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1
ears, E., The Ages of Man: Medieval Interpretations of a Life Cycle, Princeton, 1986; Dubois, H. y Zink, M. (eds.),
S
Les âges de la vie au Moyen Âge, París, 1992.
2
Ariès, P., L’enfant et la vie familiale sous l’Ancien régime, París, 1960.
3
Shahar, S., Childhood in the Middle Ages, New York, 1990; Hanawalt, B. H., Growing up in Medieval London.
The Experience of Childhood in History, Oxford, 1993; Orme, N., Medieval Children, New Haven-London, 2001.
4
Minois, G., Histoire de la vieillesse de l’Antiquité à la Renaissance, París, 1987; Shahar, S., Growing Old in the Middle
Ages, London-New York, 1997; Homet, R., Los viejos y la vejez en la Edad Media. Sociedad e imaginario, Rosario,
1997.
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José Miguel Andrade Cernadas
Blanca de Castilla, con doce años, partió de la Península hacia Francia para despo-
sarse con el futuro Luis VIII, sabemos que experimentó situaciones bien difíciles
para una persona de esa edad. Como ha evocado recientemente Ana Rodríguez, la
combinación de tener que enfrentarse, de golpe, con costumbres extrañas y una
lengua desconocida, más el apartamiento del que, hasta ese momento, había sido
su mundo y sus gentes, sumieron a la futura reina y regente en una enorme tristeza
de la que se hizo eco algún cronista contemporáneo5. Podríamos poner el mismo
ejemplo con los niños de unos 14 años. A esa edad los chicos, en la mayor parte
de los países y épocas del milenio medieval, dejaban de ser considerados niños.
Podían ir a la guerra, estar ya casados, ser padres e, incluso, reinar y gobernar.
Y qué decir de la ancianidad, ahora que ya hay quien habla de la cuarta edad,
toda vez que la tercera es, por fortuna, cada vez más alargada y alejada de la decre-
pitud senil. Aunque los estudios sobre la ancianidad en la Edad Media han puesto
de manifiesto que la presencia e influencia de los viejos era mucho mayor de lo que
se decía hace años ¿Alguien puede creer que un hombre de 50 años tiene el mismo
aspecto hoy que el que tendría hace un milenio?
Todas las edades del hombre desde, en ocasiones, el nacimiento hasta la ex-
trema ancianidad, estuvieron presentes en los monasterios medievales que en es-
te aspecto, como en tantos otros, se nos presentan como realidades mucho más
vivas, multiformes e insertas en la sociedad que lo que tradicionalmente se venía
pensando.
Quisiera advertir que, en este trabajo, no se pretende hacer una revisión equi-
librada de las diferentes edades del hombre vistas desde el prisma de los monas-
terios medievales. Los niños van a concentrar, principalmente, nuestra atención.
Su presencia en los monasterios, aunque conocida, está quizá menos difundida.
Además, la infancia propia ya queda lejos y la de mis seres más queridos comienza
a despedirse. Exorcismo personal e interés académico bien pueden darse la mano
por una vez.
5
Rodríguez, A., La estirpe de Leonor de Aquitania: mujeres y poder en los siglos xii y xiii, Barcelona, 2014, p. 114.
6
De Jong, M., In Samuel’s Image: Child Oblation in the Early Medieval West, Leiden, 1996, pp. 16-23.
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Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez
cónico.
Pues bien, sobre los primeros comenta el santo de Nursia que en el momento
de ser ofrecidos por sus padres, la mano del niño debía de envolverse, junto con el
documento correspondiente, con la sabanilla del altar del cenobio en que el niño
va a ingresar. Se trata, igualmente, el asunto de los bienes materiales especifican-
do que, a partir de ese momento, los niños no podrán recibir nada de sus padres,
si bien, se permiten donaciones o limosnas al monasterio. Y, abundando en la
separación del niño respecto al mundo de fuera del claustro, hay una especie de
sentencia que busca asegurar la permanencia del menor dentro del recinto monás-
tico: “Así se cerrarán todos los caminos al niño de manera que no le quede ninguna
expectativa que pueda seducirle haciéndole condenarse…”10.
En cuanto a los hijos de familias de otros niveles sociales se prevé el mismo
ritual, salvo que no se espera que sus padres hagan ningún tipo de donación al
7
a bibliografía sobre la oblación infantil es relativamente abundante. Como referencia bibliográfica genérica
L
me remito a la obra citada en la nota anterior.
8
Orlandis, J., “La oblación de niños a los monasterios en la España visigótica”, en Estudios sobre instituciones
monásticas medievales, Pamplona, 1971, pp. 51-68.
9
Linage, A., La Regla de San Benito, ordenada por materias, y su vida, en el español corriente de hoy, Sepúlveda, 1989,
p. 83.
10
Ibidem. Sobre la fórmula y los rituales de oblación en época carolingia ver De Jong, M., op. cit., pp. 176-185.
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José Miguel Andrade Cernadas
monasterio. El tono, como decía más arriba es, con todo, mucho más lacónico e
inconcreto.
Junto con este capítulo sobre la promesa y entrega paterna, la regla benedictina
abunda algo más sobre los niños y su modo de vida en el monasterio. Así, se hacen
consideraciones en diversos pasajes sobre el régimen particular de comidas que
han de tener los menores –sobre el que pronto volveremos– y sobre su horario,
mucho menos exigente que para el resto de la comunidad.
Sin embargo, en otros aspectos, la vida del oblato no se diferencia en nada de
la de los monjes adultos. Por ejemplo, la tonsura que, como es bien sabido, es uno
de los signos distintivos del estado clerical, en ocasiones y épocas se le aplica a los
oblati desde el momento en que se incorporan a la vida claustral11.
Al margen de las reglas y de la Regla benedictina en particular, para conocer
con algo más de detalle la vida de los oblati en los monasterios de la Alta Edad
Media, hemos de recurrir a los comentarios carolingios a la norma benedictina.
De ellos sobresale el realizado, hacia el año 840, por Hildemar, abad de Corbie
y excelente conocedor de los grandes monasterios del Imperio carolingio12. Tam-
bién puede ser de utilidad recurrir a los, a modo de, costumbrarios de esta época13.
Según estas fuentes sabemos que la jornada del oblato comenzaba con el breve
y superficial aseo matinal, participando en maitines y, posteriormente, iniciaban
su periplo escolar que les ocupaba buena parte de su jornada.
Vivían aparte del resto de la comunidad hasta el punto de que disponían de
dormitorio propio en el que los únicos adultos admitidos eran sus maestros. Un
dormitorio que, por cierto, solía estar entre los rincones más alejados del recin-
to monástico buscando, quizá, dotarlos de una seguridad complementaria y ex-
traordinaria. Solo se mezclaban con los monjes en la capilla y en el refectorio. Es,
precisamente, en este último ámbito en el que el contacto entre oblatos y monjes
adultos se producía de modo efectivo. Parece ser que los niños se sentaban a la
mesa, o según algunos testimonios permanecían de pie14, mezclados con los mon-
jes que les corregían los modales de mesa y los instruían en el peculiar decoro
benedictino de refectorio. Esta enseñanza no es incompatible con el silencio que
era preceptivo en las comidas. Lo que podríamos llamar el lenguaje gestual podría
ser suficiente. A este respecto conviene recordar que en épocas posteriores y en
11
onde Guerri, E., “La tonsura como objeto de reglamentación canónica en las diócesis de Occidente”, en An-
C
tigüedad y cristianismo: Monografías históricas sobre la Antigüedad tardía, Murcia, 1990, p. 297. Acerca del debate,
en época carolingia, sobre cuando tonsurar a los niños ver De Jong, M., op. cit., p. 183.
12
De Jong, M., “Growing up in a Carolingian monastery: Magister Hildemar and his oblates”, Journal of Medieval
History, 9 (1983), pp. 99-128.
13
El título más reciente de los que tengo noticia, aunque no lo he podido leer, es Schriewer, J., Kindheit im Klos-
ter. Das Beispiel Sank Gallen in 8./9. Jahrhundert, München, 2012.
14
Boswell, J., La misericordia ajena, Barcelona, 1999, p. 332.
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Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez
medios más rigoristas como podrían ser los iniciales cistercienses o la Cartuja,
llegó a codificarse todo un lenguaje de signos que permitía a los monjes mantener
un diálogo sin tener que recurrir al lenguaje hablado.
En reciprocidad con los monjes adultos, en el refectorio los niños les servirían
en aquellas cuestiones que éstos les demandasen: escanciar la bebida, recoger la
mesa, etc. Por cierto, el régimen de comidas de los niños no era idéntico al de los
monjes de más edad. Ya san Benito preconizaba ciertas diferencias, en especial en
lo referente al consumo de carne, que estaba vedada, o seriamente limitada, para
el resto de la comunidad y, sin embargo, permitido a los menores. Algo semejante
ocurría con respecto a la observancia de los ayunos de los que estaban dispensa-
dos. En la Cuaresma y otros momentos de abstinencia los niños, eso sí, hacían
una sola recepción al día, aunque recibían ciertos suplementos para que pudieran
sobrellevar mejor esa alteración de su régimen alimentario15.
15
Linage, A., La vida cotidiana de los monjes de la Edad Media, Madrid, 2007, pp. 162-171.
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16
Boyton, S. y Rice, E. (eds), Young choristers, 650-1700, Woodbridge, 2008, p. 37.
17
Ibidem, p. 38.
18
Boswell, J., op. cit., pp. 322-323.
19
Orlandis, J., “La oblación de niños”, op. cit.
20
Linage, A., La vida, op. cit., pp. 43-44. Ver también Boswell, J., op.cit., pp. 311-313.
21
Boswell, J., op. cit., pp. 326-329; De Jong, In Samuel`s, op. cit., pp. 77-91.
22
Quizá desde los cinco años de edad; De Jong, In Samuel`s,op. cit., p. 91.
23
Ibidem, pp. 73-77
24
Ibidem, p. 79.
25
Ibidem, pp. 80-81.
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Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez
escuchó la reivindicación del rebelde fugitivo sino que consiguió que el Concilio
lo dispensara de sus votos.
Pero aquella decisión no dejó indiferente al militante Rábano Mauro. Para em-
pezar redactó un opúsculo titulado De oblatione puerorum en el que ratificaba la
tradicional doctrina de la irreversibilidad de la decisión paterna de consagarar a
los menores a la vida religiosa26. Además, apeló a la autoridad del emperador Luis
el Piadoso para que modificara la decisión del Concilio y, consecuentemente, obli-
gara a Gottschkalk a reingresar en la vida monástica. Así se hizo, si bien permi-
tiéndole cambiar de monasterio. No regresó, en efecto, a Fulda sino que pasó por
Corbie y Hautvilliers antes de ingresar en el monasterio de Orbais, en la diócesis
de Soissons27.
Pero Gottschkalk, pasado algún tiempo, también abandonó Orbais para lle-
var una vida itinerante por diferentes puntos de Italia y de Alemania predicando
acerca de sus puntos de vista sobre la predestinación, ya que había estado leyendo
y estudiando a fondo la obra de san Agustín. Rábano Mauro, al que podemos con-
siderar como su némesis, volvió a salirle al paso y es la iniciativa del abad de Fulda
la que llevó a Gottschkalk a tener que enfrentarse a sendos concilios, de nuevo en
Maguncia y también en Soissons, que fueron con él mucho menos benevolentes
que la primera vez. Resumiendo mucho, sus posiciones teológicas fueron conde-
nadas, fue fustigado publicamente como manda la regla benedictina que se ha de
hacer con los monjes refractarios o extravagantes, sus obras fueron quemadas y,
por último, fue condenando a vivir en prisión en el monasterio de Hautvilliers, en
donde ya había profesado antes brevemente. Allí transcurrieron sus dos últimas
décadas de vida, a lo que parece llevando una vida rayana en la demencia28.
El segundo debate o cuestión suscitada en esta época que afectaba al estatuto
de los oblati, tenía que ver con la separación que debía de haber entre ellos y los
otros niños que acudían a la escuela monástica. En efecto, junto a los oblatos había
otros niños que no habían sido prometidos y ofrecidos por sus padres para con-
vertirse en monjes29, sino solo enviados al monasterio para recibir una educación
difícilmente adquirible en cualquier otro lugar, al menos en aquellos tiempos. Son
lo que, con una terminología propia de otra época, podríamos denominar como
alumnos de la escolanía o escolares simples. En la documentación suelen ser de-
nominados como nutriti30, término que puede ser sinónimo de oblati, de los que
luego hablaremos con algo más de detalle. Pues bien, en esta época existe una
26
Una traducción castellana de parte del texto puede verse en Boswell, J., op. cit., pp. 563-572.
27
De Jong, In Samuel`s, op. cit., p. 86.
28
Ibidem, pp. 87-88; Boswell, J., op. cit., pp. 326-329.
29
Sobre los niños no-oblatos en los monasterios de esta época, ver Penco, G., Storia del monachesimo in Italia. Dalle
origini alla fine del Medioevo, Milano, 1985, pp. 346-347.
30
De Jong, In Samuel`s, op. cit., pp. 126-132.
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corriente que auspicia que ambos grupos de niños llevasen vidas separadas e inde-
pendientes dentro del monasterio.
Uno de los promotores de esta idea era ni más ni menos que Benito de Aniano,
sobre cuya importancia en la conversión de la regla benedictina en norma hege-
mónica del mundo franco creo que no hace falta insistir. El llamado, por muchos,
“segundo Benito” defendía la separación de ambos colectivos31. De hecho en al-
gunos monasterios llegó a haber dos escuelas: una para los oblati y otra para los
escolares simples. De hecho, en el famoso y recurrentemente citado plano de Sant
Gall (en realidad, por cierto, plano del monasterio de Reichenau) encontramos
trazos de estas dos escuelas en la definición gráfica del monasterio ideal.
Separados o mezclados, ambos grupos de niños pasaban la mayor parte de su
jornada formándose en la escuela. Según los Estatutos de Murbach del año 816,
que vienen a ser una especie de actas preliminiares del Sínodo de Aquisgrán del
año siguiente, los estudiantes de la escuela monástica deberían comenzar por el
aprendizaje de los salmos, himnos y cánticos. Es decir, tal y como ya se apuntó
31
Riche, P. y Alexandre-Bidon, D., op. cit., p. 118.
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Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez
previamente, podría decirse que el inicio del aprendizaje estaba directamente re-
lacionado con la música y el canto. Solo después se adentrarían en el estudio de la
Regla de san Benito y, por descontado, de las Escrituras así como de las obras de
los Padres de la Iglesia32.
Con el fin principal que profundizar en la comprensión de la doctrina cristia-
na, la formación del alumno se centraba en el trivium. Todo ello, por supuesto,
en latín, una lengua que los alumnos tenían que aprender igualmente al no ser,
obviamente, su lengua materna. En el mundo monástico medieval, y ahora no ha-
blo exclusivamente de la época carolingia, el latín fue mucho más que una lengua
de transmisión escrita. Linage la concibe como una suerte de lengua viviente no
materna, exclusiva para la liturgia y el trabajo con los textos y, quizá, semiviva en
lo que respecta al día a día del claustro33.
Un programa formativo, por tanto, exigente y que requería grandes sacrificios
para los niños. Además, a lo que hoy llamaríamos la carga lectiva a soportar, el
alumno monástico tenía que enfrentarse a otro duro osbtáculo. Y es que, al igual
que ocurría con la enseñanza de los laicos, los métodos educativos estaban muy
alejados del ideal pedagógico contemporáneo34. Para empezar los niños estaban
sometidos a una férrea custodia por parte de los circatores, que los vigilaban día
y noche35. Además la figura del maestro era indisociable de la palmeta o vara de
castigo, vínculo que era especialmente estrecho en el caso del aprendizaje de la
gramática. De hecho, Ratiero de Verona compuso un tratado conocido con el títu-
lo de Spara Dorsum, una de cuyas finalidades era conseguir que el alumno recibiera
el menor número de golpes posibles36.
Siendo todo esto cierto, no lo es menos que las reglas monásticas, y muy en
particular la regla benedictina, consideraban la benevolencia con los menores co-
mo algo especialmente recomendable37, tal y como hemos visto al hablar de los
horarios y del régimen de comidas. Cabe pensar, en consecuencia, que la educa-
ción y el aprendizaje no fueran una excepción. Podríamos imaginar, por tanto, que
la situación del alumno claustral fuera más moderada que la del alumno formado
con un preceptor privado o en otros ámbitos.
El régimen de vida al que estaban sometidos era, en cualquier caso, duro y, para
paliarlo algo, los textos monásticos nos informan de que se buscaban pequeños
huecos en la semana para que los niños jugaran o tuvieran cierta expansión propia
de su edad. Tenemos algún dato que nos habla de juegos practicados con palos y
32
Boyton, S. y Rice, E, op. cit., p 38.
33
Linage, A., La vida cotidiana de los monjes de la Edad Media, Madrid, 2007, p. 288.
34
Avril, A. y Palazzo, E., La vie des moines au temps des grandes abbayes, París, 2000, p. 45.
35
Riche, P. y Alexandre-Bidon, D., op. cit., p. 28.
36
Ibidem.
37
Linage, A., op. cit., p. 326.
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38
principios del siglo xi, Sancho el Mayor, rey de Navarra, les cede a los niños de la escuela del monasterio de
A
San Juan de la Peña un lugar de recreo; Orlandis, J., “Notas sobre la oblatio puerorum en los siglos xi y xii”, en
Estudios sobre instituciones monásticas medievales, Pamplona, 1971, p. 206.
39
Gwara, S. (ed.), Anglo-Saxon Conversations: The Colloquies of Aelfric Bata, Rochester, 1997.
40
Riché, P. y Alexandre-Bidon, D., L’enfance au Moyen Âge, París, 1994, p. 122.
41
De Jong, M., In Samuel`s, op. cit., pp. 135-136.
42
Parisse, M., Les nonnes au Moyen Âge, Le Puy, 1983, p. 126.
43
Autoras como Roswitha de Gandersheim o, para época más tardía, Hildegarda de Bingen, poseen una forma-
ción y producen una obra escrita de primerísimo nivel, como es bien sabido.
44
Parisse, M., op. cit., p. 167.
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Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez
monástica al llegar a la edad adulta, sobre todo en el caso de que sus padres les
hubieran concertado un matrimonio, era muchísimo más fácil que en el caso de
los niños45.
En definitiva, puede decirse que los oblati fueron, durante buena parte del
período altomedieval y al menos en los grandes monasterios del mundo franco-
germánico, uno de los sectores más valorados de la comunidad monástica. Los
integrantes de lo que se dio en llamar el ordo infantium, procedían, muchos de ellos,
de sectores sociales privilegiados y habían recibido una formación mucho más
larga y esmerada que los monjes que habían ingresado en el monasterio a edades
más avanzadas. Se consideraba, además, que estaban menos contaminados por el
mundo y por la carne. El hecho de que hubieran entrado en el monasterio a una
tierna edad, los habría apartado de buena parte de las tentaciones del siglo, lo que
los convertía en más puros a los ojos de la mentalidad dominante entre la clerecía
de aquellos tiempos.
No es de extrañar, por todo ello, que los monjes que habían entrado en sus
comunidades como oblatos consituyeran una suerte de primer nivel, una aristo-
cracia, dentro de sus comunidades y que hubiera una clara preferencia por ellos a
la hora de reclutar a los monjes que accedían al orden sacerdotal46.
¿Todo este panorama altomedieval y, grosso modo, franco-carolingio, es aplicable
a la realidad monástica hispana?
45
Ibidem, pp. 126-128; De Jong, In Samuel’s, op. cit., pp. 65-66.
46
De Jong, M., In Samuel’s, op. cit., pp. 140-143.
47
A la escasez de costumbrarios, hemos de unir la total ausencia de textos didácticos o tratados monásticos pro-
cedentes del mundo hispano. Ello nos obliga a centrarnos, de modo casi exclusivo, en el análisis documental.
48
Mínguez, J. M., Colección diplomática del monasterio de Sahagún, León, 1977, vol. I, doc. 284, p. 340.
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José Miguel Andrade Cernadas
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t unc insinuabit et ominibus plurimis capite suo inclinabit adque pedibus forum obsculabit ut prebuissent ei iubamine ad
rogandum qualiter de manu domno Felices abba qui tunc pret regens fratrum et sucesor hic in Domnos Sanctos et cuncta que
aberi videtur post partem Sanctorum Facundi et Primitibe tradidiset sicuti et feciit; Ibidem.
50
in hoc loco vere confessorum literas docuissent et sanctimonialem vital deduxisent ut directi ac studiosi expleant servizia Dei
et Christi; Ibidem.
51
Escalona, R. OSB, Historia del Real Monasterio de Sahagún, Madrid, 1782 (León, 1982), p. 46.
52
Carzolio, M. I., “Cresconio, prepósito de Celanova. Un personaje gallego al filo del siglo xi”, en Cuadernos de
Historia de España, 65-66 (1973), pp. 225-279.
53
Andrade, J. M., O Tombo de Celanova, Santiago, 1995, doc. 180, p. 250; Orlandis, J., “Notas sobre la oblatio
puerorum en los siglos xi y xii”, en Estudios sobre instituciones monásticas medievales, Pamplona, 1971, p. 207.
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Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez
vemos que atribuye al mismo san Rosendo, obispo y fundador del monasterio, el
haber completado su formación. Pero no se alude a una formación básica y escolar
sino, más bien a la propia de un monje o de un hombre del claustro. De ahí la re-
ferencia a la regularidad y a la autoridad de los santos padres, fórmula arquetípica
empleada para designar a los principales padres del monacato.
No acaba aquí el interés que, para nuestro actual objetivo, tienen los documen-
tos de Cresconio. En otro documento, datado en 1010, este prepósito hace un
recordatorio de sus relaciones con su propia familia. Concretamente explica cómo
habló con sus hermanos para que algunos de sus hijos fueran entregados al mo-
nasterio ad nutriendum. De este modo, el propio Cresconio afirmaba que seguirían
sus pasos recurriendo a una cita del Eclesiástico, Generatio uadit, generatio uenit. Sus
sobrinos, sin embargo, debieron de haber entrado en Celanova a una edad más
temprana que la suya ya que allí, siempre según el relato documental, emerunt litte-
ris in scola, tras lo cual iniciaron su carrera eclesiástica primero como subdiáconos
para pasar, posteriormente, a recibir el diaconato54.
Cresconio concreta, a continuación, y de modo específico en uno de sus so-
brinos. De hecho puede decirse que el documento del que estamos hablando está
redactado para él. En efecto, el veterano prepósito encomienda a su sobrino –cu-
riosamente homónimo– y lo somete al diácono y prepósito Aloito, homo spiritalis
et sancte para que sub iussione vestre ad nutriendum, ad fovendum et in omnibus operibus
bonis ad custodiendum55. Como contrapartida, Cresconio hace una rica donación
a Celanova y a su sobrino para que compartan su posesión y rentas, siempre y
cuando su familiar permanezca en el monasterio. En el caso de que no fuera así,
Celanova y el diácono Aloito podrían disponer de ella en su integridad56.
El documento debió de haber sido firmado, aunque no se especifique, ante to-
da la comunidad celanovense. Así lo suponemos por dos razones. En primer lugar
porque la relación de confirmantes es de las más extensas que podemos encontrar
en un documento de esta época, siempre y cuando excluyamos los grandes privi-
legios reales o los documentos fundacionales. Por otra parte, se trata de una lista
que está integrada exclusivamente por clérigos. Una mayoría de ellos portan el
título de confessi, que se ven complementados por unos cuantos perbísteros y algu-
nos diáconos57. Sería una prueba, entre otras consideraciones, de la importancia
dada al acto.
Volviendo al contenido del documento, estaríamos ante dos generaciones de
una misma familia formados en un mismo monasterio. El primero desde la ado-
54
Andrade, J. M., op. cit., doc. 334, p. 483.
55
Ibidem.
56
Ibidem, p. 484.
57
Ibidem, pp. 484-485.
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José Miguel Andrade Cernadas
San Miguel
de Celanova
58
o puede decirse que, a esta altura, Celanova fuese un monasterio benedictino. La influencia de la regla de
N
Nursia, por el contrario, en el modelo monástico celanovense parece fuera de duda; Andrade, J. M., “Los mo-
delos monásticos en Galicia hasta el siglo xi”, Archivo Ibero-Americano, 65 (2005), pp. 587-609.
59
García de Cortázar, J. A. y Teja, R. (coords.), Monasterios y nobles en la España del románico: entre la devoción y la
estrategia, Aguilar de Campoo, 2014.
60
Por otra parte, no tan férreo como se suele imaginar. Posiblemente, ni tan siquiera sería algo buscado de modo
pertinente, al menos en estos siglos de los que estamos hablando.
61
Aunque referidas, principalmente, al período carolongio, son muy interesante para esta cuestión las reflexiones
hechas por Mayke de Jong. Frente a la idea, si bien matizada, de Boswell, de considerar la oblación infantil
como un indicio de exposición, la de la historiadora holandesa es radicalmente distinta. Para ella los vínculos
126
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez
con la familia natural no solo no se rompían sino que, por el contrario, se reforzaban. El oblato era el nexo de
unión del grupo familiar con el grupo espiritual. Uno y otro, con el niño como engarce, se entrecruzaban; cfr,
De Jong, M., In Samuel’s, op. cit., pp. 219-227.
62
Andrade, J. M., Tombo, op. cit., doc. 35, p. 64.
63
Ad obitum vero suum mandavit se humare ad aram Sancti Salvatoris monasterii Cellenove, ubi fuit nutritus et creatus ab
infantia sua, et unde tenebat deganea Baroncelli usque ad obitum eius, Ibidem.
64
Ego Eyleova prolis Froilani, una cum filiis meis Yquilani, Froylani, Eroni et Eylonia, in hoc testamentum manus proprias
roborem iniecimus (signum) Coram omni concilio monasterii Cellenove confirmavimus, Ibidem.
65
Fernández del Pozo, J. M., Alfonso V (999-1028). Vermudo III (1028-1037), Burgos, 1999, pp. 34-37
66
Andrade, J. M., Tombo, op. cit., doc. 252, p. 358. De esta doble referencia a los niños ¿podríamos colegir que
se distingue entre los niños de la escuela, los “externos”, y los niños del capítulo, es decir los oblati?
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67
Linage, A., La vida, op. cit., p. 66.
68
Linage, A., La Regla, op. cit., p. 74 y p. 75. Es de advertir, sin embargo, que no se habla de niños en ningún
momento.
69
De Jong, M., In Samuel`s, op.cit., pp. 136-137.
128
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez
70
Fernández Flórez, J. A., Colección diplomática del monasterio de Sahagún, León, 1991, vol. IV, doc. 1199.
71
Ibidem, León, 1994, vol. V, doc. 1619, p. 124. Hay otros dos documentos posteriores en que aparecen los
infantes como testigos pero se trata, en ambos casos, de sendas confirmaciones papales y reales a un diploma
fechado en el año 1210.
72
Orlandis, J, “Notas”, op. cit., pp. 208-209.
73
Fernández Flórez, J. A., op. cit., IV, doc. 1214 y 1219. Por otra parte, entre 1201 y 1205, en los cuatro
documentos en que aparecen infantes confirmantes se repiten los dos mismos nombres (Pedro y Juan); Ibidem,
V, docs. 1545, 1548, 1557, 1563.
74
Riché, P. y Alexandre-Bidon, A., op. cit., p. 124.
75
Lencart, J., O Costumeiro de Pombeiro. Uma Comunidade Beneditina no séc. xiii, Lisboa, 1997, pp. 92-93.
129
José Miguel Andrade Cernadas
podría conjeturarse que los niños confirmantes podrían ser un grupo selecto del
colectivo, bien por ser especialmente aventajados en los estudios o por su com-
portamiento o, quizá, por tener una edad mayor que los demás.
Sin embargo, lo más lógico es pensar que el grupo de niños del monasterio
fuese, en efecto, reducido. El dato de Cluny puede servir como un buen marco
comparativo y, por otra parte, la impresión general que, hoy en día, tienen los his-
toriadores sobre las dimensiones de la comunidades de los monasterios de época
románica, hace más creíble una pequeña comunidad infantil de no más de cuatro
o seis integrantes que otra de mayores dimensiones.
Nuestro tercer comentario está vinculado al ámbito escolar con el que los ni-
ños, como ya se ha insistido, estaban principalmente relacionados. De hecho, y
no parece que sea por casualidad, suelen mencionarse como confirmantes a conti-
nuación de los magistri76 y lo digo en plural porque no se menciona a uno solo sino
que se enumeran varios monjes encargados del magisterio. A veces, por ejemplo,
se menciona un magister maior y un magister a secas en el mismo documento tal
y como vemos en un caso datado en 116077. Esa duplicidad, y con toda proba-
bilidad con los mismos protagonistas, se mantiene en otro documento del año
1171, con la diferencia de que el magister maior aparece ahora mencionado como
magister infantum78. Ya en el siglo xiii la referencia más recurrente, y como si fuera
el producto de la hibridación de las dos denonimaciones anteriores, la constituye
el magister maior infantum aunque también se testimonia algún magister infantum79.
En el breve lapso temporal que va de 1160 y 1172 hay varios documentos en
que las relaciones de testigos distinguen entre iuvenes e infantes. Los primeros pre-
ceden a los segundos en el orden de confirmantes, seguro reflejo de un estatuto de
mayor categoría dentro de la comunidad. El colectivo de iuvenes parece proceder,
en su mayoría, del grupo de niños. De hecho, el primero de los jóvenes documen-
tado como confirmante de un documento es, con toda seguridad, el mismo que
solo dos años antes confirmaba como infans80.
Frente a los niños, los iuvenes confirmantes no solo tenían más edad sino que
disfrutaban de una mayor y mejor formación. Tanto es así que uno de ellos, Do-
mingo, aparece incluso como escribano de varios de los documentos de este pe-
ríodo81 tarea, como es bien sabido, de gran responsabilidad y que requería la ad-
76
Fernández Flórez, J. A., “La vida cotidiana en el monasterio románico”, en Monasterios Románicos y Producción
Artística, Aguilar de Campoo, 2003, p. 79.
77
Fernández Flórez, J. A., Colección, op. cit., doc. 1337, p. 285.
78
Ibidem, doc. 1371, p. 335.
79
Ibidem, vol. V, doc. 1566, p. 50.
80
En un documento de 1158 nos encontramos a Velascus infans conf; Ibidem, vol. IV, doc. 1330, p. 273. En uno
posterior, fechado en 1160, confirma Velascus iuvenis; Ibidem, vol. IV, doc. 1337, p. 285.
81
Dominicus iuvenis scripsit et confirmat; Ibidem, vol. IV, doc. 1336, p. 283.
130
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez
82
Olmedo, S., Una abadía castellana en el siglo xi. San Salvador de Oña (1011-1109), Madrid, 1987, pp. 94-95.
131
José Miguel Andrade Cernadas
Formados como monjes y por monjes, los menores que vivían en los monas-
terios medievales no dejaban de ser niños. Su comportamiento es, en ocasiones,
señalado por las fuentes monásticas como travieso o, cuando menos, imprudente.
Una imprudencia que, a veces, tuvo consecuencias graves. Una de ellas, menciona-
da más veces de las que cabe imaginar, consiste en haber provocado algún incen-
dio con la consecuente destrucción del monasterio.
Uno de los varios casos que podrían presentarse lo encontramos en el primero
de los documentos conservados del pequeño monasterio gallego de San Pedro
de Rocas, situado en tierras de la provincia de Ourense. Data el documento del
año 1007 y se escribió con motivo de la restauración del monasterio. El redactor
del diploma hace, como es habitual en este tipo de textos, una suerte de historia
previa del cenobio y, en ella, encontramos el dato que nos interesa. El monasterio
necesitó reconstrucción física y cenobítica porque había sido destruido por un
incendio. Dejemos hablar al propio texto para conocer las circunstancias del mis-
mo: per negligentiam puerorum qui ibi in scola aduc degentes literas legebant, domus ipse
ab igne de nocte est succensa83. Añade, a continuación, que la destrucción fue total
incluyendo hasta las antiguas escrituras del archivo. Teniendo en cuenta los usos
pedagógicos a los que antes hice referencia, podemos imaginar que las palmetas se
hicieron sentir de modo muy especial en aquellos días.
Esta breve referencia a los niños de Rocas merece algún comentario. La pri-
mera es de índole cronológica. El documento, como se dijo, lleva por fecha el año
1007 pero la noticia del incendio tiene que referirse a un tiempo anterior. Tenien-
do en cuenta que Rocas es un monasterio vinculado históricamente a Celanova,
la posible cronología de esa presencia infantil en San Pedro viene a coincidir con
los casos comentados para el monasterio fundado por san Rosendo. Cronológica-
mente, por tanto, estamos ante un documento fiable.
A los niños no se les define como oblati (término, por cierto, infrecuente en
nuestra documentación) ni como nutriti y unicamente se dice de ellos que acudían
a la escuela a “aprender las letras”. Sin embargo, el hecho de situar el incendio por
la noche y atribuir la responsabilidad del accidente a los niños, hace pensar que
tenían que residir dentro del monasterio.
Rocas fue siempre un monasterio pequeño y relativamente poco importante.
De hecho podemos suponer que su documentación, bastante abundante para un
cenobio de esta envergadura, seguramente se conservó gracias a su vinculación
con una casa grande como Celanova. En cualquier caso, el hecho de que un mo-
nasterio pequeño como éste acogiera niños –en el régimen que fuese– dentro de
sus instalaciones, nos podría hacer repensar la auténtica dimensión de la presencia
infantil en los monasterios de los siglos x y xi ¿Fue realmente una realidad uni-
83
Duro Peña, E., El monasterio de San Pedro de Rocas y su colección documental, Ourense, 1973, doc. 1, p. 134.
132
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez
84
abría una tercera pregunta que, por parecerme más improbable, remito a nota ¿No estaremos ante un tópico
H
o un cliché documental? Es evidente que los incendios no debieron de ser infrecuentes en edificios, como
muchos monasterios altomedievales podrían haber sido, parcialmente edificados en madera. Pero, como el
abandono o la despoblación monástica, que justifica y explica las restauraciones ¿No puede cumplir esa misma
función el incendio? Y los niños, inocentes pero imprudentes ¿no podrían ser el instrumento ideal?
85
Puede verse una edición reciente en Lucken, C. (ed.), Stephani de Borbone. Tractatus de diversis materiis predicabi-
libus, Turnhout, 2003.
86
Riché, P. y Alexandre-Bidon, D., op. cit., pp. 125-128.
133
José Miguel Andrade Cernadas
87
Lekai, L. J., Los cistercienses. Ideales y realidad, Poblet, 1987, p. 39.
88
Riché, P. y Alexandre-Bidon, D., op. cit., p. 121.
89
Lencart, J., op. cit., p. 78.
90
Ibidem.
91
Ibidem, pp. 69-70.
92
Orlandis, J., “Notas”, op. cit., pp. 208-209.
93
Boswell, de hecho, reprodujo la información de Orlandis incluyendo en su monografía la relación de los su-
puestos documentos de oblación; Boswell, J., op. cit., p. 334.
94
Rius Serra, J., Cartulario de San Cugat del Vallés, Barcelona, 1946, vol. III.
134
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez
Capitel con monjes. Sant Cugat del Vallès (Foto: Fundación Santa María la Real / J.A. Olañeta)
infans o equivalentes. Los padres, hermanos95 o tíos96 ofrecen, con fórmulas como
offerimus atque tradimus, damus et offerimus y equivalentes, a sus familares a Sant Cu-
gat ad monachum faciendum, a cambio de la entrega de una dote que, en ocasiones,
parece ser importante. En la mayor parte de los casos los “ofrecidos” confirman
ellos mismos el acto por el cual se vinculan a la comunidad. Por ejemplo, Ramón
el sobrino ofrecido por sus tíos en el año 1168, confirma el documento de este
modo: Raimundi, filius Arnalli de Vallibus, nos qui laudamus et firmamus, et testes firmare
rogamus97. Teniendo en cuenta que se trata, en lo esencial, de convertirse en mon-
jes –sin referencia alguna a estadios intermedios, ni formativos– y que los propios
protagonistas suelen firmar el documento de “ofrecimiento”98, parece más que
razonable suponer que no estamos ante niños.
Se trata, en más de una ocasión, y como ya señalaba el propio Orlandis, de do-
cumentos dobles por los cuales un miembro joven –pero no un niño– se integraba
95
amón de Vid, su madre y hermanos, ofrecen al monasterio a su hermano Guillermo, con dote; Ibidem, doc.
R
1119, p. 272.
96
Bernardo de Valls y Ramón de Puigmolló ofrecen a su sobrino Ramón como monje, con dote; Ibidem, doc.
1168, p. 309.
97
Ibidem.
98
Casi la mitad de los documentos que señalaba Orlandis están firmados por los futuros monjes del Vallès.
135
José Miguel Andrade Cernadas
en la comunidad como monje, mientras que otro, de más edad, se convertía en fa-
miliar del mismo o se garantizaba determinados servicios asilares o funerarios en
el futuro99. Puede verse en un documento, de carácter abiertamente contractual,
fechado en 1158100 o, por ejemplo, otro de 1174 en el que cual Poncio Gutier,
además de ofrecer a su hijo –cuyo nombre ni se menciona– para hacerse monje
en Sant Cugat, se ofrece a sí mismo: dono et offero corpus meum tam in vita quam in
morte101.
Parece difícil, en consecuencia, seguir considerando, sin más, estos documen-
tos de Sant Cugat como ejemplos tardíos de oblación infantil. Parecen, más bien,
algo parecido a contratos o fórmulas de profesión monástica que no solo implican
al principal protagonista sino a su misma familia con el cenobio.
En cualquier caso, y para zanjar la cuestión de la presencia infantil en los mo-
nasterios, hay que decir que ésta se mantuvo en algunas casas a lo largo de la Baja
Edad Media pese a tratarse de una costumbre vista como obsoleta, incluso con
desconfianza por parte de los legisladores eclesiásticos. Pese a ello, recientemente
Margarita Cantera, en su documentado estudio de la comunidad monástica de
Nájera a lo largo de la Edad Media, ha podido testimoniar la presencia de tres ni-
ños a la altura de 1435102. Seguro que no se trata de un caso único y, de proseguir
con un análisis detallado de las comunidades monásticas bajomedievales, podrían
encontrarse otros testimonios. Sin embargo, se trataba de una realidad condenada
a su desaparición.
Los niños dejaban de ser considerados como tales entre los doce y los quince
años para entrar en la adolescencia103, momento en el que su estatuto dentro de
la comunidad cambiaba completamente. Para empezar, se acababan, de raíz, la
moderación y el trato de favor en asuntos tales como el régimen alimentario o el
cumplimiento de los horarios. Pero, más que eso, el iuven se encontraba con que
comenzaba a ser visto como alguien potencialmente sospechoso de ser débil ante
del deber de la continencia, incluso podría considerarse como instrumento de
activación de la concupiscencia de algunos de los monjes104.
99
Orlandis, J., “Notas”, op. cit., p. 210.
100
Rius Serra, J., op. cit., doc. 1017, p. 187.
101
Ibidem, doc. 1096, p. 254.
102
Cantera Montenegro, M., “La comunidad monástica de Santa María de Nájera durante la Edad Media”, En
la España medieval, 36 (2013), p. 246.
103
Como acercamiento general al estudio de la adolescencia y juventud en la Edad Media, aunque ninguno de
sus estudios se centré en el mundo monástico, ver el monográfico “Fer-se grans. Els joves i el seu futur al món
medieval”, en Revista d’Història Medieval, 5 (1994), pp. 9-130.
104
Linage, A., La vida, op. cit., p. 327.
136
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez
105
El capítulo 22 de la Regla está dedicada al dormitorio. Ver linage, A., La Regla, op. cit., p. 87.
106
Linage, A., La vida, op. cit., p. 329.
107
Ibidem, p. 357.
108
Ibidem.
109
Ibidem, p. 73.
110
Stoertz, F. H., “Sex and the Medieval Adolescent”, en The Premodern Teenager: Youth in Society, 1150-1650,
Toronto, 2002, p. 231.
137
José Miguel Andrade Cernadas
111
Fernández Flórez, J. A., “La vida cotidiana”, op. cit., p. 88.
112
Shahar, S., Growing old, op. cit., pp. 3-11.
138
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez
113
Minois, G., op. cit., p. 125.
114
Para el caso de la Galicia altomedieval ver Andrade, J. M., “La voz de los ancianos. La intervención de los
viejos en los pleitos y disputas en la Galicia medieval”, Hispania, 72 (2012), pp. 18-19.
115
Si bien la dieta monástica se observó, de modo muy distinto, según las normas y según las épocas
116
Minois, G., op. cit.
117
Linage, A., La vida, op. cit., pp. 83-92.
118
Rodríguez, A., op. cit.; Cavero, G., “El monasterio medieval, sede de solar nobiliario y refugio de mujeres de
la aristocracia”, en García de Cortázar, J. A. y Teja, R. (eds.), op. cit., pp. 99-135.
139
José Miguel Andrade Cernadas
Algunas de estas razones son las que explican por qué los monasterios conti-
nuaron teniendo esta función asilar una vez benedictinizados y ya liberados, más
o menos, del control de las familias fundadoras. Así, por ejemplo, el hecho de que
en casi cualquier monasterio se dispusiera de una enfermería y de una mínima
infraestructura médica me parece que fue una cuestión muy a tener en cuenta.
Conviene recordar que los monasterios fueron, hasta bien entrado el siglo xii,
prácticamente los únicos lugares en los que se estudiaba y practicaba una medi-
cina con una mínima base académica. El surgimiento de las escuelas de medicina
como las de Salerno o Montpellier, la recepción de la medicina arabo-islámica y,
finalmente, la aparición de las universidades, van a acabar con el monopolio médi-
co de los claustros monásticos. Pero, pese a ello, en especial en buena parte de las
regiones europeas carentes de universidad de referencia o de un entramado urba-
no de mínima consideración, el papel médico jugado por los monjes y sus cenobios
siguió siendo la única alternativa a la medicina popular y al curanderismo119.
Esta característica es, insisto, una de las razones que explican por qué muchas
personas decidían pasar los últimos años de su vida al amparo del claustro monás-
tico. Junto a ella, qué duda cabe, hay que tener en cuenta razones de naturaleza
estrictamente espiritual. Es decir, la confianza en el valor singular de los rezos de
los monjes y la asimilación con ellos en el tramo final de vida. En este sentido,
la benedictinización del monacato tradicional hispano seguramente contribuyó a
potenciar aún más la dimensión cultual de los monjes y a convertirlos, antes de la
aparición de las órdenes mendicantes, en especialistas en preparar a los fieles para
el bien morir y, sobre todo, en garantes de la celebración de unas exequias y de un
recordatorio post mortem de especial calidad.
Por último, conviene tener en cuenta que muchos de los mayores que optan
por recluirse en los monasterios lo hacían porque, al igual que tantos de nuestros
mayores de hoy, carecían de familia propia o porque la que tenían no podía o
no quería cuidarlos. Así la opción por el monasterio, convertido de este modo
también en centro asilar120, parece para muchas gentes la mejor para asegurarse
alimentación, vestido y cuidado físico y espiritual.
El sistema por el cual estos mayores entran en los monasterios se conoce con el
término de familiaritas, lo que indica que el acogido pasa a formar parte de la fami-
lia monástica121. Se trata de una relación pactual por la cual el individuo entregaba
parte de sus bienes al monasterio y era recibido por éste como familiar122. Su inte-
119
Aunque apenas trata la práctica médica en el mundo cenobítico, conviene leer García Ballester, L., La bús-
queda de la salud: sanadores y enfermos en la España medieval, Barcelona, 2001, pp. 52-69.
120
Andrade, J. M., “Asilos monásticos: vejez y mundo cenobítico en el Noroeste hispánico entre los siglos ix al
xi”, en Mundos medievales. Espacios, sociedades y poder. Homenaje al Profesor José Ángel García de Cortázar y Ruiz de
Aguirre, Santander, 2012, vol. II, pp. 311-324.
121
Linage, A., La vida, op. cit., pp. 75-76.
122
Homet, R., op. cit., pp. 101-102.
140
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez
gración en el ritmo y en las actividades monásticas era tan variado como la persona-
lidad y las intenciones de los nuevos familiares. Podría ir desde aquellos casos en los
que el anciano solo deseaba gozar de los beneficios materiales de su acogimiento
claustral, hasta la posibilidad de profesar, a todos los efectos, como monje123. Una
fórmula que se fue consolidando y extendiendo a partir del siglo xii124.
De este modo, los monasterios fueron alejándose cada vez más de aquellas
turba puerorum de otros tiempos y escorándose hacia la madurez y la ancianidad.
123
a profesión, o la toma del hábito podría producirse incluso en el trance de una grave enfermedad o in articulo
L
mortis; Linage, A., La vida, op. cit., pp. 393-394.
124
De Miramon, C., “Embrasser l’état monastique a l’age adulte (1050-1200). Étude sur la conversion tardive”,
Annales, 54 (1999), pp. 825-849.
141