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Autor: BERZOSA MARTÍNEZ, RAÚL.

Título: Para comprender el Credo de nuestra fe: a la luz del Catecismo de la Iglesia Católica y
de la doctrina del papa Benedicto XVI.
Editorial: Verbo Divino.
Lugar y año de edición: Navarra, 2012.

CAPÍTULO 31
Creo-creemos

Los hombres llevamos dentro un «chip» que nos hace religiosos


¿Por qué la Fe se vuelve tan oscura y problemática en el mundo de hoy?
Para responder a esta inquietante pregunta, J. Ratzinger sale a nuestro
encuentro y nos recuerda que nuestra cultura contemporánea, por un lado,
está marcada por el historicismo, que acaba convirtiendo a la persona en
centro de sí misma y de sus acciones. El hombre no es alguien hecho, sino
en evolución continua y como fruto del azar. El cielo, Dios, se le cae y solo
le queda el futuro que él vaya edificando. Por otro lado, nuestro
pensamiento es, sobre todo, técnico-científico. Solo valoramos los hechos,
lo repetible, lo comprobable. A la Fe se la contempla como algo a-histórico
y abstracto. Pero la Fe en Dios ayuda a comprender la historia, universal y
la de cada hombre, y los avances científicos del mismo hombre. Cada uno
de nosotros, desde que nacemos, venimos con un «deseo interior» de
conocer y de amar a Dios. Aunque somos criaturas, somos «capaces de
entrar en contacto con el mismo Dios»; no solamente de conocer cosas o
conocernos a nosotros mismos, y no solamente capaces de amar a criaturas,
sino al mismo Dios. Como afirmaba sabiamente san Agustín: «Nos has
hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti».
Si somos imagen de Dios, llevamos inscrito en nuestro corazón este deseo
de verlo y de amarlo. Aunque a menudo ignoremos tal deseo o nos
neguemos a creerlo. Lo más importante es que Dios mismo no cesa de
atraernos hacia Él. Porque solo en Él encontraremos la plenitud de la
verdad, de la belleza, de la bondad y de la felicidad. En consecuencia, cada
uno de nosotros, somos, desde que nacemos, «religiosos», porque
buscamos naturalmente a Dios y somos capaces de entrar en diálogo y en

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Las siguientes páginas se encuentran en el libro entre las pág. 27-29.

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comunión con Él. Podemos afirmar, entonces, que esta necesidad de Dios y
el poder entrar en diálogo con Él, y de amarlo, es lo que fundamenta
nuestra dignidad humana más profunda y lo que nos diferencia de cualquier
otro ser creado. No nos cansaremos de repetirlo: desde que somos
engendrados, llevamos dentro de nosotros una especie de «chip» para
captar y entender las cosas de Dios. Lo religioso no es algo artificial o
yuxtapuesto (como una camisa que quitamos o ponemos). Somos, como
una cebolla con muchas capas (de las más superficiales a las más
profundas) alimentando un único «yo». Entre esas capas, está la dimensión
religiosa. Todas las dimensiones son importantes y no podemos arrancar
ninguna porque entonces, como nos han advertido, irónicamente algunos
escritores, nos quedamos sin cebolla y llorando.
Podemos conocer y amar a Dios
Lo más importante de la Fe cristiana, lo volvemos a subrayar, es una frase:
«Creo, en ti», no solo «creo en algo». La Fe es encontrar un tú que me
sostiene. Para la Fe cristiana no solo existe el puro entendimiento, sino el
entendimiento que me conoce y que me ama, y que me conduce al
descubrimiento de Dios en el rostro y en el misterio personal de Jesucristo.
Dios nos ha hecho personas, criaturas personales. La Persona, con
mayúsculas, es Dios mismo. Las características de un ser personal son, al
menos, cuatro: se autoconoce (no solo conoce cosas); es libre; es capaz de
relacionarse desde el amor; y es creativo. Dios se autoconoce sin fisuras; es
libre totalmente; no solo ama, sino que es el Amor; y es Creador, no solo
creativo. Entonces, si el ser humano es persona e imagen de Dios, puede
conocer las cosas de Dios y amar a Dios mismo. Con la razón y con la
capacidad de admirarnos y gustar lo bello, lo bueno y lo verdadero,
podemos conocer que Dios es el origen de todo cuanto existe, que Él
sustenta todo y que Él es el fin al que iremos. De Él hemos salido y a Él
volveremos.
Cuando se afirma que podemos conocer a Dios, no nos estamos refiriendo a
que Dios sea «una cosa más» entre las otras, sino que Él envuelve todo.
Rastreamos su rastro y su rostro desde las maravillas que Él mismo ha
creado. Afirmaban los escritores de los primeros siglos que, mientras
vivimos, somos como fetos en el útero de la madre. Necesitamos nacer
(morir) para poder ver el rostro de nuestra madre, de Dios mismo. Por eso,
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conocer a Dios con la sola luz de la razón, conlleva muchas dificultades. Y
no es lo mismo conocerlo «desde fuera» que entrar en la intimidad de su
misterio divino. Por ello, Dios ha querido revelarse, abrirse, descubrirnos
sus secretos y compartirlos. Entonces hablamos no solo de verdades que
superan la comprensión de la razón humana, sino también de verdades
espirituales y morales nuevas, que, aun siendo accesibles a la razón, las
conocemos con firme certeza y sin mezcla de error, porque el mismo Dios
nos ha concedido que las conozcamos.
Afirmaba el teólogo protestante K. Barth que «de Dios, para que sean
palabras auténticas y verdaderas, solo Dios mismo puede hablar». Es
totalmente cierto. Aunque podamos a través de las bellezas del mundo, y de
la belleza que somos nosotros mismos, intuir y conocer cómo es Dios, sin
embargo, solo descubrimos en plenitud quién es Él con lo que Él mismo
nos ha revelado y enseñado. En este sentido, donde debemos mirar es a
Jesucristo, el Hijo de Dios. En Él descubrimos quién es Dios en verdad y
quiénes somos cada uno de nosotros.
El papa Benedicto XVI, en una actitud equilibrada, ha llegado a escribir
que podemos afirmar, con santo Tomás de Aquino, que la incredulidad no
es la actitud natural en el hombre, pero hay que añadir al mismo tiempo que
el hombre no puede iluminar completamente el extraño crepúsculo sobre la
cuestión de lo eterno, de forma que Dios debe tomar la iniciativa de salir a
nuestro encuentro.
Profundizando sobre este mismo tema de la posibilidad de conocer a Dios
con la razón humana, el papa Juan Pablo II, recordaba un texto clásico de la
carta de san Pablo a los Romanos: «... lo cognoscible de Dios es manifiesto
entre ellos, pues Dios se lo manifestó; porque desde la creación del mundo,
lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante
las obras. De manera que son inexcusables» (Romanos 1,19-21). Aquí el
Apóstol hace ver que es el pecado el que impide dar la gloria debida a Dios
y conocerle. Dios, en cierto sentido, «se hace visible en sus obras». En el
Antiguo Testamento, el libro de la Sabiduría proclama la misma doctrina
del Apóstol sobre la posibilidad de llegar al conocimiento de la existencia
de Dios a partir de las cosas creadas: «Vanos son por naturaleza todos los
hombres, en quienes hay desconocimiento de Dios, / y que a partir de los
bienes visibles son incapaces de ver al que es, / ni por consideración de sus
obras conocieron al artífice... Pues en la grandeza y hermosura de las
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criaturas, / proporcionalmente puede contemplar a su Hacedor original.
También, en la carta de san Pablo a los Romanos (Romanos 1,18-21) se
afirma que se puede conocer a Dios por sus criaturas –para el
entendimiento humano, el mundo visible constituye la base de la
afirmación de la existencia del Creador invisible–. ¿Cómo es posible que el
inmenso progreso en el conocimiento del universo (del macrocosmos y del
microcosmos), de sus leyes y avatares, de sus estructuras y energías, no
lleve a todos a reconocer al primer Principio sin el que el mundo no tiene
explicación? Aunque, es cierto, sin embargo, que son muchos también los
científicos que en su mismo saber científico encuentran un estímulo o
razones para la Fe o, al menos, para abrirse al misterio que la ciencia no
puede responder.
Afirmamos, entonces, que el hombre es capaz de conocer a Dios con su
sola razón, es decir, es capaz de una cierta «ciencia» sobre Dios, si bien de
modo indirecto y no inmediato. Por tanto, al lado del «yo creo» se
encuentra un «yo sé». Este «yo sé» hace relación a la existencia de Dios e
incluso a su esencia, lo que Él es. Este conocimiento intelectual de Dios se
ha denominado tradicionalmente «teología natural» y tiene carácter
filosófico. Se concentra sobre el conocimiento de Dios en cuanto causa
primera y también en cuanto fin último del universo. Así, por ejemplo,
santo Tomás, con sus cinco vías o caminos nos señaló el itinerario de la
mente humana hacia la búsqueda de Dios. No hay que tener complejo en
afirmar que todo nuestro pensar acerca de Dios, aunque se apoya sobre la
base de la Fe, tiene también un cierto carácter «racional» e «intelectivo».
Incluso el ateísmo, como se ha escrito, paradójicamente queda dentro del
círculo de una cierta referencia al concepto de Dios, pues si de hecho niega
la existencia de Dios, debe saber ciertamente de Quién se niega la
existencia. Claro está que el conocimiento mediante la Fe es diferente del
conocimiento puramente racional. Sin embargo, Dios no podía haberse
revelado al hombre si este no fuera ya capaz por naturaleza de conocer algo
verdadero. Por consiguiente, junto y más allá de un «yo sé», que es propio
de la inteligencia del hombre, se sitúa un «yo creo», propio del cristiano.
Y al hablar de Dios no podemos tener complejos, ni siquiera desde el
planteamiento de la evolución. El mismo Benedicto XVI ha expresado que
«evolucionar significa literalmente “desenrollar un rollo de pergamino”, o
sea, leer un libro. La imagen de la naturaleza como un libro... nos ayuda a

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comprender que el mundo, lejos de tener su origen en el caos, se parece a
un libro ordenado: es un cosmos».

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