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“La primera ola del tsunami”

La Revolución Industrial en Gran Bretaña (1780-1840)

Joaquín Perren

1
“Y tanto Gran Bretaña como el mundo sabían que la
revolución industrial iniciada por y a través de
comerciantes y empresarios cuya única ley era comprar
en el mercado más barato y vender sin restricciones en
el más caro, estaba transformando al mundo. Nadie
podía detenerla en este camino. Los dioses y los reyes
del pasado estaban inermes ante los hombres de
negocios y las maquinas de vapor del presente”

HOBSBAWM (1999)

La ambigüedad del término ‘revolución industrial’ nos obliga a prestar atención


a sus significados. En principio, podría decirse que existen dos acepciones que dialogan
en su definición. La primera de ellas, de carácter general, se refiere a “todo proceso
acelerado de cambio tecnológico que entraña una transformación de la estructura
social”. Debajo de este rótulo, no sólo encontramos los cambios que sacudieron a Gran
Bretaña hacia finales del siglo XVIII, sino también a las diferentes experiencias
industrializadoras que surcaron el globo en los siglos XIX y XX. Un repaso por la
historia moderna nos pone frente a numerosos escenarios, desde Estados Unidos hasta
países de Latinoamérica y Asia, que experimentaron el pasaje de una producción
artesanal a otra fabril. No es extraño, entonces, que esta definición haya servido de
criterio para evaluar el desarrollo relativo de un país. La idea detrás de este
razonamiento era bastante sencilla: a medida que una economía se desprendía de sus
componentes precapitalistas, podía emprender su desarrollo industrial. Quedaba así
establecida una clasificación que medía el grado de avance en el cumplimiento de esta
meta: en la cúspide se encontraban las potencias industriales, tanto capitalistas como
socialistas, y debajo de ellas se ubicaban las economías “en vías de desarrollo” y las
“subdesarrolladas”.
Pero el término ‘revolución industrial’ tiene un segundo significado que nos
interesa. Alejada de las definiciones de dudoso carácter universal, esta variante hace
referencia a “la primera transición de una economía agraria a otra dominada por la
manufactura”. Esta experiencia piloto tuvo un escenario privilegiado: Gran Bretaña, en
la bisagra de los siglos XVIII y XIX. En palabras de Hobsbawm, la revolución
industrial implicó que “por primera vez en la historia, se liberó de sus cadenas al poder
productivo de las sociedades humanas, que desde entonces se hicieron capaces de un
crecimiento rápido y constante de hombres, bienes y servicios” (1999: 35). En pocas
décadas, la economía británica inició su despegue hacia el crecimiento autosostenido,

2
despojándose, en ese tránsito, de los pocos vestigios del feudalismo que aún albergaba.
Si bien el continente europeo había dado algunos pasos en esta dirección, especialmente
durante el Renacimiento del siglo XVI, ninguno de ellos dejaba de ser un condimento
capitalista de una receta feudal.
A diferencia de lo ocurrido en los siglos anteriores, la irrupción de una economía
industrial significó un punto de inflexión en materia de productividad. Hasta allí, las
sociedades no podían escapar a los rendimientos marginales decrecientes que llevaban a
situaciones “estacionarias”: una economía agrícola extensiva chocaba, tarde o temprano,
con barreras que impedían el desarrollo continuo de las fuerzas productivas. Luego de
periodos de bonanza –en los que se ocupaban tierras, aumentaba la producción y se
reactivaba el comercio-, sobrevenían épocas de recesión, guerras y hambrunas. Pero si
la historia medieval podía reducirse a una sucesión de crisis y auges, ¿qué elementos
permitieron escapar a los clásicos fantasmas malthusianos?
Para responder a esta pregunta, es necesario señalar tres cambios tecnológicos
que interactuaron en la emergencia del capitalismo industrial. El primero de ellos es
fácilmente deducible: la sustitución del hombre por máquinas. Una de las postales más
repetidas de la Inglaterra del siglo XIX es aquella que muestra enormes telares
mecánicos cumpliendo tareas que antes ocupaban a decenas de trabajadores. La fuerza
que nutría a estos nuevos dispositivos nos pone frente a la segunda innovación: una
economía basada en la energía de origen orgánico fue relevada por otra sostenida en la
energía de mineral. Así, la producción dejaba de depender de un recurso limitado como
la tierra y comenzaba a recostarse sobre recursos a priori ilimitados (Wrigley, 1987: 9).
El carbón y el vapor fueron los ejemplos más claros de una economía que podía
aumentar rápidamente su producción sin temer una caída de la productividad. Estas
innovaciones convivieron con importantes transformaciones en la organización de la
empresa. El trabajo familiar en pequeñas unidades de producción, aunque no
desapareció por completo, fue eclipsado por el mundo de la fábrica. A su interior, se
desarrollaron relaciones que desafiaban las convenciones establecidas por el feudalismo.
Los nuevos actores alumbrados en este espacio, empresarios y obreros, quedaron
ligados por una relación económica de dos caras. En principio, ambos estaban anudados
en una relación salarial, a partir de la cual el empresario le compraba al obrero el
disfrute de la única mercancía a su disposición: su fuerza de trabajo. Al mismo tiempo,
existía, entre ellos, un vínculo funcional que le quitaba al trabajador el control sobre el
proceso productivo y, desde luego, sobre el producto final. Así, los tiempos del reloj y

3
una supervisión permanente hicieron de la disciplina un elemento fundante de esta
nueva relación.
Ahora bien, la disponibilidad de innovaciones técnicas que permitan un aumento
de la productividad no significa que sean automáticamente empleadas y, menos aún, a
una escala masiva. El aprovechamiento del vapor, por ejemplo, era una realidad mucho
antes de que Inglaterra se convirtiera en una potencia industrial, pero su existencia no se
tradujo en un despegue económico. Esta constatación nos obliga a explorar las
condiciones que favorecieron la difusión de los cambios tecnológicos señalados. Landes
nos ofrece una respuesta a este interrogante que nos ubica a las puertas de la
industrialización británica. En un texto clásico, este autor entendía este proceso en
términos de ruptura, pues, al inmovilizar el capital, transformaba a los empresarios en
prisioneros de la inversión (1979: 78). Las máquinas, aunque eran mucho más eficientes
que el trabajo domiciliario, suponían un riesgo para su dueño: si la tasa de beneficio se
esfumaba, el empresario no tenía la posibilidad de reencontrarse con su dinero. Una
apuesta de esta naturaleza sólo podía suceder cuando las técnicas existentes se volvían
inadecuadas y cuando la superioridad de los nuevos métodos permitía cubrir los costos
del cambio. Si, por ejemplo, el precio de la mano de obra se incrementaba y los
dispositivos mecánicos no suponían una carga demasiado pesada, era probable que el
empresario apostara por la innovación tecnológica. La suma de ambos elementos hacía
que una decisión, en el corto plazo suicida, se convirtiera en viable a largo plazo.
Aumentar esta clase de inversiones había sido el objetivo de la mayoría de las
monarquías ilustradas del siglo XVIII. Tomando distancia de la economía natural, los
estados absolutistas, con sus obvias limitaciones, tenían al desarrollo económico como
una de sus metas más sentidas. Esta intención, sin embargo, permaneció recluida al
campo de los discursos. Puede que una metáfora de Hobsbawm nos ayude a entender el
panorama previo al despegue económico: “Si en el siglo XVIII iba a celebrarse una
carrera para iniciar la revolución industrial, sólo hubo un corredor”. Gran Bretaña
tenía condiciones favorables que alentaban la inversión en sectores que tenían un
elevado potencial transformador. La producción de bienes suntuarios operaba sobre un
mercado existente y difícilmente podía generar efectos de arrastre sobre el conjunto de
la economía. La producción de algodón, en cambio, suplía una demanda flexible que
podía aumentar rápidamente y, a diferencia de otros rubros, una innovación en una
etapa podía arrastrar hacia la transformación a las restantes fases de elaboración. Sería
difícil explicar, sin este tipo de producción, esa “succión forzosa” que avivó la codicia

4
capitalista y permitió, en algunas décadas, modelar a las sociedades modernas. En el
próximo apartado, trataremos de contestar una pregunta tan simple como difícil de
responder: ¿por qué la Revolución Industrial estalló en Gran Bretaña y no en escenarios
que habían llevado la delantera en el siglo XVII?

El mercado en el origen de la Revolución Industrial

En 1760, los avances económicos británicos eran interesantes, pero no


asombrosos. Algunas regiones del país contaban con una activa industria domiciliaria y
sus principales centros urbanos albergaban unos pocos talleres. En ambos espacios, el
trabajo manual era la norma y la importación de algodón apenas llegaba a las dos
millones de libras. Treinta años después, esa cifra se había multiplicado diez veces y los
cambios en el ámbito de la producción eran evidentes: las fábricas y las máquinas
comenzaban a opacar a las formas económicas tradicionales. Además, una amplia red de
distribución puso una variada gama de productos a disposición de consumidores
distribuidos alrededor del mundo. Pero ¿cuál fue el detonante de esta acelerada
transición?
No caben dudas de que debieron ser muy fuertes los incentivos que decidieron a
los capitalistas a embarcarse en una empresa que rompía los cánones1 establecidos.
Hasta mediados del siglo XVIII, la industria domiciliaria suministraba a los
comerciantes un sistema flexible, pero con ciertas dificultades para expandirse. Si bien
era conveniente en un primer momento porque se contaba con una enorme reserva de
mano de obra, presentaba tensiones cuando la demanda de productos crecía a mayor
velocidad que la oferta. En la medida en que comenzaba a agotarse la fuente de mano de
obra en las áreas rurales, los márgenes de negociación de los trabajadores-campesinos
mejoraban y esto se traducía en costos laborales cada vez más elevados. Ante esta
situación, el comerciante quedaba atrapado en una incómoda posición. De seguir
apostando por un sistema extensivo, debía aumentar los niveles de producción para
conservar el mismo beneficio. Pero este camino sembraba las semillas de futuras crisis
de crecimiento: la presión sobre la oferta recrudecía la inflación de costos y empeoraba
la situación de los comerciantes. La única chance de asociar mayor producción y

1
cánones: normas, reglas.

5
menores costos era aumentar la productividad de las unidades domésticas. Ésta era, sin
embargo, una misión imposible: los deseos de los empresarios se estrellaban con un
conjunto de prácticas que iban desde un uso irracional del tiempo (algo lógico si
pensamos que el tejido ocupaba los baches dejados por el calendario agrícola) hasta
robos de materias primas y de productos terminados.
Este nudo de problemas nos permite entender el paso a un taller supervisado y el
creciente uso de dispositivos mecanizados. Una demanda que avanzaba a un ritmo
decidido provocó estrangulamientos de la oferta, que condujeron a la inversión en
capital fijo. Esta verificación nos obliga a reflexionar sobre los motores que estimularon
la expansión del consumo. Tomando distancia de las interpretaciones partisanas, que
pusieron énfasis en un factor explicativo, parece más adecuado pensar en la confluencia
de factores internos y externos. En la intersección de un mercado interno que ponía una
constelación de consumidores al servicio de la naciente industria y un mercado externo
donde se obtenían materias primas y se ubicaban las manufacturas, encontramos una
respuesta a la marea de cambios que trajo consigo la Revolución Industrial.
Comencemos por una de las notas distintivas de la economía británica: un
mercado interno sediento de productos. Hacia mediados del siglo XVIII, la isla gozaba
del poder adquisitivo más alto de Europa y, a diferencia del continente, la riqueza estaba
mejor distribuida. Cualquier trabajador que habitaba en alguna de las ciudades
británicas gastaba una porción de su salario en alimentos y tenía margen para consumir
distintas clase de manufacturas. El acceso al consumo hizo de Inglaterra una sociedad
abierta, donde las definiciones de status2 eran menos precisas que las tradicionales. Pero
lo interesante no era el peso de las diferencias con otros países europeos, sino lo
difundido de las mismas. Mientras que el continente contenía a la mayoría de su
población en la campaña, Gran Bretaña era protagonista de una acelerada urbanización.
En 1780, Londres era una metrópoli de un millón de habitantes y, detrás de ella, se
desarrollaron ciudades que funcionaban como centros de intercambio y acabado de los
productos (Manchester, Liverpool, Leeds o Birmingham).
Este standard3 de vida hubiera sido imposible de no haber existido profundas
transformaciones rurales. La salida de la crisis del siglo XIV había fortalecido la
posición de los terratenientes. Una estructura social descompensada fue el reflejo más
claro de esta situación: el campo británico estaba dominado por un puñado de

2
status: rango, prestigio, categoría, reputación.
3
standard: nivel

6
terratenientes que arrendaban parcelas a personas que empleaban a jornaleros sin tierra.
Sin la resistencia de las comunidades campesinas, una especie en extinción luego de los
cercamientos, los dueños de la tierra implementaron mejoras que permitieron el
aumento de la producción y, sobre todo, de la productividad agrícola. La rotación de
cultivos fue quizás la más significativa. Su difusión permitió abandonar el antiguo
sistema de barbecho, que alternaba tiempos de producción y tiempos de descanso. El
nuevo sistema, que no conocía los tiempos muertos, fue acompañado por la aparición de
nuevos cultivos y de plantas forrajeras que cumplieron una doble función: por un lado,
aumentaban la fertilidad de las parcelas gracias al nitrógeno que depositaban en la
tierra; por el otro, mejoraba la alimentación de la hacienda y el rendimiento general de
la ganadería.
La combinación entre un fenomenal proceso de concentración de la tierra y la
mejora de la productividad dio a la agricultura todos los atributos necesarios para
edificar una economía industrial (Hobsbawm, 1999: 38). El incremento de la
producción permitió, en primer lugar, alimentar a una creciente población urbana. Al
mismo tiempo, la desaparición de los open fields proporcionó a la naciente industria una
masa de reclutas que comenzaron a alojarse en las ciudades. La liberación de la mano de
obra rural, que resultaba excesiva por las mejoras introducidas, facilitó el desembarco
de una nueva forma de organización del trabajo. Después de todo, la escisión entre
productores y medios de producción era una condición indispensable en el desarrollo
del mundo fabril. Estos aspectos hubieran sido inútiles de no haber existido una
acumulación primitiva de capital. Y una agricultura comercial era un mecanismo clave
en este proceso: alejada de los bajos rendimientos feudales, este sector prestó las bases a
una acumulación de riquezas que fácilmente podía transferirse a los sectores más
modernos de la economía.
Estas condiciones materiales, de innegable importancia, convivieron con otros
aspectos que asfaltaron el camino a la industrialización. La mirada favorable a la
ganancia era uno de ellos. A diferencia de otros escenarios, la iniciativa privada no tenía
obstáculos legales a su desarrollo. Los límites impuestos a la autoridad estatal, sobre
todo luego de la Revolución Gloriosa del siglo XVII, prepararon el terreno a la difusión
de los contratos entre las personas. Antes que cualquier otro país, la autoridad señorial
tendió a desaparecer y fue reemplazada por un cuerpo legislativo sintonizado en una
frecuencia liberal. Claro que esto no sólo afectó las relaciones interpersonales: el
beneficio privado era aceptado como un objetivo gubernamental. Esto era así al punto

7
de que el estado ponía a disposición de los comerciantes una infraestructura que
facilitaba el intercambio y achicaba distancias en un espacio mayormente integrado. Un
temprano sentido de racionalidad, que no dudaba en adaptar los medios a los fines,
funcionaba en el mismo sentido. La ciencia, aunque todavía en pañales, había logrado
divorciarse del pensamiento religioso y había puesto su conocimiento al servicio de la
producción de riqueza. E inclusive en materia religiosa, el desarrollo británico
presentaba ventajas con respecto a sus competidores católicos: una ética protestante, que
suponía al tiempo y a la vida ascética como valores, estimuló un ahorro que, de estar
dadas las condiciones, podía convertirse en inversión.
Pero el despegue de la economía británica no sólo estaba sostenido en la
fortaleza del mercado interno. Hobsbawm, en un estudio clásico sobre la Revolución
Industrial, planteaba una idea sugestiva respecto de la importancia de los mercados
nacionales para el proceso de industrialización. Los mismos, por sus dimensiones
acotadas, limitaban enormemente la dinámica. Por ese motivo, el veterano historiador
inglés definía la industria británica como un sub-producto del comercio ultramarino
(1999: 41). Sin ese intenso intercambio, que tenía al Atlántico como eje, sería
complicado comprender los incentivos adecuados para la producción en masa.
Descartando sus apetencias en el continente europeo, siempre costosas y sujetas a
vaivenes políticos, Inglaterra privilegió el monopolio sobre áreas periféricas que
prometían una rápida expansión. Así, las jugosas ganancias que se desprendían de este
intercambio, en ascenso desde mediados del siglo XVII, compensaban los costos de
lanzarse a una aventura tecnológica de gran envergadura.
Una imagen que puede ayudarnos a comprender este comercio es una figura
geométrica de varios lados. En uno sus vértices, encontramos la industria del algodón
que, en términos de Hobsbawm, “fue lanzada como un planeador por el impulso del
comercio colonial”. Localizada en los alrededores de ciudades desarrolladas al compás
del sector secundario, contaba con un punto a favor: las manufacturas de algodón, a
diferencia de otros rubros, podían producir, a bajo costo, artículos cuya demanda era
extremadamente elástica y podía expandirse rápidamente. Tanto América como África y
Asia, los restantes vértices de este intercambio a escala planetaria, no tenían deseos de
adquirir productos de lujo y eso permitía que la calidad pudiera ser sacrificada por la
cantidad. El peso del algodón dentro del comercio exterior británico es una clara
muestra de esto: las manufacturas de ese material representaron el 40 y 50% del valor
de todas las exportaciones de la isla entre 1816 y 1848 (Hobsbawm, 1999: 45).

8
Ahora bien, si los espacios periféricos ofrecían un enorme mercado para las
manufacturas británicas, esto era porque existían allí actividades que suministraban
divisas necesarias para insertarse en el comercio internacional. El tráfico de esclavos era
una de las más importantes. En cercanías de los puertos africanos se cazaban nativos,
que luego eran transportados, en pésimas condiciones, a las plantaciones americanas.
Con los ingresos obtenidos, los
enclaves del continente negro se Exportaciones británicas de algodón a
diversas partes del mundo
convirtieron en un destino
obligado para las baratas 300

manufacturas del Lancashire. Lo 250


sucedido en América Latina
Miles de toneladas

200
puede ser ubicado en las mismas
1820
150
coordenadas. El vetusto imperio 1840

español poco podía hacer para 100

evitar la llegada de productos 50


industriales elaborados en Gran
0
Bretaña. En un primer momento, . a
.UU urop erica ica Or
.
los industriales de ese país se EE E m Afr ias
da Ind
Su
contentaban con ingresarlos de
manera clandestina, en una práctica que hundía sus raíces en el siglo XVII. Cuando las
independencias americanas fueron un hecho consumado, las jóvenes repúblicas
dependieron por completo de las importaciones británicas. Los bienes que inundaban
sus mercados eran pagados con muchas de las materias primas necesarias para poner en
marcha una economía industrial. Tomando distancia de la autosuficiencia que había
logrado en tiempos coloniales, Latinoamérica comenzaba a tomar un rumbo
emparentado con el sector primario.
La India no era la excepción a este esquema. En los siglos anteriores, Oriente
había funcionado como un imán que atraía, gracias al intercambio de telas lujosas y
especias, los metales preciosos del continente europeo. Para fines del siglo XVIII, esta
situación de privilegio era sólo un lejano recuerdo. Una vez agotadas las ganancias
asociadas al saqueo, la administración colonial apostó a la producción de un creciente
volumen de productos primarios. En poco tiempo, la India se desindustrializó,
convirtiéndose en un apéndice de las comarcas manufactureras británicas. Entre 1815 y
1832, el valor de los géneros exportados desde aquel país pasó de 1.300.000 de libras a

9
menos de 100.000. Mientras tanto, la importación de productos textiles británicos se
multiplicó dieciséis veces. Hacia 1840, un observador no ahorraba críticas cuando
hablaba de la inconveniencia de transformar a la India en “el granero de Inglaterra,
pues era un país fabril, cuyos diversos géneros de manufacturas existían hacía mucho
tiempo, sin que con ellos hayan podido competir en juego limpio las otras naciones”
(Hobsbawm, 1999:169-170).
Más allá de obvias diferencias económicas, culturales y sociales, todos estos
espacios tenían un punto de contacto que facilitaba el crecimiento industrial británico.
En las economías periféricas, era posible expandir rápidamente el stock de materias
primas: una producción sostenida en la mano del esclavismo o en una servidumbre
encubierta, impuso condiciones de trabajo que difícilmente podríamos encontrar en el
continente europeo.
De este recorrido por el escenario previo al despegue industrial, un aspecto
queda claro: la tendencia hacia la producción en masa de artículos baratos debe ser
atribuida a la expansión del mercado interno y del externo. Esta constatación nos obliga
a descartar teorías que trataban explicar la Revolución Industrial sólo a partir de factores
climáticos, recursos naturales o características biológicas. Si bien estos elementos, sobre
todo los dos primeros, eran insumos indispensables para lograr un crecimiento
autosostenido, no ayudan a entender por qué este proceso sucedió entre los siglos XVIII
y XIX y no mucho antes. Las implicancias de este razonamiento son claras: la
disponibilidad de carbón, una posición geográfica privilegiada o el número de
habitantes no pudieron, por sí solos, llevar a la industrialización. Para generar una
transformación de envergadura, era necesaria una determinada estructura social y un
cierto esquema de intercambio comercial. Gran Bretaña, mucho antes de la Revolución
Industrial, funcionaba como una economía de mercado que tenía un sector
manufacturero en crecimiento, una masa de población disponible (resultado de las
reformas agrícolas) y un comportamiento favorable a la iniciativa privada. Pero si la
ventaja del mercado interno británico era su estabilidad y su tamaño, el mercado externo
tenía un potencial expansivo difícilmente equiparable. La armónica relación entre
comercio y diplomacia dio a Gran Bretaña una enorme área de influencia, que incluía
un vasto imperio colonial y diversos espacios semicoloniales. En el siglo XVII,
encontrábamos que los países que iban a la vanguardia del desarrollo económico
confiaban en las bondades del intercambio de productos de lujo. Aunque este negocio
brindaba grandes beneficios, que llevaron a Holanda a convertirse en una potencia de

10
primer orden, tenían un escaso potencial transformador. En el siglo XVIII, en cambio,
los beneficios que se desprendían del comercio ultramarino estimularon a los hombres
de negocios a invertir directamente en la producción a través de la fábrica.

La revolución en sí: el problema del capital y los precios

La expansión de la demanda, como dijimos, generó los estímulos adecuados para


invertir capital fijo. Esta situación en solitario no explica, sin embargo, el proceso de
mecanización de la economía británica. Para abordar este problema, debemos atender a
dos temas de singular importancia, a saber: las condiciones necesarias para la creación
de dispositivos mecánicos y las formas en que estas innovaciones se fueron
difundiendo.
Comencemos por un interrogante básico: ¿qué condiciones sirvieron de humus al
desarrollo de nuevas tecnologías? La fluidez de la sociedad británica nos brinda algunas
pistas al respecto. Los empleos manuales no eran considerados tareas deslucidas, sino
un potencial camino de ascenso social. La ausencia de barreras sociales permitía que los
hijos de buenas familias se convirtieran en aprendices de carpinteros o tejedores. Es
sorprendente comprobar que los creadores de las primeras máquinas textiles provinieran
de los estratos medios de la sociedad. Esta predisposición no podría explicarse sin la
oferta educativa que albergaban localidades que, por entonces, no eran más que
pequeños pueblos. La existencia de un gran número de academias o sociedades
ilustradas nos permite cuestionar una escala habitual de la historiografía4 tradicional.
Esa imagen que tenía a los inventores como self made man5, carentes de todo
conocimiento que no fuera su intuición, no coincide con la realidad. Por más que no
hizo falta grandes refinamientos para producir la Revolución Industrial, estos hombres
solían ser “aritméticos aceptables, sabían algo de geometría, nivelación, medición y, en
algunos casos, poseían conocimientos sobre matemáticas aplicadas” (Landes, 1979:
28)
Más allá de las causas que hicieron de Gran Bretaña una tierra de artesanos
cualificados o imitadores aventajados, lo cierto es que las innovaciones tenían una

4
historiografía: Análisis de la forma y de los parámetros utilizados para la escritura de la historia.
5
self made man: hombre que ha llegado a su posición actual por sus propios esfuerzos, por sus propias
obras.

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enorme recepción en la comunidad manufacturera. Una mirada tradicional suponía que
este fenómeno era una consecuencia de la disponibilidad de dinero barato para quienes
estuvieran dispuestos a invertir. El cambio tecnológico era, entonces, el resultado de una
mayor oferta de capital, que se traducía en tasas de interés bajas y un menor costo a la
hora de endeudarse. Aunque convincente, esta línea argumental presentaba un defecto
fundamental: es poco probable que una diferencia de unos pocos puntos haya jugado un
papel crucial dadas las enormes ventajas que una innovación mecánica traía aparejadas.
Puede que, para inversiones a largo plazo, como canales o caminos, esas diferencias
hayan sido cruciales. Pero el desafío para un empresario textil, que enfrentaba una
explosión de la demanda, no era tanto cubrir un préstamo como acceder a él. Los
beneficios para quien apostaba por los sectores más dinámicos de la economía eran tan
suculentos que poco importaba si el interés que debía afrontar era de 6 o de 12%.
Las oportunidades que
brindaba el mercado a los
primeros en llegar convertían el
costo del dinero en un dato
secundario. Después de todo,
las primeras máquinas eran
mecanismos relativamente
sencillos, cuyo costo no era
privativo. Una simple
comparación puede venir en nuestro auxilio: una hiladora costaba el equivalente al
sueldo de dos semanas de las cuarenta mujeres que reemplazaba (Landes, 1979: 80). La
única inversión de peso era la edificación de un recinto que albergara las máquinas. El
símbolo quizás más representativo de la Revolución Industrial fueron esas enormes
fábricas que, según la mirada, eran consideradas templos del progreso o de la opresión.
No obstante, las empresas que cabían dentro de esta descripción eran excepcionales. El
paisaje industrial británico estaba dominado por talleres que reunían algunas decenas de
obreros alrededor de un puñado de máquinas. Para poner en marcha tales
emprendimientos, no hacía falta volverse propietario, sino que era suficiente alquilar un
edificio o una fracción de él. Los orígenes de ese capital podían ser variados y
necesariamente nos llevan a los estratos superiores de la sociedad: algunos pudieron
empezar con el capital acumulado en el comercio local de hilo y otros pudieron hacerlo

12
con los beneficios que se desprendían de la introducción de materiales robados al
mercado negro6.
Las mismas observaciones podríamos hacer a otra tesis defendida por la
historiografía tradicional. El relato es, a esta altura, un clásico: la sostenida inflación
aumentó los beneficios de los empresarios, facilitando el desembarco de dispositivos
mecánicos. La debilidad de esta explicación no reside tanto en comprobar la existencia
de esta suba de los precios durante el siglo XVIII, sino en imaginar que ella sólo pudo
involucrar a Gran Bretaña. Si esta situación afectó a gran parte del continente, es de
suponer que el volumen del beneficio no fue la única variable a la hora de explicar el
despegue industrial. No hay que ser brillante para descubrir que muchas empresas del
continente compitieron con las británicas en
materia de ganancias. El problema, entonces,
no es tanto el nivel de beneficios como la
forma en que ellos fueron utilizados. Como ya
dijimos, las empresas de la isla reinvirtieron
sus beneficios en propio negocio, mientras que
las instaladas en el continente hicieron, en
gran medida, lo contrario. Las ganancias de
estas últimas fueron transferidas desde la
producción hacia actividades menos plebeyas
o, en el peor de los casos, los conservaron en
forma de reserva en tierras, hipotecas y otros
usos no industriales (Landes, 1979: 90).
Si las tasas de interés o los beneficios derivados de la inflación no eran
fundamentales en la difusión de novedades productivas, ¿qué mecanismo facilitó el
acceso de los manufactureros al capital necesario para iniciar sus negocios? Para
responder esta pregunta, debemos dirigir nuestra mirada al sistema financiero británico.
El extendido uso del dinero y una amplia red de bancos fue una fuente permanente de
financiamiento para el mundo de la industria. Las características de las primeras
manufacturas hacían de los créditos a corto plazo los más habituales y esto, como no
podía ser de otra forma, se reflejaba en tasas que no eran precisamente bajas. De todos
modos, las astronómicas ganancias redujeron los riesgos que traía aparejados un

6
mercado negro: expresión popular con la que se designan las ventas de productos de consumo
realizadas en condiciones ilícitas, generalmente artículos de contrabando.

13
endeudamiento en esas condiciones. De ahí que la ventaja decisiva del sistema
financiero británico no fueran tanto sus tasas convenientes como su extensión
geográfica. Las consecuencias de esta amplia estructura no fueron menores. Gracias a
sus servicios, pudieron transferirse los excedentes de los espacios agrícolas hacia
sectores sedientos de capital, como la naciente industria.
Estas consideraciones nos llevan a producir un giro en la explicación. Por lo
general, el peso de la argumentación recaía en la importancia de la oferta de factores y,
sobre todo, en la formación de capital. Impresionados por los enormes desembolsos
necesarios para la industrialización contemporánea, los historiadores posaron su mirada
en el volumen de la inversión inmovilizada. Ésta, sin embargo, no era la situación
británica a finales del siglo XVIII. La brecha actual entre el costo de los bienes de
capital y los ingresos a disposición de las economías periféricas, era difícil de imaginar
en el contexto previo a la Revolución Industrial. En principio, Gran Bretaña, partía de
una base más elevada que la mayoría de los países del tercer mundo: la renta per capita7
de la primera estaba bastante por encima del nivel que muestran algunas economías de
África o Asia en nuestros días. Además, como ya dijimos, el dinero necesario para
introducir mejoras productivas era insignificante en comparación con los actuales. Una
persona -o bien una familia- podía financiar, a partir de los beneficios previos, la
introducción de innovaciones que optimizaban la producción y mejoraban su posición
del mercado.
Un tercer factor restaba importancia al stock de capital disponible. Las
innovaciones más revolucionarias se concentraron, al principio, en un sector reducido
de la economía y, por ese motivo, las necesidades de capital no fueron tan
impresionantes como se suponía. Una industria con un elevado potencial transformador,
como la del algodón, podía generar -con una inversión relativamente pequeña- una
reacción en cadena que podía abarcar al conjunto de la economía. Recordemos que este
sector llegó a emplear, en las primeras décadas del siglo XIX, un millón y medio de
trabajadores y su funcionamiento arrastraba a otros sectores como la construcción, la
producción de maquinarias, el transporte y una naciente industria química. Lo sucedido
a escala global reflejaba, entonces, el comportamiento de las empresas: la economía
británica creció de la mano de una demanda que se nutría de los éxitos logrados con
anterioridad (Landes, 1979: 94).

7
per capita: (literalmente: ‘por cabeza’) por persona.

14
Este cocktail de factores nos conduce a una conclusión que no deja de ser
interesante. En los momentos iniciales de la industrialización, fue la circulación de
capital, facilitada por un extendido sistema financiero, aquello que marcó el pulso del
crecimiento económico. Sólo cuando la tecnología se hizo más compleja, fueron
necesarios desembolsos de mayor envergadura. Algunas cifras pueden ayudarnos a
entender este proceso. Hacia fines del siglo XVIII, una relación entre inversión y
producto bruto del 5% permitió el despegue industrial británico. Recién con la
generalización del ferrocarril, luego de 1840, la tasa de inversión debió cruzar el umbral
del 10% para asegurar una tasa de crecimiento constante.

Las innovaciones en perspectiva. El caso del algodón

La combinación de rasgos sociológicos y un amplio sistema financiero,


favoreció un clima de innovación tecnológica. Para principios del siglo XVIII, sus
resultados ya eran evidentes. Todos ellos tenían un área por excelencia: las
manufacturas textiles. Con el paso del tiempo, la antigua rueca fue reemplazada por una
rueda de hilar, que no cesaba de aumentar su velocidad, y la calidad de sus productos.
Para las operaciones que precisaban combustible -por ejemplo, el tinte-, el uso de leña
se fue diluyendo conforme el carbón ganaba terreno. Los cambios de mayor peso fueron
acompañados, además, por una infinidad de pequeñas mejoras en la preparación de las
fibras, el tejido y el acabado del producto.
Estas innovaciones, vistas de forma aislada, no fueron suficientes para detonar
un proceso de cambio acumulativo o, usando palabras de Hobsbawm, autosostenido.
Para producir un take off, fueron necesarios dos elementos. Las máquinas no sólo
debían reemplazar el trabajo doméstico, sino que además debían facilitar la
concentración de la producción en las fábricas. Este pasaje, como ya vimos, fue posible
gracias a que los nuevos dispositivos permitían escapar a los problemas que llevaban
consigo las formas de producción domiciliarias. Los costos de inmovilizar capital se
veían rápidamente compensados por una demanda que estaba en plena expansión. En
segundo lugar, era imprescindible un sector capaz de producir un bien que se adaptara a
esta explosión del consumo y, sobre todo, que las mejoras en alguna de las etapas
productivas generaran presiones sobre las restantes.
A esta altura del relato, parece una obviedad decir que la industria del algodón
cumplió con esas características. La pregunta que deberíamos contestar es: ¿por qué fue

15
el algodón y no otras manufacturas que estaban por delante de ella hasta mediados del
siglo XVIII? Algunas características técnicas del primero nos brindan indicios. A
diferencia de la lana, más débil e irregular, la fibra de algodón es dura y homogénea.
Aunque pueda parecer secundaria, esta diferencia fue crucial en los momentos iniciales
de la industrialización. Las primeras máquinas, rudimentarias y no precisamente
dúctiles, hicieron que la resistencia de la fibra fuera una ventaja decisiva. Este retraso
relativo permanece todavía, es visible hoy en día: el tejido de algodón suele asociarse a
la producción en masa, mientras que la lana aún conserva un aroma artesanal.
Una segunda característica desnivelaba la balanza a favor del algodón. Como ya
anticipamos, su producción era mucho más elástica que la de la lana. En momentos de
expansión de la demanda, como la segunda mitad del siglo XVIII, era más fácil
aumentar las áreas cultivadas que multiplicar las existencias de ganado. Alejadas de los
límites que imponía la agricultura campesina europea, la superficie cultivada en la
periferia podía expandirse sin grandes obstáculos. Las ventajas de este contraste son
evidentes: las importaciones de materia prima podían aumentar rápidamente sin temer
aumentos drásticos en su precio. Esta situación se vio potenciada en ocasión de la
incorporación de las plantaciones de América del Norte. La introducción de un ejército
de esclavos en el área del Mississippi permitió asociar el incremento de la producción (y
de la productividad) con precios en baja.
La tercera ventaja del algodón nos lleva a examinar los gustos de la población. A
largo plazo, los tejidos ligeros derrumbaron los tabiques entre las diferentes clases
sociales, ampliando el mercado para quienes estuvieran dispuestos a invertir. Los
sectores populares mostraron una mayor inclinación al uso de telas lavables, que antes
sólo estaban disponibles para una porción de la población. Además, los mercados que se
abrían paso en la periferia de la economía del mundo estaban situados entre los trópicos.
Las prendas de lana eran, en esas latitudes, a todas luces inconvenientes. Por el
contrario, los tejidos de algodón brindaban una alternativa barata y adecuada a las
temperaturas reinantes en lugares tan variados como Madras, Kingston o Zanzíbar.
Resultado de ello, vemos cómo la importancia de los mercados ultramarinos fue in
crescendo8 a lo largo del siglo XVIII: el conjunto de las colonias sólo consumían el
10% de las exportaciones británicas en 1700; mientras que, cien años después, esa
participación se acercaba al 70% (Landes, 1979:100).

8
in crescendo: en aumento.

16
Pero fue el impacto de los grandes inventos lo que permitió el aumento de la
producción de bienes de consumo masivo. La lanzadera automática o la hiladora
continua fueron sólo parte de un proceso mucho más amplio, que incluyó una multitud
de pequeñas mejoras subterráneas. La Revolución Industrial fue, en definitiva, una
secuencia de desafíos y respuestas, en la cual una innovación en una etapa de la
producción generaba tensiones en las restantes. Si no hubiera existido esta cadena de
transformaciones, es probable que se provocaran estrangulamientos que impedirían
satisfacer una demanda en expansión. Una oferta que no lograba cubrir los
requerimientos de consumo podía elevar los costos productivos y detener el despegue
de la economía británica.
Veamos qué sucede en la primera etapa del proceso productivo: el hilado. En
esta fase, siempre sujeta a presiones por el lento crecimiento del sistema domiciliario,
las ventajas de las primeras máquinas de hilar eran enormes. En el transcurso de algunos
años, los dispositivos manuales se convirtieron en un espejismo del pasado. Las
primeras hiladoras mecánicas, entre las que descollaba la jenny, se difundieron
rápidamente porque eran máquinas económicas que podían instalarse en espacios
reducidos. A modo de ejemplo, podríamos decir que esta clase de mecanismo
multiplicaba entre seis y veinticuatro veces la productividad de sus competidores más
cercanos. Pero las ventajas de la mecanización no sólo se relacionaron con el volumen
de producción: gracias a su uniformidad y resistencia, la calidad del hilo industrializado
era superior al obtenido por medio de la rueca o la rueda.
Las mejoras introducidas en el hilado tuvieron como obvia consecuencia un
crecimiento de la oferta de hilo. Esta situación se trasladó a la siguiente etapa del
proceso productivo: el tejido. De no existir innovaciones que procesaran una mayor
cantidad de hilo, podía generarse un cuello de botella, fácilmente traducible en mayores
costos a la hora de comercializar el producto terminado. A diferencia de la rápida
mecanización del hilado, en el caso del tejido las trasformaciones fueron más lentas. El
principal obstáculo que los ingenieros debieron sortear fue la debilidad de los hilos ante
la creciente velocidad del tejido. La primera innovación de importancia en esta materia
fue la lanzadera volante. Gracias a este dispositivo, pudo simplificarse la tarea de los
operarios y permitía, a la vez, el tejido de telas mucho más anchas que las precedentes.
De esta forma, una persona en solitario podía atender cuatro telares simultáneamente y
conseguir una producción veinte veces superior al tejedor manual. La mayor
productividad de estos dispositivos, sin embargo, no implicó la desaparición de los

17
telares de viejo cuño. Por más que disminuyó su número, consiguieron sobrevivir en
los márgenes de la economía industrial, compensando su menor productividad con la
precarización de condiciones laborales de quienes los manejaban.
La relevancia de las innovaciones en estas dos áreas sensibles tendió a oscurecer
lo sucedido en las etapas subsiguientes y en las tareas preliminares. Sobre estas últimas,
deberíamos decir que la mecanización del hilado hubiera sido imposible de no generarse
innovaciones en la limpieza, cardado y torsión de las fibras de algodón. No muy
diferente fue la situación del acabado de los productos. La creciente oferta de tejido
complicó enormemente la posibilidad de blanquear los tejidos a cielo abierto, dado que
las parcelas disponibles para hacerlo eran limitadas. Como respuesta a este desafío,
comenzó a ser habitual el uso de productos químicos como el cloro o el ácido sulfúrico.
Y, como no podía ser de otra forma, este tipo de cambios impactaron en el estampado
de las telas: la impresión por medio de prensas perdió terreno con la difusión de
cilindros impulsados a vapor.

Las consecuencias sociales de la industrialización

Hasta aquí hemos señalado las causas y los principales rasgos de un proceso que
cambió la fisonomía del mundo. En las siguientes páginas, nos sumergiremos en los
efectos sociales que la industrialización trajo consigo. Con ese propósito, conviene que
nos detengamos en la larga polémica alrededor del nivel de vida de los trabajadores
entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX.
En 1830, Macaulay, un hombre de la alta sociedad, inauguró la discusión con
una frase contundente: “no existe ninguna nación en la que las clases trabajadoras
hayan estado en situación más confortable que en Inglaterra durante los últimos treinta
años” (Rule, 1990: 45). La fuerza de esta afirmación se apoyaba en los indicadores de
salud que suministraba el embrionario sistema estadístico británico. A primera vista, su
razonamiento no presentaba flancos débiles: la gente vivía más tiempo porque se
alimentaba mejor y porque eran mejor tratadas sus enfermedades. La mayor esperanza
de vida, concluía Macaulay, era una consecuencia directa del nuevo sistema fabril.
Salvo un puñado de víctimas, el saldo de la Revolución Industrial no podía ser más
favorable: el supuesto bienestar de la población parecía demostrarlo.

18
Vistas desde el presente, las razones esgrimidas por Macaulay resultan poco
defendibles. Es cierto que el siglo XIX presenció el fin de las grandes epidemias, pero
difícilmente podríamos asociar este hecho al desarrollo industrial. Difícilmente
podríamos decir que la mayor disponibilidad de prendas de algodón o el aumento del
consumo de pan causó la desaparición de las pestes medievales. Algunos estudios han
demostrado que los niveles nutricionales tienen poca importancia a la hora de medir el
avance de enfermedades infecciosas como la viruela o la peste bubónica (Chambers,
1972). Otros aspectos, como la difusión de normas de higiene y el desarrollo de la
medicina, explican de mejor manera este rasgo clave de la modernización demográfica.
A pesar de su precariedad, los argumentos de Macaulay sortearon con éxito la prueba
del tiempo.
A excepción de las sórdidas imágenes literarias y de las críticas lanzadas desde
la izquierda, la mirada optimista fue dominante durante el siglo XIX. Fue recién en
1926 cuando se escucharon las primeras críticas al modelo propuesto por Macaulay. En
tiempos de retroceso del liberalismo, Toynbee propuso un razonamiento que invertía al
tradicional. Pertrechado de evidencia cualitativa y de una enérgica pluma, no dudó en
señalar que la Revolución Industrial había sido “el periodo más catastrófico y terrible
que nadie había vivido” (Rule, 1990: 47). Desde su perspectiva, la expansión capitalista
mostraba un balance ambiguo: el aumento astronómico de la producción había sido
acompañado de un empobrecimiento generalizado. Las implicancias políticas del
pesimismo estaban a la vista. Si los argumentos de Macaulay servían para justificar el
orden industrial, las crudas descripciones de Toynbee permitían cuestionar la
conveniencia de cualquier economía de mercado.
La reacción contra la nueva ortodoxia pesimista no tardó en llegar. Al mismo
tiempo que la obra de Toynbee salía a la luz, algunos estudios pusieron en tela de juicio
la “leyenda negra” sobre el empeoramiento de la condición de vida de los trabajadores.
El más importante de ellos fue escrito por Clapham. Tomando distancia de los
desgarradores testimonios, este entusiasta militante anti-bolchevique9 usó el único
recurso que podía desnivelar la balanza en su favor: las fuentes estadísticas. Con el
índice de costo de vida como aliado –es decir, la relación entre el precio de los
productos básicos y los salarios- demostró que, entre 1790 y 1850, el obrero medio

9
bolchevique: Una de las ramas en que se dividió el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia (1903),
bajo la dirección de Lenin y Plejanov, que exigía la conquista del poder por medio de una revolución.
Este grupo decidió la victoria de la Revolución rusa en octubre de 1917.

19
había mejorado su poder adquisitivo en un 60% (Barbero y otros, 2001:64 ). Frente al
peso de la evidencia cuantitativa, los pesimistas emprendieron la retirada. Sólo atinaron
a decir que el principal deterioro se había dado en la “calidad de vida” y no en el “nivel
de vida” (concepto más restringido y cuantificable).
La postura defendida por Clapham durante dos décadas no recibió
cuestionamientos. Fue en los años cuarenta cuando la polémica sumó nuevos
argumentos. Pero, a diferencia del pasado, los nuevos aportes vinieron a fortalecer la
posición optimista. Ashton comenzaba su estudio sobre la Revolución Industrial
diciendo que Clapham había empuñado un arma poderosa pero vulnerable. Desde su
perspectiva, los datos estadísticos utilizados por este último eran poco fiables. Y todos
sus dardos apuntaban al índice de precios: no sólo eran mayoristas (no reflejaban lo que
los trabajadores efectivamente gastaban), sino que, además, no incorporaba los cambios
sucedidos en el consumo popular (la masificación del azúcar, por mencionar un
ejemplo). En un tono humorístico, Ashton afirmaba que el inglés medio se hubiera
sentido extraño frente a la canasta de productos escogida por Clapham: la dieta prevista
por este último se parecía a la de un diabético (Rule, 1990:50).
Algo similar ocurría cuando se echaba un vistazo a la tendencia de los salarios
reales. Las investigaciones de Ashton demostraron que el aumento de la capacidad
adquisitiva se debió menos a un incremento salarial, como sostenía Clapham, que a la
deflación10 de algunos productos que se habían vuelto masivos. Esta constatación llevó
a Ashton a ser más cauteloso que su maestro. La idea de que la mayoría de la población
había sido favorecida por la industrialización se convirtió en un lejano recuerdo del
pasado. En su lugar, Ashton concluía diciendo que la Revolución Industrial había
beneficiado a más gente que la que había perjudicado. Quedaba así establecida una
nueva ortodoxia que tenía al “optimismo moderado” como bandera.
En 1957, Hobsbawm reavivó la polémica. El historiador británico fue el
primero en fundamentar la posición pesimista con datos convincentes. El aumento de la
mortalidad en las primeras décadas del siglo XIX y la existencia de un gran número de
desempleados, lo llevaron a relativizar los dichos de Ashton. En el mejor de los casos,
concluía Hobsbawm, el mejoramiento de la condición de vida de los trabajadores había
sido marginal y se dio en un periodo de crecimiento exponencial de la riqueza. En otras
palabras, el declive no había sido absoluto sino relativo: en comparación con otros

10
deflación: baja general de precios. Es lo opuesto a inflación.

20
sectores, el bienestar de la industria había salpicado muy poco a los obreros. Además,
los historiadores sociales británicos -entre los que encontramos a Hobsbawm pero
también a E.P. Thompson- pusieron sobre el tapete otro tipo de perjuicios que eran
muy difíciles de cuantificar. Por un lado, las familias llegadas del campo debieron
enfrentar las consecuencias de un proceso de dislocación social: el traslado a la ciudad
significó el fin de sus costumbres tradicionales y de la independencia económica que
habían gozado con anterioridad. Por el otro, el montaje de una economía industrial
implicó un deterioro del medio ambiente, que tuvo como principales víctimas a quienes
vivían en los suburbios. De este modo, la combinación de polución atmosférica,
ausencia de medidas de saneamiento y el hacinamiento habitacional hizo de la
industrialización un proceso penoso para quienes sobrevivían en los márgenes de la
sociedad.
Las décadas siguientes fueron testigos del avance de posturas intermedias. Flinn
fue quizás su mejor representante. En un estudio clásico, propuso una mirada de largo
aliento que evitara los riesgos de las investigaciones sólo interesadas en la corta
duración. Las conclusiones de su trabajo ofrecieron una solución de compromiso entre
optimistas y pesimistas: entre 1750 y 1850, el nivel de vida de los trabajadores mostró
un comportamiento oscilante. En la etapa de despegue de la economía (1750-1815), no
pareció que existieran cambios
significativos. Las implicancias del
descubrimiento no dejan de llamar
la atención: la industrialización
permitió amasar inmensas
fortunas, pero sus beneficios no
alcanzaron a los sectores
asalariados. Durante la posguerra
(1815-1820), la situación de los
trabajadores fue una caída libre. El final de la larga contienda desarticuló una economía
acostumbrada a los esfuerzos bélicos y esto impactó desfavorablemente en las
condiciones de vida de los trabajadores. Las primeras mejoras fueron recién evidentes
en las tres décadas siguientes. Esto quiere decir que la economía británica tuvo que
emprender vuelo para comenzar a distribuir los beneficios de la industrialización. Puede
que un dato nos ayude a graficar esta situación: el salario real de los trabajadores se
duplicó entre 1820 y 1850 (Flinn, 1976: 141-142).

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Podríamos concluir este recorrido por la polémica sobre el nivel de vida con los
aportes de Rule. En su extenso trabajo sobre la industrialización británica, este autor
señaló la inconveniencia de pensar a la clase trabajadora a partir de una plantilla dual.
La distinción entre obreros calificados (numerosos y con un alto standard de vida) y
obreros no calificados (minoritarios y rezagados en materia salarial) era una caricatura
de la realidad. En su lugar, este reconocido historiador social propuso una clasificación
por estratos. En la cima ubicaba a un grupo que, pese a no trabajar en fábricas, obtuvo
los mayores beneficios del nuevo orden industrial: la aristocracia del trabajo. Estos
artesanos –entre quienes contamos ebanistas, impresores, cuchilleros, fabricantes de
máquinas, entre otros- tenían consumos sofisticados para la época y fueron los
protagonistas de los primeros sindicatos. Si concentráramos nuestra mirada en este
grupo, no dudaríamos en darles la razón a los optimistas. Pero su reducido peso dentro
del mundo del trabajo complican esa posibilidad: este sector representaba sólo un 15%
de los asalariados del sector secundario. Por debajo, se encontraban obreros varones que
cumplían tareas de cierta calificación (el cardado o el hilado). Si bien su poder
adquisitivo era inferior a los artesanos calificados, su situación era bastante mejor que la
de las mujeres y niños que cumplían las mismas funciones. El menor costo salarial de
estos últimos los convirtió en mayoritarios dentro de la industria textil. Más bajo aún
estaban los tejedores manuales y los calceteros, quienes luchaban por sobrevivir junto a
jornaleros, vendedores callejeros y vagabundos. Este amplio sector debió esperar al
siglo XX para recibir algún beneficio de un orden que se construyó sobre sus espaldas.
Con todas las piezas del puzzle ensambladas, Rule llegó a una conclusión que
podríamos situar en el casillero pesimista: los perdedores de la industrialización fueron
más numerosos que los ganadores.
Otros puntos ayudaron a Rule a desmoronar el edificio optimista. El análisis
basado en los ingresos salariales, como el utilizado por Ashton, no prestaba suficiente
atención al desempleo. A diferencia del pasado, las oscilaciones propias del capitalismo
industrial hicieron de la pérdida del empleo una triste realidad. Como no podía ser de
otra forma, esta comprobación resintió la hipótesis de un aumento real de los salarios.
Más allá de que las remuneraciones hayan ido en ascenso, sobre todo luego de 1820, los
trabajadores enfrentaban largos periodos de inactividad que achantaban sus ingresos. En
esas circunstancias, la mayoría de las familias de trabajadores, sin importar su posición,
debieron enfrentar situaciones de pobreza. Además del fantasma del paro, el modelo
fabril trajo consigo problemas que bien podían llevar a la miseria: cuando la mujer

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quedaba embarazada o los niños permanecían fuera del mercado laboral, la economía
doméstica sufría una sangría muy difícil de compensar. Y si a esto sumamos el malgasto
de recursos en artículos de lujo o en el extendido hábito de beber, el cuadro económico
de los trabajadores fue cuanto menos delicado.
¿Qué conclusiones podemos extraer de esta visita guiada a la polémica sobre el
nivel de vida? Podríamos decir que, luego de décadas de debate, algunas cuestiones
parecieran estar fuera de discusión. En principio, los optimistas han conseguido refutar
la hipótesis de un empobrecimiento absoluto y generalizado sugerida por Toynbee. En
lugar de un descenso a “niveles asiáticos”, encontramos una tendencia oscilante que
pareciera favorecer a los pesimistas hasta 1820 y, levemente, a los optimistas luego de
esta fecha. Los pesimistas, dejando de lado los argumentos más extremos, han
demostrado que la economía creció a mayor velocidad que el nivel de vida de los
trabajadores. Además, incorporaron al análisis algunos aspectos que no habían sido
contemplados con anterioridad. La traumática transición a la vida urbana, el siempre
latente riesgo del desempleo, los problemas ambientales son sólo algunos elementos que
parecieran inclinar la balanza a favor de los pesimistas. Puede que una frase con el sello
de E.P. Thompson refleje el impacto de la industrialización en la vida de los
trabajadores: “Más patatas, unas pocas prendas de algodón para su familia, jabón y
velas, un poco de té y azúcar y muchísimos artículos en la Economic History Review”.

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