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Unidad Temática

NATURALEZA DE LA GUERRA
Código MAET-012

Tópico No 18
GUERRAS INTERNAS Y TEORÍA

Lectura No 01
LA GUERRA REVOLUCIONARIA

En 1941, cuando el seminario de Princeton sobre asuntos militares comenzó el trabajo que
condujo a la versión original de la obra Makers of Modern Strategy, el tema de este ensayo
era inexistente. Por supuesto, la historia moderna estaba llena de revoluciones y la mayoría
de estas habían ocasionado algún tipo de guerra. Por lo menos desde el siglo XVII, el
fenómeno de la revolución había obtenido un considerable interés intelectual y ese interés
surgió con cada una de las épocas revolucionarias-1776,1789 y 1917-. En los primeros
ensayos de Makers of Modern Strategy es evidente el creciente interés por la revolución y la
estrecha conexión entre el estallido de estas revoluciones y la teoría militar. Pero en ninguna
parte del volumen, ni en los ensayos de Marx, ni en los de Trotsky, ni de los estrategas de la
guerra colonial francesa, encontramos un tratamiento sistemático de ideas sobre el empleo
de la fuerza armada para efectuar cambios políticos y sociales radicales. Esta ausencia no se
puede achacar al profesor Earle ni a sus colegas; más bien refleja el hecho de que en 1941
no existía tal teoría; o que tal teoría no se veía aplicable, o en el caso de existir, no merecía
espacio en un libro que tratase sobre el pensamiento militar desde Maquiavelo hasta Hitler.

Resulta complejo analizar por qué la guerra revolucionaria, como rama importante del
pensamiento militar, ha surgido únicamente en el último medio siglo. La pregunta de ¿porqué
razón el tema parecía carecer de importancia o no estar claramente definido en 1941? No
acepta respuestas fáciles u obvias. De la Segunda Guerra Mundial surgieron numerosas
agitaciones revolucionarias y manifestaciones, cuyos resultados y secuelas siguen
cambiando el mundo. El rápido cambio de perspectiva ha influido en las respuestas a
nuestras preguntas. La guerra revolucionaria, como tema de un análisis individual o una serie
de técnicas que han traído consigo una serie de contratécnicas, ahora parece importar,
incluso urgente de una manera que no lo fue para J.F.C. Fuller, Schlieffen o Jomini. ¿Por
qué?.

Una respuesta satisfactoria debe considerar el papel de las teorías militares en la historia del
moderno estado-nación. El sistema estado-nacional tal y como se formó en Europa en el
siglo XVII se ha visto amenazado continuamente, también estimulado, por presiones
revolucionarias. Pero el sistema ha impuesto sus propiedades. La competencia y los
conflictos entre estados, a menudo en forma violenta, han sido factores determinantes del
destino de los propios estados. Suecia y España se quedaron atrás, Inglaterra y Prusia
lucharon hasta llegar a la cabeza, mientras que Polonia y la monarquía Austro-Húngara
desaparecía. El comportamiento de las coaliciones que se formaron para luchar en la
Revolución Francesa demuestra lo difícil que encontraban estos estados-nación el
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subordinado sus propios intereses conflictivos vitales, al margen de la dimensión de la


amenaza procedente de la ideología revolucionaria y de los movimientos. Durante algunos
períodos y para objetivos limitados, los estados-nación tuvieron que dominar sus instintos
competitivos, para derrotar a Napoleón o a Hitler, o para establecer el orden tras 1815 ó
1918. Pero pronto reapareció la competición internacional, consistente en el conflicto
inherente de los intereses nacionales vitales. El triunfante estado-nación, puede que sólo por
definición, es un organismo para luchar guerras. Incluso el peligro de una revolución interna
parecía depender del resultado del conflicto internacional; la derrota significaba la rebelión,
pero la victoria hacía que se sumiesen en un sentimiento de descontento hacia el orgullo
nacional. Teóricos militares y estrategas trataban pocas veces el tema de la revolución por
que los estados- nación, cuyos intereses intentaban servir, se preocupaban enormemente
por la guerra entre ellos.

Para finales del siglo pasado, había tan sólo un puñado de vencedores que dominaban el
mundo. Las naciones europeas más poderosas, junto con los Estados Unidos y Japón,
parecían ser irresistibles. La constante competición había mejorado sus técnicas, realzado su
poder, saciado sus apetencias y dado una enorme confianza en su capacidad de extender a
lo largo de Asia, Africa y, para los Estados Unidos, por el hemisferio occidental. Nada podía
limitar el alcance de las ambiciones imperialistas, únicamente el poder de sus principales
competidores. El sistema de colapsó en tres décadas. Su confianza y fundamento económico
se vio agitado por una guerra mundial y destrozado por una segunda, aunque puede ser que
el sistema nunca fuese tan invencible como aparentaba ser. Su intensa naturaleza
competitiva fue el motivo principal de su colapsó, como le ocurrió a la anterior experiencia
napoleónica. Pero la repentina caída del poder y prestigio del tradicional sistema estado-
nación, no sólo puede echarse a la epidemia de ataques revolucionarios contra el sistema
desde 1941, sino que además se puede culpar al afloramiento de la guerra revolucionaria
como una rama de pensamiento militar. La caída de los imperios europeos bajo los asaltos
coloniales, e incluso nacionales, y la pronta aparición entre las filas imperialistas de nuevos
estados sucesores, a menudo débiles, son los principales motivos de porqué ahora vemos
esta nueva dimensión de la teoría militar, cuando en 1941 no existía.

La guerra revolucionaria se refiere a la consecución del poder político mediante el empleo de


la fuerza armada. No todo el mundo aceptaría una definición tan simple y es cierto que el
término tiene otras connotaciones: que la consecución del poder está realizada por un
movimiento político popular o con base muy amplia, que su logro implica un período de
conflicto armado relativamente largo, y que el poder se consigue para llevar a cabo un
programa social o político muy anunciado. El término también implica un alto grado de
conocimiento de los objetivos y de los métodos, es decir, ser conscientes de que es una
guerra revolucionaria la que se está luchando.

Existe una continua confusión entre guerra revolucionaria y guerrilla. Esta confusión es
comprensible ya que la guerra revolucionaria implica la guerrilla. Pero las tácticas de la
guerrilla de dar y salir corriendo, evitando batallas costosas, eludiendo la persecución
enemiga, escondiéndose en los montes, bosques o entre el pueblo, son únicamente un
medio de llevar a cabo una guerra revolucionaria. Estas últimas abarcan desde
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movilizaciones políticas no violentas de personas, acción política legal, huelgas, agitación y


terrorismo, hasta batallas a gran escala y operaciones militares convencionales. En cambio,
las operaciones de las guerrillas pueden no tener un objetivo revolucionario, aunque nunca
esté ausente su potencial político revolucionario. Sin embargo, para cualquier definición de
guerra revolucionaria es vital la existencia de un objetivo de carácter revolucionario; los
medios específicos a utilizar se relegan a un segundo plano.

La guerra revolucionaria también se distingue por lo que no es. No es una guerra en el


sentido que generalmente conocemos la palabra, no es una guerra internacional o guerra
entre naciones, con la esperanza habitual (aunque no invariable) de que la lucha llevará,
tarde o temprano, a un acuerdo negociado entre las potencias agresoras. En la practica, a un
acuerdo negociado entre las potencias agresoras. En la práctica, la obvia distinción entre los
dos tipos de guerra puede ser difusa. Las guerras revolucionarias ocurren dentro de las
naciones, y su objetivo es la consecución del poder del estado. Pero cuando la definición va
más allá de la simple distinción entre guerra internacional y guerra revolucionaria, la claridad
le cede el paso a lo tenebroso. La mayoría de las veces, una o varias potencias extranjeras
intervendrán en una guerra revolucionaria, cambiando así su curso y, a menudo, su
resultado. Un ejemplo es que el movimiento militar comunista encabezado por Tito contra un
régimen dictatorial y feudal en Yugoslavia se conocía como una resistencia contra la invasión
y ocupación alemana; también era una lucha croata contra el dominio serbio, y se vio
afectado enormemente por la consiguiente guerra anglo-americana-soviética contra
Alemania. La guerra de Tito fue realmente revolucionaria, como también lo fue la revuelta
árabe contra el reinado otomano en 1926-1918, que estuvo muy ligado al nombre de T:E:
Lawrence, agente británico utilizado para atacar Turquía, que era un aliado de Alemania, el
enemigo principal de Gran Bretaña en la primera Guerra Mundial. Las buenas definiciones se
derrumban rápidamente ante los hechos históricos.

Una escuela de pensamiento discute que la guerra revolucionaria ha surgido en la guerra


nuclear precisamente por que las nuevas armas han hecho que sea imposible o muy
peligrosa la guerra entre grandes potencias militares. Otros argumentos son que las grandes
potencias, armadas para una gran guerra, se han hecho vulnerables a las tácticas de la
guerra revolucionaria; y que la clásica distinción entre guerra internacional (reprochable, pero
legítima) y la propia guerra revolucionaria (un fenómeno nacional al que no pueden aplicarse
las leyes internacionales) suele verse favorecida ante las grandes potencias militares e
industriales. El valor de estos argumentos es que podemos asegurar que, tanto en la teoría
como en la práctica, la guerra revolucionaria es básicamente distinta de la guerra como se
entiende en los demás ensayos de esa obra.

Más allá del problema de definir términos adecuadamente, existe el de plantear la cuestión
para un estudio. La dificultad está en la natural tendencia del historiador de buscar similitudes
en el pasado. El historiador asume que el sujeto, sea una persona, una comunidad o un
estado, tiene algo parecido a una memoria que da sentido a la idea de una comunidad
histórica. Incluso la estrategia, tratada como una idea, tiene una historia continua en la
publicación de libros y el mundo de los Estados Mayores; o, por lo menos, el descubrimiento
de las discontinuidades tiene un interés histórico propio. Pero la guerra revolucionaria, vista
históricamente como una serie de ideas, supone un reto para estación de continuidad. Las
propias guerras revolucionarias son episodios, teniendo muy poco para que se
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institucionalicen como cuerpos de pensamiento y experiencia, y mucho para que se


distorsionen o supriman en términos de memoria. Si resulta triunfante, el ganador hace que
la guerra sea un mito para poder mantener la identidad nacional y social de la causa
revolucionaria victoriosa, mientras que el perdedor quiere olvidar una penosa, y a menudo
desastrosa y humillante, experiencia. Si fracasa una guerra revolucionaria, se convierte en
una revuelta o una rebelión de intereses, a menudo una selección de errores para los
estudiantes de la revolución. En cualquier caso, las revoluciones se llevan a cabo en un clima
de secreto, traición y decepción. Hay pocos informes archivados, y los supervivientes que
escriben sus memorias no pueden ser contrastados y pocas veces son fiables. Treinta años
después de su estallido en 1954, sabemos muy poco sobre el lado insurgente de la
revolución argelina. Incluso donde parecen haber sido influidos por revoluciones en
anteriores los estrategas revolucionarios, como es el caso de los vietnamitas siguiendo el
ejemplo chino, la conexión tiende a ser más bien plausible que definitiva, y es disputada
inevitablemente por aquellos que más cualificados están para ello. El aprendiz que escribe
sobre la estrategia revolucionaria puede achacar una falsa realidad a un desarrollo temporal
de su tema, quedando distorsionada.

Otra dificultad es nuestra tendencia a buscar conexiones históricas donde puede que nos las
haya. La revolución desde 1776 y1789 ha proyectado una poderosa y muy emotiva imagen.
Su poder emocional de atraer y atemorizar, ha contribuido a la frecuencia e intensidad de
conflictos revolucionarios de las Historia Moderna. El extraer de este fenómeno unas
estrategias más limitadas y técnicas, más intelectuales y menos emocionales de la guerra
revolucionaria sería olvidarnos de la parte más importante del tema: las condiciones sociales,
políticas y psicológicas específicas que hacen posible una revolución. Sin estas condiciones
la técnica estratégica no tiene sentido; y cualquier estrategia de una revolución, que cuando
existen no las refleja y utiliza en su momento en un lugar justo, seguramente fracasará como
fracasaron los intentos comunistas chinos de ajustarse a la ortodoxia marxista a principios de
la década de 1930. Igual que en 1914, el pensamiento y el planeamiento estratégico para
una guerra internacional se ha hundido siempre en el mismo problema de relacionar la
técnica militar con las condiciones existentes, pero al menos el estado moderno ha
desarrollado una capacidad de transformación de las fuerzas sociales e instrumentos
militares más o menos predecibles y manejables. Pero no ocurre lo mismo con la guerra
revolucionaria; por definición, las revoluciones no están hechas por los Estados y sus
burocracias, sino por energías sociales, dirigidas por líderes que deben improvisar, adaptarse
con rapidez y a menudo actuar antes de tener tiempo para pensar, si quieren ganar, o incluso
sobrevivir. Como dijo Mao, las guerras revolucionarias no son saraos, ni son temas de
estudio para Estados Mayores, ni ensayos para periódicos escolares. Hay una cualidad, de
cada guerra revolucionaria, hasta cierto grado difícil de encontrar por un escritor no
revolucionario o un lector, que deja al estudiante de estrategia con el problema de encontrar
una perspectiva razonable, para poder decir la verdad a los lectores.

Hay un peligro especial a la hora de tratar de la importancia contemporánea de las guerras


revolucionarias, que es el da dar excesivo énfasis a las teorías basándose en la experiencia
real. La teoría permite un grado de simplificación que resulta atractivo cuando se enfrenta
con la frecuencia, complejidad y variedad de luchas armadas que son en algún sentido
revolucionarias o contrarrevolucionarias. Pero la reducción formal de la revolución a etapas,
por ejemplo, o de la contrarrevolución a aislar a los rebeldes del pueblo, ganándose sus
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mentes y almas, distorsiona el mundo real de la experiencia moderna. Al mismo tiempo se


debe reconocer que la teoría ha desempeñado un papel importante en desarrollar esa
experiencia, y en el continuo debate sobre como debe interpretarse esas experiencias
exactamente. Aun con cuidado de no sucumbir en la seducción de la teoría simplista
debemos aceptar el poder y el encanto de la teoría como una faceta principal del fenómeno
de la Guerra Revolucionaria/Contrarrevolucionaria.

En estos conflictos, cada lado ha luchado con un conjunto doctrinal principal y, el problema
para cada lado ha surgido como respuesta al planteado por el contrario. Para los
revolucionarios, la cuestión ha sido determinar cuándo y cómo debe de desarrollarse la
acción militar. La respuestas abarcan desde los que ven la acción militar como poco más
que una etapa final de la acción y de la preparación política intensiva, hasta las de los
pertenecientes al foquísmo en Latinoamérica que discuten que la violencia pueden en efecto,
reemplazar y catalizar el proceso político de la revolución. Una y otra vez el liderazgo
revolucionario ha vivido entre aquellos que abogan y aquellos que quieren posponer la
acción militar.

En el otro lado –el de los contrarrevolucionarios- la pregunta crucial se refiere a la relativa


importancia de la violencia y la persuasión, es decir, la decisión entre la guerra y la política.
¿Hasta qué punto depende un movimiento revolucionario del apoyo político del pueblo?. Y,
por lo tanto, ¿Hasta qué punto es vulnerable la acción política diseñada para hundir este
apoyo popular?. Esta es la pregunta que continuamente se hacen los que se oponen a la
revolución. Repetidamente, como en las Guerras Vietnamitas las águilas insistirán en el que
el enemigo depende únicamente de la balas y el terror que aplica sin compasión, mientras
que las palomas sostienen que un gran descontento popular es la clave de la guerra
revolucionaria. Aquí, también, se centra la cuestión sobre los papeles de la acción política y
militar.

El inevitable debate de ambos lados se centra en dos niveles: el nivel de las circunstancias
específicas y de las urgentes necesidades concretas; y el nivel de teoría, que lleva a
argumentos sobre la estructura de la política y de la sociedad y la naturaleza de la existencia
humana. ¿Por qué se comportan las personas de tal manera? ¿Por qué están dispuestas a
luchar y a sufrir? Independiente de lo pragmáticos y testarudos que sean los líderes de
ambos lados de una guerra revolucionaria, parecen que estas preguntas sólo pueden
discutirse a nivel teórico. Y es en el debate teórico donde es realmente importante el
lenguaje.

El 23 de octubre de 1983, un camión cargado de explosivos fue conducido a gran velocidad a


través de una barrera con guardias, adentrándose en el Cuartel General de un batallón de la
marina norteamericana, en el aeropuerto de Beirut en el Líbano. La explosión destrozó el
Cuartel General, matando a 231 marines y precipitó la retirada de las fuerzas de paz
americanas enviadas para detener la guerra civil libanesa. Dos meses después, una
comisión especial del Departamento de Defensa norteamericano presentó una relación de
motivos por los que el ataque había tenido éxito: La misión de la marina en el Líbano no se
comprendía bien, el batallón de la marina estaba en un lugar poco propicio, la estructura del
mando militar (desarrollada durante la Segunda Guerra Mundial) no estaba preparada para
las condiciones de una guerra civil, la falta de unidad entre los servicios militares
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norteamericanos había obstaculizado la rápida acción y el personal del batallón fue incapaz
de encontrar la pieza vital de la inteligencia, a pesar de haber muchos miembros de la
inteligencia militar estudiando el caso de que no debía llegar al extremo de que en el área
hubiese aparcados demasiados camiones. El informe pudo énfasis en los errores que en el
futuro debían evitarse, pero no ofrecían un análisis más amplio del nuevo problema, excepto
en urgir al Pentágono por el hecho de enfrentarse a un nuevo tipo de guerra. El informe, al
igual que el Presidente, definía este tipo de guerra como un terrorismo apoyado por el Estado
y no como un ejemplo específico de lo que realmente es, el más antiguo fenómeno de la
guerra revolucionaria.

Las palabras e ideas han jugado un papel muy importante en la guerra revolucionaria, cuya
historia moderna comenzó con las Guerras Napoleónicas. Los esfuerzos violentos de
derrocar gobiernos, apropiarse del poder e incluso de cambiar a la sociedad, utilizando
medios militares no ortodoxos son, por definición, políticamente perjudiciales. La unidad y
apoyo político suelen ser asumidas en lugar de expresadas explícitamente en teorías
clásicas sobre la guerra internacional, pero el lenguaje de la guerra revolucionaria es
políticamente hiperbólico e hipersensible. A los soldados revolucionarios se les suele
calificar de bandidos negándoles, de hecho, el estatus legal de combatientes, y sus
seguidores son descritos como criminales o traidores. Las fuerzas gubernamentales se
convierten en enemigos del pueblo o mercenarios, el propio gobierno resulta ser fascista,
corrupto o un régimen de títeres. Terrorismo es el término con el que denominan a los
ataques objetivos no militares o a los ataques, como el de Beirut, donde se utiliza la sorpresa
o medios no comunes. En la guerra revolucionaria no puede existir un vocabulario apolítico
neutral, las propias palabras son armas.

Describir los actos de la guerra revolucionaria como nuevos, o sin precedentes en cuanto a
su crueldad (o defendiendo la estrategia revolucionaria tiene sus raíces en la filosofía
antigua) nos demuestra cómo el propio lenguaje se convierte en una arma de la guerra
revolucionaria. El lenguaje se utiliza para aislar y confundir a los enemigos, reunir y motivar
amigos y ganar el apoyo de los espectadores vacilantes. Pero el mismo lenguaje dirige, o
maldirige, los esfuerzos militares; del conflicto político se convierte en la realidad de la teoría
estratégica. La rápida adaptación a los cambios tecnológicos es fácil de las fuerzas armadas
europeas y americanas. Pero se ha demostrado que es más difícil aprender a enfrentarse
con los distintos tipos de guerra, en las que las palabras hacen más por enmascarar o
distorsionar la realidad r que por revelarla. Es comprensible la poca disposición del
Presidente americano o del Pentágono a admitir que el desastre de Beirut fue un incidente
de la guerra revolucionaria. El utilizar el término más adecuado sería concederle legalidad al
atentado. Pero el utilizar un lenguaje menos moralista y exacto puede haber creado mayor
dificultad en su propio lado que en el del enemigo. Este dilema se ha convertido en la faceta
única de la guerra revolucionaria moderna y, por lo tanto, en un problema a la hora de
analizar el tema como un conjunto de ideas. Por ello, no podemos empezar con las simples
presunciones sobre la naturaleza; estos son temas que es preciso analizar detenidamente.

Debido a que numerosos aspectos del lenguaje de la guerra revolucionaria son polémicos,
parece lógico ponerse del lado de una aproximación estrictamente analítica en este debate.
Casi toda la literatura sobre el tema está con cómo conducir o cómo triunfar en la guerra
revolucionaria. El propósito de este ensayo es examinar el tema con la mayor objetividad
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posible, identificando las preguntas y problemas claves aún no resueltos y sin ofrecer más
opiniones que las ya existentes sobre la política y operaciones de una guerra revolucionaria.
Un acercamiento histórico al tema o no es una escapatoria de un juicio, pero por lo menos
nos da una oportunidad de alejarnos de la polémica, describiendo lo que se ha dicho y hecho
sin la pretensión de decidir la verdad operativa, política y ética de la guerra revolucionaria.
Escribir la historia de un tema que actualmente está tan vivo y cuyo futuro reta a las
conjeturas es arriesgado; incluso una aproximación histórica puede no alcanzar el análisis
necesario. Pero al menos es aproximación nos da una oportunidad de separar lo analítico
¿qué ocurrió?, del juicio de ¿qué debería haber ocurrido?

La aproximación histórica analíticamente neutral a pesar de las dificultades, nos permite ver
el tema en todo su contexto. Esta aproximación también sugiere que la guerra revolucionaria
puede ser un fenómeno histórico no eterno, con un comienzo claro y un final imaginable.
Surgió en la década de 1930 como un conjunto de ideas únicas de cómo llevar a cabo una
revolución armada. Las ideas se propiciaron tanto por su éxito aparente como por su calidad
intrínseca, la guerra revolucionaria como una fórmula para una victoria política y militar puede
dar señales de quebrarse. Esto no es más que una conjetura, puede que errónea. Pero al
menos llama la atención a la relación vital entre la guerra revolucionaria, como un conjunto
de ideas, o teoría, y las condiciones histórica específicas que han hecho realidad esta teoría.

II

La guerra revolucionaria, como un concepto totalmente desarrollado, es un fenómeno


relativamente reciente principalmente por que está estrechamente relacionado con dos
aspectos de la modernidad: la industrialización y el imperialismo. Los marxistas y otros
críticos radicales del moderno orden industrial, económico y social fueron los primeros en
analizar el problema de movilizar y emplear la fuerza armada para vencer a la policía y al
ejército de las clases monárquicas y capitalistas. Mientras que a finales del siglo XIX los
revolucionarios radicales estudiaban el problema en su contexto industrial europeo y
norteamericano, los defensores radicales de la resistencia colonial en Asia empezaban a
tratar con los problemas de derrocar a Aristócratas y soldados imperiales junto con sus
colaboradores nativos. Por su puesto que la historia europea se ha visto marcada con
protestas y sublevaciones violentas del pueblo, al igual que la resistencia a la intrusión
imperialista es tan antigua como el propio imperialismo, pero sólo hace un siglo, la idea de la
guerra revolucionaria empezó a adoptar una forma y adquirir su momentum, considerándose
como un conjunto de problemas con soluciones estratégicas específicas.

Un breve vistazo a los precursores intelectuales del concepto moderno de la guerra


revolucionaria también indica el porqué de su tardía aparición. Los estudiantes de culturas
asiáticas han defendido que hace más de dos milenios Suntzu, el filósofo militar chino,
describió los tres principios estratégicos de la guerra revolucionaria: debilidad en el ataque,
evitar la fuerza y ser paciente. También resaltaban que en la historia china y vietnamita la
creencia general en el mandato del cielo, por el que los regímenes tanto ganan como pierden
legitimidad, han sido durante siglos un elemento crítico en adquirir el apoyo popular para la
revolución. Conseguir a personas que se unan, luchen e incluso mueran por la causa
revolucionaria y transformando el entusiasmo popular en manera estratégicas efectivas han
sido, y siguen siendo, los puntos clave de todo pensamiento serio sobre la guerra
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revolucionaria. Por lo tanto, Sun Tzu y el mandato del cielo son algo más que entelequias
intelectuales curiosas; cada uno trata con temas específicos. Pero lo que sigue oscuro es la
importancia que Sun Tzu y el mando del cielo han tenido en la aproximación no-occidental al
problema de la guerra revolucionaria. Por el contrario, hay evidencia de una marcada
“occidentalización” del pensamiento revolucionario anti-imperialista moderno, con un
retrocesos a los antiguos orígenes de este reciente fenómeno, puede que más que un guía
para la acción revolucionaria sea una forma del nacionalismo cultural.

La clásica Era de la Revolución en Occidente también ofrece algunos datos interesantes.


Durante la Guerra Americana de la independencia, ambos lados hicieron un gran esfuerzo
para mantener la guerra entre los límites y formas convencionales. Los jefes provinciales
americanos habían arrebatado el poder a los oficiales británicos en la mayoría de las áreas
incluso antes de que estallase la lucha, por lo que la naturaleza revolucionaria de la guerra
fue mínima, y sólo en las zonas fronterizas y también durante los últimos años en el Sur,
tomó la violencia el carácter popular e irregular de la guerra revolucionaria. Si el carácter
revolucionario de l a guerra era mínimo, lo que podría describirse como teoría estratégica de
la revolución era casi inexistente. T aun así el general americano, Charles Lee, anteriormente
un oficial británico que había participado en el alzamiento polaco de 1769, diseñó una
estrategia para la guerra del pueblo, que implícitamente era opuesta a la estrategia adoptada
por Washington, que confiaba en soldados veteranos y campañas de maniobras
convencionales. Lee defendía que la democracia y el entusiasmo americanos eran el
fundamento ideal para una estrategia americana de una prolongada guerra de desgaste que
dependiese de la resistencia local. Aunque Lee perdió pronto toda su influencia sobre la
conducción de la guerra y sus ideas nunca fueron apoyadas, su argumento a favor de la
integración de los aspectos políticos, sociales y militares de la estrategia sólo hubiese
surgido en una situación revolucionaria y resulta ser una predicción de la característica
principal de la posteriores ideas sobre este tipo de guerra.

En la Revolución Francesa surgió el pueblo en armas, enlazando el nacionalismo con el


servicio militar y dando el primer gran paso hacia los grandes ejércitos civiles; pero la
Revolución se desenvolvió de tal manera que nunca resultó ser una guerra revolucionaria en
el sentido actual del término. Las Guerras de la Revolución Francesa fueron principalmente
guerras extranjeras, libradas para defender Francia y para debilitar a sus enemigos externos.
Un nuevo valor caracterizaba a la estrategia y a las operaciones francesas, pero los objetivos
estratégicos, a menudo más ambiciosos, no eran distintos de los objetivos de las guerras
anteriores a 1789. El gobierno monárquico de Francia se había derrumbado antes de que
comenzase la guerra, por lo que la resistencia armada era, por definición,
contrarrevolucionaria para el nuevo Gobierno de París. Las guerrillas y los partisanos
luchaban en todas partes, en la región de Vendée en el oeste de Francia, en las montañas
de Italia y Austria, en España o en Rusia, para expulsar a las fuerzas de la Revolución y
para ayudar en la restauración de un gobierno legítimo por parte de las potencias
conservadoras aliadas con Francia.

Sólo una vez, y de forma momentánea, se aproximó la Revolución al concepto actual de la


guerra revolucionaria. En 1793, durante el Reino del Terror, las fracciones extremistas
pidieron la creación de armées révolutionnaires. Estos ejércitos revolucionarios no estaban
pensando para defender las fronteras contra la coalición invasora, sino que eran bandas
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armadas de personas que debían buscar y atacar a los traidores: aristócratas, sacerdotes
recalcitrantes, exploradores y a cualquier contrarrevolucionario francés donde quiera que
estuviese. Algunos estarían indudablemente en altos puestos. Originalmente propuesta por
Robespierre, la idea de los armées revolutionnaires se volvió contra él y sus colegas en el
Comité de Seguridad Pública cuando intentaron centralizar y controlar el Estado francés
destruido por la guerra. Los armées révolutionnaires podían haber arrestado el poder al
Comité de Seguridad Pública de la Asamblea nacional y entregárselo a los personajes más
radicales de la Revolución Francesa. El golpe de estado conservador de 1794, que acabó
con el Reinado del Terrero, redujo a los armées révolutionnaires a una pesadilla de la historia
francesa. Pero la propia idea de personas corrientes armadas para librar una guerra dentro
de su propia sociedad, incluso dentro de su propio régimen revolucionario, ofrece una visión
fascinante de un futuro lejano.

Con la llegada de regímenes represivos a través de una Europa obsesionada por los peligros
de la intranquilidad popular y tras Waterloo, surgió algo parecido a una teoría consciente
sobre la guerra revolucionaria, pero se disipó a mediados de siglo. Los revolucionarios
italianos y polacos, basándose en su fe por unificar y movilizar el efecto del nacionalismo,
argumentaban que los ejércitos masivos podían derrotar a cualquier cuerpo de tropas
gubernamentales gracias a su entusiasmo nacionalistas u a su número. El análisis que
realizaban los revolucionarios de sus propias sociedades no llegaba a mostrar las grnades
divisiones entre los objetivos de los liberales y los de las clases medias, las esperanzas
radicales del creciente proletariado y, a menudo, los temores conservadores de los
artesanos, tenderos y campesinos. Estas divisiones junto con la lealtad y la destreza de las
fuerzas gubernamentales, detuvieron en varias ocasiones a los movimientos revolucionarios
de las décadas de 1820 y 1830, aplastándoles finalmente en 1848-1849. Cualquier duda
sobre si era inadecuada la existente teoría revolucionaria fue resuelta por la nueva
tecnología: rifles, comunicaciones eléctricas y la máquina de vapor. Después de 1850, todo
esto supuso para los gobiernos más medios para desplegar fuerzas contra la insurrección
popular.

Estas nuevas armas, mejoradas y desarrolladas, también dieron a los estados europeos los
medios para introducirse fácilmente en Asia y en Africa, a finales del siglo XIX. En Europa
los revolucionarios guiados por Marx, Engels y otros, desviaron su pensamiento
revolucionario desde la guerra hacia la política. La organización, la educación y la agitación
se convirtieron en las tareas principales de un movimiento revolucionario más realista y
menos romántico. Podía seguir habiendo violencia, en huelgas, terrorismo a pequeña escala
o asesinatos políticos, pero sólo como un medio para un fin específico. Parecía haber
terminado las revueltas espontáneas de las masas. Una excesiva o prematura violencia era
contraproducente porque alertaba al enemigo de su peligro, poniendo toda la fuerza de la
represión armada sobre las organizaciones revolucionarias, pequeñas, sin armas y muy
vulnerables. Pero también hubo algunos momentos en que los revolucionarios lucharon
abiertamente y murieron como héroes y mártires, por ejemplo durante la Comuna de París de
1871. Los recuerdos de estos momentos heroicos agitaron la imaginación de los
revolucionarios europeos y también de los líderes de la resistencia colonial, manteniendo
vivas las esperanzas de aquellos que trabajaban tranquilamente, y a menudo con gran
peligro, para preparar el milenio revolucionario.

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Karl Marx en su The Civil War in France, que terminó de escribirlo cuando la última
resistencia de la Comuna fue aplastada por fuerzas gubernamentales en París, no presentó
ninguna teoría estratégica para la guerra revolucionaria, sino una explicación bastante
precisa de las condiciones bajo las que se libraban las guerras y los objetivos por los que se
debe luchar. Como era de esperar, el análisis era radical y el matiz amargo. Como decía
Marx, la violencia no es la especialidad del pueblo, quienes sin duda son sus víctimas. La
guerra es la intención de los monarcas, el deporte de los aristócratas y el sello del
imperialismo. Dos ejecuciones y la represión de una única revuelta fue toda la violencia por
parte de la Comuna antes de que comenzase con ataques externos contra el gobierno. Por
parte del gobierno, el volumen de la matanza –en gran parte atroz y algo sádica- cuando
aplastó a la Comuna en la primavera de 1871, había sido tapada por la violenta represión
gubernamental de junio de 1848.

La lección estaba clara. Una vez amenazados por el pueblo armado, los grupos reinantes no
se detendrían hasta desarmarles y aterrorizarles, hasta conseguir la sumisión. Ningún
arreglo era posible, al menos como una táctica a corto plazo. La duplicidad del Gobierno
radical de la Defensa Nacional y de sus representantes en París demostró que las medidas y
objetivos eran un fraude diseñados para atrapar y desarmar al pueblo. El aparato del estado
y de las estructuras que lo apoyaban en la sociedad, no podían hacerse firmes; debían ser
destruidos y reconstruidos sobre principios revolucionarios.

No hace falta ser marxista para reconocer el poder de este análisis. A pesar de lo selectivo
que fue Marx, hay una amplia experiencia posterior de un tipo más brutal, en 1871, en 1848 –
1849, y en numerosos alzamientos y fracasos revolucionarios desde 1815, para convencer a
sus lectores de que la historia había enseñado unas cuantas lecciones penosas a los
estrategas de la revolución popular. Ser moderados era estúpido; Engels, en su introducción
en la edición de 1891 de The Civil War in France habló del “santo asombro” con el que la
Comuna “permanecía respetuosamente en pie tras las vallas del Banco de Francia”. La
organización disciplinada y el planeamiento eran fundamentales; los seguidores de Blanqui y
Proudhon, que eran líderes de la Comuna, habían sido engañados con las fantasías de las
manifestaciones espontáneas y el alzamiento de la gente libre. La violencia era un arma,
pero sólo una entre muchas. No debían encogerse ante la violencia, pero tampoco debía
ser idealizada, ni su fusión del realismo y de la pasión que la hizo dar un gran paso en el
desarrollo de una teoría consciente de la guerra revolucionaria.

Lenin, en varias observaciones sobre la Comuna y sobre la obra de Marx, apuntó y endureció
estas lecciones. Al contrario que Plekhanow en la Revolución Rusa de 19065, Marx había
previsto que la insurrección popular de 1870 sería una locura, pero tras el suceso no utilizó el
fracaso para anunciar su propia sabiduría, sino que lo analizó con simpatía y realismo. En
este sentido (al igual que en otros) la capacidad de Marx para calcular las perspectivas y las
consecuencias de la violencia sin verse influenciados por las esperanzas, temores y otras
emociones, era un modelo para el liderazgo revolucionario. Los grandes errores de la
Comuna, visto por Lenin y ampliando los comentarios de Marx y Engels, fueron la
moderación y la magnanimidad. El no apoderarse de los bancos y el mantener las viejas
reglas de un “intercambio justo” se vino abajo por los “deseos de establecer una justicia
superior” en una Francia unida. El mayor error fue subestimar “el significado de las
operaciones militares directas en la guerra civil” mediante la no destrucción del enemigo,
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ESCUELA SUPERIOR DE GUERRA - COPIA LIBRO “CREADORES DE LA ESTRATEGIA MODERNA

manteniendo la esperanza de ejercer así sobre él una “influencia moral”. Al fin y al cabo,
esos enemigos se habían unido a las fuerzas gubernamentales para aplastar a la Comuna.
Pero la Comuna era una batalla perdida. El valor de los vencidos era una continua
inspiración para los camaradas que, con el tiempo, ganarían la victoria final. El Comité
demostró cuanto podía hacerse con la acción revolucionaria, incluso en condiciones
favorables ni una adecuada organización. En el futuro, las tareas propias de la estrategia
revolucionaria serían crear una organización revolucionaria, esperar pacientemente y fundar
unas condiciones adecuadas para la acción revolucionaria. Una y otra vez Lenin imita a
Marx en su insistenca sobre la necesidad de “romper”, “aplastar” o “arrasar” a la “máquina del
Estado burgués”, empezando con su ejército y reemplazándolo con una organización creada
por el “pueblo armado”.

Trotsky, y no Lenin, utilizó las lecciones de la Comuna de París y de la Revolución Rusa de


1905 para buscar una estrategia para la guerra revolucionaria. Era obviamente inevitable un
enfrentamiento armado con las fuerzas gubernamentales. Los gobiernos habían aprendido
la lección de 1789, cuando la monarquía francesa vaciló en utilizar su ejército, permitiendo
que el pueblo se armase y organizase y que se rebelase contra las guarniciones militares de
París y otras ciudades. Como se demostró en 1848, 1871 y 1905, incluso un régimen débil e
ineficaz atacaría antes de que el movimiento revolucionario estuviese preparado para un
enfrentamiento armado. ¿Cómo tratar este problema? Entre 1905 y 1917, Trotsky, más que
ningún otro revolucionario ruso, intentó contestar a esta pregunta.

Había dos respuestas: fortalecer la fuerza armada de la revolución y debilitar el ejército


gubernamental. Atacar la moral y la disciplina eran formas obvias de debilitar las tropas
enemigas, pero ¿qué tácticas serían efectivas? El reclutamiento de campesinos carecía de
conciencia política y, por lo tanto, era menos susceptible a los llamamientos políticos
revolucionarios, pero estas tácticas de golpear y salir corriendo habían enfurecido a las
tropas gubernamentales y aumentado la energía de la represión. El terrorismo tenía
defensores; pero otros, como Pekhanov, defendían que el terror nunca atraería el apoyo
masivo. Una huelga general que paralizase la red ferroviaria y telegráfica, que daban al
gobierno la mayoría de su fuerza contra la revolución, parecía prometedora, pero
probablemente no sería decisiva. Un método alternativo desesperado para debilitar al
ejército era resistirse ante él de manera pasiva, convencer al pueblo para que se enfrentasen
a las tropas gubernamentales como conciudadanos rusos y, si fuera necesario, morir por sus
creencias con la esperanza de que su martirio rompería los lazos de disciplina que obligaba a
los soldados a disparar contra los trabajadores. Pero ninguna d estas tácticas parecía más
viable o efectiva que cualquier otra en el intento de hundir a la inmensa fuerza armada del
régimen y, antes de 1917, ya carecía de apoyo. Los motines en Kronstadt y otros lugares en
1906 entre las fuerzas imperiales, daban ánimos, pero eran susceptibles a interpretaciones
confusas por los pensadores revolucionarios. Continuaba la lucha entre los partisanos y las
fuerzas gubernamentales en las zonas rurales, pero la línea entre la resistencia popular y la
rapiña no estaba claramente definida. El debate sobre la estrategia militar al finalizar 1905
era de hecho, un debate político; los oponentes se agruparon en bandos: uno con los que,
como Lenin, apoyaban la acción militar directa, que alzaría a las masas, adiestraría a
combatientes revolucionarios y rompería la moral del ejército imperial, y, por otro, el de los
que, como Plekhanov, daban importancia a la necesidad del apoyo general y, por

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consiguiente, temían las consecuencias de una prematura insurrección armada. En este


debate, Trostsky desempeñaba un papel creativo y mediador.

Incapaces de decidir cuál sería la mejor manera de debilitar las fuerzas armadas el régimen,
los revolucionarios se concentraron, naturalmente, en fortalecer su propia rama militar. En
esto había menos desacuerdo. Como muchos eran escépticos con los campesinos, cuyas
operaciones tendían a degenerar en la rapiña y el terrorismo incontrolado, y muchos otros
serán igualmente escépticos con el concepto cauteloso y algo romántico de una revolución
masiva cuando las condiciones eran apropiadas, el acuerdo se encontraría en la necesidad
de organizar, armar y adiestrar a las partes más motivas y políticamente conscientes del
proletariado. De esta manera, el Partido, al contrario que la Comuna de 1871 o los
revolucionarios de 1905, estaría preparado para una lucha armada, cuando y de cualquier
forma que surgiese. Pero el resultado de este acuerdo fue dar importancia a los aspectos
urbanos, industriales e incluso tecnocráticos de la guerra revolucionaria, con batallas
concebidas como encuentros breves librados para controlar los ejes de la sociedad actual.
En este aspecto, la teoría de la guerra revolucionaria que surgió tras 1905 en Rusia, reflejaba
una tradición antigua del pensamiento militar occidental.

La experiencia de Trotsky como reportero durante las Guerras Balcánicas reforzó su creencia
de que un ejército revolucionario bien armado, adiestrado y bien guiado podía esperar
derrotar al ejército gubernamental y que las fuerzas populares, que dependían de su número
y su entusiasmo, estaban obsoletas. Las guerrillas (grupos de guerrilleros) como los
Chetniks que operaban en las montañas Macedonias podían, como mucho, desempeñar un
papel auxiliar en la guerra revolucionaria.

En este caso, las grandes presiones generadas por la Primera Guerra Mundial (como
principal barrera de la revolución), hicieron más para debilitar al ejército imperial ruso, que las
teorías y revueltas revolucionarias y la deserción de gran parte del ejército por la causa
revolucionaria aseguró la victoria Bollchevique. La Guerra Civil, en la que Trotsky se hizo
famoso como líder militar de la Revolución Rusa, se libró no sólo con una única estrategia
revolucionaria sino con métodos militares, o se, convencionales. El legrado que dejó la
Revolución Rusa a la teoría militar fue rechazar la idea de que una estrategia para la guerra
revolucionaria podía estar fundada sobre principios que no fuesen los que prevaleciesen en
las escuelas de Estado Mayor de las potencias capitalistas. En este sentido, la guerra
involucraba una serie de demandas técnicas que la situaban más allá de la crítica
revolucionaria de la ideología burguesa.

Fuera de su propio continente, las potencias europeas veían las revueltas y alzamientos más
como problemas de una política imperial que como reflejos del descontento popular. En sus
esfuerzos por mantener la paz y el orden, los gobiernos coloniales tendían a ver a sus líderes
nativos no como patriotas o líderes políticos, sino como alborotadores o bandidos. Las
fuerza militares de las colonias también veían diferentes a sus enemigos de los ejércitos de
Europa; eran tribus incansables, insurrectos, dacoits, más que un pueblo armado. Estas
actitudes son fácilmente comprensibles; combatir en una emboscada bien planificada enseña
mucho de las armas y tácticas del adversario, pero muy poco de sus objetivos políticos o de
su sentido de justicia. Las potencias imperiales utilizaban un enfoque organizativo, en lugar
de doctrinal, en las guerras coloniales especializados, en general un alto porcentaje de
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tropas locales guiadas por europeos, y les dejaban a ellos preocuparse por los problemas
diarios de luchar y vencer las pequeñas guerras en lugares lejanos. Una organización
separada dividía la experiencia militar colonial de los problemas de la guerra europea y
ayudaba a mantener sin preocupaciones sobre estrategias que tratasen con las revoluciones
a los pensadores de las escuelas de guerras nacionales.

El punto de vista del ejército colonial está bien expresado en los escritos que hizo el
Comandante de la Artillería Real Charles E. Callwell, a finales del siglo. En su obra Small
Wars, Callwell distingue claramente estas guerras de las campañas normales entre ejércitos
organizados. A continuación explica como llevar a cabo “expediciones contra salvajes y razas
semi-civilizadas”. Lo describe a conciencia y muy bien, y no pretende que los guerreros
irregulares y guerrilleros sean sorprendidos. Pero también deja claro que únicamente habla
de operaciones militares, que sólo tienen importancia en las colonias. Por eso, el rico legado
de la experiencia operativa en las colonias se mantuvo separado de la teoría y la práctica de
los ejércitos locales antes de la Segunda Guerra Mundial.

Había excepciones. Gran Bretaña movilizó contingentes de todo su Imperio para combatir en
la Guerra de los Boers y en Irlanda luchó una guerra contra las guerrillas. En francia Lyautey
publicó un artículo que fue muy leído sobre el ejército colonial. América amplió su ejército de
regulares y surgieron veinticinco regimientos de voluntarios durante la Insurrección filipina.
Pero incluso estas excepciones involucraban combatir contra guerrillas en lugar de trabajar
con ellas y eso tenia poco impacto sobre el pensamiento militar de la nación. Sin embargo,
hubo otra excepción. Intentaba mezclarse, en lugar de enfrentarse, con la guerra de
guerrillas: la Revuelta Arabe de 1916-1918.

La experiencia de T.E. Lawrence con las fuerzas árabes del Sherif Hussein y sus hijos,
constituyó tanto un ejemplo como una teoría legendaria sobre la guerra. Lawrence fue
simplemente un asesor (nunca un comandante) para los árabes rebeldes contra el reinado
otomano, pero coordinó sus objetivos políticos y las operaciones militares para complementar
los objetivos y las operaciones de los británicos. También integró la tecnología moderna con
los caballos y camellos de los árabes: ametralladoras, morteros, artilleríaligera, vehículos
blindados, aviones, de reconocimiento y de ataque terrestre y armas de fuego y apoyo
logístico naval. A pesar de que nunca reconoció que su pequeña guerra no fue más que “un
número del espectáculo”, sí proporcionó una asistencia valiosa a las fuerzas principales
británicas, obteniendo un bajo coste en recursos británicos y vidas árabes. Es notorio que
entre sus muchos detractores no se encuentra ninguno que luchase con él o hubiese sido
uno de sus superiores británicos o árabes.

En el lado teórico, Lawrence dio una opinión muy distinta de la guerra de guerrillas que la
descrita por Callwell. Aplicando su gran conocimiento de la historia militar a los problemas
específicos de la Revuelta Arabe, Lawrence desarrolló una base teórica que tenía mayor
aplicación de la que él creía. Definió claramente los objetivos políticos de la guerra, analizó
minuciosamente los puntos fuertes y las debilidades de las fuerzas adversarias, reconoció la
importancia de una estrategia de destacamento operando desde una base segura (“poder del
desierto”), utilizó la iniciativa de atacar, empleando tácticas de ataque y retirada, de
inteligencia y contrainteligencia y de la guerra psicológica y la propaganda. Resumiendo,
escribió que “con movilidad garantizada, seguridad ... tiempo y doctrina”, los rebeldes
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vencerían. Puede que el fracaso de Lawrence en preparar a Gran Bretaña para llevar a cabo
una guerra revolucionaria fuera del continente fuese el resultado de su propia personalidad
dramática. Su imagen pública ensombrecía tanto a sus ideas como a sus logros. Fue el amor
del mundo literario y la perdición del pabellón de oficiales, ya que nadie le tomaba en serio
como profeta militar y murió en 1935, justo cuando Francia y Gran Bretaña comenzaba a
enfrentarse a la perspectiva de otra guerra mundial, que no tenía ninguna semejanza con la
librada por Lawrence.

Había mucho más de qué preocuparse a finales de los años 30 por parte de los pensadores
militares y los planificadores. La Regia Aeronáutica italiana y la Luftwaffe alemana, más el
espectro de la guerra química, convirtieron la defensa civil en una preocupación dominante.
Las formaciones de carros de combate y bombarderos aparecían temibles ante los ojos de
los espectadores de la Guerra Civil Española, mientras que los ataques de torpedos
procedentes de aviones, lanchas rápidas y submarinos preocupaban al personal de la
armada. Hay que añadir a estos problemas las crisis económica de la Gran Depresión y los
sentimientos antibélicos populares que habían surgido de la Gran Guerra; el remate sería la
creencia natural de que los planes de guerra estaban diseñados para vencer, no para
compensar las derrotas, y hubiese sido una persona muy sabia laque durante la década de
los 30 se hubiese preparado contra operaciones de guerrillas.

Con la excepción de Mao Tse-tung, cuya estrategia es discutida todavía, ni los triunfadores ni
las víctimas anticiparon la importancia de la resistencia que se opuso a las fuerzas del Eje en
la Segunda Guerra Mundial. En Inglaterra, por ejemplo, ninguna persona o institución
llevaba a cabo un estudio sobre la guerra de guerrillas que Lawrence había personificado.
Winston Churchill utilizó los servicios de Lawrence en la Oficina Colonial desde 1921 a 1922,
se escribió con él durante muchos años y le mencionó en su libro Great Contemporaries.
Pero parece que Churchill no consideró la futura utilización del tipo de guerra de Lawrence
en el caso de que Gran Bretaña tuviese que enfrentarse de nuevo a una poderosa potencia
continental. De manera parecida, el crítico militar B.H. Liddell Hart se escribió con Lawrence,
intercambió libros con él y se veían algunos fines de semana de la década de los años 30.
Pero Liddell Hart consideraba la estrategia de guerrillas de Lawrence más como una
validación de su propia estrategia de aproximación indirecta que como algo aplicable al futuro
próximo. Por todo ello cuando Gran Bretaña empezó a prepararse seriamente para la guerra
tras la Crisis de Munich de 1938, la guerra de guerrillas estaba “medio olvidada” ; no
sobrevivía ninguna organización para llevarla a cabo y no existía ninguna colección de
lecciones aprendidas de activistas en este campo. Las hazañas de T.E. Lawrence en Arabia,
una de las últimas ofensivas armadas irregulares británicas, se habían convertido en una
leyenda romántica.... No fue hasta el verano de 1940, tras haber fracasado todos los medios
de atacar a los alemanes, cuando los británicos, ante la insistencia de Churchill, crearon la
subversión y el sabotaje contra los enemigos de ultramar”. Presentes en esta creación
estuvieron George C.L. Lloyd, que era el Secretario Colonial y un antiguo amigo de Lawrence
de la época del Bureau Arabe de El Cairo, y J.C.F. Holland, de la sección de investigación de
Inteligencia Militar (MIR: Military Intelligence Research), quien había obtenido una medalla
siendo piloto de Lawrence en Arabia. Su presencia casi accidental, refleja la falta de
continuidad de la estrategia para la guerra revolucionaria.

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Un año después, tras la invasión de la Unión Soviética por parte del ejército alemán, Stalin
trasmitió un llamamiento a su pueblo: “Deben formarse unidades partisanas montadas y de a
pie, deben organizarse divisiones y grupos para combatir contra unidades enemigas, para
fomentar la guerra partisana por todas partes...” La realidad era que los planes secretos
soviéticos para la guerra partisana nunca habían sido utilizados y no existían organizaciones
para los partisanos. Era muy tarde para planificar con algún orden ya que una emboscada
de Panzer envolvía a casi un cuarto de millón de soldados soviéticos al este de Minsk y los
grupos del ejército alemán en el norte y el sur ganaban momentum; por ello, el llamamiento
directo de Stalin al pueblo para conseguir algo, cualquier cosa, surgió de inmediato.

En Yugoslavia, la invasión alemana se hizo en tan solo once días, En Grecia duro 17 días y
en Francia cuarenta y dos. Con estos rápidos colapsos de los ejércitos y ante la ausencia de
una planificación pre-guerra, es sorprendente la rapidez con la que se alzaron los
movimientos nacionales de la resistencia a través de Europa. Los propios alemanes se
dieron cuenta de este hecho, ya que se vio claramente en todo el mundo, con mucha rapidez
y brutalidad en las regiones eslavas, que las doctrinas nazis del Lebensraum y de la raza
significaban, en el mejor de los casos, la explotación y en el peor, la exterminación de los
pueblos conquistados. Bajo los efectos del colapso del gobierno nacional y de la
implantación de un régimen antagonista y extranjero, muchos de los ciudadanos de las
naciones derrotadas se vieron alejados de su vida cotidiana. Algunos buscaron apoyo en la
resistencia como un medio para expresar sus nuevas incertidumbres, temores y esperanzas,
utilizando todas las estrategias específicas que encontraron en esa parte de Europa.

Se desarrollaron dos estrategias generales, una conservadora y otra revolucionaria. El mejor


ejemplo de una estrategia conservadora nos lo proporciona la Unión Soviética; en esta
estrategia, el objetivo de la resistencia era restaurar el antiguo régimen. La estrategia
conservadora intentaba restablecer comunicaciones con el gobierno, tanto en la capital como
en el exilio, aceptar misiones operativas dispuestas por oficiales gubernamentales,
recibiendo toda ayuda posible e intentando conseguir el alzamiento del ejército nacional y la
reinstauración del sistema político nacional. Por el contrario, la estrategia revolucionaria se
desarrolló más claramente en Yugoslavia, donde los partisanos de Tito lucharon para
conseguir el poder del régimen exiliado. Los partisanos de Tito luchaban contra las
guerrillas Chetnik del General Draja Mihailovitch, al igual que contra los alemanes, tan sólo
siete meses después del fina de la invasión. Aunque oficialmente Mihailovitch fue nombrado
Ministro de la Guerra, Comandante en jefe del Ejército y el único receptor del apoyo aliado,
Tito permanecía independiente y hostil. Organizó un Frente Anti-Frascista para la Liberación
del Pueblo en 1942; en 1943, el Consejo del Frente se proclamó como gobierno de
Yugoslavia, con Tito como Premier y Comandante en jefe. A pesar de su continuo conflicto
con los Chetniks, la desesperada lucha de Tito contra los alemanes acabó dándole el apoyo
aliado; Gran Bretaña envió fuerzas en 1943 y la Unión Soviética y Estados Unidos hicieron lo
mismo a principios de 1944. En septiembre de 1944, el Ejército Rojo se aproximaba a
Belgrado y la Fuerza Aérea aliada del mediterráneo estaba aplastando las líneas de
comunicación de los Balcanes; para finales de octubre, Tito estaba en Belgrado
encabezando su gobierno de Liberación del Pueblo. Para Yugoslavia, un objetivo
revolucionario había enfocado los esfuerzos de la resistencia desde el principio hasta el final.

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En el resto de Europa las estrategias de la resistencia estaban menos definidas que en la


Unión Soviética y en Yugoslavia. A pesar de que todos buscaban restaurar su gobierno
nacional, los aspectos políticos de esos gobiernos eran tema de debate. Los movimientos de
la resistencia eran, en mayor o menor grado, una coalición de grupos políticos competidores
y en muchos de los países ocupados, el Partido Comunista estaba entre los más fuertes y
más duros de los luchadores. Todos solían aceptar la coordinación por parte del gobierno
exiliado para así recibir el apoyo de los aliados y lograr la derrota de los alemanes, pero
también se mantenían cautelosos con la política de la posguerra de sus naciones. En
algunos casos, como en el de los Chetniks yugoslavos, esto les llevó a evitar combatir contra
los alemanes y a conservar sus recursos para un enfrentamiento interno. En otros, como el
Partido Comunista francés, les obligaba a redactar un documento contra los alemanes para
poder fortalecer su postura tras la guerra. Dejando a un lado las estrategias específicas, está
claro que una de las mayores consecuencias de la Resistencia fue la política de postguerra
nacional. Durante años, tras el término de la guerra, aquellos que colaboraron con los
alemanes tuvieron numerosas dificultades, mientras que los héroes de la Resistencia salían
bien parados, a pesar de la eficacia nacional de la propia resistencia. Como Lawrence pudo
haber predicho, las consecuencias políticas y psicológicas de la Resistencia tenían mejor
resultado a la larga que los resultados militares directos.

Los movimientos de la resistencia del sudeste asiático revelaron una gran diferencia con los
europeos: los invasores japoneses eran asiáticos, mientras que los gobiernos derrotados
eran europeos o americanos, los herederos de anteriores invasiones. Esto daba a los
japoneses una gran ventaja que intentaban aprovechar. La “Esfera de Co-Prosperidad del
Este de Asia” era un concepto en el que muchos japoneses creían con entusiasmo y
sinceridad y a muchos otros asiáticos desde la derrota rusa en 1905, y sus repentinas e
inesperadas victorias en 1942 hicieron que el lema “¡Asia para los asiáticos!” se hiciese
realidad de un día para otro. Sin embargo, la realidad era que Japón se había embarcado en
una guerra desesperada y su única posibilidad de vencer era aprovechando rápidamente los
recursos de sus nuevos terrenos liberados. No sólo estaban Japón determinado a librar una
guerra en 1942, sino que había arriesgado a su futuro determinado a librar una guerra en
1942, sino que había arriesgado su futuro nacional continuando la lucha contra las naciones
e imperios más ricos del mundo.

Además de esta necesidad de recursos estaba la opinión etnocéntrica japonesa respecto al


resto del mundo. Japón estaba muy orgullos de no haber sido nunca conquistado o invadido,
y en los cuarenta años precedentes había derrotado a sus grandes vecinos, China y Rusia.
Es de justicia decir que los japoneses, especialmente los soldados del Ejército Imperial, no
veían como sus semejantes a las poblaciones asiáticas que habían liberado. Este
sentimiento de superioridad hacia difícil para los japoneses el poderse hacer querer y
aceptar, aunque podían fácilmente ser temidos e incluso respetados.

Las antiguas potencias coloniales tampoco eran bien queridas, por lo que las poblaciones
basaban sus selecciones en el interés propio, guiados por las realizaciones y promesas de
ambos oponentes. Las grandes excepciones eran los partidos comunistas locales, quienes
apoyaban el lado de los soviéticos; las minorías chinas, que apoyaban el lado en el que se
encontraba China; y muchos militares y civiles de los desplazados regímenes coloniales que
seguían apoyando finalmente a sus antiguos patrones. En 1942 y en esta compleja mezcla
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ESCUELA SUPERIOR DE GUERRA - COPIA LIBRO “CREADORES DE LA ESTRATEGIA MODERNA

de lealtad e interés propio, habían una posibilidad de movimientos de la resistencia anti-


japoneses aumentaron sus demandas económicas y sus insultos, y en parte debido al
consecuente aumento de esperanza de una victoria aliada.

En Asia, las estrategias de la resistencia tenían mayor variedad de objetivos que en Europa.
Por ejemplo, en Brimania los habitantes indígenas no vieron en principio necesidad de una
resistencia. Treinta jóvenes patriotas, los Treinta Héroes que se habían ideo de Birmania
bajo el reinado británico, regresaron con el ejército japonés en 1942. Reclutaron al Ejército
de la Independencia de Brimania, montaron un gobierno en Rangoon y Japón les concedió la
independencia en 1943. Sin embargo, como se desilusionaron con los japoneses, formaron
un partido secreto de la oposición y una fuerza de guerrilla de la resistencia a finales de 1944
y cooperaron con el ejército británico, que volvió a arrebatar Birmania a los japoneses en
1945. Utilizando las bases políticas y militares logradas mediante la colaboración y
posteriormente la resistencia los japoneses , los birmanos negociaron la independencia en el
período de la posguerra. En un desafortunado, pero común, legado de la Resistencia, varias
tribus de los montes que habían luchado contra los japoneses, así como dos grupos
comunistas diferentes, continuaron la guerra de guerrillas contra el gobierno de Rangoon
durante unos años más.

Filipinas tuvo una experiencia diferente. Con un nuevo ejército Filipino adiestrado en 1941 y
una fecha propuesta para la independencia al cabo de cinco años, los filipinos lucharon al
lado de los americanos hasta su derrota en la Península de Bataan, en abril de 1942. Tras
este suceso, muchos de los políticos a Manila aceptaron servir en la República Filipina
apadrinada por los japoneses, mientras que miles de filipinos continuaron luchando con las
guerrillas filipino-americanas y apoyándolas. La lucha de 1944-45, cuando regresaron las
fuerzas americanas, la división entre la elite política y las masas, dejaron a Filipinas con un
incierto futuro cuando la independencia estaba garantizada.

Tanto los malayos como los vietnamitas opusieron resistencia a los japoneses, pero de
distintas maneras. El ejército Anti-Japonés del Pueblo Malayo era étnicamente chino – no
malayo- y concebido alrededor del partido comunista malayo; estaba dispuesto a aceptar
ayuda británica. Fue deshecho en 1945, pero reapareció tras doce años de lucha contra los
británicos, como el Ejército para la Liberación de las Razas Malayas antes de reconocer su
derrota. El líder vietnamita Ho Chi Minh, fundó el Partido Vietminh en 1941, en un mitín del
exiliado Partido Comunista Indochino, celebrado en China. Ho tardó más de tres años en
formar un ejército y una organización política en el norte de Vietnam. En agosto de 1945,
cuando los japoneses dieron el poder al Emperador Bao Dai, el Vietminh era la única
organización política en el país y Bao Dai abdicó traspasándole su autoridad. En septiembre
de 1945, se proclamó en Hanoi la República Democrática de Vietnam Independiente, pero
tendría que luchar durante treinta años antes de unificarse y ser independiente.

Ni en Indonesia ni en Tailandia hubo movimientos de resistencia significativa. Tailandia era


independiente y decidió colaborar con lo japoneses mientras mantenía contactos con los
americanos y los británicos. Indonesia era demasiado importante estratégica y
económicamente para poder darle la independencia, por lo que el ejército japonés apartó el
sistema administrativo holandés y gobernó el país hasta agosto de 1945. Su reinado fue
firme, pero animaba al nacionalismo pro-japonés con el apoyo de Sukarno y Mohammed
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Hatta. También adiestraron al ejército indochino compuesto por unos 65.000 hombres. Dos
días después de la repentina rendición japonesa, en agosto de 1945, Sukarno y Hatta
anunciaron la independencia de indonesia, pero necesitaron luchar varias guerras civiles y
contra los británicos y los holandeses durante cinco años, antes de que Indonesia se
unificase y fuese independiente.

Eran tan diversos los movimientos de resistencia durante la Segunda Guerra Mundial, que no
es posible generalizar; pero un factor común, rara vez apreciado, era el tecnológico. Es
normal decir que las guerrillas luchan contra enemigos más avanzados tecnolóticamente y, a
veces, eran capaces de aprovecharse de las debilidades creadas por la dependencia en
tecnología avanzada. Pero también es cierto que la tecnología moderna ha dado facilidades
a la guerra de guerrillas; la resistencia en tiempo de guerra en Europa y Asia debía, en gran
medida, sus victorias y su supervivencia a dos nuevas herramientas de guerra: la radio y el
avión. La radio permitía que los luchadores de la resistencia fuesen estratégicamente
importantes y tácticamente efectivos, mientras que los aviones les abastecían y les
protegían. Sin radios, el control desde Londres, Moscú o cualquier otro lugar, hubiera sido
imposible. Al mismo tiempo, muchas de las operaciones de las guerrillas dependían de una
rápida comunicación. Los informes de inteligencia habrían sido demasiado lentos sin la
radio, y los lanzamientos aéreo, las recogidas de hombres dados de baja y la coordinación
de la acción terrestre, hubiera sido mucho más difícil. El desarrollo de pequeñas radios de
largo alcance y el adiestramiento de operadores de radio eran funcione importantes de los
Cuarteles Generales, mientras que los alemanes y los japoneses trabajaban en el desarrollo
de equipos de búsqueda, de decodificadores, perturbadores y técnicas de engaño en su
guerra contra el eslabón clave de la resistencia. Los aviones para el apoyo de las guerrillas
necesitaban los espacios y equipos y la capacidad necesaria para efectuar lanzamientos de
personas y equipos mediante paracaídas o poder despegar y aterrizar en campos pequeños,
o ambas cosas. Los bombarderos obsoletos, tales como los Wellington británicos
funcionaban bien, al igual que los aviones de transporte C.46 y C-47 americanos. Para
trabajos menos pesados, el venerable biplano biplaza soviético PO-2 (o U-2) podía aterrizar
en campos pequeños y luego despegar con dos partisanos heridos sujetos a sus alas. El
adiestramiento de las fuerzas aéreas para estas misiones era importante y las unidades sin
capacidades especiales de vuelo por turnos y de navegación tuvieron poco éxito. Las
fuerzas aéreas aliadas desarrollaron escuadrones adiestrados y equipados para estas
misiones. Aunque los detalles tecnológicos puede parecer que carecen de importancia, la
propia experiencia creó una serie de capacidades, y hasta cierto punto, una colección de
equipos con los que, en la época de posguerra, saldría a relucir el nuevo concepto de que la
guerra revolucionaria no podía seguir considerándose como un asunto de poca importancia.

III

El fenómeno de la guerra revolucionaria surgió en el siglo XVIII con la primera ola de


revoluciones modernas en América y Francia. Catalizado por las Guerras napoleónicas en el
siglo XIX, se unieron las demandas de independencia nacional, de derechos democráticos y
de justicia social, para proporcionar un poderoso ímpetu a la revolución armada. En los
primeros años del presente siglo, el problema específico de la lucha militar revolucionaria
estaba recibiendo una considerable atención, y la Revolución Rusa de 1917 vería la
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culminación de un largo proceso histórico. Pero esta perspectiva es errónea; la fusión vital
de las ideas y condiciones, tanto teóricas como practicas, nunca tuvo lugar, ni siquiera
durante la revolución de 1917. La verdadera historia hasta la década de los 40 es una de
falsos comienzos, callejones sin salid y, como mucho, de breves perspectivas de futuro, no
el surgimiento anticipado de un nuevo tipo radical de guerra cuyos objetivos y métodos eran
muy distintos del tipo de guerra tradicional. Ni siquiera era perceptible en 1941 este nuevo
tipo de guerra, que era considerado como un conjunto de acontecimientos militares o como
un cuerpo de pensamiento estratégico. Desde entonces ha surgido la consciencia de este
hecho. La victoria de los comunistas chinos en 1949, con la publicidad de los escritos sobre
la guerra revolucionaria de su líder Mao Tse-tung, el desmantelamiento más o menos
violento de los grandes imperios europeos en Asia y Africa, y la Guerra Fría, se han unido
para darle a este tema una importancia sin precedentes en el pensamiento militar occidental
contemporáneo. La novedad no es el fenómeno en sí, sino nuestra percepción de él.

No importa cuánto tiempo empleemos buscando el texto básico de las ideas sobre la guerras
revolucionaria, éste sólo se encuentra en lo escritos de Mao Tse-tung. Cuando el
movimiento revolucionario de los comunistas chinos se dio cuenta de que el modelo marxista
de la revolución del proletariado no era aplicable a China, la cual era una sociedad agraria
con un sector industrial débil, se volvió hacia el campo y los campesinos, en lugar de a las
ciudades y trabajadores, en busca del principal apoyo para la revolución. En su lucha
violenta contra el gobierno nacionalista, e incluso más en su lucha contra los japoneses en
1937, Mao y los chinos desarrollaron una nueva doctrina de revolución basada en las tácticas
y técnicas de librar una guerra de guerrillas de campesinos. Las guerrillas, más débiles que
su enemigo, no podían ser eficaces ni sobrevivir sin un apoyo popular bien organizado.
Movilizar este apoyo era una tarea más bien política que militar, y la importancia de las
preocupaciones políticas sobre las militares se convirtió en el eje de las teorías de Mao sobre
la guerra. En este sentido, discrepaba mucho del pensamiento militar occidental tradicional,
con sus grandes distinciones entre la guerra y paz y entre acontecimientos políticos militares.

Mao también discrepó en otros aspectos, especialmente en el valor que se daba al tiempo y
al espacio. En la tradición occidental, y personificado por Napoleón, la victoria militar debía
obtenerse con rapidez y el arrebatar o defender un territorio era el eje del propósito de la
guerra. Para Mao, sin medios para arrebatar o mantener un territorio o para obtener una
rápida victoria, el espacio y el tiempo se convirtieron en armas en lugar de objetivos. Una
“lucha duradera” prometía cansar al enemigo, si no militarmente al menos políticamente, ya
que no podía obtener la rápida victoria que pedía la tradición occidental. Del mismo modo,
intentar defender un territorio podía ser suicida para las fuerzas de guerrillas, pero operando
en terrenos difíciles, conocidos mejor por ellos que como su enemigo, podían engañarle y
fatigarle, creando oportunidades para crear ataques sorpresa. Estas eran las ideas maoístas
clave, centradas en la política, tiempo y espacio. Su gran victoria en 1949 aseguró que estas
ideas, tan diferentes de los conceptos militares que supuestamente son los que hacen que el
ejército europeo predomine en el mundo, fuesen muy anunciadas, atrayendo así gran
atención por parte de los revolucionarios y contrarrevolucionarios.

El problema que surge al analizar el pensamiento de Mao sobre la guerra revolucionaria está
en mantener separado lo que él decía de lo que se creía que había dicho. Igual que con
otros influyentes teóricos militares como Jomini, Clausewitz y Mahan, los admiradores y
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ESCUELA SUPERIOR DE GUERRA - COPIA LIBRO “CREADORES DE LA ESTRATEGIA MODERNA

enemigos han sacado las ideas de Mao fuera del contexto en el que fueron desarrolladas,
expresadas y supuestamente entendidas. Se debe recordar que las propias ideas fueron
desarrolladas en medio de un gran peligro; la feroz guerra civil contra los nacionalistas y la
desesperada resistencia a la invasión japonesa.

Recurrir a la guerra de guerrillas era un reconocimiento pragmático de que los nacionalistas,


al igual que los japoneses, eran militarmente más fuertes. En 1930, Mao escribió: “Lo
nuestro son tácticas de guerrillas... Dividir nuestras fuerzas para alzar las masas, concentrar
nuestras fuerzas para tratar con el enemigo. Que el enemigo avanza, nosotros
retrocedemos; que él acampa, nosotros hostigamos; si se agota, nosotros atacamos; que
retrocede, nosotros avanzamos... Hay que conseguir que se alcen el mayor número de
hombres en el menor tiempo posible y con los mejores métodos posibles.

Al mismo tiempo, en un mensaje llamado On Correcting Mistaken Ideas in the Party, amplió
su orden de alzar las masas: “El ejército Rojo lucha no sólo por luchar, sino para poder
hacerse con las masas, organizarlas, armarlas y ayudarlas a establecer un poder político
revolucionario. Sin estos objetivos, la lucha pierde su sentido y el Ejército Rojo pierde su
razón de ser”. Aquí, obviamente, estaba expresando una opinión que implicaba una división
de trabajo entre tareas políticas y militares. El hecho de que su opinión era más pragmática
que ideológica estaba de relieve en un pasaje anterior del mismo ensayo: “Especialmente en
el presente, el Ejército Rojo no debe dedicarse sólo a lucha...”.

A finales de los años 30, después de la larga Marcha y la invasión japonesa, el pragmatismo
se estaba convirtiendo en la ortodoxia del partido. En una entrevista en 1937 con un
periodista británico, habló de principios como las guías de trabajo político del Ejército de la
Octava Ruta. El segundo de estos tres principios era el de “la unidad entre el ejército y el
pueblo, que significa mantener una disciplina que prohibe la más mínima violación de los
intereses aminorando así sus cargas económicas y suprimiendo a los traidores y
colaboradores que hacen daño al ejército y al pueblo; el resultado es que el ejército y el
pueblo están muy unidos y son bien recibidos en todas partes”. En otra parte del libro
escribió las “leyes de la guerra revolucionaria”.

Su pronunciamientos no sólo se desviaron de lo pragmático a lo dogmático (en parte, sin


duda, debido a que en términos marxistas-leninistas Mao estaba abogando por la
heterodoxia), sino que el énfasis se desvió del papel del ejército en politizar al pueblo hacia
que el pueblo dependiese del ejército. Las ciudades donde habitaba el proletariado
revolucionario, estaban ocupadas por reaccionarios e imperialistas, por lo que la revolución
debía “convertir a los pueblos retraídos en avanzadas bases consolidadas”. Y de nuevo: “Sin
estas bases estratégicas no había nada de que depender para llevar a cabo nuestros
trabajos estratégicos o para obtener el objetivo de la guerra”. Es obvio que otros líderes
comunistas chinos (Choy En-lai) veían esto de otra manera: “La lucha revolucionaria en el
área de base revolucionaria consiste principalmente en una guerra de guerrillas campesinas
guiada por le Partido Comunista Chino. Por lo que es erróneo ignorar la necesidad de utilizar
distritos rurales como áreas de bases revolucionarias, así como negar los trabajos
laboriosos a los campesinos e ignorar la guerra de guerrillas”. En todo el ensayo, Mao ataca
a aquellos que se desviaron de los pueblos a las ciudades, de las fuerzas regionales al

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ejército principal, de la motivación humana hacia la técnica militar y de la guerra a la acción


política. El “poder político” repite, “sale del cañón de un rifle”.

Todas estas declaraciones sobre la guerra revolucionaria están sacadas de la obra Slected
Works de Mao, traducida a muchos idiomas y distribuida por todo el mundo. También se
pueden encontrar en el pequeño libro rojo sobre la Guerra del Pueblo, publicado en 1967,
cuando Lin Piuao estaba en el poder. Entre otras cosas, el pequeño libro rojo es una
colección de citas escogidas cuidadosamente e interpoladas por el propio Lin, para apoyar la
controversia política de abogar por la ideología chino contra la tecnología americana y para
defender la liberación de Mao de la Revolción Cultural de 1966. A pesar de que las citas
resumen una imagen real del pensamiento de Mao sobre la guerra revolucionaria, se pierden
todas las calificaciones y referencias textuales y se ignora la cronología; a ls ideas de Mao se
las permite navegar conb libertad, son válidas universalmente, al menos para países como
China, “semi-colonial y semi-feudal”. Fue de esta forma abstracta y reducida en la que el
pensamiento de Mao sobre la guerra revolucionaria se dejó influenciar por otros que se veían
envueltos en luchas similares.

El trastorno más serio causado por la elevación de los escritos de Mao de los años 30 a texto
bíblico sobre la guerra revolucionaria, es la pérdida o mutación de su énfasis en la necesidad
de efectuar evaluaciones estratégicas correctas. Leídos de una forma, sus diversos tratados
sobre la estrategia revolucionaria están llenos de lo que se ha convertido en una serie de
clichés: las acciones políticas y militares son muy dependientes entre sí; las guerrillas
dependen del apoyo popular, conseguido mediante el hecho de llevar a las masas los
beneficios de la revolución; los luchadores revolucionarios son los peces, el pueblo es el mar
en el que nadan. Estos tratados también están llenos de polémicas, ataques a todos
aquellos rechazan, dudan o no entienden la estrategia de Mao; el oportunismo, el
desesperacionismo y el guerrillerismo se encuentran entre las muchas herejías denunciadas
por Mao, y los lectores pueden estar tentados de conquistar estos ataques como simples
reflejos de las luchas políticas de la Revolución China cuando Mao las escribió.

Pero leídas de otra manera, como el medio principal para dirigir un problema de estrategia
manifestándose en una serie de situaciones estratégicas específicas, entonces estas
secciones polémicas, junto con otras partes de sus escritos no relacionados con asuntos
militares, se vuelven mucho más interesantes e importantes, debido a que aquellos que
miran a Mao como el teórico sobre la guerra revolucionaria, han rechazado esta parte de su
teoría. Mao estaba obsesionado con el problema del conocimiento y sus ataques polémicos
sobre las opiniones heréticas dirigidas contra objetivos personales y políticos, se
relacionaban con los fallos del aprendizaje sistemático y del pensamiento. En el dominio
emocional de la acción revolucionaria, los líderes se dejaban llevar por sus sentimientos –
intoxicados por la victoria, deprimidos por la derrota y confundidos por lo inesperado-. La
estructura social de la revolución aumentaba la dificultad: los intelectuales conocían
únicamente lo obtenido de libros y habladurías, mientras que los campesinos confiaban en
sus cinco sentidos y en su experiencia personal. Incluso la acción revolucionaria hizo poco
más que endurecer las preconcepciones. El amargo sectarismo, las grandes equivocaciones
y los fallos revolucionarios, eran frutos predecibles de esta arraigada dolencia, de este fallo
en la comprensión de la realidad revolucionaria.

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Mao escribió como si él, con su enorme fuerza y visión, fuese el único capaz de reconocer el
problema que representaba el conocimiento superficial y la decisión impulsiva. En estos
largos ensayos, muchos de ellos escritos en unas circunstancias físicas muy difíciles, con
poca comida o mucho sueño, insiste en que debe comprenderse totalmente la situación y
analizarse rigurosamente antes de tomar ninguna decisión. El lenguaje, tamaño y frecuencia
de estos pasajes nos demuestran que no estaba actuando bajo ningún hechizo marxista-
leninista obligatorio; Estos pasajes revelan, en una traducción fría, la pasión del evangelista
revolucionario intentando enfrentarse al pecado original. Para él los clichés de su ya
famosa doctrina estratégica eran sólo unas simples directrices que llevaban a la estrategia
revolucionaria por buen camino y que avisaban sobre las peores equivocaciones
estratégicas. Pero sólo una implantación realista, la cual requería un gran esfuerzo
intelectual, podía convertir esta fórmula estratégica en una victoria. Es este aspecto vital de
al estrategia de Mao el que se disipa en la discusión posterior.

Los clásicos teóricos occidentales de la estrategia, especialmente Jomini y Clausewitz,


trataban el mismo problema –cómo llenar el hueco existentes entre la estrategia y su
implantación- . Para Clausewitz, la clave se hallaba en mantener la teoría cerca de sus
raíces empíricas, no dejando que se apartasen el lenguaje, la lógica y las polémicas del
discurso teórico de la realidad de la guerra real. Su mayor temor – siendo Búlow, su
contemporáneo, el que dio un mal ejemplo- era crear una teoría militar que no tuviese valor
en el mundo real de la acción militar, una teoría que sólo era un ejercicio intelectual estéril.
Al igual que Clausewitz, Jomini no dudaba en llevar la teoría a su forma más abstracta y
simplificada. Para Jomini, cerrar el hueco entre la teoría y la práctica era el problema del
jefe y constantemente avisaba a sus lectores de que, por muy ciertos que fuesen los puntos
científicos de una estrategia, la clave estaba en su correcta implantación.

En este aspecto, Mao parece acercarse más a Jomini que a Clausewtiz. Mao, al igual que
Jomini, parece despreocupado por el problema de la “teoría” como tal; la existencia y
naturaleza de una verdadera teoría de la estrategia preocupaba a Clausewitz, pero no a
Jomini, ni a Mao. Su preocupación, una vez comprendida la teoría, era aplicarla. Para
Jomini la teoría estratégica podía ser entendida por cualquier persona inteligente y receptiva,
pero sólo un “genio” podía aplicarla consistentemente en un mundo real de guerra. Mao
ofrecía una respuesta similar: el líder revolucionario debe unir el conocimiento, inteligencia,
pasión y disciplina en un solo propósito directo; sólo la debilidad humana creaba el huevo
entre la teoría y la práctica, entre el pensamiento y la actuación. Resumiendo, no existía
ningún hueco entre la teoría y la práctica; las propias teorías sobre la estrategia
revolucionaria son parte de la revolución, no un intento de desviar la atención. La gran
diferencia entre Jomini y Mao sobre este punto era que para Mao, él era el “genio” y que lo
mejor que podían hacer los demás era escucharle y dejarse guiar por él.

Los lectores de occidente y de otras partes, han dado gran valor a las opiniones de Mao
sobre la estrategia revolucionaria, pero poco valor a sus ideas sobre cómo deben aplicarse.
Su reiterado mensaje de que la teoría estratégica tiene algún sentido únicamente en términos
de una circunstancia política, social e internacional concreta, en el momento en el que se
ésta aclarando la teoría, parece haber caído en oídos sordos. La escasez de conocimientos
sobre China en los años 30, cuando estaban escritos todos los principales tratados, explica
en parte esta selección crónica de la percepción. Pero la duradera influencia de categorías
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jiminianas en el pensamiento estratégico occidental, también tiene mucho que ver en esto.
Superficialmente, Mao parece un Jomini asiático: encontramos opiniones parecidas,
repeticiones y exhortaciones; existe la misma composición deliberada de análisis y
percepción, el mismo punto de vista didáctico, la misma invocación del “genio”-un idealizado
Napoleón para Jomini, y el propio Mao para sí mismo- que pueda convertir una teoría
estratégica en una victoria.

Es en el punto donde Mao intenta explicar cómo exactamente emana una victoria de una
teoría- una cuestión que fascinaba a Clausewitz pero que no atraía a Jomini- cuando parece
que los lectores occidentales dejan de escuchar. Son incapaces o rehusan a sus cómodas
presunciones que dicotomizan la estrategia; al igual que persisten en separar los asuntos
militares de los políticos, ellos compartimentaban la teoría y la práctica. La “teoría”, en esta
opinión, existe aparte de la práctica; es más, la “teoría”, si no es defectuosa, contiene todos
los elementos intelectuales posibles que puedan informar sobre su implantación, lo cual está
visto como un proceso secundario, dependiente principalmente de la firmeza de la teoría.
Mao no da la vuelta a esta relación, sino que la cambia fundamentalmente, primero negando
la dicotomía de la teoría y de la práctica y luego- para el incorregible no- marxista occidental-
integrando con eficacia la teoría y la práctica, tratando a ambos como un todo, a menudo
dando pequeños golpes a sus colegas occidentalizados. La dificultad para posterioes
lectores está en perder el contexto específico de su argumento y en ser incapaces de
renunciar a sus propias opiniones sobre la teoría. El concepto occidental sobre la teoría,
derivada de la ciencia e incorporada por Jomini en su influyente trabajo sobre estrategia,
asigna a la teoría el esfuerzo intelectual principal, dejando a la práctica cualidades tan
distintas como son el cuidado, el valor, la intuición y la suerte. Por el contrario, Mao asigna el
mismo esfuerzo intelectual a la implantación de la teoría. Estudiar, aprender, pensar, evaluar
y reevaluar, éstas son las claves maoistas para una victoria. Su monumental arrogancia está
en su absoluta confianza de que hizo estas cosas mejor que cualquiera de sus rivales. Pero
de alguna manera este punto se ha perdido en sus discípulos.

IV

La caída del régimen nacionalista chino en 1949 frente a los comunistas guiados por Mao,
creó un nuevo conocimiento occidental de cómo un conflicto armado prolongado, utilizando
tácticas de guerrillas y guiadas por una versión heterodoxa del marxismo-leninismo, puede
alcanzar una decisiva victoria revolucionaria. Otros acontecimientos prepararon el camino de
este nuevo conocimiento y otros fortalecieron su influencia. La resistencia armada frente a la
ocupación alemana y japonesa durante la Segunda Guerra Mundial se había convertido
rápidamente en parte de la mentalidad colectiva de lucha. Las guerrillas filipinas, los
partisanos yugoslavos y los maquis franceses estaban entre los grupos que desempeñaron
papeles heroicos –algunas veces exagerados por motivos políticos- en la “liberación” de su
“pueblo” de un gobierno tiránico procedente del extranjero. Antes del término de la guerra,
algunos de estos movimientos de la resistencia se convirtieron en revolucionarios en cuanto
a objetivos, para apoderarse del poder, destruir el feudalismo, el capitalismo o el
colonialismo, o para crear una nueva sociedad. Durante la década de la posguerra, los
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imperios europeos se enfrentaron a los movimientos armados de liberación que eran casi
idénticos, en cuanto a doctrina, tácticas y a menudo personal, de la resistencia en tiempo de
guerra. Las ideas de Mao y, más importante, su gran victoria, se involucraron en estos
acontecimientos durante y después de la guerra, enlazándolos en el nuevo y asombroso
sentido de que en el mundo esta siendo transformado por una técnica militar heterodoxa,
unida a un programa político radical.

Mientras los chinos luchaban su guerra civil, las guerra revolucionarias -reales e imaginarias-
surgían en otras partes del mundo descolonizado. Las organizaciones judías en Palestina
expulsaron a los británicos en 1948, mediante una hábil campaña de terror, una estrategia
que sería utilizada de nuevo por los grecos-Chiprotas trasncurridos unos años. En Grecia, la
decisión de llevar a cabo una guerra civil revolucionaria fue tomada en base al apoyo
extranjero. Se sospechaba del apoyo yugoslavo a los comunistas griegos rebeldes, debido a
la disputa entre Yugoslavia y Grecia sobre Macedonia; este apoyo se detuvo bruscamente en
1949, justo cuando el Mariscal de Campo Alexandros Pagagos envió al grueso de su ejército,
equipado con material americano, para combatir en la base principal de los rebeldes.

Sin embargo, el Sureste Asiático era el centro de gravedad de las guerras revolucionarias
después de 1945, gracias a la interrupción de la conquista japonesa e inspirado por la teoría
y ejemplo de Mao y el Ejército de Liberación del Pueblo Chino. Una serie de revueltas
estallaron en Birmania a lo largo del montañoso arco de sus fronteras del norte. En las
Indias Orientales estallaron las guerras, se calmaron y volvieron a estallar: las fracciones
británicas, holandesas e indonesias luchaban entre sí. Los partidos del frente popular en
Malaya y Filipinas, guiados por los comunistas, reactivaron las fuerzas de guerrillas en
tiempo de guerra para amenazar a los gobiernos centrales. Sólo a fuerza de llevar a cabo
programas militares y civiles coordinados eficazmente, pudo el régimen británico en malaya y
el gobierno filipino, respaldado por los americanos, derrotar a los insurgentes. En muchas de
estas campañas aparecieron ejemplos de las ideas de Mao, en lo organización y en la
prioridad dada a la doctrina política revolucionaria; en todos ellos, su ejemplo victorioso
mantenía la moral de la guerrilla al igual que preocupaba a los gobiernos en el poder y a sus
partidarios internacionales. Pero el desarrollo más completo de lo que podemos dominar
maoismo tuvo lugar en Indochina donde los vietnamitas libraron una lucha revolucionaria
contra los franceses desde 1941 hasta 1954. Esta lucha se merece un examen a conciencia.

Eran bien conocidas las hazañas de las guerrillas comunistas chinas e incluso los escritos de
Mao, especialmente en el este y sureste de Asia. El líder vietnamita Ho Chi Minh no sólo
había leído a Mao sino que además visito Yenan en 1938 y, posteriormente, instruyó a las
tropas nacionalistas chinas sobre las tácticas de guerrilla de Mao. Vo Nguyen Giap, el futuro
jefe militar de la Revolución Vietnamita, conoció a Ho en Kunming, en 1940; juntos planearon
una respuesta en el sur de China después de la caída de Francia y de ocupación japonesa
de Tonkin, la región del norte de Vietnam. Giap reclutó una sección de refugiados
vietnamitas (era su prime mando) y les adiestró en tácticas de guerrillas para preparar el
regreso a través de la frontera. A principios de 1941, Ho proclamó la primera zona liberada
en las rocosas montañas del lado vietnamita de la frontera; allí fundó la Liga para la
Independencia Vietnamita, o Vierminh, que se había comprometido a derrocar a los
japoneses y a los franceses. Durante el resto del año, Ho escribió panfletos sobre la guerra
de guerrillas y adiestró a los cuadros de mando, mientras que Giap organizó equipos para
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hacer propaganda y escribió artículos para el periódico del partido. Para finales de 1941,
habían adentrado su Cuartel General en el país y ampliado los programas de adiestramiento
a medida que las noticias de lucha de Vietminh contra el régimen francés sancionado por los
japoneses, generaba reclutas. Ho se pasó los siguientes dos años en cárceles chinas,
mientras Giap continuaba ampliando lentamente las operaciones hacia el sur, encontrándose
con una gran resistencia por parte de las guarniciones francesas y respondiendo con
emboscadas contra estas fuerzas, represalias contra sus colaboradores vietnamitas y con
propaganda para los campesinos. Al llegar el verano de 1944 Giap estaba preparado para
extender sus sistema de guerrilla por todo Vietnam. Sin embargo, cuando regreso Ho a
finales de 1944, cambió estos planes basándose en que era necesaria una preparación
política más profunda antes de seguir la expansión militar. La decisión de Ho fue sólo uno de
los varios puntos críticos de la política revolucionaria vietnamita que llevó a cabo las ideas
que había expuesto Mao sobre la necesidad de tener cuidado y precaución en llevar a la
práctica la teoría revolucionaria.

Tras la toma del control directo de Indochina por parte japonesa mediante el desarme de las
fuerzas francesas en marzo 1945, el Cuartel General del Vietminh se acercó a la ciudad de
hanoi, capital del Norte, y aumentaron las operaciones políticas a través de Vietnam,
anticipándose a una rendición japonesa inminente. Cuando llegó la rendición en agosto de
1945, Ho llevó a cabo rápidamente un golpe de estado y el Emperador Bao Dai, apoyado por
los japoneses, abdicó, rindiendo su autoridad al Vietminh. Giap llevó a sus tropas a Hanou y
tomó los edificios públicos; pancartas y papeletas que proclamaban un alzamiento general y
Ho Chi Minh juró su cargo como Presidente de la República Democrática de Vietnam. Este
cambio de una guerra larga a un golpe revolucionario indica que Ho era un maestro, no un
esclavo de la doctrina maoista.

En año siguiente, Ho estuvo trabajando entre las distintas fuerzas que se encontraban en
Vietnam: los poderosos ejércitos de ocupación de los británicos en el sur y los chinos
nacionalistas en el norte, las tropas francesas bien armadas que regresaban y la pasión por
la independencia surgida entre el pueblo y los líderes vietnamistas. Teniendo como objetivo
la independencia, Ho rehusó distraerse con los placeres que suponía alzarse contra los
colonialistas franceses o las presiones para una guerra prematura. Mientras que las largas y
difíciles negociaciones con los franceses fracasaron en su intento de producir el resultado
deseado, Ho consolidó su base política, amplió el ejército de Giap, facilitó el que los ejércitos
japoneses, británico y en especial el chino prosiguiesen su camino, e intentó sin éxito
interesar a otras naciones para que apoyasen a Vitnam. Su tares más difícil fue medir las
intenciones y capacidades políticas y militares francesas y, por lo tanto responder a ellas
eficazmente. Hay poca evidencia sobre este período turbulento, pero parece que Giap
presionaba para utilizar la fuera contra los enemigos extranjeros y nacionales, mientras que
Ho buscaba el mayor atractivo político posible, basado únicamente en el objetivo de la
independencia. Discutir con los negociadores franceses parecía ser más rentable que atacar
a su ejército.

A medida que se prolongaban las conversaciones, la evidente poca fe en ambos lados y la


violencia esporádica causó un serio incidente en noviembre, un alto el fuego, un ultimátum
francés y, finalmente, el bombardeo francés a la ciudad portuaria de Haiphong en diciembre.
Los franceses limpiaron de enemigos las ciudades costeras tras unos pocos días de lucha,
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ESCUELA SUPERIOR DE GUERRA - COPIA LIBRO “CREADORES DE LA ESTRATEGIA MODERNA

mientras que Giap ordenaba a sus fuerzas que volviesen a las antiguas bases del norte, en
Tonkin. Tras quince meses de negociaciones, ambos lados estaban preparados para una
guerra a gran escala.

Cuando esto sucedió, Ho y Giap tenían un conocimiento más o menos firme de los costes y
del potencial de la guerra revolucionaria de guerrillas. Su gran fuerza se basaba en el
atractivo político de la independencia vietnamita, un punto en el que los franceses no podían
competir. La guerra fue larga y dará; una postura política correcta no garantizaba la victoria.
En la doctrina de Mao sobre la guerra revolucionaria, las preguntas claves se centraban
continuamente en la fuerza relativa de los lados y la mejor estrategia para cualquier
momento. Por ejemplo, en diciembre de 1946, el Vietminh atacó a las ciudades ocupadas por
los franceses, no para ganar una victoria militar, sino para simbolizar de la negociación y el
comienzo de la guerra y para demostrar, tanto a los franceses como a los vietnamitas, que
tenían el deseo y los medios para luchar. Tras un período de unas operaciones de guerrilla a
pequeña escala pero a nivel nacional, el Vietminh se enfrentó a una ofensiva francesa a
finales de 1947 contra sus bases en otras partes de Vietnam, mediante retiradas, contra
ataques y acciones locales de guerrillas.

La lucha continuó con una menor intensidad durante 1948 y 1949, adiestrando y reforzando
la moral de las tropas del Vietminh, debilitando a los franceses cuando la oportunidad lo
propiciaba y consolidando la postura revolucionaria. La balanza de las fuerzas se desvió
cuando en 1949 apareció el Ejército Rojo Chino en la frontera del norte. Las nuevas armas y
las áreas seguras de entrenamiento permitieron a Giap organizar unidades mayores del
tamaño de divisiones. Las divisiones del Vietminh atacaron a los puestos franceses en la
frontera china en 1950, apropiándose de grandes cantidades de equipo y asegurando los
lazos del Vietminh con china.

Animados por los triunfos de 1950, Ho y Giap parece que se equivocaron en su implantación
de la teoría de Mao. Decidieron lanzar una ofensiva contra las posiciones francesas en el
delta del Río Rojo. En tres grandes batallas, el Vietminh sufrió grandes pérdidas, Ho y Giap
perdieron la iniciativa y sus castigadas fuerzas de la estrategia de Mao y los principios
vietnamitas quedaron demostrados con lo que sucedió a continuación utilizando suministros
chinos, una base política fuerte y una organización de guerrillas extensa para reconstruir sus
fuerzas en 1951, Giap dejó el siguiente movimiento al comandante francés, el Marical de
lattre de Tssigny. De Lattre estaba presionando para explotar su reciente triunfo; tanto la
Asamble Francesa como el Congreso de los Estados Unidos se encontraban debatiendo
sobre presupuestos militares para la Guerra Indochina y su propia reputación de atacar
violenta y fervientemente requería más victorias, no un retroceso ante la guerra definitiva.

En Hoa Binh, a veinticinco millas de sus defensas del delta, de Lattre estableció una gran
guarnición, en noviembre de 1951, con la intención de atraer al Vietminh a una batalla
decisiva. Después de un mes en el que Giap planificó, efectuó reconocimientos y desplegó
cuidadosamente sus fuerzas, el Vietminh atacó, pero no en Hoa Binh, sino en su línea de
suministros a lo largo del Río Negro. Tras dos meses de costosa lucha para ambos lados, la
guarnición francesa de Hoa Binh desapareció lentamente. Un contraataque francés, en
febrero de 1952, volvió a abrir por fin la línea del Rió Negro, pero sólo el tiempo suficiente
para retirar la guarnición hasta el delta desde donde había avanzado cuatro meses antes.
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ESCUELA SUPERIOR DE GUERRA - COPIA LIBRO “CREADORES DE LA ESTRATEGIA MODERNA

Hoa Binh marcó el patrón: la movilidad y el armamento francés podía llevarle a cualquier
parte de Vietnam, pero no podían quedarse, y sólo podían demostrar que poseían recursos y
tiempo. Para los franceses el tiempo era un recurso menguante ya que en París se acababa
la paciencia. Para los vietnamitas, el tiempo les daba confianza y les permitía transformar el
apoyo popular por la independencia en tipos de fuerza más tangibles: adiestramiento,
suministros y la fuerza de la tropa. Los malos juicios por parte de Ho y Giap podían ser
costosos, como ya había ocurrido en 1950, pero una correcta implantación de la teoría
maoista hacía posible la recuperación. Cambiando el patrón y el lugar de las operaciones,
cambiando las tácticas y las armas y aprovechándose de las oportunidades, Giap cansó a los
franceses en los siguientes años, y a los partidarios americanos, hasta que la impaciencia y
la presión produjo una batalla decisiva en Dienbienphu, en 1954. Los mismos métodos,
siguiendo la teoría maoista, sirvieron igual de bien durante los veinte años siguientes en la
Segunda Guerra de Indochina.

Si Mao y Giap son los teóricos principales sobre la guerra revolucionaria, Ernesto “Che”
Guevara es uno de sus más ardientes discípulos. Guevara sirvió como Teniente de Fidel
Castro durante la Revolución Cubana y pronto fue conocido cono la estratega de esa
asombrosa guerra revolucionaria. Mientras Castro consolidaba su revolución en Cuba,
Guevara continuó su lucha revolucionaria en otros sitios. Se unió a la insurrección boliviana,
que fue aplastada rápidamente y donde murió. Pero antes de morir, Guevara escribió un
pequeño libro sobre la guerra revolucionaria, y sus ideas fueron ampliadas por su camarada
de Bolivia, Régis Debray.

La variante Guevara- Debray del maoismo ha tenido consecuencias importantes en


Latinoamérica y puede que en otras partes del Tercer Mundo. Según Mao y Giap, la primera
fase de la guerra revolucionaria debe ser la movilización política- el largo proceso de reclutar
y organizar el apoyo popular, creando un cuadro revolucionario con dedicación y disciplina a
nivel del pueblo-. Durante esta primera fase, sólo el empleo de la fuerza limitada y selectiva
era permisible; al gobierno y que éste efectué una represión armada sobre una organización
revolucionaria insuficientemente preparada.

Pero en Cuba no hubo tal preparación de “primera fase”. En su lugar, la pequeña banda de
guerrilla de Castro se estableció en la remota región al este de la isla y consiguió apoyo a
medida que se aproximaba a La Habana. El régimen de Batista era muy popular entre todos
los cubanos; se colapsó a medida que se aproximaba la creciente fuerza de Castro a la
Capital cubana. Este espectacular resultado fue seguramente consecuencia de las
condiciones únicas, pero se convirtió en la base de una desviación de la ortodoxia maoista, al
igual que lo fue la propia desviación de Mao respecto a la doctrina marxista-leninista. La
variante cubana es conocida como foquísmo”.

Foco se refiere al “punto móvil de la insurrección “; el concepto, generalizando en la peculiar


experiencia cubana, significa que una preparación política extensa a nivel de pueblos, como
defendían Mo y Giap, no es esencial. Mediante el empleo de la violencia, una pequeña
fuerza revolucionaria puede movilizar el apoyo popular con más rapidez, en lugar de una
movilización política que lleva, con el tiempo, ala violencia. Esta transforma la situación
política. Alertados y excitados por los ataques foco, enfurecidos y animados por la brutalidad
e ineptitud de la respuesta gubernamental y ofendidos si el gobierno buscaba ayuda de una
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potencia extranjera, el pueblo sería movilizado para una revolución en un proceso en el que
la propia violencia sería su catalizador.

Hasta ahora, la experiencia indica que el focoísmo no es eficaz; los resultados han sido
desastrosos, desde el punto de vista revolucionario. Mao y Giap pudieron haber dicho a
Guevara y Debray que la violencia tipo foco, en lugar de catalizar una revolución, dejaría
expuesto ante un aplastante contraataque al movimiento revolucionario en su momento de
mayor debilidad, como ocurrió en Bolivia. Las personas que podían haber sido reclutadas
para una guerra revolucionaria sentirían miedo y desanimarían ante un fracaso focal. Puede
que la mayor dificultad del focaísmo sea que ignora la naturaleza recíproca de la ortodoxa
primera fase de la guerra revolucionaria: el largo y arduo trabajo de una preparación política
no sólo organiza a los campesinos y al proletariado, sino que instruye a los activistas
revolucionarios – normalmente jóvenes intelectuales de las ciudades- sobre las gentes, los
pueblos, las actitudes y las quejas, incluso el terreno físico, en el que debe basarse la guerra
revolucionaria. La ignorancia de las condiciones locales desempeñó un gran papel en el
desastre boliviano. Los críticos han sugerido que la herejía focoísta refleja tanto la
impaciencia de la cultura latinoamericana –en contraste con Asia Oriental- como la
arrogancia característica de los jóvenes intelectuales. Movidos a actuar por lo que han
aprendido a través de lecturas y charlas, entran por los campos (igual que los antiguos
imperialistas) ansiosos de cambiar las vidas de las masas oprimidas, pero insensibles ante lo
que pudiese haber en esas vidas que no se adapte a las abstracciones preconcebidas.

El propio Mao, en escritos de 1930, anticipó y rechazó la herejía posteriormente conocida


como focoísmo.

“Algunos camaradas de nuestro partido aún no saben cómo apreciar la situación


correctamente y cómo manejar la cuestión de qué acción se debe tomar. Aunque creen que
una manera alta revolucionaria es inevitable, no creen que sea inminente... y, al mismo
tiempo, al igual que no tienen un conocimiento profundo de lo que significa establecer un
poder político rojo en las áreas de las guerrillas, tampoco entienden bien la idea de acelerar
la marea alta revolucionaria a nivel nacional mediante la consolidación y expansión del poder
político rojo. Parecen pensar que, ya que la marea alta revolucionaria es aún remota, sería
una pérdida de trabajo el intentar establecer laboriosamente un poder político. En cambio,
quieren ampliar nuestra influencia política utilizando un método más fácil, basado en
acciones errantes de guerrillas, y una vez que las masas de todo el país han sido ganadas –
o más o menos ganadas- quieren lanzar una insurrección armada a nivel nacional que, con la
participación del Ejército Rojo, se conviertan en una revolución a nivel nacional. Su teoría de
que primero debemos ganarnos a las masas a nivel del campo y en todas las regiones, y
entonces establecer el poder político, no es acorde con el actual estado de la revolución
china.... El establecimiento y expansión del Ejército Rojo, de las fuerzas de guerrilla y de las
áreas rojas, en el nivel más alto de la lucha campesina.... La política que sólo llama a
errantes acciones de guerrilla, no puede cumplir la tarea de acelerar esta marea alta
revolucionaria a nivel nacional....”.

Sus críticas de los que luego sería la variante Guervara-Debray de la estrategia maoista, nos
lleva a su ignorado énfasis de obtener l imagen más completa y más precisa de la situación
estratégica. Mao no sólo aportó una asombrosa energía y fuerza a su liderazgo en la
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Revolución China, sino que además sabía que su mente trabajaba más y mejor sobre
problemas intelectuales de la estrategia revolucionaria que la de los que le rodeaban.

El conocimiento occidental de la guerra revolucionaria como un problema estratégico surgió


con la Guerra Fría y obtuvo su primera expresión clara en ele ejército francés. Indochina,
donde el ejército francés estaba dispuesto a vengar su humillación de 1940 y donde el
pueblo vietmanita proporcionó una base excepcionalmente fuerte para la guerra
revolucionaria, se convirtió en el caldero de donde surgió la teoría contrarrevolucionaria
conocida como guerra guerre révolutionnaire. Con la Unión Soviética y, después de 1949,
con China apoyando a los revolucionarios vietnamitas y con los Estados Unidos apoyando
cada vez más el esfuerzo francés de “contener el comunismo”, la guerra había durado ocho
años. A pesar de la ayuda y de la exhortación americana, en 1954 el Gobierno Francés
decidió que la guerra no podía ganarse y abandonó su intención de gobernar en Indochina.
Pero, ante otra derrota, entre los cuerpos de oficiales franceses, surgió una preocupación
obsesiva por aprender las lecciones de la guerra de Indochina para poder ganar en futuras
guerras revolucionarias, algunas inminentes, en otras partes del imperio francés.

La guerre révolutionnaire fue más que el simple nombre francés para la guerra
revolucionaria; era una descripción de un diagnóstico y de una solución de lo que un grupo
influyente de soldados profesionales franceses veían como la enfermedad principal del
mundo moderno – el fracaso occidental de enfrentarse al reto de la subversión comunista
atea-. Muy conservadores políticamente se apoyaron en el místico catolicismo, en la fe y en
la misión civilizadora del colonialismo francés para discutir, con lógica cartesiana, que la
Tercera Guerra Mundial ya había comenzado. Mientras tanto, los Estados Unidos y sus
aliados estaban hipnotizados ante la posibilidad de una guerra nuclear; el comunismo
flaqueaba las defensas occidentales desde el Sur y, si era detenido acabaría destruyendo la
civilización occidental. Desde su base en la Unión Soviética, el comunismo había obtenido
su primera victoria en China, la segunda en Indochina y estaba ganando otras batallas en
Asia. La guerra había llegado a Africa del Norte, donde el golpe de estado de Nasser en
Egipto se veía como otra victoria comunista, y el comienzo de la guerra Argelia francesa de
1954, se veía como otra ofensiva comunista. Con obvios objetivos futuros en el Africa sub-
sahariana y en Latinoamérica, pronto quedarían asilados Europa Occidental y Estados
unidos y se perdería su poderosos armamento que nunca fue empleado en una guerra
global.

La solución ofrecida por la guerre révolutionnaire contemplaba el diagnóstico; ambos


reflejaban la misión militar francesa el comunismo en el mundo contemporáneo. El
comunismo se veía como una religión secular, llenando el hubo dejado por la decadente
defensa de la religión tradicional de las masas. La fe y disciplina de las masas era admirada,
aunque se veía como si estuviese dedicada totalmente al mal. El nacionalismo, el
anticolonialismo y las demandas para la justicia social, eran tenidas únicamente como
actitudes limitadas superficiales, aprovechadas por el comunismo para atraer a las áreas
subdesarrolladas no occidentales y unirlas en una coalición global guiada por los comunistas
contra el occidente cristiano. Ofreciendo a las masas pobres e ignorantes la esperanza de
un futuro mejor, los comunistas utilizaron todos los medios, aunque estos fuesen crueles,
para conseguir sus objetivos; no les frenaba ninguna barrera legal o ética. Occidente, la
decadencia de su fe religiosa, su falta de confianza causada por dos guerras mundiales, su
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campo de acción gubernamental y militar limitado seriamente por su estructura democrática


liberal, no había encontrado aún una respuesta eficaz a la guerra revolucionaria comunista.
En efecto, enfrentarse al fuego con fuego era la única respuesta. Ningún admirador de Mao
y de Ho hizo más que los teóricos franceses de la guerre revolutionnaire por defender que la
guerra revolucionaria era invencible.

Su detallada solución reflejaba en cada uno de sus puntos lo que ellos consideraban
doctrina revolucionaria. Primero, era esencial una renovada fe en la contra-cruzada contra el
comunismo; en el alma de esa fe era necesaria una resurrección cristiana, el humanismo
liberal; al igual que el nacionalismo, era demasiado blando cuando, sobre todo, se necesitaba
la unidad y el valor. El siguiente paso era un programa ampliado de la guerra psicológica
para sacar adelante esta fe renovada y sacar a relucir el mal del comunismo. Un programa
paralelo de la acción económica y social debería tratar también con otros problemas tales
como la educación, la salud pública y la pobreza que propiciaban las condiciones para la
explotación comunista. La parte militar de esta solución consistía en reorganizar y reorientar
las fuerzas armadas, algunas en unidades antiguerrilla móviles y otras en fuerzas de
guarniciones semi-gubernamentales, lo que hacía que, de hecho, pasase de manos civiles a
militares el poder administrativo. Sólo en un punto estaban en desacuerdo los teóricos de la
guerre revolutionnaire; éste era el del empleo del terror y la tortura. Unos lo rechazaban por
cuestiones morales; otras defendían que era contraproducente que un gobierno aterrorizase
a sus propios súbditos; pero unos pocos estaban preparados para llevar hasta el final la
lógica de la guerre révolutionnaire; en el enfrentamiento final entre el Bien y el Mal, todos los
medios estaban justificados.

Las versiones más extremas de la guerre révolutionnaire se prestan a estar catalogadas


como paranoias, totalitarias y fascistas. Aplicadas hasta cierto grado en la Guerra de Argelia,
los métodos de la guerre révolutionnaire no fueron ineficaces, por ejemplo, en el campo y en
la notoria batalla de Argel. Pero también propiciaron una gran división en la propia Francia,
el golpe de estado de 1958 y la Organisation Armée Secréte, la cual libró una campaña
terrorista contra la Quinta República de De Gaulle durante unos años. Al final fue De Gaulle
quien, devuelto al poder por el golpe de estado de 1958, decidió poner fin a la Guerra de
Argelia mediante la concesión de la independencia a este antiguo departamento de Francia .
Incluso entonces, los teóricos de la guerre révolutionnaire insistían en que el movimiento
revolucionario argelino había perdido la guerra cuando De Gaulle le dio la victoria.

Al contrario que los franceses, los británicos sólo se enfrentaron a la guerra revolucionaria
maoista una vez, y a pequeña escala, en Malaya aunque las tácticas empleadas contra ellos
en Palestina, Chipre y Kenya, guardaron algunas similitudes. La respuesta británica no tenía
el fervor ideológico de la guerre révolutionnaire, pero en cambio era más parecida a su
tradición colonial en su mejor momento; una gran integración entre las autoridades civiles y
militares, la utilización cuando fuese posible de una fuerza mínima de policías en lugar del
ejército, la buena inteligencia proporcionada por operativos de los Servicios Especiales, el
orden administrativo en asuntos tales como el restablecimiento de civiles en los
campamentos médicos habitables y una preparación general para negociar por algo menos
que un victoria total. En el lado militar, la experiencia colonial británica demostraba de
nuevo su capacidad de adiestrar eficazmente a fuerzas locales, tener paciencia en vista del
tiempo requerido para el triunfo y una preferencia por la utilización de pequeñas tropas
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adiestradas para las operaciones, en lugar del uso de muchos hombres y gran cantidad de
armas. Aprovechado las divisiones étnicas para movilizar a los malayos contra los rebeldes
chinos, los británicos aún necesitaron más de una década para reprimir la rebelión malaya.
Queda pendiente la cuestión de si sus métodos flexibles y pacientes hubiesen triunfado
contra un movimiento revolucionario más poderoso.

La respuesta americana a la guerra revolucionaria estará siempre ligada a Vietnam y a la


experiencia de una dolorosa derrota. Un esfuerzo triunfante como apoyo al gobierno filipino
contra la rebelión Huk había creado una confianza entre los líderes militares y civiles
americanos de que estas guerras podían ganarse con actitudes y tácticas correctas. Se
había expresado un cierto desprecio hacia la actuación francesa en Indochina, donde los
americanos también proporcionaron una considerable asistencia material, como se muestra
en la famosa novela y película The Ugly American. Tras el acuerdo francés de dividir
Vietnam en 1954, los Estados Unidos siguieron apoyando un gobierno anti-comunista en
Vietnam del Sur contra el nuevo régimen de Ho Chi Minh en Hanoi y contra sus partidarios
en el Sur.

Ni el Departamento de Estado americano ni algunas de las agencias (USOM, JUSPAO,


CORDS y otras) demostraron suficiente capacidad para tratar con problemas políticos
fundamentales; los americanos no tenían ninguna organización civil comprable a los servicios
coloniales británico y francés, y mucho menos comprable con el disciplinado partido
comunista de Vietnam. Los civiles americanos recogieron información y presentaron
informes, pero carecían del entrenamiento y tradición necesaria para enfrentarse
directamente a un movimiento revolucionario. en este sentido, el esfuerzo de
contrainsurgencia americano en Vietnam no era distinto del focoísmo latinoamericano, era
ardiente, innato e impaciente; incapaz de afrontar el requisito maoiesta de que las
operaciones deben basarse en un análisis político y social muy razonado; eran unos
románticos condenados en el brutal mundo de la guerra revolucionaria, al igual que el
personaje principal de otra popular novela de la época, The Quiet American de Gragan
Greene.

En el lado militar, los americanos demostraron deficiencias similares. En 1962 el Presidente


Kennedy apoyó un breve flirteo con la “Guerra Especial”, pero la base organizativa de las
Fuerzas Especiales del ejército nunca fue fuerte y se debilitó aún más con la rápida
expansión. El ejército de los Estados Unidos desconfiaba de un grupo entrenado para llevar
a cabo operaciones con soldados de reemplazo, y la separación final vino cuando las
unidades de las Fuerzas Especiales empezaron a trabajar con la Agencia Central de
Inteligencia estadounidense. El arresto y encarcelamiento del oficial al mando de las
Fuerzas Especiales en Vietnam por parte de autoridades del ejército demuestra hasta qué
punto este último era incapaz de unificar su estrategia contrarrevolucionaria. Los técnicos y
asesores militares americanos con las fuerzas armadas survietnamitas aceptaron su misión
conscientemente, pero asumieron que los asuntos políticos, el alma de una guerra
revolucionaria, no eran de su responsabilidad. A pesar de que la eficacia combatiente de los
survietnamitas mejoró mucho bajo la tutela y el apoyo americano, nada se hizo para
enfrentarse al atractivo político del estatuto nacional de Ho, los problemas de los
survietnamitas y la afrenta de un régimen dependiente del apoyo exterior.

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Los prolongados ataques aéreos sobre Vietnam del Norte y el envío de gran cantidad de
fuerzas de combate americanas al Sur en 1965, eran síntomas de una bancarrota
estratégica. La pregunta de si se hubiera podido ganar una guerra americanizada, con
escasa destrucción del país y población, continúa siendo una cuestión muy debatida. Pero
de hecho, la masiva intervención militar americana empeoró las condiciones políticas,
sociales y económicas básicas que daban a la guerra revolucionaria su ímpetu, tanto en
Vietnam como en otras partes. El hecho de americanizar la guerra imposibilitaba que el
esfuerzo político, el cual debía ser un esfuerzo civil, pudiese enfrentarse a lo que la mayoría
de los vietnamitas estaban dispuestos a defender o a apoyar en una guerra revolucionaria.
En cambio, las divisiones del ejército norteamericano, que solían tener una inteligencia pobre
pero gran movilidad, potencia de fuego y determinación, intentaban encontrar y destruir a las
formaciones enemigas. Los comandantes militares americanos nunca se tomaron enserio el
hecho de que el esfuerzo político, apoyado por una mampara de seguridad proporcionada
por operaciones de combate a gran escala, debía tener una superioridad igual o superior.

La contrainsurgencia americana, término por el que era codiciado, fue muy costosa tanto
para los vietnamitas como para los propios americanos. Intelectualmente era poco profunda,
carecía de la fusión del misticismo y racionalismo de la guerre revolutionnaire o del
plaglmatismo flemático de la coordinación civico-militar británica. Era un planteamiento
militar, al igual que los desembarcos en Normandía o la liberación de Luzón en 1944, con el
objetivo puesto sobre un enemigo que creía ser el alma gemela de las unidades de combate
americanas, mientras que los campesinos (al igual que los agradecidos indios de otra famosa
novela, A Bell for Adano de John Hershey) esperaban las bendiciones de liberación
americanan. La estrategia americana retó a Ho y Giap, pero al final fracasó en su intento de
derrotarles, principalmente por que nunca percibió el tipo de guerra que se estaba librando ni
las particulares condiciones vietnamitas que daban a la guerra su naturaleza revolucionaria.

La teoría de la guerra revolucionaria se discute muy a menudo por revolucionarios y


contrarrevolucionarios como si se tratase de una doctrina de aplicación universal. Por su
puesto en la discusión se menciona la necesidad de la flexibilidad, adaptando la doctrina a
las condiciones políticas, sociales, geográficas e internacionales específicas. Pero hasta
hace poco no ha surgido la posibilidad de que la doctrina, al menos en su fórmula clásica
maoista, sea válida sólo en una limitada serie de circunstancias. Gerard Chaliand, cuya
amplia experiencia en guerras revolucionarias en los años 60 y 70, junto con su conocido
apoyo a la mayoría de los movimientos revolucionarios, dan valor a sus adversarios sobre el
tema, ha expresado serias dudad sobre la validez global de la doctrina. Hace notar que a
excepción de Cuba (y puede que Irán) la guerra revolucionaria ha tenido éxito únicamente en
algunas partes de Asia-en China y Vietnam-. La identidad y cohesión social son mucho más
débiles en el resto de Asia, Africa y Latinoamérica, seguramente demasiado débiles para
sobrevivir a la horrible y prolongada tensión de librar una guerra revolucionaria. En el resto
del mundo las guerra revolucionarias han caído ante la represión o se ha dividido en
fracciones étnicas, regionales o de tribus cuya hostilidad entre ellos es más fuerte que el
objetivo común revolucionario. Ni siquiera Argelina puede decir que haya vencido la guerra

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revolucionaria. Chaliand no es nada dogmático en esta opinión, pero presenta una cuestión
vital.

Preguntar qué es lo que ha llevado a la victoria o a la derrota en las docenas de guerras


revolucionarias libradas desde 1945, es una forma de intentar dar un enfoque a la validez
doctrinal. Las victorias de los rebeldes casi siempre han sido contra la ocupación extranjera o
un régimen colonial donde los sentimientos nacionalistas, y a veces racistas, se juntan contra
un gobierno de extranjeros y sus colaboradores. Las posibilidades de una victoria también
son grandes cuando se enfrentan a un régimen impopular, corrupto y débil, como el de
Batista en Cuba o el del Sha en Irán, donde incluso las fuerzas gubernamentales acaban
uniéndose a la rebelión. Pero más allá de estos claros puntos de referencia sigue incierta la
respuesta a esta pregunta. La doctrina de la guerra revolucionaria se desarrolló en
sociedades de campesinos que cultivaban arroz, con su gran tradición de la solidaridad
familiar y cooperación comunitaria. La guerra de guerrillas, que ha sido el principal método
militar de la guerra revolucionaria, se basa fundamentalmente en estos campesino . Pero los
campesinos son básicamente conservadores, están más dispuestos a sufrir que a arriesgar
lo que han conseguido trabajando duramente. No son más receptivos a los agitadores
rebeldes, los cuales suelen ser personas educadas y urbanizadas, que a los agentes de un
gobierno central distante y desconfiado. De hecho, casi todas las teorías después de Mao
sobre la guerra revolucionaria proceden de estos intelectuales, cuya incapacidad de
comprender al mundo campesino es notoria. En este sentido, la doctrina sobre la guerra
revolucionaria se convierte en mitológica, dando esperanza a una pequeña vanguardia
revolucionaria cuando las posibilidades reales de una victoria pueden ser remotas.

Parece que los campesinos sólo pueden ser motivados por una guerra revolucionaria cuando
sus vidas se han visto deterioradas con tal rapidez y tan radicalmente que se encuentran
desesperados. En parte para apartarse del dilema de unos campesinos no-revolucionarios,
se ha puesto más atención a la guerra de guerrillas urbana, cuya arma principal han sido
actos que normalmente se han denominado terroristas. Pero el terrorismo no ha logrado una
sola victoria en todo el mundo y las guerrillas urbanas han encontrado las supervivencia
física tan difícil como se dice en las teorías de Mao.

Dejando a un lado el debate teórico y dando paso a la experiencia actual, desde 1945
podemos ver que, a menudo, parece que la situación internacional es un factor crucial en la
explicación del desenlace de una guerra revolucionaria. La victoria de los comunistas chinos
en 1949, que debió poco o incluso nada a la Unión Soviética, es la única excepción. La
guerra civil libanesa, que fueron incapaces de detener los Marines estadounidenses y otras
fuerzas “de paz” en 1983, es un caso extremo en el sentido opuesto. El Líbano se convirtió
en el campo de batalla entre Israel, Siria, los palestinos y los “ voluntarios” procedentes de
Irán. También se puede discutir que el Líbano fue una “guerra por poderes” entre los Estados
Unidos y la Unión Soviética, quienes abastecieron a los bandos respectivos. En cualquier
caso, las diversas guerras de los palestinos para recuperar su tierra de los israelíes y de la
mayoría musulmana del Líbano por arrebatar el poder a los cristianos, dependían de ls
diferencias entre potencias más fuertes.

Otros lanzamientos civiles, desde Irlanda a Sri Lanka, donde los movimientos revolucionarios
dependen más del apoyo exterior que de una gran movilización de apoyo interno, sugieren
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que entre las realidades de un rebelión y la teoría de una guerra revolucionaria a menudo
sólo existe una relación teórica. Y donde las circunstancias han forzado a que las realidades
operacionales se hayan desviado mucho de la clásica teoría maoista, las posibilidades de
una victoria revolucionaria parecen ser muy pocas.

El líder chino Lin Piao, en un famoso discurso, describió a las potencias capitalistas como las
“ciudades” del mundo y a Asia, Africa y Latinoamércia como el “campo”. Los movimientos de
guerrillas revolucionarios en este campo, guiados por china, organizarían, movilizarían y
librarían una larga guerra, como había hecho Mao, hasta que las ciudades, que sólo eran
aislados bastiones de reacción en un mundo revolucionado, se colapsasen, hambrientas de
los recursos vitales que sólo el campo les podría proporcionar. Esta profecía muy parecida
en cuanto a su grandiosidad a las visiones extremas de los defensores franceses de la
guerre révolutionnaire, alarmó a muchos de los “ciudadanos” de todo el mundo y fue un
factor importante en el rápido auge del interés occidental por la teoría y doctrina de la guerra
revolucionaria. Pero poco después de la muerte de Lin Piao, el mundo apenas se asemejaba
a su alarmante profecía. En todos los estados del Sudeste Asiático cercanos a la fuente
revolucionaria y al apoyo chino, hubo movimientos de guerrillas intentando derrocar a los
gobiernos no-comunistas que a menudo eran conservadores. Pero estos movimientos
recibieron muy poco apoyo de China. Las relaciones de China con los gobiernos asociados
del Sudeste de Asia (ASEAN) eran visiblemente más importantes para los líderes chinos que
su compromiso con la guerra revolucionaria mundial, y los movimientos de guerrilla
influenciados por el comunismo en el Sudeste Asiático eran para Pekín una vergüenza más
que una arma.

Los historiadores mejor que nadie, deben comprende los peligros de la profecía. Pero un
intento de situar históricamente la idea de la guerra revolucionaria, lleva implícito tanto una
estimación del futuro como una explicación del pasado. En 1941, Edward Mead Earle y el
seminario de Princeton no estaban preocupados por la importancia de la guerra
revolucionaria. Comparado al impacto de una guerra mundial y al comienzo de otra, los
alzamientos armados con el fin de derrocar gobiernos parecían ser un aspecto periférico de
la estrategia. Todos cambió tres décadas más tarde; a excepción de los explosivos
nucleares aéreos, demasiado destructivos para considerar la utilización, en el mayor y más
urgente problema para la estrategia contemporánea era la asombrosa ubicuidad y el triunfo
de las guerras revolucionarias.

Ya hemos discutido parte de la explicación de este rápido cambio de la percepción


estratégica. Los imperios europeos occidentales, debilitados por la guerra mundial, se
vinieron abajo rápidamente tras 1945. Si la permanencia en cualquier colonia involucraba la
violencia, naturalmente fomentaba las guerrillas y actos terroristas contra las fuerzas
gubernamentales. Tras la descolonización, los regímenes que sucedieron a menudo
encontraban difícil gobernar, preocupados por los recursos inadecuados y por las divisiones
internas de fronteras estatales marcada artificialmente. Contra estos regímenes
poscoloniales se formaban a menudo movimientos de resistencia armada, muy semejantes a
los organizados anteriormente contra las potencias coloniales europeas. Y tras el continuo
desorden en las antiguas regiones coloniales del mundo, incluyendo a Latinoamérica, se
encontraba la división entre las naciones industrializadas del norte, que se partieron en dos

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los países hostiles, ambos con temor de arriesgarse a una guerra nuclear, pero ambos muy
preparados para enfrentarse indirectamente en los campos de batalla del “Tercer Mundo”.

Si esta descripción del reciente pasado es precisa, entonces nos indica algunas de las
posibilidades para el futuro de la guerra revolucionaria. Los antiguos imperios europeos han
desaparecido y con ellos el intenso nacionalismo xenofóbico y sus objetivos vulnerables que
pidieron a la guerra revolucionaria la mayoría de su energía. Los regímenes poscoloniales
continúan con problemas, pero puede ser que, tras un período de conflicto violento, la guerra
revolucionaria a gran escala se convierta en una manifestación de preocupación menos
frecuente en esas partes del mundo. Y, finalmente, las superpotencias no han obtenido
mucho como contrapartida a su involucración en estas lucha largas, caras y a menudo
inmanejables. La Guerra de Vietnam fue un desastre para los Estados Unidos y la Unión
Soviética tiene poco que enseñar de sus frecuentes intervenciones en conflictos
revolucionarios y anticoloniales. Si las actuales operaciones soviéticas contra la resistencia
de guerrilla en el vecino Afganistán y las comprables maniobras americanas en
Centroamérica y el Caribe no son más que lo que parecen –limitadas empresas militares
para salvar a las pareas fronterizas sensibles de las conocidas esferas de influencia-,
entonces podemos decir que la aparentemente interminable Guerra Fría no promete que la
guerra revolucionaria continúen teniendo la misma importancia que la que tuvo en los años
50 y 60.

Estas costosas experiencias pueden haber tenido un efecto tranquilizador sobre los
entusiastas –tanto en los centros militares de Washington y Moscú, como en las junglas y
montañas del Tercer Mundo- que defendían la estrategia revolucionaria de Giap y Mao. Las
carreras y escritos de ambos estrategas, al ser estudiados cuidadosamente, sugieren que la
guerra revolucionaria, librada contra cualquier régimen, es apenas una solución mágica para
la victoria militar y política. En Chino y Vietnam, la guerra revolucionaria significaba millones
de muertos y una generación sufriendo por otros tantos millones; la brutal disciplina requerida
para la supervivencia revolucionaria llega al límite de la comprensión. Como dijo el propio
Mao: “Una revolución no es un sarao, ni la escritura de un ensayo, ni pintar un cuadro, ni
bordar; no puede ser algo tan refinado, tan ocioso y gentil, tan amable, cortés y magnánimo.
Una revolución es una insurrección, un acto de violencia...”. Inevitablemente ha habido un
elemento superficial y romántico en el auge de una guerra revolucionaria para la opinión
internacional. El romanticismo es visible en la deificación que Mao hizo de sí mismo, en los
pronunciamientos más extremos de los expertos” franceses y americanos de la guerre
révolutionnaire y de la contrainsurgencia, y en las opiniones de algunos que apoyan las
causas revolucionarias desde la seguridad relativa de Londrés, París o Nueva York. A este
romanticismo, que es un hecho histórico aunque transitorio, se le puede asignar un lugar
dentro de un fenómeno mayor.

Una última pregunta puede hacer surgir la duda sobre nuestra opinión de un papel de
decadencia para la guerra revolucionaria. Las regiones conocidas como el Tercer Mundo
han sido, y probablemente seguirán siendo, el caldo de cultivo de la guerra revolucionaria,
cualquiera que sea la importancia de este tipo de acción militar en el futuro. Deben
significarse algunos hechos y factores básicos pertenecientes a estas regiones: la diferencia
económica entre el Tercer Mundo y las naciones industrializadas es cada vez mayor. Al
mismo tiempo, la población estas regiones ha estado creciendo a una velocidad que, incluso
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con las estimaciones más optimistas, significará que dentro de unas pocas décadas, estas
grandes multitudes no podrán ser mantenidas con recursos que ya escasean. Si los
sistemas políticos de estas regiones fuesen generalmente estables y eficaces y sus sistemas
sociales bastante equitativos, se podría esperar un esfuerzo concentrado de los grupos
gobernantes para prevenir una catástrofe económica y demográfica. Pero ni las realidades
políticas y sociales del Tercer Mundo dan esperanzas a este acontecimiento, ni el
comportamiento de las naciones ricas ofrecen muchas esperanzas de salvación.

Citando a una reciente descripción de las condiciones características de ciertas partes de


Latinoamérica: “La incautación de la gran mayoría de la riqueza por una oligarquía de
propietarios desprovistos de una conciencia social, la total o casi inexistencia de una ley en
vigor, los dictadores militares poniendo en ridículo los derechos humanos elementales, la
corrupción de algunos funcionarios poderosos y la mala práctica de algunos de los intereses
extranjeros, constituyen factores que nutren la pasión por la revueltas entre aquellos que se
consideran las víctimas de un nuevo colonialismo de orden tecnológico, financiero, monetario
o económico”.

Este pasaje no procede de un panfleto revolucionario ni de una denuncia liberal de la


explotación neocolonial sino de una declaración papal oficial, advirtiendo el clérigo católico
contra su involucración en los movimientos revolucionarios del Tercer Mundo. Esta
declaración papal, pese a su objetivo conservador, reconoce la existencia mundial de las
condiciones descritas que, enmendadas correctamente, son aplicables a la mayor parte del
Tercer Mundo e incluso a Latinoamérica. Las tendencias actuales no dan motivo para
pensar que cualquier forma de evolución gradual del proceso cambiará estas condiciones.

En 1927 Mao describió las pésimas condiciones de los pobres campesinos chinos en la
provincia de Hunan. En desacuerdo con la línea ortodoxa de que los campesinos tenían,
como mucho, un potencial revolucionario limitado, Mao insistió en que eran tan malas las
condiciones en hunan y en otra partes de la China rural, que la revolución podría basarse en
los desesperados campesinos chinos. Esta gente, al contrario que los campesinos europeos
del siglo XIX, ya no tenían nada que perder. Una década después, tras amargas batallas
dentro del Partido Comunista Chino, Mao había ganado la discusión y se convirtió en el
indiscutible líder del movimiento revolucionario. Nadie, ni siquiera el propio Mao, creía en
1937 que en doce años se ganaría la guerra revolucionaria china. Si examinamos el mundo,
sus perspectivas, el papel de la violencia en estas perspectivas y en especial las ideas
estratégicas que llevan al uso de la fuerza armada, la experiencia de Mao es sugerente.
Sólo podemos preguntarnos si grandes cantidades de personas, en grandes partes del
mundo, caerán hasta el nivel de los campesinos de Hunan en 1927, creando un potencial
explosivo para la guerra revolucionaria.

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