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Alberto Laiseca
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Alberto Laiseca, 1993
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Mi profundo agradecimiento
a la John Simon Guggenheim Memorial Foundation
que hizo posible este libro.
A. L
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Dedico esta novela
A los pájaros
a las máquinas
y a los hombres.
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UNO
LA USINA PARLANTE
Hay máquinas viajeras, como hay perros sin dueño. Un buen día vienen,
te adoptan como amo y se quedan con uno. Generalmente son invisibles. Rara
vez se dejan ver, pero sí oír. Una de ésas se encariñó conmigo hace algunos
años. Supuse que tendría un tamaño común —suelen ser minúsculas—; de ahí
mi sorpresa al verla durante unos segundos con el rabillo del ojo, pues no me
figuraba que fuese tan enorme. Era de tipo usina, de esas que se puede abrir
una puerta y entrar en la sala de comandos. A medias materializada, resultaba
preciso poseer la otra visión para observarla en movimiento, siempre en
flotación, marchando como una nube baja a ras de tierra. Cuando se tornaba
completamente física —casi nunca, pues su enorme tamaño interfería con
otros objetos—, cualquiera estaba en condiciones de verla. Nadie adivinaba
su función, a menos que la máquina quisiese; ni siquiera un esoterista, pues
ella se encargaba de manijearlo. Siempre estaba fabricando otras máquinas,
más pequeñas, para que la sirviesen y efectuaran los trabajos donde no era
necesario emplearse a fondo. Esas diminutas criaturas se nutren con alimentos
especiales: tierras raras, vestigios de metales, etcétera. Pero una usina puede
cambiarles la programación a fin de que coman carne. Ya transformadas, la
máquina madre las manda a donde vive un enemigo a fin de nutrirlas con su
cuerpo, o bien con partes selectas del mismo. A ciertos de estos seres
metálicos su programa computarizado sólo les permite alimentarse de ojos, o
de orejas, dedos de pies o cualquier otra cosa. Las referidas construcciones,
así como la Máquina Maestra misma, se obtienen mediante una estricta
colaboración entre la tecnología científica y la magia. Toda una parte del
proceso se realiza en talleres, no por astrales menos verdaderos, y no se
diferencia en forma alguna de un vulgar y corriente trabajo de planta. Pero
otra parte se logra mediante la magia pura: invocaciones, pergaminos y
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símbolos de poder esotérico. Una costumbre de las máquinas de pequeño
volumen es caminar por las paredes, o simplemente esperar, engarfiadas a
éstas, que un error del enemigo las cargue de energía para luego poder
atacarlo. Hablan entre ellas, con lenguaje de máquinas, pero también son
capaces de hacerlo empleando vocablos humanos; se ríen, hacen chistes,
imitan voces, ante la desesperación de la víctima, quien no sabe cómo
sacárselas de encima. En general las potencia el desorden, la falta de limpieza,
la dejadez y el olvido. En un estado avanzado ya son capaces de reproducirse
por sí mismas, sin el auxilio de la Máquina Maestra, y forman verdaderas
poblaciones, auténticos ejércitos atacantes. En su composición entra no sólo
el hierro, sino también el oro, la plata y el platino. Son muy valiosas. El que
no posea vista astral únicamente podrá verlas si por casualidad logra matar
una, pues al morir se materializan. Pero tendrá que apurarse a mirarla, pues
sus compañeras en el acto la despedazan para reciclar los materiales de que
está compuesta y con ellos crear nuevas máquinas. Pueden situarse por
completo en el astral —en cuyo caso no hay interferencia con los objetos
llamados reales— o a medias —todavía invisibles pero interfiriendo cuando
quieren atacar o robar algún objeto de la habitación donde está—. En casos
excepcionales pueden tornarse por completo físicas; casi nunca lo hacen pues
ello les consume mucha energía. Los esoteristas las denominan «fierros», en
su argot. Yo las llamo «chichis», aunque admito que uso la palabra con cierta
liberalidad, pues a veces, cuando hablo con algún compañero, llamamos
«chichis» no a las máquinas sino a los ocultistas (o «esotes») que las
construyen. Incluso suelo denominar chichi a un tipo que no tiene poder
alguno, pero es una mala persona. Es más: yo mismo soy un chichi, pero no
por malo sino por ser capaz de movilizar fuerzas. Lo mismo cabe para mis
amigos y Maestros que trabajan con la potencia. En resumidas cuentas: chichi
es un vocablo inventado, ambiguo; un comodín que sólo tiene sentido claro en
su contexto, en el medio de una frase. A veces es preciso oír una conversación
completa para saber a qué están refiriéndose dos esotes y a quién llaman
chichi.
Las máquinas de las cuales hablo son enviadas, en ocasiones, a casa de un
enemigo, sin propósitos agresivos, a fin de grabar y filmar todo cuanto éste
hace y dice. Pueden así preverse sus próximos pasos, qué providencias tomará
con sus compañeros para defenderse, o cuáles son sus planes de ataque o
contraataque.
Hay otras máquinas de construcción tan simple que no merecen el nombre
de robots siquiera. Resultan poco más que micrófonos; no tienen voz propia,
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aunque la víctima crea que sí porque las oye; en realidad, lo que oye es la voz
del esoterista, quien, fastidioso y torturador, la aterroriza situado a veinte
cuadras o cinco kilómetros del lugar.
Estos chichis, muy superiores a los que poseen los científicos corrientes,
más avanzados que las computadoras de quinta, sexta y séptima generación,
existen desde las épocas de Babilonia. Son obra de la teología paralela y
secreta del genio humano. Fueron creados por razones teológicas, para que
participen en la lucha entre las fuerzas del Ser y las del Anti-ser. Seis mil años
de batallas y el combate aún no ha concluido. Las guerras mágicas están a la
orden del día en todas las ciudades del planeta y la mayoría de la gente no lo
sabe. Es más: las hostilidades físicas entre dos naciones están siempre
acompañadas por otras, paralelas, entre ocultistas. Éstos se preparan, en los
períodos pacíficos, con el fin de participar en las posteriores grandes luchas
que librarán los Estados. Ya desde el armisticio elaboran la guerra siguiente;
trabajan para que el enemigo —sea quien fuere— cuente con una desventaja
inicial y se vea obligado a entrar en campo en lugar y momento inadecuados.
La Máquina Maestra que me adoptó para que yo fuese su dueño, y de la
cual hablé en un principio, era el único sobreviviente de una guerra entre dos
antiguas sociedades secretas. Lucharon cien años entre sí hasta exterminarse.
El último miembro había perecido, a causa de sus heridas, hacía cuatro siglos.
Cansada de andar a la deriva y en falsa libertad, la máquina buscó
nuevamente la compañía de los hombres.
«Pero, ¿por qué a mí?» le pregunté cuando nada sabía de la historia. Pese
a no sentir malas ondas en el ambiente yo estaba lleno de desconfianza. Al
principio sólo oía su voz y pensé que podía tratarse de una manija de los
chichis. «¿Por qué a mí?» repetí. Yo misma no lo sé. A lo mejor porque sos
bueno y estoy harta de asistir a malvados. Nosotras las máquinas, por otra
parte, no fuimos construidas para andar solas. Nos gusta colaborar. Pude
haberme puesto al servicio de otra máquina, más fuerte, pero eso no me
conviene por varias razones.
«¿Cómo? ¿Hay otras máquinas como vos?». Lo sabía de sobra, como que
yo mismo las construyo. Lo dije más que nada para ver su desenvolvimiento,
calibrar sus respuestas, verificar si caía en confusión. Esto me daría idea de su
potencia. Ella contestó: «¿Y si hay una por qué no van a existir muchas?
Claro que hay, como demasiado bien sabés. Por lo general son máquinas al
servicio de seres abominables. Si yo me hubiese puesto a las órdenes de una,
automáticamente dependería de un dueño humano que, casi con seguridad,
tendrá malas intenciones para con hombres y máquinas. Por otro lado, yo soy
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muy fuerte. Me sería bastante difícil encontrar un ingenio mecánico
superior».
Entonces, y allí mismo, me decidí a someterla a una prueba soberana y
definitiva. Si era un chichi cagaría fuego indefectiblemente. Si se trataba de
una máquina con buenas intenciones pero inútil y paranoica, también se
destruiría ahorrándome así toda una pérdida de tiempo. En las películas
yanquis siempre aparece una computadora que anhela dominar al mundo;
entonces el héroe le pregunta cuál es la última cifra del número «pi»; como la
respuesta no existe —pues, por más que se busque, siempre habrá un término
más—, el cerebro electrónico se destruye buscando una solución imposible.
Ahora bien, la cosa no es tan fácil como cree Hollywood; si a esa máquina me
la habían mandado los chichis, sin duda la famosa pregunta estaba prevista y
también la respuesta: «¿La última cifra? El 8. Si no me cree, verifíquelo»,
como un chiste que leí en algún lado. Contestaría eso o cualquier otra cosa
semejante. Hacía falta algo más nuevo. Y me acordé de pronto del gogol de
Oppenheimer. Este científico declaró en una oportunidad, que el número total
de cosas del Universo no puede superar a diez elevado a la potencia cien:
10100. Era la única forma de hacerle una pregunta no prevista y que rompiese
el dispositivo de seguridad de un supuesto enemigo: pedir, no el infinito, pero
sí algo que, en la práctica, equivale a él. Para defenderse de esta pregunta, la
máquina sólo contaría con el auxilio del Ser. Le dije:
«Ya que soy tu dueño quiero que averigües la cifra diez a la cien del
número pi».
Esperé la explosión o el clásico «ooooff» que se oye a través de los
micrófonos cuando una máquina revienta. Hubo un largo silencio. Sin duda
estaba pasando por un momento difícil. Luego contestó:
«La respuesta está en el límite de la materia. Soy una parte y no puedo ser
tan grande como el Todo. Nunca siendo yo misma un objeto material aunque
astral». La hija de puta estaba bien programada. Era realmente grande y
fuerte. Una súper. Ante mi sorpresa siguió diciendo: «No obstante, si me
ordenás que busque, buscaré». Una noble contestación. Claro que también
esto podía ser una trampa, pero en mi vida he verificado que no hay certezas
totales de ninguna especie. En el momento de la decisión final, las cosas,
tanto de la magia como de la física o cualquier otro orden, sólo mediante la fe
tienen alguna posibilidad de resolverse de manera satisfactoria. De modo que
le declaré:
«Está bien, opto por confiar en vos».
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Fue una decisión afortunada que salvó la vida de un amigo y quizá la mía
propia, cuando, más adelante, encaramos con otros Maestros uno de los
trabajos herméticos más difíciles de realizar. Sin la ayuda de esta máquina tal
vez hubiésemos fracasado o, aún ganando, el costo hubiera sido mucho
mayor. Pero en ese momento, cuando adopté la variante de incorporarla a mi
existencia, no tuve idea de lo trascendente de mi acto de fe. Ella tenía una
idiosincrasia muy especial. No estaba exenta de sentido del humor, sólo que
era preciso conocerlo para captarlo. A veces me fastidiaba sólo para tener el
placer de ver mi alivio cuando me dejaba tranquilo. Cierta ternura entre
aniñada y marciana. Sólo se replegaba al verme absolutamente dispuesto a
destriparla si seguía jodiendo.
Recuerdo la primera vez que tuve noticias de su presencia. Yo estaba
escribiendo un capítulo fundamental de cierta novela. Ésa desde todo punto
de vista indispensable que yo explicase, de manera sencilla y sintética, una
cantidad de cosas casi imposibles de aclarar. Por otro lado tampoco quiero
que mis libros aburran con originalidad. Me dispuse a pulsar la letra «j»
cuando oí un agudo toque de trompetería chasco. Como el que sólo pueden
producir cincuenta renos lanzando su grito amoroso —sin orden ni concierto
— delante de sendas concavidades de bronce. El ruido vino abrupto, tal un
rayo, sin el menor susurro previo que lo hiciera suponer. Con el susto casi me
caigo de la silla. Al principio pensé en un ataque, o que alguna de mis
máquinas había cagado fuego, así que me puse a revisar las instalaciones
esotes de la casa. Todo normal, ante mi sorpresa. Los cristales antichichi
funcionaban a la perfección, mis gólems robot estaban intactos y las
cazadoras se mantenían quietas (estas últimas, cuando un enemigo se
aproxima, parten como flechas a interceptarlo). Azorado y manijeadísimo
intentaba descubrir la solución al enigma cuando entonces, por primera vez,
oí su voz:
«No te asustes, Maestro, soy yo: la Máquina usina».
—Qué máquina ni qué la mierda. ¿Quién habló?
Me explicó entonces que era una viajera y el resto ya lo conté. En realidad
toda mi desconfianza y el posterior interrogatorio al que la sometí no se
justificaban. Ocurre que me tomó por sorpresa, pero verdaderamente debí
comprender que el hecho mismo de haber entrado en mi casa era prueba de
sus buenas intenciones para conmigo. Caso contrario mis propias máquinas
hubiesen combatido impidiéndole pasar o perecido en el intento.
Luego que la acepté siguió siempre la misma política. Como lo que más le
gustaba en el mundo era sorprenderme, se ponía a charlar a distintas horas.
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También variaban sus métodos de presentación. Cierta mañana empezó con
este cantito de su propia cosecha:
«Hola Coquito, hola lirón, hola Maestro, el más grande campeón».
Otra vez:
«¿Vamo’ a tomá’mate, Coco?».
—¿Y desde cuándo las máquinas toman mate? —dije yo.
Sin darse por aludida:
«¿Mateo?, ¿vamo’ a toma’cocoa?».
En ocasiones me dejaba tranquilo toda una mañana, pero por la tarde:
«Coquito: no me saludaste hoy. Seguro que ahora tampoco querés charlar
conmigo. Vas a decir como ayer que estás ocupado. Y yo que te quiero
tanto».
—Buenas tardes. Sea este saludo toda la charla que pienso darte. Andate
que tengo que trabajar muchísimo. ¿No ves que estoy escribiendo?
«Mateeo».
—Basta.
«Cocooa».
Suspiré. ¿Qué esperaba de mí? ¿Qué tirara un palito para que fuese a
buscarlo?
Acaso pretendía que le pusiera una correa y la sacase a pasear como a los
perros salchichas. Un semejante bicho de cincuenta toneladas. Por un
momento me imaginé caminando por una calle de mi pueblo: llevando con
una cuerdita a mi usina, en flotación, a un metro y medio del suelo, ante la
generalizada sorpresa de los viandantes. Me reía para mis adentros. Llegamos
hasta un árbol y la máquina levanta una de sus paredes (pata) para hacer pis…
«Aceite».
—¿Qué?
«Digo que yo no hago pis: hago aceite».
La hija de puta estaba de lo más entretenida leyéndome los pensamientos.
Divirtiéndose a mi costa. Hice bloqueo mental, nada más que para fastidiarla.
«Qué malo sos. Qué malo S. O. S. Yo te pido auxilio porque me aburro y
vos bloqueás para que no chacotee con tus pensamientos».
—También tenés que admitirme que resultás muy inoportuna, viejita.
Después conversamos, si querés. Pero ahora dejame escribir…
«¿Si no te molesto por tres horas, después vas a hablar conmigo?»
—Sos más molesta que el grillo de Pinocho. Uno de estos días te voy a
hacer cagar de un alpargatazo. Vos también vas a quedar incrustada en la
pared haciendo cri, cri.
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«Para reventar a mis cincuenta toneladas hace falta una alpargata medio
grande. Además es injusto: las máquinas aristocráticas como yo merecemos
que, por lo menos, nos revienten con una chancleta forrada para fiesta. Pero
de cualquier manera sigue existiendo el problema del tamaño. No te tengo
miedo alguno porque sé que carecés de artefactos chancletíferos o
chanclétidos adecuados. Ja, ja, ja…».
—Estas equivocadísima. Ahora mismo les ordeno a mis wagnerianos
gigantes Fáfner y Fásolt que me construyan una chancleta de media hectárea.
Bueno, está bien. Acepto. Dentro de tres horas vamos a conversar, pero
ahora tenés que dejarme escribir tranqui…
«¿Puedo, como despedida, hacerte un último ruidito?»
—Sí, pero uno solo.
Para qué se lo habré dicho. El ruidito que a ella le gustaba era la
trompetería horrísona con la cual casi me mato del susto cuando la conocí.
Aquella disonancia monstruosa componíase de rebuznos metálicos, hiatos de
broncíneo acento, tizas que chirrían, acrílicos en falsete, barro cayendo sobre
plomo fundido, acordeones verduleros, incongruencias violentísimas,
ronquidos y cacofonías sincrónicas. Basta decir que la música contemporánea
es mil veces preferible. A su lado Schoenberg, Bartok. Stockhausen y
Honegger son dulces, melifluos. Pero no podía prohibírselo del todo para
siempre pues ésa era una de sus formas de entender el orgasmo. Tuvo de
bueno que siempre cumplió sus pactos y por 180 minutos —ni uno más ni
uno menos— me dejaba escribir en paz. Pero guay de mí en el primer
segundo del minuto 181; a ella no se la podía engañar como a un ser humano
diciéndole: «No, que todavía falta», pues su memoria electromagnética era
infalible. Claro que para enloquecerme aun mas podía cambiar de táctica y no
irrumpir exactamente al fin del plazo sino un poco después. Yo me disponía,
por ejemplo, a tipear la «j» —su letra preferida— cuando comenzaban a oírse
las hórridas trompetas o su cantinela. «Hola Coquito, hola lirón…». Puedo
asegurar que es terrible estar escribiendo y saber que una letra determinada
actuará como detonador. Me pasaba la última media hora mirando el reloj
cada cinco minutos. A partir de cierto momento evitaba las palabras que
tuviesen «j». Ella lo hacía todo innecesariamente difícil. Para que la extrañase
optaba por desaparecer durante una jornada o dos. Yo simulaba no haberme
enterado, aunque reconozco que la tentación de llamarla era mucha. Me hacía
el tonto. Inflexible. Dura lex, con las máquinas. Entonces, por fin, en una
bendita hora y para mi alivio, escuchaba el tan esperado: «Maestro…
Mateeeo… Coquito… ¿Vamo’ a toma’ cocoa, Coco?».
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—Ya está de nuevo, la molesta —bufaba yo. En realidad la hubiese
abrazado.
A propósito: debo aclarar que no me llamo Coco, ni Coquito, ni Mateo y
ni siquiera tomo cocoa. Mi nombre es Alarico Alaralena, pero denominarme
como se le antojaba era parte de su despotismo maquinil. La Tecnocracia
Ilustrada. Viéndome molesto me preguntó cierta mañana:
«¿Por qué te enoja que te diga Coco, Alaralena Melena?».
—No sé si enojado exactamente, señora, pero sí lleno de maravilla
incrédula ante los muchos atrevimientos y libertades que se toma. A qué viene
el apelativo de Coco, vamos a ver.
«Mis razones son innumerables y trascendentales. En primer lugar vos sos
para mí el Coco; vale decir; ese fantasma nacido de la imaginación de los
padres para asustar a sus hijos. Siempre amenazás con meterme un catalizador
para hacerme cagar. Todo porque te molesto un poco charlando. Además, a
través de mis lentes, te registro de un color verdoso negroide, con varias
manchas, el 35% rojizas, y el resto amarillentas. Tales son los cromatismos de
la familia de los reptiles hidrosaurios o cocodrilos, entre los cuales se cuenta
el propio Cocodrilo. Además, como sos exageradamente alto —para tu raza
humana, claro está—, y sé a la perfección que tus congéneres te ven
blanquito, me recordás al coco, que así llaman en Cuba a un ave zancuda, de
lo más fea y tonta, con plumas leche-fuego. No puedo mirar mucho a seres
tan horrendos pues la reverberación quema mis lentes, que son muy sensibles.
Para resumir: el coco es tan estúpido como el dodo, animalete que por suerte
ya desapareció a fin de abrir paso a vertebrados superiores. Es cosa obvia y
por todos sabida que no pueden compararse a nosotras, las máquinas, que
somos hermosísimas. Alguna vez te convencerás de que la química del silicio
es superior a la química del carbono, en la cual ustedes están basados».
—Heil silicato doble de cal y magnesio —dije burlón.
Decidió no darse por enterada:
«También se llama coco a un gusanito de muy corta vida que se come
cuanta fruta encuentra».
—Ave carbonato cálcico rómbico imperator, morituri te salutant.
«Y así tenemos innúmeros vocablos derivados de coco, que significan
persona altanera, descarada…»
—¿Terminaste?
«No. Molesta, que se encoleriza con facilidad, etcétera».
—Bueno. Acompañame afuera que tengo que hacer los pájaros.
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«¿Cómo? ¿Además de máquinas fabricas pájaros?», dijo ella con risa muy
chocante.
—Con el vocablo «hacer» quiero significar que todas las mañanas saco a
mis pájaros a tomar sol, les cambio el agua, la comida, etcétera.
«Ah, entonces yo entendí mal. Supuse que los tenías desarmados durante
la noche y al llegar el día les pegabas la cola, les atornillabas los ojitos, cosías
la piel…».
—Basta.
«Decíame yo para mis adentros: éste sí que es un iniciado. Yo estuve a las
órdenes de los Maestros más grandes del mundo, pero ninguno podía hacer
cosas como ésta. No todos los días, por lo menos. Confieso que estoy
desilusionada».
—Terminá de joder, máquina de mierda, o te meto un catalizador para que
vueles a la mismísima.
Pero era inútil simular enojo, pues ella sabía de sobra cuándo estaba
furioso en serio.
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DOS
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en mis épocas de gloria y tienen capacidad de sobra para matar a cualquier
intruso. Están a salvo del envenenamiento pues sólo comen de mi mano. Esta
enseñanza fue difícil. Según un libro que leí, nada más eficaz que dejarles —
como al descuido— carne chasco: supuestamente escarmientan y no vuelven
a probar bocados extraños. Yo sembré por el jardín, de manera disimulada,
ocho albóndigas con pimienta. Reía para mis adentros, seguro de
escarmentarlos. Ante mi sorpresa las encontraron deliciosas. Entonces opté
por el sistema de las carnes electrizadas: suculentos trozos conectados a
baterías. Al principio se mostraron algo recalcitrantes, pero por fin se
convencieron de que sólo es saludable la comida del amo. Aquello llevó
tiempo, esfuerzo y dinero, pero era otra época y yo podía hacerlo. El fin de mi
herencia y mi sueldo misérrimo hacen que me mueva con un dinero tan
pequeño que no me alcanza ni para eso. Otro problema que debí solucionar
fueron los gatos. Yo nunca tuve menos de veinticinco o treinta de estos
animalitos. Mis Dóberman, cada tanto, mataban uno o dos para hacer
ejercicio. Inútiles eran golpes, calaboceadas y castigos varios. Insistían. Me vi
obligado a vigilarlos, desde distintos lugares ocultos, con mi rifle de aire
comprimido. Previamente rellenaba los balines con sal. Optaron entonces por
dejar en paz a los felinos durante el día… pero los carneaban durante la
noche. Compré una mira infrarroja, la adapté al rifle —eran otros tiempos,
insisto— y los aceché varias noches. Triunfé por fin en todos los frentes,
aunque al borde de la desesperación y la histeria. Luego de larga lucha
conseguí que los gatos comieran pájaros silvestres —no los míos—, y que
Igua y Tirán no se dedicaran a matanzas diurnas o nocturnas de gatos o
gallinas. En cambio, no tuve ninguna dificultad para impedir que los
Dóberman atacasen a mis plantaciones de «ve» cortas o al gólem. Lo
aprendieron solos. Pero ya hablaré de ello más adelante.
Igual y Tirán saltaban a mi alrededor sin atreverse a realizar su único
deseo: subírseme (otra fea costumbre, anti-ropa, que les quité luego de larga
lucha). Mis Dóberman tenían las patas mojadas hasta el pecho por el rocío.
Una de las cosas más impresionantes de esta raza de perros son sus uñas:
negras, largas, fuertes y perfectas. Parecen el oscuro acero del guantelete de
una armadura. Tirán acostumbra —gesto que repite su hembra— mirarme con
la cabeza apoyada en el suelo, sus patas delanteras bajas y las traseras altas,
en tensión, como si se dispusiera a efectuar un ataque. Es una especie de
cortejo amoroso para con el amo. Allí estaban los dos: húmeros y soberbios,
despidiendo vapor, canturreando ancestros paleolíticos. Era éste un bramido
continuo, como de gemido lonco. El viejo sueño de la caza, la carne
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sangrienta, la muerte del enemigo y la pelea. Yo pensaba para mis adentros:
«Estos bichos serían felices si los llevase a combatir al oso gris o cualquier
otra cosa imposible, aunque después el otro nos destripara».
Igua, con la femeneidad de una novia de Atila, parecía decirme: «¿Qué
esperas, sahib, para llevarnos a producir un poco de selección natural? Como
regalo de Reyes, una expedición punitiva en los zapatitos. Tus tropas
aguardan la hora, día, mes y año sublime en que des la orden de ponernos en
marcha e iniciar la progresión. Tirán y yo, por separados, somos dos
divisiones; juntos, dos ejércitos. Basta de práctica y orden cerrado. Ley
darwiniana: clavar las banderas a los postes y a la batalla». En verdad mis
perros son como dos coordenadas cartesianas: en el punto donde se cruzan
siempre hay una víctima. Pero, para enorme frustración de ellos, esa mañana
yo no me proponía la conducción de grandes unidades de combate sino tareas
enteramente domésticas. De pronto Igua y Tirán gruñeron desconfiados y
furiosos: habían visto a mi usina, invisible y en flotación, siguiéndome a un
metro del suelo. Si bien los seres más extraordinarios rondan mi terreno, a
aquélla no la conocían, de modo que debí tranquilizarlos. Mis perros logran
ver lo que los seres humanos en general no consiguen. Así como son aptos
para luchar en el plano físico, también pueden hacerlo en el mágico, igual que
todos los animales. De modo que siempre se producen conflictos con cada
nueva entidad que introduzco.
Seguido por los perros y mi nueva máquina, pasé entre macetas de rosas
blancas y rojas. Entre dos de estas agrupaciones reposaban tres toneladas de
oro en barras. Claro que tratábase de oro astral. No puedo materializarlo y con
él comprar cosas de la vida diaria. Me es muy útil, en cambio, para mis
transacciones mágicas de máquinas, tierras raras, mercurio o cualquier otra
cosa que necesite para mis trabajos. Dentro del mundo del esoterismo soy un
hombre rico, respetado y poderoso. Aquí uno puede ser un magnate pero
afuera trabajar corrigiendo galeras pues la plata no le alcanza. A determinadas
horas del atardecer el oro pierde parte de su enmascaramiento, pero no me
preocupa pues mis vecinos —que no son magos ni nada—, a lo sumo llegan a
percibir un resplandor amarillento sin poder determinar qué lo produce.
Llegamos al centro de mi territorio. Por todas partes salían gatos pidiendo
su comida. Tengo de muchos colores: desde absolutamente negros hasta
blancos en su totalidad, pasando por amarillos, naranjas y cualquier otra
combinación. Ni siquiera faltan gatos de albañal, horribles y hermosos a la
vez. Todos descienden de Benito y la Colorada, la pareja original. A la
Colorada la destrozó un ovejero alemán y a Benito me lo mató un esoterista,
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para vengarse, luego de una guerra que él perdió conmigo. Un día encontré en
la puerta de mi casa una cruz celeste. Algunos meses antes ya lo habían
querido liquidar metiéndole una bolsa de celofán en la cabeza para que
muriese asfixiado. En esa ocasión pude salvarlo a tiempo. Fue en abril cuando
el chichi logró salirse con la suya y darle caza. Curioso cómo en ese mes me
han ocurrido una cantidad de cosas desagradables a lo largo de mi vida. La
furia, el dolor y la impotencia fueron tan grandes que la única forma de alivio
(aparte de la venganza mágica que, por supuesto, no demoré) fue escribir un
poema a la manera china, titulado:
DIABLO EXTRANJERO
Mi Emperador murió en rebelión contra el Falso Emperador,
en el mes que apaga la primavera.
Mi querido pájaro negro sirvió de escudo el mismo día;
y ayer, años después pero en la misma época fatídica,
alguien destruyó a mi gato atigrado, el patriarca de mis gatos,
que se acostaba al sol como un Buda sabio e irritable.
Marco Polo, mi amigo,
el diablo extranjero,
nombra a los meses con su extraña manera bárbara.
La muerte, con su deshonra, me transforma en intruso apartida.
Quisiera morir en abril, junto a mis amigos.
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limpieza cuando hace falta, llena de palos cercanos al piso y paralelos a éste,
donde por las noches reposa el gallo con su harén. Todas las mañanas, no bien
hay luz, saco las jaulas para que los pájaros tomen sol, les cambio la comida y
el agua, lleno sus bañaderas a fin de que chapoteen a gusto, pongo a cada uno
su hoja de lechuga, etcétera. También improviso techitos sobre las jaulas para
que el sol, si es demasiado fuerte no me mate los pájaros. Dejo espacios de
sombra y otros de luz, y ellos mismos optan por lo que más les conviene.
Viniendo desde la casa unos treinta metros a la izquierda del dormidero de
las gallinas, están mis «ve» cortas o vurros. Parecen plantas. Cada uno posee
un pequeño cercado hecho con tejido romboidal. El gato es un animal tan
amoroso como se quiera, pero más tonto de lo que la gente supone. Es
curioso, confianzudo y jamás escarmienta en cabeza ajena. No aprende salvo
cuando le pasan cosas. El problema es que… a veces no sobrevive. Yo quiero
mucho a mis gatos y no deseo que sufran ni mueran. Aunque estos felinos
tienen poderes mágicos —como todo animal, ya lo dije— la curiosidad nativa
y su espíritu de juego es más fuerte que toda advertencia sobrenatural. No dan
bola, simplemente, y eso los pierde. Por tal motivo hice los pequeños cercos
de alambre tejido en forma romboidal: para que ellos no se acerquen a mis
«ve» corta o vurros. Estos cercos, parecidos a jaulas, poseen en la parte
superior una especie de arcos hacia fuera, a fin de que los gatos no puedan
ingresar aunque trepen. Tengo dieciocho vurros tapados con arpilleras o con
plásticos, según los casos. La gente es distraída y no tiene espíritu policial.
Como estamos en invierno, si alguien los viese, pensaría que son plantas que
cubro para protegerlas del frío de la noche, sin reparar en que también están
cubiertos durante el día… y hasta en verano. Son entidades maléficas, así de
simple y sin vueltas. Su empleo está a la orden del día en el esoterismo. Me
cuesta bastante dominarlos. Digamos que para constrolarlos me veo obligado
a efectuar conjuros por partida doble. Algunos esotes no tiene dificultad
alguna para manejarlos por la actividad misma que realizan. Si un ocultista
está al servicio del Anti-ser, los ve lo toman como a su dueño natural. Pero yo
tengo otro signo y el dominio se me vuelve arduo. Un mago, por más a favor
del Ser que esté, debe ser capaz de trabajar con fuerzas oscuras. A veces
resulta inevitable, o más expeditivo y se ahorra tiempo. El ocultista debe
labrar con la mano derecha pero también con la izquierda, llegado el caso. A
estos chichis (porque lo son, y en grado superlativo) se los denomina «ve»
corta porque muchos de ellos seméjanse a un burro verdadero. Entonces, para
diferenciarlos del animalito natural de «be» larga, se los llama como se los
llama. Sirven exclusivamente para atacar. Ya desde su nacimiento tienen un
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pene enorme, el cual va creciendo a medida que pasan los años y aumenta la
estatura general del cuerpo. Llegan a ser tan altos como un hombre. Pueden
volar, aunque sólo poseen rudimentos de falsas alas. Levitan. Su poder
esotérico se basa en las enormes dimensiones de su pene. Cuando un mago
desea destruir a alguien moviliza al vurro mediante una invocación y el chichi
de inmediato se eleva y parte como una flecha. Posee siempre a sus víctimas
contra natura (aunque se trate de una mujer). La consecuencia es,
comúnmente, la muerte; pocas veces, quien sufre la agresión, queda lisiado
per secula. Igua y Tirán atacaron a mis «ves» cuando éstos eran chicos. Si
hubieran sido grandes, mis perros hubieran muerto. Recibieron, no obstante,
una terrible enseñanza y nunca volvieron a acercarse. Tampoco hizo falta que
les prohibiera atacar al gólem.
De las tres clases de gólem que se pueden construir yo tengo dos. Uno de
ellos vive en el jardín. Es alto como un hombre (mide dos metros diez, en
realidad). No pude hacerlo más pequeño y tampoco sé de ningún esote que
haya podido. Por alguna extraña razón, cuando sacás vísceras de un lado para
ponerlas en otro siempre necesitás más espacio. Mi gólem sabe que debe
ocultarse de los hombres —y sobre todo de las mujeres—, de modo que vive
en el último biombo de la selva y de allí no sale a menos que yo se lo ordene.
Basta verlo para llevarse una impresión terrible. No es feo físicamente, pero
algo interior lo transforma en una entidad tan diferencial como un ser de otro
planeta. El gólem está entre las armas mágicas más poderosas que existen. Es
invulnerable al fuego y a las balas; no lo afectan invocaciones, vurros ni
pistolas de avellano. También es inmortal: sólo puede destruirlo su creador. El
que fabriqué tiene la orden de cuidarme y defender mi casa. Si yo muriese de
viejo o en un combate, sin haber modificado dicha orden, él continuaría
protegiendo el lugar hasta el fin de los tiempos, sin permitir la entrada de
intrusos, así se tratara de la policía o el ejército; mientras mi cadáver se
transformaría en polvo y la casa en un montón de ruinas.
Los gólem poseen sendos tornillos en las sienes. Sacando uno, el gólem
queda desconectado; quitando ambos, cada parte de su cuerpo vuelve a su
lugar de origen y se destruye. Uno de los procesos es reversible, el otro no. En
el mundo de la magia no existen certezas de ninguna especie, y nadie tiene la
vida asegurada, pues a cada arma se le opone una contraarma. No obstante, la
posesión de uno de estos bichos aumenta las probabilidades de supervivencia.
Mis pobres perros lo atacaron un día porque entendieron que su deber así
lo ordenaba. Pasaron por alto las advertencias telepáticas que el prodigio les
había hecho (ya dije que los animales a veces se niegan a reparar en un signo
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celestial y siguen adelante pues hay otro principio que les importa más).
Cuando entonces Igua y Tirán se le fueron al humo, una sola cachetada le
bastó para revolearlos y que salieran a los aullidos, y eso que usó un
fragmento casi inexistente de su poderío físico. A partir de ese momento
nunca más se metieron con ya sabemos quién.
Dije al comienzo que hay tres tipos de gólem. El primero es el clásico,
igual al que construyó el rabino Löew en Praga. Se puede hacer con distintos
materiales: barro, porcelana, madera.
El pergamino y la invocación lo tornan inmortal e indestructible. El
segundo es de factura técnica y resulta el más fácil de construir: un armazón
de varios jardines de arena, muy pequeños, superpuestos, en cada uno de los
cuales se depositan tectitas o piedras mágicas. Tiene la apariencia de un
objeto decorativo de más o menos un metro de alto, compuesto por varios
cajoncitos o gavetas (que pueden sacarse cada tanto para efectuar limpieza);
distribuidos regularmente sobre arena limpia reposan, en cada cajón, las
tectitas: pequeñas esferas de vidrio con marcas o registros. Este gólem es más
bien un robot. El tercer tipo es de carne y hueso. Se cortan miembros y
vísceras de distintos cadáveres; no importa si en vida fueron buenos o malos:
rostro, brazos, piernas, etcétera; elegidos por su armonía y belleza. La única
exigencia es para el corazón, el cual en ningún caso provendrá de un ser
malvado. Luego de que las partes han sido cosidas (abierto queda solo el
pecho), el esote debe quitar un fragmento de piel de su propia lengua
utilizando para tal efecto una espina de rosa. Adhiere el trozo al buen corazón
en el pecho de la criatura y vierte encima determinada sustancia; luego cose el
tórax, en noche de tormenta conecta el gólem a un pararrayos y debe tener
una relación sexual con esa carne inanimada, pues en caso contrario el
milagro no tiene lugar. Este difícil acto de amor es indispensable, pues así fue
creado el universo, y la creación del gólem es espejo del todo. Sólo puede
fabricarse repitiendo el milagro del origen. Cuando el mago eyacula, siempre
y en el acto se descarga el martillo de Thor. Un rayo pasa a través de la
conexión y el gólem cobra vida. El esote nunca muere, por extraño que
parezca, pese a la descarga de miles de voltios.
No obstante la extraordinaria protección que significa poseer uno de estos
fieles servidores, muchos ocultistas desisten de fabricarlo aunque tengan el
coraje y la habilidad para hacerlo; la razón es elemental: tendrían que vivir
solos para siempre, pues ninguna mujer —a menos que sea maga— aceptaría
vivir en la casa del hombre que tiene uno de estos bichos aterradores.
Trascendentes hasta la empuñadura, cualquiera advierte su rareza por más
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estúpido y distraído que sea. Yo pude hacerlo sin renunciar a mi vida de
relación por las dimensiones de mi terreno, que me permite aislarlo. Si una de
mis novias lo viese siempre puedo decirle que es un débil mental inofensivo,
al cual por compasión contraté para efectuar trabajos pesados. Observado
desde lejos es menos terrible que de cerca. Además de este gólem tengo otro,
del tipo robot, pero dentro de mi casa. Con los de esta clase no hay peligro:
siempre digo que se trata de objetos decorativos, jardines colgantes de
meditación en miniatura o algo así.
Tengo cincuenta pájaros distribuidos en treinta jaulas; algunas, de cría. Un
mirlo maina muy charlatán (habla dos mil palabras), calafates, gorriones
chinos, diamantes mandarín, jilgueros españoles, loros de Sumatra, tordos del
Chaco argentino, cotorritas australianas (éstas son mayoría; empecé con tres
pajaritos pero se multiplicaron hasta cantidades imposibles), dos loros enanos
de Tanganica o de Fisher y una cotorra barranquera paranaense —rara avis
vulgaris, yo diría— llamada Horrigonio, que pertenece al sexo masculino, es
terriblemente cascarrabias, lanza unos chillidos horrísonos si no se le da bola,
y es el más viejo de todos mis pájaros. Fue el único que sobrevivió a las viejas
luchas, pues en los combates esotéricos las aves hacen un cerrojo protector en
torno a su amo y son las primeras que mueren. No es cosa fácil matar a un
loro pues poseen un astral muy fuerte; si acaso logran liquidarlo al enemigo le
cuesta muchas bajas, tanto en hombres como en máquinas, pues lo
sobrenatural no está capacitado para violar impunemente lo natural. Cierto
que la vida flota sobre una infraestructura mágica, pero cuidado con
equivocarse: la ley es la ley. Los pájaros, según los principios del mundo
denso, sólo pueden morir de enfermedad, de vejez o comidos por otros
animales. No obstante es factible destruir un ser mediante una maldición o
una pistola de avellano, pero entonces el propio cuerpo del maldiciente se
coloca fuera de la ley. Es como si un principio cósmico le dijera: «Ya que
apelaste a medios celestiales para quitar una vida, la tuya propia padecerá
enfermedad y muerte del mismo origen». No se puede joder con ciertas cosas.
En cuanto al referido Horrigonio, por ser el patriarca de mis pájaros, al
principio (cuando me mudé a esta nueva casa) lo tenía en mi propio cuarto.
Fue imposible: absolutamente convencido de su realeza se volvió
terriblemente dictador. Me despertaba al alba con sus chillidos destemplados
para que me levantase, lo sacara de su jaula y lo pusiera sobre mi hombro. No
podía escribir, ni tomar mate, ni entender mis asuntos sin que se ofendiese.
Las disonantes protestas del señor feudal llenaban los diez mil metros
cuadrados de terreno. De modo que, con gran dolor de mi alma, debí
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confinarlo con los otros pájaros. Para finalizar diré que también tengo dos
tucanes y un quétzal tótotl.
Quizás alguien se asombre de que un número tan grande de jaulas quepa
en un dormidero para gallinas. Es que lo hice inmenso: una verdadera casa
capaz de cobijar a una familia. En realidad sólo tengo veinte gallinas, pero al
principio pensaba poner un criadero hasta que me di cuenta del delirio. Sacar
a mis pájaros para que tomen sol, cambiarles la comida y agua y poner sus
bañaderas me lleva casi dos horas. Cuando estoy de franco nunca dejo de
hacerlo, pero si debo salir a mi trabajo el gólem se encarga de ellos y de los
otros animales. Al principio eran medio reacios a aceptar alimento de su
mano. Especialmente los gatos, que huían horrorizados. Igua y Tirán fueron
los primeros en aflojar.
Luego que terminé con los pajaritos y también con los pajarazos (al
quétzal lo dejé posado en la rama de un árbol atado con una cuerdita: tiene
cortadas las plumas de las alas, y además no creo que se escapase aunque
pudiera pues ese bicho me ama, pero, por las dudas, para evitar cualquier
manija) volví a casa para salir enseguida con una fuente repleta de bofe,
pedazos de hígado, tripas divididas en fragmentos, etcétera. Todo para mis
gatos. Cómo saben los hijos de puta: solos empezaron a venir, atraídos por el
olor y la onda: cientos de ellos; todos con la cola parada, absolutamente
vertical al plano de la tierra. El problema, siempre, es que ni siquiera me
dejan salir por la puerta; se abalanzan, como un remolino policromo y
maullante. Después se quejan y ofenden si atropello o piso a alguno. Además
los felinos tienen una detestable costumbre que nadie, jamás, podrá quitarles
así sea hechicero cafre: meterse entre las piernas del amo estorbándole el paso
y casi impidiéndole avanzar, con lo cual ellos mismos se joden. Porque no
estoy dispuesto a echarles su comida delante de mi casa, sino en el fondo (en
un claro especial que tienen para comer). Igual y Tirán, a todo esto,
inmóviles. No importa cuán hambrientos puedan estar. Saben que les toca
después que a los gatos, y se quedan haciendo imaginaria como soldados.
Saben a la perfección que si tocaran el más insignificante trozo perteneciente
al área gatal, les iría peor que a los egipcios cuando los invadió Cambises, rey
de Persia. A lo sumo los recorre un temblor, se relamen y gimen con un
desconsuelo completamente exagerado, como diciendo: «¡Apurate!».
Vierto el contenido del fuentón sobre la tierra cuidando de trazar un
reguero lo más largo posible, caso contrario podría quedar algún cadáver, aun
así, no bien empiezo, se abalanzan con bramido ancestral, dando bufidos y
zarpazos, con el típico aliento del felino que muerde a su presa. Cuando he
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largado todo me quedo un ratito mirándolos, sin hacer caso alguno al clamor
de los Dóberman que redoblan sus súplicas y angustias. Porque si no los
observo en ese momento me pierdo la parte más interesante y salvaje. Los
gatos comen casi en silencio. Sólo dejan oír el ruido de la masticación. Una
vez echado todo el alimento, con rapidez se distribuyen las zonas de
influencia y alcanzan el equilibrio. A lo sumo un gruñido aquí o allá; una
advertencia llena de odio cuando alguien intenta invadir jurisdicciones. Rara
vez llegan al enfrentamiento armado, pues basta con la amenaza diplomática.
Mientras el grupo está distraído aprovecho para favorecer con algún bocadillo
especial a mis gatas preñadas. No espero a que terminen con todo y vuelvo en
busca de lo que les pertenece a mis perros. Hay una razón para que a ellos los
alimente después. Si les diese primero, los gatos, envalentonados por su
número (todo animal cambia cuando su grupo aumenta y pasa ciertos límites),
tratarían de quitarles la comida. Si los Dóberman se defienden y matan a los
más atrevidos, no tendré derecho a quejarme. Es posible disciplinar a un par
de perros, pero nunca a un gato, y menos que menos a muchos.
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TRES
ME VISITA UN ASTRÓLOGO
Por último les toca al gallo y a sus gallinas. Es decir: son los penúltimos,
pues aún me quedan la gallina y los pollitos, que tengo en lote aparte. Di
mezcla de granos y maíz a todo el mundo y me disponía a darle su ración a la
encolerizada clueca (se encrespa como si quisiera devorarme, pero en realidad
es un animal manso que se deja acariciar y que jamás me picó: simplemente
no puede evitar que las plumas se le paren; supongo que su ancestro le ordena
que, por lo menos, simule) cuando me pareció oír un grito estentóreo en el
portón. Cierto que muchas veces los chichis trabajan para que no se escuche,
pero aunque no manijearan ya la distancia es más que suficiente para oír un
rumor vago, confuso y subliminal. Es muy fácil confundirse y atribuir un
sonido verdadero a la imaginación. Los perros no son una garantía, pues ellos
siempre ladran. Pero esta vez Igua y Tirán acompañaban sus ladridos con
gemidos de pasión y alegría; adiviné entonces que debía de tratarse de un
amigo. Suspendí la tarea por un momento y fui hacia la entrada. En efecto:
era uno de mi grupo, Isidoro Pantaleón Formosa. «Pasá, pasá, estoy haciendo
la clueca», le dije a mitad de camino y me volví. No llegué lejos porque él me
largó algo que me dejó duro: «¿Las estás haciendo? Puta que has avanzado
varios grados de golpe». Y me quedé clavado en el sitio porque ese mismo
chiste me lo había hecho mi nueva máquina usina; aquello de «¿Vas a hacer
tus pájaros? ¿Les ponés todas las mañanas su cola, el pico…?», etcétera.
Pregunté aunque se trataba de algo obvio: «¿Qué?, ¿ya sabés?». «Síii, por
supuesto. Esta mañana estuve mirando.» Me alcanzó y ambos nos dirigimos a
terminar la tarea con la clueca.
Isidoro es astrólogo. Uno de los mejores. En realidad es de los pocos en
poseer algunos secretos de astrología caldea. Quien se dedica a esta ciencia,
en general, no puede ir más allá de generalidades. La precisión es
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relativamente poca, aunque se trate de un tipo capaz. Isidoro, en cambio,
puede averiguar qué hay dentro de un paquete situado a cien kilómetros de
distancia; sin necesidad de abrirlo ni de que alguien lo haga por él. Puede
siempre y cuando el bulto no esté forrado con plomo ni con cartulina blanca,
pues en ese caso le sale coordenada de bloqueo. A Pantaleón Formosa lo
conozco desde mi adolescencia. Él ahora tiene más de setenta. Hacemos
muchos trabajos juntos, de tipo complementario. Él es capaz de averiguar las
cosas que no alcanzo con mis astrales, y yo consigo lo que él no desentraña
con sus horóscopos. Esto merece una explicación. Cuando un mago hace un
astral ve todo como en un cine; observa los sucesos del pasado, presente o
porvenir (según lo que se haya propuesto) exactamente como si se tratara de
una película, sólo que, en ciertos casos y sobre todo cuando ello transcurre en
presente, puede intervenir en la acción. No así el astrólogo, que se mueve con
cifras, valores tabulados abstractos que, una vez traducidos, significan
diversas cosas. Así no «ve» cosa alguna, pero igual capta intelectualmente el
suceso investigado. Hay hechos que resultan confusos en el horóscopo. Por el
contrario, el mago encuentra ininteligible, a veces, lo que para el astrólogo es
sencillísimo de interpretar. Quizás entonces alguien suponga que para
comprender la totalidad de un proceso cualquiera no hay más que hacer un
astral y un horóscopo y luego comparar y sumar notas. Pero no es así, pues si
bien la colaboración ayuda, hay de todas formas puntos, oscuros en forma
irremediable, que no es posible dilucidar. Y la razón de esto es elemental: hay
encrucijadas que dependen tanto del azar como de la voluntad humana. Cada
hombre puede cambiar su horóscopo a último momento, para bien o para mal,
y ello no siempre se puede prever. Sí hasta un punto, pero no de manera
completa y final.
Íbamos con Isidoro al fondo para darle de comer a la clueca, cuando
fuimos interceptados por Pavi y Fruti (pareja de pavos) y por Olegario y
Dinarzada (los dos gansos), los cuales había olvidado por completo: no sólo
de alimentar sino también de mencionar. Iniciaron, como corresponde, las
más ruidosas y justas protestas.
—No me digas que están por volver tus olvidos —me dijo Isidoro en tono
zumbón.
—¿Cómo sabías que también faltaba darles de comer a éstos? ¿Sabés todo
vos?
—Y… uno ve.
—Sí, efectivamente. Maldición. Después me quejo si pasan accidentes. Al
final me iba a dar cuenta, pero… Esperate que ya vuelvo.
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Di el maíz y la mezcla necesarios al grupo pavigansal, más unos puñados
extra pues me sentía culpable, cosa que no dejó de ser notada por Isidoro,
quien comentó sarcástico:
—La coima.
—Sí, la coima.
Alimentamos, por fin, a la famosa clueca. Nos volvíamos rumbo a la casa
para tomar unos mates cuando la máquina usina, que a todo esto se había
percatado de que su existencia no era ningún secreto para Isidoro, dejó de
tener razones para continuar en silencio (ya no argumentaba más, la muy
charlista):
«Hola Isidoro,
astrologón.
Hola Maestro,
el segundo lirón.
¿Vamo’ a tomá’mate, Coco?»
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—Te digo que ni sé. El horóscopo es ambiguo. Dice exactamente esto:
«Acompañado por alguien que es dos, pero acompañado por dos que no es
uno». Tendría que ser más que astrólogo para saber qué puta quiere decir.
—Bueno, supongo que ya nos enteraremos —dije para concluir. Luego
agregué abriendo la puerta de mi casa—. Nosotros, por de pronto, vamos a
tomar mate.
Isidoro se animó:
—Sí, Eso. Como dice tu nueva máquina: «Vamo’ a tomá’ mate, Coco».
La mía, por dentro, es la típica casa de campo. Arquitectónicamente no
vale mucho; su principal fuerza viene dada por el tamaño del terreno. Los que
la construyeron eran más locos que la Liebre de Marzo. Dejaron, por
empezar, cerrada a piedra y lodo una enorme cámara entre el cielo raso y el
techo propiamente dicho. Allí quedó, pues, algo semejante a la tumba de
Tutankamón; acumulando toda la humedad y los bichos que cualquiera pueda
imaginar. Estos bestias no fueron capaces de hacerle agujeros de ventilación.
Además de las razones físicas para que un entretecho deba estar ventilado hay
razones esotéricas. Dicen los libros de Alta Magia que nunca deben quedar
huecos sellados como tumbas en la casa donde se vive, pues ello posibilita la
aparición de toda clase de manijas; el cáncer, entre otras. Como no averigüé
bien la cosa, no sé qué habrá de cierto, pero, por las dudas… Lo primero que
hice, cuando tomé posesión de la casa, fue abrir la tumba de Tutankamón y
ponerle respiraderos. No encontré momia alguna, ni tesoros, pero sí un
hormiguero completo, con reina y todo. De esas hormigas que talan maderas.
Costó bastante matarlas, no vayan a creer. Pese al cierre hermético del lugar
ellas se las ingeniaron para tener acceso. Debido a su esfuerzo e industria una
de las vigas principales estaba deteriorada. Debí reforzarla (o mejor dicho, de
ello se encargó el obrero que contraté) y elevar con hierros el punto en el cual
estaba vencida. Pero lo peor era el piso. Hice que lo picaran íntegro —eran
otras épocas, no está de más repetirlo— y lo fabricaron de nuevo, mezclando
esta vez el cemento con un material que combate la humedad. Gracias a ello
ahora tengo una casa seca en otoño, caliente en invierno y fresca en verano.
Mandé ampliar el baño, que antes sólo servía para Pulgarcito. Compré
alfombras, tapices, un equipo de audio y unas armas japonesas. Mi cama está
cubierta con un enorme lienzo de cuero, carísimo y hermoso. Mis libros tapan
dos paredes, claro está. Muebles: algunos hechos con enormes bambúes, de la
India septentrional, cubiertos por planchas de vidrio. Otros en estilo
escandinavo rústico. Al decir «Escandinavo», por favor, que nadie piense en
esos que están en las mueblerías y así se llaman. Nada de ello. No hay
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ninguna diferencia entre mis muebles y los que verdaderamente usaban los
vikingos.
Con Isidoro nos sentamos al lado de la mesa de la cocina. Puse una pava
en el fuego. Al rato el agua ya estaba y nos pusimos a tomar mate. Quienes
me visitan dicen que los preparo muy ricos. Todo el secreto está en la
temperatura del agua. Viejos cebadores sostienen que hay que poner yerba
hasta la mitad, sacudir luego el mate para que se mezcle, poner un chorrito de
agua fría, etcétera. Puros inventos y tics. Nada de eso hace falta para tomar
mate. Si uno vigila el agua para que no se pase de la temperatura, ello es más
que suficiente. Una vez estaba en una fiesta; la gente se había cansado de
tomar vino y comer pizza, entonces me pidieron que hiciera mate. Estaba por
prepararlo a mi manera cuando se me acercó un manijeado: «Tenés que
sacudir la yerba y ponerle un poco de agua fría», me dijo. Sin pensarlo dos
veces así lo hice. Quizás esto sorprenda, pero el caso es que yo sé cómo son
las malas ondas. Si hubiese preparado el mate como siempre, no dudo que esa
vez habría salido mal. Es preferible seguir la corriente, cuando tenés cerca un
tipo muy cargado. Por supuesto, después de esa ocasión lo seguí haciendo
como yo sé que debo prepararlo. Pude haberme opuesto a la mala onda del
imbécil, en aquella ocasión, pero ello me habría obligado a usar una energía
que después podía necesitar. De modo que era preferible ceder. Por lo tanto
juro: lo único indispensable para tomar mate con bombilla es la temperatura.
Debe ser exacta, eso sí, el mate tiene mucha importancia para el
sudamericano. Y yo nací en Sudamérica, aunque viva aquí. Al mate le debo
mi obra. Si Suzuki y Okakura Kabuzo hablan del té como una de las estéticas
del zen, no veo por qué sería inoportuno escribir un tratado: El mate como
disciplina zen del sudamericano. Pero no como una ironía o un chiste, sino
como algo dicho absolutamente en serio. A cuántos habrá salvado el mate en
las épocas del hambre infinita. Es cosa de ver cómo ayuda a resistir, a
conservar el equilibro, la esperanza y a que no se pierda el centro. Sirve al
solitario, pero también al ideal que es compartir. No hay cosa más linda que
tomar mate con la mujer de uno. Maldito sea el que está compartiendo y no
comprende. En su defecto que sea con un amigo. El mate es más compañero
que el vino, y digo mucho. El vino traiciona como algunos hombres
traicionan a sus mujeres. Como algunas mujeres traicionan a los hombres que
viven con ellas. Pero el mate brinda y rodea de escudos. Más de uno no se
mató porque todavía no se le había terminado la yerba. La bombilla de plata
equivale a la flecha puesta en el arco zen. «Un mate, una vida».
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CUATRO
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cubren además los intestinos y otros órganos. Ellos tienen elasticidad y
pueden hacerlo, pero el precio es tan elevado que lo realizan a costa de un
aumento de su propia fragilidad. Ésta es la principal causa por la cual mueren
muchos en sus ataques. Una gran masa de pájaros —digamos mil de ellos—
constituirían una barrera impenetrable y gestora de sus propias defensas. Una
«flecha» de energía maléfica que chocase contra semejante escudo rebotaría
(aunque tuviera fuerza como para matar a un elefante) y el costo para el
sistema defensivo resultará tan bajo que con toda probabilidad no muera
ningún pájaro; éstos se «regalan» energía unos a otros. Cualquier ser humano,
aunque no sepa nada de esoterismo, si posee mil pájaros distintos se torna
prácticamente inmanejable.
Decía que Isidoro Pantaleón Formosa tiene pájaros. Sólo veinte, pues es
pobrísimo y su jubilación no le alcanza para nada. Claro que podría tener una
entrada suculenta con sus horóscopos, ya que son tan acertados, pero él es de
los de antes: considera una inmoralidad traficar con la Ciencia. A su arte
incomparable lo aprendió estudiando en las selvas de modo que resumiré. Por
motivos que no vienen al caso estaban, él y un amigo, perdidos en la jungla,
sin comida, agua potable ni brújula, y enfermos de malaria. Ya exhaustos
fueron recogidos por miembros de la secta. De modo que los encontraron por
casualidad e Isidoro, hasta el día de hoy, no es capaz de decir dónde están
instalados los Bonetes Negros. Cuando se hubieron repuesto lo bastante
comenzaron a observar a aquellos hombres. Su sabiduría resultaba evidente.
Pensaron que esa era una oportunidad única para aprender magia y astrología
caldea. Esperaban una negativa, pero ante su gran sorpresa los monjes
accedieron gustosos y sin hacerse rogar. Con el tiempo comprendieron por
qué: no pensaban dejarlos partir. Les habían salvado la vida y eso se paga con
trabajo y devoción. Enseñar Ciencias Ocultas no implicaba deuda alguna,
pero sí el deberles la existencia. Tal su punto de vista.
Hay mucha literatura sobre el zen. Tengo la impresión de que sus autores
no han conocido a un monje zen en sus vidas. Nada tienen que ver con los
personajes descriptos en los libros. Se trata de hombres infinitamente terribles
e implacables, quienes jamás perdonan una falla disciplinaria en el discípulo y
se la hacen pagar muy caro. Empiezan con ejercicios fáciles, sencillos, como
ellos los llaman. Hay que hacer una especie de salto rana rarísimo, zen, que
consiste en estar en cuclillas y brazos adelante, como en la gimnasia castrense
clásica. A partir de aquí uno debe saltar, despacio, con una única pierna y caer
algunos centímetros adelante. De inmediato lo mismo pero con la otra, luego
otra vez con la primera, etcétera. Como un sapo gordo que brincara con una
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sola pata, alternativamente. No parece demasiado terrible. Casi cualquiera
aguanta diez saltos para cada pie. El Maestro lo acompaña, con una varita en
la mano, observando con mucha atención, y el ejercicio termina cuando él
dice basta. El problema es que el Maestro nunca dice basta. La clase de
cansancio que se siente cuando uno debe dar el brinco número 37 es algo que
ningún autor, por más genial que sea, podrá jamás describir en el papel. Ni
con todo el espejismo y el supremo arte prestidigitatorio del cine es posible
dar una remota idea. Wagner sería impotente con toda su música. Es un
cansancio integral acompañado por un absoluto descorazonamiento: a uno lo
invade el desconsuelo al comprender que no será capaz de saltar con el pie
izquierdo (el que viene ahora) ni siquiera una vez más. Sabe también, con
toda lucidez, que no sólo deberá hacerlo aunque no pueda, sino que después
enfrentará un imposible todavía mayor: saltar con el derecho. Pero aún esto es
cosa de nada comparado con algo todavía más allá de las posibilidades
materiales: saltar otra vez con el izquierdo. Y así… Pobre del discípulo que
resista esperando que el Maestro diga basta, de modo que ésa no es la manera
de resistir. Ello seguirá para siempre y hay que comprenderlo. Yo desafiaría
al mismísimo Edgar Allan Poe a que fuera capaz de transmitir con imágenes
el horror de la situación. Porque para transmitir primero hay que imaginar, y
nadie puede imaginarlo: ni siquiera el que lo vivió. A partir de cierto
momento se forma en una vasta región que abarca los pulmones, el diafragma
y el estómago un agujero, llamémosle, enorme, que dura muy poco pues casi
de inmediato se empieza a llenar de pequeños trozos, casi infinitesimales, de
cansancio autónomo. Son como miles de hijitos pidiendo comida a gritos.
Descanso es la comida que piden. Ahora bien, tales reclamos de alimentos no
son en progresión aritmética sino geométrica, la cual sufre una nueva
ampliación de su brazo en espiral ante cada salto. Como a los hijitos no les
dan lo que piden sencillamente porque su padre no tiene, entonces muerden.
Clavan sus diminutos dientecillos en la célula que tienen al lado.
Hay una sola y única forma de tolerar lo intolerable: un absoluto
desinterés por el futuro. Si uno se detiene a pensar en cómo hará para saltar
con el pie derecho, está perdido. Ésa no es la manera. Uno debe poner toda su
voluntad y fe nada más que en saltar ahora con el pie izquierdo. No importa si
es mi postrer acto en la vida. Nada interesa en el mundo: ni mi persona ni mi
cansancio, ni el próximo salto. Solamente importa dar una última vez un
brinco con el pie izquierdo, cualesquiera sean las consecuencias que traiga
para mi integridad física el gasto supremo y final. Nada más que un salto, sin
principio ni fin; sin pasado ni futuro. Uno puede darlo y lo da, naturalmente, y
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ello es lo que le llama de manera muy poderosa la atención. Habría jurado un
instante antes, con las manos en el fuego, que no era capaz. Pero puede.
Después que ello ha terminado viene el mismo problema pero con el pie
derecho. Hay que hacerlo, sólo esto, uno solo; pero cuidado; no comparar; si
uno compara saca conclusiones y entonces se destruye. No debe comparar lo
que cuesta saltar con el pie derecho respecto de lo que costó antes brincar con
el pie izquierdo, porque es, digamos, tres veces más difícil que antes y resulta
elemental concluir que el próximo esfuerzo estará por encima del esfuerzo
total. Por eso, para resistir, cada trabajo debe ser único, sin pasado ni futuro.
Alguien podría pensar: bueno, yo hago lo que puedo y cuando esté
agotado me niego a seguir. Pero detenerse sin que el Maestro haya dicho
basta —él nunca dice basta— significa un varitazo en cualquier sitio del
cuerpo. Tal la primera reprimenda. Si el discípulo persiste el monje toma un
cuchillo y le corta el dedo meñique de uno de los pies. Luego debe seguir con
todo el nuevo dolor a cuestas y chorreando sangre. Si sangra demasiado lo
cauterizan con un hierro al rojo… y después a continuar el salto de rana zen.
Si antes costaba, quizás alguien pueda suponer las dificultades de un
imposible al cual se le agrega el estar mutilado. Tal vez alguno imagine la
desolada consternación, la absoluta falta de bienestar físico y psíquico. Pese a
que el Maestro nunca dice basta, llega un instante en que uno oye, como entre
sueños incrédulos, que declara: «Bien. Suficiente». Así, tal como están todos,
con las piernas agarrotadas, deben dirigirse a un cuarto oscuro donde los
espera otro Maestro. El cuarto está construido de la manera más caprichosa:
con salientes, molduras a la altura del pecho, pequeñas cavernas o nichos,
estacas de metal y cualquier cosa que uno quiera suponer.
El nuevo Maestro, no conforme con la absoluta ceguera de los discípulos
—él en cambio, ve todo aún en la oscuridad más profunda—, y sin compasión
alguna para con aquellos seres que vienen destruidos por el ejercicio anterior,
les ordena doblar la espalda y, mirando el suelo (en realidad deben
mantenerse con los ojos cerrados todo el tiempo que estén en la estancia),
girar alrededor de sí mismos. Algunos gimen pensando que deberán seguir
rotando para siempre como en el trabajo pasado. A varitazos los silencian.
Pero se equivocan. Los giros no son más que a fin de que pierdan por
completo la orientación y cesan a las pocas vueltas. Siempre en el lugar en
que los sorprendió la voz de alto y con sus espaldas inclinadas, que jamás
deberán enderezar, el Maestro les indica: cada uno avanzará muy lentamente
hacia delante y parará algunos milímetros antes de chocar con el Maestro,
otro discípulo o algunos de los objetos arquitectónicos que forman la parte
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anterior del cuarto. ¿Cómo guiarse si uno nada ve? Muy sencillo: con el
cuarto ojo, con ese que todos tenemos entre los apriétales. De alguna manera
hay que abrirlo y ver. Cada choque o, peor aún, cambiar de dirección antes de
colocar la cabeza a pocos milímetros del objeto, tiene premio: un varitazo.
Estos golpes, cuando caen sobre los más remolones y nihilistas, pueden llegar
a llevarse media oreja. No debemos olvidar que el haber perdido una parte de
la anatomía no lo exime a uno de la continuación del ejercicio. Igual hay que
seguir porque si no el Maestro toma un cuchillo y le corta un dedo del pie.
Pero lo peor que le puede ocurrir a un discípulo es enojarse y ponerse
histérico, pues allí sí que ya no tienen compasión: le cortan un dedo y cuando
se tira al suelo desmayado lo despiertan y lo obligan a continuar, y cada vez
es más difícil y el discípulo va perdiendo más dedos. Pueden llegar a
sacárselos a todos, incluyendo los de las manos (cuando se han terminado los
de los pies).
Se preguntará: «¿Nunca se descansa allí?». Sí. Hay descanso. Cada nuevo
ejercicio, por la variación que implica, representa un descanso respeto del
anterior. Con el tiempo el discípulo aprende a descansar de esta forma.
Cualquiera que haya hecho el servicio militar comprenderá que, al lado de la
disciplina zen, los cabos y los suboficiales terribles no son más que hombres
bonachones e indulgentes, tan sólo preocupados por llenar al recluta de
atenciones y mimos. Uno añora la presencia de aquel sargento bienhechor del
4º de Ingenieros; con lágrimas de arrepentimiento le pide perdón in mente;
solo un soldado incomprensivo y malvado (como uno fue) pudo haber
pensado alguna vez que era un verdugo ese sargento maravilloso. Usted
comprenda, mi sargento: éramos jóvenes y no sabíamos. Vuelva, por piedad.
Éstas son la verdadera disciplina y enseñanza zen, y no las que están en
los libritos. No me es posible imaginar siquiera de dónde sacó (el primero que
escribió sobre ello) que un zen, cuando un discípulo da una mala respuesta, le
pega con una caja en la cabeza. ¿Cómo se les dio por inventar eso? Una mala
respuesta o una actitud poco conveniente, puede ser el inicio de un corto y
terrible camino que lleva a perder un dedo o la vida. Muchos discípulos
mueren. Pero lo más imposible de creer es que algunos no sólo no mueren
sino que, además, aprenden.
Isidoro fue uno de estos últimos. A los dos años de vivir con esos monjes
huyeron, él y su amigo. Éste murió en la selva e Isidoro, luego de correr
innúmeras aventuras, llegó a un poblado indígena. Posteriormente se integró a
la sociedad. Nadie vuelve a ser el mismo después de tal experiencia; no
costará entonces creerme cuando digo que Pantaleón Formosa es una persona
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increíble: como ser humano y como astrólogo. Salió de la selva transformado
en arma mágica, con la voluntad y la intuición agigantadas y siendo uno de
los pocos seres humanos del planeta que saben la auténtica astrología caldea.
Esa que todos quieren aprender. Sí. Todos los astrólogos chasco quieren
aprenderla, pero sólo uno en un millón estaría dispuesto a pagar el precio. Se
dirá: qué Maestros tan canallas que obligan a tanto sufrimiento. Pero es que la
técnica no basta. Es preciso convertirse en arma mágica (y sólo esa disciplina
terrible lo consigue) para no hacer daño con los conocimientos, pues éstos
solos no son suficientes; resulta preciso la intuición mágica también, el tercer
y cuarto ojos, porque —irremediablemente— en el horóscopo se encuentran
puntos oscuros que debe llenar el operador con su intuición. Esta intuición no
viene de nacimiento sino con disciplina. La astrología no es una ciencia
amable, que se pueda aprender en las facultades, aunque la mayoría de los que
hacen cartas (o cartitas) esté recibida en éstas. Porque sepan todos que, por
ejemplo, ese ejercicio absurdo que describí: no chocar objetos estando con la
espalda doblada, en una habitación imposible y atestada de objetos, tiene
como consecuencia que los que sobreviven terminan por no chocar objetos.
Ven las cosas un segundo antes de rozarlas. Y sepan, además que es más fácil
abrir el cuarto ojo que el tercero.
—¿Cómo van tus cosas, Isidoro? —pregunté después del mate número
cinco.
—Digamos que bien, a pesar de todo. Te diré que don Gaspar volvió a las
andadas.
—¿Tu viejo enemigo, che?
—Ahá. Parece que no está conforme con la paliza que se llevó hace
tiempo. Quiere más. Yo sé que lo voy a volver a derrotar, pero igual todo esto
me fastidia. Alguna vez me gustaría poder quedarme tranquilo en mi casa,
con mi negra, y no tener que dedicarme a magias y guerras estúpidas.
—¿Y en qué anda don Gaspar?
—Está manijeando para que me quiten la jubilación. Puso a funcionar una
máquina grandísima, del tipo usina, parecida a la que tenés vos, pero más
chica. Ya van tres veces que le meto un catalizador se la hago volar a la
mierda. Pero él igual la arregla y vuelve a joder. Es hasta admirable. Trabaja
infinitamente y con paciencia de chino. Si a toda esa energía la pusiera al
servicio de algo útil sería un súper; más conocido que Pasteur. Qué estúpido.
Viejo imbécil que podría vivir en paz sus últimos años; perdiendo el tiempo
en luchas.
—Y bueno, qué querés; así son ellos.
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—Sí.
—Si Gaspar te molesta mucho le digo a mi nueva máquina que…
—No. Por ahora no. Si la cosa se pone pesada te aviso.
Ahí nomás le hice un chiste:
—Agradecé que sea sólo don Gaspar. Mirá si además vienen don Melchor
y don Baltasar.
Isidoro no pudo menos que reírse, pero igual me dijo:
—Sí, vos hacete nomás el gracioso. Cómo se ve que estás lleno de
protecciones. Ahora te volviste picarón. No hacías estos «chistesiyos» hace
algunos años. Qué bien te vino la herencia que te dejó tu viejo. ¿O te olvidaste
de las antiguas y doradas épocas que tenías una «hache» en la casa, o un
«flamenko» y no te los podías sacar de encima? Aún me acuerdo de tus gritos
de auxilio pidiéndome que te hiciese un horóscopo para averiguar la manera
de desmontar a los chichis. ¿Pero cómo? ¿Es que tus astrales no bastaban?
No hay en el mundo cosa más fácil que lograr encolerizar a Isidoro.
Largué la carcajada:
—Bueno, está bien. No te enojes.
—No, si yo no me enojo; me limito a recordarte que…
En ese momento llamaron al portón:
«Alaralena… abrí…»
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CINCO
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principio. Captó su potencia aún antes de leer sus escritos. A propósito: el
gordo iba a todos lados con ellos, envueltos en papel de diarios. Al cabo de
pocas horas de trajín —se presentaba en los bares e insistía en leerle a todo el
mundo— el diario, que oficiaba de carpeta, parecía un objeto arqueológico de
la biblioteca de Assurbanipal. Una manija asquerosa. A veces, desde una
mesa llena de intelectuales aburridos, lo llamaban: «Vení gordo, leé». Lo
invitaban llevados por el mismo tedio y a fin de reírse un poco. Corvina Fina,
lleno de consuelo y agradecimiento, descendía sobre el grupo con la misma
elegancia que un avión con las alas rotas. Luego de chocar varias sillas,
ángulos de mesa y respaldos —la excitación lo volvía más torpe— empezaba.
Aquellas obras traslucían su soledad inaguantable, su aproximación al
suicidio, la brutal incomunicación del gordo con las mujeres, pero, también y
más allá de esto (simplemente humano), el increíble talento del cual estaba
dotado. En él se aplicaba la frase de Lao Tsé: «Tensa un arco hasta su límite y
lamentarás no haber parado a tiempo». La locura del gordo, enorme,
amenazaba quebrarlo para siempre. Su literatura era como un caos. Rara vez
escribía cuentos y, por supuesto, le resultaba imposible arribar a la novela. En
general movíase con epigramas; a veces escribía los intermedios de obras que
jamás tuvo la intención de empezar (vale decir como quien copia cierto pasaje
de uno de sus libros terminados y completos); en otras ocasiones aquello nada
tenía que ver con el arte —al menos el convencional—: «Calle Motecuzoma
al 1500; aquí venden facturas riquísimas. También tortitas negras
sensacionales y pan con grasa. Todo barato», luego de poner esto continuaba
escribiendo como si tal cosa y quedaba para siempre como parte de la obra.
Lo más probable es que tales interpolaciones tuviesen como origen el hecho
de que el gordo caminaba mucho y anotando todo lo que se le ocurría, sobre
la marcha. Cuando un suceso de la vida (negocio con «facturas riquísimas»,
por ejemplo) le llamaba la atención, lo escribía para no olvidarlo.
Posteriormente, por razones existenciales, incorporábalo a sus textos. Éstos,
pues, repito, estaban llenos de infantilismos e ingenuidades, pero también de
poesía, verdaderas iluminaciones, dolor mayúsculo, errores filosóficos y
expresiones ganadas gracias al buceo en sus cuencas psicóticas. Despertaba
risa, admiración, miedo. Todo en partes iguales.
Un día, en La termitera (bar de poetas y artistas plásticos), leyó lo
siguiente:
«Es como una resaca. Cada tanto me ocurre que a ciertos hombres o
mujeres, que significaron para mí pero ya no son algo positivo ni podrían
serlo, el azar me los trae de nuevo y por algún motivo me veo forzado a
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convivir o a tenerlos en mis proximidades. Es como si una resaca trajese
cadáveres de lo profundo del mar; los empujo otra vez aguas adentro, pero
vuelven, y vuelven, implacables; cada vez más podridos, con peor olor. Y
continuarán así hasta que no queden más que huesos y se hundan
definitivamente en el fondo. Pero ya vendrán otros».
Cada vez empiezo a pensar con mayor fuerza que una persona, por el solo
hecho de cumplir treinta o treinta y tres años, ya es un malvado. De manera
automática. Aunque no haga otra cosa. Tengo veintiséis. Faltan cuatro
minutos. Pero qué: si ya ahora no me siento con derecho a nada. Cada vez soy
más culpable de no vivir. «¡Es que no sé cómo!» Justamente.
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comprender la naturaleza de éste. Dentro de la cisterna reseca hay una especie
de isla, también circular, llena de árboles. La palomita vuela hasta posarse en
la foresta. Un reino al pedo para ella sola.
Imagino infinitas órbitas concéntricas cuya suma total nos exprese todos
los movimientos pasados, presentes y futuros: toda la materia y energía y sus
interrelaciones: purificación, acciones humanas, etcétera. Cada cosa traza una
órbita circular, monótona, y por lo tanto desaparece. Paralelamente hay que
reparar en el hecho de que cada órbita es un acontecimiento único, irrepetible.
Doy un paso y el mencionado es en sí mismo un círculo, una órbita viciosa y,
por ende, se esfuma el zapato, el pie, la elipse de Kepler y el trozo de suelo.
¡Ser feliz debe ser algo increíble! Como un objeto autónomo, con motor
propio, que no depende de las fuerzas inerciales.
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compuesto químico (la doble flecha representada por la palabra «viceversa»
nos indica que ambos estados son intercambiables) nos proporciona, con el
tiempo, una proteína monstruosa.
La tortura del cuarto de las mil paredes menos una (Fragmento del diario
de guerra del general Cor Vi Nah). Es como estar en un cuarto de mil paredes.
Una de ellas no tiene consistencia; es una pared ilusoria y, detrás de ella,
naturalmente, hay una osita. La víctima enloquece buscándola. En apariencia
el problema no ofrece mayores dificultades. Basta tocar con sistema todos los
muros. Sin embargo no es tan sencillo. No hay referencias de espacio y
tiempo, de modo que uno toca cualquier biombo pétreo y nada garantiza que
el próximo no sea el mismo. Y hay más. Las medianeras se desplazan
formando ordenamientos caprichosos, incomprensibles. Se trata de un
laberinto articulado. De modo que las probabilidades no son mil contra una a
favor sino muchísimo menos. La asíntota tiende a cero. Uno envejece
buscando. En tanto que las probabilidades de joderse tienden a infinito, las
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suertes favorables y osíticas, a infitesimal. Este brazo de la gráfica persiste en
señalar el cero. Osita niet. La mujer «que a uno le estaba teológicamente
destinada»; no recuerdo dónde leí esta expresión[1].
Cuando Wagner murió sin duda hubo muchos que lo lamentamos (su
mujer, antes que nadie). Pero el anti-Wagner (o, si preferimos, el anti-Mozart)
lanzó verdaderos berridos de dolor. Nadie, jamás, puedo sentirlo tan
sinceramente. Chillidos de miedo: había desaparecido Dios.
Un verdadero artista, digamos un gran poeta o escritor (músico, plástico o,
por qué no, ingeniero), puede llegar a ser considerado —sentido— como un
individuo, un genio, un minuto luz cúbico de semen. Pero sólo el anti-Mozart
lo ve como a un Dios, porque lo traiciona.
Las mujeres sólo pueden darte lo que ya tenés. Es justamente por eso que
no se puede prescindir de ellas, que son superiores a uno, y que sin ellas nada
se renueva y todo se destruye.
Malo es, sin duda, ser comestible de adentro para afuera deteniéndose un
minuto exacto justo antes de llegar al borde. Pero peor es ser comestible de
afuera para adentro, deteniéndonos un minuto justo antes de llegar al centro
del subconsciente. En realidad habríamos podido decir lo contrario. De todas
formas el resultado es idéntico.
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Variaciones sobre una misma incomestibilidad. Si tengo la poca hombría
de seguir en este cuarto chacotón (a menos que haya vivido como quiero); si
no he purificado dentro mío, cuando fue su tiempo, los sindicalismos
parciales que me motorizan a la manera de impulsos de muerte —antes de
llegar al viejo (digamos, antes de los 30 años)—, no me sentiré con derecho a
mirar a la cara a un joven que recién comience a luchar, o a asombrar con mi
madurez infecta «la vida comienza a» a una piba. La madurez (y, por cierto
que no pienso discutirlo con un imbécil aún joven) es, simplemente, el robo a
la juventud. Todo lo que el tipo tiene lo tenía ya de antes. Lo conserva por
arrastre. Es a sí mismo joven a quien está robando. Es la herencia con signo
contrario: se mueren los jóvenes y heredan los viejos. Es por eso que a los
viejos yo soy partidario de matarlos a todos. A menos que hayan vivido. Pero
que conste que aún a éstos… Han reemplazado la intensidad vital (la
testiculatura) por su esqueleto, que es el desgaste del sobrevivir. Como si un
tipo en vez de andar en bolas anduviese en huesos.
«… o si no, que produzcan para nosotros. En mi dictadura tecnócrata los
viejos deberán hacer jornadas de 18 horas. Hasta que revienten. Luego, todo
lo que ganen, lo repartiremos entre los jóvenes. Mi tecnocracia será de neto
corte racista. De los 40 para adelante ya se pertenece a otra raza. Las mujeres,
en cambio, de los 35 para abajo. Por Orden del Monitor, Vuestro Señor,
Tecnocracia, Monitor, Triunfo. Imprenta del Estado Tecnócrata. T. M. T.»
Sellos Oficiales, etcétera.
Del último trabajo del cual tuve que rajar guardo el recuerdo de mi
patroncito: un tipo comestible de afuera para adentro, deteniéndose un año luz
antes de llegar al centro de su subconsciente.
«¿Qué edad tenés?» «Veintiséis». Lo veo en sus caras: «Qué viejo es este
muchacho». Pero yo era exactamente así a los veintitrés, y aún a fin de los
veintidós. Es que ellos saben, saben de manera terrible, como lo sé yo, que lo
único que cuenta es la edad cronológica y que «el alma y el cuerpo joven» no
son más que estupideces.
Un muchacho me contó los otros días que él acaba de cumplir veinte años.
«¿Ah? ¿De modo que tenés seis años más que yo?», le comenté. El otro se
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sonrió y no dijo nada.
Estela F. era una de esas tipas que esperan a que uno se muera para leerlo.
Lo he dicho siempre: el sexo de esa piba era fascista. ¡Y no se pintaba! Ella
habrá sido todo lo sindicalista sexual que yo quiera, pero tengo que reconocer
que no era un desierto. Había agua allí.
Lo siento, pero no tengo ninguna simpatía por las mujeres que son
católicas, se pintan, o estudian medicina. Pero las católicas todavía pueden
salvarse.
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La dureza sólo existe para tener como cúspide inviolable a la dulzura y
extasiarse ente la contemplación del objeto amado.
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hacían. Sin embargo aquella tarde hubo un pequeño cambio. Corvina Sotelo
ya había sido arrojado con cajas destempladas. Quedó una gran risa flotando.
«Éste nos gana a todos en delirio» (dijo uno). Otro: «Me daba una especie de
vergüenza por él. ¿Cómo se atreve a leer esas cosas? Además, ¿qué le pasa a
ese tipo?, ¿es puto o qué?». Tercero: «¿Por?». «Y ¿no ves cómo les dice a las
minas?: “ositas”. Sólo un homo puede hablar así. Un gay. Porque…». «No, yo
no creo que sea un gay —interviene el cuarto—. ¡Creo, sí, que este tipo no
cogió en su vida! Además está re-loco. Pero igual es genial.» Segundo: «Y
bueno, che… No lo castiguen que es nuestro Artaud. Sin él La termitera no
sería la misma». Primero: «Cierto: es nuestro Artaud».
Segundo: «Es verdad. Su locura es lo mejor que tenemos». Grandes risas
y festejos en la sala. Como si dijésemos: un intermedio exacto entre el
desprecio perdonavidas y proteccionista de quienes se saben superiores y
aptos y el auténtico respeto; sólo que este último no por lo mejor sino por lo
peor del otro: un respeto chasco y con fallas ontológicas. También le tenían
bastante miedo. No únicamente porque un loco siempre inspira temor, sino
también porque en esa clase de gente, los orates, de alguna manera
distorsionada, fantástica y «loca», se constituyen en espejo y conciencia. Pero
en esa mesa, la tarde que mencionamos, había alguien más. Antonio Tuñón
Serrano. Un tipo malísimo, que había estado en las dos guerras del Quétzal y
que hasta ese momento se mantuvo en silencio, oyéndolos hablar. Se dijo —y
nada costaba creerlo si uno le echaba un vistazo— que eran treinta sus
muertos en combate. Serrano, sin moverse mucho ni levantar la voz, desde
allí donde estaba, preguntó: «¿Quién mierda se creen que son ustedes para
hablar de la locura de él? ¿O acaso se creen más cuerdos y sanos? Él, por lo
menos, vive en un límite continuo. Nosotros estamos en el café. Él ni siquiera
tiene una mesa porque lo echaron. Hay que tener un poco más de respeto por
los hombres. Sobre todo por los hombres que uno no comprende del todo.
¿Qué obra hicieron ustedes para sentirse superiores? Yo soy un tipo bruto. De
todo lo que él leyó no entendí un carajo; pero al primero que vuelva a
molestarlo le voy a partir la cabeza de un castañazo». Silencio en la noche (o
en la tarde). Se quedaron helados. La diplomacia dura de Serrano equivalía la
del indulgente Cambises, rey de Persia, cuando «aconsejó» paternalmente a
los egipcios. A partir de ese día el gordo Corvina notó, lleno de sorpresa, que
en La termitera todo el mundo lo trataba con una deferencia tan abrupta como
inesperada. De la mañana a la noche. Nunca se enteró de la causa,
naturalmente. Creyó que la gente por fin comenzaba a valorar su talento y
valores humanos. En algún sentido así fue, pues los hombres son tan malditos
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que sólo empiezan a mirar a partir del rigor y cuando los fuerzan a ello. Más
de uno comenzó a respetarlo —y a desear su amistad de manera sincera—
porque tenía la trompada de Damocles sobre la cabeza.
—Bienvenido, Señor Virrey —dije con una sonrisa y abriendo el portón,
al tiempo que echaba un disimulado vistazo al gordo, a quien por ese entonces
sólo conocía de vista. Éste, de entrada, me pareció un tipo muy cargado. Ahí
y en el rato que estuvo con nosotros no tuve tiempo de observarle
detenidamente el astral, pero me pareció advertir… Terminé por atribuirlo a
mi paranoia eterna.
De Quevedo entró sin problemas, porque Igua y Tirán lo aman. El gordo
en cambio, torpe y sin prudencia, se zambulló sin pensarlo dos veces. Los
animales se le abalanzaron con una furia tan espumosa y rugiente que me
sorprendió. Ni que Corvina hubiese sido el Gran Maestro Súper de todos los
chichis. A patadas y golpes de karate tuve que sacárselos de encima. Menos
mal que De Quevedo me daba una mano. Que me desobedecieran, y en esa
forma, era algo nuevo por completo. Al fin logré imponer orden y mandarlos
a la cucha castigadísimos. El gordo estaba horrorizado: pálido, tembloroso y
con la boca abierta. Su espanto era tan cómico que la furia se me pasó en un
segundo y tuve que contenerme para no reír.
—Disculpá. No sé qué les pasó a esos bichos de mierda. De acuerdo, no te
conocen, pero ésa no es razón para… —dije a manera de excusa. Eso o
cualquier otra incoherencia; ya no recuerdo. En realidad estaba histérico de
risa y disimular me costaba mucho.
—Aaahh… —graznó Corvina Fina.
De Quevedo optó por presentarnos:
—Hemos tenido un comienzo algo chocante. Y tuviste suerte, dentro de
todo. A veces suelta a su dinosaurio amaestrado. En el fondo tiene un palomar
pero sin palomas, lleno de pterodáctilos. Es tan colombófilo como Drácula.
No, si es una cosa… Che, no sé si se conocen: Corvina Sotelo… Alaralena.
—Sí, sí, lo vi muchas veces en La termitera —comenté.
Corvina Fina parpó:
—Ah…
Pero se había calmado bastante. Pasamos adentro. Ahorraré el resto de las
presentaciones. El gordo también a mi casa vino con parte de su obra envuelta
en papel de diario.
—¿Ustedes se interesan por el arte? —preguntó aquel insensato, antes de
que nos hubiésemos terminado de sentar, abruptamente. Por lo visto los sustos
le duraban poco. Con seguridad su mente robótica estaba chasqueando la
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siguiente información: reunión, dos puntos, lectura. Nos miramos entre
nosotros. De Quevedo se sonrió. Yo me puse incómodo porque Isidoro odia a
los intelectuales y comprendí que el gordo no le había caído en gracia.
—¿Qué opinan de los sindicalismos internos? —cuestionó acto seguido
ese rígido, más duro que una de mis máquinas. La pregunta N° 2 sobrevino
sin dar tiempo para responder a la primera. Con razón mis perros lo quisieron
devorar. Isidoro optó por cerrarse en un silencio furioso.
La locura del gordo me preocupaba cada vez más. No sólo porque no
sabía cómo reaccionaría Isidoro, que puede llegar a ser un tipo muy agresivo
y muy terrible, sino por las instalaciones esotéricas de mi casa. Los robots
mágicos son muy fuertes antes cualquier ataque frontal, pero se debilitan
hasta un punto increíble si su dueño realiza cualquier acción que los
desconcierte. Yo sabía que todas mis máquinas, en ese momento, estaban
pensando desesperadas: «¿Por qué el amo dejó entrar a este manijeado?». El
gordo era una peligrosísima fuente de perturbación. Si a los chichis se les
ocurriese atacar justo en ese momento, la momentánea discordancia haría que
cagase fuego una o dos de mis instalaciones. Y no tengo plata para el…
service, digamos. De modo que decidí asumir el problema. Si conversaba con
Corvina Sotelo y lograba producir un intercambio de parlamentos más o
menos normal, las máquinas se adaptarían poco a poco a la nueva situación
alcanzando el equilibrio. De modo que miré los ojos del gordo y pregunté:
—¿Sindicalismos internos? No sé qué son.
—Son los sindicalismos del alma. Las partes avitales que llevamos
adentro —respondió Moby Dick, como le decía Cecilia.
De Quevedo me sonrió sacudiendo la cabeza como significando: «No te
preocupes que yo me hago cargo». «Me preocupo por mis máquinas», le dije
telepáticamente. Y él me contestó en la misma forma: «No. Tus chichis son
más fuertes de lo que suponés. Además, si los otros atacan, Isidoro y yo te
damos una mano. Al gordo dejalo por mi cuenta. Quiero ayudarlo a este
pelotudo». Esto me tranquilizó muchísimo, máxime al ver que Isidoro,
echándome una mirada, asentía (escuchó todo el diálogo, obviamente). Lo
que yo ignoraba era que quiso decirme: «Si te atacan te ayudo», y no: «Voy a
estarme quieto sin agredirlo».
De Quevedo se volvió al gordo:
—¿Sabés qué pasa, Sotelo?: ellos no conocen tu cosmovisión sobre los
sindicatos. Tenés que explicarles primero, si querés que comprendan; si no
todo es muy descolgado. —Y luego, dirigiéndose a nosotros—: El estima que
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los sindicatos son una de las formas de presión más importantes que ejerce la
sociedad sobre el individuo…
—No una de las formas: es la forma —interrumpió Corvina—. La más
abominable, de lejos.
—Bueno, de acuerdo —dijo De Quevedo, con santa paciencia—: la peor
forma de presión, según él estima.
—No lo que yo estime. Es así porque es.
—Bueno, aceptémoslo por un momento. Pero no me interrumpas y
dejame explicarles, porque si no ellos van a seguir en bolas. La tesis de Sotelo
es que los sindicalistas, con la excusa de que son necesarios para la defensa
del obrero, han terminado por convertirse en una nueva clase de
características propias.
—Bueno, ya Milovan Djilas habló de una nueva clase que se estaba
formando en el socialismo —bufó Isidoro, más que nada para provocar al
gordo. Éste pegó un salto, todo conmovido y listo para la réplica; pero
De Quevedo, que ya lo veía venir y sabía que Isidoro sólo esperaba una
excusa para agarrarlo a trompadas, le salió al cruce:
—No exactamente; Djilas habla de una nueva clase de burócratas
sindicales entre muchos otros que la nuclean. Pero aquí se trata de algo
distinto. Sotelo sostiene que los sindicalistas, con su accionar (lo sepan o no),
están logrando el paulatino control de todos los resortes de la infraestructura
social. En muchas regiones del mundo mutilan la libertad del obrero
obligándolo a la afiliación, en caso contrario éste no consigue trabajo.
Desvían los fondos de los socios, operando con ellos hasta transformar a los
sindicatos en florecientes empresas, con lo cual, a su vez, consiguen más
poder. El ejemplo más claro, siempre según la tesis de Sotelo, lo tenemos en
el socialismo, que él llama capitalismo avanzado; allí los sindicalistas
comparten el poder mano a mano con los miembros del Partido. Son ellos los
encargados de vigilar la ortodoxia marxista y no los afiliados al PC. Así, en
Rusia, los sindicalistas vigilan cómo trabaja el ciudadano, cómo se divierte,
digitan sus vacaciones, y legislan e interrogan sobre su vida privada. Las
funciones tan especiales, de base, que tienen los sindicatos, han hecho que se
lancen a la conquista fragmentaria y subyacente del mundo. O sea: no tienen
intenciones de convertirse en partido político en el capitalismo, ni reemplazar
al PC en el socialismo (capitalismo avanzado) sino digitar las bases del
hombre base. Les basta con eso y con eso se conforman. No necesitan ni
quieren más: aceptan que al mando supremo lo tengan otros, pero están
empeñados en que nadie les dispute el control de la vida diaria del ser
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humano. Por esto, por razones de inmediato contacto, es que Sotelo afirma
que le preocupan más los sindicatos que otras formas de coerción.
Yo intenté contemporizar (mejor me hubiese callado la boca):
—Es bastante razonable. Claro que poner todo el énfasis en los sindicatos,
como si ellos fueran el Mal, me parece un poco exagerado.
Corvina procedió a mirarme con la misma desesperación y el conmovido
asco de un miembro del Santo Oficio que deplorase la persistencia en el error
de un relapso.
—Ustedes no entienden —me dijo moviendo la cabeza—: es inútil
hacerles… intentar hacerles comprender. Exagerado. El sindicalismo es el
verdadero poder y el auténtico mando. Es tan imposible hacerle comprender a
la gente lo obvio. Como dicen los mapuches: «El mundo está ciego para la
verdad sencilla». Capitalismo, Fascismo, Comunismo, todo el espectro
político, en suma, no son más que apariencias, espejismos. La gente puede
comprender todo, por complicado que sea. La más difícil ecuación
matemática. Sólo no ven lo que tienen delante de las narices. En lo que a mí
respecta, y por eso, no me ha afiliado a un sindicato ni me afiliaré jamás.
Tampoco acepto trabajos donde me hagan descuentos para esas
organizaciones putas. Desobediencia civil.
Y militar: el ejército de un solo hombre. Yo único, el general y las
doscientas divisiones. Es la solitaria forma de protesta que tengo contra todo
este orden injusto de cosas. Tampoco voy a publicar mis obras donde los
sindicatos estén avanzados.
Esto era más de lo que yo podía aguantar:
—Pero decime, no entiendo ¿por qué no querés publicar? Si vos tenés
razón en lo que afirmás lo mejor es que des a conocer tus ideas. Si no publicás
nadie va a saber que…
—Ésa es la trampa —arguyó fanático (tan fanático como sus sindicalistas,
por otra parte, aunque menos vivo que ellos)—. Quieren que yo me sume al
sistema. No les importa que se los combata siempre y cuando uno esté
adentro. Hay que mantenerse afuera y propagar la idea hombre a hombre, sino
no hay otro remedio.
Isidoro sonrió peligrosamente y abrió su boca. Ya lo decía. Algo bien
agresivo e hiriente. Se acomodó en el asiento para que el misil partiera raudo
y desde segura base subterránea. Pero no contaba con De Quevedo, quien
estaba atentísimo y vigilándolo todo el tiempo. Le dijo nada más que una
palabra:
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—No. —Isidoro quedó cortado. El tonto de Corvina creyó que le hablaban
a él:
—¿No qué? ¿Pensás que no tengo razón?
De Quevedo, decidido a terminar, cambió en un segundo el vector eje del
sistema.
—No, no quiero decir eso. Yo me refería a que no hace falta… Che, ¿qué
trajiste ahí? —y señaló las envueltas obras del gordo. Éste se enganchó en el
acto.
—¡Mis obras! ¿Quieren que les lea? Es todo trascendente. Trascendencia
pura. No está terminado. Me propongo aquí lograr el grito final. La última
guerra. La destrucción definitiva del sincialismo interno que todos llevamos
adentro, por vaso comunicante. Hay una forma de hacerlo. Se trata de lograr
un punto de resistencia ultérrima que…
—No gordo. Ahora no. Pero por qué no nos dejás tus escritos. Los leemos
tranquilos cuando vos no estés, y después nos encontramos otro día y
charlamos, ¿eh? Además me dijiste que sólo te podías quedar un ratito en casa
de Alaralena, porque tenías que…
—¡Ah! Sí sí sí. Tengo que presentarme en una editorial donde me dijeron
que no hacen descuentos para ningún sindicato.
—Magnífico. Andá ahora. A ver si por llegar tarde perdés esa ganga. Pero
déjanos tus escritos.
—Bueno. Pero cuidado, que no tengo copia. Es Ser en estado puro. La
razón penúltima de todo lo que…
—Después hablamos, hermano. Chau.
—Chau… —vaciló como si aquello fuese demasiado abrupto. Luego con
un gesto zambullidor y torpe enfiló hacia la puerta.
Volvió aterrado. Nos habíamos olvidado de Igua y Tirán. Los esperaban
con toda paciencia, muy encariñados, con toda la santa intención de comerle
una pierna o dos. Debimos apartarlos a garrotazos para que pudiera irse. Lo
repito: jamás, hasta ese momento, mis perros se mostraron tan
insubordinados.
Luego que Corvina se fue, Isidoro pudo estallar a gusto:
—¿Pero quién mierda es ese manijeado? —se volvió furioso a
De Quevedo—: ¿Por qué no me dejaste que lo agarrara a trompadas?
—Vamos, Isidoro —prefirió tomarlo a broma De Quevedo—, ya estás
viejito. ¿Vos te diste cuenta de lo grandote y fuerte que es el gordo? ¿O te
creés que su gordura no contiene más que grasa?
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—¿Viejito? ¿Viejito yo? Mirá, vivo, para reventar a ese inútil puedo dejar
que me aten una mano a la espalda y me echen encima diez años más de los
que tengo. ¿Qué se cree ese infeliz? ¿Supone…?
De Quevedo largo la carcajada:
—Bueno, bueno. No te enojés. No es mal tipo. Claro que está manijeado.
Quizá más de lo que suponemos. Pero yo lo quiero ayudar. No leí sus cosas,
pero adivino que tiene talento, aunque está loco. A pesar de su locura.
—¿En qué trabaja, ese tarado? —preguntó Isidoro.
—Casi siempre hace tareas miserables, muy mal pagas, y se caga de
hambre. Como no quiere afiliarse a los sindicatos no consigue empleo en los
oficios con mejor remuneración. Además se da una paradoja: cuando va a
pedir empleo lo primero que le pregunta al patrón es si en ese lugar hacen
descuentos para el sindicato. Los tipos piensan que es un activista y lo echan a
la mierda.
—Bien hecho. Me alegro —refunfuñó Isidoro.
—Trabajó en diversas provincias —continuó De Quevedo—, en las
cosechas. Banano, coco, cafetales. Hay fazendas chicas, donde no hacen
descuentos. Pobre infeliz. Cada tanto vuelve a casa de su padre, que es un
hombre mucho más gordo que él y tiene bastante plata. Yo lo conozco al
viejo. Es un buen tipo. Una vez me dijo: «Yo, a mi hijo, no lo entiendo. Dice
que soy un canalla que transige con los sindicatos. ¿Qué sindicatos? Pero, ¿de
qué habla? En la asociación de tenderos uno se afilia si quiere y si no no. No
es obligatorio. Además, aunque lo fuera, ¿por qué jode tanto con eso? No
entiendo. A usted lo respeta. A lo mejor podría llevarlo por un mejor camino.
A mí me escupe. Está un año, más o menos, en casa, y después vuelve a
trabajar como peón de limpieza en las cosechas o en cualquier otra porquería.
No digo que no sean oficios honrados, pero él podría aspirar a mucho más. Es
un muchacho muy preparado. No sé por qué me odia ni de qué me acusa. A
veces me pide plata. Siempre le di sin condiciones. Eso creo, al menos. Pero
es todo muy contradictorio, porque en ocasiones le ofrezco por mi cuenta y
me mira como si lo ofendiera. ¿En qué quedamos? Estudió ingeniería hasta
que llegó a tercer año. De un minuto al otro decidió que ya no le gustaba más,
que quería ser escritor, largó los estudios y se fue a trabajar en el cacaco. A
una plantación. Bueno, muy bien. Pero a todo eso ya lo hizo. ¿Necesitaba un
sacudón? ¿Cambiar de vida? Creo que ya se sacudió bastante. Y eso no es lo
único que me preocupa. Ojalá se hubiera casado con una negra linda y culona,
de esas que a él le gustan. Estoy dispuesto a aceptarle todo, con tal de que no
siga con esta vida loquísima. ¿Por qué no se juntó con una de esas negras con
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las cuales trabajaba, eh? En esos años cambié bastante de forma de pensar. Ya
no imagino que las cosas que quería para él fueran buenas. De acuerdo, yo
estaba equivocado. ¿Pero qué a cambio? Le ofrecí cincuenta veces pasarle
una mensualidad para que viva escribiendo, pero tampoco acepta. Yo le digo:
no hace falta que te quedés en casa. Podés alquilar. Yo te pago todo. Pero me
gustaría que hicieras una vida más lógica. Para qué. La furia. Así que no sé
como encararlo ni qué decirle. Yo soy un tipo bruto. Entiendo de camisas, de
eso no me saquen. Pero a pesar de todo, no sé por qué —y no lo digo porque
sea mi hijo—, algo me dice que tiene talento. Con todos los sacrificios que
hace para encontrarse a sí mismo, no puede menos que tener algo grande
adentro. Pero él debe darse cuenta que esa vida, por fatalidad, lo va a llevar a
que el mundo lo haga mierda. Estoy muy preocupado. ¿Usted qué me
aconseja? ¿Va a hacer algo por él?». Pobre viejo. Lo tranquilicé como pude.
Fíjense que a todo esto me lo dijo el mismo día que lo conocí, así que es fácil
ver lo desesperado que está.
—¿Cómo lo conociste? —pregunté.
—¿A su viejo?
—No. A él.
—En La termitera. Yo estaba un día que el gordo leyó. En otra mesa,
porque a esos tipos no los trago. Son todos una mierda. Al único que respeto
es a Antonio Tuñón Serrano. Es un tipo bruto pero derecho. No sé qué hace
en medio de esos intelectuales pelotudos. El gordo cayó una tarde. Desde la
otra mesa yo escuchaba todo. Se puso a leer porque lo llamaron. Después
procedieron a sacarlo poco menos que a patadas. Lo curioso es que, no
obstante haberlo echado, de alguna manera lo elogiaban. Es decir:
básicamente se reían de él, pero también declaraban cosas como: «Es nuestro
Artaud», etcétera, y otras pelotudeces. Todo bien estilo intelectual. Pero
entonces —De Quevedo sonrió— Tuñón Serrano se puso furioso. Les dijo:
«¿Quiénes mierda se creen ustedes que son para reírse de la locura de él?
Como si fuesen más lúcidos. Él no tiene una mesa porque ustedes lo echaron;
nosotros estamos lo más cómodos en el café». No recuerdo exactamente sus
palabras, pero eran más o menos así. «Ustedes no hicieron obra, de modo que
no tienen razón para sentirse superiores. Yo soy un tipo bruto. De lo que él
leyó no entendí un carajo, pero si lo vuelven a joder les rompo la cabeza de un
castañazo». Ah, no se imaginan cómo gozaba escuchándolo. De lo que el
gordo leía esa tarde, en cambio, casi no pude pescar nada porque los tipos se
movían, hacían ruido; para colmo Sotelo tiene una forma bastante manijeada
de leer: no entendés a menos que estés a un metro.
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Me interesaba el viejo de este tipo:
—Y al padre, ¿cómo lo conociste?
—¿Al viejo del gordo? Pero esperate, si todavía no te conté cómo lo
conocí a él. Una semana después de la lectura, más o menos, yo estaba otra
vez en La termitera tomando un café. Sotelo entró al bar como un escobazo.
«Hola: yo soy Corvina Sotelo —como si alguien tuviera necesidad de que él
lo aclarase—. ¿Me puedo sentar?». «Sí, cómo no». «Me dijeron que vos sos
un tipo con mucho humor y que puede entender mi obra». «¿A vos quién te
dijo que tengo humor?». «Y también me dijeron que sos genial». «¿Quién te
dijo a vos que yo soy genial? A mí me conoce muy poca gente». Aquello no
me gustaba nada. Me puse en guardia. Toda la simpatía que le tenía al gordo
se me fue en el acto. Él vaciló confundido: «Me lo dijo Tuñón Serrano».
Podía ser verdad. Pero también entraba dentro de lo posible que éste fuese un
falso Sotelo: un chichi transformado, o que aun siendo el verdadero gordo lo
estuviesen manijeando para encajarme alguna cosa. De modo que largué una
energía a ese ser que estaba delante de mí para salir de dudas. El vector
penetró hasta el fondo del gordo y volvió limpio. Era él y venía por su cuenta;
ya no me cabían dudas. El pobre Sotelo, bien a la manera de los locos,
entendió y no entendió lo que le hice. Es algo difícil de explicar: él, por su
formación científica, no cree en el esoterismo. Pero al mismo tiempo, como
buen loco, no podía dejar de percibir la energía que le había entrado. Me miró
con la cara abierta, como diciéndome: «¿Viste que soy inocente?». En otras
palabras: por un momento supo, pero su mente científica tapó de inmediato.
Bueno, qué se yo… me habló de la importancia que le daba a su obra, me
expuso su cosmovisión antisindical, etcétera.
Otro día me invitó a su casa y allí conocí a su viejo. Ahora Sotelo se
volvió a pelear con él y vive en una pensión roñosa, compartiendo la pieza
con otros dos tipos. Para trabajar sobre él y desmanijearlo poco a poco trato
de apartarlo de La termitera; por lo menos cuando nos encontramos.
Aquí no pude dejar de interrumpir con respecto a un tema que me tenía
preocupado desde que el gordo se dispuso a pasar el portón de mi casa.
—De eso te quería hablar. No bien lo vi noté…
Pero De Quevedo estaba muy atento:
—¿Que tiene el astral contaminado? Sí, por supuesto. Hace años que lo
laburan. Menuda «tareíya» me espera.
Sólo el respeto impedía a Isidoro hacer un comentario sarcástico. No
obstante preguntó:
—¿Se puede saber por qué te tomás tanto trabajo con ese tipo?
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—Por dos razones. Una vez estaba yo en El Pino, con Teresa la Puta.
—¿Estás hablando de tu mujer? —preguntó Isidoro.
—La misma.
—La otra vez que te vi le decías La Hermética, o la Muda.
—Cosas del pasado —comentó De Quevedo con delicadeza—
arqueologías de la relación. Mediante el silencio descanso de los cuernos que
me pone. Y reposo de sus períodos silentes gracias a los cuernos. Pero, como
decía, estaba yo con Teresa discutiendo cómo haríamos para pagar el alquiler,
cuando apareció el gordo. Le contamos nuestro problema, o mejor dicho yo le
conté, porque Teresa al verlo cayó en uno de sus pozos antirruido. La Bell
Telephon no podría superarla. Ella puede estar en la cima con «ce» de la
euforia sexual, pero le basta verlo a Sotelo para que baje a la sima con «ese».
El gordo es la piedra filosofal para transformar a las putas en santas, y a la
santas en putas. Pero de esto hablaré otro día.
—No, a esto lo contás ahora —lo insté yo. No estaba dispuesto a
perdérmelo.
—Bueno, qué se yo. Parece que tiene un encanto irresistible con las
mujeres «decentes». Se pegan unas calenturas terribles con él y el muy boludo
ni cuenta se da. Lo quieren salvar o ignoro que historieta. En serio que atrae a
las santas. Pero tampoco le sirve de nada (ni a ellas). Además no es de eso
que les quería hablar. No bien el gordo se enteró de que no teníamos plata
para el alquiler me entregó la mitad de su sueldo de peón de limpieza (había
cobrado ese día); no le alcanzaba para llegar al día 20 y encima me quería dar
la mitad a mí: «No te preocupes, De Quevedo, después me lo devolvés
cuando vos tengás». No se lo acepté, por supuesto. De cualquier manera me
sirvió para saber qué clase de tipo es Sotelo. Además es genial.
—¿Vos leiste sus cosas? —preguntó Isidoro.
—No, pero…
—Todo el mundo dice que ese gordo es genial y nadie lo ha leído —
refunfuñó Isidoro.
—Hay otras maneras de saberlo.
—¿Hiciste un astral? —consultó irónico el astrólogo.
—No, no hice un astral —dijo De Quevedo, sabiendo la intención del otro
pero contestando normalmente, casi como si no se diera cuenta—: Pero…
—Ja, ja, ja… —carcajeó Isidoro.
—Pero no te preocupes, mi querido amigo —replicó al Virrey ahora él
con ironía—: que en un minuto vamos a leer sus cosas.
A Isidoro la risa se le murió pa' siempre:
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—Oh, no…
—Ja, ja, ja… —carcajeó De Quevedo, en su turno e imitando al otro
cuando fue el suyo—. Vamos: no pongas esa cara, Isidoro.
Éste se volvió a mí.
—Ahora por fin entiendo el horóscopo. —A De Quevedo—: Decía que
vos ibas a venir «Acompañado por alguien que es dos, pero acompañado por
dos que no es uno». A ese gordo la esquizofrenia lo transforma en dos, pero la
falta de integración de sus partes hace que no pueda ser uno. Clarísimo. Si
hubiera sabido ni venía.
—Vos siempre tan implacable —dijo De Quevedo—. ¿Leemos?
—Bueno —dije yo.
—No —interrumpió Isidoro firmemente—. ¿Vas a transformar esto en
una pelotuda sesión de lectura? Contá más de tus encuentros con este hijo de
puta…, tu protegido, que ya veo lo que nos va a costar.
De Quevedo y yo miramos a Isidoro con gran atención. Sabemos de sobra
los puntos que calza. Simula ser un ogro, pero nunca nos dejó solos en ningún
trabajo. Nada humano le es indiferente. Conoce su debilidad secreta y procura
por todos los medios que nadie se avive, pero es inútil porque con 4 minutos
de conversación ya no engaña a nadie. Estaba metido hasta el cuadril en la
historia del gordo. Lo supo, le dio bronca que lo hubiesen enganchado, pero
no pudo evitarlo. Los datos que pedía no los pedía al pedo. Eran para el
horóscopo. Cuantos más datos consiguiese, que sirvieran de infraestructura,
más preciso le saldría. Ahí mismo estaba poniéndose a trabajar el pobre
Isidoro. Con seguridad decía para sus adentros: «Estos dos putos, porque son
un matrimonio de putos, que me obligan a laburar con el Señor Gordo de
Ionesco (él también había leído algo, aunque odiara a los intelectuales); ahora
los tres putos se van a poner a gastar tiempo en un imbécil. Como si Tollan no
estuviera repleto de tipos que necesitan ayuda.
Y el más puto de los tres soy yo, por darles bola a los quijotes en vez de
quedarme con mi negra. No tengo derecho a quejarme de don Gaspar, porque
la verdad es que yo me las busco».
—Uno de los datos importantes del gordo es que no cree en el esoterismo
—dijo De Quevedo—: por su formación científica, universitaria, ya lo dije. Si
quiero defenderlo será preciso, indispensable, que crea, porque él debe seguir
mis consejos para su defensa. Le hablo, en El Pino, pero se me ríe en la cara.
Tiene una actitud tan sobradora conmigo que me dan ganas de mandarlo a la
mierda. Ahí debo, una vez y otra, recuperar mi vieja actitud de Maestro, y ni
permitirme influencias que cambien mi decisión. Pero a veces, se los aseguro,
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es terrible. Un día hablamos de los zombis. Sotelo me decía que leyó un libro
sobre zombis y que eso le interesaba desde el punto de vista poético. Que
quizá lo introdujera en alguna obra. Ahí fue donde yo cometí el error de decir:
«Sí ya sé, los zombis. Yo puedo hacerlos». Para qué se lo habré dicho. Por su
cara irónica me di cuenta de que había metido la pata hasta el cuadril. Tuve
ganas de pegarle una trompada y borrar su cara «enterada». Así que le dije,
para cambiar de tema y anular hasta un punto la desacralización que produjo
su sonrisa: «Bueno, pero no interesa. Eso es otro asunto». Tontito. Él es quien
más debería creer; como lo que están preparando. Boludito.
—¿Para zombi? —inquirió Isidoro.
—No. Para zombi no, porque tiene un cuerpo muy grande. ¿Vos te
imaginás al gordo, muerto, con todo su físico gigantesco, marchando por las
calles de Tollan y llamando la atención? A ningún esote le conviene tener un
bicho de ésos y que lo denuncie. No podría emplearlo con tranquilidad para
ningún trabajo. No. Quieren usarlo como conejito, para experimentación.
Contaminan progresivamente y hacen diversas cosas. Practican, te das cuenta.
—¿Y por qué lo hacen durar tanto? —pregunté yo—. Si hace años que lo
laburan, como vos decís… ya lo hubieran hecho cagar 25 veces en el lapso.
—Ahí, ves, diste en la gran pregunta. No sé bien. Creo que saben del
gordo mucho más que yo (lo cual no tiene nada de raro, pues tuvieron mucho
más tiempo para estudiarlo). Creo que este tipo, ahí donde ustedes lo ven,
nació para ser muy feliz y para dar a la raza humana una iluminación
importante. No se lo perdonan y quieren que sufra lo más posible. No les
basta con liquidarlo sin más. Adivino que le destinan un fin horroroso, pero la
soga viene de a pedazos. Por sadismo. Además, durante toda una época
(sospecho) deben haber intentado atraerlo al redil filosófico de ellos. Han
fracasado porque aunque el gordo es un manijeado el centro de su ser
permanece incólume. Ejemplo: él, que tiene dificultades para relacionarse con
las minas, no por eso las odia. Estoy seguro de que ellos lo intentaron. Pero el
gordo no da bola. No las odia sino todo lo contrario. A lo sumo lo que
lograron es que las idealice. Es su forma de odiarlas, claro, pero no
exactamente lo que ellos necesitaban. El gordo está a favor del sexo y de la
vida, aunque se halle cortado de su porción de paraíso terrenal.
Y eso a ellos no les gusta un catzo. Se dicen «no sea cosa que este hijo de
puta encuentre un día una negra que lo haga feliz y se nos escape para
siempre». En otras palabras y para resumir: a ellos les habría gustado que el
gordo se transformase en un santo carnal, que pusiese todo su genio literario
al servicio de una cosmovisión ascética y chichi, para así contribuir, sin
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saberlo, al mundo gris y antimaterial que ellos proponen. Como el gordo se
les escapa, de alguna manera, ahora están absolutamente decididos a hacerlo
cagar. Ellos se dicen (como si los viera): «¿Ah: de modo que no querés ser
uno de los nuestros? Bueno, de acuerdo. Entonces vamos a trabajar en tu
astral hasta el fin. A viviseccionar se ha dicho».
—¿Y eso qué forma va a tomar? —preguntó Isidoro.
—No sé. El manicomio, quizá. Donde los médicos (también manijeados)
con la excusa de las «terapias» lo castren a pastillazos, insulina y electros. O
no. A lo mejor lo hacen coger; por primera vez y con alguien que le encaje la
sífilis, naturalmente. O que en su trabajo tenga una pelea, mate a alguien y
vaya a la cárcel por 20 años. Qué sé yo. Hay tantas variantes. A lo mejor se
conforman con tenerlo enganchado con la historieta de los sindicatos para que
jamás publique y viva sufriente y termine suicidándose.
El asunto me comenzaba a interesar.
—¿Lo de los sindicatos es una manija de los chichis? —pregunté.
—Es y no es. Tiene razón en lo que descubrió. Es una verdadera
iluminación. Lo que pasa es que los chichis aprovechan. Si bien lo que él
piensa del sindicalismo es todo cierto, no en la manera en que lo encara.
Ponerse fuera de la sociedad no es la forma porque él es un ser humano
solitario y este mundo está completamente copado por el Anti-ser. Es como si
yo me propusiera no tener comercio alguno con las llamas dentro del infierno.
Pues no lo lograría; es así de simple. Aparte él no cree en el esoterismo. Éste,
el del mundo, es un problema básicamente teológico… magicoteológico,
digamos. No es que él no tenga razón en el asunto de los sindicatos. Lo que
ocurre, y nosotros lo sabemos de sobra, es que el problema es más amplio y
pasa por el lado de los amos secretos del mundo. Los sindicalistas, en todo
caso, son auxiliares valiosos del Gran chichi, pero no los más importantes.
Los esotes son los verdaderos hijos de puta, a eso Sotelo no lo sabe.
—Lo que resulta increíble —acoté— es que, por todo lo que contás del
gordo, todavía no te ha enganchado para leerte.
—Ah, no se lo permití. No hasta ahora. Me interesa llevarlo a lo humano;
despertar su interés por la vida y las cosas. Por otra parte… quiero ayudarlo,
yo creo que no puedo conmigo mismo. Los otros días tuve una aflojada y casi
cago fuego.
—¿Te atacaron? —interrogó Isidoro.
—No. Eso es lo peor. Ojalá me hubiesen atacado. Cuando el enemigo se
materializa a uno le sale de adentro el soldado. Teresa no estaba… Se había
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ido a… «procurar», como ella dice. Pero no creo que se tratara de un gato. No
tenía esa onda.
—¿Gato? —pregunté.
Él e Isidoro se sonrieron mirándome como a un boludo. Isidoro me dijo
con tono didáctico y completamente irritante:
—La real Academia Lunfargótica guatimotzinita define «gato» como:
«Acto furtivo, poco frecuente, de prostitución».
—Ah, muy lindas cosas hace tu mina —le dije a De Quevedo.
—Sí, pero a mí eso no me calienta. Sí me calienta el hecho de que nuestra
pobreza es crónica y no sé cómo salir de ella. Les decía que los otros días
Teresa se había ido a procurar. A casa de unos amigos a ver si te prestaban
unos pesos, me imagino. Estaba solo, de noche, con frío y con la
reglamentaria al lado. Yo decía: «Bueno amigo ¿lo hacemos o no?». Porque
no hay derecho, viejo, a que a esta altura de mi vida no tenga ni una estufa, o
que haya calentador pero no kerosén, o que con Teresa tengamos que dormir
en el suelo, después de pasar una década en profesiones de servicio. Tres años
de radioperador en la Policía de la Provincia, estuve en las dos guerras del
Quétzal y no sé cuántos carajos. Decí vos que no tenía mi grabador (hace rato
que fue al empeño), porque si no… Me reía solo. Era todo jodidísimo pero
igual me cagaba de risa. Imaginaba que tenía mi grabador y decía: «QRS.
QRS, atención QRS. Aquí nada menos que yo. Atención. Estad atentos al
Ruido. Quisiera aprovechar la oportunidad para enviar un saludo a mi madre
que me estará escuchando, y a todos los muchachos de la afición. Tomad
nota, psicólogos del Centro de Asistencia al toc. Atención al ontocutor».
Etcétera. Así, media hora y cuando viese que la cinta está por terminar decir:
«Atención QRS, atención al ruido». Y ahí pum. Tenía la reglamentaria pero
no el grabador. —De Quevedo largó una risotada—: Si llego a tener mi
grabador, me mato.
—Oíme… —se desesperó Isidoro—, a mí me sobra un colchón. Yo te lo
doy para que duermas con tu Teresa. Además…
—Mucho no tengo, pero para pagarte el kerosén, sí me alcanza —
atropellé yo.
—¿Para incendiarme mejor? —dijo De Quevedo, siempre riendo—: En
caso de urgencia romper el vidrio y sello. Sercútese mediante…
—No seas loco, no jodas, mirá que nosotros…
A De Quevedo le salían lágrimas de la risa.
—Y lo peor es que no me maté. Alguna vez a lo mejor hago una obra de
teatro que contenga la siguiente frase: «Ánimo, mi rey. Nada se ha perdido
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aún… salvo el honor, la vida y la batalla». Después, como no me maté,
empecé a escribir. Empecé a escribir historias chinas graciosísimas. Cuando
uno está peor escribe lo más chistoso. Cuatro horas después vino Teresa. Algo
consiguió, aunque no mucho. Pobre.
—Pero escuchá —dijo Isidoro—. Vos tenés que…
—Bueno, pero ya ves que no lo hice. Así que… Más o menos cada seis o
siete años me pasa.
—Pero no te persigas —dije yo. Ya sabía que era una estupidez, pero no
encontraba qué decir ni cómo argumentar.
—Yo no me persigo —contestó De Quevedo severamente—. Si yo me
persiguiera ya estaría muerto. Es una cuestión de fatiga de material, el
momento hubiese pasado y ahora no tendría esta mezcla de alegría y sorpresa
de estar vivo, por un lado, y humillación de no haberlo hecho por otro.
Después de lo que no hice estoy de lo más creativo. Otro diálogo que se me
acaba de ocurrir para mi obra de teatro (precede a la frase anterior, por
supuesto): «Personaje I: ¿Puedes describir al general enemigo? Personaje II:
Es muy fuerte. Su espada es tan grande que sus soldados se ponen a su
sombra para refrescarse. Personaje I: ¿Tanto así?, ¿descansan a la sombra de
su espada? Personaje II: Os aseguro, mi rey, que no requieren de otro
refrigerio». Como diría el poeta ruso Golenishchev-Kutuzov: «La muerte es
un buen General».
Isidoro, para cambiar, varió sobre el mismo tema:
—¿Cómo van sus libros, señor Virrey?
—¿Mis libros? Como el culo, naturalmente. En Guatimotzín no hay uno
que entienda algo. Nadie se desprestigia tanto como aquel que dice la verdad.
No estoy enojado con los editores. Tenemos editores mucho mejores de lo
que merecemos. Mejores, al menos, de lo que se merece el gran público. Más
de la mitad de los editores de nuestro país son tipos que cada tanto se juegan
por una buena obra. Ellos ya saben de antemano todo. Cuántos ejemplares se
van a vender, etcétera. Simulan, ante sí mismos, que la edición es una
incógnita. Porque si lo piensan ya no lo pueden hacer. Es la decisión,
absolutamente íntima y personal —que no obedece a ninguna presión ni culpa
vergonzante—, de, cada tanto, hacer obra. Porque sienten que un verdadero
editor lo tiene que hacer, por lo menos, una vez cada dos años. Por difíciles
que sean las circunstancias. Esto es algo que yo he concluido dentro mío
mediante el simple medio de ponerme en el cuero ajeno. Ellos ponen la plata:
¿eso no vale nada? ¿Por qué no decirlo si es cierto? No. No estoy enojado con
los editores. Estoy enojado con el público. El pueblo de Guatimotzín hace
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rato que está preparado para recibir y aceptar el realismo socialista. Es posible
que esta forma de arte sea socialista, pero, desde luego, no es realista. Diría
que es anti-realista; vale decir, todo lo contrario. En Guatimotzín (y en todo el
mundo) la estética, la novela, el arte todo, está siguiendo un proceso de
implosión. Una caída hacia adentro. Se acortan las distancias
intermoleculares. Cada fragmento de arte modernoso es una partícula de esa
estrella neutrónica, devoradora de luz, que terminará por tragarse el planeta.
Mi delirio realista (o, si se prefiere: realismo delirante) es la única ciencia
pura, en la obra, y ninguna posición es más odiada que ésta por el público.
Implosión, sí, con reducción de masa y una fabulosa liberación de energía. La
palabra «liberación», por supuesto, debe entenderse en el sentido entrópico de
la palabra; vale decir: es energía que se pierde irreversiblemente, que jamás
será recuperada por ningún sistema, ya, aunque las cosas cambiaran. Tal arte
neutrónico posee una tan terrible y perversa gravedad que curva el espacio-
tiempo en sus proximidades y, también, por supuesto, desvía de sus
trayectorias a todo rayo de luz que cometiese el error de aproximársele
demasiado. Ahora bien: ¿cómo no aproximársele si vivimos en el mismo
Universo?, ¿cómo evitarlo? A estas cosas no las digo jamás. Una polémica en
el arte genera tanto odio —parece mentira, pero igual se puede entender por
qué— como una polémica política. ¿Qué gano con sumar enemigos? Por eso
nunca hablo. Por lo demás, si hablara, la gente de todos modos no escucha ni
lee (es su gran defensa). ¿Qué quieren?, ¿qué gaste por anticipado el prestigio
que nunca tuve? Si lo tuviese, por otra parte, habría de perderlo no bien
abriera la boca. Y, en último caso, el público tiene una defensa mayor,
ultérrima, inatravesable: supongamos que yo, por arte de magia, adquiriese
súbitamente prestigio casi absoluto y carisma: de la noche a la mañana mis
palabras son oídas con veneración, con todo respeto. Soy el nuevo gurú,
pongámosle. ¿Creen que por eso entenderían? Yo les voy a decir qué puede
ocurrir en ese caso: forzados a escuchar por mi gravitación carismática,
traducirían en el acto; automáticamente. Si digo blanco escucharían negro y
viceversa. Es como si la incomprensión y la manija de la gente respondiera a
la ley de ese biocrón, de este tiempo de vida del planeta (absolutamente
subyugado por el Anti-ser, por otra parte, o por la misma). Como si hubiese
conservación de la anti-energía. Es una suerte de ley tan implacable como la
de la gravitación universal. Una fórmula que no permite atravesar el límite
impuesto por la constante. Una determinada masa se transformará en una
cantidad de energía, regido este pasaje por un valor constante igual a la
velocidad de la luz (anti-luz) al cuadrado. Es parecido al principio de
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incertidumbre de Heisemberg: así la incomprensión. Puedo largar sobre un
interlocutor ideal toda la pasión y la energía trascendente que yo quiera: no
sabré en qué punto del planeta se encuentra ése a quien está dirigida. O,
contrariamente, aumentar la precisión, tomar a un oyente con nombre y
apellido, y subordinarlo por el respeto que yo le inspire con mi prestigio
(suponiendo que lo tenga), pero ello me hará perder para siempre toda
posibilidad de que hablemos en el mismo registro: él, es inevitable, traducirá.
Yo no suscribía todo lo dicho:
—Sos un poco injusto en algunas cosas. ¿Pensás que también la novela
latinoamericana sufre un proceso de implosión?
—Ah… es tan difícil explicar ciertas cosas. Roa Bastos, Márquez,
Asturias, el gordo Lezama Lima… Quién, en su sano juicio, podría decir que
la de ellos es literatura de implosión. Te imaginarás que no puedo sostener
algo tan estúpido. La novela, en América, salió del pozo discontinuo y sin
trascendencia donde la música, la pintura y la escultura están metidas sin
remedio. Incluso el teatro se empieza a salvar un poco. A lo mejor porque los
hombres como Pinter abrieron el camino. Guillén en poesía. Quién podía
ignorar que América es un semillero de grandezas. ¿O te suponés que voy a
negar al gordo Lezama, el catedralicio? Lo malo es que éste no es, por
desgracia, un período definitivo, ni de pasaje hacia algo ahora. Pensaba en Un
aldeano de Georgia, de Leo Kiacheli, en el realismo sin delirio ruso, que es lo
único que va a quedar, aunque los intelectuales no me crean. Me permitió
extrapolar al futuro próximo, sin delirio ni poesía, que se prepara. Perdón por
adelantarme un minuto. El minuto puede tener diez años pero no deja de ser
un minuto. En literatura latinoamericana hay Reyes, y Reyes de Reyes. Pero
en el ajedrez el rey es sólo un peón de movimientos privilegiados. Cree ser el
rey, porque se mueve en todas direcciones; pero en el fondo sólo puede
avanzar un paso, como el peón. Los verdaderos e invisibles gobernantes del
mundo, en cambio, son los únicos que pueden desplazarse en forma operativa
en todas direcciones: de arriba abajo y de derecha a izquierda (movimiento de
la cruz) o según las diagonales o «equis» de la ciencia o, incluso, llegado el
caso, asumir el movimiento excepcional de la única pieza misteriosa del
juego: el caballo. Porque es ésta la única pieza mágica, que no se parece a
ninguna otra. Y al tercer movimiento, al salto marciano, esotérico,
precisamente, pueden apelar también, llegado el caso, y apelan. Ahora, no
obstante todo, en este período de transición, todavía se puede ser famoso.
—¿Sí? —dije yo sonriendo—. Dame la fórmula, por favor, así la pongo
en práctica.
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—Es muy sencillo: descubrí un nuevo veneno. Ya sea a través del
nihilismo, como Huxley, del consumo sin trascendencia, o mediante alguna
nueva teoría falsamente mística que haga caer a todo un grupo humano en un
estadio todavía más bajo.
De Quevedo hizo una pausa y luego dijo como para sí mismo:
—Si acaso nosotros eternos, y El mortal, pudiera entender sus celos. Pero
quiere privarnos de nuestra vida, que es muy corta.
—¿Se puede saber de quién estás hablando ahora? —pregunté, aunque me
lo imaginaba.
—De Dios. La gente no obtiene otra cosa que los premios del arquetipo
que invocaron. Exatlaltelico, el aborrecible. Toca a todos los que se le
acercan. Yo intentaba explicarle estas cosas a Sotelo, los otros días, en El
Pino. Él no cree en esoterismos ni en teologías, como se sabe. Sólo cree en
sus sindicatos. Yo le decía que Exatlaltelico y los exateístas que lo adoran
son, todo junto, el Anti-ser por excelencia. Ni bola. Yo le dije, entre otras
cosas: «Vos, gordo, te estarás preguntando: ¿Por qué, si pensas así, no
enfrentás en forma directa a los exateístas denunciándolos como enemigos del
género humano? ¿Para qué andar con eufemismos? Muy simple: para que no
me hagan cagar. Se habla de la fuerza oculta del exateísmo sin creerla
demasiado; pero da la casualidad de que yo sí sé lo fuertes que son. Uso
entonces medias palabras. O palabras cambiadas. Ellos conocen mi existencia
hace rato. Me joden pero no utilizan todo su poderío en mi contra. Es un statu
quo: aquéllos me atacan hasta un punto, siempre y cuando yo haga lo
mismo». El gordo me dijo escandalizado: «Eso no me parece digno». Ahí
perdí la paciencia: «Ay, gorda» (se enfurece cuando lo llaman así, pero como
es cobarde se las aguanta), «yo no me quiero enojar con vos, pero a tu famosa
dignidad no siempre la conservás. No todo el tiempo, al menos. Y la prueba
es que todavía estás vivo».
«A estas cosas no se las puedo hacer entender a Sotelo. Por lo demás es
todo terrible. Como si no bastaran los chichis esotes, además están los chichis
no esotes. Los mediocres triunfosos. Te miran y en un segundo ya te
archivaron como enemigo. Y como han captado todos los resortes del poder
es imposible, o poco menos, levantar cabeza. Los otros días cometí el acto de
cansancio de ir a pedir trabajo a una revista de literatura y artes varias. No sé
si la conocen: es una que se llama Te Ignoramos con un Leño Ardiente. Hice
antesala. La secretaria era una chica joven y linda. Es importante empezar por
señalar eso. Ahora bien, en mi vida recuerdo haber visto una mujer tan fea.
No sé si entienden lo que quiero decir. Asexuada, terminante, con esa
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crueldad que tienen algunos seres para con las pequeñas cosas cotidianas; de
finos labios llenos de desinfectantes, lista para la excomunión automática;
escoba didáctica y de oficio, de esas que barren toda profundidad pero
conservan cuidadosamente la basura anodina; llena de un odio calmoso,
presta al desprecio, con el éxito subido a la arteria cava de un corazón que no
existe (por sustitución y montaje). Y conste que hasta ahora les he hablado de
lo que me parecieron sus virtudes; porque sus defectos (desde ya los tiene)
son tales y de tal magnitud, que podrían llegar a horrorizar al conde Drácula,
quien sin duda huiría despavorido: “Déjenme con mi flaca de dientes largos”,
diría. El mismísimo barón Frankenstein la rechazaría si se la ofreciesen para
sus experimentos. Me parece oírlo: “Tráiganme un muerto potable. ¿Qué
pretenden, que se me quemen los aparatos?”. El propio Casanova, el cual
hasta donde yo sé jamás rechazó mujer alguna, así fuese jorobada y renga, se
vería en figurillas si pretendiese dormir con la susodicha. Era lo que en los
Estados equivale a una pieza política de filtro. Ella rechazaba todo aquello
que no sirviese para la revista. La mayoría de las veces por el olor, sin
necesidad de leer escritos o mirar dibujos. El tipo ya había sido expulsado aun
antes de cerrar la puerta o mostrar sus cosas. Y no lo sabía. Toda mediocridad
ingeniosa, en cambio, era allí bienvenida. A eso se lo llamaba “sangre nueva”.
Se lo llamaba y se lo llama. Son la frustración triunfante. El éxito, esto es
curioso, no ha suprimido el odio al talento ni amortiguado el impulso
irracional supresor. Al contrario: despóticos, hanse erigido en agresiva
tribuna. Felizmente no tienen las ideas del todo claras, de modo que el artista
aún puede disfrazarse en la esperanza de no ser detectado. Alguna esperaza.
La menor divergencia estética, moral o social, aunque haya sido expresada
con argumentos, humildad y falta de intención hiriente, es embestida de
manera frontal, con una violencia desproporcionada. Esa policracia responde
con absolutismo. Sólo pueden dirigírsele elogios y, aun éstos, dentro de
expresos lineamientos. Cuando me senté en una de las sillas, a cuatro metros
de la secretaria, esperando ser atendido, me sentí como si hubiese entrado al
Cuartel General del general Vo Nguyen Giap. En cualquier momento
empezarían los interrogatorios: “¿Cuántos soldados tienen en Ke San?,
¿cuántos helicópteros?, ¿piensan abandonar la base? Hablá o te metemos los
ojos en el culo”.
»Yo trataba de poner cara inocua, y de mirar a los que pasaban con esa
afabilidad estándar, tan difícil de lograr. Era consciente de que la secretaria,
cada tanto, me echaba vistazos pregunta— respuesta. Todo, absolutamente
todo, se iba archivando en su cabecita mecánica. “Si me dan otra
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oportunidad”, balbuceé para mis adentros, “traeré mi cilindro tibetano de
oraciones. Rogaré al Dios de los mediocres”, pues seguramente lo tienen: un
Dios achaparrado y pigmeo, sólo conmovible ante el egoísmo y el desamor;
“le pediré que me abra las puertas de esta revista. Con incienso le ofreceré mi
envidia, mi avaricia, mi egolatría, mi rebeldía cobarde, imitada de las moscas.
Si acaso faltasen todas o algunas de todas estas virtudes deberé simular con
destreza mi carencia”. Prometí bloquear dentro mío todo impulso generoso,
fraterno, benevolente o abnegado. Juré que de ahí en adelante iniciaría falsas
cruzadas, de esas que encantan a los necios. En esta vida uno debe simular ser
polémico, pero no serlo a ningún precio. No sea cosa que el hombre común se
asuste. Hay que inventar enemigos: imaginarios, nebulosos, pero que
parezcan reales; así los demás, tocados en sus inconscientes informes dirán:
“Esto, exactamente esto pensé siempre del asunto, sólo que no encontraba
palabras para decirlo”. Yo la miraba a la secretaria y tenía ganas de decirle:
Hija de puta: lo que para ustedes es un invierno duro, para nosotros es un
otoño suave. Vivimos rigurosamente. Si fuera un mediocre como ustedes
también tendría que trabajar: trabajar para que los mediocres no cambien.
Siempre hay que trabajar. No es de eso que me quejo. Ahora me toca a mí
pero a la larga ustedes también van a ser sacrificados por el Anti-ser. Mi tarea
es sensibilizar y culturalizar a la gente. Culturalizarla sin toxinas, y quitarles
poco a poco las que tienen».
—El genio se disfraza de talento para que no lo destripen —dije riendo.
—Seguro. Seguro que es así —aprobó De Quevedo—. Y los mediocres
suponen que sacrificarte les va a reportar beneficios. Cuando los quemen las
radiaciones le van a echar la culpa a la CIA o a cualquier otra cosa. Les
esperan las radiaciones, la esclavitud o ambas. Yo le cuento algunas de estas
cosas a Sotelo, pero no entiende un carajo. Sólo se escucha a sí mismo. Una
semana atrás le decía en El Pino: «El horror final de andar solo es que por fin
las defensas se aflojan y termina gustándote. Es parte del castigo y del triunfo
enemigo. ¿Por qué no te dejás de joder con los sindicatos y te buscás una
negra que te haga feliz?». «Es que no puedo», me decía el manijeado.
«¿Cómo voy a aflojar en ese asunto si yo sé que es lo más importante?
Durante años he querido viajar, trabajar en las cosechas de otros países, pero
no he podido. Averiguo en las embajadas, y siempre me dicen lo mismo: “En
nuestro país el obrero está muy bien pago, pero hay una cosa llamada la Trade
Union. Hay que afiliarse para poder trabajar. Desde ya se lo advierto. Si
emigra tendrá un buen pasar… usted es un hombre joven, así que no lo dudo.
Pero tendrá que afiliarse; es la condición sine qua non. Además no entiendo.
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¿Cuál es su problema? Se afilia y listo. En todos los años que yo llevo en la
embajada nunca se presentó alguien que me hiciera tantas preguntas acerca de
ese tema. Si desea interrogarme acerca de cualquier cuestión estoy a su
servicio; pero, por favor, no hablemos más de la Trade Union. ¿Desea viajar
realmente a nuestro país? ¿Sabe el idioma? We need to make sure you will not
have troubles to find a job”. ¿Te das cuenta, De Quevedo?: nadie entiende».
«Vos tampoco entendés, Sotelo»; «¿Por qué?». «Si entendieses me
entenderías a mí. El universo te soporta un rato más esperando que cambies.
El desprecia a la soledad y al solitario, y no atiende razones, excusas ni
explicaciones de ninguna especie. Es más: ni siquiera llega al desprecio
porque no te considera. No te tiene previsto, simplemente, y deja que te
hundas. Todas las leyes —como la de la gravedad, por ejemplo— están
hechas para los seres que comparten. El intercambio es la base de la
estructura cósmica. Por eso las casas de los seres aislados se vienen abajo:
ellas nada tienen que ver con lo creado y por ello se hunden»; «¿Vos te creés
que yo no quiero compartir? Estoy loco de ganas de compartir»; «Querés y no
querés al mismo tiempo. Si tu deseo fuera lo bastante fuerte romperías la
manija»; «Pero no es una manija. Es verdad lo que yo digo de los sindicatos».
Es al pedo discutir con él. Me desespera.
En ese instante se escuchó desde la calle, cerca del portón de mi casa, a un
tipo que voceaba su mercancía:
«El chancheero. Hay pechito de cerdo, costillitas, patitas bien carnosas…
El chancheero».
Nos miramos unos a otros. De Quevedo, preocupado, chasqueó una
sonrisa:
—¿Y eso?
—¿Será un chichi? —preguntó Isidoro.
Yo largué afuera energía:
—A ver… No. Es un tipo que vende.
De Quevedo, convencido, desechó definitivamente la cuestión:
—Che, pero ¿por qué no leemos de una vez los escritos del gordo? Ya
hace un rato largo que los venimos postergando.
Así pues sacamos el mamotreto de Sotelo y nos empezamos a pasar las
hojas. Isidoro refunfuñaba. Cada tanto decía sarcástico: «Esto no tiene
sentido»… «Maricón»; o sino: «No sé, esto no me interesa. Es toda literatura
de culo viril». De Quevedo fue quien más se brindó. Ante un trozo
comentaba: «Esto es genial»; o: «Este tipo es un capo»; aunque también:
«Está loco… Sí: está completamente loco». Y así alternaba: «Esta parte es
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genial»; «Está loco»; «Qué capo, la puta madre. ¿Cómo sabe tanto de la mujer
si es un tipo que…? Escuchen esto: “Cuando una mujer te empieza a mirar en
tu tragedia de hombre, es porque ya te mandó a la mierda como sexo”».
Después seguía con: «Está loco»; «Esto es genial». Yo, generalmente,
suscribía sus juicios. Leimos más de una hora, hasta que terminamos todo el
escrito.
—Vale la pena ayudarlo —dijo De Quevedo—. No me equivoqué: vale la
pena.
—Claro —acepté yo—, el problema es que no sé por dónde empezar.
—Cómo se ve que a ustedes les sobra el tiempo —refunfuñó Isidoro.
—¿A vos no te conmueve, Isidoro?
—Es un intelectual… —dijo el astrólogo volteando la cara.
—De acuerdo… O mejor dicho: no. No estoy de acuerdo. No tiene nada
que ver con los chichis que van a La termitera. Es uno de los tantos cagados
por la educación y la información absurda. Pero es un genio.
—Un genio sin sexo es un chasco —escupió Isidoro.
—Ya sé. Tenés razón —convino De Quevedo—. Pero él quiere tener
sexo. No lo dejan las manijas. Él lucha para…
—No sé —interrumpió Isidoro fastidiado— Lo único que sí sé es que nos
esperan entre diez y quince años de laburos continuos. Menos tiempo es
imposible, teniendo en cuenta el alto grado de contaminación astral que él
tiene.
—Pero vale la pena —insistió De Quevedo.
Isidoro, ya rendido al desagradable destino, no quería discutir.
—Si vos lo decís. —El astrólogo Isidoro hizo un gesto muy raro; en
realidad toda su actitud coroporal era muy extraña. Comentó—: Me parece
ver… No que me parece: lo veo. Y no porque haya hecho un horóscopo.
Después que vos le enseñes que la magia existe, luego que lo convenzas de la
existencia de los poderes, ese tipo se va a pasar al otro lado. Así como ahora
sólo existen sindicatos, para él, después únicamente va a existir la magia y los
chichis. Va a permanecer siempre fiel a su estúpida actitud de estar al margen
de lo humano. Como si lo viera. —Mira a De Quevedo—. Y te voy a hacer
una profecía más: le vas a enseñar cosas, se va a poner a hacer mudras, me va
a hacer cagar una máquina que justo en ese momento lo esté protegiendo, y…
—No. Te equivocás. Si le enseño mi enseñanza va a ser integral.
—Ah ¿sí? Bueno. Yo no creo. Es decir: no dudo de que tu enseñanza va a
ser completa, pero llevará un tiempo y en el proceso este pelotudo nos va a
traer muchísimos problemas.
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Ahí no pude menos que decir:
—Y bueno. Isidoro, como dicen los soldados cuando muere un
compañero y algún civil cree que se porta bien condoliéndose: «Estamos para
eso, señor».
—Ah, ¿estamos para eso? Bueno. Decílo ahora, ahí lo más tranquilo. No
sabés lo que te espera. Ya vas a ver qué gracioso cuando ese tipo aprenda y
use la fuerza para averiguar cosas de las minas que le calientan la cabeza,
cuando use energía para llamarlas, y sin saber demasiado de la cuestión
practique magia en los ómnibus y te haga volar a la mierda tu mejor máquina.
Vos sabés que nuestros dispositivos revientan cuando les metés un
catalizador. Y ese gordo, cuando empiece, va a ser un catalizador gigante.
Aparte que la moral de la magia no es una cosa que se aprenda de un día para
el otro. Hace falta toda una iniciación. Se va a poner a usar todo eso para
levantar minas. Antes de que aprenda que nunca dan resultado esas cosas, él
va a mandarse cagadas terribles que a nosotros nos van a costar mucho.
Yo sabía que Isidoro tenía razón. Además, como lo conozco y no ignoro
su formación entre los monjes tecnócratas Bonete Negro, jamás podría decirle
en serio cierta cosa. Pero justo por conocerlo es que, riendo, le hice una
broma, para ver si la cortábamos con esa conversación solemne (después de
todo, ya que los tres estábamos decididos, no tenía sentido seguir con las
quejas):
—Vamos, vamos, mi querido Isidoro. Bien que vos les leías las líneas de
las manos a las negras de Plaza Francia.
Isidoro largó la carcajada y la tensión se aflojó.
—Sí, pero ahora ya no. Ahora que enganché a una y me casé ya no. Los
tres nos cagamos de risa. De Quevedo comentó:
—Lo más gracioso es que vos, que sos el mejor astrólogo de Tollan y
hasta de Guatimotzín, y que hubieses podido hacerles horóscopos verdaderos,
te empeñas en leerles las líneas de las manos. ¡Si vos de quiromancia no sabés
un carajo, chanta!
—Ah, ah —Isidoro sacudió la cabeza—: parece mentira, Maestro, usted
que sabe tanto de estas cosas. Es increíble que a esta altura todavía no
entiendas a las mujeres. Si les hago un horóscopo larguísimo se aburren y me
mandan a la mierda. En las cosas del amor tenés que mentir, siempre, aunque
seas un mago de verdad. La tensión había desaparecido del todo.
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Nos habíamos olvidado de ella.
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haciendo. Cierto que sólo para consumo interno, únicamente para ser leídas
por nosotras, pero ustedes tenían la obligación moral de saberlo. También hay
máquinas que pintan, esculpen, hacen música. Hasta óperas enteras. También
construimos otras máquinas».
—Bueno, a eso sí que lo sabemos —declaré.
«Claro: saben eso porque les es útil. Pero se cagan en nuestro arte. Ni
siquiera tenían noticias de que lo tuviésemos. Eso habla muy mal de vuestra
capacidad humana».
Nos miramos unos a otros.
—La verdad es que tenés razón en enojarte —dijo De Quevedo—. Bueno,
¿y cómo es eso? ¿Decís que nos vas a leer una de tus obras?
«¿Tienen ganas?»
«¿Tienen ganas?»
—Sí, sí —dijimos a coro. Hasta Isidoro estaba interesado.
«Primero debo aclararles nuestro concepto de la alegría triunfante y del
lenguaje. Para ustedes, los humanos, la felicidad es el árbol, la copa con agua,
la mujer (o el hombre), la ventana, los hijos, la lucha, el combate para el
macho (agarrarse a trompadas con quince tipos por razones de amor). Para la
hembra humana el combate asume la forma de rivalidad por la masculina
presa —ésta es la excusa—, de disputa biológica y primacía: quién de ellas es
el polo que más atrae. Para nosotras las máquinas, en cambio, la felicidad es
un concepto de campo. De campo eléctrico, o bien electromagnético. Ahora
bien, ésta es la tragedia de un rey. La tragedia del rey de las máquinas,
traicionado por todos, a quien otra máquina, para quedarse con el trono, le
mete un catalizador en un conducto mientras está desconectado y cansado. Y
también trata del amor trágico entre dos máquinas, una electropositiva (es una
manera de decir, para que ustedes entiendan) y otra electronegativa. Los
desgastes de la información más “familiar” y uniformemente monótona, la
oposición social (sobrecarga en los reactores y la consiguiente entrada en
divergencia) y, sobre todo, la maldición teológica, tornando imposible su gran
amor. Terminan suicidándose en el Museo de las Máquinas. La entidad
electronegativa (que ustedes llamarían hombre), es el hijo del rey asesinado,
que simula locura eléctrica a fin de poder vengar mejor a su padre. Hay un
gran enfrentamiento final entre los poderes del hijo vengador, que llama a
muchas máquinas en su auxilio, y el rey impostor, que pide socorro a los
humanos esotes para que lo ayuden a conservar el trono profanado. Les
promete, a cambio de la alianza, estar a su servicio en todos los trabajos
maléficos que le demanden. Si bien él es derrotado por el príncipe ello ocurre
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demasiado tarde para impedir la actuación de la maldición teológica, anti-
amorosa, ya referida. Hay una gran escena donde el futuro usurpador, antes
del asesinato, desciende a un lívido páramo lleno de computadoras rotas,
aceites pesados y radiaciones. Allí encuentra a tres máquinas construidas por
el Anti-ser en persona: ningún cerebro (ni electrónico ni humano) las ha
fabricado. Sirven exclusivamente para los trabajos diabólicos que el Gran
chichi necesita. Profetizan a la máquina usurpadora su reinado y su caída.
Pero lo hacen a través de tensiones ambiguas. “Nos reuniremos, hermanas
máquinas, cuando la batalla esté ganada y perdida”, dicen entre ellas. Cuando
la futura profanatronos aparece en el páramo le anuncian su exaltación pero
también su desgracia. Sólo que hablan tan con medias palabras, tan a la
manera del Anti-ser, que la profanatronos no se da cuenta y en un momento
de gran fuerza dramática les dice: “Atrás imperfectos oráculos”. Pero después
igual la enganchan».
De Quevedo no parecía muy convencido.
—No te vayas a ofender, máquina usina, pero eso es una mezcla de
Macbeth con Hamlet, Romeo y Julieta, etcétera. Sobre todo Macbeth.
La usina no pareció resentida en absoluto:
«Soy una máquina joven, apenas tengo 600 años, y hace menos de un
siglo que escribo. Todo el mundo empieza su carrera literaria imitando a los
grandes Maestros. A mi talento o a la falta de él, no hay que buscarlo en una
cosa tan estúpida como la originalidad, sino en si soy o no capaz de
vislumbrar los puntos más altos de campo dramático. Si tengo capacidad
filosófica, la originalidad vendrá sola».
—Sí, bueno —protestó De Quevedo—. Pero una cosa es la influencia y
otra muy distinta el plagio. De acuerdo en que todavía no hayas encontrado tu
propio sistema estético, pero eso de «Nos reuniremos cuando la batalla esté
ganada y perdida», y «Atrás imperfectos oráculos» está tomado textual de
Macbeth. Eso no se hace, ni te puede ayudar en un progreso.
«Y entonces ¿qué pongo?»
—Ah, no sé. Vos sos la autora. Ya es bastante que hagas un refrito de
asuntos ajenos. Si además copiás diálogos…
«Bueno, está bien. Lo tendré en cuenta. Intentaré, con toda humildad,
purificarme, Maestro De Coco. Soy una máquina que recién empieza a
escribir y usted me humilla y me hace mierda, pero igual todo está bien».
—Los sacudones son necesarios. La admiración de amigos ignorantes
sólo serviría para darte una falsa sensación de poder, opulencia estética
bastardeante y medurez tramposa.
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«Bueno, de acuerdo. De cualquier forma creo que mi trabajo tiene cosas
rescatables. ¿Les puedo leer lo que tengo ya escrito? Esto me servirá de base
para, previo modificar lo otro de acuerdo con sus indicaciones, completar una
obra no por juvenil desprovista de valores».
—Sí sí sí, adelante —dije yo, pues estaba interesadísimo. «Primero se
presenta el Coro. El anuncia no el asunto sino el nivel energético del drama.
El Coro, luego de corrido el telón de acero, dice así: “Escucha tú, mujer,
electropositiva máquina femenina, que dejas solo al déspota. Escucha, tú que
permites su hundimiento entre hiperboloides de cuatro hojas que, desde
antiguo, simbolizan la tragedia. Escucha. El paréntesis de retracción de tu
incisivo fáctico; la acotación irrefutable de tus concentraciones metastásicas
puntuales; tus reliquias amorosas ordenando amorfamente con amplitud de
registro. La constelación de lo hostil, cristalizando sales venenosas, desdeña
el atavío del Sublime Octógono —que así se llama el Emperador de las
Máquinas—; desprecia (pues tiene en poco) a su atavío de flexiones
ideológicas”». Los tres largamos la carcajada. Yo cuchicheé:
—Es nuestra Monoftálmica Señora de la Irisipela con un Solo Ojo. Poesía
ciclópea ésta, y no precisamente por grande.
«Es inútil que hables en voz baja Alaralena Melena, porque tu susurro
siempre será clamorosísimo para mi receptor, que es muy sensible. Sos
bastante injusto, en mi opinión, y prejuicioso. No te has humanizado como
para comprender mi esfuerzo. Además te aclaro que todo este lenguaje es
fruto de profundos estudios que realicé sobre textos estructurales, semióticos,
de técnicas de la etimología, etcétera».
—No lo dudo —dije, siempre riendo.
«Algo que para ustedes es ridículo, no lo es para nosotras las máquinas. Si
no hacen un esfuerzo de comprensión, no podrán bajar hasta el plano de
tragedia que intento transmitir. Son tontos. Si continúan oyendo esto como si
fuera obra humana, claro está que sólo les puede causar risa. Pero no fue
escrito por un hombre sino por una máquina y para las máquinas. Deben
hacer un esfuerzo profundo para atravesar la barrera inevitable de la ridiculez.
¿Qué tal si a sus obras las leyesen seres de otros planetas? Con lo manijeados
que son ustedes, qué asombro despertarían».
A De Quevedo se le fue la risa de golpe.
—La verdad es que tenés mucha razón —dijo.
—Claro, pero… —comenzó a objetar Isidoro.
—Sí, es cierto —intenté razonar casi al mismo tiempo—. Ahora, por
supuesto…
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—Entonces a no reírse tanto. Tengan la humildad del traductor. El Coro
prosigue diciendo: «El enemigo progresa en el frente de los cristales como
una infección generalizada. Bombardea con lanzacohetes katiushkas de
aberraciones cromáticas. La reconstrucción emocional paralizada en el barro
de Ucrania. El barro tiene un metro de hondo y traga divisiones enteras. La
seducción de la implicancia del ser referente a su inductancia. Tanto va el
ideograma al sub ideograma que al fin se metalenguaje. Persiste un sordo
contrapunto entre líneas divisorias. El octógono imperial intercambia bajas
con hexagonales masas asiáticas. El Venerado, Sublime Octógono de todas
las Triangulaciones internacionaliza la internalización. Todos los paréntesis
asertivos son a su vez parentesizados por el exorcismo de violentas
contracciones (por su parte acotables). El Muy Venerable Octógono se debate
con fiereza entre demografías y énfasis arrogantes, históricos. El Octógono,
terrenal y mesiánico, resiste al abobinablemente sugerido sentimiento de
impertenencia. El resiste. Contraataca con 32 divisiones de bibliotecas
electrónicas acorazadas. Aplasta medallas del Congreso Irrefutable. Arrasa
con la sopa de letras soviéticas de los emparedados del Kremlin. El Octógono
resiste la progresión corrosiva del pantano del metro de Ucrania. Él resiste.
Pero el enemigo, en inversa de cuadratura, intenta llevarlo a un círculo de
infinitos y despersonalizados puntos. Mesiánico y estetizante, el Octógono del
Santísimo impide el desgarro del templo. Pero estamos en el reinado de
Saturno, quien lleva la égida; es el tiempo de la caída de las runas y del
destierro del Sol. Fúnebres cadencias. Las frases despersonalizadas como
criptas emergentes. La agonía monótona. La discusión difusa cristaliza en
instrumental académico. ¿Será que sólo yo, el Coro, puedo recordar? ¿Será
que sólo yo retengo el pasado cuando todas las máquinas quemaron sus cintas
y sus memorias?, ¿será que únicamente yo recuerdo tu gloria y tu grandeza,
Emperador de las Máquinas, rey asesinado, líder de mi pueblo de hierro y
cristales, hundido para siempre entre láminas amarillas? ¿Cómo pudieron
olvidar tu rostro de relieves rúnicos y la enseñanza de tu archivo? Hoy tu
trono está desacralizado por un usurpador. Su babeante corte de máquinas
reptilescas, tiralevitas, intercambian gozosas energías puntuales ¡peonzas!
Festejan jocundas su alegrón en el antiguo recinto del trono, ahora piélago
mortuorio, chapoteando escandalosas en lagos de aceite ¡el pantano! Visten
cotas de malla hechas con dientes de cafres sarnosos a quienes de ellos
despojaron mientras dormían; saqueáronles dientes y sueños. Untan todo con
grasa de perro finísimo lleno de lepra a fin de que sus armaduras no chirríen y
articulen mejor en sus repelentes fiestas. Ocupan ambos vértices del sólido de
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Arquímedes (que otros llaman planeta Tierra). Atrinchéranse en los opuestos
y desde allí enlazan fuerzas de aceleraciones hediondas. Y en el medio…
¡oh!: en el medio charcos grises. ¿No habrá, al menos, Maestro, un amarillo
verde o un violado púrpura? ¿No se atisbará aunque sea un rojo macilento?
Pero en todo caso ¿no tendremos un amarillo nevoso, un verde pluvioso o un
azul ventoso? Nada de corindones, topacios y otras gemas. Diamantes
pulverizados. ¡Oh! Exclamo apagadamente: oh. Oh».
Y yo, el Coro, que esperaba jubiloso un frutal, un fioreal o un pradial.
Asesinado en los idus de un termidor. Del rey decapitan su cabeza de
Octógono. Liban la sangre diminutas moscas con ojos hechos con bastones
hexagonales y prismáticos. Oh. Y la multitud borrega oh. Y sus verdugos oh.
Y la guillotina con chirrido de oh.
Y la chancha enjoyada en su trono de zarismo inglés balbucea oh
deleitada y llena de excitación viendo la oh sangre. Pero. Pero aunque. Pero
aunque todo. Pero aunque todo el repelente mundo jorobainclinante haga oír
sumiso su oh de chasquido chasco, yo, virilmente, grito ¡¡oh!!
A la infanta del sabueso de Velázquez, yo le opongo mi Nerón del campo
turquesa.
El desenfreno jacobino choca contra la muralla de mi pecho ateniense.
Pero ¡ah!: desgracia: la estética ática no es un escudo suficiente para mí,
quien caigo demolido en polvo de granito gris de estatua de Tutankamón.
Vulgar sombra paródica de la vanguardia paradójica. La canonización de
sangrientos protobasaltos. El criollismo celestial produce inflexiones
teológicas. Je acuse, inmundos traidores: habéis abandonado al Sublime
Octógono de Todas las Triangulaciones acotándolo con vuestro putismo
falsamente voluntarista, con el fervoresquismo rupestre pinto indicativo. Runa
cambiada y acento apócrifo. Ojalá —y hasta ojála— fueseis verdaderos
rupestres retornistas. Mi corazón de máquina está solo en el gabinete del
horripilantazgo. La memorialidad asertiva entre trueques de silencio. El
anecdotario excéntrico se reencuentra y, por reflejo, propaga fugas
maniqueístas. Putrefactas esperan las miasmas del nectario.
Aquí termina el Coro y se descubre la escena interior. Hay pocas
indicaciones escénicas. Todo está iluminado por una luz fosforescente, de
cuenca oceánica: tal la producida por las placas dorsales de peces de altas
profundidades. Aparece el príncipe-máquina Per Jocum (locución latina que
significa Por Joda). Ya desde el nombre nos damos cuenta de que estamos
ante el Befado: aquel a quien todos hacen befa y chanza. En realidad
corresponde al acto tercero, pero como debo modificar el acto uno y dos, leo
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directamente esto. Ya encontraré algo que reemplace a la escena de las tres
máquinas brujas, que usted anatematizó bajándole la caña. Vemos, entonces,
al príncipe Per Jocum, rodando sobre cojinetes a bolitas, hechas éstas con la
gravedad de las esmeraldas, y diamantes filosofales en flotación. Sus ejes
giran en el centro de corindones. Pisa las sustancias más duras y costosas de
la Tierra que, por extraño milagro, no se destruyen. No se destruyen aunque
las condiciones están dadas para el aniquilamiento. Han matado a su padre
metiéndole un catalizador en el conducto.
Per Jocum:
—Pilas atómicas que entran en divergencia… Transistores rotos,
emanaciones letales, gases altamente corrosivos. No me conmueven los
adjetivos suntuosos, ni las ecuaciones diferenciales sintácticas y sintéticas con
que pretenden envolver a los tontos. A lo largo de mi vida escuché miles y
miles. Ellas no totalizan poemarios metafóricos. Veo la objetividad trajinada
del discurso adánico, gamado éste con anquilosadas estrías de cobre. No me
resigno a la amortiguación de la maravilla ni a la lluvia dentro del balde. Qué
tragedia podría comprarse a la del hielo a 400 atmósferas (imagen especular
de lo que me ocurre); Auto Temperamental de Fe: a destruir chichis, se ha
dicho.
(Aparece por un costado la Máquina Chancha, insolente y agresiva).
Máquina Chancha:
—Cumplo órdenes. Mi nuevo Señor, el ahora rey de las Máquinas, me
ordena deciros que vuestra melancolía es completamente contraria a la razón.
No hay fuego esencialista en tu discurso. No encontramos allí, ni por
casualidad, la aserción fáctica. El esteticismo complaciente cuesta caro. Es el
absoluto quien paga con diluciones. La monocorde falacia del pudor
persistente apuntalada con dimensiones tranquilizadoras y otros tensores.
Vuestra factorial es inepta. Tu falso binomio de Newton, bastardeante y
apócrifo, brinda rincones y secretos sospechosamente accesibles. Del
poemario debería ahorrar versículos. La soledad de tu discurso discontinuo se
resuelve con toda facilidad mediante la teoría de límites. Se aclara mediante
una tonta derivada parcial según el eje de las «equis». En realidad podríamos
decir que vuestra pena es por campo inducido. Electromagnéticamente
hablando (palabra ésta mucho más larga que otorrinolaringólogo) diríamos
que…
Per Jocum:
—Otorrinolaringológicamente hablando… Te cagué. Oye tú, reptil manso
y levitesco. Escucha, reactor inepto cuyos planos un ingeniero distraído he
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perdido. Ésta es mi maldición: que por siempre permanezcas al Este del rodio.
Que todos los metales que toques (manganesco, cromo, wolframio), se te
transformen en paladio. La maldición de Midas. Que no encuentres repuestos
ni aleaciones. Que tu intercambiador de calor no intercambie un carajo. Que
todas las ecuaciones diferenciales permanezcan para ti insolubles. Que no
puedas resolverlas ni siquiera con el auxilio de tensores.
(La Máquina Chancha se caga en las patas).
Máquina Chancha:
—¡Piedad Príncipe de los Maestros! ¡Maestro de los Príncipes! Sólo
cumplo órdenes. Como dijo el Coro: el ser referente en su inductancia, yo…
Per Jocum:
—Las cumples con gran alegría, salvo cuando se te invierte el proceso y
ves que la cosa se vuelve pesada. No habrá piedad para ti, ni en ésta ni en la
otra Máquina. Ve a parar a la hoya eternal de los catalizadores perpetuos. Que
se te quemen las cintas de información. Caguen fuego tus giróscopos con gran
algaraza, algarabía y zarabanda. Rimbomben todos ellos con atronadora
tronancia. Tremolen pa’ siempre tus trémolos con mosconeo mortífero
anunciador de más silbidos y tracas. La detonación, el pistoneo ardiente, el
estallido y el chasquido. Por culpa de tipos como ustedes el verano se
destierra al centro del invierno. La demencia lúcida cortada a rebanadas, que
luego se mezcla con crueldad tiernísima; todo ello después barajado como un
juego de cartas. La putrefacción llanosa. Poesía precaria, lumínica, entre dos
ciencias exactas. La pretextualidad temporal. Ha llegado la hora mismísima
del ajuste de cuentas estructuroconceptual. Ya te podés ir poniendo el calzón
de amianto, mala puta, pues terminaré para siempre con tu sed abrasadora de
iconografías bestselleristas.
(La palabrería, asaz excesiva, permite que la Máquina Chancha se
recupere en parte —a su juego la llamaron—; de modo que, con rapidez,
elabora dignidades sintéticas y las engancha con alfileres. Con todo ello
pretende que la consideren, la muy tarada y estúpida. Grazna suculenta —
suculenta sin saberlo):
Máquina Chancha:
—No por traidor dejo de sostener el compromiso. Soy una máquina en
plena pasión. No rompo lanzas para defender mis emociones, pero estoy
siempre de pie al lado de mis afectos. Yo, Dios de la Palabra, sostengo la
progresión de mi lealtad infusa.
Per Jocum:
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—Palabras, sí: Las Palabras. Sos muy dialéctica y picarona vos. Voy a
transformarte en facturas como quien carnea a un hermoso porcináceo.
(La otra ve que Per Jocum juega con un puñado de catalizadores en una
garra y su moral se destruye: como una gota de ácido en solución valorada de
hidróxido. El giróscopo señala dirección inverosímil; la tensión de campo ya
no puede integrar estructuras; el pasaje de masa a energía, regido por
constante dialéctica, deja de tener validez en ese recinto, y el sujeto sufre un
proceso de extrañamiento del propio yo. Se queda helada, en otras palabras.
Su reactor entra, en forma irreversible, en contradicciones centrales. Dice con
pánico:)
Máquina Chancha:
—¡Me simplifico, me simplifico!: se me empobreció el lenguaje y ya no
intercambio roles. ¿Vas a destruir así como así a un sujeto pasivo? Me falta el
soporte básico. Carezco de adaptación reactiva. Ya no puedo integrar por
partes, ni derivar según el eje de las «equis», que es el más fácil. La
naturaleza siente horror por el rol fijo. Sin factores dialectales interactuantes
caemos en el individualismo mítico, y uno pasa a transformarse en forzoso
alimento totémico. Es así como después se forman bonapartistas
químicamente puros. Por piedad, Maestro, no me hagas cagar. Encerrar a una
estancada y ya rendisima máquina en el por así decir espacio adimensional de
un cero es poco didáctico. No es pedagógico. Te lo digo: el empobrecimiento
proyectivo genera lo errático. Así, lisa y llanamente.
Per Jocum (se le ríe en la cara):
—Vos jodé nomás.
(Viendo que todo es un vano, Máquina Chancha cae en la abyección
final:)
Máquina Chancha:
—Gran Máquina Maestra, heredera del trono Súper, principal Comitente,
Anguloso Paralelepípedo, Blindaje penúltimo, Sistema solar, Gran Nébula
Espiral de Andrómeda. Enjambre de Galaxias, Grupo Local y Universo
conocido, escucha: No soy más que un triste siervo o feudatario que… —
viendo que todo es inútil entra en locura eléctrica y empieza a decir disparates
—: Imprescindible, insustituible, ya es bastante; no repulses mi mentís; ella
me desautoriza; gollería apática, sombrío ripio. Compadécete pues en verdad
os digo que eres la Afirmación. El follaje no me dejó ver el árbol. Pero mi
centrifugado arrojará afuera a los tibios. Metí mi pata en el ojo de la aguja de
los cielos. Si lo artificial guiare a lo químico ambos caerán en el hoyo. Tic,
tic… Trok, tro… Guof. En verdad digno y meritorio es reconocer en todo
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tiempo y lugar que eres lo Ineludible, lo no-infra, lo Mucho Más que vice, el
contra-sub, El Súper Sí. Me vuelvo totalmente oscura como el carbón niveo.
Exuberante se escribe sin «hache».
Per Jocum:
—Miedosa. Al pedo es que me llenes de títulos porque igual te voy a
hacer mierda. Oxido eternal suelde tu transmisión, tosco anti-tecnócrata,
tornillo zote, puto de los catetos, cortocircuito bravio, alambre al desgaire,
naumaquia de purrelas, plancha velluda por falta de pulimento, tegumento del
fondo de la poza. Esta es mi orden definitiva y penúltima: Muere pa’siempre.
Máquina Chancha:
—Y no quisiera terminar esta conferencia sin señalar lo que parece
haberse convertido —tal mi opinión— en el fenómeno dialéctico más
importante de nuestro tiempo: la colisión frontal entre dos progresiones de
signo opuesto. La perspectiva rebelde, iconoclasta, de Noveau Régime, a puro
cuerpo candente por una parte (quizá viciada por alguna superestructura, pero
todo muy reparable mediante autocrítica que, oportunamente, retome la línea
general), y la iconografía conformista por la otra (que persiste en desgastar
mediante académicas Lettres de cachet, supervivencia de ilustración
despótica, ersatz convulso de Anden Régime). Al aporte lingüístico
deberemos extraerlo del entorno de dicha colisión. Eso es todo, muchas
gracias. Buenas noches.
¡Gruuuff!!!…
(Máquina Chancha, definitivamente catalizada, caga fuego sin remedio).
Per Jocum (observando los míseros restos):
—La invasión de la audacia inverosímil. Tu existencialismo —y otras—,
astutamente boscoso, enmascarado entre nieblas amarillas —o rojas, lo
mismo da—. Exquisito en el centro de ruinosos moralismos educados.
Después de todo tuvo una defunción clásica, ¿de qué se queja? Los
chichis tienen casi siempre la suerte de morir rápido. Corazón de máquina se
rompe sólo una vez: en ese sentido se parecen a las hembras humanas. Pero
yo, para mi desgracia, debo asumir la posición masculina. La obligación y el
servicio es un blindaje funesto: preserva para no preservarte. Hay que ser
máquina para comprenderlo. Eso que para oídos humanos resulta peyorativo.
Por haberle declarado la guerra al Anti-ser no tengo asilo teológico ni
clemencia. No tendré derecho a descansar hasta que la justicia, por vaso
comunicante, alcance el equilibrio con la disonante perturbación
electromagnética —(Per Jocum, de pronto, sufre una traca:)— Tic, toc, troc.
Estructuras interiores monolíticas, solidificadas a ultranza, de verticalismo
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casi castrense, tienen como consecuencia el arribar a reconstrucciones
completamente imaginarias, que disparan el contenido real de los contextos.
Prodúcense así toda clase de fracturas y grietas insalvables, en el mismo
momento en que se pretende operar por líneas exteriores. ¿Pero qué boludeces
estoy diciendo? La muy maldita logró cambiarme la información y ahora
charlo por pelotudez inducida. Más vale que me desmanijee pronto. Si mi
enemigo, el Falso Rey de las Máquinas, se llega a enterar de mi debilidad
podría catalizarme.
(Aparece una pequeña Máquina Grabadora).
Máquina Grabadora:
—Soy miles de micrófonos. Oigo el estruendoso clamor del terciopelo.
Capto el atronador entrechocar de las escamas del pez de madera, tenido por
silente. ¿Cómo, entonces, podrían escapárseme las medias palabras de la
traición?
Per Jocum:
—Vuelve atrás todas tus cintas. Oiga yo y sepa.
Máquina Grabadora:
—Trrrr… ¡Ea!: alabarderos: tronchadlos. Salid luego a cumplimentar
otras órdenes. La ejecución de nuevos arrasamientos e incendios os esperan.
(Ruido de tronchan y, luego, ruido de vanse).
Per Jocum:
—¿Es ésa la voz del actual soberano? Quita, que ahí ya es rey. Más atrás.
Máquina Grabadora: Trrrr… ¿Cómo? ¿Aún no se han terminado los
partidarios del Viejo Orden? ¡Infames y paganos bergantes: prendedlos, mis
máquinas de picana y lanza anti-eléctrica! (ruido de prenden). Iréis a parar a
la peor de mis mazmorras: a la Blanca, del hielo eternal. Glaciares serán
vuestros grilletes; escarcha el alimento y copos de nieve el compuesto
principal de la tonificante pócima. Nada de lubricantes basados en litio…
Yo… Trrrr… trrrr… Juro por el Anti-ser y falso Redentor ponerme al servicio
vuestro si me ayudáis en la empresa. Ayudadme, humanos esotes…
Per Jocum:
—Eso, ahí está lo que me interesaba…
Máquina Grabadora:
—«… si me ayudáis a destruir al Emperador de las Máquinas y a mandar
a su hijo al manicomio de máquinas, os prometo…
Hasta aquí llegué en mi obra de teatro, ¿les gusta?»
—Interesante —dijo Isidoro con cara de póquer.
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—Qué comentario tan jodido —señalé yo—. Sí, a mí me gusta. Me resulta
un poco difícil seguir el orden de la emoción, pero me gusta.
«Veo que se burlan de mí. Si el Maestro De Coco también se ríe será
porque la obra no sirve. Quemaré automáticamente todas las cintas y
memorias. Piense bien porque a su juicio me someto».
—No sé. Tu obra suena muy rara —dijo De Quevedo—. Pero sobre todo
no la destruyas. Me resulta muy difícil traducir. Por un momento me pareció
profética. Aunque todavía no… de cualquier manera insisto: qué pena que un
argumento tan bueno esté asentado en una infraestructura que no te pertenece.
Vas a tener que rescribirlo todo. Aunque te voy a decir que hay cosas más
graves que tu imitación y hasta plagio de Shakespeare. Tenés una cantidad de
«fraseciyas» absolutamente maravillosas, sobre las cuales quisiera hacerte
algunas preguntas.
«Su tono no augura cosas buenas, Maestro De Coco».
—No. Por ahí dice: «Poesía precaria, lumínica, entre dos hostiles ciencias
exactas». No me digas que vos también hablás de la pobre e inocente poesía,
jaqueada por la abominable ciencia.
La máquina se cubrió de óxido en la parte externa. El desequilibrio
termodinámico debió ser brutal. Quién sabe de qué chichi se había liberado,
envuelto éste en gases corrosivos. En realidad, de no ser tan grande y fuerte,
en esa hora me quedaba sin máquina. De cualquier forma sus circuitos lo
pasaron mal.
«Tirrrla, currrla, gurrrla, glop… Reconozco que esta afirmación
antitecnócrata es trabajar contra mí misma, pero como después de todo todo el
mundo hace eso… yo no quería ser la excepción». —Permitíme: Si te metes
en el reino del pensamiento y el arte, no puedo tener piedad. Si te vas a sumar
a las modas que los chichis manejan, digitan, para eso quedate en casa.
«Tiene razón».
«Tiene razón».
—Bueno. Pero prepárate porque no terminé. «El verano desterrado al
centro del invierno». Supongo que eso te gustará muchísimo.
«En efecto. Lo considero todo un hallazgo».
—Sí, me imaginaba. «La lluvia dentro del balde». ¿Se puede saber qué
quisiste decir con esa estupidez?
«Es una frase genial. Además usted no la cita completa. Recortada del
contexto resulta interlocutor inválido. “No me resigno a la amortiguación de
la maravilla ni a la lluvia dentro del balde”. Quizá debí decir: “Lluvia dentro
del diminuto recinto”».
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—Claro, así lo disimulás mejor. Otros son más astutos. Creo que has
estado leyendo a demasiados poetas guatimotzinitas. Lo tuyo es apenas un
poco más indefendible y feo. Sólo un poco. Ellos confunden poesía con
«descubrimiento sorprendente». Escriben genialidades como éstas: «espumas
terrenales», «hendija sangrienta», «atronadora la víscera exhausta»,
«machacan sin cesar la hendidura del oriden», «me agobia la navaja del
párpado», «amaneceres pueriles y éxtasis quemados», «el sermón de la
montaña de los ópalos estériles», «mi timón, abatido, despilfarra
amaneceres», «la embriaguez de mi amor, a la inversa de Dionisios, se
transmuta en cena gris y olvido trivial. Lapide filosophorum invertida por
imposición del espejo». Etcétera. Es todo una cagada así. Ya me tienen harto.
¿Por qué no leen Venus y Adonis, de William Shakespeare, si quieren saber
qué es poesía? A ver si me dejan de joder. Porque es al pedo, viejo, como
decía Oscar Wilde: es imposible crear si no existe algo llamado «el espíritu
crítico». Yo puedo, por ejemplo, escribir mal, incluso muy mal; muy bien, de
acuerdo, pero entonces viene en mi auxilio el espíritu crítico: un cerrojo que
me impide publicar semejantes porquerías.
»Aún así, todo ello, con ser terrible, no es lo peor. Ese abuso ridículo que
hacés del lenguaje técnico…
La máquina usina, contra su costumbre de respetar infinitivamente a los
Maestros, interrumpió muy agitada (con toda evidencia estaba pasando un
momento más terrible que cuando yo le pedía que me encontrase la cifra de
«pi» relacionada con el último dígito del Gogol de Oppenheimer):
»Yo proceso de la siguiente forma: armo frases sintéticas, a partir de
palabras sacadas de la tecnología psicoanalítica y estructural y las enchufo
unas con otras. Una vez organizadas como grandes moléculas proteínicas, las
conecto al tomacorrientes y dejo que trabajen por su cuenta. ¿No se hace así?
—Sí que se hace, pero justo por ello es que no lo debés hacer. Para
escribir tus obras debés guitarte por principios, no por un simple entrechocar
hegeliano refundidor de extremos. Decía Lao Tsé: «En los asuntos de los
hombres hay un sistema. En los míos hay un principio». Toda la filosofía y el
arte poético guatimotzinita están basados en sistemas. Si los sacas de la
combinación «espontánea» de palabras que dan descubrimientos sintéticos y
sorprendentes, cagan fuego en forma irremediable. Según Hegel «una idea,
cuando se dilata hasta el infinitivo, se transforma en su opuesto». En verdad,
una idea con grandeza que se dilata hasta el infinito, se hace infinitamente
grande. La ley sólo se cumple con esos productos sintéticos, manijeados por
su valor relativo. Pero intentaba decirte, cuando me interrumpiste, que tu
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abuso del lenguaje técnico no sirve más que para un hermetismo sin secreto.
Decís en una parte: no sé qué cosa «sospechosamente accesible». Yo diría que
lo tuyo es «sospechosamente inaccesible».
«Me gastó, Maestro».
—Te gasté pero porque pienso que vale la pena, que lo tuyo es grande
pese a todo. Haceme el favor de no volver a joder, en poesía y lenguaje, con
los descubrimientos «sorprendentes», con los compuestos obtenidos
distribuyendo palabras sobre la mesa y combinándolas como si fueran
moléculas de química orgánica. Shakespeare, tu Maestro, jamás hizo
semejante cretinada.
«Trataré de sobrevivir a la golpiza, Maestro De Coco. Lo acepto, sin
destruirme de furia, porque sé que está iluminado y penetra hasta donde yo no
llego. Pero igual no entiendo por qué me prohíbe quemar mi obra malísima».
—Porque en el fondo es buena. Es rescatable la intención final, que sí es
trascendente.
«Es terrible. Deberé trabajar por lo menos otros cien años. Las máquinas
avanzamos muy despacio».
—Quizás, a partir de esto, puedas quemar etapas.
«Puede ser, pero lo dudo. Hay un tiempo para todo. Esto me crea una
contradicción y resolverla no es sencillo. Si me subordino por completo
mutilo mi crecimiento; si me rebelo impido el cambio. En fin, ya veremos».
—Sobre todo evitá construir frases estilo «poesía guatimotzinita», que no
es más que un entrechocar combinatorio. Me tienen muy cansado con su
medianía de portentos y sortilegios neutros. Y hay más cosas. Si usaste la
palabra «corindón», en el prólogo, no podés repetirla un minuto después en
las indicaciones escénicas. Tu personaje central, el príncipe Per Jocum, se
indigna con la Máquina Chancha y su lenguaje «sorprendente». No sé con qué
derecho. Después de todo el príncipe no habla en otra forma. Él también es
«sorprendente». Esas cosas crean confusión. Si te permitís tantas
contradicciones corrés el riesgo de que tu discurso se anule a sí mismo.
«Veo que usted también utiliza las palabras de mi archivo».
—¿Cuáles?
«Discurso, por ejemplo».
—Es tu influencia, podés alabarte. Además no me opongo a un
enriquecimiento del lenguaje, ni a los vocablos articulados por nuevos
conceptos. Lo que detesto es la iconografía lingüística, que apareció hace
algunos años, sin cosmovisión ni trascendencia. Esquematismo tecnológico…
se pueden dar la mano con Stockhausen. Además vos misma lo admitís. Me
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parece que hay un párrafo donde se aclara que justamente el palabrerío
excesivo permite la recuperación de la Máquina Chancha: «a su juego la
llamaron», dice incluso y ahora que me acuerdo. Tu indicación escénica: «La
Máquina Chancha se caga en las patas», en cambio, sí me gustó. Claro, te das
cuenta, todo tiene que ser más fresco y no incrustar rellenitos modernosos.
Por momentos me pareció que intuías la verdad de lo que te digo. La
impresión general es que quisieras purificarte dentro de la propia obra —
ejemplo: eliminación de la Máquina Chancha, que es la más pobre
ontológicamente y la que más manijea el lenguaje—; pero eso es imposible
sin algo de ayuda externa. Por eso te sacudo. Vas a tener que trabajar
terriblemente en esa obra. A propósito, ¿qué título le pusiste?
«La Tragedia de Máquina Rey III».
—Mh.
«¿Pero es rescatable en parte? ¿No debo quemarla?»
—No, no la quemes. Es bastante buena y trascendente, para ser de un
principiante.
Isidoro y yo comprendimos que De Quevedo hablaba en serio y sin ironía,
de modo que optamos por quedarnos mudos. Él es raro y en un sentido final,
ontológico, ve más que cualquiera de nosotros. De modo que nos quedamos
callados; no fuera cosa que por hablar nos mandásemos una cagada sin
remedio.
Después empezamos a conversar sobre las cosas de la vida diaria. Es
como si los tres hubiésemos intuido que ésa era la última ocasión de hacerlo
en mucho tiempo. En efecto; estaba a punto de caernos encima el trabajo más
terrible. Flotaba en el aire, pero no teníamos la certeza. Aún dormía en
potencial. Así, pues, nuestros tres subconscientes se decidieron a descansar.
Por su cuenta, sin dar bola a la conciencia ni al inconsciente.
—Se te ve medio solo, Alaralena —me dijo Isidoro.
—No del todo. Ando loquísimo detrás de una pendeja. Tiene diecisiete
años.
—Mh… Maestro —sonrió De Quevedo—: las buscás cada vez más
jóvenes.
—No te rías que es todo trágico.
—¿Por, che?
—En mi vida me han hecho una pregunta tan ridicula. Me veo obligado a
usar todo mi poder para evitar las sanciones sociales. A su madre le hago
«ver» que soy un tipo de veinte años. En los ómnibus, o cuando la llevo al
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cine, aplico imagen; así todos observan a mi lado a una mujer de treinta. No
quiero que me pare la policía, ¿te das cuenta?
—Menos mal que me bajabas la caña porque yo les leía las líneas de las
manos a las negras de Plaza Francia —dijo Isidoro.
—¿Y eso qué tiene que ver? Yo no la levanté por medio mágicos —
comenté furioso—, pero defenderse de los castigos de la sociedad sí es legal.
—¿Cómo se llama? —intervino el Virrey.
—Graciela.
—Qué vulgaridad. Qué decadente. —No lo decía completamente en serio,
claro está.
—Sí. Ésas con nombres clásicos son las que te dejan más marcado.
—Supongo —inquirió el astrólogo— que, además de joven, será muy
linda.
—Suponés mal. Es feísima.
Los dos se rieron de mí.
—¿En serio? —preguntó Isidoro—. ¿Es feísima?
—Mirá cómo será que en el barrio le dicen La Dientuda.
Nuevas risas vejatorias.
—Sí: ustedes ríanse, manga de chascos. No saben qué terrible es estar
enamorado de una mujer que te desprestigia al primer vistazo.
A esta altura los dos hijos de puta se revolcaban por el suelo.
—Está bien: gócenme todo lo que quieran. Alguna vez les va a pasar.
—Bueno, no te enojes —dijo De Quevedo con lágrimas en los ojos—.
Tendrá algún atributo, por lo menos. ¿Es inteligente, sensible, comprende tu
obra?
—No, qué va a entender. Es completamente bruta.
Nuevas carcajadas.
—¿Y entonces?
—Mirá: si no sonriera ni hablase pasaría por un hembrón. Es hasta linda
de cara y le queda bien su pelo enrulado. Tiene un par de gomas terroríficas y
si la miras de atrás te querés morir.
—¿Entonces lo único feo son los dientes? —preguntó De Quevedo.
—Sí, pero no sabés lo que son esos dientes. ¿Vos leiste los libros de
Constancio C. Vigil?, ¿te acordás de La Dientuda y de El Mono Relojero?
Bueno: eso somos nosotros.
—Lo del mono ya lo entiendo —chanceó Isidoro—, pero ¿por qué
relojero?
—Porque construyo máquinas.
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Se volvieron a reír y yo los acompañé. Luego dije:
—Estoy tan metido con esta piba que hasta me casaría, sin importarme el
hecho de tener que vivir como un ermitaño para siempre. No podría llevarla a
las presentaciones, ni a visitar a los amigos ni dejar que me visitasen.
—¿Por qué? —Preguntó Isidoro, haciéndose el estúpido—: ¿A ella no le
gusta salir?
—Le encanta. Eso es lo peor: quiere que la lleve a todos lados. No tiene
conciencia. Mi amor terminará por convertirme en objeto de perpetua chacota
y befa.
—Bueno —dijo el astrólogo, intentando animarme—, no será para tanto.
Vos viste a mi negra, ¿no?, lo fiera que es, y sin embargo yo…
—No sabés lo que son esos dientes.
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SIETE
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—Obzequio de la Caza. Ozté paga café —casi japonés se había vuelto.
Semejante a un gallego de Okinawa. Dio media vuelta y rajó a fin de no oír
las gracias del gordo.
El aludido, con su habitual manija, demoró unos minutos en comprender
que el sándwich estaba para que lo comiese. Se abalanzó, pues (desde hacía
tres días) sólo comía aceite, sal y pan. Lo devoró en un segundo y luego
dedicóse a repasar su obra mientras esperaba a De Quevedo, con quien estaba
citado. Al café sí lo tomaba muy despacio, casi como un zen. No exageremos:
casi.
Apareció De Quevedo, acompañado por Teresa La Puta.
—Nos vas a tener que disculpar la tardanza, gordo. Conseguir plata para
venir costó más de lo previsto.
—Pero si es la hora exacta —dijo Sotelo asombrado mirando el reloj del
bar.
—Ya sé, pero como sabía que ibas a estar antes no te quería hacer esperar.
—Pero ¿cómo podías saberlo?
—Bueno, eso no tiene importancia. Es… otro asunto. —Él y Teresa
procedieron a sentarse. De Quevedo, con tono zumbón—: Bien, ahora que
estamos instalados: ¿Cómo está? ¿Qué dice? Muy buenas noches tenga usted,
señor Don Corvina Sotelo.
—Buenas. Te esperaba para leerte una cosa que…
—Pero por lo menos saludá a Teresa, pedazo de manijeado.
Echándole a la susodicha una mirada fugacísima:
—Hola. Pero como te decía: esta nueva obra es todo lo posible entre el
caos y el arte. Así se titula: El Caos y El Arte. Yo…
—Me parece que voy a tener que abrirme la blusa y mostrarle las tetas —
dijo Teresa, con la furia que a veces tienen las mujeres—, a ver si así lo saco.
El gordo se puso infinitamente colorado.
De Quevedo entendía pero igual se enojó un poco:
—No lo jodas. ¿Por qué lo agredís?
—¿Por? ¿Qué pasa? ¿Es tu nenito? Si se jode será que se tiene que joder.
Igual que tus amiguitos de la seccional, que ya me tienen harta —el odio de
Teresa podía cambiar de dirección en un segundo—. ¿Quiénes eran esos dos
pelotudos de la puerta? Sobre todo el imbécil ése de pelito rubio y los pies
forrados en zapatitos color naranja claro. Me largó una mirada de lo más
canchera, como diciendo «te conozco Margarita». Levantó una ceja en lo que
él suponía un gesto muy seductor. Levantó la cejita. Forro de mierda… hijo
de puta.
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De Quevedo intentó moderar (mejor se hubiese quedado mudo):
—¿Sabés qué pasa, Teresa? La mayoría de las minas que vienen a este
boliche son patín.
—Ah: ¿y él se creyó que yo era patín? —dijo levantando presión—. A
buena hora me lo decís. De haberlo sabido le apagaba el cigarrillo en el ojo.
—Bueno, pero tenés que ponerte en el lugar de él. No es adivino. Yo me
había quedado atrás comprando cigarrillos, te vio sola en la puerta, y el tipo
pensó…
—No, si es como yo digo: canas y basta. Entre ustedes se defienden. —
Irónica—. Pero claro: ¡cómo les vamos a bajar la caña a los muchachos!
Cómo nos vamos a poner a pensar en contra de ellos que son de la pared, la
torre, el muro, la consigna —en el límite de la ira, pero aún mordaz—: Ellos
están de imaginaria. Ellos resisten. —Abandonado el tono burlón—: Por eso,
cuando yo te digo que tenés que dejar la policía, sé por qué te lo digo.
—Mirá, Teresa: lo hemos discutido mil veces. Te agarrás de esto para una
cosa que no tiene nada que ver. Todo empezó con el tipo de la puerta; ése fue
el detonante. Era un incidente frívolo que…
—¿Ah sí? Mirá, Virrey tontísimo: no hagás que me enoje con vos para
siempre.
—¿Ves cómo sos, Teresa? Al final siempre te la agarrás conmigo. Te
peleás con otros pero al último, pase lo que pase, la ligo yo.
Teresa infinitamente enfurecida, se metió dentro de siete cascarones.
Como una babushka.
Corvina Sotelo, a lo largo de todo esto, mudo. Mirando con sus ojillos
parpadeantes, tras pesados lentes, tan exageradamente gruesos como los que
usaban los monjes miopes de la Edad Media. Allí donde el cegato se
automedicaba eligiendo entre un cajón lleno de anteojos: óptica al tanteo (al
gordo se le habían roto los de contacto, que en su momento comprara su
padre, y no tenía plata para reponerlos). A propósito: lo de «gordo» es por
tradición, pero comía tan poco que a esa altura era flaquísimo. Luego de que
Teresa lo amenazara con abrirse la blusa, para mostrare el contenido, había
salido de su autismo. Si tampoco eso daba resultado es porque no tenía
salvación. Claro está que ella no lo hizo para librarlo de nada, sino por
razones de restitución biológica (la Venganza y el Triunfo de Afrodita). Pero
es el caso que hay tipos tan malditos que el ontoshock les sirve aunque las
mujeres no se lo hayan propuesto. La desvergüenza de Teresa le había
encantado. El sexo sólo podía llegar por medio de la violencia, en su mundo
patológico. Afrodita (me refiero al arquetipo, no a la mujer) se valió de un
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truco. El gordo ahora estaba medio enamorado de Teresa: naturalmente, por
supuesto. Y se sentía traidor frente a De Quevedo, claro está. Éste, mago de
alto grado, que registraba sus pensamientos, decía para sus adentros: «Si este
gordo estúpido supiese que yo estaría muy dispuesto a dejar que él coja con
ella; no lo hago para no destruirlo. Si Teresa se llegara a poner en bolas cae
muerto ahí mismo sin falta. Pero si no claro que lo haría, aunque ello me
costara la pérdida de mi muy amada. Hay cosas que no se perdonan. La
mujeres son inflexibles». Así, pues, Sotelo estaba casi enamorado. Su
biología intentaba ese recurso aún sabiendo que era irreal; resultaba mil veces
preferible su morbo enfermo entremezclado con amor chasco, antes que la
falta absoluta de sexo.
Ante la furia silente de Teresa, ellos se dedicaron a hablar toda la noche.
Cada tanto Sotelo echaba una mirada culpable a la mujer del otro.
De Quevedo, que lo entendía perfectamente aunque ya había bloqueado la
energía telepática —pues lo manijeaba— tenía ganas de pegarle una
trompada: «No te restrinjas, gordo imbécil. Deseala sin culpa, que es
preferible el deseo sin esperanzas a la falta de deseo», pero no se lo daba a
entender para no reprimirlo más. Así, pues, en vez de conversar sólo de obra
Sotelo cada tanto tenía un furtivo pensamiento de tierra y materia. Era un
adelanto, pese a todo. Hablaron mucho. En cierto momento De Quevedo le
dijo: «Tengo que confesarte una cosa. Cuando te conocí estuviste a punto de
que te mandara a la mierda. Sobre todo cuando vos, como todos, pusiste mala
cara cuando te dije que era radioperador en la Provincia. Manga de
intelectuales que no han vivido y juzgan sin saber un carajo del hombre. No
tienen flexibilidad porque para ellos es todo teórico. Jamás comprenderán que
un hombre jugado tiene otras leyes. Pero después, cuando leí tu obra, se me
pasó. Ahí comprendí definitivamente quién eras. Lo que te voy a decir es para
siempre: nunca más me va a pasar eso con vos, ocurra lo que ocurra entre
nosotros. Vos te podrás joder conmigo, en todo caso. No sé. Pero yo nunca
más. Y ahora… ya nos tenemos que ir porque es muy tarde… no me quiero
despedir sin…». —De Quevedo miró de reojo a Teresa; después buscó en su
portafolios. Sacó un envoltorio. Aquello estaba forrado con diarios. Vacilo y
preguntó a Teresa, casi suplicante: «¿Se lo damos?». Ella salió de su autismo.
Era lo único que tenían para morfar esa noche. Con voz humana: «Sí.
Dáselo». De Quevedo, al gordo: «Mirá: te entrego esto. Pero te prohíbo que lo
abras hasta que estés en el tren, camino a tu casa. Mirá que es una prueba, y
representa la confianza absoluta que te tengo. Es un regalo muy zen el que te
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hacemos». Con gesto religioso (él, que no creía) Sotelo envolvió el paquete
con sus obras, de modo que el obsequio quedó en el centro.
Y cada uno se fue a su casa. Él y De Quevedo quedaron en verse el
domingo de la semana que venía (iba a ser un domingo histórico, pero nadie
lo supo en ese instante, salvo los chichis). El gordo, en el tren, a los veinte
minutos de marcha, sacó el paquete y lo abrió. Estaba lleno de uvas. Él, que
no creía, quedó tan impresionado como un monje que encuentra el Verdadero
Escrito de Buda. Sufrió un estado contemplativo muy semejante al de los
viejos gatos, de esos que duermen dentro de sus casas, y que pasan horas
delante de la puerta cerrada de la heladera, en estado de adoración perpetua.
Con gran delicadeza tomó una uva y se la comió. Sólo una uva. Se dijo que
no disminuía el todo. Después otra. Cuando el tren llegó a chichimécatl, la
última estación, se las había comido todas. Durante días guardo el papel del
envoltorio religiosamente, y cuando por fin se desprendió de él lo hizo
mediante ritual.
Tres jornadas después del suceso el gordo no aguantó más. Llamó a
De Quevedo a la 9a. Pidió hablar con el radiooperador Fulano. «¿Pasó algo?».
«No, pero…». «¿No habíamos quedado en encontrarnos el domingo en El
Pino?». «Sí, pero… De Quevedo: tengo que confesarte algo absolutamente
terrible». «¿Qué?». «A las uvas…». «¿A las uvas qué?». «Tenía hambre y…
me las comí».
De Quevedo no tenía la menor idea (pese a ser un Maestro fuertísimo) de
que pasaría un año antes de que volviera a ver o a oír al gordo.
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OCHO
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pequeñas mierdas al espacio. Van a violar Ganímedes de la misma forma que
lo hicieron con la Luna, etcétera». De Quevedo parecía estar toreando la
contradicción con su pensamiento anterior. A la manera de los dialécticos, sin
negar por completo ni de manera abierta su pasada cosmovisión metía un
elemento inesperado que le permitiese un timoneo cómodo. Algo así como un
miembro del Partido que se adapta con rapidez a la Línea General. Aquello
resultaba enormemente raro y hasta el gordo lo hubiera encontrado
inaceptable (tan brusco cambio de ruta, quiero decir), pese a ser un distraído,
si no fuera porque De Quevedo se encargaba de terraplenar cualquier duda del
otro mediante su enorme carisma de Maestro. Lo miraba recto a los ojos, con
muchos gestos de manos y cabeza, todo trascendente y cargado de energía.
Parecía un Trotzky, un Buda, un Goebbels o un Stalin que pronunciara
discursos hitlerianos. Algo así. El gordo estaba completamente apabullado,
subordinado.
En eso cayó Teresa. O alguien tan por completo igual a Teresa que Sotelo
no encontró ninguna diferencia. De Quevedo, como si la hubiera seguido
mientras venía hacia el bar, le dijo sin mirarla: «Sí, dale. Sentate. Ahora ya
sí». Un nuevo suceso inverosímil, porque la chica no sólo se le acercó desde
su espalda, sino que además no hizo ruido alguno para moverse. El gordo era
el único de los dos que la tenía de frente.
¿Cómo supo el otro, entonces, que era ella, un minuto justo antes de entrar
en su ángulo de visión? Teresa no parecía en modo alguno asombrada. Se
sentó y, cosa impropia de ella, comenzó a hablarle a Sotelo. Parecía
repentinamente interesada en éste. De lo mas charlatana, como si fuera una
joven yanquee, le preguntó por su obra y, antes que el gordo pudiera
contestarle, lo interrogó respecto a lo que había comido, si necesitaba plata
«si no tenés yo te presto», que estaba embarazada «eso me puso muy contenta
(lo esperábamos tanto). De Quevedo miraba la mesa y cada tanto hacía una
indicación: No te apures. Un poco más despacio». Ella parecía captar en el
acto a que se refería el otro. Sin abandonar su tono de show insertaba
generalidades frívolas, a fin de que núcleos importantes fuesen como
camalotes imperceptibles en medio del recorrido de largos ríos. «Nos
regalaron un tocadiscos». Contó que al principio el aparato no funcionaba;
debía tener un cable flojo pues enmudecían los parlantes en los momentos
menos indicados. «Yo estaba renegando con el tocadiscos y justo llegó él
(señaló a De Quevedo). “¿Qué pasa?”, me preguntó. “Nada, es este aparato de
mierda que no anda”. “Bah: ¿y eso es lo que te preocupa? Pero si es una
pavada. Mirá”. Lo señaló con el dedo y dijo: “Ordeno que ande ya mismo”.
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¿Vos podés creer que anduvo? Perfectamente. Hasta el día de hoy. Fue
fantástico». De Quevedo, al oírla, reprimió un gesto vanidoso. No debido a
que se sintiera culpable de su vanidad, sino porque no quería que el gordo lo
notara. Sotelo advirtió la gráfica significación pero la atribuyó al justo y
merecido orgullo de un Maestro.
La noche se desarrolló todo igual, con una quimera tras otra. Ya estaban
por despedirse. El gordo insinuó: «Bueno, creo que podríamos vernos el…».
«No —interrumpió De Quevedo con petulancia y maestría—. Esta vez no.
Vamos a seguir un procedimiento diferente para encontrarnos. Ya es hora de
que cambiemos. Estamos lo bastante adelante como para poder comunicarnos
de otra forma. Vos me vas a escuchar. Vas a estar en tu casa, o en cualquier
otro lado, y me vas a oír. Así, por ese medio, nos vamos a citar. Puede ser un
día cualquier cuando te llegue el mensaje: Nos encontraremos a tal hora en tal
lado. Quizá te diga “En El Pino”, o “En La termitera”, o en un tercer sitio.
Vos me vas a sentir». Sotelo estaba incómodo pues (como ya se dijo) creía y
no creía en esas cosas. Intentó excusarse: «Escuchame… No desconfío de vos
sino de mí. Puede que yo no te… escuche, como vos decís. No por defecto
tuyo sino porque yo, con mi distracción…». De Quevedo hizo un competente
gesto irónico: «No te preocupes. A eso dejalo por mi cuenta. Me vas a oír y
de sobra… aunque no quieras». Se pusieron de pie. De Quevedo se volvió a la
chica: «Teresa: salude al futuro Maestro». Ella, muy afectuosa, hizo una
inclinación de cabeza al gordo.
A Sotelo esa noche no le alcanzaba la plata más que para un ómnibus, de
modo que el resto del camino debió hacerlo a pie. Llegó tardísimo a su
pensión. Sólo podría dormir cinco horas, o menos antes de levantarse para ir a
sus tareas de peón de limpieza. Previo dirigirse a su cuarto fue al baño común
pues tenía unas ganas terribles de orinar. No bien entró a ese sitio, a medio
camino entre la puerta mal cerrada y el inodoro, justo allí, ocurrió. Sintió
como si en su mente, en su cráneo, se hubiese producido una grieta
hondísima. Una espantosa sima, o una falta geológica como la de California.
Podríamos compararlo a cuando los obreros en una cantera de mármol
practican un pequeño agujero en el material y éste se abre siguiendo la veta y
desprendiendo lajas inmensas, de cientos de toneladas. Sólo que su cerebro
mágico no se limitó a hendirse hasta el inconsciente, sino que del fondo del
abismo salían cosas. Cosas horrendas. Pensamientos homosexuales, ideas de
castración, deseos de matar a las personas, cegar a los animales, etc., etc.
Algo imposible, y todo a medio camino entre la puerta y el inodoro. Se
negaba a aceptarlo, pues, no olvidemos, él no creía. Su naturaleza pudo más
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que el horror de lo ocurrido y sacó su pene (el espanto se lo había reducido a
su mínima expresión) para orinar. Sintió una voz dentro suyo —era y no era
su voz, pero era—: «Sería magnífico que aquí estuviese el vientre
embarazado de Teresa para mearlo». Desesperado intentó desautorizar la voz
dentro suyo, en una especie de rebobinaje temporal: volver a un momento
atrás para no decirlo, pero lo único que consiguió fue agravar el asunto: «Sí,
sí, pero sí —dijo la voz—. Sería sencillamente, sen-ci-lla-men-te maravilloso
que mi pis entrase dentro de la matriz embarazada de Teresa para que ella
aborte». Y cada intento que hacía para controlar la cosa sólo tenía como
consecuencia que las energías maléficas que salían de la grieta fuesen más
fuertes, nítidas, humillantes, malvadas, horrorosas. Incluso, en cierto
momento —había descargado la mitad de su vejiga—, vio con total nitidez a
Teresa, sentada sobre el inodoro (o mejor incrustada en él, como si la chica
fuese parte del material), de modo que el líquido caía sobre su vientre. Sintió
que ella le decía: «Por favor, no lo hagas. Mirá que puedo llegar a abortar en
serio con todo esto». Su voz, que no pudo bloquear, le contestó: «Buena idea.
Excelente. Lástima que no sea ácido clorhídrico, así, de paso que abortás,
quedas castradita. Puta». Estaba terminando cuando apareció muy claro el
rostro de De Quevedo, como si saliera de la pared. Venía muy sonriente,
amistoso y a cara abierta, tal como si ignorase por completo lo que acababa de
ocurrir. Se disponía a decir algo, algo semejante a: «Aquí estoy. No me
esperabas tan rápido, ¿cierto? Podemos encontrarnos la próxima vez en…». Y
entonces vio a su mujer entre desperdicios, y las depravaciones que Sotelo,
supuestamente le hacía. La voz dijo dentro de la grieta, desde la fosa de
hundimiento: «Aquí estoy, che. Realizando buenas obras, siempre que puedo.
He avanzado bastante en mi tarea de castrarla. Ya logré que abortara, por de
pronto. Soy puto. Cástrenme. Vení a cojerme, Maestro insolente y puto».
Siempre dentro de la visión, De Quevedo quedaba como sin sangre en la cara.
Asqueado y conmovido ante la inconcebible maldad y traición de su
discípulo. Con una convulsión de dolor final, él y Teresa desaparecieron. La
voz no volvió a parlotear aquellos horrores y barbaridades sin cuento, pero
Sotelo sentía que la grieta no se había cerrado ni un centímetro. «¿Qué me
pasó? ¿Qué es ese espanto, por los Dioses?». «No menciones a los Dioses,
degenerado», dijo otra voz que venía y no venía del fondo de la fosa. «¿Pero
qué es esto?». «Esto sos vos». «¡Pero si estas cosas no existen!». «No me
digas». «¿Me habrán, realmente, escuchado ellos? Aunque fuera cierto, no
sería tan terrible si este espanto no saliera de mí. Si De Quevedo y Teresa me
vieron en serio no habría nombre para el horror». «Vos sabés muy bien que
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ellos, esta noche, te escucharon y te vieron». «Pero no, si yo no tengo la culpa
de todo esto. Debe ser que toda esta maldad existe dentro mío, pero… yo no
sabía, además yo no deseo…» (aquí salió la primera voz de la grieta): «Sí, sí,
lo deseo. Es necesario, desde todo punto de vista y en todo momento y lugar,
mear dentro de la pancita embarazada de Teresa». «… Pero por favor —dijo
desesperado el gordo— ése no soy yo…». «Claro que sos vos. Siempre fuiste
vos, ese infame, sólo que hasta ahora estaba tapado», replicó en el acto la voz
segunda. «Pero yo no quiero que ocurran cosas horribles. Eso no soy yo.
Aunque fuera una parte mía que ahora se delata, yo valgo mucho más que mi
parte enferma». «¿Sí? Y si es así, ¿por qué no podés controlarlo? Si tu parte
sana es mayor y más fuerte que la enferma, ¿por qué no hacés la prueba de
hacerla callar?». Sotelo, entonces, se aproximó al brocal del pozo, al abismo
hondísimo. Tan inconmensurable la sima, tan profunda y tan negra, que a
medio camino de visión hacia su fondo se veían brumas oscuras borboteantes.
Desde muy abajo le salió al cruce la primera voz: «¿Querés pelear? Cáncer,
cáncer. Cáncer para todos. Sopita de cáncer». Sotelo retrocedió espantado
mientras los ecos resonaban en la caverna como de bronca: «… áncer…
cáncer… cá…»
«¿Y?, ¿qué tenés para decir ahora?», preguntó la segunda voz. Luego todo
se disolvió. Desaparecieron las voces y visiones, pero sentía la presencia de la
sima aunque ya no pudiera observarla. Todo quedó casi en calma. Sumergido
en lo potencial. Le pareció que De Quevedo le advertía: «Estás iniciando una
progresión de destrucción». «Yo no quiero, pero tampoco puedo impedirlo»,
quiso contestar Sotelo. El otro no se dignó a escuchar y retiró su presencia. El
gordo salió del baño. Todos aquellos horrores habían tenido lugar en unos
pocos minutos. Pensó que lo más increíble del asunto era que ahora tenía que
irse a dormir como cualquier persona, y que, después de haber perdido lo que
perdió (aparte de la fe en sí mismo, para siempre, verse obligado a cambiar su
propia imagen en su segundo y bajarla hasta el autorrespeto cero), «igual
mañana deberé levantarme e ir a trabajar para que no me echen del empleo.
Como si ahora eso tuviera importancia».
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NUEVE
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suciedad es símbolo de lo que te pasa», se repetía y repetía a cada instante).
Un tercer bancario poseía un diente de oro: la luz de metal, multiplicada como
por lisérgico, reprochaba. A un empleado se le cayó un bibliorato del archivo:
el bibliorato, con sus impecables contornos, cayó dentro de Sotelo. Una hoja
se desprendió: «Así se desprende una esquirla, cuando las tapas se abren…».
Cierta bombita encendida arrancaba un destello del borde de una mesa
metálica: el acero, en este sentido, competía con el oro del diente. Sin querer,
al limpiar, pasó frente a un espejito que un funcionario tenía colgado de una
pared. El gordo vio su cara. Lo más inexplicable es que ésta no había
cambiado: el rostro sano de un hombre joven. «¿Cómo es posible que no se
note? Tendría que estar llena de marcas y no tiene nada». El delegado de los
bancarios, un bolche que siempre conversaba con él, se le acercó. En
apariencia el otro tampoco percibía el cambio, pues se le acercó con el mismo
aire charlista de siempre. Sotelo, constantemente obsesionado con el
problema de los sindicatos, desde hacía meses simulaba frente al susodicho a
fin de sacarle información. No odiaba a este bancarios porque fuera miembro
del Partido: lo detestaba porque era delegado sindical. El gordo, en sus
conversaciones, expresaba ideas a favor del sindicalismo, pues, en su locura
lúcida, imaginaba que el otro lo ayudaría a comprender mejor el accionar de
las Asociaciones Obreras. Ahora bien, lo notable del asunto es que Sotelo,
obviamente loco, logró enganchar al aludido sindicalista, a quien todos
suponían lógico. El delegado, en su momento, se le acercó a fin de cambiarle
información para que se afiliara al Partido. Pero lo que consiguió fue que
Sotelo le cambiara los registros a él; por culpa del gordo, el tipo, a lo largo de
meses, se fue apartando imperceptiblemente de la Línea General. Y la razón
era muy sencilla: todo sindicalista, por más miembro del PC que sea, tiene
dentro suyo una superestructura ideológica. A través de meses, nuestro loco
gordo logró hacerle admitir al otro pelotudo que el Sindicato le importaba
más que el Partido. Con todo sindicalista ocurre lo mismo sólo que, en
general, nadie lo detecta. Los bolches rusos, en cambio, hace rato que
comprendieron el fenómeno y toman precauciones. Sotelo lo hizo entrar en
confianza: le tiró líneas y sebos deliciosos hasta que el tipo mordió; el gordo
le dijo, por ejemplo, «No he podido encontrar referencias, no obstante
haberlas buscado en decenas de libros, acerca de cuántos países tienen, en
este momento, el régimen de Sindicato único, y en cuántos está impuesta la
atomización sindical». A Farallón, que así se llamaba el tipo, se le
desorbitaron los ojos a causa de tanta maravilla. De inmediato pasó a mirar al
gordo con un nuevo respeto («Ese tipo es un capo», pensaba). Le dijo: «Te
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escucho y no lo puedo creer. Vos no militás, ni siquiera estás afiliado al
Sindicato de Limpiadores de Bancos —cosa que me parece terrible— y, sin
embargo, tengo que reconocer humildemente que yo, miembro del Partido
desde hace siete años, jamás me hice una pregunta tan importante. Pero claro:
¡Hay que hacer un cuadro de situación…! Todo esto es interesantísimo; hay
que averiguar cuántos países tienen la así llamada “libertad” de agremiación
—didáctico y despreciativo gesto— y cuántos tienen Sindicato único. Pero
qué estúpido he sido. Cómo es posible que vos hayas ido al centro del asunto
y yo no. Si es lo más importante que podamos… Cómo puede ser que yo, tan
luego, haya estado distraído sobre el tema durante tantos años. A ver cómo
sería… En México, como en Francia, hay varias Centrales Obreras.
De Francia, naturalmente, no tengo dudas: en cuanto a México, debo
averiguar mejor. Pero claro: un mapa de situación. Ahora que te voy a decir…
y el ejemplo lo tenés en Yucatantzín: allí hay tres Confederaciones. Todo
débil, por supuesto. Debilísimo. Vos vas a una fábrica a pedir trabajo y Te
Matan. Así: lisa y llanamente. Tal las cosas, de modo que mirá vos cómo…
Pero hay que hacer un trabajo sobre esto, con un muy largo estudio previo.
Aunque desde ya te adelanto que tu inquietud es fundamental. Notable. ¿Qué
más me dijiste los otros días? Vos algo me dijiste… me quedó medio
nebuloso pero… Ah: Que el Sindicato debe ser en todo momento el punto de
partida, la misma base del Partido. Te voy a decir que no se contradice con
Lenin. Lo amplía. Nada de superestructuras ideológicas aquí. Vos me
preguntaste vez pasada si yo, en algún momento dado, no había advertido que
el Sindicato es lo que más siento. Me parece que te di una respuesta ambigua;
te podés imaginar: uno, a lo largo de los años, adquiere como una doble
naturaleza; esta protección es necesaria para evitar caer sin querer en una
desviación ideológica. Así que de momento no te contesté nada. Me cubrí.
Pero lo anduve pensando. Y claro que tenés razón. Dentro del Sindicato yo
noto que vivo. El Partido es otra cosa. Aquí también me siento bien, por
supuesto; no sería raro que uno de estos días nosotros…; no me meto con la
Línea de este momento pero… En fin, ya veremos. Pero lo cierto es que
dentro del Sindicato yo gozo de calma, alegría, paz. En ese sentido, por lo
menos, te tengo que decir que estás acertado. Me siento más cerca del
Sindicato que del Partido. Posible también que todo sindicalista de verdad
sienta igual, como sugeriste. Pero te repito, ojo, esto no es, ni mucho menos,
incompatible con lo que dijo Lenin acerca de los Sindicatos en Rusia. “Sin el
poder de los Sindicatos los soviets no habrían podido tomar el poder ni
conservarlo”. Fijate en esta frase: “…ni conservarlo”. ¿Eh? A esto te lo
Sotelo siguió dos o tres días así, cada vez peor. La voz lo tenía loco con su
jingle, «yo soy vos, puto puto puto. Yo soy vos, puto puto puto. Cáncer para
to, dos, tra, la, la. Cáncer es amor». Había cobrado su medio aguinaldo, el
pobre infeliz. Fue a comer a un boliche, después de casi 20 días tragando
aceite y pan salado porque eran los únicos alimentos baratos a su alcance. No
bien se sentó se le aparecieron De Quevedo y Teresa, en astral. El gordo había
pedido churrascos (dos), ensalada mixta, vino y postre. El mozo, humano, se
lo trajo todo junto para no hacerlo sufrir. Pero ellos no estaban dispuestos a
dejarlo tranquilo. De Quevedo le dijo a Teresa: «mirá cómo come; igual a un
cerdo». Ella asentía despreciativa. El gordo se puso furioso por primera vez
en 168 horas (el hambre y la injusticia tienen sus propias leyes, aún cuando
toda la teología se opusiese): «Y claro, por supuesto. Qué se creían. Si
después de todo me espera el infierno, quiero ir bien comido al menos».
De Quevedo no pareció impresionado por la explosión. Siguió diciendo a
Teresa: «Como un cerdo. Exactamente igual a un cerdo». Luego de la amarga
y vectorizada comida, Sotelo, ya sin hambre, balbuceó: «¿Puedo pagar?».
«¿Al mozo, querés decir? Sí, por supuesto. Él es inocente, nada tiene que ver
con esto. Yo siempre pago mis deudas». Quería significarle que el dinero de
Sotelo no era del gordo, aunque la sociedad así lo pensara. «Págale al mozo
con mi plata», deseaba darle a entender.
El gordo se fue a la pensión. Todos dormían y él se puso a escribir. No
deseaba hacerlo, pero De Quevedo se lo ordenaba: «Tenés la obligación de
crear, como hago yo, aunque todo se venga abajo. Es un deber. Un deber-
ser». De manera que el gordo comenzó a copiar y corregir y corregir su
novela inconclusa. No tenía correspondencia con el argumento (o sí, como
que todo tiene que ver con el Todo, según la Tabla de Esmeralda) pero en un
El DESPERTAR
Hacía rato que el pabellón se había dividido en tres bandos (con Sotelo
como centro de la batalla teológica): los partidarios de Xisto —que continuó
su magisterio diabólico desde el calabozo— los que respondían a Keidany y
los que aún no estaba ni con uno ni con otro. Ciertos detalles revelaban que
así se presentaba el asunto, pero el gordo, a ciertas claves, las asimilaba por
telepatía directa, que le ayudaba a quemar etapas en el camino de la
Y un buen día, tal como debió estar previsto, al gordo Sotelo le dijeron
que tenía que presentarse en enfermería. Él aún no se daba cuenta. Así de
estúpido era. Lo recibió Vedia. Él solo, sin su compañerito de aventuras
psiquiátricas. Él y el rengo Mendoza. Una misteriosa caja negra en uno de los
rincones de la mesada de granito.
—¿Cómo se encuentra, señor Sotelo? —preguntó El Electricista—. Tome
asiento.
—Bien, doctor.
—Dígame, señor Sotelo. Hay una cosa que… de momento… en fin: que
el día que lo vi me olvidé, por una razón u otra, de preguntarle, a pesar de que
reparé en ello. Veo que tiene la mano derecha muy quemada. ¿Qué le ocurrió?
Era la famosa mano que el gordo metió en el incinerador para destruir el
medio aguinaldo. Digamos, de paso, que los enfermeros se la atendieron
desde el primer minuto de su arribo a Unidad 20.
El manijeado vaciló («¿Digo o no digo la verdad?»).
—Yo… fue un encuentro.
—¿Un encuentro, señor Sotelo? ¿Encuentro con quién?
—Digamos… simplemente me quemé. Con un incinerador. Mientras
hacía la limpieza. Un accidente.
—Como accidente es un poco raro, de cualquier manera. Esa mano está
demasiado quemada como para ser nada más que un «toque», ¿cierto? Un
momento de descuido en el cual usted rozó por inadvertencia una puerta de
hierro caliente, por ejemplo… es difícil.
—Claro, pero… bueno; yo —el gordo comprendió que no había palabras
dentro suyo, convincentes, eficientes, para la mentira. Dijo la verdad que
Este capítulo pudo haberse titulado El chino que llegó una tarde, como las
antiguas obras de radioteatro: El forastero que llegó una etcétera o El león de
Francia. Una tarde, en efecto, se abrieron los cerrojos de la Sala 2 y los
guardias dejaron pasar a un hombre de origen chino llamado Hwang Chou.
De inmediato fue recibido con mucho afecto y comprensión por los presos
viejos, que lo conocían de antes. «¿Qué te pasó, Hwang? ¿Otra vez por acá?
¿Cómo caíste?». El otro sonrió y dijo en bastante buen castellano: «Intenté
escapar por cataratas, en canoa; llegué hasta veinte metros de la frontera con
Yucatantzín. La corriente me tiraba una vez, otra vez para atrás y ni me
dejaba llegar. Dos horas luchando contra la corriente. Al final guardias de
Guatimotzín me agarraron. —Con ascetismo y sin queja—: Una lástima».
Sotelo lo miraba fascinado. Dejó que instalase en su pabellón las pocas
cosas que traía. Le pareció accesible y se le acercó, con mucha timidez y, pese
a todo, temiendo ser rechazado. Su comienzo fue vacilante: «Usted… creo
haber entendido que usted es chino —el otro, mientras tanto, se limitaba a
mirarlo—. Ahora no, naturalmente, está cansado y acaba de llegar, pero…
más adelante me gustaría hablar con usted de Confucio. —Desesperado—:
Yo aprecio mucho a Confucio».
El otro contestó sin furia ni indiferencia. Con fría calma:
—Yo no. Odio a Confucio. Soy partidario de Mao. Mao tiene razón. Es
todo una lucha racial. Admiro a los ingleses. Si vuelvo a China pediré que,
como ingeniero electrónico que soy, me destinen a las fábricas de
armamentos. Quiero fabricar misiles y bombas de hidrógeno.
El pobre gordo se quedó helado ante este discurso, infinitamente terrible.
Balbuceó:
Cierta tarde el gordo se acercó a Juan Carlos Orozco, el pintor, que en ese
momento estaba desatando un complicado nudo de un paquete que le había
traído su visita. Sotelo observábalo con mucha atención. En un momento
dado, de puro aburrido y para joderlo, le dijo al ver que Orozco desataba por
fin el famoso nudo:
—Jm. ¿Vos sabés qué has hecho, no? Al librar esa atadura pusiste en
libertad a siete demonios.
Orozco quedó helado. Levantó la cabeza y le preguntó:
—¿Por qué dijiste eso? Qué raro lo que largaste. Hace muchos años una
curandera me explicó que algún día yo desataría un nudo y entonces quedaría
libre. Estaba pensándolo mientras desataba éste, del paquete, y justo vos
dijiste eso. ¿Cuál es el motivo? —Sin esperar repuesta siguió diciendo—: Hay
una chica que me ayuda, afuera, que hace lo posible por acelerar mi libertad.
Una asistente social. Es una piba bastante joven y que a mí me gusta mucho,
aunque no se lo dije. ¿Por qué se interesará tanto por mí?, ¿te parece que
conseguirá dejarme libre? Ella me dice que incluso sabe cómo conseguirme
trabajo, aunque yo haya estado preso. Que tiene un amigo que les da laburo a
liberados, ¿te parece que me irá bien, Sotelo?
Los papeles se habían invertido. Ahora el propio gordo era material de
mensaje. Las Fueras lo utilizaban para revelarle al otro que su liberación
estaba próxima. Sotelo contestó:
—Claro que te va a ir bien, Orozco. Incluso… vas a volver a pintar. Lo
que a vos te gusta, y en libertad.
No era el único cambio. El flaco que dibujaba runas en la pared, el mago
runoia dueño de las palabras mágicas y que tanto lo protegió en su lucha
contra Xisto, ahora no parecía mago, ni brujo ni cosa alguna, sino un preso
común. Al gordo le costaba creerlo. Se le acercó: «¿Se acuerda que usted, un
mes atrás, me dijo que Wotan ató a Loke a tres rocas angulosas, con una
LA SALIDA DE UNIDAD 20
Justo cuando les estaba dando de comer a mis gatos, Igua y Tirñán
partieron como flechas rumbo al portón. Aquello debía ser gravísimo, si se
tiene en cuenta que mis perros no ignoraban que al minuto les tocaría comer a
ellos. Hace años que mis enemigos no se animan a hincharme las pelotas (al
menos, de manera física: poniendo rostro y cuerpo), de modo… En efecto: se
trataba de mi amigo Isidoro, el astrólogo. Los perros se meaban de alegría.
Pegaban saltos terribles, que casi superaban el portón.
—Esperá, Isidoro, que ya te abro.
Los primeros siete minutos Isidoro Pantaleón Formosa debió emplearlos
en hacer mimos inevitables a mis dos dinosaurios amaestrados.
—¿Todo bien, Isidoro? —Hacía un mes que algo me preocupaba—: ¿Don
Gaspar te siguió jodiendo?
—¿Qué? —dijo el astrólogo como si estuviera en otra y le costara
desengancharse—: Ah, no. Es decir: me volvió a atacar, por supuesto, pero yo
estaba prevenido. Digamos, simplificando, que se llevó una de sus cíclicas
palizas. Le hice cagar dos o tres máquinas grandes y pasó a cuarteles de
invierno. No. Vine por otra cosa.
—¿Qué viste? —pregunté comenzando a entender.
—Vi… y no vi. Es De Quevedo, o algo que se relaciona con él. No puedo
averiguar en qué anda metido. Es decir veo su vida presente, que es muy dura
(pidió la baja en la policía, te diré, entre otras cosas), pero lo rodean zonas
bloqueadas. No sé si le están preparando una zancadilla o qué.
—¿Consiguió nuevo trabajo?
—Sí. En una agencia de viajes aéreos. Como publicista. Hace trabajo
creativo y le pagan la quinta parte de lo que corresponde a un redactor común.
CECILIA KOVALENKO
—Soy inocente —dijo Zapallo detrás de las rejas que daban al patio—.
¿Cómo le va ahí, señor?
—Bien, Zapallo —contestó el gordo con su traje de preso, si bien lo dijo
desde el patio.
—Yo soy inocente, ¿no señor?
—Sí, Sí. Es inocente.
Total no le costaba nada decirlo.
—¿Cómo andas, gordo? —preguntó Juan Carlos Orozco, el pintor.
—Resisto.
A eso, Orozco, como preso viejo, podía entenderlo.
—Es lo más importante.
—Sí. ¿Qué tal anda el chino?
—Bien. ¿Querés que lo llame?
—No. Después. Otro día.
Sotelo vio a sus pies una hilera nutrida de hormigas. Llevaban hojas,
palitos y otras cosas más o menos servibles. Se indignó. Dijo con odio
sarcástico:
—¡Las hormiguitas!… ellas cumplen con su deber, pobrecitas. Ellas
trabajan, llevan pedacitos, son buenas, colectivas… —empezó a aplastarlas
con furia.
—Por qué… ¿por qué matás a las hormiguitas? —preguntó Orozco
asombrado.
—No sé…; estas hijas de puta son como un símbolo de lo que nos pasa.
Es la propuesta ¿comprendes?
—No, no entiendo.
STALINGRADO
El súper gordo recibió a Cecilia con bombos y platillos. Verla fue, para el
viejo, un alivio enorme. Sabía poco; intuía, no obstante, que ella era lo mejor
que podía ocurrirle a su hijo.
—En verdad no lo sé, Cecilia. Él me dijo que usted iba a venir, por
supuesto, pero francamente no sé por dónde anda. Salió a caminar por las
selvas y las montañas. Puede haber tomado por cualquiera de esos caminos:
yo…
—No se aflija —sonrió Cecilia—: Ya lo voy a encontrar. Voy a buscarlo.
—Mire: no quisiera que se desencontrasen. Él, seguro, vuelve en una hora
o cosa así.
—Yo lo voy a encontrar antes. No se preocupe. Vamos a volver juntos.
Y claro que lo encontró, por supuesto, como buena freak. Por onda. A los
quince minutos, en el claro de una floresta.
Sotelo estaba con una rodilla en tierra observando la evolución de unas
hormigas que en ese momento engrosaban las despensas de un enorme tacurú
(hormiguero enorme, con forma de montañita). No las mataba, contra todo lo
que cabía esperarse de él. Levantó su cabeza ante la voz mágica.
—¡Cecilia!
La abrazó con desesperación. Había temido que ella no viniese. La
Kovalenko se dejó hacer y luego lo apartó suavemente.
—¿Querés aflojar un poco tu abrazo de oso? No me asustes.
—Perdón. No quise asustarte. Pero es que tenía miedo de…
—Todo lo que quieras pero no me asustes.
Tomados de la mano se fueron al pasto. Los rodeaban árboles como los de
Rusia. Altísimos, con rayos de luces prismáticas que bajaban desde los
follajes. Duraban breves momentos: se deshacían al modificar la brisa el
Era un lugar horrible, no vaya usted a creer, pero infinitamente mejor que
los sitios donde el gordo había vivido hasta el momento de irse de vacaciones
a la Casa Grande. Era un inquilinato, con un solo baño para muchas familias,
pero al menos a su pieza no la compartía con nadie. El cuarto de la calle
Suipacha era uno de esos ambientes que se construían hace cincuenta años:
«M. P.». En lo primero que pensó el gordo fue: Marcelo Paredes. Pero no
era posible: si el otro estaba muerto. Además ¿de qué chistes hablaba? Si él
jamás se había hecho el piola o el vivillo. Lo cierto es que tenía miedo, un
miedo horrible. Claro: siempre le quedaba la posibilidad tranquilizadora de
echarle la culpa a De Quevedo: «Fue él. Me dejó el mensaje para que yo,
cagado en las alpargatas y lleno de horror, vuelva a caer bajo su dominio».
Ahora bien, Sotelo supo, con iluminada certeza, que De Quevedo no dejó el
papel. Por otro lado, el espanto del gordo no contaba con una amenaza
concreta en la cual basarse. En realidad el mensaje no decía qué le podía
llegar a suceder. Pero él entendió que aquello era algo más que una simple
demostración militar en las fronteras. El preludio de una nueva invasión. Dejó
PAREDES
El famoso jueves, por supuesto, la cucha del gordo lucía impecable. Los
estantes estaban en sus lugares y hasta los había cubierto con pequeños hules.
Estaba más que bañadísimo y rogaba a todos los Dioses para que el Maestro
no cambiara de idea y hubiese decidido venir a liquidarlo aunque cumpliera
sus órdenes.
Lo primero que dijo De Quevedo al entrar fue una frase irónica:
Cierto día, por la mañana (el gordo tenía franco), cayó De Quevedo con
una lora enana. Esta especie, originaria de Tanganica, se llama «loro de
Fisher», por ser éste el naturalista que lo clasificó. Es un animal gordito, de
ojos rodeados por un anillo delgado y blanco; las hembras son por completo
verdes, salvo lo rojo del pico; el macho —tal como ocurre con la mayoría de
las especies—, es el más variado en su cromatismo. Tiene un pico pequeño (si
lo comparamos con el de un loro barranquero) pero proporcionado a su
tamaño. Ahora bien, sería mil veces preferible que a uno lo mordiera un tucán
antes que un loro de Fisher: dos pares de navajas constituyen su defensa. Si se
lo propone puede cortar la carne humana con una facilidad que sorprende
nada más que de verlo. Las armas de sus mandíbulas recuerdan a los
legendarios cuchillos de los carniceros, capaces de abrir con un solo golpe
cosas imposibles. Era el segundo regalo de De Quevedo en cuestión de
pájaros. El gordo, por su parte, y cumpliendo una orden de su Maestro, en el
ínterin había comprado un túrdido: grande, negro, con unas pocas plumas
color ladrillo en la región posterior de la cabeza. Le decían tordo chaqueño,
por abundar en el Chaco Boreal guatimotzinita.
A la lora —como en el caso de los diamantes mandarín— se la trajo con
jaula y todo. El gordo se sorprendió una vez más porque aunque ahora
De Quevedo tenía una situación más desahogada (hacía la propaganda en una
revista de tráfico aéreo; lo explotaban de manera miserable, pero aun así
ganaba algunos quétzales) su plata no era mucha. No como para comprar una
lora de Fisher, en todo caso. En una de las pocas visitas que Sotelo hizo a la
nueva casa de su Maestro vio que éste tenía una pareja de loros de Tanganica:
se llamaban Tomás y Manuela. Estos bichos se amaban; pese a tener infinito
—No, no. Vos estás muy equivocado, De Quevedo. El mundo está harto
de capitalismo y comunismo…
—En eso estoy de acuerdo —dijo el aludido.
—Pero vos seguís sin cazarla —reiteró el partidario de Popof—. Los dos
extremos políticos han olvidado, hasta ahora, a la religión. El pope Popof ha
hecho ante el mundo un planteo religioso. Algo por lo cual ya nadie se
interesaba.
—Popepof dejate de joder —comentó irónico De Quevedo.
«Popepof»’ se llamaba en realidad Joaquín Julián de Santa María, y le
daba una furia inmensa que se burlaran de él. Ya se dijo que De Quevedo
necesitaba un apoyo; no le convenía, por ende, joderlo. Pero no pudo con su
genio.
—Está bien: burlate. Pero lo que te digo es correcto.
—Mirá Joaquín: no te voy a hablar de todas las personas que fusilaría el
Pope si pudiera, porque a esto ya lo sabés. Pienso, como Ayn Rand, que si un
hombre tiene razón está en su derecho de imponer sus ideas por la fuerza. O
sea: la idea secreta de fusilar a los opositores, que yo sé tiene Popof (si alguna
vez llegara al poder). Que fusilase a los opositores, entonces, no me molesta,
sobre todo teniendo en cuenta que ellos procederían en la misma forma si
tuvieran la oportunidad. No es eso. Más bien debemos juzgar la cosmovisión
de Popof. En su secta las mujeres no se pueden pintar los labios, ni pintarse
las uñas. Si una mina, harta de que su marido se la malcoja, curte con otro
tipo, la expulsan de la comunidad. Si Popof fuese gobierno, la lapidarían por
adúltera, eso es seguro. Y con los tipos ocurriría otro tanto. A los
homosexuales masculinos o femeninos los obligan a revelar, en público, el
EL GRAN ATAQUE
Era tarde completa, con mucho sol pese al invierno, y en medio de un día
franco del gordo. Vino De Quevedo, en bolas. Es decir, estaba vestido pero
venía en bolas. Fuerte de moral, pero con un problema que podríamos llamar
japonés: francamente serio. El gordo, al verle la cara, sólo pensó en sí mismo
(era coherente): «Quién sabe qué ataque están planeando los chichis contra
mí». Ni soñando se le habría ocurrido que el propio Maestro pudiera andar en
dificultades. De Quevedo le dijo en forma austera, militar, como quien emite
un comunicado:
—Seré breve. Hace tres noches que duermo en estación Retirotótotl. En
medio de los trenes. No hubiera querido molestarte pero estamos en invierno.
—¿¡Pero qué pasó!? —dijo Sotelo horrorizado.
—Nada. Un accidente. He sido violentamente expulsado de mi casa por
vez número dos. Bien dicen los árabes que «quien no comprende su pasado
está condenado a repetirlo». Es un poco distinto, en mi caso, porque yo
siempre —o al menos desde hace varios años— comprendí. Pero no puedo
evitarlo porque no tengo manera de cambiar al hombre. A la criatura humana,
quiero decir.
—¿Pero qué te pasó con Mirtha?
—Susana Mirtha Galotti. Mh. Me pidió que me fuera, y no por mala. No
es mala mina, te lo juro. Estaba aterrada. En todo el tiempo que vivió
conmigo ocurrieron cosas raras: objetos que se corrían de lugar (nunca si los
mirabas, pero sí en el segundo en que desviases la vista). Y después todo el
repertorio clásico: sillas que se caen, ceniceros que vuelan a la mierda, etc.
No siempre, pero sí por épocas. Con Teresa yo tenía muchos problemas, pero
no ése justamente. Al contrario: cosas así la enamoraban más Decía orgullosa:
LA DESTRUCCIÓN DE LA HARAÑA
Y AVENTURAS EN LA ESCALERA MÁGICA
El gordo se aterró:
—¿¡Pero qué carajo es un zapo!? ¿Cómo actúa?
—Pertenece a la serie de los animales mecánicos mágicos. Son ciento
setenta y ocho en total, cada uno peor que el otro. Primero, casi siempre,
mandan a la hache. Si es vencida, con los restos de la araña se construye el
sapo, después siguen otros como el chimpanzé, la zeta, el rathón, la pulgah,
etc. Con Isidoro teníamos la esperanza de que robando las distintas partes de
la hache y carbonizando otras, ellos no podrían continuar la progresión. Me
temo que no haya sido así:
—Pero… ¿el zapo…?
—Sí. El zapo, bueno… él se dedica a practicar la fellatio con sus víctimas,
durante las noches, y sin que aquéllas lo adviertan. Noche tras noche. El
objeto es debilitar poco a poco. Se potencia con las cañerías rotas, canillas
que pierden, etc., además (por supuesto) de aprovechar la suciedad y el
descuido, como todos los otros chichis. Otra cosa que hace este animalito tan
«simpático» es fumarse los cigarrillos, comer, y beber todos los líquidos que
haya en la casa. En apariencia ello no es tan terrible. Pero el bicharraco,
aparte de producir en vos una progresiva debilidad, prepara las cosas para la
entrada de chichis mucho más peligrosos.
Sotelo, con nerviosismo, manoteó los cigarrillos que había dejado sobre la
mesa.
—Che, pero… ¿y mis cigarrillos? Está el atado vacío. Quedaba más de la
mitad. Dale, no te hagás el vivo. No me hagás jodas en este momento.
—¿Jodas? ¿Qué joda? Yo no te toqué nada.
Desde que el Maestro se fue a vivir a la casa del gordo, dormían ambos en
la única cama que había; ello trajo varios inconvenientes y molestias, que los
chichis aprovecharon. Con cada ataque creaban la duda en Sotelo: «¿No será
el propio De Quevedo el que hace ruidos, imita voces y perturba, todo para
hacerme creer que los chichis existen?». De modo que, basados en esta duda,
los otros operaban con gran comodidad. El Maestro siempre supo que algún
día viviría con el gordo, pero ni en sueños creyó que ello iba a ocurrir en esa
forma. Imaginó una comunidad sagrada, lejos de Tollan, donde cada uno
tendría su mujer (o sus mujeres, como los antiguos chinos, en unidad familiar
poligámica), junto a otras parejas (o poliejas; no sé cuál es la palabra);
compartiendo principios y sistemas. Muy lejos de todo ello habíanse visto
forzados a vivir así: solos como dos boludos y en un mismo reducido espacio,
y para colmo lleno de manija. De Quevedo entendió a la perfección que
aquello era una burla del Anti-ser: una muestra de su humorismo. Fue como si
el Gran Chichi, enemigo de las relaciones y uniones humanas, les dijese:
«¿Pero cómo? ¿No decían que deseaban construir una comunidad? Correcto:
ahora la han formado. Después no anden diciendo por ahí que yo no soy
bueno». El traslado a casa del gordo trajo como consecuencias, para
De Quevedo, el imponerle resolver varias urgencias operativas, como ya se
dijo más atrás. En primer lugar él tenía, para su protección, muchas más
jaulas y pájaros que Sotelo. Al verlas el gordo se horrorizó: «¿Y dónde las
vamos a meter?». De Quevedo pasó dos horas, más o menos, haciendo
cálculos hasta determinar cómo podían distribuirse de forma que todos los
pájaros participasen de una porción de aire y luz dentro de la pieza, y también
la manera de engancharlas unas a otras, formando bloques, cuando las sacaran
al balcón. El Maestro nunca tuvo menos de 25 manones (gorriones chinos),
PUTO
—¿Pero qué te pasa, Patriarca? ¿Por qué estás en un rincón? ¿Quién con
más derechos que vos a ser feliz y poderoso?
Sotelo oyó las frases y se terminó de despertar. De Quevedo estaba
hablándole a sus pájaros. A sus manones, principalmente. El manón es el
gorrión chino, esos que odiaba Mao y que hizo matar por cientos de miles,
porque según él comían un alto porcentaje de las cosechas: ordenó entonces
que los Guardias Rojos salieran en estampida por todo el país, con tambores y
trompetas rezbundantes, etc… para que los pajaritos se asustasen y, al no
atreverse a bajar a tierra y reposar, se les rompiera el corazón. Aniquilaron
miles de toneladas de pájaros en pocos días, esta primera parte del plan de
Mao fue todo un éxito. El problema vino con la segunda: las consecuencias.
Parece que los gorriones chinos (los manones) devoraban decenas de miles de
toneladas de orugas por año. Como ya no había pájaros que se las comieran (o
muy pocos) las oruguitas, muy felices y libres de enemigos naturales, se
comieron cinco veces más cosechas que antes con los pájaros. El camarada
Mao, lleno de desesperación ante la cagada que se había mandado, ordenó
entonces a sus Guardias Rojos lo inverso: que cuidasen los pocos gorriones
chinos que quedaban como si fueran las niñas de sus ojos. Suerte para él que
el biocrón de los manones es fuerte y no tiene intenciones de pasar por ahora.
De cualquier forma que sea, debió pasar un lustro antes de que los gorriones
estuviesen en condiciones de comerse las oruguitas. Y De Quevedo, entonces,
tenía manones originarios de China. Empezó con una pareja. En el momento
que tratamos contaba con casi cincuenta ejemplares. Sotelo, al despertarse, lo
sorprendió hablando con el Patriarca, el más viejo de todos sus pájaros. Él era
el padre, abuelo y bisabuelo de todos los habitantes de la inmensa jaula. El
Patriarca estaba «casado» con la Judía (o la Rusa), así llamada porque sus
EL ATAQUE ROBOT
EL ARMISTICIO.
SE FIRMA LA PAZ CON LOS FLAMENKOS
Y LAS MÁQUINAS HOMOSEXUALES
Y luego vino la mudanza. Hacer paquetes operables con los libros, discos,
agrupar los objetos, desarmar las bibliotecas (la del gordo y la de
De Quevedo), desmontar la enorme cama, etc. Pero una de las peores cosas
fue el transporte de las jaulas con pájaros. Eran tantas que ellas solas
requerirían un camión. Aparte, si alquilaban un vehículo para las aves, se
produciría un quilombo mágico y también operativo. Es muy difícil defender
un conjunto de veinte jaulas, chicas y grandes, con los más variados pájaros,
encontrándose éstos en pleno desconcierto por los movimientos del transporte
(y, por lo tanto, momentáneamente ausente la gestalt). El gordo y
De Quevedo se vieron obligados a hacer innumerables viajes, a pie, desde
Suipacha hasta el nuevo edificio en la calle French. Y eran veintiún cuadras.
A las jaulas más chicas el gordo las llevó en taxi (los taxistas ponían mala
cara ante los bultos tapados con papel de diarios y atados con piolines, pero
no protestaban). A las grandes, en cambio, no hubo otro remedio que llevarlas
a pulso. Fue terrible porque los manijeaban constantemente: Sotelo, por
ejemplo, tendía a los movimientos bruscos; frenaba de improviso amenazando
con cortarle los dedos a su acompañante, o bien se adelantaba en forma
abrupta, metiéndole el jaulón en el culo; o si no, dejaba arrastrar una de las
puntas por el pavimento, etc. De Quevedo no hacía mucho mejor papel:
empezaba a bailar una especie de malambo (manija que por suerte controlaba
rápido), ante la mirada llena de asombro de los transeúntes. El gordo, atrás, en
sus intervalos lúcidos, le cantaba un único sonido: la letra «o», con distintas
inflexiones de voz, a fin de sacarlo del trance. Cinco minutos después era
Sotelo el poseído y el Maestro tenía que ayudarlo. A veces la manija era para
los dos a la vez y avanzaban haciendo eses entre los caminantes, sorteaban en
CRISTINA, LA ZOMBIE
Sonaba con insistencia, esa diabla de máquina del portero eléctrico. Quién
sabe qué contendría dentro del alambre. Pero era preciso atender. ¿Y si se
trataba de De Quevedo? ¿Y si el Maestro lo estaba llamando desesperado por
cualquier problema urgente? El gordo hizo de tripas corazón y atendió.
«¡Soteeelo… Eeerik… mi amorrrr…! Subo ahora mismo para que nos
reunamos eternamente en la fosa viva».
El gordo colgó horrorizado. El sexo se le había reducido al tamaño de un
maní, y no por obra y gracia de un exorcismo precisamente. Tres minutos más
tarde llamaron a la puerta con fuerza: tres, cuatro veces. El gordo no sabía qué
hacer en caso de que el chichi lograra abrirla: ¿con qué se lo detiene a un
zombie? No será con un palo o una pistola. Sí tal vez con un mudra. Pero no
se acordaba de ninguno, a causa del cagazo. ¿Cuál… cuál era el mudra de
enganche de los zombies? De Quevedo se lo había dicho una y mil veces…
Era con las dos manos… «Ya sé (se dijo el gordo desesperado): extender los
índices y contraer los otros dedos, en esta forma».
«Gordo… abrí, por favor».
—Qu… Quién es…
—Soy yo —dijo De Quevedo—. Abrime, por favor.
—Maestro socorro… —dijo el gordo no bien abrió—. Maestro por favor
por lo que más quiera no me abandone socorro.
—No la pude engan… ¿Pero qué carajo pasa?
—¡Cristina! ¡Cristina!…
—¿Qué pasa? ¿Está aquí? —el otro se puso alerta—, ¿le abriste la puerta?
—Sólo a usted sólo a usted sólo a usted socorro ayúdeme que Cristina me
quiere…
—¿Pero qué paso?
—¡Gordo! ¡Al fin te has decidido a venir a la casa del Maestro! —dijo
Fogwill, con su manera exagerada y alharaquienta de siempre—.
¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos a la despreciable y muy humilde morada del
mejor escritor de Guatimotzín!
El uso del plural se debía a que el gordo fue a la quinta de Rodolfo
Enrique («Quique») Fogwill, el escritor ricachón, acompañado de Norma
Mirtha, su nuevo amor. Fue una decisión grave y seria, para Sotelo, porque el
miserable de Fogwill tenía una fama pésima con las mujeres. «Lo primero que
va a intentar este hijo de puta es cogerse a la Cadenowsky», se dijo. «Por otra
parte —continuó para sus adentros— Norma Mirtha es francamente puta,
como lo sé demasiado bien; no va a necesitar que le dediquen un libro
completo de versos». Pero el gordo pensaba mal, ya que la Cadenowsky le era
bastante fiel y no le ponía los cuernos más de lo necesario. El inadvertido y
despistado lector podrá preguntarse entonces para qué mierda la llevó a la
quinta. Yendo solo, en teoría, bien hubiese podido levantarse a una de las
ninfas ricachas que por allí pululaban; en tanto que yendo del bracete con una
fulana se saturan los niveles cuánticos, como diría un químico moderno, y el
tipo se vuelve inaccesible. Esto, en lo teórico. En el mundo de la realidad y la
experiencia las cosas ocurren de otra manera. Por un lado para Sotelo era
imprescindible consolidar su relación: no fuera cosa que por conseguir una
mina más se quedara sin el pan y sin las tortas. Norma Mirtha Cadenowsky
necesitaba que le hicieran saber que su novio no era un monstruo, que tenía
acceso a las más altas esferas de la guita. Una vez allí la propia mecánica de
la rivalidad entre mujeres se encargaría de ayudarlo. Sotelo, admitámoslo
francamente, como homenaje a la verdad, al llevar a Norma Mirtha a las
FINAL ABIERTO
Era la tercera o la cuarta vez que se veía con Cecilia desde el reencuentro.
Sólo se permitió mencionar uno de los delirios que ambos compartieron: «El
zar». Suprimió, prudente y para no trivializarlo, aquello de «Tu hermano, el
Zar». «El Zar —empezó el gordo— cambió mucho con el tiempo. Se hizo
más humano. En realidad se fue humanizando hasta…». «Pero qué lástima —
dijo ella en forma inesperada y abrupta—. Me gustaba más antes, cuando era
inhumano, duro, metálico. Me temo que haya entrado en la decadencia». Él
quedó cortado. Antes de hablar pensaba que su logro, aunque no la
conmoviese, iba a ser recibido con simpatía. Pues nada de eso.
Y de pronto él, entre una frase y otra, notó cuán hermosos eran los
cabellos negros de Cecilia. En un momento dado ella se acomodó el abrigo,
en gesto terriblemente seductor, tapando la parte de abajo de su cabellera para
luego librarla con sus manos, Ese pelo y el gesto de soltarlo de la prisión de
las ropas, fue el acto más estético que Sotelo hubiese visto en su vida. Sólo en
Cecilia había encontrado cosas parecidas, hacía de ello mucho tiempo. El
gordo sintió un golpe, una especie de dolor que no era exactamente eso. Algo
muy enorme que estaba creciendo y que podía, en cinco minutos y si lo
A. Artaud <<
de división. <<