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"Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses:


de la infancia a la vejez"

Chapter · January 2015

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José Miguel Andrade


University of Santiago de Compostela
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El ritmo cotidiano de la vida en el monasterio medieval,
Aguilar de Campoo, 2015

Las edades del hombre en


los monasterios benedictinos
y cistercienses:
de la infancia a la vejez

José M. Andrade Cernadas


Universidad de Santiago de Compostela
E l análisis de las diferentes edades de la vida se ha hecho un hueco, hace
ya algunos años, en la historiografía medievalista. Los primeros estudios sobre el
particular se centraron en las interpretaciones medievales sobre el ciclo vital1. A
continuación, y a rebufo de la polémica estela dejada por el famoso libre de Ariès
sobre la infancia en el Antiguo Régimen2, vino una oleada de estudios sobre los
niños en la Edad Media3. Por último, la vejez concitó la atención de varios medie-
valistas dándonos una visión ciertamente innovadora sobre el tema4.
De esta serie de investigaciones podemos concluir que, al menos en algunos
casos, el número de las edades del hombre pueden coincidir en la percepción me-
dieval y en la contemporánea. Sin embargo, la concepción y definición de cada una
de ellas varía enormemente. Me explico.
Para nosotros una niña de 12 años es –al menos en el llamado primer mundo–
eso, una niña. Pero en buena parte de la Edad Media muchas niñas de 12 años
trabajaban, estaban prometidas en matrimonio, cuando no se trataba de mujeres
ya casadas y, en ocasiones, con hijos propios. La edad biológica, o mejor crono-
lógica, es la misma en ambas situaciones. Sin embargo las experiencias vitales,
las responsabilidades y las funciones sociales son radicalmente distintas. Cuando

1
 ears, E., The Ages of Man: Medieval Interpretations of a Life Cycle, Princeton, 1986; Dubois, H. y Zink, M. (eds.),
S
Les âges de la vie au Moyen Âge, París, 1992.
2
Ariès, P., L’enfant et la vie familiale sous l’Ancien régime, París, 1960.
3
Shahar, S., Childhood in the Middle Ages, New York, 1990; Hanawalt, B. H., Growing up in Medieval London.
The Experience of Childhood in History, Oxford, 1993; Orme, N., Medieval Children, New Haven-London, 2001.
4
Minois, G., Histoire de la vieillesse de l’Antiquité à la Renaissance, París, 1987; Shahar, S., Growing Old in the Middle
Ages, London-New York, 1997; Homet, R., Los viejos y la vejez en la Edad Media. Sociedad e imaginario, Rosario,
1997.

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José Miguel Andrade Cernadas

Blanca de Castilla, con doce años, partió de la Península hacia Francia para despo-
sarse con el futuro Luis VIII, sabemos que experimentó situaciones bien difíciles
para una persona de esa edad. Como ha evocado recientemente Ana Rodríguez, la
combinación de tener que enfrentarse, de golpe, con costumbres extrañas y una
lengua desconocida, más el apartamiento del que, hasta ese momento, había sido
su mundo y sus gentes, sumieron a la futura reina y regente en una enorme tristeza
de la que se hizo eco algún cronista contemporáneo5. Podríamos poner el mismo
ejemplo con los niños de unos 14 años. A esa edad los chicos, en la mayor parte
de los países y épocas del milenio medieval, dejaban de ser considerados niños.
Podían ir a la guerra, estar ya casados, ser padres e, incluso, reinar y gobernar.
Y qué decir de la ancianidad, ahora que ya hay quien habla de la cuarta edad,
toda vez que la tercera es, por fortuna, cada vez más alargada y alejada de la decre-
pitud senil. Aunque los estudios sobre la ancianidad en la Edad Media han puesto
de manifiesto que la presencia e influencia de los viejos era mucho mayor de lo que
se decía hace años ¿Alguien puede creer que un hombre de 50 años tiene el mismo
aspecto hoy que el que tendría hace un milenio?
Todas las edades del hombre desde, en ocasiones, el nacimiento hasta la ex-
trema ancianidad, estuvieron presentes en los monasterios medievales que en es-
te aspecto, como en tantos otros, se nos presentan como realidades mucho más
vivas, multiformes e insertas en la sociedad que lo que tradicionalmente se venía
pensando.
Quisiera advertir que, en este trabajo, no se pretende hacer una revisión equi-
librada de las diferentes edades del hombre vistas desde el prisma de los monas-
terios medievales. Los niños van a concentrar, principalmente, nuestra atención.
Su presencia en los monasterios, aunque conocida, está quizá menos difundida.
Además, la infancia propia ya queda lejos y la de mis seres más queridos comienza
a despedirse. Exorcismo personal e interés académico bien pueden darse la mano
por una vez.

La Alta Edad Media y la edad de oro de los oblati: un panorama general


La presencia de niños en los monasterios se remonta al origen mismo del mo-
nacato. Los menores, de hecho, pudieron haber sido especialmente numerosos en
los primitivos cenobios orientales así como en los modelos más destacados de la
Antigüedad tardía6. Al menos así cabe deducirlo por las frecuentes referencias que
hay acerca de ellos en la mayoría de las reglas monásticas.
Muchos de esos niños eran oblati, es decir habían sido entregados y ofrecidos
por sus padres para convertirse, al llegar a la edad adulta, en monjes de pleno de-

5
Rodríguez, A., La estirpe de Leonor de Aquitania: mujeres y poder en los siglos xii y xiii, Barcelona, 2014, p. 114.
6
De Jong, M., In Samuel’s Image: Child Oblation in the Early Medieval West, Leiden, 1996, pp. 16-23.

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Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez

recho7. La oblación, está recogida


en buena parte de las reglas monás-
ticas pero también en documenta-
ción conciliar de época altomedie-
val, como estudió, entre otros, José
Orlandis8.
Por su importancia e interés
creo ilustrativo comentar el capítu-
lo 59 de la Regla de san Benito que
trata, precisamente, sobre los obla-
tos bajo el título “De los hijos de
los nobles o de los pobres que son
ofrecidos al monasterio”9. Y es que
lo primero que conviene advertir
es que, en efecto, Benito distingue
radicalmente entre los hijos de la
aristocracia –de quienes realmente
se habla en el capítulo– y los de los
pobres a los que, como comentaré,
se hace referencia de modo algo la- Monje enseñando a un oblato

cónico.
Pues bien, sobre los primeros comenta el santo de Nursia que en el momento
de ser ofrecidos por sus padres, la mano del niño debía de envolverse, junto con el
documento correspondiente, con la sabanilla del altar del cenobio en que el niño
va a ingresar. Se trata, igualmente, el asunto de los bienes materiales especifican-
do que, a partir de ese momento, los niños no podrán recibir nada de sus padres,
si bien, se permiten donaciones o limosnas al monasterio. Y, abundando en la
separación del niño respecto al mundo de fuera del claustro, hay una especie de
sentencia que busca asegurar la permanencia del menor dentro del recinto monás-
tico: “Así se cerrarán todos los caminos al niño de manera que no le quede ninguna
expectativa que pueda seducirle haciéndole condenarse…”10.
En cuanto a los hijos de familias de otros niveles sociales se prevé el mismo
ritual, salvo que no se espera que sus padres hagan ningún tipo de donación al

7
 a bibliografía sobre la oblación infantil es relativamente abundante. Como referencia bibliográfica genérica
L
me remito a la obra citada en la nota anterior.
8
Orlandis, J., “La oblación de niños a los monasterios en la España visigótica”, en Estudios sobre instituciones
monásticas medievales, Pamplona, 1971, pp. 51-68.
9
Linage, A., La Regla de San Benito, ordenada por materias, y su vida, en el español corriente de hoy, Sepúlveda, 1989,
p. 83.
10
Ibidem. Sobre la fórmula y los rituales de oblación en época carolingia ver De Jong, M., op. cit., pp. 176-185.

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José Miguel Andrade Cernadas

monasterio. El tono, como decía más arriba es, con todo, mucho más lacónico e
inconcreto.
Junto con este capítulo sobre la promesa y entrega paterna, la regla benedictina
abunda algo más sobre los niños y su modo de vida en el monasterio. Así, se hacen
consideraciones en diversos pasajes sobre el régimen particular de comidas que
han de tener los menores –sobre el que pronto volveremos– y sobre su horario,
mucho menos exigente que para el resto de la comunidad.
Sin embargo, en otros aspectos, la vida del oblato no se diferencia en nada de
la de los monjes adultos. Por ejemplo, la tonsura que, como es bien sabido, es uno
de los signos distintivos del estado clerical, en ocasiones y épocas se le aplica a los
oblati desde el momento en que se incorporan a la vida claustral11.
Al margen de las reglas y de la Regla benedictina en particular, para conocer
con algo más de detalle la vida de los oblati en los monasterios de la Alta Edad
Media, hemos de recurrir a los comentarios carolingios a la norma benedictina.
De ellos sobresale el realizado, hacia el año 840, por Hildemar, abad de Corbie
y excelente conocedor de los grandes monasterios del Imperio carolingio12. Tam-
bién puede ser de utilidad recurrir a los, a modo de, costumbrarios de esta época13.
Según estas fuentes sabemos que la jornada del oblato comenzaba con el breve
y superficial aseo matinal, participando en maitines y, posteriormente, iniciaban
su periplo escolar que les ocupaba buena parte de su jornada.
Vivían aparte del resto de la comunidad hasta el punto de que disponían de
dormitorio propio en el que los únicos adultos admitidos eran sus maestros. Un
dormitorio que, por cierto, solía estar entre los rincones más alejados del recin-
to monástico buscando, quizá, dotarlos de una seguridad complementaria y ex-
traordinaria. Solo se mezclaban con los monjes en la capilla y en el refectorio. Es,
precisamente, en este último ámbito en el que el contacto entre oblatos y monjes
adultos se producía de modo efectivo. Parece ser que los niños se sentaban a la
mesa, o según algunos testimonios permanecían de pie14, mezclados con los mon-
jes que les corregían los modales de mesa y los instruían en el peculiar decoro
benedictino de refectorio. Esta enseñanza no es incompatible con el silencio que
era preceptivo en las comidas. Lo que podríamos llamar el lenguaje gestual podría
ser suficiente. A este respecto conviene recordar que en épocas posteriores y en

11
 onde Guerri, E., “La tonsura como objeto de reglamentación canónica en las diócesis de Occidente”, en An-
C
tigüedad y cristianismo: Monografías históricas sobre la Antigüedad tardía, Murcia, 1990, p. 297. Acerca del debate,
en época carolingia, sobre cuando tonsurar a los niños ver De Jong, M., op. cit., p. 183.
12
De Jong, M., “Growing up in a Carolingian monastery: Magister Hildemar and his oblates”, Journal of Medieval
History, 9 (1983), pp. 99-128.
13
El título más reciente de los que tengo noticia, aunque no lo he podido leer, es Schriewer, J., Kindheit im Klos-
ter. Das Beispiel Sank Gallen in 8./9. Jahrhundert, München, 2012.
14
Boswell, J., La misericordia ajena, Barcelona, 1999, p. 332.

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Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez

Monje oblato. Decretos


de Graciano, Ms 372
fol. 53r (Bibliothèque
Municipale de Laon)

medios más rigoristas como podrían ser los iniciales cistercienses o la Cartuja,
llegó a codificarse todo un lenguaje de signos que permitía a los monjes mantener
un diálogo sin tener que recurrir al lenguaje hablado.
En reciprocidad con los monjes adultos, en el refectorio los niños les servirían
en aquellas cuestiones que éstos les demandasen: escanciar la bebida, recoger la
mesa, etc. Por cierto, el régimen de comidas de los niños no era idéntico al de los
monjes de más edad. Ya san Benito preconizaba ciertas diferencias, en especial en
lo referente al consumo de carne, que estaba vedada, o seriamente limitada, para
el resto de la comunidad y, sin embargo, permitido a los menores. Algo semejante
ocurría con respecto a la observancia de los ayunos de los que estaban dispensa-
dos. En la Cuaresma y otros momentos de abstinencia los niños, eso sí, hacían
una sola recepción al día, aunque recibían ciertos suplementos para que pudieran
sobrellevar mejor esa alteración de su régimen alimentario15.

15
Linage, A., La vida cotidiana de los monjes de la Edad Media, Madrid, 2007, pp. 162-171.

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José Miguel Andrade Cernadas

Como integrantes que eran de la comunidad, y por las características de sus


voces, los oblati tenían un papel destacado en todos los oficios litúrgicos en los
que intervenía la música y el canto16. De hecho es probable que en su formación
escolar lo musical tuviera un papel protagonista e inicial al curriculum formativo17.
La larga época carolingia es especialmente pródiga en información sobre los
oblati que tuvieron en este período uno de sus momentos más intensos de su histo-
ria. No en vano varios de las autoridades de las dos generaciones que conformaron
la renovatio carolingia habían entrado en la vida cenobítica como oblatos. Entre
otros cabe citar a Wilibaldo, Rábano Mauro o Notker Bálbulo18.
Sin embargo, pese a ser una época crucial en la historia de la oblación infantil,
o quizá por ello, la época carolingia da a luz dos debates a propósito de los oblati.
El primero de ellos sobre la irrevocabilidad de la decisión paterna acerca de la con-
sagración a la vida religiosa de sus hijos. En el espíritu de la regla benedictina, con
cuya lectura comenzábamos, parecía clara la irrevocabilidad. Una postura que era
coincidente con la expresada, por ejemplo, por la legislación conciliar de la España
visigótica19 y la de la mayor parte de la iglesia anterior al siglo ix20.
Sin embargo, como decía, en este siglo se abrió un cierto debate al respecto.
Un debate que se podría focalizar y ejemplificar, tal y como han hecho Boswell y
De Jong21, en el juicio y disputa mantenido entre Gottschalk de Orbais, oblato
desde muy niño22 en el monasterio de Fulda y su abad, Rábano Mauro, él mismo,
como ya he apuntado, antiguo oblato23. Gottschalk, alumno brillante y de exce-
lente formación, al llegar a la edad de la madurez sintió que no tenía la vocación
suficiente para proseguir la vida religiosa y pugnó por hacer revocable la decisión
materna. Pese a ello, y en función de la doctrina dominante, Rábano Mauro, siem-
pre según el testimonio de Gottschalk, se negó y le impuso la ordenación contra
su voluntad24.
Sin embargo, Gottschkalk huyó de Fulda y gracias a sus buenos contactos po-
líticos y sociales –pertenecía a una familia de la aristocracia sajona y su padre
había sido conde– consiguió que su solicitud fuese discutida en un concilio que se
celebró en Maguncia en el año 829, al que solo asistieron obispos y del que, por
tanto, estuvieron ausentes representantes del mundo monástico25. Allí no solo se

16
Boyton, S. y Rice, E. (eds), Young choristers, 650-1700, Woodbridge, 2008, p. 37.
17
Ibidem, p. 38.
18
Boswell, J., op. cit., pp. 322-323.
19
Orlandis, J., “La oblación de niños”, op. cit.
20
Linage, A., La vida, op. cit., pp. 43-44. Ver también Boswell, J., op.cit., pp. 311-313.
21
Boswell, J., op. cit., pp. 326-329; De Jong, In Samuel`s, op. cit., pp. 77-91.
22
Quizá desde los cinco años de edad; De Jong, In Samuel`s,op. cit., p. 91.
23
Ibidem, pp. 73-77
24
Ibidem, p. 79.
25
Ibidem, pp. 80-81.

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Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez

escuchó la reivindicación del rebelde fugitivo sino que consiguió que el Concilio
lo dispensara de sus votos.
Pero aquella decisión no dejó indiferente al militante Rábano Mauro. Para em-
pezar redactó un opúsculo titulado De oblatione puerorum en el que ratificaba la
tradicional doctrina de la irreversibilidad de la decisión paterna de consagarar a
los menores a la vida religiosa26. Además, apeló a la autoridad del emperador Luis
el Piadoso para que modificara la decisión del Concilio y, consecuentemente, obli-
gara a Gottschkalk a reingresar en la vida monástica. Así se hizo, si bien permi-
tiéndole cambiar de monasterio. No regresó, en efecto, a Fulda sino que pasó por
Corbie y Hautvilliers antes de ingresar en el monasterio de Orbais, en la diócesis
de Soissons27.
Pero Gottschkalk, pasado algún tiempo, también abandonó Orbais para lle-
var una vida itinerante por diferentes puntos de Italia y de Alemania predicando
acerca de sus puntos de vista sobre la predestinación, ya que había estado leyendo
y estudiando a fondo la obra de san Agustín. Rábano Mauro, al que podemos con-
siderar como su némesis, volvió a salirle al paso y es la iniciativa del abad de Fulda
la que llevó a Gottschkalk a tener que enfrentarse a sendos concilios, de nuevo en
Maguncia y también en Soissons, que fueron con él mucho menos benevolentes
que la primera vez. Resumiendo mucho, sus posiciones teológicas fueron conde-
nadas, fue fustigado publicamente como manda la regla benedictina que se ha de
hacer con los monjes refractarios o extravagantes, sus obras fueron quemadas y,
por último, fue condenando a vivir en prisión en el monasterio de Hautvilliers, en
donde ya había profesado antes brevemente. Allí transcurrieron sus dos últimas
décadas de vida, a lo que parece llevando una vida rayana en la demencia28.
El segundo debate o cuestión suscitada en esta época que afectaba al estatuto
de los oblati, tenía que ver con la separación que debía de haber entre ellos y los
otros niños que acudían a la escuela monástica. En efecto, junto a los oblatos había
otros niños que no habían sido prometidos y ofrecidos por sus padres para con-
vertirse en monjes29, sino solo enviados al monasterio para recibir una educación
difícilmente adquirible en cualquier otro lugar, al menos en aquellos tiempos. Son
lo que, con una terminología propia de otra época, podríamos denominar como
alumnos de la escolanía o escolares simples. En la documentación suelen ser de-
nominados como nutriti30, término que puede ser sinónimo de oblati, de los que
luego hablaremos con algo más de detalle. Pues bien, en esta época existe una

26
Una traducción castellana de parte del texto puede verse en Boswell, J., op. cit., pp. 563-572.
27
De Jong, In Samuel`s, op. cit., p. 86.
28
Ibidem, pp. 87-88; Boswell, J., op. cit., pp. 326-329.
29
Sobre los niños no-oblatos en los monasterios de esta época, ver Penco, G., Storia del monachesimo in Italia. Dalle
origini alla fine del Medioevo, Milano, 1985, pp. 346-347.
30
De Jong, In Samuel`s, op. cit., pp. 126-132.

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José Miguel Andrade Cernadas

Plano de Sant Gall.


Detalle de la escuela

corriente que auspicia que ambos grupos de niños llevasen vidas separadas e inde-
pendientes dentro del monasterio.
Uno de los promotores de esta idea era ni más ni menos que Benito de Aniano,
sobre cuya importancia en la conversión de la regla benedictina en norma hege-
mónica del mundo franco creo que no hace falta insistir. El llamado, por muchos,
“segundo Benito” defendía la separación de ambos colectivos31. De hecho en al-
gunos monasterios llegó a haber dos escuelas: una para los oblati y otra para los
escolares simples. De hecho, en el famoso y recurrentemente citado plano de Sant
Gall (en realidad, por cierto, plano del monasterio de Reichenau) encontramos
trazos de estas dos escuelas en la definición gráfica del monasterio ideal.
Separados o mezclados, ambos grupos de niños pasaban la mayor parte de su
jornada formándose en la escuela. Según los Estatutos de Murbach del año 816,
que vienen a ser una especie de actas preliminiares del Sínodo de Aquisgrán del
año siguiente, los estudiantes de la escuela monástica deberían comenzar por el
aprendizaje de los salmos, himnos y cánticos. Es decir, tal y como ya se apuntó

31
Riche, P. y Alexandre-Bidon, D., op. cit., p. 118.

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Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez

previamente, podría decirse que el inicio del aprendizaje estaba directamente re-
lacionado con la música y el canto. Solo después se adentrarían en el estudio de la
Regla de san Benito y, por descontado, de las Escrituras así como de las obras de
los Padres de la Iglesia32.
Con el fin principal que profundizar en la comprensión de la doctrina cristia-
na, la formación del alumno se centraba en el trivium. Todo ello, por supuesto,
en latín, una lengua que los alumnos tenían que aprender igualmente al no ser,
obviamente, su lengua materna. En el mundo monástico medieval, y ahora no ha-
blo exclusivamente de la época carolingia, el latín fue mucho más que una lengua
de transmisión escrita. Linage la concibe como una suerte de lengua viviente no
materna, exclusiva para la liturgia y el trabajo con los textos y, quizá, semiviva en
lo que respecta al día a día del claustro33.
Un programa formativo, por tanto, exigente y que requería grandes sacrificios
para los niños. Además, a lo que hoy llamaríamos la carga lectiva a soportar, el
alumno monástico tenía que enfrentarse a otro duro osbtáculo. Y es que, al igual
que ocurría con la enseñanza de los laicos, los métodos educativos estaban muy
alejados del ideal pedagógico contemporáneo34. Para empezar los niños estaban
sometidos a una férrea custodia por parte de los circatores, que los vigilaban día
y noche35. Además la figura del maestro era indisociable de la palmeta o vara de
castigo, vínculo que era especialmente estrecho en el caso del aprendizaje de la
gramática. De hecho, Ratiero de Verona compuso un tratado conocido con el títu-
lo de Spara Dorsum, una de cuyas finalidades era conseguir que el alumno recibiera
el menor número de golpes posibles36.
Siendo todo esto cierto, no lo es menos que las reglas monásticas, y muy en
particular la regla benedictina, consideraban la benevolencia con los menores co-
mo algo especialmente recomendable37, tal y como hemos visto al hablar de los
horarios y del régimen de comidas. Cabe pensar, en consecuencia, que la educa-
ción y el aprendizaje no fueran una excepción. Podríamos imaginar, por tanto, que
la situación del alumno claustral fuera más moderada que la del alumno formado
con un preceptor privado o en otros ámbitos.
El régimen de vida al que estaban sometidos era, en cualquier caso, duro y, para
paliarlo algo, los textos monásticos nos informan de que se buscaban pequeños
huecos en la semana para que los niños jugaran o tuvieran cierta expansión propia
de su edad. Tenemos algún dato que nos habla de juegos practicados con palos y

32
Boyton, S. y Rice, E, op. cit., p 38.
33
Linage, A., La vida cotidiana de los monjes de la Edad Media, Madrid, 2007, p. 288.
34
Avril, A. y Palazzo, E., La vie des moines au temps des grandes abbayes, París, 2000, p. 45.
35
Riche, P. y Alexandre-Bidon, D., op. cit., p. 28.
36
Ibidem.
37
Linage, A., op. cit., p. 326.

121
José Miguel Andrade Cernadas

ruedas, así como de salidas a praderas o campos cercanos al monasterio38. Luego


me referiré algo más a los juegos, o mejor aún a las travesuras de los niños del
claustro.
El Coloquio de Aelfric Bata, texto anglosajón de la primera mitad del siglo xi39, da
detalles de la jornada que, cada sábado, se dedicaba al baño de los niños. Un mo-
mento necesario por higiene y salud pero, a la vez, visto con notoria prevención
por parte de los reguladores monásticos, siempre preocupados por la influencia
que el demonio de la carne y de la concupisciencia pudiera tener entre los inte-
grantes de la comunidad, niños incluidos40.
¿Y qué decir de las niñas? ¿Hubo, igualmente, puellae oblatae en los monasterios
altomedievales? Empecemos por responder a esta última pregunta con una afirma-
ción. Una afirmación de la que penden los únicos matices que, pese a los avances
en la historia de las mujeres, suele haber debido a unas fuentes documentales an-
drocéntricas, cuando no abiertamente misóginas. Esto permite comprender por
qué el volumen de información sobre las oblatas, y sobre las niñas recluidas en los
claustros en general, es mucho menor que el que hay para los niños.
En efecto, en los monasterios femeninos hubo niñas y desde época tan tempra-
na como ocurría con los oblati masculinos. De hecho, las puellae oblatae son prota-
gonistas de varios relatos de la rica tradición hagiográfica merovingia41. Como los
niños, podían entrar en sus monasterios a edades muy tiernas, si bien parece que,
al menos en algunos lugares, se impuso la edad mínima de seis años para poder ser
admitidas42.
Su curriculum escolar no nos es bien conocido. En cualquier caso, junto a los
grandes centros culturales femeninos, sobre todo los de la Alemania otónida43, de-
bió de haber una pléyade de casas en las que la formación de las niñas se centraba,
preferentemente, en aprender a leer y escribir, memorizar los salmos y perfeccio-
nar técnicas artesanales como el bordado, entre otras44.
En lo que, con toda probabilidad, hubo notables diferencias entre niños y ni-
ñas oblatas, fue en el tema de la irreversabilidad de la profesión hecha por sus
padres. Parece que las niñas no quedaban tan desarraigadas de sus familias cuando
entraban en los monasterios. La posibilidad de que decidieran abandonar la vida

38
 principios del siglo xi, Sancho el Mayor, rey de Navarra, les cede a los niños de la escuela del monasterio de
A
San Juan de la Peña un lugar de recreo; Orlandis, J., “Notas sobre la oblatio puerorum en los siglos xi y xii”, en
Estudios sobre instituciones monásticas medievales, Pamplona, 1971, p. 206.
39
Gwara, S. (ed.), Anglo-Saxon Conversations: The Colloquies of Aelfric Bata, Rochester, 1997.
40
Riché, P. y Alexandre-Bidon, D., L’enfance au Moyen Âge, París, 1994, p. 122.
41
De Jong, M., In Samuel`s, op. cit., pp. 135-136.
42
Parisse, M., Les nonnes au Moyen Âge, Le Puy, 1983, p. 126.
43
Autoras como Roswitha de Gandersheim o, para época más tardía, Hildegarda de Bingen, poseen una forma-
ción y producen una obra escrita de primerísimo nivel, como es bien sabido.
44
Parisse, M., op. cit., p. 167.

122
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez

monástica al llegar a la edad adulta, sobre todo en el caso de que sus padres les
hubieran concertado un matrimonio, era muchísimo más fácil que en el caso de
los niños45.
En definitiva, puede decirse que los oblati fueron, durante buena parte del
período altomedieval y al menos en los grandes monasterios del mundo franco-
germánico, uno de los sectores más valorados de la comunidad monástica. Los
integrantes de lo que se dio en llamar el ordo infantium, procedían, muchos de ellos,
de sectores sociales privilegiados y habían recibido una formación mucho más
larga y esmerada que los monjes que habían ingresado en el monasterio a edades
más avanzadas. Se consideraba, además, que estaban menos contaminados por el
mundo y por la carne. El hecho de que hubieran entrado en el monasterio a una
tierna edad, los habría apartado de buena parte de las tentaciones del siglo, lo que
los convertía en más puros a los ojos de la mentalidad dominante entre la clerecía
de aquellos tiempos.
No es de extrañar, por todo ello, que los monjes que habían entrado en sus
comunidades como oblatos consituyeran una suerte de primer nivel, una aristo-
cracia, dentro de sus comunidades y que hubiera una clara preferencia por ellos a
la hora de reclutar a los monjes que accedían al orden sacerdotal46.
¿Todo este panorama altomedieval y, grosso modo, franco-carolingio, es aplicable
a la realidad monástica hispana?

Turba puerorum: niños y no tan niños en la documentación monástica hispana


Centrándonos ya en el ámbito hispano e intentando extraer la información
principalmente de nuestra documentación47, hay que empezar por decir que la
presencia de los niños en los claustros hispánicos están bien, aunque irregular-
mente, documentada desde el siglo x y hasta finales del xii, si bien como luego
veremos no deja de haber referencias a ellos hasta fines de la Edad Media.
Las fórmulas a través de las cuales los niños eran entregados a los monasterios
podían ser muy variadas. Los relatos testamentarios, por ejemplo, ofrecen algún
testimonio interesante. Así tenemos el caso de un documento de Sahagún en el
que, fechado en el año 976, Ramiro III confirma el testamento de Ansur, serbus
esse regis fideliter et inter mayores natu sollitus explevente directa servizia in palatio regis
domnissimis imperatoris48 a favor del monasterio facuntino. Tras aludir a la religiosi-
dad del testificante con ampulosidad y referirse a una grave enfermedad a raíz de

45
Ibidem, pp. 126-128; De Jong, In Samuel’s, op. cit., pp. 65-66.
46
De Jong, M., In Samuel’s, op. cit., pp. 140-143.
47
A la escasez de costumbrarios, hemos de unir la total ausencia de textos didácticos o tratados monásticos pro-
cedentes del mundo hispano. Ello nos obliga a centrarnos, de modo casi exclusivo, en el análisis documental.
48
Mínguez, J. M., Colección diplomática del monasterio de Sahagún, León, 1977, vol. I, doc. 284, p. 340.

123
José Miguel Andrade Cernadas

la cual había decidido “entregarse” a Sahagún49 y hacerle donación de buena parte


de sus bienes, se refiere también al futuro de sus hijos. Se trata de dos varones,
Pelayo y Pedro. Aunque el documento no lo explicita, hay que imaginarlos como
niños o, como mucho como adolescentes, a tenor del plan que su padre prevé para
ellos. Ambos quedan, en efecto, encomendados –in manus abba posuit– al abad Fé-
lix para que allí, en Sahagún, sean educados y se conviertan en monjes50. En caso
de que, en el futuro, alguno de sus hijos quisiera renunciar a la vida monástica o,
incluso, cambiar Sahagún por otro monasterio, les quedaba expresamente prohi-
bido hacer uso de los bienes que habían sido de su padre.
Parece que la voluntad paterna se cumplió. De hacer caso a Escalona, ambos se
convirtieron en monjes de Sahagún, permaneciendo en esta casa hasta su muer-
te51. En cualquier caso, es evidente que en este caso no hay asomo de la irrevoca-
bilidad que comentábamos previamente.
También los documentos de carácter memorial e inventarios hechos por los
propios monjes nos pueden ilustrar sobre su pasado como oblati o nutriti. Una de
las colecciones documentales en las que encontramos varios de estos testimonios
es la del monasterio gallego de Celanova. Uno de sus personajes mejor documen-
tados y que goza hasta de cierta fama historiográfica, es el prepósito Cresconio52.
Encargado, principalmente, de la gestión de los asuntos inmobiliarios del mo-
nasterio, este monje cuya actividad está muy bien documentada entre fines del
siglo x y principios del siglo xi, dejó en uno de sus varios inventarios el siguiente
testimonio vital:
Ego Cresconio…cum essem ad primeuo temporis adolescentis nutritus et creatus sum in manus
sanctissimi patris et summi pontificis nostri, cum omni cautela nominando domni Rudesindi
episcopi, creauit et nutriuit nos in omni spetie bone, quod iustum est et quod regulariter de
sanctorum patres auctoritas docet53.

Cresconio recuerda que su entrada en Celanova se produjo en su primera ado-


lescencia, por tanto no en la infancia. Teniendo en cuenta las convenciones sobre
las edades del hombre vigentes en la época, podríamos estar pensando en un arco
temporal que fuese de los 12 a los 14 años. Siguiendo con el análisis de la frase

49
t unc insinuabit et ominibus plurimis capite suo inclinabit adque pedibus forum obsculabit ut prebuissent ei iubamine ad
rogandum qualiter de manu domno Felices abba qui tunc pret regens fratrum et sucesor hic in Domnos Sanctos et cuncta que
aberi videtur post partem Sanctorum Facundi et Primitibe tradidiset sicuti et feciit; Ibidem.
50
in hoc loco vere confessorum literas docuissent et sanctimonialem vital deduxisent ut directi ac studiosi expleant servizia Dei
et Christi; Ibidem.
51
Escalona, R. OSB, Historia del Real Monasterio de Sahagún, Madrid, 1782 (León, 1982), p. 46.
52
Carzolio, M. I., “Cresconio, prepósito de Celanova. Un personaje gallego al filo del siglo xi”, en Cuadernos de
Historia de España, 65-66 (1973), pp. 225-279.
53
Andrade, J. M., O Tombo de Celanova, Santiago, 1995, doc. 180, p. 250; Orlandis, J., “Notas sobre la oblatio
puerorum en los siglos xi y xii”, en Estudios sobre instituciones monásticas medievales, Pamplona, 1971, p. 207.

124
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez

vemos que atribuye al mismo san Rosendo, obispo y fundador del monasterio, el
haber completado su formación. Pero no se alude a una formación básica y escolar
sino, más bien a la propia de un monje o de un hombre del claustro. De ahí la re-
ferencia a la regularidad y a la autoridad de los santos padres, fórmula arquetípica
empleada para designar a los principales padres del monacato.
No acaba aquí el interés que, para nuestro actual objetivo, tienen los documen-
tos de Cresconio. En otro documento, datado en 1010, este prepósito hace un
recordatorio de sus relaciones con su propia familia. Concretamente explica cómo
habló con sus hermanos para que algunos de sus hijos fueran entregados al mo-
nasterio ad nutriendum. De este modo, el propio Cresconio afirmaba que seguirían
sus pasos recurriendo a una cita del Eclesiástico, Generatio uadit, generatio uenit. Sus
sobrinos, sin embargo, debieron de haber entrado en Celanova a una edad más
temprana que la suya ya que allí, siempre según el relato documental, emerunt litte-
ris in scola, tras lo cual iniciaron su carrera eclesiástica primero como subdiáconos
para pasar, posteriormente, a recibir el diaconato54.
Cresconio concreta, a continuación, y de modo específico en uno de sus so-
brinos. De hecho puede decirse que el documento del que estamos hablando está
redactado para él. En efecto, el veterano prepósito encomienda a su sobrino –cu-
riosamente homónimo– y lo somete al diácono y prepósito Aloito, homo spiritalis
et sancte para que sub iussione vestre ad nutriendum, ad fovendum et in omnibus operibus
bonis ad custodiendum55. Como contrapartida, Cresconio hace una rica donación
a Celanova y a su sobrino para que compartan su posesión y rentas, siempre y
cuando su familiar permanezca en el monasterio. En el caso de que no fuera así,
Celanova y el diácono Aloito podrían disponer de ella en su integridad56.
El documento debió de haber sido firmado, aunque no se especifique, ante to-
da la comunidad celanovense. Así lo suponemos por dos razones. En primer lugar
porque la relación de confirmantes es de las más extensas que podemos encontrar
en un documento de esta época, siempre y cuando excluyamos los grandes privi-
legios reales o los documentos fundacionales. Por otra parte, se trata de una lista
que está integrada exclusivamente por clérigos. Una mayoría de ellos portan el
título de confessi, que se ven complementados por unos cuantos perbísteros y algu-
nos diáconos57. Sería una prueba, entre otras consideraciones, de la importancia
dada al acto.
Volviendo al contenido del documento, estaríamos ante dos generaciones de
una misma familia formados en un mismo monasterio. El primero desde la ado-

54
Andrade, J. M., op. cit., doc. 334, p. 483.
55
Ibidem.
56
Ibidem, p. 484.
57
Ibidem, pp. 484-485.

125
José Miguel Andrade Cernadas

San Miguel
de Celanova

lescencia, los segundos, seguramente, desde la niñez. Este ejemplo, al margen de


otras consideraciones, nos permite cuestionar el éxito del radical alejamiento que
las reglas, en especial la de san Benito58, habían previsto entre los niños y ado-
lescentes del claustro y sus familias biológicas. Las interrelaciones sociales entre
aristocracia y los grupos laicos de élite y los monasterios, tema sobre el que tanto
se ha escrito y reflexionado recientemente y al que se dedicaron las magníficas y
fructíferas jornadas del año precedente59, debieron de haber sido mucho más po-
derosas que los ideales de aislamiento cenobítico60 y del deseo de considerar que
la única familia del niño/adolescente era la familia monástica61.

58
 o puede decirse que, a esta altura, Celanova fuese un monasterio benedictino. La influencia de la regla de
N
Nursia, por el contrario, en el modelo monástico celanovense parece fuera de duda; Andrade, J. M., “Los mo-
delos monásticos en Galicia hasta el siglo xi”, Archivo Ibero-Americano, 65 (2005), pp. 587-609.
59
García de Cortázar, J. A. y Teja, R. (coords.), Monasterios y nobles en la España del románico: entre la devoción y la
estrategia, Aguilar de Campoo, 2014.
60
Por otra parte, no tan férreo como se suele imaginar. Posiblemente, ni tan siquiera sería algo buscado de modo
pertinente, al menos en estos siglos de los que estamos hablando.
61
Aunque referidas, principalmente, al período carolongio, son muy interesante para esta cuestión las reflexiones
hechas por Mayke de Jong. Frente a la idea, si bien matizada, de Boswell, de considerar la oblación infantil
como un indicio de exposición, la de la historiadora holandesa es radicalmente distinta. Para ella los vínculos

126
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez

Otro ejemplo, un poco posterior, de admisión de niños en Celanova es el del


diácono Vermudo. En su donación post mortem a Celanova, datada en el año 103262
solicita, en primer lugar, ser enterrado ante el altar del monasterio en el que fuit
nutritus et creatus ab infantia sua y al que estuvo vinculado el resto de su vida como
responsable de una de las decanías que el cenobio tenía en aquellos tiempos63.
Quien hace la donación es su madre, que le sobrevive, y aumenta los bienes
donados con la aquiescencia de los hermanos biológicos del diácono celanoven-
se. El acto de donación y el documento que lo recoge, quizá por el vínculo del
donante con el monasterio, fue confirmado, de nuevo, ante todo el concilio de
Celanova64.
Pues bien, este tipo de confirmaciones colectivas con motivo de ocasiones sin-
gulares, es otra de las vías que podemos emplear para testimoniar la presencia de
niños en nuestros monasterios. Considerados integrantes de la comunidad, su pre-
sencia era recogida en ocasiones, como dijimos, de especial significación. Nuestra
breve encuesta comienza continuando la revisión de una cantera documental pro-
lija y bien conocida como es la celanovense.
Veamos un documento datado en el año 1002, en el que se recoge el pleito
mantenido entre Celanova y un particular por la posesión de la iglesia de San
Andrés de Congustro, no muy distante del monasterio. El conflicto parece haber
sido de cierta importancia. De hecho, el primer encuentro público entre las partes
se produjo ante el propio rey Alfonso V –casi un residente permanente en Galicia
por estos años65– y el senatus suis de cinco jueces identificados por sus nombres. El
proceso se alarga y se complica hasta que, finalmente, la parte contraria se allana
con la conocida fórmula de la agnitio. La resolución final y el documento que la re-
coge se sustanciaron en el monasterio de Celanova in domni abbatis presentia, omnes
fratres, sacerdotes, laicos, et turba puerorum degentibus in scola et in capitulo66.
¿A qué responde la presencia de niños en este tipo de situaciones y aconte-
cimientos? En primer lugar al hecho evidente de que, en aquellos monasterios
en que vivieron, formaban parte, como ya se ha dicho varias veces, de la familia
monástica. Están presentes, en consecuencia, como miembros de pleno derecho

con la familia natural no solo no se rompían sino que, por el contrario, se reforzaban. El oblato era el nexo de
unión del grupo familiar con el grupo espiritual. Uno y otro, con el niño como engarce, se entrecruzaban; cfr,
De Jong, M., In Samuel’s, op. cit., pp. 219-227.
62
Andrade, J. M., Tombo, op. cit., doc. 35, p. 64.
63
Ad obitum vero suum mandavit se humare ad aram Sancti Salvatoris monasterii Cellenove, ubi fuit nutritus et creatus ab
infantia sua, et unde tenebat deganea Baroncelli usque ad obitum eius, Ibidem.
64
Ego Eyleova prolis Froilani, una cum filiis meis Yquilani, Froylani, Eroni et Eylonia, in hoc testamentum manus proprias
roborem iniecimus (signum) Coram omni concilio monasterii Cellenove confirmavimus, Ibidem.
65
Fernández del Pozo, J. M., Alfonso V (999-1028). Vermudo III (1028-1037), Burgos, 1999, pp. 34-37
66
Andrade, J. M., Tombo, op. cit., doc. 252, p. 358. De esta doble referencia a los niños ¿podríamos colegir que
se distingue entre los niños de la escuela, los “externos”, y los niños del capítulo, es decir los oblati?

127
José Miguel Andrade Cernadas

de la comunidad reunida solemnemente en capítulo. Pero hay otra clave añadida


que no debe pasar inadvertida, en especial en esta época en la que tanto se está
reflexionando y valorando el papel y la conformación de la memoria. Los niños
son, de todos los integrantes de la sociedad monástica, los que por lógica natural
tienen una mayor expectativa vital, de ahí que se buscase su testimonio y presen-
cia para poder “conservar la memoria del acto en el futuro por más tiempo”67. Los
ancianos, muy importantes como luego se verá en nuestros monasterios, son los
grandes depositarios de la memoria cenobítica y los niños los garantes de que esa
cadena de transmisión testimonial continúe en el futuro.
Pero hay todavía más claves a la hora de tener en cuenta la asistencia de los ni-
ños del monasterio a las solemnidades judiciales. Una dimensión muy importante
es la ya comentada inocencia de los menores. Ya la regla benedictina, en su capí-
tulo tres, que trata del llamamiento de los hermanos a capítulo cuando haya que
tomar decisiones importantes dice que todos han de ser convocados, incluyendo
a los más jóvenes ya que a veces el Señor les revela lo más acertado precisamente
a ellos y, más adelante, en el sesenta y tres, recuerda, a la hora de hablar del orden
de la comunidad, a Samuel y a Daniel quienes juzgaron a los sacerdotes “siendo
muchachos”68. Pero es que, además, no era infrecente el recurso a los niños co-
mo vehiculadores de las intenciones de Dios. Puede verse en el papel que juegan
cuando se recurre al sistema de las sortes biblicae y la “mano inocente” e, incluso, en
códigos legales, como la ley frisia, la decisión de los niños equivalía a la manifesta-
ción de la voluntad divina69. Hablamos de lo que, seguramente con impropiedad,
podríamos calificar como de ordalía infantil.
Desde mediados del siglo xi y hasta fines del xii sigue habiendo oblatos aunque
cada vez es más difícil poder distinguirlos de los alumnos de la escuela, al tiempo
que parece irse desvaneciendo la irrevocabilidad de la profesión.
Una de las fórmulas más pertinentes de seguir la pista de los niños en los mo-
nasterios de esta época, es a través del estudio de su presencia entre los confir-
mantes o testigos de la documentación de cierta entidad, además del recurso a
una lectura muy pormenorizada de la cada vez más abundante documentación
benedictina plenomedieval.
Para ello he recurrido a revisar la documentación de Sahagún, particularmente
rica para este período de los siglos xi y xii y que cuenta con una moderna y buena
edición. No niego que mi análisis se ha hecho a partir de una rápida incursión en la
documentación facuntina y valiéndonos de los utilísimos índices de su colección
documental, por lo cual algunos de los comentarios que vienen a continuación po-

67
Linage, A., La vida, op. cit., p. 66.
68
Linage, A., La Regla, op. cit., p. 74 y p. 75. Es de advertir, sin embargo, que no se habla de niños en ningún
momento.
69
De Jong, M., In Samuel`s, op.cit., pp. 136-137.

128
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez

drían verse modificados o retocados a la hora de revisar esta riquísima colección


más a fondo.
El primero comentario que me gustaría hacer es de índole cronológico. La pre-
sencia de los niños como confirmantes se concentra en el período de poco más de
un siglo que va de 111770 a 121971. No aparecen en época anterior y a partir de
esta última fecha desaparecen de la documentación, al menos en cuanto confir-
mantes. Esta cronología, por cierto, coincide, en lo básico, con la concentración
de supuestos documentos de oblación conservados en el cartulario de San Cugat
del Vallès de la segunda mitad del siglo xii72 y que comentaremos a continuación.
El segundo tiene que ver con el número de niños confirmantes. Cuando son
mencionados nunca aparecen menos de dos ni más de cuatro. Intentar establecer,
unicamente con esta información, que estos eran todos los efectivos infantiles que
habitaban Sahagún en este período, es muy arriesgado. Sin embargo, lo cierto es
que suelen repetirse los mismos nombres en documentos datados en fechas próxi-
mas lo que podría acercarnos a esa conjetura.
En la séptima columna de un documento fechado en 1123 aparecen como
confirmantes cuatro infantes: Petrus, Pelagius, Dominicus, Pelagius. Dos años
después los confirmantes infantiles son tres que responden a estos nombres con
sus respectivos cognomen (lo que, por cierto, es muy inusual en estas relaciones
nominales): Dominicus Faviciz, Pelagius Petriz, Pelagius Ciprianiz. La posibilidad
de que se trate de los tres homónimos del documento anterior parece más que ra-
zonable73. Además, y en apoyo de esta suposición, contamos con una información
obtenida del costumbrario de Udalrico, texto elaborado en el siglo xi en Cluny.
Según este documento en la gran abadía borgoñona de esa época no había más
de seis niños para los que, curiosamente, había dos maestros74. O, más aún, nos
encontramos con una situación semejante, aunque en este caso con una ratio de
un maestro por cada dos o tres alumnos, en el costumbrario del monasterio por-
tugués de Pombeiro, elaborado a mediados del siglo xiii75.
No es menos cierto que al igual que no todos los monjes e integrantes de la
comunidad confirmaban todos los documentos, tampoco habría por qué suponer
que lo hicieran el conjunto de los niños habitantes del cenobio. En este sentido

70
Fernández Flórez, J. A., Colección diplomática del monasterio de Sahagún, León, 1991, vol. IV, doc. 1199.
71
Ibidem, León, 1994, vol. V, doc. 1619, p. 124. Hay otros dos documentos posteriores en que aparecen los
infantes como testigos pero se trata, en ambos casos, de sendas confirmaciones papales y reales a un diploma
fechado en el año 1210.
72
Orlandis, J, “Notas”, op. cit., pp. 208-209.
73
Fernández Flórez, J. A., op. cit., IV, doc. 1214 y 1219. Por otra parte, entre 1201 y 1205, en los cuatro
documentos en que aparecen infantes confirmantes se repiten los dos mismos nombres (Pedro y Juan); Ibidem,
V, docs. 1545, 1548, 1557, 1563.
74
Riché, P. y Alexandre-Bidon, A., op. cit., p. 124.
75
Lencart, J., O Costumeiro de Pombeiro. Uma Comunidade Beneditina no séc. xiii, Lisboa, 1997, pp. 92-93.

129
José Miguel Andrade Cernadas

podría conjeturarse que los niños confirmantes podrían ser un grupo selecto del
colectivo, bien por ser especialmente aventajados en los estudios o por su com-
portamiento o, quizá, por tener una edad mayor que los demás.
Sin embargo, lo más lógico es pensar que el grupo de niños del monasterio
fuese, en efecto, reducido. El dato de Cluny puede servir como un buen marco
comparativo y, por otra parte, la impresión general que, hoy en día, tienen los his-
toriadores sobre las dimensiones de la comunidades de los monasterios de época
románica, hace más creíble una pequeña comunidad infantil de no más de cuatro
o seis integrantes que otra de mayores dimensiones.
Nuestro tercer comentario está vinculado al ámbito escolar con el que los ni-
ños, como ya se ha insistido, estaban principalmente relacionados. De hecho, y
no parece que sea por casualidad, suelen mencionarse como confirmantes a conti-
nuación de los magistri76 y lo digo en plural porque no se menciona a uno solo sino
que se enumeran varios monjes encargados del magisterio. A veces, por ejemplo,
se menciona un magister maior y un magister a secas en el mismo documento tal
y como vemos en un caso datado en 116077. Esa duplicidad, y con toda proba-
bilidad con los mismos protagonistas, se mantiene en otro documento del año
1171, con la diferencia de que el magister maior aparece ahora mencionado como
magister infantum78. Ya en el siglo xiii la referencia más recurrente, y como si fuera
el producto de la hibridación de las dos denonimaciones anteriores, la constituye
el magister maior infantum aunque también se testimonia algún magister infantum79.
En el breve lapso temporal que va de 1160 y 1172 hay varios documentos en
que las relaciones de testigos distinguen entre iuvenes e infantes. Los primeros pre-
ceden a los segundos en el orden de confirmantes, seguro reflejo de un estatuto de
mayor categoría dentro de la comunidad. El colectivo de iuvenes parece proceder,
en su mayoría, del grupo de niños. De hecho, el primero de los jóvenes documen-
tado como confirmante de un documento es, con toda seguridad, el mismo que
solo dos años antes confirmaba como infans80.
Frente a los niños, los iuvenes confirmantes no solo tenían más edad sino que
disfrutaban de una mayor y mejor formación. Tanto es así que uno de ellos, Do-
mingo, aparece incluso como escribano de varios de los documentos de este pe-
ríodo81 tarea, como es bien sabido, de gran responsabilidad y que requería la ad-

76
Fernández Flórez, J. A., “La vida cotidiana en el monasterio románico”, en Monasterios Románicos y Producción
Artística, Aguilar de Campoo, 2003, p. 79.
77
Fernández Flórez, J. A., Colección, op. cit., doc. 1337, p. 285.
78
Ibidem, doc. 1371, p. 335.
79
Ibidem, vol. V, doc. 1566, p. 50.
80
En un documento de 1158 nos encontramos a Velascus infans conf; Ibidem, vol. IV, doc. 1330, p. 273. En uno
posterior, fechado en 1160, confirma Velascus iuvenis; Ibidem, vol. IV, doc. 1337, p. 285.
81
Dominicus iuvenis scripsit et confirmat; Ibidem, vol. IV, doc. 1336, p. 283.

130
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez

quisición de una serie de técnicas y de conocimientos que no estaban al alcance de


todos los integrantes de la comunidad.
Estos niños confirmantes de Sahagún podrían no ser considerados técnica-
mente como oblatos y, de hecho, están documentados en una época en la que la
irrevocabilidad en su profesión parecía ya cosa del pasado. Sin embargo podría ser
que la mayor parte de ellos continuaron su vida como monjes de Sahagún. Habría
que conjeturar, en consecuencia, que mientras que estuvo en vigor la presencia de
menores de edad en los monasterios, una parte de los integrantes de las grandes
comunidades se habían incorporado a ella siendo niños.
Es más, es probable que ese grupo fuese visto, como ocurría con los oblati de
época carolingia, como de especial calidad, competencia y formación en el seno
del colectivo monástico frente a otros que se habrían incorporado a una edad más
adulta. Así lo entiende, por ejemplo, Santiago Olmedo quien en su estudio sobre
la abadía de Oña en el siglo xi defiende que al menos dos abades de esa centuria,
Ovidio y Juan I, se habían incorporado al claustro oniense siendo niños82.

San Pedro de Rocas (Foto: Fundación Santa María la Real / J. Nuño)

82
Olmedo, S., Una abadía castellana en el siglo xi. San Salvador de Oña (1011-1109), Madrid, 1987, pp. 94-95.

131
José Miguel Andrade Cernadas

Formados como monjes y por monjes, los menores que vivían en los monas-
terios medievales no dejaban de ser niños. Su comportamiento es, en ocasiones,
señalado por las fuentes monásticas como travieso o, cuando menos, imprudente.
Una imprudencia que, a veces, tuvo consecuencias graves. Una de ellas, menciona-
da más veces de las que cabe imaginar, consiste en haber provocado algún incen-
dio con la consecuente destrucción del monasterio.
Uno de los varios casos que podrían presentarse lo encontramos en el primero
de los documentos conservados del pequeño monasterio gallego de San Pedro
de Rocas, situado en tierras de la provincia de Ourense. Data el documento del
año 1007 y se escribió con motivo de la restauración del monasterio. El redactor
del diploma hace, como es habitual en este tipo de textos, una suerte de historia
previa del cenobio y, en ella, encontramos el dato que nos interesa. El monasterio
necesitó reconstrucción física y cenobítica porque había sido destruido por un
incendio. Dejemos hablar al propio texto para conocer las circunstancias del mis-
mo: per negligentiam puerorum qui ibi in scola aduc degentes literas legebant, domus ipse
ab igne de nocte est succensa83. Añade, a continuación, que la destrucción fue total
incluyendo hasta las antiguas escrituras del archivo. Teniendo en cuenta los usos
pedagógicos a los que antes hice referencia, podemos imaginar que las palmetas se
hicieron sentir de modo muy especial en aquellos días.
Esta breve referencia a los niños de Rocas merece algún comentario. La pri-
mera es de índole cronológica. El documento, como se dijo, lleva por fecha el año
1007 pero la noticia del incendio tiene que referirse a un tiempo anterior. Tenien-
do en cuenta que Rocas es un monasterio vinculado históricamente a Celanova,
la posible cronología de esa presencia infantil en San Pedro viene a coincidir con
los casos comentados para el monasterio fundado por san Rosendo. Cronológica-
mente, por tanto, estamos ante un documento fiable.
A los niños no se les define como oblati (término, por cierto, infrecuente en
nuestra documentación) ni como nutriti y unicamente se dice de ellos que acudían
a la escuela a “aprender las letras”. Sin embargo, el hecho de situar el incendio por
la noche y atribuir la responsabilidad del accidente a los niños, hace pensar que
tenían que residir dentro del monasterio.
Rocas fue siempre un monasterio pequeño y relativamente poco importante.
De hecho podemos suponer que su documentación, bastante abundante para un
cenobio de esta envergadura, seguramente se conservó gracias a su vinculación
con una casa grande como Celanova. En cualquier caso, el hecho de que un mo-
nasterio pequeño como éste acogiera niños –en el régimen que fuese– dentro de
sus instalaciones, nos podría hacer repensar la auténtica dimensión de la presencia
infantil en los monasterios de los siglos x y xi ¿Fue realmente una realidad uni-

83
Duro Peña, E., El monasterio de San Pedro de Rocas y su colección documental, Ourense, 1973, doc. 1, p. 134.

132
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez

versal? ¿O es el caso de Rocas, excepcional, en el conjunto de los monasterios de


menor entidad?84.
Las travesuras de los niños y su, seguramente, no siempre perfecto encaje con
la comunidad de monjes, protagoniza incluso algún exemplum. Un género que in-
dependientemente de la veracidad puntual de cada una de las historias narradas,
nos permite conocer el trasfondo social y el paisaje humano de la época mucho
mejor que los esteriotipados documentos recogidos por los archivos monásticos.
Como digresión, vamos a abandonar, por un momento, el ámbito hispano.
Vamos a recurrir a un exempla salido del cálamo del maestro dominico Esteban
de Bourbon85 y que se compuso a mediados del siglo xiii, precisamente un mo-
mento en el que la presencia infantil en los claustros comenzaba su proceso de
difuminación histórica. La historia nos sitúa en un priorato cuyo nombre se evita
(el hecho de que se hable de priorato parece indicar que se trata de una casa clu-
niacense) que estaba habitada por una comunidad de vida escasamente edifican-
te. Tengamos en cuenta que el tópico del monje negro acomodado y aseglarado
es muy de la época y en la pluma de un predicador, como era fray Esteban, quizá
adquiriera tintes aún más críticos. En cualquier caso, el relato describe a unos
monjes más aficionados de lo debido a la bebida y más entregados a la molicie y a
la vida regalada que al emblemático ora et labora. Un día en el que amanecen más
resacosos de lo habitual y especialmente quejosos y doloridos por los excesos
cometidos en la víspera, deciden solicitar la ayuda de los niños del coro a fin de
que fueran los infantes los que llevaran el peso del canto y de la oración colectiva
matutina.
Así se hace y, al poco de comenzar el rezo, todos los monjes están profun-
damente dormidos. Los únicos sonidos que emitían –y esto no lo dice el relato
del inquisidor dominico sino que es acotación mía– debían de ser sus sonoros
ronquidos. Uno de los niños, entonces, hace una señal a sus compañeros para
que dejen de rezar. Comprueban que los integrantes de la comunidad siguen
durmiendo plácidamente, situación que los niños aprovechan para divertirse y
jugetear, quizá incluso a costa de algún somnoliento hermano. Pasado un rato
uno de los niños decide romper el silencio, de golpe, gritando un fortísimo Bene-
dicamus Domini al que los sorprendidos monjes responden con un mecánico y, a
la vez, asustado Deo gratias86.

84
 abría una tercera pregunta que, por parecerme más improbable, remito a nota ¿No estaremos ante un tópico
H
o un cliché documental? Es evidente que los incendios no debieron de ser infrecuentes en edificios, como
muchos monasterios altomedievales podrían haber sido, parcialmente edificados en madera. Pero, como el
abandono o la despoblación monástica, que justifica y explica las restauraciones ¿No puede cumplir esa misma
función el incendio? Y los niños, inocentes pero imprudentes ¿no podrían ser el instrumento ideal?
85
Puede verse una edición reciente en Lucken, C. (ed.), Stephani de Borbone. Tractatus de diversis materiis predicabi-
libus, Turnhout, 2003.
86
Riché, P. y Alexandre-Bidon, D., op. cit., pp. 125-128.

133
José Miguel Andrade Cernadas

Regresemos a las fuentes peninsulares. El costumbrario del monasterio bene-


dictino portugués de Pombeiro, elaborado a mediados del siglo xiii y uno de los
pocos testimonios peninsulares de este género de textos que han llegado hasta hoy,
puede servir como punto final en nuestro recorrido por la historia de los niños en
los monasterios medievales. Téngase en cuenta que ya los cistercienses, con su
formidable arranque histórico del siglo xii, habían renunciado a admitir niños en
sus cenobios, imponiendo la edad mínima de 17 años para poder convertirse en
novicios87. La propia normativa eclesiástica, si bien no va a prohibir taxativamente
la presencia de niños hasta el siglo xv, tiene precisamente en el siglo xiii uno de
los momentos culminantes en el retroceso de esta costumbre88.
Pese a ello, el Costumeiro de Pombeiro, aunque ya no se mencionen los oblati,
sigue teniendo numerosas referencias a los pueri, infantes y iuvenes89. Son más de
cincuenta ocasiones en que encontramos referencia a los menores en este texto.
La mayoría de ellas, como era clásico, se refieren a su actividad escolar pero tam-
bién se incide en el papel activo que desempeñan en algunos de los oficios más
solemnes de la comunidad90.
Con todo, creo que conviene ser muy cauto sobre el valor de estas informacio-
nes, ya que este costumbrario tiene poco de texto original y específico de la co-
munidad de Pombeiro. Tal y como ha expuesto su editora se trata, en lo básico, de
una adaptación del Ordo Cluniacensis de Bernardo, elaborado hacia el año 1070,
al tiempo que puede ser una copia de un texto procedente de Sahagún como ya en
su día había expuesto José Mattoso91.
Desde el trabajo, aún hoy esencial, de Orlandis sobre la oblación infantil en los
monasterios hispanos de los siglos xi y xii92 se viene defendiendo que la documen-
tación catalana registra numerosos y tardíos casos y, de modo particular, se apunta
a la colección diplomática de Sant Cugat del Vallès como gran cantera de informa-
ción sobre el tema93 En efecto, Orlandis menciona 18 documentos del cartulario
de Sant Cugat, concentrados en la segunda mitad del siglo xii, en los que para el
gran historiador de la Iglesia nos encontraríamos con casos de oblación infantil.
La consulta y revisión de dicha documentación genera más de una duda sobre
la condición infantil de los “ofrecidos” y sobre el acto mismo94. Para empezar, en
ninguna ocasión a lo largo de esta serie documental se emplea el término puer,

87
Lekai, L. J., Los cistercienses. Ideales y realidad, Poblet, 1987, p. 39.
88
Riché, P. y Alexandre-Bidon, D., op. cit., p. 121.
89
Lencart, J., op. cit., p. 78.
90
Ibidem.
91
Ibidem, pp. 69-70.
92
Orlandis, J., “Notas”, op. cit., pp. 208-209.
93
Boswell, de hecho, reprodujo la información de Orlandis incluyendo en su monografía la relación de los su-
puestos documentos de oblación; Boswell, J., op. cit., p. 334.
94
Rius Serra, J., Cartulario de San Cugat del Vallés, Barcelona, 1946, vol. III.

134
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez

Capitel con monjes. Sant Cugat del Vallès (Foto: Fundación Santa María la Real / J.A. Olañeta)

infans o equivalentes. Los padres, hermanos95 o tíos96 ofrecen, con fórmulas como
offerimus atque tradimus, damus et offerimus y equivalentes, a sus familares a Sant Cu-
gat ad monachum faciendum, a cambio de la entrega de una dote que, en ocasiones,
parece ser importante. En la mayor parte de los casos los “ofrecidos” confirman
ellos mismos el acto por el cual se vinculan a la comunidad. Por ejemplo, Ramón
el sobrino ofrecido por sus tíos en el año 1168, confirma el documento de este
modo: Raimundi, filius Arnalli de Vallibus, nos qui laudamus et firmamus, et testes firmare
rogamus97. Teniendo en cuenta que se trata, en lo esencial, de convertirse en mon-
jes –sin referencia alguna a estadios intermedios, ni formativos– y que los propios
protagonistas suelen firmar el documento de “ofrecimiento”98, parece más que
razonable suponer que no estamos ante niños.
Se trata, en más de una ocasión, y como ya señalaba el propio Orlandis, de do-
cumentos dobles por los cuales un miembro joven –pero no un niño– se integraba

95
 amón de Vid, su madre y hermanos, ofrecen al monasterio a su hermano Guillermo, con dote; Ibidem, doc.
R
1119, p. 272.
96
Bernardo de Valls y Ramón de Puigmolló ofrecen a su sobrino Ramón como monje, con dote; Ibidem, doc.
1168, p. 309.
97
Ibidem.
98
Casi la mitad de los documentos que señalaba Orlandis están firmados por los futuros monjes del Vallès.

135
José Miguel Andrade Cernadas

en la comunidad como monje, mientras que otro, de más edad, se convertía en fa-
miliar del mismo o se garantizaba determinados servicios asilares o funerarios en
el futuro99. Puede verse en un documento, de carácter abiertamente contractual,
fechado en 1158100 o, por ejemplo, otro de 1174 en el que cual Poncio Gutier,
además de ofrecer a su hijo –cuyo nombre ni se menciona– para hacerse monje
en Sant Cugat, se ofrece a sí mismo: dono et offero corpus meum tam in vita quam in
morte101.
Parece difícil, en consecuencia, seguir considerando, sin más, estos documen-
tos de Sant Cugat como ejemplos tardíos de oblación infantil. Parecen, más bien,
algo parecido a contratos o fórmulas de profesión monástica que no solo implican
al principal protagonista sino a su misma familia con el cenobio.
En cualquier caso, y para zanjar la cuestión de la presencia infantil en los mo-
nasterios, hay que decir que ésta se mantuvo en algunas casas a lo largo de la Baja
Edad Media pese a tratarse de una costumbre vista como obsoleta, incluso con
desconfianza por parte de los legisladores eclesiásticos. Pese a ello, recientemente
Margarita Cantera, en su documentado estudio de la comunidad monástica de
Nájera a lo largo de la Edad Media, ha podido testimoniar la presencia de tres ni-
ños a la altura de 1435102. Seguro que no se trata de un caso único y, de proseguir
con un análisis detallado de las comunidades monásticas bajomedievales, podrían
encontrarse otros testimonios. Sin embargo, se trataba de una realidad condenada
a su desaparición.

Nihil incertius quam vitam adolescentium: breves notas sobre la adolescencia


en los monasterios

Los niños dejaban de ser considerados como tales entre los doce y los quince
años para entrar en la adolescencia103, momento en el que su estatuto dentro de
la comunidad cambiaba completamente. Para empezar, se acababan, de raíz, la
moderación y el trato de favor en asuntos tales como el régimen alimentario o el
cumplimiento de los horarios. Pero, más que eso, el iuven se encontraba con que
comenzaba a ser visto como alguien potencialmente sospechoso de ser débil ante
del deber de la continencia, incluso podría considerarse como instrumento de
activación de la concupiscencia de algunos de los monjes104.

99
Orlandis, J., “Notas”, op. cit., p. 210.
100
Rius Serra, J., op. cit., doc. 1017, p. 187.
101
Ibidem, doc. 1096, p. 254.
102
Cantera Montenegro, M., “La comunidad monástica de Santa María de Nájera durante la Edad Media”, En
la España medieval, 36 (2013), p. 246.
103
Como acercamiento general al estudio de la adolescencia y juventud en la Edad Media, aunque ninguno de
sus estudios se centré en el mundo monástico, ver el monográfico “Fer-se grans. Els joves i el seu futur al món
medieval”, en Revista d’Història Medieval, 5 (1994), pp. 9-130.
104
Linage, A., La vida, op. cit., p. 327.

136
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez

Por ello, el comportamiento con respecto al monje adolescente se endurece


radicalmente. La Regla de san Benito indicaba que el dormitorio debía de ser co-
mún pero daba órdenes específicas sobre la disposición de los lechos en el mismo:
nunca debía de haber dos camas contiguas en las que durmieran monjes jóvenes,
sino que entre ellas, tendría que situarse una ocupada por un monje mayor105. El
baño de los sábados, al que me refería como una actividad semilúdica para los ni-
ños, queda en entredicho y, como era habitual en el mundo monástico, pasa a ser
concebido, exclusivamente, con fines medicinales, terapeúticos y, en definitiva,
extraordinarios. Otra de las pruebas de la desconfianza que los jóvenes generaban
en el mundo monástico, lo tenemos en el hecho de que se ponga un celo especial
en evitar las amistades particulares de los jóvenes con los monjes adultos106.
Un último ejemplo de las cautelas impuestas alrededor de los jóvenes lo encon-
tramos en el tratamiento dado a la flebotomía. La práctica, regular y estacional,
de la sangría entre los monjes debía mucho a la cultura médica imperante pero
también al deseo de atemperar y relajar los impulsos y pasiones de los integrantes
de la comunidad. Los monjes quedaban muy debilitados, algo reconocido y admi-
tido por las costumbrarios y otros textos cronísticos monásticos, hasta el punto de
que, tal y como ha definido Linage, los monjes entraban en una especie de “limbo
normativo”107. Esa debilidad se creía que estimulaba sino la locuacidad del monje,
al menos sí la apertura de su corazón siendo ocasión para confesar secretos e inti-
midades. Para evitar excesos en este sentido, se evitaba la coincidencia de jóvenes
que, como en el dormitorio, tenían que compartir ese período de debilidad y re-
cuperación en compañía de monjes ancianos. El colofón lo constituía la batería de
lecturas edificantes prescritas para ese momento108.
La adolescencia, a medida que, como hemos visto, va difuminándose la acepta-
ción de niños, es uno de los momentos preferentes de entrada en la vida monás-
tica. De los maestros de los niños pasaremos a los maestros de novicios109, figura
que aparece tardíamente. El siglo xii parece haber sido un momento fundamental
en la historia de los jóvenes en los monasterios. Con la irrupción del Císter y
otras variantes reformadas del mundo benedictino, que no aceptan la admisión de
niños, la entrada de los monjes en la vida claustral coincide, básicamente, con la
adolescencia. Unos jóvenes recién salidos del mundo, para los que el choque con
el ambiente monástico debemos intuír que fue formidable. De hecho, se observa
que la edad mínima de admisión se va retrasando, quizá buscando evitar los mo-
mentos más iniciales y problemáticos de la juventud110.

105
El capítulo 22 de la Regla está dedicada al dormitorio. Ver linage, A., La Regla, op. cit., p. 87.
106
Linage, A., La vida, op. cit., p. 329.
107
Ibidem, p. 357.
108
Ibidem.
109
Ibidem, p. 73.
110
Stoertz, F. H., “Sex and the Medieval Adolescent”, en The Premodern Teenager: Youth in Society, 1150-1650,
Toronto, 2002, p. 231.

137
José Miguel Andrade Cernadas

Paralelamente, de los documentos de oblación infantil pasaremos a aquellos


que nos informan de la admisión de adolescentes como novicios en un marco muy
semejante al que vimos con respecto a los niños. Pongo un solo ejemplo referido a
un monasterio cisterciense, Moreruela, que como ya se ha dicho impone una edad
mínima de ingreso en sus cenobios y rechaza la admisión de niños. En 1189 un tal
Martín hace una donación a Moreruela en la que incluye sendas clausulas por las
cuales, por una parte, él mismo podría convertirse en miembro de la familia mo-
nástica y, por otra, que la comunidad acogiera e instruyera a un muchacho, aten-
dido hasta ese momento por el propio Martín, con la posibilidad de que el chico
pudiera acabar recibiendo las órdenes, en cuyo caso Moreruela le proporcionaría
todo lo que fuese necesario111. Entiendo que los documentos de Sant Cugat del
Vallès, previamente comentados, podrían tener una consideración muy semejante.

Asilos monásticos: vejez y claustro

Niñez, adolescencia, la larga edad adulta y, por último, la ancianidad. Permí-


tanme comenzar corrigiendo una de las muchas visiones tópicas negativas que
existen sobre la Edad Media, en este caso, a propósito de la duración de la vida.
Y es que, en efecto, suele pensarse que teniendo en cuenta, entre otros factores,
la altísima mortalidad infantil, la elevada tasa de mortandad femenina por causa
de los embarazos y de los alumbramientos, más la morbilidad general provocada
por la violencia y las guerras, el hombre medieval vivía pocos años. Y lo cierto es
que los datos demográficos en forma de cálculos de esperanza media de vida así lo
indican. Sin embargo, no fue, a este respecto, la Edad Media un período particu-
larmente negro. De hecho, a partir del año Mil, la esperanza media de vida creció
espectacularmente y era considerablemente mayor que la calculada para la época
romana y no más baja que la estimada para períodos más tardíos. Además, los es-
tudios sobre la vejez en la Edad Media, han concluido que aquellas personas que
fueran capaces de superar los trances vitales de mayor letalidad, tenían las mismas
posibilidades de llegar a una edad avanzada o, incluso, muy avanzada, que la que
tenían las poblaciones del mundo occidental hasta la revolución demográfica re-
ciente112.
Había, por tanto, ancianos en la Edad Media y, sin duda alguna uno de los luga-
res en los que están mejor documentados es, precisamente, en el mundo monásti-
co. Una parte de los ancianos que vivían al amparo de los monasterios medievales
eran, claro está, los monjes que habían ido envejeciendo. Sobre ellos las reglas, y
la regla benedictina de modo particular, vuelven a ser prolijas y a considerar su
régimen alimentario y las exigencias de horario más suavemente que para el resto

111
Fernández Flórez, J. A., “La vida cotidiana”, op. cit., p. 88.
112
Shahar, S., Growing old, op. cit., pp. 3-11.

138
Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez

de la comunidad. Es decir, el estatuto de niños y de ancianos se da la mano consi-


derándolos los eslabones más débiles de la cadena monástica113.
Pese a esta consideración común, la atención que la norma benedictina brinda
a los ancianos es mucho menor que la que da a los niños. Con todo, sabemos que
eran considerados como especiales consejeros de los abades, testimonios vivos
de la memoria colectiva e institucional de sus cenobios jugando, en ocasiones, un
papel muy relevante en determinados pleitos y disputas judiciales114; por último,
son considerados como una especie de garantes de ciertas virtudes y orden como
lo demuestra su función, ya comentada, en el dormitorio común o el papel jugado
en el encaje de los adolescentes con las normas de la comunidad.
Es posible, por otra parte, que la esperanza media de vida de los monjes fuese
superior al del resto de la sociedad. Mejor y más dietéticamente alimentados115,
con una supervisión médica y asistencial considerablemente más esmerada que la
de la mayoría de sus contemporáneos y, además, más protegidos en principio de
violencias o guerras, las comunidades monásticas tendrían entre sus integrantes
un porcentaje de monjes ancianos claramente superior a la media.
Pero siendo esto relevante en el tema que nos ocupa, lo más significativo his-
tóricamente es el papel que, desde época temprana, asumieron los monasterios
como, en palabras de Minois, “primer esbozo de asilo de ancianos, refugio y gheto
a la vez”116.
Al menos en territorio hispánico, antes del definitivo triunfo de la benedictini-
zación y de la reforma gregoriana, los monasterios familiares solían cumplir, entre
otras, la función de lugar de retiro de los mayores del grupo familiar fundador. Se
ha estudiado, de manera especialmente intensa, el caso de las viudas de los grupos
aristocráticos, muchas de las cuales se integraron en el orden de las viudas117 o pa-
saron a la categoría de famula Dei dentro de algún monasterio vinculado a su prole.
Esto les permitía estar cerca del lugar de inhumación de sus ancestros, seguir en
contacto con el grupo familiar con el que debía de haber contactos fluídos toda
vez que la clausura no era ni mucho menos estricta o tener garantizado el cuidado
médico y asistencial. Por no hablar de su importantísima función como construc-
toras y conservadoras de la memoria del grupo familiar, tal y como se ha venido
estudiando recientemente118.

113
Minois, G., op. cit., p. 125.
114
Para el caso de la Galicia altomedieval ver Andrade, J. M., “La voz de los ancianos. La intervención de los
viejos en los pleitos y disputas en la Galicia medieval”, Hispania, 72 (2012), pp. 18-19.
115
Si bien la dieta monástica se observó, de modo muy distinto, según las normas y según las épocas
116
Minois, G., op. cit.
117
Linage, A., La vida, op. cit., pp. 83-92.
118
Rodríguez, A., op. cit.; Cavero, G., “El monasterio medieval, sede de solar nobiliario y refugio de mujeres de
la aristocracia”, en García de Cortázar, J. A. y Teja, R. (eds.), op. cit., pp. 99-135.

139
José Miguel Andrade Cernadas

Algunas de estas razones son las que explican por qué los monasterios conti-
nuaron teniendo esta función asilar una vez benedictinizados y ya liberados, más
o menos, del control de las familias fundadoras. Así, por ejemplo, el hecho de que
en casi cualquier monasterio se dispusiera de una enfermería y de una mínima
infraestructura médica me parece que fue una cuestión muy a tener en cuenta.
Conviene recordar que los monasterios fueron, hasta bien entrado el siglo xii,
prácticamente los únicos lugares en los que se estudiaba y practicaba una medi-
cina con una mínima base académica. El surgimiento de las escuelas de medicina
como las de Salerno o Montpellier, la recepción de la medicina arabo-islámica y,
finalmente, la aparición de las universidades, van a acabar con el monopolio médi-
co de los claustros monásticos. Pero, pese a ello, en especial en buena parte de las
regiones europeas carentes de universidad de referencia o de un entramado urba-
no de mínima consideración, el papel médico jugado por los monjes y sus cenobios
siguió siendo la única alternativa a la medicina popular y al curanderismo119.
Esta característica es, insisto, una de las razones que explican por qué muchas
personas decidían pasar los últimos años de su vida al amparo del claustro monás-
tico. Junto a ella, qué duda cabe, hay que tener en cuenta razones de naturaleza
estrictamente espiritual. Es decir, la confianza en el valor singular de los rezos de
los monjes y la asimilación con ellos en el tramo final de vida. En este sentido,
la benedictinización del monacato tradicional hispano seguramente contribuyó a
potenciar aún más la dimensión cultual de los monjes y a convertirlos, antes de la
aparición de las órdenes mendicantes, en especialistas en preparar a los fieles para
el bien morir y, sobre todo, en garantes de la celebración de unas exequias y de un
recordatorio post mortem de especial calidad.
Por último, conviene tener en cuenta que muchos de los mayores que optan
por recluirse en los monasterios lo hacían porque, al igual que tantos de nuestros
mayores de hoy, carecían de familia propia o porque la que tenían no podía o
no quería cuidarlos. Así la opción por el monasterio, convertido de este modo
también en centro asilar120, parece para muchas gentes la mejor para asegurarse
alimentación, vestido y cuidado físico y espiritual.
El sistema por el cual estos mayores entran en los monasterios se conoce con el
término de familiaritas, lo que indica que el acogido pasa a formar parte de la fami-
lia monástica121. Se trata de una relación pactual por la cual el individuo entregaba
parte de sus bienes al monasterio y era recibido por éste como familiar122. Su inte-

119
Aunque apenas trata la práctica médica en el mundo cenobítico, conviene leer García Ballester, L., La bús-
queda de la salud: sanadores y enfermos en la España medieval, Barcelona, 2001, pp. 52-69.
120
Andrade, J. M., “Asilos monásticos: vejez y mundo cenobítico en el Noroeste hispánico entre los siglos ix al
xi”, en Mundos medievales. Espacios, sociedades y poder. Homenaje al Profesor José Ángel García de Cortázar y Ruiz de
Aguirre, Santander, 2012, vol. II, pp. 311-324.
121
Linage, A., La vida, op. cit., pp. 75-76.
122
Homet, R., op. cit., pp. 101-102.

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Las edades del hombre en los monasterios benedictinos y cistercienses: de la infancia a la vejez

gración en el ritmo y en las actividades monásticas era tan variado como la persona-
lidad y las intenciones de los nuevos familiares. Podría ir desde aquellos casos en los
que el anciano solo deseaba gozar de los beneficios materiales de su acogimiento
claustral, hasta la posibilidad de profesar, a todos los efectos, como monje123. Una
fórmula que se fue consolidando y extendiendo a partir del siglo xii124.
De este modo, los monasterios fueron alejándose cada vez más de aquellas
turba puerorum de otros tiempos y escorándose hacia la madurez y la ancianidad.

123
 a profesión, o la toma del hábito podría producirse incluso en el trance de una grave enfermedad o in articulo
L
mortis; Linage, A., La vida, op. cit., pp. 393-394.
124
De Miramon, C., “Embrasser l’état monastique a l’age adulte (1050-1200). Étude sur la conversion tardive”,
Annales, 54 (1999), pp. 825-849.

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