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VIII.

EL NEGOCIO JURIDICO

§ 45. LOS HECHOS JURÍDICOS

296. Concepto de hecho jurídico.

Suelen denominarse hechos jurídicos todos aquellos acontecimientos a cuya


realización está ligada por el ordenamiento una consecuencia jurídica o, dicho
de un modo técnico más expresivo, que producen una modificación en la situa-
ción jurídica subjetiva preexistente —entendiendo por tal el conjunto de pode-
res, deberes, funciones, habilitaciones, atributos, facultades y cualesquiera otros
sumandos o sustraendos jurídicos que competen a una persona en un momento
dado— o en la capacidad que es su presupuesto. El hecho jurídico se constituye
así, por obra de la virtualidad que le presta el ordenamiento para alterar la situa-
ción jurídica de la persona, en la causa de un cambio o modificación jurídicos.
La situación que se modifica y el hecho que ha de producir el cambio forman
lo que la dogmática alemana (en un primer momento con referencia al Derecho
penal, de cuyo ámbito se extendió por la doctrina a otros sectores del ordena-
miento) ha llamado «supuesto de hecho» (Tatbestand, traducido por fattispecie
entre los italianos) de un efecto jurídico, entendido como el que la norma toma
en consideración y hace causativo de la modificación que experimenta la situa-
ción jurídica.
En ocasiones, un solo hecho puede ser suficiente para dar lugar a la produc-
ción de un efecto jurídico, en cuyo caso el supuesto se presenta como simple,
mientras que, en otros, se requieren varios hechos para configurar el supuesto de
hecho productor del acontecimiento jurídico, pudiendo calificarse el supuesto
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entonces de complejo.

Un mismo hecho jurídico puede, por su parte, constituir un supuesto de hecho sim-
ple o formar parte de diversos supuestos de hecho complejos a los que la norma atribuye
efectos jurídicos distintos: la muerte de una persona, por ejemplo, aisladamente consi-
derada, da lugar a la extinción del usufructo o de la renta vitalicia constituidos en su fa-
vor (arts. 513 y 1.802 Cc.), a la extinción del mandato conferido o recibido por el falle-
cido (art. 1.732 Cc.) y a la apertura de su sucesión (art. 657 Cc.) y, en unión del hecho de
haber sido causada imprudentemente, en accidente de tráfico, como consecuencia de las
actividades de la Administración o por homicidio o asesinato, produce el derecho a una
indemnización en favor de sus parientes o herederos (arts. 1.902 y ss. Cc., art. 1º Ley de

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responsabilidad civil y seguro en la circulación de vehículos de motor, arts. 106-2


Const. y 139 ss. LRJPAC y arts. 109 y ss. Cpen.), en unión de haberse suscrito por el di-
funto una póliza de seguro de vida proporciona al beneficiario la cantidad pactada (arts.
80 y 83 y ss. Ley de contrato de seguro de 8 octubre 1980) o unida a un testamento da
derecho al instituido legatario para pedir el legado (arts. 885 y ss. Cc.).

En relación a los supuestos de hecho complejos se plantea la cuestión de la determi-


nación del momento en que el efecto jurídico ha de tener virtualidad, en cuanto que a su
producción concurren, en las previsiones de la ley, diversos hechos jurídicos acaecidos
posiblemente de modo sucesivo. Aunque, en realidad, el efecto sólo se produce propia-
mente a partir del momento en que se cumplen todos los hechos constitutivos del su-
puesto de hecho, el ordenamiento tiende con frecuencia, por razones de seguridad jurí-
dica, a retrotraer la trascendencia del efecto al momento en que tiene lugar el hecho que
considera más característico o relevante en cuanto al efecto jurídico que se produce.

Así, por ejemplo, los arts. 989 y 1.120 Cc. retrotraen el efecto sucesorio, que se al-
canza con la aceptación de la herencia, al momento de la muerte del causante y el efecto
del contrato constitutivo de una obligación de dar celebrado bajo condición suspensiva,
que se consigue cuando la condición se cumple, al momento de la conclusión de la con-
vención.

No es raro, en estos supuestos de formación sucesiva, para cuando ya se ha


dado alguno de los hechos decisivos, la producción de efectos preliminares, que
la doctrina, en función de que dicha eficacia se produce en espera de que el
supuesto de hecho complejo se complete, denomina expectativa de derecho.

297. Clasificación de los hechos jurídicos.

Es posible establecer, desde el punto de vista ontológico, diversas clasifica-


ciones de los hechos jurídicos, como las que los distinguen, en atención a su mo-
do, en positivos o negativos, según que consistan en una acción o en una omi-
sión, y en instantáneos o permanentes, o también, aunque de manera más
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equívoca, en acontecimientos o estados, según que consistan en sucesos o en si-


tuaciones que permanecen en el tiempo. Pero la más importante y significativa
es la que diferencia a los hechos jurídicos en hechos naturales, en los que no in-
terviene típicamente la voluntad humana (como, por ejemplo, el nacimiento, la
enfermedad mental, la muerte, el perecimiento de una cosa, el parto de un ani-
mal o la fructificación de una planta) y en hechos humanos que dependen de la
voluntad consciente de un sujeto de derecho.

De los hechos naturales, algunos son jurídicos per se, al tener resultados previstos
en la ley (así, por ejemplo, los enumerados hace un momento, que se contemplan, entre

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otros, en los arts. 29,32, 82, 85, 200, 354 y ss., 657, 661, 1.156 y 1.732 Cc.), mientras
otros únicamente producen consecuencias determinadas cuando se califican por otro he-
cho (como, por ejemplo, cuando la lluvia se eleva a condición o cuando se asegura un
edificio o una cosecha en previsión de que tenga lugar un incendio casual o caiga el pe-
drisco). Es de notar que, en ocasiones, en el acaecimiento de los hechos naturales puede
haber el concurso de la mano del hombre, pero que el Derecho civil no suele tener en
cuenta esta circunstancia (véase, sin embargo, el art. 756-1.º que priva del derecho a la
herencia a quien provoque la muerte del decuius o de su cónyuge, ascendientes o des-
cendientes) y, en ocasiones, la excluye de la calificación del hecho expresamente (así,
por ejemplo, el art. 354 Cc. atribuye al propietario los frutos que se producen en los pre-
dios, sean naturales o industriales).

Respecto de los hechos naturales y de los acontecimientos humanos a ellos


asimilables —hechos jurídicos en sentido estricto— sólo hay que indicar que el
efecto jurídico de los mismos se deriva fatal y mecánicamente del ordenamiento,
el cual no entra en más consideraciones que la de determinar la circunstancia de
haber ocurrido el hecho mismo en su materialidad, de modo que en relación a su
génesis no se plantea en absoluto la relevancia de la voluntad humana ni se pre-
sentan, aun cuando se trate de acciones humanas, cuestiones sobre la capacidad
de obrar del sujeto agente.
La voluntariedad de la acción y la capacidad del sujeto deben tenerse, por el
contrario, en cuenta en relación a los hechos jurídicos humanos o provenientes
de la persona —es decir, de los también llamados actos jurídicos—, que el orde-
namiento toma en consideración, aunque, como veremos, no siempre sea con-
gruente, por razones prudenciales de política legislativa, con esta exigencia, en
cuanto interviene típicamente en ellos la voluntad exteriorizada del sujeto que
los lleva a cabo.

298. Los hechos jurídicos voluntarios. Distinción entre acto y negocio


jurídico.
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Los hechos jurídicos humanos o voluntarios, a los que también suele deno-
minarse específicamente actos jurídicos, pueden, a su vez, clasificarse, atendien-
do a diversos criterios, a) en actos libres y debidos; b) en actos lícitos e ilícitos;
y c) en actos jurídicos en sentido estricto y negocios jurídicos.
Dejando aparte la distinción entre los actos libres o discrecionales y los debi-
dos o que han de realizarse en cumplimiento de un deber jurídico y constituyen,
por tanto, una conducta exigible (como es, por poner un ejemplo típico, el pago
o cumplimiento de una obligación: vid. arts. 1.113 y 1.157 ss. Cc.), presentan
particular interés las otras dos.

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De los actos jurídicos voluntarios, aun consistiendo todos ellos en expresio-


nes de voluntad, unos tienen el alcance y las consecuencias que les señala inme-
diatamente el ordenamiento, de manera que se presentan como meros presu-
puestos de los efectos que predispone el Derecho positivo, mientras otros tienen
relevancia para el mismo en cuanto constituyen manifestaciones de una volun-
tad encaminada a la producción de efectos jurídicos. En el primer caso, como la
producción de efectos jurídicos es obra exclusiva de la ley, no es necesario que
la voluntad del agente esté dirigida a la producción del resultado jurídico, sino
que basta que se refiera a la pura realización del acto; en cambio, en el segundo
caso, como el ordenamiento da lugar al efecto jurídico porque lo quiere el agente
del acto, la voluntad trasciende para el Derecho en tanto en cuanto persiga la au-
torregulación de las incumbencias propias del sujeto que la manifiesta.
En relación al primer tipo de actos, a los que se reserva frecuentemente por la
doctrina la denominación de actos jurídicos en sentido estricto, los efectos jurídicos
se atribuyen ex lege con independencia de que el sujeto que lleva a cabo el acto los
persiga o no; en forma radicalmente distinta y con referencia al segundo tipo de ac-
tos, a los que habitualmente suele denominarse negocio jurídico, los efectos se pro-
ducen ex voluntate, no en el sentido de que no se deriven también de la ley, sino en el
que ésta los provoca porque así lo quiere precisamente el sujeto y en la medida en
que, según se deduce de su declaración, son perseguidos por éste.
Podríamos decir, en definitiva, que los efectos de todo acto jurídico los pro-
duce la ley, pero que, en el caso del acto en sentido estricto, se derivan de la sim-
ple realización del acto y, en el caso del negocio jurídico, se coordinan con el
propósito de su autor. De manera igualmente sintética se podría también con-
cluir, diciendo que en el acto jurídico en sentido estricto la voluntad del agente
es relevante en cuanto a la génesis del acto y que en el negocio jurídico lo es,
además, en cuanto a la eficacia del mismo.

299. El acto jurídico en sentido estricto.


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A. Especies. Los actos jurídicos en sentido estricto pueden presentar en la


experiencia muy diversas especies, entre las que la doctrina ha identificado, más
o menos convencionalmente:
a) los actos que suponen una mera declaración de ciencia en relación a otros
hechos (como la declaración de las partes en el proceso, la declaración de los
testigos o el dictamen de peritos, de que hablan los arts. 299 ss. Lec.),
b) los actos exteriores puros (como la especificación o la separación de los
frutos pendientes por parte del poseedor, a que se refieren los arts. 383 y 451
Cc.),

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§ 45. LOS HECHOS JURÍDICOS 121

c) los actos que se enlazan con determinaciones o sentimientos interiores


(como la elección del domicilio, la reconciliación entre los esposos separados, el
reconocimiento del hijo no matrimonial, la remisión de las causas de indignidad
sucesoria o la condonación de la deuda, que se contemplan en los arts. 40 y 70,
84 y 88, 120,757 y 1.187 y ss. Cc.),
d) las declaraciones o manifestaciones de voluntad, entre las que se indivi-
dualiza la categoría de las participaciones, destinadas al conocimiento de otros
sujetos y que, por tanto, son siempre de carácter recepticio. De este tipo son las
notificaciones, las ofertas, las oposiciones o prohibiciones, las intimaciones, las
denuncias, los avisos, los permisos y los requerimientos, que se mencionan, en-
tre otros preceptos, en los arts. 403, 541, 538, 631, 1.148, 1.176, 1.481, 1.559,
1.771, 1.775 y 1.973 Cc.

Un ejemplo de intimación, bastante usual para indicar la significación del acto jurí-
dico en sentido estricto como aquel cuyos efectos se producen por la Ley con indepen-
dencia de que la voluntad del agente esté dirigida a obtenerlos, es el de la conminación
al deudor remiso para que pague: esta manifestación acaso se dirige, en la intención del
declarante, a conseguir el cobro, pero tiene la virtualidad, según cuanto dispone el art.
1.100 Cc., de constituir en mora al deudor.

B. Régimen. Como los llamados actos jurídicos en sentido estricto son actos
voluntarios, se plantea la cuestión de determinar la disciplina reguladora del ele-
mento psíquico de la actividad (por ejemplo, vicios de la voluntad) y de la con-
dición del sujeto que la lleva a cabo (especialmente, capacidad de obrar).
La doctrina, una vez establecida la distinción conceptual entre acto y nego-
cio, suele explicar que los actos jurídicos en sentido estricto que contienen una
exteriorización de voluntad producen sus efectos por obra de la ley, con inde-
pendencia de que la voluntad esté dirigida a la obtención del resultado, por lo
que no son negocios jurídicos; pero que a los mismos es de aplicar, por analogía,
la regulación de los negocios. Esta conclusión, sin embargo, ha de ser acogida
con reservas. Aunque el criterio de imputabilidad domina la categoría de los ac-
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tos jurídicos, tanto lícitos como ilícitos, y permite reducirlos a un concepto uni-
tario, la heterogeneidad de los supuestos es asimismo evidente y da lugar a pre-
visiones legales fragmentarias igualmente heterogéneas, que son las que
prioritariamente han de tenerse en cuenta.

En ocasiones, la tesis de la aplicación a los actos jurídicos de las normas relativas a


los negocios parece abonada por el ordenamiento positivo, como cuando, a través del
art. 1.160 Cc., declara, en regla exclusivamente aplicable a las obligaciones de dar (y se-
guramente justificada, en su especificidad y como norma de excepción, por el efecto
traslativo del pago consistente en la entrega de una cosa que se debe), que no es válido

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el pago hecho por quien no tenga la libre disposición de la cosa debida y capacidad para
enajenarla.
Pero en otras esta tesis parece incongruente con las normas legales, en cuanto que,
unas veces, solamente requieren para la trascendencia del acto la capacidad natural de en-
tender y querer de su agente en el momento de la realización del mismo; otras veces consi-
deran que la voluntad del actuante únicamente persigue efectos materiales, por lo que la
derivación legal de los efectos jurídicos tiene efecto aunque el agente del acto sea un inca-
paz (como, por ejemplo, ocurre, al menos en ciertos supuestos, en la edificación, en la
plantación, en la siembra o en la especificación, a que se refieren los arts. 358 y ss. y 383
Cc.) y otras, finalmente, llegan a prescindir expresamente de la potencial voluntariedad
del acto (como, por ejemplo, en la toma de posesión, según se desprende de la disciplina
que contienen los arts. 438 y 443 Cc.).
A la vista de estas dificultades, algunos autores (ALBALADEJO, en la línea marcada por
CARIOTA FERRARA) distingue, sobre la base de lo que puede considerarse presuntivamente
normal en la actitud del agente, entre actos semejantes y no semejantes a los negocios jurí-
dicos; colocando, a modo de ejemplo, entre los primeros (a los que serían aplicables ana-
lógicamente, a falta de reglas específicas para ellos, las normas relativas a los negocios), al
reconocimiento del hijo no matrimonial; y entre los segundos, denominados en la doctrina
germánica actos reales (a los que la disciplina negocial no sería trasladable), a la especifi-
cación y a la adquisición y al abandono de la posesión.
En cualquier caso, es de observar que, al menos con referencia al Derecho español (en
que no existe una regulación legal de la categoría del negocio jurídico), aplicar por analo-
gía a los actos la regulación de los negocios requiere una pluralidad de maniobras innece-
sarias.
Pensemos, por ejemplo, que se plantea el problema de la aplicabilidad de la disciplina
de los vicios de la voluntad en el negocio jurídico a la negativa del acreedor a recibir el pa-
go. Pues bien: primero hemos de construir, mediante abstracción, con el contrato, el testa-
mento y otras declaraciones de voluntad de alcance semejante, el concepto de negocio ju-
rídico y, paralelamente, una teoría de los vicios de la voluntad en el negocio mediante la
generalización —a veces, imposible— de las normas que regulan el error, el dolo, etc.,
para especies concretas. Luego, identificada la categoría del negocio y construido simultá-
neamente el concepto de acto jurídico estricto no negocial, hemos de distinguir entre ne-
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gocio y acto jurídico; comprobar, sucesivamente, que la conducta en cuestión constituye


un acto jurídico propiamente dicho y determinar, finalmente, que, pese a la diferencia en-
tre negocio y acto, es aplicable analógicamente al acto, si en él concurren similitudes con-
venientes con el negocio, la disciplina de los vicios de la voluntad propia de los negocios.
Mucho más fácil y sencillo hubiera sido considerar, partiendo de las normas legales
sobre vicios de la voluntad en el contrato, que para su aplicación a la negativa del acreedor
a recibir el pago basta apreciar la analogía entre la declaración contractual y esta otra, a la
cual será aplicable la regulación de la primera en cuanto se demuestre la eadem ratio deci-
dendi. Ante esta constatación, cabe cuestionarse sobre la razón y la utilidad de describir el
largo y complicado circuito antes relatado, en cada una de cuyas etapas de creciente abs-

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§ 45. LOS HECHOS JURÍDICOS 123

tracción se pierde necesariamente de vista la realidad vivencial, cotidiana y concreta para


la que se dictó la norma que resulta aplicable.

300. Clasificación de los actos en lícitos e ilícitos.

La distinción entre actos lícitos e ilícitos radica en la conformidad del acto


con el Derecho objetivo, que lo consiente e incluso, en ocasiones, constriñe a su
realización, o en su contradicción con el mismo. En este sentido, el acto ilícito se
presenta como la violación de un deber, específico o genérico, de conducta, que
también puede concretarse en una abstención. La respuesta del ordenamiento es
una sanción, es decir, unos efectos contrarios a los intereses del agente que éste
ha de soportar.

La licitud o la ilicitud pueden no sólo adornar o inficionar a los actos jurídicos en


sentido estricto sino también a los negocios jurídicos. Ahora bien, en relación a estos se-
gundos la contradicción con la regla no se refiere al hecho en sí sino al efecto al que el
negocio tiende, por lo que la ilicitud alcanza en este caso un significado diverso, gene-
ralmente más amplio, como veremos en su momento (infra, núm. 339), en cuanto a las
posibles razones de que tenga lugar, pero también más reducido en cuanto a las conse-
cuencias de la misma. Estas consecuencias de la ilicitud del negocio suelen concretarse,
como se desprende del art. 6.º-3 Cc., en la inidoneidad del negocio para producir los
efectos perseguidos por el agente (nulidad: vid. supra, núm. 82).

Entre los actos jurídicos en sentido estricto de carácter ilícito destacan los
actos dañosos, es decir, aquellos que perjudican los intereses de los demás: bien
sea al incumplir una obligación y defraudar así el interés del acreedor, o al lesio-
nar otro derecho subjetivo o, en general, al infligir a otro daños materiales o
morales. La sanción que, con independencia de la que determinen las normas
penales si el acto es constitutivo de delito o falta, corresponde al autor del daño
es la imposición al mismo, como efecto jurídico determinado ex lege del acto
dañoso, de una obligación de resarcimiento, para reintegrar, en forma específica
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o con el equivalente pecuniario, los intereses perjudicados.

De los actos dañosos se ocupa, también en el aspecto civil de la reparación del daño
causado, el Cpen., en cuanto constituyen delitos o faltas (arts. 1.092 Cc. y 109-126
Cpen.) y asimismo, dictando normas concretas para los demás supuestos, el Cc., ya sea
considerándolos, específicamente, en cuanto violaciones de deberes impuestos a sujetos
determinados, como incumplimientos o cumplimientos defectuosos de obligaciones
contractuales (arts. 1.100 ss. Cc.) o legales (arts. 690,712 ss., 1.888 y 1.895 Cc.), ya sea,
genéricamente, como infracciones del deber impuesto a todos de no causar daño a otro
(arts. 1.902 ss. Cc.). El afán clasificatorio de la doctrina ha llevado, a veces, a designar a
la segunda de estas dos especies de actos ilícitos dañosos —que hay que reconocer que

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124 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

sólo parcialmente se sujetan a una disciplina común— con la denominación de actos ilí-
citos estrictamente dichos.
Entre los actos ilícitos podemos considerar, además de los actos dañosos, supuestos
varios como las acciones reprobables que tiene en cuenta el art. 756 Cc. para determinar la
indignidad para suceder; las previstas en los arts. 853 a 855 y que conceden al testador el
derecho a desheredar a los legitimarios, y tantas otras (vid. arts. 690 y 713, 1.024, 643, 798
y 1.119 Cc., de muy variadas consecuencias). En todos estos casos, los efectos jurídicos
del acto ilícito se presentan meridiamente como una sanción a la que el ordenamiento da el
significado preciso de una pena, como se deduce de la significativa expresión utilizada por
el art. 713 Cc.

301. Las categorías doctrinales y el Código civil.


La categoría del negocio jurídico —ciertamente la más importante doctrinalmente—
es desconocida como figura autónoma en nuestras leyes civiles.
En los demás casos, la nomenclatura básica utilizada convencionalmente por la doc-
trina (hechos, actos y sus especies) no es del todo incongruente con nuestro Derecho posi-
tivo. Este habla a veces de hechos en el sentido de hechos jurídicos en general (así, en la
disp. trans. 1.8 Cc.) y otras en el sentido de meras situaciones fácticas (así, en el art. 438
Cc.). Por otra parte, se refiere a los actos humanos con significaciones diversas, que, en
unas ocasiones, lo son, por el texto y contexto de la norma, en el sentido circunscrito de lo
que la doctrina denomina actos jurídicos en sentido estricto, como cuando habla de hechos
del hombre o voluntarios (así, en los arts. 532 y 1.887 Cc.), de actos del hombre (así, en el
art. 532 Cc.), de actos ilícitos (así, en el art. 1.089) o de actos en que intervenga cualquier
género de culpa o negligencia (así, en el art. 1.089 Cc.; vid. también arts. 1.902 y 1.903
Cc.) y, en otras, seguramente, también por el texto y contexto de la norma, lo son preferen-
temente en el sentido de negocios jurídicos (así, en los arts. 6.º-3,11-1, 618, 667, 988,
1.057 y 1.280-1° y disp. trans. 2.8 Cc.). De estos últimos pueden considerarse particular-
mente expresivos, en el aspecto indicado, el art. 11-1, que se refiere a los contratos, testa-
mentos y demás actos jurídicos, el art. 1.057, que dispone la posibilidad de encomendar
por acto inter vivos o mortis causa la partición de la herencia, el art. 1.280-1.º, que con-
templa los actos y contratos que tengan por objeto la creación, transmisión, modificación
o extinción de derechos reales sobre bienes inmuebles, y la disp. trans. 2.ª, que habla de
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actos y contratos y se refiere a la primera categoría como comprensiva de testamentos y


otros negocios trascendentes en el Derecho sucesorio.
INDICACIÓN BIBLIOGRÁFICA. Además del libro de CARIOTA FERRARRA, El negocio jurí-
dico, trad. esp. de ALBALADEJO, Madrid, Aguilar, 1956, se han tenido particularmente en
cuenta en la redacción de este apartado, entre diversas obras de tipo institucional tanto
españolas como extranjeras, las de ALBALADEJO, Derecho civil, 1,2 y SANTORO-PASSARE-
LLI, Doctrinas generales del Derecho civil, trad. esp. de LUNA SERRANO, Madrid, Edito-
rial Revista de Derecho Privado, 1964.
Sobre el supuesto de hecho complejo puede verse el estudio de SCOGNAMIGLIO, «Fatto
giuridico e fattispecie complessa», en R.T.D.P.C., 1954, págs. 331 y ss.

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§ 46. LA AUTONOMÍA PRIVADA 125

A la distinción entre acto jurídico y negocio jurídico, que no se plantea habitualmente


en otros ámbitos culturales, como el francés, y a la construcción dogmática del acto jurídi-
co, en tanto que categoría general como, sobre todo, en el sentido de acto jurídico en senti-
do estricto, ha dedicado una preferente atención la doctrina italiana, aunque no falten so-
bre la cuestión significativas aportaciones de la última pandectística alemana que, por obra
sobre todo de MANIGK, han influido poderosamente sobre los civilistas de Italia (el postrer
estudio del citado autor alemán sobre la cuestión se publicó precisamente en este país,
«Natura ed inquadramento sistematico degli atti giuridici privati», en Annali di diritto
comparato, XVI, 1943, págs. 133 y ss.): sobre la distinción entre acto jurídico y negocio
jurídico pueden verse, además del escrito de ROMANO (Santi), «Atti e negozi giuridici», en
Frammenti di un dizionario giuridico, Milano, Giuffré, 1947, págs. 3 y ss., las monogra-
fías de TESAURO, Atti e negozi giuridici, Padova, 1933 y de TRIMARCHI, Atto giuridico e ne-
gozio giuridico, Milano, Giuffre, 1940, y sobre la categoría doctrinal del acto jurídico en
sentido estricto las monografías de MIRABELLI, L 'atto non negoziale nel diritto privato ita-
liano, Napoli, Jovene, 1954 y PANNUCCIO, Le dichiarazioni non negoziali di volonttl, Mila-
no, Giuffré, 1960, así como las voces de enciclopedia jurídica de SCOGNAMIGLIO, «Atto
giuridico», en Enciclopedia forense, I, Milano, Vallardi, 1958, págs. 389 y ss., BETTI, «Atti
giuridici», en Novissimo Digesto Italiano, 1,2, Torino, Utet, 1958, págs. 1.504 y ss. y SAN-
TORO-PASSARELLI, «Atto giuridico», en Enciclopedia del Diritto, IV, Milano, Giuffré, 1959,
págs. 203 y ss., luego recogida en Saggi di Diritto civile, I, Napoli, Jovene, 1961, págs.
355 y ss.

§ 46. LA AUTONOMÍA PRIVADA

302. Concepto y significado.

A. Definiciones. Autonomía privada y negocio jurídico. El estudio de los ac-


tos jurídicos y, particularmente, de los negocios jurídicos —fuera de cuyos con-
ceptos se sitúan los tradicionalmente llamados actos meramente lícitos, no pro-
hibidos pero ignorados por el ordenamiento y que, en consecuencia, no
determinan ningún efecto jurídico— se inscribe en la más amplia consideración
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de la autonomía privada. Esta se define, en la cuidadosa formulación de DE CAS-


TRO, en sentido general, como poder de autodeterminación de la persona y como
espacio de su independencia y libertad y, en concreto, como el poder de la vo-
luntad relativo al uso, goce y disposición de poderes, facultades y derechos sub-
jetivos o referido a la creación, modificación y extinción de relaciones jurídicas.
Si, hablando en términos generales, el concepto de autonomía privada, como
poder de conformación de la propia esfera jurídica, parece referible a todo acto
jurídico, en cuanto que en él interviene típicamente la voluntad individual, es,
sin embargo, en relación al negocio jurídico —puesto que a través del mismo el
sujeto agente se propone alcanzar, con la autorización del ordenamiento, unas

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126 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

determinadas consecuencias como efecto de su comportamiento— cuando con-


sigue su más propia dimensión. En tomo al negocio se presenta con claridad el
significado concreto de la autonomía como —según la conocida definición de
BETTI— poder de la persona para la autorregulación de sus propios intereses y
relaciones, puesto que, como ya sabemos, los efectos del negocio no sólo se re-
fieren a la voluntad del agente sino que, además, son en esencia, aquellos a los
que la voluntad tiende. Por eso suele reservarse la denominación de actos de au-
tonomía a los negocios jurídicos y por eso también la noción de autonomía pri-
vada suele considerarse equivalente a la de autonomía negocial (autonomía para
contratar, para testar, para llevar a cabo actos mercantiles, etc.), hasta el punto de
que se refieren a ella con esta acepción incluso ordenamientos, como el italiano,
que, al igual que el nuestro, desconocen legislativamente la categoría del nego-
cio jurídico (así, el art. 1.322 Cc. it., en parte coincidente con art; 1.255 Cc., lle-
va como rúbrica «autonomia contrattuale»).

B. Funciones y fundamento. El concepto de autonomía privada, considerada como


poder para gobernar la propia esfera jurídica o entendida, en términos más dogmáticos,
como poder de autorregulación de los intereses propios desenvuelto por su mismo titu-
lar, puede comprender, en realidad, dos diversas funciones: la de consentir a las perso-
nas la potestad de confeccionar reglas jurídicas de origen privado destinadas a integrar-
se en el ordenamiento jurídico como fuentes subordinadas y dependientes, y la de
autorizar a los particulares para que lleven a cabo actuaciones que provoquen, de acuer-
do con lo que ya está previsto con carácter abstracto y general por el ordenamiento, la
creación, modificación o extinción de relaciones jurídicas.
En el primero de los aspectos indicados, que es el que se corresponde más propiamen-
te con el sentido etimológico de la autonomía como «ley propia o de uno mismo», hay que
admitir que el Derecho moderno la reconoce escasamente a entidades diversas del Estado
y de otras organizaciones de carácter público, si bien no deja de tener alguna relevancia,
en cuanto que se conoce cierta capacidad normativa interna a las asociaciones y que cada
vez alcanzan mayor virtualidad normativa, incluso constitucionalmente (art. 37-1 Const.),
los convenios realizados en virtud de la que los laboralistas suelen denominar «autonomía
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colectiva».
Considerada en relación a la segunda de sus dos posibles funciones, la autonomía pri-
vada se presenta como presupuesto de la actividad del particular para ordenar por sí mis-
mo, individualmente o en sus relaciones con los demás, los intereses que le son propios a
través de la creación, la modificación y la extinción de relaciones jurídicas, ya disciplina-
das o genéricamente previstas por las normas jurídicas, y se encuentra ampliamente reco-
nocida en la mayoría de los ordenamientos, al menos en aquellos que, como el nuestro, se
basan en el respeto de la libertad, del libre desarrollo de la personalidad, de la propiedad
privada y, consiguientemente de la herencia y de la libertad de empresa o de iniciativa eco-
nómica (arts. 1, 10, 33 y 38 Const.). En este caso, el reconocimiento de la autonomía pri-
vada como poder de decidir libre y eficazmente sobre las propias incumbencias jurídicas,

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§ 46. LA AUTONOMÍA PRIVADA 127

viene a significar la atribución a la persona de la potestad de generar los cambios o modi-


ficaciones jurídicas que considera convenientes a sus intereses, en cuanto que el ordena-
miento los hace depender de la voluntad de los particulares, individual o colectivamente
manifestada. Como indica BETTI, los efectos se producen en cuanto dispuestos por normas
que, asumiendo como presupuesto de hecho el acto de autonomía privada, los hacen deri-
var de éste como supuesto normativo necesario y suficiente.

C. Límites. A través del reconocimiento a las personas de la autonomía pri-


vada, el ordenamiento jurídico concede a aquéllas la posibilidad de confeccionar
a su arbitrio supuestos de hecho capaces de generar entre ellas o para ellas com-
promisos y, en general, vínculos en cuanto a las relaciones jurídicas en que son o
han de ser parte. La autonomía privada se presenta, así, en límites precisos, en
cuanto que, a) de un lado, si bien los particulares pueden perseguir en las rela-
ciones entre ellos la organización de las mismas que más se corresponda con sus
intereses, es el ordenamiento jurídico quien, en definitiva, se reserva la valora-
ción de las finalidades privadas para reconocerlas y protegerlas o para rechazar-
las y provocar unas consecuencias distintas y contradictorias con los intereses
pretendidos por el agente o los agentes del negocio y, b) de otro, la autonomía
privada se reconoce a los particulares para que regulen sus asuntos propios esta-
bleciendo una composición de intereses en sus relaciones recíprocas o con las
que les afectan por ser de su incumbencia; pero el acto de autonomía no puede
incidir sobre esferas jurídicas ajenas a las del sujeto o sujetos que lo llevan a
cabo, salvo supuestos excepcionales (como para la atribución de alguna ventaja
a otras personas).

a) El primero de los aspectos señalados se refleja en multitud de normas referentes a


los ámbitos de la autonomía privada más significativos como son el de la contratación y
el de la testamentifacción. Naturalmente, cada una de estas normas se estudiará en su lu-
gar, pero es útil ahora una visión panorámica previa. En el terreno de los contratos, entre
otros preceptos, el art. 1.255 Cc. limita la libertad de pacto a la conformidad de éste con
las leyes, la moral y el orden público; el art. 1.271 Cc. señala los requisitos de licitud del
objeto del contrato; el art. 1.275 Cc. priva de toda eficacia a los contratos con causa ilí-
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cita; el art. 1.116 Cc. sanciona con la invalidez del contrato la aposición para limitar sus
efectos de una condición ilegal o contraria a las buenas costumbres. En el Derecho de
sucesiones, el art. 669 Cc., que impide, en general, la testamentifacción mancomunada;
el art. 670 Cc., que prohibe, en general, cualquier forma de fiducia sucesoria (prohibi-
ción ésta, y la anterior, que no se contienen en algunos Derechos forales o especiales); el
art. 792 Cc., que señala, con solución radicalmente contraria a la sustentada en el art.
1.116, antes recordado en tema de contrato, la intrascendencia de las condiciones para la
institución de heredero o de legatario que sean contrarias a las leyes o a las buenas cos-
tumbres; el art. 794 Cc., que determina la nulidad de la disposición testamentaria hecha
bajo la condición de que el heredero o legatario instituido haga en su testamento una
disposición en favor del testador o de otra persona; el art. 814 Cc., que señala las conse-

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128 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

cuencias anulatorias de la preterición de los herederos forzosos en el testamento inofi-


cioso; el art. 824 Cc., que impide la imposición sobre la mejora de otros gravámenes
que los que se establezcan en favor de los legitimarios o de sus descendientes; el art.
830 Cc., que prohibe, en general, encomendar a otro la facultad de mejorar; o el art. 901
Cc., que deja sin efecto el conferimiento a los albaceas de facultades contrarias a las le-
yes. Por su parte y con relación a las capitulaciones matrimoniales, el art. 1.328 Cc. de-
termina que será nula cualquier estipulación contraria a las leyes o a las buenas costum-
bres o limitativa de la igualdad de derechos que corresponda a cada cónyuge.
b) Por lo que se refiere al segundo de los aspectos indicados pueden recordarse, dentro
del ámbito negocial propio de la contratación, como precepto más significativo, el art.
1.257-1 Cc., que determina la relatividad del contrato, es decir, que éste sólo obliga a las
partes contratantes y sus herederos. Como supuestos de excepción, en que se previene una
intromisión en la esfera jurídica ajena o la atribución de alguna ventaja a terceras perso-
nas, el art. 1.205 Cc., regulador del convenio de expromisión que puede llevarse a cabo sin
conocimiento del primitivo deudor; el art. 1.257-2 Cc., que admite, en términos generales,
aunque limitadamente, el contrato continente de alguna estipulación en favor de tercero;
los arts. 83 y 84 de la Ley de contrato de seguro de 8 de octubre de 1980, relativos a los se-
guros para caso de muerte de una persona distinta del tomador del seguro y a la designa-
ción de beneficiarios del seguro sobre la vida, que no requiere, como su modificación, el
consentimiento del asegurador ni el de la persona indicada como beneficiario; así como
las reglas relacionadas en la S. 18 diciembre 1964, contenidas en los arts. 619, 641, 1.571,
1.766 y 1.803 Cc. y 1.499 Lec. 1881 (vid. ahora art. 647 Lec.).
En el ámbito negocial de la testamentifacción el aspecto considerado cede, sin embar-
go, sustancialmente, puesto que, por definición, el testamento es un negocio jurídico a tra-
vés del cual su autor, como define el art. 667 Cc., dispone de sus bienes para después de su
muerte, por lo que su eficacia siempre trasciende en esferas jurídicas que son ajenas al tes-
tador, aparte de que, salvo en los casos en que el testador ordene la desheredación y acaso
en aquéllos en que únicamente indica que deja a los legitimarios lo que por ley les corres-
ponda, en el testamento siempre se atribuirán ventajas a terceras personas. Por otra parte,
en materia sucesoria se admite con frecuencia que, por consecuencia del acto de autono-
mía, se permita al agente del negocio testamentario que se inmiscuya en la esfera jurídica
ajena, como cuando, por ejemplo, aunque éstos puedan renunciar al encargo, designa alba-
ceas (arts. 892 y ss. Cc.) o cuando, aunque el legislador lo presente en el Cc. como supues-
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to excepcional, confiere a su cónyuge superviviente la facultad de distribuir los bienes re-


lictos y mejorar en ellos a los hijos comunes (art. 831 Cc.).

Los anteriores ejemplos dejan ya ver que el alcance preceptivo y vinculante


del acto negocial de autonomía privada presenta un significado diverso en la
contratación y en la testamentifacción, puesto que en el primero de estos ámbi-
tos el aspecto preceptivo del negocio se refiere a los mismos que lo llevan a cabo
(art. 1.257-1 Cc.), constriñéndoles con una fuerza semejante a la de la ley (art.
1.091 Cc.), mientras que en el segundo de los referidos ámbitos negociales, sin
dejar de ser el testamento, como acto de autonomía privada, vinculante y pre-

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§ 46. LA AUTONOMÍA PRIVADA 129

ceptivo, estos caracteres han de referirse —salvo, en parte, en el caso del testa-
mento mancomunado, en los ordenamientos que lo admiten— a personas
distintas de la del autor del negocio, cuyas disposiciones desenvuelven su efica-
cia después de la muerte de su agente y cuya realización no limita la libertad de
éste, por ser todas las disposiciones testamentarias, como indica el art. 737 Cc.,
esencialmente revocables. Esta constatación, que históricamente ha dado lugar,
de acuerdo con el diferente régimen jurídico que conviene a cada uno de los
tipos negociales, a multitud de máximas jurídicas —contractus ab initio est
voluntas, ex post facto necessitatis; ambulatoria enim est voluntas defuncti
usque ad vitae supremum exitum— no es de pequeño alcance y, como veremos
más adelante, trasciende en no pocos aspectos alternativos de la disciplina del
testamento y del contrato (como la ya señalada de los arts. 692 y 1.116 Cc.), así
como en los criterios diferenciados y las reglas consecuentes de su interpreta-
ción.

303. Contingencia y sentido dogmático de la autonomía privada.

A. Condicionamientos técnicos y políticos. La posibilidad de que la voluntad priva-


da pueda perseguir eficazmente un fin propio ha sido mayor o menor en las diferentes
épocas de la experiencia jurídica europea. Ha sido, lógicamente, más grande a medida
que los ordenamientos fueron abandonando exigencias rígidas de carácter formalista y
procedimental, o cuando el poder público ha carecido de la fuerza necesaria para imponer
condicionamientos a la actuación de los particulares o, teniéndola, se ha inspirado en plan-
teamientos doctrinales permisivos o se ha mostrado insensible a las razones morales y po-
líticas que aconsejaban imponerlos. Menos intensa, por el contrario, con el riesgo incluso
de que el ordenamiento sofoque la autonomía privada, cuando el legislador se ha inspira-
do, por razones doctrinales de fondo o de mera oportunidad política, en planteamientos in-
tervencionistas o de rígida organización de la sociedad, a través de la promulgación de
normas imperativas.
En nuestros días, aun siendo considerada la autonomía de los particulares como eje
cardinal de nuestro Derecho civil, el valor de la voluntad individual tiende a limitarse, tan-
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to por virtud de normas imperativas que postulan dar un mayor contenido social a las rela-
ciones jurídicas como por la consagración de principios nuevos, como el del abuso del de-
recho, el de la revisión contractual por cambio de las circunstancias o el de protección de
los consumidores y usuarios, que se adscriben a la misma inspiración.
B. Derecho natural racionalista y escuela histórica. Aunque la consideración del sig-
nificado fundamental de la voluntad en la actividad jurídica ha estado presente en todas las
épocas y forma parte, desde los precedentes romanos, de la tradición jurídica europea, la
afirmación de lo que hoy llamados autonomía privada se ha producido principalmente en
el plano de la dogmática jurídica por obra, primero, de la escuela racionalista del Derecho
natural, cuyos mayores exponentes son GROCIO y PUFFENDORF y, más tarde, de la escuela
histórica alemana, cuyo máximo representante es SAVIGNY. Estos autores se aprestaron, en

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130 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

curiosa convergencia temática —tanto más sorprendente si se tiene en cuenta sus diferen-
tes planteamientos metodológicos básicos y la radical antihistoricidad del iluminismo ra-
cionalista—, los unos a considerar el valor de los pactos y, en particular, de la obligatio
quae ex promissis oritur, para llegar a la conclusión de que solus consensus obligat, y los
otros, a través del estudio reconstructivo y crítico del Derecho romano, la relevancia del
querer humano en las declaraciones de voluntad o negocios jurídicos, que operan en todos
aquellos ámbitos jurídicos en que es posible que trascienda la que SAVIGNY llamaba capa-
cidad natural de la persona para provocar o inducir modificaciones mediante actos volun-
tarios.
Partiendo, sobre la base del estudio de los pactos, de la radical afirmación de la perso-
na y de su libertad, los iusnaturalistas de la escuela laica —de cuyas doctrinas tanto parti-
ciparon los famosos juristas DOMAT y POTHIER y, a través suyo, en cuanto que su pensa-
miento influyó poderosamente en la obra codificadora, el Código civil francés de 1804—
modelaron, según la expresión que sugiere CALASSO, una «lógica del sujeto». Sus investi-
gaciones desembocaron, sobre la reflexión continuada en torno al contrato y en función de
la propia generalización especulativa exigida por los planteamientos racionalistas, en la
configuración de un género más vasto y abstracto conformado por la categoría del acto o
negocio jurídico, que al parecer encontró su primera formulación precisa, en el sentido
moderno de la expresión, en 1749 por obra de NETTELBLADT, que comprendía en aquélla,
junto a las simples aserciones, las dispositiones, que, como explicaba directa y sencilla-
mente el autor en su obra dirigida fundamentalmente a los estudiantes, son declarationes
de eo quod fieri, vel non fieri quis vult, haciendo así depender su trascendencia en el ele-
mento volitivo.
A la escuela histórica del Derecho no podía ser tampoco indiferente, a pesar de su di-
ferencia de planteamientos filosóficos con la corriente iusnaturalista, el argumento de la
voluntad individual, en cuanto que la actividad humana es precisamente la parte sustantiva
de la manifestación concreta del espíritu popular en que la escuela encontraba la base de la
conformación de todo el Derecho. Estas preocupaciones se decantan en la conocida obra
de SAVIGNY, Sistema del Derecho romano actual, en la que, sobre bases historicistas, se al-
canzó una armónica construcción teórica de las declaraciones de voluntad o negocios jurí-
dicos en los que la voluntad por sí misma debe considerarse como el único elemento im-
portante y eficaz, aunque, por ser un hecho interior e invisible, requiere de la declaración,
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que opere en cuanto dirigida inmediatamente al nacimiento o al desenvolvimiento de la re-


lación jurídica.
C. La pandectística. Las aportaciones de ambas escuelas, que en definitiva reportaban
sus tesis fundamentales a la idea de la voluntad como expresión de la libertad —el fin de
todo el Derecho no era, para el jurista más caracterizado de la escuela histórica, sino el de-
sarrollo seguro e independiente de la personalidad—, correspondió armonizarlas y sinteti-
zarlas en la segunda mitad del siglo XIX a la pandectística alemana, que, elevando la volun-
tad a dogma y a la categoría conceptual del negocio como expresión natural y específica
del mismo, construyó doctrinalmente la figura negocial como la declaración de la volun-
tad del particular dirigida a un fin protegido por el ordenamiento jurídico, elaboración que
no sólo sirvió de base para la formulación de una teoría general del Derecho, que luego se

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§ 46. LA AUTONOMÍA PRIVADA 131

tradujo en el Código civil alemán, sino que ha impregnado constantemente la doctrina ci-
vilística europea.
D. La inflexión del liberalismo. La afirmación legislativa de las ideas liberales, que
contó enseguida con el socorro científico de los pandectistas mediante su brillante elabo-
ración del concepto, además del de derecho subjetivo, de negocio jurídico, empezó a en-
contrar sus primeras quiebras cuando las exigencias de la seguridad del tráfico y de la efi-
ciencia en el desenvolvimiento de la vida social comenzaron a propiciar un planteamiento
alternativo del significado del dogma de la autonomía de la voluntad como pura expresión
de respeto a la libertad individual que, en ocasiones, podía presentarse en algún modo in-
compatible con aquéllas. Fue precisamente a través de la reflexión constante de los pan-
dectistas como se detectó, por obra de su segunda generación, el inconveniente que la
construcción dogmática de la autonomía privada presentaba en su sentido primigenio, y
también esa escuela jurídica se preocupó de dar un nuevo sentido a la autonomía en cuan-
to instrumento eficaz del desarrollo de la actividad económica, poniendo, al menos, el
mismo acento en el aspecto interno de la volición y en el externo de su declaración.
E. Normativismo y teoría preceptiva del negocio. Con estos planteamientos vinieron a
coincidir los postulados del normativismo positivista que, reduciendo la voluntad indivi-
dual a simple elemento constitutivo y del mismo valor que cualquier otro en la confección
del supuesto de hecho de la norma, únicamente daban valor a la voluntad declarada, con lo
que minusvaloraban la significación o función social del negocio y, desde el perfil propia-
mente técnico de la cuestión, propiciaban la admisibilidad de negocios abstractos y condu-
cían a la progresiva tipificación negocial por reducción.
En esta línea cabe situar la formulación de la teoría preceptiva del negocio jurídico,
cuya veracidad fundamental se veía inficionada de un positivismo que se ha venido luego
disimulando o superando doctrinalmente poniendo de relieve los aspectos sociales que de-
limitan el reconocimiento de la autonomía y, en consecuencia, la trascendencia de la acti-
vidad negocial, o situando la voluntad de los particulares, como individuos o como gru-
pos, en un más amplio marco de consideración de la eventual capacidad normativa, para
los ámbitos que les son propios, de las personas privadas.
F. Crisis de la autonomía privada y defensa de la persona. Afortunadamente ni las
doctrinas que afirmaron en su pureza el dogma de la autonomía de la voluntad ni estas
otras más nuevas, orientadas por un neutralismo jurídico formal desencarnado, se corres-
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ponden con los intereses de la entera sociedad ni se reflejan en el ordenamiento positivo,


que siempre ha mantenido en la realización de ciertos valores morales un criterio determi-
nante de la ordenación social, en la que, si la intervención creciente de los controles admi-
nistrativos pone de relieve una cierta crisis de la autonomía privada, ésta no puede des-
aparecer cuando el propio ordenamiento se propone la defensa de la persona, aunque,
precisamente por ello, haya de poner límites a la libertad.
La ciencia del Derecho civil actual sigue barajando y debatiéndose en los distintos
planteamientos apuntados, pero cada vez es más consciente de que el tema de la autono-
mía privada solventa algo más que una determinada orientación social o política y de que
debe abordarse en la dirección de la consideración de la persona y la de su defensa dentro

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132 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

de su entorno social en que son igualmente valiosos factores como la libertad, la responsa-
bilidad, la eficiencia, la justicia y la seguridad.

304. La autonomía de la voluntad como principio general del Derecho.

La primordial trascendencia que la autonomía de la voluntad tiene en la rea-


lización práctica del Derecho y el consiguiente reconocimiento que suelen hacer
de la misma, como valor cardinal de la organización jurídica, casi todos los or-
denamientos, hacen que a ella corresponda institucionalmente el significado de
principio general del Derecho. En consecuencia, y siendo así que la virtualidad
de la voluntad de los particulares opera como una de las pautas fundamentales
que vertebra todo el sistema del ordenamiento privado, no sólo alcanza el signi-
ficado de informar su organización y contenido sino que también se presenta
como fuente última del Derecho, de acuerdo con la doble función que el art. 1.º-1
y 4 Cc. atribuye a los principios jurídicos.

El carácter de principio general de Derecho de la autonomía privada, que histórica-


mente se ha ido reconociendo continuamente a través de numerosos brocardos y aforis-
mos, se manifiesta reiteradamente por la jurisprudencia en su habitual cometido de de-
tectar los principios jurídicos generales sobre los que se asienta el ordenamiento, en
general para extraerlo, en tema de contratación, de textos positivos, como el art. 1.091
Cc. y, sobre todo, el art. 1.255 Cc. (ambos artículos, entre los más citados ante los tribu-
nales), aunque a veces parece referirse al mismo como un principio clásico acaso de ca-
rácter extrapositivo (como, en cuanto formulado en la tradicional regla pacta sunt ser-
vanda, la S. 2 febrero 1966) y no sólo superior sino diferenciado de las reglas concretas
del ordenamiento en que se proclama (como la S. 23 noviembre 1962, en relación a una
actuación judicial posiblemente contradictoria con el art. 1.091 Cc.). Por su parte, la S.
24 noviembre 1958 declara que la voluntad del testador expresada en el testamento es
ley obligatoria para cuantos de éste deriven derecho. Cabe reseñar, finalmente, por su
expresiva doctrina, la S. 5 noviembre 1957 (con la que se corresponde en buena parte la
S. 13 mayo 1959), en la que se señala, entendiendo el negocio jurídico como instrumen-
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to de realización de la autonomía privada, que «la voluntad es la creadora del negocio


jurídico, constituye verdaderamente lo esencial, el principio activo y generador», «pu-
diendo la voluntad no sólo engendrar negocios jurídicos en los límites y bajo las condi-
ciones que le asigna el Derecho positivo y por consiguiente producir efectos de derecho,
sino aun los que quiere que sean, penetrando en el mundo jurídico, no solamente porque
han sido queridos, sino como han sido queridos».

La función práctica del principio de la autonomía de la voluntad se desen-


vuelve en la doble dimensión que le atribuye el ordenamiento de ser su inspira-
dor y de constituir parte del mismo como fuente jurídica de inferior grado. En el
primer aspecto, trasciende como criterio hermenéutico y opera fundamental-

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§ 46. LA AUTONOMÍA PRIVADA 133

mente en razón de determinar una interpretación restrictiva de las normas prohi-


bitivas o limitativas y, en general, imperativas que representen excepciones al
propio principio. En el segundo, el principio de la autonomía de la voluntad se
aplica, faltando ley y costumbre, como verdadera norma jurídica, en virtud de la
cual los particulares pueden llevar a cabo los contratos y negocios que conven-
gan a sus intereses; si bien hay que reconocer que el principio apenas tendrá oca-
sión de operar en la práctica como norma jurídica aplicable con relación a cierto
tipo de negocios, dada la amplia libertad de contratación que confiere el art.
1.255 Cc., bajo cuyo comprensivo enunciado se admiten sin problemas, tanto
por la doctrina como por la jurisprudencia, no sólo los contratos atípicos, los
mixtos y las variadas combinaciones contractuales sino, incluso, contratos que,
como los fiduciarios, con frecuencia se consideran anómalos.

305. El contenido práctico potencial de la autonomía privada.

El principio, enunciado como abstracto, del valor de la autonomía privada y


el poder en que, como trasunto suyo, la misma consiste para crear y reglamentar
relaciones jurídicas se proyectan y desenvuelven en un conjunto de posibilida-
des a través de las que el individuo puede actuarlos y que se manifiestan, como
ha puesto de relieve analíticamente RESCIGNO, a) en la libertad de llevar a cabo
negocios jurídicos, b) en la libertad de actuar el sujeto del negocio por medio de
representante, c) en la libertad de determinar el contenido negocial, d) en la li-
bertad de modalizar sus efectos, e) en la libertad de concluir negocios no corres-
pondientes a los tipos legales y f) en la libertad de forma.
De estas diversas dimensiones de la autonomía privada algunas son objeto
de tratamiento específico en esta obra, por lo que ahora únicamente nos referire-
mos, bien que de manera muy breve e inspirándonos, en buena parte, en el cita-
do civilista italiano, a las que se refieren a la libertad de los particulares para lle-
var a cabo negocios jurídicos, a la libertad de determinar el contenido negocial y
a la libertad de concluir negocios distintos a los tipificados por el ordenamiento
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(vid. infra, representación en los negocios jurídicos, §§ 57-60; condición, térmi-


no y modo, § 53; forma, § 50).
A. De la libertad de llevar a cabo negocios jurídicos puede decirse que es la
expresión fundamental y básica de la autonomía privada —en cuanto que el nego-
cio jurídico es, por definición, el instrumento de realización de aquélla y el medio
precisamente para alcanzar los particulares los efectos jurídicos que se propo-
nen— y presupuesto de las otras libertades en que la autonomía se explicita.

Como dice la S. 5 noviembre 1957, «cuando se habla de autonomía de la voluntad


no quiere decirse que los individuos se puedan dar leyes a sí mismos para regular con

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134 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

ellas su obrar, lo que sería indiferente para el Derecho, mientras no entrasen en la esfera
de lo ilícito, fuera de la cual cada uno puede vivir y obrar como tenga por conveniente,
sino que quiere expresarse que el individuo tiene el derecho a realizar los negocios jurí-
dicos que crea convenientes y que, contenidos en los límites de la ley, son reconocidos
por ésta y reciben de ella fuerza obligatoria».
La libertad de llevar a cabo los particulares negocios jurídicos se contrarresta con fre-
cuencia con la necesidad jurídica de concluirlos, bien por consecuencia de disposición de
la ley, que establece contratos obligatorios (como son, por ejemplo, los seguros obligato-
rios en materia de responsabilidad civil a que se refiere el art. 75 de la Ley de contrato de
seguro de 8 octubre 1980 y las leyes especiales en materia de uso y circulación de vehícu-
los de motor, caza, aprovechamiento de la energía nuclear, etc.) y forzosos (como, por
ejemplo, el arrendamiento de fincas manifiestamente mejorables a favor del IRYDA o el
convenio a favor del ICONA, a que se refiere el art. 7.º-1 de la Ley de 16 noviembre
1979), bien por disposición de los propios particulares (como ocurre, por ejemplo, cuando
se ha suscrito un contrato de opción de compra o, en general, se ha concluido un contrato
preliminar o precontrato: cfr. art. 1.451 Cc.).

B. La libertad de determinar el contenido del negocio hace directa referencia


a los efectos del mismo, ya que el ordenamiento toma la actividad negocial
como supuesto de hecho del efecto jurídico. En razón de esta consideración de la
efectividad negocial, la libertad de que se trata sólo puede alcanzar los límites
que le marca la ley (art. 1.255 Cc.) y, por otra parte, siempre en función de la
misma efectividad negocial, debe adicionarse, para el caso de que los particula-
res no hayan previsto la regulación de todas las consecuencias de su actividad,
con otras fuentes integradoras del contenido negocial, entre las que destacan las
normas legales, particularmente las dispositivas (art. 1.258 Cc.).

La libertad de confeccionar el contenido negocial se halla muy restringida en los ne-


gocios de carácter familiar que han de desenvolver su eficacia en el ámbito puramente
personal (como, por ejemplo, el matrimonio: art. 42 Cc.; si bien hoy consiente nuestro
ordenamiento concordar, previa homologación judicial, sobre algunos aspectos relativos
al ejercicio de la patria potestad en trance de separación, divorcio o nulidad del matri-
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monio: arts. 81, 90, A, y 91 Cc.), pero opera con amplitud en los negocios de trascen-
dencia patrimonial, tanto de índole familiar (arts. 1.325 y 1.328 Cc.) como extrafamiliar
(art. 1.255 Cc.) y así inter vivos como mortis causa (arts. 66, 673, 774 ss., 790 ss., 823
ss., 858 ss. y 892 ss. Cc.).
La libertad para confeccionar el contenido de los contratos se halla contradicha, con
frecuencia, por la existencia de contratos normados en cuanto a su contenido, ya sea por
preceptos legales cuya disciplina se impone o sustituye a las determinaciones de la volun-
tad, eventualmente divergente con ellos, de los particulares, ya sea por otros negocios que,
por ser reconocidos legalmente como normativos, hacen pasar su contenido a integrar
otros negocios concretos (así, por ejemplo, los convenios colectivos respecto de los con-
tratos singulares de trabajo).

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§ 46. LA AUTONOMÍA PRIVADA 135

Limitaciones prácticas a la libertad de conformación del contenido negocial se dan


asimismo, y con carácter general, en la celebración de los llamados contratos por adhe-
sión, en que una de las partes predispone las condiciones generales del contrato. Materia
regulada principalmente por la Ley de condiciones generales de la contratación de 13 abril
1998 y la Ley general de consumidores y usuarios, cuyo estudio corresponde propiamente
a otro lugar de esta misma obra (tomo II, vol. 1.º, § 45).
Cuando los límites que marca el ordenamiento a la libertad de determinación del con-
tenido negocial son superados por los particulares, la ley predispone mecanismos, bien
para negar total o parcialmente validez al negocio no perfectamente conforme con el orde-
namiento (así, por ejemplo, en los supuestos de los arts. 1.272, 1.275,781,785, 2.º a 4.º, y
786 Cc.), bien para contraer su contenido eficaz en forma parcial, desechando la disposi-
ción en cuanto al exceso (así, por ejemplo, en los supuestos de los arts. 654 y 817 Cc., so-
bre reducción de donaciones y disposiciones testamentarias inoficiosas, o del art. 1.826
Cc. sobre reducción de la obligación del fiador a los límites de la del deudor).

C. La libertad de concluir negocios no correspondientes a los tipos legales.


La libertad de concluir el negocio jurídico se realiza en la experiencia práctica
ordinaria mediante la utilización electiva, en función de los fines que los particu-
lares se proponen, de los diversos tipos negociales propuestos por la ley, bien
tomados individualmente bien en manera combinada.
En relación a este último supuesto, en acatamiento a aquel principio de auto-
nomía, como precisa la S. 2 abril 1964, es «admisible y lícito que los que contra-
tan puedan combinar diferentes tipos contractuales o convenir diversas prestacio-
nes y contraprestaciones, dando así lugar a los contratos unidos, yuxtapuestos y
mixtos, y también al contrato complejo, considerado como un todo único, inter-
pretable según la intención de los contratantes», siendo aplicables analógicamen-
te a estos supuestos, como recuerda, entre otras, la S. 30 diciembre 1965, en
cuanto no esté previsto especialmente por los contratantes, las normas de los es-
pecíficos negocios típicos afines.
Ocurre, sin embargo, con cierta frecuencia, que los designios de los particula-
res no encuentran adecuada o definitiva composición mediante la realización de
los negocios típicos o sus combinaciones, por lo que la libertad de concluir nego-
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cios ha de completarse, como expresión también de la autonomía privada, con la


libertad de poder recurrir a operaciones negociales atípicas o innominadas, no pre-
vistas en la ley, puesto que, como bien dice la S. 31 enero 1963, a propósito de la
utilización de ciertas convenciones novatorias, «los contratantes gozan de absoluta
libertad para sujetarse a un molde legal, elaborarlo por su cuenta o tomar de la ley
y agregar, por su propia voluntad, los elementos necesarios para conseguir el fin
particular o peculiarísimo que se propusieron al contratar».

Los negocios atípicos o innominados plantean el importante problema de la deter-


minación de su contenido normativo, que en materia contractual ha de integrarse con los

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136 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

elementos a que se refiere el art. 1.258 Cc. y de los que el más importante será, sin duda,
la ley; aunque respecto de ellos pueden jugar también un papel relevante, si el negocio
ha alcanzado una cierta tipicidad social, los usos y, en todo caso, la buena fe.
Sobre contratos atípicos, vid. en estos Elementos, II, 1.º, § 66.

306. Los límites institucionales de la autonomía privada.

A. En general. La autonomía privada conoce también necesariamente unos


límites institucionales que son consecuencia de su mismo reconocimiento por
parte del ordenamiento jurídico. De diversos preceptos ya anteriormente recor-
dados se deduce claramente que la trascendencia de la voluntad para crear y mo-
delar las relaciones jurídicas no tiene una virtualidad incondicionada. El Dere-
cho, aunque la reconozca, le impone en todo caso restricciones, en congruencia
con su primordial función de organización de la vida social, al objeto de que la
potencial arbitrariedad de los particulares no pueda suponer, de ser ejercida sin
límites, una contradicción o, al menos, una merma desnaturalizadora de la pro-
pia finalidad del ordenamiento.
Así resulta, en efecto, con claridad, de reglas tales, entre otras muy numero-
sas de alcance más específico, como las contenidas en los artículos 594, 792,
901, 1.116,1.255, 1.271 y 1.328 Cc. De ellos, aunque referido exclusivamente al
ámbito de la contratación, puede considerarse como paradigmático el art. 1.255
Cc. cuando dispone que los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas
y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las
leyes, a la moral, ni al orden público. Como razona adecuadamente la jurispru-
dencia al comentar este precepto (por ejemplo, en la S. 4 julio 1953, entre otras
muchas que responden a la misma línea de reflexión argumental), el contenido
de su regla «equivale a expresar que la libertad contractual no es ornnímoda,
sino que razones superiores, impuestas forzosamente para regular la coexisten-
cia dentro de la sociedad civilizada, la restringen».
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Las leyes, la moral en su dimensión social y el concepto de orden público, son, en


cualquier caso, elementos de naturaleza, en mayor o en menor medida, aunque en modo
bastante diverso, siempre mudables: las leyes por su propia renovación, la moral por ser
expresión del grado de desarrollo de la sociedad y el orden público por ser el reflejo de
los criterios básicos en que el ordenamiento se asienta en cada momento. Por eso en la
norma del art. 1.255 Cc., como en las otras que con ella se corresponden, dichos ele-
mentos se representan no como puntos de referencia fijos o definitivamente definidos
sino como parámetros condicionantes de la actividad jurídica con arreglo al sentido que
ellos mismos impliquen en cada momento histórico. Como dice la S. 19 octubre 1991,
«los límites de la moral y el orden público son conceptos jurídicos indeterminados, que

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§ 46. LA AUTONOMÍA PRIVADA 137

como tales han de ser aplicados de acuerdo con el total ordenamiento jurídico y vivencia
socio-cultural» (vid. también, entre otras, S. 23 noviembre 1995).

B. Las leyes. El límite de la autonomía privada que suponen las leyes se


refiere, lógicamente, al alcance cogente que puedan tener las mismas, en alguno
de estos aspectos:
a) Para prohibir, en general, en particular o en algún aspecto concreto de su potencial
alcance, la negociación, como, por ejemplo, el artículo 1.271-2 Cc. con relación al contra-
to sucesorio, el art. 1.654 Cc. con relación al contrato de subenfiteusis o los arts. 785-4.º,
1.691, 1.859 y 1.884 Cc. con relación a las disposiciones testamentarias que incluyan apli-
cación o inversión de bienes según instrucciones reservadas del testador, al pacto de ex-
clusión completa de socios en pérdidas o ganancias y al pacto comisorio de contratos de
garantía real.
b) Para imponer el negocio y la consiguiente constitución de relaciones jurídicas (co-
mo en el caso de los llamados contratos forzosos).
c) Para predeterminar, en todo o en parte, de manera positiva, el contenido negocial
(como ocurre en los llamados contratos normados, por consecuencia, por ejemplo, de la
legislación arrendaticia rústica y urbana).

La exigencia de la conformidad de la actividad jurídica de los particulares con las


leyes no debe considerarse referida, en cambio, a las normas de carácter dispositivo,
que, por su propia naturaleza, conexa a cuanto significa la autonomía privada, pueden
ser por principio desconocidas o contradichas por los particulares, al consentirse a éstos
que puedan optar para organizar sus intereses por una reglamentación ideada por ellos
distinta a la de los esquemas negociales previstos en las reglas positivas. Esta considera-
ción genérica no excluye, sin embargo, que la contradicción voluntaria de las normas
dispositivas no conozca, a su vez, determinados límites específicos, en razón de que, en
definitiva, es una decisión que se inscribe en el ámbito de la autonomía privada, ni, so-
bre todo, que las normas dispositivas, por su carácter supletorio de la voluntad de los
particulares, no signifiquen un cierto límite indirecto de la autonomía privada.
Sobre normas imperativas y dispositivas, vid. supra, vol. 1.º, núm. 49.
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C. La moral. La referencia genérica a la moral que se contiene en el art.


1.255 Cc., o la equivalente a las buenas costumbres que se hace en otros precep-
tos, como los arts. 792,1.116,1.271 y 1.328 Cc., comprende normas de carácter
no jurídico, cuya naturaleza no cambia por su contemplación directa por el orde-
namiento mediante el reenvío que las leyes hacen a ellas, ni por la consiguiente
trascendencia que alcanzan en orden a la validez del negocio o de la cláusula
negocial que las contradice.
La moral de que hablan los artículos citados como límite del contenido de
los contratos es la exigible «en la normal convivencia de las personas estimadas
honestas», dice DE CASTRO. A su vez MARTY y RAYNAUD hablan de «las exigen-

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138 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

cias de moralidad de una civilización». Definiciones en las cuales se hace paten-


te lo relativo y variable de la valoración moral: el juez no acudirá, para conside-
rar unas costumbres buenas, a las directrices inmutables de un ideal religioso o
ético profesado por él, sino a la estimación común de la gente, en continuo pro-
ceso de cambio.

En ocasiones el legislador reprueba específicamente una conducta concreta del


agente del negocio, por entenderla contraria a la moral. Así ocurre, por ejemplo, en la
prohibición del contrato de «gestación sustitutoria» («madres de alquiler») por el art. 10
de la Ley de técnicas de reproducción humana asistida (22 noviembre 1988). En tales
casos —muy numerosos—, por haberse hecho directamente por el legislador la valora-
ción de la disconformidad de lo pactado con las reglas morales, la ilicitud declarada por
la ley tiene consecuencias inmediatas (nulidad, normalmente), no condicionadas a la
apreciación de la inmoralidad del supuesto concreto por la conciencia social o por el
juez. Otro ejemplo «clásico» en este sentido puede proporcionar el caso de la aposición
de las condiciones testamentarias a las que se refieren los arts. 793 y 794 Cc., con algu-
na frecuencia consideradas como inmorales por la doctrina, acaso por mero arrastre his-
tórico.

D. El orden público. La conformidad de la actividad jurídica privada con el


orden público es el último de los límites de la autonomía privada, también en
este caso de entidad flexible y cambiante, a que hace referencia el art. 1.255 Cc.
Por orden público cabe entender —más que cuanto puramente resulta de las nor-
mas imperativas, preceptivas o prohibitivas, concretas— el conjunto de reglas
cardinales que se deduce del sistema de valores imprescindibles que para cada
ordenamiento conforman sus reglas imperativas y por cuyo desconocimiento se
desnaturalizaría el mismo ordenamiento en su globalidad.

Tales, por ejemplo, como la de la eficacia obligatoria de las normas (vid. art. 6.º
Cc.), la de respeto a la libertad personal (vid. art. 1.583 Cc.), la de la libertad nupcial, la
de igualdad entre los cónyuges (vid., entre otros, arts. 66, 71, 1.328, 1.390, 1.391, 1.424
y 1.429 Cc.), la de imposibilidad de decidir sobre cuestiones relativas al estado civil
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(vid. art. 1.814 Cc.), la de no sacar ventaja de la conducta insolidaria (vid. arts. 7.º,
1.102 y 1.476 Cc.), la de respeto a la posición contractual (vid. arts. 1.131, 1.132 1.166,
1.256, 1.449 y 1.692 Cc.), la del respeto a los intereses ajenos (vid. arts. 6.º,643,1.111,
1.291-3.º, y 1.911 Cc., así como, en el sentido señalado y en cuanto que no cabe oposi-
ción a los derechos o posiciones que confieren, los artículos 1.001, 1.324 y 1.937 Cc.),
etc.

Esta consideración del significado del orden público, señalado a través de la


indicación de las reglas básicas de nuestro ordenamiento civil, se confirma a la
vista de los valores superiores del ordenamiento jurídico y de las reglas constitu-
tivas o fundamentales del orden político y de la paz social consagradas en la

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§ 46. LA AUTONOMÍA PRIVADA 139

Constitución de 1978, a cuya luz han de entenderse todas las normas jurídicas,
en sus arts. 1.º-1 y 10-1. Por su trascendencia en el orden jurídico civil, hay que
destacar el respeto a la libertad y a la dignidad y a la igualdad de las personas, el
respeto a los derechos inviolables que les son inherentes, el respeto al libre desa-
rrollo de la personalidad y el respeto a los derechos de los demás.

Otros preceptos constitucionales que, con trascendencia para el ordenamiento civil,


significan reglas básicas de nuestro sistema jurídico y, en este sentido, integrantes del
orden público que condiciona la autonomía de los particulares son los contenidos en los
arts. 12, 14, 16, 19,22, 32, 34, 38, 39,45 y 47 Const. Por consecuencia de los mismos no
se podría, por ejemplo, imponer la condición testamentarias de no cambiar de religión,
de no participar en una asociación o de no crear una fundación con los bienes objeto de
la institución a título de herencia o de legado, el pacto de no ejercitar una acción de re-
clamación de la filiación no matrimonial o el compromiso genérico de no ejercer una
actividad económica.

El concepto de orden público adolece de notable imprecisión en el lenguaje


legislativo. La expresión tiene un sentido de mayor concreción técnica en el art.
12-3 (y el correlativo 16-1-2.ª), referido al orden público internacional español,
operante en el Derecho internacional privado (vid. S. 15 noviembre 1996, que
—desautorizando la criticable doctrina contenida en la de 23 octubre 1992—
declara expresamente que «la legítima no pertenece a materia protegida por el
orden público»), y otro muy específico en el art. 21-2 (en que parece equivalente
a «interés nacional»). Pero en la acepción que ahora interesa, como límite insti-
tucional de la autonomía privada (arts. 1.º-3,6.º-2,594 y 1.255 Cc.) la impreci-
sión tampoco ha sido superada decididamente por la jurisprudencia, que (salvo
en lo que atañe a la virtualidad de la regla del art. 12-3 Cc., y al llamado «orden
público procesal» al que se alude en SS. como 24 enero 1998 y 1 marzo 1994),
no ha prestado una especial atención a esta cuestión y cuando lo ha hecho ha
solido referirse a ella solamente en términos enunciativos y a través de la enu-
meración, en tema de autonomía de la voluntad, de los límites de ésta.
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INDICACIÓN BIBLIOGRÁFICA. A las monografías y manuales señalados en el § anterior,


pueden añadirse las obras de BETTI, Teoria generale del negozio giuridico, 2.ª ed., Tori-
no, Utet, 1967, de la que existe trad. esp. de MARTÍN PÉREZ, Madrid, Editorial Revista de
Derecho Privado, s. f.; DE CASTRO, El negocio jurídico, Madrid, Instituto Nacional de
Estudios Jurídicos, 1967 (luego, «Notas sobre las limitaciones intrínsecas de la autono-
mía de la voluntad», ADC, 1982, pág. 987), y RESCIGNO, Manuale del diritto privato ita-
liano, 2.ª ed., Napoli, Jovene, 1975. A este asunto han dedicado continuada atención los
civilistas italianos; entre sus contribuciones pueden recordarse, FERRI, L., L 'autonomia
privata, Milano, Giuffré, 1959, de la que hay trad. esp. de SANCHO MENDIZÁBAL, Madrid,
Editorial Revista de Derecho Privado, 1969; GALGANO, Francesco, El negocio jurídico

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140 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

(trad. esp. por F. BLASCO y L. PRATS ALVENTOSA, Valencia, 1992); RESCIGNO, «L'autono-
mia dei privati», en Justitia, 1967, págs. 3 ss.; LUCARELLI, Solidarietà e autonomia pri-
vata, Napoli, Jovene, 1970; LIPARI, Autonomia privata e testamento, Milano, Giuffré,
1970, y Nuzzo, Utilità sociale e autonomia privata, Milano, Giuffré, 1975, desde posi-
ciones metodológicas bastante diferentes. Sobre los aspectos históricos de algunos pun-
tos puede verse el excelente libro de CALASSO, Il negozio giuridico (Lezioni di storia del
diritto italiano), 2.ª ed., Milano, Giuffré, 1967.

§ 47. LA TEORÍA DEL NEGOCIO JURÍDICO

307. El significado del negocio en la consideración doctrinal.

A. Definición sintética. El negocio, como expresión por excelencia de la ac-


tividad humana en el ámbito jurídico, es, según ya se ha manifestado, el instru-
mento propio de la autonomía privada. En este sentido y teniendo en cuenta el
concepto expresado en páginas anteriores, el negocio jurídico puede definirse,
de acuerdo con la sintética formulación de SANTORO-PASSARELLI, como el acto de
la voluntad autorizada por el ordenamiento para perseguir un fin propio.
En esta noción del negocio jurídico no sólo se refleja su rasgo característico
de pertenecer a la actividad del hombre, ya significado en su propia derivación
etimológica —nec otium—, sino que se destacan los tres aspectos fundamentales
de su misma configuración operativa y dogmática: la voluntad que decide al que
lleva a cabo el negocio, la exteriorización de esa voluntad para que trascienda
socialmente y la determinación de la misma en cuanto a las consecuencias que-
ridas por el agente.
B. La tesis subjetivista. El dogma de la voluntad. La concepción más tradi-
cional del negocio jurídico es la que lo considera un acto de autonomía privada.
En esta dirección se inscribe la prestigiosa definición de SAVIGNY del negocio ju-
rídico como declaración de voluntad. En el planteamiento conceptual de la es-
tructura del negocio que late en esta definición, tanto la voluntad como su decla-
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ración, en cuanto acto o comportamiento a través del que aquélla se exterioriza


y sin el cual es difícilmente concebible una volición psicológica que valga para
el Derecho, se consideran elementos consustanciales al mismo. Lo que ocurre es
que el elemento consistente en la actividad de exteriorización de la voluntad
plantea inmediatamente el problema de la determinación de su valor relativo en
cuanto a la voluntad misma, en orden a la preponderancia de la declaración o del
querer interno sobre la producción de los efectos jurídicos del negocio. La pos-
tura doctrinal más clásica se orienta por derroteros completamente subjetivistas
y consagra el llamado dogma de la voluntad, indicativo de que, aun siendo la de-
claración elemento necesario y, en este sentido, esencial del negocio, la voluntad

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§ 47. LA TEORÍA DEL NEGOCIO JURÍDICO 141

es el elemento que sostiene al mismo y que justifica toda su configuración, por


lo que la declaración ha de ser querida por el sujeto y, sobre todo, su contenido
expresivo ha de corresponderse con lo que es realmente querido por el agente.
C. Objeciones a la tesis subjetivista. Correctivos. La tesis subjetivista, en su
solución reductora de la declaración a mero instrumento de exteriorización de la
voluntad, conoce, sin embargo, un primer obstáculo, cuando ha de enfrentarse
ante el hecho posible de que aparezca en la realidad una volición de la reglamen-
tación de intereses divergente de lo que se ha declarado y se haya, en consecuen-
cia, de decidir si el negocio debe producir los efectos que son conformes con el
objetivo de la volición o querer interno o con el objetivo señalado por la decla-
ración.
Por vía de principio, el ordenamiento tiende a salvar y a hacer operativa la
verdadera voluntad, como se deduce, por ejemplo, de la disciplina general de los
vicios de la voluntad o de la disciplina de la simulación en la contratación, pero
también encuentra la limitación de que, si en relación a algunos negocios (como
el testamento) tal actitud no presenta ninguna especial inmediata dificultad, en
relación a otros (como los contratos), en los que se conjugan voluntades y decla-
raciones diversas, ha de prestarse la misma atención y garantías a todas las voli-
ciones que concurren a determinar la aparición de la figura negocial.

En el caso del testamento el legislador opera con gran libertad en el mantenimiento


de la virtualidad determinante de la voluntad del agente del negocio, en cuanto que tra-
tándose de un acto unilateral aquélla concurre en solitario a la formación del acto (vid.
arts. 675, 769, 772 y 773 Cc.). La situación se presenta, en cambio, en modo bastante di-
ferente en tema de contratos, en el sentido de que el legislador se ve obligado a objetivar
sintéticamente, lógicamente a través de las declaraciones concurrentes de los diversos
contratantes, la voluntad negocial, de modo que el elemento volitivo consiste en este
caso unitariamente en el consentimiento de los contratantes (art. 1.261-1.º, Cc.), que
aunque se exprese a través de declaraciones convergentes (art. 262, párrafo primero,
Cc.), vale y existe para el Derecho únicamente en cuanto pueda éste considerarlo sub
specie unitatis, como claramente demuestra el primero de los preceptos citados y tras-
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ciende en otras normas legales (así, por ejemplo, arts. 1.281 y 1.282 Cc.). Por otra parte,
la exigencia del mecanismo descrito para llegar al acuerdo requiere que las declaracio-
nes de voluntad de las partes contratantes tengan el carácter de recepticias, lo que com-
porta que la expresión de cada una de ellas determine la medida del alcance de la otra y
que ambas tengan éste garantizado en función del significado normal que pueda atri-
buirse intelectualmente a la otra. Esta diferencia radical de la formación de una y otra
clase de negocios trasciende de manera significativa, como veremos, en los criterios y
reglas de su interpretación.

Ante esta doble realidad sustantiva y su consecuente diversidad disciplinar,


la teoría subjetivista ha tenido que moderar sustancialmente sus iniciales plan-

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142 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

teamientos y, aunque sin abandonarla, muchos civilistas actuales tienden a


recortarla dando entrada a matizaciones que, como la que se deriva de la idea de
la responsabilidad por la declaración o la que atiende a su correlativa de la pro-
tección de la confianza suscitada por aquélla, si bien se incorporan como aporta-
ciones a la teoría del negocio desenvuelven con propiedad su influencia
solamente en las convenciones y en los negocios inter vivos. Vid. infra, núm.
327, la repercusión de estas doctrinas en el problema de la desconexión entre la
voluntad y la declaración.

D. Tesis objetivistas. En ocasiones se ha propendido por una postura más radical de


carácter objetivista para dar trascendencia a la declaración y sólo tener en cuenta el ele-
mento volitivo en cuanto a la expresión de la misma, pero esta doctrina objetivista, ba-
sada sobre la distinción entre la voluntad del contenido de la manifestación y la volun-
tad de la manifestación, no ha conseguido sufragio doctrinal apreciable. Su aceptación
haría dudar razonablemente de la utilidad de toda la teoría del negocio jurídico.
E. La teoría preceptiva. Las corrientes objetivadoras han propiciado, entre otras, una
importante doctrina, que, como alternativa metodológica al entendimiento del negocio
como acto de autonomía privada, lo coloca en la perspectiva de precepto de autonomía
privada o, lo que es lo mismo, de supuesto de hecho normativo. La teoría preceptiva del
negocio jurídico se debe fundamentalmente a BETTI, uno de los juristas más destacados del
siglo veinte, que ha criticado sistemáticamente las deficiencias del dogma de la voluntad,
cuya mística individualista ha difuminado la naturaleza esencialmente social y vinculante
del negocio jurídico. A su entender, la declaración en que el negocio consiste, a la que hay
que devolver el sentido trascendente de su necesidad social, no supone tanto la manifesta-
ción de un estado psicológico como la determinación de una concreta autorregulación de
intereses (no se manifiesta, por ejemplo, que se quiere comprar o vender sino que se com-
pra o se vende) y, en definitiva, la proposición de una norma de conducta futura, puesto
que mediante su declaración el autor se vincula en la posición jurídica constituida median-
te el negocio, incluso en contra de sus ulteriores deseos o intereses, o vincula y dicta una
serie de comportamientos, como en el caso del testamento, en relación a terceras personas.
En consecuencia, el negocio, por contener una disposición o un mandato de carácter pre-
ceptivo y no puramente psicológico, se separa e independiza de la persona.
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La teoría preceptiva del negocio jurídico, por cuanto que tiene un profundo arraigo
en la realidad social y en la disciplina jurídica que la toma por base —los contratantes,
por ejemplo, consienten en obligarse, como dice el art. 1.254 Cc—, ha alcanzado una
notable repercusión en la doctrina, en la que más o menos explícitamente se reconoce
habitualmente el carácter preceptivo y vinculante del negocio y su virtualidad y eficacia
para establecer, al amparo del ordenamiento y sin constituir propiamente una verdadera
regla jurídica por carecer de trascendencia primaria de organización social, una regla
privada o patrón de conducta para los particulares. A veces se pretende llevar a sus últi-
mas consecuencias la teoría preceptiva asignando al negocio la calidad de fuente crea-
dora de normas jurídicas propiamente dichas, pero estas orientaciones se mantienen

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§ 47. LA TEORÍA DEL NEGOCIO JURÍDICO 143

como minoritarias no sólo por razones de respeto positivista sino, sobre todo, por el ca-
rácter de generalidad que se reserva para la norma jurídica.

308. La relativa utilidad práctica del concepto. Recepción del mismo


en el Derecho español.

La teoría general del negocio jurídico es obra de los civilistas alemanes del
siglo XIX, siendo especialmente significativa la aportación de SAVIGNY, cuyas lí-
neas de pensamiento fueron las coordenadas de la construcción de todos los pan-
dectistas. En una vía de sucesiva abstracción y generalización llegó este autor a
sintetizar unos caracteres comunes a los contratos, testamentos y otras actuacio-
nes del sujeto de derecho, en todas las cuales apreciaba la existencia de una de-
claración de voluntad con el fin inmediato de engendrar o destruir una relación
jurídica.
Esta generalización, en relación a un ordenamiento concreto y fragmentario,
como el romano, objeto de la contemplación de aquel jurista, es un artificio para,
abstrayendo lo que tienen de común las normas referentes a institutos singulares,
formular principios capaces de ser aplicados a todos los que entran en el concep-
to superior. A través de la invención de la categoría del negocio jurídico se pre-
tende, pues, colmar las lagunas de una disciplina mediante la analogía, inducien-
do reglas generales a partir de las diversas aplicaciones particulares expresadas
en los textos y describiendo luego el ámbito de aplicación potencial de las reglas
inducidas.

Desde el punto de vista técnico, el aspecto más plausible de la construcción del con-
cepto general del negocio jurídico consistió en el facilitar, aunque sea sobre la base de
una categoría arbitraria y ajena a la legislación, resultante de encontrar el factor común
a una serie de institutos, la aplicación de las normas mediante la introducción de una
pieza intermedia que, al plantear la disciplina genérica del negocio partiendo de las re-
gulaciones particulares de los diversos institutos, propicia el recurso al procedimiento
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analógico. Este artificio, por otra parte, si es cierto que ofrece los riesgos habituales de
la obtención de soluciones jurídicas a través de la mediación de nuevos conceptos, in-
troduce también claridad y sistema en el tratamiento de una serie de cuestiones en tomo
a la declaración de voluntad (vicios, discordancia, invalidez, ineficacia, etc.) y facilita la
formulación de principios generales. La aportación que para la metodología del Dere-
cho privado ha supuesto la teoría del negocio jurídico es, por todo ello, de una trascen-
dencia relevante, siquiera haya de reconocerse que, fuera de estos aspectos, en gran par-
te doctrinales, presenta muy escasa utilidad práctica.

La brillante y poderosa elaboración de los juristas alemanes de la teoría


general del negocio jurídico se aprovechó en la codificación de su país, inclu-

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144 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

yéndose en el BGB una regulación bastante completa del negocio jurídico.


Con la recepción legislativa, el significado de la teoría general del negocio
jurídico experimentó un cambio radical en Alemania, puesto que, desde enton-
ces, el negocio no es ya una categoría intelectual e inventada, sino una propia
normativa que el jurista ha de aplicar y un concepto legal que ha de investigar
en la propia ley. Pero el ejemplo alemán apenas ha sido seguido por otros
Códigos.

El planteamiento del BGB alemán sobre la categoría del negocio jurídico ha tenido
un eco muy limitado y ha sido principalmente seguido en los Códigos civiles brasileño y
portugués de 1966. Ha sido rechazado, en cambio, en otras legislaciones civiles moder-
nas, seguramente por entender, como ya advertía SALEILLES, con bastante razón, que «es-
ta materia es de las que apenas son del dominio de la ley». Ya el Código civil suizo de
1907 manifestaba, en su art. 7.º, que «las disposiciones generales del Derecho de obliga-
ciones sobre nacimiento, cumplimiento y extinción de los contratos se aplicarán tam-
bién a las demás obligaciones civiles», y posteriormente tampoco ha seguido la innova-
ción legislativa alemana el Código civil italiano de 1942, cuyo art. 1.324 se limita a
decir que, «salvo disposición distinta de la ley, las normas que regulan los contratos se
observarán, en lo que sean compatibles, para los actos unilaterales entre vivos de conte-
nido patrimonial».

En nuestro ordenamiento, ni el Código civil regula el negocio jurídico, ni fue


redactado pensando en la existencia de esta categoría, aunque alguna vez emplee
la expresión ‘acto’ con valor más o menos equivalente a ella (como en los arts.
667, 670 o, en su redacción de 1974,6.º Cc.).

Introducido el concepto por los civilistas (primero, al parecer, VALVERDE), fue reci-
bido por la jurisprudencia de la Sala de lo civil del Tribunal Supremo al menos desde los
años treinta, en sentencias en que fue ponente CASTÁN. Hoy son cientos, cuando no mi-
les, las sentencias del T.S. que lo utilizan, y asimismo las resoluciones de la DGRN (al
parecer, la primera, muy temprana, fue una de 9 marzo 1875), de modo que ‘negocio ju-
rídico’ es palabra clave en todos los repertorios. En el Código civil no ha tenido entrada
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ni siquiera en las reformas más recientes, pero en la década de los noventa, con algunas
ocurrencias anteriores, se hace presente en leyes de diversos ámbitos, tributarias, admi-
nistrativas y algunas de Derecho privado. Aparece también en el art. 243 Cpen. (1995),
y el art. 408 Lec. (2000) se ocupa de la "nulidad del negocio jurídico".

Si bien algunas leyes —distintas del Código civil— se refieren al concepto


de negocio jurídico o utilizan este término, lo cierto es que el negocio jurídico
carece en el ordenamiento español de una regulación legal. Su disciplina no está
en la ley, sino que su determinación es fruto de la construcción doctrinal. Con-
viene recordar, por ello, que ni la doctrina es fuente del derecho, ni los concep-
tos producen normas jurídicas.

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§ 47. LA TEORÍA DEL NEGOCIO JURÍDICO 145

La categoría del negocio jurídico tiene, por tanto, para el jurista español, un valor
fundamentalmente descriptivo, debiéndose juzgar las diversas definiciones que podrían
servir de base a la construcción en función de su mayor o menor coherencia lógica y uti-
lidad para la formación del sistema y para la aplicación por analogía de las reglas parti-
culares. En esta perspectiva el resultado de la investigación sobre el concepto de nego-
cio jurídico es siempre relativo y continuamente expuesto a una nueva confrontación
con la multiplicidad de los casos reales que no pueden ser dominados por el concepto y
que eventualmente obligan a su corrección. Por eso su doctrina se presenta con mayor
valor para la formación y exposición del sistema que para la solución de los problemas
específicos: para esto último, que es la verdadera finalidad de la ciencia y del estudio
del Derecho, el concepto de negocio jurídico puede ser una ayuda instrumental, pero el
método será casi siempre la ponderación de la aplicación analógica de las normas dicta-
das para los contratos, los testamentos, u otros actos jurídicos en que sea relevante la vo-
luntad dirigida a la consecución de efectos con trascendencia jurídica. Por ello en estos
Elementos se tiene especial cuidado, en especial al explicar la teoría general del contrato,
en señalar la posible extensión analógica de las normas que en el Código lo disciplinan a
otros actos o negocios, sobre todo los que operan inter vivos. Por ello mismo, algunos de
los parágrafos que siguen en este volumen encontrarán posterior desarrollo en el t. II,
vol. 1.º, así como la argumentación de algunas de las afirmaciones que aquí se sientan.
Esta realidad no implica que la abstracción en que el negocio consiste sea algo total-
mente inútil y que no pueda prestar algunos servicios, como evitar repeticiones a diversos
propósitos, sistematizar al más alto nivel el tratamiento de la declaración de voluntad, pro-
porcionar una visión conjunta de ciertos institutos que devienen asimilables y compara-
bles entre sí, e, incluso, permitir extraer principios de alcance común a tales institutos y, en
consecuencia, facilitar la aplicación de las normas.

309. Críticas doctrinales a la categoría misma de negocio jurídico.

La conveniencia o la utilidad didáctica de una exposición de la teoría general


del negocio jurídico no debe hacer olvidar las deficiencias y las insuficiencias de
la construcción doctrinal de la figura. Por eso parece oportuno señalar, al mar-
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gen y además de las indicaciones que hasta ahora se han hecho, algunas de las
críticas que con más frecuencia se dirigen en la actualidad, con bastante razón, a
la teoría del negocio jurídico.

Estas críticas se inscriben, en gran parte —en paralelismo con las que han merecido
algunas otras categorías generales, como fundamentalmente el derecho subjetivo— en
la moderna relativización doctrinal de la preponderante valoración de la voluntad y del
interés individuales que subyace en toda la construcción dogmática del negocio, pero
derivan también de la creciente contestación, de raíz realista o sociológica, que sufre el
método inductivo, adecuado y seguramente necesario en la elaboración teórica de una
categoría conceptual, pero que ha sido denunciado en cuanto a la construcción del nego-

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146 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

cio por haberla inficionado de una cada vez mayor generalidad y abstracción que le hace
perder casi todo contacto con la realidad normativa y más aún con la existencial. Estas
dos líneas críticas de la categoría del negocio jurídico no suelen presentarse aisladamen-
te, aunque aquí se traten de especificar, por cuanto que se refieren a perfiles de la cues-
tión distintos pero básicamente interdependientes.
a) La primera de las líneas de crítica a la teoría del negocio jurídico que se han apunta-
do suele señalar el carácter puramente racional, lógico y neutro de una construcción dog-
mática que se refiere a la trascendencia, aunque atenuada, de la libre voluntad del agente
como motor fundamental de la actividad vinculante para la persona y determinante de la
eficacia jurídica del acto negocial. Se denuncia, entonces, la eventual utilización interesa-
da de un aparato doctrinal que, aunque neutro, sólo quizá aparentemente puede conside-
rarse como neutral. Las críticas a la teoría general del negocio jurídico que se orientan en
este sentido, y que podemos conceptuar como más ideológicas, no surgen únicamente en-
tre los seguidores de las escuelas jurídicas marxistas sino que también se deben a civilistas
de distinta matriz ideológica y cuya inspiración podríamos catalogar de humanista, si bien
entre aquéllos se encuentran los objetores más radicales de la construcción lógico-dogmá-
tica del negocio jurídico como expresión de la voluntad individual y soporte de la realiza-
ción de la autonomía de los particulares que más habitualmente se benefician, en razón de
su superior riqueza o de su mayor influencia, de la negociación. Como destacado expo-
nente de esta línea de pensamiento crítico de la teoría del negocio jurídico puede señalarse
a GALGANO, quien afirmaba (en L’uso alternativo del diritto, 1973) que «uno de los más
imponentes detritus precapitalistas que hoy empecen el Derecho privado es la teoría del
negocio jurídico: se unifica en una misma categoría lógico-formal al matrimonio, al testa-
mento y al contrato, con el resultado de ocultar el moderno carácter del contrato como ins-
trumento de beneficio».
b) Por su parte, la segunda de las líneas críticas indicadas, más propia de juristas me-
nos abiertamente ideologizados (aunque probablemente nunca los científicos del Derecho
son neutrales y menos todavía cuando se presentan como tales), suele poner de relieve las
deficiencias de la reducción de la función, y de la disciplina consiguiente, de los diversos
instrumentos de autorregulación de los intereses privados a una omnicomprensiva catego-
ría conceptual que, por necesidad, ha de caracterizarse por su abstracción y, por ende, por
su alejamiento de la realidad normativa, considerada en su dimensión configuradora de la
compleja y variada vida social y adecuada, en cada caso, al tipo de actividad jurídica que
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se lleve a cabo.
En este sentido ha sido particularmente puesta de relieve —entre otros, por DONISI— la
arbitrariedad de una categoría conceptual que, comprendiendo, en su generalidad, el contra-
to, el testamento, el matrimonio y la renuncia a la herencia, la remisión de la deuda y los de-
más negocios unilaterales, no puede propiciar para todos ellos criterios homogéneos de trata-
miento en aspectos tan variados y significativos como la disciplina de los vicios de la
voluntad, el tratamiento del contenido negocial (por ejemplo, el régimen de la condición), la
normativa sobre la interpretación o la regulación de la tutela de la confianza.
A esta constatación doctrinal de la relatividad operativa de la teoría general del nego-
cio jurídico, que podremos comprobar a lo largo de la exposición de la misma, hay que su-

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§ 48. LOS PRESUPUESTOS DEL NEGOCIO 147

mar la creciente discusión, suscitada particularmente entre los civilistas italianos, sobre la
dificultad de reconducir el testamento al concepto de negocio jurídico, puesto que el acto
de última voluntad se caracteriza por producir sus efectos típicos a partir de la muerte de
su autor (CICU, CARRESI, RESCIGNO, LIPARI) y puesto que el efecto sucesorio se produce, en
todo caso, por el solo hecho de la muerte de un sujeto e independientemente de la existen-
cia del negocio. El testamento, se observa, no influye en la creación del efecto (NICOLÒ),
siendo la única función propia del acto de última voluntad la determinación de los térmi-
nos del efecto, esto es, su dirección y su medida (IRTI), impidiendo, dentro de ciertos lími-
tes, que se produzca la sucesión ex lege, pero sin que el efecto sucesorio sea, en definitiva,
diverso, puesto que no está en sí mismo condicionado por la existencia del negocio (LIPARI).
Todo ello demuestra, con mayor o menor fundamento, la arbitrariedad de la reducción ge-
neralizadora que la teoría del negocio jurídico comporta y que, si bien tiene la virtud de in-
dicar sistemáticamente, a través de una síntesis puramente formal y exterior de referencias
comunes, los temas afines, aunque no uniformes, de regulación y disciplina relativos a di-
ferentes institutos particulares, no permite, al menos en nuestro ordenamiento, indicar con
precisión los caracteres de la normativa que les corresponde.

INDICACIÓN BIBLIOGRÁFICA. Sobre el negocio jurídico, al que suele dedicarse, con más
o menos extensión, una exposición en los diversos manuales, se han publicado en Espa-
ña, además de la monografía de DE CASTRO anteriormente reseñada (Madrid, 1967; reed.
1985), los libros de ALBALADEJO, El negocio jurídico, Barcelona, Librería Bosch, 1958;
GULLÓN, Curso de Derecho civil. El negocio jurídico, Madrid, Tecnos, 1969; DORAL y
DEL ARCO, El negocio jurídico, Madrid, Trivium, 1982; DE LOS MOZOS, El negocio jurí-
dico, Madrid, 1987 (que había prestado especial atención a esta categoría dogmática a
través de numerosos estudios monográficos; específicamente en la polémica sobre la
oportunidad e importancia de la figura, ADC, 1986, III, págs. 787 ss.); DORAL GARCÍA,
El negocio jurídico ante la jurisprudencia, Madrid, 1993. En relación a algunos aspec-
tos críticos de la teoría del negocio jurídico, interesantes sugerencias en DONISI, Il pro-
blema dei negozi giuridici unilaterali, Napoli, Jovene, 1972. Sobre los distintos aspec-
tos que se entrecruzan en la construcción de la categoría del negocio jurídico, puede
verse VARRONE, ldeologia e dommatica nella teoria del negozio giuridico, Napoli, Jove-
ne, 1972. Para una interesante revisión crítica del concepto de negocio jurídico, SCOGNA-
MIGLIO, Contributo alla teoria del negozio giuridico, Napoli, Jovene, 1969. Vid. también
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la bibliografía del § anterior.

§ 48. LOS PRESUPUESTOS DEL NEGOCIO

310. Los requisitos del sujeto agente del negocio.

El Derecho exige en el sujeto agente del negocio jurídico una serie de requisitos o
cualidades, tanto para prevenir genéricamente la consciencia y la libertad de su decisión
como para garantizar, en consecuencia, que el negocio alcance, en vía de principio, los
efectos pretendidos. En ocasiones, considera también oportuno negar a ciertas personas la

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148 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

posibilidad de realizar ciertos actos para prevenir una actuación que los pudiera perjudicar
o, en particular, que pudiera perjudicar a otras personas, o a un interés general de carácter
superior.
Por otra parte, en cuanto que la negociación trasciende en la creación, modificación o
extinción de relaciones jurídicas, el ordenamiento exige también, en principio, que el nego-
cio jurídico se lleve a cabo por la persona que, teniendo poder de disposición o, en general,
de obrar en cuanto a la relación a que el negocio se refiere, sea o haya de ser parte en aquélla,
aunque también admite que, en determinadas condiciones, la actividad negocial pueda ser
llevada a cabo por otros en interés del afectado o en interés de los propios intervinientes.

En el sujeto agente del negocio el ordenamiento requiere, en definitiva, a) capa-


cidad suficiente; b) habilitación para actuar, y c) legitimación para llevar a cabo
el negocio de que se trate.
A. La idoneidad del sujeto del negocio que se refiere a su capacidad implica
que aquél tenga atribuida genéricamente o en abstracto la llamada capacidad de
obrar, en función, para el caso de las personas físicas, de la edad alcanzada y de
no haber sufrido incapacitación, tal como se indica en los §§ 23 y stes. (vid. tam-
bién núm. 110).

Allí se hace referencia a que, si bien dicha capacidad se adquiere al llegar a la ma-
yor edad (antes en caso de emancipación), se posibilitan con anterioridad a dicha edad,
en atención a la significación de concretos supuestos, ciertos negocios específicos como
el testamento en forma no ológrafa, el matrimonio mediante dispensa (y en tal caso, las
capitulaciones matrimoniales), los actos de administración ordinaria de lo adquirido
mediante el propio trabajo o industria y, como donatario, la donación.

El capaz de obrar puede, sin embargo, tener en ocasiones prohibida la nego-


ciación, ya sea en prevención de intereses superiores (así, por ejemplo, el extran-
jero tiene vedada la adquisición de ciertos inmuebles, y no puede adoptar el
menor de veinticinco años: art. 175 Cc.), ya sea por encontrarse en determinadas
circunstancias que el ordenamiento pretende salvaguardar, ya sea, finalmente, en
consideración a su relación con otras personas, en razón de la eventual contra-
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dicción con sus intereses (así, por ejemplo, los supuestos contemplados para
prohibir la compra a las personas señaladas en el art. 1.459 Cc.).
B. La capacidad de obrar genérica debe completarse en ciertos supuestos ne-
gociales con el poder de disposición para crear, modificar o extinguir la relación
jurídica de que se trate a través de la actividad negocial, de modo que, no tenien-
do el sujeto del negocio dicho poder específico, carecería de habilitación para la
concreta negociación.

Así, por ejemplo, sólo puede constituir un usufructo, por hacerse nacer este derecho
por derivación del de propiedad, el propietario de la cosa sobre la que ha de recaer dicho

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§ 48. LOS PRESUPUESTOS DEL NEGOCIO 149

derecho real; no obstante, por vía de legado, puede disponer el testador de cosas ajenas
o de cosas muebles genéricas que no se encuentren en el caudal que deja (arts. 861 ss. y
875 Cc.). La habilitación concreta para un negocio específico puede estar limitada o ne-
garse completamente, por la ley o por la voluntad privada, en atención a intereses supe-
riores de defensa de los terceros o a los intereses del autor de la limitación, como en los
casos de ser una persona declarada en situación de concurso o de serle impuesta una
prohibición de disponer (arts. 1.914 y 785 Cc. y 26 y 27 Lh.). Una limitación del poder
de obrar o de disposición en interés del agente del negocio y para evitarle un perjuicio se
encuentra en el art. 634 Cc.

C. La actividad negocial puede llevarse a cabo por quien es o ha de ser parte


en la relación jurídica afectada o constituida por el negocio o por otra persona
autorizada por la ley o por la voluntad privada para concluir la negociación.
Cuando la actividad jurídica es realizada por el que está directamente interesado
en el negocio, él mismo está legitimado para actuar en razón de la autonomía
privada que le compete de acuerdo con el ordenamiento y su legitimación se
corresponde con su genérica capacidad de obrar y su poder concreto de actua-
ción.
En el caso, en cambio, de que la actividad sea desenvuelta no por el propio
interesado sino por otra persona en sustitución suya, se exige una específica le-
gitimación, que también puede concederse genéricamente, para llevar a cabo el
negocio de que se trate, legitimación en la que el agente del negocio ha de venir
investido externamente por el interesado o por la ley. De esta manera, los efectos
del negocio, al estar el representante investido de la legitimación para actuar por
otro, recaen en la esfera jurídica del representado (vid. infra, § 57).

La legitimación para el negocio se ha entendido, en ocasiones, por referencia a la


posibilidad de la negociación llevada a cabo por persona aparentemente autorizada para
concluir un negocio concreto, pero en tales supuestos se trata, en realidad, más que de
una legitimación para el negocio, de una legitimación para adquirir a través del mismo
(arts. 464 y 1.950 Cc. y 34 Lh.; cfr. supra, núm 286).
La falta de los requisitos subjetivos que debe reunir el agente del negocio trasciende,
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como se estudiará en el momento oportuno, en orden a la validez o a la eficacia del mis-


mo. Con todo, vale la pena señalar ya desde ahora que, en razón de que el ordenamiento,
al reconocer la autonomía privada, tiende a asegurar la efectividad del negocio, la falta de
la capacidad de obrar en el agente del negocio determina solamente, a veces, como en el
caso de los contratos, la anulabilidad del negocio (art. 1.300 ss. Cc.).

311. El objeto susceptible de la negociación.

Por su parte, el objeto del negocio jurídico, esto es, las cosas, los bienes, los
servicios o las conductas a que se refieren las relaciones jurídicas que el negocio

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150 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

constituye o afecta, ha de ser posible, lícito y determinado o, en función de esta


última nota, determinable y, desde luego, estar dentro de lo que se ha dado en
llamar el comercio de los hombres o, lo que es lo mismo, en su disponibilidad.
Estos requisitos del objeto del negocio jurídico se señalan con claridad en algu-
nos preceptos del Derecho positivo, como los arts. 1.271 ss. y 659 Cc., y en ra-
zón de que la efectividad del negocio a que el ordenamiento tiende sería radical-
mente contradictoria con su propio sistema, su defecto comporta la nulidad
radical del acto: así se desprende de preceptos tales como los arts. 865, 1.261 y
1.305 y concordantes Cc.

El concepto de objeto del negocio jurídico se resiente en la doctrina de una cierta


equivocidad por poderse distinguir entre el que se refiere inmediatamente al contenido
del negocio —y aun así unos entienden por tallas relaciones que el negocio constituye y
afecta, otros los intereses que el negocio puede regular (BETTI), otros la operación jurídi-
ca que el negocio diseña (MAZEAUD) y otros, finalmente, la realización del interés o in-
tento práctico o resultado que el negocio comporta (DE LOS MOZOS)— y el que se tiene
en cuenta de manera mediata para establecer el ámbito material de la negociación. Aquí
se considera el objeto en el sentido mediato de entidad susceptible o presupuesto del ne-
gocio jurídico. De todas formas, la distinción no trasciende definitivamente en relación
a los requisitos objetivos del negocio, como puede observarse en casi todos los autores
que fijan su atención en el aspecto inmediato del objeto negocial, por la razón de que, en
última instancia, el objeto inmediato del negocio ha de referirse necesariamente al obje-
to mediato o presupuesto del mismo.
Los requisitos del objeto del negocio jurídico se estudian con detenimiento a propósi-
to del contrato y del testamento. Se puede señalar aquí, sin embargo que, con referencia a
ciertos negocios, la posibilidad adquiere la nota de la aptitud para el tipo negocial específi-
co de que se trate: así, las cosas fungibles para el contrato de mutuo y las no fungibles para
el comodato (art. 1.740 Cc.); que la licitud no sólo hace referencia al objeto en sí (art.
1.271-3 Cc.), sino eventualmente a su adecuación a determinados negocios: así, las cosas
futuras pueden ser objeto lícito del negocio jurídico (art. 1.271-1 Cc.) pero son ilícitas res-
pecto del negocio de donación (art. 635 Cc.) y la herencia objeto lícito del testamento (art.
667 Cc.) pero ilícito, en el sistema del Código, aunque no en los de los Derechos civiles
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territoriales, del contrato (art. 1.271.2 Cc.; vid., sin embargo, arts. 826, 827 y 1.341 Cc.); y
que, finalmente, la determinabilidad del objeto del negocio puede resultar tanto del propio
contenido preceptivo del negocio como de las normas con las que la ley integra la volun-
tad negocial (arts. 875 ss., 1.096-2, 1.132, 1.147 ss. y 1.690, entre otros, Cc.).

312. Referencia temporal de los requisitos.

En nuestro Código civil, si se prescinde de algunas referencias normativas


de alcance muy concreto, no existen normas que indiquen de modo general y ex-
preso el momento con relación al cual debe tenerse en cuenta la existencia de los

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§ 49. LA VOLUNTAD NEGOCIAL 151

requisitos del agente del negocio o del objeto del mismo. Sin embargo, la dife-
rente significación de los requisitos que han de reunir el sujeto y el objeto del
negocio abona la idea de que los subjetivos deben existir en el momento de la
celebración del negocio y los objetivos en el momento de su eficacia.

Desde luego, en el ordenamiento recurre siempre la idea de la efectividad de la ne-


gociación, pero se presenta con perfiles diversos en relación a cada etapa del desenvol-
vimiento de aquélla, de manera que, como pone de relieve SANTORO-PASSARELLI, la exi-
gencia de que los requisitos del agente subsistan en el momento de concluir el negocio
encuentra su razón en que «la ley, al exigir los requisitos subjetivos, quiere asegurar un
adecuado desarrollo de la actividad negocial», mientras que «la razón del distinto mo-
mento al que han de referirse los requisitos objetivos es que con éstos la ley quiere pro-
veer no a la formación del negocio sino a su realización».
En el terreno legislativo, los arts. 226 y 297 Cc. son directamente indicativos de que
los requisitos del sujeto del negocio han de reportarse al momento de su conclusión. Por
su parte, la referencia de la existencia de los requisitos del objeto del negocio al momento
de su eficacia puede deducirse de la norma del art. 1.122 Cc., en cuanto previene que la
pérdida sin culpa del deudor de la cosa que éste debe dar, antes de cumplirse la condición
suspensiva de la entrega (lo que afecta al requisito objeto de la posibilidad), extingue la
obligación.
Hay que tener en cuenta, en otro aspecto, que las cosas futuras son, en principio, obje-
to hábil de la negociación (art. 1.271-1 Cc.), pero que la eficacia del negocio que se refiere
a las mismas sólo se alcanza si llegan a existir. Algo semejante podría decirse en relación a
las cosas genéricas y a su determinación, puesto que, si bien el acreedor de las mismas
puede pedir su entrega a expensas del deudor (art. 1.096-2, en relación al art. 1.167 Cc.), el
riesgo que les afecta no se imputa a su comprador si no se han individualizado (art. 1.452-
3 Cc.). La referencia a las cosas genéricamente indicadas como objeto del negocio jurídico
se corresponde con la suficiencia de la determinabilidad y no necesariamente de la deter-
minación como requisito del objeto susceptible de negociación.

INDICACIÓN BIBLIOGRÁFICA. Además de las obras de carácter general anteriormente


señaladas, pueden verse, con relación al objeto susceptible de la negociación, DE LOS
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MOZOS, «El objeto del negocio jurídico», RDP, 1960, págs. 372 ss. y MOSCHELLA, «L‘illi-
cita obbiettiva nei contratti», en Temi, 1952, págs. 253 ss.

§ 49. LA VOLUNTAD NEGOCIAL Y SUS VICIOS

313. La voluntad y su declaración.

El negocio jurídico es, en cuanto instrumento de la autonomía privada, un


acto de voluntad y, desde el punto de vista estructural, tiene como elementos
constitutivos o requisitos de existencia la voluntad interna y su manifestación

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152 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

exterior. En el plano teórico son perfectamente distinguibles la voluntad y su


manifestación; lo que ocurre, sin embargo, es que, formada la voluntad en una
operación psicológica de carácter interno, únicamente se conoce si se exterioriza
a través de la actividad del sujeto, de modo que la manifestación se convierte en
medio necesario de su relevancia. Esta realidad, que se deriva de la naturaleza
de las cosas, no sólo hace difícil establecer en el campo operativo la distinción
—en el Derecho vale la voluntad declarada o la declaración de voluntad—, sino
que comporta que la eventual falta de voluntad o el posible vicio de la misma
(que sólo pueden suscitarse lógicamente si hay declaración) únicamente puedan
comprobarse, aunque tengan su origen en circunstancias externas al sujeto, por
referencia y en función de lo que expresa la manifestación.
Hay que tener en cuenta, por otra parte, que con frecuencia, como en los
contratos y en los demás negocios bilaterales, la voluntad negocial que toma
en cuenta el ordenamiento es, por el modo de su formación, la resultante del
entrecruzamiento concurrente de diversas voluntades individuales, cada una
de las cuales no puede determinarse sino sobre la base de una distinta volun-
tad en cuanto conocida: por eso en esta clase de negocios no vale tanto la vo-
luntad de cada una de las partes sino el acuerdo o consentimiento que resulta
objetivamente de la concurrencia de las declaraciones (art. 1.262 Cc.), y el
contrato no es sólo algo más que la suma de varias declaraciones de volun-
tad, sino el conjunto sintético de las manifestaciones correspectivas de los
contratantes, a través de cuya conducta mutuamente condicionada surge el
efecto jurídico.

Esta íntima relación existente entre la voluntad y la declaración trasciende a menu-


do, como veremos enseguida, en el ordenamiento, de modo que muchos de sus precep-
tos que se presentan en apariencia atentos únicamente a la voluntad, deben complemen-
tarse con otros, o también con correcciones jurisprudenciales, que reconducen su
trascendencia en beneficio de la declaración, ya sea en atención a la conservación del
negocio, ya en consideración a la confianza que aquélla ha podido suscitar. El carácter
de la relación que media entre la voluntad y la declaración explica también que se llegue
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incluso a atribuir consecuencias a una actividad eventualmente no sostenida por una vo-
luntad verdadera.

La falta de la voluntad negocial debe comportar, de suyo, la invalidez abso-


luta del negocio jurídico y así lo determina, en ocasiones de modo terminante, el
ordenamiento positivo, como en relación a los contratos el art. 1.261-1.º Cc. y en
relación al matrimonio los arts. 45-1 y 73-1.º Cc. Ya veremos, sin embargo, al
considerar la violencia ejercitada sobre el agente del negocio o el error obstativo
que padece, que no siempre se entiende que debe ser así por una buena parte de
la doctrina.

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§ 49. LA VOLUNTAD NEGOCIAL 153

314. Fin jurídico o fin práctico perseguido por la voluntad.

En relación a la voluntad negocial la doctrina discute con alguna frecuencia si, para
que exista el negocio, ha de estar dirigida al resultado jurídico o basta que contemple los
efectos prácticos del acto. En este asunto es opinión corriente que la declaración de volun-
tad en un contrato, en un testamento o en otro negocio jurídico debe provenir, para que el
negocio sea válido, de un sujeto consciente de que tal declaración está destinada a produ-
cir efectos jurídicos, si bien se puede suponer que el resultado buscado por el sujeto será
económico o social, porque nadie utiliza el Derecho como un fin en sí mismo. Tampoco se
puede exigir que el sujeto conozca todos los efectos que producirá la manifestación de su
voluntad, pero sí que el conjunto de éstos aparezca ante su conciencia como el fin princi-
pal de aquélla, aunque ignore su condición estricta de efectos jurídicos o, más bien, no los
contemple en su juridicidad. Por lo demás, el fin jurídico y el fin práctico (económico, so-
cial) son dos aspectos inseparables de un mismo elemento. Como dice ALBALADEJO, «los
efectos, vistos por el sujeto, pueden ser prácticos, pero establecidos por la ley son jurídi-
cos».

315. Los vicios de la voluntad.

La voluntad del agente del negocio sólo puede decidirse correctamente cuan-
do se forma de una manera consciente, racional y libre. En todos aquellos su-
puestos en que en el sujeto falta la adecuada representación de las circunstancias
o de la trascendencia del acto, o la espontaneidad de decisión, el negocio no pue-
de ser perfecto y debería poder impugnarse para que quien lleva a cabo la nego-
ciación no se vea afectado por lo que no quiso. El ordenamiento, con todo, segu-
ramente movido por el postulado utilitario de la conservación del negocio,
solamente admite la impugnación del negocio en determinadas ocasiones.
Nuestro Código enuncia los posibles vicios de la voluntad en diversos pre-
ceptos relativos al contrato, al testamento y al matrimonio. En tema de consenti-
miento o voluntad contractual dispone al respecto el art. 1.265 Cc. que será nulo
el consentimiento prestado por error, violencia, intimidación o dolo; en tema de
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voluntad testamentaria, determina el art. 673 Cc. que será nulo el testamento
otorgado con violencia, dolo o fraude; y, finalmente, el art. 73, 4.º y 5.º Cc. or-
dena, en relación al consentimiento matrimonial, que es nulo el matrimonio ce-
lebrado por error en la identidad de la persona del otro contrayente o en aque-
llas cualidades personales que, por su entidad, hubieran sido determinantes de
la prestación del consentimiento; y el contraído por coacción o miedo grave.

Sobre estos preceptos fundamentales, y otros varios que los desarrollan y comple-
mentan, se examinará aquí brevemente la disciplina de los vicios de la voluntad nego-
cial, quedando para el tratamiento de cada una de las figuras negociales concretas un

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154 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

examen pormenorizado de aquéllos. Debe ya señalarse, sin embargo, que la disciplina


normativa de los vicios del agente del negocio tiene una virtualidad diferente en cada
una de las figuras negociales particulares, puesto que mientras, por ejemplo, en el caso
del testamento ha de tutelarse solamente la voluntad del testador, en el contrato ha de te-
nerse en cuenta el modo de la confección del consentimiento mediante voluntades dis-
tintas de personas que tienen intereses diversos y frecuentemente contrapuestos.
Por otra parte, si en general las conductas ajenas que provocan el vicio de la voluntad
en los negocios suelen merecer solamente la sanción de la invalidez del acto vicioso que
ocasionan y, en su caso, el deber de resarcimiento, en el caso del negocio testamentario, en
razón precisamente de los caracteres que le son propios, quien provoca el vicio es castiga-
do también con otro tipo distinto de sanciones (arts. 674 y 756, 5.º y 6.º Cc.). En cuanto a
los vicios del consentimiento matrimonial, ya advertía la S. 21 marzo 1951, que, aunque
son los mismos que los del negocio jurídico, tienen una regulación muy particular, corres-
pondiente con la naturaleza del negocio de que se trata.

316. El error. Concepto y clasificaciones.

A. Concepto. El error consiste en la ignorancia, en el defectuoso conoci-


miento o en la falsa representación de los elementos objetivos o subjetivos de la
realidad fáctica o jurídica por referencia a hechos, situaciones, cualidades o rela-
ciones.
De equivocado conocimiento de una cosa o de un hecho y de disconformi-
dad del entendimiento con la realidad de las cosas lo ha calificado acertadamen-
te en ocasiones la jurisprudencia (entre otras, en SS. 30 septiembre 1963 y 11
marzo 1964).
B. Error motivo y error obstativo. El error o equivocación que puede sufrir el
agente del negocio jurídico tiene un alcance diferente cuando afecta al mecanis-
mo psicológico de la formación de la decisión de su voluntad que le induce a ne-
gociar —error propio— y cuando se equivoca, una vez que se decide correcta-
mente a hacerlo, al hacer una declaración no coincidente con lo que quiere (sufre
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un lapsus linguae vel calami).


Cuando el error afecta a la formación de la voluntad, de modo que ésta se de-
cide en función de padecerlo, suele ser denominado error motivo, error propio o
error vicio de la voluntad o del consentimiento; cuando, en cambio, supone una
manifestación de voluntad diferente de la que internamente se tiene, se habla de
error en la declaración o también, de una manera muy expresiva, de error obsta-
tivo, porque este tipo de error impide que el que yerra manifieste o exteriorice lo
que realmente quiere. Este error puede sufrirlo el sujeto, ya cuando se refiere, al
manifestar su voluntad (por sufrir una confusión), a un negocio distinto del que
quiere llevar a cabo (dice, por ejemplo, que constituye «uso» en lugar de «usu-

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§ 49. LA VOLUNTAD NEGOCIAL 155

fructo»: error in negotio); ya cuando indica una persona distinta de aquélla con
la que quiere contratar o contraer matrimonio o a la que quiere atribuir la heren-
cia en testamento (error in persona); ya un objeto diferente de aquél sobre que
ha decidido negociar (error in colpore). Como el error obstativo determina que
quien lo sufre quiera una cosa y manifieste otra y se presenta, por tanto, como un
supuesto de desconexión entre la voluntad y su declaración, será considerado es-
pecíficamente cuando se trate de esta materia (vid. infra, núm. 328).
C. Error de hecho y error de derecho
El error motivo o determinante de la voluntad puede ser, a su vez, un error de
hecho o de derecho El primero, consiste en la falsa representación de la realidad
fáctica y el segundo en la de la jurídica, de modo que incurre en el primero la
persona que se decide a comprar una finca de secano creyendo que es de rega-
dío, y en el segundo si compra la finca como susceptible de edificación cuando
es, por consecuencia de la legislación urbanística, inedificable.
Históricamente, mientras la invalidación del negocio por haber sufrido el suje-
to agente un error de hecho se ha admitido siempre, se negó durante siglos que el
negocio pudiera impugnarse alegando el error de derecho, por considerarse que
ello sería contradictorio con la tradicional exigencia, ya recogida en el primitivo
art. 2.º Cc., de que la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento.

Esta postura normativa había ido determinando la idea, cristalizada en la vieja


máxima error iuris non excusat, de que el error de derecho había de ser considerado
como irrelevante. El planteamiento, sin embargo, parece desenfocado, puesto que quien
sufre el error de derecho y en consecuencia del mismo deduce una demanda de impug-
nación del negocio, no es que se proponga eludir las leyes, sino que pretende simple-
mente que no se deriven de la negociación unas consecuencias distintas, en función de
una norma o situación jurídica, de las que habían sido tenidas en cuenta al decidirse el
negocio. Por eso la doctrina y la jurisprudencia se fueron orientando, aunque con algu-
nas vacilaciones, por admitir el error de derecho como causa de invalidación del nego-
cio (SS. 4 abril 1903, 7 febrero 1950, 21 noviembre 1957, 6 abril 1962 y 25 mayo
1963).
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Tras la reforma del título preliminar del Cc. de 1973-1974, al distinguir el


art. 6.º-1 entre la ignorancia de las leyes y el error de derecho y disponer, en su
preposición segunda, que el error de derecho producirá únicamente aquellos
efectos que las leyes determinan, la doctrina mayoritaria entiende que uno de los
efectos que produce el error de derecho, cuando tenga los requisitos para ello (en
particular, que sea excusable), es la anulabilidad del negocio contraído a causa
de error de este tipo. En el mismo sentido las SS. 30 mayo 1991 y 17 febrero
1994: si bien «su aplicación se hará con extraordinaria cautela y con carácter
excepcional, en aras de la seguridad jurídica» (vid. supra, vol. 1.º, núm. 83).

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156 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

317. Elementos o circunstancias sobre los que puede recaer el error.

A. Error sobre el objeto El error motivo puede recaer, en primer lugar, sobre
el objeto del negocio jurídico, aunque la relevancia del error in corpore o in re
se halla exclusivamente circunscrita al ámbito de los negocios jurídicos patrimo-
niales, puesto que el asunto no puede plantearse respecto del matrimonio o los
demás negocios relativos a las situaciones personales.

Dentro todavía de los negocios patrimoniales el error sobre el objeto tiene inciden-
cia particularmente en cuanto referido a los contratos y a los otros negocios inter vivos,
porque, como veremos, en el testamento, parece que únicamente debe admitirse con re-
lación al supuesto específico contemplado en el art. 862-1 Cc., relativo al error de dere-
cho que sufre el testador que ordena un legado sobre cosa ajena creyéndola propia.

Al error in corpore se refiere el art. 1.266-1 Cc. como el que recae sobre la
sustancia de la cosa que fuera objeto del contrato o sobre aquellas condiciones
de la misma que principalmente hubieran dado motivo a celebrarlo. El pre-
cepto, que, superando antiguas cuestiones interpretativas, comprende tanto el
error in substantia como el error in cualitate, suele ser entendido con flexibili-
dad por la doctrina y por la jurisprudencia, habiendo producido ésta numerosas
resoluciones (vid. T. II, vol. 1.º, núm. 233) sobre la defectuosa representación de
las cualidades materiales o jurídicas de la cosa objeto de la contratación. En oca-
siones, con todo, el error sobre las cualidades no da lugar a la invalidación del
contrato sino a correctivos que el ordenamiento considera más adecuados a las
circunstancias del caso: así, en el supuesto que contempla el art. 1.469-3 Cc.
B. Aspectos particulares del error sobre el objeto pueden también conside-
rarse, en cuanto que pueden afectar a circunstancias fundamentales del objeto
del contrato, el error in quantitate y el error in pretio. Cabe entender el primero
de ellos incluido en el art. 1.266-1 Cc., si bien para algunos supuestos muy ca-
racterizados el legislador ha previsto remedios y acciones distintos (en concreto,
las procedentes de los arts. 1469 ss. Cc.) La admisibilidad del error in pretio ha
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sido discutida, en particular habida cuenta del estrecho margen en que el Cc. ad-
mite la rescisión por lesión. En cualquier caso, debe tenerse en cuenta que el
error sobre la cantidad y el error sobre el valor o el precio difícilmente podrán
reunir al requisito de la excusabilidad.
C. El error de cálculo, que, por tener carácter accidental y puramente mate-
rial, puede subsanarse fácilmente cuando se advierta y acredite, no da lugar a la
impugnación del contrato, de cuya posibilidad lo excluye el art. 1.266-3 Cc. al
disponer que el simple error de cuenta sólo dará lugar a su corrección. Una or-
denación disciplinar semejante, en tema de partición de la herencia, eventual-
mente negocial, sigue el art. 1.079 Cc.

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§ 49. LA VOLUNTAD NEGOCIAL 157

D. El error sobre la persona trasciende en varia forma en el negocio jurídico


en función de la significación que la persona tenga en relación al negocio con-
cluido, debiendo asimismo ser, por vía de principio, diferente su relevancia se-
gún que se trate de un error in persona o de un error in qualitate personae y, en
este último caso, según que el error sea o no redundans in errorem personae.
Al error en la persona o en sus cualidades se refieren diversos preceptos del
Cc.: en tema de matrimonio, el art. 73-4.º declara nulo el celebrado por error en
la identidad de la persona del otro contrayente o en aquellas cualidades perso-
nales que, por su entidad, hubieran sido determinantes de la prestación del con-
sentimiento; con relación al testamento, dispone el art. 773-1 que el error en el
nombre, apellido o cualidades del heredero no vicia la institución cuando de
otra manera puede saberse ciertamente cuál sea la persona nombrada; con re-
lación a los contratos, el art. 1.266-2 determina que el error sobre la persona
sólo invalidará el contrato cuando la consideración a ella hubiese sido la causa
principal del mismo; y el art. 1.081, relativo a la división negocial de la heren-
cia, indica que la partición hecha con uno a quien se creyó heredero sin serlo,
será nula.
De los tipos de error sobre la persona contemplados en estos preceptos unos
parece que tienen o, al menos, habrían de tener el carácter de error obstativo, en
cuanto se refieren a su identidad, mientras otros afectan a las cualidades que se
reúnen en aquélla; todavía dentro del error en las cualidades se distingue entre
aquél que recae sobre cualidades determinantes de la decisión de la voluntad y el
que atañe a cualidades que son causa principal de la misma.
Pero la regulación legal no es tributaria rígidamente de estas consideraciones
conceptuales. En el caso del contrato, en efecto, el error en la identidad de la
persona, que en realidad habría de valer como error obstativo, no se considera
como productor de disenso entre los contratantes e impeditivo, en consecuencia,
de que se alcance el consentimiento contractual, por lo que simplemente da lu-
gar a la anulabilidad del contrato.
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En el matrimonio ocurre, sobre todo después de la última reforma del Código, algo
semejante: en efecto, el error en la persona o sus cualidades, a pesar de ser en este últi-
mo caso el error también determinante de la voluntad de celebrar las nupcias, no impi-
den que el matrimonio se convalide pasado un cierto tiempo, después del cual, concu-
rriendo la convivencia de los desposados, ya no se puede impugnar (artículo 76-2 Cc.).
Desde el punto de vista del formalismo legal el error en la persona no aparece como un
error obstativo, porque no impide la formación del consentimiento matrimonial como
tal. Por eso el art. 73 Cc. distingue separadamente las causas de invalidez consistentes
en la falta de consentimiento matrimonial y en el error sobre la identidad de la persona o
en sus cualidades y se da a cada una de ellas un tratamiento también diferente (arts. 74 y
76 Cc.).

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158 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

E. El error sobre los motivos que impelen al agente del negocio a realizarlo
es, en principio, irrelevante. La jurisprudencia así lo ha afirmado reiterada-
mente, por considerar que las razones íntimas y personales de la negociación no
pueden ser tenidos en cuenta, sin más, por el ordenamiento, sin comprometer la
certidumbre y la seguridad del tráfico (por ejemplo, S. 29 julio 1999).
De todas formas, un tratamiento diferente merece el error en los motivos
cuando el mismo haya sido el único determinante de la voluntad del agente del
negocio: tal ocurre en el supuesto contemplado en el art. 767 en relación a la
motivación errónea o causa falsa que haya decidido, como única razón determi-
nante, la voluntad del testador y tal también, de ser consecuente el legislador con
el significado de la falsedad de la causa en el precepto antes citado (lo que corro-
bora seguramente el contenido del art. 1.301-2), en el caso del art. 1.276 Cc. So-
bre las cuestiones a que se acaba de aludir, vid. infra, núm. 337 (causa y moti-
vos), 338 (presuposición y base del negocio) y 338 (falsedad de la causa); y 330
(simulación), dada la interpretación usual del art. 1.276).

318. Requisitos del error.

La trascendencia del error como vicio de la voluntad causante de la invalidez


del negocio se ha considerado siempre en forma restrictiva por el ordenamiento
(que, por ejemplo, no lo incluye en el art. 673 como causa de invalidez genérica
del testamento, aunque la solución es discutida doctrinalmente) y en alguna oca-
sión, en tema de contratos, la jurisprudencia ha indicado que tiene un sentido ex-
cepcional muy acusado.
Por esta consideración restrictiva, al error se han ido señalando progresiva-
mente una serie creciente de requisitos, en razón sin duda de criterios de utilidad
práctica que se comprendían en el principio de conservación del negocio, exi-
giéndose para que sea relevante las notas de esencialidad, excusabilidad y re-
cognoscibilidad. Estos requisitos, sin embargo, no se requieren en su conjunto
en todos los posibles ámbitos de la negociación.
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A. Esencial. La esencialidad del error ha venido siendo un requisito tradicio-


nal y significa que su padecimiento haya sido determinante de la voluntad nego-
cial, tal como se señala en los arts. 73-3.º, 767 y 1.266 Cc. y reitera la jurispru-
dencia, por ejemplo en S. 19 febrero 1996 y las en ella citadas.
B. Excusable. Ulteriormente la doctrina y la jurisprudencia, así como tam-
bién la Ley 19-2 Comp. de Navarra, han señalado el requisito de la excusabili-
dad del error para que éste pueda dar lugar a la impugnación del negocio, pues
no parece adecuado que pueda servirse de él quien pudo salvarlo con una dili-
gencia normal.

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§ 49. LA VOLUNTAD NEGOCIAL 159

En expresión de la S. 28 septiembre 1996, este requisito «se deduce de los princi-


pios de autorresponsabilidad y de buena fe, este último consagrado hoy en el art. 7.º Cc.;
es inexcusable el error (S. 4 de enero de 1982), cuando pudo ser evitado empleando una
diligencia media o regular; de acuerdo con los postulados del principio de la buena fe, la
diligencia ha de apreciarse valorando las circunstancias de toda índole que concurran en
el caso». Al criterio de la diligencia media se refieren también las SS. 21 mayo 1997 y
12 noviembre 2004.

C. Recognoscible. El tercer requisito que una parte de la doctrina exige al error


es su recognoscibilidad. Pero este requisito, por su significación, sólo puede refe-
rirse a los negocios bilaterales, ya que supone que el error que sufre una parte
pueda ser reconocido por la otra usando de una diligencia normal. La razón de este
requisito del error, al que se ha referido a veces la jurisprudencia (SS. 5 marzo
1960 y 30 septiembre 1963, etc.), radica en que si el error de una parte, contractual
por ejemplo, puede ser reconocido por la otra, ésta tiene que soportar luego la
impugnación solicitada por quien sufrió el error puesto que al poder reconocerlo,
no sufre menoscabo la confianza puesta en la declaración de la otra parte.

En el planteamiento jurisprudencial, el requisito se resuelve a menudo en una va-


riante de la excusabilidad, mediante una ponderación de la diligencia de ambas partes,
medida con el parámetro de la buena fe. Así en la S. 28 septiembre 1996 antes citada,
que continúa diciendo «...valorando las circunstancias de toda índole que concurran en
el caso, incluso las personales, y no sólo las de quien ha padecido el error, sino también
las del otro contratante pues la función básica del requisito de la excusabilidad es impe-
dir que el ordenamiento proteja a quien ha padecido el error, cuando éste no merece esa
protección por su conducta negligente, trasladando entonces la protección a la otra parte
contratante, que la merece por la confianza infundida por la declaración».

319. El dolo.

A. Concepto y tratamiento legal. El vicio de la voluntad consistente en el


dolo se refiere al error producido por la actuación de otra persona, la otra parte
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negocial o una tercera persona, en el ánimo del sujeto que lleva a cabo la nego-
ciación. En definitiva, supone la inducción de una falsa representación de las
circunstancias negociales que impelen al agente del negocio a llevarlo a cabo en
una situación en que su voluntad no puede decidirse con suficiente conocimien-
to y, a la postre, con la conveniente -libertad.

El dolo es contemplado en diferente forma por nuestro legislador en relación a los


diferentes supuestos negociales, no siendo siempre una causa específica de la invalidez
negocial. No lo es en relación al matrimonio (arg. art. 73 Cc.), si bien el contrayente de
mala fe de un matrimonio nulo, que con su silencio sobre la causa de invalidez ha propi-

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160 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

ciado la celebración de las nupcias, sufre una serie de consecuencias desfavorables (arts.
79,95-2 y 1.395 Cc., los dos últimos de los cuales, dictados sobre cuestiones semejantes,
plantean graves problemas de interpretación).

B. En tema de contratos, en cambio, se considera un vicio de la voluntad rele-


vante diferenciado del error, de modo que el engaño que sufre un contratante cau-
sado maliciosamente por el otro puede alegarse en solicitud de la anulación del
contrato, aunque el error en que se concreta no reúna todos los requisitos que,
como tal, autorizan a que sobre su base y alegación se declare la invalidez del
negocio. El art. 1.269 indica que hay dolo cuando, con palabras o maquinaciones
insidiosas de parte de uno de los contratantes, es inducido el otro a celebrar un
contrato que, sin ellas, no hubiera hecho. El Código exige, por tanto, para que el
dolo sea causa de la impugnación contractual, que las maquinaciones provengan
de uno de los contratantes, que sean empleadas maliciosamente para provocar el
engaño de la otra parte y que la determinen efectivamente a contratar. La conducta
artificiosa, el ánimo de engañar y el engaño o error determinante son, así, los tres
perfiles o aspectos del dolo como vicio de la voluntad contractual.
a) La conducta artificiosa, que lo mismo puede revestir, en cuanto maquina-
ción, formas positivas o de acción como, seguramente, negativas o de omisión (re-
ticencia: S. 27 noviembre 1998), ha de ser de tal entidad que pueda dar lugar al
error del otro contratante, pues lo que importa es que a través de las maquinacio-
nes se haya conseguido, como dice la S. 4 diciembre 1956, que se refiere a la men-
dacidad, un engaño claro. La mera falta de información, cuando dadas las circuns-
tancias sea contraria a la buena fe, podrá ser considerada como «dolo omisivo».
Más aún, cada vez son más abundantes las normas que imponen al empresario la
obligación de informar al consumidor sobre las características de los bienes y ser-
vicios puestos en el mercado (por ejemplo, art. 2.º y 13 Ley general para la defensa
de los consumidores y usuarios de 19 julio 1984, art. 6.º Ley de viajes combinados
de 6 de julio de 1995, art. 19 Ley de crédito al consumo de 23 de marzo de 1995).
Aparte de otras sanciones y consecuencias que en tales casos señale la norma es-
pecífica, la conducta omisiva del empresario podrá ser considerada como dolosa.
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b) El ánimo de engañar. El error inducido no requiere sólo de las maniobras


sino de la insidia de las mismas para engañar maliciosamente al otro contratante,
como señalan, entre otras numerosas, las SS. 25 octubre 1928, 13 julio 1954,20
diciembre 1967 y 28 febrero 1969. De acuerdo con una doctrina tradicional, no
puede, en cambio apreciarse dolo en la simple ponderación de las ventajas de la
contratación cuando se tiene interés en concluir un contrato: tal sería el llamado
dolus bonus, diferente del dolus malus caracterizado por el animus decipiendi o
intención de engañar, del que puede verse un ejemplo en la conducta de los co-
merciantes cuando alaban excesivamente las cosas que pretenden vender (vid.
16 enero 1930). Pero el principio constitucional de defensa de los consumidores

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§ 49. LA VOLUNTAD NEGOCIAL 161

y usuarios (art. 51 Const.) y las normas específicas dictadas a este propósito li-
mitan el alcance actual de esta añeja doctrina.
c) El carácter determinante del engaño. La exigencia de que el engaño sea
determinante de la voluntad (dolus causam dans) implica que, como dice el art.
1.270-1 Cc., en su proposición primera, para que el dolo produzca la nulidad
del contrato deberá ser grave.
d) El dolo incidental. Cuando el dolo, en cambio, no determina la voluntad
ya decidida y sólo supone que el contratante que lo sufre negocie en condiciones
más desfavorables u onerosas (dolus incidens), no configura propiamente un vi-
cio de la voluntad, por lo que el art. 1.270-2 dispone acertadamente que el dolo
incidental sólo obliga al que lo empleó a indemnizar daños y perjuicios.
e) Tampoco el dolo recíproco da lugar en nuestro ordenamiento a la impug-
nación del contrato, pues el Cc., recogiendo una regla de inspiración romana ya
diferencia de otras legislaciones modernas, considera únicamente como causa de
invalidez al dolo que se caracteriza por su unilateralidad, es decir, como expresa
el art. 1.270-1 Cc., en su proposición segunda, por no haber sido empleado por
las dos partes contratantes.
f) En el ámbito contractual no es, en principio, relevante el dolo del tercero
(arg. art. 1.269 Cc.).
C. En relación a la voluntad testamentaria, el dolo como vicio adquiere una
significación diferente en razón de los mecanismos propios de la determinación
de la misma y de que ha de provenir necesariamente de persona ajena al ámbito
negocial. Es por eso por lo que el Cc. alude a los diversos aspectos que puede re-
vestir el objetivo de la maquinación insidiosa, dirigida unas veces a determinar
en el testador el otorgamiento de una disposición que no habría llevado a cabo
sin haber sido captada su voluntad mediante una sugestión, y otras a impedir en
el causante que se produzca con libertad en orden a la testamentifacción.

Aunque sin precisar el verdadero alcance de la distinción el Cc. se refiere separada-


mente al dolo y al fraude como vicios de la voluntad del testador en el art. 673, al disponer
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que será nulo el testamento otorgado con violencia, dolo o fraude. El arto 756-5.º Cc. se
refiere al que con fraude obligare al testador a hacer testamento o a cambiarlo, para san-
cionarlo con la indignidad para suceder. Por su parte, el art. 674 castiga al heredero abin-
testato que con dolo o fraude impidiere a una persona otorgar libremente su última volun-
tad, con la privación de su derecho a la herencia causada por la muerte de aquélla.

320. La intimidación.

La voluntad puede estar deformada no sólo por el error, espontáneo o dolo-


samente inducido, que se refiere a la consciencia en la negociación, sino tam-

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162 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

bién por el temor que afecta a la libertad de la misma. Por eso se ha considerado
siempre a la intimidación, consistente en la amenaza o en la coacción, como vi-
cio del consentimiento. Así se refleja en el Cc. en preceptos tales como los artí-
culos 73-5.º, que declara nulo el matrimonio contraído por coacción o miedo
grave; 1.265, que sanciona con la ineficacia el contrato cuando el consentimien-
to se presta por intimidación; y 673, que asimismo determina la nulidad del tes-
tamento otorgado con violencia (concepto en el que la doctrina mayoritaria y la
jurisprudencia incluyen, en este caso, tanto la violencia física como la moral).
La intimidación o violencia moral supone (a diferencia de la violencia física,
que excluye la voluntad) que el intimidado se encuentra en la alternativa de su-
frir el mal con el que se le amenaza o llevar a cabo una negociación que en situa-
ción normal no querría celebrar, de modo que cuando opta por concluir el nego-
cio, para evitar mayores y más graves males, como dice la S. 15 febrero 1943, lo
hace, aunque sin desearlo, voluntariamente. La S. 8 marzo 1958 señala, entre
otras, que, en efecto, la coacción podrá viciar el consentimiento prestado, pero
no lo excluye, pues voluntas coacta voluntas est.
Nuestro Cc. define la violencia moral en el art. 1.267-2, dictado en tema de
contratos, diciendo que hay intimidación cuando se inspira en uno de los con-
tratantes el temor racional y fundado de sufrir un mal inminente y grave en su
persona o bienes, o en la persona o bienes de su cónyuge, descendientes o as-
cendientes. De este precepto se infiere que son requisitos para que la intimida-
ción pueda dar lugar a la anulación del negocio que la amenaza sea considerable,
que consista en un mal inminente y grave y que la coacción inspire en quien la
sufre un temor racional y fundado que le determine a negociar.
a) Para que la amenaza sea considerable como elemento de coacción tiene
que consistir en el anuncio de que se infligirá un daño que está en manos de
quien la infiere producir. Puede provenir lo mismo de la otra parte negocial que
de una tercera persona (art. 1.268 Cc.) e inferirse tanto mediante palabras con-
minatorias como de una manera tácita, a través de una situación que tenga el
mismo significado (S. 4 diciembre 1948). En general, debe ser capaz de impre-
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sionar a una persona normalmente sensata, si bien para medir su trascendencia


hay que tener en cuenta las circunstancias en que se encuentra quien la sufre:
para calificar la intimidación, dispone el art. 1.267-3 Cc., debe atenderse a la
edad y a la condición de la persona (hasta 1990, mencionaba también al sexo).
En ningún caso es relevante el temor reverencial, pues como dice el mismo art.
1.267-4 Cc. el temor de desagradar a las personas a quienes se debe sumisión y
respeto no anulará el contrato.
b) El objeto de la amenaza ha de ser un mal inminente y grave en la persona
o bienes de quien la sufre o en la persona o bienes de su cónyuge, ascendientes o
descendientes. A estos requisitos de inminencia y gravedad del mal añade la ju-

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§ 49. LA VOLUNTAD NEGOCIAL 163

risprudencia el de su antijuridicidad. Este requisito ha de entenderse, en general,


en el sentido de que no puede entrañar un mal que sirva para amenazar el ejerci-
cio de un derecho. La jurisprudencia es muy abundante sobre este punto, si bien
algunas de sus resoluciones, como la S. 21 marzo 1950, previene de la posibili-
dad de que el ejercicio de acciones ante los tribunales se convierta en un verda-
dero chantaje.
c) El temor que la amenaza produce ha de ser determinante de la negocia-
ción, de modo que, como señala una jurisprudencia reiterada, para que tenga lu-
gar este vicio del consentimiento es necesario que exista un nexo de causalidad
entre la intimidación y el consentimiento. En este sentido, no puede dar lugar a
la existencia de la intimidación un temor vano (S. 27 febrero 1964) y ni siquiera
un temor de carácter leve (S. 21 marzo 1970). Por supuesto nunca puede confi-
gurar la intimidación el miedo individual o espontáneo (S. 10 julio 1944).
La intimidación, sobre dar lugar a la invalidación del negocio celebrado bajo
su influencia, puede generar, si causa algún daño al sujeto que la sufre, obliga-
ción de su reparación (art. 1.902 Cc.). En el caso de ser usada contra el testador,
produce también para el que la emplea indignidad para suceder (art. 756-5.º
Cc.).

Fuera del ámbito disciplinar de los preceptos citados sobre la trascendencia invali-
dante de la intimidación no son relevantes, en principio, en nuestro ordenamiento otros
tipos de situación psicológica que pueden constreñir en algún modo a la voluntad a la
negociación, tales como el estado de necesidad o el estado de peligro, si bien este último
es tenido excepcionalmente en cuenta en el art. 8.º de la Ley 24 diciembre 1962 en rela-
ción al contrato de salvamento marítimo. Tampoco configura técnicamente un supuesto
de temor que pueda asemejarse a la intimidación invalidante el miedo generalizado que
es consecuencia de una situación bélica o de una subversión social, si bien es posible
que aprovechando tales circunstancias se amenace con represalias o denuncias que inte-
gren el mal a evitar propio de la intimidación.

INDICACIÓN BIBLIOGRÁFICA. Sobre el error se contiene un completo estudio en la obra


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de PIETROBON, L'errore nella dottrina del negozio giuridico, Padova, 1962, de la que hay
trad. esp. con anotaciones de ALONSO PÉREZ, Madrid, 1971. Véase también BARCELLONA,
Profili della teoria dell'errore nel negozio giuridico, Milano, 1962 y, en nuestra doctri-
na, MORALES MORENO, El error en los contratos, Madrid, 1987. Al error de derecho, te-
nido en cuenta en el art. 6.º-1 Cc., se ha dedicado renovada atención doctrinal: puede
verse, en tal sentido, ESPIN, «La formulación del error de derecho en el nuevo título pre-
liminar del Código civil», en D. J., 1974, págs. 1309 ss. y MORALES MORENO, en «Cente-
nario del Código civil», Min. Justicia, t. II, Madrid, 1990, pág. 1945. El error en el testa-
mento ha despertado en diversas ocasiones el interés de los expositores de nuestro país,
como en los trabajos de ALBALADEJO, «El error en las disposiciones testamentarias», en
R.D.P., 1948, págs. 423 ss. y «De nuevo sobre el error en las disposiciones testamenta-

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164 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

rias», en A.D.C., 1954, págs. 319 ss., y posteriormente a través del documentado estu-
dio de GORDILLO, «El error en el testamento» en A.D.C., 1983, págs. 737 ss. Sobre algu-
nos de los requisitos del error, MORALES MORENO, «De la excusabilidad a la
imputabilidad en el error», A.A.M.N., t. XXIX, pág. 53 y VERDA Y BEAMONTE, «Algunas
reflexiones en tomo a la excusabilidad y recognoscibilidad del error en los contratos»,
A.D.C. 1997, III, pág. 1.221.
En relación al dolo, ROJO AJURIA, El dolo en los contratos, Madrid, 1994. Además de
la conocida obra de COSSÍO, El dolo en el Derecho civil, Madrid, 1955, puede recordarse
del mismo, «Dolo y captación en las disposiciones testamentarias», en A.D.C., 1962,
págs. 277 ss. y DÍAZ-ALABART, «La gravedad del dolo», Act. Civ., 1987, II, pág. 2.637. Es
importante la contribución de TRABUCCHI, Il dolo nella teoria dei vizi del volere, Padova,
Cedam, 1937.
Sobre la violencia moral o intimidación como distinta de la violencia física, GORDILLO,
«Violencia viciante, violencia absoluta e inexistencia contractual», RDP, 1983, págs. 214
y ss. y JORDANO FRAGA, Falta absoluta de consentimiento. Interpretación e ineficacia con-
tractuales, Bolonia, 1988. En la doctrina italiana puede recordarse el trabajo de CRISCUOLI,
«Violenza fisica e violenza morale», en R.D.C., 1970, págs. 127 ss.

§ 50. EXTERIORIZACIÓN DE LA VOLUNTAD y FORMA DEL NEGOCIO

321. La exteriorización de la voluntad y sus clases.

La voluntad negocial sólo es relevante socialmente y, por lo mismo, jurídica-


mente cuando se exterioriza a través de un acto, por lo que, desde el perfil o pun-
to de vista estructural, puede decirse que, si la voluntad constituye el contenido
del negocio, el acto en que aquélla se expresa es la forma del mismo. En este
sentido básico puede afirmarse que todos los negocios jurídicos son formales (si
bien conviene advertir que no es esta la terminología más habitual en la doctrina,
que reserva la calificación de formales para los negocios a los que el Derecho
exige forma determinada).
A. Negocios «de declaración» y «de actuación». La exteriorización de la vo-
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luntad negocial puede expresarse, en la práctica, a través de muy diversos modos y


comparecer en el ámbito social y de lo jurídico con diferentes características. Unas
veces se produce a través de actos destinados —o, al menos, susceptibles de ser te-
nidos socialmente por tales— a ser vehículos de la manifestación de la voluntad a
otros sujetos y otras a través de actuaciones que, en cuanto exteriorizaciones de la
voluntad, se agotan en sí mismas. Todavía, en el primer caso —que es el tenido en
cuenta más habitualmente por la doctrina— cabe que la declaración de voluntad
manifestada a otros se haga patente mediante la emisión de palabras o signos, es-
critos o no escritos, o a través de otros comportamientos que, según la apreciación
normal que se corresponde con el modo común de pensar y de obrar, resultan, en

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§ 50. EXTERIORIZACIÓN DE LA VOLUNTAD Y FORMA DEL NEGOCIO 165

cuanto hechos concluyentes, reveladores de una voluntad o, al menos, se pueden


considerar incompatibles con la voluntad contraria.
Con relación a tales diferentes supuestos posibles de la exteriorización de la
voluntad negocial, la doctrina suele distinguir entre negocios de declaración o
declarativos y negocios de actuación
B. Las declaraciones de voluntad. En los negocios declarativos, la declaración
de la voluntad puede ser expresa o directa, o bien tácita (por no manifestarse me-
diante palabras o signos) o indirecta (por manifestarse a través de un comporta-
miento concluyente). Se plantea, además, si el silencio puede ser considerado, o en
qué casos, declaración de voluntad.
Como ejemplos de negocios declarativos en que la declaración ha de ser ex-
presa o directa, podrían indicarse el matrimonio (art. 49 Cc.) y el testamento (art.
667 Cc.); mientras que son casos de declaración negocial tácita o indirecta, la con-
donación de la deuda por simple restitución al deudor del documento en que cons-
ta el crédito (art. 1.188-1 Cc.) y la renuncia a la prescripción por la realización de
actos incompatibles, como serían, por ejemplo, pedir del acreedor un aplazamien-
to del pago de una obligación prescrita o del propietario una autorización para se-
guir ocupando la finca usucapida, con la prescripción ganada (art. 1.935-2 Cc.).

C. Negocios de actuación. Los supuestos en que la exteriorización de la voluntad no


consiste en una declaración (ni siquiera indirecta) sino en una mera actuación pueden,
por su parte, ejemplificarse también abundantemente en relación al Derecho positivo:
como tales pueden citarse, entre otros, la apertura del testamento cerrado (art. 742-1
Cc.), la transformación de la cosa legada (art. 869-1.º Cc.) y la denominada aceptación
tácita de la herencia (art. 999 Cc.). En este último caso puede apreciarse cómo se consi-
deran también declaraciones tácitas —en ocasiones, presuntas— manifestaciones de los
que aquí consideramos negocios de actuación.
Como es lógico, no son aplicables a los negocios de actuación las reglas sobre la de-
claración (no sería posible, por ejemplo, plantear respecto de ellos la relevancia del error
obstativo) y, por otra parte, su naturaleza impide, según ha señalado agudamente SANTORO-
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PASSARELLI, que puedan ser negocios modales o en los que se aponga una condición, un
término o un modo. El aspecto más interesante de la disciplina de los negocios de actua-
ción se presenta, sin embargo, en relación al aspecto voluntario de los mismos, por no de-
berse tener en cuenta respecto de ellos el entendimiento que de la voluntad expresada pue-
den hacer otros.

D. El silencio. En relación a la exteriorización de la voluntad negocial que


no se expresa mediante palabras o signos se plantea desde antiguo si el silencio
puede trascender como tal (declaración tácita o indirecta) e incluso si, en deter-
minadas condiciones y circunstancias, puede valer como manifestación declara-
tiva expresa de la voluntad.

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166 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

En cuanto a este segundo aspecto, no cabe duda de que el silencio puede cumplir la
función de la declaración expresa, si así lo han previsto los interesados o si así lo dispo-
ne, como ocurre en ciertos casos (art. 1.566 Cc.), la propia ley.

Por lo que al silencio como declaración tácita de voluntad se refiere, hay que
considerar que, si bien el silencio como tal no puede ser en sí mismo una mani-
festación de voluntad, integrado en un conjunto de circunstancias puede adquirir
la significación de tal. La jurisprudencia, basándose en el criterio que encierra el
viejo aforismo qui tacet consentire videtur, si loqui debuisset ac potuisset, ha
señalado así el valor del silencio como declaración tácita de la voluntad si se
encontraba, en el supuesto concreto contemplado, cualificado en el ámbito de
determinadas circunstancias (relaciones de negocios seguidas habitualmente
entre dos personas, otras situaciones subjetivas u objetivas, etc.) y era, en defini-
tiva generador, en relación a esas circunstancias, de la confianza ajena (así, entre
muchas, la S. 17 noviembre 1995 recuerda como doctrina asentada que «dada
una determinada relación entre personas, cuando el modo corriente y usual de
proceder implica el deber de hablar, si el que puede y debe hablar no lo hace, se
ha de reputar que consiente en aras de la buena fe», con cita de las SS. 24 de
noviembre de 1943,24 de enero de 1957 y 14 de junio de 1963).

No todas las declaraciones de voluntad pueden expresarse de manera tácita o indi-


recta, pues, aparte de que en muchas ocasiones el ordenamiento exige, como veremos
inmediatamente, que el negocio revista, en cuanto a la exteriorización de la voluntad,
una determinada forma, que es siempre expresa, para algunos negocios no se admite,
aunque para ellos no se requiera una forma específica particular, que la voluntad se ma-
nifieste mediante una declaración tácita, al objeto de evitar la incertidumbre sobre su
existencia (así ocurre, por ejemplo, en el caso del contrato de fianza, según dispone el
art. 1.827-1 Cc.).

322. Declaraciones recepticias y no recepticias.


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La exteriorización de la voluntad mediante actos destinados a ser vehículos


de su declaración a otros sujetos puede estar dirigida a una o más personas con-
cretas o a personas indeterminadas. Aunque, en realidad, todas las declaraciones
de voluntad están encaminadas a su percepción y conocimiento por parte de
otros sujetos, la doctrina suele distinguir, al indicado propósito, entre declara-
ción recepticia y no recepticia de la voluntad en función de que su dirección y
destinatario sean determinados o indeterminados. Así, por ejemplo, el donante y
el oferente del contrato son destinatarios de la aceptación de la donación y de la
oferta (aceptaciones que, por tanto, son declaraciones recepticias); mientras los
destinatarios del testamento y de la aceptación o de la repudiación de la herencia

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§ 50. EXTERIORIZACIÓN DE LA VOLUNTAD Y FORMA DEL NEGOCIO 167

son genéricamente todos los afectados por el uno o por las otras (supuestos de
declaración no recepticia).
La declaración recepticia no sólo ha de dirigirse a la persona interesada en
ella, sino que, además, ha de llegar efectivamente a ser percibida por ella, para
que pueda producir el efecto que tenga previsto en cuanto sea conocida, tal
como ponen de manifiesto los arts. 623 y 1.262-1 y 2 Cc. y art. 54 Ccom.
El aspecto más significativo de la declaración recepticia de la voluntad es,
empero, que, por estar dirigida específicamente a una o varias personas concre-
tas, puede generar en ellas, al conocerla, una confianza en cuanto a su potencial
virtualidad configuradora en el ámbito negocial propio de la misma. Esta con-
fianza se conforma en relación al significado que razonablemente puede alcan-
zar socialmente la declaración percibida, por lo que su eventual tutela por el or-
denamiento jurídico puede comportar un cierto menoscabo de la voluntad
interna en favor de la declaración efectuada (como se ha podido ya apreciar su-
pra en tema de vicios de la voluntad negocial).

Aunque también se dan en otros ámbitos, los supuestos por antonomasia de declara-
ciones recepticias de la voluntad negocial son la oferta y la aceptación contractuales, en
las que, en consideración a cuanto se ha apuntado, su régimen, cuando concurren, no
sólo supone que el contenido del contrato se determina en función de las voluntades que
expresan aquéllas en cuanto concurrentes (art. 1.261 ss. Cc.), sino también que vincula a
oferente y aceptante en cuanto a dicho contenido específico y a las derivaciones que,
además de las legales, sean ordinariamente previsibles de la declaración resultante (art.
1.258 Cc.).

Cuando la declaración es tácita o indirecta, por manifestarse no por palabras


o signos sino a través de un comportamiento concluyente, difícilmente puede
hablarse de que tiene el carácter de recepticia, puesto que tal alcance de la decla-
ración ha de basarse en simples conjeturas. Lo que ocurre es que hay ocasiones
en que un determinado modo de comportarse, aun sin tener por finalidad directa
la exteriorización de la voluntad, puede hacer presumir ésta fundadamente y, en
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consecuencia, ser considerado socialmente, en función, como advierte BETTI, de


lo que signifique habitualmente en un determinado ámbito, como si se tratara
realmente de una declaración de voluntad recepticia, por ser susceptible de ser
tenida como tal. Aparte de que, en efecto, los propios textos positivos conside-
ran, en alguna ocasión, la posibilidad de la declaración recepticia de carácter
tácito, como en el caso del mandato (art. 1.710-1 y 3 Cc.) y de la remisión de la
deuda (art. 1.187-1 Cc.), la jurisprudencia también ha tenido en cuenta el com-
portamiento concluyente como declaración recepticia tácita de la voluntad
cuando, en razón de las circunstancias, ha generado la confianza ajena (así, entre
otras y como particularmente significativa, S. 14 junio 1963).

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168 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

323. Declaración de voluntad y perfección del negocio.

La exteriorización de la voluntad negocial —en su caso, en la forma prescri-


ta legalmente— lleva aparejada, de ordinario, la perfección del negocio, pero
ello ocurre de manera distinta según sea la configuración o tipo de éste. En el
caso de los negocios unilaterales, en efecto, si la declaración de voluntad no es
recepticia, como en el testamento (artículo 667 Cc.), el negocio se perfecciona
en el momento en que la voluntad se exterioriza y el testamento se otorga con
arreglo a las leyes; si la declaración de la voluntad en el negocio unilateral es,
por el contrario, recepticia, como, por ejemplo, en la condonación inter vivos de
la deuda (art. 1.187 Cc.), el negocio se perfecciona en el momento en que la de-
claración sea conocida por la persona, en este caso el deudor, a quien se dirige.
En el caso de que los negocios sean bilaterales o plurilaterales, como el contrato,
su perfección tiene lugar cuando las declaraciones recepticias de las distintas
partes negociales coinciden formando el acuerdo (art. 1.262-1 Cc.).

En razón de las peculiaridades de la formación de los negocios en que intervienen


varias partes, el ordenamiento ha dedicado siempre particular atención a su conclusión
entre personas ausentes en cuanto al momento en que la misma tiene lugar y, de entre
los distintos criterios posibles para decidir (momento de la declaración, de la expedi-
ción, de la recepción o del conocimiento), se ha orientado por el del conocimiento, ma-
tizado por la adición de las exigencias de la buena fe (art. 1.262-2 Cc. y art. 54 Ccom.,
que hasta su modificación en 2002 expresaban criterios distintos).
Tratándose de ciertas figuras contractuales, la declaración recepticia de la voluntad
debe adicionarse, con excepción de la regla general que sitúa temporalmente la perfección
del negocio en el alcanzamiento del acuerdo contractual (arts. 1.261 y 1.262-1 Cc.), con la
entrega por uno de los declarantes de la cosa objeto del contrato al otro contratante (arts.
1.740, 1.758 y 1.863 Cc., sobre cuya base, entre otros preceptos, se asienta, en nuestra
doctrina, la discutida categoría de los llamados contratos reales).

324. Forma libre y forma vinculada de la declaración de voluntad. Nego-


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cios formales.

Entre los aspectos integrantes o constitutivos de la autonomía privada se en-


cuentra el de la libertad de la forma del acto a través del cual aquélla se realiza,
siempre que sea idónea o suficiente, para exteriorizar la voluntad negocial. En el
ámbito de la contratación, esta orientación espiritualista del sistema positivo es
tradicional desde el Ordenamiento de Alcalá (1348) y se concreta actualmente
en el art. 1.278 Cc., a cuyo tenor, los contratos serán obligatorios, cualquiera
que sea la forma en que se hayan celebrado, siempre que en ellos concurran las
condiciones esenciales para su validez (vid. también, con carácter general, Ley

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§ 50. EXTERIORIZACIÓN DE LA VOLUNTAD Y FORMA DEL NEGOCIO 169

18-1 Comp. Nav.). Sin embargo, esta regla general conoce, por razones prácticas
diferentes valoradas típicamente por el ordenamiento, múltiples excepciones en
que la ley exige que la manifestación de la voluntad negocial se exteriorice, para
que valga, de una manera precisa y determinada (negocios formales).
A. Negocios formales o solemnes. En los negocios formales o solemnes, a los
elementos o requisitos estructurales constantes e indispensables del negocio ju-
rídico, que son la voluntad y el acto (o forma en sentido genérico) en que se ex-
terioriza se añade un elemento o requisito nuevo sin el cual el negocio no se lle-
ga a perfeccionar o no es, al menos, siquiera esto ocurra en pocas ocasiones,
trascendente respecto de ciertos efectos que normalmente corresponden al mis-
mo.
Este aspecto nuevo con que ahora se considera el significado de la forma en
el negocio jurídico puede concretarse en diferentes modos. Unas veces, en efec-
to, la ley exige que la manifestación oral o escrita de la voluntad haya de tener
lugar, para la validez del negocio, en medio de ciertas formalidades establecidas
positivamente (tal ocurre, por ejemplo, con la manifestación de la voluntad ma-
trimonial, con el otorgamiento del testamento cerrado o con la repudiación de la
herencia fuera de manifestación en escritura pública a que se refieren los arts.
58, 706 y 1.008 Cc.) y otras requiere que se exprese por escrito, en las modalida-
des de escritura privada (así, por ejemplo, el testamento ológrafo, a que se refie-
re el art. 688 Cc.) o de escritura pública (como, por ejemplo, en los supuestos
contemplados en los arts. 633, 1.008, 1.327 y 1.628 Cc.).
Los criterios seguidos por el ordenamiento para imponer a la negociación
una forma determinada como requisito de la validez del negocio son bastante
variados y, aunque, en general, obedecen a la consideración de la importancia
que, para el sujeto del negocio, tiene el acto que lleva a cabo, su establecimiento
no deja a veces de ser en cierto modo arbitrario e incluso anacrónico. El postula-
do de conseguir en el agente del negocio, mediante la exigencia de una forma
determinada, una mayor reflexión o conciencia de la trascendencia del acto se
pone de relieve, en el aspecto personal, en los negocios de carácter familiar
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como el matrimonio (art. 58 Cc.) o la adopción (art. 177 Cc.) y, en el aspecto pa-
trimonial, en negocios tales como la donación de bienes inmuebles (art. 633
Cc.), el testamento (arts. 687 y 715 Cc.), los contratos sucesorios cuando se ad-
miten (arts. 99 Comp. Aragón, Ley 174 Comp. Navarra, art. 67 Código de suce-
siones de Cataluña, etc.), las capitulaciones matrimoniales (art. 1.327 Cc.), el
contrato de enfiteusis (art. 1.628 Cc.), el contrato de sociedad civil con aporta-
ción de bienes inmuebles (arts. 1.667 ss. Cc.), el contrato de hipoteca inmobilia-
ria (arts. 1.875-1 y 145 Lh.), entre otros varios.
El criterio legislativo para exigir en la negociación una forma determinada se
basa en ocasiones, según se desprende de alguno de los supuestos de negocios

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170 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

solemnes recordados, en la naturaleza inmobiliaria de los bienes a que afecta el


negocio (como en los casos de los arts. 633 y 1.667 Cc.): es claro, sin embargo,
que este criterio de decisión del legislador, que refleja la importancia económica
y social que han tenido históricamente los bienes inmuebles, no siempre se co-
rresponde actualmente con la finalidad legislativa que persigue fundamental-
mente la exigencia de la forma prescrita.
En distintas leyes de protección de consumidores se exige que el contrato se
celebre por escrito (por ejemplo, art. 4.º Ley 6 de julio de 1995, sobre viajes
combinados; art. 6.º Ley 23 marzo 1995, de crédito al consumo; art. 3.º Ley 21
noviembre 1991, sobre ventas fuera de establecimiento). La finalidad de esta
forma escrita es proteger al consumidor, proporcionándole información más
completa y segura sobre el contenido del contrato, por lo que no parece que esta
forma escrita sea siempre un requisito de validez del mismo.
B. Consecuencias de la falta de la forma vinculada. En los supuestos en que
se exige una forma determinada, la falta de la forma prescrita suele acarrear la
invalidez del negocio, que debe considerarse nulo de pleno derecho. No obstan-
te, la jurisprudencia evita esta consecuencia extrema, en algunos casos, median-
te distinciones como la que, en materia de sociedad con aportación de inmue-
bles, entiende que el contrato produce efectos entre las partes contratantes
aunque no se haya llenado la forma prescrita, si bien no la constitución de la so-
ciedad y el nacimiento de la persona jurídica.

En los supuestos en que la escritura pública es exigida como forma prescrita del ne-
gocio, la documentación en que aquélla consiste (aunque no el propio documento, que
puede perderse, pudiendo probarse la documentación por los medios que admite el dere-
cho) tiene el carácter de constitutiva respecto del negocio o, en su caso, de alguno de los
efectos propios del mismo (así se desprende, también en relación a la eventual pérdida
de la escritura de enfiteusis, de la S. 4 marzo 1924 y de otras muy numerosas).
En los casos antes aludidos en que se exige forma escrita con la finalidad de proteger
a una de las partes contratantes, el consumidor, el contrato que no la cumpla no será invá-
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lido (o, al menos, la invalidez no podrá alegarla el empresario), sino que parece que el
consumidor podrá, según crea convenirle, bien exigir la forma escrita, bien desvincularse
del contrato.
C. Forma solemne voluntaria. Con independencia de los supuestos aludidos en que la
ley predetermina necesariamente una forma ad solemnitatem para el negocio, también
puede ésta ser impuesta por los particulares, dentro del amplio margen que a la autonomía
de la voluntad privada señala el art. 1.255 Cc. En relación a la exigencia de la forma so-
lemne voluntaria, es vieja la discusión de si su prescripción comporta la posibilidad de
desvincularse del negocio celebrado sin observarla o, por el contrario, el negocio conclui-
do sin respetarla desenvuelve su fuerza vinculante antes de la documentación en que con-
siste la forma exigida, a cubrir la cual estaría obligado, por lo demás, el agente del nego-

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§ 50. EXTERIORIZACIÓN DE LA VOLUNTAD Y FORMA DEL NEGOCIO 171

cio. La doctrina tiende a considerar que la solemnidad voluntaria del negocio se establece
para sujetar a ella la validez del negocio.

325. La llamada forma «ad probationem». Los arts. 1.279 y 1.280 Cc.

De la forma ad solemnitatem, que hemos examinado más arriba —también


llamada ad substantiam, pues sólo por su trámite puede expresarse válidamente
la voluntad negocial—, hay que distinguir la que tradicionalmente se denomina
forma ad probationem.
El ordenamiento ha considerado la conveniencia de que ciertos negocios
puedan alcanzar fácilmente una forma escrita, en general de carácter público.
Las finalidades son variadas: a determinados efectos probatorios y de fehacien-
cia, de registración, de realización de ciertas consecuencias de eficacia que nor-
malmente han de derivarse de la negociación o de obtención de otras ventajas.
Este asunto se plantea solamente, en el plano legislativo, en relación a los
contratos, siquiera la disciplina correspondiente puede considerarse también
aplicable a los demás negocios patrimoniales inter vivos en que intervengan va-
rias personas; nunca respecto de los negocios unilaterales, puesto que la even-
tual elevación de los mismos a la forma idónea o conveniente es siempre, lógica-
mente, libre y potestativa del agente del negocio.
El precepto fundamental sobre este punto se contiene en el art. 1.279 Cc., en
el que se dispone que si la ley exigiere el otorgamiento de escritura u otra forma
especial para hacer efectivas las obligaciones propias de un contrato, los con-
tratantes podrán compelerse recíprocamente a llenar aquella forma desde que
hubiese intervenido el consentimiento y demás requisitos para su validez. A
continuación de este precepto, que da la medida de su contenido, indica el art.
1.280 que deberán constar en documento público:
1.º Los actos y contratos que tengan por objeto la creación, transmisión,
modificación o extinción de derechos reales sobre bienes inmuebles.
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2.º Los arrendamientos de estos mismos bienes por seis o más años, siempre
que deban perjudicar a tercero.
3.º Las capitulaciones matrimoniales y sus modificaciones.
4.º La cesión, repudiación y renuncia de los derechos hereditarios o de los de
la sociedad conyugal.
5.º El poder para contraer matrimonio, el general para pleitos y los especia-
les que deban presentarse en juicio, el poder para administrar bienes, y cual-
quier otro que tenga por objeto un acto redactado o que deba redactarse en es-
critura pública, o haya de perjudicar a tercero.

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172 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

6.º La cesión de acciones o derechos procedentes de un acto consignado en


escritura pública.
También deberán hacerse constar por escrito, aunque sea privado, los de-
más contratos en que la cuantía de las prestaciones de uno o de los dos contra-
tantes exceda de 1.500 pesetas.
Del juego de los arts. 1.279 y 1.280 ahora considerados, cuyo sentido se co-
ordina perfectamente con la regla general de libertad de forma contenida en el
art. 1.278 Cc. que les antecede, se desprende con claridad la actitud cautelosa
con que el legislador contempla la exigencia de una forma ad solemnitatem en la
contratación y la indicación al intérprete de un criterio restrictivo en la valora-
ción de las normas en que se señala para los negocios bilaterales la exigencia de
una forma especial (criterio restrictivo que, en ocasiones, ya utiliza la jurispru-
dencia, según se ha indicado anteriormente en relación al contrato de sociedad
civil con aportación de bienes inmuebles).
Como aspectos beneficiosos que, en relación a «hacer efectivas las obliga-
ciones propias de un contrato», según la expresión del art. 1.279 Cc., pueden de-
rivarse para las partes contratantes de la elevación a escritura pública —o, en su
caso, privada— de los negocios celebrados en otra forma, pueden indicarse, en-
tre otros: a) en el aspecto probatorio o de fehacencia, la atribución de un valor
cualificado como medio de prueba a las escrituras y sobre todo a las públicas
(arts. 1.218 y 1.225 Cc.); b) en el aspecto de la registración, la inmediata admisi-
bilidad de los instrumentos notariales a los registros públicos (art. 3 Lh.); c) en
el aspecto de la realización de la normal eficacia negocial, la virtualidad tradito-
ria del documento público (arts. 1.462-1 Cc.) y, d) en el aspecto de la obtención
de ventajas en relación al crédito resultante de la negociación, la preferencia de
los documentados en escritura pública cuando concurren con otros en supuestos
de insolvencia del deudor (arts. 1.924-3.º, y 1.929-1.º, Cc.).

En relación a la registración, es de notar que la misma tiene a veces el carácter de


imprescindible respecto de la creación de ciertas situaciones jurídicas, como en el caso
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de la constitución del derecho real de hipoteca (arts. 1.875 Cc. y 145 Lh.); pero hay que
tener en cuenta que la inscripción se refiere, en tal supuesto, a la eficacia del negocio o
contrato de hipoteca y no, a diferencia de la escritura pública en que debe necesariamen-
te expresarse la voluntad del hipotecante, a la perfección del mismo en cuanto tal.

326. Reproducción (o repetición) y reconocimiento formal del negocio.

La intención de dar mayor precisión o seguridad a la declaración de la voluntad nego-


cial manifestada en otra forma, la compulsión de uno de los contratantes al otro a elevar la
convención a una forma determinada (art. 1.279 Cc.), y el compromiso de revestir la nego-

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§ 50. EXTERIORIZACIÓN DE LA VOLUNTAD Y FORMA DEL NEGOCIO 173

ciación de una forma ad probationem previamente pactado o posteriormente decidido, dan


lugar a la reproducción del negocio, a través de su renovación mediante el llamado nego-
cio reproductivo, distinto del anterior pero ordinariamente de contenido coincidente.
El mayor problema que plantea la reproducción del negocio se cifra, precisamente, en
la posibilidad de que no se traslade fielmente al negocio reproductivo el contenido del pre-
cedente negocio reproducido. En este supuesto, el ordenamiento opta con pragmatismo,
de no haber coincidencia entre el negocio reproducido y el reproductivo, por dar preferen-
cia a este último, puesto que en tal caso se puede considerar que, como dice el art. 1.224 in
fine Cc., consta expresamente la novación del primero. De poder probarse, sin embargo,
que la intención del interesado o de los interesados era pura y simplemente la repetición
reiterativa de la misma negociación, habría de resolverse la cuestión en sentido inverso.
Supuesto distinto de la reproducción del negocio es el del reconocimiento formal del
mismo. Mediante el reconocimiento, el o los agentes del negocio manifiestan haberlo lle-
vado a cabo con anterioridad o indican los extremos de su contenido. Al reconocimiento
formal del negocio, sobre cuyos caracteres se ha ocupado con alguna frecuencia la juris-
prudencia (así, entre otras, en las SS. 24 octubre 1944, 6 junio 1969 y 22 enero 1970), se
refiere la proposición primera del art. 1.224 Cc., cuando dispone que las escrituras de re-
conocimiento de un acto o contrato nada prueban contra el documento en que éstos hu-
biesen sido consignados, si por exceso u omisión se apartaren de él.
Concepto completamente diferente a los anteriores es, por su parte, el de la recons-
trucción del documento en que consta la declaración de la voluntad negocial en el caso de
su deterioro o de su desaparición. Ya se ha advertido anteriormente que si la documenta-
ción puede ser constitutiva respecto del negocio, cuando así lo exige el ordenamiento, el
documento no tiene, en sí mismo, este carácter, por lo que su eventual pérdida no afecta a
la negociación, que puede probarse por otros medios, y puede eventualmente subsanarse
mediante la reconstrucción del instrumento documental en que constaba el negocio. Su-
puestos relativos a la reconstrucción del documento se encuentran, en ocasiones, referidos
a negocios abstractos, que, como veremos, son, por su naturaleza, esencialmente formales,
en los arts. 87 y 155 Ley Cambiara y del cheque, y 548 Ccom. Un caso no propiamente de
reconstrucción, sino de rehabilitación, en ciertas condiciones, del documento de la expre-
sión formal de la voluntad negocial deteriorado, se encuentra en el art. 742-2 Cc. en rela-
ción a la apertura, quebranto de los sellos o deterioro de las firmas del testamento cerrado.
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INDICACIÓN BIBLIOGRÁFICA. Además de las obras generales que ya se han señalado en


§§ anteriores, sobre el asunto propio de éste, BARBERO, «A proposito della forma negli
atti giuridici», en Jus, 1940, páginas 442 ss.; GIMÉNEZ ARNAU, «La forma del negocio ju-
rídico», en R. C. D. I., 1943, págs. 78 ss.; ROCA SASTRE, «La forma en el negocio jurídi-
co», en Estudios de Derecho Privado, I (Madrid, 1948), págs. 85 ss.; DE LOS MOZOS,
«La forma del negocio jurídico», A. D. C., 1968, págs. 756 ss.; GUGLIERI SIERRA, «La
forma en los negocios jurídicos: su valor», Homenaje Vallet de Goytisolo, VI, Madrid,
1998, pág. 253; ROCA JUAN, «Sobre forma, prueba y documento», Centenario del Códi-
go civil, Asociación de Profesores de Derecho civil, II, Madrid, 1990, pág. 1807; CANO
MARTÍNEZ DE VELASCO, Los negocios jurídicos: su forma y la protección de su aparien-

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174 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

cia, Barcelona, 1990; SANTOS MORÓN, La forma de los contratos en el Código civil, Ma-
drid, 1996.
Sobre el significado de la declaración y el alcance de las declaraciones recepticias y
no recepticias de voluntad pueden indicarse las interesantes contribuciones de SCHLESIN-
GER, voz «Dichiarazione», en Enciclopedia del diritto, XII, Milano, Giuffré, 1964, págs.
371 ss.; GIANPICCOLO, La dichiarazione recettizia, Milano, 1959; CARRARO, voz «Dichiara-
zione recettizia», en Novissimo Digesto Italiano, V, Torino, Utet, 1960, págs, 587 ss. y
MARTÍN DE LA MOUTTE, L'acte juridique unilateral París, 1951. Vid. también, en nuestra
doctrina, FIGA, «La voluntad, la declaración, Mr. Austin y el Ordenamiento de Alcalá», en
Libro-homenaje a Ramón María Roca Sastre, II, Madrid, Junta de Decanos de los Cole-
gios Notariales, 1976, págs. 165 ss.
En relación a las exteriorizaciones no expresas de la voluntad, pueden verse DE DIEGO,
El silencio en el Derecho, Madrid, 1925; SOTO NIETO, «Estimación jurídica del silencio»,
en Revista de Derecho Español y Americano, XI, 2 (1966), págs. 121 y ss. y DÍAZ AMBRO-
NA, «El silencio en la teoría del negocio jurídico», Actualidad Civil, 1991, pág. 667.

Sobre la reproducción del negocio jurídico es ya clásica la obra de GORLA, La ripro-


duzione del negozio giuridico, Padova, Cedam, 1933.

§ 51. DESCONEXIÓN ENTRE LA VOLUNTAD Y LA MANIFESTACIÓN

327. El problema y los criterios para su superación.

A. Planteamiento. Normalmente, la exteriorización reconocible socialmente


de la voluntad negocial se corresponde con la intención que verdaderamente ani-
ma al sujeto o a los sujetos agentes del negocio jurídico. Sin embargo, puede a
veces ocurrir que, en la realidad, las cosas discurran de diferente manera y que la
voluntad interna no coincida, en parte o en nada, con la que aparece declarada:
en unas ocasiones, según es lo más frecuente, porque el agente o los agentes del
negocio así lo quieren decidida y conscientemente y en otras, mucho menos co-
rrientes en la experiencia jurídica, porque se ven abocados a ello por error o in-
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voluntariamente. Cuando tiene lugar tal suerte de desconexión entre la voluntad


y su manifestación, se plantea la cuestión de dar a este problema la solución más
conveniente entre las alternativas de respetar la voluntad interna o de conceder
preponderancia a la manifestación exterior (vid. supra, núm. 307).

B. Teorías. a) Teoría de la voluntad. Se comprende que, de modo natural, la doctrina


y el ordenamiento se inclinen, una vez admitido el principio de la autonomía de la vo-
luntad, por dar un valor absolutamente prioritario a la voluntad, y no tanto a una volun-
tad hipotética o deducible de la declaración, sino, para el caso de que ésta pueda com-
probarse, a la voluntad verdadera. Esta postura, que es la más tradicional, suele
denominarse en la doctrina como teoría de la voluntad.

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§ 51. DESCONEXIÓN ENTRE LA VOLUNTAD Y LA MANIFESTACIÓN 175

b) Teoría de la declaración. Esta orientación disciplinar, en principio tan consecuente,


no deja, sin embargo, de conocer algunas significativas limitaciones objetivas, puesto que
su aplicación depende de que pueda determinarse indudablemente la efectiva voluntad
existente en el ánimo del sujeto del negocio jurídico. Si se tiene en cuenta, en efecto, que
la voluntad negocial sólo alcanza relevancia en cuanto se exterioriza y que se hace con fre-
cuencia difícil precisar cuál es la voluntad interna que verdaderamente actúa en la nego-
ciación, no es sorprendente que, frente a la teoría de la voluntad, alzasen no pocos juristas
la llamada teoría de la declaración, según la cual habría de darse trascendencia solamente
a lo que aparece declarado, en cuanto que únicamente lo manifestado puede ser indudable-
mente objeto de reconocimiento social.
Es claro, empero, que la teoría de la declaración, apropiada sin duda desde la perspec-
tiva de la certidumbre y de la seguridad, llevada a sus últimas consecuencias sería contra-
dictoria con la realidad sustantiva o existencial y que, en el plano dogmático, desconocería
que la figura del negocio jurídico se ha concebido, en cuanto representación del instru-
mento propio de la autonomía, como la del acto en que juega por antonomasia la voluntad
privada, a la que el ordenamiento jurídico autoriza a decidirse tutelando sus resoluciones,
de manera que su falta o su defecto, por más laxa que pueda ser la legislación en esta ma-
teria por consideraciones de seguridad o de mantenimiento de las apariencias, no pueden o
no deben dejar de ser tenidos, de alguna manera, en cuenta.
c) Teorías de la responsabilidad y de la confianza. Ante los inconvenientes prácticos
de la aplicación operativa de la teoría de la declaración, al menos en su versión más radi-
cal, y ante las limitaciones objetivas de la teoría de la voluntad, se han señalado por otros
autores soluciones alternativas intermedias que parten del respeto a la voluntad y tienden a
atender también a la declaración, indicando unos que el sujeto del negocio que, por su cul-
pa, hace una declaración que no coincide con su verdadera voluntad debe sufrir las conse-
cuencias de sus actos, y significando otros, en este caso con relación a las llamadas decla-
raciones recepticias, que el destinatario de la declaración no puede quedar defraudado
(como ocurrirá si se aplicase mecánicamente la teoría de la voluntad) en la confianza que,
de buena fe, haya puesto razonablemente en la declaración que se le ha dirigido.
Estas dos posiciones doctrinales intermedias, de las cuales la primera refleja funda-
mentalmente concepciones individualistas mientras la segunda se inspira en apreciaciones
de acusado carácter social, suelen denominarse, respectivamente, teoría de la responsabi-
lidad y teoría de la confianza.
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En el trasfondo de todo el debate doctrinal hay dos aspectos fundamentales:


de una parte, que la voluntad real del declarante debe contar como tal si es posi-
ble investigar su sentido y contenido y, en consecuencia, llegar a determinarlo;
y, de otra, que, tratándose de declaraciones recepticias, tan digno de protección
es el que las dirige a otro como el que obra en consecuencia de haberlas recibido
tal como se las dirigieron y las percibió. Todo ello se resuelve en un tratamiento
diferenciado y ad casum de la eventual desconexión entre la voluntad y la decla-
ración según los supuestos negociales de que se trate y, en particular, según que
tal declaración se haya dirigido por el agente del negocio a una o varias personas

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176 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

concretas o a personas indeterminadas. Estas consideraciones se reflejan en el


ordenamiento positivo, en el que puede apreciarse una cierta diferencia de disci-
plina existente sobre este punto en el supuesto del negocio unilateral testamenta-
rio y en el del negocio bilateral contractual.
C. Testamento. En el testamento, lo que prima —en la consideración del le-
gislador— es la voluntad verdadera del autor de la declaración, por lo que aqué-
lla se debe absolutamente respetar en cuanto pueda ser objeto de averiguación
indiscutible, de modo que sólo en el caso de que ésta sea inconcluyente se dará
valor, en cuanto tenga sentido, a la formulación en que se haya expresado la vo-
luntad hipotética o eventual del testador. Así resulta de la norma contenida en el
art. 675-1 C., según el cual, toda disposición testamentaria deberá entenderse
en el sentido literal de sus palabras, a no ser que aparezca claramente que fue
otra la voluntad del testador. En caso de duda se observará lo que aparezca más
conforme con la voluntad del testador según el tenor del mismo testamento.

Obsérvese que de este precepto se deduce, en cualquier caso, que el testador corre el
riesgo y, en definitiva, se responsabiliza de que sea eficaz el otorgamiento que eventual-
mente no refleje perfectamente su voluntad interior, si ésta no puede determinarse a tra-
vés del testamento o por vías externas al mismo, lo que será ciertamente difícil, habida
cuenta de la naturaleza del acto como de última voluntad. El ordenamiento, además, por
puras razones de seguridad que, en definitiva, se articulan dando valor a las apariencias,
recorta la trascendencia de aquellos supuestos de error en que la voluntad testamentaria
puede ser defectuosa y no del todo adherente a la declaración, dando lugar consecuente-
mente a una desconexión genérica entre aquélla y ésta, limitando en forma más acusada
—según ya sabemos— que en tema de contrato, la alegación del indicado vicio de la
voluntad. Resultan así conformes a las normas legales, fundamentalmente, las solucio-
nes a que propenden las teorías de la voluntad y de la responsabilidad.

D. Contrato. En el caso del contrato, la disciplina legislativa se complica


mayormente, puesto que, por tener en este supuesto negocial carácter recepticio
las declaraciones, se ha de atender también a los postulados en que se inspira la
teoría de la confianza.
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En el Derecho positivo encontramos, desde luego, una larga serie de precep-


tos que se muestran netamente favorables a la preponderancia de la voluntad en
la conclusión del contrato, tales como los arts. 1.254, 1.258, 1.262 y 1.265 Cc., a
los que cabría todavía añadir los arts. 1.281 y 1.282-2 Cc., pero en otras ocasio-
nes parece otorgarse una tutela restringida a la voluntad en beneficio de la decla-
ración.

Tal ocurre, por ejemplo, con la condicionada trascendencia de los vicios de la vo-
luntad, que suponen en definitiva una desconexión genérica entre la voluntad y la decla-
ración; con la disciplina del error obstativo sobre la persona y, sobre todo, con el trata-

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§ 51. DESCONEXIÓN ENTRE LA VOLUNTAD Y LA MANIFESTACIÓN 177

miento de la violencia física o de la incapacidad natural, en cuyos dos últimos supuestos


se mantiene en vigor, también por respeto a las apariencias y mientras no sea anulada,
una declaración que no tiene ningún apoyo o conexión con una voluntad.

Por otra parte, el acuerdo contractual reclama de suyo, según ya se ha seña-


lado anteriormente, que la oferta y la aceptación tengan carácter recepticio (art.
1.262-1 Cc.), lo que entraña no sólo que sus autores se responsabilicen de las
mismas en cuanto al modo en que confluyen para formar concurrentemente el
consentimiento, sino también que hayan de soportar el riesgo por la confianza
que, de buena fe, ponga en ellas la contraparte, según se deduce claramente del
precepto que se contiene en el art. 1.258 Cc. (vid. también arts. 1.284, 1.286 y
1.289 Cc.).

La jurisprudencia, por su parte, si exige, como criterio básico para que el contrato
sea válido, la coincidencia de la voluntad real con la declaración externa, se ha hecho
con frecuencia eco, desde antiguo, de los criterios de la responsabilidad, de la confianza
o de la protección de la buena fe y de la seguridad del comercio jurídico, en atención a
los cuales se habría de mantener, aunque fuera por excepción, una declaración cuya dis-
conformidad con la voluntad fuera imputable a su autor (así, en la S. 23 mayo 1935), te-
sis que, reiterada por numerosas resoluciones posteriores (como las SS. 27 octubre
1951, 13 marzo 1952, 16 noviembre 1956 y 1 diciembre 1959, entre otras muchas), es la
que ya sostiene el Tribunal Supremo corrientemente.

328. Los diferentes supuestos de desconexión.

La desconexión entre la voluntad interna y la manifestación exterior se pro-


duce cuando existe violencia física, error obstativo, reserva mental, declaración
no seria o simulación.

La doctrina suele agrupar tradicionalmente estos diferentes supuestos en casos de


discrepancia involuntaria, aunque eventualmente consciente (violencia física y error
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obstativo), y de discrepancia voluntaria (declaración no seria, reserva mental y simula-


ción). Esta clasificación no tiene otra trascendencia que la meramente didáctica, pero a
ella se puede objetar que, en realidad, en los casos de violencia y de declaración no seria
no hay una verdadera discrepancia, puesto que faltan tanto la voluntad como una decla-
ración propiamente dicha, y que en la agrupación que supone alguno de sus apartados se
reúnen conceptos cuyo tratamiento es totalmente diferente.
Otra clasificación más moderna y circunstanciada, propuesta por CARIOTA-FERRARA,
indica por separado los supuestos de falta de voluntariedad en la manifestación (violencia,
como caso más destacado), de falta de voluntariedad en la declaración o en el contenido
de la misma (error obstativo) y de falta de voluntad en el contenido de la declaración (de-
claración no seria, reserva mental y simulación).

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178 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

A. En el caso de la violencia física, en cuanto que, como define el art. 1.267-1 Cc.,
hay violencia cuando para arrancar el consentimiento se emplea una fuerza
irresistible, es claro que la voluntad sólo puede serlo en un sentido figurado o
formal, y que tampoco puede hablarse aquí de una verdadera declaración, que
habría que referir al agente del negocio sobre el que se ejerza la violencia en un
sentido exclusivamente material, por ser completamente incompatible la violen-
cia con la voluntad (de ahí la tradicional calificación de la vis física como abla-
tiva) y, por supuesto, con la voluntariedad de la declaración. No cabe hablar
propiamente en este caso de discrepancia entre la voluntad y la declaración,
puesto que la primera no existe y la segunda es sólo aparente.
Como consecuencia de estas realidades, el negocio conseguido con violencia
debería ser radicalmente nulo y no producir efecto alguno. No obstante, la ley no
siempre es de la misma opinión y, en atención a la apariencia y al principio con-
siguiente de la conservación del negocio, opta a veces por degradar la violencia
a mero vicio de la voluntad negocial realmente inexistente, concediendo al ne-
gocio validez provisional y confiando al agente del negocio violentado y even-
tualmente a su contraparte, la impugnación del negocio. Así se deduce de pre-
ceptos tales como los arts. 1.265 y 1.268, en relación con los arts. 1.300 a 1.302
Cc., en tema de contratos y, con un alcance más general, la Ley 19-2 Comp. Na-
varra, que, con claro lenguaje, dispone que son anulables las declaraciones vi-
ciadas por violencia física grave. La misma orientación parece seguir el legisla-
dor en materia de negocio jurídico testamentario, siquiera la sola referencia a la
violencia y la elusión de la intimidación en el art. 673 Cc. han dado pie a dife-
rentes opiniones doctrinales (vid. en estos Elementos, t. V, § 45).

Una solución más concorde con la teoría de la voluntad se encuentra, en cambio, en


la disciplina del matrimonio. La apremiante afirmación legal de que para que haya ma-
trimonio se requiere ineludiblemente el consentimiento matrimonial (art. 45-1 Cc.), evi-
ta por completo que la violencia física pueda tratarse de igual modo que el vicio de la
voluntad consistente en la violencia moral o intimidación (a pesar del equívoco término
de «fuerza» presente en el art. 76 Cc.); de modo que, en el difícil caso de que tenga lu-
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gar un matrimonio por violencia, éste habría de considerarse totalmente inexistente en


razón del precepto antes citado, si no hubiera que considerarlo como radicalmente nulo
por consecuencia de lo que dispone el art. 73- 1.º Cc.

B. El error obstativo, en cuanto que supone un error en la declaración que puede im-
plicar la falsa representación de la causa o función negocial, del objeto de la negocia-
ción y de la persona con la que el negocio se celebra o a la que el negocio afecta, o con-
sistir en una equivocación material del declarante o en la transmisión de su declaración,
produce una indudable divergencia entre la voluntad interna y la manifestación exterior,
por lo que debería dar lugar siempre, de poder probarse la existencia del error, a la inva-
lidez radical o insubsanable del negocio (vid. supra, núm. 316).

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§ 51. DESCONEXIÓN ENTRE LA VOLUNTAD Y LA MANIFESTACIÓN 179

Ello es así, sin embargo, en un número limitado de supuestos, unas veces, en


relación al contrato y al matrimonio, porque el legislador entiende que no todo
error obstativo provoca disenso entre los contratantes o los contrayentes y, en
otras ocasiones, como en el testamento, porque la divergencia entre la voluntad
y la declaración se intenta salvar, cuando ello es posible, en atención a la irrepe-
tibilidad del negocio de última voluntad.
En relación al consentimiento contractual, el error obstativo, aparte de los
supuestos del error en la transmisión o del error material del declarante, sólo jue-
ga como tal, por producir disenso entre los contratantes, cuando se configura
como error in negotio o error in re (arg. art. 1.262-1 Cc.), dejándose al margen
de dicha categoría al error in persona, que se considera regulado por la discipli-
na del error motivo sobre la sustancia o sobre las condiciones, no sobre la identi-
dad, de la cosa objeto del contrato (art. 1.266 Cc.). Algo semejante puede afir-
marse en relación a la disciplina matrimonial.
En el caso de los contratos, salvo que el error obstativo recaiga en la identi-
dad de la persona del otro contratante o se configure en otros supuestos un tanto
académicos que pueden considerarse marginales, siempre da lugar al disenso en-
tre los contratantes, por no poderse alcanzar el acuerdo o concurso de oferta y
aceptación a que se refiere el art. 1.262-1 Cc. Sin embargo, buena parte de la
doctrina resuelve la cuestión dando al error obstativo, a falta de una disciplina
específica que se le refiera expresamente, la misma normativa que el ordena-
miento conoce para el error vicio de la voluntad. Pero tal solución, aceptada le-
gislativamente en otros ordenamientos, es poco concorde con la realidad de las
cosas, pues si se produce disenso el error debe comportar, como mantiene DE
CASTRO, la inexistencia o la nulidad radical del contrato, salvo que haya de dár-
sele trascendencia para proteger la confianza puesta de buena fe por un contra-
tante en la declaración del otro. En esta orientación se colocan algunas decisio-
nes jurisprudenciales sobre error obstativo en la declaración, como las SS. 23
mayo 1935 y 26 noviembre 1956 (vid. también SS. 4 junio 1992, 25 febrero
1995, 25 septiembre y 22 diciembre 1999 y 10 abril 2001).
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C. En los casos de declaración no seria (hecha ioci o iocandi causa, docendi


causa, etc.), es claro que no subsiste una voluntad negocial ni, por otra parte,
puede hablarse tampoco de que exista una verdadera declaración.

En este supuesto no hay lugar propiamente a una discrepancia o divergencia entre


una voluntad y una declaración que no tienen razón de poder ser considerados como ta-
les a efectos de negociación. Podría plantearse, con todo, en relación a las declaraciones
recepticias de voluntad, si la declaración no seria hecha en un contexto que pueda pro-
vocar la confianza ajena habría de tener valor como verdadera declaración, aun no es-
tando sostenida por una voluntad sustancial. La cuestión, en cualquier caso, parece que

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180 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

no podría suscitarse en relación al matrimonio, para cuya existencia se requiere, en todo


caso, el consentimiento matrimonial (arts. 45 y 73 Cc.).

D. La reserva mental, en cambio, provoca en todo caso una discrepancia, de


carácter voluntario, entre la voluntad y la declaración. Lo que ocurre es que el
pensamiento del agente del negocio que, al emitir la declaración, hace reserva
mental no puede reconocerse exteriormente, por lo que este supuesto de desco-
nexión entre voluntad y declaración se ha considerado siempre —salvo, acaso,
si tiene conocimiento la otra parte negocial en los negocios bilaterales— como
irrelevante, valiendo la declaración efectuada. La opinión generalizada en la
doctrina de la intrascendencia de la reserva mental es más difícilmente sosteni-
ble, de poder probarse su existencia, relativamente al matrimonio, por el espe-
cial relieve que para el mismo tiene el consentimiento matrimonial.

329. Significado y caracteres de la simulación.

Existe simulación cuando se finge celebrar un negocio jurídico sin que se de-
see igualmente que surtan los efectos propios del mismo. En cierto modo, podría
decirse que la simulación es una figura en algún sentido semejante a la reserva
mental, si bien se diferencia de la misma en que mientras ésta subsiste sólo en el
pensamiento del agente del negocio, la simulación requiere el propósito delibe-
rado y concorde de los interesados en el mismo. Por otra parte, y a diferencia de
la reserva mental, que supone siempre una divergencia entre la voluntad y la de-
claración, en la simulación la divergencia se establece no tanto, aunque también
exista en relación a una de las declaraciones, entre la voluntad y la declaración,
sino más bien entre la declaración que se exterioriza y la declaración que se
mantiene secreta entre los agentes del negocio (o entre el agente del negocio
unilateral recepticio y la persona directamente interesada en el mismo) y que és-
tos desean que sea válida y eficaz entre ellos.
En la simulación, en efecto, la declaración ficticia o aparente, que se exterioriza,
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tiende a realizar un negocio y la declaración real o verdadera, que se mantiene secre-


ta, tiende precisamente a dejar la primera sin efecto. Por eso a esta última se le cono-
ce también habitualmente en la doctrina como contradeclaración. La simulación,
que es un fenómeno muy frecuente en la experiencia jurídica, como pone de relieve
la abundantísima jurisprudencia sobre la materia, se estructura sobre tres elementos
fundamentales: una intención disimulada, que no se transparenta en una de las decla-
raciones, la que se exterioriza a todos; una intención simulatoria, lograda mediante
un compromiso entre quien hace la declaración y quien, sea o no con carácter recí-
proco, la recibe (el llamado acuerdo simulatorio); y una expresión simulada de una
voluntad que no existe o que existe con un alcance distinto. En relación a este último

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§ 51. DESCONEXIÓN ENTRE LA VOLUNTAD Y LA MANIFESTACIÓN 181

elemento, la simulación puede ser absoluta o relativa, según que el negocio que se
lleva a cabo sea completamente aparente y se finge realizarlo cuando en realidad no
se quiere ni ése ni otro negocio, o que se manifieste que se celebra un negocio y se
encubra otro que efectivamente se concierta.
La clasificación entre simulación absoluta y relativa, a cuya diferenciación
la jurisprudencia ha dedicado permanente atención (vid. entre las más significa-
tivas, S. 29 octubre 1956), puede ejemplificarse indicando los contratos celebra-
dos ficticiamente con objeto de sustraer bienes a la acción de los acreedores o
recordando, en el segundo caso, el encubrimiento de una donación bajo la apa-
riencia de la celebración de una venta. Otros ejemplos de simulación relativa
que pueden señalarse son los de la ficción de un contrato puro como condiciona-
do o viceversa, la expresión en un contrato oneroso de un precio inferior o supe-
rior al verdadero o la indicación como adquirente en virtud de una convención
de una persona distinta de aquélla para la que la adquisición es querida.

El acuerdo simulatorio tiene siempre por objeto engañar a los terceros, puesto que a
través del mismo se conviene la celebración de un negocio para alcanzar una finalidad dis-
tinta de la que es propio perseguir mediante el negocio aparentemente celebrado. De este
significado básico del acuerdo simulatorio de buscar una finalidad distinta a través del ne-
gocio fingido de la que es propia de él, se deriva la aparente afinidad entre el negocio si-
mulado y los negocios indirectos y fiduciarios, que, sin embargo, son completamente dife-
rentes de aquél y son objeto de consideración específica en otro lugar de este libro (infra,
núms. 341 y 342). En el acuerdo simulatorio al objetivo de engaño acompaña frecuente-
mente, aunque no necesariamente, el ánimo de defraudar (vid., entre otras, SS. 25 junio
1930,29 enero 1945,29 octubre 1956 y 13 febrero 1958), pero también puede ocurrir que
el acuerdo simulatorio obedezca a una finalidad no sólo lícita sino perfectamente inocua.

Como la simulación requiere el acuerdo simulatorio, no cabe hablar de la


misma sino en relación a los negocios bilaterales o plurilaterales, como los con-
tratos o el matrimonio, o a los negocios unilaterales con dimensión recepticia,
como, por ejemplo, la remisión de la deuda (artículo 1.187 Cc.), pues solamente
en estos casos puede establecerse el compromiso de la ficción entre quien hace
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la declaración y aquél al que aquélla se dirige. De la simulación no puede


hablarse, particularmente, en relación al testamento, por faltar la posibilidad del
acuerdo simulatorio al ser un acto unilateral no recepticio, al menos en el sis-
tema del Cc., que no admite el testamento mancomunado (art. 669 Cc.).

330. La disciplina de la simulación en el contrato.

A. La doctrina mayoritaria: simulación y «expresión de una causa falsa».


La doctrina y la jurisprudencia, con práctica unanimidad, señalan el art. 1.276

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182 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

Cc. como base de la disciplina positiva de la simulación en el ámbito contrac-


tual. Según este precepto, la expresión de una causa falsa en los contratos dará
lugar a la nulidad, si no se probase que estaban fundados en otra verdadera y lí-
cita. Sin embargo, la concentración de la disciplina de la simulación en los con-
tratos en esta norma, sobre no ser totalmente congruente con la historia de este
precepto, conecta la simulación directamente con la causa, sin tener en cuenta
que el ámbito de la simulación es mucho más amplio, como la propia experien-
cia jurídica, al igual que el propio Código, demuestran.
Se ha querido ver, en efecto, en el art. 1.276 Cc. el reflejo de una supuesta
concepción tradicional de la simulación referida a una causa falsa o fingida, de
modo que, sobre esta base convencional, el propio texto del precepto distingui-
ría implícitamente, al señalar sus dos alternativas normativas, entre la simula-
ción absoluta y la relativa.

Esta valoración del art. 1.276 Cc. no parece corresponderse con los antecedentes del
precepto ni con la propia sistemática del Código. En efecto, y por influencia francesa, el
concepto de causa falsa recogido en este precepto equivale, de manera genérica, al error
en el que únicamente se fundó el consentimiento y sin cuya equivocación no se habría
contratado. Por otra parte, el propio Código se refiere también a la expresión de una fal-
sa causa con ocasión de la institución de heredero o del nombramiento del legatario en
el art. 767, y respecto de este supuesto se ha considerado ordinariamente que expresión
de una causa falsa significaba expresión de una motivación errónea de la institución o
del nombramiento, no habiendo razón para pensar, salvo que se demuestre cumplida-
mente, que el Código utiliza las mismas palabras con un significado diverso en cada uno
de los preceptos. Por otra parte, que el art. 1.276 refiere la causa falsa a la idea de error
se confirma por el contenido del art. 1.301-2 Cc., con la consecuencia de que la acción
de impugnación nacida del art. 1.276 prescribe a los cuatro años y de que la invalidez a
que el mismo se refiere, en el pasaje que habitualmente se entiende como indicativo de
la simulación absoluta, sería de mera anulabilidad, permisiva de la convalidación del
negocio por el transcurso del tiempo, cuando, en realidad, en el caso de la simulación
absoluta faltan en el contrato fingido los requisitos que el art. 1.261 señala como im-
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prescindibles para que surja el contrato y se considera unánimemente que la acción de


simulación es imprescriptible.
En otro sentido, basar la disciplina de la simulación en el art. 1.276 Cc. partiendo de la
causa falsa, según la interpretación corriente de esta norma, tiene que encontrar necesaria-
mente dificultades en cuanto a la determinación del ámbito de los supuestos prácticos de
simulación más allá de los casos en que se aparente celebrar un determinado negocio típi-
co y, en realidad, se quiera concluir otro o no se quiera concluir nada. En este aspecto, no
han dejado de suscitarse algunas dudas sobre la posibilidad de que pudiera determinarse
un supuesto de simulación cuando se hubiera ocultado, bajo una apariencia diversa, una
modalidad contractual, el objeto de la convención o la persona de alguno de los contratan-
tes.

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§ 51. DESCONEXIÓN ENTRE LA VOLUNTAD Y LA MANIFESTACIÓN 183

B. Los preceptos específicos sobre simulación. En nuestra opinión, la cons-


trucción técnica de la simulación debe llevarse a cabo sobre los preceptos que
indudable y específicamente se refieren a ella, esto es, sobre la base de los arts.
628,755 y 1.459 Cc. De esta manera, aparte de tener la seguridad de que opera-
mos con las normas que contienen la concepción legal de la categoría, podremos
construir un concepto de simulación que no se refiere exclusivamente a la causa
sino también a los otros elementos o circunstancias del contrato, de acuerdo, por
lo demás, con lo que ocurre en la realidad. El art. 628 Cc. se refiere a la dona-
ción llevada a cabo mediante una interposición ficticia de persona; el art. 755
Cc. se refiere al contrato bajo el que se oculta una disposición testamentaria en
favor de un incapaz; y el art. 1.459 se refiere a la interposición personal en la
compraventa. Estos preceptos consienten afirmar no sólo que el contrato disimu-
lado vale si reúne los requisitos del art. 1.261-1.º Cc. (lo que no tiene lugar en
los casos contemplados en las citadas normas: arg. arts. 1.255 y 1.275 Cc.), sin
que pueda valer el contrato aparente al no estar sustentado por un consenti-
miento que se refiere a la causa y al objeto; sino también que el Cc. admite la
simulación tanto referida a la causa como a los otros requisitos del contrato.

Es cierto que esta conclusión se corresponde en buena parte con la que se deriva de
la interpretación habitual del art. 1.276 Cc. en tema de simulación, pero, sobre poderse
considerar técnicamente más correcta, señala con mayor propiedad el ámbito y la opera-
tividad de la simulación. Con técnica mucho más perfecta que la del Cc., en el Derecho
civil navarro se dedica a la simulación la Ley 21 Comp., a cuyo tenor, los actos produ-
cen los efectos propios de la declaración manifestada por las partes, pero si fueran si-
mulados, sólo valdrá lo que aquéllas hayan querido realmente hacer, siempre que fuere
lícito y reúna todos los requisitos formales que la ley exija para el mismo. La nulidad de
la declaración simulada no puede alegarse contra terceros de buena fe.

C. La acción de simulación. La apariencia del contrato disimulado puede ser


atacada por las personas interesadas por la misma, es decir, los contratantes que
la llevaron a cabo y sus herederos y los que se ven afectados por sus consecuen-
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cias. Como dice la S. 30 octubre 1999, la acción no es pública, sino que es nece-
sario para su eficaz ejercicio que quien actúe procesalmente con aquella
finalidad tenga un interés jurídico protegible.
Esta acción de impugnación encuentra su razón de ser en la conveniencia de
que se compruebe la verdadera realidad jurídica oculta bajo una falsa apariencia.
consecuencias de esta significación de la acción de simulación —cuyo ejercicio
conlleva la carga de aportar unas pruebas con frecuencia de difícil posesión—
son, de una parte, el carácter de su imprescriptibilidad y la amplitud de la legiti-
mación para su ejercicio. Además de los simulantes o sus herederos, está legiti-
mada para ejercitar la acción de simulación toda persona interesada o afectada

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184 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

por ella, como, por ejemplo, los legitimarios de los simulantes, sus acreedores,
los arrendatarios de los bienes aparentemente enajenados, los adquirentes o ce-
sionarios de las posiciones jurídicas derivadas de la simulación y, en general,
cualquier otro interesado.
El ejercicio de la acción de simulación está encaminado a pedir que se decla-
re la existencia de la misma. Si la simulación es absoluta el contenido de la de-
claración se concretará a la nulidad radical del negocio simulado, en base a que
sobre él no recayó el consentimiento que exige el art. 1.261 Cc. para la existen-
cia del contrato; si la simulación es relativa, la declaración considerará nulo el
negocio o contrato simulado o aparente en base a las mismas razones, pero de-
terminará también la validez del contrato disimulado u ocultado, siempre, natu-
ralmente, que reúna los requisitos necesarios.

Un supuesto particular de simulación especialmente interesante por su frecuencia, y


por la abundancia de jurisprudencia que ha provocado, es el de la donación de bienes in-
muebles disimulada por un contrato de compraventa. La jurisprudencia, en ocasiones,
ha entendido que es suficiente que el negocio aparente de venta se haya hecho en escri-
tura pública para considerar que se ha cumplido el requisito de forma del art. 633 Cc.,
pero generalmente, sobre todo en los últimos veinticinco años, se muestra muy restricti-
va y sostiene, con criterio seguramente más acertado, que, al no haber en la escritura pú-
blica de la venta ficticia manifestación de la causa donandi, no sólo será nula la venta
sino también la donación.
La declaración de la simulación y sus consecuencias no pueden afectar a los terceros
que, de buena fe, hubieran adquirido alguna posición jurídica confiados en la apariencia
del negocio disimulado. Así lo ha determinado frecuentemente la jurisprudencia (cfr., por
ejemplo, la S. 27 octubre 1951), y ésta es también la posición adoptada, según se ha rese-
ñado, en el Derecho navarro.

331. La simulación en el matrimonio.

La simulación del matrimonio no figura específicamente entre los supuestos


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invalidantes de las nupcias señalados en el Cc., a diferencia de lo que se preveía


en el proyecto gubernativo que desembocó en la Ley de reforma de 7 de julio de
1981. Pero, en realidad, la invalidez del matrimonio simulado no se elude en la
nueva disciplina, puesto que la simulación está comprendida en la falta de con-
sentimiento matrimonial a que se refiere el art. 73-1.º Cc.

La explicación de la simulación dentro de las causas de nulidad del matrimonio


pareció, seguramente, conveniente a los redactores del proyecto de ley por razones de
oportunidad, cifradas tanto en una cierta enemiga doctrinal tradicional a reputar como
inválido al matrimonio simulado como en la relativa frecuencia de esta suerte de si-

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§ 51. DESCONEXIÓN ENTRE LA VOLUNTAD Y LA MANIFESTACIÓN 185

mulación. Una buena parte de la doctrina venía, en efecto, no considerando a la simu-


lación del matrimonio como comportadora de su nulidad, por entender que la trascen-
dencia invalidante de la simulación en los negocios familiares no era compatible con
el interés superior a que se atiende con estos negocios. En el caso del matrimonio se
pensaba, además, particularmente en relación al celebrado en forma ordinaria, que la
intervención del encargado del Registro civil, aun sin ser constitutiva, dotaba a la ce-
lebración de unas características tales que, frente a dicha intervención de la autoridad
judicial, debía considerarse intranscendente la simulación acordada por los contrayen-
tes. Contra esta actitud se hacía necesario afirmar, desde planteamientos menos for-
males y más realistas y sensibles a la sustancia de las cosas, la simulación como causa
de nulidad, por no parecer lógico que se considerara verdadero y válido matrimonio
una mera apariencia del mismo, confeccionada con una finalidad diversa —y, por lo
mismo, fraudulenta— de la que persigue el matrimonio, que es el establecimiento de
una comunidad de vida.
Estos razonamientos se hacían más apremiantes ante la realidad de la simulación ma-
trimonial, con finalidades tan diversas como la subrogación en una vivienda, la obtención
de un permiso de residencia o la adquisición de la nacionalidad mediante residencia en el
corto tiempo de un año (vid. art. 22-2 Cc.), un supuesto este último, al parecer, bastante
corriente. Aparte de los ejemplos concretos ahora mencionados son, en general, matrimo-
nios simulados todos aquellos en que los que aparentan contraer matrimonio se ponen ex-
presamente de acuerdo, con la misma intención fraudulenta de engañar a los demás, en no
aceptar los fines matrimoniales o, lo que es lo mismo, el cumplimiento de las obligacio-
nes, y el ejercicio de los derechos correlativos que del matrimonio se derivan. Esta clase
de matrimonios son, según ya se ha indicado, nulos, por aplicación de lo dispuesto en el
art. 73-1.º Cc.

INDICACIÓN BIBLIOGRÁFICA. En relación a la desconexión entre voluntad y declaración


y a los criterios de su superación conserva particular interés la voz de SACCO, «Affida-
mento», en Enciclopedia del Diritto, I (Milano, Giuffré, 1958), págs. 661 ss.
Sobre la simulación negocial, puede verse amplia bibliografía, sobre todo italiana, en
la anterior edición de esta obra. Parece ahora más adecuado hacer referencia tan sólo a al-
gunas obras españolas recientes: CÁRCABA, María, La simulación en los negocios jurídi-
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cos, Barcelona, 1986; DURÁN RIVACOBA, Ramón, Donación de inmuebles. Forma y simu-
lación, Pamplona. 1995 y SALVADOR CODERCH, P. y otros, Simulación y deberes de
veracidad. Derecho civil y Derecho penal: dos estudios de dogmática jurídica, Madrid,
1999; recordando, por otra parte, las importantes aportaciones en obras más generales (en
particular, el Negocio jurídico, de DE CASTRO) y los muy numerosos comentarios de juris-
prudencia, muchos de ellos en Cuadernos Civitas de Derecho Civil. Véanse mayores pre-
cisiones en los vols. correspondientes a contrato (II, 1.º) y matrimonio (IV).
Sobre otros supuestos de desconexión, GORDILLO CAÑAS, «Violencia viciante, violen-
cia absoluta e inexistencia contractual», RDP, 1983, págs. 214 ss.; JORDANO FRAGA, Fran-
cisco, Falta absoluta de consentimiento e ineficacia contractuales, Bolonia, 1988 y VERDA
BEAMONTE, «error obstativo», CCJC, 53, P. 619.

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186 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

§ 52. ¿CAUSA DEL NEGOCIO JURÍDICO?

332. Causa del contrato y causa de la obligación.

A. El art. 1262. El epígrafe de la sección tercera del Capítulo II, título II, li-
bro IV del Cc. reza así: «De la causa de los contratos». Según esto, cada contrato
tendría una causa. También el art. 1.262 al exigir que el consentimiento de am-
bos contratantes, es decir, «el concurso de la oferta y de la aceptación», recaiga,
además de sobre el objeto, sobre la «causa que ha de constituir el contrato», pre-
supone que el contrato tiene una causa: que hay un requisito del contrato que se
llama causa. Así resulta, finalmente, del art. 1.261-3: «no hay contrato sino
cuando concurre... causa».
Para la mayor parte de la doctrina, estos preceptos exigen para la existencia
o validez del contrato un requisito, la causa, distinto y además del consentimien-
to y del objeto. Este requisito entrañaría una exigencia de seriedad, realidad y
moralidad del contrato: no habría contrato, por falta de causa, cuando las partes
contratantes se limitan a simular, a fingir que pactan, sin querer las aparentes es-
tipulaciones, o bien cuando lo convenido es indigno de tutela o (además) inmo-
ral. Siendo cierta en lo esencial esta consecuencia, no parece, sin embargo, que
entonces la causa del contrato constituya un quid distinto del contenido, sino que
más bien representa sólo una cualificación del mismo, amén de la exigencia de
que tal contenido sea real, todo lo cual es una cuestión de consentimiento o, en
su caso, de objeto.
Es a este contenido al que se refiere el art. 1.262 cuando exige «el concurso
de la oferta y la aceptación sobre la cosa y la causa que han de constituir el con-
trato»: las partes han de estar de acuerdo, tanto sobre las cosas o servicios que
van a constituir el objeto de la prestación (su clase, calidad y cantidad, tiempo y
lugar, etc.), como sobre el género de transacción que pretenden concluir: trans-
misión de la propiedad o del uso, o prestación de servicios mediando precio o
no, etc. Pero para apreciar que las partes se han puesto de acuerdo en celebrar tal
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contrato y no tal otro o ninguno, podría prescindirse del requisito de la causa,


pues en realidad no añade nada que no se halle ya incluido en el propio concepto
de contrato. Y para censurar la asocialidad o ilicitud de las estipulaciones no es
necesario establecer un nuevo requisito sobre el cual vaya a recaer la nota censo-
ria de asocial o inmoral.
B. La causa de la obligación. El sentido del elemento causa en el contrato
queda mucho más claro si nos percatamos de que el precepto que más directa-
mente la exige como requisito sine qua non de existencia, no la considera como
un componente inmediato del propio contrato, sino como un presupuesto de la obli-
gación o las obligaciones a que da nacimiento aquél. En efecto, el art. 1.261, que

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§ 52. ¿CAUSA DEL NEGOCIO JURÍDICO? 187

enumera los requisitos sustanciales de tal instituto, de modo que sin ellos —dice—
no hay contrato, no requiere una «causa del contrato», sino precisamente una
«causa de la obligación que (en el contrato) se establezca». Tal expresión preci-
sa y delimita el sentido del requisito. Nos hallamos en el terreno de los contratos
productores de obligaciones: de los que vinculan al promitente —a ambas par-
tes, en su caso— a realizar en el futuro una prestación. Pues bien: es a esta vin-
culación individual, no al entero contrato, a la que se le exige una causa.
Esta causa, en los contratos onerosos, es la contra prestación esperada o reci-
bida del obligado. Lo explica, sin lugar a dudas, el período inicial del art. 1.274: en
tales contratos se entiende por causa «para cada parte contratante, la prestación o
promesa de una cosa o servicio por la otra parte»: una causa distinta para cada
contratante, bien se ve: no una causa única para el contrato en sí. Entonces, sustitu-
yendo en el art. 1.261-3.º la expresión «causa de la obligación que se establezca»
por la definición de la misma en el art. 1.274, viene a decir dicho art. 1.261-3.º que
«no hay contrato oneroso sino cuando concurre... para cada parte contratante, la
prestación o promesa de una cosa o servicio por la otra». Se vincula el uno porque
el otro promete o presta, de modo que es esta promesa o prestación del otro la cau-
sa de que llegue a existir y sea eficaz la vinculación del uno.

Esto segundo tiene más sentido. El contrato oneroso lleva consigo un intercambio
de prestaciones: el comprador debe pagar el precio al vendedor y éste entregarle la cosa.
Y de prestaciones conexas, correlativas, condicionándose recíprocamente: como vere-
mos al estudiar el Derecho de obligaciones, si el vendedor no entrega la cosa vendida, el
comprador puede resolver la venta. Es esa correlación de las prestaciones la que, previa-
mente, condiciona la realidad del contrato (sinalagma genético).

Cuando la obligación de una parte no tiene una contrapartida en la otra, que


se limita a recibir la cosa o la promesa de pago sin dar nada a cambio, el art.
1.274 dice que la causa de la obligación del donante (como, luego, de la atribu-
ción ya efectuada) es «la mera liberalidad del bienhechor».
Como se ve, mientras en los contratos onerosos la obligación de cada parte
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tiene por causa la de la otra, o, en general, la ventaja que espera obtener del con-
trato; en los a título gratuito ha sido preciso buscar la causa en otro ámbito: DO-
MAT ya había señalado que podía estar en «cualquier motivo razonable y justo,
como un servicio prestado o cualquier otro mérito del donatario», pero como ha-
bía añadido que ese motivo podía ser «el solo placer de hacer el bien», la doctri-
na concluyó que la causa del contrato a título gratuito es la intención liberal, de
prestar u obligarse sin recibir nada a cambio (sobre negocios onerosos y gratui-
tos, infra, núm. 352, C).
El legislador, en suma, exige que cada vinculación (la facultad de pedir del
uno, la obligación de prestar del otro) esté justificada. Cada compromiso, cada

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188 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

deuda, requiere una justificación: si se contrae sin ella, no vale, por falta de cau-
sa. La adquisición de cualquier posición jurídica precisa de una causa real y vá-
lida, y esto es lo que vienen a explicar los artículos hasta ahora citados: el 1.261-
1 y el 1.274, así como el 1.275, según el cual (lo transcribo en lo que aquí intere-
sa) los contratos sin causa no producen efecto alguno.

Esta es, sobre todo, la explicación del período inicial del art. 1.274: cuando yo com-
pro un vagón de cemento a Matilde por tal precio, causa (en el sentido de tal precepto)
de mi obligación de pagar el precio es la obligación que contrae Matilde de entregarme
el cemento, y viceversa. Son las relaciones de crédito y deuda, aisladas, las que tienen,
cada una, una causa, que justifica su existencia. Claro que, en la conversación corriente,
yo diré que Matilde me debe el cemento por compra, y Matilde dirá lo mismo en cuanto
a las pesetas que yo le debo. Pero en lenguaje legal la causa de las obligaciones que asu-
mimos (de entregar el cemento y el dinero, respectivamente) es la perspectiva de la obli-
gación ajena: yo me obligo a dar esto porque ella se obliga a dar lo otro.
O mirada la cuestión desde el punto de vista de los créditos resultantes de la venta: yo
soy acreedor de un vagón de cemento porque me he obligado a dar tantas pesetas: porque
le he atribuido a Matilde el derecho de exigirme tantas pesetas. Mi crédito tiene como cau-
sa el de Matilde.

C. La causa de la atribución. Al estudiar los derechos sobre las cosas vere-


mos cómo, en principio, la propiedad y los otros derechos sobre ellas se transmi-
ten de un titular a otro (adquisición derivativa) «por consecuencia de ciertos
contratos, mediante la tradición» (art. 609 Cc.). La adquisición del la propiedad,
entonces, está justificada por el contrato antecedente: cuando yo compro un
paquete de cigarrillos me hago dueño de él por compra: el contrato de compra
es la causa de mi adquisición de la propiedad del paquete.
Esta exigencia de una causa justificativa de la adquisición de una posición
jurídica (la de propietario, en el ejemplo), no es, pues, una regla privativa del
Derecho de obligaciones: al contrario, se extiende a cualesquiera adquisiciones,
sean de un derecho de crédito o de uno real.
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En punto a necesidad de una justificación, se asimilan los conceptos de obli-


gación o promesa y de entrega a título de transmisión de la propiedad (o trans-
misión o constitución de otro derecho real). Ambos, creación de la deuda y
transmisión de la propiedad (o de la deuda) son actos que entrañan una atribu-
ción patrimonial. El que da algo, o promete algo, atribuye al destinatario la cosa
o el crédito: en cualquier caso, aumenta su patrimonio con la una o el otro. Si a
mí me dan mil, o me prometen mil, en un caso soy dueño y opero en el ámbito
de los derechos sobre las cosas; en el otro soy acreedor y me muevo en el terreno
de los derechos de obligación, pero en uno y otro caso me he enriquecido, he re-
cibido algo, cosa o promesa, y consiguientemente inscribo en el inventario de

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§ 52. ¿CAUSA DEL NEGOCIO JURÍDICO? 189

mis bienes, sea la propiedad de los mil, sea mi crédito por los mil. Y es ese enri-
quecimiento determinado por la atribución patrimonial el que requiere una causa
que lo justifique (justa causa).
En su sentido más amplio se entiende por atribución patrimonial todo bene-
ficio valuable que recibe un sujeto a costa de otro. No importa la naturaleza del
beneficio: puede consistir en la adquisición de un derecho, real o de crédito; o en
la desaparición de una carga (por ejemplo, consolidación de la plena propiedad
por extinción voluntaria del usufructo), o en la condonación de una deuda, etc.

Más corrientemente la atribución patrimonial se opera mediante negocio jurídico,


pero también puede realizarse en virtud de actos materiales: especificación, mezcla,
construcción sobre suelo ajeno, etc. Obsérvese que en estos casos la atribución puede
llevarse a cabo sin intervención del favorecido, y lo mismo ocurre cuando se opera me-
diante negocio jurídico unilateral (renuncia a una servidumbre que grava la finca del
atributario, por ejemplo) o por contrato del disponente con un tercero (pago de deuda
ajena sin intención de recobrar lo pagado; contrato en favor de tercero, etc.).
El aumento patrimonial del accipiens puede ser igual, mayor o menor que el empobre-
cimiento del atribuyente, lo cual tiene trascendencia en tema de enriquecimiento injusto (o
enriquecimiento sin causa)

Aquí interesa únicamente señalar cómo cualquier atribución, ya sea reci-


biendo una promesa o una cosa o derecho sobre ella, requiere, para ser válida y
eficaz, una justificación, es decir, una causa: el contrato antecedente, para la
transmisión de la propiedad, que sin él no se produce aunque así lo intenten las
partes; a través de dicho contrato, la contraprestación o el ánimo liberal, que jus-
tifican igualmente, en el campo de las obligaciones, el crédito nacido de la pro-
mesa o compromiso de cada contratante. En cualquier caso esa causa lo es de la
atribución que se recibe mediante la promesa o entrega.

Esto lo vieron ya los juristas romanos, que, en lugar de establecer un nuevo requisi-
to para el contrato —la causa— distinto del consentimiento de las partes recayendo so-
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bre el contenido de aquél, pusieron el acento en la atribución que cualquier promesa o


prestación representan. No se preguntan por la función que cada obligación desempeña
en el contrato que la crea, cuestión que pertenece en su caso al contenido de cada con-
trato singular; sino que aíslan el fenómeno del empobrecimiento que experimenta quien
se obliga (quien inscribe una deuda en su pasivo) o transfiere sus bienes; lo ponen en re-
lación con el correlativo enriquecimiento del acreedor o accipiens, y reclaman, para que
este desplazamiento se produzca de modo efectivo, en la realidad jurídica, una causa o
justificación, que, contemplada desde el punto de vista del deudor o el tradens, puede
consistir, sea en el pago de una deuda anterior, o en el ánimo liberal, o en la intención de
devenir acreedor: causa solvendi, donandi, credendi, principalmente. Se promete o se
transfiere, en suma, u obligado, o para obligar, o gratis. Continuando la tradición roma-

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190 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

na, los arts. 609 y 1.261 exigen una causa justificativa para cualquier atribución: o de
propiedad, o de crédito: en este último caso, «causa de la obligación que se establezca».
Con la consecuencia de que si falta la causa, la atribución no es válida.
La causa, así entendida, continúa ejerciendo su influencia sobre la obligación ya naci-
da o sobre la prestación ya realizada. En los contratos sinalagmáticos, y como consecuen-
cia de la co-causalidad entre las obligaciones o prestaciones de las partes, no cumpliendo
una de ellas cuanto le corresponde, no puede exigir a la otra que cumpla a su vez (arts.
1.101, 1.308), y la parte que ha cumplido ya o está dispuesta a cumplir puede resolver el
contrato si la otra no realiza la prestación a que viene obligada (art. 1.124). Estas reglas
ponen de relieve cómo la correlación entre las prestaciones prometidas que justifica el cru-
ce de promesas recíprocas en el momento de celebrarse el contrato (sinalagma genético),
persiste a lo largo de la ejecución del mismo (sinalagma funcional): en términos más ge-
nerales cabe decir que la causa de la atribución (en los contratos onerosos, para cada parte
la promesa o prestación de la otra) sigue influyendo sobre la suerte ulterior de la misma, lo
cual se observa también cuando el objeto a prestar padece vicios materiales o jurídicos que
lo hacen menos valioso, dando ello lugar a la obligación de saneamiento; y, desde otro
punto de vista, en los supuestos de desaparición de la base del negocio de que se trata in-
fra, núm. 337: también los propósitos de las partes distintos de la causa típica de la atribu-
ción influyen sobre la suerte ulterior del negocio ya formado válidamente, pudiendo deter-
minar su resolución. Todas estas consecuencias se relacionan, finalmente, con un posible
papel de la causa, como custodio del equilibrio de las prestaciones o promesas correspecti-
vas, que operaría asimismo en los casos de alteración general de las circunstancias en las
que se enmarcó el contrato.

333. Causa, y contrato abstracto.

A. Contrato en que no se expresa la causa. A la causa de la atribución, en


el caso del reconocimiento o la promesa, se refiere el art. 1.277: aunque la
causa —dice— no se exprese en el contrato, se presume que existe y que es lí-
cita mientras el deudor no pruebe lo contrario. Lo que se presume, entonces,
es el título antecedente de la obligación prometida o reconocida sin manifes-
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tarlo.

Si Isabel escribe en un documento: «confieso deber mil a Olga», tal reconocimiento


de deuda es, en principio, válido y vinculante, a menos que Isabel demuestre que nada
debía, o que la deuda tiene origen ilícito: juego de azar o tráfico de estupefacientes, por
ejemplo. Y también si Isabel declara que transmite a Olga la propiedad de tal finca sin
expresar el porqué (si se la regala —donación—, o se la vende —compraventa—, o se la
entrega en garantía del préstamo que recibe Isabel de ella, a resultas de que Olga le re-
transmita la propiedad cuando recupere su dinero), la transferencia probablemente es
eficaz con tal que esté respaldada por un negocio subyacente, aunque las partes no ma-
nifiesten cuál es.

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§ 52. ¿CAUSA DEL NEGOCIO JURÍDICO? 191

Al contrato en el cual no se expresa la causa —como en los ejemplos ante-


riores— se le llama a veces contrato (o negocio) abstracto, pero tal denomina-
ción es equívoca.
B. Negocio abstracto en sentido técnico. Negocio abstracto, en sentido técni-
co —de la técnica alemana sobre el patrón del BGB—, es aquél en el cual la
causa no influye sobre la validez y efectividad de la promesa o la transmisión, de
manera que, aun faltando tal causa, a priori esa promesa o transmisión son váli-
das: pero contratos así (abstractos en el sentido técnico alemán) no tienen entra-
da en el Derecho español.

Por ejemplo, en el Derecho romano más antiguo el contratante que se vinculaba me-
diante stipulatio a pagar cierta suma debía cumplir en cualquier caso; también si la en-
trega prometida por el estipulante era restitución de una cantidad que éste esperaba reci-
bir en préstamo y que nunca recibió. Es característico de la stipulatio, no sólo que no
expresa la razón o causa por la cual promete el deudor, sino, sobre todo, que su validez
es totalmente independiente de tal razón o causa (aunque en el Derecho pretorio sea po-
sible, ulteriormente y sin dejar de ser válida la promesa, rectificar las consecuencias in-
justas de esa disciplina).
Asimismo, en cierta época del Derecho romano, y hoy en el Derecho alemán, la trans-
ferencia de la propiedad o la constitución de un derecho real requieren solamente el acuer-
do de transmitente y adquirente sobre el hecho mismo de la transferencia, y no sobre el
motivo o causa de ella. O sea: el transmitente debe querer transmitir, y el accipiens querer
recibir: esto es lo indispensable, y esto basta. Si no están concordes, por ejemplo, en la ra-
zón del desplazamiento (como si Primus piensa que ha vendido la finca a Secundus, y éste
la recibe porque cree que se la donan), eso carece de trascendencia a efectos de la transmi-
sión, que se verifica igualmente (Secundus recibe la propiedad de la finca).

Así, por la exigencia o no de causa para la validez del negocio podemos dis-
tinguir dos maneras de contemplar una obligación asumida o una transferencia
realizada:
a) En el marco de la relación de intercambio o de la intención de gratificar,
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en virtud de la cual se promete dar o hacer o se atribuye la cosa o realiza el ser-


vicio; es decir, pendiendo la efectividad y validez de la promesa o la prestación
de una de las partes, sea —en los contratos onerosos— de una contraprestación
prometida o entregada por la otra parte; sea —en las liberalidades— del ánimo
generoso del deudor o el tradens. El negocio que establece el intercambio signi-
fica, él mismo, una razón de la atribución que basta para justificarla en la apre-
ciación de la gente. Si yo compro y me comprometo a pagar, tal compromiso se
justifica por el propio contrato y como parte de él, e igual ocurre cuando realizo
el pago, y el régimen del compromiso de pagar asumido por mí, y luego el del
pago realizado, viene dado por las reglas de la compraventa, de cuyo contrato

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192 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

forman parte y ya no pueden desprenderse: se trata de una atribución —la pro-


mesa o el pago— causal.
b) Pero cabe realizar la transferencia o contraer o reconocer la obligación
mediante un negocio que se limite, sin más, al puro efecto del traspaso patri-
monial o de la promesa; me obligo a pagar cien a Ticio; transfiero estos cien
metros de paño de lino a Ticio. Esta atribución, como se ve, no manifiesta su
fundamento o causa; no se explica si los cien se prestan o el paño se vende.
Pero no es esto lo esencial ni necesario para considerar a esta atribución como
abstracta, sino su validez con independencia de ese fundamento o causa; aun-
que la promesa de pago o la transmisión a Ticio obedezcan a un motivo torpe,
como, por ejemplo, conseguir su cooperación para un delito, o a uno inexisten-
te, como si la atribución se realiza en cumplimiento de una disposición de últi-
ma voluntad y luego aparece un testamento ulterior revocándola, el negocio,
cuando es abstracto, vale y produce el efecto atributivo perseguido por él
(aunque puede haber remedios que deshagan sus consecuencias en un momen-
to posterior).
C. El Derecho español. La llamada «abstracción procesal». En el Derecho
español no es admisible el negocio abstracto, en su sentido técnico: ni en tema
de transmisión, constitución, etc., de derechos reales, ni en el terreno de las obli-
gaciones. Unicamente cabe la llamada «abstracción meramente procesal —no
material— de la causa, cuyo efecto consiste en la inversión de la carga de la
prueba» (S. 22 julio 1996), fundada en el art. 1.277.

a) Según veremos con mayor copia de argumentos en el tratado de los derechos rea-
les, nuestro Cc., de acuerdo con la tradición y singularmente con las Partidas, requiere,
para que la entrega de una cosa con ánimo de transferir su propiedad llegue a conseguir
tal efecto transmisivo, la presencia de una justa causa: generalmente, un contrato ante-
rior válido de compra, donación, permuta, etc., o cualquier otra obligación de entrega.
Si el contrato fuera nulo la causa —en nuestro sistema— no sería justa, y la transmisión
no tendría lugar.
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Tal es el significado del art. 609 Cc. al establecer que la propiedad se transfiere me-
diante la tradición «por consecuencia de ciertos contratos», y el del artículo 1.901 cuando
permite a quien cobró algo que no se le debía, quedarse con lo cobrado si demuestra que la
cosa se le entregó «a título de liberalidad o por otra causa justa», pero no en ausencia de
esa «justa causa» que respalda su adquisición pese a la inexistencia de deuda.
b) En el terreno del reconocimiento de deuda o promesa de pago tampoco en el Dere-
cho español es viable eliminar la influencia de la causa, pues a ello se oponen: a) el art.
1.261, que al exigir una causa de la obligación que se establezca para la validez del con-
trato, abarca también el reconocimiento o promesa, aun unilaterales, claramente incluidos
en su ratio, b) el art. 1.262 en relación con el 1.276, pues si el consentimiento ha de versar
sobre la causa o contenido del contrato, no cabe independizar luego la eficacia del recono-

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§ 52. ¿CAUSA DEL NEGOCIO JURÍDICO? 193

cimiento o promesa de unas razones de la deuda inseparables de ésta; y c) sobre todo, el


art. 1.275, que declara ineficaces los contratos sin causa.
Todos estos preceptos son imperativos. Añadamos que, como dice DE CASTRO, «el art.
1.255, que se aduce en favor de la validez del pacto abstracto (promesa o reconocimiento
de deuda), no lo permite, ya que el mismo precepto expresamente limita la libertad de con-
tratar, diciendo que los contratantes pueden establecer los pactos que tengan por conve-
niente, siempre que no sean contrarios a las leyes; y éstas, como se ha visto, dicen que no
hay contrato si éste no tiene causa (art. 1.261»).
La jurisprudencia ha recibido el punto de vista de la doctrina dominante sobre el art.
1.277 Cc. desde hace mucho tiempo: tal precepto, en opinión del T. S., contiene una pre-
sunción, pero no una dispensa de existencia de la causa en el contrato que no la manifieste.
Así, entre muchas, la expresiva S. 28 marzo 1983 (ponente, DE CASTRO GARCÍA), según la
cual «si la declaración recognoscitiva se contiene en un pacto dirigido a establecer una si-
tuación de deuda, revestirá índole contractual, con las legales consecuencias en orden a su
nulidad en los casos de inexistencia o ilicitud de causa, ya que no es defendible en nuestro
ordenamiento positivo la tesis que atribuye valor constitutivo al reconocimiento de deuda,
a manera de fundamento autónomo de la obligación, suficiente para que el acreedor así
proclamado reclame sin controversia posible la efectividad de la prestación por atribuírse-
le al negocio carácter abstracto, antes bien ha de entenderse que el reconocimiento sin ex-
presión causal se rige por el art. 1.277 Cc., pero asimismo le es aplicable el 1.275, lo que
en definitiva se traduce en una abstracción meramente procesal —no material— de la cau-
sa, cuyo efecto consiste en la inversión de la carga probatoria, por lo que es obvio que no
cabe prescindir de lo imperativamente dispuesto en los arts. 1.261-3.º y 1.275 sobre la ne-
cesidad de la causa para la existencia del contrato de manera que su falta será determinan-
te de la ineficacia negocial una vez destruida por cualquier medio de prueba la presunción
que el art. 1.277 establece». Nuestro sistema no admite el dispositivo del negocio jurídico
abstracto (55. 3 febrero 1973 y 30 diciembre 1978; véanse también 55.22 junio 1988, 14
marzo 1989, 11 marzo 1993, 22 julio 1996 y 13 febrero y 28 septiembre 1998).
c) En el Derecho español, como vemos, aun cuando la causa sea un requisito de vali-
dez del contrato, sí es posible ocultarla en aquellos que lo toleren, es decir, en las prome-
sas y en las transmisiones, todos los cuales son contratos de reconocimiento o cumpli-
miento. Una venta, en cambio y, en general, un contrato sinalagmático, no permiten
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esconder la causa aunque lo deseen las partes.


No nos ocupamos aquí del alcance de la posible abstracción en instrumentos tales
como la letra de cambio o el cheque.

334. Extensión del concepto de causa al negocio jurídico.

La doctrina inicial del negocio jurídico (la de los pandectistas alemanes) se


limitó a transferir al nuevo concepto los requisitos del contrato en el Derecho ro-
mano más capaces de una generalización, y como entre ellos no se contaba,
aparte la voluntad, la declaración y eventualmente la forma, ningún otro requisi-

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194 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

to esencial, apenas trataron de la posible causa del negocio, centrando su aten-


ción, yeso los más modernos, sobre la «finalidad de las atribuciones patrimonia-
les» y el negocio abstracto que no la revela (DERNBURG). También es muy parco
sobre la causa del negocio el BGB, que sólo se fija en la de la atribución, y ello
en sede del concepto negativo de enriquecimiento sin causa o «injustificado»
(ungerechtfertigte).
En cambio, la doctrina italiana, al pasarse con armas y bagajes del campo del
contrato al nuevo concepto del «negocio jurídico», trasladó a él igualmente el
requisito de la causa, mediante un silogismo mal planteado: «la causa es un re-
quisito del contrato. Es así que el contrato es un negocio jurídico. Luego la causa
es un requisito del negocio jurídico».
En mi opinión, el orden de proceder de los profesores no ha sido el más pru-
dente. Mientras en el tratamiento de una figura diseñada por la ley, como el con-
trato, la doctrina estudia (con razón) el significado y disciplina de sus requisitos
legales, de aquellos que la propia Ley define y regula como elemento esencial,
se ha intentado dogmatizar sobre el significado y disciplina de la causa como re-
quisito esencial del negocio, sin reparar bastante en que el propio concepto de
negocio es puramente personal y facticio (artificial), y que al predicar de él la
necesidad de causa, aparte de incurrirse en una generalización injustificada
(pues ni en el matrimonio, ni en el testamento, ni en el reconocimiento de un
hijo extramatrimonial, ni en la aceptación de la herencia, etc., exige el Código
civil una «causa»), se invierten los términos del problema, dando por supuesta
una exigencia cuya realidad habría de demostrarse previamente, y «construyen-
do» la teoría sobre un dato meramente verbal.

En efecto: obsérvese que el negocio jurídico, sea cualquiera el concepto del mismo
que aceptemos, es, para nosotros, el resultado de una abstracción, cuya utilidad reside
en orientar sobre la posible aplicación analógica de aquellas normas de los contratos, el
testamento, el matrimonio, etc., que soportan la generalización. El planteamiento co-
rrecto del problema, entonces, según me parece, habría de ser éste: ¿Puede trasladarse el
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concepto de causa de la obligación o de la atribución patrimonial desde el ámbito de los


contratos o de las obligaciones o de las atribuciones patrimoniales al de las otras decla-
raciones de voluntad no contractuales? That is the question.
La respuesta, a lo que entiendo, debe ser negativa. Por de pronto, el negocio jurídico
comprende los actos mortis causa: el testamento y el contrato sucesorio, principalmente.
Estos actos son formas de disponer (y, el contrato, de vincularse en la disposición) para
después de la muerte: el fallecimiento del causante señala el comienzo de la virtualidad de
la institución de heredero, legado, etc., ordenados por aquél (que hasta entonces existían
en forma distinta, claudicante e ineficaz), pero no constituye una parte o elemento de tales
disposiciones. La herencia, además, es un fenómeno que se produce inexorablemente, go-
bernado por la Ley si el causante no ha expresado su voluntad, de modo que la muerte de

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§ 52. ¿CAUSA DEL NEGOCIO JURÍDICO? 195

éste funciona de igual modo cuando hay negocio testamentario y cuando no lo hay y care-
ce de toda influencia sobre el destino del patrimonio relicto.
El profesor DE CASTRO, para defender la doctrina contraria, se ve forzado a llamar
«causa», a la vez, al fallecimiento del causante y a la estructura de la disposición (amén de
a los motivos): es éste uno de los puntos más débiles de su, por lo demás, excelente libro.
El propio autor mantiene la existencia de una causa, asimismo, en los negocios de De-
recho de familia, poniendo como ejemplo el matrimonio simulado, el destinado a comuni-
car la nacionalidad o una situación arrendaticia o proporcionar una pensión de viudedad,
el matrimonio canónico al que se le ha puesto una condición contraria a la esencia del ins-
tituto, el reconocimiento del hijo natural con el fin exclusivo de adquirir su herencia, o la
emancipación del hijo para que avale una letra de su padre (también para que ejercite un
retracto sobre bienes vendidos por su padre), etc. Mas se trata, en estos casos, de vicios del
consentimiento, de ilicitud de los motivos o de abuso del derecho, y no de defecto de un
requisito causal que no conoce —y, menos, exige— la Ley.
La causa, en definitiva, es un requisito propio de los contratos, en cuya sede hemos de
proseguir, por tanto, su estudio.

335. Causa y tipo.

A. La llamada «función caracterizadora de la causa». DE CASTRO viene a


considerar como causa del negocio aquel valor social del contenido que le hace
acreedor a la tutela del ordenamiento y mide la intensidad de ésta. Para que los
tribunales obliguen al cumplimiento de una promesa —explica— es preciso que
ésta tenga una causa, que el juez examinará para dar lugar a la demanda o recha-
zarla. «En el fondo —dice— y también en la superficie, la doctrina de la causa
ha servido y sigue sirviendo para destacar lo que merece la consideración de
contrato (art. 1.261) o de negocio jurídico, de lo que no la merece, para después
distinguir el valor y alcance que a cada clase de ellos se le atribuye... Lo que im-
porta ciertamente es saber el carácter jurídico o valor que para el Derecho tiene
aquello que en cada caso el hombre pretende conseguir, ejercitando la autono-
mía de la voluntad».
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La causa, entonces, tiene una función caracterizadora: permite distinguir, a) lo


que merece la condición de negocio de lo que no la merece (negocio simulado,
compromisos sociales, etc.), y b) los negocios lícitos de los que no lo son.
Mas en el primer aspecto —dejemos el segundo para más adelante (núm.
339)— lo que se denomina causa más bien parece ser la entidad del negocio; su
propio ser, elevado a requisito, con lo que se llega a una duplicidad probable-
mente innecesaria.

La exigencia de causa parece aquí un vestigio de la vieja explicación medieval que,


sistematizando los textos romanos, exigía en cada contrato una específica razón de obli-

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196 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

gar (causa civilis obligandi). Luego, cuando se rompe el sistema romano que sólo admi-
te la existencia jurídica y consiguiente efectividad de un numerus clausus de contratos,
todavía POTHIER —por ejemplo— opina que las convenciones que no tienen una deno-
minación particular valen «si tienen una causa». La «causa» no puede entenderse, en-
tonces, sino como «merecimiento de tutela» del negocio por parte del ordenamiento.
Con lo cual la relevancia del negocio va a seguir una doble vía: donde impera la autono-
mía de la voluntad, la causa es más bien un requisito negativo, es decir, un motivo para
rehusar la protección que se concede por regla general a los contratos de cualquier clase
que celebren las partes; mientras que en los negocios llamados legítimos, en los cuales
la voluntad del declarante sólo puede decidirse por celebrarlos o no (una aceptación de
herencia, la adopción en lo más sustancial, etc.), se confunde la causa así entendida con
el ser del negocio: con el tipo.

B. Causa y tipo. Saber de qué contrato se trata es esencial para discernir sus
límites y las leyes imperativas y supletorias a que se halla sometido. La indaga-
ción dará unas veces como resultado incluirlo en una normativa peculiar con
toda su secuela de posibles prohibiciones, límites y previsiones supletorias de la
voluntad de los contratantes: en una estructura típica (tipo), que el ordenamiento
ha predispuesto y que desempeña una función económico-social digna de tutela.
Otras veces, el contrato se aleja de los tipos conocidos, o combina varios de
ellos (contratos complejos, mixtos, etc.), y queda sometido —aparte la norma-
tiva general de los arts. 1.254 y ss.— a reglas heterogéneas, tomadas aquí y allá,
a fin de suplir las lagunas y evitar la elusión de preceptos imperativos (vid.
supra, núm. 305, b) y c).
A veces, se utiliza un tipo contractual con finalidad diferente de la típica: así
cuando, a través de la compraventa, contrato que tiene como fin la transferencia
de la propiedad, se tiende a realizar un interés distinto de ella, y por tanto anor-
mal respecto de la estructura utilizada (pero, en todo caso, merecedor de tutela):
el ejemplo más elocuente es el de la venta en garantía, en el que el dominio se
transmite para garantizar la restitución de un préstamo.
Quiere ello decir que, no obstante la utilización de determinada estructura, el
interés que se tiende a realizar mediante ella puede ser, no el que normalmente le
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corresponde, sino otro distinto, momento en el cual cabe observar cómo el con-
trol del ordenamiento se centra más sobre la naturaleza del interés que sobre la
estructura empleada para satisfacerlo.

«De hecho —dice FERRI—, el contrato puede realizar también intereses nuevos y di-
versos, con tal que sean merecedores de tutela; y la realización de estos intereses nuevos
y diversos se puede actuar, sea a través de la atribución de una nueva función a las es-
tructuras ya típicas, sea a través de la creación de nuevas estructuras.»
En estos últimos casos el «merecimiento de protección» no exige cualidades positivas
singulares, sino, simplemente, lo que el citado autor llama «normalidad social», que se de-

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§ 52. ¿CAUSA DEL NEGOCIO JURÍDICO? 197

tecta sobre todo contemplando la naturaleza del interés satisfecho, más que el tipo de es-
tructura de la actividad desarrollada para conseguirlo.

Por supuesto, tampoco el uso de un esquema típico es suficiente ni vincu-


lante para la valoración del negocio por parte del ordenamiento: ésta se extiende,
sin límites formales, al conjunto de la operación. Así, la utilización de la técnica
del cambio no supone «merecimiento de protección» para el vendedor de géne-
ros robados o mercancías prohibidas, al que no le bastará alegar que el contrato
de venta se halla tipificado por el Código civil.
Estas últimas consideraciones nos dan la clave de la diferencia entre causa y
tipo en el pensamiento de la doctrina causalista más evolucionada. El tipo con-
templaría la estructura del acto; la causa, en cambio, el interés, y más precisa-
mente su característica de ser merecedor de la tutela del ordenamiento.

Una y otro «se refieren —explica el citado FERRI— a momentos diversos del proce-
dimiento lógico a través del cual se atribuye eficacia jurídica a las estructuras y a las re-
glas privadas; la causa es un elemento propio del momento de la valoración, y el tipo
del momento de la calificación; y si valoración y calificación o clasificación son opera-
ciones necesarias ambas a los fines de la determinación de los efectos que se pueden
atribuir al negocio, y por consiguiente si tales operaciones vienen desarrolladas a la vez
y están necesariamente vinculadas entre sí, con todo son operaciones lógicamente dis-
tintas. La primera tiende a resolver, sobre la base de la clasificación del acto de autono-
mía privada, el problema de la inserción de la regla y de la estructura privada en el or-
den jurídico; en cambio, la segunda, tiende a resolver el problema de los efectos que la
estructura y la regla pueden producir, una vez que se han inserto en el ordenamiento».

Se comprende, a partir de este criterio, la innecesariedad de un requisito de


la causa en el negocio jurídico en general: tal condicionamiento se restringe a
aquellos negocios productores de atribuciones patrimoniales (obligación, trans-
misión) que precisan, con independencia del tipo que los caracteriza, una justifi-
cación.
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336. Causa y motivos.

Por lo demás, los supuestos que señala la doctrina como de influencia del hi-
potético requisito de la causa en los negocios no económico-contractuales reve-
lan sólo la posible trascendencia, en algunos de ellos, de los motivos que impul-
san al consentimiento negocial. Son casos en los cuales el móvil o presupuesto
esencial que determinó a las partes a declarar (a veces, a una de ellas) no existe
en la realidad o es ilícito, todo lo cual hace tránsito a un problema diferente del
de la causa en sentido estricto.

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198 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

Es decir: a los diversos actos no patrimoniales o no contractuales que podemos en-


contrar a lo largo del Código no les exige este cuerpo legal ningún requisito de causa,
como hace en el art. 1.261 para los contratos, y ya hemos razonado suficientemente
cómo no existe tal requisito (entre otros) en los negocios de familia o por causa de
muerte, y por tanto tampoco puede existir, con carácter de generalidad, en la categoría
superior que los comprende. Pero, en cambio, tales actos, igual que el contrato o que
cualquier acto humano —del hombre en su calidad de tal—, se inspiran en unos móviles
que impulsan a la voluntad a celebrarlos, lo cual no es un requisito, sino una circunstan-
cia inevitable (no hay acto humano sin voluntad, ni voluntad que no esté movida por la
contemplación de determinadas circunstancias) que sería absurdo reclamar. Todo acto
humano, por serlo, es motivado.
Al tratar de los contratos nos detendremos en las diferencias entre la causa (de los
contratos) y los móviles peculiares de los contratantes. En tema de negocio jurídico es esto
segundo lo que interesa: qué influencia pueden tener los motivos sobre su validez y efica-
cia.

En principio, las razones singulares y privadas que llevan al otorgante a con-


sentir, no influyen sobre el negocio que celebra, porque no constituyen parte de
él. En materia de contratos la doctrina está de acuerdo en que ni aun comuni-
cando uno de los cocontratantes al otro sus particulares motivos, pasan éstos a
ser contenido del contrato. Por ejemplo: si el comprador de los muebles cuenta
al vendedor que los adquiere para el equipo de boda de su hija, próxima a
casarse; aun así no puede negarse a recibirlos y pagarlos porque el matrimonio
proyectado no se celebre (a menos que haya sido elevado a condición del con-
trato). Sólo siendo ilícito el motivo su simple conocimiento por la otra parte
puede determinar (no siempre) la nulidad del contrato oneroso: como si presto a
interés a quien veo jugando a un juego prohibido y me pide el dinero a fin de
continuar, o bien vendo un arma conociendo, o aun meramente sospechando, los
designios homicidas del comprador.

En la jurisprudencia es constante la manifestación de que «el fin o propósito indivi-


dual no alcanza la categoría de causa más que cuando los contratantes lo elevan a presu-
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puesto determinante del convenio» (SS. 15 febrero 1982 y allí citadas). «La causa —dice
la S. 22 diciembre 1981— no puede ser confundida con el fin individual (mero interés o
motivo) que animó a cada contratante a su proceder, y para que los motivos subjetivos
repercutan en la plenitud del negocio... será necesario que tales determinantes, conoci-
das por ambos intervinientes, hayan sido elevadas a presupuesto del pacto concertado, o
quedando a manera de causa impulsiva»: por ejemplo, si se incorporan a la declaración
de voluntad en forma de condición o modo. Los motivos «quedan remitidos a la esfera
interna subjetiva de los contratantes» (S. 17 noviembre 1983). Los «móviles o motivos
subjetivos» de las partes pueden tener repercusión jurídica, siempre que sean reconoci-
dos por ambos contratantes, que los eleven a condición determinante del pacto concerta-
do (S. 30 septiembre 1988). Los móviles o motivos alcanzan trascendencia jurídica

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§ 52. ¿CAUSA DEL NEGOCIO JURÍDICO? 199

cuando se incorporan a la declaración de voluntad a modo de causa impulsiva reconoci-


da por ambas partes contratantes, exteriorizados y relevantes (SS. 21 noviembre 1988 y
11 abril 1994).

Trasladando estas consideraciones de los contratos sinalagmáticos al resto


de los negocios, cabe aceptar la relevancia, en general, de la intención común de
las partes, adicional al (y distinta del) tipo negocial, intención a la que se apli-
cará el tratamiento congruente con la naturaleza del negocio en cuestión. Tal
motivación común —y aun, en ciertos negocios unilaterales, la individual— es
un elemento fundamental a considerar para juzgar de la licitud del acto, según
vamos a ver infra, núm. 339.
El Cc. no contiene ninguna alusión expresa a la influencia general de los mo-
tivos, pero de la disciplina de la «causa falsa», la «causa ilícita» y la mención de
«causa» en las disposiciones testamentarias, así como de la regulación del con-
sentimiento en el Cc., se deduce sin duda posible que los motivos, cuando con-
forme a la intención de las partes o a lo que resulta de las circunstancias forman
parte del contenido del negocio, deben ser tenidos en cuenta a la hora de apreciar
su validez y eficacia.

337. Presuposición y base del negocio.

El propio art. 1.275, al decir que los contratos sin causa... no producen efec-
to alguno, parece incluir entre los elementos reguladores de la eficacia y validez
del negocio aquellas previsiones y finalidades subjetivas que las partes han en-
tendido concordemente constituir en presupuesto de la existencia del contrato (y,
por extensión, del negocio). Pero esta idea sólo puede aceptarse en límites muy
estrictos.

A. La presuposición. La consideración de tales previsiones y finalidades —incluso


las de una sola de las partes— como regulador de la vigencia del negocio jurídico, cobra
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especial relieve en la obra de WINDSCHEID, quien formuló a tal fin, con relación al Dere-
cho de pandectas, su conocida teoría de la presuposición. Es ésta —dice— «una condi-
ción no desarrollada»: ciertas circunstancias, presentes o futuras, actúan en el espíritu
del contratante como motivos esenciales, de tal suerte que si el sujeto supiera que no
existen o no llegarán a verificarse, no habría contratado, constituyendo tales circunstan-
cias, por tanto, para él, un presupuesto de eficacia del contrato, aunque no lo ha elevado
a condición explícita. La tesis del gran pandectista alemán, que no tuvo aceptación en su
país, tampoco vale para el Cc. En él, las premisas aceptadas por una de las partes no
pueden tener otro tratamiento que el del error, sin que el fallo de los motivos individua-
les para contratar equivalga a la ausencia de causa del art. 1.275: de lo contrario la regu-
lación del error quedaría sobrepasada y rectificada por un precepto cuyo significado

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200 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

vendría dado desde fuera, por el intérprete, mediante una definición de la causa en pug-
na con la economía general de los arts. 1.274 a 1.277.
B. La base del negocio. Ahora bien: si la aplicación de la disciplina del error restringe
a niveles ínfimos la operatividad de la presuposición individual, no cabe decir lo mismo
de aquellos motivos y representaciones que, aun siendo propios de una situación concreta
y de la subjetividad de unos determinados contratantes, son compartidos por todos y supo-
nen para ellos un presupuesto y condición de efectividad de lo convenido.
La doctrina alemana habla, en tales casos, de base del negocio, compuesta por las re-
presentaciones de que partieron los contratantes y que orientaron sus estipulaciones: sea
las específicas circunstancias —pasadas, presentes o futuras— que les llevaron a contratar
en los términos en que lo hicieron; sea aquellos eventos y situaciones cuya existencia o
continuidad presuponen las partes aun sin tener conciencia de ellos; sin que propiamente
se representen en su espíritu, al estimarse absolutamente seguros: por ejemplo, la subsis-
tencia del sistema monetario o de las condiciones económicas existentes en la fecha de ce-
lebración del contrato. En la importante reforma del BGB operada en 2001, su §. 313 ha
recogido la «alteración de la base del negocio» de la manera que hasta ese momento ha-
bían elaborado doctrina y jurisprudencia.
El ejemplo clásico de base del negocio lo ofrecen, en Gran Bretaña, los llamados «ca-
sos de la coronación» (alquiler de piso o balcón para ver pasar el cortejo de la coronación,
que luego va por otra calle, o en día distinto del señalado en el alquiler). O bien, los con-
tratantes tienen por cierto que en determinado lugar y época va a tener lugar una feria de
muestras, y en atención a ese hecho pactan el arriendo de un local, pero al final la feria no
se celebra. Los ejemplos se prolongan hasta los clásicos de la cláusula rebus sic stantibus:
se contrata un suministro a largo plazo, en la idea de que se mantendrán constantes ciertas
condiciones económicas que, al contrario, luego se alteran profundamente.
Entre nosotros, el profesor DE CASTRO cita una serie de sentencias que dan relevancia
a los motivos en casos en los cuales éstos constituyen presupuesto común de los contratan-
tes: así, se entiende que el negocio carece de causa cuando no se da la circunstancia que
era «fin del contrato mismo», «por desaparición de la base en que asentaba» (S. 30 junio
1948, poder tener fachada a otra calle; S. 1 junio 1954, se habían adjudicado acciones, no
en concepto de donación, sino «en premio de facilidades» para la testamentaría, que luego
se niegan); y no sólo cuando ese fin se ha expresado (lo que ocurría en los dos casos ante-
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riores), sino incluso cuando, aun no expresado, resulta claramente de las circunstancias del
caso (S. 25 octubre 1920, donaciones —cubiertas por ventas— a prometido de la hija, me-
dio idiota y en estado; la hija fallece antes de la fecha fijada para el matrimonio; se consi-
dera éste motivo causante de las donaciones y sin causa al no realizarse el proyectado ma-
trimonio).
La alegación por los litigantes de la falta o decaimiento de la «base del negocio» (mu-
chas veces conjuntamente con la cláusula rebus sic stantibus) es frecuente y asimismo, por
lo tanto, los pronunciamientos judiciales. En ocasiones el T. S. ha teorizado sobre la cues-
tión, como en la S. 14 diciembre 1993, que distingue entre base del negocio entendida
subjetivamente y la base del negocio objetiva: «La primera consiste en las representacio-
nes de las que las partes en un contrato han partido para sus estipulaciones, en una común

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§ 52. ¿CAUSA DEL NEGOCIO JURÍDICO? 201

representación mental por la que ambas se han dejado guiar al fijar el contenido contrac-
tual. La segunda, en un conjunto de circunstancias cuya existencia o persistencia son nece-
sarias para lograr que se alcance el fin del contrato o para que las prestaciones pactadas no
resulten desequilibradas con grave onerosidad si se cumplen de modo que se destruya la
relación de equivalencia entre ellas» (vid. SS. 6 diciembre 1992,7 mayo 1993,20 abril
1994 y 29 mayo 1996).
Como se ve, acepta el T. S. como regla que cuando las partes presuponen de común
acuerdo, para que el negocio tenga efectividad, tal hecho o circunstancia, esa base común
será determinante para aquel negocio, dependencia que se puede razonar alegando que la
base constituye una condición implícita; o bien el «error en los motivos» —sobre la reali-
dad de los hechos y circunstancias— sufrido por un contratante y cognoscible por el otro,
que vicia el consentimiento (art. 1.266); pero también se puede fundar la eficacia de la
base del negocio sobre el art. 1.275 y como un supuesto, si tal base desaparece, de ausen-
cia de causa: al fallar el presupuesto común, el contrato queda desprovisto de causa y «no
produce efecto alguno».
Esta última solución, con todo, choca con un obstáculo práctico: mientras el contrato
viciado de error es anulable y el condicionado tiene su eficacia suspendida pero es válido,
el contrato sin causa es nulo de pleno derecho. Aquí, en cambio, parece más adecuado —y
tal es la solución alemana— que la falta de base no opere automáticamente invalidando el
negocio, sino que permita impugnarlo o resolverlo a la parte interesada, o acaso pedir sim-
plemente su modificación: todo ello se verá con mayor detenimiento en sede del Derecho
de obligaciones, tomo II, vol. 1.º, §§ 58 y 69.

338. Causa falsa.

Una nueva muestra de la virtualidad de los motivos y presupuestos de los otorgantes


del negocio jurídico nos la proporciona el art. 1.276, a cuyo tenor la expresión de una cau-
sa falsa en los contratos dará lugar a la nulidad, si no se probase que estaban fundados
en otra verdadera y lícita.
Los comentarios de GARCÍA GOYENA arrojan alguna luz sobre la interpretación de este
precepto y sobre el sentido, en él, de la palabra causa: de acuerdo con la doctrina francesa,
el comentarista entiende por causa falsa el «error sobre el que únicamente se fundó el con-
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sentimiento», y añade unos ejemplos. «yo vendo —dice— una casa que no existe, creyén-
dola existente: la obligación será nula, porque no hay causa o ésta resulta falsa.» «Dono a
uno por determinados servicios que me hizo, y aparece después que no fue él, sino otro,
quien los hizo: la donación será nula porque se fundó en una causa falsa».
En el supuesto que contempla el art. 1.276 entra, pues, también el fallo de algún pre-
supuesto o motivación en el negocio, con suficiente relieve para asumir el papel de causa.
El contrato con «causa falsa» (en el sentido ahora expuesto), de acuerdo con lo expli-
cado para la base del negocio (teoría que encuentra un considerable apoyo en este precep-
to) no es nulo, sino meramente impugnable: el art. 1.276 habla de nulidad, pero el 1.301
aclara que la «acción de nulidad» es de las que duran sólo cuatro años: en los casos de

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202 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

«falsedad de la causa, desde la consumación del contrato». El proyecto isabelino es toda-


vía más expresivo: «la nulidad de las obligaciones por falsedad de la causa podrá pedirse
dentro del término de cuatro años, contados desde que se tuvo conocimiento de la false-
dad».
Como ya se ha dicho supra, núm. 330, el art. 1.276 no es exactamente aplicable a los
casos de simulación, pese a ser el precepto que invoca regularmente —en unión del art.
1.261-1.º— la jurisprudencia.

339. El negocio ilícito.

A. En general. Los negocios típicos no son ilícitos en sí, sino por sus cir-
cunstancias: una venta, por ejemplo, lo será si los sujetos no pueden contratar
entre sí por prohibirlo la ley, o si el objeto es inmoral o delicadito, o lo es el pro-
pósito de las partes al contratar; una sociedad es ilícita si se propone ejercer acti-
vidades contra las buenas costumbres o la propiedad ajena, etc.
En materia de actos mortis causa la ilicitud puede venir del objeto de la dis-
posición (de ilícito comercio) o de las condiciones que se imponen al sucesor.
También pueden ser contrarios a la ley los actos de Derecho de familia (matri-
monio bajo impedimento, reconocimiento de un hijo extramatrimonial no pro-
pio).
En cuanto a los negocios ilícitos por contradecir prohibiciones legales, la
moral o el orden público, vid. supra, núm. 306.
B. En particular, la causa ilícita. No es frecuente que las cosas objeto de
prestación sean en sí ilícitas: ello sólo podría ocurrir si su misma existencia (su
fabricación, extracción o cultivo, pues) se hallase prohibida por el ordenamien-
to. En otro caso, lo ilícito es su tráfico (armas o drogas, por ejemplo). Las presta-
ciones de hacer más fácilmente pueden ser, ellas mismas, ilícitas: la promesa de
causar daño a otro, o la de recomendar la compra de ciertos objetos a un ministe-
rio a cambio de una comisión, o la de abstenerse de concurrir a una subasta por
precio, o de suicidarse.
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En ocasiones la inmoralidad estriba en someter a contraprestación pecuniaria


una conducta que, conforme a las concepciones éticas dominantes, debe ser aje-
na a cualquier estímulo de orden económico: contraer matrimonio o cambiar de
religión, o acaso también la promesa de observar cualquier conducta que pone la
propia vida en grave riesgo, a menos que la costumbre lo autorice.
En supuestos como ésos suele hablarse de causa ilícita. Así la S. 14 junio
1997 entiende que la causa resulta «viciada por ser contraria a las leyes o a la
moral en su conjunto, cualesquiera que sean los medios empleados para lograr
tal finalidad, elevándose el móvil a la categoría de causa en sentido jurídico,
conforme declaró la S. 13 de marzo de 1997 (que cita las de 8 febrero 1963,

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§ 52. ¿CAUSA DEL NEGOCIO JURÍDICO? 203

2 octubre 1972, 22 noviembre 1979, 14 marzo y 11 diciembre 1986), ya que el


móvil impulsa la voluntad reprochable del convenio alcanzado, con lo que la ili-
citud causal tiene apoyo en la finalidad negocial ilegal o inmoral que se preten-
de, común a todas las partes obligadas».
La apreciación de estas sentencias, y, en general, de la jurisprudencia, coin-
cide con el sentido del art. 1.275, el cual, al hablar de causa ilícita, no emplea la
palabra causa en el mismo sentido que el 1.274 o el 1.261, es decir, como corres-
pectivo o contraprestación o bien como ánimo liberal que justifican la atribu-
ción. Lejos de eso, el precepto identifica la causa con los motivos individuales
que tenía el declarante para contratar, a los que exige, ya que no una positiva
rectitud, al menos que no choquen con la moral social.
Esta identificación entre causa y motivos es evidente en las donaciones, en
las cuales la licitud o la inmoralidad no podrían alcanzar sino a los móviles del
donante (famosos históricamente los casos de las donaciones a la concubina, que
la S. 18 noviembre 1994, contra una añeja tradición, considera válidas en el caso
juzgado), y no a la intención liberal considerada abstractamente; pero también
vale para los negocios onerosos, pues el intercambio de prestaciones entre sí, o
la función económica del contrato, teniendo un objeto permitido sólo pueden ser
ilícitos a causa de la torcida intención de los contratantes, que viciará el contrato
íntegro cuando sea común o compartida.
La «ilicitud de la causa», que suele disolverse en una apreciación de conjun-
to sobre la moralidad de lo pactado o dispuesto, es una técnica de control judi-
cial de la autonomía privada que obviamente ha de emplearse con mesura y au-
tocontención por parte de los Tribunales. Ilustrativo es el caso de la S. T.C. 16
enero 1996, que anula otra del T.S. que había considerado inficionado por causa
ilícita el negocio constitutivo de una asociación profesional (que no infringía
ninguna ley), por entender que pretendía suplantar o imitar de manera encubierta
a un Colegio profesional: la libertad de asociación triunfa sobre esta apreciación
judicial de ilicitud.
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340. Los negocios anómalos.

DE CASTRO agrupó bajo el epígrafe de «negocios anómalos» los simulados,


los en fraude de ley, los fiduciarios y los indirectos, entendiendo que en todos
estos casos estamos ante una deformación del negocio querida por quienes lo
crean y hecha para escapar de la regulación normal de los negocios, de la previs-
ta y ordenada por las leyes. Advirtió también que estas anomalías (que no tipos
negociales) no se excluyen entre sí, sino que un negocio podrá ser calificado cu-
mulativamente, por ejemplo, como simulado, fiduciario y fraudulento.

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204 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

Observa VALLET DE GOYTSOLO que, en esta enumeración de anomalías, con-


viene separar «lo que es en fraude de ley —como la cizaña del trigo— de aque-
llo válido que tengan esas tres clases de negocios fiduciarios, simulados relativa-
mente o indirectos».

En esta obra, del fraude de ley no hemos ocupado supra, vol. 1.º, núm. 85, con refe-
rencia, en términos más generales, a los actos en fraude de ley. Por otra parte, la simula-
ción ha sido objeto de estudio en el § 51 dedicado a la desconexión entre la voluntad y la
manifestación (núms. 329- 331), donde se ha advertido del planteamiento doctrinal más
generalizado que sitúa el análisis de la simulación en los problemas de la causa («expre-
sión de una causa falsa») y como una anomalía de la misma.
Nos queda aquí ocuparnos de los otros dos casos, en que ciertos negocios jurídicos
—por lo común, contratos— se presentan externamente con un tipo que no corresponde a
la finalidad realmente pretendida por las partes. Además, en la Teoría general del contrato
(t. II, vol. 1º) se volverá a hablar más detalladamente de contratos simulados (§ 52), fidu-
ciarios e indirectos (§ 61).

341. Negocios fiduciarios.

El negocio fiduciario supone la utilización abierta de una figura típica para


conseguir unos efectos distintos y, por lo general, menores.

Por ejemplo:
a) La llamada «transmisión en garantía». Ante la solicitud de préstamo, el prestamista
exige al que pretende contratar con él que, en garantía del préstamo que le hace, en lugar
de hipotecarle sus fincas, le transmita la propiedad de ellas, comprometiéndose el presta-
mista a devolverlas cuando se le restituya el capital prestado. Este contrato puede tener por
objeto eludir la prohibición del pacto comisorio, de manera que el prestamista se quede
con las fincas si no se le paga el principal e intereses. Pero podría tener también motivos
fiscales. Cabe convenir que el transmitente se quedará con las fincas en calidad de arren-
datario, abonando una renta que representará los intereses del préstamo.
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b) El accionista de una sociedad anónima quiere que su abogado intervenga en interés


suyo en la asamblea general, y a tal efecto le vende la cantidad precisa de títulos por póli-
za, ya que en dicha asamblea no se admite más que a accionistas, estando prohibida la re-
presentación por un no accionista.
c) Es frecuente que una sociedad anónima exija, para ser administrador, la posesión
de un determinado número de acciones. Algunos pequeños accionistas se ponen de
acuerdo para vender sus acciones a otro, a fin de que éste ocupe el cargo de consejero
para el que ha sido elegido, reconociendo el comprador que la venta es meramente fidu-
ciaria, y que al terminar su gestión tiene el deber de retransmitir tales acciones a sus ver-
daderos dueños.

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§ 52. ¿CAUSA DEL NEGOCIO JURÍDICO? 205

En casos como éstos el negocio se califica de fiduciario, especie conocida


del Derecho romano, sobre todo, en su época más temprana. En él la mancipatio
fiduciae causa podía desempeñar tanto una función de garantía del acreedor
fiduciario (fiducia cum creditore) como una de servicio al enajenante (fiducia
cum amico). La fiducia cum creditore perdió luego terreno conforme se fueron
desarrollando los derechos reales de garantía. No es un negocio simulado, aun-
que se le parezca, porque aquí está ausente la idea de fraude; el propósito fidu-
ciario del contrato no se oculta, como la simulación, sino que puede ser público
y notorio; y la figura negocial que se celebra se quiere realmente (la venta en
garantía o la de las acciones), aunque provocando unos efectos distintos y más
reducidos de los que de ordinario comporta: por haber una real voluntad de cele-
brar un verdadero negocio, el fiduciario no es nulo, como el simulado.
El régimen de los negocios que llamamos fiduciarios, a falta de norma ex-
presa en el Cc., necesariamente ha de componerse en cada caso por lo querido
por las partes y los efectos propios de la figura contractual adoptada. Esto es:
en los ejemplos anteriores, la propiedad se transmite al adquirente (fiduciario),
pero es una propiedad limitada, que el adquirente no podrá enajenar, pues no
la tiene para eso, sino en garantía, o a los efectos de asistir a la junta general.
La enajenación a tercero, hecha por el fiduciario, no es válida, a menos que se
trate de tercero de buena fe que crea comprar a un propietario pleno, ignoran-
do la finalidad y limitaciones con que adquirió las fincas o las acciones el fidu-
ciario infiel.

Frente a los acreedores del adquirente, que pretendan embargar el bien recibido por
éste, el fiduciante tendrá el trato de un «acreedor de dominio», puesto que a tales efectos
se entiende que no transmitió la propiedad al fiduciario: no hay, pues, cuestión de pre-
guntar si tiene o no privilegio o prelación.
En principio, y si no es otra la voluntad de las partes, el fiduciante tiene derecho a los
frutos y accesiones de la cosa entregada en fiducia, y responde de las contribuciones, y de
los daños causados por ella. Igualmente, demostrándose que la venta es fiduciaria, no ha-
brá lugar al retracto, si bien éste se dará al consolidarse el dominio en el fiduciario.
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En la jurisprudencia hipotecaria se acogen a la figura del negocio fiduciario diversas


resoluciones ya antiguas de la DGRN —que se estudiarán en el Derecho de sucesiones—
sobre adjudicación de bienes relictos a un heredero para pago de deudas, cuando atribuyen
a éste una propiedad formal; «una posición exterior de titular real frente a terceros», mien-
tras que interiormente la relación entre fiduciante («dueño material») y fiduciario se
aproxima al mandato.
El T. S. en el caso de la S. 10 marzo 1944 estimó que la venta hecha a la persona que
avalaba una operación de crédito, como garantía por el riesgo asumido con el aval, tenía
eficacia para mantener los bienes en poder del «comprador» ante la quiebra del «vende-
dor», entendiendo que ésta era la intención de los contratantes.

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206 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

En la jurisprudencia reciente la S. 19 junio 1997 dice del contrato fiduciario, con cita
de la S. 9 de diciembre de 1981 (compra de una farmacia a través de persona interpuesta,
recibiendo el testaferro la suma precisa para realizar la operación a su nombre aparente-
mente en préstamo), que «aparece definido jurisprudencialmente como aquel convenio
anómalo en el que concurren dos contratos independientes, uno, real, de transmisión plena
del dominio, eficaz erga omnes y otro, obligacional, válido inter partes, destinado a com-
peler al adquirente a actuar de forma que no impida el rescate de los bienes cuando se dé el
supuesto obligacional pactado».
De manera similar, la S. 2 diciembre 1996: «el negocio fiduciario consiste en la atri-
bución patrimonial que uno de los contratantes, llamado fiduciante, realiza en favor del
otro, llamado fiduciario, para que éste utilice la cosa o el derecho adquirido, mediante la
referida asignación, para la finalidad que ambos pactaron, con la obligación de retransmi-
tirlos al fiduciante o a un tercero cuando se hubiera cumplido la finalidad prevista, y esta
Sala ha proclamado reiteradamente que, cuando no envuelve fraude de ley, el contrato ex-
plicado es válido y eficaz».
La «teoría del doble efecto» (real y obligacional), más habitual en la jurisprudencia, es
criticada por la doctrina. También, a veces, por la DGRN, como en la R. 30 junio 1987. La
S. 15 junio 1999 analiza como negocio simulado —no fiduciario— y nulo por infringir la
prohibición de pacto comisorio, una venta en garantía. Cfr. SS. 6 julio 1992 y 26 julio
2004, entre otras muchas.

342. Negocios indirectos.

A veces las partes, mediante un negocio que conserva su figura típica, consi-
guen ulteriormente un resultado propio de otros tipos negociales. Pensemos en
la venta de una hectárea de buena huerta por veinte mil pesetas. Existen los ele-
mentos de la venta, cosa y precio, pero dado lo bajo de éste, el negocio produce
simultáneamente los efectos de una donación. En él el elemento precio se lleva a
su extremo cuantitativo, desempeñando su función propia formalmente, pero no
materialmente: puede decirse que el acto tiene forma de compraventa, pero sus-
tancia de donación.
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A negocios así se les llama indirectos, y lo más característico de ellos es que


en los aspectos sustanciales se les debe aplicar el régimen del contrato cuyos
efectos tratan de alcanzar por vía indirecta: por ejemplo, esa compraventa se so-
meterá, en la parte de valor de la cosa que exceda al precio, a las reglas que pro-
tegen en la donación el interés de los acreedores y los legitimarlos.

INDICACIÓN BIBLIOGRÁFICA. El tema de la causa es propio del estudio de los contratos,


donde se aportará más amplia referencia.
En cuanto al negocio jurídico, en la doctrina extranjera, sobre todo FERRI, Causa e tipo
nella teoria del negozio giuridico, Milán, 1966; además GIORGIANNI, voz «Causa (Diritto

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§ 53. CONDICIÓN, TÉRMINO Y MODO 207

privato»), en la Enciclopedia del Diritto, VI, Milán, 1960, pág. 547; CAPITANT, De la cau-
sa de las obligaciones, trad. esp., Madrid, s. a. (pero 1928).
En nuestra doctrina, BERCOVITZ, Rodrigo, «La doctrina de la base del negocio en el or-
denarniento jurídico alemán», Homenje Vallet, t. VI, pág. 19; CLAVERÍA Gosálbez, La cau-
sa del contrato, Bolonia, 1998; DE LA CÁMARA, Meditaciones sobre la causa, en RCDI,
1978, pág. 637; DE LOS MOZOS, «Causa y tipo en la teoría del negocio jurídico», RDP,
1970, pág. 739; «Negocio abstracto y reconocimiento de deuda», ADC, 1966, pág. 369;
DÍEZ PICAZO, «El concepto de causa en el negocio jurídico», ADC, 1956, pág. 578; JORDA-
NO BAREA, «La causa en el sistema del Código civil español», Centenario del Código civil,
I, Madrid, 1990; LÓPEZ VILAS, «Negocios jurídicos abstractos», RDP, 1965, pág. 487; Car-
men GETE-ALONSO, Estructura y función del tipo contractual, Barcelona, 1979; SANCHO
REBULLIDA, «La causa de la obligación en el Cc.», en RLJ, 1971, pág. 663; ESPERT, La frus-
tración del fin del contrato, Madrid, 1968; TORRALBA SORIANO, «Causa ilícita», ADC,
1966, pág. 661; ZUMALACÁRREGUI, Causa y abstracción causal en el Derecho civil español,
Madrid, 1977;
ALBALADEJO GARCÍA, Manuel, «El llamado negocio fiduciario es simplemente un ne-
gocio simulado relativamente», Actualidad Civil, 1993, XXXVI; FUENTESECA, C., El nego-
cio fiduciario en la jurisprudencia del Tribunal Supremo, Barcelona, 1997; GÓMEZ GÁLLI-
GO, «Titularidades fiduciarias», Actualidad civil, 1992, XXXIII, pág. 533; JORDANO, El
negocio fiduciario, Barcelona, 1959; RUBINO, El negocio jurídico indirecto, trad. esp., Ma-
drid, 1953.

§ 53. CONDICIÓN, TÉRMINO Y MODO

343. Los llamados «elementos accidentales» del negocio jurídico.

Uno de los aspectos característicos en que la virtualidad de la autonomía pri-


vada se manifiesta consiste en la libertad del sujeto o de los sujetos del negocio
jurídico de configurar a éste de una manera modalizada.

De esta manera, el agente negocial puede, en razón de determinadas motivaciones


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personales, configurar como más le convenga el esquema operativo del negocio, suje-
tando la eficacia del mismo a determinadas circunstancias de situación, de tiempo o de
utilización de los bienes objeto de la negociación y combinando, en consecuencia, la
que una parte de la doctrina llama causa típica y constante del negocio con una organi-
zación de los intereses que, en cuanto a los resultados de la propia negociación, respon-
da más adecuadamente a los designios del declarante o declarantes para alcanzar los ob-
jetivos que se tienen prefijados.
La consideración de tales circunstancias por quien lleva a cabo el negocio ha sido
siempre admitida sin mayor reserva por el ordenamiento, fuera de ciertos supuestos ex-
cepcionales, para los negocios de carácter patrimonial o, al menos, no referentes a las si-
tuaciones personales (arts. 1.255, 1.113 ss., 619, 622 y 790 ss. Cc.; vid. en cambio, art.

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208 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

45-2 Cc. en relación al matrimonio), en atención a que, como indica SANTORO-PASSARELLI,


los intereses individuales y variables en cada caso, que no encontrarían satisfacción con la
conclusión pura y simple del negocio típico, pueden ser alcanzados con la inserción de al-
guna modalidad, a través de la cual los motivos personales de los agentes del negocio pe-
netran en la estructura negocial y adquieren relevancia mediata en la estipulación.

Las modalidades por las que el sujeto o los sujetos del negocio no desean
simplemente los efectos típicos del negocio que celebran, sino que, introdu-
ciendo aquéllas en su contenido, quieren que los efectos propios del negocio se
produzcan de una determinada manera, son la condición, el término o plazo y el
modo, figuras que han sido conocidas en la doctrina tradicional bajo la denomi-
nación de «elementos accidentales del negocio jurídico». Esta denominación,
sin embargo, es inexacta y no refleja la verdadera significación de las menciona-
das categorías. Hay que tener en cuenta, en efecto, que, en relación a ciertos
negocios contractuales, alguno de los llamados «elementos accidentales» del
negocio jurídico es absolutamente indispensable o esencial para configurar el
tipo negocial (así ocurre, por ejemplo, con el término en relación al comodato, al
mutuo y al depósito: arts. 1.740 y 1.758 Cc.); y que, en cualquier caso, los lla-
mados elementos accidentales del negocio jurídico lo son solamente en el sen-
tido de que pueden introducirse o no en el contenido negocial a voluntad de los
interesados, pero que cuando se introducen son constitutivos del negocio con-
creto de que se trata (por ejemplo, testamento con institución condicional de
heredero, compraventa con precio aplazado o donación modal) y, en este
aspecto, han de considerarse como esenciales respecto del mismo.

Cada uno de los tres llamados elementos accidentales del negocio jurídico tienen
una muy diversa significación respecto de la configuración del contenido y de la efica-
cia negociales. Cuando el agente o los agentes del negocio jurídico sujetan las conse-
cuencias del mismo a una determinada condición o a un plazo de tiempo quieren, desde
luego, los efectos propios del negocio típico que llevan acabo, pero, en contemplación
de intereses o de motivaciones personales, se proponen hacerlos depender de las moda-
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lidades indicadas, de manera que la voluntad negocial, aunque sea una sola, persigue los
efectos típicos del negocio con alguna limitación. En este sentido, la condición y el tér-
mino o plazo funcionan como verdaderos requisitos de eficacia del negocio, ya que los
efectos de éste están sujetos a la realización de su cumplimiento.
En cuanto al modo, nos encontramos con que también el agente o los agentes del ne-
gocio quieren que de éste se deriven los efectos propios del mismo, pero de manera que
las cosas o bienes que son objeto de desplazamiento o de atribución patrimonial por con-
secuencia de la negociación sean utilizados para un destino o en un sentido determinados:
como se ve, en este caso, al lado de la voluntad negocial principal, que se dirige a los efec-
tos propios del negocio, el sujeto o los sujetos del negocio forman y declaran una voluntad
accesoria referente a los efectos consistentes en el empleo previsto del objeto de la nego-

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§ 53. CONDICIÓN, TÉRMINO Y MODO 209

ciación. El modo, por tanto, no introduce un requisito de eficacia del negocio, aunque en
caso de incumplimiento del mismo puede producirse la ineficacia mediante actuación vo-
luntaria del interesado en el cumplimiento (revocación), según veremos.

344. La condición y sus caracteres. Aponibilidad.

Cuando el agente o los agentes del negocio jurídico insertan en el mismo una
condición, se proponen sujetar las consecuencias propias del negocio a la reali-
zación de un acontecimiento de acaecimiento incierto, de manera que las limitan
o subordinan a que ocurra algún hecho sobre el que, en el momento de celebrar
el negocio, existe incertidumbre sobre su eventual realización.
El Derecho positivo admite ampliamente la aponibilidad de la condición en
los negocios jurídicos contractuales y testamentarios (artículos 790, 1.113 ss. y
1.255 Cc.), en los cuales, y a diferencia de lo que ocurre con frecuencia en rela-
ción a otros negocios con incidencia en el mecanismo sucesorio o de lo que es
criterio general en relación a los negocios de carácter familiar (como el matri-
monio, la adopción o la concesión de la emancipación), no se encuentran nego-
cios que no admitan, en términos generales, modalidades y deban concluirse
como puros.
Notas características principales de las condiciones a que el agente o los
agentes del negocio jurídico pueden sujetar sus efectos son a) la incertidumbre
sobre la realización del hecho en que consisten y b) la voluntariedad de la inser-
ción de la previsión condicionante en el contenido negocial.
A. Incertidumbre del hecho puesto como condición. a) Hecho futuro. Ordina-
riamente al requisito de ser incierto el acontecimiento condicionante se añade
también el que ha de ser futuro; lo que es inadecuado por innecesario, puesto
que el que sea el acontecimiento objetivamente incierto ya implica que ha de ser
futuro.
b) Hecho incierto (incertus an). Nuestro Derecho positivo es, a este respec-
to, particularmente imperfecto, no sólo —lo que ya resulta de por sí bastante
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anómalo— porque amplía los supuestos de posible puesta en condición a los


acontecimientos pasados, que únicamente son inciertos en cuanto que ignora-
dos, sino, sobre todo, porque parece admitir la posibilidad de que se ponga como
condición un hecho simplemente futuro. Dispone, en efecto, el artículo 1.113-1,
con el que se abre la sección del Cc. dedicada a las obligaciones condicionales,
que será exigible desde luego toda obligación cuyo cumplimiento no dependa de
un suceso futuro o incierto, o de un suceso pasado, que los interesados ignoren.
Ahora bien, es claro que no puede constituirse como condición un acontecimien-
to futuro pero cierto, ya que en este caso estaríamos ante otra categoría jurídica,
prevista como distinta por el propio ordenamiento (cfr. artículos 1.125 ss. Cc.),

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210 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

como es el plazo o término. Puesto que la incertidumbre es esencial al hecho


para que pueda ser puesto como condición, valdrá como plazo la inserción, bajo
el nombre de condición, de una indicación limitativa de los efectos del negocio
que los sujeta a la realización de un hecho futuro que no sea incierto, tanto si su
certidumbre objetiva es absoluta (dies certus an, certus quando: el 25 de mayo
de 2007) como si es relativa (dies certus an, incertus quando: el momento de la
muerte de una determinada persona).

c) Las llamadas condiciones impropias. En cuanto a la posibilidad de que se ponga


como condición un suceso pasado que el agente o los agentes del negocio ignoren, ad-
mitida, según se ha recordado, en el art. 1.113-1 Cc. para el caso de los contratos y, en
general, de la constitución de relaciones obligatorias, así como en relación a la institu-
ción testamentaria de heredero o de legatario en el art. 796-2 Cc., su admisibilidad pare-
ce que ha de basarse en la incertidumbre subjetiva que la ignorancia de los interesados
sobre la realización del suceso imprime a la dinámica negocial, siendo esencialmente la
misma idea de querer quedar a cubierto de un riesgo la que juega tanto en la incertidum-
bre objetiva de la condición verdadera como en este caso de incertidumbre subjetiva.
La posibilidad de poner como condición un hecho ya ocurrido más bien viene a signi-
ficar, como indica BETTI, una reserva, puesto que se subordina la eficacia del negocio a la
comprobación de una circunstancia presente o pasada, y si bien se admite precisamente en
función de la ignorancia del o de los agentes negociales que consideran el evento condi-
cionante como propiamente incierto (y en esto se parece a las condiciones propiamente di-
chas), es diferente la disciplina que a las mismas conviene en materia de contratos o, en
general, de establecimiento de obligaciones, y en tema de disposiciones testamentarias de
institución de heredero o de legatario, según se desprende de cuanto disponen los arts.
1.113-1 y 796-2 Cc.
d) Incertidumbre y tiempo de realización del evento. La incertidumbre del aconteci-
miento que se pone como condición para que desenvuelva su eficacia el negocio requiere
que sea dudosa su realización, pero no incluye también necesariamente la incertidumbre
del momento en que, si se realiza, tendrá lugar el suceso (dies incertus an, incertus quan-
do: si contrae matrimonio una persona), bastando la incertidumbre genérica respecto del
hecho fundamental, aunque sea previsible, si se cumple, el momento de su realización
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(dies incertus an, certus quando: si una persona alcanza la mayoría de edad). Por eso dis-
pone el art. 1.125-3 que si la incertidumbre consiste en si ha de llegar o no el día, la obliga-
ción es condicional, y se regirá por las normas de la sección precedente, y no por las esta-
blecidas para las obligaciones a plazo dentro de las que se encuentra este precepto.

B. Voluntariedad de la aposición. Según se ha indicado, además de la incer-


tidumbre del hecho en que consiste, la segunda nota característica de la condi-
ción es la de su voluntariedad. Esta nota característica consiente no sólo
distinguir a las verdaderas condiciones, que son siempre voluntarias, de las lla-
madas condiciones legales o condiciones iuris, sino, sobre todo, determinar
cuándo es posible para los particulares, en el ejercicio de su autonomía, estable-

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§ 53. CONDICIÓN, TÉRMINO Y MODO 211

cer condiciones que lleguen a funcionar como tales limitando los efectos propios
del negocio jurídico.

a) Las llamadas «condiciones iuris». No pueden considerarse, en efecto, como ver-


daderas condiciones aquellas circunstancias que, en orden a la trascendencia de un ne-
gocio, son presupuestos que la Ley exige atendiendo a la naturaleza de la negociación o
a la situación de los interesados: piénsese, por ejemplo, en la necesidad de que se cele-
bre el matrimonio para que desenvuelvan su eficacia las capitulaciones matrimoniales
en las que los futuros esposos determinan el régimen económico por el que su matrimo-
nio se va a regir (art. 1334 Cc.), en la necesidad de que el tutor obtenga la autorización
judicial para llevar a cabo útilmente actos de enajenación o gravamen de ciertos bienes
del pupilo (art. 271-2.º Cc.) o en la necesidad de la muerte del testador para que sean
operativas las disposiciones testamentarias (artículo 667 Cc.).

b) Posibilidad y licitud. Desde otro punto de vista, en cuanto que la inserción


de condiciones por el agente o los agentes del negocio supone la satisfacción de
unos determinados intereses que persiguen los mismos, aquéllos sólo podrán
celebrar el negocio sub condicione cuando, siendo posibles las condiciones, no
rebasen los límites en que se consiente el ejercicio de la autonomía privada, esto
es, la permisión de la ley y la conformidad con las buenas costumbres y con el
orden público (cfr. art. 1.255 Cc. y el principio legislativo o regla general que
contiene). El Cc. se refiere específicamente a las condiciones imposibles, inmo-
rales o ilícitas en el art. 1.116-1, determinando que las condiciones imposibles,
las contrarias a las buenas costumbres y las prohibidas por la ley anularán la
obligación que de ellas dependa.
En nuestro sistema, la solución adoptada en este caso, en que la condición
hace nulo el contrato (vitiatur et vitiat), es distinta a la que se sigue cuando las
condiciones imposibles o las contrarias a las leyes (en sentido amplio), o bien a
las buenas costumbres, son impuestas en un testamento, en cuyo caso se tienen
por no puestas (pro scripta non habetur) por considerar que no alcanzan con su
nulidad a la disposición (vitiantur sed non vitiant). Dispone, en efecto, a este
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propósito, el art. 792 Cc. que las condiciones imposibles y las contrarias a las
leyes o a las buenas costumbres se tendrán por no puestas y en nada perjudica-
rán al heredero o legatario, aun cuando el testador disponga otra cosa (vid.
también art. 793 y, sin embargo, art. 794 Cc).

La diversidad de disciplina se funda en el favor testamenti que se acuerda tradicio-


nalmente a los actos de última voluntad y, en particular, en la circunstancia de que en los
negocios mortis causa ya no es posible, cuando devienen eficaces por la muerte del tes-
tador, volver a hacer una declaración de voluntad purificada de los defectos de imposi-
bilidad o de ilicitud que refleja la aposición de determinadas condiciones en la institu-
ción testamentaria.

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212 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

Como la condición de no hacer una cosa imposible carece de significación como ver-
dadera condición, se tiene por no puesta (art. 1.116- 2 Cc.).

345. Clasificación de las condiciones.

Además de los tipos de evento condicionante ya considerados, las condicio-


nes se clasifican con arreglo a muy diversos criterios, siendo sus distinciones
más importantes, por su reflejo en la disciplina de los negocios celebrados sub
condicione, aquellas que las diferencian en suspensivas y resolutorias; en potes-
tativas, casuales y mixtas; y en positivas y negativas.
A. A la distinción entre condiciones suspensivas y resolutorias se refieren di-
versos preceptos del ordenamiento, como los arts. 513-2,799,801 ss. y 1.453
Cc., pero, por su alcance definitorio, aquélla se refleja sobre todo en los arts.
1.113 y 1.114 Cc., cuyo contenido disciplina básicamente la trascendencia y
efectos de uno y otro tipo de condición.
Esta clasificación es, sin duda, la fundamental entre las que se refieren a las
condiciones, en cuanto que atiende a su eficacia y virtualidad. Tiene en cuenta si
las condiciones detienen, hasta que tiene lugar el acontecimiento puesto como
condición, los efectos jurídicos propios del negocio o, por el contrario, tienden a
lograr la desaparición de los efectos negociales a partir del acaecimiento de la
condición: la condición suspensiva demora, en este sentido, la producción de los
efectos previstos del negocio hasta el momento de su cumplimiento o realiza-
ción (si ocurre) y la condición resolutoria, por su parte, supone, cuando se verifi-
ca, la cesación de los efectos negociales.
De lo que no hay duda, con todo, es de que tanto en un caso como en otro, ni
la condición resolutoria y ni siquiera la condición suspensiva impiden el naci-
miento o conclusión del negocio como perfecto, pues la trascendencia de las
condiciones afecta solamente a las consecuencias o efectos del negocio y no al
negocio mismo. Tal es, sin duda, el significado de los arts. 1.113 y 1.114 Cc.: en
particular, sobre la base lógica de la constitución válida del negocio o contrato
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por el que se quiere establecer el vínculo obligatorio, dispone el segundo de


ellos que en las obligaciones condicionales la adquisición de los derechos, así
como la resolución o pérdida de los ya adquiridos, dependerán del aconteci-
miento que constituye la condición.

Es más: aun antes de que se realice la condición suspensiva no puede afirmarse, en


rigor, que el negocio deje de desenvolver ya alguna eficacia en previsión del nacimiento
de la relación jurídica al que el mismo se refiere como a su propia consecuencia. Buena
prueba de ello son, como señala DÍEZ-PICAZO en relación a las obligaciones derivables
de un contrato condicionado, el deber de conservación de la prestación y el de evitación

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§ 53. CONDICIÓN, TÉRMINO Y MODO 213

de posibles eventos que puedan impedirla o hacerla imposible, que nacen a cargo del fu-
turo deudor (arts. 1.123-2.º y 4.º Cc.) y, correlativamente, la posibilidad de defensa del
derecho que pueda corresponderle, si la condición se cumple, que compete al futuro
acreedor (art. 1.121-1 Cc.). En relación a la condición suspensiva de la institución de
heredero o del legado, ella no impide que los instituidos adquieran sus respectivos dere-
chos, es decir la expectativa de recibir la herencia o el legado, y puedan transmitirlos a
sus herederos, aun antes de que se verifique el cumplimiento de la condición (art. 799
Cc.; vid. también, como normas consecuentes del significado de este precepto, arts. 801
ss. Cc.). Por otra parte, las posiciones jurídicas que para los interesados por ellas se de-
rivan de la pendencia de las condiciones pueden ser objeto de protección a través del
Registro de la propiedad (arts. 9.º,2.8, y 142 Lh., entre otros preceptos de la legislación
registral).

B. La clasificación que distingue a las condiciones en potestativas, casuales


y mixtas se basa en la causa que provoca el acontecimiento que se pone como
condición, según dependa ésta de la voluntad de la persona a quien la verifica-
ción de la condición afecta, de circunstancias ajenas a esa voluntad o de la
voluntad de un tercero, o de la conjunción de la voluntad del afectado por la con-
dición y de otro elemento extraño a la misma.
En nuestro Derecho positivo se admite sin mayor cuestión la posibilidad de
que la eficacia del negocio jurídico no familiar se limite mediante una condición
causal o mixta, disponiendo, en relación a las obligaciones, el art. 1.115, propo-
sición segunda, Cc; que si dependiere (el cumplimiento de la condición) de la
suerte o de la voluntad de un tercero, la obligación surtirá todos sus efectos con
arreglo a las disposiciones de este Código y, en relación a la institución testa-
mentaria de heredero o de legatario, el art. 796-1 Cc. que, cuando la condición
fuere casual o mixta, bastará que se realice o cumpla en cualquier tiempo, vivo
o muerto el testador, si éste no hubiera dispuesto otra cosa.
Tampoco se plantea cuestión en tomo a la admisibilidad de la condición po-
testativa en tema de institución testamentaria de heredero o legatario, refiriéndo-
se a ella el art. 795 Cc. disponiendo que la condición puramente potestativa im-
puesta al heredero o legatario ha de ser cumplida por éstos, una vez enterados
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de ella, después de la muerte del testador. Exceptúase el caso en que la condi-


ción, ya cumplida, no pueda reiterarse. Más dudosa es, en cambio, la disciplina
legislativa en tema de condiciones potestativas o dependientes de una de las par-
tes contratantes, en razón de la significación vinculatoria de la estipulación con-
tractual.

Tradicionalmente se ha diferenciado —y el recordado art. 795 Cc. es, en tema de


testamentos, un reflejo de esta sutilidad incorporada a su redacción— entre las condi-
ciones simplemente potestativas, cuyo cumplimiento, en el ámbito de los contratos, pue-
de ser decidido por una de las partes sólo si se encuentra en determinadas circunstancias

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214 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

(por ejemplo, te daré este cuadro, si me voy a la Argentina), de aquellas otras que, por
depender absolutamente de la mera voluntad de las partes o de circunstancias intrascen-
dentes (por ejemplo, te daré este libro si quiero, si lo abro), se denominan puramente
potestativas. En relación a estas últimas, dispone el art. 1.115, proposición primera, Cc.
que cuando el cumplimiento de la condición dependa de la exclusiva voluntad del deu-
dor, la obligación condicional será nula. A partir de este texto, que es, por lo demás, bá-
sicamente congruente con el principio que contiene el art. 1.256 Cc., cabría entender
que la condición simplemente potestativa, la decisión de cuya realización requiere de-
terminadas circunstancias y supone una adecuada reflexión, puede ponerse en los con-
tratos tanto si su cumplimiento depende de la voluntad del contratante que resulte acree-
dor como de la voluntad del contratante deudor, pero que una condición puramente
potestativa, cuya realización depende del mero arbitrio caprichoso de una persona, no
puede ponerse cuando su cumplimiento depende de la voluntad del deudor. Esta inter-
pretación valorativa de la aponibilidad de las condiciones potestativas en los contratos,
que ha conseguido una acogimiento doctrinal significativo, que parece seguirse, aunque
con vacilaciones, por la jurisprudencia, y que se conjuga con la posibilidad del acreedor
de remitir la deuda (arts. 1.156 y 1.187 ss. Cc.), se examina con mayor detenimiento a
propósito de la contratación (t. II, vol. 1.º, § 62).

C. La distinción entre condiciones positivas y negativas, que se refiere a que


se haya contemplado en el negocio, y como objeto propio de las mismas, la
modificación o la persistencia de la situación de hecho existente en el momento
de la conclusión del negocio, se recoge en los arts. 1.117 y 1.118 Cc. y también
se tiene en cuenta en el art. 800 Cc., en todos los cuales se dictan normas sobre
su trascendencia que son consideradas a continuación.

346. Las fases de la condición.

Concluido un negocio jurídico condicional, la eficacia del mismo (que la


condición sujeta o limita) pasa por diferentes estadios en función de que, a su
vez, la condición esté en estado de pendencia, deje de poderse cumplir, o se rea-
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lice efectivamente. Estas tres fases de la condición suelen denominarse por la


doctrina, siguiendo la tradición romana, como aquéllas en que la condicio pen-
det, deficit o existit.
A. Durante la pendencia de la condición, los efectos del negocio jurídico no
se producen, si están sujetos por una condición suspensiva y mientras ésta no se
cumpla, o se producen —pero no son definitivos— mientras no se realiza la con-
dición resolutoria, por cuyo acaecimiento cesan completamente. En estas cir-
cunstancias, el ordenamiento procura que durante el período de pendencia su-
fran el menor perjuicio posible los intereses de las personas a las que la situación
afecta.

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§ 53. CONDICIÓN, TÉRMINO Y MODO 215

a) Mientras no tiene lugar el acontecimiento puesto como condición suspen-


siva, los efectos propios del negocio celebrado sub condicione están pendientes
del cumplimiento del evento condicionante, de modo que las personas a las que
afecta la posible eficacia del negocio tienen una simple expectativa a las posi-
ciones jurídicas que se han de derivar para ellos del negocio, si éste, ya perfecto
desde su celebración, llega a ser plenamente eficaz. Como, en realidad, las con-
secuencias propias del negocio no se han producido mientras persiste la situa-
ción de pendencia, los interesados en el negocio no adquieren ningún derecho ni
ninguna obligación, ni siquiera condicionales, que sean consecuencia directa de
la negociación, sino solamente una expectativa a tener un determinado derecho
o una determinada posición jurídica pasiva derivados del negocio en el caso de
que la condición se cumpla: por eso, también, es más apropiado hablar de expec-
tativa de derecho —entre nosotros, ALBALADEJO prefiere hablar, más circunstan-
ciadamente, de expectativa de adquisición de los derechos— que de un derecho
de carácter eventual.

Esta expectativa, que se convertirá, cuando la condición se cumpla, en un verdadero


derecho subjetivo o situación jurídica consolidada, entra en la esfera jurídica de quien
ha de ser titular de aquel derecho o de aquella posición y, desde luego, en su patrimonio
si el derecho o la obligación a que la expectativa se refiere tienen naturaleza patrimo-
nial. La expectativa de derecho es, además, objeto de protección por parte del ordena-
miento jurídico, en previsión de que, al verificarse la condición, el derecho correspon-
diente a la expectativa llegue efectivamente a constituirse. En nuestro Derecho, esta
protección se contempla básicamente, en relación a las obligaciones condicionales, en el
art. 1.121-1 Cc., que consiente a quien ha de corresponder, en su caso, la posición activa
de las relaciones obligatorias nacidas del negocio, actuar en defensa de sus intereses:
dispone, en efecto, esta norma, que el acreedor puede, antes del cumplimiento de las
condiciones, ejercitar las acciones procedentes para la conservación de su derecho. En
su caso, tratándose de una expectativa de un derecho que puede tener atinencia sobre
bienes inmuebles, puede lograrse también su protección mediante la constancia de las
condiciones en el Registro de la propiedad (arts. 9.º-2.º, Lh. y 51-6° Rh.).
La expectativa de derecho que surge del negocio celebrado bajo condición suspensiva
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puede ser objeto, por otra parte, de actos de disposición traslativa y, en consecuencia, ser
transmitida por la persona en cuyo favor opera, siempre, naturalmente, que sea transmisi-
ble el derecho subjetivo al que la expectativa se refiere, pudiendo tener lugar la transmi-
sión tanto mortis causa (art. 1.257 Cc.) como inter vivos (art. 1.112 Cc.). La expectativa
puede, incluso, ser objeto de actos de disposición constitutiva cuando el derecho futuro
consienta la constitución, sobre su base, de otra relación jurídica de contenido más limita-
do. En esta misma línea, dispone el art. 799, con relación a la institución condicional de
heredero o de legatario y en el sentido ya anteriormente señalado, que la condición sus-
pensiva no impide al heredero o legatario adquirir sus respectivos derechos y transmitir-
los a sus herederos, aun antes de que se verifique su cumplimiento (vid., sin embargo, art.

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216 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

759, en antinomia con el 799 y, sobre ello, en el t. V, Derecho de sucesiones). La eficacia


definitiva de los actos de disposición sobre la expectativa se encuentra lógicamente sujeta
al cumplimiento de la condición que determine que la expectativa se transforme en un ver-
dadero derecho subjetivo: respecto de estos actos dispositivos, la realización de la condi-
ción viene a ser, como ha señalado BETTI, una condicio iuris de la eficacia negocial.
Como pendente condicione los efectos propios del negocio no se han producido, el
eventual deudor en el vínculo obligatorio que ha de surgir cuando la condición suspensiva
se realice no está obligado a cumplir prestación alguna mientras aquel vínculo no se esta-
blezca. En este sentido, y por tratarse de un pago indebido el realizado por el eventual-
mente obligado a cumplir una prestación derivada del negocio mientras no tiene lugar la
condición, dispone el art. 1.121-2 Cc. que el deudor puede repetir lo que en el mismo
tiempo hubiese pagado, puesto que, durante la pendencia de la condición, no ha surgido el
vínculo obligatorio ni, por consiguiente, la deuda.

b) Por su parte, el negocio jurídico cuyos efectos se someten a condición


resolutoria produce toda clase de efectos a partir del momento de su celebra-
ción, si se trata de un acto inter vivos, o a partir del de la muerte del disponente,
si se trata de un acto mortis causa, si bien la eficacia del negocio cesa completa-
mente cuando la condición se realiza: por eso dispone, consecuentemente, el art.
1.113-2 Cc. que, al igual que en las obligaciones puras, también será exigible
toda obligación que contenga condición resolutoria, sin perjuicio de los efectos
de la resolución.

Mientras la condición resolutoria pende, el que haya adquirido un derecho por vir-
tud del negocio (contractual o testamentario) condicionado, puede, no sólo ejercitarlo,
sino también transmitirlo y, en su case, gravarlo, siempre que sea susceptible de enaje-
nación, siquiera los adquirentes del derecho o, en su caso, los beneficiarios del grava-
men se encuentran también vinculados por la posibilidad de que se realice la condición.
La trascendencia de la condición resolutoria determina, de este modo, que los derechos
y posiciones jurídicas que se derivan del negocio sean esencialmente claudicantes, per-
diéndose los derechos y desapareciendo las situaciones producidas por el negocio si tie-
ne lugar el acontecimiento en que consiste la condición (cfr. art. 1.114 Cc.).
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La eventual cesación de la eficacia del negocio y la consiguiente desaparición de los


derechos subjetivos que se habían constituido operan, desde el punto de vista de uno de
los agentes del negocio bilateral o de la persona afectada por un negocio unilateral (por
ejemplo, el heredero abintestato del testador que sujeta su disposición a condición resolu-
toria, el nombrado para si ésta se cumple por el testador, o el heredero con derecho a acre-
cer cuya institución no se resuelva), como una condición suspensiva, ya que, si el suceso
puesto como condición resolutoria se verifica, las relaciones jurídicas a su cargo (como
deudor, cedente, enajenante, etc.) o en su perjuicio (al verse privado de heredar, en los
ejemplos antes indicados) cambiarán de signo y los derechos constituidos como conse-
cuencia del negocio ya no afectarán negativamente a su patrimonio y, en su caso, reverti-
rán al mismo o no podrán impedir que operen en favor suyo otras disposiciones volunta-

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§ 53. CONDICIÓN, TÉRMINO Y MODO 217

rias o legales que le benefician. Por eso la expectativa de la persona a cuyo favor puede
jugar el acaecimiento del suceso puesto como condición resolutoria está también protegi-
da (así, expresamente, arts. 9.º-2.º Lh. y 51-6° Rh.) y, en general, debe entenderse sujeta al
régimen jurídico poco antes expuesto.

c) Durante la pendencia de la condición los interesados en ella están obliga-


dos a observar el uno respecto del otro una conducta conforme a la buena fe (así,
respecto de los contratantes, art. 1.258 Cc.) y, en particular, a no menoscabar la
posibilidad de que las correspondientes expectativas lleguen a consolidarse en
derechos y situaciones jurídicas definitivas. En aplicación de estos criterios, el
Cc. ha dictado algunas disposiciones para regular, en todo caso, que las expecta-
tivas de una parte contratante no se malogren por culpa de la otra (art. 1.122-2.B
y 4.B Cc.) y, en general, para regular los conflictos que se susciten si las cosas
que son objeto de una obligación de dar sometida a condición suspensiva se
pierden o modifican (art. 1.122 Cc.). Estos preceptos son también indicativos
del régimen de la pendencia de la condición resolutoria (art. 1.123-2 Cc.) y
deben considerarse también aplicables, en cuanto a los principios legislativos en
que se asientan, a la pendencia de la condición impuesta a la institución de here-
dero o de legatario, reconociéndolo así el propio legislador (art. 791 Cc.).
B. Deficiencia de la condición. El estado de incertidumbre que deriva de la
pendencia de la condición cesa, no sólo cuando el suceso puesto como condicio-
nante de los efectos del negocio jurídico se realiza, sino también cuando ese mis-
mo suceso ya no puede tener lugar. Sin embargo, ocurre con frecuencia que no es
segura la determinación del tiempo que dura esa situación de incertidumbre o de
pendencia de la condición o la del momento en que comienza la situación de certi-
dumbre, sobre todo porque ya no haya de tener lugar el evento condicionante.
Para resolver estas dudas, los ordenamientos suelen dictar reglas que tienden
a solucionar los casos de inseguridad que pueden plantearse y, en general, con-
fían al prudente arbitrio de los tribunales la consideración de cada situación para
juzgarla con arreglo a los criterios normales de la experiencia común.
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Dispone a este respecto el art. 1.117 Cc. que la condición de que ocurra al-
gún suceso en un tiempo determinado extinguirá la obligación desde que pasare
el tiempo o fuere ya indudable que el acontecimiento no tendrá lugar y, por su
parte, determina el art. 1.118 que la condición de que no acontezca algún suceso
en tiempo determinado hace eficaz la obligación desde que pasó el tiempo seña-
lado o sea ya evidente que el acontecimiento no puede ocurrir. Si no hubiere
tiempo fijado, la condición deberá reputarse cumplida en el que verosímilmente
se hubiese querido señalar, atendida la naturaleza de la obligación.
El segundo párrafo de este art. 1.118 parece referirse a las condiciones nega-
tivas, pero es muy razonable aplicar el mismo criterio a las condiciones positi-

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218 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

vas, que deberán tenerse por no cumplidas si transcurre inútilmente el tiempo


que verosímilmente se hubiese querido señalar. Así lo admite la S. 5 diciembre
1996.
En relación a la condición testamentaria de la institución de heredero o lega-
tario los arts. 795-2 y 796-2 Cc. se refieren igualmente a la imposibilidad de la
verificación del hecho condicionante o, en su caso, de su reiteración, para consi-
derar definitivamente cumplida la condición. Además, el art. 1.119 Cc., de con-
tenido claramente sancionador —la jurisprudencia ha indicado que la alegación
precisaría declaración de culpa contractual (S. 26 noviembre 1919)—, dispone
que se tendrá por cumplida la condición cuando el obligado impidiere volunta-
riamente su cumplimiento. Con relación a este precepto, aplicable, como los an-
teriores, también a las condiciones que sujetan la institución testamentaria de he-
redero o legatario (art. 791 Cc.), debe entenderse por obligado no sólo el deudor,
sino aquél de los contratantes o, tratándose de testamento, de los beneficiarios
en relación a éste, que podría verse afectado negativamente en sus intereses por
la verificación de la condición.
Cuando la condición no se verifica en el tiempo establecido en la previsión
del agente o de los agentes del negocio o se tiene la certidumbre de que no se
realizará, la decadencia de la condición determina consecuencias distintas según
que haya sido puesta en el negocio como condición suspensiva, o como condi-
ción resolutoria. Si se ha establecido como suspensiva, del negocio condiciona-
do no surge ningún efecto deficiente condicione ni llegan a nacer los derechos y
las posiciones jurídicas previstas en el negocio, frustrándose definitivamente las
expectativas de los interesados en su cumplimiento; en cambio, si la condición
se ha establecido como resolutoria, las posiciones jurídicas y derechos corres-
pondientes, que se habían constituido como claudicantes, se consolidan definiti-
vamente, como si el negocio se hubiera concluido puramente y sin limitar de
manera alguna sus consecuencias.
C. Realización de la condición. a) Consecuencias. El estado de incertidum-
bre que tiene lugar pendente condicione cesa también cuando la condición se
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cumple (condicio existit, según una terminología tradicional que se sigue repi-
tiendo), produciéndose a partir de este momento los efectos del negocio condi-
cionado, si la condición es suspensiva, o desapareciendo aquellos efectos, si la
condición es resolutoria (art. 1.114 Cc.). Con la verificación de la condición sus-
pensiva, en efecto, la obligación nacida del negocio o, en particular, del contrato,
se purifica y se hace exigible (art. 1.113-1 Cc.) y, tratándose de las condiciones
resolutorias, cesan los efectos del negocio, revocándose todos los hasta entonces
producidos y, en su caso, según determina el art. 1.123-1 Cc., cuando las condi-
ciones tengan por objeto resolver la obligación de dar, los interesados, cumpli-
das aquéllas, deberán restituirse lo que hubiesen percibido. La disciplina que se

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§ 53. CONDICIÓN, TÉRMINO Y MODO 219

deriva de los preceptos citados es asimismo aplicable al cumplimiento de la con-


dición que sujeta la institución de heredero o legatario, por reclamarse a su con-
tenido el art. 791 Cc.

b) «Cautio muciana». Un supuesto particular de cumplimiento de la condición es,


para el caso de la condición testamentaria potestativa apuesta como de carácter negativo
y de naturaleza suspensiva, el art. 800 Cc., que recoge la regla de origen romano de la
prestación, por parte del heredero o legatario condicionales, de caución de restituir los
bienes de que son beneficiarios para el caso de infringir la condición, conocida habitual-
mente como cautio muciana. Según dicho precepto, en efecto, si la condición potestati-
va impuesta al heredero o legatario fuere negativa, o de no hacer o no dar, cumplirán
con afianzar que no harán o no darán lo que fue prohibido por el testador, y que, en
caso de contravención, devolverán lo percibido, con sus frutos e intereses. El estudio de
este precepto y su posible valoración alternativa a la que la tradición romanística parece
atribuirle tienen su adecuada sede en el Derecho de sucesiones.

c) Retroactividad. La realización de la condición suscita el tema de la retro-


actividad de las consecuencias que la misma supone en relación al momento de
la conclusión del negocio inter vivos, o del desencadenamiento de la eficacia
propia de los negocios mortis causa. Tanto desde el punto de vista teórico como
desde el punto de vista práctico, se ha venido discutiendo desde antiguo si la
producción o la cesación de los efectos del contrato o del negocio que se sujetan
a la realización de una condición deben operar con carácter retroactivo o no, en
el sentido de que desaparezca cualquier vicisitud incompatible con la situación
que existente condicione debe establecerse como definitiva o, por el contrario,
que no se vean afectadas las modificaciones jurídicas que, por obra de los intere-
sados o de los terceros, hayan podido tener lugar durante la época de la penden-
cia de la condición.
Los ordenamientos se inclinan por dar a la producción o a la cesación de los
efectos negociales que la condición lleva consigo un alcance retroactivo, si bien
con frecuencia con algunas cautelas y, en ocasiones, como es el caso de nuestro
Derecho positivo, limitando fuertemente el alcance de la retroactividad por razo-
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nes de prudencia legislativa de atención a las circunstancias de cada caso.


a) Tratándose de una condición suspensiva, el art. 1.120-2 Cc., en la línea de
cautela apuntada, dispone con carácter general, con relación a las obligaciones
sujetas a condición, que en las obligaciones de hacer y de no hacer los tribuna-
les determinarán, en cada caso, el efecto retroactivo de la condición cumplida.
Cuando se trata, en particular, de una obligación de dar, la situación postula,
de una manera más apremiante, la retroactividad de la condición, al objeto de
conseguir con una mayor seguridad el cumplimiento de la prestación a la entre-
ga de la cosa a quien, cumplida la condición, tiene derecho a ella, aunque tampo-

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220 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

co en este caso deja de haber algunas importantes atenuaciones al principio: dis-


pone, en este sentido el art. 1.120-1 Cc. que los efectos de la obligación
condicional de dar, una vez cumplida la condición, se retrotraen al día de la
constitución de aquélla. Esto no obstante, cuando la obligación imponga rec
procas prestaciones a los interesados, se entenderán compensados unos con
otros los frutos e intereses del tiempo en que hubiese estado pendiente la condi-
ción. Si la obligación fuere unilateral, el deudor hará suyos los frutos e intere-
ses percibidos, a menos que por la naturaleza y circunstancias de aquélla deba
injerirse que fuera otra la voluntad del que la constituyó.

También el cumplimiento de la condición suspensiva en la institución de heredero o


de legatario tiene efecto retroactivo, por aplicación de los mismos criterios que en mate-
ria de obligaciones (art. 791 Cc.), siquiera tenga aquél que conjugarse con el efecto pro-
pio, por lo demás coincidente en cuanto al aspecto retroactivo, de la aceptación: por eso
dispone el art. 154-2 del Código de Sucesiones de Cataluña que el instituido heredero
bajo condición suspensiva que, cumplida ésta, acepte la herencia, la adquirirá con
efecto retroactivo al tiempo de la muerte del testador.

b) Condición resolutoria. Aunque la finalidad de la condición resolutoria,


que tiende a que cesen desde su realización los efectos del negocio, es menos
congruente con la idea de la retroactividad del cumplimiento de la condición
—puesto que al aponerse como resolutoria se quiere precisamente que el nego-
cio produzca todos sus efectos mientras la condición no acontezca—, hay que
tener en cuenta que la condición resolutoria funciona como suspensiva respecto
de la parte a quien beneficia su realización y tiene la expectativa de que, recon-
ducida la situación a como era originariamente, desaparecerán para él las conse-
cuencias negociales que le afectaban o se determinarán en su provecho otras
ventajas. Por eso adopta el Cc. respecto de la condición resolutoria una disci-
plina semejante a la acogida en relación a la condición suspensiva.

En efecto, tratándose de obligaciones de hacer o de no hacer, se confía a los tribuna-


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les la determinación, en cada caso, del alcance retroactivo del cumplimiento de la condi-
ción resolutoria (art. 1.123-3, en relación con el art. 1.120-2, Cc.); por su parte, tratán-
dose de obligaciones de dar, el efecto retroactivo debe ser más fuerte, por las razones
indicadas, disponiendo el Cc. que cuando las condiciones tengan por objeto resolver la
obligación de dar, los interesados, cumplidas aquéllas, deberán restituirse lo que hubie-
sen percibido.- En el caso de pérdida, deterioro o mejora de la cosa, se aplicarán al que
deba hacer la restitución las disposiciones que respecto al deudor contiene el artículo
precedente, establecido, como sabemos, para regular los conflictos que puedan surgir
como consecuencia de la pendencia de la condición suspensiva (art. 1.123-2 y 3, en re-
lación con el art. 1.122, Cc.). En materia sucesoria son de aplicar los mismos criterios
en razón de la disposición del art. 791 Cc.

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§ 53. CONDICIÓN, TÉRMINO Y MODO 221

En cualquier caso, el efecto retroactivo del cumplimiento de la condición no puede al-


canzar a las posiciones jurídicas y, particularmente, a los derechos adquiridos legítima-
mente, durante la pendencia de aquélla, por terceras personas actuantes de buena fe.

347. El término: su función y sus tipos.

También la eficacia del negocio jurídico puede limitarse por el agente o los
agentes negociales de manera que sus efectos se produzcan a partir de un cierto
momento o duren solamente por un determinado período de tiempo. Quienes lle-
van a cabo el negocio quieren, en este caso, que los efectos del mismo se subor-
dinen a la llegada de un cierto día que se señala como término inicial (dies a
qua) o como término final (dies ad quem) de la eficacia negocial.
En realidad, este término temporal del que se hace depender la eficacia del
negocio se diferencia poco, en cuanto a su trascendencia, de la condición, de la
que sólo se distingue en que, mientras el acontecimiento puesto como condición
es de realización esencialmente incierta, el término supone la referencia a un
momento delimitador de la eficacia del negocio que es seguro en cuanto a su ad-
venimiento, siquiera pueda ser incierta la determinación del instante preciso en
que ha de llegar, como cuando, por ejemplo, se sujeta la eficacia de una dona-
ción al momento de la muerte de una persona.

Ya veremos luego que esta característica del término de la eficacia del negocio no
deja de tener alcance disciplinar: por de pronto, en cualquier caso, supone que el térmi-
no incierto sea considerado como condición (arts. 1.125-3 Cc.) y, en sentido contrario,
que la expresión, eventualmente como condición, de una referencia temporal segura,
cierta o incierta en cuanto a su momento, se entenderá como término (arts. 1.125-3 Cc.).

Junto a este término de eficacia de los negocios jurídicos, y a diferencia de lo


que es propio de las disposiciones mortis causa de institución de heredero o de
legatario, en las que sólo es posible este tipo de término (arg. art. 805 Cc.), en
los contratos y, en general, en los demás negocios generadores de obligaciones,
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puede haber otra clase de término, que se refiere al momento en que debe reali-
zarse la prestación que es propia del vínculo obligatorio nacido del convenio o,
en general, del negocio de que se trate.
En este segundo supuesto, de especial significación y frecuencia en tema de
obligaciones derivadas del contrato, las partes contratantes o, en general, el
agente o los agentes negociales, no quieren limitar la eficacia del negocio, sino
que sus efectos obligatorios surjan inmediatamente, aunque determinando el
momento en que ha de tener lugar la prestación prevista en la negociación.
Como el término no limita aquí los efectos del negocio y su finalidad se concreta
a la fijación del momento preciso en que la obligación derivada del negocio se

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222 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

debe cumplir, este tipo de término ha sido denominado por la doctrina término
de cumplimiento o de ejecución, o también término de vencimiento de la obliga-
ción.
Ambos tipos de término son aponibles, en principio, a los negocios inter vi-
vos (arts. 1.255 y 1.125 Cc.) y a los negocios mortis causa, si bien, en este caso,
la primera acepción del término es la sola admisible (salvo ciertos supuestos) en
la institución de heredero o legatario: arts. 805 Cc., y la segunda sólo puede in-
corporarse al negocio en cuanto del mismo deriven relaciones de obligación.
El estudio pormenorizado del término de cumplimiento de las obligaciones,
no obstante corresponder su aposición al contenido del negocio jurídico, ha de
trasladarse al tratado del Derecho de obligaciones (t. II, vol. 1.º, §§ 62-64), por
tener su sede apropiada en aquel lugar, en cuanto que más que a la figura nego-
cial en sí se refiere al vínculo obligatorio eventualmente derivado de la misma.
En cualquier caso, vale la pena apuntar, con relación al mismo, que la aposición
de un término para el cumplimiento de la obligación aplazada tiene un interés
práctico de importancia sin duda superior a la del término de eficacia negocial
(único que aquí corresponde examinar), y que en caso de duda ha de entenderse
que es aquél al que han querido referirse las partes.

348. El término de eficacia negocial.

El término de eficacia —al que algunos, como RESCIGNO, llaman también tér-
mino negocial—, puede ser inicial o final (o, lo que es lo mismo, suspensivo y dila-
torio o resolutorio o conclusivo), según que determine el principio o el fin de la efi-
cacia del negocio. Por la aposición del término, si éste es inicial, los efectos
negociales no se producen sino al vencimiento del mismo, momento a partir del
cual, si se trata de un contrato o de otro negocio generador de obligaciones, nace el
vínculo obligatorio y las posiciones consolidadas de acreedor y deudor en el mismo
(con independencia de que, a su vez, se haya aplazado, en cuanto al cumplimiento o
ejecución, la fecha de la realización de la prestación); siendo fmal el término, cesan
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completamente los efectos del negocio, y se extingue la relación jurídica establecida.

Tratándose de un negocio mortis causa de designación sucesoria, dispone el art. 805


Cc. que será válida la designación de día o de tiempo en que haya de comenzar o cesar
el efecto de la institución de heredero o de llegado.- En ambos casos, hasta que llegue
el término señalado, o cuando éste concluya, se entenderá llamado el sucesor legítimo.
Mas en el primer caso, no entrará éste en posesión de los bienes sino después de prestar
caución suficiente, con intervención del instituido.

A semejanza de lo que ocurre en el caso de las condiciones, mientras el tér-


mino inicial no llega o hasta que el término final no vence, los interesados en su

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§ 53. CONDICIÓN, TÉRMINO Y MODO 223

cumplimiento tienen unas simples expectativas al derecho o a la posición jurí-


dica que ha de ser definitiva cuando el término se cumpla, expectativa que se
protege mediante sistemas de tutela y de garantía coincidentes o muy semejantes
a los estudiados a propósito de la condición, de los cuales es expresión, por
ejemplo, el contenido final del art. 805 Cc. poco antes transcrito.
La trascendencia del término de eficacia es, como se ve, muy semejante a la
de la condición, pero con la notable diferencia de que, mientras aquélla es de
cumplimiento incierto —por lo que durante su pendencia hay incertidumbre so-
bre si el negocio producirá sus efectos o sobre el tiempo que éstos durarán—, en
el caso del término los efectos del negocio son seguros, puesto que el término
necesariamente se ha de cumplir, aunque pueda ser incierto el momento preciso
en que ha de llegar. Por eso se dice del término que corre y de la condición que
pende, mientras no se cumplen. Además de lo antes apuntado, la certeza del tér-
mino tiene como importante consecuencia la exclusión de la retroactividad de su
vencimiento, que no tendría sentido en este caso en que los efectos del negocio
se han previsto para que se produzcan en unos límites de tiempo preestablecidos,
por lo que el vencimiento del término —que opera siempre ipso iure produce, en
todo caso, sus consecuencias ex nunc.

349. El modo: concepto y aponibilidad.

En el caso del modo, sobre querer el agente o los agentes del negocio los
efectos propios del mismo, quiere también el agente o uno de ellos, en los nego-
cios bilaterales, que se imponga al afectado por el negocio o al otro agente nego-
cial una obligación o una carga, consistente normalmente en señalar un uso o
destino determinado a la cosa que es objeto de la negociación. Ocurre así que, en
el supuesto del negocio sub modo, se persigue alcanzar no sólo los efectos típi-
cos del negocio, sino, además, que del acto se deriven unos efectos que no están
previstos en el tipo negocial puro.
Es clara, en este sentido, la diferencia de la función del modo respecto de la
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de la condición y de la del término: mientras la condición y el término suspen-


den o resuelven los efectos del negocio cuando se cumplen (o, si el término es de
cumplimiento de la obligación, señalan el tiempo en que debe llevarse a cabo la
prestación), de manera que la voluntad negocial quiere los efectos típicos del ne-
gocio, aunque bajo condición o a término, cuando se apone un modo se quieren
los efectos propios del negocio que se lleva a cabo más el nuevo efecto de la im-
posición o carga a uno de los interesados. Se perfilan por ello, en el negocio mo-
dal, dos voluntades negociales distintas, una principal, que persigue los efectos
típicos del negocio, y otra paralela y accesoria, que pretende, en relación y sobre
la base de la producción de los efectos típicos, la imposición de la carga. Como

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224 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

vamos a ver inmediatamente, esta particular configuración del negocio modal


explica su concreta disciplina.

En la experiencia jurídica el modo o carga se ha impuesto solamente en los negocios


gratuitos, y ha solido entenderse —tal como una de sus acepciones en los textos roma-
nos indica— como medida o límite de las liberalidades. Esta es también la postura de
nuestro Derecho positivo, que únicamente ha previsto la aposición del modo en los ne-
gocios gratuitos, destinando a esta categoría —aunque, a veces, la llame impropiamente
condición— algunos preceptos en materia de donación (arts. 619, 622, 638, 642, 647 y
651 Cc.), y de testamento (arts. 797 y 792 Cc.), así como en tema de contratos suceso-
rios en los territorios de Derecho civil particular. Por su parte, la doctrina sostiene pací-
ficamente que el modo es aponible únicamente a los negocios gratuitos, y tal es también
la postura constante de la jurisprudencia.
A los negocios gratuitos únicamente puede aponerse el modo lícito y posible, de ma-
nera que si se apusiera un modo imposible o ilícito, más probablemente habría de tenerse
por no puesto.
La aposición del modo puede plantear el problema de su fácil confusión con la condi-
ción, respecto de la que tiene una disciplina diversa, puesto que mientras la condición sus-
pende la producción de los efectos del negocio el modo no los impide, aunque constriñe al
cumplimiento de la obligación en que consiste. Los mismos textos positivos hablan, con
frecuencia, para referirse al modo, de condición (así, en los arts. 647, 651 y 798-2 Cc.), y
asimismo es corriente esta confusión en las declaraciones negociales —ya que la condi-
ción y el modo pueden tener el mismo contenido, como demuestra el texto del art. 797
Cc.—, cuya interpretación adecuada supondrá muchas veces una tarea muy laboriosa, en
la que debe recordarse la máxima tradicional de que modum non tam verba faciunt sed vo-
luntas.
Desde el punto de vista técnico, el modo, en cuanto que constituye la imposición de
una determinada conducta, se configura como una obligación, a la que se debe aplicar el
régimen genérico de las obligaciones. Esta realidad, que tradicionalmente se ha formulado
mediante el aforismo modus est in obligatione, no impide, sin embargo, que se planteen
algunas cuestiones interesantes sobre la obligación modal en orden a su propia significa-
ción. En particular, dada la función de la obligación modal y su relación de accesoriedad
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respecto de la atribución gratuita a la que el modo se apone, se ha discutido si la obliga-


ción modal puede ser objeto de ejecución forzosa en caso de incumplimiento voluntario
por parte del obligado por el modus. En principio, parece que puede exigirse su cumpli-
miento por el beneficiario del modo y, en particular, por el agente negocial dispensador de
la liberalidad o sus herederos. De esta manera, cuando no tenga lugar el cumplimiento vo-
luntario de la obligación modal por parte del obligado con el modus, la ejecución forzosa
de la obligación, siempre que sea posible, tendrá lugar con arreglo a las normas sustanti-
vas y procesales aplicables al cumplimiento coactivo de las obligaciones normales u ordi-
narias (arts. 1.096, 1.098 y 1.099 Cc. y los correspondientes de la Lec). Esta opinión favo-
rable a la exigibilidad del cumplimiento del modo en forma específica o de la
correspondientes indemnización por incumplimiento, no compartida por la totalidad de

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§ 53. CONDICIÓN, TÉRMINO Y MODO 225

los autores, ha sido acogida, casando la de instancia (que apreció cosa juzgada), por la S. 6
abril 1999 —que cita otra de 19 enero 1901—, en un caso en que ya se había intentado ju-
dicialmente la resolución de la donación, con resultado adverso por entenderse prescrita o
caducada esta acción.
Sobre el cumplimiento de la obligación modal y, en su caso, sobre su conmutación
(art. 978-1 Cc.), se tratará adecuadamente al estudiar la donación y la institución de here-
dero o de legatario modales.

350. Revocación o ineficacia de la liberalidad por incumplimiento del


modo.

La aplicación pura del concepto del negocio modal nos llevaría a pensar —por
aquello de que las dos voluntades que se perfilan en la misma son, aunque conexas, di-
ferentes— que la revocación o la ineficacia de la liberalidad sólo debería tener lugar,
por incumplimiento de la obligación modal, cuando tal circunstancia hubiera sido ex-
presamente prevista por el agente o los agentes negociales. Sin embargo, como esta so-
lución restaría eficacia a las disposiciones modales en cuanto tales, hasta el punto de
desvirtuarlas, los ordenamientos suelen inclinarse por prevenir la revocación o la inefi-
cacia de las liberalidades sub modo para el caso del incumplimiento de las cargas im-
puestas al beneficiario de aquéllas.
De acuerdo con esta orientación dispone el art. 647-1 Cc., aludiendo inadecuadamente
a la condición y refiriéndose, en realidad, al modo, que la donación será revocada a ins-
tancias del donante, cuando el donatario haya dejado de cumplir alguna de las condicio-
nes que aquél le impuso. Los efectos de la revocación alcanzan no sólo a la devolución de
los bienes donados y a sus frutos, sino también a los actos de disposición traslativa o cons-
titutiva llevados a cabo por el donatario, salvo los derechos legítimamente adquiridos por
los terceros. Dice, en efecto, el art. 647-2, con relación a la revocación, que, en este caso,
los bienes donados volverán al donante, quedando nulas las enajenaciones que el donata-
rio hubiese hecho y las hipotecas que sobre ellos hubiese impuesto, con la limitación esta-
blecida, en cuanto a terceros, por la Ley hipotecaria. Según el art. 37-2,2.º, de ésta, las ac-
ciones revocatorias no se darán contra terceros que haya inscrito los títulos de sus
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respectivos derechos en el Registro, salvo que la acción de revocación de donaciones se


deba al incumplimiento por el donatario de condiciones (esto es, obligaciones modales)
inscritas en el Registro. Con relación a los frutos de la cosa donada, dispone el art. 651-2,
que si la revocación se fundare en haber dejado de cumplirse alguna de las condiciones
impuestas en la donación, el donatario devolverá, además de los bienes, los frutos que hu-
biese percibido después de dejar de cumplir la condición.
En el mismo sentido, el incumplimiento del modo puede comportar la ineficacia de la
institución de heredero o de legatario a la que se aponga, disponiendo a este respecto el
art. 797-2 Cc. que lo dejado de esta manera puede pedirse desde luego, y es transmisible a
los herederos que afiancen el cumplimiento de la mandado por el testador, y la devolución
de la percibido con sus frutos e intereses, si faltaren a esta obligación.

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226 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

INDICACIÓN BIBLIOGRÁFICA. Además de las obras institucionales y de las monografías


sobre el negocio jurídico en general indicadas en los §§ anteriores, se recuerdan sobre la
condición, como investigaciones generales sobre la misma, las monografías de BARBE-
RO, Contributo alla teoria della condizione (Milano, Giuffré, 1937) y de FALZEA, La
condizione e gli elementi dell'atto giuridico (Milano, Giuffré, 1961). Para aspectos par-
ticulares de la condición pueden verse BELTRÁN DE HEREDIA, J., «En torno a la condición
potestativa», RDP, 1963, págs. 215 ss.; PELAYO HORE, «Sobre la condición resolutoria»,
RDP, 1958, págs. 517 ss.; DÍEZ PICAZO, «El tiempo de cumplimiento de la condición y la
duración máxima de la fase de «conditio pendens», ADC, 1969, págs. 129 ss., y en Es-
tudios de Derecho civil en honor del Prof. Castán, III (Pamplona, Eunsa, 1969), págs.
181 ss.; ÁLVAREZ VIGARAY, «La retroactividad de la condición», ADC, 1964, págs. 829
ss.; ALBALADEJO, La institución de heredero bajo condición (Discurso de recepción en la
R. Academia de Legislación y Jurisprudencia, con contestación de J. BELTRÁN DE HERE-
DIA, Madrid, 1983) y CARRIÓN, Salvador, La condición suspensiva y sus efectos (comen-
tario a S. TS. 5 diciembre 1996), RDP, junio 1999, pág. 449.
Como obra general significativa sobre el término puede consultarse la monografía de
Russo, 1l termine nel negozio giuridico (Milano, Giuffré, 1973). En nuestra doctrina, CAR-
DENAL, El tiempo en el cumplimiento de las obligaciones, Madrid, 1979.

Sobre el modo, además de los ya clásicos trabajos de SCUTO, 1l modus nel diritto civile
italiano (Palermo, 1908) y CASTÁN, «El modo en los actos jurídicos», RDP, 1918, págs. 9
ss.; 1919, págs. 102 ss.; y 1921, págs. 211 ss., pueden verse la amplia monografía de TO-
RRALBA, El modo en el Derecho civil, Alicante, 1966 y la contribución de DE LOS MOZOS,
«El modo como elemento accesorio de la voluntad negocial», RDP, 1978, págs. 223 ss.
Para un aspecto particular del modo, LUNA SERRANO, «Disciplina del modo testamentario
imposible», ADC, 1969, págs. 109 ss.

§ 54. CLASIFICACIÓN DE LOS NEGOCIOS JURÍDICOS

351. Criterios.

Habida cuenta de la amplia variedad de negocios posibles, surge enseguida el intento


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(o tentación) de someterlos a clasificación, cuestión eminentemente formal y relativa, es-


colástica, que no debe confundirse con otra, más importante, de precisar el concepto de
cada tipo o especie de negocio, y sus diferencias con otros, aunque suelen ir juntas.
Los criterios de clasificación pueden ser muy variados, según el punto de vista o as-
pecto concreto que sirva de base: unas veces puede ser por razón de la causa, o de la for-
ma, o del contenido de negocio, o de las partes que intervienen en él, etc. y como esos ele-
mentos o puntos de referencia están presentes, de una u otra forma, prácticamente en todos
los negocios, no extrañará que uno determinado (cualquiera de ellos) pueda ser catalogado
en diferentes grupos, desde distintas perspectivas. Así el testamento es negocio mortis
causa, por un lado (frente a los inter vivos); formal, por otra parte (frente a los aformales);
unilateral, en cuanto que nace de una sola declaración de voluntad (en contraste con el

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§ 54. CLASIFICACIÓN DE LOS NEGOCIOS JURÍDICOS 227

arrendamiento, por ejemplo, que es bilateral); patrimonial, en otro contexto; y típico en


cuanto regulado directamente en nuestro ordenamiento.
A efectos fundamentalmente instrumentales —para el manejo terminológico y con-
ceptual que se haga aquí de distintos tipos de negocios—, nos ocupamos ahora de las cla-
ses más importantes o conocidas, dejando para otro lugar el estudio detenido de cada uno
de esos negocios.

352. Negocios familiares y patrimoniales. Clases de éstos.

Atiende la primera distinción al objeto o parcela de la realidad social a que


afecta el negocio, y finalidad del mismo.
A. En ese contexto, negocios familiares (o de Derecho de familia) son aque-
llos destinados a constituir o modificar (tal vez extinguir) una relación jurídica
familiar o que afecte al estado civil de las personas: el matrimonio, la emancipa-
ción, el reconocimiento de hijo, la adopción. Los negocios patrimoniales tienen
por objeto constituir, modificar o extinguir relaciones jurídicas económicamente
valiosas y en razón a su economicidad: así, el arrendamiento, el préstamo, la
constitución de hipoteca.
Como entre las relaciones jurídicas familiares las hay también de signo eco-
nómico, hay una figura intermedia, como es la de los negocios patrimoniales fa-
miliares, o negocios familiares de carácter patrimonial: ejemplo típico, los capí-
tulos matrimoniales (arts. 1.325 y ss. Cc.).
Los negocios familiares se caracterizan por ser casi siempre de tipo formal,
lo que sucede en atención a la trascendencia social y pública de lo que en ellos
se acuerda. y por esta misma razón, y dada la indisponibilidad (o limitada dispo-
nibilidad) de la materia objeto de su regulación, tiene aquí un reducido alcance
la autonomía de la voluntad, en contraste con el mucho más amplio juego de la
misma en el ámbito de los negocios patrimoniales (art. 1.255), hasta el punto de
que en no pocos casos se exige aprobación judicial de ciertos negocios familia-
res (véanse arts. 90, 121, 124, 177 Cc.). Cuando se trata de negocios familiares
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de carácter patrimonial, por su naturaleza mixta la autonomía privada es mayor


(art. 1.325), pero sus límites ciertamente no llegan a la amplitud de los del art.
1.255, y revisten un carácter particular y nuevo (art. 1.328 Cc.).
B. Los negocios patrimoniales: división atendiendo a su eficacia. Estos ne-
gocios pueden ser, en razón del tipo de relación jurídica a que afectan, negocios
reales (la tradición); obligatorios (el arrendamiento de servicios) y sucesorios (el
testamento o la aceptación de herencia). Por sus efectos, se distinguen en dispo-
sitivos y obligacionales; de disposición y de administración (o de administración
ordinaria y los que exceden de ella); de atribución patrimonial y no atributivos, y
por razón de la causa pueden ser onerosos y gratuitos.

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228 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

a) Negocios dispositivos y obligacionales. Los primeros producen un cam-


bio inmediato en la titularidad, un desprendimiento actual de derechos (la dona-
ción, la condonación de deuda, la renuncia del usufructo). Los segundos com-
portan sólo la asunción de una obligación en orden a un cambio real futuro o a la
prestación de un servicio: preparan, en su caso, mediante la obligación asumida,
el cambio de titularidad (la compraventa, la cesión de crédito, el arrendamiento
de servicios).

Esa distinción es clara cuando se trata de derechos sobre las cosas: no es lo mismo
obligarse a transferir la propiedad, que realizar inmediatamente el traspaso; de ahí su
distinto tratamiento jurídico. En cambio, no se ve tan clara la diferencia en relación con
los derechos de crédito (la cesión de crédito puede configurarse como negocio dispositi-
vo). Por lo demás, la diferencia entre disposición y obligación no se funda, ni en la con-
dición de los bienes de que se dispone (derechos reales o de crédito), ni en el mayor o
menor riesgo que el negocio conlleva o la disminución que produce en el patrimonio.

b) Negocios de disposición y de administración. Más realista que la anterior


es la distinción entre negocios de disposición (económica) y de administración
—o bien, como prefieren otros, entre actos de ordinaria y de extraordinaria
administración—; referida esta antítesis a la incidencia de unos y otros en el
patrimonio y al riesgo que corre éste a causa de ellos.
Los negocios de administración (ordinaria) atienden a la conservación, uso y
goce de la cosa o patrimonio (cfr. art. 1.229 Lec. 1881: el administrador está
obligado «a conservar y administrar con diligencia los bienes..., procurando que
den las rentas, productos y utilidades que correspondan» y 801 Lec.: el adminis-
trador está obligado "a conservar sin menoscabo los bienes..., y a procurar que
den las rentas, productos o utilidades que corresponda", con la previsión sobre
reparaciones y gastos ordinarios y extraordinarios de este artículo y el siguiente;
cfr. también art. 632 Lec.). El acto de administración puede consistir a veces en
enajenaciones (por ejemplo, de los frutos de la finca administrada), o bien en
obligarse, o puede consistir en un mero hecho (cambiar un cultivo). Lo impor-
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tante —dice FERRARA— no es la naturaleza objetiva del acto, sino la función que
cumple en relación al patrimonio.
Al acto de administración se contrapone, en sentido económico, el de dispo-
sición, que lo mismo puede consistir en obligarse que en enajenar, si afecta al
capital o a cualquier obligación no necesaria para la gestión ordinaria del patri-
monio. Negocio de disposición es, pues, en este sentido, el que arriesga la exis-
tencia o valor del bien o patrimonio a que se refiere; por ello, no sólo la enajena-
ción, sino la constitución de derechos reales (usufructo, hipoteca, etc.), y los
actos obligacionales que por su importancia económica comprometen el bien
gestionado, y no solamente los frutos.

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§ 54. CLASIFICACIÓN DE LOS NEGOCIOS JURÍDICOS 229

La antítesis administración-disposición, como se ve, se funda en valoraciones eco-


nómicas, mientras que la diferencia entre enajenación (negocio dispositivo) y obliga-
ción (o negocio obligacional) es jurídica. En aquélla lo decisivo es si el negocio afecta o
no a la sustancia (económica) del patrimonio; si es de los que se realizan en la ordinaria
gestión de éste o bien entraña un cambio en la consistencia de los bienes o su modo de
disfrute: la distinción queda en el ámbito de lo empírico, en el cual sólo caben criterios
aproximativos. En esa línea de pensamiento son actos de administración los de conser-
vación y goce de los bienes de capital y gasto o inversión de sus rendimientos. Opuesta-
mente, lo son de disposición, junto con los actos que directamente afectan a la sustancia
del capital, los llamados de extraordinaria administración, y, por tanto, excedentes al
concepto de «acto de administración»; en particular, los arrendamientos a largo plazo o
inscribibles (cfr. art. 1.548 Cc.).
c) Negocios de atribución patrimonial y no atributivos. Los primeros son aquellos por
los que una persona proporciona un beneficio económico a otra, ya mediante el ingreso en
el patrimonio de ésta de un bien o derecho (compraventa, donación), ya liberándola de una
obligación o gravamen (condonación de deuda, renuncia a una servidumbre) (vid. supra,
núm. 332, C). Negocio no atributivo es el que se halla en el caso contrario: no produce per
ser ingreso alguno de bien o derecho en el patrimonio de otra persona, aunque indirecta-
mente pueda ser ocasión (no causa) de un beneficio patrimonial; piénsese en el abandono
de una cosa mueble, que deviene nullius (y que otro puede ocupar, con lo que puede incre-
mentar su patrimonio, pero ello no deriva ya del abandono).
Aunque el negocio de atribución patrimonial está próximo y a veces coincide con el de
disposición (así, en la donación), no es esto necesario, y con frecuencia no coinciden: hay ac-
tos de atribución que no son de disposición (por ejemplo, el mandato gratuito, prestación de
un servicio sin contraprestación que enriquece al mandante), y actos de disposición que no
son de atribución (el antes citado de abandono, o la renuncia abdicativa de un derecho).

C. Negocios onerosos, gratuitos y neutros (vid. supra, núm. 332, B).


A. Negocio oneroso es aquel en el que hay un intercambio de prestaciones
(art. 1.274 Cc.), de forma que se produce una especie de equilibrio patrimonial
(ejemplo típico, la compraventa), y lo que el patrimonio pierde por un lado (sali-
da de la cosa vendida) lo gana por otro (ingreso del precio). Pero para que haya
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onerosidad en ese sentido no es preciso que haya una equivalencia (aun relativa)
objetiva entre prestación y contraprestación, sino que basta que sea subjetiva:
según la S. de 29 febrero 1951 no caracteriza al contrato oneroso la equivalencia
e igualdad objetiva del valor de las prestaciones o promesas contrapuestas, «que
si hubiera de concurrir en todo contrato, sería contraria al fundamental principio
que preceptivamente establece el art. 1.255 Cc.» (además, lo sería a la limitación
de la rescisión por lesión en dicho cuerpo legal).

Entonces, la onerosidad del contrato significa que, independientemente de quién


pierda y quién gane conforme al valor real de las prestaciones prometidas o realizadas,

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230 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

el tipo de contrato realizado supone la correspondencia entre las de cada parte: que las
de cada una se hacen en vista de las de la otra. Lo decisivo para que haya onerosidad es,
por tanto, el intercambio, con independencia de la equivalencia o no del valor de las res-
pectivas prestaciones. Así, se considerará oneroso el contrato mediante el cual, a cam-
bio de un precio, Juan me promete no tocar el piano durante un año, prestación que ten-
drá importancia económica para mí si Juan es mi más directo competidor en las giras
artísticas, y no la tendrá si es mi vecino y me duele habitualmente la cabeza; pero en
ninguno de ambos casos aumenta mi patrimonio. Lo único importante es que cada pres-
tación se pacta subjetivamente a cambio de la otra, y sin ánimo adicional de gratificar.

B. Negocio gratuito o lucrativo (nuestro Código parece manejar indistinta-


mente ambos términos) es aquel que programa una prestación unilateral, expre-
samente sin cambio; cuando a una prestación no corresponde otra en sentido
contrario con aquella pretensión de equilibrio que veíamos en el negocio one-
roso. Ejemplo típico es la donación, pero también el mandato o el préstamo gra-
tuito o el comodato, y es gratuito el comodato o el préstamo sin interés, aunque
en uno y otro el comodatario y el prestatario tengan que devolver la cosa o la
cantidad prestada, porque tal devolución no se hace como contraprestación que
compense el beneficio que ha supuesto el gozar de la cosa o cantidad prestadas.
Son onerosos, en cambio, el préstamo con interés y el arrendamiento de cosa
porque el prestatario y el arrendatario tienen que entregar, junto con la devolu-
ción del dinero o de la cosa, un interés en el primero, y una renta en el segundo,
como contraprestación de la ventaja de haber gozado de la suma prestada o la
cosa arrendada.
Hay negocios gratuitos que al mismo tiempo que suponen un empobreci-
miento para una parte producen un enriquecimiento para la otra: así, la dona-
ción. Pero al lado de ellos hay otros que proporcionan un beneficio para uno sin
comportar empobrecimiento o salida patrimonial para otro: por ejemplo, el co-
modato, el mandato o el préstamo gratuitos. A ellos parecen referirse ciertos
preceptos, como los arts. 968 y 1.035 Cc., cuando hablan de «donación u otro tí-
tulo lucrativo», y algunos autores franceses los denominan «contratos de benefi-
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cencia».

Hay, por otro lado, negocios que pueden ser indistintamente onerosos o lucrativos, a
voluntad y según cómo los pacten quienes los celebran: el mutuo (art. 1.740-2.º Cc.), el
mandato (art. 1.711), el depósito (art. 1.760), la fianza (art. 1.823). Se dice de ellos que
son neutros.
La diferente incidencia patrimonial que tienen los negocios onerosos y gratuitos en
cada parte negocial —con prestación y contraprestación en los primeros, y ausencia de
contraprestación en los segundos—, origina en algunos casos un distinto régimen jurídico
para unos y otros: en su interpretación, en su firmeza o impugnabilidad, en la forma, en los
requisitos de capacidad.

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§ 54. CLASIFICACIÓN DE LOS NEGOCIOS JURÍDICOS 231

c. Los negocios onerosos pueden ser, a su vez, conmutativos y aleatorios. En los pri-
meros la relación entre prestación y contraprestación, y su relativo equilibrio, se halla fija-
da por las partes a la hora de su celebración: tal, en la compraventa, en el arrendamiento o
en el préstamo con interés. En los aleatorios, o no hay tal equilibrio, o la existencia y aun
la cuantía de alguna de las prestaciones depende de un acontecimiento incierto o a veces
incluso del azar: así, en el contrato de seguro, en que la prestación del asegurador depende
de que ocurra el siniestro asegurado, o en el de juego o apuesta, en que depende de que
salga tal o cual número, o se acierte un resultado.

353. Negocios unilaterales, bilaterales y plurilaterales.

A. Negocios unilaterales y bilaterales. El criterio de distinción en este caso


es el de la estructura (CASTÁN), o más propiamente el de las partes intervinientes
en el negocio (no el de las personas o las declaraciones de voluntad). Así, nego-
cio unilateral es aquel en que la declaración de voluntad proviene de una sola
parte (trátese de una o varias declaraciones de voluntad), con independencia de
que tal declaración vaya o no dirigida a una persona determinada. En esta inteli-
gencia son negocios unilaterales el testamento, el abandono de una cosa o la re-
pudiación de herencia. Frente a ello, negocio bilateral es aquél al que concurren
dos partes; aquél en que las declaraciones de voluntad provienen de dos partes
diferentes, aunque los participantes sean más de dos; o sea, cuando —en térmi-
nos de SANTORO-PASSARELLI— las declaraciones de los sujetos componiendo in-
tereses contrapuestos, aunque sea para la realización de un fin común, se dispo-
nen en dos lados, de modo que los distintos sujetos forman dos partes.
B. Número de partes y número de personas. Hay que insistir en que no coin-
ciden los conceptos de parte y sujeto de la declaración de voluntad o personas
intervinientes en el negocio. La parte negocial —a los efectos que aquí intere-
san— es la persona o personas que polarizan un interés jurídico actuado en el
negocio, contrapuesto a otro (u otros). ALBALADEJO habla a este respecto de un
solo centro de intereses, o de dos o más (en el negocio bi- o plurilateral). Así, en
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la compraventa hay dos partes, la compradora y la vendedora, tanto si compra


una persona como si lo hacen varias para adquirir la cosa entre todas; y lo mis-
mo ocurre del lado vendedor: el contrato, por haber dos partes, es siempre bila-
teral. En el testamento, en cambio, o en el reconocimiento del hijo extramatri-
monial, hay una sola parte (que coincide, en ambos negocios, con una sola
persona), como también hay parte única cuando varios acreedores solidarios re-
nuncian conjuntamente a su común derecho de crédito, o varios coherederos re-
nuncian a una sucesión: todos esos negocios son unilaterales.
C. Negocio bilateral y contrato bilateral. No se confunda, en todo caso, el
negocio bilateral con el contrato bilateral. El contrato es siempre negocio bilate-

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232 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

ral, porque exige dos partes al menos (vid. art. 1.254 Cc.). Pero el contrato pue-
de ser, a su vez, bilateral o unilateral, según que genere obligaciones correlativas
a cargo de ambas partes (como la compraventa, que hace nacer a cargo del ven-
dedor la obligación de entregar la cosa vendida, y correspondientemente a cargo
del comprador la de pagar el precio) o que cree obligaciones sólo a cargo de una
de las partes (el tipo más evidente es la donación pura).
D. El negocio es plurilateral cuando es producto de las declaraciones de vo-
luntad de varias (más de dos) partes; cuando, por su naturaleza, está abierto a un
número indefinido de partes, aunque en el caso concreto éstas sean dos (como
ocurre con la sociedad pactada entre dos socios).
Entre los plurilaterales destacan los liquidativos y los asociativos. En aquéllos
—la división de una herencia o de una cosa común— los otorgantes, partícipes en
una comunidad, tratan de disolverla transformando sus cuotas de participación so-
bre cosa común en trozos concretos de la cosa o parte del precio de su venta, pero
todos persiguen aquella transformación como una finalidad común, en lo que se
distinguen estos negocios de los bilaterales. Lo mismo sucede con el contrato de
sociedad, en el que no se cambian prestaciones entre las partes, sino que se ponen
en común (precisamente por eso le niegan algunos la naturaleza contractual).

Son también negocios plurilaterales, pero no contrato, los actos colectivos, en los
cuales las declaraciones de voluntad se disponen una al lado de la otra pero sin combi-
narse entre sí, contra lo que acaece en el contrato. Entre estos actos colectivos tienen
particular trascendencia, sobre todo en Derecho mercantil, los llamados «acuerdos».
Los acuerdos se adoptan por votación, que no consiste, como en el contrato, en un inter-
cambio de declaraciones, sino en una suma de sufragios. La diferencia más importante
entre el contrato y el acuerdo es que éste no requiere, de ordinario, unanimidad, como
aquél, sino que basta la mayoría de votos, y la voluntad de la mayoría es norma para la
minoría y para los abstenidos y ausentes.

354. Negocios «inter vivos» y «mortis causa».


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La doctrina suele explicar que el criterio de distinción es aquí el de la causa del nego-
cio (en sentido amplio). Desde ese punto de vista, el negocio mortis causa sería aquel
cuyo objeto o fin es regular el destino de las relaciones jurídicas y derechos y obligaciones
dejados por una persona a su muerte, y a causa de su muerte. El fallecimiento de esa per-
sona se tomaría en consideración no como momento de eficacia de ese negocio (aunque
ello es lo normal), sino como causa del mismo en cuanto dirigido a ordenar la sucesión en
aquellas relaciones jurídicas al morir el causante. Ya se ha visto que en todo esto hay un
cierto sofisma, pues también la sucesión intestada se produce por la muerte del causante y
no es negocio; aparte de que el otro término de la clasificación habría de ser una contra-
puesta categoría de negocios vitae causa que a nadie se le ha ocurrido inventar.

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§ 54. CLASIFICACIÓN DE LOS NEGOCIOS JURÍDICOS 233

Prescindiendo, pues, de esta idea infecunda de introducir el atormentado concepto de


«causa» también en materia sucesoria, baste decir que los correspondientes negocios pue-
den tener contenido patrimonial (que es el típico y más corriente) o extrapatrimonial (atí-
pico: reconocimiento de hijo), siendo nota caracterizadora suya en el Cc., aunque no en
los Derechos forales, la de la revocabilidad, que, con todo, puede no alcanzar a todo el
contenido del negocio revocado (cfr. art. 741 Cc.).
Obsérvese que la consideración de «negocio» se otorga aquí al vehículo de la vo-
luntad sucesoria del causante: al testamento (en cuyo marco pueden tener cabida,
como digo, actos como el reconocimiento de deuda o de hijo que son inter vivos, y
para los que aquél es mero instrumento jurídico), la donación mortis causa (art. 620
Cc.) y el contrato sucesorio, muy restringido en el Código civil, pero admitido am-
pliamente en muchos Derechos forales: tanto en él como en el testamento se consig-
nan las disposiciones (institución de heredero, legado) atributivas de la herencia u ob-
jetos singulares.
Negocios inter vivos son, por exclusión, todos los demás; los que no son mortis cau-
sa. A diferencia de éstos, el negocio inter vivos está destinado a regular las relaciones
jurídicas de una persona en vida de ella, si bien tampoco es decisivo aquí que produzca
sus efectos en vida de quien lo celebra, pues en algún caso puede producirlos con oca-
sión de la muerte de esa persona (por ejemplo, una venta con entrega de la cosa aplaza-
da hasta la muerte del vendedor), o incluso haberse tomado en consideración la muerte
del contratante como motivo determinante de los efectos: es el caso del seguro de vida
para caso de muerte del tomador del seguro, en que la indemnización al asegurado se
produce por causa de la muerte y con efectos a partir de la misma. Son negocios inter
vivos, por ejemplo, el arrendamiento, el matrimonio, la partición de la herencia o su
aceptación, etc.

355. Negocios formales y no formales.

La distinción «negocio formal - negocio aformal» reside en la exigencia o no de una


forma determinada para su validez. Son, por tanto, negocios formales aquéllos que sólo
son válidos y eficaces cuando la declaración de voluntad se hace de una forma determina-
da o se cumple una formalidad prevenida por la ley. En estos casos se habla de forma
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constitutiva, o de forma como requisito «ad solemnitatem». Prefieren algunos, por ello,
llamar a esos negocios solemnes: lo son, en tal sentido, el matrimonio (arts. 51 y ss. Cc.),
la donación de bienes inmuebles (art. 633) o la hipoteca inmobiliaria (que además de for-
ma pública, exige para su plena validez la inscripción en el Registro de la propiedad: art.
1.875-1.º Cc. y 145 Lh.).
Negocios no formales o no solemnes son aquéllos cuya validez no depende de una
forma determinada de la declaración de voluntad negocial, de modo que, cualquiera que
sea ésta, son perfectos y válidos.
Sobre forma libre y forma vinculada de la declaración de voluntad y sobre la llamada
forma «ad probationem» vid. supra núms. 324 y 325.

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234 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

356. Negocios principales y accesorios; conexos y coligados.

Tómase aquí en consideración, como criterio de distinción, la autonomía o


dependencia de los negocios, y en general la relación que guardan entre sí. Des-
de estos puntos de vista, cabe diferenciar:
A. Negocio principal es el que puede existir por sí solo, sin depender de nin-
gún otro: por ejemplo, el arrendamiento, la adopción, el testamento. Negocio ac-
cesorio es aquél que depende de otro y se apoya en él: así, el subarriendo, que
precisa del arrendamiento, sin el que no tiene sustento ni justificación (como tal
subarriendo); o el negocio constitutivo de hipoteca respecto de la obligación ga-
rantizada. La vida (existencia y eficacia) del negocio accesorio depende de la del
principal: nulo o inexistente éste, decae aquél; pero no a la inversa: la nulidad o
ineficacia del accesorio no afectan a la del principal (vid. arts. 1.824-1.º y 1.847
Cc.; y también, como muestra de otra relación de principalidad a accesoriedad,
aunque no negocial, art. 1.155).
Dentro de los negocios accesorios distingue la doctrina italiana los negocios inte-
grativos, como la ratificación (art. 1.259-2.º) y la confirmación del negocio anulable
(1.310 ss.); los complementarios (SANTORO-PASSARELLI cita la aceptación o repudiación
de herencia o la adhesión a un contrato ya concluido); los auxiliares, como el de arbitra-
ción, cuyo contenido especifica el del negocio principal; los revocatorios, que desplazan
al negocio principal (la revocación de testamento), y los resolutorios, que hacen cesar
los efectos del primer negocio, al menos respecto del autor del negocio resolutorio (el
desahucio, o el desistimiento unilateral).

B. Háblase, por otro lado, de negocios conexos: aquéllos que tienen un nexo
que los une entre sí, de manera que la suerte de uno se halla ligada a la existencia
o a la suerte del otro.

Unas veces ese nexo de unión se da entre dos (o más) negocios principales y autó-
nomos per se, aunque se hallen vinculados funcionalmente o por la voluntad de quienes
los celebran: por ejemplo, la compra de un piso y su arrendamiento al vendedor. Algu-
nos llaman a esos negocios coligados.
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Otras veces (las más) la conexión se da entre un negocio principal y otro accesorio, en
los términos antes vistos, o entre aquél y el llamado negocio de cumplimiento, destinado a
la actuación o desarrollo del principal o negocio base (el pago de una obligación, en los
casos en que se puede considerar como negocio, o la entrega del legado).

357. Negocios típicos y atípicos.

Atiéndese aquí a la relación que guardan los negocios con las normas de De-
recho positivo; pero no es ajena esta cuestión, según hemos visto, a la de la cau-
sa de los contratos (sobre causa y tipo, vid. supra, núm. 335).

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§ 54. CLASIFICACIÓN DE LOS NEGOCIOS JURÍDICOS 235

Dícese negocio típico al que se halla regulado explícita y directamente por el


ordenamiento positivo; el que goza de una específica disciplina normativa: así,
la adopción, el contrato de trabajo o el testamento. Negocio atípico es, por el
contrario, aquél que, aunque lícito y admisible, carece de regulación legal con-
creta, de disciplina normativa propia: los contratos de publicidad o de alquiler de
vehículo sin conductor, el de leasing o el de cambio de solar por obra construida
sobre el mismo; el de transporte en coche-cama, y tantos otros.

La tipificación de un negocio concreto —idea y terminología procedente del Dere-


cho público, del Derecho penal— no es cosa gratuita o caprichosa del legislador. Tiene
lugar cuando una función económico-social que el ordenamiento estima valiosa y prote-
gible (por ejemplo, el intercambio de cosas, o de una cosa por precio, o de servicios por
dinero), decantada a través de determinados esquemas de relaciones interpersonales
para satisfacerla que se reproducen con frecuencia en la vida real, es recogida (aquella
función y estos esquemas relacionales) por el legislador recibiendo una regulación espe-
cifica. El caso más evidente es el de los contratos nominados y dotados de una normati-
va por el Cc.
La atipicidad es un fenómeno propio de aquellas zonas de la vida jurídica donde im-
pera la autonomía de la voluntad: difícilmente podría concebirse en relación con los actos
de Derecho de familia o las formas de disponer a causa de muerte.
Por supuesto, la valoración y tipificación de los negocios jurídicos que recoge nuestro
vigente ordenamiento no es de ahora. Los sistemas actuales, por lo regular, han conserva-
do en su repertorio, provistos de una disciplina más o menos compleja y tradicional, los
singulares tipos de contrato conocidos en Roma, elenco al que han ido añadiendo, con par-
simonia, alguno nuevo, progresivamente y al ritmo de las exigencias del tiempo y la socie-
dad. Al amparo de la libertad de contratar y al impulso de nuevas necesidades económicas
y sociales, han ido cobrando figura en la vida de relación muchos otros negocios, general-
mente sobre la base de los ya conocidos. «De la venta —dice MESSINEO— ha nacido el su-
ministro; del préstamo, la apertura de crédito y tantas otras modalidades, etc. A las formas
tradicionales, a veces arcaicas, de origen romano, se van añadiendo figuras de contrato
que son el signo de la vida moderna. No sólo sobre la base de una diferenciación técnico-
jurídica, sino también y sobre todo al nacer nuevas necesidades económicas: cuanto más
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rico es el desarrollo de la vida social tanto mayor el número de las nuevas figuras contrac-
tuales».
Al lado de esa tipicidad legal hay una tipicidad social. Aun no regulados directamente
en el Derecho positivo, algunos de aquellos negocios citados como atípicos se hallan per-
fectamente perfilados en la vida jurídica diaria por su frecuencia e importancia económica,
tanto a nivel teórico (donde adquieren una denominación especifica: leasing, suministro,
hospedaje) como en las soluciones jurídicas prácticas que han ido encontrando, e incluso
en la jurisprudencia, que es la que ha ido delimitándolos.
Los negocios atípicos se rigen, en primer lugar, por la voluntad de las partes en cuanto
no se opongan sus pactos a normas imperativas y dentro de los márgenes de la autonomía
privada (art. 1.255 Cc.); luego, por la aplicación analógica de la normativa de los negocios

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236 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

típicos más próximos a ellos; y, finalmente, por las normas generales correspondientes, se-
gún la clase de negocio de que se trate: de ordinario, por las de las obligaciones y contra-
tos. Los Tribunales tienen ocasión frecuente de ocuparse de ellos. Así, en el T. S., sólo en
el año 1996 pueden citarse SS. 5 febrero (corretaje), 24 junio (apuestas), 27 septiembre
(franquicia), 19 octubre (solar por obra) y 22 octubre (aparcamiento).

§ 55. LA INTERPRETACIÓN DEL NEGOCIO JURÍDICO

358. Significado y caracteres de la interpretación.

A. Concepto y necesidad. La voluntad manifestada tiene relevancia jurídica


con la significación y en el sentido que cabe colegir de la formulación con que
aparece, tal como se la entiende en el ámbito social en que se expresa. La inter-
pretación consiste en la averiguación de ese sentido. Es una tarea siempre nece-
saria para poder determinar la trascendencia vinculante del negocio jurídico,
aunque muchas veces se presentará como una tarea sencilla, y en buena parte
casi automática, por poderse comprobar fácilmente el significado que el decla-
rante dé a las palabras, signos o comportamientos por él escogidos para expresar
su voluntad negocial. Así se entiende la vieja e inexacta máxima in claris non fit
interpretatio (inexacta, por cuanto sólo después de interpretar se sabe que las pa-
labras son «claras») y los arts. 1.281-1 y 675-1, prop. 1.ª Cc.
Pero en otras ocasiones alcanzará mayor complicación, cuando de la expre-
sión con que aparece la voluntad negocial puedan derivarse dudas sobre el signi-
ficado preciso de la fórmula empleada por el agente o los agentes del negocio.
En este segundo caso, el ordenamiento, aparte de señalar unos criterios básicos
para la averiguación de la subsistencia y del alcance de la voluntad negocial,
consideradas a través de su manifestación, podría haber dejado en libertad a
quien tuviera que determinar la virtualidad preceptiva del negocio jurídico —y,
en última instancia, a los jueces y tribunales— para que averiguase el sentido de
la declaración o declaraciones por las que el negocio se concluye, pero, como
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veremos, ha preferido señalar, además de los indicados criterios básicos, un mé-


todo adecuado para la actividad interpretativa en los arts. 675-1, prop. 2.ª, y
1.282 a 1.289 Cc.

B. Significado y finalidad. La interpretación del negocio jurídico plantea en sí mis-


ma una serie de cuestiones doctrinales previas, tanto por lo que se refiere a su significa-
ción como por lo que atañe a su finalidad, entre las que existe, aunque a veces se presen-
ten en modo diferenciado, una íntima conexión. En relación al significado de la
interpretación las posibles alternativas doctrinales dependen fundamentalmente de que a
la exteriorización de la voluntad se le considere como mero vehículo instrumental de
ésta o, por el contrario, se le tenga en cuenta como soporte propio y único asequible de

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§ 55. LA INTERPRETACIÓN DEL NEGOCIO JURÍDICO 237

la misma: en el primer caso, es claro que la interpretación deberá atender primordial-


mente a la averiguación, en cuanto sea viable, de la llamada voluntad interna o intención
del declarante, mientras que en el segundo, el cometido del intérprete habrá de concre-
tarse preferentemente a la investigación del sentido de la manifestación en que la volun-
tad se presenta socialmente. En cuanto a la finalidad de la interpretación es claro que ha
de determinarse a partir del acto exteriorizador de la voluntad, que es lo único que apa-
rece ante el observador y constituye el objeto básico de la interpretación, mas, siendo el
negocio jurídico un instrumento de la autonomía y, por tanto, de trascendencia de la vo-
luntad privada, se puede propender a buscar, aunque haya de serlo a través de la declara-
ción, la llamada voluntad interna o, con mayor realismo, investigar qué propósito es el
(presumiblemente) coincidente (o, eventualmente, no coincidente) con lo que se mani-
fiesta.

C. Interpretación subjetiva e interpretación objetiva. Puesto que la voluntad


es el fundamento del negocio jurídico (instrumento éste, a través del cual se ejer-
cita la autonomía privada), hay que atender, en principio, a la intención del
agente negocial (interpretación subjetiva: arts. 1.281-1, 1.283 y 675-1 Cc.). Pero
si se tiene en cuenta que la voluntad por necesidad se expresa materialmente a
través de una exteriorización socialmente aprehensible, no es posible dejar de
considerar el significado de la declaración o de la conducta a través de las que la
voluntad presumiblemente se expresa; consideración, según ha señalado BETTI,
acorde con las concepciones dominantes en la conciencia social, con el lenguaje
común, con la práctica de la vida, con los usos del tráfico y con las circunstan-
cias en que tal exteriorización de la voluntad se produce (interpretación objetiva:
arts. 1.282 y 1.284 a 1.286 Cc.).
La naturaleza de la intensidad que en la labor interpretativa puede tener una
y otra directriz es variable, puesto que en los negocios en que la declaración no
tiene carácter recepticio (como en el testamento) la investigación de la intención
del agente puede hacerse de manera más incondicionada que cuando lo tiene:
caso, este segundo, en el que debe jugar también el entendimiento que de la de-
claración se forma la persona que la recibe y cuya confianza hay que tutelar. In-
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cluso, en ocasiones (como en el contrato, en el que las manifestaciones de los


contratantes componen el consentimiento contractual), únicamente puede consi-
derarse como voluntad negocial (pues en otro caso estaríamos ante un supuesto
de disenso y no habría negocio) aquélla que objetivamente resulta de la concu-
rrencia de las declaraciones.
Lo que realmente se puede investigar —la llamada quaestio voluntatis— es
lo querido en cuanto traducido en las declaraciones negociales, con la diferen-
cia, entre la interpretación del contrato y la del testamento, de que en el uno la
voluntad contractual es la común intención de los contratantes (según se deduce
de los arts. 1254, 1.258, 1.261 y 1.262 Cc. y se reitera en las propias normas de

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238 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

interpretación contractual), mientras que la voluntad testamentaria es solamente,


al menos en el sistema del Código, la voluntad del testador, sobre la que habrá
de averiguarse, aunque sea a tenor de lo que dice el mismo testamento (según
expresa el art. 675-1 Cc.), su potencial coincidencia con lo manifestado por el
agente negocial.
D. Clases. Con relación a la interpretación del negocio jurídico se suele dis-
tinguir, en cierto paralelismo respecto de la interpretación de las normas jurídi-
cas, entre interpretación extensiva, restrictiva y declarativa, en razón de su re-
sultado; y entre interpretación judicial y auténtica, por razón de su origen.

En la interpretación auténtica, a veces también denominada convencional por tener


su manifestación práctica más frecuente en el ámbito de los contratos, el agente o los
agentes negociales no están obligados a seguir las reglas legales de interpretación. Tal
interpretación puede plantear eventualmente el problema de si la manifestación en que
se expresa se contiene en los límites de la función interpretativa y no comporta una mo-
dificación del contenido negocial: en este punto la cuestión se presenta y requiere solu-
ciones semejantes a las señaladas para la repetición del negocio jurídico (vid. supra,
núm. 326).

359. Los criterios interpretativos y las reglas de interpretación.

A. La averiguación de la intención. La interpretación, en cuanto que se pro-


pone investigar el significado de la declaración negocial, supone ante todo la
averiguación de la intención del agente o de los agentes. Esta dirección funda-
mental de la actividad interpretativa (interpretación subjetiva) deriva de la pro-
pia significación del negocio como acto de autonomía privada y se encuentra se-
ñalada claramente como prioritaria en las normas de interpretación contenidas
en el Cc., tanto por lo que se refiere al contrato como al testamento. Disponen
así, en relación a los contratos, el art. 1.281 Cc. que si los términos de un contra-
to son claros y no dejan duda sobre la intención de los contratantes se estará al
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sentido literal de sus cláusulas.- Si las palabras parecieran contrarias a la in-


tención evidente de los contratantes, prevalecerá ésta sobre aquéllas, y el art.
1.283 Cc. que cualquiera que sea la generalidad de los términos de un contrato,
no deberán entenderse comprendidos en él cosas distintas o casos diferentes de
aquellos sobre los que los interesados se propusieron contraer, mientras, en re-
lación al testamento, el art. 675-1 Cc. dice que toda disposición testamentaria
deberá entenderse en el sentido literal de sus palabras, a no ser que aparezca
claramente que fue otra la voluntad del testador. En caso de duda, se observará
lo que aparezca más conforme a la intención del testador, según el tenor del
mismo testamento.

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§ 55. LA INTERPRETACIÓN DEL NEGOCIO JURÍDICO 239

B. Reglas y elementos de la interpretación. Para investigar la intención del


declarante o declarantes proponen las normas de interpretación unos cauces a la
labor interpretativa que van desde la consideración, cuando éstas se presentan
como exponentes fieles de la intención negocial, de las palabras empleadas por
el agente o agentes, hasta la utilización —en caso de duda— de los elementos
objetivos de valoración hermenéutica de la declaración negocial: la introduc-
ción, como dato, de lo que es normal en los comportamientos personales, en los
usos sociales, en el lenguaje y en las formas de exposición. Por eso, para el caso
de duda, propone el legislador unas reglas metodológicas al intérprete sobre el
camino a seguir, en atención a aquellas circunstancias, en la labor de investiga-
ción (interpretación objetiva), tales como la de tener en cuenta, para juzgar de la
intención del agente del negocio, sus actos, coetáneos y posteriores a la declara-
ción (art. 1.282 Cc., precepto que no excluye los actos anteriores, como acerta-
damente deciden, entre otras muchas, las SS. 9 diciembre 1944 y 28 septiembre
1965: piénsese en el relevante interés, generalmente mucho mayor que el de las
actuaciones coetáneas o posteriores de los contratantes, que tienen para determi-
nar la intención de éstos los tratos preliminares a la contratación); la de la apre-
ciación conjunta del contenido del negocio para valorar el significado de la de-
claración (artículo 1.285 Cc.); la de apreciar las palabras usadas en la
declaración en su sentido más conforme con la naturaleza y objeto del negocio
(art. 1.286 Cc.) y la de considerar lo que es más común y corriente en el ámbito
social en el que la negociación se produce (art. 1.287 Cc.).

En los preceptos señalados, el legislador propone al intérprete unos cauces de inter-


pretación que indican, de acuerdo con el criterio de la normalidad, del id quod plerum-
que accidit, unos elementos tradicionales de interpretación como son el gramatical (arts.
1.281 y 675-1 Cc.), el lógico (art. 1.286 Cc.), el sistemático (art. 1.285 Cc.) y el históri-
co (arts. 1.282 y 1.287 Cc.). En algunos de estos preceptos, además de tenerse en cuenta
la normalidad de las situaciones, el legislador se inspira en la idea práctica de la conser-
vación del negocio (arts. 1.285, 1.286 y 1.287 Cc.), criterio legislativo de pragmática
prudencia del legislador que resplandece, sobre todo, en el art. 1.284 Cc., en el que se
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reconduce la cláusula negocial que admite varios sentidos al más adecuado para que se
produzca efecto. Todas estas reglas, aun enunciadas casi todas para los contratos, son
aplicables en su caso, con las necesarias adaptaciones, a todos los negocios jurídicos,
salvo en lo referente a la integración del contenido del contrato (arts. 1.286 y 1.287 Cc.),
que sólo vale para éstos, o a lo más, para los negocios patrimoniales inter vivos.
Ha discutido la doctrina el carácter vinculante o no para el intérprete de reglas de inter-
pretación como las aludidas y, en general, las contenidas en los códigos. En un principio se
entendió por muchos que tales reglas no encerraban sino una propuesta coadyuvante para la
tarea interpretativa, sin que hubieran, por tanto, de ser consideradas como verdaderas nor-
mas jurídicas en el sentido estricto de la vinculación. Este criterio se encuentra hoy amplia-
mente superado tanto en la doctrina como en la jurisprudencia y tales preceptos se conside-

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240 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

ran ya habitualmente como verdaderas normas cogentes que el juzgador debe no sólo tener
en cuenta sino observar en el proceso interpretativo, de modo que si la interpretación corres-
ponde en todo caso al juzgador a quo, éste viene obligado a respetar los caminos interpretati-
vos que le señalan las reglas del Cc. sobre la materia, cuya infracción constituye motivo sufi-
ciente del recurso de casación. La jurisprudencia sobre este punto es copiosa hasta el punto
de ser corriente encontrar diversas SS. de la misma fecha sobre la cuestión.

C. El principio de la buena fe. El principio de la preponderancia o valor


decisivo de la intención negocial sobre las expresiones concretas utilizadas por
el agente o los agentes del negocio, puesto de relieve por la jurisprudencia en un
sinfín de Sentencias, encuentra, sin embargo, como ya se ha advertido, impor-
tantes limitaciones cuando se refiere a manifestaciones de voluntad o declara-
ciones recepticias, en las hay que contemplar las exigencias y conveniencias del
tráfico y, sobre todo, los postulados de la buena fe, para que sea respetada la
confianza formada razonablemente, según las circunstancias de cada caso, por
quien recibe la declaración. En nuestro Derecho positivo codificado no hay una
regla específica que reconduzca directamente la interpretación del contrato,
como en otros ordenamientos (el navarro o, entre los extranjeros, el alemán e
italiano), a la buena fe, pero no faltan tampoco normas que a esta exigencia pue-
dan reportarse, como las reglas generales de los arts. 7.º y 1.258 Cc., así como,
en su sentido implícito, algunos de los preceptos ya señalados en tema de inter-
pretación (artículos 1.283, 1.284, 1.286 y 1.287 Cc.) y otros que se han de consi-
derar más adelante.

Entre una abundantísima jurisprudencia relacionada con esta materia, en parte ya te-
nida en cuenta para examinar la cuestión de la desconexión entre voluntad y declaración
(§ 51), destaca la S. 24 junio 1969, referida en buena parte de su doctrina al tema espe-
cífico de la interpretación contractual, y conforme a la cual «la seguridad del comercio
sólo queda garantizada cuando, para expresar una determinada voluntad interna, se em-
plea una declaración de voluntad en el sentido que le es propio y que le atribuye la gene-
ralidad de las gentes, y quien la hizo puede confiar en que la parte contraria realizará las
obligaciones dadas a conocer de este modo, y, sobre todo, que cuando el juez tenga que
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determinar como intérprete la prestación, fallará ateniéndose también al sentido usual;


si el juez en los casos que interpreta un negocio jurídico siguiendo simplemente los usos
sociales, invoca también en su fallo el principio de la buena fe, no es que quiera acusar
de fraude al otro contratante, que en la mayor parte de los casos creerá de buena fe que
el sentido de la declaración de voluntad que él afirma es el exacto y falso el que mantie-
ne la parte contraria, sino que lo que quiere expresar es que la buena fe prohibe dar por
querido lo no usual, sin una clara salvedad, teniendo que allanarse (el contratante) si no
ha dado a conocer inequívocamente su voluntad divergente».

En el caso de la interpretación del contrato, la asunción del criterio básico o esencial


de la buena fe se encuentra coordinada con la composición de intereses que el negocio

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§ 55. LA INTERPRETACIÓN DEL NEGOCIO JURÍDICO 241

supone y de voluntades que la declaración articula, puesto que la hermenéutica de la de-


claración contractual tiene que averiguar la intención común a los contratantes, tanto
porque es la que da vida al contenido normativo fundamental de la convención, como
porque así lo exigen las reglas de interpretación de los contratos predispuestas por el le-
gislador (arts. 1.281, 1.282 y 1.283 Cc.).

De este modo, la consideración por parte del intérprete del querer real de cada de-
clarante, sin duda útil y esclarecedora, sólo puede servir para deducir lo que hay de co-
mún y el sentido que tiene la declaración que resulta de la conjunción de la oferta y de la
aceptación. Esta dimensión de la común intención de los contratantes refuerza el sentido
de la exigencia de responsabilidad y de la interpretación según la buena fe de la declara-
ción contractual, criterio esencial que subsiste en todo caso, puesto que cuando tienen
que ceder los principios de responsabilidad y de confianza de la contraparte, como en el
caso del error obstativo de uno de los declarantes, por haber disenso entre ellos, se está
fuera del ámbito de la contratación.

D. Interpretación «contra proferentem». Además de las normas legales de


interpretación hasta ahora recordadas el Cc. recoge, a propósito de la interpreta-
ción de los contratos, otras dos reglas, desde luego no trasladables al ámbito de
la interpretación testamentaria, en sus arts. 1.288 y 1.289. El primero de estos
preceptos contiene una regla de interpretatio contra proferentem o contra stipu-
latorem, significando que la interpretación de las cláusulas oscuras de un con-
trato no deberá favorecer a la parte que hubiera ocasionado la oscuridad. Esta
regla, de la que la doctrina suele poner de relieve su aspecto sancionador y que
está presente en casi todos los ordenamientos, tiene una indudable conexión con
el criterio de la buena fe. Desde el punto de vista práctico, ha sido frecuentísima-
mente utilizada por la jurisprudencia para moderar las consecuencias, de ordina-
rio perjudiciales o poco respetuosas con los intereses del aceptante, de los
llamados contratos de o por adhesión; luego, el legislador la incorpora expresa-
mente a otras leyes, señaladamente la de condiciones generales de la contrata-
ción de 13 de abril de 1998, según la cual «las dudas en la interpretación de las
condiciones generales oscuras se resolverán a favor del adherente» (art. 6.º).
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E. Regla de cierre. La regla del art. 1.289 tiene el carácter de regla final o de
cierre y dispone, en su párrafo primero, que cuando absolutamente fuera impo-
sible resolver las dudas por las reglas establecidas en los artículos precedentes,
si aquéllas recaen sobre circunstancias accidentales del contrato, y éste fuere
gratuito, se resolverán en favor de la menor transmisión de derechos e intereses.
Si el contrato fuere oneroso, la duda se resolverá en favor de la mayor recipro-
cidad de intereses. Esta regla, que básicamente tiene en cuenta consideraciones
de equidad y pondera el sentido en que debe orientarse el negocio según su natu-
raleza y finalidad, puede también referirse, como en ocasiones se ha señalado
por la doctrina, a la idea de buena fe.

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242 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

Como última norma a propósito de la interpretación de los contratos, dispo-


ne el artículo 1.289-2 Cc. que si las dudas de cuya resolución se trata en este ar-
tículo recayesen sobre 'el objeto principal del contrato, de suerte que no pueda
venirse a conocimiento de cuál fue la intención o voluntad de los contratantes,
el contrato será nulo. El contenido del art. 1.289 Cc., que tiene, como ha decla-
rado la jurisprudencia, carácter subsidiario (así, la S. 7 junio 1955), se refiere a
una disciplina que, en realidad, poco tiene que ver con la interpretación, pues su
primer párrafo dispone propiamente una regla de integración contractual (vid.
infra, núm. siguiente) a falta de contenido preciso dispuesto por los interesados,
significando en otra forma el sentido que corresponde a la declaración; y el se-
gundo sólo determina la invalidez de la declaración por falta de inteligibilidad.

360. Interpretación e integración del negocio jurídico.

A. Conceptos y relaciones. La interpretación y la integración del negocio ju-


rídico son, en sí mismas, operaciones distintas, pues mientras la primera consiste
en la búsqueda del sentido de la declaración negocial y, en definitiva, desde el
punto de vista práctico, en el discernimiento de las posibles dificultades de su
expresión, la integración tiene por objeto completar el contenido preceptivo del
negocio sobre lo declarado por el agente o los agentes del mismo resolviendo lo
conveniente a falta de expresión de la voluntad sobre aspectos concretos.

Pero ambas operaciones tienen también entre sí una natural conexión, ya que la in-
terpretación es, desde el punto de vista lógico, previa a la decisión de dar paso —si lo
permite o lo previene el ordenamiento— a la integración del contenido de la reglamen-
tación negocial. Por otra parte, el propio postulado de la efectividad del negocio jurídico
—que es consecuente con el mismo principio de la autonomía privada— reclama a me-
nudo que se complementen las consecuencias de la declaración en un alcance más cir-
cunstanciado de lo que en aquélla se previene o determina, según su interpretación co-
rrecta o racional, para que el negocio pueda desenvolver adecuadamente su virtualidad.
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Las fronteras entre interpretación e integración son imprecisas. En los preceptos hasta
ahora examinados se revelan muchos aspectos en que la interpretación según buena fe y
con arreglo a los usos del tráfico se reviste claramente de significado integrativo (la llama-
da interpretación integradora), como en los arts. 1.286 y 1.287 Cc., mientras que en otros
se puede pensar que su contenido evidencia, por la mecánica operativa del precepto que
contienen, que en ellos se hace tránsito, como en los arts. 1.287 (en cuanto a la suplencia
que determina de la omisión de las cláusulas que de ordinario suelen establecerse) y
1.289-1 Cc., de la interpretación a la integración.
Por lo demás, las normas que, en contraposición a las de interpretación, suelen deno-
minarse normas interpretativas (porque su contenido no indica, como las primeras, un ca-
mino o método de interpretación, sino que incluyen en sí mismas la indicación del sentido

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§ 55. LA INTERPRETACIÓN DEL NEGOCIO JURÍDICO 243

que debe darse a las declaraciones negociales), presentan, a través, ordinariamente, de la


técnica de las presunciones, un claro sentido integrador de la declaración de la voluntad
negocial (así, entre otros, arts. 346, 347, 749, 751, 770, 771, 1.128 y 1.138 Cc.), e incluso
en ocasiones, aun colocadas bajo la rúbrica de la interpretación, tienen un significado casi
exclusivamente integrativo (por ejemplo, aparte del ya considerado art. 1.289-1 Cc., Ley
490-2 Comp. Nav.).

B. Reglas de integración. El principal precepto que en nuestro Derecho se


refiere a la integración del contenido negocial es el art. 1.258 Cc., que, con rela-
ción al supuesto del negocio contractual, determina que los contratos se perfec-
cionan por el mero consentimiento, y desde entonces obligan, no sólo al
cumplimiento de lo expresamente pactado, sino también a todas las consecuen-
cias que, según su naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a la ley. En
este precepto, cuyo estudio minucioso corresponde a la parte de esta obra dedi-
cada al examen de los contratos (vid. T. II, vol. 1.º, § 68), el legislador propone
diversos elementos de heterointegración del contenido contractual, sin que sea
ordinariamente muy factible, por la propia naturaleza específica de dicho conte-
nido preceptivo (normalmente, por otra parte, de carácter muy puntual en cuanto
a su alcance reglamentador), la utilización de elementos de autointegración, a
diferencia de lo que ocurre ordinariamente en el caso de la integración de las
normas de carácter legal.

Además del art. 1.258 Cc., otros preceptos se refieren en nuestro Derecho positivo a
la integración del negocio jurídico. Así, el art. 69 de la Ley aragonesa de Sucesiones
(1999) pone de manifiesto la conexión entre interpretación e integración al disponer que
"los pactos sucesorios se interpretarán, de conformidad con el principio standum est
chartae, en los términos en que hayan sido redactados, atendiendo a la costumbre, usos
y observancias del lugar, a los que deberá estarse cuando el pacto se refiera a determina-
das instituciones consuetudinarias", añadiendo que "como supletorias, se aplicarán las
normas generales sobre contratos y disposiciones testamentarias, según la respectiva na-
turaleza de las estipulaciones». También la Ley 176 Comp. Nav., que, bajo la rúbrica de
«interpretación e integración», significativa asimismo de la relación existente entre am-
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bas operaciones, determina que «los pactos sucesorios se interpretarán e integrarán con-
forme a la costumbre del lugar y, supletoriamente, según las disposiciones de esta Com-
pilación sobre otros actos de última voluntad»; y la Ley 281-2, en la que se establece
que «en la fiducia sucesoria, la interpretación e integración de la voluntad del causante
deben ajustarse a la costumbre del lugar y a los usos de la familia».

361. Calificación.

Para llevar a cabo en forma completa y adecuada la interpretación y determi-


nar la integración conveniente del contenido del negocio es imprescindible su

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244 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

calificación, siquiera esta operación no pueda realizarse aisladamente de las


otras dos y, en cierto modo, sea un resultado que se determina mediante aqué-
llas. Según la S. 28 septiembre 1998, «la calificación del contrato es la inclusión
del mismo en un tipo determinado, la averiguación de su naturaleza y de la nor-
mativa que le es aplicable: es precisa una previa interpretación para llegar a la
correcta calificación del contrato».
La relación de la calificación con la interpretación y la integración resulta
clara de las reglas que remiten a la naturaleza del negocio (arts. 1.286 y 1.258
Cc. y 69 Ley aragonesa de sucesiones) para posibilitar la realización de la tarea
hermenéutica o integradora, por lo que la calificación del negocio se presenta
como un prius respecto de la interpretación y la integración. Sin embargo, sola-
mente cuando se llevan a cabo éstas, el negocio queda en disposición de ser de-
finitivamente calificado, al importante efecto de determinar qué normas legales
le serán aplicables en razón de la fijación del tipo negocial que constituya o de la
indicación de su carácter atípico con determinación de los negocios típicos con
los que guarda mayor afinidad o relación.
Para la calificación del negocio no hay que atender inflexiblemente al nom-
bre que le hayan dado el agente o los agentes del mismo: en materia de contra-
tos, en efecto, tiene reiteradamente explicado la jurisprudencia (así la S. 3 junio
1994, con cita de otras muchas) «que la naturaleza de un negocio jurídico depen-
de de la intención de los contratantes y de las declaraciones de voluntad que lo
integran y no de la denominación que le hayan atribuido las partes, siendo el
contenido real del contrato el que determina su calificación». y la citada S. 28
septiembre 1998 recuerda que «los contratos son lo que son y no lo que las par-
tes digan».

INDICACIÓN BIBLIOGRÁFICA. Además de las obras generales señaladas en §§ anterio-


res, se señala, en tema de interpretación, la importante obra de BETTI, Interpretazione
della legge e degli atti giuridici (Milano, Giuffré, 1947), trad. esp. de DE LOS MOZOS,
Madrid, 1975, y el clásico libro de DANZ, La interpretación de los negocios jurídicos
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(trad. esp. de ROCES y adaptación de BONET RAMÓN, Madrid, 1926), así como la contri-
bución de MOSCO, Principi sull'interpretazione dei negozi giuridici (Napoli, Jovene,
1952). Entre nosotros debe recordarse el estudio de TRAVIESAS, «Los negocios jurídicos
y su interpretación», RDP, 1925, págs. 33 ss.
Sobre la interpretación de los contratos pueden señalarse las contribuciones de CASSE-
LLA, «Premesse critiche a uno studio sulla interprettazione dei contratti» e «Il contratto e
l'interpretazione», ambas aparecidas en la revista Jus, 1947, págs. 65 ss. y 1960, págs. 31
ss., respectivamente. Véase, entre nosotros, CANO, «La interpretación de los contratos civi-
les», ADC, 1971, págs. 133 ss.; GARCÍA AMIGO, «Integración del negocio jurídico», RDN,
1980, págs. 117 ss.; LÓPEZ Y LÓPEZ, Angel, Comentario a los arts. 1.280-1.289 Cc., en Co-
mentarios al Código civil y Compilaciones forales, t. XVII, vol. 2.º, 2.ª ed., Madrid, 1995,

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§ 56. INEFICACIA E INVALIDEZ DEL NEGOCIO JURÍDICO 245

págs. 1-74. VATTIER FUENZALIDA, «La interpretación integradora del contrato en el Código
civil», ADC, 1987, págs. 495 ss.
En relación al elemento de la buena fe como indicador de la interpretación contrac-
tual, DE LOS MOZOS, El principio de la buena fe (sus aplicaciones prácticas en el Derecho
civil español), Barcelona, Editorial Bosch, 1965.
A la interpretación del testamento han dedicado su atención entre nosotros, después
del significativo estudio de JORDANO, La interpretación del testamento, Barcelona, Edito-
rial Bosch, 1958, PUIG BRUTAU, «La interpretación del testamento en la jurisprudencia»,
AAMN, XII, 1962, págs. 511 ss.; GARCÍA AMIGO, «Interpretación del testamento», RDP,
1969, págs. 931 ss.; SIMÓ SANTONJA, «La interpretación de las disposiciones «mortis cau-
sa», RDP, 1971, págs. 371 ss.; CASTÁN VAZQUEZ, «La interpretación del testamento en el
Derecho común», RDP, 1973, págs. 281 ss.; VAQUER ALOY, La interpretación del testa-
mento, 2003.

§ 56. INEFICACIA E INVALIDEZ DEL NEGOCIO JURÍDICO

362. La «ineficacia» y conceptos afines.

Todo negocio se dirige a la producción de unos efectos y, de ordinario, los


produce realmente acordes con la voluntad de los contratantes. En caso contra-
rio, calificamos al negocio de ineficaz. Es, por tanto, ineficaz aquél que no surte
ningún efecto, o no surte los efectos que corresponden a su contenido (OERTMANN).
En este último caso, y atendiendo a que se producen algunos efectos, aunque
sean menores o distintos de los propios del negocio de que se trate, podríamos
hablar de anomalías en la eficacia del negocio, que no resulta plenamente inefi-
caz.
Llamamos invalidez a la negación o situación claudicante de la entidad de un
negocio, por defectos en sus elementos constitutivos o ilicitud del contenido, en
los casos previstos por la ley.

No pocos autores tienden a rechazar la distinción entre invalidez e ineficacia, que


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para ellos serían conceptos idénticos. Por ejemplo, DÍEZ PICAZO y GULLÓN, alegando que
un negocio inválido tiene que ser siempre ineficaz; y que, en los casos que se ponen
como ejemplo de mera ineficacia, como el cumplimiento de la condición resolutoria, la
reglamentación negocial desarrolla todos sus efectos, aunque luego pierda su vigencia.
DE CASTRO considera a los que aquí llamamos supuestos de invalidez (la nulidad, la anu-
labilidad) como de ineficacia, y el Tribunal Supremo, en casos que aquí consideramos
de ineficacia (venta de cosa ajena, o por quien no tiene la representación del propieta-
rio), califica el supuesto de nulidad o de inexistencia (en lo que, hay que reconocer, si-
gue la poco refinada terminología de preceptos como el art. 1.259 Cc.). Pero también
distingue, por ejemplo, la ineficiencia basada en la resolución respecto de la invalidez
(S. 1 febrero 1999).

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246 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

Por nuestra parte pensamos que la distinción se funda en una diferencia muy real entre
a) el «no producir efectos» y b) el «no valer como negocio»: esto segundo, sea en grado (o
grados) de posibilidad (negocio simplemente impugnable), sea en el (o los) de actualidad
(negocio nulo de pleno derecho). Se trata de dos enfoques distintos que muchas veces co-
inciden (negocio inválido que no produce efectos, y viceversa), pero que pueden no coin-
cidir: ciertos negocios válidos no producen su efecto principal (son «ineficaces»), mien-
tras algunos negocios irregulares sí lo producen en alguna medida, incluso cuando (según
la doctrina corriente) pertenecen al grupo de los más profundamente inválidos: los «nu-
los». Así lo veremos, por ejemplo, al estudiar el Derecho de familia: el matrimonio total-
mente inválido y no convalidable produce efectos respecto del contrayente de buena fe y
en todo caso respecto de los hijos (art. 79 Cc.), y tales efectos ya producidos no se supri-
men por la ulterior declaración de nulidad.

Lo característico de la invalidez, en suma, no es la falta de eficacia, sino la


deficiencia de los elementos constitutivos del acto o contrato. Por su parte la
ineficacia (ausencia de efectos) puede obedecer a múltiples causas, distintas de
la quiebra de tales elementos constitutivos: aun teniéndolos todos, hay actos ple-
namente válidos que no desarrollan los efectos últimos perseguidos por ellos a
causa de una circunstancia externa: los capítulos matrimoniales si no se produce
la boda (art. 1.334 Cc.); el contrato celebrado a nombre de otro sin tener su
representación (art. 1.259); y, sobre todo, la enajenación de una cosa que se cree
propia y es ajena, o simplemente que se enajena como propia no siéndolo,
cuando no opere la protección a la buena fe del adquirente.
La ineficacia no tiene un tratamiento unitario en el Cc., pero en todo caso no
puede confundirse con la invalidez, según demuestra el art. 1.953 al exigir, para
la usucapión ordinaria, un título válido. Si este título, además de válido, fuera
eficaz, la usucapión sobraría, porque la propiedad se habría transferido al adqui-
rente merced a aquél. Luego puede haber títulos que son válidos (como requiere
el art. 1.953) pero no eficaces.

Por ejemplo: Pompeyo, heredero testamentario de Casio, vende la finca heredada de


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éste a Julio. Dos años después aparece un testamento ológrafo de fecha posterior, en el
que Pompeyo nada recibe. El contrato de compra de la finca hereditaria es válido, pues-
to que en él concurren todos los requisitos para la validez (consentimiento, objeto y cau-
sa), y por eso sirve de título a la usucapión. Pero no le sirve a Julio para adquirir la pro-
piedad por efecto de la compraventa mediante la tradición: Julio no será dueño hasta
que pasen (al menos) diez años de la entrega de la finca, porque el contrato de compra,
aunque válido, es ineficaz en orden a su función de justificar la transferencia del domi-
nio.

Las reglas del Cc. relativas a la invalidez sólo tendrán aplicación a la inefica-
cia en sentido estricto, en su caso, por analogía; de modo que el mayor interés

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§ 56. INEFICACIA E INVALIDEZ DEL NEGOCIO JURÍDICO 247

práctico de esta última categoría acaso sea el permitir salir de los estrictos mol-
des de la nulidad y la anulabilidad, tal como han sido rígidamente configurados
por la doctrina y la jurisprudencia, que resultan totalmente inadecuados en buen
número de casos de ineficacia aludidos en el Código o en otras leyes.

Emparentado con el concepto de ineficacia está el de inoponibilidad, que puede en-


tenderse como una ineficacia relativa, es decir, sólo respecto de ciertos sujetos, cuya po-
sición jurídica no queda afectada por la conclusión de un contrato —válido— por otras
personas. Este contrato se dice que les es inoponible, o que no puede oponérseles, o que
no les afecta, o que no les perjudica. Naturalmente, ha de tratarse de tercero de alguna
manera relacionado con el contrato que le es inoponible (por ejemplo, el contrato tiene
como objeto una cosa propiedad del tercero, o a la que tiene algún derecho), ya que de
otro modo bastaría atender a que el contrato sólo produce efectos entre las partes que lo
otorgan y sus herederos (art. 1.257). El caso más citado —y discutido— de inoponibili-
dad es el del art. 32 Lh. (igual al art. 606 Cc.), según el cual «los títulos de dominio o de
otros derechos reales sobre bienes inmuebles que no estén debidamente inscritos o ano-
tados en el Registro de la propiedad, no perjudican a tercero», cuya correcta inteligencia
se verá en el tratado de los derechos reales.

363. Las irregularidades del negocio, la invalidez y clases de ésta.

A. «Irregularidades del negocio». Llamamos aquí negocio «irregular» a


todo aquél que muestra alguna disconformidad con las normas que le son aplica-
bles. Es éste un concepto muy general, abarcando desde la falta de la autoriza-
ción administrativa que a veces se exige a ciertos contratos, o el incumplimiento
de formalidades o controles, hasta la ausencia de consentimiento o la ilicitud del
objeto.
La irregularidad es una categoría amplísima, sin posible disciplina unitaria:
las consecuencias de los diversos fallos posibles de un negocio pueden ser, asi-
mismo, muy diversas. En atención a esas consecuencias sí cabe aislar, entre los
negocios irregulares, aquéllos en los que el defecto o fallo determinan su invali-
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dez o autorizan a los otorgantes o interesados para provocarla. Quedan, enton-


ces, fuera, de esa categoría los negocios irregulares válidos, en los cuales el de-
fecto o fallo da lugar a otras consecuencias: bien a sanciones de cualquier clase,
o a cierta disminución de su eficacia típica, o a un deber de resarcimiento, como
en el caso de dolo incidental del art. 1.270-2 Cc. Algunas irregularidades pueden
ser incluso absolutamente irrelevantes (en los contratos, miedo reverencial, art.
1.267-4.º Cc.; error en la persona fuera del caso contemplado en el art. 1.266-2.º
Cc.).
B. La invalidez significa, en suma, que, a partir de determinados hechos que
merecen un juicio negativo del ordenamiento (por ej., el engaño de un contratan-

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248 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

te por el otro, o contratar sobre un objeto de ilícito comercio, como una partida
clandestina de opio, etc.), el efecto del negocio sufre una alteración que le resta
vigor, o no se produce en absoluto.
Discernir cuándo la sanción correspondiente a una irregularidad sea la inva-
lidez y cuándo otra distinta, o ninguna, es cuestión sobremanera difícil. Según
una línea de pensamiento, de tradición francesa (pas de nullité sans texte), sólo
podría decretarse la invalidez cuando la ley infringida la imponga expresamente,
excluyéndose, o limitándose al máximo, las nulidades virtuales (es decir, no tex-
tuales). Pero el punto de partida en nuestro Derecho parece ser precisamente el
contrario, ya que el art. 6.º-3 Cc. dispone con gran generalidad que los actos
contrarios a las normas imperativas y a las prohibitivas son nulos de pleno de-
recho, salvo que en ellas se establezca un efecto distinto para el caso de contra-
vención. Con lo que la sanción general de toda infracción de ley por un negocio,
salvo disposición legal divergente, sería la invalidez y, además, no cualquier in-
validez, sino precisamente en su forma de nulidad de pleno derecho (cfr. art. 4.º,
derogado, Cc.). Ahora bien, el art. 6.º-3 Cc. no nos soluciona plenamente el pro-
blema, según se ha hecho notar supra, volumen 1.º, núm. 82.

Ante la evidencia de que buen número de actos y contratos irregulares en el sentido


apuntado son, sin duda, plenamente válidos, se ha hecho notar que el art. 6.º-3 Cc. con-
mina de nulidad los actos contrarios a la norma, pero no los meramente no conformes a
ella, y que el establecimiento de un efecto distinto para el caso de contravención no ha
de ser, necesariamente, expreso, sino que puede inferirse de la naturaleza y finalidad de
la norma infringida. De manera general, el T. S. ha declarado gran número de veces que
el párrafo 1.º del art. 4.º Cc. (antecedente, con alguna variante, del actual apartado 3 del
art. 6.º Cc.) «se limita a formular un principio jurídico de gran generalidad, que no ha de
ser interpretado con criterio rígido, sino, como sugiere la doctrina científica, con criterio
flexible, y teniendo en cuenta que no es preciso que la validez de los actos contrarios a
la ley sea ordenada de modo expreso y textual, sin que quepa pensar que toda disconfor-
midad con una ley cualquiera, o toda omisión de formalidades legales que pueden ser
meramente accidentales con relación al acto de que se trate, haya siempre de llevar con-
sigo la sanción extrema de la nulidad, máxime en aquellos casos en que exista una legis-
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lación especial que regule la materia, o el problema que se suscite recaiga en realidad
sobre una materia que revista gran complejidad y no pueda quedar resuelto por la nuda y
aislada aplicación de dicho artículo».

C. Modalidades de la invalidez de los contratos. La categoría de la invalidez


contiene, por su parte, especies distintas y alejadas entre sí. En efecto, en todos
los tiempos se ha venido admitiendo que algunos negocios defectuosos adolecen
de tales irregularidades que no pueden sanar de ellas, y acaso constituyen una
apariencia vacía de contenido, como ocurre hoy si un matrimonio se celebra ante
el presidente del Casino recreativo del pueblo, o alguien graba su testamento

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§ 56. INEFICACIA E INVALIDEZ DEL NEGOCIO JURÍDICO 249

verbal en un casete, o reconoce como hija suya a su hermana mayor; y también


si el dueño de una finca simula venderla a un supuesto adquirente, según hemos
visto supra, § 51: en los primeros casos hay falta total de forma o presupuestos y
en el último, de consentimiento.
Mientras en otros eventos las deficiencias son (o se entienden) más leves:
Enrique se casa —sin dispensa— con la hija de su hermano, o bien siendo me-
nor de edad; Albertina compra en la feria un caballo cojo, engañada por el tra-
tante. La doctrina moderna agrupa todos esos supuestos de invalidez, los unos y
los otros, en dos grupos, que denomina, respectivamente, con los términos de
nulidad absoluta o de pleno derecho, y anulabilidad, nulidad relativa o impug-
nabilidad.
Es en tema de contratos donde la indicada distinción se acepta por el legisla-
dor de modo más abierto, aunque sin emplear la terminología moderna. Los arts.
1.300 a 1.302, aun colocados bajo el epígrafe «de la nulidad de los contratos», se
refieren directamente a los contratos anulables, y así el primero de ellos, el
1.300, según el cual «los contratos en que concurran los requisitos» de consenti-
miento, objeto y causa, es decir, los elementos esenciales, sin embargo «pueden
ser anulados... siempre que adolezcan de alguno de los vicios que los invalidan
con arreglo a la ley»: está claro que tales contratos, entonces, no son nulos de
pleno derecho, puesto que, igualmente, «pueden no ser anulados», y mientras no
lo sean, producen todos sus efectos como si fueran válidos, cesando la facultad
de anularlos cuando la acción correspondiente prescriba con arreglo al art. 1.301
(precepto que asimismo señala sólo el plazo prescriptivo de la acción de impug-
nación de los contratos en que concurran los presupuestos esenciales). A su vez
el art. 1.302 faculta para ejercitar las acciones de impugnación del contrato anu-
lable exclusivamente a la parte que sufrió el vicio de la voluntad (la parte enga-
ñada, amenazada, etc.) y al incapaz. Finalmente, quien puede impugnar el con-
trato meramente anulable puede también confirmarlo, si piensa que así le
conviene, con cuya confirmación el negocio se convalida y ya no podrá ser im-
pugnado en el futuro (arts. 1.309 y ss.).
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En cambio, y en oposición a esta disciplina, la nulidad de pleno derecho


(también llamada radical o absoluta) puede hacerla valer cualquier interesado, e
incluso declararla de oficio el Juez en ciertos casos, cuando consten en autos los
hechos de que se deriva.
El mecanismo de la impugnación voluntaria por el interesado es el adecuado
cuando la norma infringida tiende a su protección, es decir, a la protección de un
interés privado individualizado; en tanto que la nulidad de pleno derecho es más
propia de las infracciones de normas de orden público o de interés colectivo.
Como se ve, la distinción se articula en tomo a estos dos puntos: a) si la nor-
ma infringida tiende a la protección de intereses generales o de los de un contra-

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250 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

tante; y b) quién puede hacer valer la invalidez. Al negocio ilícito la ley lo califi-
ca de nulo de pleno derecho porque la norma ofendida es de orden público y,
correlativamente, este negocio puede impugnarlo cualquier interesado, no sien-
do susceptible de confirmación. Mientras el engaño de un contratante por el otro
infringe una norma de protección al engañado: es él, si quiere, quien, amparán-
dose en esa norma, podrá impugnar el contrato viciado de dolo, pero nadie más;
y si quiere, una vez conocedor de la realidad, podrá hacer cesar la situación du-
dosa del negocio —que es impugnable, pero que todavía no ha impugnado—
confirmándolo, y haciéndolo, así, plenamente válido.

El T. S. acepta desde hace tiempo este planteamiento. Como expresión de su postura


puede servir, entre tantas otras, la S. 1 diciembre 1971, en la cual se recuerdan, como
cosa sabida, «las profundas diferencias que, en orden a sus causas y a sus efectos existen
entre la nulidad absoluta o de pleno derecho y la relativa o a instancia de parte, pues la
primera se origina en los contratos inexistentes que son a los que falta algún requisito de
los mencionados en el art. 1.261 Cc. o bien aquéllos que violen algún precepto legal
prohibitivo, y la relativa implica la existencia de un vicio del consentimiento o una inca-
pacidad, establecida con carácter de protección legal; y, en cuanto a sus efectos, la abso-
luta es aquélla en que se cumple el principio quod nullum est, nullum producit effectum,
y la relativa, en cambio, admite la posibilidad de la confirmación».

D. Extensión de las categorías de la «nulidad» y la «anulabilidad» a los res-


tantes negocios. Las dos modalidades ahora descritas de la invalidez no son
categorías legales que aparezcan de igual modo en cualesquiera negocios jurídi-
cos, y el propio Cc., aun tras sus más recientes reformas, sigue empleando (no
siempre) la palabra nulidad para designar de modo general las deficiencias del
negocio, lo mismo las que permiten simplemente impugnarlo como las que dan
lugar a su invalidez absoluta. Así, el art. 73 dice de todo matrimonio inválido
que es nulo, sea cualquiera el defecto de que adolezca, grave o leve, convalida-
ble o no. También el art. 673 considera «nulo» al testamento otorgado mediando
vicios de la voluntad del testador, y el 687 a aquél en cuyo otorgamiento no se
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hayan observado las formalidades legales. En cambio, el reconocimiento de un


hijo extramatrimonial mediando cualesquiera defectos se califica por el Cc. (en
la reforma de 1981) simplemente de impugnable, palabra ésta que acaso pre-
tende explicar cómo el reconocimiento, cualquiera que sea el vicio o falta de
forma o presupuestos que le aquejen, en principio queda convalidado por el
transcurso del tiempo, e incluso a veces de muy poco tiempo.
La realidad nos muestra, con todo, que también fuera del ámbito de los con-
tratos hay unos defectos cuya presencia sólo anula el negocio cuando es impug-
nado por el declarante (eventualmente, sus herederos): así, los vicios de la vo-
luntad en el testamento, el matrimonio, o los otros actos no contractuales de

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§ 56. INEFICACIA E INVALIDEZ DEL NEGOCIO JURÍDICO 251

Derecho de sucesiones y de familia (aceptación de herencia, reconocimiento de


hijos, adopción). Opuestamente, otros defectos se aprecian por el Juez de oficio
o acaso a petición del Ministerio fiscal o de un interesado: tales la ilicitud del
contenido del negocio o la falta absoluta de forma, que representan un régimen
distinto de invalidez. Esta percepción de la realidad, junto con cierta inclinación
escolar, lleva a la Lec. a regular el "tratamiento procesal... de la nulidad del ne-
gocio jurídico en que se funde la demanda" en su art. 408.

Desde siempre se ha podido observar esta divergencia en el matrimonio canónico,


donde la distinción fundamental se establece entre el convalidable y el no convalidable.
Mientras que en el matrimonio del Cc., frente a la posibilidad general de pedir su nuli-
dad «cualquier persona que tenga interés legítimo en ella» (art. 74), los vicios del con-
sentimiento sólo puede denunciarlos el cónyuge que los sufre (art. 76); la falta de forma
no anula el matrimonio contraído por un cónyuge de buena fe si a él han estado presen-
tes el Juez o Alcalde (o Párroco) y los testigos (art. 78); la falta de edad se subsana luego
por la convivencia (art. 75-2); y la dispensa de ciertas prohibiciones convalida las nup-
cias (art. 46 a 48).
También en Derecho de sucesiones, el simple análisis de los diversos casos de invali-
dez en las disposiciones testamentarias convence de la existencia de dos clases distintas de
aquélla. Hay algunos supuestos en los que el testamento no existe; no puede, por tanto, de-
venir eficaz por prescripción o por el asentimiento, tácito o expreso, de los legitimados
para impugnarlo. Así, cuando falta la forma fundamental (autografía en el testamento oló-
grafo, notario o testigos en el público), o se infringen las prohibiciones de los arts. 669 y
670, o falta absolutamente el consentimiento (incluida la falta de capacidad natural). En
otro caso hay verdadero testamento, siquiera viciado, y por ende puede producir efectos
mientras no se anule, y adquirir validez por el transcurso del tiempo, por la ejecución vo-
luntaria de sus disposiciones por los herederos con derecho a impugnarlo, renuncia a la ac-
ción, etc.; así, cuando median vicios de la voluntad que afectan a todo el testamento; de-
fectos de forma que no acarrean la inexistencia del testamento como tal y, acaso, la falta
de capacidad de obrar cuando existe capacidad natural. La jurisprudencia, aunque impre-
cisamente, parece orientarse en esta dirección.
Más desconcertante es el régimen de la impugnación de la paternidad, la maternidad y
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la filiación en los arts. 136 y ss. Cc., que apenas tiene en cuenta la realidad biológica y
convalida la progenie por el transcurso de plazos muy breves sin interponer la acción im-
pugnatoria, atribuyendo el hijo irrevocablemente a quien no es su padre o madre —y vice-
versa— en una suerte de sanación de situaciones que no deberían ser convalidables fácil-
mente.
E. Pluralidad y flexibilidad de las «clases» de invalidez. Por lo demás, la
presencia de esta distinción aproximativa de categorías de invalidez, que en-
cuentra su réplica en todos los ordenamientos europeos, no autoriza a «cons-
truir» unos términos rígidos de clasificación comunes a cualquier negocio jurídi-
co y aplicables, por tanto, a todos ellos. Las causas de invalidez de cada clase de

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252 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

negocios se han desenvuelto en la historia con total o casi total independencia de


las aplicables a otros; correlativamente, los modelos peculiares de invalidez y
sus límites apenas han sido, en el pasado, objeto de generalización, y el propio
Cc. prosigue esta tradición y carece, además, de rigor terminológico.
En estas circunstancias, la extensión de la normativa del Cc. sobre invalidez
de los contratos, a los negocios no contractuales, ha de hacerse caso por caso y
estudiando en cada uno la posibilidad de aplicación analógica de los correspon-
dientes preceptos.
Es, en efecto, cuestionable la extensión de los conceptos de nulidad y anula-
bilidad desde su sede propia de los contratos y tal cual en ella se configuran, a
los otros negocios jurídicos. A lo más, habrían de servir estas categorías como
unos modelos teóricos, con los cuales confrontar los diversos grados y clases de
invalidez que regula el Derecho positivo con independencia para cada clase de
negocio, pero sin pretender extraer de los indicados conceptos consecuencias en
orden a la disciplina legal, que será la que resulte de las reglas propias del con-
creto instituto.

Así, según venimos diciendo, en tema de matrimonio, de testamento o de reconoci-


miento de hijo extramatrimonial, pero también de invalidez de la adopción, o del conve-
nio regulador en caso de separación o divorcio, o de la aceptación o repudiación de la
herencia, o de una convención sobre alimentos legales, o incluso, dentro de los propios
contratos, de uno de transacción.
Sobre todo, obsérvese que el grado de invalidez no está necesariamente en relación
con la convalidabilidad o no del negocio. Decir, por ejemplo, aplicado a cualquier declara-
ción no contractual, que «este negocio es convalidable, luego es anulable», no sólo intro-
duce una palabra («anulabilidad») que carece allí de significado preciso, sino que es una
afirmación inexacta, por cuanto la ley, al disponer o permitir que tal o cual defecto del ne-
gocio pueda ser enmendado, no se fija necesariamente en su clase y entidad, y se mueve
por consideraciones prácticas y, a veces, éticas. Dígase lo mismo de la clasificación de los
negocios irregulares en anulables y nulos según quiénes están legitimados para impugnar-
los: si, habitualmente (pero no siempre: cfr. art. 1.301 Cc. al final), llamamos anulables a
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los contratos que sólo pueden ser impugnados por el declarante que sufrió el vicio, y nulos
a los que pueden serlo por cualquier interesado, tal binomio tiene un significado y un con-
tenido distintos en cada clase de negocios, al ser diferente en cada una, acaso frente a unas
mismas causas de impugnación, el círculo de los legitimados para hacerlas valer.
Conclusión: en todos o casi todos los negocios puede tener la eventual invalidez dis-
tintos grados de intensidad, pero fuera de los contratos la caracterización de cada uno es
sui generis, tanto en cuanto a las causas a que obedece como a sus efectos, y el intérprete
no ha de preguntarse, ante cada caso, si se trata de «nulidad» o «anulabilidad» con arreglo
al modelo del contrato, sino abordar el problema en su propio contexto y fijar, prescin-
diendo de la quaestio nominis, el régimen de aquella invalidez predispuesto por el legisla-
dor o deducible de las fuentes.

Lacruz, Berdejo, José Luis, et al. Elementos de derecho civil: I parte general. Derecho subjetivo. Negocio jurídico. Volumen Tercero (3a. ed.),
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§ 56. INEFICACIA E INVALIDEZ DEL NEGOCIO JURÍDICO 253

F. La invalidez de los actos administrativos y de los judiciales. En el Derecho privado


español, no hay otra regulación general de la invalidez que la que el Código civil prevé
para los contratos, generalizable con las cautelas que se ha dicho a todos los negocios jurí-
dicos de Derecho privado. El Derecho mercantil no conoce a este respecto otras categorías
que las civiles (que el Tribunal Supremo aplica con toda normalidad), sin perjuicio de de-
terminaciones específicas en el Código de Comercio o en otras leyes.
Fuera del Derecho privado, aun cuando en claro mimetismo con él, la doctrina iuspu-
blicista construyó, en el primer tercio del siglo XX, la figura del «acto administrativo»,
que viene a ser una suerte de trasunto del negocio jurídico en el Derecho administrativo,
en un afán de cientificizar, a fuerza de abstracciones, unos sistemas que hasta el momento
venían articulándose sobre datos empíricos e instituciones concretas.
Este proceso culmina, en el ordenamiento español, en la L. 17 julio 1958. En dicha ley
se disciplinaron diversos aspectos de los «actos administrativos» o «de la Administra-
ción», y por cierto, más que los requisitos materiales de validez, las causas de invalidez y
sus consecuencias, distinguiendo la ley, literalmente, entre actos nulos de pleno derecho y
actos anulables, términos sin duda procedentes de la doctrina civilista.
Los arts. 47 y stes. de aquella ley, con su interpretación judicial y doctrinal durante
más de treinta años, son el origen de los arts. 62 y stes. de la LRJPAC de 1992, que siguen
basados en las categorías de la nulidad y la anulabilidad, si bien con distinciones y particu-
laridades que no es de este lugar exponer.
También en el Derecho procesal la teorización sobre la nulidad de los actos judiciales
entronca con las categorías del Derecho civil, y así el art. 238 LOPJ enumera los casos en
que tales actos serán «nulos de pleno derecho», mientras que el 241 se refiere a ciertas ac-
tuaciones judiciales que «podrán anularse». Con mayor detalle se regula la nulidad de las
actuaciones judiciales en la Lec., arts. 225-231. Naturalmente, el régimen específico se
aparta del propio del contrato (como subraya la S. 29 octubre 1993).

364. La inexistencia.

La jurisprudencia registra, no dos, sino tres variedades de invalidez: la


inexistencia, la nulidad absoluta, y la anulabilidad.
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Dice, así, la S. 18 diciembre 1981 (pero la tripartición «inexistencia», «nulidad» y


«anulabilidad» se encuentra en otras muchas, anteriores y posteriores), que la invalidez,
que «tiene lugar cuando no reúne un acto las condiciones requeridas por la ley», encie-
rra tres variedades, pudiendo ser los actos inválidos, ya «inexistentes», ya «nulos de ple-
no derecho», ya, finalmente, «anulables». Como inexistentes considera aquellos actos
«que están faltos de un elemento constitutivo y no responden a su propia definición»;
nulos de pleno derecho son aquéllos «que dotados de sus elementos constitutivos, cho-
can con una regla de orden público», y hay simple anulabilidad cuando los actos «han
sido concluidos bajo uno de los vicios del consentimiento tomados en consideración por
la ley».

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254 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

En realidad, la introducción de la categoría de la inexistencia del acto o con-


trato se debió en Francia y precisamente en relación al matrimonio, a una necesi-
dad práctica coyuntural. Como sabemos, en la doctrina francesa antigua se había
consolidado la regla pas de nullité sans texte. Promulgado el Código, se advirtió
que el legislador había dejado de señalar la nulidad de actos cuya falta de protec-
ción por el Derecho parecía a todos evidente: en concreto, nada decía sobre el
matrimonio de dos personas del mismo sexo. La misma evidencia de la nulidad
explicaba el olvido del legislador, que la doctrina se apresuró a subsanar advir-
tiendo que, en tal caso, no es que el matrimonio fuera nulo, sino algo más grave:
se trataba de un matrimonium non existens (argumento que, obviamente, queda
despojado de todo fundamento legal tras la Ley 13/2005, de 1 de julio).
La terminología jurisprudencial (especialmente al calificar los contratos si-
mulados como inexistentes) se explica porque el Tribunal Supremo la inició en
una época en la que todavía se pensaba que los contratos nulos (según la nomen-
clatura actual) estaban sujetos a los arts. 1.300 a 1.302 (que en realidad se apli-
can sólo a los contratos que hoy llamados anulables), y con el designio de evitar
la caducidad o prescripción de la acción en cuatro años. Ahora, por tanto, es in-
necesaria: más bien parece persistir por inercia y a la sombra de la rotunda afir-
mación del art. 1.261 de que «no hay contrato» cuando falta algún elemento
esencial.
Es cierto que, dentro de la categoría doctrinal de los negocios nulos, existen
importantes diferencias de régimen jurídico: así, mientras del acto nulo se dice
que no es capaz de confirmación ni prescripción, el matrimonio nulo puede con-
validarse, en ciertos casos, sin nueva celebración por la dispensa del impedi-
mento o prohibición (el canónico, mediante la sanatio in radice), y el reconoci-
miento de hijo extramatrimonial, si no se impugna, se vuelve válido en breve
plazo aunque falte la relación biológica entre padre e hijo (art. 140 Cc.) que es, o
debería ser, su presupuesto esencial. Mas de éstas y muchas otras anomalías en
relación con el esquema doctrinal de las clases de invalidez sólo se deduce la di-
ficultad de enunciar reglas generales al respecto con valor vinculante y no mera-
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mente aproximativo; y no la presencia de dos variedades distintas (y únicas)


dentro de la especie «nulidad».

En nuestra doctrina, DE LOS MOZOS se hizo eco en 1960 de algunas construcciones


de autores italianos sobre la «inexistencia» del negocio. Treinta años más tarde GORDI-
LLO (seguido por CARRASCO) defiende, siempre partiendo del art. 1.261 Cc., la utilidad
de la categoría como «inexistencia racional o lógica»; pero con la muy importante ad-
vertencia de que no estamos en presencia de un tertium genus junto con la nulidad y la
anulabilidad, sino que los negocios «inexistentes» por deficiencia de alguno de sus ele-
mentos esenciales están sujetos, bien al régimen de la nulidad, bien al de la anulabili-
dad, bien a otros atípicos. La «inexistencia», «íntimamente dependiente de la visión 'or-

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§ 56. INEFICACIA E INVALIDEZ DEL NEGOCIO JURÍDICO 255

ganicista' del acto jurídico, hace referencia a una situación del supuesto de hecho
estructural» y por tanto, según este interesante punto de vista, tampoco constituye un ré-
gimen específico de la ineficacia o de la invalidez.

365. La nulidad absoluta.

El Cc. se refiere nominalmente ahora (desde la reforma de 1974) a esta cate-


goría, con el nombre de «nulidad de pleno derecho», en el art. 6.º-3. Con la de-
nominación de "nulidad absoluta del negocio" se refiere a la misma categoría el
art. 408.2 Lec. A propósito de los contratos, la doctrina ha estructurado una teo-
ría general de tal nulidad, que puede extenderse, como patrón teórico (nunca
como fuente de soluciones prácticas), a los restantes negocios.
A. Caracteres. La doctrina y la jurisprudencia suelen atribuir a la nulidad ab-
soluta o de pleno derecho los caracteres siguientes:
a) No precisa declaración judicial, ni una previa impugnación del negocio,
ya que opera ipso iure, o de pleno derecho.
b) Cuando, de hecho, haya surgido cierta apariencia negocial, podrá ser útil,
y aun prácticamente necesario, ante la resistencia de quien sostenga la validez,
solicitar la intervención judicial. Estará legitimado para ello cualquier interesa-
do, haya sido o no parte en el contrato, y aun el causante de la nulidad. Incluso
podrá apreciarse de oficio por los Tribunales en ciertos casos. La sentencia será
meramente declarativa.

La apreciación de oficio, que el T. S. ha afirmado en muchos casos (desde una im-


portante S. 29 marzo 1932), suscita dudas de constitucionalidad en relación con el art.
24 Const. (tutela judicial efectiva), pues no prevén las leyes procesales la previa audien-
cia de las partes cuando el Tribunal toma la iniciativa de apreciar una nulidad por nadie
alegada. Al menos desde la S. 31 marzo 1981 el propio T.S. advierte que su doctrina so-
bre la apreciación de oficio ha de entenderse cum granu salís, y la de 15 diciembre 1993
concluye afirmando el «carácter excepcional y restrictivo con que ha de ser ejercitada
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por el juzgador esta facultad» (vid. luego S. 24 abril 1997). El supuesto más claro, y
acaso único, de tal declaración, es el litigio entre los propios contratantes, que piden la
ejecución de contratos delictivos o con causa torpe; con la consecuencia de negárseles
(ex arts. 1.305 y 1.306) tanto la ejecución como la repetición de lo ya entregado.
Tras la Lec. 2000 la apreciación de oficio de la nulidad tiene aún más difícil encaje y
habrá de considerarse limitada a casos realmente extraordinarios, pues a pesar de que la
Lec. se ocupa expresamente del "tratamiento procesal de la nulidad del negocio" ("nulidad
absoluta", art. 408-2) no menciona siquiera la posibilidad de su apreciación de oficio. La
nueva norma aclara dudas anteriores al admitir la alegación de la nulidad por vía de excep-
ción, previendo entonces la posibilidad de que el actor se defienda de esta alegación y es-
tableciendo el efecto de cosa juzgada (las dudas se suscitaban especialmente en las terce-

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256 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

rías de dominio, cuando el ejecutante niega validez al título del tercerista, dados los
problemas de la reconvención en estos casos). En este contexto, si el legislador considera-
ba admisible la apreciación de oficio debía al menos mencionarla, abriendo al tiempo el
cauce para que las partes pudieran tomas posición frente a la iniciativa del juez. Tanto más
cuanto que en relación con la nulidad de actuaciones judiciales, materia que no está presi-
dida por el principio dispositivo (arts. 225 ss. Lec.), sí que prevé la Lec. la declaración de
oficio en ciertos casos, con limitaciones y, significativamente, con la exigencia de previa
audiencia de las partes.
La S. TJCE 27 junio 2000, resolviendo cuestión prejudicial planteada por el Juzgado
de 1ª Instancia n° 35 de Barcelona, entiende que el Juez puede apreciar de oficio el carác-
ter abusivo de una cláusula inserta en contrato de adhesión suscrito por un consumidor, en
el caso, cláusula de sumisión a los Tribunales del domicilio del empresario. Es muy dudo-
so que la misma doctrina pueda aplicarse indiscriminadamente a otras cláusulas abusi-
vas. Para el supuesto resuelto por la S., vid. ahora arts. 54-2 y 58 Lec., que, en efecto,
obligan al Tribunal a examinar de oficio su competencia inmediatamente después de pre-
sentada la demanda, pero siempre «previa audiencia del Ministerio Fiscal y de las partes
personadas».

c) El contrato nulo no produce efecto alguno: quod nullum est, nullum pro-
ducit effectum. Por ello mismo, las atribuciones patrimoniales eventualmente
realizadas de acuerdo con un contrato nulo deben deshacerse, volviendo las
cosas a la situación que tendrían si el contrato nunca se hubiera celebrado.
d) La nulidad es definitiva. El paso del tiempo no la sana (quod ab initio vi-
tiosum est, non potest tractu temporis convalescere); es decir, la acción para ha-
cerla valer puede ejercitarse en cualquier tiempo, sin que prescriba ni caduque.
De otra parte, tampoco es posible la confirmación, ni forma alguna de convali-
dación o subsanación. Acerca de todo esto hay repetidas declaraciones de la ju-
risprudencia en materia de contratos (por ejemplo, SS. 20 noviembre 1980 o 4
noviembre 1996, según la cual «la nulidad es perpetua e insubsanable, el contra-
to viciado de nulidad absoluta en ningún caso podrá ser objeto de confirmación
ni de prescripción»).
B. Causas de nulidad. Un elenco completo de las causas o casos de nulidad
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no es fácil si pretende ser exhaustivo ni tendría utilidad de no ir acompañado de


una prolija discusión de muchos de ellos. Entre los principales, y como orienta-
ción, valgan los siguientes (referidos a los contratos):
a) Falta de consentimiento, de objeto o de causa (art. 1.261).
b) Indeterminación absoluta del objeto (art. 1.273) o su ilicitud (arts. 1.271,
1.272 y 1.305).
c) Ilicitud de la causa (arts. 1.275, 1.305 y 1.306).
d) Falta de forma, en los casos excepcionales en que viene exigida para la
validez del contrato.

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§ 56. INEFICACIA E INVALIDEZ DEL NEGOCIO JURÍDICO 257

Los problemas de la invalidez por falta de forma se plantean de modo singular en el


testamento abierto, al que se exige «la garantía notarial, no sólo de la verdadera volun-
tad del testador, sino de todos los otros extremos que exige la ley», de modo que, de
acuerdo con el art. 687, «la omisión de cualquiera de esas solemnidades le priva de vali-
dez, aun en el supuesto de que racionalmente no pudiera dudarse de que su texto literal
constituye la fiel expresión de lo manifestado» por el testador. La jurisprudencia es
constante: vid. S. 9 mayo 1990 y las por ella citadas. En cambio, en la celebración del
matrimonio, la falta de forma, cuando no es esencial, puede no ser causa de invalidez
(art. 78 Cc.).

e) Haber traspasado las partes los límites de la autonomía privada infrin-


giendo norma imperativa o prohibitiva, salvo que de la contravención se derive
un efecto distinto (arts. 1.255 y 6.º-3). Se comprenden aquí los casos más dispa-
res, muchos de ellos discutibles (y discutidos, en particular, aquellos supuestos
en que la prohibición es de rango reglamentarlo o estatutario).

Fuera del Derecho patrimonial los casos en que la invalidez tiene consecuencias se-
mejantes a las del contrato nulo son también aquéllos en que «falta el acto» o se infringe
una prohibición, como si el testamento abierto se otorga ante el concejal delegado de
tráfico, o un andaluz dispone de su herencia mediante contrato. Pero la invalidez de
cada negocio tiene una regulación a se en cada caso, y así, por ejemplo, el matrimonio
nulo no convalidable puede producir efectos hasta que sea anulado; no cabe una propia
confirmación del testamento viciado, aunque sí hace sus veces la ejecución voluntaria
de sus disposiciones por los herederos; las condiciones ilícitas en el testamento no son
causa de nulidad sino que se tienen por no puestas; y también en el reconocimiento de
hijos es muy diferente la trascendencia de los defectos formales y materiales a la validez
del negocio, de modo que ni la falta de relación biológica entre «padre» e «hijo» impide
la prescripción de la acción impugnatoria.

366. La anulabilidad.

A. Concepto. En el concepto doctrinal actual la anulabilidad es una clase de


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invalidez dirigida a la protección de un determinado sujeto —por lo general, una


de las partes del contrato—, de manera que únicamente él puede alegarla, y asi-
mismo puede optar por convalidar el contrato anulable mediante su confirma-
ción (cfr. S. 27 noviembre 1998).

B. Diferencias con la rescisión. Las Partidas llaman indistintamente a esta clase de


invalidez «rescisión», expresión con la cual, actualmente, se refiere el Cc. a la posibili-
dad de deshacer ciertos contratos válidamente celebrados (art. 1.290) que se encuentran
en los casos taxativamente determinados en la ley (art. 1.291). Se trata de negocios —los
hoy considerados rescindibles— que, no obstante su validez, producen a una de las par-
tes o a un tercero un perjuicio que la ley considera especialmente injusto, y para el que

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258 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

no hay otro modo legal de obtener su reparación. Este perjuicio, actual o potencial, es lo
que aúna todos los supuestos de rescisión, sirviéndoles de fundamento común. El tema
es propio de la teoría del contrato, y en ella se estudia con detenimiento.

C. Régimen. La categoría de la anulabilidad, como una especie autónoma de


invalidez, se construye entre nosotros por la doctrina, tras la publicación del Cc.,
sobre la base del art. 1.300 cuando dice que pueden ser anulados, cuando pre-
senten determinados defectos, los contratos en que concurran los requisitos que
expresa el art. 1.261, esto es, consentimiento, objeto y causa. Concurriendo tales
requisitos, pues, los contratos existen y, en principio, obligan a una de las partes,
pero no producen su pleno efecto vinculante, al dejar en manos de la otra (la víc-
tima del error, el dolo o las amenazas; el incapaz) la posibilidad de desligarse. O
sea: el contrato produce sus efectos habituales, originando las correspondientes
obligaciones y sirviendo de fundamento a las atribuciones patrimoniales si,
quien puede, no hace valer la causa de anulación. Hecha valer ésta, el contrato
será desde siempre y para siempre ineficaz con la misma amplitud que si se tra-
tara de nulidad de pleno derecho.

Esta modalidad de la invalidez tiene ventajas prácticas, ya que así los incapaces y
los afectados por un vicio del consentimiento quedan mejor protegidos que con el régi-
men de la nulidad absoluta (en que no podrían aprovechar los beneficios del negocio
que les resultara favorable) o el de la rescisión (en el que habrían de probar la lesión su-
frida).

D. Causas. Las causas o casos de anulabilidad son, principalmente, los seña-


lados en el art. 1.301 Cc.: vicios del consentimiento, incapacidad, y falta de con-
sentimiento del cónyuge de quien contrató, cuando este consentimiento fuere
necesario.
Los arts. 1.300 y ss. se ocupan únicamente de los contratos (el término actos
aparece ahora, sin embargo, en el art. 1.301 i.f.). Pero es claro que su disciplina
se extiende a todos los negocios y actos jurídicos patrimoniales.
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No se extiende tal disciplina, en bloque, a los negocios de Derecho de familia o a


los mortis causa, que, según se ha dicho, se someten a reglas propias, aunque sí se pue-
den aplicar por analogía preceptos aislados, y desde luego los que disciplinan las conse-
cuencias de la nulidad declarada. En tema de matrimonio, ya se ha explicado que hay
casos de invalidez, como los de vicios de la voluntad o falta de edad, en los que cabe la
convalidación (equivalente, entonces, a la confirmación del contrato), mientras en el
testamento podrá el heredero o legatario perjudicado renunciar a oponer la acción de
impugnación, no sólo en los casos de vicios de la voluntad, sino también cuando medien
defectos de forma, es decir, también en supuestos en los que, con arreglo a la normativa
del contrato, habría nulidad absoluta y no simple impugnabilidad.

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§ 56. INEFICACIA E INVALIDEZ DEL NEGOCIO JURÍDICO 259

367. Nulidad parcial.

El negocio puede contener, a la vez, declaraciones o cláusulas válidas y otras nulas o


anulables: piénsese en un testamento en el cual un legado ha sido dispuesto bajo coacción,
mientras que el resto de las disposiciones es espontáneo; o en un contrato en el que es ile-
gal una de las cláusulas o prestaciones pactadas. Por supuesto, para que la cuestión pueda
plantearse es preciso que en la composición del negocio entren prestaciones y estipulacio-
nes diversas, en pie de igualdad o no afectando el vicio o defecto a la principal.
Pugnan, en este punto, el principio de conservación del negocio implicado en la máxi-
ma utile per inutile non vitiatur y, en sentido contrario, la regla según la cual un acto no
puede valer en parte sí y en parte no. Pero esta segunda directriz carece de fundamenta-
ción positiva, mientras la primera puede apoyarse, en su caso, en la autonomía privada y la
voluntad presumible de los otorgantes, amén del art. 1.289-1 Cc. Sí será preciso que tal
voluntad de mantener el resto del negocio sea manifiesta y congruente con el intento del
otorgante u otorgantes: de la situación y el intento negocial ha de resultar que el testador
hubiera dispuesto del mismo modo prescindiendo de la cláusula nula, y que el contratante
hubiera celebrado el contrato en igual caso. Así enfoca el problema la S. 4 marzo 1971
(apreciación de si los intervinientes hubieran o no realizado el negocio sin la parte nula),
concluyendo que se trata de «un problema de interpretación del negocio» (ver también S.
24 noviembre 1983). Todo lo cual, traducido a un lenguaje más objetivo, equivale a decir
que el contrato producirá sus efectos, con amputación de los elementos, cláusulas, o medi-
da viciados o prohibidos, siempre que la regulación resultante atienda suficientemente a
los intereses de las partes de acuerdo con su propósito negocial.
La doctrina suele tratar también como «nulidad parcial» un fenómeno que tiene rasgos
externos parecidos al arriba descrito, pero un fundamento muy distinto y ajeno a la volun-
tad presunta o hipotética de los sujetos del negocio. Se trata de la sustitución automática
de las cláusulas contractuales contrarias a ciertas normas imperativas por el contenido de
éstas, que se incrustan en el contrato en sustitución de la voluntad privada en contrario; sin
dejar a los sujetos, o a uno de ellos, la posibilidad de desvincularse. Se ha hablado por ello
de «integración coactiva del contrato». Este fenómeno es bastante usual en el ámbito de
las normas de protección de los consumidores, y un caso principal es el contemplado en el
art. 10 LGDCU (redactado por L. 13 abril 1998) respecto de las cláusulas abusivas.
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368. Las acciones de invalidez.

A. Acción declarativa y acción restitutoria. Respecto de un negocio inválido, puede


pedirse ante los Tribunales, básicamente, dos cosas:
a) Que se declare la invalidez, de manera que se enerve toda exigencia basada en el
negocio inválido, y quede expedito el camino para el ejercicio de derechos o la eficacia de
títulos que quedarían contradichos por él. Por ejemplo, que se declare la anulabilidad de
una venta por error esencial, de modo que no haya de entregarse la cosa; o la nulidad de un
testamento, para ejercitar derechos sobre la base de otro anterior que habría quedado revo-
cado por el posterior de ser válido.

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260 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

Las acciones de este tipo pueden corresponder a cualquier interesado, sea o no parte
del negocio; con la importante matización de que tratándose de contratos anulables y actos
que se asimilan a ellos, la iniciativa de su impugnación ha de partir del sujeto protegido en
cada caso, y sólo producida su impugnación podrían los demás interesados —contratantes
o terceros— pedir su declaración.
b) Que las cosas entregadas o, en general, las prestaciones realizadas con base en el
negocio inválido, se restituyan a quien prestó (vid. art. 1.303 Cc.). Esta acción de repeti-
ción, naturalmente, sólo puede ejercitarla el que prestó, y nunca los terceros.
El legislador del Cc. atiende exclusivamente o, al menos, muy preferentemente, a la
acción de repetición en los arts. 1.300 y ss., relativos a la invalidez de los contratos, única
sede donde aborda el problema, dejando en la penumbra todo lo referente a las acciones
sub a), las declarativas, cuya diversificación de las recuperatorias apenas han abordado la
jurisprudencia y la doctrina (si bien en estos «Elementos» se viene exponiendo desde
1977).
La Lec. 2000, al considerar expresamente a la declaración de la existencia (o inexis-
tencia) de derechos o de situaciones jurídicas como una clase de tutela judicial, facilitará
el desarrollo doctrinal de las acciones (meramente) declarativas de nulidad. De una parte,
la necesidad de destruir la apariencia de negocio jurídico, tantas veces indicada por la ju-
risprudencia, se encauza como una "pretensión de tutela jurídica" en el sentido del art. 5.º
Lec.; de otra, la admisión expresa de la excepción de nulidad sin necesidad de reconven-
ción, de modo que la sentencia tenga fuerza de cosa juzgada (art. 408), extrae una de las
consecuencias prácticas más interesantes de aquella premisa.

B. La impugnación del negocio anulable. a) Quiénes pueden impugnar. La


regulación de los contratos contiene una serie de normas que, aun situadas
bajo el epígrafe «de la nulidad de los contratos», se refieren a la anulabilidad.
Así el art. 1.302, según el cual pueden ejercitar la acción de nulidad de los
contratos los obligados principal o subsidiariamente en virtud de ellos. Las
personas capaces no podrán, sin embargo, alegar la incapacidad de aquellos
con quienes contrataron,. ni los que causaron la intimidación o violencia, o
emplearon el dolo o produjeron el error, podrán fundar su acción en estos
vicios del contrato. También en tema de matrimonio el ejercicio de la acción
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se restringe, tratándose de vicios de la voluntad o incapacidad, en forma seme-


jante (arts. 75 y 76).
El Cc., pues, excluye de la acción a los terceros (aunque tengan interés en la
anulación), pero además a la parte no afectada por el vicio de la voluntad, que
puede no ser responsable de él y quedar en una molesta situación de incertidum-
bre mientras no venza el plazo que tienen el contratante, cónyuge, etc. para ejer-
citar la acción (la restitutoria, en el contrato).
b) Cómo se hace valer la anulabilidad. En nuestra opinión, la impugnación
puede realizarse tanto por vía judicial como extra judicial (notificación, requeri-

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§ 56. INEFICACIA E INVALIDEZ DEL NEGOCIO JURÍDICO 261

miento); y, en juicio, tanto ejercitando un acción como oponiendo una excep-


ción.

Dice parte de la doctrina que el legitimado para impugnar es titular de un «poder de


impugnación», que constituye un derecho potestativo o de configuración jurídica, ejer-
citable sólo a través de un juicio, por lo que la acción y la sentencia que la acoge deben
calificarse como constitutivas (ya que esta última no se limita a constatar una situación
preexistente, sino que produce o constituye el cambio jurídico consistente en privar de
efectos al negocio que hasta ese momento los tenía). Una consecuencia de esta cons-
trucción —que tiene indudable reflejo en la jurisprudencia— sería la imposibilidad de
oponer la anulabilidad mediante excepción: sería necesaria siempre reconvención. Lo
dicen así varias sentencias —entre las últimas, 18 junio 1993,21 mayo 1997—, pero
también otras exponen lo contrario y lo aplican al caso (así, admiten la excepción
opuesta las SS. 14 febrero y 4 julio 1986, 2 junio y 13 octubre 1989, 30 diciembre 1991,
27 noviembre 1998).
La Lec. 2000 da pie a reconsiderar de nuevo la cuestión. El art. 408 señala el cauce y
consecuencias de una alegación de nulidad absoluta por vía de excepción, de donde, a pri-
mera vista, podría deducirse que excluye esta vía y exige reconvención en todo caso en
que el demandado quiera hacer valer la anulabilidad del negocio en que se funda la preten-
sión del actor. Pero, en realidad, nada dice sobre este supuesto, y el argumento a contrario
es aquí especialmente frágil, pues también dice la ley que cuando lo único que solicite el
demandado sea su absolución respecto de las pretensiones de la demanda "en ningún caso
se considerará formulada reconvención" (art. 406-3 Lec). Uno de estos casos en que no
procede la reconvención sería la solicitud de absolución por estar fundada la pretensión
del actor en un negocio anulable, y no se diga que, en este caso, sería precisa reconvención
por tratarse del ejercicio de un derecho potestativo, pues esto es lo que habría que demos-
trar. Aunque se admitiera esta calificación, ocurre que el legislador ha aceptado la alega-
ción sin reconvención de verdaderos e indubitados derechos de prestación (créditos),
como en el caso en que, mediante la compensación, el demandado sólo pretenda su abso-
lución (y no la condena al saldo que a su favor pudiera resultar: art. 408-1). Lo que sí pare-
ce exigible en el caso de oposición de la anulabilidad como mera excepción es que —lo
mismo que en los supuestos de compensación o de nulidad absoluta— se de ocasión al ac-
tor de contestar a la alegación, con la consecuencia también de la producción de cosa juz-
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gada.
La opinión más común, que sólo reconoce el ejercicio judicial de la acción de anula-
ción —elevada a la categoría de derecho potestativo— tiene, sobre todo, una explicación
histórica. La restitutio in integrum —figura de la que procede la moderna anulabilidad—
era en Roma un acto del pretor en ejercicio de su imperium, tras ponderación particulari-
zada de las circunstancias del caso. Se presentaba, por tanto, como remedio procesal (no
como norma sustantiva general y abstracta); carácter que mantiene en el Derecho común.
Pero en el Código español todo el planteamiento es distinto, e innecesario el acudir al juez
cuando las partes se atienen voluntariamente a las normas sustantivas que señalan la inva-
lidez de los contratos por ciertas causas, aunque éstas sólo puedan ser invocadas por uno

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262 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

de los contratantes; como innecesario reconvenir cuando el demandado nada pide, sino
que se limita a defenderse alegando el vicio anulatorio del acto en cuya virtud se le de-
manda.

c) Plazo. El plazo es de cuatro años, contados en la forma que previene el


art. 1.301, cuya exposición y comentario se hará en sede más adecuada.

Muchos han considerado este plazo como de caducidad (por ejemplo, DE CASTRO,
DÍEZ PICAZO, ALBALADEJO), lo que se hace derivar de la naturaleza de derecho potestativo
o poder de impugnación que atribuyen a la acción de anulación. Se apoyan también en
los taxativos términos —«sólo durará»— empleados por el legislador. Es acorde con el
planteamiento general que aquí se hace de la anulabilidad y las correspondientes accio-
nes calificar este plazo como de prescripción, que afecta a una acción personal de repe-
tición, y así lo acepta la jurisprudencia en casos en que esta calificación es decisiva (SS. 27
marzo 1987, 27 marzo 1989, 23 octubre 1989 y 27 febrero 1997), aunque en otros (nor-
malmente, en los que rechaza la acción por otras razones) dice que el plazo es de cadu-
cidad (así, S. 21 mayo 1997).

Entendemos, con DE CASTRO, que el plazo cuatrienal del art. 1.301 se refiere
a la acción de restitución: así parece resultar con claridad de una lectura atenta
del articulado del Código, el cual, en el año 1888, no podía ocuparse de una
acción meramente declarativa, categoría desconocida entonces. Esta, pues —es
decir, la acción meramente encaminada a que se declare la invalidez del nego-
cio—, puede hacerse valer en cualquier tiempo.
Pero es mayoritaria la doctrina que, partiendo de la configuración de un po-
der de impugnar, entiende que es éste el que dura cuatro años, sujeto a un plazo
de caducidad, como se ha indicado.

Con nuestro planteamiento, se logra una explicación aceptable sobre el tema, tantas
veces debatido, de si la deducción de la excepción de anulabilidad está sujeta a plazo.
Sobre la base de un texto de PAULO (quae temporalia ad agendum, perpetua sunt ad ex-
cipiendum) se discutió de antiguo sobre la perpetuidad de la excepción de dolo o miedo
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(lo que solía afirmarse), mientras que se negaba en caso de restitutio in integrum del in-
capaz. La doctrina española moderna —observaba DE CASTRO en 1967— comienza es-
tando dividida y últimamente parece más bien indecisa. Una sentencia (24 marzo 1956)
admite la perpetuidad de la excepción, y en la doctrina se ha señalado (ALBALADEJO) que
tal criterio producirá consecuencias más equitativas que el contrario.
En nuestra opinión, hay algo más que razones de equidad. La acción meramente de-
clarativa, por serlo, no prescribe ni caduca, y podrá ejercitarse cuando haya interés legíti-
mo para ello, el cual no surgirá normalmente mientras, aún no iniciado el cumplimiento,
tampoco haya sido reclamado; y, de otra parte, habrá desaparecido cuando, cumplido el
contrato, haya prescrito ya la acción de restitución. Por otra parte, en algunos casos es se-
guro, porque está incluso en la letra de la ley (art. 1301), que el plazo no comienza a correr

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§ 56. INEFICACIA E INVALIDEZ DEL NEGOCIO JURÍDICO 263

mientras no se haya consumado el contrato (error, dolo y falsedad de la causa): en los de-
más, resultaría contradictorio que no gozara de la misma defensa perpetua —mientras no
cumpla— el incapaz o quien sufrió violencia o intimidación.

C. Las acciones de nulidad. Las acciones relativas a la nulidad absoluta


plantean problemas de legitimación y de duración.
a) Legitimación activa. La nulidad absoluta puede hacerla valer cualquier
particular interesado. En primer lugar, en el contrato, cada una de las partes con-
tratantes (sus representantes y sus herederos), aun cuando haya causado volunta-
riamente la nulidad; en los negocios unilaterales, el declarante; en cuanto al tes-
tamento, que surte sus efectos cuando el testador ha fallecido ya, serán quienes
le sustituyan en su esfera jurídica, es decir, los herederos legales o los nombra-
dos en disposición anterior, quienes puedan pedir en primer lugar la declaración
de nulidad plena, puesto que podían ejercitar también la acción de nulidad relati-
va.
Pero, además, tratándose de nulidad de pleno derecho, pueden ejercitar la ac-
ción cualesquiera terceros interesados: así, según el art. 74, la acción para pedir
la nulidad (absoluta) del matrimonio corresponde... a cualquier persona que
tenga interés directo y legítimo en ella. En materia de contratos la jurisprudencia
reconoce legitimación activa a quien tenga interés jurídicamente suficiente, aun-
que sin configurar una acción pública (lo recuerda la S. 15 marzo 1994).

El punto difícil es el de precisar la entidad exigida en el interés del tercero. Será su-
ficiente el de quienes contrataron sobre la cosa objeto del contrato, en cuanto que su de-
recho dependa de la invalidez del que atacan (como en una doble venta, en que la prime-
ra fuera nula); o el de los acreedores que ven perjudicada la solvencia de su deudor; o el
del retrayente a quien se perjudica haciendo figurar un precio exagerado, cuando no me-
dió ninguno (S. 12 abril 1955). No, por ejemplo, el del colindante de la finca vendida,
que preferiría tener como vecino al vendedor, por ser persona más amable.

b) Legitimación pasiva. Es doctrina jurisprudencial constante que quien ejer-


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cita la acción de nulidad de los contratos ha de dirigirse contra todos los intere-
sados en ellos; doctrina extensiva, igualmente, a cualquier negocio jurídico (cfr.
art. 12-2 Lec.).

«Entendiéndose —apostilla, entre otras, la S. 9 noviembre 1961— que son interesa-


dos a tales efectos: los intervinientes en el negocio que se ataca de nulo; sus herederos;
los que obtuvieron beneficios económicos de dicho negocio, y los causantes de la nuli-
dad, pues si así no se exigiera, como la cosa juzgada perjudica únicamente a los que liti-
garon y sus causahabientes, se podría dar el contrasentido de que un negocio jurídico
determinado podría ser nulo para uno de los interesados en él y válido para otro, si éste
no fue llamado al proceso en que se obtuvo la declaración de nulidad, lo que iría contra

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264 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

todo raciocinio lógico que impide el que un negocio jurídico sea válido y nulo al mismo
tiempo».

c) Tiempo en que puede hacerse valer la nulidad. Es doctrina común que la


acción para pedir la declaración de nulidad de un negocio no está sujeta a pres-
cripción ni caducidad, sino que puede ejercitarse en cualquier tiempo, pues lo
mismo que tales negocios no son susceptibles de confirmación (art. 1.310 Cc.),
tampoco podrían convalidarse por la suerte de renuncia tácita que supondría el
dejar pasar el tiempo sin pedir la nulidad.

En nuestra opinión, es cierto que la declaración de ser nulo el negocio puede pedirse
en cualquier tiempo (mientras subsista interés suficiente en el demandante), pero no por
la razón que acabamos de referir, sino por tratarse de acción meramente declarativa. Por
ello mismo, distinto ha de ser el tratamiento de las pretensiones que, si bien basadas en
la nulidad, no se reducen a su mera constatación: en particular, la acción restitutoria de
la prestación realizada (en este sentido, DÍEZ PICAZO y ESPÍN). Como recuerda la impor-
tante S. 27 febrero 1964, en el art. 1.930 Cc. se declara la prescriptibilidad de los «dere-
chos y acciones, de cualquier clase que sean», sin que se establezca en parte alguna que
las acciones restitutorias basadas en la nulidad sean imprescriptibles, carácter que el Có-
digo reconoce sólo a las que enumera en su art. 1.965. Dado que el Código tampoco se-
ñala particularmente el plazo de prescripción —y supuesto que no ha de aplicarse el art.
1.301—, debemos inclinarnos por el genérico de quince años de las acciones personales
que no tengan fijado otro (artículo 1.964 Cc.). Todavía, puede pensarse que si en cum-
plimiento de negocio nulo se entregó la posesión de un inmueble, podrá reivindicarse en
plazo de treinta años. Por otra parte, parece evidente que el poseedor de la cosa objeto
del negocio nulo podrá adquirir su propiedad por usucapión extraordinaria; no así me-
diante la ordinaria, por falta de justo título.

369. Consecuencias de la invalidez.

El negocio nulo o anulado queda, en primer lugar, desprovisto de efectos para el futu-
ro: el nombrado heredero no hereda, los que se casaron ya no son marido y mujer, los con-
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tratantes ya no están vinculados, no nacen las obligaciones previstas, las atribuciones pa-
trimoniales eventualmente operadas en atención al negocio inválido deberán valorarse
como producidas sin causa (por ejemplo, el comprador que recibió la cosa será mero po-
seedor —de buena o mala fe según los casos— pero no propietario). El tratamiento de los
efectos producidos en el pasado es distinto según la clase de negocio y el grado de invali-
dez.
Además, la invalidez del negocio principal acarreará la del accesorio, tanto si es parte
de él (cláusula penal en un contrato: cfr. art. 1.155), como si se trata de negocio conexo
(por ejemplo, fianza, art. 1.824); mientras que la invalidez de lo accesorio no afecta a lo
principal. También, en principio, la invalidez de un acto debe trascender a otro posterior
que con él se relacione, o que en el mismo se apoye, «no sólo cuando exista precepto espe-

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§ 56. INEFICACIA E INVALIDEZ DEL NEGOCIO JURÍDICO 265

cífico que imponga la nulidad del acto posterior, sino también cuando éste presuponga,
para su validez, la circunstancia de un determinado estado o condición de alguno de los
participantes, que intentó adquirirse mediante el acto nulo precedente, o cuando el acto
posterior persiga el mismo fin de defraudar la ley o de atentar a la moral o al orden públi-
co; o sea que presidiendo a ambos una unidad intencional, sea el anterior causa eficiente
del posterior, que así se ofrece como la consecuencia o culminación del proceso persegui-
do» (S. 10 noviembre 1964, según la cual la nulidad de la emancipación de un menor pro-
duce la de la posterior venta por él otorgada; vid. también S. 12 diciembre 1960: la nulidad
de la transferencia de unas acciones acarrea la de la Junta General de la sociedad en la que
toman parte los nuevos accionistas). Viceversa, el acto posterior nulo modificativo de uno
anterior no impide la persistencia de éste (S. 24 noviembre 1983).
El Cc., con referencia a los contratos, contiene una disciplina bastante pormenorizada
acerca de las restituciones entre las partes subsiguientes a la declaración de nulidad (art.
1.303 a 1.308), ceñida a la materia que le es propia pero que podrá aplicarse por analogía,
en múltiples aspectos, a los restantes negocios nulos o anulables. A fin de evitar más repe-
ticiones (algunas son inevitables cuando, en una obra general, se abordan, por separado, el
tema del contrato y el del negocio jurídico), remitimos a lo expuesto en el T.II, «Derecho
de obligaciones», vol. 1.º, § 75.

370. Convalidación y conversión.

El negocio inválido puede llegar a valer plenamente y en su propia figura


mediante la convalidación. También puede tener valor desde su otorgamiento,
en otra figura material o formal, a favor de la conversión.
A. La confirmación. De las modalidades de convalidación la única que regu-
la el Cc., para los contratos pero con posible aplicación analógica a los otros ne-
gocios inter vivos, es la confirmación de los anulables. SERRANO ALONSO la defi-
ne, en cuanto acto que produce el effectum iuris convalidatorio, como «la
declaración de voluntad unilateral realizada por la parte legitimada para hacerla,
concurriendo los requisitos exigidos por la ley, y en virtud de la cual un negocio
afectado de vicios que lo invalidan se convierte en plenamente válido y eficaz
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como si jamás hubiera estado afectado por vicio alguno».

La disciplina de la confirmación de los contratos ha de examinarse con detenimien-


to en el tomo II de esta obra, vol. 1.º, § 76; mas parece oportuno hacer aquí un breve re-
sumen de ella.
De acuerdo con el art. 1310, sólo son confirmables los contratos que reúnan los requi-
sitos expresados en el artículo 1.261 (cfr. art. 1300), de donde se infiere corrientemente
que sólo los contratos anulables son susceptibles de confirmación, siendo, por otra parte,
esencial al concepto de anulabilidad que quien puede invocar la causa de anulación pueda
asimismo confirmar (SS. 25 junio 1946, 3 octubre 1974, 23 enero 1998 y muchas otras).

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266 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

Las calificaciones de anulable y confirmable, referidas a un contrato o negocio, irían


siempre inseparablemente unidas.
La confirmación es acto jurídico unilateral, probablemente no recepticio, que algunos
consideran negocio jurídico, advirtiendo entonces su carácter de integrativo, accesorio o
complementario del anulable a que se refiera. Compete a aquel de los contratantes a quien
correspondiere ejercitar la acción de anulación, y no al otro, cuyo consenso es innecesario
(art. 1.312); también al tercero excepcionalmente legitimado para hacer valer la anulabili-
dad, como el cónyuge en los supuestos del art. 1.301 in fine (ver también 1.322).
La confirmación puede ser expresa o tácita (art. 1.311). El Código no se preocupa en
particular de la primera, que no necesita forma alguna determinada ni un contenido pres-
crito, aunque sí que haya cesado la causa de nulidad (art. 1.311).
Se entenderá que hay confirmación tácita —explica el art. 1.311— cuando, con cono-
cimiento de la causa de nulidad y habiendo ésta cesado, el que tuviese derecho a invocar-
la ejecutase un acto que implique necesariamente la voluntad de renunciarlo. «Implicar
necesariamente» ha sido entendido por el T. S. en el sentido de mediar «enlace preciso y
directo» (vid. art. 386 Lec.) entre la conducta observada y la voluntad confirmatoria. El
mismo T. S. ha tenido ocasión de apreciar confirmación tácita en supuestos como los si-
guientes: se ejercitaron en beneficio propio las acciones derivadas del negocio anulable; se
recibieron cantidades o plazos del precio; se dispuso de los bienes recibidos; el Ayunta-
miento consignó en su presupuesto las cantidades debidas (vid. también art. 1.208 Cc.).
No constituye confirmación tácita de un contrato el mero hecho de no ejercitar el legitima-
do la acción de nulidad (S. 10 noviembre 1981).
La confirmación purifica el contrato de los vicios de que adoleciera desde el momen-
to de su celebración (art. 1.313), a consecuencia de lo cual la acción de nulidad queda ex-
tinguida (art. 1.309), de donde deriva que los efectos sanatorios de la confirmación se im-
ponen erga omnes, es decir, que el contrato originariamente anulable vale también para los
terceros como si desde el principio careciera de vicios.

B. Distinta de la confirmación, aunque paralela a ella, es la ratificación


cuando alguien contrata en nombre ajeno, o dispone de cosa ajena sin poder
suficiente, figura que desempeña el papel de la confirmación respecto de los
negocios ineficaces, y de la que se trata infra, núm. 385.
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C. Otros modos de sanación o ejecución válida del negocio inválido. El De-


recho canónico conoce —ya se ha dicho— La convalidatio simplex del matri-
monio, que puede tener lugar aunque la causa de invalidez sea de aquéllas que,
en los contratos, dan lugar a nulidad absoluta: por ejemplo, la presencia de un
impedimento (prohibición legal) al tiempo de contraer, que luego desaparece.
Basta, en casos como éste, que renueve el consentimiento la parte consciente del
defecto (vid. cán. 1.156 y ss.). Todavía la sanatio in radice puede convalidar el
matrimonio en ciertos casos sin renovación del consentimiento (cán. 1.161 y
ss.). También en el Derecho civil la dispensa ulterior convalida desde su cele-
bración el matrimonio cuya nulidad no haya sido instada judicialmente por al-

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§ 56. INEFICACIA E INVALIDEZ DEL NEGOCIO JURÍDICO 267

guna de las partes (art. 48- 3 Cc.), y lo mismo la convivencia de quienes se casa-
ron siendo menor uno de ellos (al menos) o bajo error o violencia que luego se
desvanece (arts. 75 y 76 Cc.: véase, en estos Elementos, el tomo IV, «Derecho de
familia», § 15).
En los testamentos, que no pueden convalidarse por el testador (S. 11 junio
1953), tampoco pueden ejercitar la acción de nulidad, cuando adolecen de vicios
de forma (no de ausencia de la forma esencial) o del consentimiento, los que, es-
tando legitimados para impugnarlos, hayan reconocido su validez (véase Dere-
cho de sucesiones, tomo V de estos Elementos, núm. 232).
D. La conversión. Como medio de evitar la censura de un negocio que, inter-
pretado y calificado conforme a los criterios ordinarios, sería inválido o ineficaz,
procede en ocasiones otorgarle una calificación distinta para la que reúne requi-
sitos suficientes; cuyos efectos satisfagan todavía el propósito o finalidad prácti-
ca de los declarantes, y conforme a la cual el negocio es válido y eficaz. A este
remedio se llama conversión del negocio, con término no del todo exacto, ya
que no ocurre que un negocio que primero era inválido se convierta luego, en
virtud de acontecimiento posterior, en uno distinto, sino que desde el principio
se le enjuicia no según la calificación directa que merecía —de acuerdo con la
cual sería inválido—, sino según una calificación corregida (correcta) que le sal-
va de la invalidez a cambio de producir efectos algo distintos, en general más li-
mitados o más débiles.
En nuestro ordenamiento se encuentran disposiciones singulares, como el
art. 597 Cc., que señala cómo han de valer contratos, actos o documentos que se-
rían en principio inválidos o ineficaces; pero no hay una norma que prevea la fi-
gura de la conversión en sus rasgos genéricos. Aquellas disposiciones singula-
res, junto con otras expresiones del principio de conservación del negocio (favor
negotii, ut magis valeat quam pereat; arts. 1.284 y 1.289 Cc.), y, sobre todo, la
regla de la buena fe en la integración del contenido del contrato (art. 1.258 Cc.)
autorizan a considerar la conversión como remedio general.
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El citado art. 597 Cc. representa un supuesto de conversión material, en la cual se


opera una reducción del objeto o de los efectos del acto o contrato, o un cambio del tipo.
Junto a ella, la conversión formal resulta de que el documento en que consta el negocio,
que carece de algún requisito necesario para la validez de la forma documental elegida,
llegará a valer conforme a otra forma de documento cuyos requisitos reúna (por ejem-
plo, testamento cerrado como testamento ológrafo, art. 715 Cc.; escritura pública como
documento privado, art. 1.223 Cc.), lo que entrañará muchas veces, además, una altera-
ción o reducción de los efectos (y, por ello, una conversión también material).

INDICACIÓN BIBLIOGRÁFICA. Las obras generales sobre negocio jurídico citadas al


principio de este capítulo y además ALBALADEJO, «Ineficacia e invalidez del negocio ju-

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268 VIII. EL NEGOCIO JURÍDICO

rídico», RDP, 1958, págs. 603 ss. y «Da lo mismo que el acto anulable se estime válido
que inválido», Rev. Fac. Derecho Univ. Complutense, 1995, núm. 84, págs. 9 ss.; CAPI-
LLA RONCERO, «Nulidad e impugnabilidad del testamento», ADC, 1987, págs. 3 ss.; CA-
SANUEVA SÁNCHEZ, La nulidad parcial del testamento, 2002, y Las cateogrías de invali-
dez en los negocios jurídicos, 2002; CLAVERÍA GOSALBEZ, La confirmación del contrato
anulable, publicaciones Col. esp., Bolonia, 1978; DELGADO ECHEVERRÍA, Comentario a
los arts. 1.300 a 1.314 Cc. en los de «Edersa», XVII, 2, 2.ª ed., Madrid, 1995; DELGADO
ECHEVERRÍA y PARRA LUCÁN, Las nulidades de los contratos, en la teoría y en la prácti-
ca, Dykinson, Madrid, 2005; DÍEZ SOTO, La conversión del contrato nulo, Barcelona,
1994; DÍEZ PICAZO, «Eficacia e ineficacia del negocio jurídico», ADC, 1961, pág. 809, y
«La anulabilidad de los contratos», en Estudios Lacruz, II, Zaragoza, 1993, págs. 1221
ss.; EGUSQUIZA, Mª Angeles, Cuestiones conflictivas en el régimen de la nulidad y anu-
labilidad del contrato, "Cuadernos de Aranzadi Civil", 4, Pamplona, 1999; GORDILLO
CAÑAS, Nulidad, anulabilidad e inexistencia», en Centenario del Código civil, I, Madrid,
1990, págs. 935 ss.; GULLÓN, «La confirmación», ADC, 1960, pág. 1.195; DE LOS MO-
ZOS, «La inexistencia del negocio jurídico», en RGLJ, 1960, 1, pág. 463; La conversión
del negocio jurídico, Barcelona, 1959 y «De nuevo sobre la conversión del negocio jurí-
dico», RDP, 2001; PASQUAU LIAÑO, Nulidad y anulabilidad del contrato, Madrid, 1997;
SERRANO ALONSO, La confirmación de los negocios jurídicos, Madrid, 1976. Sobre la in-
validez en Derecho de familia y sucesiones véanse los tomos IV y V de estos Elemen-
tos, así como, en el II, la materia relativa a las consecuencias y sanación de la nulidad y
la anulabilidad, que el Cc. regula con exclusiva referencia a los contratos: dígase lo mis-
mo de la rescisión.
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Lacruz, Berdejo, José Luis, et al. Elementos de derecho civil: I parte general. Derecho subjetivo. Negocio jurídico. Volumen Tercero (3a. ed.),
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