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¿Sociedad política moderna o república de notables? Las tensiones entre… | Matías Farías [pp.

32-54] ISSN 2408-431X

¿Sociedad política moderna o república de notables?


Las tensiones entre liberalismo y democracia en J. V.
González
Matías Farías

Distintos trabajos (Botana, 1985 [1977]; Roldán, 1993; Zimmerman, 1994) han
ofrecido una nueva imagen de la elite política argentina del orden conservador, de la
cual J. V. González fue un miembro destacado. En abierta polémica con buena parte de la
historiografía previa, sobre todo de aquella que se definía como revisionista, estos trabajos
definen a González como un representante acabado de una franja político-intelectual
reformista, moderna y con objetivos regeneracionistas. Sin desestimar estos aportes, en este
artículo nos interesa matizar algunos de sus corolarios, especialmente aquellos que suponen
un vínculo amistoso entre liberalismo, republicanismo y democracia. En este sentido, creemos
que es necesario reinscribir los escritos de J. V. González al interior de una historia
problemática: la que signa el vínculo entre liberalismo y democracia en Argentina entre el
siglo XIX y principios del XX.

» Liberalismo Democracia Sufragio República de notables Sociedad civil.

La figura de Joaquín Víctor González ha sido revalorada (Botana, 1985 [1977]; Roldán,
1993; Zimmerman, 1994) en investigaciones que contribuyeron a abonar un nuevo sentido
común en la historiografía argentina en torno al período que comprende el pasaje de la
república posible a la república verdadera (Botana, Gallo, 1997; Halperín Donghi, 1999), es
decir, el proceso que media entre la crisis del orden conservador y la sanción de la Ley Sáenz
Peña (1890-1912). En estas investigaciones, el riojano aparece como un actor político e
intelectual destacado de aquellos años. Más aún: en abierta polémica con buena parte de la
historiografía previa, sobre todo de aquella que se definía como revisionista (la cual
identificaba sin más a la clase política a la que pertenecía González con el concepto de
oligarquía), los trabajos de Botana y Zimmerman han construido una nueva imagen tanto de
González como de la política argentina de aquellos años, en la que el autor de La tradición
nacional luce como un representante acabado de una franja político-intelectual reformista,
moderna y con objetivos regeneracionistas.
Sin desestimar estos aportes (los análisis de Botana, por ejemplo, han permitido
comprender algunos de los rasgos del sistema político de aquel período que habían pasado
desapercibidos), en este artículo nos interesa matizar algunos de sus corolarios,
especialmente aquellos que suponen un vínculo amistoso entre liberalismo, republicanismo y
democracia. En este sentido, creemos que es necesario reinscribir los escritos de J. V.
González, especialmente aquellos dedicados a la reforma electoral, al interior de una historia

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Avatares filosóficos #2 (2015)
Revista del Departamento de Filosofía Investigación / 32
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problemática: la que signa el vínculo entre liberalismo y democracia en Argentina entre el


siglo XIX y principios del XX.1
Para ello, dividimos este trabajo en cuatro partes. En primer lugar, analizamos
críticamente el argumento que Botana despliega en El orden conservador, con una mención al
trabajo de Zimmerman, que a nuestro entender es subsidiario de las hipótesis desarrolladas
en aquel libro. En segundo lugar, reconstruimos brevemente algunas tensiones entre
liberalismo y democracia, con especial énfasis al modo en que éstas se manifiestan en el siglo
XIX argentino. En tercer lugar, nos detenemos en un texto clave del Centenario, El juicio del
siglo (González, 1910), para mostrar cómo su autor entiende que uno de los problemas
centrales de la historia argentina es justamente la tensión, según veremos más adelante, entre
la legitimidad liberal y la legitimidad democrática, una tensión cuya resolución, sin embargo,
en este ensayo González sólo entrevé factible en un futuro lejano. Finalmente, si en tanto
“científico” González en El juicio del siglo no vislumbra la convergencia entre liberalismo y
democracia, en su labor como ministro y como legislador, en cambio, propiciará en dos
ocasiones (1902, 1912) una reforma electoral que sin embargo supone un concepto de
democracia estrechamente ligado a los viejos modos de articulación entre la sociedad política
y sociedad civil. Se trata de una modalidad por la cual la “superior clarividencia del
legislador”, según lo ha caracterizado Halperín Donghi (1979), representa la instancia decisiva
para ordenar la relación entre mandato y obediencia.2

› La democracia como efecto de la fórmula alberdiana: la


hipótesis de Botana
La hipótesis que aún hoy cuenta con crédito para explicar la transición de la república
posible a la república verdadera, es decir, la dinámica política que dio lugar a la reforma
electoral en 1912, ha sido expuesta por Botana en El orden conservador. Según Botana, junto
con la consolidación del Estado Nacional en 1880 surge un régimen político, “el orden
conservador”, que consagraba la fórmula que Alberdi imaginó para la Argentina post Caseros.
Por un lado, dicha fórmula planteaba alentar el desarrollo económico de la sociedad civil a

1 Este trabajo tiene en consideración algunas intervenciones (Terán, 1994; Prislei, 1999) que han
señalado las tensiones entre liberalismo y democracia en la obra de González.
2 No sin ironía, así describe Halperín uno de los rasgos asociados con la creencia de la
“excepcionalidad argentina”: “La excepcionalidad argentina radica en que sólo allí iba a parecer realidad una
aspiración muy compartida y muy constantemente frustrada en el resto de Hispanoamérica: el progreso
argentino es la encarnación en el cuerpo de la nación de lo que comenzó por ser un proyecto formulado en los
escritos de algunos argentinos cuya única arma política era su superior clarividencia” (Halperín Donghi, 1979:
7-8).

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partir del uso extensivo de la tierra (repartida en grandes propiedades), la atracción de


capitales extranjeros y la convocatoria de la inmigración europea, en un contexto legal donde
la Constitución Nacional garantizaba amplios derechos civiles. La otra cara de esta sociedad
civil ampliada era sin embargo un orden político restringido, que confiaba el poder a una
minoría dentro de la cual quienes ejercían el poder ejecutivo tanto en el plano nacional como
en los ámbitos provinciales tenían asegurado un lugar de privilegio, ya que contaban con el
poder de elegir y designar tanto a los legisladores como a sus propios sucesores. De este
modo, según Botana, la fórmula alberdiana se proponía “conciliar los valores igualitarios de
una república abierta a todos con los valores jerárquicos de una república restrictiva” (1985:
46), teniendo dicha fórmula un “diseño sencillo”, ya que “funda una capacidad de decisión
dominante para el poder político central; otorga el ejercicio del gobierno a una minoría
privilegiada, limita la participación política del resto de la población; y asegura a todos los
habitantes, sin distinción de nacionalidad el máximo de garantías en orden a su actividad
civil” (1985: 46). De este modo, al interior del orden conservador coexistían dos legitimidades
y valores contradictorios: el progreso y el democratismo social constituían los pilares de la
sociedad civil; por el contrario, dichos valores eran negados, en aras de asegurar el orden y la
gobernabilidad, en la sociedad política.
Ahora bien, según Botana la contradicción entre ambas legitimidades, es decir, entre la
sociedad civil y la sociedad política, se tornaría cada vez más insostenible, al punto de incitar
en el seno mismo de la elite política una lenta pero sostenida ruptura, cuya primera
manifestación se produciría con la Revolución del Parque en 1890, cuando una franja de esa
elite (la que había quedado relegada de los cargos políticos bajo el régimen del unicato
roquista), lanzaba una impugnación revolucionaria a dicho régimen sobre la base de
denuncias de corrupción, una crítica a la apuesta por la modernización económica sin criterios
morales y políticos y el abierto señalamiento de que la elite política había dejado de ser una
aristocracia del mérito para convertirse en una oligarquía cuyo sostén dependía de la
sistemática negación de la verdad electoral. Esta crisis, que se abre en 1890, se reavivaría en
el 900 mediante el enfrentamiento de Pellegrini con Roca, para cerrarse al fin con la sanción
electoral de 1912, en la que los reformistas -entre ellos, J. V. González, I. Gómez y por cierto el
presidente Sáenz Peña-, invocando de algún modo al civismo de los revolucionarios del
noventa, idean una apertura democrática con una doble finalidad: superar la escisión entre
sociedad civil y sociedad política ínsita en la fórmula alberdiana y buscar –descontando el
triunfo en las urnas- su relegitimación por medio de elecciones abiertas.
Si bien, como puede apreciarse, la hipótesis de N. Botana es rica y compleja, presenta a
nuestro entender algunos problemas. En primer lugar, la hipótesis supone implícitamente un
teleologismo histórico imposible de contrastar empíricamente (más bien lo contrario: dicho
teleologismo condiciona de antemano la interpretación de la dinámica política e histórica). En
efecto, para Botana la democratización planteada en la reforma electoral de 1912 ya estaba
contenida in nuce en la propia fórmula alberdiana que paradójicamente esa misma reforma
venía a cancelar. Sostiene Botana:
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¿Cómo no extrañarse, entonces, que la definición del régimen como


oligarquía establecida naciera de los movimientos contradictorios que se habían
puesto en marcha? ¿Cómo no reconocer que la ambición programática de la
fórmula [se refiere a la fórmula alberdiana, es decir, una sociedad civil abierta y
una sociedad política restringida] arrastraba consigo los fermentos que habrían
de democratizar el poder político? (1985: 223).

De este modo, este teleologismo implícito le permite a Botana afirmar que la índole de
las transformaciones que dicha élite había implementado en la sociedad, orientadas en el
sentido de la democratización social y la modernización económica, habrían sentado las bases,
una vez asegurado el orden político, para que las demandas de democratización y de
modernización se transfieran a la sociedad política.
Ahora bien, este punto nos conduce a un segundo aspecto problemático de la hipótesis
de Botana: la sobrestimación de los rasgos modernistas, progresistas y regeneracionistas de la
franja reformista en la que se incluye a González.3 ¿Cómo se produce esta sobrestimación?
Especialmente circunscribiendo la reforma de 1912 al despliegue de la crisis interna que sufre
esta clase dirigente a partir de 1890. Dicho de otro modo, en la hipótesis de Botana la reforma
es el producto de una elite que busca relegitimarse ante la crisis que se ha abierto al interior
de sus filas, antes que el producto de la agencia de otros actores históricos.
Esta sobrestimación de los rasgos modernistas, progresistas y regeneracionistas de la
elite se prolonga en otras investigaciones históricas del período, que señalan que en aquellos
años no sólo la elite política se dispone a discutir la cuestión democrática sino también la
cuestión social. Tal es el caso de Los reformistas liberales (Zimmermann, 1994), donde su
autor, del mismo modo que Botana, discute con la historiografía previa que identificaba a la
elite con la oligarquía terrateniente, para sostener en cambio que la franja reformista del
orden conservador habría asumido en nuestro país un rol similar al que le correspondió al
Partido Liberal inglés, es decir, el papel de constituirse en un grupo gobernante con
capacidades burocráticas que lo habilitaban para sustituir a una aristocracia terrateniente a
quien la modernidad habría sobrepasado, ya que, siempre según Zimmermann, “la
transformación institucional ocurrida en el país desde fines de siglo pasado obedeció más a
los oficios de una intelligentsia liberal y progresista que a las reacciones de una aristocracia
sitiada que buscaba proteger sus intereses” (1994: 34). En síntesis, para Zimmerman las

3 La sobrestimación de estos rasgos es evidente en pasajes como éstos: “Católicos de rigurosa


observancia moral, sentían una natural repugnancia por la falsedad, la ausencia de actitudes sinceras, la falta
de correspondencia entre doctrina y práctica, lenguaje y realidad. Esta ética conservadora -audaz en el
proyecto político, estratégica en su instrumentalización, prudente en el programa social de apoyo que
acompaña- puede ser vista como una complicada operación que procura reconciliar un hecho inevitable de
democratización con un puñado de valores cuyo predominio es menester conservar y hasta acrecentar”.
(Botana, 1985: 280).
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iniciativas reformistas de esta franja de la élite no sólo se circunscribían al campo social -que
es, por otra parte, el objeto de estudio de su investigación- sino también al campo político, ya
que:

Esta percepción de la importancia de los cambios sociales y de las


necesarias respuestas que debían darse desde el gobierno se vio fortalecida por
una similar evolución en la percepción política del periodo: los reclamos de
reforma del sistema político y de las prácticas cívicas que surgieron después de
los noventa convergieron con las demandas de reforma social que se
intensificaron a partir del cambio de siglo en parte porque [...], las demandas en
ambos campos eran emitidas desde las mismas fuentes (1994: 14).

Al igual que Botana, Zimmermann atribuye las causas de la reforma electoral a la


voluntad política de la franja reformista de la elite, quienes para ello se habrían apoyado en un
puñado de firmes convicciones liberales, progresistas y regeneracionistas. Sin embargo, y de
manera análoga a la critica que Juan Suriano realiza a este planteo en relación con la cuestión
social -según Suriano, los reformistas liberales no hubieran sido tales “sin considerar la
tremenda presión que significaba la acción de los sindicatos, el estallido de las huelgas o la
misma presencia del anarquismo y del socialismo” (2000:19)-, la reforma electoral resulta
incomprensible sin tener en cuenta la acción de otros grupos políticos y sociales, entre ellos, la
abstención radical luego de la fallida insurrección de 1905, las protestas obreras canalizadas a
través de la organización gremial en un contexto de creciente conflicto entre el capital y el
trabajo4 o incluso el marcado asociacionismo de diversos sectores de la sociedad civil (Sábato,
1998).
En síntesis, la hipótesis central de El orden conservador supone un teleologismo
implícito, ya que la reforma electoral se deriva de los movimientos contradictorios que ha
activado la fórmula alberdiana, como si dicha fórmula contuviera en sí misma los rasgos
anticipados del proceso de democratización abierto en 1912; al mismo tiempo, el análisis de
tales contradicciones queda circunscripto casi de manera exclusiva a la crisis intraelite
desatada entre 1890 y 1912, sin tomar en cuenta otros elementos decisivos del contexto
histórico. Es probable que en ambos casos lo que está operando implícitamente es cierto
deslumbramiento ante los rasgos del sistema político que la hipótesis de Botana permite
aprehender, hipótesis que si por un lado aporta nuevas claves para entender el período, por
otro lado sobredimensiona la importancia de su objeto de estudio, ya que la reforma electoral
no puede ser explicada meramente a partir de las características de un sistema político, a

4 Botana menciona la aparición de los conflictos sociales en la década del novecientos y el


abstencionismo radical (1985: 235-236), pero esa mención no ocupa un lugar relevante en el andamiaje
explicativo de su hipótesis, ya que tales conflictos no son tratados como factores condicionantes de la
reforma.
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menos que se esté dispuesto a incurrir en un politicismo que al sobrestimar los rasgos
modernistas y progresistas de la elite política, tiene que dejar de lado en el análisis no sólo la
agencia de otros actores políticos, sino también –tal es la crítica de Suriano a Zimermann- la
dinámica del conflicto social de la Argentina de aquellos años.

› La democracia como problema en la tradición liberal argentina


Si bien los debates en torno a la reforma electoral cobraron protagonismo en la
primera década del siglo XX, la cuestión de la democracia como problema político para la
tradición liberal argentina se remonta al siglo XIX; en este sentido, no es exagerado afirmar
que este problema era parte constitutiva de lo que Halperín Donghi (1979) ha denominado la
construcción de una “nación para el desierto argentino”. Como sostiene este mismo
historiador, a diferencia del liberalismo mexicano –y de otros liberalismos
hispanoamericanos-, para el argentino la democracia no es una hipótesis a explorar en un
futuro venidero, sino un problema que ha dejado abierto la Revolución de Mayo:

La convicción de que, ya se ejerza en el marco de instituciones liberales o a


través del ejercicio caprichoso de la dictadura personal, en la Argentina el poder
político no puede tener otra base de sustentación que la voluntad de las masas,
introduce así un matiz diferencial en la versión del liberalismo que allí va a
imponerse. No es que la perspectiva democrática esté ausente en otras versiones
liberales [latinoamericanas] [...]; la diferencia esencial es que mientras en esas
versiones la democracia es, ante todo, una aspiración y como tal un ingrediente
más o menos importante del rimero de soluciones que los nuevos liberales
proponen para los problemas hispanoamericanos, en la Argentina la democracia
es parte del problema (Halperín Donghi, 1987: 159).

¿Por qué la democracia era parte del problema político decisivo para la tradición
liberal argentina del siglo XIX? No sólo porque, como sostiene Halperín Donghi, la propia
revolución de Mayo había contribuido a que las masas se constituyeran en un actor político
que aunque subalterno era de todos modos insoslayable, sino también porque las elites
letradas liberales rehusaban reconocer en esas masas –y en de la sociedad local en general-
núcleos de buen sentido sobre cuya base pudiera edificarse una nación moderna. En efecto, y
más allá de sus notorias diferencias, Sarmiento y Alberdi –y antes Rivadavia- coinciden en
señalar que la sociabilidad local alberga y reproduce los principios de la vida colonial; sólo
Mitre, en sus obras historiográficas maduras, detecta en cambio en la sociabilidad local
núcleos de buen sentido acordes con los principios republicanos y democráticos, los cuales, sin
embargo, sólo adquirirían un rango histórico cuando las formas orgánicas de la democracia,
esto es, la mediación de las instituciones republicanas, fueran capaces de neutralizar a esa
democracia mal entendida que Mitre identificaba con las masas inorgánicas del interior del

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país, las mismas que si tuvieron la virtud de conservar la llama de la revolución en tiempos
donde ésta parecía languidecer, no conforman empero un estadio histórico acabado,
justamente porque esa democracia es un orden donde no gobierna la ley, que en clave liberal
es sinónimo de razón.
Esta enorme desconfianza del liberalismo argentino respecto de la sociedad local, este
paradójico liberalismo sin sociedad civil, no hizo más que potenciar en la Argentina ciertos
rasgos elitistas que son propios de la tradición liberal y que están en la base de su vínculo
problemático con las tradiciones del pensamiento democrático. En este sentido, Jorge Dotti
establece una interesante distinción entre ambas tradiciones, basada no tanto en los rasgos
puntuales de lo que sería un “orden liberal” y uno “democrático”, sino más bien apuntando a
la metafísica que supone cada ideario, bajo la premisa de que esta metafísica deja ver qué
sentidos asignan las tradiciones liberales y democráticas al obrar humano en la historia. Dice
Dotti respecto al liberalismo:

La metafísica liberal encuentra su especificidad en la idea de una


dimensión natural, que es la del intercambio mercantil de ideas y productos, en la
que se produce la armonización espontánea de las tensiones sociales de la mejor
manera posible, tanto para el individuo en particular como para cualquiera de los
colectivos [...] que conforman la rica pluralidad de la sociedad civil. Este obrar
prepolítico (esto es: conceptualmente no necesitado de la politicidad para
alcanzar su significado) es el auténticamente racional porque ha excluido toda
intervención voluntarista en la sede o ámbito en que se desarrolla su dinamismo
natural, y, en consecuencia porque reduce la función legítima de la voluntad
práctica a legalidad, a control de los potenciales violadores de tal naturalidad y
espontaneidad armónica (1999: 295).

Por este motivo, lo distintivo del pensamiento político liberal es que los ideologemas
que defiende, entre otros, el individuo como sujeto político, la admisión del estado como un
tipo particular de estado de derecho y la tesis del estado mínimo, resultan ser subsidiarios de
una metafísica que entiende que el obrar humano políticamente admisible es aquel que se
ajusta a la legalidad pre-política que regula el intercambio de bienes e ideas, legalidad que
sólo es accesible a la razón y a la cual debe ajustarse la voluntad para que ésta pueda ser
considerada libre. Por ende, si para el liberalismo la finalidad de toda asociación política es
velar por el cumplimiento de las reglas que presiden el obrar humano en el estado no-político,
la legitimidad del soberano queda definida básicamente en virtud del conocimiento verdadero
de estas reglas, lo que acerca el liberalismo al elitismo iluminista, ya que, según Dotti:

Someter la soberanía a la legalidad no voluntarista de la producción y


distribución económica es la cuestión privilegiada [por el liberalismo] respecto a
la participación popular. Esta, por su parte, es teorizada como democrática sólo en
el momento originario del pacto social (como obvia unanimidad), pero después

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queda sometida al elitismo iluminista: gobiernan los que más saben, los
esclarecidos, en nombre de los que aún no han sido educados, pero que habrán de
serlo por los que han comprendido el orden objetivo de las cosas (1997: 34).

En cambio, característico del pensamiento democrático moderno es instituir a la voluntad


popular -y no al conocimiento de la legalidad prepolítica- en la instancia legitimadora de todo
mandato soberano. De aquí que, a diferencia del planteo liberal,

la fuerza o autoridad de los que gobiernan no ha de apoyarse en


cualesquiera altas cualidades inaccesibles al pueblo, sino sólo en la voluntad, el
mandato y la confianza de los que han de ser dominados o gobernados, que de
esta manera se gobiernan en realidad a sí mismos (Dotti, 1997: 34).

Todo el problema del pensamiento democrático moderno, así, reside en fundamentar


la identidad entre el actor y el autor, entre el gobierno y los gobernados, en fin, entre la
instancia que constituye y la que obedece la legalidad. En síntesis, la legitimidad de la ley, en la
lógica democrática, no reside en el conocimiento de una legalidad prepolítica (lo que no
significa que sea contraria a ella) sino en la voluntad humana que en tanto sujeto y objeto se
autogobierna a sí misma.
De esta manera, la distinción entre metafísica liberal y democrática permite
comprender mejor algunos rasgos de la tradición liberal argentina del siglo XIX y los dilemas
que le planteaba la democracia a esta tradición. En efecto, a nuestro entender existe una
relación marcada entre la desconfianza de los liberales argentinos respecto a la sociedad local
y la recurrencia con que dicha tradición intenta, como hemos visto, legitimar la validez de la
norma –y las pretensiones de mando- en una racionalidad –mentada con el nombre de
civilización- cuya intelección sólo resultaba accesible a la superior clarividencia (Halperín
Donghi, 1979) del legislador, en detrimento de otras fuentes de legitimación del poder
político, entre ellas, el consentimiento popular. La desconfianza hacia la sociedad civil y
elitismo político se vio agravado todavía más ante ese acontecimiento traumático para la
tradición liberal decimonónica que representó el ascenso de Rosas al poder, un poder que,
como ninguno de los clásicos de la tradición liberal argentina negaba, había descansado no
sólo en las bayonetas, sino en un extendido apoyo popular. De aquí que, en contrapartida,
entre la desconfianza hacia la sociedad y la invocación de la Razón, la idea de una democracia
tutelada asomaba como la forma histórica que podía asumir la democracia en Argentina para
la tradición liberal argentina. Desde un punto de vista político, la fórmula alberdiana no
buscaba ser sino una democracia de este tipo.
Es en esta saga problemática donde se torna necesario inscribir a las intervenciones
de J. V. González en torno a la cuestión democrática, para analizar cómo estos dilemas de la
tradición liberal argentina se desplazan aún en la obra de un reformista como el autor de La
tradición nacional.

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› El juicio del siglo y el divorcio histórico entre la legitimidad


liberal y la legitimidad democrática
Los dilemas entre liberalismo y democracia constituyen el núcleo argumentativo
principal de uno de los primeros grandes ensayos sobre la cultura política argentina, que
González publicó en 1910 por encargo del diario La Nación: El juicio del siglo (1979). Escrito
desde la perspectiva del científico social que pretende abstraer las leyes generales que
gobiernan el devenir histórico nacional,5 este escrito tenía como objetivo realizar un balance
de la historia argentina a cien años de la Revolución de mayo.
Dicho balance no podía contrastar mejor con el tono celebratorio del Centenario: la
hipótesis que implícitamente González desarrolla en el texto es que la historia argentina se
caracteriza por la divergencia histórica entre la legitimidad liberal y la legitimidad
democrática, en el marco de una cultura facciosa -que se desarrolla fundamentalmente al
interior de las elites dirigentes- dominada por la ley de la discordia.6
Esta divergencia histórica asumía modalidades singulares en los dos ciclos históricos
diferenciados en El juicio del siglo: el ciclo de la revolución y el ciclo de la constitución. Así,
mientras que el ciclo de la revolución está dominado, en línea con los clásicos del pensamiento
liberal argentino, por la activación de un democratismo inorgánico que colisionaba con las
instituciones liberales, el ciclo de la constitución, en cambio, está signado por una
institucionalidad que si bien es acorde con un orden republicano, carece de toda legitimidad
de origen, es decir, de consentimiento popular. La disociación entre ambas legitimidades es
tan honda que González, en tanto científico, planteará serias dudas acerca de la posibilidad de
conciliar ambas legitimidades en los albores mismos de la sanción de una reforma electoral
que sin embargo, en tanto político, como veremos más adelante, auspiciará. Veamos cómo
plantea González esta tensión entre ambas legitimidades en estos dos ciclos históricos.
El ciclo de la revolución es pensado por González como el drama histórico que surge a
partir del desajuste entre el legado de la Gloriosa Revolución inglesa, de la cual González cree
que la Revolución de Mayo es heredera, y la imposibilidad de que la realidad histórica post
independentista se inspire en los principios de políticos de aquella Gloriosa Revolución. Ello es

5 “Es tiempo ya de empezar el análisis científico que procure arrancar la historia del dominio de las
causas accidentales, transitorias o personales, para ensayar la deducción de leyes constantes o periódicas”
(González, 1979: 9).

6 “En el examen de los males que más hondamente trabajaron el alma de la Revolución argentina
[…] hay un elemento morboso que obra en su seno desde el primer instante [...]; es la discordia fundada en
rivalidades personales o en antagonismos latentes, de regiones o de facciones; la discordia que asume las
formas más violentas e inconciliables y se condensa en la lucha por el predominio sobre la acción interior
[…]” (1979: 20-21).

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causado en primer término por el inesperado protagonismo que ganan las masas inorgánicas
–los ecos de la categoría mitrista son innegables-, un protagonismo que anuncia una
incipiente divergencia entre las instituciones liberales y el principio de la soberanía popular
que no consigue ejercerse y arraigarse al interior de un marco institucional que no sólo sea
expresión de la unidad nacional, sino también que sea capaz de contener a las masas que la
propia Revolución ha activado como actor político:

La imposibilidad que se manifiesta desde los primeros días para mantener


la unidad de todas las provincias, y los sucesivos desengaños sufridos por cada
una de ellas para llegar a la constitución definitiva, dio nacimiento a ese estado
permanente de guerra civil que ha tomado el nombre de ‘anarquía argentina’ [...];
y éste [estado de anarquía], bajo la bandera sagrada de ‘constituir la República’,
hizo surgir del fondo de las masas inorgánicas y sin orientaciones sociales y
políticas, pero bien perceptibles, los conductores propios [...] que bajo el
calificativo antonomástico de ‘caudillos’, ocupan el escenario rioplatense desde
1810 a 1851 (1979: 27, subrayado nuestro).

Así, la revolución deviene guerra, pero la guerra civil no hace sino manifestar una
tensión ya anunciada en los clásicos del liberalismo argentino del siglo XIX (Echeverría, 1839;
Sarmiento, 1845): el conflicto entre la cultura y formas de asociación de las masas y el
entramado institucional moderno que debería reemplazar al orden colonial. De este modo, el
escenario político queda definido como la tragedia por la cual el ciudadano virtuoso que
demanda la república liberal queda relegado por el ascenso de los caudillos, quienes concitan
el favor de las masas inorgánicas y desplazan a la elite dirigente revolucionaria a los márgenes
del proceso político e histórico que ella misma había desatado. Si bien esta deriva acontece
sobre la base de la división que se opera al interior de la elite dirigente, en lo que resulta el
primer hito en que se manifiesta la ley de la discordia,7 el motivo del conflicto entre las formas
de sociabilidad ligadas a la cultura popular y la institucionalidad republicana que colisiona
con ella reinstala en la obra de González el viejo motivo de la desconfianza liberal en torno a la
sociedad local.
Sin embargo, según González no es poca la contribución que la propia elite política
revolucionaria habría realizado para que la revolución devenga guerra civil y la guerra civil en
ascenso de los caudillos. Siguiendo en este punto a una amplia y heterogénea tradición crítica
(Alberdi, Estrada), González responsabiliza a Rivadavia de una decisión que el riojano cree de
vastas consecuencias en el proceso político pos revolucionario: la supresión de los cabildos
municipales y su sustitución por un régimen centralizado sobre la base del sufragio universal:

7 González hace alusión al enfrentamiento entre morenistas y saavedristas (1979: 23-24).

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Los estadistas [en alusión a las reformas rivadavianas] arrasaron todo y


crearon un poder casi omnímodo fundado sobre el sufragio universal, es cierto,
pero antiliberal, por cuanto debía gobernar una masa desorganizada, indefensa
privada de todo campo, de vida y gobierno propios, y de todo medio de
recomponer las instituciones cuando trepidan si no es por un patronazgo
dictatorial o faccioso (1979: 89, subrayado nuestro).

De este modo, si por un lado González retomaba la crítica, de índole conservadora, de


la generación romántica a Rivadavia (según la cual el Legislador jamás debe implementar
reformas si el estado ético-político de la nación aún no está capacitado para recepcionarlas
felizmente), por otro lado dejaba claro hasta qué punto la legitimidad democrática debía
subordinarse a la legitimidad liberal, ya que, desde esta perspectiva, sólo puede ser
considerada libre aquella voluntad que reúne los atributos de la racionalidad. En este sentido,
las reformas rivadavianas vendrían a probar que toda voluntad popular que no esté sujeta a la
razón es en sí misma contradictoria (ninguna voluntad puede querer lo que no le conviene), al
punto de auto aniquilarse:

Estrada y Alberdi coinciden [...] y ambos dibujan la roja silueta de Rosas


tras del decreto del 24 de diciembre de 1821, que suprimió los cabildos. El criterio
moderno agrega además, que al hacerlo así y crear el llamado “régimen
representativo” a base del sufragio universal, se suprimió de hecho el sufragio
mismo, pues lo instituía como función orgánica de una masa inculta, ineducada,
huraña y dispersa en dilatadas campañas, en las cuales el comicio era un
imposible material en aquella forma (1979: 90).

De este modo, al suprimir los cabildos que garantizaban, según González, que los
poderes sociales y locales constituidos tuvieran representación política, la reforma
rivadaviana habilitaría la transformación del sufragio en plebiscito y el plebiscito en un
sistema basado en el patronazgo dictatorial, que es el nombre con que González, en este
ensayo, nomina al fenómeno del caudillismo.
Ahora bien, lo que resulta interesante es que para el riojano este patronazgo no se
sostenía únicamente en el uso de la fuerza, sino a partir de un vínculo específico entre las
masas y los caudillos: el delegacionismo tácito. En efecto, se trata según el riojano de otra
estructura regular de la historia argentina, tan importante como la antes enunciada ley de la
discordia, y que tiene que ver con la delegación tácita de poderes de las masas a la persona
política capaz de imponer un principio de orden: “se trata de una tácita y paciente delegación
[de los pueblos] de sus derechos en los gobiernos [o en los caudillos], que ha sido y es aún la
característica indeleble y persistente de la vida nacional” (1979: 26).
Como era previsible, en esta interpretación el régimen rosista queda definido como un
régimen democratista pero no liberal, que se alimentaba de tres fenómenos convergentes: la
división intra-elite en marcha desde los albores de la revolución; los errores de la elite
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rivadaviana y el delegacionismo tácito por el cual las masas, pero también otros sectores de la
sociedad, daban muestras de confianza a un liderazgo político capaz de imponer un principio
de orden. No deja de sorprender, sin embargo, que el propio González constate la amplitud de
las bases sociales del rosismo, que de ningún modo se circunscribían bajo su perspectiva a los
sectores populares, ya que habría contado, además, con el silencio, el pasaje a la vida privada
o en algunos casos la abierta colaboración de quienes pertenecían a las “familias más cultas
del país” (1979: 73), como así también sectores de la Iglesia e incluso un nuevo actor que
surgía y se consolidaba con el régimen, constituyéndose en uno de sus pilares socio-
económico: los lalifundia (1979: 32). De este modo, este régimen democratista pero antiliberal
tenía asegurado desde abajo pero también desde arriba [“clérigos, doctores, hacendados y
funcionarios crean, pues, en torno al déspota el ambiente propicio” (1979: 74)] un fuerte
consenso social, a la vez que dicho régimen ganaba coherencia ideológica a través del
reemplazo del principio de la civilización por la divisa nacionalista:

La política del tirano era falsa artera interesada y en su esencia hostil a los
principios esenciales de la Revolución de Mayo, de independencia de toda
soberanía extraña y gobierno republicano, representativo bajo régimen
federativo, pero en el estado de la conciencia social argentina y en medio de la
excitación de la guerra civil a muerte era de una habilidad siniestra aquella
adopción pertinaz de las aspiraciones nacionales de integridad y defensa del
territorio que él se esforzaba por presentar amenazados por la invasión
extranjera impulsada por los ‘traidores’ unitarios (1979: 50).

En síntesis: el triunfo de Rosas representa para González el ejemplo acabado del


divorcio entre democracia y liberalismo en el ciclo político abierto por la revolución. Un
divorcio que, bajo otras modalidades históricas, se prolongaría paradójicamente en el ciclo de
la constitución.
En efecto, un problema que debía abordar González consistía en explicar el pasaje
entre el ciclo de la revolución y el de la constitución, en una sociedad que no mucho tiempo
antes había apoyado “la tiranía rosista”. Para hacerlo, el autor de Mis Montañas apelaba a la
intervención de los grandes hombres: Mitre y Urquiza. En efecto, mientras aquél había
contribuido a la creación del nuevo proceso recuperando los principios progresistas del
partido de los ausentes, el mérito de Urquiza habría consistido en reorientar la política
inorgánica del caudillismo hacia los fines constitucionales.

Sin embargo, esta explicación no resolvía el hiato entre la institucionalidad liberal y la


democrática; más bien, reinstalaba la validez de una ley que según González recorría la
historia nacional: la que afirma que la dirección de los asuntos públicos nacionales fueron
siempre asumidos por un número limitado de personas:

He aquí una ley histórica nacional que tiene su vigencia continuada desde

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los primeros días de la revolución, según la cual la suerte de los pueblos


argentinos estuvo siempre en manos de un limitado número de hombres que
asumieron las funciones públicas, por imposición de las circunstancias, por
necesidad del orden público, a manera de ‘plebiscito tácito’, si es posible decirlo,
por impulsión de la masa o de la soldadesca armada y tumultuaria, por la
usurpación abierta o por la astucia evolutiva y simuladora (1979: 122).

De este modo, lo que legitimaba a Mitre y a Urquiza eran los fines perseguidos en la
inauguración del nuevo ciclo político, pero no el consenso popular, que se encuentra ausente
en el origen del nuevo orden. Si bien ello, en una muestra de cómo opera la legimitidad liberal
en la argumentación de González, no alcanza para poner en cuestión a la nueva legalidad, ya
que los liderazgos de Mitre y Urquiza condensaban las “altas virtudes cívicas y privadas en las
cuales coincidían sin la menor duda el concepto abstracto de mérito con la efectiva posesión
del mando” (1979: 122), la reaparición del criterio de la superior clarividencia del legislador
como instancia de legitimación política de la norma socavaba pues la posibilidad de una
convergencia histórica entre la legitimidad liberal y la legitimidad democrática en la
Argentina post Caseros. Así lo admite el propio González, para quien sin embargo no existía
otra vía histórica posible a seguir en aquel contexto:

Imponíase por lógica fatal la constitución “desde arriba”, a un pueblo que


no se hallaba educado para levantarla sobre los cimientos de su voluntad, acción y
dinamismo democrático; había que hacer andar la maquinaria adquirida y armada
a tan alto precio, en ausencia del constructor y del técnico habituado a su
mecanismo (1979: 155-156, subrayado nuestro)

Si el rosismo representaba un régimen antiliberal pero apoyado en una eticidad


altamente democratista, el ciclo de la constitución suponía en cambio una institucionalidad
liberal sin apoyo popular, lo cual quedaba en evidencia en el hecho de que

Las instituciones argentinas, en cuanto a sus formas orgánicas, no son la


expresión perfecta de una voluntad soberana manifestada en libertad y amplitud de
sufragio, sino el resultado de actos, convenciones o conflictos de hecho, por la
obra ejecutiva de los gobiernos o por la tácita aceptación de las agrupaciones
componentes de la Nación (1979: 87, subrayado nuestro).

Si bien González, aferrado a la legitimidad que confería los fines perseguidos por el
nuevo orden, admite que las nuevas instituciones no requerían tanto de la existencia efectiva
de un pacto contraído por una voluntad soberana, cuanto la idea de pacto, esto es, de que
quienes impusieron dicho ordenamiento lo hayan hecho como si la voluntad soberana, en caso
de haber existido, hubiera debido querer que se actúe, este ejercicio sin embargo suponía un
alto costo, que es lo que el riojano denomina como la “simulación fundamental de los
constituyentes”:

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[Los constituyentes] se vieron forzados a improvisar un funcionamiento


electoral sobre masas incultas, analfabetas, resistentes a la vida de la ciudad y a la
forma de gobierno orgánico. Se comenzó, entonces, por una simulación
fundamental, por una suposición de aptitud para una función que debía ser real y
efectiva, como quien sobre la hipótesis de que los cimientos de papel de un
edificio son de granito, empezase a amontonar sobre ellos la pesada fábrica de
ladrillos, piedra y hierro (1979: 119-120).

De este modo, el sufragio adquiría el estatuto de una ficción fundamental del nuevo
orden, es decir, asumía meramente la función de convalidar los acuerdos entre las elites, lo
cual terminaría erosionando las bases de una democracia tutelada, cuya mayor legitimidad
descansaba en el hecho de que en el futuro, por obra de la ciencia y la educación popular,
debía dejar su lugar a una república verdadera:

Había que realizar por la escuela dos portentosos milagros: cambiar en el


vino exquisito de la ciencia nueva el agua estancada en los claustros, sacristías y
doctrinas de la colonia y a la masa obscura y ociosa de los campos, nacida y
proliferada después de la Revolución, inducirla a buscarle escuela y hacerla amar
[...] [ya que la constitución] entendió que su primer deber para saldar su deuda
con el pasado y con la conciencia popular, donde sus mandatos tienen origen, era
acelerar la educación de la voluntad y del criterio por los cuales ella legislaría en
el futuro, ya que las circunstancias históricas le impidieron deliberar antes de su
sanción (1979: 106-107).

Sin embargo, y una vez más en abierta disonancia con el clima celebratorio del
Centenario, González afirma que la escuela no había conseguido cumplir con éxito esta
función:

Pero este relevamiento del nivel intelectual del pueblo -comprendido


como el conjunto de todas las clases sociales- no ha podido vencer ni modificar
aún el tipo de vida cívica constituido por vicios hereditarios [...] [ya que] ni la
educación de las escuelas ni la que viene de la vida, han podido destruir los viejos
gérmenes, ni menos abatir los troncos robustos que han colocado en nuestros
hábitos los vicios, violencias, errores y fraudes originarios de nuestra
reconstrucción nacional (1979: 119 y 126).

Por ende, se trataba de una encrucijada histórica: por un lado, la condición de


posibilidad para neutralizar la “simulación fundamental de los constituyentes” consistía en
confiar a la escuela la tarea de educar al soberano; pero, al mismo tiempo, esta tarea no recibía
ningún estímulo al interior de un contexto que requería de la falsificación de la verdad
electoral para reproducirse como sistema político. De una u otra manera, tanto el fracaso de la
escuela como el carácter sistemático del falseamiento de la verdad electoral conducían a un
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mismo resultado, a saber, la divergencia entre la voluntad popular y la legalidad. Por otra
parte, la simulación fundamental de los constituyentes, consistente en actuar como si existiera
una voluntad popular cuyo querer coincidiera con la razón, si bien era legítima respecto a los
fines que perseguía, tenía consecuencias agravadas sobre la cultura política argentina, ya que,
según González, reforzaba viejos vicios de la cultura política argentina, como el personalismo
(1979: 124), al tiempo que invertía el sentido de la representación política –por la cual el
representante no expresaba al representado sino que éste convalidaba lo ya resuelto por
aquél-, consolidaba la política como una práctica basada en el arreglo entre cúpulas (124) y
profundizaba la división entre las élites políticas y las masas (124). De este modo, en el ciclo
de la constitución la integración de las masas al sistema político seguía siendo una deuda
pendiente, por lo que el balance de cien años de historia argentina no podía ser sino negativo:

Ausencia de vida cívica durante la colonia, imperio militar durante el


período guerrero de la independencia y de las luchas civiles; sumisión, terror y
persecuciones durante la tiranía; elecciones formales y convencionales o forzadas
en la época posterior; adulteración partidista más tarde, lo cierto es que el
sufragio en la República sólo ha sido una aspiración ideal de la revolución de las
ideas, una promesa escrita en las cartas constitucionales de la nación y provincias,
una bandera revolucionaria de los partidos en los tiempos más próximos y aún en
los días que vivimos (1979: 121).

“Aspiración ideal”, “promesa escrita” o incluso una “bandera revolucionaria de los


partidos en los días que vivimos” -la elipsis apenas oculta la alusión al radicalismo-, la agria
conclusión a la que accede González en El Juicio del siglo es que la democracia es un problema
irresuelto en la historia política argentina. Lejos de avizorar en el corto plazo una solución a
este problema, González sentencia que:

Si la época de la elaboración de nuestro orden institucional fue larga y


agitada la época que se inicia con la reconstitución, que fue un resultado de
violentos conflictos y un pacto de gobiernos y de las armas, debía serlo mucho
más y acaso tanto, que nuestros hijos y los de ellos no puedan ver consumada la
completa normalidad del régimen creado, tal como corresponde a un régimen
superior de cultura (1979: 126).

En síntesis: para el González que en El Juicio del siglo realiza un balance de los cien
años de historia argentina desde la perspectiva del científico, la imposibilidad de combinar la
legitimidad liberal y la democrática aparece como un problema agravado de la cultura política
nacional. En el ciclo de la revolución, la crisis intraelite y la emergencia de liderazgos
caudillescos con fuerte apoyo popular habrían dado lugar a una suerte de democracia
inorgánica, cuya expresión acabada es el rosismo. En el ciclo de la constitución, en cambio, si se
salda el problema de la institución de un orden liberal y republicano, ello se hace al precio de
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construir dicho andamiaje desde arriba, con la intervención de las grandes personalidades, la
fuerza de las armas y el pacto entre gobiernos provinciales, pero no a través del consenso
popular. Tanto en uno como en otro período, el problema político consiste en “educar al
soberano”, con lo cual la única democracia posible termina siendo una democracia tutelada,
cuya única legitimidad residiría en que algún día dejaría de ser tal, cuando los efectos de la
educación conforme una segunda naturaleza en la vida de las masas. A pesar de que la
divergencia entre la legitimidad liberal y la democrática constituye un grave problema, en El
juicio del siglo González no entrevé ni en la sociedad política ni en la sociedad civil indicios de
una pronta solución a este problema, que sin embargo, ya no como científico, sino como
ministro y como legislador, encararía.

› La democracia como república de notables


Entre 1902 y 1912, en un contexto de una creciente conflictividad política y social, se
sancionaron en la Argentina dos reformas electorales. Si bien la reforma de 1912 (la Ley
Sáenz Peña) ha quedado en la memoria colectiva por consagrar el voto secreto, obligatorio y
universal (pero masculino), la reforma de 1902, que tuvo su única aplicación en 1904,
constituye un antecedente destacado. González asumió distintos roles en ambas reformas:
como legislador, votó a favor de la Ley Sáenz Peña –aunque mostrando disidencias con el
sistema de lista incompleta-; en cambio, la reforma de 1902 lo tuvo como un protagonista
central en tanto Ministro del Interior del segundo gobierno de Roca (de hecho González fue
quien impulsó esta ley y la defendió en el Congreso como representante del Poder Ejecutivo).
De este modo, su participación en ambos debates nos permite reconstruir qué pensaba
González acerca de: (a) las razones para implementar la reforma y (b) qué tipo de democracia
estaba dispuesto a defender.
Comencemos por el primer punto: ¿por qué democratizar? Las razones que esgrime
González tanto en 1902 como en 1912 están en sintonía con los argumentos planteados en El
juicio del siglo. En efecto, si la reforma electoral se imponía, era porque había que desandar la
historia política del país, una historia en la que la instauración de las instituciones que
encarnaban los principios liberales y republicanos no coincidía con la historia -aún pendiente-
de la integración de las masas a la vida política. De aquí la frase célebre que González
pronuncia en los debates en torno a la reforma de 1912: “Este país, según mis convicciones,
después de un estudio prolijo de nuestra historia, no ha votado nunca. El sufragio universal
[...] no se ha practicado en la República Argentina” (1934a: 125).
Esta divergencia constituía un problema en tanto que González percibe amenazada la
estabilidad del orden político en tanto objeto recurrente de una impugnación revolucionaria
proveniente del extenso campo que el propio sistema excluía:

¿La era de las revoluciones ha terminado en nuestro país? Puede haber


terminado por una serie de años más o menos larga pero yo digo que, mientras no
acertemos con el sistema con el régimen electoral suficientemente seguro para

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dar- expresión real a la voluntad popular, y representación efectiva a todos los


movimientos del anhelo público y de los intereses que agitan a la sociedad
argentina no creo que pueda haber un hombre de Estado capaz de afirmar de una
manera absoluta que la era de las revoluciones haya concluido (1934a: 131-132).

Dentro de las variadas formas de impugnación revolucionaria, había una que


especialmente preocupaba a González: la que surgía a través de liderazgos caudillescos con
amplia base social, porque ésta no hacía sino retrotraer la escena política al momento
democrático, pero antiliberal, del rosismo. Recordando la insurrección del radicalismo del año
1905, liderada por Hipólito Yrigoyen, sostenía González:

¿Dónde se elaboran las revoluciones? Se elaboran en las cabezas directivas


de los grupos; pero eso no es efectivamente la revolución; la revolución la hacen
los brazos, la gran multitud, calentada, estimulada, exaltada por la pasión que
comunican los oradores, los cabecillas y jefes. Ellos obran sobre el corazón, sobre
la sensibilidad de las masas; y esas son, precisamente, las pasiones que los
cabecillas agitan, y son invisibles para las altas clases, que llegan a creer que no
existen, porque ellas no las ven ni las experimentan de cerca (1934a: 132).

De hecho, la reforma electoral de 1902, cuyo rasgo central era implementar el voto
uninominal por circunscripciones, se proponía fragmentar el mapa electoral de tal modo que
resultara imposible la construcción de esos liderazgos plebiscitarios: “El escrutinio uninominal
[…] es una barrera a los ambiciosos, que tienden al poder por plebiscito. Es más difícil
organizar la lucha electoral en 581 circunscripciones que en 86” (1934b: 97). Si esta
fragmentación apuntaba a socavar los liderazgos con pretensiones de alcance nacional que se
erigieran por fuera de la elite política del orden conservador, las críticas de González al
escrutinio de lista completa (contra el cual González polemiza en 1902)8 e incompleta (contra
el que polemiza en 1912),9 apuntaban en cambio a la propia elite, al mostrar, por un lado,
cómo ella misma había generado las condiciones para que se prolonguen en el tiempo estos
liderazgos plebiscitarios construidos en los márgenes del sistema político y, por otro lado,
cómo ciertos rasgos ligados al caudillismo clásico se han transferido al interior de la propia

8 La crítica al escrutinio de lista es que volcaba el resultado electoral a favor de una única lista,
concentrando de ese modo el poder y excluyendo a las minorías: “el escrutinio de lista es el escrutinio de la
injusticia, y que ese escrutinio importa la incitación a la revuelta y a la obstrucción de las asambleas
parlamentarias, dado que en nuestro país, es sabido que minoría que no gobierna, conspira, y que nuestros
hábitos políticos nos llevan siempre a optar entre el gobierno y la revolución”. (1934b: 135).
9 Entre los argumentos de González expuestos en la reforma electoral de 1912 contra el sistema de
lista incompleta es que otorga representación a quien no es mayoría y estimula los acuerdos electoralistas, las
componendas, la repartición de cargos sin discusiones programáticas, etc. (1934a: 138, 141, 147, 151).

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clase dirigente, ya que:

[los intentos de establecer el sufragio a lo largo de la historia argentina] O


han sido ensayos de buena fe, sinceros, como los primeros tiempos de la
Independencia y de la Revolución, o han sido simulaciones groseras para
satisfacer resoluciones personales de déspotas transitorios [...], o han sido
conciliaciones posteriores del espíritu orgánico, que trataba a toda costa de
presentar formas de gobierno a la civilización del mundo exterior; pero en el fondo
siempre el mismo fenómeno: la organización a posteriori de los comicios, para
responder a fórmulas imperativas, previas, en suma -varias veces lo he dicho de
diferentes formas- el gobierno argentino es el resultado de la cultura personal de
los hombres de gobierno, de los hombres de Estado, que en distintas épocas han
regido los destinos del país (1934a: 126, subrayado nuestro).

Sólo en este marco cobraba relevancia algunos aspectos señalados por la hipótesis de
Botana, según la cual la democratización de la sociedad política tenía como objetivo, en la
perspectiva de los reformistas liberales, efectuar un ajuste entre la sociedad civil modernizada
y una sociedad política que resultaba anacrónica respecto a las transformaciones que se
estaban operando en el país desde el último cuarto del siglo XIX. En efecto, no se trataba tanto
de adecuar la esfera política a la compleja vida social cuanto de prevenir que los nuevos
actores surgidos de una sociedad que se transformaba día a día canalizaran sus demandas
según prácticas y estilos políticos de vieja data, en los que sobresalía como fantasma para la
tradición liberal el fenómeno del caudillismo. De aquí que González crea necesario que la
propia elite se imponga representar a los nuevos sectores económicos beneficiados por la
inscripción de la Argentina en el mercado mundial, antes de que éstos canalicen sus demandas
por esas vías sedimentadas en la cultura política argentina:

Si es verdad que hasta ahora los agricultores, los ganaderos, los


vinicultores, los comerciantes, podían ejercer sus industrias y vivir aisladamente
como individuos separados de un conjunto general, hoy ya no es posible esto: la
multiplicación enorme de la población humana hace que estos distintos elementos
se agrupen, tiendan a formar fuerzas colectivas, y cuando llegan a formarlas, son
fuerzas peligrosas, si no tienen su representación en la ley (1934a: 105, subrayado
nuestro).

Por la misma razón que era necesario integrar a los ganadores del modelo agro
exportador, era imperioso también hacerlo con los trabajadores, incluso aquellos que hacían
suyo el ideario socialista:

No nos debemos asustar ni alarmamos de ninguna manera porque vengan


a nuestro (sic) Congreso representantes de las teorías más extremas, o más

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extrañas, del socialismo contemporáneo. [...] ¿Acaso no las conocemos nosotros,


no somos también parte de este movimiento de progreso de la sociedad humana
[...]. Y tan no debemos alarmarnos, que es mucho más peligrosa la prescindencia de
esos elementos que viven en la sociedad sin tener un eco en este recinto, que el darles
representación (1934a: 181-182, subrayado nuestro).

En síntesis: la necesidad de una reforma electoral hundía sus raíces en una historia de
larga duración, una historia en la cual los principios del liberalismo y los de la democracia
divergían, y en la que el orden institucional terminaba erosionado por aquello que ese mismo
orden excluía. En esta historia conflictiva, el caudillismo asomaba como la contracara de un
orden que si estaba legitimado por la superior clarividencia de los fines que perseguía el
legislador, en los hechos se sustentaba a través de pactos políticos transitorios, en el poder de
las armas o en la barbarización misma de las prácticas políticas al interior de la propia elite,
que mediante la incidencia de los comités había invertido el sentido de la representación.
Ahora bien: si éstas eran las razones para efectuar una reforma electoral: ¿qué tipo de
democracia debía dar a luz dicha reforma? Si tomamos en cuenta tanto el proyecto de 1902,
impulsado por el propio González, y el modo en que éste apoya la Ley Sáenz Peña, la idea
democrática que deja traslucir sus intervenciones desplaza, pero no reformula en lo
sustancial, el modo en que la tradición liberal argentina concibió la articulación entre
sociedad política y sociedad civil, una articulación según la cual la sociedad política,
considerado el polo activo de esta relación, debía imprimir, a través de sus representantes
más destacados, aquellos que justamente detentaban la soberanía teórica, los principios de la
civilización sobre el cuerpo de una sociedad cuya eticidad no siempre resultaba acorde con
dichos principios. Si ello es así es porque, para González, la democracia sigue siendo pensada
como un régimen político cuyo fin no puede ser otro que consagrar una república de notables,
esto es, una república que antes que conferir el poder a actores sociales que estaban excluidos
(desde tiempos pretéritos o emergentes en el tiempo de la reforma), debía relegitimar a
quienes por su superior clarividencia estaban en condiciones de definir el bien común.
Ello puede advertirse de varias maneras, incluso en dos aspectos de sus
intervenciones parlamentarias en donde González consigue tensar al máximo ese viejo modo
de articulación entre sociedad política y sociedad civil: el momento moderno de la defensa de
los partidos políticos como actores centrales de la democracia y el momento democrático en el
que rechaza el voto calificado para legitimar el derecho a voto de los analfabetos. Veamos cada
caso.

Por un lado, González celebraba la entrada en acción de los partidos políticos


como sujetos destacados de una democracia moderna, entendiendo a los partidos
como instancias donde los intereses se traducen en ideas y las ideas en programas de
gobierno:

la organización de los partidos políticos, de las tendencias, de los


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intereses, es la corporización de las ideas y los sentimientos colectivos en relación


con el gobierno, lo que determina el carácter de los actos electorales, por cuyo
medio único en las democracias se convierte la opinión en acción, la soberanía
teórica en gobierno práctico (1934b: 29).

En este momento moderno de esta argumentación, lo que plantea González es que los
partidos están llamados a sustituir la relación clientelar entre representantes y representados
cuyos términos él mismo había descrito en El juicio del siglo. Pero al mismo tiempo, los
partidos expresan la soberanía teórica, que sólo pueden detentar aquellos que están
destinados a dirigir: en la reforma electoral de 1902, que proponía el voto uninominal por
circunscripciones, la soberanía teórica era confiada a quienes detentaban el poder local, es
decir, los notables cuyo capital económico, simbólico y social fuera los suficientemente
persuasivo para ganarse el favor del elector. De este modo, antes que replantear el esquema
de poder vigente, se lo afianzaba a través de un mecanismo electoral en el que el partido, por
su parte, tenía como fin convertirse en una suerte de comunidad de notables.
Esta idea, aunque con otro esquema electoral, apenas aparece modificada en 1912,
sólo que aquí dicho partido de notables, integrados por quienes están llamados a dirigir la cosa
pública, tiene un nombre propio: la Liga del Sur fundada por Lisandro de la Torre:

la vida moderna se maneja ahora por la afinidad de ideas o de intereses, y


estas afinidades de ideas e intereses son los que los políticos, verdaderos
directores de la masa popular, saben estudiar, auscultar y descubrir en el corazón
de las multitudes [...] Cito como ejemplo la provincia de Santa Fe [...] donde hemos
visto surgir una agrupación robustísima [...] ofreciendo acaso el método de
formación de un gran partido: me refiero sin ningún disimulo a la Liga del Sur de
Santa Fe (1934a: 156, subrayado nuestro).

De este modo, si el partido político como actor moderno reemplaza a las formas
históricas que mediaban la relación entre representante y representado, no por ello estaba
llamado a redistribuir el poder entre uno y otro: en ningún momento González duda acerca de
quiénes dirigen y quiénes, en cambio, son dirigidos.
Esta misma lógica aparece en lo que podría denominarse el momento democrático de
su argumentación: cuando defiende, para la reforma de 1902, el voto de los analfabetos, que
en aquel período correspondía a no menos del 50% del padrón:

las personas analfabetas que obedecen a la voluntad de las otras que las
dirigen, gobiernan o sostienen, forman masa de opinión [...] lo mismo que las
sugestiones del ilustrado sobre el menos ilustrado, la influencia legítima del
capital, la influencia del que paga, del que sostiene, del que da elementos de vida a
las personas que tienen menos que él. Pero no se puede desconocer como
elemento esencial en la evolución de este fenómeno de la voluntad nacional, esta
fuerza visible de la subordinación humana, de la dependencia de unos hombres

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respecto de otros (1934b: 125).

Por un lado, y en lo que asoma como el momento más democrático de su


argumentación, González reconoce que los analfabetos “forman parte de la opinión”, es decir,
de la “racionalidad” [incluso, González agrega que “como republicano sincero, pienso que todo
hombre que viene a este mundo, tiene derecho a tomar parte de las deliberaciones de la
soberanía a que pertenece” (1934b: 110)]. Si el analfabeto cuenta, es porque la soberanía es
un atributo que se predica de la voluntad, independiente, aunque no necesariamente en
contradicción, con el modo en que el buen sentido está repartido en el mundo humano; sin
embargo, en la misma cita puede observarse cómo esa soberanía reconocida se encuentra,
paradójicamente, limitada por las jerarquías ya establecidas entre el ilustrado y el analfabeto,
entre quien detenta y quien no detenta el capital, etc. De este modo, la democracia no viene a
replantear estas subordinaciones legítimas, sino a organizar políticamente esas relaciones ya
instituidas en el plano social. En consecuencia, la legitimidad democrática es admitida si y sólo
sí se inscribe dentro de un orden público que en última instancia está legitimado sobre
premisas liberales, es decir, un orden político que no pone en cuestión la naturaleza de las
cosas, sino que simplemente viene a institucionalizar ese orden pre-político. Este orden pre-
político que la política debía expresar estaba basado en un conjunto de reglas para cuya
delimitación el acerbo del liberalismo de fines del siglo XIX y principios del XX incluía teorías
como la de la selección natural y qué designaba con claridad quiénes mandan y quiénes, en
cambio, obedecen:

Tenemos que aceptar los resultados de la historia tal como ellos son, e
incorporar, guiar hacia el mejor destino posible, haciendo uso de nuestras facultades
superiores, a esas masas ignorantes, para hacerlas colaborar en la fundación de un
orden de cosas estable y constitucional. Es, por lo tanto, la responsabilidad de las
clases dirigentes la que debemos mirar en el ejercicio de estos derechos, ya que a
ellas, por selección natural, les corresponde esa especie de tutela sobre los que
saben menos o menos pueden (1934b: 110, subrayado nuestro).

Por ende, la democracia así concebida como república de notables, seguía siendo a su
modo una democracia tutelada, aunque ahora revalidada por el sufragio, esa institución
díscola de la historia argentina del siglo XIX.

***

El vínculo entre la tradición liberal y la democracia en la Argentina del siglo XIX


y principios del XX está signado por el conflicto. La hipótesis que sostiene que la
reforma electoral de 1912 apuntaba a modernizar la sociedad política para ponerla en
sintonía con las transformaciones sociales que atravesaba sobre todo el litoral del país
no toma en cuenta que la democracia era un problema de larga duración, al menos

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para la tradición liberal argentina: los escritos políticos de J. V. González pueden


considerarse como una larga reflexión en torno a este problema, en la que la
imposibilidad de asegurar el sufragio y la persistencia del caudillismo resultaban el
anverso y el reverso de una misma problemática dentro de este diagnóstico.
Si en tanto científico González detectaba una histórica divergencia entre la legitimidad
liberal y la democrática, en tanto político ese reformista que fue González intentó zanjar esta
tensión, pero la concepción de democracia que subyace en su obra es todavía deudora del
modo en que la tradición liberal argentina imaginó el vínculo entre sociedad política y
sociedad civil. En efecto, la república de notables que concibe el riojano sobre todo en su
defensa a la reforma electoral de 1902 es una forma de democracia tutelada, ya que asigna a la
sociedad política un rol activo y a la sociedad civil un rol mayormente pasivo y legitima las
relaciones de mando y obediencia en la idea de que el legislador cuenta con una superior
clarividencia.
Finalmente, la hipótesis que asignaba a la franja reformista de la elite una
vocación modernizadora para la transformación de la sociedad política no logra
explicar la enorme decepción que miembros de esa franja, entre los que se cuenta
González, expresan abiertamente ante los resultados de las elecciones de 1916. En un
escrito con título elocuente (“Si el pueblo pensara más”), González retomaba sus
críticas a todo régimen en el que la voluntad no esté ajustada a la razón:

una agrupación social o política que no delibera por sí misma, que no


piensa para exteriorizar su mandato soberano -sufragio, ley-, no es una
democracia, sino un instrumento de ajenas voluntades [...], un arma de
dominación ilegítima, o sea, un despotismo (1934c: 357).

La figura de Yrigoyen reavivaba así el fantasma del caudillismo en quien, como


González, había entrevisto que a través de la democracia era posible dotar a las
instituciones republicanas en la Argentina de un consenso social más amplio, aun con
los componentes elitistas que hemos analizado. En este sentido, la obra de González
condensa una búsqueda –llena de tensiones- que los liberales argentinos del siglo XX
abandonarían al menos hasta 1983: la de conciliar libertad e igualdad en el marco de
un estado de derecho.

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