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Distintos trabajos (Botana, 1985 [1977]; Roldán, 1993; Zimmerman, 1994) han
ofrecido una nueva imagen de la elite política argentina del orden conservador, de la
cual J. V. González fue un miembro destacado. En abierta polémica con buena parte de la
historiografía previa, sobre todo de aquella que se definía como revisionista, estos trabajos
definen a González como un representante acabado de una franja político-intelectual
reformista, moderna y con objetivos regeneracionistas. Sin desestimar estos aportes, en este
artículo nos interesa matizar algunos de sus corolarios, especialmente aquellos que suponen
un vínculo amistoso entre liberalismo, republicanismo y democracia. En este sentido, creemos
que es necesario reinscribir los escritos de J. V. González al interior de una historia
problemática: la que signa el vínculo entre liberalismo y democracia en Argentina entre el
siglo XIX y principios del XX.
La figura de Joaquín Víctor González ha sido revalorada (Botana, 1985 [1977]; Roldán,
1993; Zimmerman, 1994) en investigaciones que contribuyeron a abonar un nuevo sentido
común en la historiografía argentina en torno al período que comprende el pasaje de la
república posible a la república verdadera (Botana, Gallo, 1997; Halperín Donghi, 1999), es
decir, el proceso que media entre la crisis del orden conservador y la sanción de la Ley Sáenz
Peña (1890-1912). En estas investigaciones, el riojano aparece como un actor político e
intelectual destacado de aquellos años. Más aún: en abierta polémica con buena parte de la
historiografía previa, sobre todo de aquella que se definía como revisionista (la cual
identificaba sin más a la clase política a la que pertenecía González con el concepto de
oligarquía), los trabajos de Botana y Zimmerman han construido una nueva imagen tanto de
González como de la política argentina de aquellos años, en la que el autor de La tradición
nacional luce como un representante acabado de una franja político-intelectual reformista,
moderna y con objetivos regeneracionistas.
Sin desestimar estos aportes (los análisis de Botana, por ejemplo, han permitido
comprender algunos de los rasgos del sistema político de aquel período que habían pasado
desapercibidos), en este artículo nos interesa matizar algunos de sus corolarios,
especialmente aquellos que suponen un vínculo amistoso entre liberalismo, republicanismo y
democracia. En este sentido, creemos que es necesario reinscribir los escritos de J. V.
González, especialmente aquellos dedicados a la reforma electoral, al interior de una historia
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¿Sociedad política moderna o república de notables? Las tensiones entre… | Matías Farías [pp. 5-15] ISSN 2408-431X
1 Este trabajo tiene en consideración algunas intervenciones (Terán, 1994; Prislei, 1999) que han
señalado las tensiones entre liberalismo y democracia en la obra de González.
2 No sin ironía, así describe Halperín uno de los rasgos asociados con la creencia de la
“excepcionalidad argentina”: “La excepcionalidad argentina radica en que sólo allí iba a parecer realidad una
aspiración muy compartida y muy constantemente frustrada en el resto de Hispanoamérica: el progreso
argentino es la encarnación en el cuerpo de la nación de lo que comenzó por ser un proyecto formulado en los
escritos de algunos argentinos cuya única arma política era su superior clarividencia” (Halperín Donghi, 1979:
7-8).
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De este modo, este teleologismo implícito le permite a Botana afirmar que la índole de
las transformaciones que dicha élite había implementado en la sociedad, orientadas en el
sentido de la democratización social y la modernización económica, habrían sentado las bases,
una vez asegurado el orden político, para que las demandas de democratización y de
modernización se transfieran a la sociedad política.
Ahora bien, este punto nos conduce a un segundo aspecto problemático de la hipótesis
de Botana: la sobrestimación de los rasgos modernistas, progresistas y regeneracionistas de la
franja reformista en la que se incluye a González.3 ¿Cómo se produce esta sobrestimación?
Especialmente circunscribiendo la reforma de 1912 al despliegue de la crisis interna que sufre
esta clase dirigente a partir de 1890. Dicho de otro modo, en la hipótesis de Botana la reforma
es el producto de una elite que busca relegitimarse ante la crisis que se ha abierto al interior
de sus filas, antes que el producto de la agencia de otros actores históricos.
Esta sobrestimación de los rasgos modernistas, progresistas y regeneracionistas de la
elite se prolonga en otras investigaciones históricas del período, que señalan que en aquellos
años no sólo la elite política se dispone a discutir la cuestión democrática sino también la
cuestión social. Tal es el caso de Los reformistas liberales (Zimmermann, 1994), donde su
autor, del mismo modo que Botana, discute con la historiografía previa que identificaba a la
elite con la oligarquía terrateniente, para sostener en cambio que la franja reformista del
orden conservador habría asumido en nuestro país un rol similar al que le correspondió al
Partido Liberal inglés, es decir, el papel de constituirse en un grupo gobernante con
capacidades burocráticas que lo habilitaban para sustituir a una aristocracia terrateniente a
quien la modernidad habría sobrepasado, ya que, siempre según Zimmermann, “la
transformación institucional ocurrida en el país desde fines de siglo pasado obedeció más a
los oficios de una intelligentsia liberal y progresista que a las reacciones de una aristocracia
sitiada que buscaba proteger sus intereses” (1994: 34). En síntesis, para Zimmerman las
iniciativas reformistas de esta franja de la élite no sólo se circunscribían al campo social -que
es, por otra parte, el objeto de estudio de su investigación- sino también al campo político, ya
que:
menos que se esté dispuesto a incurrir en un politicismo que al sobrestimar los rasgos
modernistas y progresistas de la elite política, tiene que dejar de lado en el análisis no sólo la
agencia de otros actores políticos, sino también –tal es la crítica de Suriano a Zimermann- la
dinámica del conflicto social de la Argentina de aquellos años.
¿Por qué la democracia era parte del problema político decisivo para la tradición
liberal argentina del siglo XIX? No sólo porque, como sostiene Halperín Donghi, la propia
revolución de Mayo había contribuido a que las masas se constituyeran en un actor político
que aunque subalterno era de todos modos insoslayable, sino también porque las elites
letradas liberales rehusaban reconocer en esas masas –y en de la sociedad local en general-
núcleos de buen sentido sobre cuya base pudiera edificarse una nación moderna. En efecto, y
más allá de sus notorias diferencias, Sarmiento y Alberdi –y antes Rivadavia- coinciden en
señalar que la sociabilidad local alberga y reproduce los principios de la vida colonial; sólo
Mitre, en sus obras historiográficas maduras, detecta en cambio en la sociabilidad local
núcleos de buen sentido acordes con los principios republicanos y democráticos, los cuales, sin
embargo, sólo adquirirían un rango histórico cuando las formas orgánicas de la democracia,
esto es, la mediación de las instituciones republicanas, fueran capaces de neutralizar a esa
democracia mal entendida que Mitre identificaba con las masas inorgánicas del interior del
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país, las mismas que si tuvieron la virtud de conservar la llama de la revolución en tiempos
donde ésta parecía languidecer, no conforman empero un estadio histórico acabado,
justamente porque esa democracia es un orden donde no gobierna la ley, que en clave liberal
es sinónimo de razón.
Esta enorme desconfianza del liberalismo argentino respecto de la sociedad local, este
paradójico liberalismo sin sociedad civil, no hizo más que potenciar en la Argentina ciertos
rasgos elitistas que son propios de la tradición liberal y que están en la base de su vínculo
problemático con las tradiciones del pensamiento democrático. En este sentido, Jorge Dotti
establece una interesante distinción entre ambas tradiciones, basada no tanto en los rasgos
puntuales de lo que sería un “orden liberal” y uno “democrático”, sino más bien apuntando a
la metafísica que supone cada ideario, bajo la premisa de que esta metafísica deja ver qué
sentidos asignan las tradiciones liberales y democráticas al obrar humano en la historia. Dice
Dotti respecto al liberalismo:
Por este motivo, lo distintivo del pensamiento político liberal es que los ideologemas
que defiende, entre otros, el individuo como sujeto político, la admisión del estado como un
tipo particular de estado de derecho y la tesis del estado mínimo, resultan ser subsidiarios de
una metafísica que entiende que el obrar humano políticamente admisible es aquel que se
ajusta a la legalidad pre-política que regula el intercambio de bienes e ideas, legalidad que
sólo es accesible a la razón y a la cual debe ajustarse la voluntad para que ésta pueda ser
considerada libre. Por ende, si para el liberalismo la finalidad de toda asociación política es
velar por el cumplimiento de las reglas que presiden el obrar humano en el estado no-político,
la legitimidad del soberano queda definida básicamente en virtud del conocimiento verdadero
de estas reglas, lo que acerca el liberalismo al elitismo iluminista, ya que, según Dotti:
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queda sometida al elitismo iluminista: gobiernan los que más saben, los
esclarecidos, en nombre de los que aún no han sido educados, pero que habrán de
serlo por los que han comprendido el orden objetivo de las cosas (1997: 34).
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5 “Es tiempo ya de empezar el análisis científico que procure arrancar la historia del dominio de las
causas accidentales, transitorias o personales, para ensayar la deducción de leyes constantes o periódicas”
(González, 1979: 9).
6 “En el examen de los males que más hondamente trabajaron el alma de la Revolución argentina
[…] hay un elemento morboso que obra en su seno desde el primer instante [...]; es la discordia fundada en
rivalidades personales o en antagonismos latentes, de regiones o de facciones; la discordia que asume las
formas más violentas e inconciliables y se condensa en la lucha por el predominio sobre la acción interior
[…]” (1979: 20-21).
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causado en primer término por el inesperado protagonismo que ganan las masas inorgánicas
–los ecos de la categoría mitrista son innegables-, un protagonismo que anuncia una
incipiente divergencia entre las instituciones liberales y el principio de la soberanía popular
que no consigue ejercerse y arraigarse al interior de un marco institucional que no sólo sea
expresión de la unidad nacional, sino también que sea capaz de contener a las masas que la
propia Revolución ha activado como actor político:
Así, la revolución deviene guerra, pero la guerra civil no hace sino manifestar una
tensión ya anunciada en los clásicos del liberalismo argentino del siglo XIX (Echeverría, 1839;
Sarmiento, 1845): el conflicto entre la cultura y formas de asociación de las masas y el
entramado institucional moderno que debería reemplazar al orden colonial. De este modo, el
escenario político queda definido como la tragedia por la cual el ciudadano virtuoso que
demanda la república liberal queda relegado por el ascenso de los caudillos, quienes concitan
el favor de las masas inorgánicas y desplazan a la elite dirigente revolucionaria a los márgenes
del proceso político e histórico que ella misma había desatado. Si bien esta deriva acontece
sobre la base de la división que se opera al interior de la elite dirigente, en lo que resulta el
primer hito en que se manifiesta la ley de la discordia,7 el motivo del conflicto entre las formas
de sociabilidad ligadas a la cultura popular y la institucionalidad republicana que colisiona
con ella reinstala en la obra de González el viejo motivo de la desconfianza liberal en torno a la
sociedad local.
Sin embargo, según González no es poca la contribución que la propia elite política
revolucionaria habría realizado para que la revolución devenga guerra civil y la guerra civil en
ascenso de los caudillos. Siguiendo en este punto a una amplia y heterogénea tradición crítica
(Alberdi, Estrada), González responsabiliza a Rivadavia de una decisión que el riojano cree de
vastas consecuencias en el proceso político pos revolucionario: la supresión de los cabildos
municipales y su sustitución por un régimen centralizado sobre la base del sufragio universal:
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De este modo, al suprimir los cabildos que garantizaban, según González, que los
poderes sociales y locales constituidos tuvieran representación política, la reforma
rivadaviana habilitaría la transformación del sufragio en plebiscito y el plebiscito en un
sistema basado en el patronazgo dictatorial, que es el nombre con que González, en este
ensayo, nomina al fenómeno del caudillismo.
Ahora bien, lo que resulta interesante es que para el riojano este patronazgo no se
sostenía únicamente en el uso de la fuerza, sino a partir de un vínculo específico entre las
masas y los caudillos: el delegacionismo tácito. En efecto, se trata según el riojano de otra
estructura regular de la historia argentina, tan importante como la antes enunciada ley de la
discordia, y que tiene que ver con la delegación tácita de poderes de las masas a la persona
política capaz de imponer un principio de orden: “se trata de una tácita y paciente delegación
[de los pueblos] de sus derechos en los gobiernos [o en los caudillos], que ha sido y es aún la
característica indeleble y persistente de la vida nacional” (1979: 26).
Como era previsible, en esta interpretación el régimen rosista queda definido como un
régimen democratista pero no liberal, que se alimentaba de tres fenómenos convergentes: la
división intra-elite en marcha desde los albores de la revolución; los errores de la elite
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rivadaviana y el delegacionismo tácito por el cual las masas, pero también otros sectores de la
sociedad, daban muestras de confianza a un liderazgo político capaz de imponer un principio
de orden. No deja de sorprender, sin embargo, que el propio González constate la amplitud de
las bases sociales del rosismo, que de ningún modo se circunscribían bajo su perspectiva a los
sectores populares, ya que habría contado, además, con el silencio, el pasaje a la vida privada
o en algunos casos la abierta colaboración de quienes pertenecían a las “familias más cultas
del país” (1979: 73), como así también sectores de la Iglesia e incluso un nuevo actor que
surgía y se consolidaba con el régimen, constituyéndose en uno de sus pilares socio-
económico: los lalifundia (1979: 32). De este modo, este régimen democratista pero antiliberal
tenía asegurado desde abajo pero también desde arriba [“clérigos, doctores, hacendados y
funcionarios crean, pues, en torno al déspota el ambiente propicio” (1979: 74)] un fuerte
consenso social, a la vez que dicho régimen ganaba coherencia ideológica a través del
reemplazo del principio de la civilización por la divisa nacionalista:
La política del tirano era falsa artera interesada y en su esencia hostil a los
principios esenciales de la Revolución de Mayo, de independencia de toda
soberanía extraña y gobierno republicano, representativo bajo régimen
federativo, pero en el estado de la conciencia social argentina y en medio de la
excitación de la guerra civil a muerte era de una habilidad siniestra aquella
adopción pertinaz de las aspiraciones nacionales de integridad y defensa del
territorio que él se esforzaba por presentar amenazados por la invasión
extranjera impulsada por los ‘traidores’ unitarios (1979: 50).
He aquí una ley histórica nacional que tiene su vigencia continuada desde
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De este modo, lo que legitimaba a Mitre y a Urquiza eran los fines perseguidos en la
inauguración del nuevo ciclo político, pero no el consenso popular, que se encuentra ausente
en el origen del nuevo orden. Si bien ello, en una muestra de cómo opera la legimitidad liberal
en la argumentación de González, no alcanza para poner en cuestión a la nueva legalidad, ya
que los liderazgos de Mitre y Urquiza condensaban las “altas virtudes cívicas y privadas en las
cuales coincidían sin la menor duda el concepto abstracto de mérito con la efectiva posesión
del mando” (1979: 122), la reaparición del criterio de la superior clarividencia del legislador
como instancia de legitimación política de la norma socavaba pues la posibilidad de una
convergencia histórica entre la legitimidad liberal y la legitimidad democrática en la
Argentina post Caseros. Así lo admite el propio González, para quien sin embargo no existía
otra vía histórica posible a seguir en aquel contexto:
Si bien González, aferrado a la legitimidad que confería los fines perseguidos por el
nuevo orden, admite que las nuevas instituciones no requerían tanto de la existencia efectiva
de un pacto contraído por una voluntad soberana, cuanto la idea de pacto, esto es, de que
quienes impusieron dicho ordenamiento lo hayan hecho como si la voluntad soberana, en caso
de haber existido, hubiera debido querer que se actúe, este ejercicio sin embargo suponía un
alto costo, que es lo que el riojano denomina como la “simulación fundamental de los
constituyentes”:
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De este modo, el sufragio adquiría el estatuto de una ficción fundamental del nuevo
orden, es decir, asumía meramente la función de convalidar los acuerdos entre las elites, lo
cual terminaría erosionando las bases de una democracia tutelada, cuya mayor legitimidad
descansaba en el hecho de que en el futuro, por obra de la ciencia y la educación popular,
debía dejar su lugar a una república verdadera:
Sin embargo, y una vez más en abierta disonancia con el clima celebratorio del
Centenario, González afirma que la escuela no había conseguido cumplir con éxito esta
función:
mismo resultado, a saber, la divergencia entre la voluntad popular y la legalidad. Por otra
parte, la simulación fundamental de los constituyentes, consistente en actuar como si existiera
una voluntad popular cuyo querer coincidiera con la razón, si bien era legítima respecto a los
fines que perseguía, tenía consecuencias agravadas sobre la cultura política argentina, ya que,
según González, reforzaba viejos vicios de la cultura política argentina, como el personalismo
(1979: 124), al tiempo que invertía el sentido de la representación política –por la cual el
representante no expresaba al representado sino que éste convalidaba lo ya resuelto por
aquél-, consolidaba la política como una práctica basada en el arreglo entre cúpulas (124) y
profundizaba la división entre las élites políticas y las masas (124). De este modo, en el ciclo
de la constitución la integración de las masas al sistema político seguía siendo una deuda
pendiente, por lo que el balance de cien años de historia argentina no podía ser sino negativo:
En síntesis: para el González que en El Juicio del siglo realiza un balance de los cien
años de historia argentina desde la perspectiva del científico, la imposibilidad de combinar la
legitimidad liberal y la democrática aparece como un problema agravado de la cultura política
nacional. En el ciclo de la revolución, la crisis intraelite y la emergencia de liderazgos
caudillescos con fuerte apoyo popular habrían dado lugar a una suerte de democracia
inorgánica, cuya expresión acabada es el rosismo. En el ciclo de la constitución, en cambio, si se
salda el problema de la institución de un orden liberal y republicano, ello se hace al precio de
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construir dicho andamiaje desde arriba, con la intervención de las grandes personalidades, la
fuerza de las armas y el pacto entre gobiernos provinciales, pero no a través del consenso
popular. Tanto en uno como en otro período, el problema político consiste en “educar al
soberano”, con lo cual la única democracia posible termina siendo una democracia tutelada,
cuya única legitimidad residiría en que algún día dejaría de ser tal, cuando los efectos de la
educación conforme una segunda naturaleza en la vida de las masas. A pesar de que la
divergencia entre la legitimidad liberal y la democrática constituye un grave problema, en El
juicio del siglo González no entrevé ni en la sociedad política ni en la sociedad civil indicios de
una pronta solución a este problema, que sin embargo, ya no como científico, sino como
ministro y como legislador, encararía.
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De hecho, la reforma electoral de 1902, cuyo rasgo central era implementar el voto
uninominal por circunscripciones, se proponía fragmentar el mapa electoral de tal modo que
resultara imposible la construcción de esos liderazgos plebiscitarios: “El escrutinio uninominal
[…] es una barrera a los ambiciosos, que tienden al poder por plebiscito. Es más difícil
organizar la lucha electoral en 581 circunscripciones que en 86” (1934b: 97). Si esta
fragmentación apuntaba a socavar los liderazgos con pretensiones de alcance nacional que se
erigieran por fuera de la elite política del orden conservador, las críticas de González al
escrutinio de lista completa (contra el cual González polemiza en 1902)8 e incompleta (contra
el que polemiza en 1912),9 apuntaban en cambio a la propia elite, al mostrar, por un lado,
cómo ella misma había generado las condiciones para que se prolonguen en el tiempo estos
liderazgos plebiscitarios construidos en los márgenes del sistema político y, por otro lado,
cómo ciertos rasgos ligados al caudillismo clásico se han transferido al interior de la propia
8 La crítica al escrutinio de lista es que volcaba el resultado electoral a favor de una única lista,
concentrando de ese modo el poder y excluyendo a las minorías: “el escrutinio de lista es el escrutinio de la
injusticia, y que ese escrutinio importa la incitación a la revuelta y a la obstrucción de las asambleas
parlamentarias, dado que en nuestro país, es sabido que minoría que no gobierna, conspira, y que nuestros
hábitos políticos nos llevan siempre a optar entre el gobierno y la revolución”. (1934b: 135).
9 Entre los argumentos de González expuestos en la reforma electoral de 1912 contra el sistema de
lista incompleta es que otorga representación a quien no es mayoría y estimula los acuerdos electoralistas, las
componendas, la repartición de cargos sin discusiones programáticas, etc. (1934a: 138, 141, 147, 151).
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Sólo en este marco cobraba relevancia algunos aspectos señalados por la hipótesis de
Botana, según la cual la democratización de la sociedad política tenía como objetivo, en la
perspectiva de los reformistas liberales, efectuar un ajuste entre la sociedad civil modernizada
y una sociedad política que resultaba anacrónica respecto a las transformaciones que se
estaban operando en el país desde el último cuarto del siglo XIX. En efecto, no se trataba tanto
de adecuar la esfera política a la compleja vida social cuanto de prevenir que los nuevos
actores surgidos de una sociedad que se transformaba día a día canalizaran sus demandas
según prácticas y estilos políticos de vieja data, en los que sobresalía como fantasma para la
tradición liberal el fenómeno del caudillismo. De aquí que González crea necesario que la
propia elite se imponga representar a los nuevos sectores económicos beneficiados por la
inscripción de la Argentina en el mercado mundial, antes de que éstos canalicen sus demandas
por esas vías sedimentadas en la cultura política argentina:
Por la misma razón que era necesario integrar a los ganadores del modelo agro
exportador, era imperioso también hacerlo con los trabajadores, incluso aquellos que hacían
suyo el ideario socialista:
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En síntesis: la necesidad de una reforma electoral hundía sus raíces en una historia de
larga duración, una historia en la cual los principios del liberalismo y los de la democracia
divergían, y en la que el orden institucional terminaba erosionado por aquello que ese mismo
orden excluía. En esta historia conflictiva, el caudillismo asomaba como la contracara de un
orden que si estaba legitimado por la superior clarividencia de los fines que perseguía el
legislador, en los hechos se sustentaba a través de pactos políticos transitorios, en el poder de
las armas o en la barbarización misma de las prácticas políticas al interior de la propia elite,
que mediante la incidencia de los comités había invertido el sentido de la representación.
Ahora bien: si éstas eran las razones para efectuar una reforma electoral: ¿qué tipo de
democracia debía dar a luz dicha reforma? Si tomamos en cuenta tanto el proyecto de 1902,
impulsado por el propio González, y el modo en que éste apoya la Ley Sáenz Peña, la idea
democrática que deja traslucir sus intervenciones desplaza, pero no reformula en lo
sustancial, el modo en que la tradición liberal argentina concibió la articulación entre
sociedad política y sociedad civil, una articulación según la cual la sociedad política,
considerado el polo activo de esta relación, debía imprimir, a través de sus representantes
más destacados, aquellos que justamente detentaban la soberanía teórica, los principios de la
civilización sobre el cuerpo de una sociedad cuya eticidad no siempre resultaba acorde con
dichos principios. Si ello es así es porque, para González, la democracia sigue siendo pensada
como un régimen político cuyo fin no puede ser otro que consagrar una república de notables,
esto es, una república que antes que conferir el poder a actores sociales que estaban excluidos
(desde tiempos pretéritos o emergentes en el tiempo de la reforma), debía relegitimar a
quienes por su superior clarividencia estaban en condiciones de definir el bien común.
Ello puede advertirse de varias maneras, incluso en dos aspectos de sus
intervenciones parlamentarias en donde González consigue tensar al máximo ese viejo modo
de articulación entre sociedad política y sociedad civil: el momento moderno de la defensa de
los partidos políticos como actores centrales de la democracia y el momento democrático en el
que rechaza el voto calificado para legitimar el derecho a voto de los analfabetos. Veamos cada
caso.
En este momento moderno de esta argumentación, lo que plantea González es que los
partidos están llamados a sustituir la relación clientelar entre representantes y representados
cuyos términos él mismo había descrito en El juicio del siglo. Pero al mismo tiempo, los
partidos expresan la soberanía teórica, que sólo pueden detentar aquellos que están
destinados a dirigir: en la reforma electoral de 1902, que proponía el voto uninominal por
circunscripciones, la soberanía teórica era confiada a quienes detentaban el poder local, es
decir, los notables cuyo capital económico, simbólico y social fuera los suficientemente
persuasivo para ganarse el favor del elector. De este modo, antes que replantear el esquema
de poder vigente, se lo afianzaba a través de un mecanismo electoral en el que el partido, por
su parte, tenía como fin convertirse en una suerte de comunidad de notables.
Esta idea, aunque con otro esquema electoral, apenas aparece modificada en 1912,
sólo que aquí dicho partido de notables, integrados por quienes están llamados a dirigir la cosa
pública, tiene un nombre propio: la Liga del Sur fundada por Lisandro de la Torre:
De este modo, si el partido político como actor moderno reemplaza a las formas
históricas que mediaban la relación entre representante y representado, no por ello estaba
llamado a redistribuir el poder entre uno y otro: en ningún momento González duda acerca de
quiénes dirigen y quiénes, en cambio, son dirigidos.
Esta misma lógica aparece en lo que podría denominarse el momento democrático de
su argumentación: cuando defiende, para la reforma de 1902, el voto de los analfabetos, que
en aquel período correspondía a no menos del 50% del padrón:
las personas analfabetas que obedecen a la voluntad de las otras que las
dirigen, gobiernan o sostienen, forman masa de opinión [...] lo mismo que las
sugestiones del ilustrado sobre el menos ilustrado, la influencia legítima del
capital, la influencia del que paga, del que sostiene, del que da elementos de vida a
las personas que tienen menos que él. Pero no se puede desconocer como
elemento esencial en la evolución de este fenómeno de la voluntad nacional, esta
fuerza visible de la subordinación humana, de la dependencia de unos hombres
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Tenemos que aceptar los resultados de la historia tal como ellos son, e
incorporar, guiar hacia el mejor destino posible, haciendo uso de nuestras facultades
superiores, a esas masas ignorantes, para hacerlas colaborar en la fundación de un
orden de cosas estable y constitucional. Es, por lo tanto, la responsabilidad de las
clases dirigentes la que debemos mirar en el ejercicio de estos derechos, ya que a
ellas, por selección natural, les corresponde esa especie de tutela sobre los que
saben menos o menos pueden (1934b: 110, subrayado nuestro).
Por ende, la democracia así concebida como república de notables, seguía siendo a su
modo una democracia tutelada, aunque ahora revalidada por el sufragio, esa institución
díscola de la historia argentina del siglo XIX.
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Avatares filosóficos #2 (2015)
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¿Sociedad política moderna o república de notables? Las tensiones entre… | Matías Farías [pp. 5-15] ISSN 2408-431X
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Avatares filosóficos #2 (2015)
Revista del Departamento de Antropología Investigación / 53
¿Sociedad política moderna o república de notables? Las tensiones entre… | Matías Farías [pp. 32-54] ISSN 2408-431X
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