haya sido la intención de las partes. Si
previeron la divergencia, estableciendo reglas especiales para ese evento,
el precio es válido. Pero si no la previeron o, si previéndola, no contempla-
ron el caso que se presenta, no hay contrato.
Cuando las partes nombran varios terceros sin señalar ninguna regla
para el caso de divergencia, se presume que aceptan como precio el que
fije la unanimidad de los terceros. Cualquier desacuerdo que se produzca
acarrea la inexistencia del contrato. Puede decirse que no previeron la
divergencia o, mejor dicho, que estimaron que si ocurría, no podía haber
venta, que no otra cosa significa la imprevisión acerca de ese desacuerdo.
Igualmente, si se nombran dos personas para hacer la estimación y hay
desacuerdo entre ellas, no pueden nombrar una tercera para que lo diri-
ma. No habría venta por falta de precio, a menos que las partes les hubie-
ran conferido esa facultad, en cuyo caso la habría siempre que la estimación
que hicieran las tres se sujetara a lo convenido por aquellas.
Veamos lo expuesto en un ejemplo: supongamos que se nombran seis
terceros encargados de determinar el precio y que las partes digan que en
caso de divergencia de opiniones se tome la de la mayoría o la que cuente
con más votos a su favor o el término medio de todas las estimaciones. Si
hay mayoría sobre un precio, si hay una opinión que cuenta con más votos
que las demás o si se toma el término medio, hay precio y la venta es
válida. Lo mismo sucede si convienen que, en caso de divergencia, se nom-
bre por los terceros otra persona para que determine el precio; de ser así,
éste será el que fije esa persona.
En cambio, si los contratantes nombran seis peritos y nada dicen para
el caso de divergencia, se presume que aceptan la opinión de la unani-
midad y el desacuerdo, aun de uno de ellos, acarrea la inexistencia del
contrato. Del mismo modo, si estipula que si hay divergencia se esté a la
opinión de la mayoría y ésta no se produce porque cada uno opina de
diversa manera, tampoco hay venta, pues si previeron un caso de des-
acuerdo, no previeron, sin embargo, el que se presentó, lo que significa
que aceptaban únicamente el precio fijado por todos o, en su defecto,
por la mayoría. Si se estipula que en caso de divergencia se acepte el
precio que cuente con más votos a su favor, no hay venta si resulta que

280
DEL PRECIO

este evento no se produce, bien entendido, naturalmente, siempre que


haya desacuerdo.
Debe tenerse presente que cuando las partes aluden a la mayoría de los
terceros, al término medio de su estimación o a la opinión que cuente con
más votos a su favor, se entiende que se refieren a la mayoría, al término
medio o a la opinión más favorecida que resulte de los votos o estimación
de todos los terceros designados; de manera que si uno o varios no quisieran
o no pudieran hacerla, no hay precio salvo convención en contrario.
La segunda hipótesis que puede presentarse cuando se nombran va-
rios terceros es que uno o varios se nieguen o no puedan hacer la estima-
ción, sea porque se mueren, sea porque salieron del lugar, etc. Se aplican
las mismas reglas establecidas para el caso de divergencia. Si las partes
guardan silencio al respecto se presume que su intención, al nombrar va-
rios, ha sido obtener una estimación hecha por todos y no por algunos.
Luego, faltando uno o algunos a esa estimación, el acuerdo de los demás
es ineficaz y no hay venta.
Si previeron el caso de que uno o varios no pudieran o no quisieran
opinar, habrá contrato siempre que la situación que se presenta haya sido
prevista por aquellas. De lo contrario, aunque se haya previsto cualquiera
otra, tampoco lo hay. Así por ejemplo, si las partes cuando nombran varios
peritos, agregan que a falta de uno, de dos o tres se esté a la opinión de la
mayoría de los que quedan habrá venta si se presenta este caso; pero no la
hay si se colocan en el caso que falte uno y faltan dos.
Combinemos ambos casos, el de divergencia con el de ausencia de
algunos de los terceros. Si las partes al nombrarlos nadan dicen y son seis,
por ejemplo, sólo hay venta cuando los seis fijan un mismo precio; si falta
uno o si uno no opina como los demás, no la hay. Si aquellas dicen que en
caso de divergencia se estará a la opinión de la mayoría, aunque falten
uno o más a dar su voto, hay venta siempre que la mayoría sobre el total
de los nombrados esté de acuerdo. Así, si son seis, sería necesario el acuer-
do de cuatro, porque en tal caso las partes entienden referirse a la mayo-
ría de todos los peritos, a menos que hayan dicho que se acepta la opinión
de la mayoría de los que quedan. Entonces si faltaran dos, por ejemplo, la
mayoría del resto serían tres. Todavía, si establecen que en caso de des-
acuerdo se esté a la opinión de la mayoría y dado caso que falten algunos
a la de la mayoría de los que queden, es evidente que si ninguna opinión
cuenta con la mayoría ni con relación al total ni con relación al resto, no
hay venta, pues las partes no previeron tal caso y se presume que en esas
circunstancias no aceptaban la estimación del precio.
Si alguno de los peritos falta o no quiere o no puede hacer la estima-
ción y las partes no han previsto esa situación, no hay contrato por falta
de precio, pero ¿podría algunas de ellas obligar a la otra a nombrar un
nuevo tercero? De ninguna manera, pues su intención y deseos son que
todos designen el precio. Podría, sí, dejarse subsistente el contrato siem-
pre que convengan voluntariamente en un reemplazante, en conformi-
dad al artículo 1809 del Código Civil que puede aplicarse, a mi juicio,
tanto al caso que el tercero sea uno como a aquel en que sean varios. Si

281
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

no se avienen sobre el tercero no hay venta y ninguna puede obligar a la


otra a nombrar uno en reemplazo del o de los que falten, ni exigirle
indemnización de perjuicios por la negativa, ya que es libre de nombrar
o no un reemplazante, sin que le afecte responsabilidad de ninguna es-
pecie por no convenir en ello, más aun cuando tal negativa no es la
inejecución de una obligación.1

337. ¿Pueden las partes impugnar o reclamar del precio fijado por el ter-
cero? He aquí una cuestión muy discutida.
Si las partes han estipulado que si no se contentan con la estimación se
reservan el derecho de apelar ante la justicia ordinaria, no hay cuestión
que pueden hacerlo, porque todo contrato es una ley para los contratan-
tes. Pero si nada dicen al respecto, he ahí lo discutible.
Dijimos que el tercero no era árbitro ni perito y que, por lo tanto, su
fallo era inapelable e impugnable; pero puede ocurrir que el tercero haga
una estimación ridícula que no corresponda al valor verdadero de la cosa,
que fije un precio vil, por ejemplo.
En el derecho romano, esa estimación no podía impugnarse ni aun en
caso de lesión y esta doctrina la sostienen actualmente muchos autores.
Para pensar así se fundan en que siendo los terceros mandatarios de las
partes, éstas quedan irrevocablemente ligadas por lo que aquellos hagan y
deben aceptar la determinación del precio que se reputa realizada por
ellas mismas.
No participamos de esta opinión y no creemos que haya alguna razón
para no aplicar al precio fijado por terceros las reglas del precio señalado
por las partes. Si aquellos son mandatarios de éstas y se considera que el
precio que señalan es la obra de los contratantes mismos, no se ve por qué
no puedan aplicársele las reglas que rigen la determinación del precio
hecha directamente por las partes. No hay razón atendible para ser más
estricto con el precio fijado por un tercero que con el señalado por éstas,
que tiene a su favor la presunción de ser el verdadero y que realmente les
interesa, lo que no ocurre con el que fija un tercero.
Así como se confiere la acción de lesión enorme a las partes cuando
ellas señalan el precio, con idéntica razón debe conferirse cuando lo de-
termina un tercero. Por otra parte, donde la ley no distingue, el hombre
no puede hacerlo. Efectivamente, el Código Civil, al conceder la acción
rescisoria por lesión enorme no distingue si el precio es determinado por
las partes o por un tercero y como aquel puede determinarse de dos ma-
neras es claro que la ley, al no hacer distinciones, quiso conferir esa acción
respecto del que se señalare tanto de una manera como de otra.
El artículo 1889 de ese Código habla de “precio que recibe el vende-
dor” y de “precio que paga el comprador”, pero no de precio fijado por las

1 FUZIER-H ERMAN, tomo 36, Vente, núm. 701 a 706, pág. 845; BAUDRY-L ACANTINERIE, De

la vente, núm. 137, pág. 136, GUILLOUARD, I, núm. 104, pág. 125; AUBRY ET RAU, V, pág. 17;
LAURENT, 24, núm. 75, pág. 82; MANRESA, X, pág. 49; RICCI, 15, núm. 114, pág. 291.

282
DEL PRECIO

partes o por un tercero. La regla es general. Siempre que haya un precio


que no guarde con la cosa la proporción que exige la ley, sea señalado por
las partes, sea señalado por un tercero, podrá ser impugnado alegándose
lesión enorme. Bien entendido que esta acción procederá únicamente cuan-
do se trate de inmuebles y cuando el precio que se ha fijado sea inferior a
la mitad o superior al doble del justo precio de la cosa. Si transcurren
cuatro años sin que se ejercite esta acción, ella caduca y la venta se con-
vierte en inatacable.
La ley 9, título V de la Partida V, de donde fue tomada la disposición
de nuestro artículo 1809, acepta también, contrariamente a la doctrina
romana, que el precio determinado por un tercero puede impugnarse,
aunque allí se da mucho mayor latitud a esta regla.
Descartando el caso de la lesión enorme, queda por estudiar si en los
demás, o sea cuando tratándose de bienes respecto de los cuales no proce-
de esa acción, puede atacarse el precio determinado por los terceros.
Hemos dicho que la regla general en esta materia es que las partes
deben aceptar, sin ulterior recurso, la opinión del tercero. Ello es muy
razonable. Las partes, al designarlo, han tenido confianza en él y en su
estimación. Presumen que ésta se hará de buena fe y con arreglo a la
equidad, valiéndose, como dice Ricci, de las luces de su arte o ciencia,
pues de otro modo su confianza sería inexplicable.
De aquí se desprende que si el tercero se aparta por dolo de esas reglas
o de la equidad, el precio ya no es obra de la confianza que tenían en su
persona ni de la buena fe que depositaron en él. Si el tercero ha determi-
nado el precio a su arbitrio, sin sujetarse a regla alguna o dolosamente
con el ánimo de favorecer en forma deliberada a una de las partes o si su
apreciación es obra del engaño de que ha sido víctima por maniobras
fraudulentas de alguna de ellas, puede impugnarse el precio y darse por
ineficaz la venta, a menos que consientan voluntariamente en señalarlo
ellas mismas o en nombrar otro tercero que lo fije. En este caso, ninguna
podría obligar a la otra a aceptar ese precio. Naturalmente, si éste es el
resultado de la aplicación de las reglas de la ciencia o arte del tercero, si
ha sido determinado a conciencia y de buena fe, deben acatarlo y no pue-
den impugnarlo aunque no sea proporcionado al valor de la cosa.
¿Y qué se dirá de los errores en que pueda incurrir el tercero? Estos
errores, dice Ricci, pueden ser involuntarios y depender de la naturaleza
misma del hombre que puede incurrir en ellos aunque obre con prudencia
y con arreglo a los principios de su ciencia o arte, o groseros, como dice ese
autor, y que suponen en el tercero un abandono completo de aquellos prin-
cipios y que constituyen, por consiguiente, culpa lata o casi dolo.
Los errores de la primera especie no influyen en la estimación y las
partes deben aceptar sin reclamo el precio que el tercero fije, pues los
previeron tácitamente desde que al nombrarlo supieron que, como todo
mortal, era susceptible de equivocarse.
Los errores de la segunda especie vician la estimación, porque pue-
den equipararse al capricho o a la arbitrariedad, que no pueden aceptar
las partes que lo nombraron para que hiciera una estimación honrada y

283
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

no arbitraria. La que se sienta lesionada, puede negarse a cumplir el


contrato y, probado el hecho en que funda su negativa, no hay venta por
falta de precio.
Agrega Ricci que el tercero puede rectificar los errores en que haya
incurrido, en cuyo caso la venta es válida. Si no quiere o no puede corre-
girlos no hay contrato.1 Esta corrección no puede hacerse por un nuevo
tercero, a menos que así lo estipulen voluntariamente las partes; pero nin-
guna puede obligar a la otra a que haga ese nombramiento.
De lo dicho fluye que el juez no puede corregir la estimación que
hagan los terceros ni aunque las partes no hayan renunciado los recursos
legales, porque el hecho de no renunciarlos no supone aquí su acepta-
ción, desde que esa estimación es inapelable. Para que lo fuera, sería me-
nester que así se estipulara. De lo contrario se presume que es sin ulterior
recurso, todo lo cual resulta del carácter de mandatarios que tienen. Un
comentador de nuestro Código Civil, el señor Vera, cree, sin embargo,
que los terceros son árbitros, por cuyo motivo los recursos legales proce-
den contra su estimación si no se renuncian expresamente. Esta es una
mala doctrina; el fallo del tercero, a menos de pactarse lo contrario, es
inapelable, pues no se trata de un árbitro ni de un perito.
El juez puede oír y resolver las impugnaciones que las partes formulen
contra la estimación del tercero, fuera del caso en que así se haya conveni-
do: 1) cuando se trate de lesión enorme en la venta de inmuebles; 2) cuan-
do la estimación es el resultado del dolo directo del tercero o del que
proviene del engaño de que ha sido víctima por una de las partes; 3) cuan-
do la estimación es la obra de la arbitrariedad; y 4) cuando es el producto
del error del tercero.
En todos estos casos las partes no están obligadas a aceptar la estima-
ción y pueden reclamar de ella. Si se llega a probar algunos de los hechos
en que se funda el reclamo, no hay venta a menos que convengan en
celebrarla en caso de lesión enorme, con arreglo al artículo 1890 del Códi-
go Civil; o que convengan en señalar un nuevo precio en los casos de los
números segundo y tercero; o que el tercero rectifique sus errores en el
último.
Quede bien establecido que ninguna de las partes puede obligar a la
otra a celebrar el contrato de venta una vez probada la falsedad de la estima-
ción. Esa celebración queda al soberano arbitrio de cada contratante.2

338. Desde que las partes son libres para nombrar cualquiera persona en-
cargada de determinar el precio, no hay ningún inconveniente en que nom-

1RICCI, 15, núm. 119, pág. 302.


2Véase sobre esta materia: AUBRY ET RAU, V, pág. 16; P OTHIER, III, núm. 24, pág. 11;
LAURENT, 24, núm. 78, pág. 87; TROPLONG, I, núm. 158, pág. 207; HUC, X, núm. 37, pág. 61;
GUILLOUARD, I, núm. 107, pág. 127; BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 140, I, pág. 139;
FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núms. 718 a 722, pág. 846; PLANIOL, II, núm. 1385, pág. 467;
MANRESA, X, págs. 50 a 54, RICCI, 15, núm. 119, pág. 300.

284
DEL PRECIO

bren al juez con ese objetivo. Si así sucede, éste deberá observar las instruc-
ciones que aquéllas le den al respecto y a falta de instrucciones podrá proce-
der como estime más conveniente, sujetándose o no al procedimiento judicial,
según lo crea necesario. Podría igualmente nombrar un perito para que lo
informara. Esta manera de obrar no pugna ni con la voluntad de las partes,
ni con las disposiciones legales pertinentes y, por el contrario, sería muy
prudente, puesto que el tercero debe obrar con conciencia y con sujeción a
las reglas del arte o ciencia que profesa o que estime conveniente tomar en
cuenta. El juez, que tal vez es lego en la materia, se asesora, para el desem-
peño de su cometido, de una persona entendida en el asunto, cuyo informe
es meramente ilustrativo, quedando a su arbitrio aceptarlo o no.
Si por cualquier motivo, por muerte, renuncia, ascenso, etc., el juez
deja de seguir desempeñando su cargo, ¿tiene lugar el caso que contem-
pla el artículo 1809, esto es, que el tercero no puede determinar el precio?
La pregunta puede contestarse en dos sentidos diversos, según haya sido
la intención de las partes.
Si designaron al juez en atención a su persona y no en atención al
cargo, es evidente que su muerte pone fin a su mandato; pero no así su
ascenso o renuncia, porque aquí es la persona y no el cargo la que deter-
minó su nombramiento. Esto ocurre cuando las partes dicen, por ejemplo:
“El precio será el que determine el juez señor N.N., cuya honorabilidad
personal nos inspira gran confianza”; u otra frase semejante que haga pre-
sumir que su intención fue nombrar al juez no por el cargo que desempe-
ña, sino en consideración a sus prendas personales.
En cambio, si el juez se nombra en atención al cargo que ocupa o,
mejor dicho, si las partes quieren que el precio lo fije el juez, es decir, un
magistrado judicial, sea quien fuere, el encargo conferido no termina ni
con su muerte, renuncia o ascenso, pues a falta del primero, habrá otro
que lo reemplace y que hará la designación. Así, si se estipula que el pre-
cio será el que señale la persona que desempeñe el juzgado de turno el
día en que se haga la presentación, o el que fije la persona que sirva el 10
de septiembre el primer juzgado, o el que determine el juez del segundo
juzgado civil, cualquiera que sea, es claro que en todos estos casos, no es la
persona misma del juez, sino el cargo de juez el que se ha tomado en
cuenta para el nombramiento.
Determinar cuál ha siso el propósito de las partes y el alcance que han
querido dar a este nombramiento, es una cuestión de hecho que queda a
la apreciación del tribunal y para cuya solución debe tomarse muy en cuenta
su intención, la naturaleza del contrato y las circunstancias preliminares
de su celebración. En caso de duda, creemos que debe optarse por la
primera solución, esto es, que el encargo no termina si el juez abandona
el juzgado que servía, salvo en caso de muerte, porque siendo ésta una
misión de confianza es más creíble que las partes hayan tenido en cuenta
la persona misma del juez que el cargo de tal para confiársela. Este es un
acto de extrema confianza y no es de creer que hayan dejado esa determi-
nación al criterio del primero que llega, a menos de aparecer claramente
manifestado lo contrario.

285
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Finalmente, no debe olvidarse que jamás puede el juez, de motu proprio


o a petición de una de las partes, proceder a determinar el precio, ni aun
en caso de negativa o desacuerdo de aquéllas. En este evento, el contrato
deja de existir: siendo su determinación un acto privativo de los contratan-
tes y que depende de su mero arbitrio, nadie puede obligarlos a efectuar-
la. Esto significaría obligarlos a contratar en contra de su voluntad. Tal
cosa no es posible y pugna con la naturaleza misma del contrato, que es,
por su esencia, un acto de voluntad libre y espontánea.

339. ¿Pueden las partes comisionar al juez o a otra persona para que nom-
bre el tercero encargado de determinar el precio? La ley no contempla el
caso; pero tampoco lo prohíbe, y como en derecho privado puede hacerse
todo aquello que la ley no prohíbe expresamente, creemos que esa desig-
nación es válida como también el precio que ese tercero señale.
Algunos autores, como Laurent,1 sostienen que no podría confiarse al
juez este encargo, porque esos funcionarios no están para celebrar contra-
tos con las partes o para cooperar a su celebración. Sin embargo, no hay
ninguna razón atendible que se oponga a que pueda encomendarse esa
designación al juez y esta opinión es la que ha triunfado.2
En cuanto al encargo conferido a una persona para que nombre el
tercero que debe determinar el precio, no tiene nada de especial y es
perfectamente lícito.3
En ambos casos no hay sino aplicación de la regla general que el precio
se reputa determinado por las partes, puesto que son ellas quienes confie-
ren al juez o a la otra persona la facultad de nombrar el tercero. En lugar de
ser un nombramiento directo de las partes, es un nombramiento indirecto.
Y hay venta desde que se confiere el encargo a una de esas personas, porque
desde ese momento existen los medios de determinarlo que son indepen-
dientes de la voluntad de cada parte, que es lo que caracteriza, precisamen-
te, según se ha dicho, la existencia de un precio determinado.
Claro está que tanto el juez como la persona encargada de nombrar el
tercero, deben sujetarse estrictamente a las estipulaciones del contrato y
fijar tantos terceros como indiquen las partes, en la forma y por el tiempo
señalado, etc.
Es indudable que el juez no podría de motu proprio ni a petición de una
de las partes, proceder a nombrar un tercero que determine el precio en
caso de negativa o de desacuerdo de los contratantes, por las razones ya
dadas. Sólo puede hacer tal nombramiento cuando se le confiere expresa-
mente esa facultad, que no se subentiende.4

1 Tomo 24, núm. 75, pág. 82.


2 GUILLOUARD, I, núm. 102, pág. 123, AUBRY ET RAU, V, pág. 16, BAUDRY-LACANTINERIE,
De la vente, núm. 139, pág. 138.
3 B AUDRY-L ACANTINERIE, ibid., núm. 139 I, pág. 138.
4 TROPLONG, I, núm. 156, pág. 204; LAURENT, 24, núm. 76, pág. 83; GUILLOUARD, I, núm.

101, pág. 122; HUC, X, núm. 37, pág. 59; BAUDRY-LACANTINERIE, ibid., núm. 134, pág. 133.

286
DEL PRECIO

Ahora, si el juez o la persona designada no aceptan el cargo o no lo


nombran, las partes pueden, según el artículo 1809, convenir en otra per-
sona para que haga el nombramiento o en designarlo directamente, a me-
nos que hayan estipulado que si ocurre ese evento no hay contrato. Si no
convienen en la nueva designación no hay venta, de acuerdo con ese artícu-
lo. La disposición citada tiene aplicación en el caso actual por la sencilla
razón que si el juez o la persona que se designa para nombrar el tercero
no hace el nombramiento por cualquier motivo, se supone que éste no ha
podido hacer la determinación, lo que importa la concurrencia de la cir-
cunstancia prevista por ese artículo.
¿Si el tercero nombrado por el juez o por la otra persona a quien las
partes confiaron esa misión no quiere o no puede determinar el precio,
podría aquél o aquélla nombrar otro, o este nombramiento quedaría suje-
to a la voluntad de las partes en virtud del artículo 1809?
Vimos que si el tercero era nombrado directamente por ellas, podían
convenir en otro y a falta de estipulación no había venta.
Aquí la solución es diversa, diversidad que se explica fácilmente. En
efecto, en aquel caso las partes sólo han tenido confianza en esa persona y
nadie puede obligarlas a tenerla en otras, a no ser que convengan en un
nuevo tercero. En este caso, la confianza de las partes se ha depositado en
el juez o en la persona que se designa con ese objeto, confianza que, como
dice Ricci, pasa, a su vez, a todas las que nombren aquél o aquéllas. Por lo
tanto, si ese tercero no quiere proceder a la determinación, el juez o la
persona que hizo el nombramiento, puede nombrar otra en su reemplazo,
de tal modo que siempre puede encontrarse alguna que la haga.1
Si las partes han establecido que no haya venta, si el tercero que nom-
bre el juez o esa persona no quiere o no puede hacer la determinación,
debe cumplirse su voluntad y no podría nombrarse un reemplazante. Si se
establece que se reservan el derecho del artículo 1809, esto es, de conve-
nir en un nuevo tercero, ni el juez ni esa persona pueden proceder a un
nuevo nombramiento. A falta de estas estipulaciones, si el tercero no quie-
re o no puede hacer la determinación, se procederá a una nueva designa-
ción por el juez o por la persona a quien se dio esa facultad.
Lo dicho respecto de las impugnaciones que pueden hacerse a la esti-
mación del precio fijado por un tercero que nombran las partes, tiene
también aplicación aquí, con la variante que, cuando esa estimación pro-
venga del error del tercero, si éste se niega a corregirlo, puede el juez o la
persona encargada nombrar otro para que lo enmiende. Esto no puede
hacerse cuando el tercero es nombrado por las mismas partes. Si no quie-
re hacer la rectificación y si éstas no convienen en nombrar otro, no hay
venta. En el caso que ahora estudiamos, el juez o aquella persona pueden
nombrar un nuevo tercero si el primitivo no quiere corregir el error, por-
que al nombrarse al juez o a otro individuo para que lo designara, han
tenido confianza en él y en todos los individuos que nombren.

1 RICCI, 15, núm. 117, pág. 297.

287
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Cuando la estimación del tercero nombrado por intermedio del juez o


de otra persona adolece de lesión enorme o es el producto del dolo o de
la arbitrariedad, no pueden nombrar un nuevo tercero, porque aquí no
cabe corrección posible. La venta, en tales casos, es ineficaz, a menos que
ocurran las circunstancias que ya mencionamos al hablar de las impugna-
ciones que pueden hacerse a la estimación del tercero.1

340. ¿En qué momento deben colocarse los terceros para determinar el
precio?
Esta cuestión se resuelve precisando el momento en que se perfeccio-
na la venta. Su solución es diversa, sea que los terceros se nombren en el
mismo contrato o que su nombramiento se difiera para después. Ella tiene
interés cuando la cosa ha aumentado o disminuido de valor entre la cele-
bración del contrato y la fijación del precio, lo que puede originar dificul-
tades entre las partes. De ahí que para evitarlas convenga establecer la
época en que aquellos deban colocarse para hacer esa determinación.
Cuando los peritos han sido nombrados en el contrato mismo, hay
venta desde ese momento, aunque condicional, y la prueba es que una vez
señalado el precio sus efectos se retrotraen a esa época. El contrato de
venta se perfeccionó cuando se nombró el tercero, porque entonces hubo
acuerdo sobre la cosa y el precio, que quedó determinado con ese nom-
bramiento. La intención de las partes no ha sido referirse al precio que la
cosa tenga cuando los terceros hagan la estimación sino al que tenía cuan-
do los nombraron, ya que al designarlos en el contrato mismo se fijaron
en el precio que en ese tiempo tenía la cosa y en vista de él contrataron.
Lógico es que tome como base el valor que la cosa tenía al tiempo de su
nombramiento.2
Pero si los terceros nombrados en el mismo contrato deben tomar como
base el precio que la cosa tenía a la época de su nombramiento, no ocurre
lo mismo cuando éste se deja para después.
Aquí el contrato se perfecciona una vez que se nombra el tercero por
los contratantes. Su consentimiento con relación al precio existe una vez
que se designa aquél, ya que antes de eso no hay vínculo obligatorio con
relación a ese elemento. Por consiguiente, es a esta época a la que las
partes han entendido referirse al celebrar el contrato, esto es, al valor que
la cosa tenía cuando fueron nombrados.
Si se encarga al juez o a otra persona que designe el tercero que debe
determinar el precio, el contrato se perfecciona cuando las partes confie-
ren esa facultad al juez o a dicha persona. Luego, los contratantes se han
referido al valor que la cosa tuvo al tiempo de conferirse esa facultad y no
al que tenga cuando se nombre el tercero por el juez o por la persona
encargada de hacer ese nombramiento. Según esto, cuando las partes han

1
Véase núm. 337, pág. 282.
2RICCI, 15, núm. 118, pág. 300; BAUDRY-LACANTINERIE, ibid., núm. 140, pág. 139; GUI -
LLOUARD, I, núm. 106, pág. 126.

288
DEL PRECIO

conferido al juez o a otra persona el encargo de designar el tercero que


fije el precio, éste debe tomar en cuenta para hacer esa determinación el
valor que la cosa tuvo cuando se celebró el contrato, o sea, cuando se
nombró al juez o a dicha persona y no al que tenía cuando él fue designa-
do, como sostiene Baudry-Lacantinerie.1

341. La venta tiene también un precio determinado si, habiéndose señala-


do uno en el contrato, las partes convienen, sin embargo, en que debe
procederse a su determinación por un tercero, a fin que aquél se aumente
o disminuya hasta igualarlo con el que éste señale. Este caso es análogo a
aquél en que, habiendo convenido los contratantes en un precio, lo au-
mentan o disminuyen posteriormente con relación al sobreprecio que el
comprador obtenga con la reventa de la cosa.
A primera vista pudiera creerse que ese precio no es determinado,
porque el que aparece como tal no es el definitivo sino el provisorio y sólo
sirve de base para hacer su verdadera determinación, que resultará de
aumentarlo o disminuirlo en atención a la estimación que se haga por el
tercero.
El precio es determinable, pues se señalan los medios para conocerlo
exactamente y la contradicción aparente que pudiera resultar de aumen-
tarse o disminuirse el ya señalado no existe, porque el precio aún no está
fijado en definitiva. Lo que aparentemente se presenta como precio no
es sino una base para determinarlo. Habría contradicción si el precio
fijado por las partes no sufriera ninguna alteración y se aceptara a la vez
como tal el señalado por el tercero. Pero nada de eso ocurre aquí como
se ha visto.2
Veamos un ejemplo: A vende a B una propiedad y se fija como precio
la suma de diez mil pesos, que se aumentará o disminuirá con arreglo a la
estimación que haga un tercero que nombran las partes. Si el tercero fija
como precio $ 12.000, el vendedor tendrá derecho, si ya ha recibido el
precio, a dos mil pesos más. En cambio, si el tercero fija como precio
$ 8.000, el comprador sólo está obligado a pagar esta suma. Si la pagó, el
vendedor debe restituirle dos mil pesos.
Una estipulación de esta naturaleza es difícil que se presente en la
práctica y tiene más bien un carácter doctrinario. Tendría aplicación, tal
vez, si el vendedor necesitara dinero y para no fijar el precio con precipita-
ción se designa uno provisionalmente, dejando su verdadera determina-
ción a un tercero con arreglo a la cual se aumentará o se disminuirá aquél.
El caso, sin embargo, se presentó en la Corte de Turín (Italia) en 1876
y fue resuelto negativamente, es decir, se creyó encontrar una contradic-
ción entre ambos términos y se invalidó el contrato declarando que no
había precio cierto, lo que a juicio de Ricci es un error por las razones ya
expuestas, que son las que da este autor.

1 Núm. 140, pág. 139.


2 RICCI, tomo 15, núm. 116, pág. 295.

289
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

342. ¿Si las partes dejan de determinación del precio al arbitrio de un


tercero cuyo nombre no señalan en el contrato, vale la venta?
En realidad, aquí no hay precio, porque no es la designación de un
tercero en general sino de una persona determinada lo que importa su
determinación. Si no se sabe quién es esa persona las partes tendrán que
nombrarla y esto requiere un nuevo acuerdo al respecto, lo que es incom-
patible con la existencia del contrato que exige, para su validez, la reunión
de todos sus elementos en tal forma que no sea menester un nuevo acuer-
do de voluntades sobre ninguno de ellos. En este caso, el precio aún de-
pende de la voluntad de las partes, puesto que su consentimiento será
necesario para designar el tercero.
Luego, no hay precio por falta de acuerdo sobre la persona que debe
determinarlo y, por consiguiente, no hay contrato de venta. Y éste no val-
dría ni aunque se nombrara después alguna persona con ese fin, porque
al tiempo de su formación no hubo precio, puesto que éste no se determi-
nó ni se señaló la manera de determinarlo. El contrato era inexistente y
no puede validarse por un hecho posterior. Habría tal vez un nuevo con-
trato, pero no sería el primitivo. Los romanos resolvían esta cuestión en
idéntico sentido. Según Gayo, la venta no valía cuando la determinación
del precio se dejaba a una persona cuyo nombre no se señalaba.1
Si las partes encomiendan la determinación del precio a un tercero y
no designan su nombre y dejan esta designación para después, habrá con-
trato siempre que se avengan en el nombre del tercero, en cuyo caso aquél
existirá desde que se haga tal nombramiento.

343. Si no se ha determinado el precio ni la manera de determinarlo tam-


poco hay contrato y ninguna de las partes puede pedir al juez que lo de-
termine.2
La determinación del precio es algo que pertenece únicamente a ellas
y a las personas a quienes hayan confiado esa misión. Si ninguna de estas
cosas ha ocurrido, quiere decir que las partes olvidaron convenir sobre un
elemento esencial del contrato y éste es inexistente. No podría el juez
señalar ese precio a petición de alguno de los contratantes, pues la ley no
le da esa facultad y, por otra parte, no es esa una cuestión que deba resol-
verse por los tribunales, que en este punto no tendrían otra cosa que ha-
cer que declarar inexistente el contrato. Si no pueden compelerlas a ello
aun cuando hayan convenido en nombrar un tercero con posterioridad,
menos podrían forzarlas a fijar el precio en este caso en que el contrato es
inexistente. Este no valdría ni a pesar que las partes convinieran en deter-
minar el precio, habría allí un nuevo contrato pero no el mismo anterior;
éste adolece de un vicio insubsanable.

1
Digesto, libro 19, título 2, ley 25.
2TROPLONG, I, núm. 157, pág. 205; AUBRY ET RAU, V, pág. 16, nota 29; LAURENT, 24,
núm. 76, pág. 84; GUILLOUARD, I, núm. 101, pág. 122; HUC, X, núm. 37, pág. 59; BAUDRY-
LACANTINERIE, ibid., núm. 134, pág. 133; RICCI, 15, núm. 117, pág. 297.

290
DEL PRECIO

Por otra parte, la facultad de determinar el precio es tan exclusiva de cada


contratante como la facultad misma de contratar y así como nadie puede ser
obligado a esto último, nadie puede tampoco ser obligado a fijar el precio en
un contrato que no existe ni mucho menos a aceptar el que fije el juez.
Diverso sería el caso en que ambas partes ocurrieran ante el juez pi-
diendo la determinación del precio o que en el contrato se hubiera conve-
nido que, a falta de acuerdo sobre el particular, aquél hiciera ese
nombramiento porque entonces se presume que ambas han convenido
tácitamente en facultarlo con ese objeto y cualquiera podría ocurrir a él
solicitando ese nombramiento.
No debe confundirse la imposibilidad en que se encuentra el juez para
fijar el precio a petición de uno de los contratantes cuando éste no se ha
determinado en el contrato ni se ha señalado la manera de determinarlo con
aquel en que se encarga al juez esa determinación. En éste, el juez que fija el
precio no hace sino desempeñar el encargo que las partes le confiaron y en
uso de esta facultad procede a determinarlo. En el que ahora se discute las
partes no le han confiado esa facultad y no podría proceder a ello.

344. Si las partes no han fijado precio ni la manera de determinarlo, nin-


guna puede solicitar al juez que nombre un tercero con ese objeto. Lo
dicho respecto al caso estudiado en el número anterior se aplica íntegra-
mente al presente, pues son idénticos. La diferencia estriba solamente en
que en aquél se pide al juez que él mismo haga la determinación, en tanto
que en éste se solicita que nombre un tercero con ese fin. Así como allí no
podría hacerlo aquí tampoco puede proceder a nombrar el tercero. Esta
facultad la tienen las partes o la persona a quien la hayan conferido. No
habiendo mandato expreso al respecto, el juez no puede avocarse una
facultad que no le han dado ni la ley ni los contratantes.
Como en el caso citado, el juez podría hacer ese nombramiento si
ambas partes ocurrieran ante él pidiéndole que nombre un tercero, por-
que entonces se presume que tácitamente le han conferido esa facultad.
Pero si sólo una de ellas lo solicita, no habiéndose determinado el precio
en el contrato ni la manera de determinarlo, el juez no puede nombrar
un tercero para que lo fije. Si lo hace, ese nombramiento no tiene efecto
alguno ni obliga a los contratantes.

345. Si las partes han convenido en determinar el precio en una época


posterior y llegada ésta no se ponen de acuerdo al respecto, no hay venta y
el juez no podría, tampoco, hacer esa determinación. Vimos más arriba
que cuando el señalamiento del precio se difería para una época poste-
rior, no había contrato mientras el acuerdo respectivo no se produjera,
porque hasta ese momento aquél dependía de la voluntad de cada parte,
lo que pugnaba con la existencia de un vínculo obligatorio referente al
precio que es lo que se requiere para que haya venta.1

1 Véase núm. 326, pág. 263.

291
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Luego, si en esa época no se produce acuerdo sobre este elemento,


éste no se ha determinado y no hay contrato. Ninguna persona podría
hacer esa determinación. Se trata de una facultad privativa de las partes
que, salvo convención en contrario, nadie puede ejercer. Por idénticas ra-
zones, ninguna de ellas podría pedir al juez que la hiciera, a menos que
ambas ocurran a él con ese objeto o que hayan convenido que a falta de
acuerdo sobre el particular el precio sea señalado por el juez.

346. Y éste no podría hacerla, a mi juicio, ni aunque la costumbre del


lugar fuera que, en caso de desacuerdo de las partes sobre el precio, esa
determinación corresponde al juez. En el mismo sentido se ha pronuncia-
do la Corte de Apelaciones de Santiago, que en un considerando dice:
“Que, aun cuando por el demandante se ha pretendido justificar que es costum-
bre establecida en Matanzas que, cuando se fija una época para ponerle precio a
un mercadería y falta el acuerdo que sobre el particular debe producirse después
entre el comprador y el vendedor, es el juez quien lo determina tomado como
base el precio que en esa época tuviera el artículo en la localidad, no existe aquí el
silencio de la ley que deba ser reemplazado por la costumbre”.1
Esa decisión es conforme a derecho y a los principios que rigen esta
materia.
En efecto, la ley señala dos maneras de señalar el precio: el acuerdo de
las partes y la estimación de un tercero nombrado por aquellas. A falta de
una de esa maneras no hay venta y, en su defecto, no podría invocarse la
costumbre porque ésta constituye derecho en los casos en que la ley se remi-
te a ella, lo que no sucede en lo relativo a la determinación del precio.
Unicamente si las partes convinieran en forma expresa que en su des-
acuerdo se haga la determinación con arreglo a la costumbre del lugar,
podría efectuarla el juez, si ésta fuera la costumbre. Esa estipulación equi-
valdría a decir que en caso de desacuerdo el precio lo fije tal persona,
pues las partes al referirse a la costumbre han entendido facultar a aquél
para que lo determine.
El contrato no fracasaría aquí por el desacuerdo de los contratantes,
puesto que al remitirse a la costumbre, o sea, al convenir que el juez
haga la determinación, confirieron esa facultad a un tercero, de modo
que esa determinación era ya independiente de la voluntad de cada uno
de ellos.

347. Una cuestión muy discutida desde tiempo atrás es la referente a sa-
ber si la venta es válida cuando se hace por lo que vale la cosa. Pothier
opinaba por la afirmativa fundado en que si el precio no está bien deter-
minado se presume que las partes, al contratar en esa forma, han querido
que sea determinado por terceros, es decir, se remiten tácitamente a la
determinación del precio que éstos hagan.2 Todos los autores modernos,

1 Sentencia 2.645, pág. 27, Gaceta 1890, tomo II.


2 III, núm. 26, pág. 12.

292
DEL PRECIO

sin embargo, rechazan la opinión de Pothier y consideran que en este


caso no hay venta.1 Creemos que son éstos quienes están en la razón.
El precio sólo pueden determinarlo los terceros, según el artículo 1809
del Código Civil, cuando expresamente se les confiere esa facultad por los
contratantes. De modo que sin nombramiento expreso no pueden hacer
esa determinación. Cuando se vende una cosa por lo que vale, tal designa-
ción no existe, ni está en el ánimo de las partes que aquella se haga por
terceros, ni ese nombramiento se comprende tampoco en dicha estipula-
ción. En consecuencia, no hay precio determinado, pues el valor de la
cosa es precisamente lo indeterminado y el que deben fijar las partes, puesto
que en esto consiste la determinación del precio.
Claro está que el precio es determinado si las partes dicen que la venta
se hará por lo que valga la cosa tal día y ésta es de las que tienen un precio
corriente. Es el caso que estudiamos más arriba.2 Pero si se dice “por lo
que vale la cosa”, no hay precio determinado porque no se sabe a qué día,
a qué lugar ni a qué época se remiten las partes, desde que esa frase no
tiene ante la ley ningún significado, como ocurre con el “precio corriente
de plaza” que significa el del día de la entrega.
Naturalmente si le dan algún significado a la frase “por lo que vale la
cosa”, como sería si dijeran que debe entenderse por tal el valor del día
del contrato, el del día de la entrega o el que fije un tercero, la venta vale,
porque, al hablar de lo que vale la cosa, se han referido no a un valor
indeterminado, sino a un valor cierto y preciso o al que resulte de tal
forma de determinación.

348. Tampoco hay venta cuando se vende por el precio que se ofrezca al
vendedor. Aquí el precio es indeterminado, pues depende, en cierta ma-
nera, de la voluntad de una de las partes, ya que será el que se ofrezca al
vendedor. La oferta que se haga a éste será la que determine el precio que
debe pagar el comprador que no ha intervenido en su estimación. Resul-
ta, pues, que está obligado a aceptar el que aquél fija. Esto es contrario a
la naturaleza del contrato de venta.
Este pacto podría valer como una promesa de preferencia a favor de la
persona con quien contrató el vendedor, en virtud del cual éste queda
obligado, una vez que encuentre el precio que le convenga entre los que
se le ofrezcan, a ofrecer la cosa al comprador por ese precio. Si éste no lo
acepta, queda en libertad de venderla a quien quiera.3
Hay aquí un derecho de opción para el vendedor. Entre todos los pre-
cios que se le ofrezcan elegirá el que más le convenga, sin que esté obliga-

1 B AUDRY-L ACANTINERIE, núm. 132, pág. 132; AUBRY ET RAU, V, pág. 18; G UILLOUARD, I,

núm. 110, pág. 131; TROPLONG, I, núm. 159, pág. 259; HUC, X, núm. 36, pág. 58.
2 Núm. 322, pág. 342.
3 P OTHIER, III, núm. 27, pág. 12; TROPLONG, I, núm. 153, pág. 203; HUC, X, núm. 36,

pág. 58; G UILLOUARD, I, núm. 111, pág. 132; AUBRY ET RAU, V, pág. 18; BAUDRY-LACANTINE-
RIE, ibid., núm. 133, pág. 132; B ÉDARRIDE, núm. 74, pág. 101.

293
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

do a vender por el que primeramente se le ofrezca. La única obligación


que tiene es ofrecer la cosa preferentemente a la persona con quien con-
trató, cuando encuentre un precio que le acomode. En conclusión, hay en
este pacto un derecho de preferencia para esa persona y un derecho de
opción para el vendedor. La determinación del precio depende del acuer-
do de ambas partes, cuya base será el que escogió el vendedor entre todos
los que se le ofrecieron.
Un ejemplo nos hará comprender mejor estas ideas: A vende a B un
caballo por el precio que se le ofrezca. Aquí no hay venta. C ofrece a A
$ 100 por el caballo, D $ 150, E $ 200 y F $ 120. A no está obligado a
vender a B por el precio que le ofreció C, que suponemos que será el
primero que se le ha ofrecido; A tiene derecho a escoger entre todos ellos.
Aceptemos que A escoja el que le ofrece E, o sea $ 200. Hecha esta elec-
ción, debe cumplir la única obligación que contrajo por ese pacto y que
consiste en ofrecer a B la venta del caballo por ese precio antes que a toda
otra persona. Si B no acepta, A queda en libertad de venderlo a quien
quiera.
Según esto, Pardessus tiene mucha razón cuando dice que la venta por
el precio que se le ofrezca al vendedor, “vale no en cuanto el comprador
está obligado a pagar al vendedor el precio que éste pretende que le ha
sido ofrecido, ni aun el que tal o cual persona indicada por él declare
ofrecerle, sino en cuanto el que ha hecho la promesa no será libre de
vender a otro sino después de haber comunicado a la persona para con
quien se obligó que se le ha ofrecido tal precio y de hacerle saber que si
no toma la cosa por ese precio queda en libertad de disponer de ella”.1

349. Nuestro Código de Comercio, tratando de las ventas comerciales, con-


templa este caso en el artículo 141 y establece que cuando se compran
mercaderías por el precio que se ofrezca al vendedor, éste, como es natu-
ral, una vez que encuentra un precio que le acomoda, debe hacérselo
saber al comprador quien en ese momento puede aceptar o desistirse del
contrato. Agrega el artículo que si transcurren tres días sin que el vende-
dor requiera al comprador, el contrato quedará sin efecto. Pero si en la
venta que se hace por el precio que otro ofrezca, se hubieren entregado
las mercaderías al comprador, se presume que las partes han aceptado el
precio que la cosa tiene el día de la entrega.
Dice el artículo 141: “En el caso de compra de mercaderías por el precio que
otro ofrezca, el comprador en el acto de ser requerido por el vendedor, podrá llevarla
a efecto o desistir de ella. Pasados tres días sin que el vendedor requiera al compra-
dor, el contrato quedará sin efecto. Pero si el vendedor hubiere entregado las mercade-
rías, el comprador deberá pagar el precio que aquellas tuvieren el día de la venta”.
Este artículo no es sino aplicación del artículo 139 que presume la
aceptación tácita del precio cuando la cosa es entregada. Se aplica sola-
mente a las ventas mercantiles.

1 I, núm. 275, pág. 189.

294
DEL PRECIO

350. La tercera regla que, según dijimos, debía tenerse presente en lo


relativo a la determinación del precio, es la del inciso final del artículo
1809, que dice: “No podrá dejarse el precio al arbitrio de uno de los contratan-
tes”. Esta disposición data del tiempo de los romanos. Gayo decía que no
había venta cuando el vendedor decía al que quería comprar: te vendo
en lo que quieras, en lo que estimes justo. 1 La ley 9 del título V de la
Partida V reprodujo textualmente esa regla que a su vez fue incorporada
al proyecto de Goyena en el artículo 1371, de donde fue tomada por
nuestro Código y por el español (artículo 1479).
Si el precio se deja al arbitrio de uno de los contratantes no hay venta y
la razón es muy sencilla. Sabemos que la compraventa se perfecciona cuan-
do hay acuerdo de las partes sobre la cosa y el precio, acuerdo que se
forma desde que ambas dan su consentimiento con relación a esos ele-
mentos. Es evidente que ese acuerdo no existe cuando solamente una de
ellas fija el precio, porque entonces ésta es quien lo conoce y lo determi-
na, sin que la otra tome parte en esa determinación que puede ser irriso-
ria y ridícula o no convenirle. No habiendo acuerdo bilateral sobre el precio
cuando se fija por uno de los contratantes, no existe el concurso de volun-
tades sobre él que es necesario para la formación del contrato.2 Por lo
demás, en una estipulación de esta especie habría una condición potestati-
va que dependería de la mera voluntad del que se obliga, ya que sería
libre para él fijar o no un precio o fijarlo alto o bajo y en todo caso habría
contrato. Según el artículo 1478 del Código Civil esa obligación es nula,
nulidad que acarrea necesariamente la del contrato. Los autores no discre-
pan en negar la validez de la venta cuyo precio se deja al arbitrio de uno
de los contratantes3 y la misma doctrina ha sustentado la Corte de Apela-
ciones de Santiago.4
Si una de las partes señala el precio, porque así se ha estipulado, y la
otra lo acepta y se conforma con él, no cabe duda que hay venta, porque
el precio, aunque propuesto por una de ellas, ha sido fijado por ambas.

1 Digesto, libro 18, título I, ley 35, núm. 1; ORTOLAN, II, pág. 337; MAYNZ, II, pág. 202;

RUBEN DE COUDER, II, pág. 181; POTHIER, III, núm. 29, pág. 13.
2 MANRESA, X, pág. 57.
3 B AUDRY -LACANTINERIE, ibid., núm. 132, pág. 131; TROPLONG, I, núm. 151, pág. 202;

HUC, X, núm. 37, pág. 59; LAURENT, tomo 24, núm. 73, pág. 80; MANRESA, X, pág. 57; FUZIER-
HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 664, pág. 843.
4 Sentencia 2.645, pág. 26, Gaceta 1890, tomo II.

295
CAPITULO SEXTO

DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO


DE VENTA

351. El artículo 1445 del Código Civil, al señalar los requisitos que deben
concurrir en todo contrato, establece en primer lugar la capacidad del
que se obliga y dice: “Para que una persona se obligue a otra por un acto o
declaración de voluntad, es necesario: 1º Que sea legalmente capaz”. Este princi-
pio se aplica sin distinción alguna a todo contrato y, por consiguiente, a la
compraventa. No nos detendremos a analizar en qué consiste y el porqué
de su necesidad, pues ello es materia de otro estudio. Baste saber que para
la validez de todo contrato se requiere la capacidad de las partes.
En la compraventa, a más del consentimiento, cosa y precio, es me-
nester que las partes tengan capacidad para celebrarla, es decir, estén
en situación legal de dar origen a un contrato exento de vicios. Pero si
la capacidad de las partes es necesaria para su validez no lo es, sin
embargo, para su existencia y de aquí que aun cuando sea un requisito
para el contrato de venta, no lo hayamos colocados entre los que son
de su esencia.
Esto tiene su explicación. En el contrato de compraventa, como en
todo contrato, hay requisitos de su esencia, es decir, requisitos sin los cua-
les no puede adoptar vida jurídica el acto que se pretende realizar; y requi-
sitos que aunque sean necesarios para que no adolezca de vicios, no lo son
para que exista. De aquí que sólo pueden denominarse requisitos esencia-
les de la compraventa el consentimiento, la cosa y el precio; y requisito
necesario para su validez, la capacidad. La ausencia de los tres primeros
importa la inexistencia del contrato. La falta de capacidad, acarrea su nuli-
dad que puede ser absoluta o relativa.
Lo expuesto puede apreciarse mejor en un ejemplo. Si A vende a B un
caballo y no se fija el precio, o le vende un animal sin precisarlo, o hay
error acerca de la especie de contrato que se celebra, no hay venta por
falta de precio, en el primer caso, de la cosa u objeto en el segundo y del
consentimiento en el tercero. En cambio, si A vende a B tal caballo en tal
suma, y resulta que B no tiene capacidad para comprarlo, el contrato de
venta existe, tiene vida jurídica, pero adolece de un vicio que puede dar
origen a su nulidad; y como existe, puede ocurrir también que si transcu-
rre cierto tiempo sin que aquélla se haga valer, el contrato llegue a existir
exento de todo vicio.

297
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

La diferencia es, pues, esencial entre ambas especies de requisitos y a


esta diferencia se debe que unos y otros sean considerados como de muy
diversa índole. En resumen, podemos decir que aunque la capacidad de
los contratantes es un requisito necesario para la validez del contrato de
venta, no lo es para su existencia; de tal modo que si falta no impide su
formación y sólo da origen a su nulidad que, según los casos, puede ser
absoluta o relativa.1

352. En derecho civil rige el principio que una persona puede hacer todo
aquello que una ley no le prohíba expresamente. Este principio está esta-
blecido en forma explícita en lo relativo a la capacidad para contratar en
el artículo 1446 cuando dice que “toda persona es legalmente capaz, excepto
aquellas que la ley declara incapaces”. Esta regla general para todos los contra-
tos la repite y la especifica para el contrato de venta el artículo 1795 que
dice: “Son hábiles para el contrato de venta todas las personas que la ley no declara
inhábiles para celebrarlo o para celebrar todo contrato”. Según este artículo pue-
den celebrar la compraventa todas las personas a quienes la ley no les
prohíba su celebración o la de cualquier otro contrato. Resulta de aquí
que en materia de venta la capacidad es la regla general y la incapacidad
es la excepción. Por consiguiente, para saber si una persona puede cele-
brar este contrato, no debemos averiguar si es capaz, sino si es incapaz o,
como dice Baudry-Lacantinerie, no tenemos que buscar si hay una ley que
se lo permita sino si hay alguna que se lo prohíba.2
De este aforismo fluye una consecuencia muy importante y es que las
incapacidades para celebrar un contrato sólo pueden emanar de la ley. Es
ésta la única que puede privar a los individuos de la capacidad necesaria
para contratar, puesto que en caso contrario, tal capacidad existe, en ra-
zón de ser capaces todos aquellos que la ley no declara incapaces.
Desde que las incapacidades para celebrar el contrato de venta tienen
origen en la ley únicamente, es indudable que toda maniobra o todo ardid
de los particulares tendiente a impedir el libre ejercicio de la facultad de
vender o comprar constituye, como dice Huc, un atentado al derecho ajeno
que en ciertos casos importan delitos penados por la ley. Así ocurre con las
trabas que se ponen a la libertad de los remates o subastas públicas (art. 287
del Código Penal) y con varios otros actos relativos a coartar esa facultad.3
Del principio de que son capaces para celebrar este contrato todos
aquellos que la ley no declara incapaces, se deriva también otra conse-
cuencia y es que no hay más incapacidades que las señaladas por la ley, de

1 BAUDRY-LACANTINERIE, núm. 195, pág. 204.


2 BAUDRY-LACANTINERIE, núm. 195, pág. 204; AUBRY ET RAU, V, pág. 30; GUILLOUARD, I,
núm. 112, pág. 134; LAURENT, tomo 24, núm. 29, pág. 39; HUC, X, núm. 39, pág. 64; TRO -
PLONG, I, núm. 165, pág. 215, MANRESA, X, pág. 87; RICCI, 15, núm. 121, pág. 307; P LANIOL,
II, núm. 1411, pág. 473; FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núms. 724 y 725, pág. 846; DOMAT,
Lois civiles, Du contrat de vente, título II, sección I, núm. 4, pág. 156.
3 HUC, X, núm. 39, pág. 65.

298
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

modo que no pueden extenderse por analogía o similitud a otros casos no


contemplados por ella.1 Esta consecuencia, por lo demás, no es sino apli-
cación de la regla que las prohibiciones o incapacidades establecidas por
la ley, desde que son de derecho excepcional, como dice Ricci, son de
interpretación estricta y no pueden aplicarse fuera de los casos que ella
enumera. En otros términos, tienen efecto restrictivo.
Resumiendo lo expuesto, podemos decir que sólo son incapaces para
celebrar el contrato de venta las personas a quienes la ley declara expresa-
mente incapaces, siendo todas las demás legalmente capaces, sin que esas
incapacidades puedan aplicarse por analogía a personas que la ley no ha
mencionado.2

353. De los términos del artículo 1795 se deduce que las personas a quie-
nes la ley declara inhábiles para el contrato de venta pueden serlo única-
mente para celebrar este contrato o bien para celebrar cualquier otro.
Este artículo dice: “Son hábiles para el contrato de venta todas las personas que
la ley no declara inhábiles para celebrarlo o para celebrar todo contrato”. Según
esto, la inhabilidad es general o común y particular o especial.
Es inhabilidad común aquella que impide celebrar cualquier con-
trato; y es inhabilidad especial la que imposibilita al individuo para
celebrar el contrato de venta. Ya el artículo 1447 había establecido un
principio análogo al disponer que, a más de las incapacidades genera-
les o comunes, hay “otras particulares que consisten en la prohibición que la
ley ha impuesto a ciertas personas para ejecutar ciertos actos”. En esta disposi-
ción la ley se refiere a las incapacidades establecidas para celebrar el
contrato de venta.
La incapacidad especial para el contrato de venta afecta naturalmente
a las personas que son legalmente capaces para realizar cualquier contra-
to, pues de lo contrario quedarían incluidas en la regla general que no
pueden celebrar el contrato de venta los que no pueden celebrar los de-
más contratos. La incapacidad no provendría aquí de la situación especial
en que se encuentran para efectuar la compraventa, de cuya situación ema-
na su incapacidad, sino de ser incapaces ante la ley para contratar en ge-
neral, en razón de carecer del discernimiento o independencia de criterio
suficiente para ello. Por esto he dicho que la incapacidad especial para
celebrar el contrato de venta sólo afecta a las personas que son capaces de
celebrar cualquier contrato.
Son estas incapacidades especiales, establecidas por la ley para impedir
que las personas capaces que se encuentran en una determinada situación
jurídica celebren el contrato de venta, las que constituyen el objeto de este
capítulo y las que serán objeto de un especial análisis por nuestra parte, en
atención a la importancia que tienen.

1 MANRESA, X, pág. 87; RICCI, 15, núm. 124, págs. 314 y 317; MARCADÉ, VI, pág. 199.
2 BAUDRY-LACANTINERIE, núm. 195, pág. 204; PLANIOL, II, núm. 1411, pág. 473; LAURENT,
24, núm. 29, pág. 40.

299
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

354. Precisado el alcance de ambas incapacidades, conviene hacer ver sus


diferencias que, en síntesis, pueden reducirse a dos. En primer lugar la inca-
pacidad común inhabilita a la persona a quien afecta para celebrar todo con-
trato, en tanto que la incapacidad especial sólo la inhabilita para celebrar el
contrato de venta, pudiendo realizar todos los demás. De aquí resulta que la
incapacidad común imposibilita para celebrar todo contrato con cualquiera
persona, sobre cualquier objeto y cualquiera que sea la situación en que el
incapacitado se encuentre. En cambio, el inhabilitado para el contrato de
venta está privado de vender o comprar a tal o cual persona y tales y cuales
bienes, lo que depende de la situación jurídica que adopte respecto del ven-
dedor o del comprador, pudiendo, en consecuencia, celebrar el mismo con-
trato de venta con otras personas y respecto de otros objetos que no sean
aquellos a que se refiere la ley. Esta consecuencia es importantísima, porque
no es la venta en general la que se prohíbe a causa de esta incapacidad espe-
cial sino la venta en tales condiciones, de donde se desprende que ella se
refiere a ciertos y determinados casos taxativamente enumerados por la ley.
Esto es lo que ha hecho que algunos autores, tales como Huc y aun
Planiol, consideren esta incapacidad no como inhabilidad o incapacidad
propiamente dicha, sino como prohibición para vender o comprar en cier-
tos casos. El primero de los autores dice: “Al establecer el legislador de un
modo general que todos aquellos a los cuales la ley no se lo prohíbe, pue-
den comprar o vender (art. 1594 del Código francés), ha querido decir
únicamente que ciertas personas que son capaces, por lo general, están
privadas en ciertos casos del derecho de vender o de comprar. Se refiere
con ello más bien a prohibiciones más o menos justificadas que a incapacida-
des”.1 En realidad, no es mucha la diferencia que existe entre ambos con-
ceptos, porque el que está incapacitado para comprar puede decirse que
tiene prohibición de comprar desde el momento que la idea de capacidad
significa la facultad de poder pactar válida y libremente un contrato. Bau-
dry-Lacantinerie,2 con la lógica que lo caracteriza, combate la opinión de
Huc y en nuestro modesto criterio creemos que, al proceder así, está en la
razón. En efecto, el artículo 1447, después de enumerar las incapacidades
comunes, agrega que “además de esas incapacidades hay otras particulares que
consisten en la prohibición que la ley ha impuesto a ciertas personas para ejecutar
ciertos actos”. Esta disposición se refiere a las incapacidades para celebrar el
contrato de venta, como dijimos, de donde resulta que la ley considera
como incapaces a las personas a quienes afectan esas prohibiciones. Ade-
más, el título del párrafo 1º del contrato de venta que se ocupa de esta
materia se titula “De la capacidad para el contrato de venta”, lo que demuestra
una vez más que el legislador ha querido considerar estas disposiciones no
como creadoras de prohibiciones sino como creadoras de incapacidades.
La diferencia, en todo caso, es sutil y carece de objeto práctico, puesto que

1 X, núm. 39, pág. 65.


2 Núm. 200, pág. 207.

300
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

llámense prohibiciones o incapacidades el resultado es el mismo: las per-


sonas a quienes afectan no pueden celebrar el contrato de venta.
En segundo lugar ambas incapacidades se diferencian en la forma en
que los incapacitados pueden contratar. Los que se encuentran incapacita-
dos para celebrar todo contrato pueden, sin embargo, celebrarlos. Es cier-
to que su incapacidad es general y se refiere a todo contrato. Esa
incapacidad consiste en que, por sí mismos, no los pueden realizar; pero,
podrían pactarlos por medio de otras personas que se denominan sus re-
presentantes legales o judiciales. Estas personas no pueden ser vendedores
o compradores por su sola voluntad; pero pueden serlo por intermedio de
su representante o con autorización de éste y “una vez que el contrato de
venta ha sido celebrado para estas personas sea por su representante legal,
obrando dentro de los límites de sus poderes, sea por ellas mismas, con las
autorizaciones necesarias, son como si ellas hubieran sido capaces, vende-
dores o compradores, con todos los derechos y todas las obligaciones anexas
a estas calidades”.1 En cambio, la incapacidad especial para el contrato de
venta que afecta a ciertas personas produce efectos muy diversos. Estas no
pueden celebrar este contrato ni por sí, ni por interpuesta persona, ni aun
con autorización de otra. Son completamente incapaces para llegar a ad-
quirir respecto de ciertas personas o respecto de ciertos bienes las calida-
des de vendedor o de comprador y esto se debe a que la incapacidad
consiste precisamente en imposibilitarlas para adoptar ese carácter en de-
terminadas circunstancias. No se crea que tales personas no pueden ser
jamás vendedores o compradores, porque como se dijo la incapacidad es
en ciertas ventas. Lo que hay es que no podrán llegar a ser vendedores o
compradores de ciertos bienes respecto de determinadas personas, por
encontrarse para con éstas en una situación en que la ley considera que
no es posible pactar aquel contrato.
Conviene, pues, tener presente en todo momento que la incapacidad del
párrafo 1º del título “De la compraventa” sólo se refiere a ciertas y determinadas
personas para vender o comprar ciertos bienes que pertenecen o van a ser
adquiridos por personas con respecto a las cuales aquellas no pueden cele-
brar este contrato. No se refiere tampoco a ciertos bienes, y si son incapaces
de contratar con relación a ellos, se debe a la situación en que los contratan-
tes se encuentran. Por consiguiente, estas incapacidades no derivan de la na-
turaleza de los bienes, ni de la naturaleza del contrato de venta, sino única y
exclusivamente de la situación en que se encuentran algunos individuos.

355. El análisis de las incapacidades comunes o generales es materia de


otro estudio, puesto que no se refieren al contrato de venta únicamente,
sino a todo contrato; pero, como pueden adoptar ciertas modalidades res-
pecto de la compraventa y como también es frecuente que ésta se celebre
por tales personas, enumeraremos la forma en que ellas pueden llegar a
adquirir, en los diversos casos, el carácter de vendedor o de comprador.

1 BAUDRY-LACANTINERIE, núm. 196, pág. 205.

301
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Las incapacidades comunes son absolutas o relativas. Son absolutamen-


te incapaces los dementes, los impúberes y los sordomudos que no pue-
den darse a entender por escrito. Sus actos no producen obligación alguna
y no pueden ni vender ni comprar. Sólo pueden ejecutar estos actos sus
representantes.
Son relativamente incapaces los menores adultos que no han obtenido
habilitación de edad, los disipadores que se hallan bajo interdicción, las
mujeres casadas, los religiosos y las personas jurídicas. Estas personas pue-
den en ciertos casos celebrar el contrato de venta sea por sí mismas, con o
sin autorización de su representante, sea por intermedio de éste.
MENORES. Pueden encontrarse bajo patria potestad, bajo curatela o ser
habilitados de edad.
Los menores bajo patria potestad se denominan hijos de familia y para
ver en qué forma pueden celebrar este contrato distinguiremos si venden
o si compran.
Venta. El menor hijo de familia no puede vender los bienes muebles
pertenecientes a su peculio adventicio ordinario sino con autorización del
padre o por su intermedio, y los bienes muebles que forman su peculio
adventicio extraordinario, sino con la autorización del curador, o por su
intermedio. Para los inmuebles se requiere en uno y otro caso la autoriza-
ción del juez con conocimiento de causa (art. 255). Si se trata de bienes
muebles de su peculio profesional puede venderlos libremente; y para los
inmuebles, necesita la autorización judicial con conocimiento de causa
(arts. 203 y 246).
El menor no habilitado de edad que se halla bajo curatela no puede
vender los bienes muebles pertenecientes a su peculio ordinario o extraor-
dinario sino con autorización del curador o por su intermedio, y si se trata
de inmuebles o de muebles preciosos o que tengan valor de afección, no
puede venderlos sin autorización judicial, la que debe darse en caso de
existir necesidad o utilidad manifiesta (arts. 393 y 394) y la venta se hará
en pública subasta. Si se trata de su peculio profesional, puede enajenar
con entera libertad sus bienes muebles; y para los inmuebles necesita auto-
rización judicial (arts. 303 y 439).
Las mismas reglas establecidas para la administración del peculio pro-
fesional se aplican a la venta de los bienes cuya administración le haya
confiado el curador, debiendo éste, además, autorizar esos actos bajo su
responsabilidad, autorización que se presume en todos los actos ordina-
rios anexos a ella (art. 440). En consecuencia, puede vender en este caso
los bienes muebles y los inmuebles en la forma que puede enajenar los
que constituyen su peculio profesional; pero bajo la responsabilidad del
curador.
El habilitado de edad puede vender libremente sus bienes muebles;
para los inmuebles requiere autorización judicial con conocimiento de
causa y la venta debe hacerse en pública subasta (303).
Compra. El hijo de familia sólo puede comprar con autorización o por
intermedio de su padre si se trata del peculio adventicio ordinario, o de su
curador si se trata del peculio adventicio extraordinario. Si compra sin esa

302
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

autorización, el acto lo obliga en su peculio profesional; salvo las compras


al fiado, pues para ellas requiere autorización escrita del padre, y si com-
pra al fiado sin esa autorización queda obligado hasta concurrencia del
beneficio que de la compraventa haya reportado (art. 253). Si compra con
su peculio profesional no necesita autorización alguna, aunque la compra
se haga al fiado.
El menor no habilitado de edad bajo curatela no puede comprar sino
con autorización o por intermedio de su curador y si lo hace sin ella,
queda obligado en su peculio profesional. Para las compras al fiado nece-
sita siempre la autorización escrita del curador y si compra en esa forma
sin ella, se obliga hasta concurrencia del beneficio que la compra le haya
producido (art. 439). En cuanto a su peculio profesional puede comprar
libremente sin autorización alguna, aunque sea al fiado.
El habilitado de edad no necesita autorización de ninguna especie para
comprar.
DISIPADOR. Este, a causa de no poder administrar prudentemente sus
bienes, es colocado bajo guarda y con ese objeto se le nombra un curador.
Venta. Sus bienes muebles o inmuebles pueden venderse con arreglo a
las reglas generales dadas para todo tutor o curador, es decir, pueden ven-
derse todos sus bienes con excepción de los inmuebles y de los muebles
preciosos, los que deben enajenarse en pública subasta y previa autoriza-
ción judicial dada en caso de necesidad o utilidad manifiesta. Respecto de
la suma de dinero que se le dé para sus gastos personales conserva su libre
disposición y puede, por lo tanto, vender lo que con ella adquiera, como
también todas las cosas que se le dejen para su uso personal (art. 452).
Compra. Tampoco puede comprar sino con autorización del curador, a
menos que éste ejecute la compra; salvo las cosas que compre con la suma
que se le dé para sus gastos personales, de la cual puede disponer con
entera libertad, como se ha dicho.
MUJER CASADA. Puede encontrarse en tres situaciones diversas: no sepa-
rada de bienes o sea bajo el régimen de comunidad, separada de bienes, o
divorciada.
RÉGIMEN DE COMUNIDAD. Tanto para la compra como para la venta nece-
sita la autorización del marido, en virtud del artículo 137 del Código Civil.
Venta. La mujer casada no puede vender sus bienes raíces sino con
autorización del marido y del juez que debe darla en caso de necesidad o
utilidad manifiesta o cuando en las capitulaciones matrimoniales se conce-
da facultad para ello y la venta no debe hacerse en pública subasta (arts.
137 y 1754). Los bienes muebles deben venderse con autorización del ma-
rido y consentimiento de la mujer (art. 1755). En uno y otro caso el con-
sentimiento de ésta puede suplirlo el juez. Igualmente en caso de negativa
del marido, el juez puede suplir su autorización (art. 143).
En cuanto a los bienes muebles o inmuebles del marido o de la socie-
dad conyugal la mujer no puede venderlos; sólo puede hacerlo el marido.
La mujer puede vender, sin embargo, libremente sus bienes cuando
administra la sociedad conyugal en caso de interdicción o por ausencia
del marido y entonces tiene las mismas facultades que éste, debiendo pe-

303
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

dir la autorización judicial en los casos en que el marido hubiera estado


obligado a solicitarla (art. 1759), esto es, cuando se trata de sus bienes
raíces. Los muebles puede venderlos sin necesidad de autorización judi-
cial ya que el marido sólo necesita el consentimiento de la mujer, y los
actos para los cuales aquél necesita el consentimiento de ésta puede ejecu-
tarlos la mujer por sí sola cuando administra la sociedad conyugal.
Cuando la mujer administra la sociedad conyugal, no puede vender los
bienes raíces del marido sino con arreglo al artículo 1754, es decir, con
autorización judicial; si se trata de bienes muebles del marido, puede ena-
jenarlos con autorización del juez, pues debe obtener esa autorización en
los casos en que el marido debiera solicitarla, y uno de esos casos era la
imposibilidad de la mujer de dar su consentimiento; luego en caso de
imposibilidad del marido debe darse la autorización del juez.
En cuanto a los bienes adquiridos por la sociedad conyugal, sean raíces
o muebles, puede venderlos sin autorización alguna puesto que en este
caso administra con iguales facultades que el marido, quien puede enaje-
narlos libremente (arts. 1749 y 1759).
Compra. La mujer casada no puede, sin la autorización expresa de su
marido, comprar cosa alguna sea inmueble o mueble. Esa autorización
se presume únicamente en la compra de cosas muebles que la mujer
paga al contado y en las compras al fiado de objetos naturalmente desti-
nados al consumo ordinario de la familia. Si se trata de compras al fiado
de galas, joyas, muebles preciosos, aun de los naturalmente destinados al
vestido y menaje, no se presume esa autorización, a menos de probarse
que se han comprado o se han empleado en el uso de la mujer o de la
familia, con consentimiento y sin reclamación del marido (arts. 137, 138
y 147).
MUJER SEPARADA DE BIENES. Venta. Puede vender sin autorización del ma-
rido ni de la justicia los bienes muebles que separadamente administra
(art. 159). En cuanto a los inmuebles se le aplican las reglas de la mujer
no separada de bienes.
Compra. Puede comprar bienes muebles e inmuebles sin necesidad de
autorización alguna.1
Lo dicho se aplica tanto a la separación total o parcial, sea legal, con-
vencional o judicial.
MUJER DIVORCIADA. Puede vender y comprar toda clase de bienes sin
necesidad de la autorización del marido ni de la justicia (art. 173).2
RELIGIOSOS. Nos referiremos a los muertos civilmente, que pierden en
absoluto el derecho de propiedad y que no pueden, por consiguiente,
comprar ni vender, ya que no pueden conservar sus bienes. Sólo tienen
derecho a alimentos congruos (arts. 321, 324 y 325).3

1 CLARO S OLAR, Explicaciones de Derecho Civil chileno comparado, tomo II; núm. 1033,

pág. 79.
2 C LARO SOLAR, obra citada, tomo II, núm. 1102, pág. 244.
3 C LARO SOLAR, obra citada, tomo I, núms. 496 y 497, pág. 286.

304
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

PERSONAS JURÍDICAS. Pueden comprar toda clase de bienes por interme-


dio de su representante. Eso sí que no pueden conservar la posesión de
los bienes raíces por más de cinco años, sin permiso especial de la legisla-
ción (art. 556).
Para vender los bienes raíces necesitan autorización judicial con cono-
cimiento de causa y dada por razón de necesidad o utilidad manifiesta
(art. 557).1
Las reglas relativas al menor de edad bajo patria potestad o habilitado
y las relativas a la mujer casada sufren algunas modificaciones en el Códi-
go de Comercio.
MUJER CASADA COMERCIANTE. Se presume la autorización del marido para
comprar o vender los bienes que sean concernientes a su profesión u ofi-
cio, mientras no intervenga reclamación o protesta de aquel, notificada de
antemano al público o especialmente al que contratare con la mujer
(art. 150 del Código Civil). Esta autorización sólo se presume cuando la
mujer es mayor de edad. Si es menor de esa edad se requiere autorización
del marido otorgada por escritura pública (art. 11 del Código de Comer-
cio). La mujer casada mayor de edad que es comerciante puede vender
libremente sus bienes raíces sin necesidad de autorización ni del marido
ni de la justicia.2 Si es menor de esa edad y mayor de veintiún años puede
venderlos con autorización judicial dada en caso de necesidad o utilidad
manifiesta y la venta debe hacerse en pública subasta.
La mujer casada separada de bienes o divorciada que es comerciante
puede también vender o comprar toda clase de bienes con entera inde-
pendencia (art. 16 del Código de Comercio). Para ser comerciante se re-
quiere la inscripción y publicación de la sentencia de divorcio o separación
cuando es mayor de edad; si la mujer divorciada es mayor de veintiún años
y menor de veinticinco requiere habilitación de edad; y si en igual condi-
ción se halla la separada de bienes se sujeta a lo dispuesto en el artículo 12
del Código de Comercio.
MENOR ADULTO COMERCIANTE. Cuando es habilitado de edad puede com-
prar toda clase de bienes y venderlos con entera libertad salvo los bienes raí-
ces, que debe venderlos con arreglo a los artículos 393 y 394 del Código Civil.
Cuando el menor no es habilitado de edad y ejecuta actos de comercio
con su peculio profesional, puede vender y comprar bienes libremente
salvo los bienes raíces que debe venderlos con arreglo al artículo 303 del
Código Civil (art. 10 del Código de Comercio).

356. Hemos dicho que las incapacidades establecidas por la ley para cele-
brar el contrato de venta se refieren a ciertas personas en razón de la
situación que ocupan respecto de otras, incapacidades que se refieren, por
lo tanto, a casos concretos. La situación en que esas personas se encuen-

1 En cuanto a la forma como pueden vender los indígenas sus terrenos situados en te-

rritorio indígena, véase núm. 74, pág. 77 de esta Memoria.


2 Así lo han resuelto también las Cortes de Apelaciones de Valdivia: sentencia 395,

pág. 1299, Gaceta 1913, y de Concepción: sentencia 534, pág. 333, Gaceta 1884.

305
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

tran puede ser de tal naturaleza que haga imposible en absoluto toda com-
praventa entre ellas y otra persona determinada o puede ser de una natu-
raleza susceptible de impedirles solamente la compra o la venta de ciertos
bienes y respecto de determinados individuos.
Expliquemos este concepto. Puede ocurrir que la situación en que se
hallan colocadas dos personas sea tal que la ley tenga motivos para evitar
que el contrato de venta se celebre entre ellas, porque si así no fuera se
abriría la puerta al fraude y a la infracción de la ley. Tal es el caso de los
padres y de los hijos y de los cónyuges. En estos casos la ley prohíbe en
absoluto el contrato de venta entre esas personas.
Pero puede ocurrir que el peligro esté en que algunas personas que
desempeñan cierto cargo o comisión adquieran de otras ciertos y determi-
nados bienes, como ocurre con los jueces, mandatarios, tutores, etc., res-
pecto de los bienes que se vendan en un litigio de que conocen, o cuya
venta se les haya confiado, o de los que pertenezcan al pupilo. En tales
casos, la ley les prohíbe comprar esos bienes, únicamente esos, y no otros,
los que pueden adquirir aun de esas mismas personas.
Finalmente, a otras personas la ley les prohíbe vender, tomando en
cuenta para ella el abuso y el perjuicio que pudiera resultar de esa venta.
Según esto, puede decirse que las incapacidades establecidas para el
contrato de venta pueden ser dobles o simples. Son dobles cuando inhabili-
tan tanto para comprar como para vender y son simples cuando prohíben
vender o comprar únicamente.
Son prohibiciones o incapacidades dobles para comprar y vender en-
tre sí, las que conciernen:
1º. A los cónyuges no divorciados; y
2º. Al padre e hijo de familia (art. 1796).
Son incapacidades simples para vender, las relativas:
1º. A los administradores de establecimientos en lo referente a los bie-
nes que administran, cuando esa enajenación no está comprendida en sus
facultades administrativas ordinarias (art. 1797);
2º. Al fallido una vez declarado en estado de quiebra o de concurso
(art. 2467 del Código Civil) a quien se le prohíbe vender los bienes que
entran en la quiebra o concurso;
3º. Al ejecutado y demandado a quienes se prohíbe vender los bienes
que se les ha embargado o retenido; y
4º. Al mandatario para vender de lo suyo al mandante cuando éste le
ha encargado la compra de alguna cosa (art. 2144).
Son prohibiciones simples para comprar, las concernientes:
1º. Al empleado público respecto de los bienes que se vendan por su
ministerio (art. 1798);
2º. A los jueces, abogados, procuradores, secretarios, relatores, recep-
tores, oficiales del ministerio público y oficiales del ministerio de los de-
fensores públicos respecto de los bienes en cuyo litigio han intervenido y
que se vendan a consecuencia del litigio, y de las acciones o derechos que
se litiguen en los juicios de que conocen o en que intervienen (arts. 154
de la Ley Orgánica de Tribunales y 1798 del Código Civil);

306
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

3º. A los tutores y curadores respecto de los bienes de sus pupilos, a


quienes se les prohíbe comprarlos en forma diversa de la establecida en el
título De la administración de los tutores y curadores (art. 1799); y
4º. A los mandatarios, síndicos y albaceas respecto de los bienes que
hayan de pasar por sus manos en virtud de esos encargos (art. 1800).

A) INCAPACIDAD PARA VENDER Y COMPRAR

1) VENTA ENTRE CÓNYUGES

357. La disposición del artículo 1796 es clara y terminante en el sentido


que “Es nulo el contrato de venta entre cónyuges no divorciados”, con lo cual ha
querido significar nuestro legislador que los cónyuges no divorciados es-
tán inhabilitados para vender y comprar entre ellos, en una palabra, para
adquirir mutuamente el carácter de vendedor y de comprador. A fin de
precisar y determinar el alcance de esta prohibición, como también su
fundamento, conviene estudiarla desde sus orígenes.
Este artículo fue tomado del artículo 1595 del Código francés que tam-
bién prohíbe, por regla general, la venta entre cónyuges. Cabe advertir que
esta prohibición no existía en la legislación romana;1 de donde se despren-
de que fue una novedad que introdujo el Código de Napoleón. Su origen y
sus fundamentos debemos buscarlos, por lo tanto, en la discusión de aquel
Código. Allí encontramos que Portalis, uno de los redactores de ese cuerpo
de leyes, da la siguiente razón en pro de esta incapacidad: “Entre personas
tan íntimamente unidas, es muy de temer que la venta no resulte casi siem-
pre una donación”. Faure desarrolla, a su vez, esa razón en los siguientes
términos: “Sin esta precaución, en vano la ley de las donaciones habría fija-
do lo que los esposos pueden donarse; ella sería fácilmente eludida”.2
He ahí los fundamentos originales de la disposición del artículo 1796.
En realidad, son muy atendibles, puesto que, como dice Guillouard, nin-
gún contrato se presta con más facilidad que la venta a tales simulaciones,
puesto que se hace y el precio se da por pagado en el acto.3
Los autores modernos como Planiol,4 Baudry-Lacantinerie,5 Marcadé,6
Laurent,7 Huc,8 Aubry et Rau9 y Troplong,10 desenvuelven el fundamento
que los redactores del Código francés dieron a la prohibición del contrato
de venta entre esposos y señalan como sus causas precisas, las siguientes:

1 Digesto, libro XIX, título 15, ley 12.


2 GUILLOUARD, I, núm. 146, pág. 171.
3 GUILLOUARD, I, núm. 146, pág. 171.
4 II, núm. 1437, pág. 480.
5 De la vente, núm. 201, pág. 208.
6 VI, pág. 192.
7 Tomo 24, núm. 31, pág. 40.
8 X, núm. 40, pág. 66.
9 V, pág. 37, nota 20.
10 I, núm. 178, pág. 247.

307
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

1) Estando prohibidas las donaciones irrevocables entre los esposos


una vez celebrado el matrimonio, nada se obtendría con esa prohibición
si se permitiera la venta, porque mediante ésta se harían donaciones de
esa índole. En efecto, el Código francés y el nuestro aceptan las donacio-
nes revocables entre cónyuges, es decir, aquellas que se hacen por causa
de muerte (artículo 1136) y prohíben las donaciones irrevocables, que
nuestro Código sólo permite antes del matrimonio (artículo 1786). Si se
permitiera la venta, ese principio caía por su base, ya que no hay nada
más fácil que simular una donación bajo un contrato de venta;
2) Si se hubiera autorizado la venta entre cónyuges se habría violado
también la disposición de la ley que permite las donaciones entre ellos
únicamente hasta cierta cantidad de bienes que la misma ley señala.
El artículo 1788 del Código Civil establece que “ninguno de los esposos
podrá hacer donaciones al otro por causa de matrimonio, sino hasta el valor de la
cuarta parte de los bienes propios que aportare”. Se comprende fácilmente que
si se permitiera la venta entre cónyuges, éstos podrían hacerse donaciones
que excedieran de esa cuota, porque se vendería una propiedad por un
precio simulado o por un precio irrisorio. Así, por ejemplo, una propie-
dad que vale diez mil pesos perteneciente al cónyuge A la vende éste al
cónyuge B en mil pesos. Según el artículo 1798 A sólo puede donar a B
dos mil quinientos pesos, dado el caso que esa propiedad fuera su único
aporte al matrimonio. Con esa venta resultaría que le donaba nueve mil
pesos, o sea, seis mil quinientos más de lo que permite la ley. O bien podía
donarle los diez mil pesos, si no le cobrara el precio estipulado y se diera
por pagado de él sin que, en realidad, lo hubiera recibido.
3) Finalmente, cualquiera de los cónyuges que fuera perseguido por
sus acreedores, con el objeto de burlarlos, podría sustraer sus bienes del
alcance de éstos, vendiéndolos al otro. He aquí la principal razón que el
legislador ha considerado para prohibir esta venta, desde que no habría
mejor sistema para burlar a aquellos que vender sus bienes al otro cónyu-
ge, ya que la venta se haría entre personas tan unidas por vínculos de
cariño y de afecto y aun por vínculos materiales. Por lo demás, la mujer a
fin de sacar de la ruina a su marido, que sería de ordinario quién trataría
de ocultar sus bienes, compelida por la obediencia y el cariño, no vacilaría
en aceptar la venta. El mismo perjuicio puede existir también para los
legitimarios, a quienes los cónyuges podrían privar de toda herencia por
medio de contratos de venta. De aquí que lo dicho respecto de los acree-
dores se aplique también a los herederos.
Esta ha sido, a nuestro parecer, el motivo primordial de la prohibición
y no creemos que se funde únicamente, como sostienen algunos autores,1
en “las relaciones íntimas o acaso de obediencia que existe entre marido y
mujer”, y en la falta de libertad que uno de los contratantes tendría en tal
caso, puesto que la mujer se encontraría siempre en un estado de depen-
dencia del marido. Manresa no acepta esta razón y dice que no “es el

1 VERA, tomo VI, pág. 11.

308
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

obstáculo de la unidad de persona el que ha tenido en cuenta el legislador


para prohibir, por regla general, el contrato de compra y venta entre mari-
do y mujer”.1
Tampoco acepta como fundamento la debilidad del sexo y la posibili-
dad que el marido, por sugestiones de diversa índole, pueda inclinar a su
mujer a realizar operaciones ruinosas. En cambio cree, como la generali-
dad de los autores, que esta disposición tiene por objeto “garantizar los
intereses de terceros que contraten en la creencia de un determinado es-
tado de fortuna y que de otro modo podrían verse burlados con facilidad
al encontrarse que, por pertenecer a la mujer, quedaban sustraídos a la
responsabilidad contractual los bienes que ellos entendían constituían una
verdadera garantía”.2
Esas son, sin duda alguna, las razones que han motivado la prohibición
del legislador. Pero tampoco puede negarse que nuestro Código al estam-
par la disposición del artículo 1796 tomó en consideración el régimen de
comunidad existente entre los cónyuges y la existencia de la potestad ma-
rital. Derivamos esta opinión de la redacción del artículo 1796, que habla
de cónyuges no divorciados; lo que manifiesta que no es el temor al fraude
de los acreedores la única razón que la originó, puesto que tales peligros
desaparecen también en la separación de bienes.
Sin embargo, el legislador fue más previsor y sólo permitió la venta entre
cónyuges divorciados. ¿Por qué? Si la ley hubiera dicho entre cónyuges sepa-
rados de bienes, habría tomado en cuenta para impedir la venta el perjuicio
que podría resultar para los acreedores y no la potestad marital, o sea, el
estado de dependencia en que se encuentra la mujer respecto del marido,
porque tal potestad subsiste en el régimen de separación de bienes, en que
continúa la vida en común, los deberes de asistencia, fidelidad y socorro y
las obligaciones de la mujer de seguir respetando al marido. Producido el
divorcio, desaparece no solamente el peligro del fraude, sino también la
potestad marital, pues la vida común se rompe y cada uno va por su lado.
Puede decirse, por eso, que nuestro legislador ha tomado en conside-
ración para prohibir el contrato de venta entre cónyuges, tanto el perjui-
cio que ese contrato puede causar a los terceros acreedores de uno de
ellos, como la existencia de la potestad marital, ya que no la autoriza sino
entre cónyuges divorciados. De ahí porqué ha prohibido siempre la venta
entre cónyuges que no estén divorciados perpetuamente.

358. De aquí se desprenden tres importantes consecuencias, a saber: 1) La


venta entre cónyuges no divorciados, aunque separados de bienes, es
nula; 2) La venta entre cónyuges divorciados temporalmente es nula tam-
bién; y 3) La venta entre futuros cónyuges es válida.
Estudiemos estos casos. Siendo las causas de la prohibición, en primer
lugar, el peligro que para los acreedores puede resultar de esa venta, por-

1 X, pág. 93.
2 MANRESA, X, pág. 93.

309
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

que los cónyuges tendrían los medios de burlarlos en forma inmediata,


debido a la estrecha unión en que ambos viven y, en segundo lugar, la
existencia de la potestad marital, es evidente que existiendo esta potestad
en el régimen de separación de bienes, existen los peligros que el legisla-
dor ha querido evitar al prohibir la venta entre esposos; y esta es la razón
por qué la autoriza únicamente cuando desaparecen, como ocurre en el
caso del divorcio perpetuo. La separación de bienes es menos amplia que
el divorcio y éste no queda comprendida en ella; de tal modo que al decir
la ley “entre cónyuges no divorciados”, no ha podido ni ha tenido la inten-
ción de referirse a la separación de bienes. Si hubiera dicho, “entre cónyu-
ges no separados de bienes” entonces sí que la venta habría sido posible
entre éstos y entre los divorciados, porque el divorcio, en este punto, ofre-
ce menos peligros que la separación y quien permite lo más, con mayor
razón permite lo menos. Si la ley hubiera autorizado la venta en un caso
en que hay ciertos peligros, con mayor razón la habría autorizado en aquél
en que no hay ninguno.
Pero si ha autorizado la venta únicamente en el caso de la más grande
separación que puede existir entre los cónyuges, como es el divorcio per-
petuo que se equipara a la disolución del matrimonio por muerte de uno
de ellos, no es de creer que la haya permitido también en una situación en
que tal separación es de mucho menos alcance y en que subsisten, por lo
tanto, todos los peligros que se han querido evitar.
No podría, pues, sostenerse razonablemente que la venta entre cónyu-
ges separados de bienes sea válida.
Hay otra razón todavía. Al emplear la ley la palabra cónyuges se refiere
tanto a los separados como a los no separados y a los divorciados. Para
diferenciarlos es claro que los debe enumerar. Aquí habla de venta válida
entre cónyuges divorciados; de donde se desprende que es nula entre to-
dos los otros cónyuges, es decir, entre los separados de bienes y los no
separados, puesto que sólo exceptuó a los divorciados.
Por último, el artículo 1796 fue tomado, como se dijo, del Código francés
y allí se permite el contrato de venta en ciertos casos de separación de bienes.
Esto demuestra que si el ánimo de nuestro legislador hubiera sido permitir la
venta entre cónyuges separados de bienes, es evidente que no habría modifi-
cado ese artículo al traspasarlo al nuestro. Sin embargo, limitó aun más los
casos en que la venta entre cónyuges era posible, lo que está demostrando
que sus deseos eran no permitirla entre los separados de bienes.

359. Más o menos las mismas razones puede decirse que obran en favor
de la opinión relativa a que es nulo el contrato de venta entre cónyuges
divorciados temporalmente.
En efecto, según el artículo 170 del Código Civil, el divorcio perpetuo
es el único que pone fin a la sociedad conyugal y a la potestad marital. El
divorcio temporal importa separación de cuerpos. La sociedad conyugal se
mantiene y aunque haya separación de bienes, el marido continúa siem-
pre teniendo injerencia en la administración de algunos bienes de la mu-
jer, cuya incapacidad subsiste para ejecutar ciertos actos.

310
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

Igualmente, las demás obligaciones recíprocas o especiales de los cón-


yuges, los deberes de fidelidad, socorro, protección y obediencia subsisten,
puesto que el único efecto que ese divorcio produce es la no cohabitación.
Subsiste, en consecuencia, la potestad marital y aunque se pida la sepa-
ración de bienes, existen en esa venta los peligros que hemos enunciado.
Debemos descartar, entonces, lo referente a la separación de bienes, ya
que en ella no puede celebrarse la venta entre los cónyuges. Quedan siem-
pre los peligros que resultan de la potestad marital. En el divorcio tempo-
ral se mantienen las razones que motivan la prohibición. Y no puede
argüirse que la ley, cuando empleó la expresión no divorciados en el artícu-
lo 1796, no ha distinguido entre uno y otro divorcio, porque, dado el
espíritu del legislador, esa objeción no tiene ningún asidero.
Todos estos temores no existen en el caso de divorcio perpetuo. De ahí
por qué nuestro Código no permite sino la venta entre cónyuges divorcia-
dos perpetuamente y es a éstos a los que se refiere en ese artículo cuando
habla de cónyuges no divorciados. La venta es nula entre los separados de
bienes y entre los divorciados temporalmente.

360. Es indudable que existiendo la prohibición de celebrar el contrato


de venta para los cónyuges, sólo a éstos les afecta. Se entiende por cónyuges
aquellos que se encuentran unidos por vínculo matrimonial no disuelto,
sean que estén o no separados de bienes o divorciados. En todos esos
casos son cónyuges.
Antes que se celebre el matrimonio no son tales, y no puede aplicárse-
les una prohibición que rige para los que se encuentran casados. Por lo
demás, no existen aquí los peligros de burlar a los acreedores o de simular
donaciones que se presentan en las ventas entre cónyuges.
Las prohibiciones para celebrar este contrato no pueden extenderse a
casos no previstos por la ley. Luego, la venta que se celebre entre futuros
cónyuges, aunque se verifique en el tiempo que media entre el otorga-
miento de las capitulaciones matrimoniales y la celebración del matrimo-
nio, es válida.1
Indudablemente que si la venta que celebran los futuros esposos entre
las capitulaciones matrimoniales y la celebración del matrimonio importa
una modificación de aquellas, es nula porque esa modificación alteraría
las capitulaciones y se otorgó sin las solemnidades que para ellas se requie-
ren, que es en la única forma en que tales modificaciones pueden hacerse
según el artículo 1723 del Código Civil.2
Por consiguiente, para que valga la venta entre futuros esposos, es me-
nester, dado caso que se hayan otorgado capitulaciones matrimoniales, que
no las modifique. Si no las hay, vale en todo caso.

1 B AUDRY-L ACANTINERIE, De la vente, núm. 203, pág. 210; AUBRY ET RAU, V, pág. 37, nota

20; GUILLOUARD, I, núm. 147, pág. 172; FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 731, pág. 847.
2 GUILLOUARD, I, núm. 147, pág. 172; AUBRY ET RAU, V, pág. 37, nota 20.

311
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

361. La prohibición que ahora estudiamos se aplica tanto a los bienes de


los cónyuges como a los de la sociedad conyugal.
Si los bienes pertenecen al cónyuge, como los bienes raíces de la mujer
aportados al matrimonio o adquiridos durante él a título gratuito o los
muebles que se estipula que sean restituidos en especie, no hay cuestión
alguna en orden a que la venta es nula. Si se trata de bienes adquiridos
durante la sociedad conyugal el marido podría venderlos a la mujer y ésta
a aquel, cuando ella administre la sociedad conyugal. Siendo posible esta
venta, es claro que también se le aplica la prohibición.
La ley no ha tomado en cuenta a quién pertenecen los bienes para
prohibir esta venta. Basta que se celebre entre cónyuges y sobre bienes a
los cuales uno de ellos tenga derecho para que sea nula. Teniendo dere-
cho aquellos, tanto a sus bienes propios como a los de la sociedad conyu-
gal, es evidente que a unos y otros se refiere la prohibición.

362. También se aplica a los bienes que, según el artículo 1736 del Código
Civil, no entran a la sociedad conyugal. La venta como se ha dicho, se
prohíbe entre cónyuges, cualquiera que sean los bienes sobre que ella
recaiga. En este caso, se trataría de bienes propios del cónyuge vendedor.
Con mayor razón que en el caso anterior, la venta se prohíbe cuando tiene
por objeto bienes de los cónyuges que no entran a la sociedad conyugal.

363. ¿Puede alguno de los cónyuges comprar los bienes del otro que se
venden voluntariamente en pública subasta?
Nos inclinamos por la negativa. El artículo 1796 no distingue si la ven-
ta se hace o no en pública subasta. Prohíbe en absoluto toda venta que se
celebre entre ellos. Sea que la venta se realice en pública subasta, sea que
se realice privadamente, siempre existe el peligro de ocultar una donación
o de burlar a los acreedores, ya que la pública subasta puede hacerse sin
avisos y sin conocimiento del público, desde que la ley no exige que la
venta de los bienes de los cónyuges se haga en esa forma.1

364. ¿Puede un cónyuge comprar un bien del otro que se vende forzada-
mente por la justicia, como consecuencia de una ejecución o concurso
dirigido en su contra?
La cuestión es discutible. Pero nos inclinamos a creer que no podría
comprarlo por varias razones.
En primer lugar, porque la venta forzada se hace por el deudor; es éste
quien vende y no el juez. Si el otro cónyuge compra, hay, según esto, venta
de cónyuge a cónyuge. Por otra parte, la ley, al prohibir la venta entre
cónyuges, no ha distinguido qué clase de venta es la que se prohíbe, si es
la voluntaria o la forzada o ambas a la vez, y como ésta es un verdadero
contrato de venta que se rige por las mismas reglas de aquella, salvo dispo-

1 FUZIER-HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 733, pág. 847; BAUDRY-LACANTINERIE, ibid., núm.
202, pág. 209.

312
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

sición de la ley en contrario, que aquí no existe, es claro que el artículo


1796 recibe aplicación por lo que a ella hace.
Algunos autores, como Baudry-Lacantinerie, Huc, Troplong y Guillouard,
creen que la ley prohíbe únicamente la venta voluntaria. Su raciocinio no
tiene un asidero sólido, ya que se basa en que la ley ha prohibido o enten-
dido prohibir la venta voluntaria y no la forzada porque en esa última no
existen los peligros que motivan la prohibición.1 Esta es una mera aprecia-
ción o suposición que no tiene base en el texto de la ley.
Es cierto que en este caso el peligro de disimular donaciones irrevoca-
bles no existiría, puesto que el precio será determinado por los postores,
con quienes deberá competir el cónyuge rematante, y que partirán, para
las posturas, del mínimum fijado por el juez. Tampoco existirá el fraude
de los acreedores, ya que será el mismo juez quien recibirá el producto del
remate para pagar a aquellos con preferencia a toda otra cosa. Estos temo-
res, dicen, han sido los que han inducido al legislador a estampar esa
prohibición. Esta debe durar mientras puedan existir; y si desaparecen,
debe también desaparecer la prohibición. Así raciocinan Huc, Baudry-La-
cantinerie y Guillouard. La argumentación es lógica y fuerte; pero, se ori-
gina no en el texto de la ley, sino en los motivos que indujeron al legislador
a consignar ese principio y en el espíritu o intención que se le atribuye.
De todos modos, los abusos pueden existir. Además, la disposición de
la ley es categórica y, en la duda, vale más cortar por lo sano, como vulgar-
mente se dice, declarando la nulidad. Yo, juez, no vacilaría en anular esa
venta e invocaría en mi apoyo el texto literal del artículo 1796 que es claro
y que no puede desentenderse a pretexto de consultar su espíritu, más
todavía cuando con esta interpretación se introduciría una distinción ca-
prichosa que la ley no ha hecho.

365. ¿La disposición del número 6º del artículo 1725 del Código Civil es
excepción a la incapacidad establecida por el artículo 1796? Para respon-
der esta pregunta debemos, ante todo, precisar el alcance de la disposi-
ción del número 6º del artículo 1725. En él se dice: “El haber de la sociedad
conyugal se compone: 6º De los bienes raíces que la mujer aporta al matrimonio,
apreciados para que la sociedad le restituya su valor en dinero. Se expresará así en
las capitulaciones matrimoniales o en otro instrumento público otorgado al tiempo
del aporte, designándose el valor, y se procederá en los demás casos como en el
contrato de venta de bienes raíces”. La cuestión estriba en saber si esta disposi-
ción se aplica a los bienes raíces que la mujer posee antes del matrimonio
y que lleva a él o se refiere también a los que adquiera a título gratuito
durante el matrimonio. La respuesta variará según sea que se adopte la
primera o la segunda opinión. Si se adopta la primera, no hay excepción
al artículo 1796; y la hay si se adopta la segunda.

1 BAUDRY-LACANTINERIE , De la vente, núm. 202, pág. 209; GUILLOUARD , I, núm. 148,


pág. 172; HUC, X, núm. 40, pág. 67; TROPLONG, I, núm. 178, pág. 248, nota 2.

313
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Sin duda alguna, la ley al hablar de los bienes raíces que la mujer
aporta al matrimonio ha querido referirse únicamente a los inmuebles
que tenía antes del matrimonio, que lleva a él. Este artículo ha dado a la
palabra aporte el verdadero significado jurídico que tiene, cual es el de
contribuir con cierta cantidad de bienes a la obra común.
Tres razones tenemos para creerlo así: 1º Que la ley ha distinguido en
todos los casos los bienes aportados al matrimonio y los adquiridos duran-
te él, como ocurre en los casos de los números 3º y 4º del artículo 1725: de
modo que, al emplear en el número 6º la palabra aporte, se refiere a los
bienes adquiridos antes del matrimonio; 2º Que la ley al referirse a los
bienes adquiridos a título gratuito durante el matrimonio no habla de
bienes aportados, sino de adquisiciones, como puede verse en el artículo
1726; y 3º Que si nos fijamos en el espíritu del legislador veremos que
siempre ha tenido presente no alterar en nada el régimen de la sociedad
conyugal establecido al tiempo del matrimonio y de aquí que sólo acepte
modificaciones a las capitulaciones matrimoniales con anterioridad a su
celebración (art. 1722). Mal podría, en consecuencia, permitir que los cón-
yuges hicieran estipulaciones tendientes a sustraer del patrimonio de uno
de ellos bienes más fáciles de asegurar que el dinero.
Es, pues, indiscutible que el Código Civil, cuando habla de los bienes
raíces que la mujer aporta al matrimonio, no se ha referido sino a aquellos
que lleva al matrimonio por pertenecerles anteriormente. Además, desde
que la ley ha asimilado en absoluto este acto a la compraventa, no creemos
que prohibiendo este contrato entre cónyuges, lo permita bajo el disfraz
de otra operación que, tanto en la forma como en el fondo, es un contra-
to de esa especie. Si se refiere en el número 6º del artículo 1725 a los
bienes que se aportan por la mujer al matrimonio, es evidente que tal
operación no puede tener lugar sino antes del matrimonio, pues sólo en-
tonces puede haber aporte, desde el momento que esta expresión signifi-
ca el concepto de concurrir con algo a lo que va a formarse. Esa ha sido
también la intención del legislador si atendemos a que esa operación pue-
de realizarse en las capitulaciones matrimoniales o en otro instrumento
público otorgado al tiempo del aporte, puesto que las capitulaciones ma-
trimoniales deben otorgarse antes del matrimonio (arts. 1722 y 1725) y el
instrumento público debe, por consiguiente, otorgarse antes del mismo.
Pudiera creerse, sin embargo, que por la redacción del inciso segundo
del número 6º el legislador hubiera querido referirse también a los bienes
adquiridos a título gratuito durante el matrimonio. Pero si se toma en
cuenta lo expuesto más arriba y el hecho que la ley al decir “otro instru-
mento público”, ha querido referirse al caso que no se celebren capitula-
ciones matrimoniales, de modo que ese instrumento es un reemplazante
de éstas y que, como ellas, debe otorgarse antes del matrimonio, veremos
que en ningún momento ese artículo puede originar duda y dársele otro
alcance que el ya indicado.
Podemos, pues, afirmar que ese número 6º se refiere a los bienes raí-
ces que pertenecen a la mujer antes del matrimonio. Su apreciación se
verificará con anterioridad a éste, no en él. De aquí resulta que aunque

314
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

esta apreciación sea una verdadera venta entre cónyuges no es, en reali-
dad, un acto de esa naturaleza verificado entre casados, ya que la venta se
verifica antes del matrimonio, cuando son futuros esposos solamente, en
cuyo caso ese contrato es válido. Es cierto que el precio se pagará una vez
disuelta la sociedad conyugal. Esto nada significa puesto que no es la paga
del precio, sino el acuerdo de voluntades sobre él y su determinación, lo
que da origen a la venta.
Aceptando el principio que sólo pueden ser objeto de la operación
que indica el número 6º del artículo 1725 del Código Civil, los bienes que
pertenecen a la mujer desde antes del matrimonio y que tal acto puede
ejecutarse antes de su celebración, es lógico concluir que tal disposición
no importa de ninguna manera una excepción al artículo 1796 ya que éste
prohíbe la venta entre cónyuges, entre quienes no puede tener lugar, como
dijimos, la apreciación de los bienes raíces de aquella.
Si se acepta que el número 6º del artículo 1725 se refiere también a los
bienes raíces que la mujer adquiera a título gratuito durante el matrimo-
nio, es evidente que habría una excepción al artículo 1796. Pero no cree-
mos que ésta sea la verdadera doctrina. Tal artículo no ha podido referirse
sino a la apreciación que se haya hecho antes del matrimonio de los bienes
pertenecientes a la mujer y que aporta a él.

366. Una cuestión muy discutida entre los autores es la que se refiere a
precisar si la venta celebrada entre cónyuges no divorciados es nula abso-
luta o relativamente. Los autores franceses están unánimemente de acuer-
do en declarar que esta venta adolece de nulidad relativa.
“¿Cuál es el carácter de esta nulidad?, se pregunta Guillouard. ¿Es rela-
tiva o absoluta? Creemos que es sólo relativa y que no puede ser alegada
sino por ciertas personas; hemos dicho que un doble motivo había autori-
zado esta prohibición, el temor de las donaciones disfrazadas e irrevoca-
bles entre esposos y el peligro de fraude a los derechos de los acreedores,
sobre todo o a los del marido. Este fundamento de esa disposición deter-
mina su alcance: puesto que la nulidad no ha sido introducida sino en
favor del esposo donante, de sus herederos y de sus acreedores, no puede
ser alegada sino por esas tres clases de personas y no puede serlo ni por el
esposo adquirente o sus sucesores, ni por los terceros.”1
Laurent se expresa, más o menos, en los mismos términos y dice: “Sien-
do virtual esta nulidad, es decir, fundada sobre la voluntad tácita del legis-
lador, es necesario ver en que interés ha prohibido esta venta. Hemos
indicado anteriormente los motivos de esta prohibición según los trabajos
preparatorios y según los autores. Si la venta se hace en fraude de los
acreedores, es inútil decir que éstos pueden atacarla; es aplicación del
derecho común. El motivo principal de la ley ha sido evitar las liberalida-
des que sobrepasen el límite legal o irrevocables. Esta nulidad ha sido
establecida, según esto, en interés del donante y de sus herederos y no en

1 I, núm. 163, pág. 185.

315
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

el del donatario; debemos concluir, entonces, que la nulidad es relativa y


que no puede ser atacada sino por aquel de los esposos cuya voluntad se
supone no ha sido otorgada libremente”.1
Por muy respetables que sean esas opiniones, son inaceptables dentro de
los preceptos de nuestra ley sustantiva, cuya redacción no permite dudar que
la venta celebrada en contravención al artículo 1796 es nula absolutamente.
En efecto, se trata aquí de un acto prohibido por la ley. Según los artícu-
los 10 y 11 del Código Civil, los actos que la ley prohíbe son nulos y de
ningún valor, cualquiera que sea el fundamento de la prohibición. El artícu-
lo 1466 del Código Civil establece que hay objeto ilícito en todo contrato
prohibido por la ley y según el artículo 1682, el objeto ilícito produce la
nulidad absoluta del contrato. Tratándose aquí de un acto prohibido, su
celebración adolece de objeto ilícito, lo que lo vicia de nulidad absoluta.
No debemos ir a buscar los motivos de esta prohibición ni su objeto,
como lo hacen los autores franceses, pues el artículo 10, corroborado por
el artículo 11, declara nulo y sin ningún valor todo contrato que la ley
prohíbe, sea en interés público o en interés privado. No es el fundamento
de la prohibición, sino el hecho de existir ésta lo que produce el objeto
ilícito. Basta que aquella prohíba un contrato, sea en atención al interés
general, sea en atención al interés privado, para que ese contrato, como
prohibido por ella, sea nulo absolutamente.
De ahí que dentro de los preceptos de nuestro Código, la venta entre
cónyuges no divorciados sea nula absolutamente. Luego, puede y debe ser
declarada de oficio por el juez, cuando aparezca de manifiesto en el acto o
contrato; puede alegarla todo el que tenga interés en ello, excepto el que
ha ejecutado el contrato sabiendo o debiendo saber el vicio que lo invali-
daba; puede pedirse su declaración por el ministerio público, y no puede
sanearse por la ratificación de las partes, ni por un lapso de tiempo que no
pase de treinta años (artículo 1683 del Código Civil).
Y esta nulidad no desaparece ni aunque el juez haya autorizado la ven-
ta, porque un contrato nulo absolutamente no puede validarse. Tampoco
desaparece por el hecho de haberse efectuado ante un sindicato nombra-
do extrajudicial o privadamente por el marido y sus acreedores para liqui-
dar los bienes y cancelar las deudas, o con la autorización de los acreedores,
ya que según el artículo 11 del Código Civil, cuando la ley declara nulo
algún contrato con el fin expreso o tácito de precaver algún fraude o de
proveer a un objeto de conveniencia pública o privada, no se dejará de
aplicar aunque se pruebe que el acto que ella anula no ha sido fraudulen-
to o contrario al fin de la ley.2

1 Tomo 24, núm. 42, pág. 53. Véase también B AUDRY-L ACANTINERIE, ibid, núms. 226 y

227, pág. 228; AUBRY ET RAU, V, pág. 42; HUC, X, núm. 47, pág. 74; TROPLONG, I, núm. 185,
pág. 252; MARCADÉ, VI, pág. 196; PLANIOL, II, núm. 1422, pág. 476; FUZIER-HERMAN, tomo
36, Vente, núms. 805, 806 y 807, pág. 850.
2 Tal es la doctrina que aparece consignada en los considerandos 4º y 7º de la senten-

cia 3.954, pág. 661, Gaceta 1894, tomo III, de la Corte de Apelaciones de Talca.

316
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

Afortunadamente mi modesta opinión está acompañada de dos que tie-


nen mucho valor. Una de ellas es la del distinguido profesor universitario
señor Urrutia que, por boca de sus alumnos, dice, al hablar de los efectos
que produce la venta entre cónyuges: “La nulidad de estos contratos, es
nulidad absoluta, porque esa disposición no sólo se establece en resguardo
de los derechos del cónyuge sino también en interés de terceros y es, por lo
tanto, una ley de orden público, cuya infracción acarrea nulidad absoluta”.1
Y la otra, es la de la Corte de Apelaciones de Talca que en una senten-
cia suscrita por los ministros señores Mora, Herrera, Gaete, Letelier y Ro-
man Blanco, dice:
“6º Que el contrato de venta entre cónyuges no divorciados es nulo y esta nulidad
es absoluta, por referirse a un contrato expresamente prohibido por la ley y en el
cual, por consiguiente, hay objeto ilícito”.2

367. Es también un punto discutido el que se refiere a averiguar si la ven-


ta celebrada entre cónyuges no divorciados vale como donación simulada.
La unanimidad de los autores y la jurisprudencia francesa se pronuncian
por la negativa, a excepción de Troplong, Duvergier y Zachariae.3
Creemos, por nuestra parte, que los primeros están en la verdad, por-
que siendo el deseo de impedir las donaciones disfrazadas entre cónyuges
uno de los principales motivos que han inducido al legislador para estable-
cer esta prohibición, se comprende fácilmente que la ley no puede acep-
tar como donación un contrato que lo prohíbe precisamente para evitar la
celebración de aquellas. Es evidente que si se prohíbe la venta para impe-
dir las donaciones irrevocables entre cónyuges, con mayor razón se prohi-
birán las donaciones mismas ya que la prohibición del artículo 1796 no es
sino consecuencia de ésta. Por lo tanto, no valiendo las donaciones tampo-
co pueden valer los contratos que tiendan a ejecutarlas simuladamente.
Los autores franceses dan todavía otra razón. Para que estas ventas
valgan como donaciones simuladas o disfrazadas, dicen, sería menester
que el contrato cuya forma adoptan no esté prohibido por la ley; si la
venta está prohibida entre cónyuges, no se comprende que pueda ser váli-
da por el solo hecho de encerrar una donación cuyas solemnidades típicas
no han sido observadas.4
Baudry-Lacantinerie, desarrollando esta idea, dice: “En efecto, si fuera
cierto que los esposos pudieran hacerse válidamente donaciones disfraza-
das bajo la forma de un contrato a título oneroso, es claro que no podrían
hacerlo sino con la condición de ocultar la donación bajo la forma de un
contrato a título oneroso permitido entre ellos; pero la venta está prohibi-
da entre los cónyuges”.5

1 Explicaciones de Código Civil tomadas en clase, por DÁVILA y C AÑAS, pág. 248.
2 Sentencia 3.954, pág. 661, Gaceta 1894, tomo III.
3 FUZIER -HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 802, pág. 850; TROPLONG , I, núm. 185, pág. 252.
4 GUILLOUARD, I, núm. 165 I, pág. 186.
5 Núm. 226, pág. 227.

317
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Finalmente, Laurent agrega: “Se ha pretendido que el acto nulo como


venta pueda valer como donación. Hemos combatido esta doctrina, porque
aun cuando se le admitiera, sería menester decidir, sin embargo, que la
venta entre cónyuges, nula como tal, no puede valer como liberalidad. En
efecto, para que una donación pueda ocultarse bajo la forma de un contra-
to oneroso, es necesario que éste valga como tal; la venta entre cónyuges es
nula como contrato oneroso, luego es imposible que valga como donación.
La venta es nula absolutamente; no puede valer como venta ni, por consi-
guiente, como donación disfrazada, y no puede valer como donación direc-
ta, porque no se han observado las solemnidades de la donación”.1
En conclusión, podemos decir que la venta entre cónyuges es nula y
no vale ni como donación disfrazada.

368. La venta entre cónyuges no divorciados no puede celebrarse ni aun


por interpuesta persona, porque si la ley prohíbe ese contrato, es claro
que la prohíbe en todo caso, es decir, siempre que en el fondo sean ellos
quienes contraten, aunque aparentemente figuren otras personas, ya que
es un principio general de derecho que lo que no puede hacerse directa-
mente tampoco puede efectuarse por medios indirectos.2
La prohibición legal no se atenúa o desaparece porque el contrato
prohibido se ejecuta por interpósita persona, puesto que, en el fondo, es
realizado por los mismos cónyuges que se valen de un tercero que no
tiene ningún interés en él y que si interviene en su celebración es con el
objeto de eludir ese precepto.
La ley no ha señalado quiénes son personas interpuestas para este efec-
to.3 La determinación de si el contrato ha sido ejecutado por intermedio
de un tercero, como también la averiguación de si los que figuran en la
venta son personas, interpósitas destinadas a ocultar a los cónyuges, queda
al arbitrio del juez, quien no tendrá otro medio de comprobación que las
circunstancias que rodearon el acto, la prueba rendida, las deudas del
cónyuge vendedor, el número de sus acreedores y su situación respecto de
ellos, las relaciones de amistad de la persona interpuesta con el cónyuge,
etc. En una palabra, sólo los medios de prueba ordinarios servirán para
demostrar si la venta se ejecutó por interpuesta persona o si en realidad
ésta no es tal, sino el verdadero contratante.
Servirán también de antecedente para establecer que la venta ha
sido celebrada por interpuesta persona, las relaciones de parentesco
que existan entre los cónyuges y el individuo que compre, ya que hay
ciertos grados de parentesco que, en otros casos como ocurre con los

1 Tomo 24, núm. 41, pág. 52. Véase sobre el mismo punto: AUBRY ET RAU, V, pág. 42;

MARCADÉ, VI, pág. 196; P LANIOL, II, núm. 1441, pág. 481.
2 Véase sobre esta materia: GUILLOUARD, I, núm. 130, pág. 151; LAURENT, 24, núm. 49,

pág. 60; TROPLONG , I, núm. 193, pág. 261; AUBRY ET RAU, V, pág. 36; HUC, X, núm. 52,
pág. 80; BAUDRY-LACANTINERIE, ibid., núm. 252, pág. 250.
3 Véanse locuciones citadas en la nota anterior.

318
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

jueces y tutores, la ley los toma en cuenta para prohibir también a su


respecto la venta que prohíbe a esas personas. Tales grados de paren-
tesco son, en general, el de ascendientes y descendientes y el de her-
mano. Por lo tanto, si la persona a quien se señala como interpuesta en
una venta que se cree realizada entre cónyuges, es un padre o un hijo
de alguno de ellos, el juez tendría algún antecedente para declararla
nula, antecedente que por sí solo nada vale, puesto que la ley no lo
establece como presunción, pero que corroborado por otras pruebas
puede servir para declarar esa nulidad.
Si la venta entre cónyuges es nula, aunque se celebre por interpues-
ta persona, no puede, sin embargo, dejarse de reconocer que la nuli-
dad en este caso dependerá exclusivamente de la prueba que se rinda y
de los antecedentes que en su favor se acumulen, y más que todo, del
criterio del juez, que es el único llamado a apreciar si la venta adolece
o no de nulidad. En la duda creemos que el juez debe inclinarse por la
validez del contrato, porque, si bien es cierto que con esto pueden
originarse perjuicios, no lo es menos también que en derecho la buena
fe se presume y la mala fe debe probarse; además, la ley, por regla
general, considera todo acto válido y lo declara nulo por excepción
cuando existe una causal manifiesta para ello. Aunque hay aquí una
prohibición de la ley, sólo se refiere a la venta entre cónyuges y no por
eso puede creerse que toda venta o compra en que interviene un indi-
viduo casado es nula y se ha celebrado por interpuesta persona. En una
venta entre cónyuges es claro que bastaría probar el hecho del matri-
monio para declarar su nulidad. Pero, tratándose de una venta entre
un cónyuge y otra persona, se necesita una plena prueba, muy eficaz y
susceptible de llevar al juez el convencimiento que la venta ha sido
celebrada entre los mismos cónyuges.

369. La prohibición impuesta a los cónyuges de celebrar entre sí el con-


trato de venta nos induce a averiguar si ella no es sino una excepción al
principio que rige en los contratos a título oneroso que se celebren entre
tales personas o si es aplicación a un caso concreto de una regla que la ley
ha establecido en esta materia con el carácter de general. En otros térmi-
nos, ¿cuál es la regla común respecto de los contratos a título oneroso que
los cónyuges celebran entre sí, es decir, son prohibidos o permitidos estos
contratos?
Aun cuando a primera vista debiera resolver esta cuestión en el sentido
que esa regla es que tales contratos se prohíben entre los cónyuges, un
mayor estudio del problema nos hará llegar a la conclusión, como lo vere-
mos, que la ley no los ha prohibido como principio general sin perjuicio,
naturalmente, de las excepciones que son necesarias para evitar que se
altere o modifique en cualquiera forma el régimen matrimonial que ha
establecido en lo relativo a sus bienes.
De acuerdo con Manresa podemos decir que no es la regla general
que la ley prohíba todo contrato entre los cónyuges. Están prohibidos
aquellos que expresamente declara tales. Eso sí que para saber en cada

319
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

caso si el acto es nulo o no, tratándose de los no prohibidos expresamen-


te, se atenderá a si el contrato modifica o no el régimen de bienes del
matrimonio.1
Para dilucidar esta cuestión, conviene hacer un poco de historia. Entre
los romanos, la regla general sobre este particular era que los cónyuges
podían celebrar entre sí cualquier contrato siempre que no fuera el de
donación u otro que sirviera para ocultar una liberalidad. Estos estaban
expresamente prohibidos.2 Las legislaciones medioevales, inspiradas en el
Derecho Romano, se dividieron en dos corrientes: una, la de los países de
derecho escrito que aceptaron el principio romano, y otras, la de los paí-
ses de derecho consuetudinario que no lo aceptaban por regla general,
aunque en ciertos casos permitían los contratos entre cónyuges.
Pertenecen a la primera categoría, las regiones de España y algunas de
Francia y a la segunda, otras regiones de este último país, como Borgoña,
Normandía, etc., y, en general, todas aquellas comarcas que carecían de
ley escrita.3
Las Siete Partidas4 prohibieron las donaciones entre cónyuges, guar-
dando silencio respecto de los demás contratos, lo que ha hecho pensar, y
con razón, a los comentaristas de ese cuerpo de leyes “que si están prohibi-
das las donaciones entre cónyuges, no lo están, sin embargo todos los de-
más contratos, los que se pueden llevar a cabo legalmente”.5 Se comprende
que los países de derecho escrito acataran el principio del Derecho Roma-
no, ya que estas colecciones de leyes no eran sino la traducción al roman-
ce de las reglas romanas. En cambio, los países de derecho consuetudinario
no conservaron los principios romanos en la misma forma que éstos te-
nían sino que, con el transcurso del tiempo y con la aparición de nuevas
ideas y necesidades, esos principios fueron modificándose. Y esta modifica-
ción se dejó sentir en materia de contratos entre cónyuges.
Predominaba en esa época el deseo de conservar en cada familia los
bienes que le pertenecían y en los que descansaba el poder y prestigio de
la nobleza medioeval. La legislación debía propender entonces al cumpli-
miento y obtención de esos deseos. Como los contratos entre cónyuges
eran un medio de hacer traspasar los bienes de una familia a otra, las
prácticas y costumbres reglamentaron esta materia prohibiendo entre és-
tos, por regla general, los contratos que pudieran ocasionar ese peligro y
sólo permitieran los demás.6
Esta era la situación que existía en Francia a la época de dictarse el
Código de Napoleón. Por una parte, el precepto romano incorporado en
la legislación escrita y por otra, la prohibición de celebrar contratos entre

1 X, pág. 92.
2 Digesto, libro 19, título 5, ley 12; libro 34, título 1º, ley 16; libro 23, título 3, ley 9, núm.
3; libro 24, título 1º, ley 7, núm. 6 y ley 33.
3 FUZIER -HERMAN, tomo 36, Vente, núm. 728, pág. 846.
4 Véase ley 4, título XI, Partida IV.
5 MANRESA, X, pág. 89.
6 G UILLOUARD, I, núm. 145, pág. 166; B AUDRY-L ACANTINERIE, núm. 228, pág. 229.

320
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

cónyuges en las prácticas y costumbres de aquellas regiones que carecían


de legislación escrita. ¿Por cuál de estos sistemas se inclinó ese Código?
Dos razones hacen creer que por la regla romana. En primer lugar, por-
que las bases del Código francés fueron el Derecho Romano y las leyes
escritas que a la época de su redacción existían en Francia y en segundo,
porque el fundamento de la prohibición, esto es, el interés de mantener
los bienes en poder de cada familia, había desaparecido, ya que la revolu-
ción francesa había concluido con la nobleza y con sus privilegios. Y, en
realidad, el Código Napoleónico no consignó ninguna prohibición al res-
pecto. Se limitó a prohibir ciertos contratos entre los cónyuges.
Nuestro Código, como el español y el italiano, modelados sobre el fran-
cés, reprodujeron ese principio y todos ellos permiten, como regla gene-
ral, los contratos entre cónyuges, salvas ciertas excepciones.
Expuesto el desarrollo histórico de esta disposición analicemos la situa-
ción contractual de los cónyuges en nuestro propio Código.
Este no prohíbe, en general, todo contrato entre cónyuges; por el con-
trario, los permite prohibiendo sólo algunos. Las razones que nos inducen
a pensar así son históricas y legales.
Las primeras consisten en que las fuentes del Código Civil, el Código
francés y las Siete Partidas, consignan ese principio. Las razones legales
son los artículos 162, 1466 ,1796, 1722 y 2128.
En efecto, el artículo 1466 sienta como regla general el principio que
son capaces para contratar todas las personas que la ley no declara incapa-
ces. Fluye de aquí que son incapaces aquellas que expresamente la ley
declara tales. Pues bien, ¿figuran entre las personas incapaces los cónyuges
respecto de los contratos que celebren entre sí? No. Existe sí cierta incapa-
cidad relativa para la mujer casada, que se subsana con arreglo a las dispo-
siciones legales. Pero no hay ninguna en que expresamente se prohíba
que los cónyuges contraten entre sí. Tan exacto es esto que si hubiera una
ley prohibitiva general sobre el particular, el legislador no habría estampa-
do una prohibición especial para la compraventa en el artículo 1796, por-
que existiendo una prohibición general es innecesaria una prohibición
especial en cada caso. No existiendo una disposición de carácter general
sobre la materia, el legislador, que no quería los contratos de venta entre
cónyuges, necesitó estamparla especialmente. En consecuencia, de los ar-
tículos 1466 y 1796 del Código Civil se desprende que los cónyuges no han
sido declarados incapaces para contratar entre sí en cualquiera materia.
Veamos, ahora, el artículo 1722. Dice en su parte final, al hablar de las
capitulaciones matrimoniales: “ni celebrado, podrán alterarse, aun con el con-
sentimiento de todas las personas que intervinieron en ellas”.
¿Por qué iba a prohibir el Código que durante el matrimonio se modi-
ficaran las capitulaciones matrimoniales, si ya anteriormente había prohi-
bido de un modo general la celebración de contratos entre cónyuges? Es
evidente que si la ley hubiera consignado el principio general que los cón-
yuges no pueden contratar entre sí, no habría establecido la disposición
del artículo 1722, como tampoco la del artículo 1796, puesto que nada
importaba que tales modificaciones se celebraran desde que no iban a

321
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

tener valor alguno. Si prohibió que esas modificaciones se efectuaran fue


porque temió que, a falta de disposición general, pudieran celebrarse váli-
damente. Aun más, este mismo artículo 1722 manifiesta que hay ciertos
contratos que los cónyuges pueden celebrar, puesto que la prohibición
afecta a ciertas y determinadas estipulaciones. Si los cónyuges no hubieran
podido contratar en ninguna forma, la ley no habría declarado nulos o
prohibidos los actos que alteren las capitulaciones matrimoniales.1
Finalmente, los artículos 162 y 2128 del Código Civil indican que el
contrato de mandato puede verificarse entre cónyuges. En efecto, el pri-
mero de estos preceptos lo permite entre cónyuges separados de bienes, al
disponer que si la mujer confiere al marido la administración de alguna
parte de los bienes que, en virtud de la separación le pertenecen, aquél
será obligado a la mujer como simple mandatario; y el artículo 2128 se
coloca en el caso que la mujer casada sea mandataria y como no señala
entre qué personas puede tener lugar ese mandato, resulta, por aplicación
de los principios de que el hombre no puede distinguir donde la ley no lo
hace y que en derecho civil puede hacerse todo aquello que la ley no
prohíbe, que este contrato es posible entre marido y mujer. Tenemos, pues,
aquí un contrato cuya celebración entre cónyuges está autorizada por dis-
posiciones expresas.
Podemos sentar, por consiguiente, como regla general que nuestro Có-
digo permite los contratos entre cónyuges. Aunque ésta es la regla general
no es, sin embargo, tan absoluta. Tiene algunas excepciones fundadas en
el interés de los terceros.
Si analizamos el espíritu de nuestro Código en materia de régimen patri-
monial del matrimonio, encontraremos que siempre tiende a evitar que ese
régimen, sea legal o convencional, varíe durante la subsistencia de aquél.
En efecto, el artículo 1715 establece que las capitulaciones matrimo-
niales podrán otorgarse antes del matrimonio. El artículo 1722 por su parte
dispone que, una vez celebrado, no podrán alterarse y que sólo podrán ser
modificadas antes del matrimonio, ya que desde la celebración de éste se
entienden irrevocablemente otorgadas. Asimismo, los artículos 1719 y 1781
del mismo Código autorizan a la mujer para renunciar los gananciales
antes del matrimonio o después de la disolución de la sociedad conyugal;
pero no durante ella. Y el artículo 1786 permite las donaciones irrevoca-
bles entre cónyuges antes del matrimonio.
Estas disposiciones legales demuestran la intención del legislador en el
sentido de impedir toda alteración del régimen económico que la ley o los
cónyuges establezcan al contraer matrimonio. Es indudable que la ley no
puede permitir la celebración de aquellos contratos que alteren ese régi-
men. La regla general que hemos establecido se encuentra modificada
por esta aspiración de la ley, aspiración que en el caso de la venta está
expresada claramente y que, en otros, se subentiende dentro de los pre-
ceptos que rigen la sociedad conyugal.

1 BAUDRY-LACANTINERIE, ibid., núm. 228, pág. 230.

322
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

De aquí que deben tenerse por prohibidos entre marido y mujer no


sólo aquellos contratos que la ley prohíbe en forma expresa, sino también
los que alteren el régimen de bienes establecidos por el Código o por los
cónyuges; pero sin que esto signifique que nuestra ley prohíba, como re-
gla general, los contratos entre cónyuges.
Por esta razón, y como dice Manresa, para apreciar en cada caso si el
contrato a título oneroso celebrado entre esas personas es nulo o es váli-
do, debe distinguirse, ante todo, si está o no prohibido por la ley. Si lo
está, es nulo evidentemente; si no lo está, debe examinarse con todo cui-
dado si importa o no una modificación al régimen económico del matri-
monio dentro del cual se realiza el contrato. Si altera dicho régimen es
nulo, y válido en caso contrario.1
Sintetizando lo expuesto llegamos a la siguiente conclusión: nuestro
Código no establece como regla general la prohibición que los cónyuges
contraten entre sí; por el contrario, sienta como tal regla, el principio
inverso, o sea, permite los contratos a título oneroso entre ellos, a menos:
1) Que expresamente los haya prohibido, como ocurre con la venta en el
artículo 1796 y con la permuta en el artículo 1900, según el cual son apli-
cables a ésta las reglas de ese contrato; 2) Que modifiquen en cualquiera
forma las capitulaciones matrimoniales; y 3) Que las convenciones entre
los cónyuges vayan contra el orden público o contra los derechos del mari-
do como jefe de la sociedad conyugal o contra los del padre sobre los hijos
(arts. 1717 y 1720).2
La doctrina antes expuesta, relativa a que los cónyuges pueden contra-
tar entre sí, salvo las excepciones legales, ha tenido y tiene sus impugnado-
res y los ataques que se le dirigen pueden agruparse en dos: unos que se
fundan en la desigualdad moral y legal en que los cónyuges se encuentran
para defender sus intereses; y otros que se basan en la incapacidad legal
de la mujer casada.
Los primeros dicen “que la autoridad del marido en la familia y, so-
bre todo, su experiencia le permitirán hacer prevalecer sus intereses so-
bre los de su mujer”. Esta objeción es fácilmente refutable; pero prefiero
que oigamos a Guillouard, quien la rechaza en una forma admirable y,
por cierto, muy superior a aquella en que nosotros pudiéramos hacerlo.
Dice: “La objeción tiene, y nosotros lo reconocemos, una parte de ver-
dad, pero el estado de dependencia en que se encuentra la mujer, no
basta para impedirla que consienta válidamente. Agreguemos que si hay
maridos bastante poco escrupulosos para abusar de su autoridad o de su
experiencia para hacer celebrar a la mujer un contrato perjudicial a sus
intereses, son felizmente los menos numerosos, y la libertad de contratar
entre esposos, permitirá a menudo a éstos celebrar convenciones venta-
josas a la familia”.3

1 X, pág. 92.
2 BAUDRY-LACANTINERIE, ibid., núm. 228, pág. 231; GUILLOUARD, I, núm. 145, pág. 170.
3 I, núm. 145, pág. 169.

323
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Los ataques que se fundan en la incapacidad legal de la mujer consis-


ten en creer que así como la mujer y el marido son incapaces para cele-
brar entre sí el contrato de venta, tal incapacidad rige respecto de todo
otro contrato, ya que el Código declara especialmente incapaz a la mujer
casada. Esta objeción tiene aun mucho menos fundamentos que la ante-
rior y proviene de generalizar una prohibición especialísima que, por ser
excepcional, no puede extenderse por analogía a otros casos no estableci-
dos por la ley siendo aplicable únicamente al que ella contempla.
El hecho que la mujer casada sea relativamente incapaz no significa
que no pueda contratar con su marido, puesto que esa incapacidad puede
desaparecer con arreglo a los preceptos legales y además no se refiere
expresamente a los contratos entre marido y mujer, respecto de los cuales
no hay, como dijimos, ninguna prohibición general.

370. Para terminar esta importante materia conviene decir algo acerca de
las disposiciones que sobre el particular consignan otros Códigos.
La regla general es que todas las legislaciones modernas prohíben el
contrato de venta entre cónyuges. Sólo el Código italiano no contiene tal
prohibición. Los legisladores italianos se fundaron para ello en que, des-
cansando esta disposición en el temor al fraude y a la violación de las leyes
que prohíben las donaciones entre cónyuges, se demostraba con su adop-
ción una desconfianza excesiva respecto de un acto que, aunque se pre-
senta bajo la forma de un contrato oneroso, oculta una ventaja que tal vez
reportará beneficios a uno de los contratantes. Además se hizo notar que
el peligro que la ley trata de evitar no es suficiente para establecer una
incapacidad tan absoluta y excepcional, ya que no es posible que la mera
posibilidad de un beneficio directo sea tomado en consideración como
base de una prohibición. Se agregó que es cuestión de apreciación y que,
por lo tanto, corresponde al juez, determinar si un contrato es o no frau-
dulento, pero que no era aceptable declarar nulo de antemano uno que,
en realidad, puede ser perfectamente lícito. De aquí que se creyó más
prudente dejar al arbitrio del juez y sujeta a las reglas generales la nulidad
de esta venta, para lo cual deberá probarse el fraude o dolo. Finalmente se
hizo ver que estos contratos en muchos casos podrían beneficiar a los cón-
yuges y que no era lógico privarlos en absoluto del derecho de obtener
esos beneficios para evitar un peligro remoto.1
¿Quién está en la razón, el legislador italiano que permite esa venta o
el nuestro que la prohíbe? Dar una respuesta a prima faciæ es peligroso,
porque la adopción de esta medida puede depender de las costumbres y
moralidad del pueblo en que va a aplicarse. Sus ventajas e inconvenientes
no pueden resolverse a priori sino una vez estudiados en el terreno prácti-
co las ventajas o los inconvenientes que su implantación puede reportar,
ya que una ley puede ser buena en una parte y mala en otra y viceversa.

1 RICCI, 15, núm. 131, pág. 329.

324
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

Pero desentendiéndose de este aspecto de la cuestión y considerada


desde el punto de vista abstracto, es decir, meramente teórico, que dicho
sea de paso no es el que conviene estudiar para resolver estas cuestiones,
creemos que nuestro sistema es más beneficioso, pues si se pesan los in-
convenientes y las ventajas de la no prohibición, veremos que éstas son
más numerosas que aquéllos. Aparte de otras consideraciones morales, hay
una razón que por sí sola bastaría para rechazar la doctrina del Código
italiano en orden a no prohibir la venta entre esposos, y es que la ley
nunca debe dejar puerta abierta al fraude o a su violación. Esto significa
permitir la venta entre cónyuges. De aquí que el sistema de ese Código
sea, desde el punto de vista doctrinario, inaceptable, a nuestro parecer.
La mayoría de los Códigos, como dije, prohíben la venta entre cónyu-
ges, como ocurre, por ejemplo, con el artículo 1595 del Código francés, el
1458 del Código español y el 1358 del Código argentino, para no citar más.
El Código francés permite la venta entre cónyuges en tres casos taxati-
vamente enumerados; pero estas excepciones no constituyen propiamente
un contrato de venta, sino que son de dación en pago que puede realizar-
se: cuando los cónyuges están separados judicialmente y que se hace con
el objeto de liberar al que vende de lo que debe al que compra; cuando
no estando separados de bienes la venta se hace por el marido a la mujer
en virtud de causa legítima, entendiéndose por tal las que el mismo artícu-
lo señala; y cuando no habiendo régimen de comunidad en el matrimonio
la mujer cede a su marido sus bienes en pago de una suma que le había
prometido aportar como dote. Todas estas excepciones dan origen a algu-
nas cuestiones interesantes que para nosotros no tienen interés alguno,
desde que nuestro Código no las consigna.1
El Código español sólo permite la venta entre cónyuges separados de
bienes, sea la separación judicial o convencional. El fundamento de esta
disposición está, según Manresa, en que en el estado de separación de
bienes “desaparece todo peligro de fraude en el contrato de venta que los
cónyuges celebren, ya que la separación puede ser conocida fácilmente
por el tercero, que se cuida de sus intereses”.2 No aceptamos este tempera-
mento y creemos que nuestro Código es más razonable puesto que ese
peligro no desaparece del todo cuando hay separación de bienes.
El Código argentino, en cambio, dispone expresamente que ni aun en
caso de separación de bienes puede celebrarse este contrato; y no hay
ninguna salvedad al principio general de la prohibición.
El Código alemán no contiene ninguna disposición semejante al nues-
tro en esta materia.

1 Véase sobre esta materia: FUZIER-HERMAN , tomo 36, Vente, núms. 728 a 808, págs. 846

a 850; PLANIOL, II, núms. 1436 a 1444, págs. 480 a 483; BAUDRY-LACANTINERIE, ibid., núms.
205 a 226, págs. 211 a 226; AUBRY ET RAU, V, págs. 37 a 42; TROPLONG, I, núms. 178 a 184,
págs. 247 a 251; HUC, X, núms. 40 a 46, págs. 66 a 74; LAURENT, 24, núms. 31 a 42; págs. 40
a 53; GUILLOUARD, I, núms. 149 a 164, págs. 174 a 184; MARCADÉ, VI, págs. 192 a 196.
2 X, pág. 93.

325
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

2) VENTA ENTRE EL PADRE Y EL HIJO DE FAMILIA

371. En el mismo artículo 1796 nuestro Código Civil consigna otra prohi-
bición o incapacidad doble, o sea, para comprar y vender a la vez. Me
refiero a las ventas entre el padre y el hijo de familia. Dice ese artículo: “Es
nulo el contrato de venta entre cónyuges no divorciados y entre el padre y el hijo de
familia”.
Para establecer esta prohibición se ha atendido principalmente al per-
juicio que para el hijo puede resultar de ese contrato, porque careciendo
éste de conocimientos y de experiencia para los negocios y por respeto al
padre, podría ser defraudado con mucha facilidad. Por otra parte, la ley al
prohibir esta venta no ha querido colocar al padre en un conflicto entre el
deber de proteger los intereses de aquél y su propio interés de obtener un
beneficio o ventaja.1
Ha pensado que permitir esa venta es dar fácil paso al relajamiento de
las relaciones entre padre e hijo y a la desorganización de la familia. El
hijo, aconsejado tal vez por sus amigos, se acostumbraría a ver en su padre
un vil explotador y, éste, careciendo de toda censura o sanción, lo miraría
como un instrumento destinado a producirle pingües utilidades. Este peli-
gro existe tanto cuando el hijo le vende al padre, como cuando éste le
vende a aquél, ya que en el primer caso, el padre podría pagarle un precio
irrisorio y, en el segundo, entregarle por un enorme precio una cosa de
poco valor.
¿Para prohibir esta venta se ha tomado también en cuenta el fraude
que pudiera cometerse respecto de los acreedores del padre o del hijo?
Evidentemente, aun cuando este motivo no haya sido tan determinante
como los anteriores. Ese peligro existiría aquí, puesto que sería fácil simu-
lar un contrato entre personas tan íntimamente unidas, más todavía cuan-
do una de ellas debe ciega obediencia a la otra.
¿Cómo podría cometerse este fraude? Distinguiremos entre los acree-
dores del padre y los del hijo. Los acreedores del padre sólo tienen acción
sobre sus bienes propios; pero no sobre los del hijo, desde que aquél no
tiene la propiedad de estos bienes sino su usufructo, que está expresamen-
te declarado inembargable por el artículo 2466 del Código Civil. Si esta
prohibición no existiera, el padre podría eludir fácilmente a sus acreedo-
res traspasando todos sus bienes al hijo.
Los acreedores del hijo también podrían ser perjudicados si pudiera
vender sus bienes a su padre. En efecto, el contrato u obligación que el
hijo ha celebrado o contraído con el tercero acreedor y de que emana la
acción en su contra, puede haberse llevado a cabo con la autorización del
padre o sin ella. Si se celebró con su autorización, éste queda obligado y,
subsidiariamente, el hijo hasta concurrencia del beneficio que hubiere ob-
tenido (art. 254). Aquí no habría gran perjuicio para los acreedores, pues
si el hijo vende sus bienes al padre, siendo éste responsable, resultaría una

1 BAUDRY-LACANTINERIE, ibid., núm. 231, pág. 233; RICCI, 15, núm. 122, pág. 308.

326
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

mejor situación para ellos; si, por el contrario, el padre se los vende al
hijo, podrían dirigirse subsidiariamente contra éste hasta concurrencia del
beneficio que haya reportado del contrato en que se origina la acción del
acreedor.
Si ese contrato u obligación fue contraído con el tercero sin autoriza-
ción del padre, el hijo queda obligado en su peculio profesional (art. 253).
Sus acreedores tienen acción en su contra y no en contra del padre. Si la
venta entre ellos fuera permitida, es claro que la que aquél hiciera de sus
bienes a su padre los perjudicaría. En consecuencia, los acreedores po-
drían perjudicarse con la no prohibición de la venta entre el padre y el
hijo de familia, cuando fueran acreedores del padre o cuando lo fueran
del hijo por obligaciones que éste contrajo sin la autorización de aquél.

372. Para saber cuando rige la prohibición del artículo 1796, o mejor di-
cho, para determinar su alcance, debemos precisar qué se entiende por
“hijo de familia”, puesto que sólo existe entre éste y el padre. Luego, pueden
comprar y vender entre sí el padre y el hijo, que no sea hijo de familia.
Según el artículo 240 del Código Civil se llaman hijos de familia “los
hijos de cualquiera edad no emancipados”. Los emancipados no son, pues,
hijos de familia. Se consideran tales los que han salido de la patria potes-
tad. La patria potestad termina y la emancipación se verifica: 1º) cuando el
padre y el hijo convienen en ello; 2º) cuando el hijo mayor de 21 años se
casa; 3º) cuando el hijo llega a la mayor edad, o sea a los 25 años; y 4º)
cuando el hijo ha sido emancipado por decreto judicial dictado en virtud
de algunas de las causales del artículo 267.1 El hijo que se encuentra en
algunos de los casos anteriormente enumerados puede celebrar con su
padre el contrato de venta.
Hay, sin embargo, un caso en que el hijo adulto (mayor de 14 años, si
es hombre y de 12 si es mujer), es considerado como emancipado y habili-
tado de edad y no se le reputa como hijo de familia. Es el del hijo que
tiene un peculio profesional o industrial. Dice el artículo 246: “El hijo de
familia se mirará como emancipado y habilitado de edad, para la administración y
goce de su peculio profesional o industrial”. Si se le considera a este respecto
como emancipado y habilitado de edad es evidente que no es hijo de
familia.
No siendo tal por lo que hace a su peculio profesional o industrial y
rigiendo la prohibición del artículo 1796 solamente para el hijo de fami-
lia, no cabe duda que puede celebrar con su padre el contrato de venta
cuando se refiere a bienes que forman parte de ese peculio. La determina-
ción de lo que es y de lo que no es peculio profesional o industrial será en
cada caso cuestión de prueba. Con arreglo a ella decidirá el juez la validez
o la nulidad de la venta.

1 Fácilmente se comprende que no nos ocupamos de la emancipación por muerte del

padre, pues entonces no puede presentarse el caso de un contrato de venta entre padre e
hijo.

327
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Esta misma excepción referente a que el hijo puede celebrar el contra-


to de venta con su padre, siempre que se refiera a bienes de su peculio
profesional o industrial, se consignaba en el Derecho Romano: “No se
puede celebrar una venta entre el padre y el hijo, sino respecto de lo que
el hijo adquiera en la milicia”, decía Ulpiano.1 Lo que el hijo adquiría en
la milicia era el peculio castrense, que corresponde al actual peculio in-
dustrial o profesional.
La ley 2ª, título IV, de la Partida V, reproducía la regla romana y la
excepción, en los términos siguientes: “Mas si el fijo ouiesse ganado algu-
na cosa, de aquellas ganancias que son llamadas castrenses, vel quasi-cas-
trense, segun diximos en el título que fabla del poder que han los padres
sobre sus hijos, de tales cosas como estas bien podrian fazer vendidas a su
padre”. De aquí fue tomada la disposición de nuestro Código.
El fundamento legal para exceptuar de la prohibición al hijo de fami-
lia respecto de su peculio profesional o industrial se explica ampliamente.
El padre no tiene el derecho de patria potestad sobre el hijo por lo que
hace a este peculio, de modo que aquél y éste no forman, como en el otro
caso, una misma persona, legalmente hablando. Aquí el hijo es una perso-
na independiente del padre, que no requiere su autorización para contra-
tar y que se yergue frente a él con la misma independencia de acción que
tiene el padre. Desaparece, por consiguiente, el temor de la ley de que
éste pueda sacrificar el deber a su interés y con ello la razón de ser de la
prohibición. Por esto se exceptúa este caso de la regla del artículo 1796, si
no expresamente, al menos en virtud de lo dispuesto en varios artículos.
El artículo 1796 del Código Civil se aplica entonces a las ventas entre el
padre y los hijos de familia, entendiéndose por tales los no emancipados. Esta
prohibición no rige para las ventas que celebre el padre: 1) con el hijo mayor
de 25 años; 2) con el hijo emancipado legal o judicialmente; 3) con el hijo
casado mayor de 21 años; y 4) con el hijo de familia en cuanto contrata sobre
su peculio profesional o industrial. En esos cuatro casos, el hijo está o se
considera emancipado y puede celebrar el contrato de venta con su padre.
La diferencia que hay entre ellos, es que en los de los números 1º, 2º y 4º
el hijo puede contratar libremente sin necesidad de curador ni autorización
judicial, porque en el primer caso es mayor de edad y en el segundo y
cuarto se le considera habilitado de edad; en tanto que en el del número
tercero necesita un curador para el contrato de venta, a menos que siendo
mayor de 21 años, esté habilitado de edad (art. 299). La Corte de Apelacio-
nes de Santiago ha declarado que es válida la venta entre el padre y el hijo
emancipado y habilitado de edad, pues la prohibición es sólo para el padre
y el hijo de familia, en cuya situación no se encuentra aquél.2

373. ¿Puede el padre adquirir los bienes del hijo de familia que se venden
en pública subasta? La negativa es evidente, por las mismas razones que

1 Digesto, libro 18, título I, ley 2.


2 Sentencia 3.283, pág. 1805, Gaceta 1882.

328
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

dimos en el número 363 al estudiar este punto con ocasión de la venta


entre cónyuges.
La ley no ha distinguido si la venta es o no en pública subasta. Luego
el hombre no puede hacer esta distinción. Además la prohibición es ab-
soluta; no contiene excepción alguna en cuanto a la forma en que debe
hacerse la venta para que se aplique o no. Siempre existen en ella los
peligros de la venta privada que autorizaron la prohibición, puesto que
puede hacerse sin avisos, lo que traería la ausencia de postores y permiti-
ría que el padre ofreciera un mínimum bajo, ya que esos avisos y las
solemnidades legales no son necesarias por tratarse de bienes pertene-
cientes a una persona respecto de la cual no se exige que su venta se
haga en pública subasta. Otras legislaciones, como la italiana y la argenti-
na, prohíben expresamente que el padre pueda comprar los bienes del
hijo en pública subasta.
Lo mismo podría decirse respecto de los bienes del padre que se ven-
dan en pública subasta; el hijo no puede adquirirlos.

374. El padre no puede adquirir los bienes del hijo de familia ni éste los
de aquél ni aun cuando se vendan forzadamente por la justicia, porque la
acepción venta comprende tanto la voluntaria como la forzada, desde que
esta última es un verdadero contrato de compraventa que se rige por los
preceptos establecidos para la venta voluntaria, salvo disposición en con-
trario, que en este caso no la hay. Por lo tanto, el precepto del artículo
1796 se aplica a ambas especies de venta y la distinción que pudiera hacer-
se no sólo carecería de asidero en la ley, sino que iría contra su propio
tenor. Subsisten además aquí los mismos motivos que autorizan la prohibi-
ción de la venta voluntaria, puesto que el padre concurriría al acto como
vendedor y comprador por ser el representante legal del hijo.

375. El padre no puede comprar ni los bienes del hijo que él mismo ad-
ministra en calidad de representante legal ni aquellos cuya administración
o usufructo no la tiene el padre sino un curador. Dos razones nos mueven
a pensar así. Ante todo, porque la ley no ha hecho ninguna distinción al
respecto y no ha exceptuado sino los bienes pertenecientes al peculio pro-
fesional o industrial del hijo. Los que forman los peculios adventicios ordi-
nario y extraordinario quedan comprendidos en la prohibición. Y en
segundo lugar, porque la ley no ha tomado en cuenta los bienes a que se
refiere la venta sino la situación legal en que se hallan esas personas; de
modo que si el padre y el hijo se encuentran en el caso del artículo 1796,
la venta es nula cualesquiera que ellos fueren.

376. La disposición del artículo 1796 se refiere a la venta entre el padre y


el hijo de familia. No comprende la que se celebre entre el nieto y el
abuelo. Y como las leyes prohibitivas y de excepción no pueden aplicarse
por analogía a casos no contemplados en ellas, sino a los expresamente
señalados, resulta que el contrato de venta entre el abuelo y el nieto es
permitido y puede celebrarse válidamente.

329
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Tampoco existen los motivos que autorizan la prohibición en el caso del


padre y del hijo de familia, ya que el abuelo no tiene la patria potestad sobre
el nieto, ni la administración de sus bienes. El Código portugués, sin embar-
go, prohíbe al abuelo que venda sus bienes al nieto, salvo que en esa venta
consientan los demás nietos o, en su defecto, el consejo de familia.

377. ¿Puede celebrarse el contrato de venta entre la madre y el hijo de


familia? La cuestión consiste en saber si la disposición del artículo 1796
que habla del padre se extiende también a la madre. Todo depende del
alcance que se dé a la palabra “padre” que ese artículo contiene. Si se
acepta que ese vocablo comprende a la madre y al padre, el contrato de
venta no puede celebrarse entre ella y el hijo de familia, porque la ley les
prohibiría su celebración; si se acepta que se refiere al padre únicamente,
la venta entre ellos es válida, porque la ley no la prohíbe.
Veamos las razones que se dan en pro de una y otra opinión, sin per-
juicio que manifestemos, desde luego, que nos inclinamos por la segunda
interpretación, o sea, que la venta entre la madre y el hijo de familia es
válida, salvo las excepciones que luego estudiaremos.
Los que sostienen que el artículo 1796 comprende también a la madre
se fundan en que, según el artículo 25 del Código Civil, las palabras hom-
bre, persona, niño, adulto y otras semejantes que, en su sentido general,
se aplican a individuos de la especie humana, sin distinción de sexos, se
entenderán comprender ambos sexos en las disposiciones de las leyes, a
menos que por la naturaleza de la disposición o por el contexto se limiten
manifiestamente a uno sólo. Según ellos, la palabra “padre” que, dicho sea
de paso, sirve para señalar una y determinada persona, cae dentro de la
regla del artículo 25 y comprende, por consiguiente, ambos sexos.
Dos razones bastarán para destruir esa argumentación. El vocablo “pa-
dre” no se aplica en su sentido general a individuos de ambos sexos, sino a
los de uno. No rige para con él la regla del artículo 25, puesto que no es
semejante a los de hombre, persona, etc., que son los que según ese ar-
tículo comprenden los dos sexos. Para que esas palabras se refieran a am-
bos sexos es menester que la naturaleza de la disposición o el contexto de
la misma no las limiten a uno solo, como ocurre en el artículo 1796. El
motivo de esa prohibición es la patria potestad, que corresponde al padre
y no a la madre. Tratándose de actos que se prohíben en razón de ella, es
claro que solamente pueden prohibirse con relación al padre. Por otra
parte, se denominan hijos de familia los hijos no emancipados con rela-
ción al padre; y no con relación a la madre. De ahí que cuando el artículo
1796 dice hijos de familia se refiere a los actos que éste ejecute en calidad
de tal con aquella persona respecto de quien tiene ese estado y no respec-
to de aquella con quien no lo tiene, como es la madre.
Los sostenedores de esta opinión arguyen también que la ley, al hablar
del padre en el artículo 1796, se refirió a ambos padres, sin hacer distin-
ción entre ellos, por cuyo motivo el hombre no puede ver una distinción
donde el legislador no la estableció. Este argumento se basa en el anterior.
Como él, se refuta en la misma forma. La ley no ha entendido referirse ahí

330
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

al padre y a la madre. Al excluir a ésta de ese artículo no se hace sino una


distinción que la misma ley reconoció tácitamente al hablar del padre y no
de la madre.
Por último, se dice que los motivos que autorizaron la prohibición sub-
sisten siempre en este caso; por consiguiente, ella debe subsistir. Este argu-
mento tampoco es exacto. La madre no tiene la administración ni el
usufructo de los bienes del hijo y no puede presentarse el peligro que la
ley quiso evitar.
En pro de la opinión que ahora analizamos hay, sin embargo, una ra-
zón que es bastante poderosa y que debemos tomar en cuenta al resolver
esta cuestión. Nos referimos a aquella que consiste en decir que no es
posible que se permita la venta entre la madre y el hijo de familia, porque
habría una venta entre cónyuges, que la ley prohíbe. Esta no sería propia-
mente una venta entre cónyuges, ya que el vendedor sería la madre y el
comprador, el hijo, representado por su padre. El contrato, en doctrina, se
realiza entre la madre y el hijo y no entre aquélla y el padre; pero, como
éste representa al hijo y debe autorizar a la mujer, sucede que interviene
por ambos lados, y, a menos que se tratara de una subrogación, lo compra-
do por la madre pertenecería a la sociedad conyugal y, por consiguiente,
al marido. En cambio, si la madre vende sus bienes al hijo, resulta que el
padre compra bienes cuya venta ha autorizado o que él mismo vende. En
ambos casos habría un mandatario que compra lo que se le había encarga-
do vender, y esto está prohibido por el artículo 2144 del Código Civil.
Podría haber una venta entre cónyuges celebrada por interpuesta persona
y esto también se prohíbe. Lo expuesto hace llegar a la conclusión que la
madre no puede celebrar con el hijo de familia el contrato de compraven-
ta, mientras se encuentre bajo potestad marital.
Veamos, ahora, las razones que se dan para sostener que la madre puede
celebrar este contrato con el hijo de familia. Cuando el sentido de la ley es
claro no puede desatenderse su tenor literal so pretexto de consultar su espí-
ritu, dice el artículo 19 del Código Civil. El texto del artículo 1796 es clarísi-
mo, no da lugar a dudas, pues habla del padre. Y decimos que es claro, porque
las palabras deben entenderse en su sentido natural y obvio. Según éste, la
expresión padre significa “el hombre que tiene hijos”, de manera que la ley al
hablar en su artículo 1796 de padre se ha referido al hombre y no a la mujer,
ya que padre no comprende la idea de madre, que es muy diversa.
Si la ley hubiera dicho padres, en plural, la cosa habría cambiado, pues
se habría referido a ambos. Pero mencionó al padre, con lo que dio a
entender que excluía de la prohibición a la madre, porque en todos los
artículos en que el Código se refiere a los padres, los distingue muy bien y
habla del padre o de la madre y nunca ha entendido comprender los dos
en uno solo de esos vocablos. Cuando así ha querido hacerlo, ha emplea-
do la expresión “padres” o “padre y madre”. Véanse, por ejemplo, los artícu-
los 179 y 202 que hablan de “padres” y los artículos 188 y 189 que hablan
de la madre y del padre separadamente. Véase finalmente el artículo 219
que señala al padre y a la madre y después se refiere al padre únicamente. El
artículo 222 es aun más contundente, pues dice padres y después agrega el

331
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

padre o madre, sin que haya entendido dejar comprendido a la madre en la


palabra padre. El artículo 233 viene también en apoyo de lo dicho, porque
habla del padre como el único autorizado para corregir y castigar a los
hijos y el artículo 234 agrega que a falta de aquél ese derecho pasa a la
madre. Esto demuestra que cuando la ley habla del padre se refiere al hom-
bre y no a la madre y que cuando se refiere a ambos, emplea ambas pala-
bras o la expresión “los padres”.
No sería lógico creer entonces que si en todo el Código la ley ha em-
pleado la palabra padre refiriéndose al hombre únicamente, fuera a refe-
rirse en el artículo 1796 al padre y a la madre a la vez. No cabe duda, pues,
que del espíritu de la ley, de su contexto y del tenor literal se desprende
que el artículo 1796 se ha referido al padre y no a éste y a la madre.
Hay todavía otra razón poderosísima en apoyo de la opinión que veni-
mos sosteniendo y es que esta disposición es de derecho excepcional y
debe entenderse en sentido restrictivo, no pudiendo extenderse por ana-
logía a otros casos no consignados en ella expresamente.
Creemos, por eso, que las razones expuestas en pro de la segunda in-
terpretación son más lógicas y poderosas que las que se dan a favor de la
primera, lo que nos decide a pronunciarnos por aquella. Pero quede bien
entendido que esa libertad debe limitarse en dos casos: cuando la madre
es curadora del hijo, en virtud del artículo 412 del Código Civil, y cuando
la madre se encuentra bajo potestad marital, por las razones ya expuestas,
esto es, porque existe el peligro que haya venta prohibida, celebrada por
interpuesta persona. La madre no está bajo potestad marital cuando los
cónyuges están divorciados perpetuamente y cuando se encuentra viuda.
Fuera de esas dos excepciones el contrato de venta que se celebre en-
tre el hijo de familia y su madre es perfectamente válido y lícito.
Si se atiende al origen histórico de esta disposición veremos que tanto
el precepto romano1 como las disposiciones de las Siete Partidas2 ya cita-
dos, se refieren únicamente al padre ya que en ambas legislaciones era
éste y no la madre quien tenía la patria potestad, que es el fundamento de
la prohibición que ahora se estudia. Esto puede corroborarse además con
la legislación comparada. Así, en Italia y Argentina la patria potestad co-
rresponde a ambos padres. De ahí porqué el artículo 1457 del Código
italiano y el artículo 1361 del argentino prohíben al padre y a la madre
comprar los bienes del hijo que tuvieren bajo patria potestad. Ricci, estu-
diando ese precepto, dice: “La prohibición se refiere a los padres, sea pa-
dre o madre que ejerzan la patria potestad; faltando este ejercicio cesa la
prohibición. La madre, por tanto, cuando el padre ejerce la potestad confe-
rida por la ley sobre los hijos, puede ser compradora de los bienes de
éstos, porque no administrando los bienes de sus hijos no es posible que
respecto de ella se encuentre el deber oponiéndose a los intereses y no
existe pues, motivo para se extienda a ella la prohibición”.3
1 Digesto, libro 18, título 1º, ley 2ª.
2 Ley 2ª, título V, Partida V.
3 Tomo 15, núm. 122, pág. 310.

332
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

En las disposiciones de esos dos Códigos encontramos una vez más la


comprobación que la palabra padre sólo expresa “el hombre que tiene hi-
jos”, sin que comprenda a la vez a la madre. Si así fuera, los Códigos ar-
gentino e italiano, que deseaban prohibir tanto al padre como a la madre
la compra de los bienes del hijo, no habrían dicho “padres” el primero, y
“padre o madre”, el segundo; les habría bastado decir “el padre”. Pero, esos
Códigos querían prohibir la venta entre el padre y el hijo y entre éste y la
madre, y para hacerlo necesitaron emplear una expresión que compren-
diera a los dos como ocurre con la palabra “padres” o necesitaron enume-
rar los nombres de uno y otro, es decir, hablar del padre y de la madre. No
invocamos el testimonio de los Códigos francés y español, porque no con-
tienen disposición alguna sobre el particular.

378. Como en el caso de la venta entre cónyuges, se trata aquí de un acto


prohibido por la ley que, según el artículo 1466 del Código Civil, constitu-
ye objeto ilícito. La concurrencia de éste en un contrato, dice el artículo
1682 de ese Código, produce su nulidad absoluta. Por consiguiente, la
venta celebrada entre el padre y el hijo de familia, es nula absolutamente.
Así lo ha declarado la Corte de Apelaciones de Santiago, aunque el fallo
no se pronunció precisamente sobre este punto.1
Por lo demás, nos remitimos a lo expuesto en el número 366,2 pues
este caso es idéntico al de la venta entre cónyuges. Ricci cree, sin embar-
go, que la venta adolece de nulidad relativa, porque se trata de una dispo-
sición que tiene por objeto proteger a un menor.3 Pero, como dijimos,
esta consideración no puede tomarse en cuenta entre nosotros, en donde
los artículos 10, 1466 y 1682 del Código Civil, resuelven directamente la
cuestión.

379. El contrato es nulo absolutamente aunque se celebre por interpósita


persona, porque lo que no puede hacerse por sí mismo tampoco puede
hacerse por intermedio de un tercero. Si la ley prohíbe la venta entre el
padre y el hijo de familia, es claro que la prohíbe en todo caso, es decir,
cuando la celebran directamente y cuando la verifican por personas inter-
puestas, ya que aquí son los mismos individuos a quienes la ley prohíbe su
celebración los que la pactan. Los terceros que en ella intervienen no
reportan ningún beneficio, puesto que no contratan para sí. Se limitan a
prestar su nombre para encubrir un acto prohibido. Como la ley no ha
señalado quiénes son las personas interpuestas para este efecto, debe es-
tarse a la prueba rendida y al grado de parentesco del interpósito con los
verdaderos contratantes, porque si es uno de los cónyuges, su padre, su
hijo, etc., es fácilmente sospechable su carácter de falso contratante. Pero
como la ley no los declara tales, su calificación queda al arbitrio del juez.

1 Sentencia 3.283, pág. 1805, Gaceta 1882 (considerando 3º).


2 Pág. 315.
3 15, núm. 132, pág. 331.

333
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Excusado creemos manifestar que es aplicable a este caso todo lo dicho al


hablar de esta materia con relación a la venta entre cónyuges.1

380. Un contrato de venta entre el padre y el hijo de familia que no vale


como venta, ¿vale como donación disfrazada?
Al estudiar este punto respecto de los cónyuges dijimos que la venta no
vale como donación, porque la ley prohíbe su celebración entre ellos. Si
aquella no vale, menos puede valer la donación oculta, desde que ésta
también estaba prohibida. Tratándose del hijo de familia esa prohibición
no existe. Por el contrario, el mismo Código permite expresamente esas
donaciones. Pero resulta que la donación es un contrato que requiere
ciertas solemnidades sin las cuales carece de valor, de donde se desprende
que una compraventa, aunque en el fondo envuelva una donación, no
vale como tal si no cumple con las solemnidades legales o si no se disfraza
bajo otro contrato, en cuyo caso éste debe ser permitido entre las partes
que lo celebran. La venta está prohibida entre el padre y el hijo de familia;
luego, no puede valer como donación.
Quede bien establecido que no nos referimos al caso en que se da al
contrato de venta el carácter de donación, es decir, que se cumplan las
solemnidades que para ésta señala la ley. Entonces ya no sería venta sino
una donación perfecta, puesto que los contratos se califican según lo que
encierran sus cláusulas y no según su denominación. Así, por ejemplo, si
después de otorgada una escritura de compraventa entre un padre y un
hijo de familia, se otorgara otra de donación con las solemnidades legales,
habría dos contratos: el de venta que sería nulo y el de donación que sería
válido; pero no podría sostenerse que la venta vale como donación puesto
que los dos contratos celebrados fueron independientes uno de otro.
Lo que aquí estudiamos es lo relativo a saber si anulada la venta como
tal contrato, vale como una donación disfrazada. Esto es imposible. No
hay venta, porque es nula; y no hay donación, porque no se han llenado
sus requisitos ni ella se presume sino en los casos señalados por la ley.
Pretender dar el carácter de donación a una venta nula por el hecho
de ser permitida aquella entre las personas que celebraron la venta es
absurdo, pues para la validez de una donación no basta solamente la capa-
cidad de los contratantes sino el cumplimiento de varias solemnidades. En
vista de lo expuesto, creemos que la venta es nula y que no vale ni como
una donación disfrazada.

B) INCAPACIDAD PARA VENDER

381. La disposición del artículo 1797 fue introducida en nuestro Código


por el señor Bello con el objeto de impedir el abuso que en la venta de los
bienes fiscales o de carácter público pudieran cometer sus administrado-

1 Núm. 368, pág. 318.

334
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

res, disposición que es de derecho público y de ahí que no figure en nin-


gún otro Código. Dice este artículo: “Se prohíbe a los administradores de esta-
blecimientos públicos vender parte alguna de los bienes que administran, y cuya
enajenación no está comprendida en sus facultades administrativas ordinarias; sal-
vo el caso de expresa autorización de la autoridad competente”.
Este precepto, como acabamos de decirlo, no es de derecho privado,
sino de derecho público, pues dice relación con los bienes fiscales y con
las facultades de los empleados públicos. Es materia de otras leyes y regla-
mentos e impropia del Código Civil, que se ocupa de reglamentar los ac-
tos de derecho privado.
Pudiera creerse que esta prohibición importa casi una excepción al
artículo 1815 que dice que la venta de cosa ajena vale. En realidad hay
aquí un mandatario que sale de los límites de su mandato, hay un indivi-
duo que vende lo ajeno. Si ese artículo no tuviera el carácter de ley de
derecho público esa venta sería válida, ya que los actos que el mandatario
ejecuta fuera de su mandato lo obligan personalmente respecto de los
terceros y respecto de su mandante y porque así lo dispone el artículo
1815. Pero tal excepción no existe porque estas disposiciones son inaplica-
bles a los actos de derecho público que se rigen por leyes y principios muy
diversos, que no constituyen excepciones al derecho privado puesto que
emanan de fuentes diversas y se refieren a actos diferentes.

382. De aquí que la venta que se realice con infracción del artículo 1797
sea nula absolutamente, en virtud de los artículos 1462, 1466 y 1682 del
Código Civil y 151 de la Constitución Política del Estado.
Según el artículo 151 de nuestra Constitución: “Ninguna magistratura,
ninguna persona, ni reunión de personas pueden atribuirse, ni aun a pretexto de
circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que expresamente se
les haya conferido por las leyes. Todo acto en contravención a este artículo es nulo”.
Este artículo sienta el muy conocido principio que en derecho público
las autoridades pueden hacer sólo aquello para lo cual la ley las faculta
especialmente, a la inversa de lo que ocurre en derecho privado, en que
puede hacerse todo aquello que una ley no prohíbe, de donde resulta que
un empleado público debe obrar dentro de la órbita de sus atribuciones,
sin que pueda ejecutar ningún acto que salga de ellas. Por eso, los admi-
nistradores de los establecimientos públicos no pueden vender los bienes
que administran cuando esa venta no está comprendida en sus facultades
administrativas ordinarias. Basta el hecho de la prohibición para que el
acto no pueda ejecutarse válidamente, puesto que según el artículo 151 de
la Constitución todo acto ejecutado por una autoridad fuera de sus atribu-
ciones es nulo.
Creemos que la existencia del principio que rige en derecho público
hacía innecesario esa prohibición, porque si las leyes no confieren expre-
samente a los administradores de establecimientos públicos la facultad de
vender los bienes que administran, no podrían venderlos en virtud del
artículo 151 ya citados. Así como en derecho privado, cuando se quiere
impedir que tal o cual persona ejecute ciertos actos, es menester prohibir-

335
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

los en forma expresa; en derecho público, por la inversa, no es menester


prohibir, sino señalar lo que puede hacerse, porque la regla general en él
es la prohibición y la excepción, la facultad de ejecutar ciertos actos. Esta
prohibición era además innecesaria, porque en la facultad de administrar
no se comprende, en materia de mandato, la de enajenar. Esos administra-
dores habrían necesitado un poder especial para realizar la venta.
Veamos, ahora, por qué es nula absolutamente la venta ejecutada en
contravención al artículo 1797. Este artículo, como venimos diciéndolo, es
de derecho público; cae dentro del principio del artículo 151 de la Consti-
tución que sanciona con la nulidad todo acto ejecutado fuera de las atri-
buciones que el derecho público confiere a las autoridades. El Código
Civil en su artículo 1462 se encarga de manifestar que hay objetivo ilícito
en todo lo que contraviniere al derecho público. La prohibición que estu-
diamos es de esa naturaleza; luego, si se la contraviene, hay objeto ilícito
de acuerdo con ese artículo, lo que acarrea la nulidad absoluta de la venta
según el artículo 1682 del mismo Código. Por otra parte, se trata de un
acto prohibido por la ley, ya que el artículo 1797 dice: “Se prohíbe…” y,
como sabemos, es nulo absolutamente todo acto que se celebre en contra-
vención a una ley prohibitiva, según los artículos 1466 y 1682 del Código
Civil. En consecuencia, este acto no puede sanearse y su nulidad se pedirá
con arreglo al artículo 1683.
El funcionario que infringe el artículo 1797 es responsable de los per-
juicios que con esa venta haya ocasionado tanto al adquirente como al
establecimiento o institución a que pertenecían los bienes, en virtud de
los artículos 2314 y 2316 del Código Civil. Los perjuicios que debe indem-
nizar no son otros que los que provengan de la pérdida que sufre el com-
prador una vez anulada la venta, tales como los frutos y mejoras que está
obligado a restituir. Este también tiene acción para que se le indemnicen
los perjuicios que le ocasione el saneamiento por evicción a que sea obli-
gado en caso de haber vendido a un tercero lo que adquirió del funciona-
rio culpable.
Las leyes de ferrocarriles, de ministerios y en general todas las que se
ocupan de los actos de los funcionarios públicos establecen el principio de
la responsabilidad de los empleados que obran fuera de la ley o de sus
atribuciones.

383. Lo expuesto nos hace llegar a la conclusión que ésta no es una prohi-
bición en el sentido que tiene esta palabra. No se prohíbe a esas personas
ejecutar un acto para el cual no tienen facultad; hay más bien extralimita-
ción de atribuciones.
Se prohíbe lo que puede hacerse si no existiera la prohibición; pero no
puede prohibirse lo que no puede realizarse aun sin ella. Los administrado-
res de establecimientos públicos no pueden vender, de acuerdo con los prin-
cipios constitucionales, los bienes que administran, salvo que la ley los faculte
para ello; de modo que ésta, al prohibirles un acto que en ningún caso
pueden ejecutar, ha sido redundante, ya que con o sin la prohibición no
habrían podido vender; a menos de extralimitar sus facultades.

336
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

384. Según el artículo 1797, la regla general es que ningún administrador


de un establecimiento público puede vender los bienes que administra.
Las excepciones a esta regla son dos y las señala el mismo artículo, a saber:
1º cuando esa venta está comprendida en sus facultades administrativas
ordinarias; y 2º cuando el administrador es autorizado expresamente para
realizarla por la autoridad competente.
La primera excepción se deriva del artículo 1797 que prohíbe la venta
cuando no está comprendida en las facultades administrativas ordinarias, de
donde se desprende, a contrario sensu, que no se prohíbe cuando está inclui-
da en esas facultades. Si les confiere esa facultad es claro que pueden ven-
der dichos bienes válidamente; en tal caso obran dentro de sus atribuciones,
que es el principio de derecho público tantas veces recordado.
La segunda excepción se refiere a la venta que hace un administrador
de los bienes que administra en virtud de la autorización que le confiere la
autoridad competente. Aquí el administrador no está facultado para ven-
der por sí solo, pero puede hacerlo, una vez que se le autorice para ello.
Ambas excepciones pueden resumirse en una, que consiste en que los
administradores pueden vender los bienes que administran siempre que
para hacerlo tengan facultad conferida por la ley. Y sea que vendan por sí
solos o en virtud de autorización expedida por la autoridad competente,
en ambos casos requieren facultad legal, concedida directamente, en el
primero, o a la autoridad que los autoriza, en el segundo.
Las diferencias que entre ambas excepciones existen son: 1) en el pri-
mer caso la facultad legal es directa en tanto que en el segundo es indirec-
ta, es decir se concede a una autoridad para que ésta a su vez autorice al
administrador; y 2) en el primero basta su sola voluntad para realizar la
venta; en el segundo se requiere la autorización de otra autoridad.

385. ¿Cuál es la autoridad competente de que habla el artículo 1797? No


puede ser otra que aquella de que depende el administrador del estableci-
miento público, es decir, su superior jerárquico, la autoridad que según la
ley está llamada a dar la autorización. Así, por ejemplo, el Consejo de los
Ferrocarriles es la autoridad competente para autorizar al Director de los
Ferrocarriles la venta de los enseres, materiales, etc., de la Empresa.
Pero de ninguna manera puede entenderse que la autoridad compe-
tente es el juez, como se cree por algunos. Este no podría autorizar un
acto para el cual la ley no lo faculta expresamente; ni el administrador
podría tampoco proceder a la venta en virtud de una autorización emana-
da de una autoridad que carece de competencia para decretarla.
Por estas razones, creemos que no es aventurado afirmar que la autori-
dad competente no es el juez sino la autoridad o funcionario de quien
depende el administrador o cuya autorización se requiere en virtud de las
disposiciones legales o constitucionales. Esta autoridad será siempre la ad-
ministrativa, ya que de ella dependen los funcionarios a que se refiere el
artículo 1797, a menos que se trate de bienes fiscales para cuya venta se
requiere una ley del Congreso.

337
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

386. El artículo 1797 no se refiere a los administradores de las sociedades


civiles o comerciales, porque es de derecho público y se aplica a los admi-
nistradores de establecimientos públicos, o sea, a los empleados públicos,
a aquellos que administran bienes que pertenecen a las corporaciones de
derecho público, como el Fisco, las Municipalidades, etc. Siendo las socie-
dades civiles o comerciales instituciones de derecho privado, no pueden
aplicárseles las reglas del derecho público, sino las del Código Civil y las
del Código de Comercio, con mayor razón todavía cuando así lo dispone
el artículo 547 del Código Civil.
Sus administradores no son empleados públicos, sino administradores
o mandatarios privados, cuyos actos se rigen por el derecho privado. De
ahí que si salen de sus atribuciones y venden bienes de la sociedad que
administran, ejecutan un acto perfectamente válido, que, si no obliga a la
sociedad, los obliga personalmente respecto del mandante y del tercero
que con ellos contrata, sea para indemnizar perjuicios a aquel, sea para
dar cumplimiento al contrato que celebraron con el tercero, puesto que la
venta de cosa ajena vale.

387. ¿Se refiere la prohibición del artículo 1797 a los administradores de


las corporaciones o fundaciones?
Si éstas son de derecho público es evidente que se les aplica, pues es
precisamente a los administradores de los establecimientos públicos a los
que se refiere. Así, por ejemplo, ella rige respecto de los administradores de
los bienes fiscales, municipales, de los pertenecientes a las iglesias, comuni-
dades religiosas y a los establecimientos que se costean con fondos del Era-
rio, tales como las Juntas de Beneficencia. Pero si las corporaciones o
fundaciones son de derecho privado, no se les aplica. Si sus administradores
venden los bienes de aquella, la venta los obliga a ellos personalmente y no
a la corporación o fundación, sin perjuicio de indemnizar los daños que le
hayan causado (artículos 552, 563, 5214 y 2160 del Código Civil).

388. En términos generales, puede decirse que la disposición del artículo


1797 se aplica a todos los administradores de establecimientos públicos,
entendiéndose por tales los fiscales, municipales, las iglesias, comunidades
religiosas y los que se costeen con fondos del Erario Nacional, ya que to-
das estas corporaciones o fundaciones son de derecho público, según el
inciso 2º del artículo 544 del Código Civil. Los administradores de los bie-
nes pertenecientes a algunas de esas entidades no podrán vender los que
administran sino en el caso de estar autorizados para ello por la ley o por
el reglamento respectivo, o por la autoridad de quien dependen, y con
arreglo a los trámites que exigen las leyes pertinentes. En caso contrario,
el acto es nulo absolutamente y el empleado o funcionario queda respon-
sable de los perjuicios que haya causado al adquirente y al propietario de
los bienes.
Para hacer ver quiénes deben tener autorización legal o emanada de
autoridad competente para la venta de los bienes públicos, citaremos los
casos típicos dentro de cada corporación de derecho público.

338
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

Bienes fiscales. No hay ninguna ley ni disposición constitucional que seña-


le la forma en que estos bienes deben venderse, ni quién debe venderlos. El
artículo 73, núm. 21, de la Constitución establece únicamente que “todos los
establecimientos públicos están bajo la suprema inspección del Presidente de la Repú-
blica”, pero tal artículo no autoriza a éste para vender esos bienes, de donde
resulta que la venta de bienes fiscales no está comprendida en sus facultades
administrativas. Para que la venta no sea nula debe, por lo tanto, solicitar la
autorización que señala el artículo 1797. Como digo, no hay ninguna ley
que determine cuál es la autoridad en este caso; pero “desde que dentro de
nuestro régimen financiero no debe ingresar ninguna cantidad de dinero
en arcas nacionales sino en virtud de las leyes que autoricen su cobro y su
ingreso”1 y desde que esos bienes forman parte del patrimonio de la nación,
es evidente que tal autoridad no puede ser otra que el Congreso y de ahí
que en la práctica se haya entendido que sólo por medio de una ley podrán
venderse los bienes fiscales. Estas leyes, por lo general, señalan la necesidad
o utilidad manifiesta que hay en la venta, como también la destinación que
se dará a los fondos que de ella provengan.
He aquí una ley de esta naturaleza: “Ley Núm. 2604. Por cuanto el
Congreso Nacional ha dado su aprobación al siguiente proyecto de ley.
Artículo único: Se autoriza al Presidente de la República para que en el
término de un año proceda a enajenar en subasta pública, al mayor pos-
tor, el terreno de propiedad fiscal situado entre las calles Teatinos, Mapo-
cho y Morandé de la ciudad de Santiago. Se le autoriza, igualmente, para
invertir el producto de esta venta en la adquisición de las bodegas y anexos
que los Señores Pra y Cía. poseen en la calle del Cerro de la misma ciudad
y el saldo que se obtenga, en la instalación de los corrales de policía, la
Morgue, las bodegas de forraje y en la adquisición de un local para esta-
blecer la escuela de aspirantes a oficiales de Policías. Y por cuanto oído el
Consejo de Estado, he tenido a bien aprobarlo y sancionarlo; por tanto,
promúlguese y llévese a efecto como ley de la República. Santiago, 10 de
enero de 1912. RAMÓN BARROS LUCO. Abraham A. Ovalle”.2
Bienes municipales. Ningún alcalde ni municipal puede vender los bie-
nes raíces municipales. Para ello se requiere la necesidad o utilidad de la
enajenación reconocida y declarada por los tres cuartos de los municipa-
les en ejercicio; y la venta debe hacerse en pública subasta (arts. 56 y 58
de la ley reformada de Municipalidades). El acuerdo que eso disponga
debe ser sometido a la aprobación de la asamblea de contribuyentes y a
la del Senado. La infracción a esas disposiciones los hace responsables
civil y criminalmente, sin perjuicio de la multa que señala el artículo 104
de esa ley.

1 AMUNÁTEGUI RIVERA , Derecho Administrativo, pág. 223.


2 ANGUITA, Leyes promulgadas en Chile, tomo IV, pág. 400. Véanse como ejemplos de le-
yes de esta naturaleza, las siguientes: ley núm. 2.304, de 7 de julio de 1910, obra citada,
pág. 304; ley de 1º de septiembre de 1890, obra citada, tomo III, pág. 140; ley núm. 127 de
29 de noviembre de 1893, obra citada, tomo III, pág. 284.

339
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Bienes de la Iglesia. Dentro de nuestra legislación vigente, ésta es una


persona de derecho público. La venta de sus bienes se hace con arreglo al
derecho canónico, en virtud del cual se requiere para la venta: 1º la nece-
sidad o utilidad manifiesta a que esa enajenación obedece; 2º la delibera-
ción y consentimiento de la mayor y más sana parte del capítulo, a menos
que se trate de enajenar bienes de una iglesia inferior no colegiada, en
cuyo caso debe prestar el consentimiento el obispo únicamente, si la venta
la propone el rector de la iglesia, y el cabildo de la catedral, si es el obispo
quien la propone; y 3º la licencia de la Santa Sede. Si la venta se ejecuta
sin observar esas formalidades es nula y la iglesia tiene acción reivindicato-
ria contra el actual poseedor y acción personal contra el enajenante sin
perjuicio de incurrir éste en la excomunión latae sententiae.1
Bienes de la Beneficencia. La beneficencia es un establecimiento público
que se costea con fondos del erario; de ahí que sus bienes sólo pueden
venderse en virtud de un acuerdo de la Junta tomada por las tres cuartas
partes de los miembros de que se compone, debiendo obtenerse además
la aprobación del Presidente de la República.2
Bienes de los Ferrocarriles. Aun cuando son bienes fiscales, vale la pena
ocuparse de su venta porque se apartan de la regla general. Nos referimos
solamente a los bienes muebles, tales como rieles, durmientes y demás
objetos excluidos del servicio, porque los bienes raíces requieren una ley.
La venta se hace por el Director previa autorización del Consejo, cuando
los objetos no excedan en valor a mil pesos; si exceden de esa suma, el
acuerdo del Consejo debe someterse a la aprobación del Gobierno.3
El artículo 108 de la ley de Reorganización de los Ferrocarriles hace
responsable de la infracción de sus disposiciones a las personas que sirvan
a la empresa, en cualquier carácter.

389. Tanto el fallido como el concursado, una vez que han sido declara-
dos en quiebra o concurso, pierden la administración de sus bienes que
pasa de derecho a los síndicos nombrados por el juez. El objeto del con-
curso es obtener que los acreedores se hagan pago de sus créditos. Por
eso la ley prohíbe a los fallidos y concursados celebrar cualquier contra-
to con relación a sus bienes. Declarado aquél o ésta, no pueden vender
parte alguna de los bienes que forman el activo del concurso o quiebra.
El artículo 2467 del Código Civil sanciona esos actos con la nulidad. Igual-
mente, el Código de Comercio declara nulos todos los actos ejecutados
después de la declaración de quiebra.4

1 DONOSO, Instituciones de Derecho Canónico, tomo III, núm. 4, págs. 140 y siguientes; SIL -

VAC OTAPOS, Nociones de Derecho Canónico, núm. 354, pág. 151. Véase un ejemplo de licencia
para esa venta en DONOSO, obra citada, tomo III, pág. 441.
2 Artículo 1º del decreto de 27 de enero de 1886.
3 Artículo 49 de la ley de Reorganización de los Ferrocarriles de 26 de enero de 1914.
4 B ARCELÓ, Prontuario del juicio de quiebra, pág. 59.

340
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

Hay aquí, por lo tanto, una prohibición de la ley que no está consigna-
da expresamente, pero que se desprende del contexto de sus disposicio-
nes que declaran la nulidad de esos actos. Una vez que el fallido o
concursado ha pagado a sus acreedores y obtiene rehabilitación o cuanto
se celebra un convenio con aquellos, esa incapacidad cesa y puede volver a
vender sus bienes, si llega a tener algunos, naturalmente.

390. La nulidad de estos actos es relativa, pues se establece en atención al


estado o calidad de la persona que los ejecuta y a fin de favorecer a los
acreedores del fallido, por cuyo motivo solamente éstos pueden ejercitar
la acción de nulidad. No se crea, como algunos, que aquí hay nulidad
absoluta por el hecho de tratarse de la venta de cosas cuya propiedad se
litiga. En un reciente fallo de la Corte Suprema se ha establecido que las
circunstancias de estar en concurso el vendedor no vicia de nulidad abso-
luta el acto, si el concurso no litiga pretendiendo el dominio de la cosa,
pues no se trata de especies cuya propiedad se litigue, ya que la sola exis-
tencia del juicio de concurso, por su naturaleza de liquidación entre los
acreedores y el deudor, no significa, en general, el litigio sobre el dominio
de los bienes que se comprenden en él.1 Y tampoco se trata de bienes
embargados, como vimos más arriba,2 de modo que la nulidad no es abso-
luta. El artículo 1464 del Código Civil no es aplicable en este caso.
La prohibición de celebrar el contrato de venta de sus bienes que se
establece para el fallido o concursado rige también para los actos que se
celebraron dentro del año anterior al concurso o quiebra, que pueden ser
anulados. La acción para pedir esa nulidad es la que se denomina acción
pauliana que puede ejercitarse cuando el contrato de venta se celebra en
perjuicio de los acreedores siempre que el otorgante esté de mala fe (artícu-
los 2468 del Código Civil y 1376 del Código de Comercio).

391. Debe sí tenerse presente que la prohibición impuesta al fallido de


vender sus bienes se refiere a los que forman parte del concurso o quie-
bra. Los adquiridos posteriormente y, en general, los que no entran en el
concurso o en la quiebra puede venderlos libremente, porque no hay ley
que se lo prohíba. Así lo han resuelto la Corte Suprema3 y la Corte de
Apelaciones de Santiago.4

392. En cuanto a la adquisición de bienes, el fallido puede comprar, no


obstante estar declarado en concurso o quiebra, aunque no haya sido re-
habilitado, según se desprende del inciso 3º del artículo 1362 del Código
de Comercio. Esta disposición es muy justa, porque no es posible privarlo
de los medios necesarios para atender su subsistencia.

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo XII, sec. 1ª, pág. 432.


2 Véase núm. 199, pág. 177.
3 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo XII, sentencia I, pág. 432.
4 Sentencia 625, pág. 420, Gaceta 1879.

341
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Los acreedores pueden someter a intervención la administración de


esos bienes, en cuyo caso tienen derecho a los beneficios líquidos que
ellos produzcan.
Las ideas expuestas están ampliamente corroboradas por los siguientes
considerandos de un fallo expedido por la Corte Suprema:
“2º Que es un principio inconcuso, consagrado especialmente en el artículo 3162
del Código de Comercio, que la administración de los bienes futuros adquiridos a
título oneroso por el fallido corresponde de derecho a éste, aun cuando no se halle
rehabilitado, pues la ley no priva al declarado en insolvencia del derecho de aten-
der por medio del trabajo, a la sustentación de su vida, sino que faculta a los acree-
dores del no rehabilitado, no a sus deudores, para someter a intervención la admi-
nistración de dichos bienes; 3) Que no sometida a intervención la administración
de los bienes futuros de que se habla, fue legalmente celebrado el contrato del
fallido, y el deudor no puede jurídicamente excusar su cumplimiento, a pretexto de
que sólo los síndicos representan los derechos del declarado en quiebra”.1
He ahí hábilmente expuesta la verdadera doctrina al respecto, o sea
que el fallido no está incapacitado para comprar; y como dice ese fallo, el
vendedor no puede negarse a cumplir sus obligaciones alegando que, como
fallido, carece de capacidad para ello.

393. El juicio ejecutivo tiene por objeto asegurar bienes del deudor para
pagar con ellos a su acreedor, de manera que tiende principalmente a la
retención de esos bienes. Y a fin de evitar que sean traspasados a otras
personas, se procede a embargarlos. Si son muebles, el embargo se hace
entregándolos real o simbólicamente al depositario; y si son inmuebles, el
embargo no produce efectos respecto de terceros si no se inscribe en el
registro del Conservador de Bienes Raíces (arts. 471 y 474 del Código de
Procedimiento Civil).
Embargados los bienes del deudor, éste no pierde su dominio, pero sí
la facultad de enajenarlos, porque según el artículo 1464 del Código Civil,
hay objeto ilícito en la enajenación de las cosas embargadas por decreto
judicial. Su venta sería nula y de ningún valor por tratarse de un acto
prohibido.
Hay aquí una verdadera incapacidad para vender, cuya infracción pro-
duce nulidad absoluta en virtud del artículo 1682 del Código Civil. Se
trata además de la enajenación de una cosa incomerciable, característica
que proviene de la incapacidad que afecta a su propietario.
Lo mismo puede decirse del demandado contra quien se ha decretado
la prohibición de celebrar actos o contratos sobre sus bienes, en cuyo caso
no puede venderlos por estar incapacitado para ello (arts. 286 y 287 del
Código de Procedimiento Civil). Tanto en este caso como en el anterior
hay objeto ilícito en la venta de esos bienes en virtud del número 3 del
artículo 1464 del Código Civil.

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo I, pág. 456.

342
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

394. El artículo 2144 del Código Civil prohíbe al mandatario vender de lo


suyo a su mandante lo que éste le ha ordenado comprar, principio que
reproduce el artículo 271 del Código de Comercio. Esta prohibición se
funda en el propósito de evitar la oposición de intereses entre el mandata-
rio y el mandante, representado por aquél. La ley no ha querido colocar al
mandatario entre su interés y el deber de dar fiel cumplimiento al encargo
que ha recibido, porque si vendiera de lo suyo al mandante, el contrato, a
más de celebrarse por una sola persona, lo que no es posible, podría ser
perjudicial para este último, ya que el mandatario trataría de venderle en
condiciones muy onerosas.
La prohibición alcanza aun a las ventas que se hagan por interpuesta
persona y la sanción que tiene es la nulidad relativa del contrato celebra-
do en contravención a ese precepto, pues ha sido establecida únicamente
en beneficio del mandante, que es el llamado a pedirla.
Por lo demás, le es aplicable todo cuanto se diga respecto de la prohi-
bición que se impone al mandatario para comprar lo que se le ha encarga-
do vender y a ello nos remitimos.

C) INCAPACIDAD PARA COMPRAR

1) PROHIBICIÓN IMPUESTA AL EMPLEADO PÚBLICO

395. El artículo 1798 del Código Civil dice: “Al empleado público se prohíbe
comprar los bienes públicos o particulares que se vendan por su ministerio”.
Según este artículo, para que exista esta prohibición es menester que
concurran tres requisitos copulativos, a saber: a) que la persona que haga
la venta sea un funcionario o empleado público; b) que la venta se efectúe
por razón de su ministerio; y c) que la calidad de empleado público se
ejercite en contratos relativos a los bienes a que se refiere la prohibición,
es decir, que en su calidad de tal compre los bienes que vende por su
ministerio.1
Si el individuo que compra los bienes que vende no es empleado pú-
blico, no queda comprendido en ese precepto, sino dentro del consigna-
do en el artículo 1800. Esto tiene mucha importancia, pues los efectos de
ambas contravenciones son muy distintos.
Debe tenerse presente igualmente que la prohibición existe cuando la
venta se hace por el empleado como un acto de su ministerio, o sea, cuan-
do en uso de sus atribuciones o dentro de sus funciones, realiza la venta.
Es necesario que ésta se efectúe por el empleado público en su carácter de
tal; que se realice por el empleado en su calidad de empleado público. Si
así no ocurre, no queda comprendido en dicha prohibición. Así, por ejem-
plo, si a un empleado público se le encarga la venta de un bien como
simple mandatario privado y no como tal empleado, si vende un bien no

1 RICCI, tomo 15, núm. 125, pág. 319.

343
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

por razón de su ministerio, queda incluido en la prohibición del artículo


1800 y no en la del artículo 1798.
Por la misma razón, la prohibición alcanza al funcionario público que
realiza la venta y no a los demás que no intervienen en ella, aunque ten-
gan idénticas atribuciones o desempeñen puestos análogos. Estos no ejer-
citan en esa venta su calidad de empleados públicos. Y como la prohibición
existe para aquel que vende los bienes por su ministerio, es evidente que si
un empleado público no interviene en la venta, puede adquirirlos válida-
mente, sean fiscales o particulares. La prohibición, como se dijo, es para el
que interviene en la venta o por cuyo ministerio se realiza y no para los
que no toman parte en la misma. Esta incapacidad no es, pues, personal,
no afecta a todos los empleados por el hecho de ser tales y en todo mo-
mento y respecto de cualquiera clase de bienes. Es una incapacidad que
proviene de intervenir con su ministerio en la venta.1
No se crea que la prohibición rige solamente para el funcionario que
haga el acto material de la venta, pues éste en muchos casos no es sino un
mandatario del que realmente la realiza. La prohibición alcanza a todos
aquellos empleados por cuyo ministerio se verifica, aunque no interven-
gan en el acto mismo, porque aquí la palabra “ministerio” se refiere a que
la venta se haga en ejercicio de las funciones ministeriales que correspon-
den al empleado, sea que las ejercite por sí mismo, sea que las ejercite por
un mandatario que lo represente.
Debemos observar, por último, que la prohibición se refiere a toda
clase de bienes, cualesquiera que sea su naturaleza, origen, etc., siempre
que el empleado los venda por su ministerio. Y como lo dice el artículo
1798 se refiere tanto a los bienes fiscales como a los particulares.

396. Tiene cierta importancia precisar las razones o fundamentos que in-
dujeron al legislador a implantar esta prohibición, a fin de poder determi-
nar después el carácter de la nulidad que afecta a la venta celebrada en
contravención al artículo 1798.
Las razones que se han considerado en este punto no son otras que las
relativas al orden público. Ha sido el interés general de la sociedad, que
quiere ver en las autoridades o funcionarios públicos personas a quienes
no se pueda tachar de ser autores de fraudes o de abusos, el que la ha
originado. Se trata, como dice Ricci, “de salvar el prestigio de la autoridad,
alejando toda sospecha de quien está investido de ella, de que pueda ser-
virse de la autoridad en beneficio de sus intereses”.2 Se comprende fácil-
mente que si el empleado público pudiera vender los bienes que vende
por su ministerio, abusaría de su cargo, haciendo de él un medio de lucrar
y de enriquecerse a costa del propietario de aquellos, lo que traería el
descrédito de la autoridad y el menosprecio del público para con ella.

1 GUILLOUARD , I, núm. 128, pág. 149; BAUDRY -L ACANTINERIE, De la vente, núm. 249,

pág. 248.
2 Tomo 15, núm. 125, pág. 319.

344
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

Los deseos de evitar el fraude y de rodear a los empleados y funciona-


rios públicos de respeto y prestigio que requieren las funciones que des-
empeñan son los motivos que la ley ha tomado en cuenta para dictar esa
prohibición, motivos ambos que tienen por objeto mantener el orden pú-
blico y resguardar los intereses generales de la colectividad.

397. La venta puede ser pública o privado, según sea la forma en que se
realice. Respecto de la adquisición que se haga en venta pública no hay
duda alguna, pues el artículo 1798 se refiere expresamente a ella cuando
dice “aunque la venta se haga en pública subasta”. De modo que el empleado
que vende bienes públicos o particulares en razón de su ministerio no
puede adquirirlos cuando la venta se haga en esa forma. Esto es incuestio-
nable.
La duda puede surgir cuando la venta se efectúe privadamente. Raro
será que esta venta se haga en privado, desde que los bienes fiscales y
municipales deben venderse siempre en pública subasta; y en la misma
forma deben venderse los de los particulares cuando su venta se hace por
medio de empleados públicos.
Pero hay casos en que algunos bienes públicos o particulares se ven-
den por el ministerio de empleados públicos en venta privada, como ocu-
rre con los enseres, rieles, durmientes, etc., de los ferrocarriles cuyo valor
no exceda de mil pesos, según el artículo 49 de la ley de Reorganización
de los Ferrocarriles; con los bienes municipales o de las juntas de benefi-
cencia que, por la naturaleza del contrato, como cuando se permutan, no
pueden venderse en pública subasta.
La cuestión es saber si la prohibición existe también para las ventas
privadas. Opinamos por la afirmativa fundados en varias razones. Ante todo,
subsisten siempre en esta venta los peligros que la ley ha querido evitar,
puesto que no hay aquí la concurrencia de otros postores ni la fijación de
un mínimum.
En seguida, la forma en que está redactado el artículo 1798 da a enten-
der claramente que la adquisición en venta privada se prohíbe, porque no
distingue acerca de qué clase de venta es la que hace incapaz al empleado
público. La frase final de ese artículo es decisiva al respecto, pues dice:
“aunque la venta se haga en pública subasta”. Esto significa que la prohibi-
ción se refiere también a la venta privada porque la ley temió que si omitía
esa frase no se entendiera prohibida no la compra en venta privada sino la
compra en pública subasta y de ahí que dijera: “aunque la venta…”. El
Diccionario de la Real Academia, define la palabra aunque de este modo:
“conjunción adversativa con que se denota oposición, a pesar de lo cual
puede ser, ocurrir, o hacerse alguna cosa”. Pues bien, al decir la ley que
prohíbe la compra aunque la venta se haga en pública subasta, ha querido
significar que a pesar de ser la venta en pública subasta, no puede com-
prarse lo vendido.
La expresión aunque da a entender que “ni aun cuando esa venta fuera
en pública subasta se permitiría”, o bien, “con mucha mayor razón se pro-
híbe la venta en pública subasta”, dando por comprendida la venta priva-

345
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

da. Se quiso reforzar aun más el pensamiento de la prohibición, diciendo


que la compra no se permitía ni a pesar que la venta se hiciera en pública
subasta. La ley quiso significar que en ninguna forma permitía que el em-
pleado público comprara los bienes que vendiera por su ministerio y por
eso empleó la palabra “aunque” que expresa aquí la idea de restricción
absoluta y en todo sentido. Por esas razones creemos que el empleado
público no puede comprar, ni en venta privada, los bienes que venda por
su ministerio.

398. ¿Qué se entiende aquí por empleado público? Es cierto que hasta
ahora no puede decirse en absoluto quiénes son y quiénes no son emplea-
dos públicos y quiénes quedan incluidos en esta designación, porque cada
ley da una definición diversa. Sin duda alguna el empleado público es el
que desempeña una función pública, una función de necesidad social o
de interés común.
Debe tomarse como base de partida para esta determinación el carác-
ter que tengan las funciones que ejerza el empleado. Santa María de
Paredes dice que los empleados públicos son aquellos que participan de
funciones públicas, prestando servicios permanentes que son remunera-
dos por el Estado. En esa definición va envuelta la necesidad de desem-
peñar funciones públicas para ser empleado público. Los otros dos
requisitos pueden faltar, aun cuando el carácter de permanencia es inse-
parable del de empleado, de modo que el empleado público requiere
ser permanente.
La mejor definición que existe en nuestra legislación sobre lo que es
empleado público es la del artículo 260 del Código Penal que dice que es
tal todo el que desempeña un cargo público, aunque no sea de nombra-
miento del Jefe de la República, ni reciba sueldo del Estado. En ella que-
dan comprendidos los notarios, los secretarios de juzgados, los jueces de
distrito, etc. La violación del artículo 1798 se castiga, como vamos a verlo,
con arreglo al título del Código Penal en que está contenido ese artículo,
lo que viene a confirmar una vez más que para los efectos de la prohibi-
ción que establece el artículo 1798 debe entenderse por empleado público el
que desempeña un cargo público, aunque no haya sido nombrado por el Presidente
de la República ni reciba sueldo del erario. Con mayor razón son empleados de
esa índole los nombrados por el Presidente y los que reciben sueldo del
Estado.

399. Entre nosotros no existe ninguna disposición que prohíba a los ad-
ministradores de bienes públicos comprar los bienes confiados a su custo-
dia, como lo establecen los Códigos francés, italiano, español y argentino.
Por esto, dentro de los principios generales de nuestro Código Civil, un
administrador de bienes públicos podría comprarlos para sí, a menos que
él mismo los vendiera. La única prohibición que hay es para el empleado
que vende; pero no para el que administra.
Esto se presta a abusos y fraudes, pues el administrador carece de la
independencia necesaria para realizar una venta conveniente a los inte-

346
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

reses de la entidad o instituto que administra. A fin de obviar esos peli-


gros, las leyes particulares han prohibido a los administradores de bie-
nes públicos la compra de los que pertenecen a la corporación que
administran.
Así, el artículo 68 de la ley reformada de Municipalidades prohíbe ex-
presamente, so pena de nulidad absoluta del acto y de indemnizar los
perjuicios resultantes del mismo, a los municipales y empleados del muni-
cipio la compra de los bienes de la Municipalidad a que pertenecen, como
también vender a ésta sus propios bienes.1 Es evidente que si esa prohibi-
ción no hubiera existido, los municipales habrían podido comprar los bie-
nes comunales puesto que no son empleados públicos ni son ellos quienes
realizan la venta por su ministerio, únicos caso en que existe la prohibi-
ción del artículo 1798 del Código Civil.
Igual disposición encontramos en el artículo 14 del decreto de 27 de
enero de 1886 que organizó las Juntas de Beneficencia. En él se prohíbe
adquirir los bienes de la beneficencia a los miembros de la Junta respecti-
va. Fue menester establecer esta prohibición, porque esas personas son
administradores de sus bienes únicamente, para los cuales el Código Civil
no consigna ninguna incapacidad.
Del mismo modo, el artículo 104 del reglamento general de los Ferro-
carriles de 29 de julio de 1914 y que tiene fuerza de ley, prohíbe a los
empleados de la empresa comprar los bienes de aquella, como también
venderle bienes que les pertenezcan.
Podemos decir, en conclusión, que si nuestro Código no prohíbe a los
administradores de bienes públicos comprar los que administran, las leyes
especiales les prohíben celebrar estas compras, fundadas en razones de
interés público. Convendría agregar al artículo 1798, a continuación de la
palabra “ministerio”, una frase que dijera: “a los empleados y administra-
dores públicos y municipales, los bienes fiscales, municipales o de los esta-
blecimientos públicos o municipales de cuya administración estuvieren
encargados”.
El Código italiano y el de los Países Bajos establecen que los adminis-
tradores podrán comprar los bienes del establecimiento que administran
cuando estén autorizados para ello. Ambos se fundan en que en muchos
casos puede ser conveniente que esos administradores sean admitidos al
remate, porque pueden tener interés manifiesto en adquirir el bien que se
enajena, como ocurre cuando lo que se vende está rodeado por todas
partes de propiedades del administrador, o porque puede hacerse aumen-
tar el precio que, de otro modo, a causa de la asistencia de un solo postor,
sería el mínimum.2

400. El notario es un empleado público dentro del concepto que a esta


palabra atribuimos anteriormente y como tal no puede comprar los bienes

1 CORREA B RAVO, Ley de Municipalidades, núm. 380, pág. 405.


2 GUILLOUARD, I, núm. 127, pág. 148; RICCI, 15, núm. 124, pág. 313.

347
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

públicos o particulares cuya venta se le haya encomendado. Así, por ejem-


plo, si el Fisco comisiona a un notario para que venda tal propiedad o un
particular remata su casa por intermedio de un notario, éste no puede
comprar ni una ni otra.
No debe confundirse este caso con aquel en que el notario es un
simple mandatario privado; ni puede tampoco considerarse aplicable a
esta venta lo dispuesto en el artículo 1800 del Código Civil. Es cierto
que en ambos casos el notario es mandatario; pero en el que ahora
estudiamos, realiza la venta en su calidad de empleado público y no
como mandatario privado. Por este motivo, si compra esos bienes el
contrato es nulo absolutamente y no relativamente. No puede, pues
sostenerse que en la hipótesis propuesta se aplica el artículo 1800 y no
el 1798. Por el contrario, la ley previó el caso que el empleado público
vendiera bienes particulares y le prohibió también su compra. En cual-
quiera forma que el notario sea requerido para que proceda a vender
por su ministerio, es decir, en el ejercicio de sus funciones de notario y
como tal funcionario, los bienes públicos o particulares, está incapaci-
tado para comprarlos.
Pero si el notario vende bienes de un tercero por encargo de éste, no
en ejercicio de sus funciones ministeriales, sino en virtud de un simple
contrato privado, el notario, aunque tampoco puede adquirirlos, queda
comprendido en la prohibición del artículo 1800 y no en la del 1798, o
sea, en la que se refiere al mandatario.
Es una cuestión de hecho cuya determinación corresponde a los jueces
de la causa apreciar si la venta se hizo en razón de su ministerio o de un
simple mandato privado. Será venta realizada en su carácter de notario la
de un bien fiscal que efectúe por orden del Fisco, cuando sea el funciona-
rio comisionado para llevarla a cabo, o cuando un particular que desea
vender su casa en pública subasta, encarga a un notario para que la realice
en su carácter de tal, o cuando el juez lo comisiona para vender como
ministro de fe los bienes de un menor cuya venta debe hacerse en pública
subasta. Pero si un particular faculta a un notario a fin que busque un
comprador para su casa y le confiere un mandato al efecto, aquél es un
simple mandatario para vender.
El límite que separa ambas calidades consiste en que, cuando el
notario vende los bienes por su ministerio, no interviene en la venta
como representante de ninguna de las partes, sino como un simple
ejecutor de la misma, que se realiza entre el propietario de la cosa o
persona por él comisionada para suscribir el contrato y el adquirente o
comprador; en tanto que cuando el notario vende los bienes como un
simple mandatario interviene personalmente en la venta como vende-
dor. El contrato se celebra entre él, como representante de éste, y el
comprador. Ya no es aquí una persona encargada de ejecutar el acto de
la venta sin intervenir en ella como parte, sino que es uno de los con-
tratantes. Este límite, aunque no es muy visible, puede servir de norma
para diferenciar ambos casos y deducir de cada uno las consecuencias a
que dan lugar.

348
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

401. Más de alguna persona se preguntará si un notario puede comprar


los bienes cuya venta se ha celebrado por escrito otorgada ante él. Por
ejemplo, A vende a B su casa por escritura ante el notario C. ¿Podría éste
comprarle la casa a B? Evidentemente. Lo que la ley ha prohibido es que
el mismo notario sea el comprador de los bienes que vende; pero no le ha
prohibido comprar los bienes que no está encargado de vender, aunque el
comprador los haya adquirido ante él.
Hay que tener presente también que lo que se prohíbe es que el nota-
rio compre los bienes en el momento en que los vende; que sea compra-
dor y ejecutor de la venta en un mismo acto. En el caso propuesto, la
compra y la venta se celebran entre dos personas ajenas al notario y éste
adquiere esos bienes por otro contrato, en cuya celebración no interviene
en calidad de funcionario. Aquí la venta se realiza entre el vendedor y el
comprador; es un contrato entre dos personas que no tienen prohibición
alguna. Si después ese comprador vende al notario por cualquier motivo,
el contrato es perfectamente válido. La compra que se prohíbe es la que el
notario hace de los bienes que tiene encargo de vender; no la de aquellos
que otra persona haya comprado ante él. Cuando el notario autoriza la
escritura pública de la venta que celebran dos individuos no vende, sino
que presencia ese acto como ministro de fe para autenticarlo.
Extender esta prohibición a las compras que hagan los notarios de los
bienes cuya venta se celebró por escritura otorgada ante ellos, sería no
sólo desnaturalizar el espíritu del legislador, sino desentenderse en absolu-
to del tenor literal y del sentido de la disposición.

402. Según el artículo 81 del Código de Comercio, los martilleros son


oficiales públicos nombrados por el Presidente de la República. Luego,
son empleados públicos; como tales caen dentro de la prohibición del
artículo 1798 y no pueden comprar los bienes que venden por su ministe-
rio. Esta prohibición está establecida, además, en el artículo 88 del Código
de Comercio, cuando en su número 2º dice: “Se prohíbe a los martilleros
tomar parte en la licitación, por sí o por el ministerio de terceros”. El mismo artícu-
lo castiga esa contravención con una multa que no baje de cien pesos ni
exceda de trescientos, sin perjuicio, naturalmente, de la nulidad absoluta
del acto.

403. Puede ocurrir que el martillero no sea nombrado por el Presidente


de la República, que no sea empleado público, sino un simple martillero
privado, lo que es perfectamente permitido por nuestro Código de Co-
mercio, desde que ninguna ley prohíbe a un individuo ejercer tal profe-
sión sin tener nombramiento oficial. Los martilleros son verdaderos
comisionistas para vender en una forma especial y determinada y por eso
el artículo 94 se remite a las reglas del mandato mercantil para los casos
no previstos en el título de los martilleros.
Por otra parte, como cada uno es dueño de vender sus bienes en la
forma que mejor le plazca, salvo los casos de excepción establecidos por la
ley, es claro que puede venderlos personalmente al martillero. Y como todo

349
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

lo que uno puede hacer por sí mismo, puede hacerlo por mandatario, es
evidente que un individuo puede vender cosas ajenas al martillo, aunque no
sea martillero oficial. Por último, la ley de patentes número 3.165 de 22 de
diciembre de 1916 reconoce la existencia de tales martilleros, porque en el
número 22 del cuadro anexo a ella señala una patente para los martilleros
sin título, que para este efecto los equipara a los titulados.
Establecido el hecho que un individuo puede vender al martillo sin ser
martillero oficial, cabe preguntarse si puede adquirir o no las cosas que
venda, ya que no siendo martillero oficial no se le aplican las reglas esta-
blecidas para esa clase de martilleros.
El martillero privado es un mandatario y como tal no puede adquirir
los bienes cuya venta se le ha encargado, en virtud de los artículos 2144
del Código Civil y 271 del Código de Comercio. Es cierto que no se le
aplican las reglas de los martilleros oficiales; pero queda comprendido en
las de los mandatarios y, por lo tanto, es inhábil para comprar lo que
vende por su ministerio. No son empleados públicos, ya que no desempe-
ñan un cargo de esta índole; son meros mandatarios privados. No quedan
incluidos en la prohibición establecida por el artículo 1798 del Código
Civil, sino en la establecida en los artículos 2144 del Código Civil y 271 del
Código de Comercio ya citados; de aquí que la compra sea nula relativa-
mente como vamos a verlo; mientras que lo es absolutamente cuando se
trata de martilleros oficiales.

404. En la actualidad no existen corredores titulados. Si los hubiera, se-


rían inhábiles para comprar los bienes que venden, pues el artículo 57 del
Código de Comercio les prohíbe ejecutar operaciones de comercio por su
cuenta o tomar interés en ellas. Como los martilleros oficiales, son tam-
bién empleados públicos de modo que caen dentro del artículo 1798.
Pero, como se dijo, no existen actualmente corredores titulados y
los que hoy se llaman corredores no son sino simples comisionistas que,
como tales, no pueden comprar los bienes de cuya venta están encarga-
dos, en virtud de los artículos 2144 del Código Civil y 271 del Código
de Comercio.

405. ¿Puede un Intendente o Gobernador comprar bienes fiscales situa-


dos dentro de su provincia o departamento? En esta materia es donde más
se hace sentir el vacío de nuestro Código en orden a no contener una
disposición que prohíba a los administradores de bienes fiscales comprar
los bienes que administran, prohibición que, como vimos, está consignada
para cada caso concreto en las leyes respectivas. Pero ocurre que la ley de
Régimen Interior de 22 de diciembre de 1885, olvidó establecer esa dispo-
sición y no hay ninguna ley, ni general ni especial, que prohíba a los inten-
dentes y gobernadores comprar los bienes fiscales que estén situados en el
territorio que administran. Luego, cualesquiera de estos funcionarios pue-
de adquirir por compra o cesión los bienes fiscales, aun dentro del territo-
rio de su jurisdicción, lo que es contrario al orden y moralidad públicos,
pues se encontrarán colocados entre el deber de proteger los intereses del

350
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

Fisco y el deseo de obtener un beneficio o ventaja considerable; y puede


verse el caso de un Intendente que trate de obtener para sí terrenos fisca-
les en forma poco digna para una persona que está encargada de prote-
gerlos y de hacer cumplir las leyes. Esto provoca escándalos y desprestigia
la autoridad.1
La ley de Régimen Interior confiere al Intendente y Gobernador la
atribución de “procurar que se respeten y conserven en el uso a que están destina-
dos los bienes fiscales y nacionales de uso público” (art. 21, núm. 16). Lógico
habría sido prohibirles la compra de esos bienes, desde que estaban encar-
gados de su cuidado y conservación.
Pero hoy por hoy no existe ninguna prohibición legal al respecto, a
menos que el Intendente o Gobernador realicen la venta por orden del
Presidente de la República, porque entonces caen dentro de la disposi-
ción del artículo 1798 que prohíbe al empleado público comprar los bie-
nes que se vendan por su ministerio. Pero si no la realizan, pueden
comprarlos válidamente, aunque estén situados dentro del territorio de su
jurisdicción.

406. Entre nosotros la administración pública se halla a cargo del Presi-


dente de la República quien cuida y vigila los bienes fiscales. Pero éste no
puede venderlos sino en virtud de una ley del Congreso que lo autorice
para ello. Aunque la venta de bienes fiscales no se ejecuta directamente
por aquél, se efectúa, sin embargo, por su ministerio, ya que procede a
verificarla en virtud de la atribución que le confiere el Congreso en aten-
ción a su carácter de Jefe del Estado. El hecho de delegar esa facultad en
un funcionario subalterno no significa que el Presidente no sea quien la
realice puesto que ese funcionario es un delegado suyo que obra en su
nombre. Por este motivo, el Presidente de la República y el Ministro que
firmó la ley autorizando la venta no pueden comprar esos bienes. Sostener
lo contrario sería desvirtuar el propósito del legislador y dejar puerta abierta
al fraude y al escándalo, ya que el uno y otro, abusando de su cargo y
autoridad, podrían ejercer presión sobre los compradores y alejarlos de la
venta, o convenirse con el encargado de su realización.
Es de advertir, además, que tanto el Presidente como el Ministro son
empleados públicos puesto que desempeñan un cargo público permanen-
te y reciben sueldos del erario. De modo que concurren en este caso los
requisitos que el artículo 1798 exige para que se aplique la prohibición allí
consignada.
Finalmente, no se debe olvidar que el Presidente desempeña un doble
papel: el de jefe del poder ejecutivo, papel de carácter político y guberna-
tivo, y el de representante del Fisco, papel de carácter privado, si así pudie-

1 A principios del año 1916 se presentó un caso de esta naturaleza, pues el Intendente

de Valdivia deseaba adquirir ciertos bienes dentro de su provincia, lo que dio origen a una
larga y ruidosa discusión en el Congreso, en la que quedó de manifiesto la omisión en que
sobre este particular había incurrido la ley de Régimen Interior.

351
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

ra decirse. Es por esta razón que el Presidente, al comprar los bienes fisca-
les, no solo infringiría el artículo 1798 sino que iría también contra la
prohibición expresa de la ley que impide a los mandatarios y representan-
tes comprar para sí los bienes de sus mandantes o representados que tie-
nen encargo de vender.
La prohibición alcanza al Ministro que firma la ley que autoriza la ven-
ta, esto es, a aquel bajo cuya dependencia están los bienes que se venden,
porque es éste quien procede a efectuarla. Respecto de los demás Minis-
tros no hay prohibición alguna.
Tampoco la hay para los Senadores y Diputados que dictan la ley por-
que no son empleados públicos ni tampoco son ellos quienes venden o
realizan la venta. Su papel se limita a autorizarla como representantes de
la nación.
En el Código francés existe la misma prohibición del artículo 1798 y
algunos autores sostienen que se aplica únicamente al funcionario que
realiza la venta por sí mismo; de tal modo que si delega esa facultad la
incapacidad cesa.1 Esta interpretación la derivan de las opiniones que en
ese sentido se emitieron en el Consejo de Estado al tiempo de discutirse el
Código de Napoleón. A más de dar origen a muchos abusos y fraudes,
desconoce el valor jurídico de la representación y olvida que el delegado
obra en nombre del delegante. Es éste quien vende en realidad; el delega-
do no es sino un instrumento de aquel. Otros autores como Marcadé2 y
Duvergier rechazan esa doctrina y aceptan la prohibición aunque la venta
se haga por medio de un delegado. Esta es, a nuestro juicio, la verdadera.
El Código argentino, a fin de evitar toda duda, prohíbe a los Ministros de
Gobierno la compra de los bienes nacionales (art. 1361, número 7). El artícu-
lo 1348, número 9, del Código Civil peruano prohíbe también al Presidente
de la República y a los Ministros de Estado la compra de bienes fiscales.

407. El artículo 22 del Código de Minería, tomando en cuenta las razones


que motivaron la prohibición que el Código Civil impuso al empleado
público, la estableció expresamente a su vez respecto de la adquisición de
las minas o de alguna cuota o interés en ellas. Dice: “Se prohíbe adquirir
minas o alguna cuota o interés en ellas: 1º A los intendentes, dentro de la provincia
de su mando, y a los gobernadores departamentales dentro de sus departamentos; 3º
A los notarios de minas y a sus oficiales, a los secretarios de los juzgados de minas y
a sus oficiales, a los secretarios de los juzgados de minas y a sus oficiales, igualmen-
te dentro del territorio de sus oficios; 4º A las mujeres no divorciadas y a los hijos
bajo patria potestad de los funcionarios antedichos. Esta prohibición no comprende
las minas adquiridas por las mujeres casadas antes de su matrimonio”.
Esa prohibición comprende la compra de minas o de acciones o cuotas
de las mismas y existe durante el tiempo en que el funcionario desempeña

1 B AUDRY -L ACANTINERIE, De la vente, núm. 224, pág. 248; G UILLOUARD, I, núm. 128,

pág. 149; TROPLONG, I, núm. 191, pág. 259.


2 VI, pág. 200.

352
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

el cargo. Por lo tanto puede conservar, una vez nombrado, las minas que
posea por haberlas adquirido antes de su nombramiento; y puede adqui-
rirlas cuando cese en el desempeño de aquél.
La prohibición se refiere a las minas del territorio en que ejerce sus
funciones y no a todas las minas, cualquiera que sea el lugar en que estén
ubicadas. Esos funcionarios pueden adquirir libremente las que estén si-
tuadas fuera del territorio en que desempeñan sus funciones. La prohibi-
ción es para el Intendente por lo que hace a las minas que están en la
provincia que administra; y para el Gobernador por lo que hace a las que
están en el departamento que administra.
Respecto de los notarios y secretarios de juzgados, la prohibición se
refiere a los notarios de minas y a los secretarios de juzgados de minas,
pero no a los que no desempeñan el cargo de tal, y para las minas ubica-
das en el departamento en que ejercen sus funciones, ya que la ley habla
del territorio de sus oficios y según la Ley Orgánica de Tribunales unos y
otros ejercen sus funciones en el departamento respectivo.
Pero ocurre que hoy no existen notarios de minas y cualquier notario
puede autorizar escrituras sobre minas. De ahí que la prohibición mencio-
nada comprenda a todo notario por lo que se refiere a las minas ubicadas
en el departamento en que desempeña su cargo. Y como el conservador
de minas es también un notario, es evidente que le alcanza esa prohibi-
ción.
Juzgados de minas no hay tampoco. Toda vez de primera instancia que
ejerce jurisdicción en lo civil es competente para conocer de los juicios
mineros, por cuyo motivo, los secretarios de cualquier juzgado de letras en
lo civil son inhábiles para adquirir minas dentro del departamento en que
ejercen su cargo.
La ley no ha definido lo que debe entenderse por oficiales de notaría
o de secretaría y no creemos que esta palabra deba tomarse en el sentido
que le da el Código de Procedimiento Civil, por cuanto éste es de fecha
posterior al Código de Minas y además el carácter que ese Código da al
oficial de secretaría es para ciertos efectos en él señalados. Debemos recu-
rrir, por consiguiente, al sentido natural y obvio de esa palabra. Escriche
dice: “oficial es el que se ocupa o trabaja en algún oficio”. El Diccionario
de la Lengua define al oficial como el empleado subalterno que bajo la
dirección y órdenes de un jefe, como director, secretario, contador u otro,
trabaja en una oficina en el despacho de los negocios”.
Según eso, oficial es el empleado que, con el carácter de permanente,
desempeña algún puesto. Luego el Código de Minas al hablar de oficiales
de notaría o de secretaría se refiere a los empleados de una y otra que
prestan allí sus servicios habitualmente. Estos empleados no pueden ad-
quirir minas dentro del departamento en que desempeña sus funciones el
notario o secretario a cuyas órdenes están.

408. Las diferencias que pueden notarse entre la prohibición que estable-
ce el Código Civil para los empleados públicos y la consignada para los
mismos por el Código de Minas son varias:

353
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

1) El artículo 1798 del Código Civil prohíbe a los empleados públicos


comprar los bienes que se venden por su ministerio, limitando así la pro-
hibición a ciertos bienes, a aquellos en cuya venta interviene el empleado.
El Código de Minas, en cambio, prohíbe en absoluto la adquisición de
todas las minas que se encuentren en cierto territorio, de modo que la
prohibición no existe por el hecho que el funcionario intervenga en la
venta sino por el hecho de ejercer sus funciones en ese territorio.
2) El Código Civil no limita la prohibición a ciertos territorios; se refie-
re a todos los bienes, en cualquiera parte que estén y prohíbe su adquisi-
ción cuando se venden por el ministerio del empleado, de tal manera que
si un empleado no interviene en la venta puede adquirir los que se ven-
dan aunque se hallen ubicados dentro del territorio de su jurisdicción. El
Código de Minería prohíbe la compra de minas que están situadas en un
territorio determinado pudiendo adquirirse, por consiguiente, fuera de él.
3) El Código Civil se refiere a todo empleado público que venda bienes
públicos o particulares, cualquiera que sea el cargo que desempeñe; el Có-
digo de Minas se refiere a los taxativamente enumerados en el artículo 22.
4) Aquél prohíbe la compra únicamente; éste toda adquisición.
5) El Código Civil se aplica a la compra de toda clase de bienes incluso
a las minas; por esto si un empleado público vende por su ministerio una
mina que se encuentra fuera del territorio de su jurisdicción no podrá
adquirirla, no en virtud del artículo 22 del Código de Minas que prohíbe
su adquisición en ese territorio, sino en virtud del artículo 1798 del Códi-
go Civil. El Código de Minas, por el contrario, prohíbe la adquisición de
minas y no la de otros bienes; y
6) Finalmente, ambas prohibiciones se diferencian en los efectos que
produce su contravención como vamos a verlo.

409. Si al empleado público se le prohíbe comprar directamente los bie-


nes que vende por su ministerio, con igual razón debe prohibírsele que
los compre por interpósita persona, porque no puede hacerse por medios
simulados lo que no puede hacerse directamente. Nuestro Código, como
en los casos anteriores, no ha señalado quiénes son personas interpuestas
para este efecto. De ahí que su determinación quede al arbitrio del juez,
debiendo probar la interposición el que la alega. Esta prueba podrá pro-
ducirse por todos los medios probatorios legales. Será, sí, base de una
presunción el grado de parentesco que exista entre el empleado y el com-
prador, antecedente que corroborado por otras pruebas puede llegar a
constituir una irrefutable; pero el parentesco por sí solo no basta para
establecer la interposición.1
El hecho que el empleado adquiera posteriormente del comprador los
bienes que vendió por medio de su ministerio no es tampoco por sí sólo
una prueba que la compra se ha hecho por interpósita persona puesto
que puede ocurrir que el empleado, por cualquier motivo, sea porque le

1 BAUDRY-LACANTINERIE, ibid, núm. 251, pág. 250; RICCI, 15, núm. 126, pág. 320.

354
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

conviene o porque le agrada esa cosa, quiera comprarla de buena fe y sin


intenciones fraudulentas. Este hecho no es, pues, una prueba suficiente
de la interposición. Para que la fuera, sería menester, como dice Baudry-
Lacantinerie, que el empleado hubiera estado de acuerdo con el compra-
dor para comprar más tarde de éste los mismos bienes. Entonces sí que la
prueba de este acuerdo sería la prueba misma que el comprador era una
persona interpuesta para ocultar al empleado y la venta sería nula. Pero
volvemos a repetir, si un tercero compra para sí los bienes y por un motivo
cualquiera los vende después al empleado, en virtud de un contrato del
cual no se había hablado al tiempo de esa compra, no existe ningún indi-
cio de persona interpuesta.1 Esto se aplica también a las prohibiciones
establecidas en el Código de Minas.
Lo expuesto nos hace llegar a la conclusión que son personas inter-
puestas aquellas que, convenidas con el empleado en el momento de la
compra, adquieren para aquél los bienes que se venden, aun cuando apa-
rentemente se presentan como los verdaderos compradores. Este conve-
nio privado entre el empleado y el comprador es lo que imprime carácter
a la interposición de personas en el contrato de venta.
El Código Civil no establece ninguna presunción de personas inter-
puestas. En el Código de Minas pueden tenerse como tales, sin perjuicio
de otras, la mujer no divorciada y el hijo de familia de los intendentes y
gobernadores, notarios, etc., a quienes ese Código prohíbe también la ad-
quisición de minas. La ley ha temido que esas personas sean interpuestas y
de ahí que optó por prohibirles su adquisición. Bastaría acreditar las rela-
ciones de parentesco de esas personas con los funcionarios incapaces para
declararla nula. Esto no excluye naturalmente que haya otras personas
interpuestas; pero en tal caso su prueba, la apreciación de ésta, etc., que-
darán sujetas a las reglas generales que hemos señalado respecto de las
personas interpuestas en las compras que prohíbe el Código Civil.
Pueden también considerarse como tales, en los casos a que esas dispo-
siciones se refieren, aunque la venta sería nula siempre, los parientes que
señalan el artículo 68 de la ley reformada de Municipalidades y el artículo
14 del decreto de 27 de enero de 1886 sobre las Juntas de Beneficencia.

410. El artículo 1798 prohíbe comprar al empleado, sea por sí mismo, sea
por interpuesta persona; pero no extiende esa prohibición a sus parientes.
Por consiguiente, no podemos hacerla extensiva a ellos, por analogía; y si
no son personas interpuestas, si son compradores serios y verdaderos, pue-
den comprar los bienes que aquél venda.
Lo dicho no rige para los bienes municipales ni para los de la Beneficen-
cia, porque en el primer caso se prohíbe comprarlos a los ascendientes,
descendientes o colaterales hasta el tercer grado de consanguinidad o se-
gundo de afinidad de los municipales o empleados de la Municipalidad;2 y

1 BAUDRY-LACANTINERIE, ibid, núm. 253, pág. 251.


2 Artículo 68 de la ley reformada de Municipalidades.

355
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

en el segundo, a los parientes de los miembros de la Junta de Beneficencia


hasta el cuarto grado de consanguinidad o segundo de afinidad.1 Los pa-
rientes indicados de esas personas no pueden, pues, comprar los bienes de
la Municipalidad o Junta de Beneficencia respectiva. Pero fuera de esos gra-
dos pueden celebrar válidamente la compra de esos bienes.
Según el Código de Minería no pueden adquirir minas dentro del res-
pectivo territorio los hijos bajo patria potestad ni las mujeres no divorcia-
das de los Intendentes. Gobernadores, secretarios de juzgados, notarios y
de sus oficiales. Los demás parientes pueden adquirirlas.

411. Como se ha dicho, los parientes del empleado pueden comprar los
bienes que éste vende por su ministerio. Pero al hablar de parientes no
nos hemos referido a la mujer ni a los hijos de familia ni al pupilo ni a las
sociedades o corporaciones que aquél dirija o presida, es decir, a aquellas
personas de quien es su representante legal.
Es evidente que el empleado público no puede adquirir los bienes que
vende para las personas de quienes es su representante legal, porque la
prohibición del artículo 1798 existe tanto para el incapaz cuando ha com-
prado directamente para él, como cuando, sin haber comprado para él,
obtiene sin embargo un beneficio de la compra. Baudry-Lacantinerie cita
el caso de un gerente de una sociedad comercial que recibió de un terce-
ro el mandato de vender ciertas mercaderías que vendió a la sociedad que
administraba. La Corte de Burdeos declaró la nulidad de venta.2 Este caso
es análogo al que estudiamos, porque el empleado público es, hasta cierto
punto, mandatario para vender.
Respecto de la mujer no divorciada la prohibición es mucho más fun-
dada puesto que los bienes que ella adquiere durante el matrimonio per-
tenecen a la sociedad conyugal y, por lo tanto, al marido; y resultaría que
el empleado compraría para sí lo que la ley le prohíbe adquirir.
Los bienes del hijo de familia son administrados y usufructuados por el
padre, de manera que si el empleado comprara para aquél haría una com-
pra que lo beneficia. Igual cosa sucede con el pupilo o con el que está
bajo la curatela del empleado. Ya citamos el caso del gerente de una socie-
dad. Es indudable que aquél tiene gran interés en la marcha de ésta y sus
ventajas lo beneficiarán. No es posible, en consecuencia, que pueda com-
prar los bienes que vende para la sociedad que él mismo representa y en
la cual tiene interés.
En resumen creemos, que dentro de los términos de nuestro Código,
se prohíbe al empleado público comprar para su mujer, hijo de familia,
pupilo o sociedad que representa los bienes que vende por su ministerio
porque en esos casos la compra lo beneficia.
Por esta razón, el Código de Minas prohíbe expresamente adquirir
minas a las mujeres no divorciadas y a los hijos bajo patria potestad de los

1 Artículo 14 del decreto de 27 de enero de 1886.


2 De la vente, núm. 251, pág. 250.

356
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

Intendentes, Gobernadores, notarios, etc. Al hablar de mujer no divorcia-


da se refiere a la divorciada perpetuamente. Las mujeres de esos funciona-
rios pueden adquirirlas siempre que estén divorciadas perpetuamente.

412. Pero si el empleado público no puede adquirir para sí los bienes que
vende por su ministerio, no vemos inconveniente para que pueda com-
prarlos para un tercero, como mandatario de éste. La ley le prohíbe com-
prarlos para sí o para aquellas personas de quien es su representante legal,
porque en ambos casos reportará un beneficio directo del negocio. Pero
no existe ninguna disposición que le prohíba adquirir como mandatario
de un tercero, de modo que puede comprar esos bienes en tal carácter,
con mayor razón aún si se considera que quien compra no es el empleado
sino el mandante, ya que aquél no obra sino en representación de éste. La
persona que compra es el mandante. La venta beneficiará a éste única-
mente, el empleado es un mero instrumento. Siendo el tercero capaz de
adquirir, la venta es válida y no puede anularse alegando que fue el em-
pleado quien compró. Aceptar lo contrario importaría violar, en nuestro
sentir, los artículos 1448, 2116 y 2160 del Código Civil.
Por lo que hace a la prohibición establecida para la adquisición de
minas por el Código de Minería, la cuestión ha sido resuelta en el sentido
indicado por la Corte de Apelaciones de Iquique que ha declarado que si
los funcionarios que menciona el artículo 22 de ese Código no pueden
adquirir minas para sí, pueden sin embargo adquirirlas para otras perso-
nas en calidad de mandatario de éstas.1 Este fallo está ajustado a los verda-
deros principios legales y al carácter restrictivo con que deben interpretarse
las disposiciones que establecen prohibiciones, aun cuando no da ningu-
na razón justificativa de la doctrina que establece.

413. Los actos que la ley prohíbe, dice el artículo 10 del Código Civil, son
nulos y de ningún valor y el artículo 1466 del mismo Código dispone que
hay objeto ilícito en todo contrato prohibido por las leyes. Esta prohibi-
ción es de orden público puesto que trata de resguardar el interés gene-
ral, por cuyo motivo su infracción está castigada por la ley. Por eso, hay
objeto ilícito en la compra que el empleado haga de esos bienes, lo que
acarrea, según el artículo 1682 del Código ya citado, la nulidad absoluta
del acto. La compra que el empleado público hace de los bienes que ven-
de por su ministerio es nula absolutamente. La acción para pedirla corres-
ponde a todo el que tiene interés en ello y al ministerio público y el juez
puede declararla de oficio si aparece de manifiesto en el contrato. No
puede sanearse por la ratificación, ni por un lapso de tiempo menor de 30
años. El empleado culpable no puede pedirla, pues el artículo 1683 del
Código Civil se lo prohíbe.
Declarada la nulidad, la cosa vendida vuelve a su antiguo dueño y el
empleado comprador, además de ser condenado a la restitución de los

1 Sentencia 377, pág. 308, Gaceta 1899, tomo I.

357
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

frutos de la cosa como poseedor de mala fe, pierde lo que pagó por ella ya
que según el artículo 1468 de ese Código no puede repetirse lo que se dio
o pagó por un objeto o causa ilícita a sabiendas, y él debió conocer la
prohibición desde que la ley se presume de derecho conocida por todos.
No podría alegar que compró de buena fe, pues se reputa que siempre ha
estado de mala fe, porque el error de derecho constituye una presunción
de mala fe que no admite prueba en contrario.

414. Por último, el empleado culpable incurre en las penas de reclusión


menor en su grado medio, inhabilitación especial perpetua para el cargo u
oficio y multa del diez al cincuenta por cierto del valor del interés que hu-
biere tomado en el negocio, según el artículo 240 del Código Penal, que
castiga con esas penas al empleado público que directa o indirectamente se
interesare en cualquiera clase de contrato u operación en que deba interve-
nir por razón de su cargo. El empleado, al vender los bienes, ejecuta un acto
por razón de su cargo; de manera que si los compra se interesa en un con-
trato u operación que celebra en tal carácter que es lo que constituye el
delito allí castigado. Desde que esta compra es un delito, da origen a una
acción civil y a una acción criminal en virtud del artículo 30 del Código de
Procedimiento Penal. Por lo tanto, el empleado está obligado a indemnizar
los perjuicios que con su delito haya causado tanto al comprador como al
dueño de los bienes vendidos (art. 2314 del Código Civil).
Además de estas penas las leyes especiales señalan otras. Así, la ley de
Municipalidades condena expresamente a los municipales que compran
bienes de la Municipalidad respectiva a indemnizar los perjuicios; y la ley
de Ferrocarriles condena al empleado a la destitución del empleo que
servía y a la indemnización de perjuicios.

415. El artículo 88 del Código de Comercio impone al martillero que com-


pra los bienes que vende una multa que no baje de cien pesos ni exceda
de trescientos. Hace tiempo se presentó en nuestros tribunales la cuestión
de saber si al martillero que infringía esa prohibición se le aplicaban a la
vez las penas del Código Penal y la del Código de Comercio o ésta única-
mente. La Corte de Apelaciones de Santiago resolvió que se aplicaba la
pena señalada por el Código de Comercio y no las del Código Penal, por-
que este Código no trata de martilleros y ha dejado subsistentes las dispo-
siciones sobre materias penales no tratadas en él.1
Muy autorizada será la opinión de los ministros que firman esa senten-
cia, pero, a nuestro juicio, es completamente errada. Los martilleros son
empleados públicos y el artículo 240 castiga al empleado público, en gene-
ral. Luego, el martillero queda comprendido en esa disposición, más toda-
vía si se toma en cuenta la definición que, para los efectos de ese artículo,
da el mismo Código Penal de lo que es empleado público. Por consiguien-
te, debe aplicarse la pena del Código de Comercio por su delito civil y la

1 Sentencia 1.860, pág. 1307, Gaceta 1879.

358
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

del Código Penal por su delito penal. Establecer lo contrario es descono-


cer el tenor de la ley y forzar su sentido.
No puede sostenerse tampoco que el Código Penal no habló de martille-
ros, pues los envolvió en la denominación de empleados públicos; ni que
derogó al Código de Comercio porque aquél es una ley de carácter general
y ésta de carácter especial que no puede ser derogada por aquélla, salvo
expresa disposición en contrario. Además, ambas sanciones son de índole
diversa, pero compatibles, lo que no las hace excluirse mutuamente.
Creemos, pues, que deben aplicarse las dos disposiciones, a menos que
se trate de un martillero privado, porque éste no es empleado público y
no se le aplica el artículo 240 del Código Penal ni el artículo 88 del Códi-
go de Comercio que no rige sino para con los martilleros oficiales.

416. El artículo 23 del Código de Minas dispone que la mina o parte de


mina adquirida en contravención al artículo 22 se adjudicará a la Munici-
palidad del departamento donde se encuentre ubicada. Corresponde ave-
riguar si la compra es válida o no. Y si es válida, respecto de quién lo es, y
si es nula, de qué clase es la nulidad.
Los fundamentos de la prohibición establecida en el Código de Minas
son los mismos del Código Civil, resguardar el interés general del público y
mantener el prestigio de la autoridad y de los funcionarios públicos, quie-
nes, como se comprende, pueden abusar y lucrar indebidamente con su
cargo. Se trata de una ley de orden público cuya infracción constituye obje-
to ilícito, que resulta además de ser esa compra un acto prohibido por la ley.
La compra que un Intendente, un Gobernador o un notario de minas
o sus oficiales hacen de una mina situada dentro del territorio de su juris-
dicción es nula, de nulidad absoluta; debe ser declarada de oficio por el
juez cuando aparezca de manifiesto en el acto o contrato; pueda pedirla
todo el que tenga interés en ello o sea la Municipalidad o quien sus dere-
chos represente y el ministerio público, a excepción del funcionario culpa-
ble; y no puede sanearse por la ratificación de las partes ni por un lapso
de tiempo menor de treinta años.
La diferencia que existe en este punto entre el Código Civil y el Códi-
go de Minas es que en aquél, una vez pronunciada la nulidad de la com-
pra, la cosa vendida vuelve a poder del antiguo dueño; en tanto que en el
Código de Minas, cuando se declara la nulidad de la compra que uno de
esos funcionarios hace de una mina situada dentro del territorio de su
jurisdicción, ésta no vuelve a su antiguo dueño ni es declarada vacante
cuando la compra se refiere a una mina que se vende por falta de pago de
la patente, sino que pasa a la Municipalidad del departamento en que está
ubicada, como dice el artículo 23.
La adquisición es nula absolutamente, pero los efectos que produce esa
nulidad, según el Código Civil, están modificados por el Código de Minas
en el sentido que lo adquirido no vuelve a su antiguo propietario, sino que
se entrega a la Municipalidad. Puede decirse que esa compra es válida en
cuanto deja subsistente la adquisición. En realidad, no vemos las razones
que haya habido para modificar en forma tan desfavorable los principios del

359
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Código Civil. Inconcuso creemos manifestar que el adquirente pierde lo


que pagó por la mina en virtud del artículo 1468 de este Código.
Los funcionarios a que se refiere el artículo 22 del Código de Minas
serán castigados con las penas que señala el artículo 240 del Código Penal
cuando la compra se refiera a minas en cuya adquisición han intervenido
en razón de su cargo, ya que esto es lo que, según ese artículo, constituye
delito. En los demás casos no tienen pena alguna.

417. En el Derecho Romano encontramos los orígenes de la disposición


que establece el artículo 1798 del Código Civil. La ley 46 del título I del
libro 18 del Digesto dice: “No puede comprarse por sí o por medio de otra
persona la cosa que se venda en razón del oficio que se administra; de lo
contrario el comprador no sólo pierde aquella sino que es reconvenido en
el cuatro tanto según la Constitución de Severo y Antonio; esto se aplica
también al procurador del César. Lo dicho se entiende a menos que ex-
presamente se haya permitido realizar esa compra”.
La ley 4 título XIV del libro V de la Novísima Recopilación reproduce
ese principio en la forma siguiente: “Mandamos que en las almonedas que
se ficieren por mandados de nuestros alcaldes, no puedan ellos ni otra
persona alguna en su nombre sacar cosa alguna de lo que en la tal almo-
neda se vendiere”. Según Escriche, la almoneda es la venta pública de
bienes, hecha con intervención de la justicia. La Novísima Recopilación
prohibía, según eso, a los alcaldes comprar por sí o por interpuesta perso-
na las cosa que vendieren en pública subasta.
Nuestro Código en el artículo 1798 establece la regla de la Novísima
Recopilación, ampliándola a los bienes públicos y particulares y a la venta
privada.
El Código francés consigna en su artículo 1596 una disposición análo-
ga a ésta que dice: “No pueden ser adjudicatarios, bajo pena de nulidad,
ni directamente ni por interpósita persona…: los oficiales públicos de los
bienes nacionales cuyas ventas se hacen por su ministerio”. Según la doc-
trina francesa, la nulidad a que se refiere ese artículo no es absoluta, como
entre nosotros, sino relativa. Llamamos la atención al respecto para evitar
posibles errores en que pudiera incurrirse por la semejanza de ambas le-
gislaciones sobre la materia.1
El artículo 1457 del Código italiano establece: “No pueden ser compra-
dores, aun en pública subasta, bajo pena de nulidad del contrato ni direc-
tamente ni por interpuesta persona…: los oficiales públicos de los bienes
cuya venta se hace bajo su autoridad o por su ministerio”. La nulidad de
que se habla en este caso es absoluta, según dice Ricci, porque está funda-
da en motivos de orden público.2

1 BAUDRY-LACANTINERIE, ibid, núms. 249 a 255, págs. 248 a 254; AUBRY ET RAU, V, págs.
35 y 36, GUILLOUARD, I, núms. 128 y 131, págs. 149 y 152, respectivamente; LAURENT, 24,
núm. 50, pág. 60; TROPLONG, I, núm. 194, pág. 262; MARCADÉ, VI, pág. 200; HUC, X, núm.
52, pág. 80.
2 RICCI, 15, núm. 132, pág. 332.

360
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

El artículo 1459 del Código Civil español dispone: “No podrán adqui-
rir por compra, aunque sea en subasta pública o judicial, por sí ni por
persona alguna intermedia: 4º Los empleados públicos, los bienes del Es-
tado, de los municipios, de los pueblos y de los establecimientos también
públicos de cuya administración estuviesen encargados”.
El Código argentino, en su artículo 1361, dice: “Es prohibida la com-
pra, aunque sea en remate público, por sí o por interpuesta persona: 5º A
los empleados públicos de los bienes del Estado o de las Municipalidades,
de cuya administración o venta estuviesen encargados”. El mismo artículo,
como dijimos, prohíbe a los Ministros de Gobierno comprar los bienes
nacionales o de cualquier establecimiento público o corporación civil o
religiosa.

2) PROHIBICIÓN IMPUESTA A LOS JUECES Y DEMÁS FUNCIONARIOS


DEL ORDEN JUDICIAL

418. Esta es sin duda alguna la materia más interesante de este capítulo,
no sólo por ser la que tiene una aplicación más frecuente, sino por la
gran cantidad de cuestiones a que da origen, emanadas en gran parte de
los términos poco precisos en que se encuentran redactadas las disposi-
ciones legales del caso y de haberlas hecho extensivas a otros funciona-
rios que no toman parte en los juicios en la misma forma y con la misma
permanencia con que intervienen los jueces, para quienes se dictaron
especialmente. De aquí que su estudio sea difícil y lleno de obstáculos,
que son aun mayores si se atiende a la escasa preparación del autor y a la
carencia absoluta de textos que puedan servir para orientarse al respecto,
desde que los textos extranjeros no prestan utilidad aquí a causa de la
gran diferencia que sobre esta materia existe entre nuestra legislación y
las de los otros países.

419. La necesidad de mantener el prestigio y el decoro que requiere la


autoridad judicial para que sus decisiones sean respetadas e inspiren con-
fianza a los que llegan hasta ella en demanda de justicia, ha hecho indis-
pensable que el legislador dicte medidas conducentes a ese fin. Ha creído
que es menester apartar del objeto de los negocios las transacciones que
pueden hacer los funcionarios con relación a los bienes y derechos que se
litigan y en cuyo juicio tienen cierta participación. Por eso, en todos los
tiempos y en todas las legislaciones se ha prohibido a los jueces y demás
funcionarios judiciales que compren o adquieran los derechos y cosas liti-
giosas en cuyo litigio intervengan.
Fácilmente se comprende el abuso a que darían origen tales negocios
si no existiera la prohibición. Los jueces se olvidarían de su noble misión,
sacrificarían el respeto a la ley a su investidura para hacer de sus cargos un
medio de lucro, ya que en razón de su autoridad podrían infundir pavor a
los litigantes, amenazándolos con fallar el juicio en su contra si no les
ceden sus derechos o parte de ellos. Una vez dueños de esos derechos,

361
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

abusarían contra la parte contraria que carecería de toda esperanza de


obtener en el juicio puesto que en su contra estaba el propio juez encarga-
do de fallar el pleito. Y nada sería más fácil a un juez que convenir con
una de las partes la cesión de una cuota de lo que obtuviera en el pleito
comprometiéndose en cambio a fallarlo a su favor.
Estos peligros ha querido evitar la ley y con un rigor draconiano prohí-
be todo negocio entre el juez y las partes, sancionando esa prohibición
con la nulidad del acto y con penas y castigos especiales señalados en el
Código Penal.
Idénticas razones obran en favor de la prohibición que con respecto al
mismo asunto se impone a los demás funcionarios que, por uno u otro
motivo, tienen que intervenir en la administración de justicia, tales como
los secretarios, relatores, receptores, oficiales del ministerio público, de-
fensores de menores, abogados y procuradores.
Todos ellos, cual más cual menos, podrían, si no existieran esas prohi-
biciones, aprovecharse de su situación para abusar con los litigantes y con-
vertir su cargo en un objeto de mero lucro a costa de la dignidad de la
justicia y del temor e inexperiencia de aquellos. Se ve el inconveniente
que habría si se permitiera a un secretario, relator o receptor la compra
de los derechos de las cosas que se litigan, ya que siendo interesados en el
juicio a favor de una de las partes tratarían de perjudicar a la otra, o de-
biendo intervenir en sus diversas actuaciones podrían, a fin de obtener la
cesión de esos derechos, molestarlas omitiendo diligencias, notificaciones
o la lectura de ciertas piezas del proceso, según los casos, o falseando los
hechos, y acarrearles perjuicios de ese modo. Los litigantes, ante tal ame-
naza, no tendrían sino que acceder a las exigencias de esos funcionarios.
Igualmente, los oficiales del ministerio público y los defensores de meno-
res, de ausentes, etc., sacrificarían los intereses que están llamados a prote-
ger a fin de obtener en esa forma un beneficio evidente. Cuantas veces
una “vista” en un sentido determinado decide un juicio.
Los abogados y procuradores abusarían de su experiencia y del conoci-
miento profundo que, en razón de su cargo, tienen de la situación de los
bienes que se venden en el juicio y se aprovecharían de su contacto con
los jueces para confabularse con ellos y explotar al cliente.
Han sido, pues el temor al fraude y el deseo de resguardar el decoro
de la justicia los que han motivado la prohibición que ahora estudiamos.1

420. Tres disposiciones encontramos en nuestra legislación que se refie-


ren a esta prohibición. Son los artículos 1798 del Código Civil, 154 de la
Ley de Organización y Atribuciones de los Tribunales y 22 del Código de
Minas. Trataremos a un mismo tiempo de los dos primeros por ser la mis-
ma índole y dejaremos el tercero para estudiarlo separadamente, por con-
sistir en una prohibición diferente a la consignada en aquellos.
1FUZIER-HERMAN, tomo 9, Cession de droits litigieux, núms. 15 y 16, pág. 793; GUILLO -
UARD,I, núm. 132, pág. 153; MANRESA, X, pág. 105, RICCI, 15, núm. 127, pág. 321; LAURENT,
tomo 24, núm. 56, pág. 65; BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 256, pág. 254.

362
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

El artículo 1798 del Código Civil a la letra dice: “Al empleado público se
prohíbe comprar los bienes públicos o particulares que se vendan por su ministerio; y
a los jueces, abogados, procuradores o escribanos los bienes en cuyo litigio han inter-
venido, y que se vendan a consecuencia del litigio; aunque la venta se haga en
pública subasta”.
El artículo 154 de la Ley de Organización y Atribuciones de los Tribu-
nales, agrega, por su parte: “Se prohíbe a todo juez comprar o adquirir a cual-
quier título para sí, para su mujer o para sus hijos las cosas o derechos que se
litiguen en los juicios de que él conozca. Se extiende esta prohibición a las cosas o
derechos que han dejado de ser litigiosos, mientras no hayan transcurrido cinco
años desde el día en que dejaron de serlo; pero no comprende las adquisiciones
hechas a título de sucesión por causa de muerte, si el adquirente tuviere respecto del
difunto la calidad de heredero abintestato. Todo acto en contravención a este artícu-
lo lleva consigo el vicio de nulidad, sin perjuicio de las penas a que conforme al
Código Penal, haya lugar”.
Aparte de estar ambos artículos redactados en forma vaga y poco preci-
sa, no dan a entender lo que el legislador quiso decir en realidad. Para su
correcta aplicación es menester, por eso, desentenderse de su tenor literal
y recurrir a su espíritu, dando a las palabras que emplean un significado
mucho más amplio y, hasta cierto punto, distinto del que tienen en el
lenguaje jurídico.
Veamos en primer lugar lo que prohíben esos artículos y en seguida
señalaremos los requisitos que se exigen para que tengan aplicación, como
también las personas a quienes se refieren.

421. Los actores que prohíben al Código Civil y la Ley Orgánica de Tribu-
nales pueden reducirse a dos: 1) la compra de los bienes de los bienes que
se vendan a consecuencia de un litigio, y 2) la cesión de los derechos o
cosas litigiosas realizadas entre las partes y los funcionarios judiciales. Son,
pues, dos operaciones diversas, que producen diferentes efectos y que dan
a los que en ellas intervienen un carácter también diferente. De la prime-
ra se ocupan el artículo 1798 del Código Civil y el artículo 154 de la Ley
Orgánica de Tribunales por cuanto éste comprende a aquél; y de la segun-
da, el artículo 154 de esa ley.
1) El artículo 1798 del Código Civil prohíbe únicamente, y esto debe
tenerse presente, la compra de los bienes litigiosos que se vendan a con-
secuencia del litigio, esto es, cuando uno de los resultados del juicio es la
venta de los bienes que pertenecen a alguna de las partes. Es menester
que haya venta de esos bienes como consecuencia del juicio para que se
aplique el artículo 1798. El comprador queda desligado de todo interés
en él. Una vez adquirido los bienes, se retira del litigio y así como antes
no había intervenido en éste, ahora tampoco interviene. Aquí la ley se
refiere al caso en que la compraventa se realice entre el propietario de
los bienes por intermedio de la justicia y un tercero que no va a tener
ninguna participación en los resultados del pleito. Este artículo com-
prende el caso de una ejecución en que se vende la propiedad del deu-
dor. El tercero es un mero comprador que se separa del juicio; no es

363
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

parte ni va a llegar a serlo en virtud de la compra. El adquirente no se


hace cesionario en el caso del artículo 1798 de los derechos o bienes
litigiosos, no llega a ser parte en el juicio, ya que, por el hecho de la
venta, la cosa sale de éste y no da derecho alguno a sus resultados. Ese
artículo prohíbe, en consecuencia, que las personas en él indicadas ad-
quieran los bienes que se venden a consecuencia del litigio, de modo
que la prohibición tiene lugar cuando lleguen a venderse a consecuen-
cia de aquél; antes de eso, no existe.
2) En cambio, la Ley Orgánica de Tribunales es de una amplitud mucho
mayor, pues comprende la prohibición del Código Civil ya estudiada y la ce-
sión de las cosas o derechos litigiosos, es decir, aquel contrato en virtud del
cual el comprador o cesionario llega a tener interés en las resultas del juicio,
llega a ser parte litigante. Aquí la ley prohíbe toda compra de los bienes liti-
giosos; la que no da derecho al comprador para intervenir en el juicio como
parte y la que le confiere la facultad de litigar como tal y de interesarse en sus
resultados. En la compra de los bienes que se venden a consecuencia del
litigio el comprador no pasa a ser parte litigante, y siempre continúan como
tales las que lo eran a la fecha de la venta sin que por este hecho se verifique
ninguna alteración en aquellas. En cambio, en la compra o cesión de las cosas
o derechos litigiosos las partes se alteran, sea porque se introduce una nueva a
más de las anteriores que va a coadyuvar como demandante o demandado, o
porque alguna va a ser reemplazada por el cesionario.
Veamos un ejemplo: A y B litigan como partes en un juicio ejecutivo
que el primero ha iniciado contra el segundo. Puesta a remate la propie-
dad de B, la adquiere un tercero, C, que no va a ser parte en el juicio, ni
tiene ni él ningún interés; es el único caso que contempla el artículo 1798
del Código Civil. En cambio, si A cede sus derechos a C, éste será cesiona-
rio de aquél y pasará a ser parte en el juicio en calidad de ejecutante. La
diferencia entre ambos actos es evidente.
Pues bien, el Código Civil se ocupa del caso en que los bienes vendidos
salen del litigio y no confieren al comprador ningún derecho en el pleito.
La Ley Orgánica prohíbe toda adquisición en cualquiera forma que se ven-
dan los bienes litigiosos; prohíbe la compra de los bienes litigiosos que se
vendan a consecuencia del juicio y la cesión directa de las cosas o derechos
litigiosos entre y las partes los funcionarios judiciales y en virtud de la cual
estos van a tener interés en el resultado de aquél. Para que exista la prohibi-
ción del Código Civil se requiere necesariamente que los bienes que com-
pra alguno de los funcionarios que señala se vendan a consecuencia del
litigio. Es esto lo que prohíbe, no la cesión de los derechos litigiosos que las
partes hagan a ellos. La Ley Orgánica, por el contrario, prohíbe toda adqui-
sición de cualquier bien que por cualquier motivo haya estado sometido a la
autoridad del juez o sujeto a la intervención de alguno de los funcionarios
allí señalados, y no distingue si los bienes se venden o no a consecuencia del
litigio. Basta que digan relación con una gestión judicial en que haya toma-
do parte la justicia para que los que en ella intervinieron no puedan com-
prarlos sea que se los vendan las partes, sea que los compren en la venta que
se haga a consecuencia del litigio. Ambos actos son prohibidos. La Ley Or-

364
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

gánica, además, prohíbe tanto la adquisición por compra, como la realizada


por cesión, donación, sucesión por causa de muerte, etc.
Puede decirse, en consecuencia, que la Ley Orgánica de Tribunales com-
pleta la disposición del Código Civil, pero no la deroga ni tampoco la modifica.

422. Los requisitos que según la ley deben reunirse para que la prohibición
tenga aplicación son tres: 1) que la persona a quien se aplique sea alguno de
los funcionarios judiciales comprendidos en ella; 2) que, como tal funciona-
rio, haya intervenido en el juicio a que se refieren los bienes o derechos mate-
ria del contrato; 3) que en su calidad de tal funcionario compre los bienes o
derechos que se litigan o que se vendan a consecuencia del litigio.
Si algunos de esos funcionarios judiciales no ha intervenido en el liti-
gio en que se venden los bienes o al cual se refieren las cosas o derechos
litigiosos puede adquirirlos válidamente porque la prohibición sólo alcan-
za al que interviene en razón de su ministerio. Por lo tanto, si uno, dos o
más de los miembros de un tribunal colegiado dejan de tomar parte en el
litigio o en la venta, pueden comprar esos derechos y bienes ya que la
prohibición se refiere a los que han intervenido o conocido en él. Final-
mente, es menester que al comprar los bienes o derechos litigiosos o que
se venden a consecuencia del juicio, lo hagan en calidad de funcionario
judicial que ha conocido del litigio. Lo que prohíbe la ley es que el funcio-
nario judicial intervenga como tal en el litigio y compre como tal esos
bienes. En una palabra, la prohibición tiene por objeto impedir que los
funcionarios judiciales sean, a un mismo tiempo, respecto de los bienes o
derechos litigiosos, funcionarios judiciales e interesados en la compra o en
el juicio o, como se dice vulgarmente, que sean juez y parte a la vez. Si un
juez interviene en un juicio no en su calidad de juez sino como litigante,
puede comprar los bienes o derechos de su colitigante o los bienes que a
consecuencia del juicio se vendan. No debe olvidarse que no es a todo
juez al que se le prohíben esos actos sino a aquellos que intervienen en el
litigio a que se refieren los bienes o derechos materia de la compra.

423. Esta prohibición es de dos clases, según se dijo: una, que emana del
Código Civil, prohíbe la compra de los bienes litigiosos que se venden a
consecuencia del juicio, y otra, consignada en la Ley Orgánica de Tribuna-
les, prohíbe toda adquisición de cosas o derechos litigiosos en cualquiera
forma que se vendan. Pues bien, las personas a quienes una y otra prohibi-
ción se aplican son diversas.
Según el artículo 1798 quedan comprendidas en la primera, es decir,
no pueden ser adquirentes de los bienes que se vendan a consecuencia
del litigio: los jueces, abogados, procuradores y escribanos, o sea, los secre-
tarios y los notarios (cuando éstos actúan como secretarios).
Según el artículo 154 de la Ley de Tribunales quedan incluidos en la
segunda prohibición, es decir, no pueden ser cesionarios de los derechos
o cosas litigiosas los jueces, relatores, receptores, oficiales del ministerio
público y defensores de menores, de ausentes y de obras pías (arts. 284,
311, 329, 348 y 360).

365
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Si el Código Civil no prohíbe la cesión de derechos o cosas litigiosas a


las personas que nombra el artículo 1798 y si ese acto lo prohíbe solamen-
te la Ley Orgánica de Tribunales es claro que están incapacitados para
celebrarlo los funcionarios que señala esta ley y no los que señala el Códi-
go Civil. Este menciona a los abogados y procuradores como inhábiles
para adquirir únicamente los bienes que se vendan a consecuencia del
litigio, personas a las cuales no se refiere esa ley; por cuya razón pueden
comprar esos derechos y ser cesionarios de los derechos o cosas litigiosas
o, mejor dicho, pueden celebrar el pacto de quota litis de que más adelan-
te nos ocuparemos.
En cambio, aunque el Código Civil prohíbe adquirir los bienes que se
vendan a consecuencia del litigio, además de los abogados y procuradores,
a los jueces y secretarios, tal prohibición se extiende también a los relato-
res, receptores, oficiales del ministerio público y defensores de menores,
porque la Ley Orgánica comprende la prohibición del Código Civil.
Resumiendo lo expuesto resulta que se prohíbe comprar los bienes
que se vendan a consecuencia del litigio a los jueces, secretarios, notarios
(cuando actúan como secretarios), abogados, procuradores, relatores, re-
ceptores, oficiales del ministerio público y defensores de menores que in-
tervienen en el litigio, esto es, el artículo 1798 se aplica a los funcionarios
que él indica y a los que señala la Ley Orgánica en su artículo 154, porque
éste comprende la prohibición contenida en aquél; y se prohíbe adquirir
por compra, cesión o a cualquier otro título las cosas o derechos litigiosos
a los jueces, secretarios, relatores, receptores, oficiales del ministerio pú-
blico y defensores de menores que intervengan en el juicio a que ellos se
refieran, o sea, a los funcionarios que menciona el artículo 154 solamente
ya que el Código Civil no se ocupa de esta prohibición.

424. En la determinación de las cosas y bienes a que se aplica la prohibi-


ción es donde más se hace notar el vacío de la ley y la vaguedad de sus
expresiones.
En efecto, el artículo 1798 dice “los bienes en cuyo litigio” y la Ley Orgáni-
ca agrega “las cosas o derechos que se litiguen”. Tanto en uno como en otro
caso parece que el legislador hubiera querido referirse a las cosas y dere-
chos litigiosos, es decir a aquellas cosas o derechos que son objeto del
litigio, a aquellos sobre los cuales recae la litis, porque en el artículo 1798
se habla de “bienes en cuyo litigio”, lo que quiere decir que “el litigio recaiga
sobre los bienes” puesto que la palabra “cuyo” indica un carácter de posesión.
Aquí significa que el litigio pertenece a los bienes o, mejor dicho, que
éstos son el objeto de aquel, ya que esa frase equivale a la “de los bienes en el
litigio de los cuales”.
Del mismo modo, en el artículo 154 de la Ley de Organización y Atri-
buciones de los Tribunales se habla de “cosas o derechos que se litiguen”, de
cosas o derechos litigiosos, porque la expresión “que” en este caso es repro-
ductivo de las palabras “las cosas o derechos” que son los que constituyen el
objeto mismo de la litis, pues lo que se litiga, según esa redacción, son las
cosas o derechos y lo que se litiga, aquello sobre lo cual hay litis, se llama

366
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

litigioso. De manera que la Ley Orgánica se refiere, como el Código Civil,


a “cosas y derechos litigiosos”.
Se entiende por cosa litigiosa aquella sobre la cual recae la litis o sea la
cosa cuya propiedad o dominio se debate entre las partes. Es tal una pro-
piedad que es materia de una acción reivindicatoria, porque el objeto del
litigio es su dominio. Son derechos litigiosos los que se ejercitan o hacen
valer en el juicio, como serían en el ejemplo propuesto, los derechos en
virtud del cual el demandante pide la restitución de la propiedad. En una
palabra, cosas y derechos litigiosos son los bienes objeto mismo del juicio y
sobre los cuales éste recae o a los cuales se refiere.
Si tomáramos en ese sentido la palabra “litigioso” cuando la ley habla
de “cosa o derechos que se litiguen” o de “bienes en cuyo litigio han intervenido”,
resultaría que la prohibición se refiere a la adquisición de las cosas o dere-
chos materia de la litis y no a las que sin ser litigiosas son, sin embargo,
objeto de una acción judicial. Nos referimos a las cosas embargadas. Estas
no son cosas litigiosas en el verdadero sentido de esta expresión puesto
que no son el objeto del juicio ni son tampoco aquellas respecto de las
cuales se debate el dominio. Las cosas embargadas en un juicio civil o en
uno criminal para asegurar la responsabilidad del reo, no son litigiosas,
pues tienen por objetivo el pago de la obligación, o de las indemnizacio-
nes pecuniarias a que aquél pueda ser condenado, que es lo que se persi-
gue, y como un medio de llegar a ese fin se embargan los bienes del deudor
o del reo.
Si diéramos al vocablo “litigioso” el sentido de cosa o derecho que es el
objeto de la litis, sucedería que las cosas embargadas no quedarían inclui-
das en esa prohibición que sólo comprendería las cosas o derechos propia-
mente litigiosos. De esto derivaría un doble absurdo, porque se
desconocería el propósito de la prohibición y el espíritu del legislador al
implantarla y porque el artículo 1798 del Código Civil no tendría aplica-
ción nunca. En efecto, los únicos juicios en que se venden los bienes a
consecuencia del litigio son los ejecutivos y no los declaratorios y ordina-
rios y precisamente en aquellos no se debate sobre el dominio de los bie-
nes, como en éstos de manera que no son litigiosos.
Según esto, ese artículo exigiría dos requisitos relativos a los bienes
para prohibir su compra a los jueces, abogados, etc.: que los bienes sean
litigiosos y que se vendan a consecuencia del litigio. Reunir ambos es casi
imposible, puesto que cuando los bienes son litigiosos, en el verdadero
sentido de esa palabra, el juicio es declarativo de derechos y no hay nin-
gún litigio de esta naturaleza en que los bienes se vendan como conse-
cuencia de él, porque de ordinario lo que en ellos se pide es su restitución
y no su enajenación. Por el contrario, cuando el juicio es ejecutivo, los
bienes se venden a consecuencia del litigio; pero entonces no son litigio-
sos por las razones ya expuestas.
Esos requisitos no serían conciliables si sostuviéramos que la prohibi-
ción se refiere únicamente a los bienes cuya propiedad se litiga en el jui-
cio. La fuerza de las cosas y el espíritu de la ley nos llevan a la conclusión
que el artículo 1798 del Código Civil ha querido comprender toda clase

367
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

de bienes que se relacionen con un juicio, cualquiera que sea el carácter


con que intervengan en él y aunque no se litigue sobre su dominio, siem-
pre que se vendan a consecuencia del litigio. Interpretada así esa disposi-
ción deja cabida a las cosas embargadas que quedan incluidas en ella.
Puede decirse, por consiguiente, que para los efectos de la prohibición
del artículo 1798 del Código Civil, las cosas embargadas son también liti-
giosas, tomada esta palabra no en su verdadera acepción, sino en cuanto
constituyen el objeto de una orden judicial y en cuanto se refieren a jui-
cios y procedimientos judiciales, puesto que quedan sujetas a la autoridad
del juez y su venta se hará por orden de la justicia.
Esa prohibición se refiere, pues, a toda clase de bienes que por cual-
quier motivo sean materia de una intervención judicial o digan relación
con decisiones pronunciadas por los tribunales; en una palabra, los térmi-
nos “bienes litigiosos” quieren decir “todos los bienes que se relacionen con algu-
na actuación judicial”.
Así lo ha entendido también la Corte de Apelaciones de Talca cuando
dice:
“3º Que el artículo 1798 del Código Civil prohíbe a los abogados y procuradores
comprar los bienes en cuyo litigio han intervenido, y que se vendan a consecuencia
del litigio, y no exige que el litigio se refiera al dominio de los bienes, ni puede en realidad
referirse a esa clase de juicios que sean declaratorios del derecho y que traen como consecuencia la
restitución y no la enajenación de los bienes litigados; 4º Que si bien en las ejecuciones el
objeto de la litis es generalmente un cobro de pesos o de especies y no se litiga ni el
dominio ni la posesión de las especies embargas, sin embargo, esas especies o bienes pasan
por el embargo a ser litigiosas ya que es también objeto del juicio ejecutivo el embargo de bienes del
deudor en cantidad suficiente para cubrir sus deuda, y se procede a su enajenación de
orden del juez previos los trámites legales y aun contra la voluntad del ejecutado”.1
Del mismo parecer ha sido la Corte de Apelaciones de Concepción
que declaró aplicable la prohibición del artículo 1798 del Código Civil a
las cosas embargadas y subastadas en una ejecución.2
El artículo 154 de la Ley Orgánica de Tribunales ha tomado también la
expresión “cosas o derechos litigiosos” en ese sentido, es decir, se refiere tanto
a las cosas sobre cuyo dominio se discute en el juicio como a las embarga-
das y a todas las que se relacionen con alguna resolución judicial. Las
cosas embargadas se reputan litigiosas para este efecto.
En resumen, podemos decir que los artículos 1798 del Código Civil y
154 de la Ley Orgánica de Tribunales prohíben a los funcionarios que
indican: 1) la compra de todos los bienes que sean objeto de una resolu-
ción judicial o respecto de los cuales haya intervención de la justicia; 2) la
compra de los bienes litigiosos, o sea, de aquellos a cuyo dominio se refie-
re el litigio; 3) la compra de las cosas embargadas tanto en materia civil
como en materia criminal; 4) la compra de todos los bienes que se venden
a consecuencia del litigio, como ser los bienes que se venden en un juicio
ejecutivo, de partición, etc.; y 5) la compra de los derechos litigiosos.

1 Sentencia 198, pág. 573, Gaceta 1913.


2 Sentencia 3.807, pág. 1348, Gaceta 1892, tomo II.

368
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

425. Otra cuestión a que también dan origen las redacciones de los ar-
tículos 154 de la Ley Orgánica de Tribunales y 1798 del Código Civil es
la relativa a saber qué se entiende por juicio en el primer caso y por
litigio en el segundo o, mejor dicho, cuándo rigen esas prohibiciones
para los funcionarios allí indicados, siempre que intervengan como tales
respecto de algún bien aunque no sea con motivo de un juicio o cuando
hay litigio solamente.
Se llama juicio la controversia legítima entre partes que tienen intere-
ses opuestos sobre sus respectivos derechos y que se sigue ante tribunal
competente para que lo sustancie y resuelva con arreglo a derecho. Litigio
es sinónimo de juicio; de modo que ambos vocablos designan una con-
tienda judicial, el hecho de existir una discusión entre dos partes que no
están de acuerdo sobre sus pretensiones y que recurren al juez para que la
dirima. Esta es la materia propia del poder judicial: dirimir las contiendas
entre los individuos. Se comprenden en esas expresiones, los juicios ordi-
narios, ejecutivos, de partición, de comercio, de minas, de concurso, etc.,
y, en general, todos los que señala el Código de Procedimiento Civil.
Pero hay otros actos que aunque no son propios de la naturaleza de
árbitro que tiene ese poder son, sin embargo, de su competencia y en que
interviene por mandato de la ley. Son los actos no contenciosos o de juris-
dicción voluntaria.
En ellos no hay contienda entre partes. Por el contrario, están de acuer-
do acerca del acto que van a ejecutar y la intervención del juez es necesa-
ria únicamente para llevarlo a cabo. Aquí el juez no va a resolver una
controversia, diciendo quién tiene la razón y quién no la tiene; interviene
para autorizar el acto a fin que pueda llevarse a cabo con toda corrección
y exento de vicios. Entre estos actos el que más fácilmente podría dar
origen a la aplicación de las disposiciones que ahora estudiamos son los
que se refieren a la autorización judicial para enajenar los bienes raíces de
aquellas personas que, según la ley, deben proceder a efectuarla con esa
autorización, porque en los demás es muy difícil o casi imposible la inter-
vención del juez en calidad de comprador o cesionario de la cuestión a
que aquella se refiere. En el caso de la autorización para enajenar bienes
raíces estas disposiciones podrían aplicarse porque el juez u otro funciona-
rio puede llegar a adquirirlos.
Lo que conviene saber es si esos actos se comprenden en las disposicio-
nes citadas, esto es, si al decir la ley “los bienes que se vendan a consecuen-
cia de litigio” y “las cosas o derechos que se litiguen en los juicios”, ha
entendido referirse a los bienes que se vendan como consecuencia de una
contienda entre partes y a las cosas o derechos que sean objeto de una
controversia judicial entre dos o más partes, o ha querido envolver tam-
bién en esas expresiones los actos de jurisdicción voluntaria.
Indudablemente el espíritu del legislador ha sido incluirlos en ellas y
prohibir a los jueces y demás funcionarios que intervengan en tales actos
la compra de los bienes que sean materia de su intervención. Lo creemos
así por razones de moralidad, ya que el mismo temor de abusos o de frau-
des puede existir en estos casos y porque el papel propio de la autoridad

369
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

judicial es conocer de las contiendas entre partes y no el de intervenir en


esos actos, por cuyo motivo el legislador sólo mencionó aquellas cuestio-
nes que, como los juicios, son propias de esa autoridad, olvidando mencio-
nar las demás en que también interviene. Pero no puede sostenerse que
esas compras se permiten tratándose de actos de jurisdicción voluntaria,
pues ésta es una prohibición general relativa a todo negocio en que inter-
viene el juez sin que la palabra juicio excluya los actos de esa naturaleza.
Esto se comprueba con la redacción que tienen los artículos 152 y 153
de la misma ley que se refieren a las obligaciones y prohibiciones que, a
semejanza de la del artículo 154, comprenden todos los asuntos sometidos
a conocimiento del juez, como dice el artículo 152, o todos los negocios
que debe fallar, como dice el artículo 153. En ambos se incluyen todas las
gestiones judiciales en que los jueces toman parte y a todas se aplican esas
obligaciones y prohibiciones. Y no podría ser de otro modo puesto que las
mismas razones existen para establecerlas respecto de los asuntos conten-
ciosos como de los no contenciosos.
Es indudable que dado el carácter general de estas prohibiciones no es
posible creer que el legislador, al tratarse de la más importante como es la
del artículo 154, fuera a excluir de ella los actos no contenciosos. Por eso
nos parece que, dentro de los términos de ese artículo, se comprenden los
actos contenciosos y los de jurisdicción voluntaria. El error o la duda que
puede sobrevenir resulta de la mala redacción de ese artículo que, según
se ha dicho, es desgraciadísima.
Por lo demás, si llegara a negarse que esos artículos comprenden los ac-
tos no contenciosos, tal prohibición existiría siempre respecto de los funcio-
narios judiciales que hubieran intervenido en la venta, en virtud de la prime-
ra frase del artículo 1798, por tratarse de empleados públicos que venden
bienes por su ministerio, en cuyo caso están inhabilitados para adquirirlos.
Los jueces y demás funcionarios que intervienen en la autorización
para enajenar los bienes son empleados públicos y la venta se hace por su
ministerio. Son ellos quienes proceden a realizarla en uso de sus faculta-
des, desde que esa venta no puede llevarse a cabo sin su intervención, a
virtud de lo que disponen los artículos pertinentes del Código Civil y el
1067 del Código de Procedimiento Civil que dice que aquella se hará ante
el tribunal ordinario que corresponde, lo que confirma una vez más lo
dicho acerca de que la venta se realiza por el ministerio del juez y demás
funcionarios.
En resumen, los artículos 1798 del Código Civil y 154 de la Ley Orgáni-
ca de Tribunales prohíben a los jueces y demás funcionarios comprar: 1)
las cosas o derechos que se litiguen o que se vendan a consecuencia de un
litigio, entendiéndose por tal todos los juicios de que habla el Código de
Procedimiento Civil; y 2) los bienes que se vendan a consecuencia de un
acto de jurisdicción voluntaria.
Por esta razón convendría agregar al final del inciso 1º del artículo 154
de esa ley, a fin de aclarar el concepto, una frase que dijera “y las cosas que
se vendan a consecuencia de los actos de jurisdicción no contenciosa en
que intervengan en razón de sus funciones”.

370
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

426. ¿Desde cuándo rige para los jueces la prohibición que contempla el
artículo 154 de la Ley Orgánica de Tribunales? Ese artículo dispone que se
prohíbe a todo juez comprar para sí las cosas o derechos que se litiguen
en los juicios de que él conozca. De manera que la prohibición existe cuan-
do el juez compra las cosas o derechos litigiosos referentes a un juicio en
que interviene o de que está conociendo. De ahí que debamos determinar
el alcance de la palabra conocer y así conoceremos el momento en que el
juez comienza a ser incapaz para adquirir esos bienes o cosas.
En derecho procesal se entiende por conocer la facultad que tiene el
juez para sustanciar el proceso y dictar todas las medidas que considere
necesarias para formarse conciencia exacta acerca de la cuestión debatida.
Conocer de un proceso es tramitarlo; sustanciarlo con arreglo a las leyes
hasta dejarlo en estado de sentencia.
Según esto, el conocimiento de un proceso comienza cuando el juez
ejecuta en él el primer acto tendiente a darle curso, o sea, cuando en el
juicio recae la primera providencia. Desde ese momento puede decirse
que está conociendo del juicio y como la prohibición es respecto de los
negocios de que conozca, es evidente que desde ese mimo momento que-
da incapacitado para adquirir las cosas, bienes o derechos a que se refiera.
La prohibición se aplica al juez desde que dicta la primera providencia en
el juicio.

427. La disposición del artículo 154 ya citado es aplicable, como se ha di-


cho, a los secretarios, relatores, receptores, defensores de menores y de au-
sentes y a los oficiales del ministerio público. Estos funcionarios no conocen
de los juicios, sino que intervienen en ellos en diversas formas. Por este
motivo, esa prohibición no les rige desde que conocen del proceso, sino
desde que intervienen en él ejecutando funciones propias de su cargo.

428. Los jueces, secretarios, relatores, receptores, oficiales del ministerio


público y defensores de menores y de ausentes pueden, en vista de lo
expuesto, adquirir las cosas o derechos que se litiguen en juicios en que
no intervienen. La prohibición les afecta no por ser tales, sino por figurar
en esa calidad en el litigio. No obstante que esos bienes y derechos son
litigiosos, pueden adquirirlos si no han intervenido en el juicio en forma
alguna. Y pueden adquirirlos aunque éste sea de su competencia, es decir,
de aquellos en los cuales pueda corresponderles intervenir por tramitarse
en el territorio en que ejercen sus funciones. Así, por ejemplo, si en San-
tiago, donde hay varios funcionarios judiciales de la misma categoría, algu-
nos de ellos toman parte en un juicio, los que no han intervenido pueden
comprar esos bienes o cosas litigiosas, porque la prohibición es para los
que intervienen. En otros Códigos, como el francés y el italiano, la prohi-
bición se refiere no solamente a los bienes o derechos litigiosos en cuyo
juicio interviene el funcionario, sino que se extiende a todos los bienes y
derechos litigiosos que se refieren a juicios de su competencia, esto es, se
les prohíbe esas compras cuando digan relación con bienes o derechos
que se litigan dentro del territorio de su jurisdicción aunque no interven-

371
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

gan en el pleito. Conviene, pues, no confundir en esta materia nuestras


disposiciones con las mencionadas.

429. Puesto que la incapacidad de los jueces para adquirir las cosas o de-
rechos litigiosos comienza desde que intervienen en el juicio, de modo
que pueden adquirirlos válidamente en tanto no figuren en él, es induda-
ble que los miembros de una Corte de Apelaciones pueden adquirir los
bienes o derechos que se litigan ante un juez de primera instancia, sujeto
a su jurisdicción, mientras no tomen parte en el proceso. Aunque por ese
hecho quede determinada la competencia de la Corte de Apelaciones, la
incapacidad de los miembros de ésta no nace todavía, sino cuando inter-
vengan en el litigio y como no habían intervenido en él a la fecha de la
compra, es claro que ésta es válida. Lo mismo puede decirse de los miem-
bros de la Corte Suprema, respecto de los derechos o cosas que se litigan
ante una Corte de Apelaciones.

430. Igualmente, los receptores, secretarios, relatores, oficiales del minis-


terio público y defensores de menores y de ausentes no quedan incapaci-
tados para comprar los bienes y derechos que se litigan ante el tribunal
cerca del cual les corresponde ejercer sus funciones por el hecho que este
tribunal intervenga en el proceso; pero no antes de intervenir. Además, la
circunstancia que un tribunal conozca de un litigio, no significa necesaria-
mente la intervención de esos funcionarios en él.

431. La prohibición establecida por el artículo 1798 del Código Civil no


tiene lugar por el hecho que el funcionario tome parte en el juicio, como
ocurre con la del artículo 154 de la Ley Orgánica de Tribunales, sino cuando
el juez, escribano, procurador o abogado compra los bienes que se venden
a consecuencia del litigio en que interviene. Ese artículo no prohíbe la
cesión de los derechos litigiosos que alguna de las partes haga al juez,
secretario, abogado, etc., sino la compra de los bienes que se venden a
consecuencia del juicio y que salen del poder de una de ellas.
Dos requisitos son necesarios, por consiguiente, para que ese artículo se
aplique: 1) que los bienes sean materia del asunto o litigio en que intervie-
ne el juez y 2) que se vendan a consecuencia de aquél. No basta el primer
requisito para que tenga lugar esta prohibición; es necesaria también la con-
currencia del segundo, porque la conjunción y que emplea ese artículo sig-
nifica ligamento o reunión entre los conceptos de ambas frases y aquí sirve
para hacer coexistir en un mismo momento esas dos circunstancias.
De acuerdo con lo dicho más arriba el artículo 1798 se refiere a todos
los bienes que se vendan por la justicia a consecuencia de un juicio o de
un acto en que intervengan. Así, si en una partición se venden bienes de
la sucesión, el juez partidor, el actuario, los abogados y el procurador de
los herederos no podrían adquirirlos ni en venta pública, ni en venta pri-
vada, so pena de la nulidad absoluta de la compra. Lo mismo podría decir-
se de un juicio ejecutivo y demás en que se vendan bienes como
consecuencia de él.

372
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

432. La prohibición que impone el ya citado artículo 1798 para los bienes
que se vendan a consecuencia del litigio rige también para con los relato-
res, receptores, oficiales del ministerio público, defensores de menores y
de ausentes, pues aun cuando ese artículo no los menciona, quedan com-
prendidos en la disposición de la Ley Orgánica que, como se ha dicho, se
refiere tanto a la venta privada de las cosas y derechos litigiosos hecha por
los litigantes a uno de esos funcionarios, como a la de los bienes que se
vendan a consecuencia del litigio, porque es amplia y no distingue la for-
ma de enajenación. En consecuencia, esos funcionarios no pueden com-
prar los bienes en cuyo litigio han intervenido y que se vendan a
consecuencia del mismo.

433. Desde que la prohibición del artículo 1798 del Código Civil es para
los bienes que se vendan a consecuencia del litigio en que esos funciona-
rios intervienen, es claro que si éstos no toman parte en el juicio no tienen
ninguna incapacidad. Esta no les afecta por ser tales funcionarios, sino
por intervenir en el litigio en esa calidad. De modo que podrán adquirir-
los, aunque se vendan a consecuencia de un pleito, siempre que no hayan
intervenido en él, y aunque se trate de negocios de su competencia. Es el
hecho de la intervención en el juicio lo que los incapacita. Si en Santiago,
por ejemplo, donde hay cinco jueces en lo civil, se vende una cosa embar-
gada ante el juez del primer juzgado, los de los otros juzgados pueden
adquirirla si no han intervenido en él, porque aunque el negocio era de
su competencia, no era de su conocimiento.

434. Se ha dicho que es requisito esencial para que tenga cabida la prohi-
bición del artículo 1798 del Código Civil que los bienes se vendan a conse-
cuencia del litigio en que el juez interviniere. Según esto, podríamos decir
que un juez puede adquirir un bien en cuyo litigio interviene siempre que
se venda a consecuencia de otro de que no conoce.
Si la disposición del artículo 1798 fuera única, esa solución sería acepta-
ble; pero, en presencia del artículo 154 de la Ley Orgánica, debe rechazar-
se. Este prohíbe a los jueces adquirir los bienes que se refieren a un juicio
de que está conociendo, en cualquiera forma que se haga la venta; en este
caso se trataría de bienes de cuyo juicio está conociendo, de manera que
queda comprendido en esa prohibición. Por consiguiente, no puede un
juez comprar un bien que se venda a consecuencia de un litigio en que no
interviene si conoce de otro juicio relativo a ese mismo bien. Así, el juez A
conoce de un litigio en que se ha embargado una casa. El juez B conoce de
otro litigio en que también está embargada esa casa. Si A remata la casa en
su juicio, B no podría adquirirla, porque aunque no se vende a consecuen-
cia del juicio en que conoce, se trata de un bien que dice relación con un
juicio de que está conociendo, lo que basta para incapacitado.

435. Lo dicho se aplica a los secretarios, relatores, receptores, oficiales del


ministerio público y defensores de menores que se hallen en un caso aná-
logo, porque la incapacidad emana del artículo 154 de la Ley Orgánica de

373
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Tribunales, o sea, del hecho de intervenir en el juicio relacionado con


esos bienes. Por lo tanto, no pueden adquirirlos aunque se vendan a con-
secuencia de otro juicio en que no intervienen, si son los mismo a que se
refiere el litigio en que han intervenido.

436. Como esta incapacidad, según se ha dicho, emana del artículo 154
de la Ley Orgánica de Tribunales y no del artículo 1798 del Código Civil,
según el cual los funcionarios allí señalados pueden adquirir los bienes en
cuyo litigio intervienen siempre que se vendan a consecuencia de otro de
que no conocen, y desde que el artículo 154 no se refiere a los abogados y
procuradores, es evidente que éstos pueden adquirirlos. El artículo 1798
prohíbe la adquisición cuando los bienes se vendan a consecuencia del
litigio. Si no se venden por esa causa no hay prohibición, pues la circuns-
tancia de intervenir en el juicio referente a los bienes no los inhabilita
para comprarlos. Luego, es clara como la luz del día la capacidad de los
abogados y procuradores para adquirir un bien en cuyo litigio intervienen
y que se vende a consecuencia de otro en que no han tomado parte.

437. Aunque el artículo 1798 del Código Civil sólo nombra la venta en
pública subasta, también queda prohibida la compra que de esos bienes se
haga en venta privada, porque, como dijimos en el número 397, con ello
ha querido reforzarse esa prohibición por ser la venta en pública subasta
la más frecuente en estos casos. Nos remitimos, por lo demás, a lo expues-
to en ese párrafo por ser una misma cuestión ésta y aquella.1 Aquí hay
todavía menos dudas al respecto, dados los términos del artículo 154 de la
Ley Orgánica de Tribunales, que prohíbe en absoluto tanto la compra
privada como la que se hace en pública subasta. Ese artículo prohíbe la
cesión de los derechos o bienes litigiosos que las partes pudieran hacer a
alguno de los funcionarios judiciales, como también las donaciones, he-
rencias o legados relativos a los mismos. Es una prohibición absoluta que
incapacita a esos individuos para adquirir todas las cosas o derechos a que
se refieren los litigios o asuntos en que intervienen.

438. ¿Desde cuándo son litigiosos las cosas y derechos para los efectos del
artículo 154 de la Ley Orgánica de Tribunales? Según el artículo 1911 del
Código Civil los derechos son litigiosos desde que se notifica judicialmen-
te la demanda. Pero ya vimos que la prohibición regía para los jueces y
demás funcionarios desde que intervienen en el juicio a que se refieren
los bienes materia de la compra. Si aceptáramos la definición del artículo
1911 del Código Civil resultaría que el juez podría adquirir esas cosas o
derechos aun después de estar conociendo del litigio, y lo demás funcio-
narios aun después de intervenir en él.
De ahí que no pueda decirse que unas y otras son litigiosas, para los
efectos de prohibirles a los jueces su adquisición, desde que se notifique la

1 Pág. 345.

374
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

demanda. Por el contrario, la prohibición rige desde que el juez y demás


funcionarios intervienen en pleito, aunque su intervención sea anterior a
la notificación de la demanda. Por la misma razón, cualquier funcionario
judicial puede adquirir esos bienes, mientras no intervenga en el juicio,
aun cuando aquella haya sido notificada.
Es su intervención en el juicio y no ese hecho el que da el carácter de
litigiosos a los derechos para prohibir su adquisición a los funcionarios
judiciales.

439. De lo expuesto anteriormente fluye esta consecuencia: para que se


prohíba a esos funcionarios adquirir los derechos litigiosos es menester
que sean el objeto de un litigio anterior a la cesión. La ley no permite esa
cesión cuando se hace a funcionarios judiciales que, en su calidad de tales,
intervienen en el litigio. Se requiere que se haya entablado la acción, que
sean el objeto de un litigio anterior, para que se prohíba su compra a los
que en él intervienen. No basta que sean de naturaleza a dar lugar a un
juicio, que sean derechos de los cuales pueda arrancarse una acción judi-
cial. Aunque así fuera, mientras la demanda no se entable y mientras esos
diversos funcionarios no intervengan, no rige respecto de cada uno de
ellos la prohibición del artículo 154 de la Ley Orgánica de Tribunales.
Esta cuestión, que no admite dudas, merece sin embargo resolverse,
porque el Código francés y el italiano consideran litigiosos los derechos,
para este efecto, desde que pueden dar origen a un litigio aun cuando
éste no se haya producido. En ambos Códigos se prohíbe a los jueces ad-
quirir los derechos litigiosos que sean de su competencia. No debe, pues,
confundirse nuestro Código con los Códigos italiano y francés que, en esta
materia, se separan por completo del nuestro.

440. ¿Basta que el juez, secretario, relator, receptor, oficial del ministerio
público y defensor de menores intervengan una sola vez en el juicio para
que no puedan adquirir las cosas o derechos litigiosos, aunque posterior-
mente no sigan interviniendo? Los términos demasiado absolutos de la
prohibición del artículo 154 nos hacen opinar por la afirmativa, opinión
que se refuerza con lo dispuesto en el inciso 2º de ese artículo, que extien-
de la prohibición hasta cinco años después que aquellos dejan de ser liti-
giosos.
Según el artículo 154 no pueden adquirirlos mientras conozcan o in-
tervengan, como tampoco cuando hayan dejado de intervenir por haber
terminado el litigio, lo que hace suponer que estando éste pendiente me-
nos podrán adquirirlos aunque no sigan interviniendo. Por lo demás, la
ley no exceptúa este caso y los términos de ese artículo son muy absoluto,
todo lo cual corrobora la opinión enunciada. Basta, en consecuencia, que
el juez provea un escrito por ausencia del titular para que quede inhabili-
tado para adquirir esos bienes o derechos. Si, por ejemplo, un juez o fun-
cionario judicial de un lugar diverso de aquel en que se sigue el juicio
interviene en el diligenciamiento de un exhorto o en el remate de los
bienes embargados, en el caso del artículo 506 del Código de Procedi-

375
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

miento Civil, ese juez o funcionario, por ese hecho, queda incapacitado
para comprar los bienes y derechos litigiosos de ese juicio.
Por la misma razón, si el funcionario intervino una sola vez en el jui-
cio, aunque después sea separado de sus funciones por cualquier motivo,
no puede adquirir esos bienes o derechos, en tanto no transcurra el térmi-
no indicado. Así lo ha resuelto también la Corte de Apelaciones de Con-
cepción que anuló la compra que un tesorero fiscal hizo de un bien
subastado en una ejecución, por haber asistido a un comparendo como
representante del Fisco.1

441. No es necesario que el juez, el secretario, el abogado o el procurador


intervengan en el juicio en el momento de la venta para que no puedan
comprar los bienes que a consecuencia de él se venden.
Un solo acto de intervención en el juicio es suficiente para que que-
den inhabilitados, y esto por dos razones: 1) porque el Código Civil dice
expresamente: “los jueces, abogados, procuradores o escribanos que han
intervenido en el litigio” con lo que manifiesta que esa compra se prohíbe
tanto a los que están interviniendo como a los que intervinieron. Si em-
pleó esa redacción y no se refirió expresamente a los que están intervi-
niendo, fue porque de este modo comprendía a ambos, ya que si se prohíbe
adquirir esos bienes a los que intervinieron, con mayor razón se prohíbe
su adquisición a los que están interviniendo al tiempo de la venta; y 2)
porque el artículo 154 de la Ley Orgánica de Tribunales comprendió tam-
bién la prohibición del Código Civil, de modo que la prohibición no des-
aparece a su respecto mientras no transcurran cinco años desde que los
bienes o cosas dejaron de ser litigiosos aun cuando en el momento de la
venta no intervengan en el proceso.
Por esto aunque el abogado o procurador no defienda ni represente a
la parte en el instante de la venta no puede comprar los bienes que se
vendan, lo que, por lo demás, es muy lógico porque nada costaría burlar
la ley si así no fuera, haciendo creer que en ese momento el abogado o
procurador había cesado en sus funciones, sin perjuicio de reasumirlas
después. Igualmente, el juez o secretario que intervino en el litigio, aun-
que haya sido una sola vez, no puede adquirir los bienes que a consecuen-
cia de él se vendan, aun cuando al tiempo de la subasta no intervenga en
él por recusación, enfermedad o porque dejó de ejercer sus funciones. En
el mismo sentido se ha pronunciado la Corte de Apelaciones de Santiago
que declaró nula la compra hecha por el secretario de un juzgado de un
bien que remató en un juicio en que había intervenido en sus comienzos,
fundada en que a pesar que el secretario no intervino al tiempo de la
subasta, por haber sido recusado, esto no obstaba para que subsistiera la
prohibición absoluta que establece el artículo 1798 del Código Civil.2 Igual
doctrina aparece en un fallo de la Corte de Concepción que anuló la com-

1 Sentencia 3.807, pág. 1348, Gaceta 1892, tomo II.


2 Sentencia 1.549, pág. 591, Gaceta 1863.

376
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

pra que un tesorero fiscal hizo de un bien subastado en una ejecución, en


la que intervino como representante del Fisco, a pesar que cuando se hizo
el remate ya no intervenía en ella.1

442. Lo dicho se aplica igualmente a los relatores, receptores, oficiales del


ministerio público y defensores de menores que, como vimos, tampoco
pueden adquirir los bienes que se vendan a consecuencia del litigio en
que han intervenido ya que el artículo 154 de la Ley Orgánica de Tribuna-
les prohíbe tanto esa compra como la que de los bienes o derechos litigio-
sos hagan privadamente a los litigantes. La intervención de esos funcionarios
en el juicio por una sola vez, y aunque al tiempo de su venta no interven-
gan, es suficiente para que no puedan adquirir los bienes a que aquel se
refiere.

443. Dijimos que bastaba un acto de intervención en el litigio para que


los funcionarios nombrados no puedan adquirir las cosas o derechos que
se litigan en él o que se venden a consecuencia del mismo. Nada importa
que sean o no funcionarios judiciales al tiempo de la compra, o que en ese
momento sean nombrados para otro cargo en el mismo o en otro lugar,
porque siempre les rigen ambas prohibiciones, pues emanan de la circuns-
tancia de haber intervenido en el juicio en su carácter de funcionario
judicial. Luego, si al tiempo de su intervención eran tales, no pueden ad-
quirirlos mientras no transcurran cinco años desde que esas cosas o dere-
chos dejaron de ser litigiosos. Su intervención en el juicio como funcionarios
judiciales, aunque en el momento de la compra no lo sean, es bastante
para que queden incursos en ellas.
El hecho que continúen o no interviniendo en el juicio no influye
absolutamente en nada. Esas inhabilidades no desaparecen ni aunque se
sepa que el funcionario no seguirá interviniendo en él por ser ascendido,
trasladado, destituido, etc.

444. Todo acto prohibido por la ley que no puede celebrarse directamen-
te, tampoco puede serlo por interpuesta persona, porque lo prohibido lo
es siempre y bajo cualquiera forma que se realice. Cuando uno de esos
actos se verifica por interpuesta persona, el verdadero ejecutor y beneficia-
do con él es el funcionario judicial no siendo la persona que aparece cele-
brándolo sino un mero instrumento suyo, un biombo tras el cual se oculta;
por cuyo motivo subsisten las prohibiciones legales.2

445. La ley no ha dicho expresamente quiénes son personas interpuestas


para este efecto. Es evidente que tratándose de los jueces, secretarios, rela-
tores, receptores, oficiales del ministerio público y defensores de menores
y de ausentes pueden considerarse como tales sus hijos y mujeres a quie-

1 Sentencia 3.807, pág. 1348, Gaceta 1892, tomo II.


2 G UILLOUARD, I, núm. 144, pág. 166; TROPLONG, I, núm. 202, pág. 270.

377
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

nes se prohíbe también esas adquisiciones, por lo que el acto sería nulo en
todo caso, sea que esas personas lo celebren para sí, sea que intervengan
como interpuestas. Respecto de los abogados y procuradores, no las hay.
En cuanto a la prueba de la interposición se estará a las reglas del derecho
común, correspondiendo probarla al que la alega.1

446. Esos funcionarios pueden, sin embargo, adquirir las cosas o derechos
que se litigan en los juicios en que intervienen, o que se vendan a conse-
cuencia de ellos, como mandatarios de un tercero que no está incapacita-
do para comprarlos, pues no hay prohibición expresa de la ley al respecto
y lo que el mandatario ejecuta a nombre de su mandante se reputa realiza-
do por éste. Quien adquiere es el mandante y no el mandatario, el cual,
por otra parte, arranca su capacidad del poder que le confirió aquél.
El Tribunal Superior de España se ha pronunciado en idéntico sentido
respecto de un procurador que adquirió bienes como mandatario de un
tercero no incapacitado y declaró válida esa adquisición, porque se dijo
que si bien el procurador era incapaz de adquirir para sí, no lo era para
adquirir como representante de un tercero en quien no incidía esa inca-
pacidad.2
No puede negarse que el hecho se prestaría a comentarios y sería,
hasta cierto punto, inmoral; pero legalmente es permitido y posible.

447. ¿Pueden realizar esas adquisiciones los parientes de los funciona-


rios antedichos? Hay que distinguir si se trata de los parientes de los
jueces, secretarios, relatores, receptores, defensores de menores y oficia-
les del ministerio público, o si se trata de los parientes de los abogados o
procuradores.
En el primer caso, se prohíbe la adquisición de cosas o derechos que
se litigan en un juicio o que se venden a consecuencia de él, únicamente a
la mujer e hijos de dichos funcionarios, según los artículos 154, 284, 311,
329, 348 y 360 de la Ley Orgánica de Tribunales. En los casos de los aboga-
dos y procuradores no existe tal prohibición, porque ha sido establecida
por la Ley Orgánica que no lo hace extensiva a los parientes de dichos
funcionarios.
Los parientes de todos esos funcionarios pueden adquirir esas cosas o
derechos, con excepción de la mujer y de los hijos de los jueces, secreta-
rios, relatores, receptores, oficiales del ministerio público y defensores de
menores.
La Corte de Concepción declaró que era válida la compra de un bien
litigioso hecha por el hermano del juez que conocía del proceso, por no
estar comprendido en la prohibición del artículo 154.3 La prohibición existe

1 Véanse sobre el particular: núm. 368, pág. 318; núm. 379, pág. 333 y núm. 409, pág. 354

de esta Memoria, a que nos remitimos.


2 MANRESA, X, pág. 180.
3 Sentencia 2.865, pág. 1590, Gaceta 1883.

378
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

para la mujer e hijos de esos funcionarios sea que los adquieran directa-
mente o representados por sus padres o maridos.
En la Comisión Revisora se propuso por uno de sus miembros que esta
prohibición se extendiera, además de la mujer e hijos, a otras personas
que se encuentran en muy estrechas relaciones con el juez o que depen-
den inmediatamente de él,1 indicación que no se aceptó. Habría sido con-
veniente consignarla, ya que a su respecto existen los mismos temores que
existen o pueden existir con relación a la esposa y a los hijos.

448. Dados los términos de la ley, creemos que esta prohibición rige para
la mujer de esos funcionarios en todo caso, sea o no divorciada, y para
todos sus hijos, estén o no bajo patria potestad, pues el artículo 154 no
distingue entre una y otra y entre unos y otros.
Aunque en el caso de la mujer divorciada no existe, tal vez, el temor que
alguno de esos funcionarios abuse desde que se hallaría enemistado con
ella, puede ocurrir, sin embargo que vivan en armonía estando divorciados.
Por eso la ley creyó que era más conveniente prohibir siempre esa compra a
la mujer. Cuando se redactó y discutió ese artículo no se hizo salvedad sobre
el particular; de modo que no cabe duda alguna que la prohibición rige
para con la mujer divorciada, como para con la no divorciada.
En cuanto a los hijos pudiera creerse que se refiere a los que se hallan
bajo patria potestad únicamente desde que respecto de los otros es más
difícil que esos funcionarios puedan cometer abusos en la compra, pues
no administran sus bienes, y porque el autor de esa prohibición, el señor
Lira, al indicarla en la comisión redactora, se refirió expresamente a los
hijos que están bajo patria potestad.
Esto pudiera hacer creer que el espíritu del legislador fue establecerla
para los hijos de familia y no para los demás. Pero tal suposición debe
rechazarse por dos razones: a) porque aun cuando esa prohibición se insi-
nuó en la redacción del artículo, no fue sin embargo consignada en la ley
y no es de creer que se omitiera por olvido, puesto que al mismo tiempo
se omitió también la prohibición concerniente a las demás personas estre-
chamente unidas con el juez o que de él dependan; esta omisión fue,
pues, voluntaria y meditada; y b) porque la prohibición que se establece
para la mujer e hijos de esos funcionarios obedece no sólo al hecho de
encontrarse bajo su potestad, sino a los vínculos de afecto que existen
entre ellos y esos funcionarios, lo que puede dar origen a que éstos abusen
de su cargo para favorecerlas.
Las palabras mujer e hijo, en el sentido que aquí están tomadas, son
genéricas. Se refieren a todas las personas del sexo femenino que se hallan
unidas por vínculo matrimonial con alguno de esos funcionarios y a todos
sus descendientes que se encuentran en el primer grado de consanguini-
dad para con ellos, cualquiera que sea su estado, sexo o condición. Basta

1 BALLESTEROS, Ley de Organización y Atribuciones de los Tribunales, tomo I, núm. 1417,


pág. 725.

379
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

que sean hijos o que sea la esposa de alguno de esos funcionarios para que
les alcance la prohibición.
Finalmente, no habiendo distinguido la ley al respecto y no pudiendo
el hombre distinguir donde la ley no lo ha hecho, debemos llegar a la
conclusión que la prohibición se refiere a toda mujer, sea divorciada o no;
y a todos los hijos, sea que estén o no bajo la patria potestad del funciona-
rio incapacitado.

449. Aun cuando no hay ninguna disposición expresa que prohíba adqui-
rir para sus pupilos o para las sociedades que administren o representen
los jueces, secretarios, relatores, receptores, oficiales del ministerio públi-
co y defensores de menores, es indudable que dentro del espíritu que ha
inspirado la prohibición, parece que también se prohíbe esta compra, por-
que como en el caso del empleado público, existe tanto cuando los funcio-
narios incapaces adquieren directamente para sí, como cuando, aun sin
comprar para ellos, se aprovechan del acto.
Esta prohibición comprende, pues, la que ahora estudiamos, más aún si
se atiende a que en ambos casos figurará como comprador el propio funcio-
nario incapacitado. Puede, por lo mismo, obtener alguna utilidad de la com-
pra en su calidad de representante del pupilo o de la sociedad, lo que lo
inducirá a ejecutar actos que vayan en desmedro de su honorabilidad y que
pueden causar su desprestigio que es lo que la ley ha querido evitar. No
puede sostenerse que el funcionario adquiere como mandatario, porque en
esos casos se beneficia con el acto que realiza como representante legal del
pupilo o de la sociedad, lo que no sucede cuando es mandatario.
Si se trata del pupilo, debe tenerse presente que el tutor o curador
contrata con su propia capacidad y no con la del mandante como ocurre
con aquél. Es siempre el tutor el que contrata sea que lo haga para el
pupilo, sea que lo haga para sí. Teniendo una misma capacidad emanada
de su propia persona, es claro que en cualquiera forma que intervenga
carecerá de ella para adquirir esos bienes. El mandatario, en cambio, si
carece de su propia capacidad, tiene, no obstante, la suficiente para reali-
zar el acto en virtud de la que le confiere el mandante con la que puede
contratar.
La ley no dice nada al respecto, lo que da a la cuestión el carácter de
dudosa. Pero en virtud de lo dicho y del espíritu del legislador, creemos
que las prohibiciones indicadas rigen también para el funcionario que,
siendo tutor o curador o representante legal de una sociedad o corpora-
ción, adquiera esos bienes para su pupilo o para éstas. Y nos atrevemos a
aconsejar a esos jueces que no ejecuten tales actos, puesto que fácilmente
podrían ser anulados, porque en el mejor de los casos importarían una
compra por interpuesta persona, que la sería el pupilo o la sociedad para
los cuales se decían adquirir los bienes o derechos, cuando en realidad lo
eran para el funcionario incapacitado. Valdría la pena que el proyecto del
Código Orgánico consultara expresamente esta prohibición para la que
existen tantos y tan fundados motivos como para la de la mujer e hijos de
dichos funcionarios.

380
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

450. La prohibición de que venimos ocupándonos subsiste aun después


de terminado el litigio en que intervinieron los funcionarios antedichos,
según lo establece el inciso 2º del artículo 154 ya citado que dice: “Se
extiende esta prohibición a las cosas o derechos que han dejado de ser litigiosos,
mientras no hayan transcurrido cinco años desde el día en que dejaron de serlo”.
Según este artículo, el juez o funcionario incapacitado recupera su ca-
pacidad respecto de esos bienes cuando han transcurrido cinco años des-
de la fecha en que dejaron de ser litigiosos. Esta prohibición relativa a los
cinco años posteriores a la fecha en que los bienes o derechos dejaron de
tener tal carácter se aplica tanto al juez que falló la causa como a todos los
jueces, secretarios, relatores, receptores, oficiales del ministerio público y
defensores de menores que intervinieron en ella, porque, como dijimos,
es suficiente que algunos de esos funcionarios haya intervenido una sola
vez en el juicio para que quede comprendido en esta prohibición y como
sólo desaparece para el inhabilitado cuando transcurren cinco años, sien-
do inhábil el funcionario que intervino una sola vez, es claro que se le
aplica la prohibición durante ese plazo.
Por consiguiente, sea que alguno de ellos haya intervenido durante
todo el juicio, o que haya intervenido una sola vez, aunque no haya segui-
do tomando parte en él hasta su conclusión, o que desempeñe otro em-
pleo en la época en que se termina, quedará en todo caso inhabilitado
para adquirir esas cosas o derechos o los bienes que a consecuencia del
juicio se vendan en tanto no transcurran cinco años desde el día en que
dejaron de ser litigiosos.
De lo expuesto se desprende que las cosas o derechos son litigiosos
para los efectos de esta prohibición mientras dura el juicio y en los cinco
años posteriores a la fecha en que terminó el litigio a que se refirieron.

451. Se presenta ahora el problema de determinar cuándo se entiende


que los derechos o cosas dejan de ser litigiosos. Si se trata de un acto de
jurisdicción voluntaria, los bienes que a consecuencia de él se vendan de-
jan de ser tales desde que se efectúa la venta, pues en ese momento cesa
en ellos la intervención de la justicia, que es lo que les da el carácter de
litigiosos para este efecto, según dijimos más arriba.
Si se trata de cosas embargadas o de cosas comunes que se venden para
hacer la partición, dejan de ser litigiosas cuando se venden o se realizan y
son adquiridas por un tercero que las retira del poder del juez. En este
instante pierden ese carácter, porque es entonces cuando dejan de estar
sometidas a la jurisdicción del juez. Con todo la Corte de Apelaciones de
Santiago ha resuelto que el plazo de cinco años se cuenta desde la fecha en
que terminó la partición si se trata de bienes comunes o proindivisos.1
Respecto de las demás cosas o derechos litigiosos se entiende que de-
jan de serlo una vez que salen del poder de la justicia, o sea, cuando cesa
la litis y la intervención del juez en ellos, cuando se concluye el juicio, lo

1 Sentencia 845, pág. 142, Gaceta 1905, tomo II.

381
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

que ocurre una vez que se dicta sentencia definitiva que queda ejecutoria-
da, o cuando hay transacción, desistimiento o abandono de la instancia. El
proyecto del señor Vargas Fontecilla se refería únicamente al caso en que
las cosas o derechos dejaran de ser litigiosos en virtud de una sentencia
ejecutoriada pronunciada por el juez; pero como esa redacción podía ori-
ginar dudas y hacer creer que siempre era necesaria una resolución judi-
cial que pusiera término al juicio para que las cosas o derechos dejaran de
ser litigiosos, desde cuya fecha correría el plazo de cinco años, se acordó
suprimirla y de ahí que se redactara el artículo en la forma que tiene
actualmente, que es más vasta y comprensiva que la mencionada en el
proyecto.
Si el juicio termina por sentencia definitiva, por desistimiento o por
abandono de la instancia, el plazo mencionado correrá desde la fecha en
que la sentencia o la resolución que declaren el abandono o el desisti-
miento queden ejecutoriadas con arreglo al Código de Procedimiento Ci-
vil. Y si termina por transacción, desde la fecha en que ésta se verifica.
Concluido el litigio o vendidas las cosas embargadas o comunes a con-
secuencia de él o las cosas que se relacionen con un acto de jurisdicción
voluntaria, esas cosas o derechos dejan de ser litigiosos y desde esa época
comienzan a correr los cinco años de que habla ese artículo, transcurridos
los cuales podrán ser adquiridos por los funcionarios que intervinieron en
el juicio.
Quede bien establecido que no es necesaria una resolución judicial
para que los bienes o derechos dejen de ser litigiosos, puesto que hay
casos como una transacción hecha por escritura pública que pone fin a un
juicio en ese momento, aunque el juez resuelva no nada al respecto. Aquí
el plazo de cinco años se contará desde la fecha de la escritura.

452. Desde que no se trata de un término o plazo de derecho procesal, no


puede aplicársele la disposición del artículo 69 del Código de Procedi-
miento Civil, que sólo se refiere a los plazos o términos que él establece.
No siendo aplicable esa disposición, la manera de computar ese plazo se
rige, por consiguiente, con arreglo a lo dispuesto en el artículo 48 del
Código Civil, esto es, corre sin intermitencias y por años completos sin
descontar los días feriados.

453. La prohibición que venimos estudiando subsiste durante los cinco


años mencionados aun cuando el juez, secretario, relator, receptor, oficial
del ministerio público o defensores de menores que intervino en el juicio
adquiera las cosas o derechos litigiosos de manos de un tercero que, a su
vez, los adquirió en el juicio o de alguno de los litigantes. Ninguno de esos
funcionarios puede, antes de transcurrido ese plazo, adquirir esos bienes
ni aun de manos de ese tercero, bajo pena de la nulidad absoluta de la
compra. La razón es obvia, pues el artículo 154 no distingue si la adquisi-
ción se hace directamente de manos del dueño de los bienes o de los
derechos litigiosos o de manos de un tercero que los adquirió con poste-
rioridad al juicio. La prohibición dura cinco años para esos bienes, cual-

382
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

quiera que sea su dueño al tiempo de la venta. Sólo una vez transcurrido
ese plazo cesará la incapacidad. Tratándose de bienes que se vendan a
consecuencia de un litigio, se venderán siempre, o al menos casi siempre,
por un tercero y no por su primitivo dueño, desde que al subastarse en el
juicio han tenido que pasar del poder del uno al del otro.
Subsisten además en el caso en estudio los temores de la ley, puesto
que esa compra podría hacerse por interpuesta persona, y a fin de ocultar
la realidad de las cosas, se dejarían éstas en statu quo durante cierto tiem-
po. Resultaría así que era el juez o el funcionario respectivo quien adqui-
ría esos bienes o derechos. Por eso dispuso la ley con tanta sabiduría que
mientras no transcurran cinco años desde el día en que dejaron de ser
litigiosos no pueden ser adquiridos por aquellos. Y como no distingue al
respecto, es forzoso aceptar que la prohibición existirá durante todo ese
tiempo, cualquiera que sea la persona que haga la venta. Sin embargo, la
Corte de Apelaciones de Santiago ha resuelto lo contrario, esto es, que al
juez se le prohíbe adquirir en ese plazo solamente los bienes que se ven-
den a consecuencia del litigio y no los que le venda un tercero que los
haya adquirido en él.1 A primera vista puede apreciarse el error de este
fallo, que pasó por encima del artículo 154 de la Ley Orgánica de Tribuna-
les que debió haber tomado en cuenta. Sólo así se explica el absurdo que
establece.

454. El plazo de cinco años antes mencionado ha sido establecido por el


artículo 154 de la Ley Orgánica de Tribunales que, según se ha dicho, no
se refiere ni a los abogados ni a los procuradores. Su incapacidad para
adquirir los bienes que se venden a consecuencia del litigio en que inter-
vienen arranca del artículo 1798 del Código Civil, que no la hace subsistir
durante los cinco años posteriores a la fecha de la terminación del juicio.
Por esta razón, un abogado o procurador que ha intervenido en el litigio
puede comprar dichos bienes, aun antes de transcurridos esos cinco años.
Puede igualmente comprarlos al tercero que los haya adquirido en el jui-
cio, sea que éste haya terminado, sea que todavía se encuentre pendiente,
porque la prohibición es para comprarlos cuando se vendan a consecuen-
cia del juicio, lo que aquí no ocurre. Así, por ejemplo, si en una ejecución
o en un juicio de partición se vende una propiedad y la adquiere un terce-
ro, éste puede venderla válidamente al abogado o procurador que en ese
juicio intervino, aunque éste se halle pendiente, porque ya la adquisición
no se hace en una venta realizada a consecuencia del litigio, único caso en
que la incapacidad existe.

455. Pero si el abogado interviene en el juicio en que se venden los bienes


no como tal, sino como juez, lo que ocurre cuando es árbitro o compromi-
sario, no queda sujeto a la disposición del artículo 1798 del Código Civil,
sino a la del artículo 154 de la Ley Orgánica de Tribunales.

1 Sentencia 845, pág. 141, Gaceta 1905, tomo II.

383
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Aquella disposición se le aplica cuando interviene en el juicio como


abogado. Aquí interviene como juez y desde que el precepto del artículo
154 se aplica a todo juez, incluso a los árbitros, resulta que bajo este aspec-
to el abogado queda sometido a la prohibición que él establece. Según
esto, el abogado que interviene como árbitro o compromisario en una
partición no puede comprar los bienes que en ella se vendan, mientras no
transcurran cinco años desde que dejaron de ser litigiosos, no pudiendo
hacer esa adquisición ni aun de manos del tercero que, a su vez, los subas-
to en el juicio.

456. El artículo 154, no obstante estar concebido en términos muy gene-


rales y comprensivos, contiene una excepción que, por lo mismo, debe
interpretarse en forma limitada y restringida. La regla general de ese ar-
tículo es que se prohíbe a los jueces, secretarios, relatores, receptores, ofi-
ciales del ministerio público y defensores de menores, la adquisición a
cualquier título de los bienes o derechos litigiosos en cuyo litigio han inter-
venido. Se comprende ahí la compra, la cesión, la donación, como tam-
bién la sucesión por causa de muerte, o sea, lo que vulgarmente se llama
herencia. La prohibición va, por consiguiente, hasta impedir que esos fun-
cionarios adquieran esos bienes por sucesión por causa de muerte.
Sin embargo, hay un caso en que la adquisición de esos bienes o dere-
chos puede realizarse válidamente por sucesión por causa de muerte, caso
que constituye precisamente la única excepción que establece el ya citado
artículo 154.
Conviene hacer notar desde luego que ella se refiere a la regla que
consigna el inciso primero de ese artículo, o sea, aquel en que se establece
la prohibición. Por un error de redacción que, por lo demás, son muy
frecuentes en la Ley Orgánica de Tribunales, se la colocó en el inciso se-
gundo, o sea, en aquel que extiende la prohibición a los cinco años si-
guientes al día en que las cosas o derechos dejaron de ser litigiosos. Es
evidente que a ambos casos se refiere, porque si el funcionario puede
adquirirlos durante su intervención en el litigio o proceso, con mayor ra-
zón podrá hacerlo cuando éste termine. Por otra parte, al referirse el inci-
so segundo a la prohibición del inciso primero con el objeto de extenderla
y ampliarla es claro que la acepta con todas sus excepciones.
La lógica aconseja, sin embargo, que se la coloque a continuación del
inciso primero y de acuerdo con esta idea, el señor Luis A. Vergara propu-
so en una de las sesiones de la Comisión Mixta de Senadores y Diputados
encargada de informar sobre el Proyecto de Código Orgánico, que esa
excepción se consignara en el inciso primero y no en el segundo en que
ahora se encuentra.
Analicemos los casos en que tiene lugar esta excepción.
Dice la parte final del inciso 2º del artículo 154: “Pero no comprende (la
prohibición) las adquisiciones hechas a título de sucesión por causa de muerte, si el
adquirente tuviere respecto del difunto la calidad de heredero abintestato”.
De este artículo se desprende que a un juez, secretario, relator, recep-
tor, oficial del ministerio público o defensor de menores puede adquirir

384
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

las cosas y bienes litigiosos en cuyo juicio interviene o ha intervenido y


aunque no hayan transcurrido cinco años desde que dejaron de serlo,
cuando existan estos dos requisitos: 1) que la adquisición se haga a título
de sucesión por causa de muerte; y 2) que el adquirente tenga respecto
del difunto la calidad de heredero abintestato.
No basta la existencia de uno de ellos; es menester su coexistencia
simultánea. Así, por ejemplo, uno de esos funcionarios no podría adquirir
esas cosas o derechos si no falleciere aquél de los litigantes a quien va a
suceder, aunque sepa que será su heredero abintestato, porque para que
pueda adquirirlos es necesario que el título de adquisición sea la sucesión
por causa de muerte, lo que sucede únicamente en caso de fallecimiento
de aquel a quien se hereda. Tampoco podría adquirirlos si el adquirente
no fuera heredero abintestato del difunto aunque la adquisición se hiciera
por herencia.
Es heredero abintestato el que, por disposición de la ley, sucede al
difunto en caso de no existir testamento. Son tales los que señala el título
II del Libro III del Código Civil. Entre los herederos abintestatos hay unos
que son legitimarios o forzosos y otros no; pero todos ellos son abintesta-
tos, por cuanto todos son llamados a la sucesión cuando no hay testamen-
to en el orden taxativamente señalado por la ley.
En consecuencia, el heredero testamentario, es decir, aquel que es lla-
mado a suceder en virtud de existir un testamento y por la voluntad del
difunto, no puede adquirir esos bienes o derechos cuando ha intervenido
en su litigio como funcionario judicial. Para escudarse en la excepción se
requiere tener la calidad de heredero abintestato. Si el juez no es pariente
del litigante y ha sido instituido heredero, no puede adquirir los bienes o
derechos litigiosos de aquél, porque carece de la calidad de heredero abin-
testato respecto del difunto.
Puede suceder que un individuo sea a la vez heredero testamentario y
abintestato, esto es, que habría sucedido al difunto si éste hubiera muerto
intestato. Así, el juez A es hermano de B que tiene un litigio ante aquél,
aunque esto sería difícil. B muere sin herederos forzosos, pero ha testado
en favor de A. ¿Puede éste adquirir esos bienes o derechos? Sí, porque si B
no hubiera testado A le habría sucedido siempre desde que no tenía here-
deros forzosos, de modo que, con o sin testamento, habría sido llamado a
la sucesión. No debe olvidarse que si B no testa en favor de A sino en favor
de un extraño, aquél ya no puede adquirir, pues no es ni heredero testa-
mentario ni abintestato de B.
Lo expuesto nos lleva a la conclusión que sólo los herederos que suce-
den al difunto en su calidad de abintestatos pueden adquirir esos bienes.
No es suficiente encontrarse dentro de la sucesión intestada para que al
fallecimiento del difunto puedan adquirirse esos bienes o derechos. Es
necesario ser llamado realmente a la sucesión, ser heredero, calidad que
no tiene sino el que sucede al difunto en el todo o parte de sus bienes. En
una palabra, la excepción se refiere al funcionario que es llamado a la
sucesión del difunto como heredero abintestato, es decir, que lo habría
sido aun cuando no hubiera habido testamento.

385
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

No se crea que basta para este efecto encontrarse en el orden de suce-


sión intestada que señala la ley. Lo que se requiere es que, en esa calidad,
se suceda al difunto. Así, si el juez A es hermano del litigante B y éste
muere con hijos y testa a favor de éstos en la parte que le ordena la ley,
pero a la vez instituye heredero del remanente a su hermano A, éste no
puede adquirir, porque no tiene para con B la calidad de heredero intesta-
do, ya que si B no testa no puede sucederle.
Para saber cuándo rige la excepción debe atenderse a si el funcionario
habría sucedido o no al difunto dado caso que muriera intestado. Si le
sucede es heredero abintestato a su respecto; si no le sucede no lo es.
Esto excluye de esa excepción a todos los parientes del difunto que,
aun cuando se encuentran comprendidos en el orden de sucesión intesta-
da que señala la ley, no son llamados o sucederle, sea porque son exclui-
dos por haber otros de grado preferente o porque el difunto instituyó
heredero testamentario. Si el juez A, por ejemplo, conoce de un litigio de
su hermano B que muere dejando hijos, A no puede adquirir sus bienes
litigiosos porque no ha sido heredero abintestato. Igualmente, si B muere
y testa en favor de C, bien entendido que no tiene herederos forzosos. A
tampoco puede adquirir esos derechos o bienes.
Para que la prohibición de la ley no tenga lugar en cuanto a las ad-
quisiciones, se requiere que el funcionario judicial sea llamado a la suce-
sión, que sea adquirente por ese título; no basta que haya podido ser
heredero. Es menester que sea heredero efectivamente, que tenga parte
en la sucesión, ya que el artículo 154 permite las adquisiciones que se hacen
a título de sucesión por causa de muerte, lo que hace suponer que se tiene
capacidad para adquirir en esa forma, capacidad que sólo la tienen los
herederos, los que entran a formar parte en la sucesión del difunto por
el todo o por una parte alícuota de ella. Aunque el funcionario incapaci-
tado sea, dentro de la ley, heredero abintestato no puede llegar a adqui-
rir los derechos o bienes litigiosos porque no basta tener esa calidad; es
necesario ejercitarla y por eso hemos dicho que esa excepción se aplica a
los funcionarios que entran, en caso de muerte del litigante, a sucederle
en sus bienes, siempre que sean llamados a esa sucesión en su carácter
de herederos abintestatos, esto es, que le habrían sucedido aunque el
difunto no hubiera testado.
Creemos que esta es la correcta interpretación de ese artículo y la que
está de acuerdo con la historia de su establecimiento y con la nueva redac-
ción que se le da en el proyecto de Código Orgánico.
Inútil nos parece manifestar que si el funcionario es legatario, o sea,
llamado a suceder al difunto en una o más especies o cuerpos ciertos de-
terminados o en cierta cantidad de un género determinado, no puede
llegar a adquirir las cosas o derechos litigiosos porque el legatario no es
heredero, que es al único que se excluye de la prohibición. El legatario
queda comprendido en ella, ya que se refiere a toda adquisición a cual-
quier título que se haga.
Resumiendo lo expuesto podemos decir que los jueces, secretarios, re-
latores, receptores, oficiales del ministerio público y defensores de meno-

386
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

res pueden adquirir los derechos y bienes litigiosos en cuyo litigio han
intervenido:
1) Cuando son llamados a suceder a su propietario en virtud de ser sus
herederos abintestatos, o sea, cuando el difunto muere intestado;
2) Cuando son llamados a suceder en esa calidad, no obstante la existen-
cia de testamento en favor de otra persona, por ser herederos forzosos; y
3) Cuando son llamados a sucederle al mismo tiempo en su calidad de
herederos testamentarios y abintestatos, es decir, cuando serían herederos
aunque el difunto no hubiera testado.
La excepción no se aplica:
1) Cuando alguno de esos funcionarios es legatario del difunto;
2) Cuando, a pesar de encontrarse dentro del orden de sucesión intes-
tada de que habla la ley, no han sido llamados a su sucesión, porque hay
otros herederos abintestatos de grado preferente o porque hay herederos
testamentarios que excluyen a los abintestatos cuando no son forzosos.
3) Cuando, a pesar de hallarse dentro del orden de sucesión intestada
designado por la ley, han sido llamados a sucederle no como herederos
abintestatos, sino como herederos testamentarios, o sea, cuando habrían
dejado de ser herederos si no hubiera habido testamento; y
4) Cuando son llamados a la sucesión únicamente como herederos testa-
mentarios, de modo que en caso contrario no habrían sucedido ni aun a falta
de cualquier otro heredero, esto es, cuando sólo son herederos testamenta-
rios, porque no figuran en el orden de sucesión intestada que señala la ley.
Veamos un ejemplo de cada caso, sin perjuicio de los ya consignados:
Tendría lugar la excepción en los siguientes casos:
1) Si el juez A es hijo del litigante B que muere intestado; si es su
padre y B muere sin hijos e intestado; si es su colateral dentro del sexto
grado y B muere intestado, careciendo de hijos, padres, esposa y herma-
nos; o es su hermano y B muere sin padres, sin hijos y sin testar;
2) Si el juez A es hijo del litigante B que muere testado a favor de otro,
o si el juez A es padre de B que muere testado y sin hijos;
3) Si A es hijo de B que muere testado en favor de aquél; si A es padre
de B que muere sin hijos y testado en favor de aquél; si A es hermano de B
que muere sin hijos ni padres y lo instituye heredero; si A es colateral
dentro del sexto grado de B que muere testado a su favor, pues carece de
hijos, padres, hermanos y esposa.
La excepción no se aplicaría, es decir, esos funcionarios no podrían
adquirir los bienes y derechos litigiosos:
1) Si el juez A recibe por testamento del litigante B un legado, aun
cuando se refiera a los bienes o derechos litigiosos;
2) Si el juez A es hermano o padre de B que muere dejando hijos,
pero no testado; si el juez A es colateral dentro del sexto grado de B que
muere intestado, dejando hijos o padres o esposa o hermanos; si A es
hermano o colateral dentro del sexto grado de B que muere sin hijos ni
padres, pero que ha testado en favor de C; si A es hermano de B que
muere sin hijos, pero testado en favor de sus padres o si muere sin padres,
pero testado en favor de sus hijos;

387
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

3) Si A es hermano o colateral o padre de B que muere con hijos, pero


testado en favor de éstos y de A, o bien si B muere sin hijos pero dejando
padre y testa en su favor y en el de A, que es su hermano o colateral; si B
muere sin hijos ni padres, pero testado en favor de A que es colateral y de
su hermano, pues el heredero abintestato es éste y no A que solamente es
testamentario;
4)Si A es amigo de B y éste, que no tiene herederos legitimarios, testa
en su favor.
La excepción anteriormente estudiada es más bien teórica que prácti-
ca, porque, como dice Vera, “no es de suponer que un juez conozca en un
litigio de una pariente a quien esté llamado a heredar sin que tenga que
declararse implicado o sin que la contraparte lo recuse”.1
Inútil creemos manifestar que si un juez o funcionario judicial llegara
a tener participación en el juicio en que interviene por razón de esa ex-
cepción, se declarará implicado o será recusado por la parte contraria.

457. Dada la forma en que está redactado el artículo 154 de la Ley Orgá-
nica de Tribunales, creemos que esta excepción se aplica igualmente a la
mujer e hijos del juez, secretario, relator, receptor, oficiales del ministerio
público y defensores de menores incapacitados, porque siendo una misma
la prohibición para el funcionario y para sus hijos y su mujer y no hacién-
dose ningún distingo por lo que respecta a quienes se aplica la excepción,
debemos aceptar que se refiere a todas esas personas, con mayor razón
todavía si se considera que los motivos que autorizaron la prohibición son
idénticos en ambos casos. No habría lógica alguna en negar la aplicación
de la excepción a la esposa e hijos de esos funcionarios, pues si existe en el
caso más grave, como es el de la adquisición por el mismo funcionario,
con mayor razón debe existir en el menos grave, porque quien permite lo
más permite también lo menos.

458. ¿Qué parte o porción de los bienes litigiosos pueden adquirirse en el


caso de la excepción que consigna el artículo 154? Esta cuestión se refiere
a saber si el funcionario incapacitado, pero que recupera su capacidad
para adquirir los bienes o derechos litigiosos por el hecho de ser llamado
en su calidad de heredero abintestato a la sucesión de que forman parte,
puede adquirirlos en su totalidad a cuenta de su haber o sólo en propor-
ción a la cuota que en toda la herencia le corresponda. La cuestión no
admite dudas si es el único heredero, porque entonces le pertenece toda
la herencia. Ella surge cuando hay varios herederos. En tal caso nos pare-
ce que, dados los términos que emplea ese artículo, el funcionario puede
adquirir, si lo quiere, la totalidad de los bienes y no solamente en propor-
ción a la parte que le corresponde. La ley no ha señalado hasta qué canti-
dad puede adquirir el juez. No sería lícito entrar a limitar esa adquisición
cuando aquella no lo ha hecho.

1 Comentarios a la Ley de Organización y Atribuciones de los Tribunales, pág. 97.

388
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

Por otra parte la ley permite las adquisiciones a título de sucesión por
causa de muerte, en general, de manera que comprende tanto todos los
derechos o bienes litigiosos como una parte de los mismos. Basta que el
funcionario sea heredero abintestato para que recupere en absoluto su
capacidad respecto de todos los bienes o derechos o, si así pudiera decir-
se, para que desaparezca en su totalidad la prohibición consignada en el
inciso 1º del artículo 154. Además, cada heredero se reputa dueño de toda
y de cada parte de la herencia y tiene, en su calidad de tal, derecho a toda
ella. No habría, tampoco, razón alguna para limitar esa facultad hasta la
cuota que al funcionario le corresponda en la sucesión, ya que puede acae-
cer que una sola cuota comprenda la totalidad de los derechos o bienes
litigiosos y aun eso y más.
Es, pues, indiferente que el funcionario adquiera todos o una parte de
los derechos o bienes. Los efectos son idénticos en ambos casos.

459. De acuerdo con lo expuesto más arriba es indudable que un juez


compromisario, que también es heredero de la persona cuya herencia li-
quida, puede adquirir, en su calidad de tal, los bienes que la componen. Y
tales adquisiciones son posibles aunque el partidor sea legatario o sola-
mente heredero testamentario, a la inversa de lo que ocurre con los de-
más jueces.
A primera vista pudiera parecer un contrasentido lo que acabamos de
decir, pero si la cuestión se analiza a la luz de los principios legales vere-
mos que estamos en la razón. Si es verdad que el partidor es juez y que
queda comprendido en la prohibición del artículo 154 de la Ley Orgánica
de Tribunales, también lo es que hay otras disposiciones del Código Civil
que autorizan a los interesados en la sucesión para ser jueces compromisa-
rios de la misma; de manera que estas leyes prevalecen sobre el artículo
154 ya citado, por ser de carácter especial.
En efecto, los artículos 1324 y 1325 de ese Código facultan especial-
mente al coasignatario para ser partidor cuando el nombramiento se
hace por el testador o de común acuerdo por los interesados. Por otra
parte, la ley de 11 de enero de 1883 que prohibió en su artículo 5º a los
jueces y otros funcionarios aceptar compromisos, los facultó expresa-
mente para aceptarlos cuando el juez “tuviera con alguna de las partes
originariamente interesadas en el litigio, algún vínculo de parentesco que auto-
rice su implicancia o recusación”. Ambas disposiciones se han colocado en
el caso que el compromisario adquiera bienes en la partición y no es de
presumir que les hubiera conferido facultad para ser jueces partidores,
si al mismo tiempo pensaba negarles el derecho de adquirir esos bie-
nes, pues si así hubiera sido, aquella habría resultado ilusoria, desde
que en la alternativa de suceder o de ser juez, todos optarían por lo
primero.
Los jueces compromisarios que tienen algún interés en la sucesión por
ser herederos abintestatos o testamentarios o por ser legatarios pueden
adquirir las cosas hereditarias en virtud del artículo 154 de la Ley Orgáni-
ca de Tribunales y de los artículos 1324 y 1325 del Código Civil.

389
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

La diferencia principal que existe a este respecto entre los jueces parti-
dores y los demás jueces consiste en que a los primeros se permite adqui-
rir los bienes en cuyo juicio intervienen aunque sean legatarios o herederos
testamentarios. En cuanto a las cosas que éstos pueden adquirir, es eviden-
te que el legatario sólo podrá adquirir las que le fueron legadas y no las
demás. Los herederos, sean testamentarios o abintestatos, podrán adqui-
rirlas todas, puesto que la ley no ha limitado lo que pueden adquirir.
Es muy razonable que el partidor pueda adquirir las cosas que liquida,
ya que se le nombra con conocimiento del interés que tiene en la suce-
sión. Si es nombrado por el testador o de común acuerdo por los herede-
ros es porque uno y otros creen que es una persona de confianza y
honorabilidad y que, por el hecho de estar interesado en la partición, no
tratará de ejecutar actos dañosos para la sucesión. Tampoco no hay aquí el
temor de un fallo adverso, desde que todas las resoluciones se toman por
el acuerdo de los mismos herederos, lo que anula casi completamente su
intervención e influencia.

460. La única prohibición que existe para los abogados y procuradores


sobre el particular, como se ha dicho, es la del artículo 1798 del Código
Civil. La que establece el artículo 154 de la Ley Orgánica de Tribunales
relativa a la adquisición de las cosas o derechos litigiosos no rige a su
respecto, de donde resulta que pueden adquirirlos válidamente siempre
que no se vendan a consecuencia del litigio. Esto nos hace llegar a la
conclusión que el pacto de quota litis no está prohibido entre nosotros.
Se entiende por tal, el pacto que celebra un abogado, procurador u
otra persona, aunque no tenga esas calidades, con su cliente y por el cual
éste le cede una cuota o parte alícuota de sus derechos litigiosos en pago
de la defensa que se obliga a proporcionarle a fin de obtener que sean
reconocidos por los tribunales.
Diversas son las definiciones que se dan por los autores sobre lo que es
acto de quota litis, pero todas coinciden en estos hechos: 1) que los dere-
chos cedidos sean litigiosos o de tal naturaleza que den origen a un litigio;
2) que la parte cedida sea alícuota, es decir, la mitad, la tercera parte, etc.;
3) que se celebre entre el litigante y su procurador o abogado u otra per-
sona que se obligue a proporcionarle la defensa de sus derechos; y 4) que
el precio de la cesión sea la defensa que el abogado o procurador se obli-
ga a hacer del juicio a que esos derechos se refieren.
Esos requisitos son los que, en su esencia, constituyen el pacto de quota
litis que, en el fondo, es una compraventa en que la cosa es la porción de los
derechos que se cede y el precio los servicios profesionales del abogado o
procurador. Algunos autores, como Manresa y Guillouard, agregan que es
menester que la sentencia sea la favorable para que exista este pacto.1 En
realidad, no es esencial para su existencia que se gane el pleito, puesto que
se forma desde que las partes convienen, una en ceder una cuota de los

1 MANRESA, X, pág. 108; G UILLOUARD, I, núm. 139, pág. 160.

390
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

derechos, y la otra en tomar a su cargo el juicio. Es claro que el pacto sólo


tendrá existencia positiva cuando se gane el juicio, ya que entonces se logra-
rán los beneficios pecuniarios que está llamado a producir; pero esto no
quiere decir que antes del fallo el contrato no exista, pues se trata de una
estipulación aleatoria. Su existencia no queda subordinada al éxito del jui-
cio, nace desde que en él convienen el cliente y el abogado o procurador.
Por otra parte, él comienza a cumplirse desde que se celebra, pues desde
ese momento el abogado o procurador da cumplimiento a sus obligaciones
y el cliente cumple también con la suya cual es entregarle una porción de
sus derechos, que desde entonces pertenece a aquél. Lo que resta para des-
pués de la sentencia es saber si esos derechos tienen o no valor efectivo y
esto ocurrirá si el juicio se falla favorablemente.
Baudry-Lacantinerie agrega que el pacto de quota litis debe referirse “a
un derecho difícil de hacer valer, sea porque es dudoso en su principio, sea
porque es de difícil reconocimiento” y que el abogado o procurador debe
encargarse a sus expensas de todas las diligencias necesarias para obtener
en el juicio.1 No creemos que sea lo difícil o dudoso de un derecho lo que
caracteriza el pacto de quota litis. Nada impide que se celebre cuando el
derecho es claro o de fácil reconocimiento. Del mismo modo, no nos pare-
ce condición esencial para que exista este pacto que el abogado o procura-
dor haga los gastos del juicio. Esto queda a la voluntad de las partes. Ellas
sabrán si los gastos los hace el cliente o el abogado o procurador.
Mucho se ha discutido sobre la naturaleza de este contrato y sobre su
licitud. En cuanto a la primera cuestión, es indudable que es un contrato
innominado que participa de los caracteres de la venta, en cuanto hay una
cosa vendida, la cuota de los derechos, y un precio que son los servicios, o
a la inversa. Es, en buenas cuentas, una dación en pago, la que se equipara
a la venta. Tiene algo de la cesión de derechos, porque lo vendido o cedi-
do son derechos litigiosos. Y participa de las características del mandato,
en cuanto se encarga a un individuo la defensa de un juicio y se le paga su
honorario con una parte de lo que obtenga en su gestión.
Por lo que hace a su licitud, creemos que no hay en él nada de contrario
a la moralidad pública o a la dignidad del cargo de abogado; ni se propor-
ciona tampoco un medio de defraudar a los litigantes. Las opiniones, sin
embargo, se encuentran divididas y autores célebres como Demolombe, Lau-
rent y Aubry et Rau lo consideran como descansando en una causa ilícita.
Otros, como Baudry-Lacantinerie y Guillouard, lo creen lícito y ven en él
una estipulación perfectamente honrada y útil. Sin duda alguna, estos últi-
mos tienen la razón, porque no se ve que sea inmoral o que haya un peligro
en que un individuo se comprometa a defender a otro en un juicio en
cambio de que éste le ceda una parte de lo que se obtenga. “Tal vez aquel a
quien pertenece el derecho, dice Baudry-Lacantinerie, no tenga los recur-
sos necesarios para obtener su ejecución o reconocimiento; teme que, en
caso de perder, se encuentre cargado de gastos: encuentra a alguien extraño

1 Ibid, pág. 264, núm. 268.

391
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

a los tribunales que se encarga del juicio mediante una suma aleatoria, una
cuota de lo que se obtenga y celebra con él ese contrato”.1
Este pacto no tiene, pues, nada de inmoral y, por el contrario, a mi
juicio, coadyuva en muchos casos a evitar la ruina y miseria de muchas
gentes que, faltas de recursos, carecen de los medios necesarios para obte-
ner por la vía judicial la restitución de lo que indebidamente se les quitó o
el reconocimiento de sus derechos.
De aquí que nuestro Código no prohíba, como se dijo, la celebración
de dicho contrato a los abogados y procuradores, quienes pueden pactarlo
válidamente. En efecto, el artículo 1798 del Código Civil les prohíbe ad-
quirir los bienes que se vendan a consecuencia del litigio en que han in-
tervenido, pero no los derechos que en ese juicio se hacen valer.
La Ley Orgánica en su artículo 154 sí que prohíbe la adquisición, a
cualquier título, de esos derechos; pero en él no se comprende a los abo-
gados y procuradores. Por esto, sólo están inhabilitados para adquirir los
derechos litigiosos, en cualquiera forma que sea y para celebrar el pacto
de quota litis, los jueces, secretarios, relatores, receptores, oficiales del mi-
nisterio público y defensores de menores que han intervenido en el juicio.
Otras legislaciones, como la francesa, italiana y española, prohíben expre-
samente este pacto fundándose, a mi modo de ver, más en razones históri-
cas que en razones científicas y de moralidad.2

461. Se entiende por juez para los efectos del artículo 1798 del Código
Civil y del artículo 154 de la Ley Orgánica de Tribunales todos los funcio-
narios que se encuentran encargados por la ley o por la voluntad de las
partes de resolver un asunto litigioso o a quien se ha encomendado el
conocimiento y fallo de un proceso o negocio de carácter contencioso. Es
cierto que esta definición puede ser tachada de incompleta; dada la multi-
plicidad y variedad de funciones que se les encomiendan, como también
las diversas categorías o clases de jueces que hay, es imposible agruparlos
en una sola definición. Pero es indudable que esas prohibiciones se apli-
can a todo individuo que desempeñe funciones de juez o que la ley consi-
dere y denomine como tal.
El artículo 151 de la Ley Orgánica de Tribunales dice que “las disposicio-
nes que siguen rigen respecto de toda clase de jueces”. El artículo 154 viene des-
pués del 151. Luego se aplica a toda clase de jueces, lo que se comprueba
aun más con la forma en que comienza el artículo 154 que dice: “Se prohí-
be a todo juez”. Y como dentro del artículo 154 se halla comprendida la
prohibición del artículo 1798, sin perjuicio de la que él establece por su
parte, resulta que se prohíbe a toda clase de jueces comprar las cosas o dere-

1 Ibid, pág. 264, núm. 268.


2 BAUDRY-LACANTINERIE, ibid, núm. 268, pág. 264; L AURENT, tomo 24, núm. 60, pág. 70;
GUILLOUARD, I, núm. 139, pág. 160; TROPLONG, I, núm. 196, pág. 264; HUC, X, núm. 54,
pág. 82; MARCADÉ, VI, pág. 203; MANRESA, X, pág. 108; RICCI, 15, núm. 128, pág. 324, FUZIER-
HERMAN, tomo 9, Cesión de droits litigieux, núms. 59 a 66, págs. 795 y 796.

392
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

chos que se litiguen en los juicios que él conozca y los bienes que a conse-
cuencia de esos juicios se vendan.
Caen dentro de la prohibición, no sólo los jueces letrados de primera
instancia, sino los jueces de distrito, de subdelegación, de apelaciones, los
ministros de las Cortes de Apelaciones y de la Corte Suprema; los jueces
de los tribunales militares; los miembros del Tribunal de Cuentas, ya que
según la ley respectiva se consideran como verdaderos jueces,1 los jueces
de mataderos,2 los alcaldes municipales,3 los jueces eclesiásticos,4 los ins-
pectores de las empresas de gas y de agua potable,5 los inspectores de
mataderos,6 los funcionarios que conocen de los juicios de comiso, según
la ley de 20 de enero de 1897; y los jueces árbitros, sean de derecho o no,
comprendiendo en ellos a los compromisarios, partidores y liquidadores
(art. 176 de la Ley Orgánica de Tribunales).
En consecuencia, todos esos funcionarios no pueden adquirir los bie-
nes o derechos que se litiguen en los juicios en que hayan intervenido,
aunque haya sido una sola vez, o que se vendan a consecuencia de los
mismos, mientras dure el juicio y dentro de los cinco años siguientes al día
en que las cosas o derechos dejaron de ser litigiosos.

462. Las prohibiciones indicadas se aplican igualmente a los jueces, secre-


tarios, relatores, receptores, oficiales del ministerio público y defensores
de menores suplentes, interinos y ad-hoc. El hecho que un funcionario
judicial intervenga una sola vez en un juicio en calidad de tal, aunque sea
como suplente interino o ad-hoc, lo deja incapacitado para adquirir las
cosas o bienes que en ese juicio se litigan o que a consecuencia de él se
vendan desde que la ley no ha distinguido si se trata de jueces propieta-
rios, suplentes o interinos.

463. La prohibición establecida por el artículo 154 de la Ley Orgánica de


Tribunales se aplica también a los receptores de menor cuantía, porque el
artículo 360 establece que se aplican a los receptores, sin distinguir a cuá-
les de ellos, lo dispuesto respecto de los secretarios en el artículo 348, que
es el que hace extensiva a esos funcionarios la prohibición del artículo
154. Si la ley, al hablar de la aplicación de esa prohibición, se refirió a los
receptores en general, es claro que rige para los de mayor y menor cuan-
tía, lo que es muy razonable, ya que para ambos existen idénticos funda-
mentos y motivos.7

1 Ley de 20 de enero de 1888.


2 Leyes de 9 de agosto de 1894 y de 31 de diciembre de 1897.
3 Ley reformada de Municipalidades de 18 de abril de 1914, art. 111.
4 Ley Orgánica de Tribunales, artículo 5.
5 Ley de 15 de octubre de 1875.
6 Ley reformada a Municipalidades de 1914, artículo 25, núm. 5.
7 VERA, Ley Orgánica de Tribunales, pág. 209.

393
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

464. Las disposiciones de los artículos 1798 del Código Civil y 154 de la
Ley Orgánica de Tribunales no se aplican a los notarios sino cuando inter-
vienen en el juicio como secretarios o actuarios, que es el caso más co-
rriente; pero no cuando proceden a vender un bien por su ministerio,
pues entonces, como dice Delvincourt, caen en la prohibición que afecta
al empleado público.
Que la palabra “escribano” que emplea el artículo 1798 del Código
Civil comprenda tanto a los secretarios como a los notarios no significa
que estos sean incapaces para adquirir los bienes que se vendan a conse-
cuencia de un litigio en el que hayan intervenido como notarios. Si se la
empleó fue porque en esa época ambos cargos eran uno y el espíritu de la
ley ha sido incapacitarlos sólo cuando actúen como secretarios. Así, si un
juez ordena a un notario que certifique un hecho o que dé una copia
nadie podrá sostener que por esto el notario queda incapacitado para ad-
quirir los bienes que se vendan a consecuencia de ese juicio, ya que no ha
intervenido en él. La Ley Orgánica tampoco hace extensiva a estos funcio-
narios la prohibición del artículo 154, que no se les aplica sino cuando son
secretarios o actuarios, como ocurre en los juicios de partición. Pueden,
pues, adquirir los bienes o derechos litigiosos, salvo el caso mencionado.

465. La prohibición del artículo 154 de la Ley Orgánica de Tribunales no


rige, como vimos, para los abogados y procuradores, porque no se les hace
extensiva en los títulos XI y XII de esa ley ni en ningún otro. Por consi-
guiente, pueden adquirir los bienes o derechos litigiosos en cuyo juicio
intervienen, esto es, pueden celebrar el pacto quota litis. Sólo se les prohí-
be, en virtud del artículo 1798 del Código Civil, comprar los bienes que se
vendan a consecuencia del litigio en que han intervenido. Pero esa prohi-
bición cesa tan pronto como se vendan los bienes. Una vez que sean retira-
dos del litigio podrán adquirirse por el abogado o procurador, sin necesidad
de esperar que transcurran cinco años desde el día en que dejaron de ser
litigiosos, pues no se les aplica la disposición de la Ley Orgánica, que es la
que contiene la disposición prohibitiva referente a los cinco años.
Los parientes del abogado o procurador pueden adquirir los bienes
que se vendan a consecuencia del litigio, a menos que sean su mujer o
divorciada, sus hijos bajo patria potestad, sus pupilos, o una sociedad o
corporación cuyo representante legal sea dicho individuo, porque, enton-
ces, aunque el abogado o procurador no adquiere para sí, tiene interés en
la adquisición y reportará beneficio de ella.1

466. ¿Se aplican al abogado o procurador las excepciones del artículo 154
de la Ley Orgánica de Tribunales, es decir, pueden adquirir los bienes que
se vendan a consecuencia del litigio en que intervienen cuando son here-
deros de su propietario?

1 Véase lo dicho respecto del empleado público en el número 411, pág. 458.

394
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

Este caso es de muy difícil realización ya que no puede referirse sino a


aquél en que los herederos del ejecutado adquieran esos bienes, o lo que
es igual, que el mismo ejecutado sea su adquirente; y esto es legalmente
imposible, pues no se puede adquirir aquello de que uno es dueño.
Pero puede discutirse el asunto en teoría y en ese sentido se pueden
sustentar dos opiniones: una que se inclina por la afirmativa y que sostiene
que pueden adquirirlos y otra que se inclina por la negativa y que sostiene
que no pueden adquirirlos.
Si el abogado o procurador es heredero del difunto, es claro que pasa
a ser parte en el juicio puesto que el heredero representa a aquél y las
partes pueden adquirir los bienes litigiosos, porque la ley no se los prohí-
be. Aunque es cierto que el artículo 1798 del Código Civil no exceptúa ese
caso, la excepción se desprende del contexto de los demás artículos que
señalan el carácter del heredero y que definen sus derechos. Además, no
se ve ningún motivo para no aplicar a los abogados o procuradores una
excepción que rige respecto de los jueces y con los cuales puede producir
mayores perjuicios que con aquellos.
Pero hay todavía una razón más poderosa. El artículo 1798 les prohíbe
adquirir por compra; pero, no por causa de muerte. De manera que en
ningún caso puede extenderse esa prohibición a las adquisiciones por su-
cesión en las cuales hay continuación de dominio y no adquisición de uno
nuevo. Si la ley no prohíbe las adquisiciones en esa forma, pueden reali-
zarse válidamente, ya que en materia civil puede hacerse todo lo que la ley
no prohíbe. Así se raciocina en apoyo de la primera opinión que, creemos
es la más aceptable, porque de lo contrario se desconocería el carácter
jurídico del heredero y los efectos de la sucesión por causa de muerte.
En apoyo de la segunda opinión se dice que la Ley Orgánica de Tribu-
nales es inaplicable a la prohibición que, para los abogados y procurado-
res, establece el artículo 1798 del Código Civil, pues no consigna ninguna
incapacidad a su respecto. La excepción que de esa incapacidad establece
es aplicable a aquellos a quienes ésta afecta; pero no a los que no afecta,
como son los abogados y procuradores. En realidad, el Código Civil no
exceptúa del artículo 1798 el caso que menciona el artículo 154 de la Ley
Orgánica. Pero al mismo tiempo nadie sostiene que esa disposición sea
aplicable a los abogados y procuradores; sin perjuicio que en el hecho se
les aplique, no en virtud de lo dispuesto en esa ley, sino de lo establecido
en otros artículos del mismo Código.
Para terminar podemos decir que, aunque la excepción del artículo
154 no se aplica a los abogados y procuradores, estos pueden, sin embargo
ejecutar los actos a que se refiere, es decir, adquirir los bienes que se ven-
dan a consecuencia del litigio en que intervienen cuando lo hagan a título
de sucesión por causa de muerte en virtud de ser herederos de su propie-
tario, de acuerdo con las disposiciones que reglan el carácter jurídico del
heredero y porque no hay ninguna ley que les prohíba adquirirlos en esa
forma. Y la mejor prueba que la disposición del artículo 154 de la Ley
Orgánica de Tribunales no les rige, es que aunque los abogados o procura-
dores sean herederos testamentarios o legatarios de esos bienes pueden

395
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

adquirirlos, pues en ambos casos pasan a ser parte en el juicio, lo que no


ocurre con los demás funcionarios a quienes se les aplica el artículo 154 ya
citado. Quede sí establecido que el legatario podrá adquirirlos cuando el
legado se refiera a los bienes o derechos litigiosos y sólo hasta concurren-
cia de la suma legada.
467. Aunque ya tratamos el punto relativo al fundamento de estas prohibi-
ciones conviene volver sobre él, pues aun cuando los abogados intervienen
en la administración de justicia no son propiamente funcionarios judiciales
ni empleados públicos, a pesar de lo cual la ley los ha incapacitado, como a
aquellos, para ciertas adquisiciones. Esto se ha debido, a más de las razones
de moralidad y de orden público de que ya nos ocupamos, a que los aboga-
dos son, hasta cierto punto, funcionarios públicos, pues tienen título del
Estado. Así lo sostiene el señor Urrutia1 y así lo establece también un consi-
derando de una sentencia de primera instancia que dice:
“4º Que asimilándose los abogados a los empleados públicos en virtud del título
que les ha concedido el Estado, es de derecho público a la prohibición que les
afecta de adquirir los bienes en cuyo litigio han intervenido”.2
La Corte de Talca, en el fallo confirmatorio de esa sentencia, suprimió ese
considerando, pero no creemos que se haya debido a que no aceptara como
fundamento de la prohibición el carácter que tiene el abogado, sino porque
el juez a quo se fundó en él para declarar que esa prohibición era de dere-
cho público. Es cierto que la prohibición es de este orden, pero no por
tratarse de un abogado, sino porque esa compra es un acto prohibido por la
ley. La nulidad no proviene, como lo veremos, de la calidad del individuo,
sino del hecho de ser éste un acto prohibido. Consideramos que el funda-
mento que se invoca como base de esta prohibición es lógico y exacto, sin
perjuicio que también hayan influido en ella las razones de orden moral y
basadas en el objetivo de impedir el fraude y el abuso, fáciles de cometer en
razón del secreto profesional del abogado.
468. ¿Qué se entiende por abogado para los efectos del artículo 1798 del
Código Civil? El artículo 401 de la Ley Orgánica de Tribunales define lo
que son los abogados y dice: “Los abogados son personas revestidas por la auto-
ridad competente de la facultad de defender ante la Tribunales de Justicia los dere-
chos de las partes litigantes”. Esa autoridad competente no es otra que la
Corte Suprema, que es quien otorga el título de abogado, conforme a la
disposición del artículo 403 de esa ley. Sólo aquellos que han recibido el
título de abogado expedido por la Corte Suprema, previo los trámites le-
gales, pueden considerarse tales en nuestra legislación, de modo que cuan-
do la ley habla de abogados comprende únicamente a los que han recibido
ese título. En consecuencia, el artículo 1798 del Código Civil se refiere a
los abogados, es decir, a aquellos individuos que teniendo un título otorga-
do por la Corte Suprema toman la defensa de las partes en juicio. De aquí
1 Explicaciones de Derecho Civil, II año, pág. 249.
2 Sentencia 189, pág. 573, Gaceta 1913.

396
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

que si un individuo que no es abogado toma a su cargo la defensa de una


de las partes, en primera instancia se entiende, y siempre que no figure
como procurador, podrá adquirir los bienes que se vendan a consecuencia
del litigio.

469. Los abogados y procuradores pueden adquirir como mandatarios de


un tercero los bienes que se vendan a consecuencia del litigio en que
intervienen. Luego, es evidente que pueden adquirirlos para la parte a
quien representan, que no está incapacitada para ello por la ley.

470. ¿La prohibición del artículo 1798 del Código Civil se aplica a todo
procurador o mandatario judicial o sólo a los del número?
Tanto la Ley Orgánica de Tribunales en su título XXI, como el Código de
Procedimiento Civil en su título II de Libro I, denominan procurador a aquel
que comparece en el juicio en representación de otro en virtud de un manda-
to que éste le ha conferido, o sin ese mandato, pero protestando acompañar-
lo. Son procuradores en ese sentido no solamente los del número sino también
cualquier apoderado o mandatario que represente al litigante.
Por otra parte, el Código Civil en su artículo 2116 da el nombre de
procurador a todo mandatario sin distinguir si es o no para litigar. Final-
mente, la ley 1ª título V de la Partida V dice que procurador es aquél “que
recabda o face algunos pleitos o cosas ajenas por mandado del dueño de
ellas”.
Cuando se dictó la Ley Orgánica de Tribunales se consideraba como
procurador a todo el que en nombre de otro comparecía en juicio, y por
eso, a fin de diferenciar a los procuradores que son oficiales públicos, los
denominó procuradores del número.1
Por lo tanto, cuando el Código Civil habla de “procurador” en el ar-
tículo 1798 da a esta palabra el significado de mandatario, que le acuerda
el mismo Código en su artículo 2116, pues a la fecha en que se dictó no
existían los procuradores del número, ya que estos fueron creados por la
Ley Orgánica de Tribunales que se dictó en 1875. No cabe duda, pues,
que en la palabra procurador se comprende cualquiera persona, sea o no
procurador del número, que comparezca ante un tribunal en representa-
ción de otra, bastando que haga en el juicio un solo acto de intervención
en ese carácter para que quede inhábil para adquirir los bienes que se
venden a consecuencia de aquel en que interviene.

471. De acuerdo con esas ideas la Corte de Apelaciones de Concepción


ha declarado que el tesorero fiscal que interviene en un juicio en repre-
sentación del Fisco no puede adquirir los bienes que a consecuencia de él
se vendan por ser procurador de éste, lo que, según el artículo 1798 del
Código Civil, lo inhabilita para esa compra.2

1 BALLESTEROS, tomo II, núm. 2.956, pág. 671.


2 Sentencia 3.807, pág. 1348, Gaceta 1892, tomo II.

397
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Este fallo guarda, a nuestro juicio, una perfecta armonía con el espíri-
tu de ese artículo. Lo mismo puede decirse del Director del Tesoro o de
Ferrocarriles cuando intervienen en un juicio como representantes del
Fisco.

472. Desde que los presidentes y administradores de las personas jurídicas y


de las sociedades civiles o comerciales son sus procuradores judiciales, se-
gún los artículos 9 del Código de Procedimiento Civil y 395, 398 y 460 del
Código de Comercio, es indudable que también quedan comprendidos en
el artículo 1798 del Código Civil, que no distingue si el procurador tiene ese
carácter en virtud de un acto especial celebrado entre las partes o de lo
dispuesto por la ley sobre la representación de las personas jurídicas. Luego,
ni unos ni otros pueden comprar los bienes que se vendan a consecuencia
del litigio en que intervienen en su calidad de representantes de las corpo-
raciones o sociedades cuyos presidentes o administradores son.

473. ¿Podría el procurador o abogado que interviene en un juicio adqui-


rir los bienes que se venden a consecuencia de él, con autorización de su
mandante, si los bienes que se venden pertenecen a éste? En otros térmi-
nos, ¿el artículo 1798 del Código Civil se encuentra modificado, respecto
del procurador, por el 2144 del mismo Código? Opinamos por la negativa,
pues el artículo 2144 se refiere únicamente al caso que se trate de un
contrato de mandato y en que la venta sea el resultado de un convenio
entre partes. Pero no se aplica ni se refiere al caso del mandatario judicial,
en primer lugar, porque el artículo 1798 se ha referido expresamente a él
si hubiera querido colocarlo en igual situación que los demás mandatarios
no le habría dedicado un precepto especial, como lo ha hecho; y, en se-
gundo, porque la prohibición impuesta al procurador judicial, a la inversa
de la impuesta al simple mandatario, es de orden público y, por lo tanto,
irrenunciable.
La prohibición impuesta al procurador se refiere a los bienes que se
vendan a consecuencia del litigio en que ha intervenido o interviene, sin
distinguir si son o no de su mandante. Esa prohibición la consigna el ar-
tículo 1798, que no exceptúa el caso en que el mandante lo autorice para
adquirirlos, si le pertenecieren. ¿Podría adquirirlos en virtud de tal autori-
zación? De ninguna manera, pues ese artículo no consigna la excepción y
aunque la establecen los artículos 1800 y 2144, estos no se aplican a aquel
mandatario, para quien hay una regla especialísima en el Código.
El artículo 1798 es una excepción a los artículos 1800 y 2144. En efec-
to, la regla general es que todo mandatario puede adquirir los bienes que
su mandante le ha encargado vender, cuando éste lo autoriza para ello. El
procurador judicial es un mandatario; pero aunque tiene tal carácter no
puede adquirir, con autorización de su mandante, los bienes que se ven-
dan a consecuencia del litigio, porque el artículo 1798, que legisla espe-
cialmente para esta clase de mandatarios, no contiene esa excepción,
modificando de este modo, en lo relativo al procurador judicial, la regla
establecida para todo mandatario.

398
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

La prueba más evidente que el artículo 1798 no se encuentra modifica-


do por el 2144 es que éste se refiere a un caso muy distinto del que regla-
menta aquél y ambos contemplan situaciones enteramente diversas. El
artículo 2144 se refiere al caso en que el mandatario es para vender, en
tanto que el artículo 1798 se refiere al representante en juicio de las par-
tes. Aquí no hay mandato para vender, ni éste se refiere a esa clase de
negocios. Su objeto es defender a los litigantes en el juicio. Luego, no
pueden aplicarse al procurador judicial las reglas que se refieren a un
mandato muy diverso del que él ejerce. El mandante puede autorizar al
mandatario para que compre sólo cuando el mandato es para vender; pero
no cuando tiene otro objeto que el indicado, y como el mandato del pro-
curador judicial no es para vender los bienes materia del juicio, es lógico
que no pueda aplicarse la regla del artículo 2144, o sea, no puede com-
prar esos bienes con autorización del mandante. Y aun cuando se enten-
diera que el mandato del procurador judicial era para vender, no podría
tampoco comprarlos, pues esta prohibición se rige única y exclusivamen-
te, como se ha dicho, por el artículo 1798 siéndole inaplicable el 2144.
Así, por ejemplo, si en un juicio ejecutivo o de partición se venden los
bienes del ejecutado o de los herederos, el procurador de aquél o de estos
no podría adquirir los que se vendan a consecuencia del juicio ni aun con
su autorización, porque el artículo 1798 se lo prohíbe especialmente y no
consigna tampoco ninguna excepción, la que no podría establecer, ya que
esa es prohibición de orden público y, como tal, irrenunciable. En resumen,
el artículo 2144 no modifica al 1798 en lo que se refiere al procurador, que
no puede, ni aun con autorización de su mandante, comprar los bienes de
éste que se vendan a consecuencia del litigio en que ha intervenido.

474. Para que la prohibición del artículo 1798 del Código Civil se aplique
a un abogado o procurador no se requiere que los bienes que se vendan a
consecuencia del litigio en que interviene sean del cliente del abogado o
procurador; basta solamente que se vendan a consecuencia de ese litigio,
aunque no pertenezcan a su cliente. La disposición del artículo 1798 no
distingue si los bienes que se venden a consecuencia del litigio son o no
del cliente del abogado o procurador que los adquiere. Lo que prohíbe es
comprarlos, cualquiera que sea su dueño.
Es la venta de estos bienes a consecuencia del litigio y no la persona de
su propietario lo que incapacita al abogado o procurador que en él ha
intervenido para adquirirlos. Así lo ha declarado, también, la Corte de
Apelaciones de Talca que desestimó la alegación que hacía el abogado
comprador para sostener la validez de la compra de un bien que se vendió
a consecuencia del juicio en que intervino, fundada en que aquel era de
su cliente. La Corte consideró que ese argumento carecía de todo asidero
legal, aun cuando no da ninguna razón atendible sobre el particular.1

1 Sentencia 189, pág. 573, Gaceta 1913.

399
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

475. Las prohibiciones indicadas no se aplican a las partes litigantes. Este


caso es de difícil realización, porque si se trata de los derechos litigiosos es
evidente que si una los compra a la otra, no hay juicio. Lo que puede
suceder es que el acreedor compre los bienes subastados en un juicio eje-
cutivo. Si el caso se presenta, es claro que las partes pueden comprar los
bienes o derechos litigiosos, pues no hay a su respecto ninguna prohibi-
ción establecida por la ley y, por el contrario, los artículos 520 y 521 del
Código de Procedimiento Civil las facultan implícitamente para tomar parte
como postores en la subasta de los bienes embargados, ya que permite al
acreedor adjudicárselos. Esto hace presumir que, con mayor razón, pue-
den concurrir como postores a la subasta.

476. La Ley Orgánica de Tribunales no extendió la prohibición del artícu-


lo 154 a los notarios, a los conservadores de bienes raíces, comercio y
minas ni a los archiveros. Luego, pueden adquirir válidamente los bienes
o derechos litigiosos o los bienes que se vendan a consecuencia de un
juicio, pues no hay prohibición sin ley expresa.
Esto es muy razonable, por cuanto esos funcionarios no intervienen en
el proceso y no existe a su respecto el temor que quiso evitar la ley al prohi-
bir esas adquisiciones a los demás funcionarios. Un caso de esta naturaleza
se presentó en nuestros tribunales con ocasión de un Conservador de Bie-
nes Raíces que había adquirido ciertos bienes en un remate judicial. La
Corte de Apelaciones de Santiago declaró que a dicho funcionario no se le
aplicaban las incapacidades que rigen para los jueces y que, por lo tanto, esa
compra era válida. He aquí los considerandos pertinentes:
“5º Que no aparece en el expediente ejecutivo seguido por don Donato Castillo
Calleja que don José Francisco Hevia hubiera intervenido en el litigio, actuando
en el carácter de secretario designado al efecto en la forma determinada en el
artículo 345 de la Ley Orgánica de Tribunales; 6º Que aunque es verdad que el
tercerista Hevia intervino en su carácter de Conservador de Bienes Raíces o de
notario; pero ello no le impedía adquirir el bien o bienes en litigio, porque tal prohibición no
está preceptuada en los títulos XVIII y XIX de la Ley Orgánica de Tribunales citada, como
se prescribe, bajo la sanción de nulidad, en lo concerniente a los secretarios y
receptores, en los artículos 448 y 360 de la ley recordada”.1
Naturalmente que si un secretario es a la vez notario y Conservador de
Bienes Raíces, en virtud de lo dispuesto en los artículos 370, 372 y 373 de
la Ley Orgánica de Tribunales, o si un notario, un conservador o un archi-
vero ha sido nombrado secretario ad-hoc en un juicio no puede adquirir
los bienes o derechos litigiosos. Pero si es archivero o Conservador de
Bienes Raíces o notario únicamente y no interviene como secretario en el
juicio, aun cuando intervenga en calidad de notario, conservador o archi-
vero, como ser inscribiendo una prohibición o dando un certificado por
orden del juez, no le son aplicables esas prohibiciones, porque no existen
para ellos.

1
Sentencia 1.139, pág. 599, Gaceta 1883.

400
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

477. ¿Se aplica la prohibición de adquirir los bienes que se vendan en un


juicio al perito o tasador de los mismos?
Hay que distinguir entre los bienes y los derechos litigiosos del juicio
en que ha intervenido como tal. Los derechos puede adquirirlos en todo
caso, aunque haya tasado los bienes del juicio a que se refieren. Respecto
de los bienes, debe distinguirse si se trata de los que tasó o de los que no
tasó, por cuanto sólo se le prohíbe adquirir los bienes en cuya tasación ha
intervenido y no aquellos en la cual no se ha mezclado.
Así, si A es nombrado perito o tasador en un juicio ejecutivo de una
casa ubicada en Santiago y lo embargado es esa casa y otra en Valparaíso,
no puede adquirir la casa de Santiago, puesto que fue la que tasó; pero
puede adquirir la de Valparaíso, pues no intervino en su tasación. Esta
prohibición no proviene de intervenir en el juicio, como ocurre con los
jueces, sino de tasar los bienes que se vendan, sin que tenga ninguna inca-
pacidad por lo que hace a los otros a que aquél pueda referirse.
Ella emana del artículo 240 del Código Penal que castiga a los peritos
que directa o indirectamente se interesaren en la compra de los bienes en
cuya tasación intervinieren. Se trata de un acto penado por la ley, lo que
basta para darle el carácter de ilícito y de prohibido.
No es necesario tener título de perito para que se aplique esta prohibi-
ción. El hecho de ser nombrado en calidad de tal, sea por las partes, sea
por el juez es suficiente para que le afecte, pues la ley no ha distinguido si
se trata de peritos con o sin título. El Tribunal Supremo de España lo ha
declarado así también, y esta sentencia puede aplicarse a nuestra legisla-
ción porque el precepto del artículo 240 es reproducción literal del artícu-
lo 412 del Código Penal español.
En esa sentencia se dice: “Considerando que una vez que se afirma en
la sentencia recurrida que N.N. y X.X., labradores y vecinos del pueblo de
Vega de Bur, tasaron pericialmente y por mandato del juzgado algunos
bienes inmuebles que licitaron en segunda subasta pública, ya que en la
primera no hubo postor y que por fin les fueron adjudicados, no puede
dudarse que incurrieron en la responsabilidad penal antes señalada (la
del artículo 412 del Código Penal español); y que al absolverlos la Audien-
cia de Valencia, suponiendo que no han delinquido porque no tenían título
de peritos, cuando la ley no distingue entre unos y otros, y al fundarse también
en que ha sido aprobada judicialmente la venta de las fincas compradas
prescinde de la disposición legal citada, que infringe, etc.” y se dio lugar al
recurso de casación.1
Como la ley no distingue si se trata de peritos nombrados por el juez o
no, creemos que esa disposición es aplicable a todos lo que procedan a
tasar los bienes que se vendan como consecuencia de un juicio o gestión
judicial, sea por orden de la justicia misma, sea por acuerdo de los intere-
sados, como en las particiones; pero, en todo caso, los bienes tasados de-
ben referirse a un asunto de carácter judicial.

1 VIADA, Código Penal, tomo II, pág. 681.

401
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Naturalmente si un particular hace tasar un bien para venderlo en pú-


blica subasta, el tasador podrá adquirirlo, pues no tiene el carácter de
perito, ya que la ley se ha referido a los que son nombrados con carácter
público u oficial, esto es, con arreglo a lo dispuesto en el Código de Proce-
dimiento Civil.
En resumen, podemos decir que siempre que en un asunto de índole
judicial se proceda a tasar por un perito los bienes que son materia de él,
sea que el asunto esté bajo la competencia del juez, o que se resuelva por
los mismos interesados como las particiones, las liquidaciones de socieda-
des, etc., aquél, sea o no titulado, queda inhabilitado para comprar los
que hubiere tasado. El fundamento de la prohibición, como se compren-
de, es evitar que el perito, en el deseo de adquirir los bienes tasados, los
tase en una suma demasiado baja o les señale defectos que hagan ahuyen-
tar a los compradores para quedarse con ellos por un precio muy bajo.
Antes de terminar este punto debe hacerse notar que esta prohibición
se refiere tanto a los bienes muebles como a los inmuebles que tase el
perito, pues la palabra “cosa” que emplea el artículo 240 del Código Penal
comprende unos y otros.

478. Las prohibiciones de los artículos 1798 del Código Civil y 154 de la Ley
Orgánica de Tribunales se aplican a los árbitros, sean de derecho o arbitra-
dores y a los liquidadores. Dijimos anteriormente que siendo estos verdade-
ros jueces caían dentro de la prohibición del artículo 154 de la Ley Orgánica
de Tribunales que se refiere a toda clase de jueces, sin distinguir si son
empleados públicos o nombrados por las partes.1 Que los árbitros son jue-
ces es indudable, pues así los llama la Ley Orgánica de Tribunales en el
artículo 172 y en el epígrafe con que encabeza el título XI.
Es evidente también que los liquidadores son jueces, pues son árbitros.
En efecto, el artículo 176 de la Ley de Tribunales señala como una de las
cuestiones que deben resolverse por árbitros la liquidación de las socieda-
des civiles o comerciales. El Código de Comercio al hablar de estas cues-
tiones en sus artículos 408, 409, 410 y 411 dice que serán resueltas por un
liquidador. Siendo un liquidador el que disuelve las sociedades comercia-
les y debiendo hacerse por árbitros su liquidación, según la Ley de Organi-
zación y Atribuciones de los Tribunales, es evidente que los liquidadores
son árbitros.
Por consiguiente, tanto a los árbitros como a los liquidadores se apli-
can esas prohibiciones en toda su extensión. Esto se corrobora aun más
todavía con lo que dispone el Código Penal en su artículo 240 que castiga
con las penas allí señaladas al árbitro o liquidador comercial que compre
los bienes o cosas en cuya partición o liquidación interviene.
El hecho que el Código Penal no se refiera sino al liquidador comer-
cial, no significa que el de una sociedad civil pueda adquirir esos bienes y
que no incurra en pena, puesto que el liquidador de una sociedad civil se

1 Véase el núm. 461, pág.392.

402
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

llama árbitro partidor y como tal es juez, ya que, según el artículo 2115 del
Código Civil, esas sociedades se liquidan con arreglo a las disposiciones de
la partición de bienes hereditarios, que se hace por un árbitro, en virtud
de los artículos 1317, 1323, 1324, 1325, 1326 y 1328 del Código Civil y 802
y 804 del Código de Procedimiento Civil. Los liquidadores de las socieda-
des civiles caen, pues, dentro de la palabra árbitro para los efectos del
artículo 240 del Código Penal.

479. Los depositarios y secuestres no son funcionarios judiciales sino perso-


nas encargadas por los jueces de administrar los bienes embargados o de
retener en su poder la cosa litigiosa hasta la terminación del juicio. De ahí
que no puedan ser incluidos en las prohibiciones que rigen respecto de los
funcionarios judiciales, que tienen carácter público, a menos que una ley
expresa les prohibiera adquirir los bienes o derechos que se litiguen en los
juicios en que desempeñen esos cargos. Esa disposición no existe ni en la
Ley Orgánica de Tribunales, ni en el Código de Procedimiento Civil, por lo
que los depositarios y secuestres pueden válidamente comprar los bienes o
derechos litigiosos que se litiguen en el juicio en que intervengan como
tales depositarios o secuestres, o que a consecuencia de él se vendan, aun-
que sean aquellos que están bajo su cuidado y administración, salvo que se
trate de un depositario que haga la venta por sí mismo, como en el caso del
artículo 504 del Código de Procedimiento Civil. Entonces el depositario es
un mandatario para vender a quien el artículo 2144 del Código Civil prohí-
be comprar los bienes que venda. Pero si no procede a hacer la venta, como
ocurre en los bienes raíces, puede adquirirlos.

480. Los interventores judiciales son aquellas personas nombradas por el


juez para llevar cuenta de las entradas y gastos de los bienes sujetos a
intervención y que, para el buen desempeño de su cargo, tienen la facul-
tad de imponerse de los libros, papeles y documentos de la persona a
quien pertenecen los bienes. Tales funcionarios no administran ni venden
los bienes, vigilan únicamente sus entradas y gastos. La ley tampoco les ha
prohibido en ninguna parte adquirir esos bienes ni los derechos o cosas
que se litiguen en el juicio. Pueden, por lo tanto, comprarlos válidamente.

481. Es una cuestión difícil de resolver la relativa a determinar si se apli-


can a los oficiales de secretaría creados por el artículo 61 del Código de
Procedimiento Civil las prohibiciones que rigen respecto de los secreta-
rios. Dado el carácter excepcional que tienen las prohibiciones en el dere-
cho común, debemos pensar que tales disposiciones les son inaplicables.
En efecto, los oficiales de secretaría, aunque son ministros de fe públi-
ca para los efectos de las notificaciones, no son propiamente secretarios ni
desempeñan el papel de tales, ya que sólo ejecutan una de esas funciones
y, además, el artículo 61 no los equipara a esos funcionarios. Por el contra-
rio, puso sus actos bajo la responsabilidad del secretario, de manera que
ante los litigantes, la persona responsable de los actos que ejecutan los
oficiales de secretaría, es aquél. Si no fueron equiparados por la ley a los

403
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

secretarios, si aquella no les dio el carácter de tal, no pueden aplicárseles


las disposiciones que rigen para estos.
El Código de Procedimiento Civil es muy posterior a la Ley Orgánica
de Tribunales y cuando ésta se dictó, no existían ni se conocían los oficia-
les de secretaría con las facultades que les dio ese Código. Esa ley no tuvo,
en consecuencia, el propósito de comprender a tales oficiales en las prohi-
biciones de los secretarios, mas todavía cuando ella misma los excluyó en
absoluto de todo carácter público, considerándolos únicamente como me-
ros empleados particulares del secretario (art. 344). Habría sido necesario
que la ley procesal hubiera consignado expresamente esa prohibición o se
hubiera remitido a la de la Ley Orgánica, a no ser que hubiera considera-
do a los oficiales de secretaría como secretarios para los efectos legales.
Nada de eso hizo y, en cambio, su espíritu fue no darles un carácter dema-
siado teñido de ministros de fe y de ahí que hiciera al secretario responsa-
ble de sus actos.
Si la Ley Orgánica de Tribunales no se refirió a estos funcionarios y si
la ley que los creó, el Código de Procedimiento Civil, no los incluyó expre-
samente en las prohibiciones de los secretarios, no puede considerárseles
incursos en ellas, desde que en esta materia no puede aplicarse la ley por
analogía extendiéndola a casos no contemplados en ella. Por eso dentro
de los principios que rigen esta materia y dentro del espíritu del legisla-
dor, es absurdo sostener que los oficiales de secretaría son inhábiles para
adquirir los bienes o derechos litigiosos y las cosas que se vendan a conse-
cuencia de los juicios en que intervienen. No podría sostenerse, a mi jui-
cio, que porque esos funcionarios intervienen en los litigios sean inhábiles
para adquirir esas cosas o derechos, como lo son los demás funcionarios
judiciales por el hecho solo de intervenir en el juicio, pues no debe olvi-
darse que la incapacidad de los otros funcionarios no emana del hecho de
intervenir en los juicios, sino de la ley que es la que lo consigna, fundada
en esa intervención, naturalmente. Si la ley no la hubiere establecido, no
habría existido, puesto que en derecho privado puede hacerse todo aque-
llo que una ley expresa no prohíbe.
De desear sería que se consignara esa prohibición para los oficiales
de secretaría, ya que debido a su intervención en los litigios puede co-
meter los mismos abusos que se ha querido evitar respecto de los demás
funcionarios.

482. Además de las prohibiciones e incapacidades que consignan para los


funcionarios judiciales los artículos 1798 del Código Civil y 154 de la Ley
Orgánica de Tribunales, hay otra de un carácter enteramente diverso y es
la que establece el artículo 22 del Código de Minería en sus números 2 y 3
que dicen: “Se prohíbe adquirir minas o alguna cuota o interés en ellas: 2) A los
magistrados de los tribunales superiores y jueces letrados a quienes está cometida la
administración de justicia en materia de minería, dentro de su territorio jurisdiccio-
nal; 3) A los secretarios de los juzgados de minas, y a sus oficiales, igualmente
dentro del territorio de sus oficios; 4) A las mujeres no divorciadas y a los hijos bajo
patria potestad de los funcionarios antedichos”.

404
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

Hoy día no hay jueces especiales de minas. Los asuntos de esta natura-
leza corresponden a todos los jueces letrados que ejercen jurisdicción en
lo civil en virtud del artículo 37 de la Ley Orgánica de Tribunales. Todo
juez de primera instancia es competente para conocer de estos asuntos.
Los jueces de distritos, de subdelegación y los jueces letrados que ejercen
solamente jurisdicción criminal quedan excluidos del conocimiento de es-
tos negocios.
Por magistrados de los tribunales superiores se entienden los miem-
bros de las Cortes de Apelaciones y de la Corte Suprema. Según este artículo
los miembros de la Corte Suprema no pueden adquirir minas en todo el
territorio de la República, ya que su jurisdicción se extiende a todo él. Sin
embargo, ese no ha sido el espíritu de la ley. Pero, como en este caso, su
tenor literal es claro no puede desentenderse para consultar su espíritu y,
en consecuencia, la prohibición debe aplicarse. El proyecto de la Sociedad
Nacional de Minería suprime la prohibición por lo que toca a los miem-
bros de ese Tribunal.
Respecto de los secretarios y oficiales de los juzgados, la prohibición
comprende a los que lo sean de los juzgados de letras que ejercen jurisdic-
ción en lo civil. No se refiere a los secretarios de las Cortes Suprema y de
Apelaciones.
El Código Civil y la Ley Orgánica de Tribunales, como lo dijimos, pro-
híben comprar los bienes o derechos litigiosos en los juicios en que inter-
vienen el juez o demás funcionarios. La incapacidad se refiere únicamente
a los funcionarios que intervienen en el litigio. La prohibición del Código
de Minería es muy diversa. Este no prohíbe adquirir las minas cuando
sobre ellas recae un litigio, pues este caso queda comprendido en la prohi-
bición de la Ley Orgánica y del Código Civil que se refieren a toda clase
de bienes. Lo que prohíbe es la adquisición de minas dentro del territorio
de la jurisdicción del juez o secretario, aunque no sean materia de un
litigio en que aquél intervenga.
Las diferencias entre ambas prohibiciones son, pues, muy marcadas y
podemos resumirlas en la forma siguiente:
1) La prohibición de la Ley Orgánica se refiere a todos los funciona-
rios que intervienen en el juicio; en tanto que el Código de Minas sólo la
aplica a los jueces, secretarios y a sus oficiales;
2) La Ley Orgánica prohíbe adquirir los bienes a esos funciona-
rios cuando son materia de un litigio en que ellos intervienen; el Có-
digo de Minas prohíbe la adquisición de las minas a los jueces,
secretarios y a sus oficiales dentro del territorio de su jurisdicción, sin
necesidad de que sean materia de un litigio, y si llegan a serlo, tampo-
co pueden adquirirlas, aunque no intervengan en el juicio en ningún
momento.
3) El Código de Minas no establece la prohibición sino para las minas
situadas dentro del territorio de la jurisdicción de esos funcionarios. La
Ley Orgánica de Tribunales no establece la incapacidad para todos los
bienes que se litiguen dentro de su distrito jurisdiccional, sino para aque-
llos en cuyo litigio intervenga el funcionario judicial.

405
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

La prohibición del Código de Minas tiende a excluir a esos funciona-


rios de toda negociación sobre las minas que están situadas en su territo-
rio jurisdiccional aun cuando no se hayan solicitado ante ellos y aunque
no sean materia de un asunto en que intervengan. Basta que se trate de
una mina, para que los jueces, secretarios y oficiales de secretaría del terri-
torio en que está situada, no puedan adquirirla en forma alguna. Las mi-
nas que se hallan fuera de ese territorio pueden adquirirlas válidamente,
puesto que la prohibición no se refiere a ellas. En la Ley Orgánica, lo que
se prohíbe adquirir son los bienes litigiosos, y no a todos los funcionarios
judiciales del lugar en que se sigue el litigio, sino a aquellos que en él
intervienen.
Como en el caso del intendente, del gobernador y del notario, los jueces
y secretarios pueden también adquirir minas para otras personas que no
sean incapaces, en calidad de mandatarios de éstas, puesto que lo que se les
prohíbe es adquirirlas para sí. Igualmente, la prohibición dura mientras el
juez, secretario u oficial desempeña el cargo; una vez que lo abandonan
pueden comprar o adquirir minas en el territorio en que lo desempeñaban.
También conservan las adquiridas antes de ser nombrados.
Por último no debe olvidarse que la prohibición se aplica a los hijos
bajo patria potestad y a las mujeres no divorciadas de los jueces, secreta-
rios y oficiales.
Por lo demás, es aplicable a esta materia todo cuanto hemos expuesto
anteriormente sobre la misma prohibición establecida para los intenden-
tes, gobernadores y notarios y a ello nos remitimos.1

483. La infracción de los artículos 1798 del Código Civil y 154 de la Ley
Orgánica de Tribunales acarrea la nulidad absoluta de la compra, porque
se trata de un acto prohibido por la ley que constituye un objeto ilícito, lo
que es suficiente para viciarlo de esa nulidad, según los artículos 10, 1466
y 1682 del Código Civil. Esta disposición es de orden público, ya que su
principal objeto es mantener el decoro y el prestigio de la justicia y como
sabemos, la violación de una ley de esta especie acarrea la nulidad absolu-
ta del acto. La jurisprudencia es uniforme en este sentido.2
Por consiguiente la nulidad no puede sanearse por la ratificación de
las partes, ni por un lapso de tiempo inferior a treinta años. Puede pedir
su declaración todo el que tenga interés en ella, como el propietario de
los bienes o sus herederos y el ministerio público; puede declararla de
oficio el juez si aparece de manifiesto en el acto o contrato. El adquirente
no puede solicitarla, según lo dispuesto en el artículo 1683 del Código
Civil, ni aunque estuviera de buena fe, lo que no es posible, ya que la ley
se reputa conocida de todos y debió conocer el vicio o, mejor dicho, la

1 Véanse núms. 407 a 412 inclusive, págs. 352 a 357 y núm. 416, pág. 359 de esta Me-

moria.
2 Sentencia 1.549, pág. 591, Gaceta 1863; sentencia 3.807, pág. 1348, Gaceta 1892, tomo

II; sentencia 189, pág. 573, Gaceta 1913.

406
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

incapacidad que le afectaba. Al celebrar el contrato incurre en un error


de derecho que hace presumir mala fe, a virtud de lo dispuesto en el
artículo 706 del mismo Código. Por consiguiente, no podrá alegar en nin-
gún caso buena fe, que, por otra parte de nada serviría, desde que aquella
es una presunción de derecho que no admite prueba en contrario.
Declarada la nulidad, la cosa vendida vuelve a su antiguo dueño y el
adquirente será obligado a las restituciones legales como poseedor de mala
fe, de acuerdo con lo expuesto. Perderá además el precio que por ella
pagó, ya que no puede repetirse lo que se ha dado o pagado por una
causa u objeto ilícito a sabiendas.
Excusado creemos decir que el acto será nulo siempre, aunque no se
realice ningún fraude ni se contravenga el fin que la ley persiguió al prohi-
birlo, porque el objeto de la prohibición fue precaver aquel y proveer a un
objeto de conveniencia, en cuyo caso, según el artículo 11 del Código
Civil, es nulo aun cuando el fraude no se realice.
La violación de la prohibición establecida por el Código de Minas pro-
duce también la nulidad absoluta de la compra, según se dijo, por cuyo
motivo le son aplicables todas las reglas que hemos expuesto más arriba.1

484. Sin perjuicio de la nulidad absoluta del acto el Código Penal, en su


artículo 240, castiga a los jueces, secretarios, relatores, receptores, oficiales
del ministerio público y defensores de menores con las penas allí señala-
das, siempre que compren los bienes o derechos que se vendan a conse-
cuencia del litigio en que intervienen.
Los señores Vera2 y Ballesteros3 sostienen que el Código Penal no casti-
ga de un modo expreso la infracción del artículo 154 de la Ley Orgánica y
que sólo sería castigada como prevaricato, ya que el juez, para ejecutar los
actos que ese artículo prohíbe, ha tenido, seguramente, que hacerse reo
de ese delito.
Muy autorizada será la opinión anterior, pero nos atrevemos a discutir-
la y no vacilamos en sostener que es el artículo 240 el que castiga ese
hecho, desde que esos funcionarios son empleados públicos, en virtud de
lo dispuesto en el artículo 260 del Código Penal y, al comprar los bienes o
derechos litigiosos, el juez, secretario, relator, receptor, oficial del ministe-
rio público o defensor de menores se interesan en un acto en el que de-
ben intervenir en razón de su cargo; de modo que concurren los requisitos
que exige el artículo 240 para su aplicación. En idéntico sentido se pro-
nuncia el señor Fuenzalida que es una autoridad en materia penal.4
La opinión de los señores Ballesteros y Vera no es muy razonable, puesto
que puede ocurrir que el juez no haya prevaricado al adquirir esos bienes,
en cuyo caso no podría ser penado. No debe olvidarse que el prevaricato

1 Véase núm. 416, pág. 462.


2 Ley Orgánica de Tribunales, pág. 97.
3 Ley de Organización de Tribunales, I, núm. 1415, pág. 275.
4 Comentarios al Código Penal Chileno, tomo II, pág. 230.

407
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

es posible en los jueces y en los oficiales del ministerio público únicamen-


te, pero no en los demás funcionarios judiciales, como los secretarios, re-
ceptores, relatores, etc., quienes no podrían ser castigados cuando realizaren
esas adquisiciones, dentro de la doctrina que ahora rebatimos.
Es indiscutible que el artículo 154 de la Ley Orgánica de Tribunales,
cuando dice que el funcionario que contraviniere a ese precepto será cas-
tigado con arreglo al Código Penal, ha querido referirse al artículo 240 de
este Código, ya que él encuadra perfectamente bien con lo establecido en
aquella disposición.
El mismo artículo 240 castiga también a los árbitros, liquidadores co-
merciales y peritos que compren las cosas o bienes en cuya partición, ad-
ministración o tasación intervienen. Esto prueba una vez más que ese
artículo es aplicable a los jueces y demás funcionarios que violan las prohi-
biciones antes indicadas, pues, como se dijo, son análogas a las que rigen
para con los árbitros, peritos y liquidadores y de ahí porqué han sido pe-
nados con igual rigor.
En cuanto a los abogados y procuradores que no sean del número que
compran los bienes en cuyo litigio han intervenido y que se vendan a
consecuencia de él, no tienen sanción penal, ya que el Código Penal no
los castiga expresamente, que sería de la única manera en que la tendrían
desde que no están comprendidos en el artículo 240, por no ser emplea-
dos públicos. Y la mejor prueba que la ley penal no los considera tales la
tenemos en que cuando ha querido castigar a los abogados los ha nombra-
do de un modo expreso, como ocurre con los artículos 231 y 232.
Pero los procuradores del número sí que quedan incluidos en esa dis-
posición, pues son empleados públicos para los efectos de ese artículo, ya
que desempeñan un cargo público de nombramiento del Presidente de la
República.
Siendo la contravención a esas prohibiciones un delito penado por la
ley, de la celebración de esos actos arrancan dos acciones: una penal para
el castigo del culpable y la otra civil para la reparación del daño causado.
Si el juez o los demás funcionarios nombrados han originado algún perjui-
cio al dueño de los bienes con la compra ilícita, deben indemnizárselo de
acuerdo con los artículos 2314 y 2316 del Código Civil.

485. Los disposiciones que sobre esta materia existen en otros países se
apartan en absoluto del criterio seguido por nuestro Código, pues en algu-
nos, como en Francia e Italia, la prohibición no se refiere solamente a los
bienes o derechos que se litiguen en el juicio en que interviene el funcio-
nario, sino a todos los bienes y derechos litigiosos que sean de la compe-
tencia del tribunal en el cual ejercen sus funciones, y se entiende por
derechos litigiosos para este efecto tanto los que son materia de un litigio,
como aquellos que son de naturaleza a dar origen a un juicio. Como se ve,
no hay ninguna semejanza entre esos Códigos y el nuestro.
En cuanto a los efectos que produce la contravención de esas prohibi-
ciones, algunos autores franceses sostienen que es relativa; pero otros, y a mi
juicio están en la razón, le dan el carácter de absoluta. Opinan en el primer

408
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

sentido, Rogron, Aubry et Rau, Baudry-Lacantinerie y Planiol, y opinan por


la nulidad absoluta, Guillouard, Laurent, Marcadé, Huc, Delvincourt, Du-
vergier y la jurisprudencia de los tribunales franceses. Ricci sostiene la nuli-
dad absoluta del acto en el Código italiano.1 Conviene, pues, no dejarse
guiar por esas opiniones para interpretar nuestro Código, ya que entre no-
sotros la nulidad absoluta de la compra es algo que no admite discusión.
El Código español en su artículo 1459 prohíbe adquirir a los jueces y
otros funcionarios judiciales los bienes y derechos que estuvieren en litigio
ante el tribunal en cuya jurisdicción o territorio ejercen sus funciones.2
Tanto en este Código como en el italiano se exceptúa de la prohibición el
caso en que se trate de acciones hereditarias entre coherederos o de ce-
sión en pago de créditos o de garantía de los bienes que posean. Uno y
otro prohíben que el acto se haga por interpuesta persona.
Como dijimos más arriba, esos tres Códigos prohíben también el pacto
de quota litis.
El Código argentino en el artículo 1361 prohíbe a los jueces, aboga-
dos, fiscales y otros funcionarios comprar los bienes que estuvieran en
litigio en el juzgado o tribunal en que ejercen sus funciones o las hubieren
ejercido.
Por último, el Código alemán en su artículo 456 prohíbe comprar lo
que se vende en una venta por ejecución forzada a los que en ella intervie-
nen tanto en el acto mismo de su realización como en los actos necesarios
y conducentes para llevarla a cabo y la prohibición se refiere sea que la
compra la hagan para sí, sea que la hagan como mandatarios de un terce-
ro. He aquí una disposición que convendría incluir en nuestro Código por
ser altamente moral y conveniente.
El artículo 458 de ese mismo Código consigna una disposición muy
curiosa por la que se permite validar la venta hecha en contravención al
artículo 456, siempre que den sus consentimiento todos los que están inte-
resados en ella como deudores, propietarios o acreedores. No basta sólo el
de algunos, es menester el de todos ellos.
En cuanto a la legislación española antigua, de donde arranca sus oríge-
nes nuestro Código, es de advertir que la ley 5, título V de la Partida V se
ocupa de esta materia; pero esa disposición es muy diversa a la nuestra,
puesto que en ella se prohíbe a los jueces, adelantados, etc., la compra de
toda casa o heredad dentro del territorio en que administran justicia, a me-
nos que la adquisición provenga de una sucesión por causa de muerte. Pare-
ce, pues, que la disposición del artículo 1798 es original del señor Bello.

1 Véase sobre esta materia en el Derecho francés: FUZIER -HERMAN, tomo 9, Cession de

droits litigieux, núms. 1 a 80, págs. 792 a 896; AUBRY ET RAU, V, págs. 35 y 36; BAUDRY-LACAN-
TINERIE, De la vente, núms. 256 a 267, págs. 254 a 263; ROGRON, II, pág. 1625; P LANIOL, II,
núms. 1344 a 1435, págs. 479 y 480; L AURENT, 24, núms. 55 a 65, págs. 64 a 76; HUC, X,
núms. 54 y 55, págs. 81 a 85; G UILLOUARD, I, núms. 132 a 144, págs. 153 a 166; TROPLONG,
I, núms. 195 a 202, págs. 263 a 270; MARCADÉ, VI, págs. 201 a 207. Véase sobre la misma
materia en el Derecho italiano: RICCI, tomo 15, núms. 127 a 132, págs. 321 a 333.
2 MANRESA, X, págs. 105 a 109.

409
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

3) PROHIBICIÓN IMPUESTA A LOS TUTORES Y CURADORES

486. “El proyecto de ley prohíbe a todos los que tienen bienes para vender-
los por cuenta ajena, adquirir esos bienes por sí mismos o bajo el nombre
de otras personas interpuestas. Nombra a los tutores, mandatarios, adminis-
tradores de las comunas y de todos los establecimientos públicos. Nada más
digno de encomio que los motivos de esta disposición. No se ha querido
poner el interés personal en pugna con el deber. El tutor que vende los
bienes de su pupilo, el mandatario que vende los de sus comitentes, en una
palabra, los diversos agentes que venden por cuenta de otros, deben tratar
de obtener el más alto precio posible, puesto que ello significa la mayor
ventaja de aquellos que representan. Si les fuera permitido convertirse en
adquirentes, su propio interés lo invitará a vender al precio más bajo. Este
inconveniente desaparece con la prohibición que no puede ser desagrada-
ble a los hombres delicados, y en cuanto a aquellos a quienes disguste, sus
pesares y que quejas servirán para justificarla aun más.”1
Así se expresaba el tribuno Faure sobre las prohibiciones que consa-
graba el proyecto de Código Napoleónico. En realidad, ahí están conteni-
das sucinta y concisamente los fundamentos de esta incapacidad que, en
su más simple expresión, se reducen a impedir que se ponga en pugna el
interés del tutor o curador con su deber de proteger los intereses del pu-
pilo. Todos los autores de derecho tanto europeos como americanos están
contestes acerca de los motivos de dicha prohibición, que existe desde los
tiempos del Derecho Romano.2

487. Los deseos de precaver los abusos y fraudes que pudieran cometer
los tutores con los intereses de sus pupilos, descuidando estos o sacrificán-
dolos en su propio beneficio, indujeron a los jurisconsultos romanos a
prohibir al tutor la compra de los bienes del pupilo y es así que la ley 24,
número 7, título I del Libro XVIII del Digesto dispone que los tutores,
curadores y procuradores no pueden comprar lo que es del pupilo.
El derecho medioeval, que no hizo sino traducir al romance los precep-
tos romanos, consignó también esa prohibición y por eso la encontramos en
las Siete Partidas. La ley 4, título V, de la Partida V dice: “Tutores son llama-
dos en latín, los que son guardadores de los menores de catorce años. E
estos tales non deuen enagenar las cosas de los huérfanos; fueras ende,
quando les fuesse tan gran menester, que non podrían al fazer, o por gran
pro dellos; e estonce se ha de fazer con muy grand sabiduria e con otorga-
miento del juez del logar. Pero dezimos, que ninguno de los guardadores
non puede comprar ninguna cosa de las que fueren de aquel que tienen en
guarda; fueras ende, si lo fiziesse con otorgamiento del juez del logar, o de
alguno o otro que lo ouiesse otrosí en guarda, tambien como él. E aun ha

1 FENET, XIV, págs. 155 y 156.


2 GUILLOUARD , I, núm. 119, pág. 139; BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 231,
pág. 233; MARCADÉ, VI, pág. 198; LAURENT, 24, núm. 43, pág. 54; TROPLONG, I, núm. 187,
pág. 255; RICCI, 15, núm. 122, pág. 308; PLANIOL, II, núm. 1429, pág. 478.

410
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

menester, que aquello que desta guisa comprare del, que sea a pro del húer-
fano, e non a su daño. Ca, si engañado se fallasse el menor por razon de tal
vendida, puedela desfazer, despues que fuere de edad complida, fasta qua-
tro años; assi, como dezimos en las leyes que fablan de la guarda de los
menores, e de los bienes dellos”.
La ley 1ª, título II, del Libro VII de la Novísima Recopilación dispuso
que era nula en todo caso la compra que el tutor hiciera de los bienes del
pupilo aun cuando se realizara en pública subasta con autorización de los
otros tutores. Era el sistema opuesto al de las Siete Partidas, que permitían
esas compras siempre que la venta se hiciera en pública subasta con per-
miso del juez del lugar, o de los demás tutores. Nuestro Código siguió la
doctrina de las Siete Partidas y de ellas fue tomada la disposición pertinen-
te, pero en ciertos casos, tratándose de bienes raíces, se inclinó por el
precepto de la Novísima Recopilación. Es, pues, un término medio entre
ambos cuerpos de leyes.
Los demás Códigos modernos contienen también disposiciones análo-
gas y pueden clasificarse en dos categorías: unos que permiten al tutor
comprar los bienes del pupilo cumpliendo con ciertos requisitos y otros
que se lo prohíben en absoluto. A la primera categoría pertenecen el Có-
digo español (art. 275), que permite al tutor esa compra cuando para ella
sea autorizado por el consejo de familia; y el Código holandés que la per-
mite siempre que la compra se haga en pública subasta con aprobación
del juez, del tutor subrogado y de los parientes del menor. Pertenecen a la
segunda categoría, o sea a la que prohíbe en absoluto esa compra, los
Códigos francés (art. 450), italiano (art. 300), portugués, guatemalteco,
mexicano y argentino.
Nuestro Código participa de ambos sistemas, como vamos a verlo. Pro-
híbe en absoluto esa compra cuando se trata de bienes raíces y la permite,
con ciertos requisitos, cuando se trata de otros bienes.

488. El artículo 1799 del Código Civil dice: “No es lícito a los tutores y curado-
res comprar parte alguna de los bienes de sus pupilos, sino con arreglo a lo preveni-
do en el título ‘De la administración de los tutores y curadores’”.
Este artículo no consigna ninguna prohibición o incapacidad. Se remi-
te únicamente al título “De la administración de los tutores y curadores”. Y no
habría podido establecerla, desde que el Código, en sus artículos anterio-
res y a los cuales se remite ahora, no la había consignado en general, sino
como excepción a la regla que la adquisición de esos bienes es posible en
los casos y con los requisitos que se señalan. Por esta razón, el artículo
1799 dice que “no es lícito a los tutores y curadores comprar parte alguna de los
bienes de sus pupilos, sino con arreglo a lo prevenido, etc.”, con lo que da a
entender que esa compra es posible siempre que se cumplan las formali-
dades legales.
Esta prohibición es, pues, de un carácter muy especial, porque, excep-
ción sea hecha de un único caso en que el tutor no puede comprar los
bienes del pupilo, esa compra es posible con tal que para efectuarla se
llenen los requisitos que establece la ley.

411
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

El artículo que se ocupa de esta cuestión en el título a que se refiere el


artículo 1799, es el 412 que dice: “Por regla general, ningún acto o contrato en
que directa o indirectamente tenga interés el tutor o curador, o su cónyuge, o cual-
quiera de sus ascendientes o descendientes legítimos o de sus padres o hijos natura-
les, o de sus hermanos legítimos o naturales, o de sus consanguíneos o afines legítimos
hasta el cuarto inclusive, o de alguno de sus socios de comercio, podrá ejecutarse o
celebrarse sino con autorización de los otros tutores o curadores generales, que no
estén implicados de la misma manera, o por el juez en subsidio. Pero ni aun de este
modo podrá el tutor o curador comprar bienes raíces del pupilo, o tomarlos en arriendo;
y se extiende esta prohibición a su cónyuge, y a sus ascendientes o descendientes
legítimos o naturales”.
De esta disposición se desprenden dos consecuencias; a) el tutor o
curador no puede comprar los bienes raíces del pupilo; y b) el tutor o
curador puede comprar los demás bienes de aquél siempre que el contra-
to sea autorizado por los demás tutores o curadores generales no incapaci-
tados, o por el juez en subsidio.

489. La regla general establecida por el artículo 412 del Código Civil es
que el tutor o curador puede comprar los bienes del pupilo siempre que
la compra sea autorizada por los demás tutores o curadores generales o
por el juez, en subsidio y que no se trate de bienes raíces.1 Dos requisitos
son necesarios para que el tutor o curador pueda celebrar con el pupilo el
contrato de compraventa con relación a los bienes de este último: 1) que
la venta recaiga sobre los bienes muebles; y 2) que sea autorizada por los
demás tutores y curadores generales no interesados en el acto o por el
juez en subsidio.
El primer requisito fluye de lo dispuesto en el inciso final de ese
artículo que dispone que en ningún caso podrá el tutor o curador adqui-
rir los bienes raíces del pupilo; a contrario sensu resulta que los que no
son inmuebles podrán ser adquiridos, y los bienes que no son inmuebles
son muebles.
El acto debe ser autorizado por los demás tutores o curadores genera-
les no interesados en él. Son tutores o curadores generales, según el ar-
tículo 340 del Código Civil, aquellos que cuidan no solo de los bienes sino
también de las personas de los individuos sometidos a ellos. Un curador
de bienes o un curador especial, no pueden autorizar esa compra y si ésta
se realizara con esa autorización, debe reputarse ejecutada en contraven-
ción a lo dispuesto en el artículo 412.
Si sólo hay un tutor o curador general o, si habiendo varios, los demás
también están interesados en el acto, la compra debe efectuarse con la
autorización del juez. Esa autorización debe darla el juez del lugar en que
tuviere su domicilio el pupilo que es el competente para conocer de todas
las incidencias relativas a la administración de sus bienes, según el artículo
222 de la Ley Orgánica de Tribunales.
1 Sentencia 1.978, pág. 1260, Gaceta 1886; sentencia 1.828, pág. 951, Gaceta 1890, tomo
I, Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo V, sec. 1ª, pág. 63.

412
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

No se prohíbe en absoluto al tutor o curador la compra de los bienes


muebles del pupilo, porque la ley ha estimado que puede serle convenien-
te en ciertos casos. Pero, como puede dar origen a algunos abusos, estable-
ció para su validez los requisitos que hemos mencionado.

490. Para la validez de esta compra basta únicamente una de las autoriza-
ciones: o la de los tutores o curadores o la del juez. No es menester solici-
tar ambas a la vez. La autorización del juez reemplaza la de aquellos cuando,
por estar interesados en el contrato, son inhábiles para otorgarla o cuando
hay un solo tutor o curador. No interviene el juez, como protector especial
de pupilo, sino como representante de los demás tutores o curadores que
son los llamados por la ley a autorizar esa compra.
La autorización del juez es necesaria conjuntamente con la de los tuto-
res o curadores cuando lo que el tutor o curador compra son los bienes
muebles preciosos o que tengan valor de afección o cuando se trata de
algunos de esos actos en que el tutor o curador deba proceder con la
autorización judicial. Pero en estos, el juez no autoriza el acto como repre-
sentante de los tutores o curadores, sino para dar cumplimiento a un re-
quisito exigido para la validez del mismo.
Es preciso, pues, distinguir los casos en que el juez interviene para
autorizar al tutor o curador a fin que pueda ejecutar el acto y aquellos en
que interviene como reemplazante de los demás tutores o curadores.

491. Ambas autorizaciones no son facultativas y deben emplearse en el or-


den señalado por la ley, esto es, la autorización judicial puede pedirse única-
mente cuando no pueda concederse la de los demás tutores o curadores
por estar interesados en el contrato o cuando no haya otros tutores o cura-
dores de esa especie. Esta conclusión emana del artículo 412 del Código
Civil que establece que la autorización del juez es subsidiaria, con lo que se
manifiesta que debe darse a falta de otra, ya que ese es el sentido natural y
obvio de esta expresión. Por consiguiente, no podría preferirse a la de los
demás tutores o curadores si estos están en situación de poder otorgarla. No
siendo facultativas ambas autorizaciones, deben emplearse en el orden de-
terminado por la ley. Si así no se hiciera, el acto sería nulo por omisión de
los requisitos legales, que no pueden omitirse ni suplirse por otros sino en
los casos señalados por la ley. La jurisprudencia reconoce también el carác-
ter subsidiario que tiene la autorización judicial, que no puede otorgarse
sino cuando no pueda procederse con la de los demás tutores o curadores.1

492. Cuando hay un solo tutor o curador general que desea comprar los
bienes muebles del pupilo, debe nombrarse a éste un curador especial
para que, en su representación, celebre el contrato. Aunque la ley no esta-
blece esta exigencia, fluye de la naturaleza misma de las cosas. El tutor o

1 Sentencia 1.978, pág. 1260, Gaceta 1886; sentencia 1.828, pág. 951, Gaceta 1890, tomo
I, Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo V, sec. 1ª, pág. 63.

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DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

curador no puede comparecer a la vez como vendedor y comprador, por-


que ambas calidades se excluyen. El juez que autoriza la compra no puede
asumir la representación del pupilo ni aun cuando la venta se haga en
pública subasta, porque tratándose de ventas voluntarias, el artículo 1069
del Código de Procedimiento Civil dispone que la escritura será suscrita
por el representante legal del incapaz y no por el juez. El pupilo tampoco
puede contratar por sí solo, desde que carece de capacidad para ello. En
tal emergencia no queda otro camino que nombrarle un curador especial
para que, en su nombre, proceda a celebrar la venta con el tutor o cura-
dor general. En el mismo sentido se pronuncia el señor Borja.1 Conven-
dría agregar al artículo 412 un inciso que dijera que “a falta de otros tutores
o curadores, una vez obtenida la autorización judicial, se nombrará al pu-
pilo un curador especial para que lo represente en ese acto”.

493. El tutor o curador puede adquirir los bienes muebles del pupilo cum-
pliendo con las exigencias legales, sea que se vendan privadamente o en
pública subasta. No hay duda alguna al respecto, pues la ley no ha señala-
do en qué forma debe hacerse la venta para que aquél pueda comprarlos.
También los puede adquirir cuando se vendan forzadamente por la justi-
cia, siempre que se llenen los requisitos señalados por la ley.

494. Si el tutor o curador puede comprar para sí los bienes muebles del
pupilo, con mayor razón podrá comprarlos como mandatario de un terce-
ro, en cuyo caso no necesita la autorización de los demás tutores o curado-
res o del juez en subsidio, pues sólo se requiere cuando el acto interesa al
tutor o curador, lo que aquí no ocurre.

495. El inciso final del artículo 412 del Código Civil establece que el tutor
o curador no podrá, ni aun con la autorización de los demás tutores o
curadores ni con la del juez, comprar los bienes raíces del pupilo. Se com-
prende la razón que la ley ha tenido para prohibir en absoluto esta com-
pra, porque “como ese contrato es de tanta importancia, dice Borja, siempre
es de temer que el guardador se valga de medios ilícitos para perjudicar al
pupilo”.2 El acto sería nulo en todo caso.

496. Como la venta puede hacerse privadamente o en pública subasta y la


ley no distingue cuál de ellas es la que prohíbe debemos llegar a la conclu-
sión que quedan prohibidas tanto la una como la otra.
La venta privada de los bienes raíces del pupilo no tendrá lugar jamás,
desde que según el artículo 394 del Código Civil debe hacerse siempre en
pública subasta; de manera que cuando el artículo 412 prohíbe comprar
esos bienes, se ha referido especialmente a la venta en pública subasta que
es en la única forma en que puede hacerse.

1 Tomo VI, pág. 281.


2 VI, núm. 203, pág. 281.

414
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

497. El tutor o curador no puede adquirir los bienes raíces del pupilo ni
aunque se vendan forzadamente por la justicia, pues la ley le prohíbe en
absoluto que los compre sin distinguir si se trata de venta voluntaria o de
venta forzada. Además debe representar al pupilo en el juicio y procurar
que se vendan en el más alto precio, lo que no sería posible si se le permi-
tiera adquirirlos.1

498. Pero si el tutor o curador no puede comprar los bienes raíces del
pupilo, ninguna disposición le prohíbe adquirirlos como mandatario de
otra persona. En este caso el verdadero contratante sería el tercero y no el
tutor o curador, ya que los actos que ejecuta el mandatario se reputan
ejecutados por el mandante. El artículo 412 prohíbe aquellos actos en que
tenga interés el tutor o curador, pero no los que ejecuta un tercero con el
pupilo y como todo lo que uno puede hacer por sí mismo puede hacerlo
por apoderado, es evidente que el tercero que no está incapacitado puede
comprar los bienes raíces del pupilo por medio del tutor o curador que
obra como su mandatario. Al pupilo se le nombraría un curador especial
para la venta que se efectuaría en pública subasta, previo decreto del juez.
La autorización de los demás tutores o curadores o la del juez en subsi-
dio no es necesaria, porque el acto no interesa al tutor o curador, único
caso en que se exige, y la ley tampoco la ha establecido.

499. El artículo 412 del Código Civil hace extensiva las prohibiciones im-
puestas a los tutores y curadores a algunos de sus parientes y los divide en
dos grupos: unos que pueden adquirir los bienes muebles e inmuebles y
otros que sólo pueden adquirir los bienes muebles. Pero en ambos casos
deben hacerlo cumpliendo con las formalidades legales.
A los primeros pertenecen los hermanos legítimos o naturales y los
consanguíneos y afines legítimos hasta el cuarto grado inclusive del tutor
o curador, es decir, sus tíos, sobrinos y primos hermanos carnales o políti-
cos, sus cuñados, sus suegros y sus yernos.
Todas esas personas pueden comprar los bienes muebles o inmuebles
del pupilo; pero necesitan la autorización de los demás tutores o curado-
res con los cuales no estén ligados por esos vínculos, o la del juez en subsi-
dio, puesto que se trata de un acto que interesa a una persona para la cual
el artículo 412 exige esas formalidades. Para comprar los bienes raíces será
menester, naturalmente, que la venta se haga en pública subasta previo
decreto del juez, en virtud del artículo 394 del Código Civil.
Se prohíbe adquirir los bienes inmuebles del pupilo a los ascendientes
y descendientes legítimos o naturales (nietos, hijos, padres y abuelos y
demás parientes en línea recta) del tutor o curador y a su cónyuge. Ningu-
na de estas personas puede comprar esos bienes ni en venta pública ni
privada. Pueden comprar únicamente los bienes muebles del pupilo cum-
pliendo con las formalidades del inciso 1º del artículo 412; a menos que se

1 GUILLOUARD, I, núm. 119 I, pág. 140.

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DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

trate de los nietos, abuelos, bisnietos, bisabuelos, etc., naturales del tutor o
curador que pueden adquirirlos libremente sin formalidad alguna, ya que
en ese inciso se habla de “padres o hijos naturales”.
Se ve, pues, que mientras se prohíbe a los abuelos, nietos y demás
parientes naturales por línea recta del tutor o curador adquirir los bienes
raíces del pupilo; sin embargo, el mismo artículo no les exige ninguna
formalidad cuando compran sus bienes muebles. Ha habido aquí, sin duda
alguna, un error de copia, desde que no hay razón para hacer esa diferen-
cia. Para ser más lógicos convendría cambiar la frase “padres o hijos natu-
rales” por la de “ascendientes o descendientes naturales”, pues es más
conveniente para los intereses del pupilo extender la disposición del inci-
so 1º que limitar la del inciso 2º.
Lo dicho se aplica sea que esas personas compren los bienes por sí
mismas o que los adquieran por intermedio del tutor o curador.

500. ¿Cuando se venden los bienes raíces o muebles del pupilo que tiene
un solo tutor o curador, a consecuencia de un juicio ejecutivo, es menester
una nueva autorización del juez para que un hermano legítimo o natural
o un consanguíneo o afín legítimo hasta el cuarto grado del tutor o cura-
dor pueda adquirirlos, o basta el decreto del juez que autoriza la venta?
Estas personas pueden adquirir los bienes muebles y raíces del pupilo
siempre que el acto se haga con autorización de los demás tutores o cura-
dores no implicados y, en su defecto, con la del juez. Aquí se trata de saber
si una de ellas puede adquirir los bienes raíces del pupilo, que tiene un
tutor o curador, sin que el juez autorice el acto expresamente.
Si hay varios tutores o curadores este problema no se presenta, porque
entonces la venta tiene que autorizarse por aquellos y no por el juez que
sólo suple la de esas personas, sin que pueda optarse entre ambas autoriza-
ciones. De modo que aunque el juez diera la suya el acto no sería válido, si
no fuera autorizado por los demás tutores o curadores. Por eso no es este
el caso que ahora estudiamos, sino aquel en que hay un tutor o curador, lo
que hace necesaria la autorización del juez para que un hermano legítimo
o natural o un consanguíneo o afín legítimo del tutor o curador hasta el
cuarto grado inclusive pueda comprar los bienes raíces del pupilo. Y lo
que se trata de averiguar es si en esta situación basta el decreto del juez
que autoriza el remate de la cosa embargada o si se requiere una nueva
autorización para la venta.
La Corte de Apelaciones de Santiago ha declarado que no es necesaria
una nueva autorización del juez, siendo suficiente para la validez de la
enajenación el decreto que ordena la subasta del inmueble. El caso fue el
siguiente: en un juicio ejecutivo se subastó una propiedad perteneciente a
unos menores, que fue adquirida por un cuñado del curador. Como no
hubiera otros curadores y como el juez no autorizara expresamente la ven-
ta, a falta de aquellos, limitándose a ordenar el remate, se pidió su nulidad
fundada en que se realizó sin la autorización judicial. Tanto el juez de
primera instancia como ese tribunal no dieron lugar a la demanda funda-
dos, entre otras razones, en

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DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

“que la enajenación del fundo ‘Lo Jara de San Vicente’ se hizo en pública subasta,
por el intermedio del juez que conocía de la causa a virtud de la enajenación que
promovió al deudor la Caja Hipotecaria, y de consiguiente, debe entenderse que im-
plícitamente estuvo autorizado el rematante para adquirirlo como mejor postor desde
que por sus relaciones de parentesco no se encuentra en el caso a que se refiere el
inciso 2º del artículo 412 del Código Civil; y en que es tanto más justo suponer la
autorización indicada cuanto que a los menores les reportaba un beneficio de la
concurrencia del mayor número de postores para el remate”.1
Esta sentencia sienta, a mi juicio, la verdadera doctrina porque la
circunstancia que la venta se haga por el ministerio de la justicia im-
porta la autorización implícita del juez para que el adquirente subaste
la cosa que se vende, ya que no otra cosa significa permitirle hacer
posturas. Sería innecesaria una autorización especial cuando existe por
ese solo hecho. Pero no se crea que esta autorización se presume en
todo caso sino únicamente, como dice ese fallo, cuando la venta forza-
da o voluntaria, se hace por el ministerio de la justicia, pues en ambas
interviene el juez y la venta se hace por su orden, de modo que con esa
intervención se suple la autorización expresa. Por lo demás, esta inter-
pretación está de acuerdo con el espíritu del legislador que ha querido
suprimir la autorización judicial en estas ventas, siempre que se hagan
a consecuencia de un juicio ejecutivo, según lo dispone el artículo 395
del Código Civil que la hace innecesaria si se trata de los bienes raíces
del pupilo que se venden por orden del juez, previo decreto de ejecu-
ción y embargo. Esto demuestra que en la intervención del juez y en el
decreto de venta va subentendida la autorización especial que exige el
artículo 393. Es indudable que análogos propósitos dominaron al legis-
lador en el caso del artículo 412.
En resumen, puede decirse que cuando los bienes raíces o muebles del
pupilo se venden por el ministerio de la justicia, la autorización que algu-
nas de las personas nombradas requieren para comprarlos, según el ar-
tículo 412, se subentiende implícitamente en la circunstancia de intervenir
el juez en esa venta y de ordenar su realización.
Lo mismo puede decirse respecto de los bienes muebles que en igual
situación adquiera el mismo tutor o curador, su cónyuge, sus ascendientes
o descendientes legítimos y sus hijos o padres naturales; la autorización se
presume por el hecho de realizarse la venta ante la justicia.

501. Los socios del tutor o curador pueden comprar los bienes muebles
del pupilo en la forma que indica el inciso 1º del artículo 412 del Código
Civil. También pueden comprar los inmuebles en igual forma, ya que ese
inciso se refiere a todos los actos o contratos en que tenga interés el socio
de comercio del tutor o curador. El artículo 412, en su inciso 2, no ha
excluido de esos actos la compra de los bienes raíces del pupilo realizada
por aquél. Su situación es idéntica a la de los hermanos legítimos o natura-
les y a la de los consanguíneos o afines legítimos hasta el cuarto grado del

1 Sentencia 2.247, pág. 1268, Gaceta 1882.

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DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

tutor o curador, por lo que le son aplicables todas las reglas que para ellos
hemos señalado.

502. ¿Lo dispuesto acerca del socio de comercio se aplica al socio de una
sociedad civil?
Es indudable que si diéramos a la expresión “socio de comercio” que
emplea el artículo 412, el sentido que en derecho tiene la palabra “comer-
cio” tendríamos que llegar a la conclusión que el socio civil no queda
comprendido en ese artículo, ya que es socio de comercio el que pertene-
ce a una sociedad que ejecuta actos de comercio.
Pero nos parece que la palabra “comercio” está tomada aquí en su más
amplia acepción. Está tomada en el sentido de negocios, de asuntos. Quie-
re decir socio de negocios, compañero de trabajo, y en este sentido, la
expresión “socio de comercio” se refiere tanto al comerciante como al no
comerciante. Esta interpretación se robustece aun más si atendemos al
espíritu de esa disposición. Tanto uno como otro socio tienen para con el
tutor o curador las mismas relaciones y en ambos casos existen los temores
de abusos que son los que la ley ha querido evitar.
Por las razones expuestas, nos atrevemos a sostener que en la frase
“socio de comercio” quedan comprendidos tanto los socios de sociedades
comerciales como los de sociedades civiles, y a unos y a otros se aplica la
disposición del artículo 412 del Código Civil.1

503. Es indudable que según el espíritu de la ley, el artículo 412 se refiere


solamente al socio de sociedad colectiva o en comandita y no al de una
sociedad anónima, porque en ésta los socios no se conocen casi nunca ni
saben quiénes son los demás. Las necesidades de la vida moderna, que
han creado un gran número de sociedades anónimas, encontrarían una
traba, en muchos casos, en esta disposición si se extendiera a los socios de
tales sociedades. El temor que la ley ha querido evitar no existe tampoco
aquí, ya que lo que estos socios adquieren no forma parte de la sociedad
ni aprovechará a ésta en forma alguna.

504. La sociedad o corporación de que es socio o administrador el tutor o


curador puede comprar los bienes muebles del pupilo, ya que si se permi-
te a éste comprarlos para sí, con mayor razón podrá adquirirlos la socie-
dad o corporación que dirige o a que pertenece. La compra debe hacerse
con la autorización de los demás tutores o curadores o con la del juez en
subsidio, pues aunque él no celebra el contrato, tiene interés indirecto en
su celebración, lo que basta para hacerla necesaria, en virtud de lo dis-
puesto en el artículo 412.

1 Esta misma opinión la sostiene el señor Cood, como puede verse en la página 127 de

las Explicaciones de Código Civil tomadas en clase. Véase en idéntico sentido las Explicaciones de
Código Civil tomadas en las clases de los señores Fabres, Cood, Claro y Urrutia, pág. 406.

418
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

505. La cuestión es discutible si la sociedad o corporación a que pertene-


ce el tutor o curador, como socio o miembro, compra los bienes raíces del
pupilo. Somos de opinión que no podría adquirirlos, pues aquel tiene
interés indirecto en la compra por ser socio de la sociedad o corporación
adquirente.
El artículo 412 prohíbe, como regla general, los actos en que el tutor o
curador tenga interés directo o indirecto, a menos que, no versando sobre
bienes raíces, se llenen ciertas formalidades. La compra de estos bienes raí-
ces, se llenen ciertas formalidades. La compra de estos bienes cae, en conse-
cuencia, en esa regla. Si la sociedad o corporación a que pertenece compra
los bienes raíces del pupilo es indudable que la compra le beneficia indirec-
tamente por cuyo motivo queda comprendida en la prohibición ya enuncia-
da. La ley previó el caso y de ahí que lo contemplara en términos generales.
Se observará tal vez que el Código señaló taxativamente las personas a
quienes se prohíbe esa compra, entre las cuales no figuran las sociedades
o corporaciones a que pertenece o que preside el tutor o curador, por lo
que no puede incapacitárselas, más aun cuando estas leyes prohibitivas no
pueden ser aplicadas por analogía. El argumento es más aparente que
real, porque olvida que la ley ha prohibido al tutor o curador no sólo
comprar esos bienes cuando obtiene un beneficio directo, sino también
cuando obtiene uno indirecto, ya que el inciso 2º del artículo 412 es una
excepción a la que a su vez consigna el inciso 1º. Este prohíbe todos los
actos en que el tutor o curador se beneficie directa o indirectamente a no
ser que se hagan en tal o cual forma; pero no se comprenden en esta
excepción los bienes raíces, que ni aun así puede comprarlos. Siendo la
regla general la prohibición de celebrar los actos en que el tutor o cura-
dor tenga interés directo o indirecto y prohibiéndosele especialmente com-
prar los bienes raíces, es evidente que esta segunda prohibición queda
comprendida en la regla general, por lo cual el tutor o curador no puede
adquirir los bienes raíces de su pupilo cuando se beneficie directa o indi-
rectamente con esa compra. No es, pues, lógico ni fundado sostener que
la ley no comprendió en la prohibición a las sociedades, cuyo socio o re-
presentante fuera el tutor o curador, que quedaron incluidas por tratarse
de instituciones cuyos actos lo benefician de un modo indirecto.

506. No existe en nuestro Código, como en el francés, una disposición


que prohíba al tutor o curador adquirir un crédito contra su pupilo. Lue-
go, puede adquirirlo, es decir, puede ser acreedor del pupilo en virtud de
una cesión de crédito. Pero para que la cesión sea válida debe hacerse con
la autorización previa de los demás tutores o curadores o del juez en subsi-
dio, en virtud del artículo 412, por tratarse de un acto que afecta al pupilo
y en el cual tiene interés el tutor o curador.
Sin embargo, pudiera creerse que este acto está prohibido, porque el
tutor o curador que llega a ser acreedor del pupilo cesa en su cargo. Este
solo hecho prueba que puede adquirir un crédito en contra de aquél, ya
que si no pudiera hacerlo, el efecto de la adquisición no habría sido la
pérdida de su cargo, sino la nulidad del acto. Y no siempre el tutor o

419
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

curador que llega a ser acreedor del pupilo, pierde el cargo puesto que el
artículo 506 del Código Civil lo autoriza para desempeñarlo en compañía
de otros tutores o curadores, a menos que el juez lo haga cesar en él,
siendo facultativo para éste optar por una u otra situación. Si puede conti-
nuar desempeñando el cargo, es más evidente todavía que puede adquirir
un crédito contra el pupilo. Aún hay más; un tutor o curador puede seguir
desempeñando ese cargo sin la compañía de otros tutores o curadores,
aunque sea acreedor del pupilo, cuando aquél es su cónyuge, o alguno de
sus ascendientes o descendientes (art. 506 del Código Civil).
Es claro como la luz del día el derecho que tiene un tutor o curador
para adquirir válida y lícitamente un crédito contra su pupilo, siempre que
lo haga en la forma que indica el artículo 412.
En el mismo sentido ha resuelto este punto la Corte de Apelaciones de
Santiago que declaró perfectamente posible un acto de esa naturaleza. Si,
en el caso fallado, se anuló la cesión, ello no se debió a que tal acto fuera
prohibido por la ley, sino a que se omitieron las formalidades del artículo
412, pues no se solicitó la autorización de los demás curadores, ni la de la
justicia en subsidio, de donde se desprende, a contrario sensu que si se hu-
bieran llenado esas formalidades el acto habría sido válido como lo esta-
blece expresamente esa sentencia en los considerandos siguientes:
“3º Que la cesión de un crédito contra el pupilo a favor del curador, establecien-
do la condición de acreedor del segundo con respecto al primero, es un acto
que por su propia naturaleza envuelve la contraposición de intereses entre el
pupilo y su representante, que es la persona a quien la ley confía la administra-
ción de sus bienes; acto que, por otra parte, afectando directamente al pupilo, no
podría ejecutarse sino con las formalidades y disposiciones exigidas por la ley, es decir con
la autorización previa de los otros tutores o curadores que no estén implicados de la misma
manera o con la del juez en subsidio; 4º Que el requisito de la autorización de los
otros tutores o curadores o el de la justicia en subsidio, lo exige la ley aun refi-
riéndose a actos del curador como el de cubrir con los dineros del pupilo las
anticipaciones que haya hecho a beneficios de éste, y es por consiguiente, indudable
que la misma formalidad debe proceder tratándose de adquirir por el curador créditos en
contra de su pupilo; 5º Que la necesidad de la autorización aludida aparece aun
más de manifiesto en el caso actual, en que el crédito con el cual ejecuta Tarra-
gó a los menores Haristoy, procede del mismo juicio de partición en que aquel
obró como curador, a nombre y representación de dichos menores, figurando
en el juicio expresado, a consecuencia de la cesión, con un doble carácter y con
un interés opuesto al de sus pupilos; 6º Que si bien es cierto que según aparece
de la solicitud compulsada a fs. 5 vta., Tarragó pidió el nombramiento de un
curador especial de los menores con el fin de notificar la cesión del crédito con
que actualmente se ejecuta, notificación que se llevó a efecto, no consta, sin em-
bargo, la autorización del curador para el acto mismo de la cesión ni tampoco que se haya
solicitado el de la justicia, en subsidio, de conformidad con lo ordenado en el artículo 412
del Código Civil”.1
Excusado creemos manifestar que si no hay otros tutores o curadores
se nombrará al pupilo uno especial para que se le notifique la cesión.

1 Sentencia 1.828, pág. 951, Gaceta 1890, tomo I.

420
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

507. No hay tampoco ninguna disposición especial que prohíba al tutor o


curador y a las personas que indica el artículo 412 vender sus propios
bienes al pupilo, sino la regla general de ese artículo, que permite la cele-
bración de actos relativos a los bienes del pupilo y que interesan al tutor o
curador, siempre que se realicen cumpliendo con las formalidades legales
pertinentes. Por este motivo, el tutor o curador o alguna de esas personas
pueden vender sus propios bienes al pupilo; pero para que la venta sea
válida se requiere que se haga con la autorización de los demás tutores o
curadores generales no implicados, o con la del juez, en subsidio. La venta
puede referirse tanto a los muebles como a los inmuebles del tutor o cura-
dor, pues la distinción al respecto se hace cuando es el pupilo quien vende
a aquél, pero no cuando el tutor o curador vende al pupilo.

508. El tutor o curador y las demás personas que señala el artículo 412 no
pueden comprar los bienes del pupilo en contravención a ese artículo por
interpuesta persona. Si así se hiciera el acto sería nulo. Sostener lo contra-
rio importaría aceptar la violación de la ley.
En cuanto a la prueba de la interposición, corresponde al que la alega
y podrá producirla por todos los medios legales, siendo su determinación
una cuestión de hecho que queda al arbitrio del juez. Podrá servir de base
para establecer si existe interposición, siempre que haya otras pruebas que
la corroboren, el hecho que el interesado en el acto sea algunas de las
personas que menciona el artículo 412, sobre todo si la compra de los
bienes raíces se hace por un hermano o consanguíneo del tutor o curador.
Como lo hemos dicho en repetidas ocasiones, esta circunstancia es sólo un
antecedente que por sí mismo nada prueba, ya que dichas personas pue-
den comprar esos bienes para sí.

509. ¿Puede un tutor o curador, que ha dejado de desempeñar ese cargo,


comprar por interpuesta persona los bienes raíces del pupilo cuya compra
se realizó por aquella cuando el tutor o curador estaba desempeñando su
cargo?
La cuestión es la siguiente: A era curador de B el veinte de enero y
dejó de serlo el primero de febrero. El veinte de enero, siendo curador A,
se vendió un inmueble el pupilo a C, que a su vez se lo vendió a A el dos
de febrero, o sea cuando ya no era curador. C fue una persona interpues-
ta. Es difícil que el caso se presente en la práctica, porque el curador o el
tutor esperará la terminación de la curatela o de la tutela, para hacer la
compra. Podría presentarse, si se tratara de una venta forzada que no pu-
diera diferirse y el tutor o curador estuviera interesado en comprar la pro-
piedad que se vende.
Sea o no de fácil realización, puede presentarse y si así sucediera ¿sería
válida o nula esa compra? Nula, evidentemente, porque C era una persona
interpuesta que compró la cosa para venderla a A, quien era curador en la
época de la compra, de manera que aunque C vendió a A cuando éste no era
tal, el contrato se celebró para beneficiar a aquél en un tiempo en que desem-
peñaba ese cargo y en que se hallaba incapacitado para celebrarlo. Debe aten-

421
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

derse al momento en que la persona interpuesta compra los bienes para saber
si el acto es nulo o no, pues aquella no es sino el tutor o curador disfrazado. Si
a la época del contrato, el curador o el tutor es tal, la venta es nula, aunque
compre los bienes a la persona interpuesta cuando ya no lo sea. Por el contra-
rio, si a la época del contrato no desempeña ese cargo, la venta es válida.
En el ejemplo propuesto, la venta es nula por haberse celebrado cuan-
do el tutor o curador estaba desempeñando su cargo, en cuya situación se
le prohíbe comprar los bienes del pupilo, sea directamente, sea por inter-
pósita persona.

510. Siendo el objeto de la incapacidad establecida por el artículo 412 el


deseo de impedir que se pongan en pugna el interés personal del tutor o
curador con las obligaciones y deberes que éste tiene de velar por los
intereses del pupilo, es claro que existe cuando pueda presentarse ese
conflicto de intereses lo que ocurre cuando esas personas tienen a su car-
go la administración de los bienes del pupilo o, al menos, facultades para
administrar. El conflicto surgirá respecto de los bienes que el tutor o cura-
dor administra y no respecto de los que no administra.
La prueba más evidente que la disposición de ese artículo se aplica
únicamente a los tutores y curadores que administran bienes del pupilo, la
encontramos en la denominación que se le ha dado al Título en que está
colocado dicho precepto y en la historia fidedigna de la ley.
En efecto, el artículo 412 está comprendido en el Título denominado
“De la administración de los tutores y curadores relativamente a los bienes”, o sea
en el que señala las reglas para esa administración. Entre éstas figura aquel
artículo. Es lógico, entonces, que se aplique solamente al que administra
bienes. El que no tiene esta facultad no puede sujetarse a ella, desde que
no tiene sobre qué aplicarla. La historia de la ley nos enseña, además, que
el espíritu de la disposición citada ha sido prohibir la compra de los bie-
nes del pupilo a los tutores y curadores que administran bienes, que son
los únicos en que puede presentarse el peligro que se ha querido evitar.
En prueba de este acerto puede observarse que tanto el artículo 18 del
título XXII del Proyecto de Código Civil de 1841 como el artículo 340 del
libro intitulado “De los contratos y obligaciones” del proyecto de 1846
prohíben al tutor o curador comprar los bienes que administran.
Por consiguiente, el tutor o curador que administra los bienes del pu-
pilo no podrá adquirir sus bienes muebles sino con arreglo al artículo 412
y los inmuebles en ningún caso. Si no tiene administración de bienes pue-
de adquirir unos y otros válida y libremente.

511. Examinemos de acuerdo con esas reglas las diversas clases de tutores
o curadores. Sólo hay una especie de tutores, los generales, cuyas faculta-
des se extienden a los bienes y persona de los individuos sometidos a la
tutela. A estos se aplica la disposición del artículo 412 con relación a todos
los bienes del pupilo, sea que tenga o no su administración.
Los curadores pueden ser generales, de bienes, adjuntos, interinos y
especiales.

422
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

Los curadores generales son iguales a los tutores generales en cuanto a


sus facultades; por consiguiente, la prohibición del artículo 412 se refiere
a todos los bienes de las personas que se hallan bajo su guarda. Son tales
los que se dan al demente, al pródigo o disipador, al sordomudo y al me-
nor adulto emancipado.
Respecto de los curadores de bienes del ausente, de la herencia yacen-
te y de los derechos eventuales del que está por nacer, el artículo 487
establece que están sujetos en su administración a todas las trabas de los
tutores o curadores; de manera que el artículo 412 se les aplica respecto
de todos los bienes pertenecientes a la persona o entidad a que se refie-
ren. En una sentencia de la Corte de Apelaciones de Tacna se reconoce
también la asimilación que la ley hace de los curadores de bienes con los
curadores generales. Dice así en su considerando 5º:
“Que según lo dispuesto en el art. 487 del Código Civil, el curador de una heren-
cia yacente está sujeto a todas las trabas de los tutores y curadores y además, se le prohí-
be ejercitar otros actos que los de mera custodia y conservación y los necesarios
para el cobro de los créditos y pago de las deudas de su representado”.1
Los curadores adjuntos pueden asimilarse o a los tutores o a los cura-
dores de bienes, dice el artículo 492 del Código Civil. En ambos casos les
es aplicable la disposición del artículo 412; pero, solamente respecto de
los bienes que tengan a su cargo, ya que el curador adjunto es un curador
especial que se refiere a ciertos bienes y no a todos ni tampoco a la perso-
na del pupilo. Este curador podría adquirir los bienes del pupilo que no
administra y para los cuales no es curador. Se nombra un curador adjunto
en los casos de los artículos 163, 252, 350, 352, 360 y 1758 del Código
Civil. Si a más de un tutor o curador general, hay un curador adjunto para
ciertos bienes, no por eso el tutor o curador general puede adquirir en
contravención al artículo 412 los bienes del pupilo que aquél administra,
porque la prohibición es general para todos los bienes desde que el tutor
o curador general se refiere a todos ellos y lo es de la persona misma del
pupilo. En cambio, el curador adjunto puede adquirir los bienes del pupi-
lo que no administra, sin sujetarse al artículo 412, porque sólo lo es para
ciertos bienes.
El curador interino que administra los bienes queda sujeto a las mis-
mas prohibiciones de los curadores generales, puesto que se da para todos
los bienes. Este curador se nombra en los casos de los artículos 371 y 543
del Código Civil.
El curador especial, como ser el curador ad-litem, el que se nombra
para dar el consentimiento en el matrimonio, etc., no administra bienes y
puede comprar los bienes del pupilo sin sujeción al artículo 412, a menos
que se nombre para ejecutar algún acto con relación a ellos; entonces le
rige esa disposición respecto de aquellos sobre que versa el contrato en
que interviene.

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo II, sentencia I, pág. 282.

423
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Resumiendo, podemos decir que el artículo 412 se aplica con relación


a todos los bienes del pupilo: al curador o tutor general, al curador de
bienes y al interino. Se aplica únicamente con relación a los bienes a que
se refiere la curatela: al curador adjunto y al especial, pero sólo cuando
éste es nombrado para un negocio que diga relación con los bienes del
pupilo.

512. Cuando hay varios tutores o curadores generales de acuerdo con el


artículo 347, sea que administren separada o conjuntamente, no pueden
los unos comprar los bienes del pupilo que administran los otros, sino con
arreglo al artículo 412, es decir, los muebles con autorización de los demás
tutores o curadores o del juez en subsidio, y los inmuebles en ningún caso.
La tutela o curatela es una misma que comprende todos los bienes del
pupilo. El hecho de dividirla para su administración no quiere decir que
sean dos tutelas o curatelas diversas, ya que el artículo 350 prohíbe que
una misma persona esté sometida a dos o más tutelas o curatelas. El nom-
bramiento de varios tutores o curadores tiene por objeto facilitar la admi-
nistración, pero sus facultades y su administración se refiere, en general, a
todos los bienes del pupilo.

513. El artículo 412 del Código Civil se aplica también al que ejerce el
cargo de tutor o curador sin serlo verdaderamente, pero que cree que lo
es, porque el artículo 426 dispone que ese individuo tiene todas las obliga-
ciones y responsabilidades del tutor o curador verdadero, entre las cuales
figura el artículo 412; de modo que estando asimilados y equiparados ex-
presamente por la ley a los verdaderos tutores o curadores, es lógico que
se le apliquen las disposiciones establecidas a su respecto.
En igual sentido se ha pronunciado la Corte de Apelaciones de Santia-
go en una sentencia cuyo considerando pertinente dice así:
“4º Que de los antecedentes se deduce que el curador especial creyó ser curador
general y esta circunstancia hace que recaigan sobre él todas las obligaciones y res-
ponsabilidades del curador verdadero de esta última especie, en conformidad a lo precep-
tuado en el art. 426 del mismo Código”.1

514. El tutor o curador puede comprar válidamente de un tercero los


bienes raíces que el pupilo vendió a éste. Así, por ejemplo, si A compra a
B, que se halla bajo la curatela de C, un bien raíz que le pertenece, con
todas las formalidades legales, y al poco tiempo se lo vende a C, éste pue-
de comprarlo eficazmente porque la prohibición se refiere al tutor o cura-
dor que compra esos bienes del pupilo. Aquí dejaron de ser suyos puesto
que se enajenaron a otra persona que fue quien los vendió al tutor o
curador.
Tal vez pudiera decirse que la venta se ha celebrado por interpuesta
persona y que el verdadero comprador es el tutor o curador. Esto es

1 Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo IX, sec. 1ª, pág. 9.

424
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

posible, y si llegara a probarse que en el momento en que se vendieron


los bienes del pupilo, aquél estaba convenido con el tercero para com-
prarlos más tarde, la venta sería nula, porque, como dice Baudry-La-
cantinerie, la prueba de ese convenio o acuerdo sería la prueba misma
de que el tercero era una persona interpuesta para ocultar al tutor o
curador.
Pero no nos referimos a este caso sino a aquel en que el tercero com-
pra seriamente y para sí los bienes raíces del pupilo y que más tarde, por-
que no le conviene tenerlos o porque, si se trata de un fundo, no le produce
nada, se los vende al tutor o curador por un contrato de que no se habló
al tiempo de la primera compra. Esta venta es válida; el tercero ha sido el
verdadero comprador y no una persona interpuesta y si después vende
esos bienes al curador o al tutor, éste no es sino un comprador que los
adquiere como pudo haberlo hecho cualquiera otra persona.
No cabe duda que aunque el tutor o curador esté desempeñando su
cargo puede comprar de un tercero los bienes raíces del pupilo que ese
tercero adquirió de éste. Lo mismo puede decirse de los bienes muebles,
que podría comprarlos de ese tercero sin sujetarse a las formalidades del
artículo 412 del Código Civil.

515. Desde que el artículo 412 se refiere al tutor o curador, sólo tiene
aplicación mientras sea tal, es decir, mientras ejerza funciones de tutor o
curador. Si la tutela o la curatela terminan por la remoción del tutor o
curador, por la mayor edad o la muerte del pupilo, o por cualquiera otra
causa, aquel ya no es tal a partir de esa época; desde entonces no se le
aplica ese artículo, pudiendo comprar libremente los bienes muebles y
raíces del pupilo. La prohibición de la ley dura en tanto desempeña el
cargo de tutor o curador. No subsiste por un tiempo posterior a la cesa-
ción de esas funciones como ocurre con los jueces.
No es necesario que haya una declaración expresa del juez para que
termine la tutela o curatela, a menos que se trate de la curatela del de-
mente (art. 468), de la del disipador (arts. 454 y 455), de la del sordomu-
do (art. 472) y de la remoción del tutor o curador (arts. 542 y 544). En
todos estos casos se requiere un decreto del juez que rehabilite al interdic-
to o que declare removido de su puesto al tutor o curador. Mientras pende
el juicio de rehabilitación, éste tiene ese carácter. Cesa en sus funciones
cuando aquella se declara y hasta ese instante se le aplica el artículo 412.
En cuanto al tutor o curador contra quien se sigue un juicio de remoción,
deja de serlo durante la secuela del juicio, puesto que en ese tiempo se
nombra un curador interino (art. 543). Desde que se nombra este curador
el tutor o curador cesa en la administración de los bienes del pupilo y
puede adquirirlos.
Cuando el menor llega a la mayor edad, la curatela termina por
este hecho y desde ese día el curador puede adquirir válidamente los
bienes del pupilo sin sujeción al artículo 412. Una sentencia de la Cor-
te de Valparaíso ha establecido que la curatela termina ipso facto el día
en que el pupilo cumple 25 años, cesando también ese día todos los

425
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

derechos, funciones y obligaciones que tenía el curador en el desempe-


ño de su cargo.1

516. El tutor o curador que cesó en el desempeño de su cargo puede


adquirir los bienes raíces del pupilo y los muebles del mismo sin sujeción
al artículo 412 del Código Civil aunque no se haya aprobado su cuenta
administratoria, porque su incapacidad desaparece cuando aquél termina.
En ese momento pierde el carácter de tal; la rendición de cuentas que
viene después no es sino una consecuencia de la expiración del cargo, ya
que tiene esa obligación cuando deja de ser tutor o curador. Primero ter-
mina en el desempeño de sus funciones y después presenta la cuenta ad-
ministratoria, según lo disponen los artículos 415 y 417. Si el artículo 412
rige mientras es tutor o curador y si no lo es cuando cesa en sus funciones
y cuando presenta su cuenta, es evidente que puede adquirir los bienes
del pupilo, aun cuando ésta no haya sido aprobada y más todavía, aun
cuando no haya sido presentada. No es su presentación ni su aprobación
la que pone fin al cargo. Una y otra son la consecuencia de su expiración.
La Corte de Apelaciones de Talca declaró válida la venta de bienes de la
sucesión hecha a un albacea que ya había cesado en sus funciones, pero
cuya cuenta no había sido aun aprobada. Hay una gran semejanza entre el
tutor o curador y el albacea, pues ambos deben rendir cuenta de su admi-
nistración una vez que cesan en sus funciones, de manera que esta senten-
cia es perfectamente aplicable al caso en estudio. Dice en su parte pertinente:
“Considerando: 4º Que del escrito de fs. 1 y cuenta de fs. 16 vta. aparece que el
año 1873, Araya principió a ejercer su cargo (de albacea) y habiéndose otorgado
la escritura de venta el año 1881, es fuera de duda que el contrato se celebró
cuando hacía más de seis años que el albaceazgo había expirado, pues no es tampoco
motivo suficiente para la no expiración del cargo el hecho de no haber sido aprobada judi-
cialmente la cuenta de que se ha hecho mérito”.2

517. ¿Qué efecto produce la contravención del artículo 412 del Código
Civil? Para resolver este punto debemos distinguir entre los bienes mue-
bles y los bienes raíces.
La compra de estos últimos verificada por el tutor o curador es nula de
nulidad absoluta. Se trata de un acto prohibido por la ley que produce
objeto ilícito y según el artículo 1682 del Código Civil es nulo absoluta-
mente todo acto o contrato en que hay objeto ilícito. Esta opinión se ro-
bustece aún más si se considera que el Código Penal castiga al tutor o
curador que contraviene el artículo 412 como vamos a verlo. En el mismo
sentido se ha pronunciado la Corte de Apelaciones de Santiago.3 Sin em-

1 Esta sentencia es de 1894 y se encuentra transcrita en la pág. 200, bajo el epígrafe


“Curador (terminación del cargo de)” de la obra Jurisprudencia Civil y Comercial de la Corte de
Apelaciones de Valparaíso, recopilada por ESCOBAR y MUÑOZ RODRÍGUEZ.
2 Sentencia 469, pág. 303, Gaceta 1889, tomo I.
3 Sentencia 2.084, pág. 953, Gaceta 1872.

426
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

bargo, esta misma Corte declaró en otra ocasión que esa venta es nula
relativamente, porque es tal la nulidad que proviene de haberse omitido
un requisito o formalidad exigida en atención a la calidad y al estado de
las personas.1 Esta sentencia incurre en el más profundo de los errores,
pues aquella disposición no exige requisitos o formalidades para la venta
de los bienes raíces del pupilo sino que la prohíbe lisa y llanamente en el
caso allí contemplado y hay nulidad absoluta en todo acto prohibido, aun-
que la prohibición tenga por objeto proteger a un incapaz.
La cuestión es discutible cuando se trata de bienes muebles del pupilo
adquiridos por el tutor o curador sin la autorización de los demás tutores
o curadores generales o del juez en subsidio. ¿El acto así ejecutado es nulo
absoluta o relativamente? Considerado el problema desde el punto de vis-
ta de ese precepto la nulidad es relativa, pues se trataría de la omisión de
formalidades exigidas en atención al estado o calidad de las personas y no
a la naturaleza misma del acto. Pero ese artículo debe entenderse en rela-
ción con el artículo 240 del Código Penal que castiga al tutor o curador
que se interesa directa o indirectamente en algún contrato relativo a los
bienes del pupilo, o sea, cuando lo celebra en contravención al artículo
412 ya que si lo realiza ajustándose a él no hace sino pactar un acto permi-
tido por la ley. Según esto, si el tutor o curador adquiere los bienes mue-
bles del pupilo infringiendo ese artículo comete un delito penado por
aquella. El artículo 10 del Código Civil dice que los actos que la ley prohí-
be son nulos y de ningún valor y, como según el artículo 1466 de ese
Código, hay en ello un objeto ilícito que acarrea su nulidad absoluta, en
virtud del artículo 1682, es indudable que si aquel adquiere los bienes
muebles del pupilo sin la autorización de los demás tutores o curadores
generales no implicados o del juez, en subsidio, ejecuta un acto que es
nulo absolutamente.
El Código Penal ha castigado a los guardadores que violan esa disposi-
ción pues ha querido precaver el fraude y evitar los abusos y porque la
tutela y curatela son una “institución de interés social y las leyes que las
reglamentan son de orden público, que los particulares no pueden dero-
gar, porque se refieren al estado de las personas y al gobierno de las fami-
lias y a la conservación de su patrimonio”.2 Borja3 reconoce también que
las tutelas o curatelas son de derecho público y en el mismo sentido se
pronuncia Zachariae. Si las leyes que rigen la tutela y curatela son de or-
den público, no cabe duda que su infracción produce nulidad absoluta
puesto que en ella hay un objeto ilícito. Pero esto no ocurre con todas esas
leyes, ya que en algunos casos su violación produce nulidad relativa, como
sucede con las solemnidades que se exigen para la venta de los bienes del
pupilo, debido a que se exigen en atención a su estado o calidad.

1 Sentencia 2.544, pág. 1414, Gaceta 1881.


2 BARROS ERRÁZURIZ, Curso de Derecho Civil, III año, pág. 218.
3 Tomo VI, pág. 5.

427
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

De lo expuesto se desprende que, aun cuando el precepto del artículo


412 ha sido establecido en beneficio del pupilo, ha tenido por objeto impedir
el fraude y el desprestigio del cargo de tutor o curador, por lo que el legisla-
dor, al sancionarlo con penas, le ha dado el carácter de ley de orden público.
Debe quedar bien establecido que si la infracción del artículo 412, por
lo que a los bienes muebles se refiere, no estuviera penada por la ley,
produciría nulidad relativa, desde que ha sido establecida en beneficio
único y exclusivo de un incapaz. Pero como el Código Penal la castigó,
hizo de ella una ley de orden público, cuya contravención vicia el acto de
nulidad absoluta.
Por consiguiente, si el tutor o curador compra los bienes raíces del pupi-
lo o los bienes muebles del mismo, sin la autorización respectiva, ejecuta un
acto prohibido y penado por la ley y que, como tal, es nulo absolutamente.

518. La acción de nulidad corresponde a todo el que tiene interés en ella,


al ministerio público y el juez puede y debe declararla de oficio cuando
aparece de manifiesto en el contrato. El tutor o curador infractor no pue-
de solicitarla. El acto nulo no puede ratificarse ni sanearse, sino por un
lapso de tiempo que no baje de treinta años. La acción de nulidad de
cuatro años que confiere el artículo 425 del Código Civil no tiene aplica-
ción en este caso. De lo contrario, su falta de ejercicio produciría la ratifi-
cación tácita del contrato, lo que pugna con el carácter de la nulidad
absoluta. Por otra parte, el artículo 425 deja subsistentes todas las demás
acciones que competan al pupilo contra el tutor o curador, que podrá usar
o emplear en la forma y en los plazos para ellas señaladas.
Declarado nulo el contrato, los bienes vendidos vuelven a poder del
pupilo; el tutor o curador está obligado a las restituciones, como poseedor
de mala fe; pierde lo que pagó por ellos en virtud de lo dispuesto en el
artículo 1468 del Código Civil, y deberá indemnizar al pupilo los daños
que con ese acto le haya causado, en conformidad con el artículo 423 del
mismo Código.

519. Veamos ahora los efectos que produce la compra de los bienes del
pupilo realizada por alguno de los parientes del tutor o curador en contra-
vención al artículo 412.
Si se trata de bienes raíces adquiridos por el cónyuge o por los ascen-
dientes o descendientes legítimos o naturales del tutor o curador, el acto
es nulo absolutamente por tratarse de un acto prohibido por la ley. Así lo
ha resuelto la Corte de Apelaciones de Santiago con ocasión de la compra
que un hijo de curador hizo de un bien raíz del pupilo.1
Si se trata de bienes muebles adquiridos por el cónyuge del tutor o
curador, por sus ascendientes o descendientes legítimos, por sus padres o
hijos naturales, por sus hermanos legítimos o naturales, por sus consanguí-
neos o afines legítimos hasta el cuarto grado inclusive o por uno de sus

1 Sentencia 2.084, pág. 953, Gaceta 1872.

428
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

socios de comercio, sin la autorización respectiva; o de bienes raíces ad-


quiridos por sus hermanos legítimos o naturales, por sus consanguíneos o
afines legítimos hasta el cuarto grado o por su socio de comercio, sin esa
autorización, el acto será nulo relativamente, pues el Código Penal no les
impone ninguna pena. Las que señala el artículo 240 son para el tutor o
curador cuando alguna de esas personas se interesa en el contrato. Luego,
éste no está prohibido y como se trataría de la omisión de requisitos y
formalidades exigidos en atención al estado y calidad de las personas esa
nulidad es relativa. La Corte de Apelaciones de Santiago ha declarado que
la venta de un bien raíz del pupilo celebrada a favor del hermano de un
curador, sin la respectiva autorización, es nula relativamente.1 La Corte de
Apelaciones de Concepción, en cambio, sostiene que esa venta es nula
absolutamente, aunque no da ninguna razón para justificar su aserto.2
Siendo relativa la nulidad, la acción para pedirla sólo compete al pupi-
lo o a sus herederos. Prescribe en el plazo de cuatro años, contados desde
que aquél sale de la tutela o curatela y la venta puede ratificarse.

520. El artículo 240 del Código Penal castiga con la pena de reclusión
menor en su grado medio, inhabilitación especial perpetua para el cargo
u oficio y multa de diez al cincuenta por ciento del valor del interés que
hubiere tomado en el negocio, al tutor o curador que se interesare en los
negocios o contratos del pupilo en que debe intervenir por razón de su
cargo.
Como el artículo 412 del Código Civil faculta al tutor o curador para
celebrar contratos con el pupilo que pueden afectar los bienes de éste, es
indudable que lo que la ley castiga, en tales casos, es la omisión de los
requisitos que se exigen para celebrarlos y no su celebración misma. Lo
penado es su celebración sin cumplir con las formalidades legales.3 Así,
por ejemplo, el acto será nulo y el tutor o curador incurrirá en la sanción
antedicha, si los compra sin la autorización previa de los demás tutores o
curadores o del juez en subsidio. También incurre en ella si compra un
bien raíz del pupilo.
El Código Penal establece que esas mismas penas se impondrán al
tutor o curador cuando vendiere los bienes de su pupilo, en contraven-
ción al artículo 412, a su cónyuge, a algunos de sus ascendientes o des-
cendientes legítimos por consanguinidad o afinidad, a sus colaterales le-
gítimos por consanguinidad o afinidad hasta el segundo grado inclusive
y a sus padres o hijos naturales o ilegítimos reconocidos. El artículo 240
de ese Código dispone que esas penas se impondrán al tutor o curador
cuando en el acto o contrato dieren interés a alguna de esas personas y
como en materia penal la ley no puede aplicarse por analogía, tenemos
que aceptar que si uno de esos individuos celebra un contrato con el

1 Sentencia 2.247, pág. 1268, Gaceta 1882.


2 Sentencia 1.015, pág. 630, Gaceta 1881.
3 COOD, obra citada, pág. 130.

429
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

pupilo el único castigado será el tutor o curador. Esas personas no tie-


nen ninguna pena. El delito no es para ellas, sino que para el tutor o
curador, que consiste, como se ha dicho, en que dé interés en el acto a
algunos de sus parientes.

521. Entre el Código Civil y el Código Penal hay algunas diferencias. Así
el Código Civil sólo exige la autorización de los demás tutores o curadores
o del juez, en subsidio, cuando el acto interese:
1) Al cónyuge del tutor o curador;
2) A sus ascendientes o descendientes legítimos;
3) A sus padres o hijos naturales;
4) A sus hermanos legítimos o naturales;
5) A sus consanguíneos o afines legítimos hasta el cuarto grado (tíos,
sobrinos, primos hermanos carnales o políticos y suegros, yernos y cuña-
dos); y
6) A sus socios.
El Código Penal, en cambio, castiga al tutor o curador cuando interesa
en el acto, en contravención al artículo 412:
1) A su cónyuge;
2) A sus ascendientes o descendientes legítimos por consanguinidad o
afinidad (padre, hijos, abuelos, nietos, suegros y yernos);
3) A sus colaterales legítimos por consanguinidad hasta el tercer grado
inclusive (hermanos, tíos y sobrinos);
4) A sus colaterales legítimos por afinidad hasta el segundo grado (cu-
ñados); y
5) A sus padres o hijos naturales o ilegítimos reconocidos.1
En consecuencia, el Código Penal y el Código Civil concuerdan en: el
cónyuge, en los ascendientes o descendientes legítimos consanguíneos; en
los padres o hijos naturales; en los hermanos legítimos por consanguini-
dad; en los colaterales legítimos por consanguinidad hasta el tercer grado
y por afinidad hasta el segundo y en los ascendientes y descendientes legí-
timos afines.
En todos esos casos, el tutor o curador será castigado con las penas
señaladas, cuando el acto contravenga el artículo 412 del Código Civil, sea
que se trate de muebles o de bienes raíces.
Ahora, si el acto interesa al socio del tutor o curador, a sus hermanos
naturales, a sus primos hermanos consanguíneos legítimos, a sus tíos, so-
brinos o primos hermanos afines legítimos, el tutor o curador no tiene
ninguna sanción.

522. Resumiendo todo lo expuesto sobre esta materia, resulta:


1) No pueden comprar los bienes raíces del pupilo, so pena de la nuli-
dad absoluta del acto, el tutor o curador, ni su cónyuge ni sus ascendientes

1 Ambas expresiones indican una misma cosa, pues son hijos naturales, según el artícu-
lo 270 del Código Civil, los ilegítimos reconocidos.

430
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

y descendientes legítimos o naturales. El tutor o curador será castigado


con arreglo al artículo 240 del Código Penal tanto cuando él los adquiera
como cuando los compre alguna de esas personas;
2) El tutor o curador no puede comprar los bienes muebles del pupilo
ni celebrar contrato alguno que afecte a éste, sino con arreglo al artículo
412, so pena de la nulidad absoluta del contrato y de la sanción penal;
3) No pueden comprar los bienes muebles del pupilo ni celebrar otro
contrato que afecte a éste, sino con arreglo al artículo 412, so pena de la
nulidad relativa del mismo, el cónyuge del tutor o curador, sus ascendien-
tes o descendientes legítimos y sus padres o hijos naturales. El tutor o
curador incurrirá además en las penas ya señaladas.
4) No pueden comprar los bienes raíces y muebles del pupilo sino
con arreglo a las formalidades del artículo 412, so pena de la nulidad
relativa del acto, los hermanos legítimos consanguíneos o afines (cuña-
dos) del tutor o curador, sus tíos o sobrinos consanguíneos legítimos
(colaterales legítimos consanguíneos hasta el tercer grado y afines hasta
el segundo) y sus suegros y yernos (ascendientes y descendientes legíti-
mos por afinidad). Como en el caso anterior, el tutor o curador incurrirá
en las mismas penas;
5) No pueden comprar los bienes raíces y muebles del pupilo sino con
arreglo al artículo 412, so pena de la nulidad relativa del acto, los socios
del tutor o curador, sus hermanos naturales, sus primos hermanos consan-
guíneos legítimos y sus tíos, sobrinos y primos hermanos afines legítimos.
El tutor o curador no tiene aquí pena alguna.

523. Convendría, pues, uniformar ambas legislaciones en el sentido que


tanto el Código Civil como el Código Penal se refieran a las mismas perso-
nas, lo que se obtendría colocando en el artículo 412 del Código Civil, en
su inciso primero, a los ascendientes y descendientes legítimos por afini-
dad en toda la línea recta e incluyendo en el artículo 240 del Código
Penal a los socios, hermanos naturales, y colaterales consanguíneos o afi-
nes legítimos hasta el cuarto grado inclusive del tutor o curador.
Además debería incluirse en el inciso primero del nuevo artículo y en
el 240 del Código Penal la frase “ascendientes o descendientes naturales”
en lugar de la de “padres o hijos naturales”, de acuerdo con lo que se dijo
en el párrafo 499.1 Se debe suprimir también el complemento “de comer-
cio” y exceptuarse los socios de las sociedades anónimas, en conformidad
a lo expuesto más arriba. Del artículo 240 del Código Penal convendría
suprimir la frase “los padres e hijos ilegítimos reconocidos” ya que esta
expresión equivale a la de “padres e hijos naturales” que ese artículo con-
tiene.
El artículo 412 quedaría en esta forma: “Por regla general, ningún acto
o contrato en que directa o indirectamente tenga interés el tutor o cura-
dor, o su cónyuge, o cualquiera de sus ascendientes o descendientes legíti-

1 Pág. 415 de esta Memoria.

431
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

mos por consanguinidad o afinidad, o de sus ascendientes o descendientes


naturales, o de sus colaterales legítimos por consanguinidad o afinidad
hasta el cuarto grado inclusive, o de sus hermanos naturales, o alguno de
sus socios colectivos, comanditarios o gestores, sean de sociedad civil o
comercial, podrá ejecutarse o celebrarse sino con autorización de los otros
tutores o curadores generales que no estén implicados de la misma mane-
ra, o por el juez en subsidio.
Pero ni aun de este modo podrá el tutor o curador comprar bienes
raíces del pupilo o tomarlos en arriendo; y se extiende esta prohibición a
su cónyuge, a sus ascendientes o descendientes legítimos por consanguini-
dad o afinidad y a sus ascendientes o descendientes naturales”.
El inciso 3º del artículo 240 del Código Penal quedaría así: “Las
mismas penas se impondrán a las personas relacionadas en este artícu-
lo que, en el negocio u operación confiados a su cargo, dieren interés
a su cónyuge, a alguno de sus ascendientes o descendientes legítimos
por consanguinidad o afinidad, o de sus ascendientes o descendientes
naturales, a sus colaterales legítimos por consanguinidad o afinidad hasta
el cuarto grado inclusive, a sus hermanos naturales, o a sus socios co-
lectivos, comandatarios o gestores, sean de sociedades civiles o comer-
ciales”.

4) PROHIBICIÓN IMPUESTA A LOS MANDATARIOS, SÍNDICOS Y ALBACEAS

524. La necesidad de evitar el fraude y el abuso que un mandatario puede


cometer con los bienes de su mandante y la necesidad de no colocar a
aquél en un conflicto entre su deber de proteger los intereses de éste
confiados a su cargo y los suyos propios han obligado al legislador, como
en el caso del guardador, a prohibir que el mandatario compre los bienes
que su mandante le ha encargado vender. Nada sería más fácil para el
mandatario, si pudiera comprar esos bienes, que adquirirlos por un precio
vil, no persiguiendo con esto sino su propio interés y sacrificando el de su
mandante, que no es otro que el de obtener por la cosa el más alto precio
posible. Ha sido, pues, ese conflicto material y moral en que habría queda-
do colocado el mandatario el que motivó la prohibición que ahora estu-
diamos. Inútil nos parece manifestar que idénticas razones han autorizado
la prohibición que se impone al mandatario para vender de lo suyo al
mandante lo que éste le ha encargado comprar.
En cuanto a los fundamentos de la incapacidad de los síndicos y alba-
ceas para comprar los bienes de la quiebra o sucesión en que ejercen sus
funciones son los mismos que hemos indicado respecto de los mandata-
rios, ya que, en el fondo, los albaceas y síndicos son verdaderos mandata-
rios, sin otra peculiaridad especial que la forma en que se nombran y las
funciones que desempeñan.

525. El artículo 1800 del Código Civil dispone: “Los mandatarios, los síndi-
cos de los concursos, y los albaceas, están sujetos en cuanto a la compra o venta de

432
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

las cosas que hayan de pasar por sus manos en virtud de estos encargos, a lo
dispuesto en el artículo 2144”.
Aquí la ley no consigna la incapacidad expresamente, como en otros
casos que hemos visto, sino que se remite a los artículos que la establecen.
El artículo 2144 está colocado en el Título “Del mandato” y figura como
una de las reglas a que el mandatario debe ceñirse en la administración de
su mandato. Este artículo, a la letra, dice: “No podrá el mandatario por sí ni
por interpuesta persona, comprar las cosas que el mandante le ha ordenado vender,
ni vender de lo suyo al mandante lo que éste le ha ordenado comprar; si no fuere con
aprobación expresa del mandante”.
La prohibición que establece el artículo 1800 consiste en que los man-
datarios, síndicos y albaceas no pueden comprar los bienes que venden en
razón de su cargo y que pertenezcan al mandante, al fallido o a la suce-
sión, respectivamente. Del mismo modo, prohíbe vender de lo suyo al man-
dante lo que éste le ha encargado comprar. Esta última prohibición se
aplica a los mandatarios para comprar; y no a los síndicos ni albaceas que
no tienen facultades para comprar sino para vender, puesto que su papel
consiste en realizar los bienes del fallido o de la sucesión para pagar a los
acreedores del primero o a los acreedores hereditarios o testamentarios.
Pero si llegara a presentarse el caso de un síndico o albacea con facultades
para comprar, lo que estimamos difícil, quedaría sujeto naturalmente a la
prohibición del artículo 2144.
Podemos decir que la incapacidad de que habla el artículo 1800 es de
dos clases: una para comprar los bienes que se han encargado vender y
otra para vender de lo suyo cuando se ha encargado comprar alguna cosa,
esto es, se prohíbe a esas personas figurar, a la vez, como vendedor y com-
prador de una misma cosa.

526. Los requisitos que se exigen en virtud del artículo 2144 del Código
Civil para que el mandatario se halle comprendido dentro de la prohibi-
ción allí señalada, son diversos, según se trate de comprar bienes para el
mandante o de vender bienes de éste, es decir, según sea el mandato para
comprar o para vender.
Trataremos por ahora de la prohibición para comprar los bienes del
mandante y dejaremos para después la prohibición de vender, a la que es
aplicable todo cuanto se diga de aquella.
Al mandatario se prohíbe comprar los bienes de su mandante única-
mente cuando se le ha encargado venderlos; de manera que esta prohibi-
ción se aplica cuando concurren estos dos requisitos: 1) que el mandato
sea para vender; y 2) que los bienes se vendan por el mandatario a conse-
cuencia del mandato.

527. Se ve que es indispensable para que exista la prohibición que los


bienes que el mandatario trata de comprar sean aquellos que tiene encar-
go de vender y que vende precisamente en virtud de su mandato. Según
esto, el mandatario no está incapacitado para comprar los bienes del man-
dante cuando no se le ha conferido mandato para vender sino para otro

433
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

efecto o cuando, habiéndosele conferido para vender ciertos bienes, la


compra hecha por él se refiere a otros que no son objeto de su mandato.
Tampoco lo está cuando los bienes se venden por el mandante u otra
persona.
Así, por ejemplo, el mandatario a quien se ha comisionado para ven-
der una casa, no puede comprarla; pero sí puede comprar una hacienda
de propiedad de su mandante, puesto que lo que se le prohíbe es que
compre lo que está encargado de vender. Si el mandatario vender su casa
al mandante éste también puede comprarla, puesto que el incapacitado es
aquél para comprar al segundo ciertos bienes. Si el mandante vende su
casa o comisiona a un tercero para que la venda, el mandatario para ven-
derla la puede comprar, porque en ambos casos el mandato conferido a él
ha quedado tácitamente revocado.
La incapacidad que afecta al mandatario no es absoluta ni general para
todos los bienes del mandante sino para aquellos de cuya venta está encar-
gado en virtud del mandato; tampoco consiste en prohibir todo contrato
de venta entre el mandante y el mandatario.
De aquí se deriva otra conclusión importante y es que está incapacita-
do para comprar los bienes del mandante el mandatario para vender y no
el que está encargado de administrar o cuidar los bienes de aquel. En
efecto, en las facultades de administrar y conservar no se incluye la de
vender. El mandatario que tiene facultad de administrar los bienes del
mandante no puede venderlos, lo que ocurre cuando se confiere el man-
dato general de que habla el artículo 2132 del Código Civil. No teniendo
facultades para vender y existiendo la prohibición para que el mandatario
compre aquellos bienes que tiene encargo de vender, es indudable que tal
prohibición no puede aplicársele y puede comprar a su mandante los bie-
nes que le administra.1
Resumiendo lo expuesto resulta:
1) El mandatario no puede comprar los bienes que el mandante le ha
encargado vender;
2) El mandatario puede comprar los otros bienes del mandante cuya
venta no se le ha encomendado;
3) El mandatario puede comprar los bienes del mandante cuando sólo
tiene su administración y cuidado sin que esté facultado para venderlos o
cuando desempeña otro mandato que no sea el vender bienes;
4) El mandatario puede comprar los bienes del mandante de cuya ven-
ta está encargado, cuando él no la realiza, sea porque los vende el mismo
mandante u otro mandatario o persona a su nombre.

528. Un mandatario para vender que delega su mandato ¿puede comprar


al delegado los bienes cuya venta se le ha encomendado? Es evidente que

1 B AUDRY -L ACANTINERIE, De la vente, núm. 243, pág. 242; G UILLOUARD, I, núm. 125,

pág. 145, HUC, X, núm. 50, pág. 78; LAURENT, 24, núm. 47, pág. 58; AUBRY ET RAU, V, pág. 34,
nota 14.

434
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

nos referimos al caso en que el mandatario esté facultado para delegar,


aunque no se haya designado persona con ese objeto, porque si no lo está,
tal delegación no tiene importancia jurídica, ya que el único responsable
es el propio mandatario. Creemos que el mandatario, ni aun delegando su
mandato, puede comprar del delegatario los bienes que el mandante le
encargó vender, desde que continúa siendo mandatario para vender y, por
lo tanto, sujeto a la disposición del artículo 2144. La delegación del man-
dato no pone fin a su calidad de mandatario. Por el contrario, ella subsis-
te; luego deben subsistir también las obligaciones y prohibiciones que el
cargo acarrea.1

529. Para saber cómo se aplica la disposición del artículo 2144 del Código
Civil cuando hay varios mandatarios, debe distinguirse si obran de con-
suno o no. Si están facultados para obrar por separado, la prohibición
existe para aquél a quien se ha encargado la venta de los bienes y sólo
para esos bienes, porque no debe olvidarse que aquella rige para el man-
datario que vende y respecto de los bienes del mandante que tiene encar-
go de vender. Por consiguiente, podrá comprar los bienes cuya venta se
haya encargado a otro mandatario. Del mismo modo, el que no tiene en-
cargo de vender podrá comprar los bienes que vende el otro. Así, si A
confiere un mandato a B para que le venda una casa; a C para que le
venda un fundo; y a D, para que le administre una chacra, B no podrá
comprar la casa, pero sí la chacra y el fundo; C no podrá comprar el
fundo, pero sí la chacra y la casa; y D podrá comprar cualquiera de los tres
bienes.
Si están facultados para obrar juntos o de consuno únicamente, ningu-
no de ellos podrá comprar los bienes cuya venta se les haya encomendado,
pues todos son mandatarios para venderlos. Y creemos que los mandata-
rios no podrán comprar los bienes a que se refiere el mandato ni aun en
el caso del artículo 2127 del Código Civil, o sea, cuando el mandato se lo
dividan los mismos mandatarios, sin que esa división proceda del mandan-
te, puesto que a todos se confirió esa facultad y si la dividen es para facili-
tar su cumplimiento; pero, el mandante entendió conferirles a todos
idénticas facultades, por lo que deben tener iguales obligaciones y prohi-
biciones respecto de todo lo que comprende el mandato. Si A, por ejem-
plo, encarga a B y a C la venta de su casa y de su fundo, en virtud del
artículo 2127 B podría vender la casa y C el fundo, pero, aun cuando
procedieren así, creemos que B no podría comprar el fundo que vende C
ni éste la casa que vende B, por cuanto a ambos se confirió poder para
vender las dos cosas y no para vender una de ellas.

530. El mandatario para vender no puede comprar los bienes que está en-
cargado de vender ni aunque se vendan en pública subasta, porque donde
la ley no distingue el hombre no puede distinguir. Si el artículo 2144 prohí-

1 RICCI, 15, núm. 123, pág. 312; BAUDRY-LACANTINERIE, núm. 241, pág. 242.

435
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

be la compra de esos bienes al mandatario sin señalar si la venta es privada o


pública, es forzoso concluir que quedan prohibidas tanto una como la otra.
Los proyectos de Código Civil consignaban expresamente la prohibición de
comprar esos bienes en pública subasta, lo que manifiesta más todavía cuál
ha sido el espíritu del legislador. Sea que los bienes se vendan en pública
subasta o en venta privada, siempre hay contrato de compraventa, desde
que éste puede hacerse de ambas maneras por cuyo motivo la compra que-
daría comprendida en la disposición del artículo 2144.

531. ¿En qué caso puede el mandatario para vender comprar los bienes
que vende? El artículo 2144 resuelve la cuestión en forma que no da lugar
a dudas. Ese artículo después de prohibir al mandatario comprar los bie-
nes que el mandante le ha encargado vender, agrega, que podrá, sin em-
bargo, comprarlos cuando el mandante lo autorizare expresamente para
ello de modo que es menester la aprobación o autorización expresa del
mandante para que pueda comprar los bienes que se le ha encargado
vender. Si carece de esa aprobación la compra será nula. No basta tampo-
co una autorización tácita. La autorización del mandante no se presume
en ningún caso, ni aunque la compra se haga a su vista y paciencia, pues se
exige su aprobación expresa y en materia de excepciones a una prohibi-
ción, hay que interpretar la ley en sentido estricto.

532. ¿A quién corresponderá probar que el mandante dio esa autoriza-


ción? Esa prueba incumbe al mandatario, puesto que es él quien sostendrá
que la compra es válida en virtud de esa autorización. El mandante, segu-
ramente, pedirá la nulidad en lo que se encuentra amparado por la ley
que prohíbe esa compra como regla general.

533. Esto nos lleva a la conclusión que las partes pueden derogar la dispo-
sición del artículo 2144 del Código Civil, aun cuando Huc1 y Manresa2
creen que es de orden público y que no puede derogarse. Esta disposición
ha sido establecida únicamente en interés privado, por lo que puede de-
jarse sin efecto, que es lo que sucede cuando el mismo mandante vende al
mandatario los bienes que le encargó vender, o cuando el mandante auto-
riza expresamente a su mandatario para que los compre.
Cuando el mandante vende a su mandatario los bienes cuya venta le
encargó, es el mismo mandante quien le vende los bienes materia del
mandato. Con esto, el mandante recobra la facultad de vender que había
conferido a aquél y el mandato se termina tácitamente, ya que el hecho
que aquel venda los bienes cuya venta encomendó al mandatario no es
sino la revocación tácita del mandato de que habla el artículo 2164.3 Aun-
que ese artículo se refiere a un caso de revocación tácita, es indudable que

1 X, núm. 50, pág. 79.


2 X, pág. 99.
3 RICCI, 15, núm. 123, pág. 312; BAUDRY-L ACANTINERIE, núm. 241, pág. 241.

436
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

en él queda comprendido implícitamente el caso en que el mandante eje-


cute el negocio por sí mismo, como ocurre cuando vende por sí mismo los
bienes al mandatario, puesto que tanto en uno como en otro caso, el man-
datario no podrá llevar a cabo el encargo.

534. Si esta prohibición es para comprar los bienes cuya venta se enco-
mendó al mandatario es indudable que realizada aquella cesa la incapaci-
dad, pues entonces termina el mandato referente al bien vendido. De aquí
que rija durante el tiempo que media entre la constitución del mandato y
la celebración de la venta, terminando cuando ésta se efectúa. En una
palabra, la prohibición existe, como dice Ricci, hasta que los bienes se
vendan para efectuar el encargo recibido.

535. Fluye de aquí una consecuencia muy importante y es que una vez
realizada la venta de los bienes por el mandatario, éste puede adquirirlos
del tercero a quien él los vendió, siempre que éste no sea una persona
interpuesta.1 Desde el momento que el mandante pierde el dominio de
los bienes, que pasa al tercero que los compró del mandatario, el mandato
se ha cumplido y con ello ha cesado la prohibición, por cuyo motivo pue-
de adquirirlos. No hay aquí un plazo posterior a la terminación del man-
dato durante el cual subsista la prohibición, como ocurre con los jueces.
Ella es coetánea con la existencia misma del mandato; nace y muere con
él. Si C, mandatario de A, vende a B los bienes a que se refería el manda-
to, cesa la prohibición para C que puede comprarlos posteriormente a B
sin que pueda anularse la venta diciendo que C fue mandatario de A,
porque, como se ha dicho, no es el haber tenido esta calidad lo que lo
hace incapaz, sino el hecho de tenerla mientras vende.

536. Por la misma razón, el mandatario puede comprar al mandante los


bienes cuya venta se le encomendó, una vez que termina el mandato. La
incapacidad existe para los que están encargados de la venta, para los que
venden como mandatarios; pero no para los que en otra época estuvieron
encargados de vender los bienes que ahora compran, aunque pertenezcan
a su mandante y aunque sean los mismos cuya venta se les confió. Por eso
dice Manresa que “esta prohibición no se refiere a los que hubiesen estado
encargados de la enajenación sino a los que de hecho y en la actualidad tengan
ese encargo”.2
La Corte de Apelaciones de Santiago ha declarado que es válida la
compra que hace un mandatario, después que ha terminado su mandato,
de los bienes de su mandante de cuya venta estuvo encargado, porque la
prohibición del artículo 2144 del Código Civil sólo se refiere al mandata-
rio que compra esos bienes mientras está en ejercicio de sus funciones.3

1 BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 253, pág. 251.


2 X, pág. 102.
3 Sentencia 2.080 (considerando 8º), pág. 1328, Gaceta 1886.

437
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

537. Se ha dicho más arriba que el mandatario es inhábil para comprar


los bienes cuya venta se le ha encomendado única y exclusivamente cuan-
do procede a venderlos en virtud de ese mandato. Si los vende el mismo
mandante o un tercero por encargo de éste, el mandatario puede adqui-
rirlos, puesto que en ambos casos cesó su mandato en virtud de la revoca-
ción tácita de que habla el artículo 2164. Concluyendo el mandato
desaparece la prohibición.
Igual cosa ocurre con la venta forzada de los bienes del mandante y
que el mandatario tiene encargo de vender. Por el hecho de la ejecución,
la justicia se apodera de los bienes del deudor, que en este caso es el
mandante. Este ya no podrá enajenarlos y su venta se hará por orden del
juez y en la forma que indica la ley. Si aquel queda privado de la adminis-
tración y disposición de los bienes, el mandato que confirió para enajenar-
los termina, desde que se dio mientras el deudor tenía la facultad de
disponer de ellos. Ahora que no puede enajenarlos por sí mismo tampoco
podrá hacerlo por mandatarios. El mandato que se dio en uso de la facul-
tad de disponer que tenía el mandante cesa cuando pierde esa facultad,
porque no puede hacerse por otra persona lo que no puede hacerse por sí
mismo. El mandato termina, en consecuencia, por haber cesado el man-
dante en las funciones en virtud del ejercicio de las cuales aquél fue confe-
rido si así pudiéramos decir, o sea, por la causal que señala el número 9
del artículo 2163 del Código Civil. Terminado el mandato el mandatario
no se hallará en el caso de comprar como tal los bienes de su mandante.
Cesa la prohibición y puede adquirir los bienes de éste que se vendan en
el juicio ejecutivo, respecto de los cuales ya no tiene incapacidad alguna
que emane de su carácter de ex mandatario.
Si este raciocinio no se aceptara, hay todavía dos más que nos conduci-
rían a idéntica solución. Helos aquí en breves palabras. El artículo 2164
define como revocación tácita el encargo del mismo negocio conferido a
distinta persona. Cuando los bienes materia del mandato se embargan y se
venden por el juez, ha tenido lugar esa revocación tácita que, aunque no
es voluntaria de parte del mandante, le es impuesta por la justicia, que
precederá a su realización haciendo uso del derecho que le confieren las
leyes, puesto que el juez la efectúa como representante legal del deudor,
según lo establece el artículo 671 del Código Civil. Revocado tácitamente
el mandato, el mandatario no es tal y queda exento de la incapacidad del
artículo 2144.
Finalmente, puede alegarse que el mandatario se halla en absoluta im-
posibilidad legal para proceder a vender los bienes materia del mandato,
porque de ellos sólo puede disponer el juez; y su venta sin autorización de
éste es nula absolutamente. Los artículos 1547 y 1670 del Código Civil
disponen que cuando el deudor se halla en imposibilidad absoluta de cum-
plir su obligación sin su culpa queda exento de toda responsabilidad y la
obligación se extingue. El mandatario sería deudor para con el mandante
de una obligación de hacer, que consiste en vender sus bienes. Si estos
salen del comercio sin su culpa y no pueden venderse, cesa su obligación
por la imposibilidad que hay para cumplirla. El contrato de mandato ha

438
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

concluido por esa causal ya que ese es su único objeto y no puede revivir,
porque los bienes a que se refirió fueron vendidos y salieron del patrimo-
nio del mandante. Si cesa el mandato, cesa también la incapacidad citada.
Creemos, pues, que cuando los bienes del mandante, y a que se refiere
el mandato, se venden por la justicia a consecuencia de una ejecución segui-
da en su contra, esto es, cuando se venden en venta forzada, el mandatario
puede adquirirlos, porque ya no le rige la prohibición del artículo 2144 del
Código Civil. Con mayor razón puede adquirirlos si se venden en un con-
curso o quiebra, pues en este evento el mandato termina, y con él la prohi-
bición, por el solo hecho de ser declarado en quiebra o concurso el
mandante, según lo dice el número 6º del artículo 2163 del Código Civil.
La Corte de Apelaciones de Talca ha establecido que la prohibición
del artículo 2144 del Código Civil no se aplica cuando los bienes cuya
venta se ha confiado al mandatario se venden por la justicia en venta for-
zada, en cuyo caso éste puede adquirirlos válidamente. Dice en su conside-
rando 8º
“Que en el supuesto que el demandado, por habérsele conferido la tenencia de
todos los bienes de la sucesión de la señora Morales, hubiera continuado en ella
después del albaceazgo, esto, a lo más es un mandato nacido de la aquiescencia tácita de
los herederos, que en manera alguna lo inhabilitaba para tomar en adjudicación los bienes
embargados, por no encontrarse estos en el caso previsto en el artículo 2144 del Código Civil”.1

538. El Código, en su artículo 2144, prohíbe al mandatario comprar las


cosas que el mandante le ha ordenado vender, es decir, adquirirlas me-
diante un contrato denominado compraventa y otro análogo, pero que
importe en el fondo la existencia de un vínculo contractual. La sucesión
por causa de muerte es un modo de adquirir el dominio y, a la vez, un
título enteramente distinto de la compraventa y no guarda con ésta ningu-
na semejanza. El artículo 2144 que prohíbe la compra no puede prohibir
que el mandatario adquiera los bienes de su mandante por sucesión por
causa de muerte. Si el mandatario es heredero del mandante o legatario
de las cosas vendidas las adquiere en esa calidad y no en la de mandatario.
Las adquiere por herencia o por legado y no por compra. No hay ninguna
ley que prohíba adquirir esos bienes por causa de muerte y no puede
haberla, porque importaría desconocer los efectos de la sucesión por cau-
sa de muerte. El mandatario puede, según eso, adquirir por herencia o
legado los bienes del mandante, cuya venta se le ha encomendado.2

539. Para saber si el delegado del mandatario puede adquirir los bienes
del mandante cuya venta se encomendó al mandatario, es preciso distin-
guir cuatro situaciones en que aquel puede encontrarse: a) o ha sido nom-
brado sin autorización del mandante, que no ha prohibido la delegación

1 Sentencia 2.860, pág. 918, Gaceta 1888.


2 Véase lo dicho en el número 566, pág. 459 de esta Memoria y la sentencia allí citada
que también se aplica a este caso.

439
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

(art. 2135 del Código Civil); b) o ha sido nombrado en virtud de la autori-


zación del mandante, que no ha señalado, sin embargo, la persona del
delegado (art. 2135 inciso 2º); c) o ha sido nombrado por haberlo desig-
nado el mandante como delegado (art. 2137); y d) al mandatario se le ha
prohibido delegar el mandato, a pesar de lo cual hace la delegación.
En los tres primeros casos el mandatario está tácita o expresamente
facultado para delegar, de modo que el delegatario, en su origen, arranca
su capacidad del mandante cuya persona representa; pero obra con las
facultades del mandatario. El delegado es un verdadero mandatario y como
tal se le aplican todas las reglas que para éste señala el Código, entre las
cuales figura la de no poder comprar los bienes cuya venta se le encomen-
dó. No debe olvidarse que el delegado, desde que actúa con las facultades
del mandatario, no puede ejecutar sino aquello que éste puede hacer; si el
mandatario está incapacitado para adquirir esos bienes, esa incapacidad
pasa también a él. No hay duda que en estos tres casos el delegado, sea
que obre o no bajo la responsabilidad del mandatario, es un verdadero
representante del mandante. Luego no puede ser adquirente de los bie-
nes para cuya venta se le confirió la delegación.
Si al mandatario se le ha prohibido delegar el mandato, el delegado es
un agente privado suyo, que no tiene ninguna representación del man-
dante y cuyo mandatario tampoco es. Aunque obre en su nombre, ese
acto no obligará al mandante. De ahí que el delegado pueda, en este caso,
adquirir los bienes que son materia del mandato.

540. El delegado para vender puede adquirir válidamente los bienes a que
se refiere la delegación y que le vende un tercero que los adquirió del
mandatario. Por el hecho de haber vendido éste los bienes, el mandato
termina y con él la delegación. La incapacidad también desaparece, ya
que es indispensable para su existencia que el delegado sea tal en el mo-
mento de la compra y que él mismo proceda a la venta. Si ésta no se hace
por él, el mandato ha concluido y la prohibición no reza en tal evento. En
la cuestión propuesta no es el delegado quien vende; de manera que no se
halla en el caso del artículo 2144 del Código Civil. La venta de esos bienes
por el mandatario importa la revocación tácita de la delegación y su termi-
nación de pleno derecho, pues se extingue el mandato en cuyo ejercicio
se confirió, ya que la realización del negocio para el cual se ha conferido
es uno de los modos como termina. Cuando el mandatario cesa en sus
funciones desaparece la incapacidad del artículo 2144.

541. El artículo 1800 del Código Civil establece que se prohíbe a los man-
datarios adquirir los bienes que vendan sin distinguir si el mandatario es
legal, convencional o judicial. Si esta prohibición hubiera emanado única-
mente del artículo 2144 tal vez hubiera originado dudas, por cuanto es
una regla que se da para los mandatarios convencionales, lo que habría
inducido a excluir de ella a los demás mandatarios. Pero emana del artícu-
lo 1800 que se remite al artículo 2144 por lo que una regla especial, como
es ésta, ha sido ampliada y generalizada por el artículo 1800 a todo man-

440
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

datario, ya que este precepto no distingue si el mandato proviene de la ley,


de una resolución judicial o de un contrato. En cualquiera de los tres
casos el individuo encargado de representar a otra persona o de actuar en
nombre de ella es un mandatario y debe aplicársele la prohibición que
contiene el artículo 1800, siempre que el mandato tenga por objeto ven-
der bienes.
En igual sentido se pronuncian Manresa, al estudiar el Código Civil
español,1 y Baudry-Lacantinerie, al analizar el Código francés,2 que son
análogos al nuestro en este punto.

542. Los gerentes de las sociedades civiles o comerciales y los presidentes


de las fundaciones o corporaciones son mandatarios, porque obran en
representación de aquellas en virtud del mandato que los estatutos o la
voluntad de la sociedad o corporación les han conferido. Las leyes que se
ocupan de la representación de los gerentes o administradores de las so-
ciedades o de los presidentes de las corporaciones les dan el carácter de
mandatarios y los sujetan a las reglas del mandato. Así puede verse respec-
to de los primeros en los artículos 2071, 2074, 2075, 2076, 2077 del Códi-
go Civil y 386, 387, 392, 394, 395, 397, 399, 400, 457, 458 y 460 del Código
de Comercio, y respecto de los segundos en los artículos 551 y 552 del
Código Civil. Si son mandatarios quedan sujetos a todas sus obligaciones y
prohibiciones y no pueden adquirir los bienes de la sociedad o corpora-
ción que se vendan por su intermedio.3

543. El artículo 271 del Código de Comercio reproduce la disposición del


Código Civil al hablar de los comisionistas que no son sino los mandata-
rios que se constituyen para ejecutar una o más operaciones mercantiles
individualmente determinadas. El artículo 271 prohíbe a los comisionistas,
salvo el caso de autorización formal, comprar las mercaderías que sus co-
mitentes les han encargado vender, como también adquirir para estos las
mercaderías que pertenezcan a ellos. Por consiguiente, todo lo dicho res-
pecto de los mandatarios civiles se aplica a los comisionistas.

544. Los dependientes de comercio o mancebos son verdaderos mandata-


rios, según los artículos 234 y 237 del Código de Comercio que, por lo
demás, los reglamenta en el título “Del mandato comercial”. Siendo manda-
tarios y teniendo todas las características de tales, es indudable que cuan-
do estén facultados para vender, sea por menor o por mayor (art. 346 del
Código de Comercio), se hallarán incapacitados para comprar la mercade-
ría que venden ya que las incapacidades que se aplican a los mandatarios
en general tienen que aplicárseles necesariamente a los que desempeñan
una clase especial de mandato.

1 X, pág. 100.
2 Núm. 243, pág. 242.
3 MANRESA, X, pág. 100.

441
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Podría argumentarse que los dependientes pueden comprar las cosas


que venden, fundándose en que el Código de Comercio no ha consignado
una incapacidad especial a su respecto, como lo ha hecho con los comisio-
nistas, y que la impuesta a estos no les es aplicables, porque el mismo
Código se ha encargado de reglamentarlos por separado sin que haya he-
cho extensivas a los dependientes las disposiciones establecidas para aque-
llos. Este argumento se destruye fácilmente haciendo notar que, a falta de
disposiciones del Código de Comercio, se aplican las del Código Civil, que
prohíben a los mandatarios comprar las cosas que vendan; y como los
dependientes son mandatarios resulta que en el silencio del Código de
Comercio rigen las disposiciones de los artículos 1800, y 2144 del Código
Civil, en virtud de lo dispuesto en los artículos 2 y 96 de aquel Código.
De los factores ya nos ocupamos en el número 542 al hablar de los
gerentes puesto que ambas expresiones son sinónimas según lo establece
el artículo 237 de Código de Comercio.

545. Sería muy raro el caso de un agente oficioso que vendiera los bienes
del interesado, desde que sus facultades son las de administrar y conservar
los bienes sin poder disponer de ellos. Sin embargo, puede ocurrir que los
actos de disposición, que se prohíben al gerente, sean necesarios para la
conservación de esos bienes, como sería, según Demolombe, si aquel ven-
diera un inmueble para pagar una de las deudas del interesado, a fin de
evitar una ejecución o que corran los intereses o para impedir la realiza-
ción de una cláusula penal. Aceptando el hecho que pueda vender los
bienes del interesado ¿podría comprarlos él mismo? Creemos que no, por-
que según el artículo 2287 del Código Civil, las obligaciones del agente
oficioso o gerente son las mismas que las del mandatario, entre las cuales
figura la de abstenerse de comprar los bienes que vende, por lo que esa
obligación o prohibición le es aplicable.
Cuando un mandatario sale de los límites de su mandato u obra en
virtud de la aquiescencia tácita de su ex mandante pasa a ser un agente
oficioso, en cuyo caso no puede comprar los bienes que vende en el su-
puesto que esa venta fuere de posible realización por el gerente.

546. Un mandatario para vender no puede comprar para un tercero, de


quien también es mandatario, los bienes que vende por encargo de otra
persona. Es material y jurídicamente imposible que una persona pueda ser
a la vez vendedor y comprador, ya que todo contrato supone la coexisten-
cia de dos o más individuos y aun cuando legalmente el mandatario repre-
sente a dos personas, en el hecho es una; de manera que no puede prestar
su voluntad en representación de ambas. El Código de Comercio ha con-
signado esta prohibición para un acto de esa especie, que puede aplicarse
a los mandatarios civiles respecto de los cuales no se estableció expresa-
mente, no sólo por ser innecesaria, pues se desprende de la noción jurídi-
ca del contrato, sino también porque ese caso sería poco frecuente en la
vida civil; en tanto que puede ser de más fácil realización en la vida del
comercio, donde la gran actividad de los negocios puede hacer concurrir
en una persona el carácter de mandatario de dos o más individuos.

442
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

El artículo 271 del Código de Comercio que, como dijimos, puede


extenderse a los mandatarios civiles, prohíbe al comisionista comprar para
un comitente lo que otro le ha encargado vender, como también vender
por cuenta de un comitente las mercaderías que esté encargado de com-
prar por cuenta de otro. Le prohíbe figurar en un mismo contrato como
vendedor y comprador a la vez. A comisionista para vender cien sacos de
trigo de B y comisionista de C para comprarle cien sacos de trigo, no
podría comprar por cuenta de C esos cien sacos que él mismo vende por
cuenta de B.

547. En esta situación se hallaría el gerente de una sociedad a quien se ha


encargado la venta de ciertas mercaderías. No podría comprarlas para la
sociedad, no sólo en virtud del artículo 271 del Código de Comercio, sino
porque el gerente, al comprar para la sociedad, se beneficia él mismo,
quedando comprendido así en la disposición del artículo 2144 del Código
Civil, ya que figuraría como un mandatario que compra lo que tiene en-
cargo de vender. La Corte de Burdeos anuló, en cierta ocasión, la compra
que hizo el gerente para la sociedad que administraba de las mercaderías
que otra persona le había encargado vender.1 Por la misma razón sería
nula la venta si el gerente, que estuviera encargado de comprar mercade-
rías, vendiera a su mandante las que produjera la sociedad, es decir, com-
prara para su mandante las mercaderías que vende la sociedad que
administra. Ambos actos podría realizarlos si fuera autorizado al efecto
por el propietario o por el comprador de los bienes, según el caso.

548. El mandatario no puede vender a su propia mujer los bienes cuya


venta le ha confiado un tercero. Cuando el marido vende como mandata-
rio no es él quien en realidad vende, sino el tercero que le ha encargado
esa venta. Pero quien compra es su mujer, que no podrá hacerlo sino con
autorización de su marido, o mejor dicho, éste hará la compra en repre-
sentación de su mujer. El bien adquirido, salvo el caso de subrogación,
pertenecerá a la sociedad conyugal, según el número 5º del artículo 1725
del Código Civil y, por ende, al marido, que es el administrador de esa
sociedad.
El marido, en buenas cuentas, compra para sí mismo una cosa cuya
venta se le ha encargado y esto lo prohíbe expresamente el artículo 2144
del Código Civil. Si la cosa que vende el marido como mandatario pasa a
ser propiedad de la mujer únicamente porque hay subrogación, también
es necesaria su autorización, ya que aquella no puede celebrar contrato
alguno sin esa autorización. Aquí también resultaría el marido vendiendo
como mandatario de un tercero y comprando como representante legal
de su mujer, lo que no es posible, pues del espíritu de nuestro Código se
desprende que es menester la intervención de dos partes en un contrato
bilateral y no de una, aunque sea como representante de ambas. No debe

1 BAUDRY-LACANTINERIE, núm. 251, pág. 250.

443
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

olvidarse tampoco que el marido administra esos bienes, de manera que la


compra lo beneficia personalmente y hemos repetido varias veces que es-
tas prohibiciones tienen lugar tanto cuando el mandatario mismo es quien
compra, como cuando, haciéndose para otra persona, resultará de esa com-
pra, por motivos de otro orden, beneficios y ventajas para sí, es decir, cuando
la compra beneficia al mismo mandatario. Si el marido vende a su mujer
bienes de un tercero, como mandatario de éste, podría creerse que la
compra se hace por el mismo marido, no siendo la mujer sino una perso-
na interpuesta, lo que también prohíbe el artículo 2144.
Si, teóricamente hablando, no hay venta directa entre marido y mujer,
porque el contrato se celebra entre el tercero que ha comisionado al mari-
do y la mujer, sin embargo, en el hecho, esa venta se hace entre el marido
como mandatario y el marido como representante legal de su mujer, o sea,
el caso del mandatario que compra lo que se le ha encargado vender.
Siempre existen los peligros del fraude, ya que el tercero puede ser un
mito para burlar a los acreedores o para disfrazar una donación. Aunque
el artículo 1796 no prohibiera esta venta, por sostenerse que sólo se refie-
re a la venta de los cónyuges entre sí, o sea, a aquellas en que sean vende-
dores y compradores, creemos que en todo caso habría en ese contrato un
antecedente que, con otras pruebas, serviría para declarar su nulidad. Pero
es indudable que esa venta sería nula, de acuerdo con lo dispuesto en el
artículo 2144 del Código Civil, ya que el marido al vender los bienes del
tercero a su propia mujer, se los vende a sí mismo y de este modo habría
un mandatario que compra lo que está encargado vender.
Manresa cree que esta venta es válida y se funda para ello en que “no es
el marido el que vende, es un tercero; no vende el marido bienes de un
tercero, sino un tercero es quien vende sus propios bienes, valiéndose del
marido de la compradora”.1 Agrega, después, que “el marido no vende sus
bienes propios sino los de su mandante y, en realidad, no se trata en el caso
propuesto de una compraventa entre marido y mujer, sino entre ésta y un
tercero, siquiera el tercero estuviera representado por su marido”. Esta ar-
gumentación es verdadera, pero el autor olvida que cuando la mujer casada
compra, lo hace por intermedio del marido y esa adquisición beneficia a
éste, desde que la cosa pertenecerá a la sociedad conyugal por tratarse de
una adquisición hecha a título oneroso durante su vigencia. Y en esto nos
fundamos para pensar en la forma antes expuesta. Por lo demás, el mismo
Manresa dice que este caso fue resuelto en España por la Dirección de los
Registros en el sentido de que es nula la venta que el mandatario hace a su
mujer de los bienes cuya venta le confirió un tercero.
Lo dicho no se aplica a la mujer separada de bienes o divorciada per-
petuamente, porque entonces el marido no tiene la administración de sus
bienes, de modo que los que ella adquiera no lo benefician. En ambos
casos no tiene aplicación el artículo 2144 del Código Civil, ya que el man-
datario no compra los bienes que vende. Por consiguiente, la venta es

1 X, pág. 96.

444
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

válida tanto cuando el mandatario vende esos bienes a su mujer divorciada


perpetuamente como cuando los vende a su mujer separada de bienes.

549. La mujer mandataria no puede vender a su propio marido los bienes


que le ha encargado vender un tercero. No nos corresponde discutir si la
mujer casada puede o no ser mandataria, puesto que el artículo 2128 del
Código Civil resuelve el caso afirmativamente. Damos por sentado que la
mujer puede ser mandataria. Cuando vende los bienes de su mandante a
su propio marido, creemos que la venta es nula, porque en el régimen
ordinario de la sociedad conyugal aquellos pertenecerán a ésta, o sea, tan-
to el marido como la mujer, por lo que compraría los bienes que vende
como mandataria; ejecutaría un acto que prohíbe en forma expresa el
artículo 2144 del Código Civil.
Si la mujer está separada de bienes o divorciada perpetuamente, nos
parece que puede vender a su marido como mandataria de un tercero los
bienes cuya venta se le ha encomendado, pues entonces no tendrá ningu-
na participación en ellos ni la compra le reportará beneficio alguno.

550. Los artículos 1800 y 2144 no prohíben sino al mandatario comprar


los bienes que venda, pero no a sus parientes. Como las prohibiciones no
pueden extenderse a casos no contemplados por la ley y como en derecho
civil puede hacerse todo lo que la ley expresamente no prohíbe, es indu-
dable que los parientes del mandatario pueden comprar los bienes que
éste vende con las salvedades indicadas en los dos números anteriores.
Pero si se trata de los demás parientes del mandatario que compran los
bienes que éste vende, el contrato es válido siempre que no sea por inter-
puesta persona, naturalmente, ya que a ellos no les alcanza la prohibición
del artículo 2144. La Corte de Casación de París declaró que el hijo mayor
de edad de un mandatario podía comprar válidamente los bienes que como
tal le venda su padre, ya que ninguna ley lo incapacitaba para ello.1

551. El artículo 2144 prohíbe expresamente al mandatario comprar por


interpuesta persona las cosas que el mandante le ha ordenado vender,
siguiendo el principio de que lo que no puede hacerse directamente tam-
poco puede realizarse de un modo indirecto. La determinación de quie-
nes son personas interpuestas queda sujeta al criterio del juez, quien, con
el mérito de los autos y de la prueba rendida, declarará o no la interposi-
ción. La prueba de la interposición corresponde al que la alega y podrá
producirla por todos los medios probatorios que la ley establece; pero no
podrá invocar una presunción legal en su favor, porque, como se ha di-
cho, el Código no ha señalado quiénes son personas interpuestas.2

1 ROGRON, tomo II, pág. 1625.


2 AUBRY ET RAU, V, pág. 36, nota 17; G UILLOUARD, I, núm. 130, pág. 151; HUC, X, núm.
52, pág. 80; BAUDRY-LACANTINERIE, De la vente, núm. 252, pág. 250; LAURENT, 24, núm. 49,
pág. 60; TROPLONG, I, núm. 193, pág. 261, RICCI, 15, núm. 126, pág. 319.

445
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Es necesario tener presente, sin embargo, que para que haya venta por
interpuesta persona no basta la circunstancia que el mandatario que ven-
dió los bienes del mandante a un tercero, los adquiera posteriormente de
ese tercero. Este hecho no es suficiente por sí solo para probar que el
tercero comprador es una persona interpuesta del mandatario, porque
para que exista interposición se requiere, dice Baudry-Lacantinerie, que
en el momento en que se vendan los bienes del mandante, aquel se haya
puesto de acuerdo con el comprador para comprárselos más tarde; de tal
modo que la prueba de ese acuerdo sería la prueba misma de la interposi-
ción y la venta sería nula.1 Es base esencial de la interposición que el com-
prador sea aparente y no tenga otro objeto que ocultar al mandatario. Si
compra los bienes para sí y después, por cualquiera causa, los vende al ex
mandatario, como pudo haberlos vendido a otra persona, en virtud de un
contrato de que no se tuvo idea al tiempo de la primera compra, la venta
hecha al mandatario es válida puesto que el comprador no fue una inter-
pósita persona, sino el verdadero y real contratante.

552. ¿Qué efectos produce la compra que hace el mandatario de los bie-
nes que se le ha encargado vender? He aquí un punto interesante y de
difícil solución. Trataremos de resolverlo en cuanto nos sea posible.
El artículo 2144 del Código Civil dice que se prohíbe al mandatario
comprar para sí lo que su mandante le ha encargado vender. La redacción
de ese precepto manifiesta que se trata de un acto prohibido por la ley.
Según el artículo 1466 del mismo Código hay objeto ilícito en todo contra-
to que la ley prohíbe y el objeto ilícito produce, según el artículo 1682, la
nulidad absoluta de aquél. Este raciocinio nos conduciría forzosa e inevita-
blemente, de no haber otros preceptos sobre la materia, a la conclusión
que la venta en el caso que estudiamos es nula absolutamente.
Sin embargo, no es tal el efecto que produce la contravención del ar-
tículo 2144. Si bien es cierto que el artículo 1466 del Código Civil estable-
ce que hay objeto ilícito en todo contrato prohibido por la ley, no lo es
menos también que, como ese mismo artículo lo dice, esa regla no es
absoluta y tiene sus excepciones, pues no otra cosa significa la expresión
generalmente que emplea. En su parte final dice “y generalmente en todo con-
trato prohibido por las leyes”, con lo que indica que hay contratos prohibidos
por las leyes que no constituyen un objeto ilícito. Pues bien, uno de estos
casos es el que ahora analizamos.
Pero ¿de dónde se deriva la conclusión que venimos sustentando? ¿Qué
preceptos nos demuestran que la venta celebrada en contravención al ar-
tículo 2144 del Código Civil es nula relativamente? Podemos contestar que
el mismo artículo 2144. La nulidad absoluta, dice el artículo 1683, no pue-
de ratificarse por las partes; el acto nulo absolutamente no es válido por la
voluntad de éstas y es nulo, aunque ellas mismas consientan en su celebra-
ción y aun cuando no se realice el fraude que se quiso evitar. Nada de eso

1 Núm. 253, pág. 252.

446
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

ocurre con la compra que haga el mandatario de los bienes cuya venta se
le encomendó. El artículo 2144 establece que esa venta es posible siempre
que el mandante autorice al mandatario para efectuarla. Se infiere de aquí
que este contrato, aunque prohibido por la ley, puede ejecutarse válida-
mente si lo autoriza la parte a quien se quiso beneficiar con la prohibi-
ción. Un acto que puede celebrarse cuando lo permite la persona a quien
la ley ha querido proteger no puede ser nulo absolutamente.
Yendo al motivo que autorizó esta prohibición encontraremos también
razones suficientes para convencernos que esta nulidad no puede ser ab-
soluta. La ley prohibió esta venta para proteger al mandante; sólo su inte-
rés tuvo en cuenta y de allí que permita celebrarla cuando éste la autorice.
No se ha tratado de proteger el orden público ni las buenas costumbres.
Esa ley es de interés privado y la violación de leyes de esta índole no aca-
rrea la nulidad absoluta del acto.
Por estas razones, creemos que la nulidad que proviene de la compra
que hace un mandatario de los bienes que su mandante le encargó vender
es relativa y no absoluta.1 La acción para pedirla prescribe en cuatro años y
la nulidad puede sanearse por la ratificación expresa o tácita del mandante.
Los autores franceses están unánimemente de acuerdo en reconocer
que esa nulidad es relativa y la jurisprudencia de los tribunales franceses
se ha pronunciado en el mismo sentido.2
El mandante puede pedir la nulidad del acto a pesar que el incapaz
pruebe que la venta fue ventajosa para aquel, porque el único que puede
apreciar si la venta lo dañó o no es el mandante, como dice Guillouard.3
Por lo tanto, desde que pida la nulidad del contrato el juez tendrá que
pronunciarla, una vez que se acredite la incapacidad del comprador, aun-
que no haya habido daño alguno para el vendedor.
Esta acción compete únicamente al mandante, a sus herederos y a sus
cesionarios. El mandatario no podrá hacerla valer, puesto que no ha sido
establecida en su beneficio y ni aun podrá alegar su buena fe para exonerar-
se de ella, desde que la ley se presume conocida de todos y su ignorancia
constituye una presunción de mala fe que no admite prueba en contrario.
Prescribe en cuatro años contados desde la celebración de la venta. Si ésta
se ha celebrado por persona interpuesta, comenzará a correr, según lo ha
resuelto la Corte de Casación de Francia, desde el día en que se descubra la
interposición, porque, como dice Baudry-Lacantinerie, hasta el momento
de ese descubrimiento no puede obrar aquel a quien pertenece esa acción.4

1 La Corte de Apelaciones de Santiago ha declarado que esta nulidad es absoluta como

puede verse en la sentencia que se analiza en el número 553, pág. 448 de esta Memoria.
2 BAUDRY -LACANTINERIE, núm. 250, pág. 249; AUBRY ET RAU, V, pág. 36; TROPLONG, I,

núm. 194, pág. 262; HUC, X, núm. 52, pág. 80; LAURENT, 24, núm. 50, pág. 60; GUILLOUARD,
I, núm. 130, pág. 151; MARCADÉ, V, pág. 200; RICCI, 15, núm. 132, pág. 331, FUZIER-HERMAN ,
tomo 36, Vente, núms. 841 y 842, pág. 852.
3 I, núm. 131, pág. 152.
4 ROGRON, II, pág. 1624; B AUDRY-L ACANTINERIE, núm. 254, pág. 252; FUZIER-HERMAN ,

tomo 36, Vente, núm. 854, pág. 853.

447
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Declarada la nulidad las cosas vuelven a su estado anterior y el adquirente


será condenado a las restituciones como poseedor de mala fe.

553. Antes de terminar esta materia relativa a los efectos que produce la
contravención del artículo 2144 del Código Civil haremos una crítica de
una sentencia de la Corte Suprema que, aun cuando no se pronuncia
expresamente sobre qué clase de nulidad es la que afecta a la compra que
hace un mandatario de los bienes que vende, merece ser analizada por los
errores en que incurrieron las sentencias que motivaron el recurso en que
ella recayó, errores que, como no influían en lo dispositivo del fallo, según
lo afirma la sentencia de casación, no fueron corregidos por ese Tribunal.1
En breves palabras expondremos los antecedentes del juicio: don Fritz
von Straaten confirió poder a don Ambrosio Rodríguez Matta para que le
vendiera trescientas hectáreas de terreno, poder que delegó el señor Ro-
dríguez en un señor Cornejo. Esta delegación fue revocada a los pocos
meses por el mismo mandatario señor Rodríguez Matta. Días después de
esa revocación, Rodríguez Matta, en ejercicio de su mandato, vendió las
trescientas hectáreas a don Francisco Martínez quien, a su vez, las vendió a
don Ramón Estévez. No obstante haber sido revocada la delegación y de
haber concluido el mandato de Rodríguez por haberse realizado la venta
para el cual se otorgó, Cornejo vendió esas hectáreas a los tres años de esa
revocación a un señor Del Valle que las revendió al mismo Cornejo. Esté-
vez, como actual propietario de los bienes, pidió la nulidad de las ventas
celebradas entre Cornejo y Del Valle, por obrar aquél en virtud de un
mandato ya revocado y por ser simulados esos contratos.
La cuestión era, pues, muy sencilla: un delegado que vende los bienes
que era materia de la delegación después de haber terminado el mandato
del cual emanaban sus facultades y después de haberse revocado esa delega-
ción. El juez de primera instancia debió, en consecuencia, haber declarado
que las ventas hechas por Cornejo a Del Valle y viceversa eran ineficaces,
porque vendida por el mandatario de una persona la propiedad cuya enaje-
nación es el objeto único del mandato, en esa misma fecha termina el man-
dato y junto con él la delegación del mismo hecha por el mandatario, ya
que Cornejo vendió esa propiedad a Del Valle haciendo uso de una delega-
ción que no existía. Sin embargo, el juez se salió de los límites del verdadero
terreno en que aquella fue planteada y, aunque dio lugar a la demanda, no
se fundó para ello en las razones indicadas, sino en que las ventas celebra-
das entre Cornejo y Del Valle eran simuladas siendo aquél el verdadero
comprador que se escondía tras una interpósita persona.
La sentencia de primera instancia, además de no resolver directamen-
te la cuestión debatida, que no era otra que la de saber qué valor tienen

1 Esta sentencia se encuentra en la Revista de Derecho y Jurisprudencia, tomo XII, sec. 1ª,

pág. 138. Véase sobre esta cuestión el interesante alegato pronunciado en la causa en que
se dictó esa sentencia por el abogado don Santiago Lazo (Edición de la Imprenta “La Ilus-
tración”, Santiago, año 1913).

448
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

para un tercero los actos que en su nombre ejecuta una persona que no es
su mandatario, incurrió en graves errores de derecho al declarar que la
compra que hace un mandatario de los bienes de su mandante es de nuli-
dad absoluta, que puede declararse de oficio, cuestión que no le corres-
pondía analizar, pues cuando Cornejo vendió las trescientas hectáreas ya
no era mandatario de von Straaten, por cuyo motivo la ineficacia de esa
venta no provenía del artículo 2144 del Código Civil sino de haberse cele-
brado por una persona que no estaba facultada para realizarla. Al fundar-
se en ese artículo incurrió en un gravísimo error, pues éste exige para su
aplicación que el comprador sea mandatario a la época de la venta, lo que
no ocurría en este caso, en que hacía como tres años que el mandato
conferido a Cornejo había terminado.
Pero aun aceptando hipotéticamente que el juez hubiera debido consi-
derar la cuestión desde el punto de vista que la analizó, siempre habría
incurrido en un grave error de derecho que también cometió la Corte de
Apelaciones de Santiago al confirmar esa sentencia. Dice el fallo de prime-
ra instancia:
“5º Que los actos o contratos relacionados en los considerandos que preceden mues-
tran con la gravedad y precisión suficientes que ellos han sido simulados en perjui-
cio del demandante y encaminados a eludir la prescripción de la ley; 6º Que la ley
prohíbe al mandatario comprar por sí ni por interpósita persona las cosas que el
mandante le ha encargado vender, si no fuera con aprobación expresa del mandan-
te y esta aprobación no se ha exhibido en este caso; 7º Que la ley penal castiga al
que otorgare en perjuicio de otro un contrato simulado (art. 471, núm. 2 del Códi-
go Penal); 8º Que, en consecuencia, los actos o contratos referidos contravienen a
las leyes civiles prohibitivas y a disposiciones del derecho público penal, por lo que
adolecen de nulidad absoluta; 9º Que tal nulidad establecida en nuestra legislación
en interés de la moral y de la ley, puede y debe ser declarada por el juez aun sin
petición de parte cuando aparece de manifiesto en el acto o contrato, como sucede
en el caso de autos, y puede alegarse por todo el que tenga interés en ello”.
El error en el caso en estudio proviene de que el juez de primera
instancia consideró que la prohibición del artículo 2144 estaba establecida
en interés general y penada en el Código Penal. Ni una ni otra afirmación
son exactas, en nuestro sentir, porque a pesar que la ley ha querido res-
guardar la moral y el interés del mandante, esa prohibición no resguarda
sino un interés privado y especial; de modo que sólo el mandante, esto es,
el perjudicado, puede reclamar esa nulidad, sin que pueda hacerlo cual-
quiera persona y mucho menos declararla el juez de oficio. Además el
mandante puede autorizar al mandatario para que compre los bienes que
vende, lo que importa una verdadera ratificación de esa nulidad y la nuli-
dad absoluta no puede ratificarse. Un contrato simulado constituye delito
cuando irroga perjuicios a terceros. Si el mandatario compra por inter-
puesta persona los bienes de su mandante, en su justo precio, no causa un
perjuicio a éste. Habrá una violación de la ley que no tiene otra sanción
que la nulidad del acto; pero de ninguna manera una sanción penal, pues-
to que el Código respectivo no ha castigado al mandatario que realice tal
compra y la ley penal no puede aplicarse por analogía. En el único caso en
que podría castigarse como delito de simulación de contrato la compra

449
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

que haga el mandatario de los bienes del mandante, sería cuando come-
tiere un fraude o estafa en la compra realizada por interpósita persona;
pero, entonces, la sanción provendría del fraude cometido y no de la pro-
hibición del artículo 2144 que por sí sola no constituye un delito. Nuestra
modesta opinión está acompañada por la de la Corte de Apelaciones de
Valparaíso que ha dicho:
“2º Que la simulación de contrato no constituye delito sino cuando se hace con el
objeto de perjudicar a un tercero como lo demuestra claramente el art. 471, núm.
2, del Código Penal; 3º Que no se ha probado que con la simulación de que se
trata en este proceso se haya irrogado a terceras personas perjuicio alguno suscep-
tible de avaluación; 4º Que, en consecuencia, no se halla establecido el delito de
estafa, por que se ha acusado al reo Contreras”.1
En idéntico sentido se pronuncia el distinguido profesor de Código Pe-
nal de nuestra Universidad, don Galvarino Gallardo, ex miembro de la Cor-
te Suprema, que, en un dictamen emitido en la causa seguida por don Diego
Codelia contra don Benjamín Ramírez sobre simulación de contrato, y de
acuerdo con la opinión del Fiscal de esa Corte, señor Valdés, opina que, no
habiendo perjuicio de terceros, no existe el delito de simulación de contra-
to, ya que este hecho por sí solo no constituye un delito y lo que le da el
carácter de tal es precisamente que la simulación perjudique a terceros.2
Hemos estudiado anteriormente los efectos que produce la infracción
del artículo 2144 que son la nulidad relativa del acto y no la nulidad abso-
luta. Una sentencia que declara, como la que estudiamos, que esa nulidad
es absoluta y que debe declararse de oficio, desconoce, a mi modo de ver,
las características de esa nulidad que, por su naturaleza especial, no puede
confundirse con la relativa.
La Corte de Apelaciones de Santiago que conoció de la causa en se-
gunda instancia, sin pronunciarse tampoco sobre el fondo mismo de la
cuestión, alcanzó a comprender el error jurídico que importaba la aplica-
ción de la disposición de artículo 471 del Código Penal al caso del artículo
2144 del Código Civil. Aun cuando también aceptó que esas compraventas
eran nulas absolutamente, suprimió, sin embargo, el considerando 7º de
la sentencia de primera instancia que se refería a la sanción penal y reem-
plazó el considerando 8º que hablaba de la contravención a las leyes de
derecho público penal por el siguiente:
“8º Que los actos o contratos mencionados contravienen a disposiciones expresas
de la ley, por lo cual adolecen de nulidad absoluta”.
La Corte tuvo, tal vez un criterio demasiado estrecho para determinar
las clases de nulidades que provienen de las infracciones legales y no tomó
en consideración para pronunciarse por la absoluta sino que la compra
que hace el mandatario de los bienes del mandante es un acto que contra-
viene a la ley. Según esta doctrina, basta que se trate de una ley prohibitiva
para que de su infracción emane un acto nulo absolutamente. Esto no es

1 Sentencia 1.715, pág. 98, Gaceta 1902, tomo II.


2 Dictámenes de los Ministros de la Corte Suprema correspondiente al año 1907, pág. 1065.

450
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

exacto, porque no toda infracción de la ley produce la nulidad del acto, ya


que hay casos en que esa infracción sólo acarrea otras sanciones y no la
nulidad. De ahí por qué el artículo 1466 del Código Civil dice que general-
mente hay objeto ilícito en todo contrato prohibido por la ley.
Para determinar qué nulidad es la que proviene de la infracción de
una ley, puesto que en realidad toda nulidad emana de la ley ya que no se
presume jamás, es menester tener presente qué clase de ley es la infringi-
da, si es de orden público o de interés privado.
La nulidad proviene de omitir ciertos requisitos o de contravenir a
ciertas leyes que, por su naturaleza, son indispensables para la validez del
acto en sí mismo o por figurar en él ciertas personas. Cuando esos requisi-
tos o leyes dicen relación con el acto mismo y con su existencia, la nulidad
es absoluta. Pero cuando la ley prohíbe un acto sin que la infracción de
esa ley afecte a su realización, cuando lo prohíbe para proteger a una
persona determinada, a quien constituye árbitro de hacer o no eficaz esa
infracción y a la que le permite dar o no vida positiva al acto que se prohí-
be, esa transgresión no puede acarrear su nulidad absoluta, pues su princi-
pal característica es que el acto afectado por ella no puede ser validado
por las partes, que tampoco pueden autorizar su celebración. Sin embar-
go, el mandante puede autorizar al mandatario para que realice la compra
de los bienes cuya venta le encargó. ¿Será nulo absolutamente un acto
cuya realización puede ser autorizada por la parte a quien beneficia la
prohibición? Inútil nos parece la respuesta en vista de lo que hemos ex-
presado más arriba. Precisamente el error de la Corte de Apelaciones estu-
vo en creer que basta que la ley prohíba un acto para que éste sea nulo
absolutamente, dado caso que se ejecute.
Esta sentencia fue recurrida en grado de casación en el fondo. Una de
las causales en que se fundaba el recurso era que la sentencia recurrida
había declarado nula absolutamente la compra hecha por Cornejo, decla-
rándola el juez de oficio y a petición de una persona que no era interesa-
da; en tanto que, según los artículos 1682, 1684 y 2144 del Código Civil,
esa nulidad es relativa, pues ha sido establecida en beneficio del mandan-
te, único que pudo haberla pedido y, como no lo hizo, la sentencia recu-
rrida no ha podido declararla y debió haber desechado la demanda.
Inútil nos parece hacer ver que Estévez tenía derecho para pedir la nuli-
dad, aunque fuera relativa, pues era cesionario del mandante y al solicitarla
estuvo en su derecho. Fuera relativa o absoluta la nulidad, siempre se habría
declarado, porque el plazo para pedir la primera no había prescrito aún.
Por último, sea que los jueces de la causa consideraran la cuestión desde
este aspecto o desde el punto de vista de que se trataba de una venta realiza-
da por un individuo en nombre de otro de quien no tenía poder para obli-
garlo, la venta hecha por Cornejo a Del Valle era ineficaz en todo caso; de
modo que, desde todos los aspectos que se considerara, la demanda tenía
que ser aceptada. En una palabra, las infracciones a las leyes en que incu-
rrieron los jueces de la causa no influyeron en lo dispositivo del fallo y de
ahí que la Excma. Corte Suprema desechara el recurso en una muy bien
fundada sentencia. Este Tribunal corrigió el error de hecho en que había

451
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

incurrido el tribunal sentenciador y estableció que la venta era ineficaz por-


que había sido hecha por un individuo que carecía de facultad para obligar
a aquél en cuyo nombre contrataba (considerandos 1º, 7º, 8º, 9º, 10º y 11º).
La Corte debió haberse pronunciado, a mi juicio, sobre la nulidad que
afectaba a esos actos y así habría señalado una norma de conducta en este
interesante punto. La cuestión de la nulidad no se le escapó a ese Tribu-
nal. La vio y la comprendió muy bien, pero le quitó el cuerpo, como se
dice vulgarmente, fundado en que fuera absoluta o relativa, su apreciación
no influía en lo dispositivo del fallo, lo que hacía innecesario un pronun-
ciamiento al respecto.
Pero el fallo de la Corte Suprema deja entrever que ella no se confor-
ma con la doctrina de los jueces de primera y segunda instancia, ya que en
varios de sus considerandos reconoce tácita e implícitamente que aquellos
desconocieron los preceptos legales relativos a la nulidad y que por parte
de estos hubo una infracción legal, como puede verse, por ejemplo, en los
siguientes considerandos:
“6º Que, con arreglo a derecho, no basta para dar lugar a un recurso de casación
en el fondo que se haya cometido en el fallo recurrido alguna infracción de la ley,
sino que es, además, necesario que esa infracción haya tenido influencia sustan-
cial en lo dispositivo del mismo fallo, circunstancia esta última que obliga en el
caso presente al tribunal casador a pronunciarse sobre todos los aspectos del liti-
gio, para resolver si la declaración de nulidad absoluta hecha de oficio por la sala sentencia-
dora, en el supuesto de que sea errada, como lo sostiene el recurrente, ha influido o no en la
sentencia de que se reclama; 13º Que el tribunal sentenciador, dando lugar a esas
peticiones de la demanda de Estévez, como lo hace en la parte dispositiva de su
fallo, ha obrado conforme a derecho; por lo que los errores en que ha podido incurrir
para llegar a tal conclusión, cualesquiera que ellos sean, no tienen influencia decisiva en lo
resuelto y esto basta para desechar la primera de las causales del recurso”.
La Corte Suprema comprendió que la sentencia recurrida había come-
tido un error al calificar de nulidad absoluta la del artículo 2144 del Códi-
go Civil. Si no se pronunció sobre ese punto se debió a las razones que ese
fallo expone, aun cuando habría sido conveniente que ese alto Tribunal lo
hubiera considerado también, si más no hubiera sido con el objeto de
establecer la verdadera doctrina y corregir el concepto errado que sobre
esta materia tenían los jueces de la causa.

554. Dijimos más arriba que el artículo 2144 prohibía también al manda-
tario para comprar que vendiera de lo suyo al mandante lo que éste le ha
encargado comprar, regla que, a su vez, reproduce el artículo 271 del Có-
digo de Comercio. Como en el caso del mandatario para vender se exigen
dos requisitos para que tenga lugar esa prohibición: 1) que el mandato sea
para comprar; y 2) que el mandatario venda sus propios bienes al man-
dante en cumplimiento de su mandato y que sean de la misma especie de
los que el mandante le encargó que comprara.
La incapacidad existe cuando el mandatario vende a su mandante sus
bienes propios con el fin de dar cumplimiento al mandato conferido por
éste. El mandatario que no es para comprar puede vender al mandante sus
bienes. También puede vendérselos cuando el mismo mandante se los com-

452
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

pra directamente o cuando lo autoriza para ello de un modo expreso, ya


que así lo establece el artículo 2144; y cuando el mandato ha terminado.
El mandatario no podrá vender de lo suyo al mandante lo que éste le
ha encargado comprar, sea que la venta se haga privadamente o en públi-
ca subasta.
Por lo demás, todo lo dicho en los párrafos anteriores respecto del
mandatario para vender se aplica, en cuanto sea posible, al mandatario
para comprar, pues ambas prohibiciones emanan de un mismo artículo y
son de la misma naturaleza.

555. El artículo 1800 incluye entre los incapacitados para comprar ciertos
bienes al albacea y dice: “Los mandatarios, los síndicos de los concursos y los
albaceas están sujetos, en cuanto a la compra o venta de las cosas que hayan de
pasar por sus manos en virtud de estos encargos, a lo dispuesto en el artículo
2144”. Este artículo dispone: “No podrá el mandatario por sí ni por interpuesta
persona, comprar las cosas que el mandante le ha ordenado vender, ni vender de lo
suyo lo que éste le ha ordenado comprar; si no fuere con aprobación expresa del
mandante”.
Los albaceas son verdaderos mandatarios del testador que es el único
que puede instituirlos; de ahí que estén asimilados a aquellos en cuanto a
sus incapacidades. El albacea es un mandatario para cumplir las disposi-
ciones del difunto, que consiste principalmente en el pago de las deudas
hereditarias y de los legados. Como puede ocurrir que no haya dinero
para ese objeto y sea menester vender los bienes de la sucesión, el albacea
procederá a esa venta en la forma que señala la ley, o sea, con anuencia de
los herederos y en pública subasta si se trata de bienes raíces o de muebles
que tengan valor de afección. El albacea es, en buenas cuentas, un manda-
tario para vender, por cuyo motivo no podrá aplicársele la prohibición del
mandatario para comprar; sin perjuicio de que si llegara a ocurrir esa si-
tuación, que creemos imposible, también estaría incapacitado para vender
de lo suyo lo que la sucesión le hubiera encargado comprar.
De los artículos antes transcritos resulta que el albacea sólo está inca-
pacitado para comprar los bienes hereditarios cuya venta se le ha enco-
mendado. Si no hubiera otras disposiciones al respecto que, por estar
colocadas en el Título que tratan de los albaceas, prevalecen sobre las ya
transcritas, tendríamos que llegar a la conclusión que el albacea puede
comprar los bienes hereditarios en cuya venta no interviniere o de la cual
no estuviera encargado.
Pero el artículo 1294 del Código Civil hace extensiva a los albaceas la
disposición del artículo 412 que dice: “Por regla general, ningún acto o contra-
to en que directa o indirectamente tenga interés el tutor o curador, o su cónyuge, o
cualquiera de sus ascendientes o descendientes legítimos, o de sus padres o hijos
naturales, o de sus hermanos legítimos o naturales, o de sus consanguíneos o afines
legítimos hasta el cuarto grado inclusive, o de algunos de sus socios de comercio,
podrá ejecutarse o celebrarse sino con autorización de los otros tutores o curadores
generales, que no estén implicados de la misma manera, o por el juez en subsidio.
Pero ni aun de este modo podrá el tutor o curador comprar bienes raíces del pupilo o

453
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

tomarlos en arriendo; y se extiende esta prohibición a su cónyuge, y a sus ascendien-


tes o descendientes legítimos o naturales”.
Según esto, el albacea no puede comprar ningún bien mueble de la
sucesión, sino en la forma indicada; y en cuanto a los inmuebles la prohi-
bición es absoluta.
Es suficiente, según el artículo 412, que el bien mueble vendido sea de
la sucesión en que el albacea ejerce sus funciones para que no pueda com-
prarlo sin el consentimiento de los demás albaceas o del juez en subsidio y
para que no pueda comprarlo en ninguna forma si es inmueble, aunque
no intervenga en su venta ni ésta se le haya encomendado. Pero el artículo
1800 sólo le prohíbe comprar los bienes que venda por encargo de la
sucesión. ¿Cuál disposición prevalece? Indudablemente la del artículo 1294
puesto que figura en el Título “De los ejecutores testamentarios” por lo que es
de carácter especial, en tanto que la del artículo 1800 es de carácter gene-
ral y se colocó con el objeto de hacer resaltar aún más la incapacidad de
los albaceas.
En resumen, somos de opinión que el albacea no puede comprar nin-
gún bien raíz de la sucesión, y los bienes muebles sino con la autorización
de los demás albaceas no implicados o del juez en subsidio, aunque no
intervenga directa o personalmente en su venta, porque basta que sea alba-
cea y que se trate de bienes de la sucesión para que esté incapacitado para
adquirirlos, a menos que se trate de muebles, en cuyo caso procederá en la
forma indicada. La misma doctrina ha establecido la Corte de Apelaciones
de Santiago que declaró nulo el remate de una propiedad hereditaria efec-
tuado por un juez partidor a favor de un yerno del albacea, sin cumplir con
las solemnidades legales, fundada en que basta tener la calidad de tal para
que éste y sus parientes queden incapacitados para adquirir esos bienes,
aunque el albacea no intervenga en la venta, pues no es esta intervención
sino el hecho de figurar como tal en la sucesión lo que crea la incapacidad.
Con esto desestimó esa Corte el argumento del demandado que sostenía la
validez de la venta, apoyado en que no era aplicable a este caso el artículo
412 del Código Civil, porque el remate no se hizo por el albacea sino por la
sucesión, representada en este caso por el juez partidor.1

556. Surge todavía otra cuestión. El albacea puede o no ser con tenencia
de bienes, según el artículo 1296 del Código Civil. Si lo es, puede dársele
la tenencia de todos o de una parte de ellos. En este caso tiene las mismas
facultades y obligaciones que el curador de la herencia yacente que, según
el artículo 487, son las mismas de los tutores o curadores, pero se le prohí-
be ejecutar otros actos que los administrativos de mera custodia y conser-
vación, sin perjuicio de poder vender los bienes en casos calificados en la
forma que señala el artículo 489.
Según esto, el albacea tenedor de bienes también queda incapacita-
do para comprar los bienes de la sucesión; pero cabe averiguar si esta

1 Sentencia 2.086, pág. 1082, Gaceta 1877.

454
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

incapacidad se refiere a todos los bienes de la sucesión o solamente a


aquellos cuya tenencia tiene. Nos inclinamos por la primera opinión,
porque la disposición del artículo 1294 que prohíbe al albacea adquirir
cualquier bien de la sucesión en otra forma que no sea la del artículo
412 es de carácter amplio, se aplica a todo albacea, tenga o no tenencia
de bienes, ya que el inciso 3 del artículo 1296 se encarga de establecer
expresamente que, no obstante esa tenencia, tendrán lugar las disposi-
ciones de los artículos precedentes, entre los cuales se halla el 1294.
La tenencia de bienes no hace sino conferir al albacea mayores atribu-
ciones que las que le confiere la ley. Luego, no pueden modificarse sus
disposiciones, que siempre quedan subsistentes, más aun cuando la misma
ley establece que en ningún caso podrá el testador exonerar al albacea de
sus obligaciones. El efecto que produce esa tenencia es imponerle más tra-
bas de las que tiene respecto de los bienes que administra; pero de ninguna
manera suprimirle las que son inherentes a todo cargo de albacea.
En conclusión, el albacea, sea o no tenedor de bienes, no puede com-
prar ningún bien mueble de la sucesión, sino con autorización de los de-
más albaceas o del juez en subsidio, y los inmuebles en ningún caso. Esta
prohibición se refiere a todos los bienes de la sucesión, aunque el albacea
no intervenga en su venta y, aunque teniendo la tenencia de algunos, no
tenga la de los bienes que se venden, porque existe por el hecho de ser
albacea y por tratarse de bienes de la sucesión en que ejerce sus funciones.

557. Inútil creemos manifestar que, aplicándose al albacea la prohibición


del artículo 412, rige para él todo lo que hemos dicho para los tutores o
curadores, por lo que hacemos extensivo a los albaceas lo expuesto en los
párrafos números: 488, 489, 490, 491, 493, 494, 495, 497, 498, 499, 500,
501, 502, 503, 504, 505, 506, 507, 508, 509, 514 y 516.

558. Cuando hay varios albaceas, estos pueden obrar de consuno o sepa-
radamente. En el primer caso es indiscutible que ninguno podrá adquirir
los bienes de la sucesión sino con arreglo al artículo 412.
La duda surge cuando los albaceas están facultados para obrar separa-
damente por el testador o por el juez; en cuyo caso ninguno de ellos ten-
drá intervención ni responsabilidad en los actos de los otros, debiendo
ceñirse cada uno a las funciones que les incumben1 (arts. 1281, 1282 y
1283 del Código Civil). La cuestión que aquí se suscita consiste en averi-
guar si en tal caso el albacea puede comprar los bienes que vende el otro.
La negativa no nos parece dudosa, porque el albaceazgo se refiere a
toda la sucesión y comprende todos los bienes. Si las funciones del albacea
se dividen es como medida de conveniencia. Además, la ley no ha excep-
tuado al albacea para que adquiera los bienes de la sucesión cuando los
albaceas son varios y obran separadamente. Por el contrario, ha estableci-
do que todo acto o contrato en que tenga interés el albacea y que afecte a

1 BARROS ERRÁZURIZ, Curso de Derecho Civil, tercer año, pág. 211.

455
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

la sucesión no podrá ejecutarse sino con arreglo al artículo 412. Nos pare-
ce que de los términos mismos de la ley se desprende que basta ser alba-
cea de la sucesión para no poder adquirir los bienes de ella, sino con
arreglo a ese artículo, aunque los que compre no sean aquellos respecto
de los cuales ejerce sus funciones.
Los albaceas, sean que obren separada o conjuntamente, no podrán
comprar los bienes raíces de la sucesión en ningún caso y los muebles sólo
con las formalidades del artículo 412.

559. La incapacidad del albacea dura mientras ejerce el cargo de tal y cesa
una vez que sus funciones expiran. De ahí que pueda adquirir válidamen-
te los bienes de la sucesión en que desempeñó sus funciones siempre que
la compra se realice después de haber terminado aquél. Es razonable que
así sea, porque si la incapacidad es para el albacea, es claro que si deja de
serlo no puede aplicársele ya que las leyes que restringen la capacidad de
las personas deben aplicarse en su estricto sentido. La jurisprudencia es
uniforme al respecto.
La Corte de Apelaciones de Talca desechó la nulidad de una compra
en remate de una cosa perteneciente a la sucesión realizada por un indivi-
duo que en otro tiempo fue albacea en ella, fundada en:
“4º Que no es tampoco aceptable la última causal, por cuanto doña V. J. M., al confe-
rir en su testamento, al nombrado C. el cargo de albacea con la tenencia de sus
bienes, no le señaló plazo para ejercerlo, ni hay constancia de que le fuera prorroga-
do por el juez de manera que su duración no ha podido exceder del término de un
año que prefija el artículo 1304 del Código Civil; y 5º Que ese plazo estaba ya vencido
cuando se adjudicaron al demandado en pago de sus créditos los fundos B, C, y A F, pues la
solicitud de fojas 109 vta., acompañada en segunda instancia, acredita que comenzó a
ejercer sus funciones de albacea el 20 de julio de 1883 y la diligencia de fojas 102
vuelta manifiesta que la indicada adjudicación tuvo lugar el 21 de agosto de 1886”.1
En otra ocasión ese mismo tribunal declaró válida la venta de un bien
hereditario hecha al albacea, porque se realizó cuando ya hacía más de
seis años que aquél había cesado en su cargo.2 Por último, la Corte de
Apelaciones de Santiago ha declarado que el albacea que ha cesado en sus
funciones puede adquirir válidamente por compra los bienes hereditarios
de la sucesión en que desempeñó ese cargo.3

560. No es menester que esté aprobada la cuenta del albacea para que
pueda adquirir los bienes de la sucesión. La incapacidad desaparece una
vez que termina el albaceazgo, aunque esa cuenta no se haya rendido ni
haya sido aprobada. Así lo ha resuelto la Corte de Apelaciones de Talca,4
fundada en que la aprobación de esa cuenta no es motivo suficiente para

1 Sentencia 2.860, pág. 918, Gaceta 1888.


2 Sentencia 469, pág. 301, Gaceta 1889, tomo I.
3 Sentencia 2.252, pág. 1275, Gaceta 188.
4 Sentencia 469, pág. 303, Gaceta 1889, tomo I.

456
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

que no termine el albacea en sus funciones. Esa sentencia aplica correcta-


mente los principios que rigen esta materia, pues el cargo de albacea expi-
ra, de pleno derecho, el día fijado para ello por la ley o por el testador o
cuando así lo declara el juez a petición de los herederos por haber evacua-
do aquél su encargo. Pero para que se opere esta terminación no se re-
quiere que la cuenta se presente o se apruebe, hecho que, por su naturaleza,
tiene por ser forzosamente posterior a esa expiración. El artículo 1309 del
Código Civil corrobora lo que venimos diciendo, porque la cuenta se pre-
senta, según él, una vez que el albacea cesa en el ejercicio de sus funciones
de manera que para que la rinda y para que se la apruebe, ha debido cesar
antes en ella. Cesando en éstas desaparece la incapacidad.1

561. También desaparece la incapacidad del albacea cuando, habiendo o


no cesado en sus funciones, adquiere un bien hereditario de una tercera
persona que, no siendo interpuesta, lo adquirió a su vez de la sucesión o
de otra que se lo compró a ésta. Así, si A compra un inmueble de la suce-
sión en que B es albacea, éste, aun siendo tal, puede comprárselo a A,
porque en este caso, el albacea no lo adquiere de la sucesión sino de un
extraño y la prohibición se refiere a los bienes que se vendan directamen-
te por la sucesión y que sean adquiridos por él, pero no a los que salieron
de ella por venta realizada a favor de un tercero que después los enajena
al albacea.2

562. Los herederos o el testador no pueden exonerar de esa incapacidad al


albacea. El artículo 1298 lo prohíbe expresamente y el artículo 412 del Có-
digo Civil, al cual se remite el 1294, no contiene ninguna disposición que
autorice al albacea para exceptuarse de las incapacidades que él establece.
Aunque el artículo 2144 faculta al mandatario para comprar los bienes que
vende siempre que el mandatario lo autorice, ese precepto no tiene aplica-
ción aquí, pues prevalecen sobre él los de los artículos 1294 y 1298 que se
refieren especialmente al albacea. Hay, pues, una diferencia a este respecto
entre el albacea y el mandatario que conviene tener presente.

563. La prohibición impuesta a los albaceas, como análoga a la de los


tutores y mandatarios, se refiere tanto a la compra privada como a la efec-
tuada en pública subasta. En ambos casos los albaceas no podrán adquirir
los bienes raíces de la sucesión y los muebles sino con la autorización
respectiva. Por lo demás, la venta de los bienes raíces y de los muebles que
tengan valor de afección se hará siempre en pública subasta, según el ar-
tículo 1294, de modo que la ley ha tenido que referirse necesariamente a
este caso.3

1 Véase al respecto lo que hemos dicho en el núm. 516, pág. 426, sobre el tutor que es
aplicable al albacea.
2 Véase al respecto lo que se ha dicho sobre el tutor en el núm. 514, pág. 424 que se

aplica al albacea en todas sus partes.


3 Véase lo expuesto en los núms. 493 y 495, pág. 414.

457
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

564. El albacea no puede comprar los inmuebles de la testamentaria que


se vendan en venta forzada por autoridad de la justicia por las mismas
razones expuestas en el número 497, al que nos remitimos. En idéntico
sentido se han pronunciado nuestros Tribunales como puede verse por el
siguiente caso fallado por la Corte de Apelaciones de Talca. Un albacea,
que tenía un crédito contra la sucesión, la ejecutó para obtener su pago.
Subastados en ese juicio algunos bienes de aquella fueron adquiridos por
el mismo albacea, que, como se comprende, no intervino en él en su cali-
dad de tal. Tiempo después uno de los herederos se presentó pidiendo la
nulidad de ese remate fundado, entre otras causales, en el artículo 1294
del Código Civil. El albacea pidió que se desechase la demanda, porque
no intervino en el juicio ejecutivo como albacea de esa testamentaria, sino
como acreedor de la misma y, por lo tanto, podía adquirirlos ya que la
prohibición rige cuando el albacea figura como tal en el juicio. El juez de
primera instancia, señor Bianchi Tupper, dio lugar a la demanda y declaró
la nulidad del remate teniendo presente:
“7º Que según lo dispuesto en el artículo 1294 del Código Civil, se aplican a los
albaceas las disposiciones del artículo 412 del mismo Código, y este último artículo
dispone que en ningún caso puede el tutor o curador comprar bienes raíces de la
testamentaría de la cual es ejecutor testamentario; 8º Que don Marcelino Cifuentes
fue el albacea de la testamentaria de doña Ventura Josefa Morales y, sin embargo, él
mismo remató los bienes embargados y que pertenecieron a la testamentaria y por
consiguiente el remate hecho en esas condiciones es nulo”.
El juez de primera instancia resolvió la cuestión aplicando estrictamen-
te la ley y dándole su verdadera interpretación. Partió, naturalmente, de la
base que el albacea ejercía sus funciones al tiempo del remate, único caso
en que está incapacitado. Pero en segunda instancia se comprobó con
documentos que el albaceazgo había terminado en esa época; de modo
que la Corte de Talca tuvo forzosamente que revocar la sentencia, fundán-
dose en que al tiempo del remate el albacea ya no desempeñaba ese car-
go, en cuyo caso no tiene aplicación el artículo 1294.1
De lo expuesto resulta: 1) que si no se comprueba en segunda instan-
cia que el albacea no era tal a la época del remate, esto es, si en realidad
hubiera efectuado esa compra siendo albacea, la Corte habría confirmado
la sentencia de primera instancia declarando nula la venta; 2) que esa
nulidad se habría debido a que el albacea desempeñaba sus funciones
cuando subastó los bienes; y 3) que no es menester que el albacea inter-
venga como tal en el juicio ejecutivo para que no pueda adquirir los bie-
nes de la testamentaría; basta únicamente que tenga esa calidad aunque
no intervenga en él para que quede incapacitado para adquirirlos.
Dijimos que el artículo 412 del Código Civil prohíbe la compra de los
bienes raíces, sea que se vendan en venta voluntaria o en venta forzada.
Basta que los bienes se vendan por la sucesión para que el albacea no
pueda comprarlos; y la venta forzada la realiza el mismo deudor cuyo re-

1 Sentencia 2.860, pág. 918, Gaceta 1888.

458
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

presentante es el juez. Resultaría de este modo que el albacea compraría


los bienes de la sucesión y esto no es posible.
Hay, pues, una gran diferencia a este respecto entre el mandatario y el
albacea, porque mientras aquél puede adquirir los bienes de su mandante
de cuya venta estaba encargado, cuando se venden forzosamente por la
justicia, éste no puede adquirir los de la sucesión ni aun así, ya que no
cesa el cargo del albacea por el hecho de embargarse o rematarse los bie-
nes de la sucesión, cargo que continúa desempeñando hasta que llegue la
época señalada para su terminación.
Nos parece, por lo tanto, que un albacea no puede comprar los bienes
raíces de la sucesión que se vendan forzadamente por la justicia en una
ejecución seguida contra ella. Los bienes muebles podrá adquirirlos, en el
mismo caso, en la forma que indica el artículo 412, pues esa adquisición
está permitida por la ley.1

565. ¿Puede el albacea adquirir por cesión los derechos hereditarios de


alguno de los herederos relativos a la sucesión en que ejerce sus funcio-
nes? La afirmativa ha resuelto la Corte de Apelaciones de Concepción fun-
dada en que esos bienes no son de aquellos cuya adquisición se prohíbe al
albacea, por cuanto no pertenecen a la sucesión misma, no son bienes que
están a su cargo, sino que se trata de derechos que dan opción a esos
bienes.2 La Corte está en la razón, pues lo que la ley prohíbe al albacea es
adquirir los bienes que forman la herencia. Pero ninguna disposición lo
incapacita para adquirir los derechos hereditarios de uno o más de los
herederos, ya que estos derechos no forman parte de los bienes respecto
de los cuales aquel desempeña su misión.

566. La ley prohíbe al albacea adquirir por compra los bienes de la suce-
sión, mas no por sucesión por causa de muerte y como las prohibiciones
son de derecho estricto no cabe duda que el albacea puede adquirir por
herencia o legados los bienes hereditarios cuando es heredero o legatario
del testador.3 Así lo ha resuelto la Corte de Apelaciones de Santiago en el
siguiente considerando:
“Que suponiendo aplicable la disposición contenida en el artículo 1294 del Códi-
go Civil por su referencia al artículo 412, él sólo inhabilita al albacea para la
compra o arriendo de bienes raíces y que en el mismo sentido dispone el artículo
1800 que sólo habla de compra o venta de bienes que se administran, y que,
cuando se trata de disposiciones que restituyen o limitan las facultades o derechos
que a todo individuo pertenecen como sujeto hábil para contratar y obligarse,
esas disposiciones deben entenderse en su tenor literal y para los actos que expre-
samente se prohíben al que se halla en la situación que la ley contempla al dispo-
ner; y que en la adjudicación a herederos de bienes que forman parte de la suce-

1 También se aplica al albacea lo dicho para el tutor y curador en el núm. 500, pág. 416
2 Sentencia 2.434, pág. 1348, Gaceta 1883.
3 Véase a este respecto lo dicho en el núm. 538, pág. 439, que también se aplica al alba-

cea.

459
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

sión en que es heredero, no hay compra ni venta, sino continuación del dominio
de la persona difunta que se encuentra en el adjudicatario y que, según lo dis-
puesto en el artículo 1312 del Código Civil, la reunión de todas las cuotas de los
comuneros en uno solo de ellos, si es acto que pone término a la comunidad,
desprendiendo a los demás comuneros del derecho que a la cosa tenían, el comu-
nero en cuya persona se reúnen las cuotas no adquiere nuevo dominio sino que
continúa en el que le correspondía en la calidad de tal”.1

567. El albacea puede vender sus propios bienes a la sucesión siempre


que no se trate del caso del mandatario para comprar; ninguna ley se lo
prohíbe. Pero esa venta debe verificarse con la autorización de los demás
albaceas o del juez en su subsidio, como lo dispone el artículo 412 del
Código Civil.2

568. El albaceazgo es un mandato que emana del testador y no de los


herederos, por cuyo motivo estos no podrían nombrar un albacea que
aquel no instituyó. El albaceazgo es un mandato indelegable, a menos que
el testador haya concedido expresamente la facultad de delegarlo. De ser
así ese delegado es un verdadero albacea, sujeto a todas las prohibiciones
impuestas a ellos. Por estas razones, y aun cuando el albacea puede consti-
tuir mandatarios, estos no son albaceas y no pueden aplicárseles las prohi-
biciones establecidas a su respecto. Esos mandatarios obran bajo su
responsabilidad y no tienen ningún vínculo para con la sucesión, desde
que no son nombrados ni por el testador ni por los herederos. De ahí que
todas las obligaciones e incapacidades de los albaceas les son inaplicables.
Ellas se refieren únicamente a los que ejercen ese cargo, que no pueden
desempeñarlo sino los nombrados por el testador, que es la única fuente
de que emana el albaceazgo. De manera que los mandatarios de un alba-
cea pueden adquirir los bienes raíces y muebles de la sucesión sin sujetar-
se a lo dispuesto en el artículo 412 del Código Civil.
La Corte de Apelaciones de Santiago ha establecido análoga doctrina
declarando:
“Que el albacea lo constituye el nombramiento del testador y que doña Carolina
Zañartu ha ejercido este cargo a virtud de lo dispuesto en la cláusula 28 del testamen-
to de don José Ignacio Larraín y Landa y que si ella ha podido nombrar a su hijo don
José Ignacio, su apoderado en la partición, no lo ha constituido ni podido constituir alba-
cea, y que, en consecuencia, la inhabilidad que la ley establece para que los albaceas adquie-
ran bienes de la sucesión que administran, no es aplicable a don José Ignacio Larraín Zañartu”.3

569. El albacea puede adquirir los bienes de la sucesión como mandatario


de un tercero. No hay ninguna ley que se lo prohíba ni se presenta tampo-
co aquí, como en el caso del mandatario, la situación de que una misma

1 Sentencia 3.541, pág. 1946, Gaceta 1882.


2 Véase a este respecto lo dicho en el núm. 507, pág. 421.
3 Sentencia 3.541, pág. 1946, Gaceta 1882.

460
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

persona represente a ambas partes. El albacea no es el representante legal


ni judicial de la sucesión y no hay, por lo tanto, ninguna imposibilidad
jurídica para que compre esos bienes como mandatario de un tercero,
con mayor razón todavía si se considera que la prohibición es para adqui-
rir para sí únicamente.

570. Todo lo dicho en el número 499 sobre los contratos de venta relativos
a los bienes del pupilo celebrados por los parientes del tutor o curador se
aplica a los parientes del albacea. También se aplica al socio del albacea lo
expuesto en los números 501 a 505 sobre los socios del tutor o curador. Para
que las personas que señala el inciso 1º del artículo 412 puedan adquirir los
bienes muebles o raíces de la sucesión, es menester la autorización de los
demás albaceas o del juez en subsidio. Pero ni aun así podrán adquirir los
bienes raíces de aquella, el cónyuge del albacea, ni sus ascendientes o des-
cendientes legítimos o naturales. De acuerdo con esa disposición, la Corte
de Apelaciones de Santiago declaró que era nula la venta de un bien raíz de
una sucesión hecha a favor de un hermano del albacea, porque no se hizo
con la autorización de los demás albaceas o del juez en subsidio.1

571. La comisión que redactó el Código Penal, a propuesta de los señores


Reyes y Fabres acordó aplicar las penas del actual artículo 240 nada más
que a los albaceas tenedores de bienes, porque son los únicos que tienen
administración independiente de los herederos y, por consiguiente, sus-
ceptibles de cometer fraudes; y así lo estableció ese artículo.2 Por esto,
solamente los albaceas tenedores de bienes incurren en las penas del ar-
tículo 240 cuando compran bienes de la sucesión en que ejercen su cargo
en contravención al artículo 412 del Código Civil, o cuando los compran
para las personas que señalan ese artículo y el 240, contraviniendo tam-
bién ese precepto. Es, pues, aplicable a los albaceas tenedores de bienes,
en cuanto a la sanción penal, todo lo que dijimos sobre los tutores y cura-
dores en los números 520, 521 y 523.

572. Si el albacea adquiere bienes raíces de la sucesión, la venta es nula


absolutamente, se trata de la ejecución de un acto prohibido por la ley
que, según los artículos 10, 1466 y 1682 del Código Civil, produce esa clase
de nulidad.
Si el albacea compra los bienes muebles de la sucesión sin la autoriza-
ción de los demás albaceas o del juez en subsidio, el contrato es nulo
absoluta o relativamente según sea o no tenedor de bienes. Si lo es, la
venta es nula absolutamente, porque se trata de un acto penado por la ley,
como vimos. Si no es tenedor de bienes, la venta es nula relativamente,
porque se trata de la omisión de requisitos exigidos en atención al estado
o calidad de las personas y no a la naturaleza misma del acto.

1 Sentencia 2.086, pág. 1082, Gaceta 1877.


2 FERNÁNDEZ, Código Penal chileno, tomo I, pág. 393.

461
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

Si los bienes raíces son adquiridos por el cónyuge del albacea o por sus
ascendientes o descendientes legítimos o naturales, la venta es nula abso-
lutamente por tratarse de un acto prohibido por la ley.
Si los bienes raíces son adquiridos por los hermanos legítimos o natu-
rales del albacea o por sus consanguíneos o afines legítimos hasta el cuar-
to grado inclusive o por alguno de sus socios de comercio sin la autorización
de los demás albaceas o del juez en subsidio, la venta es nula relativamen-
te; como lo es también si los bienes muebles son adquiridos por esas per-
sonas o por el cónyuge del albacea, o por sus ascendientes o descendientes
legítimos o por sus padres o hijos naturales sin dicha autorización.
Como se ve, los efectos de la contravención son análogos a los señala-
dos para el tutor o curador y para sus parientes, excepción sea hecha de la
compra de los bienes muebles por el albacea no tenedor de bienes que es
nula relativamente, por no estar penada por la ley. De aquí que todo cuan-
to hemos dicho en los números 517 a 519 inclusive sea aplicable a los
efectos que produce la compra de los bienes hereditarios por los albaceas
y sus parientes. Y como en los casos anteriores, estas ventas serán nulas
aunque se celebren por interpósita persona.1

573. Así como los albaceas están más bien asimilados a los tutores y cura-
dores que a los mandatarios en lo referente a las incapacidades para com-
prar, no obstante lo que dispone el artículo 1800, los síndicos, por el
contrario, participan a este respecto de todos los caracteres de aquellos, ya
que, en realidad, no son sino verdaderos mandatarios de los acreedores,
encargados de administrar los bienes del fallido y de pagar con su produ-
cido los créditos de esos acreedores. Los síndicos provisionales o definiti-
vos, sean del concurso civil o de la quiebra, tienen el encargo de vender
los bienes del fallido en la forma que indica la ley. En este sentido son
verdaderos mandatarios para vender (arts. 588 y 607 del Código de Proce-
dimiento Civil).
Pues bien, los síndicos provisionales o definitivos no pueden, según el
artículo 1800, comprar los bienes del fallido que entran a la masa común.
Fluye de aquí que los bienes que, según el artículo 573 del Código de
Procedimiento Civil, no entran al concurso, el síndico puede comprarlos
desde que sus funciones no se refieren a ellos. Del mismo modo, puede
vender sus propios bienes al fallido en los casos en que esto sea posible,
pues la prohibición es para los bienes del concurso o quiebra que el síndi-
co está encargado de administrar.

574. Como en el caso del albacea, esta incapacidad existe mientras el sín-
dico desempeña sus funciones y mientras los bienes del fallido se vendan
en el concurso o quiebra. Una vez que el síndico termina en sus funciones
por el nombramiento del síndico definitivo si aquél era provisorio; por su

1 Véase al respecto lo expuesto en el núm. 508, pág. 421 y en el núm. 509, pág. 421
que se aplica al albacea.

462
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

remoción, según el artículo 610 del Código de Procedimiento Civil; por


haber expirado el período por que fue nombrado, según el artículo 608
del mismo Código, o por haber terminado el juicio de concurso, puede
adquirir los bienes que eran materia de él, ya que la incapacidad no subsis-
te después de haber cesado en ellas.
También puede, aun en el desempeño de sus funciones, adquirir los
bienes del concurso de manos de un tercero que, no siendo interpuesto,
los haya adquirido directamente del concurso. La incapacidad tiene lugar
cuando el síndico compra del mismo concurso los bienes del fallido; pero
no después que han salido de aquel por venta a otra persona.

575. Como en el caso de los tutores y albaceas, el síndico puede comprar


directamente los bienes del concurso o quiebra cuando ya no es tal aun-
que su cuenta administratoria no haya sido aprobada. La incapacidad cesa
cuando termina el cargo y esto ocurre antes de presentarse y de aprobarse
su cuenta (artículo 622 del Código de Procedimiento Civil).

576. Al igual de lo que ocurre con el albacea, el síndico puede nombrar


apoderados para que, en su nombre, administren todos o parte de los
bienes del concurso. Estos apoderados no son síndicos, pues el cargo de
tal emana del nombramiento que haga el juez o los acreedores en la for-
ma que indica el artículo 603 del Código de Procedimiento Civil. Por con-
siguiente, sus apoderados sólo responden ante él de sus actos y son
mandatarios suyos sin que los acreedores tengan nada que ver con ellos.
No siendo síndicos, no les son aplicables las incapacidades establecidas
para estos, que no se refieren sino a los que desempeñan ese cargo. Natu-
ralmente que si el apoderado del síndico lo representa en el juicio, queda
incapacitado en virtud del artículo 1798 del Código Civil, pero no en vir-
tud del artículo 1800, para comprar los bienes que se vendan a consecuen-
cia del concurso, por haber intervenido en él como procurador.

577. Cuando hay varios síndicos debe distinguirse si son generales o parti-
culares. Son generales los que se constituyen para todos los bienes del
concurso; y particulares los que se nombran para ciertos y determinados
bienes, como ocurre con los gravados con hipotecas que, cuando son dos
o más las hipotecas que les afectan, pasan a formar un concurso especial
de hipotecarios.
Todos los síndicos generales tienen la administración de todos los bienes
concursados y deberán proceder de consuno, a menos que se trate de casos
urgentes en cuyo caso pueden obrar por separado previa autorización del
tribunal (art. 1431 del Código de Comercio). Pero de todas maneras, sus
funciones se refieren a todos los bienes y de ahí que ninguno de ellos pueda
adquirir los que entren al concurso o quiebra. Lo mismo puede decirse de
los síndicos particulares respecto de los bienes que administran.

578. Creemos que un síndico general puede adquirir los bienes del con-
curso especial y que un síndico particular puede adquirir los del concurso

463
DE LA COMPRAVENTA Y DE LA PROMESA DE VENTA

general, porque sus facultades administrativas se refieren solamente a los


bienes del concurso en que desempeñan sus funciones y no a los demás.
Los síndicos generales no son síndicos de los bienes sujetos a concurso
especial; y los síndicos particulares no lo son tampoco de los que forman
parte del concurso general. Y como la incapacidad es para los bienes que,
en virtud de su cargo, hayan de pasar por sus manos, no cabe duda que
esa incapacidad no se extiende a los bienes del concurso especial, por lo
que se refiere a los síndicos generales; ni a los del concurso general por lo
que toca a los síndicos particulares.

579. El síndico no puede adquirir los bienes del concurso ni aunque se


vendan en pública subasta. La ley no distingue para prohibir esa compra si
la venta se hace en pública subasta o privadamente. Esto aparece más exacto
todavía si se considera que casi todos los bienes concursados, salvo raras
excepciones, deben venderse en pública subasta (art. 588 núm. 5º y 620
del Código de Procedimiento Civil).

580. Como en el caso del albacea, no vemos ningún inconveniente para


que el síndico adquiera los bienes del concurso como mandatario de un
tercero. La ley no se lo prohíbe desde que no es él quien representa al
fallido en el contrato de venta. Esa representación corresponde al juez.

581. No existiendo ninguna disposición que prohíba a los parientes del


síndico adquirir los bienes del concurso y debiendo aplicarse las incapaci-
dades y prohibiciones en sentido restrictivo, sin que puedan extenderse
por analogías a casos no contemplados por la ley, somos de opinión que
los parientes del síndico pueden adquirir válidamente esos bienes, a me-
nos que el comprador sea la mujer no separada de bienes o no divorciada
perpetuamente del síndico, o el hijo que esté bajo su patria potestad, por-
que en el primer caso aquél sería propietario de los bienes y en el segun-
do se beneficiaría indirectamente con ellos. El síndico tampoco puede
comprar esos bienes para su pupilo o para la sociedad que representa,
pues la compra lo beneficia; y hemos repetido varias veces que esta com-
pra se prohíbe, aun cuando no se haga por el incapaz mismo, siempre que
éste se aproveche de ella.

582. El artículo 2144 del Código Civil a que se remite el artículo 1800,
que es el que incapacita a los síndicos para comprar los bienes del concur-
so, prohíbe que esa compra se haga por interpuesta persona; por cuyo
motivo el síndico no podrá comprarlos en tal forma. Como en los casos
anteriores la ley no ha señalado quiénes deben tenerse por tales personas;
de ahí que su determinación quede sujeta al arbitrio del juez, correspon-
diendo la prueba de esa interposición al que la alega, prueba que podrá
producirse por todos los medios probatorios que señala la ley.

583. ¿Podrían los acreedores, de común acuerdo, vender al síndico los


bienes del concurso o autorizar a éste para que los adquiera?

464
DE LA CAPACIDAD PARA CELEBRAR EL CONTRATO DE VENTA

Esta es una cuestión delicada y muy discutible. Nos inclinamos por la


afirmativa, por cuanto la ley les ha dado el carácter de verdaderos manda-
tarios y los ha equiparado a ellos respecto de esta incapacidad, remitiéndo-
se expresamente en el artículo 1800 al artículo 2144. Este artículo permite
que el mandatario compre los bienes del mandante, si éste lo autoriza en
forma expresa; luego, el síndico podrá adquirir los bienes del concurso si
los acreedores lo autorizan en forma legal. Y como el Código de Procedi-
miento Civil no ha consignado ninguna prohibición sobre el particular la
disposición del Código Civil subsiste en todas sus partes.
Es cierto que podría decirse que los acreedores no son los mandantes
del síndico; que los bienes no pertenecen a estos y que el síndico es, hasta
cierto punto, un funcionario judicial. Todo eso es efectivo, pero tampoco
puede negarse que los bienes, por el hecho del concurso, salen del poder
del deudor para pasar a ser de los acreedores. El síndico, según lo dice la
ley, representa a éstos, que son quienes lo nombran y le señalan la forma
como debe proceder; son ellos, en realidad sus mandantes. La cuestión es
discutible, pero del tenor de la ley parece desprenderse la opinión aquí
sustentada.

584. Si el síndico compra los bienes del concurso o quiebra en que ejerce
sus funciones la venta es nula relativamente, por las razones expuestas en
el número 552 a que nos remitimos. La acción sólo compete a los acreedo-
res, cuyo daño ha querido evitarse con esa disposición y prescribe en cua-
tro años.

585. Siendo los síndicos verdaderos mandatarios por lo que hace a la ven-
ta de los bienes del concurso es aplicable a ellos, en cuanto no pugne con
su carácter jurídico, todo lo que hemos dicho acerca de la prohibición
establecida para el mandatario.

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