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VIOLENCIA SIMBÓLICA Y DISCRIMINACIÓN DE GÉNERO.

LA
NECESIDAD DE DESMONTAR LOS FUNDAMENTOS DEL
PATRIARCADO

Concepción Ortega Cruz

El patriarcado remite a una estructura compleja que justifica, promueve y


consolida el predominio del hombre sobre la mujer. Esta estructura se ha
ido adaptando a las distintas formas históricas de organización cultural,
política, social y económica; sin embargo, siempre ha mantenido
inmutable su característica esencial: la distribución no equitativa del
poder. De esta forma, el sistema patriarcal conmina a las mujeres a la
inferioridad, convirtiéndolas en víctimas de una discriminación cotidiana y
persistente. Para conseguir este objetivo, el patriarcado tiene que recurrir,
como todo sistema que pretende sobrevivir imponiendo una forma de
vida injusta, al uso continuado de la violencia simbólica o estructural.

Teniendo en cuenta que un acto violento es toda acción cuya


finalidad es coaccionar, controlar, dominar o hacer daño, la violencia
simbólica puede definirse como ese entramado semiótico (es decir,
palabras, gestos, imágenes, ideas, creencias …) que sirve de promoción y
fundamento al sistema patriarcal. En consecuencia, es violencia simbólica,
por ejemplo: el uso de textos o imágenes que denigran a las mujeres; los
chistes y bromas de índole sexista; las canciones que atentan contra
nuestra dignidad; los piropos; las expresiones que reproducen
estereotipos; las situaciones en las que se infravalora nuestra opinión;
cuando somos objeto de continuas interrupciones y burlas; cuando se nos
invisibiliza o niegan nuestra participación en la historia, en la política, en la
ciencia, en la filosofía, en la cultura… y en todos los ámbitos de la vida
social...

La violencia simbólica es, en definitiva, todo ese conjunto de


representaciones negativas que persiguen un objetivo político claro:
constituir una población cuyas creencias, actuaciones y afectos estén

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perfectamente adaptados a los intereses del sistema patriarcal; dicho en
otros términos: constituir una población que interiorice las normas y
valores por medio de los cuales el patriarcado pone de manifiesto el
tremendo desprecio que siente hacia las mujeres.

Siendo éste su objetivo, la violencia simbólica adquiere una


relevancia muy especial en la medida en que es en ella donde germinan y
nutren todas las demás formas de violencia ejercidas contra la mujer. La
violencia física, psicológica, sexual, la violencia verbal, la violencia
institucional o económica que sufrimos las mujeres son manifestaciones
concretas de la violencia simbólica. No es posible, por tanto, erradicar
ninguna de estas formas de violencia si no suprimimos previamente la
estructura patriarcal que, traducida en símbolos, adquiere un enorme
poder socializador cuya finalidad es normalizar la existencia de una
discriminación siempre intolerable.

Uno de los grandes peligros de la violencia estructural o simbólica es


que ésta se implementa de forma sutil y encubierta ya que, como nos
enseña Foucault, el sistema actúa a través de microrrelaciones de poder
que son mucho más eficaces por su proximidad e invisibilidad. De esta
manera, se impone la validez de una forma de vida que discrimina y
tiraniza a las mujeres haciéndonos creer que eso “forma parte de la
normalidad”.

Gracias a este proceso de normalización, se generaliza la aceptación


de una violencia cotidiana que no deja cicatrices aparentes,
convirtiéndose en un acto ideológico tremendamente arraigado. Para
desenmascarar la violencia simbólica, por tanto, hay que hacer un
esfuerzo añadido ya que tenemos que aprender a deconstruir la realidad;
es decir, tenemos que aprender a mirar, escuchar e interpretar todo
aquello que nos rodea con una perspectiva de género crítica.

El sistema capitalista y patriarcal sólo designa y nombra como


violencia, aquélla que excede los límites de lo que el propio poder define
como normal (por eso penaliza la denominada violencia de género y no,
por ejemplo, las dobles jornadas realizadas por las mujeres). El capitalismo

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y el patriarcado se convierten de esta forma en cómplices de una
moralidad hipócrita al, por un lado, criticar las formas extremas de
violencia y, por otro, desarrollar una tecnología simbólica que la justifica y
promueve.

Según afirma la autora mexicana Adriana Carmona, la estructura


patriarcal es una estructura de violencia que se aprende en la familia, se
refuerza en la sociedad y se legitima en el Estado. La violencia se
normaliza siguiendo la lógica impuesta por el poder, por lo que se produce
una especie de consenso social que impide a las víctimas ser conscientes
de cómo se vulneran sus derechos. Eso significa que todas las personas
participamos en la reproducción social del patriarcado en los distintos
espacios sociales y significa también, tal y como afirma la filósofa Hannah
Arendt, que la violencia patriarcal contra las mujeres es un problema
político que se reproduce gracias a los estereotipos de género.

Como todas y todos sabemos, en la década de los setenta del siglo


pasado se acuña el concepto de género para hacer referencia a la
construcción social que designa los comportamientos de hombres y
mujeres; comportamientos que no están determinados por el sexo
biológico. De esta forma, el sistema patriarcal es el garante de una
semiótica del género que se encarga de clasificar a los individuos
aplicando dos criterios: a) el primero, es la adscripción de cada sujeto a un
sexo inequívoco del par hombre-mujer y b) el segundo, es la correlación
sexo- género, de tal forma que el varón debe adecuarse a los parámetros
masculinos y la mujer a los femeninos.

La violencia simbólica se explicita, así, a través de un sistema de


creencias, actitudes y comportamientos que se sustenta en una cultura
discriminatoria justificada por los estereotipos. Los estereotipos, que son
prejuicios que determinan la interpretación del mundo, se traducen en
mensajes cotidianos que son justificados por los diversos medios de
socialización. De esta forma, la escuela, la familia y los medios de
comunicación respaldan y transmiten normativas culturales que legitiman
la asignación de los denominados roles de género. En consecuencia, a los
varones se les estimula para que actúen de forma independiente y
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asertiva, para que sean competitivos, para que dominen el espacio
público y para que ambicionen el liderazgo y el desarrollo de las
capacidades intelectuales.

A las niñas, por el contrario, se les motiva a la dependencia; a la


pasividad; a la abnegación; a estar pendientes de los demás; al cuidado de
los detalles y a la expresión emocional. A la mujer se nos cosifica (es decir,
se nos convierte en objeto de contemplación y de consumo) incidiendo en
una situación constante de insinuación y disponibilidad propia del sujeto
que está definido para ser-percibido. Seguimos siendo educadas, en
definitiva, como el “sexo débil y complaciente”, dando continuidad así, en
pleno S. XXI, a la fragilitas feminis del Derecho Romano.

Esta asignación de roles es, además, jerarquizada: mientras que lo


femenino se desvaloriza, se sobrevaloran los comportamientos
considerados masculinos. Esta injusta designación de roles es la que
sustenta la violencia patriarcal, afectando a la desigual distribución de
derechos, de trabajo, de riqueza o de responsabilidades.

Los estereotipos de género se mantienen y difunden gracias a los


mitos culturales. Los mitos son estructuras cognitivas y emocionales que
sirven, al igual que los estereotipos, para codificar el mundo, siendo
inaccesibles a los fundamentos racionales. Tal y como afirma Levi-Strauss,
los mitos representan formas interesadas de interpretar la realidad,
transmitiendo valores que tienen como misión convencernos de que
debemos aceptar el orden establecido.

Desde bien pequeños y pequeñas vamos aprendiendo dichos mitos,


hasta que terminamos incorporándolos como formas de conducta que no
es posible, posteriormente, cambiar con facilidad. Estos mitos dan lugar,
en definitiva, a las costumbres y creencias que asumimos de forma
acrítica y que son de obligado cumplimiento para que hombres y mujeres
seamos aceptados socialmente.

Los mitos culturales a los que me refiero son, fundamentalmente,


dos: 1) la naturalización de los estereotipos de género y 2) el mito de la
ética del cuidado.
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1) Empecemos con el primero: La naturalización de los estereotipos de
género.

Este mito se fundamenta en dos premisas falsas: a) la primera, que


somos hombres y mujeres por naturaleza y b) la segunda, que el reparto
de tareas establecidas entre hombres y mujeres se fundamenta en dicha
diferenciación natural.

Como parte de una política de distracción que intenta disimular la


verdadera naturaleza del patriarcado, se recurre a los argumentos
biologicistas con la finalidad de justificar y perpetuar la existencia de los
roles de género. Afirmando que hombres y mujeres somos diferentes por
naturaleza, se asume una explicación esencialista de la discriminación que
nos hace creer que existen razones biológicas que justifican la desigualdad
existente entre géneros y que, por tanto, dicha discriminación no guarda
relación con los intereses económicos, políticos y sociales que sustentan el
capitalismo y el patriarcado. (Ya conocemos la famosa Ley de Murphy: “si
no puedes convencerlos, confúndelos).

A las personas que sustentan este argumento biologicista o


esencialista, yo les recordaría dos cosas:

A) La primera, es la denominada falacia naturalista. Según este concepto


filosófico, del hecho de que algo sea por naturaleza no deriva,
necesariamente, la noción de deber político y moral. Por tal motivo, no
existe justificación para que las diferencias biológicas existentes entre
hombres y mujeres o entre personas blancas o negras, por ejemplo, se
traduzcan en jerarquía y discriminación.

B) En segundo lugar, les recordaría el concepto de biopoder popularizado


por el ya mencionado Foucault. Este concepto es retomado por el
movimiento queer para recordarnos cómo el control político incide,
incluso, en nuestra conceptualización de la naturaleza y el cuerpo. No
existe un acercamiento neutral al ámbito de lo natural: dicho
acercamiento está siempre mediatizado por una estructura social y
política en la que el hombre adulto, de raza blanca, heterosexual y con
dinero define la norma y la esencia de la cultura.
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El niño (es decir, el varón) tiene muchas más facilidades para
identificarse con una estructura social en el que el modelo masculino
aparece como un estereotipo marcado y superior. Como consecuencia de
este hecho, las acciones punitivas o de castigo son más severas en el caso
de que sean los niños los que asuman conductas de rol típicas de las niñas,
ya que es social y políticamente importante que la identidad masculina no
pierda solidez.

De esta forma, el hombre se convierte en la medida de todas las


cosas y la mujer, en cuanto que es definida por el patrón androcéntrico
como “lo otro o lo diferente”, es la que tiene que justificar y explicar
constantemente su propia existencia. Este hecho no es en absoluto baladí
si tenemos en cuenta que el ethos, (es decir, nuestro modo de ser) no se
fundamenta en cómo nos definimos a nosotras mismas, sino en cómo nos
piensan y representan los demás.

Es cierto que el patriarcado nos perjudica a todas y todos, pero no


es menos cierto que nos perjudica sobre todo a las mujeres en la medida
en que remite a una estructura simbólica que nos ha situado en
condiciones históricas de dependencia e inferioridad.

El procedimiento de aprendizaje que utiliza el patriarcado para


imponer los roles de género se denomina metalepsis. La metalepsis es una
estrategia semiótica y política que consiste en anticipar una expectativa
(por ejemplo, ser hombre o mujer) que, a pesar de ser construida por el
discurso, el sujeto concibe como un imperativo natural y, por tanto, como
algo ajeno a las propias palabras y al poder que las manipula. Este proceso
metaléptico es el mecanismo por medio del cual el sistema define unos
esquemas preestablecidos socialmente que nos impone una forma de ser
y de actuar acorde con los roles masculinos y femeninos.

Los seres humanos no nacemos identificándonos a priori con un


género: somos nombrados socialmente como niñas o niños a través de un
procedimiento gradual e imitativo que aplica la metodología de castigos y
recompensas. Este procedimiento termina siendo asumido
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simbólicamente hasta normalizarlo y convertirlo en parte del denominado
sentido común; sentido común que no es más que la interiorización y
reproducción de los principios, normas y modelo de vida que el sistema
dictamina como correctos.

El motivo de la obediencia descansa en los discursos y en las normas


a los que atribuimos autoridad. En consecuencia, hay que desechar las
representaciones biologicistas, pues sustentan la dicotomía hombre-
mujer, de una forma siempre favorable al rol masculino. Las interacciones
humanas se constituyen gracias a los significados compartidos; por tanto,
es un espacio en el que lo biológico, en sí mismo, carece de sentido. Los
rasgos asignados a los hombres y a las mujeres no son genéticos ni
instintivos: son resultado de un proceso cultural de aprendizaje…
…..Parafraseando a Simone de Beauvoir: “no se nace siendo mujer u
hombre, se llega a serlo”.

2) Pasemos ahora a hablar del segundo mito: el mito de la ética del


cuidado.

Cuando la Revolución Industrial prima el trabajo productivo, la


mujer es relegada al ámbito de lo privado, quedando su campo de
actuación circunscrito a las denominadas “labores propias de su sexo”;
labores que se definen bajo el rótulo de la “ética del cuidado”.

Esta concepción ética, que convierte en responsabilidad de las


mujeres las tareas referidas al cuidado y a la atención de los demás, sigue
incidiendo en un modelo de sociedad en el que la distinción hombre-
mujer se fundamenta en la oposición naturaleza-cultura. La consecuencia
directa de esta explicación es establecer una conceptualización
jerarquizada de la interacción entre géneros en la que el hombre es el que
posee las cualidades necesarias para desempeñar las labores públicas,
mientras que las mujeres quedan relegadas al ámbito de lo privado.

La cultura patriarcal prestigia lo público y desprestigia lo privado,


desvalorizando en consecuencia el trabajo realizado por las mujeres (es
decir, el trabajo doméstico) hasta el punto de considerar a las “amas de
casa” como población inactiva.
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El trabajo doméstico se caracteriza por ser rutinario y repetitivo. Tal
y como expresa el personaje que interpreta a Virginia Whoolf en la
mencionada película “Las Horas”: “la vida de una mujer en un solo día y,
ese día, toda su vida”…

El trabajo doméstico es, además, un trabajo que no se suele tener


en consideración y, cuando se tiene en cuenta, es para sancionar a las
mujeres por no hacerlo de forma correcta o por no realizarlo a tiempo
completo, como se supone es su obligación. Por ello, muchas mujeres son
sancionadas con reproches, con indirectas o con silencios penalizadores
cuando deciden dedicar algo de su tiempo a la promoción personal.

Esta situación, que constituye un verdadero acto de ignominia,


suele tener como consecuencia la ansiedad, el cansancio, la tensión, el
estrés… En definitiva, la patologización de unas mujeres que tienen que
ser medicadas (con ansiolíticos o antidepresivos, por ejemplo) con el fin
de que sigan soportando de manera pasiva y resignada la forma de vida
que las tiraniza. Una forma de vida que obliga a las mujeres a estar mucho
más disponibles hacia los hombres que éstos hacia ellas. Este hecho, que
se sustenta en la arcaica tesis patriarcal que sigue concibiendo el “hogar
como descanso del guerrero”, obliga a las mujeres a supeditar su vida a la
concesión de una serie de privilegios que permiten a los hombres centrar
sus esfuerzos en la promoción personal, pública y profesional.

En este sentido, los denominados “progres” solemos ser partícipes


de una doble moral en la medida en que, teóricamente, admitimos unos
principios que luego no se ven reflejados en la vida cotidiana. Un ejemplo
de esta doble moral es la tan socorrida expresión: “La verdad es que he
tenido mucha suerte con mi pareja: siempre está dispuesto a echarme una
mano y ayudarme con las labores de la casa”. Esta expresión, que debería
formar parte de una antología de la infamia, es desacertada por dos
motivos fundamentales: a) primero, porque sigue atribuyendo la
responsabilidad prioritaria de las labores domésticas a las mujeres y b)
segundo, porque al considerar la participación doméstica de los hombres
como una mera ayuda, ésta puede tener un carácter discrecional; es decir,
depender de la voluntad y los deseos del hombre que las realiza.
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Las circunstancias descritas no son más que la punta del iceberg de
una ideología que tiraniza y esclaviza a las mujeres utilizando como
recurso prioritario el afecto. En un sistema discriminatorio, como es el
patriarcado, el afecto y el cuidado son las prerrogativas concedidas a los
grupos subyugados para que sobrevivan y den sentido a su existencia
atendiendo los requerimientos de los que los dominan. Tal y como afirma
Soledad Murillo: “A las mujeres no les está permitido pensar en primera
persona; tienen que anteponer siempre al otro como divisa de afecto”.

Estando así las cosas, quizá, tendríamos que imitar a Belén Reyes
cuando en uno de sus poemas anuncia: “Se traspasa afectividad por cese
de negocio”.

El objetivo de los mitos culturales analizados (es decir, el mito de la


ética del cuidado y el de la naturalización de los roles de género) no es
otro que invisibilizar la discriminación sufrida por las mujeres con el
objetivo de perpetuarla. En este proceso de invisibilización juega un papel
fundamental el uso que hacemos del lenguaje.

El lenguaje, a diferencia de lo que suele afirmarse, no es un mero


instrumento que nos permite transmitir información. El lenguaje es algo
mucho más importante en la medida en que es el medio que permite
conceptualizar el mundo y nuestro pensamiento. El lenguaje, por tanto,
crea y visibiliza. En consecuencia, con el uso de la lengua no sólo decimos
cosas sino que, además, establecemos relaciones con nuestros
interlocutores, e influimos en ellos y ellas, transmitiendo, sobre todo,
actitudes y emociones.

Este uso del lenguaje depende, a su vez, de nuestro proceso de


socialización. En función de nuestra clase social, de nuestro grupo de edad
o de nuestro género utilizamos el lenguaje de forma distinta; es decir, nos
percibimos y concebimos el mundo de manera diferente. Por tal motivo,
las mujeres somos portadoras de recursos lingüísticos que normalmente

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denotan inseguridad, descalificación social y limitaciones para proyectar
argumentos de interés universal.

En la medida en que el lenguaje tiene la importancia indicada (hasta


el punto de que lo que no se nombra no existe) es necesario superar el
lastre del lenguaje sexista; es decir, del lenguaje que se fundamenta en el
uso del masculino como forma genérica o universal de designar el mundo.
El uso del lenguaje sexista incentiva la perpetuación de la dominación
masculina ocultando la participación de la mujer en la sociedad y
fomentando su imagen estereotipada. Tal y como afirma Álvaro García
Meseguer: “cuando una lengua es sexista, en mayor o menor medida
todos sus hablantes lo somos también”.

El lenguaje tiene, por tanto, el poder de distorsionar la realidad de


la violencia estructural que sufren las mujeres; por ello, es importante
evitar las vaguedades semánticas o el uso de metáforas que, o bien,
ocultan aspectos relevantes de la descripción, o bien, confunden la
descripción con las valoraciones. Ejemplo de ello es lo que ocurre con la
denominada violencia de género.

La violencia de género también se denomina violencia doméstica o


violencia familiar. Estas tres denominaciones me parecen, sin embargo,
inadecuadas porque, en esencia, no identifican con claridad la naturaleza
y el alcance de la violencia sufrida por las mujeres.

La denominación de violencia doméstica o violencia familiar


también puede aplicarse a otros grupos vulnerables como los niños y
ancianos restringiendo, por otro lado, la acción violenta al contexto del
hogar y a las relaciones familiares. De esta forma, se encubre la violencia
en la privacidad de un hogar que debe ser defendido de las intervenciones
normativas externas. Con esta denominación, el lenguaje justifica y
privatiza el drama de la violencia creando la falsa sensación de que es algo
que no nos incumbe.

La denominación “violencia de género”, por su parte, reduce la


violencia patriarcal a la violencia física (por mucho que se haga referencia,
cuando se habla de ella, a otros tipos de violencia) no explicitando,
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además, con claridad cuáles son las víctimas preferentes del poder
impuesto por la cultura patriarcal.

Al ser la denominada violencia de género la tipología de violencia


más reconocida política y socialmente, no me gustaría dejar pasar la
ocasión para hablar de algunos de los prejuicios y estereotipos más
utilizados a la hora de encubrir y justificar este tipo de violencia.

La violencia de género provoca mayor número de muertes que las


enfermedades cardiovasculares, siendo, además, el delito oculto más
grave que afecta a la humanidad: una de cada tres mujeres del planeta ha
padecido malos tratos o algún tipo de abuso.

A pesar de la intensidad de este drama, y puesto que a ningún


sistema político le interesa poner de manifiesto sus contradicciones, el
patriarcado: lo oculta, le resta importancia o, sencillamente, lo justifica
con el uso de expresiones como: “algo habrá hecho para merecerlo” o “en
el fondo le gusta, porque por algo lo aguanta”.

Estas estrategias se completan con el fomento de un sentimiento


misógino y una ignorancia generalizada que permiten extender una serie
de tópicos y estereotipos que tienen como fin último justificar la violencia
ejercida contra la mujer. Uno de estos tópicos o estereotipos es
reproducido por todas aquellas personas que muestran su extrañeza ante
el hecho de que las mujeres maltratadas no abandonen a sus
maltratadores. El segundo tópico remite al socorrido argumento de que
“las mujeres también maltratan” o que la estadística del maltrato se
engrosan con muchas denuncias falsas. El tercer estereotipo es el
empeño por buscar causas del maltrato, ajenas al propio sistema que las
genera.

A) Empecemos por el primero de esos tópicos: por qué las mujeres


maltratadas tardan tanto en abandonar a sus maltratadores, si es que
logran hacerlo.

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Los factores que influyen en el hecho de que las mujeres dejen a sus
compañeros, o permanezcan en una relación, dependen de circunstancias
externas e internas de gran complejidad.

Tres de cada cuatro mujeres sometidas a maltrato de larga duración


se convierten en víctimas conscientes de dicho maltrato después de que
aceptaran un vínculo afectivo más estrecho con sus parejas, lo que
acentúa la dependencia hacia las mismas.

En la denominada fase de “luna de miel” (que es cuando el


maltratador muestra arrepentimiento) el proceso de seducción vuelve a
incidir en una mujer que ha sido educada en la resignación y en el “amor
incondicional”, lo que las hace sensibles a las expresiones de
arrepentimiento del agresor. De esta forma, se convierte en víctima
propiciatoria de las justificaciones ofrecidas por su maltratador y de las
explicaciones que ella misma se proporciona para racionalizar la situación
vivida.

Cuando el proceso de agresiones es continuado se deja de creer en


las disculpas y justificaciones del maltratador pero, llegadas a este punto,
las mujeres ya son víctimas del denominado “Síndrome de Estocolmo
Doméstico”; es decir, de un vínculo interpersonal de protección que
induce en la víctima un mecanismo mental por medio del cual la mujer
entra en un estado de indefensión y resistencia pasiva que la incapacita
psicológicamente para reaccionar. En consecuencia, la mujer maltratada
tiende a justificar la situación de maltrato tomando como referentes
normas y roles sociales que terminan en la autoinculpación; es decir, en la
generación del sentimiento de que ellas son las responsables y que, por
tanto, se lo tienen merecido por no haber actuado correctamente o no
haber hecho lo suficiente para evitarlo.

A este hecho se unen factores socioculturales como: la falta de


alternativas (sobre todo económicas); el miedo; la posible desaprobación
de los familiares o el sentimiento de abandono y desamparo que sienten
muchas mujeres maltratadas; sentimiento que es generado por un

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sistema permisivo y misógino que motiva e incentiva al victimario, es decir
al maltratador.

No es cierto que las mujeres acepten, sin más, la violencia. Las


mujeres llevan a cabo actuaciones constantes, que pueden ser activas o
pasivas, con el objetivo de evitar el drama que soportan. Lo que realmente
ocurre es que debido al enorme poder socializador de los mecanismos
simbólicos utilizados por el patriarcado (y que, como ya hemos
mencionado, tienen que ver sobre todo con la noción de responsabilidad,
culpa y afecto que se nos inculca) a las mujeres nos cuesta muchísimo
renunciar a la falsa esperanza de que algo puede cambiar.

B) El segundo tópico o estereotipo al que quería hacer referencia es el que


se fundamenta en el supuesto argumento de que las mujeres también
maltratan o de que la estadística del maltrato la engrosan muchas
denuncias falsas.

Este argumento (que se arraiga incluso en la mitología clásica de la


mujer perversa) suele utilizarse con el objetivo de desprestigiar las
campañas políticas y sociales que pretenden concienciar, denunciar y
castigar, de forma específica, la violencia ejercida contra las mujeres.

¿Existen mujeres que maltratan a sus compañeros? Sí.

Ahora bien, creo que debemos recordar dos datos: que el 96% de las
personas adultas maltratadas son mujeres y que entre el año 2003 y 2010
la violencia de género ha dejado en el Estado Español el triste saldo de
545 mujeres asesinadas.

¿Existen mujeres que denuncian de forma falsa a sus parejas acusándolas


de maltrato? Sí.

Ahora bien, según la Memoria Anual de la Fiscalía General del Estado, de


las 135.540 denuncias presentadas por violencia de género en el año
2010, sólo el 0.01 eran denuncias falsas.

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A la luz de estos datos, me gustaría pedir, por favor, que actuemos
con el grado de seriedad que este terrible drama social requiere. El
número de hombres maltratados y el número de denuncias falsas es
mínimo desde un punto de vista cuantitativo; y aunque es cierto que
estamos hablando de situaciones que deben ser igualmente denunciadas
y penalizadas, no tienen la entidad ni el rigor suficientes para ser utilizados
como argumentos que permitan exigir un análisis equitativo o denostar la
importancia de la violencia sufrida por las mujeres.

C) El tercer tópico remite a la búsqueda de causas externas para justificar


la denominada violencia de género.

Al utilizar este recurso se implementa, de nuevo, una estrategia de


encubrimiento que intenta ocultar el hecho de que la discriminación de las
mujeres, y por tanto las agresiones y maltratos de las que éstas son
objeto, es consustancial al patriarcado. De esta forma, se recurre al uso de
drogas, al bajo nivel educativo o a la situación de ser inmigrantes, por
ejemplo, para definirlas como circunstancias que causan la violencia
contra las mujeres.

La lógica incuestionable de los hechos nos demuestra, sin embargo,


que no podemos hablar de un perfil de maltratador o de mujer agredida.
El maltrato se da en las clases altas, medias y bajas; entre personas con
estudios y sin ellos; entre personas adolescentes, jóvenes, maduras o
ancianas; entre personas que no, necesariamente, son drogadictas; entre
personas que no, necesariamente, son enfermas mentales… La finalidad
que se persigue al utilizar estos argumentos, tal y como hemos indicado,
es patologizar las situaciones de maltrato; es decir, convertir la violencia
en un acto excepcional que es provocado por una patología individual.

Como parte de la estrategia que intenta convertir en una patología


la violencia de género, en muchos contextos se propone el uso de terapias
psicológicas cuya finalidad es rehabilitar a los maltratadores. Al respecto

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me gustaría hacer dos cosas: recordar un dato y expresar una duda. El
dato a recordar es que el porcentaje de éxito en dichas terapias no supera
el 3%. La duda que quiero expresar es la siguiente: ¿por qué el sistema,
siempre que propone las terapias como forma de rehabilitación, se refiere
a delincuentes que atentan contra las mujeres (violadores,
maltratadores…)? ¿Por qué no se reivindican dichas terapias para otros
tipos de delitos? ¿Tendrá esto algo que ver con el carácter arraigado y
permisivo de la violencia simbólica ejercida por el patriarcado?...

Los maltratadores no son enfermos, son delincuentes ideológicos.


Por tal motivo, los medios de comunicación distorsionan la realidad de la
violencia cuando transmiten testimonios que recurren a tópicos como
“parecía buena persona” o “con los vecinos siempre fue un hombre muy
cordial”… Este tipo de testimonios carecen de toda validez por
fundamentarse en tres creencias falsas: a) la primera, creer que el acto
violento responde a una situación individual y excepcional (como si
derivara de un arrebato irrefrenable); b) la segunda, creer que existe una
continuidad entre la vida pública y la privada, cuando la realidad nos
muestra que el patriarcado enseña a los maltratadores a ser unos
magníficos farsantes; c) y la tercera, creer que el acto violento responde
a alguna causa o motivación.

No existen causas ni motivos en los casos de maltrato: las mujeres


no son maltratadas porque sus compañeros consuman alcohol; no son
maltratadas porque no los comprendan o los desatiendan; las mujeres no
mueren víctimas de un asesinato pasional o sentimental; las mujeres no
son golpeadas y asesinadas porque los celos sean un reflejo de que
“cuánto se nos quiere”… Las mujeres somos golpeadas y asesinadas
porque la violencia actúa como un mecanismo de control que persigue el
objetivo de que sigamos aceptando nuestro rol de obediencia y sumisión.
La violencia ejercida contra las mujeres tiene, en definitiva, un fin
aleccionador.

Por tal motivo, no basta con la implementación de políticas


coordinadas e integrales para solventar cualquier forma de violencia
ejercida contra la mujer. Es necesario dinamitar los fundamentos
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ideológicos en los que dicha violencia se arraiga; es necesario, por tanto,
hacer saltar en mil pedazos el patriarcado... Y sólo aplicando una
perspectiva feminista podemos llevar a cabo esta tarea política.

Aunque coincido con aquellas y aquellos que aseveran que el S.XX


no fue un siglo feliz, también estoy de acuerdo con la afirmación de que el
S. XX fue el siglo de las mujeres. La lucha del movimiento feminista,
motivada por la reivindicación y el esfuerzo de tantas mujeres a lo largo
de la historia, avanzó con paso firme afianzando la convicción de que la
igualdad efectiva se podía hacer realidad.

Sin embargo, la situación del feminismo en esta primera década del


S. XXI dista mucho de ser alentadora. El movimiento feminista, como
plataforma de reivindicación, es prácticamente inexistente; se ha
acentuado, además, el distanciamiento entre el feminismo y la sociedad,
lo que abunda en el desconocimiento de lo que es realmente este
movimiento político y cuáles son sus objetivos... Hemos llegado a un
punto en el que, incluso, la palabra feminismo se está convirtiendo en un
tabú, por lo que debe ser encubierta si queremos darle cabida en los
ámbitos sociales, políticos o académicos. Bajo esta circunstancia, muchas
mujeres aceptan ocultar su condición de feministas sin darse cuenta de
que quien empieza cediendo en las palabras termina cediendo en las
acciones.

Promover y extender el descrédito del feminismo no es una


estrategia nueva. Desde la propia Revolución Francesa, cuando el
feminismo se reivindica como doctrina al exigir la emancipación real de las
mujeres, la respuesta social fue totalmente contraria, achacando a las
feministas la responsabilidad de desestabilizar las estructuras del orden
establecido. La propia Olympia de Gouges, por enfrentarse a sus
compañeros revolucionarios reivindicando los Derechos de la Mujer y la
Ciudadana, pagó esta osadía con el oneroso precio de la guillotina.

Teniendo en cuenta la gran rentabilidad económica y social que el


patriarcado proporciona al capitalismo es explicable (no por ello
admisible) que el sistema desarrolle complejas estrategias de

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adoctrinamiento destinadas a desprestigiar las reivindicaciones feministas.
Pongo cuatro ejemplos:

1) El primer ejemplo remite a la estrategia de desprestigio que consiste en


afirmar que el feminismo es lo mismo que el machismo, pero al revés; es
decir, según este argumento, el feminismo pretendería desbancar a los
hombres de sus privilegios para trasladarlos a las mujeres.

El feminismo no es lo mismo que el machismo, es su opuesto. El


feminismo no ataca a los hombres, es una lucha política contra el
patriarcado que pone en cuestión el hecho de ser hombres y de ser
mujeres, al mismo tiempo. El patriarcado es un sistema opresor; el
Feminismo, por el contrario, es un movimiento emancipador que sólo
debe temer aquellos que se niegan a perder unos privilegios que se
asientan en la discriminación y en la tiranía.

2) El segundo ejemplo hace referencia a una estrategia que es reproducida


por ese grupo de personas que afirman que la reivindicación de género es
algo del pasado; que es una reivindicación ya no necesaria porque
hombres y mujeres somos iguales. Para fundamentar este argumento
suelen remitir a la existencia de leyes e instituciones que, a nivel formal,
garantizan dicha igualdad.

Como ustedes bien saben, un sistema injusto se caracteriza porque


sustituye la justicia por la legalidad. Por tal motivo, y aunque desde un
punto de vista formal, la igualdad entre hombres y mujeres esté
adquiriendo cierta relevancia, dicha igualdad dista mucho de ser real.

3) El tercer ejemplo remite al argumento que afirma que la cuestión de


género está muy bien, pero es “asunto de mujeres”.

Ante este planteamiento, sólo me haría una pregunta: ¿acaso no


somos capaces de empatizar con la causa política de la esclavitud infantil,
los inmigrantes o el pueblo palestino, sin necesidad ser niños o niñas
esclavizadas, inmigrantes o palestinas? ¿Por qué, entonces, la
reivindicación de género se considera una tarea política exclusiva de las
mujeres?

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4) El cuarto ejemplo hace referencia a la socorrida afirmación de que la
reivindicación feminista no tiene sentido porque las mujeres son las
responsables del machismo ya que, al ser las encargadas de la educación,
sirven como correa de transmisión de la ideología patriarcal.

Es que acaso, ¿los trabajadores que votan a la derecha o a la


extrema derecha convierten a la clase obrera en responsable de la
explotación del capital? ¿Por qué motivo negamos entonces la necesidad
del feminismo, culpabilizando a las mujeres de ser transmisoras de una
ideología que las explota?

Estas cuatro estrategias de desprestigio mencionadas carecen de


toda base y persiguen un único objetivo: denostar un movimiento político
que condena la explotación de género oponiéndose, así, a los
fundamentos del patriarcado.

No existen motivos para avergonzarse de ser feministas, todo lo


contrario: nadie nos ha cedido los derechos que poseemos, han sido el
resultado de la lucha política de muchas mujeres que han tenido la
convicción de que no es posible hablar de un sistema justo si éste no
reconoce la igualdad efectiva reivindicada por el movimiento feminista. El
Feminismo se enfrenta, por tanto, a un gran reto: reivindicar y promover
el empoderamiento de las mujeres; es decir, consolidar la potenciación de
la mujer en la sociedad, convirtiéndonos, por fin, en ciudadanas de pleno
derecho.

Este reto es aún más acuciante si tenemos en cuenta que las


mujeres que desertan del orden de género establecido, provocan una
situación de incertidumbre que tiene como una de sus consecuencias la
generación del fenómeno que Miguel Lorente denomina posmachismo.

El posmachismo no defiende explícitamente al sistema patriarcal


pero victimiza a los varones con el objetivo de implementar maniobras,
más o menos encubiertas, que mantengan o recuperen el dominio
ejercido por los hombres sobre las mujeres. En la era posmachista el
sistema patriarcal se modifica con el único objetivo de perfeccionarse. Por
ello, todavía tenemos que luchar contra las cortapisas impuestas a la
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promoción personal e interpersonal de las mujeres; contra la tiranía
cotidiana que supone abusar del trabajo cuidador desempeñado por las
mimas; contra el uso expansivo que los hombres suelen hacer del espacio
y del tiempo; contra el paternalismo; contra la actitud dogmática que
impone que el hombre siempre debe tener razón, decir la última palabra e
imponer su criterio; contra la presión ejercida sobre la privacidad e
intimidad de la mujer; contra la coacción ejercida por los silencios
castigadores; contra el hecho de que tengamos que seguir solicitando
“que se nos eche una mano en casa”…

Aunque es cierto que se han producido cambios importantes como


efecto de la lucha de las mujeres, estos cambios no han logrado anclarse
todavía en la estructura profunda de nuestra sociedad. Esta circunstancia
no se debe, ni muchísimo menos, al carácter utópico de nuestras
reivindicaciones sino al tremendo poder de los intereses androcéntricos a
los que nos enfrentamos. Debemos mantenernos, por tanto, en constante
alerta en nuestra lucha contra el patriarcado, en la medida en que éste
constituye el marco justificativo de una forma de opresión que trasciende
al propio capitalismo.

El proyecto político de izquierdas que crea que es suficiente con


exigir el cambio de las condiciones de vida impuestas por el capitalismo
neoliberal incurre en una falacia paralizante: la transformación social a la
que aspiramos sólo podrá concretarse a partir de la disolución absoluta de
los roles de género. Y para conseguir este objetivo es imprescindible
reivindicar un nuevo sistema de valores.

Los valores que asumimos en nuestro proceso de socialización son


un reflejo del proceso de aprendizaje de las normas y modelos sociales
que sirven como guías de las conductas individuales. Por tanto, no
podemos fomentar una educación aséptica y no comprometida
políticamente: el proceso educativo debe favorecer la reflexión y la crítica
de los valores imperantes con el objetivo de mejorar las relaciones
sociales. Tal y como afirma José Luis Sampedro, nuestro sistema educativo
enseña a hacer cosas, no a saber cómo son las cosas. Debemos revertir,
por tanto, esta situación incidiendo en una educación entendida en sus
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términos clásicos como educatio o educare; es decir, como la
transformación de algo, en algo necesariamente mejor.

No es suficiente con el hecho de utilizar un lenguaje neutro, no es


suficiente con el hecho de que las niñas y los niños compartan el aula… Es
necesario incidir en una educación sentimental que libere a las
generaciones futuras de los tópicos de la feminidad y la masculinidad. Tal
y como afirma la escritora Margarita Pisano en su libro titulado Julia,
quiero que seas feliz: “De la feminidad no rescato nada, Julia. De la
masculinidad que la creó, tampoco. Debemos reinventarlo todo; sí Julia,
todo”.

Averiguar las causas de lo que ocurre, decía Spinoza, es el


imperativo ético más urgente. Por tal motivo, hay que ser radicales; es
decir, hay que acudir a la raíz de los problemas porque, de lo contrario, no
seremos capaces de proponer soluciones eficaces. Tenemos que
reivindicar, en consecuencia, un feminismo radical capaz de descubrir la
alétheia (es decir, la verdad en el sentido político de desencubrimiento).
La tarea del feminismo es, en definitiva, poner todos los obstáculos
posibles a los necios.

Imaginando que imaginamos, como diría la escritora Belén


Gopegui, aspiro a un momento histórico en el que el Feminismo ya no sea
necesario… Pero, desgraciadamente, todavía no ha llegado ese momento.
Es cierto que el movimiento feminista ha cometido errores. Es cierto
también que no estamos atravesando nuestro mejor momento. Pero
seguimos teniendo un reto político que no podemos desdeñar y al que
tenemos que dar respuesta.

Afirman algunas que las únicas respuestas interesantes son aquellas


que destruyen todas las preguntas… Hasta que encontremos esas
respuestas no nos queda más remedio que seguir pariendo, eso sí,
pariendo ideas. Y como diría Oscar Wilde, recuerden que: “Una idea que
no es peligrosa, no merece de ninguna manera el nombre de idea”…

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