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El último comandante

Quindío es un departamento pequeño de Colombia, donde no viven más de quinientas mil


personas. Tiene doce municipios, ninguno a más de una hora de la capital, Armenia. Es un
lugar muy tranquilo, atravesado por ríos andinos de aguas lodosas y oculto por miles de
guaduales, donde los atardeceres son de una tristeza de Dios: rojos, como si fueran una
amenaza del fin del mundo. Por eso, pensionados de Bogotá, Medellín y Cali —principales
ciudades del país— terminan allí sus vidas, lejos de las oficinas, cultivando pequeñas
huertas y tomando café orgánico. Rodrigo Londoño ha seguido ese rumbo de la clase
media, pues desde que empezó el encierro prolongado por el coronavirus, vive en una
pequeña finca quindiana de trabajo donde se cultiva café y plátano. Rodrigo es conocido
como Timochenko, el tercer y último comandante de las FARC —la guerrilla más vieja que
vio nacer hasta ahora el mundo—, y su única foto conocida antes de que dejara las armas y
firmara la paz con el expresidente colombiano Juan Manuel Santos, lo mostraba como un
hombre de más de un metro con ochenta centímetros, brazos gruesos y una barba temeraria;
inteligencia militar decía que era médico, que había sido formado en la Unión Soviética y
Cuba, que era un sanguinario con quien nunca existiría la posibilidad de paz. Nadie ha
reparado en el detalle: el tiempo demostró que inteligencia militar solo tenía dos cosas
claras: su nombre real y su fecha de nacimiento.

En el corredor de la casa donde vive, construida en una pequeña montaña del Quindío —
horas antes del encuentro, el policía que comanda su seguridad pidió que no se revelara la
localización exacta, ni cuántos hombres lo cuidan ni sus posiciones—, está de pie Rodrigo
Londoño, y si no fuera por lo que dijo de él durante décadas el Estado colombiano —su
antiguo enemigo—y por el ejército rebelde que comandó y el secuestro de civiles y la lucha
de décadas por el poder, cualquiera podría jurar que es un campesino que logró algún
dinero, no mucho, el justo para vivir.

Tiene sesenta y un años, no mide más de un metro con sesenta centímetros, no tiene barba y
sí una barriga importante. Rodrigo saluda y su voz es cantarina y también un poco aguda,
como la de ese campesino que no fue. Está perfectamente peinado y sonríe, sincero. La casa
tiene una sala espaciosa, hay un comedor separado de la cocina por una barra, donde dos
mujeres jóvenes cocinan un guiso de lentejas y carne. Rodrigo se sienta en el comedor y
por debajo de la mesa aparece un bebé de un año. Es su hijo, a quien levanta y sienta en las
piernas. Una de las mujeres se acerca, es Johana Castro, la compañera de Timochenko, que
tiene treinta y seis años y se encarga de abrir su mundo, de darlo a conocer.

Rodrigo dice que en esta casa lo intentaron matar. En enero de 2020, agradeció
públicamente a la Policía y al Ejército por haberle salvado la vida dando de baja a dos
exguerrilleros que supuestamente fraguaron un plan para asesinarlo. La noticia terminó en
opiniones de políticos en varios medios de comunicación colombianos, insistieron en el
fracaso del proceso de paz, se denunció que los exguerrilleros abatidos tenían rastros de
tortura y varios días de descomposición cuando el forense recibió los cuerpos. Todo cayó
en el olvido y nunca se supo muy bien qué había pasado en realidad.

—Aquí fue donde intentaron hacerlo, se metieron —a sus pies, el bebé balbucea y en la
cocina las mujeres sirven el almuerzo. Esta es una casa con solo tres habitaciones donde
viven ocho personas. Rodrigo se ríe como para sus adentros, es la risa amistosa de quien
sabe que no puede contar algo y, sin embargo, lo hace.

—¿Cómo fue?

—Nosotros —usa siempre los pronombres del plural, el yo lo deja para las anécdotas de la
juventud temprana— veníamos hablando de la posibilidad de montar un proyectico
productivo y vinimos aquí a buscar una tierrita y de paso a visitar a mi familia, que es del
Quindío. Nuestra idea era vivir aquí, tener esto como sede y viajar eventualmente a Bogotá.

Aunque no lo dice directamente, parece que el viaje de Rodrigo es un escape. En algún


momento, dirá que ha pensado en dejar toda actividad política y pública y dedicarse a la
familia. Se ha convertido en la imagen de éxito de la nueva vida de los exguerrilleros, y
aunque no ha declinado en sus aspiraciones de izquierda, más cercanas al comunismo que
al progresismo moderno, su proyecto ahora parece ser el disfrute del hogar, de los años que
le quedan de vida. Tiene una relación directa con su familia materna, a la que no vio por
más de cuarenta años. En la mesa de este almuerzo está sentado su sobrino Víctor, de no
más de cuarenta años, dueño de la finca, a quien conoció durante el proceso de paz en La
Habana, Cuba. Así, la historia del frustrado atentado empieza con un deseo de regresar al
origen: a la tierra en la que trabajó cuando era apenas un adolescente, donde se volvió un
muchacho panfletario que militaba en la Juventud Comunista (JUCO), perseguida por
militares y policías desde aquellos tiempos hasta hoy.

Rodrigo llegó en diciembre con su esposa, su hijo y cinco exguerrilleros más —sus amigos,
sus compañeros, sus aliados, quienes lo cuidan hasta el día de hoy, extendiéndose la sombra
del comandante que necesita protección— al Quindío buscando una tierra, y por esos días
el director de la Unidad Nacional de Protección —una entidad gubernamental que protege a
miles de políticos, líderes sociales, excombatientes, activistas, y que suele fracasar cada
tanto en su intento— lo llamó para advertirle que sus excompañeros Iván Márquez y Jesús
Santrich, líderes en la comisión que firmó la paz y hoy viejos, armados y prófugos de la
justicia, tenían planeado asesinarlo. La información de inteligencia decía que lo harían en
las regiones, lejos de Bogotá. El cazador conoció el miedo hasta que se instaló en esta
finca. Más allá de las amenazas, de las posibilidades de muerte, dice que su temor más
grande es estar solo y encerrado en una casa, le quedó para siempre la costumbre del aire
libre, del monte abierto, de la vida común.

—Un día yo me fui a andar y estaba allí en el filo de esa montañita —dice Johana—, estaba
hablando con una señora y me sonaba mucho el celular, pero no contesté, cuando llegó un
carro y me dijeron vámonos que usted no puede salir de la casa. Él estaba durmiendo y yo
le dije “como que los cogieron”.

—¿Eran dos hombres? —le pregunto a Rodrigo.

—Sí, exguerrilleros, los hombres de confianza de El Paisa para todo ese tipo de cosas —El
Paisa es un excomandate guerrillero conocido por planear atentados en Bogotá, liderar
secuestros y dirigir una de las columnas farianas más letales—. Tuve dudas de que fuera
cierto, porque venían con tan solo dos pistolas, eso estaba raro. Los policías recuperaron los
teléfonos y los archivos que habían borrado, encontraron fotografías de la casa y hasta la
minuta del esquema de seguridad. Con las fotografías analizaron desde donde habían sido
tomadas y en esos lugares encontraron un fusil y un lanzagranadas m79. Allí hay un puente,
sobre ese puente tenían explosivos, seguramente para volarlo si yo alcanzaba a escaparme,
ahí mismo me mataban.

—¿Usted vio en ese plan el modus operandi de las Farc?

—Sí.

***

Rodrigo Londoño Echeverry nació el 20 de enero de 1959 en La Tebaida, Quindío, un


municipio al sur del departamento donde por esa época se expandían algunas bandas
liberales que eran perseguidas por policías y grupos conservadores, en una extensión de lo
que en Colombia se conoce como La Violencia, una época que empezó con el asesinato del
líder liberal Jorge Eliécer Gaitán y que terminó con el nacimiento de las Farc en 1964. Sus
padres eran Arturo Londoño y Elisa Echeverry, quienes habían tenido matrimonios
anteriores; a ella le asesinaron su primer esposo en la puerta de la casa por ser liberal; él
simplemente dejó su primer hogar porque se enamoró de Elisa. Rodrigo fue el primogénito,
su hermano menor, Henry, fue asesinado muchos años después y Rodrigo sospecha que se
trató de un “delito de sangre”.

La plataforma Zoom es la herramienta predilecta de comunicación de Rodrigo: no habla


por teléfono y el Whatsapp lo usa con el laconismo de un telégrafo. Conserva algunas
previsiones de la época de la guerra: habla solo lo necesario, evita la mucha palabrería y
teme que de algún lado lo escuchen —“muchos bombardeos nos cayeron porque rastreaban
las señales de los celulares o de los computadores”—. La primera entrevista sucede por
internet, la prohibición de salir de las casas por el coronavirus inicia una serie de
conversaciones en las que él contará su historia. Pidió que le enviara un link de Zoom, “yo
solo doy click y entro, así me queda más fácil porque no sé hacer nada más con este
computador”.

—La infancia fue muy bonita. Era la infancia de un pueblo pequeño donde todos nos
conocíamos.

Aprendió a leer antes de los cinco años, y muy rápido dominó operaciones matemáticas
básicas como la suma, la resta y la multiplicación, sin embargo, no lo aceptaron en la
escuela del pueblo porque la ley ordenaba el ingreso a los siete años. Su madre lo instruía
con la Biblia, un libro que le pareció especialmente bello por la calidad del papel y la
distribución de los párrafos. El padre era un campesino liberal que viró al comunismo;
como era analfabeta, tomó a su hijo como lector, así Rodrigo pasó de las historias bíblicas a
leer Voz Proletaria, el periódico del Partido Comunista Colombiano.

—Mi papá era un campesino antioqueño que llegó en la colonización del Quindío. Era
analfabeta y muy rebelde, por eso nunca estudió. Me arrepiento de no haberle preguntado
en qué momento se volvió comunista. Era liberal, gaitanista y nunca le pregunté cuándo dio
ese trance. Tenía unos familiares, primos, casi todos de ideas comunistas, revolucionarias,
eran militantes pasivos. Mi papá sí era activista, incluso fue candidato al Concejo de La
Tebaida —organismo que existe en todos los municipios de Colombia y que hace control
político a los alcaldes, aprueba presupuestos y políticas ciudadanas—, no había debate
importante en el Concejo en el que no estuviera. En sus discursos recitaba de memoria
trozos de Ignacio Torres Giraldo —marxista colombiano que murió a mediados del siglo
pasado— y del mismo Jorge Eliécer Gaitán.

Cuando ingresó al colegio se destacó como un buen estudiante y como muchos otros niños
del campo colombiano, Rodrigo acompañaba a su padre en los trabajos de la siembra y
cosecha del café; los fines de semana visitaba con su madre los teatros de Armenia donde
veía wésterns y películas de comediantes mexicanos. Los cuarenta años que estuvo en la
guerrilla recordó esos domingos, no como quien mira el pasado queriendo volver a él una
vez más, sino como un pequeño diamante perdido para siempre y del que solo se recuerda
el brillo.

***
—Cuando usted fue nombrado comandante de las Farc, inteligencia militar dijo que era
médico…

—Eso era mentira —se ríe—. Si yo ni siquiera terminé el colegio. Lo que pasó es que en
los años ochenta unos médicos cercanos a la organización me capacitaron en Bogotá para
atender heridos. Yo llegué a Bogotá, me dieron unas semanas de clases teóricas en una casa
y luego hice prácticas un par de meses en unas clínicas importantes. Entré a cirugías, vi
cómo trataban algunas enfermedades, cómo sacar balas, desinfectar y coser heridas. Por un
tiempo, en las Farc me conocieron como el médico.

—También dijeron que usted se formó en la Unión Soviética y en Cuba —Rodrigo no


contiene la risa.

—No, hombre, yo nunca salí de este país hasta la negociación de paz con Juan Manuel
Santos.

Rodrigo ríe en su casa mientras se toma una cerveza fría. Es un hombre que ríe suave, por
lo bajo, pero con alegría verdadera. A los 23 años hizo parte del estado mayor conjunto y a
los 27 ya era miembro del secretariado de las Farc, el hombre más joven en llegar a la
máxima instancia guerrillera. Fue encargado de la escuela de formación de los jóvenes que
recién llegaban a las Farc, hasta que en los años noventa lo trasladaron del sur del país al
Magdalena Medio, cerca de la frontera con Venezuela. No vivió la bonanza guerrillera de
esos años, cuando departamentos como el Meta, Huila y Caquetá —sur del país, cerca de la
selva amazónica— parecían caer bajo el dominio subversivo.

—Los años noventa fueron de mucha bonanza de cocaína para las Farc…

—Yo mismo, en los años noventa, estuve deteniendo a un comandante que tenía relaciones
con narcotraficantes en Caquetá, se cobraba un impuesto, pero ese comandante de frente
estaba sacando provecho, se estaba convirtiendo en un narco. No se puede negar que
algunos se pervirtieron, pero nosotros, los que dejamos las armas, mantuvimos la creencia
en la causa, no nos desviamos.

—¿Usted cree que debieron aprovechar el proceso de paz de 1998 con el expresidente
Andrés Pastrana?

—Yo creo que debimos aprovechar la posibilidad con Belisario Betancur, en 1986,
hubiéramos construido mucho más, pero la guerra ha dejado muchos dolores, mucha
tristeza y un país muy polarizado.

***

La confrontación entre el Gobierno colombiano y las Farc empezó en 1964 y terminó en


2016. Las Farc solo tuvieron tres comandantes en su historia: Manuel Marulanda Vélez,
cuyo nombre verdadero era Pedro Antonio Marín, fue el fundador y murió el 26 de marzo
de 2008 de muerte natural, se convirtió en un mito subversivo, en el guerrillero más viejo
del mundo y cuando otros exguerrilleros lo citan parece que recitaran El Corán o la Biblia,
como si ese hombre no hubiera sido un estratega, un rebelde, sino un profeta, un monje de
consciencia superior. El segundo comandante fue Alfonso Cano, nombrado intelectual por
los guerrilleros y políticos que alguna vez lo conocieron, su nombre verdadero era
Guillermo León Sáenz, y murió bombardeado el 4 de noviembre de 2011 cuando el
gobierno Santos ya tenía conversaciones secretas con la guerrilla; Timochenko dirá que un
día el propio expresidente Santos le dijo que había dado la orden del ataque porque creía
que la paz sería más esquiva con Cano, “pero hubiera sido mucho más fácil, porque el
camarada era un hombre de ideas, de paz”.

El tercer comandante fue Rodrigo Londoño, Timochenko, quien firmó la paz. La primera
vez que salió de la selva para ser recogido por un helicóptero que lo llevo a La Habana,
Cuba —donde conoció a los negociadores de paz del gobierno y de su guerrilla, entre ellos
a personajes como Jesús Santrich, quien hoy se encuentra prófugo de la justicia—, primero
estuvo en Venezuela y se conectó a internet sin el terror de que lo encontraran y lo
bombardearan, entonces lo primero que hizo fue buscar en Google Maps su pueblo: La
Tebaida, y pasó por algunas calles y recordó al muchacho que un día decidió convertirse en
guerrillero. Cinco años después logró la paz, hubo dos firmas: la primera el 26 de
noviembre en Cartagena, pero el 50,21 por ciento de los votantes colombianos invalidó el
acuerdo en un referendo realizado el 2 de octubre; después de negociaciones con grupos
sociales y políticos de la oposición, hubo una firma definitiva el 24 de noviembre en el
Teatro Colón, de Bogotá. Dadas las circunstancias, Timochenko dio dos discursos, y en
ellos se deja ver una diferencia de registro, en el primero se escuchó a un comandante
victorioso, como si las armas hubieran sido un vehículo para la política —lo que siempre
sostuvieron—; en el segundo hay una justificación, como si después del plebiscito y las
reuniones con la oposición, se hubiera dado cuenta de que ejercer la política no sería tan
fácil.

Entre muchas frases barrocas, con el viento de Cartagena y políticos de todo el mundo entre
los invitados, Timochenko dijo: “Compatriotas, esta lucha por la paz que hoy empieza a dar
sus frutos, viene desde Marquetalia —pueblo donde nacieron las Farc— impulsada por el
sueño de concordia y de justicia de nuestros padres fundadores, Manuel Marulanda Vélez y
Jacobo Arenas, y más recientemente por la perseverancia del inolvidable comandante
Alfonso Cano, a ellos y a todos los caídos en esta gesta por la paz, nuestro eterno
reconocimiento (…) que nadie dude de que vamos hacia la política sin armas,
preparémonos todos para desarmar las mentes y los corazones, en adelante, la clave está en
la implementación de los acuerdos…”. La segunda vez, en un escenario oscuro, donde la
ceremonia parecía un trámite presuroso, como si la posibilidad de la firma se pudiera
desvanecer, dijo: “Que la palabra sea la única arma de los colombianos. Para alcanzar la
firma de este acuerdo definitivo, los colombianos vivimos más de siete décadas de
violencia, medio siglo de guerra abierta, treinta y tres años en procesos de diálogos, un
lustro de debates en La Habana, el desencanto del pasado 2 de octubre, y el más histórico
esfuerzo por conseguir el mayoritario consenso de la nación, en esta última etapa
enriquecimos y modificamos el acuerdo anterior teniendo en cuenta las inquietudes y las
propuestas hechas por los más variados grupos y organizaciones sociales, sectores de
opinión, movimiento y partidos políticos…”.

Pero no todo fueron discursos, hay una escena que puede definir los despojos de la guerra.
En Cartagena, cuando Timocheko hablaba por alguna razón de Mauricio Babilonia, el
personaje final de Cien años de soledad, se escuchó un estruendo que lo hizo temblar de
miedo, se trató de unos aviones Kfir de la Fuerza Aérea Colombiana que sobrevolaban
celebrando el acuerdo, los mismos que se usaban para los bombardeos que dieron los
golpes militares más contundentes contra las Farc.

***

Suele preguntar si la conexión está bien. En el primer encuentro por Zoom se le vio en un
escritorio espacioso, la cara bañada por una luz plena de sol, detrás suyo había una
estantería con libros, una puerta cerrada que en algún momento abrió Johana. En el
escritorio se veía la antena de un radio, un iphone y poco más, vestía una camiseta azul y
permanecía perfectamente peinado, pulcro.

En el relato de su infancia hay un quiebre. Cuando estaba en secundaria, abandonó el


colegio porque su padre lo castigaba con dureza. Tiempo después, trató de continuar con
sus estudios pero fracasó. Vivía entonces en Quimbaya, Quindío, con su hermana media
mayor, hacía parte de la JUCO y era conocido en la Universidad del Quindío —un
muchachito de 16 años que parecía mayor, cuya lengua filosa avivaba debates políticos que
jóvenes de pregrados no resistían— por su pasión comunista, fruto de años de escuchar
Radio Habana con su padre, de leer el semanario Voz, de presenciar las tertulias etílicas de
los copartidarios que llegaban a su casa para analizar la desigualdad y la persecución de los
liberales.

—Estábamos preparándonos para la campaña electoral y un día se armó una discusión con
un simpatizante de la organización; yo con 17 años me creía muy grande, y oí que un
dirigente de la JUCO dijo que las elecciones no valían la pena, que lo que valía la pena era
echar plomo, que a quien quisiera él le ayudaba a entrar a las Farc. Luego contacté al tipo y
le dije que yo me quería ir. A los días ya me llamó otro hombre y me pusieron una cita para
una reunión y ahí trataron de convencerme de que no me fuera, pero la decisión ya estaba
tomada.

Por esos años tuvo un amigo cercano, Jorge Rojas Rodríguez, quien con los años se hizo
periodista, conformó la ONG Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento
(CODHES) y fue secretario de integración social de la alcaldía de Gustavo Petro, en
Bogotá. Jorge Rojas y Rodrigo vivían juntos en la casa que la JUCO tenía en Quimbaya.
Compartían los oficios caseros, estudiaban marxismo y hacían teatro. Solían pintar paredes
con letreros de revolución en los que elogiaban la gesta cubana, a Fidel Castro y el Che
Guevara; como dos predicadores de los Testigos de Jehová, promulgaban el mensaje
comunista con megáfono en mano.

Escribe Rojas en su libro Timochenko. El último guerrillero (Ediciones B, 2017):

“De pronto irrumpió en la ‘Casa del Pueblo’ el médico Santiago Londoño, un prestigioso y
acaudalado cardiólogo, admirado y perseguido en la región por su declarada amistad con la
revolución cubana. Traía en sus manos, como si fuera un trofeo, un morral de lona color
verde oscuro y un par de botas negras pantaneras. Se paró al frente de la reunión de
militantes del partido y de la Juventud Comunista de Quimbaya, que se hacía todos los
sábados a las siete de la noche con la religiosidad de una misa, y preguntó en voz alta:

‘¿Quién es el verraquito que se va conmigo?’

Del fondo del salón se levantó Rodrigo y marchó al frente con orgullo y en silencio. Tomó
el morral, que estaba desocupado, y lo acomodo en su espalda. Después recibió las botas
con la mano izquierda y enseguida levantó la otra mano con un gesto que simboliza al
mismo tiempo victoria y despedida. Luego se subió en la parte de atrás de una vieja
camioneta que alcanzábamos a divisar estacionada frente al local del partido”.

Rodrigo pasa sin precaución por los detalles de su partida y recuerda que llegó a unas casas
de copartidarios en Bogotá, y cuando lo menciona parece contar la historia de un país que
pervivía a los bordes de la realidad, un país urbano y revolucionario que ayudaba a la
subversión. Después de unos días en la capital emprendió camino con un guía y un indígena
al páramo de Sumapaz, ubicado en la cordillera oriental y que comunica al centro del país
con el sur: Meta y Huila, donde las Farc siempre tuvieron hegemonía. Por un descuido del
guía, Rodrigo y el indígena —de quien no recuerda el nombre ni su suerte— terminaron en
el campamento de Manuel Marulanda y Jacobo Arenas, los fundadores. Fue el mismo
Jacobo Arenas quien le tomó los datos a Rodrigo y en ese momento escogió su seudónimo
porque un hombre que había estado en la Unión Soviética le habló de un tal Timochenko, el
apodo mutaría muchas veces en Timo o en Timoleón Jiménez.

—Usted en teoría puede decir cómo prender fuego, pero allá uno lo vivía: prender fuego
con madera seca, con madera verde, con madera mojada; comer culebras, micos, guatines,
no comer por semanas, no cambiarse la ropa por semanas; meterse en la selva más difícil y
guiarse solo por la brújula; pasar retenes de paramilitares y de militares siguiendo el papel
de un minero o de un cura o de un campesino pequeño —dice Rodrigo sentado allá en su
escritorio, mientras la señal de Zoom tambalea. Tiene un acento muy campesino, de
hombre pobre que trabaja con las manos en la tierra.

—¿Nadie de su familia supo que se fue a las Farc?

—No, a nadie se lo dije, era lo mejor. Mi mamá sí estuvo averiguando con la gente del
partido y le dijeron que yo me había ido a estudiar a la Unión Soviética. Yo me fui y nunca
más volví a aparecer.

—¿Nunca se arrepintió?

—En la guerrilla tuve muchas dificultades, pero yo nunca me arrepentí. Cuando sucedía
algo complicado, yo recordaba que la decisión la había tomado a conciencia, eso me ayudó
en estos cuarenta años que duró la lucha.

Mientras Rodrigo habla, parece que no existiera en esta ni en otras generaciones nadie más
con el temple de cargar con decisiones radicales, y sucede porque el tono de la voz no tiene
dramatismos. Cuando se le pregunta si cambiaría algo en su vida rechaza la propuesta, no
quiere perder tiempo en argumentaciones que no tienen vocación de realidad.

En los años en que ingresó a las Farc, la guerrilla apenas hacía una o dos “intervenciones
militares” en el país cada año, pues estaban armados con trabucos y escopetas de la primera
guerra mundial. El trabajo más importante era discursivo y Rodrigo, uno de los pocos que
sabía leer y escribir, que había estudiado el marxismo, se convirtió en un líder temprano.

—Mi primera misión fue el 7 de agosto de 1977 en Santana Ramos, Caquetá. Éramos diez
guerrilleros, visitamos a la gente casa por casa y concentramos a todos en la plaza. El
discurso lo dimos desde la inspección de policía y el megáfono nos lo prestó un cura o un
pastor evangélico, no recuerdo. Ese fue mi primer discurso ante masas —se ríe divertido,
como queriendo decir: y después vendría lo importante, lo tenaz—, no sé cuántas
barbaridades dije en ese momento, yo tenía 18 años.

Rodrigo tiene que terminar la conversación, lo espera el cuidado de su pequeño hijo, que ya
se dio la siesta de la tarde y quiere jugar.

***
En diciembre de 2014 la Fiscalía colombiana levantó más de cien procesos que tenía en
contra de Timochenko, era impensable que el comandante guerrillero tuviera órdenes de
captura mientras negociaba en La Habana. En ese momento, Estados Unidos ofrecía 5
millones de dólares de recompensa por él, Colombia 2 millones y medio. Para ese
momento, la Corte Penal Internacional tenía en su contra 16 condenas de entre diez y
cuarenta años de prisión por asesinatos, secuestro, toma de rehenes, desplazamiento forzoso
y reclutamiento de niños. El 24 de junio de 2013 la justicia colombiana lo condenó a
cuarenta años de cárcel por atentar contra un barco que navegaba en el río Ariari. El 11 de
septiembre de 2013 fue condenado a 31 años por atentar contra el hotel Acapulco, en el
municipio de Puerto Rico, departamento del Meta, donde murió una mujer que vendía
frutas en la calle, dos niños, un teniente, dos soldados y otras veintitrés personas fueron
heridas. La cuenta es larga: tomas sangrientas a pueblos, asesinatos, secuestros. Ahora pasa
por un proceso ante la Jurisdicción Especial para la Paz, una corte que se creó como
artefacto de justicia transicional para que los exguerrilleros rindieran cuentas y contaran la
verdad a cambio de no pagar cárcel. Rodrigo no ha faltado a ninguna cita ante la corte y
para todas se ha preparado con juicio, dicen algunos magistrados. En la mesa de su casa,
mientras toma una cerveza después de comer el guiso de lentejas con carne, y de
reflexionar sobre los excesos de un conflicto armado de cincuenta años, de los que él
recorrió cuarenta, dice:
—La guerra es una mierda.
Rodrigo no suele expresarse mal. Mide sus palabras, las sopesa, pero en este punto ya no
tenía sinónimos ni opciones.
***
—Lo conocí durante el proceso de paz, en Cuba. Fui a visitarlo con mi mamá, que es
hermana mayor de él. Desde ese momento empezamos a tener relación de familiaridad, y él
siempre fue muy curioso por saber qué había pasado con alguna gente. Entonces él es mi
tío y aquí les estoy tratando de ayudar con el proyecto que quieren empezar. Yo sabía que
mi tío era Timochenko, pero la vida de nosotros seguía muy normal, a veces sí pasaban
cosas extrañas, como que a la casa llegaban policías a preguntar pendejadas. Mi mamá
decía que no tenía nada que ver ni sabía nada de nada, lo cual era cierto. Yo me he dado
cuenta de que él ahora quiere una vida tranquila, vive enamorado de su esposa y de su hijo
—dice Víctor Echeverry, sobrino, uno de los pocos familiares que no le teme a hablar, y
dueño de la finca en la que ahora Rodrigo pasa la cuarentena con la familia.
Rodrigo no solo se ha encontrado con la familia que dejó a los diecisiete años, también con
su hija, que nació en 1988 de una relación que tuvo con una guerrillera. La mujer, de quien
se reserva el nombre, ahora vive en España y tiene tres hijos, a quienes Rodrigo ya conoció.
—Yo no quería tener hijos porque sabía que no podía estar con ellos. Cuando nació la niña,
se la entregamos a un hermano mío que vivía en Palmira y luego la mamá desertó y se fue
con ella, hasta que en 1997 las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) —un grupo
paramilitar que se desmovilizó entre 2003 y 2005— intentó secuestrarla, entonces se fue
exiliada para España. Yo no quería tener hijos porque sabía que podían sufrir ese tipo de
cosas, ahora un hijo no es una preocupación sino una felicidad.
***
Este sábado de julio, Rodrigo tiene una reunión del partido Farc (Fuerza Alternativa
Revolucionaria del Común) por Zoom. La tarde está gris en el Quindío y Johana tiene al
pequeño Yohan en las piernas, que le pide alimento. Cuenta que Rodrigo se levanta antes
de las cinco de la mañana, como solía hacer en el monte, hace ejercicio, desayuna, escucha
radio y entra en una interminable jornada de reuniones. Desde que firmó la paz ha tenido
varias enfermedades: una isquemia, un infarto y por lo que pareció ser una aneurisma,
estuvo muerto 35 minutos en La Habana.

—Yo conocí a Rodrigo en la décima conferencia de las Farc, que sucedió después de
terminado el proceso de La Habana. Yo hacía parte del equipo de prensa de la guerrilla; un
día me dijeron que me fuera a cubrir una asamblea y le pedí a él que me diera una
entrevista, aceptó, pero me tocó ocuparme de su imagen, porque andaba como mal de
apariencia, mal de ropa, y la barba desarreglada, entonces le dije que si quería que le
arreglara la barba. Yo nunca lo había visto. Desde ahí empezó a mirarme mucho. A los
pocos días nos hicimos novios, pero yo no sabía si eso iba a durar mucho porque a él
siempre lo miraban otras mujeres, otras camaradas.

—Él tiene fama de ser bravo…

—Yo creo que es muy diplomático, es una persona muy noble y razonable, siempre trata de
entender a los compañeros del partido pero también les recalca que ahora estamos todos en
la legalidad, que hay que someterse a la ley, que para eso dejamos las armas.

Johana ingresó a las Farc en 1999, cuando tenía 15 años. Como estuvo a punto de graduarse
del colegio, se convirtió en una educadora dentro de las filas de la guerrilla, donde se
encargó de alfabetizar a los guerrilleros —en la desmovilización se comprobó que todos
sabían leer y escribir—, además tenía que estudiar las categorías filosóficas generales. Su
hermano mayor también ingresó a la guerrilla y está desaparecido hasta el día de hoy.
Siempre tuvo miedo de caer en manos de los paramilitares en medio de un combate, pues
vio los cuerpos de muchas guerrilleras que eran violadas y desmembradas antes de ser
asesinadas. Nunca pensó que tendría un hijo, mucho menos un marido, pues en la guerrilla
se acostumbraba a no tener cadenas y el amor duraba muy poco tiempo.

—Nosotros no vivimos solos, vivimos con otros exguerrilleros porque no nos imaginamos
la vida solos, no somos capaces. En los campamentos uno se levantaba y ahí mismo veía a
los compañeros y empezaba a hacer las tareas en colectivo, es muy difícil deshabituarse a
eso. Aquí seguimos tratando de tener todas esas cosas en común.

***

La oficina de Rodrigo tiene una biblioteca con libros sobre la historia de la guerrilla, cartas
de Marulanda y Arenas, y hasta cables periodísticos del escritor argentino Rodolfo Walsh.
La ubicación del escritorio le permite ver un gran tapete de foami con algunos juguetes
infantiles, donde Yohan pasa horas a su cuidado. Hay una gran ventana desde donde se ve
un cafetal. En las tardes, Rodrigo toma café, cerveza o whisky, todo depende del trabajo y
del estrés. Desde que empezó la cuarentena por el coronavirus, recibe decenas de
invitaciones a foros, entrevistas, conversatorios. Entre académicos y organizaciones
sociales se le ve como un pensador, como un hombre que no ha dado marcha atrás en lo
pactado en La Habana, sin dejar de denunciar el asesinato de excombatientes —más de
doscientos desde que se firmó la paz—, sin embargo, un sector del partido cree que
claudicó en sus ideas revolucionarias y que debió respaldar a Iván Márquez y a Jesús
Santrich cuando el 29 de agosto de 2019 anunciaron que volvían a la lucha armada.

—Ellos no terminaron de creer en la culminación del proceso. Yo no puedo salir a defender


la fuga, porque estamos en la legalidad, hemos dado nuestra palabra. El atentado que
planearon en mi contra iba a alimentar la tesis de que el proceso de paz fue un fracaso y le
iban a echar la culpa al gobierno. Este ha sido un camino difícil, cuando fui candidato a la
presidencia había un grupo de personas que me seguía de ciudad en ciudad para sabotear,
pero yo nunca me salí de mis casillas, sabía que iba a ser difícil y lo aguanté. En una ciudad
le tiraron macetas a un carro en el que creían que yo iba —dice Rodrigo mientras en el
Zoom de su iMac aparecen las caras de su copartidarios que debaten en una sesión por
Zoom. Rodrigo renunció a su candidatura presidencial el 8 de mayo de 2018 después de
que le practicaran una cirugía a corazón abierto.

—¿Usted no ha pensado en dejar la política y dedicarse a la familia?

—Sí, lo he pensado, dedicarme al niño, a Johana, a los proyectos productivos con mis
compañeros.

—¿Cómo ha sido la paternidad?

—A mí varias personas me habían dicho que esa es una experiencia única, y ya viviéndola
me doy cuenta que es verdad. Solo quiero vivir el día a día y la cuarentena me ha generado
una situación más favorable, ahora estoy todo el tiempo con el niño, me doy cuenta de sus
nuevos gestos, de cómo intenta hablar, de cómo intenta caminar, es una experiencia única,
hermosa.

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