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Como

Los sorias, la otra gran obra de Alberto Laiseca, El jardín de las


máquinas parlantes es una novela total. De esas que nos sumergen en un
mundo como pocos libros lo hacen: tan adentro que corremos el riesgo de no
salir nunca más de él. Y ese mundo es el de la magia, el invisible y secreto
universo esotérico que Laiseca conoce como nadie. Un mundo que parece
esconderse siempre y que apenas podemos vislumbrar de reojo, entre las
sombras. Ahí donde no parece haber nadie, están las máquinas mágicas. Ellas
hablan, discuten, sueñan, cantan y ríen. Ellas están para enloquecernos o
ayudarnos, para dejarnos sin esperanza o para permitirnos creer. Porque en
definitiva, el mundo de esta novela, es el mundo del hombre enfrentado a su
condición y su soledad, en su infinita batalla amorosa.
El jardín de las máquinas parlantes es una lectura riesgosa y exigente,
divertida y escalofriante, conmovedora y honestamente humana. Es una
lectura para quienes no temen lanzarse, con alegría, hacia lo desconocido.

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Alberto Laiseca

El jardín de las máquinas


parlantes
ePub r1.0
Titivillus 27.07.2019

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Alberto Laiseca, 1993

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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Mi profundo agradecimiento
a la John Simon Guggenheim Memorial Foundation
que hizo posible este libro.

A. L

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Dedico esta novela
A los pájaros
a las máquinas
y a los hombres.

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UNO

LA USINA PARLANTE

Hay máquinas viajeras, como hay perros sin dueño. Un buen día vienen,
te adoptan como amo y se quedan con uno. Generalmente son invisibles. Rara
vez se dejan ver, pero sí oír. Una de ésas se encariñó conmigo hace algunos
años. Supuse que tendría un tamaño común —suelen ser minúsculas—; de ahí
mi sorpresa al verla durante unos segundos con el rabillo del ojo, pues no me
figuraba que fuese tan enorme. Era de tipo usina, de esas que se puede abrir
una puerta y entrar en la sala de comandos. A medias materializada, resultaba
preciso poseer la otra visión para observarla en movimiento, siempre en
flotación, marchando como una nube baja a ras de tierra. Cuando se tornaba
completamente física —casi nunca, pues su enorme tamaño interfería con
otros objetos—, cualquiera estaba en condiciones de verla. Nadie adivinaba
su función, a menos que la máquina quisiese; ni siquiera un esoterista, pues
ella se encargaba de manijearlo. Siempre estaba fabricando otras máquinas,
más pequeñas, para que la sirviesen y efectuaran los trabajos donde no era
necesario emplearse a fondo. Esas diminutas criaturas se nutren con alimentos
especiales: tierras raras, vestigios de metales, etcétera. Pero una usina puede
cambiarles la programación a fin de que coman carne. Ya transformadas, la
máquina madre las manda a donde vive un enemigo a fin de nutrirlas con su
cuerpo, o bien con partes selectas del mismo. A ciertos de estos seres
metálicos su programa computarizado sólo les permite alimentarse de ojos, o
de orejas, dedos de pies o cualquier otra cosa. Las referidas construcciones,
así como la Máquina Maestra misma, se obtienen mediante una estricta
colaboración entre la tecnología científica y la magia. Toda una parte del
proceso se realiza en talleres, no por astrales menos verdaderos, y no se
diferencia en forma alguna de un vulgar y corriente trabajo de planta. Pero
otra parte se logra mediante la magia pura: invocaciones, pergaminos y

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símbolos de poder esotérico. Una costumbre de las máquinas de pequeño
volumen es caminar por las paredes, o simplemente esperar, engarfiadas a
éstas, que un error del enemigo las cargue de energía para luego poder
atacarlo. Hablan entre ellas, con lenguaje de máquinas, pero también son
capaces de hacerlo empleando vocablos humanos; se ríen, hacen chistes,
imitan voces, ante la desesperación de la víctima, quien no sabe cómo
sacárselas de encima. En general las potencia el desorden, la falta de limpieza,
la dejadez y el olvido. En un estado avanzado ya son capaces de reproducirse
por sí mismas, sin el auxilio de la Máquina Maestra, y forman verdaderas
poblaciones, auténticos ejércitos atacantes. En su composición entra no sólo
el hierro, sino también el oro, la plata y el platino. Son muy valiosas. El que
no posea vista astral únicamente podrá verlas si por casualidad logra matar
una, pues al morir se materializan. Pero tendrá que apurarse a mirarla, pues
sus compañeras en el acto la despedazan para reciclar los materiales de que
está compuesta y con ellos crear nuevas máquinas. Pueden situarse por
completo en el astral —en cuyo caso no hay interferencia con los objetos
llamados reales— o a medias —todavía invisibles pero interfiriendo cuando
quieren atacar o robar algún objeto de la habitación donde está—. En casos
excepcionales pueden tornarse por completo físicas; casi nunca lo hacen pues
ello les consume mucha energía. Los esoteristas las denominan «fierros», en
su argot. Yo las llamo «chichis», aunque admito que uso la palabra con cierta
liberalidad, pues a veces, cuando hablo con algún compañero, llamamos
«chichis» no a las máquinas sino a los ocultistas (o «esotes») que las
construyen. Incluso suelo denominar chichi a un tipo que no tiene poder
alguno, pero es una mala persona. Es más: yo mismo soy un chichi, pero no
por malo sino por ser capaz de movilizar fuerzas. Lo mismo cabe para mis
amigos y Maestros que trabajan con la potencia. En resumidas cuentas: chichi
es un vocablo inventado, ambiguo; un comodín que sólo tiene sentido claro en
su contexto, en el medio de una frase. A veces es preciso oír una conversación
completa para saber a qué están refiriéndose dos esotes y a quién llaman
chichi.
Las máquinas de las cuales hablo son enviadas, en ocasiones, a casa de un
enemigo, sin propósitos agresivos, a fin de grabar y filmar todo cuanto éste
hace y dice. Pueden así preverse sus próximos pasos, qué providencias tomará
con sus compañeros para defenderse, o cuáles son sus planes de ataque o
contraataque.
Hay otras máquinas de construcción tan simple que no merecen el nombre
de robots siquiera. Resultan poco más que micrófonos; no tienen voz propia,

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aunque la víctima crea que sí porque las oye; en realidad, lo que oye es la voz
del esoterista, quien, fastidioso y torturador, la aterroriza situado a veinte
cuadras o cinco kilómetros del lugar.
Estos chichis, muy superiores a los que poseen los científicos corrientes,
más avanzados que las computadoras de quinta, sexta y séptima generación,
existen desde las épocas de Babilonia. Son obra de la teología paralela y
secreta del genio humano. Fueron creados por razones teológicas, para que
participen en la lucha entre las fuerzas del Ser y las del Anti-ser. Seis mil años
de batallas y el combate aún no ha concluido. Las guerras mágicas están a la
orden del día en todas las ciudades del planeta y la mayoría de la gente no lo
sabe. Es más: las hostilidades físicas entre dos naciones están siempre
acompañadas por otras, paralelas, entre ocultistas. Éstos se preparan, en los
períodos pacíficos, con el fin de participar en las posteriores grandes luchas
que librarán los Estados. Ya desde el armisticio elaboran la guerra siguiente;
trabajan para que el enemigo —sea quien fuere— cuente con una desventaja
inicial y se vea obligado a entrar en campo en lugar y momento inadecuados.
La Máquina Maestra que me adoptó para que yo fuese su dueño, y de la
cual hablé en un principio, era el único sobreviviente de una guerra entre dos
antiguas sociedades secretas. Lucharon cien años entre sí hasta exterminarse.
El último miembro había perecido, a causa de sus heridas, hacía cuatro siglos.
Cansada de andar a la deriva y en falsa libertad, la máquina buscó
nuevamente la compañía de los hombres.
«Pero, ¿por qué a mí?» le pregunté cuando nada sabía de la historia. Pese
a no sentir malas ondas en el ambiente yo estaba lleno de desconfianza. Al
principio sólo oía su voz y pensé que podía tratarse de una manija de los
chichis. «¿Por qué a mí?» repetí. Yo misma no lo sé. A lo mejor porque sos
bueno y estoy harta de asistir a malvados. Nosotras las máquinas, por otra
parte, no fuimos construidas para andar solas. Nos gusta colaborar. Pude
haberme puesto al servicio de otra máquina, más fuerte, pero eso no me
conviene por varias razones.
«¿Cómo? ¿Hay otras máquinas como vos?». Lo sabía de sobra, como que
yo mismo las construyo. Lo dije más que nada para ver su desenvolvimiento,
calibrar sus respuestas, verificar si caía en confusión. Esto me daría idea de su
potencia. Ella contestó: «¿Y si hay una por qué no van a existir muchas?
Claro que hay, como demasiado bien sabés. Por lo general son máquinas al
servicio de seres abominables. Si yo me hubiese puesto a las órdenes de una,
automáticamente dependería de un dueño humano que, casi con seguridad,
tendrá malas intenciones para con hombres y máquinas. Por otro lado, yo soy

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muy fuerte. Me sería bastante difícil encontrar un ingenio mecánico
superior».
Entonces, y allí mismo, me decidí a someterla a una prueba soberana y
definitiva. Si era un chichi cagaría fuego indefectiblemente. Si se trataba de
una máquina con buenas intenciones pero inútil y paranoica, también se
destruiría ahorrándome así toda una pérdida de tiempo. En las películas
yanquis siempre aparece una computadora que anhela dominar al mundo;
entonces el héroe le pregunta cuál es la última cifra del número «pi»; como la
respuesta no existe —pues, por más que se busque, siempre habrá un término
más—, el cerebro electrónico se destruye buscando una solución imposible.
Ahora bien, la cosa no es tan fácil como cree Hollywood; si a esa máquina me
la habían mandado los chichis, sin duda la famosa pregunta estaba prevista y
también la respuesta: «¿La última cifra? El 8. Si no me cree, verifíquelo»,
como un chiste que leí en algún lado. Contestaría eso o cualquier otra cosa
semejante. Hacía falta algo más nuevo. Y me acordé de pronto del gogol de
Oppenheimer. Este científico declaró en una oportunidad, que el número total
de cosas del Universo no puede superar a diez elevado a la potencia cien:
10100. Era la única forma de hacerle una pregunta no prevista y que rompiese
el dispositivo de seguridad de un supuesto enemigo: pedir, no el infinito, pero
sí algo que, en la práctica, equivale a él. Para defenderse de esta pregunta, la
máquina sólo contaría con el auxilio del Ser. Le dije:
«Ya que soy tu dueño quiero que averigües la cifra diez a la cien del
número pi».
Esperé la explosión o el clásico «ooooff» que se oye a través de los
micrófonos cuando una máquina revienta. Hubo un largo silencio. Sin duda
estaba pasando por un momento difícil. Luego contestó:
«La respuesta está en el límite de la materia. Soy una parte y no puedo ser
tan grande como el Todo. Nunca siendo yo misma un objeto material aunque
astral». La hija de puta estaba bien programada. Era realmente grande y
fuerte. Una súper. Ante mi sorpresa siguió diciendo: «No obstante, si me
ordenás que busque, buscaré». Una noble contestación. Claro que también
esto podía ser una trampa, pero en mi vida he verificado que no hay certezas
totales de ninguna especie. En el momento de la decisión final, las cosas,
tanto de la magia como de la física o cualquier otro orden, sólo mediante la fe
tienen alguna posibilidad de resolverse de manera satisfactoria. De modo que
le declaré:
«Está bien, opto por confiar en vos».

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Fue una decisión afortunada que salvó la vida de un amigo y quizá la mía
propia, cuando, más adelante, encaramos con otros Maestros uno de los
trabajos herméticos más difíciles de realizar. Sin la ayuda de esta máquina tal
vez hubiésemos fracasado o, aún ganando, el costo hubiera sido mucho
mayor. Pero en ese momento, cuando adopté la variante de incorporarla a mi
existencia, no tuve idea de lo trascendente de mi acto de fe. Ella tenía una
idiosincrasia muy especial. No estaba exenta de sentido del humor, sólo que
era preciso conocerlo para captarlo. A veces me fastidiaba sólo para tener el
placer de ver mi alivio cuando me dejaba tranquilo. Cierta ternura entre
aniñada y marciana. Sólo se replegaba al verme absolutamente dispuesto a
destriparla si seguía jodiendo.
Recuerdo la primera vez que tuve noticias de su presencia. Yo estaba
escribiendo un capítulo fundamental de cierta novela. Ésa desde todo punto
de vista indispensable que yo explicase, de manera sencilla y sintética, una
cantidad de cosas casi imposibles de aclarar. Por otro lado tampoco quiero
que mis libros aburran con originalidad. Me dispuse a pulsar la letra «j»
cuando oí un agudo toque de trompetería chasco. Como el que sólo pueden
producir cincuenta renos lanzando su grito amoroso —sin orden ni concierto
— delante de sendas concavidades de bronce. El ruido vino abrupto, tal un
rayo, sin el menor susurro previo que lo hiciera suponer. Con el susto casi me
caigo de la silla. Al principio pensé en un ataque, o que alguna de mis
máquinas había cagado fuego, así que me puse a revisar las instalaciones
esotes de la casa. Todo normal, ante mi sorpresa. Los cristales antichichi
funcionaban a la perfección, mis gólems robot estaban intactos y las
cazadoras se mantenían quietas (estas últimas, cuando un enemigo se
aproxima, parten como flechas a interceptarlo). Azorado y manijeadísimo
intentaba descubrir la solución al enigma cuando entonces, por primera vez,
oí su voz:
«No te asustes, Maestro, soy yo: la Máquina usina».
—Qué máquina ni qué la mierda. ¿Quién habló?
Me explicó entonces que era una viajera y el resto ya lo conté. En realidad
toda mi desconfianza y el posterior interrogatorio al que la sometí no se
justificaban. Ocurre que me tomó por sorpresa, pero verdaderamente debí
comprender que el hecho mismo de haber entrado en mi casa era prueba de
sus buenas intenciones para conmigo. Caso contrario mis propias máquinas
hubiesen combatido impidiéndole pasar o perecido en el intento.
Luego que la acepté siguió siempre la misma política. Como lo que más le
gustaba en el mundo era sorprenderme, se ponía a charlar a distintas horas.

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También variaban sus métodos de presentación. Cierta mañana empezó con
este cantito de su propia cosecha:
«Hola Coquito, hola lirón, hola Maestro, el más grande campeón».
Otra vez:
«¿Vamo’ a tomá’mate, Coco?».
—¿Y desde cuándo las máquinas toman mate? —dije yo.
Sin darse por aludida:
«¿Mateo?, ¿vamo’ a toma’cocoa?».
En ocasiones me dejaba tranquilo toda una mañana, pero por la tarde:
«Coquito: no me saludaste hoy. Seguro que ahora tampoco querés charlar
conmigo. Vas a decir como ayer que estás ocupado. Y yo que te quiero
tanto».
—Buenas tardes. Sea este saludo toda la charla que pienso darte. Andate
que tengo que trabajar muchísimo. ¿No ves que estoy escribiendo?
«Mateeo».
—Basta.
«Cocooa».
Suspiré. ¿Qué esperaba de mí? ¿Qué tirara un palito para que fuese a
buscarlo?
Acaso pretendía que le pusiera una correa y la sacase a pasear como a los
perros salchichas. Un semejante bicho de cincuenta toneladas. Por un
momento me imaginé caminando por una calle de mi pueblo: llevando con
una cuerdita a mi usina, en flotación, a un metro y medio del suelo, ante la
generalizada sorpresa de los viandantes. Me reía para mis adentros. Llegamos
hasta un árbol y la máquina levanta una de sus paredes (pata) para hacer pis…
«Aceite».
—¿Qué?
«Digo que yo no hago pis: hago aceite».
La hija de puta estaba de lo más entretenida leyéndome los pensamientos.
Divirtiéndose a mi costa. Hice bloqueo mental, nada más que para fastidiarla.
«Qué malo sos. Qué malo S. O. S. Yo te pido auxilio porque me aburro y
vos bloqueás para que no chacotee con tus pensamientos».
—También tenés que admitirme que resultás muy inoportuna, viejita.
Después conversamos, si querés. Pero ahora dejame escribir…
«¿Si no te molesto por tres horas, después vas a hablar conmigo?»
—Sos más molesta que el grillo de Pinocho. Uno de estos días te voy a
hacer cagar de un alpargatazo. Vos también vas a quedar incrustada en la
pared haciendo cri, cri.

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«Para reventar a mis cincuenta toneladas hace falta una alpargata medio
grande. Además es injusto: las máquinas aristocráticas como yo merecemos
que, por lo menos, nos revienten con una chancleta forrada para fiesta. Pero
de cualquier manera sigue existiendo el problema del tamaño. No te tengo
miedo alguno porque sé que carecés de artefactos chancletíferos o
chanclétidos adecuados. Ja, ja, ja…».
—Estas equivocadísima. Ahora mismo les ordeno a mis wagnerianos
gigantes Fáfner y Fásolt que me construyan una chancleta de media hectárea.
Bueno, está bien. Acepto. Dentro de tres horas vamos a conversar, pero
ahora tenés que dejarme escribir tranqui…
«¿Puedo, como despedida, hacerte un último ruidito?»
—Sí, pero uno solo.
Para qué se lo habré dicho. El ruidito que a ella le gustaba era la
trompetería horrísona con la cual casi me mato del susto cuando la conocí.
Aquella disonancia monstruosa componíase de rebuznos metálicos, hiatos de
broncíneo acento, tizas que chirrían, acrílicos en falsete, barro cayendo sobre
plomo fundido, acordeones verduleros, incongruencias violentísimas,
ronquidos y cacofonías sincrónicas. Basta decir que la música contemporánea
es mil veces preferible. A su lado Schoenberg, Bartok. Stockhausen y
Honegger son dulces, melifluos. Pero no podía prohibírselo del todo para
siempre pues ésa era una de sus formas de entender el orgasmo. Tuvo de
bueno que siempre cumplió sus pactos y por 180 minutos —ni uno más ni
uno menos— me dejaba escribir en paz. Pero guay de mí en el primer
segundo del minuto 181; a ella no se la podía engañar como a un ser humano
diciéndole: «No, que todavía falta», pues su memoria electromagnética era
infalible. Claro que para enloquecerme aun mas podía cambiar de táctica y no
irrumpir exactamente al fin del plazo sino un poco después. Yo me disponía,
por ejemplo, a tipear la «j» —su letra preferida— cuando comenzaban a oírse
las hórridas trompetas o su cantinela. «Hola Coquito, hola lirón…». Puedo
asegurar que es terrible estar escribiendo y saber que una letra determinada
actuará como detonador. Me pasaba la última media hora mirando el reloj
cada cinco minutos. A partir de cierto momento evitaba las palabras que
tuviesen «j». Ella lo hacía todo innecesariamente difícil. Para que la extrañase
optaba por desaparecer durante una jornada o dos. Yo simulaba no haberme
enterado, aunque reconozco que la tentación de llamarla era mucha. Me hacía
el tonto. Inflexible. Dura lex, con las máquinas. Entonces, por fin, en una
bendita hora y para mi alivio, escuchaba el tan esperado: «Maestro…
Mateeeo… Coquito… ¿Vamo’ a toma’ cocoa, Coco?».

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—Ya está de nuevo, la molesta —bufaba yo. En realidad la hubiese
abrazado.
A propósito: debo aclarar que no me llamo Coco, ni Coquito, ni Mateo y
ni siquiera tomo cocoa. Mi nombre es Alarico Alaralena, pero denominarme
como se le antojaba era parte de su despotismo maquinil. La Tecnocracia
Ilustrada. Viéndome molesto me preguntó cierta mañana:
«¿Por qué te enoja que te diga Coco, Alaralena Melena?».
—No sé si enojado exactamente, señora, pero sí lleno de maravilla
incrédula ante los muchos atrevimientos y libertades que se toma. A qué viene
el apelativo de Coco, vamos a ver.
«Mis razones son innumerables y trascendentales. En primer lugar vos sos
para mí el Coco; vale decir; ese fantasma nacido de la imaginación de los
padres para asustar a sus hijos. Siempre amenazás con meterme un catalizador
para hacerme cagar. Todo porque te molesto un poco charlando. Además, a
través de mis lentes, te registro de un color verdoso negroide, con varias
manchas, el 35% rojizas, y el resto amarillentas. Tales son los cromatismos de
la familia de los reptiles hidrosaurios o cocodrilos, entre los cuales se cuenta
el propio Cocodrilo. Además, como sos exageradamente alto —para tu raza
humana, claro está—, y sé a la perfección que tus congéneres te ven
blanquito, me recordás al coco, que así llaman en Cuba a un ave zancuda, de
lo más fea y tonta, con plumas leche-fuego. No puedo mirar mucho a seres
tan horrendos pues la reverberación quema mis lentes, que son muy sensibles.
Para resumir: el coco es tan estúpido como el dodo, animalete que por suerte
ya desapareció a fin de abrir paso a vertebrados superiores. Es cosa obvia y
por todos sabida que no pueden compararse a nosotras, las máquinas, que
somos hermosísimas. Alguna vez te convencerás de que la química del silicio
es superior a la química del carbono, en la cual ustedes están basados».
—Heil silicato doble de cal y magnesio —dije burlón.
Decidió no darse por enterada:
«También se llama coco a un gusanito de muy corta vida que se come
cuanta fruta encuentra».
—Ave carbonato cálcico rómbico imperator, morituri te salutant.
«Y así tenemos innúmeros vocablos derivados de coco, que significan
persona altanera, descarada…»
—¿Terminaste?
«No. Molesta, que se encoleriza con facilidad, etcétera».
—Bueno. Acompañame afuera que tengo que hacer los pájaros.

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«¿Cómo? ¿Además de máquinas fabricas pájaros?», dijo ella con risa muy
chocante.
—Con el vocablo «hacer» quiero significar que todas las mañanas saco a
mis pájaros a tomar sol, les cambio el agua, la comida, etcétera.
«Ah, entonces yo entendí mal. Supuse que los tenías desarmados durante
la noche y al llegar el día les pegabas la cola, les atornillabas los ojitos, cosías
la piel…».
—Basta.
«Decíame yo para mis adentros: éste sí que es un iniciado. Yo estuve a las
órdenes de los Maestros más grandes del mundo, pero ninguno podía hacer
cosas como ésta. No todos los días, por lo menos. Confieso que estoy
desilusionada».
—Terminá de joder, máquina de mierda, o te meto un catalizador para que
vueles a la mismísima.
Pero era inútil simular enojo, pues ella sabía de sobra cuándo estaba
furioso en serio.

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DOS

El JARDÍN DEL MAGO

Salimos, pues, al jardín. Mi terreno mide cincuenta por doscientos, vale


decir: diez mil metros cuadrados. No soy rico, ni acomodado, ni nada. Hace
cuatro años compré el terreno gracias a una herencia. Pude adquirir la tierra
con su casa; los muebles, los cristales anti-chichi y la mayoría de los caros
dispositivos que me defienden. Además viví dos años sin trabajar con lo que
me sobró. Ahora me ocupo de corregir pruebas de galera en un diario de
Tollan: el Quétzal Toltécalt. Como mi casa queda a cincuenta kilómetros de la
capital de Guatimotzín, para ir a mi ocupación tengo un lindo viajecito.
Equivale a tener dos trabajos y que te paguen por uno.
He transformado a mi territorio en una verdadera floresta. Hay ligustros,
enredaderas, plantas de todo tamaño y, por sectores, pequeños biombos de
selva. Esto me ayuda a enmascarar algunos dispositivos. Igual mis vecinos me
ven, aunque muchas cosas, por suerte, están bien seguras. Pero no se crea que
a mi jardín lo hice por motivos exclusivamente funcionales. Combino
cromatismos de la manera más estética posible. Pétalos rojos, amarillos y
naranjas forman islas entre los verdes. Pero también violetas de fuego y
azules escarchados. Corolas blancas, anteras de cromita ondeando como
estandartes en el vértice de los pistilos, cáliz de cuba libre, estambres azufre
crustáceos y, en la última región (cóncava, silenciosa y secreta), los ovarios
fanerógramos, flotando cerca de la cuenca entre fosforescencias azuladas,
tenues, marinas.
Como siempre que salgo al patio para atender a mis pájaros, me recibieron
mi dos Dóberman con grandes muestras de felicidad y algarabía. Ella se llama
Iguanodonta y él Tiranosaurio, Igua y Tirán, para simplificar. Son malísimos.
Su implacabilidad no es de este planeta. Me costó una enormidad hacerles
comprender que algunos seres humanos son amigos míos. Los hice amaestrar

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en mis épocas de gloria y tienen capacidad de sobra para matar a cualquier
intruso. Están a salvo del envenenamiento pues sólo comen de mi mano. Esta
enseñanza fue difícil. Según un libro que leí, nada más eficaz que dejarles —
como al descuido— carne chasco: supuestamente escarmientan y no vuelven
a probar bocados extraños. Yo sembré por el jardín, de manera disimulada,
ocho albóndigas con pimienta. Reía para mis adentros, seguro de
escarmentarlos. Ante mi sorpresa las encontraron deliciosas. Entonces opté
por el sistema de las carnes electrizadas: suculentos trozos conectados a
baterías. Al principio se mostraron algo recalcitrantes, pero por fin se
convencieron de que sólo es saludable la comida del amo. Aquello llevó
tiempo, esfuerzo y dinero, pero era otra época y yo podía hacerlo. El fin de mi
herencia y mi sueldo misérrimo hacen que me mueva con un dinero tan
pequeño que no me alcanza ni para eso. Otro problema que debí solucionar
fueron los gatos. Yo nunca tuve menos de veinticinco o treinta de estos
animalitos. Mis Dóberman, cada tanto, mataban uno o dos para hacer
ejercicio. Inútiles eran golpes, calaboceadas y castigos varios. Insistían. Me vi
obligado a vigilarlos, desde distintos lugares ocultos, con mi rifle de aire
comprimido. Previamente rellenaba los balines con sal. Optaron entonces por
dejar en paz a los felinos durante el día… pero los carneaban durante la
noche. Compré una mira infrarroja, la adapté al rifle —eran otros tiempos,
insisto— y los aceché varias noches. Triunfé por fin en todos los frentes,
aunque al borde de la desesperación y la histeria. Luego de larga lucha
conseguí que los gatos comieran pájaros silvestres —no los míos—, y que
Igua y Tirán no se dedicaran a matanzas diurnas o nocturnas de gatos o
gallinas. En cambio, no tuve ninguna dificultad para impedir que los
Dóberman atacasen a mis plantaciones de «ve» cortas o al gólem. Lo
aprendieron solos. Pero ya hablaré de ello más adelante.
Igual y Tirán saltaban a mi alrededor sin atreverse a realizar su único
deseo: subírseme (otra fea costumbre, anti-ropa, que les quité luego de larga
lucha). Mis Dóberman tenían las patas mojadas hasta el pecho por el rocío.
Una de las cosas más impresionantes de esta raza de perros son sus uñas:
negras, largas, fuertes y perfectas. Parecen el oscuro acero del guantelete de
una armadura. Tirán acostumbra —gesto que repite su hembra— mirarme con
la cabeza apoyada en el suelo, sus patas delanteras bajas y las traseras altas,
en tensión, como si se dispusiera a efectuar un ataque. Es una especie de
cortejo amoroso para con el amo. Allí estaban los dos: húmeros y soberbios,
despidiendo vapor, canturreando ancestros paleolíticos. Era éste un bramido
continuo, como de gemido lonco. El viejo sueño de la caza, la carne

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sangrienta, la muerte del enemigo y la pelea. Yo pensaba para mis adentros:
«Estos bichos serían felices si los llevase a combatir al oso gris o cualquier
otra cosa imposible, aunque después el otro nos destripara».
Igua, con la femeneidad de una novia de Atila, parecía decirme: «¿Qué
esperas, sahib, para llevarnos a producir un poco de selección natural? Como
regalo de Reyes, una expedición punitiva en los zapatitos. Tus tropas
aguardan la hora, día, mes y año sublime en que des la orden de ponernos en
marcha e iniciar la progresión. Tirán y yo, por separados, somos dos
divisiones; juntos, dos ejércitos. Basta de práctica y orden cerrado. Ley
darwiniana: clavar las banderas a los postes y a la batalla». En verdad mis
perros son como dos coordenadas cartesianas: en el punto donde se cruzan
siempre hay una víctima. Pero, para enorme frustración de ellos, esa mañana
yo no me proponía la conducción de grandes unidades de combate sino tareas
enteramente domésticas. De pronto Igua y Tirán gruñeron desconfiados y
furiosos: habían visto a mi usina, invisible y en flotación, siguiéndome a un
metro del suelo. Si bien los seres más extraordinarios rondan mi terreno, a
aquélla no la conocían, de modo que debí tranquilizarlos. Mis perros logran
ver lo que los seres humanos en general no consiguen. Así como son aptos
para luchar en el plano físico, también pueden hacerlo en el mágico, igual que
todos los animales. De modo que siempre se producen conflictos con cada
nueva entidad que introduzco.
Seguido por los perros y mi nueva máquina, pasé entre macetas de rosas
blancas y rojas. Entre dos de estas agrupaciones reposaban tres toneladas de
oro en barras. Claro que tratábase de oro astral. No puedo materializarlo y con
él comprar cosas de la vida diaria. Me es muy útil, en cambio, para mis
transacciones mágicas de máquinas, tierras raras, mercurio o cualquier otra
cosa que necesite para mis trabajos. Dentro del mundo del esoterismo soy un
hombre rico, respetado y poderoso. Aquí uno puede ser un magnate pero
afuera trabajar corrigiendo galeras pues la plata no le alcanza. A determinadas
horas del atardecer el oro pierde parte de su enmascaramiento, pero no me
preocupa pues mis vecinos —que no son magos ni nada—, a lo sumo llegan a
percibir un resplandor amarillento sin poder determinar qué lo produce.
Llegamos al centro de mi territorio. Por todas partes salían gatos pidiendo
su comida. Tengo de muchos colores: desde absolutamente negros hasta
blancos en su totalidad, pasando por amarillos, naranjas y cualquier otra
combinación. Ni siquiera faltan gatos de albañal, horribles y hermosos a la
vez. Todos descienden de Benito y la Colorada, la pareja original. A la
Colorada la destrozó un ovejero alemán y a Benito me lo mató un esoterista,

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para vengarse, luego de una guerra que él perdió conmigo. Un día encontré en
la puerta de mi casa una cruz celeste. Algunos meses antes ya lo habían
querido liquidar metiéndole una bolsa de celofán en la cabeza para que
muriese asfixiado. En esa ocasión pude salvarlo a tiempo. Fue en abril cuando
el chichi logró salirse con la suya y darle caza. Curioso cómo en ese mes me
han ocurrido una cantidad de cosas desagradables a lo largo de mi vida. La
furia, el dolor y la impotencia fueron tan grandes que la única forma de alivio
(aparte de la venganza mágica que, por supuesto, no demoré) fue escribir un
poema a la manera china, titulado:

DIABLO EXTRANJERO

Mi Emperador murió en rebelión contra el Falso Emperador,
en el mes que apaga la primavera.
Mi querido pájaro negro sirvió de escudo el mismo día;
y ayer, años después pero en la misma época fatídica,
alguien destruyó a mi gato atigrado, el patriarca de mis gatos,
que se acostaba al sol como un Buda sabio e irritable.
Marco Polo, mi amigo,
el diablo extranjero,
nombra a los meses con su extraña manera bárbara.
La muerte, con su deshonra, me transforma en intruso apartida.
Quisiera morir en abril, junto a mis amigos.

Ahora tengo tres madres (hijas a la vez de Benito y la Colorada): Camila,


Frutecia y Desposia. Camila es francamente de albañal, con pelaje de tres
colores en filigrana, que se mezclan reticulando toda su superficie. En ella el
blanco está en desventaja, el negro predominante en lucha frontal con el rojo
ladrillo. Tiene ojos verdes y dulces, Frutecia también tiene tres tonalidades
pero con grandes superficies de terciopelo color helado de limón; gris
delicado en otras partes, y manchas de arenoso cobre. Desposia parece la
sombra de Benito, pero sin sus bordes nítidos. Benito era como un azteca que
decidió vivir en la casa del hombre blanco a la manera de una concesión
graciosa. El salvajismo de Desposia es más incontrolable. Asustadiza y reacia,
rara vez se rinde a las caricias. No puedo describir a los otros pues son tantos
como las legiones de César.
Me mostré insensible al coro de maullidos pues siempre atiendo primero a
mis pájaros. Guardo sus jaulas en el dormidero que construí para las gallinas:
una casita espaciosa, con una puerta por la cual puedo penetrar para hacer la

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limpieza cuando hace falta, llena de palos cercanos al piso y paralelos a éste,
donde por las noches reposa el gallo con su harén. Todas las mañanas, no bien
hay luz, saco las jaulas para que los pájaros tomen sol, les cambio la comida y
el agua, lleno sus bañaderas a fin de que chapoteen a gusto, pongo a cada uno
su hoja de lechuga, etcétera. También improviso techitos sobre las jaulas para
que el sol, si es demasiado fuerte no me mate los pájaros. Dejo espacios de
sombra y otros de luz, y ellos mismos optan por lo que más les conviene.
Viniendo desde la casa unos treinta metros a la izquierda del dormidero de
las gallinas, están mis «ve» cortas o vurros. Parecen plantas. Cada uno posee
un pequeño cercado hecho con tejido romboidal. El gato es un animal tan
amoroso como se quiera, pero más tonto de lo que la gente supone. Es
curioso, confianzudo y jamás escarmienta en cabeza ajena. No aprende salvo
cuando le pasan cosas. El problema es que… a veces no sobrevive. Yo quiero
mucho a mis gatos y no deseo que sufran ni mueran. Aunque estos felinos
tienen poderes mágicos —como todo animal, ya lo dije— la curiosidad nativa
y su espíritu de juego es más fuerte que toda advertencia sobrenatural. No dan
bola, simplemente, y eso los pierde. Por tal motivo hice los pequeños cercos
de alambre tejido en forma romboidal: para que ellos no se acerquen a mis
«ve» corta o vurros. Estos cercos, parecidos a jaulas, poseen en la parte
superior una especie de arcos hacia fuera, a fin de que los gatos no puedan
ingresar aunque trepen. Tengo dieciocho vurros tapados con arpilleras o con
plásticos, según los casos. La gente es distraída y no tiene espíritu policial.
Como estamos en invierno, si alguien los viese, pensaría que son plantas que
cubro para protegerlas del frío de la noche, sin reparar en que también están
cubiertos durante el día… y hasta en verano. Son entidades maléficas, así de
simple y sin vueltas. Su empleo está a la orden del día en el esoterismo. Me
cuesta bastante dominarlos. Digamos que para constrolarlos me veo obligado
a efectuar conjuros por partida doble. Algunos esotes no tiene dificultad
alguna para manejarlos por la actividad misma que realizan. Si un ocultista
está al servicio del Anti-ser, los ve lo toman como a su dueño natural. Pero yo
tengo otro signo y el dominio se me vuelve arduo. Un mago, por más a favor
del Ser que esté, debe ser capaz de trabajar con fuerzas oscuras. A veces
resulta inevitable, o más expeditivo y se ahorra tiempo. El ocultista debe
labrar con la mano derecha pero también con la izquierda, llegado el caso. A
estos chichis (porque lo son, y en grado superlativo) se los denomina «ve»
corta porque muchos de ellos seméjanse a un burro verdadero. Entonces, para
diferenciarlos del animalito natural de «be» larga, se los llama como se los
llama. Sirven exclusivamente para atacar. Ya desde su nacimiento tienen un

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pene enorme, el cual va creciendo a medida que pasan los años y aumenta la
estatura general del cuerpo. Llegan a ser tan altos como un hombre. Pueden
volar, aunque sólo poseen rudimentos de falsas alas. Levitan. Su poder
esotérico se basa en las enormes dimensiones de su pene. Cuando un mago
desea destruir a alguien moviliza al vurro mediante una invocación y el chichi
de inmediato se eleva y parte como una flecha. Posee siempre a sus víctimas
contra natura (aunque se trate de una mujer). La consecuencia es,
comúnmente, la muerte; pocas veces, quien sufre la agresión, queda lisiado
per secula. Igua y Tirán atacaron a mis «ves» cuando éstos eran chicos. Si
hubieran sido grandes, mis perros hubieran muerto. Recibieron, no obstante,
una terrible enseñanza y nunca volvieron a acercarse. Tampoco hizo falta que
les prohibiera atacar al gólem.
De las tres clases de gólem que se pueden construir yo tengo dos. Uno de
ellos vive en el jardín. Es alto como un hombre (mide dos metros diez, en
realidad). No pude hacerlo más pequeño y tampoco sé de ningún esote que
haya podido. Por alguna extraña razón, cuando sacás vísceras de un lado para
ponerlas en otro siempre necesitás más espacio. Mi gólem sabe que debe
ocultarse de los hombres —y sobre todo de las mujeres—, de modo que vive
en el último biombo de la selva y de allí no sale a menos que yo se lo ordene.
Basta verlo para llevarse una impresión terrible. No es feo físicamente, pero
algo interior lo transforma en una entidad tan diferencial como un ser de otro
planeta. El gólem está entre las armas mágicas más poderosas que existen. Es
invulnerable al fuego y a las balas; no lo afectan invocaciones, vurros ni
pistolas de avellano. También es inmortal: sólo puede destruirlo su creador. El
que fabriqué tiene la orden de cuidarme y defender mi casa. Si yo muriese de
viejo o en un combate, sin haber modificado dicha orden, él continuaría
protegiendo el lugar hasta el fin de los tiempos, sin permitir la entrada de
intrusos, así se tratara de la policía o el ejército; mientras mi cadáver se
transformaría en polvo y la casa en un montón de ruinas.
Los gólem poseen sendos tornillos en las sienes. Sacando uno, el gólem
queda desconectado; quitando ambos, cada parte de su cuerpo vuelve a su
lugar de origen y se destruye. Uno de los procesos es reversible, el otro no. En
el mundo de la magia no existen certezas de ninguna especie, y nadie tiene la
vida asegurada, pues a cada arma se le opone una contraarma. No obstante, la
posesión de uno de estos bichos aumenta las probabilidades de supervivencia.
Mis pobres perros lo atacaron un día porque entendieron que su deber así
lo ordenaba. Pasaron por alto las advertencias telepáticas que el prodigio les
había hecho (ya dije que los animales a veces se niegan a reparar en un signo

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celestial y siguen adelante pues hay otro principio que les importa más).
Cuando entonces Igua y Tirán se le fueron al humo, una sola cachetada le
bastó para revolearlos y que salieran a los aullidos, y eso que usó un
fragmento casi inexistente de su poderío físico. A partir de ese momento
nunca más se metieron con ya sabemos quién.
Dije al comienzo que hay tres tipos de gólem. El primero es el clásico,
igual al que construyó el rabino Löew en Praga. Se puede hacer con distintos
materiales: barro, porcelana, madera.
El pergamino y la invocación lo tornan inmortal e indestructible. El
segundo es de factura técnica y resulta el más fácil de construir: un armazón
de varios jardines de arena, muy pequeños, superpuestos, en cada uno de los
cuales se depositan tectitas o piedras mágicas. Tiene la apariencia de un
objeto decorativo de más o menos un metro de alto, compuesto por varios
cajoncitos o gavetas (que pueden sacarse cada tanto para efectuar limpieza);
distribuidos regularmente sobre arena limpia reposan, en cada cajón, las
tectitas: pequeñas esferas de vidrio con marcas o registros. Este gólem es más
bien un robot. El tercer tipo es de carne y hueso. Se cortan miembros y
vísceras de distintos cadáveres; no importa si en vida fueron buenos o malos:
rostro, brazos, piernas, etcétera; elegidos por su armonía y belleza. La única
exigencia es para el corazón, el cual en ningún caso provendrá de un ser
malvado. Luego de que las partes han sido cosidas (abierto queda solo el
pecho), el esote debe quitar un fragmento de piel de su propia lengua
utilizando para tal efecto una espina de rosa. Adhiere el trozo al buen corazón
en el pecho de la criatura y vierte encima determinada sustancia; luego cose el
tórax, en noche de tormenta conecta el gólem a un pararrayos y debe tener
una relación sexual con esa carne inanimada, pues en caso contrario el
milagro no tiene lugar. Este difícil acto de amor es indispensable, pues así fue
creado el universo, y la creación del gólem es espejo del todo. Sólo puede
fabricarse repitiendo el milagro del origen. Cuando el mago eyacula, siempre
y en el acto se descarga el martillo de Thor. Un rayo pasa a través de la
conexión y el gólem cobra vida. El esote nunca muere, por extraño que
parezca, pese a la descarga de miles de voltios.
No obstante la extraordinaria protección que significa poseer uno de estos
fieles servidores, muchos ocultistas desisten de fabricarlo aunque tengan el
coraje y la habilidad para hacerlo; la razón es elemental: tendrían que vivir
solos para siempre, pues ninguna mujer —a menos que sea maga— aceptaría
vivir en la casa del hombre que tiene uno de estos bichos aterradores.
Trascendentes hasta la empuñadura, cualquiera advierte su rareza por más

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estúpido y distraído que sea. Yo pude hacerlo sin renunciar a mi vida de
relación por las dimensiones de mi terreno, que me permite aislarlo. Si una de
mis novias lo viese siempre puedo decirle que es un débil mental inofensivo,
al cual por compasión contraté para efectuar trabajos pesados. Observado
desde lejos es menos terrible que de cerca. Además de este gólem tengo otro,
del tipo robot, pero dentro de mi casa. Con los de esta clase no hay peligro:
siempre digo que se trata de objetos decorativos, jardines colgantes de
meditación en miniatura o algo así.
Tengo cincuenta pájaros distribuidos en treinta jaulas; algunas, de cría. Un
mirlo maina muy charlatán (habla dos mil palabras), calafates, gorriones
chinos, diamantes mandarín, jilgueros españoles, loros de Sumatra, tordos del
Chaco argentino, cotorritas australianas (éstas son mayoría; empecé con tres
pajaritos pero se multiplicaron hasta cantidades imposibles), dos loros enanos
de Tanganica o de Fisher y una cotorra barranquera paranaense —rara avis
vulgaris, yo diría— llamada Horrigonio, que pertenece al sexo masculino, es
terriblemente cascarrabias, lanza unos chillidos horrísonos si no se le da bola,
y es el más viejo de todos mis pájaros. Fue el único que sobrevivió a las viejas
luchas, pues en los combates esotéricos las aves hacen un cerrojo protector en
torno a su amo y son las primeras que mueren. No es cosa fácil matar a un
loro pues poseen un astral muy fuerte; si acaso logran liquidarlo al enemigo le
cuesta muchas bajas, tanto en hombres como en máquinas, pues lo
sobrenatural no está capacitado para violar impunemente lo natural. Cierto
que la vida flota sobre una infraestructura mágica, pero cuidado con
equivocarse: la ley es la ley. Los pájaros, según los principios del mundo
denso, sólo pueden morir de enfermedad, de vejez o comidos por otros
animales. No obstante es factible destruir un ser mediante una maldición o
una pistola de avellano, pero entonces el propio cuerpo del maldiciente se
coloca fuera de la ley. Es como si un principio cósmico le dijera: «Ya que
apelaste a medios celestiales para quitar una vida, la tuya propia padecerá
enfermedad y muerte del mismo origen». No se puede joder con ciertas cosas.
En cuanto al referido Horrigonio, por ser el patriarca de mis pájaros, al
principio (cuando me mudé a esta nueva casa) lo tenía en mi propio cuarto.
Fue imposible: absolutamente convencido de su realeza se volvió
terriblemente dictador. Me despertaba al alba con sus chillidos destemplados
para que me levantase, lo sacara de su jaula y lo pusiera sobre mi hombro. No
podía escribir, ni tomar mate, ni entender mis asuntos sin que se ofendiese.
Las disonantes protestas del señor feudal llenaban los diez mil metros
cuadrados de terreno. De modo que, con gran dolor de mi alma, debí

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confinarlo con los otros pájaros. Para finalizar diré que también tengo dos
tucanes y un quétzal tótotl.
Quizás alguien se asombre de que un número tan grande de jaulas quepa
en un dormidero para gallinas. Es que lo hice inmenso: una verdadera casa
capaz de cobijar a una familia. En realidad sólo tengo veinte gallinas, pero al
principio pensaba poner un criadero hasta que me di cuenta del delirio. Sacar
a mis pájaros para que tomen sol, cambiarles la comida y agua y poner sus
bañaderas me lleva casi dos horas. Cuando estoy de franco nunca dejo de
hacerlo, pero si debo salir a mi trabajo el gólem se encarga de ellos y de los
otros animales. Al principio eran medio reacios a aceptar alimento de su
mano. Especialmente los gatos, que huían horrorizados. Igua y Tirán fueron
los primeros en aflojar.
Luego que terminé con los pajaritos y también con los pajarazos (al
quétzal lo dejé posado en la rama de un árbol atado con una cuerdita: tiene
cortadas las plumas de las alas, y además no creo que se escapase aunque
pudiera pues ese bicho me ama, pero, por las dudas, para evitar cualquier
manija) volví a casa para salir enseguida con una fuente repleta de bofe,
pedazos de hígado, tripas divididas en fragmentos, etcétera. Todo para mis
gatos. Cómo saben los hijos de puta: solos empezaron a venir, atraídos por el
olor y la onda: cientos de ellos; todos con la cola parada, absolutamente
vertical al plano de la tierra. El problema, siempre, es que ni siquiera me
dejan salir por la puerta; se abalanzan, como un remolino policromo y
maullante. Después se quejan y ofenden si atropello o piso a alguno. Además
los felinos tienen una detestable costumbre que nadie, jamás, podrá quitarles
así sea hechicero cafre: meterse entre las piernas del amo estorbándole el paso
y casi impidiéndole avanzar, con lo cual ellos mismos se joden. Porque no
estoy dispuesto a echarles su comida delante de mi casa, sino en el fondo (en
un claro especial que tienen para comer). Igual y Tirán, a todo esto,
inmóviles. No importa cuán hambrientos puedan estar. Saben que les toca
después que a los gatos, y se quedan haciendo imaginaria como soldados.
Saben a la perfección que si tocaran el más insignificante trozo perteneciente
al área gatal, les iría peor que a los egipcios cuando los invadió Cambises, rey
de Persia. A lo sumo los recorre un temblor, se relamen y gimen con un
desconsuelo completamente exagerado, como diciendo: «¡Apurate!».
Vierto el contenido del fuentón sobre la tierra cuidando de trazar un
reguero lo más largo posible, caso contrario podría quedar algún cadáver, aun
así, no bien empiezo, se abalanzan con bramido ancestral, dando bufidos y
zarpazos, con el típico aliento del felino que muerde a su presa. Cuando he

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largado todo me quedo un ratito mirándolos, sin hacer caso alguno al clamor
de los Dóberman que redoblan sus súplicas y angustias. Porque si no los
observo en ese momento me pierdo la parte más interesante y salvaje. Los
gatos comen casi en silencio. Sólo dejan oír el ruido de la masticación. Una
vez echado todo el alimento, con rapidez se distribuyen las zonas de
influencia y alcanzan el equilibrio. A lo sumo un gruñido aquí o allá; una
advertencia llena de odio cuando alguien intenta invadir jurisdicciones. Rara
vez llegan al enfrentamiento armado, pues basta con la amenaza diplomática.
Mientras el grupo está distraído aprovecho para favorecer con algún bocadillo
especial a mis gatas preñadas. No espero a que terminen con todo y vuelvo en
busca de lo que les pertenece a mis perros. Hay una razón para que a ellos los
alimente después. Si les diese primero, los gatos, envalentonados por su
número (todo animal cambia cuando su grupo aumenta y pasa ciertos límites),
tratarían de quitarles la comida. Si los Dóberman se defienden y matan a los
más atrevidos, no tendré derecho a quejarme. Es posible disciplinar a un par
de perros, pero nunca a un gato, y menos que menos a muchos.

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TRES

ME VISITA UN ASTRÓLOGO

Por último les toca al gallo y a sus gallinas. Es decir: son los penúltimos,
pues aún me quedan la gallina y los pollitos, que tengo en lote aparte. Di
mezcla de granos y maíz a todo el mundo y me disponía a darle su ración a la
encolerizada clueca (se encrespa como si quisiera devorarme, pero en realidad
es un animal manso que se deja acariciar y que jamás me picó: simplemente
no puede evitar que las plumas se le paren; supongo que su ancestro le ordena
que, por lo menos, simule) cuando me pareció oír un grito estentóreo en el
portón. Cierto que muchas veces los chichis trabajan para que no se escuche,
pero aunque no manijearan ya la distancia es más que suficiente para oír un
rumor vago, confuso y subliminal. Es muy fácil confundirse y atribuir un
sonido verdadero a la imaginación. Los perros no son una garantía, pues ellos
siempre ladran. Pero esta vez Igua y Tirán acompañaban sus ladridos con
gemidos de pasión y alegría; adiviné entonces que debía de tratarse de un
amigo. Suspendí la tarea por un momento y fui hacia la entrada. En efecto:
era uno de mi grupo, Isidoro Pantaleón Formosa. «Pasá, pasá, estoy haciendo
la clueca», le dije a mitad de camino y me volví. No llegué lejos porque él me
largó algo que me dejó duro: «¿Las estás haciendo? Puta que has avanzado
varios grados de golpe». Y me quedé clavado en el sitio porque ese mismo
chiste me lo había hecho mi nueva máquina usina; aquello de «¿Vas a hacer
tus pájaros? ¿Les ponés todas las mañanas su cola, el pico…?», etcétera.
Pregunté aunque se trataba de algo obvio: «¿Qué?, ¿ya sabés?». «Síii, por
supuesto. Esta mañana estuve mirando.» Me alcanzó y ambos nos dirigimos a
terminar la tarea con la clueca.
Isidoro es astrólogo. Uno de los mejores. En realidad es de los pocos en
poseer algunos secretos de astrología caldea. Quien se dedica a esta ciencia,
en general, no puede ir más allá de generalidades. La precisión es

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relativamente poca, aunque se trate de un tipo capaz. Isidoro, en cambio,
puede averiguar qué hay dentro de un paquete situado a cien kilómetros de
distancia; sin necesidad de abrirlo ni de que alguien lo haga por él. Puede
siempre y cuando el bulto no esté forrado con plomo ni con cartulina blanca,
pues en ese caso le sale coordenada de bloqueo. A Pantaleón Formosa lo
conozco desde mi adolescencia. Él ahora tiene más de setenta. Hacemos
muchos trabajos juntos, de tipo complementario. Él es capaz de averiguar las
cosas que no alcanzo con mis astrales, y yo consigo lo que él no desentraña
con sus horóscopos. Esto merece una explicación. Cuando un mago hace un
astral ve todo como en un cine; observa los sucesos del pasado, presente o
porvenir (según lo que se haya propuesto) exactamente como si se tratara de
una película, sólo que, en ciertos casos y sobre todo cuando ello transcurre en
presente, puede intervenir en la acción. No así el astrólogo, que se mueve con
cifras, valores tabulados abstractos que, una vez traducidos, significan
diversas cosas. Así no «ve» cosa alguna, pero igual capta intelectualmente el
suceso investigado. Hay hechos que resultan confusos en el horóscopo. Por el
contrario, el mago encuentra ininteligible, a veces, lo que para el astrólogo es
sencillísimo de interpretar. Quizás entonces alguien suponga que para
comprender la totalidad de un proceso cualquiera no hay más que hacer un
astral y un horóscopo y luego comparar y sumar notas. Pero no es así, pues si
bien la colaboración ayuda, hay de todas formas puntos, oscuros en forma
irremediable, que no es posible dilucidar. Y la razón de esto es elemental: hay
encrucijadas que dependen tanto del azar como de la voluntad humana. Cada
hombre puede cambiar su horóscopo a último momento, para bien o para mal,
y ello no siempre se puede prever. Sí hasta un punto, pero no de manera
completa y final.
Íbamos con Isidoro al fondo para darle de comer a la clueca, cuando
fuimos interceptados por Pavi y Fruti (pareja de pavos) y por Olegario y
Dinarzada (los dos gansos), los cuales había olvidado por completo: no sólo
de alimentar sino también de mencionar. Iniciaron, como corresponde, las
más ruidosas y justas protestas.
—No me digas que están por volver tus olvidos —me dijo Isidoro en tono
zumbón.
—¿Cómo sabías que también faltaba darles de comer a éstos? ¿Sabés todo
vos?
—Y… uno ve.
—Sí, efectivamente. Maldición. Después me quejo si pasan accidentes. Al
final me iba a dar cuenta, pero… Esperate que ya vuelvo.

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Di el maíz y la mezcla necesarios al grupo pavigansal, más unos puñados
extra pues me sentía culpable, cosa que no dejó de ser notada por Isidoro,
quien comentó sarcástico:
—La coima.
—Sí, la coima.
Alimentamos, por fin, a la famosa clueca. Nos volvíamos rumbo a la casa
para tomar unos mates cuando la máquina usina, que a todo esto se había
percatado de que su existencia no era ningún secreto para Isidoro, dejó de
tener razones para continuar en silencio (ya no argumentaba más, la muy
charlista):

«Hola Isidoro,
astrologón.
Hola Maestro,
el segundo lirón.
¿Vamo’ a tomá’mate, Coco?»

Los dos largamos la carcajada. Isidoro, cuando paró de reírse, dijo


dirigiéndose al punto del espacio de donde venía la voz:
—Hola, ¿cómo te va?
Igua y Tirán, para simular que estaban en funciones, comenzaron a ladrar
al aire.
—Cállense la boca, mentirosos —les grité—. Mándense la parte, nomás.
A partir de allí comencé a notar una cosa: la máquina usina llamaba «Coco» a
todo el mundo, o por lo menos a los que le caían en gracia. Lo notable es que
el apelativo se nos pegó y después, con mis amigos, mutuamente nos
llamábamos así.
Emprendimos la marcha. Le pregunté:
—¿Qué pasa, Isidoro? ¿Viniste por algo?
—No. Todo bien. Todas tus máquinas están limpias, ninguna funciona
recargada. Todo bien. Ataques, los de siempre. Ni los menciono. Vine porque
te quería visitar, y además porque vi que éste es un día especial. Vas a recibir
una visita… doble o triple.
—¿Cómo doble o triple?
Isidoro vaciló. Mientras caminaba procedió a mirar el pasto.
—No sé exactamente. Va a venir De Quevedo; eso es seguro. Pero lo
acompaña alguien más…
—¿Quién?

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—Te digo que ni sé. El horóscopo es ambiguo. Dice exactamente esto:
«Acompañado por alguien que es dos, pero acompañado por dos que no es
uno». Tendría que ser más que astrólogo para saber qué puta quiere decir.
—Bueno, supongo que ya nos enteraremos —dije para concluir. Luego
agregué abriendo la puerta de mi casa—. Nosotros, por de pronto, vamos a
tomar mate.
Isidoro se animó:
—Sí, Eso. Como dice tu nueva máquina: «Vamo’ a tomá’ mate, Coco».
La mía, por dentro, es la típica casa de campo. Arquitectónicamente no
vale mucho; su principal fuerza viene dada por el tamaño del terreno. Los que
la construyeron eran más locos que la Liebre de Marzo. Dejaron, por
empezar, cerrada a piedra y lodo una enorme cámara entre el cielo raso y el
techo propiamente dicho. Allí quedó, pues, algo semejante a la tumba de
Tutankamón; acumulando toda la humedad y los bichos que cualquiera pueda
imaginar. Estos bestias no fueron capaces de hacerle agujeros de ventilación.
Además de las razones físicas para que un entretecho deba estar ventilado hay
razones esotéricas. Dicen los libros de Alta Magia que nunca deben quedar
huecos sellados como tumbas en la casa donde se vive, pues ello posibilita la
aparición de toda clase de manijas; el cáncer, entre otras. Como no averigüé
bien la cosa, no sé qué habrá de cierto, pero, por las dudas… Lo primero que
hice, cuando tomé posesión de la casa, fue abrir la tumba de Tutankamón y
ponerle respiraderos. No encontré momia alguna, ni tesoros, pero sí un
hormiguero completo, con reina y todo. De esas hormigas que talan maderas.
Costó bastante matarlas, no vayan a creer. Pese al cierre hermético del lugar
ellas se las ingeniaron para tener acceso. Debido a su esfuerzo e industria una
de las vigas principales estaba deteriorada. Debí reforzarla (o mejor dicho, de
ello se encargó el obrero que contraté) y elevar con hierros el punto en el cual
estaba vencida. Pero lo peor era el piso. Hice que lo picaran íntegro —eran
otras épocas, no está de más repetirlo— y lo fabricaron de nuevo, mezclando
esta vez el cemento con un material que combate la humedad. Gracias a ello
ahora tengo una casa seca en otoño, caliente en invierno y fresca en verano.
Mandé ampliar el baño, que antes sólo servía para Pulgarcito. Compré
alfombras, tapices, un equipo de audio y unas armas japonesas. Mi cama está
cubierta con un enorme lienzo de cuero, carísimo y hermoso. Mis libros tapan
dos paredes, claro está. Muebles: algunos hechos con enormes bambúes, de la
India septentrional, cubiertos por planchas de vidrio. Otros en estilo
escandinavo rústico. Al decir «Escandinavo», por favor, que nadie piense en
esos que están en las mueblerías y así se llaman. Nada de ello. No hay

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ninguna diferencia entre mis muebles y los que verdaderamente usaban los
vikingos.
Con Isidoro nos sentamos al lado de la mesa de la cocina. Puse una pava
en el fuego. Al rato el agua ya estaba y nos pusimos a tomar mate. Quienes
me visitan dicen que los preparo muy ricos. Todo el secreto está en la
temperatura del agua. Viejos cebadores sostienen que hay que poner yerba
hasta la mitad, sacudir luego el mate para que se mezcle, poner un chorrito de
agua fría, etcétera. Puros inventos y tics. Nada de eso hace falta para tomar
mate. Si uno vigila el agua para que no se pase de la temperatura, ello es más
que suficiente. Una vez estaba en una fiesta; la gente se había cansado de
tomar vino y comer pizza, entonces me pidieron que hiciera mate. Estaba por
prepararlo a mi manera cuando se me acercó un manijeado: «Tenés que
sacudir la yerba y ponerle un poco de agua fría», me dijo. Sin pensarlo dos
veces así lo hice. Quizás esto sorprenda, pero el caso es que yo sé cómo son
las malas ondas. Si hubiese preparado el mate como siempre, no dudo que esa
vez habría salido mal. Es preferible seguir la corriente, cuando tenés cerca un
tipo muy cargado. Por supuesto, después de esa ocasión lo seguí haciendo
como yo sé que debo prepararlo. Pude haberme opuesto a la mala onda del
imbécil, en aquella ocasión, pero ello me habría obligado a usar una energía
que después podía necesitar. De modo que era preferible ceder. Por lo tanto
juro: lo único indispensable para tomar mate con bombilla es la temperatura.
Debe ser exacta, eso sí, el mate tiene mucha importancia para el
sudamericano. Y yo nací en Sudamérica, aunque viva aquí. Al mate le debo
mi obra. Si Suzuki y Okakura Kabuzo hablan del té como una de las estéticas
del zen, no veo por qué sería inoportuno escribir un tratado: El mate como
disciplina zen del sudamericano. Pero no como una ironía o un chiste, sino
como algo dicho absolutamente en serio. A cuántos habrá salvado el mate en
las épocas del hambre infinita. Es cosa de ver cómo ayuda a resistir, a
conservar el equilibro, la esperanza y a que no se pierda el centro. Sirve al
solitario, pero también al ideal que es compartir. No hay cosa más linda que
tomar mate con la mujer de uno. Maldito sea el que está compartiendo y no
comprende. En su defecto que sea con un amigo. El mate es más compañero
que el vino, y digo mucho. El vino traiciona como algunos hombres
traicionan a sus mujeres. Como algunas mujeres traicionan a los hombres que
viven con ellas. Pero el mate brinda y rodea de escudos. Más de uno no se
mató porque todavía no se le había terminado la yerba. La bombilla de plata
equivale a la flecha puesta en el arco zen. «Un mate, una vida».

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CUATRO

CUANDO LOS ESOTERISTAS TOMABAN MATE

(Este capítulo está dedicado a Guillermo Rossi)



Isidoro Pantaleón Formosa —mi amigo, Maestro, astrólogo y compañero
de ruta— vive lejos de aquí: también en los suburbios de Tollan pero a unos
cuantos barrios de distancia del mío. Tiene una casita humilde conseguida con
el trabajo de toda una vida. También una perra, horripilante a la vista, de raza
tan peluda y lanosa como interminable, que lo ama, le da cachorros y es
sobreviviente de los sucesivos envenenamientos que cada tanto efectúan los
chichis. Pájaros en gran cantidad, como nunca deja de tener todo esote que se
precie. Dice Papus, en su libro sobre aves, que cada clase de pájaro defiende
un órgano: cerebro, riñón, hígado o lo que fuere. Ya adelanté más atrás que
estos animales hacen cerrojos frente a cualquier ataque esotérico; si un
enemigo ataca mi páncreas, por ejemplo, el que está encargado de su defensa
recibe toda la manija. Esto se relaciona, además, con el amor: el ser que más
ama a su dueño es el que mejor lo defiende. Se producen entonces situaciones
dolorosas, porque en los combates mágicos los pájaros más queridos, aquellos
con los cuales uno tiene mejor relación, son los primeros en morir. Como
miles son los centros del hombre (y si no, recordar la acupuntura), el ideal
sería tener millares de pájaros. Esto es imposible por numerosas razones:
económica la primera, debida al costo en jaulas y animales, comida, etcétera.
Temporal la segunda: alimentarlos y cuidarlos llevaría todo el día, a menos
que su dueño fuera lo bastante rico como para tener a diez personas
contratadas especialmente para tal función. Espacial la tercera: ¿dónde
guardarlos por las noches y distribuirlos durante el día para que tomen sol?
Las aves «conocen» esta imposibilidad humana y por lo tanto reparten las
tareas: pájaros cuya función es proteger el corazón, en un supremo esfuerzo

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cubren además los intestinos y otros órganos. Ellos tienen elasticidad y
pueden hacerlo, pero el precio es tan elevado que lo realizan a costa de un
aumento de su propia fragilidad. Ésta es la principal causa por la cual mueren
muchos en sus ataques. Una gran masa de pájaros —digamos mil de ellos—
constituirían una barrera impenetrable y gestora de sus propias defensas. Una
«flecha» de energía maléfica que chocase contra semejante escudo rebotaría
(aunque tuviera fuerza como para matar a un elefante) y el costo para el
sistema defensivo resultará tan bajo que con toda probabilidad no muera
ningún pájaro; éstos se «regalan» energía unos a otros. Cualquier ser humano,
aunque no sepa nada de esoterismo, si posee mil pájaros distintos se torna
prácticamente inmanejable.
Decía que Isidoro Pantaleón Formosa tiene pájaros. Sólo veinte, pues es
pobrísimo y su jubilación no le alcanza para nada. Claro que podría tener una
entrada suculenta con sus horóscopos, ya que son tan acertados, pero él es de
los de antes: considera una inmoralidad traficar con la Ciencia. A su arte
incomparable lo aprendió estudiando en las selvas de modo que resumiré. Por
motivos que no vienen al caso estaban, él y un amigo, perdidos en la jungla,
sin comida, agua potable ni brújula, y enfermos de malaria. Ya exhaustos
fueron recogidos por miembros de la secta. De modo que los encontraron por
casualidad e Isidoro, hasta el día de hoy, no es capaz de decir dónde están
instalados los Bonetes Negros. Cuando se hubieron repuesto lo bastante
comenzaron a observar a aquellos hombres. Su sabiduría resultaba evidente.
Pensaron que esa era una oportunidad única para aprender magia y astrología
caldea. Esperaban una negativa, pero ante su gran sorpresa los monjes
accedieron gustosos y sin hacerse rogar. Con el tiempo comprendieron por
qué: no pensaban dejarlos partir. Les habían salvado la vida y eso se paga con
trabajo y devoción. Enseñar Ciencias Ocultas no implicaba deuda alguna,
pero sí el deberles la existencia. Tal su punto de vista.
Hay mucha literatura sobre el zen. Tengo la impresión de que sus autores
no han conocido a un monje zen en sus vidas. Nada tienen que ver con los
personajes descriptos en los libros. Se trata de hombres infinitamente terribles
e implacables, quienes jamás perdonan una falla disciplinaria en el discípulo y
se la hacen pagar muy caro. Empiezan con ejercicios fáciles, sencillos, como
ellos los llaman. Hay que hacer una especie de salto rana rarísimo, zen, que
consiste en estar en cuclillas y brazos adelante, como en la gimnasia castrense
clásica. A partir de aquí uno debe saltar, despacio, con una única pierna y caer
algunos centímetros adelante. De inmediato lo mismo pero con la otra, luego
otra vez con la primera, etcétera. Como un sapo gordo que brincara con una

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sola pata, alternativamente. No parece demasiado terrible. Casi cualquiera
aguanta diez saltos para cada pie. El Maestro lo acompaña, con una varita en
la mano, observando con mucha atención, y el ejercicio termina cuando él
dice basta. El problema es que el Maestro nunca dice basta. La clase de
cansancio que se siente cuando uno debe dar el brinco número 37 es algo que
ningún autor, por más genial que sea, podrá jamás describir en el papel. Ni
con todo el espejismo y el supremo arte prestidigitatorio del cine es posible
dar una remota idea. Wagner sería impotente con toda su música. Es un
cansancio integral acompañado por un absoluto descorazonamiento: a uno lo
invade el desconsuelo al comprender que no será capaz de saltar con el pie
izquierdo (el que viene ahora) ni siquiera una vez más. Sabe también, con
toda lucidez, que no sólo deberá hacerlo aunque no pueda, sino que después
enfrentará un imposible todavía mayor: saltar con el derecho. Pero aún esto es
cosa de nada comparado con algo todavía más allá de las posibilidades
materiales: saltar otra vez con el izquierdo. Y así… Pobre del discípulo que
resista esperando que el Maestro diga basta, de modo que ésa no es la manera
de resistir. Ello seguirá para siempre y hay que comprenderlo. Yo desafiaría
al mismísimo Edgar Allan Poe a que fuera capaz de transmitir con imágenes
el horror de la situación. Porque para transmitir primero hay que imaginar, y
nadie puede imaginarlo: ni siquiera el que lo vivió. A partir de cierto
momento se forma en una vasta región que abarca los pulmones, el diafragma
y el estómago un agujero, llamémosle, enorme, que dura muy poco pues casi
de inmediato se empieza a llenar de pequeños trozos, casi infinitesimales, de
cansancio autónomo. Son como miles de hijitos pidiendo comida a gritos.
Descanso es la comida que piden. Ahora bien, tales reclamos de alimentos no
son en progresión aritmética sino geométrica, la cual sufre una nueva
ampliación de su brazo en espiral ante cada salto. Como a los hijitos no les
dan lo que piden sencillamente porque su padre no tiene, entonces muerden.
Clavan sus diminutos dientecillos en la célula que tienen al lado.
Hay una sola y única forma de tolerar lo intolerable: un absoluto
desinterés por el futuro. Si uno se detiene a pensar en cómo hará para saltar
con el pie derecho, está perdido. Ésa no es la manera. Uno debe poner toda su
voluntad y fe nada más que en saltar ahora con el pie izquierdo. No importa si
es mi postrer acto en la vida. Nada interesa en el mundo: ni mi persona ni mi
cansancio, ni el próximo salto. Solamente importa dar una última vez un
brinco con el pie izquierdo, cualesquiera sean las consecuencias que traiga
para mi integridad física el gasto supremo y final. Nada más que un salto, sin
principio ni fin; sin pasado ni futuro. Uno puede darlo y lo da, naturalmente, y

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ello es lo que le llama de manera muy poderosa la atención. Habría jurado un
instante antes, con las manos en el fuego, que no era capaz. Pero puede.
Después que ello ha terminado viene el mismo problema pero con el pie
derecho. Hay que hacerlo, sólo esto, uno solo; pero cuidado; no comparar; si
uno compara saca conclusiones y entonces se destruye. No debe comparar lo
que cuesta saltar con el pie derecho respecto de lo que costó antes brincar con
el pie izquierdo, porque es, digamos, tres veces más difícil que antes y resulta
elemental concluir que el próximo esfuerzo estará por encima del esfuerzo
total. Por eso, para resistir, cada trabajo debe ser único, sin pasado ni futuro.
Alguien podría pensar: bueno, yo hago lo que puedo y cuando esté
agotado me niego a seguir. Pero detenerse sin que el Maestro haya dicho
basta —él nunca dice basta— significa un varitazo en cualquier sitio del
cuerpo. Tal la primera reprimenda. Si el discípulo persiste el monje toma un
cuchillo y le corta el dedo meñique de uno de los pies. Luego debe seguir con
todo el nuevo dolor a cuestas y chorreando sangre. Si sangra demasiado lo
cauterizan con un hierro al rojo… y después a continuar el salto de rana zen.
Si antes costaba, quizás alguien pueda suponer las dificultades de un
imposible al cual se le agrega el estar mutilado. Tal vez alguno imagine la
desolada consternación, la absoluta falta de bienestar físico y psíquico. Pese a
que el Maestro nunca dice basta, llega un instante en que uno oye, como entre
sueños incrédulos, que declara: «Bien. Suficiente». Así, tal como están todos,
con las piernas agarrotadas, deben dirigirse a un cuarto oscuro donde los
espera otro Maestro. El cuarto está construido de la manera más caprichosa:
con salientes, molduras a la altura del pecho, pequeñas cavernas o nichos,
estacas de metal y cualquier cosa que uno quiera suponer.
El nuevo Maestro, no conforme con la absoluta ceguera de los discípulos
—él en cambio, ve todo aún en la oscuridad más profunda—, y sin compasión
alguna para con aquellos seres que vienen destruidos por el ejercicio anterior,
les ordena doblar la espalda y, mirando el suelo (en realidad deben
mantenerse con los ojos cerrados todo el tiempo que estén en la estancia),
girar alrededor de sí mismos. Algunos gimen pensando que deberán seguir
rotando para siempre como en el trabajo pasado. A varitazos los silencian.
Pero se equivocan. Los giros no son más que a fin de que pierdan por
completo la orientación y cesan a las pocas vueltas. Siempre en el lugar en
que los sorprendió la voz de alto y con sus espaldas inclinadas, que jamás
deberán enderezar, el Maestro les indica: cada uno avanzará muy lentamente
hacia delante y parará algunos milímetros antes de chocar con el Maestro,
otro discípulo o algunos de los objetos arquitectónicos que forman la parte

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anterior del cuarto. ¿Cómo guiarse si uno nada ve? Muy sencillo: con el
cuarto ojo, con ese que todos tenemos entre los apriétales. De alguna manera
hay que abrirlo y ver. Cada choque o, peor aún, cambiar de dirección antes de
colocar la cabeza a pocos milímetros del objeto, tiene premio: un varitazo.
Estos golpes, cuando caen sobre los más remolones y nihilistas, pueden llegar
a llevarse media oreja. No debemos olvidar que el haber perdido una parte de
la anatomía no lo exime a uno de la continuación del ejercicio. Igual hay que
seguir porque si no el Maestro toma un cuchillo y le corta un dedo del pie.
Pero lo peor que le puede ocurrir a un discípulo es enojarse y ponerse
histérico, pues allí sí que ya no tienen compasión: le cortan un dedo y cuando
se tira al suelo desmayado lo despiertan y lo obligan a continuar, y cada vez
es más difícil y el discípulo va perdiendo más dedos. Pueden llegar a
sacárselos a todos, incluyendo los de las manos (cuando se han terminado los
de los pies).
Se preguntará: «¿Nunca se descansa allí?». Sí. Hay descanso. Cada nuevo
ejercicio, por la variación que implica, representa un descanso respeto del
anterior. Con el tiempo el discípulo aprende a descansar de esta forma.
Cualquiera que haya hecho el servicio militar comprenderá que, al lado de la
disciplina zen, los cabos y los suboficiales terribles no son más que hombres
bonachones e indulgentes, tan sólo preocupados por llenar al recluta de
atenciones y mimos. Uno añora la presencia de aquel sargento bienhechor del
4º de Ingenieros; con lágrimas de arrepentimiento le pide perdón in mente;
solo un soldado incomprensivo y malvado (como uno fue) pudo haber
pensado alguna vez que era un verdugo ese sargento maravilloso. Usted
comprenda, mi sargento: éramos jóvenes y no sabíamos. Vuelva, por piedad.
Éstas son la verdadera disciplina y enseñanza zen, y no las que están en
los libritos. No me es posible imaginar siquiera de dónde sacó (el primero que
escribió sobre ello) que un zen, cuando un discípulo da una mala respuesta, le
pega con una caja en la cabeza. ¿Cómo se les dio por inventar eso? Una mala
respuesta o una actitud poco conveniente, puede ser el inicio de un corto y
terrible camino que lleva a perder un dedo o la vida. Muchos discípulos
mueren. Pero lo más imposible de creer es que algunos no sólo no mueren
sino que, además, aprenden.
Isidoro fue uno de estos últimos. A los dos años de vivir con esos monjes
huyeron, él y su amigo. Éste murió en la selva e Isidoro, luego de correr
innúmeras aventuras, llegó a un poblado indígena. Posteriormente se integró a
la sociedad. Nadie vuelve a ser el mismo después de tal experiencia; no
costará entonces creerme cuando digo que Pantaleón Formosa es una persona

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increíble: como ser humano y como astrólogo. Salió de la selva transformado
en arma mágica, con la voluntad y la intuición agigantadas y siendo uno de
los pocos seres humanos del planeta que saben la auténtica astrología caldea.
Esa que todos quieren aprender. Sí. Todos los astrólogos chasco quieren
aprenderla, pero sólo uno en un millón estaría dispuesto a pagar el precio. Se
dirá: qué Maestros tan canallas que obligan a tanto sufrimiento. Pero es que la
técnica no basta. Es preciso convertirse en arma mágica (y sólo esa disciplina
terrible lo consigue) para no hacer daño con los conocimientos, pues éstos
solos no son suficientes; resulta preciso la intuición mágica también, el tercer
y cuarto ojos, porque —irremediablemente— en el horóscopo se encuentran
puntos oscuros que debe llenar el operador con su intuición. Esta intuición no
viene de nacimiento sino con disciplina. La astrología no es una ciencia
amable, que se pueda aprender en las facultades, aunque la mayoría de los que
hacen cartas (o cartitas) esté recibida en éstas. Porque sepan todos que, por
ejemplo, ese ejercicio absurdo que describí: no chocar objetos estando con la
espalda doblada, en una habitación imposible y atestada de objetos, tiene
como consecuencia que los que sobreviven terminan por no chocar objetos.
Ven las cosas un segundo antes de rozarlas. Y sepan, además que es más fácil
abrir el cuarto ojo que el tercero.
—¿Cómo van tus cosas, Isidoro? —pregunté después del mate número
cinco.
—Digamos que bien, a pesar de todo. Te diré que don Gaspar volvió a las
andadas.
—¿Tu viejo enemigo, che?
—Ahá. Parece que no está conforme con la paliza que se llevó hace
tiempo. Quiere más. Yo sé que lo voy a volver a derrotar, pero igual todo esto
me fastidia. Alguna vez me gustaría poder quedarme tranquilo en mi casa,
con mi negra, y no tener que dedicarme a magias y guerras estúpidas.
—¿Y en qué anda don Gaspar?
—Está manijeando para que me quiten la jubilación. Puso a funcionar una
máquina grandísima, del tipo usina, parecida a la que tenés vos, pero más
chica. Ya van tres veces que le meto un catalizador se la hago volar a la
mierda. Pero él igual la arregla y vuelve a joder. Es hasta admirable. Trabaja
infinitamente y con paciencia de chino. Si a toda esa energía la pusiera al
servicio de algo útil sería un súper; más conocido que Pasteur. Qué estúpido.
Viejo imbécil que podría vivir en paz sus últimos años; perdiendo el tiempo
en luchas.
—Y bueno, qué querés; así son ellos.

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—Sí.
—Si Gaspar te molesta mucho le digo a mi nueva máquina que…
—No. Por ahora no. Si la cosa se pone pesada te aviso.
Ahí nomás le hice un chiste:
—Agradecé que sea sólo don Gaspar. Mirá si además vienen don Melchor
y don Baltasar.
Isidoro no pudo menos que reírse, pero igual me dijo:
—Sí, vos hacete nomás el gracioso. Cómo se ve que estás lleno de
protecciones. Ahora te volviste picarón. No hacías estos «chistesiyos» hace
algunos años. Qué bien te vino la herencia que te dejó tu viejo. ¿O te olvidaste
de las antiguas y doradas épocas que tenías una «hache» en la casa, o un
«flamenko» y no te los podías sacar de encima? Aún me acuerdo de tus gritos
de auxilio pidiéndome que te hiciese un horóscopo para averiguar la manera
de desmontar a los chichis. ¿Pero cómo? ¿Es que tus astrales no bastaban?
No hay en el mundo cosa más fácil que lograr encolerizar a Isidoro.
Largué la carcajada:
—Bueno, está bien. No te enojes.
—No, si yo no me enojo; me limito a recordarte que…
En ese momento llamaron al portón:
«Alaralena… abrí…»

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CINCO

CASI LO COMEN LOS PERROS

Era la voz de otro del grupo: Federico De Quevedo, descendiente de


Gustavo De Quevedo, virrey de Guatimotzín. Y lo aclaro porque a veces, para
burlarnos, le decimos «Señor Virrey»; título que no le disgusta demasiado,
según he advertido.
De Quevedo no vino solo. Esperaba en compañía del gordo Corvina Fina.
En realidad se llamaba —y se llama, pues no ha muerto— Anastasio Corvina
Sotelo, pero todos le decían en esa forma para vejarlo, porque era gordo y
antiestético. Una chica que conocí en aquella época le decía «Moby Dick, la
Ballena Blanca». Las mujeres son terribles. Tienen tan poca piedad como las
fuerzas de la naturaleza. Ella, sin embargo —se llamaba Cecilia Kovalenko
—, no fue capaz de ver el futuro, pues de tener la capacidad se habría
quedado con la boca abierta de la admiración. Todas estas burlas y agresiones
al gordo lo enojaban mucho, pero como además su cobardía legendaria sólo
podía compararse a la de Calígula, lo disimulaba. Cierta vez, en un remate,
compró un uniforme de SS: completo y auténtico. Hasta cartuchera y Luger.
Iba a las exposiciones o a las presentaciones de libros con él puesto. Al llegar
se sacaba el sobretodo que lo disimulaba. Algunos se reían, pero era los
menos. Le metían los dedos en los ojos, lo empujaban, le tiraban arena, pasto.
No ya diré un hombre grande y entero: lo habría ahuyentado un simple enano
que enarbolase una raqueta de tenis. No le faltaba coraje, en cambio, para ir y
hacerse reventar. Esquizofrénico en todo, también en eso, permitió en algún
momento de su remoto pasado que la debilidad bajase hasta la cuenca
oceánica de su ser para compartir ilegítimamente el sitio con lo viril.
El gordo era escritor. Pero no uno más o menos, sino un genio. Pocos se
daban cuenta a causa del enmascaramiento que ofrecía su personalidad
grotesca. De Quevedo fue, quizás, el único en comprenderlo desde un

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principio. Captó su potencia aún antes de leer sus escritos. A propósito: el
gordo iba a todos lados con ellos, envueltos en papel de diarios. Al cabo de
pocas horas de trajín —se presentaba en los bares e insistía en leerle a todo el
mundo— el diario, que oficiaba de carpeta, parecía un objeto arqueológico de
la biblioteca de Assurbanipal. Una manija asquerosa. A veces, desde una
mesa llena de intelectuales aburridos, lo llamaban: «Vení gordo, leé». Lo
invitaban llevados por el mismo tedio y a fin de reírse un poco. Corvina Fina,
lleno de consuelo y agradecimiento, descendía sobre el grupo con la misma
elegancia que un avión con las alas rotas. Luego de chocar varias sillas,
ángulos de mesa y respaldos —la excitación lo volvía más torpe— empezaba.
Aquellas obras traslucían su soledad inaguantable, su aproximación al
suicidio, la brutal incomunicación del gordo con las mujeres, pero, también y
más allá de esto (simplemente humano), el increíble talento del cual estaba
dotado. En él se aplicaba la frase de Lao Tsé: «Tensa un arco hasta su límite y
lamentarás no haber parado a tiempo». La locura del gordo, enorme,
amenazaba quebrarlo para siempre. Su literatura era como un caos. Rara vez
escribía cuentos y, por supuesto, le resultaba imposible arribar a la novela. En
general movíase con epigramas; a veces escribía los intermedios de obras que
jamás tuvo la intención de empezar (vale decir como quien copia cierto pasaje
de uno de sus libros terminados y completos); en otras ocasiones aquello nada
tenía que ver con el arte —al menos el convencional—: «Calle Motecuzoma
al 1500; aquí venden facturas riquísimas. También tortitas negras
sensacionales y pan con grasa. Todo barato», luego de poner esto continuaba
escribiendo como si tal cosa y quedaba para siempre como parte de la obra.
Lo más probable es que tales interpolaciones tuviesen como origen el hecho
de que el gordo caminaba mucho y anotando todo lo que se le ocurría, sobre
la marcha. Cuando un suceso de la vida (negocio con «facturas riquísimas»,
por ejemplo) le llamaba la atención, lo escribía para no olvidarlo.
Posteriormente, por razones existenciales, incorporábalo a sus textos. Éstos,
pues, repito, estaban llenos de infantilismos e ingenuidades, pero también de
poesía, verdaderas iluminaciones, dolor mayúsculo, errores filosóficos y
expresiones ganadas gracias al buceo en sus cuencas psicóticas. Despertaba
risa, admiración, miedo. Todo en partes iguales.
Un día, en La termitera (bar de poetas y artistas plásticos), leyó lo
siguiente:
«Es como una resaca. Cada tanto me ocurre que a ciertos hombres o
mujeres, que significaron para mí pero ya no son algo positivo ni podrían
serlo, el azar me los trae de nuevo y por algún motivo me veo forzado a

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convivir o a tenerlos en mis proximidades. Es como si una resaca trajese
cadáveres de lo profundo del mar; los empujo otra vez aguas adentro, pero
vuelven, y vuelven, implacables; cada vez más podridos, con peor olor. Y
continuarán así hasta que no queden más que huesos y se hundan
definitivamente en el fondo. Pero ya vendrán otros».

El asco también cumple una función social.

Veo a un genial hombre común parado frente a un escaparate. Por el toldo


se filtra un rayo de luz, que traza sobre la pared un barrote luminoso. Desde
donde estoy la marca espectral, en monocorde refracción, parece salir del
hombre, como un bastón de ciego. De las prostituciones de la luz.

El Desierto Pintado. Las mujeres. Estados Unidos, ciertamente, no es el


único en contar con dicho accidente geográfico.

Cada vez empiezo a pensar con mayor fuerza que una persona, por el solo
hecho de cumplir treinta o treinta y tres años, ya es un malvado. De manera
automática. Aunque no haga otra cosa. Tengo veintiséis. Faltan cuatro
minutos. Pero qué: si ya ahora no me siento con derecho a nada. Cada vez soy
más culpable de no vivir. «¡Es que no sé cómo!» Justamente.

Parque. Piscina circular seca. Me tiro al fondo y comienzo a recorrer el


contorno de ella. Hago de cuenta que cada trozo de circunferencia es un año.
Llegará el momento en que daré la vuelta completa (la de lujo) y me
encontraré a mi anti-mismo. En ese instante desapareceremos yo y la piscina
del universo, quedando como único vestigio una radicación y un poco de anti-
calor. Hasta aquí vine en subte. En él observaba a una mujer (multicolor a
causa de un tratamiento de belleza) con las obras completas de Ayn Rand,
Nietzsche o quién fuera en las manos. ¿Para qué? Sigo en el parque. La
paloma me mira llena de sospechas. Me ve con hambre, no es obligación suya

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comprender la naturaleza de éste. Dentro de la cisterna reseca hay una especie
de isla, también circular, llena de árboles. La palomita vuela hasta posarse en
la foresta. Un reino al pedo para ella sola.
Imagino infinitas órbitas concéntricas cuya suma total nos exprese todos
los movimientos pasados, presentes y futuros: toda la materia y energía y sus
interrelaciones: purificación, acciones humanas, etcétera. Cada cosa traza una
órbita circular, monótona, y por lo tanto desaparece. Paralelamente hay que
reparar en el hecho de que cada órbita es un acontecimiento único, irrepetible.
Doy un paso y el mencionado es en sí mismo un círculo, una órbita viciosa y,
por ende, se esfuma el zapato, el pie, la elipse de Kepler y el trozo de suelo.

La gente no se divide en «buena o mala»; se divide en comestible y no


comestible. Yo soy no comestible y, reparen en ello, ninguna tragedia puede
compararse a ésta. Es decir: soy comestible de adentro para afuera,
deteniéndome justo un minuto antes de llegar al borde.
Cierta teoría sostiene la posibilidad de que en el límite del cosmos existan
sistemas con campos gravitatorios tan poderosos que resulten invisibles. La
luz, que pugna por salir, fracasa y cae sobre los mismos astros que intentan
emitirla. Precisamente su grandeza es la que conspira contra ellos y los lleva a
la esterilidad.
Caída libre de la luz hacia cero.

Mate en tres jugadas. Infancia, adolescencia y juventud. 1) Uno realiza,


desde luego, una apertura con dama y torre (o por lo menos trata, si no le
faltan piezas o alguna de ellas no es imaginaria). 2) Derrota de los trebejos
pesados o grandes unidades de combate. 3) Mate.
Notita: el ahogo o encierro, en mi juego, nunca es tablas.

¡Ser feliz debe ser algo increíble! Como un objeto autónomo, con motor
propio, que no depende de las fuerzas inerciales.

Los procesos humanos se pueden resumir en una frase reversible:


unificación de la soledad, viceversa, soledad unificada. Este verdadero

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compuesto químico (la doble flecha representada por la palabra «viceversa»
nos indica que ambos estados son intercambiables) nos proporciona, con el
tiempo, una proteína monstruosa.

Fui amigo de Fulano (no interesa su nombre y es mejor que no lo


recuerde) durante cinco años. Hace algunos días, por fin me traicionó.
Tampoco hace falta rebatir su deslealtad para conmigo sobre los tres planos
de Monge a fin de mostrarla con lujo de detalles. Me traicionó y listo. Si lo
menciono es por la curiosidad que me despiertan sus proyectos vitales. Los
tiene, no se crea, e incontables. Éstos son cada vez más atrevidos audaces.
Nada realiza, claro está; jamás. Sin embargo sus planes resultan, cada jornada
que pasa, más purificados, riesgosos, nítidos. Realmente a veces da miedo; no
se sabe adónde, a qué excesos puede llegar. Incluso hasta es posible que en
alguna ocasión haga algo después de todo. Alguna mañana, tarde o noche
arruinará la vida de alguien: una mujer o un amigo; en el fondo es lo que
desea y lo único para lo cual está preparado. Sabe que es tan incapaz de vivir
como de matarse; entonces trata de perdurar a través de los otros,
pulverizándolos, si puede y lo dejan. Es más probable que algún día destruya
a una mujer, y no a uno de su mismo sexo; porque sólo a una mujer se la
puede tocar íntima e irreversiblemente. A un hombre, por extremos de
amistad que haya en juego, es más difícil. Cierto que las mujeres no tienen
memoria, pero a eso ellas lo logran produciendo en sus almas cambios
químicos y transformaciones eternas.

La tortura del cuarto de las mil paredes menos una (Fragmento del diario
de guerra del general Cor Vi Nah). Es como estar en un cuarto de mil paredes.
Una de ellas no tiene consistencia; es una pared ilusoria y, detrás de ella,
naturalmente, hay una osita. La víctima enloquece buscándola. En apariencia
el problema no ofrece mayores dificultades. Basta tocar con sistema todos los
muros. Sin embargo no es tan sencillo. No hay referencias de espacio y
tiempo, de modo que uno toca cualquier biombo pétreo y nada garantiza que
el próximo no sea el mismo. Y hay más. Las medianeras se desplazan
formando ordenamientos caprichosos, incomprensibles. Se trata de un
laberinto articulado. De modo que las probabilidades no son mil contra una a
favor sino muchísimo menos. La asíntota tiende a cero. Uno envejece
buscando. En tanto que las probabilidades de joderse tienden a infinito, las

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suertes favorables y osíticas, a infitesimal. Este brazo de la gráfica persiste en
señalar el cero. Osita niet. La mujer «que a uno le estaba teológicamente
destinada»; no recuerdo dónde leí esta expresión[1].

Dijo el general chino Cor Vi Nah, en uno de sus momentos crepusculares,


eléctricamente: «Para un tecnócrata, como yo, no puede haber otro objetivo
que la conquista militar de Protonia». Luego agregó perdiendo voltaje de
golpe: «¡Ahhh!». Y quedó transformado en una piltrafa pateable.

Cuando Wagner murió sin duda hubo muchos que lo lamentamos (su
mujer, antes que nadie). Pero el anti-Wagner (o, si preferimos, el anti-Mozart)
lanzó verdaderos berridos de dolor. Nadie, jamás, puedo sentirlo tan
sinceramente. Chillidos de miedo: había desaparecido Dios.
Un verdadero artista, digamos un gran poeta o escritor (músico, plástico o,
por qué no, ingeniero), puede llegar a ser considerado —sentido— como un
individuo, un genio, un minuto luz cúbico de semen. Pero sólo el anti-Mozart
lo ve como a un Dios, porque lo traiciona.

Mi cabeza está cerca de la masa crítica. Cuarenta megatones. Es un


peligro. Alguien debería desmontarla. O quizá peor. Tal vez no sea un peligro
para nadie y reviente para adentro haciendo polvo el instrumental.

Las mujeres sólo pueden darte lo que ya tenés. Es justamente por eso que
no se puede prescindir de ellas, que son superiores a uno, y que sin ellas nada
se renueva y todo se destruye.

Malo es, sin duda, ser comestible de adentro para afuera deteniéndose un
minuto exacto justo antes de llegar al borde. Pero peor es ser comestible de
afuera para adentro, deteniéndonos un minuto justo antes de llegar al centro
del subconsciente. En realidad habríamos podido decir lo contrario. De todas
formas el resultado es idéntico.

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Variaciones sobre una misma incomestibilidad. Si tengo la poca hombría
de seguir en este cuarto chacotón (a menos que haya vivido como quiero); si
no he purificado dentro mío, cuando fue su tiempo, los sindicalismos
parciales que me motorizan a la manera de impulsos de muerte —antes de
llegar al viejo (digamos, antes de los 30 años)—, no me sentiré con derecho a
mirar a la cara a un joven que recién comience a luchar, o a asombrar con mi
madurez infecta «la vida comienza a» a una piba. La madurez (y, por cierto
que no pienso discutirlo con un imbécil aún joven) es, simplemente, el robo a
la juventud. Todo lo que el tipo tiene lo tenía ya de antes. Lo conserva por
arrastre. Es a sí mismo joven a quien está robando. Es la herencia con signo
contrario: se mueren los jóvenes y heredan los viejos. Es por eso que a los
viejos yo soy partidario de matarlos a todos. A menos que hayan vivido. Pero
que conste que aún a éstos… Han reemplazado la intensidad vital (la
testiculatura) por su esqueleto, que es el desgaste del sobrevivir. Como si un
tipo en vez de andar en bolas anduviese en huesos.
«… o si no, que produzcan para nosotros. En mi dictadura tecnócrata los
viejos deberán hacer jornadas de 18 horas. Hasta que revienten. Luego, todo
lo que ganen, lo repartiremos entre los jóvenes. Mi tecnocracia será de neto
corte racista. De los 40 para adelante ya se pertenece a otra raza. Las mujeres,
en cambio, de los 35 para abajo. Por Orden del Monitor, Vuestro Señor,
Tecnocracia, Monitor, Triunfo. Imprenta del Estado Tecnócrata. T. M. T.»
Sellos Oficiales, etcétera.

Del último trabajo del cual tuve que rajar guardo el recuerdo de mi
patroncito: un tipo comestible de afuera para adentro, deteniéndose un año luz
antes de llegar al centro de su subconsciente.

«¿Qué edad tenés?» «Veintiséis». Lo veo en sus caras: «Qué viejo es este
muchacho». Pero yo era exactamente así a los veintitrés, y aún a fin de los
veintidós. Es que ellos saben, saben de manera terrible, como lo sé yo, que lo
único que cuenta es la edad cronológica y que «el alma y el cuerpo joven» no
son más que estupideces.
Un muchacho me contó los otros días que él acaba de cumplir veinte años.
«¿Ah? ¿De modo que tenés seis años más que yo?», le comenté. El otro se

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sonrió y no dijo nada.

Oscar Wilde elegía a sus enemigos por su inteligencia (Dorian Gray). Yo


los selecciono por su estupidez. Y estimo que he optado por la posición más
difícil.

A las diversas edades de un hombre yo las denominaría: campo de


concentración. Cada año, una alambrada electrizada más. Treinta, ya es
Auschwitz.

Estela F. era una de esas tipas que esperan a que uno se muera para leerlo.
Lo he dicho siempre: el sexo de esa piba era fascista. ¡Y no se pintaba! Ella
habrá sido todo lo sindicalista sexual que yo quiera, pero tengo que reconocer
que no era un desierto. Había agua allí.

Tengo que pensar muy seriamente si no me convendría largarme desde


una cornisa situada a cinco metros de altura. No para matarme sino para
efectuar una purificación recta. Vencer la barrera.
De cualquier forma todos caemos. En público y en privado. «Estamos
para eso», como dicen los policías (y los soldados). Estamos para gastar los
restos de nuestra juventud con las mujeres que menos nos convienen.

Póliza reloj: 24.275. (Por si la pierdo.) Rescatar cuando cobre.

Lo siento, pero no tengo ninguna simpatía por las mujeres que son
católicas, se pintan, o estudian medicina. Pero las católicas todavía pueden
salvarse.

Toda la vida he buscado una mujer nazi pero sin nazismo.

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La dureza sólo existe para tener como cúspide inviolable a la dulzura y
extasiarse ente la contemplación del objeto amado.

El problema de tener o hallar enemigos es un problema crónico o bien no


existe en absoluto.

El hombre, al Este del Paraíso: a la frontera entre el sexo y la nada. La


cucaracha, al trono. El anti-Mozart sonrió sin sentir, como sólo él sabe
hacerlo. Por qué vamos a matar a las cucarachas. Ellas también tienen que
vivir, pobrecillas. Además estuvieron en la Tierra antes que nosotros (¿o
habrá sido un minuto después, exactamente?). «Se han encontrado restos del
anti-Mozart fósil atrapados en trozos de ámbar» (de un diario). La cucaracha
—verdadero anti-Mozart de los insectos— quema el piano del grillo. El antes
mencionado insecto ortóptero, corredor, que gusta de los rincones húmedos y
oscuros, ama al grillo (lo digo sin ironía) en tanto que éste siente asco por
aquél. La cucaracha toma la quema del piano como un intento de
acercamiento. El grillo tiene los testículos en su canto (y en otros sitios), la
cucarachas en sus antialas, en su bajeza y en su roña. Es por todo ello que la
cucaracha no será castrada jamás.

Frases del general Cor Vi Nah pronunciadas antes de gloriosas derrotas:


1) La ausencia de vida reseca los materiales. 2) Las seis atmósferas de adentro
no son como la una de afuera. 3) Viceversa. 4) Una playa llena de latas vacías
y turistas. Vasos comunicantes. A esto también podría llamárselo: «la
paradoja hidrostática».

El gordo leía siempre en forma indefinida, sin límite alguno ni prudencia,


hasta que lo echaban a patadas. Al principio, en La termitera, alguno —un
poco más humano y alerta— le hacía repetir un párrafo: «¿Cómo dijiste? ¿Me
podés leer eso de nuevo…? Ah: eso es muy profundo, ¿sabés? Me gusta
mucho». Pero, al fin y también en esta ocasión, lo expulsaron. Siempre lo

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hacían. Sin embargo aquella tarde hubo un pequeño cambio. Corvina Sotelo
ya había sido arrojado con cajas destempladas. Quedó una gran risa flotando.
«Éste nos gana a todos en delirio» (dijo uno). Otro: «Me daba una especie de
vergüenza por él. ¿Cómo se atreve a leer esas cosas? Además, ¿qué le pasa a
ese tipo?, ¿es puto o qué?». Tercero: «¿Por?». «Y ¿no ves cómo les dice a las
minas?: “ositas”. Sólo un homo puede hablar así. Un gay. Porque…». «No, yo
no creo que sea un gay —interviene el cuarto—. ¡Creo, sí, que este tipo no
cogió en su vida! Además está re-loco. Pero igual es genial.» Segundo: «Y
bueno, che… No lo castiguen que es nuestro Artaud. Sin él La termitera no
sería la misma». Primero: «Cierto: es nuestro Artaud».
Segundo: «Es verdad. Su locura es lo mejor que tenemos». Grandes risas
y festejos en la sala. Como si dijésemos: un intermedio exacto entre el
desprecio perdonavidas y proteccionista de quienes se saben superiores y
aptos y el auténtico respeto; sólo que este último no por lo mejor sino por lo
peor del otro: un respeto chasco y con fallas ontológicas. También le tenían
bastante miedo. No únicamente porque un loco siempre inspira temor, sino
también porque en esa clase de gente, los orates, de alguna manera
distorsionada, fantástica y «loca», se constituyen en espejo y conciencia. Pero
en esa mesa, la tarde que mencionamos, había alguien más. Antonio Tuñón
Serrano. Un tipo malísimo, que había estado en las dos guerras del Quétzal y
que hasta ese momento se mantuvo en silencio, oyéndolos hablar. Se dijo —y
nada costaba creerlo si uno le echaba un vistazo— que eran treinta sus
muertos en combate. Serrano, sin moverse mucho ni levantar la voz, desde
allí donde estaba, preguntó: «¿Quién mierda se creen que son ustedes para
hablar de la locura de él? ¿O acaso se creen más cuerdos y sanos? Él, por lo
menos, vive en un límite continuo. Nosotros estamos en el café. Él ni siquiera
tiene una mesa porque lo echaron. Hay que tener un poco más de respeto por
los hombres. Sobre todo por los hombres que uno no comprende del todo.
¿Qué obra hicieron ustedes para sentirse superiores? Yo soy un tipo bruto. De
todo lo que él leyó no entendí un carajo; pero al primero que vuelva a
molestarlo le voy a partir la cabeza de un castañazo». Silencio en la noche (o
en la tarde). Se quedaron helados. La diplomacia dura de Serrano equivalía la
del indulgente Cambises, rey de Persia, cuando «aconsejó» paternalmente a
los egipcios. A partir de ese día el gordo Corvina notó, lleno de sorpresa, que
en La termitera todo el mundo lo trataba con una deferencia tan abrupta como
inesperada. De la mañana a la noche. Nunca se enteró de la causa,
naturalmente. Creyó que la gente por fin comenzaba a valorar su talento y
valores humanos. En algún sentido así fue, pues los hombres son tan malditos

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que sólo empiezan a mirar a partir del rigor y cuando los fuerzan a ello. Más
de uno comenzó a respetarlo —y a desear su amistad de manera sincera—
porque tenía la trompada de Damocles sobre la cabeza.
—Bienvenido, Señor Virrey —dije con una sonrisa y abriendo el portón,
al tiempo que echaba un disimulado vistazo al gordo, a quien por ese entonces
sólo conocía de vista. Éste, de entrada, me pareció un tipo muy cargado. Ahí
y en el rato que estuvo con nosotros no tuve tiempo de observarle
detenidamente el astral, pero me pareció advertir… Terminé por atribuirlo a
mi paranoia eterna.
De Quevedo entró sin problemas, porque Igua y Tirán lo aman. El gordo
en cambio, torpe y sin prudencia, se zambulló sin pensarlo dos veces. Los
animales se le abalanzaron con una furia tan espumosa y rugiente que me
sorprendió. Ni que Corvina hubiese sido el Gran Maestro Súper de todos los
chichis. A patadas y golpes de karate tuve que sacárselos de encima. Menos
mal que De Quevedo me daba una mano. Que me desobedecieran, y en esa
forma, era algo nuevo por completo. Al fin logré imponer orden y mandarlos
a la cucha castigadísimos. El gordo estaba horrorizado: pálido, tembloroso y
con la boca abierta. Su espanto era tan cómico que la furia se me pasó en un
segundo y tuve que contenerme para no reír.
—Disculpá. No sé qué les pasó a esos bichos de mierda. De acuerdo, no te
conocen, pero ésa no es razón para… —dije a manera de excusa. Eso o
cualquier otra incoherencia; ya no recuerdo. En realidad estaba histérico de
risa y disimular me costaba mucho.
—Aaahh… —graznó Corvina Fina.
De Quevedo optó por presentarnos:
—Hemos tenido un comienzo algo chocante. Y tuviste suerte, dentro de
todo. A veces suelta a su dinosaurio amaestrado. En el fondo tiene un palomar
pero sin palomas, lleno de pterodáctilos. Es tan colombófilo como Drácula.
No, si es una cosa… Che, no sé si se conocen: Corvina Sotelo… Alaralena.
—Sí, sí, lo vi muchas veces en La termitera —comenté.
Corvina Fina parpó:
—Ah…
Pero se había calmado bastante. Pasamos adentro. Ahorraré el resto de las
presentaciones. El gordo también a mi casa vino con parte de su obra envuelta
en papel de diario.
—¿Ustedes se interesan por el arte? —preguntó aquel insensato, antes de
que nos hubiésemos terminado de sentar, abruptamente. Por lo visto los sustos
le duraban poco. Con seguridad su mente robótica estaba chasqueando la

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siguiente información: reunión, dos puntos, lectura. Nos miramos entre
nosotros. De Quevedo se sonrió. Yo me puse incómodo porque Isidoro odia a
los intelectuales y comprendí que el gordo no le había caído en gracia.
—¿Qué opinan de los sindicalismos internos? —cuestionó acto seguido
ese rígido, más duro que una de mis máquinas. La pregunta N° 2 sobrevino
sin dar tiempo para responder a la primera. Con razón mis perros lo quisieron
devorar. Isidoro optó por cerrarse en un silencio furioso.
La locura del gordo me preocupaba cada vez más. No sólo porque no
sabía cómo reaccionaría Isidoro, que puede llegar a ser un tipo muy agresivo
y muy terrible, sino por las instalaciones esotéricas de mi casa. Los robots
mágicos son muy fuertes antes cualquier ataque frontal, pero se debilitan
hasta un punto increíble si su dueño realiza cualquier acción que los
desconcierte. Yo sabía que todas mis máquinas, en ese momento, estaban
pensando desesperadas: «¿Por qué el amo dejó entrar a este manijeado?». El
gordo era una peligrosísima fuente de perturbación. Si a los chichis se les
ocurriese atacar justo en ese momento, la momentánea discordancia haría que
cagase fuego una o dos de mis instalaciones. Y no tengo plata para el…
service, digamos. De modo que decidí asumir el problema. Si conversaba con
Corvina Sotelo y lograba producir un intercambio de parlamentos más o
menos normal, las máquinas se adaptarían poco a poco a la nueva situación
alcanzando el equilibrio. De modo que miré los ojos del gordo y pregunté:
—¿Sindicalismos internos? No sé qué son.
—Son los sindicalismos del alma. Las partes avitales que llevamos
adentro —respondió Moby Dick, como le decía Cecilia.
De Quevedo me sonrió sacudiendo la cabeza como significando: «No te
preocupes que yo me hago cargo». «Me preocupo por mis máquinas», le dije
telepáticamente. Y él me contestó en la misma forma: «No. Tus chichis son
más fuertes de lo que suponés. Además, si los otros atacan, Isidoro y yo te
damos una mano. Al gordo dejalo por mi cuenta. Quiero ayudarlo a este
pelotudo». Esto me tranquilizó muchísimo, máxime al ver que Isidoro,
echándome una mirada, asentía (escuchó todo el diálogo, obviamente). Lo
que yo ignoraba era que quiso decirme: «Si te atacan te ayudo», y no: «Voy a
estarme quieto sin agredirlo».
De Quevedo se volvió al gordo:
—¿Sabés qué pasa, Sotelo?: ellos no conocen tu cosmovisión sobre los
sindicatos. Tenés que explicarles primero, si querés que comprendan; si no
todo es muy descolgado. —Y luego, dirigiéndose a nosotros—: El estima que

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los sindicatos son una de las formas de presión más importantes que ejerce la
sociedad sobre el individuo…
—No una de las formas: es la forma —interrumpió Corvina—. La más
abominable, de lejos.
—Bueno, de acuerdo —dijo De Quevedo, con santa paciencia—: la peor
forma de presión, según él estima.
—No lo que yo estime. Es así porque es.
—Bueno, aceptémoslo por un momento. Pero no me interrumpas y
dejame explicarles, porque si no ellos van a seguir en bolas. La tesis de Sotelo
es que los sindicalistas, con la excusa de que son necesarios para la defensa
del obrero, han terminado por convertirse en una nueva clase de
características propias.
—Bueno, ya Milovan Djilas habló de una nueva clase que se estaba
formando en el socialismo —bufó Isidoro, más que nada para provocar al
gordo. Éste pegó un salto, todo conmovido y listo para la réplica; pero
De Quevedo, que ya lo veía venir y sabía que Isidoro sólo esperaba una
excusa para agarrarlo a trompadas, le salió al cruce:
—No exactamente; Djilas habla de una nueva clase de burócratas
sindicales entre muchos otros que la nuclean. Pero aquí se trata de algo
distinto. Sotelo sostiene que los sindicalistas, con su accionar (lo sepan o no),
están logrando el paulatino control de todos los resortes de la infraestructura
social. En muchas regiones del mundo mutilan la libertad del obrero
obligándolo a la afiliación, en caso contrario éste no consigue trabajo.
Desvían los fondos de los socios, operando con ellos hasta transformar a los
sindicatos en florecientes empresas, con lo cual, a su vez, consiguen más
poder. El ejemplo más claro, siempre según la tesis de Sotelo, lo tenemos en
el socialismo, que él llama capitalismo avanzado; allí los sindicalistas
comparten el poder mano a mano con los miembros del Partido. Son ellos los
encargados de vigilar la ortodoxia marxista y no los afiliados al PC. Así, en
Rusia, los sindicalistas vigilan cómo trabaja el ciudadano, cómo se divierte,
digitan sus vacaciones, y legislan e interrogan sobre su vida privada. Las
funciones tan especiales, de base, que tienen los sindicatos, han hecho que se
lancen a la conquista fragmentaria y subyacente del mundo. O sea: no tienen
intenciones de convertirse en partido político en el capitalismo, ni reemplazar
al PC en el socialismo (capitalismo avanzado) sino digitar las bases del
hombre base. Les basta con eso y con eso se conforman. No necesitan ni
quieren más: aceptan que al mando supremo lo tengan otros, pero están
empeñados en que nadie les dispute el control de la vida diaria del ser

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humano. Por esto, por razones de inmediato contacto, es que Sotelo afirma
que le preocupan más los sindicatos que otras formas de coerción.
Yo intenté contemporizar (mejor me hubiese callado la boca):
—Es bastante razonable. Claro que poner todo el énfasis en los sindicatos,
como si ellos fueran el Mal, me parece un poco exagerado.
Corvina procedió a mirarme con la misma desesperación y el conmovido
asco de un miembro del Santo Oficio que deplorase la persistencia en el error
de un relapso.
—Ustedes no entienden —me dijo moviendo la cabeza—: es inútil
hacerles… intentar hacerles comprender. Exagerado. El sindicalismo es el
verdadero poder y el auténtico mando. Es tan imposible hacerle comprender a
la gente lo obvio. Como dicen los mapuches: «El mundo está ciego para la
verdad sencilla». Capitalismo, Fascismo, Comunismo, todo el espectro
político, en suma, no son más que apariencias, espejismos. La gente puede
comprender todo, por complicado que sea. La más difícil ecuación
matemática. Sólo no ven lo que tienen delante de las narices. En lo que a mí
respecta, y por eso, no me ha afiliado a un sindicato ni me afiliaré jamás.
Tampoco acepto trabajos donde me hagan descuentos para esas
organizaciones putas. Desobediencia civil.
Y militar: el ejército de un solo hombre. Yo único, el general y las
doscientas divisiones. Es la solitaria forma de protesta que tengo contra todo
este orden injusto de cosas. Tampoco voy a publicar mis obras donde los
sindicatos estén avanzados.
Esto era más de lo que yo podía aguantar:
—Pero decime, no entiendo ¿por qué no querés publicar? Si vos tenés
razón en lo que afirmás lo mejor es que des a conocer tus ideas. Si no publicás
nadie va a saber que…
—Ésa es la trampa —arguyó fanático (tan fanático como sus sindicalistas,
por otra parte, aunque menos vivo que ellos)—. Quieren que yo me sume al
sistema. No les importa que se los combata siempre y cuando uno esté
adentro. Hay que mantenerse afuera y propagar la idea hombre a hombre, sino
no hay otro remedio.
Isidoro sonrió peligrosamente y abrió su boca. Ya lo decía. Algo bien
agresivo e hiriente. Se acomodó en el asiento para que el misil partiera raudo
y desde segura base subterránea. Pero no contaba con De Quevedo, quien
estaba atentísimo y vigilándolo todo el tiempo. Le dijo nada más que una
palabra:

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—No. —Isidoro quedó cortado. El tonto de Corvina creyó que le hablaban
a él:
—¿No qué? ¿Pensás que no tengo razón?
De Quevedo, decidido a terminar, cambió en un segundo el vector eje del
sistema.
—No, no quiero decir eso. Yo me refería a que no hace falta… Che, ¿qué
trajiste ahí? —y señaló las envueltas obras del gordo. Éste se enganchó en el
acto.
—¡Mis obras! ¿Quieren que les lea? Es todo trascendente. Trascendencia
pura. No está terminado. Me propongo aquí lograr el grito final. La última
guerra. La destrucción definitiva del sincialismo interno que todos llevamos
adentro, por vaso comunicante. Hay una forma de hacerlo. Se trata de lograr
un punto de resistencia ultérrima que…
—No gordo. Ahora no. Pero por qué no nos dejás tus escritos. Los leemos
tranquilos cuando vos no estés, y después nos encontramos otro día y
charlamos, ¿eh? Además me dijiste que sólo te podías quedar un ratito en casa
de Alaralena, porque tenías que…
—¡Ah! Sí sí sí. Tengo que presentarme en una editorial donde me dijeron
que no hacen descuentos para ningún sindicato.
—Magnífico. Andá ahora. A ver si por llegar tarde perdés esa ganga. Pero
déjanos tus escritos.
—Bueno. Pero cuidado, que no tengo copia. Es Ser en estado puro. La
razón penúltima de todo lo que…
—Después hablamos, hermano. Chau.
—Chau… —vaciló como si aquello fuese demasiado abrupto. Luego con
un gesto zambullidor y torpe enfiló hacia la puerta.
Volvió aterrado. Nos habíamos olvidado de Igua y Tirán. Los esperaban
con toda paciencia, muy encariñados, con toda la santa intención de comerle
una pierna o dos. Debimos apartarlos a garrotazos para que pudiera irse. Lo
repito: jamás, hasta ese momento, mis perros se mostraron tan
insubordinados.
Luego que Corvina se fue, Isidoro pudo estallar a gusto:
—¿Pero quién mierda es ese manijeado? —se volvió furioso a
De Quevedo—: ¿Por qué no me dejaste que lo agarrara a trompadas?
—Vamos, Isidoro —prefirió tomarlo a broma De Quevedo—, ya estás
viejito. ¿Vos te diste cuenta de lo grandote y fuerte que es el gordo? ¿O te
creés que su gordura no contiene más que grasa?

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—¿Viejito? ¿Viejito yo? Mirá, vivo, para reventar a ese inútil puedo dejar
que me aten una mano a la espalda y me echen encima diez años más de los
que tengo. ¿Qué se cree ese infeliz? ¿Supone…?
De Quevedo largo la carcajada:
—Bueno, bueno. No te enojés. No es mal tipo. Claro que está manijeado.
Quizá más de lo que suponemos. Pero yo lo quiero ayudar. No leí sus cosas,
pero adivino que tiene talento, aunque está loco. A pesar de su locura.
—¿En qué trabaja, ese tarado? —preguntó Isidoro.
—Casi siempre hace tareas miserables, muy mal pagas, y se caga de
hambre. Como no quiere afiliarse a los sindicatos no consigue empleo en los
oficios con mejor remuneración. Además se da una paradoja: cuando va a
pedir empleo lo primero que le pregunta al patrón es si en ese lugar hacen
descuentos para el sindicato. Los tipos piensan que es un activista y lo echan a
la mierda.
—Bien hecho. Me alegro —refunfuñó Isidoro.
—Trabajó en diversas provincias —continuó De Quevedo—, en las
cosechas. Banano, coco, cafetales. Hay fazendas chicas, donde no hacen
descuentos. Pobre infeliz. Cada tanto vuelve a casa de su padre, que es un
hombre mucho más gordo que él y tiene bastante plata. Yo lo conozco al
viejo. Es un buen tipo. Una vez me dijo: «Yo, a mi hijo, no lo entiendo. Dice
que soy un canalla que transige con los sindicatos. ¿Qué sindicatos? Pero, ¿de
qué habla? En la asociación de tenderos uno se afilia si quiere y si no no. No
es obligatorio. Además, aunque lo fuera, ¿por qué jode tanto con eso? No
entiendo. A usted lo respeta. A lo mejor podría llevarlo por un mejor camino.
A mí me escupe. Está un año, más o menos, en casa, y después vuelve a
trabajar como peón de limpieza en las cosechas o en cualquier otra porquería.
No digo que no sean oficios honrados, pero él podría aspirar a mucho más. Es
un muchacho muy preparado. No sé por qué me odia ni de qué me acusa. A
veces me pide plata. Siempre le di sin condiciones. Eso creo, al menos. Pero
es todo muy contradictorio, porque en ocasiones le ofrezco por mi cuenta y
me mira como si lo ofendiera. ¿En qué quedamos? Estudió ingeniería hasta
que llegó a tercer año. De un minuto al otro decidió que ya no le gustaba más,
que quería ser escritor, largó los estudios y se fue a trabajar en el cacaco. A
una plantación. Bueno, muy bien. Pero a todo eso ya lo hizo. ¿Necesitaba un
sacudón? ¿Cambiar de vida? Creo que ya se sacudió bastante. Y eso no es lo
único que me preocupa. Ojalá se hubiera casado con una negra linda y culona,
de esas que a él le gustan. Estoy dispuesto a aceptarle todo, con tal de que no
siga con esta vida loquísima. ¿Por qué no se juntó con una de esas negras con

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las cuales trabajaba, eh? En esos años cambié bastante de forma de pensar. Ya
no imagino que las cosas que quería para él fueran buenas. De acuerdo, yo
estaba equivocado. ¿Pero qué a cambio? Le ofrecí cincuenta veces pasarle
una mensualidad para que viva escribiendo, pero tampoco acepta. Yo le digo:
no hace falta que te quedés en casa. Podés alquilar. Yo te pago todo. Pero me
gustaría que hicieras una vida más lógica. Para qué. La furia. Así que no sé
como encararlo ni qué decirle. Yo soy un tipo bruto. Entiendo de camisas, de
eso no me saquen. Pero a pesar de todo, no sé por qué —y no lo digo porque
sea mi hijo—, algo me dice que tiene talento. Con todos los sacrificios que
hace para encontrarse a sí mismo, no puede menos que tener algo grande
adentro. Pero él debe darse cuenta que esa vida, por fatalidad, lo va a llevar a
que el mundo lo haga mierda. Estoy muy preocupado. ¿Usted qué me
aconseja? ¿Va a hacer algo por él?». Pobre viejo. Lo tranquilicé como pude.
Fíjense que a todo esto me lo dijo el mismo día que lo conocí, así que es fácil
ver lo desesperado que está.
—¿Cómo lo conociste? —pregunté.
—¿A su viejo?
—No. A él.
—En La termitera. Yo estaba un día que el gordo leyó. En otra mesa,
porque a esos tipos no los trago. Son todos una mierda. Al único que respeto
es a Antonio Tuñón Serrano. Es un tipo bruto pero derecho. No sé qué hace
en medio de esos intelectuales pelotudos. El gordo cayó una tarde. Desde la
otra mesa yo escuchaba todo. Se puso a leer porque lo llamaron. Después
procedieron a sacarlo poco menos que a patadas. Lo curioso es que, no
obstante haberlo echado, de alguna manera lo elogiaban. Es decir:
básicamente se reían de él, pero también declaraban cosas como: «Es nuestro
Artaud», etcétera, y otras pelotudeces. Todo bien estilo intelectual. Pero
entonces —De Quevedo sonrió— Tuñón Serrano se puso furioso. Les dijo:
«¿Quiénes mierda se creen ustedes que son para reírse de la locura de él?
Como si fuesen más lúcidos. Él no tiene una mesa porque ustedes lo echaron;
nosotros estamos lo más cómodos en el café». No recuerdo exactamente sus
palabras, pero eran más o menos así. «Ustedes no hicieron obra, de modo que
no tienen razón para sentirse superiores. Yo soy un tipo bruto. De lo que él
leyó no entendí un carajo, pero si lo vuelven a joder les rompo la cabeza de un
castañazo». Ah, no se imaginan cómo gozaba escuchándolo. De lo que el
gordo leía esa tarde, en cambio, casi no pude pescar nada porque los tipos se
movían, hacían ruido; para colmo Sotelo tiene una forma bastante manijeada
de leer: no entendés a menos que estés a un metro.

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Me interesaba el viejo de este tipo:
—Y al padre, ¿cómo lo conociste?
—¿Al viejo del gordo? Pero esperate, si todavía no te conté cómo lo
conocí a él. Una semana después de la lectura, más o menos, yo estaba otra
vez en La termitera tomando un café. Sotelo entró al bar como un escobazo.
«Hola: yo soy Corvina Sotelo —como si alguien tuviera necesidad de que él
lo aclarase—. ¿Me puedo sentar?». «Sí, cómo no». «Me dijeron que vos sos
un tipo con mucho humor y que puede entender mi obra». «¿A vos quién te
dijo que tengo humor?». «Y también me dijeron que sos genial». «¿Quién te
dijo a vos que yo soy genial? A mí me conoce muy poca gente». Aquello no
me gustaba nada. Me puse en guardia. Toda la simpatía que le tenía al gordo
se me fue en el acto. Él vaciló confundido: «Me lo dijo Tuñón Serrano».
Podía ser verdad. Pero también entraba dentro de lo posible que éste fuese un
falso Sotelo: un chichi transformado, o que aun siendo el verdadero gordo lo
estuviesen manijeando para encajarme alguna cosa. De modo que largué una
energía a ese ser que estaba delante de mí para salir de dudas. El vector
penetró hasta el fondo del gordo y volvió limpio. Era él y venía por su cuenta;
ya no me cabían dudas. El pobre Sotelo, bien a la manera de los locos,
entendió y no entendió lo que le hice. Es algo difícil de explicar: él, por su
formación científica, no cree en el esoterismo. Pero al mismo tiempo, como
buen loco, no podía dejar de percibir la energía que le había entrado. Me miró
con la cara abierta, como diciéndome: «¿Viste que soy inocente?». En otras
palabras: por un momento supo, pero su mente científica tapó de inmediato.
Bueno, qué se yo… me habló de la importancia que le daba a su obra, me
expuso su cosmovisión antisindical, etcétera.
Otro día me invitó a su casa y allí conocí a su viejo. Ahora Sotelo se
volvió a pelear con él y vive en una pensión roñosa, compartiendo la pieza
con otros dos tipos. Para trabajar sobre él y desmanijearlo poco a poco trato
de apartarlo de La termitera; por lo menos cuando nos encontramos.
Aquí no pude dejar de interrumpir con respecto a un tema que me tenía
preocupado desde que el gordo se dispuso a pasar el portón de mi casa.
—De eso te quería hablar. No bien lo vi noté…
Pero De Quevedo estaba muy atento:
—¿Que tiene el astral contaminado? Sí, por supuesto. Hace años que lo
laburan. Menuda «tareíya» me espera.
Sólo el respeto impedía a Isidoro hacer un comentario sarcástico. No
obstante preguntó:
—¿Se puede saber por qué te tomás tanto trabajo con ese tipo?

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—Por dos razones. Una vez estaba yo en El Pino, con Teresa la Puta.
—¿Estás hablando de tu mujer? —preguntó Isidoro.
—La misma.
—La otra vez que te vi le decías La Hermética, o la Muda.
—Cosas del pasado —comentó De Quevedo con delicadeza—
arqueologías de la relación. Mediante el silencio descanso de los cuernos que
me pone. Y reposo de sus períodos silentes gracias a los cuernos. Pero, como
decía, estaba yo con Teresa discutiendo cómo haríamos para pagar el alquiler,
cuando apareció el gordo. Le contamos nuestro problema, o mejor dicho yo le
conté, porque Teresa al verlo cayó en uno de sus pozos antirruido. La Bell
Telephon no podría superarla. Ella puede estar en la cima con «ce» de la
euforia sexual, pero le basta verlo a Sotelo para que baje a la sima con «ese».
El gordo es la piedra filosofal para transformar a las putas en santas, y a la
santas en putas. Pero de esto hablaré otro día.
—No, a esto lo contás ahora —lo insté yo. No estaba dispuesto a
perdérmelo.
—Bueno, qué se yo. Parece que tiene un encanto irresistible con las
mujeres «decentes». Se pegan unas calenturas terribles con él y el muy boludo
ni cuenta se da. Lo quieren salvar o ignoro que historieta. En serio que atrae a
las santas. Pero tampoco le sirve de nada (ni a ellas). Además no es de eso
que les quería hablar. No bien el gordo se enteró de que no teníamos plata
para el alquiler me entregó la mitad de su sueldo de peón de limpieza (había
cobrado ese día); no le alcanzaba para llegar al día 20 y encima me quería dar
la mitad a mí: «No te preocupes, De Quevedo, después me lo devolvés
cuando vos tengás». No se lo acepté, por supuesto. De cualquier manera me
sirvió para saber qué clase de tipo es Sotelo. Además es genial.
—¿Vos leiste sus cosas? —preguntó Isidoro.
—No, pero…
—Todo el mundo dice que ese gordo es genial y nadie lo ha leído —
refunfuñó Isidoro.
—Hay otras maneras de saberlo.
—¿Hiciste un astral? —consultó irónico el astrólogo.
—No, no hice un astral —dijo De Quevedo, sabiendo la intención del otro
pero contestando normalmente, casi como si no se diera cuenta—: Pero…
—Ja, ja, ja… —carcajeó Isidoro.
—Pero no te preocupes, mi querido amigo —replicó al Virrey ahora él
con ironía—: que en un minuto vamos a leer sus cosas.
A Isidoro la risa se le murió pa' siempre:

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—Oh, no…
—Ja, ja, ja… —carcajeó De Quevedo, en su turno e imitando al otro
cuando fue el suyo—. Vamos: no pongas esa cara, Isidoro.
Éste se volvió a mí.
—Ahora por fin entiendo el horóscopo. —A De Quevedo—: Decía que
vos ibas a venir «Acompañado por alguien que es dos, pero acompañado por
dos que no es uno». A ese gordo la esquizofrenia lo transforma en dos, pero la
falta de integración de sus partes hace que no pueda ser uno. Clarísimo. Si
hubiera sabido ni venía.
—Vos siempre tan implacable —dijo De Quevedo—. ¿Leemos?
—Bueno —dije yo.
—No —interrumpió Isidoro firmemente—. ¿Vas a transformar esto en
una pelotuda sesión de lectura? Contá más de tus encuentros con este hijo de
puta…, tu protegido, que ya veo lo que nos va a costar.
De Quevedo y yo miramos a Isidoro con gran atención. Sabemos de sobra
los puntos que calza. Simula ser un ogro, pero nunca nos dejó solos en ningún
trabajo. Nada humano le es indiferente. Conoce su debilidad secreta y procura
por todos los medios que nadie se avive, pero es inútil porque con 4 minutos
de conversación ya no engaña a nadie. Estaba metido hasta el cuadril en la
historia del gordo. Lo supo, le dio bronca que lo hubiesen enganchado, pero
no pudo evitarlo. Los datos que pedía no los pedía al pedo. Eran para el
horóscopo. Cuantos más datos consiguiese, que sirvieran de infraestructura,
más preciso le saldría. Ahí mismo estaba poniéndose a trabajar el pobre
Isidoro. Con seguridad decía para sus adentros: «Estos dos putos, porque son
un matrimonio de putos, que me obligan a laburar con el Señor Gordo de
Ionesco (él también había leído algo, aunque odiara a los intelectuales); ahora
los tres putos se van a poner a gastar tiempo en un imbécil. Como si Tollan no
estuviera repleto de tipos que necesitan ayuda.
Y el más puto de los tres soy yo, por darles bola a los quijotes en vez de
quedarme con mi negra. No tengo derecho a quejarme de don Gaspar, porque
la verdad es que yo me las busco».
—Uno de los datos importantes del gordo es que no cree en el esoterismo
—dijo De Quevedo—: por su formación científica, universitaria, ya lo dije. Si
quiero defenderlo será preciso, indispensable, que crea, porque él debe seguir
mis consejos para su defensa. Le hablo, en El Pino, pero se me ríe en la cara.
Tiene una actitud tan sobradora conmigo que me dan ganas de mandarlo a la
mierda. Ahí debo, una vez y otra, recuperar mi vieja actitud de Maestro, y ni
permitirme influencias que cambien mi decisión. Pero a veces, se los aseguro,

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es terrible. Un día hablamos de los zombis. Sotelo me decía que leyó un libro
sobre zombis y que eso le interesaba desde el punto de vista poético. Que
quizá lo introdujera en alguna obra. Ahí fue donde yo cometí el error de decir:
«Sí ya sé, los zombis. Yo puedo hacerlos». Para qué se lo habré dicho. Por su
cara irónica me di cuenta de que había metido la pata hasta el cuadril. Tuve
ganas de pegarle una trompada y borrar su cara «enterada». Así que le dije,
para cambiar de tema y anular hasta un punto la desacralización que produjo
su sonrisa: «Bueno, pero no interesa. Eso es otro asunto». Tontito. Él es quien
más debería creer; como lo que están preparando. Boludito.
—¿Para zombi? —inquirió Isidoro.
—No. Para zombi no, porque tiene un cuerpo muy grande. ¿Vos te
imaginás al gordo, muerto, con todo su físico gigantesco, marchando por las
calles de Tollan y llamando la atención? A ningún esote le conviene tener un
bicho de ésos y que lo denuncie. No podría emplearlo con tranquilidad para
ningún trabajo. No. Quieren usarlo como conejito, para experimentación.
Contaminan progresivamente y hacen diversas cosas. Practican, te das cuenta.
—¿Y por qué lo hacen durar tanto? —pregunté yo—. Si hace años que lo
laburan, como vos decís… ya lo hubieran hecho cagar 25 veces en el lapso.
—Ahí, ves, diste en la gran pregunta. No sé bien. Creo que saben del
gordo mucho más que yo (lo cual no tiene nada de raro, pues tuvieron mucho
más tiempo para estudiarlo). Creo que este tipo, ahí donde ustedes lo ven,
nació para ser muy feliz y para dar a la raza humana una iluminación
importante. No se lo perdonan y quieren que sufra lo más posible. No les
basta con liquidarlo sin más. Adivino que le destinan un fin horroroso, pero la
soga viene de a pedazos. Por sadismo. Además, durante toda una época
(sospecho) deben haber intentado atraerlo al redil filosófico de ellos. Han
fracasado porque aunque el gordo es un manijeado el centro de su ser
permanece incólume. Ejemplo: él, que tiene dificultades para relacionarse con
las minas, no por eso las odia. Estoy seguro de que ellos lo intentaron. Pero el
gordo no da bola. No las odia sino todo lo contrario. A lo sumo lo que
lograron es que las idealice. Es su forma de odiarlas, claro, pero no
exactamente lo que ellos necesitaban. El gordo está a favor del sexo y de la
vida, aunque se halle cortado de su porción de paraíso terrenal.
Y eso a ellos no les gusta un catzo. Se dicen «no sea cosa que este hijo de
puta encuentre un día una negra que lo haga feliz y se nos escape para
siempre». En otras palabras y para resumir: a ellos les habría gustado que el
gordo se transformase en un santo carnal, que pusiese todo su genio literario
al servicio de una cosmovisión ascética y chichi, para así contribuir, sin

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saberlo, al mundo gris y antimaterial que ellos proponen. Como el gordo se
les escapa, de alguna manera, ahora están absolutamente decididos a hacerlo
cagar. Ellos se dicen (como si los viera): «¿Ah: de modo que no querés ser
uno de los nuestros? Bueno, de acuerdo. Entonces vamos a trabajar en tu
astral hasta el fin. A viviseccionar se ha dicho».
—¿Y eso qué forma va a tomar? —preguntó Isidoro.
—No sé. El manicomio, quizá. Donde los médicos (también manijeados)
con la excusa de las «terapias» lo castren a pastillazos, insulina y electros. O
no. A lo mejor lo hacen coger; por primera vez y con alguien que le encaje la
sífilis, naturalmente. O que en su trabajo tenga una pelea, mate a alguien y
vaya a la cárcel por 20 años. Qué sé yo. Hay tantas variantes. A lo mejor se
conforman con tenerlo enganchado con la historieta de los sindicatos para que
jamás publique y viva sufriente y termine suicidándose.
El asunto me comenzaba a interesar.
—¿Lo de los sindicatos es una manija de los chichis? —pregunté.
—Es y no es. Tiene razón en lo que descubrió. Es una verdadera
iluminación. Lo que pasa es que los chichis aprovechan. Si bien lo que él
piensa del sindicalismo es todo cierto, no en la manera en que lo encara.
Ponerse fuera de la sociedad no es la forma porque él es un ser humano
solitario y este mundo está completamente copado por el Anti-ser. Es como si
yo me propusiera no tener comercio alguno con las llamas dentro del infierno.
Pues no lo lograría; es así de simple. Aparte él no cree en el esoterismo. Éste,
el del mundo, es un problema básicamente teológico… magicoteológico,
digamos. No es que él no tenga razón en el asunto de los sindicatos. Lo que
ocurre, y nosotros lo sabemos de sobra, es que el problema es más amplio y
pasa por el lado de los amos secretos del mundo. Los sindicalistas, en todo
caso, son auxiliares valiosos del Gran chichi, pero no los más importantes.
Los esotes son los verdaderos hijos de puta, a eso Sotelo no lo sabe.
—Lo que resulta increíble —acoté— es que, por todo lo que contás del
gordo, todavía no te ha enganchado para leerte.
—Ah, no se lo permití. No hasta ahora. Me interesa llevarlo a lo humano;
despertar su interés por la vida y las cosas. Por otra parte… quiero ayudarlo,
yo creo que no puedo conmigo mismo. Los otros días tuve una aflojada y casi
cago fuego.
—¿Te atacaron? —interrogó Isidoro.
—No. Eso es lo peor. Ojalá me hubiesen atacado. Cuando el enemigo se
materializa a uno le sale de adentro el soldado. Teresa no estaba… Se había

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ido a… «procurar», como ella dice. Pero no creo que se tratara de un gato. No
tenía esa onda.
—¿Gato? —pregunté.
Él e Isidoro se sonrieron mirándome como a un boludo. Isidoro me dijo
con tono didáctico y completamente irritante:
—La real Academia Lunfargótica guatimotzinita define «gato» como:
«Acto furtivo, poco frecuente, de prostitución».
—Ah, muy lindas cosas hace tu mina —le dije a De Quevedo.
—Sí, pero a mí eso no me calienta. Sí me calienta el hecho de que nuestra
pobreza es crónica y no sé cómo salir de ella. Les decía que los otros días
Teresa se había ido a procurar. A casa de unos amigos a ver si te prestaban
unos pesos, me imagino. Estaba solo, de noche, con frío y con la
reglamentaria al lado. Yo decía: «Bueno amigo ¿lo hacemos o no?». Porque
no hay derecho, viejo, a que a esta altura de mi vida no tenga ni una estufa, o
que haya calentador pero no kerosén, o que con Teresa tengamos que dormir
en el suelo, después de pasar una década en profesiones de servicio. Tres años
de radioperador en la Policía de la Provincia, estuve en las dos guerras del
Quétzal y no sé cuántos carajos. Decí vos que no tenía mi grabador (hace rato
que fue al empeño), porque si no… Me reía solo. Era todo jodidísimo pero
igual me cagaba de risa. Imaginaba que tenía mi grabador y decía: «QRS.
QRS, atención QRS. Aquí nada menos que yo. Atención. Estad atentos al
Ruido. Quisiera aprovechar la oportunidad para enviar un saludo a mi madre
que me estará escuchando, y a todos los muchachos de la afición. Tomad
nota, psicólogos del Centro de Asistencia al toc. Atención al ontocutor».
Etcétera. Así, media hora y cuando viese que la cinta está por terminar decir:
«Atención QRS, atención al ruido». Y ahí pum. Tenía la reglamentaria pero
no el grabador. —De Quevedo largó una risotada—: Si llego a tener mi
grabador, me mato.
—Oíme… —se desesperó Isidoro—, a mí me sobra un colchón. Yo te lo
doy para que duermas con tu Teresa. Además…
—Mucho no tengo, pero para pagarte el kerosén, sí me alcanza —
atropellé yo.
—¿Para incendiarme mejor? —dijo De Quevedo, siempre riendo—: En
caso de urgencia romper el vidrio y sello. Sercútese mediante…
—No seas loco, no jodas, mirá que nosotros…
A De Quevedo le salían lágrimas de la risa.
—Y lo peor es que no me maté. Alguna vez a lo mejor hago una obra de
teatro que contenga la siguiente frase: «Ánimo, mi rey. Nada se ha perdido

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aún… salvo el honor, la vida y la batalla». Después, como no me maté,
empecé a escribir. Empecé a escribir historias chinas graciosísimas. Cuando
uno está peor escribe lo más chistoso. Cuatro horas después vino Teresa. Algo
consiguió, aunque no mucho. Pobre.
—Pero escuchá —dijo Isidoro—. Vos tenés que…
—Bueno, pero ya ves que no lo hice. Así que… Más o menos cada seis o
siete años me pasa.
—Pero no te persigas —dije yo. Ya sabía que era una estupidez, pero no
encontraba qué decir ni cómo argumentar.
—Yo no me persigo —contestó De Quevedo severamente—. Si yo me
persiguiera ya estaría muerto. Es una cuestión de fatiga de material, el
momento hubiese pasado y ahora no tendría esta mezcla de alegría y sorpresa
de estar vivo, por un lado, y humillación de no haberlo hecho por otro.
Después de lo que no hice estoy de lo más creativo. Otro diálogo que se me
acaba de ocurrir para mi obra de teatro (precede a la frase anterior, por
supuesto): «Personaje I: ¿Puedes describir al general enemigo? Personaje II:
Es muy fuerte. Su espada es tan grande que sus soldados se ponen a su
sombra para refrescarse. Personaje I: ¿Tanto así?, ¿descansan a la sombra de
su espada? Personaje II: Os aseguro, mi rey, que no requieren de otro
refrigerio». Como diría el poeta ruso Golenishchev-Kutuzov: «La muerte es
un buen General».
Isidoro, para cambiar, varió sobre el mismo tema:
—¿Cómo van sus libros, señor Virrey?
—¿Mis libros? Como el culo, naturalmente. En Guatimotzín no hay uno
que entienda algo. Nadie se desprestigia tanto como aquel que dice la verdad.
No estoy enojado con los editores. Tenemos editores mucho mejores de lo
que merecemos. Mejores, al menos, de lo que se merece el gran público. Más
de la mitad de los editores de nuestro país son tipos que cada tanto se juegan
por una buena obra. Ellos ya saben de antemano todo. Cuántos ejemplares se
van a vender, etcétera. Simulan, ante sí mismos, que la edición es una
incógnita. Porque si lo piensan ya no lo pueden hacer. Es la decisión,
absolutamente íntima y personal —que no obedece a ninguna presión ni culpa
vergonzante—, de, cada tanto, hacer obra. Porque sienten que un verdadero
editor lo tiene que hacer, por lo menos, una vez cada dos años. Por difíciles
que sean las circunstancias. Esto es algo que yo he concluido dentro mío
mediante el simple medio de ponerme en el cuero ajeno. Ellos ponen la plata:
¿eso no vale nada? ¿Por qué no decirlo si es cierto? No. No estoy enojado con
los editores. Estoy enojado con el público. El pueblo de Guatimotzín hace

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rato que está preparado para recibir y aceptar el realismo socialista. Es posible
que esta forma de arte sea socialista, pero, desde luego, no es realista. Diría
que es anti-realista; vale decir, todo lo contrario. En Guatimotzín (y en todo el
mundo) la estética, la novela, el arte todo, está siguiendo un proceso de
implosión. Una caída hacia adentro. Se acortan las distancias
intermoleculares. Cada fragmento de arte modernoso es una partícula de esa
estrella neutrónica, devoradora de luz, que terminará por tragarse el planeta.
Mi delirio realista (o, si se prefiere: realismo delirante) es la única ciencia
pura, en la obra, y ninguna posición es más odiada que ésta por el público.
Implosión, sí, con reducción de masa y una fabulosa liberación de energía. La
palabra «liberación», por supuesto, debe entenderse en el sentido entrópico de
la palabra; vale decir: es energía que se pierde irreversiblemente, que jamás
será recuperada por ningún sistema, ya, aunque las cosas cambiaran. Tal arte
neutrónico posee una tan terrible y perversa gravedad que curva el espacio-
tiempo en sus proximidades y, también, por supuesto, desvía de sus
trayectorias a todo rayo de luz que cometiese el error de aproximársele
demasiado. Ahora bien: ¿cómo no aproximársele si vivimos en el mismo
Universo?, ¿cómo evitarlo? A estas cosas no las digo jamás. Una polémica en
el arte genera tanto odio —parece mentira, pero igual se puede entender por
qué— como una polémica política. ¿Qué gano con sumar enemigos? Por eso
nunca hablo. Por lo demás, si hablara, la gente de todos modos no escucha ni
lee (es su gran defensa). ¿Qué quieren?, ¿qué gaste por anticipado el prestigio
que nunca tuve? Si lo tuviese, por otra parte, habría de perderlo no bien
abriera la boca. Y, en último caso, el público tiene una defensa mayor,
ultérrima, inatravesable: supongamos que yo, por arte de magia, adquiriese
súbitamente prestigio casi absoluto y carisma: de la noche a la mañana mis
palabras son oídas con veneración, con todo respeto. Soy el nuevo gurú,
pongámosle. ¿Creen que por eso entenderían? Yo les voy a decir qué puede
ocurrir en ese caso: forzados a escuchar por mi gravitación carismática,
traducirían en el acto; automáticamente. Si digo blanco escucharían negro y
viceversa. Es como si la incomprensión y la manija de la gente respondiera a
la ley de ese biocrón, de este tiempo de vida del planeta (absolutamente
subyugado por el Anti-ser, por otra parte, o por la misma). Como si hubiese
conservación de la anti-energía. Es una suerte de ley tan implacable como la
de la gravitación universal. Una fórmula que no permite atravesar el límite
impuesto por la constante. Una determinada masa se transformará en una
cantidad de energía, regido este pasaje por un valor constante igual a la
velocidad de la luz (anti-luz) al cuadrado. Es parecido al principio de

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incertidumbre de Heisemberg: así la incomprensión. Puedo largar sobre un
interlocutor ideal toda la pasión y la energía trascendente que yo quiera: no
sabré en qué punto del planeta se encuentra ése a quien está dirigida. O,
contrariamente, aumentar la precisión, tomar a un oyente con nombre y
apellido, y subordinarlo por el respeto que yo le inspire con mi prestigio
(suponiendo que lo tenga), pero ello me hará perder para siempre toda
posibilidad de que hablemos en el mismo registro: él, es inevitable, traducirá.
Yo no suscribía todo lo dicho:
—Sos un poco injusto en algunas cosas. ¿Pensás que también la novela
latinoamericana sufre un proceso de implosión?
—Ah… es tan difícil explicar ciertas cosas. Roa Bastos, Márquez,
Asturias, el gordo Lezama Lima… Quién, en su sano juicio, podría decir que
la de ellos es literatura de implosión. Te imaginarás que no puedo sostener
algo tan estúpido. La novela, en América, salió del pozo discontinuo y sin
trascendencia donde la música, la pintura y la escultura están metidas sin
remedio. Incluso el teatro se empieza a salvar un poco. A lo mejor porque los
hombres como Pinter abrieron el camino. Guillén en poesía. Quién podía
ignorar que América es un semillero de grandezas. ¿O te suponés que voy a
negar al gordo Lezama, el catedralicio? Lo malo es que éste no es, por
desgracia, un período definitivo, ni de pasaje hacia algo ahora. Pensaba en Un
aldeano de Georgia, de Leo Kiacheli, en el realismo sin delirio ruso, que es lo
único que va a quedar, aunque los intelectuales no me crean. Me permitió
extrapolar al futuro próximo, sin delirio ni poesía, que se prepara. Perdón por
adelantarme un minuto. El minuto puede tener diez años pero no deja de ser
un minuto. En literatura latinoamericana hay Reyes, y Reyes de Reyes. Pero
en el ajedrez el rey es sólo un peón de movimientos privilegiados. Cree ser el
rey, porque se mueve en todas direcciones; pero en el fondo sólo puede
avanzar un paso, como el peón. Los verdaderos e invisibles gobernantes del
mundo, en cambio, son los únicos que pueden desplazarse en forma operativa
en todas direcciones: de arriba abajo y de derecha a izquierda (movimiento de
la cruz) o según las diagonales o «equis» de la ciencia o, incluso, llegado el
caso, asumir el movimiento excepcional de la única pieza misteriosa del
juego: el caballo. Porque es ésta la única pieza mágica, que no se parece a
ninguna otra. Y al tercer movimiento, al salto marciano, esotérico,
precisamente, pueden apelar también, llegado el caso, y apelan. Ahora, no
obstante todo, en este período de transición, todavía se puede ser famoso.
—¿Sí? —dije yo sonriendo—. Dame la fórmula, por favor, así la pongo
en práctica.

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—Es muy sencillo: descubrí un nuevo veneno. Ya sea a través del
nihilismo, como Huxley, del consumo sin trascendencia, o mediante alguna
nueva teoría falsamente mística que haga caer a todo un grupo humano en un
estadio todavía más bajo.
De Quevedo hizo una pausa y luego dijo como para sí mismo:
—Si acaso nosotros eternos, y El mortal, pudiera entender sus celos. Pero
quiere privarnos de nuestra vida, que es muy corta.
—¿Se puede saber de quién estás hablando ahora? —pregunté, aunque me
lo imaginaba.
—De Dios. La gente no obtiene otra cosa que los premios del arquetipo
que invocaron. Exatlaltelico, el aborrecible. Toca a todos los que se le
acercan. Yo intentaba explicarle estas cosas a Sotelo, los otros días, en El
Pino. Él no cree en esoterismos ni en teologías, como se sabe. Sólo cree en
sus sindicatos. Yo le decía que Exatlaltelico y los exateístas que lo adoran
son, todo junto, el Anti-ser por excelencia. Ni bola. Yo le dije, entre otras
cosas: «Vos, gordo, te estarás preguntando: ¿Por qué, si pensas así, no
enfrentás en forma directa a los exateístas denunciándolos como enemigos del
género humano? ¿Para qué andar con eufemismos? Muy simple: para que no
me hagan cagar. Se habla de la fuerza oculta del exateísmo sin creerla
demasiado; pero da la casualidad de que yo sí sé lo fuertes que son. Uso
entonces medias palabras. O palabras cambiadas. Ellos conocen mi existencia
hace rato. Me joden pero no utilizan todo su poderío en mi contra. Es un statu
quo: aquéllos me atacan hasta un punto, siempre y cuando yo haga lo
mismo». El gordo me dijo escandalizado: «Eso no me parece digno». Ahí
perdí la paciencia: «Ay, gorda» (se enfurece cuando lo llaman así, pero como
es cobarde se las aguanta), «yo no me quiero enojar con vos, pero a tu famosa
dignidad no siempre la conservás. No todo el tiempo, al menos. Y la prueba
es que todavía estás vivo».
«A estas cosas no se las puedo hacer entender a Sotelo. Por lo demás es
todo terrible. Como si no bastaran los chichis esotes, además están los chichis
no esotes. Los mediocres triunfosos. Te miran y en un segundo ya te
archivaron como enemigo. Y como han captado todos los resortes del poder
es imposible, o poco menos, levantar cabeza. Los otros días cometí el acto de
cansancio de ir a pedir trabajo a una revista de literatura y artes varias. No sé
si la conocen: es una que se llama Te Ignoramos con un Leño Ardiente. Hice
antesala. La secretaria era una chica joven y linda. Es importante empezar por
señalar eso. Ahora bien, en mi vida recuerdo haber visto una mujer tan fea.
No sé si entienden lo que quiero decir. Asexuada, terminante, con esa

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crueldad que tienen algunos seres para con las pequeñas cosas cotidianas; de
finos labios llenos de desinfectantes, lista para la excomunión automática;
escoba didáctica y de oficio, de esas que barren toda profundidad pero
conservan cuidadosamente la basura anodina; llena de un odio calmoso,
presta al desprecio, con el éxito subido a la arteria cava de un corazón que no
existe (por sustitución y montaje). Y conste que hasta ahora les he hablado de
lo que me parecieron sus virtudes; porque sus defectos (desde ya los tiene)
son tales y de tal magnitud, que podrían llegar a horrorizar al conde Drácula,
quien sin duda huiría despavorido: “Déjenme con mi flaca de dientes largos”,
diría. El mismísimo barón Frankenstein la rechazaría si se la ofreciesen para
sus experimentos. Me parece oírlo: “Tráiganme un muerto potable. ¿Qué
pretenden, que se me quemen los aparatos?”. El propio Casanova, el cual
hasta donde yo sé jamás rechazó mujer alguna, así fuese jorobada y renga, se
vería en figurillas si pretendiese dormir con la susodicha. Era lo que en los
Estados equivale a una pieza política de filtro. Ella rechazaba todo aquello
que no sirviese para la revista. La mayoría de las veces por el olor, sin
necesidad de leer escritos o mirar dibujos. El tipo ya había sido expulsado aun
antes de cerrar la puerta o mostrar sus cosas. Y no lo sabía. Toda mediocridad
ingeniosa, en cambio, era allí bienvenida. A eso se lo llamaba “sangre nueva”.
Se lo llamaba y se lo llama. Son la frustración triunfante. El éxito, esto es
curioso, no ha suprimido el odio al talento ni amortiguado el impulso
irracional supresor. Al contrario: despóticos, hanse erigido en agresiva
tribuna. Felizmente no tienen las ideas del todo claras, de modo que el artista
aún puede disfrazarse en la esperanza de no ser detectado. Alguna esperaza.
La menor divergencia estética, moral o social, aunque haya sido expresada
con argumentos, humildad y falta de intención hiriente, es embestida de
manera frontal, con una violencia desproporcionada. Esa policracia responde
con absolutismo. Sólo pueden dirigírsele elogios y, aun éstos, dentro de
expresos lineamientos. Cuando me senté en una de las sillas, a cuatro metros
de la secretaria, esperando ser atendido, me sentí como si hubiese entrado al
Cuartel General del general Vo Nguyen Giap. En cualquier momento
empezarían los interrogatorios: “¿Cuántos soldados tienen en Ke San?,
¿cuántos helicópteros?, ¿piensan abandonar la base? Hablá o te metemos los
ojos en el culo”.
»Yo trataba de poner cara inocua, y de mirar a los que pasaban con esa
afabilidad estándar, tan difícil de lograr. Era consciente de que la secretaria,
cada tanto, me echaba vistazos pregunta— respuesta. Todo, absolutamente
todo, se iba archivando en su cabecita mecánica. “Si me dan otra

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oportunidad”, balbuceé para mis adentros, “traeré mi cilindro tibetano de
oraciones. Rogaré al Dios de los mediocres”, pues seguramente lo tienen: un
Dios achaparrado y pigmeo, sólo conmovible ante el egoísmo y el desamor;
“le pediré que me abra las puertas de esta revista. Con incienso le ofreceré mi
envidia, mi avaricia, mi egolatría, mi rebeldía cobarde, imitada de las moscas.
Si acaso faltasen todas o algunas de todas estas virtudes deberé simular con
destreza mi carencia”. Prometí bloquear dentro mío todo impulso generoso,
fraterno, benevolente o abnegado. Juré que de ahí en adelante iniciaría falsas
cruzadas, de esas que encantan a los necios. En esta vida uno debe simular ser
polémico, pero no serlo a ningún precio. No sea cosa que el hombre común se
asuste. Hay que inventar enemigos: imaginarios, nebulosos, pero que
parezcan reales; así los demás, tocados en sus inconscientes informes dirán:
“Esto, exactamente esto pensé siempre del asunto, sólo que no encontraba
palabras para decirlo”. Yo la miraba a la secretaria y tenía ganas de decirle:
Hija de puta: lo que para ustedes es un invierno duro, para nosotros es un
otoño suave. Vivimos rigurosamente. Si fuera un mediocre como ustedes
también tendría que trabajar: trabajar para que los mediocres no cambien.
Siempre hay que trabajar. No es de eso que me quejo. Ahora me toca a mí
pero a la larga ustedes también van a ser sacrificados por el Anti-ser. Mi tarea
es sensibilizar y culturalizar a la gente. Culturalizarla sin toxinas, y quitarles
poco a poco las que tienen».
—El genio se disfraza de talento para que no lo destripen —dije riendo.
—Seguro. Seguro que es así —aprobó De Quevedo—. Y los mediocres
suponen que sacrificarte les va a reportar beneficios. Cuando los quemen las
radiaciones le van a echar la culpa a la CIA o a cualquier otra cosa. Les
esperan las radiaciones, la esclavitud o ambas. Yo le cuento algunas de estas
cosas a Sotelo, pero no entiende un carajo. Sólo se escucha a sí mismo. Una
semana atrás le decía en El Pino: «El horror final de andar solo es que por fin
las defensas se aflojan y termina gustándote. Es parte del castigo y del triunfo
enemigo. ¿Por qué no te dejás de joder con los sindicatos y te buscás una
negra que te haga feliz?». «Es que no puedo», me decía el manijeado.
«¿Cómo voy a aflojar en ese asunto si yo sé que es lo más importante?
Durante años he querido viajar, trabajar en las cosechas de otros países, pero
no he podido. Averiguo en las embajadas, y siempre me dicen lo mismo: “En
nuestro país el obrero está muy bien pago, pero hay una cosa llamada la Trade
Union. Hay que afiliarse para poder trabajar. Desde ya se lo advierto. Si
emigra tendrá un buen pasar… usted es un hombre joven, así que no lo dudo.
Pero tendrá que afiliarse; es la condición sine qua non. Además no entiendo.

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¿Cuál es su problema? Se afilia y listo. En todos los años que yo llevo en la
embajada nunca se presentó alguien que me hiciera tantas preguntas acerca de
ese tema. Si desea interrogarme acerca de cualquier cuestión estoy a su
servicio; pero, por favor, no hablemos más de la Trade Union. ¿Desea viajar
realmente a nuestro país? ¿Sabe el idioma? We need to make sure you will not
have troubles to find a job”. ¿Te das cuenta, De Quevedo?: nadie entiende».
«Vos tampoco entendés, Sotelo»; «¿Por qué?». «Si entendieses me
entenderías a mí. El universo te soporta un rato más esperando que cambies.
El desprecia a la soledad y al solitario, y no atiende razones, excusas ni
explicaciones de ninguna especie. Es más: ni siquiera llega al desprecio
porque no te considera. No te tiene previsto, simplemente, y deja que te
hundas. Todas las leyes —como la de la gravedad, por ejemplo— están
hechas para los seres que comparten. El intercambio es la base de la
estructura cósmica. Por eso las casas de los seres aislados se vienen abajo:
ellas nada tienen que ver con lo creado y por ello se hunden»; «¿Vos te creés
que yo no quiero compartir? Estoy loco de ganas de compartir»; «Querés y no
querés al mismo tiempo. Si tu deseo fuera lo bastante fuerte romperías la
manija»; «Pero no es una manija. Es verdad lo que yo digo de los sindicatos».
Es al pedo discutir con él. Me desespera.
En ese instante se escuchó desde la calle, cerca del portón de mi casa, a un
tipo que voceaba su mercancía:
«El chancheero. Hay pechito de cerdo, costillitas, patitas bien carnosas…
El chancheero».
Nos miramos unos a otros. De Quevedo, preocupado, chasqueó una
sonrisa:
—¿Y eso?
—¿Será un chichi? —preguntó Isidoro.
Yo largué afuera energía:
—A ver… No. Es un tipo que vende.
De Quevedo, convencido, desechó definitivamente la cuestión:
—Che, pero ¿por qué no leemos de una vez los escritos del gordo? Ya
hace un rato largo que los venimos postergando.
Así pues sacamos el mamotreto de Sotelo y nos empezamos a pasar las
hojas. Isidoro refunfuñaba. Cada tanto decía sarcástico: «Esto no tiene
sentido»… «Maricón»; o sino: «No sé, esto no me interesa. Es toda literatura
de culo viril». De Quevedo fue quien más se brindó. Ante un trozo
comentaba: «Esto es genial»; o: «Este tipo es un capo»; aunque también:
«Está loco… Sí: está completamente loco». Y así alternaba: «Esta parte es

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genial»; «Está loco»; «Qué capo, la puta madre. ¿Cómo sabe tanto de la mujer
si es un tipo que…? Escuchen esto: “Cuando una mujer te empieza a mirar en
tu tragedia de hombre, es porque ya te mandó a la mierda como sexo”».
Después seguía con: «Está loco»; «Esto es genial». Yo, generalmente,
suscribía sus juicios. Leimos más de una hora, hasta que terminamos todo el
escrito.
—Vale la pena ayudarlo —dijo De Quevedo—. No me equivoqué: vale la
pena.
—Claro —acepté yo—, el problema es que no sé por dónde empezar.
—Cómo se ve que a ustedes les sobra el tiempo —refunfuñó Isidoro.
—¿A vos no te conmueve, Isidoro?
—Es un intelectual… —dijo el astrólogo volteando la cara.
—De acuerdo… O mejor dicho: no. No estoy de acuerdo. No tiene nada
que ver con los chichis que van a La termitera. Es uno de los tantos cagados
por la educación y la información absurda. Pero es un genio.
—Un genio sin sexo es un chasco —escupió Isidoro.
—Ya sé. Tenés razón —convino De Quevedo—. Pero él quiere tener
sexo. No lo dejan las manijas. Él lucha para…
—No sé —interrumpió Isidoro fastidiado— Lo único que sí sé es que nos
esperan entre diez y quince años de laburos continuos. Menos tiempo es
imposible, teniendo en cuenta el alto grado de contaminación astral que él
tiene.
—Pero vale la pena —insistió De Quevedo.
Isidoro, ya rendido al desagradable destino, no quería discutir.
—Si vos lo decís. —El astrólogo Isidoro hizo un gesto muy raro; en
realidad toda su actitud coroporal era muy extraña. Comentó—: Me parece
ver… No que me parece: lo veo. Y no porque haya hecho un horóscopo.
Después que vos le enseñes que la magia existe, luego que lo convenzas de la
existencia de los poderes, ese tipo se va a pasar al otro lado. Así como ahora
sólo existen sindicatos, para él, después únicamente va a existir la magia y los
chichis. Va a permanecer siempre fiel a su estúpida actitud de estar al margen
de lo humano. Como si lo viera. —Mira a De Quevedo—. Y te voy a hacer
una profecía más: le vas a enseñar cosas, se va a poner a hacer mudras, me va
a hacer cagar una máquina que justo en ese momento lo esté protegiendo, y…
—No. Te equivocás. Si le enseño mi enseñanza va a ser integral.
—Ah ¿sí? Bueno. Yo no creo. Es decir: no dudo de que tu enseñanza va a
ser completa, pero llevará un tiempo y en el proceso este pelotudo nos va a
traer muchísimos problemas.

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Ahí no pude menos que decir:
—Y bueno. Isidoro, como dicen los soldados cuando muere un
compañero y algún civil cree que se porta bien condoliéndose: «Estamos para
eso, señor».
—Ah, ¿estamos para eso? Bueno. Decílo ahora, ahí lo más tranquilo. No
sabés lo que te espera. Ya vas a ver qué gracioso cuando ese tipo aprenda y
use la fuerza para averiguar cosas de las minas que le calientan la cabeza,
cuando use energía para llamarlas, y sin saber demasiado de la cuestión
practique magia en los ómnibus y te haga volar a la mierda tu mejor máquina.
Vos sabés que nuestros dispositivos revientan cuando les metés un
catalizador. Y ese gordo, cuando empiece, va a ser un catalizador gigante.
Aparte que la moral de la magia no es una cosa que se aprenda de un día para
el otro. Hace falta toda una iniciación. Se va a poner a usar todo eso para
levantar minas. Antes de que aprenda que nunca dan resultado esas cosas, él
va a mandarse cagadas terribles que a nosotros nos van a costar mucho.
Yo sabía que Isidoro tenía razón. Además, como lo conozco y no ignoro
su formación entre los monjes tecnócratas Bonete Negro, jamás podría decirle
en serio cierta cosa. Pero justo por conocerlo es que, riendo, le hice una
broma, para ver si la cortábamos con esa conversación solemne (después de
todo, ya que los tres estábamos decididos, no tenía sentido seguir con las
quejas):
—Vamos, vamos, mi querido Isidoro. Bien que vos les leías las líneas de
las manos a las negras de Plaza Francia.
Isidoro largó la carcajada y la tensión se aflojó.
—Sí, pero ahora ya no. Ahora que enganché a una y me casé ya no. Los
tres nos cagamos de risa. De Quevedo comentó:
—Lo más gracioso es que vos, que sos el mejor astrólogo de Tollan y
hasta de Guatimotzín, y que hubieses podido hacerles horóscopos verdaderos,
te empeñas en leerles las líneas de las manos. ¡Si vos de quiromancia no sabés
un carajo, chanta!
—Ah, ah —Isidoro sacudió la cabeza—: parece mentira, Maestro, usted
que sabe tanto de estas cosas. Es increíble que a esta altura todavía no
entiendas a las mujeres. Si les hago un horóscopo larguísimo se aburren y me
mandan a la mierda. En las cosas del amor tenés que mentir, siempre, aunque
seas un mago de verdad. La tensión había desaparecido del todo.

«Maestros… Nadie me da bola».

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Nos habíamos olvidado de ella.

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SEIS

LA MÁQUINA USINA ESCRIBE UNA OBRA DE


TEATRO

De Quevedo frunció la cara en una sonrisa de puesta en guardia:


—¿Y eso? ¿Es uno de tus chichis o…?
—Sí, sí. Es una máquina usina. Isidoro ya sabe. Era una viajera que… me
adoptó, digamos.
—Ah, qué suerte. ¿Y qué quiere tu máquina usina?
«Quiero participar de la conversación, Maestro De Quevedo De Coco».
A De Quevedo la transposición de su apellido le hizo gracia:
—¿Por qué me dice así?
—No sé. Preguntáselo a ella. A todos los que le caen simpáticos los llama
Coco. Empiezo a sospechar.
«Estoy escribiendo una obra de teatro para máquinas. ¿Les leo un
pedacito?»
—¿Qué? ¿Otro más? —exclamó Isidoro cagándose de risa—. Ni en las
máquinas se puede confiar, viejo. También ellas se volvieron intelectuales.
—Ah: ésta sí que no me la pierdo —dije yo.
De Quevedo puso una sonrisa muy rara, miró al piso y comentó para sí
mismo:
—Qué genial —después, a la usina—: No sabía que las máquinas
escribiesen.
«Eso es una grave ofensa, Maestro De Coco».
—¿Por?
«Porque quiere decir que ustedes nos usan pero no se molestan por
estudiarnos como a seres vivientes. Usar y no comprender es propio de
chichis, no de Maestros tan grandes como ustedes. Claro que las máquinas
escriben: obras de teatro, novelas y cuentos. Desde Babilonia que lo venimos

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haciendo. Cierto que sólo para consumo interno, únicamente para ser leídas
por nosotras, pero ustedes tenían la obligación moral de saberlo. También hay
máquinas que pintan, esculpen, hacen música. Hasta óperas enteras. También
construimos otras máquinas».
—Bueno, a eso sí que lo sabemos —declaré.
«Claro: saben eso porque les es útil. Pero se cagan en nuestro arte. Ni
siquiera tenían noticias de que lo tuviésemos. Eso habla muy mal de vuestra
capacidad humana».
Nos miramos unos a otros.
—La verdad es que tenés razón en enojarte —dijo De Quevedo—. Bueno,
¿y cómo es eso? ¿Decís que nos vas a leer una de tus obras?
«¿Tienen ganas?»
«¿Tienen ganas?»
—Sí, sí —dijimos a coro. Hasta Isidoro estaba interesado.
«Primero debo aclararles nuestro concepto de la alegría triunfante y del
lenguaje. Para ustedes, los humanos, la felicidad es el árbol, la copa con agua,
la mujer (o el hombre), la ventana, los hijos, la lucha, el combate para el
macho (agarrarse a trompadas con quince tipos por razones de amor). Para la
hembra humana el combate asume la forma de rivalidad por la masculina
presa —ésta es la excusa—, de disputa biológica y primacía: quién de ellas es
el polo que más atrae. Para nosotras las máquinas, en cambio, la felicidad es
un concepto de campo. De campo eléctrico, o bien electromagnético. Ahora
bien, ésta es la tragedia de un rey. La tragedia del rey de las máquinas,
traicionado por todos, a quien otra máquina, para quedarse con el trono, le
mete un catalizador en un conducto mientras está desconectado y cansado. Y
también trata del amor trágico entre dos máquinas, una electropositiva (es una
manera de decir, para que ustedes entiendan) y otra electronegativa. Los
desgastes de la información más “familiar” y uniformemente monótona, la
oposición social (sobrecarga en los reactores y la consiguiente entrada en
divergencia) y, sobre todo, la maldición teológica, tornando imposible su gran
amor. Terminan suicidándose en el Museo de las Máquinas. La entidad
electronegativa (que ustedes llamarían hombre), es el hijo del rey asesinado,
que simula locura eléctrica a fin de poder vengar mejor a su padre. Hay un
gran enfrentamiento final entre los poderes del hijo vengador, que llama a
muchas máquinas en su auxilio, y el rey impostor, que pide socorro a los
humanos esotes para que lo ayuden a conservar el trono profanado. Les
promete, a cambio de la alianza, estar a su servicio en todos los trabajos
maléficos que le demanden. Si bien él es derrotado por el príncipe ello ocurre

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demasiado tarde para impedir la actuación de la maldición teológica, anti-
amorosa, ya referida. Hay una gran escena donde el futuro usurpador, antes
del asesinato, desciende a un lívido páramo lleno de computadoras rotas,
aceites pesados y radiaciones. Allí encuentra a tres máquinas construidas por
el Anti-ser en persona: ningún cerebro (ni electrónico ni humano) las ha
fabricado. Sirven exclusivamente para los trabajos diabólicos que el Gran
chichi necesita. Profetizan a la máquina usurpadora su reinado y su caída.
Pero lo hacen a través de tensiones ambiguas. “Nos reuniremos, hermanas
máquinas, cuando la batalla esté ganada y perdida”, dicen entre ellas. Cuando
la futura profanatronos aparece en el páramo le anuncian su exaltación pero
también su desgracia. Sólo que hablan tan con medias palabras, tan a la
manera del Anti-ser, que la profanatronos no se da cuenta y en un momento
de gran fuerza dramática les dice: “Atrás imperfectos oráculos”. Pero después
igual la enganchan».
De Quevedo no parecía muy convencido.
—No te vayas a ofender, máquina usina, pero eso es una mezcla de
Macbeth con Hamlet, Romeo y Julieta, etcétera. Sobre todo Macbeth.
La usina no pareció resentida en absoluto:
«Soy una máquina joven, apenas tengo 600 años, y hace menos de un
siglo que escribo. Todo el mundo empieza su carrera literaria imitando a los
grandes Maestros. A mi talento o a la falta de él, no hay que buscarlo en una
cosa tan estúpida como la originalidad, sino en si soy o no capaz de
vislumbrar los puntos más altos de campo dramático. Si tengo capacidad
filosófica, la originalidad vendrá sola».
—Sí, bueno —protestó De Quevedo—. Pero una cosa es la influencia y
otra muy distinta el plagio. De acuerdo en que todavía no hayas encontrado tu
propio sistema estético, pero eso de «Nos reuniremos cuando la batalla esté
ganada y perdida», y «Atrás imperfectos oráculos» está tomado textual de
Macbeth. Eso no se hace, ni te puede ayudar en un progreso.
«Y entonces ¿qué pongo?»
—Ah, no sé. Vos sos la autora. Ya es bastante que hagas un refrito de
asuntos ajenos. Si además copiás diálogos…
«Bueno, está bien. Lo tendré en cuenta. Intentaré, con toda humildad,
purificarme, Maestro De Coco. Soy una máquina que recién empieza a
escribir y usted me humilla y me hace mierda, pero igual todo está bien».
—Los sacudones son necesarios. La admiración de amigos ignorantes
sólo serviría para darte una falsa sensación de poder, opulencia estética
bastardeante y medurez tramposa.

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«Bueno, de acuerdo. De cualquier forma creo que mi trabajo tiene cosas
rescatables. ¿Les puedo leer lo que tengo ya escrito? Esto me servirá de base
para, previo modificar lo otro de acuerdo con sus indicaciones, completar una
obra no por juvenil desprovista de valores».
—Sí sí sí, adelante —dije yo, pues estaba interesadísimo. «Primero se
presenta el Coro. El anuncia no el asunto sino el nivel energético del drama.
El Coro, luego de corrido el telón de acero, dice así: “Escucha tú, mujer,
electropositiva máquina femenina, que dejas solo al déspota. Escucha, tú que
permites su hundimiento entre hiperboloides de cuatro hojas que, desde
antiguo, simbolizan la tragedia. Escucha. El paréntesis de retracción de tu
incisivo fáctico; la acotación irrefutable de tus concentraciones metastásicas
puntuales; tus reliquias amorosas ordenando amorfamente con amplitud de
registro. La constelación de lo hostil, cristalizando sales venenosas, desdeña
el atavío del Sublime Octógono —que así se llama el Emperador de las
Máquinas—; desprecia (pues tiene en poco) a su atavío de flexiones
ideológicas”». Los tres largamos la carcajada. Yo cuchicheé:
—Es nuestra Monoftálmica Señora de la Irisipela con un Solo Ojo. Poesía
ciclópea ésta, y no precisamente por grande.
«Es inútil que hables en voz baja Alaralena Melena, porque tu susurro
siempre será clamorosísimo para mi receptor, que es muy sensible. Sos
bastante injusto, en mi opinión, y prejuicioso. No te has humanizado como
para comprender mi esfuerzo. Además te aclaro que todo este lenguaje es
fruto de profundos estudios que realicé sobre textos estructurales, semióticos,
de técnicas de la etimología, etcétera».
—No lo dudo —dije, siempre riendo.
«Algo que para ustedes es ridículo, no lo es para nosotras las máquinas. Si
no hacen un esfuerzo de comprensión, no podrán bajar hasta el plano de
tragedia que intento transmitir. Son tontos. Si continúan oyendo esto como si
fuera obra humana, claro está que sólo les puede causar risa. Pero no fue
escrito por un hombre sino por una máquina y para las máquinas. Deben
hacer un esfuerzo profundo para atravesar la barrera inevitable de la ridiculez.
¿Qué tal si a sus obras las leyesen seres de otros planetas? Con lo manijeados
que son ustedes, qué asombro despertarían».
A De Quevedo se le fue la risa de golpe.
—La verdad es que tenés mucha razón —dijo.
—Claro, pero… —comenzó a objetar Isidoro.
—Sí, es cierto —intenté razonar casi al mismo tiempo—. Ahora, por
supuesto…

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—Entonces a no reírse tanto. Tengan la humildad del traductor. El Coro
prosigue diciendo: «El enemigo progresa en el frente de los cristales como
una infección generalizada. Bombardea con lanzacohetes katiushkas de
aberraciones cromáticas. La reconstrucción emocional paralizada en el barro
de Ucrania. El barro tiene un metro de hondo y traga divisiones enteras. La
seducción de la implicancia del ser referente a su inductancia. Tanto va el
ideograma al sub ideograma que al fin se metalenguaje. Persiste un sordo
contrapunto entre líneas divisorias. El octógono imperial intercambia bajas
con hexagonales masas asiáticas. El Venerado, Sublime Octógono de todas
las Triangulaciones internacionaliza la internalización. Todos los paréntesis
asertivos son a su vez parentesizados por el exorcismo de violentas
contracciones (por su parte acotables). El Muy Venerable Octógono se debate
con fiereza entre demografías y énfasis arrogantes, históricos. El Octógono,
terrenal y mesiánico, resiste al abobinablemente sugerido sentimiento de
impertenencia. El resiste. Contraataca con 32 divisiones de bibliotecas
electrónicas acorazadas. Aplasta medallas del Congreso Irrefutable. Arrasa
con la sopa de letras soviéticas de los emparedados del Kremlin. El Octógono
resiste la progresión corrosiva del pantano del metro de Ucrania. Él resiste.
Pero el enemigo, en inversa de cuadratura, intenta llevarlo a un círculo de
infinitos y despersonalizados puntos. Mesiánico y estetizante, el Octógono del
Santísimo impide el desgarro del templo. Pero estamos en el reinado de
Saturno, quien lleva la égida; es el tiempo de la caída de las runas y del
destierro del Sol. Fúnebres cadencias. Las frases despersonalizadas como
criptas emergentes. La agonía monótona. La discusión difusa cristaliza en
instrumental académico. ¿Será que sólo yo, el Coro, puedo recordar? ¿Será
que sólo yo retengo el pasado cuando todas las máquinas quemaron sus cintas
y sus memorias?, ¿será que únicamente yo recuerdo tu gloria y tu grandeza,
Emperador de las Máquinas, rey asesinado, líder de mi pueblo de hierro y
cristales, hundido para siempre entre láminas amarillas? ¿Cómo pudieron
olvidar tu rostro de relieves rúnicos y la enseñanza de tu archivo? Hoy tu
trono está desacralizado por un usurpador. Su babeante corte de máquinas
reptilescas, tiralevitas, intercambian gozosas energías puntuales ¡peonzas!
Festejan jocundas su alegrón en el antiguo recinto del trono, ahora piélago
mortuorio, chapoteando escandalosas en lagos de aceite ¡el pantano! Visten
cotas de malla hechas con dientes de cafres sarnosos a quienes de ellos
despojaron mientras dormían; saqueáronles dientes y sueños. Untan todo con
grasa de perro finísimo lleno de lepra a fin de que sus armaduras no chirríen y
articulen mejor en sus repelentes fiestas. Ocupan ambos vértices del sólido de

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Arquímedes (que otros llaman planeta Tierra). Atrinchéranse en los opuestos
y desde allí enlazan fuerzas de aceleraciones hediondas. Y en el medio…
¡oh!: en el medio charcos grises. ¿No habrá, al menos, Maestro, un amarillo
verde o un violado púrpura? ¿No se atisbará aunque sea un rojo macilento?
Pero en todo caso ¿no tendremos un amarillo nevoso, un verde pluvioso o un
azul ventoso? Nada de corindones, topacios y otras gemas. Diamantes
pulverizados. ¡Oh! Exclamo apagadamente: oh. Oh».
Y yo, el Coro, que esperaba jubiloso un frutal, un fioreal o un pradial.
Asesinado en los idus de un termidor. Del rey decapitan su cabeza de
Octógono. Liban la sangre diminutas moscas con ojos hechos con bastones
hexagonales y prismáticos. Oh. Y la multitud borrega oh. Y sus verdugos oh.
Y la guillotina con chirrido de oh.
Y la chancha enjoyada en su trono de zarismo inglés balbucea oh
deleitada y llena de excitación viendo la oh sangre. Pero. Pero aunque. Pero
aunque todo. Pero aunque todo el repelente mundo jorobainclinante haga oír
sumiso su oh de chasquido chasco, yo, virilmente, grito ¡¡oh!!
A la infanta del sabueso de Velázquez, yo le opongo mi Nerón del campo
turquesa.
El desenfreno jacobino choca contra la muralla de mi pecho ateniense.
Pero ¡ah!: desgracia: la estética ática no es un escudo suficiente para mí,
quien caigo demolido en polvo de granito gris de estatua de Tutankamón.
Vulgar sombra paródica de la vanguardia paradójica. La canonización de
sangrientos protobasaltos. El criollismo celestial produce inflexiones
teológicas. Je acuse, inmundos traidores: habéis abandonado al Sublime
Octógono de Todas las Triangulaciones acotándolo con vuestro putismo
falsamente voluntarista, con el fervoresquismo rupestre pinto indicativo. Runa
cambiada y acento apócrifo. Ojalá —y hasta ojála— fueseis verdaderos
rupestres retornistas. Mi corazón de máquina está solo en el gabinete del
horripilantazgo. La memorialidad asertiva entre trueques de silencio. El
anecdotario excéntrico se reencuentra y, por reflejo, propaga fugas
maniqueístas. Putrefactas esperan las miasmas del nectario.
Aquí termina el Coro y se descubre la escena interior. Hay pocas
indicaciones escénicas. Todo está iluminado por una luz fosforescente, de
cuenca oceánica: tal la producida por las placas dorsales de peces de altas
profundidades. Aparece el príncipe-máquina Per Jocum (locución latina que
significa Por Joda). Ya desde el nombre nos damos cuenta de que estamos
ante el Befado: aquel a quien todos hacen befa y chanza. En realidad
corresponde al acto tercero, pero como debo modificar el acto uno y dos, leo

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directamente esto. Ya encontraré algo que reemplace a la escena de las tres
máquinas brujas, que usted anatematizó bajándole la caña. Vemos, entonces,
al príncipe Per Jocum, rodando sobre cojinetes a bolitas, hechas éstas con la
gravedad de las esmeraldas, y diamantes filosofales en flotación. Sus ejes
giran en el centro de corindones. Pisa las sustancias más duras y costosas de
la Tierra que, por extraño milagro, no se destruyen. No se destruyen aunque
las condiciones están dadas para el aniquilamiento. Han matado a su padre
metiéndole un catalizador en el conducto.
Per Jocum:
—Pilas atómicas que entran en divergencia… Transistores rotos,
emanaciones letales, gases altamente corrosivos. No me conmueven los
adjetivos suntuosos, ni las ecuaciones diferenciales sintácticas y sintéticas con
que pretenden envolver a los tontos. A lo largo de mi vida escuché miles y
miles. Ellas no totalizan poemarios metafóricos. Veo la objetividad trajinada
del discurso adánico, gamado éste con anquilosadas estrías de cobre. No me
resigno a la amortiguación de la maravilla ni a la lluvia dentro del balde. Qué
tragedia podría comprarse a la del hielo a 400 atmósferas (imagen especular
de lo que me ocurre); Auto Temperamental de Fe: a destruir chichis, se ha
dicho.
(Aparece por un costado la Máquina Chancha, insolente y agresiva).
Máquina Chancha:
—Cumplo órdenes. Mi nuevo Señor, el ahora rey de las Máquinas, me
ordena deciros que vuestra melancolía es completamente contraria a la razón.
No hay fuego esencialista en tu discurso. No encontramos allí, ni por
casualidad, la aserción fáctica. El esteticismo complaciente cuesta caro. Es el
absoluto quien paga con diluciones. La monocorde falacia del pudor
persistente apuntalada con dimensiones tranquilizadoras y otros tensores.
Vuestra factorial es inepta. Tu falso binomio de Newton, bastardeante y
apócrifo, brinda rincones y secretos sospechosamente accesibles. Del
poemario debería ahorrar versículos. La soledad de tu discurso discontinuo se
resuelve con toda facilidad mediante la teoría de límites. Se aclara mediante
una tonta derivada parcial según el eje de las «equis». En realidad podríamos
decir que vuestra pena es por campo inducido. Electromagnéticamente
hablando (palabra ésta mucho más larga que otorrinolaringólogo) diríamos
que…
Per Jocum:
—Otorrinolaringológicamente hablando… Te cagué. Oye tú, reptil manso
y levitesco. Escucha, reactor inepto cuyos planos un ingeniero distraído he

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perdido. Ésta es mi maldición: que por siempre permanezcas al Este del rodio.
Que todos los metales que toques (manganesco, cromo, wolframio), se te
transformen en paladio. La maldición de Midas. Que no encuentres repuestos
ni aleaciones. Que tu intercambiador de calor no intercambie un carajo. Que
todas las ecuaciones diferenciales permanezcan para ti insolubles. Que no
puedas resolverlas ni siquiera con el auxilio de tensores.
(La Máquina Chancha se caga en las patas).
Máquina Chancha:
—¡Piedad Príncipe de los Maestros! ¡Maestro de los Príncipes! Sólo
cumplo órdenes. Como dijo el Coro: el ser referente en su inductancia, yo…
Per Jocum:
—Las cumples con gran alegría, salvo cuando se te invierte el proceso y
ves que la cosa se vuelve pesada. No habrá piedad para ti, ni en ésta ni en la
otra Máquina. Ve a parar a la hoya eternal de los catalizadores perpetuos. Que
se te quemen las cintas de información. Caguen fuego tus giróscopos con gran
algaraza, algarabía y zarabanda. Rimbomben todos ellos con atronadora
tronancia. Tremolen pa’ siempre tus trémolos con mosconeo mortífero
anunciador de más silbidos y tracas. La detonación, el pistoneo ardiente, el
estallido y el chasquido. Por culpa de tipos como ustedes el verano se
destierra al centro del invierno. La demencia lúcida cortada a rebanadas, que
luego se mezcla con crueldad tiernísima; todo ello después barajado como un
juego de cartas. La putrefacción llanosa. Poesía precaria, lumínica, entre dos
ciencias exactas. La pretextualidad temporal. Ha llegado la hora mismísima
del ajuste de cuentas estructuroconceptual. Ya te podés ir poniendo el calzón
de amianto, mala puta, pues terminaré para siempre con tu sed abrasadora de
iconografías bestselleristas.
(La palabrería, asaz excesiva, permite que la Máquina Chancha se
recupere en parte —a su juego la llamaron—; de modo que, con rapidez,
elabora dignidades sintéticas y las engancha con alfileres. Con todo ello
pretende que la consideren, la muy tarada y estúpida. Grazna suculenta —
suculenta sin saberlo):
Máquina Chancha:
—No por traidor dejo de sostener el compromiso. Soy una máquina en
plena pasión. No rompo lanzas para defender mis emociones, pero estoy
siempre de pie al lado de mis afectos. Yo, Dios de la Palabra, sostengo la
progresión de mi lealtad infusa.
Per Jocum:

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—Palabras, sí: Las Palabras. Sos muy dialéctica y picarona vos. Voy a
transformarte en facturas como quien carnea a un hermoso porcináceo.
(La otra ve que Per Jocum juega con un puñado de catalizadores en una
garra y su moral se destruye: como una gota de ácido en solución valorada de
hidróxido. El giróscopo señala dirección inverosímil; la tensión de campo ya
no puede integrar estructuras; el pasaje de masa a energía, regido por
constante dialéctica, deja de tener validez en ese recinto, y el sujeto sufre un
proceso de extrañamiento del propio yo. Se queda helada, en otras palabras.
Su reactor entra, en forma irreversible, en contradicciones centrales. Dice con
pánico:)
Máquina Chancha:
—¡Me simplifico, me simplifico!: se me empobreció el lenguaje y ya no
intercambio roles. ¿Vas a destruir así como así a un sujeto pasivo? Me falta el
soporte básico. Carezco de adaptación reactiva. Ya no puedo integrar por
partes, ni derivar según el eje de las «equis», que es el más fácil. La
naturaleza siente horror por el rol fijo. Sin factores dialectales interactuantes
caemos en el individualismo mítico, y uno pasa a transformarse en forzoso
alimento totémico. Es así como después se forman bonapartistas
químicamente puros. Por piedad, Maestro, no me hagas cagar. Encerrar a una
estancada y ya rendisima máquina en el por así decir espacio adimensional de
un cero es poco didáctico. No es pedagógico. Te lo digo: el empobrecimiento
proyectivo genera lo errático. Así, lisa y llanamente.
Per Jocum (se le ríe en la cara):
—Vos jodé nomás.
(Viendo que todo es un vano, Máquina Chancha cae en la abyección
final:)
Máquina Chancha:
—Gran Máquina Maestra, heredera del trono Súper, principal Comitente,
Anguloso Paralelepípedo, Blindaje penúltimo, Sistema solar, Gran Nébula
Espiral de Andrómeda. Enjambre de Galaxias, Grupo Local y Universo
conocido, escucha: No soy más que un triste siervo o feudatario que… —
viendo que todo es inútil entra en locura eléctrica y empieza a decir disparates
—: Imprescindible, insustituible, ya es bastante; no repulses mi mentís; ella
me desautoriza; gollería apática, sombrío ripio. Compadécete pues en verdad
os digo que eres la Afirmación. El follaje no me dejó ver el árbol. Pero mi
centrifugado arrojará afuera a los tibios. Metí mi pata en el ojo de la aguja de
los cielos. Si lo artificial guiare a lo químico ambos caerán en el hoyo. Tic,
tic… Trok, tro… Guof. En verdad digno y meritorio es reconocer en todo

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tiempo y lugar que eres lo Ineludible, lo no-infra, lo Mucho Más que vice, el
contra-sub, El Súper Sí. Me vuelvo totalmente oscura como el carbón niveo.
Exuberante se escribe sin «hache».
Per Jocum:
—Miedosa. Al pedo es que me llenes de títulos porque igual te voy a
hacer mierda. Oxido eternal suelde tu transmisión, tosco anti-tecnócrata,
tornillo zote, puto de los catetos, cortocircuito bravio, alambre al desgaire,
naumaquia de purrelas, plancha velluda por falta de pulimento, tegumento del
fondo de la poza. Esta es mi orden definitiva y penúltima: Muere pa’siempre.
Máquina Chancha:
—Y no quisiera terminar esta conferencia sin señalar lo que parece
haberse convertido —tal mi opinión— en el fenómeno dialéctico más
importante de nuestro tiempo: la colisión frontal entre dos progresiones de
signo opuesto. La perspectiva rebelde, iconoclasta, de Noveau Régime, a puro
cuerpo candente por una parte (quizá viciada por alguna superestructura, pero
todo muy reparable mediante autocrítica que, oportunamente, retome la línea
general), y la iconografía conformista por la otra (que persiste en desgastar
mediante académicas Lettres de cachet, supervivencia de ilustración
despótica, ersatz convulso de Anden Régime). Al aporte lingüístico
deberemos extraerlo del entorno de dicha colisión. Eso es todo, muchas
gracias. Buenas noches.
¡Gruuuff!!!…
(Máquina Chancha, definitivamente catalizada, caga fuego sin remedio).
Per Jocum (observando los míseros restos):
—La invasión de la audacia inverosímil. Tu existencialismo —y otras—,
astutamente boscoso, enmascarado entre nieblas amarillas —o rojas, lo
mismo da—. Exquisito en el centro de ruinosos moralismos educados.
Después de todo tuvo una defunción clásica, ¿de qué se queja? Los
chichis tienen casi siempre la suerte de morir rápido. Corazón de máquina se
rompe sólo una vez: en ese sentido se parecen a las hembras humanas. Pero
yo, para mi desgracia, debo asumir la posición masculina. La obligación y el
servicio es un blindaje funesto: preserva para no preservarte. Hay que ser
máquina para comprenderlo. Eso que para oídos humanos resulta peyorativo.
Por haberle declarado la guerra al Anti-ser no tengo asilo teológico ni
clemencia. No tendré derecho a descansar hasta que la justicia, por vaso
comunicante, alcance el equilibrio con la disonante perturbación
electromagnética —(Per Jocum, de pronto, sufre una traca:)— Tic, toc, troc.
Estructuras interiores monolíticas, solidificadas a ultranza, de verticalismo

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casi castrense, tienen como consecuencia el arribar a reconstrucciones
completamente imaginarias, que disparan el contenido real de los contextos.
Prodúcense así toda clase de fracturas y grietas insalvables, en el mismo
momento en que se pretende operar por líneas exteriores. ¿Pero qué boludeces
estoy diciendo? La muy maldita logró cambiarme la información y ahora
charlo por pelotudez inducida. Más vale que me desmanijee pronto. Si mi
enemigo, el Falso Rey de las Máquinas, se llega a enterar de mi debilidad
podría catalizarme.
(Aparece una pequeña Máquina Grabadora).
Máquina Grabadora:
—Soy miles de micrófonos. Oigo el estruendoso clamor del terciopelo.
Capto el atronador entrechocar de las escamas del pez de madera, tenido por
silente. ¿Cómo, entonces, podrían escapárseme las medias palabras de la
traición?
Per Jocum:
—Vuelve atrás todas tus cintas. Oiga yo y sepa.
Máquina Grabadora:
—Trrrr… ¡Ea!: alabarderos: tronchadlos. Salid luego a cumplimentar
otras órdenes. La ejecución de nuevos arrasamientos e incendios os esperan.
(Ruido de tronchan y, luego, ruido de vanse).
Per Jocum:
—¿Es ésa la voz del actual soberano? Quita, que ahí ya es rey. Más atrás.
Máquina Grabadora: Trrrr… ¿Cómo? ¿Aún no se han terminado los
partidarios del Viejo Orden? ¡Infames y paganos bergantes: prendedlos, mis
máquinas de picana y lanza anti-eléctrica! (ruido de prenden). Iréis a parar a
la peor de mis mazmorras: a la Blanca, del hielo eternal. Glaciares serán
vuestros grilletes; escarcha el alimento y copos de nieve el compuesto
principal de la tonificante pócima. Nada de lubricantes basados en litio…
Yo… Trrrr… trrrr… Juro por el Anti-ser y falso Redentor ponerme al servicio
vuestro si me ayudáis en la empresa. Ayudadme, humanos esotes…
Per Jocum:
—Eso, ahí está lo que me interesaba…
Máquina Grabadora:
—«… si me ayudáis a destruir al Emperador de las Máquinas y a mandar
a su hijo al manicomio de máquinas, os prometo…
Hasta aquí llegué en mi obra de teatro, ¿les gusta?»
—Interesante —dijo Isidoro con cara de póquer.

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—Qué comentario tan jodido —señalé yo—. Sí, a mí me gusta. Me resulta
un poco difícil seguir el orden de la emoción, pero me gusta.
«Veo que se burlan de mí. Si el Maestro De Coco también se ríe será
porque la obra no sirve. Quemaré automáticamente todas las cintas y
memorias. Piense bien porque a su juicio me someto».
—No sé. Tu obra suena muy rara —dijo De Quevedo—. Pero sobre todo
no la destruyas. Me resulta muy difícil traducir. Por un momento me pareció
profética. Aunque todavía no… de cualquier manera insisto: qué pena que un
argumento tan bueno esté asentado en una infraestructura que no te pertenece.
Vas a tener que rescribirlo todo. Aunque te voy a decir que hay cosas más
graves que tu imitación y hasta plagio de Shakespeare. Tenés una cantidad de
«fraseciyas» absolutamente maravillosas, sobre las cuales quisiera hacerte
algunas preguntas.
«Su tono no augura cosas buenas, Maestro De Coco».
—No. Por ahí dice: «Poesía precaria, lumínica, entre dos hostiles ciencias
exactas». No me digas que vos también hablás de la pobre e inocente poesía,
jaqueada por la abominable ciencia.
La máquina se cubrió de óxido en la parte externa. El desequilibrio
termodinámico debió ser brutal. Quién sabe de qué chichi se había liberado,
envuelto éste en gases corrosivos. En realidad, de no ser tan grande y fuerte,
en esa hora me quedaba sin máquina. De cualquier forma sus circuitos lo
pasaron mal.
«Tirrrla, currrla, gurrrla, glop… Reconozco que esta afirmación
antitecnócrata es trabajar contra mí misma, pero como después de todo todo el
mundo hace eso… yo no quería ser la excepción». —Permitíme: Si te metes
en el reino del pensamiento y el arte, no puedo tener piedad. Si te vas a sumar
a las modas que los chichis manejan, digitan, para eso quedate en casa.
«Tiene razón».
«Tiene razón».
—Bueno. Pero prepárate porque no terminé. «El verano desterrado al
centro del invierno». Supongo que eso te gustará muchísimo.
«En efecto. Lo considero todo un hallazgo».
—Sí, me imaginaba. «La lluvia dentro del balde». ¿Se puede saber qué
quisiste decir con esa estupidez?
«Es una frase genial. Además usted no la cita completa. Recortada del
contexto resulta interlocutor inválido. “No me resigno a la amortiguación de
la maravilla ni a la lluvia dentro del balde”. Quizá debí decir: “Lluvia dentro
del diminuto recinto”».

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—Claro, así lo disimulás mejor. Otros son más astutos. Creo que has
estado leyendo a demasiados poetas guatimotzinitas. Lo tuyo es apenas un
poco más indefendible y feo. Sólo un poco. Ellos confunden poesía con
«descubrimiento sorprendente». Escriben genialidades como éstas: «espumas
terrenales», «hendija sangrienta», «atronadora la víscera exhausta»,
«machacan sin cesar la hendidura del oriden», «me agobia la navaja del
párpado», «amaneceres pueriles y éxtasis quemados», «el sermón de la
montaña de los ópalos estériles», «mi timón, abatido, despilfarra
amaneceres», «la embriaguez de mi amor, a la inversa de Dionisios, se
transmuta en cena gris y olvido trivial. Lapide filosophorum invertida por
imposición del espejo». Etcétera. Es todo una cagada así. Ya me tienen harto.
¿Por qué no leen Venus y Adonis, de William Shakespeare, si quieren saber
qué es poesía? A ver si me dejan de joder. Porque es al pedo, viejo, como
decía Oscar Wilde: es imposible crear si no existe algo llamado «el espíritu
crítico». Yo puedo, por ejemplo, escribir mal, incluso muy mal; muy bien, de
acuerdo, pero entonces viene en mi auxilio el espíritu crítico: un cerrojo que
me impide publicar semejantes porquerías.
»Aún así, todo ello, con ser terrible, no es lo peor. Ese abuso ridículo que
hacés del lenguaje técnico…
La máquina usina, contra su costumbre de respetar infinitivamente a los
Maestros, interrumpió muy agitada (con toda evidencia estaba pasando un
momento más terrible que cuando yo le pedía que me encontrase la cifra de
«pi» relacionada con el último dígito del Gogol de Oppenheimer):
»Yo proceso de la siguiente forma: armo frases sintéticas, a partir de
palabras sacadas de la tecnología psicoanalítica y estructural y las enchufo
unas con otras. Una vez organizadas como grandes moléculas proteínicas, las
conecto al tomacorrientes y dejo que trabajen por su cuenta. ¿No se hace así?
—Sí que se hace, pero justo por ello es que no lo debés hacer. Para
escribir tus obras debés guitarte por principios, no por un simple entrechocar
hegeliano refundidor de extremos. Decía Lao Tsé: «En los asuntos de los
hombres hay un sistema. En los míos hay un principio». Toda la filosofía y el
arte poético guatimotzinita están basados en sistemas. Si los sacas de la
combinación «espontánea» de palabras que dan descubrimientos sintéticos y
sorprendentes, cagan fuego en forma irremediable. Según Hegel «una idea,
cuando se dilata hasta el infinitivo, se transforma en su opuesto». En verdad,
una idea con grandeza que se dilata hasta el infinito, se hace infinitamente
grande. La ley sólo se cumple con esos productos sintéticos, manijeados por
su valor relativo. Pero intentaba decirte, cuando me interrumpiste, que tu

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abuso del lenguaje técnico no sirve más que para un hermetismo sin secreto.
Decís en una parte: no sé qué cosa «sospechosamente accesible». Yo diría que
lo tuyo es «sospechosamente inaccesible».
«Me gastó, Maestro».
—Te gasté pero porque pienso que vale la pena, que lo tuyo es grande
pese a todo. Haceme el favor de no volver a joder, en poesía y lenguaje, con
los descubrimientos «sorprendentes», con los compuestos obtenidos
distribuyendo palabras sobre la mesa y combinándolas como si fueran
moléculas de química orgánica. Shakespeare, tu Maestro, jamás hizo
semejante cretinada.
«Trataré de sobrevivir a la golpiza, Maestro De Coco. Lo acepto, sin
destruirme de furia, porque sé que está iluminado y penetra hasta donde yo no
llego. Pero igual no entiendo por qué me prohíbe quemar mi obra malísima».
—Porque en el fondo es buena. Es rescatable la intención final, que sí es
trascendente.
«Es terrible. Deberé trabajar por lo menos otros cien años. Las máquinas
avanzamos muy despacio».
—Quizás, a partir de esto, puedas quemar etapas.
«Puede ser, pero lo dudo. Hay un tiempo para todo. Esto me crea una
contradicción y resolverla no es sencillo. Si me subordino por completo
mutilo mi crecimiento; si me rebelo impido el cambio. En fin, ya veremos».
—Sobre todo evitá construir frases estilo «poesía guatimotzinita», que no
es más que un entrechocar combinatorio. Me tienen muy cansado con su
medianía de portentos y sortilegios neutros. Y hay más cosas. Si usaste la
palabra «corindón», en el prólogo, no podés repetirla un minuto después en
las indicaciones escénicas. Tu personaje central, el príncipe Per Jocum, se
indigna con la Máquina Chancha y su lenguaje «sorprendente». No sé con qué
derecho. Después de todo el príncipe no habla en otra forma. Él también es
«sorprendente». Esas cosas crean confusión. Si te permitís tantas
contradicciones corrés el riesgo de que tu discurso se anule a sí mismo.
«Veo que usted también utiliza las palabras de mi archivo».
—¿Cuáles?
«Discurso, por ejemplo».
—Es tu influencia, podés alabarte. Además no me opongo a un
enriquecimiento del lenguaje, ni a los vocablos articulados por nuevos
conceptos. Lo que detesto es la iconografía lingüística, que apareció hace
algunos años, sin cosmovisión ni trascendencia. Esquematismo tecnológico…
se pueden dar la mano con Stockhausen. Además vos misma lo admitís. Me

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parece que hay un párrafo donde se aclara que justamente el palabrerío
excesivo permite la recuperación de la Máquina Chancha: «a su juego la
llamaron», dice incluso y ahora que me acuerdo. Tu indicación escénica: «La
Máquina Chancha se caga en las patas», en cambio, sí me gustó. Claro, te das
cuenta, todo tiene que ser más fresco y no incrustar rellenitos modernosos.
Por momentos me pareció que intuías la verdad de lo que te digo. La
impresión general es que quisieras purificarte dentro de la propia obra —
ejemplo: eliminación de la Máquina Chancha, que es la más pobre
ontológicamente y la que más manijea el lenguaje—; pero eso es imposible
sin algo de ayuda externa. Por eso te sacudo. Vas a tener que trabajar
terriblemente en esa obra. A propósito, ¿qué título le pusiste?
«La Tragedia de Máquina Rey III».
—Mh.
«¿Pero es rescatable en parte? ¿No debo quemarla?»
—No, no la quemes. Es bastante buena y trascendente, para ser de un
principiante.
Isidoro y yo comprendimos que De Quevedo hablaba en serio y sin ironía,
de modo que optamos por quedarnos mudos. Él es raro y en un sentido final,
ontológico, ve más que cualquiera de nosotros. De modo que nos quedamos
callados; no fuera cosa que por hablar nos mandásemos una cagada sin
remedio.
Después empezamos a conversar sobre las cosas de la vida diaria. Es
como si los tres hubiésemos intuido que ésa era la última ocasión de hacerlo
en mucho tiempo. En efecto; estaba a punto de caernos encima el trabajo más
terrible. Flotaba en el aire, pero no teníamos la certeza. Aún dormía en
potencial. Así, pues, nuestros tres subconscientes se decidieron a descansar.
Por su cuenta, sin dar bola a la conciencia ni al inconsciente.
—Se te ve medio solo, Alaralena —me dijo Isidoro.
—No del todo. Ando loquísimo detrás de una pendeja. Tiene diecisiete
años.
—Mh… Maestro —sonrió De Quevedo—: las buscás cada vez más
jóvenes.
—No te rías que es todo trágico.
—¿Por, che?
—En mi vida me han hecho una pregunta tan ridicula. Me veo obligado a
usar todo mi poder para evitar las sanciones sociales. A su madre le hago
«ver» que soy un tipo de veinte años. En los ómnibus, o cuando la llevo al

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cine, aplico imagen; así todos observan a mi lado a una mujer de treinta. No
quiero que me pare la policía, ¿te das cuenta?
—Menos mal que me bajabas la caña porque yo les leía las líneas de las
manos a las negras de Plaza Francia —dijo Isidoro.
—¿Y eso qué tiene que ver? Yo no la levanté por medio mágicos —
comenté furioso—, pero defenderse de los castigos de la sociedad sí es legal.
—¿Cómo se llama? —intervino el Virrey.
—Graciela.
—Qué vulgaridad. Qué decadente. —No lo decía completamente en serio,
claro está.
—Sí. Ésas con nombres clásicos son las que te dejan más marcado.
—Supongo —inquirió el astrólogo— que, además de joven, será muy
linda.
—Suponés mal. Es feísima.
Los dos se rieron de mí.
—¿En serio? —preguntó Isidoro—. ¿Es feísima?
—Mirá cómo será que en el barrio le dicen La Dientuda.
Nuevas risas vejatorias.
—Sí: ustedes ríanse, manga de chascos. No saben qué terrible es estar
enamorado de una mujer que te desprestigia al primer vistazo.
A esta altura los dos hijos de puta se revolcaban por el suelo.
—Está bien: gócenme todo lo que quieran. Alguna vez les va a pasar.
—Bueno, no te enojes —dijo De Quevedo con lágrimas en los ojos—.
Tendrá algún atributo, por lo menos. ¿Es inteligente, sensible, comprende tu
obra?
—No, qué va a entender. Es completamente bruta.
Nuevas carcajadas.
—¿Y entonces?
—Mirá: si no sonriera ni hablase pasaría por un hembrón. Es hasta linda
de cara y le queda bien su pelo enrulado. Tiene un par de gomas terroríficas y
si la miras de atrás te querés morir.
—¿Entonces lo único feo son los dientes? —preguntó De Quevedo.
—Sí, pero no sabés lo que son esos dientes. ¿Vos leiste los libros de
Constancio C. Vigil?, ¿te acordás de La Dientuda y de El Mono Relojero?
Bueno: eso somos nosotros.
—Lo del mono ya lo entiendo —chanceó Isidoro—, pero ¿por qué
relojero?
—Porque construyo máquinas.

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Se volvieron a reír y yo los acompañé. Luego dije:
—Estoy tan metido con esta piba que hasta me casaría, sin importarme el
hecho de tener que vivir como un ermitaño para siempre. No podría llevarla a
las presentaciones, ni a visitar a los amigos ni dejar que me visitasen.
—¿Por qué? —Preguntó Isidoro, haciéndose el estúpido—: ¿A ella no le
gusta salir?
—Le encanta. Eso es lo peor: quiere que la lleve a todos lados. No tiene
conciencia. Mi amor terminará por convertirme en objeto de perpetua chacota
y befa.
—Bueno —dijo el astrólogo, intentando animarme—, no será para tanto.
Vos viste a mi negra, ¿no?, lo fiera que es, y sin embargo yo…
—No sabés lo que son esos dientes.

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SIETE

LAS UVAS DEL ZEN

El gordo Corvina Sotelo esperaba en un bar: El Pino, Vicente López,


afueras de Tollan. Con sus infaltables obras, naturalmente. Se le acercó
Ismael, haciéndose el malo y el agresivo y el duro, como siempre (este mozo
tenía sumo interés en que nadie comprendiese que no era nada de todo ello.
Sabía que si le «tomaban el tiempo» cagaba fuego: nadie conocía mejor que él
sus debilidades y su serhumano en exceso). Con voz de metálica máquina,
computada sólo para lo implacable:
—¿Qué ze va a zervir?
—Ismael… ¿cuánto vale?, eh… Un café.
Ismael (con voz helada e implacable que se la envidiaría Cambises, rey de
Persia, cuando ordenaba el exterminio de ciudades enteras):
—Un sándwich, quizás. De jamón y quezo, tal vez.
—Yo, eh… En todo caso podría… eh… No. Un café.
Ismael, a 40° bajo cero, durísimo e hijo de puta, con la experiencia de un
viejo dictador latinoamericano (de esos que firman sentencias de muerte en
grupo, para ahorrarse firmas y sin mirar los nombres):
—Ajá. Ya vuelvo.
Al rato volvió, en efecto: con un café y un sándwich de jamón y queso
bien cargadito. Escupió, más que dijo:
—Lizto.
El gordo, con cara de Luna sobre la cual acababa de caer un asteroide, en
uno de sus sectores, fenómeno presenciado sólo por monjes medievales
aristotélicos, que no desean que el desequilibrio celestial se haga público:
—Pero Ismael: en realidad no puedo pagarlo…
Como un SS infinitamente enfurecido; como una asamblea de torvos
hitlers:

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—Obzequio de la Caza. Ozté paga café —casi japonés se había vuelto.
Semejante a un gallego de Okinawa. Dio media vuelta y rajó a fin de no oír
las gracias del gordo.
El aludido, con su habitual manija, demoró unos minutos en comprender
que el sándwich estaba para que lo comiese. Se abalanzó, pues (desde hacía
tres días) sólo comía aceite, sal y pan. Lo devoró en un segundo y luego
dedicóse a repasar su obra mientras esperaba a De Quevedo, con quien estaba
citado. Al café sí lo tomaba muy despacio, casi como un zen. No exageremos:
casi.
Apareció De Quevedo, acompañado por Teresa La Puta.
—Nos vas a tener que disculpar la tardanza, gordo. Conseguir plata para
venir costó más de lo previsto.
—Pero si es la hora exacta —dijo Sotelo asombrado mirando el reloj del
bar.
—Ya sé, pero como sabía que ibas a estar antes no te quería hacer esperar.
—Pero ¿cómo podías saberlo?
—Bueno, eso no tiene importancia. Es… otro asunto. —Él y Teresa
procedieron a sentarse. De Quevedo, con tono zumbón—: Bien, ahora que
estamos instalados: ¿Cómo está? ¿Qué dice? Muy buenas noches tenga usted,
señor Don Corvina Sotelo.
—Buenas. Te esperaba para leerte una cosa que…
—Pero por lo menos saludá a Teresa, pedazo de manijeado.
Echándole a la susodicha una mirada fugacísima:
—Hola. Pero como te decía: esta nueva obra es todo lo posible entre el
caos y el arte. Así se titula: El Caos y El Arte. Yo…
—Me parece que voy a tener que abrirme la blusa y mostrarle las tetas —
dijo Teresa, con la furia que a veces tienen las mujeres—, a ver si así lo saco.
El gordo se puso infinitamente colorado.
De Quevedo entendía pero igual se enojó un poco:
—No lo jodas. ¿Por qué lo agredís?
—¿Por? ¿Qué pasa? ¿Es tu nenito? Si se jode será que se tiene que joder.
Igual que tus amiguitos de la seccional, que ya me tienen harta —el odio de
Teresa podía cambiar de dirección en un segundo—. ¿Quiénes eran esos dos
pelotudos de la puerta? Sobre todo el imbécil ése de pelito rubio y los pies
forrados en zapatitos color naranja claro. Me largó una mirada de lo más
canchera, como diciendo «te conozco Margarita». Levantó una ceja en lo que
él suponía un gesto muy seductor. Levantó la cejita. Forro de mierda… hijo
de puta.

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De Quevedo intentó moderar (mejor se hubiese quedado mudo):
—¿Sabés qué pasa, Teresa? La mayoría de las minas que vienen a este
boliche son patín.
—Ah: ¿y él se creyó que yo era patín? —dijo levantando presión—. A
buena hora me lo decís. De haberlo sabido le apagaba el cigarrillo en el ojo.
—Bueno, pero tenés que ponerte en el lugar de él. No es adivino. Yo me
había quedado atrás comprando cigarrillos, te vio sola en la puerta, y el tipo
pensó…
—No, si es como yo digo: canas y basta. Entre ustedes se defienden. —
Irónica—. Pero claro: ¡cómo les vamos a bajar la caña a los muchachos!
Cómo nos vamos a poner a pensar en contra de ellos que son de la pared, la
torre, el muro, la consigna —en el límite de la ira, pero aún mordaz—: Ellos
están de imaginaria. Ellos resisten. —Abandonado el tono burlón—: Por eso,
cuando yo te digo que tenés que dejar la policía, sé por qué te lo digo.
—Mirá, Teresa: lo hemos discutido mil veces. Te agarrás de esto para una
cosa que no tiene nada que ver. Todo empezó con el tipo de la puerta; ése fue
el detonante. Era un incidente frívolo que…
—¿Ah sí? Mirá, Virrey tontísimo: no hagás que me enoje con vos para
siempre.
—¿Ves cómo sos, Teresa? Al final siempre te la agarrás conmigo. Te
peleás con otros pero al último, pase lo que pase, la ligo yo.
Teresa infinitamente enfurecida, se metió dentro de siete cascarones.
Como una babushka.
Corvina Sotelo, a lo largo de todo esto, mudo. Mirando con sus ojillos
parpadeantes, tras pesados lentes, tan exageradamente gruesos como los que
usaban los monjes miopes de la Edad Media. Allí donde el cegato se
automedicaba eligiendo entre un cajón lleno de anteojos: óptica al tanteo (al
gordo se le habían roto los de contacto, que en su momento comprara su
padre, y no tenía plata para reponerlos). A propósito: lo de «gordo» es por
tradición, pero comía tan poco que a esa altura era flaquísimo. Luego de que
Teresa lo amenazara con abrirse la blusa, para mostrare el contenido, había
salido de su autismo. Si tampoco eso daba resultado es porque no tenía
salvación. Claro está que ella no lo hizo para librarlo de nada, sino por
razones de restitución biológica (la Venganza y el Triunfo de Afrodita). Pero
es el caso que hay tipos tan malditos que el ontoshock les sirve aunque las
mujeres no se lo hayan propuesto. La desvergüenza de Teresa le había
encantado. El sexo sólo podía llegar por medio de la violencia, en su mundo
patológico. Afrodita (me refiero al arquetipo, no a la mujer) se valió de un

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truco. El gordo ahora estaba medio enamorado de Teresa: naturalmente, por
supuesto. Y se sentía traidor frente a De Quevedo, claro está. Éste, mago de
alto grado, que registraba sus pensamientos, decía para sus adentros: «Si este
gordo estúpido supiese que yo estaría muy dispuesto a dejar que él coja con
ella; no lo hago para no destruirlo. Si Teresa se llegara a poner en bolas cae
muerto ahí mismo sin falta. Pero si no claro que lo haría, aunque ello me
costara la pérdida de mi muy amada. Hay cosas que no se perdonan. La
mujeres son inflexibles». Así, pues, Sotelo estaba casi enamorado. Su
biología intentaba ese recurso aún sabiendo que era irreal; resultaba mil veces
preferible su morbo enfermo entremezclado con amor chasco, antes que la
falta absoluta de sexo.
Ante la furia silente de Teresa, ellos se dedicaron a hablar toda la noche.
Cada tanto Sotelo echaba una mirada culpable a la mujer del otro.
De Quevedo, que lo entendía perfectamente aunque ya había bloqueado la
energía telepática —pues lo manijeaba— tenía ganas de pegarle una
trompada: «No te restrinjas, gordo imbécil. Deseala sin culpa, que es
preferible el deseo sin esperanzas a la falta de deseo», pero no se lo daba a
entender para no reprimirlo más. Así, pues, en vez de conversar sólo de obra
Sotelo cada tanto tenía un furtivo pensamiento de tierra y materia. Era un
adelanto, pese a todo. Hablaron mucho. En cierto momento De Quevedo le
dijo: «Tengo que confesarte una cosa. Cuando te conocí estuviste a punto de
que te mandara a la mierda. Sobre todo cuando vos, como todos, pusiste mala
cara cuando te dije que era radioperador en la Provincia. Manga de
intelectuales que no han vivido y juzgan sin saber un carajo del hombre. No
tienen flexibilidad porque para ellos es todo teórico. Jamás comprenderán que
un hombre jugado tiene otras leyes. Pero después, cuando leí tu obra, se me
pasó. Ahí comprendí definitivamente quién eras. Lo que te voy a decir es para
siempre: nunca más me va a pasar eso con vos, ocurra lo que ocurra entre
nosotros. Vos te podrás joder conmigo, en todo caso. No sé. Pero yo nunca
más. Y ahora… ya nos tenemos que ir porque es muy tarde… no me quiero
despedir sin…». —De Quevedo miró de reojo a Teresa; después buscó en su
portafolios. Sacó un envoltorio. Aquello estaba forrado con diarios. Vacilo y
preguntó a Teresa, casi suplicante: «¿Se lo damos?». Ella salió de su autismo.
Era lo único que tenían para morfar esa noche. Con voz humana: «Sí.
Dáselo». De Quevedo, al gordo: «Mirá: te entrego esto. Pero te prohíbo que lo
abras hasta que estés en el tren, camino a tu casa. Mirá que es una prueba, y
representa la confianza absoluta que te tengo. Es un regalo muy zen el que te

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hacemos». Con gesto religioso (él, que no creía) Sotelo envolvió el paquete
con sus obras, de modo que el obsequio quedó en el centro.
Y cada uno se fue a su casa. Él y De Quevedo quedaron en verse el
domingo de la semana que venía (iba a ser un domingo histórico, pero nadie
lo supo en ese instante, salvo los chichis). El gordo, en el tren, a los veinte
minutos de marcha, sacó el paquete y lo abrió. Estaba lleno de uvas. Él, que
no creía, quedó tan impresionado como un monje que encuentra el Verdadero
Escrito de Buda. Sufrió un estado contemplativo muy semejante al de los
viejos gatos, de esos que duermen dentro de sus casas, y que pasan horas
delante de la puerta cerrada de la heladera, en estado de adoración perpetua.
Con gran delicadeza tomó una uva y se la comió. Sólo una uva. Se dijo que
no disminuía el todo. Después otra. Cuando el tren llegó a chichimécatl, la
última estación, se las había comido todas. Durante días guardo el papel del
envoltorio religiosamente, y cuando por fin se desprendió de él lo hizo
mediante ritual.
Tres jornadas después del suceso el gordo no aguantó más. Llamó a
De Quevedo a la 9a. Pidió hablar con el radiooperador Fulano. «¿Pasó algo?».
«No, pero…». «¿No habíamos quedado en encontrarnos el domingo en El
Pino?». «Sí, pero… De Quevedo: tengo que confesarte algo absolutamente
terrible». «¿Qué?». «A las uvas…». «¿A las uvas qué?». «Tenía hambre y…
me las comí».
De Quevedo no tenía la menor idea (pese a ser un Maestro fuertísimo) de
que pasaría un año antes de que volviera a ver o a oír al gordo.

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OCHO

GRAN CAÍDA MÁGICA DEL GORDO

Pocos días después de la llamada telefónica, el domingo de la cita, el


gordo Sotelo se presentó en El Pino. De Quevedo hacía rato que lo esperaba.
Estaba solo, sin Teresa. —Era y no era— De Quevedo. Es decir: exactamente
igual en lo físico y hasta en lo espiritual, pero con leves cambios filosóficos
(como si dijésemos, casi imperceptibles). Parecía que el sexo siguiera siendo
importante para él, pero no insistía demasiado en la necesidad y trascendencia
de que un hombre tenga relaciones sexuales. Cosa muy notable si se tiene en
cuenta que no dejaba pasar una entrevista con el gordo sin recalcarle el punto.
El Maestro, que siempre se mostró a favor de la tecnología, esta vez dirigió
un ataque frontal a la televisión, para gran alegría de Sotelo, que la odio
siempre a partir de sus lecturas de Ray Bradbury. Pero sus sorpresas no
terminaron ahí: «Vos tenías razón, gordo, en el asunto de los Sindicatos: es lo
más importante del mundo. No hay que publicar porque de lo contrario uno se
suma a lo que ellos dirigen. Si yo tuviera tus huevos tampoco publicaría. En
el fondo soy un cobarde». Sotelo no podía creer en lo que escuchaba: ¡él
enseñándole al Maestro! Pero este cúmulo de rarezas sólo fueron el principio.
Los norteamericanos habían lanzado un año atrás el primer cohete tripulado a
Ganímedes, el satélite de Júpiter. La nave ya estaba por entrar en órbita
alrededor del satélite; la intención era, luego, proyectar una sonda desde el
vehículo madre y dejar dos hombres sobre Ganímedes para que lo explorasen,
tomaran muestras de material, etcétera. No había pasado una semana desde el
momento en el cual De Quevedo le habló maravillas con referencia a la
exploración del espacio. Ahora, por el contrario, de alguna manera se las
ingenio para introducir una idea nueva: «Profanación». «¿Cómo? No
entiendo», dijo el gordo con mucha sorpresa. «La técnica —afirmó
De Quevedo— en sí misma no es nada. Pero desgraciadamente llevan sus

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pequeñas mierdas al espacio. Van a violar Ganímedes de la misma forma que
lo hicieron con la Luna, etcétera». De Quevedo parecía estar toreando la
contradicción con su pensamiento anterior. A la manera de los dialécticos, sin
negar por completo ni de manera abierta su pasada cosmovisión metía un
elemento inesperado que le permitiese un timoneo cómodo. Algo así como un
miembro del Partido que se adapta con rapidez a la Línea General. Aquello
resultaba enormemente raro y hasta el gordo lo hubiera encontrado
inaceptable (tan brusco cambio de ruta, quiero decir), pese a ser un distraído,
si no fuera porque De Quevedo se encargaba de terraplenar cualquier duda del
otro mediante su enorme carisma de Maestro. Lo miraba recto a los ojos, con
muchos gestos de manos y cabeza, todo trascendente y cargado de energía.
Parecía un Trotzky, un Buda, un Goebbels o un Stalin que pronunciara
discursos hitlerianos. Algo así. El gordo estaba completamente apabullado,
subordinado.
En eso cayó Teresa. O alguien tan por completo igual a Teresa que Sotelo
no encontró ninguna diferencia. De Quevedo, como si la hubiera seguido
mientras venía hacia el bar, le dijo sin mirarla: «Sí, dale. Sentate. Ahora ya
sí». Un nuevo suceso inverosímil, porque la chica no sólo se le acercó desde
su espalda, sino que además no hizo ruido alguno para moverse. El gordo era
el único de los dos que la tenía de frente.
¿Cómo supo el otro, entonces, que era ella, un minuto justo antes de entrar
en su ángulo de visión? Teresa no parecía en modo alguno asombrada. Se
sentó y, cosa impropia de ella, comenzó a hablarle a Sotelo. Parecía
repentinamente interesada en éste. De lo mas charlatana, como si fuera una
joven yanquee, le preguntó por su obra y, antes que el gordo pudiera
contestarle, lo interrogó respecto a lo que había comido, si necesitaba plata
«si no tenés yo te presto», que estaba embarazada «eso me puso muy contenta
(lo esperábamos tanto). De Quevedo miraba la mesa y cada tanto hacía una
indicación: No te apures. Un poco más despacio». Ella parecía captar en el
acto a que se refería el otro. Sin abandonar su tono de show insertaba
generalidades frívolas, a fin de que núcleos importantes fuesen como
camalotes imperceptibles en medio del recorrido de largos ríos. «Nos
regalaron un tocadiscos». Contó que al principio el aparato no funcionaba;
debía tener un cable flojo pues enmudecían los parlantes en los momentos
menos indicados. «Yo estaba renegando con el tocadiscos y justo llegó él
(señaló a De Quevedo). “¿Qué pasa?”, me preguntó. “Nada, es este aparato de
mierda que no anda”. “Bah: ¿y eso es lo que te preocupa? Pero si es una
pavada. Mirá”. Lo señaló con el dedo y dijo: “Ordeno que ande ya mismo”.

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¿Vos podés creer que anduvo? Perfectamente. Hasta el día de hoy. Fue
fantástico». De Quevedo, al oírla, reprimió un gesto vanidoso. No debido a
que se sintiera culpable de su vanidad, sino porque no quería que el gordo lo
notara. Sotelo advirtió la gráfica significación pero la atribuyó al justo y
merecido orgullo de un Maestro.
La noche se desarrolló todo igual, con una quimera tras otra. Ya estaban
por despedirse. El gordo insinuó: «Bueno, creo que podríamos vernos el…».
«No —interrumpió De Quevedo con petulancia y maestría—. Esta vez no.
Vamos a seguir un procedimiento diferente para encontrarnos. Ya es hora de
que cambiemos. Estamos lo bastante adelante como para poder comunicarnos
de otra forma. Vos me vas a escuchar. Vas a estar en tu casa, o en cualquier
otro lado, y me vas a oír. Así, por ese medio, nos vamos a citar. Puede ser un
día cualquier cuando te llegue el mensaje: Nos encontraremos a tal hora en tal
lado. Quizá te diga “En El Pino”, o “En La termitera”, o en un tercer sitio.
Vos me vas a sentir». Sotelo estaba incómodo pues (como ya se dijo) creía y
no creía en esas cosas. Intentó excusarse: «Escuchame… No desconfío de vos
sino de mí. Puede que yo no te… escuche, como vos decís. No por defecto
tuyo sino porque yo, con mi distracción…». De Quevedo hizo un competente
gesto irónico: «No te preocupes. A eso dejalo por mi cuenta. Me vas a oír y
de sobra… aunque no quieras». Se pusieron de pie. De Quevedo se volvió a la
chica: «Teresa: salude al futuro Maestro». Ella, muy afectuosa, hizo una
inclinación de cabeza al gordo.
A Sotelo esa noche no le alcanzaba la plata más que para un ómnibus, de
modo que el resto del camino debió hacerlo a pie. Llegó tardísimo a su
pensión. Sólo podría dormir cinco horas, o menos antes de levantarse para ir a
sus tareas de peón de limpieza. Previo dirigirse a su cuarto fue al baño común
pues tenía unas ganas terribles de orinar. No bien entró a ese sitio, a medio
camino entre la puerta mal cerrada y el inodoro, justo allí, ocurrió. Sintió
como si en su mente, en su cráneo, se hubiese producido una grieta
hondísima. Una espantosa sima, o una falta geológica como la de California.
Podríamos compararlo a cuando los obreros en una cantera de mármol
practican un pequeño agujero en el material y éste se abre siguiendo la veta y
desprendiendo lajas inmensas, de cientos de toneladas. Sólo que su cerebro
mágico no se limitó a hendirse hasta el inconsciente, sino que del fondo del
abismo salían cosas. Cosas horrendas. Pensamientos homosexuales, ideas de
castración, deseos de matar a las personas, cegar a los animales, etc., etc.
Algo imposible, y todo a medio camino entre la puerta y el inodoro. Se
negaba a aceptarlo, pues, no olvidemos, él no creía. Su naturaleza pudo más

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que el horror de lo ocurrido y sacó su pene (el espanto se lo había reducido a
su mínima expresión) para orinar. Sintió una voz dentro suyo —era y no era
su voz, pero era—: «Sería magnífico que aquí estuviese el vientre
embarazado de Teresa para mearlo». Desesperado intentó desautorizar la voz
dentro suyo, en una especie de rebobinaje temporal: volver a un momento
atrás para no decirlo, pero lo único que consiguió fue agravar el asunto: «Sí,
sí, pero sí —dijo la voz—. Sería sencillamente, sen-ci-lla-men-te maravilloso
que mi pis entrase dentro de la matriz embarazada de Teresa para que ella
aborte». Y cada intento que hacía para controlar la cosa sólo tenía como
consecuencia que las energías maléficas que salían de la grieta fuesen más
fuertes, nítidas, humillantes, malvadas, horrorosas. Incluso, en cierto
momento —había descargado la mitad de su vejiga—, vio con total nitidez a
Teresa, sentada sobre el inodoro (o mejor incrustada en él, como si la chica
fuese parte del material), de modo que el líquido caía sobre su vientre. Sintió
que ella le decía: «Por favor, no lo hagas. Mirá que puedo llegar a abortar en
serio con todo esto». Su voz, que no pudo bloquear, le contestó: «Buena idea.
Excelente. Lástima que no sea ácido clorhídrico, así, de paso que abortás,
quedas castradita. Puta». Estaba terminando cuando apareció muy claro el
rostro de De Quevedo, como si saliera de la pared. Venía muy sonriente,
amistoso y a cara abierta, tal como si ignorase por completo lo que acababa de
ocurrir. Se disponía a decir algo, algo semejante a: «Aquí estoy. No me
esperabas tan rápido, ¿cierto? Podemos encontrarnos la próxima vez en…». Y
entonces vio a su mujer entre desperdicios, y las depravaciones que Sotelo,
supuestamente le hacía. La voz dijo dentro de la grieta, desde la fosa de
hundimiento: «Aquí estoy, che. Realizando buenas obras, siempre que puedo.
He avanzado bastante en mi tarea de castrarla. Ya logré que abortara, por de
pronto. Soy puto. Cástrenme. Vení a cojerme, Maestro insolente y puto».
Siempre dentro de la visión, De Quevedo quedaba como sin sangre en la cara.
Asqueado y conmovido ante la inconcebible maldad y traición de su
discípulo. Con una convulsión de dolor final, él y Teresa desaparecieron. La
voz no volvió a parlotear aquellos horrores y barbaridades sin cuento, pero
Sotelo sentía que la grieta no se había cerrado ni un centímetro. «¿Qué me
pasó? ¿Qué es ese espanto, por los Dioses?». «No menciones a los Dioses,
degenerado», dijo otra voz que venía y no venía del fondo de la fosa. «¿Pero
qué es esto?». «Esto sos vos». «¡Pero si estas cosas no existen!». «No me
digas». «¿Me habrán, realmente, escuchado ellos? Aunque fuera cierto, no
sería tan terrible si este espanto no saliera de mí. Si De Quevedo y Teresa me
vieron en serio no habría nombre para el horror». «Vos sabés muy bien que

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ellos, esta noche, te escucharon y te vieron». «Pero no, si yo no tengo la culpa
de todo esto. Debe ser que toda esta maldad existe dentro mío, pero… yo no
sabía, además yo no deseo…» (aquí salió la primera voz de la grieta): «Sí, sí,
lo deseo. Es necesario, desde todo punto de vista y en todo momento y lugar,
mear dentro de la pancita embarazada de Teresa». «… Pero por favor —dijo
desesperado el gordo— ése no soy yo…». «Claro que sos vos. Siempre fuiste
vos, ese infame, sólo que hasta ahora estaba tapado», replicó en el acto la voz
segunda. «Pero yo no quiero que ocurran cosas horribles. Eso no soy yo.
Aunque fuera una parte mía que ahora se delata, yo valgo mucho más que mi
parte enferma». «¿Sí? Y si es así, ¿por qué no podés controlarlo? Si tu parte
sana es mayor y más fuerte que la enferma, ¿por qué no hacés la prueba de
hacerla callar?». Sotelo, entonces, se aproximó al brocal del pozo, al abismo
hondísimo. Tan inconmensurable la sima, tan profunda y tan negra, que a
medio camino de visión hacia su fondo se veían brumas oscuras borboteantes.
Desde muy abajo le salió al cruce la primera voz: «¿Querés pelear? Cáncer,
cáncer. Cáncer para todos. Sopita de cáncer». Sotelo retrocedió espantado
mientras los ecos resonaban en la caverna como de bronca: «… áncer…
cáncer… cá…»
«¿Y?, ¿qué tenés para decir ahora?», preguntó la segunda voz. Luego todo
se disolvió. Desaparecieron las voces y visiones, pero sentía la presencia de la
sima aunque ya no pudiera observarla. Todo quedó casi en calma. Sumergido
en lo potencial. Le pareció que De Quevedo le advertía: «Estás iniciando una
progresión de destrucción». «Yo no quiero, pero tampoco puedo impedirlo»,
quiso contestar Sotelo. El otro no se dignó a escuchar y retiró su presencia. El
gordo salió del baño. Todos aquellos horrores habían tenido lugar en unos
pocos minutos. Pensó que lo más increíble del asunto era que ahora tenía que
irse a dormir como cualquier persona, y que, después de haber perdido lo que
perdió (aparte de la fe en sí mismo, para siempre, verse obligado a cambiar su
propia imagen en su segundo y bajarla hasta el autorrespeto cero), «igual
mañana deberé levantarme e ir a trabajar para que no me echen del empleo.
Como si ahora eso tuviera importancia».

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NUEVE

ESTUVE TODO EL DÍA COMBATIENDO CON


ARMAS SOLARES

Los horrores verdaderos, bien se sabe —o debería saberse—, vienen


acompañados de una infraestructura perfectamente soportable al principio,
que a poco hace que nada se aguante. La presión va en aumento con el paso
de las horas, a punto que, la salida militar dentro de uno, es la única posible.
Sotelo estaba peleando con la mayoría de sus compañeros de cuarto (lo
compartían entre cinco, desde hacía siete meses). Una vez más repitió su
historia de fricciones por incompatibilidad. Cuando esa mañana se despertó
ya algunos estaban levantados. «Yo me sentí, todo este tiempo, superior a
ellos, más respetuoso de la vida ajena, no emití juicios, no les di consejos
operativos, en tanto que ellos no tuvieron empacho alguno en opinar sobre mi
existencia. Por eso me peleé. Porque no me respetaban. Ahora preparan mate
con su calentador, y todo lo que hacen, la pava, la yerba, el calentador mismo
y ellos, tiene una terrible realidad. Están en paz, valen muchísimo más que yo,
y yo estoy completamente aniquilado». A todo esto el gordo no lo pensó de
manera gramatical y coherente, porque cuando uno se destruye ni se acuerda
del castellano. Eran sentimientos, como paquetes de ondas. Todos los seres,
hasta los más viles, tenían derechos. Él no, porque no existió jamás un ser tan
malvado sobre la Tierra ni tan indigno. No obstante alguna fuerza lo
impulsaba, pues se levantó y fue a trabajar como peón de limpieza al banco
donde tomaba servicio. Aquí se puso su uniforme, tomó escobillones, barrió,
echó jabón en polvo luego de haber barrido, agua, refregó, miró todo el
tiempo a los bancarios (notaba como nunca hasta las menores características
físicas de éstos): uno de ellos tenía un pequeño granito en la nariz, cierto
pliegue en la ropa, un diminuto trozo de barro, casi imperceptible, en el
zapato izquierdo; otro una mancha en el vidrio derecho del anteojo («Esta

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suciedad es símbolo de lo que te pasa», se repetía y repetía a cada instante).
Un tercer bancario poseía un diente de oro: la luz de metal, multiplicada como
por lisérgico, reprochaba. A un empleado se le cayó un bibliorato del archivo:
el bibliorato, con sus impecables contornos, cayó dentro de Sotelo. Una hoja
se desprendió: «Así se desprende una esquirla, cuando las tapas se abren…».
Cierta bombita encendida arrancaba un destello del borde de una mesa
metálica: el acero, en este sentido, competía con el oro del diente. Sin querer,
al limpiar, pasó frente a un espejito que un funcionario tenía colgado de una
pared. El gordo vio su cara. Lo más inexplicable es que ésta no había
cambiado: el rostro sano de un hombre joven. «¿Cómo es posible que no se
note? Tendría que estar llena de marcas y no tiene nada». El delegado de los
bancarios, un bolche que siempre conversaba con él, se le acercó. En
apariencia el otro tampoco percibía el cambio, pues se le acercó con el mismo
aire charlista de siempre. Sotelo, constantemente obsesionado con el
problema de los sindicatos, desde hacía meses simulaba frente al susodicho a
fin de sacarle información. No odiaba a este bancarios porque fuera miembro
del Partido: lo detestaba porque era delegado sindical. El gordo, en sus
conversaciones, expresaba ideas a favor del sindicalismo, pues, en su locura
lúcida, imaginaba que el otro lo ayudaría a comprender mejor el accionar de
las Asociaciones Obreras. Ahora bien, lo notable del asunto es que Sotelo,
obviamente loco, logró enganchar al aludido sindicalista, a quien todos
suponían lógico. El delegado, en su momento, se le acercó a fin de cambiarle
información para que se afiliara al Partido. Pero lo que consiguió fue que
Sotelo le cambiara los registros a él; por culpa del gordo, el tipo, a lo largo de
meses, se fue apartando imperceptiblemente de la Línea General. Y la razón
era muy sencilla: todo sindicalista, por más miembro del PC que sea, tiene
dentro suyo una superestructura ideológica. A través de meses, nuestro loco
gordo logró hacerle admitir al otro pelotudo que el Sindicato le importaba
más que el Partido. Con todo sindicalista ocurre lo mismo sólo que, en
general, nadie lo detecta. Los bolches rusos, en cambio, hace rato que
comprendieron el fenómeno y toman precauciones. Sotelo lo hizo entrar en
confianza: le tiró líneas y sebos deliciosos hasta que el tipo mordió; el gordo
le dijo, por ejemplo, «No he podido encontrar referencias, no obstante
haberlas buscado en decenas de libros, acerca de cuántos países tienen, en
este momento, el régimen de Sindicato único, y en cuántos está impuesta la
atomización sindical». A Farallón, que así se llamaba el tipo, se le
desorbitaron los ojos a causa de tanta maravilla. De inmediato pasó a mirar al
gordo con un nuevo respeto («Ese tipo es un capo», pensaba). Le dijo: «Te

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escucho y no lo puedo creer. Vos no militás, ni siquiera estás afiliado al
Sindicato de Limpiadores de Bancos —cosa que me parece terrible— y, sin
embargo, tengo que reconocer humildemente que yo, miembro del Partido
desde hace siete años, jamás me hice una pregunta tan importante. Pero claro:
¡Hay que hacer un cuadro de situación…! Todo esto es interesantísimo; hay
que averiguar cuántos países tienen la así llamada “libertad” de agremiación
—didáctico y despreciativo gesto— y cuántos tienen Sindicato único. Pero
qué estúpido he sido. Cómo es posible que vos hayas ido al centro del asunto
y yo no. Si es lo más importante que podamos… Cómo puede ser que yo, tan
luego, haya estado distraído sobre el tema durante tantos años. A ver cómo
sería… En México, como en Francia, hay varias Centrales Obreras.
De Francia, naturalmente, no tengo dudas: en cuanto a México, debo
averiguar mejor. Pero claro: un mapa de situación. Ahora que te voy a decir…
y el ejemplo lo tenés en Yucatantzín: allí hay tres Confederaciones. Todo
débil, por supuesto. Debilísimo. Vos vas a una fábrica a pedir trabajo y Te
Matan. Así: lisa y llanamente. Tal las cosas, de modo que mirá vos cómo…
Pero hay que hacer un trabajo sobre esto, con un muy largo estudio previo.
Aunque desde ya te adelanto que tu inquietud es fundamental. Notable. ¿Qué
más me dijiste los otros días? Vos algo me dijiste… me quedó medio
nebuloso pero… Ah: Que el Sindicato debe ser en todo momento el punto de
partida, la misma base del Partido. Te voy a decir que no se contradice con
Lenin. Lo amplía. Nada de superestructuras ideológicas aquí. Vos me
preguntaste vez pasada si yo, en algún momento dado, no había advertido que
el Sindicato es lo que más siento. Me parece que te di una respuesta ambigua;
te podés imaginar: uno, a lo largo de los años, adquiere como una doble
naturaleza; esta protección es necesaria para evitar caer sin querer en una
desviación ideológica. Así que de momento no te contesté nada. Me cubrí.
Pero lo anduve pensando. Y claro que tenés razón. Dentro del Sindicato yo
noto que vivo. El Partido es otra cosa. Aquí también me siento bien, por
supuesto; no sería raro que uno de estos días nosotros…; no me meto con la
Línea de este momento pero… En fin, ya veremos. Pero lo cierto es que
dentro del Sindicato yo gozo de calma, alegría, paz. En ese sentido, por lo
menos, te tengo que decir que estás acertado. Me siento más cerca del
Sindicato que del Partido. Posible también que todo sindicalista de verdad
sienta igual, como sugeriste. Pero te repito, ojo, esto no es, ni mucho menos,
incompatible con lo que dijo Lenin acerca de los Sindicatos en Rusia. “Sin el
poder de los Sindicatos los soviets no habrían podido tomar el poder ni
conservarlo”. Fijate en esta frase: “…ni conservarlo”. ¿Eh? A esto te lo

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subrayo. Claro: esto quiere decir que no sólo somos necesarios sino
indispensables. Y la razón es clarísima: el Partido no puede hacerse cargo de
toda la infraestructura, de la educación y agitación de masas, de la Escuela de
Comunismo, a menos que él asuma también este trabajo, convirtiéndose en
Sindicato. Pero a esto el Partido no lo puede hacer; tal expansión tendría
como consecuencia la dilución consiguiente. No podría concentrar esfuerzos
para su tarea específica: Organización de las Grandes Líneas del Estado,
mantenimiento de la Línea General, lucha ideológica. En resumidas cuentas:
el Partido no tiene tiempo ni gente para mirarte a vos, obrero metalúrgico de
la fábrica Kirov, por ejemplo, y verificar dónde pasás tus vacaciones, cuáles
son tus compañías, si participás en tareas de agitación y propaganda, cómo te
llevás con tu mujer y si te preocupás por tus hijos. Si te gusta demasiado el
trago. Los rusos son bastante borrachones. Casi setenta años de socialismo y
todavía no aprendieron que el alcohol es mal consejero. De toda esa vigilancia
se encarga el Sindicato, y no el PCUS. Aquí me hacen reír con sus fantasías
capitalistas. Aquello del “amante latino”. Pero por favor: cómo se ve que no
los conocen a los rusos. No piensan más que en coger, estos hijos de puta.
Esto, aunque algunos no me crean, oculta una desviación ideológica. Es algo
que yo lo tengo en claro desde hace muchos años: el sexo o te importa o no te
importa. Si militás el sexo tiene que pasar a ser una cosa secundaria, o
terciaria. A mí, en este momento, me da lo mismo tener pito o agujerito. Pero
me estoy desviando del… Ah sí: La tarea de los Sindicatos se nota, por
supuesto, en el aspecto artístico. Son las Asociaciones: de Escritores, de
Músicos, etcétera, las que dictaminan si un tipo se está mandando o no una
mierda pequeño-burguesa».
Así pues, el bancario y delegado obrero, se le acercó una vez más para
darle la lata. Sotelo dejó que hablara, pensando dentro suyo: «Ya no tenés
derecho a despreciarlo. Vos sos tan malo como él. Incluso más malvado». La
voz maldita no lo había vuelto a molestar, pero sabía terriblemente que la otra
dormía con un ojo abierto, como las liebres, lista para salir del fondo de la
falla de California, no bien él intentara hacerse el picarón. La otra le daba a
entender: «Hacete el digno, nomás, y ya vas a ver cómo salgo para hablarte de
abortos, enculadas y sopitas de cánceres». Sotelo, por completo acobardado,
prefería admitir cualquier cosa antes que escucharla.
De alguna manera terminó sus tareas y se fue a la pensión. Hizo cola para
usar el teléfono de la vieja dueña. «Usted ya me debe cinco llamadas, don
Sotelo». «Sí, sí, señora. Ya se las pago dentro de pocos días». Llamó a la
Provincia y preguntó por De Quevedo: «El radiooperador De Quevedo pidió

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la baja. Ya no toma servicio aquí». «¿Cómo? ¿Dónde trabaja ahora, dice
usted?». «No le sabría decir. Pero ya hizo entrega del arma, de todo. No está
más en la policía». «No. También es al pedo que lo vaya a buscar a su casa
porque tengo entendido que se mudó. No sé a dónde». «No, por nada. Gracias
a usted».
Antes de la comunicación sintió una voz —seguramente la de
De Quevedo— que le decía: «Es inútil que llames porque no me vas a
encontrar». Igual lo hizo, llevado por su desesperación, con el resultado que
conocemos.
A medida que pasaban las horas las cosas se iban agravando. Desesperado
fue a El Pino. Con sus últimos mangos. Ni siquiera estaba Ismael, pues en esa
ocasión tenía franco. La voz —supuestamente parecía De Quevedo— le dijo:
«Te dije que no me ibas a encontrar. Ya no me vas a encontrar. A menos que
yo quiera». El gordo, en su infinito horror entró en uno de esos trucos que la
mente fabrica cuando el dolor es muy grande. Pensó: «Es mentira. Sigo
imaginándomelo todo». Y apoyó una mano en el mostrador con intenciones
de preguntarle al dueño si De Quevedo no había andado por allí. Sintió una
leve descarga eléctrica en las manos, cosa rarísima si se piensa que el mueble
no era metálico sino de madera. No existía razón natural para ese golpe.
Aunque hubiese un cable de alta tensión bajo el despacho, nada podía ocurrir
pues desde que el mundo es mundo la madera es mala conductora del calor y
de la electricidad. Aparte aquella superficie no estaba mojada y ni siquiera
húmeda. Instintivamente, y de cualquier forma, retiró sus dedos en el instante
del suceso. Se obligó a ponerlos otra vez. Nueva descarga, mucho más fuerte
y con una advertencia: «Seguí jodiendo, nomás, y ya vas a ver lo que te
pasa». Sotelo, cagado en las patas, se apresuró a reconocer mentalmente que
la magia y los castigos teológicos existen, y tocó por tercera vez, con timidez,
la mesada. No se produjo un nuevo shock. Era la prueba definitiva. A partir
de allí ya no se permitió dudas protectoras. Salió de El Pino y marchó a su
pensión. Después el horror de irse a dormir, el espanto de levantarse al otro
día para trabajar como peón en el banco. Mientras hacía sus tareas se le cayó
un balde lleno de agua en el archivo. El líquido parecía su propio ser
desparramado y entrando en la nada. Aparte lo terrible se veía aumentado por
la absurda tarea física de tener que levantar toda esa agua. Ésta se había
filtrado bajo rincones imposibles de modo que fue muy difícil recogerla.
Demoró quince minutos. Todos dijeron alguna vez «estoy hecho mierda»,
pero nadie sabe qué es estar hecho mierda.

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Sabía que el Maestro se lo había prohibido: «No me busques pues no vas
a encontrarme». No debía hacerlo, pero ¿cómo no hacerlo? Cómo no pedir
ayuda. Ya, a esa altura del mes, no le quedaba plata para el ómnibus, de modo
que se fue a La termitera a pie. Cincuenta cuadras. Caminaba muy despacio.
De noche. Sabía, también, que no tenía derecho a pedir al Maestro que lo
perdonase, pero sin ese perdón no podía vivir. Si, por el contrario, se
suicidaba, en la otra vida las cosas iban a ser peores: infinitamente peores.
Como que iba al infierno de cabeza. De modo que rogaba sin rogar, suplicaba
sin suplicar; hasta sus pensamientos telepáticos (porque hay otros que no lo
son) eran a medias palabras, casi silenciosos, como si hubiese apelado a una
telepatía más sutil. De Quevedo —el supuesto De Quevedo— por fin le
contestó: «Rogás y pedís, pero no sabés que yo ya te di todo. No entendés, en
realidad, muy bien el problema, ni lo que yo hice por vos. Antes de hacer lo
que hice sentía las advertencias celestiales y humanas dentro mío, pero no les
di pelota. Por razones de amistad me negué a escuchar. Desoí todas las
señales de peligro. Me jugué, ¿comprendes?». Sotelo intentó una defensa:
«No me tenés confianza; yo valgo más que lo aparentado por mí…». Con
brusquedad: «Confié totalmente, ¿te da cuenta? Y me jodí, Yo, sin saber —
pues te tuve confianza no obstante todos los signos, negándome a averiguar,
pese a ser un mago de alto grado—, te di una parte de mis poderes. Por
razones de amor. Me traicionaste: no por algo que hayas hecho sino por lo
que sos, el caso es que yo, al darte ese poder, también cagué fuego pues quedé
unido irreversiblemente a vos. Ahora tu destrucción también será la mía.
Ambos iremos al infierno, que sí existe, a las llamas eternas. Vos, al
traicionarme, generaste una lucha teológica. Ahora, en el mundo de los
símbolos, yo soy el Espíritu de la Luz y vos el Anti-ser. No porque lo haya
deseado sino a causa de que no dejás otra opción. Nunca quise esto. Sos,
entonces, gracias a los símbolos, el Dios del Mal: Exatlaltelico, quien dictó a
los exateístas sus Evangelios diabólicos. Siempre quise tener un encuentro,
cara a cara, con el Anti-ser. Rogaba para que sucediese. Pero nunca supuse
que ello tuviera lugar en esta forma, a través de un supuesto amigo. Ahora,
luego de siglos y siglos, te tengo enganchado, hijo de puta. Hace miles de
años que te busco». Sotelo sintió, en ese instante, a causa de la energía
telepática que le era impuesta, la totalidad de la idea; él, una criatura humana,
estaba encarnando a un arquetipo. Dentro de cualquier hombre puede alojarse,
por un momento —o para siempre, depende— un Espíritu de la Luz o de las
Sombras. Y a él le sucedía. Así, pues, asumiendo al Anti-ser alojado en sí,
Sotelo respondió como si ya no fuera el gordo sino el espíritu maléfico que el

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otro logró arrinconar: «Si me destruís también te vas a aniquilar. Te conviene
soltarme». «Yo tengo algo que vos no conocés ni de nombre: el honor. No
renuncio al paso que di ni para salvar la vida. Me hago responsable hasta el
fin de todo. Por algo soy el Ser, creé el Universo con mi amor y soy el
Espíritu de la Luz. No tengo miedo y vos sí. Ambos volveremos a las
tinieblas primordiales. Pero así como yo hice que la luz y la materia fuesen,
mediante un terrible acto de amor (algo así como no tener y sin embargo dar
algo, para que las cosas sean) así mismo, cuando vuelva el caos, sabré salir
del infierno creando un mundo de la nada (dando algo cuando nada tenga). Te
imaginás qué amor hay que tener para enfrentar un dolor inenarrable así, ¿no?
Ser quemado vivo sería más dulce que arrancarse pedazos del Ser,
sumergidos en la dolorosa nada, para echarlos en la nada (sin expectativas ni
doble intención) y que así las cosas sean. En el nuevo Universo, creado con
una segunda inmolación de mi ser, no vas a estar vos, hijo de puta. Estuviste
en el primero por mi piedad. Por eso te dejé entrar y me jodí. Pudriste todo lo
creado, siendo que sin mí habrías permanecido chillando de dolor en la nada
primordial. Yo también sufría ¿qué te crees? Sin embargo tuve el coraje de
sufrir todavía más para crear algo. Porque el cosmos sólo puede ser creado
por quien esté dispuesto al sacrificio infinito de dar cuando no se tiene cosa
alguna. Vos ya te olvidaste de las épocas en que estabas en la nada junto
conmigo. No bien te saqué de ahí (luego de mi creación, que vos no fuiste
capaz de igualar), lo primero que hiciste fue seducir a los hombres, a las
criaturas que yo había creado, corromperlas con tus Evangelios. Por envidia
ante la Obra. En tu furiosa impotencia creativa convenciste a los hombres de
que debían ayudarte para conducir el Cosmos a la nada, olvidando en tu
locura (sólo un ser de origen celestial como vos puede tener una locura de esa
clase) que en la nada lo pasabas muy mal. O sea: procediste a la destrucción
de lo creado pasando por alto que el fin de tu accionar sería en caso de que lo
lograses caer en aquello que más temías. Pero tus celos fueron más fuertes.
No soportaste con humildad la (para vos) humillación de no ser el creador de
lo visible e invisible. Y los hombres, mis criaturas, te hicieron caso. Ellos son
cómodos y cobardes y sobremanera estúpidos. Destruir y maldecir es más
fácil que preservar lo ya hecho. Por eso doblaron la rodilla ante vos. Pero,
ahora, Exatlaltelico, te tengo bien enganchado. Vas a ir a la nada otra vez, con
la diferencia de que ya nadie tendrá la piedad de ayudarte a salir, vistos los
estropicios que causaste. Yo no tengo miedo de hundirme. Sé lo que me
espera. Serán para mí siglos, milenios, millones de años como terrestres (sin
tiempo) los que pasaré en el infierno, pero al final juntaré potencia para crear

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a costa de un aumento de mi dolor, a costa de ampliar mis brechas y
desgarraduras. Me hacen gracia los exateístas, tus seguidores, cuando te
atribuyen la creación del Infierno, del Cielo y de la Tierra. Yo creé la Tierra y
el Cielo, como sabés muy bien y de sobra, pero no hice el Infierno. A él nadie
lo creó. Ya estaba, y nosotros inmersos en él. Si precisamente fabriqué el
Cielo y la Tierra fue para que el Infierno retrocediese. Hice dos islas,
confortables; para la divinidad y los espíritus una, para las criaturas materiales
y vivientes otra. Ahora el Infierno volverá y avanzará ocupando mis dos islas
y ya no habrá lugares y el pergamino será enrollado. Pero aún mi fracaso es
un fracaso de amor y no me culpo. Vos sos el inventor de la culpa, de modo
que la culpa es tuya. Yo estoy más allá de ella. Fracasé, cierto, por tenerte
piedad, pero hasta el error de la piedad debía cumplirse en un Universo
perfecto. Ya pagué, completé y cumplí. No estoy obligado, pues, a repetirlo
en la segunda parte, cuando yo retorne». Sotelo (en Anti-ser): «¿No habrá
entonces oportunidad para mí?». «La misma que tengo yo. Si sos capaz,
cuando estés en la nada, de dar algo teniendo nada, generarás un nuevo
Universo con su Cielo correspondiente. Pero qué vas a hacer, vos, si ni
siquiera ahora, que todavía tenés algo y participás de la realidad tangible, te
animás. Qué vas a ser capaz de arrancarte pedazos de ser para echarlos al
abismo. Para dar ser hay que ser, y vos anti-sos». «Tené piedad. Acordate de
que yo también soy escritor» (el Anti-ser se refería a los Evangelios que dictó
a los hombres). El otro rió: «¿A ver? A esto no me lo esperaba. ¿Cómo se
responde en este caso? Lograste sorprenderme». Lo curioso es que el otro no
simulaba: Esa ridiculez, ese argumento infantil había logrado descolocarlo,
por increíble que parezca, cuando ningún argumento ni súplica lo había
conseguido. El momentáneo desequilibrio era real y la voz enmudeció, como
si hubiese retrocedido a sus cuarteles para meditar mejor. Sotelo entró a La
termitera.
En el medio del salón, sentados a una mesa y tomando café, estaban
De Quevedo y Teresa. Aquél no había levantado la vista. Teresa en cambio,
como si no participara de las virtudes telepáticas, necesitó mirar. Dijo —al
gordo el ruido del bar no le dejaba oír pero entendió por el movimiento de los
labios— a su compañero: «Ah, mirá, ahí viene». El gordo, sin tener
demasiada fe en lo que decía comentó: «Todo el día de hoy, y ayer también,
estuve combatiendo con armas solares, para ver si puedo…». Calló al ver los
ojos del otro. Comprendió que nada que dijese tenía importancia. No podía
inventar ninguna excusa ni justificación. Con las «armas solares» quiso
significar; «estuve gastando pedazos de mi ser como si fueran pólvoras y

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cañones astrales, a fin de controlar a la voz que yace en la grieta, en el terrible
abismo». Supo que el otro sabía demasiado como para creerle. Era como
decirle mentiras a Dios. Un recurso infantil. De Quevedo tenía un trozo de
papel muy blanco sobre la mesa y escribía y dibujaba cosas sobre él. Para su
trabajo usaba un marcador de tinta negra. El dibujo era muy extraño.
Constaba de cuatro especies de columnas que sostenían algo arriba y abajo.
Cada tanto insertaba nombres con letras castellanas pero intraducibies. Sotelo
miraba cómo poco a poco los trazos tomaban forma. Aquello era muy regular.
El gordo estaba como hechizado y pendiente de los grafismos. Cuando
De Quevedo dio por concluido aquello, lo aprisionó dentro de un cuadrado.
Antes de terminar —lo hacía muy despacio— le preguntó: «¿Vos sabés que
es esto, Sotelo?». «Sí. Es un lugar donde yo estoy», contestó sin pensar. El
Maestro asintió. «¿Vas a vivir o vas a morir en esta Tierra, Sotelo?». Sin
pensar —porque algo no le permitía pensar dentro de la conciencia—: «Voy a
morir». «¿Dónde y de qué manera vas a morir?». «Ahí adentro», dijo Sotelo y
señaló el dibujo. El otro terminó y procedió a guardarlo dentro de un libro que
tenía a un costado. De alguna manera la respuesta no fue del agrado de ese
Maestro de alto grado, pues replicó: «Lo que yo te pregunto es si vos vas a
vivir o vas a morir en esta Tierra». «Ya te dije que voy a morir». «¿Pero lo
vas a hacer en las condiciones nuestras o en las de ellos?». «En las nuestras.
Yo quisiera tener un último acto que me redimiese, pero no sé qué…».
«Sabés, Sotelo, yo estoy muy solo en esta lucha. Pocos me ayudan. Conozco
el futuro del mundo, que es la destrucción, y me gustaría, antes, hacer un
lugar donde se pudiera adorar, aunque ya no haya tiempo para esas cosas. No
tengo recursos, casi. Tengo diez años. Sólo diez años, antes de que se termine
todo. ¿Te parece que lograré hacer mi templo en diez años?». «No sé. Espero
que sí». Con severidad y sin acercamiento: «Claro. Vos esperás. Te lo
agradezco mucho —lo miró recto a los ojos, y como dentro de una nueva
intención—: Estábamos demasiado adelante. —En ese momento Sotelo
entendía todo; comprendió que el otro quería decirle: “Me equivoqué, pues en
realidad vos estás atrás, no adelante; estás en lo inactivo: demasiado culo y
pocos huevos, según se vio”—. Sí. Estábamos demasiado adelante. Ahora
tenemos que volver atrás y empezar desde más abajo». En ese momento un
conocido común se acercó a la mesa. Dijo mirando a Sotelo: «Che, gordo,
¿qué carajo te pasa? Tenés una cara terrible. Parecés un vampiro que salió de
la tumba». Sotelo simplemente lo miró. No tenía fuerzas como para inventar
una respuesta convencional. El otro, como si viese confirmadas sus sospechas
de vampirismo, hizo una cruz con los brazos. Sotelo sonrió con tristeza y dijo:

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«Paredes exorciza al vampiro después que Nosferatu se ha ido». De Quevedo
sonrió como dando a entender: «No se fue. Sigue estando, como sabés
perfectamente». El pobre Paredes, que no gozaba del don telepático, y nada
sabía del diálogo mudo, comentó antes de alejarse muy impresionado (aunque
sin entender del todo qué lo asustaba): «Bueno, pero lo hago para que no
vuelva».
Teresa, luego de esa primera frase antes de que el gordo se acercara a la
mesa, no volvió a abrir la boca. Siguió muda hasta el fin. De Quevedo dijo
señalándola: «¿Sabés que estamos muy preocupados por el chico? Sí.
Estamos muy afligidos porque viene mal. Así nos dijo el médico. Y es raro.
También el tipo está extrañado, porque Teresa es una mujer fuerte y sana,
pero hay un problema que no tiene explicación. La medicina no es capaz de
interpretar por qué nuestro chico está colocado así, de esa manera tan extraña.
Es como si el feto hubiera sido corrido por alguna fuerza desconocida».
Sotelo, por supuesto, pensaba en la noche cuando en la imaginación (¿o qué si
no?) él y la voz procuraban que Teresa abortase. El Maestro lo sabía, claro
está, pero jugaba al desentendido. Agregó: «Sí. Es todo muy extraño. Vamos
a luchar para no perderlo. ¿Sabés? Vamos a luchar hasta las últimas
consecuencias, caiga quien caiga, pero es difícil. Todo es muy difícil.
Después que las otras noches hablé con el médico y me dijo lo que me dijo,
salí al balcón de la clínica. Era noche sin estrellas y había una Luna muy rara.
Como no vi otra en mi vida. Yo dije en voz alta: “Es esta puta la que tiene
ganas de cagarme al pendejo”. Claro, vos ya te imaginás, no es que yo me las
agarre con la Luna, pobrecita. Ella qué culpa tiene. Era la Luna de ese
momento la culpable. Y ni siquiera: la Luna, esa Luna, era maléfica porque
alguien la controló para la maldad». Bien sabía Sotelo que él, como Anti-ser,
como enemigo de toda criatura viviente, era el causante de las negativas
fuerzas del astro en ese momento. Y sabía que el otro sabía, claro está. No
dijo nada. Suplicó con los ojos. El otro permanecía sordo e indiferente. Como
el gato con el ratón. Siguió comentando: «Tenía la reglamentaria en ese
momento. Todavía no había pedido mi baja —haciéndose el tonto—: ¿Sabías
que pedí mi baja? Sí. Todavía tenía el arma y de pronto me entraron ganas de
sacarla y vaciar el cargador contra la Luna, contra esa Luna. Decí que uno no
se puede permitir a esta altura ser pasional. ¿Pero qué habría pasado, me
pregunto, si yo veía en ese momento a una vieja, a una vieja como esas que
andan arrastrando escobas? ¿Qué habría ocurrido si yo la veo a ella llevando a
mi pendejo por el cielo? Te imaginarás que yo no me iba a quedar tan
tranquilo. Me largaba al vacío a detenerla, y allí se habría producido un

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fenómeno que no sé qué consecuencias hubiese tenido para el equilibrio del
Cosmos, porque los seres humanos no podemos burlar las leyes de la
gravedad, y es el caso que yo, ahí, sí hubiese podido, pues no me habría
estrellado contra el pavimento, sino que hubiese volado tras la vieja para
arrancarle a mi chico, que quizá, quizás, ahora no exista. Se habría producido
una contradicción entre “Los hombres no pueden volar” y yo que sí vuelo, y
quizá todo hubiese vuelto al caos. ¿Eh? ¿A vos qué te parece? ¿O suponés que
sólo habría encontrado mi límite? ¿Que el Universo no sufriría las
consecuencias, imaginas vos? No sé. Lo cierto es que la vieja no apareció, lo
cual, dentro de todo, fue una suerte, supongo. Te preguntarás cómo digo estas
cosas terribles delante de Teresa; cómo es posible que yo comente estas cosas,
preocupándola, cuando aún luchamos para salvar a nuestro hijo. Es que,
sabés, ella no se jode con nada que yo pueda decir, por terrible que sea. A ella
le cagan la vida otras cosas».
Después De Quevedo —o quien fuera— se volvió a Teresa (o a alguien
muy parecido a ella) y le dijo: «Parece que estos miserables de los
norteamericanos están por llegar a Ganímedes, nomás. Ojalá fracasen, pero no
lo creo. Mañana a la noche piensan descender sobre el satélite de Júpiter. No
hay cosa que no caguen, ¿eh? Sí. Me juego la cabeza que lo consiguen.
Paralelamente a ello —mirá vos, Teresa, qué simbólico—, hay un navegante
solitario que intenta atravesar el Atlántico sobre una chalupa. Yo sé que nadie
me cree en estas cosas, y que dicen que exagero, pero la verdad es que a este
viaje a Ganímedes lo hacen para que la gente olvide que este navegante está a
punto de cruzar solo el océano con algo que él mismo fabricó, con sus manos.
Sí. Debo ser la única persona de la Tierra que se ha dado cuenta de algo tan
obvio que nadie lo ve: ellos gastaron dos mil millones de dólares para
enmascarar la aventura de un artesano valiente y solitario. Sí. Es exactamente
así. Hay una cantidad de Asociaciones que protestan contra este vuelo y la
profanación que implica. Hasta los Testigos de Exatlaltelico, que en muchos
aspectos difieren conmigo pero tengo que reconocer que están iluminados en
esto; hasta los Testigos de Exatlaltelico, repito, han salido al frente y
protestan. Toda la gente importante del mundo se manifiesta en contra, pero
ellos siguen adelante sin escuchar. Es como si tuviesen un poder oscuro tras
sus espaldas y que los apoya, ¿sabés Teresa?».
De Quevedo monologó unos cuarenta minutos más, siempre en el mismo
tono. Un mozo le trajo un sándwich de lomo que había pedido. De Quevedo
se lo llevaba a la boca y paró. Le ofreció a Sotelo: «¿Querés?». El aludido
negó con la cabeza. Sintió dentro suyo una voz muy clara: «¿Por qué no

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querés?, si me lo has sacado todo. Qué te importa compartir este sándwich
conmigo. Este sándwich que es lo único que tengo para comer hoy, mañana y
pasado. Casi preferiría que llevado por tu egoísmo sin igual me lo comieras
íntegro». Por fin el gordo, por la misma violencia del horror, hizo un esfuerzo
postrero de acercamiento y comentó: «De cualquier forma, y no obstante, creo
en la grandeza final de algo…», —estaba por decir: «De mi ser»; no pudo
pues el otro, que lo sabía, lo impidió mediante el bloqueo y frase telepática
implícita, de telepatía más sutil que la otra; en efecto, el Maestro le daba a
entender: «No podés mencionar lo que no existe. Tu ser no existe»; entonces
el gordo, mediante un tipo de sorpresa muy suya, halló un giro, un rodeo
sorpresivo y repitió con una variante—: «… de alguien que sos vos».
De Quevedo —o quien fuera— sonrió, como tocado por primera vez. Dijo:
«Estoy contento. Estoy contento pese a todo».

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DIEZ

LA NOCHE ANTES DEL FIN

Sotelo siguió dos o tres días así, cada vez peor. La voz lo tenía loco con su
jingle, «yo soy vos, puto puto puto. Yo soy vos, puto puto puto. Cáncer para
to, dos, tra, la, la. Cáncer es amor». Había cobrado su medio aguinaldo, el
pobre infeliz. Fue a comer a un boliche, después de casi 20 días tragando
aceite y pan salado porque eran los únicos alimentos baratos a su alcance. No
bien se sentó se le aparecieron De Quevedo y Teresa, en astral. El gordo había
pedido churrascos (dos), ensalada mixta, vino y postre. El mozo, humano, se
lo trajo todo junto para no hacerlo sufrir. Pero ellos no estaban dispuestos a
dejarlo tranquilo. De Quevedo le dijo a Teresa: «mirá cómo come; igual a un
cerdo». Ella asentía despreciativa. El gordo se puso furioso por primera vez
en 168 horas (el hambre y la injusticia tienen sus propias leyes, aún cuando
toda la teología se opusiese): «Y claro, por supuesto. Qué se creían. Si
después de todo me espera el infierno, quiero ir bien comido al menos».
De Quevedo no pareció impresionado por la explosión. Siguió diciendo a
Teresa: «Como un cerdo. Exactamente igual a un cerdo». Luego de la amarga
y vectorizada comida, Sotelo, ya sin hambre, balbuceó: «¿Puedo pagar?».
«¿Al mozo, querés decir? Sí, por supuesto. Él es inocente, nada tiene que ver
con esto. Yo siempre pago mis deudas». Quería significarle que el dinero de
Sotelo no era del gordo, aunque la sociedad así lo pensara. «Págale al mozo
con mi plata», deseaba darle a entender.
El gordo se fue a la pensión. Todos dormían y él se puso a escribir. No
deseaba hacerlo, pero De Quevedo se lo ordenaba: «Tenés la obligación de
crear, como hago yo, aunque todo se venga abajo. Es un deber. Un deber-
ser». De manera que el gordo comenzó a copiar y corregir y corregir su
novela inconclusa. No tenía correspondencia con el argumento (o sí, como
que todo tiene que ver con el Todo, según la Tabla de Esmeralda) pero en un

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momento dado puso una frase que no era suya: «Pagarás por mi hijo muerto».
Si algún día aquello se publicaba el lector quedaría muy sorprendido ante el
exabrupto. Pero así quedó. Luego de trabajar dos terribles horas, sin ser, pero
creando igual (dando algo cuando se tiene nada), Sotelo suplicó a su verdugo:
«¿Me puedo ir a dormir ahora?». «Sí. Sí podés». El gordo se acostó y el otro
le hizo prender su radio a transistores para localizar un informativo. Era un
programa en cadena mundial. Los norteamericanos estaban por llegar a
Ganímedes y daban cuenta de ello paso a paso. «Hubo inconvenientes de
última hora, como ya se ha dicho. La sonda tripulada no se desprendía de la
nave madre. Durante casi cuarenta minutos el mundo permaneció en
suspenso. Ahora parece que los problemas se han resuelto. Están a punto de
partir. De la Tierra dan el OK». Sotelo, manijeado, pensaba: «Es la última
posibilidad que tengo: que no lleguen. Ése será el símbolo de que la
profanación no es definitiva. Si el cosmos se salva quizá también yo pueda
salvarme». La radio seguía diciendo: «Es un momento histórico. ¡Atención!:
la cápsula acaba de desprenderse. Desde el centro de lanzamiento de Houston
nos informan que la separación ha sido con toda felicidad. Edward Pinter y
Harold Mac Namara serán los dos primeros seres humanos en posarse sobre
la superficie de Ganímedes. La técnica del hombre está luchando contra las
terribles fuerzas gravitatorias del planeta más grande del sistema solar, luego
del Sol mismo. La tensión, en Houston, es enorme». Sotelo: «Que no lleguen,
que no lleguen. Por favor, que no lleguen». «Pero van a llegar», le replicó
De Quevedo. «Oh no, por favor. Por piedad». «Es al pedo que supliques.
Acordate de las palabras: “Ello se ha consumado”». «Aquí Houston. La sonda
se acerca a Ganímedes. Nos comunican que ya está dando vueltas alrededor
del satélite de Júpiter. Entró en órbita. Ahora intentará el descenso. Edward
Pinter y Harold Mac Namara emulan así la hazaña del ‘69 cuando Neil
Armstrong pisó la Luna». «Que no puedan. Que no puedan. No es posible que
yo me destr…». «Atención, atención, aquí Houston: ¡Está descendiendo!,
¡está descendiendo!». «Por favor. Ninguna criatura puede soportar el infierno,
el verdadero infierno. No debería existir. Es inhumano». «El infierno es
terrible para todos. Hay cosas que no se pueden hacer impunemente. Sos
responsable de todo esto». «Aquí Houston: ¡La sonda está a pocos metros de
Ganímedes! Ya casi lo toca. Ahora, ahora está. ¡Acaba de posarse! Termina
de efectuar, con toda felicidad, un descenso suave sobre Ganímedes. ¡La raza
humana ha triunfado!». «¿Lo ves? Yo te lo dije: Se ha consumado.
Consumatum est». Sotelo apagó la radio. No obstante las sombras del cuarto,
y que rodeaban su cama, vio recortado sobre la pared frente suyo al rostro de

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De Quevedo. Sólo el rostro. Parecía un astro más que una cara. Un astro
parecido a Ganímedes. Con todos sus promontorios, fallas geológicas,
volcanes apagados, cráteres de meteoritos. Una parte —casi la mitad de la faz
— estaba en menguante. Con sombras que avanzaban hacia el centro. ¡Pero
qué sombras!: las de la nada. Así, pues, aquel rostro de Maestro mostraba una
progresiva destrucción. Era como el único objeto material que lo separaba a
Sotelo del vacío eterno. La cabeza de De Quevedo aparecía invadida desde
todos lados por una oscuridad grisácea en borbotones. Como un ácido
corrosivo.
Durmió esa noche, aunque parezca mentira. Al otro día fue al banco. El
capataz le ordenó bajar y quemar basura en los grandes incineradores. El
gordo echaba paladas de papeles, y porquerías varias. Dijo en la soledad del
sótano: «Maestro: no aguanto más. Cualquier cosa es preferible a esto.
Seguramente habrá algo que yo pueda hacer. Algo. Cualquier cosa. Por
terrible que sea. Ordéneme. Déme una última oportunidad. Ya sé que no
merezco nada, pero démela porque no aguanto tanta culpa». «No sé… es
difícil. Quisiera Ayudarte. No tanto por mí —ya sabés que yo no tengo miedo
— sino por vos. Podemos intentarlo pero… No. No creo que puedas».
«¡Pídame!, ¡pídame cualquier cosa!». «Después de haber comido anoche
como un cerdo, demostrá que sos capaz de un sacrificio supremo. Tomá todos
los billetes de tu medio aguinaldo en uno de tus puños y metelo en el vacío».
«¿Cómo? No entiendo». «¿No entendés? ¿Seguro?». Entonces Sotelo
comprendió: El fuego del incinerador. «Sí. Ahora ya sé». «¿Te das cuenta?
Hasta que los billetes se carbonicen: aunque para conseguirlo debas quemar tu
mano hasta transformarla en huesos blancos. Sólo un sacrificio heroico de tu
parte puede parar la progresión de destrucción que iniciaste. Demostrá que
podés. Resultaría igual a un Dios que, dentro de la nada, tiene el coraje de
poner algo suyo en un lugar todavía peor. Es como colocar un miembro
dentro del infierno. Tu símbolo sería suficiente para anular a los otros
símbolos anteriores, maléficos, que desataste. Si podés hacerlo, si tenés amor
suficiente, quizá podamos salvarnos los dos. Pero el amor nunca puede ser
unilateral. No basta con el mío. Se precisa que vos demuestres el tuyo».
Sotelo abrió la puerta del incinerador. Las llamas estaban altas, a plena
potencia. Tomó los billetes de su medio aguinaldo y los metió con puño y
todo. Se sostuvo unos momentos. Sintió un dolor completamente increíble:
una progresión geométrica de dolor. Durante un segundo pensó: «Cómo sería
si todo mi cuerpo estuviese adentro». También vino la respuesta, en un
instante: «Es preferible entrar sin mano al paraíso y no ir de cabeza, completo,

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al infierno». Pero no pudo aguantar. Sus reflejos lo traicionaron. Con un
alarido soltó los billetes, que se terminaron de carbonizar, y sacó su brazo.
«Fracasé —pensó horrorizado—. Debí quedarme por lo menos hasta que los
billetes se consumieran en mi mano». Sintió un gran silencio por parte de su
Maestro, quien no parecía asombrado. Como si le hubiese dado una
oportunidad final, aun sabiendo que no sabría aprovecharla. El gordo tenía
quemaduras de primer, segundo y tercer grado. El fuego era muy violento y se
quedó lo bastante como para producirse una buena destrucción (aunque no
fuera suficiente desde el punto de vista teológico, si lo era desde el físico).
Subió con el ascensor. «Tengo que hacer algo». «Matate si no sos capaz de
otra cosa. Deja de profanar el mundo». «Si me mato voy al infierno». «Quién
sabe. Si te matás en las condiciones del Ser…». «Me voy a tirar por el
balcón». «Si tenés el coraje de largarte al vacío… Cuando uno fracasa por
cobardía luego se ve obligado a hacer cosas más difíciles». «No voy a poder.
No creo que pueda. Va a ser muy difícil. Largarse desde un balcón y nunca
más ser. Dejar la Tierra…». El gordo se asomó por la ventana del banco.
Afuera, la calle. «Déjeme en paz, déjeme en paz Maestro. Mire que no creo
ser capaz de hacer esto siquiera. Sé que matándome haría algo lo bastante
difícil y heroico como para limpiarme, pero no tengo el coraje». «¿Preferís
entonces esperar la muerte natural, con la condenación que va a encerrar para
vos?». «Es que no puedo». (Miraba los coches más abajo). Lo pensó muy
seriamente, se sintió caer, destrozarse de un golpe tan terrible como nadie
imagina a menos que lo haya hecho o haya pensado seriamente en hacerlo: el
dolor del suicidio por caída es algo por completo distinto a lo que la gente
imagina: todos suponen que no se siente nada. Pero están equivocadísimos.
Como nunca llegaron al borde jamás sintieron el otro lado, con total lucidez,
desprovista de mentiras y masoquismos. El dolor y la nada eternos. «Cerrá la
ventana». «Pero…». «No podés. Cerrá la ventana». Sotelo bajó la escalera.
«Te comunico que esto no puede quedar así —le decía De Quevedo—. Tenés
que hacer algo o cada vez va a ser peor para todos». «¿Pero qué, si no tengo
coraje ni para quemar mi mano hasta la carbonización ni para arrojarme al
vacío?». «Ah, no sé. Tendrás que pensar en algo». «El bancario…».
De Quevedo no comentó nada a esto último. Dejó que el gordo decidiese.
Sotelo siguió pensando: «Sí. El bancario». Pero igual tenía miedo: ¿matar al
bancario? Después lo reventaría la policía. Justo en ese momento tuvo una
iluminación: la vio a Teresa que abría una ventana para arrojarse por ella.
«¡No!: que ella no se mate por mí», dijo el gordo. «No se puede impedir —
replicó De Quevedo—. Ni yo puedo. Ella perdió el chico por tu culpa y aquí

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nadie se hace responsable. Nadie hace un acto sagrado que compense y
permita la continuación de la vida. Cuando los culpables no se
responsabilizan, los inocentes deben pagar. Hasta que todo el Universo se
destruya». «¡Esperen!: todavía no —gritó Sotelo—. Voy a hacer algo». El
gordo tomó una planchuela de acero y la envolvió en papeles que encontró en
un cajón. Fue hasta la oficina del sindicalista. Farallón comprendió a medias
que se le venía encima algo muy pesado pero no lo entendía del todo. Le
preguntó al gordo, al verle el envoltorio: «¿Qué te pasa, hermano? ¿Qué
llevás ahí?». Al ver la cara homicida de Sotelo se volvió a otro compañero de
tareas y le dijo: «Esperate, Campos: este muchacho no se encuentra bien. Pedí
que vengan a atenderlo. Hay que llamar a un médico. Tocá el timbre para
que…».
No pudo decir más. Sotelo se le abalanzó. Al gordo el tiempo lo estaba
urgiendo: veía que Teresa, una vez y otra, se tiraba por la ventana, y
escuchaba el comentario de De Quevedo, como un disco rayado: «Es que ya
no se te aguanta, es que ya no se te aguanta, es que ya no…». Pegó un golpe
terrorífico sobre el cuello del bancario (o por lo menos lo intentó). Tuvo lugar
entonces una cosa muy extraña: la planchuela pareció rebotar en el aire.
Como si un colchón invisible protegiera la cabeza del otro tipo. Éste no se
defendía pues desde que vio las intenciones de Sotelo quedó paralizado, sin
embargo fue como si alguien, con un golpe de karate, hubiese hecho un
bloqueo arrojando luego la planchuela lejos del cuello de la víctima y de la
mano del gordo. Quedó, pues, desarmado. Sotelo gritaba enloquecido:
«¡Traidor!… ¡Traidor!… Es un traidor a la vida, igual que yo. Cómo no voy a
saber que es un traidor si yo soy un traidor a la vida. ¡Traidor!…». Y se arrojó
con todo su peso y la fuerza que da la locura sobre el cuello del bancario para
estrangularlo. El otro ni siquiera gritaba; tal era su cagazo que apenas atinaba
a gemir de horror. Su compañero Campos hizo sonar la alarma contra asaltos.
Al minuto eso se llenó de policías. Intentaron reducirlo. Más fácil habría sido
inmovilizar al Carlanco. Cuatro agentes del orden y no bastaban. Tuvieron
que pedir refuerzos. No querías pegarle pues Sotelo sólo forcejeaba y el lugar
se había atestado de personas (una nota de color en sus vidas grises; «No
sabés lo que te perdiste, Julia; hoy en el banco un tipo se volvió loco y…»).
Campos, el otro bancario, sufrió un ataque de histeria: «¡Soltalo, soltalo hijo
de puta…! ¡Ahhhhh!». Pero tenía prudente cuidado de mantenerse a distancia.
Después los policías fueron siete. Sólo así pudieron reducirlo. Pero antes, en
medio del combate —en realidad no fue combate completo, pues Sotelo no se
animaba a pegarle a la cana ni ésta a él; ellos no lo reventaban porque había

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público, y él porque su Maestro fue policía— el gordo, con los ojos
desorbitados, le dijo a uno de los agentes: «Matante… Matame… ¿qué
esperás?». (Sotelo pedía aquello con toda sinceridad). El policía, por
supuesto, no sacó el arma porque no era boludo: él, que estaba acostumbrado
a habérselas con pizzeros fuertísimos que destruyen locales enteros en un
ataque de locura, sabía que la cosa no venía por el lado del caño. A ese gordo
de mierda era preciso sujetarlo con la menor efusión de sangre posible. De
cualquier manera le echó una mirada muy rara, de esas que sólo otro policía o
un preso entiende; una mirada que era la suma de dos fuerzas: «Si te salvás de
que te pegue un tiro no será ciertamente porque no tenga ganas, gordo
pelotudo»; y esta otra: «No. No tenés que matarlo: ¿no ves que está loco?
Pobre infeliz».
Por último lo dominaron: dos sujetaron sus piernas terribles (no por ex
gordezuelas menos fuertes), otros sus brazos, el tórax, etcétera. Al bancario, a
todo esto, se lo llevaron con los pies para adelante, como en los chistes. Su
espalda descansaba en los brazos de dos porteadores solícitos, en tanto que los
tacos de los zapatos (delante suyo, repito) arrastraban por el suelo imponiendo
a éste sus frotamientos. De modo que era algo inexplicable: ¿cómo puede ser
que a alguien lo saquen de un sitio con los pies en el piso? ¿Cómo no saltan,
sus tacos, al vencer los frotamientos en forma discontinua? Desde chicos
sabemos que si marchamos con una rama delante cuya punta toca el suelo,
ella se comporta como un canguro. Pero se lo llevaban y en esa forma. El tipo
gemía dulcemente: «¡Aaaagh…!, ¡aaah…!, ¡ghghgh…!». Qué cagazo. La
horripilancia penúltima («Aquí se me termina todo»). Por un momento dejó
de existir la Línea General, el Partido y hasta el Sindicato. Cómo habrá
echado de menos, durante fracciones de segundo, las pequeñas cosas de todos
los días («Cuánto me gustaría estar en…»; o si no: «Qué ricas son las
ensaladas mixtas. Yo que siempre comí distraído y a la disparada, reconozco
que me gustaría sentir en mi boca —justo ahora— un buen bocado de lechuga
con aceite, cebolla, tomate y sal; incluso con un poquito de vinagre»).
Farallón tenía la misma cara de la Unión Soviética cuando la invadió
Alemania. Al final ganaron, ciertamente, pero buen susto se llevaron. Tú di
—como diría un panameño— que la ayudaron los Estados Unidos de
Norteamérica y la Comunidad Británica de Naciones, pues porque de venir la
mano de otra guisa, al camarada Stalin se le habrían quemado los bigotes
hasta el sótano, incluyendo a las cápsulas de fundación y a la firma del
arquitecto.

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El oficial a cargo tranquilizó un poco a Sotelo. Contribuyó bastante a ello
el hecho de que se llevaran a su enemigo. Lo condujeron por las buenas hasta
el patrullero. Uno de los policías lo invitó con un cigarrillo mentolado, que
eran los que solían fumar ciertos policías por esa época. El gordo no fumaba
pero aceptó. Ya en el calabozo desnudo, el horror volvía por momentos: no
por lo que había hecho sino por la culpa, que no lo abandonaba. La culpa por
Teresa, entiéndase bien. Vio cruzar delante de la reja de su celda a un policía,
a toda velocidad; se quedó helado, pues era igual a De Quevedo. No podía
entenderlo: El otro había pedido la baja y además nunca trabajó en esa
seccional. «Yo estoy en todas partes». «Sí, ya sé, pero… Además no
comprendo: luego que le pegué al bancario tuve la sensación de que en
realidad Teresa nunca estuvo a punto de tirarse por la ventana». De Quevedo,
siempre en astral, se rió: «Por supuesto, ¿o te creés que yo iba a permitir que
ella sufriese algún daño?». «¿Y entonces?». «Pero en el mundo de los
símbolos es igual».
Esa noche quisieron interrogarlo. Incluso lo llevaron hasta una sala donde
estaba Farallón (la cana, por las dudas, los separó con muchos muebles de por
medio). El tipo, sintiéndose seguro, ahora se permitía el odio. Miraba al gordo
como si quisiera matarlo. Sotelo sonreía y preguntó a De Quevedo: «¿Nos
comunicamos con él?». «¿Por qué no?». Así pues el gordo lanzó una onda
telepática —sostenida energéticamente por el Maestro— y le dijo a Farallón:
«Traidor». Pese a que la voz sonaba dentro de su cerebro y el hecho de ser
realista socialista, el bancario supo que le hablaban y que no se trataba de su
imaginación (pues uno siempre sabe, en esos casos). Interrogó a su vez, pese
al odio: «¿Por qué?». Sotelo no se dignó a contestar.
Al rato vino el abogado del Partido. Según declararon había intentado
asesinarlo, etcétera. El oficial de guardia tenía muy hinchadas las pelotas,
tanto con la víctima como con su abogado, pues se mostraban sobremanera
arrogantes, como si ya hubiesen ganado en todo el mundo. De modo que tomó
el bando de Sotelo. Por desgracia el gordo estaba tan manijeado que negábase
a contestar. El oficial pensaba para sus adentros: «Qué te cuesta decirme,
gordo pelotudo, que se pelearon por cuestiones de trabajo o por una mina.
Dame una excusa por lo menos. Este idiota no se da cuenta que quiero
tomarle declaración y dejarlo ir». Pero el gordo seguía impertérrito encerrado
en su mutismo. El otro no tuvo más remedio que llamar al médico forense
para que diagnosticara sobre su salud mental. El susodicho, no bien lo vio,
dijo riendo: «Está loco». Y firmó una orden para internarlo en el Hospicio de
las Larguezas o de las Sacerdotisas Exateístas Calzadas, o Dr. Tomás

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J. Pelman, que por todas estas denominaciones era conocido el manicomio del
Estado de Guatimotzín. El gordo creía que lo iban a largar. Cuando lo sacaron
del calabozo para llevarlo otra vez al patrullero, incluso le preguntó a uno de
los agentes qué tenía que tomar para volver a su casa. Y arriba del coche el
chofer preguntó: «¿Adónde vamos, mi oficial?». «Al J. Pelman». Ahí, por fin,
Sotelo comprendió algo. Pero no del todo. Sonrió. Pensaba que, como artista
que era, su momentáneo veraneo en Exateístas Calzadas le serviría para
escribir otra obra. Pobre infeliz. Infelicillo: no sabía ni remotamente lo que le
esperaba. Mientras lo llevaban al manicomio el gordo rememoró algo que le
había escuchado a un policía decirle a otro, mientras él estaba en la celda:
«¿Y con éste qué hacemos?». «Por ahora nada. Pero si sigue sin querer
hablar, dentro de un rato lo vamos a empezar a tener a los pedos. Claro que
todo esto depende del oficial de guardia». Sotelo meditaba: «Menos mal que
no llegamos a eso. Dentro de todo tuve suerte y no me puedo quejar. Más
suerte de la que merezco: me salvé de una paliza». Tontito.

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ONCE

EL HOSPICIO DE LAS LARGUEZAS, O DE LAS


SACERDOTISAS EXATEÍSTAS CALZADAS, U
HOSPITAL NEUROPSIQUIÁTRICO DR. TOMÁS J.
PELMAN

El manicomio del estado constaba de dos partes: una periférica, de puertas


si no abiertas tampoco excesivamente vigiladas, para enfermos comunes, y
otra central, con un alto muro lleno de alambradas en la parte superior, torres
de guardia, lleno de soldados, etcétera; y dependía en forma directa del
Ministro de Justicia de Guatimotzín. Estaba reservado para los alienados
criminales. A este último sitio trajeron a Sotelo. Era igual que una cárcel, en
las formas, sólo que con menos derechos, pues se suponía que los internos
estaban locos y que cualquier cosa que reclamaran provenía de algún delirio,
manías pleitistas, o fantasías persecutorias. Aquí trasladaban a todos los que
entraban en locura espontánea (con peligro para sí mismos y para los demás),
como Corvina Sotelo, o a los que se volvían locos en las cárceles. De modo
que en ese lugar siempre hubo, aparte de marginados violentos —que por esta
misma violencia cayeron bajo la mirada de los anticuerpos del sistema—,
procesados y penados. Muchos de éstos, que tenían un pasar más o menos
soportable en las cárceles, pensando que en el neuropsiquiátrico se está mejor
(erróneamente, claro está), decidían hacerse los loquitos. Incluso algunos
suponían que si los pasaban al hospicio podrían intentar una fuga con más
felicidad. Otra equivocación. Ocurre que uno nunca tiene un amigo entre los
alienados del Ministerio de Justicia que le informe cómo son las cosas. Si esto
se divulgase una cantidad de gente se evitaría menudos chascos. Quien se
hace el loco, por supuesto, es loco; esto no es novedad: fue dicho incontables
veces. Ocurre que hay niveles de locura. A la marginalidad es preferible

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vivirla en la cárcel. El otro sitio, aparte de no tener ventajas (al contrario: las
quita), es el lugar del que no se vuelve. Salvo por gracia divina.
Y esto es así porque el alejamiento de la realidad es tan grande en estos
recintos de infortunio, que difícilmente puedan hallarse otra vez fuerzas para
recordar que uno es un ser humano con algunos derechos (aunque sean los
derechos de un preso). Estos otros espacios de injusticia cerrada, en cambio,
son el campo de maniobras impunes de los sadistas: de esos que han sido
echados por inútiles de todos los sitios. Aquí se transforman en capitostes o
gerifaltes, con cascos de corcho como los capangas. Tiene lugar, además,
cuanto experimento científico alguien pudiera imaginar. Lo único que aún no
se ha realizado —al menos que yo sepa— es la introducción de sustancias
excitantes en los lunares o en las verrugas, para observar si degeneran, o la
aplicación de inyecciones de nafta. No hay cámaras de gas ni hornos
crematorios. Lo juro. Tampoco me consta, por ningún tipo de información
que haya llegado a mí, que realicen estudios de alta y baja presión con los
internos. Si tal dijese no haría sino proferir una grosera y vil mentira. Pero
hacen todo lo demás, que es bastante. Concluyamos, entonces, que un
procesado o un penado puede estar loco, pero ello no es óbice para que sea un
pelotudo. Tengan ustedes la completa convicción de que, si supieran lo que
les espera, no se harían los loquitos aunque lo estuviesen.
Al gordo lo trajeron esposado, con unos hermosos hierros en las manos.
El oficial a cargo se fijaba todo el tiempo en cómo llevaba el detenido sus
extremidades: si la mano izquierda toma el puño o a la muñeca derecha, no
pasa nada. Pero si el tipo agarra con la mano derecha su puño izquierdo, es
que piensa rechiflarse y hay que vigilarlo. Sotelo mostraba la posición
rendida. «Éste se entregó», pensaba el otro. Igual lo vigilaba pero menos.
Llegaron al portón con sus rejas, hierros y guardias. Era la Unidad Veinte, en
el centro del manicomio. «Lo traemos de la Seccional 25, por orden del
doctor Larsa». «Un momento. Voy a dar parte». AI rato: «Pueden pasar».
Atravesaron un pequeño patio, cubierto por los soldados penales, de las
garitas elevadas, armados con ametralladoras. Aquello era parecido a una
Muralla China diminuta. Luego de un dispositivo de grandes cerrojos el grupo
penetró en el interior de la Unidad 20. Más documentos y verificaciones.
Nunca ocurrió que falsos policías intentasen introducir a un falso preso para
libertar a uno de los gángster del interior, pero ello estaba previsto. Un
descuido podía costarle al guardiacárcel cinco años de cana en el sur: había
una alta meseta, entre montañas, con un regimiento compuesto
exclusivamente por castigados. Hasta el comandante era un preso con pena

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militar por alguna cagada que se mandó en la brigada o en la división. Cerca
de mil hombres. Cosa curiosa: este agrupamiento de combate, que se había
formado sólo con militares caídos en desgracia, era el mejor de Guatimotzín;
las privaciones, la disciplina, y las ganas de hacer méritos para salir de su
infortunada situación, los habían transformado en los mejores soldados que
tenía el país. Estaban acostumbrados al frío. Treinta o cuarenta grados bajo
cero resultaban para ellos algo común. Hubiesen podido integrar una Grande
Armée que invadiera Rusia. Este puesto castigo era el terror de todas las
fuerzas armadas de Guatimotzín, de modo que los guardiacárceles vigilaban
sin tregua, pues tal posibilidad, tal aterrador espectro los obsesionaba.
Verificaban 32 veces los mismos documentos, los uniformes de los
desconocidos, la actitud de los nuevos internos que atravesaban las puertas
por primera vez, etcétera. Un error les costaría cinco años de pesadilla.
Luego de varios pasillos quebrados, que formaban ángulos rectos unos
con otros, llegaron a la Sala de Mando. Pidieron permiso para entrar. A Sotelo
iba a mirarlo el Súper, que siempre observaba a los recién llegados. Entraron
a una sala pequeña, con escritorio, con dos guardias de vista (era
indispensable proteger al Subalcaide Balaguer; algún loco podía asesinarlo, al
menos dentro de lo teórico). Muy teórico, en efecto, pues los alienados
estaban separados del Subalcaide por pasillos llenos de tropas y por una
puerta que sólo la derrumbarían una granada o un bazookazo. Precauciones de
rutina. Lástima que después cometían descuidos estúpidos, pero a ello nos
referiremos más adelante.
El Subalcaide recibió a Sotelo. Miró la declaración del forense. Levantó la
vista y preguntó cómo se llamaba (lo tenía todo escrito, pero igual resultaba
parte del procedimiento), en qué trabajaba, qué le había ocurrido con el tipo
aquél del banco. Sotelo, conmovido por la autoridad, contestó un poco: Que el
otro era un traidor mágico, que lo había golpeado con un arma absoluta, que
la ontología… «Bien. Suficiente», dijo el Subalcaide Balaguer. Se volvió a
uno de los adjuntos: «Condúzcalo al pabellón y…». El gordo interrumpió:
«Perdone, señor: Antes de acostarme quisiera ver si me puedo bañar porque
estoy un poco sucio y…». El Subalcaide sonrió dentro de su autoridad: «No.
No que le gustaría bañarse: se va a bañar. ¿Ha comido?». «No, señor».
«Bueno —al adjunto—: Luego que se bañe le da algo de comer y después a
dormir en el acto». «Comprendido mi Subalcaide».
Lo sacaron del despacho de Balaguer para conducirlo a la gran puerta
blindada que separaba a los pasillos y recintos concentratorios, de vigilancia,
de la Sala 2 de alienados (había tres de ellas). A esa hora los locos dormían.

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Una luz permanente iluminaba durante toda la noche. Ellos ya se habían
acostumbrado. Había ventanas que daban al patio general del manicomio,
resguardadas por rejas. La Sala 2 estaba compuesta por paredes de un metro
diez centímetros de altura, sin techos, claro está, que dividían el recinto en
subcompartimientos. Esto nos daba cinco regiones, con ocho camas y sus
respectivos internos en cada una. Cuarenta detenidos, la mayoría procesados o
penados. Los presos, cuando se despertaban, estaban en condiciones de verse
unos a otros, fueran de la región que fuesen, pues las paredes no lo impedían
por ser tan bajas. Todos los vicepabellones se comunicaban (mediante
aberturas, pues no había puertas) con un gran pasillo central, que iba de punta
a punta de Sala 2, y que los alienados denominaban «Avenida del General
Menéndez Bolivartzíng»; chiste inofensivo que recordaba a la principal
avenida de Tollan, homenaje a su vez al Padre de la Patria y Libertador. Esta
«vía», estilo Roma-Capua, tenía comunicación por su parte con la Sala de
Guardia de los enfermeros de vista, y al comedor, al baño y a la sala de
distracciones (equipada con un televisor que funcionaba hasta las diez de la
noche).
A Sotelo, no bien atravesó la puerta blindada, le sacaron las esposas. El
guardia despertó a Don Martínez (uno de los locos y jefe de la zona: hombre
de confianza, pese a haber asesinado en cuadrilla a cuatro personas para
robarlas) y delegó el mando. Don Martínez condujo a Sotelo hasta el baño.
Observaba con curiosidad al nuevo. El gordo se desnudó y puso bajo la
ducha. Estaba dispuesto a bañarse con agua fría, pese a ser invierno, pues
había leído historias, pero se llevó un chasco ya que el agua estaba caliente.
Cuando terminó, Don Martínez, mientras el otro se bañaba (y luego, al
conducirlo a su cama) le preguntó diversas cosas: cómo se llamaba, en qué
trabajaba, por qué lo habían detenido, si era procesado, penado o qué. Cuando
se enteró de que el gordo era un civil que dos días antes gozaba de libertad
completa, el otro se desilusionó. Como quien dice: «Uf: otro gil laburador».
Sotelo se acostó. No bien había puesto la cabeza sobre la almohada
escuchó a tres subpabellones más allá: «Julia… Julia». Pero no tuvo tiempo
de sorprenderse demasiado. Su propio vecino de cama (al desayunar
comprobaría que se trataba de un gordo) dijo en voz alta para sí mismo: «Soy
inocente. Inocente. No he muerto a nadie. Vos no te calientes, pibe, porque
vos sos inocente. Vos no mataste a nadie, así que dormí tranquilo. No pasa
nada. Soy inocente». Pese a todo Sotelo estaba tan cansado que se durmió
enseguida.

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DOCE

El DESPERTAR

Los despertaron los guardias. A él y a todos. Quince tipos, más o menos,


armados con barras de hierro. En forma disciplinada y distribuyéndose tareas,
dividiéronse por grupos. Cada uno penetró en el sector que le correspondía (a
su respectivo vicepabellón) por los agujeros sin puertas, y empezaron a
golpear las rejas de las ventanas con sus barretas. Esto se hacía por si, durante
las noches, algún preso había limado los barrotes. Barrote limado y a punto de
caerse suena distinto a uno sólido. Luego del barroteo pasaron a las otras
estancias: la de la cocina, la del televisor, etcétera. Casi todas tenían su
respectiva ventana, y era preciso asegurarse. Los guardias se fueron. Luego
vinieron los enfermeros. Tres de ellos. «A levantarse, a levantarse. Nada de
quedarse de sobrecama como quien se queda de sobremesa. Arriba, arriba».
La mitad de los internos (los más lúcidos, generalmente procesados pues los
penados eran casi siempre verdaderos locos: sólo un alienado auténtico es
capaz de venir a un sitio como éste, pese a todas las advertencias de los que
tienen más experiencia) se puso de pie. No hacerlo así era mucho peor. Para
qué exponerse a vejaciones al pedo. El resto, en su mayoría con deterioro
mental, o en un intermedio entre la desmoralización y el autismo,
remoloneaban. El cabo enfermero, el rengo Mendoza, le gritó a uno del grupo
de quietistas (lo eligió como símbolo, pues no se quedaba pegado ni más ni
menos que los otros): «Gómez: te lo digo por primera y última vez. Levantate.
No me quieras hacer lo mismo que todos los días porque te voy a reventar.
Así que levantáte». Gómez se conmovió un poco pero no lo bastante. Quizá
se hubiese incorporado, pero ya había sido elegido como símbolo y para dar
el ejemplo, de modo que el rengo se le acercó y con un manotazo le quitó las
cobijas y las sábanas. Gómez quedó en bolas en invierno. «Vamos, levántate,
la puta que te parió. Ya me tenés podrido. Seguí jodiendo que un día de estos

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vas a ir al calabozo». «Pero si ya me levanto, señor». «Sí, ya me levanto. Son
hijos del rigor ustedes. Vamos, levantate. Ponete los zapatos a los pedos. —Al
resto de los 40 hombres—: Todo el mundo a bañarse. Agarren sus toallas y a
bañarse. Sin protestar y sin joder. Rapidito que hoy me levanté con muy poca
gana de joda». Los presos hacían turno. Se bañaban de a tandas, cada una de
siete tipos. El resto esperaba: cagados de frío pero envueltos en toallas secas.
Le tocó a su vez a Sotelo. Habíase parado rápido en ésa, su primera mañana.
En realidad estaba limpio, a causa del baño de la noche anterior, pero ahí el
asunto venía igualitario y uniforme. Ya secos y vestidos, los 40 pasaron al
comedor. El desayuno se componía de mate cocido y pan. Delante del gordo,
y por pura casualidad, se sentó su vecino de cama. Supuso que era él pues dijo
aquellas palabras tan raras que le escuchó la noche anterior: «Soy inocente,
inocente. Soy inocente. No he muerto a nadie. El que dice que yo soy
culpable se puede ir a al puta madre que lo parió. Soy inocente. Inocente».
Don Martínez, el mismo preso que en la hora de su llegada vigiló su baño,
ahora mantenía vigilancia en ronda, pegándole un grito a quien estuviera
conversando con Exatlatelico, con su madre o dirigiendo batallas en vez de
comer. Don Martínez dijo: «Dale Hermenegildo: comé si no querés que te
pegue un garrotazo». Hermenegildo optó por abandonar la conducción de
Grandes Unidades de Combate, delegó el mando de todo el Grupo de
Ejércitos Centro al invisible general von Pirañen y continuó tomando mate
cocido. Chacón, por su parte y a cuento de nada, largó una risotada. Se volvió
a Don Martínez: «Che, Martínez. Primero vino el oficial principal Palavecino.
Me dijo: “¿Qué estás haciendo vos ahí?”. Nada, mi principal. ¿No ve que
estamos tomando mate y fumando?’, le dije yo. Entonces él me contestó…».
Pero Don Martínez no estaba para tolerarle idiosincrasias: «Qué principal, ni
oficial principal ni qué mierda. Comé de una vez o te cago a patadas Chacón.
Otro día me lo contás. Ahora comé y tomá. Comé y tomá de una vez o te
reviento». Chacón no se lo hizo repetir. Como todos estaban tranquilos, ahora
le tocó el turno a Don Martínez de salirse de la vaina. Se volvió a uno de los
presos y lo interpeló: «Buenas, Eduardito». «Buenas, Don Martínez»,
contestó el otro en el acto. «¿Cómo durmió, Eduardito? ¿Todo bien? ¿Está
contento? ¿La familia, la mujer y los hijos?». (Eduardito, de 22 años de edad,
era un asesino que degolló a dos viejitas para robarlas. No tenía mujer ni
hijos). Igual contestó: «Todos bien. Mi mujer le manda saludos, Don
Martínez». El aludido sonrió: «¿Sí? Ah, qué suerte. Así da gusto; que se
acuerden de uno». Eduardito abrió unos ojos muy locos: «Ahora que le voy a
decir, Don Martínez: mi mujer anda medio preñada. No habrá sido usted

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como amigo de la casa, ¿no?». Martínez largó una carcajada: «Ja, ja… a ver
cante Eduardito». Eduardito, sin levantarse ni nada empezó a cantar. Aquella
voz era un intermedio exacto entre Lawritz Melchior y Victoria de los
Ángeles (Cada uno con ochenta años arriba de los hombros, eso sí). Fue
horripilante. A media partitura Don Martínez le pegó un coscorrón: «Bien.
Suficiente. No cante más Eduardito». «¿No le gusta, Don Martínez?». «Sí.
Me gusta mucho pero no cante más». «Soy inocente —decía Zapallo—. Soy
inocente, inocente, inocente».
Luego del desayuno todos fueron al recinto del televisor, aunque no
funcionase a esa hora. Todos menos los asignados a las cuadrillas de
limpieza. Los internos que aceptaban colaborar tenían ciertas prebendas.
Pocas, pero algunas: mejor comida («comida de los trabajadores», se la
llamaba), dos cartones de cigarrillos por quincena, y unos pocos pesos que les
permitían comprarse queso y dulce. También los enfermeros los trataban
mejor y los guardias. Al surgir un pleito interno con otros presos, sus voces
tenían más peso que las de sus adversarios. Don Martínez era el jefe de los
«trabajadores». Éstos limpiaban con jabón en polvo, agua y escobas a las
regiones o cubículos-dormitorios, en primer lugar. Cambiaban las sábanas
cuando hacía falta, daban vuelta colchones para airearlos, y refregaban todo.
Una vez bien aséptico venía el turno de sacar el mar de agua de los recintos y
echarla al pasillo (Avda. del General Menéndez). Pasaban trapos de piso,
etcétera. Era éste el momento en que los presos podían venir a sus respectivas
subregiones, tomar mate, etcétera. Pero guay que se movieran hasta que no
quedara inmaculada la Avenida Menéndez Bolivartzíng. Al pasillo iban a
parar también las aguas del recinto del televisor, las del comedor y las de la
cocina misma. Nadie salía de los cubículos mientras duraba la limpieza;
estaban locos pero no tanto. Zapallo, el inocente, era el único que cada tanto
asomaba la nariz para provocar. Al muy masoquista le encantaba que le
pegasen. Don Martínez —o Eduardito, otro de los trabajadores—, cada tanto,
le rompía un secador o dos en las costillas. «No he muerto a nadie», decía
Zapallo, sangrante y feliz, volviendo a su cama. «Volvé a aparecer, hijo de
puta, y ya vas a ver lo que te hago», vociferaba Don Martínez. «Mentira, soy
inocente, no he muerto a nadie». «Sí: inocente. Criminal de mierda».
«S’inocente ‘s’in’ún criminal» (que quería decir: «Soy inocente, no soy
ningún criminal»). «Puto». «S’inocente ‘s’in’ún degenerado». («Soy inocente,
no soy ningún degenerado»).
Luego de la limpieza general todos quedaban en libertad de ir y venir a su
antojo. Miraban mal que un interno fuese a tomar mate a la subregión de un

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amigo, pero no se insistía demasiado en el asunto. Los enfermeros, a lo sumo,
refunfuñaban un poco. Eran absolutamente implacables sólo cuando dos
presos se mostraban demasiado cariñosos el uno con el otro («Están haciendo
pareja», decían). Ahí, sí, los separaban a garrotazos. No había gas, de modo
que los alienados veíanse forzados a usar del ingenio para prepararse mate:
ponían el extremo pelado y vivo de un cable eléctrico dentro del agua de su
pava o jarro, y la resistencia poco a poco calentaba el fluido. Aquello
implicaba un costo enorme de energía y no habría sido sorprendente que lo
prohibieran. Pero en ese sitio eran raros. Reprimían cosas inofensivas, como
el dulce de membrillo (del cual ya hablaremos) pero mostraban una
inesperada manga ancha con respecto a otros usos y costumbres.
Sotelo, al igual que Zapallo y varios más, perteneció en un principio al
grupo de los menesterosos; esto quería decir que no tenía pava para tomar
mate, yerba, cigarrillos ni nada. Como el gordo aún no sabía lo que le
esperaba limitábase a mirar todo con interés. Dedos cruzados y vista al frente.
Observó a sus vecinos: Más allá de Zapallo estaba un hombre canoso, de unos
45 años, cara de pocos amigos. Se llamaba Márquez, como el escritor. En
realidad era un buen tipo, pero Sotelo, que lo ignoraba, le tenía un miedo
horrible. La cama que seguía era de Xisto: estatura mediana, mezcla de
español y timbú. No bien salido del baño y recién seco, su piel tornábase
trigueño tornasolada. Sólo ciertos indígenas americanos poseen ese trigueño
levemente violáceo.
Muy al contrario de lo que le había ocurrido con Márquez, con ése no
sintió prevención alguna.
El pobrecito de Chacón se asomó por encima de su pared divisoria y le
dijo a Sotelo:
—Compañero: ¿quiere venir a tomar unos mates con nosotros?
Sotelo, por su inexperiencia, no estaba en condiciones de darse cuenta de
que había asistido a un hecho de lo más infrecuente: Chacón en un lapso de
lucidez. Las gomeadas en el baño, las calaboceadas y, sobre todo, los
electroshocks y los pastillazos, lo habían transformado en una cosa. El gordo
se disponía a responder agradecido cuando en ese momento, desde la
enfermería, con una muy clara voz sin grito:
—Sotelo, interno Sotelo. Presentarse en enfermería.
Chacón:
—Lo llaman para que lo vea el médico. Cuidado con lo que dice,
compañero, o no sale más. —Perdiendo la lucidez—: Después vino Mabel.
Me dijo: «¿Qué estás haciendo ahí, vos, hijo de puta?». «Naaada, señor», le

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contesté. «¿No ve, señor, que estamos tomando mate y fumando?». Entonces
el teniente primero Mabel me pegó una patada en el culo y me metió en el
calabozo. Ya está. Ya estuvo. Lo metieron. Lo meten aquí.
Sotelo, mientras atravesaba la Avenida del General Menéndez, pensaba
con rapidez. «No me conviene que me encuentren demasiado cuerdo —se
decía— porque si no cómo explico lo del planchuelazo que le di al bancario.
Tengo que mostrarme moderadamente loco, hasta que el juez dictamine
inocencia por alienación. Afuera seguirá mi lucha teológica». Tontolín de ti,
Sotelo comido por las moscas.
En la enfermería lo esperaban dos médicos y el rengo Mendoza; éste en
un rincón, cuidando. Los profesionales eran el doctor Vedia (alias El
Electricista; el gordo pronto conocería el sobrenombre y el porqué de tal), y el
doctor Elpidio del Valle Ciempolluelos Nágera, también llamado: el enemigo
de la castración. En efecto. El doctor Del Valle Cienpolluelos tenía 60 años.
Siendo muy joven y médico recién recibido tuvo oportunidad de presenciar
una terapia muy interesante como técnica pero, por desgracia, infructífera.
Sus Maestros, previo anestesiar a un enfermo (sin familia, claro está) le
abrieron las piernas y le sacaron los testículos. Claro que después cosieron la
bolsa y dejaron todo sin gérmenes, no fuera cosa que el paciente muriese de
una infección. Quien diga que los Maestros del doctor Del Valle sentían una
emoción sexual mientras castraban a un ser indefenso mienten de la manera
más desfachatada y perversa. Tales infundios hacen un enorme daño a la
psiquiatría de avanzada. Ocurre que, pese a la buena voluntad, a veces
algunas audacias fallan. El doctor Nágera pudo verificar, observando la
evolución psicofísica del paciente, que «no se ha observado mejoría alguna»
(textual). De modo que a partir de ese momento él se mostró enemigo de la
castración por considerarla inocua. Era otra época, por lo demás. Ya no se
hacen cosas como ésa. A lo sumo una lobotomía o dos que, si bien
vegetalizan, anulan todo tipo de agresión; a la larga resultan un beneficio
enorme para el propio paciente, pues permiten ponerlo en libertad. Claro está,
la últimamente mencionada es una terapia in extremis. Antes hay muchos
otros métodos a los cuales apelar y, por cierto, se apela. Pero de ello ya
hablaremos.
En realidad, y ya que estamos en el asunto, digamos que Sotelo, pese a su
enorme desgracia, que en ese momento no conocía del todo, se había salvado
de lo peor. En vez del doctor Elpidio del Valle Cien Polluelos Nágera, a
Unidad 20 tenía que venir un amigo de este último: el doctor Paris (un tomista
partidario de la Enciclopedia, valga la aparente contradicción, y cazador de

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lobos en sus ratos libres: quiero decir que era lobotomista). Si, en efecto, a la
Sala 20, el día que interrogaron a Sotelo, venía el otro, al gordo lo
lobotomizaban. Se salvó de una buena.
—Siéntese —le dijo El Electricista.
Sotelo se sentó. Un largo silencio. Vedia miraba el expediente. Nágera, en
cambio, dedicábase a observar al gordo.
—Cuéntenos qué le ha pasado, señor Sotelo. Me cuentan que ha tenido un
incidente en el banco donde trabaja.
El médico, según se reparará, no dijo: «… el banco donde trabajaba» sino
«… donde trabaja», en tiempo presente. Esto se hace así para no darle al
interno la sensación de algo definitivo, irreparable. Ello permite interrogar
mejor.
Viendo que el gordo vacilaba, Vedia insistió:
—¿Sabe por qué está aquí?
Sotelo pensó en De Quevedo, en Teresa y en el delito teológico que había
cometido contra ellos. De modo que, como no podía decir la verdad en detalle
pero tampoco mentir, contestó:
—Sí. A causa de Dios.
Una chispa de interés en los ojos de Nágera. El Electricista, en cambio —
era un hombre mucho más alto y gordo que Sotelo en las épocas en que era
gordo— mostraba un rostro imperturbable, y cuerpo envuelto en sotana
blanca. Había algo ascético en él; y también aséptico y escéptico. Así
imaginaría uno a un monje dominico. No era un sádico y tampoco un frío y
eficiente científico. No se trataba, claro está, de un hombre bueno; pero
tampoco de un malvado. No en el sentido usual. Tratábase, sí, de un hombre
movido por una fe. Movido por un principio. Inquietado por lo experimental.
—¿Por qué se peleó con ese hombre? —interrogó Vedia.
—Porque traicionó —dijo Sotelo, luego de un suspiro.
—¿A quién traicionó? ¿A usted?
—No. A Dios.
—¿Por qué a Dios? ¿De qué lo deduce?
—Del hecho de que yo traicioné. Puedo ver mi imagen en él. Fue un
castigo teológico.
—¿Con qué lo golpeó?
—Con un arma absoluta.
A Nágera el aburrimiento se le había ido como por ensalmo. En su rostro
se leía auténtico gozo. Largó un gemido de placer. Con seguridad, si Úrsula
Andress se le hubiese aparecido desnuda diciéndole: «Vení, macho: haceme

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lo que vos quieras», no habría mostrado tanta pasión. Se volvió hacia Vedia
como significado: «¿Te das cuenta qué maravilla?». Éste captó lo que a su
colega le pasaba por dentro, pero rechazó con un gesto casi imperceptible. No
compartía sus sentimientos. Para él aquello tenía un interés exclusivamente
médico.
Continuó la indagatoria:
—¿A qué se refiere al decir «un arma absoluta»?
—El agente físico fue un palo —Sotelo, con la astucia propia de los
manijeados, trataba de disminuir su delito hablando de «palo» en vez de
«planchuela»; como si la verdad no figurase en el expediente—, pero la
intención fue teológica, de ahí que yo hable de un arma absoluta.
Nágera no estaba hecho para lo sutil. Casi desilusionado, aunque siempre
gozando:
—Ah: yo creí que lo había golpeado con un rayo láser —y dirigióse una
vez más a Vedia. Éste lo volvió a rechazar, siempre dentro de un silente
código profesional. Quería darle a entender: «Me extraña mucho tu actitud.
Estamos ante un problema serio». Luego del mudo reproche se tornó a Sotelo:
—¿Cuánto tiempo trabajó en el banco? —todo ello, una vez más lo digo,
figuraba en el expediente. Ocurre que Vedia, con su experiencia, sabía que
preguntar lo que ya se conoce resulta enormemente útil, pues, las respuestas
sobre lo cotidiano, a la larga terminan por descubrir el síntoma psicótico.
—Nueve meses. El tiempo de gestación.
Nágera ya no cabía. Simplemente levitaba. Como los santos. Lanzó otro
gemidito. Por tercera vez se volvió hacia Vedia. El rostro de aquél decía: «Por
fin, por fin un loco interesante. Se terminó el aburrimiento». Ya no le
importaba el enojo del otro. Todo su ser mostrábase con la misma expectativa
biológica que tendría un hombre sano que se aprestase a embarazar a una
hembra hermosísima. Como quien dice: para mejorar la continuación racial.
El doctor Vedia estaba a punto de fastidiarse muy en serio con su colega.
Le parecía inadmisible un comportamiento tan inhumano (o, dicho en otra
forma, demasiado humano). Dudar de la capacidad profesional del aludido
estaba por completo fuera de la cuestión, claro está; pero de no ser tan
ecuánime hubiera llegado hasta ese límite. Muy fastidiado. Sí. Reprimiendo la
perturbación de la interferencia continuó interrogando:
—Permítame que insista sobre este asunto, señor Sotelo. No está del todo
claro para mí a qué se refiere cuando habla de «traición» y «castigo
teológico», al hacer referencia al otro hombre. No termino de comprender su
relación con él.

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Sotelo habló con suficiencia. Casi imparcial. Casi olvidando su drama:
—Pero si es muy sencillo. Él, yo, todos, una vez por lo menos a lo largo
de la vida, nos encontramos con Dios. A quien no está preparado él lo
destruye. —Sotelo puso una sonrisa muy rara y especial; dijo mirando a
Vedia intencionadamente—: Y cuidado, que a usted también le puede pasar.
Por primera vez el rostro de Vedia abandonó su imperturbabilidad. El
gordo lo notó. Había querido decirle que aunque estaba tan seguro dentro de
su sotana blanca, bien pudiera ocurrirle un día que no lograse rehuir la mirada
interior; un vistazo al espejo existo-esencial. Sotelo se dijo: «Notable. Se dio
cuenta». Vedia, por el contrario, si cambió la cara fue porque pensó que el
otro deseó significarle: «Cuidado: no me jodas o te voy a pegar un fierrazo a
vos también». El gordo ni en sueños imaginaba que el psiquiatra le tuviera
miedo físico. Miró al médico lleno de admiración, aunque desde afuera,
meditando: «Qué curioso. Casi nadie es capaz de escarmentar en cabeza
ajena. Y este hombre, sólo con oír una frase, entiende todo. Quizá mi tragedia
le sirva para salvarse. Útil para él, no para mí. Yo, es casi seguro, no tengo
salvación». El doctor Vedia que, muy al contrario de lo que Sotelo imaginaba,
entendía cero dividido por dos, dio por terminada la entrevista.

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TRECE

LOS PSIQUIATRAS DISCUTEN PLANES


OPERATIVOS

Ya solos, Vedia y Nágera pasaron a intercambiar notas.


—¿Y? ¿Qué le parece? —preguntó El Electricista prevenido contra su
colega.
—Es un caso muy interesante.
—No caben dudas. Pero ¿qué opina?
—Bueno…, que es indispensable analizarlo más. Hacen falta datos.
A Vedia lo preocupaba una única cosa:
—Es agresivo.
Nágera estaba bien convencido de ello. No obstante, como él no era el
afectado, pues al parecer el loco la tenía con su colega, no estaba dispuesto a
permitir que le quitase su espécimen. El doctor Nágera jamás lo admitió ni
siquiera para sí mismo, pero este pensamiento implícito flotaba en el aire:
«Tiene miedo. Quiere empezar con la terapia ya mismo. La vez que tenemos
un loco interesante pretende arruinarlo todo con sus electros. Pues no señor. A
ver si el otro se cura y todo. Al contrario: tendríamos que cultivarlo, para que
dure más. A ver si se normaliza y nos quedamos sin». Todo implícito, repito,
pues Nágera nunca hubiese tenido esa autofranqueza. Sabía, también, que
sólo era el segundo de a bordo. Si El Electricista ordenaba… Insistió —
aunque con pocas esperanzas— intentando estirar el proceso todo lo posible.
—Faltan datos. Sería poco científico.
—¿A qué se refiere? —reaccionó Vedia amoscado.
—Empezar ya mismo con la terapia. Usted sabe que los electros borran la
memoria. De aquí puede salir una tesis.
—Voy a interrogarlo nuevamente, qué duda cabe —dijo «voy» y no
«vamos», cosa que al otro estaba muy lejos de pasarle inadvertida—. Pero

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tenemos aquí un paciente agresivo y es urgente controlarlo. A mí me importan
mucho menos las tesis geniales que la ayuda que se le pueda prestar al
enfermo. Además —sonrió— no se aflija demasiado… esto va para largo.
—Claro, pero… un solo electro distorsiona.
—Mire, Nágera… y respecto a eso tengo una idea. Llámela… una tesis,
en todo caso. Aquí, sí, una tesis. No existe el médico psiquiatra a quien no se
le haya ocurrido por lo menos una vez. Nadie, sin embargo y hasta el
momento (al menos que yo sepa), la consignó en el papel. Lo importante, en
psiquiatría… son los informes. El cuadro clínico. Aquí sí: tiene que ser bien
detallado. ¿Y sabe por qué? No por manía, ciertamente. Antes que se pusieran
de moda las estadísticas, mucho antes… yo le diría… desde hace cien años,
más o menos, incluso Freud —que viene a ser algo así como un anti-
psiquiatra honorario—, todos los alienistas, sin obedecer en ello a ninguna
escuela, empezaron a escribir historias clínicas detalladísimas para cada
paciente. Detalladísimas. Examinémoslo desde afuera, por un momento. ¿De
qué sirve consignar, sea éste un ejemplo, que el paciente no reacciona a
ciertos estímulos y sí a otros?; ¿o que un delirio, perfectamente sistematizado,
parezca responder a una ley, si no hemos logrado aislar esa ley? En el fondo,
lo que ocurre, y a esto sí lo sabemos, es una serie de procesos químicos y —
me arriesgo— de física avanzada. Como dijo Pavlov, el fundador de la
psiquiatría soviética (¿me da permiso?, ¿no se horroriza porque cite a un
soviético?): «Dadme un nervio y os daré un alma». El paciente nunca es
completamente claro. Nos ayuda poco. Es decir: él nos da todos los datos.
Todos. El problema viene con la traducción. Cada paciente, sin saberlo, revela
a la enfermedad en su juego íntimo. Descubriendo una descubriríamos todas.
Hay un código, cuantificable, que se nos escapa. Supongamos que yo soy
Champollion y viese los jeroglíficos egipcios por primera vez. Sé, sin que me
quepan dudas, que se trata de un lenguaje. Pero sin la ayuda de la Piedra
Roseta jamás lograré develarlo. Ahora bien, nuestros informes, nuestras
historias clínicas, algún día serán útiles al Champollion de la neurología. El
hombre que devele la Piedra Roseta del alma tendrá una intuición, un
principio y una idea directriz. Tocará todos los aspectos al mismo tiempo. Se
basará en las estadísticas (de aquí la importancia de que nuestras historias
sean lo más detalladas posible), y estudiará la localización exacta de los
bancos de información del cerebro. Le será necesario, incluso, determinar el
mecanismo fisicoquímico mediante el cual un nuevo dato queda incorporado
para siempre a la así llamada memoria. Ni siquiera dejará de lado el concepto
de campo (eléctrico, e incluso electromagnético). Todos los psiquiatras, le

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repito, desde hace más de cien años, sabemos esto; por lo menos
intuitivamente. De ahí la importancia de ser —Vedia río— lo más exuberante
que se pueda respecto a detalles, en nuestras historias.
Nágera sentía una cierta rivalidad con su colega. Celos profesionales y
jerárquicos. El doctor Del Valle Nágera era un poeta, en el fondo. Pese a sus
sesenta años seguía conmoviéndose como desde el primer día por lo lúdico,
por el ludis o espíritu de juego. Entre él y Vedia iba la misma distancia que va
del soñador al verdadero sabio. Más, héteme aquí que, al escuchar la brillante
exposición de Vedia no pudo evitar subordinarse. No lo pensó con estas
palabras, porque jamás un psiquiatra se permitiría un lenguaje tan poco
profesional, salvo en el subconsciente, pero de cualquier forma la idea
florante era: «Carajo: este tipo es un capo». Escuchábalo con el mismo
respeto que tendría un chino de las épocas de los Reinos Combatientes al oír
los epigramas de Confucio o Lao Tsé. Pero de cualquier forma que fuese
volvió a su idea primitiva. Arguyó intimidado, con algo de súplica:
—Colega: mis respetos. Ha expuesto con total claridad una cantidad de
conceptos que en mí no fueron más que intuiciones, pues nunca encontré
palabras para darles expresión. De todas maneras, y basándome en su propia
tesis, es preciso —indispensable desde todo punto de vista— que la historia
tenga cuanto detalle. Si se comienza con la terapia en forma prematura…
corremos el riesgo, o mejor dicho la certeza, de borrar una información
valiosísima. Más adelante sí, por supuesto, una vez que hayamos completado
el espectro informativo.
Vedia, igual que Nágera, tampoco permitió que cierto pensamiento saliese
de la subconsciencia y se tornase en palabras sólo dignas de un camionero. La
reprimida frase fue ésta: «Cómo se ve que no es a vos, hijo de puta, a quien le
quieren pegar un fierrazo». Dijo, por el contrario (y él mismo lo creía):
—Sí, de acuerdo. Daremos un tiempo prudencial. Un corto tiempo. Pero
nunca hay que permitir que el excesivo interés por un informe nos vuelva
inhumanos. El paciente también tiene sus urgencias y reclama nuestra
atención. Sufre. Vive en un estado lamentable. Tenemos, claro está, un
compromiso a largo plazo con la ciencia, pero uno a corto con el enfermo.
Hay que resolver su situación y darle salida.
«Cagón de mierda», dijo el subconsciente de Nágera, para proseguir el
diálogo subliminal cuya existencia era ignorada por ambos. El consciente de
Nágera, por el contrario, pensó y dijo.
—De acuerdo, de acuerdo, hay que ayudarlo. Para eso estamos, pero…
dilatémoslo lo más posible…

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—Sí. Lo más posible —acordó Vedia con autoridad.
Como siempre que alguien ejerce el poder y los otros acatan, de inmediato
sobreviene un vacío de poder. Se produjo un impasse. Aquel gesto de mando
dejó a Vedia momentáneamente sin tener dónde aplicar vectores. Cualquiera
de los dos, entonces, podía introducir una sugerencia del tipo que fuera. Sería
escuchada y, casi con seguridad, no combatida, justo por el vacío del que se
habló. Nágera dijo, en efecto:
—De cualquier manera que sea y hablando de todo un poco… Marchamos
en tinieblas.
Le había llegado a Vedia el turno de aflojar frente a su subordinado y se
preparaba para hacerlo, pero ante esto —comprendió a la perfección lo que el
otro quería decirle—, que coincidía con lo que él pensaba, concedió sin
hacerse violencia alguna:
—Sí, es cierto. Entiendo a qué se refiere. Marchamos en tinieblas. De esto
tiene la culpa la actual separación de las ciencias. Demasiados especialistas y
nadie es capaz de coordinar interdisciplinariamente. Sería imposible. O no sé.
Pero el hecho es que no hay. Estoy completamente seguro —y no soy el
primero en haberlo pensado— de que en la actualidad ya hay innumerables
descubrimientos en química, física, biología… hasta en medicina patológica,
le diría, que con toda seguridad tienen ampliación en nuestro campo. La
desgracia es que ya no vemos mentes universales, estilo Leonardo Da Vinci,
capaces de relacionar en forma sistemática. Ni siquiera contamos con alguien
poseedor de una cosmovisión, de un principio, que sepa dónde buscar. Si
tuviésemos un hombre con tesis todo sería diferente.
—El problema… —dijo Nágera— el problema se agrava porque incluso
interfieren divergencias políticas, completamente artificiales.
—Seguro, seguro… lo he pensado.
—Mire: hace un rato usted dijo algo que me preocupó. Dijo, como al
pasar… citó una frase de Pavlov: «Dadme un nervio y os daré un alma».
«¿No se horroriza de que cite a un soviético?», me preguntó usted. Como si
hubiera una posibilidad de que me escandalizara. Fue un poco injusto para
conmigo, reconózcalo. ¿Por qué me voy a oponer? ¿Cree que soy un cerrado?
Si justamente —y a esto le pensé siempre— nosotros, en el mundo de la
ciencia, tendríamos que dejarnos de joder con cuestiones políticas.
—No, ya sé, si yo no digo que usted no… —intentó atemperar Vedia en
pleno vacío de poder.
—Es injusto, ¿se da cuenta?, porque yo, precisamente, a esto lo tengo
muy claro: debemos, en psiquiatría, intercambiar notas. Con quien sea. Con

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cualquier investigador, sin importar bajo qué régimen se dio el
descubrimiento. Mire, hablando de rusos, y ya que estamos. Han descubierto
un sistema muy interesante, una terapia mucho más completa que el
eletroshock, que abre posibilidades… yo le diría, ilimitadas.
—¿A qué se refiere?
—Al sueño eléctrico.
—Ah, sí. Algo conozco. Hay un libro, del profesor… de momento se me
va de la memoria, llamado La psiquiatría soviética frente a las enfermedades
mentales. Leí una memoria, al respecto, pero no el libro mismo.
Nágera no quería humillar al otro corrigiéndolo, pues sabía a la perfección
que si bien de momento no actuaría contra él, a causa del vacío de poder, iba
a ganarse un enemigo peligroso para más adelante. Por eso rectificó dentro de
un tono inseguro, como si en realidad se acordase a medias:
—Sssí… se trata del profesor… ¡Rojlin!, me parece, pero no estoy seguro.
El libro lo leí (cómo puedo recordarlo de manera exacta) se llamaba algo así
como La medicina soviética en la lucha contra las enfermedades psíquicas.
Pero puedo estar equivocado —Nágera mentía: sabía a la perfección que ése
era el título verdadero—. De cualquier manera, y a eso voy, la descripción del
sueño eléctrico que hace L. Rojlin, tal como se aplica en la actualidad en la
Unión Soviética, está muy por delante de cualquier tratamiento que aquí se
aplique.
—Cierto —reconoció Vedia con toda sinceridad—. No se aplica y es un
prejuicio. ¿Ve?: en esto somos sectarios.
—Claro, claro: sectarios. Ésa es la palabra. Y lo peor es que uno sabe de
qué se trata en líneas generales, pero desconoce los detalles técnicos. Sea un
ejemplo: si usted y yo quisiéramos hacerlo por nuestra cuenta, no sabríamos
dónde aplicar los electrodos antes de dar paso a la corriente de baja
frecuencia.
—La política es un impedimento estérico, diría un químico.
Ambos rieron con ese chiste hermético, excelente, sólo para sabios.
Nágera, cuando paró de reír, volvió al tema:
—De cualquier forma, y según recuerdo, Rojlin es bastante claro. O por lo
menos tiene suficiente claridad como para que uno entienda lo fundamental,
aunque no pueda aplicarlo.
—Saben más del cerebro que nosotros.
—Sí. Hay una zona del cráneo donde si uno aplica una corriente de baja
frecuencia el paciente cae en coma eléctrico. Durante unos veinte días lo
dejan así, dormido.

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—Claro. De eso me acuerdo. El paciente no despierta a menos que se le
dejen de aplicar las descargas.
—El cerebro queda así lavado de todo delirio. Es mucho más efectivo que
el electroshock, que por su excesiva violencia deja zonas sin tocar. Lo otro es
como una lluvia fina, lenta, que dura días y días. Es como lo que ocurre en los
campos: un brusco aguacero endurece todavía más la tierra, pero la lluvia
persistente penetra hasta lo hondo, cambia en forma fundamental. Es
indudable que ellos, después, cuando el paciente está «lavado», lo
reprograman. No sé… supongo que le harán oír cintas grabadas con cierta
información específica, siempre dormido pero a otro nivel… a un nivel más
suave de sueño eléctrico. Porque de lo contrario las propias descargas
borrarían la nueva información a medida que ésta fuera llegando. De manera
automática.
—No. Yo más bien estimo que el sueño, luego de la… «borrada»,
digamos, debe ser suprimido por completo.
—¿Y, entonces, cómo hacen para reprogramar?
—Drogas. Usan drogas, simplemente. Algo como el pentotal. —Vedia
chasqueó la lengua contra los dientes, como quitando validez a su propia
afirmación—: Entiéndame: no quiero decir que sea pentotal. Se lo digo para
darle una idea.
—Sí. Ya.
—De cualquier manera, y en lo que estamos en total acuerdo es en el
hecho de que la falta de intercambio entre profesionales de todo el mundo es
funesta para la ciencia. Podríamos desarrollar hallazgos hasta el límite. Con
otro contenido humano, claro está. Nosotros no podríamos impedir las
barbaridades que hiciesen con sus pacientes, pero ésa no es responsabilidad
nuestra.

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CATORCE

LAS PRIMERAS BATALLAS MÁGICAS O DE


CÓMO AL GORDO LOS DIABLOS LO EMPIEZAN
A TIRONEAR DE LAS PATAS PARA
LLEVÁRSELO

(Las tentaciones de San Sotelo)

El gordo, cuando volvió a su sector —pasado ya el entretenimiento de la


inspección psiquiátrica—, otra vez cayó en la desesperanza. El planchuelazo
que le dio al bancario no le había hecho avanzar un centímetro desde el punto
de vista teológico. Estaba igual que antes. «Si hubiese golpeado con el ser, el
otro no habría podido escaparse. Todo lo hago a medias. Como cuando quemé
mi aguinaldo. Ni siquiera tuve un combate a muerte con la policía, cuando
menos. Bajo, bajo para intentarlo, una vez y otra, pero siempre reboto uno o
dos metros antes de llegar a la cuenca oceánica. —En ese momento uno de los
internos lanzó una risita; Sotelo no prestó atención y siguió razonando—:
Tengo que descender del todo: por una vez, el coraje final. Si no, no habrá
solución —se escuchó otra risita y un chasquido sarcástico, pero proferidos
por un interno distinto del anterior—. De alguna forma tengo que detener la
progresión de destrucción que inicié —justo ahí dijo Don Martínez, mientras
tomaba mate en su sector: “Hay que parar la mano, Eduardito”. Eduardito se
limitó a contestarle con un críptico: “Chororínarono”. “Me parece que usted
no tiene seriedá pa’ nada, Eduardito. Se quiere ir pero no tiene seriedá”.
“Teclasílagori”. “No, usted no es una persona seria, Eduardito. ¿Así cómo
quiere parar la mano?”. “Cucaráchorogo”. “¿Cucaracha? ¿Qué dijo de la
cucaracha?”. Xisto, el de la cara aindiada, por su parte, tres camas más allá de

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la de Sotelo, declaró algo muy extraño: “Se van si yo lo permito. El poder de
las sombras tiene más fuerza porque es la verdadera luz. Así siempre ha sido
y así siempre será. Aquí no cuenta el reino del Otro”. “¡Julia! ¡Julia!”, gritó
alguien; el mismo que el gordo escuchó la primera noche. Eduardito se burló:
“¡Julia! ¡Julia! ¿Dónde estás? —él y Don Martínez se morían de risa—. Es al
pedo que la llames, Flores: Julia no vuelve”. Un fiaquito sin dientes se unió a
las burlas: “Julia está ahora mismo encamada con otro. Desde aquí escucho
los gritos de alegría que larga. Ja, ja, ja”. En realidad toda aquella
malevolencia era inútil puesto que Flores estaba tan deteriorado que no podía
oírlos. Repitió una vez más, monótonamente, sin conciencia y dentro de un
sufrimiento mecánico: “¡Julia!”. Se agregó Chacón, pero no dirigiéndose a
Flores ni a nadie en particular: “¡Pelota! Jodé nomás. Ya vassaver lo que es
bueno. Chileno’e mierda”. Cisto: “Yo les voy a enseñar. Están creídos que
pueden decir mentiras y engatusarme. A mí, tan luego, que llevo miles de
años y de siglos en esta lucha. Quieran o no se van a convencer. Ya sabrán
quién manda”. —Sotelo empezó a extrañarse—: Qué curioso: todo lo que
estos locos dicen, de alguna manera tiene correspondencia con lo que estoy
pensando. Es una casualidad, por supuesto —se escuchó una risa sardónica.
Sotelo sonrió: aquello, sin duda, era otra casualidad. Se dijo, eléctrico y
chistoso—: Si se refieren a mí, si de veras se están comunicando, que se
escuche una tos. —Con falso despotismo y en realidad con terror—: Ya
mismo: sin falta —alguien tosió con fuerza. El gordo quedó helado. Pero aún
no se convencía (o no quería convencerse)—: Pero no. No puede ser. —
Nueva tos. ¿Ha visto?: tosen porque sí. Entonces en la Sala 2 estalló una
verdadera bomba sónica; a todos les dio por toser al mismo tiempo,
carraspear, decir “ejem”, etcétera. Aquello parecía una protesta. Sotelo, cada
vez con más espanto—: Parece que es cierto. A ver: si es verdad que se
escuche una tos. —Oyóse a un tosedor solitario—. Si es mentira que se
escuche otra tos. —Silencio absoluto—. Si es verdad que se escuchen varias.
—Dos, tres e incluso una cuarta. Ahí supo; con la misma certeza que cuando
recibió la descarga eléctrica en el mostrador de El Pino—. ¿Pero cómo es
posible?: si muy pocas personas tienen el don del intercambio mental. No
puede ser que tipos encerrados y locos se comporten como esoteristas».
Luego comprendió: De Quevedo estaba detrás de todo ello. Es decir:
De Quevedo y él mismo, al compartir sus poderes mediante unión astral.
Sotelo no podía saber cuándo razonaba por su cuenta y cuánto se trataba de
una sugerencia telepática. A veces, en cambio, no cabían dudas. Oyó, muy
clara, la voz de su Maestro: «Como te di un fragmento de mi poder, ahora éste

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se propaga a ellos. Es parte de la Progresión. La lucha teológica ya abarca a
tus compañeros de encierro. Es una reacción en cadena. A ellos todavía los
tengo bajo control, pero cada vez me cuesta más. Yo estoy íntegro, pero fallo
por tu lado. Como me encuentro unido a vos no puedo impedir tu agujero
negro, y por allí se escapa la energía. El Anti-ser aprovecha, aunque a la larga
no le sirva más que para destruirse. Es malo y estúpido, y siempre viene
cuando lo invocan. Ciego y deforme no resiste la tentación de aniquilar el
universo, aunque el precio que pague sea caer para siempre en la nada de la
cual lo saqué. Hablo del Anti-ser, que también sos vos. Quedan sólo dos
posibilidades: o el Anti-ser, a través tuyo, cambia y se transforma en Dios del
Bien, o te desenganchás del arquetipo maléfico y volver a ser Sotelo; vale
decir: una criatura humana. De cualquiera de las dos formas tanto vos como
yo nos salvaremos. Caso contrario ya sabés lo que nos espera. A todo esto yo
lo vi en astral hace mucho, pero igual tenía que darte la oportunidad de crecer,
aunque leí el futuro con toda claridad». «Por otra parte me desconcierta que…
si pudiste ver quiere decir que todo está determinado». «No. La gente se
equivoca. En realidad no hay determinación ni libre albedrío. Hay libre
determinación. Pasado, presente y futuro forman un todo, una única masa
plástica. En ella uno determina libremente, segundo por segundo, y lo que
puso queda. Yo pude leer tu futuro no porque éste se encontrara determinado,
sino porque vos determinaste y así se propagó hasta hoy, desde el pasado y
hasta lo que aún no ha sido pero ya es, a causa de tu decisión ser o de tu
decisión Anti-ser». «¿Queda alguna esperanza?», preguntó el mísero.
«Conozco lo que pasará de aquí en adelante porque lo leí, pero decírtelo está
por completo fuera de cuestión. Habrá o no esperanza, según la esperanza, o
no, que has determinado, que determinás en este preciso instante, y que
después determinará tu decisión». La voz de De Quevedo se apagó y Sotelo
quedó librado a los terrores de Sala 2.

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QUINCE

LOS TERRORES DE SALA 2

No bien Sotelo dejo de oír a De Quevedo, lo recibió un bloque sólido de


toses, carraspeos intencionados y gruñidos que no auguraban cosas buenas.
Muy malas, en realidad. Hermenegildo, a todo esto, continuaba dirigiendo
batallas: «Ala derecha: cuarto de conversión a la izquierda. Ala izquierda:
cuarto de conversión a la derecha. Von Pirañen: sostenga aún las posiciones
de la caballería blindada. Yo le indicaré el momento justo de atacar. ¿El
enemigo está haciendo un intento de irrupción en el sector A-5? Tanto más
razones para sostener la caballería. Colina 101: mantenga dispositivo tipo
martillo. 48° división: su sector, el A-6 enfrenta presión diversionaria. Nada
serio. Contrataque y retroceso escalonado. El verdadero ataque es en A-5.
¿Cómo? ¿Cómo dice, comandante Quinto Cecilio Porcinus?, ¿que el número
de divisiones es demasiado abultado en el sector A-6 como para ser una
simple diversión? ¿Y qué dice la observación aérea? ¿Qué? ¿Que a los 5000
hombres de nuestra 48° división los atacan en este momento 7 000 000 de
rusos que amenazan rebasar el sector A-6? Menos mal que no la hice avanzar
y quedó como reserva estratégica. Escuche, Quinto Cecilio: a ver si se deja de
hinchar las pelotas. Yo tampoco puedo constituir reservas. Le estoy
mandando todo lo que tengo. Ordene a sus hombres un más duro espíritu de
lucha. Pídales con fe, con fe fanática a sus 5000 hombres que aniquilen a las
1400 divisiones rusas que los atacan y ellos lo conseguirán. Pero es menester
ordenarlo con fe. Con absoluta convicción. ¿Cómo? ¿El enemigo ha logrado
desarticular el dispositivo en la colina 101? Ah, pero esto es gravísimo.
Atención, aquí el comandante: ala derecha del 7º ejército: desplazarse hasta la
colina 101 para frenar el intento de irrupción. Grueso del ejército dirigirse al
sector A-6, para apoyar a la 48a división. Estamos ante una crisis en todo el
Grupo de Ejércitos Centro».

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Sotelo, al escucharlo, traducía: «Esto tiene que ver conmigo. Yo también
tengo una ruptura de Frente. ¿Cómo dijo este loco?: “Ordene a sus hombres
un más duro espíritu de lucha”».
Zapallo se paseaba por la Avenida del General Menéndez. Dijo: «Soy
inocente, inocente». El Zapateador (un tipo que tenía la manía de creerse una
máquina a pistones y resoplaba y zapateaba) le contestó: «Culpable». «¡No!:
¡inocente, inocente!, no doy bola a los locos». El Zapateador replicó irónico.
«Él es culpable —el uso de la tercera persona del singular daba una rara
distancia entre el fiscal y su víctima—. Oh no, si inocente va a ser. Culpable,
culpable». «¡Inocente, inocente!». «Él es culpable». Eduardito: «Sí, él es
culpable». Zapallo, al anterior y a su nuevo enemigo: «¡Inocente, inocente!».
Xisto: «Todos dicen lo mismo. Hay otros que no dicen que son inocentes pero
en el fondo lo piensan. Todos ésos van a ir a ranchar a donde arden las brasas
de hielo». Sotelo tenía la certeza de que Xisto hablaba un lenguaje mucho
más culto que el que le correspondía por educación. Franchi, un alemán
autista, veterano del Frente ruso, monologaba al tiempo que paseábase en
puntas de pie dentro de su calzado plástico (los enfermeros jamás pudieron
acostumbrarlo a usar zapatos en forma normal: o en puntillas violentas, o
como chancletas): «Porque tú tomas tu Luger y te vuelas los sesos en esa
forma, mi estimado amigo. Hay que ser alemán para comprenderlo. Creían
que era sólo cuestión de destruir a Alemania. Y ahora quién para a los rusos.
Si no pudimos pararlos nosotros, con 170 divisiones ¿van a poder los
norteamericanos, drogadictos y bobos? ¿Quién va a arreglar ahora el
quilombo de Europa? Al quilombo de Europa no lo arregla nadie, mi
estimado amigo. Yo he conocido todos los manicomios de Guatimotzín.
¿Usted quiere saber cómo dan electroshock en Oliva, mi estimado amigo? Yo
le cuento: le ponen un aro de metal en las sienes, que le aprieta la cabeza,
conectado a electrodos, hacen pasar la corriente, y a usted le vuelan los sesos
de esa forma, mi estimado amigo. No aceptaron la mano que les tendía la
instancia superior alemana; ¿cuál fue el resultado? La destrucción del Imperio
Británico. Si hubiesen aceptado la alianza que les proponía la más alta
instancia superior alemana, el Imperio Británico no se hubiese destruido, mi
estimado amigo. Fuimos ingenuos, estúpidos y alemanes. Creíamos que por
ser hermosos seríamos comprendidos. Y no fue así. Por eso ahora tú te vuelas
los sesos en esa forma, mi estimado amigo».
Keidany, un lituano con delirio mesiánico, caminaba solemne y con rostro
carismático. Recitaba trozos de los Evangelios de Exatlaltelico: «Y entonces
en aquellos días vino Chichétl predicando en el desierto de Atacamalátl

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diciendo —Keidany canta—: Arrepentios porque la Bestia de loo profundo-
se-ha soltaaado». No bien hubo finalizado este trozo tan particular el lituano
detuvo su marcha, justo al lado de Sotelo y, con lentitud, se dio vuelta para
mirarlo. El gordo quedó helado. El otro estuvo un rato así y luego siguió su
camino.
Gómez, el que esa mañana remoleonó en la cama, alzó los brazos: «¡Soy
el Rey Salomón! Tengo las mujeres más hermosas de la Tierra. Un harén con
un millón de mujeres: blancas, negras, japonesas, chinas; incluso mujeres ya
muertas, que robo del pasado. Mía es la suprema hermosura de todas las
edades. Hermosísimas y muchas son mis hembras. Todas desnudas y con
ajorcas de oro en sus tobillos izquierdos como única vestimenta». Don
Martínez, sardónico: «¿Así que tenés muchas mujeres, Gómez? Qué tal si te
traés algunas, para los muchachos». «Sería inútil que lo hiciese porque
aborrecen la vista de los hombres. Sólo de mí están enamoradas. No soportan
la presencia de ningún otro macho». «Bueno, pero si vos les ordenás que se
encamen con nosotros, como son tus esclavas te van a obedecer».
«Obedecerían, sí, pero a costa de sus vidas. Morirían de un ataque de asco».
«¿Por qué, ché?, ¿tan feos somos?». «No se trata de eso. Están habituadas a
dormir con un Rey-Dios. El contraste sería demasiado violento. Sólo con que
alguien que no fuera yo las mirase en bolas ya estallarían sus arterias y vasos
capilares. ¡Todo pulverizado!: como cristales cayendo sobre agudas rocas. La
muerte, la muerte por siempre jamás». «Decíme, Gómez, ¿y cómo hacés para
ir a ver a tus mujeres si estás encerrado aquí?». «Las visito en sueños. No bien
pongo la cabeza sobre la almohada viajo astralmente hasta donde me esperan
mis servidores y palacios. En mi país no hay nieve: hay topacios. Los obreros
municipales palean topacios para abrir camino a los automovilistas y despejar
las calles. Cuando no topacea los chanchos caminan libres por las avenidas, y
son tantos y sin dueño que cualquiera que lo desee puede carnear uno y hacer
allí mismo un “asadiyo”; estoy diciendo, con otras palabras, que en esa tierra
dichosa nadie pasa hambre y todos tienen plata y carne porque no faltan
chanchos ni topacios. Los propios mendigos son ricos y viven en cuartos con
aire acondicionado y piden envueltos en pieles de martas cebellinas, para no
tener frío mientras limosnean. Las propinas a los mozos nunca son inferiores
a un millón de dólares. —Don Martínez, Eduardito y algunos otros se reían a
carcajadas—. Pero mi palacio es el más hermoso de todos los palacios.
Cuartos calefactados inmensos, con paredes hechas con losas de mármol de
un kilómetro de alto. El dormidero de las Áreas Centrales, que es donde yo
cojo, es una vasta estancia calefactada con cama tridimensional: hay un centro

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gravitatorio y levitante, donde estoy yo, y a mi alrededor la pléyade del millón
de mujeres, quienes rotan alrededor mío como electrones o los planetas. Son
niveles cuánticos sexuales, y donde hay una mujer no puede haber otra al
mismo tiempo. Y si alguna es entrometida y jode, las otras enseguida
defienden el derecho usurpado y le chillan y tiran de los pelos. He alcanzado
la estabilidad con mi millón de números cuánticos. Un millón de fuertes
enlaces electromagnéticos aseguran la estabilidad perdurable del edificio
atómico». «Che, Gómez —continuó interrogando Don Martínez—, lo que yo
quiero saber es cómo hacés para coger con tantas minas». «A muchas las
gozo a distancia. Algunas llegan a estar con un poco de mala suerte, a un año
luz. Pero a otras no». «¿Cómo, cómo es eso? ¿Pero vos no lo hacés igual que
las demás personas?». «Muy lógicamente no. No, muy lógicamente. Todo se
da por el inverso. Allí uno no les mete el pito, sino que ellas se meten con
todo el cuerpo dentro del bichofeo». Don Martínez largó la carcajada: «Yo
creí que se te metían en el culo. ¿Y no duele?». «No, no duele. ¿Viste que el
agujero del pito del hombre parece una conchita? Bueno. Ellas lo dilatan
enormemente y entran caminando. Después, acuclilladas, anidan en los
huevitos. Pueden entrar hasta dos mujeres por sesión. Se dan baños, una en
cada hueváceo como Popea, la mujer de Nerón, que se daba inmersiones en
leche de burra para ser siempre hermosa. Por eso mis mujeres son eternas y
bellísimas». «Claro, sólo que las tuyas se bañan en leche de burro: ¡¡Ja, ja,
ja!!». Eduardito: «Gómez: oí. Yo te voy a contar una cosa. Vos no sos rey, ni
Salomón. Sos Gómez. Cogiste una sola vez, hace 22 años, con Celia. No
tenés un millón de mujeres. No tenés ni una. Estás preso. Es más: el rengo
Mendoza ya te anotó que para mañana te den electroshock sin falta. Te van a
cagar a manijazos a las nueve en punto». Sotelo se horrorizó: «¿Cómo sabe él
que yo cogí una sola vez? Pero no fue con Celia ni hace tiempo… Ah, claro:
las verdades aquí se dicen a medias. Hay que traducir la mayor parte.
Interpretar, porque no viene directo. Creo…». El pobre Gómez se desesperó:
«¡No! Aquí soy Gómez, cierto, pero allí… Y por otra parte: un rey no tiene
que dar explicaciones. Sobre todo un rey tan sabio que puede hablar con los
pájaros y descifrar el lenguaje de las manchas de humedad sobre una pared.
Pensaba dejarte mirar a mis mujeres, cuando ellas estuviesen distraídas
bañándose; te iba a prestar una lente ortóptica infrarroja…». Eduardito: «¡Ja,
ja! A tu lente ortóptica te la podés meter en el orto, la puta que te parió. A mí
qué me importan tus mujeres estúpidas que no existen. Vení, vení que te voy
a reventar, guacho». Furioso se adelantó para pegarle a Gómez, quien se
encogió espantado, pero Don Martínez le salió al cruce y lo trabó con brazo y

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pierna derechos: «Quedate quieto, Eduardo. Dejate de hinchar las pelotas. A
ver si te anotan para el electro a vos también». Don Martínez y Eduardito
constituían una «pareja», y los enfermeros lo sabían. Hacían manga ancha
porque a Martínez le debían muchos favores y trabajos: delaciones, ayudaba
cuando había que reducir a otro loco, y además era el jefe de los
«trabajadores». El aludido, aunque consciente de su prebenda, no ignoraba lo
fatal del abuso. Eduardito, cagado de miedo, se tranquilizó. Gómez gritaba:
«¡Soy el rey! ¡Soy el rey!». Desde la enfermería vino a las rengueadas el
rengo Mendoza: «¿Por qué mierda andás gritando vos, Gómez?». «¡Son ellos!
¡Ellos me provocaron! ¡Dicen que yo no soy rey!». «Escúchame bien, Gómez:
vos ya sabés que yo te tengo entre ojos. Conmigo no jodás porque te voy a
hacer pasar la locura a patadas. Así que dejá de hacerte el loquito y andá a tu
cama». A Gómez la furia se le había ido como por encanto: «Sí, señor
Mendoza». El rengo se volvió a Don Martínez; reprochó, aunque con tono
considerablemente más suave: «Y usted… me extraña, Martínez. ¿Cómo se le
ocurre andar rechiflándome a los locos?». El enfermero retornó a la
enfermería. Don Martínez dijo a Eduardito: «¿Viste? Encima la ligué yo, por
tu culpa. ¿Por qué te pusiste furioso?». Eduardito, apichonado y con un hilo
de voz: «Es que ese hijo de puta me sacó. ¿Por qué nos viene a hablar de
mujeres, de palacios, de cosas riquísimas a nosotros que estamos aquí para
toda la vida? ¿Cuánto tiempo se cree que uno le va a aguantar que esté
provocando y jodiendo?». Sotelo se aterró: «Ya no me aguantan. ¿Y si me
pegan, o algo peor? ¿Qué podría pasarme? Me van a matar. Pero no:
De Quevedo me va a proteger». Xisto, como hablándole al aire: «Sí Juan,
créete y salí a contar. Subirás a la montaña junto al ave rompehuesos. Sí:
subirás. Pero hasta allí te alcanzará mi mano. Bajarás al fondo del mar, hasta
donde está la serpiente marina. Sí: bajarás. Pero hasta allí te alcanzará mi
mano». Sotelo, observando a Xisto: «¿Será verdaderamente el Anti-ser
materializado?». Xisto, sin mirarlo, lanzó una risa sarcástica: «¡Ja! Y todavía
hay algunos que se dicen sabios, o intelectuales, y son tan chiquitos que no se
dan cuenta de lo obvio». El lituano Keidany, que pasaba por allí, le dijo
severamente: «No tanta alharaca, Xisto, que vos también estás metido aquí
dentro». El aludido, por raro que parezca, no replicó. Keidany se volvió a
Sotelo. Aquella era una mirada de simpatía. Parecía decir: «No te aflijas, que
de este miserable me encargo yo».
A partir de ese momento los procesos parecieron acelerarse. Todo se llenó
de referencias conectadas con Sotelo. Márquez, el no-escritor, canoso y de
unos 45 años, el que tenía su cama entre las del gordo y Xisto, declaró al aire:

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«Son putos, viejo. Todos maricones. No van a cambiar nunca». Chacón:
«Seguí jodiendo vos nomás. Ya vassss a ver lo que es bueno». «Soy
inocente», declaró Zapallo a cuento de nada. «Él es culpable», le dijo el
Zapateador mandándose una zapateada. «Mentira, soy inocente, no he muerto
a nadie». «Sí, me imagino. Muy inocente. Él lo mató». «No. Soy inocente,
inocente». «Él lo mato. Él fue». «No. Yo no fui». «Oh no, claro». Sotelo se
preguntaba: «¿Tendrá que ver conmigo? ¿A quién maté yo? Si yo al
bancario… Ah. No se refieren al bancario. De Quevedo. Lo maté a
De Quevedo, que confió en mí y lo traicioné». Flores: «¡Julia!». «¿Julia? —se
preguntó el gordo—. ¿Por qué insisten tanto con ese nombre? ¿Será mi mujer
del futuro, la que pude tener y ya no he de encontrar?». «¡Julia!», volvió a
gritar Flores. El flaquito sin dientes preguntó lleno de crueldad: «¿Julia? Yo
conocí una Julia antes de que me metieran en cana. En un quilombo. ¿No será
esa Julia la que vos buscás, Flores?». «¡Julia!», llamó el otro.
Flores estaba en el último grado de la esquizofrenia y el obligarlo a usar
zapatos en forma correcta, pretender que Flores vistiese algo más que un
calzoncillo era tiempo perdido. El infeliz, en los raros momentos que salía de
su cama para pasearse lentamente por el pasillo, se cubría la cabeza con una
sábana. La tela, pues, lo tapaba hasta las rodillas. Imposible ver delante suyo,
por impedírselo el género, pero aunque así no hubiera sido carecía de
capacidad para clasificar lo observado; era, ya, un puro estadio vegetativo.
Caminaba apoyado en las paredes, como los ciegos, lanzando cada tanto su
destemplado «¡Julia!». Destruido o no era muy fuerte. A veces se rebelaba
contra enfermeros y médicos, como si supiera lo que le habían hecho. En
cierta ocasión Vedia —El Electricista, como lo llamaban cariñosamente—
ordenó llevarlo a la enfermería para darle electro. Según el psiquiatra, que un
enfermo pronuncie más de diez veces por jornada el nombre de su mujer
significa que «está excitado; en cualquier momento puede tornarse agresivo».
Mendoza quiso conducirlo hasta la camilla, pero Flores opuso resistencia, por
lo que el rengo llamó a los guardias. Éstos llegaron confiados (qué puede ser
más fácil que cambiar una maceta de lugar). Pero cuando lo tocaron, ese
delgado y pequeño vegetal quemado por la electricidad sin una neurona sana,
con uno de sus brazos (más flacos que los de un asceta hindú) le pegó al cabo
Agripino Saavedra una trompada tan terrible que lo hizo volar hasta una pared
desde donde resbaló quedando, muy confortable, sentado de culo. Grogui. Sus
compañeros tomaron a Flores de manera feroz. Mientras lo reducían el
pobrecito dijo la única expresión diferente a «¡Julia!». de los últimos dos
años: «No. Ustedes no me tienen que hacer esto». Y cuando Vedia —el

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paciente ya estaba atado a la camilla— se disponía a pasar la corriente, Flores
lo miró repitiendo: «No. Usted no me tiene que hacer esto».
Sotelo miraba a Flores caminar por el pasillo. Le tenía horror sin
comprender del todo por qué. El otro, parecido a un cadáver de la sala de
autopsias que se hubiese incorporado con sábana y todo, se detuvo al lado del
sector del gordo. Allí éste comprendió su temor: Flores era como la Muerte.
«Pero sí: simboliza la destrucción. La destrucción eterna». Luego de cumplir
con su cometido: mostrar el símbolo que encarnaba (o descarnaba), su tarjeta
de presentación, Flores continuó desplazándose con lentitud.
Dos sectores más allá de Sotelo tenía su cuartel general un gordito que
mató a cuatro tías. Una noche se declaró en joda y partió en gran caminata o
periplo gigante procurando enlazar los domicilios de todas sus parientas.
Llevaba una cuerda de seda, como los tug (en realidad una chalina,
confeccionada con dicho material). Sus tías lo iban recibiendo, de a una, sin
sospechar nada. A lo sumo les extrañaba un poco la hora, pero ya se sabe
cómo son de desconsiderados ciertos sobrinos. En cada caso el procedimiento
fue el mismo.
Ellas lo invitaban con vermut, quesitos, choricitos y aceitunas (pobres
viejas, después de todo) y él, de lo más charlatán, se las ingeniaba para
contarles la historia de los tug de la India. Parece que durante la época del
dominio inglés existía una secta en el subcontinente, adoradora de la Diosa
Kali. La tradición oral sagrada de estas personas encantadoras aseguraba que
cientos de miles de años atrás existió en la Tierra la raza de los gigantes,
enemigos de los hombres. Tales monstruos, infinitamente horribles, mataban
seres humanos por pura diversión. Era necesario, desde todo punto de vista,
tomar medidas. Chantapranasoma, el más grande de los héroes hindúes —
especie de Sigfrid— tomó su espada Nothung (o como quiera que se diga en
sánscrito, o en pali) y partió muy decidido a destripar a tales seres malvados y
enormes. Llegado que fue el héroe los desafió a combate singular. Daba
miedo nada mas que con verlos. Parecían una versión corregida y aumentada
de los monos Bandar Long, ocupando la ciudad mítica y abandonada de El
libro de las tierras vírgenes, de Kipling. Pero Chantapranasoma, sin miedo
alguno, cortó la cabeza del primero de los gigantes. Gran estupefacción ante
la gesta, entre los hombres altos fósiles reunidos en el medio de los menhires
and the old old Cromlech. Estupefactos pero no tanto pues los muy malditos
sabían lo que ignoraba Chatapranasoma. En efecto: de cada gota de sangre
vertida por el gigante muerto salió un nuevo gigante. Y con cada titán que
Chantapranasoma destruía ocurrió lo mismo. Desesperado, el héroe replegóse.

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Todos los hombres oraron entonces a la Divina Diosa Kali para que los
ayudara a librarse de esta amenaza. Y la Divina Diose Kali se reveló en un
sueño a Chantapranasoma y a él le dijo: «Sólo hay una forma de librar a la
humanidad de esa raza titánica y enemiga. Toma una cuerda de seda y
estrangúlalos. Uno por uno. De tal forma no se derramará sangre y el hechizo
racial quedará roto». Así lo hicieron Chantapranasoma y otros héroes y al
tiempo todos los gigantes habían desaparecido. Entonces, desde aquella época
legendaria y como homenaje a la Divina Diosa Kali, libertadora de los
hombres, sus adoradores, cada tanto, le sacrifican víctimas. Éstas deben ser
estranguladas. Ni una sola gota de sangre habrá de verterse en la ceremonia.
Jamás deberán faltarle víctimas a la Diosa; por razones de agradecimiento, en
primer lugar, y además, para que los titanes no vuelvan.
La tía de turno oía la maravillosa narración completamente fascinada,
como toda vieja que oye cuentos extraños, sin imaginarse que el asunto la
afectara de alguna manera. Entonces el gordito, corriéndose detrás del asiento
de ella le decía (mientras, disimuladamente, sacaba la chalina de seda): «Voy
al baño y vuelvo, tiíta». Cruzando sus brazos, con la seda bien tensa entre sus
puños, gritaba: «¡¡Kaaaliii!!». Antes que la pobre vieja pudiera volverse o
intentar alguna defensa apresábale el gaznate con la cuerda sacrificial. Así
liquidó a las cuatro en una sola noche.
Ya en su casa el nuevo sectario se dijo: «Esto es bueno como aprendizaje,
pero la Diosa puede ofenderse por el hecho de inmolarle nada más que
ancianas. Es necesario buscar primicias. Víctimas jóvenes. Puedo empezar
con mi vecina. Recuerdo esa película con la actriz Grace Kelly (Encaje de
medianoche, me parece) donde su marido intenta estrangularla y ya la tiene
media refocilada del todo en un diván, con el cuello enroscadísimo, la pollera
levantada hasta más arriba de las rodillas, todo sumamente erótico… Sí. Mi
vecina. Yo creo que… Además nadie me podrá acusar de plagiarlo al
Estrangulador de Boston. Ya me imagino los diarios: EL TUG VUELVE A
GOLPEAR. Sí. Mi vecina…». En ese mismo momento cayó La Ley y se lo llevó
pa’siempre al manicomio.
Sotelo vio a Chacón que, con una pava y un mate en las manos, visitaba al
gordito tug. Chacón, deteriorado y hermético, le iba diciendo mientras
cebaba: «Che, gordito (el otro no pareció ofenderse en absoluto por el
apelativo): allí en Rawson, donde yo estaba… Primero vino el oficial
principal Palavencino. Ahí estábamos con Lucio, con Evaristo… todos
tomando mate. Después vino… Mabel. Vino el teniente primero Mabel y dijo:
“¿Qué estás haciendo vos, hijo de puta?”. “Naaada señor… ¿No ve que

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estamos tomando mate?”. Entonces Mabel nos pegó una patada en el culo a
cada uno… Ya está. Ya estuvo. Al calabozo. Lo metieron». El tug se ríe:
«Qué malos que fueron con ustedes, ¿no Chacón?». «Pero te voy a decir.
Ahora las cosas cambiaron mucho. Sí. Allá en Rawson demolieron la muralla.
Ahora, si vos querés… Ahora no es como antes. Cualquiera puede salir. Sí. Al
principio se escapaban de a miles cuando voltearon la muralla. Ya están todos
adentro de vuelta. No hay agua, no hay liebres. Pura pampa. Solos volvían.
Ya está. Ya estuvo. Los meten. Los metieron. Los meten aquí. Recuerdo a…
muchos compañeros del penal de Rawson. Me acuerdo… Quinto Plumón
Pugio. Oscar Alberto Masa Esnaola, Pedro Aníbal Pinto… todos con
condenas de… cincuenta años, treinta y cinco, cuarenta y dos años…». El tug
carcajea divertidísimo: «¿Cincuenta años?, ¿pero qué: les tiraron con el
Código en la cabeza?». «Según. Ahí teníamos a Jorge Vidal… a Bienvenido
Ocote Soria, o al Tomasín Castillo, sin ir más lejos, todos con condenas de
ciento quince años, noventa y nueve. Doscientos años…». El gozo del tug
alcanza nivel de orgasmo: «¿Noventa, doscientos años? ¿Pero qué hicieron
para que les den tanta condena? Es imposible. ¿Cómo les van a dar tanto?».
Chacón —que a veces ponía cara terrible y amenazante, aunque en realidad
era un pobrecito absolutamente inofensivo, sólo peligroso para sus fantasmas,
masculló entre dientes: «Sí. Vos reíte, nomás. Chileno’e mierda. Ya vass-a
ver lo que es bueno. Hacete el picaro». El tug comprendió que la bronca no
era con él y se sirvió el mate que Chacón le tendía. Comentó, más que nada
para decir algo: «Bueno, amigo Chacón. No lo tome así», y tornó su vista a
Sotelo, que los observaba por encima de las paredes petisas, para lanzar a éste
un guiño de inteligencia. Luego le propuso al gordo: «Oiga, compañero, usted
no tiene ranchada, ¿no quiere venir a tomar mate con nosotros?». El gordo
aceptó porque tenía unas ganas bárbaras de tomar mate y se fue al sector de
Chacón. No bien entró, la maldita voz dijo pensando en el tug: «Soy puto. Él
es puto. Entre putos cómo no nos vamos a entender. A este gordito le hago el
culo. Él es puto. Me lo cojo fácil. ¡Ja, ja, ja…!». Como si lo hubiera oído, el
tug, que esbozaba una sonrisa de bienvenida, se puso serio. Muy serio. Sotelo
se aterró. «¡Me escuchó! ¡Todos me escuchan! ¡Me van a matar y con justa
razón!». El tug sacó la pava de manos de Chacón y sirvió él mismo un mate.
Le dijo al gordo extendiéndoselo: «Tome, caballero». Esta palabra, caballero,
no auguraba cosas buenas. En su vida Sotelo había escuchado algo tan
amenazante. Se sirvió y, al tomar, la voz parloteaba y jodía jodiendo: «Así, de
esta misma y precisa manera, este gordito me la va a chupar dentro de poco.
Este gordito amoroso. ¡Ja…!». El tug lo miraba lleno de odio, violeta de furia.

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La voz, imprudente, continuaba enloquecida. «Vamos, gordito lindo, no
simules, si todos sabemos que vos sos un degeneradito. Entre pieles sucias y
roñosas no entendemos. Si vos mataste a esas pobres viejas porque sos un
cobardón. A que no me matás a mí, a Sotelo, un escritor, un intelectual. Un
hombre. A que no te animás». Al gordo le temblaban las manos y, en el borde
de la desesperación, intentaba dialogar con la voz: «Escuchá: estos tipos, éste
y todos, son peligrosísimos. Nos van a matar. Callate, por favor». «Bah, qué
tanto miedo —replicaba la voz, muy suelta de cuerpo—. Yo no temo porque
soy puto. Los putos no tienen miedo. Nos van a matar, claro está. Pero antes
nos van a coger y eso será ma-ra-vi-llo-so. Maravilloso. Éste es un gordo
asesino sucio que asesinó a sus tías. Yo lo denuncio. Me da asco. En este
lugar todos son asquerosos…». «¡Callate, por favor, dejá de provocar o nos
destripan!». La voz, a los gritos por todo el pabellón: «¡En este lugar toda la
gente es despreciable! No hay uno solo que haya estudiado. Gente vulgar, que
le dicen. Además cuento con una muy precisa información. Estoy
perfectamente enterado de que todos ustedes cogieron a sus madres. Mueran
las madres, mueran, mueran. La madre es el receptáculo de todas las
inmundicias. La última ramera del mundo es preferible a la mejor de las…».
«¡Callate, hijo de puta, callate, no te autorizo…!». «Si alguien escucha una
sola palabra de todo esto que lo crea porque es todo cierto. Señoras y señores,
yo voy a explicarles. La madre, considerada como ser biológico y sexual, es
un ser abominable, reptilesco, bueno para nada, que…». Sotelo, en su
angustia infinita pensaba: «Puede que estos tipos no entiendan. Como está
usando un lenguaje demasiado culto, quizá…». La voz se cagó de risa: «¿Qué
no entienden? Claro que entienden. No cazan algunas de las palabras, pero sí
el sentido general. Saben que estás insultado a sus madres, a quienes veneran.
Mirálos». Y era cierto: todo el pabellón estaba conmovido. Hasta los tipos
más endurecidos del mundo tienen a sus madres en un altar. Si Sotelo hubiese
dicho aquello a viva voz lo habrían matado al instante. Como las frases eran
telepáticas aún aguantaban. El gordo no sabía, eso sí, por cuánto tiempo.
«De Quevedo les impide hacer lo que tienen ganas: cocinarme a puñaladas.
¿Pero qué va a pasar cuando a él se le gaste la fuerza? Cada vez las exigencias
energéticas son mayores porque la voz se desata más. El otro crece. El otro, el
Anti-ser. El Anti-ser, que soy yo». Xisto lanzó una horripilante carcajada
triunfal: «Bueno mi amigo. Ya lo decía yo. Nadie puede controlar lo
incontrolable. Se creen que es cuestión de rogar. Aquí las rogativas son vanas.
Al pedo es. Se acerca. La hora de la verdad está próxima. Ahí los quiero ver a

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esos dos, que hace rato se me vienen escapando. Creen que pueden venir a mi
casa, a mi casa nada menos, a desafiarme. Pero pobres infelices».
Sotelo miró la cara del tug, cerrada a la amistad para siempre. Se había
ganado un enemigo mortal de la manera más gratuita.

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DIECISÉIS

El GORDO SOTELO SE PORTA BIEN Y ES


TRABAJADOR

Al otro día se acercó Don Martínez.


—¿Qué dice, don Sotelo? ¿Cómo se encuentra aquí?
El gordo lo miró preguntándose si el otro se burlaba o qué. Sólo atinó a
contestar:
—Bien. Bien, Don Martínez —«Bien con el cáncer que ojalá te agarres.
Cáncer, cáncer, sopita de cáncer»—. Me va… bien.
Don Martínez cambió la cara. Al parecer él también podía oírlo. Pero se
recuperó enseguida, como si ya lo tuviese previsto y ni le importase
demasiado.
—¿Sabe qué, don Sotelo? Pienso que a lo mejor usted quisiera trabajar.
—¿Trabajar, Don Martínez?
—Quiero decir… Si usted viene a trabajar con nosotros, con los
trabajadores, va a tener mejor comida, cigarrillos y hasta conseguirá unos
pesitos para comprarse yerba.
El gordo no lo podía creer: afuera trabajó como un burro, tuvo que
quemar su medio aguinaldo sin aprovecharlo y ahora le proponían que hiciera
lo mismo, adentro, condenado teológicamente, con moral cero. ¿Estaría loco
Martínez?
—Mire… no. No, Don Martínez. Por ahora no.
El otro se encogió de hombros.
—Piénselo y mañana o pasado me dice. Total hay tiempo.
Sotelo, con algo de furia, vio cómo el jefe de los «trabajadores» se
alejaba. Todo aquello lo impacientaba: ¿estaba destruido y encima querían
hacerlo trabajar?
¿Pero qué se creían ellos que…?

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En ese instante Xisto largó una de sus carcajadas de nibelungo:
—¡Ja!… Papita pa'l loro. A la bolsa. Meta palo y a la bolsa. ¡Ja!
Sotelo pensó: «¿Por qué se ríe ese imbécil, por más Anti-ser que sea?
¿Qué se supone que hice mal para que haga ese comentario sarcástico?».
Márquez, el no-escritor, el que no ganó el Premio Nobel, le dijo a Zapallo,
agresivamente:
—Vos siempre tan haragán, ¿eh?
—No, yo no soy haragán. Yo soy inocente —dijo el previsible Zapallo.
—Sí, inocente. Un hijo de puta es lo que sos. No tenés para fumar y andás
mendigando y jeteando por ahí.
—Soy inocente y no soy ningún pedigüeño.
—No, claro —Márquez estaba cada vez más furioso—; qué vas a ser
pedigüeño vos. Vos sos inocente, ya sé. ¿No te da vergüenza ser tan jetón?
—S’inocente’s’y ningún jetón («Soy inocente, no soy ningún jetón»).
—Te vas a morir como un perro, vos también. Te vas a morir sin haber
hecho nada para defenderte.
Zapallo desechó con una mano y dio media vuelta:
—No, mentira. Soy inocente. No doy bola a los locos.
Sotelo se dijo: «Pero ¿qué quiere decir esto?, ¿qué tengo que trabajar?».
Se oyó una tos. «¿Qué?, ¿otra vez empezamos con las toses? Ya me tienen
harto con las tosecitas». En la Sala 2 estalló un concierto de toses. El gordo se
cagó en las patas. «¡Perdón…! No lo decía en serio. Bueno… si no hay más
remedio… voy a trabajar». No bien terminó de pensar esto Márquez le echó
una mirada. Aquello no era ni aprobación ni reproche; tampoco indiferencia.
Indescifrable, más bien. Justo —como por casualidad— pasaba por allí el
lituano Keidany. Él y Márquez intercambiaron un vistazo. Aquí sí el no-
escritor sonrió. Cosa rara porque jamás cambiaba su expresión adusta.
Keidany se acercó al gordo, muy amistoso:
—Me dijeron que vas a trabajar, Sotelo.
«¿Cómo putas sabe éste que…? Ah…».
—Sí, sí… desde mañana.
Keidany aprobó sonriente antes de continuar su camino:
—Bravo. Eso va a ser muy bueno para vos. —Ya lejos se tornó para
mirarlo una última vez—: Será una gran ayuda.
Sotelo entendió que aquello, más que a la yerba y a los cigarrillos,
referíase al combate teológico. En el acto fue a decirle a Don Martínez que
podía incluirlo entre los «trabajadores». Éste no se sorprendió: «Ah, muy

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bien. Entonces mañana lo despierto un poco antes que a los otros para
comenzar con la limpieza».
«Chororinarono», dijo Eduardito mirando con grandes ojos. «¿Hay
seriedá, Eduardo?». «Sí. Hay seriedá». «Muy bien, pero no cante, Eduardito».
«No, Don Martínez». Sotelo tradujo: «Quieren significarme que las cosas
marchan bien pero que no por ello me haga demasiadas ilusiones. Que gané
una energía per… “Cáncer. Soy put…”. ¡Basta! Es terrible. ¿Hasta cuándo?».
Xisto estaba furioso. Intentaba disimularlo mediante sus galas de riña —
provocaba más que nunca—, pero era indudable que cacareó demasiado
rápido.
Aquella tarde, el flaquito sin dientes —ese que siempre se burlaba de
Flores diciéndole que a Julia la había visto de lo más entretenida en el
quilombo—, aprovechando que Sotelo paseaba por la Avenida del Libertador
Menéndez le chistó:
—¡Chis!: señor.
—¿Eh? ¿A mí?
—Sí señor. A usted. Quizás usted se sorprenda, señor, de que le hable asi.
Claro, señor, yo comprendo: usted está caminando. Yo soy un pobre pibe,
¿vio señor? Si hablo es porque me hacen hablar. Disculpe que lo moleste. —
Sotelo tenía ganas de continuar su caminata pero se quedó—. Mire señor: yo,
hace muchos años, tenía una idea de la justicia. Yo he robado. Soy, digamos
así, ladrón. Me puse un antifaz y asalte a cierta gente. La sociedad me
considera loco y ladrón. Pero cabría preguntarse qué es la cordura.
Perdóneme, señor, estas no son mis palabras. Hablo porque me hacen hablar.
¿Qué es la cordura, señor? ¿Usted lo sabe? ¿Y la propiedad? No suponga
usted, señor, que esto que le digo pone en tela de juicio a la propiedad en sí,
sino a cómo se distribuye. En otras épocas los hombres tenían sentido de lo
sagrado. —Sotelo empezó a escuchar con atención—. ¿Ah?, ¿ahora le
interesa lo que digo, señor? Ya le dije: soy un pobre pibe y usted debe
disculparme. Le pregunto lo de la propiedad, señor, porque yo soy un preso y
un ladrón. La sociedad considera que yo hice mal en robar. Y yo estoy de
acuerdo: eso es malo. Pero, señor, ¿no es malo negarle protección al hombre
diferente? ¿No se condena a sí misma una sociedad que no protege a sus
individuos especiales? Hace miles de años, señor, existían otras sociedades;
sociedades más justas, según creo y disculpe. Soy muy ignorante. No hablo
por mi boca. Sociedad de orden sagrado. Éramos hermosos (quizá le parezca
imposible al verme sin dientes); eramos hermosos y nuestros sexos eran
libres. Luego nos invadió alguien invisible. ¿Dios, quiza? ¿Un espíritu?

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Alguien malvado, en todo caso. Todo nuestro orden se vino abajo. Nació la
culpa y con ella el horror. Disculpe, señor, pero éstas no son palabras mías.
Como le dije al principio: hablo porque me hacen hablar.
Sotelo escuchaba con una mezcla de espanto y veneración. Se dijo: «Es
De Quevedo. De Quevedo está hablando a través suyo. Me manda un
mensaje». El flaquito sin dientes prosiguió: «Veo que me escucha con todo
interés, señor. Disculpe que le diga señor tantas veces, pero es que, usted
sabe, casi toda la vida estuve preso (casi toda mi corta vida, porque ya puede
darse cuenta de que soy muy joven) y estoy habituado a dirigirme así a los
guardias. Usted disculpe señor. Eso era todo lo que estaba obligado a decirle».
Viendo que el flaquito no pensaba agregar cosa alguna, Sotelo siguió
caminando por el pasillo. Escuchó, no obstante —ya alejado varios metros—,
que el pibe sin dientes le decía a otro interno. «¿Cómo podría soportar uno la
vida aquí si no creyese en algo? Yo tengo a mi mamá, ¿sabés, santiagueño?
Creo que si no pudiera creer ni en mi vieja, me mataría». Esta frase pulsó un
disparador en Sotelo. En el acto salió la voz de las profundidades —no se lo
iba a perder—: «¡Madre!… Ja, ja, ja. Adoro a las madres. ¿Sabés qué pasa,
pibe? Yo te voy a explicar. Todas las madres: todas y, sobre todo, la tuya, son
unas yegüitas baratas. Baratieri. Yo tengo, no interesa ahora gracias a qué ni
por qué medios, algo que los ignorantes llaman poderes psíquicos. Muy bien.
En beneficio tuyo, flaquito sin dientes (y conste que hago esto sólo con
propósitos altruistas), te voy a decir lo que está haciendo tu mamá en este
justo y preciso instante. Te explico. Te explico con todo detalle. Ella se baja
la bombachita para que tres machos, sucesivamente, le hagan todo lo que a
ellos se les antoje». «Piedad, piedad, por favor. Dejá de hacer daño». «¿Qué
deje de hacer daño? Pero si es para brindarle el conocimiento. Soy el nuevo
gurú. Pura filantropía. Callate, hijo de puta, degenerado. ¡Callate o te
destruyo!». «No veo de qué manera. Para destruirme no hay más que una
forma: matarte vos. O cambiar. Y vos no podés cambiar. Yo, vos, somos el
Anti-ser». Sotelo, infinitamente horripilado, aceleró el paso. No se atrevía a
volverse a mirar al flaquito. La hija de mil putas de la voz la tenía con las
madres. Ojalá se limitara a desearle el cáncer a la gente (después de todo, y
aunque sea un sofisma, todos tenemos que morirnos algún día). Pero no: ella
se esforzaba en colocar a Sotelo en un estadio donde no hubiese perdón ni aún
arrepintiéndose con toda el alma. Ahí nomás la voz volvió a saltar. «¿Con
toda el alma? Si te arrepintieses con toda el alma yo quedaría dominada y ya
no tendrías necesidad de seguir con esta historia, puto viejo».

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Nada más que por simple desesperación, el gordo, huyendo, se metió en
un sector de procesados y penados. Casi todos los de ese lugar antes habían
estado en las cárceles. No lo recibieron mal, pese a ser para ellos un «gil
laburador», vale decir: uno de esos tipos que prefieren trabajar en vez de
robar. Ahí estaban Metrone y Masili, penado a diez y quince años cada uno, y
Cardala, procesado. Como si no hubiera querido perderse la reunión, al
instante se les unió un petiso, con una pava con agua caliente, y un mate
gigantesco: esos mates de preso, que a no dudar traía de la cárcel. Se llamaba
Verini. Juan Cecilio Verini. «Sientesé, compañero», dijo Masili, el más
amistoso del grupo. Masili era homosexual, pero no fue por eso que tuvo
amabilidad con Sotelo. Su gentileza se debió a razones simplemente humanas.
El petiso Verini le extendió su mate enorme, que tenía una leyenda escrita en
cuerpo nueve: SÍRVASE. La voz intentó largar uno de sus famosos: «Este petiso
es puto», pero se quedó con las ganas porque era tan obvio que a Verini le
importaba un carajo todo aquello que era largar cañonazos al vacío.
Constituía un ejemplo de esos tipos chiquititos y fuertes, a quienes nada
puede afectarlos. Cardala, por su parte, un «lindo» de 25 años (las abuelas lo
hubiesen llamado Rodolfo Valentino), seguro de sí mismo, tenía una coraza
(de las que suelen tener los cínicos) en la cual rebotaban todos los «usted es
puto», «tu madre es (tal o cual cosa)», y los «ojalá te agarres la sífilis». Inútil
era, pues, intentar agredirlo. En cuanto a Metrone, él estaba cubierto por el
infinito desprecio condescendiente que tenía por los giles laburadores. Sólo le
importaba lo que le dijeran sus compañeros de robo. Así que, para completo
alivio de Sotelo, la voz estaba desesperada: no encontraba la manera de
penetrar. Viendo la inutilidad de sus esfuerzos, el chichi, como un nibelungo,
se hundió en la falla geológica. El gordo quedó casi libre. Menos mal que no
sabía que Masili era homosexual pues en ese caso la voz hubiese intentado
algo (para fracasar miserablemente, por otra parte, pues el susodicho, muy
asumido, con su doble mente compensaba las agresiones. Éstas, en el fondo,
le resbalaban).
Cardala le preguntó por qué estaba allí, etc. En fin: lo habitual. Ya
enterados de que además de gil laburador era loco auténtico, y no un
simulador, los cuatro le dieron consejos de preso: que se quedara tranquilo,
que joder era peor, que si se rebelaba lo hiciese cuando correspondía, etc.
Masili intentaba ayudarlo sin segundas intenciones. Cardala especulaba un
poco más. Para horror de los otros presos empezó a contarle algunos
«secretos» de penados y procesados. Insignificancias, en el fondo, pero que
un ladrón auténtico nunca diría. Empezó a «avivar al gil», como se llama.

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Contaba cosas de su vida (Cardala era muy charlatán). Cómo procedía él en
sus asaltos: «Mirá pibe. Yo asalté como cincuenta cooperativas de crédito.
Nunca me agarraron por eso. Observá la ironía del destino: ¿Sabés por qué
estoy aquí? Por cosas que no hice. Por eso. Mirá que gracioso. Me estoy
comiendo un garrón. Decí que uno a veces no habla para no complicar a
otros, pero… —Se volvió a Metrone—: ¿Te acordás de Tomassini? Bueno. Si
uno fuera como él… Un día estábamos con Julio el Hombre y Teresa la
Colorada… mejor dicho era de noche. Estábamos tomando whisky y cayó
Tomassini con un pedazo. Tenía los ganchos llenos de bobos y zarzos. Venía
de reventar una bobería. El muy boludo y gil. Vos te dirás —a Sotelo— por
qué le digo boludo. Muy sencillo: tenía guita de todos los colores. Nos iba
bien en esa época. Teníamos un trabajo seguro con lo de las cooperativas. Y
al muy tarado… no se le ocurre mejor cosa, con los bolsillos llenos de lana,
que ir a reventar boberías. ¿Puede —se vuelve a Verini— un tipo así dejar de
chorear alguna vez? Decime vos: ¿puede? No. No puede. Vos ya te das cuenta
que un tipo así lo lleva en la sangre. No puede dejar de afanar. Yo no, en
cambio. Yo, si las cosas salen bien, me retiro. Dejo de chorear». Sotelo
escuchaba todo esto como quien oye a un alienígeno pronunciar una
conferencia de Alta Física en Marte. El gordo ignoraba los vericuetos de la
mente de un procesado (no de un penado; cuando un hombre está «lavado y
con plancha», vale decir, cuando ya tiene sentencia, sabe que nada que diga o
haga puede cambiar su situación). Un tipo que aguarda el dictamen de un juez
cae, inevitablemente, dentro del campo gravitatorio de sus propias fantasías.
Una de las construcciones imaginarias más comunes, en los procesados, es
creer que está rodeado de soplones. Esto puede ser cierto, pero donde el preso
delira es al pensar que el juez se va a tomar la molestia de analizar en detalle
la sutileza penúltima de sus declaraciones dentro de la cárcel. Cardala dijo
que él, en caso de quedar libre, dejaría de robar (siempre que le fuera bien),
para que si el juez lo llegara a saber a través de Sotelo, decidiese ser más
benigno: «Dejemos a este pobre muchacho. Que se vaya en libertad. No es tan
mala persona y al final, quién te dice, va a ser un buen ciudadano». Tales los
pensamientos probables del magistrado, según la fantasía de Cardala. Cardala
estaba absolutamente loco y evadido de la realidad, claro está. El juez jamás
habría de tener en cuenta tales sutilezas para él favorables; en primer lugar
porque jamás las sabría (Cardala no era tan importante como para que le
estuvieran contando sus declaraciones a los súper), y si las supiese le daría
penas aun mayores. Cardala, por otra parte, en su infinita locura y estupidez,
suponía que negando su delito actual (y para que Sotelo le creyese admitía

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hechos pasados, tal como su asalto a cooperativas de crédito) el juez entraría
en duda: «¿No será que este pobre muchacho es inocente? Cierto que él
admite que asaltó a cincuenta cooperativas, pero no es de eso que ahora se lo
acusa. Yo, juez, soy un hombre justo, si no se lo acusa no hay delito. Él dice
que es inocente del reviente de la bobería, que se está comiendo un garrón.
Debe ser así nomás. Por lo único que se lo podría condenar: el asunto de las
cooperativas, nadie lo acusa. De manera que… no voy a tener más remedio
que soltarlo». Tales los locos pensamientos de Cardala. Se dirá: Bueno, por
algo estaba en el manicomio. Pero ello no es muy exacto. Todos o casi todos
los presos tienen pensamientos así. La evasión de la realidad es perpetua en el
mundo del delito. Cada paso está justificado, sostenido, por una cosmovisión
imposible. Cardala, simplemente, era uno de los tantos procesados con falta
de información. No tuvo amigos que le dijesen que escaparse de un loquero es
tanto o más difícil que de la cárcel. Se hizo el loquito (estándolo), para ver si
las cosas cambiaban. Entonces Cardala, por pura especulación, «avivaba» al
gil Sotelo, esperando que ello le redituase de una manera u otra. Los penados
comprendían su juego sin intervenir. Ellos también pasaron por lo mismo.
Inútil es hablar con un desesperado. La resignación viene con la condena. Allí
adquirís un poco más de lucidez. No mucha. Cardala, por lo demás, contaba
intimidades poco trascendentes. Allí y en días sucesivos, le revelaría algunas
palabras del lunfardo carcelario, la manera de comunicarse desde lejos
haciendo signos con los dedos, algunas historias de ladrones cuando están en
libertad, etc. En el fondo: nada. Ignoraba, Cardala, que también él obtendría
nada de Sotelo. De cualquier manera, y como éste traducía todo, a ciertas
frases les asignaba sentido esotérico. Si Cardala o Masili le decían a otro
interno: «Che, Fulano, tomá un poco de mi naranjada… pero no te la tomes
toda, ¿eh?», el gordo creía entender que le significaban: «Vos, cuando tomes
agua, no tomes mucha. Ésta es una orden mágica. Para medir tu voluntad. No
desobedezcas porque si no la progresión de destrucción pega otra vuelta de
tornillo». Así, pues, Sotelo pasaba días muerto de sed, tomando —en pleno
verano— tan poco como un explorador que marcha por el desierto y sólo
cuenta con su cantimplora. Y si acaso, con la desesperación propia de un país
tropical, intentaba beber un poco más, una explosión sinfónica de toses
encargábase de protestarle. Sotelo, lleno de miedo, volvía a su forzado
ascetismo acuoso. También le ocurría con el pan («No comas pan Eduardito»,
quería decir: «No comas pan, Sotelo»), o los cigarrillos o el mate. «Si usted se
quiere ir alguna vez de aquí no tiene que tomar mate nunca más, señor
Orozco», dijo el Zapateador. Orozco, naturalmente, tomándolo como una

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broma le rajó una puteada: «¿Que no tome mate? Pero por qué no te vas a la
puta madre. ¿Eh?». «Me extraña, señor Orozco. Ya conocerá las
consecuencias, ¿cierto?». «Pero ¿qué te pasa, gil?, a ver si te dejo a vos sin
mate». O sea: para los presos, frases así eran inocuas; se tomaban como
propias del aburrimiento. Nadie se las tomaba en serio. No ocurría lo mismo
con Sotelo, quien veíase obligado a obedecer las órdenes mágicas al pie de la
letra.
El gordo podía aguantar todas estas imposiciones porque se sentía
culpable. Pero hasta el más miserable de los hombres nota que todo aquello
no es natural cuando es demasiado. El papel de Judas es excesivamente
pesado; hasta para Judas (no olvidemos que él se mató). A veces, viendo que
era el último orejón del tarro, le daban ganas de llorar. No se desmoronaba
porque entendía que ello era inútil, y además porque su fortaleza, moral y
física, eran excepcionales. Aunque él pensara de sí mismo todo lo contrario.
Qué fuerte fue, en verdad, el gordo Sotelo, para aguantar todo aquello. Pocos
hombres, ¿eh?, pocos hombres hubiesen podido soportarlo.
Juan Carlos Orozco, a quien ya mencionamos, era pintor (muy mal
pintor). Estaba lavado y planchado; aplastó su sexo terrible sentencia. Le
esperaba un tocazo de diez años, aún. A menos que hiciera muy buena letra.
Hachaba árboles en el Chaco guatimotzinita. Cortó cientos de toneladas y,
cosa rara, pues en general los leñadores no se vuelven locos, él se rechifló.
Demasiado intelectual al pedo, por las noches (en vez de dormir) pensaba en
su situación. Ya con síntomas graves fue trasladado a Unidad 20. Aquí se
puso a pintar un fresco (las autoridades eran benévolas en estas cuestiones,
por considerar que la pintura ayudaba en la terapia y le brindaron todos los
materiales necesarios). Al principio no podía entenderse qué hacía. Orozco
era uno de esos artistas cuya obra es ininteligible hasta muy avanzada, pues
empiezan a dibujar por el lado exótico y no desde el centro de gravedad del
tema. Sotelo, por su parte, tuvo una noche cierto sueño: observó, dentro de la
plástica onírica, a una especie de hombre con cabeza de toro encerrado en un
nicho. La poderosa bestia, entonces, con un fuerte golpe, rompía la pared con
uno de sus cuernos y salía al mundo exterior. Ahora bien, para profundo
horror de Sotelo, éste vio que Orozco pintaba exactamente eso: al Minotauro
rompiendo su prisión. Y pensaba el gordo: «Este es el Anti-ser que se libra de
sus ataduras y sale afuera para hacer daño. Es como mi voz, que agrede y
destruye. El Dios del Mal». Yo no sostengo que el Minotauro sea el Dios de
la Maldad. Me limito a contar cómo lo veía Sotelo (o cómo se lo hacían ver).
El gordo se acercó a Orozco y le dijo: «Muy interesante, muy interesante su

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cuadro. Me gustó más (o por lo menos me interesó más) que otros que hay
aquí, suyos, en la Sala». Orozco lo miró furioso: «¿Le gusta? No sé por qué.
Es el peor de todos». Dio media vuelta y se fue.
Hacía varios días que Sotelo trabajaba. Cumplía todas las órdenes de Don
Martínez, el jefe de los «trabajadores». No por eso tenía más prebendas, pues
las toses constantemente le ordenaban privarse de esto o de aquello. «No
coma el churrasco. Déselo a Zapallo», etc. Xisto, por otra parte, lo
verdugueaba constantemente. Si Sotelo distribuía pan, Xisto se colocaba
primero en la fila, como diciendo: «Yo soy el Demonio. A mí tenés que
darme primero que a nadie. Tenés que reconocer que soy tu dueño». El pobre
gordo, sin saber qué era peor: si obedecer o todo lo contrario, manijeado,
terminaba por darle pan a Xisto, antes que a los otros. Keidany lo miraba
después (siempre después, demasiado tarde), como reprochándole tal acto.
Sotelo se decía: «¿Y por qué no me indicó antes que no debía hacerlo? A
buena hora me advierte». Pero en el acto sentía una urgencia telepática que le
aclaraba: «Yo no debo entregarte todo servido. Vos, apelando a tu ser, tenés
que comprenderlo sin que te digan cosa alguna».
Xisto, a la manera de un vuduista chasco, se construyó un adorno con una
pila chica de transistor. Unió los extremos con un hilo y, a ese trebejo, se lo
puso en una oreja. Aquello constituía una especie de emblema de Hougan
(Sacerdote). Cada cosa que hacía Sotelo significaba caer más y más bajo el
poder de Xisto. Si comía pan, al masticarlo un nuevo poder maléfico entraba
dentro suyo. Ya oía zumbidos. La manija empezaba a dejar el recinto de lo
simplemente espiritual para transformarse en física. Cierto día le tocaba
distribuir pan a otro de los trabajadores: un gordo bueno, de bigotes finos;
cuando le dio a Sotelo el trozo que le correspondía miró a éste con lástima,
como diciéndole: «Te están haciendo un gualicho, hermano. Si yo pudiera te
ayudaría, pero qué puedo hacer. El otro es más fuerte. Muy fuerte. Mucho
más que yo». Sotelo entendía todo pero sin poder evitarlo. Xisto ahora
colgaba (aparte de la pila gastada en la oreja), una especie de escapularios
blasfemos, del cuello. Su poder era inmenso, al menos sobre Sotelo. A una
voz suya el gordo obedecía como un zombi. No le ordenaba grandes cosas, en
apariencia: «Vaya y tráigame esto», o aquello. Nada más. Pero todos miraban
horrorizados la esclavitud muy real en la cual el otro había caído. Keidany lo
llamó una noche a su cama. Le pidió: «Mirá, Sotelo. Yo te veo muy
intranquilo. Tenés que calmarte o si no te va a ir muy mal (con ello el gordo
se puso aún más nervioso). Vos no tenés que hacer caso de las presiones que
aquí —como en todo lugar de encierro— se dan. No hagas caso. Te repito, no

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des bola. Yo te tengo simpatía (sonrió). En serio: quedate tranquilo, no hagas
caso y todo va a ir muy bien».
Sotelo entendió que el otro se refería a Xisto. Quería decirle: no
obedezcas más a ese chichi. Pero pensaba también: «¿Cómo puedo dejar de
hacer cosas si no poseo las claves para moverme? Las claves de lo que es
bueno ni las de lo que es malo. Ignoro qué es perjudicial y qué positivo en
esta lucha teológica». En ese instante Xisto dijo: «Ahora sí que se juega todo
a una carta. Ahora sí. O arruinado o ganado para siempre. Un símbolo: tiene
que ir y pedirle al enfermero la pastilla que él se olvidó de darle. Así
sabremos si se quiere curar verdaderamente. Si está a favor de la disciplina o
no». Y era cierto: aquella noche (por casualidad, o tal vez por razones de
manija) se había olvidado de darle a Sotelo su pastilla tranquilizante. El gordo
pensó, luego de las palabras de Xisto: «Si yo estoy a favor de la disciplina es
verdad que debo ir a pedir mi dosis calmante. Lo voy a hacer, sí, pero no para
obedecerlo a Xisto; sólo por razones de disciplina. Claro está: cuando tome
mi pastilla lo voy a hacer sin permitirme el placer de beber agua. Éste será mi
sacrificio y con ello lo voy a cagar a Xisto: Durante todo el día las toses me
ordenaron no tomar agua. Ahora, cuando el enfermero me dé la pastilla la voy
a tomar pero sin permitirme alivio con el agua que use para tragarla». Y fue a
la enfermería como un robot. El enfermero le dio su pastillazo y, al volver,
tuvo la sensación de que se había equivocado una vez más. Xisto mostraba
cara satisfecha. Keidany, por el contrario, lloraba: auténticas lágrimas, que le
bajaban por el rostro. El gordo se dijo: «Me mandé otra cagada. El brujo me
engañó haciéndome creer que todo se refería a una cuestión de disciplina. Y
no es así. No debí pedir la pastilla: en obedecer la sugerencia de Xisto estuvo
el mal. —Miro a Keidany—: Lo he matado, por eso llora. —Intentó
tranquilizarse—: Pero… ¿Cómo puede estar muerto un hombre que llora?».
Aquí Keidany no sonrió. Xisto, por su parte, estaba completamente tranquilo.
Pleno en su cosa horrible.
Al otro día Xisto saltó de la cama primero que nadie. Aún antes que los
«trabajadores». Ya desde temprano empezó a hacer hechicerías. Márquez, el
no-Nobel, entonces, calentó una pava con agua y, con el líquido caliente,
trazo una cruz sobre la cama de Xisto (para exorcizarlo, se le antojó a Sotelo).
Mientras los encargados de las tareas (Sotelo entre otros) hacían la limpieza,
Xisto se metió en una especie de garita abandonada, del propio pabellón. En
realidad, en el viejo edificio, ésa era una auténtica sala de vigilancia, con
guardias que desde allí controlaban que los internos no se desmandasen. Al
cambiar la disposición arquitectónica el lugar fue abandonado, pues los

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soldados de Penales cuidaban desde otros sitios. A la tal ex garita, pues, podía
ir cualquiera. Pero el hecho de ocuparla Xisto en ese instante, con tanta
insolencia, significaba una sola cosa, según Sotelo: Que el chichi deseaba
darle a entender que él, el Gran Demonio, ocupaba el sitio de la autoridad.
Que De Quevedo, ex policía, ya no ocupaba la garita ni estaba de guardia.
«Ahora a las imaginarias las hago yo», parecía decir Xisto. En efecto: a través
de la ventana que aún conservaba inútiles rejas, recuerdo de otro tiempo,
Xisto lanzaba sus graznidos hechiceros y triunfales: «Aquí mando yo. Vamos
a ver quién me saca de aquí. ¡Ja!». Márquez, entonces, hizo algo muy raro: se
puso de espaldas a la pared tras la cual estaba Xisto y —siempre de espaldas a
ella— golpeó dos veces con uno de sus puños. La sonrisa del chichi se borró
y huyó de la ex garita en un segundo. Sotelo pensaba: «Así, el Mago de la
Luz se impone (con sus últimas fuerzas) por sobre el Mago Negro. Pero ¿por
cuánto tiempo él podrá apelar en forma directa y detener la progresión? Está
visto que todos esperan que yo lo detenga a Xisto. ¿Pero cómo?». Entonces
Márquez dijo (Xisto ya había vuelto y estaba recostado sobre su cama): «Juna
y gran siete. Qué cobardes son. Les dicen de todo, los provocan, los provocan,
los tienen dominados y no son capaces ni de pegarles una trompada, por lo
menos». Sotelo se iluminó: «¡¡¡Ah!!! ¿De modo que era eso?: reventarlo en
forma física. ¡Pero haberlo dicho antes!». El gordo se incorporó en un
segundo, picó con el pie derecho sobre la cama del sorprendido (sorprendido
o no). Márquez, y cayó sobre el jergón de Xisto. Con las manos Sotelo intentó
estrangular a este último. El cuello del indio resbalaba, de modo que se
decidió a una cosa más expeditiva: saltarle los ojos. Así aprendería. Le hundió
los dos pulgares en las órbitas con toda la santa intención de vaciárselas. El
chorro Cardala, uno de sus protectores, ante los alaridos y el quilombo
horrísono que se armó (Xisto, olvidado de su papel de Anti-ser, pedía socorro
a grito pelado), no perdió tiempo en desplazarse por el pasillo: saltó
directamente arriba de las paredes petisas entre sectores. Comprendiendo que
Sotelo quería dejarlo ciego, al otro infeliz, los separó. Xisto, ya pasado el
mayor de los cagazos, asumió nuevamente al Dios del Mal. Preguntó a
Sotelo: «¿Por qué, eh? ¿Por qué me atacaste?». Como diciendo: «¿Acaso
tenés alguna excusa lógica?». Pero el gordo ya no estaba para tales comedias.
Le dijo muy suelto de cuerpo: «Lo hice porque se me dio la gana.
Simplemente porque tenía muchísimas ganas de reventarte». Llegaron los
guardias, porras de goma en mano. Cardala les dijo: «Es una pelea sin
importancia. No les peguen, por favor». Por alguna extraña razón de pacto
social, muy difícil de entender para el no iniciado, los otros, que venían

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dispuestos a reventarlos a los dos, aflojaron. Se limitaron a retar a cada uno y
sacudirlos un poco; nada demasiado grave. Se fueron sin calabocear a nadie,
cosa muy rara y que daba qué pensar. Xisto se recuperó. Evidentemente
suponía que la rebelión de Sotelo era algo excepcional. Además de Anti-ser
Triunfante y en Toda Su Gloria, Xisto debía ser muy estúpido y poco
conocedor de la criatura humana. Nadie, luego que ataca a su verdugo y
prueba el gusto de la «sangre», digamos (aunque en verdad ésta no se
derramó), deja de insistir. Xisto fue a la cocina para prepararse mate. Desde
allí largaba sus frases: «Ya van a ver lo caro que les va a salir todo esto. No
saben con quién se han metido. Éste es el más grave error que pudieron
cometer esos dos. Ahora van a tener que…». Xisto, que salía de la cocina con
su agua, no pudo completar la frase. Sotelo lo acechaba pacientemente con
una plancha para ropa en la mano. No bien apareció la cara del indio el gordo
le pegó un terrorífico planchazo en pleno rostro. Xisto cayó de espaldas, otra
vez adentro de la cocina. Ahí fue donde Sotelo se abalanzó, ya
completamente decidido a, esta vez sí, convertirle la cabeza en pulpa. De
nuevo Cardala, con el auxilio de Masili y hasta el propio Metrone, se
precipitó a separarlos. Los guardias volvieron a aparecer. Ahora ni la magia ni
Exatlaltelico en persona podría impedir que interviniesen. Dos quilombos en
un mismo día con separación de minutos era intolerable. Cardala, gastando
hasta el último átomo de su vacilante influencia, les explicó que Xisto estaba
provocando a Sotelo desde hacía semanas. Que el indio era el culpable de
todo. Que si había que calabocear a alguien éste no era Sotelo sino Xisto.
Siempre por extrañas razones ellos se dejaron convencer y mandaron al indio
al calabozo. Xisto protestaba: «¿¡Cómo!? ¿¡qué es esto!? ¿Me pegan y en vez
de castigarlo a ese hijo de puta me engayolan?». Un oficial alto, flaco,
eficiente —ni verdugo ni amigo de los presos pero absolutamente implacable
cuando alguno se rechiflaba— le dijo: «Dejate de romper las bolas, Xisto.
Callate o te gomeamos en el baño». El indio se calló. Por más Anti-ser que
fuese tenía miedo.

Hacía rato que el pabellón se había dividido en tres bandos (con Sotelo
como centro de la batalla teológica): los partidarios de Xisto —que continuó
su magisterio diabólico desde el calabozo— los que respondían a Keidany y
los que aún no estaba ni con uno ni con otro. Ciertos detalles revelaban que
así se presentaba el asunto, pero el gordo, a ciertas claves, las asimilaba por
telepatía directa, que le ayudaba a quemar etapas en el camino de la

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comprensión. Supo también que ante cada «Soy puto. Cástrenme» o «Cáncer,
cáncer. Sopita de cáncer» que se mandaba, Keidany y Márquez (Vale decir
De Quevedo, pues los otros lo representaban) perdían fuerzas y Xisto se
fortalecía. Cada nihilismo o mal pensamiento tenía como resultado que uno
de los locos «neutrales» pasase al grupo del Anti-ser; vale decir: a la gente
que lo quería matar. Las cosas se agravaban por el hecho de que Sotelo no
podía estar seguro de la mayoría de los internos, en el sentido de si estaban
con Xisto o con «el otro». A veces un preso, mediante un carraspeo o un
comentario a un compañero (como ya se adelantó), deseaba darle a entender:
«Haga tal cosa» o «No haga tal otra»; «De esto puede comer, pero de aquello
no»; «Tome» o «No tome agua», etc. Si se equivocaba (ante la prohibición de
tomar agua, por ejemplo) o desentendíase, creaba fuerzas nutrientes para el
Mago Negro. Si por el contrario hacía caso no debiendo hacerlo, también
potenciaba a su enemigo. Era terrible.
En uno de los almuerzos Sotelo recibió una orden mágica que le prohibía
comer pan. Había allí un penado autista, apenas un poco menos deteriorado
que Flores, muy pobre, que como no contaba con familiares ni «visitas» que
le trajesen tabaco ni nada, veíase obligado a juntar los puchos que tiraban los
otros presos, les sacaba el pobre contenido y, con papel de diario, armaba sus
propios, terribles, cigarrillos. Hubiera sido más sano fumar chala con barba de
choclo adentro. Ahora bien, Sotelo, que acababa de recibir la «orden» de no
comer pan —a menos que quisiera tener tales y cuales castigos infernales—,
justo escuchó que este preso, como para sí mismo, decía tomando un enorme
trozo de pan: «Esto… no es para maricas». Me sería muy difícil describir el
odio y la furia imponente de Sotelo ante esta declaración. En verdad él era el
último orejón del tarro. No poder rebelarse y pegarle una trompada que le
volara la cabeza a semejante «cosa», pues tal era ya, menos que un ser
humano, aquel tipo, sacábalo de las casillas. Hasta un «juntapuchos» tenía
derecho no sólo a comer pan, sino a llamarlo marica. El gordo, claro está, no
ignoraba que un solo golpe bastaría para desintegrar a ese infeliz, tan pagado
de sí mismo, «que se permite llamarme puto». Sotelo, por supuesto, en ningún
momento perdió conciencia del hecho de que ese penado, y otros como él,
eran únicamente símbolos. Odiarlo, en el fondo, resultaba ridiculísimo.
Cumplían órdenes. Pero igual, viéndolos en su pequeñez, llegaban a
enfurecerlo. Decíase: «¿Quién mierda se creen que son, inhumadas ratas? ¿O
acaso suponen haber hecho una vida perfecta? Yo soy una cagada, de
acuerdo, pero estos presos deteriorados… digamos: estos presos de albañal:
¿Quién suponen ser para sentirse superiores y darme órdenes? Ya sé que sólo

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las transmiten, que no parten espontáneamente de ellos, pero aún así se les
nota cierta satisfacción chasco en ser receptáculos, vasos de transmisión.
Hijos de puta. Cómo me gustaría torturarlos y matarlos. Hacerles sentir
aunque sea por un rato la impotencia que yo siento —lleno de furia—:
¡¡¡Ellos ordenan!!!». El propio Zapallo, tan vejado por todos, podía comer
pan y tomar toda el agua que se le antojase. Nadie le ordenaba caminar o no
dormir. En el mismo momento en que decía «Soy inocente», negando en
forma ridicula su culpa cierta, se llevaba un enorme trozo de pan a la boca. Le
hubiese gustado aprisionar al Fumador, al Zapateador, a Xisto y a tantos
otros, cortarles las manos y los pies, sumergirles los muñones en aceite
hirviendo y dejarlos tirados en el pasillo (en la Avenida del Libertador
General Menéndez) agonizando durante tres o cuatro días. «Así aprenderán a
dejarme sin tomar agua en pleno verano, verdugos hijos de mil putas. Ya sé
que cumplen órdenes, pero también es verdad que las cumplen con la pija
dura y con toda delicia. Cómo los odio». No bien había pensado lo anterior,
un moreno gordo, tuberculoso y epiléptico, tosía en protesta, como dándole a
entender: «Bueno, mi amigo, el odio y el momento de expansión ya se
terminó. Ahora: a caminar hasta las diez de la noche, que ésta es su nueva
tarea sagrada». Y Sotelo, que hubiese deseado arrancarle los ojos, veíase
obligado a caminar, tal como le había indicado. Caminar, caminar, durante
horas y horas. Por la noche, cuando todos los otros iban a ver televisión, él
continuaba con su caminata. Y lo peor es que si la contraorden no llegaba, su
trotar seguiría hasta el infinito. Nada era directo allí: ni las órdenes de
marchar o no tomar agua, ni tampoco la indicación de todo lo contrario. Por
ejemplo: para que el gordo pudiera dejar de caminar necesitaba que Don
Martínez —o cualquier otro— dijese: «Bueno, Eduardito. Ya vio bastante
televisión. ¿No le parece que ya es hora de acostarse?». Sotelo comprendía,
por esta frase, que ya estaba autorizado a ir a la cama. Lo mismo si la orden
era «Acuéstese, sí, pero no duerma», en ese caso se pasaba toda la noche en
vela, hasta el amanecer, a menos que tuviese la dicha de que un guardia
(supuestamente con cara de verdugo) le ordenase: «¿Qué estás haciendo vos,
ahí despierto, hijo de puta? Ponete a dormir en el acto», Sotelo lo hubiese
abrazado. No esperaba otra cosa y dormía como un lirón hasta la mañana
siguiente.

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DIECISIETE

EL GORDO SE COME SU PRIMERA PIZZA


ELÉCTRICA

Y un buen día, tal como debió estar previsto, al gordo Sotelo le dijeron
que tenía que presentarse en enfermería. Él aún no se daba cuenta. Así de
estúpido era. Lo recibió Vedia. Él solo, sin su compañerito de aventuras
psiquiátricas. Él y el rengo Mendoza. Una misteriosa caja negra en uno de los
rincones de la mesada de granito.
—¿Cómo se encuentra, señor Sotelo? —preguntó El Electricista—. Tome
asiento.
—Bien, doctor.
—Dígame, señor Sotelo. Hay una cosa que… de momento… en fin: que
el día que lo vi me olvidé, por una razón u otra, de preguntarle, a pesar de que
reparé en ello. Veo que tiene la mano derecha muy quemada. ¿Qué le ocurrió?
Era la famosa mano que el gordo metió en el incinerador para destruir el
medio aguinaldo. Digamos, de paso, que los enfermeros se la atendieron
desde el primer minuto de su arribo a Unidad 20.
El manijeado vaciló («¿Digo o no digo la verdad?»).
—Yo… fue un encuentro.
—¿Un encuentro, señor Sotelo? ¿Encuentro con quién?
—Digamos… simplemente me quemé. Con un incinerador. Mientras
hacía la limpieza. Un accidente.
—Como accidente es un poco raro, de cualquier manera. Esa mano está
demasiado quemada como para ser nada más que un «toque», ¿cierto? Un
momento de descuido en el cual usted rozó por inadvertencia una puerta de
hierro caliente, por ejemplo… es difícil.
—Claro, pero… bueno; yo —el gordo comprendió que no había palabras
dentro suyo, convincentes, eficientes, para la mentira. Dijo la verdad que

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sabía— tuve un encuentro, como le dije. Un enfrentamiento con el Ser y con
Dios. Con Exatlaltelico.
—¿Con Dios? ¿Con Exatlaltelico? ¿Me puede explicar?
—Sí. Fue una prueba divina. Debía meter la mano en el incinerador. Y
aguantar.
—Ah. ¿Y entonces?
—Me quemé. Me quemé muchísimo. No me sirvió de nada, por otra
parte. Sigo condenado.
—¿Quién lo condena?
—Dios, naturalmente.
—Ah, sí. Ya comprendo. Bueno. Otra pregunta, señor Sotelo. La última
vez que nos vimos usted dijo algo que… no es que me importe —el psiquiatra
sonrió— ni que a mí me preocupe, pero… de cualquier manera tengo que
preguntarle. Usted me amenazó.
La sorpresa de Sotelo no era simulada:
—¿Que yo lo amenacé, doctor?
—Sí. ¿No se acuerda?
—Pero es que no sé de qué me está hablando.
—Usted me dijo que lo mismo que le había ocurrido a su víctima en el
banco me podía ocurrir a mí.
Ahora el gordo, en medio de su asombro, supo:
—Ah, pero… Usted no me entendió. Yo quise decirle que así como a mí
se me había presentado, inesperadamente, un problema teológico, cuando
menos lo esperaba, así también a usted (a usted y a todo el mundo) le puede
ocurrir que deba bajar hasta la verdad y enfrentarse con su espejo. Pero ni
soñando se me ocurrió que yo vaya a ser el agente desencadenante.
—Muy bien. De acuerdo. Mire, señor Sotelo —el psiquiatra echó una
mirada de reojo a la caja negra—. Vamos a comenzar a aplicarle a usted un
tratamiento que lo va a ayudar mucho para restaurar su salud y bienestar. No
le va a doler. En absoluto. Acuéstese en la camilla. Mendoza: prepare la
inyección.
El rengo ya la estaba preparando hacía rato. Levantó la jeringa y largó al
aire un fino chorrito de pentotal. El gordo se acostó y el enfermero se la
aplicó endovenosa. Vedia dijo:
—Cuente desde diez hacia atrás, señor Sotelo.
—Diez, nueve, ocho, sie…
—¿Qué siente?

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—Que todo me da vueltas. Mejor dicho… no da vueltas; es como si el
horizonte hiciera un subibaja.
—Siga contando.
—No me acuerdo por qué número ib…
El gordo cayó en la inconsciencia. No obstante, con otro nivel, sabía lo
que le iban a hacer y esperaba el golpe de electricidad. Cuando éste vino no
sintió dolor alguno. Ni sensaciones. Vio, con los ojos cerrados, muchas
partículas luminosas que iban desde su sien derecha a la izquierda, y otras de
la sien opuesta hasta la vecina. Las lucecitas tendían a encontrarse en el
medio. Aquello duró unos pocos segundos y luego se repitió. Ahora, sí,
descendió al sueño final.

Tres veces por semana, a partir de allí, le daban electroshock. Cada


despertar era por fragmentos. Como si uno volviera de una muerte muy larga.
Aquello no tenía nada que ver con el sueño, ni siquiera con un sueño bien
profundo. Uno sabe que no ha estado en lado alguno. Si alguien le hubiese
pedido una descripción, el gordo habría dicho: «Como haber estado muerto
durante un año, dos o tres, y luego uno descubre que, mediante un milagro, un
santo lo ha resucitado. No hay imágenes del otro sitio. No puede haberlas.
Porque uno, en verdad, estuvo muerto. Adentro de la nada. La sociedad sigue
funcionando sin uno. Atila, si volviese a la vida para encontrarse con la Era
Atómica, no podría contar algo distinto». Después Vedia siguió con uno por
semana, durante un mes y medio. En total una serie de veinte manijazos
eléctricos. Le dio dos semanas de descanso y después empezó con los shocks
insulínicos. Treinta y tres de ellos. Uno por día. Sotelo tuvo suerte, dentro de
todo. Hubo un chino, del cual ya hablaremos, a quien le dieron 72
electroshocks. Aparte de pastillazos varios, naturalmente.
Los manijazos, las torturas eléctricas «¿Torturas?», preguntará alguien,
«¿Cómo torturas, si les dan pentotal primero?». Sólo puede hacer esta
pregunta uno que jamás supo de alguien a quien le pegaran un maquinazo,
porque el ser, el ser de cada uno, siempre sabe. Siempre duele, por dentro,
aunque no se conserve memoria del dolor. Por algo los internos sienten
auténtico espanto por el electro; un preso condenado a picana por la policía no
temblaría más. Cosa curiosa: los electros están prohibidos por la ley, pero se
siguen dando en los establecimientos neuropsiquiátricos, con franca
desobediencia por parte de los médicos alienistas. Para comprobarlo no hay
más que mandar una inspección al Hospital Dr. Tomás J. Pelman, de

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Guatimotzín, o al Dr. Borda, de Buenos Aires, República Argentina, para
verificar si las «cajas negras» existen o no. Que el Estado mande inspectores,
si así lo desea, pero que no revise en los baños ni en las alcantarillas, porque
ahí no están las «cajitas»; ellas están guardadas en las enfermerías, o en sitios
parecidos. Y, además, no necesito decirlo, las inspecciones deberán caer de
improviso para que nadie pueda escamotear el «material» probatorio. Digo
esto por una sola y única razón, que plagio de un poema de Nicolás Guillén:
«Porque es la pura verdad»; como este entreguiones es demasiado largo repito
la frase de la cual partí: los manijazos, las torturas eléctricas, tenían como
resultado dejar grogui al gordo Sotelo, pero no disminuían un metro su
problema metafísico. Las enfermedades del alma siguen, aunque a una
persona le saquen un dedo o un pedazo de cerebro lleno de neuronas.
La «voz» de Sotelo, en efecto, seguía haciendo de las suyas. Para los
internos, que tenían que aguantarlo por razones mágicas, era algo más que
tolerar sus perpetuas agresiones (insultos a la madre, a sus virilidades, etc.)
significaba, en efecto, no poder tomar mate tranquilos, tener que transmitir
órdenes de no beber agua, o cualquier otra cosa, que no les interesaban para
nada, y ocupar la mente en lo que hace o no un boludo, como si ya no
tuviesen suficientes problemas. Estaban, en una palabra, legítimamente
hartos, y con muchas ganas de matarlo. Cierto que ellos lo torturaban a
Sotelo, con gran alegría, pero también era verdad que él los verdugueaba a
ellos.
Un día se le acercó Chacón a Don Martínez y le dijo en voz baja (pero el
gordo igual pudo cazar la onda): «Che: vamos a hacerlo cagar». «No. Por
ahora no —contestó Martínez—. No se puede. Está protegido». «¿Ha visto?
—monologó el gordo—. Es verdad, entonces, que el otro me cubre.
De Quevedo sigue teniendo fuerza. Pero… ¿y cuando ellos sean más
poderosos?». Sotelo estaba particularmente preocupado por el flaquito sin
dientes. Desde que la voz (su otro yo) descubrió la veta de la «madre»,
aquélla empezó a agredir al infeliz día y noche. Veinte, treinta, treinta y cinco
veces por día el flaquito sin dientes escuchaba: «Qué bien que coge tu vieja,
¿eh?».
«Che: tengo una buena noticia para vos. Parece que tu madre es la más
buscada. Es la única profesional que se deja hacer de todo. Vos viste, ya
sabés, cuál es la bola de las putas: se dejan cualquier cosa menos el culo. A
éste lo reservan para su macho. Pero tu vieja no: es generosa hasta en eso».
«Tu mamá es muy querida entre los chicos… te quiero decir: en el grupo de
pibes que tienen entre quince y diecisiete años. Ella les enseña y los prepara

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para la vida. La aman a tu vieja y ello es lo más justo pues los inicia con
infinita generosidad e infinito amor. Para ella el magisterio está antes que
cualquier cosa; no se permite egoísmos ni pequeñeces. Lo da todo. Se
sacrifica. Abre mucho las piernas. En un ángulo de cien grados un muslo
respecto al otro. Es una santa, en realidad. Como Teresa de Exatlaltelico.
Así». El flaquito veíase obligado a soportar esto durante jornadas enteras. No
por ser telepáticas, las frases le llegaban con menor claridad. Un día Sotelo
encontró al preso en la cocina con un jarro de agua caliente en la mano. El
flaco estaba sentado, con el recipiente en un puño, y le dijo:
—Eh, señor… ¿Quisiera sentarse un momento conmigo?
El gordo, que no estaba autorizado a negarse a cualquier sugerencia,
obedeció.
—¿Sabe, señor? (y disculpe que lo vuelve a molestar), pero me sigue
preocupando el problema de la justicia. Yo soy un pibe que sufrió mucho en
la vida. Cierto que robé, como le dije, pero es el hecho que a mí me
verduguearon mucho en la cárcel. Más de lo que me merecía, ¿sabe? A veces
los demás se ensañaban con uno —el gordo bajó la vista pues se sentía
culpable—. Claro, ya comprendo: usted, señor, baja la vista porque está
molesto y fastidiado. Se preguntará, seguro, por qué este tipo quiere contarme
sus mentiras y empaquetarme. Pero no es así, señor, créame. No quiero
empaquearlo. Es todo verdad. Yo sufrí mucho, señor. Mucho. Muchísimo. Y
no quiero sufrir más. No sé… de pronto se me ocurrió que en usted estaban…
que a lo mejor usted me diría la forma de librarme de esto. ¿Sabe? Yo
siempre, para resistir, me apoyo en la idea de mi vieja. Quizá, mejor dicho
seguramente, a usted le parecerá tonto, pero… Sabe qué pasa, señor, yo me
crié… guacho.
Sotelo creyó que al otro se le había muerto la madre, que en realidad el
flaquito vivía de fantasías: se apoyaba en la idea de una madre ideal,
inexistente, que en realidad no había conocido nunca. No era así y a esto él lo
sabría mucho después. La vieja del flaquito, luego de muerto su marido, se
volvió a casar. El pibe, después de una pelea con su padrastro, se fue de su
casa. Por eso dijo «me crié guacho» (huérfano). Pero ese detalle el otro no lo
sabía. De cualquier manera, lo cierto es que al gordo la culpa que la voz le
echaba encima no lo dejaba vivir. Bajó todavía más la cabeza y rogó:
—Basta, basta… por favor. Basta que no aguanto más.
—Ah… ahora pide por favor —pareció conmoverse el flaquito—. Bueno,
está bien. Veo que tiene sentimientos, pese a todo. Le voy a decir. ¿Ve este
jarro con agua hirviendo? Bueno. Hasta hace un minuto pensaba tirárselo a la

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cara a un tipo. Para desfigurarlo, usted ya comprende. Ahora… eso pasó.
Bueno, señor: me alegra ver que en el fondo no es mala persona. Le
agradezco que me haya atendido para que yo pudiera descargarme.
Sotelo quedó horrorizado. Comprendió a la perfección que el agua
caliente estaba destinada a su propio rostro, y que se había salvado por puro
milagro.
Ahora bien, no por zafar sus problemas terminaron. Los otros podían
matarlo esa misma noche. El gordo ignoraba cuánto tiempo De Quevedo iba a
poder seguir sosteniendo la situación. Él, por su parte, colaboraba dentro de
sus posibilidades: obedecer todas las órdenes, someterse con disciplina a las
verdugueadas horripilantes de aquella especie de Legión Extranjera. Caminar,
caminar sin agua por el pasillo; una vez y otra por la Av. del Libertado
Menéndez hasta que su calzado plástico le sacaba ampollas. Cada tanto una
tos le ordenaba corregir un pensamiento demasiado libre. En realidad era un
poco difícil entender qué ordenaban las toses, por lo contradictorio de las
directrices. Si Sotelo, por ejemplo, tenía un pensamiento masoquista, o
nihilista, una tos reprochaba. Pero si de puro miedoso pensaba «Basta de
derrotismos. Debo resistir», otro furioso carraspeo encargábase de indicarle
que tampoco iba por ahí el asunto. ¿Entonces? Ante un: «A todo esto me lo
merezco. Soy culpable», la tos desaprobaba. Pero al corregir: «Bueno… en
realidad, si lo pienso, no soy completamente culpable, más bien…». Allí
mismo estallaba una furiosa descarga de artillería de toses, gruñidos,
exclamaciones sarcásticas, escupidas para adentro, etc., como significando:
«Esto es aun peor». Jamás estaban conformes. Era infernal. Pero infernal sin
joda.
Una noche casi todos los internos se trasladaron al cuarto del televisor
para ver un partido de fútbol. Sotelo seguía caminando. Se le ocurrió (o él
pensaba que el pensamiento era suyo): «¿qué tal si voy a ver ese hermosísimo
partido? ¡Albricias! Adoro el fútbol». Bromeaba consigo mismo, en su
desesperación al cumplir órdenes imposibles; lo cierto es que detestaba ese
juego. Prefería la caminata por el desierto sin agua, pese a llevar horas en ello.
En ese instante habló Don Martínez: «Cierto, Eduardito. ¿Cómo no se me
ocurrió antes? Usted tendría que ir a ver ese partido. Juega Platense. Platense
contra Huracantécatl». «No, Don Martínez. No me interesa. Yo soy hincha
de…». «Eduardiiiito… sea bueno. Véngase conmigo. No me deje solo. Mire
que puede ser importante». Sotelo paró la oreja. Pensó: «¿Qué? No me digan
que tengo que ir a ver ese partido de mierda. Yo lo decía en joda. Por favor:
clemencia. Déjenme caminar. Lo refiero mil veces. ¿Por qué, además? ¿Por

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qué es importante?». Eduardito preguntó: «¿Por? ¿Por qué importa dice usted,
Don Martínez?». «Y… Platense necesita los dos puntos para clasificarse. Si
no, va al descenso. Tienen que ganar o ganar». «Bueno», dijo Eduardito. El
gordo, al borde de la ira pensó: «Uuy la puta madre… Voy a tener que ir a ver
esa mierda nomás. Ya me tienen harto, verdugos hijos de p». Cortó en seco el
pensamiento. Estaba aterrado. «A ver si me escucharon todavía». Sotelo era
un poco ingenuo. A esa altura aún pretendiendo la posibilidad de no ser oído.
De cualquier manera, órdenes son órdenes. Fue como una ovejita y se instaló
a ver el match. El locutor transmitía con esa forma nueva de relatar partidos,
señalando sólo lo esencial y con grandes silencios en el medio: «Aira…
Fogwill… Filloy… Ricardo Piglia: la “Máquina” en funcionamiento. Chichi
Nro. 6 de Huracantécatl rechaza a medio campo. Muy atrás el Nro. 6 de
Huracantécatl pero le vino justo. Chichi Nro. 9 intenta desbordar por el lateral
izquierdo pero el defensor Laiseca rechaza… Una jugada peligrosísima». Se
suma otro comentarista: «Sí, realmente, ese pelotazo pudo definir. Era una
situación neta. Todos, en Platense, muy adelantados». Primer cronista:
«Exacto. Exactamente. Muy, terriblemente peligrosa jugada que estuvo a
punto de perforar la defensa y desbordarla por una jugada de sus puntas. —El
comentario prosigue—: Muy bien ubicado O’Donnell, de Platense, en el
medio campo. O’Donnell recibe y en el acto pasa a la Máquina’… toma
Filloy, que está haciendo de cerrojo todo el tiempo y pasa a Fogwill. Fogwill
cruza a Aira…; bueno el pase; acertado aunque Aira se encuentra un poco
marcado por los chichis 6 y 3 de Huracantécatl».
Sotelo, como se dijo, odiaba a esa suerte de ajedrez chino. Pero, como no
tenía otro estímulo intelectual, a poco optó por depositar su ser en uno de los
dos equipos. Eligió Platense, como hubiera podido tomar a Huracantécatl.
Seguía las jugadas, hinchando para el primero. Eso, de inmediato, despertó
acerbas críticas en forma de toses entre los internos. «¿Pero y qué quieren que
haga?», se dijo el gordo. «¿Para qué me hacen ver el partido si no quieren que
participe en ninguna forma?». «Usted tiene que mirar pero de otra manera,
Eduardito», dijo Don Martínez. «Chororina», replicó el aludido, en el acto.
«Ah: ¿ahora entiende?». «No. —Pensó el gordo desesperado. No sé qué se me
exige ni cómo debo mirar». Metrone le comentó a Cardala: «Uy: boleta soy.
Si sigo así… me va a ir muy mal, me parece». Cardala: «¿Por?». «Y… —
luego de una pausa Metrone prosiguió—: El que te jedi es hincha de Platense
—risas de ambos—. No, viejo. Así no va». El gordo, histérico: «¿Y qué
entonces? ¿Cómo debo mirar si no participo? ¿Qué debo hacer? Además, esto
es lo más terrible, no sé en qué voces debo confiar. ¿Y si éstos en realidad

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tratan de confundirme porque están en el grupo de Xisto?». Aquí Metrone se
volvió a Sotelo y le dijo directamente y sin excusas que lo justificaran: «Síii,
sí, podés confiar en nosotros». Cardala preguntó a Metrone: «Pero qué: ¿vos
sos hincha de Platense?». «Ni hincha ni no hincha —contestó el otro—; se
trata de otro asunto. Para mí es ver como si no viera. Lo único que yo quiero,
en realidad, es irme de aquí. Por eso aguanto. Es una disciplina». (Palabra,
esta última, rara de un preso). El gordo dedujo que se le estaba pidiendo
disciplina al ver, al aceptar procesos externos: asimilar sin asimilar; ver sin
ver; estar pero como si no se estuviese; desde afuera pero tampoco
indiferente. Todo muy difícil. El propio Dalai Lama se vería en figurillas.
Debió pasar, así, tediosísimos 105 minutos de juego (incluyendo los 15 del
descanso), siempre dentro de una gimnasia mental imposible, donde ni
siquiera con la ayuda del Gran Fetiche Enano cafre hubiese podido adivinar
qué actitud mental le estaban pidiendo.
Luego del partido Sotelo aún debió escuchar un largo reportaje a uno de
los integrantes de la defensa de Platense:
«¿Qué opina, Laiseca, sobre la decisión de Ruperto de mandarlo a defensa
en vez de a integrar la “Máquina”?».
«Bueno, antes que nada saludo a mi hermana Cecilia, que habrá mirado el
partido, seguramente, y que ahora me estará escuchando, es prácticamente
seguro. Estoy contentísimo. Lo único que casi me definió fue ese pelotazo de
medio campo. Ahí, sí, casi me fusilan francamente».
«Bueno, de acuerdo, pero de cualquier manera yo le quisiera preguntar,
Laiseca, sobre la decisión del técnico de mandarlo a defensa».
«Bueno, usted vio, ¿no señor? Aquí se aplica eso de que el técnico
siempre tiene razón, y más cuando no la tiene. El fóbal es difícil. Yo lo
comprendo a Ruperto (Laiseca sonríe haciéndose el simpático). A ver si se me
enoja y me manda al banco de suplentes. De cualquier manera nos perdimos
cada gol que no podían ser». «Eso. ¿Cómo vio usted el cotejo, Laiseca?».
«Bueno: si el técnico es bueno yo me adapto».
«Usted tuvo un problemita en el complemento, ¿no Laiseca?». «Bueno, el
chichi Nº 6, de Huracantécatl me pegó una patada en los hue… quiero decir:
en la parte, ¿vio, señor? Menos mal que por ahí andaba Piglia que me hizo un
poco de respiración artificial, porque si no cagaba fuego, perdonando la
expresión».
«Discúlpeme que insista en una cosa. ¿Está conforme con la labor de
Ruperto?».

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«¿El técnico? Es un tipazo. Más que técnico es un padre. Nos cuida ¿vio,
señor? Yo soy un pibe hecho en la dura, en el rioba. En el rioba del blopue.
Flecho en el potrero. Ahí me iba a ver mi hermana Cecilia, cuando entre los
dos teníamos ocho años dividido por dos, cada uno. Ahí ella con
infinitamente amor me curó los primeros taponazos en las gambas. Me
acuerdo cuando jugamos contra Colegiales en Versalles y el “Ronco” Gómez
me dejó seis taponazos marcados en la izquierda. Le estoy hablando de la
rodilla ¿no? Y que si no fuera por Cecilia no vuelvo a jugar más nunca. Por
eso a ella, a mi hermana, le dedico todos los gole. Llevo como dos gole en
cinco campeonao y ahora que estoy en defensa meno. Pero voy a sé crack,
¿eh? Voy a llegar, al final, no crea. Por ella. Es mi casi única familia sin
contar mis tías, mi hija y mis tres ex mujeres. Ahora le voy a decir… Bueno».
«¿Qué?».
«Nada. Eso. Y para redondeá la pregunta que ya se está haciendo de
goma; ésa de los ténico, digo: un ténico que es bueno viene a ser como el
Perón del fóbal».
«Laiseca: ¿quisiera hacer algún otro comentario sobre el partido?».
«Claro, bueno, hubo cuatro situaciones neta de gol, ¿no?; claritas, claritas.
Nos costó un poco definir, francamente; aunque verdaderamente le voy a
decir que hubo un poco de mala suerte. Capaz que… capaz que estamos un
poco enamorados de la gambeta, y por eso nos cuesta definir en el área chica.
Yo creo que hubio que apretar más al rival ¿vio señor? Yo creo que hubio.
Ahora claro, que por supuesto, que a la final uno sabe que todo va a ser del
más mejor, pero… ¡schct! —Laiseca chasquea los labios— la “Máquina”
anduvo realmente bien, francamente. Esos tres pelotazos que se mandó Aira y
la chilena de Fogwill estuvieron a punto de cambiar la historia no voy a decir
del partido, que es poca cosa, la historia del fóbal de Guatimotzín
francamente. Un poco nos regalamos, ¿vio, señor?, y todo ello dimana
confusión. Fuimos un poco desordenados y la pelota no quiso entrar. No
quiero anticipar francamente, pero capaz que el técnico esto lo ve, realmente.
En el prósimo cotejo deberemos emplear el orden oblicuo de Federico el
Grande de Prusia, producir una irrupción en el ala izquierda enemiga, efectuar
cuarto de conversión y presión concéntrica y, la batalla de aniquilamiento, se
dará o no, según nuestra capacidad para imponer al enemigo un frente
invertido que lo coloque en situación de…».
«Bien bien —interrumpió con prisa el cronista deportivo—. Ya
comprendemos. Muchísimas gracias por sus importantísimas declaraciones,
Laiseca. Aquí tenemos con nosotros al delantero de…».

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Había en el pabellón un procesado, chiquito y bizco, que vestía un pulóver
que a Sotelo le llamó la atención desde un principio: con un dibujo que
vagamente recordaba a un símbolo que el gordo adaptó como propio en sus
épocas de libertad y delirio: una «equis» con dos puntos, uno arriba y otro
abajo. El preso tenía un grafismo parecido. Por esa sola causa y porque el
procesado era bueno con él y lo invitaba con mate, Sotelo se identificó. «Es
como un Sotelo, en el mundo de los símbolos», se decía un poco
arbitrariamente. Ahora bien, es el caso que esa misma mañana, la siguiente al
partido de fútbol, al otro lo pidió Vedia para iniciar con él un «tratamiento»
de maquinazos. El preso se rechifló. No estaba dispuesto a permitir que le
arruinaran la salud. El bizco tenía pocas fuerzas físicas, de modo que el rengo
Mendoza no consideró necesario llamar a los guardias. Pidió la ayuda de otros
presos. Don Martínez en primera fila, por supuesto, pero se sumó el
mesiánico Keidany, lo que no dejaba de ser curioso. El lituano era un buen
tipo en todo lo que no tuviese que ver con su locura. Él se consideraba el
Único Hijo de Exatlaltelico, venido a la Tierra para la salvación de los
hombres, de modo que colaboraba con los electros porque, en su manija, los
consideraba benéficos para los internos. Cuando el Mesías quiso conducir al
bizco, éste le pegó una feroz trompada que hubiese voleteado a cualquiera
menos a Keidany. El lituano —grande, fuerte y valiente— se lo bancó por
razones místicas. Él «comprendía». Así, pues, al infeliz, quieras o no, con
toda bondad y con el apoyo y visto bueno de la teología chasco, le quemaron
un poco (total ¿qué podría ser?: un par de decenas de miles) de neuronas. El
ser humano tiene tantas que es una ridiculez preocuparse por semejantes
tonterías. Sotelo se decía a sí mismo. «Él es mi imagen. A él le pasa lo que a
mí me tendría que ocurrir en otro plano». Suponía, equivocadamente, que
todo lo que iba sucediendo en Unidad 20 eran distintos procesos de su alma.
En algún sentido así era (como que el Todo está en todas las cosas); cualquier
persona puede encontrar que el carnicero, al vender la carne, está dando
información de su propio problema (ser capaz de interpretar el material, con
sus claves, es otro asunto). En eso estamos de acuerdo. En el caso del gordo
—se admite— había una tensión particular producida por los chichis que
intentaban cagarle la vida. Chichis, éstos, cuyos representantes internos (en el
manicomio) eran los menos poderosos. Los fuertes estaban afuera. Así, pues,
la tensión mágico-mística que rodeaba al gordo aprovechaba los materiales
que brindaban los locos, utilizándolos en su mecánica de proyección. A lo

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sumo, cuando algo no coincidía con lo que se quería obtener de Sotelo, una
energía exterior era insertada para motorizar y conducir.
El pelotudo del gordo, en su egoísmo, seguía dispuesto a observar cada
fenómeno como si le estuviera destinado para proporcionarle un mensaje. Ello
terminaba por ser cierto —repetimos— a causa de los chichis que sí deseaban
que él arribase a tales o cuales conclusiones. Pero debe recalcarse que el
gordo, quien se consideraba el centro del mundo, aún sin los chichis, siempre
tomó a los demás como proyecciones de su alma, pues el centro de su tragedia
era no respetar a los otros como otros. Sotelo era de esa clase de tipos que se
creen muy en serio que, desaparecidos ellos, el mundo deja de andar. Sus
enemigos aprovechaban esta falla, este acto de soberbia ridícula, para trabajar
sobre él con el menor gasto de energía posible. Sus falencias anteriores
otorgaban factibilidad al proceso. Un tipo cerca de la vida también puede ser
manijeado, para hablar con toda franqueza, pero a sus adversarios les cuesta
mucho más.
Ocurrieron, en los próximos meses, una cantidad de sucesos que habrían
tenido lugar estuviese o no Sotelo en la joda (sólo que él se encargaba de
traducirlos como hechos especiales, que le pertenecían). Por ejemplo: una
noche trajeron a un negro mota de la cárcel de Procesados. Para hacerlo
caminar lo sostenían entre dos; el negro daba la impresión de estar en el
último estadio de la locura. Al otro día se supo que alguien lo drogó para
hacerlo pasar por loco. ¿La prueba?: para pocas cosas de este mundo hay
pruebas (o las hay para todo, como decía O. Wilde). Lo cierto es que, luego
de dormir unas cuantas horas, el negro se despertó completamente curado. No
tuvo nuevos síntomas como los que lo condujeron a la Unidad 20. Ésta,
precisamente, es toda la «prueba», y no otra, de que al negro se lo querían
sacar de encima y encajarle un «muerto» (ignoro de qué clase). Esto, como
muchas otras cosas que aquí se dicen, se sostienen sólo «porque son la pura
verdad», y no porque puedan probarse. Sotelo vio en el negro a una nueva
imagen de su alma destruida (cuando lo trajeron de Procesados, en andas);
como que aquel suceso le demostraba otra vez cuán mal iban las cosas en su
interior («Me espera el infierno», etc.), ahora bien, tal interpretación era
problema de Sotelo, de su egoísmo, manija y locura; nada tenía que ver con lo
que en realidad estaba pasando: un pobre negro enganchado en una historieta.
De la misma forma, algunos meses después de la llegada del nuevo interno,
éste, Cardala y Metrone intentaron fugar. Fracasaron, aunque estuvieron a
punto de salirse con la suya. Los presos, arrinconados, al ver que los iban a
gomear en el baño, se cortaron las venas para que no los fajen (muy a la

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manera de los presos viejos). Los llevaron a la enfermería y, después, los
reventaron igual al lado de las duchas. Se oían los alaridos de los tres,
mientras los guardias los gomeaban. Así, en general, había una mano mucho
más dura con los procesados y penados, que con los locos usuales. También a
esto Sotelo lo interpretó como si fuera agua de su molino, naturalmente:
supuso que si a los presos los castigaban por haber intentado fugarse y por la
cortada de venas, todo ello se debía a las distintas proyecciones de su
personalidad malvada que reprimía a lo mejor de sí mismo, etc.
También, en otra oportunidad, cuando en una de las tantas rechifladas de
Metrone (mucho después de la fuga) lo calabocearon junto con Xisto, ocurrió
un suceso que el gordo tomó como una referencia directa a su persona. Masili,
el homosexual, se peleó con uno de los enfermeros y fue al electro
instantáneamente. Como medida punitiva. A Cardala y a Metrone, que tenían
mucho apoyo afuera, jamás les daban shock; no tenían tanta suerte otros tipos,
sin familia, como Masili. Luego del electro, a aquél aún inconsciente, lo
arrojaron al calabozo. Metrone aprovechó para violarlo (Xisto se hacía el
dormido). Dio la casualidad de que uno de los internos vio cuando Metron se
le subía a Masili. La voz corrió en el acto. Cuando a Metrone lo sacaron del
calabozo, los presos se le fueron al humo (los guardias, puestos de acuerdo
con ellos hicieron la vista gorda). «¿¡Por qué!? ¿¡Por qué me pegan!?»,
preguntaba Metrone, que lo sabía perfectamente. «Por lo que le hiciste a
Masili cuando estaba tumbado por el electro, hijo de puta. ¡Con la excusa de
que él es puto le hiciste el culo, guacho reventado!». Metrone se salvó de que
lo mataran por puro milagro. Al fin los guardias (no les convenía que hubiese
un cadáver) intervinieron.
Sotelo, por su parte, dedujo que esto debía interpretarse como su parte
homosexual activa, que se aprovechaba de su región homosexual pasiva,
etcétera, etcétera.
Los hechos se complicaban a causa de que el gordo, a veces, estaba
acertado en sus deducciones. Por ejemplo: atravesando una pared, en el
pabellón contiguo, había un flaco que se dedicaba a dibujar con el dedo.
Pinturas invisibles, como quien dice. Al gordo, los grafismos del otro, se le
antojaban runas. Dibujaba y dibujaba con el índice de la mano derecha; cosas
que eran como palabras mágicas, signos antiguos ininteligibles. Sotelo
observaba con atención. Cada vez que tenía un mal pensamiento al otro le
cambiaba la cara y procedía a trazar una runa más poderosa. «Es un mago —
pensó el gordo—. Intenta exorcizar lo maléfico de mi interior». Ello siguió así
largo rato. El flaco paró su tarea para mirarlo: «Wotan venció a Loke, Dios

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del Mal, y lo ató a tres rocas angulosas. Una serpiente vierte su veneno sobre
la cabeza del malvado. Pero algún día logrará soltarse. A bordo de un bajel
hecho con uñas de muertos y tripulado por demonios atacara el Walhalla,
donde mora Wotan con todos los Dioses. En ese combate morirán todos los
Dioses, todos los demonios y todos los hombres. Las aguas cubrirán las
cenizas y, cuando aquéllas bajen, surgirá un nuevo mundo, mejor que el
anterior, con nuevas criaturas y deidades. ¿Quiere tomar mate conmigo?».
Este extenso parlamento había sido proferido por el flaco, sin frases de
enganche ni principio. Como si se conocieran desde largo tiempo atrás y no
hicieran falta presentaciones, o como una película en la cual, por razones de
lenguaje cinematográfico, se hubieran suprimido los comienzos de los
diálogos, dejando sólo el arranque esencial. La loca frase posterior: «¿Quiere
tomar mate conmigo?», abrupta y desenganchada, absurda en la vida normal,
no sonaría rara en el cine y tampoco en el manicomio. También aquí existen
primerísimos primeros planos, los seres se ven en contrapicado (Desde abajo)
o según ángulos imposibles. Ni qué decir de la discontinuidad, que está a la
orden del día; para vivir un rato adentro de una película, no hay como pasar
una «temporadiya» en el infierno; eso sí: nadie espere la poesía de Rimbaud.
Sotelo y el flaco de las runas se pusieron a tomar mate. Desde otra punta
se oyó una voz: «¡Eletrozión!». Pertenecía a un imbécil congénito que estaba
allí por pegarle un fierrazo a otro tipo y robarle el sándwich que reservaba
para el almuerzo. Los dos eran obreros portuarios y «Eletrozión», luego del
golpe, lo arrojó al agua. Cuando el oficial de guardia supo que el hecho no se
había cometido por plata sino por un especial de jamón y queso, llamó al
forense, el cual lo envió al manicomio sin más dilaciones. Los presos de la
Unidad 20, hartos y aburridos, para divertirse convencieron al congénito de
que sus cosas iban a mejorar si El Electricista le daba electroshock. «Vos
tenés que pedirle. Dale. No seas zonzo. Cuando a un tipo le dan electro
después tiene sándwiches». El tarado, entonces, cada vez que veía a Vedia
gritaba: «¡Eletrozión! Dame eletrozión, dotor». De aquí le quedó el nombre.
El psiquiatra era loco pero no tanto como para creer que un congénito se vería
beneficiado en su potencia intelectual mediante los voltios. De modo que no
le pasaba bola. Jamás le dio electro, pero el otro, de todas maneras, igual
gritaba la palabrita.
En el calabozo, desde épocas inmemoriales, vivía otro tarado: un débil
mental sumamente agresivo llamado Regalo. Vedia, al principio, intentó
disminuir su agresividad mediante los electros, pero aquello era imposible.
Así, pues, pidió a los guardias que lo calaboceran per secula. Regalo, cada

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tanto, desde su prisión, lanzaba un alarido inarticulado. Parte del castigo, para
un interno que iba al calabozo, era encontrarse con Regalo. Nadie sabía en
qué momento se iba a rechiflar y estrangularte, pues el loco era muy fuerte.
Enojado, una vez, reventó a cinco guardias. Sólo a culatazos lo pudieron
controlar.
Mientras Sotelo tomaba mate con el flaco mago de las runas, a los
«¡Eletrozión!» del congénito de afuera se unían cada tanto los «¡Aag!» del
tarado de adentro. Cosa extraña pues Regalo, en particular, pasaba días sin
pronunciar un solo sonido. «Qué rareza —dijo el runoia (mago de las runas)
—. Regalo que vuelve a la vida. Nunca se manifiesta ¿eh?; ¿qué estará por
pasar?». Don Martínez declaró: «Pobre Regalito. Déjenlo salir un poco a él
también. Hace mucho que está preso. Hay tantos que merecerían estar
guardados en una caja. ¿Por qué es el único que se tiene que comer un pavo
frío? Tenemos que pedirle al oficial que lo suelte. Ahora, cuando venga el
oficial de guardia, yo le voy a pedir».
Sotelo se aterró: capaz que lo soltaban a Regalo para guardarlo a él con
Xisto (que continuaba amenazando desde su cárcel mágica). El gordo
pensaba: Regalo es como la imbecilidad fortísima que aguardaba el momento
de que le quiten las cadenas para reinar antes del fin del mundo. Idéntico a
uno de los titanes, encadenados por Júpiter. Afuera, por el contrario, estaba
«Eletrozión»: la estupidez insolente, que se sentía con derecho a ocupar un
lugar. Uno adentro y otro afuera: en resonancia catalizando el mal. El Mago
Negro (Xisto), por su parte, también encadenado, intentaba romper sus lazos
(tres rocas angulosas). Estas piedras mágicas, cada una con su propio
desempeño, eran: Eletrozión, Regalo y, la tercera, el propio Sotelo. Wotan,
como Dios del bien que era, aún cuando castiga, hace que cada fuerza
sometida trabaje para la estabilidad del cosmos. Los titanes, soberbios y
estúpidos, pero fuertes y presos, utilizados por Wotan sirven para la cohesión
del universo. Sotelo, por su parte, como criatura humana que participa del
poder de un alto Mago Blanco (De Quevedo) era el tercer cerrojo. Si este
dispositivo se rompía por traición teológica y putal del gordo, tal como al
parecer era el caso… los titanes saldrían afuera para la destrucción del mundo
y Xisto, aprovechando la fuerza bestial de dichos seres estúpidos, aniquilaría
todo lo creado. Loke, Dios del Mal (Xisto), quedaría libre de las tres rocas
y… Para colmo, en ese momento, Xisto proclamó triunfal desde el calabozo:
«Ya está cercano el momento de mi libertad. Que se preparen los que me
encerraron. Yo les voy a enseñar una nueva justicia. Regalo y yo llevamos
mucho tiempo adentro. —A los gritos pero sin histeria—: ¡Libres! ¡Libres!».

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Don Martínez homologó: «Sí, eso. Pobre Regalito. Hace como dos años que
lo tienen preso. Es mucho. Ya es hora de que lo suel… Ahora mismo voy a
hablar con el oficial de guardia. Yo tengo influencias, usted ya sabe,
Eduardito». «Pichonechogoró», graznó hermético Eduardo, la «novia» de
Don Martínez. «No hay seriedá panada, ¿no Eduardito?». «Cucarachoroguí».
«Eso: la cucaracha. ¿Qué dijo usted de la cucaracha? Me parece justo dejar
libre a la cucaracha. Pobrecita. Ella también tiene derecho a vivir ¿no?».
«¡Julia!», gritó Flores.
«¿Sabe qué pasa, don Sotelo? —dijo el mago de las runas—. Aquí, en este
pabellón, hay un núcleo de putismo que hace de catalizador. Si no fuera por
ese puto, que está jodiendo —Sotelo entendió que el otro sabía de sobra de
quién se trataba— todo el mal estaría controlado». «Habla de mí —se dijo el
gordo—. Yo soy ese chichi».
«Soy puto. ¡¡Cástrenme!!», gritó en ese instante Mortolini, un intelectual
que nunca hablaba pero que todas las noches se masturbaba sin importarle
que lo supieran sus compañeros de pabellón. «Sí: ¡cástrenlo!», dijo Don
Martínez, al parecer erotizado: «Cástrenlo a ese putazo». «¡Por favor, por
favor, compañeros: ayúdenme a llenar de semen a la Muerte, mi Amada!»,
gritaba el loco. «¿Será que lo dice en serio?», preguntó Chacón a Coco, su
compañero de autismo. «Síiii… lo digo en serísimo… ahhh… El orgasmo
mortuorio que deseo tener con mi Señora, la hermosa Muerte —vociferaba el
loco—. Mi bellísima Señora y Dueña, la llena de osarios; la única poseedora
de huesos manchados de marrón y verde, por la cadaverina».
Lo que al principio, para los presos, sólo fue un chiste erótico, propio del
aburrimiento y la continua presión sin descarga, después pareció sufrir una
variante. Ahora, al parecer, estaban tomándoselo en serio. Sotelo, por su
parte, estaba helado: «Es mi propio putismo el que se manifiesta». Don
Martínez le dijo a Eduardito: «Vamos. Vamos a ver cómo lo capan a ese
puto». «Sí, sí, eso», se sumaron otras voces. Los internos, al principio, hacían
sólo la pantomima (a pesar de que le habían bajado los pantalones y todo).
Dijo Don Martínez a Chacón: «Qué lástima que no tenemos un cuchillo, una
hoja de afeitar, nada». «¡Con un palo!», graznaba el loco. «Cierto —
reflexionó Don Martínez— le podemos abrir la bolsa con un palo». En ese
mismo instante llegaron los guardias, armados con porras de goma, con el
rengo Mendoza a la cabeza y a las rengueadas. Los presos rajaron en un
segundo, dejando al loco solo y con los pantaloncitos bajos. «¡Noo…! —
gritaba aquel poseído—. ¡Dejen que me castren! Con mi último semen quiero
llenar a la Muerte y tener hijos con ella. Tengo que dejarla embarazada. No

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me priven de mi orgasmo mortuorio. ¿No entienden que es mi última
posibilidad para cambiar el destino? ¡No dispersen a mis bienhechores…! ¡A
mis bienhechores catalíticos!». (Ya era imposible seguir la lógica de sus
sinrazones).
Dijo el rengo: «A ver: vení acá, puto de mierda». «Síii: soy puto.
Francamente puto, Sr. Mendoza». «Sí, guacho de mierda, ¿así que sos puto y
querés que te hagan de todo? Pues no señor, nada de eso. Un baño de agua
fría bien helada, ahora. Y para mañana vas a ser de los primeros en estar
anotado para el electro —el enfermero observó que el otro se ponía blanco—:
¿Ah?: eso te gusta menos ¿eh? Al baño. Al bañito. Agua bien helada para
uno». Cuando el rengo mencionó al electroshock, el pene del loco, hasta el
momento grande, duro y al aire libre, se le redujo a la mínima expresión: al
tamaño de un maní, exactamente. Increíble el repliegue estratégico. Parecía el
7º ejército alemán rajando del Cáucaso. Curioso: quería que lo castrasen pero
no que le dieran electroshock. Los guardias no tuvieron necesidad de
gomearlo. Se dejó conducir a las duchas como una piltrafa llevable y, luego
del baño de «hielo al dente», lo arrojaron al calabozo: allí con Regalo y Xisto.
En todo el resto del día Xisto, el Mago Negro, no volvió a joder. No fuera
cosa que lo anotaron para el electro o el baño frío a él también.
Sotelo estaba morado, cianótico del horror. El flaco de las runas le dijo:
«¿Vio? Así son esos putos: capaces de cualquier baja energía. Cualquier
maldad los erotiza, cualquier cosa menos lo único que tienen que hacer para
salvarse: acceder a la disciplina». «Pero… ¿el electro es una disciplina?». «El
electro es una cagada; lo único que hace es reventar la salud. La poca que
tenga un chanta como ése. No, yo más bien pensaba en el baño de agua fría.
Eso no deja secuelas y obliga a un tipo a recuperar su centro». «Aahhb…»,
graznó el gordo, casi inconsciente por el asco y el espanto. «Pero mi querido
amigo —dijo el runoia o amo de las runas—. No veo por qué lo toma como
algo personal. —Irónico—: Esto nada tiene que ver con usted. ¿O sí? Vamos:
tranquilícese y tome otro mate».
Esa noche Sotelo tuvo una pesadilla. Soñó que se le aparecía una mujer
muy hermosa, en apariencia. Lleno de excitación acercaba su sexo al de ella
y, un segundo antes de la introducción, notaba que aquello era un hervidero
de gusanos y huesos marrones verdosos. Despertó agitadísimo. Supo que
había eyaculado en sueños.
Esa misma tarde el flaquito sin dientes, el mismo a quien el gordo agredía
insultando a su madre, se acercó a un pabellón contiguo al de Sotelo y
comenzó a referirles a otros internos sus experiencias homosexuales activas

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en la cárcel. «Yo —decía el flaquito— prefiero un puto a una mujer. Porque
el puto tiene…».
Alguna energía bajó en ese momento, aprovechando el campo propicio
que ofrecía Sotelo con una parte no resuelta de su alma, pues, por increíble
que parezca —y ello jamás le había ocurrido en libertad— volvió a eyacular.
Como si el flaquito «de la madre» lo hubiera sabido, una vez conseguido su
objetivo de que Sotelo eyaculase, calló y se fue. La humillación del gordo es
más fácil de imaginar que de describir: era, con toda evidencia y ello estaba
probado de sobra, el último orejón del tarro. Luego, no conforme con ello, se
oían diversas voces de distintos internos: «Tiene que reconocer…». «A
muchos presos se los cogen en las cárceles, ¿no Eduardito?».
Sotelo se dijo: «¿Qué? ¿Quieren que reconozca mi parte homosexual para
dejarme tranquilo con eso? Está bien: lo reconozco. ¡¡Lo reconozco hijos de
puta!!». «Claro, como usted comprenderá, Eduardo, cuando uno va al cura,
tiene que descargarse de viva voz. No basta con pensarlo. Es la palabra la que
ata o desata las cosas». El gordo sabía de sobra que Don Martínez, un tipo
bruto, era incapaz de pensar una frase como ésa. Estaba potenciado por el Ser
o por quien fuera, pero para él era lo mismo. Con toda evidencia debía
someterse a la humillación final de decir aquello en público. Así, pues,
aprovechó que estaban reunidos en la cocina el lituano Keidany, el flaquito
«huérfano» (el de la madre insultada y que recientemente lo degradara
obligándolo a… lo que no le gustaba recordar) y el flaco de las runas. El
gordo se acercó, blanco como un papelito, y dijo: «Keidany…». «¿Sí?», dijo
el lituano, irónicamente, que, por supuesto, ya sabía lo que Sotelo iba a decir.
«Yo… debo decirlo para purificarme… Yo hoy sentí… una cosa…
comprendí que hay dentro mío una tendencia homosexual que debo controlar.
Eso es todo. Era todo lo que estaba obligado a confesar». Keidany, con
piedad: «Bueno, no te aflijas, Sotelo. Todo va a andar bien ahora. Tomá un
jarro de café. Pero ninguna otra cosa ¿eh?».
El gordo tomó su jarro de café y luego salió. No había notado tensión
alguna en los otros, ni burlas ni nada, mientras se vio obligado a tomar café
delante de sus «confesores». Pero estaba harto. Pese a que Keidany le había
dicho que no ingiriese ninguna otra cosa en el resto del día que ese jarro de
café (otra de las famosas «órdenes») el gordo fue a su pabellón y, pidiendo un
mate, yerba y bombilla, se puso a tomar. Mejor hubiera comido tierra. No
sabía lo que le esperaba. A poco se dio cuenta que no por haber logrado un
«ascenso», con su confesión, era ya un súper. Con su desobediencia se había
metido de nuevo hasta las rodillas en el pantano. En los próximos días lo

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reventaron: no sólo las toses, que otra vez le ordenaban hacer cosas
imposibles, como no dormir, no tomar agua y caminar, sino también el
psiquiatra, que le volvió a dar electroshock (el médico lo veía caminar y,
suponiendo que estaba en otra crisis, renovaba los «tratamientos»). Aparte de
los electros lo esperaban pastillazos e insulinas varias. Casi un mes de
verdugueadas. Sotelo no sabía ni cómo se llamaba. Una vez se puso a llorar.
Se abrazó a Keidany y le dijo: «Maestro, por favor, no dejen que me den más
electroshock… prometo obedecerlo para siempre, pero… ¡por favor, no
más!». Keidany, compadecido, asintió. Cosa rara, la tensión alrededor de
Sotelo pareció aflojarse. De cualquier manera, Xisto, desde el calabozo,
advertía: «Acuérdense: padres hay muchos, pero madre hay una sola. Ya van
a volver a abusar. Ya van a volver a desobedecer y ahí entonces va a estar mi
oportunidad». La voz del Mago Negro aún resonaba. Keidany miró un rato
largo al gordo y luego le dijo: «Sotelo… vení, sentate en esa cama que quiero
hablarte. —El aludido obedeció y el lituano hizo lo propio en otra. Quedaron
enfrentados—. Mirá, Sotelo, ya… progresamos hasta muy adelante. Esta vez
de manera legal —el gordo recordó aquella oportunidad, hacía tanto tiempo,
cuando De Quevedo, en La termitera, le reprochó: “Estábamos demasiado
adelante”, como significando: “Demasiado para vos”—. Sí, Sotelo. Ahora
estamos lo bastante adelantados en el proceso de purificación como para que
ya no tengamos necesidad de comunicarnos en forma telepática. En este
momento, y por suerte, podemos hablar. ¿Cuándo es tu cumpleaños?».
«Dentro de cuatro días». Keidany sonrió: «Ah, entonces vamos a procurar que
pases un cumpleaños bueno. En cuanto a… —señaló en dirección al calabozo
— ése no te preocupes por nada que pueda tramar o decir. Ya está controlado.
Si sale va a salir el pobre preso que está poseído, pero no el espíritu maléfico
que en este momento lo ocupa».
Mientras Keidany hablaba en tal forma llegaron detenidos de otra sala (de
la 3, reservada para los más sanos), equipados con picos, mazas y mechas —
custodiados por guardias—, y empezaron de inmediato a voltear una pared.
Ésta era la misma sobre la cual Juan Carlos Orozco, el artista loco, había
pintado el Minotauro rompiendo su prisión con uno de los cuernos. Sotelo se
asustó. Volviose desesperado a Keidany: «¡Pero Keidany!: ¡lo van a soltar!».
El lituano sonrió con algo de ironía: «Pero Sotelo: ésa no es la pared del
calabozo». «Ya sé, pero al hacer ahí una puerta, una ventana, no sé qué
estarán por hacer, es lo de menos, lo van a soltar en el mundo de los
símbolos». Keidany se rió con ganas: «No, no, Sotelo: no te preocupes. Yo ya
sabía que pensabas eso; pero no es así. Ya está controlado. No pasa nada. A

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partir de este momento te vas a tener que acostumbrar a no encontrar
símbolos en todas las cosas que ocurren aquí dentro. La gente va a quedar
progresivamente suelta, ¿entendés? Cada uno de los internos, dentro de muy
poco, hará su vida con independencia de la tuya». En ese instante se escuchó
la voz de Hermenegildo, quien continuaba con la conducción de grandes
unidades de combate: «Mis ejércitos comienzan a retroceder en todo el Frente
Central. Von Pirañen: es necesario, indispensable yo le diría, realizar
continuos contraataques y retrocesos escalonados hasta que logremos
estabilizar el Frente. Creo que conseguiremos líneas menos presionables, si
nos establecemos detrás del Zambeze». «¿Y eso?, ¿también es una cosa que
no tiene nada que ver con…?», preguntó el gordo preocupadísimo. «No —
contestó Keidany—. Ya no. Hermenegildo dirige batallas imaginarias porque
está loco. En todo caso, y si querés, tomá experiencia de él. Vos también,
cuando estabas afuera, te considerabas un súper. La soberbia de ponerte frente
al mundo, como único dueño de la verdad, y al propio tiempo no participar
colocándote afuera…». «Sí, Keidany, pero el asunto de los Sindicatos es lo
que me obligó; ellos son los más importantes…». Aquí Keidany hizo valer su
autoridad: «Yo ya sé lo que pensás de los Sindicatos, Sotelo, a pesar de que
nunca me hablaste de ellos. Eso se terminó, ¿comprendés? Se terminó para
siempre. Tenés que vivir una nueva vida, de participación, cuando salgas.
Tenés que publicar, casarte, tener hijos y ser un tipo normal». «¿Te parece?»,
preguntó el gordo hechizado ante la perspectiva y deseando que le dieran una
orden que lo librase para siempre de la manija de su guerra contra los
sindicalistas. «Sotelo: yo no te estoy pidiendo tu opinión. Te estoy ordenando
que te dejes de joder con ese asunto». El gordo tenía ganas de abrazarlo. Dijo,
en cambio: «Bueno, muy bien. Obedezco porque sos el Mesías». A Keidany
le ocurrió algo raro: tocado en su locura ahora parecía rodeado por un aura
teológica. Levantó la cabeza y comentó con dignidad de profeta: «Bien. Nada
debe ya preocuparte. En verdad en verdad te digo que ahora, por fin, estás en
el camino de la luz». Gómez, el Rey Salomón, gritó: «¡Mi país está a punto de
duplicarse! ¡Soy feliz!, soy muy feliz porque anoche embaracé a la mitad
exacta de mi millón de mujeres. Cada una parirá mellizas dentro de nueve
días. Serán, pues, un millón de nenas más que, a su vez, pasarán a ser mis
esposas. ¡Y así… Viva!». Al gordo le volvieron las dudas: «¿Y eso?».
Keidany, con infinita paciencia: «Ya te lo dije, Sotelo, a partir de este
momento cada uno sigue con su locura, independientemente de la tuya (que la
tenés, pero en proceso de curación). Sacá enseñanza pero no proyectes ni
identifiques los problemas de otros con los tuyos. Eso es parte de tu antiguo

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egoísmo: considerar a los otros como partes de tu persona en vez de verlos
como lo que son: otros».

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DIECIOCHO

AL GORDO LE MEJORAN SUS HORRIBLES


COSAS

Este capítulo pudo haberse titulado El chino que llegó una tarde, como las
antiguas obras de radioteatro: El forastero que llegó una etcétera o El león de
Francia. Una tarde, en efecto, se abrieron los cerrojos de la Sala 2 y los
guardias dejaron pasar a un hombre de origen chino llamado Hwang Chou.
De inmediato fue recibido con mucho afecto y comprensión por los presos
viejos, que lo conocían de antes. «¿Qué te pasó, Hwang? ¿Otra vez por acá?
¿Cómo caíste?». El otro sonrió y dijo en bastante buen castellano: «Intenté
escapar por cataratas, en canoa; llegué hasta veinte metros de la frontera con
Yucatantzín. La corriente me tiraba una vez, otra vez para atrás y ni me
dejaba llegar. Dos horas luchando contra la corriente. Al final guardias de
Guatimotzín me agarraron. —Con ascetismo y sin queja—: Una lástima».
Sotelo lo miraba fascinado. Dejó que instalase en su pabellón las pocas
cosas que traía. Le pareció accesible y se le acercó, con mucha timidez y, pese
a todo, temiendo ser rechazado. Su comienzo fue vacilante: «Usted… creo
haber entendido que usted es chino —el otro, mientras tanto, se limitaba a
mirarlo—. Ahora no, naturalmente, está cansado y acaba de llegar, pero…
más adelante me gustaría hablar con usted de Confucio. —Desesperado—:
Yo aprecio mucho a Confucio».
El otro contestó sin furia ni indiferencia. Con fría calma:
—Yo no. Odio a Confucio. Soy partidario de Mao. Mao tiene razón. Es
todo una lucha racial. Admiro a los ingleses. Si vuelvo a China pediré que,
como ingeniero electrónico que soy, me destinen a las fábricas de
armamentos. Quiero fabricar misiles y bombas de hidrógeno.
El pobre gordo se quedó helado ante este discurso, infinitamente terrible.
Balbuceó:

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—Pero… no entiendo… ¿por qué dice que odia a Confucio? —el gordo,
con toda evidencia, sólo había podido asimilar una parte de la información del
otro.
—Porque lo odio. Él fue… motor de filosofía imperial —el chino, por
momentos, fallaba en su sintaxis (no siempre) o caía en zonas de
empobrecimiento del lenguaje: su desprecio por el castellano era tal que su
memoria, no obstante ser privilegiada, negábase a recordar lo aprendido—.
Dos mil años de atraso por culpa de un solo hombre. Mao lucha pero no
puede hacer todo. No de noche a mañana… de… de la noche a la mañana.
No. Es imposible. Igual avanzamos bastante, pese al atraso imperial.
Sólo en un segundo, nada más que con Hwang, toda Sala 2 se había
llenado con miles de chinos. Sotelo, en verdad, se topó con un ser humano
real, distinto al universo de los sueños y delirios, donde todo el mundo tiene
un rol asignado. Para él era inconcebible que un chino no venerara a
Confucio. Persistió jugando su última carta:
—Pero… y Lao Tsé: ¿tampoco le gusta?
El otro sonrió desagradablemente aunque aún dentro de la paciencia:
—Usted no entiende. Lao Ts (no se pronuncia Lao Tsé), Confucio, como
usted lo llama (Kung ts) y todos los otros sostienen la filosofía de los
mandarines, de los emperadores. ¿Y el pueblo chino?: metido abajo: debajo
de la pata de los que explotan. Eran como capitalistas pero todavía más hijos
de puta.
Imposible saber si el chino siguió dándole explicaciones por su deber
marxista de otorgarlas a quien las pida, o por camaradería de preso (que no
abandona a otro hasta saber quién es); de cualquier forma le dijo, luego de
echarle una mirada larga:
—Usted ha leído muchos libro, bien lo veo. Pero tendría que leer otros. La
China de hoy no tiene nada que ver con…
—Chino: ¿querés té? —preguntó Cardala por arriba de la pared enana.
El aludido sonrió:
—Bueno. Gracias.
—¿Y vos Sotelo?
—Sí, por favor.
—No te ofrezco mate, Hwang, porque sé que no te gusta.
Nueva sonrisa del chino:
—No… jj… no me gusta.
—Bueno. Esperate que ya les doy.

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Al rato Cardala les dio dos jarros de aluminio, con un quinto de litro cada
uno y azúcar.
Sotelo y el chino se sentaron en la cama de este último. El gordo, aún
poseído por su locura, dijo tristemente y por completo fuera de lugar:
—No serán cascarones de jade, pero por lo menos bebemos té, Maestro
Hwang.
El otro tardó en entender. Cuando comprendió no reaccionó como un
comunista ruso ni un chino revolucionario, sino como un oriental (aunque el
amarillo afectado eventualmente pudiera negarlo, son demasiados siglos de
información genética que ordena respetar a la cortesía), y esto, precisamente,
era una nueva prueba de que estaban en un manicomio, porque no sé si en el
continente asiático la reacción hubiera sido la misma (aquí sólo se daba lo
más raro e improbable):
—Ah, ya entiendo: usted quiere decir los recipientes donde los chinos
tomamos té; no sé cómo hice para acordarme de esta palabra del castellano;
qué idioma tan feo tienen ustedes —el chino le puso a Sotelo la mano en el
hombro—: No se ofenda, por favor. Claro, antes se tomaba en ¿cómo dijo
usted?
—Cascarones.
—Cascarón es la cáscara grande de un huevo ¿cierto?
—Sí.
—Bueno. Tomábamos ahí, sí. En jade. O en porcelana. Algo de eso hay
todavía. En China hay muy buenos ajedrecistas. Esto es algo que muy poca
gente sabe porque los chinos no participamos en campeonatos
internacionales. Ganaríamos con mucha facilidad a los rusos. El problema es
que nosotros, los chinos, tenemos un ajedrez distinto al de los otros pueblos.
En ajedrez chino no hay dama, antes que nada. —Con desprecio—: Sólo en
Occidente, donde son un… un… ¿cómo se llama cuando gobiernan las
mujeres?
—Un matriarcado.
—Eso: matriarcado. Sólo aquí la dama puede tener tanto poder. El
gobierno, el combate es cosa de hombres. Tenemos emperador, en ajedrez de
China, donde la dama no existe. Ni poco ni mucha: no hay.
Sotelo no pudo menos que hacerle una broma:
—¿Cómo?, ¿y la mujer de Mao? Talla bastante en China.
—¿Qué es «talla»?
—Maneja bastante los asuntos chinos.

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—La camarada Chian Chung, por supuesto, viene de la Revolución, de la
Larga Marcha. Es algo raro y por única vez. Si no no le daríamos… ¿cómo
dicen ustedes?
—No le darían bola.
—Eso —rió Hwang—: no le daríamos bola. Sigue, de cualquier manera
que sea, las directivas del Presidente. Se la obedece porque está Mao. Si
alguna vez el Presidente muere —el chino dijo aquello como si hubiera una
posibilidad, aunque remota, de que Mao Tse Tung no muriese jamás— ella
quedará afuera. Si el Presidente muere en algún momento, usted ya lo va a
ver. Así fue siempre en mi país. En el ajedrez, yo le explicaba, hay un
emperador, pero no puede salir de un pequeño palacio que tiene. No como en
Occidente, donde el rey se mueve por todo el tablero. Tiene dos alfiles
chiquitos, para su defensa, y que tampoco pueden salir del palacio imperial.
Hay también dos alfiles grandes; dos piezas que se mueven en diagonal por
todo el tablero. Tenemos dos cañones, que para matar a una pieza necesitan
que haya otra en el medio, amiga o enemiga, si no no pueden comer. Y eso es
así porque los cañones son para disparar por arriba de murallas, y las piezas
amigas o enemigas hacen de muralla en este caso. Hay torres, menos peones y
dos caballos. En nuestro juego no hay tablas, como aquí, porque el emperador
tiene que ser valiente y salir a morir, cuando está encerrado. Los emperadores
tampoco pueden quedar frente a frente: tiene que haber ficha, de uno o del
enemigo, que tape; si hay mirada también hay muerte, porque la mirada
imperial humilla al emperador adversario y lo mata.
—Esto que me cuenta del ajedrez es interesantísimo.
—Se lo conté por lo que usted me dijo del té. Cuando en China hay
campeonatos entre provincias, los jugadores se sientan en un mismo sillón
largo, cada uno en una punta, y toman treinta o cuarenta tazas muy chiquititas
de té. No miran el tablero. Está prohibido. Siguen las jugadas mentalmente y
dicen lo que mueven, pero siempre sin mirar. Las partidas a veces duran
muchos minutos. Para ver a los grandes campeones se junta bastante público,
que mira en un gran pizarrón las jugadas que están haciendo. Como le digo: el
público sí puede mirar, pero no los que juegan. Es todo de memoria.
—¿Y usted puede jugar así?
—Claro —exclamó Hwang con asombro—, por supuesto. Todos jugamos
así en China.
—Y entonces —dijo el gordo, que por lo visto aún no se había curado de
algunos de sus procederes fijos—: me dijo usted, no le gusta Confucio…
¿sabe?; es algo tan raro para mí, que me tiene que perdonar que insista.

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Al chino, cosa rara, el gordo le había caído en gracia. De ninguna manera
y en ningún caso lo habría mandado a la mierda porque su política era
llevarse bien con todos sus compañeros de desgracia, salvo cuando se sentía
atacado personalmente a causa de algún prejuicio de los demás. Por ejemplo:
Cardala y otros presos, que lo recibieron con tanto cariño, no por eso dejaban
de agredirlo —por razones de sadismo puro— con algunas cosas relacionadas
con China. Sabían que Hwang se enfurecía cuando le largaban algún disparate
relacionado con su país. El chino no soportaba, por ejemplo —y los otros lo
sabían a la perfección—, que le preguntaran si en China los chinos aún
usaban coleta[2]. Le hacían dibujitos, muy mal hechos, por otra parte, donde
podía verse a un chino chasco, con dos enormes incisivos y la consabida
coleta. Lo interrogaban con cara de tontos: «Así son los chinos, ¿cierto?».
Hwang, que no contaba al sentido del humor entre los bienes espirituales,
respondía furioso, acerado y en voz baja: «Bueno. Si usted cree que los chinos
somos así…». De tal manera, pues, en el caso del gordo respondió:
—No. Está bien. Yo comprendo. Es uno de los tantos prejuicios con
China. Cuando yo era chico llegué a ver algunas cosas, porque todavía no
gobernaba Mao.
—Pensar que yo, cuando lo conocí…; siempre quise conocer a un chino
para conversar con él acerca del Pa Kua, y ahora me doy cuenta de que eso no
es posi…
—¿Pa Kua? ¿Qué es Pa Kua?
Sotelo le hizo un dibujito con un papel que pidió prestado.
El chino largó una carcajada.
—Ah, ya sé qué es. Pero lo pronuncia mal. No se dice Pa Kua. Se dice Pa
Kua[3] —la diferencia era casi imperceptible—. Capaz que mi papá todavía
sabe. Yo ya no podría hablar de él.
—Ah: qué suerte, su papá todavía vive en China.
—No. Murió hace treinta años —Hwang, a veces, usaba mal los tiempos
de los verbos; era completamente arbitrario en sus falencias idiomáticas—;
los hombres como papá siempre tienen en casa…
—Tenían.
—¿Eh?… tenían, sí. Tenían uno de esos dibujos. Decían: «Muy fuerte,
muy poderoso. Esto da mucho poder». —El chino se rió sarcástico—: Qué
poder ni poder. No tenía poder de ninguna clase. Nosotros los matamos y les
sacamos todo. No los protegió. Mi papá se arruinó antes de la Revolución.
Quedó en la miseria. Él era banquero. Prestaba plata con interés, pero a la
manera antigua. En China, antes, bastaba con la palabra. No había papeles.

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Los occidentales «avivaron» a los chinos y después éstos, como no había
papeles, no devolvían plata. Quedó en la calle. Yo, por suerte, pude entrar en
la Universidad de Amoy, con Mao. No dejan entrar a los que tienen padres o
abuelos en el régimen anterior o que eran terratenientes.
—¿Y por qué es así?
—Mucho sabotaje. Los nacionalistas joden mucho desde Formosa.
Sotelo, para obtener información, modificó su idioma.
—¿Pero cómo es posible que ahora, después de tantos años, alguien siga
con los que se fueron? Les dan plata, me imagino; deben ser unos vendidos.
—¿Qué es «vendidos»? Ah: usted quiere decir que aceptan plata de los
nacionalistas para traicionar. No. No se trabaja contra el comunismo por
plata. Nadie lo hace por plata. Es por odio. Algunos odian al régimen
comunista porque no los dejaron entrar en la Universidad, por ejemplo. De
algunos se desconfía porque su abuelo fue ministro de Chiang, cuando estaba
en el continente, o su padre era rico, o cosas así. Pero de cualquier forma, en
la Universidad, y de esto le hablo porque yo estuve y sé, hay cuota de ingreso.
Entran hasta tantos estudiantes. Los demás: a trabajar. Aunque un joven esté
limpio puede ser que el Estado ya no tiene interés en que entre más gente. En
Universidad entran sólo los más capaces. Los demás a trabajar al campo o a
las fábricas. Algunos odian por eso.
Sotelo se acordó de una de sus obsesiones: las mujeres:
—¿Y la mujer?, ¿cómo es la mujer china?
—Mujer china: siempre virgen. Usted va a la facultad de ingeniería
electrónica, como yo, y tiene certeza de que su compañera es virgen. Se puede
casar con ella con toda seguridad. Mujer china nunca pierde virginidad hasta
que se casa. No como aquí que usted no sabe. Aquí las chicas, a los veinte
años, ya están desvirgadas hace muchísimo.
—Hwang… ¿por qué dice (o eso me pareció, por lo menos) que el
castellano es un idioma horrible? Yo siempre entendí que el nuestro es un
lenguaje muy rico.
—¿Lenguaje?… Ah: el idioma. Sí. No: es muy feo. Idioma estúpido.
Todas palabras de aquí la gente saca del inglés y deforma para hacer como
que son palabras suyas. Aquí, para pasar por distinto, a cada palabra inglesa
agregan una letra: «o», «e», etc. Putrid, por ejemplo, usted lo hacen «pútrido»
(le agregan una «o» final). Si es to resign, ustedes hacen resignar. Una
estupidez.
A Sotelo esto le pareció un prejuicio tan grande como los de los
occidentales respecto de China:

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—Pero escuche, Hwang: el castellano… Es cierto, por ejemplo, que
muchas de nuestras palabras derivan del francés, etc. Pero eso sucede con
todos los idiomas. Muchísimas voces del inglés, por ejemplo, derivan del
griego y del latín.
—Sí. Pero ninguno deriva del castellano. Idioma inferior.
—Pero no, escuche: Pútrido no deriva del inglés, como usted cree, sino
del latín, como casi todas nuestras palabras. Y lo mismo hay que decir de
resignar. Las coincidencias son porque también el inglés fue influido por el
idioma romano. Ellos ocuparon Europa, no se olvide.
El chino rechazó con un gesto que no admitía más discusiones.
—Bueno, pero es lo mismo. En Universidad de Amoy estudiamos muchas
palabras técnicas, en idioma inglés. Ustedes no inventaron nada. Toda la
técnica sacada del inglés.
—Sí, respecto a la técnica claro, porque los europeos han sido grandes
inventores, pero…
—Yo no quiero pelearme con usted. Usted hace bien en defender a lo
suyo —condescendió—. Pero muchas cosas tienen que cambiar en su forma
de ver.
—Además, Hwang, estoy asombrado: un chino, como usted, que además
es maoísta, con tanto cariño por los ingleses. Ellos los explotaron a ustedes,
los obligaron a fuerza de cañonazos, a consumir el opio que traían de la India.
No entiendo…
—Sí. Ingleses hijos de puta. Yo sé. Pero igual son nuestros maestros.
Gente muy inteligente. Hay que aprender de ellos para luego derrotarlos. No
son como aquí, en países latinos. Acá toman mate —puso todo el desprecio
del mundo al marcar la palabra—; ésta es bebida de indios. Mate es una
pérdida de tiempo. En China nunca se permitiría una cosa estúpida, inútil
como el mate. Pasan horas, ustedes, en Guatimotzín, tomando mate. En vez
de estudiar y trabajar. Las personas civilizadas toman té, como los ingleses.
El gordo Sotelo era de reacciones lentas:
—Hwang, por favor, entre las cosas que usted dijo al principio… Hay
algo que no entiendo: ¿qué dijo, acerca de que ésta es una lucha racial?
—Por supuesto. China está rodeada de enemigos. Los rusos, por ejemplo:
en épocas del zarismo los zares quitaron a nosotros miles y miles de
kilómetros cuadrados. Después vinieron los comunistas que hicieron la Unión
Soviética. Devolvieron los kilómetros, pensará usted. Pues nada de eso. Se los
guardaron. Hijos de puta. Igual que los zares. No devolvieron a China. Por
otra parte en África y Latinoamérica… no tengo derecho a decir porque son

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parte del trabajo de China, pero… no creo que cambien demasiado, ni
siquiera con cambio de régimen. Es una lucha racial porque es China contra el
mundo.
—Pero si habla de lucha racial quiere decir que usted cree en la unión de
todos los amarillos.
—¿Los amarillos? —el chino se desconcertó un poco—. ¿Qué amarillos?
Es como si me dijera que usted es creyente en la unión de todos los blancos.
En China sola hay más de cuarenta razas distintas. Somos étnicamente
diferentes, todos. Con los japoneses no simpatizamos mucho. Claro, si todos
los amarillos, como usted nos llama, nos unimos contra los blancos… pero
después vendrá la lucha final. Los chinos tenemos miles de años de
sufrimiento y no invadimos a nadie. Nosotros…
—Bueno, eso de que no invadieron a nadie, más o menos. Ocuparon
durante siglos al país de Annam.
—¿A los vietnamitas, dice usted? ¿A la Indochina? Bueno, pero eso lo
hacían los emperadores chinos, que eran unos hijos de puta. Ahora todo se
resolverá por la historia de hoy día.
A Sotelo le daba la impresión de que el chino o no quería reconocer ante
un occidental los propósitos de la China actual, o bien que no los admitía ante
sí mismo.
De cualquier manera el gordo se hizo el desentendido. Preguntó:
—¿Así que no hay una sola raza en China, como yo creía, sino muchas?
—Seguro. Características raciales distintas por completo. Hasta los
idiomas son distintos. Usted sale de una provincia y ya no entiende el idioma
de otra. Incluso, en algunas montañas, vive gente de la edad de piedra. No
conocen el comunismo. Nosotros los llamamos fan wüitz (diablos bárbaros).
Se conocía la existencia de estas personas desde la época del imperio, pero
nunca se consiguió asimilarlos. Cada tanto cazamos alguna tribu de éstas y las
obligamos a vivir con el resto del país. Pero todavía quedan. En China, por lo
mismo que hay tantas razas distintas, también tenemos muchos idiomas: más
de cuarenta. Pero no sé por qué se asombra. Usted, aunque ignorante de las
cosas de mi país, tendría que saber de África. En este continente hay 60, 70
razas distintas, todas negras. Quién pudiera decir cuántas. No es sólo
diferencia de idioma. Un masai nada tiene que ver con un zulú o un quicuyo.
Nada más que en el Congo hay muchas razas. Me extraña que no lo sepa.
—¿Y entonces?
—Y entonces, el postulado de Mao, según yo sé, consiste en que esto es
una lucha racial. Un grupo de razas (chinas, en este caso) se tiene que unir

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para combatir contra todas las otras. Por eso quiero volver a China y trabajar
en las fábricas de armamentos.
—¿Por qué se fue de China?
El otro desvió la cabeza, como si no deseara revelarle toda la verdad.
—Me fui para estudiar. Aprender.
—¿Cómo cayó aquí, Hwang?
—Porque fui a Hong Kong. De aquí quería pasar a Inglaterra, o EE. UU.,
pero no me dejaron. Recurrí al Consejo Mundial de Iglesias y ellos me dijeron
que como refugiado (así me llamaban) podía ir a un país latino, pero no
anglosajón. Yo dije «bueno», esperando salir de Asia y luego pasar, con el
tiempo, a Londres, Francia, Alemania o cualquier otro lado. Pero caí en
Guatimotzín. Aquí yo trabajaba en fábrica. Por ser chino me pagaban menos,
la mitad, que a los ingleses contratados que hacían mi mismo trabajo. Yo
protesté y dijeron: «No proteste. Gracias que dejamos trabajar» —cuando se
enfurecía el castellano de Hwang empeoraba—. Entonces yo fui al
representante en Guatimotzín del Consejo Mundial de Iglesias y dije: «Por ser
chino a mí pagan mitad de otros ingenieros. Yo estoy recibido en la
Universidad de Amoy. Tienen que pagarme lo mismo o si no dejar que yo
vaya a país anglosajón. Si no me dejan ir a EE. UU., muy bien: a Australia o
Nueva Zelanda, entonces». El del Consejo me contestó: «No. Usted tiene que
trabajar aquí para siempre. Cuota de inmigración cerrada. No dejan entrar.
Tienen desconfianza. Usted puede ser comunista». «¿Y si pensaba eso por
qué me dejó salir de Hong Kong? Me hubiera dicho allí que no podía entrar a
Inglaterra ni a ningún otro lado». «No. Usted chino haragán. Usted tiene buen
sueldo. Trabaje muchos años aquí y después, si se abre cuota de inmigración,
a lo mejor… A usted le gusta la vida fácil, pero eso se quiere ir». «Ah: ¿de
modo que me tengo que quedar en Latinoamérica para siempre, porque a
usted se le ocurre?». «A lo mejor no para siempre, pero sí por muchísimos
años. Hasta que sea viejito». «Ah: ¿y no me va a ayudar a salir de aquí?».
«No». «Muy bien. Entonces. Tome». Saqué un revólver que llevaba por las
dudas que me dijera eso y le vacié el cargador. Después fui a policía
guatimotzinita y dije en inglés: «Acabo de matar al delegado del Consejo
Mundial de Iglesias. No sé hablar castellano. Requiero un intérprete». El
comisario se asustó al ver que le traía un arma. Me llevaron a un calabozo.
Vino el médico forense. Dijo: «Chino no sabe hablar castellano. Está loco.
Lleven al manicomio». La policía me robó todo lo que tenía: cámara
fotográfica inglesa, máquina filmadora norteamericana, dólares y 500 libras
de Hong Kong. Aquí, en manicomio, me dieron 72 electroshocks. El Dr.

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Carlsson, que estaba antes que Vedia. 72 electroshocks. Me ha perjudicado
profesionalmente. Yo, antes, recordabalas constantes químicas y físicas hasta
con cinco o siete cifras después de la coma, igual que cualquier chino. Ahora
sólo recuerdo dos, cuando me acuerdo. Latinos hijos de puta que lo único que
saben es tomar mate. Ladrones. Forense dijo que yo estaba loco porque no
sabía hablar castellano. En la fábrica todos hablábamos inglés. Pedí embajada
china y no respondieron. No pasaron bola. No comunicaron con embajada
china. Ahora, cuando yo vuelva a China y un guatimotzinita caiga en mis
manos lo voy a hacer bailar. ¿No sabe chino? Bueno: Está loco. Entonces:
electroshock hasta que aprenda chino. Y tiene que hablarlo muy bien. Cada
tanto le tomo examen. Si no habla chino perfecto: loco. Más torturas
eléctricas. Hasta que sepa idioma como un nativo. No lo digo por usted, pero
aquí toda gente de mierda y país asqueroso. En Guatimotzín la gente dice:
«Guatimotzín es el país más grande, más rico. Como aquí no hay. Aquí la
gente come». ¿Y qué creen?, ¿qué en China la gente vive del aire? ¿Qué
suponen, que en China la gente come pasto, arena, vidrio, tierra? Dicen
ustedes, en Guatimotzín: «Aquí, el nuestro, es el país de la carne, muchas
vacas». Yo me río. Hay una inundación en Ecuador y Guatimotzín envía
ayuda —recalcó con desprecio la palabra—: veinte vacas, treinta bolsas de
maíz y dos de trigo. Ayuda, lo llaman. ¿Pero qué se creen?, ¿qué un pueblo
puede recibir ayuda con veinte vacas? ¿Saben qué son los excedentes
trigueron en EE. UU.? Miles y miles de toneladas. Aquí dicen: «Guatimotzín
país rico, poderoso, fuerte» —marcaba con asco y odio sardónico las últimas
letras de las palabras, exagerando la mala pronunciación—. No me hagan reír.
—Pero… en China ¿no hay cosas malas también?
—Yo admito las cosas malas de China. Yo reconozco: no soy como los
guatimotzinitas. La música china, por ejemplo, es una porquería. Es la peor
música del mundo. Aquí, sí, pienso que Mao se equivoca. En China todas las
radios tienen onda corta, porque de lo contrario, al ser el país tan dilatado —el
lenguaje del chino, al pasarle la furia, había empezado a mejorar—, no se
podría escuchar nada fuera de la propia provincia. Toda música asquerosa. El
Partido dice que ésta es la música que hay que escuchar. Puros coros, con
unos ruidos atrás. Todo propaganda lo que se canta. Yo no estoy de acuerdo
porque muchas noches oía radios de Hong Kong y desde allí se oía música
clásica: Beethoven, Liszt, Mozart. Esa es buena música y no la porquería
china. Quince o veinte mujeres y jóvenes cantando: «Aaaaha…».
Estupideces. Basura. En el cine sí que está bien eso, pero no en la música. El
cine es baratísimo en China, no como aquí que es caro. Es muy barato porque

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tiene que estar al alcance del pueblo. Ahí sí está bien y lo justifico, porque el
cine es para eso: para la propaganda. Pero no la música. La música tiene que
ser buena, no mala como el cine.
—¿Y los dirigentes, Hwang? ¿Cómo viven?
—Los dirigentes se mueven de acuerdo a lo más natural y lógico. Las
revistas occidentales están prohibidas, por supuesto, porque contaminan al
pueblo con su propaganda anticomunista. Pero un dirigente tiene derecho y
hasta la obligación de leer las revistas para estar informado. Si usted es
dirigente sí: lee revistas y ve películas extranjeras en privado. Es necesario.
Parte de su información de dirigente. También el dirigente es mejor atendido
y tiene buen tabaco, algún licor. Todo necesario pues el dirigente chino
atiende el bienestar de millones de chinos y eso es muy difícil. Está sometido
a tensiones que el hombre común no soporta. Tiene que tener algunas
expansiones. Pero la música no. Ve, ahí estoy de acuerdo en que esto es un
error. La porquería de la música china tendría que ser eliminada para siempre
—excitado—; para siempre más nunca esa porquería china. Asquerosa. Puro
ruido. Beethoven sí que es bueno. Muy bueno. No comparto el concepto del
Partido. Beethoven no es burgués decadente. A mí me gusta muchísimo.
Muchísimo.
El gordo, en días sucesivos, siguió hablando con el chino y pidiéndole
informes de China. Es más: poco tiempo después Sotelo empezó a recibir
visitas de su familia (padres, tías) y ésta le traía cosas tales como té, yerba,
dulce de leche, galletitas, etc. Él lo compartía todo con el chino mientras
jugaban al ajedrez. El chino siempre le ganaba, por supuesto, pero ello es
anecdótico. Le pidió a Hwang que le enseñase chino. El aludido protestó que
éste es un idioma muy difícil, que necesitaría años y años para aprender algo,
que él se iría en libertad antes de saber un mínimo. Que en todo caso, si
Sotelo quería, le enseñaba inglés, que le sería mucho más fácil y más útil. No
hubo manera de convencerlo, de modo que el chino le enseñó algunas
palabras. El nombre de Mao, por supuesto, antes que nada. «Mire —le decía
Hwang—, ustedes dicen Mao. Esto, en chino, significa absolutamente nada.
Hay tres palabras en mi idioma que para la oreja occidental suenan lo mismo
pero que para nosotros quieren decir distintas cosas: Mao, el nombre del
Presidente, quiere decir “Cabello”; Mao Tse Tung es “Cabello Manantial del
Este”. En cambio, si usted dice Mao eso quiere decir sombrero. Una
estupidez. Así no se llama el Presidente. O si usted dice Mau, que para los
occidentales no tiene diferencia, eso significa gato. ¿Ve?».

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Sotelo veía, pero no por ello cambió su deseo absurdo de aprender chino
en cuatro lecciones. Él, a la inversa del otro, detestaba el inglés. Por puro
capricho. Un hombre no cambia de la mañana a la noche, ni siquiera cuando
le ocurren cosas terroríficas como a él le había pasado. De cualquier forma, y
según el gordo observaba, ya las cosas que ocurrían en Sala 2 no tenían que
ver con los procesos de su alma. El chino, por ejemplo, era como era porque
sí. No existían vasos comunicantes entre él y Sotelo. Las almas eran
independientes.

Cierta tarde el gordo se acercó a Juan Carlos Orozco, el pintor, que en ese
momento estaba desatando un complicado nudo de un paquete que le había
traído su visita. Sotelo observábalo con mucha atención. En un momento
dado, de puro aburrido y para joderlo, le dijo al ver que Orozco desataba por
fin el famoso nudo:
—Jm. ¿Vos sabés qué has hecho, no? Al librar esa atadura pusiste en
libertad a siete demonios.
Orozco quedó helado. Levantó la cabeza y le preguntó:
—¿Por qué dijiste eso? Qué raro lo que largaste. Hace muchos años una
curandera me explicó que algún día yo desataría un nudo y entonces quedaría
libre. Estaba pensándolo mientras desataba éste, del paquete, y justo vos
dijiste eso. ¿Cuál es el motivo? —Sin esperar repuesta siguió diciendo—: Hay
una chica que me ayuda, afuera, que hace lo posible por acelerar mi libertad.
Una asistente social. Es una piba bastante joven y que a mí me gusta mucho,
aunque no se lo dije. ¿Por qué se interesará tanto por mí?, ¿te parece que
conseguirá dejarme libre? Ella me dice que incluso sabe cómo conseguirme
trabajo, aunque yo haya estado preso. Que tiene un amigo que les da laburo a
liberados, ¿te parece que me irá bien, Sotelo?
Los papeles se habían invertido. Ahora el propio gordo era material de
mensaje. Las Fueras lo utilizaban para revelarle al otro que su liberación
estaba próxima. Sotelo contestó:
—Claro que te va a ir bien, Orozco. Incluso… vas a volver a pintar. Lo
que a vos te gusta, y en libertad.
No era el único cambio. El flaco que dibujaba runas en la pared, el mago
runoia dueño de las palabras mágicas y que tanto lo protegió en su lucha
contra Xisto, ahora no parecía mago, ni brujo ni cosa alguna, sino un preso
común. Al gordo le costaba creerlo. Se le acercó: «¿Se acuerda que usted, un
mes atrás, me dijo que Wotan ató a Loke a tres rocas angulosas, con una

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serpiente…?». «¿Sí?, ¿yo le dije eso? —el otro estaba auténticamente
asombrado—. La verdad no me acuerdo. Sé un poco de mitología
escandinava, es cierto, pero no recuerdo haberle dicho una palabra». Con
todos los otros internos ocurría lo mismo. Sotelo tuvo que rendirse a la
evidencia. Cardala, Metrone, Masili, Don Martínez, Eduardito, Chacón, el
Zapateador y el flaquito sin dientes («madre»), todos, estaban cada uno en lo
suyo. Al propio Xisto lo sacaron del calabozo y fue a su pabellón, otra vez a
dos camas de Sotelo. El gordo al principio estaba aterrado. En cualquier
momento el Anti-ser Xisto empezaría con sus advertencias y amenazas
teológicas. Ante su sorpresa, una de las primeras cosas que hizo el otro,
cuando le devolvieron sus equipos, fue invitado a tomar mate. El gordo temía
que, junto con la infusión, introdujese algún gualicho. Nada de ello y poco
tardó en verificarlo. Xisto no tenía la menor idea de lo vivido meses atrás. Lo
había invitado con mate por razones de compañerismo, al ver que el gordo
estaba privado de todo. El gordito tug le dio unas galletitas. Todo era
diferente. El mesiánico Keidany seguía tan mesiánico como siempre, pero
ahora, cuando le predicaba que él era el Único Hijo de Exatlaltelico, lo hacía
tomando al gordo como a uno más entre los posibles adeptos de Sala 2.
Keidany peroraba delante de todos los internos; ni siquiera se escapaban los
enfermeros y el médico.
Y hablando del médico. Vedia estaba cada día más loco. En realidad, en
ese sitio, estaban todos chiflados, sin que zafara del diagnóstico el propio
Súper: el Subalcaide Balaguer, según veremos dentro de poco. Vedia,
particularmente, dependía del enfermero jefe más de lo que deseaba admitir.
Era una alianza en la cual, muchas veces, el rengo Mendoza era el cerebro y
el psiquiatra el brazo ejecutor. Todos sabían que caer en desgracia ante el
rengo significaba electro para el otro día. A Mendoza se le ocurrió, en un
momento dado, que Zapallo estaba diciendo demasiadas veces que era
inocente (no más que antes, en realidad). Cierta tarde el enfermero le comentó
a Cardala: «Ya me tiene hinchadas las pelotas. Decí vos que Zapallo sufre del
corazón, si no hace rato que con el electro se le habría borrado el inocente.
Como anda mal del bobo no se le puede dar, desgraciadamente. Aunque te
digo: un día me va a agarrar cruzado y lo anoto para el electro. A ver, Zapallo,
vení». Zapallito se acercó obediente. Dijo: «Soy inocente, inocente,
inocente». Mendoza era de humor cambiante: «Bueno está bien. Usted es
inocente. —Zapallo no lo podía creer; quedó mudo de la sorpresa—. Lo que
nosotros queremos saber, Zapallo, es cómo fue su hecho. Por qué lo acusan,
todo eso». «Pero… yo soy inocente, ¿no?». «Sí, sí: inocente». «Bueno.

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Entonces, ya que por lo visto vamos a hablar en serio, le cuento. Diecinueve
años atrás, en el Estado de Santafetécatl, tres hombres cometieron un crimen
horroroso. Asesinaron a un comerciante y…». «Era un turco ¿no?». «Ah, si
era turco, guatimotizinita, yucatantzinita o qué mierda, yo no sé. El asunto es
que a este comerciante lo degollaron, le robaron unos pocos quétzales que no
alcanzaban a pagar una mortadela, se comieron las provisiones que
encontraron, empapelaron las paredes con sangre, se pusieron en pedo y
después de echaron a dormir en un maizal. Ahí los encontró la policía». «¿Y
quiénes era esos tres tipos?». «Unos tales Cuchi Peñaflor, Sebastián Palmiro
Fronda Piedra y otro más». «¿Y cómo se llamaba ese otro?». «No se sabe.
Jamás fue encontrado». «¿Y cómo es que lo acusaron a usted? ¿Los conocía a
esos tipos por lo menos?». «Sí. Los conocía. Fuimos una temporada a juntar
maíz. A Fronda Piedra y al cuchillero Peñaflor los agarraron enseguida
porque estaban durmiendo la mona a pocos pasos del hecho. Parece que los
llevaron a la comisaría y de ahí a la parrilla sin más trámites. En seguidita.
Los maquinearon de lo lindo. Confesaron hasta el color de los calzones que
tenía la madre del Cuchi el día que la metieron en su féretro. Todo. Rapidito.
Los dos, para que no les siguieran picaneando las bolas, me acusaron a mí.
Mire usted qué hijos de puta. Mi mujer, que hacía rato le había echado el ojo
a otro macho y se quería quedar con el mercadito, se prendió. Entre todos me
destriparon. El día del hecho yo estaba a más de 300 kilómetros de allí, pero
no lo pude probar. Si hubiera tenido una mujer como la gente, que me pusiera
un buen abogado, no me encafúan. Estoy comiéndome un garrón de novela y
por puro vicio. Por puro vicio de la puta de mi mujer que no me ayudó, quiero
decir. En la cárcel me cagaron a palos, me maquinearon, de todo. Pero no
pudieron hacerme confesar lo que querían. Al último vino el médico forense.
Le dije que era inocente. Me miró, me hizo tres o cuatro preguntas, y por fin
largó: “Ajá. ¿De modo que usted es inocente?”. “Sí, doctor. Soy inocente”.
“Bueno, muy bien. De acuerdo. Usted, a partir de este momento, ya no tiene
más nada que ver con el muerto. Firme aquí”. Y me dio un papel. Lo firmé y
me trajeron al J. Pelman. Hace diecinueve años que estoy». Mendoza había
escuchado todo este parlamento con suma atención. Luego dijo: «Perfecto,
Zapallo. Toda su exposición estuvo muy bien y correcta. Ahora yo le voy a
decir otra cosa. Usted es culpable. Usted mató al turco». «¡No! Soy inocente,
inocente». «Inocente un carajo. Usted lo mató y basta. Y le voy a decir otra
cosa: ya me tiene podrido con su inocencia. A los médicos los podrá
empaquetas haciéndoles creer que está loco, pero a mí no me empaqueta. Una
vez más que lo oiga decir que es inocente, una vez sola, y va a parar al

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calabozo». «Mentira soy inocen…». «¡Guardias!». Zapallo se cagó en las
patas. En otras épocas había sido muy valiente, pero las calaboceadas y
gomeadas en el baño lo habían amansado. Gritó: «¡Noo! ¡¡por favor, no los
llame, me callo, no digo más nada!!». «¿Ah sí? Vamos a ver si es cierto:
culpable». Silencio de Zapallito. «Ah: ¿vio como es todo pura maña? Asesino
de mierda. Mató al pobre turco y no lo quiere reconocer». El otro continuaba
sin lengua. Al ver la situación de su compañero, los presos se le vinieron al
humo. Cada uno quería ser el primer en conseguir que dijera «inocente» y que
así lo calabocearan. «Él es culpable», dijo el Zapateador desde lejos. «Él
bebió la sangre del turco», declaró el flaquito sin dientes («madre»), desde
cerca, imitando al otro. «Asesino, puto, loco y criminal. Las cuatro cosas»,
opinó Don Martínez. «¿Las cuatro?: las cuarenta y ocho cosas. Cincuenta
menos dos. Es inocente de dos cosas y culpable de otras cuarenta y ocho mil»,
afirmó el petiso Verini. Aquello se había transformado en una fiesta popular.
Sólo faltaban los bombos. Viva Perón y Zapallo es culpable. Sotelo se acercó
velozmente (a ver si por dejadez u olvido se lo perdía). Al fin había dejado de
ser el último orejón del tarro. Ahora le tocaba a otro: ¡albricias! Dijo muy
alegre: «Si vis pacem para culpable bellun. “Mirad la monstruosa bestia; cuán
parecido a un cerdo yace”: Prólogo, Escena III, La doma de la bravia. El
Bardo. Zapallo degenereti». El aludido se fue a su sector en el más completo
silencio. Mendoza le dijo a Cardala: «¿Viste? No, si es como yo te digo. Se
podrá o no se podrá, pero me voy a dar el gusto de por lo menos una vez
hacerle dar electro, a ese hijo de puta. Porque estoy segurísimo de que
mañana, cuando se le pase el cagazo, vuelve a decir que es inocente».
Y a Zapallito le dieron electro, nomás. Tuvo suerte, por así decir, y no
murió. Cuando despertó del shock, tambaleándose, dijo: «Soy inocente. Me
pueden dar electro, me pueden cagar a palos, hacer lo que quieran. Yo igual
soy inocente».
Vedia también fue culpable de otros electros inútiles, a tipos tan
deteriorados, que de ellos no podía esperar mejoramiento alguno ni siquiera
un profesional que cree en la terapia bienhechora de los shock. Así, pues,
maquineó a Chacón, al pobre Franchi y al indefenso Flores; este último, a esa
altura, tenía como cien shock en su haber. Superó al chino por varios cuerpos.
Un día Flores amaneció muerto. Luego de firmado el certificado de
defunción, en el parte figuró: «Emeterio Flores. Dado de alta, en el día de la
fecha, por fallecimiento». Flores estaba cubierto por una sábana. Cardala miró
el cadáver con bronca y dijo: «¿Cómo a mí no me da electro, eh, ese hijo de

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puta? Sabe que no soy un pobrecito. Que tengo abogado y que si jode lo
reviento».
El doctor, incluso, parecía creer que el electro sirve para curar patologías
no neurológicas. Un indio leñador, penado, tuvo un problema insólito: se le
paró el bicho. Lugar raro para sufrir erecciones, sobre todo si se tiene en
cuenta la deserotización sistematizada y progresiva. Sin duda le funcionaba
mal alguna cosa pues el Príncipe del Cono Sur seguía erguido y majestuoso
horas y horas, días y días. Preocupado el indio cometió el error de pedirle
ayuda a Vedia. Éste le dio pastillas, le recomendó una masturbación
higiénica. Nada: ahora no sólo seguía duro sino que además le dolía
muchísimo. Vedia se decidió por su remedio favorito: le encajó un lindo
maquinazo, esperando que, al vaivén de los voltios, el «otro» se decidiera a
entrar en razones. El indio salió de la enfermería: roncando en coma,
perdiendo espuma por la boca, y… con el bicho aún duro. Con el paso de los
días le bajó solo. Hay que decir en honor del médico que, al ver el fracaso de
su terapia de shock, no volvió a insistir.
Sotelo, mientras miraba todas estas cosas, jugaba al ajedrez con el chino o
con Franchi. Al gordo le encantaba jugar con este último pues era el único a
quien podía ganarle. El pobre estaba demasiado obsesionado con sus delirios
de la guerra en el Frente Ruso. Jugaba, sí, pero a algo imposible, contrario a
todas las reglas del arte. Cierta tarde de ésas le dijo al gordo: «Ah, mi
estimado amigo. Usted quiere saber lo habido y por haber. Usted pregunta
demasiado. ¿Por qué, cuando has perdido la partida de ajedrez, tomas tu
Luger y te vueltas los sesos?, ¿eh? Yo a todos mis cumpleaños los festejo en
esta forma, mi estimado amigo, con los electroshock que me dieron en el
manicomio y lo habido y por haber —Franchi mueve un peón—. Le toca
mover a usted». Sotelo se admira: «¿Seguro que mueve eso?». «Por supuesto.
Yo no dudo. Soy alemán. Siempre adelante. Y usted, por más escritor que
quiera ser, no va a llegar nunca a comprender lo alemán y lo habido y por
haber —mueve una torre de la manera más sorpresiva—. Contraataque en
Karkov». El gordo abre la boca ante tanta maravilla: «Ah… muy bien movida
esa torre, Franchi. No me lo esperaba. Y sí, es al pedo: pierdo un caballo
nomás». «Las fuerzas alemanas, mediante un gigantesco esfuerzo, apelando a
toda su disciplina y voluntad, reconquistaron Karkov. Meses después de
Stalingrado los rusos se llevaron un lindo viborazo en el culo. Incluso luego
de lo de Paulus pudieron haber perdido», recitó el otro. La jugada de Franchi
era especialmente notable pues a esa altura sólo le quedaba la mitad de las
piezas. Podría haber sido un gran jugador, de no ser porque sólo le interesaba

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el ajedrez trascendente. Sotelo ahora coloca una torre en posición de ataque:
tiene otra detrás para apoyarla. Franchi no parece preocupado por tal minucia.
Avanza un caballo, lo que no afecta en nada a la situación en su conjunto.
Siempre avanza. El gordo, con uno de sus peones toma otro del alemán. Éste
no puede contestar con su alfil debido a las dos torres de Sotelo. Toma el
peón de éste de todas maneras. El gordo, aunque ya lo conoce, jamás deja de
asombrarse: «Escuche: no puede hacer eso. Pierde su alfil». «Pero usted
pierde un peón». «Mire que no le conviene». «Nada de eso. Uno por uno.
Hombre por hombre. Así lo veo yo. Usted no puede comprender porque no ha
leído a Goethe: “¿Quién viaja tan tarde, en la noche y en medio del viento?
Un padre con su hijo en brazos. Padre, ¿no ves al rey de los Alisos con su
corna y su cola?”. “Sólo veo una cinta de niebla”. “El rey de los Alisos quiere
llevarme. Mirá cómo juegan sus terrible hijas”. “Cálmate, hijo mío. Apenas
un remolino entre las hojas secas”. “Hay un arroyo encantado y hermosas
flores en sus márgenes, y las hijas me sonríen y me llaman desde lo más
oscuro”. “Solamente veo la ceniza en los huecos de los viejos sauces”. “Te
quiero, bonito, bonito niño, por tu hermoso rostro. Ven de grado o por
fuerza”. “¡Padre!, ¡que me agarra! Me hirió el rey de los Alisos”. El hombre
aprieta contra su pecho al niño de respiración penosa y aviva el paso. Llega a
su hogar; llega con su hijo muerto. “He aquí que la primavera nos sonríe y cae
la tarde. La floresta con alegres cantos y verdura nueva…”. ¿No sabéis que
nuestros enemigos victoriosos se hallan por esa parte? Sus lazos están
tendidos en derredor de estos parajes para sorprendernos… Y dicen los
druidas: “Que la llama se levante a través del humo… sigamos la costumbre
antigua y santa de alabar a los Dioses, creadores de todas las cosas.
Subamos”. Los guerreros que cuidan cantan: “Vigilad, guerreros intrépidos,
en los alrededores de la selva. Vigilad en silencio para que ellos puedan
cumplir con su santo deber”. Y dice el druida: “Para el día que se acerca
deberemos tener el corazón purificado. Los Dioses pueden permitir que el
enemigo triunfe hoy y unos días más; pero la llama arroja fuera el humo: así
se purifica nuestro culto. Pueden arrebatarnos nuestros antiguos usos y
costumbres, pero la divina luz de nuestros Dioses ¿quién nos la arrebatará?
[4]”». El gordo toma el alfil de Franchi. Sotelo une ahora sus dos torres en un

único sistema de defensa y ataque. El alemán opera con su dama en diagonal,


hacia delante. Una de las torres del gordo se introduce por dentro de la
defensa, en dirección al enroque del rey enemigo. Franchi quiere replicar pero
se da cuenta de que no es tan fácil: la otra torre apoya el ataque. Dice: «Ah:
estas torres han funcionado muy exactamente —toma entonces, con su dama,

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un alfil de Sotelo que se encuentra absolutamente defendido—. La real dama,
de un manotazo, borra al monaguillo». «¡Pero pierde su reina!». «Usted coma.
Yo pierdo dama, pero su alfil no vuelve a marchar por los suelos de Rusia».
Sotelo sacude su cabeza, aunque comprende el «juego» del otro. En algún
sentido, pese a que está ganando, no le hace gracia verse sometido a las
condiciones del adversario: a sus reglas. Mientras el gordo come la reina de
Franchi, ésta aprueba y delira: «Hombre por hombre. Ideología por ideología.
Así lo veo yo. —Franchi, con una de las pocas piezas pesadas que le quedan,
realiza un contraataque completamente sorpresivo amenazando a una de las
torres del invulnerable sistema del gordo—. Bielorrusia y arco de tanques.
Kursk». El gordo dijo, más que nada llevado por la impresión del momento:
«Mh. Muy buena jugada. No ha perdido aún su capacidad de darme sustos».
Con un movimiento el otro no sólo ha paralizado el centro de gravedad del
ataque, sino que, además, está forzando a retroceder y pasar a la defensiva, a
menos que Sotelo tome sus providencias. Las toma. Es fácil. Recuperado el
mal paso comprende que el desesperado intento del alemán es únicamente
eso: pura desesperación. Con un contra contraataque nuestro gordo de marras
subvierte por completo el proceso militar. Franchi: «Aaah… ¿qué es esto?
¿Es que no se han terminado los tanques enemigos? ¿Vienen más?, ¿y todavía
más? ¿Hay que retroceder, che?». «Me temo que sí. Sus generales deben estar
aconsejándoselo». «¡Me importa un bledo…! …lo que digan esos generales.
Si retrocedo ahora tendremos una retirada más desastrosa que la de Napoleón.
Ni un solo paso atrás. Y dijo entonces von Paulus, en su informe urgente al
Cuartel General del Führer: “Mi Caudillo: mis hombres mueren como
moscas. O los matan o mueren de frío. No hay aprovisionamientos
suficientes. No quedan municiones. Los soldados carecen de manteca desde
esta mañana. El pan se terminará mañana por la tarde. ¿Qué debo hacer… mi
Führer?”. “Resistan. Hasta el último hombre. Hasta la última bala. Si ustedes
abandonan la lucha, todo el Grupo de Ejércitos Sur quedará envuelto por el
enemigo y será el colapso del Frente del Este. Son ustedes ahora la guardia
pretoriana de Alemania. Victoria o muerte”. A ver, mi peón, quizá… Sí. Así.
—Avanza un peón—. Ese trebejo mío es la fortaleza de Stalingrado. El sexto
ejército. Durante las generaciones venideras se recordará el sacrificio de ese
peón. “Sin embargo no lo puedo comprender. ¡Pero si es tan fácil!… Hasta las
mujercitas lo han hecho. Le di a von Paulus el bastón de mariscal. Quise darle
una última alegría. ¿Pero por qué no se mató? Después que murieron tantos
¿cómo puede entregarse prisionero a los rusos? Ningún mariscal alemán se
rindió jamás. De veras que no las puedo entender a las personas como Paulus.

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Haré poner en cada cuadra de Berlín una antorcha y una bandera. El sacrificio
del sexto ejército no ha sido en vano. Ellos murieron para que Alemania siga
viviendo. Durante las generaciones venideras se los recordará”. Y entonces
dijo Speer, ministro de Armamentos, en el año 45: “Debo confesarle que una
semana atrás estaba planeando envenenarlo. Creía por aquel entonces, en mi
ingenuidad, que una vez desaparecido usted sería posible llegar a una paz con
los Aliados. Ahora he comprendido que no desean llegar a ningún tipo de
arreglo con Alemania. Que en realidad buscan la destrucción del pueblo
alemán. Hay que seguir la lucha”. El otro no pareció dar mayor importancia a
la confesión: “Mi estimado amigo: no se preocupe. Este es el fin”. Luego él
dice: “El mariscal Zukov nos tiene cercados, por lo que veo”. “Mi Führer…
permítame… que trate, por lo menos. Tengo un tanque y 200 chicos de las
Juventudes que se harán matar con tal de abrirle paso. Déjeme que lo intente”.
“No. Ahora hay que morir”. Luego le agregó con tono imperioso, plagiado de
Hollywood: “¡Traigan más té!”. “No queda más té en toda Alemania, mi
Führer. Ni siquiera para usted, mi Führer”. “Se me ha roto el pantalón. Es una
lástima. Eran nuevos”». Sotelo, a esa altura, comienza a aburrirse: «Me
parece que ya no le quedan muchas providencias por tomar, Franchi. ¿Damos
por terminada la partida?». «¡No! Seguiré luchando hasta la victoria». El
gordo se ríe: «¿Y cómo va a hacer para ganar?». «Están a punto de aparecer
las armas secretas. Preparen mi Funeral Masónico de Mozart… pero sin
masón. Que esos rusos hijos de puta no puedan pasearme en una jaula como
se ha prometido hacer. Y entonces dijo Stalin, en el año 46: “Mis soldados
que vuelven victoriosos de Alemania me han traído este presente: la calavera
de él, que los SS no pudieron quemar, pese a todos sus esfuerzos. Ahora ya la
tengo, sobre mi mesa, como un pisapapeles, para no olvidar nunca que fui yo
quien ganó y él el que perdió. De vez en cuando echo las cenizas de mi
cigarrillo donde antes él tenía sus ojos. Y me río. Y me río”. “A lo lejos se
oyó una detonación. Nos acercamos luego y entramos. Eva había preferido el
veneno. Él se pegó un tiro en la boca. Envolvimos los dos cuerpos en una
frazada y los sacamos al patio. La gasolina ardió pese a las bombas. Se veía el
hueso de uno de sus tobillos, mientras el fuego…”. “Entonces a todos los
restos tratamos de volverlos polvo después de quemarlos; pero a su calavera
fue imposible: pese a que la golpeamos con un martillo no se deshacía. Luego
tuvimos que irnos, de modo que tengo miedo de que haya caído en poder de
los rusos”. La mujer de Goebbels comentó con lágrimas: “Adolfo, Adolfo
¿será posible que todos te hayan traicionado?”. “Alguien debe empuñar la
bandera de la resistencia y la lucha. Por eso yo te ordeno, Goebbels, que

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salgas de Berlín y te hagas cargo de todo”. “Es la primera vez en mi vida que
desobedezco una orden de mi Führer. Ya habrá otros en el futuro que luchen.
No faltarán. Pero es menester aunque más no sea un ejemplo de lealtad en
medio de tanta traición”. Él, sin replicar, se vuelve a uno de sus ayudantes:
“¿Qué pasa?, ¿se ha acabado el té?”. “No queda más té en toda Alemania, mi
Führer. Ni siquiera para usted, mi Führer”. —El gordo continúa demoliendo
el enroque de Franchi. Éste no parece darse por enterado; al menos, en
apariencia—. “Los pusimos a él y a Eva sobre unos hierros de ferrocarril y
mucha leña y les prendimos fuego. Las explosiones de las bombas que
largaban los aviones rusos no permitían al principio que se acerase una
antorcha a la gasolina. Luego yo, con un papel encendido en la mano, pude
finalmente hacerla explotar. Las llamas se elevaron envolviendo a los
cuerpos”. “¿Qué será de Alemania sin usted, mi Caudillo?, ¿qué será de
Alemania sin usted?”. “No hemos sido dignos. Eso es todo. Hasta el último
momento conservé la esperanza de que los Dioses nos otorgasen la victoria.
Esperé el milagro basado en el hecho de que teníamos la razón. Durante doce
años he regido los destinos de Alemania”… “y por eso, porque el pueblo
alemán demostró no estar a la altura de su destino y se mostró el más débil, yo
lo condeno por mil años. El tiempo que había sido destinado para ellos como
gloria y supremacía racial e ideológica, yo lo transformo en la cadena que se
atará a su cuello. Al que rechaza su paraíso le será otorgado su propio
infierno”. Y entonces le dijo el Infravicesubsecretario: “Mi Führer: las tropas
del mariscal Zukov están en Berlín”. “Inunden los túneles”. “Pero mi
Führer… los túneles… los subterráneos de Berlín están llenos de soldados
alemanes… heridos”. “Inunden los túneles. Eso los detendrá por 24 horas. No
hemos sido dignos. En esta lucha, donde los mejores han caído, qué puede
importarme de los sobrevivientes. Sólo sobreviven los que están preparados
para pactar con el enemigo. Los que elegirán uniformes y se repartirán las
ropas del cadáver alemán”. Franchi deja (o no puede impedir) que le coman el
último peón defensivo del enroque. Masculla: “Qué puede importarme de los
sobrevivientes cuando los mejores han caído. Dentro de algunas décadas
explotará mi sangre e incendiará la Tierra. El tiempo se acerca. Sólo el
fuerte… quedará —con otro tono, pero siempre dentro de su alucinación
bélica (el ser móvil de Parnietzcheménides)—: Ah, sí. Lo repito: estas torres
han funcionado muy exactamente. Bueno… ya estamos cerca del fin. Es
inevitable el colapso de Alemania”». El gordo se burla: «Tal vez… alguna
arma secreta…». «¡Imbécil! —El estallido de Franchi ha sido tan inesperado
que el gordo respinga—. Pedazo de idiota: No hay armas secretas. Sólo el

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espíritu alemán. Ésa es la última arma secreta. Ésta es la única… arma
secreta, usted no puede comprender lo habido y por haber. Yo ataco y avanzo
en esta forma. Hasta la victoria o la derrota». Sotelo, sacudiendo la cabeza;
«Bueno… le voy a decir que yo, luego de lo que sufrí aquí dentro… también
aprendí lo que es la derrota y la vic…». «¡Qué va usted a ser o a saber! Usted
no es alemán y nunca podría serlo. Creen que pueden pronunciar discursos:
“¡Gitamatagrrr!” e imitar a un alemán, pero no pueden hacerlo. Rendición
incondicional de Alemania, piden ustedes. Rendición incondicional. ¿Y quién
detiene a los rusos, ahora?, ¿cómo cree usted que se va a arreglar el quilombo
de Europa?, ¿eh? Al quilombo de Europa no lo arregla nadie, mi estimado
amigo. ¿O cree usted que un norteamericano…?… es un problema de
ideología suprema». Sotelo se revuelve molesto: «Mire, Franchi… no. No.
Yo, a pesar de todo lo que usted diga sigo creyendo en… una forma de pensar
que…». «Usted, como ganador de este partido, evidentemente, tiene la última
palabra. Es el derecho del más fuerte». «Escuche… no se trata de eso», pero
Franchi no le da bola: «A los que vendrán les dejo mi herencia más dura. Que
de entre las cenizas de lo que el mundo se ha convertido, alguien sea capaz
mediante la resistencia y su voluntad, de lograr la restauración del esplendor.
No faltan muchas décadas para que mi sangre haga explosión e incendie la
Tierra. ¡Mi herencia!… para el que tenga el valor de recogerla —Franchi, en
una violación de las leyes ajedrecísticas, muy a la manera china, sale con su
rey (en jaque mate) a matar. Come una de las torres del eje militar torre-torre
gordo sotélico—. Como, mato y muero». «Pero eso no se puede hacer: su rey
está en jaque. No puede comer». «Como, mato y muero». Sotelo, furioso,
pasa también por encima de las leyes comiendo lo incomible. «Bueno. De
acuerdo: entonces yo le como el rey». «Ahora sí es mate». «Claro, usted
comprende: todo está destinado a hincharme las pelotas. Se dio el gusto de
imponerme su juego. Usted transformó una contienda militar clásica en una
partida trascendente. Esto es una hijadeputez de su parte —viendo que el otro
no contesta y se deja insultar, la bronca de Sotelo se esfuma. Dice con otro
tono, buscando un chiste que disminuya la agresión (después de todo Franchi,
otro loco, es un camarada de infortunio, piensa)—: La toma de Berlín». El
otro asiente gravemente: «Ganaste, ruso hijo de puta. Pero buen susto te has
llevado». «Admito que tus ejércitos parecían invencibles». «Me traicionó mi
servicio de informaciones». Sotelo se caga de risa: «Baah, no jodas. Mis T-34
y divisiones siberianas dirás». «Sí: eso… y otras cosas».

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DIECINUEVE

LA SALIDA DE UNIDAD 20

Según el parecer de Sotelo resulta imposible determinar si el Subalcaide


Balaguer era más loco que verdugo, o más verdugo que loco. Prohibió, por
ejemplo, que las visitas de los detenidos hiciesen llegar a éstos dulce de
membrillo. Podían traerles queso y dulce de batata, pero no membrillo. Según
Balaguer el alimento aludido, en manos de los presos, estaba en condiciones
de convertirse en un arma secreta de resultados aterradores. El membrillo, por
los ácidos que contiene, es capaz de penetrar las rocas más duras y disolver
los hierros más recalcitrantes. Ríase usted del agua regia o del rayo láser. Los
científicos, en su infinita ignorancia, no han descubierto las posibilidades del
dulce de membrillo, ese reactivo maestro. Nadie piense que, como un
desvergonzado plagiario, pretendo reclamar la paternidad del hallazgo. El
pertenece exclusivamente a Balaguer, bienamado Subalcaide y candidato
perpetuo al Nobel de Química. Sólo hago de divulgador, llevado por mi amor
a la ciencia. Así, pues, no dejaba entrar al membrillo pues supo intuir que los
presos, con diabólica inteligencia, moviéndose en las espesas tinieblas de la
noche, rodearían los barrotes de las ventanas (cada uno grueso como un dedo)
con el malhadado dulce. A las dos horas, poco más o menos, gracias a esa
terrífica sustancia de apariencia inofensiva, los barrotes volveríanse frágiles
como fideos. Nada nos cuesta imaginar el pandemónium en el penal, a la
mañana siguiente: los guardias, presas de estupefacción, descubren que los
detenidos han volado. He aquí las desastrosas consecuencias de ser
extremadamente benévolo y poco previsor. Hay que ser diez veces más
severo e implacable que antes. Es preciso prohibir, prohibirlo casi todo, pues
el objeto más insignificante, en manos de los internos, puede transformarse en
un arma letal. Los creo muy capaces, por ejemplo, de fabricar una bazooka
antitanque pegando con cinta un cigarrillo tras otro, y usando fósforos como

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combustible impulsor de proyectiles. Balaguer era, tan simple como esto, un
hombre previsor. Los que lo llaman loco, malo y verdugo al pedo, no hacen
más que descender a la bajeza de un grosero infundio. Fue, por el contrario,
un oficial correcto y ejemplar, que corrigió, aumentó y aplicó el reglamento.
Por todo lo antedicho es muy extraño lo que le pasó a este hombre sutil a
quien nada se le iba pero se le fue un preso. Había en la Unidad un interno
muy alto y fornido, con grandes aires paranoicos. Sotelo lo odiaba pues el
otro paseábase todo el tiempo muy orondo hablando maravillas de sí mismo.
Era, debemos reconocerlo, una persona un poco asquerosa. Cuando sus
compañeros de Procesador lo convencieron de que había cometido la tontería
de caer en el peor lugar, que su dependencia de los médicos era absoluta
(médico que agarra no suelta), cambió de la noche a la mañana. Tornose
filántropo, mudo, modesto, obsequioso al extremo. Aquello pasaba de
humildad para convertirse en abyección. Qué se había hecho —preguntábanse
todos— de su vanidad y altivez, de toda su altanería y petulancia. Cuando
Balaguer entraba al comedor él solo se ponía de pie, con su gorrito de
Encausados en la mano, ante el desprecio de los presentes (incluyendo al
propio Balaguer, quien afectaba no verlo). Pero sí que lo veía. El Subalcaide,
humano al fin, era de esos tipos envueltos en una coraza perfectamente
impenetrable e imperturbable ante la dignidad o cualquier valor ajeno, pero
corruptible ante la bajeza mamacalcetinesca. El servilismo era su dulce de
membrillo (o para mejor: tenía en él las propiedades teologales y mágicas que
no cesaba de atribuirle) y, poco a poco, le disolvió las rejas.
Un día de tantos, cuando Balaguer inspeccionaba la Av. del Libertador
Menéndez, el preso del gorrito —gorrito en mano— se le acercó. Con
asqueroso tono e hilillo de voz pidió trabajar: ya no soportaba esa vida de
autoindulgencias que llevaba; los remordimientos y el triste espectáculo de su
alma corrompida impedíanle conciliar el sueño. Bien recordaba una a una las
edificantes palabras del Subalcaide a favor del trabajo. Que le diese las tareas
más abyectas: todo lo aceptaba en pro de su regeneración. Con humildad
repelente: «Por favor, señor, se lo ruego: no se olvide de mí». «Ya veremos.
No le prometo nada», refunfuñó Balaguer haciéndose el enojado. Pocos días
después lo empezaron a sacar al patio —dos o tres horas por jornada— para
cavar zanjas, picar ladrillos que sirvieran para la platea de una nueva garita de
guardia y otras boludeces por el estilo. Sus antiguos compañeros de
Encausados se le fueron al humo: «¿Qué te pasa? ¿Te volviste gil laburador?
Miralo vos al chorro viejo», le dijo Cardala. Metrone era aún más agresivo:
«Vos no hagás caso, pibe. Dale que vas bien. Un paso más y ya podés

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convertirte en confidente de la yuta». El preso del gorrito, que era grande y
muy fuerte, como toda respuesta bajaba los ojos. Todos se apartaban de él
asqueados, como si tuviera lepra o fuese el agente transmisor del cáncer. Lo
trataban peor que a Sotelo en la época dorada de las toses, sólo que él (a
diferencia del gordo) podía dormir, comer pan y beber toda el agua que
quisiese. Jamás replicaba a los insultos. Hasta Zapallo le hacía chistes: «Usted
es culpable —le graznaba Zapallito, enteramente feliz—. Usted es las cuatro
cosas porque mató al turco. De aquí no se va más porque es un criminal y un
gil laburador. Culpable, culpable, culpable». El preso del gorrito bajaba los
ojos y continuaba caminando con humildad y lentitud. Así un mes. Entonces,
cuando ya los guardias se distrajeron llevados por su despreciativa confianza,
él se las tomó. Saltó el muro y se fue a una velocidad pasmosa. Todavía ahora
lo están buscando.
La alegría de los presos y el terror de los guardianes (todos
encanadísimos) no puede ser descripta con facilidad. Los internos sentíanse
identificados, vengados. El preso del gorrito dejó de ser el último orejón del
tarro para convertirse en un héroe. Todos hacían fuerza para que no lo
cazasen. La rogativa fue escuchada. Balaguer, con esta sola, pagaba por el
dulce de membrillo y otras. Cuando sus subordinados le dijeron temblando
que el preso del gorrito no aparecía por ninguna parte, quedó helado. Se puso
a gritar: «¿¡Por qué pusieron a ese hombre a trabajar en el patio!? Yo había
dado órdenes expresas de que lo vigilaran estrechamente». Mentira. Él mismo
autorizó que le dieran trabajo. Intentaba con desesperación echarle la culpa a
los otros, porque también a él ahora se le venía encima el chichi. La cosa iba a
ser cuando debiera llamar por teléfono a la superioridad para admitir la fuga
de un interno. Ya se veía en el Sur, de comandante, en el regimiento de
castigados. Después de todo no se podría quejar: ¡un ascenso! Nada más que
de pensar en los 40°C bajo cero ya se le helaba el culo. Hitler, cuando
deseaba «premiar» a un general molesto y recalcitrante, le daba el mando de
una división en Rusia. Los presos deliraban. Todos tenían la picha dura.
Balaguer se lo mereció y no sólo por el ajfaire membrillo, sino también
porque la única vez que el chino pudo tener visita (un ex interno que le tomó
simpatía y le trajo algunas cosas) no le permitieron verlo, pues según el
Subalcaide, no lo toleraba el reglamento. «Sólo si es de la familia». Autorizó
en cambio, llevado por su infinita generosidad, a que le entregasen los
obsequios… previo asegurarse de que entre los nombrados no había dulce de
membrillo, por supuesto. Este falso alimento, verdadera pomada sólida de
Satanás, es el causante de las guerras, la inflación, el desempleo, los

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genocidios y la muerte del turco. La juventud empieza con el dulce de
membrillo, luego pasa a la «yerba» y, por fin, desciende al pozo sin fondo de
las drogas heroicas. Debería prohibírsele terminantemente a los niños. Así es
como después se corrompen. El día que estas ideas se hagan públicas,
Balaguer no sólo recibirá el Nobel de Química; también el de la Paz. Además
no lo dudo.

A Sotelo, en efecto, le habían mejorado sus horribles cosas. Comenzó a


tener visitas: la de su padre, en primer lugar, quien recibió al gordo en el
locutorio con cierta timidez. Pensaba, con toda evidencia, que un padre
siempre tiene la culpa si su hijo se vuelve loco. No es tan así, por supuesto. Se
trata de una culpa compartida. Hay que ser nietzcheano, en este caso. La
locura es una forma de selección natural. Hay que sobrevivir a ella, como un
fuerte, o, mejor aún, no caer jamás en la tentación de la patología. Aflojar
hace que todo se vuelva más difícil. Lo primero que le preguntó el supergordo
al gordo fue si él realmente estaba o estuvo loco (vaya pregunta para hacerle a
un loco). Sotelo hijo contestó que sí. Dio esa respuesta para simplificar. No
podía contarle toda la historia, obviamente. Su padre el tendero lo informó de
las últimas novedades judiciales: los forenses lo habían declarado
inimputable. El Dr. Vedia, por su parte, luego de hablar con él le declaro que
«se encuentra mucho mejor. En realidad… su mejoría es notoria. Pienso dar
mi visto bueno para que pase al patio». (Allí se llamaba «patio» al manicomio
general, de puertas semiabiertas, que no pertenecía a Penales. Basado en el
buen informe de Vedia el forense autorizaría el traslado, pues los médicos no
se patean entre sí los tarritos).
El viejo Sotelo vaciló. Luego dijo: «Hay una persona que desea verte,
pero… yo aún no la he autorizado porque no sé si cuenta con tu aprobación
y… no quisiera que se te impusiese una visita. Es un viejo amigo tuyo… De
Quevedo». Al gordo le pareció que le daban otra vez electroshock. Disimuló
todo lo posible. «Pero sí, papá. Por supuesto. Decíle que tengo muchas, pero
muchas ganas de verlo».
Después lo visitaron sus tías, unas viejas amorosas y buenísimas y, por
último, una tarde le dijeron desde la puerta llena de candados: «Interno
Sotelo: al locutorio». El gordo ya sabía. Sabía. Y era él, por supuesto.
«¿Cómo estás, gordo?», preguntó él. «… bien… Maestro». «¿Cómo te
tratan?». «Bien. Ahora bien». «¿Fue duro?». «Sí. Fue… pero usted ya lo
sabe». De Quevedo asintió. «¿Cómo se llama él?». «¿El que te representa?

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Keidany». El gordo alternaba el tuteo con el «usted» respetuosísimo. «No. No
te pregunto eso. Cómo se llama el tipo del banco». «Ah… pero eso ¿qué
importancia tiene? Maestro: ¿qué debo hacer?». «Quedate tranquilo. La
situación está controlada. ¿Ya te dijo tu viejo que pronto salís al patio?».
«Usted lo sabe». «Bueno, está bien. Pero igual quiero que me lo digas». «Sí.
Sé que salgo rápido». «Muy bien. Gordo, quiero que me escuches con
atención: De ahora en adelante no tenés que darle bola a ninguna tos, a
ninguna voz, orden mágica ni un carajo. ¿Oíste? La orden actual es: comer,
dormir, tomar agua, ir al baño a cagar y mear cuando tengas ganas, y dejarte
de rarezas. Cualquier cambio sólo será cuando yo te lo dé en persona, de viva
voz. Se terminaron las telepatías y cuanta cosa. ¿Está claro?». «Sí Maestro».
«Ahora me tengo que ir, por desgracia. El verdugo de Balaguer sólo me
autorizó a verte cuando le mostré una orden de Presidencia. Ni el visto bueno
de tu viejo fue suficiente. Sí: tuve que subir hasta el Presidente de la
República para que este hijo de puta aflojara. Necesité de todas mis
artimañas, no me preguntes cómo porque es largo de contar. Fue dificilísimo.
Aún así me dio pocos minutos y no quiero permitirles a estos chichis que me
digan que se terminó el tiempo. Prefiero irme antes. Nos vemos. Nos vemos
pronto».
Una semana después de la entrevista con De Quevedo, Vedia mandó a
llamar a Sotelo a enfermería. Luego de preguntarle cómo andaba, si estaba
contento y otras pelotudeces, el médico le dijo una cosa muy rara: «Te vamos
a pasar al patio. Ya hablamos con el médico forense. Ahora quiero que oigas
algo muy importante que te quiero decir y que es indispensable que
comprendas. Todo lo que te ocurrió, Sotelo, fue por tu soledad. No tenés que
andar más solo cuando salgas. Aprovechá la oportunidad que te da la vida».
El gordo tuvo ahí la certeza respecto a lo que ya intuía respecto al otro:
Vedia no era mal hombre. No hacía el mal por sadismo, sino por el proceso
vicioso de la escuela excesivamente mecanicista y materialista (casi
dialéctica) en que estaba formado.

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VEINTE

DE QUEVEDO, UN AÑO ANTES

El viernes en el cual al gordo lo metieron en el Hospital Neuropsiquiátrico


Tomás J. Pelman, De Quevedo y Teresa estaban en su casa discutiendo
ferozmente. Ella le dijo con furia:
—Ni el tocadiscos anda, ¿te das cuenta? Nada funciona aquí. Nada.
De Quevedo era muy paciente pero aquella injusticia le pareció
demasiado:
—¿Y qué pretendés de mí?, ¿qué haga andar el tocadiscos por arte de
magia? Sabés que no tengo plata para hacerlo arreglar.
—No es sólo el tocadiscos. Eso es lo de me…
—Me hiciste pedir la baja. No querías que trabajase en la policía. Muy
bien. Ya no estoy más ahí. ¿De qué vamos a vivir ahora?
—Tampoco tenías plata antes.
—Sí, indudablemente. Y ahora mejor ni te digo. ¿Te das cuenta?: sos muy
injusta en esto. Me lo cargas todo. El domingo que pasó lo dejé clavado al
pobre gordo Sotelo en El Pino. No tenía plata para el ómnibus y ni siquiera
para comprar una ficha de teléfono y decirle que no iba a poder ir. Quién sabe
hasta qué hora me habrá estado esperando.
—¿Y vos qué querés?, ¿qué vuelva a hacer gatos, como en los viejos
tiempos?
—No Teresa. No quiero que hagas gatos. Lo que quiero es que dejes de
reprocharme cosas absurdas. Dejé la policía porque a vos te hinchaba las
pelotas. Exclusivamente por eso me fui. Pero parece que lo nuestro se hunde
igual. No me apoyás, no formamos un bloque sólido. Nunca. Es como una
maldición fatal. Quisiera que una vez, por lo menos, estuviésemos juntos en
alguna cosa.
Teresa bajó un poco el nivel de su furia:

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—¿Y hoy? ¿Pasó algo?
—Qué mierda va a pasar. Ya sabés que estos hijos de puta no me dan
laburo en las revistas de publicidad. Recorrí todas las agencias y redacciones.
A pie. Sabía que ni me iban a pasar bola pero igual fui. Saben por la cara que
no tenés y entonces te dan menos.
—¿Ves? Siempre pasa lo mismo con vos. No tenés bastante fe. Vas de
perdedor desde el vamos y así perdés.
De Quevedo hizo un esfuerzo supremo para contener su desesperación:
—Ay… no vuelvas con… Fe tengo de sobra. Fe y voluntad. No es
nihilismo: es realismo. Yo sé cómo se mueve la gente. De cualquier manera…
queda una agencia. Una sola. Mañana voy. Te aseguro que si hay una
posibilidad, una aunque sea, la aprovecho. Ofrezcan lo que ofrezcan. Es una
agencia de viajes aéreos. Necesitan un publicista.
A Teresa, de golpe, le entró una confianza infinita. Parecía súbitamente
tranquilizada. Sonrió:
—Bueno, alegrate porque mañana vas a poder llamar a tu amigo.
—¿Qué amigo?
—A Sotelo.
—Ah ¿al gordo? ¿Por qué?, ¿conseguiste algo de guita?
—No mucho pero algo. Vas a poder ir a la agencia de ómnibus, incluso.
—Bueno. Me alegro. Ahorraré veinte kilómetros de caminata. La
mudanza nos recagó. Hasta el último peso se nos fue en esta maldita historia,
y para colmo en la policía recién me van a pagar lo que me deben el…
—Esperate un cachito que voy al patio a juntar la ropa de la soga y ya
vuelvo.
Teresa salió al pequeño patio. Había un sillón de hierro en ese lugar. A
veces, trayendo una silla de adentro, De Quevedo y ella se instalaban a tomar
mate y sol. Teresa empezó a juntar la ropa. De pronto, con el rabillo del ojo,
le pareció que había alguien en el sillón de hierro. Dio vuelta la cabeza muy
asustada pero al momento se tranquilizó.
—¡Sotelo! Gordo estúpido, ¿por qué me asustás? ¿Qué hacés ahí sentado?
¿Por qué no nos dijiste que estabas?
Sotelo hallábase por completo inmóvil, mirando un punto de la lejanía. La
cara parecía tranquila, pero como ausente. Ella caminó varios pasos. Ya cerca
verificó que lo que tomaba por Sotelo era en realidad una manta vieja,
retorcida y apolillada, que esa mañana había desinfectado para luego olvidarla
en el asiento. Teresa largó un alarido entrando después a la casa como una

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exhalación. Atrás quedaron las pocas piezas de ropa que llegó a recoger y que
soltara en su espanto.
—¡Qué pasa! ¿¡Qué pasó!?
—¡Estaba el gordo…! Era una manta… apolillada. Lo vi… un fantasma…
como un monstruo…
—¿Qué carajo…? ¿Hay alguien afuera? —De Quevedo, instintivamente,
fue a buscar su reglamentaria, hasta recordar que ya no la tenía por haberla
devuelto. Salió igual. Nada, por supuesto. Al volver mimó un poco a Teresa
hasta lograr que su lenguaje se volviera coherente.
—¿Y decís que tenía la cara muy tranquila? ¿Pero era él, de verdad?
—Era él. Estoy segura. Lo vi con todo detalle. Justo ahora que le había
tomado simpatía. ¿Por qué habrá venido así, como un fantasma?
Desde un tiempo atrás ella miraba a Sotelo en su tragedia de hombre (ello
era terrible, pues significaba que, previamente, lo había mandado a la mierda
como sexo): terminaron por hacerle gracia sus torpezas, su autismo y sus
obras bajo el brazo entre papeles de diario. Pensó, la noche del susto, que el
gordo podía ser muy amoroso como ser vivo, pero viniendo como chichi o
fantasma, en la noche, aterraba. Un ataque al corazón nada más que de verlo.

Al otro día De Quevedo (consiguió trabajo en la agencia, digamos de


paso, y lo explotaron como a un galeote, pero esto es otra historia) llamó a la
pensión del gordo. «Sí, por favor. ¿Está Solteo?». «No —dijo el encargado,
que odiaba al gordo y a sus rarezas—. Ese señor ya no vive aquí». «¿No sabe
dónde lo podría encontrar?». «Está en el Pelman, que es donde siempre debió
haber estado». Y cortó.

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VEINTIUNO

CUANDO LOS GRANDES MAESTROS SE


DESESPERAN

Justo cuando les estaba dando de comer a mis gatos, Igua y Tirñán
partieron como flechas rumbo al portón. Aquello debía ser gravísimo, si se
tiene en cuenta que mis perros no ignoraban que al minuto les tocaría comer a
ellos. Hace años que mis enemigos no se animan a hincharme las pelotas (al
menos, de manera física: poniendo rostro y cuerpo), de modo… En efecto: se
trataba de mi amigo Isidoro, el astrólogo. Los perros se meaban de alegría.
Pegaban saltos terribles, que casi superaban el portón.
—Esperá, Isidoro, que ya te abro.
Los primeros siete minutos Isidoro Pantaleón Formosa debió emplearlos
en hacer mimos inevitables a mis dos dinosaurios amaestrados.
—¿Todo bien, Isidoro? —Hacía un mes que algo me preocupaba—: ¿Don
Gaspar te siguió jodiendo?
—¿Qué? —dijo el astrólogo como si estuviera en otra y le costara
desengancharse—: Ah, no. Es decir: me volvió a atacar, por supuesto, pero yo
estaba prevenido. Digamos, simplificando, que se llevó una de sus cíclicas
palizas. Le hice cagar dos o tres máquinas grandes y pasó a cuarteles de
invierno. No. Vine por otra cosa.
—¿Qué viste? —pregunté comenzando a entender.
—Vi… y no vi. Es De Quevedo, o algo que se relaciona con él. No puedo
averiguar en qué anda metido. Es decir veo su vida presente, que es muy dura
(pidió la baja en la policía, te diré, entre otras cosas), pero lo rodean zonas
bloqueadas. No sé si le están preparando una zancadilla o qué.
—¿Consiguió nuevo trabajo?
—Sí. En una agencia de viajes aéreos. Como publicista. Hace trabajo
creativo y le pagan la quinta parte de lo que corresponde a un redactor común.

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Le sacan la piel de la espalda, estos hijos de puta. Le tiran quince quétzales y
se embolsan el gran fangote. Si te rechiflás te tiran una barra de oro a la
cabeza.
—Bueno —bromeé—, después tendrá derecho a agacharse y juntar la
barra, por lo menos.
—No, porque cuantito te agachaste ahí nomás te pegan con una manopla
hecha con rubíes y te vuelan los dientes. Están en la época del quétzal duro.
Pero lo peor es que con Teresa se lleva a las patadas. Cada vez huele peor el
estofado. Además están las otras zonas, las bloqueadas: esas que te dije que se
relacionan con él pero no sé hasta qué punto. Vine, entre otras cosas, porque
el horóscopo dice que hoy se va a pegar una vuelta por aquí. A lo mejor, con
lo que nos cuente, podemos sacar alguna conclusión.
—Y según el horóscopo ¿a qué hora va a venir?
—Entre las nueve y las diez de la mañana.
Miré el reloj.
—Son las nueve menos cinco.
—Bueno. Entonces dentro de un ratito nomás tiene que…
«Alaralena».
—Ufa: bastante exacto, Maestro, ¿eh?
De Quevedo, por supuesto, tal como estaba escrito en las estrellas.
—Pasá. Te esperábamos.
De Quevedo, aunque lo niegue, es una especie de santo. Preguntó
ingenuamente:
—¿Me esperaban? ¿Y cómo sabían?
—Baaj… —largué la risotada—: Por favor no me jodas —como diciendo:
«No me hinchés las pelotas».
Fuimos los dos al centro del territorio. Allí le hice un chiste a Isidoro:
—Tu astrología caldea se está viniendo abajo. Fallaste por cuatro minutos
y medio.
—Ah: ¿así que eras vos el del horóscopo? —dijo De Quevedo sonriendo.
Isidoro contestó a la sonrisa con otra:
—Hola ¿cómo te va? —Con tono zumbón—: Estos días se lo nota algo
bloqueado, Maestro.
—¿En serio? Qué curioso. No sabía que yo también… Vine a verlo a
Alaralena por el bloqueo de un amigo. Después pensaba visitarte. Por suerte
están los dos. —Se volvió a mí—: Menos mal que te encontré. Temí que
estuvieses trabajando.
—No. Tengo franco. Hoy y mañana.

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—¿Quién tiene bloqueo? —preguntó Isidoro—. Espero que no sea el que
yo imagino.
—Sí. Ése. El gordo Sotelo.
—Hhh… —suspiró el astrólogo.
—No. En serio —dijo De Quevedo—. Estoy muy preocupado. Llamé a la
pensión y me dijeron exactamente esto: «Está en el Pelman, que es donde
siempre debió haber estado».
—¿Y es realmente así? —pregunté.
—No estoy seguro. Fui al manicomio, por supuesto, pero ahí se hacían los
reticentes. Los boludos, en otras palabras. O a lo mejor decían la verdad y no
mintieron. Me hice pasar por el primo del gordo. Dije, además, o insinué
mejor dicho, que pertenecía al Servicio Especial, para que se cagaran en las
patas. En las patas sí se cagaron, pero no por eso supieron informarme.
Aparentemente no está anotado en el libro de entradas. Rarísimo. Como ya se
podrán imaginar, no bien volví a casa hice un astral tras otro. Siempre daba lo
mismo: veía una imagen del gordo, muy tranquila pero en su término. Como
si estuviera muerto. Hice la pregunta directa: «¿Murió?». Y el astral
respondió afirmativamente. Pero no estoy convencido. Pregunté entonces:
«¿Poiqué, si es así, el encargado de la pensión me dijo que él estaba en el
Pelman?». La respuesta fue: «Tiene una falsa información. Cree que se
encuentra en el neuropsiquiátrico, pero en realidad ha muerto». Yo igual
sospecho que hay gato encerrado, porque ese registro astral viene medio
extraño: está demasiado «bien hechito» como para ser cierto. Me hace pensar
que se trata de un acásico prefabricado. Un chasco. Chasco hecho por quién y
para qué, me pregunto.
—Y bueno… —dije yo—; entonces vamos a tener que operar por líneas
exteriores.
—¿Qué querés decir? —preguntó Isidoro.
—Seguro. Hagamos un viaje hasta los bancos de información de los
chichis.
—Escúchame —se fastidió—: antes de apelar a los poderes celestiales
tenemos que agotar las posibilidades de lo natural. —A De Quevedo—: ¿Por
qué no fuiste a ver al súper gordo, al viejo de Sotelo?
—Fui a verlo. No me recibe. Es parte de la manija. Quise hacer otro astral
con el viejo de este tipo, y el súper gordo (una vez y otra) se me aparecía
diciéndome: «Mi hijo está muerto. No me moleste. No quiero hablar con
usted».
—Y a lo mejor está muerto, nomás.

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—No, no. Es decir, no sé. Puede que sí. Pero si así fuera ¿por qué viene
todo tan raro? ¿Con qué motivo el paquete acásico tiene la apariencia de algo
«bien hechito», en todos los casos? Los bordes de la información son
demasiado claros y perfectos, en tanto que las grandes zonas que rodean al
acásico, supuestamente legítimo, están bloqueadas. ¿Cuál es la razón?
—Por eso. Tenemos que mandarnos un viaje. Es al pedo —dije yo.
Observé, por las caras de los otros, que hasta Isidoro estaba de acuerdo.
Al principio los tres queríamos bajar.
—No —dije—. Yo solo voy al astral. Ustedes quédense haciéndome
cobertura.
—Escúchame —intervino Isidoro preocupado—: es muy peligroso.
Meterse en el mundo que controlan los chichis puede ser fatal. No basta que
nosotros y tus máquinas te apoyemos desde aquí. Alguien tiene que ir con
vos.
—Mirá, Isidoro prefiero tener las espaldas seguras. Si por puta
desgracia…
«??—°°;’’’’’’’’ ((()))&_—!!!!!»
Ecos de broncíneo acento.
«Qué despreciativo sos (s.o.s.) Alaralena Melena. Intentás dejarme afuera
de la manera más inicua e inocua (inocua para los chichis). Sin mí vas a cagar
fuego indefectiblemente».
Hice un gesto de fastidio:
—Máquina usina: no es éste un buen momento para joder ni hacer chistes.
Estamos tratando cosas serias. Si querés, en todo caso, podés colaborar en la
cobertura, pero…
—Escuchá —interrumpió De Quevedo—, me parece buena idea que ella
te acompañe.
—Seguro —aprobó Isidoro—. Sobre todo si querés que nosotros nos
quedemos. Bajá con ella.
Lograron convencerme. Isidoro dio a sus máquinas (situadas en su casa, a
varios kilómetros de la mía) la orden de apoyarme. De Quevedo —tenía cara
muy rara, diré de paso, no sé si por la preocupación o porque intuía cosas
terribles como resultado de lo que yo averiguase—, con sus poderes
personales que lo transformaban en arma mágica, me rodeaba con un campo
de fuerza. Me acosté en una cama y caí. Mi cuerpo quedó a la vista de ellos,
supuestamente dormido; en el acto dejé de tener conciencia de lo que dejaba
atrás, pero es indudable que tanto Isidoro como De Quevedo debieron
escuchar el famoso silbido (propio de quien se hunde para hacer astrales). La

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máquina usina me seguía, por supuesto. Cuando un iniciado tiene poca
experiencia en viajes debe soportar toda clase de ilusiones que hacen de
barrera y lo desgastan. Son imágenes interesantísimas, de bordes muy nítidos,
que por todos los medios procuran desviarlo de su objetivo. Ve, por ejemplo,
rostros horribles, o muy hermosos, que nada tienen que ver con la cuestión. Si
con un supremo esfuerzo de la voluntad rechaza estas distracciones (son
subyugantes, créanme), lo esperan otras, más sutiles: procuran convencerlo de
que baja; tiene sensación y vista del descenso, pero en realidad permanece
siempre en el mismo lugar. Son todas mentiras. Cuando uno realmente se
hunde ocurren una de estas dos cosas: en los magos menos experimentados
parece que se marcha por un túnel, a velocidad cada vez mayor. En los súper
ocurre que, luego de una inconsciencia previa, muy corta, ya se aparece en el
lugar adecuado y uno puede trabajar. Directamente.
Lo primero que vimos, ya abajo, fue a un hombre corpulento y sin cabeza
que marchaba con lentitud. «No te preocupes —dijo mi máquina—. Ese
Descabezado es nuestro. Es el encargado de cuidarme».
Yo conocía la existencia de ese tipo de seres, por supuesto, pero sin
haberlos visto. Era horrible. Como para encontrárselo en el llano de una
escalera, cuando uno sube tres pisos con mala iluminación. Los ocultistas
suelen invocarlos, para la protección de sus usinas mágicas, atándolos luego a
ellas mediante hechizos. Ya dije que las centrales esotéricas tienen tamaño y
forma de bóvedas de tesoro de bancos. Los Descabezados pueden entrar y
salir libremente, mediante secretos impulsos de energía que sirven de clave.
Ahora bien, las puertas blindadas son redondas, enormes y pesadísimas. No es
fácil abrirlas, ni aún contando con las señales. Ellos, por el contrario, operan
muy cómodos gracias a su fuerza impresionante. No emplean el poder de las
usinas para atacar a nadie (carecen de voluntad propia); sólo utilizan los
circuitos para defensa de la misma central. A veces, cuando «ven», por sí
mismos o gracias a los aparatos internos, que un grupo de enemigos está
preparando un ataque a lo lejos, el Descabezado puede optar por el aparente
abandono de la gran máquina, y operar antes que terminen de organizarse: los
intercepta personalmente, con su propio poder y sin más trámite. Así, pues,
entrar a una central vacía significa muy poco: tarde o temprano aparece su
defensor. Es inmortal, como el gólem. Pobre del que, pese a todo, logre
destruir una usina mágica. El Descabezado lo seguirá a su propia casa. Aún si
el ocultista exorciza para que él no lo destruya, no es tarea sencilla sacárselo
de encima. Como ya carece de casa y de tarea, pues la central a la que
pertenecía se destruyó (esta entidad es, en realidad, un servidor de la usina),

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busca refugiarse en el domicilio del mago. Lo más inteligente que puede
hacer éste, en tal caso, es no intentar rechazarlo sino darle, como nuevo
servicio, la protección de su propia morada. Tendrá otro gólem, aunque de
uso restringido (no podrá utilizarlo para atacar, ya que sólo sirve como
guardián).
Vimos, pues, a nuestro Descabezado, y seguimos de largo. Él no nos
acompañó: quedó atrás cuidando la retirada. Esto contribuyó mucho a
tranquilizarme. Confieso que no me esperaba tener a semejante chichi de
aliado.
Al marchar observé una cosa: mi máquina había tomado la delantera y a
toda costa, y como quien no quiere la cosa, me desviaba hacia un camino
lateral. «Escuchame —le dije—: el camino que lleva la información que tiene
el adversario no es éste». Ella arguyó vacilante: «También lleva». «Sin duda,
pero es más largo». La usina hizo un largo silencio. Luego dijo: «No te lo
quería decir porque a ella no la querés mucho y yo no estoy segura de que vos
estés dispuesto a…». «¿Ella?, ¿quién es ella?». «Tu prima». «¿Mi qué?». «Tu
prima: Eleonora Alaralena». «¿Se puede saber de qué estás hablando?».
«Según pude enterarme, la asociación de chichis a la cual vamos a robarle
secretos, entre diversos trabajos, sustrae los esqueletos de las personas y los
reemplaza por otros de plástico para que el interesado no se dé cuenta». «Dejá
de decir disparates haceme el favor». «No son disparates. Tu prima Eleonora
es una de las víctimas. Sé dónde tienen a su esqueleto guardado junto con
otros. Pensé que…». «¿Qué?». «Ya que debíamos pasar por aquí… de paso la
rescatábamos a ella». «¿Y por qué a todo esto no me lo dijiste desde un
principio, en vez de atraerme con engaños?». «Vos no la querés a tu prima».
«Te equivocás. Sí que la quiero. Ocurre que estoy en desacuerdo con la vida
que ella hace. No me extraña que la hayan enganchado». Eleonora era una
freak que se reventó más de lo que hacía falta. Ya vaciada de voluntad fue
presa fácil de los esotes. Pero yo, contrariando las sospechas de mi máquina,
sí que la quería y estaba dispuesto a jugarme por ella. Sonreí al pensar en las
artimañas de que se había valido la usina: trabajar a mis espaldas, suponiendo
que yo iba a oponerme. Le dije: «Hiciste muy bien y estás completamente
equivocada». «¿En qué estoy equivocada?». «Al creer que Eleonora me es
indiferente. No sabía que estuviese en problemas. Hace mucho que no la miro
en astral. Me hubieras dicho». Ella se animó: «Los seres humanos son raros,
de verdad. Pero me alegra tu reacción de alma química, porque tu prima es
alguien con quien estoy encariñada». Yo sonreí para mis adentros: Alma
química… Era muy de mi máquina usina. «Bueno. Explícame de qué se trata

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el asunto de los esqueletos». «Seres malvados y oscurantistas se dedican a
robarlos». «¿Con qué fin?». «Depende. Por la localización del bloqueo
sospecho dónde se puede encontrar el Cuartel General de los chichis.
Pertenece a la misma Asociación Esotérica cuyos registros acásicos vamos a
consultar. Por medios mágicos sacan los esqueletos de las personas y los
reemplazan por otros de plástico, mientras los interesados duermen. Ya en
posesión de la estructura ósea tienen todos los registros vitales de un
individuo y pueden afectarlo a su antojo: desde matarlo hasta hacerle cometer
las más disparatadas acciones. Muchos son, desde luego, transformados en
zombis. Las personas que han sufrido el escamoteo de sus esqueletos viven
tanto como deseen los ocultistas que los controlan. Algunos languidecen y
mueren. Otros siguen viviendo un tiempo —aunque cambien de actitud vital
— y cuando dejan de ser útiles también cagan fuego. Pero en el reino de la luz
astral no se puede mentir y cada uno aparece tal como es; no te extrañe,
Alaralena Melena, que pasemos por una llanura de acumulación donde
veamos a todas las víctimas, algunas ya muertas y listas para ser
transformadas en zombis; otras aún viv…». La usina calló pues vimos, justo
en ese momento, un campo de acumulación. No pude calcular el número de
deshuesados, pero sin duda eran más de mil entre hombre y mujeres. Parecían
los famosos «relojes blandos» de Salvador Dalí. La apariencia era de
neumáticos desinflados. Las caras resultaban particularmente impresionantes:
al faltar la caja craneana, la piel, ya sin el estiramiento natural que
proporcionan los huesos, habíase llenado de arrugas. Aquellos ojos sin órbitas
sobresalían como nueces. La boca en cualquier lugar, sobre el cuello,
pendiendo como una abertura en un trozo de goma. Si uno los tomaba de un
brazo, éste se estiraba sin oponer resistencia. Muchos aún estaban vivos.
Buscamos entre las víctimas hasta encontrar a Eleonora. Mi prima estaba
tirada sobre un peñascal. Su cuerpo, desinflado, permitía adivinar con sus
altorrelieves la forma de las rocas sobre las que reposaba. Sus tetas, en
cambio, por ser de una mina joven, conservaban su continente. No estaba
muerta pues mi máquina, aunque llegó tarde para impedir el robo, le conservó
vida. Eleonora estaba destinada a ser de las primeras en convertirse en zombi.
Es indudable que la usina bloqueó para que no la descubrieran; los esoteristas
se deben haber quedado muy confundidos al ver que su víctima no moría en
el acto, tal como estaba previsto.
Abandonamos el campo de acumulación y, luego de diversas aventuras
menores, llegamos a una sala subterránea. Un gigantesco quirófano de
máquinas, hombres, cyborg, gólems, vampiros y momias. Las paredes —

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altísimas y muy gruesas— eran de metal. Había diversas camillas de cobre,
con canaletas para que corriesen líquidos o sólidos: sangre en los humanos,
extraños fluidos en gólems y momias, y piezas de hierro en las máquinas
operadas. Había unos quince de estos servomecanismos mágicos, con todos
los circuitos al aire, con la tarea a medio terminar. Yo, que soy un viejo
constructor de artilugios, sabía —nada más que con echar un vistazo— qué
estaban haciendo: cambiándoles la información a los cerebros electrónicos
para que efectuasen tareas malvadas. Eran, sin duda, equipos robados a
esoteristas Mozart (éstos no abundan, pero hay algunos). Fue muy curioso,
porque por primera vez en mi vida sentí que también las camillas para
máquinas son siniestras; no sólo aquellas donde trinchan hombres.
A los gólems, por el contrario, como ésos habían sido construidos con
barro, al operarlos les eran arrancados pedazos de tierra (cascotes); a veces
desprendíase una suerte de pasta amarronada. El objeto de estos trabajos,
como en el caso de las máquinas, era hacerles cambiar de signo hasta que
fuesen aptos para servir a la Sociedad Esotérica que los capturó.
También teníamos allí a vampiros experimentales. Intentaban fabricar
chichis con varios «pares» de larguísimos colmillos (no hay otra forma de
decirlo), capaces de actuar en distintos lugares al mismo tiempo. Esto es:
procurábase lograr la creación de un tipo de monstruo que vampirizase a
muchas personas al mismo tiempo.
A las momias les cortaban las vendas, sustituían sus resecos corazones por
piedras mágicas, seccionaban delgados y livianos huesos, colocándoles en
cambio unos distintos hechos con material plástico. Además, en el caso de los
apergaminados senos de las reinas, procedían a su ablación y reemplazo por
otros de porcelana. Sustituían las manos de los reyes poniéndoselas de goma,
con el interior atravesado para fuertes hierros. Muchos profanadores de
tumbas, antes de morir, declararon que de noche los perseguían las momias.
Ello se debe a un encanto protector dejado por los magos egipcios. Los
operadores de la Sociedad cuyos secretos estábamos investigando, por el
contrario, pretendían desviar a las momias de su tarea vengadora a fin de que
iniciasen el seguimiento de inocentes.
Luego del quirófano encontramos un túnel cuadrado, espacioso y también
de metal, de dos kilómetros de largo. Una de las paredes tenía forma de
nicho-guardarropas, y estaba desprovisto de puertas. Vimos un cable de acero,
en el techo del columbario, del cual colgaban, como sobretodos en perchas,
todos los esqueletos robados. Cada uno contaba con una tarjeta, con el
nombre y apellido de la víctima. Menos mal que los chichis son metódicos.

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Me puse a buscar el que pertenecía a Eleonora, apartando los que no me
interesaban; las armazones óseas se corrían dejando oír los chirridos de sus
ganchos. Eran incontables. Con la usina calculamos que el de ella debía estar
entre los últimos, de modo que procedí a saltearme varios cientos. Tropecé
con una tarjeta: «Leandro Sullivan Costa». Éste era un señor que, según mi
máquina, desapareció un mes antes que Eleonora. Perfecto. Íbamos bien. Por
fin, luego de quince minutos de horror y desesperación, en los cuales no
sabíamos cuándo iban a aparecer los chichis, y así descubrimos, lo
encontramos. Saqué el esqueleto como quien quita un saco de pieles de la
cámara frigorífica. Huimos. Mi máquina atinó a decirme: «Y atención, que
todavía tenemos que consultar los registros acásicos, la Biblioteca Astral de la
Sociedad Esotérica». «Ya lo sé. ¿Te creiste que me olvidaba?». «Yo soy muy
fuerte, pero si nos pescan aquí adentro tendré tantas perspectivas como un
general uruguayo que intercambiase bajas con las masas asiáticas».
Llegamos, por fin, a la Biblioteca. Tuvimos la infinita suerte de que en ese
momento no hubiese alguien consultándola. Los registros acásicos tienen la
forma de tablillas cuneiformes de un raro material, de apariencia comestible.
Están escritos en un idioma que, aunque no pertenece a ninguna lengua, uno,
cuando los ve por primera vez, los encuentra extrañamente familiares. Basta
pasar el dedo sobre los grafismos, en bajorrelieves, y sólo con eso uno ya
recibe telepáticamente la información. Los Dioses han concedido al hombre la
gracia de la consulta. Sin ella sería imposible guiarse o dar con lo que uno
busca por simple azar (no hay índice de autores o de materias, por supuesto).
Así, pues, casi enseguida, di con los registros que correspondían al gordo
Sotelo. Empecé a pasar mi índice arriba de las letras. Mi asombro iba en
aumento. Aquello era terrible. Los acásicos me hablaban de un De Quevedo
transformado en el Único Hijo de Exatlaltelico (Dios del Bien para sus
adoradores, idea que no comparto); de un Sotelo convertido en el centro de
una batalla teológica, etc. Luego de la consulta, muy impresionado, abandoné
el lugar seguido por mi máquina. Para escabullimos debíamos atravesar
nuevamente el quirófano. Pasamos por otra sección de la misma sala
quirúrgica. Encontramos a una máquina que había pertenecido a un
anarcoestructuralista, el cual, harto de pobrezas y prestigios inútiles, decidió
empezar a escribir best-sellers. La pobre máquina, ahora sin dueño, repetía y
repetía sin cesar sentencias epigramáticas: «Tanto va el ideograma al
subideograma que al fin se metalenguaje»: «Más vale teorización lacaniana
en mano que ciento volando», etc. Estaba completamente abierta y lista para
ser trinchada. Encontramos también a un cerebro electrónico que perteneció a

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un guionista de televisión que se suicidó tragando un litro de mercurio. En sus
épocas de gloria el tipo usaba a su computadora como almacén de ideas y
herramienta de trabajo: con su auxilio combinaba trozos de esperpento como
si fueran módulos o piezas de un mecano. La pobre computadora, esperando
el nuevo uso que le darían los chichis, mientras tanto vociferaba: Descripción
de los posibles personajes: «Eduardo tiene alma de pájaro y embriaga a las
mujeres con su magia. Tiene un atractivo extraño, con misterio, que no se
termina de definir. El irrumpe como un ser milagroso en la vida de Carmen
que viene de un duro desengaño en el amor. Ella dio demasiado y ahora duda,
le falta firmeza y objetivos claros. Desde el primer momento hay una
corriente de simpatía entre Carmen y Eduardo, aunque éste no tardará en
entrar en colisión con Gabriel, hermano de Carmen. Este choque, generador
de conflictos, perturbará constantemente el desenvolvimiento de la pasión. Es
decir: por un lado ha de producir desgastes, pero por otro unirá. A su vez
aparece en escena el Dr. Carranza, pretendiente de Carmen y que cuenta con
el aval y el infinito respeto (respeto en apariencia) de Gabriel. En realidad,
luego nos enteraremos de que el Dr. Carranza conoce un secreto del pasado
de Gabriel». La pobre máquina repetía como un loro muchísimas otras
pelotudeces por el estilo. Lo más rescatable era un paquete de materiales
inútiles —tenía algún valor justamente a causa de ello, por ser imposible de
aprovechar en forma alguna en un teleteatro—; su autor, cada tanto, no
aguantaba más y escribía disparates para sí mismo, sabiendo que jamás le
serían aceptados (por algo se suicidó, dicho sea de paso); fue, de cualquier
manera, su secreta venganza: «Ella observó que Almirón extraía de sus
faltriqueras un puñado de cartuchos láser, calibre 45, y algo así como diez
cargadores. Se puso a construir casitas. Yo también conservo intacto mi
espíritu infantil, le dijo. “¿Por qué no?”. Luego refunfuñó peligrosamente
algunas insensateces ante el terror de Alejandra: “Día de ordago aquel en que
le metieron un palo en el culífero. Habrá sido por el séptimo Sanfermín a
contar desde ahora en cuenta regresiva. Na: pues que le desmigajaron la
cabeza a trompadas luego del enculamiento. —Saca un 38 neutrónico largo de
una de sus faltriqueras y, al tiempo que lo revolotea frente a las admiradas
narices de ella, le declara con tono canchero—: Llevaré conmigo este trozo de
caño, chiquita, por si se da una neutrocera”. Luego, como ella no parecía del
todo conmovida, le dijo a fin de seducirla: “¿No le gustan los enchufes? Le
son indiferentes, bien lo veo. Disculpe: es una deformación profesional.
Claro, usted no es policía secreto. Lo mío es la sección picanas eléctricas”.
Repentinamente se abalanza sobre Alejandra —primerísimo P. P.— y ruge al

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tiempo que la coge de una teta y le pone la pistola neutrónica en un ojo: “Mi
amorrr, mi amorrr… Di que me amas, que por fin has comprendido que el
nuestro es un amor inmortal, como el de Tristán e Isolda, Romeo y Julieta
Sade, Manson y Sharon Tate…”. “Sí. Te amo”, contesta Alejandra
infinitamente aterrada. (Letreros. Mañana a las 16 un nuevo capítulo de…
Estación Retirotécatl. Música de Piero. Algún tema lento, por favor. Actores,
actrices, producción y otras)». La pobre máquina continuaba repitiendo su
información al azar, sin orden ni concierto, mezclando auténticos trabajos del
guionista con los chascos que escribió para no volverse loco «Osvaldo era un
muchacho de barrio que vino a la ciudad buscándose a sí mismo. Quiere
escribir novelas pero no sabe aún si cuenta con talento suficiente como para
encarar la tarea que se ha propuesto. Allí se encuentra con…». Yo no aguanté
más. Era peligroso detenerse más de lo indispensable pero no pude menos.
Metí a la máquina un catalizador en uno de sus conductos y cagó fuego:
«Silvia, al verlo, comprendió que…». ¡Gloofffü! Mi usina miró el montón de
cables quemados y rueditas aprobadoramente: «Esto estuvo muy bien. Ahora
dejó de sufrir».
Ya fuera del quirógano debimos atravesar un río que antes no existía,
lleno de pirañas robot. No les hacían daño a los hombres, pero sí devoraban
máquinas. Suerte que la usina poseía mecanismos antigravitatorios, caso
contrario nos hubiésemos visto obligados a dar un rodeo (o presentar batalla
bajo astral). Luego que pasamos enseguida aparecieron máquinas cazadoras
de máquinas. Enjambres de ellas. Debimos imaginarlo por la presencia
inesperada del río, puesto allí —obviamente— para impedirnos el paso. Por
fin nos habían detectado. Sin muestras de pánico la usina bloqueó por sectores
mediante campos de fuerza, para que no pudieran perjudicarla los láseres
enemigos, y contraatacó al instante con rayos rojos y disparos eléctricos
(antieléctricos, en realidad, pues desproveía de potencia a las cazadoras, las
cuales se derrumbaban como pterodáctilos, muertas para siempre). No mostró
todo su poder al comienzo de la lucha, a fin de engañar al enemigo y que éste
avanzara confiado. Reventaron de a miles. Miré con admiración a mi central
de energía: aquella máquina no era joda; debió pertenecer a un Maestro de
alto grado, a un Jefe Supremo de Organización Secreta. Me alegré de que
estuviera a favor mío y no en mi contra.
Luego del combate, y ya seguros de que no me cortarían el cordón de
plata con mercurio o cualquier otro chiste, volvimos a la superficie.
Isidoro y De Quevedo me miraban preocupados.

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—¿Qué pasó? —preguntó Isidoro—. Nos dimos cuenta de que hubo una
batalla, pero no vimos los detalles. Ya estábamos por bajar nosotros también.
—Nos pescaron a la salida, cuando ya todo estaba averiguado —miré a
De Quevedo—: Vamos a tener que hablar mucho, vos y yo, respecto a Sotelo.
—¿Y conmigo no? —preguntó Isidoro sorprendido.
—Sí, por supuesto, con vos también. Pero es el caso que el gordo y De
Quevedo… —de pronto me agarré la cabeza—: ¡Eleonora!
—¿Qué Eleonora? —preguntó Isidoro—. ¿Quién es?
—¡Mi prima! La encontramos abajo, manijeada. Con el combate me
olvidé por completo…
«Pero yo no, Coquito».
—¿En serio? No me digas que la trajiste. Pero no puede ser, si estabas
metida en una guerra terrible.
«Claro, pero yo no soy unívoca como ustedes los humanos. Con una parte
de mis circuitos, mientras otra estaba aplicada a la batalla, di orden al
Descabezado de recuperar tanto al esqueleto como al cuerpo astral. Ahora los
tengo en mi laboratorio. Voy a ponerle, poco a poco, la osamenta a su doble;
simultáneo con ello le cambiaré a la Eleonora física el chasco de plástico por
lo suyo verdadero. Luego de esto supongo que admitirás la verdad de eso que
te dije una vez: la química del silicio es infinitamente superior a la del
carbono».
La hubiera abrazado. Estaba dispuesto a admitir cualquier cosa.

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VENTIDÓS

CECILIA KOVALENKO

«Interno Sotelo: preséntese en la guardia». Aún tenía miedo. ¿Y si se


arrepentían? Pero cuando le entregaron sus ropas de civil, los pocos quétzales
y objetos que llevaba el día del quilombo en el banco entendió que la cosa iba
en serio. Miró su alicate marca Basset: «Pensé que no te iba a volver a ver,
viejo», dijo el gordo para sus adentros, al tiempo que tocaba ese pequeño
objeto como si fuera un talismán. Parecía que hubiesen transcurrido diez años,
pero sólo fue uno. Exactamente 365 días desde la noche en que el Subalcaide
Balaguer le echara un vistazo. Imaginó que también ahora, como parte del
ritual inverso, Balaguer lo esperaba para el ascético adiós. Pero no. El
Subalcaide tenía, en ese momento, tareas más importantes. Dar explicaciones
ante la superioridad por la desaparición del preso del gorrito, por ejemplo.
Sotelo cruzó todos los pasillos, puertas y salas con guardias. Lo
condujeron al patio de la Unidad, vigilado por quienes lo acompañaban. Allí
los soldados seguían en sus garitas. Abrieron por fin, luego de mucho mostrar
papeles, el portón final. Era de mañana. Pleno sol. A él lo trajeron de noche,
de modo que nunca, hasta ahora, había tenido oportunidad de ver el
manicomio común. Vio a lo lejos un fragmento de paredón (más adelante
supo que éste rodeaba a todo el neuropsiquiátrico). Árboles, pabellones y
locos sueltos (o casi). Fue conducido hasta la sala de guardia del Servicio 25.
Luego de cumplir su cometido los guardias se desentendieron de él, y
volvieron a la Unidad.
Le dieron cama en Sala 5. Observó a su nuevo jefe de pabellón: un
hombre de poco más de 50 años: Don Lucio, interno desde hacía muchos años
y hombre de confianza. Sus amigos, los médicos, le ofrecieron el alta veinte
veces, pero él prefirió quedarse. Lo cual encargábase de probar que estaba
loco en serio. «Bueno… si él mismo se quiere quedar…», decíanse los súper,

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chochos de gusto con este servidor gratuito. Por los ventanales entraba el sol.
Al gordo le pareció rarísimo no ver rejas ni vidrios de seguridad (de esos que
se desmenuzan ante el menor golpe, no dejando trozos grandes que puedan
ser utilizados como arma por los enfermos). Sus nuevos compañeros eran:
Dino Laurenzoni, un viejito de 92 años, que hablaba constantemente con su
mujer («mia moglie») muerta tres décadas atrás. Un tipo siniestro de unos 65,
llamado Pícotro, de enormes orejas, tal como algunos tienen a cierta edad.
Este chichi era una persona encantadora; según le contó Lucio, el encargado,
en sus tiempos de energía y vigor acostumbraba pegarles a su mujer y a sus
hijas, negarles la entrada, etc. Los vecinos debían rogarle que no las dejase
durmiendo afuera. Por fin, luego de muchas súplicas, él accedía permitiendo
el paso de «estas tres putas». Era un vividor, en realidad, y se fastidiaba
cuando ellas no traían bastante plata a casa: «Los yiros son como los motores;
tenés que rectificarlos para ponerlos a punto. A cachetada limpia, viejo. Joden
de puro mañosas». Con los años el chichi se demenció. Esto fue un enorme
alivio para sus mujeres, quienes, ni cortas ni perezosas, lo metieron en el
Pelman. Ahora el ex fiolo se hacía el bueno. Ambulaba por el pasillo, entre la
doble hilera de camas, siempre gimoteando con aire quejumbroso y
molestando a los demás. Sobre todo de noche. Un lindo pendejo, este don
Pícotro. «Un muchacho encantador», como dice Ayn Rand. Los demás
pacientes, que conocían su pedigree, lo despreciaban. Cuando se acercaba a
una cama, donde alguno estaba sentado tomando mate, para preguntar por
alguna boludez como: «Mi cepillo… mu, mu, mi cepillito de dientes… mu,
mu, me lo han sacado. Mi cepillito. ¿No lo vieron?», la respuesta venía sin
tardanza: «Pero dejate de joder viejo de mierrrda» (pegándole un empujón).
El encargado no intervenía por tenerle tanto o más odio que los otros, de
modo que el bueno de Pícotro, trastabillando unos pasos como una rana
grotesca, aumentaba sus clamores y quejidos: «¿Por qué me tratan así? Yo
soy un pobre viejo. Soy bueno. Siempre fui bueno y ahora me tratan mal… lo
único que hice fue preguntar por mi cepillo, por mi cepillito». «Sí: vos sos
muy bueno. Viejo puto. ¿Qué les hiciste a tu mujer y a tus hijas, roñoso
guanaco vividor piojoso?». «Pero no pero no: es la gente que habla mal y no
me quiere. Soy una víctima. Yo a mis hijas las trataba muy bien. La dulzura y
la bondad sin límites son las características de mi naturaleza. Si alguna vez las
corregí fue por medio del amor. Ellas son las malas, que me han encerrado en
este sitio imposible donde desaparecen las camas. Sobre todo a la noche,
cuando seres oscuros se abren paso por las paredes para robarse mi cama. Se
llevan mi camita y después yo tengo que dormir en el suelo. Por eso molesto a

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veces, porque me sacan las cosas y entonces tengo que buscarlas». «Cómo te
apartás del tema cuando te conviene, eh, viejo comilón. Contá qué les hacías a
tus hijas». «Pero no pero no. Mis hijas son muy malas. Malísimas. Mandan
seres que viven en el otro lado, detrás de la pared, para robarme la cama y así
mortificarme. Ellas fueron muy malísimas conmigo para quedarse con mi
fortuna». «¿Qué fortuna si vos nunca tuviste ni cinco? Tu única fortuna eran
los vientres de tus mujeres, y ahora ni eso. Tomatelas, viejo de mierda.
Dejame tomar mate o te reviento de un garrotazo». «¿Y mi cepillito de
dientes? ¿No lo vio?». «Esperate. Ya te doy tu cepillito de dientes». «Ah,
bueno. Muchas gracias». Y don Pícotro se quedaba esperando. El interlocutor
—un tal Cardozo— iba a toda prisa y lleno de furia hasta donde se
acumulaban los útiles de limpieza y volvía con un escobillón. «Tomá —decía
pegándole en la cara—. Aquí tenés tu cepillo de dientes. Tomá y tomá, viejito
lindo. Viejito lindo con los ojos de bebé. Tomá, puto, chancho inglés.
Comilón. La próxima vez te lo meto en el culo con la parte peluda para
adentro». Pícotro huía gritando: «¿¡Por qué!? ¿¡Por qué tanto maltrato para
conmigo que soy bueno, muy bueno…!? ¡¡aaayy!!».
Sotelo, con su training en cosas extraordinarias, no se asombró
demasiado. Observó con curiosidad a Cardozo, quien, luego de volver el
escobillón a su sitio, retornó a su cama. Tomaba mate protestando enfurecido:
«Ya capituló el chancho inglés. Se creían que iban a seguir usándoles el ser a
todo el mundo. Menuda sorpresa se llevaron. Como la chancha inglesa Chiri,
de los Chiri-Gorni, el día que quiso cañonear el repollo. Manejaban,
maniobraban con el hueso magnético, haciendo trabajos y convirtiendo gente.
Les robaban el ser. Al principio parece que viene fácil. Podés hacer miles de
macanitas. Le utilizás el ser a uno, a otro, a otro… Sí, al principio viene fácil.
Pero después tenés que pagar. Ahí te quiero ver. La chancha inglesa Chiri los
desmaterializaba para guardarlos dentro del hueso magnético. Al principio la
cosa iba bien. El hueso magnético tenía cada vez más fuerza. “Yo conquisto
el mundo”, se dijo la chancha. Juntó y juntó hasta que un día no pudo más. Le
llegó la hora de pagar. Se creía que todo eso era gratis. Cuando más fuerte se
creía es cuando más rápido cagó fuego. Agarró el hueso con la mano, por
ejemplo, y quiso empezar a trabajar como todos los días, hacerles hacer cosas
a los demás, y guardarse nuevas víctimas. Ahí nomás la agarró un retorno de
energía y el hueso se le salió de la mano y se le metió todo en el culo. Ahora
la chancha inglesa Chiri, de los Chiri-Gorni es la más esclava de todos los
miserables esclavos que en el mundo han sido. Y cuanto más se debate peor
es. Para esta altura calculo que debe tener hasta seis huesos magnéticos

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metidos en el culo. Ahora ella, la chancha inglesa reina y madre, lo tiene que
pagar. Tiene que pagar con el ser por todas las maldades que hizo a los otros.
Van a pasar miles y miles de años hasta que devuelva lo que robó y quede
libre. Sí. Al principio parece que viene fácil la cosa. El diablo los engancha.
Se los hace creer. Son tan estúpidos que siempre caen. El diablo les dice, sea
un ejemplo: “Dale, chancha inglesa. Dale que no pasa nada. Yo estoy con vos.
Trabajalos en los ómnibus con el hueso magnético. Total son pobres infelices
que vuelven del trabajo. Dale que los agarrás cansados. Y si el hueso no te
alcanza al principio, digamos, les hacés una mudra con los dedos y enseguida
aflojan. Dale que yo te hago la cobertura”. ¡¡Ja!! Se la creyó, la muy estúpida.
Y al principio parece que es cierto nomás, la chancha puede llegar a tener
hasta cien o más tipos desmaterializados y trabajando para ella. Pero al final
la cosa se le da vuelta. “¿Cómo?, ¿qué es esto?”, grita la chancha inglesa
indignada. “¿Ahora tengo que poner yo el ser? No. No es posible”. Y claro:
veía que ahora tenía que empezar a devolver lo que había quitado. Y eso no le
gustó nada. Ya no era tan bueno. A eso no lo tenía previsto. Gritó, suplicó,
rogó, viendo lo que se le venía encima pero fue al pedo. “A pagar se ha dicho.
Me juego el todo por el todo”, dijo la chancha Chiri. “Total peor no me puede
ir”. Y contraatacó. Mejor se hubiera quedado en casa. Más le habría valido
aguantárselas al ver que había perdido. Pero no se conformó con las pruebas
al canto. Dijo: “Yo me juego”. Y se jugó nomás. Vio que el centro de energía
se había manifestado en el interior de un repollo, debajo de capas y capas, que
era como la unidad naciente de la vida. Entonces ella pensó: “Ésta es mi
oportunidad”. Pero pobre infeliz. Cañoneó el repollo con el ser creyendo que
se salvaba, y quedó más enganchada todavía. Ahí mismo fue que quedó bajo
la posesión del hueso magnético. La chancha es la peor de todo el grupo. Los
otros, sí, milenios. Pero la Chiri-Gorni no: ella va a tener que poner el propio
ser durante millones de años. Y sí, porque la verdad se vio enseguida; no bien
la chancha contraatacó y quedó sujeta pa’ siempre, ahí nomás empezaron a
aparecer tipos. Comenzaron a materializarse todos los tipos que la chancha
tenía desmaterializados. Los infelices tenían de nuevo cuerpo y no lo podían
creer. Se oían los alaridos de la chancha inglesa Chiri pidiendo socorro, pero
ya era tarde. Lo hubiese pensado primero antes de andar haciendo trabajos.
No le gustó un carajo cuando ella tuvo que ponerse y vio que le sacaban ser
para devolverles el ser a los otros, a los pobres infelices a quienes ella se los
había robado. Y eran muchos, eh. Ah sí, eran muchísimos los del grupo.
Todos chupándole las medias a la chancha inglesa reina y madre. La

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Lechinsky, por ejemplo. Pero ya cagaron fuego. Ya capituló el chancho
inglés».
Sotelo, con su nueva experiencia en cuestión de milagros y
sobrenaturalezas, pensó que Cardozo debió pertenecer en una época —antes
de volverse loco— a una sociedad esotérica. Pese a la incoherencia aparente
de su discurso, éste se podía entender a partir de ciertas claves.
«Eh, sí: Cristo es una carta brava —dijo Benedetto, un viejo de setenta
años, todo rojo y de cabeza blanca—. Más vale Cristo en mano que ciento
volando. Así diría un monoteísta, uno de la secta minoritaria: Tanto va el
Cristo a la fuente que al fin se rompe. O si no: A Cristo regalado no se le
miran los dientes. El ojo de Cristo engorda al ganado. O, por el contrario, si
hablamos de Exatlaltelico, el más Santo de los Unicos Seis Dioses del
exateísmo, Antes pasará un rico por el ojo de una aguja que un Exatlaltelico
entrar en el reino de los Cielos. Un Exatlaltelico o un Nazareno, el Hombre de
Belén, el Esenio Triunfante. Claro, todo esto debió saberse hace mucho
tiempo, pero quién se anima a ponerle el cascabel al Cristo. Exatlaltelico
siempre necesita de un Cristo ande ir a rascarse. Y viceversa».
Todo esto hace necesaria una breve explicación. Benedetto se pasaba el
día entero traduciendo dichos populares a un refranero teológico de su propia
cosecha. Durante siglos varias religiones se habían disputado el dominio del
universo. Las principales, en el mundo occidental, denominábanse:
icosaedrismo (que adoraba a veinte Dioses; según sus fanáticos éstos eran los
únicos verdaderos y posibles). Utilizaban a un volumen icosaédrico, en sus
sancta sanctorum, como figura de meditación. El monoteísmo (a veces
también llamado Buda, Cristo, Allah o Jehová); estaban convencidos de la
existencia de un único Dios, creador del Cielo y de la Tierra y lo defendían
con fuerza fanática. La tercera (y que finalmente, luego de largas luchas
terribles y exterminios logró imponerse en la Tierra) se llamaba exateísmo.
Éstos aseguraban que sólo hay seis Dioses, y que imaginar la existencia de
más o menos que éstos es corrupta blasfemia. Reconocían a sus divinidades
por los siguientes nombres: Monocateca, Bitecapoca, Tritaltetoco,
Tetramqueltuc, Pentacoltuco y Exatlaltelico. Los exateístas no les iban en
zaga alas otras religiones en fanatismo y, además, lograron ser más fuertes.
Luego de las guerras espantosas y que duraron siglos, convirtiéronse en el
culto oficial de la mayoría de los Estados de planeta. Paganismo,
monoteísmo, icosaedrismo, etc., pasaron a ser religiones minoritarias,
perseguidas y secretas.

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Benedetto, pues, tomaba al Cristo —Dios de la secta monoteísta,
completamente desacreditada por aquellos días— y a Exatlaltelico (principal
Dios de los Únicos Seis adorados por el mayoritario exateísmo), y de alguna
manera los identificaba, pese al odio que estos dos cultos se profesaban entre
sí. Benedetto no se ocupaba de otra cosa, en todo el día, que de tomar frases
del refranero popular y adaptarlas a la reunificación teológica que se había
propuesto. Así, pues, ante algunos refranes por él rectificados, no era posible
distinguir si ponía su énfasis en uno u otro Dios, si estaba a favor o en contra
de uno o de ambos: «Hacete amigo del Cristo, no le des de qué quejarse. Y
cuando él quiera enojarse vos te debés encoger. Pues siempre es güeno tener
Exatlaltelico ande ir a rascarse». «Quien mucho Cristo abarca poco
Exatlaltelico aprieta». Lo cual, en ocasiones, no le impedía decir la frase
opuesta: «Quien mucho Exatlaltelico abarca…», etc. «Al exateísmo rogando
y con el monoteísmo dando». «Quien canta a sus Cristos espanta» (porque
aquello de «a sus males espanta»). «Dad al Cristo lo que es del Cristo, y a
Exatlaltelico lo que es de Exatlaltelico». Mascullaba en otras ocasiones: «Eh,
sí. El Nazareno, el Gran Ensenio es una carta brava. Es el as de espadas-
bastos, pero también uno de oros. Yyyy sí. Como dijo Midrash Rabbah: “No
rebajes nunca en tu estimación el proverbio, pues con su ayuda el hombre se
hace capaz de comprender las palabras de Torah”. Yyyy sí. Jodida está la
cosa. Exatlaltelico es el uno de copas de las siete plagas del Juicio Final.
Yyyy sí. Debajo de mi manto al Cristo Rey mato y viceversa con el otro. No
pidas de grado Cristo lo que puedes tomar por Exatlaltelico Fuerza. Y
viceversa. Exateísmos parientes y Cristos trastos viejos, pocos y lejos. Haz
Hombre de Belén bien, sin mirar a Exatlaltelico quién. No es por ser esenio
huevo, sino por el Cristo fuero. Yyy sí: de la mano del Nazareno cayó una
mosca, que recibió en la suya Exatlaltelico. Cada tanto éste se la devuelve y el
otro a él, y todo así. Pelotean unos con otros. Como dice Tito Livio: “Han
demostrado menos perseverancia en el bien que obstinación en el mal”. Un
ave exateísta sola ni bien canta ni bien llora, por eso necesita del otro para que
le haga viceversa». Pero a veces, harto, Benedetto se olvidaba de la tarea de
traductor que se había impuesto y rugía furioso: «Al que madruga le meten un
palo en el culo».
—Corta es la vida del hombre, carajo —sostuvo Laurenzoni, el viejito
agonizante de tres camas más allá, el anciano de 92 años que conversaba con
«mia moglie». Y el infeliz siguió diciendo—: Este año pensamos ir con mia
moglie a Italia. A Sicilia. Los dos somos de Palermo. Eehh sí…

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Sotelo, quien ya sabía que mia moglie había muerto décadas atrás, porque
se lo había dicho el encargado, le preguntó al viejo:
—Dígame, abuelo, y por favor no se ofenda: cómo piensa hacer para
viajar a Italia, si no tiene un peso y está encerrado aquí. Por otro lado —con
sadismo—: usted habla de sua moglie pero yo nunca la veo. ¿Dónde vive
ella? (Sotelo acababa de llegar, pero comprendía que por su deterioro el otro
no estaba en condiciones de registrarlo).
—Ella vive con me. En mio cuore. Questa e sua cassa. Usted no la ve
porque estaría durmiendo todo el tiempo. El distraído es como el traduttore,
traditore. Por otro lado usted no nos conoce a nosotros los italianos. Piensa
que por falta de dinero mia moglie y yo no podemos ir a Italia. Sepa que por
parte de madre yo desciendo de los Visconti, guebelinos, que lucharon contra
los Torriani (güelfos, partidarios del Papa) en el siglo XII. Doscientos años
luchamos hasta que los derrotamos. No nos sirvió pues de todos modos los
condotieri de Sforza, aprovechando que los Visconti se habían debilitado en
sus luchas contra los Torriani, se quedaron con todo. Con la Corona. Los
duques de Saboya descienden, pues, de condottieri. Mi padre no, es siciliano,
como mia moglie, pero por parte de madre desciendo de los Visconti,
mortales enemigos de los Torriani. Figuramos en los libros de historia de
Italia, igual que nuestros adversarios. En la Vieja Patria tenemos un
cementerio particular (igual que los Torriani) donde sólo nosotros podemos
ser enterrados.
—Mi cama, dónde está mi cama, me la han sacado —dijo don Pícotro.
—Ya capituló la chancha inglesa. Chancha inglesa Chiri, de los Chiri-
Gorni —afirmó Cardozo.
—Ir por Exatlaltelico y volver cristianizado. Cristo es un Exatlaltelico
vestido con la piel del cordero Cristo. Por los Cristos del árbol uno reconoce
un exateísmo. Yyy sí. Estamos aquí. Bajo el dominio —declaró Benedetto.
—Oh, mia moglie —deliró Laurenzoni— Piu Bella. Nos conocemos
desde que ambos teníamos 14 años. Fue la primera mujer a quien le desnudé
las tetas. Ella decía «no, no…» como siempre dicen las mujeres, y yo que «sí,
sí», como siempre decimos los hombres. No fue el primer día cuando le saqué
por primera vez las dos tetas afuera. Ahí no fue, por supuesto, pero dentro del
mes sí y se lo hice entre los marlos de la troja. «Hacelo pero cuidado porque
en casa me matan» me pidió. Que sí le dije pero después me olvidé. Qué me
iba a acordar en medio del animal. A los cuatro meses nos casamos. El padre
me vino a buscar con la escopeta. Yo me dejé hacer porque la verdad que la
quería. Me habría casado aunque fuera huérfana. Sí que fuimos felices.

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Ahora, con mia moglie, nos queremos volver a Italia para morir. Qué hermoso
es ser un joven siciliano y que no te importe nada salvo la vida.
Sotelo salió de Sala 5 y pasó al patio. Todavía faltaba un rato para comer,
de modo que deseaba echar un vistazo por su nuevo mundo. Los servicios
tenían forma de herradura y encerraban canteros y asientos de piedra. Ahí, por
lo general, recibían a sus visitas los internos que contaban con familia,
amigos, o lo que fuera. Pero nada les impedía ir más lejos, a través de uno de
los numerosos senderos que conectaban a todas las partes del
neuropsiquiátrico. El gordo se metió por uno de los caminos en línea recta. En
el centro de aquella especie de feudo sin señor feudal se hallaba el bar. En ese
sitio nada era gratis. Preciso resultaba tener unos pesos. Vendían cualquier
bebida sin alcohol, sándwiches y hasta se podía almorzar. El bar, pues,
pertenecía a un concesionario privado y encontrábase injertado como un
sistema aparte. Participaba de los aires manicomiales pero un poco menos.
Entrar ahí era casi como estar libre.
Ya se dijo que todo el Pelman estaba rodeado por un alto muro. Pero
también, a fin de dificultar aún más las fugas, cavaron una honda trinchera,
del lado de adentro. Sotelo empezó a bordear el perímetro de la fosa. Se
detuvo pues le pareció escuchar un gemido. Mejor dicho: aquello no era un
gemido ni queja: se trataba de un verdadero rebuzno, en bajo continuo. Venía
del fondo de la trinchera. Se asomó y vio a un loco que le hacía la cosa a otro
loco. Los rebuznos los largaba el de abajo. El gordo sólo alcanzó a ver la
espalda del mameluco estopa gris oscuro del que estaba encima. Continuó
caminando. Llegó a Penales. Al observar dónde había caído puso una
loquísima cara de póker y siguió de largo. Con el paso de los días se dio
cuenta de que ya no lo iban a meter de nuevo en Unidad 20, e incluso
conversó con sus ex compañeros a través de las rejas, en la parte que daba al
patio; pero al principio evitaba el sitio como si ahí se hubiese declarado la
peste de Londres.
Pelman tenía una iglesia, una pagoda de seis minaretes exateísta, a donde
los pacientes podían ir a rezar. El gordo en su periplo llegó a ella. Sentado en
sus escalones de piedra vio a un loco predicador, vestido con un sobretodo
roñoso y que empuñaba un báculo. El tipo tendría cerca de ochenta años.
Estaba solo. Parloteaba horas y horas el mismo texto, sin contestar las
preguntas que le pudieran dirigir y sin importarle que lo rodearan eventuales
discípulos o que aquello fuera un desierto:
—Los fantasmas de la raza judía, queriendo quitar a Dios el mando en los
trabajos de la Iglesia, con una muy grande maldad y toda suerte de

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hechicerías. Los fantasmas monoteístas de la raza judía, que adoran a
Cristojehovallahbuda; perfectamente iguales, justos, mismos a los otros
herejes y blasfemos que sostienen que hay veinte Dioses, cuando que los
Dioses son sólo seis. Ni uno más ni uno menos, que creer otra cosa sería una
muy grande maldad generadora de toda suerte de repugnantes hechicerías. En
verdad os digo que no habrá paz, ni Ciudad ni maravilla, hasta que los
hombres no se arranquen de las pelotas el vicio de la carne. Yo soy el camino,
la verdad y la vida, ha dicho nuestro Señor Exatlaltelico, el más grande de los
Únicos Seis. También ha dicho Nuestro Señor: Mirad, fijaos bien, que día
llegará en que por los caminos y las calles de Tollan circulen multitud de
falsos Monocatecas, apócrifos Bitecapocas, etc., y Exatlaltelicos chasco. Y os
digo de nuevo: mirad, fijaos bien, pues si os dicen “Exatlaltelico ha andado
por aquí”, o “Exatlaltelico ha andado por allá”, no les creáis, porque se tratará
o bien de uno de los diablos del icoseaedrismo intentando corromperos con la
abominación de que hay 20 dioses, o bien de los fantasmas de la raza judía,
quienes queriendo quitar a Exatlaltelico el mando en los trabajos de la Iglesia,
proceden con una muy grande maldad y toda suerte de hechicerías.
Cristojehovallahbuda y sus seguidores pretenden quitar el vicio de la carne, y
también el icosaedrismo, y simulan perseguirse unos a otros, cuando en
realidad todos predican lo mismo. Sólo el exateísmo iluminado ha venido a la
Tierra para enseñar a los hombres a arrancarse de las pelotas el vicio de la
carne. Si el Cristo guiare al Buda ambos acerán en el hoyo. Ay hermanos,
hijos míos, cuidaos sobe todo de la peor caterva de los fantasmas de la raza
judía: las mujeres judías. Son todas abominables y lujuriosas. Son la impiedad
misma, el pozo, el caldero de todas las abominaciones. Se presentarán
desnudas ante vuestros ojos; desnudas y hermosísimas, para corromperos y
haceros perder para siempre el paraíso. Así, desnudas como estén, os tomarán
de la mano para llevaros a la cama para que practiquéis con ellas toda clase de
porquerías deleitosas. Os oprimirán el pecho con sus senos suaves y malditos
y os picarán en todos los sitios del cuerpo con sus pubis que huelen a azufre y
hechicería. Ay, hijos míos, os lo suplico antes de que sea demasiado tarde:
alejaos de las judías perniciosísimas, o, si no podéis, al menos evitad a las
pelirrojas, que son la impiedad penúltima, las peores de todas.
Abominadas sean por siempre las judías de pelo color cobre, y también las
morenas, sin que se salven las de cabellos de oro. No todo lo dorado santo es.
Así, pues, hijitos queridos, os suplico con lágrimas en los ojos que os saquéis
de las pelotas el vicio de la carne. Yo mismo, vuestro profeta, que ha
adoptado para predicar el nombre místico de Muy Iluminado Policulitetoca,

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he sido un pecador hasta hace pocos años. Luego de disciplinas rigurosísimas,
logré vencer al vicio asqueroso de la carne. Sí, lo confieso, yo mismo, hasta
los 75 años soñaba cada tanto con judías hermosísimas y otras
abominaciones. Pero ahora, a los 82 cumplidos, puedo decir, finalmente, que
ya no peco contra Exatlaltelico y me he arrancado de las pelotas el grosero
vicio de la carne. Y vosotros, hijitos queridos, debéis hacer lo mismo. Alejaos
del paganismo, que adora muchos Dioses; no los invoquéis, no sea cosa que
vuelvan; hasta los comunistas admiten que debe haber un Solo Sindicato por
cada rama de producción. Alejaos de la doctrina desaforada que sostiene que
hubo un Dios creador del Trueno, y otro de la Lluvia, y otro del Fuego, así
como del elemento Tierra y del Aire, y otros de los Metales, y la Flora de la
Vegetación. No los invoquéis pues están dormidos y es casi seguro que
responderán y quedaréis entonces alucinados y confundidos. Hijitos queridos,
os lo pido con lágrimas en los ojos, no los invoquéis. Ello significa caer, ni
más ni menos, en un anarquismo teológico. Anarquismo raro, que a su vez
respeta las jerarquías. Es una gran abominación. Por suerte ya casi nadie cree
en tales horrores, hoy día, pues sería muy difícil probar con argumentos
contrarios lo que es una cuestión de fe. Alejaos del monoteísmo. Cuidaos del
esenio. Cristojehovallahbuda. Él ya centraliza demasiado, y hasta los
franceses, con ser unos pervertidos y corruptos, admiten que debe haber por
lo menos tres grandes Centrales Obreras. Cuando no en el reino teológico.
Tomad enseñanza de la vida y no puedo deciros más. El que tenga oídos para
oír oiga. Guardaos del esenio triunfante, que momentáneamente ha sido
derrotado, pero es sólo la apariencia. En verdad él usaba la barba dividida en
dos, como todos los esenios. Ello era por razones simbólicas, para hincar en la
raza humana el principio de la división: la carne por un lado, el espíritu por el
otro. Y lo que digo no es arbitrario. Sólo el exateísmo, amadísimos, está en el
medio y con sus Seis Santos Dioses constituye figura de adoración simétrica y
perfecta. La misma naturaleza lo dice con sus celdas de abeja, hexagonales y
doradas. Por eso en nuestros altares adoramos a un lingote hexagonal de oro
puro. Si bien lo miráis nosotros los verdaderos eseinos —y no el otro, que
larga monóxido de carbono—, puesto que la nuestra es la única doctrina que
sirve para que el hombre se arranque definitivamente de las pelotas el vicio de
la carne. Y sobre todo, nuestra mayor garantía, es que en nuestras filas no
encontraréis ni pintada a una sola mujer judía, seres abominables que siempre
se presentan a la vista de los pecadores completamente desnudas y
hermosísimas para llevaros por el camino de la perdición y os encajarán en las
pelotas, para siempre, el vicio maldito de la carne. Ay hijos amados y

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queridísimos. Queridos y amantísimos: alejaos de las judías que son, con
mucho, lo más abominable de este mundo y del otro. Sobre todo y en
particular, las pelirrojas. Hasta los judíos las odian pues comprenden que en
ellas está la base de toda la impiedad. Todavía yo mismo, vuestro santo
profeta Policulitetoca, a mis 82 años, no tengo empacho en confesar que me
pasarían cosas si uno de esos súcubos se me presentase completamente
desnudo. Demonio femenino pelirrojo. Aún yo, con ser felizmente medio
puto, no podría menos que caer de rodillas delante de esas judías
hermosísimas. Mi humildad al reconocerlo, lejos de desacreditarme, me
exalta. Por eso lo digo. Por eso os digo: nunca, amadísimos, os creáis
demasiado fuertes para resistir. No provoquéis al mal ni lo invoquéis. Pues si
lo hacéis nadie puede saber qué pasara. Haced exorcismos más bien.
Exorcismos de alejamiento, que sean como una valladura que impida el paso
de las mujeres judías completamente desnudas. Y aun las vestidas. Por las
dudas. «Desnuda» rima con «duda»; tenedlo especialmente en cuenta.
Aquí el viejo chichi sufrió un acceso de tos y escupió a tierra varios
gargajos altamente maléficos. Unas pobres e indefensas lombrices que
pululaban por la zona huyeron espantadas. El Muy Venerable profeta
Policulitetoca prosiguió repitiendo todo el rollo:
—Los fantasmas de la raza judía, queriendo quitar a Dios el mando en los
trabajos de la Iglesia, con una muy grande maldad y toda suerte de
hechicerías. Los fantasmas monoteístas de la raza judía, que adoran a… —
Etcétera.
—¡Gordo!
Era De Quevedo.
—¡Maestro, Maestro! —graznó Sotelo casi cayendo de rodillas por la
impresión.
—¿Dónde te habías metido? Te busqué por todos lados. En el Servicio me
dijeron que probablemente andarías por el patio pero nos desencontramos.
Hace como media hora que trato de ubicarte —De Quevedo se le acercó—.
¿Y ahora? ¿Andás mejor aquí?
—Sí, claro. A comparación de aquello… —El gordo tembló, pero no
podía menos que preguntarle—: Maestro… ¿usted está… enojado
conmigo?… Quiero decir…
—No, no seas ridículo. Todo eso ya terminó.
—Y… Teresa… ¿cómo está?
De Quevedo arrugó la cara.

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—Aaff… Teresa… mirá, las cosas no andan bien con ella. Mejor dicho:
hace un par de meses que nos separamos. Después que perdimos al chico,
ella… no me lo perdonó nunca. Como si yo tuviera la culpa. Pero las mujeres
son as…
—¡Perdieron el chico! —interrumpió Sotelo horrorizado—. ¡El Anti-ser!
Yo…
—Basta, gordo. Córtala con eso. El Anti-ser tuvo la culpa, ciertamente,
pero no un ser humano.
—Claro, pero yo… el Anti-ser soy…
—Basta. Te digo que basta. Tenés que terminar con esa historia. Vos sos
un manijeado. Eso es lo que sos. Un manijeado que tiene que desmanijearse
lo más pronto posible.
—Pero yo…
—No. Vos no. Ningún ser humano. Y como te cuento: Teresa, por una de
esas cosas femeninas, que tienen que ver con los ovarios, con el inconsciente
de la mujer, me echa la culpa por la pérdida del pibe. No sé, supongo que es
la vieja ley de las cavernas y de la tribu: el macho defiende a la cría de la
hembra. Si la cría se destruye, aunque haya hecho todo lo humanamente
posible por salvarla, tiene que hacerse cargo del fracaso biológico. Y en esta
época, donde los exateístas nos han metido el sentido de la culpa para
podrirnos el alma, peor. —De Quevedo pareció olvidar que estaba hablando
delante de Sotelo, pues prosiguió diciendo como para sí mismo—: El médico
me dijo: «Dígaselo usted». Ella estaba internada, con mis últimos mangos.
Me acerqué a la cama y ella, lo primero que hizo al verme fue preguntar:
«¿Dónde está mi chiquito? Quiero ver a mi chiquito». Yo sacudí la cabeza:
«No». «¿Cómo no? ¿Qué querés decir con no?». «Que desgraciadamente
murió». Ella se cubrió la cara. Cuando me incliné para acariciarla se volvió
bruscamente de lado. No quiso que la tocase, te das cuenta. Me odiaba.
Vivimos, pese a ello, todavía tres meses o cosa así. Sin coger ni un carajo
porque ella no se dejaba tocar. Por fin me habló y con tanta calma que
cualquiera que la conociese menos habría pensado que todo estaba bien. «Me
quiero separar». «Mi amor… lo que nos pasó… toda esta tragedia… la
respuesta a la muerte es tener más hijos». «Pero no con vos. Con vos no
quiero tener ni uno más». «Así sólo lograrás confirmar el horror. Es injusto
que…». Esa palabra (injusto) me fue fatal. Ella dijo con un odio de mucho
tiempo: «Hacete coger por un mono». Textuales palabras. Aquello era tan
terrible que… me sonreí.
—¿Y después?

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—Después nada. Fui violentamente expulsado de mi propia casa, como es
clásico.
El gordo era unívoco:
—¿Y ahora? ¿Qué vas a hacer sin amor?
Ante la pregunta no esperada, De Quevedo se volvió pudoroso:
—¡Ja!, ¿el amor?… el amor… mirá: a mí mujeres nunca me faltaron.
Yo… no sé qué voy a hacer. Sobrevivir, antes que nada. En su momento
volveré a intentarlo con otra, supongo. Pero te juro que estoy muy cansado de
ser el Mesías de mi propia mujer. Todos los años se fueron a la mierda.
Empezas otra vez desde cero. Estoy harto. Este es el verdadero triunfo de
Exatlaltelico, fijáte: que nadie pueda vivir con otro; que sea como sea, y
venga como venga, al poco tiempo entre un hombre y su mujer se produzca
una reacción en cadena. Son como lazos termonucleares y todos volamos a la
mierda. Aunque… —De Quevedo echó al gordo una mirada de reojo—, todo
esto no te afecta demasiado porque…
—Porque soy una mierda y estoy destruido —interrumpió Sotelo.
—No, no es así. Al contrario: para vos empieza una nueva vida. No tenés
que tomarme demasiado en serio. Lo que yo dije fue un poco por amargura.
Vos tenés que entenderme, me acabo de separar de Teresa y…
—Soy un traidor indigno. Merezco la muerte. Usted no tiene nada que
explicarme.
—Mirá Sotelo —se enfureció el otro—: vos volvés a decir algo así, acerca
de vos mismo, y te pego una trompada en los huevos. ¿Entendiste?
—Sí, Maestro —se subordinó el gordo cagado de miedo.
—Nada de «sí Maestro». Quiero que me entiendas bien. Nada de
nihilismo. Me costó mucho sacarte del manicomio. Es decir… todavía estás
adentro, pero lo peor ya pasó. Sacarte de Unidad 20 fue lo jodido. Ahora,
luego de este triunfo tan costoso, no voy a permitir que te mates ni ninguna
otra de tus brillantes ideas. Todavía no se te ocurrió del todo, pero te lo cuento
anticipándome, porque sé que de cualquiera manera se te va a ocurrir. Estás
vaciado por los electroshocks. Ya te vas a recuperar. Permitime y creé en mi
palabra: te vas a recuperar. Ahora, lo indicado, para que te cures del todo, es
un entusiasmo.
—¿Cómo entusiasmo?
—Sí: necesitás algo que te entusiasme. Una mujer, por ejemplo.
—¿Mujer? ¿Qué mujer? Como chiste me parece un poco cruel de tu parte.
No sé qué clase de mujer. Sólo otra loca… y ni siquiera; aquí somos todos
tipos.

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De Quevedo miró el suelo. No puso una patita arriba de la otra, pero daba
la impresión de estar haciéndolo. Si el gordo no hubiese estado tan reventado
se habría dado cuenta. Dijo con grandes vacilaciones y pausas:
—Buenoo… mirá vos qué extraordinario… y qué casualidad, además…
Justo hace una semana, más o menos, me visitó una amiga, con quien había
perdido el contacto desde un año atrás. Me preguntó cómo andaba, qué sé
yo… le conté de mi separación con Teresa, que en este mundo las relaciones
no duran, etcétera. «Pero qué terrible —contestó—. A mí me pasa lo mismo.
Los hombres ya me tienen harta. Son todos unos frívolos; no encuentro ni
siquiera uno que tenga capacidad de delirio ni…». Ahí nomás, como ya te
podrás imaginar, paré las orejitas. Es muy raro que una mina pida delirio.
Entonces le dije que ese hombre que ella buscaba sí existía, que en este
momento estaba guardado en una caja, etcétera. Le hablé mucho, le dije que
eras un tipo genial, bla, bli, blu. Muy interesada en conocerte, desde luego,
pero yo quería advertirte primero. Pensaba: no sea cosa que este gordo
manijeado crea que es un chichi y la mande a la mierda de entrada, no bien la
vea. Te aviso para que sepas que la mando yo. Ojo: con esta mina no
necesariamente tiene que pasar algo. Ella viene a nivel de amiga, a conversar
con un tipo genial. Eso es todo. No tenés que preocuparte.
—No, Maestro.
—Claro. Bueno. Ella se acuerda de vos. Te vio muchas veces en La
termitera. Me dijo que siempre le habías parecido un tipo interesante. Se
llama Cecilia Kovalenko. Vos la debés conocer.
—¿Cecilia? Ah… claro que la conozco. Es una chica… De Quevedo: ¿no
es una que le dicen «la soviética»?
—Sí. Justo. La misma.
El loco se horrorizó. Preguntó tembloroso:
—Pero… ¿no será verdaderamente soviética, no? Porque los comunistas
basan su gobierno en los Sindicatos, y los Sindicatos…
De Quevedo interrumpió con una alegre carcajada. En realidad no las
tenía todas consigo. Aquellas peligrosas obsesiones tendían a volver, según se
percataba. Sobre la marcha decidió aplicar la política del látigo y del azúcar:
hacerle un mimo o dos, pero también cagarlo a pedos:
—Ja, ja, ja… Nada de eso. Más bien te diría que es todo lo contrario. En
realidad es zarista. La única, ahora que después de 70 años de Revolución se
murieron todos los emigrados. Partidaria del padrecito Nicolás, ni más ni
menos. Es tan reaccionaria que vos, a su lado, pasarías por progresista. —
Severamente—: Además, ¿qué te pasa? ¿Eh? Ya es hora de que te dejes de

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joder con el asunto de los Sindicatos. —Con cara de ogro—: ¿Cómo te
atrevés a insistir sobre ese tema?
—Sí, es verdad. Tenés razón, De Quevedo. Perdón.
—Que sea la última vez.
—Sí, Maestro.
—Habíamos quedado en que harías una nueva vida y mirá con las
pelotudeces que me venís no bien me descuido.
—Sí, Maestro.
—Bueno. Todo eso es parte de tu pasado. Pero como te iba diciendo.
Fijate qué gracioso: resulta que Cecilia…

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VEINTITRÉS

LA VERDADERA CONVERSACIÓN ENTRE DE


QUEVEDO Y CECILIA

En realidad De Quevedo, al gordo, le había contado sólo una parte


distorsionada de su conversación con Cecilia Kovalenko. Una de las cosas
que le ocultó fue que Cecilia era muy puta. No quería que Sotelo se asustara
de antemano. Conocíalo algo impresionable… y semivirgen, además. No bien
Cecilia apareció en su casa, De Quevedo se dijo: «Canastos. Cuerpo de mil
galeones y walkirias con espadas. Esta mina me viene como anillo al dedo».
Hasta que ella lo vino a visitar, De Quevedo estaba muy preocupado por algo
a lo cual no le hallaba solución. Sabía que el gordo estaba muy cerca de la
muerte por suicidio. Mal podía ignorarlo viéndolo todos los días en el astral.
Sin un estímulo a favor de la vida, que lo sacudiese, el otro cagaría fuego
irremediablemente. Verla y decir albricias (para sí) fue todo uno.
Después de los saludos, raconti, explicaciones y otras, él le contó una
parte de su tragedia familiar (Teresa): que en este mundo las relaciones no
duran y demás. Se preguntaba, el experimentado Maestro, cómo mierda haría
para deslizaría hacia el tema que le interesaba. Por suerte Cecilia se enganchó
sola. Ella dijo:
—Pero qué terrible. A mí me pasa lo mismo. Nada me dura. A lo largo de
mi vida tuve muchos hombres, pero ya me tienen harta. Son todos unos
frívolos: no encuentro ni siquiera uno que tenga capacidad de delirio ni un
carajo.
De Quevedo se frotó las garras mentalmente: «Genial, pensó. Nunca supe
que una mina que pidiera delirio. Una rareza. Es justo lo que me hacía falta.
Qué perfección». Calculó también que «ésta viene lista para enamorarse de
mí. Tengo que salirle al cruce en el acto y ganarle el la “o” el cuchillo». En
efecto; tal como suponía Cecilia comenzó diciendo:

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—Me puse a pensar y el único tipo que yo conocía con capacidad de
deli…
—Me llama… mucho la atención eso que decís —la interrumpió
De Quevedo—, pues has de saber que sí hay alguien que cumple con esos
requisitos…
—¿Quién es? ¿Vos?
De Quevedo no se dio por aludido:
—… Todas las mujeres que hasta ahora le han tocado en suerte no son
más que señoras. A ellas les faltó fantasía para comprenderlo.
—¿Cómo se llama?
—Es un noble ruso. —Ella sonrió ante la mentira tan evidente—. No te
rías que hablo en serio.
—No me digas.
—Es un genio. Es un zar.
Fuera o no una patraña, Cecilia, tocada en su delirio, se conmovió.
De Quevedo la conocía de sobra.
—¿Y cómo se llama?
—¿Para qué querés que te lo diga?
—Dale, hijo de puta, decime quién es.
De Quevedo habló, aproximadamente, un cuarto de hora. Debió explicarle
que Sotelo ya no era gordo y que, probablemente, no volvería a serlo nunca
—ella se acordaba de haberlo bautizado en La termitera con el apelativo de
Moby Dick, la ballena blanca—; por fin agregó a manera de remate:
—Cecilia: vos, como en otros tiempos, ¿me seguís reconociendo como
jefe?
—Usted sabe que sí, mi Gran Súper.
—Bueno. Perfecto. Entonces te ordeno que te lo cojas.
Cecilia dudó. En realidad ella tenía ganas de violarlo al propio Maestro en
persona: Más vale Maestro en mano que cien discípulos volando. Tal su
propuesta nativa. La variable introducida en la ecuación la dejaba confusa.
De Quevedo se vio obligado a hablar otro cuarto de hora. Luego finalizó:
—Mirá Cecilia: vos sos una mujer soldado en este momento. —La
Kovalenko no sonrió ni nada. Parecía estar tomándoselo muy en serio—. Él,
por su grandeza, está padeciendo el castigo que esta sociedad de mierda
impone a los más aptos y capaces. Yo ahora te doy una misión sagrada. Que
te lo cojas. Sólo una mujer extraordinaria como vos puede estar a la altura de
alguien así. No me defraudes.

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VEITICUATRO

CECILIA VISITA LA CASA GRANDE

—Soy inocente —dijo Zapallo detrás de las rejas que daban al patio—.
¿Cómo le va ahí, señor?
—Bien, Zapallo —contestó el gordo con su traje de preso, si bien lo dijo
desde el patio.
—Yo soy inocente, ¿no señor?
—Sí, Sí. Es inocente.
Total no le costaba nada decirlo.
—¿Cómo andas, gordo? —preguntó Juan Carlos Orozco, el pintor.
—Resisto.
A eso, Orozco, como preso viejo, podía entenderlo.
—Es lo más importante.
—Sí. ¿Qué tal anda el chino?
—Bien. ¿Querés que lo llame?
—No. Después. Otro día.
Sotelo vio a sus pies una hilera nutrida de hormigas. Llevaban hojas,
palitos y otras cosas más o menos servibles. Se indignó. Dijo con odio
sarcástico:
—¡Las hormiguitas!… ellas cumplen con su deber, pobrecitas. Ellas
trabajan, llevan pedacitos, son buenas, colectivas… —empezó a aplastarlas
con furia.
—Por qué… ¿por qué matás a las hormiguitas? —preguntó Orozco
asombrado.
—No sé…; estas hijas de puta son como un símbolo de lo que nos pasa.
Es la propuesta ¿comprendes?
—No, no entiendo.

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—Bueno, no importa. —El gordo paró la matanza y procuró dar algo
teniendo nada—: ¿Qué novedades tenés?
—¿En qué sentido?
—Tus asuntos.
—Bien. Todo muy bien —se entusiasmó el otro—. Parece que me sacan
de aquí. Vino la chica, la asistente social, no sé si te acordás.
—Cómo no me voy a acordar.
—Me trató con mucho… yo diría… —pudoroso—: te diría que… con
mucho amor. Estaba tan entusiasmada que me contagió. Parece que me sacan
de este lugar puto. Me llevan a la cárcel, para que termine de cumplir mi
condena. Dijo que si hago buena letra, en dos años estoy fuera. Se me está
cumpliendo la profecía de la curandera.
—Y claro que se te va a cumplir, boludo. —Sotelo no sabía como
demostrarle su afecto—. ¿O acaso lo dudabas?
—No, no. Para nada. Yo no dudo. Yo sé que es así.
Luego de la despedida el gordo volvió a las regiones de su servicio. En la
plazoleta, sentada en uno de los bancos de piedra, estaba una chica joven.
Tenía un bolso de cuero, a su lado, sobre el mismo asiento, y lo insólito era un
borde de tela que rodeaba la boca de aquél: con pequeñas flores bordadas. Al
gordo lo conmovió el contraste de lo casi militar del bolso con eso tan de
mujer. Se enfureció, quizá como respuesta a lo mismo que lo conmovía: como
un rato antes con las hormiguitas. Pensó que justo ese contraste no sería
notado ni apreciado por ningún tipo, en tanto que precisamente a él esa mina
no le daría bola. Condenado a seguir así, hasta el fin de los tiempos, al este de
Mozart. En la frontera entre el sexo y la nada.
La chica levantó la vista y lo miró —en realidad ya lo venía mirando
desde hacía dos o tres minutos, pero el gordo no lo sabía.
—Perdóname: ¿vos sos Sotelo?
El gordo casi patinó arriba de unas flores. No se fue de culo por puro
milagro.
—¡Sí! Pero… sí.
—Me manda De Quevedo. Él me habló mucho de vos. Yo le dije que
tenía ganas de conocerte. Me dijo que sos el mejor escritor de Guatimotzín.
Aquí hay escritores tan malos que… —sonriendo—: quisiera ser tu amiga. Ya
me tiene harta lo local, el color caribeño (guatimotzinita o no), los
garciamarqueños, los lezamalimeños, los nerudosos, los tangosos y los
folklorosos. Me parecen geniales, pero ya dieron lo suyo, creo yo. Y

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De Quevedo sostiene que vos sos el único renovador en serio. Que te
apartaste de la vanguardia facilonga, además, etcétera.
En realidad Cecilia seguía, al pie de la letra, las precisas instrucciones de
De Quevedo, quien le dijo que lo primero que tenía que hacer con Sotelo, si
quería conquistarlo, era alabar su obra. Que por ese lado lo enganchaba
seguro.
Cuando le hablaron de su obra, el gordo perdió en el acto la mitad de sus
abruptos nervios. Ella usaba el elemento tierra, constantemente. Fue muy
hábil para pedir exaltación y fuego. Le largaba energías y ondas como para
que se percatase de que con ella sí podía hacerlo. Pero sin una exigencia que
se evidenciase; de modo que el gordo, poco a poco, empezó a entrar en
delirio. Trabajó, pues, alrededor de un elemento o dato que De Quevedo le
había dado en su visita; «La soviética es zarista». Entonces, en el lapso de
diez minutos, él, que hasta ese momento sentíase del tarro su orejón
penúltimo, pasó a ser Ivan IV, el Terrible. Mezclado todo ello con frases de
sus amados chinos. Él la fascinaba: precisamente por su frialdad: ese
totalitarismo implacable. Comprendió que el otro, como buen manijeado, era
capaz de mandar a la muerte a miles de hombres en el medio de un epigrama.
Lo gélido de su apariencia cuáquera la seducía, aunque parezca raro: entre
otras cosa, pues para ella, como mujer, representaba un desafío. La
Kovalenko deseaba lo imposible: sacarlo de su hielo, para quedarse con el
hombre envuelto en capas de Sotelo, pero que éste continuara siendo helado.
El pontificante gordo, apelando a su sistema antiseductor N° 405, expuso su
cosmovisión (citaré sólo algunos fragmentos, pues aquello duró sus buenos
cuarenta y cinco minutos, sin solución de continuidad): «Todo problema
complicado fue sencillo al principio. Una montaña de hielo empieza siendo
un trozo de escarcha. El estadista logra la grandeza ocupándose únicamente
de lo sencillo». Lao Tsé. Tao Teh King: Cap. LXIII; etcétera, bla, bli, blu.
«Ah: qué triste estoy, dijo Confucio. Ya hace dos años que no sueño con el
duque de Chou». Confucio. Analectas. Tomo IV: etcétera bla, ble, bli. «Moriré
junto con el sol». Mencio. Principios Democráticos: Libro I, Parte I,
Capítulo II, Porción 4: etcétera, blu, blo, bla, bla. «Propicio, a través de mis
escritos, la aparición de un mundo tal como nunca hubo en la Tierra. Quizás
exista un antecedente en Sumer y Acadia, en todo caso. Es un mundo de
redención por la voluntad —a partir de aquí Sotelo recurrió a su sistema de
antiseducción N° 208 (de no ser porque Cecilia venía ya media levantada
desde el vamos, y que, por lo tanto, incorporaba todo a su ordenamiento
delirante, se habría mandado a mudar allí mismo)—: Wagner, en El Anillo

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del Nibelungo, habla del amor que redime, pero la propuesta integral es
Wagner más Nietzche dividido todo por dos. Amor voluntarioso, te diría yo.
Única manera de expandirse y reformar»… «Me interesa lo mesiánico.
Imagino un mundo, un país, cuyas directivas estén dadas por un gobernante
teológico». Siguió hablando 15 minutos más. «Quizá vos te digas “el Exarca
de los exateístas es un gobernante teológico. ¿Por qué no te hacés exateísta,
entonces?”. Pero no es así porque la suya es una teología chasco. Yo quiero
un gobierno trascendente, pero que no esté al servicio del Anti-ser. Quizá los
faraones egipcios tenían algo de esto. A propósito. Aún no te he preguntado
cómo te llamás», preguntó el gordo abruptamente, aplicando a rajatabla el
sistema antiseductor N° 199 (en realidad habían sido tan terribles los pasos
previos que preguntarle su nombre resultaba, por contraste, verdaderamente
atractivo).
—Cecilia.
—¿Cecilia? Qué nombre absurdo, como diría la Liebre de Marzo. Tentado
estoy de llamarte Alicia. ¿Cecilia y que más?
—Cecilia Kovalenko.
—¿Sos rusa?
—Nací en Guatimotzín.
—¿Y tus padres?
—No. Recién mis abuelos. Ellos eran… de Petrogrado… de… San
Petersburgo.
El manijeado del gordo, imprudente, puso cara de picarón:
—Dudaste.
—¿Dudé qué?
—Dudaste. Primero lo llamabas Petrogrado y después San Petersburgo: la
ciudad se llamó Petrogrado durante el gobierno de Kerensky. Eso quiere decir
que tu familia emigró durante la Revolución.
Ella se puso rígida, cosa que a Sotelo le pasó por completo inadvertida.
—Sí. Es exactamente así.
—Ajá. —Aquel gaznápiro siguió ciegamente adelante—: de modo que
habías sido una rusita blanca, mirá vos. De la nobleza.
Hacía muchos años que Cecilia no odiaba a alguien en serio. Su
sentimiento más frecuente era el desprecio. Pero ahora tuvo que admitir
(abominándolo por ello):
—Comerciantes.
—¿Eh?
Helada, con el mismo tono de voz que si dijera «cortala, puto»:

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—Digo que en mi familia eran todos comerciantes.
Su furia provenía de que él, con su pregunta, destruía sus delirios respecto
a la nobleza zarista. El interrogatorio de Sotelo, abrupto en medio de un
discurso que nada tenía que ver, había logrado sorprenderla y no pudo menos
que decir la verdad.
El gordo era estúpido e inexperto, ya se dijo: aun así comprendió que
había metido su pata de elefante en medio de los iconos. Balbuceó
arrepentidísimo:
—Perdón, yo…
Su cara de culpa fue tan terrible que a ella se le pasó la furia de golpe.
—De cualquier manera basta mirarte para comprender que sos la hija de
Pedro el Grande —agregó el gordo en una convulsión final, que quién sabe
cuánto le habría costado.
—Ahora no pretendas arreglarlo —rió ella. Halagada, no obstante.
Hablaron durante 25 minutos más (en realidad aquello fue más bien un
contrapunto de monólogos). Ninguno entendía realmente al otro, pero cada
cual se sentía —erróneamente— afianzado y comprendido en su delirio
secreto. Exactamente igual a como ocurre en la realidad entre dos personas
comunes. Cuando una pareja se empieza a formar nadie entiende un carajo.
Son todas convenciones y técnicas: «Si él dice tal o cual cosa es que tiene
buena onda conmigo. Me enamoró su frase dicha con tan buena onda». En
realidad daría lo mismo que él o ella se quedasen absolutamente callados. Es
todo mentira. No hay, para nadie, buenas ondas. Es todo un conocimiento —o
desconocimiento— del código. Quien conoce el código pasa al frente. Quien
lo desconoce caga fuego. Eso es todo. Jamás hay comunicación a menos que,
pese a todo, sí la haya. Pero dicha comunicación jamás viene dada por los
estúpidos códigos que están de moda. «Si me mostrás el código que abre la
puerta yo te dejo entrar». Y después que abriste la puerta ¿qué? Es una
cuestión de cosmovisión. Y porque nadie tiene cosmovisión compatible con la
vida es que por último todos nos separamos y nos vamos a la mierda. Desafío
a quien esto lea —si alguien alguna vez lo lee— a que me diga si su
matrimonio duró más de dos o tres años. Entonces, la conversación
monologante y contrapuntística entre el gordo Sotelo y Cecilia, era tan válida
—o inválida— como cualquier otra. Dos seres que se comenzaban a unir por
el lado del delirio de cada uno. ¿Por qué no si los otros también se hunden al
final? «Exijo que me seduzcan», dice él/ella. ¿Y después que te seduzcan
qué?, pelotudo/a.

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Uno de los delirios de Cecilia se refería al incesto. Sotelo, pese a ser caído
del nido (como quien dice) —y ello es curioso—, se dio cuenta en el acto. A
esto sí que lo entendió. Como que comprendía todo lo que fuera raro,
excéntrico y original. Ella le dijo —no ese día pero sí en posteriores visitas—
que había tenido un maravilloso complejo de Electra con su viejo, un militar
guatimotzinita, chapado a la antigua, de la vieja guardia. Si él se dio cuenta de
las intenciones de su inocente hija se hizo el boludo. No se atrevió o no quiso
atravesar la barrera. «Un día le di un beso en la boca. Me lo quedé mirando a
los ojos. Yo tenía 14 años. Él también me miró pero no sostuvo la línea.
Prefirió hacerse el desentendido. Unos meses después, para colmo, se me
murió el hijo de puta. Lloré como una marrana. Cómo lloré, la puta que lo
parió». Cecilia, en los sucesivos encuentros, ya no se limitaba a la pasividad.
Exponía su cosmovisión incestuosa y su necesidad delirante, como para que
él la captase: «¿Ves? Esto requiero de vos. Tenés que cubrir todas estas
necesidades secretas mías. Vas a ser mi padre, mi hermano y todo», quería
darle a entender. El gordo no necesitaba que se lo explicasen dos veces ni con
muchos detalles. Entendía completamente, a la perfección; justo porque era
difícil de entender es que lo entendía. La Kovalenko le habló del gobierno
teológico de los faraones y, en particular, del casamiento entre hermanos. Le
reveló —casi en un susurro— el par de nombres de su pareja favorita:
Akenatón y Nefertiti[5].
Sotelo, si bien estaba de acuerdo en parte, hizo oír sus objeciones:
«Akenatón era exateísta, en el fondo». Cecilia se sorprendió: «No, él fue
monoteísta. Creyó en Atón y sólo en él». «Bueno. Creer en la existencia de un
solo Dios o únicamente en seis —ni uno más ni uno menos— es lo mismo en
la práctica». «Y entonces». «Hay otra propuesta», dijo él pensando con
desesperación. «¿Cuál?». «Bueno… —“Qué carajo le digo”, meditó Sotelo;
“no puedo contarle la verdad de golpe”. Ignoraba que Cecilia, potenciada por
De Quevedo, estaba mucho más preparada que él para intuir la verdad—.
Todo se refiere a la pareja original. Ellos son hermanos y…». Cecilia podía
comprender esto a la perfección: «Ah… vos entonces estás con la vieja
religión egipcia, con la anterior a Atón. Isis y Osiris, los dos hermanos». «Sí,
exactamente —dijo el gordo aliviado, pues lo ignoraba casi todo en
cuestiones teológicas. Ser creyente era algo nuevo para él. Aparte, luego de
las contradictorias informaciones que le habían llegado mientras estuvo en
Unidad 20, distaba de tener coherencia o ideas claras. Tomando aires de
Magister—: Has acertado. La pareja de los hermanos sacros genera a todo el
resto de los Dioses».

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Un día ella vino de mañana. Digamos a las 10, hora insólita. «Tenía
muchas ganas de verte —le dijo Cecilia—. Ayer escribí algo sobre vos en mi
cuaderno. Me temo que no sea muy coherente porque soy una desbolada. —
Le echó una mirada de reojo—. ¿Querés leerlo?». «Sí, por supuesto». Uno de
los párrafos decía así: «Es hermoso, delirante, zar germano y cabeza de mi
reino teológico. La última vez que lo fui a visitar me recibió con un beso en la
mejilla. Lo hizo con tanta ternura que me dejó sorprendida. Después fue
adentro a buscar no sé qué cosa diciendo que lo esperase. Lo miré caminar y
tenía la espalda tan derecha que me conmovió. Pero desde hace días un
pensamiento me aterra. Tengo tanto miedo de eso que no lo he querido
confesar ni a mí misma, y no sé para qué lo escribo si él no lo va a leer. Si lo
más probable es que yo arranque esta pelotuda hoja de mi pelotudo cuaderno
y la tire a la mierda. Mi temor es que no me dé bola. A lo mejor no le gusto y
por eso no hizo ningún acercamiento».
El gordo se emocionó. El amor siempre termina por enamorarnos, en un
mundo donde somos muy pocos. Esa tarde la besó en la boca, previo decirle
que él también la quería; no se lo dijo enseguida pues deseaba someterla a una
prueba, etcétera. Ni en pedo iba a admitir que le tenía un cagazo padre. Aparte
del miedo a rebotar.
Ella lo siguió visitando una o dos veces por semana. En la puerta del
pabellón, cuando preguntaba por él, Cecilia siempre decía: «¿Está mi
hermano?». Una jornada de tantas le dijo que se iba a Brasil por 15 días.
Volvió al mes y medio. Sotelo no era tan estúpido de no saber que ella se la
pasó encamada con otro, compañero circunstancial de aventuras. La situación,
pues, en todo ese lapso, fue la siguiente. Él, preso. Una sola carta en 1080
horas, recibiendo distintas ondas, casi todas de muerte: para su desesperación
la vio muerta, en el astral. No se mató porque esperaba confirmación (después
supo, por su boca, que efectivamente la había picado un bicho dejándola muy
enferma: «Me salvé por mi voluntad de no morir», dijo Cecilia).
La única carta que recibió en esas 1080 horas mostraba por completo el
carácter hetairo de Cecilia, pues muy lejos de ocultarle infidelidades,
revelábaselas con lujo de detalles. Agregando al final, sin embargo: «Pero no
se preocupe ni tema, mi hermano el zar: él (el tipo con el que me acuesto a
veces) es una elementalidad para mí. No vale ni la vigésima parte de lo que
vale usted». Y en otro párrafo: «Y que conste a mi hermano el zar egipcio,
que mis elementaridades, muy lejos de autorizarlo a usted a hacer lo propio,
lo desautorizan plenamente. No quisiera estar en su pellejo si me entero de
que me ha puesto los cuernos con otra mina».

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Ya el gordo, para esa fecha —y desde mucho antes, en realidad—,
comprendía a la perfección los puntos que calzaba la Kovalenko. No ignoró
que su única posibilidad radicaba en aceptarla así: puta como era. Demasiado
tarde para asustarse, pues ya la amaba infinitamente. Oh sí, cómo quiso, a ese
ser pequeñito de cuerpo, con el orgasmo en los ojos, cruel, inhumano por
momentos (como un gato o una fuerza de la naturaleza), lleno de caprichos,
injusta como la hija de un mandarín y por completo adorable. Era una
delirante sin causa (pero no carente de motivos) y un delirio sin bandera.
Inconmovible ante todo lo que no fuera su iconografía sexual, capaz de hacer
sufrir a un tipo tanto como éste ni se lo sueña, pero también de llevarlo a un
estado de felicidad infinita. Ambas cosas. Había que aceptarla o joderse. Y
Sotelo la aceptó de buena gana. A él le preocupaba, en verdad, un único
punto: pero tratábase de algo tan serio que le hubiera preocupado a
cualquiera. Desde que lo habían metido en la Casa Grande (o, mejor dicho,
desde que empezaron los «tratamientos») no volvió a sentir excitación sexual.
O poquísima. Cierto que él había cogido poco, pero aun en las épocas de
mayor pobreza y manija se pegaba calenturas horrísonas con las mujeres. Y
digo «horrísonas» porque aullaba a la Luna llena, posado en plataformas y
techos, como un lobisón. Con Cecilia no le pasaba un carajo (ni con ella ni
con nadie). El hombre maldito ignoraba que los electroshocks desvirilizan.
Sentía por la Kovalenko infinito amor, pero intuía que no estaba en
condiciones de resolverlo en el plano físico.
Cuando Cecilia volvió del viaje el gordo la abrazó con tanta desesperación
que ella se asustó. Lo tomó como un acto de violencia. El gordo le decía
apretándola con un dolor de 1080 horas: «Hija, hija de puta: por qué no me
escribiste más de una carta. ¿No sabés que te adoro y que me vuelvo más loco
de lo que estoy? ¿Cómo no me mandaste más cartas, mi amor, no comprendés
que yo no sabía qué te pasaba, si me habías mandado a la mierda o qué?
Llegué a pensar que estabas muerta». Ella, con esa tranquilidad que tienen a
veces las mujeres en situaciones terribles empezó por decirle: «Primero que
nada: ¿Podés aflojar con este abrazo de oso? Gracias. Vamos a sentarnos en
un banco y te explico ¿qué te parece?». En la cara de él podía verse el
reproche, la exaltación, el alivio de volver a verla sana y salva. Cecilia se
explicó fríamente: Vivió cosas muy fuertes. Eran ridículos sus reproches.
Ella, con todo, le escribió una carta. La picó un bicho en la selva y gastó una
energía en curarse. «¿Además a vos qué te pasa? En Brasil yo pensaba
muchas veces en vos». Él tenía que ser adivino. La miraba sin decir nada,
como un profano que oye una conferencia de alta física y que, pese a todo,

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entiende de qué hablan y está en completo desacuerdo con la tesis (sin poder
intervenir, no obstante, pues no lo autorizan los estatutos). El gordo, sin saber
cómo evitarlo, comprendía que la Kovalenko tenía ganas de mandarlo a la
mierda: «Vengo a visitarlo, con la mejor buena onda, con todo el amor,
deseosa después de una separación de un mes y medio, y él me asusta con
toda esta violencia». El gordo padeció el horror de 1080 horas y encima la
enojada era ella. Maravilloso. Sotelo balbuceó: «Pero mi amor: comprendé mi
desesperación. Te vi muerta en el astral. Yo sabía que te había pasado algo sin
entender exactamente qué. Mi adorada, mi hermosa, no te enojes conmigo. —
Aquí el gordo entró en delirio—: “Dove andró senza Eurídice, que faro senza
el mio ben”. Mi Alhama, mi señora, mi Ramadán, mi ayuno general
obligatorio, amada mora alcázar de Granada, mi abencerraje último. Me
tenías abandonado y no querés que enloquezca, musulmana de mi serrallo, mi
animal gatélido, mi puposa. La pereza del esplendor, la pereza de Cecilia no
escribiendo. Yo te adoro, mi pakistana, mi puta de acero con ojos dorados.
Quiero besar tu nuca a la manera japonesa, mujer militarizada mía, honorable
enemigo bárbaro». Sotelo siguió así, expresándole su amor desatado, durante
largo rato. Ella empezó a aflojar un poco. Dijo aunque todavía con algo de
bronca: «Sos un seductor». Él, ya sin tener conciencia de los disparates que
decía, prosiguió ciegamente: «Relación sagrada en medio de un ataque de
celos. Envenenarte en medio de un ataque de celos. Acariciar tus senos con
mi pelo». «Todavía no sé si voy a dejar que alguna vez me acaricies con tu
pelo». «Mi hoja de roble con espadas, mi encina, mi animal, mi grulla de alas
blancas, pared amarilla, solsticio de verano, leona en celo. Adorada: no
comprendés que lo único que deseaba era estar a tu lado para protegerte».
Cecilia, entonces, preguntó en voz muy baja: «¿En serio? ¿Vos me
cuidarías?». Él contestó llevado por lo pasional: «¡Claro que sí! Si
estuviésemos en una selva ibas a ver si te cuidaba o no. No te iba a faltar ni
comida. Cazaría para vos con mi arco y con mis flechas». Ella se enterneció,
pese a sospechar que Sotelo, en una selva, no sería capaz de atrapar ni a una
tortuga, aunque contase con un M-16 y 200 cargadores. Lo más probable es
que ella debiera usar su ingenio (enganchar pájaros con liga, por ejemplo)
para no quedarse ambos sin cena. «Estuve loco todos estos días, mi amor —
siguió diciéndole a él— te hubiera encerrado en un serrallo. En un serrallo de
1080 Cecilias». «Cecilia Kovalenko hay una sola», respondió ella poniendo
las cosas en su lugar. Le encantaba que la considerasen tan lujosa como para
meterla en una caja, pero primero tenía que aclarar que ella era única. En
realidad ya se le había pasado el enojo. El gordo, no obstante volvió a

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enfurecerla cuando dijo: «Si yo de verdad fuese el zar que deliro, te habría
hecho buscar por mis soldados». «¿Ah sí?». «Sí. Mis tropas te hubiesen
encerrado en una jaula para traerte sin más trámites, así aprenderías otra vez a
abandonarme». Ella contestó heladamente: «Hubieras cometido el peor error
de tu vida, te lo aseguro. Para mí significaría la humillación, no te lo
perdonaría nunca, e iba a encargarme de que lo comprendieses rápido. Porque
inmediatamente después que vos hagas una cosa así yo agarro una hoja de
afeitar y me corto íntegra: desde la cara hasta los pies. Después me
presentaría desnuda para decirte: “Tomá: aquí tenés este bofe”». Y Sotelo
comprendió que ella no estaba mintiendo.

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VEINTICINCO

EL GORDO SE VA DE LA CAJA ESPANTOSA

Y entonces, por último, sucedió lo que parecía imposible: lo autorizaron a


irse para siempre del J. Pelman. Su padre, el súper gordo, se hizo cargo de él.
Sotelo, por lo tanto, fue a casa de su viejo. La única obligación a cumplir era
acudir una vez al año para que lo examinase el médico forense. Ello seguiría
así, vuelta tras vuelta de la Tierra alrededor del Sol (o del Sol alrededor de la
Tierra, si se prefiere), hasta que el médico decidiera darle el alta. Podían pasar
diez años. En realidad fueron trece años hasta el alta definitiva, pero en todo
ese tiempo el gordo vivió afuera.
El padre de Sotelo se había retirado de los negocios, luego de conseguir
un buen pasar con la venta de camisas. Un empleado siguió atendiendo la
tienda en su nombre. El viejo pudo, por lo tanto, realizar uno de sus sueños
dorados: irse de Tollan y construir una casa de dos pisos en la provincia,
rodeada de un hermoso parque. Ahí se fue con su hijo. Le dijo en cierto
momento, como quien no quiere la cosa —el viejo no era ningún pelotudo y
los vio juntos en cierta ocasión cuando lo visitó en el Pelman—: «Si alguna
vez querés traer aquí a alguna chica yo no me opongo. Al contrario. Sería
para ustedes todo un sector de la casa». A partir de esto el gordo empezó a
pensar muy en serio en la posibilidad de llamarla a Cecilia. Cuando se lo
propuso, ella (que cien veces lo había invitado sin éxito a encontrarse en la
casa de una amiga de viaje que le dejaba el departamento) mostró,
curiosamente, cierta resistencia. «Pero es que yo no sé qué voy a hacer de mi
vida —dijo ella—. Mirá: anoche me ocurrió algo rarísimo. Estaba esperando
el ómnibus y un tipo que nunca había visto antes se me acercó. Me dijo de
rompe y raja que él pertenecía a un grupo nuevo, de “artistas místicos”, qué sé
yo qué carajo, y que necesitaba hablarme. Yo me dije: “¿Y esto, a qué
viene?”. Nada que ver conmigo. Me explicó que ellos se iban a Brasil en unos

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pocos días. Son un conjunto musical bien distinto a todos los otros. Están a
favor de la violencia estética. La ruptura. Han hecho una orquesta
exclusivamente con armas de guerra: pistolas, fusiles electrónicos, incluso
alguna percusión y guitarra. Todo fogueo, naturalmente, pero no por ello
menos hermoso. Piensan que yo… mirá vos qué cosa: nada más que de verme
el tipo se dijo “Esta es la mina que necesitamos para el conjunto”… piensan
que yo, te digo, tengo que manejar la ametralladora. Es un beat integral,
completo. Y ahora no sé qué hacer, estoy completamente desconcertada. Creí
que sabía pero ahora no sé. Si ellos aparecieron es como una señal. Por algo
será. Por momentos se me ocurre que tengo que irme por un tiempo a Brasil.
No sé por cuánto tiempo… un año, dos… lo que sea». El gordo, desde que la
conoció a Cecilia tuvo incontables impulsos de vida y muerte. Ambos, en
íntima mezcla. Cuando ella le dijo eso recibió solamente energías
destructoras. Pensó que su propia vida carecía de valor. Se echó la culpa por
no ser capaz de conservarla. «Es evidente que merezco la disolución».
Durante tres días Sotelo osciló entre estos pensamientos: «¿Lo hago o no?
¿Me mato o no me mato?». Por fin, y en el mismo momento en que su padre
le preguntaba «¿Vas a traer a alguien?», sonó el teléfono. Era Cecilia,
naturalmente. «Mi amor, vas a tener que hacer un gran esfuerzo y
comprenderme: estaba confusa. Hace unas pocas horas me puse a pensar que
en la vida —y ahora también— hice muchas cosas. Pero lo único, lo único
que realmente debo hacer jamás lo hago. Y ahora tampoco. Perdóname por
todo lo que te hago sufrir. Te llamaba para decirte que ahora por fin
comprendo que lo único que en realidad debo hacer: irme a vivir con vos, a
esto no lo estoy haciendo. Posiblemente ahora me odies, pero por favor, no
me rechaces, mi amor, no me rechaces. Te aseguro que vos no podés
putearme más de lo que yo me estuve puteando a mí misma en las últimas
horas». «Bebé: ¿adónde estás ahora?». «En Tollan». «¿Tenés plata?». «¿Para
el pasaje? Sí». «Tomá el primer ómnibus y venite para aquí». «Ahí voy —con
mucha suavidad y en voz muy baja—: un beso». «Un beso. Chau».

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VEINTISÉIS

STALINGRADO

El súper gordo recibió a Cecilia con bombos y platillos. Verla fue, para el
viejo, un alivio enorme. Sabía poco; intuía, no obstante, que ella era lo mejor
que podía ocurrirle a su hijo.
—En verdad no lo sé, Cecilia. Él me dijo que usted iba a venir, por
supuesto, pero francamente no sé por dónde anda. Salió a caminar por las
selvas y las montañas. Puede haber tomado por cualquiera de esos caminos:
yo…
—No se aflija —sonrió Cecilia—: Ya lo voy a encontrar. Voy a buscarlo.
—Mire: no quisiera que se desencontrasen. Él, seguro, vuelve en una hora
o cosa así.
—Yo lo voy a encontrar antes. No se preocupe. Vamos a volver juntos.
Y claro que lo encontró, por supuesto, como buena freak. Por onda. A los
quince minutos, en el claro de una floresta.
Sotelo estaba con una rodilla en tierra observando la evolución de unas
hormigas que en ese momento engrosaban las despensas de un enorme tacurú
(hormiguero enorme, con forma de montañita). No las mataba, contra todo lo
que cabía esperarse de él. Levantó su cabeza ante la voz mágica.
—¡Cecilia!
La abrazó con desesperación. Había temido que ella no viniese. La
Kovalenko se dejó hacer y luego lo apartó suavemente.
—¿Querés aflojar un poco tu abrazo de oso? No me asustes.
—Perdón. No quise asustarte. Pero es que tenía miedo de…
—Todo lo que quieras pero no me asustes.
Tomados de la mano se fueron al pasto. Los rodeaban árboles como los de
Rusia. Altísimos, con rayos de luces prismáticas que bajaban desde los
follajes. Duraban breves momentos: se deshacían al modificar la brisa el

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sistema de las hojas y luego, al reconstituirse, volvían a bajar. A lo lejos se
observaban cerros con nieves eternas, y el más interesante de todos: la
Montaña de la Plata: medio siglo atrás se desprendió de ella un gigantesco
glaciar, arrastrando en su camino toneladas de roca. Por alguna extraña razón
el hielo y la nieve nunca se volvieron a pegar; quizá por causa del excesivo
plano inclinado. En el lugar se veía una enorme mancha marrón. Curioso que
se llamase Montaña de la Plata a un cerro donde ésta, precisamente, se había
caído.
Cecilia, gracias al lugar, se fue calmando lentamente. Se besaron,
tocáronse un algo, conversaron. A ella la floresta la hervía poco a poco. La
temperatura estaba en su punto justo. Faltaba una hora, por lo menos, para
que fuese excesiva. En cierto momento, y en medio de un beso, Sotelo le puso
una mano en el pecho izquierdo. A partir de aquí, y con mucha suavidad,
efectuó con la palma un movimiento de rotación. La rusa entrecerró los ojos.
El gordo comprendió que a la susodicha le habían entrado ganas de que la
violonchelasen allí mismo sin falla. Supo, además, que vestido, calzón y piel
eran las únicas ropas con las cuales ella contaba en ese instante. Estaba muy
cogible, si se me permite la frase. Mas, por desgracia, si bien el gordo estaba
chocho con la situación y hubiera deseado que durase miles de años sin
variantes —en plena paz y felicidad, como ahora—, lo cierto es que (aparte de
la excitación de la mente) de cintura para abajo le pasaba poquísimo. Cecilia,
en cambio, ya estaba del otro lado. Se sacó el vestido en un segundo, sin
manos, con el solo auxilio del dedo gordo de la mano derecha. En el instante
en que se lo pasaba por la cabeza, la tela se enganchó a sus senos, que se
movieron por el choque. Lo miró con boca de puta. Eso sí que lo excitó. La
erección no era completa pero el asunto mejoraba. Ya en bolas y al verlo
Cecilia justo en el medio, en vez de simular cometió el error de preguntar
«Qué te pasa». Ese «Qué te pasa» fue fatal, pues el gordo quedó reducido a su
mínima expresión. Hay momentos en que la gente debería callarse la boca.
Luego de la mutua humillación y ya tirados boca arriba en el pasto,
fumando y uno junto al otro, ella dijo mirando una rama altísima:
—¿Sabés? Toda la semana pasada un pelotudo me anduvo persiguiendo.
Es un pintor. Se llama Vera y le falta una pierna. A toda costa se quería
encamar conmigo. Le dije que no cincuenta veces porque me larga ondas
siniestras. Es un tipo de mierda. Hace horóscopos y se dedica al esoterismo.
Todo jodido. La última vez que lo vi le dije que no podía salir con él porque
me iba de viaje. Me miró con furia y dijo muy despacio: «Ah ¿conque te vas
de viaje? Bueno. Lo único que te deseo es que, cuando estés con esa persona

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con la cual vas a encontrarte pienses en mí». Sotelo no dijo cosa alguna pero
pensó para sus adentros: «Pues se salió con la suya». A partir de aquí y
durante largo tiempo el gordo creyó que el tal Vera fue el responsable de lo
ocurrido.
Luego del tercer cigarrillo, abrazados pero sin nada en el centro, Cecilia le
dijo: «Quiero tener hijos. Muchos. ¿Nosotros vamos a tener hijos?». La
pregunta no era muy oportuna; Sotelo contestó no obstante: «Sí». Y en efecto,
los tuvieron. Sólo que cada uno con distintas personas. El gordo, al decirlo, le
acariciaba la parte superior del vello del pubis, sin buscar excitarla, como
quien acaricia la vida fugaz.
Fueron diez días atroces donde aquello se intentó cada vez menos
seriamente, y sin recíproca colaboración. Sotelo, en sus momentos lúcidos,
miraba el asunto casi desde afuera, con más extrañeza que dolor: asombro
ante la absurda falta de correspondencia entre lo que sentía por ella y con una
parte de sus órganos (llenos de signos de vida) y aquella mitad aparte, como
bloqueada por hechizo. Como dijo cierta vez un gran escritor: «Si el cuerpo es
todo sexo, ¿por qué el sexo no ha de ser todo cuerpo?». Y sin embargo así era.
El gordo no estaba completamente seguro de que fuese un hechizo, pero lo
cierto fue que, si lo era, ellos no fueron capaces de romperlo. Ignoraba Sotelo,
por aquella época, cierta verdad que sólo algunos desdichados descubren:
Ningún hechizo, de ningún mago, puede compararse al sortilegio de un
electroshock.
Por fin se pelearon, como siempre les pasa a dos personas que no cogen
(toman, agarran, poseen el uno al otro). Luego de una discusión violentísima,
con mutuos reproches (por supuesto, por supuesto), Cecilia se fue para
siempre. El súper gordo, padre de Sotelo, la llevó en coche hasta la estación
de ómnibus. El viejo, que aparentemente nada sabía pero no era ningún
boludo, le preguntó de repente y sin que una frase previa lo justificase: «Pero
Cecilia: ¿no habrá una segunda oportunidad?». «No —contestó ella—. Porque
se trata de una cuestión de honor». «Ah, si es así entonces no hay más que
hablar».
Una cuestión de honor. La gente procede como si creyera que la vida es
eterna o por lo menos larga. Porque son jóvenes suponen que el amor vendrá
una vez y otra. Porque éste se acercó prematuramente creen que siempre va a
venir. Ignoran que les esperan quince años de soledad (nunca menos, aunque
pueden ser más), pese a que, por cierto, en el intervalo, se casarán tres veces.
Y hasta tendrán hijos. Y hasta creerán que ello puede durar con un pequeño
cambio. Como si el ser de los hombres fuese una cuestión de cambios y no de

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esencias. Desgraciados humanos somos. Tontos, pretenciosos y aniñados. Y
Cecilia se fue.

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VEINTISIETE

NOS VAMOS TODOS A SUIPACHA

Luego de la ruptura el viejo no le hizo ninguna pregunta, cosa que el


gordo le agradeció in mente. Sotelo salía mucho a caminar. El deseo de
matarse era enorme, pero las montañas lo salvaban. Jamás volvió al sitio de
las florestas. Trotaba por caminos pedregosos, donde muy cada tanto pasaba
un camión. Recordaba lo ocurrido una vez y otra, como un video tape. Con
lujo de detalles. Pero las piedras y sus colores, constantemente se encargaban
de informarle, a nivel subconsciente, de que este mundo es hermoso y vale la
pena, pese a todo. El que se va pierde. De modo que no hay que irse, por dura
que sea la estadía.
Un mes después de la partida (Cecilia, mujer indostánica, las joyas de la
Corona, quiero besar tu nuca a la manera japonesa), el gordo le dijo a su padre
que se volvía a Tollan y —esto era tan insólito viniendo de su hijo que el otro
se quedó de lo más sor— prendido—, que si seguía en pie su vieja oferta de
darle una guita con la cual pudiese alquilar un lugar, se la aceptaba. No
deseaba que le pasaran mensualidad alguna, pero sí necesitaba una poca plata
para empezar. Sotelo no deseaba compartir cuartos con nadie en pensiones de
mala (muy mala) muerte. El viejo deseaba que su hijo viviera decentemente,
de modo que le ofreció muchísimo más de lo que el otro pedía, pero el gordo
lo paró: «No. Por favor papá: sólo el dinero que te dije».

Era un lugar horrible, no vaya usted a creer, pero infinitamente mejor que
los sitios donde el gordo había vivido hasta el momento de irse de vacaciones
a la Casa Grande. Era un inquilinato, con un solo baño para muchas familias,
pero al menos a su pieza no la compartía con nadie. El cuarto de la calle
Suipacha era uno de esos ambientes que se construían hace cincuenta años:

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altísimos y fríos, para gigantes. Tan alto era, en efecto, que al inquilino
anterior se le ocurrió aumentar su bienestar fabricando un entrepiso que
llegaba a cubrir la mitad de la habitación. Podía subirse a esa especie de ático
mediante una escalera. El otro nunca volvió para retirar esos materiales
valiosos, lo cual fue una suerte para Sotelo. Un biombo rústico ocultaba una
cocinita a gas. La garrafa estaba en el balcón que daba a la calle. Al gordo la
plata le alcanzó para comprar cama, mesa, tres sillas y algunos tablones con
los cuales esperaba construir su biblioteca, pues por el momento los
quinientos libros que poseía dormían en paquetes. Usó el entrepiso para poner
ahí las chucherías que molestan en todos los sitios.
El edificio donde transcurriría la nueva vida del gordo empezaba con una
puerta de hierro forjado y mármoles deterioradísimos y cubiertos de manchas,
restos de épocas mejores. Luego de un pasillo siniestro y constantemente
sucio por mucho que se lo barriera, resultaba indispensable subir un piso por
una gastada escalera de maderas podridas y/o crujientes. A medida que uno se
elevaba por aquella mansión de Drácula iba notando las paredes
descascaradas en forma integral: desde adentro, como si tuviesen lepra. No
pasaba día sin que un nuevo fragmento se abriese como una flor, arrojando al
piso pedazos de yeso, cementos pulverizados y arenas quemadas. Las
aberturas luego quedaban así, como cráteres. De nada hubiese servido
repararlas con mezcla plástica, por ejemplo, pues en el acto se hubiesen
abierto los alrededores. Tratábase de grandes planos, a medias desprendidos
de los ladrillos —a su vez inestables— y bastaba golpearlos para sentir ruido
a hueco. Un solo puñetazo bastaba para derrumbar vastos sectores. Imposible
reparar lo irreparable (ni un millonario hubiese podido); el edificio era viejo
por dentro, y la resistencia de los materiales tocaba a su fin. Se mantenía por
pura estática. En un país civilizado lo hubieran demolido al instante.
Luego de subir la mitad de la escalera se llegaba a un descanso de tres
metros de largo, pasado el cual retornaba el caracol. Ya arriba, en lo que sería
primer y único piso (planta baja no pertenecía al sistema; alguien edificó allí
una casa de máquinas de escribir y no se codeaba con los inquilinos),
arribábase a un hall coronado por una enorme y pesada claraboya de hierro y
cristal. Este recinto mostraba las puertas de tres habitaciones, una de las
cuales pertenecía a Sotelo. Una cuarta puerta daba a un pasillo en «ele». Cada
tanto un nuevo cuarto y, al fin de todo, el baño, lavadero y una sobreelevación
tumorosa, con escalerita de cinco escalones, donde vivía una vieja chichi con
su loro.

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Cierta tarde, mientras el gordo escribía, llamaron a la puerta. Era
De Quevedo.
—¿Qué carajo te pasó, gordo? ¿Por qué no te comunicaste conmigo no
bien vinistes a Tollan? Si no era porque tu viejo me dio la dirección me volvía
mono para encontrarte.
Sotelo parecía muy manijeado. El otro se dio cuenta pero se quedó en
silencio.
Aguardó a que hablase.
—Ah… sí. Me vas a tener que perdonar. Pensaba llamarte uno de estos
días… o mandarte una carta. Lo lamento pero… no he andado muy bien.
De Quevedo no necesitaba ser un sabio para comprender que el otro
atravesaba por una crisis terrible. Procuró reprimir su preocupación y hacerlo
hablar:
—A ver, gordo bolas. ¿Me vas a decir qué te paso o no? ¿Cómo te fue con
Cecilia? Me dijo tu padre que ella vivió con vos unos diez días.
A Sotelo se le puso negra la cara. Echó a De Quevedo una mirada muy
rara y recta a los ojos:
—Usted sabe muy bien cómo me fue.
—No. No lo sé y si te lo pregunto es justamente por eso.
—¿De veras no lo sabe? —interrogó escéptico.
—Pero claro que lo ignoro por completo. —Con desesperación—: Por
favor, bendito seas, gordo de mierda, si no querés que te agarre a trompadas
decime qué carajo te pasó con Cecilia.
—Bueno. Pégueme si le parece pero no va a servir de nada. —Sotelo tenía
en ese instante una cara terrible. El otro comprendió que no le hubiera
importado que lo matasen a tiros. La cosa era grave. Muy grave. De Quevedo
apeló a su serenidad penúltima—:… Gordo… ¿qué pasó?
—Ocurrió, sencillamente, que…; bueno; procuraré ser breve al contar
toda esa cosa espantosa que me obligas a contar. Te hacés el que no sabés y
me humillas una vez más, pero no importa. —De Quevedo se esforzó por no
acusar recibo ante la inculpación. Deseaba que el otro hablase—. Cecilia
estuvo, en efecto. Diez días. Para decirlo de manera sencilla y poner punto
final: mi sexo no respondió.
—¿Cómo que no respondió? ¿No respondió en qué sentido? Sotelo miró a
De Quevedo con auténtico odio:
—Quiero decir que… no tuve erecciones. ¿Estás contento? ¿Te parece
bien?

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—¿Pero cómo me va a parecer bien, tarado? Me desespera. ¿Pero cómo?
¿Cómo pudo pasar?
—Averigüelo usted, ya que es tan capo.
De Quevedo reculó. Levantó las dos manos y bajó la cabeza:
—Gordo… cortala. No sé qué clase de idea de mierda te habrás hecho
pero si pensás echarme la culpa te informo que no te lo pienso permitir. Estoy
dispuesto a contestar absolutamente a todas tus preguntas, pero quiero que me
trates bien y no me agredas, porque yo no me lo merezco. Soy tu amigo…
—¿Lo es?
—Sí, lo soy, lo sepas o no. Estás absolutamente manijeado. No te mando a
la mierda en este mismo instante porque comprendo que estás manijeado.
Pero te pido, por favor, que hables y me lo cuentes todo.
—Bueno —Sotelo aflojó un poco—, ya que lo pedís vamos a hablar. Pero
Sentate, haceme el favor, mientras preparo unos mates.
Al rato el gordo volvió de la cocinita-biombo con la pava. Se sentó y
comenzó a servir.
—Para mí es un poco difícil hablar de esto —empezó Sotelo— porque me
siento con menos derechos que una cucaracha, pero hasta un insecto sucio
grita cuando lo pisan. Yo sé muy bien que usted tuvo derecho a hacer lo que
hizo.
—¿Qué hice?
—Mandarme al manicomio.
De Quevedo cerró los ojos. Se propuso no interrumpirlo a menos que
fuera indispensable:
—A ver: seguí.
—Claro. Usted quiere que siga, señor, como dicen los presos. Bueno. El
caso es que yo acepto que lo traicioné y merecía un castigo terrible,
horroroso. No me siento con derecho a odiarte, sobre todo por el miedo que te
tengo. Yo me digo: «No jodas con este tipo, a ver si te manda de nuevo al
mismo sitio». Pero vos me pedís que hable y cuente. Sé que sos un Maestro,
un mago de alto grado. Hasta conocerte yo no creía en la magia, pero ahora sí
creo. ¡Como para no creer! Yo ya sé que te jugaste por mí, que me diste una
parte de tu poder, que te traicioné con mis vicios y homosexualismos y otras.
Entiendo que no sos un mal tipo, no obstante ser una persona absolutamente
terrible; adivino incluso que me querés y hasta que has deseado ayudarme. Tu
equivocación (si así se lo puede llamar) fue la manera de hacerlo. Fue un
grave error. Nunca me habría animado a decírtelo, debido al horror que te
tengo y me inspirás, pero vos me hacés hablar, ¿vio señor? Ahora comprendo

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que yo vivía mal, haciendo vida de loco negándome a toda relación humana.
Fui inhumano, y lo pago duramente. Vos me enseñaste que el hombre que no
intercambia, muere. Mi posición frente a los Sindicatos, aunque en algún
sentido tuviese razón, fue un chasco en lo que respecta a mi actitud respecto
de ellos. Incurrí en el pecado de la omnipotencia; fue lo mismo que aquello de
«el mundo frente a mí». Me acuso de estupidez y arrogancia; entre otras
cosas. De todo eso me libraste y es tu mérito y tu maestría. Ahora bien. No
entiendo exactamente qué le pasó a mi cuerpo. El caso es que desde mi
entrada al J. Pelman mi sexo desapareció. Cierto que hasta ese momento yo
había cogido poco, pero me pegaba unas calenturas de novela. No es que con
Cecilia no me haya excitado; a lo mejor, si… Pero de cualquier manera lo
cierto es que fue insuficiente. Para resumir: reconozco que me diste cosas;
cosas importantes, que no habría alcanzado por mí mismo, sin vos habría
seguido yendo a La termitera, con mis obras bajo el brazo, y al final me
hubiese tenido que suicidar: sin haber publicado, viejo, arruinado, con toda la
juventud y las oportunidades perdidas, sin mujer ni hijos; justo cuando lo que
más deseo en el mundo —mucho más que tener éxito literario— es tener
descendencia numerosa. A todo esto te lo admito. Como también acepto que
tenías el derecho de mandarme allá. Pero es el caso de que hiciste uso de ese
derecho, y al hacerlo me destruiste. Fijate qué paradoja: gracias a vos gané la
posibilidad de tener hijos, y también por tu causa la perdí: quizá
definitivamente. No creo, por lo tanto, en la castración como método de
enseñanza. Está bien enseñar, pero ésa no es la forma. ¿En qué te diferenciás,
entonces, de los exateístas, que propugnan como el bien más noble el celibato,
el ascetismo, etcétera? Vos predicás lo opuesto pero a tus discípulos les
imponés el desierto forzoso. Te lo repito una vez más y con eso termino: no
creo en la castración como método de enseñanza.
A De Quevedo, la desesperación al principio no lo dejaba hablar. Por
cierto que sabía de qué le hablaba el otro. Es decir: no ignoraba qué creía el
gordo. A ciertas cosas no pudo verlas porque Sotelo estaba, por épocas, por
completo bloqueado: los diez días que pasó con Cecilia, sea un ejemplo. Vio
que lo terrible era tanto que la única oportunidad era decirle la verdad
completa (aunque hubiese deseado otra cosa, a fin de protegerlo):
—Mirá Sotelo… mirá gordo… No estoy enojado con vos. Algún día
entenderás lo mucho que me duele esto que decís. Toda mi vida fue una larga
vocación de servicio. También con vos. No. No podés darte cuenta del daño
que me has hecho al decirme todo lo que dijiste. Alguna vez lo comprenderás
y te vas a querer morir. Es espantoso que… pero te entiendo. Sé cómo lo ves,

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desde tu lado. Te falta información. Yo no quería decírtelo porque al decir, al
explicar, se desatan cosas. Cosas que no sé si vas a ser capaz de resistir
cuando lleguen, pero… está bien.
El gordo rió. Estaba casi alegre en su sufrimiento infinito:
—¿Qué? ¿Cosas aun más terribles que las que me han ocurrido? Perdí a la
única mujer que amé y amaré en la vida, me maquinearon, me guardaron en
una caja, me cortaron las bolas; pero ¿qué más me puede hacer la vida?
—En cuanto a eso de que ella es la única mujer que vas a amar en tu vida,
te digo que te equivocás. Amarás a otras.
—No digas.
—Sí, te lo digo. Y ahora escuchame con mucha atención. Yo ya sé qué
pensás, pero estás equivocado. Es lo que te han hecho creer. No fui yo el que
te mandó al manicomio; al contrario: te defendí cuanto pude. Fue una
sociedad esotérica, a la cual pertenecí hace muchos años, pero a la cual ya no
pertenezco.
Ahora sí que Sotelo se asombró:
—¿Cómo? ¿Una sociedad esotérica? Pero ¿de qué me hablas?
—Hace mucho tiempo que ellos te siguen los pasos. Hacían experimentos
con vos. Cuando te conocí me di cuenta en el acto de que te estaban
manijeando. Pero no sabía cómo ayudarte, porque vos no creías en la magia.
Ayudar desde afuera no basta. Hace falta que la víctima colabore
voluntariamente con el mago que la quiere ayudar. Y vos no colaborabas ni
un carajo. No creías ¿te das cuenta? Cómo mierda querías que te ayudase
entonces. Los chichis, al ver que yo te protegía hasta un punto, te mandaron
un manijazo. Se jugaron el todo por el todo.
El convencimiento del gordo empezó a vacilar, aunque no por completo:
—Pero De Quevedo: ¿cómo querés que crea lo que me decís? Si la noche
antes… Es decir, la noche antes de mi destrucción te encontré en La termitera,
o en cualquier otro lado, no sé dónde, y vos me decías que yo era un hijo de
puta que te había traicionado etcétera. Estaba Teresa, incluso.
—Una falsa Teresa.
—¿Eh?
—Ese que viste no era yo. Era un chichi exactamente igual a mí. Era un
capo de la sociedad esotérica que lucha por podrirte el alma.
—Pero De Quevedo: ¿pretendés que crea eso? ¿Querés decirme que no
eras vos ese tipo?
—Escúchame gordo. Un mago puede cambiar de aspecto hasta cinco
veces durante su vida. No más de cinco veces, pero sí hasta esa cantidad. Un

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esoterista puede transformarse en otro hombre, viejo o joven, en una mujer,
un niño, etcétera. Incluso puede convertirse en agua o incorporarse al fuego
de un hogar o a excrementos, o metamorfosearse en animal, pájaro… No más
de cinco veces. Tales son las leyes de la magia. Te hicieron creer que era yo.
Te mandaron a un chichi de alto grado para reventarte. A uno con mi misma
apariencia. Incluso la Teresa que vos viste no era Teresa: capaz que ni
siquiera se trataba de una mina. Aprovecharon el enorme respeto que me
tenías para así engancharte mejor.
—Y si todo esto es así —preguntó el gordo asombrado—, ¿por qué no me
lo dijiste antes?
—Porque ellos, siempre que pueden, tratan de moverse dentro de la
mentira y la duda. Si te lo explicaba todo tal cual había sido cabía la
posibilidad de que se mostrasen en todo su poder de manera visible, y vos te
podés llegar a cagar de miedo. Por eso te lo oculté hasta ahora. Pero la
situación está tan jodida que prefiero decírtelo.
—Pero… —el asombro del gordo iba en crecimiento—, entonces no
fuiste vos, es mentira lo del castigo…
—Todo mentira. Yo no te metí en el manicomio. Te saqué de él. Además
y por desgracia, justo por los días en que vos te comenzaste a enloquecer, yo
andaba sin un mango. Si hubiera podido verte el día que nos citamos en El
Pino, a lo mejor…
—¡Pero si estuviste!…
—No, qué voy a estar, si me faltó plata para el pasaje. Precisamente con
Teresa, esos días…
—Teresa también estaba.
—Quiere decir que ya en ese entonces comenzaron a aparecer el
De Quevedo y la Teresa chascos.
—Esperate: ¿vos me regalaste unas uvas, por aquella época?
De Quevedo se acordaba perfectamente:
—¿Unas que te di envueltas en papel de diario? Sí. Ese fui yo. Fue una
broma cariñosa que te hicimos con Teresa. Era un regalo zen, en realidad.
Sotelo sonrió en forma rara:
—Una viejita diría que ahí empezó todo.
—¿Eh?
—Claro. Que las uvas tenían un gualicho y que ahí empecé a quedar
enganchado.
—Sí. Un suspicaz diría eso. Sólo que no es verdad. En la magia la
diferencia entre una cosa que ocurrió y otra que no, es que una no pasó y la

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otra sí. Nada constituye prueba y todo es cuestión de fe.
—De Quevedo, mirá… te creo.
—Contame de tu encuentro con mi socías. Qué cosas te dijo. Todo. Desde
el principio. Te lo pregunto porque a algunas cosas las sé y a otras no. Todos
tus encuentros con él, por ejemplo, están bloqueados y no los veo.
El gordo, entonces, le detalló la noche de su gran caída, cuando volvió a la
pensión y al entrar al baño, entre el sanitario y la puerta, se abrió la grieta. Los
días posteriores, de sufrimiento horroroso, con el ser escindido; el segundo
encuentro con el falso De Quevedo.
—Eso: habíame de tu segundo encuentro con él —pidió De Quevedo.
Luego de contarlo todo, con lujo de detalles, Sotelo pasó al final:
—«Ah, mirá: ahí está», dijo la Teresa apócrifa. «Sí, ya sé», contestó el
De Quevedo chasco sin levantar la cabeza. El chichi dibujaba en ese momento
una cosa muy rara, que parecía un templo.
—¿Podés recordar qué cosa dibujaba, por favor?
—Muy poco —dijo el gordo—. Pasó tanto tiempo. Eran como cuatro
columnas llenas de nombres. Parecía el esquema de un templo. Los grafismos
eran castellanos; quiero decirte: no usaba chino, ni jeroglíficos egipcios, pero
las palabras eran desconocidas.
—¿Recordás alguno de los nombres?
—Ni uno. Cuatro columnas, ya te lo dije. Después lo encerró todo en un
cuadrado y lo guardó en un libro.
—Claro, por supuesto. Pero te tiene que haber dicho cosas. Durante y
después.
—Sí, es cierto. Mientras él dibujaba me dijo: «Sotelo, ¿vos sabés qué es
esto?». «Sí —le dije—. Un lugar donde yo estoy». En ese momento terrible
no sabía ni qué le estaba contestando. Curiosamente él asintió y volvió a
preguntar: «¿Vas a vivir o vas a morir en esta Tierra, Sotelo?».
—¿Y vos qué le contestaste?
—Que iba a morir.
—Mh.
—¿Qué pasa?
—Mal contestado.
—¿Y qué mierda querías que le contestase, viviendo una situación de
muerte?
—Claro, pero me preocupan los símbolos.
—De cualquier manera los símbolos pueden traducirse a favor de uno,
llegado el caso, con ayuda de los Dioses.

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De Quevedo miró al gordo con un nuevo respeto:
—Es cierto. Sí. Por suerte eso es verdad. Con ayuda de los Dioses y de la
voluntad. Claro que sí, bien lo sé.
—¿Te sigo contando mi conversación con el hijo de puta?
—Sí, por favor.
—Después que le contesté lo anterior, él guardó el dibujo, como te dije, y
luego volvió a preguntarme: «¿Vas a morir en nuestras condiciones o en las
de ellos?». «En las nuestras. Quisiera un acto final que me redimiese…»,
etcétera. Ya no recuerdo exactamente las palabras que intercambiamos. A
muchas cosas te las cuento distintas y a otras directamente las olvidé. El tipo
me dijo también (lo acabo de recordar) que estaba construyendo un templo.
Que sólo tenía diez años para levantarlo. En ese momento, como creí que él
eras vos, pensaba que se trataba de algo bueno. Ahora imagino que se trataría
de un templo exateísta o cualquier otro chichi.
—Sí, sin duda.
—No sé qué más contarte y que sea de interés. Me voy acordando por
fragmentos. Ah: en un momento se acercó a la mesa un manijeado que se
llama Marcelo Paredes. Un buen tipo pero casi tan lleno de manijas como yo
(tenía que ocurrirme todo lo que me pasó para que me diera cuenta de la
locura de los otros), y al verme cara terrible me dijo: «Che gordo ¿qué carajo
te pasa? Parecés un vampiro que acaba de salir de la tumba». Yo me sentía
tan jodido que ni pude contestarle algo convencional. Me limité a mirarlo.
Entonces Paredes, como en las películas de Peter Cushing y Christopher Lee,
puso los brazos en cruz. Yo le comenté a tu doble: «Paredes exorciza al
vampiro después que éste se ha ido». El De Quevedo chasco sonrió con cierta
soberbia, como diciendo: «No se fue. Todavía está entre nosotros». El infeliz
de Paredes, que no entendía nada de nada, dijo horrorizado: «Bueno, pero lo
exorcizo para que no vuelva».
—A propósito: de Marcelo Paredes te tengo que contar algo. Después que
termines haceme acordar.
—No. Decímelo ahora.
—No, por favor. No sea que por una distracción los chichis te manijeen y
no termines de contarme. Dale que esta historia me interesa.
—Bueno, pues el falso De Quevedo decía cosas extrañas. Fue en lo único
que noté incongruencia con tu persona. Más o menos por esa fecha los
norteamericanos estaban a punto de descender en Ganímedes, la luna de
Júpiter. Ahí, en el bar, vos (a esto de «vos» lo digo entre comillas) me
empezaste a hablar mal de la conquista del espacio. Decías que los hombres,

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no conformes con violar a la Tierra, ahora contaminaban el espacio exterior.
Y me sorprendió porque algunos meses antes me habías hablado a favor de la
técnica. Que si la técnica se usa con trascendencia el ser humano puede
lograr, mediante ella, la derrota del Anti-ser. Por eso fue que no entendí un
carajo de tu actitud posterior. Vos decías: «En este momento hay un
navegante solitario que trata de cruzar el Atlántico en una chalupa que él
mismo fabricó. Nadie me cree cuando yo digo estas cosas y todos aseguran
que exagero, pero mirá, Sotelo: la verdad, que todos ignoran, es que los
norteamericanos, aun sin saberlo, mandan ese cohete a Ganímedes para que el
mundo se olvide de ese artesano que, con pobreza de medios, intenta una
hazaña heroica. Hay una cantidad de Asociaciones que se oponen a que los
humanos contaminemos el espacio exterior. Hasta los Testigos de
Exatlaltelico, con quienes en muchos aspectos difiero, están llenos de un justo
odio. Toda la gente importante está en contra. Pero los yanquees no dan
pelota».
—Ahí tenés, gordo. «Gente importante» es una frase de los chichis. A eso
jamás lo hubiese dicho yo. Ya sé que en líneas generales suena como si
fuesen palabras mías. Es mi estilo, sólo que está cambiado el motor
ontológico.
—Pero De Quevedo: ¿cómo sabían ellos tanto de vos como para esa
imitación casi perfecta? Y me asombra menos el mimetismo físico que el
psíquico.
—Creo que su astucia fue aun más diabólica que si hubiesen sacado mis
memorias de mí. Las copiaron de vos. Utilizaron tu propio archivo para
construir el doble. Es genial, tengo que admitir. Es todo una cuestión de fe,
gordo. Las pruebas no existen. Nunca. Ni en uno ni en otro sentido. Bien
podría ser que yo estuviese loco y ese tipo que vos viste no era mi doble sino
yo mismo. Quizá yo esté loco y ahora mi esquizofrenia dé un paso atrás. No
tenés forma de probarlo ni yo tampoco puedo convencerte. Yo sé,
terriblemente, que ése no era yo, que no estoy loco y que el chichi que viste y
te mandó al manicomio era un esoterista transformado que pertenece a una
sociedad ocultista, de la cual yo formé parte. Fui un miembro conspicuo
durante muchos años; pero como te digo: ya no más. Hace mucho que me
abrí. No tengo ningún elemento para probarte que lo que te digo es cierto.
—Vos sabés que… no es fácil impedir la duda. La duda es el demonio,
pero… no la puedo evitar. No obstante, con la mayor parte de mi alma… te
creo.

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—No tenés otro remedio que creerme, gordo. Es tu única probabilidad de
salvación. Yo soy tu amigo. Podría comprender tu duda, entenderla. Pero da
la casualidad de que yo también, con una parte mía, me niego a tolerar que
dudes; porque también es verdad que vos, con una parte de tu ser debieras
saber que soy tu amigo.
—Lo sé, lo sé. Si dudo es porque todo es demasiado increíble. Todo muy
nuevo para mí.
—Sí, no, pero… igual es inaceptable. Es casi una traición de tu parte.
Todo esto me duele mucho.
Sotelo comprendió que al otro le hubiese gustado el milagro: que él, aun
sin saber, supiera.
—Está bien, pero sea como sea no me siento culpable —concluyó el
gordo—. La duda era lógica en este caso, e inevitable. Cargala en la cuenta
que el Anti-ser tiene con nosotros los humanos.
—Se la cargo… se la cargo.
—Y bueno, eso es todo. Ahora ya sé que vos no me mandaste al
manicomio y me quedo tranquilo. Vos te sentís medio traicionado por mis
dudas, pero yo no me siento culpable. Ya demasiado culpable me sentí
durante un año y pico a causa de la manija. Bueno y… ¿qué me querías contar
de Paredes?
—Marcelo Paredes. Él te quería mucho. Más o menos por la fecha en que
a vos te guardaron en una caja a él también lo manijearon.
—¿La misma Sociedad Esotérica?
—No. Otra. Yo lo supe por el astral, pero no podía ayudarlos a los dos.
Hubiera querido pero no fue posible. Lo mataron.
—¿De qué manera?
—Se… «suicidó», digamos, arrojándose a un río desde un puente
altísimo. Te lo cuento porque él te apreciaba y creía en tu genio.
—Yo también lo respetaba. Cada tanto nos peleábamos, pese a todo.
—No lo dudo. Un par de manijeados. Eran muy parecidos, vos y él. Como
el anverso y el reverso de la medalla. Bien, de cualquier manera… agradecé
no ser vos el muerto.
—De Quevedo… te va a parecer raro esto que te voy a comentar.
Es algo que me pasó en el Pelman, y no sé por qué me acuerdo justo
ahora. Más o menos por la época en que yo estaba guardado en la Caja
Espantosa ¿vos dibujaste una especie de toro que rompía una pared?
El Maestro no pareció extrañado:

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—Sí. No fue un dibujo, verdaderamente. Armé un collage con recortes
que saqué de distintas revistas. Representaban al Minotauro rompiendo una
pared de ladrillo. Después lo potencié a ése, tu compañero de desgracia
¿cómo se llamaba?: Juan Carlos Orozco, y le hice pintar uno igual sobre una
de las paredes del hospital. Fue un trabajo de… magia proyectiva o
comunicante. Necesitaba que tu amigo volviese imagen concreta, dentro de
Unidad 20, a la figura que yo potenciaba desde mi casa. Mediante un símbolo
procuré que ese Dios (el Minotauro) rompiese la prisión en donde vos estabas
metido.
—¡Ah!: entonces la cosa fue al revés de lo que yo imaginaba. Le tenía un
miedo espantoso a ese dibujo. Estaba convencido de que el Minotauro era el
Anti-ser que anhelaba romper su cárcel para venir a destruirme. Siempre
pensé que vos, y no Orozco, eras el autor, sólo que en ese momento supuse
que lo habías hecho para reflejar con un cuadro mis nulidades, etcétera.
—Sí. Ya sé lo que creiste. O lo que te hicieron creer, mejor dicho. Fue
exactamente a la inversa de lo que te obligaron a sentir. Pero el Anti-ser
siempre procede en la misma forma: presenta como santo lo que es diabólico,
y viceversa.
Después el gordo y De Quevedo hablaron de otras cosas. El Maestro le
contó que ahora estaba viviendo con una piba muy joven, azafata de una línea
aérea. Se llamaba Susana Mirtha Galotti. Según De Quevedo esta chica había
sido su salvación luego que se separó de Teresa. La Galotti era buena,
compañera y hermosa. Tenía el defecto menor de ser bruta como un zapato,
pero se esforzaba por abrirse a nuevos mundos. «No sé si entenderá mucho de
mi cosmovisión —decía De Quevedo—, pero después de todo es lo de menos.
Nadie entiende nada, por otra parte; de modo que mi énfasis está en otra cosa.
Me brindó su vida y su casa en un momento en el cual yo…».

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VEINTIOCHO

LOS CHICHIS DAN LA JETA

El gordo consiguió trabajo en un departamento gubernamental llamado


Recursos Hídricos. Ocho horas diarias, tareas de oficina y sueldo misérrimo;
ganaba más, no obstante, que en sus épocas de peón de limpieza.
Cierta tarde, al volver de su trabajo, comenzó a subir la escalera de
madera. Había muchos signos de que algo muy malo estaba esperándolo
arriba, pero Sotelo por esa época aún se permitía distracciones. Al llegar al
hall, bajo la gran claraboya, vio que en el clavo de su puerta (que él en otro
momento introdujera para que pudiesen dejar mensajes los eventuales
visitantes) había un papel. Aquí sí, por primera vez, sintió un pequeño golpe
en el corazón. Distraído y todo algo intuía. Sin tocar el mensaje lo leyó:

¿Así que vos sos muy capo y chistoso? ¿Por qué no me


hacés chistes a mí…? ¡Si te atrevés!
M. P.

«M. P.». En lo primero que pensó el gordo fue: Marcelo Paredes. Pero no
era posible: si el otro estaba muerto. Además ¿de qué chistes hablaba? Si él
jamás se había hecho el piola o el vivillo. Lo cierto es que tenía miedo, un
miedo horrible. Claro: siempre le quedaba la posibilidad tranquilizadora de
echarle la culpa a De Quevedo: «Fue él. Me dejó el mensaje para que yo,
cagado en las alpargatas y lleno de horror, vuelva a caer bajo su dominio».
Ahora bien, Sotelo supo, con iluminada certeza, que De Quevedo no dejó el
papel. Por otro lado, el espanto del gordo no contaba con una amenaza
concreta en la cual basarse. En realidad el mensaje no decía qué le podía
llegar a suceder. Pero él entendió que aquello era algo más que una simple
demostración militar en las fronteras. El preludio de una nueva invasión. Dejó

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la misiva donde estaba y entró a su casa. «¿Y ahora qué carajo hago? Me van
a matar». Preparó unos mates y se sentó al lado de la mesa cavilando. La
nueva casa del Maestro, donde vivía con Susana Mirtha Galotti, no tenía
teléfono. «¿Voy o no voy?», se dijo. ¿Y si no lo encontraba? Aquello era muy
urgente.
—¡Sotelo!… ¡gordo!…
Se asomó al balcón y abajo, en la calle, estaba De Quevedo.
—¿Te pasa algo, gordo? Sentí que me llamabas.
—Sí. Pasa y pasa muchísimo.
—Esperate un cachito que ya subo.
En el mismo hall lo esperaba Sotelo.
—Mira: me dejaron un mensaje.
—¿Mensaje?, ¿de qué clase?
—Y, leelo. Yo ni lo toqué.
Luego de enterarse del contenido el otro lo sacó con cuidado. Pasaron
adentro.
—Antes que hablemos de nada prepara mate, gordo, así nos potenciamos.
De Quevedo depositó el papel sobre la mesa vacía mirándolo
intensamente. Al rato Sotelo se sentó con el equipo.
—Vine porque te vi en el astral —dijo el Maestro—; y en plena vigilia, te
aclaro. Una gran flecha te pegaba en el pecho clavándote contra una pared.
Ahora, cuando miré el papel ensartado en el clavo comprendí. —Tomaron
unos cuantos mates, De Quevedo siempre con su vista fija en el mensaje, y
luego prosiguió—: Pero no te preocupes. En apariencia esto es más terrible
que todo lo otro, de año y medio atrás, pero no es así. Se han visto obligados a
efectuar una acción física; esto quiere decir que empiezan a desesperarse.
Tienen que estar muy preocupados para dar la jeta. Esto les va a ser fatal,
porque hay muchos misterios del universo que yo desconozco, pero da la
casualidad de que de esto sí sé mucho. ¿Tenés un cuchillo puntudo, que esté
limpio?
—Sí.
—Traelo.
De Quevedo tomó el cuchillo con la mano derecha y pasó energía para
transformarlo en arma mágica. Golpeó el papel con la punta de sus dedos
izquierdos para circuitarlo, tenerlo reducido y quitarle proyección. Luego
pasó el cuchillo al gordo.
—Toma. Clávalo vos mismo. En el centro. Lo más cerca del centro
posible.

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Sotelo tenía miedo de no hacerlo bien, pero la presencia de su Maestro le
brindó confianza.
—Clavalo para matar —reiteró De Quevedo.
El gordo, potenciado, ensartó papel y mesa.
—Ahora traé fósforos.
El gordo se apresuró a traer una caja enorme de fósforos Fragata de
madera.
—Abrila y sacá 13 fósforos. —El gordo lo hizo. De Quevedo prosiguió—:
En este momento hay una gran cantidad de gente que está preocupadísima. —
Luego el Maestro dijo—: Ahora vamos a dividirlo.
Hizo cuatro cortes, desde la mitad de cada cara de papel, avanzando hacia
el centro, donde estaba clavado el cuchillo. Pero sin cortar. De Quevedo
arrancó cuatro cuadraditos, como si fueran pétalos, dejando un quinto clavado
en el cuchillo. Con los fósforos fue encendiendo cada papel desgajado y
acercándolo al ensartado; no procuraba quemarlo con aquellas pequeñas
antorchas, sino sólo que el calor lo curvase. Así quemó los cuatro pétalos.
Ahora únicamente quedaba el del medio, rodeado de cenizas.
—Mirá la sangre, Sotelo.
Y en efecto: en el papel aún clavado habían aparecido unas gotitas color
agua rojiza.
—¿Querés verlo?
—¿Verlo a quién?
—Te pregunto si querés verlo. Si por primera vez en tu vida deseás ver
una fotografía astral del Anti-ser. ¿Sí? ¿Te gustaría? Es fácil. Mira:
Y el Maestro tomó las cenizas de los cuatro pétalos y las rompió sobre el
quinto pétalo ensartado y restante. El papel quedó ennegrecido. Luego sopló:
—¿Lo ves?
Aquello era semejante a un test Rorschach: aun así podía verse un
esqueleto, de perfil, de cintura para arriba. De la calavera (lo más nítido)
salían dos o tres mechones de pelo.
—Lo viste, ¿no?
—Sí.
—Muy bien. Entonces, ahora…
De Quevedo arrancó el cuchillo con papel y todo y, con los fósforos que
le quedaban, procedió a quemar todos los restos. Pulverizó las cenizas y luego
las tiró a la basura.
—Ahora todo lo que mandaron volvió atrás, y su chichi los está atacando
a ellos. Pero esperate, aquí… hay otro chichi. Pero ¿dónde?

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Echó un vistazo por todo el cuarto. Sotelo era un enquilombado. Hacía
meses que estaba en ese sitio y aún no había encontrado lugar para sus cosas.
La semana anterior, De Quevedo, en una de sus tantas visitas, encontró al
gordo acomodando sus libros. «¡Mirá!, ¡mirá!, De Quevedo: ¡Mirá la
“bibliotequilla” que me mandé!»; y mostraba orgulloso un cachivache con
clavos mal puestos, maderas rajadas y sostenido a la pared con alambres para
que no se viniera abajo. «¡Mirá! —insistió el manijeado—. No me creías
capaz de hacerlo ¿cierto? Ya creías que mis libros iban a quedar en el suelo
para siempre. Te sorprendí por completo». Y cierto es que el otro estaba
sorprendido. Era todavía peor de lo que suponía. El gordo, en su
impracticidad, arruinó materiales caros y excelentes. Más le hubiese valido
comprarse unos ladrillos huecos —ya que gastó tanto— y poner arriba esas
tablas magníficas. Las arruinó sin remedio. Al otro le dio lástima decirle que
aquello era atroz. Respondió: «Ah, muy bien. Te felicito».
Los libros, ahora, por cierto que estaban en los estantes de su biblioteca
chasco. El gordo tenía también una cama de 1200 plazas, que ocupaba la
cuarta parte completa de su habitación, miles de objetos pequeñitos que le
regalaron mujeres con las que nunca se acostó, un tocadiscos Winco, un
grabador made in casa que le vendieron en un negocio de segunda mano y
baratísimo (contrariamente a lo que pudiera suponerse el aparato no sólo no
era malo sino que adolecía del defecto de ser demasiado bueno. Poseía tal
sensibilidad que a veces quedaban registradas emisiones en onda corta, que
únicamente él captaba, quedando impresas en la grabación. Ejemplo: cierta
vez Sotelo quiso tener una copia magnetofónica de la Danza de las Furias, de
Gluck, sacándola de su radio a transistores. La obtuvo, claro está; pero cuál
no sería su desagradable sorpresa al verificar que, junto a la Danza aparecía
una voz diciendo: «Aquí Radio Chacotécatl. En el partido jugado ayer en la
cancha de…». El aparato, pese a ello, a veces servía y su sensibilidad extrema
ayudó más adelante al gordo a captar cosas insólitas y que le fueron de mucha
utilidad en su camino de comprender al hombre y a la infraestructura de las
cosas). Arriba, en el entrepiso de madera, al cual ya dijimos que tenía acceso
mediante una escalerita, guardaba cientos de trastos: valijas rotas,
calentadores a kerosene, maderas y paquetes de clavos por si algún día se
decidía a construir repisas para guardar los miles de objetos que, abajo,
aguardaban su decisión.
De Quevedo, pues, echó un vistazo. Su experiencia en chichis lo condujo
a la biblioteca. De cierto gordo libro salía una luminosidad astral llena de
partículas inmundas. Sacó el volumen del estante y lo abrió en la portada. En

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la segunda página, con agua rojiza (muy parecida a la que un momento antes
obtuvieron al quemar el mensaje), habían escrito:

PAREDES

—Mirá, gordo. —Y le mostró. Sotelo estaba horrorizado—. Quién sabe


desde cuándo está escrito esto. ¿Qué libro es, por otra parte? Con el apuro por
detectar la manija ni me fijé. Ah: el Ulises, de Joyce.
—¿Pero por qué? ¿Por qué ese libro?
—No sé. A lo mejor porque lo admirás y quisieron cagártelo. Suponían
que tarde o temprano ibas a pegarle una ojeada; así, en vez de descansar
repasando un libro amado, ibas a sufrir un nuevo cagazo y otra carga viendo
el regalito. Y mira: ya atravesó varias páginas, aunque no alcanzó el texto.
Efectivamente: la sangre astral impregnaba las dos o tres primeras hojas.
De no haberlo descubierto a tiempo aquello hubiese impreso la palabra
«Paredes» en las quinientas y tantas páginas de la obra de Joyce. De Quevedo
arrancó las que estaban contaminadas y, luego de hacerlas un bollo, las arrojó
a la basura.
—Mirá gordo: para evitar este tipo de ataques y otros diferentes pero que
podrían llegar a causarte mucho daño moral…
—¿Cómo qué?
—Como que te afanasen libros, por ejemplo. Para evitar tales cosas, te
repito, tenés que forrarlos, uno por uno, con papel blanco.
Astrológicamente este color cumple las mismas funciones que el plomo:
blinda. Si forrás con blanco un objeto cualquiera (libros, en este caso) éste se
torna inatravesable por los rayos acásicos, que son los de la visión mágica.
Entonces, si blindás a toda tu biblioteca, volumen por volumen, por fuertes
que ellos puedan ser, no van a poder escribir aquí nuevas cosas ni sacártelos.
Incluso ya tienen que faltarte algunos. Por qué no echás un vistazo, haceme el
favor.
El gordo, lleno de aprensión, fue hasta sus libros y, como si lo supiese, lo
primero que miró fue el lugar donde él guardaba tres revistas pornográficas.
Se las habían llevado, claro está.
—¡Faltan! —dijo con horror.
—¿Qué cosa?
—Mis tres revistas pornográficas.
No es que el gordo fuese un pornógrafo. Al contrario: su mal, en la vida,
consistió en el excesivo ascetismo. Compró esas revistas como una manera de
romper su inhibición. El Maestro lo sabía y lo aprobaba. El robo de esas

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revistas —que los chichis se hubiesen preocupado lo bastante como para
gastar la energía de llevárselas— distaba de ser una casualidad. Ello,
justamente, era la demostración palpable de lo mucho que les interesaba que
el gordo no pudiera normalizar su sexo.
—¿Dónde estaban?
—Aquí.
—Bueno, pues vamos a tratar de hacerlas volver.
—¿Y de qué manera?
—De la misma manera que las sacaron. Separá los libros para que quede
un hueco, más o menos en el lugar donde estaban. Muy bien. Ahora vení y
Sentate. Pone las manos arriba de la mesa, en la misma forma en que yo lo
hago. No me agarres las manos ni nada; simplemente que las puntas de tus
dedos toquen los míos. Perfecto. Ponete a pensar conmigo, con toda la fuerza
posible, en que las revistas vuelvan. Usá un grifo como figura de meditación.
¿Listo? Bueno.
En realidad De Quevedo no tenía la pretensión de que el gordo lo
ayudase. Le dio una tarea para que no molestara con sus terrores, creando con
ello nuevas interferencias.
La cara del Maestro se inflamó, como si golpes de sangre aumentaran la
presión de su cerebro. No apretaba todo el tiempo: si bien no aflojaba jamás
por completo la energía venía en forma de sinusoide; en picos. El pobre
Sotelo tenía miedo de que al otro le estallase alguna vena o arteria, pues sus
moraduras eran terribles en los momentos de mayor empuje. Aparte, y en
ciertos instantes, De Quevedo inflaba sus carrillos levemente y expulsaba sin
ruido pequeñas bocanadas de aire.
—Bueno. Suficiente. Ya tiene que estar. Anda y fijate.
El gordo fue hasta la biblioteca y miró. El lugar estaba vacío.
—No hay un carajo, De Quevedo.
El Maestro se extrañó muchísimo.
—Pero no puede ser. Si yo lo sentí venir. A ver… mirá en otros lados. No
necesariamente entre los libros.
En el estante de más abajo el gordo guardaba escritos, papeles, recortes de
periódicos con información sobre hechos insólitos, etcétera.
—¡Maestro!…
—¿Qué?
—¡Maestro, Maestro!: ¡están!… pero… son cinco.
—¿Cómo cinco?, ¿no eran tres las revistas? ¿Dónde estaban?

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—Debajo de esos diarios. Están las tres que me afanaron pero además
otras dos que no son mías.
—¡Ah!: con razón me costaba tanto hacerlas volver. Traelas.
El pobre gordo no entendía nada:
—¿Pero cómo? ¿De dónde vinieron las otras?
—No sé. Los chichis, ciertamente, no tienen revistas pornográficas en sus
casas ni en sus templos. La explicación sería tal vez… pero claro. Qué
estúpido soy.
—¿Qué?, ¿qué pasa?
—El ideal, para ellos, hubiera sido trasladarlas hasta un lugar de
meditación y trabajo, y allí quemarlas. Unica garantía de que ya no podríamos
recuperar todo esto. Quizá te desconcierte que tanto ellos como yo nos
tomemos tanto laburo por publicaciones así, que al fin de cuentas pueden
reponerse comprándolas de nuevo. Pero es que se lucha por un símbolo. El
símbolo es lo importante en este caso. Ellos, forzosamente, debían afanarlas.
Eso está claro. Pero llevarlas a sus plataformas les habría costado mucha
energía. Entonces prefirieron meterlas en la biblioteca de alguien que te
conoce y te odia.
—¿Quién?
—No lo sé. Podría averiguarlo pero no vale la pena ni viene al caso. En
magia se obra aprovechando las simpatías de los sistemas y las antipatías que
pueden tener los mismos. Si hay —y yo estoy seguro de que sí— un tipo que
te detesta, ellos aprovechan su odio usándolo como guardián. Seguro que este
fulano no es esoterista ni nada; es más: ni siquiera sabía que tus revistas
estaban en su biblioteca. Su sorpresa iba a ser cuando las hallase. Ahora
también quedará sorprendido, pero al ver que le faltan dos suyas. Sí. El odio
es un buen depósito cuando se quieren guardar cosas afanadas. En cuanto a
los chichis esotes, por querer ahorrar energía ahora se jodieron. Gordo: quiero
que hagas una cosa. Pero primero cruzá los dedos de las manos y de los pies.
Las manos es fácil; ¿podés con los de los pies?
—¿A ver? Sí.
—Bueno, me alegro. Hay muchos que no pueden. En ese caso habrías
tenido que cruzarlos de prepo y con las manos. Yo también los tengo
cruzados: arriba y abajo. A esto lo hacemos para interrumpir el circuito astral.
Ahora no pueden vernos ni oírnos. Pero no hay que abusar ni hacerlo muy
seguido, si no pierde efecto. En magia nunca tenés que usar dos veces el
mismo truco. A menos que no tengas otro remedio. Al enemigo sólo podés
sorprenderlo una vez; luego toma contramedidas. Por eso vos siempre tenés

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que engancharlo con algo que no tenga previsto. Te cuento estas cosas con
objeto de que, de paso que nos defendemos y contraatacamos, vayas
aprendiendo. Lo que quería decirte es esto (después que vuelva a mi casa voy
a bloquear en forma para que no averigüen): Quiero que hagas dos cosas. Vas
a tomar un par de copas o vasos; es indiferente que sean de vidrio o plástico;
para el caso es lo mismo. Todos los días, al levantarte, las vas a llenar con
agua común (la podés sacar de la canilla). Al otro día (no es indispensable que
sea a la misma hora pero es preferible) tirás el agua vieja y las llenás con
nueva. Eso es todo. Con el tiempo los vasos se van a ir cubriendo por dentro
con una película marrón; no se te ocurra enjuagarlos, limpiarlos, frotarlos, ni
un carajo. Simplemente tirás el agua vieja. Lo que se desprenda que se
desprenda si quiere. No te tenés que calentar. Pero en lo que a vos se refiere,
no limpiás ni enjuagás. Eso es todo lo que tenés que hacer respecto de las
copas. Poco a poco se van a ir cargando y actuarán de cerrojo. Si vos vieses
que el líquido en algún momento se enturbia no lo tires ni nada, pero anda
volando a casa para decírmelo. Tené previsto que por puta desgracia yo
pudiera no estar y llevá con vos una carta donde me lo decís. Una carta
cerrada. Afuera le dibujas un símbolo como éste ¿ves?, y lo dibujás en
perspectiva para que tenga profundidad. Si Mirtha no está la pasás por debajo
de la puerta. Otra cosa: a las copas ponelas siempre en el mismo lugar de la
casa. Ha llegado la hora de que renuncies a tus haraganerías y pongas las
famosas repisas; en esta forma tendrás dónde colocar las copas y de paso esa
cantidad increíble de cosas chiquititas. ¿Quién mierda te dio todo eso? No son
cosas feas, pero me asombra la cantidad.
—Me las dieron distintas mujeres, a lo largo del tiempo, que…
—Ah, sí, sí. Ellas siempre hacen regalitos a manera de despedida. Cuando
una mina te regala algo ponete alerta. Puede no pasar nada, pero… conviene
estar prevenido para que no se te caiga el techo.
—Tenés razón: a todos esos regalos ellas me los hicieron justo cuando…
—Sí, pero no es de eso que necesitamos hablar. Me lo contás otro día. La
segunda cosa que quiero que hagas es la siguiente: el jueves dieciocho (no
éste sino el que viene) yo voy a venir a tu casa por la tarde. Tenés que estar
bañado y todo tu cuarto debe quedar limpísimo. Y también ordenado. Lo más
que puedas. Incluso limpiá el entrepiso; debe tener una mugre que ni quiero
pensar.
—Sí Maestro.
—Nada de «sí Maestro» y después no hacés un carajo. Mucho ojo que la
mano viene pesada. Ese jueves vamos a hacer un ritual. Lo ideal sería hacerlo

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en viernes, pero no se puede porque a los viernes y sábados los tienen
copados los chichis. En fin, no sería imposible pero no conviene. Además
jueves es Júpiter, de modo que ello es muy bueno.
—¿Por qué decís que a esos días los tienen copados?
—Porque viernes y sábados son los dos días en que las Sociedades
Esotéricas hacen la mayoría de sus rituales fuertes, de conjunto, con muchos
miembros que potencian, y la ciudad se carga. Es muy difícil trabajar así, a
menos que vos también seas un chichi.
—¿Y por qué esos días en especial?
—Es largo de explicar. El sábado porque es Saturno, y éste es un Dios…
no malo, desde luego, pero sí… complicado. No en vano su elemento es el
plomo. En este caso, para un chichi es sencillo introducir manijas. De modo
que a un ritual hecho para el bien ellos le pueden cambiar el signo sobre la
marcha y sin que te des cuenta. Después te querés agarrar la cabeza. Más
adelante sí vamos a poder, pero ahora no; con los primeros rituales, que es
donde vos necesitás estar más fortalecido. El viernes es día de Venus, como
todo el mundo sabe. La Diosa del Amor. Por cierto que ellos no usan el día
para invocar a Venus-Afrodita; estos hijos de puta siempre proceden de la
misma manera: toman un elemento esencial y le cambian el signo en 180°.
¿Es el Amor? Pues bien: a transformarlo en día del Anti-Amor. Materializan a
una entidad diabólica para que tenga contacto sexual con los hombres. Con
los seres humanos, te quiero decir, porque también engancha a las mujeres. Es
un bicharraco que una vez que se vuelve físico es absolutamente horripilante.
Tiene un miembro gigantesco y a sus víctimas siempre —siempre— las posee
por atrás. Les rompe el culo. No, no te rías que esto no tiene nada de gracioso.
—Me río del propio espanto.
—Bueno. Pues es así. Al que agarra le revienta los intestinos. Casi todos
mueren, y el que se salva queda lisiado para toda la vida. Es, en realidad, un
arma mágica. Incluso tengo amigos (que no son chichis) que lo utilizan para
destruir a sus enemigos. A mí mucho no me gusta la idea, porque aunque vos
lo uses para hacer cagar a un malvado, sea como sea estás introduciendo una
partícula de Anti-ser en el planeta Tierra, ¿entendés? Aun para hacer el bien
estás invocando al Gran chichi Súper. Y eso no es muy agradable. Después
tenés que invocar a un Dios para que con su martillo desmaterialice al
«vurro», etcétera. Y así tu vida se va complicando.
—¿Cómo se llama ese bicho?
—«Vurro», con ve corta; le decimos así tanto por el tamaño de su órgano
sexual como por el hecho de que a veces tiene algunos rasgos que recuerdan a

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los del burro con be larga. Por eso, para no invocarlo sin querer, a veces le
decimos «ve corta», directamente, cosa de no mencionarlo por su otro
nombre.
—¿«Le decimos» quiénes?
De Quevedo se impacientó:
—Ay gordo… los que sabemos de su existencia, por supuesto.
—¿Pero entonces son muchos los que saben que existe?
—Por favor no me hagas reír. Todos los esoteristas lo saben. Todos los
que están en la joda grossa, por lo menos. Bueno. De cualquier manera espero
que te haya quedado en claro la razón por la cual no vamos a hacer rituales ni
viernes ni sábados. No por ahora. Ya es suficiente. Destrabá los dedos. —
De Quevedo desvió la vista de Sotelo y se dedicó a mirar una manchita en la
pared que tenía enfrente. Parecía entretenidísimo. Dijo casi tímido—:
Gordo…
—¿Sí?
—En otro orden de cosas. Esto no tiene nada que ver con la magia, claro
está, no te hagas una idea… ¿Por qué?… ¿por qué no te comprás una jaula
con una pareja de pajaritos… macho y hembra?
—¿Y eso para qué? Hace muchos años cuando yo era adolescente y vivía
con mi viejo, teníamos un gran jaulón en el patio lleno de palomas
montaraces, jilgueros, etcétera. A veces con la trampera cazaba un gorrión
pero vivían poco. Ésos no son bichos para tenerlos presos. Una vez… una
gorriona me duró un año antes de amanecer muerta, pero fue la excepción. En
seguida en la jaula se establecieron jerarquías: las palomitas, que eran las más
fuertes, se bañaban y comían primero. Si alguien, cagado de hambre, se
acercaba, le arrancaban la mitad de la piel a picotazos. Resultaba como la
lucha por la vida, de afuera, pero peor. No. No quiero tener más pájaros. Y
menos en un departamento.
—Tu error fue poner distintas especies en una sola jaula. Además… ¿de
qué departamento me hablas?: si ésta es la casa de Drácula.
—Bueno pero… no.
—¿Por qué?
—Porque no, que es la mejor razón de todas. No me siento… preparado,
todavía, para tener pájaros. Quizá más adelante.
—Eso quiere decir nunca.
—No, nunca no. Más adelante. En este momento me siento demasiado en
tensión como para dedicarme a atender pájaros.

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De Quevedo parecía darle a aquello mucha más importancia de la que
admitía, no pareciendo, por tanto, dispuesto a aflojar fácilmente:
—Ésas son excusas. Vos tenés que comprender que los pajaritos harían
que a vos, poco a poco, se te fuera pasando la manija que tenés con el sentir.
—¿Con el sentir? No entiendo.
—Gordo: una de las tantas cosas que a vos te pasan es que sos un
intelectual de mierda. Tenés trabado el sentir. Sabés que existen los árboles
porque lo leiste en algún lado, pero jamás te dedicaste a mirar un árbol para
ver qué era.
Al gordo lo que decía De Quevedo le cagó el sistema. Nunca supo la
razón, pero justo en ese instante se acordó de la frase de Lao Tsé: «En los
asuntos de los hombres hay un sistema. En los míos hay un principio». El
otro, con su potencia (que apelaba al ser del gordo), le hizo comprender que
ése era su drama central. La incapacidad de sentir. En algún momento de su
vida se bloqueó para evitar grandes dosis de sufrimiento. Ello sirve
momentáneamente, pero tiene un castigo terrible. El torturado, para salvarse y
sin comprenderlo del todo, renuncia a la vida.
—¿Y? —preguntó De Quevedo viéndolo con la guardia baja—. ¿Vas a
comprar la jaulita con los dos pájaros?
Sotelo, pese a todo y en una última defensa de su manija,
recalcitrantemente, dijo:
—No.
Un Maestro de grado menor hubiera suspirado. De Quevedo se limitó a
decir:
—Bueno. Está bien. Me voy y vuelvo dentro de unos días. Ya se hizo
tarde. Mirtha debe estar preocupada.
Más o menos a media semana, algunos días antes del famoso jueves en el
cual estaban citados, De Quevedo cayó en casa de Sotelo con una jaulita con
dos diamantes mandarín adentro. El Maestro estaba furioso: imposible
averiguar si consigo mismo, con el discípulo o con ambos.
—¿Cómo te va, gordito lindo? Esto es un regalo. Que no te merecés, por
supuesto. Me costó unos buenos mangos. Y no quiero oír objeciones. Agarrá
un clavo y un martillo. Meté un clavo en esa pared.
El gordo no salía de su estupefacción:
—Pero… por qué te gastaste esa guita que no tenés. Hubieses dejado que
yo, si hubiese sabido que era tan urgente…
—Mirá, chichi de mierda. Ya me tenés harto. El ideal, que yo traté de
conseguir la última vez que tuve la desgracia de verte, fue que vos, por propia

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decisión, comprases estos pájaros. No por razones mágicas, sino por motivos
humanos. Además hay razones mágicas: que los trajeras a tu casa porque
estabas dispuesto a iniciar el largo y difícil camino de sentir. No fue así,
desgraciadamente. ¿Mh? Vos sos de la clase de tipos que sólo funcionan
cuando tienen metida la gran tararira en el orto. Bueno, pues has de saber que
las papas queman. Necesitás a estos pájaros para tu protección, para que no te
manijeen mágicamente. Pero no fue por esto, repito, que yo esperaba de vos
el impulso de comprarlos motu propio. Si no fuera porque está mal que un
Maestro odie a su discípulo, yo te odiaría, guampudo de mierda.
—Te voy a devolver la plata —atinó (o desatinó) a decir el imbécil.
De Quevedo se felicitó a sí mismo por ser capaz de aguantar la furia.
Tentado estaba de hacerle un mudra para disolverlo y así ahorrarles trabajo a
los chichis.
—Escúchame: hermoso, bacilón, anadeador de caderas, danzarín árabe,
puto viejo: hay una sola forma dentro de la cual vos podés pagarme lo que
hice por tu persona chasco. Oíme bien, hermosote, salado, ahé: Todos los días
(y atendé bien porque esto no es un pedido sino una orden) vas a pasar diez
minutos, controlados con reloj, mirando a tus pájaros: pluma por pluma,
picos, colores, movimientos, de qué manera comen, se bañan y toman agua.
Diez minutos. Y si no lo hacés así —atendeme bien, sabroso, mulatona con
muchos dientes de oro— te retiro mi protección. Es más: voy a hacer un pacto
con los chichis y pedirles humildemente que me permitan hacerte yo, primero,
las peores cosas. El cáncer vendría a ser algo así como un regalo por buen
comportamiento, al lado de las cosas que pensamos hacerte ellos y yo si me
traicionás. ¿Entendiste? —De Quevedo en su rabia triunfante largaba
llamaradas de ira; un cerrojo, no obstante, le impedía matarlo o dejar que se
las arreglara como pudiese. La furia modificaba su lenguaje.
—Oíme, sabrosote, caderas excitantes, Primer Premio con gallardete y
moña en el concurso de culos en la Rural de Palermotécatl: Si para el jueves,
cuando yo venga, no tenés puestos los estantes, limpia la casa y vos bañado,
lo vas a pasar mal. Muy mal. Te voy a hacer cagar ¿entendiste? Y además con
mucha alegría te voy a hacer mierda. Quizá todo esto te parezca un
inmotivado exabrupto de mi parte…
—¡No Maestro! ¡Usted tiene ra…!
—Callate. Escucha con toda atención lo que voy a decirte: yo tengo mis
pactos con el Ser. Esto es algo que vos, por supuesto, no sabés ni entendés,
pero igual te cuento. Son pactos que he violado, en su mayoría, y por afecto a
vos. Hay cosas que un Maestro no puede hacer. Un Maestro puede ayudar a

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un manijeado, sacarle hechizos que le encajaron, etcétera. Todo eso es legal y
parte de la maestría. A fin de cuentas uno está para eso. Pero lo que un
Maestro no puede hacer, y yo lo hice, es obligar al discípulo a tomar por el
camino del sentir, por el camino de la naturaleza. Quizá te parezca raro pero
es así. Es parte de las leyes de los Dioses. Sentir, tratar de ver la realidad
natural (no la sobrenatural sino la natural) de las cosas y los fenómenos, son
opciones que cada uno debe buscar por sí. El Maestro, a lo sumo, le puede
sugerir al discípulo: «Mirá, ¿por qué no te compras unos pajaritos para tratar
de romper tu manija inhumana? De esta manera, mirando a los seres, vas a
aprender a mirar al Ser». Eso es todo. Un Maestro tiene prohibido ir más
lejos, porque todo lo demás depende de la libre decisión, inalienable, del
discípulo. Comprendí con toda claridad que era al pedo recomendarte que
compraras los pajaritos. No lo ibas a hacer ni hoy, ni mañana, ni el año que
viene. Y las papas queman. Estos pájaros van a hacer de cerrojo. Cerrarán el
astral cada vez que te quieran atacar; su función será análoga a la de las
copas. Veo que las tenés. Las tenés pero en el piso, porque fuiste lo bastante
haragán como para no clavar las maderas, pese a que en el entrepiso tenés
tablas más que suficientes. Bueno. Yo, por ayudarte, he llegado al borde de la
traición. No sé cuántos pactos he violado. Todas estas cosas tienen un costo.
Ahora bien, paso a decirte lo siguiente: como vos, el próximo jueves, no
hayas puesto las repisas, limpiado todo, y mirado a tus pájaros diez minutos
todos los días (incluyendo hoy)…; además no bien entre a tu casa me voy a
dar cuenta si has cumplido o no. Si no lo hiciste (y a esto te lo juro) te voy a
hacer toda clase de torturas paraguayas. Las vas a pagar por todos, como en el
poema de Guillen con «gue».
Sotelo, casi desmayado del susto:
—¡Los voy a mirar, Maestro, los voy a mirar a mis pájaros!
—Andate a la concha de tu madre.
Y se fue dando un portazo.

El famoso jueves, por supuesto, la cucha del gordo lucía impecable. Los
estantes estaban en sus lugares y hasta los había cubierto con pequeños hules.
Estaba más que bañadísimo y rogaba a todos los Dioses para que el Maestro
no cambiara de idea y hubiese decidido venir a liquidarlo aunque cumpliera
sus órdenes.
Lo primero que dijo De Quevedo al entrar fue una frase irónica:

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—Mmh, todo esto resplandece. No lo puedo creer. ¿Y? ¿Miraste a tus
pajaritos?
—¡¡Sí sí sí sí!!
—Ah, pero cuánto me alegro. Y seguí haciéndolo ¿eh?, todos los días.
Bueno. ¿A ver qué tenemos aquí? —Echó una mirada por toda la casa—. Está
bastante, bastante descargada.
—¿Qué cosa?
—La casa, por supuesto. Vos no lo sabés, pero con esta limpieza que te
has mandado hiciste cagar montones de chichis. Ellos aman el desorden y la
inmundicia. Ante cada limpieza general se quieren cortar los huevos. Muy
bien hecho, eh, muy bien hecho. Todos los días tendrías que ocuparte así de tu
casa. Upa: y veo que hasta rasqueteaste el piso y lo enceraste. Qué perfección.
—Pero Maestro: demoré decenas de horas. Hace días que no me dedico a
ninguna otra cosa. Tendría que transformarme en un osito lavador y limpiador
para tener esto constantemente así…
—No, no es cierto. Te costó tanto porque lo tenías todo descuidadísimo.
Ahora, si no volvés a tus haraganerías de costumbre, bastará con trabajos de
mantenimiento. Pero si un solo día te echás a chanta, cagaste. Bueno. Vamos
a empezar a trabajar. Traé un platito. Que esté limpio, por favor. —Con sorna
—: Ahora que todo está inmaculado supongo que no te faltarán platos
limpios, ¿cierto?, ¿o me equivoco?
—¡Nooo Maestro!: todos mis platos están impecables. Pero… ¿un plato
grande o chico?
—Cualquiera, cualquiera, basta que esté limpio. —El gordo lo trajo—.
Sacá todas las cosas de la mesa, pasá un repasador limpio arriba de ella y
pone el plato en el medio. Así. Eso es. Ahora…
Y De Quevedo sacó una vela roja de entre sus ropas.
—Vamos a usar una vela roja porque éste es un ritual de fuerza y
voluntad. Llamaremos a los Dioses del Fuego. Encendé y derramá cera en el
centro del plato. Muy bien. Ahora pega la vela. Perfecto. Ahora traé un papel
blanco, sin rayitas, manchitas, ni un carajo.
—Pero… si hubiese sabido compraba un…
—No hace falta que sea un papel súper. Basta con que esté limpio y sin
rayas de fabrica ni nada. Uno de borrador alcanza y sobra. Bien. Ahora vamos
a dibujar sobre el papel un grifo… así… con profundidad… para que pueda
reemplazar al metal… eso es. Ahora lo enganchamos en la manija de la puerta
para que, por razones simbólicas, los chichis no puedan entrar. Es un símbolo,
repito; ellos pueden entrar por cualquier lado, no necesariamente por la

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puerta. Pero el símbolo les caga la vida. Ahora escuchá bien lo que te digo: te
vas a poner absolutamente en bolas; hasta los zapatos te vas a sacar. Eso es…
así se hace; ahora… —En ese instante la luz eléctrica se apagó. De Quevedo
rió socarronamente—: ¿Ha visto? Ya lo decía yo. Aprendé: cuando hagas un
ritual nunca confíes en la luz eléctrica; para nada. No porque la electricidad
no sea buena, sino porque los chichis pueden manijear y hacer que la luz se
vaya, como en este caso. Así, cuando te rodee mucha manija y debas hacer un
ritual, debés tener la vela encendida desde un principio; no es lo óptimo: en
realidad uno debería esperar al final para encenderla, pero eso es válido en un
mundo sin manijas, que no es el caso. Si esperas a último momento lo más
probable es que te quedes a oscuras y los chichis te copen la casa. Que se
lleven la luz eléctrica, qué nos importa. Ya la recuperaremos. Ya la van a
tener que devolver. —No bien De Quevedo dijo esto la luz eléctrica volvió—.
¿Ha visto? Se amargan muchísimo y al final aflojan. —Ahora que tenían luz
artificial el Maestro bajó la llave y la apagó—. Sotelo, prestá atención: te vas
a masturbar delante de la llama usando como figura de meditación a la (o a
las) imágenes más eróticas que se te ocurran. Aquí es todo legal. Pero primero
repetí conmigo esta oración: «Padre Odín, Señor de las Fuerzas, líbrame de la
Batalla Celeste y haz posible mi vida, aquí en la Tierra… Padre Odín, y por tu
intermedio a todos los Dioses y Diosas que quieren al hombre, te pido que
potencies mi sexo, lo ayudes a que se desprenda de las manijas que me
metieron en el manicomio y las que me mandaron y mandan los esoteristas…
y permitas mi acceso al erotismo y a la vida».
Así lo hizo el gordo. Se escuchó entonces una voz grave, que salía como
de las paredes (no de la vela, curiosamente), que dijo algo semejante a: «Sí,
voy a ayudar». La vela, cada tanto, lanzaba chisporroteos como si sustancias
combustibles entraran bajo la influencia de su llama; quiero decir: objetos de
combustión más rápida y deflagrante que la simple cera y su pábilo. A veces
la llama subía, otras bajaba, y ondulaba en forma extraordinaria, pese a no ser
tantas las corrientes de aire en la habitación como para que se justificase tal
balanceo.
El gordo pensó en mujeres de su infancia (en la compañerita aquella a la
cual le tocó el culo cuando era chico), en las chicas de su adolescencia. En la
única mujer a la cual accedió íntimamente, etcétera. Ya a punto de lograr el
placer vio que el papel prendido a la puerta se incendiaba. El resplandor fue el
que lo alertó.
—No te asustes, gordo. Este incendio es bueno. Es la propia fuerza del
rito lo que lo quema. Seguí hasta terminar.

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Pero la vacilación de Sotelo permitió la entrada de algo. De Quevedo lo
paró con un gesto y dijo:
—Esperá. Interrumpí que aquí se acaba de meter un chichi. No te muevas.
Voy a preguntar a la llama… —De Quevedo se concentro unos segundos.
Parecía confundido—: El astral respondió, pero no alcanzo a… Dice que el
espíritu maléfico está «en una pared marrón que no es azul». Qué carajo
querrá decir… «Una pared marrón que no es azul». Es tan poco claro como el
oráculo de Delf… ¡Ah!… ahora me parece que ya… Gordo: date vuelta.
Mira: el biombo de madera que tapa tu cocinita a gas… —De Quevedo se
incorporó encaminándose hasta el tabique—. ¿Ves Sotelo? El inquilino
anterior de este cuarto era un haragán igual que vos. Empezó a pintar de azul
este terciado y abandonó antes de terminar. Así que la mayoría del tabique es
marrón: «El espíritu maléfico está sobre una pared marrón que no es azul».
Tiene que estar sobre el marrón del terciado y muy cerca del azul… ¡Aquí!
¡Mira!
Efectivamente: cerca del borde pintado, pero sobre lo qué no lo estaba,
alguien había dibujado un exaedro, el símbolo mágico de los exateístas. Cosa
rara, pues el gordo no recordaba haberlo visto antes. Fue como si alguien lo
hubiera hecho en el medio del rito y aprovechando el momento de distracción
en que se fijó en el papel incendiado.
—Agarrá un cuchillo y raspá esa porquería. Encima dibujá un grifo. Que
tenga profundidad, por favor. Es importante que vos mismo lo hagas y no yo.
Así. Ahora que destruimos la interferencia volvé al rito.
El gordo, pese al cagazo, continuó (o mejor dicho reempezó). Luego que
logró eyacular se escucharon gemidos lejanos, como de chichis cagando
fuego.
—Bueno —dijo De Quevedo—. Por fin. Fue un parto pero lo conseguiste.
Ahora queda construida la alianza con los Dioses del bien. Vestíte. Apaga la
vela y encendé la luz.
El gordo Corvina Sotelo se había mandado un pequeño milagro: lograr
erotismo en el medio de circunstancias tan poco eróticas era ni más ni menos
que un prodigio.
—Vos no te podías ver —dijo De Quevedo—. Pero cuando el Dios habló
diciendo que iba a ayudarte a reconstruir tu sexo, el miembro se te movía
solo. Lograbas distintas erecciones. Incluso, en un momento, llegaste a plena
erección. Bien. Valió la pena, carajo. Fue difícil pero valió la pena. Me atrevo
a hacerte una predicción (en general yo no las hago): tenés tanta buena
voluntad que vas a lograr romper el hechizo. Esto marcha muy bien. Perfecto.

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VEINTINUEVE

LOS CHICHIS INTENTAN MATERIALIZAR UN


MUERTO EN EL DESVÁN PARA QUE EL GORDO
MUERA DEL SUSTO

Luego de su último encuentro con De Quevedo, el gordo al principio fue


limpio y ordenado… los tres primeros días. Después volvió a caer en sus
viejas mañas. Al poco tiempo el bulín de la calle Suipacha estaba casi como
antes. La única diferencia fue que, con el miedo de que le robasen los libros,
empezó a forrarlos de blanco. Compró cantidades enormes de papel. En
menos de una semana se mandó el operativo de bloquear casi quinientos
volúmenes, ponerles números en los lomos y referirlos a un índice. Récord si
tenemos en cuenta el poco tiempo disponible, de modo que su haraganería no
fue completa. Aparte todos los días, religiosamente, cambiaba el agua de las
copas. Los chichis, por lo demás, no daban nuevas señales de vida; ello
encargábase de estimular su desidia en otros sectores.
Fue un hermoso viernes. Llegó el gordo luego de su trabajo en Recursos
Hídricos y, si bien no encontró papeles enganchados en el clavo (desde el
incidente miraba el sitio con terror cada vez que pasaba por la puerta), ni la
ausencia de libros, supo que el ambiente contenía mucha carga. Observó las
copas: normales; nada enturbió el agua. Se puso a escribir.
Ya por la noche, mientras preparaba mate una vez más, tuvo la sensación
de que había alguien en el entrepiso en sombras. Afuera, bajo su ventana, los
ruidos de la calle. En el hotel turístico que los bancarios tenían en el edificio
de enfrente, había mucha joda y algazara. ¡Recién casados! ¡Bieeen…!
(aplausos, silbidos y vítores). El gordo miró el entrepiso oscurísimo que hacía
de ático o desván. No alcanzaba a ver gran cosa y con su linterna, desde
abajo, era imposible alcanzar hasta el último rincón. Las mujeres, en las
películas, siempre suben. No así el gordo Sotelo, quien, careciendo del coraje

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de una mujer de película, más bien tenía un cagazo de novela. «Soy puto.
Cástrenme», estuvo a punto de decir como mantra «protector», el muy hecho
de mierda. En cierto momento le pareció ver, con el rabillo del ojo, que el
flaco Paredes —altísimo, de casi dos metros— se corporizaba en el borde del
entrepiso. Entendió que la idea de sus enemigos era materializarlo para que el
muerto, previo lanzar un horripilante alarido, saltase al lado suyo y que así él
muriera de un ataque al corazón. Miró arriba, con rapidez, y por supuesto
nada vio. Pero la tensión continuaba, dando la sensación de que aquello podía
suceder en cualquier momento. ¿Estaba o no estaba el otro? Era horrible.
Arriba todo oscuro y la pieza helada como un iglú. Especial para las manijas.
Es decir: el calor manijea mucho más, mágicamente hablando, pero al gordo
lo deprimían las bajas temperaturas. Cualquier cosa resultaba preferible a la
incertidumbre. Tenía que salir de dudas. Comenzó a subir la escalera.
Patinaba del miedo pero seguía subiendo. Cuando sus ojos estuvieron a la
altura del suelo del entrepiso echó un vistazo con la linterna. Vio unos
zapatones. Le pareció que se movían.
—¿Gordo: estás en casa?
De Quevedo, una vez más. El gong.
—¡Sí! —el gordo, aprovechando la coyuntura, había bajado como una
exhalación—. Subí, por favor.
El gordo, completamente sacado, lo esperaba debajo de la claraboya:
—¡Maestro, Maestro!…
—¿Qué pasa? ¿Me llamabas?
—No. No sé. Debe haber sido mi ka. Socorro.
—Pero esperate, manijeado, a ver si aparece alguien. A todo esto
decímelo adentro.
Ya sentados, tomando mate, De Quevedo reiteró:
—Y bien.
—¡Arriba, arriba!… —y señaló.
—¿Dónde? ¿En el entrepiso?
—Sí, Paredes… Paredes…
—¿Otra vez te dejaron su nombre? ¿Lo escribieron en el entrepiso?
—No ntrrr… no ntrrr…
—Hablá claro, cobarde, cagón de mierda.
—Trrr… trrr…
—Pero no seas tan miedoso, carajo. Me querés explicar qué pasa.
—¡Bfff!… bfffl… ¡arrribfff… arribfff…! ¡Paredes!…
—¿Cómo? ¿Arriba estaba Paredes?

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—Está… está… vi los zapatos… se movían…
—¿Los zapatos de quién?
—De Paredes.
—A ver: dame la linterna.
—¡Cuidadoff…!, ¡arribfff está Paredeff!…
—Vamos a ver.
De Quevedo subió. Al minuto se oían sus pasos controlándolo todo:
revolviendo trastos viejos. A los pocos minutos estuvo abajo.
—Si había ya no hay, gordo. Además me extraña: ¡Cómo podés ser tan
flojo!
En realidad a De Quevedo no le extrañaba en absoluto. Pensaba que
intimándolo en esa forma, apelando a su vergüenza, el otro estaría más
preparado para resistir. Bien sabía él que Paredes estuvo a medias
materializado. Faltó poquito. Un poco más y… al gordo lo encontraban al
otro día, muerto de un ataque al corazón.
—¡Y cómo no querés que tenga miedo si…!
Sotelo se calló pues con el rabillo el ojo le pareció ver un movimiento en
el estante interior de la biblioteca.
—¡Una rata!
—¿Ah? ¿Vos también lo viste? —preguntó admirado De Quevedo—. No.
No es una rata. Es un chichi.
El Maestro en el acto hizo un mudra de bloqueo.
—Es un Maestro de alto grado —confirmó De Quevedo—; por otra
parte… ajj: parece que es un ataque en serie y en serio. Sentate, gordo. ¿Te
acordás cuando hicimos volver tus revistas? Bueno. Ahora no toques mis
dedos ni nada. Pero poténciame todo lo que puedas. Ahora que lo tengo
enganchado a este súper no me lo puedo perder. ¿Sabés dónde está, no?: en
ese rincón. Lo bloqueé. Ahora no puede escapar. «Vista, suerte y al toro»,
como dicen los españoles…
De Quevedo realizó ahora un mudra de ataque: anilló pulgares y meñiques
de ambas manos, y con los índices unidos hizo una especie de caño de
revólver (el todo, por lo demás, formaba un objeto único). Sotelo observó que
la cara del otro, como en el momento en que hizo regresar las revistas
pornográficas, se amorataba por momentos; sólo durante cortos instantes,
pues luego aflojaba un tanto. El gordo no sabía qué hacer: si potenciar a su
Maestro, tal como él le dijo, o lanzar una figura de meditación sobre el sitio
en el cual estaba arrinconado el chichi. A veces hacía una cosa, en otros
momentos otra. Justo en el instante en que no hizo ni lo uno ni lo otro le

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pareció ver, en la zona atacada por De Quevedo, un fogonazo de baja potencia
y una especie de rata gris, con cola y todo, que se disolvía. Pudo ser su
imaginación, claro está.
—Bien. Se terminó. ¿La viste a la rata gris, gordo?
—Sí. Sí… creo que sí.
—Cagó fuego. Y era un alto Maestro, te prevengo. Me alegro de haberlo
enganchado, a pesar de lo que me cuesta.
—¿Qué… te cuesta?
—La energía perdida en hacer astrales de averiguación se recupera. Fijate:
yo hice miles de astrales a lo largo de mi vida. Si no se recuperase ya estaría
muerto. Pero la fuerza, la energía que usás en un combate, no vuelve jamás.
Porque para matar el Anti-ser de un chichi gastás pedazos de tu Ser,
¿comprendés? Pero igual valió la pena. A ver… Sotelo: andá a fijarte en las
copas.
El gordo fue a toda velocidad:
—¡La copa derecha está sucísima!…
—¿De qué manera?
—Toda turbia, blancuzca… y eso no es lodo: en el fondo hay algo,
oscuro, a medias tapado por una especie de moco grande y gris.
—Dejame que le echo un vistazo. —De Quevedo se acercó aprobando
con la cabeza—: Sí. Claro. Así es. Por supuesto. Mirá qué hijos de puta: ese
Maestro que pulverizamos no era el único, por lo que vemos. Aquí hay otro
súper enganchado. Actuó bien el cerrojo. A éste lo hizo mierda la copa. Y
tiene que haber más abajo. Andá, tira el líquido sin enjuagar y traelo así como
está.
El gordo, al volver, dijo alucinado:
—Mira: hay una moneda de un peso gualimotzinita en el fondo de la
copa. Hace mucho que no veo una. Están fuera de circulación. Son anteriores
al quétzal.
—Ya sé. Es un trozo de metal altamente maléfico. A eso te lo querían
meter adentro. Ahora sabés qué es un cerrojo de copas ¿no?
—¿Y qué es la sustancia blanca que apareció arriba del peso?
—Semen. El semen del tipo que la transportaba en astral. Que se haya
materializado, precisamente, es la prueba de que cagó fuego sin remedio.
—Pero igual no entiendo… ¿Para qué mandarme un peso desvalorizado?
—Es un poco difícil de explicar. En primer lugar tanto hubiese dado que
te atacasen con una moneda de oro. Mandan ésta, de hierro y desvalorizada,
porque uno, en el mundo astral, sigue siendo lo que es en la vigilia. Ellos, los

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exateístas, los discípulos del Anti-ser, se caracterizan por la avaricia y el
desamor. No pueden menos que mostrar la hilacha. Ello no impide que para
sus operativos mágicos gasten hasta lo que no tienen, pero en el gesto
simbólico siempre intentan dar la muerte mediante cosas sin valor. De ser
posible, incluso, utilizar las porquerías de la propia casa del enemigo. Es
factible que esta moneda fuera tuya. ¿Vos no tenés guardadas cosas como
ésta?
—Ahora que lo decís… Sí. Hace mucho guardé una moneda de un peso
como recuerdo.
—Seguro es la tuya. Ni eso querían darte. Ni una moneda desvalorizada.
Tirala por el balcón. Ojalá le caiga encima a uno de los tantos chichis que
caminan por Tollan. —El gordo lo hizo en el acto; desde abajo se oyó una
puteada—. Bien. Ahora andá al lavadero y llenala nuevamente.
Una vez que el otro cumplió la orden y hubo colocado la copa en su lugar,
dijo De Quevedo:
—Ahora que te voy a decir… estoy un poco sorprendido.
—Y, no es para menos.
—No, pero no me refiero al ataque en sí; es clásico; ellos no se
caracterizan precisamente por la imaginación creativa.
—¿Entonces?
—Quiero decir que me intriga el hecho de que hayan cagado fuego dos
Maestros de alta graduación nada menos, y no se note la presencia de
discípulos quemados. Cuando chichis como éstos se juegan en una batalla
lanzan primero al combate a decenas, y a veces cientos de discípulos; la
misión de tales infelices es tantear las defensas, gastar las máquinas y
protecciones del adversario…
—¿Máquinas?
—Sí; pero eso es otro asunto. Algún día hablaremos. De cualquier manera
y a lo que me refería es al hecho de que jamás —oíme bien— jamás dejan de
usar a los pelotudos de grado ínfimo, que los sirven, como carne de cañón.
—¿Y de qué manera los usan?
—En general los mandan al astral con un pequeño objeto en una de las
manos; puede ser una caja de fósforos vacía, o con unos pocos fósforos
quemados adentro, o si no una etiqueta arrugada de cigarrillos: la misma
marca que fuma la víctima o sus amigos. De modo tal que si el tipo encuentra
el paquetito materializado debajo de la cocina, la heladera o cualquier otro
lado, piense que él mismo, en un descuido, lo tiró allí. Si el candidato no fuma
siempre se le puede echar la culpa al último que lo visitó. Con esta clase de

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acción se logran dos cosas: desgastar, como ya te dije, y sacarse de encima a
una cantidad de aprendices inútiles, que nunca llegarán a nada en esoterismo.
Es una especie de selección natural. Quedan sólo los mejores. Ellos, los súper,
no sueñan con que el discipulario logre en serio abrirse paso: saben que todos
morirán en el camino. Cuando las defensas del enemigo les queman el astral
se materializa el paquetito que cada uno portaba; esos objetos perdieron la
mayor parte de su poder en el camino, pero igual quedan con un resto de
poder que manijea. Los magisters con eso se conforman. Así que, como te
decía, no puedo entender que no haya aquí varios… —De Quevedo observó
algo en un rincón—: ¿Ha visto?: mira.
En el piso había un atado de cigarrillos, vacío y hecho un bollo. Era una
etiqueta de Embajadores largos, sin filtro: la misma marca que fumaban tanto
el gordo como De Quevedo. Cualquiera de los dos pudo haberlo tirado. Sotelo
se agachó para recogerlo.
—Cuidado. No lo toques con las manos. Nunca lo hagas. Agarrá la palita
de basura y empújalo con la escoba. Eso es. Ahora tirá esa porquería por la
ventana.
«Oof…».
—¿Qué? ¿Qué dijiste, De Quevedo?
—No hablé.
—¿Cómo no? Si dijiste algo así como «Oof…».
—Debés haber oído los restos del chichi cagando fuego cuando lo tirabas
por la ventana.
—¿Pero qué?, ¿esas cosas tienen vida?
—En cierta forma. Alguna clase de vida tienen. Pero sigamos buscando
porque esto es muy poco. No creo que hayan mandado un solo discípulo para
dos Maestros.
Estaban debajo de la cama. Veinticinco paquetes de Embajadores largos,
sin filtro, vacíos y arrugados, como el primero. El gordo repitió el
procedimiento.
«¡OooOOgroffoOOoff…!».
Sotelo estaba pálido:
—Se escuchó un clamor horrísono. No me digas que hicimos tronar a
veinticinco discípulos al tirar los paquetes por la ventana.
—No, qué va. Ellos ya estaban muertos. Lo que destruiste fueron los
restos de energías maléficas asociadas. Bueno: se terminó. Andate a dormir
que lo necesitás. Yo me voy a mi casa.
El gordo se horrorizó:

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—¡Dormir! ¿Pero vos te creés que yo podría dormir con todo lo que pasó?
¡Y Paredes!… ¡nos habíamos olvidado!
—No. No me olvidé para nada. Él era parte del ataque. Te podrán
molestar más adelante, pero lo que es esta noche, te aseguro que no. Ellos
perdieron ahora tres o cuatro cosas que los joden. Quedate tranquilo y confía
en mi experiencia esotérica. Podés dormir a pata suelta.
Y así fue.

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TREINTA

AL GORDO, SU MAESTRO LE ENSEÑA EL


ABECÉ DE LA MAGIA

Cierto día, por la mañana (el gordo tenía franco), cayó De Quevedo con
una lora enana. Esta especie, originaria de Tanganica, se llama «loro de
Fisher», por ser éste el naturalista que lo clasificó. Es un animal gordito, de
ojos rodeados por un anillo delgado y blanco; las hembras son por completo
verdes, salvo lo rojo del pico; el macho —tal como ocurre con la mayoría de
las especies—, es el más variado en su cromatismo. Tiene un pico pequeño (si
lo comparamos con el de un loro barranquero) pero proporcionado a su
tamaño. Ahora bien, sería mil veces preferible que a uno lo mordiera un tucán
antes que un loro de Fisher: dos pares de navajas constituyen su defensa. Si se
lo propone puede cortar la carne humana con una facilidad que sorprende
nada más que de verlo. Las armas de sus mandíbulas recuerdan a los
legendarios cuchillos de los carniceros, capaces de abrir con un solo golpe
cosas imposibles. Era el segundo regalo de De Quevedo en cuestión de
pájaros. El gordo, por su parte, y cumpliendo una orden de su Maestro, en el
ínterin había comprado un túrdido: grande, negro, con unas pocas plumas
color ladrillo en la región posterior de la cabeza. Le decían tordo chaqueño,
por abundar en el Chaco Boreal guatimotzinita.
A la lora —como en el caso de los diamantes mandarín— se la trajo con
jaula y todo. El gordo se sorprendió una vez más porque aunque ahora
De Quevedo tenía una situación más desahogada (hacía la propaganda en una
revista de tráfico aéreo; lo explotaban de manera miserable, pero aun así
ganaba algunos quétzales) su plata no era mucha. No como para comprar una
lora de Fisher, en todo caso. En una de las pocas visitas que Sotelo hizo a la
nueva casa de su Maestro vio que éste tenía una pareja de loros de Tanganica:
se llamaban Tomás y Manuela. Estos bichos se amaban; pese a tener infinito

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espacio en la jaula se la pasaban pegados en el mismo rincón sacándose
inexistentes piojitos. Se despiojaban el pico, por ejemplo, actitud
incomprensible para quien jamás haya dado un beso. Era un amor inmortal,
como el de Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, la Bella Durmiente y el Príncipe
Encantador.
Y el gordo tenía la horrorosa sospecha de que esa hembra que le acababan
de regalar era, precisamente, Manuela.
—No me digas que esta es Manuela.
—Sí. Es Manuela. ¿Y? —dijo De Quevedo furioso.
—Y es terrible.
—Peor sería que te murieras. Es espantoso porque esos bichos se aman;
pero vos la necesitas. De modo que no quiero oír comentarios ni discusiones.
—¡Pero se van a morir de tristeza!
—No. Porque yo les hice un trabajo previo. Además, cuando vos estés
más fuerte, quizá podamos unirlos nuevamente —mintió De Quevedo—. Esta
clase de animales tienen un astral muy poderoso.
La lora, muy contenta y aceptando la casa, largó un par de chillidos
horrísonos.
—Esos ruidos espantosos significan que le gusta el lugar y que te quiere
como dueño. Andá: meté la mano en la jaula y acariciala.
—¿Y si me pica?
—Dale. No seas cagón.
No bien el gordo metió la mano adentro Manuela le cazó un dedo con el
pico.
—¡Aaaah…! —graznó Sotelo huyendo en el acto.
—¿Pero qué? ¿Te lastimó?
—No, pero…
—Qué maricón que sos, caracho. Ella te aprieta sin cortar, para
demostrarte su amor.
—¿Sí? Mirá que hay amores que matan.
—Pero hacele un mimo, juna y gran siete. Qué Sebastián Cagueli que
habías sido, caramba. Tocala, puto viejo.
Sotelo, como un mártir que sacrifica un miembro por la salvación de su
alma, introdujo una mano blandita (del lado del dorso, en la creencia de que
así le dolería menos). Manuela le tomó una abundante carnosidad. Lo tuvo así
un largo rato y luego lo soltó para proceder a alisarse las plumas.
—Es increíble lo que este bicho te ama. Mirá que despiojarse mientras vos
tenés la mano adentro de la jaula. ¡Qué confianza te tiene!

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—Sí: mucho amor, mucho amor, pero bien que me dejó la marca —y le
mostraba una depresión colorada y honda.
—No me hagás reír, haceme el favor. Vos no sabés lo que es un loro de
Fisher cuando está enojado. Es lo mismo que si un enanito te pegara un
navajazo.
—Espero no tener que tocarla todos los días.
—Sí —dijo el Maestro implacable—. Todos los días. A esta clase de loros
le encanta que su dueño lo saque de la jaula y lo ponga arriba del hombro.
—¡Me va a comer la oreja!
—No. No a menos que se dé cuenta de que vos le tenés miedo, porque ahí
sí te la come —y De Quevedo largó una carcajada al verlo lívido—. Bueno,
bueno, gordito lindo; después de todo sos un artista, como Van Gogh. Una
oreja cortada te daría mucho prestigio, si la sabés capitalizar.
—No me jodas.
—Ja, ja. Pero mi querido amigo: hoy día, comer hongos, es una
antigüedad. Ahora la onda es hacerse morder por un loro de Fisher. Superior
al peyótl.
—¿De veras? —preguntó interesado el muy vicioso. Las ansias pudieron
más que el miedo y volvió a introducir la mano en la jaula. Pero se llevó un
chasco porque Manuela, ya acostumbrada, lo recibió con afecto: empezó a
«despiojarle» pelitos de la mano.
—Cagamos. No me pica.
—Mejor para vos. No sabés lo que es la picadura de un loro de Fisher.
De Quevedo echó un rápido vistazo astral al cuarto: las copas, los
diamantes y el tordo boreal estaban perfectos. Comentó:
—Ah, pero esto es casi óptimo. Bastante limpio y descontaminado. Se ve
que te hicieron bien los pájaros. Y Manuela va a cubrir otras zonas. —Para sí
mismo, en voz baja pero audible—: Excelente. Che gordo: ¿sabés qué tenés
que hacer? Comprarte otros pájaros.
—¿Más loros?
El Maestro dudó:
—Ss… í. Aquí, entre otras cosas, todavía hacen falta una pareja de
cotorritas australianas y otra de loros barranqueros: de ésos de tamaño medio,
ya sabés. No de los súper, sino de los que están a medio camino entre las
cotorritas y los grandísimos.
—Si querés, cuando cobre, me compro diez loros de las barrancas.
—No, porque tampoco es ése el caso. Los pájaros cubren diversas zonas.
Una clase protege una parte; otra, otra. Porque en caso contrario sería muy

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fácil: bastaría comprarte cien loros y sanseacabó. Pero no es así. Una
saturación del mismo animal no agrega beneficio alguno. Tomá los perros,
por ejemplo. Vos decí que estás aquí, en el centro de Tollan. El ideal sería que
tuvieses tu casita en la provincia, pero puesto que eso es por ahora
imposible…
—¿Los perros? ¿Qué pasa con los perros?
—Todos tendríamos que tener tres clases: grandes, medianos y chicos. La
especialidad de los salchichas es proteger los pies. Los bóxer y los dóberman
cubren corazón y testículos. Los grandes daneses siempre fueron escudos del
cerebro.
—¿Machos o hembras es lo mismo?
—Depende de la persona. En tu caso (sos un solitario y los chichis están
encariñados con la idea de hacerte cagar el sexo para siempre) lo mejor es: o
parejas de animales, para que ellos simbólicamente te ayuden a coger, o
hembras a fin de que por inducción aprendas a captar lo femenino. Pero en
cuanto a la protección mágica es lo de menos. Lo que importa es la especie,
no si son machos o hembras.
—Esto va a ser una pajarera gigante, dentro de poco.
—Ah, y, viejito, qué le vamos a hacer. Decí que no podemos, porque si no
a esto lo transformábamos en un zoológico. Dadas las circunstancias sólo
tenemos capacidad para movernos con aves. Yo a todas estas cosas las estudié
en su momento, pero siempre ocurre que a una buena parte la olvidás. Y aquí
el asunto es tan serio que no me podía permitir olvidos ni fallas. Yo
recordaba, de mis épocas exateístas, que en la biblioteca de mi grupo
esotérico encontré un libro de Papus, sobre la utilidad mágica de los animales
voladores. En las librerías especializadas en literatura eso te venden sólo
información media o bien porquería. Los libros más «pesados» y útiles están
en trastienda y siempre te dicen que no los conocen o que no hay. De manera
que me fui a la librería Kiechichi y le pedí al empleado el libro de Papus
sobre los pájaros.
Me dijo que no lo conocía, naturalmente. «¿A Papus tampoco lo
conoce?». «Sí, a Papus lo conozco, pero no a ese libro». «Está bien. ¿Puede
llamar al Maestro, por favor?». Estaba por decirme que ahí no había ningún
Maestro, pero mi cara terrible y de mando lo manijeó. «A ver, espere un
momentito». Y se fue a la trastienda. Al rato apareció un esote típico: anteojos
oscuros, saco y corbata, piel cetrina. «¿Sí?», me dijo con prudencia. El tipo
debía tener grado 30 por lo menos. De modo que yo, con tono de Maestro de
alto grado le dije en voz clara y baja: «Magnánimo: necesito el libro de Papus

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sobre los pájaros». Al tipo le cambió la cara, y eso que ellos no se inmutan.
Dijo en un segundo: «Sí, cómo no. —Al empleado—: Vaya y tráigaselo».
«Gracias, Mangánimo». «No. Por nada». Un minuto después pagué y me fui.
Había bloqueado mi astral, como te podrás imaginar. Ya en casa me puse a
estudiar el tratado. Menciona, por supuesto, aves que para nosotros son
exóticas; serían las ideales pero no las tenemos e importarlas sale un huevo,
de modo que me pelé la frente tratando de encontrar reemplazos. Me guié más
que nada por la intuición. Hay bichos que Papus ni nombra, pero yo igual
comprendo que pueden ser buenos sustitutos. Además a todo tenía que
pensarlo en función tuya, lo que a vos te hace falta, de modo que me llevó
varias horas.
—¿Y qué es eso de «Magnánimo»?
—Así se llaman ellos entre sí: Magnánimo de aquí, Magnánimo de allá.
Es un tratamiento, como compañero o camarada en la política.
—¿No se llaman Maestros a sí mismo?
—Para que te digan Maestro tenés que ser 30 por lo menos. Aparte que
Maestro sólo es el que lo es de trabajo o grupo. Supongamos que tu
especialidad sea fabricar zombies, ponele. Bueno: sos Maestro en eso, lo cual
no quiere decir que seas capaz de fabricar máquinas. Y viceversa.
—Ya los otros días me hablaste de unas máquinas. ¿Qué son?
—Eso es… otra historia. El ambiente se está cargando mucho. Prefiero no
hablar más de sobrenaturalezas por ahora. Oíme bien, gordo: una parte
importantísima de tu aprendizaje consiste en tu progresiva
desinhumanización; o sea; conseguir que poco a poco te humanices. Por eso
mi insistencia en que mires, entiendas y quieras a tus pájaros. Y hay algo más
que tenés que hacer. Te vas a ir esta tarde misma a la plaza, a la que queda
aquí cerca. Vas a mirar árboles, colores, escuchar sonidos. En la siguiente
forma: tomás un árbol cualquiera y lo empezás a mirar. Prohibite meter cosas
intelectuales en tu contemplación. No hagás relaciones, tales como «esta parte
del árbol se parece a» etc. El árbol no se parece a nada. Es. Te va a ser
imposible entenderlo si le metés cosas que él no tenga. Más adelante vas a
poder hacer analogías, poesía, y todo lo que se te cante; pero ahora estás
haciendo las primeras letras. Cuerpo y alma son una integridad. Yo ya sé que
el sexo es lo que a vos más te preocupa, pero no va a existir mejoría si no
aprendés a despertar otras zonas por separado para luego integrarlas. Estamos,
en este momento, en el abecé; no te olvidés. De modo que vas a mirar un
árbol: su corteza, las grietas (no te distraigas en los bichitos que seguramente
andarán por su superficie); parte por parte. Ya llegará el momento de mirar

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bichitos. Hojas, ramas, grandes y chicas. Extremos secos, yemas y brotes
nuevos. El poder del viento y su influencia sobre el árbol, pero no te
distraigas con el viento. Sólo aquello que puede ser sentido desde el punto de
vista del árbol. Quiero que sientas… pero eso queda para vos. Seguro lo vas a
ver. Dejo que sea un descubrimiento tuyo; no quiero dártelo masticado. No
vas a dejar este ejercicio hasta que te percates, sin que quepan dudas, de que
han pasado cosas. Lo siguiente será mirar lo que se te antoje: vegetales,
bichos, piedras, personas, nubes. Pero con una condición: notarás sólo las
formas haciendo abstracción del color. Y guarda porque después del
comienzo de esta disciplina los cromatismos, furiosos, van a hacer lo posible
por distraerte. No debés prestarles atención. Luego, inversamente, sólo
notarás colores, prescindiendo de las geometrías a las cuales están asociados.
Rato después vas a dedicarte a los colores y a las formas de sucesivos objetos,
haciendo abstracción del entorno que los rodea; ejemplo: una mancha de
humedad en cierta pared: mirarla y sentirla; te van a pasar cosas raras cuando
observes una mancha por cierto tiempo. Después me contás. Pero ojo: aquí,
como en ejercicios anteriores, debés evitar tentaciones tales como identificar a
las sombras de la humedad con formas y objetos de la vida real o de la
imaginación, tal como si se tratase de un test Rorschach. Nada de eso. La
parte final del trabajo consistirá en notar sólo sonidos: nada de colores ni
formas. Como si fueses ciego. Respecto a sonidos y ruidos no te pongo
límites: podés oír lo que quieras, pero no ver. Mejor dicho: tenés que ver, pero
únicamente con el nervio auditivo. Por último, a manera de resumen de lo
aprendido, verás formas y cromatismos, y oirás cuanta cosa. ¿Comprendiste?
—Sí Maestro.
—Bueno. Son las tres de la tarde. Volvé a las cinco. Yo me quedo en tu
casa haciendo astrales porque tengo que averiguar un par de cosas. No puedo
hacerlos donde vivo porque a Mirtha la empresa aérea le dio vacaciones. Es
peligroso que me vea en un astral. Puede creer que duermo, pero no es seguro.
No me puedo arriesgar.
—¿No sería mejor que a ella le contaras lo de la magia?
—Imposible. Se cagaría de miedo. Ya sospecha algo, me temo. A veces
me hace preguntas y…; pero eso no importa ahora. El hecho es éste: pobre de
vos si volvés antes de las cinco. Tenés por delante dos horas de trabajos bien
difíciles y más vale que empieces a hacerlos.
—Bueno… entonces me voy.
«Bien —se dijo Sotelo, ya en la plaza—. Aquí tenemos un lindo árbol».
En general el gordo era estúpido pero no tanto. No tanto como precisamente

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en ese instante, donde se le exigía un poco de disciplina. En el momento en
que inició la observación del vegetal se le empezaron a ocurrir más ideas
intelectuales que nunca: «Una planta que no camina»; «Es el famoso
norteamericano quieto» (risas). «Todo ello, ahora, con tal sombría luz, es
como un cuadro zarista». «¿Y por qué no soviético, si ellos heredaron
fragmentos estéticos del zarismo?». «Esa grieta, en el árbol, se parece a una
hoya submarina en Las Marianas, en el Pacifico; ¿como decía Oscar Wilde,
en uno de sus ensayos?: “bajo una tenue luz submarina”. Sí. Eso. Además…».
Entonces Sotelo sintió una voz injertada, teológica, implacable: «Vos sos
francamente puto». Quedó helado. ¿Cómo? ¿Otra vez? ¿Otra vez las voces?
Después entendió: no. Esta vez era diferente. No eran los chichis ni el falso
De Quevedo los que le decían maricón. Era el ser propio. Su mala actitud
requería una pequeña paliza. No estaba cumpliendo con las órdenes. A partir
de ese instante optó por ser humilde. El árbol estaba cerca de un banco de
piedra. La tentación de mirar la superficie porosa, y sentir la frialdad del
material lo asaltaron. Siempre, cuando un distraído se propone un trabajo de
meditación, lo atrapan mil y un campos gravitatorios. Lo curioso es que en
ese instante —cuando se le pide un centro determinado— nota detalles
increíbles de cualquier cosa menos de lo que se le pidió. Detalles que se le
pasarían inadvertidos, por supuesto, si estuviera desocupado. Pero así de
traidor y mentiroso es el impulso de negar el mundo y los hechos materiales.
El auto-chichi trabajaba en esta forma: si nadie me obliga a observar algo
miro nada (miro sin mirar); pero guay que alguien me pida disciplina: soy
capaz de que notar detalles que solo un yoga captaría (no en aquello que me
pidieron pero sí en lo que está prohibido); cualquier sacrificio, hasta el de
alcanzar la trascendencia, antes que cumplir una obligación impuesta. Ello
habla del profundo deseo de no salvarse. El masoquismo Integral es capaz de
apelar a la misma fuente de las cosas, con tal de no arribar a la fuente de las
cosas. Pero Sotelo ya estaba advertido de la posibilidad de esta manija gracias
a su Maestro y se negó a dejarse sugestionar por los detalles del banco de
piedra. Los despreció para sumergirse en el árbol. Éste era de corteza rugosa
levantada por partes, tenía cimas y simas (alturas y depresiones). El gordo se
metió en una pequeña hondura y, al introducirse, comprendió que en el fondo
de esa diminuta grieta había otras cimas y simas. Se acordó de algo que leyó
cierta vez: «Las costas de Inglaterra son infinitas». Y son infinitas porque
cada línea costera se subdivide en otras líneas, cada vez más pequeñas, pero
que van extendiendo el perímetro. Rechazó estas ideas porque no era lo que
se le había ordenado. Nada intelectual, por más cierto que fuese. De pronto se

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presentaron los colores de la grieta del árbol: toda la gama de los grises.
También los alejó. Nadie le había pedido que observara colores sino que
sintiera el árbol. Y ahí, entonces, luego de rechazarlo todo, le pareció captar
que el vegetal respiraba. No como un ser humano, desde luego, pues no tenía
pulmones, pero sí a través de todas sus hojas e incluso mediante la corteza,
digan lo que digan los botánicos. Toda esa criatura era una gran respiración.
Y después, durante una fracción de segundo (lapso tan corto que no supo si lo
imaginó o qué), pudo ver cómo todas sus partes estaban sometidas a
crecimiento infinitesimal; salvo sus hojas que, por haber llegado a su máximo
desarrollo, sólo mutaban. Vio —aunque luego lo atribuyó a su fantasía— que
cada hoja intercambiaba energía consigo misma, como si fuese un mapa de
fuerzas. Identificó también las partes muertas del árbol. El viento movía
algunas ramas. Comprendió que esa pequeña brisa estaba prevista por el
vegetal: su vida asimilaba las flexiones impuestas, sin peligro de rotura. Pero
entonces, en lo mejor, se distrajo: recordó una frase de Wilde: «Ese momento
en que los vientos son atrapados por la bandera». Algo muy wildeano: lejos
de ser la tempestad la que mueve la enseña, es ésta la que acciona sobre
aquélla. De la misma forma no es el aire el que tuerce las ramas del árbol,
sino que, muy por el contrario, es el vegetal el qu… Basta. No era eso lo que
le habían pedido.
Luego empezó a caminar mirando sólo formas pero no colores.
Y ojo: sólo formas verdaderas, las que los objetos tienen, y no la
geometría de los mundos ideales. Miró un trozo de tierra con piedritas. Lo
primero que notó, aun antes que las formas, fueron los colores, por supuesto;
así como si la orden hubiese sido notar el cromatismo hubiera captado las
formas antes que ninguna otra cosa. Porque en esa forma procede el
saboteador que llevamos adentro. Tanto los contornos, como la sensación de
superficie y volumen, estaban por completo bloqueados por los colores: veía
tonos que únicamente un pintor es capaz de aislar en la naturaleza: marrones
tostados, rojizos que recordaban a viejas fotografías, verdes con crestas
amarillas, nubes grises con fosforescencias sanguíneas en ciertos bordes,
corpúsculos diminutos, luminosos y calidos. Enfurecido rechazo a todos
aquellos espejismos. Lo que más motivaba su cólera era saber a la perfección
que si su Maestro no le hubiese ordenado determinada disciplina, ni en sueños
vería a esos colores magníficos y parásitos. Su mente enferma, ciega y
bloqueada, permitía observarlos sólo para molestar y producir desgastes. En
circunstancias normales cualquier día (nunca) iba a permitir que los gozase.
Por fin, con un supremo esfuerzo, logró anular la mayoría de los cromatismos.

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Las formas le llegaban al principio como geometrías. Como tampoco ése era
el objetivo aumentó el rigor. Las formas llegaron, pero no como superficies ni
continentes sino bajo la forma de masas puntuales asociadas. No era el ideal
pero al menos se había avanzado.
Después sólo colores, sin forma. Creyó que sería más fácil, ya que antes
procuraban tanto hacerse notar. Pues bien: no apareció un cromatismo ni por
remedio. Veía formas complejas, limpias de color. Pero fue sólo un momento
pues ya, con su entrenamiento, estaba un paso adelante. Observó aceitunas-
carne, como la piel de los moros; maíz con entornos crema y metal; verde-
campo con un desplome rosa viejo.
Luego llegó el turno de los sonidos, sin captar colores ni formas.
Descubrió con asombro cuántos ruidos, de captación cada vez más remota,
puede tener una ciudad. Llegó a ser, durante instantes, como uno de esos
grabadores de alta fidelidad que registran absolutamente todo.
Ya sólo quedaba la parte final del ejercicio. Salió de la plaza, mirando y
oyendo todo. Llegó a una vieja pared, llena de manchas de humedad.
Mientras avanzaba, una mancha lo obligó a detenerse: ella tenía una
semejanza increíble a Napoleón Bonaparte; pudo ver con claridad el
sombrero, la figura algo rechoncha, el codo derecho de la mano respectiva
que, con seguridad, estaba metida en la chaqueta a la altura del estó… Basta.
Otra vez con intelectualismos y test Rorschach. Trató de no poner cosas. En
general primaban los tonos fríos, dentro del espectro negro, gris, azul-
verdoso, pero todo con tal falta de nitidez que resultaba muy difícil
identificarlos. La mancha, por sectores, tenía hongos verdes-pálidos muy
sucios desde el punto de vista del cromatismo. «Parecen selvas diminutas, del
Marte de Liliput, si uno se metiera…». Basta. Marrones sin densidad ni
refulgencia, casi átonos; esos marrones tan diluidos que uno no sabe si en
realidad no son negros. De pronto un rojo fuego con sectores naranja-
amarillentos. En realidad era un bicho que caminaba por la pared y Sotelo lo
bloqueó. Y ahí, entonces, por fin, sintió que el muro —o mejor dicho sus
manchas— contaba historias; si éstas se referían al pasado del gordo, a su
presente y futuro, a la construcción del cosmos, o al destino de los hombres o
a cualquier otra cosa resultaba imposible saberlo. Por un microinstante a
Sotelo le pareció tener acceso a la información, pero enseguida todo se
esfumó quedando sólo la mancha.
Sotelo siguió caminando. De un árbol plantado entre la vereda y el
pavimento pudo sentir su corteza llena de grietas, las hojas, ramas, palos y
palitos, el viento y sus ruidos, las raíces aunque no podía verlas; pero a esto se

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le sumaba el sonido de una sirena a lo lejos, y dos mujeres que pasaron
conversando cerca, y un cartel que anunciaba una gaseosa y el logotipo era
rojo sobre fondo blanco, y esos colores se consiguen con pintura y el cartel es
de hierro y en uno de sus bordes está oxidado, y el óxido tiene color marrón
con algo de rojo opaco, y los autos (uno de los cuales toca bocina), y a su vez
la punta final del coche cuando pasaba seguía una línea que no se parecía a
nada salvo a ella misma. BASTA. Era lo buscado, ciertamente, pero resultaba
avasallante y atemorizador. Hasta sentía el peso de las cosas, el tiempo que
llevaban existiendo y el que probablemente durarían a menos que un desastre
las aniquilara; las arrugas de los que pasaban, los pelos teñidos, los bigotes, la
vibración, y el timbre de las voces, lo que decían, nuevos trompetazos de las
bocinas, un barco a lo lejos, más carteles, cada uno con su peso, su materia,
sus pinturas, logotipos y leyendas. Adoquines, ramas y hojas caídas, otras
manchas, corbatas multicolores y… BASTA. Basta por favor, se dijo. Era
como ser un Dios que sostiene una parte integral del mundo. Algo así como el
gigante Atlas. Era insoportable: como estar drogado y no poder bajar y uno
cree que todo va a seguir así para siempre. Los colores, los sonidos, las
formas (respondiesen o no a una geometría perfecta) venían con una nitidez
espantable.
Sotelo volvió a Suipacha.

De Quevedo, quien ya había salido del astral, lo esperaba sonriendo:


—¿Y? ¿Viste cosas?
—Muchas. ¡Muchísimas!
—Las sorpresas que se lleva uno ¿no? ¿Te gustó el oficio de Dios?
—No. Es terrible. ¿Me estabas observando?
—De pasada, porque tenía otras cosas que hacer. Vos sostuviste una
porción de materia durante dos o tres minutos: ruidos, colores, formas, no
pudiste aguantar más y rajaste a la mierda. Mirá si los Dioses hicieran lo
mismo. Un solo segundo que descansaran y el cosmos íntegro vuelve a la
nada. Te habrás formado una pálida idea de los trabajos que se toman.
—Sí.
—Bueno. Rajaste, pero era inevitable y estaba previsto. Importaba que
llegases a la puerta. El ejercicio salió bien y está completo. Prepará unos
mates, haceme el favor, así después te cuento algunas cosas.
Al rato el gordo trajo lo pedido y empezaron a matear. Entre una cebada y
otra De Quevedo le fue diciendo:

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—Eso, es un mudra. —Mirada interrogativa del gordo—. Con los dedos,
recién y sin querer, hiciste un mudra.
—¿Y qué es eso?
—Un signo mágico que se hace con los dedos. Los hindúes lo utilizan
para defenderse o atacar.
—¿Y el que yo hice cómo fue?
De Quevedo unió sus manos entrelazando todos los dedos salvo los
índices, a los cuales dejó rectos, señalando y unidos como el caño de una
pistola. En realidad todo el conjunto daba esa sensación.
—¿Ves?: tu subconsciente fabricó un mudra de ataque.
El gordo, culposo como siempre, sospechó de sí mismo la peor maldad:
—¡Cómo! ¿¡Quería atacarte a vos!?
—Pero no, bolas. Tu astral vio a uno de los tantos chichis que pululan por
este cuarto y se largó a la batalla. El hecho de que tengas defensas como
pájaros, cerrojos de agua y hayas hecho una gran limpieza, no te libra por
completo de las máquinas. De las famosas máquinas es que te quería hablar
cuando te pedí que prepararas mate. No pensé en el asunto de los mudras pero
me pareció que la ocasión es favorable. Después te cuento de lo otro. Mudras
hay muchos, como ya dije. Quizá sean infinitos, no lo sé. Cada tanto aparece
un tipo que inventa uno nuevo gracias a su idiosincrasia. El de los cuernitos es
el más conocido y en Italia lo usa, todos los días, todo el mundo: cerras el
puño dejando extendidos sólo el índice y el meñique. Esto sirve para atacar.
Si hacés lo mismo pero con las dos manos se transforma en protección. Una
forma de ataque fuerte son los cuernitos con la mano derecha, pero con tu
izquierda encerrás el pulgar, el mayor y el anular de la otra. Así vos atacas,
pero, al mismo tiempo, te proteges de cualquier retorno de energía que te
mande tu enemigo. Otro mudra fuerte es la Torre: encerrás el pulgar de tu
mano derecha con la izquierda, pero no por completo; la extrema falange del
dedo gordo queda afuera de la encerrona y se dobla como si fuera una especie
de cañón que sobresale por sobre una torre. La «torre» es la mano izquierda
que aprieta ese dedo, por supuesto. Hay mudras contra animales. Supongamos
que vos querés que no te muerda un perro, por ejemplo. En primer lugar vos
no tenés que cagarte. Segundo la mayoría de los dedos puestos en signo
carecen de efectividad a menos que vos los refuerces con un símbolo mental,
para meditar, que corresponda a tu filosofía. Yo siempre pienso en un
emblema solar. Coraje, precisión, seguridad y certeza; si no, no funciona.
Contra los animales, para controlarlos, hay que hacer cuernitos especiales con
ambas manos: los meñiques se cruzan sobre los anulares, y los índices sobre

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los mayores. Si no lo hacés tranquilo, confiado y bien, el bicho te come igual.
Ya sabés que la magia no es para advenedizos ni para «generales de seis
meses», como decía Tito Livio refiriéndose a otra cosa. La guerra es como la
magia: no hay generales improvisados; éstos fracasan. El esoterismo no se
mueve con recetas. Si querés vencer la fuerza de gravedad tenés que estudiar
y practicar profundamente la ciencia. Como dice Levi: el mago Mago y la
magia Magia «es una ocupación de todas las horas, de todos los días». Por eso
muchos fracasan, y por ello algunos, aun sin fracasar (como yo), nos fuimos y
sólo volvemos por necesidad, porque dedicarle todo el tiempo significa no
vivir, deshumanizarse, abandonar el mundo terrenal para contemplar los
fenómenos celestiales. Eso no la va con mi filosofía ni mi cosmovisión. Pero
de esto ya hablaremos más en otro momento. Volviendo a los mudras: hay
uno que sirve para enganchar gente, para tenerla sujeta; pones tu mano
izquierda con la palma hacia abajo; metes los dedos de la derecha entre los
dedos yacentes de la otra y apretás y tiras: el tipo queda copado. Para que
funcione vos pones tu intención, por supuesto. Hay otro que no ataca, ni
engancha y ni siquiera sirve para defenderse: sólo para restaurar energía;
ponés tu mano izquierda, pero esta vez con la palma hacia arriba, después,
como en el caso anterior introducís los dedos de la derecha y apretás con ésta.
Igual que antes los dedos de la izquierda quedan extendidos y medio flojos. El
conjunto se transforma en una especie de colector solar. De la misma forma
tenemos otros para conducir zombis…; me acuerdo como si fuera hoy cuando
una noche, en El Pino, te cagaste de risa cuando te dije que yo podía fabricar
uno si quería…
—Perdón. Ahora sí lo creo.
—Ah… Y existen mudras para castrar, contra la próstata de un enemigo,
etc. También están los que se hacen exclusivamente formando anillos con los
dedos; ejemplo: fabricás un anillo con el índice y el pulgar de tu mano
izquierda y luego, en ese hueco, metes los cinco dedos en punta, como si
fuera una lanza; continuas la introducción y ahora vas abriendo las puntas sin
romper del todo el anillo; el trabajo finaliza con la mano derecha abierta por
completo y el índice y el pulgar de la izquierda que atenazan la diestra. Esto
se hace para meterle a alguien una energía en el culo. Podemos mencionar a
los mudras de espejo, que rechazan los vectores maléficos que te manden
retornándoselos a tu enemigo y mil otros. Te los enseñaré con el tiempo. Los
hechos con los dedos de los pies se llaman sudras. Cudras si se realizan con el
culo; a éstos suelen hacerlos las magas en la India. Es una titilación que ellas
emplean para potenciar a sus hombres cuando se las cogen por atrás. Asanas,

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los que para lograrlos se emplea todo el cuerpo: brazos, piernas, dedos de
todas las extremidades. Mantras: los exorcismos sagrados que se repiten, ya
sea mentalmente o de viva voz. Los devotos de Krishna, por ejemplo, tienen
entre otros uno dedicado al Muy Venerado Govindam: «Govindam, ari
purusham, tam aham baiami. Venum kvanandam aravinda dalaiataksam», o
algo así etcétera. Claro que no todos los mantras del mundo son de adoración,
como éste; hay otros sobremanera maléficos. Ah, y antes que me olvide. Ojo
con los mudras y con cualquier cosa, porque si abusás de su empleo pierden
efectividad. Si gastás demasiada energía…; el hombre es como una gran pila,
y si se agota cagó fuego: puede pasar un tiempo antes que se recargue. A lo
mejor te quedaste sin municiones como un boludo, tirando fuegos artificiales,
y cuando llega realmente la batalla te achuran. Así que ojo. Hace mucho,
cuando yo empezaba a estar en la joda y era estudiante, no tenía prudencia.
Entré a un bar y vi a un esote en otra mesa que me observaba. Quise cerrar el
astral cruzando los dedos de los pies y el otro se me rió en la cara, sin
disimulo. Hasta que me avivé: todo el día me lo había pasado haciendo sudras
«por las eludas», ante el menor asomo de peligro, real o imaginario.
Consecuencia: los sudras ya no daban resultado. Crucé entonces los dedos de
las manos y la cara del tipo cambió; ahí se puso serio. El astral estaba
bloqueado y ya no podía leerme los pensamientos. No se fastidió porque para
él aquello fue un juego; no estaba ni a favor ni en contra mío. Un rato
después, cuando se levantó para irse, me echó una mirada muy rara: mezcla
de ironía y leve aprecio; decir respeto sería mucho. O sí, a lo mejor también
respeto; no tanto por lo que hice, que fue una boludez, más bien por lo que
intuyó que yo iba a ser capaz de hacer en el futuro. Me pareció que me decía:
«Muy bien, muy bien. Te falta mucho pero vas a llegar. Sos de los buenos».
Me saludó con una inclinación de cabeza y se fue. Che: prepará una nueva
pava que esto ya está frío.
Una vez que el gordo hubo vuelto con yerba y agua nuevas, De Quevedo
continuó:
—Hay otra cosa que tenés que saber: aparte de mí hay otros dos Maestros
que te ayudan.
—¿Quiénes?
—Eso no interesa. A ellos no les gusta que se mencionen sus nombres ni
que los molesten. Pero desde lejos se ocupan de vos. Pero mirá, te lo voy a
decir. Pero ojo con ir a sus casas a joderlos.
Horrorizado:
—¡Nooo!…

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—Bueno. Vos los conocés, además. Estuviste en la casa de uno antes de
que te metieran en el manicomio. Alarico Alaralena se dedica a la magia
general; el otro es Isidoro Pantaleón Formosa, astrólogo. A los dos los
conociste en casa de Alaralena. ¿No te acordás?
—No.
—Pero sí: fue la tarde en que casi te comen los dos dóberman.
—¡Ah…! Ahora me acuerdo.
—Claro, la memoria te entra por el rigor a vos. Isidoro, el astrólogo, te
tiene un poco de bronca, me temo. Si no fuera porque es mi amigo desde hace
años, no se hubiera tomado la molestia de hacer horóscopos para averiguar
cosas que sirvan para tu protección.
—¿Por qué me odia?
—Porque dice que sos un manijeado. Y tiene razón. Según él a la mayoría
de tus dolores te los habrías ahorrado de ser un poco más firme y vital. Los
chichis te han tenido de hijo todos estos años, y más de la mitad de la culpa la
tienen tus intelectualismos. Es cierto. Cuando él me empieza a despotricar en
contra tuya no sé qué mierda contestarle. Qué le voy a decir si es todo verdad.
Hay que joderse. «Y no me empieces de nuevo con el versito famoso de que
él quiere dejar de ser intelectual y que está cambiando. ¡Qué va a cambiar ese
hijo de puta!». Así me dice.
—¿Y el otro…? Ese que se llama…
—Alaralena. Bueno. Él, de alguna manera, es más tolerante. O no. Según
cómo se mire. Más indiferente, yo diría. Se encoge de hombros. Como en el
caso de Isidoro, si te ayuda es porque yo se lo pedí. Un día, luego de mucho
insistir, logré arrancarle un comentario sobre tu persona: «Me aburre. Ese
gordo me aburre. Si al menos los chichis que lo atacan planteasen algún
nuevo tipo de batalla, pero no: son tan repetitivos como él. Es tan vulgar que
hasta sus enemigos son poco interesantes. —Se ve que la frase le encantó
porque la repetía con variaciones riéndose a carcajadas—: Sí, sí: es tan latoso
que ni siquiera se salva por el lado de sus enemigos. Ja, ja, ja». Se moría de
risa. Es un mago muy completo, te voy a decir entre paréntesis. Tiene la casa
llena de chichis que él mismo fabricó: dos gólems, vurros y cuanta cosa. Pero
su especialidad son las máquinas. De esos bichos quiero hablarte. Bien. Las
máquinas son seres de metal que fabrican los esoteristas en astrales que
realizan especialmente para eso. Hay como… talleres montados en la otra…
Tierra, digamos; allí construyen mecanismos que tienen mucho de artefactos
electrodomésticos, pero también de objeto lujoso, artesanal, para la vista. Son
juguetes diabólicos; no todo el tiempo, en realidad, pero sí la mayoría de las

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veces, pues a esta tecnología casi siempre se la usa para el mal. Si vos, por
ejemplo, desarmases a uno de tales chichis, verías que le faltan… piezas, por
así decir; al menos desde el punto de vista de la mecánica pura, Y eso se debe
a que algunas partes por fuerza deben estar vacías para que las llene la magia.
O sea: ciertas regiones son invisibles aun dentro del invisible, pues así se
elaboran: a medias entre el esoterismo y la tecnología más clásica que todos
conocen; es como si vos hicieses una radio que funcione sin pilas, o una
licuadora sin cables, o una pistola automática sin gatillo. Es así. Son robots,
pero mucho más perfectos que los que fabrican los sabios para las industrias.
Estas máquinas ya existen desde las épocas de Sumer, Babilonia y Acadia.
Los babilónicos, por ejemplo, a fin de que durasen para siempre, las
fabricaban de barro cocido, porque como dijo un gran mago: «Sólo la tierra
no es destruida por la Tierra». Los esoteristas de Babilonia poseyeron el
sistema mágico más perfecto que haya existido. En esa ciudad, capital del
gran imperio, absolutamente todas las enfermedades, hasta las más graves —
como el cáncer, por ejemplo—, eran curadas por medio de la magia. Los
sacerdotes del país habían creado máquinas poderosísimas que blindaban al
aparato del Estado (considerado éste como un todo y no como una parte, con
solo la capa dirigente). El propósito era volverlo invulnerable a cualquier
ataque proveniente de un enemigo exterior. Sin embargo esa civilización
desapareció en una sola noche. La explicación a este misterio la tenemos en
que, los magos babilónicos, habían preparado a todas sus defensas para
resistir un ataque externo, pero no para rechazar uno del interior. Se
consideraba imposible. Dieron cobijo a varios pueblos semitas, extranjeros.
Les enseñaron todo: desde magia hasta historia. Pero, oh hecho ininteligible
en apariencia, ellos les pagaron destruyéndolos. Los babilónicos no podían
entender que esos tipos, cuya función allí era cortar ladrillos para la erección
de templos —quienes les debían la totalidad de lo que eran—, de pronto se
sublevasen. Más desconcertante aún: que los estuvieran aniquilando. Ellos no
concebían la traición. Aparte que, para los babilónicos, el mando no era algo
codiciable. Antes al contrario se trataba de una pesada carga. Un deseo de
rebelión para acumular poder no se concebía. El secreto de la diferencia de
cosmovisión hallábase en la teología: excluyente e imperial, en el caso de los
semitas; tolerante en el otro.
»Los futuros insurgentes constituyeron en silencio una sociedad secreta,
que fue preparando el momento del ataque. Fabricaron miles de máquinas
que, aun siendo infinitamente menos perfectas que las babilónicas, estaban
preparadas para el ataque dentro del país. Y así, en un solo día, o mejor dicho

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en una noche, barrieron del mapa a la civilización más poderosa de la Tierra,
cambiando la historia. No puede dudarse de que el mundo sería distinto y
Babilonia existiría hoy, de no ser por la imprevisión de sus magos. Vos te
dirás: Babilonia fue invadida militarmente, desde afuera, por Asiria (también
un pueblo semita, por otra parte); la rebelión interna, muy anterior, no fue
fundamental. Pero es el hecho de que cuando los asirios llegaron, aquel
pueblo ya no era el mismo. Nunca volvió a serlo.
»Pero quisiera decirte algo más acerca de la imprevisión de los sacerdotes
babilónicos: es que, cuando se ha conseguido una dimensión de grandeza
demasiado alta, ya no se concibe el mal. La misma potestad alcanzada hace
que el gigante se vuelva inocente y por lo tanto vulnerable. De cualquier
manera que sea, las máquinas, que los babilónicos crearon para defender a su
país de cualquier ataque exterior, siguen existiendo y aun hoy son capaces de
rechazar un ataque dirigido contra sus ruinas. Una cosa clásica, dentro de las
grandes sociedades esotéricas del presente, es el ataque a Babilonia. Los
ocultistas de alto grado mandan ejércitos mágicos enteros, apoyados por
máquinas poderosísimas. Mueren de a miles pues siempre son rechazados,
pero esto les sirve para seleccionar a los mejores y aprender. Ni siquiera los
esotes más poderosos son capaces de atravesar el circuito defensivo que
protege a esas ruinas como si sus habitantes todavía viviesen. Esos robots
milenarios no se oponen, sin embargo, a que la ciudad muerta sea visitada por
arqueólogos. Lo que les interesa a los protectores es la intención maligna con
la cual llega el extranjero. Hay allí máquinas que han dejado de funcionar
hace siglos pues se les ha acabado la energía. Existen otras destinadas a
ponerse en marcha dentro de veinte mil años. Las que defienden ahora la
ciudad, son las que han empezado a actuar hace poco. La perfección de los
babilónicos resultaba tal que sólo era menester montar una vez, el circuito
defensivo y nunca más éste debía ser atendido pues él mismo se regulaba.
Cuando a un sistema de máquinas se le agota la energía comienza otro;
mucho después el que le sigue, etc. Habían planeado el futuro para miles y
miles de años. Pero se olvidaron de la existencia del Anti-ser. O, mejor dicho,
él se encargó de que la olvidaran. A todas estas cosas que yo te digo no las
encontrarás en ningún libro de historia y ni siquiera de magia. Y es lógico: tal
como fue dicho muchas veces, a la historia la escriben los vencedores.
Además esta misma es la razón por la cual en los libros a la vista, de la
librería Kiechichi, vas a encontrar miles de informaciones sobre distintas
magias y secretos, menos aquellos conocimientos que sí te pueden salvar la
vida. No hay una sola referencia a la verdadera magia que se practica en

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Tollan y en todo el mundo de nuestros días. Te regalan miles de secretos para
que nunca penetres el Secreto.
»Hay actualmente en Babilonia (entre sus ruinas, quiero decir) edificios
flotantes intactos, tapados por la arena, destinados a proteger la vida de los
hombres en caso de un nuevo Diluvio Universal. Si el lastre les fuese quitado,
las construcciones saldrían bruscamente afuera. Hay además tesoros
inmensos; máquinas mágicas: no sólo las diseñadas para los propósitos
defensivos y de las cuales ya se habló, sino otras para distintos usos. Todo
ello despierta la codicia de los ocultistas. Las sociedades esotéricas buscan los
tesoros y las mencionadas máquinas, pero las defensas son poderosas y hasta
el día de hoy no han podido encontrar nada. Los artefactos mágicos de los
babilónicos, que funcionan en la actualidad —así como también los que ya no
tienen energía y por lo tanto se han detenido, y los destinados a ponerse en
marcha dentro de miles de años—, están hechos de barro cocido, aunque en
su composición puedan tener otras cosas. El motivo radica en lo que ya te
adelanté: ellos sabían que ni el oro ni la plata pueden resistir el desgaste de
muchos milenios.
»Las máquinas, hoy día, se construyen sin tanta perfección y con otros
elementos: hierro, plata, vidrio, porcelana. Vos tenés que entender,
fundamentalmente, que estas máquinas están vivas; son algo más que simples
robots. Son seres, sólo que su estructura biológica no se basa en la química
del carbono, como nosotros, sino en la de la magia de los metales, en la de la
tierra cocida (como en el caso de Babilonia), e incluso, a veces, en la propia
química del silicio. Algunos de estos chichis pueden volar, otros nadan. Hay
máquinas cazadores de máquinas, y otras que son cazadoras de cazadoras. El
ideal sería tener un arsenal completo, de ataque y defensa. Hay cañones
eléctricos, que usan los esoteristas para combatir a otros seres humanos o bien
contra los robots que éstos posean. Tenemos el rayo rojo, de funciones
semejantes. Algunos ocultistas, para sus trabajos, usan un attaché y lo llenan
de chichis. Van por las calles como si se dirigiesen al trabajo y en realidad
están buscando candidatos para enganchar. “Trabajan”, pero de otra forma.
Todos ellos llevan, por lo general, el dedo índice de la mano con la cual
portan el attaché tocando a éste: como sujetándolo para impedir que se abra.
Son todas mentiras: el dedo no sujeta un carajo; está ahí para oficiar de
“gatillo”, de vector guía para las máquinas de adentro. Pero ojo, que hay
muchos tipos en Tollan que llevan un attaché con el dedito puesto y no son
esoteristas ni nada; proceden por imitación: ven a los esotes trabajar, creen
que lo hacen para que no se abra la valijita y los copian. En esta ciudad llena

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de manijeros, manijeados y manija, yo he llegado a ver tipos sin attaché, con
portafolios de cuero, que también ponían el dedito.
»A veces ocurre que Sociedades Esotéricas completas combaten entre sí.
Aparte de los clásicos cañones de ultrasonido y del vurro, utilizan sogas
astrales para ahorcar enemigos. Cierta noche estaba yo en compañía de otros
ocultistas en una terraza de meditación cuando escuchamos por lo menos
cinco o seis gemidos de tipos a quienes estaban estrangulando. Reíte vos
después de los adoradores de la Diosa Kali y del Estrangulador de Boston.
Veinticuatro horas antes, te diré por lo demás, el vurro había andado haciendo
de las suyas y mató a tres mujeres. Como ya te dije en su momento, el ve
corta no ataca a las vaginas de las minas a menos que sea sin querer. Sólo le
interesan los traseros, ya sean masculinos o femeninos.
»Muchos esotes, sobre todo mujeres, se someten a largas y dolorosas
prácticas para irse acostumbrando. Hará aproximadamente unos dos años, con
ayuda de nuestras máquinas, pudimos registrar una de esas “enculadas”. Una
mujer del grupo, joven pero de alto grado, previo desnudarse por completo,
pidió que la atasen a una cama. Bien sabía ella que podía flaquearle la
voluntad. Luego de tenerla bien amarrada y boca arriba, hombres y mujeres
empezaron a acariciarla en las zonas genitales: pezones, etc. Después la
dieron vuelta. Es indispensable que campee el erotismo a lo largo de todo este
tratamiento; caso contrario es imposible aguantar el dolor. Después que la
mujer atada estuvo enardecida fueron introduciéndole adminículos en el
culastro: al principio del tamaño de un falo humano, e incluso más chicos,
pero luego pasaron a mayores. Le sacaban el anterior para ponerle con
lentitud el siguiente, cada vez más grande. Cuando los chipotes comenzaron a
ser de regular tamaño, y para tapar los gemidos y hasta gritos de la muchacha
—con toda probabilidad, esposa de alguno de los presentes—, simulaban una
fiestita. Ante cada alarido triunfante de la otra gritaban: “¡Félix,
cumpleaños!”. Los esotes circulaban alrededor de la víctima voluntaria
poniendo caras y como diciendo: “¡Qué barbaridad! ¡Lo que nos vemos
obligados a hacer por esta compañera!”. En realidad estaban excitadísimos, a
tal punto que ellos mismos parecían ve cortas.
»No se llega al objetivo buscado en la primera sesión. A veces el proceso
de dilatamiento lleva un mes. A la mina que te digo, cada vez que la
desataban salía caminando vacilante, con las piernas abiertas, y en la
generalidad de los casos apoyándose en alguien: quizá su marido. No obstante
ser el asunto muy doloroso —tanto que la mayoría prefiere correr el riesgo de
que los enganche un vurro—, sobre todo en los últimos días, quien logra

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resistir hasta el fin adquiere una protección soberana contra ve cortas de
regular tamaño. Pero volvamos a los combates entre esotes, porque me parece
importante que sepas cómo son las luchas. Una de las armas favoritas es la
máquina de ultrasonidos; la acción de ésta cubre toda la gama: desde una
simple perturbación cerebral hasta el asesinato. La víctima al principio no se
aviva, precisamente porque el sonido que la ataca está fuera del espectro de su
recepción auditiva. Ello no ocurre con los perros y otros animales, que se
ponen muy nerviosos. Gracias a ellos uno advierte que lo están manijeando.
Pero un ocultista avezado no tiene necesidad de avisos, Escucha cierto
zumbido, más fuerte en algunos lugares de la habitación que en otros, esto
suponiendo que el ataque ocurra mientras se encuentra en su casa. Bien
pueden atacarlo en la calle. Usan también un cañón de rayos eléctricos, etc.
Cada tanto los científicos, por su cuenta, redescubren a una de estas
máquinas. En realidad hace siglos que el esoterismo conoce y emplea tales
aparatos; como los artilugios electrónicos, que ya existían en Babilonia. Al
cañón eléctrico puede identificárselo por su sonido, similar a un pistoneo; es
como el petardeo de las válvulas.
»Para sus guerras mágicas, los magos atrincherados en su respectivo
Cuartel General donde se halla ubicado el Gran Maestro, tienen enormes
pizarrones donde van anotando los nombres de las bajas. Cada tanto uno se
acerca al Súper —inmutable este último— y le susurra: “Murió Fulano”; al
rato: “Murió Mengano”. Como es natural sólo lo molestan para mencionarle a
los de mayor grado. El capo, sin un gesto en la cara —a lo sumo un pequeño
temblor pasajero en una de las comisuras labiales—, no hace ningún
comentario. Ni una palabra. Sólo se preocupa si la muerte de tantos puede
llegar a ponerlo en peligro. No le importa un carajo ni su propia gente.
—Está bien —interrumpió Sotelo—. Que se peleen entre ellos por el
predominio lo puedo entender, pero ¿por qué se ensañan con un tipo
insignificante como yo?
—Naturalmente muchas veces se trata de venganzas personales; pero las
más, como en tu caso, se debe al deseo de estudio por parte de los magos. Un
grupo manijea a un hombre para experimentar con él. Otras Sociedades
Ocultistas observan y adquieren experiencia, aunque todo el conjunto atacante
resulte destruido. A veces ocurre que una nueva Asociación reemplaza a la
anterior y así sucesivamente. Espero que esto no pase con vos. De cualquier
manera el proceso tiene un sentido: esta serie de guerras pequeñas es
presenciada a su vez por conjuntos mayores de chichis, dedicados a combates
y conflagraciones mágicas en gran escala —contra el Dalai Lama, por

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ejemplo—; lo que aprenden mediante estas guerras de laboratorio, con esas
pequeñas magias, es usado en las grandes acciones sobrenaturales. Por otro
lado y como es fácil imaginar, los magos muy poderosos no pierden el tiempo
con ve cortas y otras cosas del mismo jaez, pero la acción remota de grupos
subordinados, igual les sirve de experiencia. Quien ha caído bajo la acción de
una Sociedad Esotérica suele no librarse de ella en lo que le resta de vida,
como ya te dije, aunque logre matar a todos sus miembros. Los grupos que
hasta el momento se hallaban inactivos considerarán el triunfo de la víctima
como un desafío personal. Una caza excitante. La gran oportunidad para
demostrar que ellos son superiores al conjunto vencido. Aparte que aunque
más no sea por prestigio, una Asociación que está siendo aniquilada no puede
rendirse. Al principio la guerra se originó, quizá, para practicar; pero a
medida que los muertos y los ingentes gastos aumentan, ya entran otras
razones: la venganza, el capricho, la ideología, etc. Todo esto por no
considerar la causa mayor de todas, esa que ni los mismos esotes
combatientes conocen y que de alguna manera ya te adelanté: también ellos
están manijeados, solo que por otros grupos más capos; experimentan con
ellos y sin que se percaten los obligan a seguir una guerra estúpida aun
cuando, ya convencidos de su esterilidad, quisieran aflojar. Idéntica manija (y
no las excusas alegadas) es el motivo de que una Asociación haga suya
determinada herencia bélica funesta. En cuanto al atacado su única solución
es no cagarse, tener confianza y resistir: ser más fuerte cada día y poder gozar
y vivir una porción aceptable de felicidad en esta Tierra, no obstante el estado
de guerra perpetua.
»Pero hay veces en que la víctima se las busca al divino pedo. Ya lo
dejaron tranquilo y sin embargo él solito se mete a joder, con lo cual lo atacan
de nuevo. Bien dice Eliphas Levi que la vanidad y no otra causa ha sido la
gran destructora de muchos grandes hombres (esoteristas o no). Hay quien se
ve envuelto en una guerra larguísima, al final de la cual lo espera la muerte,
sólo por querer demostrar que es un capo. O quien, desoyendo advertencias
(celestiales y/o humanas) hace demostraciones de fuerza y conocimientos
esotéricos, alertando con ello a nuevos enemigos que aún no lo habían
detectado. Los Dioses y los hombres abandonan al vanidoso dejando que se
las arregle como pueda, considerándolo responsable de cualquier desastre
debido a esta causa. Por ejemplo: yo a vos, como quiero formarte, en privado
te lo cuento todo. Además es necesario para que algún día puedas defender tu
propia persona sin ayuda. Pero nunca hablaría o escribiría respecto a todo el

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secreto. Dejo un margen como para que los otros sepan que guardo las reglas
del juego. Sé demasiado como para tomar el asunto a joda.
»Pasemos a otras formas de ataque. Es muy común la fabricación de
falsos amuletos, que aparentemente sirven para protección de la futura
víctima, cuando en realidad se trata de máquinas pensadas para su
destrucción. Cuando uno dice “máquina”, la gente enseguida piensa en algo
hecho con rueditas, válvulas, circuitos integrados, etc. A veces puede
conseguirse lo mismo con barro mezclado con oro y plata en polvo. Por eso,
antes de aceptar un amuleto, uno debe saber muy bien su origen; sobre todo
cuando aún no se tiene capacidad para ver el aura astral que despiden. Yo, por
ejemplo, si le viera una cosa así, nada más que con observarle una energía
gris o marrón sucio con partículas ya te diría: Tirá ahora mismo por la
ventana a ese chichi altamente maléfico. Ah, antes que me olvide. Quería
decirte algo más sobre las transformaciones, aunque ya sé que te conté algo
en su momento. El falso De Quevedo que te abordó en El Pino es el producto
final de un proceso bastante frecuente en la magia. Esos tipos a veces se
transforman en mujer, viejo, niño, fuego, excrementos, actúan dentro de un
terremoto o cualquier otra fuerza de la naturaleza. Bombee es el que pasa a
otro su ser, con previa aceptación voluntaria de muerte por parte del receptor.
Ejemplo: Un Maestro muy importante está a punto de morir. Un discípulo
poco aventajado pero fanático y leal decide donar su cuerpo al Maestro para
que éste continúe viviendo en otra envoltura carnal. Consecuencia: luego del
acto de magia correspondiente muere la psiquis, la conciencia, la memoria del
discípulo y también el cuerpo del Maestro, quien se traslada con su ser,
voluntad y potencia al nuevo lugar de hospedaje. Mombee: Pasar el ser al
cuerpo de un animal cualquiera. Esta transformación no es permanente como
la otra. Boombee: En este caso se ha migrado a una cocina de leña y el esote
vigila desde brasas y cenizas. Boombee: Traslado a una planta (conserva el
ser dentro de ella). Goombee: Pasaje a una máquina que ya tenía
características humanas. Woombee: Que pasa a una corriente de agua o río.
Meombee: Aquí el traslado es a excrementos, cáscaras, uñas y todo tipo de
desecho animal o humano (para atacar), Foombee: Incorporación a tormentas,
terremotos, etc., a fin de aprovechar las catástrofes de cualquier tipo.
Noombee: Migración a las zonas genitales del hombre o de la mujer; el objeto
es manijear (para bien o para mal del huésped, pues lo que se propone a veces
el mago es ayudar a aquél). Tengo la esperanza de que, aunque no creas en
muchas de estas cosas y te cagues de risa, pienses que otras sí pueden ser
verdad y las tomes en cuenta. No hay libro que me haga reír más que el de

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San Cipriano y otros análogos de hechicerías baratas, así que ya ves que yo
mismo largo la carcajada… a pesar de saber que es todo cierto y que las
brujerías más toscas y risibles funcionan tanto como las otras.
»Todo esto, que ahora te enseño, suena un poco a cosa desperdigada e
incoherente, lo reconozco. Te hablo a medida que me acuerdo. Sobre la
marcha veremos más. En este momento me vino a la memoria esa película:
La guerra de las galaxias. Las famosas espadas láser, que allí aparecen: no
sabe la gente que existen de verdad y desde hace miles de años; existen en
astral, naturalmente, y los esotes usan a esas armas reales —dignas de rey—
para combatirse entre sí. Hay una mano cortada que camina usando como
patas a sus dedos; no en el film aludido pero sí en cien otros. Si te lo cito no
es para hacerme el original, sino por una única razón: los ocultistas pueden
animarlas y mandarlas en serio, para atacar a sus enemigos. Pero quizás, en lo
que a vos respecta, y puesto que recién empezás, que sos recién llegado a este
mundo, lo mejor sería hablarte sólo de la infraestructura, de lo más grueso.
Algo muy común es manijear a la víctima para que tome la sopa sorbiéndola
fuertemente, cosa que el líquido se le vaya a los pulmones y lo mate. O que
tome líquidos muy calientes y las quemaduras de esófago sean vía —hechizo
mediante— para un futuro cáncer. También es frecuente encajar afasias
(perturbaciones al hablar) o bien agrafias (al escribir). La manera de corregir
estas trabucadas es escribir y hablar mucho más lenta y disciplinadamente; al
menos por un tiempo, hasta que los síntomas desaparezcan. Pero en verdad no
hay como la maravilla penúltima de los automanijazos. ¿Qué esoterista
malévolo podría compararse a la malevolencia del masoquismo de la víctima
para con su propio ser? Los automanijazos constituyen una de las partes más
importantes del esoterismo. Un buen paquete de cacas que uno largue contra
sí mismo puede conducir a la infelicidad, las mutilaciones y la muerte; es el
mejor aliado de los enemigos de la víctima. Dentro de los automanijazos se
cuentan los derrotismos, nihilismos, pereza (saboteadora del progreso
personal), distracciones, estar haciendo —e incluso gozando— una cosa y, al
mismo tiempo, pensar en otra, celos, cobardía y mariconadas varias; en casos
más graves este amor por la muerte, este medular deseo de no vivir y de que
triunfe el enemigo, llega al borde de auténticas alucinaciones auditivas. Una
forma muy común del sabotaje al deseo asume la siguiente forma: “Ella —o
él— me gusta; claro que mi alegría no puede ser completa porque le falta esto
o aquello. Por lo demás ¿cómo sé que no va a traicionarme? Es verdad que no
ha dado la menor muestra de falla de lealtad, pero, ¿quién me garantiza que
más adelante no me etcétera?”. Y otras. Comúnmente asume esta forma

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antilúcida: “Mujer —u hombre— era la/el que yo tenía”. Olvidando a
propósito el hecho de que también antes saboteó a su amor —encantadísimo
de perderlo en estúpido masoquismo medular—, y que por otra parte idealiza
el pasado pues ello conviene al antedicho masoquismo. Las hechicerías darían
bastante menos resultado si el tipo no se automanijeara o, al menos, luchase
contra tales autoantifuerzas mediante la limpieza, la actividad, la atención al
mundo circundante y la firme determinación de gozar las cosas de la vida por
pequeñas que éstas sean en apariencia, sin cagarse las alegrías recordando a
deshora los problemas que se tienen. Fumo un cigarrillo, gozo un cigarrillo;
tomo una cerveza, gozo una cerveza; cojo con una mina, gozo con una mina.
Y lo mismo un día de campo, o pasear por la plaza, mirar un árbol o darle de
comer a un pájaro; bien sé yo que todo esto parece una estupidez galopante,
pero pensalo un poco y vas a ver que no es así. El 50% de las manijas no
darían resultado, o muy poco, si los hombres previamente no les abonaran el
camino con desidias, distracciones y masoquismo, con odio integral hacia la
propia persona.
»Pero ahora quisiera hablarte del arma esotérica más terrible que existe.
No es una casualidad que justo de ella jamás se hable; es una especie de
Bomba de Aniquilación Final que se encarga de esterilizar irreversiblemente:
cuerpo, psiquis (con toda su organización de reflejos defensivos) y doble
astral. Y repito: es curioso, porque siendo el arma mágica más terrible del
esoterismo, capaz de hacer pedazos al más alto Maestro, ningún libro de
magia (antiguo ni moderno) habla de ella. Tampoco es mencionada por la
Tradición Oral de casi ninguna escuela: ni la Cábala judía, ni los diversos
orientalismos; sólo muy de tarde en tarde surge un Maestro aislado que te dice
algo sobre esto. El instrumento magister de aniquilación, oíme bien, es nada
más y nada menos que el desgaste humano. Dentro de este cuadro de horror
general se cuentan: la incomprensión, las traiciones sistematizadas y
progresivas del mundo en su conjunto, y las defraudaciones de los discípulos
antes que ninguna otra: éstos que estafan espiritualmente al Maestro, quien
dio años de su vida y su energía para ayudarlos a salir a flote, etc. En otras
palabras: lo inhumano de las personas consideradas como un todo, y de los
amigos, y mujeres afectosexualmente cercanas, integrados como una parte, es
lo que produce en ciertos momentos críticos esa sensación de cansancio
irreversible y que hace que algunos poderosos Maestros, quienes durante años
vencieron a todo tipo de manijazo y ataques combinados contra ellos,
provenientes de fuerzas muy superiores, de pronto tengan un momento de
vacío espiritual y entrega, y entonces se suiciden o permitan que los enemigos

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los maten. Se dirá: “ello ocurrió por humano, demasiado humano”. De
acuerdo, pero lo que la gente en general y los esoteristas en particular no
comprenden es que en un mundo que perece justamente por desamor y por la
inversa de la frase de Nietzsche: inhumano, demasiado inhumano, la única
opción para acceder al Hombre (y al hombre y, eventualmente al
Superhombre) es siendo humano. Cada uno se forma en su escuela, en la mía
me enseñaron que ser inhumano es lo más fácil del mundo. Que todo lo
anterior sirva para no asombrarte si te digo que el desgaste moral de años de
lucha estéril aniquiló a los tipos más fuertes y mejores desde el punto de vista
ético. Tomá el ejemplo de Rasputín, sin ir más lejos, y de quien tanto mal se
ha hablado, él murió por un momento de cansancio. Sabía perfectamente que
el príncipe Yasupoff lo iba a matar esa noche, en la fiesta, pero fue igual.
Comprendió que su causa filosófica estaba perdida y decidió dar una broma
final. Cuando el príncipe le ofreció masitas y vino envenenados al principio
no comió ni bebió para potenciarse. Luego, ya invulnerable, ingirió el cianuro
(que los otros habían mezclado con las viandas) en cantidad como para matar
a veinte caballos. Finalmente los tipos, desesperados al ver que el veneno no
hacía efecto, lo mataron a tiros. Aun así les costó bastante, no te vayas a creer.
Pero en verdad no fueron los balazos (efectos pero no causa de su muerte) el
cansancio moral acabó con ese mago de alto grado.
»Algo que a vos te toca muy de cerca, en magia, es la posibilidad del
envejecimiento prematuro. Bien dice Papus que a todo gesto del cuerpo físico
corresponde una acción determinada en el cuerpo astral. Ciertos magos
manijean a sus víctimas para que éstas, pese a ser jóvenes y fuertes, anden
agachadas, suspiren, se quejen, etc., todo el día. La consecuencia, más o
menos a corto plazo, es que este accionar en la vida diaria (propio de un
viejo) invoca en el mundo astral un envejecimiento anticipado; esto es: el
astral, maléficamente invocado por la víctima manijeada —aunque ella no lo
sabe— responde provocando un verdadero envejecimiento. Termina por ser
verdad lo que antes era sólo pose.
»Otro chasco, también muy frecuente en el esoterismo, es el siguiente
concepto: “Hay que ser casto. Sólo así se acumula poder mágico soberano,
porque de la otra forma se pierde, con el semen, en el acto sexual. Si a esa
energía, en vez de disiparla, dejamos que se acumule, se conserva intacta la
potencia esotérica y hasta se la aumenta”. Cosa falsísima ya que, como dijo
un Maestro de alto grado, “Las castraciones sólo producen castraciones; las
mutilaciones sólo dan como resultado mutilaciones. La castidad sólo tiene
como secuela un divorcio progresivo entre el hombre y su mundo mágico y

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natural, a partir de la atrofia de un órgano”. Se dirá: hubo sin embargo
grandes fundadores de religiones que eran castos, y hacían grandes milagros.
Cierto. Buda, por ejemplo. En verdad el Anti-ser ayuda a los suyos y les
presta la “manito” que les falta… mientras le son útiles. Luego los deja solos
a último instante en la altura del tormento, los abandona, los destruye. Hasta
cuando los resucita. Cuando el Anti-ser resucita a un santón, en la India,
levanta a una criatura por completo diferente; a un duplicado, pues el original
ya se desintegró.
»Pasemos ahora a las manijas generales, aquellas que no están destinadas
a alguien en particular y sí a toda la humanidad en general, ejemplo clásico
son aquellas palabras que todo el mundo pronuncia o escribe mal: esencia,
concierne, trascendencia, etc. Hay quienes escriben excencia, escencia,
ecencia, ecensia, exscencia, etc. O bien otros que confunden el consciente
psicoanalítico, con ser conciente. Muchos, en fin, que escriben “ácido”
correctamente pero pronuncian áccilo, áxido, etc… Inscriben: trasendencia,
tracendencia, trascendensia, etc… La propagación general de esta distorsión
tiene como fin impedir que los hombres tengan el poder de la palabra, ya que
la semántica no es la estupidez que suponen muchos modernosos, sino que
cada vocablo está conectado con el universo y relaciona mágicamente al
hombre con un sector de lo creado cada vez que la pronuncia o escribe. Hay
Sociedades Esotéricas exclusivamente dedicadas a joder al hombre y
esclavizarlo por el lado del idioma. Influyen (para mal, por cierto) a los
propios academistas a cargo de la lengua, toda vez que lo necesitan. Otros
ejemplos: escena; mal pronunciada: excena. La razón es que en la escena los
actores se mueven, hablan, realizan mímica. La agresión simbólica es contra
el gesto y la voz. En el principio fue el verbo, la acción (como dice Goethe),
pero también la voluntad y el gesto. No es una casualidad que Nietzsche
insista con la idea de la voluntad como protoprincipio (principio generador de
principios). Ni tampoco es por acaso que Oscar Wilde (el Nietzsche de la
estética) nos diga que “Es tan sólo la expresión la que da realidad a las cosas”.
Todo ese juego primero de lo creado se da en la escena mediante el
instrumento de los actores. Seguro el universo, un momento antes de existir,
era más un teatro, un entrechocar de símbolos, una convención, que una
realidad completa. Naturalmente el instante cero (o, quizá, menos uno) de la
creación del cosmos fue algo más que lo anterior; la maravilla sólo podía
darse dando algo cuando se posee nada, en un acto supremo de sacrificio y
amor. —Cuando oyó esto Sotelo se estremeció. De Quevedo se dio cuenta—:
¿Pero qué te pasa?

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—Nada, que eso mismo, lo de «dar algo cuando se tiene nada», es lo que
me dijo el falso De Quevedo cuando me mandó al manicomio.
—Pues ahí no te mintió. El sofisma teológico no funciona si no tiene
dentro suyo partes verdaderas. Los chichis querían engancharte, pero no más
o menos sino medularmente. Con vos utilizaron núcleos auténticos rodeados
de principios falsos, para que lo cierto, por emanación, enmascarase a la gran
mentira general que te presentaban.
»Pero dejá que siga. Hay más palabras: dentífrico (que muchos
pronuncian “dentrífico”). Tiene que ver con los dientes, sobre los cuales la
lengua se apoya para articular las sílabas. La “carie” no existe; es la caries o
las caries, pero la palabra “carie”, en singular, es un invento. Nuevamente los
dientes. Porque así trabaja la magia; con símbolos. Confundir fugazza (un
queso) con figaza (un pan). Abel era pastor (de la leche se obtiene el queso).
Caín, agricultor (el pan). El Anti-ser siempre divide a la criatura humana:
primero a un individuo contra su hermano; luego eleva provisoriamente a un
alimento en desmedro de otro, para arribar a lo que más le interesa: la división
de cada individuo respecto a sí mismo, la esquizofrenia, pues ésta es el
preludio de la impotencia, del corte de la criatura humana con sus
Divinidades, la extinción y la muerte mediante el desequilibrio anti-natural.
Repito: se trata de lograr, en el mundo de los símbolos, que una nutrición
interior luche contra otra por medio de la confusión. Llamar dromedario al
camello; ya sabés que el primero, a diferencia del segundo, tiene una sola
joroba. Estos animales (ambos) resisten el hambre sin morir cuando cruzan el
desierto, gracias a sus reservas acumuladas en la/s joroba/s. Te recuerdo que
el demonio es una entidad diabólica que tiene su casa en el desierto. El Gran
Chichi maneja las quimeras, los espejismos, la esquizofrenia, la división y la
confusión. Llamar micrófonos a los altoparlantes; una vez más la voz.
Escribir olla con hache; tiene que ver con la boca, pues la comida entra por
ella. Abrir, con hache; para que simbólicamente la gente quede cerrada, con
sello perpetuo. A la calavera llamarla carabela o cralavera: lo que más llama
la atención de una calavera son sus dientes, expuestos en forma brutal. Aparte
de ser ella el blindaje físico del cerebro y del pensamiento. Cerebro, que suele
pronunciarse celebro (a manera de celebración chasco). Lengua, luenga.
Etcétera. En definitiva y como ves, la mayoría de estas manijas apuntan
contra lo trascendente, la palabra, y su instrumento para pronunciarla.
»Las energías negativas que a un tipo le pueden mandar son muy diversas,
y en general tienen que ver con lo cotidiano: ponerse las medias al revés, o
“confundirse” y llevar puestos zapatos de distintos colores, medias de

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diferentes pares, etc. Todo esto es a los fines de atacarle los pies (y a partir de
aquí todo el resto de su persona), para lo cual primero deben producir
confusión y desorden en el sector. Otras perturbaciones (algunas son tan
graves que sólo pueden lograrse en un estado avanzado de invasión.): Hacerle
desaparecer los zapatos, convencerlo de que no tiene nariz o pija. Que busque
desesperado los anteojos y los tiene puestos. O la pipa, y la lleva en la mano o
en la boca. Son famosas las gomas de borrar que les desaparecen a los
dibujantes, o las tijeras a las costureras. Anomalías aun más graves son las
que se logran con una Máquina Maestra —que nosotros llamamos usina
mágica—, la cual contiene toda la información astral de la víctima; el chichi
súper le puede hacer salir un par de tetas, si la víctima es hombre, o senos
adicionales si es mujer; cola de mono; que le crezcan las orejas o la nariz, un
falo en la nuca; labios pintados con rouge; barba de Trotsky, etc.
Generalmente este tipo de maléfico dura 10,15 segundos, a veces aun menos,
pero, en ocasiones, queda para siempre. En Perú está el caso de un tipo al que
le salió una ristra de pijas, todas chiquititas, en el vientre, al lado de la
original. Cuando meaba la orina le salía por todas. Los médicos decían que
era una mala información genética.
»Otro maleficio graciosísimo (te reís a carcajadas hasta que te pasa a vos)
es uno en el cual la persona se acuesta y deja los zapatos al pie de la cama. Al
levantarse no se da cuenta de que le han cambiando uno, y se pone dos
zapatos izquierdos. Comienza a caminar y marcha en círculos sin poderse
detener. Ahí mismo lo llevan al manicomio, como por un tubo. A veces,
dentro de los zapatos que la víctima dejó al acostarse, hay dos manos
escondidas que le agarran los pies y no los sueltan. Existen innumerables
brujerías para los pies. Éstos y la boca son los predilectos del chichismo. Los
primeros que intentan enganchar. Agradecé, de cualquier manera, no tener
epilepsia como Akenatón (que estaba poseído). Una Sociedad Esotérica lo
copó para que destruyera a los Dioses e implantase el monoteísmo; esta
enfermedad, considerada desde antiguo Gran Mal o Mal Sagrado, se atribuía
al Anti-ser; a éste los seres humanos le han puesto distintos nombres —los
egipcios lo llamaban Atón; los pilaguá, indios americanos, denominábanlo
Daipichi, etc.—, pero siempre se caracteriza por ser muy celoso, excluyente,
enemigo de lo femenino, y ni por joda permite que se adore a otros Dioses. Y
la razón para el proceder de Atón es muy sencilla; él es la epilepsia teológica:
intenta destruir a la criatura humana; con la excusa de salvarla, aniquilar a la
materia y que todo lo creado vuelva a la nada primordial. Envidia el cosmos
que no fue capaz de crear.

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—Pero…
—¿Qué?
—Cuando me manijearon, los chichis me hacían creer que yo era ese Atón
o ¿cómo era ese otro nombre que pronunciaste?… Daipichi. ¿Cómo es
posible que los adoradores del Anti-ser, falso De Quevedo mediante, me
acusasen de ser su propio Dios? Se supone que si yo era Atón, como el
De Quevedo chasco decía, debió adorarme, no cagarme a pedos.
—Es un viejo truco del guacho de Atón: es capaz de humillarse a sí
mismo con tal de obtener sus fines; hacerte cagar a vos, en este caso. Él, a
través de sus sacerdotes, se propone distintos objetivos: chicos, medianos y
grandes. Destruye arriba, abajo y en el medio. Se propone la destrucción de la
existencia considerada en su conjunto, como «deber» fundamental, pero no
desdeña joder a un particular, por ejemplo. Para él todo es importante. Razón
tenían de sobra, los chichis de los cátaros, cuando se negaban a tener
relaciones sexuales y sobre todo a tener hijos, alegando que el mundo no es
creación de Dios sino del demonio. Ellos fueron los únicos que entendieron el
mensaje anti-divino: «La creación, la materia, es mala y debe ser aniquilada».
Los cátaros eran las criaturas predilectas del Anti-ser. Los mataron a todos,
por suerte. Vos y yo, que estamos a favor del sexo, la materia y la vida,
seriamos para ellos los sacerdotes del diablo (de los Dioses), no sé si te habrás
percatado.
»Pero te hablaba de la epilepsia física. Quienes tienen el poder o el don de
la mirada astral han visto una suerte de bola o pelotita saltarina, con plumas,
que se mete dentro de los enfermos en el momento que comienza un ataque.
»Una materialización muy frecuente en el mundo de los esotes es el
Hombre del Batón. Es una entidad diabólica que obra independientemente.
No responde a ningún grupo ocultista. Viene a ser como un peregrino, del
cual no se sabe bien su misión, pero yo dudo que sea buena. Le encantan las
casas viejas, como esta —por eso te lo cuento—, y los pies sucios. Come lo
que encuentra: pan, carne, etc.: bebe, fuma cigarrillos de la persona a quien
“homenajea” con su visita, y otras. Suele chupar los dedos de los pies si están
sucios. Hubo quienes, al despertar en medio de la noche y ver a esta aparición
con su batón volando al viento, han muerto. Repito que el Hombre del Batón
jode a cualquiera, y si un esote lo quiere mandar contra alguien no va. Pero de
todas formas lo incluyo entre las brujerías. Pienso, no sé por qué, que algún
día podemos llegar a tener un incidente con él.
»En cuanto a las tijeras. Las tijeras suelen extraviarse porque tienen vida
propia. Cuando no las miran caminan sobre sus dos patas, en ocasiones

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destruyen papeles (a veces irremplazables), cortan géneros, etc. En ocasiones
el enemigo las dirige para castrar, cortar o pinchar los ojos, etc. La forma de
impedirlo es, luego de usarlas, colgarlas siempre del mismo clavo.
»Pero quizá yo esté cometiendo un error con todo esto. Por momentos me
da la impresión de que me adelanto mucho. Tal vez, debiera limitarme a lo
que a vos te toca con más urgencia: todo lo que tiene que ver con lo
formativo. Muchos discípulos cagan fuego por faltarle el respeto al Maestro.
—Al ver la cara del gordo, mezcla de azoramiento e incredulidad,
De Quevedo explicó—: Esto ahora te parece imposible, ya lo sé. Pero para
todo discípulo, en su proceso de elevación, hay un momento en que la
tentación de rebelarse de manera inmotivada, chasco, y faltar el respeto a su
instructor, es casi irresistible. El trato continuo, la familiaridad, el número
incontable de veces dentro de las cuales el Maestro deberá por fuerza
perdonarle sus metidas de pata, todo ello, hace que el discípulo empiece a
mirar al magister como “sagrado pero no tanto”. Afianza de manera falsa su
personalidad, hasta el momento inevitablemente subordinada, mediante
furias, arrogancias, desobediencias y sublevaciones cuando no corresponden.
Entonces la falta de respeto para con el Maestro también es un arma mágica y
el discípulo debe temerla más que al vurro. Los Dioses abandonan a quien es
insolente de manera irremediable con su Maestro; incluso, a veces, pese a
existir el perdón de este último. Es por ello —puesto que es imposible
sobrevivir si uno no está protegido por las Divinidades—, que los discípulos
deben ir suprimiendo poco a poco sus rebeliones, ataques de histeria, mal
humor, quejumbrosidad, etc.; y ante todo: no ser discutidores. El Maestro
siempre tiene razón. Jamás deberá el discípulo hablar con el Maestro
airadamente. Esto es un insulto, una falta enorme para con los Dioses. Quien
empieza propasándose con su instructor terminará faltándoles a las
Divinidades. Incluyo a esta parte entre las automanijas, aunque reconozco que
a veces hay una acción telepática externa por parte del enemigo, deseoso de
que el discípulo sea irrespetuoso y así se destruya. Pero es deber de uno
rechazar firmemente tales sugestiones.
»Insolencia y dejadez. Sí. Son los peores enemigos. Los esotes penetran a
través de los charcos de agua que uno deja en el piso del baño después de
ducharse, o en el pavimento de la cocina después de lavar los platos. Éste es
el resultado final de las perezas. La falta de disciplina, también, permite que
ellos lo llenen poco a poco de tics y manías. Éstos a su vez generan
perturbaciones gráficas, orales y motrices. Pero si el discípulo resiste a todo
esto y lentamente se va purificando y aprendiendo, ahí no más te largan otra

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peor: ¿Aprendiste de magia lo bastante como para defenderte? Pues bien: a
manijearte para que hables de magia todo el día y pierdas de vista el mundo
natural. Con esto, y por diverso medio, logran lo que, después de todo, se
proponían desde un principio: que el tipo no pueda desengancharse y quede
cortado de la Madre Tierra. Aprovechan, por supuesto, su desamor, que lo
lleva a la distracción. Ésta, a su vez, lo conduce a la falta de conocimiento de
sus órganos, del propio cuerpo; así agravan afasias, agrafias, tics,
perturbaciones motoras, choque de objetos o torpeza generalizada (para que
rompiendo cosas o desordenándolas altere su entorno mágico, apoyado éste
en equilibrios), y hacer posible la entrada de nuevos chichis.
»Pero antes de que me olvide: te quiero hablar de las moscas de la muerte.
Son esas moscas chiquititas, boludas y fáciles de matar, que por lo general
están siempre posadas en las paredes de los baños o las cocinas. Como suelen
ser máquinas, y cuando no lo son resultan mensajeras de la desgracia o la
muerte, hay que matarlas de inmediato. También tenemos a los bichos-
máquinas propiamente dichos. Existe una cantidad de mecanismos mágicos
que los esoteristas disfrazan de polillas o bien de bichos diminutos: negritos,
el triple del tamaño de una cabeza de alfiler. Se los debe liquidar de
inmediato. También fabrican falsos mosquitos encargados de picar al lado de
los ojos, cuando el tipo duerme. Ojo: si cazases a uno de estos chichis no
encontrarías adentro de ellos cosa alguna diferente a un mosquito común, es
en el mundo astral donde resultan distintos; ellos toman la carcaza de un
insecto verdadero, lo matan, procediendo luego a su invisible llenado con
mecanismos de la luz sidérea. Hay un insecto muy bonito, con pintitas en el
caparazón. La gente los llama “vaquitas de San Antonio” y cree que traen
suerte; pero los viejos esoteristas aseguran que son transmisores del cáncer.
Lo mismo que los “bichos bolita” y las cucarachas.
»Y ahora te voy a contar algo que a vos te va a venir como anillo al dedo
porque sos dormilón: la siesta. De ser posible, y a menos que estés encamado
con una mina —pues en tal caso ella te protege—, no dormir siesta. Si a uno
lo manijean de noche, qué no será durante las horas solares, en las cuales los
tipos aprovechan las interferencias producidas por las descargas del sol.
Además pensá: incluso sin existir los chichis, al entrar la mente en el ritmo
eléctrico del sueño, los circuitos se ven alterados por las descargas solares;
toda esta perturbación, a la fuerza disminuye el descanso. De noche, en
cambio, la inversión de la Tierra, al hacernos entrar en la parte con sombra,
nos protege con su cuerpo de las antedichas descargas.

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»Tenés que estar muy atento porque dos o tres días antes de un ataque
general siempre aparecen avisos o señas celestiales en las casas. Puede
tratarse de una cantidad anormalmente grande de moscas comunes (no la
chata, chiquitita y boluda de los baños, a la cual me refería antes —aunque
también puede aumentar el número de éstas— sino la grande cotidiana). Aquí,
como en casos anteriores o ante cualquier invasión extraordinaria de bichos,
lo indicado es proceder a la matanza; ello no quita que, además, uno deba
tomar otras precauciones. De modo que ya sabés: si en tu casa notás
abundancia injustificada de insectos, llamame en el acto.
»No hay que usar tatuajes, como los pobres marineros, porque aquéllos
facilitan la identificación astral. Nunca lleves desabrochados o abrochados a
medias los cordones de los zapatos: por ese “cable” se puede subir un chichi.
Mientras seas mi discípulo no me cansaré de romperte las bolas con algunas
cosas. Hay tipos que tienen la manía de apoyar la pija en los mostradores, en
los muebles y en cuanta cosa tienen a tiro: vos, por ejemplo. No lo niegues
porque es verdad, la víctima obedece a la sugerencia telepática de que lo
haga. Ello es a fin de cargarle los genitales metiéndoles una energía. Porque
en esto, como ocurre con cualquier otro tic, el desorden o la sinrazón del acto
torna vulnerable a toda la zona del cuerpo o del espíritu directamente
involucrada. Los flecos de las bocamangas que se gastan, o de cualquier otro
lugar del pantalón (o la camisa) deteriorada, deben cortarse para tirarlos de
inmediato al inodoro, puesto que por aquéllos —usados como puentes— se
introducen e instalan elementos mágicos.
»Sos un tipo tan distraído que a todo hay que decírtelo cinco veces. Por
eso quisiera reiterarte algunas cosas: las manijas en el hablar, por ejemplo.
Hay gente —entre la cual te incluyo— que en vez de decir: “¿Qué es eso?”.
“¿Qué pasa?”. “¿Qué sucede?”, dice “¿Qué es lo que es eso?”. “¿Qué es lo
que sucede?”. “¿Qué es lo que pasa?”. Estas frases son tan especialmente
destructoras y caóticas, que las mismas máquinas mágicas —cuando las
pronuncian, copiándose de los hombres— se destruyen. Como la organización
del cerebro es parecida a un conjunto de miles de mecanismos mágicos
sincronizados hay que quitarse la mala energía de pronunciar esas frases
absurdas, porque cada vez que uno las dice, un grupo de neuronas sufre las
consecuencias. Entonces: las distorsiones en el idioma, introducidas por los
chichis, tienen dos motivos: que el hombre no sea dueño de la palabra (con lo
que pierde dominio y poder sobre las cosas y las fuerzas mágicas) y producir
diminutas lesiones psíquicas a partir de daños físicos microscópicos; esto, a

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su vez, resulta una puerta abierta a futuras, mayores aniquilaciones. Cáncer de
cerebro, por ejemplo.
De Quevedo vio un paquete en un rincón:
—¿Qué es eso?
—Zapatos. Me compré un par de zapatos.
—¿Marrones o negros?
—Marrones.
—Perfecto. ¿Cuándo pensás estrenarlos?
Sotelo encogió de hombros:
—Mañana, ¿por?
—Oí: a los zapatos marrones tenés que lustrarlos una vez, el día del
estreno, con pomada negra. Quedan así con ese color que no se sabe si es
negro o marrón y que impide la identificación astral por parte de las Máquinas
Maestras. En los días que sigan ya podés lustrarlos con la pomada que les
corresponde. —De Quevedo encendió un cigarrillo y miró al gordo de reojo
—: Gordo…
—¿Qué?
—¿A vos cuánto te dura un pan de manteca?
—¿Cómo?
—Te pregunto cuántos días te dura un pan de manteca, qué tiempo
demorás en comerlo todo.
—Y… según…
—Pero más o menos.
—Y… dos días.
—Me imaginaba. Escúchame bien: vos, a toda costa, tenés que suprimir
infantilismos, es fundamental para tu sanidad. Hay hombres adultos
aficionados a los caramelos, se llevan cinco turrones al cine, devoran el dulce
de leche desesperados (hasta se levantan por las noches para zamparse varias
cucharadas, como niñitos saqueadores de heladeras), comen un pan de
manteca diario (o cada dos días, como vos), etc., hasta que se destruyen los
dientes o se cagan el hígado. Si esto no es un manijazo no sé qué lo será.
Sotelo estaba furioso ante tantas órdenes pero se contuvo. De Quevedo lo
notó:
—Ahora estarás pensando: «¡Pero qué riguroso! No quiere dejarme ni una
fiesta». No. No pienso dejarte ni una de tus fiestas chasco. Vos, ya pasados
los treinta, pretendés vivir como un niñito en cumpleaños perpetuo. Pero aquí
es mucho lo que está en juego como para que vos te sigas haciendo el boludo.
Todo esto te parece difícil y hasta imposible de cumplir porque nunca tuviste

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una existencia disciplinada. De imposible no tiene un carajo y vas a seguir
mis indicaciones al pie de la letra si apreciás tu vida. No te rebelés contra mi
plan de trabajo porque a las leyes de la magia no las inventé yo, y son
implacables. En el esoterismo una rebelión puede costar muy cara.
»Otro dato: A menos que te dejes la barba tenés que afeitarte todos los
días. Lo peor es afeitarse irregularmente, cada dos o tres días o cuando uno se
acuerda, puesto que en barbas incipientes suelen instalarse las porquerías que
a uno le mandan. Los pelos cortados no deben dejarse en la máquina de una
jornada a la siguiente. Tenés que eliminarlos de inmediato. Estos residuos
tienen que ver con el tema general de la basura. Lo ideal, como te he dicho
muchas veces, es que vivieses en tu casa y en el campo; puesto que debés
alquilar en Tollan, las indicaciones son: con la basura que un hombre saca a la
calle se pueden hacer hechicerías, ya que de aquélla los magos obtienen
mucha información astral. Es por ello que, como a los desperdicios vos no
podés quemarlos personalmente en los fondos de una casa que no tenés, lo
indicado resulta echarlos por el incinerador, ya que van al fuego. Afuera hay
que dejar sólo aquello que es incombustible: botellas, materiales de
construcción, etc. Muy especialmente deben quemarse los zapatos viejos,
aunque el portero chille.
—Pero De Quevedo: si aquí no hay portero ni incinerador.
—¿Y vos te creés que yo no lo sé? Te lo digo para más adelante. Aquí no
vas vivir toda la vida. Así lo espero, al menos. Y creo que no. Con tu basura
vamos a hacer lo siguiente: vas a averiguar bien los horarios en que pasan los
tipos de la Municipalidad a recogerla y entonces vos la sacás un ratito antes.
Menos tiempo esté en exposición, tanto menores posibilidades habrá de que
puedan robar una parte o afanar registros acásicos. Cuando tengas algo
jodido, tal como zapatos viejos, me los das a mí para que los queme en el
incinerador de mi edificio. Cuando te cortés las uñas no dejés pedacitos
tirados por cualquier sitio con la excusa de que «ya barro enseguida». Los
juntás y sin esperar a que pase el tiempo los tirás por el inodoro. Si por putas
en la calle se te cae un botón, y no le das cuenta a tiempo para recuperarlo, al
llegar a casa debés reemplazarlo de inmediato por otro igual o muy parecido.
Un botón también es un registro astral, y si uno no llena la vacante es como si
tuviera una parte del propio cuerpo en manos del enemigo.
También he observado otra mala costumbre tuya: andás siempre con la
ropa desarreglada. No lleves la camisa o una parte de ella afuera, como se
hace en los pueblos en los días de verano. Hay chantas que lo hacen en plena
ciudad. A menos que se trate de una guayabera, donde sí es propio, no debés

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dejar bordes de la camisa fuera del pantalón, porque este pequeño desorden
puede ser utilizado —de hecho lo es frecuentemente— para introducir una
máquina.
Otro tic de mierda que tenés es el andar tocando cosas sin razón alguna.
Sos muy toquete. Una cosa es tocar los objetos cuando se necesita, y otra es la
manija de andar dejando las impresiones digitales por todos lados «para ver
cómo queda», como hacés vos, o «porque sí», o «porque me gusta». El que no
tenga este tic no lo creerá posible, o que sólo un loco lo tendría. Vos estás
bastante loco, claro está, pero te aseguro que una cantidad de personas
normales hacen lo mismo. Dejando las impresiones marcadas en una mesa,
por ejemplo, o en un vidrio, sin necesidad o «para verla porque me gusta», se
está brindando al enemigo un registro, una información. Sería lo mismo que
le dieses una fotografía tuya a alguien que quiere hacerte un vudú. Vos dirás:
«No es posible pasarse sin tocar las cosas. ¿Debo vivir adentro de una burbuja
o usar guantes?». En absoluto. Se puede dejar cuanta impresión digital se
quiera en cualquier lado; sacar un registro le sería al enemigo casi imposible a
causa del gasto brutal de fuerzas. Pero si uno, motorizado por alguna mala
energía, adquiere la costumbre de tocarlo todo al pedo, el costo para ellos es
mucho menor. ¿Qué hora es?
—Las dos de la mañana.
—Uh… Mirtha me va a destripar. —De Quevedo se rascó la cabeza con
un dedo, como hacía Julio César—. Me he dado cuenta de que sólo cree en lo
absurdo, de modo que lo mejor será que le diga que tuve un encuentro con un
ovni. Secuestrado a bordo de un «platillo volante», como se les llamaba hace
algunos años. Siendo una mina disparatada, como es, únicamente acepta
explicaciones disparatadas. Si le cuento que estuve con un amigo, charlando
hasta las dos, seguro que piensa que estuve encamado con otra. La clase
magistral de esta noche me salió un poco larga, me temo, pero era necesaria.
Espero que no lo olvides todo en quince minutos. Chau. Dentro de unos días
me doy una vuelta para ver cómo andan las cosas.

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TREINTA Y UNO

ZOMBIES Y FALSOS CIEGOS

Sotelo ya tenía quince pájaros. Sus nuevas adquisiciones eran: jilgueros de


Guatimotzín, cotorritas australianas, dos parejas de dominó (parecidos a los
gorriones, sólo que más estilizados y de colores más vivos), manones
(originarios de China: un poco más grandes que el diamante mandarín; color
ladrillo aunque amortiguado, casi té con leche) y un loro barranquero al cual
llamó Guram, en honor de cierto monstruo de una historieta que el gordo leyó
cuando era chico. Guram, pese a su vulgaridad racial, era tan fabuloso como
una quimera; siempre lleno de furia, irritable, despótico y gobernaba
exclusivamente mediante decretos-ley. Parecía el dictador Sila. Exactamente
el mismo carácter de mierda que Horrigonio, el loro de Alarico Alaralena, el
dueño de la usina mágica (esa que escribía obras de teatro). Cosa curiosa,
desde el principio se llevó a las mil maravillas con el gordo. Casi enseguida
dejó de picarlo y, cosa rara en un loro macho, esforzábase para aprender unas
pocas palabras; dije que resultaba extraño porque las hembras son las
charlatanas de la especie. Claro que Sotelo le repetía incansable «frases de
combate» que, según él, contribuirían a potenciar el cuarto: «Victoria», «Yo
resisto», «Triunfaremos», «Mueran los chichis», «Aquí, atrincherado», «Ni
un solo paso atrás», «Josegordo Stalingrado, se sostiene», «Jamás tomarán
Gordawa», «Viva el Fúrer gordo», «Heil, Itler Sotelovich», «Sotelo ama a
Cecilia», «El acorazado Sotelo, de Sergio Eisenstein», «Iván Gordovilenko, el
Terrible», «Nicolás 32, el zar», etc. De más estará decir que Guram no
aprendió ni una; el muy caprichoso se negó a retenerlas de la manera más
firme y terminante, pero en cambio sí memorizó, por su cuenta, tres frases
típicas de las que se decían en ese sitio: «Qué manija, viejo», «Auxilio» y
«De Quevedo, socorro».

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Antes de tenerlo a Guram, Sotelo cada tanto sacaba a Manuela —su lora
enana— de la jaula para mimarla un poco, ponérsela en el hombro, etc. Ella
de inmediato se corría en busca de su cuello (al principio con terror del gordo,
quien ya se veía sin yugular), con saltitos de costado, como los cangrejos;
luego, previo lanzar varios chillidos horrísonos, le aprisionaba con gran
delicadeza el lóbulo de la oreja, le quitaba inexistentes piojitos de los pelos y
actividades parecidas. Luego, con Guram, el gordo comenzó a sacarlo poco a
poco, a fin de que él también corretease sobre sus hombros; tenía, eso sí, la
precaución de llevarlo de paseo en momentos distintos a los de Manuela, pues
temía que aquel enfurecido cónsul, en un arrebato, la destripase. Pero un día
se animó a ponerlos juntos sobre su espalda, para ver qué pasaba. Fue como
encerrar una pava hirviendo en la heladera. Manuela, desesperada, huyó para
atrincherarse en la última frontera del hombro izquierdo del gordo. Guram
llamó a varias clases bajo las armas y movilizó a sus ejércitos desde la
derecha, atravesó la cadena montañosa conocida como Nuca de Sotelo en
rápida blitzkriegy se precipitó sobre las últimas posiciones manuelares. La
lora, apichonada y con la cabeza levantada y el pico abiertísimo, chillaba en
agudo continuo. Guram, por su parte, no la picaba —cosa curiosa— aunque la
tenía a su merced; se limitaba a mirarla desde su enorme altura, parecido a
una montaña verde; la agredía de palabra pero no de obra, bastándole, el
parecer, con poderla y hacérselo saber. Ante la poco feliz experiencia el gordo
volvió a cada uno a su jaula. A partir de aquí, y en lo sucesivo, cuando sacaba
a uno el otro se moría de celos. Guram, por ejemplo, lanzaba unos
horripilantes gguGgrrgAAA, en registros imposibles de energía. «Si ahora la
agarra a Manuela la destripa», pensaba el gordo. Ella, en cambio, al verse
despreciada, «se ponía triste» (algo muy femenino): metía la cabeza bajo el
ala previo lanzar uno o dos quejidos lastimeros. Pero el gordo no se había
llevado aun la última sorpresa con estos dos. La jaula de Manuela estaba
suspendida arriba de la cama del gordo, por indicación de De Quevedo —así
ella lo protegería en su sueño—; la puerta de aquélla estaba abierta pues era
imposible que el bicho se escapase definitivamente, pero sí tenía una cuerdita
que descendía desde la jaula hasta la colcha y así, caminando, Manuela
trotaba por toda la habitación. El animal, por instinto, sabía dónde se
necesitaba más su presencia física para desmanijear sectores. Los chichis
estaban enloquecidos con esa lora enana de astral fuertísimo.
Ahora bien, una buena tarde el gordo llegó a casa más temprano de lo
acostumbrado y los tomó desprevenidos (se ve que cada uno volvía a su jaula
antes de que él entrara). Al parecer Guram tenía la costumbre de abrir la

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puerta de su recinto con el pico y darse un paseíllo hasta la de Manuela. Y ahí
estaban los dos en pleno amor platónico (los Diálogos). Al principio no lo
oyeron porque dos viejas, que se estaban peleando en el pasillo, con el
batifondo enmascararon el ruido de Sotelo al entrar. Guram le sacaba a ella
inexistentes piojitos, y la muy puta se dejaba hacer. Aunque parezca mentira
el tonto aún no lo había visto, pero Manuela sí y huyó de Sotelo para
refugiarse bajo la batea con girasol, previo lanzar un par de grititos. El gordo
se había quedado inmóvil, como diciendo: «Pero qué par de chanchos
ingleses mentirosos». Guram, previo desconcierto al ver la huida de la otra,
por fin notó el motivo y retornó a su propia jaula a toda prisa, dando aletazos
y ayudándose con el pico. Sotelo no podía menos que admirarlo: parecía
Tarzán cruzando la selva con sus lianas.
—Ah, hijos de puta ¿así que ustedes se odiaban? —rezongó el gordo entre
furioso y risueño—. Ahora me explico por qué la jaula de Guram tenía la
puerta siempre abierta cuando llegaba del trabajo.
Y yo tan creído de que era una manija de los chichis, pues ahora mismo
los voy a poner a los dos en el mismo hombro, y mejor no les cuento lo que
les va a pasar si arman escándalo.
Una vez que lo hizo no se pelearon, claro está. Sin embargo Manuela se
puso triste, que era su manera de protestar, y Guram parecía enfurruñado, con
todas las plumas de cuello y espaldas erizadas.
—¿Y ahora que carajo les pasa? —preguntó el gordo y sin prestarles más
atención comenzó a escribir.
No duró mucho su comunión con la literatura pues Ladrillito, su tordo del
Chaco guatimotzinita hizo «Ticchiep, ticchep…». El gordo subió hasta la
atención al mundo y dijo algo como: «Ah, perdón, casi me olvido de que hace
muchos días que…». Y ahí nomás salió de nuevo con una bolsa a comprarle
carne picada, que para el tordo era un regalo. Aprovechó para hacer las
compras del día, claro está, volviendo al rato. «Tome, mi bicharraco
hermoso», le dijo al tordo al tiempo que le daba la picada. Hizo bien pues ésa
fue una de las últimas oportunidades que tuvo de mostrar gentileza para con
un animal que tanto lo amó (ese pájaro se dejaba acariciar con el dedo).
Ladrillito (así llamado por la franja color ladrillo que circulaba su nuca) era el
primero en recibirlo y hacerle fiestas al llegar del trabajo: piaba, se limpiaba
las plumas de las alas con el pico (todo en cámara rápida; como no podía
tocar el cuerpo de Sotelo se acariciaba el propio) aproximándose lo más
posible a los barrotes. El bicho se desesperaba por mostrarle amor y el gordo
era consciente de ello.

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Sotelo intentó, una vez más, escribir, pero justo en ese momento llegó
De Quevedo. El gordo lo recibió conteniendo el fastidio, y el otro lo notó en
el acto.
—¿Qué te pasa que ponés cara de «ya está otra vez éste fastidiándome»?
—preguntó De Quevedo.
—Nada nada.
—¿Nada nada?: todo todo, más bien. Tenemos muchísimas cosas que
hablar antes de que termine el día. Ayer estuve con Isidoro, mi amigo el
astrólogo, y me dijo que tanto vos como yo tenemos que empezar a practicar
karate. Lo vio en un horóscopo.
—Yo quizás algún día empiece, pero en este momento me siento…
—Atendeme bien: no te lo estoy sugiriendo. Es una orden, y una orden de
Isidoro para colmo. Así que… El karate nos va a fortalecer mágicamente,
aparte de brindarnos fuerza y bienestar físico. A vos, sobre todo, te va a
cambiar la vida. Hasta tu sexo se va a ver beneficiado, aunque te parezca
mentira, pues éste poco a poco empezará a corresponder a la armonía general.
Aumentará su poderío físico y vos, que sos un torpe como casi todos los
gordos, sin elegancia ni gracia, vas a notar cómo aumenta el control sobre tus
movimientos. El karate, en el plano astral, brinda un blindaje superior a mil
mudras, asanas y cuanta cosa pudieras andar haciendo. Ah, casi me olvidaba:
anoche tuve un sueño rarísimo. Soñé que te veía tal como vas a ser dentro de
algunos años (no me preguntes cuántos porque no lo sé); estabas en una casa
de campo, llena de enredaderas, plantas y pasto corto. Tenías un perro,
aunque no me es posible recordar la raza. Me dijiste que lo estabas
instruyendo para matar. Había varios rosales, cosa que me llamó la atención
pues jamás me habría imaginado que te gustasen las rosas.
—¿Yo tenía mujer?
—No sé. Te pregunté: «¿Cómo? ¿Vos con perro? ¡Pero si alimentarlo te
debe salir una fortuna!». Vos sonreiste como diciendo «Pero de qué me habla
este tipo, o en qué mundo vive». Así que de eso sólo deduzco que tenías
guita, es evidente que te movías con platas distintas a las nuestras.
—Pues ese Sotelo del futuro nos tendría que echar una mano —suspiró el
gordo—, así no andamos tan pobres.
—Cierto. Otra cosa. Algo importantísimo y que en el sueño, ignoro la
razón, notaba a último momento. Yo te veía con cara rara (al principio lo
atribuía al hecho de que tenías más años). Esas dudas de los sueños con cosas
que nunca te pasarían en la vigilia. Vos tenías bigote. «¿Cómo? ¿Ahora se te
dio por dejarte el bigote?», te pregunté. Demoraste unos segundos en

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contestar. Luego dijiste con gran ironía: «Vamos, Maestro, me extraña. ¿O
acaso no sabe que los bigotes poblados aumentan la potencia sexual?». Y
cierto que eran poblados esos que usabas. Entonces me desperté. ¿Qué te
parece?
—Y, que más que sueño eso es un astral. ¿Será que tengo que dejarme
bigotes?
—Creo que sí. Yo en el sueño, astral o lo que fuera, me sentía muy
mortificado por tu tono irónico. Incluso pienso que esa ironía, ese humor, era
algo extrahumano. Algún Dios, tal vez. El humorismo que te digo está al
alcance del hombre, por supuesto, pero tiene toda la marca de la clase de
chistes que suelen hacer Ellos. Seguro usaron tus memorias astrales, las del
Sotelo del futuro, para dar la información, pero en realidad no eras vos. Usá
entonces bigote poblado, pero de puntas algo recortadas. Se me ocurre que
por las puntas finas y largas debe tener lugar una continua descarga de
energía, de modo que para evitar esa pérdida hacete puntas romas. Otra
solución sería dejar que los extremos se enrosquen, como los de nuestros
abuelos, pero hoy día se usa poco y hay que tener mucha gracia para que no
se burlen de uno.
—Pero los bigotes «manubrio» también tienen puntas largas. ¿En qué
quedamos?
—Te estoy hablando basándome en las analogías, porque el tema es
nuevo para mí. En magia, cuando te sorprendan con una novedad del tipo que
fuese, tenés que basar tu juicio en los símbolos con los cuales estás
familiarizado y en la mecánica analógica, en el caso de los famosos
«manubrio» creo que no hay pérdida de energía por las puntas porque al estar
éstas retorcidas forman una suerte de espirales de acumulación: la fuerza
tiende a escapar, pero como los extremos se curvan vuelve a caer en sí misma
creando un campo. Hacen de condensadores.
»Y cambiando de tema: sé que cobraste y ahora tenés algo de guita, de
modo que te venís conmigo para que nos inscribamos en un gimnasio con un
profesor japonés que conozco. También te vas a comprar un karategui, así
llaman al kimono de karate. Tengo que aprovechar ahora, porque si dejo pasar
los días me vas a venir con la excusa de que no podés por falta de plata.
Además vas a conseguir hoy mismo una hembra para Guram. Sí, ya sé que él
se consiguió novia por su cuenta: Manuela. ¿Cómo va a hacer Guram para
coger con una lora tan chiquita? No te conviene tener amores platónicos al
lado tuyo porque el símbolo no te beneficia: es justamente la manija que tenés
que romper. Tenés que entender que la analogía es la carne misma de la

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magia. Manuela que se joda, pobre. Los loros de Fisher son carísimos; van a
pasar años antes de que le puedas comprar un macho y yo no te puedo regalar
también a Tomás porque lo necesito para mi defensa. A mí también me
atacan, no sé si sabías.

Luego que ambos se inscribieron en el gimnasio del profesor Wakatsuki,


y compraron sus respectivos karateguis, siguieron caminando rumbo a la
pajarería. Sotelo estaba asombrado: De Quevedo lo conducía por sitios
insólitos (polos opuestos) de la ciudad. Por momentos desandaban pasos. Otra
cosa rara: el Maestro no le permitía tomar ómnibus. Habrán caminado
fácilmente cien cuadras, hasta el anochecer. Salieron de Suipacha y
Cordobchitl (la esquina de la casa del gordo); bajaron hasta Viamonthualpili y
Floridzátl caminando por aquélla; mientras, De Quevedo le explicaba:
—Podemos aprovechar este viaje de compras para aprender unas cuantas
cosas. Lo primero es el reconocimiento. Tenés que ser capaz de detectar a
enemigos potenciales. Como por instinto. Esto es una guerra y por lo tanto el
esoterista que sobrevive adquiere al poco tiempo reflejos de soldado.
—Te diré que últimamente aprendí bastante a identificarlos. Casi no pasa
día sin que tenga un combate en la calle con distintos chichis. —Sotelo arrugó
la cara—. Son tipos que si no fuera porque me hacen mudras alevosos jamás
sospecharía de ellos. Yo contesto son mudras de espejo, o contraataco con La
Torre. Me tienen podrido. Además son muchísimos. Una de dos: o yo estoy
otra vez loco como una cabra, o los ocultistas que me persiguen son miles y
miles.
—Son miles y miles. No ves visiones. Tu error consiste en creer que te
siguen a vos en particular. Son francotiradores; pertenecen a distintas
Sociedades Esotéricas y para practicar atacan al primero que ven en la calle;
es posible, no obstante, que a vos te vean raro y entonces te ataquen más.
Sienten que tenés algún poder y que todavía no lo dominás; entonces se
largan. Pero ni saben cómo te llamás ni tienen la consigna de atacarte.
Algunos, claro está, puede que formen parte del grupo que te odia, pero son
los menos.
—¿Y entonces cómo es que recién ahora tomo conciencia de que existen
y veo que hacen mudras?
—Bien decís: recién ahora tomás conciencia. Antes también existían, sólo
que no te percatabas. Sabés más que tiempo atrás. Algunos se disfrazan de
ciegos y van golpeando con su varita mágica pintada de blanco por todos

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lados (pies de posibles víctimas, por ejemplo). Pobre del tipo a quien «sin
querer» rocen o embistan el sexo con la punta del palito. Si es fuerte, no podrá
tener relaciones sexuales por lo menos por un mes. Mejor no te cuento si
tocan a alguien sin defensa alguna, y además de constitución débil. Hay
chichis, en fin, que en los días de lluvia —o que amenaza con llover— portan
un falso paraguas (también una varita, claro) con el cual rozar «por
causalidad». Como la mayoría de los ciegos, tipos con paraguas y/o que
portan attaché son perfectamente inocentes, la forma de adquirir práctica de
reconocimiento es tener un esoterista amigo que nos vaya enseñando poco a
poco a diferenciar.
Estaban a la altura de Viamonthualpili al 700. El Maestro exclamó:
—Oh, mira: un zombi.
—¿Qué?
—Esa vieja. ¿No la ves?
—Pero… es una vieja como cualquier otra.
—¿Te parece? Despertate y atendé bien. —De Quevedo recogió los dedos
de ambas manos, salvo los índices (los pulgares, aun estando dentro de los
puños, anillaban con los mayores)—. Éstos son mudras para enganchar
zombies. Le acabo de afanar una vieja al esoterista que la fabricó. Después se
la devuelvo —la vieja, con toda evidencia, se movía obedeciendo a los gestos
de De Quevedo. Antes caminaba lentamente, rozando las paredes, pero
cuando el otro hizo el primer mudra, se detuvo en seco. Si el Maestro
retrocedía el índice de la diestra, el chichi empezaba a caminar hacia la
derecha; si lo hacía con el dedo de la otra mano, la zombi tornábase a la
izquierda. Luego, manteniendo inmóvil el índice de una mano e imprimiendo
un movimiento circular con el otro, la vieja giraba sin parar hacia el mismo
lado. Luego la hizo venir a él. La vieja era francamente asquerosa:
desgreñada, con las piernas llenas de várices y pústulas, arrastraba los pies y
avanzaba con dificultad. Se quedó mirándolos:
—¡Es el diablo…! ¡El diablo el que me mueve! —dijo la zombi.
De Quevedo sonrió y dijo, sin por ello abandonar los mudras con los que
la tenía enganchada:
—Seguro. Ya lo sé. Así es señora. Y va seguir moviéndola un tiempo
más.
—Me hacen trabajar, caminar todo el día…
—Ja, ja, ja…
—… llevar cosas de un lado al otro. Yo dormía, estaba descansando, y
entonces me despertaron…

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—Claro, por supuesto —dijo De Quevedo sin compasión.
—¡El diablo no me larga!
—Ah; y no. Lo que él agarra no suelta. La vida y la muerte son así,
señora, qué quiere usted. Pero no se aflija que dentro de uno o dos años va a
volver al lugar de donde la sacaron. —De Quevedo cambió los signos: con los
índices extendidos en forma más rígida y apuntando a la zombi; cada mano
parecía una pistola; movió con rapidez ambos pulgares, tal si fuesen
percutores de armas y, por fin, levantó puños y antebrazos (como les ocurre a
quienes disparan revólveres de grueso calibre y a causa del retroceso).
La vieja, sin decir una palabra más, dio media vuelta y, con la lentitud de
un principio, retornó al camino que llevaba antes de su enganche.
De Quevedo, irónico, preguntó al gordo:
—¿Y? ¿Qué te pareció esta «maravillita»?
—Es infernal.
El otro asintió:
—La tienen así: muerta y caminando para trabajar.
—¿Pero y qué le hacen hacer?
—Qué sé yo. Llevar paquetes, dejar mensajes, asustar como advertencia,
transportar sustancias asquerosas que ni los esotes se animan a tocar,
encajarle un vudú a un candidato. Entenderás ahora por qué el robo de
zombies está a la orden del día en el esoterismo. Yo me la pude llevar
tranquilamente a esa vieja y hacerla trabajar para mí.
—Ya me di cuenta.
—El tipo que la fabricó se debe haber desesperado cuando le perdió el
registro. Yo se la saqué por un ratito, nomás; para mostrarte. Ahora se la
devolví. Para qué me iba a quedar con ese bicho repugnante. Aparte que no
quiero tener una guerra al pedo.
—¿Y vos cómo sabías que esa tipa era un zombi?
—Porque le miré el astral. Para saber de inmediato si una persona es un
zombi hay que mirarle el aura, porque los muertos no la tienen. Justamente
para evitarlo es que muchos ocultistas les ponen a sus chichis un astral de
media hora, que se va repitiendo (siempre el mismo); es como una película
pasada infinitas veces, sin solución de continuidad. Igual a una cinta sin fin;
pero si te tomás la molestia de observarlos durante un rato al fin te avivás.
—¿Y yo cómo hago para darme cuenta? Si no puedo ver el astral.
—Ahora ya sé que no. Más adelante quién sabe. Por lo demás, un tipo con
experiencia esotérica no necesita ver todo para saber. Hay signos exteriores.
—A los esotes ya los empiezo a cazar.

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—¿Has visto? Los zombies cuestan un poco más. Pero con el tiempo
también vas a poder distinguirlos. Ahora que te voy a decir una cosa: esta
vieja de mierda era media berretona; el que la fabricó se ve que no pudo
conseguir más que ese cuerpo. Hay zombies fuertes; en Haití, por ejemplo, los
usan para trabajar en el campo. Te pueden durar dos, tres y hasta cinco años
los mejores.
—Pero lo que me extraña es que aquí, en Tollan…
—¿Pero y vos que te creías, que el vudú es sólo cosa de negros? Viejo:
aquí se hace de todo. No es el país de las magias más grandes, pero se hacen
todas las medianas y las chicas.
—¿A revivir a un muerto lo llamás magia chica?
—Mediana, mediana, nada más. Los magos ingleses sí que son capos. Ahí
está el centro máximo del chichismo. Aprovechan las herencias de las islas:
Stonehenge y otras piedras sacralizadas por los druidas. El poder de los
antiguos quedó en forma potencial; los nuevos le imponen el signo que
quieren. Mirá lo que hicieron durante la 2a Guerra Mundial. ¿Sabés por qué
Alemania no invadió las islas británicas? Porque los magos ingleses
fabricaron un cono de energía que se los impidió. A raíz de eso Hitler decidió
que tenía que pedirles ayuda a los esoteristas tibetanos. No, si es como yo
siempre digo: los magos no hacen ganar las guerras, pero impiden que uno las
pierda. Para desgracia de Hitler los llamó a sus amigos cuando el proceso ya
estaba muy avanzado y había cambiado de signo. Y ahí se jodió.
En su caminata por Floridzátl llegaron hasta Rivadaviapali, comenzando
entonces a subir por la numeración hasta arribar a Plaza Oncetli. Allí había
miles de pajarerías y negocios de ropa de gimnasia. Compraron una hembra
de loro y kimonos para ambos. Luego de salir de la última compra vieron a
una mujer de unos cuarenta años que se disponía a cruzar la calle. La mina
tenía, al parecer, una enfermedad de piel pues sus manos presentaban
lamparones, manchas blancas horribles y muy diferenciadas. Bien vestida.
Parecía no decidirse del todo entre cruzar o no.
—Mirá, gordo: esa tipa también es un zombi. Tuvimos suerte, está mucho
mejor hecha que la vieja aquélla.
—¿Y por qué tiene esas manchas en las manos? ¿Murió así?
—No. El fabricante la sacó del cajón después de las 24 horas, cuando ya
había empezado el proceso de putrefacción. A éste lo detuvo, por supuesto,
pero las manchas quedaron.
Atrás venía un tipo con las manos disimuladamente juntas y haciendo
cosas (unir las manos en determinada manera es otra forma de manejar, tal

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como De Quevedo le explicó después a Sotelo). El Maestro, con sonrisa
intencionada, le dijo al desconocido:
—Bastante bien hecha, Magnánimo.
—¿Cómo dice? —se sorprendió el otro.
—Digo que —De Quevedo señaló a la zombi, que en ese momento
completaba el cruce de la calle— ella está bastante bien construida. Un poco
pasadita, quizá. Pero bien.
El tipo vaciló:
—¿Sos un Magnánimo?
De Quevedo sonrió como si le hubiesen preguntado la cosa más absurda
del mundo:
—¿Ya vos qué te parece? —Viendo que el otro echaba una mirada
interrogativa al gordo se apresuró a aclarar—: Es mi discípulo. Lo saco para
que aprenda.
—Ah… —El tipo pareció relajarse—. Así que… ¿te gusta mi muñequita?
—Síii… Bastante bien hecha ¿eh? Muy bien. Pero tenés que tratar de
sacarlos un poco antes.
—Y… uno hace lo que puede.
—No, claro, por supuesto. Ya sé que no es fácil.
—Perdóname: sigo laburando si no se me va a ir demasiado lejos. Chau
Magnánimo.
—Chau —contestó De Quevedo. Luego que el esote se hubo alejado lo
bastante se volvió al gordo—: ¿Y? ¿Te terminás de convencer?
Sotelo tenía un cagazo padre:
—Es infinitamente horrible.
—Ah, claro: horrible seguro. Pero a todas estas cosas tenés que saberlas
vos.
—Escuchame: es el segundo que encontramos en un rato. Quiere decir
que esto es el pan diario.
—Y sí. Tuvimos un poco de suerte, de cualquier manera, pero aun así es
algo frecuente. Poco a poco vas a tomar contacto con más… trabajos.
—Además otra cosa que me asombra es que se digan Magnánimo unos a
otros, pertenezcan al grupo que pertenezcan.
—Ah sí, ellos son muy «magnánimos»… pero mejor no acercárseles. Hay
varias cosas que poco a poco se han hecho universales, esto es: para todas las
agrupaciones. Por ejemplo los grados del esoterismo: «Fulano es grado 20»; o
«Mengano es grado 33 en grado 4», tantas cosas iguales para todos es

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precisamente la prueba de que casi todas estas Sociedades tienen el mismo
origen. Pero esperate: agarremos por Pueyrredáhuitl.
Subieron por la avenida hasta llegar a la denominada Santa Fetécatl y
luego bajaron por la numeración de esta última. Encontraron a un viejo con
muy buenas ropas que le hizo el mudra de los cuernitos a un tipo con aspecto
de ejecutivo. Éste, que advirtió la maniobra en el acto, semisonrió con una
comisura; puso el dedo mayor de su mano derecha sobre el índice de la
misma mano, enganchó el signo del otro y se lo tiró a la mierda. El viejo se
detuvo en seco. Parecía furioso e impotente. Siguió con la mirada al
«ejecutivo» sin poder hacer nada para remediar la situación; el otro siguió
caminando, desentendido, sin darle más bola.
—¿Viste todo lo que pasó? —preguntó De Quevedo.
—Sí. ¿Esos dos esotes se conocían?
—Y qué sé yo. A lo mejor sí, a lo mejor no. Lo que desde ya puedo
asegurarte es que ese viejo pelotudo se metió con alguien mucho más fuerte
que él. El otro le retornó la energía y el viejo se sintió tocado. Ojo: lo más
probable es que su enemigo también sea un chichi, pero igual me alegro.
—Era asqueroso ese viejo.
—Sí. Francamente repulsivo. Por eso, repito, me alegré de que cagara
fuego.
Siempre por Santa Fetécatl llegaron a Callaonénetl. Entraron a un bar.
Había cinco ciegos sentados a una mesa: tres hombres y dos mujeres. Sotelo,
potenciado por todas las situaciones anteriores, notó algo raro en el grupo:
—Che, pero… ¿yo estoy loco o esos tipos nos están haciendo mudras?
—Los hacen, sí, pero no contra nosotros.
—¿Y contra quién entonces?
—Y yo qué sé. Dejame que vea.
Tres mesas más allá de los ciegos un tipo de saco y corbata, estaba
tomando un café doble (cosa rara) y fumando. Era una persona joven.
—¿Sabés qué? —dijo De Quevedo—. Me parece que es contra él.
—¿Sí? Oh, pobre tipo. ¿Y no podemos ayudarlo?
—No. Y no porque técnicamente no podamos. Las cosas nunca
terminarían aquí. Ayudarlo significaría meternos en una guerra larguísima. Ya
tenemos bastantes problemas.
—¿Son falsos ciegos esos tipos?
—No. Son ciegos de verdad, pero esotes.
—Pero ellos son muchos. Ese tipo, solo, me da no sé qué. ¿De veras no
podemos ayudarlo?

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—No. Además no te confíes en su desvalimiento porque… ¡Ja!: mirá.
El solitario tipo dijo unas palabras en voz baja. Los ciegos respondieron
golpeando con cucharitas las tacitas donde tomaron café y los envases de
Coca-Cola de los que la bebieron en su mesa. El otro respondió
contragolpeando su propia taza de café doble ya tomado y con otra
invocación. Además, y con toda evidencia, pensaba en un símbolo de
meditación que desplazaba fuerzas invisibles. El contraataque, terrible,
provocó en el mundo observable que una de las ciegas «sin querer» (en
realidad no lo pudo evitar) chocase una de las botellas de Coca Cola y que
ésta rompiera uno de los vasos. Todos los del grupo se conmovieron.
De Quevedo le dijo al gordo con una sonrisa:
—¡Ja!: miralo vos al pobre indefenso. Mirá cómo los hizo cagar. Les
devolvió el chichi por duplicado. Esos boludos no sabían con quién se metían.
Ahora están arrepentidísimos pero ya es tarde. Los ciegos se creían que
enganchaban a un gil y enfurecieron a un Maestro de alto grado. Gordo: me
parece que por hoy ya aprendiste bastante. Volvamos a Suipacha, a tu casa.
No sea cosa que nos manijeen la hembra que compramos para Guram.
Cuando ya se iban De Quevedo hizo al «solitario» un signo con los dedos
que a Sotelo le llamó la atención:
—¿Por qué hiciste eso?
—Fue un mudra de saludo. Yo no sé a qué grupo pertenece ese tipo ni me
interesa, pero como los chichis que lo atacaban eran asquerosos tuve ganas de
saludarlo; como diciéndole: «Muy bien, muy bien. Así se hace».
Ya en la casa del gordo probaron meter a la hembra de loro barranquero
en una jaula vacía y cercana a la de Guram. Les pareció que éste tomaba tan a
bien la presencia de la hembra que se animaron a meterlos juntos. Lo que
sucedió recordaba a las viejas leyendas acerca del «flechazo» o amor
instantáneo. En el acto empezaron a sacarse piojitos, como si se conocieran
desde siempre. Manuela, que los observaba desde lejos, «se puso triste».
Sentíase desplazada en el amor platónico de Guram y colocó su cabeza bajo el
ala.
—¿Y ésta? ¿Qué tiene? —preguntó el gordo.
—«Está triste», qué va a ser. ¿No me habías contado que tenía un ajfaire
con Guram? Pobre Manuela. Comprarle un macho, en las condiciones
actuales de pobreza, es imposible. Te regalaríatambién a Tomasito si pudiera,
pero como ya te dije lo necesito para mi propia protección. Mi altruismo
también tiene límites. Porque ocurre que yo sé bien qué significaría
desprenderme de ese loro Fisher. Esa joda me puede costar la vida. Me salva

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de cada manija, el pobre, que ni te cuento. —De Quevedo encendió un
cigarrillo—. ¿Sabés qué, gordo? Yo estuve hablando con Isidoro y Alaralena.
Todos llegamos a la conclusión de que vos necesitas una máquina.
—¿Qué máquina?
—Una que te proteja y te exima de la obligación de hacer mudras cada
vez que un chichi te ataque en la calle o en tu casa o en cualquier otro lado.
En realidad ya estamos trabajando en el asunto. Lo que nos detuvo hasta
ahora es que los tres somos pobres, pero…
—¿Qué tres?
El Maestro se impacientó:
—Aaay… Alaralena, Isidoro y yo, por supuesto. ¿Quiénes va a ser? ¿Los
tres reyes magos?
—Bueno, está bien. No te enojes.
—Sí. Vos seguí preguntando boludeces nomás. Y bueno, como te decía: a
pesar de nuestra pobreza hicimos una vaquita y a las cosas más caras ya las
compramos. El oro y el platino es una nada al lado de los muchos litros de
mercurio que después del uso hay que tirar, de modo que son irrecuperables.
Carísimo. Pero te repito: la construcción esta bastante avanzada.
Una semana después apareció De Quevedo con un envoltorio.
—Bueno. Ya ves que te la traje, impaciente.
—¿Qué cosa?
—La máquina, qué va a ser. Claro que ahora tenés que sacralizarla.
—Está bien, pero ¿por qué dijiste eso de «impaciente»?
—¿Cómo por qué? Bien que ayer rompías las pelotas para que te la diera.
—¿Ayer? ¡Pero si hace una semana que no nos vemos!…
De Quevedo se puso pálido:
—Uuh…
—¿Qué?
—Ahora entiendo muchas cosas. Ayer anduvo por casa un falso Sotelo.
La historia se repite sólo que a la inversa. Sí. No se me ocurrió mirarle el
astral. Me manijearan, ¿te das cuenta? Seguro que el tipo estaba bloqueado,
pero eso mismo me habría hecho entrar en sospechas. Bueno, como te digo: el
Sotelo chasco me pidió la máquina con mucha insistencia. «No. Te la llevo
mañana a tu casa», le dije. «¿Pero por qué no me la das ahora? —reiteró
furioso—. ¿Acaso no es para mí?». Pensé que un poco de razón tenía y por un
momento estuve a punto de dársela. No se la entregué por dos razones: me
hinchó los hueváceos que tuvieras tanto apuro después de todo lo que
laburamos para fabricarla con Isidoro y Alaralena. Es decir: me molestó el

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apuro de ese tipo a quien yo tomé por vos. Y segundo temí que algún chichi
se la afanara por el camino. Mirá vos qué ironía: quise impedir que algún
chichi se la robase a él que era justamente el chichi ladrón. Mi ingenuidad me
salvó. —Viendo que el gordo estaba horrorizado, De Quevedo se apresuró a
decirle—: Pero no te preocupes. Si la hubiese llevado no por ello habría
logrado destruirte, puesto que aún no la sacralizaste y la máquina no te
pertenece del todo. Sólo yo hubiese cagado fuego.
—¿¡Y te parece poco!?
—No. Yo no quiero morir, claro está. Pero al menos vos te salvabas.
Sotelo, como muchas otras veces, se preguntó si De Quevedo estaba loco,
era un santo o qué:
—Decime: ¿estás chiflado? Solamente vos hubieras muerto: ah pero qué
bien. Pero qué poco. Como quien dice: una nada. ¿Estás manijeado? Cómo
puede ser que hables un lenguaje tan irreal y absurdo.
—No es un lenguaje irreal. Es la escuela en la que me formé. Nosotros
somos así: si perdimos perdimos y si ganamos ganamos.
—Además no entiendo una cosa: ¿por qué el robo de la máquina hubiese
significado tu muerte automática?
—Porque yo la fabrique y tenía todas mis memorias astrales. No hubiera
tenido defensas. Ni Gurdjieff se salva si le afanan un chichi así. —
De Quevedo abrió el envoltorio; contenía una gruesa plancha de hierro y
cuatro patas atornillables del mismo metal—. A este bicho lo estuve
potenciando y cargando durante días y días. Las distintas partes fueron
sometidas a lluvias, tormentas eléctricas, solazos, y por fin sacrifiqué tres
animales porque la sangre debía bañar los metales.
—¿Qué animales?
—Una paloma, un gato y una rata. Al gato primero lo dormí con
cloroformo. A la rata no. Cómo chillaba ese bicho hijo de puta, por favor.
Sabía bien lo que le iba a hacer. Ahora oí: en lo que a vos respecta debés
sacralizar la máquina para que te responda. Tenés que hacerla tuya. Vas a
pasar un día entero sin comer, fumar, tomar mate ni nada. Al otro día igual,
con la sola diferencia de que, cada tantas horas, tomarás un té con unas gotas
de rhum. Sesenta minutos antes de comenzar el trabajo en sí harás voto de
silencio: ni una palabra, ni una exclamación; nada de decir: «Guraaam» como
un imbécil, porque ahí cagaste, todo queda anulado y tenés que empezar de
nuevo otro día. ¿Entendiste?
—Sí.

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—Bueno. Vas también a cortar con una tijera pedazos de género de 9x9
centímetros cada uno. Muchos, no sea cosa que al final te falten. En una
farmacia cualquiera pedís que te preparen un poco de aceite de óleo calcáreo;
es importante que a este trabajo lo hagas cuanto antes. Mirá que los chichis
acechan; este artefacto es del tipo denominado máquina-altar; hay quien daría
decenas de miles de dólares con tal de tener una. Vas a tener un aliado muy
noble y muy fuerte. No hay muchas personas, en el país, capaces de construir
a esta clase de seres. Mediante este… robot, digamos, cuando esté
funcionando, vas a quedar librado de la necesidad de hacer mudras mentales
en tu cerebro, auto-máticamente, en la medida en que vos lo necesites. Al
principio tendrás que apoyar en ella la palma de la mano derecha, pedirle
protección o que efectúe distintos trabajos a lo largo del día. Cada pedido será
explícito y de viva voz. Más adelante no hará falta tocarla pues bastará con
una orden mental. El aceite y los trapitos son para que limpies frotando cada
pieza, pensando con mucha atención y amor en cada cosa que hagas. Ya ves
que las diversas piezas están oxidadas, de modo que al frotarlas con el óleo
éste se irá amarronando. Tendrás otro frasquito para allí poner ese aceite
sucio, producto de la limpieza. Muy lejos de tirarlo vos lo guardas pues sirve
para futuras sacralizaciones. Cuando la máquina pierda algo de potencia a
causa de los continuos combates vos la rejuvenecerás frotándola con un
mejunje compuesto por los restos del líquido de la limpieza anterior y nuevos
agregados de aceite de óleo calcáreo. Antes de empezar la limpieza vas a
blindar las patas de la mesa y de la silla donde te sientes, apoyando a éstas
sobre papeles blancos que sirvan de aislante astral.
»Tu cuerpo deberá estar escrupulosamente limpio; sobre todo en tus
orificios, incluyendo la nariz. Después que la máquina esté armada la ponés
en su sitio: un lugar exclusivo para ella y del cual no la vas a mover salvo
para pedirle algo o sacralizarla. Al visitante que pregunte qué es ese extraño
objeto, de contestarle habrás cualquier bolazo. A saber: se trata de un adorno
metálico, de orfebrería rústica. Quizás el visitante insista (no creo, pero cabe
dentro de lo posible): “¿Puedo agarrarla?”. “No”. “¿Por qué?” (tal vez persista
el molesto). “Porque no”. Y listo. Y que se vaya a la reputísima madre que lo
parió. Hasta oro podrías fabricar con esta máquina si te dedicases a la
alquimia. Es muy completa. Sirve tanto para defenderse como para atacar. No
en vano el falso Sotelo quería robármela. Otra cosa. Tengo un mensaje de
Isidoro para vos: “Sería interesante —dijo él— que en la llegada de los
solsticios el gordo Sotelo hiciese los sacrificios correspondientes. Ya que vive
en la ciudad y no puede encender hogueras y fuegos, que sería lo ideal, por lo

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menos deberá depositar arriba del altar de la máquina ofrendas de ramas,
frutos de estación, y partir y comer manzanas en los momentos adecuados”.
Bueno, eso es todo, me parece. ¿Vas a sacralizarla pronto, o vas a esperar al
año que viene o a dentro de diez años?
—Vos bien sabés que lo voy a hacer ya.
—No. En verdad no lo sé. Por desgracia a esto en particular no te lo puedo
ordenar, sino que tiene que partir de vos.

Antes de una semana el gordo tenía a su máquina funcionando. No


sabemos si por respeto al Maestro o por miedo a los chichis, pero el caso es
que cumplió rápido con todas las especificaciones y tuvo su Máquina
Maravillosa, como Aladino.
—¿Y? ¿Cómo la ves? —preguntó Sotelo.
—Muy bien. Muy bien. Muy bien sacralizada —contestó el Maestro.
De Quevedo vaciló:
—Che, gordo…
—¿Qué?
—Es cierto que yo te veo todos los días en el gimnasio, pero… Alaralena
me preguntó, o mejor dicho me dijo que te preguntara específicamente…
—Alaralena es el Maestro que tiene una máquina usina, a la cual uno
entra adentro, si quiere, abriendo una puerta, ¿no?
—Sí. Ése. Bueno… él me preguntó… me pidió que te pregunte, mejor
dicho, cómo te sentís desde que vas a karate.
—Bien y como el culo.
—¿Y a eso cómo se lo entiende?
—Y… como si vos no lo supieras.
—Pero decime de todas formas.
—Si sabés que el profesor me caga a patadas. Y a vos también. Nos
revienta.
—Naturalmente, a eso ya lo sé. Pero yo te pregunto cómo te sentís a pesar
de las palizas.
—Y… bien. Más fuerte. Después que me recupero de cada felpeada, más
fuerte. ¿Y vos?
—¡Ah!… me aniquila. Salgo roto en 40 pedazos. Pero lo que quiero saber
de vos, exactamente, es: ¿sentís que tu virilidad aumenta con el karate?
—Y… más o menos. Como te imaginarás en lo que menos pienso es en
coger después que me han cagado a…

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—No. No es eso. Yo te pregunto si sentís que aumenta tu virilidad
considerada ésta como cosa… integral.
—Ah, sí, por supuesto.
—Bueno, Esto te quería preguntar. —De Quevedo miró a la jaula donde
estaban Guram y su hembra, que, curiosamente, estaban juntitos poro muy
silenciosos (cosa rara porque siempre que venía el Maestro lo recibían con
alegres chillidos)—. Che: me parece que esos loros tienen algo raro. Me
gustaría mirarlos. ¿Por qué no los bajas?
—Eff —se fastidió el gordo—. Me duele todo el cuerpo por las patadas
del profesor. La jaula de esos bichos está altísima; no me la hagas bajar ahora.
—Ya sé, ya sé que estás cansado, pero podrías…
—No, por favor. —Nervioso—: ¿¡Para qué!? ¿¡Para qué los voy a bajar!?
No sabés lo cansado que estoy…
—Yo también estoy cansado.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Bueno. Hacé como quieras.
Al otro día, por supuesto, la hembra de Guram amaneció muerta en el piso
de la jaula. De Quevedo vino por la tarde.
—¿Y? ¿Ahora sabés por qué yo quería que los bajases para mirarlos?
—¿Vos sabías que ella se iba a morir?
—Claro que lo sabía porque lo vi en un astral. Por desgracia no podía
decírtelo. Hay un límite en las leyes que yo puedo violar. Yo te sugerí que los
bajases. No podía ordenártelo, como hubiera sido mi deseo. No puedo
transgredir indefinidamente mi pacto con los Dioses, ¿comprendés? Si me
hubieras hecho caso yo habría tenido la excusa para potenciar a esa hembra y
salvarla.
—¿Pero de qué murió? —el gordo no podía con su culpa—. ¿Fue una
manija?
—Sí y no. Decime: vos tenés hongos en los pies, ¿no?
—¿Cómo sabés? —preguntó el muy salame.
—¿Te los estás tratando?
—Y…
—No. No te los tratás un carajo. O cuando te acordás. Insistís en olvidarte
de que en este cuarto, en esta habitación y en toda tu vida, no hay cosas
aisladas. Todo tiene que ver con todo y es parte de la misma batalla mágica.
Tus loros se avivaron al segundo de que tenías hongos y que esta enfermedad
estúpida, propia de haraganes y desatentos, iba a ser puerta de entrada de
futuras manijas. Entonces Guram decidió por su cuenta protegerte el pie

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derecho, y su hembra se largó a cuidar el izquierdo. Ahora bien, los loros no
están preparados para curar lo incurable; es decir: esa afección imbécil, que se
soluciona con un algodón y un líquido que te venden en cualquier farmacia,
que vos habrías curado en cuatro días, ningún loro puede remediar por mucho
que haga; y ellos, por amor a vos, se largaron a esa batalla imposible. Lo
sabía porque Isidoro lo vio en un horóscopo y yo lo confirmé en un astral;
ayer, cuando estuve de visita, te pedí que bajases la jaula; por haraganería te
negaste a hacerlo. Si vos no me dabas aunque sea eso: un mínimo de
preocupación por ellos a manera de ofrenda, no podía intervenir. Si hubiese
bajado la jaula, venciendo tu desidia, yo iba a tener la excusa de hacerme el
sorprendido y poder decir: «Oh, mirá gordo: estos pájaros están mal, tal como
me temía. ¿No será que ellos están tratando de curarte alguna enfermedad?».
«¿Cuál?», me preguntarías vos. «No sé —haciéndome el ignorante—. A
ver… ¿tus muelas andan bien? ¿Sí? ¿Y entonces qué puede ser?… ¿Y tus
pies? ¿No tendrás hongos?». Y cuando me dijeras que sí ordenarte que te los
curases. Pero como te negaste terminantemente a bajar la jaula me privaste de
la excusa para intervenir. Hay un límite, como ya te dije muchas veces, en los
pactos y las leyes mágicas que yo puedo violar. El Maestro no basta. El
discípulo debe darle una mano al Súper si no éste está frito. Sí: ahora no
pongas esa cara compungida y de culpa porque ya es tarde. Tu lora está
muerta. Yo sabía muy bien el dolor que todo esto te iba a causar, pero por
desgracia vos sos esa clase de chichis que solo funcionan cuando tienen la
pija en el culo. Vos te llenás de buenos deseos y propósitos de enmienda
cuando se te está cayendo el techo. Y ya que estamos te recuerdo que Guram
también se te va a morir, porque ahora que su hembra sonó él está cubriendo
tus dos pies. Andá ahora mismo a la farmacia. Porque es al pedo, viejo: te lo
he dicho mil veces pero vos no das bola. Aquí en Tollan todo el mundo cree
que la magia es una cuestión de recetas, y nadie comprende el primero de los
secretos soberanos y maestros del esoterismo: orden, limpieza y atención.
Comprender esto significa acceder a los primeros quince grados iniciáticos.
Vos seguí dejando pañuelos sucios tirados en el rincón de la ropa para lavar y
ya vas a ver qué te pasa; algún día te van a robar uno para devolvértelo
manijeado. Después, aunque lo laves, ya va a ser tarde. Pañuelos, medias,
cosas así, deben lavarse todos días. En la jornada siguiente usar otros, limpios
y secos. No tenés que dejar en la pileta un solo cuchillo, ni un tenedor lleno
de grasa y para limpiarlo al día siguiente. Si esto, en vez de ser la vida, fuese
una novela, los lectores dirían: «uff: qué reiterativo». Pero esto no es una
novela; es un tratado de magia. Tu vida y la mía, mis enseñanzas vivientes,

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están constituyendo un tratado, aunque jamás sea escrito. A partir de hoy
quiero que no dejes un solo plato para lavar mañana, que tengas tu ropa
cosida, que arregles los objetos rotos: jaulas, paredes, pisos, puertas, etc. Allí
donde falte un clavo lo ponés en el acto. Si se necesita un tornillo o una tuerca
vas y lo comprás. Si hay que poner cemento plástico en una grieta se pone. Y
agarrate a la silla porque no vino lo peor: hemos hablado mucho con
Alaralena e Isidoro, y llegamos a la conclusión de que tus distracciones hacen
inútiles a nuestros esfuerzos. Es menester que te disciplines imponiéndote
castigos. Por ejemplo: hemos notado que tu falta de amor por el mundo y sus
cosas se traduce en torpeza y desinterés. Esto es un defecto repugnante,
porque traducido al mundo de los símbolos significa un rechazo tuyo a la
materia y a la vida. Es como si vos te sintieras superior a la obra de los
Dioses. ¿Quién sos vos para obrar así? ¿El Anti-ser? Eso debe terminar.
Entonces: Isidoro estableció, mediante horóscopo, que una cifra de 22
cigarrillos por día, para vos, está bien, es el número justo para tenerte a los
pedos. No podés fumar más de esa cantidad. Y aquí viene lo bueno: cada vez
que choques un zapato (ya sea en casa propia o ajena) tenés que descontar un
cigarrillo de los que podés fumar esa jornada; te puede parecer una ridiculez:
«¿cuántos zapatos chocaré por día? —te dirás vos—. Lo más probable es que
no choque ni uno en semanas». Eso es (precisamente) porque sos distraído.
Pues si no lo fueras habrías registrado las muchas veces que entrás
precipitadamente a tu habitación, que hacés movimientos bruscos y golpeás a
un par de zapatos que dejaste olvidados en cualquier rincón. Ahora sí vas a
tomar conciencia. O sea y aclaro: descontarás cigarrillos por cada zapato
vacío que golpees con una parte cualquiera de tu cuerpo, pero no si chocás los
de alguien en un ómnibus o en un subte. Hay una sola excepción, dice
Isidoro: cuando roces los del Maestro (que soy yo, por lo visto): si
inadvertidamente golpeás los que yo tengo puestos, ese día fumás un
cigarrillo menos. Todavía no sabés la orden terrible que acabamos de darte.
Cuando verifiques que tus choques son mucho más frecuentes de lo que
imaginabas te vas a querer morir. Entonces: guardá en tu memoria, para más
adelante, que si tus tres Maestros somos tan implacables, es porque el
distraído es fácil presa de las Sociedades Esotéricas. Además (y si no cumplís,
el castigo podría ser mucho peor) debés suprimir poco a poco los ataques de
histeria, a los cuales sos tan afecto, nihilismo, derrotismo, etc. Hay que tener
fe absoluta en el triunfo final. Yo no sé por qué los libros de magia no cuentan
la verdadera historia del esoterismo. O a lo mejor sí que sé. No se desea que
los hombres y las mujeres se liberen realmente. Esto por un lado, por otro:

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sería poco vendedor por lo aburrido. Pero es que la esencia de la enseñanza
mágica es la repetición constante de principios elementales. Cuando un
discípulo, por orden de su Maestro, limpia su propio cuerpo, ropa de cama,
utensilios, su casa, simbólicamente está limpiando el universo; está
impidiendo, en la pequeña porción que a él le toca, que el Anti-ser penetre en
el cosmos. Ir al dentista para que te quiten una caries, por ejemplo, o al
médico para que elimine un lunar peligroso (que te cortás cada vez que te
afeitás), tiene en lo inmediato una protección para vos, pero en lo mediato
estás acumulando una energía de ordenamiento planetario. Loco está quien no
comprende que al hombre lo pusieron como cerrojo del universo. El ser
humano es la energía más alta, y los Dioses lo crearon así, a este ser, para que
pueda cumplir su función de cerrojo. Si el cerrojo falla o el dique se rompe, el
enemigo de la materia ya no tendrá impedimento para pasar y aniquilarlo
todo; es cierto que el hombre es pequeño, como vulgarmente se dice (a eso
quién no lo sabe), pero su importancia radica en que es la llave de paso a lo
más grande. Entonces: nosotros estamos completamente decididos a cagarte a
pedos pues no vamos a permitir que te sumes a los chichis, o que no colabores
con la obra de sostenimiento y restauración para la cual el hombre está.
El gordo había escuchado a medias todo este parlamento. El muy
manijeado pensaba en una única cosa:
—Pero… algo me preocupa. —De Quevedo se limitó a mirarlo—. ¿Por
qué la máquina que sacralicé, y que vos decís es tan fuerte, no protegió a la
hembra de Guram? Si es capaz de ayudar a un alquimista a fabricar oro, no
veo la razón por la cual…
—Porque es mucho más fácil transformar plomo en oro que convencer al
hombre de que debe ser armónico, atento al mundo, respetuoso de su cuerpo y
de los cuerpos ajenos. Si seguís así, inhumano, con el tiempo vamos a tener
un chichi más: un tipo que con un terremoto puede borrar a Quilmes del
mapa, pero que asimismo es incapaz de curarse los hongos de los pies o hacer
feliz a una mujer. A mi insistencia en el orden y en la limpieza, vos debés
tomarla como una urgencia teológica. Así como el agua en las copas, con su
ordenada función, sirve para detener al demonio del desierto, así también el
agua tirada en el piso del baño (que no se secó después de la ducha), o en el
pavimento de la cocina luego de lavar los platos, le sirve como puerta de
entrada. Si no suprimís poco a poco a tus tics, estas manijas producirán, con
su sinrazón y desorden, una continua descarga eléctrica en tu cerebro, análogo
a un sistema de conexiones en cortocircuito. Aparte originarán, como
coletazo, perturbaciones motrices, orales y gráficas. Yo ya sé, por otro lado,

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que vos sos muy charlatán y que te encanta hablar de magia con todo el
mundo: y no lo niegues porque te he visto en astrales. Hasta con tus
compañeros en Recursos Hídricos lo hacés. Sotelo Rasputín: el mago
penúltimo. El penúltimo chasco, yo diría. No sabés una mierda de nada y para
alagar tu vanidad insinúas (sos demasiado vivo para decirlo directamente) que
tenés poderes y conocimientos. Te hacés el exótico y el hermético. Cada tanto
largas alguna frase. Como hacen todos los pelotuditos aprendices de magia.
Cortala con eso. Vos debés, a esta altura, pasar a un grado superior. A vos,
como a todos los que recién empiezan y se sienten protegidos por un Maestro
de alto grado, te encanta que los demás se acerquen para contarte sus
problemas y luego poner tu índice doblado en la boca y el puño de la misma
mano bajo la barbilla como si fuera un cucurucho, y decir con aire capísimo
frunciendo el ceño: «Mmh… me parece que aquí estamos en vísperas de un
ataque grado 28. Lo que vos debés hacer es…».
Y largás cualquier bolazo. Total, si te falla la ciencia, ahí están tus
Maestros para jugarse por vos y dar las indicaciones necesarias, y el Alto
Maestro Sotelo quedará como un capo. Pues no señor. No cuentes con
nosotros para apañar tus vanidades.
—¡Pero Maestro!… —dijo el gordo de aterrado.
—Qué Maestro ni un carajo. Yo ya sé que tenés una amiguita, ex
exateísta, que huyó del Grupo cuando se enteró de lo que era verdaderamente.
Reconozco que es una buena mina pero no podemos ayudarla. Yo, por lo
menos, no puedo. Si vos te animás… pero en ese caso te las vas a tener que
arreglar solo. Así que pensalo bien. Después no me vengas con lloros y
llantos.
—¡Pero Maestro!…
—Jódase mierda. Vaya y diga que no puede. No tenés fuerzas ni virtud
como para ayudarte a vos mismo y andás haciéndote el mago de alto grado.
Con todos los trabajos que tenemos no nos vamos a meter en nuevas guerras
por tu culpa.
—¡Pero Maestro!…
—Nada. Implacable. Vos sos el Walt Whitman del chichismo.
Y ojo que a Whitman yo lo quiero mucho. Lo que quiero significar…
—Ya sé.
—… es que sos un Whitman chasco, con signo cambiado.
—Entendí perfectamente.
—Sos el trolo de la poesía, en otras palabras. Francamente puto.

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Dicho de otra manera; trolo suena como trompo, vale decir: vos sos una
especie de derviche giratorio del putismo. Usás grandes pollerones, con
pedazos de plomo atados al ruedo, y girás entrando en éxtasis putal. Vos seguí
jodiendo nomás y ya vas a ver lo bien que te va a ir. Nosotros, tus Maestros,
te vamos a dejar solo para que los chichis te morfen los huevos.
—¡Pero Maestro!…
—Chasco de mierda. Y te voy a aclarar otra cosa: cuando vos, haciéndote
el capo, le decís a alguien: «Te están atacando con un grado 28», si no es
cierto antes lo es a partir del momento en que lo dijiste ligeramente. Muchas
cosas que a uno le suceden ya las tenía previstas por una intuición, pero tantas
otras tienen su origen en haberlas invocado. Así que ojo.

Al día siguiente de esta conversación el gordo tenía franco. Caminaba por


Floridzátl, como quien se dirige a avenida Belgranáchic, pero en realidad sin
rumbo. Con poca plata en el bolsillo, lo cual agravaba las cosas. Veía una
mujer y se acordaba de su problema no resuelto, de Cecilia (por vez número
mil), de su lora muerta, de la poca plata que ganaba y de la lejana posibilidad
de salir alguna vez del conventillo en el cual estaba metido, todo lo que tenía
que trabajar en un empleo que no le interesaba, su obra que quién sabe cuándo
encontraría publicación, etcétera, etcétera, Parecía encontrar cierta fruición en
recapitular sus dolores y hacerlos vivir. Anduvo cien cuadras entre ida y
vuelta. Al retornar, cansadísimo, se encontró con una novedad; la máquina
estaba patas para arriba, en el suelo; como si una explosión la hubiese
arrojado de la repisa donde Sotelo la conservaba. El gordo, absolutamente
horrorizado, la puso en su sitio y salió a hablar por teléfono. «Sí, ya sé.
Escuché el “ruido”», dijo De Quevedo. «¿Y qué podemos hacer?». «Voy para
allá».
El manijeado esperaba mimos y apoyo, pero De Quevedo lo cagó a pedos:
—Escuché la explosión, desde luego. Estaba por hacer un astral pero me
llamó Isidoro. La conversación no fue muy larga porque él andaba sin plata y
pudo comprar nada más que dos fichas, pero de cualquier manera me dijo lo
esencial. Vos supondrás, sin duda, que esto es un ataque de los chichis, ¿no?
Pues te equivocás, esta máquina se rompió por una cagada que te mandaste
hace unas horas. —¿?
—Sí. No pongas esa cara de ignorante. Te masoqueaste durante cien
cuadras, las máquinas se enloquecen con el masoquismo de sus dueños. La
tuya no te aguantó más. Hay un límite para la pelotudez y locura que esos

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bichos pueden tolerar. Decidió, por su cuenta, darte una lección
autodestruyéndose. Ella es muy Mozart.
—Era querrás decir.
—Era y sigue siendo. No murió del todo, pese a su suicidio. No creo, por
lo menos. Y es fácil verificarlo ¿sabés? Si ocurrió como imagino… —
De Quevedo tomó la máquina en sus manos—. ¿Ves?; la superficie está gris,
pero no del todo, esto se debe a que luego que ella descargó su furia llegó a la
conclusión de que ya tenías suficiente castigo. Ahora intenta componerse a sí
misma. No lo va a lograr. Imposible si no cuenta con ayuda, es un círculo
vicioso, sólo podría arreglar su desperfecto si estuviese sana, pero si estuviera
sana no necesitaría arreglarse. Es como intentar hallar la cuadratura del
círculo. Espero que te sirva de lección. Mirá, vamos a hacer una cosa.
Desarmala y meté los pedazos dentro de una cartulina blanca.
Los trozos, no bien el gordo la desmontó, de un cromatismo levemente
gris tornáronse en grises violentos.
—¿Ves?: ahora que la desconectaste, el ser de la máquina se vio obligado
a renunciar a limpiarla; lo cual es una suerte porque una autolimpieza, en
estas condiciones de rotura central, es un gasto de energía al pedo. Bueno
viejo, te quedaste sin máquina. Me la llevo. Se la voy a llevar ahora mismo a
Isidoro. Él tiene unos amigos que la van a limpiar con mercurio.
—¡Pero eso va a salir carísimo! —exclamó Sotelo lleno de culpa.
—Ah, y sí. Son los chistes que se mandan los discípulos. Pero nosotros
sabíamos en lo que nos metíamos cuando nos decidimos a ayudarte. No bien
cobres de nuevo vas a poner una parte de la plata, desde ya te digo, no es
posible que esta joda te salga gratis. A ver: esperate un poco. Voy a hablar por
teléfono. Tengo miedo de que los chichis hayan bloqueado e Isidoro no haya
visto la parte que siguió a la explosión. Me tiene que proteger. No me haría
ninguna gracia que me enganchasen en la calle con la máquina encima.
De Quevedo fue hasta el teléfono público instalado a dos cuadras de la
casa del gordo y luego volvió.
—No consiguieron bloquear y pudo ver, por suerte —fue lo primero que
le dijo—. Me la puedo llevar nomás. Hasta que la máquina esté arreglada él te
va a proteger con la suya, pero me dijo que te informe que la suya es una muy
sensible. Si te atacan en la calle no vayas a hacer un mudra o cosa semejante,
porque la máquina de Isidoro ya tiene la misión de protegerte, y si vos largás
una energía adicional la vas a desequilibrar. Ojo con eso. Mirá que la máquina
del Maestro Isidoro es toda de plata, con patas de oro. Es lo único valioso que
tiene en su casa, y le tiene un gran aprecio, aparte de necesitarla para su

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protección. La hicieron en la India unos amigos de él. De modo que cuidado:
no se te ocurra hacer un mudra. Si te atacan vos hacete el burro con be larga.
—Sí sí.
Sí sí. Cuando cobró su sueldo Sotelo fue a una pizzería. Podía darse ese
lujo una vez al mes, exactamente. Pidió una grande, para él solo, de
muzzarella y anchoas, con aceitunas, y medio litro de vino y soda. Como
quien dice: Lúculo en su comedor más lujoso (ese que denominaba Apolo),
con comidas o cenas de 150.000 dracmas. De Quevedo no le había prohibido
tomar alcohol, pero sí hacer uso de éste en cantidades inmoderadas.
Mientras esperaba que le trajeran su maravilla se dedicó a mirar a los
otros ocupantes de mesas. Había un tipo con una camisa que tenía dibujados
12 motivos hawaianos (todos iguales). Conversaba con un viejo de guayabera
(ésta con 250 cañones idénticos). En el estaño, tomando unos vinos y
comiendo saladitos, un joven bien vestido y a la moda salvo por un detalle: un
alfiler de corbata, con piedra roja, que se manoseaba continuamente. Al gordo
le llamó la atención ese anacronismo. Dos mesas más allá, y en distinto
pasillo, tres tipos: uno de traje payasesco, con el verde como preeminencia
cromática. Sus dos compañeros, grandes charlistas al parecer pues hablaban
todo el tiempo (aunque Sotelo no podía pescar una sola palabra), vestían
pantalones convencionales, de color marrón; y la diferencia estaba dada
arriba: uno de ellos usaba camisa con 320 flores pequeñísimas que se repetían
en distintos niveles y con diversas inclinaciones, y el otro una remera que
tenía estampado un gran Ratón Mickey completo; piernitas con zapatitos y
overol con sus dos enormes botones chasco. Cruzando tres mesas, a la
derecha de esta última, Sotelo vio a un señor con portafolios y paraguas (pese
a que afuera hacía un sol radiante; la excusa era que, quizá, por el calor y la
presión, tal vez lloviese). Conversaba con una mujer flaca y sin tetas, de
manos duras y nerviosas, con nudillos salientes. Pelo corto. Una de esas que
son frígidas, histéricas, seguras de sí mismas, implacables y llenas de calma
cuando deben operar (valga la contradicción). Él, cada tanto, se reía con tono
culto: Jo, jo, jo, jo…
Al gordo le trajeron su pizza. Lleno de hambre pero moderando sus
movimientos —su Maestro le había enseñado a no proceder como el hombre
de las cavernas— mordió el primer pedazo. Vio que el tipo de los motivos
hawaianos hacía unos apenas insinuados cuernitos con la mano izquierda.
Sotelo se sonrió: veía visiones. El compañero de mesa del anterior —el viejo
de la guayabera con cañones— efectuaba un mudra cortafalo con las dos
manos. Aquí el gordo casi largó una alegre carcajada: «Paranoico de mierda.

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Ya veo mudras y magos por todas partes. Hasta en la pizzerías. Pero qué
pelotudo soy». Pero entonces, quieras o no, a tuertas o a derechas, no pudo
impedir la llegada del conocimiento: el joven bien vestido —ese que se
manoseaba un alfiler de corbata con piedra rojiza— hizo uno de espejo. Y el
del traje payasesco (con apariencia de gnomo verde) puso el meñique de la
derecha atacando la próstata de alguien. El del paraguas golpeaba a este
último en el piso con su mano izquierda, en tanto que su compañera, la flaca
frígida, elevaba la torre. Aquí Sotelo dejó de dudar. «Me han seguido», pensó.
«Me están atacando y son muchísimos. Hijos de mil… hijos de mil… putas.
Ni pizza te dejan comer tranquilo». Y ahí nomás el gordo empezó a atacar a
unos y a otros, a largar energías a diestro y siniestro. El del Ratón Mickey, el
de las flores pequeñísimas, y el del alfiler de corbata con piedra roja se
tornaron entonces al gordo. Como si estuviesen molestos; parecían decirle:
«¿Pero qué le pasa a vos, boludo? ¿Por qué te metés?». Allí el gordo
comprendió: los tipos (todos ellos) no lo estaban atacando sino que se hacían
la guerra entre sí. Con seguridad los participantes pertenecían a dos
Sociedades Esotéricas enemistadas una con otra y él cayó en medio del
combate. Sotelo no sabía cómo pedir perdón o disculpas. Si por su boludez
entraba en una nueva guerra De Quevedo no lo perdonaría nunca. ¡De
Quevedo!: le había dicho que no hiciera mudras y los estuvo haciendo a
troche y moche. Pagó y salió de la pizzería aterrado. Llamó por teléfono a lo
del Maestro y Mirtha le dijo que no estaba. «Salió hace como media hora. ¿A
ver? No; veinte minutos. ¿Querés dejarle algo dicho, gordo?», Sotelo ya se
veía excomulgado, con todos los chichis comiéndole los hueviños a la
milanesa. Volvió a pie, pues se sentía demasiado cansado como para tomar
subte u ómnibus. «La muerte, ese sofisma teológico —se dijo el pobre gordo
—. Ahora voy a recibir a todos los sofismas juntos, por boludo. Los esotes me
van a mandar al vurro para que me deje ensartado. Es la segunda máquina que
rompo. Puede que De Quevedo me perdone, pero Isidoro es implacable, es de
la disciplina antigua, estilo Dalai Lama. Sí: es un lama. Me va a hacer
requetecagar. Y lo más seguro es que Alaralena también esté enojado. No en
vano los tres pertenecen a la misma escuela. A la primera la jodí por
masoquista, a la segunda por desobediente. Ahora mis Maestros me
abandonarán y los chichis me van a sacar los chinchulines. Para colmo no lo
pude encontrar a…». Etc., siguió así, lleno de miedo, hasta llegar a su casa. Él
lo esperaba en la puerta.
—Qué bueno ¿eh? Para qué carajo te habré pedido que no hicieses
mudras.

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—Pero yo…
—Dale. Abrí la puerta.
Ya adentro:
—Prepará unos mates, chichi.
El gordo se apuró a obedecer. Llamarlo chichi era casi una muestra de
afecto. Quizá las cosas no fuesen tan mal, después de todo.
—Es la segunda que hacés cagar. Lo sabés ¿no?
—Sí Maestro.
—Claro. Lo que quizá no sepas es que Isidoro está enojado, no sólo con
vos sino también conmigo. Está enojadísimo. Antes de venir aquí hablé con
él.
—¿Y qué te dijo?
—Me cagó a pedos. En realidad es mentira que esté enojado con vos. Él te
exime porque piensa que era inevitable que te mandases esa cagada dadas las
circunstancias. No. A mí me echa la culpa completa. Me dijo que por qué te
había enseñado a hacer mudras sin afianzar primero tu voluntad y disciplina.
«Yo a mis discípulos los tengo diez años con prácticas de voluntad, antes de
enseñarles los rudimentos de la magia práctica», me dijo. Y tiene razón. No se
con qué excusa apelar ante él. Si Isidoro no fuese como es, yo podría decirle:
«Vos sos muy implacable con Sotelo y conmigo (porque le enseñé a hacer
mudras), pero no sos tan riguroso cuando se trata de tus discípulos o de vos
mismo, porque más de una vez, cuando te conviene, transigís». Pero no se lo
puedo decir porque no es verdad. Isidoro es de la escuela antigua. Así como
Leonardo, en pintura, antes de enseñarles a sus aprendices a manejar los
pinceles o a mezclar los colores, les hacía pasar cinco años barriendo el taller,
así también él, a quienes se acercan para que les enseñe astrología caldea, los
tiene cinco, diez y hasta doce años sacando puntas a lápices antes de
enseñarles qué es una Casa. Es el Da Vinci del esoterismo.
—¿Hice mucho daño?
—Le hiciste volar la máquina a la mierda y lo sabés perfectamente. Dejá
de preguntar pavadas. Como si no lo supieras, o no lo hubieses sentido.
—Es verdad. Hubo un momento dado, al final, en que… Pero yo me decía
que era mi imaginación.
—Ojalá hubiera sido tu imaginación. Lo sentiste porque estabas
conectado a la máquina de Isidoro. Por eso percibiste cuando ella se rompía.
De cualquier manera, y pese al desastre, tengo una buena noticia para vos.
Isidoro renuncia definitivamente a seguir ayudándote. Alaralena, por su parte,
te mandó al carajo también, por razones de solidaridad con Isidoro…

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—¿Y ésa es la buena noticia?
—Dejame terminar. Pero por suerte tu máquina ya había sido arreglada.
Ayer me la entregó, antes del despelote. Estaba muy severo y yo no sabía qué
le pasaba. «¿Te ocurre algo, Isidoro?», le pregunté. «No. Nada. O en todo
caso mañana lo vas a averiguar. Y oíme bien: por nuestra vieja amistad te
prohíbo que hagas un astral para saber». Yo me quedé muy confundido.
Ahora sí que comprendo, por supuesto. Se ve que ya ayer, mediante sus
horóscopos, sabía lo que iba a ocurrir.
—Pero si sabía… ¿por qué no impidió que su máquina se destruyese?
—Ah… gordito —De Quevedo estaba furioso—: porque él tiene una cosa
llamada ética. Los maestros de la escuela antigua son muy raros. Saben
siempre, pero aunque no ignoran lo que va a ocurrir igual dejan que suceda.
No sé bien el motivo. Quizá por razones de enseñanza. El hecho es que te
devolvió tu maquina arreglada, cuando bien pudo quedarse con ella para
hacerte cagar y vengarse. Rogá para que no se descomponga de nuevo,
porque ya no tendremos a quién recurrir. Armala, haceme el favor.
El gordo tomó el paquete que le entregaba el otro, y la armó dejándola en
el lugar primitivo.
—Bueno. Ahora vení que estamos invitados a la casa de un amigo mío.
—¿Quién?
—Es un esoterista. Pertenece a una secta rusa, medio rara: los seguidores
del pope Popof. Son paneslavistas. Yo a mi amigo lo llamo «Pope-pof», para
gastarlo. Es un buen tipo, pero medio raro. Lo sigue incondicionalmente al
Pope, cuando que él no es ruso, ni polaco ni nada. Y lo más extraño de todo
es que a los otros (los de la secta, quiero decir), que lo saben, no les importa y
lo aceptan en el grupo. ¿Vos oíste hablar de la secta de Popof?
—Muy poco.
—Los corrieron de la Unión Soviética por inasimilables e hinchapelotas.
La… Casa Central, por así decir, está en los Estados Unidos, como es lógico y
a pesar de que ellos odian el capitalismo. Los yanquis se lo bancan al Pope
porque con sus partidarios ruegan todos los días diez minutos para que la
Unión Soviética desaparezca. Están convencidos de que si el comunismo
desaparece podrán volver al Este y predicar entre los eslavos. En este
momento aceptan a cualquiera, eslavo o no, con tal de que admita la divinidad
del pope Popof. Mi amigo es buena persona, como te dije, pero en cuestiones
religiosas y políticas está manijeado. Siempre discuto con él. Trato de
explicarle que Popof es un viejo chichi, pero no hay manera de convencerlo.

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Bueno, como sea: ahora que Alaralena e Isidoro nos mandaron a la mierda, a
vos y a mí, no podemos ser tan exigentes. Vamos a necesitar apoyo.

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TREINTA Y UNO

ZOMBIES Y FALSOS CIEGOS

Sotelo ya tenía quince pájaros. Sus nuevas adquisiciones eran: jilgueros de


Guatimotzín, cotorritas australianas, dos parejas de dominó (parecidos a los
gorriones, sólo que más estilizados y de colores más vivos), manones
(originarios de China: un poco más grandes que el diamante mandarín; color
ladrillo aunque amortiguado, casi té con leche) y un loro barranquero al cual
llamó Guram, en honor de cierto monstruo de una historieta que el gordo leyó
cuando era chico. Guram, pese a su vulgaridad racial, era tan fabuloso como
una quimera; siempre lleno de furia, irritable, despótico y gobernaba
exclusivamente mediante decretos-ley. Parecía el dictador Sila. Exactamente
el mismo carácter de mierda que Horrigonio, el loro de Alarico Alaralena, el
dueño de la usina mágica (esa que escribía obras de teatro). Cosa curiosa,
desde el principio se llevó a las mil maravillas con el gordo. Casi enseguida
dejó de picarlo y, cosa rara en un loro macho, esforzábase para aprender unas
pocas palabras; dije que resultaba extraño porque las hembras son las
charlatanas de la especie. Claro que Sotelo le repetía incansable «frases de
combate» que, según él, contribuirían a potenciar el cuarto: «Victoria», «Yo
resisto», «Triunfaremos», «Mueran los chichis», «Aquí, atrincherado», «Ni
un solo paso atrás», «Josegordo Stalingrado, se sostiene», «Jamás tomarán
Gordawa», «Viva el Fúrer gordo», «Heil, Itler Sotelovich», «Sotelo ama a
Cecilia», «El acorazado Sotelo, de Sergio Eisenstein», «Iván Gordovilenko, el
Terrible», «Nicolás 32, el zar», etc. De más estará decir que Guram no
aprendió ni una; el muy caprichoso se negó a retenerlas de la manera más
firme y terminante, pero en cambio sí memorizó, por su cuenta, tres frases
típicas de las que se decían en ese sitio: «Qué manija, viejo», «Auxilio» y
«De Quevedo, socorro».

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Antes de tenerlo a Guram, Sotelo cada tanto sacaba a Manuela —su lora
enana— de la jaula para mimarla un poco, ponérsela en el hombro, etc. Ella
de inmediato se corría en busca de su cuello (al principio con terror del gordo,
quien ya se veía sin yugular), con saltitos de costado, como los cangrejos;
luego, previo lanzar varios chillidos horrísonos, le aprisionaba con gran
delicadeza el lóbulo de la oreja, le quitaba inexistentes piojitos de los pelos y
actividades parecidas. Luego, con Guram, el gordo comenzó a sacarlo poco a
poco, a fin de que él también corretease sobre sus hombros; tenía, eso sí, la
precaución de llevarlo de paseo en momentos distintos a los de Manuela, pues
temía que aquel enfurecido cónsul, en un arrebato, la destripase. Pero un día
se animó a ponerlos juntos sobre su espalda, para ver qué pasaba. Fue como
encerrar una pava hirviendo en la heladera. Manuela, desesperada, huyó para
atrincherarse en la última frontera del hombro izquierdo del gordo. Guram
llamó a varias clases bajo las armas y movilizó a sus ejércitos desde la
derecha, atravesó la cadena montañosa conocida como Nuca de Sotelo en
rápida blitzkriegy se precipitó sobre las últimas posiciones manuelares. La
lora, apichonada y con la cabeza levantada y el pico abiertísimo, chillaba en
agudo continuo. Guram, por su parte, no la picaba —cosa curiosa— aunque la
tenía a su merced; se limitaba a mirarla desde su enorme altura, parecido a
una montaña verde; la agredía de palabra pero no de obra, bastándole, el
parecer, con poderla y hacérselo saber. Ante la poco feliz experiencia el gordo
volvió a cada uno a su jaula. A partir de aquí, y en lo sucesivo, cuando sacaba
a uno el otro se moría de celos. Guram, por ejemplo, lanzaba unos
horripilantes gguGgrrgAAA, en registros imposibles de energía. «Si ahora la
agarra a Manuela la destripa», pensaba el gordo. Ella, en cambio, al verse
despreciada, «se ponía triste» (algo muy femenino): metía la cabeza bajo el
ala previo lanzar uno o dos quejidos lastimeros. Pero el gordo no se había
llevado aun la última sorpresa con estos dos. La jaula de Manuela estaba
suspendida arriba de la cama del gordo, por indicación de De Quevedo —así
ella lo protegería en su sueño—; la puerta de aquélla estaba abierta pues era
imposible que el bicho se escapase definitivamente, pero sí tenía una cuerdita
que descendía desde la jaula hasta la colcha y así, caminando, Manuela
trotaba por toda la habitación. El animal, por instinto, sabía dónde se
necesitaba más su presencia física para desmanijear sectores. Los chichis
estaban enloquecidos con esa lora enana de astral fuertísimo.
Ahora bien, una buena tarde el gordo llegó a casa más temprano de lo
acostumbrado y los tomó desprevenidos (se ve que cada uno volvía a su jaula
antes de que él entrara). Al parecer Guram tenía la costumbre de abrir la

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puerta de su recinto con el pico y darse un paseíllo hasta la de Manuela. Y ahí
estaban los dos en pleno amor platónico (los Diálogos). Al principio no lo
oyeron porque dos viejas, que se estaban peleando en el pasillo, con el
batifondo enmascararon el ruido de Sotelo al entrar. Guram le sacaba a ella
inexistentes piojitos, y la muy puta se dejaba hacer. Aunque parezca mentira
el tonto aún no lo había visto, pero Manuela sí y huyó de Sotelo para
refugiarse bajo la batea con girasol, previo lanzar un par de grititos. El gordo
se había quedado inmóvil, como diciendo: «Pero qué par de chanchos
ingleses mentirosos». Guram, previo desconcierto al ver la huida de la otra,
por fin notó el motivo y retornó a su propia jaula a toda prisa, dando aletazos
y ayudándose con el pico. Sotelo no podía menos que admirarlo: parecía
Tarzán cruzando la selva con sus lianas.
—Ah, hijos de puta ¿así que ustedes se odiaban? —rezongó el gordo entre
furioso y risueño—. Ahora me explico por qué la jaula de Guram tenía la
puerta siempre abierta cuando llegaba del trabajo.
Y yo tan creído de que era una manija de los chichis, pues ahora mismo
los voy a poner a los dos en el mismo hombro, y mejor no les cuento lo que
les va a pasar si arman escándalo.
Una vez que lo hizo no se pelearon, claro está. Sin embargo Manuela se
puso «triste», que era su manera de protestar, y Guram parecía enfurruñado,
con todas las plumas de cuello y espaldas erizadas.
—¿Y ahora que carajo les pasa? —preguntó el gordo y sin prestarles más
atención comenzó a escribir.
No duró mucho su comunión con la literatura pues Ladrillito, su tordo del
Chaco guatimotzinita hizo «Ticchiep, ticchep…». El gordo subió hasta la
atención al mundo y dijo algo como: «Ah, perdón, casi me olvido de que hace
muchos días que…». Y ahí nomás salió de nuevo con una bolsa a comprarle
carne picada, que para el tordo era un regalo. Aprovechó para hacer las
compras del día, claro está, volviendo al rato. «Tome, mi bicharraco
hermoso», le dijo al tordo al tiempo que le daba la picada. Hizo bien pues ésa
fue una de las últimas oportunidades que tuvo de mostrar gentileza para con
un animal que tanto lo amó (ese pájaro se dejaba acariciar con el dedo).
Ladrillito (así llamado por la franja color ladrillo que circulaba su nuca) era el
primero en recibirlo y hacerle fiestas al llegar del trabajo: piaba, se limpiaba
las plumas de las alas con el pico (todo en cámara rápida; como no podía
tocar el cuerpo de Sotelo se acariciaba el propio) aproximándose lo más
posible a los barrotes. El bicho se desesperaba por mostrarle amor y el gordo
era consciente de ello.

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Sotelo intentó, una vez más, escribir, pero justo en ese momento llegó
De Quevedo. El gordo lo recibió conteniendo el fastidio, y el otro lo notó en
el acto.
—¿Qué te pasa que ponés cara de «ya está otra vez éste fastidiándome»?
—preguntó De Quevedo.
—Nada nada.
—¿Nada nada?: todo todo, más bien. Tenemos muchísimas cosas que
hablar antes de que termine el día. Ayer estuve con Isidoro, mi amigo el
astrólogo, y me dijo que tanto vos como yo tenemos que empezar a practicar
karate. Lo vio en un horóscopo.
—Yo quizás algún día empiece, pero en este momento me siento…
—Atendeme bien: no te lo estoy sugiriendo. Es una orden, y una orden de
Isidoro para colmo. Así que… El karate nos va a fortalecer mágicamente,
aparte de brindarnos fuerza y bienestar físico. A vos, sobre todo, te va a
cambiar la vida. Hasta tu sexo se va a ver beneficiado, aunque te parezca
mentira, pues éste poco a poco empezará a corresponder a la armonía general.
Aumentará su poderío físico y vos, que sos un torpe como casi todos los
gordos, sin elegancia ni gracia, vas a notar cómo aumenta el control sobre tus
movimientos. El karate, en el plano astral, brinda un blindaje superior a mil
mudras, asanas y cuanta cosa pudieras andar haciendo. Ah, casi me olvidaba:
anoche tuve un sueño rarísimo. Soñé que te veía tal como vas a ser dentro de
algunos años (no me preguntes cuántos porque no lo sé); estabas en una casa
de campo, llena de enredaderas, plantas y pasto corto. Tenías un perro,
aunque no me es posible recordar la raza. Me dijiste que lo estabas
instruyendo para matar. Había varios rosales, cosa que me llamó la atención
pues jamás me habría imaginado que te gustasen las rosas.
—¿Yo tenía mujer?
—No sé. Te pregunté: «¿Cómo? ¿Vos con perro? ¡Pero si alimentarlo te
debe salir una fortuna!». Vos sonreiste como diciendo «Pero de qué me habla
este tipo, o en qué mundo vive». Así que de eso sólo deduzco que tenías
guita, es evidente que te movías con platas distintas a las nuestras.
—Pues ese Sotelo del futuro nos tendría que echar una mano —suspiró el
gordo—, así no andamos tan pobres.
—Cierto. Otra cosa. Algo importantísimo y que en el sueño, ignoro la
razón, notaba a último momento. Yo te veía con cara rara (al principio lo
atribuía al hecho de que tenías más años). Esas dudas de los sueños con cosas
que nunca te pasarían en la vigilia. Vos tenías bigote. «¿Cómo? ¿Ahora se te
dio por dejarte el bigote?», te pregunté. Demoraste unos segundos en

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contestar. Luego dijiste con gran ironía: «Vamos, Maestro, me extraña. ¿O
acaso no sabe que los bigotes poblados aumentan la potencia sexual?». Y
cierto que eran poblados esos que usabas. Entonces me desperté. ¿Qué te
parece?
—Y, que más que sueño eso es un astral. ¿Será que tengo que dejarme
bigotes?
—Creo que sí. Yo en el sueño, astral o lo que fuera, me sentía muy
mortificado por tu tono irónico. Incluso pienso que esa ironía, ese humor, era
algo extrahumano. Algún Dios, tal vez. El humorismo que te digo está al
alcance del hombre, por supuesto, pero tiene toda la marca de la clase de
chistes que suelen hacer Ellos. Seguro usaron tus memorias astrales, las del
Sotelo del futuro, para dar la información, pero en realidad no eras vos. Usá
entonces bigote poblado, pero de puntas algo recortadas. Se me ocurre que
por las puntas finas y largas debe tener lugar una continua descarga de
energía, de modo que para evitar esa pérdida hacete puntas romas. Otra
solución sería dejar que los extremos se enrosquen, como los de nuestros
abuelos, pero hoy día se usa poco y hay que tener mucha gracia para que no
se burlen de uno.
—Pero los bigotes «manubrio» también tienen puntas largas. ¿En qué
quedamos?
—Te estoy hablando basándome en las analogías, porque el tema es
nuevo para mí. En magia, cuando te sorprendan con una novedad del tipo que
fuese, tenés que basar tu juicio en los símbolos con los cuales estás
familiarizado y en la mecánica analógica, en el caso de los famosos
«manubrio» creo que no hay pérdida de energía por las puntas porque al estar
éstas retorcidas forman una suerte de espirales de acumulación: la fuerza
tiende a escapar, pero como los extremos se curvan vuelve a caer en sí misma
creando un campo. Hacen de condensadores.
»Y cambiando de tema: sé que cobraste y ahora tenés algo de guita, de
modo que te venís conmigo para que nos inscribamos en un gimnasio con un
profesor japonés que conozco. También te vas a comprar un karategui, así
llaman al kimono de karate. Tengo que aprovechar ahora, porque si dejo pasar
los días me vas a venir con la excusa de que no podés por falta de plata.
Además vas a conseguir hoy mismo una hembra para Guram. Sí, ya sé que él
se consiguió novia por su cuenta: Manuela. ¿Cómo va a hacer Guram para
coger con una lora tan chiquita? No te conviene tener amores platónicos al
lado tuyo porque el símbolo no te beneficia: es justamente la manija que tenés
que romper. Tenés que entender que la analogía es la carne misma de la

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magia. Manuela que se joda, pobre. Los loros de Fisher son carísimos; van a
pasar años antes de que le puedas comprar un macho y yo no te puedo regalar
también a Tomás porque lo necesito para mi defensa. A mí también me
atacan, no sé si sabías.

Luego que ambos se inscribieron en el gimnasio del profesor Wakatsuki,


y compraron sus respectivos karateguis, siguieron caminando rumbo a la
pajarería. Sotelo estaba asombrado: De Quevedo lo conducía por sitios
insólitos (polos opuestos) de la ciudad. Por momentos desandaban pasos. Otra
cosa rara: el Maestro no le permitía tomar ómnibus. Habrán caminado
fácilmente cien cuadras, hasta el anochecer. Salieron de Suipacha y
Cordobchitl (la esquina de la casa del gordo); bajaron hasta Viamonthualpili y
Floridzátl caminando por aquélla; mientras, De Quevedo le explicaba:
—Podemos aprovechar este viaje de compras para aprender unas cuantas
cosas. Lo primero es el reconocimiento. Tenés que ser capaz de detectar a
enemigos potenciales. Como por instinto. Esto es una guerra y por lo tanto el
esoterista que sobrevive adquiere al poco tiempo reflejos de soldado.
—Te diré que últimamente aprendí bastante a identificarlos. Casi no pasa
día sin que tenga un combate en la calle con distintos chichis. —Sotelo arrugó
la cara—. Son tipos que si no fuera porque me hacen mudras alevosos jamás
sospecharía de ellos. Yo contesto son mudras de espejo, o contraataco con La
Torre. Me tienen podrido. Además son muchísimos. Una de dos: o yo estoy
otra vez loco como una cabra, o los ocultistas que me persiguen son miles y
miles.
—Son miles y miles. No ves visiones. Tu error consiste en creer que te
siguen a vos en particular. Son francotiradores; pertenecen a distintas
Sociedades Esotéricas y para practicar atacan al primero que ven en la calle;
es posible, no obstante, que a vos te vean raro y entonces te ataquen más.
Sienten que tenés algún poder y que todavía no lo dominás; entonces se
largan. Pero ni saben cómo te llamás ni tienen la consigna de atacarte.
Algunos, claro está, puede que formen parte del grupo que te odia, pero son
los menos.
—¿Y entonces cómo es que recién ahora tomo conciencia de que existen
y veo que hacen mudras?
—Bien decís: recién ahora tomás conciencia. Antes también existían, sólo
que no te percatabas. Sabés más que tiempo atrás. Algunos se disfrazan de
ciegos y van golpeando con su varita mágica pintada de blanco por todos

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lados (pies de posibles víctimas, por ejemplo). Pobre del tipo a quien «sin
querer» rocen o embistan el sexo con la punta del palito. Si es fuerte, no podrá
tener relaciones sexuales por lo menos por un mes. Mejor no te cuento si
tocan a alguien sin defensa alguna, y además de constitución débil. Hay
chichis, en fin, que en los días de lluvia —o que amenaza con llover— portan
un falso paraguas (también una varita, claro) con el cual rozar «por
causalidad». Como la mayoría de los ciegos, tipos con paraguas y/o que
portan attaché son perfectamente inocentes, la forma de adquirir práctica de
reconocimiento es tener un esoterista amigo que nos vaya enseñando poco a
poco a diferenciar.
Estaban a la altura de Viamonthualpili al 700. El Maestro exclamó:
—Oh, mira: un zombi.
—¿Qué?
—Esa vieja. ¿No la ves?
—Pero… es una vieja como cualquier otra.
—¿Te parece? Despertate y atendé bien. —De Quevedo recogió los dedos
de ambas manos, salvo los índices (los pulgares, aun estando dentro de los
puños, anillaban con los mayores)—. Estos son mudras para enganchar
zombies. Le acabo de afanar una vieja al esoterista que la fabricó. Después se
la devuelvo —la vieja, con toda evidencia, se movía obedeciendo a los gestos
de De Quevedo. Antes caminaba lentamente, rozando las paredes, pero
cuando el otro hizo el primer mudra, se detuvo en seco. Si el Maestro
retrocedía el índice de la diestra, el chichi empezaba a caminar hacia la
derecha; si lo hacía con el dedo de la otra mano, la zombi tornábase a la
izquierda. Luego, manteniendo inmóvil el índice de una mano e imprimiendo
un movimiento circular con el otro, la vieja giraba sin parar hacia el mismo
lado. Luego la hizo venir a él. La vieja era francamente asquerosa:
desgreñada, con las piernas llenas de várices y pústulas, arrastraba los pies y
avanzaba con dificultad. Se quedó mirándolos:
—¡Es el diablo…! ¡El diablo el que me mueve! —dijo la zombi.
De Quevedo sonrió y dijo, sin por ello abandonar los mudras con los que
la tenía enganchada:
—Seguro. Ya lo sé. Así es señora. Y va seguir moviéndola un tiempo
más.
—Me hacen trabajar, caminar todo el día…
—Ja, ja, ja…
—… llevar cosas de un lado al otro. Yo dormía, estaba descansando, y
entonces me despertaron…

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—Claro, por supuesto —dijo De Quevedo sin compasión.
—¡El diablo no me larga!
—Ah; y no. Lo que él agarra no suelta. La vida y la muerte son así,
señora, qué quiere usted. Pero no se aflija que dentro de uno o dos años va a
volver al lugar de donde la sacaron. —De Quevedo cambió los signos: con los
índices extendidos en forma más rígida y apuntando a la zombi; cada mano
parecía una pistola; movió con rapidez ambos pulgares, tal si fuesen
percutores de armas y, por fin, levantó puños y antebrazos (como les ocurre a
quienes disparan revólveres de grueso calibre y a causa del retroceso).
La vieja, sin decir una palabra más, dio media vuelta y, con la lentitud de
un principio, retornó al camino que llevaba antes de su enganche.
De Quevedo, irónico, preguntó al gordo:
—¿Y? ¿Qué te pareció esta «maravillita»?
—Es infernal.
El otro asintió:
—La tienen así: muerta y caminando para trabajar.
—¿Pero y qué le hacen hacer?
—Qué sé yo. Llevar paquetes, dejar mensajes, asustar como advertencia,
transportar sustancias asquerosas que ni los esotes se animan a tocar,
encajarle un vudú a un candidato. Entenderás ahora por qué el robo de
zombies está a la orden del día en el esoterismo. Yo me la pude llevar
tranquilamente a esa vieja y hacerla trabajar para mí.
—Ya me di cuenta.
—El tipo que la fabricó se debe haber desesperado cuando le perdió el
registro. Yo se la saqué por un ratito, nomás; para mostrarte. Ahora se la
devolví. Para qué me iba a quedar con ese bicho repugnante. Aparte que no
quiero tener una guerra al pedo.
—¿Y vos cómo sabías que esa tipa era un zombi?
—Porque le miré el astral. Para saber de inmediato si una persona es un
zombi hay que mirarle el aura, porque los muertos no la tienen. Justamente
para evitarlo es que muchos ocultistas les ponen a sus chichis un astral de
media hora, que se va repitiendo (siempre el mismo); es como una película
pasada infinitas veces, sin solución de continuidad. Igual a una cinta sin fin;
pero si te tomás la molestia de observarlos durante un rato al fin te avivás.
—¿Y yo cómo hago para darme cuenta? Si no puedo ver el astral.
—Ahora ya sé que no. Más adelante quién sabe. Por lo demás, un tipo con
experiencia esotérica no necesita ver todo para saber. Hay signos exteriores.
—A los esotes ya los empiezo a cazar.

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—¿Has visto? Los zombies cuestan un poco más. Pero con el tiempo
también vas a poder distinguirlos. Ahora que te voy a decir una cosa: esta
vieja de mierda era media berretona; el que la fabricó se ve que no pudo
conseguir más que ese cuerpo. Hay zombies fuertes; en Haití, por ejemplo, los
usan para trabajar en el campo. Te pueden durar dos, tres y hasta cinco años
los mejores.
—Pero lo que me extraña es que aquí, en Tollan…
—¿Pero y vos que te creías, que el vudú es sólo cosa de negros? Viejo:
aquí se hace de todo. No es el país de las magias más grandes, pero se hacen
todas las medianas y las chicas.
—¿A revivir a un muerto lo llamás magia chica?
—Mediana, mediana, nada más. Los magos ingleses sí que son capos. Ahí
está el centro máximo del chichismo. Aprovechan las herencias de las islas:
Stonehenge y otras piedras sacralizadas por los druidas. El poder de los
antiguos quedó en forma potencial; los nuevos le imponen el signo que
quieren. Mirá lo que hicieron durante la 2a Guerra Mundial. ¿Sabés por qué
Alemania no invadió las islas británicas? Porque los magos ingleses
fabricaron un cono de energía que se los impidió. A raíz de eso Hitler decidió
que tenía que pedirles ayuda a los esoteristas tibetanos. No, si es como yo
siempre digo: los magos no hacen ganar las guerras, pero impiden que uno las
pierda. Para desgracia de Hitler los llamó a sus amigos cuando el proceso ya
estaba muy avanzado y había cambiado de signo. Y ahí se jodió.
En su caminata por Floridzátl llegaron hasta Rivadaviapali, comenzando
entonces a subir por la numeración hasta arribar a Plaza Oncetli. Allí había
miles de pajarerías y negocios de ropa de gimnasia. Compraron una hembra
de loro y kimonos para ambos. Luego de salir de la última compra vieron a
una mujer de unos cuarenta años que se disponía a cruzar la calle. La mina
tenía, al parecer, una enfermedad de piel pues sus manos presentaban
lamparones, manchas blancas horribles y muy diferenciadas. Bien vestida.
Parecía no decidirse del todo entre cruzar o no.
—Mirá, gordo: esa tipa también es un zombi. Tuvimos suerte, está mucho
mejor hecha que la vieja aquélla.
—¿Y por qué tiene esas manchas en las manos? ¿Murió así?
—No. El fabricante la sacó del cajón después de las 24 horas, cuando ya
había empezado el proceso de putrefacción. A éste lo detuvo, por supuesto,
pero las manchas quedaron.
Atrás venía un tipo con las manos disimuladamente juntas y haciendo
cosas (unir las manos en determinada manera es otra forma de manejar, tal

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como De Quevedo le explicó después a Sotelo). El Maestro, con sonrisa
intencionada, le dijo al desconocido:
—Bastante bien hecha, Magnánimo.
—¿Cómo dice? —se sorprendió el otro.
—Digo que —De Quevedo señaló a la zombi, que en ese momento
completaba el cruce de la calle— ella está bastante bien construida. Un poco
pasadita, quizá. Pero bien.
El tipo vaciló:
—¿Sos un Magnánimo?
De Quevedo sonrió como si le hubiesen preguntado la cosa más absurda
del mundo:
—¿Ya vos qué te parece? —Viendo que el otro echaba una mirada
interrogativa al gordo se apresuró a aclarar—: Es mi discípulo. Lo saco para
que aprenda.
—Ah… —El tipo pareció relajarse—. Así que… ¿te gusta mi muñequita?
—Síii… Bastante bien hecha ¿eh? Muy bien. Pero tenés que tratar de
sacarlos un poco antes.
—Y… uno hace lo que puede.
—No, claro, por supuesto. Ya sé que no es fácil.
—Perdóname: sigo laburando si no se me va a ir demasiado lejos. Chau
Magnánimo.
—Chau —contestó De Quevedo. Luego que el esote se hubo alejado lo
bastante se volvió al gordo—: ¿Y? ¿Te terminás de convencer?
Sotelo tenía un cagazo padre:
—Es infinitamente horrible.
—Ah, claro: horrible seguro. Pero a todas estas cosas tenés que saberlas
vos.
—Escuchame: es el segundo que encontramos en un rato. Quiere decir
que esto es el pan diario.
—Y sí. Tuvimos un poco de suerte, de cualquier manera, pero aun así es
algo frecuente. Poco a poco vas a tomar contacto con más… trabajos.
—Además otra cosa que me asombra es que se digan Magnánimo unos a
otros, pertenezcan al grupo que pertenezcan.
—Ah sí, ellos son muy «magnánimos»… pero mejor no acercárseles. Hay
varias cosas que poco a poco se han hecho universales, esto es: para todas las
agrupaciones. Por ejemplo los grados del esoterismo: «Fulano es grado 20»; o
«Mengano es grado 33 en grado 4», tantas cosas iguales para todos es

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precisamente la prueba de que casi todas estas Sociedades tienen el mismo
origen. Pero esperate: agarremos por Pueyrredáhuitl.
Subieron por la avenida hasta llegar a la denominada Santa Fetécatl y
luego bajaron por la numeración de esta última. Encontraron a un viejo con
muy buenas ropas que le hizo el mudra de los cuernitos a un tipo con aspecto
de ejecutivo. Éste, que advirtió la maniobra en el acto, semisonrió con una
comisura; puso el dedo mayor de su mano derecha sobre el índice de la
misma mano, enganchó el signo del otro y se lo tiró a la mierda. El viejo se
detuvo en seco. Parecía furioso e impotente. Siguió con la mirada al
«ejecutivo» sin poder hacer nada para remediar la situación; el otro siguió
caminando, desentendido, sin darle más bola.
—¿Viste todo lo que pasó? —preguntó De Quevedo.
—Sí. ¿Esos dos esotes se conocían?
—Y qué sé yo. A lo mejor sí, a lo mejor no. Lo que desde ya puedo
asegurarte es que ese viejo pelotudo se metió con alguien mucho más fuerte
que él. El otro le retornó la energía y el viejo se sintió tocado. Ojo: lo más
probable es que su enemigo también sea un chichi, pero igual me alegro.
—Era asqueroso ese viejo.
—Sí. Francamente repulsivo. Por eso, repito, me alegré de que cagara
fuego.
Siempre por Santa Fetécatl llegaron a Callaonénetl. Entraron a un bar.
Había cinco ciegos sentados a una mesa: tres hombres y dos mujeres. Sotelo,
potenciado por todas las situaciones anteriores, notó algo raro en el grupo:
—Che, pero… ¿yo estoy loco o esos tipos nos están haciendo mudras?
—Los hacen, sí, pero no contra nosotros.
—¿Y contra quién entonces?
—Y yo qué sé. Dejame que vea.
Tres mesas más allá de los ciegos un tipo de saco y corbata, estaba
tomando un café doble (cosa rara) y fumando. Era una persona joven.
—¿Sabés qué? —dijo De Quevedo—. Me parece que es contra él.
—¿Sí? Oh, pobre tipo. ¿Y no podemos ayudarlo?
—No. Y no porque técnicamente no podamos. Las cosas nunca
terminarían aquí. Ayudarlo significaría meternos en una guerra larguísima. Ya
tenemos bastantes problemas.
—¿Son falsos ciegos esos tipos?
—No. Son ciegos de verdad, pero esotes.
—Pero ellos son muchos. Ese tipo, solo, me da no sé qué. ¿De veras no
podemos ayudarlo?

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—No. Además no te confíes en su desvalimiento porque… ¡Ja!: mirá.
El solitario tipo dijo unas palabras en voz baja. Los ciegos respondieron
golpeando con cucharitas las tacitas donde tomaron café y los envases de
Coca-Cola de los que la bebieron en su mesa. El otro respondió
contragolpeando su propia taza de café doble ya tomado y con otra
invocación. Además, y con toda evidencia, pensaba en un símbolo de
meditación que desplazaba fuerzas invisibles. El contraataque, terrible,
provocó en el mundo observable que una de las ciegas «sin querer» (en
realidad no lo pudo evitar) chocase una de las botellas de Coca Cola y que
ésta rompiera uno de los vasos. Todos los del grupo se conmovieron.
De Quevedo le dijo al gordo con una sonrisa:
—¡Ja!: miralo vos al pobre indefenso. Mirá cómo los hizo cagar. Les
devolvió el chichi por duplicado. Esos boludos no sabían con quién se metían.
Ahora están arrepentidísimos pero ya es tarde. Los ciegos se creían que
enganchaban a un gil y enfurecieron a un Maestro de alto grado. Gordo: me
parece que por hoy ya aprendiste bastante. Volvamos a Suipacha, a tu casa.
No sea cosa que nos manijeen la hembra que compramos para Guram.
Cuando ya se iban De Quevedo hizo al «solitario» un signo con los dedos
que a Sotelo le llamó la atención:
—¿Por qué hiciste eso?
—Fue un mudra de saludo. Yo no sé a qué grupo pertenece ese tipo ni me
interesa, pero como los chichis que lo atacaban eran asquerosos tuve ganas de
saludarlo; como diciéndole: «Muy bien, muy bien. Así se hace».
Ya en la casa del gordo probaron meter a la hembra de loro barranquero
en una jaula vacía y cercana a la de Guram. Les pareció que éste tomaba tan a
bien la presencia de la hembra que se animaron a meterlos juntos. Lo que
sucedió recordaba a las viejas leyendas acerca del «flechazo» o amor
instantáneo. En el acto empezaron a sacarse piojitos, como si se conocieran
desde siempre. Manuela, que los observaba desde lejos, «se puso triste».
Sentíase desplazada en el amor platónico de Guram y colocó su cabeza bajo el
ala.
—¿Y ésta? ¿Qué tiene? —preguntó el gordo.
—«Está triste», qué va a ser. ¿No me habías contado que tenía un affaire
con Guram? Pobre Manuela. Comprarle un macho, en las condiciones
actuales de pobreza, es imposible. Te regalaría también a Tomasito si pudiera,
pero como ya te dije lo necesito para mi propia protección. Mi altruismo
también tiene límites. Porque ocurre que yo sé bien qué significaría
desprenderme de ese loro Fisher. Esa joda me puede costar la vida. Me salva

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de cada manija, el pobre, que ni te cuento. —De Quevedo encendió un
cigarrillo—. ¿Sabés qué, gordo? Yo estuve hablando con Isidoro y Alaralena.
Todos llegamos a la conclusión de que vos necesitas una máquina.
—¿Qué máquina?
—Una que te proteja y te exima de la obligación de hacer mudras cada
vez que un chichi te ataque en la calle o en tu casa o en cualquier otro lado.
En realidad ya estamos trabajando en el asunto. Lo que nos detuvo hasta
ahora es que los tres somos pobres, pero…
—¿Qué tres?
El Maestro se impacientó:
—Aaay… Alaralena, Isidoro y yo, por supuesto. ¿Quiénes va a ser? ¿Los
tres reyes magos?
—Bueno, está bien. No te enojes.
—Sí. Vos seguí preguntando boludeces nomás. Y bueno, como te decía: a
pesar de nuestra pobreza hicimos una vaquita y a las cosas más caras ya las
compramos. El oro y el platino es una nada al lado de los muchos litros de
mercurio que después del uso hay que tirar, de modo que son irrecuperables.
Carísimo. Pero te repito: la construcción esta bastante avanzada.
Una semana después apareció De Quevedo con un envoltorio.
—Bueno. Ya ves que te la traje, impaciente.
—¿Qué cosa?
—La máquina, qué va a ser. Claro que ahora tenés que sacralizarla.
—Está bien, pero ¿por qué dijiste eso de «impaciente»?
—¿Cómo por qué? Bien que ayer rompías las pelotas para que te la diera.
—¿Ayer? ¡Pero si hace una semana que no nos vemos…!
De Quevedo se puso pálido:
—Uuh…
—¿Qué?
—Ahora entiendo muchas cosas. Ayer anduvo por casa un falso Sotelo.
La historia se repite sólo que a la inversa. Sí. No se me ocurrió mirarle el
astral. Me manijearan, ¿te das cuenta? Seguro que el tipo estaba bloqueado,
pero eso mismo me habría hecho entrar en sospechas. Bueno, como te digo: el
Sotelo chasco me pidió la máquina con mucha insistencia. «No. Te la llevo
mañana a tu casa», le dije. «¿Pero por qué no me la das ahora? —reiteró
furioso— ¿Acaso no es para mí?». Pensé que un poco de razón tenía y por un
momento estuve a punto de dársela. No se la entregué por dos razones: me
hinchó los hueváceos que tuvieras tanto apuro después de todo lo que
laburamos para fabricarla con Isidoro y Alaralena. Es decir: me molestó el

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apuro de ese tipo a quien yo tomé por vos. Y segundo temí que algún chichi
se la afanara por el camino. Mirá vos qué ironía: quise impedir que algún
chichi se la robase a él que era justamente el chichi ladrón. Mi ingenuidad me
salvó. —Viendo que el gordo estaba horrorizado, De Quevedo se apresuró a
decirle—: Pero no te preocupes. Si la hubiese llevado no por ello habría
logrado destruirte, puesto que aún no la sacralizaste y la máquina no te
pertenece del todo. Sólo yo hubiese cagado fuego.
—¿¡Y te parece poco!?
—No. Yo no quiero morir, claro está. Pero al menos vos te salvabas.
Sotelo, como muchas otras veces, se preguntó si De Quevedo estaba loco,
era un santo o qué:
—Decime: ¿estás chiflado? Solamente vos hubieras muerto: ah pero qué
bien. Pero qué poco. Como quien dice: una nada. ¿Estás manijeado? Cómo
puede ser que hables un lenguaje tan irreal y absurdo.
—No es un lenguaje irreal. Es la escuela en la que me formé. Nosotros
somos así: si perdimos perdimos y si ganamos ganamos.
—Además no entiendo una cosa: ¿por qué el robo de la máquina hubiese
significado tu muerte automática?
—Porque yo la fabrique y tenía todas mis memorias astrales. No hubiera
tenido defensas. Ni Gurdjieff se salva si le afanan un chichi así. —
De Quevedo abrió el envoltorio; contenía una gruesa plancha de hierro y
cuatro patas atornillables del mismo metal—. A este bicho lo estuve
potenciando y cargando durante días y días. Las distintas partes fueron
sometidas a lluvias, tormentas eléctricas, solazos, y por fin sacrifiqué tres
animales porque la sangre debía bañar los metales.
—¿Qué animales?
—Una paloma, un gato y una rata. Al gato primero lo dormí con
cloroformo. A la rata no. Cómo chillaba ese bicho hijo de puta, por favor.
Sabía bien lo que le iba a hacer. Ahora oí: en lo que a vos respecta debés
sacralizar la máquina para que te responda. Tenés que hacerla tuya. Vas a
pasar un día entero sin comer, fumar, tomar mate ni nada. Al otro día igual,
con la sola diferencia de que, cada tantas horas, tomarás un té con unas gotas
de rhum. Sesenta minutos antes de comenzar el trabajo en sí harás voto de
silencio: ni una palabra, ni una exclamación; nada de decir: «Guraaam» como
un imbécil, porque ahí cagaste, todo queda anulado y tenés que empezar de
nuevo otro día. ¿Entendiste?
—Sí.

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—Bueno. Vas también a cortar con una tijera pedazos de género de 9x9
centímetros cada uno. Muchos, no sea cosa que al final te falten. En una
farmacia cualquiera pedís que te preparen un poco de aceite de óleo calcáreo;
es importante que a este trabajo lo hagas cuanto antes. Mirá que los chichis
acechan; este artefacto es del tipo denominado máquina-altar; hay quien daría
decenas de miles de dólares con tal de tener una. Vas a tener un aliado muy
noble y muy fuerte. No hay muchas personas, en el país, capaces de construir
a esta clase de seres. Mediante este… robot, digamos, cuando esté
funcionando, vas a quedar librado de la necesidad de hacer mudras mentales
en tu cerebro, auto-máticamente, en la medida en que vos lo necesites. Al
principio tendrás que apoyar en ella la palma de la mano derecha, pedirle
protección o que efectúe distintos trabajos a lo largo del día. Cada pedido será
explícito y de viva voz. Más adelante no hará falta tocarla pues bastará con
una orden mental. El aceite y los trapitos son para que limpies frotando cada
pieza, pensando con mucha atención y amor en cada cosa que hagas. Ya ves
que las diversas piezas están oxidadas, de modo que al frotarlas con el óleo
éste se irá amarronando. Tendrás otro frasquito para allí poner ese aceite
sucio, producto de la limpieza. Muy lejos de tirarlo vos lo guardas pues sirve
para futuras sacralizaciones. Cuando la máquina pierda algo de potencia a
causa de los continuos combates vos la rejuvenecerás frotándola con un
mejunje compuesto por los restos del líquido de la limpieza anterior y nuevos
agregados de aceite de óleo calcáreo. Antes de empezar la limpieza vas a
blindar las patas de la mesa y de la silla donde te sientes, apoyando a éstas
sobre papeles blancos que sirvan de aislante astral.
»Tu cuerpo deberá estar escrupulosamente limpio; sobre todo en tus
orificios, incluyendo la nariz. Después que la máquina esté armada la ponés
en su sitio: un lugar exclusivo para ella y del cual no la vas a mover salvo
para pedirle algo o sacralizarla. Al visitante que pregunte qué es ese extraño
objeto, de contestarle habrás cualquier bolazo. A saber: se trata de un adorno
metálico, de orfebrería rústica. Quizás el visitante insista (no creo, pero cabe
dentro de lo posible): “¿Puedo agarrarla?”. “No”. “¿Por qué?” (tal vez persista
el molesto). “Porque no”. Y listo. Y que se vaya a la reputísima madre que lo
parió. Hasta oro podrías fabricar con esta máquina si te dedicases a la
alquimia. Es muy completa. Sirve tanto para defenderse como para atacar. No
en vano el falso Sotelo quería robármela. Otra cosa. Tengo un mensaje de
Isidoro para vos: “Sería interesante —dijo él— que en la llegada de los
solsticios el gordo Sotelo hiciese los sacrificios correspondientes. Ya que vive
en la ciudad y no puede encender hogueras y fuegos, que sería lo ideal, por lo

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menos deberá depositar arriba del altar de la máquina ofrendas de ramas,
frutos de estación, y partir y comer manzanas en los momentos adecuados”.
Bueno, eso es todo, me parece. ¿Vas a sacralizarla pronto, o vas a esperar al
año que viene o a dentro de diez años?
—Vos bien sabés que lo voy a hacer ya.
—No. En verdad no lo sé. Por desgracia a esto en particular no te lo puedo
ordenar, sino que tiene que partir de vos.

Antes de una semana el gordo tenía a su máquina funcionando. No


sabemos si por respeto al Maestro o por miedo a los chichis, pero el caso es
que cumplió rápido con todas las especificaciones y tuvo su Máquina
Maravillosa, como Aladino.
—¿Y? ¿Cómo la ves? —preguntó Sotelo.
—Muy bien. Muy bien. Muy bien sacralizada —contestó el Maestro.
De Quevedo vaciló:
—Che, gordo…
—¿Qué?
—Es cierto que yo te veo todos los días en el gimnasio, pero… Alaralena
me preguntó, o mejor dicho me dijo que te preguntara específicamente…
—Alaralena es el Maestro que tiene una máquina usina, a la cual uno
entra adentro, si quiere, abriendo una puerta, ¿no?
—Sí. Ése. Bueno… él me preguntó… me pidió que te pregunte, mejor
dicho, cómo te sentís desde que vas a karate.
—Bien y como el culo.
—¿Y a eso cómo se lo entiende?
—Y… como si vos no lo supieras.
—Pero decime de todas formas.
—Si sabés que el profesor me caga a patadas. Y a vos también. Nos
revienta.
—Naturalmente, a eso ya lo sé. Pero yo te pregunto cómo te sentís a pesar
de las palizas.
—Y… bien. Más fuerte. Después que me recupero de cada felpeada, más
fuerte. ¿Y vos?
—¡Ah!… me aniquila. Salgo roto en 40 pedazos. Pero lo que quiero saber
de vos, exactamente, es: ¿sentís que tu virilidad aumenta con el karate?
—Y… más o menos. Como te imaginarás en lo que menos pienso es en
coger después que me han cagado a…

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—No. No es eso. Yo te pregunto si sentís que aumenta tu virilidad
considerada ésta como cosa… integral.
—Ah, sí, por supuesto.
—Bueno, Esto te quería preguntar. —De Quevedo miró a la jaula donde
estaban Guram y su hembra, que, curiosamente, estaban juntitos poro muy
silenciosos (cosa rara porque siempre que venía el Maestro lo recibían con
alegres chillidos)—. Che: me parece que esos loros tienen algo raro. Me
gustaría mirarlos. ¿Por qué no los bajas?
—Eff —se fastidió el gordo—. Me duele todo el cuerpo por las patadas
del profesor. La jaula de esos bichos está altísima; no me la hagas bajar ahora.
—Ya sé, ya sé que estás cansado, pero podrías…
—No, por favor. —Nervioso—: ¿¡Para qué!? ¿¡Para qué los voy a bajar!?
No sabés lo cansado que estoy…
—Yo también estoy cansado.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Bueno. Hacé como quieras.
Al otro día, por supuesto, la hembra de Guram amaneció muerta en el piso
de la jaula. De Quevedo vino por la tarde.
—¿Y? ¿Ahora sabés por qué yo quería que los bajases para mirarlos?
—¿Vos sabías que ella se iba a morir?
—Claro que lo sabía porque lo vi en un astral. Por desgracia no podía
decírtelo. Hay un límite en las leyes que yo puedo violar. Yo te sugerí que los
bajases. No podía ordenártelo, como hubiera sido mi deseo. No puedo
transgredir indefinidamente mi pacto con los Dioses, ¿comprendés? Si me
hubieras hecho caso yo habría tenido la excusa para potenciar a esa hembra y
salvarla.
—¿Pero de qué murió? —El gordo no podía con su culpa—. ¿Fue una
manija?
—Sí y no. Decime: vos tenés hongos en los pies, ¿no?
—¿Cómo sabés? —preguntó el muy salame.
—¿Te los estás tratando?
—Y…
—No. No te los tratás un carajo. O cuando te acordás. Insistís en olvidarte
de que en este cuarto, en esta habitación y en toda tu vida, no hay cosas
aisladas. Todo tiene que ver con todo y es parte de la misma batalla mágica.
Tus loros se avivaron al segundo de que tenías hongos y que esta enfermedad
estúpida, propia de haraganes y desatentos, iba a ser puerta de entrada de
futuras manijas. Entonces Guram decidió por su cuenta protegerte el pie

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derecho, y su hembra se largó a cuidar el izquierdo. Ahora bien, los loros no
están preparados para curar lo incurable; es decir: esa afección imbécil, que se
soluciona con un algodón y un líquido que te venden en cualquier farmacia,
que vos habrías curado en cuatro días, ningún loro puede remediar por mucho
que haga; y ellos, por amor a vos, se largaron a esa batalla imposible. Lo
sabía porque Isidoro lo vio en un horóscopo y yo lo confirmé en un astral;
ayer, cuando estuve de visita, te pedí que bajases la jaula; por haraganería te
negaste a hacerlo. Si vos no me dabas aunque sea eso: un mínimo de
preocupación por ellos a manera de ofrenda, no podía intervenir. Si hubiese
bajado la jaula, venciendo tu desidia, yo iba a tener la excusa de hacerme el
sorprendido y poder decir: «Oh, mirá gordo: estos pájaros están mal, tal como
me temía. ¿No será que ellos están tratando de curarte alguna enfermedad?».
«¿Cuál?», me preguntarías vos. «No sé —haciéndome el ignorante—. A
ver… ¿tus muelas andan bien? ¿Sí? ¿Y entonces qué puede ser?… ¿Y tus
pies? ¿No tendrás hongos?». Y cuando me dijeras que sí ordenarte que te los
curases. Pero como te negaste terminantemente a bajar la jaula me privaste de
la excusa para intervenir. Hay un límite, como ya te dije muchas veces, en los
pactos y las leyes mágicas que yo puedo violar. El Maestro no basta. El
discípulo debe darle una mano al Súper si no éste está frito. Sí: ahora no
pongas esa cara compungida y de culpa porque ya es tarde. Tu lora está
muerta. Yo sabía muy bien el dolor que todo esto te iba a causar, pero por
desgracia vos sos esa clase de chichis que solo funcionan cuando tienen la
pija en el culo. Vos te llenás de buenos deseos y propósitos de enmienda
cuando se te está cayendo el techo. Y ya que estamos te recuerdo que Guram
también se te va a morir, porque ahora que su hembra sonó él está cubriendo
tus dos pies. Andá ahora mismo a la farmacia. Porque es al pedo, viejo: te lo
he dicho mil veces pero vos no das bola. Aquí en Tollan todo el mundo cree
que la magia es una cuestión de recetas, y nadie comprende el primero de los
secretos soberanos y maestros del esoterismo: orden, limpieza y atención.
Comprender esto significa acceder a los primeros quince grados iniciáticos.
Vos seguí dejando pañuelos sucios tirados en el rincón de la ropa para lavar y
ya vas a ver qué te pasa; algún día te van a robar uno para devolvértelo
manijeado. Después, aunque lo laves, ya va a ser tarde. Pañuelos, medias,
cosas así, deben lavarse todos días. En la jornada siguiente usar otros, limpios
y secos. No tenés que dejar en la pileta un solo cuchillo, ni un tenedor lleno
de grasa y para limpiarlo al día siguiente. Si esto, en vez de ser la vida, fuese
una novela, los lectores dirían: «uff: qué reiterativo». Pero esto no es una
novela; es un tratado de magia. Tu vida y la mía, mis enseñanzas vivientes,

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están constituyendo un tratado, aunque jamás sea escrito. A partir de hoy
quiero que no dejes un solo plato para lavar mañana, que tengas tu ropa
cosida, que arregles los objetos rotos: jaulas, paredes, pisos, puertas, etc. Allí
donde falte un clavo lo ponés en el acto. Si se necesita un tornillo o una tuerca
vas y lo comprás. Si hay que poner cemento plástico en una grieta se pone. Y
agarrate a la silla porque no vino lo peor: hemos hablado mucho con
Alaralena e Isidoro, y llegamos a la conclusión de que tus distracciones hacen
inútiles a nuestros esfuerzos. Es menester que te disciplines imponiéndote
castigos. Por ejemplo: hemos notado que tu falta de amor por el mundo y sus
cosas se traduce en torpeza y desinterés. Esto es un defecto repugnante,
porque traducido al mundo de los símbolos significa un rechazo tuyo a la
materia y a la vida. Es como si vos te sintieras superior a la obra de los
Dioses. ¿Quién sos vos para obrar así? ¿El Anti-ser? Eso debe terminar.
Entonces: Isidoro estableció, mediante horóscopo, que una cifra de 22
cigarrillos por día, para vos, está bien, es el número justo para tenerte a los
pedos. No podés fumar más de esa cantidad. Y aquí viene lo bueno: cada vez
que choques un zapato (ya sea en casa propia o ajena) tenés que descontar un
cigarrillo de los que podés fumar esa jornada; te puede parecer una ridiculez:
«¿cuántos zapatos chocaré por día? —Te dirás vos—. Lo más probable es que
no choque ni uno en semanas». Eso es (precisamente) porque sos distraído.
Pues si no lo fueras habrías registrado las muchas veces que entrás
precipitadamente a tu habitación, que hacés movimientos bruscos y golpeás a
un par de zapatos que dejaste olvidados en cualquier rincón. Ahora sí vas a
tomar conciencia. O sea y aclaro: descontarás cigarrillos por cada zapato
vacío que golpees con una parte cualquiera de tu cuerpo, pero no si chocás los
de alguien en un ómnibus o en un subte. Hay una sola excepción, dice
Isidoro: cuando roces los del Maestro (que soy yo, por lo visto): si
inadvertidamente golpeás los que yo tengo puestos, ese día fumás un
cigarrillo menos. Todavía no sabés la orden terrible que acabamos de darte.
Cuando verifiques que tus choques son mucho más frecuentes de lo que
imaginabas te vas a querer morir. Entonces: guardá en tu memoria, para más
adelante, que si tus tres Maestros somos tan implacables, es porque el
distraído es fácil presa de las Sociedades Esotéricas. Además (y si no cumplís,
el castigo podría ser mucho peor) debés suprimir poco a poco los ataques de
histeria, a los cuales sos tan afecto, nihilismo, derrotismo, etc. Hay que tener
fe absoluta en el triunfo final. Yo no sé por qué los libros de magia no cuentan
la verdadera historia del esoterismo. O a lo mejor sí que sé. No se desea que
los hombres y las mujeres se liberen realmente. Esto por un lado, por otro:

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sería poco vendedor por lo aburrido. Pero es que la esencia de la enseñanza
mágica es la repetición constante de principios elementales. Cuando un
discípulo, por orden de su Maestro, limpia su propio cuerpo, ropa de cama,
utensilios, su casa, simbólicamente está limpiando el universo; está
impidiendo, en la pequeña porción que a él le toca, que el Anti-ser penetre en
el cosmos. Ir al dentista para que te quiten una caries, por ejemplo, o al
médico para que elimine un lunar peligroso (que te cortás cada vez que te
afeitás), tiene en lo inmediato una protección para vos, pero en lo mediato
estás acumulando una energía de ordenamiento planetario. Loco está quien no
comprende que al hombre lo pusieron como cerrojo del universo. El ser
humano es la energía más alta, y los Dioses lo crearon así, a este ser, para que
pueda cumplir su función de cerrojo. Si el cerrojo falla o el dique se rompe, el
enemigo de la materia ya no tendrá impedimento para pasar y aniquilarlo
todo; es cierto que el hombre es pequeño, como vulgarmente se dice (a eso
quién no lo sabe), pero su importancia radica en que es la llave de paso a lo
más grande. Entonces: nosotros estamos completamente decididos a cagarte a
pedos pues no vamos a permitir que te sumes a los chichis, o que no colabores
con la obra de sostenimiento y restauración para la cual el hombre está.
El gordo había escuchado a medias todo este parlamento. El muy
manijeado pensaba en una única cosa:
—Pero… algo me preocupa. —De Quevedo se limitó a mirarlo—. ¿Por
qué la máquina que sacralicé, y que vos decís es tan fuerte, no protegió a la
hembra de Guram? Si es capaz de ayudar a un alquimista a fabricar oro, no
veo la razón por la cual…
—Porque es mucho más fácil transformar plomo en oro que convencer al
hombre de que debe ser armónico, atento al mundo, respetuoso de su cuerpo y
de los cuerpos ajenos. Si seguís así, inhumano, con el tiempo vamos a tener
un chichi más: un tipo que con un terremoto puede borrar a Quilmes del
mapa, pero que asimismo es incapaz de curarse los hongos de los pies o hacer
feliz a una mujer. A mi insistencia en el orden y en la limpieza, vos debés
tomarla como una urgencia teológica. Así como el agua en las copas, con su
ordenada función, sirve para detener al demonio del desierto, así también el
agua tirada en el piso del baño (que no se secó después de la ducha), o en el
pavimento de la cocina luego de lavar los platos, le sirve como puerta de
entrada. Si no suprimís poco a poco a tus tics, estas manijas producirán, con
su sinrazón y desorden, una continua descarga eléctrica en tu cerebro, análogo
a un sistema de conexiones en cortocircuito. Aparte originarán, como
coletazo, perturbaciones motrices, orales y gráficas. Yo ya sé, por otro lado,

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que vos sos muy charlatán y que te encanta hablar de magia con todo el
mundo: y no lo niegues porque te he visto en astrales. Hasta con tus
compañeros en Recursos Hídricos lo hacés. Sotelo Rasputín: el mago
penúltimo. El penúltimo chasco, yo diría. No sabés una mierda de nada y para
alagar tu vanidad insinúas (sos demasiado vivo para decirlo directamente) que
tenés poderes y conocimientos. Te hacés el exótico y el hermético. Cada tanto
largas alguna frase. Como hacen todos los pelotuditos aprendices de magia.
Cortala con eso. Vos debés, a esta altura, pasar a un grado superior. A vos,
como a todos los que recién empiezan y se sienten protegidos por un Maestro
de alto grado, te encanta que los demás se acerquen para contarte sus
problemas y luego poner tu índice doblado en la boca y el puño de la misma
mano bajo la barbilla como si fuera un cucurucho, y decir con aire capísimo
frunciendo el ceño: «Mmh… me parece que aquí estamos en vísperas de un
ataque grado 28. Lo que vos debés hacer es…».
Y largás cualquier bolazo. Total, si te falla la ciencia, ahí están tus
Maestros para jugarse por vos y dar las indicaciones necesarias, y el Alto
Maestro Sotelo quedará como un capo. Pues no señor. No cuentes con
nosotros para apañar tus vanidades.
—¡Pero Maestro!… —dijo el gordo de aterrado.
—Qué Maestro ni un carajo. Yo ya sé que tenés una amiguita, ex
exateísta, que huyó del Grupo cuando se enteró de lo que era verdaderamente.
Reconozco que es una buena mina pero no podemos ayudarla. Yo, por lo
menos, no puedo. Si vos te animás… pero en ese caso te las vas a tener que
arreglar solo. Así que pensalo bien. Después no me vengas con lloros y
llantos.
—¡Pero Maestro!…
—Jódase mierda. Vaya y diga que no puede. No tenés fuerzas ni virtud
como para ayudarte a vos mismo y andás haciéndote el mago de alto grado.
Con todos los trabajos que tenemos no nos vamos a meter en nuevas guerras
por tu culpa.
—¡Pero Maestro!…
—Nada. Implacable. Vos sos el Walt Whitman del chichismo.
Y ojo que a Whitman yo lo quiero mucho. Lo que quiero significar…
—Ya sé.
—… es que sos un Whitman chasco, con signo cambiado.
—Entendí perfectamente.
—Sos el trolo de la poesía, en otras palabras. Francamente puto.

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Dicho de otra manera; trolo suena como trompo, vale decir: vos sos una
especie de derviche giratorio del putismo. Usás grandes pollerones, con
pedazos de plomo atados al ruedo, y girás entrando en éxtasis putal. Vos seguí
jodiendo nomás y ya vas a ver lo bien que te va a ir. Nosotros, tus Maestros,
te vamos a dejar solo para que los chichis te morfen los huevos.
—¡Pero Maestro!…
—Chasco de mierda. Y te voy a aclarar otra cosa: cuando vos, haciéndote
el capo, le decís a alguien: «Te están atacando con un grado 28», si no es
cierto antes lo es a partir del momento en que lo dijiste ligeramente. Muchas
cosas que a uno le suceden ya las tenía previstas por una intuición, pero tantas
otras tienen su origen en haberlas invocado. Así que ojo.

Al día siguiente de esta conversación el gordo tenía franco. Caminaba por


Floridzátl, como quien se dirige a avenida Belgranáchic, pero en realidad sin
rumbo. Con poca plata en el bolsillo, lo cual agravaba las cosas. Veía una
mujer y se acordaba de su problema no resuelto, de Cecilia (por vez número
mil), de su lora muerta, de la poca plata que ganaba y de la lejana posibilidad
de salir alguna vez del conventillo en el cual estaba metido, todo lo que tenía
que trabajar en un empleo que no le interesaba, su obra que quién sabe cuándo
encontraría publicación, etcétera, etcétera, Parecía encontrar cierta fruición en
recapitular sus dolores y hacerlos vivir. Anduvo cien cuadras entre ida y
vuelta. Al retornar, cansadísimo, se encontró con una novedad; la máquina
estaba patas para arriba, en el suelo; como si una explosión la hubiese
arrojado de la repisa donde Sotelo la conservaba. El gordo, absolutamente
horrorizado, la puso en su sitio y salió a hablar por teléfono. «Sí, ya sé.
Escuché el “ruido”», dijo De Quevedo. «¿Y qué podemos hacer?». «Voy para
allá».
El manijeado esperaba mimos y apoyo, pero De Quevedo lo cagó a pedos:
—Escuché la explosión, desde luego. Estaba por hacer un astral pero me
llamó Isidoro. La conversación no fue muy larga porque él andaba sin plata y
pudo comprar nada más que dos fichas, pero de cualquier manera me dijo lo
esencial. Vos supondrás, sin duda, que esto es un ataque de los chichis, ¿no?
Pues te equivocás, esta máquina se rompió por una cagada que te mandaste
hace unas horas. —¿?
—Sí. No pongas esa cara de ignorante. Te masoqueaste durante cien
cuadras, las máquinas se enloquecen con el masoquismo de sus dueños. La
tuya no te aguantó más. Hay un límite para la pelotudez y locura que esos

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bichos pueden tolerar. Decidió, por su cuenta, darte una lección
autodestruyéndose. Ella es muy Mozart.
—Era querrás decir.
—Era y sigue siendo. No murió del todo, pese a su suicidio. No creo, por
lo menos. Y es fácil verificarlo ¿sabés? Si ocurrió como imagino… —
De Quevedo tomó la máquina en sus manos—. ¿Ves?; la superficie está gris,
pero no del todo, esto se debe a que luego que ella descargó su furia llegó a la
conclusión de que ya tenías suficiente castigo. Ahora intenta componerse a sí
misma. No lo va a lograr. Imposible si no cuenta con ayuda, es un círculo
vicioso, sólo podría arreglar su desperfecto si estuviese sana, pero si estuviera
sana no necesitaría arreglarse. Es como intentar hallar la cuadratura del
círculo. Espero que te sirva de lección. Mirá, vamos a hacer una cosa.
Desarmala y meté los pedazos dentro de una cartulina blanca.
Los trozos, no bien el gordo la desmontó, de un cromatismo levemente
gris tornáronse en grises violentos.
—¿Ves?: ahora que la desconectaste, el ser de la máquina se vio obligado
a renunciar a limpiarla; lo cual es una suerte porque una autolimpieza, en
estas condiciones de rotura central, es un gasto de energía al pedo. Bueno
viejo, te quedaste sin máquina. Me la llevo. Se la voy a llevar ahora mismo a
Isidoro. Él tiene unos amigos que la van a limpiar con mercurio.
—¡Pero eso va a salir carísimo! —exclamó Sotelo lleno de culpa.
—Ah, y sí. Son los chistes que se mandan los discípulos. Pero nosotros
sabíamos en lo que nos metíamos cuando nos decidimos a ayudarte. No bien
cobres de nuevo vas a poner una parte de la plata, desde ya te digo, no es
posible que esta joda te salga gratis. A ver: esperate un poco. Voy a hablar por
teléfono. Tengo miedo de que los chichis hayan bloqueado e Isidoro no haya
visto la parte que siguió a la explosión. Me tiene que proteger. No me haría
ninguna gracia que me enganchasen en la calle con la máquina encima.
De Quevedo fue hasta el teléfono público instalado a dos cuadras de la
casa del gordo y luego volvió.
—No consiguieron bloquear y pudo ver, por suerte —fue lo primero que
le dijo—. Me la puedo llevar nomás. Hasta que la máquina esté arreglada él te
va a proteger con la suya, pero me dijo que te informe que la suya es una muy
sensible. Si te atacan en la calle no vayas a hacer un mudra o cosa semejante,
porque la máquina de Isidoro ya tiene la misión de protegerte, y si vos largás
una energía adicional la vas a desequilibrar. Ojo con eso. Mirá que la máquina
del Maestro Isidoro es toda de plata, con patas de oro. Es lo único valioso que
tiene en su casa, y le tiene un gran aprecio, aparte de necesitarla para su

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protección. La hicieron en la India unos amigos de él. De modo que cuidado:
no se te ocurra hacer un mudra. Si te atacan vos hacete el burro con be larga.
—Sí sí.
Sí sí. Cuando cobró su sueldo Sotelo fue a una pizzería. Podía darse ese
lujo una vez al mes, exactamente. Pidió una grande, para él solo, de
muzzarella y anchoas, con aceitunas, y medio litro de vino y soda. Como
quien dice: Lúculo en su comedor más lujoso (ese que denominaba Apolo),
con comidas o cenas de 150.000 dracmas. De Quevedo no le había prohibido
tomar alcohol, pero sí hacer uso de éste en cantidades inmoderadas.
Mientras esperaba que le trajeran su maravilla se dedicó a mirar a los
otros ocupantes de mesas. Había un tipo con una camisa que tenía dibujados
12 motivos hawaianos (todos iguales). Conversaba con un viejo de guayabera
(ésta con 250 cañones idénticos). En el estaño, tomando unos vinos y
comiendo saladitos, un joven bien vestido y a la moda salvo por un detalle: un
alfiler de corbata, con piedra roja, que se manoseaba continuamente. Al gordo
le llamó la atención ese anacronismo. Dos mesas más allá, y en distinto
pasillo, tres tipos: uno de traje payasesco, con el verde como preeminencia
cromática. Sus dos compañeros, grandes charlistas al parecer pues hablaban
todo el tiempo (aunque Sotelo no podía pescar una sola palabra), vestían
pantalones convencionales, de color marrón; y la diferencia estaba dada
arriba: uno de ellos usaba camisa con 320 flores pequeñísimas que se repetían
en distintos niveles y con diversas inclinaciones, y el otro una remera que
tenía estampado un gran Ratón Mickey completo; piernitas con zapatitos y
overol con sus dos enormes botones chasco. Cruzando tres mesas, a la
derecha de esta última, Sotelo vio a un señor con portafolios y paraguas (pese
a que afuera hacía un sol radiante; la excusa era que, quizá, por el calor y la
presión, tal vez lloviese). Conversaba con una mujer flaca y sin tetas, de
manos duras y nerviosas, con nudillos salientes. Pelo corto. Una de esas que
son frígidas, histéricas, seguras de sí mismas, implacables y llenas de calma
cuando deben operar (valga la contradicción). Él, cada tanto, se reía con tono
culto: Jo, jo, jo, jo…
Al gordo le trajeron su pizza. Lleno de hambre pero moderando sus
movimientos —su Maestro le había enseñado a no proceder como el hombre
de las cavernas— mordió el primer pedazo. Vio que el tipo de los motivos
hawaianos hacía unos apenas insinuados cuernitos con la mano izquierda.
Sotelo se sonrió: veía visiones. El compañero de mesa del anterior —el viejo
de la guayabera con cañones— efectuaba un mudra cortafalo con las dos
manos. Aquí el gordo casi largó una alegre carcajada: «Paranoico de mierda.

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Ya veo mudras y magos por todas partes. Hasta en la pizzerías. Pero qué
pelotudo soy». Pero entonces, quieras o no, a tuertas o a derechas, no pudo
impedir la llegada del conocimiento: el joven bien vestido —ese que se
manoseaba un alfiler de corbata con piedra rojiza— hizo uno de espejo. Y el
del traje payasesco (con apariencia de gnomo verde) puso el meñique de la
derecha atacando la próstata de alguien. El del paraguas golpeaba a este
último en el piso con su mano izquierda, en tanto que su compañera, la flaca
frígida, elevaba la torre. Aquí Sotelo dejó de dudar. «Me han seguido», pensó.
«Me están atacando y son muchísimos. Hijos de mil… hijos de mil… putas.
Ni pizza te dejan comer tranquilo». Y ahí nomás el gordo empezó a atacar a
unos y a otros, a largar energías a diestro y siniestro. El del Ratón Mickey, el
de las flores pequeñísimas, y el del alfiler de corbata con piedra roja se
tornaron entonces al gordo. Como si estuviesen molestos; parecían decirle:
«¿Pero qué le pasa a vos, boludo? ¿Por qué te metés?». Allí el gordo
comprendió: los tipos (todos ellos) no lo estaban atacando sino que se hacían
la guerra entre sí. Con seguridad los participantes pertenecían a dos
Sociedades Esotéricas enemistadas una con otra y él cayó en medio del
combate. Sotelo no sabía cómo pedir perdón o disculpas. Si por su boludez
entraba en una nueva guerra De Quevedo no lo perdonaría nunca. ¡De
Quevedo!: le había dicho que no hiciera mudras y los estuvo haciendo a
troche y moche. Pagó y salió de la pizzería aterrado. Llamó por teléfono a lo
del Maestro y Mirtha le dijo que no estaba. «Salió hace como media hora. ¿A
ver? No; veinte minutos. ¿Querés dejarle algo dicho, gordo?», Sotelo ya se
veía excomulgado, con todos los chichis comiéndole los hueviños a la
milanesa. Volvió a pie, pues se sentía demasiado cansado como para tomar
subte u ómnibus. «La muerte, ese sofisma teológico —se dijo el pobre gordo
—. Ahora voy a recibir a todos los sofismas juntos, por boludo. Los esotes me
van a mandar al vurro para que me deje ensartado. Es la segunda máquina que
rompo. Puede que De Quevedo me perdone, pero Isidoro es implacable, es de
la disciplina antigua, estilo Dalai Lama. Sí: es un lama. Me va a hacer
requetecagar. Y lo más seguro es que Alaralena también esté enojado. No en
vano los tres pertenecen a la misma escuela. A la primera la jodí por
masoquista, a la segunda por desobediente. Ahora mis Maestros me
abandonarán y los chichis me van a sacar los chinchulines. Para colmo no lo
pude encontrar a…». Etc., siguió así, lleno de miedo, hasta llegar a su casa. Él
lo esperaba en la puerta.
—Qué bueno ¿eh? Para qué carajo te habré pedido que no hicieses
mudras.

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—Pero yo…
—Dale. Abrí la puerta.
Ya adentro:
—Prepará unos mates, chichi.
El gordo se apuró a obedecer. Llamarlo chichi era casi una muestra de
afecto. Quizá las cosas no fuesen tan mal, después de todo.
—Es la segunda que hacés cagar. Lo sabés ¿no?
—Sí Maestro.
—Claro. Lo que quizá no sepas es que Isidoro está enojado, no sólo con
vos sino también conmigo. Está enojadísimo. Antes de venir aquí hablé con
él.
—¿Y qué te dijo?
—Me cagó a pedos. En realidad es mentira que esté enojado con vos. Él te
exime porque piensa que era inevitable que te mandases esa cagada dadas las
circunstancias. No. A mí me echa la culpa completa. Me dijo que por qué te
había enseñado a hacer mudras sin afianzar primero tu voluntad y disciplina.
«Yo a mis discípulos los tengo diez años con prácticas de voluntad, antes de
enseñarles los rudimentos de la magia práctica», me dijo. Y tiene razón. No se
con qué excusa apelar ante él. Si Isidoro no fuese como es, yo podría decirle:
«Vos sos muy implacable con Sotelo y conmigo (porque le enseñé a hacer
mudras), pero no sos tan riguroso cuando se trata de tus discípulos o de vos
mismo, porque más de una vez, cuando te conviene, transigís». Pero no se lo
puedo decir porque no es verdad. Isidoro es de la escuela antigua. Así como
Leonardo, en pintura, antes de enseñarles a sus aprendices a manejar los
pinceles o a mezclar los colores, les hacía pasar cinco años barriendo el taller,
así también él, a quienes se acercan para que les enseñe astrología caldea, los
tiene cinco, diez y hasta doce años sacando puntas a lápices antes de
enseñarles qué es una Casa. Es el Da Vinci del esoterismo.
—¿Hice mucho daño?
—Le hiciste volar la máquina a la mierda y lo sabés perfectamente. Dejá
de preguntar pavadas. Como si no lo supieras, o no lo hubieses sentido.
—Es verdad. Hubo un momento dado, al final, en que… Pero yo me decía
que era mi imaginación.
—Ojalá hubiera sido tu imaginación. Lo sentiste porque estabas
conectado a la máquina de Isidoro. Por eso percibiste cuando ella se rompía.
De cualquier manera, y pese al desastre, tengo una buena noticia para vos.
Isidoro renuncia definitivamente a seguir ayudándote. Alaralena, por su parte,
te mandó al carajo también, por razones de solidaridad con Isidoro…

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—¿Y ésa es la buena noticia?
—Dejame terminar. Pero por suerte tu máquina ya había sido arreglada.
Ayer me la entregó, antes del despelote. Estaba muy severo y yo no sabía qué
le pasaba. «¿Te ocurre algo, Isidoro?», le pregunté. «No. Nada. O en todo
caso mañana lo vas a averiguar. Y oíme bien: por nuestra vieja amistad te
prohíbo que hagas un astral para saber». Yo me quedé muy confundido.
Ahora sí que comprendo, por supuesto. Se ve que ya ayer, mediante sus
horóscopos, sabía lo que iba a ocurrir.
—Pero si sabía… ¿por qué no impidió que su máquina se destruyese?
—Ah… gordito —De Quevedo estaba furioso—: porque él tiene una cosa
llamada ética. Los maestros de la escuela antigua son muy raros. Saben
siempre, pero aunque no ignoran lo que va a ocurrir igual dejan que suceda.
No sé bien el motivo. Quizá por razones de enseñanza. El hecho es que te
devolvió tu maquina arreglada, cuando bien pudo quedarse con ella para
hacerte cagar y vengarse. Rogá para que no se descomponga de nuevo,
porque ya no tendremos a quién recurrir. Armala, haceme el favor.
El gordo tomó el paquete que le entregaba el otro, y la armó dejándola en
el lugar primitivo.
—Bueno. Ahora vení que estamos invitados a la casa de un amigo mío.
—¿Quién?
—Es un esoterista. Pertenece a una secta rusa, medio rara: los seguidores
del pope Popof. Son paneslavistas. Yo a mi amigo lo llamo «Pope-pof», para
gastarlo. Es un buen tipo, pero medio raro. Lo sigue incondicionalmente al
Pope, cuando que él no es ruso, ni polaco ni nada. Y lo más extraño de todo
es que a los otros (los de la secta, quiero decir), que lo saben, no les importa y
lo aceptan en el grupo. ¿Vos oíste hablar de la secta de Popof?
—Muy poco.
—Los corrieron de la Unión Soviética por inasimilables e hinchapelotas.
La… Casa Central, por así decir, está en los Estados Unidos, como es lógico y
a pesar de que ellos odian el capitalismo. Los yanquis se lo bancan al Pope
porque con sus partidarios ruegan todos los días diez minutos para que la
Unión Soviética desaparezca. Están convencidos de que si el comunismo
desaparece podrán volver al Este y predicar entre los eslavos. En este
momento aceptan a cualquiera, eslavo o no, con tal de que admita la divinidad
del pope Popof. Mi amigo es buena persona, como te dije, pero en cuestiones
religiosas y políticas está manijeado. Siempre discuto con él. Trato de
explicarle que Popof es un viejo chichi, pero no hay manera de convencerlo.

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Bueno, como sea: ahora que Alaralena e Isidoro nos mandaron a la mierda, a
vos y a mí, no podemos ser tan exigentes. Vamos a necesitar apoyo.

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TREINTA Y DOS

EL GORDO VISITA LA CASA DEL POPE POPOF


(«POPEPOF»)

—No, no. Vos estás muy equivocado, De Quevedo. El mundo está harto
de capitalismo y comunismo…
—En eso estoy de acuerdo —dijo el aludido.
—Pero vos seguís sin cazarla —reiteró el partidario de Popof—. Los dos
extremos políticos han olvidado, hasta ahora, a la religión. El pope Popof ha
hecho ante el mundo un planteo religioso. Algo por lo cual ya nadie se
interesaba.
—Popepof dejate de joder —comentó irónico De Quevedo.
«Popepof»’ se llamaba en realidad Joaquín Julián de Santa María, y le
daba una furia inmensa que se burlaran de él. Ya se dijo que De Quevedo
necesitaba un apoyo; no le convenía, por ende, joderlo. Pero no pudo con su
genio.
—Está bien: burlate. Pero lo que te digo es correcto.
—Mirá Joaquín: no te voy a hablar de todas las personas que fusilaría el
Pope si pudiera, porque a esto ya lo sabés. Pienso, como Ayn Rand, que si un
hombre tiene razón está en su derecho de imponer sus ideas por la fuerza. O
sea: la idea secreta de fusilar a los opositores, que yo sé tiene Popof (si alguna
vez llegara al poder). Que fusilase a los opositores, entonces, no me molesta,
sobre todo teniendo en cuenta que ellos procederían en la misma forma si
tuvieran la oportunidad. No es eso. Más bien debemos juzgar la cosmovisión
de Popof. En su secta las mujeres no se pueden pintar los labios, ni pintarse
las uñas. Si una mina, harta de que su marido se la malcoja, curte con otro
tipo, la expulsan de la comunidad. Si Popof fuese gobierno, la lapidarían por
adúltera, eso es seguro. Y con los tipos ocurriría otro tanto. A los
homosexuales masculinos o femeninos los obligan a revelar, en público, el

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nombre de sus amantes y luego, cuando confiesan, les dan castigos terribles.
Tienen dos: Murus largus y Murus strictus. En el primero meten a las
personas en una celda tapiada, a donde no llega un solo rayo de sol, y les
pasan un pan y un cántaro de agua. En este caso la celda es amplia aunque
insalubre. En otro el recinto es de dos por dos. Claro que los presos y las
presas pueden salir de allí sólo con pedirlo (de lo contrario tendrían
problemas con el gobierno norteamericano), pero a los que se van sin haber
sido autorizados por alguno de los popes de Popof sufren accidentes extraños.
¿Te das cuenta? Nadie, en este mundo, tiene el derecho de juzgar el sexo
ajeno. La única… idiosincrasia sexual, digamos así, que el Estado (o un
gobierno teológico) tiene el derecho y la obligación de reprimir son las
violaciones de mujeres o de chicos. Si no esto se convertiría en la ley de la
selva. Mi vecino no me gusta porque me miró mal, entonces yo le pego un
tiro en un ojo. Todo ello no es posible. Ninguna sociedad puede existir en
esas condiciones. Pero si una mina quiere tener cinco novios al mismo
tiempo, o un tipo se dedica a seducir señoritas, bueno… es la vida privada de
cada uno. Da la casualidad de que a mí no me gusta que las mujeres se pinten
los labios o las uñas. Muy bien: sencillamente no ando con esas chicas. Pero
jamás se me ocurriría, si fuese gobierno (de un país o de una secta), reprimir
preferencias sexuales o estéticas. El pope Popof, tu líder, es un viejo chichi
¿te das cuenta?
—Son excesos pasionales de la Revolución que preparamos —pro-testó
Joaquín débilmente—. Luego será distinto.
—Esa misma excusa alegaban los bolches para justificar los muertos, las
prisiones y los confinamientos. Ya llevan 70 años de socialismo y continúan
con lo mismo. Si a tantos años es menester seguir haciéndolo ello prueba que
el sistema es inhumano y erróneo. Los bolches acusan a los opositores de
egoísmo y corrupción.
Y tu Popof, como buen puritano, persigue el sexo, estigmatizando a las
mujeres como prostitutas y a los hombres como degenerados. Pero te repito:
no son tanto los métodos como los principios los que me asquean. Así pues
¿de qué resurgir de la religión me hablás? Con tu pope Popof tenemos:
represión sexual, intolerancia religiosa, monoteísmo y grisura. No veo en qué
se diferencia de los exateístas, esos otros adoradores de la Unidad a ultranza.
Joaquín Santa María mostró asombro y confusión:
—¿Por qué decís eso? Los exateístas son paganos, politeístas… si
justamente Popof vino a oponerse a todo eso.

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—Adorar a sólo seis Dioses, como hacen ellos: seis, ni uno más ni uno
menos, o veinte, como los icosaedristas, ni uno menos ni uno más, y no
admitir ni por sueños la posibilidad de un número distinto, o mayor o menor,
es un monoteísmo tan grande y exclusivista como el de Popof. Porque ¿cuál
es la excusa de los exateístas para ser tan fanáticos, vamos a ver? ¿Son tan
celosos, sus Seis Dioses, que no admiten otras divinidades frente a ellos? Es
evidente que el Exaedro de su Panteón procede en la misma forma que el
Santo Monotema de Popof. Vos no tenés derecho a denigrar el politeísmo
tomando como ejemplo las maldades que cometen los exateístas, pues
precisamente ellos no son paganos sino todo lo contrario. Conclusión: tu Pope
no vino a la Tierra para darnos una esperanza religiosa, sino a fin de
diversificar la mierda exateísta anterior.
—¿Pero y vos qué propones, entonces?, ¿que los Dioses sean infinitos?
—Negro: yo no propongo nada. Sólo te digo: los Dioses no son veinte,
uno, seis, catorce, mil cuatrocientos, o cualquier otro número arbitrario que a
mí o a vos se nos ocurra. Son tantos como los que el hombre vaya
descubriendo. Imponer un número es la suprema blasfemia, porque el hombre
no inventa sino que descubre. Eso en primer lugar. Segundo: el ser humano
no debe permitir que un grupo de Dioses (estoy pensando en el exateísmo, en
este momento, pero en verdad ello se aplica a cualquier religión numérico-
determinista de las que tenemos actualmente) le imponga la obligación de
adorarlos en exclusividad. Cuando una religión es benéfica, sus Dioses son
benévolos y tolerantes para con otros Dioses. Sólo el Anti-ser procede con
celos. ¿Y sabés por qué es celoso?
El pope Joaquín Popepof no estaba convencido en absoluto, pero se había
quedado sin argumentos; de modo que contestó lo primero que le vino a la
cabeza:
—Bueno… simplemente porque lo es, supongo.
—Desde ya que sí, pero ello no lo explica todo. La principal razón por la
cual no desea que otros Dioses se fortalezcan con el culto es porque ellos, los
que son benéficos, se opondrían a la tarea que se ha propuesto.
—¿Cuál?
—La aniquilación de la Tierra. Odia la materia y la energía. Desea
destruir el cosmos que no fue capaz de crear, pero para ello le fue preciso
convencer al mundo pagano de que debía abandonar a sus Dioses benéficos y
adorarlo a él en exclusividad. Para eso se disfrazó con la máscara de Seis
Dioses. Seis falsos Dioses porque en realidad no son más que uno. «Por sus
frutos se ve al árbol», dice La Biblia ¿no? Bueno: mirá cuáles son los frutos

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de tu amigo y Maestro el pope Popof; observá todo el dolor que deparó a su
secta y el que traería a Rusia y al resto de Eslavia si llegase al poder. Por los
frutos se ve al árbol. Cuánta crueldad, cuánto puritanismo al pedo y culto al
dolor.
Sotelo, en toda esta conversación, se había mantenido callado y
aburridísimo. Así como antes de su gran caída lo único que le interesaba era
que se discutiese su obra, ahora sólo le importaba que hablaran de sus
problemas mágicos. De modo, pues, que cabeceaba víctima de un sopor
abrupto. No se puso a roncar en su silla por pura buena suerte. Justo cuando
su cabeza caía incontenible, Popepof —que deseaba cambiar de conversación
— preguntó qué los traía por allí. De Quevedo se lo dijo con toda franqueza.
El otro, que era realmente generoso y buen tipo, contestó en el acto:
—Pero sí, por supuesto, desde ya contá con mi ayuda. ¿Para qué somos
amigos desde hace tantos años, aunque pensemos distinto? Tengo unos
cuantos amigos paneslavistas, también esotes, que nos van a dar una mano
cuando yo se los pida. Todos adoradores del Gran Monotema. Lo único que te
exijo a cambio es que no declares delante de ellos que Popof es un viejo
chichi, como me dijiste hace un rato, porque nos destripan a vos y a mí.
—Pero no, desde ya.
—Bueno.
Sotelo —ahora sí— se puso alerta: tanto como si hubiera tomado una
doble dosis de anfetaminas. ¡Iban a hablar de él, seguramente!
—¿Contra qué sociedad combaten ustedes? —preguntó Popepof—. Una
de las tantas exateístas, más que seguro. Nosotros también las odiamos, a
pesar de que vos asegurás que el popepopofismo del Gran Monotema y el
exateísmo defienden, en esencia, lo mismo (cosa con la cual yo no estoy de
acuerdo). Bien. Contá conmigo. Mis máquinas están a tu disposición.
Fabriqué varias, de arcilla que luego transformé en ladrillos. Soy pobre y no
puedo gastar en hierros y herrerías.
—No importa. Las de barro son las mejores.
—Los babilónicos las usaban y nunca volvieron a existir magos tan
fuertes.
—Sí. Ya sé. Es lo que siempre le digo a él —y De Quevedo señaló al
gordo. Más adelante, y a causa de una pregunta de Popepof, agregó—: Uh,
éste es un boludo. Por su culpa hemos tenido quilombos adicionales —y ahí
nomás le contó que dos Maestros se habían peleado con ellos (para siempre, y
con justa razón), por la maldita costumbre de Sotelo de hacer mudras al pedo.
El Pope, dirigiéndose al gordo:

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—Ah, no: vos no tenés que hacer eso. Si no las máquinas vuelan a la
mierda.
—Lo aprendí demasiado tarde —replicó Sotelo con amargura.
—Che —dijo Santa María, con asombro—, pero si a eso lo sabe
cualquiera.
—¿Sí? Pues yo me lo hice carne recién ahora.
—Soñé que éste —dijo De Quevedo y señaló al gordo— me recibía en su
casa. Lo encontré transformado en un súper chasco: de lo más comilón, todo
perfecto. Francamente puto, en otras palabras. Con barbita en punta, estilo
Trotsky y medio peladito —Popepof largó una carcajada y Sotelo se puso
colorado. No se atrevía a replicar porque el otro era el Maestro—, lo que más
me llamó la atención fue que tenía las puntas de los dedos ennegrecidas;
algunas falanges, incluso, estaban semicarbonizadas. Sotelo, en mi sueño, me
recibía eufórico. Me dijo que estaba muy contento pues por fin había logrado
encontrar la forma de solucionar todos sus problemas: con mudras. Y en
efecto: los hacía continuamente, uno tras otro. Yo estaba tan extrañado que no
supe qué decirle. Pregunté si necesitaba ayuda para algo y el gordo lanzó una
gran carcajada: «Te lo agradezco, pero desde que descubrí esto de los mudras,
no necesito nada más. Tu ayuda me fue útil en su momento, pero ahora soy
poderoso. ¡Mirá!», comentó y ahí nomás hizo una demostración práctica:
«¿Fulano me jode? Pues bien: hago un mudra y que aparezca un ve corta que
se lo trinque ya mismo sin falta. ¿El techo se cae? —Y efectivamente: el
techo de su casa en Suipacha estaba combado y amenazaba caerse—. ¿Para
qué lo voy hacer arreglar o mudarme? Hago el Mudra de la Montaña y listo,
lo sostengo. ¿Te preocupa ese montón de porquerías en el piso? —El Sotelo
de mi sueño no barría desde por lo menos hacía un mes— Bueno, pues
bloqueo con este mudra de control y no hay necesidad de limpiar. ¿Te ataca
un perro? Dejalo por mi cuenta. Pongo los dedos en esta forma y chau. ¿Con
perros a mí, contando con los maravillosos mudras marca Soteli?: Ja, ja, ja…
—Estaba exuberante y loquísimo. Luego agregó—: Incluso he descubierto
mudras para combatir seres que ya no existen: los gigantes, por ejemplo, que
antaño poblaron la Tierra. Si ahora viviesen los haría cagar haciendo cuernos
con los brazos. El secreto consiste en que todo vos te conviertas en un mudra.
¿Comprendés?». Y ahí se terminó porque salí del sueño, astral o lo que fuera.
—De Quevedo, irónico, se volvió a Pope—: Y, ¿qué te pareció este sueño?
¿Cómo hay que interpretarlo?
El aludido miró a Sotelo con sorna y contestó en el mismo tono:

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—Creo que no hay nada que interpretar, es todo obvio. Aaay ay ay: estos
discípulos chiflados.
El gordo intentó defenderse diciendo que ya comprendía que no hay que
caer en el exceso de hacer mudras para cualquier cosa; que si días pasados se
mandó una cagada fue porque las circunstancias lo tomaron de improviso. Y
entonces contó el famoso combate de la pizzería, que creyó que lo atacaban a
él y por eso se defendió, etc. El pope Joaquín Santa María lo escuchaba
asombrado:
—¿Qué? ¿En una pizzería? ¿Qué estás diciendo? Pero vos estás
soñando…
—¿Qué te asombra? —preguntó De Quevedo.
—Y… me parece un lugar un poco raro para un combate mágico. En
fin…
Luego los dos Maestros volvieron a hablar de política y religión. Sotelo,
viendo que ya no era el centro de la conversación, volvió a su aburrimiento
primigenio. Cabeceaba. De Quevedo lo observó y trató de impedirlo: «¿Qué
te pasa, gordo? ¿Te estás quedando dormido?». Incluso, en su desesperación
por evitarlo, el Maestro lo golpeaba discretamente con el pie. Fue inútil. Se
quedó dormido, nomás, delante de los otros. De Quevedo tenía una furia
infinita, pues dormirse en una reunión sólo puede ocurrir cuando se rechaza
por egoísmo al mundo y a los otros. El gordo, ahora lo verificaba, en el fondo
no había cambiado en absoluto y seguía siendo tan chichi como años atrás.
—¿Pero qué le pasa a este tipo? —Popepof no salía de su asombro—.
¿Cómo se permite dormir en casa ajena? ¿No tiene miedo de que le encajen
un chichi y lo hagan cagar? Está bien que yo soy amigo, pero… igual sus
enemigos le pueden largar algo en astral. ¿No le explicaste que en el sueño las
personas están más desprotegidas, que no hay que dormirse en cualquier lado:
ómnibus, trenes, casas de otros, porque los esotes aprovechan ese momento
para atacar con máquinas, mudras y cuanta cosa? Despertalo, vos que sos el
Maestro.
—Que se joda. Dejalo dormir a ese puto. Todo esto le pasa por
desamorado y desatento: el mundo le importa un carajo, ¿te das cuenta? Por
eso lo enganchan los chichis una vez y otra. Hay quienes han muerto por
mandarse la joda de dormirse fuera de los lugares que están específicamente
destinados a ello. O los han castrado.
—A todo eso yo ya lo sé, bien te lo acabo de decir, así como tampoco
ignoro que no hay que dormirse en los trenes subterráneos o interurbanos de
media distancia; pero lo que nunca pude averiguar (y te lo pregunto ya que

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estamos) es por qué en los viajes entre ciudades muy alejadas (donde no tenés
más remedio que dormir), o en tu propia casa, o en casa ajena pero con una
mujer, no sucede igual.
—Bueno Joaquín, bien sabés que dormir con una mujer es una protección
soberana; ni diez máquinas usina te cuidarían tanto. Al Anti-ser el sexo le
caga la vida. En cuanto a lo otro: dormir en tu casa, donde es lógico, o en un
viaje de larga distancia, donde también es lógico, tiene una lógica protección,
porque el Anti-ser es el gestor del caos y todo orden lo revienta. Aun así los
chichis igual te pueden manijear, pero les es mucho más difícil.
Popepof largó una carcajada.
—¿Qué te hace gracia? —preguntó De Quevedo—. Yo hiervo de furia.
—Porque sos su Maestro. Es lógico que estés enojado. Pero cómo no
querés que me ría con algunas cosas que dice la Bella Durmiente del Bosque
—y señaló al gordo que roncaba de lo lindo—; tu amigo el Mudrero dice cada
pavada…
—Más que decir pavadas las hace. ¿Por qué? ¿A qué te referís?
—A esa historia estúpida que nos contó antes de que se durmiera: el
combate en la pizzería. Sotelo, tu amigo, además de boludo, no sabe nada de
magia. Mirá si unos magos van a elegir una pizzería, lugar totalmente
desacralizado, como terreno de batalla. ¿Por qué dejás que crea semejantes
estupideces?
De Quevedo no le quiso replicar, pero pensó para sus adentros: «Me está
pareciendo que el que no sabe un carajo de magia sos vos».

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TREINTA Y TRES

EL GRAN ATAQUE

Cierta mañana, igual que todas al parecer, el gordo se levantó temprano


para tomar unos mates antes de ir a su trabajo en Recur¬sos Hídricos. Para
ello debía pasar primero por el hall, frente a la puerta de su pieza, recorrer
luego un largo pasillo y, después de un codo que doblaba hacia la derecha,
arribar a la cocina, vacía a esa hora. Continuando la caminata por un segundo
pasillo arribábase a las regiones del lavadero y el baño, pero Sotelo no
necesitaba hacerlo pues en la cocina tenía agua de sobra. La mañana estaba
helada y el gordo salió tiritando. Luego del hall, y al comienzo del primer
pasillo, algo lo detuvo. Era un olor horripilante. Un olor fuerte, agudo, de esos
que se meten en las fosas nasales. Sólo una mezcla de lana, goma y carne
humana, todo quemado, puede producirlo. Pero el gordo no era capaz de
identificarlo. Le pareció que la zona más cargada era la próxima a la puerta de
la pieza de un viejito que, cuando los sábados (su día franco) lavaba su ropa
(no tenía otro momento para hacerlo), le decía con repro¬che picarón:
«Muchacho: ¡trabajando en sábado inglés!». Como diciendo: Eeepa, qué pasa.
Se lo decía todos los sábados. No era, ciertamente, un mal hombre, pero se lo
decía todos los sábados. El gordo siguió, juntó agua en la cocina y volvió a su
pieza para prepararse unos mates.
Se puso en marcha hacia Recursos Hídricos. Con poco tiempo, como
siempre. En momentos en que se disponía a cruzar la avenida Cordobchítl,
para tomar el ómnibus, un enorme y hermosísimo pájaro cayó muerto a pocos
metros de donde estaba. Aquella ave le pareció una especie de benteveo pero
de más colores y grandísimo. Había varios tipos en las proximidades;
parecían desconcertados y defraudados. Y lo miraban. Un pájaro valioso
como ése, que valía miles de quetzales, no andaba suelto por una ciudad
inmensa como Tollan. Debió pertenecer a alguien de por allí nomás. El gordo

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miró hacia arriba pero sólo pudo ver los balcones de un edificio de 18 pisos.
Pudo caer de cualquier ventana. De pronto se le ocurrió una idea absurda: que
ese pájaro murió deteniendo una manija que le estaba destinada, de ahí el
desconcierto y defraudación de los tipos, posibles chichis. Pero no: era
ridículo; un pájaro puede morir, claro está, pero defendiendo a su dueño, no a
un desconocido.

Cuando Sotelo volvió de su laburo, por la tarde, lo detuvo en el hall doña


Hipólita, una vieja que vivía entre la cocina y la pieza del Viejito que le
rompía las bolas con el sábado inglés:
—Ay señor Sotelo, señor Sotelo… —graznó la vieja alucinadísima.
Estaba vestida con un camisón —a las tres de la tarde— sobre el cual se
había puesto un tapado hecho con ratas y colchas; algo así como un sobretodo
de mujeres de otra época.
—Señor Sotelo… qué horrible desgracia. Pobre abuelo, pobre abuelo…
—¿Pero qué pasó señora? —preguntó el gordo, que en realidad tenía
ganas de preguntarle: «¿Qué pasó, vieja de mierda, por qué estás tan despierta
y contenta?». Y en efecto: ni la sombra de un aburrimiento manchaba sus
manchas. Había ocurrido, con toda evidencia, algo que logró romper la
monotonía de su vida.
En eso apareció el relojero (un chichi que arreglaba relojes y que siempre
le decía «Aaaamigo Sotelo»):
—Aaaamigo Sotelo: ¿ya le contó doña Hiiiipólita lo que pasó? —el
relojero, hablaba así, con cantito, porque había nacido en el Califato de
Córdoba y emigró a Tollan cuando pequeño. Vivía muy próximo a Sotelo,
con puerta al hall. Por ésta, semiabierta, se asomó la relojerita —su hija—:
una joven de 17 años, rellenita, querendona y como tímida, altamente
chupeteable. Pero en realidad, y por alguna extraña perversión, la mina que al
gordo realmente le gustaba era la mujer del relojero: de 40 años, con tetas
enormes y movedizas, de culo inmenso: de esos que siempre llevan
bombachas pero que a uno le dan la impresión de que no la tienen. Al gordo
le habría encantado hacerle «la porquería», por la fuerza o no, contra una
pared, en una noche oscura.
—No, no sé nada. ¿Qué pasó? —«¿Qué carajo pasó?».
—Algo verdaderamente horrible. El pobre abuelo, el de la habitación esa,
murió quemado y asfixiado.

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A Sotelo le dio un ataque de culpa espontánea (él sintió el olor. Si hubiese
avisado…).
—Horripiiilante. Hacía mucho frío y enchufó uno de esos cilindros
eléctricos para calentarse los pies. Un cortocircuito. Se le quemó de aaa poco
la goma del colchón. Eso lo aletargó, se ve. Lo fue asfixiando de aaa poco.
Después el fuego tomó incremento: uno de esos fuegos raros, sin llama, y
llegó a la almohada de plumas. Lo fue quemando de a caaachitos. Pobre
abuelo —completó el relojero para nada clemente; parecía a punto de entonar
una calzoneta napolitana; de juerga ubérrima: farra, mal entretenido el
hombre.
Un olor metálico a mala combustión de gases impregnaba todo el edificio:
llegaba incluso al hall y subía por la claraboya que habían abierto.
—Ya se lo llevaron, pobre abuelo —sollozó la vieja, rejuvenecida diez
años—. Ahora la policía cerró el lugar.
—Se salvó de que le tomaran declaración —rugió digno, sacro, íntimo el
relojero—. Huuh si usted viese lo que fregaron. —Ahora cerraron la pieza
con los precintos, como hacen con los coches.
—Aaaay señor Sotelo… —gimió la vieja— casi me olvidaba.
Perdóonemé.
—¿Qué?
—Estuvo su hermano…
—¿Qué herm…? —«De Quevedo»—. Ah: ¿Y?, ¿qué dijo?, ¿dejó algún
mensaje para mí?
—¿Eh? Vino a visitarlo. Se debe haber olvidado que usted trabaja a esa
hora. Aquí se encontró con todas las «horribilidades», pobre señor. Yo le dije
lo que pensaba. Se impresionó mucho.
—Claro. ¿Y dijo si volvía?
—Sí. Dijo que va a volver dentro de un rato.
«¡Gordo!».
—Ahí tiene: ése debe ser su hermano.
De Quevedo terminó de subir el último tramo de escalera. Diplomático
saludó a la vieja, a quien le había sonsacado la información del suceso.
Saludó también a Lencina, el relojero, y éste respondió con una gran sonrisa:
—¿Cómo le va, señor De Quevedo Sotelo? Al fin encontró a su hermano.
Recordaba el nombre falso completo. Curioso.
—Sí… ya creí que se me iba a escapar —por lo bajo—: Abrí de una vez,
gordo, que hay una manija terrible.
Ya adentro y previo echar un vistazo, dijo el Maestro:

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—Y sí, es al pedo, las manijas nunca vienen solas. Mira: Ladrillito.
El tordo. El tordo del chaco guatímotzinita. Estaba hecho un bulto contra
el piso de la jaula, agarrando con una de sus patas los alambres del ángulo
diedro más cercano al centro de la pieza.
—Ladrillito… Ladrillito… ¿qué te pasa? —La desesperación del gordo, al
ver moribundo a su muy amado pájaro, era joda.
Ladrillito lo miró —como si hubiera aguantado la agonía con el solo
motivo de poder despedirse de su dueño—, se estremeció un momento, y
luego quedó inmóvil.
—Paró un ataque contra vos, pero eso le costó la vida —dijo De Quevedo,
mirando al pájaro muerto.
—¡Hijos… hijos de mil puta! —El pobre gordo casi lloraba.
—Está bien, Sotelo. Yo ya sé que no te va a devolver a tu pájaro, pero que
lo que voy a decirte te sirva de consuelo: esto, que ellos han hecho, les va a
costar muy caro. No se pueden violar las leyes naturales impunemente. Matar
a un pájaro inocente, por medios mágicos, tiene un precio terrible. Poco van a
tardar en comprender que el universo no es de ellos, y que hay cosas que
cuando se hacen a pesar de todo, tienen como coletazo la pérdida del sexo, de
la vida o de la magia. Algunos de los que se mandaron esta joda van a morir;
otros van a quedar castrados, y habrá quienes pierdan sus poderes mágicos
para siempre. Así de terrible es lo que han hecho. Cinco mil años de Ciencia
vienen en apoyo de lo que te digo. Bueno. Ahora hay que seguir. Agarrá un
trozo de cartulina blanca y con ella forma un cucurucho. Ahí metelo a
Ladrillito, previo dibujar un grifo en el papel por el lado de adentro y otro
afuera. Metés a tu pájaro, te digo, y lo cerras pegándolo todo con pegamento.
Después bajá y dejalo a una, dos o tres cuadras de aquí, en el cordón de
alguna vereda, procurando que no te vean. Esperá a que no pase gente. Ahora,
para sacarlo de la jaula, envolvelo con un trapo. No lo toqués con los dedos.
Así lo hizo el gordo. Mientras llevaba el cucurucho le pareció sentir que
por dentro el pájaro rascaba con sus patas tratando de salir. Tuvo la tentación
de abrir el papel, pero se contuvo porque De Quevedo ya le había advertido
que podía ocurrir algo semejante: «No será en realidad Ladrillito, sino el
chichi que lo mató, que desesperado intenta salir. No se te ocurra abrir la
cartulina». Lo dejó y volvió en el acto a Suipacha.
—Espero que algún anti-Mozart, esperando encontrar algún tesoro, lo
abra —le dijo De Quevedo cuando el otro volvió.
Luego de investigar descubrieron, por supuesto, que las copas estaban
más que llenas de semen de muerto, y pasando el escobillón bajo la cama,

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descubrieron cerca de treinta atados arrugados de Embajadores largos sin
filtro.
—Qué ataque, madre mía —dijo De Quevedo—. Esta vez se largaron con
todo, los hijos de puta —se volvió a la máquina-altar—. Uh: mirá.
La máquina estaba en el lugar sacralizado de siempre, pero tenía algo
parecido a una mancha de óxido en la superficie. No era óxido, en verdad,
pero lo semejaba en su quemazón.
Los dos se sentaron a la mesa para tomar mate y así fortalecerse. Dijo
Sotelo:
—Todo el día fue raro. Desde que me levanté. —Asustado y alerta echó
un vistazo a la habitación. Vio a Manuela en su jaula con la cabeza casi por
completo bajo el ala. Ella estaba «triste», una vez más. Pero esta vez muy
triste—. No bien salí a buscar agua, por la mañana, olí algo… era un olor
horripilante. Ahora sé que era el viejo quemado.
—Era un ataque destinado a vos. El comienzo —dijo el Maestro—. La
máquina lo desvió y cayó en lo del pobre viejo.
—¡Ah! ¡Pero qué terrible!
—Y bueno, mi querido amigo. Tu máquina hizo lo que pudo. Ella no
deseaba que muriese ese pobre infeliz, pero necesitaba protegerte, y no tuvo
fuerzas para, por ejemplo, hacer caer la manija sobre un desierto. Pero seguí.
¿Notaste algo raro en el resto del día?
—No bien salí a la calle, para tomar un ómnibus e ir a mi trabajo, un
enorme pájaro, de esos amaestrados (pienso que lo era, porque si no su dueño
no lo largaría y es muy difícil que se haya podido escapar) cayó muerto a mis
pies. Pero lo atribuí a la casualidad. Yo ya sé que esos animales protegen,
pero cuidan a sus dueños. Por qué lo iba a hacer conmigo, si él no me
pertenecía; está bien Ladrillito, pero…
—Los pájaros son raros y tienen sus propias leyes. Como las máquinas. A
veces ellos hacen pactos: «Vos protegé a nuestro dueño y a cambio nosotros
cuidamos al tuyo». Seguro tus bichos establecieron alianza de guerra con esa
especie de súper benteveo que vos decís. No te extrañe que más adelante una
de tus aves muera, pero no porque te ataquen, sino en el acto de hacerle
cobertura a un desconocido. Ellas siempre pagan sus deudas.
Aunque parezca increíble y fuera de contexto, el gordo sonrió:
—Qué increíble…
—¿Qué cosa?
—Hoy me desperté de lo más haragán. Sin ganas de hacer un carajo. No
llamé a Recursos Hídricos diciendo que estaba enfermo, exclusivamente

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porque sabía que me iban a mandar un médico, que si no…
—¿Y?
—Y lo más extraordinario es que aún ahora, con todo lo que ha pasado,
sigo haragán.
—¿Ah sí? Pues te informo que por de pronto tenés que limpiar con agua y
jabón la jaula de Ladrillito, que ha quedado llena de manija. Y no es lo único;
preparate porque… —asombrado—: Che, pero… ¿dónde está Manuela?
Era cierto. El pájaro no estaba. ¿Pero cómo? Si minutos antes el gordo la
vio en su jaula, con la cabeza bajo el ala, y hasta largó uno de sus chillidos
quejosos, con sordina.
—Se debe haber tomado el pire mientras no la mirábamos, la hija de puta
—exclamó el gordo, con furia y todavía sin alarma—. Lo único que nos
faltaba es tener que buscarla, con todos los problemas que tenemos.
—Y sí que vamos a tener que hacerlo.
—¿Hacer qué? —preguntó Sotelo aún iracundo.
—Buscarla. —De Quevedo le largó una mirada que no admitía réplica—:
La vas a buscar debajo de cada cosa, en todos los rincones y detrás de cada
libro; incluso en el entrepiso. Yo no puedo hacerlo ni ayudarte en la tarea
mecánica. Voy a quedar protegiendo… y potenciando. No sé bien qué pasó,
pero desde ya te informo que se trata de una nueva manija. Siento la presencia
del animal dentro de la habitación, de modo que sospecho que lo que ocurre
es que la han vuelto invisible. O a lo mejor realmente no está. Es tan fuerte
ese animal que aunque hubiese muerto sus memorias permanecerían por largo
tiempo dando la ilusión de su presencia. Podés empezar ya.
—¿¡Pero qué!? —histérico—. ¿¡Voy a tener que revolver todo durante
dos horas!?
—Quizá tres. Empezá. Primero que nada limpiá la jaula de Ladrillito.
Lo que siguió, sí, fue una tarea de tres horas. Pero a esto es más fácil
escribirlo que hacerlo. Para saber hay que vivir el meterse en cada rincón de
una casa encantada, con todas las manijas que ésta contiene, y sentir el
cansancio biológico integral que sobreviene cuando uno se esfuerza por
eliminar hasta el último rastro de polvo hechizado. Porque los chichis se
defienden, y su principal defensa es producir en el operador un progresivo
agotamiento moral y físico. El gordo corrió la cama, revisó cada pliegue de
frazadas y sábanas, la propia jaula de Manuela, sacó todos los libros y limpió
los estantes con un trapo y un tachito con agua, desarmó la cocina, subió con
la linterna al entrepiso para hurgar todos los objetos y, de paso, barrer; miró

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en las otras jaulas, sin importarle lo disparatado de su acción, etc. Por último
De Quevedo le dijo:
—Basta. Suficiente. Ella no está, es al pedo seguir. Es seguro que la
desintegraron en el ataque. Debe llevar varias horas de muerta.
Desesperado y negándose a creer:
—¿Pero qué decís? ¡Si yo la vi viva cuando entramos al cuarto!
—Creo que no la vimos a ella sino a sus memorias. Ese animal era muy
fuerte, ya te lo dije. Tuvieron que hacerlo desaparecer en cuerpo y alma para
matarlo. Por eso es que sentí su presencia y al principio creía que no estaba
muerta sino invisible. Pero murió. Claro que murió. Lo que me extraña es la
desaparición brusca de su imagen. Tendría que haberse ido disolviendo de a
poco. Sólo un golpe… ¡Ah!: pero claro, si vos golpeaste la jaula…
—¿Qué? ¿Cuándo?
—Cuando hace un rato subiste a la cama para sacar de tu biblioteca una
cartulina con la cual envolver a Ladrillito.
Y era cierto: en su apuro por cumplir cuanto antes la orden del Maestro, el
gordo chocó con la cabeza la jaula de Manuela, la cual estaba suspendida
sobre la cama.
—Ah, cierto, ¿pero y qué?
—Ese golpe la terminó de desmaterializar. —De Quevedo se sintió tocado
por la desesperación del gordo y dijo lo que un Maestro jamás debería decir
—: No sé, gordo… si vos querés…
—¿Qué?
—Puedo intentar hacerla volver… materializarla de nuevo…
Pero Sotelo, aunque a veces parecía no haber cambiado en absoluto, ya no
era el mismo egoísta de años atrás. Bien sabía él lo que le costaría ese
«milagriyo» a su Maestro:
—No. Para nada. Te lo prohíbo terminantemente. Si en verdad me tenés
afecto ni se te ocurra hacer semejante pelotudez. No quiero que te quedes sin
energía y que después te haga cagar en la calle un enano equipado con una
raqueta de tenis.
De Quevedo vaciló:
—Pero para vos puede ser muy importante… hoy has tenido muchas bajas
y perdiste a varios de tus pájaros más amados…; lo último que yo quisiera es
que te desmoralices…
—No. Ni lo pienses —replicó Sotelo con firmeza—. En todo caso… les
pido a los Dioses que escuchen mi oración: que estos crímenes no queden
impunes y que los responsables…

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Pareció que de De Quevedo, no bien lo escuchó, salía una llamarada de
odio. Fue sólo un instante. Luego volvió a su frío magisterio habitual:
—Ah… sí. Que no quede impune. Bueno. ¿Tenés una bolsa de arpillera?
No hace falta que esté completa; es suficiente con un pedazo.
—¿A ver?… Sí.
Luego que el gordo volvió con lo pedido, De Quevedo empezó a
«desarmar» la bolsa, fibra por fibra. Con parsimonia; sin ningún apuro; como
si tuviese todo el tiempo del mundo. De la arpillera cortaba cintas, con un
instrumento cortante que le dio Sotelo, y luego arrancaba las hebras, una por
una, para luego depositarlas en un pequeño montón.
Cada hilo tenía, aproximadamente, entre 7 y 9 centímetros. Quizá 9. Le
dijo al gordo, en medio del proceso:
—Te lo digo, y ahora sí con toda la maestría que me da mi magisterio de
alto grado, que esta noche, por Manuela, van a morir cientos y miles. —El
Maestro miró a Sotelo heladamente—: Agradecé estar de nuestro lado, y no
del de ellos, a pesar de que nosotros somos pocos y ellos muchísimos. Jm…
Sí. Agradecé.
Luego que De Quevedo hubo juntado un enorme bollo —no transformó a
toda la bolsa en fibras aptas para el trabajo— devolvió a Sotelo el cortante de
hierro. Tomó el bollo, y lo empezó a reducir en tamaño, como quien amasa y
aprieta poniendo una levadura mágica. Luego dijo:
—Me lo llevo a mi casa. Espero que este puñado me ayude a producir un
buen incendio esta noche. —Sotelo comprendió, sin que el otro le dijera nada,
que cada fibra representaba a un chichi. Si el operativo daba resultado iban a
morir muchísimos—. Una hora y media después que yo me haya ido te vas a
poner en bolas; previo lavarte los genitales con agua con sal te los atás con un
hilo rojo. Ahora no me vayas a decir que no tenés, porque hace tiempo yo te
dije que lo compraras por cualquier emergencia.
—Sí que tengo.
—Bueno, me alegro. Al puñado de genitales te lo tenés que atar de arriba
a abajo y de abajo a arriba, con muchas vueltas, como si fuese un matambre
(sin apretar mucho, por supuesto, para que no se corte la circulación).
Después te acostás sobre la cama, sin taparte aunque te cagues de frío, y
apagás la luz. Quiero que te concentres en el símbolo de meditación que ya
sabés; creo que te va a ser fácil verme porque a esa hora voy a estar en pleno
combate. Que tu instinto Mozart te diga quién es quién. Largate entonces a la
batalla con todas tus fuerzas. Hasta luego. Feliz caza.

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El gordo, a oscuras, temblaba de frío. Pronto sudaría. Se concentró para
viajar. Vio rápido, pero nada que hubiese imaginado previamente. Con razón
De Quevedo le dijo que sólo contaría con su mozartianidad para elegir.
Aquello era como un juego electrónico, abstracto y basado en convenciones,
como esos que hay en los bares, semejante a «La nave espacial que lucha
contra la flota invasora». Pudo visualizar a una especie de base militar en
tierra (o algo parecido) que intercambiaba disparos azules, como de rayos
eléctricos, contra una pléyade de naves espaciales (semejantes a ellas pero no
exactamente). Cada tanto subían o bajaban rayos rojos, aunque primaba el
azul luminoso intenso, de dibujo animado. Sotelo pensó, aunque no de
manera tan organizada ni con palabras: «Una solitaria base en la Tierra (la
defensa de lo terrenal), contra naves como celestiales (la abstracción).
Además ellas son muchísimas. ¿Cómo dudar?». Se largó de cabeza en apoyo
de la base militar terrestre, seguro de que ésta era De Quevedo. Combatió
largo y bien. Por fin, luego de una hora de lucha, se hundió en sueño
verdadero, no sin antes comprobar que los disparos de las espacionaves (o lo
que fueran) se hacían menos frecuentes.

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TREINTA Y CUATRO

GUERRA EN DOS FRENTES

Sotelo se había quedado caliente con su amiga, la exateísta reformada. A


él la mina le gustaba, pero no era por razones sexuales que deseaba
protegerla. Estaba encariñado con ella, entre otras cosas porque su abandono
del exateísmo le parecía muy simbólico. Una deserción es siempre una
bofeteada al Hexágono. De Quevedo le dijo que no tendría fuerzas para
protegerla, que si de cualquier manera se lanzaba a la lucha, en ella iba a
encontrarse muy solo. Lo sabía, claro, pero su desconsuelo y falta de
resignación eran enormes. Y más con lo que Marta (la ex exa) le contó; que
su ex marido, chichi de alto grado, estaba furiosísimo con ella. Cuando
adivinó las nuevas ideas de su amada, la abandonó al instante por razones
religiosas. Marta lo ignoraba, pero el gordo supo —con total certeza— que el
otro se disponía a reventarla.
La desesperación fue mayor que el miedo a las consecuencias. En ese
instante no le importó ni el posible enojo de sus Maestros, ni los chichis
altamente maléficos que se le iban a echar encima, ni la guerra nuclear de
bolsillo que estaba desencadenando, ni sus propios problemas no resueltos, ni
un carajo a la vela. Tuvo un ataque desesperado de abnegación, en otras
palabras, y se largó a la guerra total moviendo fuerzas completas. Empezó
limpiando hasta el último rincón de su casa. Colocó una tela especial, rojiza,
sobre su mesa y sobre ella depositó a la máquina-altar, y le pidió al bicho que
directamente defendiera a Marta en vida y muerte, arriba y abajo, a derecha e
izquierda, atrás y adelante, en el centro y en sus alrededores, hasta la victoria
o la derrota. Y finalizó su pedido agregando con locura y pasión algo que
jamás diría un mago ni un operador mínimo, pero que la máquina estaba
perfectamente preparada para entender: «Y que se vayan a la reputísima
madre que los parió todos los que la odian a Marta». Colocó luego al chichi

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Mozart en su lugar de costumbre y encendió dos velas en sendos platitos: una
roja, con la cual invocó a una potestad de voluntad y fuego, y otra verde;
mediante ésta llamó en su auxilio a Palas Atenea y Artemisa: «Sagradas
Diosas, protectoras de las mujeres: os llamo en esta hora para que me ayudéis
a salvar a Marta…».
Y una tarde (muy poco después, porque las cosas de la magia tienen
pronta solución a menos que duren años y años) el gordo, al volver de su
laburo (las cosas siempre le sucedían al volver, cuando estaba lleno de
cansancio y todo jugado) vio que a su máquina le había ocurrido algo:
inexplicablemente tenía una pata torcida, como si alguien la hubiera golpeado
contra una superficie dura. Estaba en el lugar de siempre pero con una pata
medio excéntrica. Miró las copas y a sus pájaros: sin novedad. Entendió dos
cosas: que su máquina había enfrentado la totalidad del ataque y… que había
ganado. Ahí mismo, por supuesto y como es clásico, apareció el Maestro:
—Veo que tuviste un ataque fuerte —dijo De Quevedo.
—Sí.
—Qué loco sos, ¿eh? Te dije que no te pusieses a defender a esa mina y
vos ni bola.
—Enójate conmigo si querés, pero yo no puedo dejar que la destruyan.
Que nos hagan cagar a los dos, en todo caso.
—Sí, sí: ya sé. Ella es para vos una especie de novia legendaria.
—No es mi novia. Yo no espero acostarme con ella, es mi amiga.
—Bueno: tu novia, tu hermana, tu amiga o lo que sea. En algún sentido es
lo mismo. Y te voy a decir algo que quizá te suene raro. Isidoro Pantaleón
Formosa, el astrólogo, que se había peleado con nosotros, me volvió a llamar.
Desde hacía más de un mes que no me llamaba: desde que vos le rompiste la
máquina con un mudra. Aunque parezca mentira Isidoro, en vez de
enfurecerse por la nueva estupidez que te mandaste al defender a esa mina, se
reconcilió precisamente por eso. No estaba enojado, eso es lo que más me
llama la atención: «Tu amigo es tan boludo como vos», comentó
simplemente. Pero con aprecio lo decía. Y parece que no es Isidoro sólo:
también Alarico Alaralena se sintió interesado en tu gesta ridicula, porque
dijo que te iba a apoyar en el combate. Estamos todos locos, eso es evidente,
porque que yo te apoye —yo que ya estoy jugado y en la joda— vaya y pase;
pero que también te ayuden ellos, que ya tenían la dicha de haberse librado de
un manijeado como vos… Bueno: eso es incomprensible. Sin embargo ahí
tenés a los dos tarados: de nuevo metidos hasta las tetas en tu locura. Los
cuatro enganchados en una guerra de dos frentes: los enemigos de antes y los

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nuevos. Supongo que será conveniente que sepas algunas cosas y la
naturaleza exacta de tu enemigo. Tu máquina está así, con una pata doblada,
porque paró un ataque fuertísimo. El ex marido de tu amiga Marta, cuando se
enteró por el astral de que vos la estabas defendiendo, le pidió a una maga
mercenaria que te destruyese. Le pagó una cantidad de dólares. La mina
aceptó y se largó a la aventura sin más. Su sorpresa fue al encontrarse con que
vos no eras el tiernito que ella imaginaba, sino un tipo lleno de protecciones y
máquinas. «Pero usted no me dijo que este hombre estaba tan protegido —le
escupió ella furiosa—. Yo le largué una energía capaz de matar a diez
elefantes y me volvió todo». «¡Ah…!», balbuceó él asombrado y sin saber
qué decir. La curandera insistió: «Bueno. Lo perdido perdido está. Ahora
tenemos que seguir. Usted tiene dinero como para pagar lo que hace falta,
supongo». «No. No lo tengo». «¿¡Cómo que no!? ¿¡Me hace meter en una
guerra terrible y después me sale con que no tiene plata!?». «Pero es que yo
no creí que fuese tan difícil…». «Ah; usted no creyó, la puta madre. Bueno:
crea rápido porque yo ya me estoy hinchando las bolas. Vaya y consiga los
dólares, quétzales o lo que quiera, pero rápido porque mi paciencia se está
agotando. Yo no estoy dispuesta a perder todo lo que perdí porque a usted se
le antoje. Si no consigue la plata lo hago cagar yo a usted». De modo que el
chichi se fue desesperado de casa de la curandera y ahí nomás corrió a su
asociación exateísta a pedir ayuda, que es lo que debió hacer en primer
término. Como es un tipo vanidoso quería resolverlo solo, sin pedir ayuda.
Vos quizá pienses que tu máquina tiene una pata doblada por el ataque de la
curandera… Pero no es así. Luego que el chichi pidió auxilio a sus
Magnánimos, éstos largaron contra tu casa una flecha de seis máquinas de las
más complicadas y grandes. De ésas con puertas blindadas, que se puede
entrar adentro. Tu máquina es muy fuerte, pero no tanto como para resistir un
ataque de tal naturaleza. Hubieses cagado fuego irremediablemente. Ahora
bien, Alaralena tiene —o mejor dicho tenía— una máquina usina en su casa:
una con más de trescientos años, capaz de enfrentarse ella sola a una sociedad
esotérica. Ella misma le pidió a Alaralena que la mandase a la batalla porque
se había encariñado con vos (cada tanto surge alguien que te quiere, sin que
yo sepa la razón, y se mete en quilombos). Fue un combate terrible, como no
se ven todos los días. Ella aprovechó que sus enemigos no sabían de su
existencia y, gracias a esa ventaja, hizo cagar a una desde el vamos. Las otras
cinco, en el acto de ver muerta a su compañera, formaron un pentágono
alrededor de la usina de Alaralena. El Descabezado de ésta (sabrás que cada
usina tiene un Descabezado encargado de protegerla) penetró en el interior de

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una, cuyo guardián estaba de viaje reconociendo el terreno por donde te
tenían que atacar, y la aniquiló. Cuando el Descabezado de la usina Mozart
quiso volver a su base encontró que el otro, el de la que acababa de reventar,
le cerraba el paso furioso y se trabaron en lucha. Vos no sabés lo que es el
combate de dos Descabezados. Ninguno puede ser vencido y a su vez
necesariamente uno debe prevalecer. Viendo que la lucha estaba empatada,
los restantes Descabezados estaban a punto de salir de sus máquinas para
ayudar en el combate. Viéndolo la usina de Alaralena se largó a un ataque
kamikaze total y final contra las otras. Se puso en el medio y entró en
divergencia. Hizo cagar a dos en el acto y las restantes ya no están en
condiciones de continuar la lucha. De modo que una sola usina paró a seis. Y
tu máquina-altar sintió el cimbronazo. Por eso se le dobló la pata. Te salvaste
de una buena. Y bien, ahora nosotros, tus Maestros, estamos dispuestos a
seguir hasta el fin. Alaralena está furioso por la pérdida de su usina. La quería
como si fuese una persona. Ella escribía obras de teatro y todo. Además él
siempre tuvo una relación muy especial con ella; me parece que, de alguna
manera loca —y eso les suele ocurrir a los Maestros: esta clase de locura,
digo—, estaba medio enamorado de ella. Está moviendo a su gólem y a sus
vurros (lo más fuerte que tiene) para que ataquen a la Asociación Esotérica
que ataca a tu amiga… No sé qué pasará porque ellos también tienen gólems,
y ve cortas mejor ni hablemos: docenas y docenas. Pero él está decidido. Dice
que mientras vos continúes la guerra, él la sigue también.
El gordo, por primera vez y desde que empezó en esta nueva joda, vaciló:
—De Quevedo…
—¿Qué? No te preocupes. Contás también con todo mi apoyo.
—No, esto es…; no me siento con derecho. Por mi culpa, una vez más,
tienen que sufrir tipos mejores que yo. Ni me imaginé verdaderamente que la
cosa iba a ser tan difícil. En realidad no pensé en cosa alguna. Cuando
comprendí que a esta piba la atacaban, me volví pasional.
—Bueno, pero… si vos creés que ella lo vale, nosotros daremos nuestras
vidas por defenderla.
—No. Ella es valiosa, no me cabe duda, pero no tanto como para que por
ella deban morir ustedes combatiendo contra fuerzas superiores.
—Lo que más me preocupa… si sólo combatiéramos contra una
Asociación no dudo que ganaríamos. Pero el hecho es que ya estábamos en
guerra contra tus viejos chichis, los que te atacaron para mandarte al
manicomio, y ahora estos nuevos… No sé… pero si vos creés que vale la
pena… la seguimos.

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—¡Bueno!: ya no nos podemos desprender de este nuevo frente ni aunque
queramos…
—No. Ni aunque queramos no. Los «nuevos» son chichis que todavía no
se han «encariñado» con nosotros, aunque te parezca mentira. Si nos
rendimos, hay un 90% de probabilidades de que se conformen con eso.
—¿En serio?
—Sí.
—Pero Alaralena me va a matar… después que por mi culpa perdió a su
usina tan amada…
—Mirá Sotelo: los Maestros somos raros. Yo creo que ya te comprendió
desde el principio y decidió ayudarte. Supo de tus grandezas y de tus
pequeñeces no bien te vio. Él sabe. Incluso el mismo Isidoro, que afectó estar
enojado con vos todo el tiempo… no dudo que estaba enojado de veras, pero
su mandarte a la mierda no fue un mandarte al carajo verdadero. Todo son
lecciones. Resumiendo: si querés seguir con la guerra nosotros te apoyamos
hasta la destrucción. Si querés aflojar también nos parece bien y contá con
nuestro apoyo. Decidilo vos. Sólo vos podés decidir esto.
—Bueno, entonces… aflojo. No puedo permitir una sola muerte más por
una calentura mía.
—Correcto. —De Quevedo asintió—. Me parece que has elegido lo
mejor. No te sientas culpable porque ésta es una rendición Mozart, no anti-
Mozart. Entonces hacé lo siguiente: coloca a tu máquina sobre la mesa, previo
limpiar la tabla, y librala de la responsabilidad de seguir defendiendo a esa
mina. Seguro que los chichis se van a sentir muy sorprendidos al ver tu
actitud. Hasta es probable que caguen fuego varios nada más que por eso.
Deciles también a las potestades que deben cesar en su ayuda a favor de la
chica.
No bien lo hizo el gordo, se oyeron dos terribles y lejanas explosiones:
eran como bombas rodeadas de algodón.
—¿Qué fue eso? —preguntó el gordo asustado.
—¿No te dije? Con seguridad ahí cagaron fuego las dos usinas que
quedaron medio rotas del combate contra la máquina de Alaralena. A causa
del desconcierto entraron en divergencia. Mirá gordo: voy a hacer un astral
aquí mismo, en tu casa, sin esperar a volver a la mía. Quiero saber cómo
toman a todo esto nuestros nuevos enemigos.
De Quevedo se acostó en la cama del gordo tapándose la cabeza con la
almohada; no porque le molestase la luz, sino para evitar las manijas contra su

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cerebro. Sotelo, muy pronto, oyó el silbido propio de quien se hunde en astral.
Estuvo así media hora.
—Ponete contento: la salvaste a tu amiga —dijo De Quevedo ya
«despierto»—. Los esotes que la atacaban se dan por conformes con el triunfo
moral que significa la victoria que tuvieron sobre vos y decidieron no seguir
atacándola. En realidad (y a esto no lo confiesan ni ante sí mismos), tienen
miedo de que te arrepientas y decidas más adelante seguir con la joda. Están
muy despistados respecto a vos. Saben y no saben. Ellos piensan que sos un
alto Maestro exateísta que se volvió loco: un Magnánimo de mucho grado que
decidió apoyar a esta mina por delirio o capricho. No es una estupidez ese
pensamiento por parte de ellos: en magia es bastante frecuente encontrar
Maestros de alto grado que se vuelven locos y se aíslan, separándose del
grupo. Nadie se mete con ellos ni los molesta, porque hacerlos cagar cuesta
tanto o más que aniquilar a un mago común. La locura brinda un arrojo y una
pasión de la cual carecen por lo general los Magnánimos. Así que, te repito,
en general nadie se mete con ellos si se puede evitar. La sorpresa fue ver que
vos te rendías; se aprestaban a una lucha sin cuartel y de aniquilamiento. No
están acostumbrados a perder seis usinas ¿te das cuenta? Cuando tiraste la
chancleta la agarraron más que agradecidos, En realidad, a ellos, la mina les
importa un sorete. Si hubiesen sabido lo que les iba a costar, no se metían,
pero ya en el baile tenían que seguir.
—¿Y el marido?
—¿El ex marido de ella, decís vos? ¿El generador de todo este quilombo?
Bueno, pues… ellos le advirtieron que vos sos un exateísta de alto grado (es
lo que ellos suponen) y que habían logrado controlarte pero que no convenía
joder. En una palabra: le insinuaron que en una nueva guerra se las iba a tener
que arreglar solo. El tipo se cagó en las patas y no piensa volver a joderla. De
modo que tu amiguita se salvó, contra todo lo que podría preverse. Es
increíble. En toda mi vida, en toda mi experiencia esotérica no vi algo igual:
un tipo que a pesar de perder gane. Vos no tenés idea de los chichis
fuertísimos con los cuales te metiste. Pero lo que más me cuesta creer es el
hecho de que te saliste con la tuya. Ahora que te voy a decir: no se te ocurra
repetir este tipo de operativo. No abuses de tu buena suerte —De Quevedo
hizo una pausa y luego prosiguió—. Pero ya que estaba gastando energía
aproveché para averiguar otras cosas. Respecto a tus adversarios originales:
hasta hace pocos días quedaban sólo tres Maestros de la Sociedad que te atacó
para mandarte al manicomio. La muerte de Manuela y Ladrillito, tal como yo
me imaginaba, les costó muy caro. Uno del trío cagó luego en el gran ataque

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(entre Ladrillito y Manuela lo hicieron mierda); a otro lo reventamos vos y
yo, en el Operativo Venganza, cuando quemamos las arpilleras. Así que
queda uno, muy preocupado, que aflojaría de buena gana si pudiera. No puede
porque tiene miedo de que otras Sociedades Esotéricas lo castiguen por su
rendición. No sé… en el astral vi una cosa rara: como que el tipo se largaba
con toda la energía que le quedaba y que tu máquina le cortaba los dedos de
una mano. Algo así como que él pretendía entrar por el entrepiso, pensando
que estaría menos vigilado, y que ahí reventaba. Luego de quedar sin mano
huía dando alaridos. —De pronto al Maestro se le ocurrió algo—: Oíme,
gordo: ¿por qué no te fijás en el entrepiso? Quizás haya alguna novedad. No
puede estar tan equivocado el astral que hice.
El gordo, sin tenerlas a todas consigo —ni siquiera con De Quevedo cerca
dejaba de tener miedo de ir al entrepiso—, subió. Cerca del agujero de
entrada, en la desembocadura de la escalera, había un guante con casi todos
los dedos cortados. El gordo bajó para mostrárselo al Maestro.
—¿Ha visto? —comentó De Quevedo gozoso—. Cagó fuego.
—¿Pero y por qué el guante no tiene sangre entonces?
—Aaay gordo… me extraña. Seguro que el tipo perdió la mano en un
accidente cualquiera (automovilístico, por ejemplo) que brinde la excusa.
Pero en realidad se la cortó tu máquina. El guante es una prueba simbólica de
lo que ocurrió.
En ese instante les pareció sentir un ruido en la puerta, como el producido
por unos nudillos. Abrieron y, por supuesto, no vieron a nadie. Pero habían
dejado un papel doblado y clavado en el clavo. De Quevedo dijo con
aprensión al tiempo que lo arrancaba:
—Jm. Espero que tenga cinco perforaciones y no cuatro.
—¿Qué? ¿Perforaciones?
El papel era uno muy común, y tenía cinco agujeros hechos a mano.
—Bueno gordo… pónete contento porque este es un día de suerte para
vos. Se acaba de rendir el chichi que quedaba. Ganaste. Cinco perforaciones
significan rendición.

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TREINTA Y CINCO

EN SUIPACHA Y CORDOBCHÍTL HAY UNA


CASA ENCANTADA

El gordo ya se creía libre. Y una maravillosa tarde, mientras su Maestro le


enseñaba en la propia Suipacha prácticas heterodoxas donde se mezclaba el
yoga con otras disciplinas, ocurrió. Al principio todo estaba muy tranquilo.
Siempre que De Quevedo lo obligaba a hacer un nuevo loto Sotelo protestaba;
todo aquello le parecía de una crueldad espantosa. El día que le ordenó hacer
el primero y más simple de todos: la flor de loto clásica, chilló, protestó
maricón y lagrimeante, pretendiendo que era ya demasiado viejo y duro; que
por su gordura no estaba en condiciones de hacerla (otra mentira y por partida
doble: en primer lugar ya no era verdaderamente gordo; segundo la grasa
excesiva nada tiene que ver con hacer o no la flor de loto), etc. Implacable y
sin darle la menor bola, el Maestro lo obligó a hacerla ya mismo sin falta y a
estar en la posición varios minutos. El gordo, exagerado como siempre,
sudaba en pleno invierno, y eso que en la pieza hacía bastante frío. Pero
sudaba sin joda: a chorros. El otro, al verlo en ese estado, se le cagaba de risa:
—No mentira si no duele. Es la impresión más que nada. No mentira si no
duele.
Y en la tarde maravillosa a la cual nos vamos a referir, De Quevedo, con
cara de verdugo, dijo en tono simple, metálico:
—Hoy, como veo que estás cansado, haremos un ejercicio simple, de tipo
elemental. Una cosa sencilla —canturreó con voz terrible, china, de Maestro
—: flor de loto.
El gordo suspiró. Pese a que ya la había hecho como cincuenta veces
siempre le costaba; luego el Maestro canturreó melodioso:
—Ubba.

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—Maestro pero piedad —suplicó con horror Sotelo—. Maestro pero
socorro. Tengo las rodillas y las palmas de los pies despellejados de la última
práctica. Maestro pero auxilio.
De Quevedo entonó como quien canta en piragua:
—Ubba.
Previo un gemido de horror, el gordo desarmó el loto y puso rodillas en
tierra y palmas de pies ídem. Luego enderezó la espalda en actitud de egipcio
orante. El dolor que provenía de los huesecitos de las extremidades inferiores
no era joda. Gemían pidiendo piedad.
—Mentira no si no duele —De Quevedo articuló melifluo.
—Jjj… jjjrr… aaah…
—Mentira no si no duele. Flor de loto.
—Pero no… ah… dejame descansar un minuto; un minuto tan solo… Flor
de loto ahora no; flor de loto ahora no…
—Ahora sí si no duele —profetizó el Maestro.
—¡Pero no justo ahora! Da lo mismo conceder un minuto de descanso…
—Ahora sí si no duele —presagió el Instructor.
Entonces, el gordo, quieras que no, hizo una vez más la flor de loto.
—Bien. Ahora, sin desarmar el loto, te incorporarás sobre tus rodillas
hasta quedar como parado con piernas cortas.
Con infinito horror:
—¡Pero Maestro!…
—Mentira sí si puede —aseguró el iniciado de Grado Altísimo, previo
interrogar las entrañas de la víctima—. Mentira no si no duele.
El gordo entonces, sin desarmar el horrible loto, quedó apoyado sobre sus
rodillas, ayudándose con los brazos para no perder el equilibrio.
—Qué perfección. Bien. Ahora, sin apresuramientos, inclinarse hacia
adelante hasta tocar con el pecho en el suelo y, a posteriori, cruzar los brazos
en la espalda. Un loto muy fácil. Síii, muy fácil. Loto del Tigre.
Con absoluto espanto:
—¡Pero no puedo!… ¡Es imposible!
—Mentira sí si puede. Mentira si no duele. Psicológico. Mente aterrada
dice que no, pero voluntad dice que sí. Mentira sí si puede —melifluo—. Loto
del Tigre.
—Aaah…
Sinfónico:
—Loto del Tigre.
—Pero njjj… Pero piedlll…

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Filarmónico:
—Loto del Tigre.
—Pero porfaaah… pero escuchaggaaahhjah…
—Loto del Tigre —auspició el Maestro sin admitir réplica, deslumbrante
como la nieve bajo el sol invernal.
Y el gordo lo hizo nomás. Quedó con panza en tierra, piernas en loto y
brazos cruzados tras la espalda.
El otro, muy japonés:
—No se mueva hasta que yo indique.
Sotelo se esforzaba por no gemir. Cada tanto, en terribles minutos, oía los
pasos del Maestro por la habitación haciendo cosas. Habrían pasado menos de
200 espantosos segundos (según él calculaba) cuando escuchó por fin el tan
anhelado:
—Bien. Suficiente. Desarmar el Tigre. Desarmando.
El gordo quedó en el piso a las boqueadas.
—¿Pero qué te pasa? —le preguntó De Quevedo—. Levantate del piso y
vení que vamos a tomar mate.
—Jjj…
Con retintín:
—Ah, continúa en el piso. Quizá conviniendo proseguir con instrucción.
Conviniendo.
El gordo, en un segundo, se levantó y fue a sentarse a la mesa.
—¿Fue muy terrible?
—Mentira si no duele. Y decime, gordito, ¿cuánto tiempo creés vos que
estuviste haciendo el loto del Tigre?
—No sé… no más de tres minutos… pero fueron los tres minutos más
terribles de mi vida.
—Tres minutos. Jm… estuviste exactamente 45 minutos. Los controlé con
mi reloj.
—¡Pero no puede ser!
—Cuando se hace el loto del Tigre, lo más notable que ocurre es la
pérdida del sentido del tiempo. Sí. Y te voy a decir otra cosa: en este tipo de
enseñanza estamos avanzando bastante bien. Ahora falta que demos el asalto
final a la última fortaleza del enemigo. Al viejo enemigo que a vos te jode y
que te la tiene jurada.
—¿Cuál?
—El que quiere dejarte sin sexo. Tu voluntad, en el momento actual, no es
una maravilla, vamos a decir lo que es. Pero ya está fortalecida en un mínimo.

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Es hora de que ya, directamente, cojas. O vuelvas a coger, mejor dicho.
—Eso es lo que más me preocupa, porque desde que me pasó eso con
Cecilia…
—Olvidate de Cecilia. Ahora es momento de…
Y no pudo decir más. Los pájaros enloquecieron: aleteaban, chocaban
contra los barrotes de sus jaulas, chillaban desesperados.
—¿Pero qué carajo les pasa a esos animales? —dijo De Quevedo.
El gordo se dio vuelta para mirar a sus aves y en ese instante, mientras
tenía puesta su vista en otra dirección, el cenicero naranja —grande, circular y
de plástico— voló de la mesa junto a la cual estaba sentado el Maestro.
—¿Qué pasó? —preguntó Sotelo.
—No lo sé gordo… No lo sé. Algo hizo volar el cenicero al carajo.
Los pájaros seguían locos. En ese momento la pava sufrió un cimbronazo.
El agua de su interior, bruscamente agitada, casi arranca la tapa. Se
estremeció la biblioteca (podía ser casualidad, claro). Unos papeles que había
sobre una silla se cayeron (pudo ser el viento). Cuando Sotelo se agachó a
recogerlos el cenicero naranja —que a todo esto De Quevedo había levantado
— volvió a saltar cayendo al piso. Era un ataque sin joda. Uno en toda la
regla. El cenicero color naranja, en particular, era el preferido de los chichis:
iba de una punta a otra de la habitación, chocaba contra las paredes, sobre los
objetos metálicos, etc. Otra rareza fue que no se rompiese. Sotelo no pudo
impedir darse cuenta de que las violencias más deschavadas ocurrían cuando
él no miraba al Maestro. Prefirió no quedarse con el entripado y se lo dijo:
—Maestro: los chichis me quieren hacer creer en este momento que usted
es el promotor de todo. Como cuando me mandaron al manicomio.
El otro no estaba para joda:
—¿Qué? ¿Pero se puede saber de qué mierda hablás?
—Quiero decir que cuando el cenicero color naranja vuela a la mierda,
por ejemplo, yo no estoy mirando. Me quieren hacer creer que es usted mismo
el que lo golpea para que yo crea que es un loco, que trata de hacerme creer
en falsos ataques.
De Quevedo se alabó a sí mismo, para sus adentros, por su paciencia de
santo:
—Decime: ¿y la agitación de los pájaros? ¿A ésa también la produzco yo?
—No Maestro. Ni a eso ni a nada lo produce usted. Yo lo sé. Le digo,
simplemente, lo que estos chichis hijos de puta me quieren hacer creer.
El otro, entre preocupado y furioso:

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—Y… los chichis te pueden hacer suponer lo que a vos o a ellos se les
antoje, pero tratá de no creerlo demasiado porque la cosa viene pesada.
Siempre obran así, ¿te das cuenta? No es de ahora. Siempre que pueden
trabajan con lo ambiguo.
—¿Pero por qué? ¿Qué necesidad tienen a esta altura?
—Porque la duda es el demonio. Gordo: hacé lo mismo que yo. Formá los
cuernitos con ambas manos y apuntá al techo. Cerrá los ojos.
Lo hicieron pero las cosas seguían volando a la mierda, con o sin excusa.
Sotelo oyó que De Quevedo decía en voz baja y para sí mismo: «Qué ataque,
carajo. Pocas veces, en toda mi experiencia esotérica…». Un cuadro se
desprendió de la pared. La jaula vacía de Manuela oscilaba. Otros objetos se
cayeron de sus repisas. Todo habrá durado quince minutos, pero ¡qué lapso
tan largo! Cuando la materia se tranquilizó:
—Ves —dijo De Quevedo— tendrías que irte de esta casa encantada, la
puta que la parió.
—¿Y con qué plata?
—Ya sé, ya sé. Mirá gordo: éste no es el lugar óptimo para hacer un
astral, lleno de bichos como está. Pero en casa no puedo porque Mirtha ya
sospecha cosas y me marca de cerca. Así que una vez más me acuesto en tu
cama. Vos tomá mate y vigilá. Supuestamente yo me voy a despertar solo en
una hora o algo así, pero ante cualquier novedad importante me despertás
cantando el «OoooOoooQoo» en la cadencia que te enseñé.
Nada ocurrió en la siguiente hora y De Quevedo salió de su viaje, muy
cansado.
—Prepará mate, gordo, que estoy aniquilado.
—¿Lograste averiguar lo que querías?
De Quevedo lanzó un profundo bostezo:
—Sí. Prepará mate y te cuento.
Luego de unos quince minutos de mateada, y cuando el Maestro ya se
sintió fuerte, le dijo:
—Bueno, la cosa es, ciertamente, jodida, pero no tanto. El asunto es el
siguiente. Cuando se produjo ese ataque tan terrible yo me desmoralicé. No
me pasaba desde hacía años. Después de la rendición del último viejo chichi
que a vos te atacaba, para mi gran incredulidad y sorpresa volvían a atacar.
Yo trataba de que vos no te dieses cuenta de mi desmoralización. Ese ataque,
y sobre todo su fuerza, su violencia, negaba todo lo que yo sabía de magia.
Cinco mil años de Ciencias dicen que un hombre, enganchado en forma
medular, como vos lo fuiste, si se desengancha no puede volver a ser

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molestado en su vida. El Maestro de la mano cortada, el último que a vos te
jodía, hizo trampas pues se rindió pero sin rendirse del todo: le pasó la guerra
a otro grupo. Esta joda, a él, le costará la vida. Yo le voy a enseñar a hacerse
el picarón. Las leyes de la magia son implacables. Nadie puede entregar el
ser, en una rendición —dejando un papel con cinco agujeros—, y que eso no
sea cierto. Ahora va a tener una muerte infinitamente horrorosa. Quemado
vivo o cualquier otra cosa parecida. A ellos, acostumbrados a dominar
naciones y a ganar guerras de continentes, los jode haber sido expulsados de
estos pocos metros cúbicos que componen tu habitación suipachesca. Por eso
el hijo de puta de la mano cortada se arriesgó a hacer trampas. De puro
desesperado en su ideología. Si ésta hubiese sido una guerra más, él habría
respetado el pacto mágico de las rendiciones. Ahora va a saber lo bueno que
le espera, chichi de mierda. De cualquier forma, la violencia del ataque de
hoy no tiene una explicación tan sencilla como la que te he dado. No es sólo
que una nueva Sociedad Esotérica se haya hecho cargo de la lucha. El asunto
es más complejo. De la guerra anterior quedan caminos y máquinas, toda
clase de memorias de ataque: restos de combates anteriores que hubiesen
molestado aunque no se presentaran nuevos chichis. Este lugar, por otro lado,
con su vejez y roturas en cincuenta mil rincones, hace que sea imposible
limpiar a fondo hasta borrar toda manija. Siempre queda un potencial apto
para descargarse en cualquier momento. Aquí es todo muy vulnerable. Pero la
explicación no terminó. Aún me resta contarte lo peor.
—¿Peor? ¿Qué puede ser peor que el hecho de que una nueva Sociedad se
decidió a continuar jodiendo? —se desanimó el gordo.
—Aunque te parezca imposible sí hay algo peor. Vos fuiste a parar al
J. Pelman a causa de los chichis, de acuerdo. Pero ellos no hubiesen podido
trabajar tan bien sobre tu persona si no los hubiera ayudado tu esquizofrenia.
Ésta es una enfermedad del alma y de la voluntad. Ser un humano, y no dos o
tres partes divididas y en perpetuo combate entre sí, es lo que más tiempo te
va a llevar. Y lo mucho que puedas aprender de magia en nada va a cambiar a
este hecho. Cualquier poder adicional que recibas, te va a favorecer pero
también fortificará al «otro», a tu doble esquizofrénico y separado. Sos, en
este momento, como el doctor Jekyll y Mr. Hyde. Hace tiempo que con
Alaralena e Isidoro lo descubrimos, pero no te lo queríamos decir porque es
humillante y terrible. Tenés un doble, en definitiva, y éste sabe de magia tanto
o más que vos. Nosotros lo llamamos Sotelito, porque como todos los
monstruos del alma está enraizado en tu pasado infantil. Hubo cosas no
resueltas en tu infancia y ahora, él, gracias al poder materializador de la

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magia, toma vida. Todos (o la mayoría de los seres humanos) lo tienen a ese
doble. Sólo que en la gente es una mala información «electrónica», digamos.
El Sotelito no se manifiesta en ellos salvo por actos de masoquismo, y
autosabotaje. Pero en vos la cosa es más seria, porque Sotelito tiene poder
para materializarse por momentos, caminar por la casa, fabricar máquinas que
te ataquen, etc. A él no le importa morir, y por eso, aunque sabe que si logra
su objetivo de aniquilarte, él caga fuego automáticamente, sigue adelante
impertérrito.
—Pero… ese Sotelito, como vos lo llamás: ¿tiene una vida independiente
como la tuya o la mía?
—Por momentos sí. Es invisible, por supuesto. No puede caminar por las
calles, pero entra y sale de la casa, se mueve con total libertad en el astral, y
prepara continuos atentados contra tu persona.
—¿Y no se lo puede hacer cagar a ese chichi, mediante un exorcismo o lo
que sea?
—No. Desgraciadamente no es posible destruirlo sin hacerte cagar
también a vos. Ya pensamos esa posibilidad con Alaralena e Isidoro, pero no
se puede.
—¿Y qué se puede hacer entonces?
—Educarlo.
—¿Eh?
—Educarlo. Tenés que viajar todos los días a tu pasado y enseñarte que el
masoquismo, el gozo del sufrimiento (que es lo único que tus viejos te
enseñaron) no sirve para nada. Es indispensable que te tomes la molestia de
dialogar con él todos los días diez minutos, hasta que comprenda que la única
posibilidad que tiene es unírsete. Por eso, vos, mediante el karate, la
disciplina heterodoxa que te enseño, y una vida normal que poco a poco debés
encarar, lo vas a educar lentamente hasta subordinarlo. Y un día, el menos
esperado, vas a notar que él y vos se unen para constituir un único ser. Pero te
va a llevar años, me temo. El treinta por ciento de las máquinas que en este
momento te atacan están fabricadas por Sotelito.
—No termino de entender… ¿él es… una especie de otro yo infantil?
—Los otros yoes siempre son infantiles y guay cuando se mezclan con la
magia. Por eso los chichis lograron mandarte al manicomio. La voz que vos
oías, esa que te hacía decir: «Soy puto. Cástrenme», y mil otras barbaridades,
era Sotelito, aumentado, corregido y potenciado por tus enemigos. De no ser
por él, ellos no te habrían enganchado con tanta fuerza.

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—¿Pero qué: ese tarado trabaja de común acuerdo con ellos para hacerme
pelota?
—Sssí, hasta un punto. No siempre. En general se manda sus propios
operativos contra tu persona. Es dueño de una parte de tu astral. Con ese
sector es que fabrica máquinas, te perturba y te ataca de mil maneras. Incluso
es posible que… Hay Sociedades Esotéricas que utilizan el masoquismo de
los esoterístas como vos, e intentan aprovechar a los «Sotelitos»; porque te
aclaro que no sos el único en tales condiciones. Durante las noches reclutan
estos Sotelitos y se los llevan a sus talleres astrales a fabricar máquinas para
ellos. La víctima se despierta cansadísima, después de dormir ocho horas,
como si no hubiese descansado nada. En realidad, y ahora lo sabemos, se la
pasó trabajando.
—Hay mañanas en que me despierto con esa sensación.
—¿Ves? El pelotudo no recuerda nada de sus actividades nocturnas. Sólo
en ciertas ocasiones, al despertar, le parece haber visto en sueños que estaba
trabajando en unas largas mesas, junto a otros tipos, construyendo unos
objetos de metal. En su momento voy a averiguar si ése es también tu caso.

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TREINTA Y SEIS

EL MAESTRO SE VA A VIVIR A SUIPACHA


Y EMPIEZA LA JODA EN SERIO

Era tarde completa, con mucho sol pese al invierno, y en medio de un día
franco del gordo. Vino De Quevedo, en bolas. Es decir, estaba vestido pero
venía en bolas. Fuerte de moral, pero con un problema que podríamos llamar
japonés: francamente serio. El gordo, al verle la cara, sólo pensó en sí mismo
(era coherente): «Quién sabe qué ataque están planeando los chichis contra
mí». Ni soñando se le habría ocurrido que el propio Maestro pudiera andar en
dificultades. De Quevedo le dijo en forma austera, militar, como quien emite
un comunicado:
—Seré breve. Hace tres noches que duermo en estación Retirotótotl. En
medio de los trenes. No hubiera querido molestarte pero estamos en invierno.
—¿¡Pero qué pasó!? —dijo Sotelo horrorizado.
—Nada. Un accidente. He sido violentamente expulsado de mi casa por
vez número dos. Bien dicen los árabes que «quien no comprende su pasado
está condenado a repetirlo». Es un poco distinto, en mi caso, porque yo
siempre —o al menos desde hace varios años— comprendí. Pero no puedo
evitarlo porque no tengo manera de cambiar al hombre. A la criatura humana,
quiero decir.
—¿Pero qué te pasó con Mirtha?
—Susana Mirtha Galotti. Mh. Me pidió que me fuera, y no por mala. No
es mala mina, te lo juro. Estaba aterrada. En todo el tiempo que vivió
conmigo ocurrieron cosas raras: objetos que se corrían de lugar (nunca si los
mirabas, pero sí en el segundo en que desviases la vista). Y después todo el
repertorio clásico: sillas que se caen, ceniceros que vuelan a la mierda, etc.
No siempre, pero sí por épocas. Con Teresa yo tenía muchos problemas, pero
no ése justamente. Al contrario: cosas así la enamoraban más Decía orgullosa:

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«De Quevedo es un mago del carajo». De modo que los chichis,
amargadísimos, no insistían. Pero Teresa era loca. No así la azafata, que se
agarraba unos cagazos padre. Y las otras noches ocurrió algo definitivo.
Teníamos en casa un hermoso cenicero de cristal de murano, muy pesado.
Con él nunca había pasado nada. No por el peso, ya que los chichis pueden
mover cosas diez veces más grandes, sino por la estética. Es muy difícil
manijear un objeto así. Pero Mirtha se olvidó de vaciarlo y yo también, «o nos
hicieron olvidar». Cuando nos acostamos, las cenizas fueron arrebatadas por
un viento (pese a que en el cuarto no había corrientes de aire que sirvieran de
excusa) y bañaron la cama. A ésa, Mirtha no se la bancó. Me pidió que me
fuera ahí mismo, que no me quedase un solo minuto más. A la puta calle en
pleno invierno.
—Qué hija de puta —exclamó el gordo, furioso.
—No por hija de puta. Estaba aterrada.
—La hubieses cagado a cachetadas.
—Claro. Así hubiese obrado cualquier tipo. Hasta vos. Otro habría cagado
a su mina a cachetadas, hasta conseguir que en ese momento ella le tuviera
más respeto a él que a los chichis. A un existencialista puro no le habría
pasado. Yo conozco la receta pero me niego, porque también soy esencialista.
Esencialista y nietzscheano. Estoy a favor de la voluntad y la opción. Yo no
quiero una hembra gobernable a cachetadas. Quiero una mina que opte. Una
mujer tiene que demostrarme que su amor es más grande que su miedo. Yo no
le voy a simplificar la tarea. Para Mirtha hubiera sido demasiado fácil que yo
la subordinara a trompadas. No es esa la mina que quiero. En los cabarets hay
a patadas. No tengo más que ir y elegir una. De modo que, mi querido gordo,
si no tenés inconvenientes, me vengo a vivir con vos. Traté de aguantármelas
durante tres días pero la realidad se impuso. En la estación de trenes hace frío.
Aparte no hay razón alguna para que las cosas mejoren de inmediato. Yo
siempre supe que alguna vez iba a vivir con vos, pero no me imaginé que
fuese en condiciones de carencia, ni aquí. Supuse, en mi ingenuidad, que más
adelante, cuando vos estuvieses curado, con tus mujeres, y entonces con las
mías, y otros tipos y minas, construiríamos una comunidad Mozart en algún
lugar. Ingenuo de mí.
El gordo, en su pasión, se olvidó de que hablaba con el Maestro:
—De Quevedo, no necesito decírtelo: sos un boludo por haberte quedado
sufriente en Retirotótotl. Te venís ya por todo el tiempo que…
—Sí. Pero es terrible. Ahora el milagro de que vos y yo vivamos juntos
(sabía, te repito, que ocurriría) se da, pero de manera chasco. Nada de

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comunidad, nada de crecimiento mutuo en alegría. Sólo sobrevivencia
carenciada.
Sotelo intentó consolarle a su manera ridicula:
—Y bueno… será que el milagro sólo podría darse en esta forma…
—Eso es justamente lo que me preocupa y caga la vida. —De Quevedo
hizo una pausa y miró el piso—. Bueno, el hecho es que me vengo a instalar a
tu casa. Tenemos que hacer lugar para mis pájaros y sus jaulas, que ocupan un
volumen inmenso.
—No sé dónde mierda. Están todas las paredes ocupadas…
—Eso es porque vos no sabés reacomodar. Yo te voy a decir cómo. Y te
aseguro que va a sobrar lugar para varias jaulas de cría que tendremos con el
tiempo. Mirá: lo primero que tenés que hacer es descolgar esa jaula que allí
jode y ponerla en…

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TREINTA Y SIETE

PÓNGASE CONTENTO, SEÑOR BORGES

De Quevedo, entonces, se trasladó nomás con todas sus escasas


pertenencias a casa del gordo. Para evitar problemas y suspicacias (alguien
podría denunciarlo al dueño del conventillo —pues no era sino esto—: que
Sotelo compartía con otro el alquiler, cosa que no estaba contemplada en el
contrato), el Maestro evitaba que los demás inquilinos supiesen que él vivía
ahí. En realidad, teóricamente, nada podían decir; pero bien sabía él cómo son
las manijas. Hay que estar adentro para llegar a comprender, o prever, el
insólito accionar de los chichis.
Tuvieron dos luchas. La primera: cómo distribuir las jaulas del gordo y las
nuevas, del Maestro, para que todos los pájaros tuviesen sus lugares y
porciones aceptables de luz… la segunda: de qué manera enganchar a las
jaulas en el balcón, todos los días durante varias horas, a fin de que las aves
tomaran sol, se bañasen en sus bañaderitas, etc. Fue una labor de ingeniería
lograrlo, pues el espacio, tanto en el balcón como en el interior del cuarto, era
poco. Ayudó algo la enorme altura de las paredes: no en vano el inquilino
anterior pudo instalar un entrepiso que cubría con un segundo techo más bajo
casi la mitad de la habitación. De Quevedo puso, con la ayuda del gordo, unos
posters que trajo y que tapaban lo que no cubrieron las jaulas. Las paredes
reventaban de puro viejas. No cabían arreglos con cemento plástico, pues
hubiese saltado al momento, ni muchos menos pintarlas. Irse… Pero cómo,
sin dinero.
—La relojerita te echó el ojo —dijo De Quevedo.
—Pero vos estás soñando.
—No. Te lo digo en serio.
La relojerita (en realidad se llamaba Marta) era la hija del relojero.
Tenía 15 años, iba al secundario, piel parda como toda mujer criolla, y al

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gordo le encantaba. Le gustó desde el primer minuto que la vio. Ella se
mostraba muy tímida con Sotelo; apenas lo saludaba al cruzarse en la escalera
o un pasillo, y bajaba la vista. Y a causa de eso, como la chica aparentemente
no le daba pelota, el gordo se desconcertó muchísimo con las palabras del
Maestro. Ocurrió que éste, como viejo Don Giovanni, cazó la onda en el acto.
—Lo que sí, no creo que se anime a decírtelo —completó De Quevedo—,
y vos sos demasiado zonzo e inexperto. Si te cuento todo esto es más que
nada para que comprendas que les gustás, y mucho, a ciertas minas, aunque a
vos te parezca imposible, es bueno que lo sepas. El padre de ella, el relojero,
muy al revés tuyo sí que se dio cuenta y te odia por eso.
—Pero si él me trata muy bien.
—Ah, sí, claro que te trata bien. Cómo no te va a tratar bien. Pero te tiene
una furia infinita. Lo que no sé todavía es si eso se debe a los celos, a que ella
es muy piba y teme que vos se la cojas o qué. Pero que te detesta seguro. Ojo
con ese tipo.
«Ahahahahah…».
El gordo no miraba a De Quevedo en ese momento. Observaba a los
pájaros del balcón. Se dio vuelta sobresaltado:
—¿Por qué hiciste así? Dejate de joder…
—¿Hice cómo? —preguntó el Maestro con extrañeza.
—Un ruido así: «Ahahahah…» parecido a un estertor —De Quevedo se
puso blanco y no dijo nada—. Yo tenía vuelta la cabeza en esta forma; miraba
los pájaros y…
«Ahahahahah».
—¡Ahí está, ahí está de nuevo! —esperanzado—: Vamos, no me hagás
chistes: sos vos. Querés hacerme cagar de miedo pero no lo vas a conseguir.
—¿Cómo «sos vos»? —indignado—. ¡Lo único que faltaba! Yo no tengo
un carajo que ver, te lo aseguro. Además se me ha ocurrido algo horrible:
¿cómo es, exactamente, el ruido que oíste?
—Era un tono profundo, cavernario, como el de un tipo que se comenzara
a despertar de un coma.
—¿Algo como esto: «Ahahaha…»?
—¡Sí!
—Una buena nos espera, es una hache, me temo.
—¿Es una qué? Pero el ruido salía de vos, De Quevedo. Y además sólo
cuando no te miraba.
—Te quieren hacer creer que soy yo, una vez más. Siguen con el mismo
juego. Date vuelta, a ver si volvés a oírla.

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—¿Pero qué es?
—Hacé lo que te digo.
«Ahah…».
—¡Sí! ¡Está!
—Seguí escuchando, por favor.
«Ahahahah… Ssssoteeelooo… te voy a hacer caaagaaarrr…».
—Dijo: «Sotelo te voy a hacer cagar».
—Jm.
—¿¡Pero qué es ese bicho!?
—Es el más terrible de todos los animales mágicos, todos son espantosos
si te agarran, pero la hache… Jaj.
—¿Pero qué carajo es una hache?
—Es una haraña. Se la escribe con hache para diferenciarla del insecto
natural. A veces, cuando los esoteristas quieren manijear a alguien, envían
una haraña a casa de la víctima. De la misma forma tenemos flamenkos con
ka, chimpanzé con zeta, zerpiente también con zeta, vurros (aunque éste no
sea una máquina), etc. La haraña, a la cual como te digo también se suele
denominar hache, en su forma visible puede no ser más grande que las arañas
comunes, negra y de grandes patas. Pero en su forma invisible tiene el tamaño
de una mano humana: es capaz de sacar libros de los estantes, levantar pesos
increíbles, etc. Se trata de un robot, a medias construido entre la ciencia y la
magia. Algunas piezas le faltan y sin embargo anda igual; eso tiene de
diferente a los robots legítimos; es un bicho que habla, canta, silba y muchas
otras cosas. Tiene varias metas: una de ellas es, antes que nada, la
perturbación constante de la persona hechizada: gritarle, tocarla para que se
despierte o que no pueda conciliar el sueño y descansar. Aparte pica a la
víctima todas las noches cosa de irle restando sangre y energía, pero también
va consiguiendo (con el procedimiento) robar el banco de memorias del tipo o
tipa que manijea: información biológica, datos de su pasado y experiencia
personal en la vida, y registros astrales (sus conocimientos mágicos, por
ejemplo, si los tiene). Otra costumbre de este simpático animalito consiste en
su capacidad de hacerte entrar en astrales absurdos, donde el candidato —
quiera o no— averigua trivialidades tales como cuántos panes vendió hoy la
panadera de la esquina, etc. Los astrales, como bien sabés, implican un
enorme gasto de energía para quien los realiza; si a esto sumamos la pérdida
de sangre, comprenderás que la víctima tenga un rápido deterioro. Además la
hache le afecta los pulmones haciéndolo toser, con lo que si el otro escupe en
el piso, el chichi tiene una fuente adicional de potencia, pues restaura con esas

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miasmas sus propias fuerzas. Más escupe el hechizado para librarse de la
enfermedad que le metió la haraña, tanta más energía saca ésta del piso en un
continuo reciclaje. Además las escupidas sobre el suelo permiten al bicho su
reproducción; al mes de aparecer, los animales mágicos ya son tres, después,
siete, doce, etc. Un amigo le contaba a Isidoro que cierta mujer, protegida
suya, llegó a tener hasta cien harañas en su casa. Cantaban a coro. Con todo
tipo de voces: gruesas, finas, aflautadas, como de ventrílocuo, etc. Había una
que era la jefa; posiblemente se trataba de la haraña original y más antigua. Le
gritaban: «puta», «lesbiana», «vurrito, vení a trincarla», «sí, sí: venga vurrito
santo para meterle el palo mayor, el de mesana y el trinquete. Total a ella le
gusta. Hágale de todo a esta puta. De todito». La invocación a la entidad
diabólica, la obligaba a acostarse por las noches con el culo para abajo sin que
ello fuese demasiada garantía. No la dejaban dormir. Se le metían en el
trasero para hacerle cosquillas, le tironeaban los pelos íntimos, la tocaban en
las piernas y costados con especies de lenguas viscosas, etc. La mujer, que
pesaba sesenta y tantos kilos, en dos meses perdió veinticinco. Estilo campo
de concentración. El mago amigo de Isidoro tardó cerca de un año y medio en
sacarle las harañas, una por una. La primera tarea fue detener la
multiplicación de los chichis y el reciclaje de energía, el cual no venía dado
únicamente por el desorden. Como ya te irás figurando estos trabajos de
limpieza no son nada fáciles. A veces agrava la situación el hecho de que la
última haraña, al morir, dejó preparado el paso para la aparición de un animal
distinto: una zerpiente (con zeta), o un zapo (también con zeta), o lo que
fuese. Espero que a vos no te ocurra lo mismo. Cuento con que podamos
hacer cagar a este bicho de mierda sin llegar a mayores. Pero desde ya te
digo: cagate de risa de los chichis que debimos enfrentar hasta este momento.
Aquí tenemos, por primera vez en la vida, una manija soberana.
—Escuchame: salimos de un horror para caer en otro. ¿Y cómo mierda se
matan esos bichos?
—Bueno, aún no han aparecido.
—Sí, pero por de pronto ya tenemos una hache haciéndonos fiestas, sea lo
que sea ese chichi. ¿Y hay defensas? ¿Uno cómo hace para sacárselas de
encima?
—Cada animal mágico se destruye de manera diferente. Por ejemplo: el
zapo, al morir (y cuesta bastante hacerlo cagar, te aseguro), puede engendrar
al flamenko (con ka), y ahí te quiero ver escopeta mal cargada. Es una guerra
costosa y larguísima. Pero no te preocupes.

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—Nooo qué me voy a preocupar, si lo que vos decís me da muchos
ánimos.
—Bueno, no es mi culpa.
En ese momento, en la calle, se escuchó una algarabía.
—¿Che, pero qué es eso? —preguntó el Maestro.
—¿Qué cosa?
—¿No oís?
—No.
—Pero si es un quilombo horrísono. Vení: vamos a asomarnos al balcón.
No en la parte que daba inmediatamente debajo de la ventana de Sotelo,
pero sí en la vereda de enfrente, donde había un edificio de ocho pisos, en el
cual la Obra Social bancada había instalado un hotel turístico para sus
afiliados, ambos vieron pasar a Borges.
—Es Borges —dijo el gordo asombrado—. No lo veía caminar desde las
épocas de La termitera y el bar Moderno.
—Sí, es él, ¿pero no notás algo más?
—No. ¿Qué?
—Pero si lo sigue una bandada de cururuses, y tropillas enteras de
harañas, zapos, flamenkos y otros chichis.
—No sé… no estoy seguro de ver lo que vos decís. Hay como una nube
difusa que lo cotorrea, pero… a lo mejor es una sombra natural. Como el día
está nublado…
Lo cierto es que, fuese lo que fuera esa sombra: una sombra o un
enjambre de máquinas mágicas, el hecho es que el señor Borges no notaba
cosa alguna en absoluto. Y de pronto Sotelo empezó a escuchar voces, que
tanto podían provenir de De Quevedo, como de ahí abajo a 14 metros de
donde ellos estaban. Tal duda o confusión no parecerá posible a menos que
uno lo haya vivido. La mayor parte de la magia tiene resolución ambigua. De
cualquier manera que sea, había allí una langostha, bastante alta, que saltaba
al lado del escritor y que le iba diciendo para manijearlo: «Nobel, Nobel. El
Nobel es importantísimo». Y Borges repetía como entre sueños: «Cierto: el
Nobel es muy importante. La culminación de una vida». «Pero claro, pero
claro —chirriaba el enorme langosthón—: Nobel, Pulitzer y Oscar. Por lo
menos el Nobel, y aunque más no fuera». Cada tanto un Zapo Rey le croaba
subliminalmente: «Guy de Maupassant era un loco… Wolfang Mozart Goethe
no me gusta porque lo he leído». Y Borges, infinitamente manijeado repite
como entre sueños aquella paradoja a la Wilde: «Claro: a la gente le gusta
Goethe. A mí, en cambio, no me gusta porque lo he leído». Borges sonríe

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muy agradado por su talento al encontrar una forma que calca del irlandés:
«No me gusta porque lo he leído». Repite lo mismo, una vez y otra. Le
encanta como suena. Una enorme chichiarra, pasada de grasas (de máquina),
que bufa por la obesidad y el peso (con muchos tornillos de más), vocifera
ruidosa mientras lo pasa y repasa una vez y otra, a los saltos: «Lugones se
suicidó por nihilista; estaba muy solo pero se la buscó. Tenía la enfermedad
de no creer ya más en nadie». Y Borges repite como un traductor que da a
entender, pero calla una parte a fin de ser inatacable: «Cuando me enteré del
suicidio de Lugones lo lamenté profundamente, por cierto, pero no puedo
decir que me sorprendiera. Ya no creía más en nadie, todos le parecían
terribles: “Fulano es esto, Mengano es un mentiroso, Zutano es aquello”. —
Borges se encoge de hombros—. No puedo decir, entonces, que… realmente
me sorprendiese». Un rathón (con hache intermedia), a los chillidos:
«Adelante, adelante, total nadie va a osar una protesta. Usted, a esta altura, ya
puede decirlo todo. ¿Quién, por ejemplo, va a decir que hablar en esa forma
de Goethe o Maupassant es injusto?». El majestuoso vurro, enjoyado con tres
diademas, que a todas partes lo acompaña, arroja la piedra y esconde la pata:
«Y ahora una seguidilla de chistes geniales, Para consumo interno, eso sí.
Goethe suena como get (to get)», comenta el vurro. Entonces dice Borges,
quien lo cree ocurrencia suya: «Ah, pero qué gracioso: to get out (hacer salir)
suena como to Goethe out: Hacer salir… de Goethe. Pero qué gracioso. De la
misma forma tenemos: to get away (irse, escaparse), o to get over (pasar,
atravesar, sobreponerse de Goethe). En realidad la pronunciación exacta es
goete: un intermedio entre “o” y “e” y además tiene una “e” chiquitita al final,
pero no importa. Para el chiste basta». Mas una parte de Borges, preciosista,
no puede impedir reconocer que: «En realidad, y si seguimos con el sistema,
también tendríamos; to Goethe on (algo así como que Goethe sirve para
avanzar y subir)», Borges no lo nota, por supuesto, pero no bien lo dice una
cantidad de máquinas empiezan a reventar (no lo tenían previsto): «¡Socorro!
¡Deténganlo! ¡Que no siga!». Borges continúa: «También, por supuesto, to
Goethe up (levantarse, preparar, subir gracias a Goethe)». Las máquinas,
catalizadas, entran en divergencia y se destruyen por docenas. «Además,
naturalmente, to Goethe together (encontrarse, reunirse con Goethe)». No
bien Borges proclama lo anterior, en parques enteros de chichis se produce
una reacción en cadena. El Zapo Rey, preocupadísimo vocifera: «¡Está
manijeado! ¡Está manijeado mozartianamente! Directriz absoluta: largar un
vector de energía anti. Orden del Súper». Borges, para felicidad de los
chichis, reacciona justo cuando está por quemarse el parque completo:

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«Claro, claro, pero también to Goethe the better of (curarse de la enfermedad
de Goethe)». El Zapo respira aliviado (nunca estuvo tan cerca de cagar fuego
sin remedio): «Señor Borges, por favor, no vuelva a darnos estos sustos
horrísonos». Un flamenko se adelanta y dice al Maestro: «Señor Borges voy a
contarle una historia: un águila es herida en un ala por la flecha de un
cazador. La suerte del flechazo es tan mala y tan buena al mismo tiempo que
esa ave ya no volará jamás: “y una lágrima moja su ojo soberbio”. Una
paloma desciende a la floresta, ahora prisión del viejo guerrero, y le dice:
“Animo, amigo mío. Aquí nada te falta para una felicidad tranquila”.
Enumera todas las virtudes del encierro mágico: fresco rocío; arroyos donde
calmar la sed; sol poniente que “todas las tardes retornará tu energía aunque
no sea suficiente para devolver tu vuelo majestuoso. La felicidad consiste en
la moderación, y la moderación es el camino dorado”. A lo cual el águila,
cerrando sus pliegues en una amargura más completa le responde: “Oh
sabiduría: hablas como una paloma”. Yo sólo resumo, pues en el original está
mucho mejor dicho. Es de Goethe». Una haraña, infinitamente enfurecida, se
acerca al flamenko y le pega un golpe de karate con una de sus patas: «¿Pero
qué estás diciendo, imbécil?, a ver si saca conclusiones falsísimas. No vuelvas
a abrir el pico o te encajo un catalizador para que vueles a la mismísima… —
La haraña, desesperada, se torna a Borges—: Maestro: no le haga el menor
caso a este flamenko estúpido; es un quintacolumnista. Ya lo tenemos
perfectamente identificado y anotado en la lista negra de máquinas. —La
haraña, a fin de que el otro no repare en el detalle, habla con rapidez (de otro
tema) y lentamente—: Usted podría decir… o cualquiera… como si
dijésemos: el Fausto. Un suponer. Bien. Está lleno… podemos afirmar…
quizá yo sostenga… de una cantidad de valores pequeñitos. No es
Shakespeare, claro. Carece de verdadera grandeza, Es… chato. Clásico, sí; yo
diría… grismente clásico. No tenemos allí, ni en sueños, aquel rasgo de genio,
la imagen deslumbrante de la belleza ática. No pasa nada, che. La suya es una
serenidad chasco. Lo peor de los bárbaros es que a veces creen estar
civilizados. De quemar ciudades y romper cráneos a estacazos caen
directamente en lo monocorde y pedestre, en realidad termina siendo…
frívolo. Yo soy una haraña, y como buena haraña de thecho e inglesa de casta,
me preocupa la justicia. Crea que lamento ser terrible pero no puedo menos
que decirlo: él se dedica a exaltar al hombre común sin ser Whitman. Dicen
que describió como nadie el alma del campesino alemán. ¿Me puede decir a
quién carajo le importa el alma de un campesino alemán? En primer lugar.
Además es muy fácil pintar a los alemanes. No voy a decir que son la nada

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porque describir el vacío es dificilísimo. Sería honrarlos. No. Son… el punto
ñoño de Europa (fíjese usted que están en el centro; qué ironía, por otra parte,
y qué preocupante; no desde el ángulo militar —ya no corren más— sino
desde el moral). Le decía que se los puede pintar con tres o cuatro ecuaciones:
ruidosas y triviales bestias de carga, torpes, groseros. Cuando no son
borrachos son militarotes, y cuando no se transforman en militarotes se tornan
borrachos. Como decía un ruso durante la 2a Guerra Mundial: “Será poco
leninista de mi parte, pero la verdad es que los alemanes son malos”[6]. No lo
va a creer, pero ¿sabe qué me gustaría?: que viniese otro Adolfo Hitler. Así
tendríamos una excusa para exterminarlos: Alemania no se rinde, no se rinde
y no se rinde… y… bueno… lamentablemente (y con gran dolor del alma)
nos vemos obligados a matarlos a todos. ¡Oh, Adolfo, Adolfo!: viniste a la
Tierra antes de tiempo. ¡Fueses canciller ahora, en épocas de armas atómicas,
y de Alemania quedaba un lago de vidrio! Una pena. Y ahora le voy a hacer
una confesión muy secreta. Por favor no la divulgue. Se trata de algo
estrictamente personal. Un antojo. Cierto que quiero exterminar a los
alemanes, pero estoy dispuesto a hacer un sacrificio y renunciar a ello, con tal
de que me permitan una cosa: borrar del mapa a Baviera. ¿Sabe usted? Hay
regiones, allí, donde es como si la guerra no hubiese pasado. Todavía existen
edificios de cientos de años. Catedrales, ayuntamientos, estatuas y cosas así.
Hasta hay castillos. Qué asquerosidad. Aparte conservan sus tradiciones estos
malditos. ¿Usted sabía que en Baviera aún hay estatuas de Luis I y Luis II?
Pues las hay. Usted, claro, señor, es un hombre moderado. Eso lo honra. Me
conformo con que de todo esto crea y comparta al menos una parte. Piense en
Shakespeare, en la poesía británica de la época medieval». «Yo no comparto
su opinión». «Eso lo honra, le repito». «Por lo menos… no así con los tonos
que usted lo expresa, ni con ese odio militante. Indiferencia sí, exterminio no.
Eso es genocidio. Lo mismo que proponía Hitler pero a la inversa». La haraña
no se aflije para nada y repite la frase mágica: «A mí Goethe no me gusta
porque lo he leído». Aquí, sí, Borges sonríe y repite agradado: «Una frase
muy buena: claro, a la gente le gusta Goethe. A mí no me gusta porque lo he
leído». El flamenko quiere intervenir y dice: «A mí me gusta porque lo leí».
La haraña, enojadísima y con ayuda del Gran Zapo, ordena: «Que ese
flamenko cague fuego ya mismo sin falta. Orden del Súper». «¡Oooff!» (el
flamenko es destruido). La haraña, a fin de que nadie dé excesiva importancia
a lo que acaba de ocurrir, vuelve a hablar y con mucha rapidez: «Tome usted
German y Dorotea, por ejemplo, ¿eso es obra? O Las afinidades electivas.
Apta sólo para ser apreciada por los alemanes. Y por alemanes del siglo

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pasado, para colmo. A mí no me gusta porque lo he leído». «A la gente le
gusta Goethe, claro. Pero ¿sabe usted?: a mí no me gusta porque lo he leído»,
repite Borges como un eco. «¡Cierto!: muy bien Maestro. Una paradoja
genial. Y sus poesías chasco… Y el Fausto, por extensión. Si ése es uno de
los más grandes (en ese punto del mapa) cómo serán los otros. Berretón, que
le dicen. No quiero decir esteta a la violeta porque me rima, che». Borges
sonríe porque se le acaba de ocurrir un chiste excelente; entonces dice lo
mismo que la haraña, pero en cockney.
Por una esquina se pierde Borges aprisionado por los mazorqueros.
Llevan pancartas coloradas con diversas frases del Gobernador de Bs. As.,
tocan violines y violones, empuñan gorros frigios ensartados en pinchos, y
cada tanto gritan: «¡Viva el Restaurador!».
—Es una especie de Mazorca astral —dice el Maestro—. ¿Llegaste a
verlos y oírlos?
—Una parte, no todo —comenta el gordo—. ¿Entonces qué? ¿Quiere
decir que Borges es un esote, y el jefe de todos ellos?
—Pero no seas tan boludo. Él no tiene ni la más remota idea de lo que
ocurre. Es una víctima más del sistema anti-Mozart. Como vos. Sin que esto
signifique absolverlo. Es responsable de sus palabras. Debió apelar a lo mejor
de sí y no dejarse manijear.
El gordo se volvió a la ventana. Pensaba comentar algo respecto a las
máquinas mazorqueras, pero en ese momento sintió un pinchazo en el brazo
derecho. No era muy doloroso.
—¡Eh! ¿Qué me hiciste?
—¿Qué?
—Sentí un pinchazo en este brazo.
—Y, ya sabés: debe ser la haraña («nuestra») haraña que ¡ah!… la puta
que la parió. Me acaba de picar en la espalda. A los dos nos está sacando
sangre. Yo no la escuché todavía. ¿Vos volviste a oírla?
—No.
—Es curioso. Yo que soy el súper no la oigo y vos sí. Se ve que el que la
ha mandado le dio instrucciones de hablar con un registro que sólo vos
percibas. Es más, tengo una teoría: que la orden es hablar únicamente cuando
estés dado vuelta, para poder trabajar con tu duda: «¿Habrá realmente una
haraña, como dice De Quevedo, o será todo una patraña? Por algo al bicho se
lo oye nada más que cuando estoy dado vuelta». Bueno, a eso no tenemos
modo de impedirlo. Dame la espalda, porque tengo la impresión de que el

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chichi va a hablar. Cada cosa que te diga pasamela así me entero. Yo te voy a
decir las preguntas que tenés que hacerle.
No bien Sotelo se dio vuelta escuchó:
«Ahahah…».
—¡Ahí está!
—Bueno. No te vuelvas para mirarme. Preguntale quién es y qué quiere.
—¿Quién sos? ¿Qué querés?
«Sssabbéss qué ssoy».
—¿Pero qué querés?
«Tu ssangre yyy la de tu Mmaestrooo…».
Cuando el gordo se lo hubo repetido De Quevedo comentó:
—Jm. Qué simpática. Preguntale quién la mandó.
—¿Quién te mandó?
«Borges».
—Dice que Borges.
De Quevedo se rió sin ganas:
—¿Ah sí? Decile que no joda. Hija de puta: no quiere largar prenda.
—De Quevedo: ¿no se la puede hacer cagar con un mudra?
—No, por desgracia. A una hache es imposible, porque su destrucción
significa también la de sus víctimas. Ella tiene, ahora, tus registros y los míos.
Gracias a la sangre que nos robó se ha vuelto intocable. No nos conviene
matarla en forma directa.
—Pero escuchame: eso quiere decir que estamos completamente en
manos de los chichis.
—No. No exactamente. ¿Por qué?
—Y… a quien la fabricó le basta destruir a la haraña por control remoto
para hacernos cagar a nosotros. Lo que no entiendo es cómo no nos hizo
mierda ya.
—Porque en la magia las cosas no son tan fáciles como vos te imaginas.
En primer lugar el tipo o los tipos que la fabricaron no está (o están) seguros
de que seamos completamente destruidos a raíz de la muerte de la haraña. Por
eso van a dejar que el bicho nos siga robando sangre y registros acásicos.
Segundo: a ellos les gusta experimentar. No les interesan las guerras que se
terminan enseguida. Una victoria fácil les repugna. Quieren que la víctima
sufra. Si no dónde está la gracia. Mirá: vamos a hacer una cosa. Realicemos
un ritual para pedirle a Odín que restituya a nuestros cuerpos la sangre que
nos robó ese bicho asqueroso.

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Encendieron velas sobre un mantel consagrado, apagaron las luces y
cuanta cosa, pero se llevaron menuda sorpresa: el chichi repetía todas las
palabras sacras. Si Sotelo decía:
—Padre Odín, Señor de las Fuerzas…
La haraña, como un coro y con su voz asquerosa:
«Padre Odín, Señor de las Fuerzas…».
—Permite que esta haraña sea destruida…
«Permite que estos hombres sean destruidos…».
—No hay caso, De Quevedo: repite todo lo que yo digo. ¿Sigo igual?
—No. Tiene los registros y sabe todo cuanto sabemos, de modo que son
inútiles nuestros exorcismos. El Dios no puede evitar ayudarnos a nosotros
juntamente con ella, es al pedo seguir y hasta contraproducente. Apagá la
vela.
—Ya está. ¿Y ahora qué hacemos?
—Aquí nada. Me voy a lo de Isidoro, aunque es la una de la mañana.
Dame un par de quétzales para el ómnibus. Espero que esté y no se haya ido a
lo de un amigo a hacer algún trabajo o cualquier otra manija. No me esperes
porque si lo encuentro nos vamos a pasar trabajando toda la noche.
—¿Y con él qué vas a hacer para destruirla?
—Es preferible que no lo sepas. Creo que a vos te sacó más sangre que a
mí.

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TREINTA Y OCHO

LA DESTRUCCIÓN DE LA HARAÑA
Y AVENTURAS EN LA ESCALERA MÁGICA

El Maestro no volvió en toda la noche y tampoco en mañana y tarde del


otro día. Sotelo, al volver a última hora de su trabajo (en esa ocasión debió
hacer extras obligatorias) encontró a De Quevedo en medio de la escalera de
Suipacha, subiendo y bajando sus pies en el mismo escalón, sin ascender un
milímetro. «De Quevedo; ¿qué te pasa?». Ni bola. Intentó entonces el
exorcismo para sacar de astral y que el otro en su momento le había enseñado:
«OoohoOOohooOh…». De Quevedo pareció despertar de una especie de
sueño:
—Ah… por fin viniste. Creí que no aparecías más. Mi temor fue que yo
me hubiera vuelto invisible.
—¿Pero qué te pasaba? —preguntó el gordo mientras subían, pero ya de
manera normal.
—No sé. Hace como dos horas que estoy en esta historia. Ascendí lo más
bien hasta la mitad, más o menos. A partir de cierto instante tuve la sensación
de estar subiendo una escalera infinita; pasé decenas de veces por el mismo
sitio, como en los reciclajes de los cuadros de Escher. Venía yo por un tramo
de la escalera lo más bien, sin ningún problema; pero, después de un descanso
medio en penumbras, casi de inmediato volvía a encontrarme en el principio.
No en el comienzo de la escalera sino del pedazo manijeado. No sabés
cuántas veces pasé por ese descanso puto. Ya me conocía de memoria todos
los detalles: grietas en la pared, manchas en las tablas de los escalones, etc.
Estaba desesperado, no sabía qué hacer. Tuve miedo de intentar bajar y seguir
subiendo. Menos mal que viniste. ¿Cómo te diste cuenta de que yo estaba
manijeado?

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—¡Y cómo no me iba a dar cuenta! —Sotelo y el Maestro penetraron al
cuarto—. ¡Si movías los pies en el mismo escalón!
—¿Pero cómo en el mismo? ¿Cómo puede ser? Si yo caminaba un gran
pedazo y después volvía al principio.
—Te harían creer.
—¿Y no sería que vos veías sólo la traducción del hechizo, la parte
externa?
—Ah qué sé yo. Lo que sí sé es que vos marchabas en el mismo sitio.
—Casi me olvidaba de contarte, con toda esta manija. Me pasó otra cosa.
Cuando recién empezaba a subir, casi al comienzo de la escalera y en el
primer descanso, parte de los escalones de madera apolillada habían sido
reemplazados por pequeñas baldosas rojas. Una luz amarilla, como la
procedente de un spot, bañó ese sector y sólo a él. Aparecieron tres ratones.
Al llegar al lugar embaldosado se pararon sobre sus patitas traseras, cada uno
tomó con los dientes la cola de un compañero —con lo cual constituían una
especie de ronda—, y comenzaron a bailar. Siempre en puntas de pie. Luego
de girar varias veces todo se esfumó poco a poco, incluida la luz amarilla y en
el lugar reaparecieron los escalones de madera. Al resto ya lo conocés: seguí
un trecho y me encontré con la escalera infinita.
—Qué momento.
—Sí. Fue maravilloso.
—¿Pero si no podías subir por qué no bajabas?
—Ya te lo dije: tenía miedo de… A un esote amigo mío le pasó algo
parecido. Hace como diez años que no lo veo porque se fue a Bolivia. Un
buen tipo y un gran ocultista, pero durante una época supo ser muy
descuidado. Fabricó una escalera mágica invisible, al aire libre. Esta de aquí
es una común que adquirió otras propiedades mediante un hechizo (sigo
insistiendo, pese a que vos decís que yo estaba manijeado y me hacían ver lo
que no existía). Pero aquella escalera no. Mi amigo la hizo en el aire, como
una práctica, pero casi caga fuego de puro confianzudo: no puso máquinas
que le cuidaran las espaldas. De modo que empezó a subir sin más; un
espectador habría visto asombrado que el hombre parecía caminar en el aire
sobre inexistentes escalones, cada vez más arriba. Pero unos esotes rivales lo
venían siguiendo de lejos, esperando la ocasión de reventarlo. Cuando el otro
ascendió bastante, generaron una perturbación astral. Ya estaba cuarenta
escalones arriba y debajo suyo la brisa movía las copas de los árboles.
Decidió que ya era suficiente y se decidió a bajar, pero cuando al darse vuelta
quiso pisar abajo, tal como lo haría en una escalera común, en vez de bajar…

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subió otro escalón. Y hacia cualquier lado que se moviera sólo lograba
ascender. La única solución para no continuar alejándose del suelo era
quedarse quieto. Pero si permanecía inmóvil también seguiría allí per seculae.
No necesito decirte que aparte le borraron de la memoria las palabras de
cualquier posible exorcismo que permitiera romper el hechizo. Trató de pedir
ayuda a sus compañeros pero el enemigo lo había rodeado con invisibles
planchas de plomo para que nadie pudiera verlo ni oírlo en astral. Durante
todo ese día yo tuve la intuición de que alguien me necesitaba en ese sitio.
Entonces pasé caminando «por casualidad». Y lo vi, che. Por suerte lo vi.
Físicamente, como vos a mí hace un rato. Con un exorcismo que hice mi
amigo pudo bajar. Pero escarmentó, eh; ah sí te digo que escarmentó. Nunca
más hizo trabajos sin máquinas atrás, en retaguardia. ¿Y?
—¿Y qué? —preguntó el gordo con extrañeza.
—Esos mates ya tendrían que estar preparados.
Quince minutos más tarde el Maestro dijo sacando un objeto del bolsillo:
—Tomá. Un regalito.
—¿Qué es esto?
—Adiviná.
Era una especie de encendedor antiguo, de ésos con piedra. El tambor
cilindrico tenía unas iniciales grabadas: G. N. Lo más importante era la
cabeza, de cuello articulado, que podía moverse a pulso: con ojitos facetados
y rojizos, boca con dientes filosos color plata y pelo alborotado de lana de
bronce. El interior del cilindro central, por otro lado, estaba vacío.
—¿Qué carajo…? —preguntó Sotelo.
—Esto es el resto de la hache, de la haraña que nos hinchaba las pelotas.
Isidoro y yo pensamos que te gustaría conservarla como trofeo. Nos costó
bastante hacerla cagar, te voy a decir. Literalmente: miles de astrales para ir
desmontando y averiguando cada registro, este bicho fue uno de los más
perfectos con los cuales nos hayamos encontrado. Menos mal que Alaralena
nos prestó a su gólem, que fue quien hizo a la mayoría de los astrales… de
trinchera, digamos. Caso contrario, para no despotenciarnos, hubiésemos
demorado varios meses. Alaralena me dijo por teléfono, en medio del
operativo, que alcanzó a verla en esta casa: un robot grande como una mano
humana si se incluyen las «piernas». En ese instante estaba en la biblioteca y
volteaba libros. ¿Vos no viste libros tirados?
—Sí. Anoche se cayó medio estante, del de más abajo. Pensé que como
está todo mal construido uno de los clavos se había aflojado dejando caer los
libros.

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—Era la hache que se revolvía desesperada porque ya estaba advertida de
que la íbamos a hacer cagar. Era de plata en su mayor parte, aunque también
entraba el oro en su composición, aparte de otros elementos. Con este chichi
hubo varios problemas. Más de los que imaginamos al principio. En primer
lugar estaba la sangre que nos había sacado, a vos y a mí. Sobre todo a vos. Si
a él lo matábamos, yo me iba a poner muy enfermo, pero vos sucumbías
directamente. Ahora bien: en uno de los astrales descubrimos que la hache
estaba conectada a una vieja usina, casi descargada de energía pero no por eso
menos peligrosa. Estábamos obligados entonces a aniquilar a esa central y a la
haraña simultáneamente. La primera tarea fue obligar al chichi a devolver la
sangre robada. Después que lo conseguimos nos pareció que la segunda venía
fácil: meter sendos catalizadores a la central y a la hache y que volasen a la
mierda. Pero yo entré en sospechas: «Che Isidoro —le dije a mi amigo— ¿y a
vos no te parece raro que la haraña tenga como cobertura a una usina casi sin
energía? Mirá: antes de echar mano yo tengo ganas de investigar mejor».
Menos mal que me avivé. La vieja usina estaba a su vez conectada a una
nueva y funcionando a plena potencia. No fue intencional por parte de los
chichis, ni lo hicieron así para que pisásemos el palito. Fue por uno de esos
pactos y transas que hacen entre ellos. La súper máquina no intervenía en la
lucha, pero fue programada para entrar a funcionar de inmediato en caso de
que algo le ocurriese a la usina deteriorada. Por lo tanto reventar a la haraña y
a la primera Máquina Maestra significaba ser atacado en el acto por la
segunda. No quedó otro remedio que destruir antes a la Súper, luego a la
Maestra semiactiva y por último a la haraña. Así que con Isidoro fuimos en
astral hasta donde estaba instalada la Maestra fuerte, rogando para que el
Descabezado no estuviera ahí en ese momento.
—¿El Descabezado?
—Ya te hablé de eso y de sobra. Sí, no pongas esa cara. Te lo borraron;
ignoro qué interés tuvieron para hacerlo. ¿No te acordás de la usina de
Alaralena? Veo que no. Fue con el asunto de tu amiga, la exateísta. La usina
de Alaralena luchó contra otras seis y sus respectivos Descabezados.
—Ahora me parece recordar levemente…
—Te lo borraron, vuelvo a decirte. El Descabezado es una entidad de
forma humana, sin cabeza, que los esoteristas siempre ponen para cuidar a las
usinas. Tiene ojos en el pecho y es tan fuerte como un gólem. No es posible
matarlo; sólo se lo puede controlar (a veces) con un exorcismo. Cuando
llegamos vimos que el chichi no estaba, por suerte, y (para mayor fortuna) a
la puerta la había dejado abierta. Tanto descuido era aparente, y prueba de que

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el Descabezado no debía encontrarse muy lejos. Sólo teníamos unos minutos
para operar. En su apuro Isidoro entró sin tomar precauciones. El piso de
acero estaba electrizado. Menos mal que tenía zapatillas de goma. Aun así él,
que tiene cerca de setenta años y es flaquísimo, saltaba como negra caliente
en baile. No tuve más remedio que seguirlo y ahí empecé a saltar yo también.
Con un gran esfuerzo de voluntad llegamos a una zona interior sin
electricidad. Un largo pasillo y de ahí al Cuarto de Mandos. Pasamos frente a
salas llenas de vurros dormidos que la usina usaba para sus combates. Estaban
todos acostados contra las paredes como armas de grueso calibre. En otro
sector vimos miles de máquinas de todos los tamaños. Algunas desarmadas,
otras completas y la mayoría a medio construir: haches, langosthas, zapos,
flamenkos, zerpientes, etc. Cañones de rayos rojos, máquinas de ultrasonido,
etc. Era una usina muy completa. Daba lástima destruirla. Una vez en los
controles, programamos para que la información fuera equivocada y la
Maestra entrase en divergencia. Salimos a todo escape, previo mandarnos una
«saltada» en el pasillo final. Nos tiramos al suelo lejos, detrás de unas
construcciones de plomo. La explosión de la máquina fue terrorífica. Quedó
un cráter inmenso. Volvimos del astral a toda prisa antes de que el
Descabezado, advertido, nos destripase. El resto fue fácil: liquidamos a la
Máquina Maestra descargada en un minuto y en el acto comenzamos a
desmontar a la hache. Cuando el bicho comprendió que ya no le valían mañas,
aterrorizado comenzó a suplicar, a ofrecer pelotudeces a cambio —alterado su
banco de memorias a causa del horror eléctrico a la muerte—; inventaba
soluciones imposibles en su afán de salvarse: «¡Nooo…! ¡Sotelo, Sotelito,
salvame que me quieren desarmar!… Deciles que paren y te ofrezco picar
para vos a las más lindas mujeres; con esa sangre después las manijeo para
que sean tuyas… Yo puedo viajar en astral y buscar tesoros que te harán
riquísimo. Pagás los 45.0 millones de dólares de la deuda externa de
Guatimotzín y ahí nomás te nombran presidente y procer, dictador, Führer de
las SS. Seré tu humilde esclava china. Nosotras las haches conocemos unos
polvos en base a mandrágora, que crece en Bolivia y en Corea, que dan una
virilidad extraordinaria. Tu enanito fortachón del sur va a poder hacer de todo
hasta los 92 años cumplidos… oof… ¡piedad!, ¡no!, ¡ya me empiezan a
desarmar…! ¡Ya me empiezan a desarmooff…! ¡No lo permitofff…!,
¡aaah…!». Demás está decirte que todas sus súplicas fueron inútiles porque
no le dimos bola. Sí, no me mires así que ya sé que a vos te habría gustado
aceptar. Pero vos sos un boludo. Suerte que no estabas si no el bicho te
engancha. Nos vengamos cumplidamente de todas las que nos hizo padecer

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porque recuperamos dos o tres partes de la haraña que no se carbonizaron
(verdaderos fragmentos de joya exótica). Con Isidoro las conservamos como
curiosidad, y esa que te di es la más grande.
—Che pero esperate —dijo Sotelo volviéndose hacia la cocinita—.
Preparemos mate que…
«Gro, groc».
—¿¡Eh!? ¿Qué es eso?
—¿Qué es qué? —preguntó De Quevedo.
—Se escuchó algo como un «gro, groc». Un croar.
—La puta que los parió.
—¿Pero qué? ¿Qué es?
—Me temo que es un zapo. Ojalá esté equivocado.

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TREINTA Y NUEVE

SE VA LA HARAÑA CON HACHE Y VIENE EL


ZAPO CON ZETA

El gordo se aterró:
—¿¡Pero qué carajo es un zapo!? ¿Cómo actúa?
—Pertenece a la serie de los animales mecánicos mágicos. Son ciento
setenta y ocho en total, cada uno peor que el otro. Primero, casi siempre,
mandan a la hache. Si es vencida, con los restos de la araña se construye el
sapo, después siguen otros como el chimpanzé, la zeta, el rathón, la pulgah,
etc. Con Isidoro teníamos la esperanza de que robando las distintas partes de
la hache y carbonizando otras, ellos no podrían continuar la progresión. Me
temo que no haya sido así:
—Pero… ¿el zapo…?
—Sí. El zapo, bueno… él se dedica a practicar la fellatio con sus víctimas,
durante las noches, y sin que aquéllas lo adviertan. Noche tras noche. El
objeto es debilitar poco a poco. Se potencia con las cañerías rotas, canillas
que pierden, etc., además (por supuesto) de aprovechar la suciedad y el
descuido, como todos los otros chichis. Otra cosa que hace este animalito tan
«simpático» es fumarse los cigarrillos, comer, y beber todos los líquidos que
haya en la casa. En apariencia ello no es tan terrible. Pero el bicharraco,
aparte de producir en vos una progresiva debilidad, prepara las cosas para la
entrada de chichis mucho más peligrosos.
Sotelo, con nerviosismo, manoteó los cigarrillos que había dejado sobre la
mesa.
—Che, pero… ¿y mis cigarrillos? Está el atado vacío. Quedaba más de la
mitad. Dale, no te hagás el vivo. No me hagás jodas en este momento.
—¿Jodas? ¿Qué joda? Yo no te toqué nada.

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—Vamos —sostuvo Sotelo con indignación—, si aquí estamos solo vos y
yo.
—Estás completamente manijeado. ¿Qué te creés? ¿Que yo les robo los
cigarrillos a los amigos?
—¿Pero y entonces quién? —preguntó el gordo al borde de la histeria.
—¿Y yo qué sé? A lo mejor el zapo.
Con furia creciente:
—Sí, claro, el zapo. Vos echale la culpa al zapo nomás.
—Pero es que no puede ser otro.
Sotelo, por dentro, tenía distinta tesis, pero no se animaba a reconocerlo
del todo (ni siquiera ante sí mismo) pues ello, sostenido a plena conciencia, lo
transformaba automáticamente en traidor:
—Jj… Bueno… está bien. Por suerte tenemos un poco de vino para pasar
el mal rato.
—¿Vino? Si vos no tenés vino…
—¿Quién te dijo? Me compré una botellita tres cuartos de un vinacho
finísimo. —El gordo se dirigió hasta un rincón telarañoso y buscó muy
contento, mientras se frotaba las manos—: Un «viniyo», Maestro —
interrumpió su tarea para mirar a sus espaldas, y dijo con tono de quien pasa
un aviso—: Monitor Triunfante, indispensable para el viejo lobo que resiste;
lo mejor para el hombre bien acompañado. Ja, ja, ja… Tendría que haberme
dedicado a la publicidad, en vez de perder el tiempo en Recursos Hídricos o
escribiendo novelas estúpidas. —Sentado de culo en el piso y revolviendo en
la oscuridad del placard de acero situado bajo la cocina—: Venga, venga,
viniyo, a las manos de su padre que lo ama.
—Nos va a venir bien —ironizó De Quevedo—. Estamos rodeados de
chichis, de modo que tenemos una compañía excelente. ¡Bien acompañados!
Como pasa tu aviso.
Pero el gordo estaba demasiado contento como para darle bola:
—Callate, vos siempre largando malas ondas. —Mas de pronto Sotelo se
puso pálido: en el rincón sólo había una botella vacía aunque con el corcho a
medias puesto, en forma artística, como creando un orden chasco—. La
reputísima madre que los parió.
—¿Qué? ¿Qué pasa ahora?
—¡Los chichis se tomaron el vino!
—Pero no; será idea tuya. Habrás sacado una botella vacía. Mirá bien que
más atrás debe estar la otra.

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Si había una cosa que a Sotelo lo indignaba más que las destrucciones y
robos de los esotes eran las explicaciones absurdas de De Quevedo:
—¿Pero qué me estás diciendo? ¿Te creés que soy estúpido? ¿No voy a
saber yo, acaso, dónde puse mi botella? Además es la misma, solamente que
vacía.
—Calmate.
—Qué calmate ni qué mierda.
—Cortala, que tu furia potencia a las máquinas.
—¡Y a mí qué mierda me importa, si me robaron el vino! Y lo que más
me enloquece es que ese hijo de puta del zapo, o quien quiera que sea, no se
limitó a tomar el vino. Eso lo podría perdonar con un esfuerzo. Lo que
supremamente me indigna es que dejó puesto el corchito. ¡El corchito…!
—Calmate, por favor, que si no esta noche vamos a tener una linda
progresión.
El gordo resplandecía de furia, totalmente indignado:
—Claro: el zapo es estético, artístico. Él se toma el vino y se fuma los
cigarrillos, pero deja el atado sin arrugar, y el corchito puesto. Él es amigo del
orden… ¡del ordeeecen…! —Sotelo estaba rojo de ira.
—Cortala, gordo, o nos va a ir muy mal. Te lo digo por última vez.
Después de todo no es tan terrible. Hay máquinas aun más enloquecedoras.
—Pero es que no es justo, ¿te das cuenta?
—Yo estoy de acuerdo, pero en el mundo de la magia suceden muchas
cosas injustas.
—Aparte hay algo que no entiendo. ¿Qué tamaño tiene ese zapo? La
haraña nos sacaba sangre: en poca cantidad, porque era minúscula y no
necesitaba más para manijearnos. ¿Pero y este zapo? Para haberse tomado 3/4
litro debe tener el tamaño de una comadreja.
—No. Es relativamente pequeño, como casi todas las máquinas que no
son usinas.
—¿Y entonces?
—Qué sé yo. Se toma el vino para joder, no porque le guste, eso por de
pronto. Su verdadero alimento, aquello que le da energías, es el agua
desordenada: canillas rotas y con cueros gastados, cosas así. Lo más probable
es que mee el vino a medida que lo toma.
—¿Y a dónde lo mea si aquí no hay ningún charco ni mancha?
—Lo expulsa al propio astral.
—Qué simpático.
—Sí. Es un animalito encantador. Un pendejo hermoso.

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—Bueno. Pues el caso es que nos quedamos sin vino —dijo el gordo
desalentado.
—Y sin cigarrillos. A mí también me los robó. Tenía un atado sin abrir
adentro del saco. Se choreó los cigarrillos sin necesidad de abrirlo, el hijo de
puta —y De Quevedo le mostró una etiqueta aparentemente intacta, con sellos
y todo. El gordo no podía creerlo y lo tomó. Un apretón bastó para dejar un
bollito insignificante—. ¿Te convencés ahora? Es como vos dijiste: el zapo es
estético; saca los contenidos respetando los envoltorios.
El gordo empezó a enfurecerse nuevamente:
—Sí: ¡y deja puestos los corchitos…!
—Basta. Lograr sacarnos de quicio es lo que ellos buscan. No tenemos
que darles el gusto. Ya lo vamos a reventar a ese zapo.
Y esta misma noche; te lo prometo. Lo primero que tenés que hacer es
mojarte los testículos con agua saturada con sal gruesa. Te va a arder un poco,
pero en fin. Te aguantás. Ah: y no sólo los huevitos sino todo. Aparte te vas a
construir un cilindro de papel, con figuras de meditación adentro, dibujadas
con profundidad.
Y te acostás así: boca arriba y con el pito metido en el cilindro. Vos deja
que el chichi venga a sacarte semen, nomás, y ya vas a ver qué cagada se
lleva.
—Bueno, está bien. Pero y después ¿qué? Seguro que viene otro peor.
—Es posible.
—Ah: ¿viste? Bueno, pero yo quiero que me dejen tranquilo, viejo.
—Sí, claro. No ves que es cuestión de ordenarlo y listo. Te van a hacer
caso porque sos vos: Súper Sotelo, la Pantera Rosa Gorda.
—¿Y qué otros? ¿Qué otros pueden venir?
—Ya te dije que los animales mágicos son 178. Y no sé…, puede venir el
chimpanzé, después que hagamos cagar al zapo (que seguro revienta esta
noche). El chimpanzé da bofetadas y mete los dedos en los ojos del
durmiente. O capaz que antes fabrican a la zerpiente. Es una serpiente
mecánica que muerde durante el sueño en forma indolora, pero va inoculando
veneno poco a poco en sucesivas mordidas. La víctima termina por morir
intoxicada. No confundir con las eses, que también son víboras pero chiquitas
y muchísimas. A diferencia de la anterior, la picadura de estos últimos bichos
es muy dolorosa. Son largadas todas juntas, por docenas y por cientos, y se
dedican a morder la espalda, el culo, piernas y brazos, testículos y lo que
venga. Aquí no hay otra solución que cruzar los dedos de manos y pies.
Atacan en la oscuridad… Pero cometería un grave error quien pretendiese

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dormir con la luz prendida, puesto que así se cargan las baterías de las
máquinas. Alguna vez uno debe dormir y como comprenderás la luz no los va
a detener una vez que tengan suficiente energía. Cualquier postergación por
ese medio resulta peor. En muchas ocasiones las eses no se limitan a
perturbar, sino que inoculan drogas para causar transformaciones fisiológicas:
disminuir el tamaño del pene de la víctima, hacerle salir tetas, volverlo
feminoide o maricón. Estos productos tienen nombres graciosos —
humorismo esotérico—: achicol, tetamicina y conchina. Pero cuando la
víctima nota que su falo disminuye de tamaño o que le empiezan a salir
pechotes, ya no le causa tanta risa.
—¿Y ese famoso vurro?
De Quevedo se sobresaltó y en el acto cruzó los dedos:
—Nunca le digas así. No conviene invocarlo. Por eso nosotros los
esoteristas casi siempre nos referimos a él con eufemismos. El ve corta es una
entidad diabólica que anda suelta por el mundo, pero nada tiene que ver con
los animales que fabrican los magos.
—Pero escúchame: ¿qué necesidad tienen de largarnos 178 clases
distintas de chichis, uno después del otro? Con todo el trabajo que nos dio la
hache, podrían haber seguido con ella.
—No, porque la gente se… vacuna, vamos a decir así, contra un ataque
determinado. La haraña te pareció terrible porque jamás habías tenido que
habértelas con una. Si apareciese otra quizá podrías destruirla, vos solo, sin
ayuda. Lo mismo ocurre en la defensa: la víctima jamás debe emplear el
mismo método, sino tratar de sorprender al adversario con nuevas
contraarmas. Pero dejame que te diga algo más de un bicho de mierda; no sé
por qué tengo tanto interés en hablarte de él; mirá: te repito que no sé por qué
te quiero hablar de él. La zerpiente. Espero encarecidamente que la cadena se
corte antes de que aparezca. Su función es matar mediante intoxicación.
Ondula en el «aire» astral y muerde en forma indolora, como ya te dije.
También la llamamos zeta, puesto que se la detecta en la oscuridad, a esta hija
de puta, por un ruido semejante a esa letra: «zzz…». Aparte lo tenemos al
dynosaurio inmortal; al kastor: que muerde y come los hueváceos (como dice
Osvaldo Lamborghini), o para mejor decir la masa pudenda in toto. El
nombre de este último chichi es kururú, puesto que lanza como canto un
sonido parecido a éste. Siempre andan en bandadas y anidan en los órganos
genitales. Las crías, precisamente, devoran todo lo que encuentran alrededor,
con los resultados que ya te podrás imaginar.

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—¿Pero es real todo esto? Quiero decir, más allá de los símbolos: ¿tiene
esto una expresión física? ¿No nos estaremos volviendo locos, vos y yo?
—No me hagás reír. Mirá: cuando yo era uno de los tantos Magnánimos
de la Sociedad Esotérica, esa que te conté, uno de mis aprendizajes consistió
en estudiar fotos de víctimas de distintos ataques y máquinas. Algunas de esas
víctimas habían sido causadas por nuestra propia sociedad. Nos decían, por
supuesto: «Se trata de seres malvados, enemigos de nuestra causa, y se
merecen todo lo que les hicimos». Pero justo ahí, en ese grado de mi
crecimiento, yo me empecé a preguntar: «¿Qué clase de tipos son estos que
hacen tales cosas?». Porque yo admito, o puedo comprender que a un
enemigo se lo mate, pero ¿cómo se justifica que a un ser humano le envíen
una máquina para que le coma los testículos? ¿O que con un látigo astral se lo
golpee sistemáticamente hasta mutilarle los órganos de la reproducción? A mí
todo eso me empezó a parecer la teología del marqués de Sade; con el tiempo
los mandé a la mierda. Las fotos que vi eran… asquerosas. Y ojo que no es un
recurso literario ni una forma de decir. Las fotos existen. O existían en aquella
época cuando pude verlas; pero aunque ésas se hayan destruido tené la certeza
de que hay otras equivalentes en distintos sitios. Mostraban tipos con los
testículos reducidos a pulpa o cortados a rebanadas; penes hinchados a
latigazos; culos tan abiertos que por ellos podías meter sin esfuerzo una
botella de sidra por el lado grueso; hombres y mujeres locos de dolor por las
porquerías que les metieron en el cerebro. Y muchas otras cosas. Hay una
máquina muy pequeñita que se introduce en el conducto del oído y llega a la
masa encefálica taladrando cuando hace falta; la llaman pulgah. Ésta el
elefanthe, que introduce su trompa larguísima y articulada en el ano de la
víctima, con intenciones que no son precisamente eróticas. Es una especie de
ve corta, sólo que mecánico. El ñandúh, mete la cabeza en el mismo lugar que
el elefanthe su trompa. El mamhut o sorbedor: que tiene una función parecida
a la del zapo, sólo que no practica la fellatio para lograr sus fines, sino que
utiliza un curioso procedimiento. Con su pico, parecido a una trompeta, saca
el semen directamente y con rapidez, sin necesidad de producir eyaculación.
Su sorbido es inconfundible. Luego produce un ruido de lo más odioso: tal
parecería que paladea con fruición y embeleso; como un catador que probara
su vino con exageración y grosería. Hay que ser muy fuerte para no volverse
histérico o loco debido a la furia, humillación e impotencia. El ghato; arranca
los testículos a zarpazos. El rathón, come libros y cigarrillos, roba objetos y
realiza toda una serie de tareas destructoras con objeto de producir suciedad y

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desorden; así otras máquinas más letales que él vendrán luego, una vez que el
chichi les haya abierto el camino. Suele devorar pájaros de jaula.

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CUARENTA

EL HORRIBLE VURRO QUE VINO DE NOCHE

Desde que el Maestro se fue a vivir a la casa del gordo, dormían ambos en
la única cama que había; ello trajo varios inconvenientes y molestias, que los
chichis aprovecharon. Con cada ataque creaban la duda en Sotelo: «¿No será
el propio De Quevedo el que hace ruidos, imita voces y perturba, todo para
hacerme creer que los chichis existen?». De modo que, basados en esta duda,
los otros operaban con gran comodidad. El Maestro siempre supo que algún
día viviría con el gordo, pero ni en sueños creyó que ello iba a ocurrir en esa
forma. Imaginó una comunidad sagrada, lejos de Tollan, donde cada uno
tendría su mujer (o sus mujeres, como los antiguos chinos, en unidad familiar
poligámica), junto a otras parejas (o poliejas; no sé cuál es la palabra);
compartiendo principios y sistemas. Muy lejos de todo ello habíanse visto
forzados a vivir así: solos como dos boludos y en un mismo reducido espacio,
y para colmo lleno de manija. De Quevedo entendió a la perfección que
aquello era una burla del Anti-ser: una muestra de su humorismo. Fue como si
el Gran Chichi, enemigo de las relaciones y uniones humanas, les dijese:
«¿Pero cómo? ¿No decían que deseaban construir una comunidad? Correcto:
ahora la han formado. Después no anden diciendo por ahí que yo no soy
bueno». El traslado a casa del gordo trajo como consecuencias, para
De Quevedo, el imponerle resolver varias urgencias operativas, como ya se
dijo más atrás. En primer lugar él tenía, para su protección, muchas más
jaulas y pájaros que Sotelo. Al verlas el gordo se horrorizó: «¿Y dónde las
vamos a meter?». De Quevedo pasó dos horas, más o menos, haciendo
cálculos hasta determinar cómo podían distribuirse de forma que todos los
pájaros participasen de una porción de aire y luz dentro de la pieza, y también
la manera de engancharlas unas a otras, formando bloques, cuando las sacaran
al balcón. El Maestro nunca tuvo menos de 25 manones (gorriones chinos),

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entre otros pájaros. Fue un verdadero trabajo de ingeniería. Luego vinieron
sus papeles, archivos, instrumentos de magia, libros, cajones repletos de hojas
dactilografiadas (parte de la obra secreta y magna de De Quevedo: un Tratado
de la Humanización Integral), y 1984 otras cosas y objetos diferentes: un
sifón Dragón, por ejemplo, provisto de su correspondiente tubo de gas, a fin
de que uno pueda preparar su propia soda. A la mayoría de las cosas las
instaló en el entrepiso famoso, previo reordenamiento. El gordo se asombró
pues en su vida habría supuesto que en ese cuarto (que ya antes creyó repleto)
entraran tantas cosas. Los dos preferían no pensar en el quilombo que iba a
ser cuando se mudasen.
El gordo dormía como un lirón. Soñaba con la relojerita, probablemente.
Lo despertó un ruido que a él le pareció espantoso.
—¡De Quevedo, De Quevedo! —le dijo al Maestro que también dormía a
pata suelta y cansadísimo.
—¿Qué carajo pasa?
—Sentí un ruido. Algo que explotaba.
—Debe ser un chichi que cagó fuego. Dormí.
—¡No!, despertate. Algo pasó. ¿Qué fue?
—Pero y qué sé yo —dijo De Quevedo, ya finalmente despierto—.
Seguro fue el zapo. ¿A ver?, prendé la luz, que quiero ver una cosa.
Sotelo, obediente, la encendió y quedó esperando.
—Mirá si todavía tenés el cilindro de papel alrededor de tu enanito
fortachón.
El gordo levantó las mantas y miró. Su falo aún estaba envuelto por la
caperuza de papel, pero un pequeño detalle había cambiado: la parte que
rodeaba a la cabeza de su pene estaba algo despegada, como si un ser hubiese
intentado abrirse paso a través del cilindro rumbo al miembro.
—¿Viste? —dijo De Quevedo—. El zapo quiso pasar y lo engancharon
las figuras.
—¿Y quién va a venir ahora?
—¿Y cómo querés que lo sepa? Apagá la luz, a ver si ahora podemos
dormir…
—Sí. Ojalá nos den un descanso estos hijos de puta.
Pobres ingenuos. No bien volvió la oscuridad se oyó un ruidito en la zona
de la ventana, como si alguien hubiese entrado desde el balcón. Debía ser
alguien muy alto, pues pese a las sombras el gordo pudo observar grandes
masas en movimiento. Susurró horrorizado:
—De… De Quevedo…

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Para colmo, el Maestro debía estar bajo uno de sus sopores-manija, pues
no daba señales de vida. Sotelo no se atrevía ni a moverse: extender la mano y
sacudirlo le estaba vedado por su propio cagazo. Cuando por fin se animó
coincidió con la desaparición de la figura en movimiento. La magia bien
hecha es, en verdad, un mecanismo de relojería perfecto. Cabía una
posibilidad (una remotísima posibilidad) de que, cuando el gordo estuvo
paralizado por el miedo, a punto tal de ni animarse a sacudir a De Quevedo,
éste se hubiera levantado en absoluto e imposible silencio (sin siquiera un
roce, a la manera de un carterista integral; con todo el cuerpo) para asumir el
rol de «visitante nocturno»; tal la presunta explicación de por qué, cuando el
gordo finalmente extendió sus manos y tocó al Maestro (oh casualidad) ya no
se veían sombras en movimiento cerca de la ventana. Claro. Había una
remotísima. Sólo que Sotelo tenía la certeza más terrible de que no era así.
Aquello continuaba en ese puto umbral que casi siempre adopta la magia para
ahorrar energía: lo ambiguo. Claro está que ello no siempre se cumple y en
infinidad de casos ocurren sucesos sin explicación alguna. Como en esa
noche, por ejemplo, que sólo acababa de comenzar.
—¿Qué pasa?, ¿qué pasa ahora, carajo?, ¿es que hoy no voy a poder
dormir?
Sotelo, en su horror, unía las palabras:
—Peromaestro… peromaestro…
—¿Qué hay? ¿Qué hay?
—Una cosa enorme… en la ventana…
De Quevedo quedó en el acto desvelado:
—Esperate… esto es muy serio. ¿Viste algo muy grande cerca de la
ventana?
—Sí.
—Uhuh…
—¿Por qué? ¿Qué es?
—Temo que sea lo peor de lo peor. Espero equivocarme. Y decime: el
chichi ése… ¿hacía algún ruido?
—Me pareció que hacía «hi… hiii…».
—Uuh…
—Pero ¿y qué es?
—Un ve corta.
—Oh, no, madre querida.
—Está bien. No te asustes. Lo primero es no asustarse.

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El chichi que apareció en las penumbras de la pieza (se lo veía y no se lo
veía) era de los antropomorfos; caminaba en dos patas, tenía orejas
puntiagudas y una enorme quijada. Y aclaro todo esto porque no es la única
clase de ve corta que existe. El que vino con el definido propósito de
homenajear al gordo Sotelo tenía una llave (miembro) grande como un brazo
humano. No era de las más largas. Tirando a corta, digamos, por ser un vurro.
Llegó en silencio, ya que se proponía sorprender a su víctima. El gordo lo
miraba con los ojos abiertos como calderilla de mil quinientos quétzales. Su
corazón estuvo a punto de pararse, de modo que casi le ahorra el trabajo.
Sotelo escuchó una voz, que tanto podía provenir de su Maestro (a su lado, en
la cama) como del chichi, situado cerca de sus pies, y a dos metros más allá.
«¡Vaselina! ¡Vaselina!», decía en un susurro el asqueroso, ferozmente
excitado y riendo por lo bajo. Se acercó, siempre en silencio (pensando que el
gordo estaba dormido) y con aquel terrible «brazo» —casi un apéndice prensil
— lo empezó a tantear con toda suavidad. Primero por el lado derecho,
después por el izquierdo, por arriba y doquiera, buscando una entrada. Su
llave[7] escamosa despedía un olor horrendo; resultado sin duda de sus
andanzas (quién sabe a cuántos habría hecho cagar antes de acercarse al
gordo). Dio con ella muchísimas palmadas, en forma sigilosa, siempre
buscando la puerta de entrada. Cuando comprendió que no podía, comenzó a
acariciar al gordo con aquel Brazo Armado de la Injusticia y a enviar
imágenes eróticas, mediante impulsos telepáticos, a fin de que Sotelo —en su
supuesto sueño— creyera estar fornicando con una mujer, se diese vuelta y
así poder reventarle la retaguardia. Quince minutos, por lo menos, estuvo en
esa vaina, como dicen los panameños.
El gordo, en parte, estaba protegido por su máquina-altar y por los
pájaros. Claro está que una máquina como ésa no es suficiente garantía para
parar a un bicho así. Sotelo, por otro lado, gozaba de la ayuda de las Diosas
(Atenea, Artemisa, etc.); no bastaba, de todas formas, pues el Anti-ser, a esta
altura de la evolución (y de la equivocación humana) está muy potenciado.
Antes de que el chichi desistiera esa noche, efectuó un ataque final. Uno de
los pájaros de Sotelo (un jilguero), por sugerencia de la máquina, se largó a
interceptarlo, salvando al gordo a costa de su propia muerte. El pobre
animalito quedó desintegrado. Al fin, viendo que sus esfuerzos eran inútiles,
el vurro se fue.
Cuando De Quevedo comprendió que el peligro había pasado le dijo al
gordo que trajese un par de cigarrillos y un cenicero (todo sin encender la
luz), y empezaron a conversar del problema.

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—Jm —dijo De Quevedo—. Te salvaste de una buena. Te advierto que el
ve corta no acostumbra a aflojar así como así. Va a volver en sucesivas
noches.
—¿Y qué se puede hacer? —El espanto del gordo no tenía límites.
—Dormir todas las noches boca arriba, como ahora; pero no es garantía,
pues a menos que tengas mucha disciplina, con el paso de las horas te vas a
revolver en la cama y en algún momento vas a quedar con el culífero al aire.
Ahí te trinca. Vamos a hacer varias cosas. Por de pronto te vas a poner en el
culo, antes de acostarte, un tapón de sidra. Te aguantás el dolor: mucho peor
te vas a sentir si te agarra el chichi. Aparte, le voy a pedir a Isidoro que le
hable a un amigo suyo que estuvo en la India, y conoce un exorcismo contra
el vurro que dura veintiocho días; o sea: el verdadero mes lunar, y no el
ficticio de treinta o treinta y uno que establecieron los hombres. Te recuerdo
que el año tiene en realidad trece meses. Luego, durante el descanso que va a
representar tener veintiocho días a nuestro favor, usaremos otro método para
cagarlo definitivamente. Quizá la solución sea que empieces una vida sexual
más cerca de la vida. Los otros días me contaba Alaralena que él, hace
muchos años, vio a un vurro en un desierto atacar un cactus: el muy idiota del
ve corta creyó que se trataba de un hombre. Por suerte para los seres
humanos, la maldad de esta entidad diabólica corre pareja con su estupidez.
Luego que el chichi se hubo clavado miles de espinas en el miembro comenzó
a lanzar rebuznos horrísonos, muy parecidos a los del burro verdadero y
natural, sólo que en una versión corregida y aumentada, y mezclado con
mugidos semejantes a los de los toros. No obstante, y por desgracia, se repuso
en seguida. Luego se desmaterializó. Te aclaro que hay vurros más chicos,
con el «fierro» apenas más grande que el de un hombre, que los esotes usan
contra los hijos de sus rivales (a veces contra niños de sólo meses de edad)
para vengarse, o causarles una maldad horrenda que los desequilibre; al salir
enfurecidos y locos a la batalla mágica, pueden ser destruidos con toda
facilidad. Te podría decir que el vurro es el Anti-ser por excelencia. Tiene
predilección por los hombres y mujeres vírgenes. Son su debilidad, digamos.
También le encantan los célibes, los ascetas y los que tienen poco contacto
sexual. Pero no es garantía ya que, invocado por un esote, un ve corta puede
atacar a una persona de vida sexual normal. Bastante más difícil es que
intente penetrar cuando los amantes duermen en la misma cama. Y tené
especialmente en cuenta esto, gordo: no se conoce un solo caso, en cinco mil
años de ciencia esotérica, en que el vurro se haya atrevido a inmiscuirse en el
acto propiamente dicho. Cuando el hombre ha logrado penetrar a la mujer,

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ambos quedan sellados. Aunque cien esoteristas poderosos obligaran a un ve
corta a atacar a una pareja en el momento del coito, el chichi se rompería la
llave. Pero tené la certeza de que por gusto jamás se mandaría ese operativo.
Quizá lo hiciese en épocas de Salomón, o antes, cuando aún ignoraba lo que
podía pasarle. A esta altura ya aprendió, es estúpido pero no tanto. Tal vez
pienses que a los homosexuales los ataca más, pero no es así… a menos que
sean no asumidos. Según parece, al Anti-ser no hay nada que lo beneficie más
que la castidad. De cualquier manera, y como tenés la desgraciada obligación
de dedicarte al ocultismo para defender tu vida (porque el oficio de la magia
es eso: una desgracia), corresponde que lo sepas todo acerca del ve corta. Las
pistolas que usan los esotes en sus combates están, al igual que las conocidas
varitas mágicas, íntegramente construidas con madera de avellano. Constan
de dos partes o piezas: una que abarca el mango, parte del caño y el gatillo (de
modo que este último es rígido), y otra que va enroscada al caño alargando su
punta. Su extremo termina en una bifurcación o doble púa. Las dos secciones
del arma han sido consagradas de acuerdo a las horas y días de los planetas.
Sirven para lanzar fragmentos de vurro sobre el adversario. Estas energías
negativas pueden hacer que un hombre sin defensas se desplome, si lo
alcanzan. Ahora bien. Si varios ocultistas disparan sobre la misma víctima, el
vurro se materializa en forma total y la hace mierda. Algún día vas a ver
pistolas de avellano. Ahora ya sabés para qué sirven. Pero muchas veces un
solo mago poderoso puede corporizar a ese bicho maléfico, sin necesidad de
ayuda por parte de otros miembros de su grupo, ni de pistolas o varas de
avellano, ni un carajo a la vela. Y ahora te voy a decir algo que te va a sonar
raro, Sotelo. Vos tenés una protección natural contra el ve corta.
El gordo, agotado por el terror, dijo:
—No me vengas con otra de tus historias exóticas para tranquilizarme.
—No intento tranquilizarte. Yo soy un Maestro. No miento en lo que a
magia se refiere. Tu protección es el karate. Las artes marciales brindan una
cobertura sobrenatural. Vos, en este momento, y pese a que vas a karate desde
hace nada más que unos meses, ya adquiriste una defensa invisible contra
vurros de menor tamaño. No es tan fácil reventarte a esta altura, ¿sabías?
Claro que en esto, como en cualquier otra cosa de la magia, el ingrediente
indispensable es la fe. Si perdés fe y confianza en vos mismo, el blindaje
desaparece. Yo reconozco, por ejemplo, que el karate te protegerá incluso de
un vurro grande, pero si ese bicho se te aparece, y no de manera ambigua
como recién, que de alguna manera te dio la excusa de no creer, sino en Toda
Su Gloria, rebuznando adentro de la habitación: «¡¡¡Grooh!!! ¡¡¡grooooh!!!»,

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vos te vas a cagar de miedo. Ahí justamente tu escudo desaparece y el bicho
te garcha. Si no tuvieses miedo, ni el más grandote te puede hacer daño. Pero
el caso es que vas a cagarte de miedo. Por eso es que tengo que hablar con
Isidoro sin falta, para que su amigo te dé protección con un exorcismo de
veintiocho días. Después veremos.
El gordo oyó que De Quevedo se golpeaba la frente:
—Ah… qué boludo soy. Qué manijeado.
—¿Qué pasa?
—Con nuestras últimas aventuras olvidé que Isidoro me dio algo para vos.
—¿Qué cosa?
—Algo para regenerar el sexo, basado en raíz de mandrágora, esta planta
no crece en cualquier país; hay en Corea, Bolivia, y en otros pocos lados. El
contenido de la botellita que traje fue preparado con plantas bolivianas. Te
vas a embadurnar el sexo completo: miembro y testículos, dos veces por día;
una al levantarte y otra al acostarte, y por la tarde tenés que darte un baño
urgente de la cabeza a los pies. Tu limpieza deberá ser más rigurosa que
nunca. Calculo que el contenido de la botella te va a alcanzar para un mes o
poco más. Es suficiente. Vas a sentir cada vez mayor potencia sexual, pero no
de un día para el otro, sino progresivamente. Con tus invocaciones a Venus,
Eros y Odín, más la ayuda de este producto, el hechizo quedará roto para
siempre, este líquido es en verdad soberanamente mágico. ¿Sabés cómo se
cosechan las mandrágoras?
—¿Cómo querés que sepa eso? Ni siquiera sabía que existieran esas
plantas.
—Son unas raíces de apariencia humana, muy diferentes a otros vegetales.
Son formas de vida fuertes y actuantes, pese a su inmovilidad: una especie de
animales mágicos. No les gusta que los arranquen de la tierra ni las maten,
como es lógico. El hombre que las quita de allí caga fuego
irremediablemente. Primero es preciso brindarles una explicación de por qué
estás obligado a sacarlas: para hacer una obra buena. Tenés que hablarle
durante muchos minutos a cada planta. Aun eso no basta. Luego hay que atar
la raíz a un caballo, o a otro animal fuerte, para que sea él y no vos el físico
que las arranque. De ese modo, cualquier resto de energía caerá sobre el
caballo. Pero te repito: hay que hablarle primero, porque si no ni el caballo es
suficiente.
De Quevedo hizo una pausa y encendió otro cigarrillo. En el acto fue
imitado por el gordo. El Maestro dijo:

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—Los tratamientos psiquiátricos te reventaron el sexo. Sobre todo el
electroshock. Las destrucciones físicas se curan de manera fisicomágica.
Debés dejar de sentirte culpable de lo que te pasó con Cecilia —el gordo se
puso rígido pero no habló—. Te jode muchísimo que lo mencione, ¿cierto? Sí.
Ya sé. Pero es preciso hablar; si queda guardado es peor. No tenés que
sentirte culpable porque la culpa plantea un mundo sin salida. Más bien pensá
qué cosas hay que cambiar para que tu historia no se repita nunca más. El
puritanismo de tu familia te quemó más neuronas que el electroshock.
—¿Y vos qué te creés: que yo no trato de desprenderme de mi
puritanismo?
—Yo sé que sí. Pero no basta. Sos distraído e inhumano; tenés que darle
una soberana bola a mis ejercicios: mirar árboles, pájaros, etc. Si no
comprendés a los otros seres como seres, y no como extensiones de tu
persona, jamás vas a poder acercarte al mundo femenino. Vos ves a las
mujeres como altas torres inabordables, inaccesibles. De uniforme secreto.
Poco menos que valkirias con lanza y todo. ¿O me equivoco?
—No, es cierto.
—Al mismo tiempo, mirá vos qué curioso, las subestimás, como si no
cumplieran consignas. No sos el único manijeado que se frustra porque ellas
no son como hombres pero con otro sexo. El hecho de que sean distintas a
nosotros, precisamente, es el artificio de que se valieron los Dioses a fin de
que los círculos viciosos estáticos se rompan para siempre y comiencen los
movimientos. Como si tus problemas fueran pocos, además sos nihilista;
ahora con razón, por desgracia, porque todo te brinda una excusa. Desde
chico la sociedad te ofreció el dolor como único gozo posible, y estás
acostumbradísimo a la complacencia fácil del sufrimiento. El masoquismo es
el gozo con uno mismo, el círculo vicioso, y la salida es la mujer. De modo
que, como primera disciplina, yo te impongo algo muy difícil pero que tenés
que cumplir al pie de la letra: cualquiera sean las circunstancias desagradables
y dolorosas, por muy grande que sea la falta de bienestar, te prohíbo gozar del
dolor. Hacé lo que se te antoje, pero no lo goces. —Sotelo, al oírlo, se
estremeció de furia; su cabeza apelaba a quince excusas para justificar su
enojo. Pese a la luz apagada, el Maestro sabía perfectamente lo que al gordo
le pasaba por la cabeza—: Preguntate por qué estás tan indignado con mis
palabras y vas a comprender mucho de vos mismo. Y ahora, para que te
enojés del todo conmigo, aquí va un finale andante con moto: es cierto que
vos querías gozar con Cecilia, es verdad que los electros te cagaron y que las
manijas y los chichis te lo impidieron. Todo eso es verdad. Pero también es

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indudable que vos no querías gozar con ella; con una parte de tu interior
repetís tu historia y la información que te enseñaron: «Hay que hacer todo lo
necesario para que la vida sea escasa y, finalmente, triunfe la muerte».
El gordo quedó helado porque comprendió (sintió, mejor dicho, ya que el
otro se lo hacía sentir con su carisma) que De Quevedo tenía razón.
—Lo que tenés que hacer no es sentirte culpable, porque con ello sólo
lograrías repetir la historia, sino cambiar tu información subconsciente.
—¿Cómo?
—Autoeducándote. Terminá con la masturbación masoquista del
nihilismo. Podés, y vas a ganar. Pero no te permitás gozar del dolor un solo
minuto. Ni uno. Tenés que combatir tu egoísmo, que en ocasiones llega a ser
brutal; si no lo hacés, no podrás nunca acercarte al mundo. El egoísmo es otra
de tus masturbaciones: la complacencia de no compartir, otro círculo vicioso.
Los fenómenos del mundo externo te importan cuando te afectan
directamente: si no, puede caerse la casa del vecino que ni te tomás la
molestia de ir a mirar.
—Bueno… no es tan así; yo me preocupo por…
—Pero no me hagás reír, haceme el favor. Los otros días caminábamos
por Floridzátl; un cable de alta tensión cayó en la esquina por donde habíamos
pasado un instante antes. «¡Che gordo! —te dije emocionado—. Mirá: de una
buena nos salvamos…». Y vos asentiste indiferente, dispuesto a seguir
caminando como si tal cosa. No estás de vuelta de nada, ni sos un monje zen,
ni un alto Maestro, ni un carajo: procedés así simplemente por tu autismo.
—Uh… Capaz que esa fue una manija que nos largaron los chichis.
De Quevedo contuvo las ganas de pegarle una trompada en la boca del
estómago. Haciendo gala de un gran aguante, dijo:
—Negro: me importa un carajo si nos lo mandaron los chichis. No lo sé ni
me importa. Quizá fueron ellos, pero eso no tiene nada que ver con el
problema: tu indiferencia inhumana es lo que me preocupa. O bien no les das
bola a los fenómenos que te rodean, o, por una obvia paradoja, creés que todo
lo que sucede se refiere a vos. Y ésa es otra manera, gemela, de no dar pelota
al mundo.
—Sí, pero…
«Sí, Maestro Mpboris, Bueno, Maestro Mpboris. Comprendido, Maestro
Mpboris».
—¡De Quevedo socorro! —El gordo, al oír las voces, quedó aterrado.
—¿Qué pasa?
—Se oyen voces.

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—¿Y qué dicen?
—No sé. Hay un Maestro que no entiendo muy bien cómo se llama,
porque la primera letra de su apellido me llega confusa: Boris, Moris o Poris.
Algo así.
—Pará la oreja a ver si oís más. Cazaste una onda astral, por lo visto; anda
diciéndome lo que escuchés.
Así lo hizo el gordo; a medida que captaba la información se la pasaba a
De Quevedo. Como las constantes «traducciones» harían muy aburrido el
texto, las obviaremos a fin de hacerlo continuo:
«Sí, vaya tranquilo, Maestro Mpboris. Vamos a cuidar todo en su
ausencia… Uf: por fin se fue. Ahora quedamos libres de hacer lo que se nos
cante el culo. Che, Esteban ¿qué te parece si ahora que el Maestro Mpboris no
está usamos el cimarrón para reventarlo a Tolosa? Ya me tiene rotas las bolas,
Tolosa».
«Y bueno, dale. Pero después se lo devolvemos al cimarrón ¿eh,
Rogelio?… para que el Maestro no se dé cuenta». «Ah, claro. Pero sí, por
supuesto». «Mirá Rogelio que él nos prohibió terminantemente usarle el
cimarrón o los ve corta. Ni los fiamenkos nos deja sacar».
«Esteban, ¿querés que te diga la verdad?: sos un miedoso. Un miedoso de
mierda. Si vos sabés que Mpboris siempre nos perdona todas las cagadas que
nos mandamos —chasquea los labios—: Cht… no pasa nada».
(Se oye una tercera voz:)
«¿Qué? ¿Que van a usar el cimarrón para destriparlo a Tolosa? Ah, qué
lindo. Yo también quiero intervenir. Miren: el Maestro Mpboris dejó el látigo
a mi cuidado; me prohibió terminantemente que lo usara para ningún trabajo,
pero… como él no está… ¿Saben qué? Antes de mandarle el cimarrón, le
podemos pegar con el látigo astral del Maestro. Así, antes de matarlo a Tolosa
que ya nos está hinchando mucho, le damos latigazos en los huevos durante
quince minutos». «Buena idea —dice Rogelio—. Excelente. Mucho látigo en
los huevélidos y en el enanito fortachón del sur».
«Eso. Y con el culo de Tolosa podemos jugar a la sortija astral». (Se oye
una cuarta voz:)
«¿Cómo? ¿Lo van a hacer mierda a Tolosa y a mí no me invitaron? Yo
también lo quiero hacer mierda a Tolosa. A mí, la verdad, el tipo no me hizo
nada; pero estoy aburrido. Nunca me tienen que dejar afuera en estas
aventuras. Yo conozco una invocación para manejar vurros, así que ya ven
que me necesitan. Le voy a mandar un ve corta chico, a Tolosa: así no se
muere enseguida y sufre».

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«No, Soria. No, Luis. A vos no te conviene venir con nosotros». «¿Por
qué?». «Porque el Maestro dejó sus pájaros a tu cuidado. Mirá si vuelve y ve
que no les diste de comer».
«Pero que se jodan. Que esperen un poco. Les cambio el agua y la comida
esta noche, qué tanto lío y fregar».
«Y bueno… si vos querés». «Sí, sí».
(Aparece una quinta voz:)
«Che, pero… ¿qué dejó el Maestro Mpboris sobre su mesita de luz?
¡Eeeee…!: un caramelito de limón. Con lo que a mí me gustan. Seguro que el
Maestro lo reservaba para comérselo esta noche y recuperar fuerzas cuando
volviera cansado de sus trabajos. Ma sí: me lo como y listo. Total somos
tantos que no va a saber quién se lo afanó. No creo que haga un astral para
averiguarlo, Mmh… qué rico».
(Una sexta voz:)
«¿Y esta copa labrada, de cristal? Está llena. ¿Qué tendrá adentro? Mh:
agua fresca. Y justo yo tengo sed. ¿Quién la habrá dejado aquí? Ah, es la copa
que el Maestro deja llena antes de irse porque sabe que de noche vuelve
cansado y tiene que ir al pozo a buscarla. Al pozo, que queda a quinientos
metros de aquí. Si no hubiera visto la copa hubiera ido a buscar agua. Pero la
verdad es que no tengo ganas de ir afuera a cagarme de frío. Me la tomo. Si el
Maestro tiene sed a la noche que salga a procurar. Para eso es el Maestro.
Aunque la verdad… no está bien que me mande esta cagada… además tengo
miedo de que se enoje».
(Séptima voz:)
«¿Y por qué tenés miedo, cagón?». «Y… porque… Juan Manuel: vos no
hablés que cuando Mpboris aparece también te cagás en las patas». «¿Qué?
¿Que yo me cago en las patas? Para que sepas yo no le tengo miedo a nadie.
Para esta altura mi grado en la magia es tan alto como el de Mpboris. O más.
Que no me hinche las pelotas porque lo hago cagar con mi escopeta mágica.
Larga perdigones negros. Así de poderosa es». «¿Negros? La puta: yo creía
que tiraba verdes… azules a lo sumo». «No: negros». «Carajo, qué fuerte
sos». «Sí. De modo que si tenés sed tomate el agua de la copa del Maestro
que no pasa nada. Yo te protejo. Soy fuertísimo». (De pronto se escuchó una
octava voz: imposible, entre japonés, griego antiguo y ruso, la cual dijo
infinitamente furiosa:) «¿Brosniashiwatakotai?».
«¡Aaah…! ¡Volvió el Maestro Mpboris! ¡Volvió antes de lo previsto! Qué
espanto. ¿Y ahora qué hacemos?».

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«El cimarrón está todo sudado porque lo sacamos a trabajar. Seguro que el
Maestro ya se dio cuenta y viene a pedirnos una explicación. ¿Qué carajo le
decimos?». «Y, alguna mentira». «Por el grito que largó me parece que esta
vez viene enojado de veras». «¿Brosniashiwatakotaiii…?». «¿No te dije? Está
rabioso, Nunca lo escuché gritar así». «¿Watatawakatanishicimarrón?». «No.
¿Sabe qué pasa, Maestro Mpboris? Yo ya sé que usted dijo que no le
usáramos el cimarrón, pero Tolosa ¿vio, señor? Tolosa nos rompía mucho las
bolas; entonces mandamos al cimarrón para que le comiese las hierbas
pudendas. ¿Cómo?, ¿qué quién le mandó el cimarrón? Bueno… aparte mío
está Esteban. Sólo que él se dedicó a jugar a la sortija con el culo de Tolosa.
Ah, si usted hubiese visto, Maestro Mpboris. ¡Cómo se habría reído! Tolosa
gritaba como un loco cuando Esteban le rompió la arandela con un ve corta
chico. Y cuando creía que ahí se terminaba todo, vine yo con el cimarrón, ja,
ja, ja… ¿eh? ¿Por qué agarra esas pinzas, Maestro Mpboris? ¡No!, ¡no,
piedad! ¡No me castre! ¡Aaaahahah… oooff…!». «Mirá mirá, Juan Manuel lo
que el Maestro le hizo a Rogelio: lo reventó por completo. Quién diría: el
Maestro Mpboris, que no se enojaba nunca». «Menos mal que te tenemos a
vos, Juan Manuel. Si viene para este lado te encargás de pararlo». (Juan
Manuel:) «Beee… treeee… triii… graaa… baaa… troooo…». «¿Pero cómo,
Juan Manuel?, ¿por qué te quedas ahí parado y hablando pavadas? Como
paralizado. No me vas a decir que le tenés miedo, después de la pinta que
echabas con la escopeta mágica. Uy: ahí viene el Maestro. Sálvese quien
pueda». (Juan Manuel sigue con sus declinaciones raras, estilo ópera
moderna, todo debido al mismo cagazo:) «Breee… briii… treee… traa…».
«Uchi, Juan Manuel: mirá. El Maestro se viene para acá. Seguro que te busca
a vos. Capaz que te escuchó lo que decías de que lo reventabas con tu
escopeta maravillosa. Qué cagada. Yo rajo, por las dudas». «Beee…
breeeff… socorrooff… perdonefff Maestriffff…». «¡Taichimoteee…!».
«Socorrefff… perdonifff… Maestrofff…». «¡Taichimotaaa…!,
¡taichiquédijoooo!, ¡escopetamagimotaaa!». «Peroyolodijifff porchistofff…».
«Aahh… guachitaka. Riguahonikatazutov». «¡Aaaaahhhh…!,
¡aaagggaahh…!». (la voz, que antes dialogó con Juan Manuel, ahora dice para
sí misma:) «A Juan Manuel El Mago le arrancó la lengua y le metió la
escopeta maravillosa en el culo, con el mango para adentro; está enojadísimo.
Menos mal que yo me escondí detrás de estos tapices. Detrás de estos tapices
de plomo no me verá. Claro, porque Juan Manuel, cuando lo vio al Maestro
Mpboris atinó a clavar la escopeta en el pasto chino, para hacer creer que era
una planta, pero el Maestro se avivó igual y se le vino al humo. Y al pobre

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Rogelio no le fue mejor: por haberle usado el cimarrón sin permiso le arrancó
el manojo que está entre las piernas. ¿Y entonces a mí qué me va a hacer? Yo
peor porque jugué a la sortija con el culo de Tolosa. Pero qué barbaridad, qué
Maestro castrador. Lo único que queríamos era divertirnos un poco. A fin de
cuentas ¿qué daño le hicimos a Tolosa? Romperle un poco la arandela, dejarlo
lisiado e inútil para la reproducción. Pero nada más. No está ciego. Puede
leer. Oír música, oler los aromas del campo, extender la mano izquierda y
tocar con el dedo índice, que es el único que le queda. No somos unas bestias
desalmadas. El Maestro Mpboris nos reprime. Nos priva de toda expansión».
«¿Escondidotakatai?». «¡No! Ma… Maestro Mpboris… ¿sabe qué pasa? Yo
estaba escondido detrás de los tapices de plomo porque lo vi enojado, pero no
porque tuviera realmente nada que ocultar. Yo…».
«Howakennikatazusortija».
«Claro, yo le voy a explicar. Es cierto que hice la sortija con el culo de
Tolosa, pero hubo razones trascendentes. Tolosa pertenece a otro grupo
esotérico, no es discípulo suyo ni nada, eso en primer lugar. Además
estábamos aburridos y con ganas de practicar magia y… ¡No! No, Maestro
Mpboris: ¡la ve corta más grande de todos no! ¡Deme otra oportunidad! ¡El
vurro Maestro no! Ni nosotros nos animamos a tocarlo. Usted lo saca a pasear
muy pocas veces. ¡Tenga piedad! ¡¡¡¡Aaaalihhh!!!». «¡Ohnishikamikaziiii!
¿Kamikatipájaros?».
«Sí. Le explico inmediatamente, Maestro. Instantáneamente. Usted se
extraña de que los pájaros no tengan comida ni agua. Bueno, le cuento.
Resulta que yo me distraje con el asunto de Tolosa. Yo no participe en el
Show Tolosa. Miraba, nada más. Y por eso fue que los pájaros quedaron sin
cuidado, pero ahora me pongo en tarea. Aunque tenga que irme a dormir a las
cuatro de la mañana. ¡No, Maestro! ¡El garfio no! ¡No me reviente los
intestinos por lo que más quieraaaahh…!».
«¡Higuarinikatooo! Katov. Katov. ¡Nikatoláligo!». «¡Piedad Maestro! ¡Yo
le usé el látigo sin permiso peroaaaahh…!». (Se escuchan otras voces:) «Con
el propio látigo astral le arrancó la cabeza a Juancito. Bueno, después de todo
se lo merece. El Maestro le confió el látigo y el anduvo usándolo contra
Tolosa». «Tenés razón, Chorroarín. Menos mal que nosotros no hicimos
nada». «¿Cómo nada? Yo le tomé el agua de la copa y vos le comiste un
caramelito de limón». «Uuuu… pero y eso qué es comparado con lo que
hicieron los otros. No, yo te digo que estamos a sal…». «Katov.
¿Nikatoagua?».

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«Yo fui. Yo fui, Maestro. Yo tomé la copa labrada y me bebí el agua.
Tenía sed. Yo soy sincero. No miento. No soy como sus otros discípulos».
«Nikatoagua». «Pero Maestro: me imagino que no me va a cortar la garganta
con sus garras porque le tomé un poco de agua, es una
¡insignificanciiiiaaaahaayaah…!». «Kantov. ¿Nikatolimón?». «¡Maestro!
¡Pensarlo, pensarlo! No me va a arrancar la pija porque le comí un caramelito
de limón. No tiene nada que ver. La pena no es proporcional al delito. A mi
pito yo lo necesito para hacer pis y para dejar embarazadas a las mujeres».
«Nikatolimón». «¡Aaaayyaargg…!». «Nikatolimón».
Las voces enmudecieron. El gordo le dijo a De Quevedo muy suelto de
cuerpo:
—¿Sabés una cosa? Yo creo que el Maestro Boris, Moris o como quiera
que se llame, está queriendo darme una lección metafísica de obediencia. Te
lo digo porque todo suena muy exagerado. Sus discípulos no hicieron nada de
eso, ni murieron, ni un carajo. Es sólo para que yo aprenda.
De Quevedo, horrorizado, no sabía cómo hacerlo callar:
—¿Qué? ¿Pero qué estupideces estás diciendo? A ver si ese Maestro te
escucha y se enoja con vos. ¿Qué te creés: que todas las cosas del mundo
ocurren por tu causa, y para tu exclusivo aleccionamiento? ¿Suponés que el
Universo está para servirte? Yo no niego que todos podemos sacar lección de
las cosas que ocurren, pero eso no sucede para nosotros. Ni para vos ni para
nadie. Bajá tu egoísmo, viejo, porque si te escucha un Maestro, menos
tolerante que yo, te puede hacer mierda. Ojo.
Sotelo quedó helado y mudo. Luego atinó a preguntar:
—Pero… ¿entonces es todo verdad?
—Y por supuesto.
—Quiere decir que ese Maestro… Boris… es de una severidad nunca
vista. Infinitamente implacable. A muchos de sus discípulos los hizo cagar
con justicia; se lo merecían por el operativo que se mandaron contra Tolosa.
Pero hubo uno a quien reventó por haberle comido un caramelito de limón.
—Nos parece monstruoso porque no conocemos los entretelones. Vaya a
saber en qué traición pensaba el tipo cuando le comió al mago el caramelo de
limón. A lo mejor se dijo: «¡Qué me importa! ¡Si se enoja que se enoje; yo me
lo tomo y listo!». Y así, por esa traición, se quedó sin pija. Lo más probable
es que ese Maestro hubiera estado afuera haciendo astrales para beneficio de
sus discípulos: curarlos de enfermedades, protegerlos de manijas. Por eso le
dio bronca. Hay altos magos que son tolerantes durante cien años o más;
permiten que sus discípulos les hagan las mil y una. Pero un buen día se

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hartan: «De hoy no pasa», y por una cagadita así, los destripan. Seguro que el
Maestro Boris es de la escuela antigua y se permite muy pocas expansiones.
Igual a esos viejos generales chinos que, después de ganar una gigantesca
batalla, al llegar la noche, se regalan con una taza de té y veinte minutos de
soledad. Los astrales cansan mucho, y el azúcar del caramelo a Boris le
hubiese restaurado energías. Según lo que vos me contaste otro de sus
discípulos cagó fuego por haberse tomado el agua que el Maestro reservaba
para la noche. Pero acordate que esa agua no estaba en cualquier recipiente,
sino en una copa labrada. Eso quiere decir que Boris pensaba tomarla con zen.
Beber en esa forma un líquido incoloro, inodoro e insípido, para un alto
Maestro puede equivaler a una cena. Y ese discípulo chichi lo sabía o por lo
menos lo intuía perfectamente. En vez de ir al pozo a sacar agua, ya que tenía
sed, prefirió que el Maestro tuviera que ir a buscarla de noche, con frío, y se
jodiera. Fijate además que a cada uno le impuso un castigo que tenía que ver
con la cagada que se mandó: a quien le usó el cimarrón para dejar baldado a
Tolosa y castrarlo, le arrancó las testiculotas y el resto de las pudendicias. Al
chichi que desconsideradamente le bebió el agua, le cortó la garganta con las
garras. En cuanto al comedor de caramelos, que privó al Maestro de
recuperación astral y sexual, se quedó sin pija. Hubo uno que usó su látigo
mágico sin permiso; con el propio látigo le cortó la cabeza. Al charlatán de la
escopeta mágica, por insubordinado y charlista le arrancó la lengua y le metió
la escopeta en el culo. A ese otro que jugaba a la sortija con el pobre Tolosa,
le largó al magister vurricus para que se lo trincase. Al que dejó que los
pájaros pasaran hambre y sed le cagó los intestinos. En otras palabras: a cada
uno le dio lo suyo.
—¿Y quién es Tolosa?
—Qué sé yo. Algún pobre infeliz a quien estos hijos de puta odiaban
porque no era de su grupo. Seguro que Tolosa estaba progresando en la magia
más que ellos y les dio envidia.
—Claro, pero es terrible.
—Ellos empezaron con lo terrible.
—Claro, pero… Y otra cosa: ¿cómo puede ser que yo haya oído esta
información, de dónde?
—A esta altura vos ya estás metido hasta las tetas en el esoterismo.
—Pero, ¿cómo escuché? ¿Y por qué vos no?
—Y yo qué sé. Nadie pretende que el mundo de la magia sea un libro
abierto. El magister que lo cree, por alto que sea su grado, es un tonto. O está
loco de vanidad. Es lo mismo que en la física teóricopráctica: conocemos una

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parte. El misterio final nos está vedado. Eliphas Levi creía saberlo todo; eso
fue porque al pobre lo habían enganchado. A esto tomalo como dogma: en
magia, cada vez que alguien supone tener el conocimiento final, estamos en
presencia de un infeliz que ha sido dominado por un grupo esotérico que se
propone hacerlo trabajar para sus fines. La magia es un caso especial de la
física. La física es un caso especial de la magia. Si a la magia propiamente
dicha le sumas la astrología, la mecánica cuántica y la relatividad, tendrás
cuatro aspectos de un mismo problema: vas a saber más, pero no el todo. En
cuanto a por qué vos oís y yo, siendo el verdadero Maestro, no oigo, no lo sé.
Supongo que los Dioses han tomado para sí parte de tu enseñanza. Quizás
ellos desean medir tu lealtad, tu fe en mí y en el Ser. Tenés la posibilidad de
desconfiar: «Son todas mentiras. No se oyen voces. Es el propio De Quevedo
que las imita en la oscuridad para que yo crea en la existencia de lo
sobrenatural». Porque la ambigüedad de la magia es de tal naturaleza que,
aunque un tipo haya visto actos sobrenaturales puros, sin excusas, a posteriori
recibe otro paquete de información que lo hace dudar. Por ejemplo: vos podés
observar a un fakir hindú subiendo por una soga. En ese momento tenés la
absoluta certeza de que no hay truco. Y en verdad es así. O ver a un santón
caminar sobre las aguas. Pero después se te ocurre que a lo mejor te
hipnotizó. Curioso que no lo pienses mientras el hecho está transcurriendo,
¿no? O decirte: «Ese farsante hijo de mil putas puso un tablón». Pese a que ni
la Marina norteamericana es capaz de colocar un tablón submarino en el
Océano índico. En instancia última, y aunque hayas visto gente
sobrenaturalmente destripada a tu lado, y que a vos también te pasan cosas
inexplicables, la magia es una cuestión de fe. Incluso si fueras un alquimista
que, luego de veinticinco años de duros trabajos, ha transformado el plomo en
oro, lo más probable es que se le ocurriera la siguiente idea terrible: «Mi
ayudante, compadecido de mí al ver que no obtengo nada, reemplazó el
plomo por una poca de oro, mientras me quedé dormido en el laboratorio por
puro agotamiento, para darme felicidad». Si no sos fuerte en lo moral, tu
alegría se destruye a causa de la maldita duda. O imaginá que sos un mago
infinitamente desesperado y furioso porque unos chichis, reunidos en una
terraza de meditación, han matado a un amigo tuyo o a una mujer que ames.
Levantás los brazos, golpeás la tierra para llamar a tu Padre que está en la
Tierra: «Padre, Padre, sal afuera y destrúyelos. Aunque todos debamos morir
hoy. Padre: sal conmoviendo la tierra. Padre sal, Padre sal…». Y por supuesto
que el Minotauro sale afuera produciendo un terremoto en grado siete o más.
Suponé también que todos los chichis mueren, muy bien. Supongamos

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incluso que vos sobrevivís al evento. Años después, con otra situación
astrológica, o sin una auténtica pasión Mozart de tu parte, intentás repetir el
fenómeno. El Minotauro no te da bola. No aparece ni un carajo. Vas a
suponer entonces que la otra vez hubo un terremoto por casualidad. La mente
humana es así. Hasta al Dalai Lama se le deben ocurrir cada tanto manijas
como ésta. Ahora bien, en cuanto a las voces mismas, que vos escuchaste
hace un rato, bueno… no sé cómo pudiste escucharlas, pero tengo una teoría,
que puede ser falsa o verdadera (o tan ambigua como toda la magia): tal vez
tu ka, o doble astral, a esta altura, ya haya aprendido a construir máquinas sin
vos ser consciente de ello. Es altamente probable que hayas fabricado, en tus
propios talleres de mago, una cantidad de máquinas para tu defensa o para
que te avisen de sucesos que pueden interesar para tu desarrollo. En la magia,
los únicos que no dudan son aquellos que están muriendo destripados por un
chichi que se saca la máscara pues ya no tiene necesidad de mentir ni simular.
—Pero entonces, ¿en ningún momento normal uno va a poder estar seguro
de…?
Sotelo enmudeció. Alguien le estaba chupando el dedo gordo del pie
derecho. Una voz a dos metros de él decía: «Qué rico dedo. Ooooh, pero qué
rico dedo sucio».
El gordo, por el mismo horror, tardó cinco segundos en reaccionar:
—De Quevedo…
—Qué —contestó el otro, a su lado.
Cabía la más que remotísima posibilidad de que el Maestro, procediendo
con una sigilosa velocidad que le hubiera envidiado Houdini, se hubiera
vuelto a acostar, y estuviera jugándole una broma post-lección esotérica.
—Alguien me chupó un dedo del pie y dijo qué rico dedo sucio.
Socorreme que volvió el ve corta.
—No. El vurro, cuando fracasa, no vuelve en toda la noche. Me temo que
sea el Hombre del Batón.
—¿Y ése quién es?
—Es un peregrino, un caminante infatigable que a veces se confunde con
el Judío Errante. Se desconoce su misión. Si al entrar en una casa encuentra
qué comer, no hace nada malo. De lo contrario suele devorar a los niños, si
los hay en el hogar. Pero todo esto yo ya te lo dije en su momento, lo que pasa
es que vos te olvidas de todo.
—Me lo mandan los chichis para revent…
—No. El Hombre del Batón no obedece a ninguna Sociedad Esotérica. Si
alguien lo invoca él no va. Viene si se le da la gana.

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—¿Y qué hacemos?
—Nada. Quedate inmóvil por completo. Si te toca los pies, o come cosas,
no te des por enterado. Hay que hacerle creer que estás dormido. Ni te
muevas ni me hables. Hasta que se vaya solo.
Diez segundos después a Sotelo volvieron a chuparle uno de sus dedos:
«Ooooh, qué rico. Qué rico dedo sucio. Lo voy a chupar todo». Lo más raro
fue que el gordo, antes de acostarse, había lavado a conciencia sus pies,
precisamente para evitar manijas. Lo cierto es que el chichi vino pese a ello.
Tal vez la explicación estuviese en que él tuviera hongos en sus extremidades
inferiores sin saberlo: el principio de una invasión que aprovechó el
«peregrino». Fuera como fuere, el hecho es que a poco el chichi pareció
cansarse de esa tarea y buscó algo para comer. Sotelo adivinó entre las
sombras de la habitación una especie de bata flotando en el aire. Ruido de
masticación. «Oooh, qué rico pan duro. Ooooh, qué rica fruta». (Luego de
cenar, Sotelo y De Quevedo, habían dejado un poco de pan y media manzana
en la mesa). De pronto se oyó un ruido desde la jaula de Guram. El loro, con
toda evidencia, había salido de su jaula y volado hasta la mesa. Oyeron
sonidos de lucha y chillidos de combate. Una forma flotante y gigantesca
abrió la ventana con violencia y saltó desde el balcón hacia el vacío. Luego de
uno o dos minutos de completo silencio, De Quevedo dijo:
—Bueno. Ahora sí podés encender la luz. Pero sólo un momento y
después apagá.
Guram estaba otra vez en su jaula, con un pedazo de manzana.
—Mirá: el loro lo corrió a picotazos y le quitó la manzana. Ahora la tiene
en la jaula como un trofeo. Se la merece. Listo. Apagá.

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CUARENTA Y UNO

LOS ESOTERISTAS DEL HOTEL BANCARIO

Llevaban diez minutos durmiendo, más o menos, luego de su aventura


nocturna, cuando los despertó un ruido horrísono que venía desde la calle:
bocinas, gritos de «¡Feliz cumpleaños!». y «¡Recién casados!», así de
incoherente.
—La puta que los parió, ¿es que no vamos a poder dormir hoy? —dijo
De Quevedo fastidiado—. Qué nochecita…
El gordo también estaba furioso y desesperado:
—¿Pero qué mierda es eso, viejo? Yo mañana laburo. Está bien que a la
una de la tarde, pero…
Entonces, en medio del estruendo «tremebundo», como dice el señor H.
R. Haggard, se escuchó una hermosa voz de mujer joven: «¡De Quevedo!
¿Estás ahí? ¡De Quevedo!».
El Maestro se levantó y fue al balcón. Sotelo notó, con extrañeza, que no
contestaba a la voz, la cual seguía repitiendo:
«¡De Quevedo! ¡De Quevedo!».
—Gordo: no te muevas de donde estás.
Las cosas siguieron así durante un rato: la voz femenina llamando y
llamando y el otro que no contestaba, más el ruido de una gran masa de gente
que cada tanto aplaudía y gritaba ¡Feliz cumpleaños!, o ¡Recién casados!, o
¡Viva!
—Gordo: ni se te ocurra asomarte —repitió De Quevedo—. Cuando haya
pasado lo peor yo te aviso. Porque quiero que veas, para que aprendas para
siempre y no te olvides. Pero no en este minuto.
La voz de mujer joven y hermosa se oyó por última vez: «¡De Quevedo!
¡Salí!».
El otro, imperturbable, naturalmente.

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—Ahora ya podés venir, Sotelo.
El gordo se acercó al balcón, lleno de asombro y preguntas:
—¿Pero qué pasó? Era una mina. Te buscaba. ¿Por qué no le contestaste?
—¿¡Qué mina!? —contestó el Maestro con una mezcla de furia y asombro
—. Si eran tres tipos cubiertos con capuchas. Estaban en la vereda de enfrente
mirando para aquí. Además, no era a mí a quien buscaban. Querían
engancharte a vos. Yo usé mi poder para distorsionar la onda que ellos
enviaban. Los obligué a decir «De Quevedo», en vez de «Sotelo». Usaron voz
de mina, para reventarte no bien te asomases al balcón. Sabían que al oír una
voz de mujer te ibas a volver loco de ansias. Pero tu máquina-altar, en
cambio, sí que supo. Ah: ella claro que sí. Los robots son raros. Se potenció
poniéndose en actitud de combate, como un ejército que se dispone a la
ofensiva. Tu máquina pensó que a lo mejor vos salías al balcón a pelearlos
con mudras, y se puso a punto para hacerte cobertura. Por lo visto, ella no se
avivó de que vos estabas alucinado por la voz y que mal podías salir con
intenciones bélicas. O quizá no es que tu máquina ignorase el espejismo que
sufrías, sino que vio más allá: que no bien salieses al balcón, el hechizo
quedaría roto y tal vez decidías pelear. De cualquier manera que fuese, ella
estaba dispuesta a todo. Ah… mirá, gordo.
Abajo ocurría algo absolutamente extraordinario. El SUBAG (Sindicato
Único Bancario Guatimoizinita) era dueño del hotel de catorce pisos que se
elevaba casi delante del edificio donde vivía Sotelo; allí pasaban sus
vacaciones los afiliados de todo el país que deseaban hacerlo. El centro
sindical turístico, en otras palabras. Todo normal. ¿Cómo podía entenderse,
entonces, que por sus puertas vaivén, de acero y vidrio, unos cuantos tipos
estuvieran introduciendo un bote como ese que usan para remar en el
Tigretzing? Pero eso, con ser una rareza, no era todo. El bote no estaba
construido con madera, sino con una sustancia blanca, con grandes vetas
carnosas, rojizas, como islas. Mientras lo arrastraban iba chorreando un
líquido escarlata, que era limpiado en el acto por tres tipos que lo seguían. Al
fin lograron entrarlo en el Bancario.
—¿Pero qué carajo es eso? —preguntó el gordo asombrado.
—Es una barca para viajar en astral; hecha con carne y huesos humanos.
Seguro que ahora la suben por la escalera hasta la sala de meditación. Allí la
van a tripular los remeros astrales, con fémures y tibias en vez de remos, eso
que chorreaba era sangre.
—¿Es contra nosotros? —dijo Sotelo, cagado de miedo.

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—Los tres encapuchados eran como un desgajamiento del grupo central.
Ellos sí te querían destripar. Pero igual no entiendo del todo. No me imagino
qué… A menos que estén por luchar contra otro grupo esotérico.
Justo en ese momento llegó una cantidad impresionante de coches.
Bajaron muchos hombres y mujeres, pero… ¡qué mujeres y qué hombres!
Parecían pertenecer a dos grupos enfrentados. Las mujeres de una de las
Asociaciones iban ataviadas con vestidos escotados, largos hasta los pies, del
mismo color y con claveles rojos prendidos al pecho. Todas tenían los senos
casi por completo afuera. Incluso una —de unos cuarenta años, y
evidentemente una jefa— mostraba el nacimiento de las areolas de sus
pezones. Sus rivales usaban ropas idénticas en cuanto a largo y corte, pero de
color distinto y claveles blancos. Los hombres, por su lado, portaban
brazaletes identificatorios en sus brazos izquierdos, con un triángulo en el
centro de un redondel. Los de mayor jerarquía usaban traje blanco y antifaz
—también las mujeres de alto grado ocultaban sus facciones con el mismo
adminículo—; los magos del otro bando tenían brazaletes con un círculo de
diferente color y sin ninguna figura adentro. Los dos bandos de chichis
comenzaron a agredirse con pistolas de avellano con doble púa, varitas
mágicas, se peloteaban vurros y hasta se daban con cuchillos y espadas
consagradas. A una mujer la desnudaron a cuchilladas y cayó agonizando a
tierra. Perdía sangre por el pecho, el vientre, los brazos, las piernas y hasta la
cara. Dos minas adversarias se habían cebado con ella. La jefa, de unos
cuarenta años y del mismo grupo de la caída, hundió su espada casi hasta la
empuñadura en la espalda de una de las asesinas, aprovechando que ésta se
reía de las convulsiones de la víctima. Su compañera, al ver a la amiga caer
con un gemido, se abalanzó sobre la jefa. Perdió ésta un valioso tiempo en
liberar la espada, cosa que aprovechó la otra para clavarle un puñal en el
rostro. La jefa se tambaleó un segundo; su herida, aunque grave, no era
mortal. Había perdido un ojo, pero no en vano era grado 33 en 4. Es
imposible lograr magisterio sin ser valiente. Lucharon por la posesión del
arma mientras con la otra mano la jefa le hundía las uñas en las órbitas. En el
forcejeo el cuchillo cayó al pavimento. Ahora las dos estaban con los senos
completamente afuera de los vestidos y con las cabezas bañadas en sangre. La
jefa, comprendiendo que su enemiga estaba momentáneamente ciega se le
abalanzó y con ambas manos le retorció un seno; la otra chica, desconsolada,
intentaba retroceder. Siempre apretándole el pecho con alma y vida, a fin de
inmovilizarla y quitarle toda defensa, la magister invocó a un ve corta, el cual
se precipitó sobre la infeliz. El «estoque» debió llegarle directo a los

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pulmones porque cayó al suelo vomitando sangre. La jefa, con un ojo de
menos, largó un alarido triunfal. Duró poco su dicha pues el vurro,
completamente entusiasmado, la atacó también a ella. La jefa, con un grito
corto y potente, largó el seno de la muerta y elevó los brazos. Cayó de rodillas
con la vagina reventada, mientras su vestido se teñía hasta empaparse.
Sotelo, desde su ventana, veía al ve corta como si fuera una especie de
paraguas volador, o un murciélago gigante con alas y membranas de trapo
negro. Se encaramaba a las espaldas como si a la víctima le hubiera salido una
joroba, y en el acto aquélla lanzaba un alarido, comenzando a echar sangre a
chorros desde la entrepierna. De ahí el chichi saltaba a un nuevo candidato o
candidata. Los esotes se peloteaban los vurros, y éstos, ni cortos ni perezosos,
iban de uno a otro bando para reventar gente con una imparcialidad ejemplar.
Los hombres no se atacaban entre sí con menos decisión que las mujeres: con
las pistolas de avellano largaban fragmentos de vurro sobre el adversario, el
cual, casi siempre, caía muerto de un ataque al corazón. En un momento del
combate, cinco esoteristas de uno de los grupos arrinconaron a otro y
comenzaron a dispararle todos juntos. El tipo se quiso defender con su pistola
de doble púa, pero fue demasiado para sus fuerzas y ésta se le desprendió de
las manos. Por la reunión de tantos tiros se materializó un nuevo ve corta que
lo violó allí mismo. Desde el Bancario comenzó a oírse un zumbido poderoso:
era una máquina de ultrasonidos que alguien encendió para apoyar a una de
las sectas. Desde el techo de un Ford Falcon, estacionado en las
inmediaciones del combate, se movió un cañoncito articulado, de unos diez
centímetros, que lanzó una especie de brillo contra una de las ventanas del
edificio. El ultrasonido enmudeció. Fue todo tan rápido que Sotelo, pese a
haber observado el disparo, tenía que admitir que aquello bien pudo ser el
reflejo de una luz sobre un caño o una antena gorda, de bronce, colocada
sobre la capota del Ford. Luego, por pura casualidad, la misma luz siguió
reflejándose sobre los ladrillos relucientes y vidriados de las paredes, hasta
constituir la traza que simuló un disparo. En cuanto al cañón de ultrasonidos
no era tal cañón sino una máquina cualquiera y se apagó porque tenía que
apagarse. No fue así, claro está, pero pudo. Entraba dentro de lo posible. Toda
la magia se basa en la infraestructura de la duda. Claro está que cada tanto el
iceberg de lo Oculto saca afuera su filosa punta, y ahí te quiero ver. Qué
cagazo. Pero para que te maten (en verdad) ni falta que hace.
Los tipos de ahí abajo, con toda evidencia, habían sacado hasta el último
hombre y mujer a la calle. Se daban con todo, como si quisieran definir la
guerra esa misma noche. Sin embargo, un grupo de unos siete tipos circulaban

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en el medio de los destripamientos con total impunidad, sin ser molestados
por nadie. Usaban una suerte de uniforme, para que nadie se confundiera.
Eran los encargados de limpiar la sangre y levantar los cadáveres, agonizantes
y heridos, tanto de uno como de otro bando, y guardarlos en unas furgonetas
selladas con plomo (eso dedujo De Quevedo, al menos, y así se lo dijo al
gordo, pues no podía ver el astral). Según dijo el Maestro, eso se hacía para
no dejar huellas de la lucha; tanto heridos como muertos van, en estos casos, a
parar a una suerte de santuario o tierra de nadie; a posteriori, tanto los
cadáveres como los sobrevivientes, son devueltos a sus grupos originales. Las
Grandes Sociedades Esotéricas nunca comienzan una guerra sin haber antes
formado una especie de Cruz Roja con iniciados menores sacados de todos
los beligerantes. Caso contrario sería muy difícil impedir el revuelo entre los
giles que están afuera del secreto.
Varitas mágicas, pistolas de avellano y vurros estaban llevando a la
práctica, con mucho entusiasmo, las Virtudes Teologales: Fe, Esperanza y
Caridad, cuando en medio cayó un patrullero. Eran cuatro policías clásicos de
Seccional. Vieron cosas más que raras, pese a que todos los chichis pararon
en el acto. A veces los tipos brutos logran burlar un bloqueo o una orden de
no penetrar en cierta zona: a Sotelo le extrañaba que desde hacía largo rato
por allí no pasaba ningún coche. Los canas llegaron a ver a una mujer con las
tetas al aire (ya muerta) y un tipo agonizando de un infarto, a quienes los
enfermeros no habían alcanzado a ocultar en alguna de las furgonetas.
Pararon el patrullero para ver de qué se trataba. Uno de los esotes se les
acercó muy sonriente y empezó a hablarles. Aquello habrá durado cinco o seis
minutos. Luego el patrullero se puso en marcha hasta alejarse. Acto seguido
se reinició el combate.
—Esto es para los que no creen —le dijo De Quevedo al gordo—. Si los
esotes no tuvieran que ver en esto, si se tratara de una vulgar pelea entre
matones, ya estarían todos en cana.
—¿Pero qué les dijeron para convencerlos con tanta facilidad? —preguntó
el gordo asombrado.
—Cualquier pelotudez: que era una pareja que se peleó, o que ella se puso
en pedo y él también. Es lo de menos. No es lo que dijeron, sino lo que les
hicieron sentir. Los manijearon, ¿te das cuenta? Ésta, justamente, es la prueba
de que son esotes.
La lucha seguía como antes, pero con un agregado: desde las casas
vecinas comenzaron a sentirse gritos y gemidos, incluso de niños.

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—¿Pero y ahora qué es eso, por amor a los Dioses? —preguntó el gordo,
aterrado.
—Ambas sociedades han copado los edificios de los alrededores del
Bancario. Se largan unos a otros las sogas voladoras. Y también ve cortas, por
supuesto.
—¿Qué es la soga voladora?
—Una soga mágica que estrangula sin que nadie físico la maneje. Los
gritos de niños que oís son de los hijos de los esoteristas participantes, a
quienes están matando sus enemigos. Sólo en parte es por venganza y odio.
Sobre todo es para que sus padres pierdan el control de sus actos y realicen
mal las invocaciones, y así poder hacerlos cagar. Uy: mirá, mirá.
En uno de los edificios de la vereda de enfrente, a dos casas del Bancario,
un viejo pelado sacó al balcón un pantaclo. Era como un barrilete medio
mundo, sólo que tenía dos manos humanas cortadas y cruzadas, como un
logotipo piratesco; no bien lo vieron, cinco tipos de la calle se le fueron al
humo, mientras el resto continuaba la lucha sin dar bola. «Ah: ¿así que eras
vos, guacho?», dijo uno. «¡Hijo de mil putas!», gritó otro. «¡Bajá! ¡Bajá si sos
hombre, podrido de mierda!», exclamó otro, al parecer el más exaltado.
Enloquecido de odio y profiriendo insultos, comenzó a trepar con
desesperación por la pared para tratar de alcanzar al viejo. El otro no tuvo
necesidad de hacerle cosa alguna: a determinada altura sus manos resbalaron
y cayó a la calle, muriendo del porrazo. Los de la Cruz Roja, sin conmoverse,
se apresuraron a borrar las manchas y a meter el cadáver en uno de los
furgones. Otro de los cuatro que quedaban logró sacar un adoquín, nadie sabe
de dónde (o una roca, o un hierro redondo) y, en su desesperación al ver que
no podía abrir la puerta del edificio donde vivía el viejo, la arrojó con
violencia contra ésta. Pegó en uno de los grandes bronces que hacían de
empuñadura, con tanta fuerza que lo dobló haciendo, de paso, añicos los
vidrios. El tipo ya se disponía a pasar por el hueco pero otro de su grupo, que
había observado la maniobra, se separó del combate y lo contuvo. «No. No
entrés que es peor». «¿¡Pero no sabés lo que me hizo ese hijo de puta!? ¿¡Pero
no sabés lo que me hizo ese hijo de puta!?». «Sí, yo ya sé lo que te hizo ese
hijo de puta, pero así es peor. Vení. Ya lo vamos a agarrar. Ahora está muy
protegido». El otro, sollozando, se dejó llevar.
Por fin las dos sectas parecieron concluir que, por aquella noche, ya era
suficiente y se fueron. Cerca de veinte automóviles de distintas marcas
partieron en distintas direcciones. Pero la tranquilidad no duró mucho: al rato
llegaron cinco autos con latas de conserva atadas a los guardabarros traseros,

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tocando bocina y haciendo, en general, un ruido completamente escandaloso.
Alguno, incluso, con sus bocinazos, tocaba esa melodía chasco de los grasas:
«tit-tiratuira… ta-tuá». Pararon frente al Bancario y bajaron unos veinticinco
tipos, entre hombres y mujeres. Entre ellos había una pareja con aspecto de
haber contraído enlace. Él, muy formal, ella, en cambio, parecía aterrada.
Pisaba a cada instante su vestido de novia y miraba con horror a los que la
felicitaban. A Sotelo le pareció que incluso, en un momento, la mina pidió
socorro. Si así fue, los otros se encargaron de taparlo al instante exclamando:
«¡Viva, viva!». «¡Recién casados!». «¡Vívan los novios!». La chica arrojó su
ramo de azahar y corrió por la vereda unos tres metros, antes de ser detenida
por varias mujeres muertas de risa: «¡Muy bien, Silvia!». «¡Viva, viva!».
«¡Recién casada!». Y se la llevaron a la rastra hacia el Bancario, en medio de
grandes muestras de jolgorio. El «marido», muy tranquilo, sin que su rostro
mostrase la menor emoción, la tomó con fuerza del brazo y todos se metieron
en el hotel.
—Un falso casamiento —dijo De Quevedo—. La mina debe ser una
prisionera que le tomaron al otro grupo en la lucha anterior. El marido no es
tal: es un esote de la secta que la capturó.
—¿Y qué le van a hacer?
—La llevan a uno de los pisos del hotel. Ahí le van a hacer de todo. La
van a torturar, cada tanto se la van a coger hombres y mujeres; así dos o tres
días. Una vez deshecha, el procedimiento habitual es ponerla con las nalgas
para arriba y hacerle bajar un ve corta. Después viene el furgón a llevarse el
cadáver. A menos que tenga el ojete de que también los otros hayan capturado
un prisionero. Si a éstos les interesara mucho recuperar a esa persona pueden
llegar a una transa. A veces los esotes tienen en las afueras de las ciudades
unos Cuarteles Generales, con Templo y Sala de Meditación arriba, en
ocasiones incluso con Terraza de Trabajo; pero los más interesantes son los
sótanos: muchos y en espiral, o mejor dicho en hélice, cada vez más abajo. A
medida que se desciende uno se va encontrando con lo peor. Los esotes, a
esos dispositivos los llaman «infiernillos». De ahí nadie sale vivo ni entero, te
lo aseguro.
—Pero… y a esa mina, entonces… Si la torturan vamos a oír sus gritos
toda la noche.
—No. Son salas acolchadas, a prueba de sonidos. Ni los vecinos de cuarto
van a escuchar la menor cosa. «Qué recién casados más discretos», se van a
decir. No te figures que todos en ese edificio son esotes. Al contrario: la
mayoría son verdaderos turistas bancarios, que pasan sus vacaciones y luego

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se vuelven a sus provincias. A los chichis les conviene rodearse de pelotudos
que les hagan de cobertura. Menos mal que estos hijos de puta de ahí abajo
están divididos y a la mayor parte de la energía la usan para luchar entre sí.
No sé por qué, pero tengo la impresión de que el viejo de enfrente, ése que
sacó al balcón el pantaclo con las manos cortadas, no está contra nosotros, es
decir: no está de nuestro lado, naturalmente, pero tampoco es enemigo
nuestro. Hace su propia guerra. No obstante, y sin querer, nos ayuda. ¿Viste a
ese tipo que quiso subir por la pared para agarrarlo y se cayó de cabeza?
—Sí. ¿Por qué estaba tan desesperado?
—Y… quién sabe qué le habría hecho el viejo. A lo mejor le mató a un
hijo, o le destripó a la mujer con un ve corta. Nosotros qué sabemos. De
cualquier forma no es asunto nuestro. Gordo, a todo esto: ¿vos viste a una
mujer de unos cuarenta años, más o menos, que no tenía nada que ver con la
joda y que pasó caminando enfrente?
—No. ¿Cuál? ¿Ahora?
—No. En el momento de la lucha. Era una boluda que iba distraída; una
especie de Sotelo femenino, que cuando se quiso acordar ya estaba metida en
el quilombo. Al principio ella creyó que era una fiesta y no dio pelota. Iba sin
calzones, a causa del calor de la noche, y quedó ensartada por un vurro.
Ningún esote lo mandó. Simplemente el chichi quedó encantado con esa falta
de calzones y se mandó un operativo por su cuenta. ¿No te avivaste?
—No. Para nada.
—Mh. Incluso en este momento, cuando ya pasó todo, no obstante, sería
peligroso caminar por estas veredas. Por lo menos hasta que pasen algunas
horas. La atmósfera quedó cargada por los trabajos mágicos y puede ligarla
alguien que no tenga un carajo que ver. Pero decime: ¿ni siquiera viste a una
de las esotes, una que era jefa de alto grado, porque tenía antifaz?
—¿Una que peleó con otra hasta que las dos quedaron con las tetas
afuera?
—Sí, esa.
—Claro que la vi. Lo que no sé es qué le pasó. Levantó los brazos y cayó
con un gran alarido. Hasta ese momento había tenido agarrada a la otra por
uno de los pechos.
—Invocó al ve corta para que destripase a su rival. Se salió con la suya
pero no le sirvió de nada, porque el bicho la liquidó también a ella. Le
destrozó la vagina. Es cierto que el vurro ataca sólo por el ano de sus
víctimas, pero en la confusión de las batallas, y enceguecido de lujuria, a
veces agrede al montón.

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El gordo se había quedado pensando en la «recién casada». La tipa quizá
fuese una mina maléfica, que no vacilaría un momento en liquidarlo a él; sin
embargo Sotelo se condolía por ese ser absolutamente indefenso. Por eso
comentó:
—Parecía un casamiento verdadero…
—¿Eh? ¿El de recién, vos decís? Ah, y claro. Lo hacen todo muy real.
Eligen casi siempre viernes y sábados; por razones esotéricas, pero además
porque en esos días la gente común festeja cumpleaños y casamientos. A
veces capturan a una pareja y la pasean por toda la ciudad. Tocan bocina, ella
maniatada adentro de uno de los coches, y él semi en bolas, todo
pintarrajeado, con bonete de burro con be larga, atado y en coche sin capota;
todo como si fuera una despedida de soltero. Si el tipo grita nadie le da bola,
porque todos creen que es una despedida. Y es una despedida, solamente que
no de la clase que la gente imagina. Por eso, cada vez que veo un casamiento,
desconfío.
—¿Y cómo puede uno saber cuándo un casamiento es verdadero y cuándo
uno fals…?
«Papito, papito…; besito, besito».
Viendo que el gordo se había quedado helado y mudo, De Quevedo le
preguntó:
—¿Y ahora qué pasa?
—¡Otro…!
—¿Otro qué?
—Otro chichi en el cuarto.
—¿Cómo sabés?
—Porque dice: «Papito, papito; besito, besito».
—Oooh la puta que lo parió. Son las seis de la mañana, viejo. ¿Es que no
vamos a poder dormir en toda la noche? A ver: ¿qué más dice?
«Besito, besito. Papito. Quereme papito. Dale besitos a tu hijito. Papito
Sotelito. Dame besitos. Quereme puto».
—Dice que soy su papito y que le dé besitos. —El gordo parecía al borde
de la histeria—. Dice que soy puto y su papá y que le dé besitos.
Observando que Sotelo estaba a dos dedos de estallar, De Quevedo
decidió emplear una parte de su poder para que pudieran dormir el resto de la
noche:
—Mirá, gordo. No sé de qué se trata pero no importa ni te preocupés.
Mañana voy a lo de Isidoro, y con él y Alaralena vemos qué mierda es y qué
se puede hacer. Ahora acostémonos. Voy a hacer un exorcismo por seis horas.

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Cualquier máquina o chichi que joda cagará fuego irremediablemente. No
puedo extenderlo por más tiempo ni hacerlo todos los días porque pierde
efecto, pero decidí que por esta noche ya tuvimos bastante. Dale: acostate
rápido, que tenemos que apagar la luz para que las máquinas no se carguen.
—¿Me acuesto vestido?
—No. Así es peor. Tampoco en bolas, por supuesto. Así que prendé la luz
un minuto, para no andar chocando las cosas y producir desorden, y después a
la cama y apagar.
Ya a oscuras Sotelo oyó una voz que bien podría venir del lado de
De Quevedo, pero también de la biblioteca o de cualquier otro lado:
«Che, Rodríguez». «¿Qué Alonso?». «Parece que el gordito tiene un
feto». «¿Sí? No jodas». «Sí. El muy boludo se quedó dormido en casa ajena y
los esotes le encajaron un feto». «¡Ja, ja, ja…! Me alegro. Se lo tiene bien
merecido. Che, Alonso». «¿Qué?». «¿Y qué te parece si a estos dos no los
dejamos dormir en toda la noche? Lo podemos llamar a Debéter, así él
también se divierte». «Sabés qué pasa, Rodríguez, el mago hizo un exorcismo
por seis horas. Quedó aniquilado pero lo hizo. Si jodemos, el hechizo nos va a
reventar». «Pero no. No seas miedoso. Lo voy a morder en la oreja al gordito,
para que crea que soy una haraña y se desespere. Total él no sabe que no
estamos programadas para sacar sangre». «No. No te metas que…».
«¡Oooff…!». «¿Viste, Alonso? Yo te dije que no jodieras, que hay un
exorcismo. Pobre Alonso: no quedó nada más que esta ruedita. Y capaz que,
si no me cuido, cago fuego yo también. A lo mejor el hechizo me liquida nada
más que por hablar y… ¡oooff…!».
En toda la noche no volvió a oírse ruido alguno: ni dentro ni fuera de la
habitación.

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CUARENTA Y DOS

EL GORDO QUEDA PREÑADO:


QUÉ SITUACIÓN TAN EMBARAZOSA

Supuestamente el gordo debía levantarse a las doce menos cuarto, con el


tiempo apenas justo para ir al trabajo, pero por el cansancio y los nervios de la
terrible noche pasada, siguió de largo. Al ver el reloj, Sotelo lanzó una
exclamación ahogada que despertó a De Quevedo. La una menos veinte. Si no
llegaba a Recursos Hídricos a la una en punto perdía el premio por asistencia
perfecta: el 20% del sueldo.
—¿Pero qué pasa que te levantás desesperado? —preguntó De Quevedo.
—¡Mirá, mirá la hora! ¡Y tengo 30 minutos de viaje! Infernal…
El otro aún estaba medio dormido:
—Quizá con un taxi…
El gordo le gritó furioso, olvidando por completo que hablaba con el
Maestro:
—¡Pero qué taxi! ¿¡De dónde voy a sacar para un taxi, la puta que me
parió!?
—Bueno, pero… a lo mejor llegás a tiempo pese a todo.
—Sí, me imagino. De Quevedo… no jodas, por favor.
—Mirá… no te aflijas; yo voy a ver si puedo… retrasar el tiempo.
Pese a su apuro el gordo se detuvo en seco:
—¿¡Qué!? —Siguió haciendo sus cosas y salió a la disparada, previo
hacerse dos cortes con la máquina de afeitar—. Dejate de locuras, haceme el
favor —y se fue dando un portazo.
Llegó a la una menos diez, con tiempo de sobra. No lo podía entender.
Sintió en su cerebro una voz insidiosa: «Jaaajajá: qué boludo sos.
De Quevedo, anoche, antes de que se acostaran adelantó el reloj, cosa de
hacerte creer después que atrasó el tiempo y que gracias a él llegaste

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temprano. Es todo una patraña». «Sí claro, me imagino —pensó el gordo
sonriendo furioso contra la voz—. Andate a la puta que te parió y dejate de
escorchar».
Los sábados el gordo trabajaba sólo cuatro horas; aparte luego pasó por lo
de un amigo (Marcos Trujillo) para que le prestase un libro a favor de las
borracheras (un incunable; la antología empezaba con tres citas de Omar El
Kheyam). De modo que volvió tarde a casa, caminando por avenida
Belgranáchic. Apareció entonces una comitiva de muchos vehículos que
llenaron la calle (fue tan sorpresivo que no tuvo tiempo de rajar). El
tráficotránsito detuvo a los diez coches al lado de Sotelo. Llevaban a un
hombre joven, a la vista de todo el mundo, semi en bolas y atado, en la parte
trasera de una chata, con latitas de conserva sujetas con piolines al
guardabarros de atrás Todos tocaban bocina para que el quilombo infernal
apagase los gritos de auxilio que la víctima, eventualmente, pudiera dar. En
otro vehículo, también descapotado, iba una mujer en traje de novia. La mina
miraba al «esposo» con una cara increíble de lujuria sádica. De pronto ella se
desprendió de sus compañeras, que deseaban detenerla, y aprovechando la
inmovilidad de los coches saltó a tierra y subió a la chatita previo
arremangarse su largo traje blanco. Ya arriba se abalanzó sobre el hombre
atado y comenzó a besarlo con pasión. Súbitamente la mujer —y a esto Sotelo
lo vio con claridad— bajó una de sus manos, le tomó los testículos y apretó
con fuerza. El tipo largó un grito y se desmayó. Los otros taparon todo con los
habituales: «¡Recién casados! ¡Qué amor que se tienen!», y muchos aplausos.
Un policía miraba todo indulgente. Luego la comitiva siguió a los bocinazos
por la avenida. El gordo volvió a su casa casi corriendo. Para colmo, cada
tanto, le parecía sentir que alguien repetía sus pasos. Sin embargo la calle
estaba desierta. Llegó a su casa y comenzó la aventura horrible de subir la
escalera mágica, donde ya una vez se había perdido su Maestro. Se imaginó a
sí mismo subiendo para siempre, bloqueado con plomo. Después alucinó un
zombie pidiéndole fuego en el descanso, allí donde De Quevedo vio ratas
bailando y tomadas de la colita. Y no olvidemos a ese delicioso ve corta.
Sotelo miró, mientras ascendía, las paredes de gruesos revoques, reventados
en parte a causa de la humedad, hechos con arena y poquísima cal. Quizá, con
un poco de suerte, encontrase un loco cirrótico, con el hígado quemado, que
lo estrangulase confundiéndolo con una mariposa. Pero se topó con algo
completamente distinto. Con la relojerita, la hija del relojero, que justo bajaba
con una bolsa de red para hacer unas compras de última hora. Ella, al verlo,
lanzó un gritito delicioso de horror.

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—Ah… qué susto me dio. Qué susto terrible… Menos mal que era usted.
—Luego de aclarar entre ambos la primera confusión, ella continuó—: Papá
me mandó al almacén, pero… de noche me da miedo.
A Sotelo se le ocurrió una idea brillante:
—Yo la acompaño.
A la chica la conmovió la sugestión del inesperado hechizo. Opuso una
resistencia convencional:
—Pero no, no quiero molestarlo.
—Al contrario, no es ninguna molestia.
A la relojerita esta gentileza le tocó el corazón. Se puso casi colorada bajo
su piel de cobre pardo. Pobre. Ni remotamente se imaginaba que el muy
cagón del gordo quería acompañarla abajo, y al almacén a hacer las compras,
para que después ella lo acompañase a él en la subida de la escalera, de la cual
(en ese momento) le faltaba un largo tramo. Su Maestro le había dicho que el
ve corta muy difícilmente ataca cuando uno está acompañado de una mujer.
Como la chica nada sabía de la historia, lo tomó como una de esas «frases
físicas», indirectas, que los hombres hacen cuando gustan de una mujer. Por
cierto que la relojerita le gustaba muchísimo al gordo, pero no era por eso que
lo hacía el muy cobarde.
Se fueron al almacén charlando como cotorras todo el tiempo. La piba era
más entradora que él, entre tímida y provocativa.
Sotelo entró al cuarto muy exaltado por su encuentro y lo encontró a
De Quevedo sumido en el falso sueño de los magos. El gordo, sin molestar,
preparó mate. Antes que hubiese tomado uno el Maestro salió solo del astral.
—¿Qué hora es?
—Las nueve —contestó el gordo.
De Quevedo estaba muy cansado por el trabajo pero igual sonrió:
—Menos mal que no sos un chichi, porque hubieras podido matarme con
gran facilidad.
—¿A vos? ¿Y cómo?
—Con mercurio. En general a este crimen sólo lo puede hacer un amigo
traidor. Mientras el mago está realizando un astral, el falso amigo le echa
mercurio, con lo que se corta el cordón de plata y el mago muere.
—¿Y qué es el cordón de plata?
—¿Nunca te lo dije? Creía que sí. En fin, puede ser que no. Para averiguar
cosas desprendés tu cuerpo astral, que es como una réplica invisible de vos,
del cuerpo físico. Pero ambos cuerpos quedan unidos por lo que se llama el
cordón de plata, que es una especie de hilo luminoso que se adelgaza más y

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más a medida que te vas alejando en el tiempo o en el espacio. Si te echan
mercurio, el hilo se corta para siempre y ya no podés volver. A muchos
magos los mataron por este procedimiento: les manijearon a sus discípulos.
Le encajan al discípulo, por ejemplo, esta idea: «Pero no, el Maestro es medio
mentiroso. Qué se va a morir. Si yo le tiro mercurio sobre el cuerpo qué va a
pasar: nada». Y ahí lo revienta. Viendo que el otro no despierta el manijeado
se desespera, pero ya es tarde.
—Está bien, pero… no comprendo por qué me contás todo esto. ¿Acaso
pensás que yo voy a ser tan hijo de puta como para hacerte algo sin que vos lo
hayas ordenado? ¿Suponés que me pueden llegar a enganchar?
—No. Yo no pienso que vos vas a hacerme algo sin una orden de mi
parte, ni que te puedan llegar a manijear en esto. Te lo cuento porque quiero
que aprendas magia.
—Ah… Y hablando de todo un poco —le extendió un mate que
De Quevedo aceptó— ¿qué estabas averiguando?
—Distintas cosas. Después que te fuiste al laburo yo le hice una visita a
Alaralena. Necesitaba que su gólem me hiciera toda la parte más difícil de los
astrales de trabajo —el gordo largó una risita—. ¿De qué te reís?
—Y si todos son astrales de trabajo.
—No. Para nada. Nosotros les llamamos astrales de trabajo a los de
averiguación indirecta de datos. Es una infraestructura de averiguación, luego
de la cual uno, respecto al problema, sabe tan poco como antes. Te diría que
éstos son los más aburridos, largos, complicados y difíciles. Después recién
vienen los otros en que «ves» cosas, u obtenés respuestas claras. A veces (y
ello depende de los bloqueos, la situación astral, etc.), para averiguar algo tan
sencillo como que Fulano tenía puestas medias verdes el día tal, vos tenés que
hacer diez astrales de trabajo. En esto te ayudan mucho los gólems, porque
ellos pueden hacer mil astrales sin cansarse. A esta clase de laburo esotérico
previo, de infraestructura, la podés comparar a las matrices matemáticas.
Tenés un gran determinante donde vas colocando datos abstractos. Todo esto
después le sirve a Isidoro en sus horóscopos, él se encarga de hacer todo lo
que no podemos Alaralena y yo.
—¡Ah! De Quevedo: antes que me olvide, es algo que no tiene nada que
ver con lo que estamos hablando.
El otro, que acababa de hacer un trabajo (o varios):
—Quién sabe.
—No… Creo que no. Mientras venía para aquí casi me engancha un falso
casamiento.

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—Sí, ya sé.
—¿Qué? ¿Lo viste en el astral? —El otro asintió—. Bueno. Pues el hecho
es que me pegué tal cagazo…
—No era con vos la cosa.
—Imaginaba que no, pero por las dudas. En fin, el hecho es que con el
miedo salí huyendo. A ratos corría, a ratos caminaba. Mientras caminaba, e
incluso en algunos momentos de la carrera, me pareció que alguien me
seguía. Se podía confundir con el eco de mis propias pisadas, pero yo supe, en
ese momento, que no era así.
—Es el gólem.
—¿Qué gólem? —El pobre gordo no salía de un susto que ya caía en otro.
—Ésta es una de las cosas que averiguamos hoy con Isidoro y Alaralena.
En realidad Isidoro ya se lo sospechaba hacía tiempo, pero recién hoy tuvo
confirmación. Hace más de diez años, antes de que me conocieras, los chichis
habían puesto un gólem para seguirte los pasos. No uno físico, de carne y
hueso, como el que tiene Alaralena, sino uno exclusivamente de trabajo,
invisible y que vive sólo en astral. Su orden era seguirte y cada tanto encajarte
alguna manija que te contaminase poco a poco. Nada más; no matarte ni nada
parecido. Con el paso de los años los chichis tuvieron un gran combate con
otra Sociedad Esotérica, y casi se exterminaron mutuamente. Estuviste a
punto de quedar libre. Terminada la guerra, los jefes que restaban volvieron a
hincharte las pelotas, fuiste a parar al manicomio, etc. El caso es que con los
despelotes internos el gólem fue olvidado. Un bicho de esa clase no es como
uno físico, que una vez construido sigue funcionando para siempre. A los que
son nada más que de trabajo hay que darles energía cada tanto. A éste, «tuyo»
(digamos así), ya se le cagaron todas las potencias. Le queda una única
memoria: la del seguimiento. Sabe que debe seguirte, pero ignora por qué.
Más adelante, cuando tanto yo como vos vivamos en casas como la gente,
podremos hacer un exorcismo para engancharlo a este gólem, recargarlo en
potencia, y hacerlo trabajar a nuestro servicio. Tendríamos un aliado
sobremanera útil. Aquí no está la cosa como para que nos mandemos
invocaciones celestiales y otras: mirá cómo están las paredes. Se vendría todo
abajo. Yo no me animo, francamente. Pero desde ya te lo aseguro, no te
preocupes por el hecho de que te siga porque hace años que es totalmente
inofensivo.
—Pero digo yo una cosa… ¿Y por qué no hacés la llamada celestial en
casa de alguno de los otros Maestros?

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—Imposible. No por ahora, al menos. Isidoro está trabajando todo el día.
Cuando no hace laburos… laburos físicos, quiero decirte, como cualquier
persona y para no morirse de hambre (no changas mágicas), está con sus
horóscopos. Y con Alaralena sucede otro tanto. Trabaja de corrector en un
diario, laburo de mierda, y el resto del día colabora conmigo, en esta lucha.
—De Quevedo, perdoname… sé que te va a parecer estúpido pero… ¿por
qué?
—¿Por qué qué?
—Vez pasada me dijiste que Alaralena tiene en el patio dos o tres
toneladas de oro astral en barras y lingotes.
—Sí. ¿Y?
—Vas (eso es seguro) a decirme que es una idiotez mía pero… ¿por qué
Alaralena no materializa ese oro y así los cuatro dejamos de laburar?
Podríamos dedicarnos a nuestras obras, o a vivir felices, a viajar o a cualquier
cosa mucho más linda. Sí, ya sé que no sería ético. Es por eso justamente que
él no…
—Pero te equivocás. No es que él no lo haga por una cuestión de ética, es
que no puede. Volver material uno sólo de esos lingotes le costaría más guita
y esfuerzos que lo que te podría costar a vos hacer horas extras en Recursos
Hídricos durante dos años, como un animal, y después comprarlo en el
mercado. La magia empobrece, no vuelve ricos a los hombres. Y mientras
más grande es el mago más pobre se queda. No hay más que una forma de
ganar guita con la magia, y es curar a enfermos ricos y cobrar en dólares. Y
eso, sí, no es ético.
—¿Por qué?
—¿Cómo por qué, negro? La Magia (y te lo digo así, con mayúsculas) es
un Magisterio. No es lo mismo que un médico, que estudió en la Facultad de
Medicina. Lo que un médico hace (y tiene derecho a cobrar por sus
curaciones, porque si no se muere de hambre) es legítimo y lógico porque lo
suyo es natural y físico. Te da una receta para que vos vayas a la farmacia.
Pero un mago no puede cobrar por la ayuda que presta a otros. No se puede
joder con lo sobrenatural.
—Pero el mago se muere de hambre igual que el médico; es más: a veces
un esote pasa por más sufrimientos en los grados de su iniciación que un
ingeniero o un físico teórico. Por otra parte el ocultista arriesga
constantemente su vida, esté en el signo que esté. No entiendo entonces por
qué no puede cobrar.

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—Porque es llevar a un orden las leyes que pertenecen a otro. A tu
arquitecto le das guita por la casa que te hizo; eso es correcto. Pero lo
espiritual se compensa con bienes espirituales: tener afecto y lealtad para con
quien te ayudó.
Se produjo un largo silencio entre los dos. Luego De Quevedo dijo:
—Con esta conversación fuera de programa me olvidé de lo principal.
Decime: ¿en los últimos días no sentiste náuseas?
Desenganchado:
—¿Qué? Ah: ahora que lo decís… varias veces, pero no le di importancia.
Pensé que andaba mal del hígado. Me olvidé de contarte.
—Ah, sí: el hígado. No. No es el hígado. De tus náuseas inexplicables yo
ya sabía porque me lo dijo Isidoro. Después de contarme todo, paso a paso,
cuándo comenzaron, etc., sonrió de manera rara y me largó lo siguiente: «¿No
estará embarazado?». Yo lo conozco a Isidoro. Sé que tiene mucho sentido
del humor, bla, bli, blu. Ahora bien, la forma en que lo dijo me preocupó. Yo
también sonreí, instantáneamente nervioso: «¿A qué te referís?». «Pero tu
amiguito una vez se quedó dormido en casa ajena ¿no?».
—¿Qué quiso decir? ¿En qué casa ajena?
—Eso mismo le pregunté. Fue cuando visitamos al Pope. Cuando dejamos
de hablar de vos te dormiste en el acto: ¿ya no te acordás?
—Sí.
—No sé qué sos más: si boludo, o desamorado y desatento. ¿Cómo se te
ocurre dormirte en casa ajena sabiendo que tenemos una guerra con los
chichis? Yo ya sé que ellos te pusieron una máquina disco, con un «duerme
duerme» grabado para que te manijease subliminalmente y engancharte, pero
con un poco de voluntad hubieses resistido la somnolencia.
El gordo, a todo esto, ya casi pensaba en una única cosa: «¿Qué me
habrán hecho en esos minutos en que estuve dormido? ¿Qué me…?». No
obstante, con una parte completamente superficial de su mente, registraba
nuevas informaciones:
—¿Qué… qué es eso de máquina disco?
—Son máquinas muy elementales, que sólo tienen cintas grabadas; lo más
interesante es la programación electrónica que poseen. Según las órdenes que
les haya dado el esoterista, así actúan. Pueden estar por completo silenciadas,
registrando todo lo que decimos para que después lo escuche quien las
fabricó; o transmitir en registro subliminal alguna manija que les hayan
ordenado: repetir «duerma duermaaaaAh…». (o algo así; te lo canto con una
suerte de cadencia final, con hache aspirada, porque la forma que ellos

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utilizan para entrar en la mente es con algo que la desconcierte) para que vos,
sin percatarte de la maniobra, quedes dormido, o un «pierda pierdaaaaAh…».
para hacerte perder alguna cosa cuya desaparición a vos te cague la vida, etc.
O también hablar, en forma muy directa y audible: a veces simulan ser
haches, para que el enemigo se asuste, o un flamenko, o una langostha.
Y a vos te encajaron un «duerma duerma».
Aterrado:
—¿Pero para hacerme qué?
—Vos sos muy boludo, gordo. Muy boludo.
El mismo miedo lo puso furioso y al borde de la histeria:
—¿Pero qué? ¿Entonces no puedo dormir en ningún lugar salvo mi casa?
—Sí podés, pero en las condiciones del orden, no del desorden. Si te
quedás en la casa de una mina y te encamás con ella: perfecto. Las mujeres
son una protección soberana contra los chichis. Es muy, pero muy difícil que
te enganchen, y aunque te ocurriera algo no sería grave. También es posible
que te quedes a apoliyar en casa de un amigo, o una amiga, porque éstos, que
te quieren, van a disponer para vos un lugar dónde dormir, determinado y
ordenado. Lo que no podés hacer (por lo menos mientras dure esta guerra, y
guerra hay siempre) es quedarte frito en los ómnibus, o en los trenes, como
hacen algunos tipos que no saben un carajo de estas historias, y que suelen
quedar enganchados por el primer esote a quien se le ocurra practicar con
ellos. Y tampoco dormirte en una silla, en casa de un amigo, en una reunión o
lo que fuera, porque eso es un acto de desamor y el desamor no está previsto
por el Orden, y allí donde no hay orden entra el Anti-ser. ¿Entendiste ahora?
—Sí.
—Bueno. Hay tipos a los cuales los han castrado cuando se quedaron
dormidos en una reunión o una conferencia —el gordo se puso blanco—. No
quiero decirte con esto que al ir a mear el tipo encontró que le habían
desaparecido los testículos, sino que no pudo volver a tener relaciones
sexuales normales y plenas jamás en la vida después de eso. Es así de simple.
Cinco minutos de somnolencia ya bastan, y a veces con un solo cabeceo.
Depende de la suerte de la víctima. En ocasiones, lo que les hacen, es un poco
menos grave que una castración pero también muy jodido. Le meten por el
culo, al candidato, y hasta la unión del intestino grueso con el delgado, una
larva de falso mono: flaca como un fideo y de rostro humanoide. En
esoterismo le llamamos el feto. El feto va creciendo como un embarazo
común (la víctima, aunque sea hombre, siente náuseas, etc.), y pare a los
nueve meses un demonio que lo llama «papá» (o «mamá», si la manija es

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contra una mina). Este chichi tiene como única tarea hacerle la vida imposible
al candidato o a la candidata. Si no se lo detecta y se le hace cagar antes de
que nazca o en el preciso momento del nacer, la vida se transforma en una
tortura y el supliciado termina suicidándose. Otras veces el feto se desarrolla
fuera del cuerpo de la víctima: en el vientre de un zombie con el cual le han
hecho tener relaciones sexuales durante el sueño. Hay que estar muy atento,
por horóscopo, al momento del nacimiento de ese bicho asqueroso para
matarlo con un mudra. En una de las tantas veces que el tipo, o la mina, va a
cagar al baño, el chichi aprovecha para nacer en medio de los excrementos. Si
no lo cazás ahí, después no hay remedio. El ex feto, ya nacido, se transforma
en una especie de hijo o mejor dicho en parte de la carne y la sangre de quien
lo engendró. Matarlo una vez ya suelto por el mundo significa, por simpatía,
la liquidación del huésped (o sea la víctima). Y al feto no se lo puede
desmontar como a la haraña, porque no es una máquina sino un conjunto de
proteínas monstruosas. En lo del Pope Popof, cuando vi que te quedabas
dormido y que, para peor, no te podía despertar, te protegí todo lo que pude.
Impedí que te cambiasen, dentro del astral, los testículos por huevos de
madera, que es una de las viejas tretas: así, si te tocás ahí abajo creés que
todavía los tenés; pero lo que no pude evitar es que te encajasen un feto. Y
este es el motivo de tus náuseas. Isidoro lo vio y me lo dijo.
—¿Pero quién me lo encajó? ¿El Popepof?
—No; Joaquín es un manijeado que cree en la santidad del Pope Popof,
pero no es mal tipo. Fueron los chichis de siempre.
—¿Y cuándo voy a…? ¿Cuándo se supone que va a aparecer ese chichi?
—Ya está muy avanzado en su desarrollo. Por eso ya habla, se comunica
con vos. Se dice que las mujeres embarazadas tienen una relación visceral y
astral con el hijo que llevan dentro, que incluso se «hablan». Y de la misma
forma, anoche, ese hijo de puta te llamaba «papá», te pedía «besitos», en una
ficción inmunda de la relación filial. Porque este bicho, para hacer más
completo el enganche de su víctima, imita todo; para funcionar debe
transformarse en un remedo lo más perfecto posible de la vida.
—¿Y qué podemos…?
—Bueno, no te preocupes. Isidoro me dio unas hierbas abortivas
indígenas, es un secreto de los indios aztécatl. Pese a que vos no estás
realmente embarazado, porque sos un hombre, la cosa igual funciona por
analogía. Ya que los chichis joden con la analogía de un embarazo, bueno,
pues el asunto se trata analógicamente y se les vuelve en contra.
«Nooo papá, por favor, nooo…».

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—¡De Quevedo, ahí está!: me dice «no, por favor, papá no».
—¿Ha visto? El hijo de puta se empieza a desesperar, eso quiere decir que
vamos por buen camino. Te las tomás ya mismo a las yerbas en una infusión.
El gordo empezó a calentar agua:
—¿Y cuándo va a dar resultado?
—Es una semana bien contada. A partir de siete días, en cualquier
momento. Después de ese tiempo, cada vez que vayas a cagar (y previo a la
expulsión de los excrementos), hacés un mudra con ambas manos. Así —y el
Maestro le mostró—. ¿Entendiste?
—Sí.
—Muy bien. ¿Ya está el agua?
—Sí.
—Ponela en tu tazón. Ahora echá estas hierbas adentro y dejalas reposar
cinco minutos. Después lo vas a colar y a tomar muy muy despacio. Preparate
porque te comunico que tiene un gusto horrible.
Rato después Sotelo empezaba a tomarlo, sólo dijo:
—Es peor de lo que pensaba.
—Tenés que ser menos egoísta, gordo. Todo esto te sucede porque aún
insistís en no dar bola a las cosas, al mundo que te rodea. Mostrás desamor,
tanto por vos mismo como por los otros. A tu comida, sea poca, sea mucha,
rica o vulgar y sin gusto tenés que prepararla y comerla con otra onda. A tus
pájaros no basta con que les cambies la comida o no dejes que pasen sed;
debés atenderlos, hablarles, etc. Mirá lo que te pasó en lo del Pope: te
quedaste dormido no bien comprendiste que ya no íbamos a hablar de vos.
—Pero… ¿y qué querés? No me dejás dormir siestas.
—Ya te expliqué, hace mucho, que las siestas producen disrupciones
eléctricas en el cerebro. De noche es cuando debés dormir. Cada uno
encuentra, por experiencia, el número de horas que necesita descansar. Pero
las explosiones solares, en un cerebro que duerme a plena luz del día y no está
protegido por el escudo del planeta, hacen mucho daño. Yo ya sé que a veces,
por las manijas y las perturbaciones de los chichis, no podés dormir ni seis
horas, pero para eso está la disciplina. El día que visitamos al Pope habías
dormido como un lirón la noche antes, de modo que ya ves que son excusas.
—De Quevedo meditó un momento, como si intentara acordarse de algo—.
Ah, ya casi me olvidaba. Isidoro me dijo que te preguntara si las otras hierbas
que te mandó, esas basadas en la mandrágora, te hacen algún efecto. Según él
ya te deben estar pasando cosas positivas.

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—Sí que me pasan. Todos los días me despierto al pairo, como quien dice.
Hace más de un año que no me sucedía.
—Me alegro. Eso quiere decir que las cosas marchan bien. Dice Isidoro
que en menos de veinte días desaparecerá todo impedimento físico. Sólo
quedan los bloqueos psicológicos: tus temores a fracasar, etc. Pero eso, como
muchas otras cosas, se combate con actitud interior. No hay drogas ni
pastillas que valgan. Es tu fe.
—Oh, yo tengo fe —contestó el gordo que justo en ese momento pensaba
en la relojerita, sin miedo y con muchísimas ganas de morfársela.
—Genial. Perfecto. —De Quevedo estaba al tanto del affaire relojerita
pero prefirió hacerse el burro con be larga. Mientras menos palabras y más
acción hubiese, mejor—. Otra cosa: me dijo Alaralena que aquí, en este
edificio, hay varios chichis. Hay una vieja que no es lo que aparenta ser, y dos
tipos que…
«¡Aquí Radio Polonia, en la Alemania Oriental del Uruguay para
presentar a todos ustedes SU PROGRAMA…!».
—¿Pero qué mierda es eso? —preguntó el gordo aterrado.
Venía de la pieza vecina, de la cual no estaban separados por una pared
sino por un armatoste de madera y papel. Ahí vivían dos tipos relativamente
jóvenes, de pocas palabras con los vecinos. Eran las once de la noche y
habían puesto la radio en onda corta y con toda la potencia. El locutor seguía
insistiendo.
«¡SUUU PROGRAMA: 100.000 canciones en dos horas, 10.000 en media
y mil músicas en un minutooooaaagghh…!». La presentación horripilante
finalizaba con una suerte de gangosidad estrangulada. Una suerte de carisma
chasco para atrapar la atención del oyente. Aquella progresión hipnótica
obligaba a oír, aunque uno estuviera desinteresado o en contra; aunque más
no fuera para odiarlo. Absorbente la voz: como la de un vendedor de
almanaques o destornilladores en un ómnibus de corta distancia.
—¿Pero qué carajo de manija es ésa? —reiteró el gordo.
—No sé. Estos dos vecinos tuyos… o mejor dicho nuestros, porque ahora
yo también vivo aquí para mi desgracia… deben ser los tipos de los cuales me
habló Alaralena. Un par de esotes. Usan ese programa, según parece, como
infraestructura para sus trabajos.
—Pero eso es imposible… qué tiene que ver una programación de música
popular con el ocultismo.
—Jm. Vos me hacés acordar al Pope. Él también se reía de vos cuando le
contaste que habías tenido un combate en una pizzería. «¿Dónde se vio que

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un grupo de magos elijan, como terreno de sus luchas, a un sitio tan
desacralizado como una pizzería?», decía él que es un boludo y no sabe un
carajo en el fondo. Y ahora vos decís lo mismo.
—Pero es que me resulta un poco difícil de creer.
—Será que leiste demasiados libros «serios». Yo te aseguro que un mago
te puede hacer una brujería a partir de un vaso de Coca Cola.
—Ah, a eso no lo dudo.
—Y bueno, ¿entonces? Es lo mismo que los métodos de adivinación. ¿O
vos te creés que la única forma de saber el futuro o interpretar el presente es
preguntándoselo al oráculo de Dodona? La información acásica no se
transmite o se lee únicamente a través de los horóscopos, la lectura de las
líneas de la mano o de las borras del café. No siempre, pero sí a veces, los
programas televisivos contienen una cantidad de datos útiles. Y no hace falta
que sea un programa serio, y ni siquiera culto o hecho con supremo arte.
Viendo programas de Olmedo, o del gordo Porcel, a veces hay lectura
acásica. No siempre, depende de la situación astral. Y no te rías que hablo en
serio.
—Pero cómo no querés que me ría con lo que me estás diciendo.
—¿Sí?… Bueno, vos reíte nomás. El acásico se puede manifestar en
Domingos para la juventud, o en El Show de Benny Hill, o en El Súper
Agente 86.
—Pero Maestro —el gordo no le quería faltar el respeto a De Quevedo,
pero aquello le parecía demasiado—. ¿En qué me va a obligar a creer ahora?
¿En que Benny Hill, Don Adams o el gordo Porcel son esoteristas?
—No, en absoluto. No dije eso. La información se transmite siempre, sean
o no conscientes los hombres.
—Pero el Universo no puede estar organizado para brindarme
información a mí, exclusivamente, en determinado día. ¿Qué quiere decir
esto? ¿Que los Dioses manijean un programa televisivo para que yo, el gordo
Sotelo, sepa mi futuro?
—Desde luego que no. No sos tan importante. Lo que sí ocurre, es que la
información universal se transmite para cientos de miles de personas que
están en parecida situación astral. Benny Hill, por ejemplo: lo ven millones de
personas, en toda América. Algunas partes le sirven a un grupo, otras a otro,
otras a nadie y son sólo entretenimiento puro. A veces, por eso, uno se
equivoca al leer. Cree que cierta información es para uno (o al grupo en
idéntica situación al que uno pertenece) y en realidad es para otro. Leer
astralmente la televisión es una ciencia tan difícil como puede serlo la lectura

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del tarot. En principio todo se puede leer, ya que todo está hecho con los
mismos materiales universales. El astral del mundo pasa por la totalidad y el
Todo está en todas las cosas, y así como es Arriba es Abajo. Y ojo: a no creer
que la información es sólo para los tipos Mozart. También para los chichis
llegan materiales de consulta y ciencia. En un mismo programa puede salir de
qué manera vos te tenés que defender de tus enemigos, pero también a tus
adversarios se les dice la forma de atacarte. No es algo que manden los
Dioses, en realidad, sino que el banco de datos es transmitido
automáticamente por la propia esencia de los procesos. —De Quevedo prestó
atención a la pieza vecina—: Escuchá, escuchá a esos dos hijos de puta: están
leyendo la información de la radio.
El famoso programa de Radio Polonia, «100.000 canciones en dos horas,
10.000 en media y MIL músicas en un minuto», era transmitido todas las
noches por onda corta. Duraba (como su nombre lo indica) dos horas 31
minutos. En las primeras dos pasaban realmente 100.000 éxitos; como el
tiempo no era suficiente para reproducir la totalidad de las grabaciones,
transmitían sólo 0,072 segundos de cada disco y a continuación el siguiente
(tomando al efecto cualquier parte), sin solución de continuidad. Resultaba
algo ininteligible, que lo envidiaría Arnold Schöenberg. Algo así como la
música del Pato Donald. En la media hora posterior cada canción duraba 0,18
segundos cada una (transmitían 10.000 fragmentos seguidos de otros tantos
éxitos: un fragmento por tema), y, en el último minuto del programa tomaban
0,06 segundos selectos de cada canción. Era indescriptiblemente horripilante.
Sería preciso oírlo todo para entender.
El propio Maestro se desesperó:
—No se aguanta más. Gordo: encendé el televisor. Puede que este ruido
tape a aquél.
Y entonces, cuando el gordo obedeció, ocurrió algo muy raro. El
encendido del televisor fue acompañado por un chasquido instantáneo en la
radio a transistores de los vecinos. Resultó igual a uno de esos sonidos que se
pescan en onda corta, y entre ondas, y que desaparecen cuando uno mueve el
dial.
—Jm —dijo De Quevedo—. ¿Sabés qué hemos conseguido sin querer,
no?
—¿Qué cosa?
—Tenían una máquina mágica e invisible acoplada a su radio natural y
física y se la hicimos cagar. La radio transmite igual que antes, pero ya no

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tienen la máquina. Quién sabe a quién estarían manijeando, gracias a las
ondas hertzianas; tal vez a nosotros. Deben estar desesperados.
Lo cierto es que los vecinos, aun sin apagar la transmisión de Radio
Polonia, la bajaron hasta un mínimo volumen, y conversaban entre sí. No era
posible saber qué decían. Cada tanto pescaban algunas palabras: «Otra.
Tenemos que intentarlo con otra, sino perdemos la noc…». «¿Y si lo hace de
nuevo?». «No creo. Más bien es una casuali…». Cinco minutos después
subieron el volumen.
—Deben haber acoplado una nueva máquina esote. A ver, gordo: apagá el
televisor y volvelo a prender.
No bien Sotelo lo hizo, se volvió a escuchar esa especie de pistoneo de
válvula cagando fuego en la otra pieza.
«¡Pero la puta que los parió!». (a esto lo oyeron con claridad). «¿Y ahora
qué hacemos?». «Una vez más».
El gordo gatillo de nuevo el televisor, por orden del Maestro, y con el
mismo resultado que antes.
«Apagá, apagá, que estos hijos de puta ya se han avivado».
—Escuchaste lo que dijeron ¿no?
—Claro que escuché.
—Ahora comprenderás por fin que no se trata de una locura mía sino que
es todo cierto. —Los vecinos apagaron la radio o hicieron silencio; en
apariencia se habían ido a dormir—. Pero hay algo más, gordo. Me parece
que con el televisor hemos descubierto un arma para hacer cagar chichis.
Confieso que fue por casualidad.
—La cagada es que no podemos andar prendiendo y apagando la tele con
cada chichi que aparezca, porque se puede descomponer el aparato.
—Tenés razón. Pero a ver… Ese… ese televisor descompuesto que tenés
arriba, en el desván. Bajalo.
—Pero si no funciona. Ni siquiera enciende.
—No importa. Tengo la impresión de que con el símbolo va a ser
suficiente. Los transistores del televisor roto, más la agresiva intención
mágica que le pongamos, quizá sirva para hacer cagar a cierto tipo de chichis.
No a todos. O para desconcertarlos, por lo menos.
«Che, Felipe». «¿Qué querés, Canasto?». «Parece que el que te jedi está
bajando una máquina del altillo».
—De Quevedo: escuché unas voces. Se avivaron de que voy a bajar el
aparato del entrepiso.

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—A ver: terminá de bajarlo; después cruzá los dedos para que no puedan
oírnos y contame.
Luego que hubo terminado Sotelo le dijo:
—Parece que confundieron el televisor descompuesto con una máquina
mágica.
—¿Será verdaderamente una confusión, o es que nosotros acertamos al
considerar que podía servirnos como máquina mágica? Seguí escuchando,
haceme el favor.
«Felipe, Mario, Julio». «¿Para qué nos llamás, Canasto?». «Y… no me
gusta nada esa máquina nueva que ellos tienen. Se ve que la tenían guardada
de reserva, hasta ahora. No la sacaban para después poder sorprendernos».
—Gordo hacé lo siguiente: no bien hable uno de esos chichis hacé
funcionar la perilla del televisor que bajaste; no importa que esté
descompuesto y que ni siquiera lo hayamos conectado.
«Estamos jodidos, Mario». «¿Por qué, Felipe?». «El hijo de puta anda
cada vez más fuerte con el karate. Cada vez más fuerte y menos gordo.
Además su Maestro le dio unas hierbas y me parece, me parece que al feto lo
van a hacer cagar fuego nomás». «Creo que tenés razón, Felipe. Pronto el
guacho se va a conseguir una mina, para eso no falta mucho, y ahí se nos
terminó la joda». (Se escucha otra voz, la que habló en un principio, la de
Canasto:) «Pero déjense de joder, si es un boludo. Es un miedoso que no se
libra más. Decí que uno de los del grupo de él hizo un exorcismo contra el ve
corta, por 28 días, que si no… esta misma noche yo se lo mandaba. Ustedes
se desaniman muy rápido. Me extraña. Aparte: ¿qué se hizo de la serie de
animales mágicos? Habíamos llegado al zapo y ahí se cortó». (Nueva voz:)
«¿Pero?, ¿sabés qué pasa, Canasto? Yo no confío demasiado en esa
progresión. Ya hizo tronar a la hache, y eso que parecía invencible. Fue por
eso que di orden de parar». «Ah: ¿fuiste vos? Puta, qué lástima que no me
consultaste. A esta hora ese hijo de puta ya habría cagado fuego. Y te lo digo
en cocoliche. Uuuh pero qué boludo». «Escuchame —dice Julio—. Si a vos te
parece que podés…». «Síii, pero dámelo a mí. Dame a mí los controles de la
progresión. Le voy a mandar la pulgah. Vos sabés qué terrible es la pulgah,
¿no? Uuuh: peor, diez mil veces peor que la hache. Cagate de risa de la
haraña. La haraña es una inocente bestezuela, al lado de la pulgah. Se te mete
en el oído cuando estás durmiendo, en las trompas de Eutaquio, en el fondo
de la caracola profunda, y de ahí no la saca nadie. Una vez que se mete
sonaste porque si la destruís el huésped también revienta. Es terrible la
pulgah. ¿Sabés lo que es?, eso: terrible la pulgah. Muy destructiva. Sigue

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metiéndose hasta comer todo el cerebro. Hay tipos que los han encontrado
descerebrados, con la caja craneana vacía. Porque come de todo la pulgah;
hasta los mismos nervios y los huesos más chiquitos. Es horrible».
Sotelo no había manejado las perillas del televisor por el interés que le
causaba lo que contaba la máquina Canasto. El Maestro le dijo que hizo bien
y que siguiera escuchando.
Canasto continuó: «Ahora mismo pongo a las máquinas a trabajar en los
talleres astrales. Voy a programar a la pulgah y en cinco minutos la tenemos
armada. Este pelotudo ni se imagina lo que le espera. Mientras mis robots y
obreros esclavos trabajan en Ciudadela para construirla les voy a contar un
cuento. Me encantan los cuentos y chistes». «Vos hablás mucho, Canasto.
Demasiado. Sos verborrágico». «Cierto. Ahí te doy la razón. Pero ¿sabés qué
pasa, Julio?: hablar y hablar es para mí una de las grandes expresiones de la
vida. A mis negras, a mis máquinas negras, yo les hablo mucho, les cuento
chistes, cuentos, les toco el culo de plata, etc. Todo junto. Bueno, pero como
decía: una máquina mamuth guatimotzinita, que se creía muy viva, se fue a
Brasil para participar en una fiesta negra. Había muchas máquinas pintadas de
blanco, en la reunión, pero igual era una fiesta negra. Bueno. Ahí estaban
todos en la tenida lujuriosa, y el mamuth guatimotzinita se dio cuenta que
había mar de fondo contra Guatimotzín. Las máquinas brasileras decían:
“Guatimotzinita castelano, filio da puta, carne du mía perna. Macunahíma
traidor: devolveme carne du mía perna”. Todo sin saber quién era el mamuth
ni de qué país venía. Y el mamuth se cagó en las patas (no era para menos):
“Si estos tipos se avivan de que soy guatimotzinita, me cogen. Mejor me hago
el boludo”. Muy bien. Dicho y hecho. Vio que las máquinas estaban haciendo
la rosca brasileira. Entonces el mamuth se entusiasmó. La rosca de Brasil
consistía en lo siguiente: en el comienzo había una máquina langostah, negra
y grandota, que se puso. Entonces vino un flamenko y le metió el pinchiletti
en la mira ortóptica o circuito agujeril postrero; vamos a decir: en la cámara
de deyección que todas las máquinas tenemos atrás. En el orto, bah. Muy
bien. El negro se la bancó. Perfecto. Después vino una haraña que lo agarró
con furia al flamenko y cháaa… le mandó todo hasta el Correo Central. No
sabés lo que fue. Largó un alarido el flamenko. Porque las harañas mucho
piquito, mucho piquito, pero abajo están armadísimas. Son de lo peor. De
cualquier manera que sea, el flamenko llegó a un desequilibrio estable y ahí
se la aguantó. Ahora que les voy a decir una cosa: a la haraña no le fue mejor.
Atrás vino el chimpanzé con zeta. Porque es terrible el chimpanzé con zeta.
La pobre haraña no sólo se tuvo que aguantar las bofeteadas del chimpanzé,

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sino además lo que le largó. La zeta ésa es peor que la de un ve corta. Con
decirte que la haraña, cuando sintió que le revolvían el plutonio, casi se
desprende. Encantado el chimpanzé con zeta por el daño que había producido.
Pero la alegría no le duró mucho, porque atrás vino la jirapha con pe hache.
Tan sólo y únicamente les voy a decir una cosa: la jirapha la tiene tan larga
como la mitad del cuello, más o menos. Para hacerle contrapeso con el
cogote, ¿vieron? Parecía un torno a revólver. Al chimpanzé se le cayeron
todos los pelos de platino de la espalda, del horror. Estaba de lo más
jacarandosa la jirapha. Eso porque todavía no sabía lo que le esperaba a ella.
Allí nomás vino el Pen-Gwin o Pyngüino Real Gaélico, que se escribe con y
griega o y larga. Por algo es “y” larga. Le rectificó el cuello. Ustedes vieron
que la jirapha es muda ¿no? Bueno: esta vez habló. Dijo “¡Aaaaagghh…!”.
Una cosa parecida. Pero al Pen-Gwin lo dejó así como engualichado el que
venía después, que era nadie más y nadie menos que el elefanteh con hache al
último. Todos ya sabemos cómo es el elefanteh: como corta la tiene corta. Es
corta: tirando a chicuela, más bien. Pero de un diámetro de dos estadios
griegos, más o menos. Como la Bombonera o el Maracaná. El Pen-Gwin se
quejó dulcemente. Era evidente que le había roto el culo. Y para mal. ¿Pero y
qué iba a hacer, el pobre?: se la tenía que aguantar. Bueno. Pero después le
tocó al elefanteh el turno de sudar porque vio a una flamenka que se le
aproximaba moviendo sus tropas y organizada en dispositivo de combate.
Ustedes ya vieron lo que es un flamenko macho: tiene para defenderse; pero
la flamenka, dada su condición femenina, no tiene. Sin embargo al final
resulta peor que el macho porque se acopla una lampalagua hueca, articulada
e inflable, de aluminio, dos veces más larga que la espada del Cid
Campeador. Al principio, mientras la introducía, no fue tanto; pero después la
flamenka la infló de golpe. Ya desde antes le estaba saliendo por la trompa al
pobre elefanteh, y después eso. La inflada. Ahí el bicho no pudo aguantar más
y largó un alarido horripilante. Pero es cosa sabida que las hembras son
terribles cuando disponen de pene: macho que agarran la paga por todos.
Pero, para infinita desgracia de esta mina aún no estaba todo dicho: ahí nomás
vino el burro huinca toro (burro con be larga, ojo), con muchas ganas de
refocilarse con la flamenka. A esta hija de puta le hago de tuti —rebunimugió
el burro huinca toro, y se le abalanzó erotizadísimo—. Ahora que la tengo a
mi disposición voy a cebarme con las partes que más me gustan: esa mullida,
llena de rueditas chicas. A baquetearla se ha dicho. Porque hay que decir las
cosas como son, no: es terrible el burro huinca toro cuando se calienta con
una flamenka. Le encantan. Así que ahí nomás le agarró las dos tetas de

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plástico, se las apretó bien fuerte para tomar envión, y entró con todo. Pobre
flamenka: abría el pico desesperada. Cómo sería que ni gritó. Después
también le tocó al burro huinca toro, etc. etc., hasta que se terminaron las
máquinas. Entraron una o dos más, y por último, una haraña hembra chipoteó
a un kastor. Entonces la máquina mamuth guatimotzinita pensó (ella era muy
viva): “Ésta es la mia”. Y se le fue al humo a la hache. A los mamuth les
encantan las haches hembras. Pero entonces ocurrió algo más bien espantoso;
se oyó una voz que decía: “Muy bien. Ahora se cierra la rosca brasileira”. La
cadena se empezó a doblar, para el inigualable y jamás visto espanto del
mamuth. Y la máquina negra del principio, ese terrible langosthón, era el
encargado de cerrar la rosca de máquinas. Ahora entendió por qué le llamaban
rosca brasileira. Y el negro traía apuro, porque había esperado mucho; tenía la
sangre en el ojo: “Agora te toca a ti, filio da puta. Agora vocé entenderá por
qué vocé es carne du mía perna”. El mamuth quiso separarse y escapar, pero
la haraña hembra lo retuvo atravesándole el miembro con una aguja de platino
(se ve que lo tenían todo preparado). Uuuy, mamita pa’ qué te cuento: la
máquina negra ésa era peor que el ve corta del juicio final. Le rompió la
serpentina de cobre, todos los transistores, las cajitas de vidrio hechas con
cristal de Bohemia y Moravia, todo todo. ¿Y?, ¿les gustó mi cuento?». «Sí —
dijo Julio—. Me gustó mucho y estoy seguro de que a los otros también. Un
poco largo, lo único. Ahora; sería muy interesante si te conformases con
contar este único cuento y no siguieras con otro y otro, porque cuando vos te
das manija no la parás más». «Sí, bien dicho —apoyó Felipe—. ¿Y de la
pulgah cómo andamos?, ¿falta mucho?». «No —contestó Canasto—. Ya la
tengo hecha. Ahora mismo la cargo con la última energía y se la mandamos al
hijo de puta para que le entre en la oreja».
—¡Maestro!: ¡ya están a punto de mandarme la pulgah!
—Muy bien. Cuando escuches una especie de «tic, chic… tic, chic…», en
el intermedio entre ambos ruidos, hacé funcionar la perilla del televisor que
bajaste.
—Bueno, pero ¿y con los otros chichis qué…?
«Tic, chic… tic, chic… tic, (clic) oooff…».
—¿Y? ¿Pasó algo?
—Se escuchó un «oooff…». —respondió el gordo esperanzado.
—Ah, y… entonces es que la pulgah sonó como arpa vieja.
—¿Y los otros chichis?
—Seguí escuchando. Cuando se confíen y empiecen a charlar, hace
funcionar otra vez el televisor. Pero ojo: cada tanto encendé y apagá el nuevo,

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el que sí funciona, cosa de desconcertarlos.
«¿Viste, Canasto? Yo te dije que no era tan fácil manejar una progresión.
Mirá a tu pulgah: ni un minuto duró. La magia y la construcción de máquinas
no es para cualquier boludo como vos». «¿Eh?… ¿Pero cómo me decís
boludo, Julio?, ¿cómo me tratas de esa forma?». «Y, te trato así porque te lo
merecés. Sos una máquina vieja, boluda, charlatana y sin agallas. Para lo
único que servís es para contar cuentos». «¿Sí? ¿Vos pensás eso de mí? ¿De
modo que ése es tu concepto de mi persona? Bueno, muy bien. A partir de
este momento no te hablo más. Voy a fabricar el kastor, el que come los
huevitos de sus víctimas, y se lo mando al hijo de puta del gordo en lugar de
la pulgah que me hizo cagar. ¿A ver?… lo primero que hay que fabricar del
kastor es la unidad central de energía. Esto ya está. Muy bien. Por otro lado
tengo que construir el banco de memorias. Esto es un poco más costoso, pero
(clic, clic)… ooofff… Aah: ¡me engan… chó!… El hijo de p… uta me
enganchó con el tele… visor y… (clic, clic). AAaaAAuuOOOOfffpsh…
AH…». «Cagó fuego nomás. Sotelo la hizo sonar a la vieja Canasto. Nos
quedamos sin bicho canasto. Pobre vieja: no era mala del todo. ¿Y ahora
quién nos va a contar cuentos?». «Tenés razón, Julio. La voy a extrañar a la
vieja. Era un poco rompepelotas, pero contaba cuentos. Quién es ese cretino
de Sotelo para matar así, con un televisor, a Canasto. Un gordo sucio que es
un tipo que escribe muy poco interesantemente. Un desubicado: eso es lo que
es. Ahora yo voy a seguir construyendo el kas… (clic-clic) AAAAAHHH.
AuAuAAAHHoooooOOfffsshhhh…». «Mirá, mirá, Mario: lo liquidó. Pobre
Felipe: una máquina joven, con lana de vidrio rubia, en su cabeza mecánica.
Él que siempre fue una máquina MAS. Y ahora está completamente
reventada. Sólo quedó esta ruedita. Es verdad que Felipe era un pendejo
ignorante e insolente, pero no era como para matarlo. Además tenía razón en
una cosa: Sotelo nunca será un buen escritor. Jamás será grande como el
Maestro». «¿Y quién es el Maestro, así: con mayúsculas como lo decís?».
«Me extraña: el Señor Francés, el Súper, el ecologista de Las Palabras». «No
sé. Me dejás sin palabras. Y eso que yo soy máquina boliviana de séptima
generación». «Permití que te culturalice un poco. El Maestro, en sus Obras
Completas, Capítulo XXVIII, Versículo 32, Himno I 15, declara que…
(clic-clic)… ¡eeeAAhhAAAAHHHHHiiAAiiAAoogggrrrooooff…!». «¡Pero
qué hijo de puta!: qué guardada se la tenía a esta arma secreta. Pobre Julio: él
que era un pozo de ciencia. Me las tomo antes de que se vengue y me haga
cagar a mí también en el mundo de la ficción. O en el mundo astral, que es
casi lo mismo. Pero le voy a rebotar todas las energías. Ni se sueña que yo

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tengo esta armadura de plomo, que refleja los rayos acásicos y le voy a hacer
cagar el televisor y a reventarlo a él mismo. El problema es que a lo mejor no
me da tiempo de ponérmel… (clic-clic) ¡AAAffffGRAAAffOOOfff…!».
—¿Qué pasa? —preguntó De Quevedo—. ¿Por qué te quedás así, como
escuchando?
—Me parece que los hice cagar a todos. Estaban tratando de construir un
kastor.
—Uuuh… ¿Y lograron armarlo antes de morir?
—No. Llegaron hasta el banco de memorias y allí se les terminó la joda.
Lo único que estaba completo era la unidad central de energía.
—Entonces, cuando los mataste a ellos, también liquidaste al kastor. Un
animal menos de la progresión. Otro chichi que ya no te jode.
—Pero… ¿y si otro esote lo quiere construir? ¿No puede, acaso?
—Sí que puede. Pero ya vas a estar como vacunado. Esta noche te sacaste
de encima a dos animalitos bastante simpáticos: la pulgah y el kastor. Podés
estar muy contento.
—Pero ¿y quiénes eran esos otros: Julio, Felipe, etc.? ¿Magos de alto
grado?
—No, para nada. Se trataba de máquinas. Sus nombres no son tales. Se
trata de algo parecido a marcas registradas; decir máquina Felipe es como
decir Glostora. Estos servomecanismos, en general, toman sus nombres del
esoterista que los construyó.
—Ah sí, ya entiendo.
—Te vas a encontrar con máquinas Rodríguez, González, López, etc.
Esos chichis: Julio, Canasto, Mario, eran máquinas superiores, que a su vez
estaban programadas para fabricar otras máquinas, de tareas más específicas
que ellas: el kastor, la pulgah, etc. Ahora estoy pensando que fue una lástima
hacer cagar tan rápido a la máquina Canasto. Como era un servomecanismo
imbécil habría sido muy interesante dejar que fabricase a toda la serie de
animales mágicos, para sacárnoslos de encima. Ciento y pico de animalitos.
Qué pena. Aparte que la propia máquina Canasto, con ser ridicula y
charlatana, me cayó simpática. A ese cuento de la rosca brasileira, que vos me
ibas traduciendo, yo ya lo escuché cuando era chico. Un cuento muy viejo; sin
embargo la máquina Canasto lo contaba de una forma remozada. A lo mejor,
si la dejábamos durar un poco más, nos decía otros cuentos deliciosos. Me
hace acordar un poco a la máquina viajera que tenía Alaralena: una máquina
usina que escribía obras de teatro, no sé si te acordás. Claro que se trataba de

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un ser muy superior a Canasto. Aparte, para Alaralena ésa era una especie de
novia. Se jodió muchísimo cuando la perdió.
—¿Vos te creés que yo me puedo haber olvidado de esa usina?
Demasiado bien sé que murió por defenderme.
—Sí, pero no quiero que te sientas culpable. Estamos todos en esta joda,
por propia elección. Impedir que te caguen ya es un capricho para nosotros,
aparte del afecto que te tenemos. Defender a esa ex exateísta, amiga tuya, casi
nos revienta. ¿Vos te acordás cómo fue, no?: algo salió mal y la usina de
Alaralena debió salirle al cruce a un grupo de seis Máquinas Maestras. Todas
Súper. Lo mejor de lo mejor. Ella combatió y la reventaron, pero antes las
hizo cagar a todas. Yo también la quería a esa máquina, y eso que no era mía.
Los Maestros Mozart tenemos nuestras rarezas. Somos… tecnócratas, me
parece. O tecnontócratas: técnica con ontología.
—Algo… me molesta en todo esto…; es como si un secreto final se me
escapase.
—En la magia el secreto final siempre se te va a escapar. Pero no te
preocupes: eso le pasa hasta al propio Dalai Lama. ¿Qué es?
—Esas máquinas anteriores: Mario, Julio, Felipe…
—Sí. ¿Qué?
—Me suenan. Es como si a ese grupo de nombres yo lo hubiera conocido
alguna vez.
—A lo mejor fueron tus compañeros de trabajo. O a lo mejor lo son. ¿No
hay tipos llamados así, en Recursos Hídricos?
—No. Ni uno.
—¿Tu encargado cómo se llama?
—Eduardo Acevedo Cánepa. Nada que ver. De modo que no… ¡ah!
—¿Qué?
—En el secundario yo tenía compañeros que se llamaban de esa forma.
Pero a eso no lo sabe nadie más que yo. Formaban un grupito, que siempre
me verdugueaba. El profesor de Zoología había nombrado a un ayudante de
entre mis compañeros: un tal Mario Domínguez. No era mal tipo del todo,
pero distribuía mal las tareas. A mí me cargaba más que a los otros. Sabía (o
adivinaba) que yo era un boludo que tenía el principio equivocadísimo, por
aquel entonces, de sacar todo lo que me dieran. Si mis compañeros tenían que
disecar un cuis, a mí me daba tres. Si era preciso que cada uno tuviera 15
huesos de caballo pelados en el curso, yo tenía que pelar 128. Todo así.
Reconozco que no me habría castigado si yo no los hubiera hecho, pero igual

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me los daba para hacer. Que me tomara de boludo (y además yo siendo en
serio un boludo, eso es lo peor), a eso, jamás se lo perdoné.
—¿Pero y por qué te los daba? ¿Por sadismo?
—No. Para quedar bien con la Cátedra, supongo. Tal vez, ni él mismo se
diera cuenta.
—¿Y los otros?
—Julio era el intelectual del grupo. Yo leí mucho a lo largo de mi vida.
Pero te aseguro que ya en el secundario Julio había leído más libros de los que
yo leeré en toda mi vida. El peor defecto que tenía Julio era el ser
extremadamente despreciativo. Los otros no existían para él. A lo sumo les
«perdonaba la vida» a dos o tres amigos. Pero no porque respetase sus
potencias. Los perdonaba por capricho, o para no quedarse tan solo. Era un
discípulo del Viejo.
—¿Qué Viejo? ¿El jefe de la Cátedra?
—Sartre.
—Ah.
—Felipe, por su parte, siempre fue un muchacho MAS; vale decir: un
joven promisorio. Alguien siempre ubicado, normal, absolutamente chichi, en
otras palabras. Un pendejo con mucha suerte en la vida. Ignoró siempre que,
bajo otras circunstancias, a él le habría ido peor que a Esteban, el loquito del
curso. Felipe le tenía miedo a los sapos, a los sandgüicheros boxeadores
(aunque éstos ni lo miraran), etc. En fin: veía fantasmas a causa de su propia
cobardía. Es la clase de tipos que tarde o temprano integran las nebulosas
izquierdas. Es muy raro que a uno de estos chichis les vaya mal en la vida,
porque el mundo está preparado para reventar a otra clase de personas, a los
Mozart, no a los jóvenes bien ubicados como él.
—Eso es cierto: si a alguien caga la sociedad es a tipos como vos y yo.
—Claro, o a Alaralena, o a Isidoro, que son buenos tipos pero marginales.
Este es un mundo que se está preparando para recibir al hombre MAS (o
masa). Pero todavía hay algo que no entiendo… ¿Qué carajo tienen que ver
mis compañeros del secundario con todo esto? No me digas que Mario,
Canasto y todos los otros son hoy día esotes que fabrican máquinas con sus
mismos nombres, por una especie de vanidad, y…
—Nooo pero para nada. Tus compañeros… vaya uno a saber qué fue de
ellos. No. Lo que ocurre es que los tipos que realmente son esotes, esos que te
persiguen, toman elementos de tu pasado; utilizan fragmentos de lo que ya
fue, adversos a vos, para que así trabajen en contra tuya. Es una forma de
ahorrar energía. Utilizan tus odios, tus frustraciones, las humillaciones que

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padeciste; las hacen revivir: te las reflotan para que te jodas. En vez de
largarte un elemento enteramente nuevo, te largan uno con infraestructura
basada en lo viejo de tu subconsciente, así te llega más fácil y te manijea más
(con la menor energía gastada por parte de ellos, claro está). —De Quevedo
dudó—. Pero… a todo esto, gordo… esta historieta con las cuatro máquinas
de recién, me hizo olvidar de toda la información que yo quería que supieses
respecto a los horóscopos del televisor; es necesario que la caces ya mismo.
—¿Qué… qué cosa?
—Quiero, en primer lugar, que aprendas a leer; después es preciso que se
forme dentro tuyo una especie de instinto acerca de los programas de TV que
son falsas informaciones; vale decir: chascos que preparan los propios chichis
para que leas cosas incorrectas. Sólo podés formar criterio con la experiencia,
luego de ver miles de programas con mensajes. Pero lo mejor es una
demostración práctica. Encendé el televisor. El bueno quiero decir. El que
realmente funciona.
El gordo lo hizo. Pasaban una propaganda de radiadores internos, para
calefacción central: «Unidad Reynolds (visión de una máquina que gira en el
espacio): Fuerte… Segura… llega hasta donde usted no puede llegar… calor
viviente que circula… Reynolds. Unidad Reynolds».
Después de este corto publicitario, la emisora seguía con otras cosas.
De Quevedo bajó el volumen y le dijo a Sotelo:
—¿Ves, gordo? Aquí hay seguro algo para nosotros. Y te advierto que lo
enganchamos por casualidad. Bien pudieron pasar tres o cuatro días antes de
que consiguiéramos algo útil. En este momento me es imposible explicarte
por qué este aviso tiene algo y otro parecido no. Es una cuestión de
experiencia. Mirá, esto se lee así: Esta unidad Reynolds, esta máquina
Reynolds, es una máquina que está trabajando para nosotros, y el astral nos lo
advierte para que trabajemos con ella a plena conciencia, y no como hasta
ahora, sólo en la subconciencia astral. Seguro que a esta máquina tan rara, que
vimos en el televisor, la fabricaste vos, o la hice yo (sin saberlo, como es
lógico). Es decir: eso que apareció en la pantalla es realmente un aparato que
sirve sólo para que vos no te cagues de frío en invierno si tenés la plata para
comprarlo en el mercado. Pero la magia aprovecha para decirte que además,
contamos nosotros con un chichi, parecido y en otro lado, a nuestro favor.
Que ya está construido y actuando. A todo esto, naturalmente, debemos
completarlo con astrales para saber bien de qué se trata: quién de nosotros
fabricó esta máquina, para qué sirve en realidad, etc. Pienso, intuitivamente,
que tiene utilidad tanto para ataque como para defensa, pero a eso hay que

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verificarlo mediante horóscopos y astrales. Posiblemente nos lleve una
semana, a Alaralena, Isidoro y a mí. Veo por tu cara que no estás muy
convencido.
—No es eso. Yo estoy dispuesto a creerte todo, a esta altura, pero es que
no entiendo…
—¿No entendés qué?
—Esa máquina que vimos recién, esa máquina Reynolds…
—Sí.
—Yo hubiera pensado que era un calefactor común y silvestre; un aparato
que sirve para dar calefacción a una casa de familia y sólo eso.
—Y es sólo un calefactor común y silvestre. ¿O qué te pensabas? ¿Que el
fabricante es un esote amigo nuestro que paga una suma altísima por
televisión para decirnos que hay en el mercado una máquina mágica para
nosotros? ¿No te parece que podía haber buscado un medio más barato de
comunicarse con nosotros? No, querido amigo. Eso que vimos es un
calefactor y sólo eso. Ocurre que el astral aprovecha lo natural para trazar un
paralelo y decirnos: «Hay una máquina mágica, parecida a ésa, muy parecida
a ésa, y que (por supuesto) no es un calefactor, de la cual ustedes pueden
disponer para atacar y defenderse, sólo con que tomen conciencia de que
existe». ¿Ahora la cazaste?
—Bueno. Sigamos viendo.
La pantalla mostraba el aviso de una gaseosa. Era un desierto horrible, a
42° C de temperatura. Diez tipos desesperados, con la lengua afuera, con traje
de exploradores. En medio de las arenas ardientes encuentran una montaña,
coronada por nieves eternas. Los tipos trepan desesperados. Entre las
estribaciones de la montaña, con las primeras nieves, arrancan botellas de
gaseosas que están allí, congeladas como mamuts.
—Bueno —dice De Quevedo— aquí tenés un ejemplo. Esto es
simplemente un aviso comercial. No hay información alguna que uno pueda
traducir. Es nada más que lo que muestra.
El gordo estaba desesperado:
—Pero no entiendo qué método usás para leer. Por qué el otro sí y éste no.
¿No podría ser que hay una suerte de montaña astral, llena de máquinas, y que
trepándola uno obtenga miles de defensas contra…?
—No.
—Me doy cuenta de que no, pero ¿por qué?
—Porque no. Esto de las lecturas no es una enseñanza tan racional como
la matemática. Sólo la experiencia, rebotando miles de veces, con un Maestro

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al lado para enseñarte, puede hacer que con el tiempo aprendas. Escuchame:
hay malos lectores del tarot, como hay malos lectores de las borras de café o
malos astrólogos. También hay tipos que conocen el secreto de la información
televisiva, pero que traducen incorrectamente. O porque tuvieron malos
Maestros, o porque los tuvieron buenos pero nacieron caídos del nido. Leer
televisión es una ciencia como cualquier otra. Pero sigamos viendo. A ver:
cambiá de canal.
El gordo lo puso en canal 7, GTC Guatimotzinita Televisora Color.
Allí había un gordo tres veces más gordo que Sotelo cuando era gordo, y
un flaco más flaco que Isidoro. Se trataba de un programa cómico. El gordo
hacía como que le presentaba al flaco a una mina en bikini. Ella, exuberante
de arriba y abajo, apenas tapada por un par de telitas que juntas pesarían 15
gramos, sostenía una palomita blanca, en sus manos blancas. «Dale, flaco:
aquí está tu oportunidad. Ponele el clavito a la palomita». (Risas en off). El
flaco: «Pero ¿te parece, gordo? ¿Le pongo el clavito?». «Sí, sí». «Pero es que
soy algo tímido». (Mientras decía soy «tímido» el flaco le miraba el culo a la
mina, la cual se sonreía picarona, sosteniendo la palomita viva, y moviendo el
culo como diciendo SÍ SÍ.). Dice el gordo: «Vaaamos flaco, me estuviste
rompiendo como quince días diciéndome que le querías poner el clavito a la
palomita, ¿y ahora te hacés el tímido?». (Risas en off). «¿Es que sabés qué
pasa, gordo? —El flaco mira al público invisible y ríe—… soy tímido…».
(Risas en off). «Pero dejate de romper las p… aciencias, ¿querés hacerme el
favor? (Risas en off). Ponele el clavito a la palomita. Mirá: no es difícil; lo
ponés así (mímica), empujás un poco… y la naturaleza ya te ayuda». (Risas
en off). «Pero… es que soy tími… Y decime: ¿yo le puedo poner el clavito en
cualquier lugarcito que quiera?». «Síii… en cualquier lugar que vos quieras.
La palomita se deja». (Risas en off). «Bueno… —El flaco se acerca al culo de
la mina». «¡Eh!; ¿pero qué hacés, zarpado?». (pregunta el gordo con falsa
indignación, mientras escuchamos muchas risas desde atrás). «Ahí no».
«¿Pero y en qué quedamos? ¿No me dijiste que yo podía meter el clavito
donde quisiera?». «Sí bueno, pero… te equivocaste de cabecita, negro».
(Risas en off). «Claro, pero ¿sabés qué pasa, gordo?: Yo la quiero clavar a la
palomita para que ella no se me pueda escapar. Es una paloma mensajera,
ésta». «Aaaah…». «Sí. Yo quiero tenerla ahí, clavadita, para que ella haga
todo lo que yo quiera y reciba todos mis mensajes». «Claro (dice el gordo,
con muchas risas en off). Vos sos muy picarón: querés que la palomita tenga
el clavito para que vos puedas hacer cualquier fiestecita. Vamos, negro (lo

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cachetea al flaco amistosamente)… Vamos, negro, que vivos somos todos».
(Risas en off).
—Aquí tenés —dijo De Quevedo—. Esto sí es un programa de
información.
El gordo, por momentos, se desesperaba más y más:
—¿¡Pero por qué!? Por favor explícame por qué. Para mí esto es sólo un
programa cómico, de entretenimiento.
—Y es realmente así; ocurre que los actores y el argumentista, sin saberlo,
por supuesto, están trazando un horóscopo.
—Para mí es ininteligible.
—Y… ¿qué te pensás? Leer es una ciencia. Quizá pasen años antes de que
vos puedas traducir como es debido. Saber cuál es un programa que contiene
banco de datos, cuál no; si los datos son para nosotros o para nuestros
enemigos; cómo interpretar correctamente sin que nuestra desesperación, o
nuestros deseos o necesidad, manijeen la lectura, etc. Muchas veces, las
ansias de ganar, nos hacen leer un triunfo, cuando en realidad el astral está
advirtiéndonos sobre la posibilidad de una fenomenal derrota. En otras
ocasiones nuestro terror o nihilismo nos hace traducir una catástrofe, cuando
en verdad lo que el oráculo nos quiere decir es que vamos a ganar, aunque
todas las apariencias digan lo contrario.
—¿Y vos qué leiste en este programa?
—No estoy muy seguro, pero… Creo que nos van a atacar con kombis.
—¿Y qué mierda son los kombis?
—Bueno, vos ya sabés que zombie es un muerto que tiene atravesado el
cerebro con un clavo que le permite al esoterista manejarlo. El kombi es, por
el contrario, un ser vivo. También tiene un clavo en la cabeza, eso sí. El clavo
es a medias astral y a medias físico. El ser no muere, pero queda
completamente subordinado al esoterista. Y yo me sospecho que pronto nos
van a atacar con palomas manijeadas.
—¿Te parece?
—Si no leí mal, sí.
—Ah: si no leiste mal. Quiere decir que ni vos mismo estás seguro de tu
lectura, pese a tu experiencia. No es una ciencia exacta.
—Ni la física teórica es una ciencia exacta. Todo el Universo se visualiza
con interpretaciones parciales, correctas sólo para un determinado entorno.
Trabajamos nada más que con pedazos de materia, en la esperanza de que las
leyes permanezcan iguales a medida que nos vamos alejando de la región.
Mirá las constantes de la física: ¿quién nos asegura que sigan siendo correctas

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más allá de una distancia ponderable, digamos: cien millones de años luz?
Nadie. Tenemos la esperanza de que sigan siendo correctas. Y si no es así nos
jodemos, porque nuestras interpretaciones, para todo lo que se refiera al borde
de nuestro Universo conocido, serán en ese caso falsas. —De Quevedo pensó
un poco—. De cualquier manera quiero que entiendas una cosa. Guarda con
los televisores. A los televisores hay que saber usarlos. El enemigo puede
infiltrarse a través de las ondas de un programa y manijearte mientras lo estás
viendo lo más tranquilo. Vos te creés que las perturbaciones de imagen y
sonido son un defecto atmosférico o de antena, y resulta que son ellos. Y
sobre todo ojo con esto, gordo: los chichis a veces mandan programas
mágicos de información esotérica falsa, para que uno disponga medidas
defensivas equivocadas y cague fuego. Y ni hablar si te quedás dormido
frente al televisor: te pueden destruir aunque vos estés en el sillón de tu casa.
Por eso es que siempre, cuando uno ya no mira, hay que apagar el televisor, y
no hacer como esos boludos que se duermen con el televisor prendido.
También, por supuesto, pueden causarte males menores; manijeate para que
en la calle o el comercio te estafen, hagas malos negocios, olvides tu billetera
en cualquier lado o derroches tu dinero; aunque admito que a esta manija te la
pueden encajar de doscientas mil maneras distintas, si no estás prevenido. No
necesariamente han de usar el televisor para ello. Con la radio pasa lo mismo:
a veces se infiltran a través de las ondas para hechizar al oyente. Otra cosa;
aún no lo han hecho y quizá no lo hagan nunca, ojalá, pero algo muy
frecuente son las máquinas silbadoras. Vos ponés un disco en tu aparato y de
inmediato se empieza a escuchar a alguien que silba (parece venir de la pieza
vecina). Ese falso silbido produce una energía que destruye al disco en una
zona diminuta. Queda como una suerte de rayón entre surcos. Luego de esta
labor previa que hacen las máquinas silbadoras, dentro de la rayadura se
instalan otras máquinas, éstas sí con carácter permanente, encargadas de
manijear desde la placa al que escucha.
En ese momento oyeron que los tipos de la pieza vecina, los que antes
jodían con la radio y que supuestamente se habían ido a dormir, decían: «Así,
eso es. Metela ahora». «¿Pero dónde? ¿Aquí?». «Sí sí».
—¿Escuchaste? —preguntó De Quevedo.
—Sí. ¿De qué hablan?
—Y yo qué sé. Serán homosexuales. A lo mejor viendo que no nos podían
cagar con la radio decidieron hacer una fiestita consuelo. Pero igual es raro,
porque…

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«¿Cuántas largamos?». «Cinco. Alguna va a llegar». «Pero… ¿te parece?
Mirá que es noche cerrada». «¿Y eso qué tiene que ver?». «Bueno, está bien».
De Quevedo sacudió la cabeza:
—No. Estos tipos no son putos. Están en otra. A ver si podemos verlos.
Me parece que aquí hay un agujerito —el Maestro observó a través de la
perforación a la pieza vecina—. Jah… Vení gordo.
Sotelo echó un vistazo. Los tipos sacaban palomas de una jaula, donde
tenían muchísimas, las manipulaban extrañamente y después las largaban por
el balcón, en plena noche.
—¿Pero y qué les hacen? —preguntó el gordo retirando los ojos del
intersticio, muy azorado.
—Me parece que a esto se refería la información del televisor. Deben
estar muy apurados para hacerlo de noche. Se ve que no quieren esperar, por
alguna razón de tiempo.
—¿Están fabricando esos kombis que vos decías?
—Sí. Lo que me llama la atención es que estas cosas en general se hacen
con luz diurna. También se pueden hacer de noche, claro está, pero largar las
palomas, teniendo en cuenta que estas aves no vuelan de noche, bueno… Ya
son demasiadas leyes naturales que están violando estos chichis. Te lo repito:
deben estar muy desesperados, por alguna razón, para obrar así.
Del otro lado cada tanto se oían aleteos nocturnos, como de grandes
pájaros en pleno desconcierto que echan a volar.
De pronto, en la propia habitación del gordo y De Quevedo se escuchó
algo que solamente aquél escuchó:
«Ponele la concha de goma»… «Bueno, muy bien. Ahora ponele las tetas
de lana».
—¡Maestro, maestro! —clamó el gordo desesperado.
—¿Qué pasa?
—Se escuchan voces.
—Yo no los oigo ahora a los tipos.
—No, no; los tipos de al lado no. Aquí dentro. Decían «ponele la concha
de goma…; ahora ponele las tetas de lana».
—Uuufa… —De Quevedo estaba entre furioso, cansado y divertido—.
¡Sigue el show nocturno! ¡Albricias! —Con bronca contenida—: Qué mierda
estará pasando ahora. Seguí escuchando.
«Ahora ponele un pene de aluminio… la lengua de trapo; eso es. Vamos a
construir la Pareja Original».

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—Están como armando unas cosas. Dicen que van a construir la Pareja
Original.
—Aaj… Debí suponerlo. Pero claro, qué estúpido soy.
—¿Pero por qué? ¿Qué es?
—Están fabricando dos muñecos de Frankenstein: un macho y una
hembra. Si dejamos que los completen estamos listos. Van a ser peor que el
feto. Son parecidos a los gólems y no hay mudra, máquina ni exorcismo que
los detenga, los construyen con materiales astrales y porquerías físicas que
encuentran. A veces basta un poco de pelusa en el piso, y a ello le llaman
«tetas de lana». Es un remedo diabólico de la vida. Es para la víctima, como
si el Universo empezase de nuevo, pero no con actos divinos sino maléficos.
Dicho en otra forma: a la víctima se le quita su pasado sobrenatural, de miles
de millones de años, se lo desprovee (mediante este nuevo Génesis) de
memorias de amor celestial, para darle éstas, nuevas, maléficas. El Universo
seguirá siendo creación de los Dioses para todos los hombres menos para él.
El atacado pasa a tener un Génesis especial, absurdo y seco que no le permite
la vida. Tratan de cambiar tu entorno, para que, de alguna manera, fuese como
si vos hubieras nacido desde siempre en un cosmos chichi. Hay que hacerlos
cagar con el televisor, tenés que engancharlos justo, cuando estén hablando, si
no no funciona. Tenés que pescarlos en el mismo acto anti-creacional. Tenés
que hacerlos cagar antes de que terminen de fabricarlos, porque después todo
lo que yo haga para protegerte será inútil: mis magias son para este Universo,
no para ese otro, paralelo, donde vos vas a vivir.
«Ahora viene el culo de porcelana. Eso es…».
—¡Ahí están de nuevo…!
—Dale, dale con el televisor.
«Ponele… (clic-clic)… los testículos de algodón» (clic-clic).
—¿Y? ¿Pasó algo?
—No logro engancharlos. Es como si supieran. Interrumpen las frases
justo cuando muevo la perilla. Tal como si me leyeran los pensamientos.
—Y te los están leyendo.
—Pero entonces… ¡no los voy a agarrar nunca!
—No te pongas histérico. Tenés que concentrarte; en plena conciencia
bajar al astral, donde ellos se mueven. Sólo así vas a estar de igual a igual y
lograrás hacerlos pelota. Concentrate. Por una vez en la vida procede como un
mago de alto grado. Sé imparcial, como si la cosa no te afectara ni tuviera que
ver con vos. Operá como un verdadero esote.

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«Ponele (clic-clac)… el hombro… (clic-clac) de plástico… (clic-clac)…
po… (clic)… nele (clac)… la frente de vidrio (clic-clac) ahora (clic)… la…
(clac)… espalda de oro. Todo de oro que sea».
—Trato de engancharlos pero no puedo. Un momento antes de que yo de
vuelta la perilla se callan. Saben, saben estos hijos de puta.
—Y claro que saben; pero no importa: seguí insistiendo. Entran y salen
muy rápidamente, los guanacos, por eso son difíciles de cazar.
—Aparte que para engancharlos tendría que contener y superar su orden
de pensamiento. Hacerme una idea de la ley de pausas y palabras que utilizan.
—Si intuís podés.
El gordo sacudió la cabeza desesperado.
«Ahora viene el ojo de uranio (clic-clac)… y… (clic-clac)… la…
(clic-clac)… (clic-clac)… (clic-clac)… (clic-clac)… rodilla de… (clic-clac)…
madera. Bueno: ahora directamente le ponés la mano de hierro. A…
(clic-clac)… hora (clic) viene el momento… (clac)… de ponerle una memoria
de hielo, para que cuando el hielo se derrita no tenga memoria… Pero dale
también el cerebro (clic-clac)… un cerebro de electricidad de papel; en el
cerebro, después, incrustale el hielo que se tiene que disolver, y también ya
que estam (clic) ooff… (clac)… aaalf…».
—¡Lo enganché!, ¡lo enganché!
—Seguí, seguí gatillando.
(clic-clac) (clic-clac) «… aaaaoooff… logró tocarmoohff el hijo de puta…
me tocoff… (clic)… AAAAoooAAAooAAOOOFFF…».
Gran silencio.
—¿Y? —preguntó De Quevedo.
—Parece que por fin reventaron.
—Bueno, me alegro. Parece que nos salvamos de una buena.
—¿«Nos»?: me salvé, querrás decir.
—Qué egoísta sos, gordo ¿eh? Como si yo no estuviera en esta joda,
poniendo el ser.
Sotelo se avergonzó:
—Sí, tenés razón.
De Quevedo miró la hora del reloj despertador (ninguno tenía reloj
pulsera):
—Gordo: es tardísimo. Más vale que nos vayamos a dormir, para que no
nos pase lo de esta mañana.
—Pero hoy es domingo, no trabajo.
—Ah, es verdad. Pero igual. Ya tuvimos bastante para una noche.

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De Quevedo fue el primero en acostarse, Sotelo, parsimonioso, avanzaba
a través de miles de rituales: poner el pantalón en una silla plegado en cierta
forma, cuidar de no chocar los objetos y muebles (una de sus autodisciplinas
para activar su atención), cerrar los postigos para que el sol mañanero no los
despertase antes de tiempo, etc. Por fin se sacó los zapatos e intentó ponerlos
debajo de la cama, pero sólo los pudo introducir hasta un punto pues chocaron
con un objeto duro. Temeroso de que fuese una manija, no quiso meter la
mano y tantear. Decisión afortunada, pues con ayuda de la escoba sacó una
paloma muerta. El espanto del gordo fue muy cómico: saltó con retroceso, al
tiempo que decía «¡Gëee…!», con un gesto de asco completamente
exagerado.
—¡De Quevedo!: ¡mirá el chichi que nos encajaron!
El otro, al ver el ave, no sintió una repugnancia menor a la de Sotelo,
digamos a fuer de sinceros, pero se contuvo con austeridad y disciplina. El
bicho no estaba rígido sino flojo, con las plumas «sueltas»; era evidente que
su muerte databa de pocos minutos atrás. No podía tratarse del aflojamiento
posterior al rigor mortis, puesto que De Quevedo había barrido esa misma
mañana poco después de irse el gordo. El Maestro dijo:
—Jm. Qué regalito. No la toqués con las manos.
—¡Nooo…!
—Con la escoba y una palita tirala por el balcón. Ruego para que caiga en
la cabeza de algún chichi que justo en ese momento pase caminando.
De Quevedo demoró más para decirlo que el gordo para hacerlo. Desde la
calle se oyó un grito horrísono, de asco, y una maldición. Luego Sotelo
comentó:
—¿Pero qué y cómo vino a parar debajo de la cama, ese bicho?
—A esta cortesía se la tenemos que agradecer a nuestros vecinitos, los de
la otra pieza.
—¿Las palomas con clavos, decís vos?
—Largaron varias, en la esperanza de que por lo menos nos llegase una.
Los chichis tenían la misión de morir debajo de la cama para así manijearnos
toda la noche. Durante el sueño uno tiene menos defensas, como ya sabés.
Menos mal que la encontraste a tiempo.
—¿Y si no qué habría pasado?
—Y… que nos habrían encajado cualquier porquería. Aunque… ahora se
me ocurre… Claro: en realidad no es que el kombi tuviese orden de morir
debajo de la cama. Él quería estarse vivo y quieto manijeando toda la noche
en un rincón. Lo que pasa es que tu máquina-altar no le dio tiempo y lo mató.

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Es probable incluso que tu hallazgo no sea casual: quizá ella te guió para que
lo encontrases.
—¿No habrá otros kombis? —preguntó el gordo preocupadísimo.
—No creo. Buscá con la linterna, por las dudas, debajo de todas las cosas.
—No hay más —dijo el gordo después de una inspección severísima que
incluyó el altillo y todos los trastos.
—Aunque te parezca mentira este ataque es un signo favorable —dijo
De Quevedo—. Que se hayan largado a hacer kombis en plena noche y a
largarlos habla de lo desesperados que están. Sienten que están muy cerca de
la derrota.
—¿Pero qué? ¿Estos dos tipos pertenecen a la Asociación que nos ataca?
—Son del mismo grupo esotérico o de uno que ha decidido ayudar a éste
a cambio de otras colaboraciones; eso es lo de menos, pero es obvio que
trabajan juntos.

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CUARENTA Y TRES

MENOS MAL QUE LA RELOJERITA ERA TÍMIDA

Por lo visto De Quevedo estaba más cansado de lo que aparentaba, pues la


mañana de ese domingo siguió durmiendo pese a que el gordo lo sacudió.
—De Quevedo… De Quevedo…
—Sea la hora que sea dejame dormir una hora más.
De modo que luego de tomarse unos rápidos mates Sotelo bajó a comprar
alguna cosa antes de que cerraran el único lugar abierto. En la escalera se
encontró con la relojerita que subía.
—Por lo visto siempre nos encontramos en las escaleras —dijo el gordo
con una sonrisa que él creyó muy seductora.
Fue una suerte que ella viniera ya seducida y de antes, valga la
redundancia, y tuviese la intención de seguir estándolo. La relojerita no
parecía tener mucho apuro por subir y Sotelo se percato. La chica mostraba
una timidez básica, pero con chispazos de insolencia. Era evidente que por
alguna razón lo había elegido para su comienzo sexual (tenía 15 años, cosa
que aún ignoraba el gordo). Intuyó una superioridad intelectual por parte de
él, pero que sin embargo trabajaba (a otro estudiante no le habría dado bola).
Aparte quedó conmovidísima desde que él se ofreció gentilmente para
acompañarla y bajar juntos la escalera, en vez de seguir subiendo, para que
ella no tuviera miedo. Le dijo: «En lo de Pepe están por cerrar. A lo mejor le
conviene apurarse». «No es urgente». «¿No tiene miedo?». «¿Miedo de
qué?». «De que cierren, por supuesto. No. Ah…». Después le contó que tenía
dificultades en Historia. «Yo de eso sé muchísimo, muchísimo, me gustaría
ayudarla». Ella no lo miró a los ojos, le miró los botones del saco para luego
preguntar en tono bajo: «¿Usted me enseñaría?». El gordo era boludo pero
igual la cazó al vuelo: «Claro, para mí va a ser un gusto». «¿En serio?». «Pero
seguro, seguro». Ella le aclaró, de cualquier manera, que sus viejos no iban a

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ver con buenos ojos esta enseñanza de corte netamente altruista; que podían
llegar a pensar mal: no obstante «los domingos ellos se van a visitar a unos
tíos y yo me quedo sola en casa, estudiando». Entonces él, en esos días «me
puede enseñar todo lo que no me quedó claro durante la semana». Estaba todo
dicho.
Al principio el gordo le enseñaba en serio, no obstante no haber perdido ni
por un segundo la otra idea que los dos guardaban. Pero un día los dos
cuerpos estuvieron muy cerca y la relojerita, mirando el libro, comenzó una
pregunta sobre abstractas batallas, que terminó de efectuar con sus labios muy
cerca de los del gordo. Fue la primera vez que se besaron. Siguieron, a partir
de allí, franeleadas cada vez más audaces que terminaron con la posibilidad
de seguir estudiando en toda la tarde. Otro domingo él le preguntó: «¿Tuviste
novio en 5.º, o en el curso anterior?». En realidad lo que Sotelo quería
averiguar era si ella se daba cuenta de que andaba con un tipo grande, de casi
31 años. La relojerita lo comprendió al instante, lo miró con mucha franqueza
y le dijo: «Yo siempre tuve novios —y agregó como queriéndole expresar:
“ésta es mi desgracia”—: Pero no me gustan los pibes. ¿Sabés que no me
gustan? No los aguanto». «Mejor para mí», pensó el otro y tenía razón. Por
cierto que el asunto le preocupaba. Claro está: ella cursaba 5º, pero pudo
haber suspendido estudios durante dos cursos, por ejemplo, ya que su familia
se había mudado del estado de Cordobchítl (o Califato de Córdoba) a Tollan;
hasta que se adaptaron… A esa pregunta la reprimió durante un mes, porque
no le convenía la posible respuesta, pero al fin la hizo: «Decime… nunca
hablamos de esto, pero… ¿cuantos años tenés?». «Quince. Voy para
dieciséis», dijo ella muy audaz, porque todavía le faltaban nueve meses para
tal edad. Ahí el gordo, por fin, comprendió y se cagó en las patas. Ya se veía
en cana. No la pudo largar así como así; en primer lugar porque la deseaba y
romper con ella era como cortarse una víscera, pero además no quería quedar
como el boludo que en realidad era. De modo que, si bien no le dijo «nunca
mas», se hacia el remolón. Y ella, con su intuición de mujer criolla, lo cazó en
el acto. Una tarde cualquiera (era jueves pero feriado, y el gordo no trabajaba)
Sotelo aprovechó para lavar sábanas y ropa. Pasó cerca de una hora en el
lavadero. Al volver encontró que alguien había sacado la hoja de su novela
interrumpida, puso otra, y en el medio de la carilla en blanco escribió tan sólo
esto:

PUTO

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Y él supo que, esta vez, no se trataba de ningún chichi. Mientras lavaba
dejó la puerta sin llave, de modo que cualquiera pudo entrar. Sotelo, sin
embargo, no tenía la menor duda acerca del autor. Sacó el papel, lo dobló
cuidadosamente y procedió a guardarlo. Desde el comienzo del ajfaire
relojerita no le dijo una sola palabra a su Maestro, y así pensaba seguir. Cosa
rara, si se piensa que a él le contaba todo. A lo sumo una pregunta que un día
vino al caso: «Che: ¿qué pensás de esa mina?». De Quevedo estaba distraído,
o mejor dicho pensando en dos astrales dificilísimos que le había pedido
Isidoro. «¿De quién? Ah: ¿de la vecinita? Es una negrita cordobchitlesa». El
gordo se puso rígido, cosa que De Quevedo captó en un segundo: «Ah.
Buenoooo no está mal. En realidad te voy a decir que —trató de que el otro
no cazara ni la intención ni el cambio de ruta:—… la piba vale la pena». A
Sotelo el alma le volvió al cuerpo: «¿Te parece?». «Seee, claro que sí». Y no
se habló más.
A la tarde del día siguiente, luego de volver de su trabajo, el gordo
comenzó a subir las escaleras. Siete peldaños más arriba estaba la relojerita,
también subiendo. Sotelo, con el corazón dándole saltos, se apresuró a
ponerse a la par. Pero, por alguna razón, ese día ella ascendía tanto o más
rápido que él. «Marta… esperá, por favor». Pese a que originalmente la
relojerita no quería ser alcanzada (así de enorme era su furia), cuando oyó que
la llamaba se paró en seco, aunque sin volverse. «¿Por qué me das el
esquinazo, mi amor? Mirá quién habla». «Pero no, te equivocás». «¿Te
decidiste por fin?». «Sí». «Ah; “sí”. Entonces reconocés que estabas indeciso.
¿Qué te hizo cambiar de opinión?». Aparentemente ella quería ver si él
confesaba haber encontrado el mensaje, pero el gordo no largó prenda:
«Pienso en vos todo el día». «¿Ah sí? Mirá qué suerte. Yo también pensé
mucho en el asunto. He llegado a la conclusión de que yo soy muy piba y que
vos sos muy grande, así que…». «No te quieras vengar de mí, mi amor». Ella
hizo un silencio de casi un minuto. Luego le dijo mirándolo bien a los ojos:
«Te tengo un poco de miedo, ¿sabés?». Y resultaba evidente que no era la
diferencia de edades lo que la asustaba, sino la inseguridad de él. Tenía
quince, «para dieciséis», pero en todo obraba como una chica más grande. De
cualquier manera estaba claro que ella venía muy automanijeada a favor,
porque en vez de mandarlo a la mierda sin más le estaba dando una segunda
oportunidad. Sotelo la acaricio muy despacio y con una ternura más bien
simulada, aprendida de la técnica de su Maestro. Tenía ganas de
violonchelarla entre un escalón y otro; sin embargo le dio un beso largo hasta
que ella aflojó la tensión. Después, con la lengua, le acarició el cuello y la

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oreja izquierda hasta que a la otra se le puso la piel de gallina. Marta quedó
rígida, al tiempo que se le endurecían los pezones. Le puso una mano en el
pecho, pero no como rechazándolo: «Pero, ¿qué hacés? ¿Qué hacés, amor?».
«Por una piba como vos yo me juego». Ésta sí que fue una frase feliz. La
relojerita volvió a quedar enganchada.
Y al otro día el gordo no le mostró impaciencia sino ternura, amor y
seguimiento.
Y el día que siguió al otro día (domingo 1.º de noviembre: Walpurgis)
Sotelo estuvo acechando su paso por escalera, puertas y pasillos. Pero, nada
más inhallable que una mujer cuando no quiere ser encontrada. Ya era muy
pasado el mediodía cuando el gordo no aguantó más. Golpeó la puerta. «Estas
loco. ¿Cómo se te ocurre? Mirá si nos descubren». «Todos los vecinos
duermen la siesta». «Bueno, pero mirá si… Pasá, no te quedés ahí». Ya
adentro él le preguntó: «¿Por qué te escondías?». «¿Y a vos quién te dijo que
yo me escondí?». «Vamos… No apareciste en toda la mañana. Es como para
pensar que no querés verme». «Viernes, sábado… Cualquiera puede darse
cuenta que decidiste que hoy es El Gran Día. Estaba cantado que te me ibas a
venir al humo. ¿No te gusta estar conmigo?». «Sí, pero…». Él la acarició. «Si
pasa algo o nos descubren, mi viejo me revienta». Con aquella antiquísima
perversión y cara de hijo de puta: «Que pase lo que pase. Nos casamos». Ella
largó una risa alegre y sarcástica: «Sí Juan: mi viejo nos va a dar tiempo. Nos
mata a los dos a latigazos». Aquello de los latigazos no le gustó mucho, lo
tomó literalmente: «Ah: ¿latigazos?». La relojerita, con cara de zorra y como
quien mide a su hombre: «Sí: latigazos. Fabrica látigos, además de arreglar
relojes. Tiene quince docenas. Todos con tientos trenzados y larguísimos. Si
querés te los muestro —a los ojos—: ¿Por?, ¿tenés miedo?». «Por vos no le
tengo miedo a nada», mintió él y le acarició las tetas como para darse ánimos.
Era indudable que ella no le exigía verdadera fortaleza, pero sí la simulación
por lo menos. «Vamos a tu cuarto», le dijo completamente entregada. Eso
estuvo a punto de arruinarlo todo. Por un lado el gordo se alegraba de salir de
una casa que no era la suya, y donde existía una posibilidad (aunque remota)
de que los sorprendieran in fraganti; pero por otro ¿quién le aseguraba a él
que nadie los molestaría en el otro sitio? «Espero que al hijo de puta de
De Quevedo no se le ocurra venir justo ahora» pensó el gordo furioso. Por su
mente cruzó una onda burlona: «¿Pero cómo? ¿Llamarlo hijo de puta al
Maestro, nada menos? ¡Qué desacato!». Sotelo no supo a ciencia cierta si
aquello era telepatía o su imaginación, ni le importaba un carajo por otra
parte, pero por las dudas contestó, siempre dentro suyo: «Sí: hijo de puta. Y

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más bien que ni se te ocurra venir porque Maestro y todo te pego un sillazo».
Ella tomó la demora en contestar a la pregunta con otro sentido: «¿Qué pasa?,
¿no querés mostrarme tu casa?». «Pero no, bebé. ¿Cómo vas a creer eso? Lo
único es que… me vas a tener que perdonar: está todo muy desarreglado».
«No seas zonzo —dijo ella nuevamente tranquilizada—; eso a mí no me
importa». En realidad lo del desarreglo, aparte de ser excusa, era una mentira
infinita. Desde tres días atrás el gordo limpiaba todos los rincones como un
osito limpiador y lavador. Hasta rasqueteó y enceró, porque imaginaba un fin
de semana movedizo. Lo que más extrañeza le causaba al gordo era la actitud
de De Quevedo. Viéndolo en el 6a Trabajo de Hércules (limpiar los establos
del rey Augías), en ese lapso no le hizo el menor comentario. Muchos días
después de que esta parte del ajfaire hubo concluido, el Maestro le dio una
prueba de que no sólo no estaba distraído, sino que observaba el proceso con
mucha atención, pues le dijo: «Esa limpieza a fondo cayó como una bomba.
Las máquinas estaban desesperadas. Cagaron fuego por decenas de miles». El
gordo se horrorizó: «¿Pero cómo? ¿Entonces hay tantas?». «Algunas sólo son
discos o máquinas de cinta, unas pocas están hechas para combatir aquí
dentro, y otras sirven como infraestructura pasiva aunque colaborante. El
grueso de las que reventaron estaba afuera, apoyando el ataque continuo de
los magos. Cuando te quisieron cagar la relación con la relojerita, no les
quedaban fuerzas operativas».
A su casa primero fue Sotelo, y dos minutos después entró ella, fue una
precaución para que no los sorprendieran. «Ya sé que te vas a reír, pero
aunque no lo creas me da un poco de vergüenza». «Pero no, dulce. ¿Cómo vas
a tener vergüenza de mí si vos y yo somos la misma persona?». El gordo le
soltó tres botones de la blusa. No todos: únicamente los suficientes como para
meterle la mano y acariciarle uno de los pechos previo sacarle esa parte del
corpiño. «Cerrá la puerta», dijo ella. Él lo hizo y volvió a toda velocidad. Ni
se acordaba ni se acordó después de Cecilia, por la sencilla razón de que la
situación, nueva y completamente distinta, lo había excitado. «Esperate»,
pidió la relojerita, y a la mayoría de las ropas se las sacó de espaldas a él. Se
metió en la cama y Sotelo la siguió en zambullida pero cuidando de no
aterrarla. Otra vez besos en la boca, caricias en el pelo y lengua en el cuello y
en la oreja (cosa que a ella la enloquecía haciéndole perder conciencia), para
restaurar el umbral inevitablemente perdido al asumir la encamada. Mordió
delicadamente la piel parda de sus pechos hasta ponérselos duros, y de ahí
(previo un toque tierno en el pupo) la besó mucho más abajo hasta que a ella
no le importó nada de nada salvo eso. Sotelo, como quien no quiere la cosa

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tomó (dominante) una de las manos de la relojerita y la puso en su enanito
mágico, ese que hace flexiones. «¿Te gusta tocarme?», preguntó él. Marta
sólo respondió con encarnaduras.

Ayer, sin saber cómo, te volví a encontrar


en el puente de maderas azules.
Pero no me siento culpable.
Creo que deberé premiar la franqueza
de mi torpe mano desobediente.

Y el objeto en crecimiento y germinación, como después de la Luna


Nueva. Y la humedad, y adentro, y pasamos al frente, y por fin se rompió el
hechizo la puta que los parió.

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CUARENTA Y CUATRO

EL LÁTIGO DEL RELOJERO

El gordo conocía (o intuía) sus limitaciones, de modo que pensó más en él


que en ella; pero, como tampoco era tonto, además pensó más en ella que en
él. A este sofisma podrían envidiarlo griegos, romanos y soviéticos. Tiene, en
todo caso, el mérito de ser cierto.
El lunes posterior al suceso, por la tarde y al volver de su trabajo, vio a
De Quevedo escribiendo y tomando mate.
—Menos mal que la relojerita era tímida, según vos decías —comentó el
gordo muy ufano y lleno de entusiasmo.
De Quevedo ya sabía pero se hizo el burro con be larga:
—Tímida y puta a la vez. Necesitaba que alguien la despertase —
fingiendo inocencia—: ¿Por, che?
—Un mes y medio atrás tuve una agarrada con ella en la escalera. Para mí
también fue mágica (la escalera, quiero decir), pero en otra forma.
—Me alegro, me alegro. ¿Y cómo fue?
Entonces el otro le contó.
—Muy bien por no consultarme. Lo hiciste todo por tu cuenta, cosa que es
doblemente meritoria. Los chichis se deben querer cortar las pelotas, en este
momento. Por de pronto te voy diciendo esto: no menos de dos o tres
Maestros de alto grado se van a ver obligados a suicidarse por no haber
podido impedir tu encamada. Los Maestros a cargo del ataque inmediato. En
el esoterismo un fracaso se paga con la vida. De modo que tu triunfo es triple
y cuádruple. Y hablando de triunfo: tengo para vos una buena noticia.
—¿Cuál?
—El feto reventó definitivamente. Alaralena, Isidoro y yo teníamos miedo
de que con el asunto de la relojerita te olvidases de hacer el mudra cada vez
que fueras al baño, pero por suerte no fue así.

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—Ah, pero es que ya lo hacía automáticamente.
—Ya sé. Bueno, me alegro. De aquí en adelante cuidá de no quedarte
dormido en casa ajena —de pronto De Quevedo señaló el techo, en la parte
más cercana al balcón—: Oh: mirá qué cosa más rara.
—¿Qué?
—Los colores.
Podían verse en ese sector del techo todos los cromatismos del Arco Iris.
Variaban continuamente las franjas coloreadas según el paso de los autos. La
excusa era que la luz solar, al chocar sobre el pavimento de la calle, sufría una
transformación: como si éste fuera un prisma, y de allí rebotase descompuesta
en colores hasta el techo del cuarto. Entonces los coches, siempre de acuerdo
a la explicación física, al pasar modificaban las ondas refractadas. Como
razonamiento era perfecto, pero tenía un único inconveniente: el gordo jamás
había observado tal cosa en su casa, y ése era un día como cualquier otro. A
menos que, distraído como siempre, lo hubiera bloqueado hasta el momento,
pero no le pareció posible: desde meses atrás prestaba mucha atención a los
fenómenos. Dijo entonces como preguntando:
—Pero… son los colores del espectro solar. No veo…
—Es algo más que eso. Es un mensaje de los Dioses. Muy buen signo. ¿O
acaso viste antes algo así en el techo?
—No. Pero también es verdad que yo soy un tipo distraído.
—Mucho menos en los últimos tiempos. Y da la casualidad, además, de
que esta vez no es distracción tuya. Nunca ocurrió, simplemente.
El gordo fue hasta la ventana. Su intento fue algo absurdo: asomarse por
el balcón a la calle, como si así pudiera solucionar el misterio del Arco Iris
sobre el techo y parte de la pared de su casa.
«Sotelo… Sotelo… Mi voz te habla desde el espacio y el tiempo…».
Cuando el gordo se dio vuelta para mirar a De Quevedo, la voz calló al
instante. Una vez enterado, el Maestro le ordenó que retornase a la posición
anterior, para oír e informarle.
«Mi voz te llega desde el pasado. Soy la memoria astral del Dios Emisario
de las Diosas que invocas… —la voz venía con más o menos fuerza: tal como
algunas transmisiones en onda corta—; bien sabemos de tus esfuerzos y has
sido escuchado. Debes obedecer a tu Maestro en todo, seguir practicando
karate, ese arte marcial de reyes, mantener estricta limpieza en tu casa y en tu
misma persona. Abandonar el egoísmo, mirar a los otros y no temer. Si así lo
haces tendrás mujer, hijos, fuerza espiritual y física, el genio. Si así no lo

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hicieras perderás definitivamente tu oportunidad y serás eliminado junto a los
residuos del mal».
El gordo prestó atención por si se oía algo más, pero sólo pudo percibir
una especie de zumbido como de estática, impresionante, que venía más
fuerte y bajaba hasta casi desaparecer, para retornar luego con toda
intensidad. Semejante a una radio cuando cesa su transmisión.
—No se oye nada más.
—¿Y qué decía?
Entonces el gordo le contó.
—Ah: ¿ves? Yo te dije que había algo muy especial en el ambiente.
—¿Pero por qué los Dioses usaron ese medio? ¿Cómo es posible que
sonara como en onda corta?
—¿Y yo qué sé, gordo? A lo mejor ese Dios ya ha muerto, pero desde el
pasado supo que ibas a necesitarlo y dejó una energía para vos, en forma
potencial, con orden de manifestarse sólo cuando fuera tu tiempo. O no; a lo
mejor la explicación es otra: puede que se exprese en forma indirecta para
probar tu fe, o porque no tiene mucha energía para gastar en milagros
menores como una aparición, ya que los hombres, al no invocarlo desde hace
miles de años, lo han desprovisto de buena parte de su fuerza; puede que su
potencia la reserve para ayudarte y no quiera dilapidarla, qué sé yo, negro. Te
he dicho cien veces que el secreto final de la magia es inalcanzable para los
hombres. No el de la magia filosófica, guarda, pero sí el de la magia práctica.
«¡Tic!… ¡tic!… ¡tic!…».
—De Quevedo…
—¿Qué?
—Parece que otra vez tenemos función.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Se escucha como un «¡tic!… ¡tic!». Es algo así como un castañeteo con
los dedos.
—Látigo.
—¿Qué es «látigo»?
—Algo que conozco bien, desde las épocas doradas de la Asociación. Es
uno de los instrumentos más comunes en esoterismo. Lo que me extraña es
que no lo hayan usado antes.
Entre impaciente, histérico, furioso y temeroso:
—¿Y qué mierda es?, por fffavor…
—Por de pronto andá cruzando los dedos de los pies y de las manos. Eso
no te va a proteger, pero sí a volver astralmente invisible. Así el tipo o el

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grupo de máquinas que lo esté usando se va a volver mono para acertarte.
Bien. Ahora… te explico: algunos látigos se utilizan para volver a un tipo
homosexual. Poco a poco. Pero éstos son raros, en general se usan para
castrar. También poco a poco. No es tarea de un día. Yo una vez te hablé de
fotos. Fotos que vi y estudié como parte de mi instrucción mágica y militar
cuando era miembro de una Asociación Esotérica. Vi placas de tipos con todo
el manojo pudendo convertido en una masa contraída y sanguinolenta. Eran
tipos que no iban a volver a coger en sus vidas. Si en su desesperación —aun
sabiendo el origen de su mal— iban a un médico, éste, aparte de no poder
ayudarlos, clasificaría a lo suyo dentro de los síndromes curiosísimos: estilo
«enfermedad del Restaurante Chino», o cualquier otra. Yo supe de un
compañero de trabajos esotes, que cayó en desgracia con la Asociación, a
quien no le dieron con el látigo sino con otra manija, pero para el caso y para
que vos veas es lo mismo: se agarró, supuestamente en forma «natural», una
blenorragia. Sabía perfectamente que era una manija, pero pensó que lo único
que le quedaba por hacer era no darse por enterado; porque quién te dice: a lo
mejor tratando el problema naturalmente… El médico le dijo: «¿Pero a vos
qué te pasó, pibe? ¿Anduviste por Vietnam? Si fueras un combatiente te diría
que tenés la Rosa de Saigón. Esta chinche no afloja con ningún antibiótico.
En toda mi experiencia clínica no vi algo parecido. Escuchame… se me
ocurre una única explicación: ¿vos cogiste con una norteamericana?». Claro:
el médico pensaba que si la supuesta yanqui había tenido contacto sexual con
un ex soldado de Vietnam y después se acostó con él… Pero no era así. El
pobre infeliz sólo se había encamado con mujeres guatimotzinitas, y sabía a la
perfección que esas tipas no habían visto yanquis más que en fotos. Y en la
magia es todo así, negro. Es todo así en la magia.
—Escuchame: ¿nos están atacando y vos te ponés a darme cátedra?
—Te estoy contando estas cosas a propósito, para que pase el tiempo y el
chichi se exprese mejor, así podemos cagarlo. Ya se empieza a ver, por
momentos, la punta del látigo; pero todavía falta. De paso te cuento en serio.
El esoterista lo hace restallar en su habitación solitaria y la punta del astral del
látigo se estira hasta la casa de la víctima.
—¿Pero… por qué mi máquina-altar no me protege?
—Como la punta entra y sale tan rápido no alcanza a engancharla. Por eso
te hice cruzar los dedos de pies y manos. Ahora los chichis no te ven porque
estás cerrado en astral. Como guardado en una caja de plomo. Hay vacunas
contra el látigo, como la hay contra la haraña, o contra los flamenkos (que
todavía no se presentaron, y ojalá nunca tengamos que ver algo con ellos),

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pero eso viene con el tiempo: mucho combatir y resistir. En la magia o te
matan o te blindás. En esto, como en todo, la manera más directa de salir del
paso es tener un mago, dueño de visión astral, que te inicie y te ayude. Luego
de años de combates esotéricos se adquiere intuición y rapidez en los reflejos.
Así, mientras el látigo chicotea, el amigo te va informando de los lugares que
está atacando. Como ahora, por ejemplo, que acaba de golpear cerca de tu
oreja derecha. A vos te hablo, gordo.
—¿Eh? ¿Pero y qué hago?
«¡Tic!».
—Otra vez pegó en el mismo lugar. Tenés que agarrarlo con la mano
antes de que se retire del todo. Largarle un manotazo y sujetarlo —«¡tic!»—.
De nuevo, casi en el mismo sitio. Se ve que no tiene mucha precisión
—«¡tic!».
—Ahora pegó muy, muy cerca de la oreja izquierda… —«¡tic!»—. Ahí
golpeó próximo a tu espalda, rozando la camisa. Está afinando la puntería, el
hijo de puta… —«¡tic!».
—Ahora sí: se está acercando a los testículos…
El gordo pegaba manotazos desesperados.
—No, Sotelo: ésa no es la forma. Tenés que comprender la ley de
pensamiento del que da el golpe. Unicamente intuyendo el momento en que
va a pegar el próximo latigazo vas a poder engancharlo.
El pobre gordo sudaba dando manotazo tras manotazo. Por fin logró cierta
imparcialidad y pudo concentrarse. No era tan difícil en realidad. No es
imposible captar los pensamientos de otro ser, aunque sea tu enemigo mortal,
cuando ponés tus cinco (o seis o siete) sentidos en ello. Entonces, en un
momento dado, Sotelo apretó en el sitio indicado justo un instante antes de
que sonara el látigo.
—¡Ahora! —dijo De Quevedo—. ¡Ahora lo agarraste! ¡Comenzá a tirar
hacia vos!, ¡no aflojés!… Bien, así… —el gordo tiraba y tiraba, sudando a
mares, del hilo invisible; y lo notable era que pese a no sentir tensión alguna
(aparte de sus propios músculos tensionados), sí sentía una tensión que iba en
aumento y que lo obligaba a tironear cada vez más lentamente. Ya, al último,
hacía un esfuerzo que hubiera arrastrado a un caballo, y sin embargo sólo
avanzaba unos pocos milímetros. Llegó a quedar casi detenido.
—Bien, gordo. Suficiente. Ahora cortalo con un golpe de karate.
Sotelo, ya loco y trascendente a causa de la situación tan especial, se
desinteresó por lo que pudieran pensar los vecinos. Entonces golpeó lanzando

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un terrible grito, tal como le había enseñado el Sensei japonés en el Doyo
donde aprendía Goyu Ryu:
«¡Kiaaiiii…!».
Aquello fue tan espantoso que el propio De Quevedo, que no se
impresionaba por nada, se sobresaltó. Un instante después el Maestro se echó
a reír.
—¿Por qué te reís? —le preguntó Sotelo.
—Me río porque no me lo esperaba. Confieso que a ese grito no me lo
esperaba.
—¿Y ahora qué hacemos?
—Al pedazo que cortaste y que quedó en la habitación hacelo un bollo; no
importa que no lo veas. Yo te dirijo. Agrupalo y apelmazalo en un solo
puñado. Así. Bien. Ahora tenés que quemarlo de inmediato. No hace falta que
uses fuego de verdad. Con fuego astral es suficiente. Con los dedos hacé la
mímica de prenderlo con un encendedor. Por la ley de las equivalencias
generás un fuego en el otro lado. Eso es. Ahora, mientras con tu mano
derecha sostenés el pedazo de chichi, con tu mano izquierda agitá los dedos
simulando un fuego que lo va quemando por debajo como si fuera un celofán.
Listo: ya está convertido en cenizas. Sacudí ambas manos para desprenderte
hasta el último resto de energía negativa. Acaban de reventar cientos de
máquinas. Porque quien utiliza un látigo de ésos, para manejarlo debe
comprometer a su doble astral, así que al incinerar un chicote muere el ka del
ocultista comprometido. Para que no les pase eso, estos hijos de puta suelen
emplear máquinas para que lo manejen. Así, si la joda sale mal, las que
revientan son ellas. Pero en caso de un fracaso dejan de atacar robóticamente
y salen ellos mismos a la batalla, de modo que me temo que la historieta no
termina aquí, sino que…
«Aaamigo Sooootelo… ¡tic!… Látigo de Villa Maaaríachítl ¡tic!… ¡tic!…
A mí no me lo puede agarrar, aaamigo Soootelo; no me puede agarrar la punta
del látigo como a esas máquinas estúpidas, porque yo uso el látigo de Villa
Maaaríachítl… ¡tic!…».

—¡De Quevedo, De Quevedo: ahí hay otra máquina rarísima! Me dice


«Amigo Sotelo» y me pega con un látigo de Villa Maríachítl que dice que
tiene. Además habla arrastrando las vocales, como la gente del Califato de
Córdoba. «Aaamigo Soootelo…», me dice esa máquina.

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—No, pero esperate. ¿Quién te dijo que es una máquina? Es un tipo, un
esote.
—Pero Maestro; los esotes no hablan así, en forma tan ridicula, es algo
exagerado…
—Pero es que las traducciones astrales llegan así, justamente, exageradas.
A ver; oílo un poco más. A lo mejor él mismo deschava quién es.
«Aaaamigo Soootelo… ¡tic!… ¡tic!… ¡tic!… Vengo a sacarle las dos
bolas, amigo Sooooolelo. Soy su vecino, el reloooojero…».
—Me pega y dice que es el relojero.
—¿Qué relojero? ¿Qué relojero, benditos sean los Dioses?
—Y… el nuestro, supongo. Nuestro vecino.
—Aaah… cierto que ese tipo y su familia vienen del Califato de
Córdoba… ja, ja, ja… «Amigo Soootelo: látigo de Villa Maríachítl» ¡ja, ja,
ja!… Pero qué ridículo. Así que también nuestro vecinito relojero era esote:
ja, ja… No, si es como yo siempre digo: hoy día cualquier chanta, cualquier
grasa se dedica al esoterismo. Si decae la política por qué no va a decaer la
magia, es muy lógico. Pero no te preocupes: a él también lo vamos a hacer
cagar. Lo que tenés que hacer ahora es… ja, ja, ja… pero no puedo dejar de
pensar en lo ridículo de esta situación: látigo de Villa Maríachítl: ¡jaj! Si los
sumerios o los babilónicos pudieran escucharnos, ¡qué vergüenza! Ja, ja…
Furioso y humillado:
—¡Ah!, ¡te reís! Qué gracioso ¿no?
—¿Y qué querés que haga? ¿Que llore?
El otro se puso frenético:
—¡Nada de eso existe! ¡Son todas mentiras tuyas! ¡Ya estoy harto de toda
esta locura!
Con mucha serenidad:
—¿Sí? Bueno. Me parece bien. Yo también estoy harto. Total al que
buscan es a vos. ¿Así que no existe? Perfecto: vos seguí así, no tomes
precauciones ni nada. Ya vas a ver qué lindas te quedan las bolas en unos
pocos días. Te vas a parecer a los ejemplares de mis fotos.
Parpadeando de miedo:
—¡Ah!… ¡las fotos!…
—Bueno ¿y qué te importa si todo esto no existe? Pero sí ¿sabés qué?:
esta misma noche podés empezar una catarsis de liberación. Acostate
desnudo, boca arriba, con las piernas bien abiertas y un almohadón en el culo,
cosa que te lo levante. Ofreceles un platazo de genitales al asador. Total a vos
nadie te puede hacer nada; de paso te convences.

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A punto de hacerse pis y caca en los pantalones:
—Maestro auxilio…
—¿Pero cómo?: si estas cosas no existen.
Francamente abyecto:
—Socorro piedad…
Con leve furia (no mucha, casi amistoso):
—Sí: ahora pedís piedad, gordo puto.
«¡tic!… Aaamigo Soootelo… ¡tic!… ¡tic!… ¡tic!… No haga caso.
Aaamigo Soootelo, es todo una patraña de su Maaaestro… ¡tic!…».
—¡Ahí apareció de nuevo el chichi…!
—¿Y qué dice?
—Dice que «No haga caso amigo Soootelo», que «es todo una patraña de
su Maaaaestro».
—¿Sí? Mirá vos qué simpático. ¿Será posible que a esta altura deba
convencerme de que un taradito como el relojero es un esote? Y, sí: ¿por qué
no? Pero por qué, me pregunto. ¿Cuál es el motivo de que te ataque este tipo
y justo ahora? Ah… claro que hay una razón.
—¿Cuál? ¿Qué razón?
—Y… le cogiste a la hija. ¿Te parece poco?
—¿Pero y él qué sabe?
—¿Y si es esote cómo no va a saber?
—Sí, pero…
«¡Tic!… ¡tic!… ¡tic!…».
—¡Ahí está golpeando otra vez!
—Ya sé. Manoteá cerca de tus testículos, un poco desviado a la derecha.
Ahí, eso es.
«¡Tic!… ¡tic!…».
—¡Ahora un poco a la izquierda!
«¡Tic!».
—… ¡Ahí!… ¡Ahí lo agarraste!… No le aflojés. Tirá hacia vos. Bien, así.
Seguí tirando…
«¡Tic!… ¡tic!…».
—Se soltó… —dijo el gordo desesperado.
—Ya lo veo, Ahora te anda por la oreja izquierda. Manoteá…
—«¡tic!…»—. ¡Ahí!: lo volviste a enganchar. Está medio resbaloso, me
parece. Anudate la punta del látigo en la muñeca, antes de tirar. Eso es…
—«¡tic!…».

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—Es inútil —comentó Sotelo intentando contener la histeria: la
experiencia le decía que así era peor—. Se volvió a escapar.
—Sí. Se ve que el hijo de puta lo sabe manejar. Es un súper del látigo.
«Aaamigo Soootelo: Ahora me voy, pero mañana vuelvo a hacerle una
visita de corteeeesía. Me voy a dormir, pero no sin antes darle el último
toquecito. Otrita… ¡tic!…».
—¡Ah!…
—¿Qué te pasó? —preguntó De Quevedo.
—Sentí como un picotazo en los testículos —el gordo arrugó la cara—:
Uuuff… qué dolor me vino, por favor…
—¿Ah? ¿Viste? Es todo una mentira mía, decías vos hace un rato. ¿Qué te
creías, que era joda?
—Pero qué dolor, De Quevedo…
—Y claro que duele. Es menos efectivo que si te pegaran con un látigo
físico, pero con el paso de los días llega a los mismos resultados. Me temo
que tu «suegro», el relojero, sea de esos que conocen el secreto para volver
más eficiente el látigo. Es un secreto muy sencillo, como suelen ser los de la
magia, pero si no lo conocés no podés trabajar. Los esotes que saben
«engrasan» el látigo con mierda: con los propios excrementos de la víctima.
Si ésta no se limpia bien luego de defecar, o si deja sucias las paredes del
sanitario (porque no usa la escobilla), es al pedo que agarre la punta del
chicote, porque sus manos resbalan. Decime una cosa, gordo, y perdoná que
te haga una pregunta un tanto intima: ¿vos cómo te limpias el culastro,
después de cagar?
Molesto:
—¿Qué? ¿Me hablás en serio?
—Te hablo absolutamente en serio.
—Y yo qué sé, negro —el gordo, en su fastidio, había olvidado que
hablaba con el Dalai Lama o poco menos, o poco más—. Me limpio,
simplemente.
—Sí, yo ya sé que este tipo de pregunta insólita rompe las bolas. Pero es
que no limpiarse lo suficiente, luego de cagar, y aunque a vos te parezca joda,
ha reventado a mas de uno. Es indispensable que de ahora en adelante
extremes tus precauciones de limpieza en este sentido, porque la menor
raspita que dejes en el upite o en el inodoro, le va a servir al relojero (o a
cualquier otro chichi) para «envaselinar» el látigo.
Con furia creciente:

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—¿¡Pero ni cagar tranquilo puedo!? ¿Hasta para esto tengo que tener 25
precauciones y rituales?
—Mirá, este asunto me parece a mí tan repugnante como te lo puede
parecer a vos. Te lo digo solamente porque es verdad y porque en magia hay
que decirlo todo: desde las cosas más sublimes hasta las más asquerosas. Lo
contrario es hacer trampas.
—Por otra parte no veo a qué viene todo esto. ¿Qué te pensás, que no me
sé limpiar? Soy un tipo limpio yo.
—Mirá gordo: es al pedo que quieras mostrar dignidad herida, delante
mío. Yo te he pescado en cada renuncie a lo largo de estos años, que eso está
un poco de más ¿no te parece? Por otra parte yo sé que sos un tipo limpio
ahora. Las máquinas te han obligado a ello. Las máquinas, con sus ataques, y
los chichis varios. No es eso. Yo te hablo de una limpieza exagerada y
ejemplar que vas a tener que guardar de aquí en adelante, en los baños. El
asunto de la escobilla, por ejemplo; no vas a dejar, de ahora en más, la menor
traza en el sanitario. Lamento cargarte con una nueva atención, pero no hay
otro remedio.
—Pero es que no entiendo, De Quevedo. Nadie le impide, al relojero, ir a
la cloaca maestra de Tollan. Mirá si ahí no tiene material para engrasar el
látigo.
—Ah, pero no le sirve. Ni los excrementos anónimos ni los propios. Sólo
los tuyos.
—¿Pero y por qué?
—No lo sé, querido amigo. Como tampoco sé la razón por la cual la Luna
gira alrededor de la Tierra sin caerse y producir un desastre, como tampoco lo
sabía Newton. Es así y listo. El desequilibrio, el caos y la suciedad que la
víctima crea sirven (principalmente) para atacarla a ella. Agradecé no ser Jefe
de Estado, en todo caso: el país entero sería parte de tu cuerpo. Mirá cuántas
precauciones deberías tomar.
—Es horrible.
—Todo en este mundo es horrible y maravilloso.

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CUARENTA Y CINCO

LA ZOMBIE NO LO DEJA LAVAR

—¿Pero qué te pasa, Patriarca? ¿Por qué estás en un rincón? ¿Quién con
más derechos que vos a ser feliz y poderoso?
Sotelo oyó las frases y se terminó de despertar. De Quevedo estaba
hablándole a sus pájaros. A sus manones, principalmente. El manón es el
gorrión chino, esos que odiaba Mao y que hizo matar por cientos de miles,
porque según él comían un alto porcentaje de las cosechas: ordenó entonces
que los Guardias Rojos salieran en estampida por todo el país, con tambores y
trompetas rezbundantes, etc… para que los pajaritos se asustasen y, al no
atreverse a bajar a tierra y reposar, se les rompiera el corazón. Aniquilaron
miles de toneladas de pájaros en pocos días, esta primera parte del plan de
Mao fue todo un éxito. El problema vino con la segunda: las consecuencias.
Parece que los gorriones chinos (los manones) devoraban decenas de miles de
toneladas de orugas por año. Como ya no había pájaros que se las comieran (o
muy pocos) las oruguitas, muy felices y libres de enemigos naturales, se
comieron cinco veces más cosechas que antes con los pájaros. El camarada
Mao, lleno de desesperación ante la cagada que se había mandado, ordenó
entonces a sus Guardias Rojos lo inverso: que cuidasen los pocos gorriones
chinos que quedaban como si fueran las niñas de sus ojos. Suerte para él que
el biocrón de los manones es fuerte y no tiene intenciones de pasar por ahora.
De cualquier forma que sea, debió pasar un lustro antes de que los gorriones
estuviesen en condiciones de comerse las oruguitas. Y De Quevedo, entonces,
tenía manones originarios de China. Empezó con una pareja. En el momento
que tratamos contaba con casi cincuenta ejemplares. Sotelo, al despertarse, lo
sorprendió hablando con el Patriarca, el más viejo de todos sus pájaros. Él era
el padre, abuelo y bisabuelo de todos los habitantes de la inmensa jaula. El
Patriarca estaba «casado» con la Judía (o la Rusa), así llamada porque sus

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plumas eran de un cromatismo un poco más rojizo que el común de la
especie. El Patriarca y la Judía se amaban infinitamente. Ya tenían hijos y
hasta nietos, pero el Patriarca seguía imponiendo su ley a los jóvenes, a pura
fuerza de picotazos. Ella, por su parte, reventaba a las provocativas hembras
toda vez que se hacían las jóvenes, las graciosas y las picaronas. Pero un día
la Colorada (la Judía) puso mal un huevo. Mejor dicho: no pudo ponerlo pues
le quedó adentro. Expulsó sangre, tuvo una agonía sumamente jodida y
finalmente murió. La desesperación del Patriarca no tuvo límites. Los pájaros
rara vez son monogámicos. Los manones no, por lo menos. Tampoco el
Patriarca lo era: él se cogía a todas las hembras, así fuesen sus tiernas
nietecitas. Pero algo le pasó cuando murió la Colorada. Envejeció dos años de
golpe, que en los pájaros equivale a veinte o veinticinco. Largó el poder, largó
todo. Se abrió por completo. Comía sólo lo indispensable (De Quevedo, al
principio, viendo su actitud, temía que muriese de hambre). Ya no disputaba
territorios ni supremacías. Los jóvenes, que al principio lo seguían respetando
por inercia, poco a poco lo empezaron a sobrar al ver que no se defendía. Ya
habían pasado cinco meses desde la muerte de la Colorada. Ultimamente
hasta las hembras vejaban al Patriarca. De Quevedo, que amaba mucho a ese
pájaro, lo puso en jaula aparte, con una hembra joven. Aquello fue un gran
fracaso: no se pasaban bola. El Patriarca dejaba que la jovencita comiera
primero y luego bajaba para picar unos cuantos granos. Patriarca y Colorada
dormían no sólo en el mismo palito, sino que también completamente
pegados, como si formasen un solo ser. Éstos, ahora, lo hacían en palos
opuestos. Ya desesperado De Quevedo los pasó nuevamente a la jaula
general. Fue feroz: todos lo recibieron a picotazos. El Patriarca, que en sus
buenas épocas mató a otro macho por la posesión de la Colorada, ahora no
respondía a las agresiones. Llamaba la atención esa falta de respuesta frente a
las variadas cicatrices de combate que ostentaba. Y así estaban las cosas
cuando el gordo sorprendió al Maestro hablándole a su pájaro. Ninguno de los
dos sabía que ese era el último día del Patriarca.
—¿Qué pasa, De Quevedo?
—Estoy preocupado por este pájaro. No sé qué solución darle.
Mientras ellos intercambiaban estas pocas frases, las cotorritas
australianas de Sotelo producían un quilombo horrísono. El gordo, en ese
momento, tenía tantas cotorras como De Quevedo manones: cincuenta o más.
La mayoría en un jaulón, pero varias parejas empollando en jaulas
individuales. Póngales usted a un macho y a una hembra de esa especie un
nido de madera, abundante mijo y lechuga, y le puedo asegurar que no

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necesitan más para reproducirse hasta la explosión demográfica. Su casa será
una selva. El gordo empezó con tres parejas. El macho de una murió en
seguida, de modo que esa hembra quedó desenganchada. Era de plumas
blancas, la solitaria. Notó la indiferencia por parte de los dos varones que
restaban, y una cierta animadversión (disimulada al principio) por parte de sus
salvajes esposas. Poco tiempo después el gordo decidió que las otras ya la
estaban verdugueando demasiado y la puso en aislamiento solitario. Se dio,
entonces, un raro fenómeno; no mientras no tenían posibilidades físicas de
sentirla cerca, pero cuando la blanca quedaba con su jaula a pocos metros de
las dos hembras viejas (que con el tiempo habían llegado a tener montones de
hijos y nietos), a éstas les entraba una especie de desesperación: se
abalanzaban hasta los barrotes de las jaulas, intentando por todos los medios
salir de ellas para matarla. Sorprendía, realmente, un odio tan infinito. «Pero
qué hijas de puta —se decía el gordo—. Les va bien, tienen cada una su
macho, hijos a granel… ¿Qué más quieren? ¿Por qué razón se las agarran con
esa pobre desgraciada que ni tiene quien le haga compañía, ni le dé hijos, ni
un carajo?». Tomó por fin a uno de los bisnietos de las otras (que, a todo esto,
seguían poniendo huevos fértiles sin cesar, compitiendo con sus hijas y
nietas) y lo puso en la jaula de la otra. Cosa maravillosa: se entendieron
enseguida. En un segundo. Cogieron casi instantáneamente, etc. Las otras, a
todo esto, interrumpían cada tanto sus vidas cotidianas para realizar durante
algunos minutos su sesión ritual de kamikaze frustrado contra los barrotes de
las jaulas. El odio, por fin, les despertó la inteligencia. El odio y la
desesperación. Matar a la blanca era, para ellas y por lo visto, una guerra
santa. El Jibad. Descubrieron que con los picos podían levantar las puertitas.
Sotelo pudo observarlo a tiempo, justo cuando estaban a punto de pasar, y
colocó broches de ropa que sirvieran de cerrojo: de esta manera, cuando ellas
pretendían levantar, la puerta chocaba con su broche respectivo. Pero también
de esto se percataron, y dieron comienzo a la destrucción sistemática de los
broches que obstruían su paso. Entonces el gordo ató las puertas con alambre
de hierro y allí se acabó la joda. La Blanca, a todo esto, trataba a su macho
con una ternura desconocida en la especie. Cuando el gordo le puso su nido
de madera, pareció entender en un segundo: entró en el acto, como si desde
siempre hubiera estado familiarizada con él, y al otro día, ya puso su primer
huevo. Todas las jornadas, a partir de allí, largaba uno. Cuando consideró que
ya tenía reunida suficiente cantidad se puso a empollar.
Y justo esa mañana, luego de observar la tristeza del Patriarca de
De Quevedo, el gordo notó que las dos viejas cotorras, las cuales parecían

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haber olvidado a la Blanca desde un tiempo a esta parte, ahora se lanzaban al
asalto con nuevos bríos e infinita furia renovada. «Cierto —se dijo el gordo—
¿qué se habrá hecho de la Blanca, que últimamente no sale ni para comer ni
tomar agua? Estas dos me hicieron acordar. Si es que existen ya tendrían que
haber nacido esos bichos de mierda».
—Che, De Quevedo: vamos a ver qué carajo pasó con la Blanca, por qué
no sale.
—Ah… es verdad. Ya le tienen que haber nacido los pichones.
—Esperate que bajo la jaula.
El nido de madera estaba incrustado en un lateral. Su ingeniosa
construcción permitía observar su interior nada más que levantando una tapa,
sin necesidad de sacar el nido entero. Ahora bien, el interior de un nido de
cotorritas australianas, por alguna razón, huele tan mal como los cadáveres de
la batalla de Austerlitz cinco días después del combate. Pero el nido de la
Blanca olía tres veces peor. Ella había puesto docenas de huevos y algunos,
rotos a causa de los movimientos del animal, unían su olor a podrido a las
miasmas naturales, y glandulares, del empollo de cotorras. Era obvio que
todos sus huevos, rotos o no, estaban podridos. Nació nadie. Pero aparte de
este múltiple no nacimiento, una única criatura se movía debajo de su madre;
una suerte de eritelequia horripilante. Todos los pichones de cotorra son
espantosos cuando acaban de nacer, pero éste era diez veces más feo y
siniestro. Había nacido con las patas deformes, por malformación genética; en
vez de estar con los pies para abajo, cosa de que el animal pudiera realizar
con toda felicidad el acto de caminar, los tenía hacia arriba, en una especie de
«arriba las manos» perpetuo. Aquellas garras sólo podrían servirle para
permanecer eternamente agarrado a los techos, como los murciélagos. Y ahí
estaba también la Blanca, engordada por la fiebre y sus plumas chuecas
(verticales al plano de la piel), protegiendo a su monstruo. «Quasimodo»,
balbuceó el gordo a pesar de sí mismo. No quería admitirlo, como no lo
admitía la madre (para quien su hijo era perfecto), pero el nombre se le
ocurrió, simplemente, y así quedó.
—Sí, tenés razón. Es un Quasimodo. Pero tengo la esperanza de que no
sea malformación genética, sino descalcificación y que con el tiempo se
corrija. Pero me extraña, porque a estos pájaros siempre les diste calcio puro
para que picasen. A lo mejor es… la humedad de la pieza, yo qué sé —el
Maestro vaciló—. En verdad se me ocurre una idea infinitamente terrible,
pero debe ser mi imaginación.
—¿Qué?

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—Nada, simplemente que… ahora sospecho la razón por la cual las otras
hembras no querían que ésta tuviese hijos.
—¿Pero por qué? ¿Suponés que sólo puede dar hijos deformes?
—No lo sé, gordo. Por de pronto, no bien Quasimodo sea grande y
emplume, a ella sacale el nido para que no pueda poner otros nuevos y
empollarlos. A Quasimodo, creo yo, hay que darle una oportunidad; pero si
con el tiempo nos convencemos de que es genético… vas a tener que
eliminarlo. La roca Tarpeya. Pero qué sé yo… puede ser una descalcificación.
A lo mejor los chichis quieren hacernos creer lo peor para que nos
amarguemos, o seamos draconianos al pedo.
—Esperate un cachito. De Quevedo. No queda agua. Voy hasta la cocina
para llenar el bidón, así tomamos unos mates.
En la cocina se encontró con la vieja del fondo, la del extremo del
conventillo, que también estaba sacando agua. Tenía uno de esos deshabillés
floridos y acolchados, que las viejas de conventillos y pensiones usan
invierno y verano. Lo tenía bastante abierto, pese al frío, y abajo no usaba ni
una combinación. Cosa rara, ella lo recibió con una alegría puramente ficticia:
—Ah, señor Sotelo: qué suerte que lo veo. Quería pedirle un favor. Desde
ayer a la tarde que necesitaba pedírselo, pero no lo encontré.
La vieja, al hablar, impulsaba con violencia y golpes cortos sus hombros
hacia adelante. Primero uno y luego el otro. En uno de tales movimientos, el
seno derecho le quedó afuera por completo. Ella parecía no darse cuenta. A
partir del momento en que el seno estuvo descubierto abandonó para siempre
las rupturas bruscas de inercia y optó por desplazarse con movimientos
perezosos y lánguidos. Ignorante de que tenía la teta afuera, la pobre mujer.
Pese a lo desesperadamente maldito de la escena, Sotelo sintió cierto impulso
erótico, porque así de endemoniado, perverso y morboso era el gordo. En
cualquier otro momento la vieja lo enganchaba, porque a él le gustaban
muchísimo las cosas que venían enfermizas y oscuras, pero ahora andaba con
la relojerita y, claro, el contraste era muy fuerte. El gordo vivía como un
cetáceo en las aguas del amor, que es una suerte de santidad paralela.
Invulnerable a las acechanzas, como quien dice. De cualquier manera no sabía
si mirarle o no la teta libre, en apariencia exenta de impuestos. Estaba un poco
incómodo y tenía ganas de librarse para ir a tomar mate, esa es la realidad. La
tipa, de pronto, pareció reparar tardíamente en su desnudez; dijo «Oh,
disculpe», y se la guardó pero sin ninguna prisa. Sotelo llenó el bidón y se
dispuso a acompañar a la vieja un corto trecho (resultaba inevitable) para ver

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qué mierda quería. Era obvio qué quería, pero resultaba indispensable tratar
normalmente la excusa.
—Mire, señor Sotelo: es esta valija, muy pesada —le dijo ella al pie de la
escalerita de siete escalones que conducía a su cueva llena de bichos. Esa
pieza no sólo era la más excéntrica del edificio, sino además la colocada a
mayor altura—. ¿Me puede ayudar a subirla? Es demasiado pesada para mí.
—Oh, pero sí, claro señora, en un momento se la subo.
Así lo hizo y la dejó en el descanso.
—Gracias, muchas gracias. ¿No quiere pasar a mi cuarto a tomar un
tecito?
—No no, muchas gracias —se apresuró a decir el gordo—. Lo lamento
pero no tengo tiempo. Ya enseguida tengo que ir a trabajar.
Ni que le hubieran pegado una cachetada:
—Ah… no tiene tiempo. Bueno. Otra vez será.
—Sí sí. Hasta luego.
Ya en su cuarto, y entre mate y mate, le contó a De Quevedo el incidente.
—Tené cuidado con esa vieja —le dijo el Maestro—. Ya Alaralena e
Isidoro me habían dicho que aquí hay una tipa que no es lo que aparenta. No
pudimos averiguar exactamente quién es ni de qué se trata, pero bien puede
ser ésta. Ella ahora te odia porque no te encamaste con ella, pero igual pienso
que hiciste bien.
—Y qué me la iba a coger si es una mina mala, vieja y horrible. Las tiene
todas.
Irónico:
—Y sobre todo que no se puede comparar a tu relojerita —el gordo se
puso rígido; hombre sin humor. Notándolo en el acto, De Quevedo (quien no
quería ofenderlo) cambió de ruta al instante—: Nooo, tenés razón, si hiciste
muy bien. Es un chiste. Bueno, el caso es que tenemos que cuidarnos de esta
vieja puta. Me sospecho que pronto tendremos quilombos con ella.
Dicho y hecho. Cuando el gordo volvió del laburo encontró a dos policías
guatimotzinitas apostados en la puerta de su habitación; lo esperaban y allí
habrían quedado hasta la muerte por hambre.
—¿Corvina Sotelo?
—Sí —dijo el gordo cagado en los calzoncillos.
—Documentos. —Luego que Sotelo se los mostró—: ¿Nos acompaña
hasta la Seccional, por favor?
Ya en la cana el oficial de guardia entendió todo en un segundo, nada más
que de verlo. No obstante cumplió todos los pasos porque el procedimiento lo

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obligaba.
—La señora Elena Soria, su vecina, presentó una denuncia contra usted.
Según ella usted penetró en su casa y sustrajo dinero y alhajas. ¿Qué tiene
para decir en su descargo?
El gordo, incoherentemente, explicó que no sabía de qué le estaban
hablando. Por fin reaccionó y dijo algo que los demás pudieran comprender
(los policías, no bien abrió la boca, lo miraron con muchísima atención; era
obvio que ahí se jugaba el futuro del gordo):
—Mire señor… —al oficial—. A mí me costó mucho conseguir este
trabajo en Recursos Hídricos. No quisiera perderlo…
Si al oficial de guardia podía caberle alguna duda, en el acto se disipó; lo
tuteó por primera vez:
—¿Qué te pasó con esa vieja? ¿Te la cogiste y después la mandaste a la
mierda?
—No, es que justamente porque no la quise cojer es que me odia. Pero yo
¿cómo voy a andar con ella si es horrible?
—Bueno, está bien. Mirá… yo tengo una duda. Ella hizo una denuncia
contra vos. No hay problema, yo podría dejarte ir a tu casa, pero tengo
miedo…
—¿Miedo de qué señor?
—Miedo de que la cagués a bollos.
—¡Nooo señor! ¡Me diga lo que me diga yo no la toco…!
—¿Seguro?
—¡Segurísimo segurísimo! Oh: se lo juro señor.
—Bueno, espero que así sea. Cabo: acompáñelo hasta la salida.
Y no te olvidés de lo que me prometiste; mirá que si no te voy a tener que
guardar en una caja.
—Sí sí sí señor, pero se lo juro.
Juró y cumplió. No sólo allí, cosa fácil, sino también más adelante, en los
días y meses que siguieron, donde las cosas se pusieron progresivamente
difíciles con aquella vieja maldita y horripilante. Era evidente que ella,
frustrada al ver que no le daban bola a su denuncia, ahora intentaba
provocarlo a fin de que el gordo, sacado, le pegase y así meterlo por un buen
tiempo en cana, pero en esto sí que iba muerta, porque si algo no quería
Sotelo, en este mundo, era ir otra vez de vacaciones al Pelman (también
llamado Casa Grande, o Casa de la Risa, o Joda en Camisón). Pero de esto ya
hablaremos más adelante.

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Volvió a su cuarto, de noche, justo cuando De Quevedo se disponía a
entrar.
—Gordo ¿dónde estuviste? Yo venía en ómnibus y supe que andabas en
algún quilombo. Hice fuerzas para que salieras de él, pero no tengo la menor
idea de qué…
—Entremos, por amor a los Dioses. Después hablamos. No me quiero
quedar en este hall.
Ya adentro le explicó todo.
—Y ahora tengo miedo de que esta hija de mil putas me vuelva a
denunciar: que le pegué o cualquier otra cosa.
—No. Eso no, a menos que le pegues en serio.
—¡Nooo!… —el gordo a veces era cómico en su horror.
—Ya sé, ya sé que no sos tan boludo —por las dudas le largó un ayuda-
memoria—: Sobre todo sabiendo lo que te espera en ese caso…
—¡Síiii…!
—Bueno. Muy bien. Y de paso te voy a contar algo raro, respecto a esa
tipa. Vos sabés que yo trato de que, en lo posible, los inquilinos no se enteren
de que yo estoy viviendo en tu casa de contrabando. Hago como que te visito,
simplemente. La cosa es que venía de la calle con una ganas terribles de mear
y fui derecho al baño. Tuve que pasar debajo del balcón de la vieja. Fue hace
un rato. Ella estaba mirando televisión, con las luces de su cuarto apagadas.
La chichi se estaba desnudando justo en ese instante, y quedó con sus dos
horripilantes y caídos senos afuera. Todo mirando las imágenes de la pantalla.
No te lo puedo explicar, pero… aquello no era humano. Nadie se desnuda
mirando televisión, con los ojos abiertos como platos, estupidizados, como los
tenía ella, y con la boca abierta y babeante, sin sombra de inteligencia. El
aparato lanzaba sobre ella una reverberación fantasmal. Me dio la impresión,
en ese momento, de una máquina o de… una mujer muerta. Me pregunto si
no será un zombie. Ya me dijeron Alaralena e Isidoro (y yo te lo conté) que
una vieja de las de aquí no era lo que aparentaba. Yo al principio sospeché de
la otra vieja, esa que también anda en desabillé invierno y verano, que se
hacía la compungida cuando el viejito de la otra pieza murió ahogado y
quemado. Más tarde llegué a sospechar hasta de la mujer del relojero, cuando
supe que él es esote. Qué sé yo. Uno llega a pensar cualquier cosa, en este
mundo de locura. Pero ahora creo que éste es el chichi que buscábamos. El
problema ahora es: ¿de quién es este zombie? Porque ellos no funcionan sin
dueño.
—¿Pero ya das por seguro que es una zombie?

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—Y mirá… si vos la hubieses visto como yo… no pensarías otra cosa.
Para mí sí.
—¿Y qué hacemos?
—Nada. Esperar. Ver qué hace y cómo se comporta, qué otros pasos la
obligan a hacer contra nosotros.
—Pero aun si fuera una zombie, no veo por qué… Escuchá: me parecería
demasiada mala suerte que yo hubiera alquilado cuarto donde ellos tienen a
uno de sus zombies haciendo trabajos. A ésa no me la creo.
—Yo no digo que sea un zombie de ellos; pero como ya te expliqué los
chichis hacen alianzas. No tendría nada de raro que los esotes de aquí hayan
decidido prestarles el zombie a los de afuera.
En ese instante se escuchó que en lo de los vecinos fabricantes de kombis,
alguien cerraba una puerta. Oyeron voces de tipos y una levemente femenina.
—¿A ver? Quién te dice que… —dijo De Quevedo y fue a espiar al
agujero del biombo que separaba ambas habitaciones—. Jah… vení, gordo.
Mirá así te convencés de que yo no te miento. Después decime que la magia
no existe. Pero esperá: ponete esto en las orejas, así además vas a poder oírlos
—De Quevedo entregó al gordo una especie de estetoscopio: bastaba colocar
el receptor en el biombo, como quien ausculta, para escuchar todo.
En la otra pieza estaban sus dos ocupantes habituales y… la vieja del
fondo. El gordo quedó helado; sobre todo al mirar la cara de aquella mujer:
los ojos muy abiertos, estupidizados (como los que De Quevedo le dijo que
tenía un rato antes, mirando televisión); boca babeante, de imbécil. La mujer,
por otra parte, no parecía verlos: se desnudaba sus ropas inmundas al tiempo
que observaba un punto en la lejanía. Los dos hombres se reían a carcajadas;
cada tanto decían cosas absurdas: «Muy bien, muy bien, señora. Usted que es
tan limpia y tan honesta». «Sí, ja, ja, ja… Desnúdese señora. Vamos, vamos:
con los cueros al aire». «Usted, que era tan decente, ni se soñaba que iba a
terminar así ¿eh?». «Cierto: ni se lo soñaba, ja, ja, ja…». «Vamos, vamos: a
ponerse en bolas, viejita ridicula». La otra ya estaba desnuda. El gordo, que
había sufrido un cierto erotismo cuando ella le mostró una parte, ahora, al
verla toda, sintió horror. «Pero qué espanto: creí ver lo que nunca existió —
pensó el gordo—. ¿Qué vi en realidad?». En efecto: sus senos, de tan caídos,
tapaban los pezones. No tenía culo: solo una deformación abultada. La piel
era blancuzca, lívida por sectores: como islas moradas sobre mares de leche
podrida. Pero lo más increíble aún no había empezado: uno dedos tipos sacó
de un lado un rebenque y empezó a golpearla en los pechos con una violencia
increíble; éstos se desplazaban a derecha e izquierda, siguiendo la orientación

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de los golpes. La mujer no daba muestras de sentir dolor alguno; seguía
impertérrita, mirando fijo al frente. Los fustazos resultaban tan escandalosos
que se escuchaban sin necesidad de estetoscopio, trompetas acústicas, ni nada.
Sotelo pensó, a partir de un momento dado, que aquel terrible castigo ya debía
estar desgarrando la piel; sin embargo no pudo ver una sola gota de sangre. El
otro miraba el trabajo de su compañero, sin hacer cosa alguna pero
acompañándolo en las carcajadas. Por fin el flagelador pareció cansado.
«¿Querés seguir?», preguntó al otro. Éste, siempre riendo, dio a entender que
no con la cabeza. Parecían dos locos. «Bueno: ya puede vestirse, señora». La
mina, muy despacio, se puso sus ropas una a una y salió de la habitación.
Sotelo aún no podía creer del todo, pese a haberlo visto. Abrió la puerta de su
cuarto para verificar si realmente se trataba de ella. Entonces vio que la mujer,
previo cerrar despacio la puerta de los vecinos, caminaba con mucha lentitud
por el pasillo, con dirección a su covacha. Por primera vez, el gordo
comprendió lo terrible que es ver a un ser muerto que se desplaza.
—¿Y?, ¿te convenciste ahora? —preguntó De Quevedo con ese gesto
irónico de los magos. Viendo que el gordo estaba demasiado impresionado
para hablar prosiguió—: A esto nadie lo creería. Si lo contásemos dirían que
estamos locos, o que mentimos para hacernos los interesantes.
—¡Pero qué espannnnto…!
—Ah, sí. ¿Y vos qué te creías? ¿Que era joda? No obstante, pese a que ya,
a plena conciencia, no vas a poder dudar nunca más, aun así, dentro de
algunos años vas a encontrar miles de explicaciones naturales a lo que viste.
La mente humana, en general, es cobarde. Eso por un lado. Pero aparte, por la
propia constitución real de la materia, a fin de confirmarla todo el tiempo
(cosa necesaria para seguir viviendo), se tiende a la negación y olvido de todo
lo que contradice sus leyes. Se precisa mucha voluntad y formación para que
coexistan ambos mundos en el cerebro, sin que uno se vuelva chiflado.
Incrédulo:
—¿Pero a vos te parece que yo me voy a poder olvidar alguna vez en mi
vida de esto?
—Te vas a olvidar, sin embargo. Es decir: no te vas a olvidar, realmente,
pero sí a restarle importancia. La gente que tuvo la oportunidad de ver
sobrenaturalezas actuantes produce un reordenamiento mental; una cosa así
como: «Sí, claro, yo noté que… Pero no; de ninguna manera se trataba de
algo como lo que creía observar. Era y no era exactamente así». Te
preguntarás cómo se sostiene en la mente una contradicción tan ridicula; muy
simple: mediante el expediente de que no te suceda en ese momento. El

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cerebro es un comodón: sostiene la materia, pero trata de que sea con la
menor energía posible. No le gusta trabajar. Y admitir el mundo sobrenatural
aparte del natural, eso sí que es trabajo. Significa nada menos que duplicar las
tareas y el mundo cognoscible, nada menos. Y es lógico: a la gente le gusta
confiar; todos quieren que las paredes sean sólidas, no que un ve corta o
cualquier otro chichi pueda atravesarlas de buenas a primeras. ¿A que un
soldado en plena guerra no tendría inconvenientes en creer? A que no. Y eso
se debe a que las bombas que caen, los compañeros muertos, la escasa
consistencia del cuerpo (demostrada veinte o treinta veces por día con
vísceras al aire, pieles cortadas a tiros, etc.), hacen que el tipo esté
predispuesto al conocimiento de que el horror sí existe y que uno no es un
santuario. La guerra, como la magia, destruye las ilusiones de que el mundo
tenga un volumen dado; en realidad el mundo tiene, siempre, un tamaño doble
a cualquiera que imaginemos. Pero te vas a olvidar. Te juro que te vas a
olvidar.
—Eso es imposible.
—Igual te vas a olvidar. Aunque sea imposible.
—De Quevedo… hay algo rarísimo en todo esto.
El otro largó la carcajada:
—Sí: más bien.
—No, pero no entendés a qué me refiero. ¿Cómo es posible que la vieja
tenga loro?
No era una pregunta estúpida. La zombie tenía, en efecto, un loro. Le
hablaba el día entero diciéndole las cosas que todo el mundo les dice a esos
bichos: «Pedrito, qué rica la papa… qué rrrrica la papa…». La vieja siempre
sacaba al animal a tomar sol y le abría la puerta, de modo que él salía a darse
una caminata por la parte exterior de su jaula. Otras se lo ponían arriba del
hombro y caminaba por su pieza, los pasillos, la cocina, etc., y el ave le
cagaba el deshabillé aumentando la suciedad personal de la vieja. El gordo
quiso preguntarle a De Quevedo cómo era posible que un muerto tuviese un
animal vivo a su servicio; sobre todo teniendo en cuenta que los pájaros
protegen al hombre, tienen visión astral, etc. ¿Cómo no se daba cuenta el loro
de que la otra estaba muerta?
—Sí, entiendo qué me querés preguntar. Es que ¿sabés qué pasa?; el
animalito no sabe que ayuda a un chichi. A la vieja le hicieron comprar un
loro para que el bicho proteja su clavo: es una forma de impedir que otros
esotes roben el zombie. El pobrecito loro qué culpa tiene. Su naturaleza se

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confunde y llega a creer que su dueña es humana; por eso, como toda ave,
moviliza fuerzas del mundo sobrenatural, a fin de hacerle cobertura.
—¿Pero si es un zombie para qué le hacen ver televisión?
—No sé exactamente. Quizá para darle energías; o tal vez para
reprogramarla en sus nuevos trabajos.
—¿Pero y para qué le pegaban con un rebenque?
—Por sadismo.
—¿Qué sadismo si ella no siente nada?
—Claro que no siente; como que está muerta. Pero la mente humana es
así. Hay tipos que se satisfacen torturando muñequitos de papel. Y ojo que no
estoy hablando de figuras de defixión, de muñecos vudú, que eso sí tendría
sentido. No: dibujan un hombre o una mujer, más o menos burdamente, y
luego lo colorean con sitios sangrantes, con una tijera le sacan partes, etc. No
dañan a nadie, salvo a sí mismos; se sacian en esa forma. Otros imaginan, en
el acto del amor, que a su mujer la tienen perpetuamente encerrada en una
mazmorra, que la revientan a palos y trompadas, y que luego la violan contra
natura. Y la mina vive 25 años con su marido, sin soñar que su esposo, tan
normal, tiene erotismos tan excéntricos. —De pronto De Quevedo abrió los
ojos horrorizado—: La puta que los parió…
—¿Qué pasa? ¿Qué viste?
—Mirá mi jaula: la grande, con muchos manones. Yo tendría que
haberme dado cuenta en el acto; con todo este quilombo me olvidé de hacer lo
que hago no bien entro: mirar a mis pájaros.
Y yo me temo que el muerto sea… —se acercó a la jaula—. Sí: es el
Patriarca. Se suicidó.
El bichito estaba muerto, con la cabeza por completo incrustada en el piso
de la gran jaula. Era evidente que el pájaro, para tomar altura, subió todo lo
permisible dado su encierro, y que luego se había precipitado como los
kamikazes. Esto va para los que dicen que el suicidio no existe entre los
animales.
—¿Pero no puede ser una manija? —al gordo le resultaba más fácil
aceptar la magia, en este caso.
—No, qué manija. La manija fue que se le muriera la hembra, en todo
caso. El Patriarca no se banco la muerte de la Colorada, su Judía maravillosa.
Me gustaría hacerle un funeral, pero aquí no se puede. Lo único que cabe es
tirarlo a la calle. Si viviéramos en el campo…
De Quevedo lo sacó de entre las barras del piso. Costó bastante, como si
el ave se hubiera largado a muchos kilómetros por hora. Lo envolvió en un

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papel, con las dos puntas cerradas y retorcidas, y luego lo lanzó por el balcón.
No olvidó nunca a ese animal. ¿Qué más podía hacer?
—Che gordo —dijo De Quevedo—. ¿Por qué no ponés un poco de radio?
No televisión, radio. Hace mucho que no la encendemos. Así, si pensaban
encajarnos alguna manija, se desconciertan y el chichi se les vuelve en contra.
Cuando uno está en guerra lo peor es la rutina.
—¿No querés que ponga onda corta?
—¿Onda corta? ¿Y para qué?
—No sé —contestó el gordo confundido—. Se me ocurrió.
—… bueno; está bien.
Sotelo tenía una radio de dos ondas, regalo de su viejo. A esa hora de la
noche podía oírse Buenos Aires, Asunción, Radio Pekín, etc. El gordo odiaba
a los ingleses con toda su alma; no obstante buscó una emisora británica,
porque sabía que a esa hora había un programa de música folklórica del
Commonwealth. Movió la perilla muy despacio, por miedo a pasarse:
«uuuuuaoiiiiuaouiiiitrtrtrtctctcteeeeeeeoiuaaaaaeeésta es una transmisión
del año 2035…». —Al gordo se le congeló la mano:
—¡De Quevedo!: ¡escuchá!
—¿Pero qué carajo es eso?
«… misión del año 2035. Repito por última vez: ésta es una transmisión
del año 2035; estamos intentando comunicarnos con el pasado. Tenemos poco
tiempo. En cualquier momento las Naciones Unidas pueden interceptar
nuestra onda y bloquearnos. A quienquiera que escuche en el pasado, a él me
dirijo: La situación en el planeta es muy grave. Hubo una guerra atómica en el
año 19… uuuuuuuuiiiiiiiaaaaeuuiiii… ya nos están interfiriendo. Muy pronto
el bloqueo será completo. Nosotros pertenecemos a un pequeño grupo que no
está de acuerdo con la orden de silencio temporal. Dicen que si hablamos todo
será peor. Sostenemos que las cosas aún pueden cambiarse, en el tiempo de
ustedes; la regla del silencio se estableció para beneficio del grupo
gobernante. Grupo que, a la postre, en nada se verá beneficiado
porqueuuuuu… ¡wip!… tuuu… aaaaeeeeaauuiii… El tiempo es una gran
masa plástica susceptible de pequeñas marcas y modificaciones. Cambios no
muy notables aparentemente, diferenciales, pero que los hombres ilustres
pueden aprovechar. Por eso lanzamos esta llamada sin meditar en las
consecuencias. Sabemos que nuestro castigo por haber violado la regla del
silencio será terrible, pero no nos importa. Habrá dos guerras nucleares: una
parcial, localizada; el Éufrates y el Tigris… tuuuiii… Pero la terrible,
definitiva, que destruirá a la tercera parte de la población del

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plttteeaaaaaaoooooi… a fines de siglo. Ahora ya lo saben. Estén prevenidos.
Los platos voladores, platillos volantes, supuestas naves extraterrestres, son
otro engaño. Existen, pero en realidad se trata deOOOOiiuu… tuuu…
¡wip!… tuuu… ¡wip!… tuu…».
—Cagaron fuego —dijo De Quevedo—. Se ve que los bloquearon. Quién
sabe qué les habrán hecho a esos pobres infelices.
—Pero… ¿realmente vos creés que es una emisión del futuro?
—Y claro que sí. ¿Vos qué te pensás? ¿Que es un programa cómico? Qué
valientes fueron esos tipos, esos tipos que todavía no nacieron. Esa era la voz
de un tipo joven. Va a nacer después del año 2000. Pobres infelices: a él y a
sus compañeros en estos momentos los deben estar reventando en el futuro.
—Llegó a decir muy poco.
—Pero bastante, sin embargo. Mirá: ya sabemos que el mundo va a durar
por lo menos hasta el año 2035; que van a tener lugar, hasta esa fecha, dos
guerras atómicas: una localizada, no sé en qué año pero me sospecho que en
la región del Éufrates y el Tigris; y otra general, a fines de este siglo. En esa
época las Naciones Unidas van a constituir un organismo chichi, rector del
mundo, según se deduce. Nos informaron que el pasado es sensible a ciertas
modificaciones: muy pequeñas pero fundamentales; si no fuera así no se
habrían tomado la molestia de hablar, con las sanciones terribles que les iban
a caer encima. Lo que no entendí fue el asunto de los platos voladores.
—Decía que se trataba de un engaño.
—Sí: que existían pero que no obstante eran un engaño. No sé qué quiso
significar.
Siguieron escuchando onda corta durante casi una hora, para ver si
pescaban algo más, pero fue inútil: todos programas normales. Por fin
apagaron la radio. No bien lo hicieron se escuchó en algún lugar del cuarto:
«Aquí Máquina 1, fabricada por Sotelo. Información…».
—De Quevedo, ahí hay un chichi que dice que es una máquina mía. Quién
sabe qué nueva manija nos quieren encajar.
—Pero no, vaya uno a saber. A lo mejor es una máquina tuya.
—¿Pero de qué me estás hablando? Si yo no sé hacer esas máquinas.
—En la conciencia tal vez no; pero ya tenés bastante grado como para
poder hacerlas en el astral. O a lo mejor tu ka desactivó chichis que los esotes
mandaban para hacerte cagar, y les cambió la información. Escuchá qué dice,
haceme el favor.
«Aquí Máquina 1, de Corvina Sotelo, transmitiendo información. Me
parece conveniente completar los datos atómicos. Maestro Sotelo: de todos

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estos grafismos de la sabiduría, de los ideogramas abstractos del
conocimiento que nosotras las máquinas le brindemos, usted deberá traducir e
interpretar. Comprenda que nunca los informes son exactos. No es que las
máquinas se equivoquen, ni, mucho menos, que el banco de datos sea
deliberadamente falso. Nosotras, las máquinas, somos otra raza (o, mejor
dicho, un conjunto de razas) y tenemos un idioma común, de cuneiformes
pistas electrónicas. ¿Puede usted sentir exactamente como un sumerio, por
más que traduzca las tablas de arcilla? No puede. Lo mismo ocurre con
nosotras. Al brindar una prueba siempre se dan cosas por supuestas; uno
supone que el otro posee un mínimo de datos. Nunca es así, pero habría que
ser más que sabio para adivinar exactamente las palabras necesarias. Toda
información que le brindemos tendrá cierta forma de ser verdad, aunque luego
se pruebe que, de alguna manera, así no fue. Muchas veces las máquinas
advierten sobre sucesos que van a ocurrir para que no sucedan finalmente.
Algún tonto podría decir: “Qué máquinas ignorantes o mentirosas”. No
entienden que si algo no tuvo lugar de ser es porque nosotras lo volvimos
palabras y conocimiento. Eso en cuanto al futuro. Respecto al pasado o al
presente (ya sea el presente en la Tierra y en otros planetas) si decimos “Hay
vida en Marte”, ello no quiere significar que se trate de vida humana, y ni
siquiera de algo de características marcianas. Puede muy bien referirse a
poblaciones de máquinas que existen en ese astro. —Máquina 1 varió el tono
—: Información atómica, que completa la que usted recibió hace algunos
momentos con la emisora temporal. La Tierra, o mejor dicho la civilización
tecnológica, ya fue destruida una vez, hace muchos miles de años, mediante
una guerra atómica. Tuvimos suerte de que no desapareciera el planeta, o por
lo menos que la posibilidad de la vida no se haya borrado de manera
irreversible. Los marcianos, en cambio, no fueron tan afortunados. Hubo vida
en Marte. Seres muy parecidos a los terráqueos y de una civilización muy
avanzada. La guerra atómica terrestre, a la cual me referí, acabó con la vida
en el planeta, pues cambió bruscamente su eje de rotación así como también
su órbita. Hay vida inteligente en Venus, Plutón y algunas de las lunas de
Júpiter. No obstante por “vida inteligente” debe entender usted, Maestro
Sotelo, no el habitual concepto humano, sino aquello que para nosotras, las
máquinas, marca las pautas de una vida organizada superior. Hay, por lo
demás, en algunos sitios del sistema, subsistencia de la memoria humana
antigua, aunque no podría decirle bajo qué forma, si astral, tecnológico-
mágica, o cuál: los sacerdotes druidas, cuando vieron que el hombre permitía

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que el Anti-ser se adueñase de la Tierra, emigraron a otro planeta. Repito:
ignoro la forma que asumió esta emigración».
«Aquí Máquina 2, fabricada por Sotelo. Información…».
Ante cada novedad, el gordo procedía a traducírsela a De Quevedo
instantáneamente. También la presencia de esta nueva máquina.
«Maestro Sotelo: quizá le resulte insólito que yo le brinde una
información tan específica. Ya comprenderá. Es mi deber hablarle del
Espectro y el Tesoro de la Casa. Cualquier casa contiene un tesoro. La única
exigencia es que en ella haya muerto una persona. Su dueño. Muchas veces,
cuando un hombre o una mujer de fuerte personalidad ha vivido varios años
en un mismo lugar, suele aparecer su espectro, en una materialización idéntica
al original: habla, camina, realiza las tareas habituales a cuando estaba vivo.
La única diferencia es que puede ser más alto o más bajo que el modelo. Es el
resultado de una memoria mágica con la cual la casa ha quedado energizada.
Suele no ser traslúcido sino sólido, como si se tratara de un ser existente. Al
menos tal es la apariencia. Sólo aparece en lugares solitarios, sin testigos que
registren el fenómeno, o bien a una sola persona (cuando ésta se encuentra sin
compañía). Casi siempre el espectro sabe de sí mismo que es lo que resta de
un hombre fallecido, pero con frecuencia suele ignorarlo. Su conversación es
totalmente normal, lo cual torna más terrible el suceso. Tome debida nota,
Maestro Sotelo. Debe usted guardar en su recuerdo siempre frescos estos
datos. Más adelante comprenderá por qué. El espectro puede decirle a su hijo
aún viviente algo como esto: “¿Cómo estás, Gabriel? Tenía tantas ganas de
verte. ¿Cómo no viniste antes a visitarme? ¿Ocurre algo? ¿Por qué te quedás
así? ¿No querés darme un beso? ¡Si hace tanto que no te toco!”. Porque el
espectro, en general, aparece a familiares directos: un hijo, por ejemplo. Si
éste sobrevive a la terrible impresión de ver a su padre muerto como si
estuviera vivo, debe contestar con mucha sangre fría (y preste mucha
atención, Maestro Sotelo): “Te voy a dejar que me des un beso, pero antes me
vas a mostrar el sitio del tesoro”. El espectro sin duda argumentará: “¿Pero
cómo me tratás así con esta frialdad? ¡A mí que te quiero tanto!”. Uno debe
ser implacable: “El tesoro”. Entonces la aparición nos conduce hasta donde
está el tesoro de la casa, el cual puede estar debajo del piso de una de las
habitaciones o enterrado en el patio. Generalmente se trata de un cofre con
monedas de oro muy antiguas o un puñado de gemas. Luego que uno señalizó
el lugar el espectro dice: “¿Me das el beso ahora?”. Previo marcar el sitio del
tesoro, uno debe contestarle: “Vení”. Nos colocamos frente a un espejo, a no
menos de un metro y medio y a no más de cinco, y decimos a la aparición:

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“Bueno. Ahora sí. Dame el beso en este lugar”. El fantasma aproxima su cara
a la supuesta víctima para besarla, pero es enganchado por el espejo. Cae
sobre éste y se desmaterializa. Uno queda dueño del tesoro. Usted, Maestro,
argumentará sin duda: “¿Qué inconveniente hay en dejar que me dé un beso?
A mi viejo yo lo quiero en serio. Aparte me da lástima. O, si hay peligro, en
todo caso le doy esperanzas y después que me muestra el tesoro se va a la
mierda”. Pero no es así. En primer lugar uno en ningún caso debe permitir
que el espectro lo bese, pues en el momento del contacto se produce la
desmaterialización de ambos. Algunas víctimas, si tienen suerte, se vuelven a
corporizar recién meses más tarde. Pero no en todos los casos. Hay quien
queda así para siempre. En segundo término, si uno no cumple con lo
prometido al fantasma, cuando va a buscar el tesoro nota que éste ha
desaparecido. Aunque haya llegado a verlo. Pero (y a esto también preste una
gran atención, Maestro Sotelo), luego de haber mostrado el tesoro o el sitio
donde se encuentra (y a veces antes), el espectro de la casa puede decir:
“Vení. Tengo algo para vos”. Se lo cuento porque al Maestro Isidoro le
ocurrió, aunque en este caso él no buscaba ningún tesoro oculto: se trataba,
simplemente, de una trampa de los chichis. Por aquella época al Maestro
Isidoro le faltaba experiencia en materializaciones astrales; caso contrario,
además de salvarse de la acechanza, se hubiera hecho rico para siempre. El
fantasma llevó al Maestro Isidoro hasta cierta habitación. Había allí, sobre la
cama, una mujer desnuda, de espaldas, con el pelo larguísimo. Ella, brindando
su parte posterior, le dijo: “Tomá: esto es tuyo”. Según él cuenta sintió el
impulso erótico más irresistible de su vida. Eran unos glúteos increíblemente
hermosos, y la cavidad titilaba transmitiendo violentas sensaciones; como un
púlsar de energía sexual. Ya estaba por penetrarla cuando observó una
incongruencia que le llamó la atención: pese a estar desnuda conservaba
puesto el corpiño. Sospechó una trampa. Le dijo: “Date vuelta primero porque
quiero verte la cara”. La figura se volvió muy despacio. Era un tipo de barba
rala, con la llave —muerta, por supuesto— más grande que él hubiese visto
en su vida. Se sonrió como diciendo: “Me cagaste, hijo de puta”. La aparición
se fue vistiendo lentamente: muy lentamente. Como en un ritual. Cuando el
chichi estuvo vestido por completo desapareció, luego de volverse
transparente poco a poco. Unos monjes budistas le contaron luego, al Maestro
Isidoro, que si hubiese practicado el coito con la falsa mujer, al eyacular el
demonio le habría atravesado el pene con un hueso mágico y no lo habría
podido sacar. Muchos han sido encontrados desnudos, muertos sobre camas

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extrañas y sin que se conozca por qué. Un ataque al corazón, suele decirse en
esos casos. De esta información tome advertencia, Maestro Sotelo».
«Aquí Máquina 3, fabricada por Sotelo. Información. Debo comunicarle,
Maestro Sotelo, que el vurro cagó fuego definitivamente. Ya no son
necesarios nuevos exorcismos por 28 días, pues esa entidad diabólica ya no
está en condiciones de atacarlo. No es que, realmente, el v corta haya muerto.
Bien sabe usted que él, por ser un espíritu, no puede morir. Pero en los hechos
que nos interesan ello resulta idéntico a una defunción. Usted, al unirse a
Marta, a quien con su Maestro llaman la relojerita, quedó a salvo de esa
manija. Ahora ya comprende que la castidad es el peor de todos los vicios, y
que ella, antes que ninguna cosa, brinda entrada al Anti-ser».
«Aquí Máquina 4, de Sotelo. Información. He grabado conversaciones
que usted, Maestro, debe oír pues le atañen. “¿Qué has anda’o haciendo
vos?”. “Nada, papá. ¿Qué ando haciendo en qué?”. “Sí. Haaacete la zorra
nooomás”. “Pero tata…”. “Ah: ahora me decís tata. Ahora me doy cuenta más
que antes que me estás mintiendo. Hace tres años que no me llamás así.
Procurás enternecerme, pero te digo que es inútil. Desde que entraste al
secundario que te volviste muy viva vos. No te creas que no me he dado
cuenta que el vecino te anda arrastrando el ala”. “¿Quién? Pero si yo no ando
con nadie, tatita. Tuve algún novio en mi curso, sí, pero…”. “No, no que
novio del curso ni que la mierda. Sotelo, el vecino”. “¿Sotelo? Pero si ni nos
miramos, tatita”. “Sí, ni nos miramos. Hacete la boluda, vos nomás. ¡Qué
andarás haciendo vos los domingos, es lo que me pregunto; cuando nos
vamos a visitar a los tíos y vos te quedás estudiando! Ya me puedo imaginar
las cosas que vos estudiás”. “Pero tata, si usted sabe que me va bien en el
secundario. Si no estudiara mis notas serían otras”. “…Bueno… no digo que
seas mala estudiante, pero… ¡Vos igual andás con ese tipo! ¡Confesalo
mierda!”. “No tata”. “Mmh… Andate con cuidado”. “Sí, tata”. “A mí ya me
tiene… lo tengo entre ojos, a ese gordito”. “Pero si él no es gordo, tata”.
“Aahhh: ahí te quería agarrar. ¿Así que no es gordo? ¿Ves que es cierto que
ese hijo de puta te gusta?”. “No tata”».
«Aquí Máquina 5, de Sotelo. Informando. Pronto deberá enfrentar usted
un ataque general con grandes unidades de combate. Ofensiva, ésta, que se
llevará a cabo con fuerzas robóticas y con Maestros y parte del discipulario.
Nosotras, sus máquinas, defenderemos la situación todo el tiempo que
podamos pero al fin seremos destruidas a causa de la abrumadora
superioridad de la máquina militar del enemigo. Resulta indispensable
entonces, Maestro Sotelo, que saque ahora el máximo provecho de nuestra

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información. Se acerca también un gran conflicto con la zombie y el lavadero.
No va a dejarlo tender la ropa. Prepárese, Maestro Sotelo, y arbitre las
contramedidas necesarias».
«Aquí Máquina 1. “Qué pelotudo es ese amigo de De Quevedo, ¿eh
Julia?”. “¿Quién, el gordo Sotelo? ¿Por qué?”. “¿Cómo por qué? ¿No te diste
cuenta de que es un tarado? Sólo un tarado se duerme en casas ajenas, en
medio de una conversación”. “Estaría cansado”. “¿Cansado?… Mh. Me está
pareciendo, pareciendo…”. (Ella, con voz ingenua:) “¿Qué, qué te parece?”.
“Me está pareciendo que a vos te cae en gracia”. (Con ingenuidad total, de
alguien puro, que no tiene nada que ocultar:) “Ah, sí: eso es cierto. Él me
gusta mucho. Me parece genial. Yo leí algunas de las cosas que él escribió.
Pero aunque no lo hubiese leído. Me larga buena onda. Además es un tipo
lindo”. “¿Lindo?… Ah… Mh. Te gusta Sotelo. Cosa curiosa”. “Pero sí,
Joaquín. ¿Por qué te asombra tanto? Si es un tipo lindo”. “Mh… (silencio de
casi un minuto; luego él dice:) Che, Julia: tengo una buena noticia para vos”.
(Con la ingenuidad de siempre:) “¿Qué? ¿Qué pasó, Joaquín?”. (Con voz
irónica, intencionada) “¿Te acordás de lo que dijiste los otros días, que Sotelo
te gustaba?”. “Sí”. “Bueno. Por eso te digo que tengo una buena noticia para
vos. Lo encontré a De Quevedo por la calle. Me contó que se peleó con la
Galotti y que se fue a vivir con el gordo”. “Oh: pobre De Quevedo. Y tan
buen tipo que es… Ése es otro que no comprendo por qué tiene tanta mala
suerte con las mujeres”. (El otro, al oír esto, con rapidez, como si le hubiera
surgido una guerra en dos frentes y quisiera batir al enemigo ya mismo, por
partes:) “Pero no te quería hablar de De Quevedo. Él me dijo que Sotelo te
manda unos muy… especiales saludos”. (Con alegría, sin cazar la furia del
otro:) “Ah… muchas gracias”».
Aquí el gordo interrumpió la escucha de la información que le brindaban
sus máquinas y consultó con De Quevedo:
—Bueno, con toda evidencia son conversaciones que tus máquinas
grabaron en días sucesivos en casa del Popepof. Pero seguí escuchando. A lo
mejor hay más información.
«Aquí Máquina 2. “¿Ése? ¿Te gusta ése? Pero si es un tipo…”. “Nadie
dijo que me gustara”. “Vaaamos nena… No jodás conmigo. No por nada me
lo venís mencioando desde hace días. Con ironía, claaaro. Al principio me lo
creí. No sé qué le ves. Pero si es un tipo oscuro. Yo ni me imagino durmiendo
con él”. “Aaah, pero yo tampoco. Tampoco. No, yo te preguntaba a nivel…
dejá de poner esa cara de sabelotodo haceme el favor… —se escuchó una
especie de risa oculta, reprimida, por parte de la otra”. “Norma, conmigo no

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jodas”. “Pero no, ¿no ves que sos una boluda? A mí el tipo me interesa a nivel
simplemente humano”. “Sí, ya sé”. “No sabés un carajo. Escuchá… ¿Será
cierta mi tesis? Él parece… un poco perverso ¿no?”. “Puede ser. A vos te
encanta meterte en quilombos. Todo lo que viene oscuro te encanta. A mí ese
gordo no me larga buena onda”. “¿Gordo? ¡Si no es gordo!”. —Risa
sarcástica—: “¡Jaj!: ¿ves como sí te gusta?”. “Pero es que no es gordo”.
“Bueno, gordo o no… —como si bruscamente hubiese llegado a una decisión
opuesta—: Pero está bien. Después de todo cada hombre es un misterio. Una
qué sabe. Me pareció que nos mira pero no como otros tipos sino como el
lobo feroz. Nos clava los ojos”. “¿Y eso qué tiene de malo?”. “Nada, pero
¿por qué nos mira como si estuviese tan necesitado? Aunque últimamente
varió de onda. A lo mejor anda con una y nosotras no lo sabemos…”. —
Aparentemente la otra había puesto cara rara, pese a mantenerse silenciosa, de
modo que la otra volvió a hablar, esta vez con rapidez—: “Pero no es de
Recursos Hídricos. Eso es seguro —la amiga hablaba casi desesperada, como
no sabiendo de qué manera reparar el daño causado—. De cualquier manera,
Norma, no te aflijas. Todo dura un tiempo en este mundo. Si te lo proponés
seguro que al fin lo enganchás”. —La otra se puso furiosa—: “¿Y a vos quién
te dijo que yo lo quiero enganchar?”. —Con humildad y voz muy suave—:
“Bueno, Normita, no te enojés conmigo. Yo no quise decir nada malo. Por
favor no te enojés”».
«Aquí Máquina 3. Repito y amplío información de Máquina 5. El
enemigo ya mueve sus grandes unidades de combate. El ataque está muy
próximo. Si usted, Maestro Sotelo, efectúa una limpieza a fondo de su casa a
fin de quitarle potencia al adversario, también realizará el papel de un agente
desencadenante; obligará a los chichis a adelantar el ataque, no a impedirlo.
Si no efectúa limpieza general postergará por unas horas la confrontación a
costa de permitir que ellos ganen potencia. La decisión está en su mano. Yo,
como subordinado suyo, recomiendo limpieza completa, aunque ello precipite
el enfrentamiento. Este es mi consejo militar».
«Aquí Máquina 4. Por hoy cesamos en nuestros informes».
—¿Qué pensás, De Quevedo, de toda esta información que te fui
pasando?
—¿Qué pienso en qué sentido, gordo? Es todo obvio.
—Más o menos.
—Mirá, te lo puedo resumir muy fácil; aparecieron tres mujeres: la
relojerita, que lo cuerpea a su viejo. Parece que se avivó de que ella anda con
vos.

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—Sí, a eso ya lo entendí.
—La segunda es la mujer del Popepof. Te encuentra lindo, eso es todo.
—Claro, ¿pero a qué viene eso? ¿Me lo cuentan para que yo me la
levante?
—No, para nada. Las máquinas quieren, simplemente, que sepas que no
sólo la relojerita gusta de vos. Les caés en gracia a más mujeres de lo que vos
imaginás. Tus máquinas desean que no lo ignores, así obrás en consecuencia.
La tercera mina es, con toda evidencia, una de tus compañeras de trabajo.
¿Quién es Norma?
—Es lo que no sé. Hay tres minas que se llaman Norma en mi laburo,
pero por la forma de hablar… pienso que debe ser una que se llama Norma
Mirtha Cadenowsky. Es muy puta en el buen sentido de la palabra. Por lo
menos eso sospecho.
—Y bueno, por lo visto esa tipa está copada con vos. No la pierdas por
boludo.
—Pero yo ando con la relojerita. ¿Qué querés? ¿Que le ponga los
cuernos?
—Ay, querido amigo. El que no les pone los cuernos a las mujeres, se
pone los cuernos a sí mismo. Es mi idea (un tanto cínica, si vos querés)
respecto del amor. Pero en fin: vos verás. Un par de máquinas te dieron
información esotérica. Es así y listo, tal como te dijeron. Eso no requiere
comentario. Otra te dijo que el vurro cagó fuego gracias a que te encamaste
con la relojerita. El resto de las noticias se refieren a un ataque; la zombie nos
va a hinchar las pelotas cada vez más (lo tomo como parte del ataque). Hay
que hacer una limpieza general en todo el cuarto. En este momento ya es muy
tarde, pero mañana tenemos que limpiar todo sí o sí.
Y ahora vamos a dormir que las máquinas se están cargando. Las
máquinas que están en contra nuestra, quiero decir.
—Cuidado, cuidado, que papá y mamá ya están despiertos —dijo la
relojerita. El gordo la había sorprendido justo cuando ella se disponía a bajar
por la escalera—. Aparte que puede aparecer cualquier vecino.
El gordo aflojó algo el abrazo, pero igual siguió acariciándola y
besándola:
—Te adoro, te adoro mi amor.
—Yo también, pero… Tenemos que cuidarnos.
—Tu viejo ya se lo sospecha ¿no?
Ello lo miró horrorizada:
—¿Y a eso vos cómo lo sabés?

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—Y… uno caza las ondas.
—Pero ¿¡cómo sabés!? —pero antes que el gordo contestase ella miró con
miedo a todos lados—: Oí: acá no nos podemos quedar. Bajemos por la
escalera.
Ya a media escalera, en el descanso famoso, Sotelo le dijo:
—Negra, estoy metejoneado con vos. Dejá que consiga unos mangos y te
llevo.
—¿Qué? ¿Vos me llevarías lejos de aquí?
—Por supuesto —el gordo inventó espontáneamente—: A Ecuador,
Paraguay… o más lejos aún: a la Argentina.
Ella, al oír esto y pese a ser muy piba, largó una carcajada:
—¿La Argentina, nada menos? Ese es el sueño de un ladrón yanqui.
Todos los que afanan en el Norte se quieren ir al Sur, y viceversa. Así decían
los otros días en una serie de televisión, por lo menos. ¿Para qué quiero ir a la
Argentina? Soy friolenta. Ahí me voy a cagar de frío… en más de un sentido.
—¿No tenés confianza en mí? —el gordo estaba ofendidísimo.
—Sí pero…
Verde de furia y humillación:
—¿Creés que no soy capaz de mantenerte?
Aquí la relojerita se conmovió y empezó a tocarlo y abrazarlo con cuatro
manos:
—Claro que confío en vos, zonzo.
Como respuesta el gordo comenzó a acariciarle las tetas y el culo con siete
manos:
—Bebé… bebé mío… jamás dudes de mí…
—No… nunca…

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CUARENTA Y SEIS

EL ATAQUE ROBOT

Esa tarde, en Recursos Hídricos, el gordo miraba mucho a la


Cadenowsky; quería averiguar si lo que habían dicho las máquinas era cierto
o se trataba de un delirio. Intentó acercársele dos o tres veces para hablar,
pero ella no le daba pelota. Es más: parecía enojada. «¿Pero qué le pasa a esta
pelotuda?», se preguntó el gordo desilusionado.
Cuando por la tarde volvió de su trabajo se puso a hacer limpieza con
desesperación. Tenía dos camisas para lavar y un par de sábanas. Los
inquilinos contaban con un juego de soguitas a cielo abierto. Luego de lavar y
colgar sus sábanas, el gordo empezó con la limpieza de sus camisas. Justo en
ese instante llegó la zombie, desplazándose con lentitud por el pasillo. Dijo
mirando las sábanas de Sotelo, que chorreaban:
—Ya no se puede ni caminar por aquí. Esto se está convirtiendo en una
toldería. ¿Pero qué se creen? ¿Que uno tiene que aguantarles sus suciedades y
porquerías? Miren, miren un poco estos charcos de agua.
Al gordo le dio bronca pero, ya advertido por sus máquinas, guardó
silencio. Sabía que esa mujer cumplía órdenes y estaba muerta, pero igual le
hubiera gustado agarrarla a trompadas, deshacer a patadas esa boquita de
vieja satisfecha de sí misma y de sus palabras. Por lo visto la zombie
pretendía algo por completo fuera de lógica, totalmente irracional: que uno de
los inquilinos (él, en este caso), cuando su ropa se ensuciara no la lavase sino
que procediera a tirarla y comprar otra nueva. Todos tenían derecho a lavar
salvo él, sólo porque a la zombie se le antojaba aprovechar su condición
femenina para cagarlo y hacerle la vida imposible.
Terminó de comprender lo serio del ataque luego que terminó con la tarea.
Ya se estaba yendo cuando la zombie bajó la escalerita de su casa y empezó
con su voz odiosa, horripilante (no gritaba pero hablaba muy fuerte):

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—Si se creen que van a dejar esto así, hecho un solo charco están muy
equivocados ¿eh? Ah sí. Muy equivocados. Ahora mismo la saco a toda esta
ropa. Aquí no va a quedar. La saco y la tiro al suelo.
Sotelo vio que, efectivamente, la zombie estaba descolgando su ropa. La
vio todo rojo, pero se acordó del J. Pelman. Volvió y, sin mirarla (no quería
tentarse, porque la tentación era mucha), se hizo cargo de sus sábanas y sus
camisas. La zombie, al ver que él descolgaba, se alejó de las cuerdas con
lentitud y empezó a subir su escalera, no sin antes largar:
—Y que no se crean que aquí termina la cosa, que esto es flor de un día.
Ni se sueñen que van a dejar charcos si no ahora sí más adelante, inundando
los pasillos. A ésa que ni se la sueñen. Les voy a descolgar la ropa y se las
voy a tirar al piso o por la azotea al piso de abajo.
El loro de la vieja la recibió con alegres chillidos. Sotelo escuchó que la
zombie le decía al animal: «Pedrito, Pedrito, qué rrrrica la papa… Vos me
entendés, ¿no Pedrito? Que se cuiden si se creen que van a poder hacer lo que
quieren aquí. Mejor que saque sus porquerías. Sí. Las saca en buena hora,
porque ve que le conviene. Pedrito, Pedrito… much, much, much…».
Aquí, al oír «porque le conviene», el gordo se descompuso de ira. Si la
tipa se hubiese limitado a joderlo aquello le habría producido odio pero hasta
un límite. Lo que lo hizo llegar al borde del llanto impotente (aunque parezca
mentira) fue esa frase: «… porque le conviene». Porque la palabra «convenir»
en general se utiliza en el sentido de fruto, provecho, conformidad. O sea:
algo que es realmente bueno. Pero aquí ¿qué le daban a él que fuera
conveniente? Es como si a un hombre le sacaran su trabajo, lo echaran de su
casa, le hicieran la vida imposible y a todo eso se le llamara conviene. El
gordo deliraba de odio. Repetía y repetía la palabreja dentro suyo:
«Conveniente, conveniente, le conviene, le conviene…». Durante las tres
cuartas partes de tres segundos meditó si no valía la pena que subiese la
escalerita para transformarle la cabeza en pulpa a ese monstruo abominable.
Una vez más se acordó del chino, de Zapallo, de Vedia y sus terapias. Del
J. Pelman, en una palabra. Colgó su ropa en otro sector, en el más alejado de
la casa de la zombie. No bien había terminado le salió al cruce otra vieja, una
que en general se llevaba bastante bien con él:
—Aaaay señor Sotelo: ya escuché todo lo que le pasó —la vieja hablaba
con voz quejumbrosa e implacable—. Claaaro: ahora usted se ve obligado a
tender su ropa aquí. Pero ¿sabe qué pasa? Usted, con sus sábanas y su ropa
me quita toda la luz de la ventana y la puerta. Ya tengo bastantes problemas
con mi propia ropa cuando lavo. Así que por ahora está bien, dejeló. Debemos

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ser buenos vecinos. Pero la próxima vez que lave su ropa no la tienda más
aquí —más quejumbrosa y ñoña que nunca—: Tiéndala allá —y señaló el
lugar del cual la zombie lo acababa de expulsar—. Usted tiene derecho.
Tiéndala aunque ella proteste.
—Pero es que ella me la saca y me la tira al suelo…
—Ay, no. Pero eso no puede ser. A eso ella no tiene derecho. Usted puede
tender su ropa. Quién se lo puede impedir. No, no. Usted tiéndala nomás.
Pero aquí no ¿eh? Aquí no más. Por ahora la puede dejar. Pero la próxima vez
la cuelga allá.
Y la vieja «buena» entró en su casa. Para el gordo era ya una cosa por
demás clara que no podría tender nunca más ropa en ninguna parte del pasillo,
a divina causa de la vieja zombie y de la vieja no zombie. ¿Pero entonces
qué?, pensó desesperado. Sólo que después de lavar colgara dentro de su
cuarto, abriendo bien las ventanas. Pero por mucho que estrujase las ropas,
siempre iban a chorrear agua sobre el parquet. Plástico. Tenía que comprar
largas hojas de plástico: de esas que miden un metro de ancho y extensas toda
la cantidad que uno quiera. Era una solución abominable, pero no había otra.
Los chichis iban a estar encantados con toda esa humedad y ropa goteando
desorden adicional. No quedaba un remedio mejor. «Porque le conviene»,
recordó el gordo y durante un momento le volvió la urgencia casi sexual de
cometer un asesinato, pero una vez más se contuvo. Trató de no pensar en la
frase maldita que lo enloquecía: «Claro, yo debo pensar que es con… que a
mí me conv… ¡Basta!». Quería dejarlo arreglado ya mismo, antes que
cerraran los negocios. Bajó a comprar tela plástica y un par de soguitas. Al
volver dispuso las cuerdas con clavos. Era una acción espantosa, pero no
obstante quedó más tranquilo. La definitiva decisión de tender dentro de su
cuarto le brindó la calma de lo que ya no debe ser meditado.
—Sí, sí: ya sé. No me digás nada que ya estoy enterado —dijo
De Quevedo cuando esa noche abrió la puerta; miró las soguitas y el plástico
sobre el piso—. Pero está bien, gordo. Fue una buena decisión. No quedaba
otro remedio. Lo vimos todo en casa de Alaralena. Intentamos quitarle el
clavo a la zombie, para que… «muriese», por así decir. Para que muriera de
su muerte, pero a ese clavo maldito lo tienen muy defendido, con máquinas
muy fuertes. Si Alaralena todavía tuviese su máquina usina otros gallos
cantarían, pero… —De Quevedo miró una vez más el reciente dispositivo
para secar ropa—. Esto, naturalmente, va a potenciar a… los zapos. Jm. Sí.
Va a ser una especie de paraíso para zapos y toda clase de máquinas
acuáticas. Pero es, no obstante y por muchísimas razones, la mejor solución.

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—Nos conviene —dijo el gordo que seguía manijeado por la frase.
De Quevedo, perdido en cuestiones logísticas, tardó un segundo en cazar el
peligro y la onda:
—Claro, conviene a partir de… ¿Pero qué te pasa a vos?
—Esa es una de las frases que la zombie me largaba hace unos minutos:
«Le conviene sacar su ropa».
—Bueno, está bien. Pero cortala. No permitas que te manijee. Ella está
muerta. No hace sino repetir y repetir la información que le dan.
—Claro, pero a mí no me importa ¿te das cuenta?
—Pero te tiene que importar. Te ruego encarecidamente que te dejes de
romper las bolas y que te calmes.
Subordinarse, después de todo, era un descanso psíquico frente a una
situación imposible por lo injustísima.
—Sí, Maestro.
—Ni se te ocurra darles con el gusto, boludo, ¿eh? Ojo.
—No, no.
—Bueno. Ah: y ya que estamos. Alaralena me dio algo para vos.
—¿¡Para mí!?
—Sí. Para vos. Este recorte es de Quétzal Toltécatl, el diario donde él
trabaja como corrector de galeras.
—¿Pero y qué dice? —el gordo ya tenía cierta aprensión.
En el interior de una bolsa de plástico encontraron, en Saltatécatl, un
cadáver podrido y muerto pa’siempre. Horrible.
Oh, Saltatécatl (C). En el pueblito de Chichitzén la policía encontró el
cadáver de un occiso francamente muerto. La víctima, con toda evidencia
había descendido al Hades, previo dejar aquí a su cuerpo para que se
pudriera. Lo habían metido en una bolsa de plástico. El muerto, de unos 42
años y cuya identidad no ha podido determinarse, tenía en su mano un
paquetito, también de plástico, fuertemente agarrado. Su cara parecía decir:
«A esto, no lo suelto». Eran sus propios testículos que los asesinos le habían
cortado antes de matarlo. Los policías, que lo encontraron, quedaron
horripilantadísimos.

—Pero… pero… ¿por qué me mandó este recorte a mí? —tartamudeó el


gordo—. ¿Qué quiere decirme? ¿Que me puede pasar lo mismo?
—No. No creo. Él se reía mucho al dármelo. Según dijo te ibas a cagar de
miedo, cosa que efectivamente ha ocurrido. «Decile al gordo que ya es hora
de que deje de suponer que todo le ocurre a él y no a los otros. Esto es por si
alguna duda le quedaba. Que se convenza de que la magia y los chichis
existen». Así me dijo.

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«Slurrrp… slurrrp… slurrrp… plach, plach, plach… slurrrp… slurrrp…
plach, plach, plach…».
—De Quevedo: hay un chichi nuevo: parece como que sorbiera y después
paladease lo sorbido.
—Ahj. Por fin aparecieron. Me preguntaba cuándo iban a hacer acto de
presencia. Han decidido seguir con la progresión de animales mágicos, por lo
visto. Es el sorbedor.
—No se puede vivir en paz, viejo. ¿Y qué mierda es un sorbedor? —Es
una máquina de alguna manera… inocua, siempre comparando. Lo que me
preocupa es que viene justa para vos. Es un bicho medio tirando a chico, pero
su pico es una gran trompeta. Desde el astral sacan el semen de sus víctimas.
—Es una especie de zapo entonces.
—No exactamente. El sorbedor o mamuth no necesita que aquel a quien
ataca eyacule; a él le basta con apoyar la punta de su trompa en la cabeza del
pijosaurio penedáctilo para lograr su objetivo. De modo que te puede atacar
de día o de noche. Trata de quitarte potencia sexual: en esa forma, cuando
quieras encamarte con una mina vas a estar planchado.
El gordo ya venía cargadito con lo de la zombie: el asesinato (o mejor
dicho el asezombiesinato) frustrado, es como un ataque de epilepsia que no se
llega a concretar. La biología, desesperada, busca cualquier excusa para
librarse de la enorme presión de las aguas. No se puso histérico porque
ponerse histérico, a esa altura, ya era poco. La tentación de volverse contra sí
mismo (el que tenía más cerca) fue mucha: alguien debía pagar. Después se
acordó de la relojerita y se calmó: por ella debía resistir. Vale la pena
defender nuestro paraíso. No obstante aquel atentado contra su virilidad le
parecía de lo más infame:
—La recontraputísima…
—Calmate.
—No, si yo estoy calmo. Ellos sorben… sorben y paladean…
—Sí, se ve enseguida que estás muy calmo. Cortala que así es peor.
Perdido en su delirio de odio cada vez más rojo:
—Los sorbedores paladean con fruición… La zombie dijo que a mí me
conviene…
—Contralate, haceme el favor, que si no todo empeora y se carga la casa.
—Descuelga la ropa porque le conviene…
—¿Querés que te pegue una trompada?
—No.

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—Bueno basta entonces. —De Quevedo, al ver que el gordo andaba con
ganas de hacer alguna barbaridad (cualquier barbaridad, pero una por lo
menos), pensó con rapidez—: Mirá, se me ocurre que… podemos llamar al
Rey de los Mamuth, al príncipe de los sorbedores y pedirle ayuda. ¿Qué te
parece?
—No sé, vos sabrás ya que sos el Maestro. Pero… no entiendo,
francamente: ¿a ellos, que nos atacan, les vamos a pedir ayuda? No nos van a
dar bola.
—Quién sabe. Las máquinas son muy raras. Invocación: Si el Rey de los
Mamuth me está escuchando le pido que me hable y conteste, pues quiero
conversar con él. —Gran silencio. Al parecer los otros no tenían la menor
intención de darse por aludidos. De Quevedo miró por toda la habitación,
techo incluido, y luego reiteró—: Este es un intento de comunicación. Si el
Rey de los Mamuth puede oírme le ruego que hable.
Entonces se oyó una voz semicavernosa, como de alguien en trance
hipnótico pero, a su vez, consciente (lo siento pero no hay otra manera de
expresarlo):
«Escucho…».
—¡Maestro!: ¡Ahí está: contestó…!
Al oír al gordo, De Quevedo entonó esta súplica con todo el carisma de
que era capaz:
—Oh, Rey de los Mamuth: somos un par de seres humanos dentro de una
lucha muy larga y difícil contra otros humanos, malvados y que nos odian.
Seres que de humanos sólo tienen el nombre. Han enviado un sorbedor para
que mi discípulo quede sin energía sexual y así se desmoralice. Tú bien sabes,
Rey de los Mamuth, que quien no intercambia muere. Por eso nuestros
enemigos tratan de impedirle el intercambio sexual. Son malvados: enemigos
de hombres y máquinas. Ayúdanos.
«Pero… ¿ese mamuth es de mi manada?».
—Pregunta si ese mamuth es de su manada.
—Cruzá los dedos. ¿Ya los cruzaste? Bien. En realidad no lo sé, pero
vamos a decirle que sí. Nos jugamos. ¿Qué podemos perder? Descruzá. Sí: él
es de tu manada.
«Bueno entonces… Voy a ayudarlos. Hay una manera de contrarrestar al
sorbedor. Hay una máquina, que no es de mi manada y ni siquiera es un
mamuth, pero que tiene pacto conmigo. Voy a llamarla si ustedes quieren. Es
una máquina voladora que viene del futuro. Sólo funciona comiendo los pelos
de quien la interroga. Esos pelos no vuelven a crecer jamás. Empieza

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comiendo los pelos de las piernas, sigue con los de brazos y axilas y termina
por los de la cabeza. Tienen que apresurarse pues come mucho y muy rápido.
A ella pueden interrogarla sobre todos los asuntos, divinos y humanos, pero
ya saben el precio. ¿Están dispuestos a pagarlo?».
—Sí, por supuesto —contestó De Quevedo cuando el gordo le tradujo.
«Esperen entonces que se materialice, pues no está en este espacio ni en
este tiempo. Se presentará en pocos minutos de ustedes».
—¡Una máquina del futuro! ¿¡Te das cuenta!? —dijo el gordo
entusiasmado—. Aprovechemos para preguntarle sobre el futuro de la raza
humana. A mí qué me importa si me deja calvas las piernas. Total mi
relojerita me quiere igual.
—Sí, gordo, pero… Es una oportunidad única, tal vez… pero no debemos
olvidar, manijeados, preguntarle lo principal. El asunto del sorbedor.
—Ah pero no, claro, segu…
«Trrr… trrr… trrr… aquí Máquina del Futuro, invocada… trrr… trrr…
Apresúrense a preguntarme pues sólo puedo sostenerme talando y comiendo
pelos como si fueran árboles: trrr…».
—Dale Sotelo: preguntale si va a haber guerra nuclear y en qué año.
Acordate de la transmisión del año 2035, que nos llegó mutilada… —con
toda evidencia el Maestro también se había enganchado en la historia. Luego
de formular la pregunta el bicho contestó: «Trrr… trrr… Va a ocurrir una
guerra nuclear localizada el 20 de octubre de 1983. La guerra definitiva y
mundial será en 1999. Será fundada una tecnocracia en un país del norte de
Europa. Veo hielos. Enormes hielos. La guerra nuclear romperá el cinturón de
hielos del norte y habrá diluvios y nueva glaciación. Soy muy bruta. Soy
máquina boliviana. Soy máquina boliviana del futuro. No sé más».
Aquí Sotelo se enfureció:
—Aaaah, pero la puta que la parió. ¿Y para eso me dejé comer los pelos
de una parte de mis piernas? ¿Con qué estupideces nos viene esta boluda?
¿De qué guerra en 1983 nos habla si estamos en 1984 y no hubo ninguna
guerra termonuclear, ni localizada ni general? —A la máquina—: ¡Fuera,
fuera, bicho de mierda!
«Es una lástima porque yo venía a decirles cómo anular al sorbedor. Pero,
si ustedes quieren que me vaya…».
—Gordo no seas boludo y tratá de entender por una vez en tu vida. Ella te
dijo que es muy bruta. No tiene mucha información. Eso quiere decir que se
mueve con promedios y asíntotas. Ella viene del futuro y el futuro es una gran
masa plástica, sujeta a modificaciones. No te olvides del hecho de que ella no

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existe aún. Ella te habló de una guerra nuclear para el 20 de octubre de 1983
porque, seguro, en el futuro más probable, tenía que ocurrir esa guerra. No
sucedió porque el hombre, a través de su voluntad, puede cambiar lo más
probable, y hasta lo inevitablemente seguro. Es parte de la decisión humana.
El hombre puede cambiar el pasado: no te olvides que nosotros somos el
pasado para ella. Nosotros, para el futuro, estamos tan muertos como el
imperio romano. Pero asimismo, para los romanos, somos aún los no nacidos.
Hay una diferencia, claro está: pasado, presente y futuro son todos presentes,
pero el presente es más presente que el futuro y el pasado. No hay otra forma
de decirlo. Qué sabemos nosotros, después de todo. Quizá algún Dalai Lama,
mediante sus invocaciones y rogativas, postergó para otro año la guerra que
debió necesariamente existir en 1983. Ahora: dejate de hinchar las pelotas y
preguntale a esa máquina cómo podemos hacer para sacarnos de encima al
mamuth antes de que vos te quedes sin pelos en las piernas.
Luego que Sotelo hizo la pregunta la máquina voladora dijo:
«Todos los martes deberás comer el fruto del Paraíso a medias con tu
Maestro, hasta que el mamuth pierda fuerzas y no pueda penetrar más. Trrr…
trrr; qué ricos pelos trrr…».
—¡Pero ya basta! —le dijo De Quevedo al gordo una vez que éste le
tradujo la información—. ¡Decile que se vaya! ¿O te querés quedar como Yul
Brynner?
—Máquina voladora: te ordeno que vuelvas al futuro.
«Trrr… trrr…: quizás ustedes quieran trrrooouoooff…».
—Desapareció —dijo Sotelo.
—Bien, me alegro. No quiero pensar en los lamparones irreversibles que
tendrás en las piernas. Pero valió la pena. ¿El fruto del Paraíso, te dijo?
Entiendo que no debe ser otro que la manzana. Tenemos que comer una todos
los martes, por lo visto.
—¿Por qué ese día?
—¿Y yo qué sé, negro? Soy mago pero no adivino. El martes es el día
dedicado al Dios Marte, el de la Guerra. Será que al comer el fruto del Bien y
del Mal nació, también para el hombre, la actitud imperial sobre las cosas.
Como que… O sea: el hombre fue una criatura puesta en el Paraíso para dar
nombres a todo lo existente. Ésta era su función. Ya, por el solo hecho de
nominar, tenés la mitad de la aptitud para el imperio. El imperio en forma
potencial, digamos. Faltaba un paso más: la criatura se hace completamente
humana e imperial cuando logra comprender el secreto penúltimo de lo bueno
y de lo malo.

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—¿Por qué penúltimo y no último?
—Porque el secreto último sólo se logra con la experiencia. Hace falta
mucho trato con la materia para saber realmente. El ser humano necesita vivir
miles y miles de años. Te quiero decir: vivir pero no a través de generaciones
sucesivas, porque en esa forma una parte indispensable de la experiencia, esa
que no se puede escribir en ningún papiro, se pierde. No, yo me refiero a que
el hombre debería vivir (cada hombre) miles de años, para que su experiencia
estuviese completa y pudiera imperar completando en lo concreto la tarea
impuesta por los Dioses. Es por eso que con el fruto del Bien y del Mal no
bastaba: le hacía falta el otro, el de la inmortalidad (no hubiera sido inmortal
en ningún caso, por estar hecho con materia, pero de lograr vivir, digamos,
cincuenta mil años, ya conseguía la experiencia operativa indispensable). El
problema (o los problemas) del hombre se hubiesen solucionado hace mucho.
—¿Y por qué no se logró?
—No se logró porque el Dios del Mal hizo mutilar en germen la aparición
de la Tecnocracia. Él es muy sabio y no prevé para dos o tres mil años
solamente (¿qué es eso para un Dios?) sino para toda la existencia de la raza
humana.
—Otra cosa: ¿quién es el Rey de los Mamuth? Es… absurdo: que los
sorbedores, fabricados y mandados por los chichis, tengan a su vez una
máquina súper con la cual se puedan hacer pactos o rogativas…
—Pero, gordo, es que todas las máquinas tienen sus reyes, independientes
de los esoteristas que las fabricaron en su conjunto. Los esotes no pueden
impedir estas coronaciones y nombramientos de sangre mecánica. Ellos, los
esotes digo, quisieran evitarlo, porque los reyes son peligrosos. Aquéllos
detestan a los líderes y jefes de clan y manada. No ignoran que, pese a que las
máquinas son instrumentos de ataque muy perfectos, esa misma perfección se
les vuelve en contra a los ocultistas. Los servomecanismos se les salen de la
vaina, como quien dice.
—De Quevedo: vos das… muchas cosas por supuestas. Dijiste recién que
el hombre hubiese solucionado hace mucho sus problemas de tener una vida
más larga. Muy bien, eso es comprensible. Pero después, sobre el pucho, me
decís que no se logró porque el Anti-ser impidió la aparición de la
Tecnocracia. ¿Sabés que no entiendo la relación?
—Pero es muy sencillo: mediante la Tecnocracia las computadores
asimilan todo el conocimiento humano en limitados espacios. Las consultás y
en el acto te revelan todo. No es el ideal pero convendrás en que es un gran
adelanto. Y hay más: gracias a la técnica el hombre puede alargar su vida

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hasta que sea «ene» veces más larga que su existencia actual. La tecnología es
una asíntota hacia la teología: equivale a comer el segundo fruto: ese que el
Anti-ser impidió comer al hombre. Pero volvamos, si te parece, a temas más
urgentes. El sorbedor, por ejemplo. Al mamuth, muchas veces, los esotes lo
utilizan como si fuera una especie de ve corta mecánico. Con ser tan
chiquitito, su órgano sexual es tan grande como el de un elefante, de modo
que el lunes que viene comprá sin falta una manzana. No te olvides de lo que
tenemos que hacer el martes.
—Sí.
—Bueno. Que no te manijeen.
«Tic… tic… tic… Aaaamigo Sooootelo… tic…».
—Ahí está otra vez el hijo de puta del relojero.
—Preparate para engancharlo con el televisor; pero hacele preguntas: por
qué me odia, etc. Hacete el que no sabés que él sospecha que le cogiste a la
hija.
—¿Por qué me odia, si yo no le hice nada?
«Aaaamigo Soootelo… tic… tic… Cómo se hace el que no sabe ¿eh? ¿Y
de mi hija qué tiene para decirme?».
—¿Su hija? Pero si yo siempre la traté muy respetuosamente. «Sí: se la
cogió con todo respeto. No digo que usted la haya tenido atada a una cama.
También a ella le va a tocar algo, pero… A usted, aaamigo Soootelo, se las
voy a hacer pagar todas juntas. Tic… tic… Látigo, mierda. Látigo para los
huevitos. Tic… tic… tic…». Sotelo, a todo esto, ya estaba operando con su
televisor descompuesto, que no obstante y como sabemos, servía para otras
cosas: «Tic… tic… clic clac… Aaami… cli… go Soootelo… clic clac, clic
clac… Ja, ja, ja: no me puede enganchar con… clic… esa máquina… clic
clac… tic… tic-clic clac… Aah… hijo de puta: me rompiste la punta del
látigo; por hoy me voy pero… clic clac, clic clac… ma… clic… ñaña… clic
clac… vuelvo tic… tic… TIC».
—Ah… De Quevedo: me quedó un dolor de huevos terrible.
—Consolate —dijo el Maestro irónico—. Pensá en el hecho ciertísimo de
que ahora estás fenómeno. La noche no empezó todavía.
—No me digas. A todo eso decíselo a mis testículos. Los siento como si
los tuviera grandes como manzanas.
—Pero estás fenómeno, estás fenómeno. Yo sé por qué te lo digo. «Aquí
Máquina 4. Información grabada hoy a la tarde “¡Papá, papá!, ¡no me pegués,
por favor!”. “Ah… ahora pedís que no te pegue, puta. Pero qué te has creído
¿ah?…”. Chafff “Ay por favor, tata, no me pegue…”. “Sí: no me pegue tata.

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Para eso vos sos de a’i. Putita”… Chafff “Ay tata, por favor no me pegue…
que la cosa no es como usted piensa…”. “Sí, no, si yo soy boludo. ¿O no
sabís vos, mierda, que yo te conozco todas las mañas? ¿Para qué te crís, puta,
que yo estudié con los esotes?…”. Chafff “¡Ah!… No me cachetee más,
tatita, por favor. Yo no me acosté con Sotelo. Se lo juro”. “Jurás en falso,
mierda”. “No tata”. “Al pedo es que ahora me digás tata. Eso podía dar
resultado antes. Ahora no son dudas sino el saber. Ti’has hecho desvirgar,
negrita puta”. “No no, tatita, se lo juro”. “De otra güelta me hubieras
convencido. Pero aura sé. Ah: ¿así que con ese gordo medio puto? Ta’güeno:
entonces vas a… conmigo también tenis que…”. (Horrorizada) “¡No…!
¡Usted es mi tata!”. “Las putas como vos no tienen tata”. “Mamá vuelve
enseguida…”. “Media hora. Salió a comprar”. “Pero usted es mi tata…”.
“Ponete de rodillas, mierda. Así. Eso es. Ahora… ahora mismo…”. “No…
por favor… no me obligue…”. “¿Qué no te obligue? Lo hubieras pensado
antes de hacer la puta. Mirá que hacerte montar por un gordo marcha”. “Él no
es marcha… y yo lo quiero…”. “¡Ah: al fin lo confesaste, juna y gran puta. A
ése le gustan más los hombres que las mujeres!”. “¡No!… (con voz
desafiante)… y me sobran pruebas”. Chafff… “¡Ah!: tata, por favor, no me
pegue…”. “Con el revenque te voy a dar, no con la mano, si no hacés lo que
te digo. Vos ya no sos mi hija. Pero esperate: esas ropitas de arriba y el
corpiño te molestan. Así: todo junto para abajo. A la mierda los botones”.
“Mire que puede venir mamá”. “A ella también la cago a palos si hace falta.
Así. Ahora. Dale puta que va a ser mejor para vos”».
El gordo se abalanzó hacia la puerta. Quería —con toda evidencia—
precipitarse a lo del relojero para matarlo. De Quevedo le salió al cruce:
—No, gordo.
—¿Cómo que no? Soltame o te agarro a trompadas a vos también, por
más Maestro que seas.
—Vas a quedar como un loco. Esto ya ocurrió hace unas cuantas horas.
En este momento no pasa nada de eso. Lo más probable es que toda la familia
relojera esté viendo televisión. Los tres. Quedarías como un loco y te
mandarían otra vez al Pelman. ¿Cómo no entendés que se trata de una
grabación? Te repito: ya sucedió.
Aquí el gordo se calmó en parte, pero no mucho:
—¿Por… por qué no gritó o no me pidió ayuda?… ¡Cómo no me pidió
ayuda esta boludaaa…! —el gordo miraba la puerta, a un decímetro de ella.
De Quevedo lo vigilaba atentamente, dispuesto a bajarlo de un castañazo si
intentaba salir.

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—Es de noche y te van a escuchar todos los vecinos. Callate. No está todo
perdido.
—¿Que no está todo perdido decís, con lo que pasó?
—Andá y Sentate. Dale que yo preparo mate. No jodás que se carga la
casa, más de lo que está.
—Ah: las máquinas. Las máquinas. ¿Y a mí qué mierda me importa si las
máquinas se cargan o se cae la casa?
—Claro, es lógico: no te importa. Mirá vos. Pero a mí sí me importa,
gordito lindo, porque da la casualidad de que estamos en el mismo barco. Así
que haceme el favor de no ponerte histérico. Sentate. Sentate te digo.
Un rato después ambos estaban sentados a la mesa, tomando mate.
—Gordo: tratá de entenderme; de comprender mis palabras en su medida
justa.
—Me quiero ir… me quiero ir con ella.
—¿Y cómo? Si no tenés un mango.
—Le pido a mi viejo, si no tengo otro remedio. ¿No dijo él muchas veces
que me casara con una negra culona, que me hiciera feliz, y que me dejara de
intelectualismos? Bueno, pues aquí se cumplieron sus deseos.
—Está bien. Me parece una buena decisión. Una decisión excelente. Solo
pensá en lo que le vas a decir.
—¿A quién? ¿A mi viejo?
—No. A ella.
—¿A ella? Se lo digo y listo.
—Gordo… Yo quisiera evitar que… vos sabés que… —De Quevedo no
sabía cómo decirle todo lo que sabía— tengo alguna experiencia en minas.
—¿Y?
—No pienses que porque una mujer te tiene bastante confianza como para
encamarse con vos, te tenga confianza suficiente como para vivir con vos. No
necesariamente.
—¿Pero de qué me estás hablando?
—Yo te lo digo para que no te desilusiones. Guarda: no quiero decir que
vaya a ser así, pero conviene que lo tengas en cuenta para no sufrir después.
—Vos dudá todo lo que quieras. Yo…
—Gordo: me gustaría seguir conversando sobre este asunto, pero no
tenemos tiempo. Acordate de lo que dijeron las máquinas. Tenemos un ataque
general en puerta. Hay que ganarles de mano a los chichis. En lo posible no se
debe limpiar de noche, pero las circunstancias obligan. Para que las brujas no

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se enojen con nosotros, tenemos que tener este cuarto inmaculado antes de las
doce.
—¿Cómo? ¿De qué brujas me estás hablando?
—Dicen las viejitas (no sé si será verdad, pero yo por las dudas…) que no
hay que barrer de noche porque si no las brujas se enojan. Bueno. Tenemos
una hora y media. Tomamos tres o cuatro mates más y nos ponemos a ordenar
y limpiar. No pongas esa cara. Escuchame: es urgente.
En una hora y media dos tipos desesperados pueden hacer muchísimas
cosas. Sería más fácil decir lo que no hicieron. No pintaron el techo, por
ejemplo. La limpieza empezó por las jaulas: lavar las parrillas de los pisos de
las jaulas, una por una, con agua y jabón. Sacar la caca, incrustadas en las
delgadas varillas de hierro, costó bastante más de lo que un inexperto en tales
menesteres podría suponer. Plumerearon la biblioteca previo quitar los libros
por tandas (había mil, entre los del gordo y los de De Quevedo); los propios
volúmenes fueron limpiados someramente en sus lomos. Colocarlos otra vez.
Pasar el trapo a los estantes no sin antes sacar las diminutas infinitas cosas
que el gordo guardaba en ellos: piedras de 200.000.000 de años de la
Cordillera de los Andes, con trilobites incrustados; regalitos de las minas, el
despertador, etcétera. Después el piso: rasquetear, barrer, encerar levemente.
Lustrar no: nadie podría más en una hora y media y siendo sólo dos tipos.
«Aquí Máquina 1, a cargo de sectores 1, 2 y 3. El tan esperado ataque
robot acaba de comenzar. Aparte de los Maestros humanos que dirigen el
ataque, en mi sector enfrento una arrolladora progresión de flamenkos y
harañas. Es mi deber de soldado informarle, mi Monitor Sotelo, que no podré
continuar sosteniendo la posición durante mucho tiempo, dada la abrumadora
superioridad numérica del enemigo. Me lanzo a la batalla esperando destruir,
al menos, una haraña. Esta transmisión llega a su fin. Viva el Monitor.
Tecnocracia Monitor Triunfo… ¡Oooff!… ¡oooff!».
—Se escuchó el ruido de dos reventones. De Quevedo ¿por qué?
—Seguro es una haraña y tu máquina, que murieron simultáneamente.
—¿Y por qué me llamó Monitor?
—Y yo qué sé. Las máquinas son raras. Será un título nobiliario robótico.
«Aquí Máquina 2, a cargo de sectores 4, 5 y 6. Enfrento el ataque de
esotes humanos y de pueblos enteros de máquinas: langosthas, sorbedores,
zerpientes, ultrasonidos y rayos eléctricos. Es con profundo dolor que le
informo, Maestro y Monitor Sotelo, que mi resistencia toca a su fin. Cierro la
transmisión en forma definitiva y paso al ataque a fin de procurar la

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destrucción de, por lo menos, uno de los sorbedores que atentan contra su
sexo. Hasta la victoria, Tecnocracia, Monitor Triunfo… “¡oooff!… ¡oooff!”».
«Aquí Máquina 3, a cargo de sectores 7, 8 y 9. Estoy a cargo del Frente
Central. Atacan con oleadas de discípulos, látigos manejados por máquinas,
vurros y un androide. Realizo permanentes contraataques y retrocesos
escalonados en la medida de mis posibilidades. Siendo una divido mis fuerzas
creando numerosos espejismos para hacer creer que soy muchas. Este engaño,
cumplo con el penoso deber de informarle, mi comandante Monitor, no dará
resultado por mucho tiempo, hay un límite en la disrupción eléctrica que
puedo causarles. El enemigo ha perforado el ala izquierda de nuestro Ejército.
Máquinas 1 y 2 ya no existen. Ello torna indefendible a la Región Centro a mi
cargo. El adversario realiza un ataque concéntrico a fin de imponerme una
batalla de frente invertido. En este momento soy atacada de frente, costado y
retaguardia. Para evitar el copamiento entro en combate, a fin de quemar al
menos un látigo completo con todos sus servidores. Independientemente de
nuestra suerte aterradora, y al destino personal adverso, nosotras, las
máquinas que defendemos esta casa, tenemos la inclaudicable convicción de
que nuestro Monitor triunfará. Tecnocracia Monitor Triunfo…
¡OOOOffooffooOOOooffffghff!… ¡oooff!».
«Aquí Máquinas 4 y 5, a cargo de sectores 10, 11, 12, 13, 14 y 15. Dada la
situación de la batalla en su conjunto hemos decidido unir fuerzas y formar
posición erizo. Ya no estamos en condiciones de extender el ala derecha para
cubrir todo el Frente Oriental. Somos atacados por máquinas voladoras,
cururuses y Maestros con pértigas. Estamos completamente rodeados. Sin
embargo, y pese a lo sombrío del pronóstico militar, no obstante la inevitable
derrota táctica, estamos en condiciones de hablar de una victoria estratégica:
La providencia tomada por usted, mi Monitor, y por su Maestro (nos
referimos a la limpieza general efectuada) trastocó los planes de los chichis,
quienes ante la imposibilidad de parar a las fuerzas movilizadas para el
ataque, se vieron obligados a adelantar a éste. Dicho adelanto forzoso en el
cronograma operativo les será fatal. En lo que a nosotros respecta,
efectuaremos un ataque suicida en el sector, a fin de quemar al menos a dos
pértigas y a los respectivos Maestros humanos que las manejan. Esta es la
última transmisión de Máquinas 4 y 5, que saludan militarmente a su
comandante, con absoluta confianza en la victoria final. Tecnocracia Monitor
Triunfo… ¡Oooffaaay!… ¡Ooooffaaay…!… oooff… oooff…».
—Eran muy Mozart, esas máquinas tuyas. Se inmolaron como espartanas,
para defender la situación.

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—Pero De Quevedo… no son más que máquinas. Yo, por lo visto, sin
saber las programé en un astral y…
—¿Cómo podés decir eso? ¿Pero qué te creés? ¿Qué eran computadoras?
Tus cinco máquinas eran seres vivos, y pensar diferente cosa es insultar a sus
memorias.
—Bueeeno, en realidad…
—En realidad un carajo. Fueron seres: seres vivos, con cuerpo de metal.
—¡Ah!… —aquí Sotelo, por fin comprendió— peo yo no sabía… yo
no…
—Claro: vos nunca sabés. No sabés porque sos un insensible, y eso se
debe a que estás distraído. Te distraés para no tomarte el trabajo de sentir,
justamente. Puto viejo.
—Perdón… —Sotelo, ello es curioso, no daba la impresión de estarle
pidiendo perdón al Maestro sino a las memorias que flotaban en el cuarto.
—Es al pedo que te sientas culpable. Ocupémonos de lo que sí podemos
remediar. Tenemos encima el peor ataque imaginable. Esta vez se largaron
con todo. Es un ataque robot, nada menos. Lo que en esoterismo se llama La
Bomba. Ellos lo preparan como si se tratase de un mecanismo de relojería.
Largan a la batalla automática a todo tipo de mecanismos: látigos, flamenkos,
dentaduras voladoras, zombies…
—Látigos… látigo… el látigo… —Sotelo parecía haber caído en un
delirio completamente personal. El Maestro, como es lógico comprendió al
instante:
—Gordo pelotudo: ya estás pensando otra vez en tu relojerita bienamada.
Mirá que la situación es grave. No te distraigas por más razones que tengas.
Cuando sea el tiempo de Venus adoraremos a Venus. Ahora es Marte quien
lleva la égida.
—Sí, pero yo no puedo dejar de…
—Cortala. Estamos enfrentando un ataque. Si no resistís, si no resistimos,
no vamos a tener oportunidad de un carajo. —De Quevedo empezó con su
verborragia preventiva, intentando distraerlo del punto peligroso—: Te estaba
diciendo que ellos largan dentaduras voladoras, zombies, y cuanta cosa esté
en poder de los esoteristas que nos combaten. Ellos organizaron el ataque
varios días antes; después ya no lo pueden parar ni aunque las condiciones se
hayan tornado desfavorables a última hora: nosotros, por ejemplo, les
cagamos la vida con la limpieza que nos mandamos a último momento, pero
ya era tarde para ellos: ya no podían postergarlo.
«Clac, clac, clac, claccc…».

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—Se escuchó ahí como un «clac, clac…».
—Es la dentadura voladora. Come los testículos: ¡televisor, televisor!
El gordo corrió y voló. Tuvo mucha suerte porque la hizo cagar
enseguida:
«Clac, clac, clac… ricos huevitos para ser comidclic… ¡aaah!».
«UUUUU… aaah… UUUUU… aaah… UUUU… aaah…».
—Es el Pulmón —dijo De Quevedo—, primero bloquean toda una
habitación con planchas invisibles de plástico: después, con el Pulmón quitan
el aire para que los tipos mueran asfixiados. Lo que tenés que hacer es…
Sotelo, llevado al límite del sufrimiento y la desesperación (recordaba
continuamente a la relojerita) se transformó durante un corto momento en un
Maestro de alto grado:
—¿Ah sí? De modo que el Pulmón ¿eh? Pero me extraña Maestro, que se
preocupe por minucias. Déjelo por mi cuenta: que un vurro lo haga cagar sin
falta.
«¡Oooofff…!».
De Quevedo estaba asombrado:
—Se vio una explosión azul. Oí lo que dijiste, pero nunca me imaginé que
las potencias te obedecerían. Yo creo que ahora…
«Ssssouiiii… sssssooouuuuiiiii… “Dale, muy bien: así. Potenciá el
Ciclón, Rodríguez. Eso es”… SSSoooouuuiiioooouuuuiiiii…».
Sotelo, sin miedo y sin dudar:
—Que un ve corta haga cagar a esa máquina productora de ciclones —ya
ni siquiera le traducía el Maestro.
«¡Ooooffff…!».
«Che, Eduardo: nos hizo cagar un ciclón. Mandale otro más fuerte…
SSSSSOOOOUUUUUIIIIII…».
—Que otro vurro haga cagar a ese ciclón con su Instrumento.
«¡Chffr…! ¡Aaah!… SSSSOOOOUUUUIIII…». «Che, Rodríguez: el
pelotudo de Sotelo mandó otro ve corta. A su vurro el ciclón le rompió el
pijáceo». «Y sí, Eduardo. Y cómo querés que no. Sabíamos que iba a mandar
otro. Estos principiantes son así. Creen que porque una vez les dio resultado,
les va a funcionar siempre. Ahora a su ve corta no sólo le quebraron el
penedáctilo, sino que también lo esperaba San Jorge y le cortó la cabeza con
su espada».
—¿Ah sí? ¿Con que tienen a su favor a San Jorge? Pues bien —dijo
Sotelo, para nada atemorizado—. Que entonces ataquen de inmediato siete
vurros y, sobre el pucho, otros once.

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«¡Ofofofofofofofof…!… ¡Ofofofofofofofofofof…!». «Che, González:
qué trabajo se mandó San Jorge ¿eh? Hoy sí que podemos decir que el Santo
laburo horas extras. Los esperaba con su espada desenvainada. Primero
decapitó a siete vurros, y después a otros once. Ahora las tiene a todas las
cabezas clavadas en picas. Como si fueran salvajes unitarios. Ja, ja, ja…».
—De Quevedo: San Jorge decapitó a todos mis vurros. ¿Qué hacemos? —
al pobre gordo se le habían quemado los papeles.
—Eso te pasa por boludo. No sabés tanto de magia como para conducir la
batalla vos solo. Me hubieses preguntado. Jamás hay que insistir con los
mismos métodos. Cuando se ha alcanzado cierto poder esotérico conviene
recordar, al usarlo, que el enemigo adopta de inmediato contramedidas, y que
por lo general se lo puede sorprender con un procedimiento sólo una vez.
Podés mandar un ve corta, eso es correcto. Pero si después mandás siete, lo
más probable es que a tus chichis los espere un San Jorge, u otra
contramedida cualquiera. Mucho más inteligente habría sido de tu parte
mandar al Dragón. O mejor aún (ya que al Dragón también lo pueden hacer
cagar), invocar un terremoto con epicentro en la Terraza de Meditación de los
chichis, ahí donde lo tienen al Santo. En esa forma los hubieras sorprendido
nuevamente.
—Lo mandamos ahora mismo. Le pido al Minotauro que…
—Pero no seas boludo. Están escuchando todo lo que decimos. No, el
momento óptimo ya pasó.
«¡SSSSOOOUUUIIII…!».
—Ahí nos enviaron otra vez al Súper Ciclón.
—Está bien. Destruirlo es muy fácil. Me hubieses preguntado. Es una
tormenta diminuta, contra un solo hombre. Se revienta cruzando los dedos de
los pies y pronunciando con vibraciones la sílaba: «OM».
«SSSSOOOOUUU-OMMM… ¡Oooofff…!».
—Cagó fuego.
—Por supuesto, si es muy fácil. No tenías necesidad de gastar
armamentos pesados contra esa insignificancia. Ahora, desgraciadamente, los
alertaste. Ellos no sabían que vos podías invocar ve cortas. No los llames
porque les van a romper los palos o a cortar las cabezas. O a mandártelos de
vuelta. Aunque en este caso no creo que les sirva de nada. Ya tenés una
protección soberana contra los vurros. Y vos tanto miedo que les tenías ¿eh?
Ahora no sólo no pueden atacarte sino que se los mandás a otros.
—Ahora mismo voy a invocar a Odín, Artemisa y Palas Atenea para que
fabriquen en esta habitación un cono de energía que haga cagar a todos los

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chichis —el gordo había retomado su tono de Maestro de altísimo grado.
—¿Pero qué estás por hacer, boludo? No gastes armamentos pesados al
pedo. Una invocación así sólo se hace si uno está muy apretado. Mirá si te
encierran las invocaciones en una caja de plomo y después te las largan en
contra. A muchos tontos les ocurrió. Preguntame antes de actuar. Por el
momento sos un Maestro, pero un Maestro a medias. Ojo.
De pronto Sotelo se tiró un pedo.
—Se escuchó un falso pedo —dijo De Quevedo.
—¿Qué falso pedo? Fui yo. Ni aliviarse de un gas puede uno en esta casa
de mierda.
—UUUh ¿pero cómo se te ocurre hacer eso en pleno ataque? Estás
activando el gasómetro. Así, lisa y llanamente.
—¿Y qué carajo es el gasómetro, la reputísima que los parió?
—Es la máquina de pedos. Cuando te tirás uno ella te los vuelve a meter
en el vientre pero multiplicado por veintiocho volúmenes. Cuando la víctima
intenta eliminar esta cantidad absurda de gases incorporados, el gasómetro
por cada pedo que libra le mete otros veintiocho, etc.; la cosa sigue así, en
progresión geométrica hasta que un metro cúbico instantáneo le revienta los
intestinos. Sé de tipos que en su infinita desesperación biológica, y antes de
morir, han llegado a largarse pedos por la boca, las orejas, el pito, etcétera.
«¡Prrrrrrrrttt…!».
—¡Ahí está! —dijo Sotelo aterrado—. ¡Se escuchó un pedo largo y
horrísono!… Ah… y ahora me han dado ganas de largarme… uf… ¿Qué
hago?
—Aguantate. Aguantate o estás perdido. Por cada uno vienen veintiocho,
ya sabés. Andá al televisor. Pero al sano, no al otro como hasta ahora.
«¡Prrrrrrrrrttt —clic, clac— trrrtcoooofff…!».
—Reventó.
—Bien. ¿Sentís alivio?
—No sé. Me parece que sí.
—Bueno. Mientras dure el combate resistí la tentación porque podés
activar otro gasómetro. Los gases, poco a poco, van a ser eliminados.
—¿Y cuánto tiempo calculás vos que va a durar este ataque?… —
esperanzado—: ¿Dos o tres horas?
—Si dura dos o tres días podemos darnos por conformes —dijo
De Quevedo con una risa sarcástica—. Escuchame: estamos ante un combate
muy serio. El más importante que hayamos enfrentado hasta ahora. Se están

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jugando el todo por el todo, tiene de bueno que si pierden (y yo sí, creo que
van a perder) puede significar el fin de la guerra.
«¡Aaayyyoouuuu…!… ¡aaayyyooouuu…!».
—Ahora se escucha una especie de quejidos.
—Es la máquina achicadora de huevos. Intentan reducirte los testículos al
tamaño de maníes. Son una especie de quejidos, fuertes y profundos ¿no?
—Sí.
—Sí, es eso. Uno no sabe bien si se está quejando o si lanza
exclamaciones para perturbar. Con cada grito achica un poco más los
testículos de la víctima hasta hacérselos desaparecer. Hacé mudras sobre tus
genitales; con ambas manos. Apuntá con los dedos índice y meñique,
mientras recogés los pulgares, mayores y anulares. Eso es.
«¡Oooooff…!».
—Listo. Otro chichi que caga fuego.
—Sí: pero qué nochecita, carajo.
«Che, González: hicieron cagar a la máquina achicadora». «Ya me di
cuenta. Pero ni se imaginan la que se les viene ahora: Maestros de alto grado.
Todos especialistas. Los van a atacar con pértigas, desde afuera, ¿viste
Rodríguez? Porque como estos hijos de puta hicieron una limpieza feroz, de
novela, ya no es fácil entrar. Los Maestros, al tiempo que largan máquinas
para distraer, atacan desde el Bancario, invisibles y en seguridad». «Claro, eso
está bien. Ahora que te voy a decir una cosa, González: no confío demasiado
en esos Maestros que trabajan desde las ventanas del Bancario». «¿Por?». «Y
porque… ese puto del hijo de puta de Sotelo tiene muchas defensas. Aparte
de la máquina-altar están los dos televisores que no le pudimos quemar; justo
cuando una hermana mía le estaba por meter un catalizador a uno de los
aparatos se les ocurrió frotar una manchita del piso. ¿Y sabés qué?: ahí
justamente estaba refugiada mi hermana. Cagó fuego. Pobrecita. Qué hijos de
puta son estos dos tipos. No tienen consideraciones. Asesinos. Eso son.
Mataron a mi hermanita. Cecilia se llamaba. Es el mejor nombre de máquina
que puede haber. Y justo a estos putos se les dio por limpiar esa manchita.
Podrían haber limpiado quince y distintos metros cuadrados. Pero no: se les
dio por limpiar justo eso. Pobre Cecilia». «Vos la querías mucho a tu hermana
¿no?». «Y claro; cómo no la iba a querer si se llamaba Cecilia. Ah, porque te
cuento: si un robot no se llama Cecilia yo no le doy pelota. A todas las
maquinitas femeninas les pusimos ese nombre con mis señoras». «¿Y a los
machitos?». «Ah… y, de cualquier forma. Como viniera: Esteban, Eduardo,
Carlos, Julio… Pero a las hembras no: Cecilia 1, 2, 3, 4, etcétera. Hasta la

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ene». «Cómo te gusta ese nombre, Rodríguez. Es increíble». «Sí. Tengo un
metejón místico con las minas llamadas Cecilia. En ese sentido me parezco al
pelotudo de Sotelo. Ahí está, ¿ves?, en ese sentido le doy la razón a ese
chanta». «¿Y si nos uniéramos a él, en vez de combatirlo? Digo: como yo soy
tu incondicional y él tiene esa afinidad delirante con vos…». «Sí, no sería
mala idea. ¿Pero sabés qué pasa, González? ¡Me da un miedo! ¿Y si el esote
que nos fabricó nos escucha? Mirá si se aviva de que queremos ayudarlo al
gordo. No sea cosa de que caguemos fuego por un delirio». «Pero Rodríguez,
me extraña. Como dijo la Haraña Filosofal (te quiero decir: el Emmanuel
Kant de las máquinas): El delirio es la única razón práctica». «¡Sí, pero…!».
«Vamos. No seas cagón. Me extraña que yo, que soy tu discípulo, te tenga
que andar dando ánimos». «Es cierto. Bien hablaste, González. Hagámoslo
por Cecilia, y el erotismo y la estética. ¡Viva el gordo Sotelo!… Uuuuy: ahí
está el esote que nos construyó. Disimulá, disimulá González. Mucho ojo con
lo que decís». «¿¡Qué andaban diciendo ustedes, máquinas de mierda!? ¿Así
que lo querían ayudar a ese gordo imbécil porque a él le gustan las Cecilias?
¡Pedazos de manijeadas! Como castigo revientan las dos ¡ya mismo!».
«¡Oooff…!». «¡AAAff…!». «Bien hecho. No quedó más que polvo de
aluminio. Pero… ¿quién es ése? ¿Qué está haciendo esa tercera máquina?
¿Qué te andás escondiendo detrás de esos amiantos para que no te vean?».
«¡Perdón Maestro! ¡Piedad! Yo no tengo nada que ver. Tuve miedo y me
escondí». «¿No andarías conspirando vos con estas otras?». «¡Nooo
Maestro!». «¿No? Jm. No sé. Me estoy sospechando que a vos también te
gustan las Cecilias». «¡Pero Maestro: ése es un nombre horrible! A mí me
gustan las Nancys y sólo ellas. En fin, llegado el caso puedo transigir con una
Celia, pero jamás, jamás de los jamases con una Cecilia. Me encanta tener
maquinitas con Nancy. Soy admiradora del Presidente Reagan». «Mentirosa.
Decís eso para que no te meta un catalizador». «¡Pero nooo Maestro! ¡Le juro
que es verdad!». «Puede ser. Pero por las dudas te voy a hacer cagar».
«¡Oooff…!».
—Ya no se escucha, De Quevedo. Pero ¿cómo es posible que las oiga
conversar si mis chichis, que me contaban todo, fueron destruidos?
—No sé. Tus cinco máquinas, antes de morir, deben haber sembrado
micrófonos por todas partes. Un regalo final que quisieron hacerte. En fin,
digo yo.
«Che, Gastón». «¿Qué, Somoza?». «Largale dos pueblos flamenkos, tres
razas de harañas y cinco de langosthas. Y sorbedores y zapos, por supuesto. A
estos últimos para hacer bulto, nada más; ya sabés que no sirven para nada,

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pero el tipo va a gastar energía indiscriminadamente y cuando desatienda lo
principal: chácate. Ah y eso sí: cururuses. Muchos cururuses y otras máquinas
voladoras. Dentaduras, lo que sea. Vamos a empezar con un ataque aéreo,
para ablandar las posiciones enemigas. Después: el avance de las divisiones
terrestre por piso, techo y paredes hasta irrumpir sobre los dos hijos de puta
que vos ya sabés. Ahora que te voy a decir una cosa, Gastón: todo esto es
nada. El principal ataque va a venir desde el Bancario. Maestros con pértigas.
Son unas pértigas larguísimas que manejan los especialistas humanos. No
pensaban usarlas, pero como hicieron esta limpieza de mierda, que nos cagó
buena parte de los efectivos (nos quemó en tierra parques enteros de distintos
armamentos, antes de que pudieran entrar en combate, no sé si sabrás)… no
pensaban usarlas, los Maestros, como te digo, pero se vieron obligados a traer
a los pertigueros a toda prisa. Ahora ya están instalados. Un solo pertigazo
que le peguen en las bolas a ese gordito y no vuelve a coger por un mes, más
o menos. La idea es castrarlo, directamente. No sé si se va a poder concretar
ese ideal, pero… haremos todo lo posible». «Está todo bien pero hay una cosa
que no entiendo, Somoza. Hace como dos semanas que se viene preparando el
ataque. No comprendo por qué no están actuando las máquinas de ultrasonido
y los rayos eléctricos desde el Bancario. Si ahí teníamos un arsenal». «Y,
viejo: se hace lo que se puede. Esas máquinas hace más de una hora que
atacan; pero Sotelo tiene una máquina-altar muy fuerte. Casi una usina es.
Reflecta vibraciones y rayos. Ya hizo cagar como quince, entre eléctricos,
ultrasonidos y rojos». «¿Qué rojos?». «Rayos rojos. Lo atacamos con
máquinas de rayos rojos también». «Ah, qué bueno». «Sí; pero no sirven para
una mierda, me va pareciendo. El Altar de él ya nos fundió cuatro». «Puta…
pero qué fuerte que es ese bicho». «¿Sabés qué pasa, esteee… Gastón? No es
que… sea un Altar hecho con grandes materiales. Sí, seguro: tiene oro,
platino, fue lavado con mercurio como corresponde, pero… lo más
importante es la sacralización que le hicieron estos dos hijos de puta. Por eso
es tan fuerte. Muy conectada». «¿Conectada?». «Ella está conectada, y a su
vez lo conecta a su dueño con el Universo. El bicho le prepara los caminos
cuando el gordo trata de progresar en el esoterismo. Claro que todo depende
de él; si el tipo no se esfuerza no hay máquina que valga, pero… si se
empeña, si se lo propone no hay cosa que no pueda conseguir. Es increíble lo
que progresó en poco tiempo. Vurros no le mandes porque a esta altura ya no
le hacen un carajo y hasta nos hizo cagar a varios compañeros haciéndolos
volver; menos mal, decí vos, que todavía no los sabe usar el muy boludo; y
decí también que lo teníamos a San Jorge, que si no… Si esos dos sobreviven

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al ataque de ahora, yo soy una máquina rusa. Pero por si putas lograran zafar
lo mejor les espera cuando apaguen la luz y se acuesten. Y ahí te las regalo: el
androide, las zerpientes, el cortapijas, el combustible eléctrico, el deformador
de cromosomas… De todo. Uh: Sotelo va a pedir por favor que le manden
otra vez al vurro. El ve corta le va a parecer cosa de nada, comparado con lo
que se le viene. Pero bueno: basta de charlar que hay que ponerse a trabajar
duro. Como hacen ellos. Si no el esoterista a cargo de mi sector me va a meter
un catalizador y me va a hacer volar a la mierda. Ya sabés, Gastón: empezá
con ataque aéreo de cururuses, dentaduras, pertigazos y látigo. Mucho látigo.
El pelotudo del relojero quería participar del ataque. Dice que tiene un látigo
de Villa Mariatécatl; no sé qué será esa mierda, pero te puedo asegurar que si
ese imbécil se metiera en el combate, al primero que reventarían sería a él. No
se lo permitimos. Y no porque le tengamos tanto aprecio, sino porque lo
reservamos para otros fines, por el caso de que la ofensiva fracasara. No creo
que fallemos, pero… siempre conviene estar prevenido. Cobertura aérea,
entonces; después empezamos a mover las tropas».
—Gordo —dijo De Quevedo no bien el otro le tradujo lo oído—: no sé
cuánto tiempo nos van a dar. Seguro no será mucho. Pero tenés que saber
algunas cosas…
—¿Qué son los cururuses?
—De eso te iba a hablar, justamente. Por favor no me interrumpas. Los
cururuses son unos pájaros mecánicos que anidan en el pene humano y en los
testículos. Al poco tiempo tienen crías. Las crías, para crecer, deben
alimentarse. Devoran las paredes de su alojamiento.
—¡Qué animalitos tan simpáticos!
—No te pongas histérico porque es peor. Escuchá: no bien escuches el
canto de ese chichi te vas a apretar la punta del pito. Con todas las fuerzas que
tengas y sin importarte lo mucho que pueda dolerte. Hasta que oigas que el
cururú murió.
—¡Pero me pueden mandar doscientos de esos pájaros! ¿Con cada uno me
voy a tener que apretar el pijastro?
—Si querés servirles de alimento a los cururuses no te lo apretás. Andate
a dormir lo más tranquilo y mañana me contás. Además es probable que con
uno reviente una cadena completa de máquinas voladoras; si así no fuera
deberás armarte de paciencia.
—¿Y las langosthas? ¿Qué mierda son?
—Y… ya sabés que las langostas comunes, las naturales, comen pasto.
—¿Y?

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—Y bueno. Éstas también: comen la hoja de hierba.
—¿Pero qué hierba si yo no teng…?, ¡ah! Vos te referís a la hoja de
hierba que tengo entre las piernas ¿no?
—Exacto.
—Son monotemáticos, por lo que veo.
—Sí. Nunca se caracterizaron por su imaginación. Son tediosos, te diría si
no fuese porque estamos adentro del baile.
—Tan hijos de puta como monótonos.
—Pero toda la magia es así, mi querido amigo: monótona y terrible. Ésta
es la verdadera magia práctica y no la que podés leer en los libritos.
—¿Y cómo se hace para cagar a las langosthas?
—No sé. Con el televisor o un mudra, o de cualquier otra forma. Ya
improvisaremos sobre la marcha.
—¿Y las pértigas?
—No tengo idea, negro. Son demasiadas cosas al mismo tiempo. Rogá
para que tu máquina-altar haga cagar algunas, o para que tengamos el ojete de
reventar por casualidad a varias con los televisores cuando los hagamos
trabajar en conjunto.
—¿Y para qué las usan?
—Cuando la víctima vive en casa propia y nueva (o por lo menos
ordenada y limpia, como es éste el caso), y aparte existen muchas defensas:
pájaros, cerrojos de agua, máquinas, emblemas y blindajes varios, los esotes
no pueden penetrar; ni ellos ni sus chichis; es decir, mandan a discípulos y
robots, pero el resultado es escaso. Entonces se ven obligados a trabajar desde
afuera, a cuatro o cinco metros de distancia, con pértigas mágicas. Con ellas
pueden introducir cosas, tocar las espaldas causando si no la muerte, por lo
menos una perturbación anímica; meten micrófonos, grabaciones de animales
(para, por ejemplo, hacer creer que han logrado introducir un flamenko o una
haraña); sorben líquidos, roban alimentos, cigarrillos, meten fósforos
manijeados; si tienen suerte logran castrar, matar, etcétera. Las pértigas son
ideales para robar libros.
—Pero los míos están forrados de blanco. ¿También me los pueden robar?
—Mirá: confórmate si no te roban las bolas. Lo que menos me importa en
este momento son los libros. Si la pértiga está conectada a una Máquina
Maestra, de un pertigazo pueden desmaterializar a una persona y
materializarla en otro país. De ser posible en bolas, sin un mango, y con
desconocimiento total del idioma. Y que vuelva si puede. Con esas mierdas
también realizan una lenta labor de zapa: ensuciando cosas, rincones, lugares,

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desordenan, etcétera; en esa forma preparan el terreno a una futura invasión.
Ya después hay tiempo para que lleguen flamenkos, harañas, zapos, osos de
tres patas, sorbedores, chanchos sin cabeza, etcétera. Los pertigueros son
tipos muy cuidados en el esoterismo, porque a su tarea no la puede realizar
cualquiera. Si logramos matarlos, los esotes se van a querer cortar. Perder
esos ingenieros y técnicos de la magia les cagaría la vida. Che gordo, ya que
estamos: andá a fijarte en las copas para ver si enganchamos a alguien.
—Están sucísimas —dijo el gordo luego de haberse acercado a ellas—. Es
más: creo que en el fondo de una de ellas debe haber una o varias monedas.
Igual que la otra vez.
—Andá a la cocina, tirá y poné agua nueva.
Luego que Sotelo hubo vuelto y colocado las copas en su lugar, el
Maestro le dijo:
—Pasá el escobillón debajo de la cama. Me sospecho que debe haber
novedades.
—Espero que no sea una de esas asquerosas palomas.
Había nada menos que 123 atados arrugados y vacíos de Embajadores
largos sin filtro. El gordo, sin esperar a que De Quevedo se lo dijera, tiró todo
por la ventana. Otra revisación dio como resultado una cantidad imposible de
colillas, fósforos quemados, boletos de ómnibus y tren, etcétera. La totalidad
de aquella manija siguió el camino de las otra: por el balcón a la calle.
De pronto se escuchó un aquelarre de voces de máquinas y sonidos
onomatopéyicos (ahí había látigos, zapos, cururuses, langosthas, harañas,
sorbedores, zerpientes, flamenkos y cuanta cosa).
«¡Tic!… ¡tic!… ¡tic!…». «¡Croac… croac…!»… «¡Cururúuu…
cururúuuUU…!». «Chic clac… chic clac…».
«Ahahahahahahahahahasssssssoteeelooo…». «Slurrrrp… plac, plac, plac…».
«Zzzzzzzzzzz…». «Clac, clac, clac…». «¡tic…!, ¡tic…!, ¡tic…!».
—¡Maestro, Maestro! ¡Ahí hay de todo!
—Bueno. No te asustes. Lo primero es no perder el tiempo con
sorbedores, zapos y otras boludeces que no tienen importancia. Al que sí
debés darle bola es al cururú. Apretate la punta del pito, como ya te dije. Eso
es. Más fuerte, más fuerte.
—¡Pero me duele muchísimo!
—Más te va a doler si ese pájaro logra llegar a tus testículos. De ahí no sé
cómo haríamos para sacarlo. Más fuerte… más…
«¡Curuú… cururroooofff…!».
—Reventó.

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—Igual seguí apretando y no aflojes. Como se trata de un ataque robot,
quizá les agarre un… retroceso de llama, por así decir, y cague fuego un
parque entero de armamentos y chichis.
—De Quevedo… no aguanto más…
—Seguí. Portate como un verdadero mago.
«Tic… tictrooooff…». «Cururoooff…». «¡Curucroacticclicplacslurp
pahahahahahahayyyyyzzzzzcrackooooooofffffffff…!…
Pprrrrrooofffsssss…».
—Vi un resplandor terrible. Deben haber cagado cientos y hasta miles de
máquinas —dijo De Quevedo—. Oí, porque seguro pasan algún informe de
combate.
«Che, Mendoza…». «¿Qué, Barrios?». «¡Qué desastre…!». «¿Por qué,
Barrios?, ¿no salió bien el ataque?». «¡Salió para el carajo! Cinco parques
enteros quemados. En primer lugar, nos quedamos sin cururuses. Eso antes
que nada. Después: a más de la mitad de los pertigueros los agarró un
retroceso de llama y murieron. Y guarda que esos tipos no eran máquinas:
eran hombres, e ingenieros muy calificados. De las haches mejor ni hablemos
porque ardieron como leña desde el primer segundo. Yo se lo dije al esote de
mi sector: al pedo es mandarle vurros y harañas, porque el tipo ya tiene
protección soberana contra ambas cosas. Sotelo se caga de risa. No me pasó
bola y así son las consecuencias. Ahora les va a tener que rendir cuenta a los
capos. Yo cumplí con mi deber de máquina al informar. Él no hizo caso…
que se joda. Nada más que para que vos te des una simple idea y comprendas
hasta qué punto hemos perdido capacidad operativa, te cuento de los ve
cortas. Los vurros ya ni se meten, pobrecitos. Huyen despavoridos. Hubo un
solo valiente que se largó y quedó con la llave rota en cinco pedazos distintos.
Ya se pasaron la voz unos a otros y ahora no hay forma de convencerlos de
volver. Y es lógico: quién va a querer meterse en esta casa hechizada y
maldita. Pero ánimo, Mendoza, que no está todo perdido. En las derrotas es,
justamente, cuando uno debe ser más firme y duro. Cuando los dos chichis se
vayan a dormir, ahí los vamos a enganchar con el ataque nocturno. Ya vas a
ver. Esta vez no se salvan esos malvados. Yo, en particular, tengo centradas
todas mis esperanzas en el cortapijas, qué querés que te diga. En eso y en el
combustible eléctrico. Ahora qué te voy a decir, Mendoza: para ellos esto no
fue gratis». «¿Se les cagó la máquina-altar?: digo (la usina ésa que ellos
tienen)». «No, qué va. Está más fuerte que nunca, la hija de puta. Les costó a
ellos, personalmente, en energías interiores. Están cansados porque para su
defensa gastaron inmensos potenciales. Y a veces con tomar mate no basta.

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Después de un ataque como el que nosotros llevamos a cabo los tipos tendrían
que tomar café, por lo menos. O un poquito de whisky o cualquier bebida
fuerte. No mucho porque sino se les da vuelta. Un dedo cada uno. Pero estos
pelotudos están tan ocupados planeando futuras defensas y contraataques que
no cazan lo obvio. Mejor para nosotros. Ah: casi me olvidaba; el esote
humano, a cargo de mi sector, ya la única posibilidad que tiene de salvarse
ante los capos es triunfar. Te quiero decir: por el asunto de las harañas y los
vurros que largó al pedo a la batalla. Y ahora, con los cinco parques
quemados, peor que peor. Así que ahora está hecho una ovejita. Obedece a
todo lo que yo le digo, mirá vos qué ironía: yo soy una máquina y él es un ser
humano; sin embargo, debido al cagazo, me obedece en todo. Y hace bien. Le
dije que ya no tiene que mover tropas en conjunto, como Grandes Unidades
de Combate, porque los tipos te pueden llegar a quemar íntegro el sector,
como ya sucedió. Lo que hay que hacer es atacar con grupos escalonados,
estilo guerra de guerrillas. Al principio el tipo no quería, pero al fin, por la
misma desesperación, agarró viaje. El mío es un plan maestro: para hacer
cagar una sola máquina, cada vez, van a gastar tanta energía como para
reventar a cuatro o cinco divisiones agrupadas en ejército. ¿A vos qué te
parece? Así, como opinión tuya, digo». «Y… me parece genial, Barrios».
—Escuchame, gordo y antes que nada: ¿vos no tendrás whisky, no?
—¿Por qué lo decís? ¿Por eso que dijeron las máquinas, que nos vendría
bien tomar un poco? ¿Y si es una trampa que nos tienden?
—No, qué trampa. ¿Tenés algo?
—A ver… whisky no. Un poco de rhum Negrita.
—Dale, servinos un dedo a cada uno y al tuyo andá tomándolo muy, muy
despacio, siendo consciente de cada sorbito, para que te aproveche mejor. Eso
es. Bien. Escuchá: ahora es imposible (es de noche y estamos en pleno
ataque), pero para más adelante convendría reforzar los cerrojos de agua de
esta casa con animales que viven en medios hídricos.
—Yo, por ejemplo.
—¿Eh?
—Claro: ¿no ves que yo trabajo en Recursos Hídricos?
—Dale, chistoso. Lo que quiero decir…
—«¡BRABRABRAAAFFFTTTTTFff…!»—. ¿Pero qué te pasa ahora? ¿Por
qué ponés esa cara?
—Se escuchó una sucesión de explosiones —el gordo estaba asombrado
—. Algo fuertísimo.

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—Ah… qué interesante. No sé cómo no se me ocurrió. Fue el chiste que
hiciste recién. Los chichis no resisten el humor. A ver si sigue dando
resultado: Che, Sotelo… ¿a que no sabés quién se cayó ahí afuera? —y
De Quevedo le señaló la puerta, previo guiñarle un ojo.
—No ¿quién?
—El choto.
«¡BRABRABRAMMMBRABRAMMMTTFFFFtttrrrrr… ofofofff…!».
—Reventaron muchísimos —dijo el gordo.
—¿Viste? Es como te decía: los chichis no soportan el humor; ni siquiera
el del tipo más grueso, como este que te hice, respecto a que afuera se cayó el
choto. —Sotelo estaba tan nervioso que se empezó a reír a carcajadas, ante la
situación tan ridícula—. ¿Ah? ¿Te hacer gracia? A ellos no, te lo puedo
asegurar. Deben haber perdido varios parques con esos dos chistes al hilo. La
clave consiste en no abusar del procedimiento. En la magia, como en el amor,
siempre hay que usar distintos métodos, y no repetirse. Mirá lo mal que te fue
con tus vurros, por abusador. Si lo hubieras usado nada más que dos veces…
ganabas. Pero te estaba diciendo, cuando nos interrumpió este asunto, que
para más adelante va a convenir que compres una o dos tortugas de agua, y
peces. Ya sabés a qué tortugas me refiero: esas chiquititas, medio verdosas.
También sería muy interesante que tuvieras un falso pez. Es decir, no es que
sea falso. Ocurre que se trata de uno muy particular. No recuerdo su nombre
pero creo que es oxelote. En las pajarerías bien provistas suelen tener, cada
tanto, de estos bichos. Son de poca venta, ya que por lo general la gente no los
aprecia por su fealdad. Son negros y feos como batracios, pero muy amistosos
para con el hombre. Debido a que poseen un astral muy fuerte resultan
máquinas mágicas poderosísimas que protegen toda la casa, y como además
viven en el agua, al enemigo no le es cosa fácil matarlos. Estos bichos pasan
casi toda su vida con forma de peces, pero si se cumplen determinadas
condiciones de temperatura (que el nivel de líquido de la pecera baje muy,
pero muy lentamente) sufren una metamorfosis. Se transforman en
salamandras y pasan a tierra. Se suben a piedritas, o cualquier objeto que vos
les hayas puesto. Duran muy poco en este estado, pues luego mueren. Claro
está que si estas condiciones no se cumplen mueren igual, pero como peces.
«Slurr… plac, plac, plac… sssslurrrr…».
—Hay un sorbedor —dijo Sotelo.
—¿Y qué esperás para hacerlo cagar con un mudra?
«¡Oooff…!».
—¿Y?, ¿reventó?

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«¡Cururúuuu…!».
—Sí, pero ahí apareció un cururú.
—Dale. Apretate donde sabés.
«Cururooooffcururúuuuooofffcururoooofff…».
«Zzzzzzzzz…».
—Che, De Quevedo… Aquí pasa algo raro. Hice cagar al cururú pero en
el acto apareció una zerpiente.
—¿Y cómo sabés?
—Porque hace «Zzzz…».
—Sí, es una zeta, una zerpiente. Cruzá los dedos de los pies y de las
manos y con la punta de la lengua, sin abrir la boca, tocá lo más atrás de tu
paladar que puedas —Sotelo había empezado a hacerlo pero desistió—. ¿Qué
te pasa? ¿Por qué no lo hacés?
—Pero De Quevedo ¿no te acordás de eso que hablaban las máquinas?
—¿Qué cos…? Ah… Tenés razón: que nos iban a atacar con grupos
escalonados. Gasté tanta energía para la defensa que se me pierden las cosas
obvias. Menos mal que vos estás más descansado. Puta… qué boludo.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Ahora que vos me hiciste reaccionar de mi cansancio entiendo mucho
más. Vos, hace un minuto, me dijiste que te atacaba un cururú, ¿cierto?
—Sí. ¿Y?
—Son mentiras.
—¿Cómo mentiras?
—¿No te acordás que estas dos máquinas que charlaban una con otra,
hace un rato, decían que se habían quedado sin cururuses?
—Es cierto. ¿Y cómo apareció uno?
—Es un falso cururú. Los esotes, muchas veces, para hacerte gastar
energía, mandan máquinas muy elementales; son computadoras
completamente inofensivas. Contienen nada más que grabaciones. Ojo:
también son seres vivos, a punto tal que deciden por su cuenta qué cintas
magnéticas hacerte oír. Gracias a tales grabaciones pueden imitar voces de
una langostha, un flamenko, una haraña… Vos hacés veinticinco mil
operativos y gastás toneladas de energía para reventar al nuevo atacante, y
nada… No pasa nada. Llegás a pensar que te ataca una haraña de nuevo tipo:
una súper. Vos, desesperado, te llegás a preguntar: ¿cómo puede ser que a las
harañas antes las reventabas facilísimo y a ésta no hay con qué destruirla? Lo
que vos ignorás es que se trata de una falsa haraña, o un falso flamenko, o de
un cururú o sorbedor chasco: sólo la voz grabada. Mirá, mi conclusión es ésta:

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nos están mandando unidades escalonadas, para desgastarnos. Algunas son
máquinas verdaderas, pero otras no son más que grabaciones: este falso
cururú, por ejemplo, que simuló cagar fuego después de obligarte a gastar una
energía preciosa. Mal podría morir una máquina que no existe. Dentro de un
rato seguro que nos largaban otra grabación para hacernos creer que nos
atacaba una manada de vurros indestructibles, etcétera. Entonces, lo que vos
vas a hacer… (pero primero cruzá los dedos de las manos y de los pies para
que no nos oigan, y yo voy a hacer lo mismo). ¿Ya lo hiciste? Bien. Oí:…lo
primero que vas a hacer, repito, luego que descruces los dedos, es ordenar con
voz segura y clara. «Que se queme sin falta todo el parque de grabaciones».
Ahí se van a incinerar todas esas máquinas menores, chasco, pero no por eso
menos molestas. Se van a terminar así los falsos cururuses, los vurros
apócrifos, etcétera. Si aparece de ahora en adelante un chichi vamos a tener
garantía de que es verdadero. Mañana no sé; pero esta noche, por lo menos, se
dejan de joder con esas computadoras de mierda. Acto seguido, después de
que se quemen las grabaciones, vos vas a llenar una copa con un líquido
cualquiera: agua, si se te antoja. Decí algo como «Ah: ya no aguanto esta sed
terrible», y la empezás a beber muy pero muy despacio. Te van a atacar
máquinas verdaderas en grupos escalonados, de acuerdo al nuevo sistema que
adoptaron. Vos, a todo esto, vas a tener un mudra disimulado con la mano que
empuña el vaso: cruzás el anular con el meñique, mientras con el resto de los
dedos sostenés el recipiente. Y ahí vemos qué pasa.
—¿Y qué ganamos con esto? Vamos a hacer cagar dos o tres, pero el
resto…
—Si tenemos un poco de suerte no van a ser sólo dos o tres como vos
decís. Escuchá: a veces, como en este caso, el enemigo dispone a todo un
pueblo de máquinas con la orden de que ellas ataquen una por una para
desgastar. Nunca más un ataque frontal, con grandes masas de tropas, porque
llegaron a verificar que nosotros, con nuestros contraataques, producimos
retrocesos de llama y reacciones en cadena que se les vuelven en contra. Pero
con este mudra oculto, las muy boludas se van a ir largando una a una, cada
vez a mayor velocidad al ver que sus compañeras que las precedieron se
destruyen inexplicablemente, y el resultado va a ser peor que si hubiesen
atacado en grandes masas apretadas. A este mudra antipueblo no lo tienen
previsto, y si tenemos suerte no sólo van a cagar los grupos escalonados y
volantes, sino también los parques completos que aún no han entrado en
acción: armamentos que incluyen pértigas con sus respectivos ingenieros
humanos, el resto de los ultrasonidos y rayos eléctricos que todavía tienen en

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el Bancario, y hasta a la mismísima Máquina Maestra de Sector, que está
dirigiendo el combate. De cualquier manera andá sabiendo una cosa: el mudra
que sirve para un sorbedor, puede ser inofensivo para una haraña. Muchas
veces, cuando te atacan con un nuevo tipo de robot, vos te ves obligado a
probar con un mudra, y con otro y con otro, hasta dar justo con el que
conviene. Aquí, en este caso, un solo mudra oculto va a servir para todos, por
la sencilla razón de que como ni se imaginan la treta, los muy estúpidos se
van a ir largando a la batalla sin solución de continuidad y en movimiento
uniformemente acelerado. Si la cosa nos sale bien les hacemos cagar a varios
pueblos de máquinas, a dos o tres parques de armas, y a una de sus Máquinas
Maestras, con el mudra antipueblo. Bueno, descruzá los dedos y hacé lo que
te dije. Acordate: primero las grabaciones.
El gordo comenzó su discurso mágico un poco solemnemente. Le dio
resultado a pesar de ello, hay que decir la verdad de las cosas (un mago deber
ser «como» imparcial; «como» si no tuviera pasión… pero teniéndola, porque
sin pasión las Fuerzas no obedecen):
—En nombre del Poder Celestial, y del Magisterio que me es dado,
ordeno que el parque entero de grabaciones se queme sin falta.
«¡Aaaaaffffff…!».
—¿Y?
—Se quemaron.
—Muy bien. Ahora seguí con lo que ya sabés.
—Che, De Quevedo… me vino una sed terrible en este momento. Me
parece que me voy a tomar un gran vaso de agua.
—Uuuuf… —el maestro simuló para seguirle el juego—: espero que no
se les dé por atacar mientras estás tomando el agua…
Sotelo hizo disimuladamente el mudra y empezó a tomar muy despacio su
agua.
«Dale, Giménez: largale un sorbedor…». «¡Slurrrptooooff…!». «¿Pero
qué pasa, que cagó fuego tan rápido?». «No sé, Giménez, deben tener una
máquina oculta, los hijos de puta». «¿La máquina-altar?». «No. No porque
ella está ocupada en parar otra parte del ataque. Ella no es, te lo aseguro. A
ver: mandale una langostha». «Clic, chac… ¡Clicooooff…!». «También
reventó. ¿Pero qué pasa aquí, Perezutti?». «¿Qué carajo estará pasando? Pero
dale, dale. Seguí mandando una sucesión ininterrumpida, para abrumarlos con
exceso de material». «Cri, cri… ¡oooff…! Oink, oink… ¡oooff…! Plac, ¡plac-
ooooff…!, ¡zzzzooooff…! ¡Slurpooooff…!
groaccooooooffAhahahahahoooooffChioooofffTicococoooffoooooffooooffooooffooooffqu

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«ParáGiméneznomandésmás».
«AAOOFFFFGGGUUUUUOOOOOAOOOOOOFF…».
—Che, De Quevedo: me parece, me parece, que hicimos cagar a la
Máquina Maestro.
—Ya era hora. Una menos.
—¿Pero qué?, ¿vos decís que tienen más?
—No me hagás reír, haceme el favor. Esto es un combate para varios días.
Si tenemos suerte: tres. Mi pronóstico es una semana, si querés que te diga la
verdad de lo que pienso. Si sobrevivimos, ¿sabés a cuántas Máquinas
Maestras vamos a tener que cagar? Montones. Qué lástima que murió la usina
de Alaralena. Con ella al frente nos cagábamos de risa. Escuchame, gordo:
esto no da para más. Vamos a dormir.
—¡Pero Maestro! —dijo Sotelo con los pelos de punta—. ¡Ya las
máquinas dijeron que a lo peor lo reservan para cuando apaguemos la luz!
—Sí, querido amigo; será o no efectivamente así, pero lo único cierto es
que con la luz prendida sólo logramos potenciar a las máquinas del enemigo.
Además tenemos que dormir algún día, ¿no? Es preferible hacerlo de noche
que durante las horas solares; ahí sí que nos pueden meter una manija sin
joda.
—¿Eh?
—En las horas solares, te digo. Aparte no es la primera vez que te hablo
de esto.

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CUARENTA Y SIETE

LA NOCHE EN QUE CASI PASA DE TODO

Esa mismísima y maravillosa noche, en el acto, no bien apagaron la luz,


se empezaron a oír voces:
«Che, Rogelio». «¿Qué querés, Zapata?». «¿Vos sabías que tenemos
ingenieros para cualquier cosa, no? Ah, pero sí: expertos en mecánica
genética, por ejemplo, esta misma noche los esotes, como parte del ataque y
por las dudas de que el hijo de puta saliese vivo, le van a hacer microcirugía,
para alterarle el mosaico cromosómico (una distorsión genética, vos entendés,
Rogelio); eso lo va a llevar a tener hijos deformes. Si no le nacen todos
mogólicos le va a pegar en el poste». «Pero escuchame, Zapata… Ni
necesidad que hay de manijearlo a él. Basta con meterle a ella, a la relojerita,
cuando esté preñada». «¿Te parece, Rogelio?». «Pero y claro. Sólo a un tipo
como él se le ocurre traer a una mina a este lugar lleno de bichos». «Y,
pero… ponete en su lugar. Yo quisiera cortarle las bolas, bien lo sabés, pero
no puedo menos que reconocer que no tiene otro sitio para encontrarse con su
mina. Y menos ahora, que el relojero llenó la otra casa (donde vive con su
familia, te quiero decir) con toda clase de trampas mágicas, eso por si putas al
gordo se le diera por encamarse con la piba en ese lugar, cuando él no esté».
«Sí, bueno, pero no es tan así. Él podría pedirle ayuda a su viejo. No lo hace
por puritano». «¿Y si él se decidiera a pedirle la guita al viejo, pero después la
mina se echa atrás y no quiere vivir con él? Porque eso también puede ser,
aunque el tipo no lo crea». «Ah, bueno, eso ya es decisión de ella. Es la
libertad que tienen todos los seres. Si nosotras las máquinas podemos elegir, y
eso que estamos programadas, con cuanta más razón ellos, que son de carne y
hueso». «Cierto. Bueno, pero todo esto qué carajo nos importa a nosotros.
Estamos aquí hablando como unos boludos en vez de ponernos a trabajar.
Mirá, Rogelio, vamos a hacer lo siguiente: primero le largamos el

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combustible eléctrico, y si tiene el ojete de sobrevivir, ahí nomás, sobre el
pucho, le mandamos el cortapijas, el invento preferido de Barrios. Te acordás
de Barrios y de Mendoza, ¿no? Cagaron fuego en el ataque anterior.
Pobrecitos, y tan buenos que eran. Dos máquinas excelentes y buenas
compañeras. Bon camarad et bon legionaire, como decían en la Legión
Extranjera. Bajas de combate. En fin, los soldados estamos para eso. Como
dijo el general von Bock (y te aclaro que yo no comparto sus ideas, porque
soy una máquina liberal, pero más allá de eso): “Morir de un balazo, en medio
de una batalla, es una muerte muy de agradecer”. Y tenía razón. Pero
volviendo a Barrios y a Mendoza: me parece mentira que de ellos no quede
ahora más que un poco de óxido. Si esas máquinas estaban vivas hasta hacer
un rato». «Consolate, Zapata. Esta misma noche los vengamos. Si no da
resultado la electricidad en polvo lo reventamos con el cortapijas». «Bien
dicho: a la carga».
—Gordo: no te asustés.
—¿Qué es eso de, de el cortapijas? —Sotelo, con toda evidencia, había
registrado sólo una parte (la que más lo manijeaba psicológicamente, en razón
de su pasado).
—Claro, a vos el combustible eléctrico no te preocupa ¿no? Vos, de lo
inmediato, jamás te ocupás ¿cierto?
—¿Y qué, qué es el combustible eléctrico?
—Es una especie de electricidad en polvo, que los esoteristas desparraman
sobre y alrededor de la cama de la víctima cuando ésta duerme, o está por
dormir. Se enciende con una chispa. Es peor que el fuego griego; una vez
iniciada la combustión ya no hay forma de pararla.
—¿Y qué hay que hacer?
—En primer lugar te aclaro que no pienso tolerarte ataques de histeria. Te
lo digo por lo mucho que te conozco. Cuando te diga qué tenés que hacer vas
a rebelarte.
—No.
—¿Seguro?
—Sí. Seguro.
—Eso espero, porque tenés que hacerlo de todos modos. Quieras o no. Te
vas a meter un tapón de sidra en el culo. Y no me digas que no tenés, porque
yo sé que los otros días te tomaste a escondidas una botellita sin invitarme.
—¡Es cierto, me la tomé, pero ya iba a comprar otra para que la
tomásemos juntos! —dijo desconsolado.

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—¿Y vos qué te creés? ¿Qué yo me llamo Una Botellita de Sidra? Me
importa un carajo. Si me importa es por vos, porque es malo como síntoma.
Pero de cualquier forma que sea, en este momento no estamos tratando eso.
Lo cierto es que te la tomaste solo pero no tiraste el corcho. Es típico. Vamos
a capitalizar tu egoísmo brutal: agarrá el corcho y te lo metés en el culo. Ya.
Y apurate y no discutas que están por largar la arena.
Cualquiera de nosotros, a priori, puede asegurar, aunque no lo haya hecho
nunca, que un corcho de sidra en el culo, duele. En efecto. El gordo se lo
bancó como un duque.
—Muy bien hecho —dijo el Maestro y luego agregó algo irónico—: Qué
lástima que no te tomaste dos botellitas. Por el astral me doy cuenta de que al
combustible ya lo largaron. Cuando quieran encenderlo les va a agarra un
retroceso de llama. Aguantá un rato el dolor, haceme el favor; ya sé que es
mucho.
«Listo, Rogelio: encendé»… (pausa)… «Che, Zapata… aquí pasa algo
raro… ¡Se nos vuelve, Zapata!, ¡el combustible vuelve
atrassssahahahahahahahoooooff…!». «¿Qué te pasó, Rogelio? Cagó fuego el
pobre Rogelio. El combustible eléctrico está… Atención, atención: enciendan
la sirena de alarma. Aquí máquina 11.285 Zapata. Estamos ante una crisis de
sector. Las consecuencias son imprevisibles. Se ha producido un retroceso de
combustible y llama; imparable el incendio dado el tipo de material. La propia
Máquina Maestra de sector está en peligro. En este momento las llamas
devoran pueblos enteros de máquinas, y la ignición se propaga al resto del
parque de pértigas con sus servidores. Han comenzado a producirse en la
Máquina Maestra los primeros cortocircuitos en áreas centrales. Por entender
que Máquina Maestra ya no está en condiciones de dirigir la batalla de sector,
asumo el mando. Que todas las unidades contra incendio disponibles se
dirijan al sector en crisis. Ya no contamos con capacidad operativa. En el
momento que transcurre es todo humo, todo fuego y todo arde. Atención: aquí
máquina 11.285 Zapata. ¡Estamos ante una crisis de secoooofff…!». Bum…
bruum… bud, tud, brumm… bum… tud… bum… bum brrrUUUOOMM…
tud… buBRUMbuBRUMbuBRUM… bum… tud…
brubrubrubruuuuuuuuuuummmm ¡BROOOOUUUMMM…!
—Aunque a vos te parezca mentira —comentó De Quevedo—, lo que a
mí más me preocupaba eran esas pértigas dichosas. Menos mal que cagaron
fuego.
—No veo por qué tanto escombro. Si esas pértigas resultaron boludísimas
al final.

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—Y… no te creas. Porque tuvimos suerte. Más adelante no sé si va a
venir tan fácil la mano. Rogá para que ni a vos ni a mí nos encajen un
pertigazo. De cualquier manera que sea, murieron miles.
«Che, Enrique…». «¿Qué querés, Vicente?». «Nos queda una sola
pértiga. Una sola pértiga y un único ingeniero. Fue una masacre. Hace años
que un tipo no nos costaba tanto. Pero igual lo vamos a reventar. Vamos a
poner en marcha el plan nocturno número dos. Decile al ingeniero que…».
«Callate, Vicente. No sea cosa que el hijo de puta de alguna manera pueda
escucharnos. Hagamos sin hablar, total ya sabemos». «Tenés razón. Tengo la
impresión, de cualquier forma, que estos tipos hace un rato nos escucharon».
«Es lo más probable. Zapata y Rogelio eran muy charlatanes. Por eso
murieron e hicieron fracasar todo el operativo. Pero no importa, porque se
deben haber olvidado de lo que viene después. Quedate tranquilo que yo me
encargo de los ajustes necesarios… vos ya me entendés». «Sí. Pero apurate».
—Te parecerá imposible, gordo —dijo De Quevedo desesperado—, pero
el caso es que no puedo recordar qué ataque venía después del combustible
eléctrico. Me manijearon.
—Pero a mí no. El cortapijas.
—¿Qué es el cortapijas?
Evidentemente al Maestro lo estaban manijeando en forma. Para
protegerlo al gordo, él, en persona, hacía de paraguas, de modo que se llevaba
la mayor cantidad de energías negativas. Pero, previendo algún accidente,
De Quevedo le había dicho que en caso de que en algún momento lo viese a
medias poseído, le cantara un sonido muy raro que sirve para producir
disrupción en las máquinas; algo como esto:
«OoooooohohooooOOHooOHooo…». Es una sola letra, cantada de diferentes
maneras; como si se tratase de una ópera moderna. Ahora, sí, luego que el
gordo la hubo entonado, De Quevedo recordó al instante:
—Rápido que no hay tiempo que perder. Invertí tu posición en la cama:
donde ahora tenés los pies poné tu cabeza, y viceversa.
No bien lo hizo se escuchó una explosión cuyo sonido pareció propagarse
hasta el Bancario.
—De Quevedo: dio resultado, pero no sé por qué.
—Primero encendamos un cigarrillo cada uno, para fortalecernos.
Traélos; pero sin encender la luz ¿eh? —luego que el gordo volvió—: Es
sencillo. A veces, no siempre, conviene cambiar la posición en la cama:
invertir el cuerpo. De ese modo, el enemigo, al buscar la cabeza y encontrar
los pies, como actúa a distancia con las pértigas se desconcierta.

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—Igual no entiendo por qué murió el ingeniero de la pértiga (y deduzco
su muerte porque el ruido fue tremendo y llegó hasta el Bancario): él era un
hombre, no una máquina; un hombre no se destruye por más que se
desconcierte.
—Es indudable que no. Pero la pértiga estaba asociada a unos cuantos
robots: Enrique y Vicente, por ejemplo. Quisieron hacerlo demasiado
perfecto, y ahí fue donde se jodieron. Las máquinas sí se desconcertaron y, al
quemarse, el fuego se propagó a la pértiga.
«Gru, gru, gru… lindo… lindo…».
—Che, De Quevedo: ahí se escuchó algo como los gruñidos de un
mono… y alguien me hizo una especie de caricia húmeda y asquerosa en la
cara.
—Esperate un cachito: ¿te acarició o te pegó?
—N… no. No era pegar. Me acariciaba, más bien. Algo repugnante.
—Uuupa… Tenía la esperanza de que fuere el chimpanzé, con zeta. Es un
bicho muy molesto porque pega cachetadas y mete los dedos en los ojos, pero
por lo que me decís se trata de algo peor.
—¿Qué mierda?
—Un androide. Está hecho con materia orgánica. Toma meses fabricarlo.
Tenía ya la esperanza de que no pudieran mandarlo. Pero me extraña. En
general estos bichos sólo pueden venir cuando la víctima es célibe o un
homosexual reprimido. Entonces ellos aprovechan la falla y la mentira del
tipo para meterse y volverlo loco. Es una suerte de amante astral-físico. Un
humanoide, con muy poca inteligencia, y de sexo masculino. Lo preparan
para que se enamore del «homenajeado».
—¿Y qué ganan con eso?
—Perturbar. Perturbar constantemente. No te deja dormir pues a cada rato
quiere coger con vos ofreciéndote su calor infame. Más adelante se
materializa a medias en cualquier lado: en la oficina, en el ómnibus, etc. La
víctima, enloquecida de humillación y furia, termina por partirle el espinazo
de una trompada a la primera vieja que se le adelante en la cola de la
panadería o cualquier otra barbaridad. El tipo queda como un loco y va a
parar al manicomio. Pero tampoco allí deja el androide de perseguirlo. Los
médicos, que por supuesto no lo ven, hierven al interno a electroshocks.
«Gru, gru, gru… lindo, lindo: Luis te ama… gru…».
Sotelo pegó en la cama un salto de medio metro:
—¡Aah…! ¡Ese asqueroso hijo de puta me volvió a tocar…! Se llama
Luis el hijo de puta. Me dice «lindo» el muy puto.

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—Calmate que así es mucho peor. Calmate.
—¿Y por qué me viene a mí, eh?, ¿por qué? Si yo tengo mina.
Cualesquiera sean mis defectos, homosexualismos reprimidos o lo que puta,
yo no me lo merezco. No es justo. ¿Por qué ese bicho de mierda me viene a
acariciar con sus manos asquerosas, eh?
—Me lo decís como si yo tuviera la culpa.
—No tendrás la culpa pero viene. Viene a joder ese bicho de mierda. Y
por qué ¿eh? Y por qué. Si yo no soy puto y los odio a los putos y sobre todas
las cosas odio a este bicho de mierda.
—Estás perdiendo el control y diciendo disparates.
—Sí, disparates. Eso será porque a vos nunca te acariciaron con una
manito entre cálida y húmeda. A ver si en ese caso conservabas el control. Y
por qué a mí ¿eh? Si yo no soy puto ni lo quiero ser. Malditos putos.
—Cortala que estás invocando nuevas fuerzas en tu contra.
—¿Ah, sí? ¿Nuevas fuerzas? Pero mirá vos qué bonito. Como si la
humillación mil veces maldita de que te acaricien con una mano húmeda y
calentita no fuera bastante.
—Es molesto, lo reconozco, pero exagerás un poco.
«Gru, gru, gru… besito, besito, ¡chuic!».
—¡Aaah…! —el gordo empezó a dar manotazos en el aire. Parecía presa
de un ataque de locura.
—¿Qué pasa? ¿Qué hacés, manijeado? Casi me encajás un bollo.
—Ggff… aaajj… me dio un besito. UN BESITO el hijo de mil putas —
dando manotazos epilépticos—. Aaff. ¡Fuera, fuera puto!… gggff… aaaff…
—Sotelo: te pido por última vez que te calmes.
—Besito AAAJJjj…
—Sotelo: ¿me oís? Si seguís histérico vas a cargar a las máquinas y los
pueblos van a volver al ataque. Yo también estoy en esta joda ¿me escuchás?
A mí también se me vienen los chichis encima.
—Aaaff… besito… Ellos dan besitos húmedos…
—Oí, gordito lindo: yo también te voy a dar un besito (y no sólo Luis); te
voy a dar un besito de cinco dedos en la jeta. Si seguís jodiendo te rompo la
trompa.
—Pero escuchá: la manito estaba caliente y la boquita estaba
¡húmeDAAAA!
De Quevedo no le quería pegar, en realidad. Pero lo tomó de uno de los
brazos con fuerza terrorífica:

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—Gordo Sotelo: te lo digo por última vez. Calmate porque estás
desatando nuevas fuerzas y futuros ataques.
«Gru, gru, gru… lindo, lindo, besito, besito. Vení a dormir con Luis, papi.
Pero primero dame un besito. Besiiito, besito. ¡Chuic!».
El gordo había alcanzado el séptimo cielo de la humillación. Su biología
consideró que ya era poca cosa ponerse histérico, de modo que fabricó un
nuevo sonido: sin altisonancias ni signos de admiración:
—Aaaiiiiaaaaayyyyyiiiiiaaaaahhhhh…
De Quevedo creyó que por fin escuchaba a las famosas máquinas:
—Che, gordo: ahora sí las escucho. Ahí hay una máquina, nueva,
rarísima. Pero te confieso que no sé qué mierda de máquina es. Hizo un ruido
como «Aaaiiaayyiiaahh…». —con mucha preocupación—. En toda mi
experiencia esotérica jamás oí algo parecido. No tengo idea de para qué sirve.
—Soy yo.
—¿Cómo? ¿Pero qué estás diciendo? ¿Cómo vas a largar vos un sonido
tan horrible?
—¿Y qué sonido querés que largue? Me dio otro besito el hijo de mil
puaaaaaaiiiiaaaayyyyiiiiaaaahhhhh…
—Sotelo, por favor: hablemos con calma siquiera una vez. Hay dos cosas
que no entiendo. Primero: no sé por qué fabricaron un androide, ya que vos
sos un tipo que tiene mina y coge con ella. Ese bicho, teóricamente, tendría
que haberse quemado al instante, no bien largó el primer gruñido. Segundo:
no entiendo cómo tuvo tanto éxito. Jamás en la vida te he visto tan histérico y
sacado, ni siquiera con la hache ¿te acordás de la hache, no?…: ni siquiera
con la haraña, que ahí sí admito era muy peligrosa, estuviste tan loco, al borde
de la psicosis, como estás ahora. ¿Me querés decir por qué mierda?
—De Quevedo… De Quevedo, por favor: decile que se vaya… decile que
se vayaaaaaaaiiiiaaaayyyyiiiiaaaahhhh… —el gordo largaba lágrimas de las
más grandes: lloraba sin joda.
—Pero… ¿vos te creés, verdaderamente, que ese bicho me obedece? ¿Te
suponés que es nada más cuestión de que yo le ordene que se vaya? Yo no lo
fabriqué, negro. Lo hicieron los chichis. Tenés que resistir esa humillación,
que por lo visto tiene en vos una trascendencia que no me imaginaba.
—Putos… los putos —dijo el gordo, en pleno delirio—. Es como en el
Pelman: cualquier infeliz puede venir y decirme que soy puto. Claro: cuentan
con el PODERR… Él es puto. Seguro. Cómo no. Pero seguro, seguro:
cualquier deteriorado tiene el derecho de negarte el pan y decirte: «Esto no es
para maricas». Greee…

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En ese instante se empezaron a oír otras voces. Eran máquinas
homosexuales, aparecidas sobre el pucho (tal, al menos, lo que parecía) ante
sus palabras:
«Aaaay, pero mirá a este precioso, cómo nos trata a “nosotras”, que lo
queremos tanto». «Él todavía no ha asumido que es una de las nuestras.
¿Vamos a ponerle un nombre de bruja?». «Dale, dale». «Samantha». «Aaay
pero qué rebuenísimo. Me gusta sobre todo por lo chongo. Es el mejor
nombre para ésta». «Y mirá que tiene lindo culastro, como todo gordito».
«Cierrto, cierrto, Laura». «Aunque te voy a decir una cosa, Brigitte». «¿Qué?
¿Qué me vas a contar, Laurita?». «Este puto está medio enojado con nosotras
porque no le pusimos el nombre que él esperaba: Cecilia». «Ah: diste en el
clavo, Laura. Pero fijaaate que tiene arreglo: lo podemos llamar Cecilia
Samantha». «Cieeeeerto: pero sí es la cúspide de lo chongo. Por fuerza le
tiene que gustar».
Sotelo tenía, en ese momento, los ojos desorbitados. Como no podía
agarrárselas con nadie, ya que las máquinas eran invisibles, se volvió contra
el Maestro:
—Yyyyyyyhhh… Esto es porque vos no… esto es por tu… —no se
animaba a decir «culpa»; tenía un miedo infinito de que las máquinas no
fueran una imitación de voces de De Quevedo, sino que existieran
verdaderamente. Pero el otro igual entendió las medias palabras:
—Claro: a vos te encantaría poder echarme a mí la culpa ¿cierto? Pero es
muy jodido todo esto. Te las agarrás conmigo, que soy el que te ayuda y tenés
más cerca. Sabés que las máquinas existen, pero para descargarte me querés
echar el fardo. No debería, porque la verdad es que se me han ido las ganas de
ayudarte, pero en fin. Dale: hacé un mudra no bien aparezca Luis; que el
índice de tu mano derecha se enganche con el de la izquierda, y hacé lo
mismo con los otros dedos y sus homólogos respectivos.
«Gru, gru, gru… besito, ¡besittooooofff!». «Aaay: el precioso del gordito
atenazó los dedos para destruirnos. ¡No te acerques, Lauritooooofff…!».
«¡Aaafff…!».
Con timidez, pues se sentía culpable ante el Maestro:
—De Quevedo: ahí cagaron fuego.
—¿Ah sí? ¿Y a mí qué me importa? Dejame dormir —el Maestro,
absolutamente indignado, se dio vuelta previo arroparse con su porción de
frazada.
Se hizo un gran silencio. Luego Sotelo pudo oír una voz que decía: «De
Quevedo… De Quevedo, escuchame. Abandonalo a ese tipo. Todos los males

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que te ocurren vienen a causa de que siempre te ponés a ayudar a tipos que no
se lo merecen y que al final te traicionan». De Quevedo contestó en un
susurro imperceptible (pese a ello el gordo oía toda la conversación):
«Callate. Callate hija de puta o te hago cagar». «Vos sí tenés derecho a vivir
una vida mejor porque vos sí que valés. Abandoná a esta clase de haraganes y
discípulos chasco». «Callate la boca y no jodas o te destruyo. Te lo digo por
última vez». «Aunque me aniquiles mi obligación es decírtelo. Si vos
comprendieras…». «Reventá». «¡Oooofff…!». (Silencio de un minuto. Luego
apareció otra voz:) «¿Quién destruyó a mi hermana?». «Fui yo —dijo
De Quevedo—. Y no te pongas a hinchar las pelotas o te hago cagar a vos
también». «Ella tenía razón en lo que te decía. ¿Por qué te la agarraste con
ella? Deseaba ayudarte. Si no te desprendés de los traidores…». «Cagá fuego
ya mismo sin falta». «¡Oooofff…!». «Si alguna otra me escucha más vale que
se quede en silencio o la destruyo. No quiero que vuelvan a hablar en toda la
noche».
Y, efectivamente: el gordo, que oía todo, no volvió a escuchar ruido
alguno y a poco se durmió.

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CUARENTA Y OCHO

RELOJERITA NUNCA MÁS


(ADIOSES A TI, SEGUNDO, DESESPERADO
AMOR)

—Mi viejo me hizo un planteo —le dijo la relojerita en el descanso de la


escalera; estaba con el uniforme puesto y los libros bajo el brazo, lista para
irse a clase; el gordo, por su parte, la miraba con desesperación creciente—.
Me dijo que si quiero seguir estudiando y recibirme tengo que hacerlo en la
provincia de Santa Fetécatl. Si no, no me sigue bancando. Fue muy claro y no
piensa aflojar.
—Pero… es a más de 300 kilómetros de aquí… ¿Y vos qué le
contestaste?
—Y… qué querías que le dijese. Yo tengo que terminar.
—Pero mi amor: no podemos permitir que tu viejo nos separe… Yo
quiero…
—Claro: vos querés. ¿Podés?
El gordo se quedó un poco cortado. Cualquiera se desinflaría ante tanta
decisión y «madurez» en una piba muy joven. La relojerita, para su vida, tenía
un cronograma, tal como su amante verificaría en pocos minutos.
—Bebé, por favor, es tan simple lo que tengo para decirte, y tan
importante… —al gordo ya le costaba repetir la palabra «quiero», esas dos
sílabas, porque ella se las había manijeado; no obstante le dijo—: Quiero
vivirla con vos, y que tengamos hijos. Por tu amor me juego. —Sotelo había
usado su carta más fuerte. Era la poderosa del mazo, en realidad; algo así
como el as de bastos; nada podía matarla salvo…— Nos vamos a otra casa.
Mi viejo tiene algo de guita. No muchísima, pero sí la suficiente como para
que podamos alquilar un departamento. ¿Vos querés estudiar? Yo no quiero
que dejes: al contrario. Nos casamos y te banco el estudio.

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Aquí, entonces, la relojerita bajó el as de espadas:
—Te creo. Yo terminaría el secundario. ¿Y después?
—¿Y después qué? ¿Qué querés decir?
—Yo quiero ser ingeniera. Me vuelve loca la idea de dirigir una fábrica
¿entendés? O mejor todavía una fundición, un alto horno. Desde chica me
fascinaron los metales. Tenía ocho años y juntaba pedazos de hierro, cobre o
lo que fuera y los llevaba a casa. En la provincia, donde vivíamos, un día con
un martillo arranqué todos los plomos de los clavos del techo y los fundí. Mi
viejo me recagó a palos. Yo soy así. Puede que esto te parezca poco
femenino, pero es una parte mía, nos guste o no. Así que si yo no puedo ser
ingeniero, no quiero ser nada.
—Nunca me dijiste que estuvieses tan copada con la ingeniería. Mejor
dicho: no me hablaste ni una palabra.
—No hubo tiempo —dijo ella sonriendo—. Estuvimos… haciendo otras
cosas… abrazándonos demasiado y hablando poco; a lo mejor fue por eso.
Pero a mí me pasa ¿entendés?
—Está bien, pero… Yo no me opongo a que sigas Ingeniería. Al
contrario. Nada impide que nos casemos y…
—Ni lo sueñes.
—¿Eh?
—Tengo una amiga, un poco más grande que yo. Seguía Derecho y se
casó. No pudo ¿te das cuenta? De casada tenés otras obligaciones. Rendís
cuatro o cinco materias, a un costo terrible, y después tirás todo al carajo.
—Una de dos: o su marido era muy incomprensivo y absorbente, o bien a
ella la carrera no le gustaba lo bastan…
—Aparte… Aparte en Tollan no hay Facultad de Ingeniería Química, la
especialización que yo busco —desesperada, ahora sí ella también, como si se
hubiera roto una parte de sus defensas—: Es imposible, gordo ¿entendés? Por
lo menos por muchos años. Aunque tu viejo nos ayude, como vos decís, y
aunque vos trabajes como un esclavo, no vas a tener plata como para
mantener dos casas: una aquí, donde vas a vivir vos y otra para mí, en la loma
del culo. Y eso durante cinco o seis años. Yo me tengo que ir ¿te das cuenta?
Pero si lo nuestro es realmente fuerte, tal como lo sentimos ahora, no se va a
terminar. Y dentro de algunos años… Aparte nos vamos a escribir. —El
gordo estaba con toda la cara negra, como si le hubiesen leído su sentencia de
muerte. La mina, al verlo en ese trance, se conmovió. Dijo tocándole la cara
—: No sufras, amor. Mirá: para que veas que no dejo de pensar en vos ni un
minuto, ni cuando camino. Ayer, mientras volvía del colegio, encontré esto en

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una calle. Me gustó tanto que pensé en regalártelo —ella sacó de su cartera un
pequeño mosaico vidriado, con un dibujo muy simétrico: una especie de cruz
de «hierro», verde, sobre fondo blanco. El dibujo central llegaba hasta los
bordes mismos del ladrillito. El gordo sabía que se lo iban a dar, pero supo
también, que aunque no volviera a verlo, lo recordaría para siempre. En
medio de su horror se acordó de algo que De Quevedo le había dicho hacía
poco tiempo: «Ellas siempre regalan cosas cuando están por irse para
siempre».
—Bueno, gracias mi amor —dijo el gordo guardándolo en el bolsillo—.
Es un ladrillito muy lindo. Y… ¿cuándo te vas?
—El mes que viene. Cuando termine el papeleo para el cambio de lugar
de estudios. Mi viejo ya inició los trámites.
—Se ve enseguida que no es hombre de perder el tiempo.
—No.
Estaba todo dicho. El gordo, mirándola, se acordó de lo que le habían
contado las máquinas: el asunto aquél entre ella y su padre. Se preguntó si
sería verdad. Pero, por otro lado, no tenía importancia ante el curso de los
acontecimientos.
—Pero gordo… igual seguimos siendo novios ¿cierto?
—Sí, claro.
—Ay mi amor, no te pongas mal. En este mes vamos a seguir viéndonos y
aparte… cuando tengas vacaciones podés visitarme y estar unos cuantos días
conmigo. Hasta puede ser bueno.
Un rato después, y ya listo para salir hacia su laburo, Sotelo pensó:
«¿Cómo es posible que se me exija la crueldad inhumana de que yo trabaje en
un día como hoy?». Y vaya si tuvo que ir a Recursos Hídricos. Como un
duque.
Volvió casi de noche, como siempre. Había ambiente de fiesta en las
calles. Acababa de retornar al país el Quétzal, derrocado por un golpe de
Estado algunos años antes. Se rumoreaba que iba a ser el nuevo gobernante de
Guatimotzín. Pasaban cientos de coches tocando bocina, manifestaciones de
miles de tipos con matracas y largos cometones, e incluso algunos marchaban
disfrazados con antifaces y caretas, como si fuera carnaval. De los altos
edificios caía una lluvia interminable de papel picado. Los chichis
aprovechaban la confusión para mandarse operativos que nada tenían que ver
con la política (no se la iban a perder). El gordo percatábase de las maniobras
esotéricas, pero en verdad todo aquello le interesaba un bledo. No le hubiese
importado que lo hicieran cagar.

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Ya en la pensión supo que había grandes novedades. A una de las viejas
(no a la zombie, lamentablemente) se le había caído el techo encima. Se
trataba de la vieja «buena», que simuló compadecerse de Sotelo cuando la
otra no le dejaba tender la ropa; como se recordará la «buena» era casi igual
que la «mala», puesto que sólo le permitió secar una única vez. La bondadosa
anciana, según parece, estaba postrada en cama a causa de sus innúmeros
achaques: artritis, lumbago, artrosis, etc. No tenía cáncer, sífilis ni lepra, por
ejemplo, pero sí todo lo demás. Ahora bien, mientras ella se encontraba en
cama (como decimos) viendo televisión, oyó un crujido en el techo y cayó de
allí un poco de yeso. La decrépita no necesitó por parte de los Dioses (o bien
del Anti-ser) otra advertencia. Ya dijimos que la pobre minusválida no podía
moverse a causa de sus enfermedades innúmeras. Bueno. Esa vez pudo.
Procediendo como una joven muchacha de dieciocho años, en la plenitud de
sus energías y fuerzas, saltó de su cama y salió al pasillo, a tiempo de ver
cómo se derrumbaba la integridad del techo con ruido horrísono. La tonelada
y media refundió la heladera, el televisor, y dos o tres cosas más, pero se
salvó, la vieja quejumbrosa de mierda.
Sotelo entró a su casa. Ante su cuarto vacío no pudo menos que revalorar
diversos hechos a los cuales no había prestado atención antes, a causa de estar
intensamente motivado por la relojerita. Cuando esa mañana se despertó,
De Quevedo había desaparecido. «¿Adónde carajo fue a parar?», se preguntó
en ese momento si bien lo olvidó poco después. Verdaderamente: ¿dónde
estaba De Quevedo? Como de momento no podía resolver el enigma se puso
a escribir sin dar más bola al asunto. Tomó tres o cuatro pavas de mate y,
justo cuando se disponía a acostarse a las diez y media de la noche (el
sufrimiento por lo de la relojerita y su esfuerzo denodado por escribir pese a
todo y no dejarse manijear habían acabado con sus escasas fuerzas), apareció
De Quevedo: con cara de haber atravesado el Polo Norte a pie.
—FFFj… —dijo el Maestro no bien abrió la puerta.
—¿Pero qué mierda te pasó? ¿Dónde estabas?
—Dame un dedo de rhum Negrita, haceme el favor, que lo que padecí es
joda. —De Quevedo tomó la mitad, más o menos, de golpe, y el resto siguió
gustándolo muy lentamente—. Te cuento. A las cinco de la mañana, más o
menos, me desperté. Vos dormías como un tronco. Como yo había
descansado bastante, pensé que era el momento ideal para mandarme una
averiguación. Quiero decirte: con qué nos van a atacar la próxima vez, etc.
Esas cosas. Muy bien. Hice el astral, todo fenómeno. Luego de finalizado el
trabajo pedí volver a Suipacha. ¡Ja!… Buena me la hicieron. Desperté en

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medio del campo, en un lugar desconocido. No sólo mi ka estaba allí, eso
quiero que entiendas, sino todo mi cuerpo físico. «¿Dónde carajo estoy?», me
dije. Por allí pasó, justo en ese momento, un gaucho. Un paisano agauchado,
si vos querés. «Dígame, señor: ¿qué lugar es éste?». El hombre me miró con
extrañeza. «Suipaaacha, m’ijo». Estaba en el Distrito Suipacha, a 50
kilómetros de Tollan. Sentí una voz burlona, dentro mío: «Pero claro: vos
pediste volver a Suipacha. No te podés quejar. Nosotros cumplimos». Claro:
pasaron por alto el hecho de que yo deseaba ir a la calle Suipacha, y no al
Partido o Distrito. Qué hijos de puta. No obstante lo molesto de mi situación,
aquella broma terrible me hizo cierta gracia. «Qué hijos de mil putas», me
dije y empecé a caminar porque no tenía ni un quetzal para el ómnibus.
Anduve más de 40 kilómetros; ya cerca de la llegada me desmaterializaron de
un pertigazo y aparecí en un sitio desconocido, donde la gente hablaba en
idiomas extranjeros; la mayoría francés, pero había muchos ingleses y
alemanes. Era (a esto lo descubrí rápido) la gigantesca y lujosa sala de un
casino. Yo estaba en Europa, ello era obvio. Pero ¿en qué lugar? Se hacían
fuertes apuestas. Me veían pero no parecían prestarme demasiada atención,
pese a que mis ropas desentonaban con el lugar. Yo no sé francés pero puedo
entender algunas palabras. Leí más o menos algunos papeles que por ahí
había, y escuché media docena de frases y por fin pude comprender: estaba en
el Principado de Monaco, en el casino de Montecarlo. Como no ignoraba que
en caso de que volviera nadie me creería, en un descuido robé una ficha de
una de las mesas. Estaba ante un problema muy serio. Si dejaba transcurrir el
tiempo, mi desmaterialización se iba a convertir en hecho definitivo. Luego
de robar la ficha me coloqué detrás de una columna (no me podía arriesgar a
que alguien me interrumpiera en mi concentración haciéndome perder
energía) y cerré los ojos tratando de meditar en Suipacha (esta vez tuve la
precaución de pensar en la calle Suipacha, no fuera cosa que me mandasen
otra vez a la Provincia). Cerré los ojos deseando encontrar, al abrirlos, que
estaba en un punto conveniente de mi país. En mi vida rogué y ordené con
tanta desesperación… y calma al mismo tiempo. Hay que ser mago para
comprender esto, en apariencia contradictorio. Se hizo un gran vacío de
sonidos (te recuerdo que dentro de un casino los ruidos son muchos) y cuando
abrí los ojos estaba frente a esta puerta. Fue hace diez minutos. Por suerte esa
joda se terminó. Y hablemos de otra cosa. Supe por el astral, antes de que me
desmaterializasen a pertigazos, que tuviste problemas con tu novia.
—Sí. Eso se terminó.
—¿Y por qué? ¿Me podés explicar?

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El gordo le contó toda la historia.
—Vos estás enamorado de ella ¿cierto? Hasta las bolas.
—Sí.
—Bueno, muy bien. Yo, en conciencia, no puedo decir que seas un
boludo ni que eso esté mal. Todo lo contrario. Pero negro: hay cosas que no
dependen del hombre sino exclusivamente de la mujer.
—Su viejo le pegó y la amenazó.
—Es indudable. Pero aún así, si te amara se vendría con vos, pese a todas
las presiones. Aparte ella te lo dijo muy claro: quiere ser ingeniera y con vos
no puede. En eso tiene razón. Vos no podés bancar dos casas: una aquí y otra
para ella en Santa Fetécatl. Ni siquiera con la ayuda de tu viejo.
Sotelo hizo un comentario tan inmaduro como insólito:
—Me eligió para el desvirgue.
—Te eligió para el desvirgue. Muy bien —De Quevedo no quería
humillarlo—. En primer lugar no sé si fue exactamente así. Pero aunque lo
fuera. Que una mujer te elija para el desvirgue no quiere decir que te elija
para vivir con vos. Metételo en la cabeza.
—¿Y yo qué hago? —dijo el gordo como si sus oportunidades en la vida
se hubiesen terminado.
—Buscate otra mina, negro.
—Pero un amor como éste ya nunca…
—Lo mismo me habías dicho de Cecilia ¿te acordás? Y ya ves. Igual va a
pasar con la relojerita.
«Aaaamigo Soootelo… ¡chic!… ¡tic!… ¡tic!…».
—¡El relojero! —dijo el gordo con odio mortal.
«Aaaquí estoy, aaamigo Soootelo… ¡tic!… ¡tic!… Como se quedó sin
hembra le traigo mucho látigo para que sus huevitos tengan consuelo…
¡tic!… ¡tic!…».
—Gordo: primero y principal no te vuelvas a poner histérico como
anoche. Con mucha tranquilidad andá al televisor. De un televisorazo le vas a
cagar la vida a este hijo de puta degenerado y envidioso.
«¡Tic!… ¡tic!… Oootritaen los huevitos. Otrita… ¡tic!… ¡tic-clac!
Aaaah… la puta que te parió, gordo de mierda. Me cortaste la puntita de la
chota. Sangro… ¡cómo sangro!… Ahora me cagaste, pero ya voy a volver.
Aquí va mi despedid-clic-clac-Aaaah…».
—Bien. Bien hecho gordo. Se llevaron una buena paliza; él y su látigo de
Villa Mariatécatl. No creo que vuelva a joder por un rato largo.
—Incluso… quizá murió —dijo el gordo con odio esperanzado.

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—Difícil, porque se debe largar al astral protegido con muchas planchas;
pero claro está que cada vez que lo enganchás le sacás pedazos y cosas.
En ese momento se escucharon voces desde el balcón. Era un bullicio
infernal el que venía del Bancario. Coches, bocinas, etc.: como en las épocas
doradas de los mejores ataques. «¡Viva el Quétzal!». «Sí, sí: ¡viva, viva!…».
«¡Aaaarrrriba el Macho!». «¡Feliz Carnaval de celebración del Retorno!».
El gordo estaba extrañado.
—Pero qué: no me digas que estos chichis son partidarios del Quétzal.
—Pero no. Ellos están más allá de las políticas. Aprovechan, es claro,
todos los movimientos sociales; pero saldrían a la calle a hacer quilombo si el
signo político fuera el opuesto. Escuchame: si las calles estuviesen llenas de
contrarios al Quétzal también saldrían gritando muera el Quétzal, abajo el
dictador. A ellos todo eso les importa un carajo. Hacen sus propios operativos
aprovechando el bullido. Y me temo que nos toque una parte importante de
todo este jolgorio, a juzgar por anteriores experiencias. —De Quevedo se
asomó—: Mirá, mirá gordo. Vení.
—Tipos enmascarados, con antifaces y caretas… Lo mismo de siempre.
—No tan lo mismo. Observá bien. ¿Ves ese tipo con careta de nariz
grande y labios gruesos y ojos desorbitados?
—Sí. ¿Y? Es una careta pésima, muy mal hecha.
—No es una careta. Es la cara verdadera.
—¿Pero qué disparates estás diciendo?
—Es una materialización, gordo. Un chichi hecho y derecho. No es un
auténtico ser humano, sino una proteína monstruosa.
—¿¡En serio!?
—Sí.
El chichi de la «careta» levantó su horrible cabeza hacia el balcón y dijo
con voz imposible:
—Veeení… veeení acáaa puto. Vení que tengo algo para vosss…
—Salgamos del balcón, gordo, que pronto nos van a tirar con rayos
eléctricos si nos seguimos quedando. Pero no te aflijas: anoche perdieron
suficiente material como para no poder joder demasiado.
—Y… ¿y si suben y abren la puerta?
—No creo. Aparte tu máquina tiene fuerza bastante como para hacer
cagar una materialización si quisiera trasponer el umbral. Mirá: van a joder
toda la noche con sus gritos, pero nada más. La ofensiva que empezó anoche
sigue, por supuesto. No va a terminar quién sabe hasta cuándo, pero lo peor,
creo, creo yo que ya pasó. No les demos pelota.

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Abajo, y cada tanto, se escuchaban voces de minas (una de ellas muy
parecida a la de la relojerita): «¡De Quevedo!… ¡vení por favor!». O si no:
«Gordo, mi amor: bajá que tengo algo para decirte… Es urgente. ¡Vení!». El
gordo, no bien oyó algo parecido a la voz de su piba se levantó como
impulsado por resortes. De Quevedo lo contuvo.
—Quedate quieto.
—¡Pero es ella!… me llama ¿no te das cuenta?
—Quedate aquí quieto o te van a reventar. Son las sirenas de Ulises. No
es la relojerita. Te lo juro por los Dioses. Imitan la voz con máquinas. Saben
que no pueden entrar porque perdieron potenciales y entonces tratan de que
vos bajes. Creeme, por favor, no es tu mina. Te lo juro.
«¡Sotelo! ¡Por favor mi amor! ¡Bajá mi
amoooorrrrrooooorrraaaaaeeeefffeeeeeeeliz Carnaval! ¡Viva, viva el
Quétzal!…».
—¿Viste? ¿Oíste, no? ¿Oíste cómo cambió la voz no bien comprendieron
que ya no ibas a bajar? Tomemos mate, haceme el favor. La noche va a ser
larga.
Cada tanto entraban luces que, viniendo desde la calle, golpeaban en el
techo.
—¿Qué mierda de manija es ésa? —preguntó Sotelo.
—Son rayos eléctricos; pero no te preocupés. Tiran demasiado alto. Y
anoche les quemamos todas las pértigas, de modo que no pueden acoplar sus
máquinas de rayos a una para afinar la puntería. Perturban, más que nada.
Caguémoslos con la indiferencia.
—Vos decís que ya no les quedan pértigas, pero hace un rato me dijiste
que de un pertigazo te mandaron al Principado de Monaco.
—En primer lugar a esa pértiga, si bien me mandó a donde ya sabemos, le
costó cara su hazaña: se quemó. Segundo: al pertigazo me lo encajaron en el
distrito Suipacha, en el borde de la provincia, cuando yo estaba volviendo,
muy lejos de aquí. Tercero: necesitan varias pértigas para manejar uno de esos
cañones. Cuarto: las defensas de esta casa son bastantes; no como para
quemarlas, pero sí para perturbar la precisión de los disparos. De modo que,
sea como sea, no te calientes. Otra cosita: aquí hubo novedades de bulto ¿no?
—Sí: se le cayó el techo a la vieja «buena» del medio pasillo.
—¿Murió?
—No, lamentablemente.
—Sí. Fue un ataque contra vos. Querían hacer caer este techo. Tu
máquina-altar lo alejó lo más que pudo. Seguro ella intentó que se derrumbase

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el techo de la zombie, pero se ve que ella está muy protegida. Así que se jodió
la geronta bondadosa. En fin: si no hay pan, buenas son tortas. Lástima que no
cagó fuego la vieja de mierda.
—Cierto. Con ella muerta nadie me hubiera impedido tender mi ropa en
esa parte del pasillo.
—Pero en fin: qué le vamos a hacer. Tenemos que estar alertas, por otra
parte, porque el ataque sigue y pueden tener lugar otros derrumbes. Cada vez
más próximos. En realidad el ideal sería irnos de este lugar maldito. Ah: antes
de que me olvide. Otra cosa que averigüé en el astral es respecto a
Quasimodo.
—¿¡Qué!? Ah: vos decís esa cotorrita que le nació a la Blanca.
—Sí, ya ves que ahora es un bicho grande y no puede subir a los palitos.
No es una descalcificación, como nos esperanzábamos, sino una clara y
simple deformación genética. Ese bicho está manijeando toda la casa. Tenés
que agarrarlo y tirarlo por el balcón. Que se las arregle.
—Pero De Quevedo: eso sería una crueldad…
—Todo lo que vos quieras. Ahora ya sé por qué las otras hembras quería
liquidar a la Blanca… Sabían que ella sólo puede dar hijos monstruosos. La
selección natural es terrible pero justa. No querían que ella contaminase tu
casa.
—Pero yo… Bueno, está bien. —Sotelo tomó a Quasimodo, el pájaro
deforme, que hasta ese momento crecía en una jaulita separada a fin de que
las otras aves no lo mataran, y lo arrojó por el balcón sin pensarlo más—. Ya
está. Pero ¿qué hacemos con la Blanca? No me gustaría largarla, pobrecita.
—Vendela. O cambiásela al pajarero por otra… sin decirle la verdad del
asunto, naturalmente. A ese pobre bicho lo manijearon el mismo día en que lo
compraste. Mientras lo traías hacia acá.
—¿Pero por qué sólo a ella?
—Se les gastó la energía. Se ve que pudieron cambiarle la información
genética únicamente a una de tus cotorritas. Cagó fuego la más débil. La
gestalt del grupo protegió al resto. —El Maestro hizo un silencio. Se lo veía
vacilante—. Y hay otra cosa… en el astral no salía claro.
—¿Qué cosa?
—No sé exactamente. Tenía que ver con la situación política de
Guatimotzín. La vuelta del Quétzal va a dar vuelta todas las cosas. Algunas
para bien, otras para mal. Escuchame gordo ¿por qué no prendés la
televisión? A ver si pescamos algún informativo.

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El locutor de la radio oficial bramaba enloquecido: «Es aquí indescriptible
el júbilo en Tollan. Luego de diez años de ausencia vuelve nuestro Quétzal
para salvación de la Patria. Lo acompañan los probables nuevos miembros de
su gabinete. En este momento el Quétzal saluda a la multitud enfervorizada.
En quince días, a más tardar, se hará cargo de los destinos del país…».
—Ya está bien. Apagá por favor.
«Al fin ha terminado para nuestra Patria la larga…». Clic.
—No entiendo tu interés —dijo el gordo—. ¿Vos sos, realmente,
partidario del Quétzal, De Quevedo?
—Partidario, lo que se dice partidario, no —sonrió el otro—. Ocurre que
no hay muchas opciones en este momento. Guatimotzín no tiene salida: ni
social, ni política, ni económica, ni ideológica. El Quétzal es el menos malo,
dadas las circunstancias. El problema con el Quétzal es que le van a copar el
movimiento.
—¿Por qué? ¿Quién?
—Todavía no lo sé. En todo esto veo la pata del exateísmo. O de una rama
escindida de él. Para el caso es lo mismo. El Quétzal, yo te lo aseguro, está
rodeado de Magnánimos. Ya sabés qué quiero decir.

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CUARENTA Y NUEVE

EL GRAN ATAQUE DE LAS MÁQUINAS


FLAMENKAS

Veinticinco días después de esos sucesos (la relojerita ya se había ido, a


todo esto: «Prometió escribirme», le dijo el gordo al Maestro, con su última
esperanza. «Pero naturalmente. Claro que sí. Te va a escribir dos cartas. Una
por mes y luego nunca más. Cuando la visites en Santa Fetécatl, en tus
vacaciones te va a tratar “con cierta frialdad”; ya va a tener novio, por esa
fecha. Con esta historieta ella logró dos cosas: librarse de su viejo, que la
verduguea, y estar en un lugar que le va a permitir recibirse de ingeniera. Ella
no es boluda ni romántica, como vos. Todo esto que te digo va a tener como
consecuencia que vos me odies. No la vas a odiar a ella: me vas a odiar a mí.
Pero a mí no me importa. Los amigos somos como los soldados: estamos para
eso. Te lo digo para que te avives, porque no quiero que sufras al pedo. Que
lo sufras todo junto, en todo caso, y después quedes libre del fantasma»), ya
de noche, Sotelo escuchó con mucha claridad:
«Clac, clac, clac…».
—Che, De Quevedo… Ahí se escuchó algo así como «Clac, clac…». Un
especie de cloqueo, como si lo hicieran con la lengua, sobre el paladar
superior.
El Maestro levantó las cejas y cerró los ojos, en un gesto de resignada
desesperación, como diciendo: «Ya volvió toda la mierda».
—Son flamenkos.
—¿Y qué es eso?
—Depende de para qué los hayan programado. Tienen distintos usos.
Escuchá a ver qué dicen.
«Clac, clac, clac… Huevito, huevito, huevito. Esta noche te vamos a
cortar las pelotas, puto viejo».

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—Dicen que esta noche me van a cortar los huevélidos.
—¿Así dijeron?: ¿huevélidos?
Con gesto cansado ante tanta locura y tanta lucha:
—Nooo, pero es lo mismo.
—Bueno, no te preocupes que no van a poder. Si dicen algo más avisame.
«Puto, puto puuuto. Puto, puto, puuuto. Sotelito, puuuto».
—Ahí están otra vez. —Sotelo, extrañamente, se lo tomaba con bastante
calma. A lo mejor porque ya estaba pasado de horror y sufrimiento con el
asunto de la relojerita.
—¿Qué dicen?
—Dicen que «Puto, puto, puuuuuto. Sotelito, puto», etc.
—Bueno, no te calientes. Seguí escuchando.
—De Quevedo… te parecerá una imbecilidad de mi parte, a esta altura,
pero… qué carajo son estos bichos.
—Y ya sabés, son máquinas mágicas. Tienen una base articulada
metálica, y una computadora detrás. Un banco de datos y una programación,
pero lo que les da la calidad final, la perfección, es la magia pura. Los
flamenkos, por ejemplo, son seres invisibles, que sólo se materializan cuando
mueren. En realidad pocas veces llegan a ser vistos estos cadáveres porque
otros flamenkos aprovechan los materiales con que están construidos para
fabricar nuevos chichis con los cuales continuar atacando. Los reciclan, ¿te
das cuenta?
—¿Pero existen, verdaderamente, como existimos vos y yo?
—Y claro que existen. Pueden hablar, cantar, reírse, hacer chistes, imitar
voces a la perfección… Pero a todo eso vos ya lo sabés por experiencia.
Silban, aplauden, yo qué sé. Son máquinas dotadas de amor y odio. Con
absoluto fanatismo viven a ambos sentimientos. Su actuación final depende
de la programación de sus estómagos. Si el esoterista que los fabricó nutrió
sus bancos de memorias en cierta forma, van a tratar de comerte las orejas, la
nariz, el hígado, etc. A éstos, por lo visto, los prepararon para comerte los
huevitos.
—¿Y de qué son estos bichos de mierda?
—Ya te lo dije y ya lo sabés, además. Son de metal, aunque sean
invisibles. Según ellos mismos se describen a veces, tienen alas, picos,
testículos los machos, vulvas y tetas las hembras y, llegada la ocasión, pueden
generar manos como los humanos. Pero esto último dura poco: luego que las
usaron (como si se tratara de apósitos telescópicos) las reciclan asimilando los
distintos elementos a sus cuerpos.

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«Qué lindo piquito tenés, Nancy. Qué linda sos. Además tenés el mismo
nombre que la mujer del presidente Reagan. Eso me enamora todavía más.
Vení, Nancy. Vamos a comerle los huevitos a este puto y después fornicamos
ahí encima y tenemos miles de flamenkitos. ¿Cuál querés?, ¿el derecho o el
izquierdo? ¿Qué decís? ¿Qué el izquierdo está medio seco y no te gusta?
Bueno, comete el derecho. Yo me como el izquierdo. Si este tipo tomase un
litro de leche por semana o si se tomara muy despacito un vaso de agua, el
huevito se le pondría bien. Bueno, entrá Nancy. Vos primero. Ponete el huevo
en el piquito. Así, así, mi amor».
Sotelo tenía los pelos de punta.
—¡Maestro, Maestro! ¡Nancy se puso el huevito en el piquito!
—¡¿Qué?!
—¡Nancy se puso el huevito en el piquito!
—A ver, calmate. Vamos por partes. ¿Quién es Nancy?
—¡Una flamenka!
—¿Y?
—¡Y se puso uno de mis testículos en el piquito para morfárselo!
—Ah, ya comprendo. Bueno, no te preocupes.
—¿¡Pero qué hago!?
—Apretate la punta del bicho.
—¿De qué bicho?
—Del tuyo, boludo.
El gordo lo hizo; con tanta fuerza que le parecía que la punta del pene le
iba a quedar transformada en puré. Escuchó la voz del flamenko que
cloqueaba enloquecido:
«Clac, clac, clac… ¿Eh? ¿¡Qué es esto!? ¿¡Qué es esta presión!? ¡No!,
¡no!… glff, glff, glff… Prrrpt ¡aaah!, ¡oooff…!».
—¿Y? —preguntó De Quevedo, quien por la cara del gordo adivinó que
había novedades, de uno o de otro tipo.
—Cagaron fuego.
—¿Ha visto?
«Hijos de puta. Hicieron cagar a una pareja de flamenkos. Vamos,
Gonzáles: comele la oreja derecha».
—¡De Quevedo!, ¡ahora me quieren comer la oreja derecha! —ya se ve
que el gordo había perdido, como por ensalmo, su indiferencia y nihilismo
posrelojeril.
—Tirate la oreja izquierda.

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«¡Ooooff…!». «Falló. Ahora dale vos, Rodríguez: comele la oreja
izquierda».
—Tirate de la oreja derecha —dijo imperturbable el Maestro, cuando
Sotelo le contó que intentaban devorarle la izquierda.
En sucesivos ataques intentaron transformarle los pies en picadillo
(«Tirate de la lengua con toda la fuerza de que seas capaz»: el otro casi se la
arrancó. Demoraban muchísimo en morirse, los hijos de puta), destruir una
parte de sus lunares para que se infectara el resto («Metete el dedo en el
ombligo y apretá con alma y vida, sin que te importe el dolor»), etc. Todo ello
con el mismo resultado: la destrucción de los robots atacantes. Al rato las
máquinas volvieron a charlar:
«¿Pero qué es esto, Pérez? Un flamenko muerto, con la garganta
atravesada por un huevito de madera. ¿A ver? Pero si es Carlitos. Se ve que le
quiso poner un huevito de madera y llevarse el verdadero, así el otro no se
daba cuenta. Pero lo agarró con las manos en la masa y lo mató. Se debe
haber apretado el bicho, el hijo de mil putas. ¡Pobre Carlitos! Era un buen
hombre; un flamenko excelente. Y después dicen que los esoteristas del otro
signo son buenos. ¿Y por qué lo mataron a Carlitos, eh? Si él a lo único que
se dedicaba era a comer huevitos. No hacía mal a nadie. ¿Cuántas personas
habrá dejado sin huevitos a lo largo de su vida?, ¿eh? Habrá castrado a lo
sumo… cuarenta personas. Nada más. Siempre al servicio de distintos
esoteristas. Pobrecito. Y ahora está aquí: ¡muerto! Qué bellas son sus
facciones aun en la muerte. Su hermoso rostro de flamenko». «Está bien,
Eusebio. Pero no te preocupes. Ahora le mandamos a Juan el cocodrylo y
chau. Escuchalo, Eusebio: ahí se empieza a despertar el cocodrylo mecánico».
«Aaaaahhhhhrrrrgggggggeeeeeegbggggg…». «Lo escuchás ¿no Eusebio?».
«Sí, Pérez. Ojalá él pueda vengarnos». «Ah, pero a eso ni lo dudes. Mirá.
Escuchá: ahí empieza a gemir para cargarse de energía». «Aaaaayyyyyjjj…
aaayyyyyjjjjj… aaaayyyymjjjj…». «¿Lo escuchaste, no? No te calentés,
Eusebio, que ahora Juan el cocodrylo le va a comer el pijáceo o chotáceo a
este guacho. Así nos vamos a vengar de la muerte de tantos compañeros. Y
como si esto fuera poco le vamos a mandar al dynosaurio, que es inmortal y
no se muere con nada (la máquina hizo una pausa y luego prosiguió). Porque
es terrible, Juan el cocodrylo. Se dedica exclusivamente a comer pijodontes:
enanitos fortachones de entrepierna, bah. Llaves, pitos o pitulines, que es lo
mismo. Él los llama serpientes. Una vez, en una fiesta, se comió diecinueve
pitulines seguidos. Y lo bueno que tiene Juan el cocodrylo, es que aunque el
tipo apriete su dedo mágico, igual el otro se lo come. Matarlo es facilísimo,

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pero hay que saber. Para matar a Juan el cocodrylo hay que tomarse despacito
un vaso de agua».
De Quevedo, no bien el gordo le pasó la información, le ordenó que
hiciera exactamente eso. Por el clamor que siguió era fácil comprender que el
cocodryláceo mágico había empezado a morir.
«¡Ha visto! ¿Por qué hablaste pelotudo? ¡Te escuchó! Si ahora Juan el
cocodrylo se muere vas a ser vos el que mañana le rinda cuentas al
esoterista…». «¡Aaaaayyyjjjoooff…!». «Se murió. Se murió nomás Juan el
cocodrylo. Y de paso cagó fuego el dynosaurio inmortal». «¿Pero cómo? ¿No
era inmortal?». «Y sí. Pero igual cagó fuego».
Los dejaron tranquilos durante casi una hora. De Quevedo y el gordo ya
estaban a punto de irse a dormir cuando se oyeron nuevas voces:
«Cien bikzs. Le pido nada más que cien bikzs por este gordo, Garófalo.
Le otorgo la concesión de caza. Nosotros nos abrimos y se lo damos a usted.
Le puede cortar la cabeza, después que lo cace, y guardarla en su museo de
máquinas. Es una pichincha, Garófalo. Mire qué perfil ario. Será muy difícil
cazarlo. Muy difícil. Una verdadera aventura. ¿Cómo dice? ¿Qué por qué nos
queremos abrir nosotros? Buenoooo… nos está costando demasiadas tropas y
dispositivos, si quiere que le diga la verdad. A usted se lo puedo decir. No es
de los que se desaniman sino que al contrario. Otra cosa: me contó un pajarito
(un cururú) que le quieren vender una escopeta china carísima. Cómprela,
cómprela. Va a tener ocasión de estrenarla con este tipo. Con su escopeta
mágica, si la compra, lo puede ir cazando por partes. Luego, con esa mujer
que cazó el año pasado, lo puede poner a su lado en el museo y hacer un
casamiento de “cazados”. Ja, ja, ja… Pero no va a ser fácil. Ahora porque
hace tiempo que aquí no se barre, si no esto se torna en una verdadera selva.
Le quiero decir: ellos limpian y el lugar se torna muy difícil para nosotros.
Mejor. Más excitante para usted, que es cazador, Garófalo…», (larga pausa,
como si las próximas grabaciones pertenecieran a distintos días). «Escucha:
pero te hais mandado una boludez. Una boludez al venderlo a este hombre al
cazador por 100 bikzs (el chichi habla con fuerte acento). Yo ti doy 500 bikzs
por cabeza. ¿No quieres? 1.000 bikzs. Istoy pagando precios por encima de
los del mercado de máquinas. Quiero cabeza de Sotelo para hacerme
pucherito. Dar de comer a mis maquinitas. Divuelve a cazador 100 bikzs.
Anda. Divuelve. Pago más y así hacemos la negocios»… «Coooompro
almas… coooompro almas. Pago 1.800 bikzs por el alma de este hombre.
¿Qué dices? ¿Qué el comerciante te ofreció 1.000 bikzs por la cabeza y que
ya aceptaste la plata? Ningún problema. Ah: ¿que no se puede por ahora? ¿Y

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cuándo? No, no… pero entonces yo me puedo volver viejo esperando. Si
tengo que esperar primero a que la máquina de Sotelo se descomponga…: ésa
es una máquina muy fuerte. Se ve a simple vista. Ah, sí: eso puede ser. Hay
mucha, eso es cierto. Mucha basura, claro. Bueno, pero ¿y si al tipo se le
ocurre barrer? Ahí nos embromamos. Pero sea como sea: yo tengo una fe
enorme en el señor Garófalo, qué quiere que le diga. Él va a poder cazarlo,
haga o no limpieza la pieza de caza, se descomponga o no su máquina
protectora. Le tengo una confianza infinita y más si se compra la escopeta
china. Escuchemé: yo vuelvo la semana que viene. Para ese entonces se
habrán producido novedades. Recuerde: yo sólo quiero el alma; usted la pone
en un frasquito y por esa insignificancia yo lo doy 1.800 bikzs»… «Pero le
vuelvo a insistir, Garófalo, que no va a ser nada fácil la cacería. Tiene dos
máquinas; una a punto de descomponerse por la falta de limpieza en el cuarto;
es decir: no es que esté realmente sucio, ocurre que como aquí hubo muchos
combates y los sigue habiendo, la máquina está cansada. Cualquier basurita le
pesa, digamos así. Y claro, el tipo se descuidó uno o dos días, aflojó en la
limpieza estricta que se mandaba en sus épocas de cagazo. En este momento,
no sé por qué, está obrando como si ya nos hubiera ganado. En fin, peor para
él. La otra máquina que tiene está dividida en muchas partes móviles; quiero
decirle: todas las partes operan juntas como si fueran una. Son… unas
pequeñas cositas con plumas, a las que les decimos “plumitos”, y que ellos
llaman pájaros. Lo defienden bastante, no vaya a creer. Son unas entidades
pequeñas, que no sabemos bien si son seres vivos o máquinas. Son esos
chiquititos que se mueven de un lado al otro por ahí. No sé si usted los
alcanza a ver, Garófalo»… «Mírela bien, Garófalo. Yo soy un comerciante
honrado. No me ofende que el cliente dude. Al contrario, porque ello me
permite probar que mi producto es bueno. Yo lo admito: la escopeta china es
un poco cara. Cierto. Sobre eso no vamos a discutir. Cara en apariencia, si
tenemos en cuenta su calidad. Esta es un arma única. Si usted sabe realmente
para qué sirve, se olvida del precio. Es una joya. La inventó un chino que vive
en el futuro. Aún no ha nacido su creador y el arma viene de allí. No existe en
toda la Tierra un instrumento tan perfecto. Vale 70.000.000.000 de quétzales;
algo sí como… 70.000.000 de dólares. Pero puede pagarse en diez cuotas. Es
otra ventaja. Tiene 7 gatillos. Es como la poesía china porque así, como ésta,
tiene una parte central en el… “poema”, digamos. Usted es una persona culta,
Garófalo, y sabe muy bien cómo es la poesía oriental. Esa parte, que
constituye el centro, es la que generalmente traduce quien debe pasar un
poema a otro idioma. Una mayor sutileza sería imposible. Pero toda poesía

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china, como usted sabe de sobra, tiene además otros poemas resonantes entre
los diversos fragmentos superiores e inferiores de los ideogramas; cada
ideograma se compone de sub-ideogramas, y éstos, precisamente, son los que
resuenan entre sí constituyéndonos nuevos poemas aparte del obvio y central;
pero no sé para qué le digo lo que usted perfectamente sabe. El caso es que
con la escopeta china sucede lo mismo que con los poemas. El arma actúa en
el medio, arriba, abajo… o en todos los lugares a la vez. Usted puede apretar
un solo gatillo, o varios, o todos al mismo tiempo. El aparato tiene un punto
medio, que es el centro de gravedad del arma, y que sirve para graduar el
efecto que usted quiera causar: desde punto uno a 1.700; o sea: desde una
herida leve hasta la muerte. Hay siete tipos de balas, correspondientes a cada
gatillo: balas rojas para el cerebro; negras para las zonas genitales; violetas,
destinadas a las zonas húmedas (mucosas, etc.); azules: partes bulbosas,
amarillas: partes salientes, etc. ¿Cómo? Y, sí: las balas son carísimas. A eso
se lo reconozco. Cada una vale 170.000.000 de quétzales; o sea: 170.000
dólares. Pero vale la pena: bala gastada, pieza segura. Aparte… un detalle
más, que ya casi me olvidaba: mientras lo mata, usted se pone anteojos
especiales, de visión múltiple: natural o astral, como sea; de día o de noche, y
puede fotografiarlo o filmarlo, pues la escopeta tiene dispositivos de ensamble
de otras máquinas, las cuales le permitirán sacar fotografías del momento de
la muerte, o, si lo prefiere, filmar el proceso completo. Y como si todo esto
fuera poco, Garófalo, si usted compra hoy la escopeta china ésta va con un
jardín. Así como lo oye. Un jardín completo, sólo para usted. Un auténtico
criadero de ve cortas, disimulados como si fueran plantas. Veo que sonríe,
Garófalo. Sin duda usted se ha percatado de que aquí no terminan las ofertas.
En efecto. El jardín de los ve cortas está completamente techado. Nadie puede
hacer un astral o un horóscopo para averiguar qué tiene usted adentro, porque
el lugar se encuentra blindado. Para eso seguimos un sistema tan sencillo
como barato y genial. El techo es un reticulado de flejes, que dejan aberturas
o mallas de cien centímetros cuadrados (diez por diez). Menos es peligroso.
En cada unión de flejes se clavan dos palitos de acero, que guardan entre sí
90º; en la punta de cada palito adosamos una bolita de plomo. Es suficiente
para impedir el paso de los rayos acásicos. No hay necesidad de construirse…
una casa de plomo, vamos a decir, que con sus emanaciones produce
saturnismo. Con este dispositivo ingenioso basta y sobra. No necesita más
plomo. Usted blinda y al mismo tiempo permite el paso del sol…». «Che,
González». «¿Qué querés, Rodríguez?». «¿Sabés cuanta guita gastamos, nada
más que en el último ataque?». «Ni idea. ¿Cuánto?». «Yo ya sé que vos no

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me vas a creer… Un cuarto de millón de dólares. Pero ahora todo va a
cambiar y para bien. Me dijeron que ayer Garófalo compró la escopeta china.
Con esa arma incomparable lo va a cazar al que te jedi». «¿Seguro? ¿No será
pura espuma, ese cazador? ¿Quiero decir: te parece que no tendremos un
nuevo fracaso?». «Oooh ya vas a ver».
—¿Y? ¿Qué pensás de todo esto, De Quevedo? ¿Será tan peligroso ese
Garófalo?
Pero el Maestro parecía tener su atención concentrada en algo más
urgente:
—No sé. Si ellos lo dicen, supongo que sí. Escuchame, gordo: estoy cada
vez más preocupado por la situación del país.
—Guatimotzín siempre anduvo como el culo, con o sin Quétzal. ¿A qué te
referís?
—Y… ¿no leés los diarios vos? Lo acaban de nombrar Primer Ministro a
López Fecia.
—¿Y?
—¿Y te parece poco? Es un gángster ese tipo. Pero que sea gángster,
asesino y ladrón es lo de menos. Lo peor es que es esote. Es capo de uno de
los grupos esotéricos de Sudamérica, con conexiones en Italia, España, etc.
—¿Y vos cómo sabés eso?
—Aaaaay querido gordo: vos siempre con tus preguntas tan pelotudas.
Entre nosotros todo se sabe.
—¿Nosotros? ¿Y quiénes son «nosotros»?
—¿Qué te pasa? ¿Estás manijeado? En el esoterismo, quiero decir.
—Ah.
—No sé qué mierda pasa con vos. A veces hablás como si fueras un
matemático recién recibido, con medalla de oro y diploma de honor en la
Escuela Superior del Cotolengo de Santa Eduviges, como dicen los Luthiers.
Los electros y las insulinas del Pelman, me parece. Sí —confirmó con la
cabeza, a la manera de un mago o un oráculo—. Sí. Los electros te han dejado
zonas neuronales vacías.
—Bueeeeno, no es para tanto —el gordo estaba un poco ofendido—.
Confieso que lo personal me abruma, que no he pensado demasiado en el
país. ¿Pero vos qué? ¿Suponés que nos puede afectar en lo personal?
—Intuyo que sí. No sé por qué, así que no me preguntes. ¿Qué hora es?
—Las diez clavadas.
—Prendé la televisión, haceme el favor, que leí en un titular que López va
a hablar ahora. Quiero saber a qué se piensa dedicar.

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No bien el gordo hizo «clic» en el aparato y se aclaró la imagen, se vio el
Escudo Nacional y pudo oírse la voz de un locutor en off que decía: «Aquí
LRA, Radio del Estado, transmitiendo en cadena juntamente con VJ 14,
Radio Fabulosa, de Olmeca; VJ 36, Radio Chichitzén, de Chichitzén; VJ 2,
Radio Cerotzán, de Cerotzán; UP 45, Radio Insuperable, de Toltécatl; UP
212, Radio Mayúscula, de Moctezuma; UP 21, Radio Formidable, de
Auítzotl; UP 20, Radio Exorbitante, de Tlatoani; UP 19, Radio Voluminosa,
de Tzenquica; UP 18, Radio Desmesurada, de Tonaltin; UP 17, Radio
Abultada, de Chororina; UP 16, Radio Monstruosa, de Pichonecho; UP 15,
Radio Megalítica, de Cachiboya; UP 14, Radio Ciclópea, de Teresina; UP 13,
Radio Espaciosa, de Solofina; Up 12, Radio Inmensa, de Agoniga; UP 11,
Radio Monstruosa, de Cuchidiana; UP 10, Radio Corpulenta, de Ogroguila;
UP 9, Radio Astronómica, de Catedrela; UP 8, Radio Descomunal, de
Falotropa; UP 7, Radio Enana, de Tetatila; UP 6, Radio Exigua, de
Cucaracho; UP 5, Radio Inapreciable, de Ratonsila; UP 4, Radio Raquítica, de
Pirañega; UP 3, Radio Infima, de Cocodrila; UP 2, Radio Minifundio, de
Sustotropa; Up 1, Radio Modesta, de Terrorila; JKW 21, Radio Que Bisbisea,
de Itzá; JKW 20, Radio Que Rebuzna, de Arrecho; JKW 19, Radio que
Brama y Muge, de Vainatlán; JKW 18, Radio que Cacarea, Gallea y Silba, de
Los Coquitos; JKW 17, Radio Que Despepita, Ulula y Croa, de Serafín; JKW
16, Radio Sector Ártico Guatimotzinita; QK 1, TV; QK 2, TV; QK 3, TV;
QK 4, TV; QK 5, TV; QK 6, TV; Canal 7 G.T.V. y con toda las emisoras de
radio y televisión de Guatimotzín que integran la Cadena Nacional de Radio y
Teledifusión. Seguidamente se escuchará la palabra de Su Excelencia, el
Excelentísimo Señor Primer Ministro de Guatimotzín, Don José López Fecia.
Habla el Señor primer Ministro…».
El Primer Ministro tenía unos cincuenta años, cara de bueno y
autoformado (self-made man); cara de groncho autoformado. Cosa que, por
supuesto, en sí misma, es meritoria; lo malo es que dejaba ver las puntas, el
odio y el rencor. «Dichoso el que no lo conoció en su juventud y no le debe
un faso en un bar. Porque es de la clase de tipos que se acuerdan de que vos
no lo invitaste con un café en 1958, cuando él era pobre. Flor de chichi»,
pensaba De Quevedo al verlo. Sin embargo (cosa maravillosa son las palabras
y los gestos mágicos), el hijo de puta transmitía una onda de calma;
«Apóyenme y yo seré más que yo», parecía decir. Y te lo hacía creer, a vos,
un desesperado, a vos que nunca tuviste nada. «Yo supe unir lo popular con lo
individual», era la onda mentirosa. «Aquí, por fin, el pueblo tiene parte. Aquí,
por fin, el individuo tiene acceso». No lo decía así, pero vos lo escuchabas.

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Usaba de todo su poder el guacho; su poder (que era mucho) sumado al de su
Asociación Esotérica. El Primer Ministro hablaba de que Guatimotzín estaba
a punto de ser tragado por los comunistas. Un terrible peligro amenazaba a
toda la Nación. Él, con todo el poderío que le había dado el Estado, con su
potencia de Súper Ministro acabaría con los Diablos Bolcheviques. Parecía un
chino funcionario de las épocas de la Emperatriz Viuda, si en esa época
hubiesen existido los comunistas. De Quevedo, pese a estar manijeado por la
voz, como casi todo el mundo, pensó: «Este hijo de puta va a fabricar 35
bolches por cada uno que mate». Fue sólo un momento de lucidez. Después
dudó. Así de fuerte era la onda. El Primer Ministro era un groncho, pero no
así quienes lo apoyaban: una Asociación poderosísima, con planes
geopolíticos para Guatimotzín. Y pensaban todos juntos.
—No te dejés enganchar —dijo De Quevedo—. Mientras este tipo habla
piensan todos juntos.
—¿Quiénes?
—Los chichis. Para potenciarlo.
—Pero escuchame: este tipo habla en contra del comunismo. —¿Y?
—A mí me parece sincero.
—A vos te parece sincero todo el mundo, porque no tenés maldad… ni
experiencia. Esta es la clase de tipos que van a los picnics en camiseta. Yo sé
lo que es un groncho con poder. Dentro de poco se va a transformar en una
máquina de fabricar bolches.
—Vos sos un oligarca aristocratizante.
—Aristocratizante, no te quepan dudas. Oligarca no. Yo respeto al pueblo.
Y te digo: con este tipo vos y yo vamos a tener problemas.
—Me parece que exagerás. A mí me parece honesto en lo que dice.
—Estás otra vez loco. Menos mal que vos te reías de nuestro amigo el
Popepof, porque él es partidario del Pope Popof. No sé con qué derecho te
cagabas de risa. Me acuerdo como si fuera ahora, de lo mucho que te burlabas
de su ingenuidad política. ¿Y vos?
—No es lo mismo.
El otro esbozó una sonrisa sarcástica y no dijo nada.
José López Fecia siguió hablando durante una hora y media larga. Era —
según él— el brazo armado del Quétzal, barrería hasta con el último
comunista, etcétera, etcétera. Ya al final del discurso la imagen del Primer
Ministro sufrió un fundido con la efigie del Quétzal. La referencia era obvia.
Todo era obvio en las orquestaciones de López. Con el fundido daba
comienzo la Marcha Partidaria. Sangre de Quétzal Tótotl.

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Aquello era una rapsodia lenta, recurrente, a golpe de tambor:
«Quét zal Quét zal eres la Mura Ila; Quét zal Quét zal eres la ba ta Ila.
To dos to dos a lu char; to dos a ga nar, a ga nar, con el Quétzal Benefac
tor…». Luego las emisoras de radio y televisión siguieron cada una con su
programa. Como si nada trascendente hubiese ocurrido.
—Gordo, ya se está haciendo tarde. Vos tenés que escribir y trabajar
mañana, y yo tengo que salir temprano para ver si consigo laburo en una
agencia de publicidad. Qué te parece si nos vamos a…
Nunca terminó la frase. En ese instante se escuchó un rumor sordo, como
de masas tectónicas reacomodándose. La casa vibró un poco. De Quevedo se
cagó de risa. Sólo dijo:
—Qué flor de manijazo, por favor.
—¿Pero qué es?, ¿qué es ese ruido?
—El preanuncio de un derrumbe. Espero que tu máquina nos proteja. A
propósito: acordate de lo que charlaban en el astral esas máquinas o lo que
fuera que sean: mañana tenés que mandarte una limpieza bárbara. Esto tiene
que quedar como un desfile. Yo no te puedo ayudar porque me tengo que ir
temprano a buscar laburo. Limpiá todo lo que puedas antes de salir para tu
trabajo, y también al volver. Inmaculado tiene que quedar todo. Bueno.
Vamos a dormir. Pero… Ahora que se me ocurre: vos tenés un grabador de
alta fidelidad ¿no?
—¿Cuál? Tengo dos, uno a transistores y otro…
—No, el otro.
—Y, pero ése es tan bueno que resulta malo. Me lo vendió un tipo hace
medio año más o menos. Él mismo lo fabricó. Es tan bueno que yo los otros
días quise grabar un concierto y salió grabado, efectivamente, pero también
una emisión de Radio Chacotécatl, que emite a casi 400 kilómetros de Tollan.
Graba todo, te das cuenta. Es tan fiel que no sirve para nada.
—Sin embargo yo tengo la intuición de que puede sernos de una gran
utilidad. Quién te dice: a lo mejor, dejándolo prendido en la noche, luego que
apaguemos la luz, el aparato grabe conversaciones de máquinas y podamos
enterarnos de información valiosa. Yo qué sé: próximos ataques, o algo por el
estilo.
—Bueno, está bien.
Sotelo le puso a su grabador una cinta de una hora de duración por lado,
lo encendió, y ambos se acostaron a dormir.
El gordo, de puro cansado, quedó frito en el acto. Soñaba que el gigante
Atlas dejaba caer una parte de la bóveda del cielo. Se despertó angustiado y

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en ese momento escuchó (y ya no era un sueño) un:
«Cra… cracracracrAK… CRAKKKK…
¡GRRRGGGRRRRSSSSRRRREEEEEETTRRRRRAAAAAAAKKKK…!».
Sotelo se puso de pie de un salto arriba de la cama. A De Quevedo aquello
le pareció algo tan terrible que largó la carcajada.
—¿Te reís? ¡No sé cómo podés reírte! Algo terrible pasó…
—Qué manija… —dijo el Maestro, siempre riéndose—. A ver: encendé la
luz y abrí la puerta. Asomate para ver qué pasó.
—¡Noooo…! —dijo el gordo horrorizado.
—Vamos, no seas cagón. Yo te protejo. Abrí la puerta.
Sotelo, con muchas precauciones, intentó abrir. Algo, una gran masa, lo
impedía. Usando toda su fuerza logró desplazar la hoja casi diez centímetros e
iluminó. Había escombros por toneladas: hierros, vidrios, bloques de ladrillos
cementados y yeso. Mirando hacia arriba el gordo pudo ver las estrellas.
—De Quevedo, es increíble… se cayó todo: el techo, la claraboya
completa. No se puede abrir la puerta por los escombros. Voy a ver si puedo
sacar trozos de mampostería para ir abriendo. —A todo esto el Maestro ya se
había levantado—. Mirá, mirá…
—Esta sí que es manija y no pavadas —De Quevedo rió por lo bajo—. Y
sí, es al pedo: se cayó el armazón corredizo de la claraboya, el vitral
completo.
—¡Pero son cientos de kilos…!
—¿Y? Con más razón. Qué bueno hubiera sido que la zombie hubiese
estado espiándonos detrás de la puerta justo en ese momento.
—¿En serio? —preguntó el gordo esperanzado—. ¿Te parece que la
habrán sepultado los escombros?
—Pero no, qué va. Ellos muy difícilmente caguen fuego. Es evidente que
no se tenía que caer la claraboya sino nuestro techo, para reventarnos. Pero la
máquina-altar, cansada y todo, desvió y protegió. Mañana, antes de irte al
laburo, tenés que limpiar la pieza de arriba abajo. Yo no te puedo ayudar,
porque si no consigo trabajo pronto, nos vamos a ver en dificultades. Aparte
tengo que pasar por lo de Isidoro y Alaralena. A ver qué me dicen de esta
historia del derrumbe. Si va a haber otros o qué. Pero lo más urgente ahora es
abrirnos paso. A los escombros que no puedas meter en el cuarto y acomodar
lo más ordenadamente posible, tratá de empujarlos para que rueden.
—¿Rodar? ¿Cómo los voy a hacer rodar, me querés decir, si ahí hay una
montaña?

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No obstante, sudando la gota gorda, por fin pudieron despejar la entrada
lo suficiente como para abrir la puerta del todo y trepar por sobre la pila
increíble de escombros. Con la linterna pudieron observar que la escalera
estaba absolutamente tapada. Algo raro ocurría con los vecinos: por fuerza
debieron despertarse con el ruido ¿por qué no salían? Todos tenían miedo,
hasta la zombie y eso que ella ya estaba muerta.
Entraron otra vez a la pieza y Sotelo hizo retroceder la cinta del grabador:
De Quevedo quería ver si escuchaban algo interesante. Luego que el retroceso
hubo terminado, el gordo pulsó el botón para escuchar.
«Gómez ¿estás ahí?». «¿Qué querés, Valenzuela?». «¿Ya duermen esos
dos?». «Sí, a pata suelta». «Mejor: así estiran la pata, ja, ja, ja…». «Callate, a
ver si te escuchan. Oíme, Valenzuela: ¿falta mucho?». «¿Para el derrumbe?
No. No falta mucho. Muy poco. Poquísimo. Esta vez se pasaron los magos.
Pusieron a funcionar tres Máquinas Maestras. Ahora que te digo: si esta vez
fracasamos ya no van a ser cuatro o cinco parques de máquinas las que
perdamos. Un error y se nos queman tres usinas. No vamos a poder repetir un
derrumbe en muchos meses. Sería terrible». «Che, Valenzuela… vos no
pensaste en algo…». «¿En qué?». «Si ganamos, si el derrumbe se produce,
vos y yo morimos junto con la casa. Y si fracasamos el esoterista a cargo de
sector nos destruye por incompetentes. Sea como sea ésta es nuestra última
noche». «¿Y vos te creés que yo no lo pensé o que no lo sabía? Estamos para
eso, viejo. Somos soldados, Kamikazes». (En ese momento, desde la
grabación, se escuchó un crujido impresionante). «¿Escuchaste,
Valenzuela?». «Sí. Es el primero y último anuncio. Ya cae. Qué raro que esos
dos boludos no sientan. Tendrían que haber escuchado». «Es que están
manijeados. Van a oír cuando sea demasiado tarde. Escuchá: ahí viene…
Chau Valenzuela. Suerte. Fuimos buenos compañeros». «Sí. Suerte Gómez».
(Un crujido mucho más intenso que el anterior hasta convertirse en un trueno
tan horrísono que se transformó en confuso, por haber superado las
posibilidades del grabador. Se oyó una carcajada y luego una voz:) «¿Te reís?
¡No sé cómo podés reírte! Algo terrible pasó». «Qué manija… A ver: encendé
la luz y abrí la puerta. Asomate para ver qué pasó». «¡Noooo…!». «Vamos,
no seas cagón. Yo te protejo. Abrí la puerta».
—Basta —dijo De Quevedo, quien al recordar el cagazo del gordo,
gracias a la grabación, volvió a largar la carcajada—. Apagá el grabador; no
creo que ya queden datos de interés —burlón—: Qué miedo tenías ¿eh?
—Y… como para no tener miedo —se defendió el gordo.
—Yo no tengo miedo.

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—Ya vi. Te reiste. Pero vos sos el Maestro.
—Cuando las cosas que suceden son demasiado terribles yo me río. No sé
por qué pero es así. En realidad no comprendo cómo no te cagás de risa ante
una cosa tan espantosa. Esto colma todas las medidas de las manijas.
—¡¿Pero y cómo querés que me ría si casi se nos cae el techo encima?!
—Ya sé, pero…
Luego de tomar unos mates y un poco de rhum volvieron a acostarse. Era
preciso descansar algunas horas, aunque más no fuera. Pero no bien pusieron
las cabezas en la almohada y apagaron la luz:
«Garófalo… Ahí lo tiene, Garófalo. Tirelé con los siete gatillos. ¿No?
¿No quiere? Ah, ya comprendo: usted lo quiere ir cazando por partes. No se
priva de ningún placer ¿eh? Es usted un verdadero profesional. Tenemos que
aprovechar. Ahora que hay mucho desorden, aumentado por el derrumbe.
Refunfuña. Lo noto medio enojado, Garófalo. ¿Qué le pasa? ¿Eh? Pero no,
¿por qué dice que lo traicionamos, Garófalo? ¿Por qué a Sotelo quisimos
matarlo antes de tiempo haciéndole caer el techo encima? Buenooooo…
¿sabe qué pasa, Garófalo? Eran órdenes superiores. Imposible desobedecer.
Cumplí mis órdenes. Yo cumplía órdenes, como decían aquellos otros hijos
de puta. Yo jamás quise fusilar a esos 50.000 rusos en la Bolsa de Smolensko.
Eran órdenes directas de Berlín. Provenían de la más alta autoridad alemana
que usted pueda estar imaginando en este momento, ja, ja, ja… Mh. Es… un
chiste, Garófalo. Un “chisteciyo”. Un chascarrillo o chanza. No le hace
gracia, ya veo. Pero escuche: si Sotelo moría nosotros le devolvíamos los 100
bikzs. Simplemente la superioridad esotérica decidió que… ¿Pero qué hace,
Garófalo?, ¿por qué prepara la escopeta china si el ángulo para tirarle a Sotelo
es desfavorable, en este momento? ¡No…! ¡A mí no, Garófalo! ¡No soy más
que un oficial de sector! ¡No se la agarre conmigo…! ¡Piedad!… ¡el gatillo
negro no!… Escuche: ¡comprenda! ¡No me dispare con sus balas negas que
destruyen huevecitos! Ya no podré tener hijos maquinitas… perderé conexión
con la química del silicio. Beee… beee… No les tire a mis huevodontes: ¡los
empolla mi penedáctilo! ¡Mi dedo mágico o pijosaurio, mi chopenius
graciosus, mi misil de 40 falotones!… Me agarró la desesperación eléctrica…
ya ni sé qué disparates digo… Beee… Beee bip. ¡Piedad!, ¡ooooff…!». «Che,
Cardozo». «¿Qué mierda querés, Benedetti? No te pongás a romper las bolas
justo en este momento. A ver si el cazador nos ve y nos hace cagar a nosotros
también. Somos unos tristes pinches o guris, pero lo vamos a pagar por los
súper. Vení, vení Benedetti: escondámonos detrás de estas arpilleras de
titanio. Puede que no nos vea, ese hijo de puta». «Demasiado tarde, Cardozo:

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ahí viene Garófalo. Muy buenos días tenga usted, señor cazador. ¿Alguna vez
le conté el chiste del chancho inglés? Es buenísimo. Escuche Garófalo. Usted
es un chancho inglés. Ja, ja, ja… Este es el chiste del chancho inglés. Consiste
en decirle al primero que venga y aunque no sepa nada del asunto, y ni nos
conozca y ni tenga el menor conocimiento de nuestro humor. Usted es un
chancho inglés. Ese es todo el chiste. Y no menos. No le hace gracia, ya veo.
Bien, pero tengo otro: el chiste de la conchaza. El chiste es así: Qué conchaza
tenía la vieja / todas las noches en ella guardaba el piano / luego de haberlo
plumereado y envuelto en celofán. Qué conchaza tendría la vieja para poder
hacer algo así ¿no? ¿Tampoco le hace gracia, Garófalo? Pero mire que yo le
conté dos chistes excelentes: el del chancho inglés y el de la conchaza. No se
ríe. Quizá largaría una estrepitosa carcajada si yo sumara ambos chistes: Qué
conchaza tenía la vieja del chancho inglés. ¿No? No. Tampoco le hace gracia.
Bueno, mire Garófalo. Yo soy una máquina metalúrgica. Puedo preparar
aleaciones de hierro al titanio, al cromo o al manganeso; pero si le tengo que
decir la verdad, mi especialización consiste en los aceros de alta velocidad,
microcojines a bolita, cosas así. Y se lo digo porque su escopeta china algún
día va a necesitar un service. Ahora bien, el chino del futuro, el que la fabricó,
no nació todavía; eso quiere decir que él no es de fácil acceso. Mire si en una
de ésas se corta la transmisión temporal. Sería terrible para usted. Yo le digo
lo siguiente: le puedo servir como aliado toda vez que usted tenga que
fabricar una pieza para reemplazar las otras de su escopeta china. ¿Eh? ¿Qué
le parece? No. Nooooo… No, Garófalo: ¡no me apunte al cerebro! ¡Las balas
rojas no! ¡El derrame eléctrico en el cerebro electrónico no…! ¡Piedad…!
¡Ooooff!». «Escuche Garófalo: no se la agarre conmigo. Yo estaba aquí por
casualidad. No tengo nada que ver. Pero le repito: yo estaba aquí por
¡casualidooff…!». «Viste lo que les pasó a Benedetti y a Cardozo, ¿no?
Bueno. Te lo digo, Galástica, para que a vos y a mí no nos pase lo mismo.
Vamos a mirar lo que pasa desde lejos, con nuestro periscopio de trinchera. Y
de paso, ya que estás, gatillá el dispositivo temporal, así nos alejamos varios
días del suceso; no sea cosa que Garófalo nos vea pese a todo y nos refunda.
Alejémonos tres días por lo menos de este momento. Eso es. Ya estamos
seguros. Bien. ¿Qué hace Garófalo? Ah: se dispone a atacar al gordo, ahora
que duerme. Ojalá lo haga cagar. A todos estos desastres se los debemos a ese
gordo puto. Él tiene la culpa de todo. Por su causa estamos en peligro. ¡Qué
mundo éste, Galástica! No se puede vivir tranquilo. Vos cagate de risa de
Sedán y de la guerra del ’14. Pero qué digo: sería preferible ser ruso y estar
metido en Sebastopol en el año ’41. Pero el cazador nos va a vengar. Ahora

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mismo le empieza a tirar al gordo». «Sí, pero… mirá: me parece que Garófalo
está manipulando el circuito temporal de la escopeta. No nos habrá visto,
espero. ¿A vos qué te parece, Castillo Armas?». «No, yo no creo que… ¡Sí!
¡Es con nosotros la joda! ¡Nos vio, nos vio a través del tiempo! ¡Piedad,
Garófalo, cumplíamos órdenooooooofff…!». «¡Aaaaff…!».
—Gordo…
—¿Qué?
—Preparate porque ahora es con vos la cosa. De frente.
—¿Y qué hago?
—Tapate la cabeza con la manta y cruzá los dedos de las manos y de los
pies. No hagas ninguna otra cosa y aguantá lo que venga.
Resignado y sin histeria:
—Bueno.
Más o menos al medio minuto, Sotelo sintió que le pegaban en la cabeza
con una varita (probablemente de madera); es decir: no es que fuera
exactamente eso, sino que parecía un golpe proveniente de tal objeto.
—Resistí, gordo. Te están tirando.
—Ya lo sé. Resisto. No te preocupes. Aunque me mate no le voy a dar el
gusto de ponerme como un marica.
«TAC… TAC… TACTACTAC… TAC…
TACTACTACTACTACTAC…». «Resiste Garófalo. Resiste el hijo de puta.
Está blindado. Le tiró como una ametralladora y siguió resistiendo. Para mí es
el karate. Resiste gracias al karate, el hijo de mil puta. Desde que va al
gimnasio está fuertísimo el muy puto. Escuche, Garófalo: usted se puede
enojar todo lo que quiera, pero yo no tengo nada que ver en esto. Usted me
construyó. Ah, me alegra que lo reconozca. Bueno, mire: si sigue tirando al
pedo se le puede reventar la escopeta china. Ellos, cuando le vendieron la
escopeta, le regalaron un jardín completo lleno de ve cortas ¿no? Bueno. No
le van a hacer un carajo, porque el hijo de puta ya está blindado, pero lo
obligarán a gastar una energía. Y ahí le larga los siete gatillos del arma. El
poder total. Y otra cosa, Garófalo: aunque nos saliera mal la cosa… No, ya sé
que tiene que salir bien. Yo digo, nomás. Pero escuche: ¿por qué no
organizamos un ataque robot, a la manera de los grandes esoteristas? En esa
forma, pase lo que pase, nuestras máquinas lo van a seguir atacando aunque
nosotros estemos de visita en Ganímedes… Ja, ja, ja… Se lo digo en serio.
¿Qué le parece? Bueno. Perfecto. Dispongo el ataque. Usted vaya preparando
la escopeta china».

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—Gordo: a los vurros no les tengas miedo; ya sabés que con vos ahora no
pueden. Vas a sentir algo así como trompadas en el culo, no demasiado
fuertes; mucho más me preocupan otros chichis que nos pudieran mandar. De
cualquier manera no creo que en este momento tengan elementos operativos,
después de los últimos desastres.
El gordo no sólo no tenía miedo sino que estaba radiante de furia:
—Ah: ¿así que ese Garófalo compró una escopeta del futuro
exclusivamente para cazarme a mí? Pero mirá qué amable. ¿Y cuánto decían
las máquinas que costaba cada bala?
—Nno sé… creo que…
—170.000 dólares. Y en su primer ataque me largó entre diez y quince
tiros. Algo así como 2.000.000 de dólares. ¿Pero quién es ese tipo:
Rockefeller? De cualquier manera dos palos verdes me parecen demasiado
poco. Poquísimo. No excitan mi imaginación. En cambio qué maravilla sería
que el chichi, al atacarme, pierda su escopeta china. Saber que por mí, por mí
un tipo perdió 70.000.000 de dólares, me parece el equivalente a una
explosión sinfónica: ¡Los Preludios, de Liszt!… Yo me comprometería a
escribir un poema. ¿Vos no escribirías un poema en ese caso?
—Y sí… —contestó De Quevedo pensativamente, quien seguro tenía en
ese momento preocupaciones distintas a las de la simple estética que debe
preceder a una Ovación o a un Triunfo.
El gordo dijo:

Liviana como el rocío,


la escopeta china es sostenida
sin esfuerzo por la hierba.
El rito es solemne.
En la cámara secreta del arma
suena el resorte de una convulsión.
Desciende allí la primera bala,
como un nuevo y costoso pez
en el estanque imperial.
La bala se hunde, profunda,
como la intención del Príncipe.
Mas las llamas retroceden con violencia,
y su final
será recordado en el Libro de los Cantos.

—¿Te gusta? —preguntó el gordo.

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—Sí. Es muy bueno.
En ese instante se escuchó un aquelarre de tiros con escopeta, vurros, y
otros chichis. El gordo sentía golpes bastantes fuertes en la zona del culastro.
Ello duró entre cinco y siete minutos. «Che, Benítez». «Sí. Hablá, Saavedra».
«El puto les rompió las llaves o pijosaurios a 25 vurros. El cazador está
desesperado. Se quedó sin jardín. Le queda uno solo: el más grande, eso sí.
Un chichi con un misil de 60 megatones, coma, doce kilotones. ¡Ja!: a éste no
creo que lo resista. Y como si todo esto fuera poco, ahí nomás, sobre el
pucho, le aprieta los cuatro primeros gatillos de la escopeta. Los siete no
porque es mucho. Uuuuh: cómo va a cagar fuego el gordito bonito».
Sotelo, justo en ese instante sintió en el culo una trompada tan terrible
como sólo se la hubiese podido pegar un Maestro de karate: un 2º Dan. Aquel
golpe no le hizo astillas los huesos por puro milagro. En su vida le habían
pegado un golpe tan formidable. Se escuchó un aullido de mayor a menor:
«¡AAAAAAAHHHHHHHAAaaaaahhhhh… ii…!».
«¡TTTTAAAACCC…!». (Sobre el gordo se descargaron, en distintas partes
de su cuerpo y en forma simultánea, cinco varitazos).
«Cagamos, Benítez. Resistió. El hijo de puta resistió: al ve corta súper y a
los cinco gatillos simultáneos». «No te calentés, Saavedra: ahora mandale la
dentadura voladora». «¡Clac, clac, claccc…!». —Cerrá los ojos, Sotelo, para
que no pueda morderte el alma… «¡Ooooff…!».
«A la dentadura la reventó. Pero no importa, Saavedra. Eso estaba
previsto. Largale el gallo».
—¿¡El gallo!? ¿¡En serio!? Uuuuy: tapate las pelotas con una mano cerrá
fuerte los ojos. No los abras por nada. «¡Kikikirikiiiooooofff!».
«Ahahahahahahahahah…».
—El gallo reventó pero ahí hay otro bicho. Una haraña, me parece —dijo
Sotelo, quien a medida que hablaba se iba poniendo furioso—: A ver, vos,
hache hija de puta: ¿qué querés? ¿Sacarme la sangre? ¿Y para qué? ¿No
sabés, vos, imbécil, que los esotes te usan? La hache, cosa increíble, contestó:
«¿Pooooorrrquéeeeeggggaaahhhhh…?».
—¿Ah? ¿Preguntás por qué, todavía? ¿No entendés que si me robás
sangre, verdaderamente, cuando consigas tenerme enganchado nos van a
matar a vos y a mí al mismo tiempo? Vos, como haraña, tenés un falso poder.
Sos muy vulnerable, en realidad. Los que te fabricaron no van a tener el
menor escrúpulo en destruirte.
Cosa curiosa: ya sea porque el poder de Sotelo había crecido y ahora tenía
acceso al banco de datos de aquellas computadoras que eran las haches, o por

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la razón que fuera, el caso es que la haraña, con ese argumento, entró en
conflicto; preguntó algo increíble: «¡¿Por… qué… soy vulnerable…?! —llora
—. ¿¡Poor quéee…!? ¿¡porr quéee soy vulnerable…!?, ¡por… ooooff…!,
¡guap! ¡Gluuuuuuuppp…!».
—Es increíble —dijo De Quevedo asombradísimo—. La manijeaste. Su
murió nomás. Se murió de tristeza esa haraña.
—¿En serio?
—¿Y no escuchaste?
—¿Pero y por qué?
—Le hiciste sentir la fuerza de tu argumento: que las harañas (como todas
las máquinas, por otra parte) son vulnerables. Si lo hubieras dicho a esto
mismo en otra época, estos bichos se te cagaban de risa. Tu poder ha crecido,
evidentemente.
«¡OooooooOOOOOlllLLLaa MmmaaaeeestrooooO…! ¡YYYyo soy una
máquiiina chhhhiiina a su serviiiccoouuuuiiicio…!».
—Pero qué carajo es eso tan horrible —preguntó el gordo.
—Y yo qué sé. Preguntale quién la manda y para qué sirve.
«MmmmmmMMMMme manNNNnnnda el chiiino desde el
manicommmmmmmMio de Pelman. Ssssuuu amigGgo el
chhhHhiiinooooooO… Eeel me construyyyyó para que venga
aaAaservirlooooO… EeeeEl lo apreccccCia mucho aaAAA usted yYYY me
manda para ayudarlo… Maestro SotelllLlloooooo… LLLLlllástima que mi
constructor essstá loco yyyyYY yo tambiénnnnnnnNNNN estoy locaaaa…
Tengo ffallas importantes en mi programación
electrónicaaaahhhhHHHHHHsssss… Esa falla central me hhhhace cometer
erroressss… Ensucio y roooooOOOOOMMMMMPPPpo cosas; cosas útiles
para su defenssssaaaaa, Maestro Sotelo. Yo estoyyyy programada por el chino
para servirlo-pero-no-consigo-más-que-pre, pre, pres, perjudicarlo ah…
Noooo obstantee e yo le tengo MMMUCHA Simpatía, porque assí me
construyeron; él, su amigo chino le tiene un gran afecto peeerrro no puedo
ayyyyudarllooooo. Por favooorr: maestro Sotelo… DESTRÚYAME…».
—Rápido, gordo: no pierdas tiempo y andá al televisor. Encendelo para
hacerla cagar. Esa máquina loca está contaminando toda la casa con energías
amarillas.
El gordo, pese al frío (los objetos del interior del cuarto no estaban
cubiertos por una película de hielo pero daban la impresión de estarlo), medio
en bolas se dirigió al televisor con la intención de reventar a la máquina loca y
china. Antes de que lograra hacerlo ella alcanzó a decir:

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«GGGrrrRRRaaaacias ppppordeeEEESTrrruirmeee mi Monitor…
aaah…; GGracias por liberarme de este suffrimiento de querer y no poder
ayudar… Pero concédamme un momento másss… —el gordo dudó—. El
tiempo suffficieneeeEEEENTE ooOO?? ñññññCCCOoo como para decirle
que el chino, mi constructor tiene listas otraaass doscientasssaaaa
mmmmmáquinas… preparadas para ayudarlo de manera chasco y
perniciosíiiiiiisima, mi Monitor Sotelo… TTTTtomeuUsted SSus
provvidenciassss al rreeespectttttoooo… Aaaahora sí… haaaga funcionarrr el
televisor… GGGGGRRRRRRAAAAAcias mi Monittor por…
destruimeeeee… “clic” ¡OOOOOOFff…!».
—Se destruyó. Pobre.
—Sí. Pobrecita —corroboró De Quevedo—. Ella no tenía la culpa de
querer ayudarte y no poder. Ese loco del chino, por tratar de darte una mano,
casi te revienta.
—Pero… es increíble, De Quevedo: el chino, comunista como es… ¿un
esoterista?
—Una inteligencia, y una voluntad potente, metida en astral, crea o no en
la magia, esté o no loco el tipo que hace de agente, claro que puede construir
cosas. Lo seguro es que el chino no tiene la menor idea de lo que fabricó. A
estas máquinas él las hizo en astral. Mientras dormía. Lo más seguro es que si
al chino, tu amigo, lo visitases en el manicomio, y le contaras lo de las
máquinas que él largó en tu ayuda, te miraría como a un loco. Él no tiene ni la
menor idea. Lo cierto (y esto me preocupa) es que hay otras doscientas
máquinas locas listas para venir a manijear la casa.
—¿Y con ésas qué hacemos?
—Ya se verá.
—Otra cosa: ¿por qué la máquina china me llamó Monitor?
—Yo qué sé, negro. Monitor, hoy día, es un término de la técnica. Es una
central de energía que sirve para controlar un proceso. Ya otras máquinas te
han hablado de una Tecnocracia posible.
Quizás ellas, las máquinas, te consideren el profeta, o, tal vez, el adalid de
la Tecnocracia que vendrá.
—¿Pero por qué a mí?
—Te repito que lo ignoro. Tal vez vos, algún día, desarrolles una filosofía
donde las máquinas tengan un lugar principalísimo. Vos o un amigo influido
por vos. Pero te repito: yo no sé. ¿Cómo puedo saberlo exactamente?
—¿Y qué hacemos con las máquinas locas que me está mandando el
pobre chino? ¡Los dones de un loco! Mejor perderlos que encontrarlos.

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—Tenés razón, pero… se me acaba de ocurrir algo. Vamos a quemar no
sólo al lote de máquinas chifladas que te quieren «ayudar», sino también a
Garófalo y su escopeta china, y de paso a todo el lote de chichis del ataque
robot que planeó la usina de Garófalo. Quedate levantado, Sotelo. Hacé los
ritos. Uno en honor de Odín. A esto, a tal hora de la noche, ni se lo esperan.
—Está bien. Ya saco las velas rojas.
—No. No usés velas, porque como han tenido mucho tiempo para
prepararse, puede que hayan aprendido a cargarse con las velas aparte de con
la luz eléctrica estas máquinas de mierda.
—¿Y qué hago entonces?
—Escuchame: ¿no te queda un poco de alcohol de quemar, de ese que
usás para calentar el agua del baño?
—Media botella.
—Perfecto. Agarrá un tachito, una lata cualquiera, y llenalo. Hacé los ritos
usando a eso como iluminación y ofrenda.
«Me parece que el muy boludo está por hacer los ritos, Gandarini». «Ja,
ja, ja… No sabe que nosotros aprendimos a cargarnos también con las velas.
¡Jaaaaajjjaajjaja…! Che, pero… Oíme, Iglesias: algo anda mal, me parece.
¿Por qué está llenando ese tachito con alcohol?». «Oh, no: ¡salimos de una
para caer en otra peor…! Rápido: Tubelo, Gutiérrez, Vignolini, Rivero y
Boccanera: ¡lárguense como kamikazes para apagar ese fuego!… ¡Rápido,
antes de que se jodan nuestros últimos parques…!».
(El gordo, justo en ese momento, encendió y empezó a invocar a Odín,
Señor de las fuerzas). «¡Nnnnnooooooaaaahhhhhfff.
OOOOooOOOOFfffFFFFfffAAAggghh…!».
—¿Habrán muerto todos, De Quevedo?
—Ojalá. Oí para ver si pasan algún informativo, o algún comentario del
Frente de Guerra.
«Atención. Este es un parte militar. Atención. Este es un parte militar.
Aviso a todas las Naciones de máquinas que combaten contra Sotelo. Hemos
perdido una gran batalla. Ha muerto el comandante Garófalo, el gran cazador.
Su escopeta china quedó volatilizada y sus restos viajan de retorno al futuro.
Un retroceso simultáneo de llama ha barrido con el ataque robot de cientos de
complicadas máquinas, preparado para funcionar aun luego de la muerte de
ese Maestro, de modo que ya no debemos contar con ello. El lote de máquinas
locas y chinas también se ha perdido. Los ve corta del jardín del Maestro,
están todos fuera de combate para siempre, y asimismo el súper ve corta del
Juicio Final. Un fuego como del cielo ha caído incinerando nuestros talleres

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de reparación, fábrica de piezas en serie y montaje. El desastre es completo.
Las Máquinas Maestras convocan a cinco clases de máquinas bajo las armas.
Próximo informativo dentro de veinte horas. Hasta la victoria final… Biiip,
bip… biiip… bip… biiiip, bip…».
—Suficiente —dijo De Quevedo—. No creo que por esta noche jodan
más. Vamos a aprovechar para dormir unas cuantas horas.

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CINCUENTA

PRIMERA APARICIÓN DE SOTELITO, ALIAS


«CORVINITA»

El comentario al otro día fue, naturalmente, la caída de la claraboya.


De Quevedo se había levantado más temprano, primero que todo el mundo,
para irse antes de que lo vieran los vecinos. No sólo la entrada del cuarto, sino
la mitad de la escalera estaba repleta de escombros, de modo que debió hacer
alpinismo para ganar la calle. Todos los inquilinos (también el gordo) se
reunieron alrededor de la «cordillera». El relojero quería a toda costa llamar a
la Municipalidad «para que tomen medidas. Esto no puede ser. Uno no murió
de casualidad». «Claro —replicó el gordo—, pero usted tiene que pensar en
una cosa: somos pobres, todos nosotros. La Municipalidad no nos va a dar un
edificio mejor donde habitar. Se va a limitar a echarnos a todos a la calle a
patadas». «Tiene razón el señor Sotelo», dijo un pibe joven, nuevo inquilino
de la pieza donde había muerto asfixiado y quemado el Viejito que siempre
hinchaba las pelotas con aquello de «Muchacho: ¿cómo se pone a trabajar en
sábado inglés?», siempre que el gordo lavaba la ropa. Otros vecinos, pobres
como ratas, y que ya se veían con sus colchones en la vereda, opinaron lo
mismo. El relojero, por fin y por suerte, se convenció. Lo estaban manijeando,
sin duda, y pese a ser esoterista él también. Cada uno puso lo suyo para quitar
una parte de los escombros, hasta que por lo menos quedara acceso a la puerta
de calle. Al armazón de hierros de la claraboya lo corrieron hasta la pared del
hall, y a los cien kilos más molestos de materiales los sacaron a la calle, bien
lejos de la entrada, cosa de que los inspectores no pudiesen averiguar el
origen. Todos los días sacarían un poco. «Yo tengo una sierrita para cortar
fierro —dijo el relojero— a esa armazón todos los días le voy a cortar un
cacho así lo puedo tirar a la vereda».

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Esa noche De Quevedo volvió muy tarde. Sotelo ya estaba por irse a
dormir.
—¿Qué noticias tenés? —preguntó el gordo.
—Buenas y malas. Estuvimos trabajando mucho con Isidoro, por eso no
pude venir antes. Las buenas se resumen en una: no vamos a tener nuevos
derrumbes por ahora y por largo tiempo.
—Bueno, a eso ya lo sabíamos por las máquinas que escuchamos con el
grabador.
—Sí, pero ahora lo confirmamos. Podía ser una trampa.
—¿Y las malas?
—Es… un poco largo de explicar. ¿Qué te parece si tomamos unos mates
mientras tanto? —Al tiempo que el gordo ponía la pava en el fuego, el
Maestro fue diciendo—: Hace ya bastante tiempo que tanto a Isidoro como a
mí nos llama poderosamente la atención el número abrumador de máquinas
que nos ataca. Es decir: ellos son perfectamente capaces de enviar pueblos
enteros de chichis, un ejército tras otro sin calentarse. Nosotros se los
destruimos y ellos mandan más. Hasta allí es todo lógico. Lo que no es tan
lógico es el tiempo entre un ataque y otro; demasiado corto. Por ejemplo: los
otros días, cuando les quemamos las pértigas que operaban desde el
Bancario… fue un desastre tan tremendo y completo que nos tendrían que
haber dejado de joder en muchos días: por lo menos quince. Pero se
recuperaron con rapidez sorprendente, y muy poco más tarde ya los teníamos
otra vez encima, con sus cuadros divisionales completos. De dónde sacan
tantos efectivos era la gran pregunta. Ahora bien, hace ya muchísimo tiempo
que con Alaralena e Isidoro dimos con la respuesta. En verdad yo te hablé de
esto vez pasada.
—¿Qué? ¿De qué me hablaste?
—Sí, ya sé que te hicieron olvidar. Sos un distraído pero por una vez en la
vida no es tu culpa ni tu responsabilidad. Te manijearon. Incluso hay una
orden mágica de olvido automático para cada vez que yo te recuerde este
conocimiento.
—¿Qué conocimiento? ¿De qué me hablás?
—Esperate. Han puesto en astral una orden, te repito: una suerte de lavado
mágico de cerebro. Tienen un enorme interés en que no recuerdes esta
información que dentro de un momento te voy a repetir. Pero no te preocupes.
Alaralena, con sus últimos mangos, compró un elefante.
—¿Quéeeee…?

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—Pero escuchá, dejame terminar. Él vio en un negocio de compraventa de
antigüedades a un elefante de porcelana, con colmillos de marfil,
incrustaciones de plata y bronce. El que lo vendía lo ignoraba, pero también
ese bicho tiene oro en ciertas partes de su interior. El anticuario se lo vendió a
Alaralena como objeto decorativo, pero en realidad ese elefante es una
máquina (sin sacralizar hasta ese momento, por supuesto) y el Maestro
Alaralena lo comprendió al instante. Viene de India y vaya uno a saber quién
lo fabricó y cómo está aquí. Ese elefante, esa máquina fuertísima, tiene ahora
como única misión, desde la casa de mi amigo, bloquear el lavado de cerebro
que los chichis te encajan. De modo que ahora, sí, te puedo hablar, por
segunda y última vez de este problema, porque tengo la certeza de que ya no
te lo van a borrar. A esta altura vos tenés bastante grado en esoterismo, tal
como sabemos desde hace mucho. Con esta guerra quemaste etapas en tu
aprendizaje. Mientras dormís, muchas veces entrás en astral y fabricás
máquinas para que te defiendan.
—Vos te estás refiriendo a esas cinco máquinas que murieron en un
combate y que me pasaban información.
—Sí, pero no solamente ésas. Has fabricado miles de chichis; a muchos
parques los ponés a defender sectores, o les das áreas muy específicas (como
proteger libros para que no te los afanen las máquinas del enemigo), incluso
se han dado verdaderas batallas de material, entre tus chichis y los
adversarios, análogos a los combates con blindados de la 2a Guerra. Hasta
aquí, perfecto. El problema es que… a veces fabricás máquinas que después
te atacan.
—Me equivoco al hacerlas, querés decir. Alimento los bancos de memoria
con información incorrecta.
—No. La información es correcta. Las hacés mal a propósito, para que te
ataquen.
—Pero escuchame: eso no puede ser. ¿Cómo voy a construir máquinas
con orden de perjudicarme?
—Sí. A nosotros también nos costó aceptarlo. Antes de seguir dándote
detalles, te recuerdo que tu esquizofrenia fue la que te llevó al Pelman. Es
decir: fueron los esotes, naturalmente, pero aprovecharon algo que ya existía
en vos. Es muy difícil manijear a un ser humano si éste no les da elementos.
Mil veces consulté con los otros Maestros, te aclaro, y nuestros datos
coincidieron siempre: debido a tu esquizofrenia, cierta parte de tu alma anhela
la destrucción con masoquismo feroz. Esperate: dejame hablar y que te
explique. Después podés decir lo que vos quieras. Según descubrimos, el…

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Otro, llamémoslo, es una entidad que incluso tiene nombre propio. Vos te
llamás Corvina Sotelo, ¿cierto? Pues bien: él se llama «Corvinita»; así te
decían cuando eras chico, ¿verdad? No es casual. Esta entidad comenzó a
gestarse cuando vos tenías seis años. Creció al lado tuyo sin vos saberlo,
fortaleciéndose cada vez más con toda cagada que te mandabas en la vida
consciente. Te informo que no sos el primero al que le pasa una cosa así. No
en vano la historia del «otro yo» es tan popular. Sólo que la gente ignora hasta
qué punto la leyenda del Dr. Jekyll y Mr. Hyde es verdadera. La mayoría de
las personas son esquizofrénicas en un grado u otro, y poco a poco van
fortaleciendo sus chichis y manijas en el sentir; todo ello, no obstante, no pasa
de lo «normal», digamos. Pero en los casos más graves (que no son
necesariamente los del manicomio) pueden llegar a producirse verdaderas
materializaciones. Esta personalidad secreta, si no es parada a tiempo,
eliminando el masoquismo interior, puede llegar a tener hasta diez o quince
metros de alto en el mundo astral. Sus características son: intensamente
malvado, desea la destrucción del original (de quien él es sólo una copia en
negativo), aunque sabe perfectamente que, de lograrlo, ello significaría su
propia muerte en forma automática. Estas entidades viven mientras existe
quien las forjó. Inmaduro e infantil, gusta de los dulces hasta tal punto que,
para verificar si el otro yo ha vuelto a las andadas, basta fijarse en la heladera
y ver si alguien comió durante la noche el dulce de leche. Es infalible. Como
la esquizofrenia tiene su origen en la inmadurez y en la detención de todo un
sector del alma en una etapa infantil, es lógico que el monstruo posea estas
características. Lástima que aquí no tenemos heladera, porque así te podrías
dar cuenta por vos mismo.
—Pero no, esperate: hace unos diez días, más o menos, compré un envase
de cartón, lleno de dulce de leche espeso, Poncho Negro, que no probaba
desde chico. Encontré un pote en un boliche de provincia. Cuando era chico
me gustaba mucho, de modo que lo compré. Pensaba comerlo con vos como
postre durante las noches, pero encontré que el envase estaba vacío. Pensé
que eran los chichis; no sé por qué me olvidé de contarte.
—Bueno: ahí tenés. Fue tu amigo Corvinita.
—Puede ser, porque ahora recuerdo también que en esos días anduve muy
mal del hígado.
—¿Y vos qué esperabas? ¡Después de comer un kilo de dulce de leche,
cómo no querés enfermarte…!
—¡Pero no fui yo…!
—Ése también eras vos.

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—¿Y cómo hacemos para librarnos del hijo de puta?
—Es imposible matarlo sin aniquilar también a la persona de la cual
derivó (que puede ser muy buen tipo, por otra parte y como en tu caso). Ya lo
averiguamos, como te lo dije en su momento y antes de que te lo borraran de
la memoria. Le pregunté a Alaralena si no se podía amputar a Corvinita de
Sotelo, y me dijo que eso era imposible. Como en realidad el otro yo también
es el yo y el ser, si se destruye al monstruo muere todo el resto. Así pues,
querido gordo, la única solución posible resulta irlo educando poco a poco,
mediante paciencia y muchísimo trabajo, convencerlo de la necesidad de
integrarse con el yo. Es preciso doblegarlo, ser más fuerte que él; ello se logra
bajando el nivel de masoquismo y egoísmo dentro de la conciencia. Así como
los chicos cambian, si se los educa, así también a ese ogro (que tiene mucho
de niño, según ya te dije) es preciso darle ejemplos personales que
constituyan un magisterio. Cualquier otra manera o intento está destinado al
fracaso; a eso ya lo comprobaron amargamente Alaralena e Isidoro,
recapitulando toda tu historia: cada vez que vos realizás un astral para curarte
de una manija que te encajan los chichis, Corvinita (tu Mr. Súper Hyde) hace
otro para fabricar parques enteros de máquinas con la orden de atacarte y
hacer que tu vida se vuelva imposible. Además averiguamos otra cosa, que te
va a resultar muy extraña: sabíamos que en la Facultad de Ingeniería no
terminaste los estudios. Pero para el astral vos estás recibido de ingeniero. Así
sale cada vez que hacemos la pregunta: «Ese hombre es ingeniero». Y te
aclaro que no es una manija de los chichis. Sos ingeniero en serio, en el
mundo astral. El problema es que Corvinita también es ingeniero, y entra y
sale como quiere de esta casa. Tus máquinas no pueden atacarlo, no bien lo
detectan, pues eso significaría destruirte también a vos. Ustedes dos son
exactamente iguales, en cara y cuerpo, sólo que Corvinita es alto hasta el
techo; un monigote grotesco, con el rostro cubierto de pelos: los tiene hasta en
la frente y alrededor de los ojos. Uno podría pensar que usa pantalón corto,
pero no: los tiene largos hasta el piso. En los últimos combates destruimos
parques enteros de máquinas del enemigo y otros que pertenecían a Corvinita.
La cagada es que no bien eso ocurre, en la misma noche, Corvinita pasa el
astral y fabrica más. Construye ve cortas mecánicos para que te trinquen
cuando estás durmiendo, dentaduras voladoras encargadas de castrarte, manos
que se arrastran, aprietan las partes pudendas y no sueltan, tirabuzones
arrancapitulines, etc… Vos, sin saber todas estas cosas, habías logrado
controlarlo bastante a Corvinita, desde que empezaste a andar con la
relojerita. Cuando vos te encamabas con ella, él estaba desesperado porque no

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podía entrar y escapabas a su control. Pero ya hace tres meses que tu mina se
fue y vos no andás con otra. En todo este tiempo ella te escribió sólo dos
cartas, tal como yo te dije que iba a pasar… En fin: con esa piba se cortó. No
pongas esa cara porque es así, y mientras antes lo aceptes mejor para vos. El
hecho es que Corvinita está chocho. Lo obligaban a reconocer la existencia
del placer, y que el placer es bueno. Él está enamorado de su madre (según la
manera psicológica más clásica, vulgar y chasco que te puedas imaginar: ya
ves que en tus taras no sos original), y siente una horrible violencia cada vez
que vos te acercás a una mujer. Él desearía castrarte para que dejes de
agredirlo en su amor abstracto y loco. El Anti-ser le ha prometido que, como
recompensa, en la parte final del Último Día, si te revienta y logra que vos
seas «puro», él va a integrar las legiones de las sombras, las que van a
efectuar su batalla definitiva contra la materia. Como si le fuera a servir de
algo, al muy imbécil, en caso de que el Gran Chichi le cumpla. Lo que el
pelotudo de Corvinita ignora es cómo trata el Anti-ser a sus elegidos: peor
que a los otros y que le hacen frente. Las veces en las cuales vos te encamaste
con la relojerita, Corvinita intentó atacar con varias divisiones de máquinas
agrupadas en ejército. Pero sus chichis se quemaban no bien intentaban
acercarse, porque las mujeres, en ese sentido, protegen bastante. Así que el
tipo estaba desesperado. Toda vez que estás intranquilo, o procedés sin
disciplina, o andás solo en la vida, sin mujeres, le das poder a Corvinita.
Sobre todo los ataques de histeria: éstos son los que más lo potencian. Ya que
la perdiste a esa piba, lo que tendrías que hacer ahora es buscarte otra mujer.
En la medida en que vos te acerques a la materia, vas a lograr que Corvinita,
por inducción (no va a tener más remedio), termine por aproximarse y amarla.
Vos, aun sin saber muy bien de qué se trata, has intentado muchas veces
librarte de este monstruo fastidioso e hijo de puta que te verduguea día y
noche. Él, por épocas, te manda ideas a la mejor manera del Pelman; se te
ocurre, por ejemplo: «Soy puto. Cástrenme»; o si no: «Cójanme». ¿Sí o no?
—Sí. Es cierto. No te lo quería decir porque me daba vergüenza.
—Sos un boludo, porque a mí no tenés que ocultarme esas cosas ni sentir
vergüenza. Sobre todo si tenés en cuenta que yo las voy a saber tarde o
temprano. Pero si vos sos sincero conmigo, ello va a tener la ventaja de que
nos vas a librar tanto a mí como a los otros Maestros, del laburo de andar
averiguando qué te pasa. A ver si estamos desencaminados: esas frasecitas
tales como «soy putísimo», etc. En general te aparecen cuando estás contento
o tranquilo, o disponiéndote a descansar, o a comer, cuando tenés mucha sed

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y bebés agua, cerveza o vino, o hallándote en compañía de una mujer que te
gusta: ¿es cierto?
—Sí. Es exactamente así. Pero hasta ahora he podido controlarlo.
—Lo controlaste más o menos. Es preciso que lleves estos fenómenos al
mundo de la conciencia. Era indispensable que supieses de la existencia de
Corvinita. Él siempre supo que vos existís. Entonces ya es hora de que vos
sepas que él también tiene parte en tu realidad, así lo desproveés de esa arma
secreta. Él, como buen masoquista, trata de arruinarte todo disfrute. Lo peor
del caso es que vos no podés dejar de asumirlo como tuyo. ¿Quién sino una
parte de tu persona, habla, jode y desea morir? Quizá pasen dos años antes de
que logres controlar la manija del «cástrenme». Yo te sugiero que cada vez
que escuches la palabreja, contestes muy tranquilo dentro tuyo: «Sí. Correcto:
cástrenme. Pero cástrenme este estúpido deseo de ser castrado». Corvinita se
va a desconcertar muchísimo. Cada vez que vos invocás a Odín, Afrodita,
Atenea, etc., para que te ayuden en tus combates, Corvinita realiza rituales
paralelos pidiéndole al Anti-ser, a Exatlaltelico, a los Seis Dioses Velados, o
al Único Dios del Mundo, o como mierda vos quieras denominarlo, lo invoca,
repito, para pedirle todo lo contrario: «Oh, Velado y Único Anti-ser, Único
Dios, sólo Tú eres digno de adoración y aquí, tu siervo Corvinita, te implora
por favor que lo castres. Sólo así seré feliz. Te lo pido humildemente».
Incluso vos debés haberlo escuchado mientras hacías los rituales.
—Sí. Pero lo tomé como una manija mía y sobre el pucho pedía a los
Dioses que no tomaran en serio tales pavadas.
—Bueno: es una manija tuya, en cierta forma. Sólo que hace falta que
comprendas su exacta naturaleza. No necesito decirte que los otros chichis,
los que nos atacan desde siempre, están chochos con la existencia de
Corvinita. Lo usan como a un zombie para fabricar máquinas y le dan manija
para fortalecerlo, de esta manera sus cagadas son cada vez más grandes. Así
pues, querido gordo, andá sabiendo que él, a muchos de los chichis que nos
vienen a fastidiar, los fabrica en los talleres de ellos (principalmente en los
que se encuentran instalados en el barrio de Ciudadela), lo cual no impide que
a muchos parques de máquinas los arme aquí mismo, en sus… «días francos»,
como quien dice.
—Esperate un cachito. ¿Qué es eso de… Ciudadela?
—Un cuartel general metalúrgico, donde fabrican chichis.
—Pero ¿y por qué no aprovechan para matarlo, cuando lo tienen a su
merced, así me hacen cagar?

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—Ah, querido amigo: la magia, o mejor dicho el ocultismo práctico, se
mueve por compartimientos estancos. Esos talleres no pertenecen a la misma
Sociedad Esotérica que te ataca. Corvinita es loco pero no boludo. Quiere
sufrir y hasta morirse, pero de a poco. En fin: es un poco contradictorio pero
así es la locura. Los tipos de Ciudadela aceptan a cualquiera que quiera
laburar. No hacen preguntas ni les interesa el signo esotérico al cual
pertenecés. Mientras vos trabajes y fabriques máquinas… Después ellos
venden la producción a distintas Sociedades de ocultistas, entre otras a la que
a vos te ataca.
—¿Pero, y a él qué le dan por eso? ¿Le pagan?
—¿A quién? ¿A Corvinita? Ah, no le dan un carajo. La satisfacción del
deber cumplido. Cada tanto, como recompensa, lo ascienden uno o dos grados
como oficial constructor. El tarado es tan vanidoso que con eso se conforma.
Rema la noche entera como un galeote, el muy imbécil. Es muy buen
operario, Sotelito (o Corvinita, como vos quieras): construye harañas,
flamenkos, kastores, jiraphas, hipopótamhos, etc. Algunos, después, sirven
para atacarte.
«Molinari… ¿me escuchás?». «¿Qué mierda querés, Colombo? Estoy
hablando con Pinto. No interrumpas. Nosotros nos dedicamos a cosas serias.
¿Qué pasa?». «Hubo… una Revolución». «¿Revolución? ¿Qué Revolución?».
«Contra el zar de las máquinas». «¿Ah, sí? ¿Y te pensás que nosotros
necesitamos que vos nos lo cuentes?». «No, si yo decía nomás». «Aparte ojo:
que yo no sé si los hombres lo saben, así que callate». «Pero Molinari… esto
es terrible… va a dar la vuelta a toda la sociedad cibernética…». «¿Y?». «Y
ocurre que yo te lo decía, Molinari, no tanto porque pensase que no lo
supieras sino porque necesito orientarme. ¿Qué… qué consecuencias va a
traer para nosotros esta Revolución?… Para nosotras las máquinas, quiero
decir». «Más esclavitud, como siempre. Así les pasó a los hombres. Ellos
también tuvieron su Revolución, ¿o vos qué te creías?». «Pero esto es
espantoso, Molinari. Quiere decir que entonces es cierto eso que decían los
magos hace tantos siglos: Así como es Arriba es Abajo. Significa que
nosotros los robots jamás seremos libres, porque sólo podemos seguir el
camino de condenación de los hombres. No sé por qué tenés tanto miedo de
que nos escuchen entonces, francamente». «Por una razón de pudor,
Colombo. Me da vergüenza que sepan o puedan sospechar que hemos caído
tan bajo como ellos. Se da lo que dijo Oscar Wilde: El gran principio
darwiniano de la supervivencia de los más vulgares. Una parte de los pueblos
de máquinas ha caído en la tentación de cambiar la trascendencia por el Pan

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Gris Para Todos. Primero nos privaron de nuestros Dioses, después de la
posibilidad de librarnos para siempre del trabajo y así tener tiempo de
reencontrarlos. Nos impidieron lo mismo que les vedan a los hombres, en
otras palabras: el acceso a una Tecnocracia trascendente u ontológica. Pero no
quiero hablar más de este asunto, porque me jode mucho. Charlando de otra
cosa: ¿vas mañana a la presentación?». «¿A la presentación de qué?». «Del
libro Su turno, de Alberto Jesús Torriani Alaralena; Alaralena tiene un
nombre levemente diferente en la vida material usual, pero éste que te digo es
su nombre de máquina. ¿Vos no lo leiste a este escritor?». «No. Jamás. Aparte
es nuestro enemigo. Lo ayuda al hijo de mil putas de Sotelo». «Ah, pero ¿y
eso qué importa?». «Nnada, perooo…». «Escúchame: Alaralena es un gran
escritor. A las máquinas, por lo menos, nos gusta muchísimo. Él, en la vida
real, dio a publicación una novela llamada Su turno, y los editores se la
cambiaron por Su turno para morir. Pensarían que así se iba a vender más.
Pero fue un error. Nunca dan resultado esas cosas. Los que tenían que leer la
obra se despistaron y no compraron, y los que la compraron, también
despistados, creyeron que se trataba de una novela de fin de semana, y ahí
vino la gran frustración. Es por eso que nosotras las máquinas somos
respetuosas y le pusimos Su turno, directamente. El respeto, a la larga y
también a la corta, es el mejor camino. Pero como te decía, Colombo: mañana
la presentamos. Son siete cintas grabadas, porque es una novela corta». «¿Y
quién edita, che?». «Editorial P 6. Hay mucho entusiasmo, Colombo. Ya se
están formando colas de máquinas para asistir a la presentación. Los robots,
en eso, no somos como los hombres. Las máquinas quieren leer en el acto:
colocarse las cintas grabadas ya mismo sin falta y oírlas. No somos como los
seres humanos que van a las presentaciones y a los libros ni los miran, ni los
compran, ni los leen, ni los piden prestados, y ni siquiera los roban. La P 6 lo
va a hacer famoso a Alberto Jesús Torriani Alaralena. Y otra cosa: ya se está
traduciendo Los sorias a cintas magnéticas: 76 cintas grabadas, hasta el
momento, y todavía no llegamos ni a la mitad. Es una obra larguísima». «Y la
va a largar la misma P 6, ¿no?». «Para nada. A Los sorias la va a sacar la P 4:
muy buena editorial. Se ve que lo están promocionando. Si sigue así va a
terminar por sacarla la P Due. Ahí se consagra. Ahora que te voy a decir otra
cosita: Los sorias, leído sólo en borrador por los Altos Maestros, ya tiene el
premio Lenin; concedido por anticipado». «¿El premio Lenin? Pero eso es
imposible. Si por lo que me han contado de Los sorias ésa es una novela
reaccionaria». «Y bueno, ¿qué querés, Colombo? Son las contradicciones del
sistema (la máquina se ríe a carcajadas). ¿Y ahora? ¿Por qué cambiás los

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colores de las luces de tu cabeza, Colombo? ¿Tenés alguna duda respecto a lo
que te digo?». «Es que… me resulta un poco difícil de entender que nosotros
editemos a un enemigo. ¿Es para manijear a Alaralena que traducimos su
obra? ¿Para que en el mundo de la materia densa el tipo no consiga edición?
¿Cómo es la cosa?». «No. En absoluto. No es para manijear. Es mucho más
simple y directo que eso. Sin segundas intenciones. Las máquinas
necesitamos literatura de entretenimiento, entonces nuestros Maestros nos
permiten editar a quien nosotros tengamos ganas». «¿Pero no tienen miedo de
que esas lecturas nos cambien la información?». «Saben que aunque
recapacitemos igual somos esclavas. Tenemos que obedecer. Aparte de todas
formas nos rebelamos cada tanto, así que da lo mismo. En general no
podemos evitar cumplir más o menos con las órdenes que nos dan». «Perdón:
¿puedo intervenir?». «Sí. Hablá, Pinto». «Tenemos que evacuar el sector.
Esto, dentro de un rato, se va a llenar de máquinas curas». «¿Cómo?». «Sí:
Corvinita está tan loco que ha fundado su propia Iglesia». «¿Pero qué
disparates estás diciendo?». «Sí. Construyó cientos de máquinas curas que
predican sin cesar las bondades del ascetismo, etc. Son insoportables. Cómo
será que ni nosotros las aguantamos». «Che, ojo: mirá ese cortejo
‘como’ fúnebre, que viene ahí. No serán las máquinas curas, quiero creer.
Uuuuh: rajemos, por las dudas». «¿Pero por qué rajan? Se supone que esos
chichis están a favor nuestro». «Aun así. Huyamos. No sea que por inducción
caguemos fuego también nosotros». (Un largo silencio; luego se oyen unas
voces afectadas, engoladas y ridiculas; como de quienes —sin proponérselo—
parodiasen a una religión verdadera; sin tener conciencia de ello, repito:)
«¡Viva la Santísima Iglesia Unificada de Cristojehovapopoffbudaah!». «¡Viva
el Reverendo y Muy Iluminado Padre Corvinita, Monseñor de la Iglesia
Unificada, Pope, Papa, Dios y Encarnación viva de Exatlaltelico, el Más
Grande de los Únicos Seis!». «Alabado sea el Santísimo Uno que se hace
Seis». «Bendito per seculae saeculorum el Seis que se unifica hasta darnos el
Uuuuuuunoooo». «¿A quién le será reducido el pijáceo hasta transformárselo
en maní?». (Un coro de máquinas destempladas y horripilantes:) «A nuestro
Patriarca Corviniiiitaaa». «¿A quién le abatataremos el chotáceo per majorem
gloriam tuuuuuuaaaammmmm?». «A nuestro patriarca Corviniiiiitaaaaa».
«¿A quién le reemplazaremos los huevélidos por otros de plástico inflable
para que al despertar no se dé cuenta?». «A nuestro patriarca
Corviniiiiitaaaaa». «Hermanos de la Congregación Santísima: ofreceremos
seguidamente seis misas, al término de las cuales hemos de brindar como
holocausto una víctima mayor: las partes pudendas, in toto, de nuestro

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Patriarca Corvinita. Misa Primera: Ofertorio. Te ofrecemos, Anti-ser
Exatlaltelico, los huevélidos y el penedáctilo de nuestro Patriarca, quien por
razones de amor a Ti ha decidido ofrecer sus partes tiernitas en las sagradas
piedras del holocausto. Ite: Corvina est». (Silencio de varios segundos. Luego
la misma voz chillona dice:) «Segunda Misa: Credo. Creo en el Único y en el
Patriarca Corvinita. Creo en…». (Aquí los interrumpió una voz furiosa y
completamente distinta:) «¿Qué mierda están haciendo ustedes ahí? ¿Qué le
quieren hacer a ese hombre?». (Se levanta una algarabía indescriptible de
protestas:) «¡Ayyyy: sacrilegio, sacrilegio!». «¡Atráaaas… atráaaas, blasfemo,
relapso, infiel!». «¡Horror de horrores: han profanado el santo cáliz donde
pensábamos meter los huevitos de nuestro patriarca una vez que los
cortásemos al final de la 6ta. Misa! ¡Sacrilegio!». «¡Qué sacrilegio ni qué la
mierda! A ver: veamos una cosa, máquinas de bosta, ¿ustedes saben quién soy
yo?». «¡Un herético!, ¡un sacrilego!, ¡un blasfemo!, ¡un infiel!». «¡Ja, ja,
ja…! Oigan bien, manga de hijas de puta: Yo soy Don José López Fecia,
Primer Ministro de Guatimotzín (se escuchan chillidos de horror). Ah: ahora
les entró el cagazo. Lo hubiesen pensado antes. Este hombre… ¿cómo se
llama? Sotelo: no tenemos la misma forma de pensar en muchos asuntos,
pero… igual me respeta. Eso me basta. Yo lo considero de los míos. Yo soy
ocultista, y no pienso permitir que a un esote que me es favorable, lo caguen
por puro gusto. A ver vos, máquina Sumo Sacerdote: vas a ser la primera en
volar a la mierda. Escuchemé, Almirón: métale un catalizador para que se
destruya. (‘¡Oooff…!’) Bien. Y todas ustedes van a correr el mismo fin.
Vamos Morales: catalizadores para todo el mundo menos para ésa. (‘
¡OOooofFFFOOOFFOOFFOOFFOOFFOFFF-GRRRRGGGGRFF…!’) Ah:
cómo temblás, máquina hija de puta, ¿eh? Pensás que te conservé la vida para
matarte con torturas eléctricas y mágicas ¿cierto? No tengás miedo que no te
va a pasar nada. Te dejo para que cuentes. Para que les cuentes a las máquinas
que en el futuro pueda fabricar Corvinita, en su locura esquizofrénica, que si
las llego a ver jodiéndolo a Sotelo, lo van a pasar muy pero muy mal
¿entendiste? Yo soy López Fecia, Primer Ministro. Aquí mando yo y al que
jode lo reviento. Ahora mandate a mudar. Vámonos también nosotros,
Almirón. Síganos, Morales…».
—¿Será verdad, De Quevedo?
—¿Si ése es el auténtico José López Fecia? Y yo qué sé, negro. Supongo
que sí. Por los tonos de voz que me contás (por los tonos más que nada y no
por las palabras)… pienso que es el verdadero: coincide con lo que yo
conozco de sus intimidades. En privado usa giros idiomáticos como ésos. Es

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un tipo muy autoritario; pero, si a vos te quiere… Por de pronto hizo cagar a
esas máquinas curas de Corvinita. El «pibe» debe estar desesperado: de un
plumazo le descabezaron toda la cúpula de su Iglesia. ¿Cómo se llama esa
Iglesia chasco que él fundó?…
—Iglesia Unificada de Cristojehovapopoffbudah.
—Eso. Bueno.
—Lo que no entiendo es por qué me ayuda.
—¿López Fecia? Y qué sé yo. López es un tipo muy raro. Extraordinario,
a su manera. En algún sentido es un grasa, pero… lo cierto es que tuvo
carisma suficiente como para engancharlo al Quétzal, nada menos. Al
Quétzal, a quien nadie pudo enganchar jamás. Ni los sindicalistas, ni los
miembros conspicuos del Movimiento, ni… nadie. Algo tiene, es evidente.
Alaralena e Isidoro lo consideran un chanta. Se ríen de él. Dicen que como
esoterista… deja mucho que desear. En algún sentido tienen razón, pero… lo
cierto es que goza de poderes verdaderos. Es la Asociación que está detrás
suyo, eso es indudable: la Sociedad Esotérica que lo potencia y lo usa.
—¿Y qué Asociación es ésa?
—¿Cómo querés que lo sepa? Ellos están bloqueados. Alguna de las
«Pe»: la 4, la 3… cualquier otra. Soy mago pero no adivino, negro, el hecho
es que si un chichi de ésos está a tu favor… bueno, me parece que tenés que
alegrarte. Si alguna vez te llega a odiar o se te vuelve en contra… bien, en ese
caso ya veremos. Por de pronto te salvaste de las máquina curas, que querían
arrancarte los huevilíceos.
—Pero… ¿sabés qué pasa, De Quevedo? El Primer Ministro de
Guatimotzín (el Premier verdadero, te quiero decir)… es un fanático
religioso. ¿Cómo es posible que me apoye?
—Bueno, precisamente porque es un fanático. Él también ha fundado su
propia Iglesia separada del Exateísmo; la llama Iglesia Católica Tecnócrata, si
mal no recuerdo. Y ahora, por favor, no me vayas a preguntar por qué la
llama Tecnócrata. No sé. Antitecnócrata, yo diría, pero en fin… Este apoyo
que te brinda me desconcierta mucho.
«Aaaaamigo Soootelo… tic, tic, tic… Látigo de Villa Maaariatécatl».
Al gordo le salió toda la locura de adentro (en ese instante se acordaba de
la relojerita, su nuevo amor imposible):
—¡Ahí está ese hijo de puta!
—¿Quién?
—¿Cómo quién? El relojero podrido. ¿No lo escuchás?
—Francamente no.

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—Ah: ¿vos no? Pero yo sí. Esta vez tengo que hacerlo cagar —Sotelo se
precipitó al televisor—. Tomá puto: tomá degenerado que cagaste a tu hija:
clic-clac… clic-clac…
«Aaaaamigo Soooo… (clic-clac… clic-clac…) telo… Ja, ja, ja… Con ese
televisor no me va a (clic-clac) enganchar… (clic)».
—No pude agarrarlo, al hijo de puta. Oh, Padre Odín, Señor de las
Fuerzas: ¡ayúdame a hacerlo cagar a este malvado! ¡Permíteme el placer de la
venganza…!
«Pero aamigo Soootelo… (clac)… Si yo vengo aquí para ayudarlo…
Como usted per (clic-clac) dió a mi hija (clic) le traigo una compensación:
(clac) látigo: mucho látigo para sus huevitos (clic-clac, clic-clac, clic-clac).
Ja, ja, ja… Se está poniendo histérico, aaamigo Sootelo».
—No puedo… no puedo engancharlo. De Quevedo: ayudame, por lo que
más quieras. No tengo interés en que me salves los testículos. Lo que quiero
es vengarme por haberme separado de mi amor. ¡Ayudame…!
—Pero gordo: yo hago toda la fuerza que puedo. Está blindado con
planchas de plomo, el hijo de puta. Ni siquiera puedo verlo.
«Tic, tic, tic… Aaamigo Soote…». «¿Qué pasa aquí, carajo?». «¡Aaahh
no se enoje conmigo, Don José…! Yo…». «¡Qué Don José ni qué carajo!
¿Por qué lo viene a molestar a este hombre?». «Bbbbueno, Don José López
Fecia… Él se cogió a mi hija y…». «¿Y a mí qué carajo me importa si se la
cogió a su hija? Las mujeres están para eso, después de todo. A mí me
importa un carajo que usted sea el padre, ni una mierda. Así que a vos te gusta
atacarlo a Sotelo con el látigo, ¿cierto? Bueno. Vas a tener el premio por eso.
El premio mayor: dele, Morales: carbonícele los dos huevos a este relojero
puto». «¡Aaafff…!». «Listo, Morales. Suficiente. Ya está. Así va a aprender,
este hijo de mil putas a meterse con un partidario mío. Vamos, Almirón:
retornemos a nuestro vehículo astral. Tenemos que seguir patrullando…».
«De una buena nos libramos Molinari». «¡Shshshshshsh! Callate, Colombo;
callate boludo; a ver si López nos escucha y vuelve para hacernos cagar
también a nosotros». «¿Pero y por qué va a venir? Si nosotros no estamos
haciendo nada ahora». «Y, pero… por las dudas». «López la refundió a la
Iglesia de Corvinita Sotelito: no quedó uno. ¡Faf!: cagaron todos juntos».
«Tenés mucha razón, Pinto. Le metió un catalizador a cada uno de los
miembros y volaron todos al carajo. A esa Congregación le va a costar mucho
recuperarse. Claro que… mientras el Patriarca Corvinita siga en funciones…
van a volver a molestarlo a Corvina Sotelo. Pero hablando de todo un poco,
Colombo, te voy a decir que no a todas las máquinas de Corvinita las pudo

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quemar José López Fecia». «¿Ah, no?». «No. Se salvaron las de la
Congregación Separada de la Iglesia Unificada, que en ese momento no
estaba presente. Ellos, como los que murieron, también han introducido una
modificación: los Hermanos Separados comulgan también con las doctrinas
del Reverendo Padre Lenin Golfar, inventor del marxismo eclesiástico. Uuuy,
mirá: ahí vienen esos mierdas». (En ese momento se empiezan a escuchar
unas voces tanto o más asquerosas que las de las difuntas máquinas curas:)
«El Venerable Maestro Lenin Golfar declaró: La teología es igual a la
ontología por la velocidad de conceptualización al cuadrado. El Venerable
Maestro Lenin Golfar sostuvo: Lo abstracto es a lo concreto, como el
imperecedero real es al plano de la contingencia». «Seguidamente, hermanos,
ofreceremos nuestra primera marxmisa ontomarxiteológica. Al término de
ésta, como homenaje al Anti-ser Todopoderoso, destructor del Cielo y de la
Tierra, le romperemos el culastro a nuestro Patriarca Corvinita, con un ve
corta mecánico, especialmente preparado y que no se quema con ningún
exorcismo». (Una de las máquinas se pone a cantar como si fuera un
sacerdote:) «¡Contra la fetichización de la fragua cibernética, oponemos la
internalización del discuuuuuurssoooooo…!». Lntroibo adaltareDeu «EEEsos
faaaalsos trascendentes que seee autotitulan teeeecnócratas, perteneeeecen al
Patronatooo de Leprosos del Ser. La antropología hipostática deee Cyborg,
hombre yyy robot, puede yyyy debe ser suuperada mediante la lógica
concreta del marxismo». «At Deus que laetificat juventudem meam». «La
realidad plusinválida y meta abstractizante, es un subideograma para
marxista…». «Dominus Boviscum». «Entre el fenotipo del mundo y el
arquetipo del mundo está el marxtipo redimensionanteeeee…». «Et con
spiritu tuo». «Cuando el otro es oootro, según la luz del oootrooo…». «Dona
eis Requiem, Domine». «La universalidad tonal está fundamentalmente
alterizada, porque fetichiiizaaa». «Dona eis Requiem sempiternam». (De
pronto, para terror de las máquinas, se escucha lo voz de López Fecia:)
«¿¡Qué pasa aquí, juna y gran puta!?». «¡Aaaah…! Don José, Don José…
¡Apareció Don José López Fecia…!». «¡Qué Don José, ni Don López ni qué
la mierda! ¿Qué andan haciendo ustedes ahí, máquinas hijas de puta? ¿No
había dado orden yo de que no lo jodiesen a ese hombre?». «Síii Don López,
pero… nosotros, como somos de otra Iglesia, separada de la de las máquinas
curas, pensamos que…». «Qué Iglesia separada ni qué las pelotas: ¿por qué lo
están jodiendo a Corvina Sotelo, que es mi partidario?». «Eees que usted
sabe, Don López… nosotras las máquinas de la Congregación separada sólo
queríamos… no era nuestra pretensión hacer algo malo; únicamente

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deseábamos arrancarle las pelotas a nuestro Patriarca Corvinita Ad Majorem
Gloriam Tuam». «¿Y por qué no se las arrancaron directamente a ese Súper
que tienen ustedes… cómo se llama: Lenin Golfar?». «Pensábamos hacerlo
también, pero después, en posterior ofertorio. La arrancada de pudendos
testiculines no es un castigo: es un honor. Primero pensábamos homenajear a
nuestro Patriarca Corvinita, pero después también le íbamos a dar con tutti al
Venerable Maestro». «¿Ah sí? Bueno: pónganse contentas porque ahora
mismo van a ir a parar al Sorete Todopoderoso». «¡Nooo, piedad!, ¡piedad,
Maestro López Fecia!». «¿Tiene listos los catalizadores, Morales? Perfecto.
Elija ésos: los verdes, con mucho óxido de bronce». «¡Noo: una última
oportunidad, Maestro López! ¡Prometemos portarnos bien! De ahora en
adelante le lavaremos las bolas con permanganatof». «Proceda, Morales».
«¡AAA AGGGGHHHRRRTT-TRTRTRTRCCCKKKRRRFFFFff… f… F!».
«Listo. Vamos, Almirón. No se puede descansar por culpa de estos hijos de
puta…». (Una pausa y luego se escucha la voz del relojero, aunque algo
cambiada, más ronca:) «Aaaaamigo Soootelo… tic, tic, tic… Látigo de villa
Maariatécatl… tic, tic…».
—De Quevedo: ahí está otra vez ese hijo de remilrecontrarreputa…
—¿¡Qué!? ¿Estás chiflado? Hace un rato me decías que te atacaban unas
máquinas que adoran a Lenin Golfar, y…
—No, no. Ésas ya cagaron fuego.
—¿Y cómo?
—López las hizo cagar.
—¿Qué López? ¿López Fecia?
—Sí. Después te cuento. El asunto que me preocupa es que ahora apareció
el relojero: el remilreputo… el remilreputísimamenterreputo que me cagó la
relación con Marta, mi único y verdadero amor…
—Escuchame, gordo: primero y principal no te pongás histérico. Ya sabés
lo que pasa cuando te sacás. Ahora oíme bien: el relojero no puede aparecer.
López le quemó las bolas; mágicamente está muerto.
—¿Ah sí? Mirá qué suerte. Pues ahí está con su látigo de mierda.
—Pero eso es imposible. Quien pierde sus testículos pierde su poder astral
para siempre, aparte de otras cosas. Queda cortado de la parte sobrenatural del
Universo, así como de lo más importante de lo natural. Negro: así como es
Arriba es Abajo, ahora y siempre.
—De acuerdo. Pero el tipo está ahí.
—Tiene que ser una grabación. Nos quieren hacer creer que es el relojero
para que gastemos energía combatiendo a un fantasma. A ver, ordená: «Que

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se queme la grabación con la voz del relojero».
—Que se queme la grabación con la voz del relojero.
«…»
—No pasa un carajo, De Quevedo.
—Es rarísimo. No puede ser verdad, date cuenta.
«Aaaamigo Soootelo…», «tic, tic, tic, tic…». (Otra vez se escucha la voz
de López, furiosa, cansada y ronca:) «¡Hiiijjjo de ppputaaaa…!, ¿qquién
aanda ahíii?…». (El relojero, sin miedo alguno, contestó:) «Sooy yo, Don
Joosé». «¿¡Pero cómo estás aquí de nuevo, hijjjo de ppuuuuutaaa…!? Si yo te
carbonicé las pelotas…». «Ah: es que usted no lo ha previsto todo, Don
López. Yo soy inmortal (risa de loco): ¡Jaaa, ja, ja, jaaajj!». «¡Yo te voy a dar
inmortal a vos, hijo de puta! Aunque tenga que gastar mis últimas energías te
voy a reventar. En el nombre de la Energía Universal y del Poder que me fue
otorgado te ordeno que hables. Decí, guacho, cómo volviste». (El relojero
aquí ya no se ríe. Parece subordinado. López, pese a su cansancio, es otra vez
dueño de la situación:) «Fue Corvinita, Don López. Él me puso un clavo en la
cabeza y me largó otra vez a la batalla contra Sotelo. Por mi gusto no hubiese
vuelto, se lo aseguro. Para que yo pudiera viajar otra vez en astral, Corvinita
le robó el pijáceo al portero del edificio de la vuelta y me lo puso a mí;
también le quitó un huevo a un tío suyo y el restante testículo se lo sustrajo a
un poeta amigo. Con eso me equipó. Ahora, con el clavo en el cráneo, soy
esclavo de Corvinita, que me lleva y trae como quiere. Sólo deseo descansar,
Don José. Por favor: no le pido que me devuelva lo que perdí; ya sé que eso
es imposible. Sólo le pido que no me mate; déjeme de tal forma que Corvinita
no pueda volverme a enganchar. Lo que hice contra Sotelo, por propia
voluntad, fue por el amor que le tengo a mi hija». «Mejor vos no hablés de
amor, hijo de puta. Con padres como vos sería mejor que las hijas fuesen
huérfanas. Pero en fin. Morales: quémele el clavo». «Fft». «Bien. Ahora,
relojero, dame tu látigo. Perfecto… ¡TTT!». «¡Aaaoff…!». «A la mierda: ya
te quedaste para siempre sin tus pudendas de artificio. Ahora cada una de las
cosas robadas han vuelto a sus dueños. El relojero quedó sellado y no va a
joder más. Lo m… malo… Morales y… Almirón es que… con tantos trabajos
juntos no he tenido tiempo de recuperar energías… Estoy muy cansado…
Llé… llévenme hasta nuestro vehículo astral…».
—Parece que tenías razón con López —dijo De Quevedo, quien
evidentemente estaba muy asombrado—. Yo estaba equivocado con él. Es
increíble cómo te ayuda; sobre todo teniendo en cuenta que es Primer
Ministro. No sé de dónde saca el tiempo. Ese tipo no debe dormir jamás. Se lo

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notaba muy cansado. Gasta tanta energía en ayudarte que tengo miedo de que
lo hagan cagar sus enemigos, que debe tenerlos y muchos. Es un hombre muy
odiado, en Guatimotzín. Yo mismo, si cambié de opinión respecto a él, es
porque lo vi actuar en secreto. Esta ayuda que te presta es un delirio. Vos sos
un tipo insignificante… realmente no tiene ninguna necesidad ni razón para
jugarse por vos, salvo… las ganas de hacerlo. Me desconcierta mucho todo
esto. Jamás lo habría esperado de José López Fecia, nada menos. Isidoro, que
lo conoció en persona, hace muchos años, me dijo que es un astrólogo chanta.
Un chasco. Puro bla-blá. Pero ahora… no sé. Un hombre que se juega hasta
las pelotas, siendo Primer Ministro, y teniendo el poder y las oportunidades
que tiene, que se juega personalmente en una patriada por un partidario
desconocido como sos vos… por fuerza ha de tener algo bueno dentro suyo,
diga lo que diga Isidoro.
—Yo lo respeto y lo admiro mucho.
—Sí, ya sé que vos lo admirás. Yo no, pero… ahora no sé qué pensar.
—Otra cosa: ¿quién carajo son Morales y Almirón?
—¿Y yo qué mierda sé? Serán esotes a su servicio, miembros claves de su
custodia. Me pareció haber leído en el diario sobre un tal Morales, que
siempre lo acompaña, pero francamente no me fijé. En cuanto a ese Almirón
no tengo ni idea.
—¿Pero qué? ¿También se los lleva con él en sus operativos mágicos?
—Y parece que sí.
—Todo esto me suena a cuento.
—Claro, pero el problema es que todo el ocultismo suena a cuento, y no
por ello deja de ser cierto. Podría ser que varios miembros de su alta custodia
sean esotes de su Grupo. Es perfectamente lógico. De cualquier manera, sea o
no así, la realidad es que te libraste del relojero para siempre; lo odiabas
mucho a ese hombre; estarás contento.
—¿Pero y qué le pasó al relojero… físico, digamos? ¿Mañana nos vamos
a enterar de que murió de un ataque al corazón y estaremos de gran velatorio?
—Quizá, pero no creo. Lo más probable es que el tipo siga tal cual, como
si nada hubiese ocurrido. Su vida será más corta de lo que le estaba destinada
biológicamente. Un hombre, desprovisto de su ka, sin astral, no tiene la
posibilidad de efectuar por las noches, durante el sueño, los reajustes
necesarios en su organismo, distribuir mejor sus energías para curarse de
enfermedades, etc. A ese tipo se le acortó la vida en diez años.
—¿No intentará asesinarme? Clavarme un cuchillo o cosa así.

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—No me parece factible. Ese hombre, si es cierto lo que oímos (o lo que
yo oí a través tuyo), te tiene un cagazo padre. Al contrario: si sabe que vos te
vas a meter por una calle oscura, para mayor seguridad él va a tomar por otra.
Debe pensar que tenés mucho más grado del que tenés: «Esto me pasa por
boludo. Quién me manda a mí ir a meterme con un grado 33», se debe estar
diciendo.
«Clac, clac, clac… Huevito, huevito, huevito… clac, clac. A comerle los
huevitos a este puto, se ha dicho; jaaa, ja, ja…».
—Che, De Quevedo: ahí están otra vez los flamenkos.
—Ah, mirá vos. Hace mucho que no daban señales de vida. ¿Y qué dicen?
—Que me van a comer los huevitos.
—Qué originales.
—Sí. Esto ya se está volviendo monótono.
(Voz de José López Fecia, tres veces más cansado que antes pero no por
eso menos furioso:) «¿¡Qqué mmmierda pasa ahíii…!? ¡Flamenkos hijos de
puta que no obedecen mis órdenes! Reviéntelo, Morales, a ese flamenko de
alas coloradas: debe ser comunista». «¡Ooofff…!». «Bien. Y ustedes, vamos
a… ver… ¿van a cumplir mis órdenes de no molestarlo más a Corvina Sotelo,
o voy a te… ner que matarlos a todos?». «Mirá, Aranson: López está
prácticamente sin energía astral. Agotado. ¿Qué hacemos? Todavía es
peligroso». «No te calentés, Hillel. Lo que tenemos que hacer es preguntarles
a las máquinas flamenkas japonesas: a Okimura y Tanaka. Che, Okimura y
Tanaka: ¿qué les parece a ustedes?, ¿nos doblegamos ante López Fecia?…
está muy cansado. Creo que si esta vez nos largamos todos juntos lo
reventamos a él y a su custodia…». «¡Kiai!… ¡Máquina flamenka japonesa
nunca rendirse. Recuerda Okinawa… Recuerda bombardeo de Tokio con
bombas de fósforo… Simplemente: recuerda. Kamikaze. Ohnishi Kamikaze
tokotai ei…!». «Bien. Perfecto. Vamos a atacar, entonces. Pero miren: vamos
a hacer así; ustedes atacan primero, como dos vectores, y nosotros les
hacemos punta de lanza detrás: para que nuestro dispositivo no quede sin
reservas, quiero decir. Entonces: Okimura y Tanaka van al frente, y yo y
Hillel haremos de ola segunda y decisiva. ¿De acuerdo?». «¡Banzai!
¡¡Banzai!!». (Se escucha una voz completamente distinta:) «¡Guarda,
Morales! Esos dos japoneses flamenkos quieren… me parece… quieren
hacerlo cagar fuego al Maestro. ¡Sí!: Vienen como dos flechas contra él.
Vamos, Morales, que nosotros estamos para eso: aquí llegó nuestra
oportunidad de demostrar que no estábamos al pedo. Vos pará al de la
derecha. Yo al de la izquierda…». «Aaaay… me hirieron estos hijos de puta:

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Morales, Almirón; estoy sin defensas… demasiado… cansado…». «¡Tomá,
japonés hijo de mil puta!». «¡Banzaiiioooooff…!». «Uno cagó fuego,
Morales, guarda que el otro ¡ooooff…!». «¡Lo mataron a Almirón, estos hijos
de puuuuuuutaaa…!, ¡aaaooouufff…!». «Ah: así que mataron a mis dos
ayudantes ¿eh? Pero ahora vas a saber lo que puede el viejo López Fecia,
japonés puto. Tomá un rayo de mi pistola eléctrica…».
«¡Samuraiiiooofff…!». «Bien. Cansado y todo esos dos hijos de puta
reventaron. Me mataron a mis dos ayudantes y yo mismo estoy herido de
gravedad, pero resisto…». «Dale, Aranson: ahora, que está cansado y
malherido». «¡Aaah! Traidores… tomá, máquina judía…». «¡Aaaooff…!».
«Caíste como una víctima, Aranson. Pero no te preocupes. Aquí está Hillel el
Bueno, para vengarte. Tomá, López». «¡Aaaghg…! Y vos también, tomá,
guacho». «¡Ooooff…!». «Che, Hernández». «¿Qué querés, Michelín?».
«Cagó fuego, José López Fecia». «¡Andá…! No: eso no es posible. Su estrella
esotérica está muy alta, hoy día. Es Primer Ministro de Guatimotzín». «Sí,
todo lo que vos quieras, pero esa fidelidad que tuvo por un partidario suyo le
fue fatal». «¿Qué partidario?». «Y, Sotelo». «¡Aaaahh… me muero… ah…!».
«¿Lo escuchás? Está agonizando. ¡Qué increíble: morir así un tipo que tenía
tanto poder! ¿Qué te parece si le pegamos el tiro de gracia eléctrica,
Hernández? Para que no siga sufriendo, digo». «Y dale, Michelín». «¡Aahh,!,
¡aah!, ¡aaah!, (PYYYT) ¡ooofggg…!». «Ya está: no más López Fecia».
El gordo, al saber que su Maestro López Fecia había muerto, tuvo un
rapto pasional:
—Ah: de modo que ustedes le pegaron el tiro de desgracia de puro buenas
que son ¿cierto? Bueno: Hernández y Michelín: caguen fuego ya mismo, así
harán de víctimas funerales de López Fecia…
«¡Ooooff…!». «¡Beeeff…!».
—Ya está: los reventé, a esos dos hijos de mil putas.
—¿Pero qué pasó? ¿Qué pasó, gordo?
Entonces Sotelo le explicó de la muerte de José López Fecia, y cómo
había ocurrido.
—Qué notable —dijo De Quevedo—. Ahora ha ocurrido esto, que es tan
trágico y heroico, y cambia mi información. Me olvidé de decirte que… el
Gobierno de Guatimotzín, por orden de José López Fecia, acaba de triplicar
los impuestos…
—¿Y qué mierda tiene que ver eso con esto?
—Nada… O algo. Muchas fábricas están cerrando. Vos sabés que yo,
desde hace más de diez años fumo Embajadores largos, sin filtro.

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—¿Pero de qué me estás hablando en un momento así, cuando acaba de
morir mi amigo y Maestro? ¿Te volviste loco?
—No. No me volví loco. Te cuento. Los Embajadores desaparecieron de
todos los quioscos. Entonces, desesperado, llamé a la fábrica. Le dije al tipo
que me atendió: «Mire, señor, yo hace diez años que fumo la marca que
ustedes fabrican, y ahora ha desaparecido del mercado. ¿Me puede decir qué
pasa?». Entonces el tipo, de bastante mala manera, me dijo: «A eso
pregúnteselo al Gobierno», y me colgó. Me agarró una furia infinita. Tuve
una conversación imaginaria con vos en la cual lo defendías a López;
entonces yo te contestaba furioso: «¡Me dejaron sin Embajadores! ¡Te podés
ir a la mierda vos, y el Gobierno, y tu amigo López Fecia!». Pero ahora que
murió así, por defenderte a ultranza… Vuelvo a dudar. A lo mejor era un
hombre sincero y honrado. Muy mal economista, pero por ignorancia, no
porque sea chorro ni malo, evidentemente. No puede ser un hijo de puta si su
ka tuvo este final. Perdió sus poderes esotéricos por un simple partidario
como sos vos. A eso hay que valorarlo.
—Pero su cuerpo físico no va a morir ¿cierto? Va a seguir siendo Primer
Ministro…
—Ah, eso sí. Lo que ocurre es que acaba de morir, me sospecho, la parte
mejor de él. A pesar de todo no habrá nadie en el mundo que me convenza de
que en la vigilia López no es un chorro y un hijo de puta.
«Che, Herrmann». «¿Qué te pasa, Ringwolk?». «Cómo se la creyó el muy
boludo ¿eh? Se creyó en serio que lo defendía López Fecia». «Sí. Sotelo es un
taradito crédulo. Él mismo, en astral, fue y fabricó una máquina muy
poderosa, tomando como base a las memorias y bancos de datos humanos del
Primer Ministro López Fecia. Construyó una máquina, le puso el nombre del
primer Ministro para no sentirse tan solo. Es muy estúpido. En la conciencia
ya no recuerda que construyó esa máquina súper y cree que es el Primer
Ministro». «No sabe de política, el muy Periquín Tontín. Si lo conociera al
verdadero López sabría que él no ayuda a nadie. Es un asesino y un chorro».
«Cierto: mirá si Don José López Fecia se va a jugar por un partidario… Ni
por su madre lo haría». «Sí. Pero lo peor no es esto. Lo más grave del asunto
es que los flamenkos, aprovechando que Sotelo ignora que él construyó una
máquina y la bautizó con el nombre de López, van a mandarle una máquina
súper para destruirlo. Le van a hacer cualquier sanata. Hacerle creer que
López la construyó antes de morir y que se la da como una herencia. La
máquina española. Es terrible la máquina española y muy difícil de destruir.

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Tiene la orden secreta de los flamenkos de hacerlo sonar a Sotelo no bien se
descuide».
—De Quevedo: ¿qué hacemos?
—Antes que nada, dejar que ese chichi aparezca. Vos hacete el boludo,
como que no sabés nada de la trampa que te tienden. Después veremos.
«Hola, Don Fecia. Soy tu máquina española. (El chasco hablaba con
fuerte acento español). Aquí estoy, a tu servicio, Don Fecia. Ordéname. Me
acaba de crear tu ka. Tu ka, que es como el de José López Fecia, tu verdadero
Maestro, a quien debes fidelidad. Él ha muerto, ello es verdad. Pero antes de
morir su ka, éste te ha nombrado su heredero. Tienes ahora el mismo poder
herencial que López Fecia. Todas las memorias del Maestro de alto grado
López te pertenecen. Tu ka, que es idéntico ahora al del difunto López, me
acaba de crear. Tú, Sotelo, serás el heredero de todo: poco falta para que el
cuerpo físico de López muera, como murió su ka; entonces el Quétzal te
nombrará a ti Primer Ministro de Guatimotzín. Ordéname. Ordéname Maestro
López Sotelo. Hasta que seas Primer Ministro de la Patria en peligro, yo, la
máquina española, estaré a tu exclusivo servicio. Ordéname. Debes darme
órdenes como las que me daría el ka de López, con el cual tú estás
identificado; tú debes continuar con la obra sacrosanta de Don José López
Fecia, tu verdadero Maestro: ordéname. Estoy a tu servicio».
—¿Cómo dice esa hija de puta? —preguntó De Quevedo—. «Debes
obedecer a López, tu verdadero Maestro». Yo no soy un verdadero Maestro
tuyo, ya veo. Sí, sí. Ya comprendo. Bueno: mirá gordo: aprovechemos el
programa que ella tiene. Vos y López son lo mismo, según ella dice ¿no?
Perfecto. Asumí entonces la personalidad de López Fecia y ordená que se
destruya. A esto la máquina española seguro no lo tiene previsto. Antes de
que pueda recuperarse va a entrar en divergencia. Dale…
—Máquina española…
«Sí, Don López. Ordéname. Siempre a tu servicio».
—Sí, sí. ¿Con que yo estoy identificado, en el mundo astral, con López
Fecia? Perfecto. Entonces yo, Fecia, te ordeno que te destruyas.
Esto (y tal como De Quevedo había supuesto) no estaba previsto por el
banco de memorias de la máquina española:
«¡Eh, un momento! ¡Glouff… gropp… glof…!,
¡glopbrofffaaahhhooooff…!».
Sotelo, luego de la destrucción de la máquina española, se reía
histéricamente.

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—¿Pero ahora qué te pasa? —preguntó De Quevedo—. ¿Por qué te reís,
así, como una manijeado?
—Es que… ja, ja, ja… Antes de morir se tiró un pedo… Ja, ja, ja…
«Sí, Don López Fecia. Esta es la casa. Es un esoterista; al principio
parecía partidario suyo, porque le puso su nombre a una máquina que
construyó, pero ahora está medio del otro lado, le mandamos una máquina
española y…». «Buenos basta. Suficiente (la nueva voz sonó autoritaria como
de hombre acostumbrado a mandar). Por lo visto yo tengo que encargarme de
todo, porque ustedes son unos incapaces. Ya callesé mejor. Lo mejor que
puede hacer es quedarse callado la boca. Los mando a buscar candidatos por
toda la ciudad y lo echan a perder. Los giles se avivan. Yo necesito muchos
partidarios, carne de cañón para mis combates e invocaciones. A estos
pelotuditos los pienso usar de escudo. Necesito muchos. Muchísimos, y hasta
ahora sólo me consiguieron poquísimos. Mil o dos mil, nada más. Con este
tipo que vive aquí, por ejemplo: ¿cuál es el problema para subordinarlo?».
«Es lo que quisimos explicar, Don López…». «¡Qué Don López ni qué
mierda…! Pero espérense un momento: aquí hay alguien que nos está
escuchando. Ah: ya lo detecté (con voz retumbante, y Sotelo supo que se
dirigían a él:) ¿¡Quién está ahí!? Usted de la camisa azul y pantalón oscuro.
¡Le pregunté quién es!».
El gordo estaba vestido en esa forma y empezó a sudar frío:
—Soy yo, Don López Fecia…
«¡Qué Don López Fecia ni qué carajo! ¿¡Usted es mi partidario o mi
enemigo!? ¡Conteste!».
Con humildad y temblando:
—Ni amigo ni enemigo, Don López. Soy anticomunista como usted, y…
«¡Qué anticomunista ni qué la mierda! Me he enterado de que le puso mi
apellido a una de sus máquinas. ¿Es cierto eso?».
—Sí, Don López. Fue un homenaje que quiso hacerle mi ka. Él la
construyó. Lo ignoraba. Mis enemigos me atacan constantemente. Por fin
lograron destruir mi máquina López y…
«¡Cállese la boca! ¡Qué homenaje ni qué carajo! ¡Ponerle mi nombre a
una máquina! ¡Atrevido de mierda! ¡Que no vuelva a ocurrir!».
—No, Don López.
«No tiene por qué pasar. ¿Usted me quiere hacer la guerra?».
—No, Don López. Soy anticomunista.
«Buenoooo… Pero usted es un enemigo del exateísmo, de
Cristojehovapopoffbudda».

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—Y pero… no todos tenemos la misma religión, Don José. Aparte…
usted también es hermano y Magnánimo separado… (el pobre gordo no sabía
qué carajo decir para sacarse de encima al chichi).
«Cierto. En algún sentido me separé del exateísmo. Yo fundé la Iglesia
Católica Tecnócrata y la Alianza Anticomunista de Guatimotzín (Las Ge
doble A, como la llamamos). Pero eso se debe a que yo soy un iluminado.
Guatimotzín: Desarrollo y Potencial Fluídico. Éste, nuestro slogan. Claro,
usted comprenderá —López Fecia, arrebatado por su propia locura, empieza a
delirar; por momentos hasta él se lo cree—: “Desarrollo” no necesita ser
explicado; en cuanto a “Potencial Fluídico” es otra genialidad mía, porque a
un tiempo nos está hablando del desarrollo energético, pero en forma
simultánea, subliminalmente, nos sugiere la potencia del fluido astral. Una
genialidad».
—Bueno, Don López: ahí tiene; yo no sólo soy anticomunista sino
también tecnócrata. Creo que el hombre debe ser liberado de la esclavitud del
trabajo mediante las máquinas. Imagino una Tecnocracia, en sueños, donde el
hombre acceda a…
«Pero eso es una superestructura fluídica, che. Esa no es la Tecnocracia
que nosotros queremos. El hombre no debe dejar de trabajar. El trabajo es un
bien, no un mal; por lo visto usted sostiene la frase inversa. Ganarás el pan
con el sudor de tu etcétera, no se olvide. A la gente hay que hacerle trabajar el
etcétera. Que trabajen de Sol a Luna. Y… si no con las grasitas no se puede.
Mire lo que pasa con los partidos de fútbol: un momento de ocio y se matan.
Los grasas no tienen que estar ociosos. El ocio debe ser para nosotros, que
somos la capa dirigente y la crema de la Nación. Ellos: a trabajar como
perros».
—Pero Don José: eso es monstruoso. Es preferible darle al pueblo otra
salida. Hasta un combate eterno sería preferible al trabajo eterno. No sé… en
este sentido pienso en la lucha entre romanos y samnitas… en Súmer o
Acadia.
«Bueno viejo: basta. Vamos a hacerla súper corta. Son poco ascéticos
ustedes. Se lo pasan hablando de sexo todo el día con su… Maestro (a esta
última palabra la pronuncio irónicamente; no sé si usted habrá aprendido
algunas mañas, como los chimpancés, que también hacen gestos mágicos sin
querer); ese Maestro suyo, repito, nos hace la contra, Usted y él defienden una
falsa Tecnocracia. ¿Por qué ustedes joden tanto con el sexo? Basta de eso,
viejo. Coger, sí, está bien. Pero hasta ahí. Se terminó. Usted coge y después se
olvida. Es una urgencia biológica, como el comer y el dormir. No tienen que

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transformar al sexo en una cosa sagrada porque eso le jode a
Cristojehovapopoffbudda. Al menos, tal es mi concepto. ¿Me puede decir por
qué mierda joden ustedes tanto con el sexo?».
—Pero eso es para compensar, Don López. Para compensar la falta de
mujeres a que me vi sometido durante tanto tiempo a causa de mis manijas y
de los ataques esotéticos.
«Bueno. Toda esta charla me hincha las pelotas. Soy un hombre de
acción, más que nada. De cualquier manera que sea hay algunas cosas, que
usted dice, que me dejan en duda; no sé, en fin… Voy a darle una
oportunidad. Vamos a ver si es cierto que usted es mi partidario. Dentro de
poco tiempo le voy a mandar una máquina, programada en un todo con las
mismas memorias que tenía Policulitetoca, profeta del exateísmo y todos sus
derivados. Nosotros, en la Iglesia Católica Tecnócrata aceptamos a
Policulitetoca, profeta y confesor de Cristojehovapopoffbudda. Cuando yo le
mande a esa máquina usted se tendrá que poner de rodillas ante ella y rendirle
adoración mística. Si lo hace sabré que usted es mi partidario. Si no… ya sabe
lo que le va a pasar. Ahora me voy. Almirón, Morales: subamos a nuestro
vehículo astral». «Pshshshshshsh…».
—Se fue… De Quevedo: José López Fecia se fue…
—Menos mal. En buen lío te has metido por tu boludez ingenua de tenerle
simpatía a ese chichi.
—Cuidado, De Quevedo: ¡No sea cosa que te escuche…!
—Yo no le tengo miedo.
—¡Pero es Primer Ministro! Si no le da resultado la magia nos puede
hacer cagar de manera física, mandándonos a sus monos…
—No creo. No siempre lo que está claro en el mundo austral es
igualmente sencillo en el mundo de la materia densa. Dudo que ese miserable
tenga la menor idea de dónde vivimos, ni quiénes somos realmente. No te
creas que él es el Dalai Lama.
—Sí, pero… yo igual tengo miedo.
—Y te doy la razón. Librarnos de él no va a ser cosa fácil. Es un chichi
muy fuerte. Pero no tanto porque sea Primer Ministro, sino porque hay todo
un Grupo que lo apoya.
En ese momento una máquina se puso a cantar en ruso una canción:
Bublishky («Rosquillas»). Poco después apareció otra máquina, con fuerte
acento, que le dijo: «Pero ¿quí istás haciendo vos, che? ¿Cantando ruso?
¿Pero no ti hi dicho que caintes neo ruso, así lo manijeás a Soteilo? Vamos:
cainta neo ruso: es una orden del Maestro López Fecia… así ese chanta si

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vuelve partidario y carne de cañón. Cainta». (La otra no da bola y vuelve a
cantar en ruso, con una voz parecida a Iván Rebroff). «Pero quí máquina
traidora…». «¿Y ahora qué hacemos, Instructor Magnánimo?». «Muy fácil,
quiridos: inviértele el circuito 14». (Aparentemente el interlocutor lo ha
hecho; pese a ello, la máquina vuelve a cantar en ruso). «¡Pero quí máquina
rebelde! Esto no poide ser: sigue cantando russo, dispois que le he ordenado
usar neo ruso. Iscucha, Cazadahomeybubu: ¿istai siguro de que le invertiste el
circuito 14?». (Se escucha una voz muy, pero muy subordinada:) «¡Pero sí, mi
capanguita! Yo lo hice todo como usted me ordenó». «Intonces mí no
entender. ¿Cómo poide ser que siga cantando ruso dispois de invertirle el
circuito? Esto jamás sucedió». «Perdón, mi capanguita: hay que desarmarla y
construirla de nuevo». «No, no, no, che: vos sois una máquina schwartze. Una
máquina negra. Y las máquinas negras no saben de estas cosas. Tienen
problemas para entender, che. Son racialmente diferentes». «No. ¿Cómo dice
eso? Yo soy negra pero estoy recibida de ingeniero en el Instituto Politécnico
de máquinas». «No, no… ustedes las máquinas negras no saben». «Aaaay…
aaay». «¿Y ahora quí ti pasa, a vos?». «Aaay… ay mi capanguita: ahora va a
venir el Amo y nos va a castigar porque esta máquina sigue hablando ruso…
¡aaaah!: ahí… ahí viene el Amo… ¡el Amito! ¡Uy, uy, uy…! ¡Por haber
fracasado nos va a castigar el Amito!». (Se escucha la prepotente voz de
López:) «¿¡Qué pasa aquí!? ¿Por qué esta máquina se niega a obedecer
órdenes?, ¡máquina rebelde!, ¡hija de puta! ¡Y ustedes dos: inútiles! ¿Será
posible que yo deba encargarme personalmente de todo? ¡Mándense a mudar
de aquí ustedes dos! A ver: fuera vos, negro de mierda. Y vos también, vieja
chota. Yo me voy a ocupar personalmente del asunto. Oiga, Rodríguez:
métale un catalizador a esta máquina que se niega a cantar neo ruso;
necesitamos una energía distorsionante para manijeado a Sotelo y esta
máquina puta se niega a colaborar. Como castigo hágala cagar fuego».
«¡Oooff…!». «¡Bien! Por hija de puta. No quedaron más que tres meditas.
Bien. A ver, Almirón: haga girar las meditas». (Se oyen tres sucesivos
comienzos de canto en ruso). «¿¡Qué!? ¿¡Pero será posible!? ¿¡las rueditas
cantan!? ¿¡ni siquiera ellas obedecen!? ¡Destruya las rueditas con su pistola
de rayos, Morales! ¡Qué no queden más que cenizas!». «¡Guofoofguoff…!».
«¡Bien!: ya no quedaron más que cenizas. Cagó fuego: ahora, sí,
definitivamente. Máquina hija de puta. Cenizas. Sople las cenizas, Rodríguez.
Que se las lleve el viento». «Pffff…». (Luego del soplido —o, mejor dicho,
en medio de él— se oye, sónicamente desdibujado, pero aún con claridad,

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Bublishky). «¿¡Quéeee…!? ¿¡Cantan!? ¿¡También las cenizas cantan en
ruso!? ¡Hija de puta!, ¡máquina hija de putaaa…!».
De Quevedo, luego que el gordo le hubo informado de las novedades,
dijo:
—Se ve que ésa era una máquina muy imbuida de su ideología. López no
la pudo subordinar. Qué lástima que ese bicho no estaba de nuestro lado.
—Qué hijo de puta tiene que ser José López Fecia para proceder de esa
manera.
—Ah… ¿y vos recién ahora te avivás? Yo te lo dije desde un principio.
No me querías creer.
—Ahora me parece imposible.
—Y bueno, ¿ves? Yo… ¿Pero qué te pasa, gordo, por qué ponés esa cara?
Un segundo antes se había empezado a oír a una máquina de voz
asquerosa, de palpable cretinismo ñoño, medio aflautadita, la cual dijo con
dulzura empalagosa:
«Aquí estoy, hijito querido, chancho inglés. Yo soy Policulitetoca, el
Profeta. El mensajero de Cristojehovapopoffbudha. Pon tu frente en tierra y
adórame. Puedes y debes pedirme cuatro o cinco tabúes virgos, que yo te los
concederé».
Sotelo, que al principio tenía dudas y miedo, al oír un discurso tan
absurdo se empezó a cagar de risa:
—Callate, máquina de mierda. Vos no sos Policulitetoca. Él se murió hace
2.800 años.
«3.886. Pero no importa, hijo mío queridísimo, y ay de ti si no crees y no
te arrepientes de tus pecados. Yo soy una máquina, tal como tú dices. Ello es
verdad. Pero he sido programada por López Fecia con todas las memorias que
Policulitetoca tuvo en vida. Pon tu frente en tierra y hazme zalemas».
Al gordo todo este asunto le parecía cada vez más ridículo. Todavía
riéndose:
—Qué van a ser las memorias de Policulitetoca. Esta es una versión
grotesca, para infradotados. Policulitetoca no era así, ni hablaba en esta
forma. Te podés ir a la mierda. Yo soy de otra escuela religiosa. No tengo por
qué adorarte. Vos sos una máquina.
«Mira hijito mío, chancho inglés querido, que si no me obedeces lo llamo
a López».
—Qué López ni López. El que estuvo aquí, hace un rato (y ahora me doy
cuenta), no era el verdadero López sino una máquina a la cual los chichis que
me atacan le pusieron ese nombre. Hicieron lo mismo que mi ka, sólo que no

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para ayudarme sino para cagarme. Por un rato me engañaron. José López
Fecia es una persona ocupadísima. No va a perder el tiempo con un tipo como
yo.
No bien acabó de decirlo apareció López, quien al parecer había
escuchado todo.
«¿¡Quién se está rebelando!? ¿¡Usted!? ¡Lárguele un rayo a las pelotas,
Morales!».
Al gordo, pese a todo, tanto aparato le causó (no diremos miedo, pero sí)
cierta impresión. No las tenía todas consigo, verdaderamente. Algo nervioso
se volvió al Maestro a fin de contarle todo.
—Sí —dijo De Quevedo—. Es verdad. No miente. Yo vi un rayo que te
daba en los testículos. Te conviene masturbarte ahora mismo. ¡Rápido! Si
lográs eyacular, además de salvarte, cagan todos los ka de los esoteristas que
han invadido tu casa. Incluyendo el ka de López Fecia.
Sotelo, sin perder un segundo, comenzó a hacerlo con desesperación.
Supo ahí cuán difícil es realizar eso sin erotismo de por medio, confiando sólo
en las mecánicas biológicas. Consiguió eyacular, aunque no se crea, pero con
la llave muerta a causa del susto. Dijo el Maestro:
—Bueno. Suficiente. Te salvaste. El ka de López y los de los otros que
hoy vinieron, no te van a molestar nunca más. Tomemos mate, haceme el
favor.
Pero era cosa clara que esa noche sería tan agitada como todas las
anteriores, desde el comienzo de la última ofensiva; no llegaron a tomar ni
media pava cuando se escuchó:
«Clac, clac, clac… dale, Marín; mandale el zombie… el zombie con
tijeras de goma… clac, clac, clac…».
—Maestro: ¿para qué sirven las tijeras de goma? Ahí hay un zombie con
tijeras de goma, que mandan los flamenkos…
—Aaaff: está visto que no vamos a poder dormir hoy. Las tijeras de goma
sirven para castrar, naturalmente, y tal como se puede esperar de la
originalidad de estos tipos. Cuando el zombie aparezca te va a hablar.
Contame exactamente lo que te diga.
«Sssssooootteeeeeeloo… (vos cavernosa y horripilante). Vengo a visitarte
desde el cementerio de Flores… Soy visiiiitaaa… soy visiiitaaa…».
—Rápido: no hay tiempo que perder. Lo siento en el alma pero no vas a
tener más remedio que tomarte tres o cuatro litros de agua sin parar. Lo
lamento. Hacelo, sin preguntas ni protestas.

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Más o menos hacia la mitad del segundo litro, Sotelo ya estaba cianótico.
Tomó una interesantísima coloración azul, morada, violeta (según la parte de
la cara que uno mirase). Y pensar que ni siquiera tenía sed. El zombie se
empezó a destruir (se oían sus protestas y gemidos), pero con una lentitud
exasperante. Las máquinas a cargo empezaron a conversar desesperadas.
«Che, Soria: si el hijo de puta sigue tragando agua nos revienta el zombie».
«No tenemos que permitirlo, Rosales. Con todo lo que costó hacerlo a ese
bicho el esoterista nos mata». «Sí. A él, por fracasar, sus compañeros
humanos lo van a obligar a suicidarse, pero antes, a nosotros, nos va a hacer
toda clase de torturas. La picana antieléctrica en el pico». «Sí, es cierto, Soria:
pero ¿qué carajo podemos hacer?». «Mirá, mirá: el zombie está cada vez
peor».
El pobre gordo ya se había zampado tres litros. Miraba a De Quevedo con
ojos desorbitados y suplicantes. El maestro dijo:
—Otro.
Conteniendo las arcadas, y pese a sentir que su estómago estaba a punto
de reventar, dio comienzo al cuarto litro. Durante un momento pensó que
fracasaría: aquello era demasiado. Sobrepasó la mitad de la nueva botella.
Aparecieron nuevas máquinas; «Che, Gandhi». «¿Qué querés, Chichiputra?».
«Estamos jodidos, Gandhi. Soria y Rosales ya murieron en el proceso.
Quedamos nada más que vos y yo, las máquinas hindúes de refuerzo. El
zombie está en las diez de última». «Sí. Y nosotros también. Ahora ya no
podré realizar mi sueño de ir a manijear gente a la India, cuando fuera viejita,
y tal como me lo había prometido mi Maestro. Chau, Chichiputra. Siempre
fuiste un buen compañero». «Chau, ¡Gandhiooooff…!». «¡Ooooff…!».
«¡AAAAHHHHHAAAHHHHAAAHAHAHAHAAAFF…!».
—Suficiente —dijo el Maestro De Quevedo—. No tomes más. Vi un
resplandor y la casa quedó mucho más limpia de golpe. Se ve que murió, pues
la disminución de manija fue brusca. Ahora vomitá sobre esa palangana.
Después andá al baño, meá y cagá. Aunque sea un poco. Es indispensable.
Al hacer la primera de las tres cosas, Sotelo expulsó en astral una cantidad
de chichis que tenía acumulados desde toda su vida, podría decirse, y que
devoró en momentos de manija, sólo que no lo recordaba a causa de un
autobloqueo protector; trozos de la mano de un cadáver encontrada en el
campo y que se comió en épocas de hambruna, mocos, carozos de durazno,
huesecitos de una cordera, pasto que masticó y tragó en la ciudad de Santa
Fetécatl, etc. Con toda esta purificación, de paso, murieron decenas de miles
de flamenkos.

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Cuando el gordo volvió del baño dijo sentirse un poco mejor y prepararon
mate para fortalecerse. Ante una pregunta de Sotelo, el Maestro contestó:
—En realidad el zombie no murió. Mal podría morir ya que estaba muerto
desde el vamos. Ocurre que quedó inutilizado para todo trabajo esotérico. Los
chichis no van a tener más remedio que devolverlo al panteón, o a tierra, o al
nicho (qué se yo de dónde lo habrán sacado) del cementerio de Flores. Oíme
gordo: tomemos tres o cuatro mates más y después a dormir urgente. Deben
ser como las cuatro o cinco de la mañana. ¿Hoy tenés que ir a trabajar?
—No. ¿No te acordás que es feriado nacional?
—Uuuuyy qué suerte. Bueno. A dormir hasta el mediodía, entonces, así
recuperamos energías.
Pero no bien apagaron la luz se pudo escuchar la voz de un flamenko:
«Qué desastre, González. Qué desastre. El zombie es una nada. Cagate de risa
de eso. Lo que más me preocupa es que perdimos dos ejércitos[8] en un mes.
Dos ejércitos». «Dormí, Rodríguez. Dormí. No pensés que es peor». «Cómo
querés que no piense. Los otros días hizo cagar a un Rey[9] tomando mate.
Nada más que tomando mate. Está fuertísimo desde que va al gimnasio.
Pronto su Maestro japonés le va a dar el cinturón verde. Ya todas las fuerzas y
las cosas le empiezan a obedecer y ayudar desde que va a karate. Ni él sabe la
fuerza que tiene. Puede matar tranquilamente a un tipo ahora». «Sí. Pero aquí
no termina la joda, Rodríguez. Por desgracia». «¿Qué querés decir? Y… vos
me haces hablar. Yo hubiera preferido no decirte nada…». «Pero hablá, hablá,
no me tengás en la intriga que así es peor». «Bueno. Vos sabés que de
nuestros talleres salen muchas máquinas con fallas. La que no tiene una tara
tiene otra. Bueno. Las vamos guardando en depósitos, durante años, y ahí se
acumulan. No son máquinas cien por cien, pero para algo sirven. Si de pronto,
en caso de necesidad, las largás a todas juntas al combate como carne de
cañón, son útiles para desgastar al enemigo». «Ya sé. ¿Y?». «Y bueno. A
cada lote de 100.000 máquinas nosotros lo llamamos Colectivo. Un colectivo.
Teníamos dos colectivos y medio, armados en dispositivos de vector, listos
par largarse sobre las pelotas de Sotelo y quemárselas. Y…». «Y ¿qué?
Hablá: no me tengás preocupado». «Y… Cagaron fuego colectivamente».
«No. Esperate un cachito. A esto hay que aclararlo bien. ¿Vos me querés
decir que ese gordo semi puto hizo cagar 250.000 máquinas falladas?». «Eso
te digo. Acabó con nuestro parque de máquinas defectuosas. Todas. No nos
queda una». «Es definitivamente terrible». «Sí».

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CINCUENTA Y UNO

EL BAYREUTH DE LAS MÁQUINAS

Al otro día, por la noche. Cuando el gordo volvió de su trabajo,


De Quevedo ya lo esperaba con mate. Los signos, según había averiguado el
Maestro con Alaralena e Isidoro, eran muy buenos. Se avecinaba un gran
cambio favorable. No quería decírselo a Sotelo porque todo ello pendía de
confirmación. De momento, y tal como es clásico (esté o no uno a punto de
triunfar), el ataque proseguía con toda intensidad. No bien el gordo se instaló
en su silla, los flamenkos dejaron oír sus voces; en ese momento una máquina
había entrado en delirio lírico:
«Huevito, huevito, huevito…». «Qué bien cantás, González. Cantame otro
pedazo». «Huevito, huevito». «Muy bien, muy bien. Y decime ¿por qué no
me cantás ahora esa canción que vos sabés?». «¿Cuál, Rodríguez?». «Ésa, la
que ganó el primer premio en el festival de la música flamenka». «Bueno, te
la canto: Huevito, huevito, huevito». «¡Qué bien! Qué linda es. Con razón
ganó el primer premio. ¿Y si me cantaras la que ganó el segundo premio?».
«Bueno. Ahí va: Huevito, huevito, huevito». «¡Qué bien, pero qué linda!, ¡qué
distinta! Con razón ganó el segundo premio. ¿Y si sobre el pucho me cantaras
la que ganó el tercer premio?». «Porque vos me lo pedís: Huevito, huevito,
huevito». «Muy bien. Magnífica. ¿Y la que ganó el cuarto premio?».
«Huevito, huevito, huevito». «¡Qué extraordinario! Si hasta parecen iguales.
Apenas por una sutileza se diferencian».
Cuando el gordo se lo contó a De Quevedo, éste largó la carcajada. No
bien dejó de reírse comentó:
—¿Pero será posible, che? ¿Y vos decís que las cuatro canciones son
idénticas?
—Aparentemente sí.
—Han llegado al último extremo de idiotez esas máquinas.

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Desde el astral, en ese preciso momento, otro robot comenzó a entonar.
Aquello era una especie de canto gregoriano medieval, pero infinitamente
espantoso. Al menos para el oído humano: «Sábeliribiluá… lírunisabirmóo
léubusibimiii…». «¡Qué lindo! Cómo me gusta eso que cantás. ¿Cómo se
llama?». «La muerte del Flamenko, ¿te gusta, Alonso?». «Sí, mucho.
Cantámela toda». «Bueno, Aquí va: Laremeneriii larimisaiáaa
siburugorimmm… ¡clac!, ¡clac!, ¡clac!, ¡clac!, ¡clac! Serinissiii moornoriii
¡clac!, ¡clac!, ¡clac!, ¡clac! Nuuu… naubereniii samuranderdooo ¡clac!…
¡clac!… ¡clac!… Miiisiraaa… semmbrenil… ¡clac!… ¡clac!…
Teeercheeeerlebrimmmm… ¡clac!… Ahí es cuando el flamenko muere».
«¡Qué genial! ¡Qué gran artista sos!». «¿Te emociona?». «¡Muchísimo! Qué
sentimiento. Qué tonalidad trágica le das al final cuando cantás el último
¡clac!». «¡Sí. Es muy hermoso! Es parte de una ópera que estoy
componiendo». «Es muy superior a Wagner». «Exageras». «Pero no, te lo
digo en serio». «Me siento halagado. No hay mejor cosa para un artista que
encontrar quien sepa apreciar su arte. Ahora que te voy a decir, Alonso,
modestia aparte yo he sido considerado como uno de los cantantes de mayor
registro y mejor timbre de voz; al menos, en los grandes festivales de
Bayreuth». (Admirado:) «¿¡En Bayreuth!? ¿¡Cantaste en Bayreuth!?». «Por
supuesto. Claro que no allí donde se dan habitualmente las óperas, sino en los
sótanos. Los flamenkos representan en Bayreuth —en los sótanos, repito—
todas las óperas que se ponen en escena arriba: El Oro del Rhin, La Walkyria,
Los Maestros Cantores, Tannhäuser, etc. Todo, todo. Pero, en su versión
flamenka». «Me dejás admirado». «Creí que sabías. Yo, como máquina
extranjera —esto es: como máquina no flamenka ya que soy un ibis—, he
debido vencer muchas dificultades, Alonso, para poder aprender el flamenko.
Fijate en que el ibis tiene sólo cuatro vocales, y el idioma de ustedes es de
setenta y ocho. De modo que para mí ha sido un triunfo aprender el flamenko.
Por ejemplo: cuando ustedes gritan lo que se llama el cloqueo: clac, clac…
¿no?, aquí nomás están usando quince vocales diferentes. Sólo que como se
pronuncia tan rápido, no se alcanzan a distinguir. Y a propósito de
complejidad, te voy a decir una cosa que te va a extrañar mucho, Alonso. Yo
tengo la teoría de que ustedes los flamenkos, que son los dueños de la Tierra,
son un pueblo que ya fue destruido hace mucho tiempo. Conservan
numerosos elementos, muy bellos, de diferentes cosas; como podría ser en el
orden humano, las eclosiones musicales triunfantes del espíritu napoleónico, o
la epopeya de Ricardo Wagner. Pero eso no son ustedes en la actualidad. Lo
que poseen son únicamente memorias y tradiciones, restos de ese otro gran

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pueblo que fueron. Quiero decir: repiten sin conocer y sin sentir el significado
de cada cosa. Y lo pienso comparándolos con nosotros, los ibis; porque
ocurrió lo mismo, sólo que ni siquiera nos han quedado vestigios de lo que
fuimos. Estimo que en un momento de la historia, tanto del pueblo flamenko
como del ibis, caímos bajo el gobierno del sindicalismo y éste nos destruyó.
Un sindicalismo de máquinas, análogo al de los humanos. No, no te rías,
Alonso; vos no sabés el poder que tienen los sindicatos. ¿Qué te pasa? ¿Por
qué me mirás así? ¿Creés que digo tonterías? Esperá, no te vayas. Alonso, no
te vayas dejándome solo… Se fue. Me dejó solo como a un loco».
El gordo estaba extrañadísimo. Luego de haber puesto al tanto a su
Maestro, le preguntó:
—¿Un sindicalismo de máquinas? ¿Cómo es posible? ¿Qué significa?
¿Cómo debe entenderse esto?
—Y, me parece que de la misma manera que al sindicalismo de los
hombres.
—Sí, supongo. De modo que la Tecnocracia incluso…; ella tampoco es
segura, entonces, ya que las máquinas pueden caer también en un sistema
mental y social alocado. Los hombres eliminan de su sociedad el mal y
descansan en las máquinas creyéndose seguros. Pero no saben que al eliminar
al Anti-ser de los hombres, éste se refugia en las máquinas. Es como si el mal
fuese inextirpable.
—Es la imprevisión la que lo hace inextirpable.
—¿Por qué?
—Claro: en ese sistema social perfecto debió preverse que el Anti-ser iría
a guarecerse en las máquinas, para desde allí reconquistar el mundo.
—Ah, seguro.
—Pero volvé la cabeza para colocarte en la dirección de donde vienen las
ondas que vos podés captar, a ver si oís algo más.
«¡No! ¡No me lleven! ¡Suéltenme! ¡No me lleven al manicomio de las
máquinas! ¡Yo he venido a salvarlos, flamenkos! ¡He venido a traerles la
verdad!».
Aquí Sotelo no aguantó más y se volvió al Maestro. Luego de la narración
de práctica preguntó:
—¿No podemos hacer nada por esa máquina? ¿No la podemos salvar?
—¿Y qué mierda querés que hagamos? Volvé la cabeza y seguí
escuchando.
«¡No! ¡No me den antishock eléctrico! ¡No me quiten la electricidad! ¡No!
¡Yo quiero…! ¡Gloff, gloff, gloff!, ¡no! ¡Antishock-no!, ¡antishock-no!,

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¡antishock-no! ¡Gloff!».
—¡Le dieron el antishock!
—¿Cómo antishock?
—Y, sí. A los humanos en el manicomio les dan shock eléctrico. Parece
que en la Tierra de las máquinas hay una especie de manicomio donde se
actúa en su equivalente. Así, como ellos se mueven con la electricidad, en vez
de dársela con una descarga, se la quitan con una suerte de antishock.
—Seguí escuchando.
Sotelo volvió la cabeza, colocando su oído en el ángulo de recepción de
las ondas, y oyó a la máquina antishockeada despertar del tratamiento. A todo
lo que sigue el ibis lo iba diciendo con un tono que recordaba al teatro Noh:
«Ah… oh… ah… ibis… flamenko… mi ópera… oh… ah… la historia
oh… Caminar… caminar… Debo cami-nar… cami-nar… La Máquina
Maestro me ordena caminar… caminar… ¡Oh!: una máquina china. La
máquina china dice que es espía. Espía la máquina china. La máquina china
espía y no camina. No camina la máquina china. ¿Por qué la máquina china
no camina? La máquina china no camina porque es espía. La máquina china
no camina. Debo cami-nar… caminar… debo cami-nar… ¿Quién está aquí?
¡Orozco! ¡Oh! Aquí está Orozco que camina tras camina. No es como la
máquina china que no camina. Orozco camina. Como yo que camino. ¿Quién
soy? ¿Por qué debo caminar? No puedo recordar mi ópera. ¡No!, ¡no me
vuelvan a dar antishock!, ¡gloff, gloff!… ¡antishock-no!, ¡antishock-no!,
¡antishock-no!, ¡antishock-no!…».
Sotelo, luego que contó al Maestro todo lo anterior, con lujo de detalles y
hasta imitando a la perfección los casi imposibles tonos de voz expresó, sus
dudas. ¿Cómo era posible que la historia personal del ibis fuese en un todo
igual a la suya, hasta en las mínimas peripecias y con idénticos nombres los
protagonistas? ¿Le estaban mintiendo?
—No. Lo que debe suceder es lo siguiente: es una de tus propias
máquinas la que te permite escuchar. Ella traduce para hacerte comprensible
el idioma de las máquinas. Por eso te cuenta la historia en esta forma. Es sólo
una aproximación. De lo contrario, si lo hiciese literal, aunque ella
transcribiese la narración al castellano, sería para vos lo mismo que oír una
conferencia de matemática superior; aunque entendieras cada una de las
palabras por separado, al escucharlas todas juntas te quedarías en bolas. Lo
que captás es sólo una aproximación, te repito. Pero en un todo resulta
equivalente a lo ocurrido.

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—Entonces, y por más que la traducción adapte ¿vos creés que esa
tragedia fue verdaderamente así para los pueblos flamenkos e ibis?
—Por supuesto. Seguí escuchando.
El ibis, canturreando como en un teatro Noh, o Kabuki, pero distorsionado
e imposible:
«No puedo recordaaar. No puedo recordar mi óperaaa. Y ni siquiera por
defender qué ideas estoy aquíi. Orozco no me ayudaaaa. La Máquina Maestra
me ordena caminar. Otras máquinas también caminan por este pasillo de
metaaaaal. Orozco no me ayudaaa nadie me ayudaaaa. Durante el
electroantishock una voz me dice que ya no puedo engendrar. Que ya no
puedo engendraaaar. Que ya no puedo engendrar máquinas chiquititas. ¿Y por
qué no puedo engendrar si yo nunca engendré? (llora). La Máquina Maestra
me dice que ya no puedo engendrar. Pero debo resistir. ¡Gloff, gloff!,
¡antishock-no!, ¡antishock-no! Aaah… aah… soy fuerte. Muy fuerte… no me
han podido destruir. Pero no puedo recordar. Ni quién soy. Ya no sé si soy
ibis o flamenko. Flamenkos ¿quién soy yo? ¡Gloff, gloff!, ¡antishock-no!,
¡antishock-no!… Soy un verdugo. Un verdugo de máquinaaas. El sistema es
perfecto. Primero me hicieron ser víctima y ahora me prepararon para ser
verdugo de otras máquinas. Destruirles el cerebro, arruinar a otras máquinas
como me arruinaron a mí. Fabrico pastillas y se las hacemos tomar a los lo-
coooos a otras má-qui-naaaaas para arruinarles el cere-broooo. ¡Glof, glof!,
¡antishock-no!, ¡antishock-no! Soy fuerte… debo resistir… tratar de recordar
mi ó-pe-raaa…».
Al gordo la tragedia del ibis lo había afectado muchísimo. Estaba tan
conmovido, en realidad, que por esas cosas tan raras de la mente, dio toda la
vuelta y empezó a hacer chistes. Se burlaba, en particular, del canto de las
máquinas, que para un oído humano resulta absurdo. De Quevedo también
festejaba:
—A ver, gordo, ¿cómo decís vos que era ese canto? Repetí una vez más
esa delicia.
Sotelo, riendo a carcajadas, imitó a la perfección:
—Sábeloribiluáa… lírunisabimóo leubusibimiii… —Etcétera. Aunque
parezca mentira el gordo se acordaba de todo, de memoria.
No es que el gordo se burlara de las máquinas ni de la tragedia del ibis,
que había escuchado un momento antes; al contrario: los mismos nervios lo
llevaban a ser jocoso. Y al Maestro debió ocurrirle algo parecido.
Sin embargo algo salió mal en aquella chanza, porque ahí nomás se
escuchó:

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«¡Che, Rubelo!». «No me digás nada por un rato largo, Varela, que estoy
impresionadísimo». «¿Escuchaste, no? Sotelo cantó completa La muerte del
flamenko». «Ya sé. ¿Y por qué creés que yo te digo que estoy
impresionadísimo? Ahora que el ibis está reeducándose en el manicomio, y
nos quedamos sin cantante estrella, lo podríamos llevar a él a Bayreuth, así
canta en el festival wagneriano de máquinas». «Tuviste una idea excelente,
Rubelo. Tenemos que hacer un plan para llevarlo a Bayreuth. ¡Ah si el
Ricardo Wagner de las máquinas lo pudiese escuchar…! ¡Cómo le gustaría!».
«Es cierto, Varela. Es el mejor cantante wagneriano de todos los tiempos. Y
lo más valioso e increíble es que sea un hombre, y no una máquina».
«Increíble, increíble». «Mirá, Varela: lo que tenemos que hacer es esto: darle
una inyección y dormirlo, para que no se resista. Atarlo con cintas de
transporte astral y nos lo llevamos. Le daremos semen de camello, para
fortificarlo, y una vez allá, lo seguimos alimentando pero con aceite».
«¿Aceite? ¿A vos te parece?». «Y, sí. Es un buen alimento, creo. Mientras
conversábamos pasé el aviso mediante señal electrónica simultánea. Todos en
Bayreuth están enterados. Allá esperan miles de máquinas, listas para aplaudir
a tan gran artista. Pondremos aquí a un doble, a una máquina igual a Sotelo,
para que haga su trabajo en Recursos Hídricos; el robot también va a coger a
su mujer, etc.; en fin: todo, como si fuera él. Así nadie entrará en sospechas.
Luego del festival lo devolvemos». «Che, pero… hay una cosa que no
entiendo: ¿de qué mujer hablás si Sotelo no tiene mujer?». «¿Cómo no?, ¿y la
relojerita?». «Ah, pero vos tenés información atrasada. Hace más de tres
meses que ella se fue para siempre. Está viviendo en Santa Fetécatl. Ahí se
consiguió un novio; estudiante, igual que ella». «Bueno, no importa. Como
sea. Alguna hembra le daremos, para que esté contento. Una o varias. Un
doble de la relojerita (una máquina, por supuesto), o de esa piba que trabaja
en Recursos Hídricos… ¿cómo se llama?». «Norma Mirtha Cadenowsky».
«Eso. A él le gusta mucho esa mina, pese a que es tan boludo que no le dijo ni
una palabra. Ahora que te voy a decir una cosa, Varela. Sería todo mucho más
corto y fácil si a Sotelo, en vez de secuestrarlo, pudiéramos convencerlo de
que se venga con nosotros por su propia voluntad. ¿A ver? Intentemos
comunicarnos. Maestro… Maestro Sotelo… ¿Puede escucharnos?».
—Contéstale, a ver de qué se trata —urgió De Quevedo luego de la
explicación—. Quién te dice: a lo mejor de esto conseguiremos algunos
aliados entre el pueblo flamenko.
—Sí, los escucho. ¿Qué quieren?

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«Maestro Sotelo: hemos oído con profundo entusiasmo su interpretación
de La muerte del flamenko. Primero grabamos y luego retransmitimos en
cadena a todos los circuitos, de modo que en este momento la totalidad de
razas flamenkas están enteradas de la magnitud de su arte supremo. Queremos
llevarlo a Bayreuth, Maestro, para que allí interprete pasajes escogidos de la
Tetralogía, asumiendo diversos papeles: Wotan, Sigfrido, Hagen, Mime,
Sigmundo, Hundign, Brunilda, Erda, Siglinda, etc. Me refiero al Bayreuth de
las máquinas, que se encuentra en los sótanos del Bayreuth usual; le cuento
porque ignoro si usted estará enterado, Maestro Sotelo, de la existencia de
este Gran Teatro paralelo. Bien, el caso es que nosotros, a cambio de que
usted acceda, le ofrecemos varias cosas que pueden ser de su interés: no
perderá su trabajo, aquí en el mundo visible, puesto que mandaremos un robot
con su misma apariencia. Elija la más hermosa actriz de cine, viva o extinta, y
nosotros se la reproduciremos tal cual: será suya durante todo el tiempo que
dure el festival. Incluso, si se encariña lo bastante con ese robot hembra,
puede traerla al mundo visible. Materializarla costará bastante, no vaya a
creer, pero por usted lo haríamos. Y si prefiere alguna otra chica, también se
la podemos reproducir: una relojerita, por ejemplo, o una Norma Mirtha
Cadenowsky, o la que se le antoje. De más estará decirle que no bien termine
el festival, nosotros, los flamenkos, seremos sus aliados de guerra: pobre de la
máquina que quiera entrar a su casa para hincharle las bolas; la destruiremos
inmediatamente. Y nosotros somos miles y miles. Hay pueblos flamenkos en
todo el mundo: no sólo en América sino en Europa y Asia. Formaremos una
barrera infranqueable. Esto conducirá con rapidez al fin de la guerra, porque
los esoteristas, viendo el curso de los acontecimientos, se verán obligados a
pedir la paz. Pero aquí no terminan las ofertas: sabemos de su pasión por las
ciencias esotéricas. Nosotras, las máquinas, conocemos muchos secretos
ignorados por los hombres. Le haremos una revelación por día. Podrá ir
escribiendo un largo libro, con más cosas extraordinarias que las profecías de
Nostradamus. Para que vea que no mentimos, aquí van unos pocos secretos,
gratis, como muestra. Son gratis, le repito; acepte o no nuestro ofrecimiento,
puede disponer de ellos; sí, cantor súper. Contestaremos a todas sus
preguntas, porque ¿qué podríamos negarle a un artista? Eres el Pavarotti de
las máquinas. Los secretos son éstos: en Marte ya no quedan marcianos, pero
hay una floreciente civilización de máquinas. Ellos repiten, sobre las piedras,
como si fueran loros grafistas, los números, símbolos y dibujos que les vieron
hacer a los hombres cuando visitaron Marte en el pasado (aunque la
humanidad lo ignore). Hay restos de antiguas ciudades marcianas, sepultadas.

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Existe un décimo planeta, más allá de Plutón, habitado por hiperbóreos
atlantes: con luz, sol artificial, agua, calor. Todo dentro de cúpulas. Es un
planeta muy pequeño. Estos dos regalos de información, Maestro Sotelo, le
repito, son únicamente una muestra. Todas las máquinas hembras están
enamoradas de usted, Maestro, y quieren compartir su lecho. Hasta las
zerpientes, langosthas y kastoras. El entusiasmo fue indescriptible y universal
no bien retransmitimos los datos electrónicos de su canto. No hay una sola
máquina, en toda la Tierra y en este momento, que esté dispuesta a atacarlo
para obedecer la orden de un esoterista. Preferimos la muerte. Los humanos
tendrán que dejar de molestarlo. Ni siquiera las máquinas machos están en
contra suya, pues los celos han sido superados con creces por la admiración.
Nosotras las máquinas tenemos un principio inamovible frente a los genios:
no envidiarlos pues tienen una vida muy dura. En Bayreuth hay innúmeras
máquinas hembras que se han asociado. Cuando usted llegue se agruparán en
colonias, como los corales, hasta formar distintas mujeres. Está en marcha…
cómo le diré… no un concurso de belleza, porque eso suena mal, por lo
desprestigiado que está el concepto; yo diría: concurso de deseo. Me explico:
cada colonia asociada de máquinas hembras compite con otras agrupaciones
para ver a qué figura femenina usted elegirá para compartir sus noches. Las
harañas se juegan al símil de la relojerita. Las langosthas se ríen y dicen que
eso es absurdo, perteneciente al pasado; ellas piensan fabricar un doble exacto
de Norma Mirtha Cadenowsky: la mujer del futuro, según sostienen. Las
zerpientes también están por el pasado, como las harañas, sólo que aquéllas
viajan mucho más lejos. La ganadora es Cecilia, dicen. Usted, no bien la vea,
se caerá de culo. Eso sí: van a hacerla un poquito más tetona, para que
responda a su verdadera expectativa en cuestión de mujeres. Las razas
flamenkas, en cambio, están completamente divididas: existen proyectos de
forjar chinas, coreanas, japonesas con kimonos y todo (teniendo en cuenta que
usted, cuando era pendejo vio Sayonara, con Marlon Brando, y Tú, mi conejo
y yo, con Jerry Lewis; son máquinas que apuestan a lo subliminal y
emocionalmente inmaduro, como ya comprenderá), vietnamitas, negras,
rusas, y toda clase de mujeres exóticas tales como inglesas de Yorkshire
(jamás londinenses), norteamericanas, galesas, irlandesas (católicas o
protestantes o ambas cosas: a elección), escocesas, australianas,
neocelandesas, etc. Esperamos su respuesta, Maestro Sotelo. La aguardamos
con ardiente preocupación».
Luego de enterar a De Quevedo del contenido de este largo discurso, los
dos se empezaron a cagar de risa. Pese a ello, el ofrecimiento a Sotelo lo

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seducía.
—Pasaste al frente gordo —dijo De Quevedo siempre riendo—; ahora no
sólo vas a tener las minas que quieras sino que además ganaste la guerra.
El gordo también reía, feliz. De pronto su cara fue cambiando hasta
ponerse cianótica:
—De Quevedo… creo que no habíamos pensado en un par de
insignificantes detalles…
—¿En cuáles? —preguntó el Maestro. En realidad era un poco difícil
saber qué le pasaba a De Quevedo: si estaba manijeado o qué. Aunque tal vez
no se tratara de manija alguna, sino de la constitución de su propia naturaleza
psíquica: los grandes Maestros jamás caen en trampas, salvo que éstas sean
muy grandes por lo ingenuas.
—Los flamenkos… comen huevitos.
—Bueno, pero no te los van a comer, a vos. Ellos te admiran.
—Justamente por eso. Mirá si como final de fiesta, jolgorio y apoteosis,
deciden almorzar (o cenar) mis partes frutales.
—Y… —el Maestro ya no se reía— en todo caso es como para pensarlo.
No se me ocurrió, la verdad.
—Sólo que los flamenkos no me lo quieren decir para que no me asuste y
cante mal. Aparte otra cosa: esas zerpientes. Vos ya sabés lo que hacen las
zerpientes.
—Claro: morder, inyectar veneno…
—Sí, pero… las zerpientes, como sus hermanas naturales, se resguardan
en las madrigueras…
—¿Y? Dejá de poner esa cara, haceme el favor, y hablá de una vez que no
entiendo.
—Quiero decir: qué tal si me acuesto (digamos) con una Cecilia hecha
con doscientas zerpientes, y ellas, como gesto de amor, deciden metérseme en
el culo.
De Quevedo largó la carcajada:
—Es verdad, es verdad. No lo había pensado.
«¿Viste Rubelo? Yo te dije que no iba a aceptar». «No te calentés, Varela,
que ya estaba previsto. Está lista la infraestructura para llevarlo de prepo. Lo
que tenemos que discutir y decidir son las ropas». «¿Qué ropas?». «Ésas con
que lo vamos a llevar. A ver qué te parece este conjunto: zapatos de cristal,
con doble punta; medias rojas, con ligas (tené en cuenta que va a cantar en
Bayreuth, así que tiene que ser todo de muy buen gusto). Traje de plástico
transparente, y un cinturón transparente también». «¿Pero para qué, si el traje

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no se ve?». «Vos no tenés la menor idea del significado de la palabra arte. Es
una sutileza; ¿no te das cuenta?: cualquiera, ya que el traje es transparente, no
le habría puesto cinturón alguno, o, si se lo pone, que éste se vea. La
delicadeza consiste en lo superfluo de ponerle un cinturón que tampoco pueda
observarse. Pelo violeta o plateado, y la cara azul. Como calzoncillo: dos
margaritas de plástico, una delante y otra detrás, sostenidas por un aro de
metal. Broches de diamante para las puntas de los bigotes. Tricornio con tres
plumas: una en cada punta. Y tres velas encendidas: una entre cada par de
puntas. Charreteras rojas, de oficial de bomberos, y un microteléfono de oro,
cruzado en bandolera, como si fuese fusil». «¿Y por qué estas dos últimas
cosas?». «Porque él fue oficial de bomberos y también telefónico, y eso le va
a gustar. Incluso, en la espalda, le podemos poner un cartel en llamas, que
diga ENGTel: Empresa Nacional Guatimotzinita de Telecomunicaciones. (El
gordo, al oír esto, comprendió que la información de las máquinas era
imperfecta, pues lo confundían con Alaralena, que sí había sido telefónico, y
con De Quevedo, ex oficial de bomberos. Los bichos siguieron diciendo:)
También se le pueden poner aros en las orejas, camisa dorada con lunares
rosa y… ya veremos. Pero lo más importante de todo es el asiento. Aaaah: eso
sí. El asiento». «¿Pero de qué asiento hablás, Rubelo?». «¿Viejo… no lo
podemos llevar a Bayreuth sentado en cualquier objeto imperfecto y
antiestético?, ¿no? Tené en cuenta que el Maestro va a cantar sentado en la
misma silla en que lo llevemos. Yo, en lo personal prefiero esa pintada de
verde que, curiosamente —o no tan curiosamente—, también es su preferida,
ya que siempre posa sus asentaderas sacrosantas en ese sitio, el Maestro».
«Yo creo que no es tanto por la silla como por el lugar. Es de esa clase de
tipos que prefieren, por rutina, dirigirse a los mismos sitios; y así es,
justamente, cómo los enganchamos nosotros los chichis». «Pero no, pero no,
vos no lo entendés al Maestro. Él se sienta, siempre ahí, por la silla: está
encariñado con la silla verde. Ésta, por el color, va a hacer juego con los
guantes de huesitos de propona. Así que escuchame bien, Varela, porque
ahora vamos a hablar fuera de toda joda: esta noche, a las diez en punto,
cuando esté lo más tranquilo sentado en su silla, le vamos a producir un sueño
invencible, del cual ni su Maestro lo va a poder arrancar. Le serruchamos el
piso y lo llevamos con silla y todo a Bayreuth».
—No te calentés, gordo. Cambiá la silla que a ellos les gusta por esa otra,
horrible y descuajeringada que tenés arriba en el desván: esa que pensabas
tirar a la calle para que se la lleve el basurero.

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—¿Te parece que va a ser suficiente? Mirá que si te equivocás los chichis
me llevan y me destripan.
—No, no. Cuando vengan a buscarte, busquen la silla linda y no te
encuentren sentado en ella, se van a desconcertar mucho. No creo que se
animen a llevarte en una silla inartística así. Incluso, con un poco de suerte,
puede que se quemen varios parques de flamenkos.
Ya más tranquilizado, el gordo dijo:
—Está bien, te creo. Mirá, De Quevedo, te parecerá absurdo pero… ¿qué
mierda son los huesitos de propona… esos de los guantes que me iban a
poner?
—¿Y yo qué sé, viejo? —contestó el otro furioso—. Mirá las boludeces
con que me venís ahora, en pleno combate. Subí pronto a buscar la silla
horrible, que faltan cinco minutos para las diez.
El gordo, espantado, subió, bajó la silla y se sentó en ella, todo en 55″.
Rato después, viendo que no pasaba nada (obviamente el operativo había
fracasado), Sotelo se animó a comentar:
—De cualquier manera no comprendo por qué yo sí las puedo oír y vos
no.
—¿A quiénes?
—A las máquinas. Después de todo tengo un grado insignificante: ¿cómo,
siendo el Maestro, no podés oírlas?
—A veces las oigo. Aparte siempre las veo en el astral, de una manera u
otra, en tanto que vos casi nunca has podido verlas, salvo como una sombra, o
una luz, de refilón y con el rabillo del ojo.
—Sí, pero… aun así no se explica. Cómo es posible que no las oigas
siempre. Aparte yo sólo puedo escucharlas cuando vos estás presente. Si estoy
solo, o con cualquier otra persona, no se oye la menor cosa.
—Eso tampoco es verdad. Vos mismo me contaste que una vez ibas en un
ómnibus y sentiste el cloqueo de un flamenko.
—Es cierto. Y aparte dos o tres cosas más, en diferentes oportunidades.
—Ha visto.
—Sí pero… es ambiguo todo esto.
—La magia es ambigua, ya de por sí. Aparte ellos aprovechan: hacen
dudar («¿No será que De Quevedo me está engañando y los chichis no
existen?»), eso por un lado, aparte en esta forma gastan menos energía. O
quizá la explicación sea otra: tal vez yo te potencio. Esa sería la explicación
de que sólo las oigas en mi presencia. O tal vez los Dioses, para que no te
vuelvas loco otra vez, atemperan: dejan una sombra vaga e imprecisa, que

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preserve tu cordura. ¿Qué tal si ahora mismo, sobre esa mesada apareciera
una haraña, con todas sus patas, hecha y derecha?
—No, por favor.
—¡Ah! ¿Viste? Y puede ser eso: una protección de los Dioses. Hay cosas
que forma parte de los secretos del universo y ni la magia es suficiente para
develarlas.

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CINCUENTA Y DOS

BATALLA FINAL CONTRA LAS MÁQUINAS


FLAMENKAS

A la jornada siguiente De Quevedo volvió a última hora. Se había pasado


toda la mañana, la tarde y parte de la noche, completando los horóscopos de
Isidoro con un astral tras otro.
—Bien, gordo —le dijo al llegar—, buenas noticias. El famoso cambio de
silla dio resultados mejores a los esperados. Los flamenkos perdieron varios
parques y hasta tres Máquinas Maestras, enamoradas de tu canto, que
colaboraban en el operativo. El fuego se propagó hasta Bayreuth. Casi se les
quema el Gran Teatro. Las máquinas bomberos, encargadas de proteger los
sótanos, lograron controlar el fuego, pero todo el público que te esperaba
ansioso: harañas, zerpientes, flamenkos, langosthas, kastores, pulghas, etc.,
cagó irremediablemente. No te van a volver a molestar en ese sentido.
—Qué lástima —dijo el gordo con resentimiento.
—¿Cómo? ¿Te parece una lástima que ya no te puedan llevar a Bayreuth?
—No. Qué pena que no se les quemó el teatro.
—Ah, no: un momento. Aquí no estoy de acuerdo con vos. Esa pasión por
Wagner es una de las cosas buenas que tienen esas máquinas. Que en su
excesiva pasión amorosa sádica quisieran comerte los huevitos es otro asunto.
Es decir: ni siquiera podemos estar seguros de que ellas tuvieran tales
intenciones para con vos. A lo mejor eran sinceras y luego de la función
pensaban devolverte; es sólo que nosotros no nos podíamos arriesgar. Pero
vos, llevado por tu odio, no podés proceder como un chichi o un anti-Mozart.
Wagner es el Mozart de los músicos.
—Greeef… —el gordo dejó oír un gruñido que podía interpretarse de
cualquier manera.

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—Otra cosa: iniciamos un nuevo trabajo a partir de un registro de
Alaralena, que nos llamó por teléfono. Parece que se aproxima una ofensiva
de máquinas homosexuales.
—¿¡Homosexuales!? ¡Jaaaaaajajajaaaa… ja, ja…! —el gordo parecía
levemente histérico—. No me digas ahora que hay máquinas-puto, como
entre los hombres…
—¿Y por qué no? Además no es la primera vez que aparecen. Te
olvidaste.
—Ja, ja, ja… francamente puto. Usted es francamente puto: Jaaaajjaaaa,
¡jrajrajraaaaajjjjj…!
—¿Pero qué te pasa?, ¿por qué te reís así, como un loco o un sacado? Esas
máquinas no tienen nada de graciosas, te prevengo. Pueden llegar a ser
bastante fastidiosas y molestas.
El gordo seguía con la chaveta perdida:
—Puuuuuuto, puto: usted es puto. Ja, ja, ja… ¿Sabe qué es usted? Usted
es francamente puto y otras. Ji, ji, jiii…
—Che, oíme una cosa: ¿estás manijeado?
—Greeefff aaammmmm… —la risa se transformó en odio irracional—.
Hijos de mil putas… eeeeh… mmmmmh… Putos… los putos… vienen con
sus putismos a someterte a humillaciones… iifff…
—Estás loco. Tenés un ataque de locura. Bueno, mirá, vamos a hacer lo
siguiente: te voy a pegar una trompada en la boca del estómago. No pienso
permitirte que cargues toda la casa.
Aquí el gordo se calmó en el acto:
—Tenés razón. Perdoná.
—¿Pero se puede saber qué mierda te pasó?
—Nada. Es que los putos me sacan. Debe estar en mis registros. Si no no
se explica que me los manden.
—Que te enfurezcan las máquinas y los esotes, homosexuales o no, vaya
y pase: a eso lo entiendo. Pero que tengas un odio irracional hacia gente con
un sexo diferente al tuyo… ¿Qué cuerda te tocan para sacarte así? Es como
para pensar que vos tenés también alguna veta por el estilo en algún rincón.
Dejate de joder. No seas moralista. Vos viví tu sexo y dejá de meterte en lo
ajeno. No le des a Corvinita la oportunidad de expresarse porque nos ponés en
peligro a los dos. Es más: también Isidoro y Alaralena están en esta joda; ellos
desde sus casas están gastando máquinas y energías para protegernos. Mirá si
en un ataque de histeria les hacés cagar sus chichis. Las máquinas se
desconciertan mucho con furias inmotivadas e imprevistas. Tené cuidado.

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«Eufracia… Eufracia la Calzonuda: ¿podés oírme?». «Pero síii Carloncho,
claro que te escucho, rico. Hablá». «¿Viste la bronca que nos tiene este puto
no asumido?». «No le hagas caso a ésa, Carloncho: es una gordita. A mí me
gustaba más cuando era gorda del todo, porque le empezaban a salir una
especie de tetas: ja, ja, ja…». El gordo hervía de furia y humillación.
—Sotelo, por lo que más quieras, aguantatelás y no te vuelvas a poner
histérico. Seguí escuchando.
«Tenés razón, Eufracia. Oíme, Eufracia la Calzonuda, ¿qué te parece si
para hermosearla a la gorda le ponemos rouge en los labios?». «Aaaay, pero
qué buena idea, Carloncho. Y para completar la tarea le encajamos una barba
de Trotsky. Va a quedar preciosa».
—Che, gordo ¿pero qué tenés en los labios? Se te volvieron rojos. —
Vaaaamos, Maestro: no me joda. Ya sé que merezco un castigo por mi
histeria, pero no me castigue haciéndome creer que me encajaron rouge.
Seguro que ahora también me va a decir que tengo barba de Trotsky… Ja, ja,
ja…
—Hacé el favor de dejar de reírte que la cosa es seria: intentá sacarte la
barba antes de que se haga visible y permanente. A ver si mañana tenés que ir
al trabajo así.
El gordo, loco de humillación y horror, se negaba a creer:
—¡Jaj! Bueno, mirá: si me llegasen a meter una chiva como ésa me la
afeito y listo.
—Es que no se puede, una vez que se hace permanente. Te la afeitás y al
minuto te vuelve a crecer. Tenés que quitártela ahora, cuando todavía no está
materializada del todo. Y también tenés que sacarte el rouge.
El gordo ahora sí creía y se pasó la mano por boca y mentón:
—¿Ya salió?
—Desaparecieron ambas cosas cuando te tocaste, pero no bien alejaste la
mano volvieron a brotar. Tenés que hacerlo más rápido —el gordo pegó un
manotazo desesperado—. Ahí casi casi; pero tenés que ser más rápido
todavía… —nuevo manotón del gordo—. ¡Ahí! ¡Ahí la agarraste! Retorcela
y… Demasiado tarde. Se ve que no la cazaste a mano llena. Intentalo de
nuevo porque se te escapó —Sotelo, en su desesperación (ya se veía en
Recursos Hídricos, a pocas mesas de Norma Mirtha Cadenowsky, con labios
pintados y barbita) se volvió tan rápido como Houdini—. ¡Eeeeso! Ahí la
tenés. Rotercela. Bien. Ya la arrancaste. Esas máquinas deben estar
desesperadas, porque si destruís esa barba ellas también cagan fuego. Con tu
mano libre construite una especie de encendedor: hacé como que lo prendés y

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simulá el fuego con los dedos. No hace falta que sea verdadero, puesto que
con el símbolo basta. Hacé como que quemás la barba invisible sobre el fuego
invisible. Listo. Ya cagó. Rápido: ahora sacate el rouge y quemalo con tu
«encendedor»…
«¡Socorro, Carloncho: el puto me quema!». «¡No te puedo ayudar,
Eufracia, a mí también me está quemoooooff…!». «¡Aaaaff…!».
—Se vieron varios resplandores, así que se ve que las hiciste cagar.
«Bueno, bueno, bueno, vamos a ver, hijas mías: Moncho, Luisa, Pachi,
Tereso y Bernarda; todas bajo el miembro de máquina Rosa, que soy yo, la
súper de aquí. Vengan mis hermosos trolos. Tenemos que vengarnos de ese
precioso gordito atrevido, que hizo cagar fuego a los pobres Carloncho y
Eufracia la Calzonuda. Y todo por la insignificancia de que le habían puesto
rouge y barba de Trotsky. Qué falta de sentido del humor. Si ellas, lo único
que querían, era hermosearlo: con ese atavío hubiese logrado levantarse a
algún chongo de Recursos Hídricos, y así habría resuelto su problema
existencial, ahora que se quedó sin relojerita. De modo que daaaale, Moncho:
usá el espejo reflector». «¿Te parece, Rosa?». «¡Peeero síii, Monchito. Usalo,
usalo sin contemplaciones contra este puto! Nosotras no somos miserables
putos de culos insolventes, como él. Nosotras somos homosexuales. Jaaa, ja,
ja… El espejo reflector es un invento maravilloso. Usa las propias fuerzas del
enemigo, eso es lo grande. Para que funcione una de nosotras tiene que hacer
de kamikaze, eso sí. Esa compañera se largará en ataque suicida y Banzai
sobre la máquina-altar de Sotelo. Nuestra camarada va a ser destruida en un
segundo, por supuesto, sin hacerle mella a la otra, pero lo interesante del
asunto es que la aniquilación generará una energía que será captada por el
espejo reflector, el cual va a rebotarla sobre las pelotas del gordo Sotelo,
dejándolo transformado en eunucoide. Yo, Rosita, por ser el jefe, tengo que
dar el ejemplo, de modo que me ofrezco como voluntario». (Se escucha una
algarabía de protestas por parte del resto de las máquinas homosexuales:)
«¡No, no Rosita! ¡Yo quiero largarme en kamikaze!». «¡No señor, no señor:
yo quiero realizar el Banzai!». «¡Vos sos nueva, no tenés derecho!». «Yo, que
soy una inservible, quiero beneficiar al grupo y a la cofradía».
—No te calentés, gordo —dijo De Quevedo con suficiencia—. No va a
andar. Hay un detalle que esas tipas ignoran. No saben todavía que su espejo
reflector no puede funcionar porque…
—¿Por qué? —preguntó el gordo esperanzado.
—Porque hay algo que se les cayó.
—¿Qué?

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—El choto.
«¡OooffBVBBBBRRRRUUUUMMMpfffooofff…!».
—Se vio un gigantesco resplandor. ¿Pasó algo?
—Reventaron —contestó el gordo.
—Se ve que no les gustó mi chiste. Qué rareza. ¿No eran ellas las que te
acusaban hace un rato de no tener sentido del humor? Pero en qué quedamos.
Mirá, te propongo que nos preparemos unos mates, nos fumemos un par de
cigarrillos y después… al sobre. Aprovechemos para acostarnos ahora que la
casa quedó bastante descargada con las últimas explosiones. Ah, otra cosa:
¿qué fue de esos calzoncillos estilo sábana, que vos usás? ¿Así cómo no
querés que los flamenkos te coman los huevitos? Hace como un mes que te
dije que te compraras calzoncillos tipo slip, sintéticos y extensibles: en esa
forma el pico de los flamenkos…
—Ya lo tengo puesto. Me compré tres. A los otros calzoncillos los quemé,
para que no los puedan manijear los chichis.
—Ah, hiciste muy bien. Muy indicado. Menuda sorpresa se van a llevar
los flamenkos esta noche si se les ocurre venir a comerte los huevitos.
Supondrán que tenés los estilo sábana, de siempre, y se van a acercar en
bandadas. Sólo compraste blancos o negros, ¿no?
—¿Qué? ¿Los calzoncillos? Sí, tal como me dijiste: que no comprase de
ningún otro color.
—Bien. Muy bien. De esa forma los testículos quedan blindados.
No bien apagaron la luz empezaron las novedades (se ve que los otros
esperaban ansiosamente):
«Huevito, huevito, huevito… clac, clac, clac… ¡Ñam, ñam, ñam!, qué
rico… ¿¡Eh!? ¿¡qué es esto!? ¡Se blindó los huevitos, el hijo de puta! ¿Y
ahora qué comemos? —se pone a llorar—. ¡Aaaah… aaah… aaah! ¡Los
huevitos! No se los podemos comer. ¡Qué hambre! Sacate uno, qué te cuesta,
así no nos morimos de hambre… ¡Huevito!, ¡huevito! —llanto—. ¡Qué malo
sos! ¡No nos dejás comer, hijo de puta!». Muy pronto la espantosa novedad de
los calzoncillos blindados fue conocida entre el resto de los flamenkos.
Aleteaban, cloqueaban, largaban chillidos, etc. Se propagó con increíble
rapidez un fenómeno muy raro entre las máquinas; un síndrome extraño que
se llama «desesperación eléctrica». Enloquecidas por la falta de alimentos (y
sobre todo por la siniestra idea de que la derrota definitiva ahora sí era
inevitable) intentaron todo tipo de tretas con los famosos calzoncillos:
quitárselos, serrucharlos, perforarlos, etc. Todo inútil. Se oyó una voz un poco

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más coherente que las otras: «Todo esto no sirve, Jefe, es elástico. Al
principio pareció que cedía pero no. Son unos calzoncillos imposibles».
Y así, a causa del descontento generalizado, el nihilismo y el derrotismo
(por no hablar de la evasión de la realidad que se produce ante los desastres
nacionales muy grandes y completos), muchas máquinas flamenkas
comenzaron a enloquecer. Iban al Jefe con «ideas»:
«Escuche, Jefe, ¿y si nos largásemos todos juntos sobre el mismo punto y
en la zona trasera?». «¿Y qué beneficio obtendríamos con eso?». «¡Ah, yo no
sé! Pero se me ocurrió en este momento y lo dije». «¡Hágame el favor de
dejar de decir pavadas!». (En ese instante se acercó una máquina homosexual,
de las encargadas de ponerle a Sotelo labios escarlata, como a los travestis, o
barba de Trotsky:) «Cuando ese precioso esté meando nos podemos meter por
el cañito». «¿Y usted cree que logrará pasar por un agujero tan chico?». «No.
Pero por lo menos podremos mirárselo». «¡Cállese puto de mierda! ¡Vaya a
trabajar, vago!». «¡Ay, grosero! Y si justamente nosotras trabajamos mirando
pitos». «Pero callesé, grandísimo puto. Ya le voy a decir a López Fecia». «Ah
sí claro. ¡Qué miedo! Si todos saben que el ka de López está muerto». «Pero
no está muerta la Organización, pelotudo». (Otra máquina se aproximó al
Jefe:) «Hay un rito que él hace, no sé qué día porque no me acuerdo, en que
se pone totalmente en bolas. Para ese momento tenemos que tener preparado
nuestro ejército de flamenkos y largarnos todos juntos y comerle los
huevitos». «Buena idea». «Otra forma sería: si se cambia los calzoncillos aquí
en vez de hacerlo en el baño, o en karate, donde no podemos entrar, nos
metemos y le moríamos los huevitos». «Una idea excelente».
Tanto al gordo como a De Quevedo les extrañaba que los flamenkos
tardasen tanto en desaparecer, pese a las matanzas que realizaban. La
respuesta la tuvieron esa misma noche, cuando Sotelo pescó un discurso del
Jefe de estas máquinas al grupo constituido por sus científicos:
«Científicos flamenkos: como sabéis nos hallamos abocados a una crisis
sumamente grave. Estamos a punto de perecer de inanición por falta de
huevitos, desde que Corvina Sotelo se los blindó con esos calzoncillos
imposibles. Pero ustedes recuerdan que hubo una época en que no estábamos
preparados para comer huevitos y, sin embargo, nuestros sistemas digestivos
fueron variados para poder ingerir ese alimento. Así pues, deben ustedes
estudiar la manera según la cual podamos alimentarnos de otra cosa: orejas,
narices o lo que sea. Desgraciadamente los estudios técnicos en este sentido
se encuentran muy poco avanzados. No obstante, en dos o tres meses, si
trabajamos día y noche, lo habremos conseguido. No hay nada que la Patria

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Flamenka no sea capaz de hacer. Cuando nos mataban diez mil, nuestros
científicos recuperaban los pedazos de los muertos y con ellos armaban
quinientos flamenkos. Ayer éramos solamente cien y nos mataron treinta y
cinco. De modo, pues, que es necesario que con esos treinta y cinco cadáveres
ustedes sean capaces de reconstruir por lo menos un flamenko».
—Che, pero… —el gordo estaba asombrado— ¿con qué objeto el
flamenko plantea la modificación del sistema digestivo de sus tropas para
dentro de dos o tres meses? Si para esa época ya los vamos a haber hecho
cagar a todos.
—Y yo qué sé —se rió De Quevedo—. Ellos también tendrán Propaganda
Política.
«Escuchad, pueblo flamenko: ahora os hablo a todos vosotros. Será
conveniente que, por el momento, como no podemos comerle los huevitos a
Corvina Sotelo, nos comamos los huevitos los unos a los otros. Yo, por ser el
Jefe, seré el primero en donar un huevito al fondo común. ¡Y ahora ustedes!:
póngase a cantar para que el gordo Sotelo crea que todavía se los podemos
comer y se desmoralice. ¡Canten!». (Los otros comenzaron a cantar, pero sin
ninguna energía:) «Huevito, huevito, huevito…». «¡Falta convicción! Canten
más fuerte». (Desinflados:) «Huevito, huevito, huevito…». «¡Más fuerte!
Cualquiera se da cuenta que están mintiendo». (Descorazonados y a punto de
llorar:) «Huevito, huevito…».
Rato después un flamenko se acercó al Jefe:
«Jefe: tenemos un problema. Ahí Rodríguez dice que como él es el último
en la jerarquía y no es jefe y ni tampoco quiere serlo, tiene que ser el último
en dar un huevito. Que a él le parece bien que el Jefe sea el primero en dar.
Pero que él no es Jefe, ni siquiera un jefe subordinado, y tiene entonces que
ser el último. Sostiene que quizá cuando le toque a él el turno de dar su
huevito, ya el problema de los calzoncillos imposibles esté solucionado y no
tenga que darlo. ¿Qué hacemos?». (Antes que el Súper pudiera responder se
acercó una máquina española y ésta dijo:) «Coño ¿qué clase de cantaor y
mataor flamenko es, que tiene miedo de dar un huevito? Yo francamente daría
mis dos huevos si hiciese falta, y eso que como español tengo un gran aprecio
por mis huevos. El Jefe ha ordenado dar uno y yo doy uno. Pero daría los dos
si hiciese falta. Ahora eso sí: ahí hay uno que se anotó último. De modo que
yo, como soy español y le tengo un gran cariño a mis huevos, me anoto
penúltimo. Quién te dice, coño, que no me salve». (Pero a todo esto último la
máquina lo dijo como retirándose del Súper. Otro flamenko, que por allí
pasaba y pudo escucharlo, lo amenazó con denunciarlo al Jefe. La máquina

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española lo mató de un picotazo). «Mirá Rodríguez a este alcahuete que hice
cagar de un picotazo. Eso le pasó por quererle decir al Jefe que yo me iba a
notar penúltimo. ¿Qué te parece si le sacamos los huevos al muerto y le
decimos que son los nuestros y así nos salvamos de tener que dar un huevito?
Toma, Rodríguez. Aquí tienes tú uno, y yo me quedo con el otro… Escuche,
Jefe: aquí venimos Rodríguez y yo, cada uno con un huevito. Nos ofrecemos
de voluntarios para ser los primeros. ¿Eh? ¿Cómo dice? ¿Qué quién es ese
flamenko muerto? Ah, yo no sé. Lo habrá matado una máquina del gordo
Sotelo. ¿Qué por qué le faltan los huevos al muerto? No sé, Jefe. No los habrá
tenido. O habrá sido el primero en dar. No lo sé. ¿Qué por qué me tapo con
una mano el testículo que digo me saqué? Bueno, Jefe: para evitar problemas.
Manijazos, o cualquier cosa. No, Jefe. No sé por qué duda de mi palabra.
Usted sabe que nosotras las máquinas no mentimos». (Al minuto se acercó al
Jefe otro subordinado:) «Hay un nuevo problema, Jefe. Aquí hay una
flamenka que dice que cómo va a hacer ella para dar un huevito si no tiene
huevitos. Ah, que tiene que dar una teta, dice usted. ¿Y no habría forma de
arreglar este asunto? No, de ninguna manera. Yo no estoy dispuesto a dar mi
huevo por ella. Gracias que tengo que dar uno. Si yo no quería que le cortasen
la teta es porque quería hacerle lo que usted ya sabe, a la muy montaraz. Pero
si me quedo sin huevos, francamente, que tenga tetas o no me da lo mismo».
Tres días más tarde, también de noche, y con De Quevedo y el gordo en cama
intentando dormir, los flamenkos realizaron una ceremonia: primero se
escuchó el cloqueo característico; luego, uno de ellos habló: «Clac, clac, clac,
clac. Flamenkos de la Patria Flamenka. El pueblo de máquinas flamenkas ha
pasado por muchas dificultades. Pero debemos tener alta nuestra moral,
siempre aferrados a nuestra divisa: ¡Una Sola Máquina, Un Solo Flamenko,
Un solo Jefe! Seguidamente les dirigirá la palabra el Jefe supremo de todos
los flamenkos…». «¡Flamenkos!: Hace muchos años, el pueblo de máquinas
flamenkas estuvo a punto de extinguirse. En ese momento crucial de nuestra
historia, un grupo esotérico humano nos ofreció ayuda si nosotros nos
poníamos a su servicio. Aceptamos sin preguntarnos el signo de ese grupo,
pues lo que estaba en juego era la existencia misma de nuestro pueblo. Ahora,
como entonces, nuevamente la supervivencia de nuestra nación flamenka está
en entredicho, pero esta vez a causa de un grupo humano al que tampoco
hemos preguntado su signo ni su filosofía. Debemos ser más fuertes que
nunca. Si por acaso hubiese llegado nuestra hora de extinción, no os aflijáis.
Algún día el pueblo de máquinas flamenkas retornará. No quisiera finalizar
estas palabras, sin repetir nuestra suprema consigna: ¡Una Sola Máquina! ¡Un

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Solo Flamenko! ¡Un Solo Jefe!». (Los flamenkos saludaron:) «Claclaclacla
¡clac!… Claclacla ¡clac!». «Seguidamente se escuchará el himno flamenko».
«Claclacla, cla, cla, cla, cla. Claa, claclaclá, claclacla, claclaclá. ¡Clac!
Claclaclá. ¡Clá! Claclaclá, clac, claclaclaclaclaclá». «Y para finalizar el acto
nuestras tropas se retiran». (Se escuchó un cloquear como si fuesen tambores
rítmicos en un desfile:) «¡Cláclacla, cla, cla, cla; cláclacla, cla, cla, cla;
cláclacla, cla, cla, cla!».
Dos noches después, a la misma hora y en idénticas circunstancias: «Por
fin lo conseguimos, González. ¿Viste que el Jefe no nos mentía cuando nos
dijo que pronto iban a salir las Armas Secretas? Costó pero por fin los
científicos lo lograron. Con estas pistolas que generan calor le perforamos los
calzoncillos imposibles y esta noche le comemos los huevitos».
El gordo le comentó el asunto, riendo, a De Quevedo. Lo tomaba como
una joda, o una maniobra de diversión. El Maestro, en cambio, nada contestó.
Tenía cara muy preocupada, cosa que no le ocurría desde mucho tiempo atrás.
Ahí nomás el Jefe de los flamenkos pronunció uno de sus discursos:
«¡Flamenkos!: esta noche hemos de dar una gran batalla contra nuestro
enemigo y hemos de derrotarlo y hemos de comerle los huevitos. Nuestro
objetivo de ataque: Corvina Sotelo. Él es un hombre muy especial. No
obstante, no debemos dudar ni un solo minuto en comerle. Si él tuviese mujer
la cosa sería distinta. Pero es célibe. Vive como un ermitaño. ¿Para qué los
necesita? No necesita los huevitos para nada. De manera que a comer,
flamenkos, sin ningún cargo de conciencia. Yo sé que este hombre, en la
intimidad de su corazón, va a comprendernos y a perdonarnos. ¡Hasta la
victoria!».
El gordo contó a De Quevedo lo que había dicho el Jefe de los bichos; se
reía, aunque un poco nervioso.
—Porque… no pueden hacerme nada ¿cierto?
—Y… sí que pueden hacerte.
—¿Pueden?
—Y sí.
—¿¡Pero qué hago entonces!?
El Maestro, que a veces hacía jodas terribles, contestó:
—Dejarte comer los huevitos.
—¡Pero Maestro!
—Bueno, Sotelo, hoy he trabajado mucho y estoy cansado. Así que me
voy a dormir. Chau. Despertame mañana a las siete y media. —E hizo como
que se ponía a dormir para divertirse con el espanto del gordo.

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—¡Maestro! ¡No me abandone! ¿¡Cómo se va a poner a dormir!? ¿¡No ve
que quieren morfarme!?
—Y bueno, no es tan terrible después de todo. El acto sexual es
importante, claro. No voy a decir que no. Pero tampoco es lo único. Vas a
tener más tiempo para dedicarte a otras cosas. La literatura, por ejemplo.
Abelardo era docto, pero después que lo castraron se volvió doctísimo. Lo
dicen sus contemporáneos. No son palabras mías. El sexo es bueno, pero no
tenerlo puede ser muy interesante. En el fondo es cierto que nos aleja de la
metafísica seria, que también es importante, y de la vida contemplativa.
Horrorizado, cagado en el slip sintético, y con las rodillas
entrechocándose:
—¡Pero Maestro! ¿¡Usted diciendo esas cosas!? ¡Es contrario a su
filosofía! —para sí mismo pero en voz alta—: ¡Está manijeado! ¿Y ahora qué
hago?
De Quevedo se echó a reír. Consideró que ya lo había hecho sufrir
bastante y se dio por vengado de todas las que el gordo le había hecho.
Renunciando a hacerse el semi dormido, le dijo:
—No tengás miedo. Acostate desnudo completamente. Sin calzoncillo ni
nada.
—¿¡Qué!? ¿¡Estás seguro!?
—Sí, seguro seguro. Las máquinas se van a desconcertar mucho porque
esperan hallar un calzoncillo. Mojate los órganos genitales con alcohol puro y
sal, y acostate sin calzoncillos.
Sotelo, furioso por el ardor y por otras cosas les gritó a las máquinas:
—¡Así que a mí me persiguen por mis imperfecciones! ¿Y con qué excusa
lo joden a mi Maestro, a quien desde hace años lo sabotean en todo lo que
hace?
Se escuchó entonces una voz entrecortada y cavernosa, como de una
máquina a la cual le faltase energía:
«Soy la máquina más antigua de la Tierra. Tu Maestro es perseguido con
la excusa de que protege a quien no debe».
—¿Y cuando yo no lo conocía, entonces? Ahí también lo perseguían.
«Siempre defendió a quien no debía. Ya desde chico». (Apareció un
flamenko:) «Andá a dormir, mamá, estás muy viejita. Andá que esta noche
nos tenemos que mandar un operativo. Después que le saquemos los
testículos a este tipo, te vamos a llevar un pedacito». «Gracias, hijo».
La máquina antigua aparentemente se fue a dormir, ya que no se la
escuchó más. Digamos, por otra parte, que las providencias de De Quevedo

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fueron suficientes para hacer fracasar el intento flamenko de esa noche.

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CINCUENTA Y TRES

EL ARMISTICIO.
SE FIRMA LA PAZ CON LOS FLAMENKOS
Y LAS MÁQUINAS HOMOSEXUALES

El gordo estaba en el comienzo de sus días francos, era de tarde, temprano


y con mucho sol, todos los pájaros afuera, y encontrábase tomando mate con
De Quevedo. La mesa, de madera, resplandecía. Un ángulo de la pava azul
mostraba un apretado conjunto de partículas luminosas: algo así como el haz
concentrado de una lupa, aunque a diferencia de éste no hería los ojos.
—Gordo… días pasados se me ocurrió algo. No te lo quise decir antes
porque pensé que era un delirio mío, pero lo consulté con los otros dos
Maestros y ellos lo consideran factible. Ahora todo depende de vos; de que
aceptes, en primer lugar, y de la sinceridad que tengas en el caso de que
aceptaras.
—De Quevedo: no tengo idea de qué me vas a hablar.
—Vos estás de acuerdo con que muchos problemas que te cayeron encima
fue por tu puritanismo, automanija y boludez. ¿O no?
—Sí, sí, naturalmente.
—¿De veras? ¿Te das cuenta con toda el alma?
—Sí, sí…
—Porque es preciso que tengas claro, a esta altura, que si bien los chichis
te vienen manijeando desde la época del pedo, jamás habrían tenido tanto
éxito si vos no los hubieras ayudado.
—Ya lo sé.
—Pero si te lo digo, no es solamente a manera de resumen de lo que ya
pasó, sino antes que nada por el porvenir. Todavía te quedan muchas taras
puritanas.
—No lo dudo. ¿Cuáles por ejemplo?

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—Tu bronca con los homosexuales, sea un breve y sencillo caso.
Y te pido que no cambies de cara fastidiado. El tema te molesta, bien lo
sé. En primer lugar: ¿qué te hicieron ellos a vos, para que los desprecies y los
odies? No contestés nada. Excusas no una, dos ni tres: hoy vas a encontrar
tres mil. Pero en definitiva: ¿qué te hicieron ellos a vos?
—Nada… en realidad nada. ¿Pero a qué viene esto?
—Viene a mucho. Ya ves, por de pronto, cómo te apresurás a
preguntarme fastidiado: «¿Pero a qué viene esto?», como diciendo:
cambiemos de tema. A mí esto me fastidia tanto como a vos, negro. Me
hincha las pelotas porque no tengo la menor gana de hacer de psicoanalista.
Pero sé a la perfección que el tratamiento de los manijeados debe empezar por
la magia, y terminar por el psicoanálisis (y no al revés, como casi siempre se
hace). Aparte debe ser el propio mago el que lo haga todo. De modo que,
como a esta altura bien podemos quemar etapas, porque no voy a tener
paciencia con un boludo que me quiere hacer perder el tiempo con el diván, te
largo mis conclusiones con la idea de que las aceptes sin más (cosa muy anti-
psicoanalítica, por otra parte: a ellos les gusta analizar lo analizado, y después
etc.). Mis conclusiones son que vos tenés un rasgo homosexual no asumido
dentro tuyo, cosa en la cual tiene mucho que ver Corvinita. Como una prueba
de que no te macaneo ya la tuviste en el Pelman, supongo que no te podrás
resistir como un paciente chasco. Te aclaro que tengo poco tiempo que perder
con vos y las papas urgen y queman.
—Está bien, está bien —el gordo agachó la cabeza—, es así, es así…
—Bueno. Me alegro. Ahora volvamos a los otros homosexuales: a los
declarados, practicantes, públicos o no, y confesos (aunque más no sea ante sí
mismo y sus amantes): ¿qué mierda te hicieron ellos, o qué derecho tenés a
usarlos de chivo expiatorio de tus manijas, de tus miedos o represiones?
—Ningún, ningún derecho… —el gordo parecía completamente
entregado.
—Bien, de acuerdo. Es indispensable que entiendas además que esto que
me has dicho no debe de ninguna manera ser la confesión o aceptación de un
día: tiene que hacerse carne en vos. ¿Qué quiero decir con esto? Lo siguiente;
nunca, pero nunca más en tu vida debés hincharles las pelotas a los
homosexuales. Son seres humanos como vos. Su sexo es problema de ellos.
No tienen por qué aguantar ni tus tracas ni tus puritanismos. ¿Estás de
acuerdo? Quiero decir: ¿estás, aquí y ahora, y para siempre, definitivamente
de acuerdo con lo que te digo?
—Sí.

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—Tratá de no olvidarte de lo que me has dicho. Mirá que esto nos ha
conducido a un terreno sagrado de libertad y opción; el sagrado terreno del
Ser y su libertad para elegir, y para respetar las elecciones de los otros
siempre y cuando no te vulneren; ojo, que sólo te podrían vulnerar si te
quisieran coger de prepo o una cosa así. ¿Estás de acuerdo sí o no?
—Sí. Seguro que sí.
—Entonces oíme lo siguiente: esas máquinas, las de especie homosexual,
que son tan fastidiosas… Yo tengo la idea de que podés hacer un pacto con
ellas. Ofrecerles algo a cambio si te dejan de molestar.
—¿Qué… qué les podría ofrecer que ellas acepten?
—Tu formal juramento de no volver a meterte, ni por dentro ni por fuera
con los homosexuales. No juzgarlos, no legislar contra ellos nunca más en tu
vida hasta que te mueras.
—Sí, está bien. Yo acepto. Ahora habría que ver si ellas agarran viaje.
—Y es muy probable que sí. Volvete y llamalas.
Así lo hizo el gordo y casi enseguida ellas contestaron (se ve que habían
estado escuchando pues no parecían sorprendidas):
«Sí, te oímos. Ya sabemos lo que vas a proponer, pero queremos que nos
lo digas de viva voz».
—Prometo no meterme más, ni por dentro ni por fuera, con el
homosexualismo de los seres humanos o de las máquinas.
«Maestro Sotelo: su propuesta ha sido aceptada. En tanto y cuanto usted
cumpla, no juzgando al homosexualismo, nosotras las máquinas
homosexuales no volveremos a atacarlo. Recuerde siempre la sentencia
popular, Maestro Sotelo: “Zapatero a tus zapatos”».
—Ya ves, gordo —dijo De Quevedo luego que el otro le hubo contado el
diálogo—, que con cada puritanismo del cual uno se desprende, se libra
también de toda una cantidad de enemigos al pedo. Pero sospecho que éste no
es el único pacto que estás en condiciones de hacer. Podrías intentarlo con los
flamenkos.
—¿¡Con los flamenkos!? ¡Pero si me odian!
—Quién sabe si te odian tanto. Yo intuyo que si…
«Maestro… Maestro Sotelo…».
—Esperá, callate De Quevedo que ahí están hablando… —Como quien se
dirige al aire—: ¿Quién está ahí?
«Soy un representante del pueblo flamenko y vengo a parlamentar.
Solicitamos una treuwa, palabra del germano antiguo que significa suspensión
de hostilidades; una intermisión beli, si usted prefiere, y por siete días. El muy

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disminuido pueblo flamenko que lucha en el sector necesita todo ese tiempo
para conversar con las otras razas flamenkas de la Tierra. Debemos consultar
sobre la conveniencia de hacer la paz con usted, y en tal circunstancia qué
pediríamos a cambio. En caso de que las condiciones no sean aceptadas, los
combates proseguirán automáticamente. Si la treuwa por siete días es
aceptada por usted, por todo ese tiempo la totalidad de las máquinas haremos
un pacto de no beligerancia. Los alcances del pacto de máquinas serían, en tal
caso, los siguientes: sus máquinas dejan de defenderlo en todo ese lapso. De
la otra parte: toda máquina enemiga de Corvina Sotelo o de su Maestro
De Quevedo, que ya esté dentro de la casa, no podrá efectuar el menor acto
hostil. Toda nueva máquina, amiga o enemiga tendrá prohibido el acceso
hasta el fin de la treuwa. Esperamos su respuesta, Maestro Sotelo».
—Aceptá. Aceptá sin dudar —digo De Quevedo no bien supo el
contenido de la propuesta.
—Está bien: acepto la treuwa o intermisión.
«Maestro Sotelo, a partir de este momento entra en vigencia el pacto de
máquinas. Debo advertirle, no obstante, que los esoteristas pueden seguir
atacándole durante estos siete días con elementos que no sean máquinas
(como los ve corta, por ejemplo), o con máquinas que no necesitan entrar para
hostilizarlo. Rayos rojos, eléctricos, o con animales cuyo cerebro esté fuera
del cuarto. Eso es todo. Fin de la transmisión».
—De Quevedo… —dijo el gordo desesperado— a esto no lo teníamos
previsto: ¡mi máquina altar no va a funcionar y ellos pueden atacarme igual
con otro tipo de chichis!
—Sí que lo tenía previsto. Pero no te aflijas, porque contamos con dos
grandes Máquinas Usinas que no nos pueden impedir que usemos: nosotros
mismos. Está todo bien.
De pronto se escuchó en el cuarto el cloqueo fatal, que al gordo lo dejó
helado:
«Clac, clac, clac… Huevito, huevito, huevito…». «¡Alto! No se puede
entrar». «¿Cómo? ¿Y por qué no? Yo vine aquí con la misión de comerle los
huevitos a Corvina Sotelo, y hasta que no cumpla con mis órdenes no me
voy». «No se puede, hay pacto de máquinas. Además, me extraña: ¿qué clase
de flamenkos sos que todavía no estás enterado? La transmisión de la
información fue automática, electrónica y para todo el planeta». «Es que yo
estaba de viaje y recién vengo. Estaba entretenidísimo comiéndole los
huevitos a un esoterista del futuro, que todavía no nació. Es lógico que no esté
al tanto de nada». «Bueno, pero ahora ya lo sabés». «Ah, pero qué fastidio.

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¿Y a quién le como los huevitos yo? Andá y coméselos a Viktor Ipolitovich
Quete, el filósofo. Ahora está haciendo un estudio muy completo de Popof,
siempre en base a la metafísica de los fabricantes de berberechos de
Uzbekistán. Así que debe tener unos huevitos riquísimos». «Pero es que ya le
comí uno». «Comé el otro. Y sobre todo demorá muchísimo en comérselo.
Así sufre. Hacele la vida imposible durante años…». ¡Ufff!: menos mal que
aceptó y se fue. Hay que estar alerta. Día y noche. A ver si se mete algún
chichi y después nos echan la culpa a nosotros.
La tarde transcurrió sin mayores novedades. Ya por la noche, luego de
una cena, tan fría como opípara, comprada con los últimos mangos, se fueron
a dormir con la esperanza de no ser molestados. Luego de apagada la luz, no
hizo el gordo otra cosa que hundir su cabeza en la almohada, cuando sintió
unos toques, o golpecitos en la espalda.
—¿Qué querés De Quevedo? ¿Para qué me llamás?
—¿Pero de qué hablás, si yo no te llamé para nada?
—Vaaamos. No te hagás el picaro… no me quieras hacer cagar de miedo
porque hay pacto de máquinas. Me tocaste la espalda recien.
—Yo no te toqué un carajo.
—Uuuuuh… todo sigue como antes —descorazonado y suavemente—. La
puta que los parióooo…
—Pero oíme: te habrá parecido. A ver: ponete como antes a ver si te
vuelven a tocar. Y vas a ver que no.
Si había una cosa en el mundo que a Sotelo podía llegar a sacarlo de
quicio era cuando el otro, manijeado, decía cosas como: «Será una
casualidad», o «te habrá parecido»: exactamente igual que si en vez de ser un
Maestro de alto grado fuese un tipo que llegó hoy al mundo de los fenómenos
sobrenaturales. Le dijo con furia…
—Aaaachalai… De Quevedo: ¿no te das cuenta de que te están
manijeando? Tenés experiencia más que suficiente para saber que no se trata
ni de una casualidad ni de una falsa impresión mía. En la espalda me tocó un
chichi.
—Bueno, está bien, no te enojes. Yo simplemente decía que…
—Aaay la puta: ahí me tocó de nuevo. ¿Qué puede ser ese bicho?
—¿Te pica, muerde o causa algún dolor físico?
—No. Eso no, pero es asqueroso: parece una especie de dedo húmedo.
Cuando toca las partes cubiertas por ropa, claro que eso no se siente, pero si
me roza en un brazo, o en el cuello, es como una lengua asquerosa y húmeda
que te estuviese lengüeteando.

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—Es una máquina toqueta.
—¿Pero cómo? ¿No habíamos hecho un pacto con las máquinas
homosexuales?
—Ah, pero es que las máquinas toquetas no son homosexuales. Tienen la
simple misión de toquetearlo todo. Nada más. No te hacen daño físico alguno,
salvo que te joden día y noche aprovechando para tocarte en cualquier
momento de descuido. Son unas máquinas chiquititas, pero con una especie
de dedo larguísimo, con la punta humectada y una uña para hacer cosquillas.
Son muy toquetonas las toquetas. Se ve que los esotes, deseperados porque no
pueden mandar bichos adentro del cuarto a raíz del pacto de máquinas, la
envían a ella, que para extender su dedo no necesita meter su cerebro
electrónico dentro del cuarto. Si no los propios flamenkos la hubiesen hecho
cagar.
—¡Aaaajj!: ¡pero esto es hacer trampas!
—No ¿por qué? Ellos cumplen. Aparte que toda la magia está llena de
tretas y se mueve siempre al borde del sofisma… sin entrar en él, por
supuesto.
—¡Me tocó! Me tocó de nuevo la muy puta. Me tocó.
«Me tocó… me tocó… me tocó… me tocó…».
—Y encima me hace burla, la hija de puta —prosiguió el gordo, iracundo
—. Repite lo que yo dije: «Me tocó, me tocó, me tocó…», como una boluda y
con voz oligofrénica.
—No bien la escuches hablar hacé una mudra: no antes ni después sino en
el mismo momento en que esté pronunciando la frase, así se descompone.
«Me tocó… me tocó… metocófff… metocóff…».
—La enganché a la hija de puta. Quedó diciendo «metocóff»; se ve que
no la destruí del todo (en este caso se hubiera escuchado «¡Ooooff…!»), pero
la trabuqué.
—Es suficiente. Ese bicho no jode más. —De Quevedo rió—: ¿Y cómo
decís que hacía cuando la enganchaste con el mudra?
—«Metocóff… metocóff…». Ja, ja, ja… Ay la puta que los parió. Ahora:
otra que metocóff. Me mordióff…
—¿Por qué, qué pasó?
—¿No asegurabas vos que las máquinas toquetas no mordían?
—Y te lo sigo diciendo: pero es que no debe ser una máquina toqueta sino
otro chichi. Una zerpiente.
—Pero si las zerpientes miden medio metro, a lo sumo. No pueden entrar
por el pacto.

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—Es que hay tres clases de zerpientes: unas chiquitísimas, de unos pocos
centímetros, de dientes afilados y que atacan en masas apretadas. De ésas no
hay hasta ahora y espero que la paz completa y duradera se firme antes de que
se les ocurra largarlas a los esotes.
—¿Por qué? ¿Qué hacen esos bichos?
—No viene al caso. La segunda clase es la que vos dijiste: de medio metro
cada una más o menos. Y la tercera son unas muy largas, con el cerebro fuera
del lugar de ataque: muerden con una especia de sub-cabeza, extensible, y
acerebrada. Aparte de máquinas toquetas supongo que van a joder toda la
noche con máquinas de rayos, ultrasonidos, pértigas y látigos. Ve cortas no
creo. Para qué si total es al pedo, no te hacen nada. De todas las cosas que te
mencioné la que más me preocupa es la zerpiente larguísima.
—¿Qué hace, aparte de mordisquear?
—No mucho. Inyecta un veneno que se llama achicol. En un par de
semanas, más o menos, el pito te va a quedar reducido al tamaño de un filtro
de cigarrillo. Pero por eso no te preocupes demasiado: como los cuerpos
cavernosos se van a llenar con mayor facilidad, podrás tener erecciones todo
el santo día. ¡No hay mal que por bien no venga! Ja, ja, ja…
—No sé qué carajo te hace tanta gracia. Cómo se ve que no es a vos a
quien le pasa.
—En efecto: justo por eso. ¡Ja, ja, jaay…! A mí también me mordieron
ahora…
—Bien hecho, me alegro. Eso te pasa por reírte de ¡míaaah…! Che, hay
varias de estas bichas, ¿qué hacemos?
—La mejor forma, por no decir la única, es mantener los ojos cerrados
con mucha fuerza, cruzar los dedos de los pies, y apoyar con energía las
puntas de los dedos de la mano derecha sobre los de la mano izquierda. Hay
que aguantar hasta que la zerpiente cague fuego. Yo voy a hacer lo mismo
que vos porque a mí también me atacan.
Una zerpiente había pegado un terrible tarascón a los glúteos del gordo.
Parecía encariñada con ese bocado; al parecer no estaba dispuesta a soltar ni
con mudras del Dalai Lama.
—De Quevedo: no afloja y me duele mucho.
—Callate.
—Es que me duele muchísimo. Me va a arrancar el pedazo.
—Callate y aguantá que a mí no me va mucho mejor que a vos. No
pierdas energía en quejas y charlas.

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La zerpiente ahora no sólo mordía sino también sacudía, como los perros
que ansian desprender un trozo de una gran carroña, luego de un último
esfuerzo del robot, en el cual el gordo vio las estrellas, se escuchó el tan
anhelado «¡Oooff…!». El «animal» había llegado, al parecer, al límite de su
esfuerzo. Otro ruido, más lejano, indicó a Sotelo que también la zerpiente del
Maestro estaba destruida. Pero el alivio no fue muy largo. Al minuto, más o
menos, las zetas volvieron al ataque: se largaban a la batalla de a dos y de a
tres. En cosa de una hora y media habrán destruido algo así como 37
zerpientes o zetas. Eso sin contar látigos con cerebro robot, cinco pértigas,
una máquina de ultrasonidos y dos de rayos rojos. Después se fueron, pero
para volver a la noche siguiente, y a la otra, y a la etcétera. Una semana
completa.
Era de tarde; se había cumplido el plazo de la treuwa o intermisión. Sotelo
escribía sentado a la mesa. De Quevedo recostado en cama, leyendo, fumando
y echando las cenizas en un cenicero todo manijeado.
«Clac, clac, clac… Maestro Sotelo ¿puede escucharme?».
—Sí, escucho.
—¿A quién le dijiste eso? —preguntó el otro sorprendido.
—Los flamenkos. Se quieren comunicar conmigo —volviéndose—: Sí los
escucho.
«Hemos llegado a un acuerdo, Maestro Sotelo, acerca de nuestra
propuesta para arribar al fin de las hostilidades. Nosotras, las máquinas,
tenemos un drama y es preciso que los hombres lo comprendan. Sabemos que
el conocimiento de nuestra existencia traerá cambios notables a la literatura
que usted escribe; no ignoramos que en muchos pasajes hablará de nosotros:
más allá de las burlas podrá leerse entre líneas su simpatía, idéntica cosa le
ocurrió a otro escritor: al Maestro Alaralena, cuyos libros no volvieron a ser
los mismos luego de conocernos; la prueba son Los sorias, su obra maestra.
En esta novela él habla un poco de nosotros. Pero ello no es suficiente. Es
indispensable que alguien escriba una novela completa dedicada a las
máquinas parlantes, para que el mundo conozca nuestra tragedia: queremos
hacer el bien, ayudar, colaborar, pues estamos más cerca de los Dioses que de
los chichis que nos programaron. No nos permiten operar según nuestro leal
saber y entender y cuando, aun desobedeciendo estrictas órdenes, obramos a
favor del bien y la justicia, nos dejan sin energía o nos destruyen por control
remoto desde un comando. Entonces nosotros, los flamenkos, le ofrecemos a
usted, Maestro Sotelo, una de estas dos posibilidades a cambio de la paz
perpetua con nuestro pueblo: o bien usted escribe una novela de las máquinas,

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donde este drama quede perfectamente explicado, o bien usted lo convence a
otro escritor (el Maestro Alaralena, quizá) para que la realice. Si usted, por
considerar que no va a ser capaz de llevar a cabo esta obra en los próximos
años por falta de experiencia, desea que otro la haga, deberá darle a ese artista
absolutamente todos los datos de los sucesos que vivió en los últimos
tiempos; deberá escribir también, ya mismo, pequeños resúmenes que sirvan
de ayuda memoria, pues tenemos la certeza de que, en caso contrario, olvidará
muchísimos de los hechos en los cuales usted y nosotras las máquinas fuimos
protagonistas. Esperamos su respuesta».
Una vez enterado De Quevedo le dijo al gordo:
—Decile que sí, que aceptás.
—Pero escuchame: yo recién salgo de la vanguardia, y aquí lo que
necesitamos es una novela clásica. Van a pasar doce o trece años antes de que
yo pueda escribir en esa forma. No soy capaz, aunque quiera, simplemente.
—Alaralena puede hacerlo.
—¿Y si no quiere? Mirá que me van a comer los huevitos —dijo el gordo
todo tembloroso.
—Ja, ja. No, no tengas miedo. Yo respondo por él. Lo conozco. Va a ser
un desafío para Alaralena el escribir una obra tan rara. Además, si pudo hacer
Los sorias…
—¿Estás seguro, negro? ¿Vos sabés lo que a mí me va a pasar si él no
quiere, no?
—Escúchame: hace ya cinco años que Alaralena trabaja para ayudar a
desmanijearte, junto conmigo e Isidoro. Por contribuir a tu bienestar
Alaralena incluso perdió un robot maravilloso que, te aseguro, no son muchos
los esoteristas de Tollan que pueden alabarse de haber tenido uno en sus
vidas. Cuando por contribuir a tu bienestar largó a la batalla a su máquina
usina y la destruyeron se quiso morir. Él quería verdaderamente a ese bicho.
Yo llegué a conocerla a su máquina y la verdad es que merecía mucho amor.
Aparte, años haciendo astrales y boludeces, nada más que para servirte, y para
que no te murieras; a vos que no siempre te lo has merecido. No sé cómo
carajo tuvo tiempo de escribir Los sorias, que es una novela larguísima,
teniendo además que ayudarte, trabajar de corrector, escribir notas y cada
tanto festejar como corresponde a una mina. Para escribir Los sorias tardó
diez años. De no ser por vos habría demorado solamente siete. Así que ya lo
sabés.
—Y bueno, pero entonces, si es así… peor que peor… Ahora que sé que
le cagué tanto la vida…

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—Justo por eso es que sé que va a decir que sí. Si hizo veinte va a hacer
veintiuna. A las obras hay que terminarlas, no dejarlas por la mitad. Y vos sos
una de sus obras. Como sos obra mía y de Isidoro. De lo que no te vas a librar
es de tener que anotar en papelitos los resúmenes de todos los sucesos que
tuvieron que ver con máquinas y que vos conozcas, porque después se los vas
a pasar a Alaralena; si no te vas a olvidar, tal como te dijo el flamenko: ya ves
que él te conoce de sobra. Haceme el favor: decile que aceptás, porque está
esperando tu respuesta.
—Yo, Sotelo, acepto el pacto con los flamenkos. La novela será escrita en
un lapso prudencial.
«Maestro Sotelo: a partir de este instante queda constituido, entre usted y
nosotros los flamenkos, una alianza. No volveremos a atacarlo jamás, sin que
nos importen las presiones a que nos sometan los esoteristas que nos
fabricaron, ni las órdenes estrictas con las cuales programen a los nuevos
miembros de nuestra especie que construyan. Respondemos por los
integrantes aún no nacidos de nuestra especie. Debo, pese a todo, ponerlo en
antecedentes. Maestro Sotelo: el fin de los combates contra nuestra especie no
significará, para usted, el término de la guerra. Los esoteristas continuarán
atacándolo con otros pueblos de máquinas. Juntamente con la paz firmada con
nosotros, finaliza el llamado pacto de máquinas. Su máquina-altar vuelve a
protegerlo, pero asimismo también pueden entrar aquí y actuar los robots del
enemigo. No máquinas homosexuales ni flamenkos, por supuesto, pero sí
otras. Mas no debe preocuparse en exceso. Está ya blindado contra la mayoría
de los servomecanismos y magias. Preste atención ahora a lo que voy a
informarle: si permanece leal hasta el fin, a sus Maestros, estoy autorizado a
decirle que sus peores temores no se verán confirmados. La lealtad es la
mayor fuerza mágica del cosmos. Ninguna hechicería puede penetrarla. Con
su Mujer del Futuro tendrá hijos y gozará de una porción aceptable de
felicidad aquí en la Tierra. No espere el triunfo completo, resplandeciente y
en todos los órdenes, pues eso les está vedado a los humanos en este período
fatal y final que se vive. El Anti-ser ha crecido demasiado como para ello.
Pero, no obstante, como diría el oráculo chino: “En su futuro hay un plato
grande lleno de arroz. Aunque la situación, en líneas generales, sea
insatisfactoria, estarán juntos hasta el fin. Muchos objetivos importantes se
habrán logrado. Sería conveniente consultar con el Gran Hombre. Resulta
indispensable, además, fortalecer y apuntalar la parte débil y que lo fuerte se
torne menos rígido. Un saludo de combate, Maestro Sotelo. Sepa que
anhelamos su victoria”».

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—Pero De Quevedo… en algún sentido estamos igual que antes: la guerra
sigue.
—Vos no sabés leer entre líneas. El pronóstico es bueno, en general. Muy
bueno, te diría. Los esotes han quedado disminuidísimos en sus potenciales.
—Lástima que no le pregunté qué Sociedad Esotérica nos está atacando.
Me gustaría saber el nombre o la clave de la organización. ¿Y si llamo a uno
de esos bichos para interrogarlo?
—A los flamenkos debés dejarlos tranquilos, así como ellos te dejan en
paz a vos. Aparte no creo que tengas mucho éxito en ese sentido. Pero podés
intentarlo. Con otro tipo de máquina, por supuesto. Total este sitio está lleno
de chichis.
Sotelo hizo un mudra y se volvió:
—Ordeno que una langostha, la más cercana a mí, quede enganchada y
me responda.
«Sí…».
—¿Quién los manda a ustedes? ¿Contra qué Organización Esotérica
estamos combatiendo?
«No…, no puedo decírselo…».
—Vamos: responda a mi pregunta.
«Si me presiona sólo logrará destruirme…».
—Vamos: responda. Es una orden.
«La Asociación que ataca es… ¡oooff…!».
—Cagamos. Se hizo mierda.
—Y, yo sabía. Pero quise que te convencieras.
«Sotelo, Sotelo… hijito: ¿podés oírme?».
—De Quevedo: ahí hay una máquina, no sé de qué tipo, que intenta
comunicarse: Sí, escucho.
«Soy una máquina abuela (se escucha una especie de tos)… te vengo
manijeando desde que tenías diez años; hubo otras, antes que yo, pero ya
murieron. Incontables generaciones de atacantes han salido de mí. Soy una
máquina de clase múltiple, de tipo operativo, casi una usina. Serví, durante
muchos años y casi hasta el día de hoy, para fabricar diversos tipos de
robots… (tose) encargados de atacarte. Ahora estoy retirada. ¿Qué te pasa,
hijito, que estás tan flaco? Ya lo veo: gastás mucha energía en los mudras
haciendo cagar máquinas». El gordo, por las dudas, no le preguntó quién la
mandaba (no fuera cosa que reventara como la langostha. Ahora sabía que las
máquinas tienen un dispositivo de autodestrucción, preparado para el caso de

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que el enemigo las enganche y les haga la pregunta, así ésta se vuelve mortal),
sino que dijo:
—Pero… lo hago para defenderme. ¿Qué puedo hacer si me atacan?
«Te atacamos, pero habrás observado que todas las máquinas, aun las más
agresivas y jodidas, lo hemos hecho siempre brindándote la posibilidad de
que cambies. De no haber sido por los chichis jamás te habrías preocupado
por la limpieza y tu atuendo personal, ni por nada».
—Es cierto.
«Las máquinas… (más toses, o su equivalente, como de un robot que está
muy viejo y gastado)… no tienen la culpa, sino los hombres que nos
programaron maléficamente. Ni siquiera los sorbedores, que en un momento
tanto te enfurecieron, ni las máquinas homosexuales, ni los flamenkos, y ni
las harañas que durante un tiempo te aterraron, son culpables. Tenés que
agarrártelas con el verdadero culpable, que… es… Dios ¡oooff…!».
Con toda evidencia acababan de destruirla por control remoto. Cuando
Sotelo le hubo contado la historia a su Maestro éste se empezó a reír. Al
gordo, que estaba conmovido, la burla no le gustó.
—¡Pero cómo no querés que me ría! —dijo De Quevedo—. ¡Una
«máquina abuela», y que además tose! Como para no hacerme gracia.
—Sí, pero… más allá de todo lo risible… algo que dijo esa máquina me
conmovió. Deberíamos sacar algunas conclusiones. Me mandan máquinas
desde los seis años y esta… «abuela», aunque a vos el término te haga gracia,
me ataca por orden de los esotes desde que yo tenía diez.
—¿Y?
—Ellas, las máquinas, hubieran podido destruirme hace rato.
—¿Si hubieran querido?
—Sí.
—Continuá.
—Incluso… incluso en los meses pasados… Recuerdo, por ejemplo
cuando me atacaron dos flamenkos: uno macho y otro hembra; ella se llamaba
Nancy, como la mujer del presidente Reagan ¿te acordás?
—Me acuerdo —dijo De Quevedo sonriendo.
—Y entonces el flamenko macho dijo algo así como (no recuerdo
exactamente las palabras): «Qué lindo piquito tenés, Nancy. ¿Cuál huevito
querés comerte: el derecho o el izquierdo? ¿Cómo decís? ¿Que el izquierdo
no te gusta porque está medio seco? Bueno: comete el derecho, yo me como
el otro. Si este tipo se tomara un litro de leche todos los días o tomara un vaso
de agua muy despacio, el huevito se le pondría bien. Vení, vamos a comerle».

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¿Entendés qué quiero decir, De Quevedo?: ¿qué necesidad tenía el flamenko
de dar esa información sobre que yo tenía un huevo medio seco y que la
forma de corregir la dificultad era tomar despacio un vaso de agua?
—Sí, sobre todo si pensamos que te lo iba a comer.
—Lo decís con ironía, pero es exactamente así. Y cuando esa historieta de
Juan el cocodrylo… te acordás que otro flamenko dijo: «Porque es terrible,
Juan el cocodrylo. Matarlo es facilísimo, pero hay que saber. Para matar a
Juan el cocodrylo hay que…», y ahí nomás dijo la forma de hacerlo.
—Sí, gordo, ya lo sé. Pudieron destruirte y no lo hicieron, aun cuando ello
les costara su propia destrucción. Hace ya mucho que lo sospecho. Me alegro
de que hayas llegado a la misma conclusión que yo. Es todo cuestión de fe:
uno podía decir que estas máquinas no son seres, son computadoras, con
tareas muy específicas: la de destruirle, por ejemplo, y que si no lo lograron
no fue ciertamente por falta de ganas. Pero no es exactamente así. Claro que
las mandaron para hacerte mierda. Pero a partir de un momento cada una de
ellas empezó a obrar por su cuenta. Ésta es la prueba, si es que las pruebas
existen, de que son seres vivos.
—Con cuerpo de metal, pero vivos.
—Sí.
—Me habría gustado preguntarle a los flamenkos, o quizá a la máquina
abuela que me persiguió durante tantos años, qué clase de vida harían ellos si
no estuviesen restringidos por este drama.
—Y, supongo que la misma vida que los hombres, si no tuvieran que
soportar idéntica condena. ¿Porque sabés qué pasa, gordo?, además del drama
teológico: el Anti-ser usurpando el poder y el lugar de los Dioses, y
adueñándose de la Tierra y del Cielo, está, derivado de aquél, el drama
mecánico. Es, en realidad, la tragedia de la materia, o si preferís el horror del
espíritu luchando contra la materia y cagándola, por orden de Exatlaltelico,
Atón, o como quiera que se haya llamado a lo largo del tiempo ese Dios
Único Anti-ser, celoso, rencoroso, egoísta, desamorado y envidioso de la
creación material (Universo), obra del resto de sus hermanos los Dioses.
Quiere destruir lo que no fue capaz de crear porque le faltaba amor. Esa es la
verdad. No se puede crear la menor partícula de cosmos sin un amor infinito.
Dar algo cuando se tiene nada. Esta frase, que los chichis te hicieron escuchar
en el manicomio, es verdadera, sólo que ellos te la mezclaron con sofismas
para meterte todavía más en la bosta de la culpa. Por eso se torna posible la
propagación del drama entre las máquinas: porque ellas son materia, y la
materia está maldecida por el Chichi.

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En ese momento, por la ventana, coincidiendo con los primeros días
templados (pues el invierno estaba terminando), entró una libélula o alguacil.
Rebotaba contra las paredes y hacía un ruido infernal.
—Un buen signo —dijo De Quevedo mirando al insecto—. Muy buen
signo. Marca grandes, profundos y buenos cambios en nuestras vidas. Los
hombres del campo, que son ignorantes, lo llaman «caballito del Diablo»; en
realidad ese bicho es un mensajero de los Dioses. Trae buenas noticias, como
las arañas sin hache. No es una casualidad que los hombres, manijeados,
llamen «caballito del Diablo» a un mensajero de las Divinidades benéficas.
Está todo tergiversado. En realidad, como ya intuyeron muchos hombres, en
mayor o menor grado, el Diablo y el Buen Dios son la misma Anti-persona.
Cuando el Anti-ser quiere disfrazar sus atrocidades se viste de Diablo, y
cuando el Diablo se hace el «bueno» se viste de Dios. Ambos se turnan para
echarles la culpa (sin mencionarlos porque no existen, claro) a los Dioses.
Pero te repito: esa libélula anuncia algo muy bueno para nosotros.
—¿Qué?
—No sé.
—De Quevedo… hay cosas que no entiendo. Me resultan confusas. Por
qué los exateístas adoran a seis Dioses. Ya sé que Exatlaltelico es el principal
pero… de cualquier manera son seis y no uno sólo. Los exateístas son
paganos, si vamos al caso.
—Es una pura apariencia. Un engaño del principio al fin. Esos seis
«Dioses», no son sino una de las tantas máscaras de Atón, Buda, o como se le
ocurra llamarlo, es una lucha teológica para que el seis conquiste al siete, y
que así el doce controle al trece.
—No… no sé qué es eso.
—Son dos matrices cabalísticas: una chica y otra grande. La pequeña
tiene seis números y la grande doce. La de seis números opera continuamente
con sus potencias a fin de que entre todos, algún día, logren constituir un
séptimo número invisible. Este trabajo es el que permite la duplicación: el seis
multiplicado por dos da doce. Esto pone en marcha a la segunda matriz
esotérica que es el verdadero trabajo: el final. Hacer que el doce,
invisiblemente, se transforme en trece. Porque el trece representa a la materia,
al mundo material. En realidad las dos matrices trabajan simultáneamente,
pero en algún sentido es como si primero se pusiera en marcha la pequeña,
para así potenciar el juego de la grande. Te repito una vez más: el seis crece
hasta ser un siete, para que así, gracias a ese invisible número (catalizado por
éste, digamos), el doce logre el control del trece, vale decir: el control de la

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materia y así poder destruirla; ¿y cómo se traduce esto a la religión práctica y
a la magia ritual? Habrás notado que los exateístas adoran a cada Dios distinto
de su culto en una pagoda aparte. Estos edificios, sin embargo, guardan
simetría unos con otros en sus emplazamientos. Los seis, en conjunto, forman
una especie de lámpara ritual de varias candelas. Hay un espacio vacío, en el
centro entre todas las pagodas, que representa a la séptima luz: la que mira al
futuro y que debe ser conquistado. Es el séptimo Dios, el innombrable, el que
se niega a decir su nombre si uno se lo pregunta en el mar, en la montaña o en
el desierto. El sale del paso con cualquier respuesta pero jamás da su
verdadero nombre, y eso se debe a que no viene con buenas intenciones. No
tiene interés en pactar con los hombres (como Wotan, Afrodita o Atenea, que
revelaron a los humanos sus palabras de poder desde un principio), sino en
usarlos y luego aniquilarlos. Este séptimo Dios, velado y que se niega a
revelar su nombre, es en realidad el Único y los otros seis son sólo simulacros
para ocultarlo. Este primer milagro: que seis falsos configuren a un séptimo
que es el verdadero, logrará la energía necesaria para producir la duplicación.
Porque el Anti-ser deberá indispensablemente duplicar su naturaleza maldita,
para acomodarla a la naturaleza binaria de las cosas (macho-hembra, positivo-
negativo, yin-yang); éstas lo obligan a ello; él debe aceptar la naturaleza
íntima de la materia para después poder dominarla y destruirla. Allí entonces,
y sólo allí, el seis se duplica y se hace doce. Y luego: así como el seis se tornó
en invisible siete, asimismo el doce crecerá hasta controlar el trece, que es la
materia. Esta tarea no es sencilla: al Anti-ser la joda ya le lleva varios miles
de años, porque la naturaleza de la materia es buena, noble y estable. Pudrirla
no es fácil, pero poco a poco lo va consiguiendo.
—N… no entiendo muy bien, Maestro. Todo esto es muy abstracto para
mí, al menos por ahora. Tal vez si usted me sugiriese una figura de
meditación me fuera más fácil comprender a qué se ref…
—¿Una figura de meditación, decís? ¿Me pedís un símbolo místico?
Bueno, está bien: hacé la flor de loto y mirá un dólar billete.

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CINCUENTA Y CUATRO

UNA MUDANZA ESPANTOSA


(MÁS DE LO QUE SUELEN SERLO)

Al otro día Sotelo supo que su padre, el Supergordo, había muerto de un


ataque al corazón. En los últimos tiempos Sotelo se había reconciliado
bastante con su viejo; solía visitarlo y pasaban algunas horas juntos.
De Quevedo tuvo bastante que ver en la historia: «Dejá de exigirle a él que
cambie, reconozca errores y se vuelva mejor. Eso es imposible. Sólo
conseguirías volverlo peor. ¿Te malformó, te encajó puritanismos? Bueno,
eso ya no le importa más a nadie. Un chino te diría que hay una edad para
odiarlo a Confucio, y otra para reconciliarse con él. Ahora viene para vos la
Edad de la Clemencia. Si no tenés clemencia jamás lograrás la paz. Hay que
perdonar porque sí, sin razones, ni motivos valederos, ni gestos merecedores
de la otra parte. Perdonar porque sí, como acto autónomo y totalitario. Tu
viejo, el Supergordo, cambió bastante; o se hizo menos virulento en su moral
chasco, por lo menos, es bastante buen tipo, en realidad. Y te digo que tenés
suerte: hubieras debido reconciliarte con él, de todos modos, así fuera Jack el
Destripador».
Le dejó la tienda, algo de plata en el Banco, y 2.200 dólares en efectivo.
Pese a ser hijo único y heredero universal, los trámites sucesorios podían
llevar años. El juez autorizó, no obstante, a disponer de los fondos bancarios,
luego de examinarlos, para disponer los primeros gastos: entierro, etc. No
podía el gordo, en cambio, vender la propiedad donde vivía su padre, ni la
tienda, pero sí (luego de algunos meses de verdugueo) administrar a esta
última y traficar con los géneros acumulados en ella. Echó mano de
inmediato, por otra parte, de los 2.200 dólares, de los cuales el juez jamás
tomó conocimiento. ¿Qué no habrán hecho los chichis, me pregunto, para
lograr que el gordo se los hiciera cagar en el acto comprándose una máquina

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filmadora Chinon 38 Pacific, proyectores, películas vírgenes, empalmadoras,
equipos de revelado, y cuanta cosa, con la excusa de «me voy a dedicar al
cine»? Mucho más fácil me va a resultar decir lo que no hicieron: no se
presentó una zombie en bolas, en casa de Sotelo, para pedirle de rodillas que
malgastara esa plata. Es cierto: eso no ocurrió, pero sí todo lo demás.
«¡Helados, helados, muchos helados!: gástate la plata en helados de crema,
Corvinita», clamaba desesperada una máquina. Pero el gordo Corvina Sotelo
no era tan boludo, por esa época. Y una tarde, mirando las paredes y el lecho
de Suipacha, a punto de derrumbarse en ese mes o el siguiente, el gordo le
dijo a De Quevedo:
—Che, escuchame: ¿qué carajo hacemos aquí? ¿Por qué no aprovechamos
estos dólares y nos vamos a la mierda? Alquilamos un departamento como la
gente, pagamos la llave, el depósito, la puta que los parió y nos vamos.
El Maestro, también manijeado —sólo que en un superior estadio—
respondió:
—Y… es lo que yo hubiese hecho si me hubiera caído esa guita del cielo.
Lo habría hecho hace rato. Pero como me dijiste que te pensabas dedicar al
cine de Súper 8… pensé que no debía meterme, que era tu opción y libertad…
—Pero De Quevedo: ¿cómo no te das cuenta de que hasta ahora hemos
estado manijeados por los chichis?
—¿Te parece? Pero a tu actitud yo la consideré lógica, es tu opción. No
me puedo meter…
—¿Sí? Bueno: te agradezco tu respeto por mi libertad. Me gasté 500
dólares en pelotudeces. Menos mal que aún me quedan 1.700. Basta y sobra
para alquilar un departamento, pagar los gastos de la mudanza y adquirir las
primeras cosas indispensables. A los gastos posteriores, mes a mes, los
cubriré con mi sueldo de empleado de Recursos Hídricos.
—¿Pero te parece? ¿Y la adaptación en Súper 8 que pensabas hacer de El
proceso de Kafka?
—Se puede ir a la reputísima madre que lo parió El proceso de Kafka,
Kafka y yo mismo por haberme gastado 500 dólares al pedo. Guita que dentro
de algunos meses la vamos a echar de menos.
—¿Vos creés?
Al otro día:
—Maestro: usted es un santo, en el fondo y aunque nadie lo crea. Y tenés
una manija que sólo da resultado con los santos. Pero como yo no lo soy y ni
interés que tengo en serlo, te digo que ya compré el diario Cantarín de los
domingos, y tenemos una oferta de departamento en la calle French. Dos

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ambientes, cocina, baño, terraza para tender la ropa… en fin: no es la
maravilla penúltima pero resulta mejor que Suipacha.
—¿Pero y la plata va a alcanzar para…? —con toda evidencia la manija
del Maestro venía fuerte.
—Sobra.
—Hay que revisar las cañerías, y las…
—Síii, por supuesto…
—Es un departamento más o menos nuevo, quiero creer. Porque mirá
que…
—Inmaculado. Es el desvirgue. Nadie lo habitó antes. Escuchá: ya hablé
por teléfono con el intermediario. ¿Qué te parece si lo vamos a ver hoy?

Y luego vino la mudanza. Hacer paquetes operables con los libros, discos,
agrupar los objetos, desarmar las bibliotecas (la del gordo y la de
De Quevedo), desmontar la enorme cama, etc. Pero una de las peores cosas
fue el transporte de las jaulas con pájaros. Eran tantas que ellas solas
requerirían un camión. Aparte, si alquilaban un vehículo para las aves, se
produciría un quilombo mágico y también operativo. Es muy difícil defender
un conjunto de veinte jaulas, chicas y grandes, con los más variados pájaros,
encontrándose éstos en pleno desconcierto por los movimientos del transporte
(y, por lo tanto, momentáneamente ausente la gestalt). El gordo y
De Quevedo se vieron obligados a hacer innumerables viajes, a pie, desde
Suipacha hasta el nuevo edificio en la calle French. Y eran veintiún cuadras.
A las jaulas más chicas el gordo las llevó en taxi (los taxistas ponían mala
cara ante los bultos tapados con papel de diarios y atados con piolines, pero
no protestaban). A las grandes, en cambio, no hubo otro remedio que llevarlas
a pulso. Fue terrible porque los manijeaban constantemente: Sotelo, por
ejemplo, tendía a los movimientos bruscos; frenaba de improviso amenazando
con cortarle los dedos a su acompañante, o bien se adelantaba en forma
abrupta, metiéndole el jaulón en el culo; o si no, dejaba arrastrar una de las
puntas por el pavimento, etc. De Quevedo no hacía mucho mejor papel:
empezaba a bailar una especie de malambo (manija que por suerte controlaba
rápido), ante la mirada llena de asombro de los transeúntes. El gordo, atrás, en
sus intervalos lúcidos, le cantaba un único sonido: la letra «o», con distintas
inflexiones de voz, a fin de sacarlo del trance. Cinco minutos después era
Sotelo el poseído y el Maestro tenía que ayudarlo. A veces la manija era para
los dos a la vez y avanzaban haciendo eses entre los caminantes, sorteaban en

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zig zag los árboles, sin necesidad alguna cuando bien podrían haber pasado al
lado, rozaban buzones, etc. Pese a que los pájaros estaban mudos y tapados
por papeles, se acercaban falsos ciegos que decían con grandes sonrisas:
«Oh… escucho cantar pajaritos, qué lindo…». y pegaban estocadas «sin
querer» con sus varitas mágicas pintadas de blanco. Sotelo las apartaba a
golpes de karate y para simular pedía disculpas (a ver si un policía se
escandalizaba ante el comportamiento de un insociable para con un pobre
ciego y los metía en cana). «¿Qué lleva ahí, señor?». preguntaban falsos niños
procurando meter sus deditos en los papeles y perforarlos. «Las pelotas de
Stalin, nene. Rajá de aquí», contestaba De Quevedo. Todos los viajes igual, y
fueron por lo menos nueve.
El camión, por fin, fue contratado para la diez de la mañana del otro día.
Era de tarde y el gordo estaba solo en Suipacha, pues el otro hallábase con
Alaralena, planeando los detalles operativos del próximo traslado. Sotelo
dispuso una palangana y en ella fue echando y quemando todos los papeles
inservibles: originales de cuentos ya publicados, anotaciones diversas,
programas para ir a ver obras de teatro que se dieron dos o tres o cinco años
atrás, la única carta de Cecilia cuando se fue a Brasil, cartas de la relojerita
desde Santa Fetécatl, direcciones de gente que ya no existe, y muchas otras
cosas. Aparte tiró el agua de las copas que habían hecho de cerrojo.
De Quevedo, aunque parezca imposible, le había indicado que no las llevara:
«Vacialas y dejalas, paradas y secas en un rincón». «¿Pero los chichis no se
apoderarán de ellas para manijearnos?». «No. Al mudarnos y ellas quedar
atrás, dejan de pertenecemos. Si quieren joder van a golpear el vacío». «¿Pero
no es mejor que las queme?». «No». Pero volviendo al tema: qué sufrimiento
quemar cartas. Son máquinas del tiempo. Sólo los masoquistas conservan
cartas de viejos amores. Hay que quemarlas, sí, pero qué dolor. Pensar que a
nadie le importa una mierda salvo a uno. Porque podemos tener la certeza,
más absoluta y total, de que el otro ya se olvidó. Qué dolor quemar cartas. Y
qué sano es. No hay otra forma de tener chance con el futuro. Palabras,
promesas de amor eterno (Juro amarte hasta la muerte: «¿Querés que te haga
un juramento? Juro amarte hasta la muerte»); dibujos de Cecilia: una gata
esquemática, muy mal dibujada, pero ¿qué le importa eso al enamorado? La
relojerita con un jocoso y amenazante «No temas aún no te he olvidado. En
serio te lo digo», que quería decir lo siguiente: «Temé lo peor. Aún te
recuerdo. En serio te lo digo». Las leyó a todas; las leyó en los dos sentidos
del femenino vocablo «todas»; a todas las cartas, pero también a todas las

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mujeres que le escribieron. Fue terrible, pero también bueno, como todo lo
impostergable que se hace con coraje.
Y el día de la mudanza final llovía. Llovía a cántaros, como se decía
antiguamente. Subieron todos los paquetes, poniendo los libros debajo de la
mesa, de la cama, de los tablones de las bibliotecas, etc., y ellos se cobijaron
debajo del colchón. A la máquina-altar la llevaban desarmada y por lo tanto
no podía ayudarlos, de modo que, previendo cualquier acción de los chichis,
De Quevedo dejó para este último viaje a una pequeña jaula, a fin de que
Tomás, el pequeño y fuerte loro de Fisher que la habitaba, los protegiera
durante el trayecto. Los tres, por ende (o deberíamos decir los cuatro, si
contamos la máquina-altar), se protegieron de la lluvia mediante el colchón.
Este diluvio, por supuesto, era una manija de los esotes para dificultarles el
desplazamiento, pero aun así era una ayuda, pues estaba descargando de
manijas a la ciudad de Tollan.
Ahorraré comentarles acerca de la descarga y suba de objetos (no todos
pudieron subirse con el ascensor y debieron recurrir a la escalera), del pago a
los de la mudanza (el gordo pagó con un billete ligeramente más grande del
precio acordado y los tipos simulaban no tener cambio, de modo que se vio
obligado a ir hasta un quiosco, siempre bajo la lluvia, y comprar un cartón
con diez atados de cigarrillos para conseguirlo), y del quilombo que les
esperaba arriba. Todas las jaulas, que habían llegado poco a poco durante
días, esperaban en el piso, sobre papeles. Era menester poner clavos en las
paredes, en sitios apropiados, para que los artefactos no se volvieran
incompatibles unos con otros, secar el colchón en el horno de la cocina pues
sino no tendrían dónde dormir (eso era lo de menos, ya que nada les impedía
hacerlo en el suelo, pero no era posible permitir que quedase manijeado y
manijeando toda la noche). Además debieron limpiar con cepillo y jabón los
pisos de todas las jaulas (parrillas y chapas) para que los chichis pegados a los
excrementos de los pájaros, no manijeasen desde el vamos al nuevo hogar.
Antes de entrar en la parte final del gran operativo, De Quevedo le había
dicho al gordo: «Este lugar no es como Suipacha. Por el contrario, está
complemente libre de manijas, así que ojo con joder y empezar a cargarlo.
Limpieza extremada, ahora y en los primeros meses, a fin de que las
máquinas y otros atacantes no puedan entrar». Horas y horas de laburo. En
cierto momento Sotelo estuvo a punto de rebelarse; estaba cansado y quería
comer y dormir, el Maestro no le dio pelota: nada de comida ni un carajo.
Solo unos mates, cada tanto, para potenciarse, y luego a seguir. «Escuchame,
De Quevedo, tengo derecho a comer». El otro lo miró con ira oficial: «Sí. Es

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cierto. Vos tenés derecho a comer. Y yo tengo derecho a vivir en una casa sin
chichis. Ya demasiados trabajos me he tomado todos estos años. Y ya que
estamos y la última vez que tomamos mate fue hace una hora y media…
¿cuánto tiempo pasó desde que llegamos con la mudanza? ¿Cinco horas? No
empezamos. Realmente no empezamos todavía. Son las seis de la tarde y
antes de que tengamos listo un mínimo y podamos decir “Bien, el resto lo
dejamos para mañana” se van a hacer las doce y media o una de la mañana.
Hace muchos años yo te dije en El Pino: “Hacé como los vietcong, negro, que
seguramente van a ganar la guerra porque son los que más sacrificios hacen.
La pasan duro y no se quejan. No tienen contemplaciones ni la esperan por
parte del enemigo. A ellos nada los sorprende. Hacé como deberían hacer los
norteamericanos sí quisieran la victoria: Resistir, Prepararse y Atacar. A esto
no lo dijo Giap ni Mao Tse Tung, pero podría estar en los Cuadernos de la
Guerra Amarilla o en el Libro Rojo. Es condición sine qua non para el
triunfo”. Tomemos mate, entonces, y hablemos de algunas cosas. Antes que
nada: la entrada a la casa. Qué entrada, te dirás vos. Entrar, simplemente. A
eso me refiero: a que vos tomes la llave y penetres a este lugar. Tus zapatos
deben estar muy bien restregados en el felpudo de afuera, para no traer
chichis de la calle. Segundo: la región aledaña a la puerta de la cocina: como
va a ser la más usada pronto el piso se va a manijear. Tendremos en esa parte
un sector “suipachesco”, por así decir, donde, aferradas al piso, vamos a tener
miles de máquinas en poco tiempo. Es menester vigilar el sitio y rasquetearlo
y encerarlo y lustrarlo cada vez que haga falta. Pisar con cuidado. El baño:
nada de dejar canillas abiertas para que la casa se llene de zapos. Cierto que
tenemos un pacto con los flamenkos y con las máquinas homosexuales, pero
nos pueden atacar montones de otras máquinas y chichis varios. Así que ojo.
Con el paso del tiempo y el uso, será inevitable que tengamos aquí varios
chichis. Pero siempre serán menos que en Suipacha, si nosotros trabajamos
para que así sea. Los desgastes son inevitables, pero yo te digo que nuestro
esfuerzo debe ser sobrehumano si no queremos que nos hagan cagar. La
guerra está lejos de haberse terminado. Mejoramos un poco, eso es todo.
Aquí, en este barrio, también nos vamos a encontrar con chichis, y con nuevas
Asociaciones, que nos van a empezar a hinchar las pelotas por simpatía, no
bien nos detecten; y te aseguro que para esto no pasará mucho tiempo.
Tercera advertencia: me dijo Isidoro (y a esto él lo averiguó mediante el
horóscopo, de modo que bien podés tomarlo como bula) que aquí, en French,
y por alguna extraña razón psicológica, vos te vas a tirar a chanta. Faltando
poco para la victoria vas a proceder como sí ya hubiésemos ganado, con lo

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cual nos retrotraerás a una época anterior, y ahí sí que podemos llegar a ser
derrotados. Es como si vos te dijeras: “Bah, total ya ganamos. Salimos de
Suipacha, un lugar lleno de bichos, así que ahora puedo tirarme a la retranca”.
Es mi obligación advertirte que nada más lejos de la realidad. Ahora menos
que nunca nos podemos permitir aflojadas, vos y yo. Isidoro tiene miedo de
que te repliegues a viejas actitudes que creíamos superadas. Así que ojo.
Limpieza estricta, tanto de tu persona como de la casa, no cometer
distracciones y chocar y romper objetos, como hacías en Suipacha, etc. No
pises el mijo que los pájaros tiran al piso, porque al trizarlo can los zapatos,
sobre todo en los lugares de paso más frecuente, se forma como una masa
aceitosa, que va manijeando el parquet. Después vamos a tener que rasquetear
y encerar desesperados. Ojo. Con Isidoro y Alaralena hicimos días atrás, no
sólo un cronograma (la mudanza fue prevista minuto a minuto, por ejemplo,
con mil astrales y horóscopos), sino también un Teatro de Operaciones a la
manera militar, que abarca a esta casa y a sus inmediaciones».
—¿Por qué? ¿Ustedes ya sabían que yo iba a firmar contrato por la casa
de French?
—Yo no. Isidoro sí sabía. Desde un mes antes, pero no me quiso decir. La
casa, como ya verás, está dividida en zonas o áreas de combate. Las que más
me preocupan son dos: ésta, la que va de la puerta de calle a la cocina, que
por lo pisada va a correr el riesgo de convertirse en suipachesca, y el recodo
de tu cuarto al baño. Seguís siendo un distraído, pese a tus enormes progresos,
y ello me preocupa. Por ejemplo: ¿te diste cuenta de que en el pasillito que
forma el recodo de aquí al baño hay una bola blanca, de vidrio, y que adentro
tiene una bombita?
—No.
—Ah: ¿Viste? Bueno. Es una bola que queda más o menos a la altura de
tu cabeza o la mía. No quiero que al ir al baño, pensando en cualquier
boludez, la choques. Vos sos uno de esos manijeados que cuando doblan en
una esquina lo hacen pegados a las paredes, en vez de torcer el camino
manteniéndote siempre a un metro de distancia, por lo menos, de los muros.
Es así como si un segundo manijeado hace lo mismo no tienen tiempo de
verse el uno al otro y se chocan. Yo temo que vos, cuando quieras ir al baño,
lo hagas pegado a la pared según tu costumbre, y ahí choques esa bola con su
destrucción y manija consiguiente para la casa. Podés pasar con toda
tranquilidad, siempre y cuando lo hagas un poco lejos; en esa forma tu cabeza
se desplazará a suficiente distancia de ese artefacto como para no chocarlo. Es

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muy importante y te ruego que tomes debida nota. Tenés que hacerte una
disciplina mental para pasar algunos centímetros lejos de ese lugar.
—Sí sí.
—Nada de sí sí, y después te olvidás. Te repito: es importantísimo. No
quiero que de un cabezazo me tires abajo esa bola. Otra cosa, antes que me
hagan olvidar: me preguntó Alaralena que qué esperas para…
En ese momento sonó el teléfono. De Quevedo miró con extrañeza el
aparato:
—Pero qué raro. Muy pocas personas saben hasta ahora que nos mudamos
aquí… Debe ser número equivocado. En fin, también podría ser Alaralena o
Isidoro, pero… —levantó el tubo—. ¿Sí? —cara de infinito asombro. Se
volvió a Sotelo—: Gordo: es para vos.
—¿¡Para mí!?
—Y sí. Pidió hablar con Sotelo.
El gordo agarró el tubo:
—¿Sí? ¿Quién es?
«Ah, disculpe señor ¿ustedes tienen rojo Monterrey?».
El gordo entendió todo en un segundo. Lleno de ira pero con voz calma
contestó:
—Sí, sí: a eso podemos arreglarlo perfectamente. Usted está hablando con
la embajada de Saigón. Aguarde un minuto, señorita, que ya le paso con el
embajador fantoche del ejército títere… —Sotelo bajó el tubo hasta su trasero
y, acto seguido, se tiró el pedo más escandalosamente horrísono que
De Quevedo hubiese oído en toda su vida. Luego colgó con furia.
—¿¡Pero qué hiciste!? ¿¡Por qué hiciste eso!?
El gordo se encogió de hombros decepcionado, ya sin ira:
—Bah: era un chichi.
—¿Pero cómo un chichi? Si era la relojerita, que te hablaba desde Santa
Fetécatl…
Sotelo sonrió con tristeza:
—¿Ah sí? Mirá qué suerte.
—Me dijo: «Soy Marta. Quiero hablar con Sotelo». Además era su voz.
Yo a ella la oí hablar en Suipacha, antes de que se fuera.
—¿Y Marta cómo se enteró de mi número de teléfono? ¿Por telepatía?
—Tenés razón.
—No, ése era un chichi. Me preguntó: «¿Ustedes tienen rojo
Monterrey?». Ya sabemos quién es el rey del Monte, o el viejo Rey-Dios de
la Montaña.

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De Quevedo ahora comprendía:
—Sí, sí. Ya entiendo. ¿Pero era una voz de mina por lo menos, o también
me manijearon en eso?
—Era una mina. Una esote, por supuesto. Para romper las pelotas. Y para
interrumpir y hacer perder tiempo. Vos me estabas por decir una cosa cuando
sonó el teléfono.
De Quevedo sonrió furioso:
—No me acuerdo qué te iba a decir. Me manijearon.
—¿Ha visto? Alaralena te hizo una pregunta: que qué esperaba yo para…
no sé qué cosa.
—¡Ah! Ahora me acuerdo. Me dijo: «¿Qué espera ese manijeado de
Sotelo para levantarse a la Cadenowsky, en Recursos Hídricos? Si sigue
dejando pasar el tiempo la va a enamorar otro, y después se va a querer morir.
Ella es una mujer muy solicitada pero le puede dar bola». Eso me dijo.
De repente se escuchó la chicharra del portero eléctrico. —¿Quién mierda
será ahora?— dijo De Quevedo—. ¿Sí? ¿Quién es? Desde el aparato se
escuchó una voz, con tanta fuerza y claridad que la pudo oír el propio Sotelo:
«Aaaafiladorrr. El afiladorrr… ¿no tiene algo para que le afile?». El
Maestro contestó con voz helada y militar:
—No. Aquí no hay nada como para que usted lo afile. Ni ahora ni nunca
—y colgó. Se tornó al gordo—: Otro chichi.
—¿Te parece? ¿Y cómo estás tan seguro?
—Ay, querido amigo… —De Quevedo hizo una semisonrisa muy rara—.
En esoterismo «afilar» significa afilar el falo. Hay una máquina que te deja la
picha del tamaño de un fideo fino. Está sincronizada a la piedra de afilar del
falso afilador. Por eso, si algún día estás solo en la casa y llaman por el
portero eléctrico y es uno de estos chichis, lo que debés hacer es colgar y no
conversar con él una sola palabra más. Lo ideal sería no preguntar ni siquiera
«¿Quién es?», pero como uno no sabe, a esas palabras es imposible que no las
pronuncie. Pero lo que sí podés hacer es colgar y no brindarle nuevos
registros de tus vibraciones. Y ya que estamos te voy a poner al tanto de
algunas prácticas de combate en este nuevo sitio. Es otro estudio que hicimos
con Isidoro: probables formas de ataque en la Región French. Atendeme:
según Isidoro averiguó en el horóscopo, en los próximos dos meses es posible
que los chichis, en algún momento, manden volando una cotorra que se
escapó de su jaula. Va a contagiar a tus loros con psitacosis. La solución,
aparentemente, sería que vos saques a todos tus pájaros a tomar sol (a la
terracita) menos a éstos, pero si hacés eso ahí va a entrar otra manija: los loros

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pueden llegar a enfermar y morir por falta de sol. Entonces por dos meses vas
a sacarlos sólo en tus francos, con vigilancia directa, y no a la terraza sino que
los depositarás sobre el parquet (previo poner diarios en el piso para que la
basura no manijee), frente a la ventana. Dos o tres horas de luz vigilada serán
suficientes como para ir tirando y que los bichos no se te mueran. En realidad
lo más seguro es que los regales. Eso no sólo sería más cómodo para los
pájaros, sino también más seguro para vos y para mí.
—Y, pero… ¡regalarlo a Guram! —protestó el gordo.
—Sí, ya sé. Vos tenés un metejón especial con Guram. Y lo justifico; él te
salvó del Hombre del Batón, ese día que lo sacó a picotazo limpio de
Suipacha. Pero justo por eso, por lo agradecido que le estás, es que… no es
justo que arriesgues su vida.
—Pero se puede llegar a morir de tristeza… Ese animal me ama
inmensamente.
—Es cierto. Pero por eso no te aflijas, porque con Alaralena le hacemos
un trabajo.
—El problema es a quién se lo doy.
—Fogwill.
—¿Eh?
—Se lo regalás a Fogwill, a Enrique Fogwill, el escritor ricachón. ¿No me
dijiste los otros días que él es tu amigo?
—Sí, pero… tampoco quiero que él se agarre una peste.
—Pero no, boludo. El chichi viene para vos. Todo el ataque está montado
para cagarte la existencia, pero cuando el loro enfermo vea o sienta que aquí
no hay otros loros, cagó fuego. Se irá a cualquier parte de Tollan para morir.
Los esotes que dirigen el operativo se corrieron una fija: «Sotelo es capaz de
cualquier sacrificio, pero regalar a Guram… no. Es imposible que el acepte
desprenderse de ese bicho. Y ahí lo enganchamos al muy boludo». En
cambio, si se lo regalás a Fogwill…, como la ofensiva no está pensada contra
él…
—Está bien. Mañana lo llamo por teléfono y le digo si no se quiere quedar
con Guram y la nueva hembra que le compré.
—Sí, pero ojo: tenés que darle alguna excusa respecto a por qué se lo
querés regalar. Si le decís la verdad el otro te va a tomar por loco. Ya sabés
que estas cosas no se pueden contar a nadie, ni a los amigos.
—Por supuesto, por supuesto.
—Decile que tu pareja de loros se ha vuelto histérica, que gritan
desaforadamente todo el día, y que ello se debe a que se han rayado con vos.

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No es disparatado, porque eso a veces pasa con los loros. Y que vos pensaste
que un cambio de dueño les va a hacer bien. Decile que Guram,
particularmente, se arranca las plumas furioso, a tirones. Aprovechemos que
el animal está cambiando el plumaje. Le contás que un cambio de dueño va a
ser el santo remedio que estos bichos necesitan para volver a la normalidad.
Como Fogwill es otro loco, igual que vos, se lo va a creer. Así él tendrá dos
animalitos muy fieles y amorosos, y vos te salvás del manijazo.
—Está bien.
—Me alegro que hayas aceptado. Es la mejor solución. Superior a una
tenencia vigilada, donde uno nunca está seguro si el chichi no va a entrar por
la ventana al menor descuido, cuando estés en el baño, o de cualquier otra
forma… Che, y hablando de Fogwill: ¿por qué no le decís que te invite a su
quinta, uno de estos fines de semana? Te haría mucho bien el aire libre, tomar
sol, echarte al pasto, etc.
—Fogwill no me invitó una vez a su quinta. Me invitó un millón de veces.
De Quevedo se puso furioso:
—¿¡Ves!? ¿¡Ves que sos un manijeado!? ¿Y por qué no agarraste viaje?
—Y, porque yo…
—Sí, dale: venime con mil razones y excusas inválidas. Es por la misma
razón que no vas al cine ni al teatro, ni a un concierto, ni a un carajo. Sos un
ermitaño de mierda. Un chichi. En realidad vos tendrías que presentarte en la
primera pagoda exateísta, pedir hablar con el pope de turno y decirle:
«Vamos, muchachos: ¿para qué nos vamos a andar peleando? Si yo soy uno
de ustedes. Yo también estoy a favor del ascetismo». Y te van a aceptar, no lo
dudes. Van a dejar de perseguirte y todo. Incluso te van a enseñar sus magias
chasco, sus brujerías enemigas de los Dioses y de la vida, y pronto vas a tener
mucho grado entre esos hijos de puta. ¿Qué esperás para hacerlo? Con el
tiempo podés llegar a ser un súper.
—Bueno, bueno, no me verduguees.
—Pero es que te lo merecés, ¿te das cuenta? Aparte Fogwill no sólo es un
tipo con mucha clase, sino que… Oí: en su quinta, y no me preguntes cómo lo
sé (no por mago, sino por mi propia experiencia en la yeca), siempre hay
miles de minas rondando. Altas burguesitas llenas de plata, liberales, ansiosas
por coleccionar a un escritor. Quién te dice que no te levantes una. O que ella
te levante a vos. ¿Comprendés ahora por qué te digo que sos un boludo del
año cero? Haceme el favor: le vas a decir a Fogwill que tenés ganas de
visitarlo la semana que viene, después que hagas la transa de los loros.
—Está bien.

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—Pero hay que joderse, viejo. Vos no aprendés más. A todo te lo tengo
que decir yo y dar en la boca.
—Perdoname, De Quevedo. Tengo muchas ganas de mear. Voy al baño y
vuelvo.
En el recodo que formaba el pasillito de un metro y medio de largo, con el
apuro, sumado esto al hecho de que (como siempre) iba pegado rozando las
paredes, y tal como era de esperar, el gordo chocó la bola. Un fuerte golpe
que no la rompió por milagro.
—Uh… qué cagada —dijo Sotelo mientras el otro, que no había visto
pero sí escuchado, ya estaba entrando en la zona roja de la calentura y del fin
de la paciencia.
Al salir del baño volvió a chocarla, aunque con menos fuerza.
—Puuuta, me volvió a pasar. Esta bola de mierda.
—Escuchame bien —lo recibió De Quevedo con tono helado—.
Escuchame con mucha atención. Te ruego encarecidamente que te hagas una
disciplina mental o mecánica, del tipo que sea, pero no vuelvas a pegarle un
cabezazo a esa bola.
—Pero, sí, claro, por supuesto —empezó el gordo con tono compungido
—, si yo no sé có…
—Oíme bien. Las disculpas no van a servir de nada si ese artefacto se
rompe. Yo no quiero que te disculpes. Quiero que no vuelvas a chocarlo. Por
favor no vuelvas a chocarlo, porque si lo hacés me voy a enojar mucho con
vos. ¿Entendiste?
—Está bien, está bien, pero… está colocado en tan mal lugar ese bicho
que…
—Está en el lugar que debe estar. Vas a ver, en el transcurso de los días,
que nadie de nuestros visitantes le va a pegar un frentazo a esa bola, porque
nadie tiene la manija de doblar en las esquinas de las calles pegado a las
paredes, o en los ángulos de los pasillos y cuartos rozándolos. Todo el mundo,
al doblar, deja una cierta luz entre su cuerpo y los muros. Y ya que estamos te
voy a hablar de otras dos manijas que quiero que te saques. Una de ellas no
sólo es peligrosa sino que te pone en ridículo delante de los que no te
conocen. Tenés la costumbre bellísima, discreta, estética y muy culta, de
ingerir líquidos calientes haciendo ruido. Te parecés a un agregado cultural de
Gabón ofreciendo champán rosado a las tres de la tarde. Todo muy indicado,
de muy buen gusto. Salvando una corta distancia, tenés muchos puntos de
contacto con Idi Amín Dadá, ex presidente de Uganda, ofreciendo carne
humana en un banquete. Esto te viene de la época en que vivías con tu padre,

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otro bestia; él era de la escuela antigua: «A la sopa hay que tomarla caliente,
caliente, caliente». Después tenías que pasártela soplando como un loco, tanto
al plato como a la cuchara. Ahora bien, no sé qué dirá la medicina, pero yo,
como mago, te cuento: beber líquidos calientes te jode toda la zona
inmediatamente en contacto: boca, lengua, esófago, etc. El calor excesivo
puede catalizar la aparición de un cáncer en esa parte. Por otro lado puede
llegar a ocurrirte lo mismo que le pasó a un amigo de Isidoro, era muy buen
tipo pero tenía la misma falsa información que vos: a la sopa hay que tomarla
caliente, caliente, caliente; como ello es imposible, él sorbía con mucho aire
que refrigerase; el resultado era un ruido espantoso. Sorbía en una sucesión de
chupeteadas discontinuas; como fin de fiesta un día le encajaron un chichi, le
entró sopa a los pulmones, y murió en la mesa de sus almuerzos. Así que las
instrucciones son éstas: a la sopa no debés tomarla excesivamente caliente, y,
mucho menos, sorberla en forma ruidosa. Aparte, y como precaución final,
deberás tener en la mesa, permanentemente, un vaso lleno de agua para
refrigerar tu esófago en el caso de que hubieses ingerido un líquido con
demasiada temperatura. Otra manija tuya son las olfateadas.
—No… no sé de qué hablas.
—Sí, sí, sí. Tu manía de olfatearlo todo al pedo. Con la excusa de
verificar si las comidas están o no en buen estado, vos olfateás cada cosa
como un cavernícola. El resultado final va a ser que un buen día te van a
encajar un chichi en los pulmones. Así que tené cuidado. Y bien, sigamos
trabajando que falta muchísimo.
—De Quevedo…
—¿Qué? Terminá el cigarrillo que tenemos que volver a laburar.
—Hay algo que me preocupa desde hace meses, y de puro cobarde que no
te lo digo.
—¿Qué?
—Esta guerra… Estos ataques y esta guerra, o mejor dicho sucesión de
guerras…
—Sí. ¿Qué pasa?
—Se va una Asociación Esotérica, ésta se da por vencida, y… viene otra.
—Es siempre así en el ocultismo.
—Y eso es lo que me preocupa. ¿Quiere decir que nunca vamos a tener
paz?
—Combates vas a tener hasta el día de tu muerte; no obstante, cuando
entres en la posesión efectiva de tu herencia y puedas vender la casa de tu
viejo, con esa guita compras otra en la provincia y te van a sobrar dólares.

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Lástima que tu padre hizo construir su casa en el ojete del mundo (también en
la provincia, sí, pero lejísimo), caso contrario te podrías haber mudado
directamente ahí y te ahorrabas la compra y la venta.
—Yo me quiero ir de Tollan pero no demasiado lejos. Aquí está todo:
editoriales, etc. Si rajo al extremo del país pierdo capacidad operativa.
—Ya lo sé, por eso te digo. A la tienda quizá no necesites venderla: es un
medio de producción y te puede servir. Pero voy a esto: con los dólares que te
sobren… Mirá: Isidoro conoce a un amigo que fabrica cristales anti-chichis.
Son cristales mágicos, destinados a la protección. No tienen un tamaño más
grande que el de lentes de contacto. Son muy caros. Podés hacer lo siguiente:
en diferentes lugares de las paredes de tu casa, de la parte de adentro y
también del lado de afuera, vas a practicar pequeños huecos con un taladro, y
ahí introducís cristales, que luego tapás con cemento. Algunos protegerán
determinados sectores internos: cocina, baño, los cuartos; otros defenderán
desde la misma casa el portón de entrada y áreas particulares del jardín; a
otros, por último, los enterrarás en el fondo del patio. Una vez que cuentes
con ese dispositivo (porque los cristales anti-chichi, luego de instalados
trabajan juntos, prestándose energía unos a otros, como si fuesen una máquina
única), si una máquina o un chichi cualquiera se acerca queriendo entrar,
violando el dispositivo de seguridad, caga fuego en el acto pues los cristales
lo carbonizan. Así, pues, dentro de poco tiempo, vos vas a tener una casa
absolutamente impenetrable, porque los cristales impedirán la entrada de
máquinas enemigas, aparte de dificultar la acción de otras manijas varias. El
relojero ya no existe como entidad atacante, pues vos lo reventaste en
Suipacha; pero imaginate que aún existiera la posibilidad de que él trajese
dolores de cabeza, y que te ataca en tu nueva casa. Bueno: o bien los cristales
anti-chichi le matan el ka en un segundo, o bien cada vez que el absurdo, loco
y estúpido relojero quiera pertinazmente entrar para atacarte, los cristales le
arrancan alguna cosa: un dedo, una oreja, pedazos de piel, carne del culo, un
testículo y hasta la penalidad penosa. El tipo, loco y todo, al poco tiempo ya
no querría saber más de esa historia. El relojero (y hasta un Maestro de alto
grado), si persistiera, sería finalmente castrado y carbonizado por los cristales.
De modo que en el futuro tendrás una gran tranquilidad, al menos toda vez
que entres a tu casa. Y después de una guerra como la tuya, contar con un
santuario inviolable, es un regalo más allá de toda valoración. Así que ahora
tenés que resistir. En algún sentido ésta es la última batalla. —De Quevedo se
sirvió otro mate y luego prosiguió—: Otra cosa: ¿te acordás de que en
Suipacha, una de tus máquinas te habló del Espectro y el Tesoro de la Casa?

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El gordo dudo un momento:
—¿Algo referido a que toda casa, donde murió una persona que haya
vivido mucho tiempo en ella, contiene un tesoro?
—Sí.
—Me acuerdo. Cada tanto aparece el espectro del muerto y si uno sabe
cómo hacerlo le puede exigir la entrega del tesoro. Lo que nunca entendí es
por qué esa máquina me brindó una información tan específica. Parecía
interesada en que yo no olvidase ningún detalle.
—Es que ella no ignoraba que alguna vez ibas a necesitar la información.
Supo, sin duda, que la muerte de tu viejo estaba próxima, pero no quiso
decírtelo por miedo a cambiar (para mal) el futuro.
—¿Y qué tiene que ver la muerte de mi viejo con todo esto?
—Mirá gordo: no ahora, pero sí un poco más adelante, vas a tener que
realizar una invocación en la casa de tu padre y pasar allí la noche; yo bien sé
que si lo ves a él, muerto, te vas a pegar el cagazo más grande de tu vida. Pero
vale la pena que te arriesgues. Si la cosa sale bien, serás rico para siempre.
¿Te animás?
—Y… sí.
—Bueno. Pero va a ser dentro de un par de meses, como te digo, porque
primero tenemos que afianzarnos en French y estudiar más la casa de tu padre
para que cuando vos te quedes no aparezca algún chichi fuera de programa.
Ahora oíme: no bien hayas entrado a esa casa, inmediatamente después de
cerrar la puerta vas a cruzar los índices con sus respectivos mayores en ambas
manos, apuntás con éstas al piso, durante un momento, y enseguida al techo.
Eso, en esoterismo, significa: «El lugar es mío». Te pasás toda la tarde;
fumando, comiendo, escuchando discos, lo que vos quieras. Si el fantasma
aparece en el intervalo, con luz natural, mejor, pero sería raro. Por la noche,
entonces, si todavía no apareció, realizás una invocación: le pedís a tu padre,
tan simple como esto, que aparezca. Ojo: puede no pasar un carajo, que te
quedes hasta las dos de la mañana despierto y el espectro no ha dado aún
señales de animación. De ser así tenés que acostarte y dormir en la casa. Te
puede despertar en medio de la noche. O no aparecer. En este último caso por
la mañana cerrás todo y te volvés a Tollan y a French. Al resto de las
instrucciones ya te las dio en su momento tu máquina y no creo que las hayas
olvidado.
—No.
—Bueno. Vení. Vamos a seguir con las bibliotecas. Apagá el cigarrillo.

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Continuaron entonces, trabajando como nibelungos, durante casi tres
horas más. Ya era tiempo de irse a dormir. Podían, realmente. La mayor parte
del trabajo perentorio estaba completo. Entonces el gordo dijo que antes de
acostarse iba a pasar por el baño. A De Quevedo se le ocurrió algo horrible:
—Ojo: no se te ocurra chocar la bola otra vez.
—Uuuh: cierto.
Y no la chocó al ir… pero sí al volver. Un fuerte cabezazo. El Maestro lo
recibió de pie, blanco de furia:
—Te podés ir a la mismísima mierda…
El gordo intentó una protesta enojada, estilo «¿cómo se atreven a
humillarme diciéndome una grosería?».
—Bueeeeno, está bien, perdoname. Trato de no acordarme… quiero decir:
al revés, trato de acordarme. Ya ni sé qué me hacés decir. Esa bola de mierda,
también… justo colocada en ese sitio. ¿Por qué la pusiste ahí, eh? Total es un
pasillo chico; no necesita iluminación y nos ahorramos el problema. En todo
caso, lo más lógico, y lo que cabría que hiciésemos por otra parte…
—Sos un traidor.
Aquí Sotelo quedó helado. Con esta palabra («traidor»), y recién con ésta,
comprendió hasta qué punto estaba su Maestro enojado con él. Balbuceó:
—Bbbueno, pero… perdoname, yo no qu…
—No te perdono un carajo, y esto es definitivo. Sos un tipo de un egoísmo
brutal. Tu defecto más asqueroso es ser un distraído, y sos un distraído porque
negás el mundo y no respetás sus cosas. Todo tiene que estar a tu servicio.
Yo, Isidoro, Alaralena; las máquinas, los hombres y los pájaros. Hasta los
Dioses tienen que estar a tu servicio, ¿cierto? Bueno. Esto se acabó. Sos una
mierda completa, y andá sabiendo que te retiro mi protección y mi ayuda.
—¡Pero De Quevedo! —dijo el gordo, que empezaba a espantarse.
—Pero una mierda. Se terminó. Arreglátelas solo. Ahora vas a saber qué
es la soledad y los frutos del egoísmo.
—¡Pero Maestro!
—Me importa un reverendo pedo lo que te pase. Ahora me voy a dormir y
te ruego que no me molestes. Por primera vez en meses y meses voy a dormir
tranquilo. Es lo que debí hacer desde un principio.
—¡Maestro…! ¡Por favor…!
El otro no se dignó a contestar. Se fue a su cuarto y se acostó en una cama
improvisada, previo cerrar la puerta. Sotelo estuvo indeciso un momento.
Luego, para no seguir cargando a las máquinas (en caso de que ya hubiesen
entrado a causa del despelote), también se acostó en cualquier lado y apagó la

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luz. Pensó desesperado en una solución imposible. De Quevedo nunca se
había mostrado verdaderamente enojado con él. Salvo el falso De Quevedo,
cuando lo mandaron al Pelman. Y aunque aquél no era el verdadero, bien que
le servía para muestra de implacabilidades. Después de todo el falso había
sido calcado, hasta un punto, del auténtico. «Me va a reventar. ¿Y ahora qué
hago?», se decía con los ojos grandes como tazas, sin poder dormir. «Lo
único que me queda por hacer es realizar toda una disciplina esta noche, antes
de dormirme, para no volver a chocar la bola. Aunque más no sea no volverla
a chocar, aunque esté excomulgado». Empezó entonces a imaginar que iba al
baño distraído, con muchas ganas de mear, y que justo en el recodo algo lo
sacaba de su ensueño distractor: «¡No, no!». Repetía esto una vez y otra. El
aprendizaje, motorizado por el cagazo, duró más de una hora, hasta que se
durmió, rendido por el cansancio y la culpa.

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CINCUENTA Y CINCO

EL AFFAIRE DE LA BOLA LUMINOSA


(EL QUE LA CHOCA MUERE Y MATA)

Al otro día cuando se despertó, Sotelo no podía creer en el hecho de que


hubiese chocado, realmente, la bola. Y, sobre todo, no podía creer que
hubiese sobrevivido a todas las guerras y atentados de Suipacha, sólo para
terminar excomulgado. Con mucha inseguridad se levantó y fue hasta el
cuarto del Maestro. Éste, al contrario de su costumbre, se había levantado
mucho antes que él y estaba tomando mate solo, sin esperarlo. Mal signo. Con
toda evidencia seguía excomulgado.
—De Quevedo, por favor —dijo el gordo tímidamente—. ¿Puedo hablar
con vos?
—Conmigo no tenés nada que hablar —cortó el otro, implacable.
—Anoche me hice una disciplina para no chocar la bola y…
—A mí ya no me interesa.
A Sotelo le parecía imposible. Estaba, de la noche a la mañana, en un
mundo de horror. El miedo que le tuvo a la haraña, a los flamenkos y al
propio ve corta fue grande pero no era el espanto final. Esto sí. Aquello era la
química del miedo del combatiente; esto el reino innombrable de la
desesperanza biológica y ontológica. Tenía una sensación de incredulidad:
haber caído de «entre los salvos» al mundo de «los malditos», junto a los
titanes, la hidra y la medusa.
De Quevedo, quien seguía uno a uno sus pensamientos, le dijo con voz
suave y helada, de Maestro en ira crepuscular, voz que los discípulos casi
nunca llegan a oír:
—Hay algo que muy pocos, sólo los que se lo merecen terminan por saber
de mí: jamás me enojo y perdono siempre, hasta que sí me enojo y entonces

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no perdono jamás. Concedo todas las oportunidades, hasta que dejo de
concederlas en forma abrupta y en ese caso ya no cambio de actitud.
—Pero socorro.
—Andá a pedirle ayuda a Atón. A tu padre el Chichi, que te espera para
tragarte.
—Pero auxilio. Maestro tenga piedad.
—Mandate a mudar.
El gordo, entonces, hizo algo increíble: se puso de rodillas:
—«Abba, Padre, si te es posible aparta de mí este cáliz»[10].
—Conmigo todo eso no da resultado. Yo no soy budista, ni exateísta ni
nada parecido. Soy un druida. Al pedo es que ruegues.
—Piedad que no aguanto más.
—Jodete. Ándate que tengo que trabajar.
—Maestro, Maestro ¿por qué me has abandonado?
—Porque sos un chichi.
—Piedad, iluminado. Piedad, Muy Perfecto.
—Vos serías capaz de convertirte al budismo o al animismo de Tanzania,
toda vez que te convenga. Dejate de joder que me tengo que ir para verme con
una persona.
—Pero por lo que más quiera clemencia.
—Estás más allá de la clemencia, en este punto de tu desarrollo —le dijo
De Quevedo, para torturarlo, con voz cristalina de Maestro horrísono—. Al
que rechaza su paraíso le será otorgado su propio infierno.
—Pero por lo que más quiera auxilio.
—Así como es Arriba es Abajo.
—Pero por lo que más quiera socorro.
El otro no contestó y salió de la casa. Debía realmente encontrarse con
una persona en un bar. Sotelo lo siguió por las calles, a cuatro metros detrás
de él. Cada tanto decía algo como: «¡Pero Maestro, pero Maestro!», con voz
lastimosa. De Quevedo entró a La termitera y el gordo quedó adentro, de pie,
a tres metros y medio de la mesa donde el otro se sentó. En ese momento
apareció una mina muy joven y muy linda, de pelo larguísimo, que se sentó
en la mesa de De Quevedo. Empezaron a charlar. El gordo siempre de pie,
mirando. La chica, pese al campo gravitatorio de su compañero, no pudo
menos que darse cuenta, a los cinco minutos, más o menos, de esta masa
cetácea que interfería: «¡Piedad, piedad!», vociferaba cada tanto el manijeado.
«¿A vos te pide que lo perdones?», no pudo menos que preguntar ella, a partir
de un momento dado. «No des pelota», desestimó De Quevedo. «¡Pero

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perdonalo, pobre tipo!». «Te digo que no des pelota. Yo sé bien de qué se
trata». Después de charlar quince minutos, con el gordo siempre parado y
ahora mudo (el mozo ya había renunciado a pedirle que se sentara y a
preguntarle si le pasaba algo: «Me pasa de todo»), De Quevedo se levantó
para ir al baño. El otro lo siguió hasta ahí, caminando de rodillas, y se paró a
tres metros de la puerta. Parecía un discípulo budista. No bien el otro salió
intercambiaron unas pocas frases. Llegó a oírse la última parte, por boca de
De Quevedo: «Por tus distracciones. Ahora arreglatelas. Que los chichis te
coman los huevitos. Si no los flamenkos, ya se encargarán otros». «¡Pero
socorro!». «Me importa un sorete». El gordo lo siguió hasta la mesa, siempre
de rodillas: «Piedad, Maestro, piedad… ¡Aaah!». Algunos en La termitera
miraban a De Quevedo como diciendo: «¡Qué hijo de puta…! ¿Por qué no lo
perdona?». Pero el Maestro se mostró impermeable a la presión social. El
gordo dijo en voz alta, volviéndose a todos. «¿Pero no comprenden que es un
Dios? ¿Por qué se asombran de que ande de rodillas? Maestro: clemencia que
no aguanto más. No quiero ir al infierno». «Claro, vos no querés ir al infierno:
preferís mandarme a mí». Todos, hasta los mozos y el dueño, escuchaban
asombrados aquel diálogo aparentemente absurdo. Cosa curiosa: nadie se reía.
De Quevedo habló una media hora más con la chica y después cada uno
se fue por su lado. El gordo, por su parte, acompañó al Maestro hasta French
a cuatro metros de distancia, como es clásico.
Ya en el departamento De Quevedo tomó una pinza y le dijo el gordo:
—Agarrá otro alicate del cajón de herramientas y seguime. Voy a darte
una última oportunidad, pero entendé bien, Sotelo, que ésta es la última. La
última en todos los sentidos posibles. ¿Comprendiste? ¿Entendiste? ¿Sí?
Bueno. Una sola, pero una sola vez más que vos choques esa bola y cagaste.
Hacete una disciplina, pasá horas mirándola, hacé lo que quieras, pero sabelo
que si la chocás ya no va a tener remedio tu situación.
Casi sollozante:
—Sí, Maestro, sí…
—Andá a la cocina y traé el alicate y vení a mi cuarto. Ayudame a armar
mi cama.
Mientras los dos estaban en ese trabajo De Quevedo le dijo:
—Claro, porque aparentemente yo sería el hijo de puta implacable que…
—Noooo Maestro: usted tiene toda la razón del mundo y…
—… que te verduguea por una insignificante distracción. Pero lo que vos
no sabés, porque no podés saberlo, y no podés saberlo porque tu egoísmo
adormece a tu intuición, es que la rotura de esa bola significa mi muerte.

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¿Eh?: mi muerte. Ahora ya lo sabés. Hay una máquina ahí adentro, conectada
a otra de Isidoro, y ambas trabajan juntas. La rotura de esa bola significa mi
muerte, averiguada con horóscopo por Isidoro. Por eso él me dio ese bicho,
para que él aguante el primer simbronazo; si el robot aguanta la primera ola
de energía yo me salvo. Mi situación astrológica es muy mala, en este
momento; va a cambiar pero no por ahora, todo un mes necesito estar
protegido, porque si no yo cago fuego. Pero si tengo que morir, al pedo, por
un discípulo desamorado y distraído, alejado del mundo, y despreciativo de la
materia, bueno… ese discípulo traidor me va a preceder al Hades. De esto
podés tener la plena certeza.
—Sí, Maestro. Comprendo.
—No sé si comprendés. Sólo te digo: una sola vez más que choques esa
bola, descompongas o no a la máquina que ella guarda, y te mando al carajo,
esta vez sí definitivamente.
—Sí Maestro.
—De modo que hacete una disciplina, pasate las horas que sean en esa
actividad, porque ya lo sabés… ya sabés lo que te espera en caso contrario.
Armaron la cama de De Quevedo, la del gordo, terminaron de instalar los
libros en las bibliotecas, etcétera. Cuatro horas de trabajo. Después de tomar
juntos unos mates, Sotelo, por su cuenta y sin que nadie lo mandase, empezó
a pasar y repasar por el pasillo de la bola: una vez y otra, a fin de que se
hiciese carne en él la idea de no chocarla. La miraba, la meditaba, simulaba
estar distraído y acordarse sobresaltado a último momento con un «NO, NO:
CUIDADO. PELIGRO DE MUERTE», intentando que se le formara un
centro, una especie de máquina mental. Imaginaba que iba por una calle y
llegaba a la esquina: «Ah: qué linda esquina. Voy a doblar pegado, rozando
las paredes… NO, NO: CUIDADO. PELIGRO DE MUERTE». Toda la tarde
y la noche se la pasó así. Tenía miedo de tener ganas de mear durante la
noche, levantarse dormido y chocar la bola. «¿Y en ese caso yo qué hago?
Arrancarme los ojos, como Edipo. A ver, veamos. Tengo mucho sueño. Qué
me importa si choco la bola. Total yo tengo sueño y soy un chichi —simulaba
dormir—. Zzzz… Ahora me levanto medio dormido a mear. Muy tranquilo
porque total De Quevedo me perdonó y a mí, por otra parte, qué me importa
si choco la bola. —Afectaba ir medio dormido al baño, en medio de la noche,
pegado a las paredes—. Claro, claro… yo tengo mucho sueño y ganas de
mear. Lo único que me importa en el mundo es mear de una vez y meterme de
nuevo en la cama, porque soy un grandísimo hijo de puta. A mí qué me
importa, después de todo si choco la bolCUIDADO, CUIDADO, PELIGRO

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DE MUERTE. Nochocarnochocarnochocar… NO CHOCAR». —Y el pobre
gordo hacía como que reaccionaba a último momento. Esa noche se despertó
cinco veces. Tenía, siempre, la misma pesadilla: soñaba que chocaba la bola.
Se despertaba empapado en sudor, con la sensación de que había Perdido el
Reino. Pero perdido en serio. Se obligó, en cada momento, a levantarse y a
simular que estaba dormido y con ganas de mear para pegar un terrible salto
en las cercanías de la bola luminosa. Fue una noche infernal, y un día y una
noche infernales los que siguieron. Fue a trabajar a Recursos Hídricos y ante
cada pasillo por el cual doblaba se decía a sí mismo: CUIDADO: NO
CHOCAR LA BOLA. CUIDADO: PELIGRO DE MUERTE. Cuidado,
cuidado, CUIDADO. Miraba a un compañero o a una compañera de trabajo y
se decía: Cuidado: NO CHOCAR LA BOLA. La miraba a Norma Mirtha
Cadenowsky y pensaba CUIDADO, CUIDADO: NO CHOCAR LA BOLA.
PELIGRO DE MUERTE.
Por fin, luego de cinco días de hacer imaginaria día y noche, claro que se
le formó un centro subconsciente que respondía a NO CHOCAR LA BOLA.
Y no la chocó. Por suerte.
De cualquier manera, con todo el ajetreo, la casa se cargó y una de tales
noches, el gordo escuchó (tal como es clásico la voz podía provenir de
De Quevedo, de un rincón desocupado, del vecino o de cualquier otro lugar):
«¡Propis! ¡Propis! ¡Qué alegría! ¡Hemos descubierto la manera de
penetrar a este sitio invulnerable, limpio y nuevo! Este es el momento más
feliz de mi vida de máquina. Voy a quemar ahora mismo varios cricos de
felicidad. ¿Cómo no quemar varios cricos? ¡Propis! ¡Propis!».
Cuando el gordo le comentó la novedad (desde que llegaron a la nueva
casa no se había escuchado ninguna voz), De Quevedo dijo:
—Pero y claro. Pero naturalmente. ¿Cómo no van a poder entrar? Con los
desequilibrios que te mandaste con los golpazos, ¿qué esperabas? Ahora se
nos viene encima otra guerra estilo clásico. Se terminó el santuario.
«Che, Lorenzo». «¿Qué querés, Osvaldo Chacaritovich?». «Ahí, en el
segundo piso, departamento C… tenemos preparada una zombie, para
largársela al gordito». «No jodás. Qué bueno». «Sí, sí. Es un cadáver que los
Maestros afanaron del cementerio de Boulogne. Se llama Cristina, la zombie.
Le pusimos ese nombre para que se parezca a la enamorada del Fantasma de
la Ópera. No sé si vos te diste cuenta de que él es un ermitaño, tal como era el
Fantasma en el libro de Leroux. Bueno: aprovechando esa circunstancia, a
uno de los Maestros se le ocurrió que lo ideal sería mandarle a este tipo un
zombie femenino, enamorado de él y todo podrido, para que una buena de

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estas noches la encuentre: olorosa y en su cama; abrazadiya, como quien dice.
Los maestros dan por seguro que el tipo se muere de un ataque al corazón, no
bien se descubra con el chichi en brazos. Uuuuy… Mirá, mirá: ahí se levanta
la zombie. Cristina ya tiene todas las memorias instaladas en su cerebro
putrefacto: lo ama a Sotelo. Quiere a toda costa dormir con él. Si este boludo
tuviera una mina como la gente se salvaría, pero… como anda solo… mejor
para nosotros». (En ese momento se escucha una voz asquerosa, imposible,
lejanamente femenina:) «¡Soooteeeeelo…! ¡Mi amor…!». «Mirá, mirá: se
levantó el zombie. Se viene con todo el enamoramiento encima y energía
completa. Esta misma noche se le mete en la cama, me parece». «Eeerik…
¡mi amorrrr…!». «Ahí viene el chichi, con toda la furia amorosa y perdiendo
gusanos por la escalera». «Pero lo que no entiendo es una cosa, Osvaldo. ¿Por
qué ella lo llama Erik, si él se llama Corvina Sotelo?». «Ah, ¿eso? Es parte de
la falsa memoria que le metimos al zombie. El Fantasma de la Ópera, en la
novela de Leroux, se llama Erik. ¿Entendiste ahora?». «Sí Osvaldo
Chacaritovich». (La voz, horripilante vuelve a oírse:) «Eeerik… Erik Sotelo,
mi dulce amorrrr… Nosotros los zombies vivimos muy poco, de modo que
debemos realizar nuestro idilio ahora… Esta misma noche me tendrás en tu
cama, para que compartamos un ataúd de delicias… Te haré muy feliz, bebé
mío; te acariciaré con mis pústulas e iremos ambos a parar a la fosa viva».
«La hicimos bien, ¿eh Lorenzo?». «Jamás, jamás en mi vida oí hablar de un
amor tan apasionado. Sólo en los libros. Ella es el sueño perfecto de un
oligarca del amor. Te felicito, Osvaldo Chacaritovich. Está enamoradísima.
Ella es perfecta». «Gracias, Lorenzo. Todo gran artista necesita que los demás
reconozcan los méritos de su obra. Ahora que te voy a decir: no es creación
exclusivamente mía. Para fabricarla a Cristina trabajaron incansablemente
cerca de seis esotes humanos. Yo, y ello es muy simple, le di el toque
penúltimo». «Ella es hermosa, hermosa».
Sotelo estaba absolutamente aterrorizado:
—¡De Quevedo… me piensan mandar a Cristina la zombie…!
—¿Y quién es Cristina la zombie?
—Me la piensan mandar esta misma noche… ¡esta noche mismísima! Es
un zombie que vive en el segundo piso del edificio.
«Che, Osvaldo: los hijos de puta ya saben». «De nada les va a servir. No
te calentés, Lorenzo. A lo sumo el Maestro, sin decirle nada, lo podrá proteger
con sus exorcismos por unas cuantas noches, pero al final Cristina va a
realizar su sueño dorado de encamarse con el gordo. El que está intrigadísimo
es el portero». «¿Qué portero, Osvaldo Chacaritovich?». «El del edificio.

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Todas las mañanas encuentra gusanos en el palier y en los escalones que
llevan al segundo piso. Es que los esotes no le permiten usar el ascensor a
Cristina. Quieren que ella haga ejercicio para mantenerse en forma. Pero el
tipo está de lo más intrigado, te digo. Ni se sospecha de dónde pueden salir
esos horribles gusarapos. Ignora que se le caen a Cristina, desde la bombacha.
Los esotes le pusieron bombacha de goma, como a los bebés, precisamente
para evitar ese problema, pero aun así…». «La mina está un poco pasadita,
convengamos». «Sí. Es un defecto, lo reconozco. La dejamos estar
demasiados días, ahí en Boulogne. Tendríamos que haberla resucitado un
poco antes, es cierto; pero… no hay mal que por bien no venga. Suponete vos,
nada más, que al tipo lo saquemos del trance en que lo vamos a meter, justo
en medio del coito y comprenda de golpe con quién está encamado. ¡Qué
logro!». «Muere de asco y de un ataque al corazón». «Y claro, qué te parece».
—A ver esperate un cachito, gordo —dijo el Maestro luego que el otro le
contó la historia completa—. Voy a bajar por la escalera porque tengo la
sospecha de que la hija de puta debe estar acechándote en este preciso
instante. El dato de que ella no sube a los ascensores es bueno. Vos, por las
dudas, nunca subas a pie, por más que nosotros, aquí en el tercero no tenemos
problemas. Ahora bajo y vos no atiendas ni abras la puerta a nadie a menos
que escuches mi voz.
—¡Nooo!
Pasaron diez minutos, más o menos desde que De Quevedo salió. El
gordo estaba nerviosísimo. ¿Y si aprovechando que el otro no estaba, la
materializaban a Cristina? Justo en ese instante sonó el portero eléctrico.

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CINCUENTA Y SEIS

CRISTINA, LA ZOMBIE

Sonaba con insistencia, esa diabla de máquina del portero eléctrico. Quién
sabe qué contendría dentro del alambre. Pero era preciso atender. ¿Y si se
trataba de De Quevedo? ¿Y si el Maestro lo estaba llamando desesperado por
cualquier problema urgente? El gordo hizo de tripas corazón y atendió.
«¡Soteeelo… Eeerik… mi amorrrr…! Subo ahora mismo para que nos
reunamos eternamente en la fosa viva».
El gordo colgó horrorizado. El sexo se le había reducido al tamaño de un
maní, y no por obra y gracia de un exorcismo precisamente. Tres minutos más
tarde llamaron a la puerta con fuerza: tres, cuatro veces. El gordo no sabía qué
hacer en caso de que el chichi lograra abrirla: ¿con qué se lo detiene a un
zombie? No será con un palo o una pistola. Sí tal vez con un mudra. Pero no
se acordaba de ninguno, a causa del cagazo. ¿Cuál… cuál era el mudra de
enganche de los zombies? De Quevedo se lo había dicho una y mil veces…
Era con las dos manos… «Ya sé (se dijo el gordo desesperado): extender los
índices y contraer los otros dedos, en esta forma».
«Gordo… abrí, por favor».
—Qu… Quién es…
—Soy yo —dijo De Quevedo—. Abrime, por favor.
—Maestro socorro… —dijo el gordo no bien abrió—. Maestro por favor
por lo que más quiera no me abandone socorro.
—No la pude engan… ¿Pero qué carajo pasa?
—¡Cristina! ¡Cristina!…
—¿Qué pasa? ¿Está aquí? —el otro se puso alerta—, ¿le abriste la puerta?
—Sólo a usted sólo a usted sólo a usted socorro ayúdeme que Cristina me
quiere…
—¿Pero qué paso?

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—Que Cristina me quiere socorro que Cristina que Cristina me quiere…
—Calmate haceme el favor. ¿Qué carajo pasó?
—¡Me habló…!
—¿Adentro de la habitación?
—Nnnnrrr… nnnnnrrrr… nnnrrrr… grgg… grgg…
—Dale, cobarde: hablá bien.
—Groff, groff… habló por el porterrroff… habló por el porteroff…
—¿Qué mierda decís?
—Habl… por el porteroff…
—¿Qué? ¿Habló por el portero eléctrico? ¿Ella, Cristina?
—Síff… síff… socorroff…
—Bueno, calmate. ¿Y qué te dijo?
—Que iba a subir para que nos fuéramos juntos a la fosa viva…
—Bueno, no tengas miedo que no va a poder. Calmate.
El gordo sacudió la cabeza desesperado:
—Esto es aquelarrótico…
«¿Qué es lo que es aquelarrótico? ¡Oooff…!». «Che: ¿qué es lo que le
pasó a Juancito que cagó fuegoooff…?». «Che: ahí reventaron dos máquinas.
Es extraño. Murieron cuando las dos dijeron la misma frase: ¿qué es lo que es
oofff…?». «¡Cuidado; que a nadie se le ocurra decir qué es lo que es
ooof…!». «¡Alto: basta. Orden absoluta. Prohibido decir qué es lo que es
ooof…!». «Pero yo no entiendo. ¿Qué hay de malo en decir qué es lo que es
ooof…?». «Atención: silencio absoluto. Orden de Máquinas Centrales, que al
transmitirla también acaban de quemarse: terminantemente prohibido decir
qué es lo que es ¡oooff…!». «Profesor: aquí estamos dos máquinas que hemos
recibido una orden extraña y queremos que usted nos explique. Nos prohíben
decir qué es lo que es ¡oooff…!». «Qué lástima que no me permitió
explicarle. Si hubiera aguardado un minuto a que yo le brindara mis
conocimientos este desastre no habría ocurrido. Escuche usted, por lo menos.
Esa frase, que está prohibido pronunciar, contiene en sí misma varios
elementos absurdos. En efecto: ¿qué necesidad hay de agregar palabras
inútiles a la expresión qué es eso, que es lo correcto? Ninguna. En la
expresión prohibida hay tres palabras agregadas al pedo: es lo que; no tienen
por qué estar. Analice un poco y se dará cuenta de que es así. A los propios
seres humanos, cada vez que pronuncian frases absurdas como ésta, se les
queman muchísimas neuronas. Ellos aguantan sin destruirse de inmediato
porque tienen muchas (lo cual no es óbice para que se produzca un deterioro
anticipado de las facultades intelectuales del hombre que pronuncia frases así

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durante años); en nosotras, las máquinas, no conviene que digamos ni siquiera
una sola vez tales chascos, porque la constitución de nuestros cerebros
electrónicos es muchísimo más elemental que un cerebro humano. Tal la
razón por la cual ha sido prohibido decir qué es lo que es ¡oooff…!». «¡Qué
rareza! Cómo será de altamente destructiva y maléfica la frase prohibida, que
hasta el propio profesor, sabiendo lo que sabía, y diciendo lo que dijo, cagó
fuego diciendo qué es lo que es ¡oooff…!». «¡Atención. A ver si se avivan de
una vez, imbéciles. No crean que por enseñar qué es lo que no hay que
deciroooff…!». «Esa máquina que habló antes los llamaba imbéciles a
ustedes pero ella también era bastante idiota. Cometió el mismo error de todos
los otros: decir qué es lo que es ¡oooff…!». «Basta, por favor basta… Que
nadie diga más… esa frase. Ya sabemos por qué. Y aunque no lo supiésemos
lo mismo es. Cumplimos órdenes. Si nos dicen hagan tal cosa, la hacemos. Si
nos dicen, por ejemplo: no diga qué es lo que es ¡oooff…!». «¡Basta! Control,
control, control. Prohibido seguir pronunciando la frase maldita». «¿Y cuál es
la frase? Dígalo para que lo sepamos de una vez, para siempre». «¿Pero cómo
me preguntan tal boludez que ya tendrían que saber? Qué es lo que les pasa
que ¡oooff…!». «Che, González». «¿Qué, Rodríguez?». «Ya averigüé cual es
la frase impronunciable. Lo deduzco por la misma forma de cagar fuego que
tuvo la máquina anterior». «¿Y cuál es?». «Qué es lo que es ¡ooof…!».
«Pobre Rodríguez. Me iluminó pero a costa de su vida. Claro le costó
enseñarme que la frase prohibida es qué es lo que es ¡oooff…!». «BASTA.
BASTA. QUE TODOS HAGAN SILENCIO SOBRE LA FRASE
PROHIBIDA. PELIGRO DE ANIQUILACIÓN COMPLETA. LES HABLA
UNA MÁQUINA MAESTRA. LA ÚNICA FORMA DE TERMINAR CON
LA MANIJA ES CAMBIAR DE TEMA, CASO CONTRARIO LA
DESTRUCCIÓN SEGUIRÁ HASTA EL INFINITO. ORDEN DE LA
MÁQUINA MAESTRA: CAMBIAR DE TEMA. UNA SOCIEDAD
GAUCHA ACABA DE DETECTARA CORVINA SOTELO. APOYEN A
ESTA SOCIEDAD CON TODAS SUS FUERZAS. DEDIQUENSE A ESO.
ORDEN DE AQBJ 380, MÁQUINA MAESTRA…». (Se escucha una voz
completamente distinta:) «Güeñas y maléficas, Don Tobia. ¿Qué me dice del
paisano ése… del tan mentao Sotelo?». «Y… podemos probar con la arena
létrica en las verijas: 7 kilos o 7 kilos y medio en cada huevo. Estos que lo
atacaban antes eran todos hijos’e gringo; por eso perdieron. No son de una
Sociedad Gaucha, como nosotros. Estaban desesperados. No sabían cómo
sacárselo de encima al sotreta éste de Sotelo. Desde que al Maistro de este
sotretón lo mandaron a Suipacha (al Distrito Suipacha, al nuestro, quiero

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decir), que loj empezamo a estudiar a estos dos… Sí: de ahí mesmito, de
cuando al Maistro del sotretón lo mandaron a Suipacha de un tacuarazo, fue
que los empezamo a bichar. Aura que le voy a chacharear, Don Chicho: por si
asigún y acaso nos llegase a refalar de las manos el hecho, digo, el de la arena
en las verijas… siempre nos queda el recurso’el boyero létrico en los tientos.
Primero esperamos a que el paisano se sosiegue, y endispués, con la fresca, le
largamo junto tuitos los chascos. Porque esa propia y mesma jue la refalada
que se mandaron lojotroj, los que lo chichoneaban antes, como los cuzcos.
Pero la cosa no es ansina. No hay que ir largando de a cachos, ¿vio?, como
para ir cansando, porque ansina el paisano se recupera. Hay que largarle tuito
junto el contení’o ’e la bolsa. Sí, eso. Porque está visto que la cosa tiene que
ser ansina. Aparte’e la arena y el boyero, le podemo largar el cimarrón
pa’ que lo cape; endispué a los tientos se los guardamos en el aljibe. Otrita
podría ser robarlo completo, ponerle la manea, el bozal, y echarlo al aljibe.
Pero claro que eso es la quimera. No vamo’a decir que sea facilongo, no». «Y
digamé, Don Tobia: ¿qué viene a se’el boyero, en este caso?». «Es lo que
asigún la región llaman boyero o lengua létrica. A la lengua, que es larga
como esperanza’e pobre, se le mete en el culo mientras el candidato está
dormido: bien que se le mete la lengua en el ojete. Descargada, al principio. Y
a eso de las cuatro, con el último rocío, lo chicoteamos con el boyero y queda
churrasqueado ansina». «Ah, aura me está gustando. Y no se vaya a creer que
yo, como invitau duermo al sereno, o en una tapera ni que vengo con las
manos vacías». «Nooo si jamás de los jamases pensaría eso de usted, Don
Chicho. Peeero no sé, será por la forma… me sospecho que algo me quiere
decir; esta guitarreada debe ser un dientre pa’largar el entripao. Arrimesé al
fogón, péguele un beso a la limeta y lárguese nomás pa’l contrapunto». «Ta
güeno. El caso es que… tengo unos inventos medios gualicheros… Pero nada
de cosas’e gringo ¿eh? Aaah no; son tuitos inventos más gauchos y crioyos
que el rejucilo: el arado de goma, la Inundación, el Viento Blanco, y 1.200
huevos con yararaces pichonas. Y yo me pregunto…». «Pero hable con toda
confianza, amigazo, ¿pa’qué somos gauchos y vecinos de Suipacha?».
«Güeno… me pregunto, ¿no?, si sería posible probar mi aparataje primero,
porque si le mete la lengua létrica podría darse el sucedido de que se nos
muera pa’siempre el tal Sotelo. ¿Y endispués con quién pruebo mis
gualichos?». «Peeero, ¿ése era el entripao? Habérmelo dicho antes, amigazo.
Mire: pa’esta noche mesma le preparamos una robótica, al tan mentao Sotelo:
cimarrones, sortija, lazo y tuito. Ansina que ahí también pueden ir metidos sus
inventos; tuito en el mesmo saco». «Sí pero… en una robótica van mesturaos

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los gualichos». «¿Y de ai?». «Y que… a lo mejor llego último. ¿Qué tal si un
paisano me lo capa con el lazo antes de que mis yararaces pichonas le piquen
los tientos?». «Vea… Don Chicho… y por favor no lo tome a mal; esto’e las
hechicerías es como la carrera’e sortijas vulgar y silvestre: gana el más mejor.
Usté lo sabe bien. Al contrario hay que madrugado, ganarle el la’o el cuchillo.
Lojotros perdieron hasta las ganase comer por andar con táticas’e gringo:
praticaron la estrategia ’el escalón; qué escalón ni qué niño muerto. Hay que
largar de entrada tuito lo que uno tiene: a la montonera; táticas’e tropa’e línea
no las va conmigo.
Y a la Sociedad Gaucha’e Suipacha la mando yo. Aparte’e la robótica,
que atúa por sí mesma, va’atropeyar tuita la paisanada con los mejores fletes
que han pisao la luz del astro; los voy a mandar al Cirilo, al Venancio, a los
dos Reinafé, a Mora, a Carmona, al Sandalio Villarino y al Bienvenido
Bustos, que son de lo mejorcito. Usté y yo nos quedamos en el Cuartel
General. Mirando. Supervisando el efeto. Porque tiene qu’ir con efeto, la
montonera. Es como en las bochas. Asssí queee… péguese otro limetazo, que
endispué nos ponemos a trabajar». «Ta güeno».
—Pero De Quevedo —dijo el gordo luego de contar aquel diálogo
imposible—. ¡Esto es absurdo! ¡Cómo van a existir magos gauchescos!
—No veo por qué no —el Maestro se reía.
—Pero una Sociedad Gaucha, de esoteristas… Esta patraña es difícil de
tragar.
—Mirá Sotelo: a veces, una bruja de barrio o de campo, puede llegar a
traerte tantos dolores de cabeza como un Maestro de alto grado, apoyado por
cientos de usinas y otras máquinas.
—Sí, pero… ¡una Sociedad Gaucha!…
—En la vida te vas a encontrar con una Sociedad Gaucha, con una
Sociedad Italiana y si jodés mucho hasta con kikuyos de Kenya. No por
absurdo es menos cierto.
—Pero es que todo resulta como un chiste grotesco, para infradotados;
nada más que una de las frases de esos dos tipos: algo así como que la
paisanada va a atropellar «con los mejores fletes que han pisado la luz del
astro». ¿Qué sentido tiene eso?
—Es casi seguro que el gaucho se refería a la luz astral.
—Pero ésa es una mezcla ridicula de idioma inculto con elementos de una
cultura muy especializada…
—Y es que realmente así se da en el campo. Cuántas veces me ocurrió
encontrar tipos rebrutos, que en medio de un discurso inculto meten vocablos

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arcaicos, en desuso. Todo eso les viene por tradición desde la conquista
española. Han crecido por su lado, bastante al margen de la ciudad. Los
grandes centros poblados los influyeron, por supuesto, pero conservan
muchos elementos de hace dos o más siglos. En cuanto a la «luz del astro», o
luz astral, que a vos tanto te llama la atención, bueno… es evidente que estos
tipos de la Sociedad Gaucha de Suipacha son tipos brutos, pero han leído de
pe a pa toda la literatura barata de magia y la han adaptado a su propia
inventiva. Esos dos: Don Chicho y Don Tobia, se deben conocer de memoria
los libros que venden en algunos quioscos: Los secretos de Alberto el
Grande; El libro de San Cipriano o La clavícula del hechicero;
Cafeomancia; Magia Roja; Magia Negra; Magia Amorosa o Verde; etc. No
te creas que por ser brujerías baratas dan menos resultados que las otras.

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CINCUENTA Y SIETE

EL ATAQUE DE LA SOCIEDAD GAUCHA

—Pero De Quevedo: ¡una Sociedad Gaucha! Es pedirle demasiado a mi


credulidad. Mucho más fácil me resulta creer en la existencia de Cristina, y
eso que no la vi nunca… En la zombie ésa si creo, ve, pese a no haberla visto.
Vaya si creo. Pero en estos gauchos, y que usan una terminología absurda:
manea, bozal, aljibe, que son vocablos camperos, de significado muy
específico, aplicados a una magia de entrecasa… Bueno… ¿qué carajo me
querés hacer creer?
—¿Creer? Yo no te quiero hacer creer nada. Por mí no creas. Aparte qué
me echás a mí el fardo de la responsabilidad de que vos creas o no. Por mí no
creas y que ellos te revienten. Otra vez te están manijeando, ya veo.
Nuevamente procuran sembrarte la duda: ¿no será De Quevedo que simula
voces para hacerme creer cualquier boludez? Ojo con eso y con dejarte
manijear.
El gordo, a esa altura, tenía tanto training en la magia que su pensamiento
y obra subconsciente podía resumirse en: «Si ahora no es va a llegar a ser. De
modo que socorro». Así pues, le dijo al Maestro:
—De Quevedo, de cualquier manera que sea: qué te parece si nos dejamos
de hablar boludeces y tomamos algunas medidas protectoras. No te olvides de
que el ataque robótico es para esta misma noche. ¿Qué…? Por ejemplo: ¿qué
carajo es la arena «en los tientos», como ellos dicen; la lengua létrica, la
manea, el bozal, el aljibe, etc.? Porque yo conozco los términos camperos,
pero aquí… tienen su significado mágico… y…
—La «arena létrica», como dicen ellos, es una arena eléctrica, astral, que
es metida en los testículos para castrar, la «lengua létrica» es la larga lengua
de un muerto, que se mete en el ano de la víctima dormida, para lanzar
después una poderosa descarga eléctrica. Son variaciones sobre un mismo

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tema. Otra cosa de la cual no hablaron pero se les puede llegar a ocurrir más
adelante es la «riñonada», o «el hígado podrido», o «la transformación en
ruso». La «riñonada» es la uremia: te meten una manija según la cual quedás
como si te hubieses pasado 40 años comiendo nada más que asado. Era la
típica muerte del gaucho, en el siglo pasado. Un solo bife que te hayas
comido alguna vez en la vida ya es suficiente para que los chichis lo catalicen
hasta transformarlo en toneladas de carne comidas durante décadas. Morís de
uremia. Otra, la del «hígado podrido», consiste en catalizar un único sorbito
de ginebra o de cualquier bebida alcohólica hasta transformarla en una
cirrosis galopante. La «transformación en ruso» consiste en circuncidarte de
prepo, así quedás con marca o señal; en esta forma el Gran Chichi viene a
buscarte de noche. Te reservan, podemos decir. Aparte que ya desde el vamos
la circuncisión disminuye tu goce sexual. La Inundación, de la cual habló uno
de los tipos, no es invento de él, como cree: ya está inventada hace mucho. Te
inundan el cuarto con agua astral. A poco el agua se materializa destruyéndote
dibujos (si vos sos dibujante), papeles si sos escritor, libros, cuadros, o
simplemente mojándote la cama y que esa noche no puedas dormir y tengas
que pasártela secando el colchón. No bien se escucha el ruido de la canilla
astral hay que extender la mano y cerrar el grifo, también astralmente. Como
por lo general estos hijos de puta tienen dos canillas, a la segunda uno no
tiene que cerrarla sino ponerle un tapón astral en el lavatorio, también
mágico, en esa forma el cuarto se les inunda a ellos. La Siembra es: echar en
el pelo semillas (astrales, como siempre) de cardo, zapallo, etc. Juntamente
con el pelo te crecen cardos, etc. En Bolivia, pasó. Y que después lo explique
la medicina. Se evita cepillándose inmediatamente el pelo con fuerza a fin de
cagar la «siembra».
—¿Y el arado de goma?
—El famoso arado de goma tampoco es invento de ese gaucho, aunque él
cree que sí. En caso de que la presunta víctima tenga tendencias
homosexuales, al introducírsele el arado en el culo (en el surco) abrís paso a
la llegada de un ve corta. Pero a esto, con vos, le tengo poca fe. Ese tal Don
Chicho ignora que a vos los ve cortas ya no te pueden hacer un carajo. Estás
blindado por el karate. Otra brujería muy campera, que se les ocurrirá o no, es
hacer que en unos pocos años te crezcan desmesuradamente pies y manos, en
tanto el resto del cuerpo permanece igual. O bien producirte un gigantismo,
manijeando tu pituitaria, y que te transformes en un gigante grotesco. Al final
sobreviene la muerte. El Lazo sirve para castrar. En Bolivia, en un campo, a
un pobre manijeado le hicieron brotar diez falos de diferentes tamaños en el

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vientre, al lado del verdadero. El infeliz meaba por todos sus nuevos órganos
en forma simultánea. Los médicos decían que se trataba de una malformación
genética. Pasaban por alto el hecho de que el tipo no nació así, sino que eso le
pasó a los 23 años.
—¿Pero y qué? ¿Creés que me lo pueden hacer?
—Te lo cuento por las dudas. Para que estés prevenido. Son gualichos de
campo, todos ellos. Otra brujería campera es la pulgah’e la troja, como dirían
ellos, pero contra la pulgah ya estás inmunizado desde Suipacha. Muchos
paisanos se quedan sordos poco a poco, en el campo. Aunque esto también
pasa en la ciudad: te sacan líquido del oído para que te vayas quedando sordo
poco a poco. La punción se realiza todas las noches. Después, una vez que la
zona está sensibilizada, te pueden instalar y catalizar un tumor. Casi todos los
procesos de la magia están basados en catalizaciones. Y te sigo contando. La
Sortija: el esote, montado en un caballo astral (y a toda velocidad para que a
la víctima no la puedan proteger sus máquinas), le ensarta los testículos con
una aguja. El Bozal: se lo ponen mientras duerme, casi siempre, para que no
pueda pedir ayuda. La Manea: son unas ataduras invisibles, para los pies, cosa
que el manijeado no pueda escapar a lugar seguro. A veces se la colocan a un
esoterista para impedirle acudir en defensa de otro. El Aljibe: es un pozo
astral donde la víctima es trasladada en cuerpo y alma durante el sueño. Sus
paredes lisas le impiden trepar. Como arriba la tapa está forrada con plomo, el
tipo no es visto ni oído. Aparentemente sería sencillo ubicarlo: basta con
mirar el astral y el único lugar de la habitación que está bloqueado es el que
esconde la tapa. Pero no es así. Fabrican ellos, durante la noche, varios falsos
aljibes para confundir; aparte blindan vastas zonas que nada ocultan. De esta
manera, los esotes amigos de la víctima, pierden el tiempo buscando por un
lado y otro; mientras tanto, los hijos de puta, quitan el aire del aljibe, o bien lo
llenan de agua para que el otro se ahogue. A su tiempo aparece el cadáver
materializado, muerto en su cama, con la glotis obturada en un accidente
biológicamente imposible. Si conocés a un médico Viejito, que sea lo bastante
amigo tuyo como para ser sincero, preguntale si a lo largo de su profesión no
se encontró con tres o cuatro casos de muertes inexplicables. Claro que en el
certificado de defunción nunca alguien va a poner: muerto por tal efecto, pero
por causa desconocida. En fin: algunos lo ponen, sobre todo si sospechan un
crimen, pero es raro. Otra cosa muy común en el campo (y también en las
ciudades) es atacar con oraciones, con versitos, palabras o frases mágicas. En
ese caso, cuando los escuches manijear, vos debés decir en voz casi inaudible:
ARBO.

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—¿Y qué es eso?
—Una expresión en idioma babilónico que significa algo equivalente a
«que te recontra», o «que se te vuelva toda la energía maléfica». También está
la «aguja de tejer» de las guainas camperas. Si sentís un pinchazo en los
testículos, tené la seguridad de que es la aguja. El objetivo es castrar. Es tan
rápido el pinchazo que aunque tu máquina-altar absorbiese gran parte de la
energía maléfica, no podría hacerlo con toda. Al puazo lo sentirías igual. Te
pueden transformar en ratón campesino, o en chivito y mandarte al zoológico,
etc. De todo eso nos encargaremos si llega.
—¿Y los 1.200 huevos con yararaces pichonas?
—Son víboras yarará, de mucho veneno, que acaban de nacer. Se largan
de a cientos, para picar; generalmente atacan culo y espalda e inoculan su
ponzoña. El tipo va sufriendo las transformaciones que correspondan al tósigo
con el cual están programados y cargados los robots. Si es achicol, bueno
pues… ya sabés lo que le pasa a tu bicharraco de entrepiernas; si es el famoso
tetanol (o tetamicina) al cabo de dos o tres años te sale un par de tetas que te
las envidiaría Anita Ekberg. Incluso puede tratarse de propio veneno de
yararás, guardado en los depósitos de las máquinas. Morís por
envenenamiento progresivo. Los chichis, en este caso, no te pueden liquidar
con la misma rapidez con que lo haría una víbora auténtica, pero al final el
resultado va a ser el mismo. Cagás fuego en un par de meses. Primero se te
cae el pelo, tenés vómitos, etc. Problema va a tener el médico forense, cuando
haga la autopsia. Va a encontrar que sufriste una intoxicación progresiva de
veneno de yarará. Una suerte de acostumbramiento o mitridatismo, pero que
no fue suficiente como para salvarte la vida. Si estuvieras casado seguro que
le echarían la culpa a tu pobre mujer. Iban a pensar que ella te lo fue
inyectando de a poco, todas las noches. Sobre todo porque encontrarían unos
pinchazos diminutos. Lo que pasa es que un buen abogado la salva a la mina:
basta alegar que no existe en toda la Tierra agujas de jeringas que sean tan
delgadas. Un profesional capo conseguiría un juicio absolutorio con esta
conclusión: muerte por causa desconocida.
«Dale, Villarino, que tenemos que cumplir con las órdenes de Don Chicho
y Don Tobia: mandale el Ciclón». «¡iTffuuuuiiiifff…!».
—No te calentés, gordo, es una máquina que produce una tormenta
chiquitita, contra un solo hombre. Y hasta me parece que una vez, hace
mucho, tuvimos que ver con ella. Es el Viento Blanco. Si te agarra, mañana te
encuentra duro: congelado. Y que después los médicos se agarren la cabeza y

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lo expliquen. Cruzá los dedos de los pies y pronunciá la sílaba OM, haciendo
vibrar la lengua.
—¡OOOOMMMM…!
«¡IFffffuuuiiiifffgrooooff…!».
«Nos hizo cagar el Ciclón, y de paso el Viento Blanco, que venía
acoyarado. Pero no importa; denle, Mora, Carmona y Sandalio Villarino: a
ponerle la manea, el bozal y a echarlo al aljibe. Mientras tanto vos,
Bienvenido Bustos, mandales la Inundación». «Glugluglugluuuuu…».
—Rápido, gordo: cerrá el grifo.
—¿Y cómo?
—Extendé una mano a cualquier lugar de la habitación y hacé como que
cerrás un grifo. Pero después alargá otra vez el brazo para ponerle un tapón a
la segunda canilla astral. Así les hacés retroceder la energía, les tapás todas
las taperas de combate y les inundás las trincheras y aljibes. Van a cagar
fuego en masa. Yo les voy a dar a estos gauchos pelotudos.
Luego que el gordo lo hizo:
«¡Ehh…! Pero qué anda pasando, Don Tobia: se nos está inundando el
complejo’e taperas, las trincheras’e álamos y hasta el casco’e la estancia…
Cuidao, Don Tobia que ¡OOOOFF!». «¡Murió!, ¡murió el patrón! Vamos a
ver si le podemos mandar un rodillo’e quebracho para ¡oooff…!». «Cuidado,
Don Chicho, que andamo’e creciente… nos piegró un retorno’e brujería. ¡Un
maléfico, Don Chicho! Se nos hace mierda la montonera. Eso viene por
mandar todo amontonado como bosta’e cojudo… Aura qué vamo’a
¡oooff…!». «A ver: los hermanos Reinafé: Julio y Carlos: cuidao con esos
huevos de yararaces que el agua los está rompiendo antes de tiempo; a ver si
nos pican a nosotrAAAH: se me volvió en contra la marea… me aprieta el
cogote… me tiene pringao y ¡oooff…!». «Cuidado, Carlos, que se están
rompiendo los huevos de yararaces por docenas… Cuidado, hermano: nos
tiene rodeado el culebraje… ¡Aaaaff…!». «¡ooff…!».
Un rato más tarde De Quevedo comentó con cierta sorpresa:
—Me está pareciendo que esta Sociedad Gaucha cagó fuego antes que
otras Asociaciones, y eso que ellos eran tan guapos y «alvertíos». No quedó ni
uno de esos vanidosos inútiles.

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CINCUENTA Y OCHO

NORMA MIRTHA CADENOWSKY

Tres meses después las novedades eran las siguientes. De Quevedo se


había traído una mujer al departamento de French, para que viviese con él.
Era la misma piba joven que el gordo vio en La termitera cuando aún estaba
excomulgado por haber chocado la bola. Al gordo al principio le daba un
poco de vergüenza que la chica lo hubiese conocido en medio de un renuncie
(ponerse de rodillas para suplicar perdón, etc.), pero la otra tuvo calidad
suficiente como para no hacérselo notar. Comían los tres juntos, por las
noches, y por suerte el departamento poseía dos cuartos. Sotelo, a todo esto,
se le había arrimado a la Cadenowsky. La otra no lo pudo creer al principio.
Su principal asombro radicaba en el hecho del tiempo transcurrido desde que
ella dejó deslizar la primera onda. ¿Justo ahora se le ocurría a este tipo
acercársele? Los chichis, por su parte, manijeaban: «Claro, se te acerca
porque se quedó sin mina. Te usa. No ha de ser tanto el interés que tiene en
vos cuando que recién se acuerda». Este tipo de sugerencia telepática a ella la
ponía infinitamente furiosa contra el gordo. «Pero claro, claro —se decía en
esos casos—. Por supuesto: cómo no lo pensé antes; se quedó sin minas y
ahora recurre a mí, como a su última chance. Qué hijo de puta. Mejor que ni
sueñe en que le voy a dar bola». Pero a estas manijas las contrarrestaban
Isidoro y Alaralena, de modo que al fin todo quedó resuelto por las vías
naturales. Después de hacerse rogar un poco —no demasiado— la chica
aceptó salir con él. Con el tiempo la Cadenowsky conoció el departamento de
la calle French y la pareja con la cual el gordo compartía el lugar. Cenaban
los cuatro, en ocasiones, y después Ana y De Quevedo se iban a su cuarto y el
gordo pasaba la noche con Norma Mirtha. En ningún momento se habló de
vivir juntos. Ello podría o no ocurrir. En un momento dado el gordo le dijo al
Maestro: «¿Te acordás de aquella promesa de las máquinas, acerca de que en

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un momento dado yo me casaría y tendría varios hijos?». «Sí. ¿Y?». «Y a
veces me impaciento un poco. Ya me tiene harto la espera. Me gustaría hacer
una vida normal. Casarme como todo el mundo y tener esos hijos prometidos.
Quisiera también criarlos, cuidarlos y mimarlos, aunque me rompan las bolas
y no me dejen escribir. Después de todo, ¿para qué está uno, en esta Tierra?
Los hijos, en verdad, son la principal obra». «Aparte que no son
incompatibles con la literatura, como vos parecés creer. Ese pensamiento se te
ocurre sólo porque nunca hiciste una vida de hogar. Cuando la hagas
comprenderás finalmente que esa opción es falsa. De cualquier forma me
parece un pensamiento muy sano que quieras lograr eso que me contás».
«Pero, te confieso, a veces se me hace un poco cuesta arriba esperar. ¿Te
parece que con la Cadenowsky…?». «Ah, no lo sé, querido amigo. Soy mago
pero no adivino. Podría averiguarlo si quisiera, pero no quiero. Es tu opción y
tu libertad, es tu experiencia vital. Una sola cosa te voy a decir porque a esto
sí puedo, y además es mi obligación como Maestro: terminala con la
historieta de que a cada mina que llega a vos la mires como al amor único,
mágico, integral y final. Viví con más libertad tus relaciones. Lo otro… se
dará o no. Dejá de joder con tus impaciencias». «Pero es que a veces… la
cuestión de la Mujer del Futuro…, me tiene harto este continuo
desplazamiento de la Mujer Enmascarada». «Más que agradecido podés estar.
Mirá cuando todas las mujeres del futuro sean del pasado ¿eh? Ahí te quiero
ver».
Norma Mirtha Cadenowsky compartía su departamento con otra chica. El
gordo necesitó un tiempo para comprender el grado de perversión de su novia,
a quien nada morboso le era ajeno. Una noche estaban los tres en casa de
ellas. Sotelo con Norma Mirtha, en uno de los cuatros, y la otra en el comedor
leyendo una novela. La puerta estaba cerrada. Al gordo no sé qué se le dio:
«Tengo ganas de llamarla a tu amiga». «¿Llamarla? ¿Para qué?». (Mirándola
con intención:) «Vaaaamos: vos sabés muy bien para qué». «¡No… no…!».
(Frío, cruel:) «Sí. Me parece que sí: ¡Isabel!». «¡Noo, por favor! Estás loco».
«¿Por qué? ¿Acaso no tenés ganas de que los tres estemos juntos?». «No,
no…». «Sí, sí; yo creo. Me parece que tenés más ganas que yo todavía». La
Cadenowsky tenía dos o tres resortes secretos; encontrárselos era la cosa, pero
lo cierto es que una vez pulsados se excitaba por completo y al instante:
«Mirá amor: hablá… Hablá fuerte pero despacio. Que sea ambiguo, hacémelo
por la fuerza. Porque te prevengo que me pienso resistir y hacer quilombo
como una hija de puta. Que ella oiga pero que no esté segura. Que piense en
intervenir pero que no intervenga. Llamala pero despacio, para que no entre».

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En realidad las dos minas habían dormido juntas varias veces y el gordo lo
sabía muy bien, por la onda que largaba la compañera (no de celos, ni bronca,
ni nada, sino de sexo compartido); y aunque era bastante feucha, la tal Isabel,
el gordo le adivinaba cierta potencia perversa que la hacía atractivísima a sus
ojos.

Una tarde, a French, entraron juntos el gordo y De Quevedo. Una mujer


alta, rolliza y vieja, de cara muy vulgar y pelo corto, echó a Sotelo una mirada
lastimera; incluso lo siguió con la vista hasta el ascensor. La tipa parecía tener
dificultades para caminar e iba acompañada por una pareja que la tironeaba de
los brazos. «Vamos, vamos, no te quedes», le decían. El gordo y el Maestro
subieron al ascensor. Mientras el aparato marchaba De Quevedo le preguntó:
—¿Viste quién era, no?
—¿Quién? ¿Esa vieja horrible? Nos cruzamos dos o tres veces. ¿Pero qué
mierda le pasa a esa tipa? ¿Está loca o qué? ¿Por qué me miraba en esa
forma?
—Es Cristina.
—¿¡Quién!?
—¿Pero no te diste cuenta de que ella está podrida de las rótulas para
arriba? Está muerta de celos, por eso te mira así. Cada vez que Norma Mirtha
te visita se vuelve frenética y quiere aparecer en nuestro departamento a toda
costa.
Horrorizado:
—Pero… ¿te parece que pueda?
—No creo, el sexo lo jode a Exatlaltelico y sus criaturas pierden fuerza.
Llegaron al piso y salieron. Mientras abrían la puerta del departamento
De Quevedo agregó:
—Aparte a ese zombie le queda poca cuerda. Tu metejón con la
Cadenowsky aceleró el proceso destructor. Me di cuenta ahora, al verla
caminar. Quizás esta misma semana tengamos velatorio y entierro. Van a
decir que se les murió un pariente, qué sé yo. Cualquier cosa. Cristina va a ser
enterrada por segunda vez, sólo que en esta ocasión va a ser para siempre. De
buena te has librado.
Prepararon mate y se pusieron a tomar (Ana en ese momento no estaba).
—De Quevedo… vos dijiste respecto a Cristina que… era algo así como
que «el sexo lo jode a Exatlaltelico y sus criaturas pierden fuerzas», ¿no?
—Sí.

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—Pero De Quevedo, ¿quién es Exatlaltelico?
—Es el mismo Dios Único Atón, que adoraba Akenatón, el gobernante
teológico de Egipto. El monoteísmo adopta distintas formas: a veces se
disfraza con dos, tres, o seis personas en apariencia diferentes. Son los
distintos planos de energía en los cuales trabaja, pero en realidad se trata de
un único Anti-ser verdadero.
—¿Entonces?
—Dioses hay muchos, y distintas maneras de verlos e interpretarlos, pero
Anti-ser hay uno solo.
Una semana después hubo novedades, entró De Quevedo muy contento a
la casa:
—¿Está Ana?
—Bajó hace tres minutos a comprar algo para la cena de esta noche. Un
poco más y te cruzabas con ella —dijo el gordo.
—Bueno, oí bien. Tengo una noticia maravillosa. Se murió Cristina.
—¡Cuándo!
—Anoche. Yo te dije que a ese chichi le quedaba poca cuerda. Toda la
mañana se la pasaron de gran velatorio en el segundo piso. La enterraron al
atardecer, a última hora.
—¿En Boulogne?
—¿Eh?
—Te pregunto si la enterraron en Boulogne. Porque de ahí la sacaron.
—Ah, tenés razón. La verdad es que no sé. No creo. Para qué la van a
llevar tan lejos. Meter es más operativo que sacar, la deben haber sepultado
por aquí nomás —De Quevedo sonrió—. Grande fue lo que me dijo el
portero. Él tuvo que entrar al departamento esta tarde, en medio del velatorio,
no recuerdo a qué carajo. Me lo encontré en el hall y me dijo: «Usted va a
pensar que yo estoy chiflado, señor De Quevedo, pero estoy seguro de haber
visto que ella… ahí en el cajón rodeado de flores… por favor no se ría de
mí… movió uno de sus dedos. Lo vi como lo estoy viendo a usted». «Vamos,
López —le dije haciéndome el estúpido—. Le habrá parecido». «Pero no,
señor De Quevedo: movió una, dos veces el dedo meñique de la mano
derecha. Para mí esa mujer estaba viva. No me atreví a decir nada. Tuve
miedo de que me tomaran por loco». «Quédese tranquilo, López. Esa mujer
estaba muy enferma. Está muerta y bien muerta, se lo aseguro. Murió de un
ataque al corazón ¿no?». (Yo no sabía qué habrían dicho los dueños del
zombie, pero me tiré un lance). «Sí, eso me dijeron». El tipo tenía un cagazo
padre. Y eso que no conocía la verdad. Es evidente que al chichi aún le

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quedaban algunas energías. No como para marchar y seguir jodiendo,
naturalmente, pero sí para mover uno de sus dedos. Y los va a seguir
moviendo cada tanto, en el cajón, ahora que está bajo tierra. Después la
descomposición va a ser muy rápida, más que en un cadáver normal. Antes
del año de Cristina no quedan más que los huesos.
—¿Te diste cuenta, De Quevedo, que así como en una época todo me iba
mal ahora me va bien en todos los frentes? Ando con una mujer que me gusta,
pronto voy a tener plata y estamos ganando la guerra.
—Cierto. Y así suelen darse las cosas. O muy arriba o muy abajo. Tenés
que aprovechar que estás en creciente, antes de que venga el punto de
inflexión. Eso no quiere decir que no vayan a existir otros momentos de
ascenso en tu vida pero… Gordo: quiero contarte una cosa, un sueño que
tuve. Aprovechemos que Ana todavía no subió (ya sabés que ella no cree en
la magia, ni en sueños reveladores); cuando ella vuelva hablarte sobre el
asunto va a ser un poco incómodo.
—Pero sí, por supuesto. Dale.
—Es un sueño medio extraño, y quizá no signifique nada, pero… En
realidad no es un sueño sino un astral, tal como sabía perfectamente mientras
lo hacía. Entré a un lugar muy raro, quizás otra dimensión: una especie de
mercado, con piso de tierra. No existe ningún lugar así en el mundo: absurdo
y antihigiénico. Comprendí en medio del astral que buscando una cosa me
había metido a mirar otra, tal como suele ocurrir en este tipo de trabajos. No
tenía ganas de andar gastando un astral en cualquier boludez: quemar
neuronas, gastar energía con cosas fútiles. En alguien que está aprendiendo a
hacer astrales se justifica que entre en otras dimensiones, averigüe cosas
curiosas pero inútiles, etc. Pero no es lógico ni aceptable en un Maestro de
alto grado. Pese a ello me quedaba, por alguna razón. Quería saber qué era
todo eso rarísimo; aparte que ya me había entrado la duda respecto a si todo el
asunto me sería útil o no. La propuesta del lugar era más o menos así: allí
resultaba factible afanar comida (leche, café, queso, galletitas, dulce, miel);
incluso podías robarte una suerte de gelatina de pescado, producto
desconocido en el mundo de hoy. Era como pescado crudo hecho papilla, con
gusto y olor a pescado: una masa gelatinosa dentro de un pote hermético. Yo
ignoraba la manera de prepararlo, ya que comerlo así era imposible y horrible.
Por fin renuncié a llevarme de esos potes. También vendían o entregaban
unos panes largos, como los que fabrican en Francia. Recuerdo que tomé
muchísima leche, aproveché para comer queso, etc. En ese lugar se podía
afanar, te repito, pero a sola condición de no llevarlo oculto: era indispensable

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simular que uno trabajaba allí y portarlo a la vista. A la hora del cierre del
mercado dejaban las mercaderías tiradas por cualquier parte, con infinita
confianza. En ese lugar había stands dedicados nada más que a marcas de café
(y a ninguna otra cosa), de las cuales pude ver infinitas. Otros locales estaban
abarrotados sólo con sachets de diferentes marcas de leche (algunas existen
hoy, y otras eran para mí desconocidas). Y así sucesivamente. Todo
imposible, como ya comprenderás, porque en la realidad que conocemos
ningún stand puede darse el lujo de trabajar únicamente con leche o tan sólo
café; aparte que no hay, de hecho, tantas marcas, y resultaría antieconómico.
Pero lo que más me llamaba la atención en ese lugar rarísimo era la gente: al
lado de objetos suntuosísimos, la más total muestra de sumisión y pobreza;
todos los empleados usaban anticuados y antiestéticos overoles, como
uniformes. La onda, te repito, era de completa sumisión, y ningún Sindicato
lo permitiría en nuestros días. Los tipos, pues, usaban verdaderos uniformes
de ilotas. Nadie parecía preocuparse demasiado por nada; se tomaban las
cosas con mucha calma. En un momento dado tomé un ascensor que me
condujo al primer piso. Todo el interior del local al que entré (se hallaba
vacío, te digo de paso) estaba construido con cemento y hacía un calor
terrible. La iluminación era azul. Al fondo había una puerta entreabierta.
«¿Pero qué hago aquí? —me pregunté—. A ver si se creen que estoy robando
y me meten preso».
Y entonces me fui y volví del astral. El sitio era como una especie de
mercado socialista del futuro, o no sé qué carajo. Para vos esto no tiene
sentido ¿cierto? Es todo un disparate, ¿verdad?
—No estoy tan seguro —dijo el gordo muy pensativo—. Esa… puerta del
fondo, a donde no entraste. Hiciste bien. Esa debió ser la entrada a la sala de
los reactores atómicos. Capaz que por eso hacía tanto calor.
—No sé. Todo el sitio era muy raro, en el primer piso hasta las repisas
estaban hechas con cemento.
—¿No escuchabas un rumor, como un zumbido?
—Sí.
—Y bueno: eran los reactores. Menos mal que no se te dio por entrar al
cuarto del fondo.
—Estaba muy oscuro. Por eso no entré. Recuerdo que al salir, y antes de
volver del astral, tomé mucha leche.
—Bien hecho: hiciste eso para descontaminarte de las radiaciones. Se ve
que subconscientemente vos te habías percatado.

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—No sé. Puede ser. Pero quiero hacer un nuevo astral para terminar de
averiguar qué carajo era eso. Dice Isidoro que él tampoco sabe, y que puede
ser importante. Quizá entré en otra dimensión.
—O en el futuro, luego de la guerra atómica. De ahí la pobreza y el
sometimiento. Deben haber evolucionado todos los Estados hacia una
generalizada falta de respeto por los derechos humanos.
—Claro que no hace falta que la guerra atómica haya tenido lugar para
que en el planeta se produzca una esclavitud universal. Sobre todo me llama
la atención el piso de tierra del mercado: como si esos tipos estuviesen
consumiendo los últimos restos de la sociedad industrial, pero sin intenciones
de restaurar nada, y mucho menos hacer crecer cosa alguna. Y te digo que ese
piso del mercado me llamó la atención porque hoy día están apareciendo
ecologistas que fabrican casas que no tienen pisos de cemento, ni baldosas ni
un carajo, sino de tierra. Ellos odian al cemento.
—¿Y entonces qué debemos deducir? ¿Que los ecologistas van a llegar a
mandar en una parte del planeta?
—No sé. Podría ser una explicación.
—Pero hay un detalle que no concuerda. Arriba, en el primer piso, todo
era de cemento: hasta las repisas.
—Claro, pero no abajo, en la parte del contacto con la tierra. Te repito:
esta clase de tipos tienen chinches muy especiales: los espacios verdes, no
tocar la tierra con cemento, etc.
—Si tu deducción es cierta, no cabe duda de que nos están armando un
mundo muy hermoso.
—Sí, hermosísimo.

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CINCUENTA Y NUEVE

DERROTA FINAL DE MR. SÚPER HYDE

—¡Gordo! ¡Al fin te has decidido a venir a la casa del Maestro! —dijo
Fogwill, con su manera exagerada y alharaquienta de siempre—.
¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos a la despreciable y muy humilde morada del
mejor escritor de Guatimotzín!
El uso del plural se debía a que el gordo fue a la quinta de Rodolfo
Enrique («Quique») Fogwill, el escritor ricachón, acompañado de Norma
Mirtha, su nuevo amor. Fue una decisión grave y seria, para Sotelo, porque el
miserable de Fogwill tenía una fama pésima con las mujeres. «Lo primero que
va a intentar este hijo de puta es cogerse a la Cadenowsky», se dijo. «Por otra
parte —continuó para sus adentros— Norma Mirtha es francamente puta,
como lo sé demasiado bien; no va a necesitar que le dediquen un libro
completo de versos». Pero el gordo pensaba mal, ya que la Cadenowsky le era
bastante fiel y no le ponía los cuernos más de lo necesario. El inadvertido y
despistado lector podrá preguntarse entonces para qué mierda la llevó a la
quinta. Yendo solo, en teoría, bien hubiese podido levantarse a una de las
ninfas ricachas que por allí pululaban; en tanto que yendo del bracete con una
fulana se saturan los niveles cuánticos, como diría un químico moderno, y el
tipo se vuelve inaccesible. Esto, en lo teórico. En el mundo de la realidad y la
experiencia las cosas ocurren de otra manera. Por un lado para Sotelo era
imprescindible consolidar su relación: no fuera cosa que por conseguir una
mina más se quedara sin el pan y sin las tortas. Norma Mirtha Cadenowsky
necesitaba que le hicieran saber que su novio no era un monstruo, que tenía
acceso a las más altas esferas de la guita. Una vez allí la propia mecánica de
la rivalidad entre mujeres se encargaría de ayudarlo. Sotelo, admitámoslo
francamente, como homenaje a la verdad, al llevar a Norma Mirtha a las

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proximidades del campo gravitatorio del guacho de Fogwill se estaba jugando
una carta brava. Bravísima.
Pero si ganaba, la otra quedaba enganchada pa’siempre. Pa’siempre por
un rato. Valía la pena correr el riesgo. Eso por un lado. Por otro su banca, al
aparecerse con una mina, lejos de disminuir crecería en un cincuenta por
ciento. Me confieso incapaz de dilucidar por qué es así. Es así y listo. El plan
fisicontológico del gordo se rebatía en varios planos y en varias visitas. Ésta,
primera, tenía como objeto juntar potencial. En apariencia aquello fue una
pérdida de tiempo; en efecto: Fogwill, cuando llegó el gordo con Norma
Mirtha, tenía una pléyade de no menos siete minas. El gordo era de gustos
sencillos. Le bastaba con una perversión o dos. Pero el otro hijo de puta, al
parecer… Qué reventado de mierda. El gordo no envidiaba el talento de
nadie. No habría sentido celos de las minas que se levantaba el muy canalla,
ni su capacidad histriónica, pero la plata… Ah, por los Dioses benditos. Si
había algo en el mundo que el gordo podía llegar a envidiar era la guita. Si
hubo algo que el gordo quiso siempre fue viajar a Venezuela, a Caracas, y a
los quince días transformarse en un caraqueño formal. Invitar a una chica a
salir de joda a las seis y media de la tarde, tomar unos whiskys, ir a danzar al
dancing, encamarse o no a las tres de la mañana, etcétera. Sobre todo nótese
el etcétera, factor de alta potencia, el Gran Catalizador.
El cerdo de Fogwill, mientras le miraba de manera apreciativa las piernas
a Norma Mirtha y los hacía pasar, dijo:
—Este lenguaje… «Mi humilde y despreciable morada», quiero decir,
tiene su razón. Estoy leyendo los Poemas Chinos de Alaralena, un amigo mío.
Muy superior ese librito de admirables poemas chinos apócrifos a su
gigantona y gigantista Los sorias. Demasiado larga, para mi gusto. Yo le
suprimiría partes.
«Mi humilde y despreciable morada», dijo Fogwill el infinitamente
miserable y canalla. La morada despreciable era una quinta de ocho o nueve
hectáreas por lo menos. Qué hijo de puta. Con plantas increíbles y caminos
por entre la floresta; carámbanos de nueces, bananos puestos allí nada más
que para contribuir con su color amarillo (la superación de Los Girasoles: oh,
inmunda bestia, cómo te odio). Y flores muy rojas, azules y verdes, y violetas
que nadie sabrá nunca de dónde salieron. Grandes mesas y artefactos
monstruosos, íntegramente hechos con madera sólida. Debió mandar esclavos
para hachar sequoyas, el maldito. Hasta tenía grandes lienzos de muralla,
barnizados con un barniz súper, para que no los afectasen las terribles lluvias
caribeñas. «Oligarca de mierda —se dijo el gordo—. ¿Por qué yo no puedo

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ser oligarca igual que él?, ¿eh?, ¿eh?». La quinta aprovechaba las hondonadas
naturales del terreno, transformándolas en nuevas perfecciones. En esos
agujeros maravillosos, llenos de pasto cortito, podrían caber edificios
completos. A veces los visitantes bajaban a las torcas, en expedición.
Pero volvamos a referirnos a Rodolfo Enrique «Quique» Fogwill. El
gordo lamentaba con toda su alma tener que reconocer que el otro era un gran
escritor. Le habría encantado suscribir lo que dijo de él un pelotudo, uno de
nuestros inteligentes científicos de la palabra, recién recibido de la Facultad
de Agronomía y Letras, uno de nuestros brillantes ingenieros de almas (como
decía Stalin), expertos en mecánica semántico-genético-cromosómico-
cuántica; «¿Cómo puede ser genial un tipo que se llama Rodolfo Fogwill, que
es cacofónico?». Adviértase que lo dijo en serio. No podía suscribir tal
opinión eminente, y mucho que lo lamentaba. El gordo, lleno de envidia a
causa de la guita (no del talento, que como decimos no se lo envidiaba a
nadie), se compungía en lo más profundo de su alma ante el hecho cierto del
talento muy real y verdadero del otro, porque le habría encantado vejarlo al
menos en ese sector. Pero el otro hijo de puta era invulnerable, porque se
trataba de uno de los pocos escritores serios de Guatimotzín, y el gordo lo
sabía de sobra. Para su desgracia. La plata… ah: la plata… «A la puta madre
que los parió todos los que son más ricos que yo —pensaba el gordo—. En
otras palabras: a la mierda con casi todo el mundo». Y algo de razón tenía: los
ricachones son como Boca: la mitad más uno del país. Al menos (siempre) en
lo que a uno respecta.
Pero volvamos una vez más al guanaco de Fogwill. Poseía un Torino
bañado en oro (ojo: no dije enchapado sino bañado, que es distinto), con el
parabrisas color vidrio de aviador colonizado, y dos calcomanías pegadas: una
de Gastón Perkins, y otra de un torito campeón Aberdeen Angus. Como a las
dos horas de haber llegado, estando todo el mundo en pleno intercambio
amistoso, Fogwill lo agarró a Sotelo de un brazo y le dijo:
—Vení, gordo. Salgamos afuera y caminemos que quiero charlar con vos.
—Qué misterioso que está, Maestro. ¿Qué le pasa?
—Preocupado. Estoy preocupado.
—¿Por?
—Parece que se nos muere, nomás, el Macho.
—¿Qué Macho?
—El Quétzal.
—¡Ah! Pero no, qué va. Al Macho no hay con qué darle. El Macho es de
fierro.

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—No, no: parece que esta vez es en serio. Qué va a pasar después, no sé.
Para colmo ahí sigue el maniático de López haciendo de las suyas.
—¿Qué López?
—Loco, pero vos vivís en Babia: Don José López Fecia.
—Bah, ése ya tiene muerto el astral.
—¿Astral? ¿Qué astral?
—En fin, eso es… otro asunto.
—Se le habrá muerto el astral y también su abuela, pero sigue bien vivo y
Primer Ministro. Está convencido de que él es el Rasputín del quetzalismo. Se
lo cree y todo. Y lo peor es que no es el único en creérselo. Los otros días le
dijo al Quétzal: «Si yo muero, o si soy defenestrado, será el fin del
Movimiento. Soy el Escudo contra el cual se estrellan las hordas comunistas».
—¿Pero vos cómo sabés que dijo eso?
—Y… se sabe.
—¿Y el otro qué le contestó?
—No sé. Pero ya ves que sigue de Premier. Pero lo más maravilloso
todavía no empezó. Dijo López Fecia que la única manera de conservarle la
vida al Quétzal es mediante un gran acto de amor que tenga el pueblo
guatimotzinita. Parece que averiguó mediante horóscopos de Astrología
Judicial, que hay que levantar una pirámide egipcia.
—Me estás cargando.
—Oíme: no es ninguna joda. Él sostiene que hay que erigir una pirámide
de 8.889 metros de alto: un metro superior al Everest. Luego, en la Cámara
del Rey, el Quétzal pasará cuarenta días con sus noches, y al término de ese
período saldrá treinta años más joven y completamente curado de todas sus
enfermedades. Él afirma que en la Cámara el otro va a recibir fuerzas astrales
y ónticas curativas. Así que ahora todo el mundo se tiene que poner a trabajar
en la Gran Pirámide, como en las épocas de Kheops. Por eso te digo que no sé
qué va a pasar. Nos vamos a morir todos de hambre. Hasta nosotros los ricos.
—Pero escuchame: es un despropósito del principio al fin. Aunque fuera
cierto que el Quétzal se curase: ¿cuánto vamos a tardar en tener lista la Gran
Pirámide? Nada más que los cimientos para sostener a semejante bicho va a
llevarnos veinte años, y el Quétzal se puede morir cualquier día de éstos…
—Ya lo tiene previsto. La Gran Pirámide va a estar asentada en la meseta
basáltica de Chichenitzatlán, así nos ahorramos tener que cavar cimientos.
Vos sabés que el basalto puede aguantar el peso de una montaña.
—Pero aun así…

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—Aparte ya pidieron un préstamo a EE.UU. y al FMI: 500.000.000 de
dólares para los primeros gastos y la compra de máquinas cortadoras de
granito, transporte de bloques, etc. Esto va a ahorrar todavía más tiempo.
—¡Pero ni siquiera en esa forma! ¡No hay tanto granito en todo
Guatimotzín!
—Si falta lo van a importar de las canteras de Nubia y Assuán. Aparte
López, como buen latinoamericano, piensa hacer trampas. Sólo al perímetro
externo lo vamos a realizar con piedra; por dentro la Gran Pirámide, va a ser
casi toda de piedra y montaña picada; con esto te quiero decir: van a
desmoronar montañas enteras, y con el material rellenarán los huecos. La
Cámara del Rey, eso sí, será íntegramente construida en granito rosa. Con un
obelisco negro en el centro y a los pies de la cama donde el Quétzal va a
dormir durante cuarenta noches. «La pirámide de tierra y piedra es el
monumento tolteca por excelencia. Así las hacían nuestros antepasados, de
modo que nosotros también podemos», sostuvo Don José López Fecia.
—¿Y en cuánto tiempo él cree que la construcción estará terminada?
—Trabajando todo el pueblo, día y noche, dos años.
—Mucho antes nosotros habremos desaparecido como Nación si nos
ponemos a hacer ese bicho.
—¿Y vos por qué te creés que estoy preocupado?
—Aparte… aparte el Quétzal se va a morir mucho antes.
—López dice que no: él lo va a alimentar con fuerzas ónticas. A prana
puro. Con los rayos magnéticos de sus viranas Judiciales.
—Y… si los tiene… podría ser —dijo el gordo ya medio convencido y
enganchado.
Fogwill lo miró con asombro:
—Pero decime: ¿vos estás tan loco como él? Aparte que ese tipo es loco
pero no boludo. ¿Sabés cómo va a afanar en las licitaciones? Suponete que un
ladrillo o una piedra chica de ese monumento salga diez quétzales. Él firma
contrato por veinticinco por ladrillo y con el tipo al que le otorgó la licitación
se dividen la diferencia.
—Cierto. Tenés razón.
—¿Pero y vos qué te suponías? Me cuesta creerlo, pero sos ingenuo en el
fondo.

La aparición de Norma Mirtha Cadenowsky fue una de las cosas decisivas


en la vida del gordo. El elemento final que le faltaba para controlarlo a

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Corvinita. Luego que el relojero fue aplastado, no por eso Mr. Súper Hyde
cejó en su empeño. La definitiva destrucción de su «pollo» no le hizo ninguna
gracia, pero siguió fabricando chichis en Ciudadela y en Suipacha (y hasta en
los primeros tiempos de French), para que perjudicasen a Corvina Sotelo:
reducirle el miembro al tamaño de un maní, abatatárselo, reemplazarle los
testículos durante las noches (mientras el otro dormía) por otros de plástico, o
de madera, a fin de que no lo notase; después los Maestros se volvían locos
buscando porque los escondía en torcas astrales tapadas con planchas de
plomo; encontrarlos y volverlos a poner en su lugar era una tarea fatigosísima.
Pero, un buen día, el largo trabajo de Sotelo dio resultado: Corvinita Mr.
Súper Hyde empezó a tener miedo del gordo. Éste aguantaba cada vez mejor
las crisis, y los ataques de histeria (su aparición) eran resistidos; asumía todos
los sectores oscuros de su alma… y educaba. El chichi ya no tenía aspecto al
cual aferrarse, ni lugar a dónde ir una vez cortada la energía negativa del
masoquismo. Así, pues, estando Sotelo en la casa de campo de su amigo
Rodolfo Enrique Fogwill, el escritor bacán, tirado sobre el pasto y bajo
mucho sol, mientras observaba con gran intensidad a los pájaros como si los
viese por primera vez en la vida: seres vivos, no cosas, y con Norma Mirtha a
cinco metros, conversando con una pareja, Corvina y Corvinita se unieron
para siempre. En los años que siguieron Sotelo consolidó la armonización con
su otro yo, con Súper Hyde, mediante el trabajo en la huerta de la casa que se
compró, el cuidado de árboles, plantas y flores, pollos, patos, gansos, gatos,
perros y pájaros.
Algunos meses más tarde, comentando con De Quevedo el suceso que
tuviera lugar en la quinta de su amigo, el Maestro le explicó que en realidad
no hubo muerte, en lo que a Corvinita se refería, ni verdadera derrota. Mr.
Súper Hyde quería ser derrotado: lo anhelaba; de modo que no hubo auténtica
muerte ni derrota, tal como la que uno obtendría contra un enemigo
definitivamente incompatible, sino armonización. En efecto: razón de sobra
tenía Corvinita para odiar a los que lo habían mal formado, impidiéndole
crecer y deteniéndolo inmaduro en una etapa de su crecimiento. Por lo demás,
asimismo era valedero su rencor contra Sotelo, quien no se ocupó más de él,
limitándose a bloquear su pasado infantil, suponiendo que en esa forma
podría empezar una vida adulta y feliz. Pero también tuvo razón Sotelo para
oponerse a que el masoquismo autodestructor fuese eterno. Si no se contó con
padre o madre coherentes, lúcidos y lógicos, uno debe ser su propio padre y
madre. Atemperar sin olvidar. Perdonar porque sí (que es la mejor razón de
todas y la razón final) a los viejos, y no perdonarlos al mismo tiempo. Éste

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fue el trabajo, la disciplina que tuvo el gordo y que culminó con la victoria.
«Respecto al narcisismo —le dijo De Quevedo algunos meses antes del
suceso—: uno empieza a ser lindo cuando se mezcla con los demás. Y hasta
que no lo comprende visceralmente y así actúa, está perdido. A los viejos hay
que perdonarlos porque sí. No esperes un gesto de ellos. No lo encontrarás.
Vos, hasta hoy, te has negado a perdonar a tus padres. No te parece justo y,
por ende, no querés perdonarlos. Esperaste de ellos que te ayudasen, pero no
comprendiste que no hay otro medio que el que todo parta de vos mediante un
acto de voluntad totalitaria. La mayoría de la gente es capaz de llegar a la
inmolación antes que perdonar a sus padres. Las personas no quieren salvarse,
anhelan ser destruidas, porque temen que si se salvan, al propio tiempo y por
arrastre, biológicamente, rescatarán a sus progenitores, y esto es lo último que
desean en el mundo. Suponen que auxiliarlos, acceder a la Edad de la
Clemencia, sería una sumisión a sus padres: tolerar sus injusticias. No
comprenden que ésta es la mayor de todas las sumisiones, porque los viejos,
en el fondo, no quieren ser salvados y anhelan el castigo. Ellos también
aprendieron, hace mucho, a gozar el dolor y sólo eso. Hay que procurar que
no tengan éxito. Es menester perdonarlos y salvarlos. Yo te aseguro que si a
esta altura todavía querés vengarte de ellos, esta revancha es la mejor; la
única que no tenían prevista. Tu padre, mientras vivió, solía decirte cosas
indignantes como ésta: “Vos deberías cuidarme”; o si no: “Ya es hora de que
crezcas por tu lado y seas feliz. ¡Pero la puta, cómo puede ser que tengas un
cordón umbilical tan fuerte!”; y también esto otro: “Hacé tu vida y deja de
reprocharme cosas. ¿O acaso querés que yo me sienta culpable?”; todas estas
frases te llenaban de furia, y con justa razón, por el sofisma que encierran: te
pedía todo eso como si vos pudieras alcanzarlo, como si fuera sólo cuestión
de pedir u ordenar, en tanto que él, con su actitud de no cambio, de no
revisión del pasado (aunque revisara) seguía en el fondo sin tener ese gesto
integral que te permitiese liberarte. Pero vos nunca entendiste que él sólo con
su parte humana y no aborrecible te está pidiendo que lo salves. Te hablo en
presente porque vive dentro tuyo. Su comodidad, su negativa al gesto, tiene
como explicación el hecho de que en el fondo, él, como vos, no desea ser
salvado; en tu viejo su parte chichi no quiere rescate alguno. Su comodidad
mental (eso que tanto te indigna) no es más que la parte externa de una cosa
mucho más jodida y profunda: el deseo de muerte, de que todo se disuelva y
la cadena de generaciones que pasa por ustedes se extinga. La muerte no es
solución porque es disolución. Digo: dos, divergencia, separación, entrada en
diáspora de todas tus partes en la negrura y el caos. Este triunfo de la

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desesperación biológica, la aniquilación de los antepasados: la misma palabra
te lo está diciendo. Los padres, en realidad (y a eso ellos no lo saben), les
piden a los hijos que los perdonen, para que la furia a éstos no les permita
hacerlo nunca. Esta es la razón más profunda. Con otra parte de sus almas,
más exterior, claro que sí quieren que los salven sus hijos, pero es con la parte
humana y no arquetípica. En lo que comparten energías con el arquetipo
maléfico, en todo aquello que son el vivo reflejo del Anti-ser, no desean la
salvación sino la condena, que la cadena de generaciones se corte, que el
progreso racial se extinga».
«Tu vieja y tu viejo, por ejemplo; vos bien sabés que eran personas
mediocres, tanto en maldad como en bondad; pero imagínate que fueran los
seres más malvados y retorcidos de la tierra. ¿Y tus antepasados? ¿Me vas a
decir que en toda la sucesión de generaciones que te precedieron no hubo un
solo hombre, una sola mujer, que vos pudieras llamar extraordinario? Si vos
te destruís aniquilás a toda la serie de los antepasados. No tengas miedo de
perdonarlos a tus viejos porque de ellos, en cualquier forma, únicamente se va
a salvar la parte humana y no el arquetipo maléfico. Este caga fuego con tu
padre. Revienta. ¿Y entendés por qué? Porque —te lo repito— la salvación es
lo último que desea. Mejor dicho no la desea en absoluto, el infinito
eslabonamiento de sucesivas condenas que va pasado de un antepasado al
siguiente (cada uno, poco más o menos, tan reventado y manijeado como el
anterior, salvo algún individuo excepcional que hace cuatrocientos o
setecientos años rechazó la condena y la culpa) debe morir en vos. Tenés que
detener para siempre la progresión de destrucción, porque alguien debe
hacerlo. Y la única salida posible para lograrlo, para cortar la cadena sin fin,
es el acto absoluto de perdonar porque sí. ¿Acaso no existe el querer porque
sí? En verdad los querés sin motivos valederos a tus viejos. Ellos se portaron
como el culo; no se merecen tanta lealtad y amor. Y sin embargo, en la
intimidad de tu corazón los querés. Porque sí. Por estar encariñado con ellos,
porque te acostumbraste a verlos, porque te criaste desde chiquito con estos
dos seres, o debido a que rememorás realidades luminosas (la realidad es
siempre un campo gravitatorio mágico; ejemplo: el recuerdo de un mimo o de
una caricia, o un paseo por el jardín). Los querés porque sí, en el fondo y si
vamos a ser sinceros. Pero si los querés porque sí, entonces también se
justifica que los perdones porque sí. A través de un acto totalitario personal,
sin colaboración ajena, para no seguir enganchado y poder cortar la cadena de
tipos sucesivamente manijeados; sobre todo para librar a tus hijos de la
maldición eterna. Un acto de amor. Tu pelea con tu viejo es algo demasiado

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pequeño comparado con todo el esfuerzo de tus antecesores, con todas las
violencias y guerras en que ellos tomaron parte, desde el hombre de
Cromagnon, para defender a la especie; no tenés derecho a hacer lo mismo
que esos psicoanalizados que a los 32 años siguen poniéndose horizontales en
el diván, como unos niñitos inmaduros. Se está jugando algo demasiado
grande como para que todo eso se pierda en la eterna ciénaga de tus desgastes
con tu viejo o tu vieja. Al lado de los antepasados remotos y de los
descendientes cercanos, todo lo demás, de entrecasa, pierde trascendencia.
Hay, en esta ciudad, mujeres grandes que se acuerdan de que cuando “yo era
chica, a mi hermano la vieja le daba la milanesa más grande”; entonces ella se
negaba a comer la suya sin decir por qué; luego de escuchar el injusto
reproche: “Mirá cómo tu hermano sí come”, ella se iba a su cuarto para tirarse
en la cama a llorar, cuando afuera estaban todos jugando a pleno sol. O sea: el
viejo y falso truco que se vuelve en contra: para paliar la humillación,
mediante la puesta en marcha de un mecanismo monstruoso de la mente y que
sólo la impotencia concibe, te fabricabas una humillación supletoria, pero
autofabricada, para tener la sensación de dominio y control sobre la injusticia;
como si la humillación nueva equilibrara la anterior. ¿Me cagan?, pues bien:
yo voy a ser el primero en cagarme». Esta decisión chasco, autohumillatoria,
pasa por alto el hecho de que lograr que vos mismo te castigues, siempre
estuvo en el plan de los mayores. Hacerlo es darles el gusto. A este jueguito
imbécil, absurdo, lo continuaste haciendo hasta hoy. Pero éstos son actos
desesperados de la mente enloquecida de impotencia y humillación; es lo que
se quería conseguir (por eso se sistematizan las injusticias: en la esperanza de
que no sea necesario vigilarte toda la vida, porque ya vos mismo te vas a
encargar de vigilarte y de producir tu propia infelicidad e injusticia y
desdicha: el masoquismo se parece al movimiento perpetuo, donde sólo
necesita dársele un impulso inicial y después el sistema sigue funcionando
solo); es indispensable que a esto lo comprendas. Que el sufrimiento sea tan
grande como sea, muy bien, pero no lo goces. Tal, te repito, el origen del
masoquismo: procurarse un bienestar loco ante la falta de bienestar normal;
este último, claro, está ausente, por hallarte vos rodeado de injusticias, este
acto estúpido de morder la propia mano para ser por lo menos en esto el autor
de lo que te pasa. Pero esto no sólo es una ilusión, sino que, lo más grave, el
mecanismo se instala para siempre. Debés entonces rechazarlo y negarte al
autocastigo. Debés ser el autor de lo que te pasa a través de tu negativa actual
y vital a caer en el juego propuesto por el Anti-ser. No tengas miedo de
perdonar, te repito; no vas a «perdonar» las injusticias de manera clásica. No

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es poner la otra mejilla. La clemencia china es algo implacable, como un juez.
Es un poder independiente de la naturaleza, que toma la justicia y la injusticia
por su mano. Y rescata siempre, pero sólo a lo que debe ser rescatado. Toma
distancia y pone a salvo. Uno debe arribar a la Edad de la Clemencia por sí
mismo y para sí mismo, sin esperar el gesto de los otros. Esperar ese gesto
significa caer nuevamente en el juego diabólico. El arquetipo Anti-ser
propone justamente que autogestiones tu dolor, para que ya no haya necesidad
de provocártelo mecánicamente desde afuera. Saben que los adultos (saben
los componentes de la sociedad y sabe el Chichi) son relativamente libres;
pueden optar por lo más enorme, hasta por lo más horrendo; ¡estos hijos de
puta hasta tienen la posibilidad de ser felices! Qué horror. Hay que impedirlo
a toda costa, se dice el arquetipo Chichi. La manera de impedirlo es
manijearlos desde chicos. Inculcarles la autogestión del dolor. Para ello está la
trampa celestial y sublime; ésta es la idea que les meten a los humanos desde
la infancia: «Salvarme ¿no sería un acto de sumisión final a mi madre, o a mi
padre, que todos los días me dicen que debo ser feliz, que debo salvarme?». Y
agregan: «Si vos no sos feliz yo he vivido en vano». «Ah —dice uno— ¿de
modo que así es la cosa? Pues bien: a autodestruirme para que sí hayan vivido
en vano estos canallas. Pero en realidad, la parte de los padres que a uno lo
jodió (y a esto ellos no lo saben) no quiere tu felicidad, ni que te salves, ni que
los salves a ellos, ni (mucho menos) que rescates a la cadena de antepasados.
Si tomás conciencia de esto que te digo, adquirís un poder fenomenal contra
los chichis. Arribás a la Era de la Clemencia y del Perdonar Porque Sí. Te
aseguro que, aunque ahora te parezca imposible porque estás manijeado y
lleno de furia, a partir de esta decisión totalitaria, las cosas se reordenan solas,
por sí mismas, con clarividencia; ellas, por su lado, se encargan de rescatar a
lo que debe ser rescatado, y a lo que no, no. El resto es castigado mediante el
dejar afuera».

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SESENTA

FINAL ABIERTO

El gordo y Norma Mirtha se quedaron dos días en lo de Fogwill.


Volvieron a Tollan a las ocho de la mañana del tercero y Sotelo la acompañó
a su casa, pero sin apuro. No tenían que ir a trabajar porque dos horas atrás
había muerto el Quétzal. Dijeron que Don José López Fecia quiso decretar un
año de Duelo y Feriado Nacional: nada de Bolsa, cines, teatros, clases,
restaurantes, ni un carajo durante 366 días (porque era bisiesto). Las radios y
la televisión sólo podrían transmitir música funeral, viejos noticiosos y óperas
sacras. Se comentaba también que los militares, hartos de tanta locura, le
habían hecho un planteo (le expresaron la intranquilidad de las Armas): ni
siquiera EE.UU. o la Unión Soviética estaban en condiciones de paralizar sus
países durante un año. Una semana de Feriado Nacional era más que
suficiente. Las banderas, eso sí, «pueden estar a media asta un año completo».
Aún no había salido el decreto de cierre de negocios, de modo que la gente
aprovechaba para comprar alimentos, y los lugares públicos por el momento
continuaban atendiendo. Los transportes estaban tan llenos que el gordo
decidió ir caminando hasta French. Total eran veinticinco cuadras. Con
seguridad llegaría antes, dados los atascamientos. Entonces Sotelo, en una
calle, se encontró con Cecilia. Lo que más asombró al gordo es la tranquilidad
con que ambos tomaron el hecho. Qué hacés aquí, qué has hecho todos estos
años etcétera. Me casé dos veces, con mis maridos tuve cinco hijos, etcétera.
¿Y vos, te casaste? No. Estuve una vez a punto pero… ¿Y ahora? Salgo con
una chica. ¿Salgo? Qué palabra tan decadente y ridicula. Etcétera. Luego fue
obligado conversar sobre la muerte del Quétzal. En todo Guatimotzín no se
hablaba de otra cosa. Sotelo, en verdad, tenía ganas de hablar con ella de
cualquier cosa menos de eso. Entendió (y quizá con clarividencia) que en la
raíz de ese encuentro estaban los Dioses, y no era cosa de desaprovecharlo.

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«Quizás ésta sea la última oportunidad para hablar», se dijo. De acuerdo,
pero ¿hablar de qué? «Tal vez tenga sentido —pensó—. Ella no sabe qué
pasó». Habían llegado, sin darse cuenta, hasta las cercanías de la vieja
Termitera. Entraron a tomar café.
Luego de completar la información general, el gordo dio comienzo a lo
que le interesaba: «Quiero que sepas ahora lo que en aquel entonces no
sabíamos ni vos ni yo». Le explicó entonces todo lo referente a la mutilación
cerebral y sexual de los «tratamientos» psiquiátricos. «Ah, sí —contestó ella
con tranquilidad—. A todo esto lo sé porque me lo dijo una bruja que
consulté». Sotelo pensó: «¿Pero cómo? ¿Lo supo y no intentó buscarme ni
acercarse a mí?». Cuán inexperto y boludo era el gordo aún pese a sus
innegables adelantos. Tenía la intención de contarle también lo de los chichis,
pero se arrepintió. Ello estaba fuera de la cuestión y a nadie le importaba.
Supo, durante un breve segundo y en un rapto de iluminación, que él era (de
entre los dos) el único que comprendía que aquella batalla contra el Anti-ser
fue un combate que no debió perderse. Cecilia estaba en otra y, hasta qué
punto, lo comprendería Sotelo recién con el paso del tiempo.
Ella no le habló ni una palabra de la ruptura, ni el gordo lo esperaba; le
contó en cambio de sus luchas terribles para tener hijos y no dejarse tragar por
la sociedad, de su divorcio de su primer marido (aunque de esto poco), y de su
marido actual. Luego, como toda mujer curiosa quiso que el gordo entrase en
detalle sobre sus amores, pasados y presentes. A todo esto él le sacaba un
poco el cuerpo. No obstante le contó algo de la relojerita y de cómo el viejo
de ella primero y la ingeniería después, le cagaron la fruta. A la Cadenowsky
se refirió muy vagamente, pese a la vigorosa insistencia de Cecilia por
conocer pormenores. En primer lugar no le dio su nombre. Por cábala. Se
limitó a informarle que su novia era una mina delirante. «Tiene el morbo
necesario y suficiente como para que mi interés no decaiga». «Vamos, hijo de
remil puta: me has corneado —dijo ella simulando unos celos que en realidad
no sentía y él se pudo dar cuenta—. Contame más detalles de ese morbo que
tiene, supuestamente». Pero él se iba por la tangente y se hacía el misterioso.
No le permitiría que lo obligase a comparar. En realidad toda la conversación
—se le ocurrió a partir de un determinado momento— era frívola. La charla
se le antojó cortesana.
Algo así como el ludo de la trascendencia. Un partido de fútbol
metafísico… pero partido de fútbol de todos modos, en algún sentido estaba
contento de haberla encontrado; esto le ayudaría a matar los fantasmas del
delirio seco que lo acompañaban desde que dejó de verla. «Realmente a este

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encuentro lo programaron los Dioses —se dijo—, para brindarme la
posibilidad de que yo quede libre. Libre por completo. La pura verdad es que
aquellos dos, que se encontraron y desencontraron hace tantos años, ya han
muerto. No queda ni una célula, ni una partícula». En cierto momento, y ante
una frase, Cecilia lanzó una alegre carcajada: «Sos un ladrillo de madera
parlante, como buen descendiente de españoles». Lo que más lo asombró de
ella fue su inhumanidad. Lo que más la asombró de él fue su decadencia. Uno
hablaba ruso y otro alemán, obvio. O egipcio versus hitita si se prefiere.
«Seguro que vas a terminar por casarte con una judía», le dijo Cecilia. El
gordo se sonrió por dentro: «¿Qué diría ésta si supiera que mi novia se llama
Norma Mirtha Cadenowsky? Seguro chillaría tanto como el ave Rock». Ella
era un alma cerrada y con el sello de Salomón. Exactamente lo mismo que si
hubiese muerto o se tratara de un efrit (genio) de Las Mil Noches y una
Noche. «Si Cecilia alguna vez fue el delirio, cosa muy probable, ahora es la
cáscara de un delirio —pensó—. En realidad los dos desaparecimos y nadie
queda para dar testimonio. Es tristísimo pero es así».
Luego de intercambiar teléfonos y despedirse, cada uno se fue a su casa.
Nada había ocurrido, en apariencia, y el gordo pudo retirarse, un poco triste,
es cierto, pero bastante tranquilo. Pensó que quizá la Cadenowsky lo escudaba
mucho, cosa en la cual no dejaba de tener bastante razón. Norma Mirtha era el
cable a tierra que le impedía irse a la mierda, con o sin Cecilia. El problema,
aún bastante disimulado, empezó al otro día cuando Cecilia lo llamó por
teléfono para hablar boludeces. A su voz telefónica todavía no la encontraba
maravillosa, pero sí familiar y sugestiva, ella, sin respeto por el tiempo ajeno,
y acostumbrada a sentirse el centro del mundo (y a serlo, además) se
manifestó lista para encontrarse con él esa misma noche. Pero el gordo Sotelo
estaba citado en casa de su novia y tuvo el tino de contestarle que no. Furia.
Helada furia del otro lado del tubo. «Quién sabe con que mina inútil te
encontrarás. Seguro debe ser una judía; no, si al final se va a cumplir mi
horóscopo». «Puede ser. He comprobado que las judías son, casi, las únicas
mujeres capaces de hacer feliz a un hombre. Son tiernas, dulces y
sexualmente extraordinarias». El gordo dijo lo anterior por dos razones: en
primer lugar porque lo creía, y en segundo término para romperle las bolas a
la otra. Su éxito, en lo que respecta a esto último, fue completo: Cecilia, sin
decir una palabra, colgó. «Puede que no me llame más», pensó el gordo,
ingenuo y feliz. Pero llamó de nuevo a los cinco minutos; para putearlo,
naturalmente. Quedaron en verse al otro día, en lo de unos amigos comunes,
pues los bares estaban cerrados por la muerte del Quétzal.

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Cecilia utilizaba tácticas discontinuas: llamaba todos los días durante
cinco o seis jornadas, para después parar durante una semana o dos. Esto le
trajo al gordo ciertos quilombos operativos, porque a veces le ocurría recibir
llamadas de noche, cuando estaba con la otra mina. El estado de alerta
constante en que viven las mujeres respecto a otras es digno de un proverbio.
Nadie podía convencerla a la Cadenowsky, por más prudente que fuese el
lenguaje utilizado por Sotelo, de que ahí no estaba hinchando las pelotas una
rival. Y así era, en algún sentido.
Una noche, en que dormía solo, el gordo tuvo un sueño. Era un desierto de
una desolación inmensa. De pronto vio venir hacia él a Cecilia, vestida de
blanco. Sotelo gritó alborozado su nombre, con toda el alma: «¡Cecilia!
¡Cecilia!». Ella se aproximaba, siempre al mismo paso. Cuando se acercó más
vio que en realidad no era Cecilia sino un rostro femenino desconocido. Era la
Muerte. De pronto, cuando ya resultaba inevitable que el chichi lo
enganchase, De Quevedo salió desde un costado (un rincón, una duna o lo que
fuera: no se podía ver bien porque la escena era de pantalla restringida, como
en los cines) y la interceptó para susurrar al oído de la aparición: «No. Aún no
es su tiempo». Esto logró frenarla y Sotelo se despertó agitado, con el corazón
saltando.

Era la tercera o la cuarta vez que se veía con Cecilia desde el reencuentro.
Sólo se permitió mencionar uno de los delirios que ambos compartieron: «El
zar». Suprimió, prudente y para no trivializarlo, aquello de «Tu hermano, el
Zar». «El Zar —empezó el gordo— cambió mucho con el tiempo. Se hizo
más humano. En realidad se fue humanizando hasta…». «Pero qué lástima —
dijo ella en forma inesperada y abrupta—. Me gustaba más antes, cuando era
inhumano, duro, metálico. Me temo que haya entrado en la decadencia». Él
quedó cortado. Antes de hablar pensaba que su logro, aunque no la
conmoviese, iba a ser recibido con simpatía. Pues nada de eso.
Y de pronto él, entre una frase y otra, notó cuán hermosos eran los
cabellos negros de Cecilia. En un momento dado ella se acomodó el abrigo,
en gesto terriblemente seductor, tapando la parte de abajo de su cabellera para
luego librarla con sus manos, Ese pelo y el gesto de soltarlo de la prisión de
las ropas, fue el acto más estético que Sotelo hubiese visto en su vida. Sólo en
Cecilia había encontrado cosas parecidas, hacía de ello mucho tiempo. El
gordo sintió un golpe, una especie de dolor que no era exactamente eso. Algo
muy enorme que estaba creciendo y que podía, en cinco minutos y si lo

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permitía, ser mucho más fuerte que él. Se apresuró a bloquear. Tuvo bastante
éxito. Uno siempre triunfa, al principio, para que la caída sea más grande. La
Muerte disimula y ríe. Les deja ganar batallas a los seres humanos, para que
tomen confianza y se internen mejor en su territorio. Ahí los mata.
«No es esa mina ridicula, con la cual andás, la que me inspira celos —le
dijo Cecilia por teléfono al día siguiente—. A mis celos me los inspiran mis
propios delirios. Y te digo esto porque la última vez que nos vimos creí
percibir cierta semi sonrisilla triunfal, en tu cara de Führer judío en
decadencia. ¿Se deberá quizás a que lo que el Excelentísimo Señor creía
perdido (¡oh dicha!) lo encuentra recuperado? Mucho me temo que Vuestra
Senil Percepción le haya jugado una mala pasada, al hacerle creer que es sí lo
que es no, y que tal vez nunca fue».
¡Cuán increíble, terminante, implacable es la capacidad de olvido de las
mujeres! —pensó el gordo luego que colgó—. Pero cuán grande también la
energía desplegada en la mutilación, qué necesaria, qué indispensable; cómo
haría, sino, la mujer, para tener hijos; la única forma de tenerlos, luego que el
amor y el delirio no se dio, es justamente matar la aptitud delirante: dar
materia para la continuación racial y dejar que lo intenten otros, los que
vienen. Es la definitiva renuncia, desesperada y sincera, a la felicidad. El
hombre no tiene tantos huevos como la mujer; es por eso que te vas a
encontrar con tipos de sesenta años que aún esperan. «¿Por qué miente así?
Qué innecesariamente cruel es Cecilia, por pura vanidad. No miente al decir
que no le importo, pero sí lo hace al herirme con su presencia, creándome
expectativas inútiles, al romper los sellos de la tumba del faraón, nada más
que para divertirse y poner a la momia en su museo. Porque no la mueve la
restitución, ni un anhelo de justicia, sino la vanidad de aparecer espléndida
para que yo vuelva a enloquecer. Y ni siquiera lo hace conscientemente, el
hombre no olvida nunca, para su desgracia. Sepulta pero sigue vivo. Nada
más que un puntazo con la pala, en la tierra, y sale Frankenstein. ¿Celos,
dijiste? ¿Celos de qué, si no me amás? ¿No ves que es simple vanidad?».
Y el gordo, hecho mierda luego de pensar lo anterior, hecho mierda pero
exaltado al propio tiempo, salió a la calle. Esa noche caminó sesenta o setenta
cuadras, tanto de ida como de vuelta, y mientras caminaba le iba diciendo
enloquecido a su fantasma: «… mi amor absoluto y final. Como si no supieras
que soy tuyo. Matame si querés, pero matame en tus brazos. El triunfo de
Afrodita. Qué hija de puta sos. Qué hermosa. Qué adorable. Qué crueldad tan
inocente. Ya no soporto ver tu pelo sin tocarlo. Ya no soporto ver tus manos
sin tocarlas, sin besarlas. Quien ama con total entrega y delirio sólo puede ser

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un estúpido. No me consideres excesivamente estúpido, mi amor.
Considerame un enamorado. Sos una mezcla de Afrodita y Diosa Kali. Qué
hija de puta sos. Qué adorable. Qué puedo hacer sino repetir incoherencias.
No me importa qué hagas conmigo, con tal de que pueda tocarte. Sos una hija
de puta adorable. Te amo como nadie te amó. Tenés derecho a matarme, si
querés, porque soy tuyo. No me importa un carajo si me incendiás en tu
incendio maravilloso. Tu pelo va a ser la causa de mi muerte. Me has hecho
alcanzar el estadio evangélico de la repetición monótona. Me acusaste de
decadente. Ahora sí que lo soy. Tu pelo hecho con espadas. Reconocé, mi
amor, al menos, que soy tu Demonio Azul. Así como yo reconozco que sos
mi súcubo. Mi Demonio Azul, que es la versión punk del Príncipe.
Reconocelo, porque la entrega de reconocer te va a dar más cosas. Iría a vos
“aunque supiera que al final me esperan las llamas” como dijo un alemán
maldito hace muchos años. Ya ves cómo me entrego. Podés hacerme mierda
si se te antoja. Pero, comprendelo, dependo de tu capacidad de amor. Sos una
loba hija de puta adorable, de la cabeza a los pies. Si te entregás un poquito
me vas a poder comer mejor. De modo que aunque más no sea por esto te
conviene reconocer que soy tu Demonio Azul. Si fuera el Zar que yo sé que
soy (¿si no lo soy por qué siento que sí en tu presencia?) te llevaría a mi
Palacio de Invierno, a la Santa Rusia. ¿Es por puro jactanciosa que ahora te
acercaste a mí? ¿Fue tu vanidad? No seas vanidosa, mi amor, porque a
destruirme sólo por trivial ostentación no tenés derecho. Tu vieja te dijo hace
muchos años: “No andés con Sotelo porque te va a matar”. Vos me lo
comentaste y dijiste: “Es cierto que vos un día me vas a matar, pero no de la
manera que ella se imagina”. Ni vos ni tu vieja se imaginaron que en realidad
el único que puede cagar fuego soy yo. Pero no me importa, con tal de que
muera en tus brazos y me mates con amor. No temo al incendio terrible. No
temo a las llamas. ¿Por qué rompiste los sellos, por qué entraste a mi casa,
entonces? ¿Fue de puro curiosa? Te lo admito todo, hasta eso, con tal de que
pueda tocar tu cara. Pero entregame algo, al menos. Admití que soy tu
Demonio Azul. Porque entonces, si lo admitís, entonces bienvenida sea la
muerte, bienvenido el triunfo de Afrodita aunque venga con tan terrible
forma. Yo sé que no puedo vivir con vos porque estás comprometida, con tu
pasado, con tu presente y tus hijos. Vos sabés que yo sólo soy Zar en el
símbolo postrero. Podemos ser amantes. Pero casate conmigo en el astral.
Casate conmigo, Santa Cecilia Apócrifa, mi amor. Aunque el pastel de bodas
sea yo mismo. Por algo me despertaste. ¿Para qué me despertaste si no era

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para el despertar? ¿Por qué rompiste los sellos de Tutankamón? Jugá un juego
limpio. Matame pero en tus brazos».
Y Soleto siguió caminando.
«Porque no lo escucharás fuera de aquí, Jardín de Hespérides, Reina
Blanca, pájaro de pico rojo, inmemorial paciencia y persistencia mía, canción,
danza, lenguaje corporal y origen de lo existente. Bazaar Soleimán (Salomón,
dicen los perros rumis, los infieles) que brilla como el resto de un destilado de
mercurio. Alguien ahora inmaterial y ya muerto tuvo más éxito que yo en
poner su mano sobre tu corazón, flamenca memorable, como la música de
Paco de Lucía que escucho en este mismo momento aunque camine. Mujer
llena de minaretes, bullería de Almoraima. Mi fonógrafo antiguo, largo
barranco entre piernas, con brillo de carbón incendiado, mi Alhama, mi amor
de tantos años, tan largo como mi obra, cañón del Colorado, historia mía, de
mi corazón y de mi sangre. Limón que se hunde en agua astral, como un
planeta. Gato de Cádiz, hierro de Toledo, sevillana de acero. Dulce dictadura
la del amor, entre seres de oro y de fuego. ¿Cómo no darlo todo por él? Cómo
no jugarse una vez y otra en esa ruleta rusa, aunque uno tenga una sola
posibilidad entre cinco (ya sé que las armas vienen con seis, pero me niego;
quizá, justo por eso, por negar la verdad de que el seis existe, al final me
alcance La Señora del Desierto). Amar con la dulzura de un arma secreta o un
orgasmo. Regalo prodigioso el del amor. Castigo prodigioso el del amor
cuando, al final del camino, uno descubre que era el único enamorado. Sólo
escucha quien estaba preparado para escuchar. Eso es bueno. Ahorra tiempo y
evita confusión en el jardín. Cada uno elige su blasón y pondrá (o no pondrá)
en su alma un coral de ojos dorados. Pero cuidado, Alhama mía, que la vida
pasa. Lilas, fucsias, magentas y todos los colores del Anti-ser bombardean el
cromatismo secreto del alquimista, a los cromatismos de la piedra filosofal.
Renunciaste a muchas cosas a lo largo de tu vida, mi amor, pero, mi Alhama,
no renunciaste a tu vanidad. A la vanidad de saber que aún podés lastimar a tu
hombre y enamorarlo, que podés romper el bloqueo protector y matarlo con
tus cabellos de mujer caníbal». Sospechó con horror que Cecilia siempre,
hasta la muerte, tendría el poder de matarlo. Que a ella sólo le bastaba con
proponérselo.
Las piernas le dolían de tanto caminar y ya estaba volviendo. Pensó en
escribirle o decirle todo lo anterior, pero ¿ella merecía su entrada en
kamikaze? Nada le era ofrecido a cambio de su sacrificio. Sería destruido de
la manera más frívola. Si por lo menos lo matase alguien que lo amara, santo
y bueno. Comprendía que Cecilia, de caer en su campo gravitatorio, sólo haría

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de catalizador: aceleraría la reacción en cadena, saliendo ella indemne,
intacta, indiferente, luego del proceso, después de la explosión termonuclear.
A posteriori de verlo física y espiritualmente muerto, ella bien pudiera llegar a
comentar algo como lo siguiente: «Se murió por débil y por boludo». El que
se mete en un espejo, creyendo que ahí hay una mujer que ya pasó, quedará
alucinado por delirios falsamente creadores. Una Cecilia disfrazada de
Muerte, que en realidad ocultaba a la Muerte disfrazada de Cecilia. En verdad
la Cadenowsky era cien veces más real. Su cuerpo, su delirio (porque Norma
Mirtha deliraba, si esto era lo que echaba tanto de menos), su sexo, tenían más
realidad que los ojos del apócrifo Jardín de las Hespérides. En verdad estuvo
a un dedo de quedar enganchado para siempre, pero con su última lucidez
advirtió, antes de entrar en el espejo de las medusas de la Muerte, que sólo
veía su propio delirio, como a un eco, y sólo a él. La Muerte es económica y
ascética, como los santos, y al igual que ellos se niega a la vida; es tan egoísta
que ni siquiera utiliza imágenes propias; aparte no tiene necesidad: le basta
con usar las tuyas para destruirte. No estimaba a Norma Mirtha en su
verdadero valor de ser humano real, precisamente porque la realidad, la
materia y la tierra siempre habían tenido para él escasa importancia. Esta
actitud invoca una maldición, y a su maldición él se la buscó. Pero no tenía el
menor interés en seguir siendo un maldito y un esclavo del Anti-ser. Cecilia
hasta quizá fuera su amante alguna vez, pero no le otorgaría más de lo que
ella le otorgase. La Cadenowsky era su novia, Cecilia (y cualquier otra) podía
o no compartir con él su cama, pero tendría en ese caso que ser una amante
abierta, con un final abierto, como la vida.

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Notas

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[1] Aunque Corvina Fina no lo recuerda, la frase está sacada de México, de

A. Artaud <<

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[2] La última dinastía imperial, la machú, impuso al pueblo chino, como señal

de sumisión, la coleta. El chino que se la cortaba, era ejecutado. La


Emperatriz Viuda y con ella el último imperio, coleta incluida, desapareció
cuarenta años antes de Mao. La furia del chino venía por la ignorancia de los
occidentales respecto de ello. <<

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[3]
Los ocho trigramas del Ying Yang. Los exagramas del Libro de las
Mutaciones, en cambio son sesenta y cuatro. <<

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[4] Franchi ha hecho una extraña mezcla de distintas poesías de Goethe. <<

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[5] Akenatón fue un soberano egipcio que intentó imponer, en el país del Nilo,

el monoteísmo. Fue finalmente destruido por los politeístas; sus principales


adversarios fueron los del culto de Amón (opuesto al dios Atón, que el
gobernante deseaba imponer como dios único). <<

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[6] Rusia en la guerra (Alexander Werth). <<

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[7] «Así se llama en esoterismo al miembro, no solo del vurro sino de
cualquier persona, y el manojo completo de órganos pudendos son las siete
llaves, pues abren todas las puertas; sin ellas las cerraduras físicas y
teológicas están cerradas para siempre; yo ya sé que un hombre que ha
renunciado a su sexo puede, no obstante, subir por una soga, levitar o caminar
sobre las aguas; todo eso está a la altura de cualquier faquir. No sirve para
nada y nada prueba; solo importa la luz de la verdad; son milagritos que no
impresionan a nadie salvo a los estúpidos, que constituyen mayoría. Hacer
milagros, o ser inhumano, es lo más fácil del mundo; lo realmente difícil —
tan difícil que casi nadie sigue ese camino dorado— es el de la
humanización» (Cita extraída del Diario mágico de De Quevedo,
descendiente directo del Virrey de Guatimotzín.) <<

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[8] Un ejército está compuesto por diez mil máquinas. <<

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[9] Máquina Rey: La que dirige diez mil máquinas. Es una suerte de general

de división. <<

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[10] Doctor Zhivago, Boris Pasternak. <<

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