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SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

Ramón Domínguez Balaguer

SEXUALIDAD HUMANA
Y
MATRIMONIO CRISTIANO
ÍNDICE

PRÓLOGO 7

INTRODUCCIÓN 9

Capítulo 1
EL MISTERIO DE LA SEXUALIDAD HUMANA 13
1.1. Una antropología adecuada 13
1.2. Palabra de Dios y vocación humana al amor 15
1.3. La sexualidad humana a la luz del misterio de Dios
Uno y Trino 23

Capítulo 2
CUANDO EL HOMBRE NO ACEPTA SU CONDICIÓN 31
2.1. El pecado de Adán 31
2.2. La sexualidad y el matrimonio bajo el signo del pecado 34
2.3. El matrimonio en los profetas y en el Cantar de los
Cantares 39

Capítulo 3
RESCATADOS POR EL AMOR 42
3.1. Uno murió por todos 42
3.2. El adulterio en el corazón 44
3.3. Discusión con los saduceos 49
3.4. La metáfora paulina sobre el matrimonio 52
6 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

Capítulo 4
LA SEXUALIDAD SEGÚN EL PLAN DE DIOS 58
4.1. Un don para el amor 58
4.2. Fracturas en la sexualidad 62
4.3. Llamados a la comunión interpersonal 74
4.4. La castidad o cómo vivir la sexualidad 79
4.5. Amor, verdad y cruz 83

Capítulo 5
EL MATRIMONIO CRISTIANO 87
5.1. El matrimonio bajo el signo del pecado 87
5.2. La preparación al matrimonio 91
5.3. Las tres dimensiones del matrimonio 99
5.4. El matrimonio sacramento del ser de Dios 110
5.5. Matrimonio, Eucaristía y Reconciliación 116

Capítulo 6
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA 125
6.1. La familia en los albores del tercer milenio 125
6.2. Misión del padre y función de la madre 127
6.3. Aprendiendo a ser hijos 134
6.4. Iglesia doméstica, como la Familia de Nazaret 140

Capítulo 7
LA VIRGINIDAD CRISTIANA 148

CONCLUSIÓN 156

Apéndice
EL IMPERATIVO “VETE” EN LA ESCRITURA 159

BIBLIOGRAFÍA 173
PRÓLOGO

Estas páginas han nacido de una preocupación pastoral por el trabajo


desarrollado atendiendo a los muchachos que se abren a la vida, a los jóvenes
que se preparan al matrimonio y a los casados de todas las edades que viven
su relación conyugal en medio de una atmósfera viciada, en la que los
valores morales –sobre todo los que atañen a lo más nuclear de la existencia
humana, como son los referidos a la sexualidad, al matrimonio, la familia y
la vida misma– son relegados y despreciados en aras de una falsa autonomía
moral, que los medios de comunicación de masas se encargan de presentar
como la opción más natural y soberana de vivir la propia existencia.
Hoy no resulta fácil la fidelidad a la vocación al amor que el hombre
ha recibido de Dios, cuando el mismo concepto de amor está corrompido y
falseado por una visión reductiva del hombre, que se arrastra por la
mezquindad del que busca sólo el placer inmediato y se muestra incapaz de
levantarse y de buscar la verdad sobre sí mismo y su destino, fruto de una
mentalidad relativista que reduce al hombre a simple producto de la materia
y lo mantiene en la pura mediocridad.
Tampoco es sencillo para los jóvenes enfrentarse solos al ambiente de
promiscuidad que les envuelve y les acosa diariamente en sus centros de
estudio, en el trabajo, en la calle, entre los amigos. Para ayudarles en su
combate y presentarles la luminosa verdad sobre la sexualidad, el matrimonio
y la familia, según el proyecto divino, bajo la dirección de la extensión
dominicana del Pontificio Instituto Juan Pablo II para el estudio sobre el
Matrimonio y la Familia, se programaron una serie de conferencias dirigidas
a los jóvenes, agentes de pastoral y a la feligresía en general, que se dieron a
lo largo del 2005 y 2006 en algunas parroquias y colegios profesionales de
las ciudades de Santo Domingo, Barahona y Puerto Plata.
8 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

Este libro recoge aquellas charlas revisadas y ampliadas. Más que un


estudio detallado y pormenorizado de las materias que en él se tratan,
pretende su divulgación para que otros puedan servirse de ellas, si lo creen
conveniente, para la formación y el apoyo de las personas confiadas a su
cuidado pastoral.
En su elaboración me he apoyado en diversos autores, que quedan
consignados tanto en la bibliografía que aparece al final del libro, como a pie
de página en las citas, generalmente indirectas, que a ellos se refieren.
Para iluminar la respuesta que el hombre está llamado a dar al amor de
Dios que le interpela, he añadido como apéndice un artículo que escribí para
una revista especializada en Sagrada Escritura –y que no llegó a publicarse
por diversas circunstancias– acerca de la interpelación con la que Dios se
dirige directamente al hombre de todos los tiempos, atrayéndolo hacia sí y
seduciéndolo a fin de que, en comunión con Él, tenga vida en abundancia.
Con el patrocinio de María que en todo respondió y dejó que Dios
hiciera en ella maravillas, espero que estas páginas puedan servir para que
muchos se sientan también llamados a vivir en santidad, de acuerdo a la
vocación a la que hemos sido llamados.
INTRODUCCIÓN

La Iglesia ha considerado la sexualidad humana desde su realidad


natural. Ha visto en ella un elemento constitutivo del ser del hombre, no algo
que éste posee y que, por tanto, puede utilizar a su antojo, sino aquello que le
configura como lo que es y determina su modo específico de existir como
varón o como mujer. Esta realidad ha sido aceptada pacíficamente por las
diversas generaciones de hombres que se han sucedido a lo largo de los
siglos y han determinado los respectivos papeles que han desempeñados unos
y otras, con mayor o menor respeto por su natural igualdad y dignidad, en las
diferentes culturas humanas. Sin embargo, por primera vez en la historia de
la humanidad, este dato universal de la experiencia humana está empezando
a ser cuestionado por la mentalidad laicista que quiere “prescindir de Dios en
la visión y la valoración del mundo, de la imagen que el hombre tiene de sí
mismo, del origen y término de su existencia, de las normas y los objetivos
de sus actividades personales y sociales”1.
Las ideologías del momento, como todas aquellas, que a lo largo de la
historia han intentado dar una respuesta a los acuciantes interrogantes que se
plantea el hombre acerca de su ser y de su destino, no consiguen satisfacer
sus deseos incumplidos y acaban por dejarlo abandonado en medio de la
amargura, el desencanto y la frustración. Únicamente la fe cristiana está en
condiciones de explicar adecuadamente la realidad del hombre y de orientar
su destino.
La confusión general en la que se encuentra sumido el hombre en los
comienzos del tercer milenio es consecuencia de su ruptura con Dios. Allí
donde el conocimiento de Dios se desvanece queda, igualmente, desfigurado
1
CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Orientaciones morales ante la situación
actual de España, Madrid 2006, 11.
10 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

e impreciso el ser humano. Nunca como en nuestros tiempos, al menos en el


ambiente de la cultura occidental, ha estado el hombre más alejado de Dios y
más expuesto a su disgregación. En efecto, el hombre creado a imagen y
semejanza de Dios, encuentra en Éste el fundamento, la razón y el sentido de
su existencia. Cuando reniega de su origen y rechaza su condición de
criatura, queda perdido en la inmensidad de un universo que no acierta a
comprender. Sin Dios nada tiene explicación, ni el origen del cosmos, ni la
condición humana, reducida a un mero producto y manifestación de una
naturaleza irracional y sin sentido. En este caso el hombre, sin raíces y sin
destino, queda sometido al absurdo de una existencia inexplicable, y
permanece expuesto a la manipulación que sobre él puedan ejercer las
fuerzas dominantes. Puede ser explotado como un elemento más de la
naturaleza ya que no se distingue sustancialmente de ella.
Por la misma razón, habiendo renegado del Amor que le ha dado el ser,
está condenado a vivir para sí mismo. En efecto, su propio ser es fruto del
Amor y ha sido constituido para ser amado y amar, por eso siente nostalgia
del amor perdido y busca tenazmente encontrarlo y recuperarlo. ¿De qué
modo? Ofreciéndoselo todo para sí, utilizando a los demás para sus fines,
pidiendo ser considerado, respetado, aceptado; exigiendo del otro el ser
amado. Cuando no lo consigue aparece el sinsabor, el desengaño y el
despecho que arrastran al rencor, el odio y el deseo de venganza contra
aquello o aquella persona que, supuestamente, no le ha complacido o se lo ha
negado. De ahí surgen la exigencia de derechos reales o ficticios, la
indignación y la violencia que brota cuando se considera que no son
reconocidos o respetados. Sus frutos son de sobras conocidos: delincuencia,
terrorismo, violencia de género, pérdida de valores y desencanto general ante
la vida.
Pero el amor no se consigue con requerimiento, ni es fruto del esfuerzo
humano. Es un don que se acepta con humilde agradecimiento, consciente de
lo inmerecido que resulta siempre. Quien recibe este amor por medio de
Aquel que le ha liberado de la esclavitud de tener que ganarse el amor, de
desesperar porque no se puede alcanzar y de vivir en la angustia y la pasión
del deseo, se sabe acogido y amado hasta el extremo y su respuesta es la fe y
INTRODUCCIÓN 11

la esperanza que engendra confianza, abandono, obediencia, seguimiento


sumisión y don de sí. De modo que uno ya no vive para sí mismo, sino para
Aquel que se entregó y le amó hasta el extremo de morir y resucitar por él
(cf. Gal 3,20). La declaración de amor sólo puede ser probada con amor.
Sin embargo, el pensamiento laicista y relativista, que se está
imponiendo en el mundo occidental y que amenaza extenderse por todas
partes, está provocando una enorme confusión y una desorientación tan vasta
que empieza a manifestarse en todos los campos del comportamiento
humano y en particular en el ámbito del amor y de la sexualidad afectando a
las realidades más básicas del ser humano, como son: el matrimonio, la
familia y la misma concepción antropológica del hombre. La sexualidad deja
de ser un elemento integral y discriminatorio que configura a la persona en su
propio ser de varón o de mujer, para convertirse en una mera tendencia u
orientación que puede ser asumida, rechazada o encauzada en cualquier
dirección según las preferencias del sujeto. El matrimonio y la familia en
lugar de ser el espacio del encuentro interpersonal en el que se realiza en bien
de los esposos por la sincera y mutua entrega del uno al otro, y en el que los
hijos son acogidos y amados por sí mismos como un don en su singular y
propia individualidad, llega a ser, muchas veces, ocasión de enfrentamiento,
debido a la incapacidad que tiene el hombre de donarse y a la constante
tentación de utilizar al otro como medio para la propia felicidad.
En este contexto, los hijos parecen más una carga que hay que dosificar
convenientemente según los intereses del momento, y lejos de ser amados
por sí mismos y recibidos como un don, quedan supeditados al egoísmo de
los padres, que buscan en ellos su propia realización personal. Por esta razón
se exige un supuesto derecho al hijo, se planifican y gradúan según las
expectativas de los padres y se suprimen aquellos que podrían ser causa de
sufrimiento para sus progenitores, o porque no son deseados, o por que
presentan supuestas o reales malformaciones que podrían afectar a la
“calidad de vida” de sus padres.
El mismo ser humano deja de ser una persona única y valiosa por sí
misma, para convertirse en simple individuo; uno más entre muchos, cuya
valía queda supeditada a su capacidad y a su utilidad para la sociedad. Es
12 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

considerado y apreciado mientras puede aportar algo a los demás, pero


apartado y rechazado cuando no responde a lo que se exige de él. El sujeto
queda reducido a objeto, desaparece la gratuidad e impera la exigencia, se
miran los derechos propios y se reclaman los deberes a los otros. Un mundo
así ha invertido la ecuación paulina, pues ya no está bajo la gracia sino que
vuelve a estar sometido al dictado de la ley, y el pecado domina de nuevo
sobre los hombres (cf. Rm 6,14). En esta textura el amor, que es paciencia y
servicio, que no envidia, ni se jacta, ni se engríe, que no busca su interés, ni
se irrita, ni toma en cuenta el mal, que no se alegra con la injusticia sino que
quiere la verdad, que lo excusa todo, lo cree todo, lo espera todo y lo soporta
todo (cf. 1Co 13,4-7), está seriamente amenazado o no se da en absoluto; en
su lugar domina el deseo del otro para satisfacer las propias necesidades de
afecto. Al no esperar el amor gratuito que viene de Dios, el hombre pretende
ganárselo por su cuenta y lo exige como un derecho, por lo que se impacienta
cuando no lo obtiene de inmediato, pretende que los demás estén a su
servicio, envidia a quien tiene más que él, se jacta y engríe de sus logros, se
irrita y toma en cuenta el mal que otro le pueda causar, no busca la verdad
sino su propio interés, por lo que ni excusa ni soporta nada que le pueda
contradecir, y ni cree ni espera que el otro pueda cambiar. Las consecuencias
de esta actitud las hemos señalado un poco más arriba y están en el
pensamiento de todos.
Por eso es necesario descubrir la verdad sobre el hombre que nos
pretende escamotear el relativismo. La condición humana y la sexualidad
sólo pueden entenderse adecuadamente desde la fe en Dios, y en un Dios que
es Trinidad. La ética sexual, por su parte, brota de la adecuada comprensión
de la naturaleza de la sexualidad, no de una norma arbitraria de Dios.
Es lo que nos proponemos en este trabajo: mostrar la verdad y la
belleza sobre la sexualidad, el amor humano y el matrimonio tal como han
sido diseñados por el Creador.
Capítulo 1
EL MISTERIO DE LA SEXUALIDAD HUMANA

1.1. Una antropología adecuada

Pocos creen hoy en el amor. Cuando se da la experiencia amorosa entre


un hombre y una mujer, basada en la atracción física y en el sentimiento,
resulta, la más de la veces, decepcionante y frustrante. Se puede poseer a otra
persona, puede darse una verdadera relación afectiva entre ambos, pero
aunque momentáneamente satisfactoria, no acaba de cumplir las expectativas
que el deseo generó, tal como se lo recordaba el papa Juan Pablo II a los
cientos de miles de jóvenes reunidos en Tor Vergata en agosto del 2000,
haciéndoles notar que toda relación amorosa encierra una cierta desilusión.
¿A qué se debe esta desproporción entre la seducción y la atracción
que produce en el ser humano el apetito de poseer a otra persona, de unirse a
ella, de amar y de ser amado, y el desencanto y hasta la decepción que
ocasiona cuando se lleva a la práctica? Ciertamente que en ella se encuentra
una satisfacción y un placer, sin embargo, cuando se reduce a una mera
relación física y afectiva, en la que la persona se anda buscando a sí misma
esperando ser contentada en sus carencias, se encontrará con la frustración,
porque el otro no puede colmar su vacío existencial ni satisfacer sus
necesidades más profundas2.
La sexualidad humana encierra un misterio que sólo puede ser revelado
a la luz del misterio de Dios, ya que es parte constituyente del ser humano y
éste sólo puede llegar a ser comprendido desde el conocimiento del ser de
Dios3. Pero, ¿cómo podemos siquiera vislumbrar la naturaleza de Dios si Él

2
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros. Perspectivas de moral sexual, Madrid 2005, 7-12.
3
Cf. R. DOMÍNGUEZ, Me Desposaré contigo para siempre, Valencia 2006, 251-256.
14 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

es totalmente transcendente a nosotros? Porque Él se ha dado a conocer a


través de sus obras.
La primera de ellas es la Creación por la que Dios hace, gratuitamente,
partícipe de su ser a toda criatura. La Creación es, en sí misma, un acto de
donación, de amor. Como todo acto de esta naturaleza exige un receptor
capaz de recibir el don, pues de lo contrario no tendríamos una donación sino
un arrojar al vacío, por eso la Creación busca al hombre, se dirige hacia él, es
su primer y último objetivo. Esto lo atestigua bellamente el libro del Génesis,
cuando, a diferencia de las demás criaturas, de las que se dice simplemente
que eran buenas, se afirma del hombre que ha sido creado “a imagen y
semejanza” del Creador (Gn 1,27). Por eso el hombre tiene un eco de la
divinidad y ha sido hecho partícipe de su santidad.
Siendo obra del amor, la Creación es, fundamentalmente, un acto de
comunicación por el que se busca establecer el diálogo y la comunión entre
el que da y el que recibe: Dios y el hombre. Aquí empieza el misterio del ser
humano que está entramado en el misterio de Dios, siendo a “imagen y
semejanza”, uno y otro se complican y se esclarecen mutuamente. Esto se
especifica aún más cuando se añade que el hombre ha sido creado “macho y
hembra”, en una bipolaridad que es una llamada a la relación, siendo ésta una
característica sustancial de su ser “a imagen y semejanza” 4.
No menos impresionante es la otra acción de autocomunicación de
Dios: su obra redentora. Cuando el hombre, a causa de su pecado, rompió la
unión con Dios, no por eso quedó abandonado a su suerte. Dios no se vuelve
atrás ni retira su oferta de comunión sino que sigue adelante con su proyecto
original. En un proceso de acercamiento al hombre establecerá con éste un
diálogo personal mediante el cual Dios habla y espera la respuesta del
hombre. No siempre encontrará una total disponibilidad, pero a través de esta
historia dramática de encuentro y desencuentro entre ambos, de reiteradas
llamadas y hasta de correcciones, finalmente se encontrará una persona
dispuesta a escuchar sin reticencias y a aceptar sin limites la intromisión de
Dios en su vida. Por medio del sí incondicional de María podrá hacerse

4
Cf. A. SCOLA, Hombre-mujer. El misterio nupcial, Madrid 2001, 65-88.
EL MISTERIO DE LA SEXUALIDAD HUMANA 15

efectiva la total comunión de Dios y el hombre en Jesús el Cristo. De este


modo, se alcanza el motivo último de la Creación, llegando a su término el
acto de donación de Dios, cuando el hombre Cristo Jesús responde con la
total entrega de sí mismo y la perfecta obediencia a la voluntad de Dios
llevando a plenitud la comunión de Dios y el hombre en la Encarnación del
Verbo por la que Dios y el hombre son una sola persona, y se esclarece el
misterio de la persona humana, pues si todas las demás criaturas existen en
función de otras, el hombre es el fin al que apunta la Creación entera, la
única criatura que es amada por sí misma, y Cristo es la plenitud del hombre,
el primogénito de toda la Creación, al realizar en su persona la verdadera
imagen de Dios invisible, porque en él, por él y para él, fueron creadas todas
las cosas (cf. Col 1,15s).
De este modo, Dios se manifiesta como lo que es: Amor, y muestra
que el hombre, hecho a su “imagen y semejanza” está llamado a amar de
modo semejante a como es amado por Dios. Veamos cómo describe esta
vocación la misma Palabra de Dios.

1.2. Palabra de Dios y vocación humana al amor5

Ya desde el principio, el libro del Génesis comienza dando una palabra


sobre el mundo y el hombre señalando la verdadera vocación a la que éste
último ha sido llamado6. Allí se nos da la clave de la naturaleza humana. “Y
dijo Dios: ‘Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza
nuestra’... Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios
le creó, macho y hembra los creó” (Gn 1,26-27).
Esta primera afirmación sobre el ser humano viene completada por el
relato de la creación del hombre que encontramos en el capítulo segundo del
Génesis: “Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus
narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2,7). Y
5
Sigo en estas reflexiones las catequesis que Juan Pablo II dedicó a este tema. Cf. JUAN
PABLO II, Hombre y mujer lo creó. El amor humano en el plano divino, Madrid 2000, 61-
166.
6
Cf. DOMÍNGUEZ, R. Me desposaré, 7-8.
16 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

añade más adelante: “Dijo luego Yahveh Dios: ‘No es bueno que el hombre
esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada’… El hombre puso nombre a
todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, mas
para el hombre no encontró una ayuda adecuada. Entonces Yahveh Dios
hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó
una de las costillas, rellenando el vacío con carne. De la costilla que Yahveh
Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre.
Entonces éste exclamó: ‘Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de
mi carne. Ésta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada.’ Por
eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen
una sola carne. Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se
avergonzaban uno del otro” (Gn 2,18.20-25).
Estas pocas palabras retratan fielmente la naturaleza y la vocación a la
que ha sido llamado el ser humano. En Gn 1,27 se declara que el hombre ha
sido creado a imagen y semejanza de Dios y que ha sido concebido como
“macho y hembra”. Estas dos afirmaciones indican que el ser humano existe
de hecho como varón o como mujer, y que esta realidad forma parte de su ser
a “imagen y semejanza” de Dios. Volveremos sobre esta segunda
implicación más adelante. Veamos lo que expresa la primera de ellas. El ser
humano se manifiesta en una unidad dual, en la que el único ser humano se
expresa en la dualidad varón-mujer7. Si el ser humano es de hecho varón o
mujer, quiere decir que el varón solo o la mujer sola no realizan plenamente
lo que es el ser del hombre, puesto que éste se da en dos realidades sexuales
diferentes irreductibles la una a la otra. El varón nunca podrá ser mujer ni la
mujer varón. Ninguno puede agotar a todo el hombre, teniendo ante sí el otro
modo de ser, que resulta inaccesible para él. Son idénticamente persona
humanas, pero sexualmente diversos.
Al ser una realidad dual, el hombre está llamado a la relación, es un ser
abierto a la comunicación, lo masculino con lo femenino. La relación entre
masculino y femenino indica, a la vez, identidad y diferencia. Identidad por
7
En nuestra exposición reservamos el término hombre para referirnos a la realidad conjunta
del ser humano, mientras que varón y mujer designan la específica existencia del ser humano
como dos realidades sexuales diferentes.
EL MISTERIO DE LA SEXUALIDAD HUMANA 17

la absoluta igualdad de los dos: “hueso de mis huesos y carne de mi carne”,


igualdad que está expresada en el término hebreo con el que se designa al
varón y a la mujer: ‘ish para el varón, ‘ishash para la mujer. Diferencia por
su sexualidad ya que ambos son no sólo funcionalmente, sino
ontológicamente distintos. Hay pues una diferencia sexual que no altera la
identidad personal. La diferencia, lejos de separar abre el camino para la
unidad, puesto que los diferentes se necesitan el uno al otro para realizarse
completamente como personas.
Esta misma realidad testifica el carácter contingente de la criatura
humana: cada yo registra dentro de sí un vacío y una carencia, la
masculinidad de la feminidad y ésta de aquella, que lo abre y le llama a salir
fuera de sí, puesto que el yo precisa la ayuda recíproca y necesita del otro
para su plena realización. El hecho de que no se baste a sí mismo revela que
el hombre, como toda criatura, es signo que reenvía a otro, no puede ser sin
otro y que, por tanto, está referido a otro, existe en relación con otro diferente
a uno mismo. Por tanto, no existe sólo como individuo sino también como
persona. La individualidad indica la identidad, cada individuo, varón o mujer
es un ser humano. Pero el hecho de que existe en relación con otro, que ha
sido creado para entrar en comunión con otro le constituye como persona.
Siguiendo con la lectura del texto bíblico, el segundo capítulo del
Génesis describe gráficamente la realidad del hombre desde su propia
experiencia existencial. A pesar del dominio sobre todos los otros seres, que
se manifiesta en el hecho de darles un nombre, el hombre –se nos dice en Gn
2,18– “no encontró una ayuda adecuada”. Se trata de una experiencia básica
del ser humano como tal: la de la soledad, su experiencia de ser diferente
respecto a cualquier otra realidad. En ningún momento se refiere a la soledad
del varón motivada por la ausencia de la mujer, pues, hasta este momento se
le ha llamado siempre ‘adam, sólo se le distinguirá como ‘ish o ‘ishash
después de la creación de la mujer. Se trata de un problema antropológico,
independientemente de que tal hombre sea varón o mujer. ¿Cuáles son los
motivos que fundan esta experiencia que Juan Pablo II ha calificado como
soledad originaria?
18 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

El hombre, señala el relato, es llevado ante los animales para que les
imponga un nombre. En este momento cobra conciencia de la propia
superioridad frente al resto de la creación. Se conoce a sí mismo, a la par que
conoce el mundo y define su diversidad: tiene la capacidad de conocer, lo
que le hace salir de su ser y le revela toda su peculiaridad. Está solo porque
es diferente del mundo visible, en el primer acto de su autoconciencia
personal, aunque reconoce que está próximo a los animales, no se considera
uno de ellos, sino que se manifiesta la diferencia específica de su ser
personal. No encuentra en los animales, ni en el resto de la creación una
“ayuda adecuada”, pues únicamente otra persona puede prestársela.
Hay otro rasgo, no menos importante, que sitúa al hombre en su
soledad frente a todo lo demás. Se trata de una experiencia anterior a su trato
con los animales8. Después de colocar al hombre en el jardín Dios le ha
impuesto este mandato: “De cualquier árbol del jardín puedes comer, más
del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que
comieres de él, morirás sin remedio” (Gn 2,16-17). El hombre está puesto
frente a la alternativa de comer o no del árbol, de modo que no solamente es
consciente de su propia singularidad, sino que tiene la libre voluntad para
elegir, y en esta elección nadie le puede acompañar. También y sobre todo
aquí, se encuentra solo, pero esta vez no ante las demás criaturas, sino ante el
mismo Creador. Aquí está el significado profundo de la soledad originaria
en la que está situado todo hombre, su soledad contiene el hecho de su
autoconciencia y autodeterminación, que constituye su estructura ontológica.
El hombre está solo porque es conciente y debe elegir.
El hombre pertenece al mundo visible, es cuerpo entre los cuerpos, y
podría haber llegado a la conclusión de que es sustancialmente igual a los
otros animales, como hace el naturalismo para el que el hombre es un simple
producto de la evolución natural, pero en lugar de esto llega a la conclusión
de su subjetividad transcendente y personal que lo separa de los otros
animales. En lugar de reconocerse en la animalidad se sabe interpelado por

8
No entendemos “anterior” en sentido cronológico, sino como una realidad ontológicamente
básica, más profundamente existencial.
EL MISTERIO DE LA SEXUALIDAD HUMANA 19

alguien que le da y le pide, a la vez. Puede comer de cualquier árbol del


jardín, pero no del árbol de la ciencia del bien y del mal. Todo le es ofertado,
excepto una cosa: decidir sobre el bien y el mal. Es libre y autónomo pero no
goza de una autonomía moral, pues de lo contrario, morirá. Todo ello está
indicando que el hombre tiene una dependencia en el existir, es limitado y
contingente, pues puede no-existir y si es, de hecho, se debe a que se le ha
otorgado el ser por pura gracia. El hecho de que se le imponga una limitación
a su libertad no es producto de un capricho, sino ayuda necesaria para que
pueda vivir y no se destruya a sí mismo. El hombre está puesto ante la
alternativa entre vida y muerte y para ello depende de su libre elección. En
esto es distinto del resto de las criaturas, ninguna de las cuales es semejante a
él, y ratifica su singularidad, su radical soledad. El hombre está solo frente a
su Dios y Creador que le interpela y le pide una respuesta.
Soledad es, pues, demanda, requerimiento. El hombre está solo porque
es solicitado, emplazado, exigido, pretendido, invitado a transcenderse y a
salir de sí mismo para entrar en relación con el otro. Este carácter dialogal y
relacional es lo que le constituye como persona abierta, dirigida, orientada
hacia, y lo que le hacer ser para el otro. Este es el significado profundo que
se encierra en el hecho de que el hombre ha sido creado a imagen de Dios,
varón y hembra.
Si el hombre es persona, sólo en la relación personal se encuentra. Su
soledad permanece hasta el momento en el que halla una ayuda adecuada,
otro ser semejante a él, otra persona. Dios, continúa el relato del Génesis,
hizo entrar al hombre en un profundo sueño y, de una de sus costillas, formó
a la mujer. El viejo ‘adam cae en una especie de letargo para despertarse
como varón y mujer. El dato de que el hombre esté dormido indica que esta
nueva realidad pertenece en exclusiva a Dios, Él es el creador del hombre
como varón y mujer. No hay que entender la creación por separado del varón
y de la mujer como dos estados cronológicos sino como dos niveles de
significado. El hombre solitario emerge en su doble unidad de varón y mujer.
El varón descubre a la mujer y reconoce en ella a otro yo, “hueso de mis
huesos y carne de mi carne”. Ella es otro ser humano, igual a él en su
naturaleza, aunque diferente en su sexualidad, con su misma soledad
20 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

existencial, también incompleta y necesitada del encuentro con el otro, y es


este encuentro el que rompe su soledad original. De este modo concluye la
creación del hombre, el hecho de que sea varón y hembra, indica que ha sido
concebido para la unión de dos seres, idénticos en su naturaleza, diferentes
en cuanto a la masculinidad y feminidad. La turbación y la inquietud de
sentirse solo le empuja a la relación con el otro y le abre la posibilidad de
realizarse como lo que es, en el encuentro con otra persona. Todo esto quiere
decir que el hombre por “sí solo” no realiza totalmente su esencia, sino
existiendo “con alguno” y “para alguno”. De este modo, resume Juan Pablo
II su reflexión, la soledad originaria, la conciencia de su singularidad frente a
Dios y frente al mundo, es experiencia de la transcendencia de la persona
respecto a todo lo creado, y experiencia de su apertura a un ser afín a ella, a
una comunión de personas.
La persona existe para la persona en un recíproco don de sí misma.
Este donarse mutuamente supone la felicidad originaria del hombre, tal como
pone de manifiesto la exclamación, llena de gozo del varón ante la presencia
de la mujer. Esta mutua donación se expresa a través del cuerpo humano. La
masculinidad-feminidad, el sexo, es el signo originario de una donación que
lleva al hombre a tomar conciencia del don vivido. El cuerpo tiene, por tanto,
una dimensión “esponsal” por que manifiesta que el hombre ha sido creado
para el amor en el don sincero de sí mismo, a “imagen y semejanza” del
Amor creador y redentor. El hombre llega a ser a “imagen y semejanza” de
Dios en la comunión de personas. Únicamente llega a ser él mismo en la
relación personal, primero, del varón con la mujer, y viceversa, pero no sólo
ni primordialmente de este modo, sino, sobre todo, en la relación con Dios a
quien está dirigida toda persona humana.
El naturalismo destruye a la persona, pues si el hombre no se distingue
sustancialmente de los animales su sexualidad es puramente animal,
encaminada a la procreación y pervivencia de la especie. La relación sexual
se reduce a la búsqueda del placer y, eventualmente, a la propia perpetuación
en los hijos. El otro/a corre el peligro de ser utilizado como un medio para
satisfacer las necesidades personales. No es así la sexualidad humana que es,
sobre todo, relación, comunicación, don de sí.
EL MISTERIO DE LA SEXUALIDAD HUMANA 21

Pero el relato habla también del modo de realizar esta comunión de


personas: El hombre, para ser una sola carne con su mujer, debe dejar a su
padre y a su madre. La comunión de personas es fruto de una libre elección.
Ambos, el varón y la mujer, pertenecen por naturaleza a su padre y a su
madre, pero se unen a su cónyuge por elección, porque la comunión no puede
ser impuesta, solamente se puede realizar mediante el libre don de sí mismo,
pero, puesto que nadie puede dar lo que no posee, es necesario conquistar
antes el dominio sobre sí mismo. Es lo que está indicado en la expresión
“dejar padre y madre”9, pues mientras uno esté atado y condicionado por su
pasado, carecerá de la suficiente libertad para darse completamente al otro y
la comunión hasta ser “una sola carne”, quedará seriamente comprometida.
Nuestro relato termina con una constatación: ambos estaban desnudos
y no sentían vergüenza el uno del otro. Es el único caso en la Escritura en el
que la desnudez es considerada positivamente. La afirmación contrasta
vivamente con la que se realizará poco después: “entonces se les abrieron a
entrambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos” (Gn 3,7).
¿A qué se debe esta divergencia? Hay una nueva situación debida a la ruptura
de la comunión con Dios. No es cuestión de ignorancia y conocimiento, sino
de un cambio radical de significado. El no sentir vergüenza no es una falta de
vergüenza, no expresa carencia, sino que muestra una plenitud de
comprensión del significado del cuerpo propio, por la que, el varón y la
mujer, tienen conciencia de estar dados el uno al otro. La desnudez sin
vergüenza no tiene un sentido naturalista, con la pretendida bondad del
dinamismo sexual natural, sino personalista: indica la capacidad de total
comunicación entre las personas.
El varón y la mujer ven, desde la óptica de Dios, la bondad de la
creación, sin ruptura entre lo que es espiritual y lo que es sensible, ni entre lo
que en el hombre es masculino o femenino. El varón y la mujer se ven y se
conocen con la paz de la mirada interior que alcanza la plenitud de la
intimidad de la persona. Si hay vergüenza es porque la intimidad personal se
ve turbada y amenazada por la visión del otro. La desnudez original, en

9
Ver apéndice, “El imperativo ‘vete’ en la Escritura”.
22 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

cambio, supone la libertad interior del hombre capaz de donarse sin la


constricción del propio cuerpo y sexo, el señorío sobre sí mismo,
indispensable para poder donarse, ya que nadie puede dar lo que no posee. Se
dona primordialmente al otro/a no para satisfacer una necesidad sexual, como
ocurre exclusivamente en la sexualidad animal, sino para establecer una
comunión entre personas. Creados por el Amor, ambos están desnudos
porque son libres con la misma libertad del don. El cuerpo humano no es sólo
manantial de fecundidad y de procreación, sino que contiene el atributo
esponsal, la capacidad de expresar el amor, en el que el hombre-persona se
convierte en don, realizando, así, el sentido de su ser y existir.
La libertad que da el dominio sobre el cuerpo y el sexo, permite al
hombre descubrir la verdad sobre su ser: que el hombre es la única criatura
que el Creador ha amado por sí misma al ser ella motivo y objeto de su obra
creadora y que este mismo hombre, puede encontrarse a sí mismo solamente
a través del don desinteresado de sí. El cuerpo humano no sólo revela su
masculinidad y feminidad en el plano físico, sino también un valor y una
belleza que sobrepasa la dimensión meramente física de la sexualidad: la
capacidad de expresar el amor, en el que el hombre se convierte en don; la
capacidad y disponibilidad para realizar la afirmación de la persona: vivir el
hecho de que el otro es alguien amado por Dios, “único e irrepetible”,
alguien elegido por el eterno Amor.
Esta libertad interior del hombre que el texto bíblico expresa en la
desnudez desprovista de vergüenza, le concede al hombre la inocencia en el
intercambio del don personal. Esta inocencia consiste en la aceptación del
otro como lo que es: una persona, digna de ser amada por sí misma, a la que
se puede donar y recibir, a su vez, como un don para uno mismo. Lo
contrario sería privación del don y reducción del otro a “objeto para mí
mismo”, lo que se llama concupiscencia, apropiación indebida. En cambio,
tal como se desprende del relato del Génesis, la mujer es aceptada por el
varón como un don, admitido y acogido como tal, por lo que la mujer,
gracias al hecho y al modo con que ha sido aceptada y acogida, tal como la
ha querido el Creador, se encuentra a sí misma, y sabiéndose amada
responde, a su vez, con un nuevo don de sí. En el relato, el hombre recibe el
EL MISTERIO DE LA SEXUALIDAD HUMANA 23

don, la mujer le es “dada”, él debe asegurar el proceso del intercambio: dar y


recibir para crear la comunión de personas. Al recibir a la mujer como don la
enriquece con el don de sí mismo, quedando él mismo enriquecido por ella,
que le dona la propia persona. Esta es la naturaleza específica de la
masculinidad: por la posesión de sí, es capaz de donarse a sí mismo y de
recibir el don del otro. La de la feminidad es complementaria: al acoger al
varón como don se sabe amada y responde, a su vez, con el don de su
persona, con lo que el intercambio y enriquecimiento es recíproco.
Todo este análisis nos permite conocer quién es el hombre y quién
debe ser y, por tanto, como debería configurar la propia actividad. El hombre
ha sido creado como varón y como mujer, donados el uno al otro. Si cesan de
ser recíprocamente don, el otro se convierte en objeto, se dan cuenta de que
están desnudos y sienten vergüenza. Después del pecado perderán la gracia
de la inocencia originaria, el significado esponsal del cuerpo dejará de ser
una realidad pero continuará como tarea dada al hombre. Esto será objeto de
estudio en el próximo capítulo. Antes hemos de contemplar al hombre como
la más alta expresión del don divino y su particular “semejanza” con Dios,
sacramento primordial, signo que transmite en el mundo visible el misterio
invisible escondido en Dios desde la eternidad. Misterio del Amor de la vida
divina de la que participa el hombre que ha sido creado para ser signo de
Dios en el mundo.

1.3. La sexualidad humana a la luz del misterio de Dios Uno y Trino10

La afirmación del Génesis de que el hombre ha sido creado a imagen y


semejanza de Dios, como varón y mujer, tiene, como veíamos una doble
implicación: la primera que el hombre existe como una unidad dual y la
segunda que la diferencia sexual pertenece al ser del hombre a imagen de
Dios, de tal manera que se puede hablar de una analogía entre la relación
varón-mujer y las relaciones trinitarias

10
Para este apartado, cf. A. SCOLA, Hombre-mujer, 31-88.
24 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

El hecho de que el hombre exista como varón o mujer indica que la


sexualidad es parte constituyente del ser hombre, una dimensión substancial
que determina su personalidad, no es algo accidental o derivado que pueda
ser modificado a conveniencia. Cada persona humana, única e irrepetible, es,
según su propia naturaleza, varón o mujer. Si la diferencia sexual no fuera
esencial a la persona la relación con el otro se instauraría independientemente
de ella, ya no sería una relación personal y la sexualidad sería un puro hecho
accidental reduciendo a la mujer a objeto del deseo varonil y viceversa. El
valor de la maternidad y de la virginidad quedaría comprometido, pues la
dignidad de la mujer ya no sería su presupuesto, sino sólo su consecuencia.
La mujer valdría no por ser mujer sino en cuanto que es madre, y puede dar
hijos, o es virgen, como ocurre en ciertas culturas y mentalidades.
Se entiende mucho mejor la radical diferencia con la sexualidad
animal, centrada en la genitalidad y dirigida exclusivamente a la procreación,
por lo que solamente se ejercita en época de celo cuando la posibilidad de
concebir nuevos individuos para la especie es prácticamente segura. La
diferencia sexual entre el varón y la mujer y su complementariedad señalan
la clara disposición hacia el otro que tiene el ser humano y manifiestan que la
plenitud humana reside precisamente en la relación, en el ser-para-el-otro.
Se vacía, igualmente, de raíz toda contraposición entre varón y mujer.
La diferencia sexual no puede ser motivo de rivalidad ni puede ser eliminada,
como pretenden algunas corrientes feministas, arguyendo cierta inferioridad
y sometimiento de un sexo sobre el otro. Si se han dado o se siguen dando
estas condiciones se deben a motivaciones culturales, no antropológicas. Es,
precisamente, esta diferencia sexual la que fundamenta una relación de
colaboración, dentro de la igual dignidad, entre el varón y la mujer, y en la
que se cumple su carácter personal. Exaltar un polo contra el otro rompe la
unidad dual querida por el Creador e impide promover la dignidad y los
derechos de la mujer. La mujer tiene su propia dignidad en cuanto que es
mujer y, por tanto, capaz para ser esposa y madre, como el varón la tiene por
su vocación a ser esposo y padre, como veremos en su momento. En lugar de
la emancipación y separación que pretenden ciertas corrientes ideológicas,
EL MISTERIO DE LA SEXUALIDAD HUMANA 25

que parten de una concepción antropológica reductiva, hay que hablar de


reciprocidad y complementariedad.
Si la diferencia sexual es un elemento constitutivo de la persona
humana y ésta ha sido creada a “imagen y semejanza” de Dios quiere decir
que esta diferencia es parte integrante de su ser conforme a Dios, de tal modo
que el hombre no es sólo semejante al Creador por sus cualidades
espirituales, como son la inteligencia y la voluntad, sino también y, sobre
todo, por su unidad dual, por el que todos ellos son idénticos como seres
humanos pero distintos por su sexualidad.
Al ser una unidad dual el hombre está hecho para la comunión en la
dualidad de manera que, siendo dos personas distintas y complementarias,
lleguen a ser una sola carne, el varón y la mujer, alcanzando, en esta mutua
entrega, la plenitud de su ser como personas humanas. De este modo son un
pálido reflejo del ser mismo de Dios del que sabemos que es Uno solo en la
Trinidad de Personas. Dios es amor pero el amor no se puede dar en solitario,
el que ama requiere de alguien a quien amar y que sea capaz de recibir. El
Padre ama al Hijo vaciándose y dándose totalmente al Hijo sin reservarse
nada, pues si algo se guardara para sí no amaría totalmente ya que
conservaría aquello que no quiere compartir. El Hijo es amado por el Padre.
Él, por sí mismo, nada posee como propio, pues de lo contrario, no sería
igual al Padre, sino que todo cuanto tiene lo ha recibido del Padre, como dice
el evangelio según S. Juan: “Porque el Padre quiere al Hijo y le muestra
todo lo que él hace” (Jn 5,20a). Y también: “Creedme: yo estoy en el Padre
y el Padre está en mí” (14,11), y más adelante: “Ahora ya saben que todo lo
que me has dado viene de ti” (17,7). El Hijo es, por tanto, pura recepción y
acogida. Pero el Hijo, que se sabe amado, responde al amor con el amor y se
dona, a su vez, al Padre dándole cuanto es sin quedarse nada, pues si algo se
quedara no amaría totalmente al Padre. Esto es lo que se afirma en S. Juan:
Todo lo que tiene el Padre es mío (16,15a). Por eso puede asegurar Jesús:
“Yo y el Padre somos uno” (10,30) porque: “todo lo mío es tuyo y todo lo
tuyo es mío” (17,10a). Dado que el Hijo todo lo ha recibido del Padre y todo
lo devuelve al Padre, el Padre y el Hijo, siendo distintos, son uno. Pero el
amor con el que el Padre ama al Hijo y Éste al Padre es una nueva realidad
26 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

personal distinta al Padre y al Hijo, pero exactamente igual a ellos, pues se


trata del amor con el que el Padre ama al Hijo, que es la misma persona del
Padre y del amor con el que el Hijo ama al Padre, que es la misma persona
del Hijo. Por eso sigue diciendo S. Juan: “Cuando venga el Paráclito, que yo
os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad que procede del Padre,
él dará testimonio de mí” (15,26), y añade: “Él me dará gloria, porque
recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre
es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros”
(16,14-15). Se podrían multiplicar las citas pero todas ellas nos muestran el
ser de Dios, que es amor, don de sí, comunión de Personas, de manera que
siendo tres Personas distintas son Uno en total unidad dentro de la
diversidad, porque todo lo que es el Padre, lo es el Hijo y lo es el Espíritu
Santo. Tres Personas distintas en la identidad de un único Dios.
Entendemos, de este modo, la naturaleza del amor: amar es darse, no
dar cosas, sino la propia persona a otra y por entero, porque las cosas se
pueden partir y repartir entre varios, pero la persona sólo se puede dar
completamente a otra sola. Pero el dar exige alguien capaz de recibir, pues de
lo contrario no habría un dar sino un dejar. Para que el don del amor sea
completo pide que quien reciba y se sepa amado, responda agradecido al don
recibido devolviendo aquello con lo que ha sido agraciado, pues el amor con
amor se paga. Este intercambio de amor produce frutos de vida, pues el que
se sabe amado y ama, alcanza la dicha, el goce, la plenitud de su vida, y
puede llegar, incluso, a engendrar y gestar una nueva vida, otra persona
distinta, pero, no por eso, menos amada y acogida. Esta es, también la
vocación del hombre, que no ha sido creado para la soledad, sino para la
comunión en la que alcanza la plenitud de su ser; la vida lograda y feliz. Y ha
sido creado en una dualidad de sexos de manera que el varón está en relación
con la mujer y viceversa, llamado a ser “en comunión” junto a la otra persona
y para la otra persona. La diferencia sexual manifiesta el límite del ser
humano, su soledad y su menesterosidad, pero le abre al misterio del otro y le
indica que su ser vulnerable e incompleto se realiza en la comunión con el
don sincero de sí mismo, capaz, a su vez, de generar nueva vida 11. Son, pues,
tres los elementos que conforman el misterio de la sexualidad humana: la
diferencia sexual, el amor o don sincero de sí mismo, y la fecundidad, que es
el fruto del amor12.
La realidad creada muestra la imagen misma de la Trinidad. Todas las
cosas manifiestan, como advierte S. Agustín, unidad, forma y orden. Son
una, tiene un determinado modo de ser y están ordenadas a, hacia. Así, la
tierra con sus minerales y nutrientes está dirigida a alimentar a las plantas, las
cuales, a su vez, sirven de alimento a los animales herbívoros y éstos, a los
carnívoros, y todo ello está dado al hombre, el cual está ordenado al Creador
de todas las cosas. Todo tiene un significado en tanto en cuanto la Creación
es, en sí misma, un acto de donación, de amor. El amor es, pues, lo que
preside y ordena todo lo que es. Yo, por tanto, soy para amar y donarme.
Todo acto de amor pide un salir de sí, un éxodo hacia otro. Todo existe para
otros y yo soy en la medida en que amo, me dono, arriesgo a salir de mí, a
darlo todo para que el otro sea y, siendo el otro, es como soy yo. De modo
que, como dice el Evangelio, cuando me pierdo, y sólo cuando lo hago, gano.
El misterio de la sexualidad humana adquiere, de este modo una
dimensión trinitaria, hallando en el ser mismo de Dios su explicación. Por
eso, una cultura que no acepte la revelación del Dios trinitario se hace
incapaz de pensar positivamente la diferencia sexual y la identidad personal
de los diferentes. Si en el origen no hay la posibilidad de una diferencia que
no altere la identidad, como ocurre en el misterio de la Santísima Trinidad,
cualquier diferencia ulterior será vivida como la consecuencia de una caída o
fruto de una violencia. La diferencia sexual será considerada como
diversidad, quedando amenazada la igualdad y la dignidad de la persona
humana, sea cual sea su sexo. Se corre el peligro de olvidar la necesaria
complementariedad de los mismos siendo motivo de separación, rivalidad,
dominio y sometimiento de uno al otro y, por el contrario, la desvalorización
y el rechazo del sexo forzado a la sumisión y el deseo de su emancipación.

11
J. NORIEGA, El destino del eros, 89.
12
Cf. A. SCOLA, El misterio nupcial, 123-154.
De ahí se deriva una visión negativa de la sexualidad, que se convierte en
objeto de prohibiciones o se banaliza vinculándola, sin más, a la dimensión
animal del hombre. Se censura o se pierde su significado. Únicamente desde
la fe trinitaria tiene sentido la diferencia sexual dentro de la unidad de la
naturaleza humana.
Si la diferencia sexual es algo positivo quiere decir que la unidad de los
dos sexos es lo que confiere sentido pleno a la diferencia. La homosexualidad
es propia del paganismo incapaz de pensar positivamente la diferencia sexual
y su reciprocidad. El matrimonio, en cambio, es la vocación de todo hombre
por la que el varón está llamado a donarse a la mujer y ésta al varón de tal
modo que, siendo dos, lleguen a ser una sola carne, por lo que esta unión se
convierte en fuente de vida.
El misterio de la sexualidad humana adquiere un nuevo sentido desde
la acción creadora y salvadora de Dios, acto de amor, por medio del cual
Dios se dona y quiere entrar en comunión con su criatura. Este diálogo no
queda interrumpido por el pecado del hombre, antes, al contrario, alcanza su
culminación en la Encarnación del Hijo de Dios. En ella se produce la
perfecta comunión del hombre con Dios por la que dos naturalezas: la divina
y la humana se unen en una sola persona. Esta comunión no habría sido
posible sin la total sumisión de la naturaleza humana a la voluntad divina.
Dios, desde la ruptura original del hombre, que se ha apartado de Él por el
pecado, ha establecido un fructífero diálogo con el hombre, cercándolo con
lazos de amor, salvándolo, corrigiéndolo y llevándolo hacia sí. Este proceso
culmina con el sí de María en el que, por primera vez en la historia, una
persona humana, una mujer, acepta totalmente ponerse a disposición de Dios,
sin resistencias, ni condiciones. Es la criatura que, sabiéndose amada y
agraciada por Dios, responde con la entrega total de sí misma sin reservarse
nada. Esta declaración de completa sumisión es la que hace posible la
encarnación del Hijo de Dios en el seno de María. Hay que hacer notar que la
sumisión no es consecuencia de una imposición, sino aceptación libre de
quien ha conocido el amor. Esta actitud de María es la actitud propia de la
Iglesia, ella, al igual que María, acoge por la fe la oferta de Dios a entrar en
comunión con Él y, sabiéndose amada, responde con la sumisión, la
obediencia y el seguimiento, de manera que, también en ella, Cristo es
gestado y dado a luz13.
Sin embargo, esto no sería posible sin la entrega total de Cristo,
imagen del Padre, que ha amado a su Iglesia hasta el extremo de dar la vida
por ella. La entrega de Cristo nos muestra el talante del amor de Dios que,
como ya habían prefigurado los antiguos profetas, ama a su criatura y se
dona a ella a pesar de la infidelidad de ésta. Esta entrega sin condiciones de
Cristo es la que hace surgir a su Iglesia que, habiendo sido formada con el
agua y la sangre de su costado abierto (cf. Jn 19,34), es hueso de los huesos
de Cristo y carne de su carne 14. S. Pablo recogerá este dato de la revelación
para mostrar la relación que hay entre el amor de Dios, manifestado en
Cristo, a la Iglesia y el amor del esposo a la esposa (cf. Ef 5,21-33).
Por eso, la sexualidad humana tiene también una dimensión
cristológica y eclesial-mariana, pues en la relación entre el esposo y la
esposa, aquel está llamado a amar a su esposa como Cristo ha amado a su
Iglesia. El amor del esposo debe ser reflejo del amor de Cristo, que a su vez
lo es de Dios; un amor en el que él toma la iniciativa entregándose por
completo a su esposa, sin reservarse nada, en la medida en que esto es
posible en la dimensión presente. El amor de la esposa, como el de la Iglesia
es un amor responsorial, por el que sintiéndose acogida, respetada, valorada
y amada, se dona, a su vez, a su marido, sin guardarse nada, en la medida en
que esto es posible en la limitación presente. De este modo el amor del
esposo es un amor como el de Cristo y el de la esposa, como el de la Iglesia,
de modo semejante a como el amor de Dios al hombre tiene su continuación
en la respuesta del hombre a Dios, pues ante Él, todos tenemos la dimensión
femenina, de quien está llamado a acoger y a responder. La vocación del
hombre es a conocer el amor y responder al amor para llegar a ser una
comunión de personas en la que, de alguna manera, Dios y el hombre lleguen
a ser una sola cosa. La plena realización de este misterio se ha dado en Jesús
el Cristo, objetivo último y culminación de la obra creadora de Dios.
13
Cf. R. DOMÍNGUEZ, María, madre de la Iglesia, Valencia 1992, 11-29.
14
El evangelista presenta ese texto en referencia al relato del Génesis que narra la formación
de la mujer del costado de Adán dormido.
Siendo Jesucristo el objetivo último de la Creación, sólo en el misterio
de su persona, puede conocer el hombre la verdadera naturaleza de su ser y
únicamente siguiéndole a Él puede realizarse plenamente como lo que es. Tal
como comenta S. Juan en su primera carta: “Queridos, ahora somos hijos de
Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se
manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (1Jn
3,2). Es la Palabra encarnada la que dice al hombre quién es él.
El verdadero ser del hombre queda igualmente patente a lo largo de
toda la historia de la salvación. Dios, a diferencia de los dioses del
paganismo, no es el dios de la montaña, del desierto o de tal lugar, sino un
Dios personal que se manifiesta como el Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob; como Aquel que quiere establecer relaciones personales. Por eso, la
historia de la salvación comienza con una invitación de Dios al hombre:
“Yahveh dijo a Abram: ‘Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu
padre, a la tierra que yo te mostraré” (Gn 12,1). Esta realidad determina el
ser profundo del hombre: éste es, esencialmente, un ser relacional, personal.
Un ser interpelado por una Persona que desea comunicarse y donarse. Al
Dios que llama el hombre debe responder, y esta respuesta supone un éxodo,
un salir de sí mismo para encontrarse con el Otro. Es lo que pide Dios a
Abram y lo que realizará con Israel: hacerle salir de Egipto para encontrarse
con él en la montaña. Allí, Dios se donará a Israel y éste se someterá a Dios.
Se trata de la misma invitación que recibirá la amada del Cantar: “Ven” (Cf.
Ct 2,10ss). Para encontrarse con el amado necesita salir de sí misma e ir a su
encuentro. El ser del hombre es, pues, relacional, personal, nupcial. Llamado
a salir de sí mismo, a donarse a sí mismo y a entrar en comunión con el Otro.
Capítulo 2
CUANDO EL HOMBRE NO ACEPTA SU CONDICIÓN

2.1. El pecado de Adán

Creado para la comunión, Dios coloca al hombre en medio de un


paraíso con abundancia de todos los bienes que pueda necesitar. Yahveh
Dios se pasea por este jardín en real comunión con el hombre. Éste puede
disponer de todos los bienes y comer de cualquier árbol del jardín,
únicamente tiene vedado el comer del árbol de la ciencia del bien y del mal.
¿Por qué esta limitación? Dios ha puesto todo en manos del hombre, él es el
que da nombre a los animales ejerciendo el dominio sobre ellos y sobre todas
las otras criaturas y a él se le ha confiado el mando sobre toda la tierra (cf.
Gn 1,24-30; 2,19). Creado libre por el amor, el hombre tiene plena
autonomía y puede disponer de todo a su antojo, sólo hay una cosa que Dios
se ha reservado: decidir sobre el bien y el mal; esto le compete únicamente a
Él, puesto que al ser el autor de todo lo creado y al haber dotado al hombre
de una naturaleza específica, solamente Él conoce lo que le conviene al
hombre.
El hombre no sabe lo que es bueno o malo para él, del mismo modo,
aunque la comparación sea un tanto burda, que el objeto manufacturado
ignora lo que le conviene, siendo el fabricante quien señala las normas de su
uso, o como el enfermo, que desconoce la naturaleza de su enfermedad, no
debe medicarse a sí mismo, sino seguir las expertas indicaciones del médico.
Así pues, solamente Dios determina lo que es el bien o el mal para el
hombre, nadie puede arrogarse este cometido. Sin embargo, el hombre ha
sido seducido y engañado por el ser al que llamamos diablo, acusador,
demonio, y de tantas otras maneras, que no aceptó su limitación y condición
32 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

de criatura y se rebeló contra el Creador pretendiendo suplantar su lugar y


que induce al hombre a hacer otro tanto arrastrándolo en su sedición.
La descripción que hace el autor del libro del Génesis de la tentación y
caída del hombre, es de una gran profundidad psicológica y sumamente
importante para conocer el mecanismo de toda tentación diabólica. El
tentador es un maestro de la palabra y lo único que hace es hablar imitando la
palabra de Dios pero tergiversándola o trayéndola fuera de contexto 15:
“¿Cómo es que Dios os ha dicho: No comáis de ninguno de los árboles del
jardín?” La falacia empieza a tomar forma, pues Dios ha dicho que pueden
comer de todos, excepto del árbol de la ciencia del bien y del mal. El
demonio es exagerado y maximalista. Siempre suele hablar en término como:
todo lo haces mal, nunca cambiarás, nadie te quiere, siempre serás así, etc.
Con todo, el error de Eva está en prestar oídos a estas palabras y
empezar a dialogar con él. No hay que hacer tal cosa, la actitud correcta es la
que presenta Jesús ante el endemoniado de la sinagoga de Cafarnaúm que
apenas comienza a hablar es conminado a callarse: “Cállate y sal de él” (Mc
1,25). Pero el afán de Eva por subsanar el aparente desliz de su interlocutor
le llevará a la ruina. Comienza por querer poner en claro la verdad
corrigiendo al tentador de su posible error y añadiendo la consecuencia que
se deriva de apropiarse de un cometido que sólo compete a Dios. Es el
momento que esperaba el enemigo para sembrar la duda en el corazón de la
mujer. Dios no ama realmente al hombre, la prohibición no pretende evitarle
sufrimientos que le llevarán a la muerte, sino impedir que sea como Él, pues
si el hombre puede decidir sobre el bien y el mal gobernará su vida, será
autónomo, independiente de Dios y, por tanto, libre y dios de sí mismo.
Palabras seductoras que prometen sabiduría, goce y plenitud sin los
condicionamientos y limitaciones propias de la criatura y que engañan al
hombre llevándole a ocupar un lugar que no le corresponde, comiendo del
fruto que tenía prohibido. Al escuchar a la serpiente, el hombre duda de Dios,
no se siente amado sino utilizado, su dependencia se le hace insoportable y

15
Cf. las tentaciones de Jesús que nos presentan Mateo y Lucas al comienzo de sus respectivos
evangelios (Mt 4,1-11; Lc 4,1-13).
CUANDO EL HOMBRE NO ACEPTA SU CONDICIÓN 33

decide conseguir por sí mismo lo que sólo puede ser alcanzado como don,
queriendo ser dios en lugar de Dios. Por eso come del árbol del que no debía
comer.
Claro que esta postura del hombre supone la muerte de Dios, y con ella
la denuncia de su origen y la renuncia a todo sentido sobre su propia vida.
Desprovisto de raíces y falto de motivo y objetivo, se encuentra perdido y
halla realmente la muerte tal como Dios le había advertido. Esta es la actitud
básica del hombre que llamamos pecador y que se encuentra en la raíz del
secularismo que impregna la cultura relativista del mundo occidental. El
hombre quiere emanciparse porque considera que no puede ser libre si
depende de un Creador y debe ajustarse a la naturaleza y al fin por el que ha
sido creado. En consecuencia, prescinde de Dios, renuncia a toda razón sobre
sí mismo y se autoproclama señor y constructor de su propia historia. Pero si
su origen no es la bondad y sabiduría de un Dios que crea por la palabra para
entrar en comunión con su criatura, queda reducido a un simple producto del
azar, desprovisto de razón y de finalidad; nada es seguro ni valioso, sino
siempre relativo; la razón de su singularidad y dignidad frente a las demás
realidades queda desprovista de fundamento; siendo uno entre tantos, puede
ser tratado del mismo modo o, a lo sumo, quedará a merced de la
benevolencia de los poderosos de turno o del contrato social, siempre
susceptible de cambio. Todo queda sin respuesta, ni su sufrimiento, ni su
muerte se entienden, y su vida acaba convertida en un absurdo.
Las consecuencias de su acto son desastrosas. Al tomar el fruto del
árbol del que tenía prohibido comer, el hombre se da cuenta de que está
desnudo y aparece el miedo que le lleva a esconderse de Dios. El miedo es
producto de la experiencia de la muerte y de la aniquilación del ser que sufre
el hombre tras el rechazo de Dios. Si Dios, que es el que da consistencia y
vida al ser del hombre, desaparece, éste queda sin apoyo, en el vacío, y
prueba el vértigo de no saber quién es ni para qué es, por lo que su existencia
se convertirá en un rotundo fracaso incapacitado, como está, de saber la
dirección correcta que debe tomar16. Si Dios no es, tampoco el hombre es.
Esta percepción es lo que lleva a la muerte existencial del ser y al miedo
subsiguiente.
El miedo a la muerte provoca un nuevo desastre: el mal que el hombre
hace, el pecado. El pecado que ya estaba presente en el rechazo de Dios,
puesto que el hombre, por temor a no ser amado, realiza el mal primordial
como es la separación de Dios, fuente de todo bien, se convierte en la
respuesta habitual frente a cualquier amenaza sentida por el hombre. Adán,
acuciado por su sentimiento de culpa, eludiendo su responsabilidad, quiere
descargarla sobre Eva y ésta sobre la serpiente. La relación de reciprocidad
por la que la mujer ha sido dada al varón como una ayuda adecuada, se
convierte en fuente de apetencias y deseos insatisfechos. El don sincero de sí
que respeta la singularidad del otro se transforma en afán de dominio y
posesión. El dominio que le había sido concedido al hombre sobre la
creación se convierte en problemático y en causa de sufrimientos hasta que
experimente la muerte, que es lo propio de su naturaleza. Finalmente, el
hombre es expulsado del jardín, que permanecerá cerrado hasta que sea
restaurada la comunión del hombre con Dios.

2.2. La sexualidad y el matrimonio bajo el signo del pecado

La opción del hombre por fundarse en sí mismo y no en Dios tiene


repercusiones en todos los campos en los que se desarrolla su vida. Según
nuestro propósito, vamos a reducir nuestro análisis al ámbito de la sexualidad
humana y a todo lo que está relacionado con ella, como el matrimonio, la
procreación y la familia17.

16
Tal como ha demostrado la evolución de las ideas, cuando falta Dios, el hombre trata de
ocupar el hueco dejado por la transcendencia con las ideologías que afirman valores
intramundamos, absolutizando lo que es relativo; a no ser que se deje llevar por el nihilismo y
la falta de sentido. Cf. M. FAZIO, Historia de las ideas contemporáneas, Madrid 2006, 151-
155; R. DOMÍNGUEZ, Requiem por Europa, Baracaldo 2007.
17
Para este apartado cf. C. CAFFARRA, “El Magisterio de Juan Pablo II sobre Matrimonio y
Familia”, Familia et vita. Edición es español. Año X, Nº 2 2005, 28-36.
Tanto el varón como la mujer, al acercarse el uno al otro lo hacen
afectados de una herida existencial. Al apartarse de Dios ha quedado
quebrantada la unidad original de su ser personas que les llamaba a la
relación y a la comunión mutua, y han perdido el control sobre su sexualidad,
que ha resultado desgajada y separada de la persona. Al separar la sexualidad
de la persona, se aísla e independiza, sin relación alguna con el conjunto del
ser original y, al ser considerada en sí misma, sin relación con el conjunto,
pierde su sentido y deja de ser medio e instrumento de comunión
interpersonal y de realización humana. Ya no es una parte integrante del ser
de la persona, sino una capacidad que el hombre tiene y que puede utilizar a
su libre arbitrio. Dejada a su propia dinámica puede provocar incontinencia o
frigidez.
Esta nueva condición de la persona constituye una verdadera
enfermedad espiritual que resulta especialmente grave en el trato con los
demás. Ya no se mira a la otra persona del mismo modo, tanto que deja de
ser la ayuda adecuada para la realización personal en la comunión para
convertirse en objeto de deseo para la satisfacción del apetito sexual. Esta
diversa forma de mirar puede conducir, y lo hace de hecho, a la exigencia
sobre la otra persona y a su manipulación y utilización en beneficio propio.
En última instancia, puede establecer efectivas relaciones de dominio que
pretenden sojuzgar y obligar a uno a estar al servicio del deseo interesado del
otro. Habiéndose erigido el hombre en dios de su propia vida pretende que
todo esté en función suya, porque a diferencia del Dios verdadero, no tiene
vida propia, por lo que, como un insaciable Molok, exige que todo le sea
ofrecido.
Esta es la verdadera tragedia del hombre: al quedar desintegrada su
personalidad y al haber perdido la razón, el sentido y la vida que le venía de
Dios, no puede donarse al otro, está incapacitado para amar y, en este caso,
no puede sentirse realizado ni ser feliz. Si está incapacitado para donarse al
otro está condenado a vivir para sí mismo. Que el vivir para sí mismo es una
verdadera esclavitud de la que el hombre debe ser liberado, lo atestigua S.
Pablo en su segunda carta a los corintios, al afirmar que: “Cristo… murió
por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que
murió y resucitó por ellos” (2Co 5,15).
Pero todo el mundo vive para sí mismo y quiere su interés buscando
ser feliz. ¿Por qué es una esclavitud y una condena? Porque al rechazar a
Dios, el hombre se ha quedado solo; la vida ya no es un don que le viene de
Dios, sino que debe procurársela él mismo; ocupa su lugar y se convierte en
dios de sí mismo. Siendo él el que debe llevar adelante su vida, busca la
felicidad en todo, nada ni nadie tiene derecho a interponerse entre él y su
felicidad. El hombre se convierte, de este modo, en centro del universo, ya
que todo está en función de su felicidad, todo es para él, vive exclusivamente
en función de sí mismo, los otros quedan a su servicio, reducidos a medios,
instrumentos o cosas.
Esta actitud se manifiesta en todos los ámbitos de la vida y tiene una
actuación específica en el campo de la sexualidad, que estamos estudiando.
La relación conyugal ya no es la expresión de la mutua entrega de los
esposos, sino que se transforma en un contrato por el que éstos aceptan la
utilización de su propio cuerpo. Este contrato raramente puede ser total,
exclusivo e indisoluble, pues la condena a vivir para uno mismo, no puede
cargar sobre sí el peso de un vínculo indisoluble, exige el derecho de buscar
una opción “mejor” cuando la actual ya no es satisfactoria e incapacita para
una donación total, pues siempre habrá algo que se guardará celosamente y
que no se querrá compartir.
Este talante que impregna desde su base toda relación humana afecta
gravemente al matrimonio y a la familia. En el fondo hay una falla de
carácter antropológico, es el hombre mismo el que está en crisis, al faltarle
un concepto adecuado de lo que es él mismo. El papa Juan Pablo II en su
Carta Gratissimam sane, elabora un certero diagnóstico de esta situación.
Una de las principales causas hay que buscarla en la mutación que ha sufrido
el concepto de verdad. Al crecer la desconfianza en las posibilidades de la
razón por alcanzar la realidad en sí misma y de llegar, por tanto, al
conocimiento de la esencia de las cosas, o al negar expresamente que, puesto
que no se pueden conocer, existan las esencias, desaparece el conocimiento
verdadero de las cosas, y la verdad queda reducida a la mera opinión. De este
modo, los términos resultan equívocos en sí mismos; puesto que no
corresponden a una verdad que todos deben aceptar, suenan del mismo modo
pero con distintos significados que les atribuyen las diferentes y cambiantes
opiniones. Es lo que sucede con vocablos tales como “amor”, “don de sí
mismo”, “paternidad”, “maternidad”, “esponsalidad”, etc.
Al constatar la dificultad para amar al otro donándose sinceramente a sí
mismo, se llega a negar la posibilidad misma de establecer un vínculo
conyugal estable y auténtico. No sólo se considera impracticable, sino,
también, impensable, por estar fuera del alcance de las reales posibilidades
humanas; pero, puesto que el hombre se realiza a sí mismo dándose, el no
poder hacerlo provoca en él vacío e insatisfacción. La relación conyugal
reducida a un intercambio condicionado de los cuerpos, no le construye
verdaderamente y se siente decepcionado y desalentado, de tal modo que, lo
que debía engendrar vida en él se puede convertir en semilla de destrucción.
Pero no solamente ha colapsado el sentido de la verdad, también, y de
un modo especial, el de la libertad. Ésta no se concibe ya como la posibilidad
de realizar el bien que uno desea, sino que llevado por un equivocado afán de
autonomía, se entiende como la capacidad de hacer lo que uno quiera
independientemente de cualquier norma que no se haya dado uno mismo.
Esto lleva necesariamente al individualismo que busca únicamente el bien
propio por lo que se prescinde del bien del otro a no ser que esté en función
de uno mismo. De esta manera se reduce a la otra persona a objeto e
instrumento de la propia felicidad, por lo que la persona no puede ya donarse
gratuitamente. Si hay algo de don es con la intención de recibir, por lo que la
lógica del amor como don sincero de sí mismo queda reducida a un
intercambio interesado de dones, que se mantiene mientras se dé el do ut des,
pero que desaparece cuando la otra persona no cumple las expectativas que
se esperaban de ella. El criterio último ya no es el don sincero de sí mismo
que lleva al hombre a realizarse en plenitud, sino la utilización del otro en
beneficio propio.
Las consecuencias de esta reducción antropológica las tenemos delante
de nuestros ojos: el oscurecimiento de la verdad ha conducido a la ideología
del género que reduce la sexualidad a mera orientación funcional, a la
asimilación del matrimonio a otros tipos de relaciones que nada tienen que
ver con la naturaleza y finalidad del mismo, y a la mal llamada liberación
sexual que permite cualquier clase de relación ocasional e interesada fuera de
la responsabilidad que conlleva el amor 18. La debilidad de la libertad provoca
la fragilidad del matrimonio que es causa del aumento constante de los
fracasos matrimoniales, la poca disponibilidad por engendrar y concebir
nuevas vidas, la infidelidad matrimonial y tantas lacras que afectan la verdad
matrimonial.
¿Qué podemos esperar de todo esto? Si el hombre continúa comiendo
del árbol del que Dios le prohibió comer, se cumplirá la palabra: “si comes
de él morirás”. Por desgracia, la ideología dominante en nuestra sociedad,
por un falso concepto de libertad, entendida como completa autonomía de la
criatura respecto al Creador, sigue alargando su mano hacia el árbol
prohibido pretendiendo “crear las normas morales, según las contingencias
históricas o las diversas sociedades y culturas” 19. Al persistir en esta actitud
el hombre está creando una verdadera cultura de la muerte cuyas
manifestaciones se encuentran en todas partes como son los atentados contra
la vida humana por el desprecio manifiesto hacia los más débiles, como son
los niños no nacidos, los enfermos crónicos, los ancianos y los minusválidos,
a los que se les niega el derecho a existir, ya que el criterio último de nuestra
sociedad es la utilidad y el rendimiento. Se llega al extremo, nunca antes
conocido en la historia de la humanidad, de que las agresiones contra la vida
humana, en lugar de ser tratadas como delitos, se los considera como
derechos de la libertad humana.
Otra de las manifestaciones de esta cultura de la muerte es el uso
irresponsable de la sexualidad, basada en el egoísmo y en la búsqueda
indiscriminada del placer que impide la donación personal y es la fuente de
donde brotan las infidelidades conyugales y las rupturas matrimoniales y ve
en la procreación y en la atención a los hijos un obstáculo para la realización
personal. La caída de la natalidad en nuestras sociedades opulentas es una

18
Cf. K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad. Estudios de moral sexual, Madrid 1979.
19
JUAN PABLO II, Veritatis splendor, 40.
muestra más de esta mentalidad. La incapacidad para dar vida, tanto al
cónyuge con la entrega sincera de sí mismo, como al hijo, puede llevar a un
verdadero suicidio moral y demográfico20.
La raíz profunda de estos males está en la ausencia de Dios del corazón
del hombre, pues cuando Dios muere, el hombre no puede seguir viviendo.
Nuestra sociedad se encamina hacia su propia destrucción a no ser que haya
una verdadera conversión, no de las estructuras, sino del corazón del hombre
para que vuelva a Dios. La terapia que propone Juan Pablo II para todos estos
males no es otra que volver a proponer la verdad sobre la sexualidad humana
y el matrimonio en el marco de una nueva evangelización que lleven al
hombre al encuentro personal con Jesucristo. Esta sociedad secularizada
necesita el anuncio explícito del Evangelio con la palabra y los hechos, aún a
riesgo de no ser escuchados o de ser perseguidos por ello, pero no hay otro
camino. Sólo Cristo sabe lo que hay dentro del corazón humano y sólo en Él
se encuentra la verdad y la belleza que revelan al hombre la riqueza de su
propia humanidad. De ella hablaremos en los próximos capítulos.

2.3. El matrimonio en los profetas y en el Cantar de los Cantares

Antes conviene recorrer el camino que ha seguido el matrimonio en el


antiguo Israel. En vez de fijarnos en la praxis matrimonial, vamos a
centrarnos en el modelo de matrimonio que presentan los profetas.
Aunque no puede faltar el amor en el matrimonio, en una sociedad en
la que no estaba claro el tema de la resurrección, éste está ordenado a la
continuidad de la vida después de la muerte, no directamente al don sincero
de uno mismo. La finalidad del matrimonio consiste en garantizar una
descendencia legítima, ya que, sin descendencia, un hombre está muerto (cf.
Gn 22,30), mientras que el muerto que tiene descendencia, continúa viviendo
en sus sucesores, por lo que todo está en función de la procreación.
Todas las leyes referentes al matrimonio velan por esta finalidad: el
adulterio es una amenaza a la descendencia legítima, la poligamia es

20
Cf. M. FAZIO, Historia de las ideas, 404-409.
aceptada con el fin de asegurar esta descendencia, la ley del levirato permite
a un muerto seguir viviendo en sus herederos, la exención del servicio militar
al recién casado le concede tiempo para asegurar su descendencia. Ser padre
es más importante que ser marido, mientras que la mujer está al servicio de la
vida y se realiza en la maternidad (cf. Gn 30,1.22). Estando en función de la
transmisión de la vida, el matrimonio es una institución eminentemente
masculina, pues es el padre el que engendra los hijos; la mujer los gesta y da
a luz, función indispensable, pero instrumental. Los hijos son del padre, la
madre sólo los trae al mundo. Por eso es más querido el hijo que la mujer,
pues si el amor es necesario en esta vida, no continúa después de la muerte.
Cierto que el matrimonio puede satisfacer el deseo de ser amado, pero ese
deseo se da en grado menor al de la perpetuación de la persona.
Contrariamente a esta práctica habitual los profetas ven en el vínculo
matrimonial el paradigma de la relación entre Dios e Israel. El matrimonio es
una alianza, semejante a la que hace Dios con su pueblo, teniendo en cuenta
que no se trata de un pacto entre iguales. La alianza establece un vínculo
jurídico y un empeño de amor: para el superior, amar significa hacerse cargo
del otro, proveyendo a sus necesidades y salvándolo de cualquier enemigo, y
es, por tanto, gratuito (cf. Dt 7,6-7). Para el inferior, amar significa obedecer,
pero es una obediencia que proviene de la fe y de la seguridad de que no será
defraudado (cf. Dt 6,4-9).
Es la relación que se da entre el rey y sus súbditos o entre el marido y
la mujer. En este tipo de relación, la iniciativa parte del primero que, por pura
benevolencia, busca satisfacer al segundo. Este arquetipo es el que, con
algunas diferencias aplican los profetas a la relación entre Dios y su pueblo,
porque a diferencia de los reyes y los maridos que esperan una cierta
compensación a sus desvelos, el amor de Dios es totalmente desinteresado,
por lo que es verdaderamente gratuito y su oferta de alianza pretende
establecer una comunión estable con el pueblo, al que quiere hacer partícipe
de su gloria. Por lo mismo, las cláusulas de la alianza no pretenden garantizar
los derechos y establecer los deberes de unos y otros, sino asegurarle al
pueblo el disfrute de sus beneficios, a fin de que sea feliz y viva largos años.
La metáfora nupcial sirve para iluminar el carácter del trato de Dios
con el hombre, pero, al mismo tiempo, éste esclarece la naturaleza misma del
matrimonio. Por eso los profetas lo conciben como único e indisoluble, en el
que prima el amor entendido como donación de sí mismo. En efecto, el amor
de Dios al hombre es, como dice el Papa Benedicto XVI en su mensaje
cuaresmal del 2007, un amor oblativo de quien busca exclusivamente el bien
del otro; es, sin duda, un amor que llamamos agapé, puesto que Dios no
busca poseer lo que le falta, pues, ¿qué puede el hombre dar a Dios que no
haya recibido? La criatura es la que tiene necesidad del Creador y Dios se da
generosamente y sin medida. Pero el amor de Dios es también eros puesto
que anhela la unión con el amado. En este sentido, los profetas muestran con
atrevidas imágenes la pasión divina que tiene un amor de predilección sobre
su criatura, a pesar de la ingratitud y de las infidelidades de ésta. El
Todopoderoso, que nada necesita, quiere, solicita y “espera el ‘sí’ de sus
criaturas, como un joven esposo el de su esposa” 21.
Una visión semejante presenta el Cantar de los Cantares. En este
admirable librito se expone el amor de un hombre y una mujer, pero se trata
de un amor de donación por el que él se entrega a ella y ella, sabiéndose
amada, se somete a él. Es una clase de amor que el autor de la obra sólo pudo
encontrar en las metáforas proféticas que describen el amor de Dios por su
pueblo elegido. El amado del Cantar es el que corteja, solicita y hiere a la
amada para que ésta se vea impulsada a añorarle, desearle y buscarle con
todo su ser, de modo semejante a como Dios atrae a su pueblo hacia sí. De
este modo, el amor humano sirve de vehículo para expresar el amor divino, y
éste ilumina, a su vez, el amor humano, mostrando su verdadera dimensión.
Pero es únicamente en Jesucristo en donde se nos revela la verdadera
naturaleza de la sexualidad humana y el significado antropológico de sus
manifestaciones concretas como son el matrimonio y la virginidad por el
Reino de los Cielos. Es lo que queremos mostrar en las páginas siguientes.

21
BENEDICTO XVI, “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37), en Ecclesia 3349, 17 febrero
2007, 238-239.
Capítulo 3
RESCATADOS POR EL AMOR

3.1. Uno murió por todos

El amor inquebrantable de Dios por el hombre no cedió ante la


negativa de su criatura que, en vez de aceptar agradecida el don que se le
ofrecía, se cerró a su amor pretendiendo una autosuficiencia imposible, pues
la criatura nada es sin su Creador. El “no” del hombre le espoleó a mostrar la
inmensidad de su amor que, para recuperar a su criatura, no dudó en entregar
a su propio Hijo, amando más al hombre que a sí mismo 22. En la Cruz se
manifiesta el eros de Dios por nosotros, esa fuerza “que hace que los amantes
no lo sean de sí mismos, sino de aquellos a los que aman” 23.
En el misterio de la Cruz de Cristo se manifiesta la plenitud del amor
de Dios, un amor que ya había sido revelado en la Encarnación del Hijo de
Dios, que al asumir nuestra carne, consuma el proyecto de Dios de donarse al
hombre, entrando en comunión con él. Pero el sello definitivo de esta
reconciliación se estampa en la muerte y resurrección de Cristo. Aceptando
morir libremente, Cristo destruye el poder de la muerte que, de signo
extremo de soledad, impotencia y condena, pasa a ser medio para la
comunión del hombre con Dios, poder de resurrección y fuente de salvación.
Liberado del temor a la muerte, el hombre puede amar de nuevo, donarse
libremente y perderse por el otro. Ya no está más condenado a vivir para sí
mismo apropiándoselo todo avaramente, pretendiendo asegurar su vida,
porque ésta le es dada gratuitamente y por eso puede perderla para ganarla de
nuevo.
22
Para esta primera parte cf. BENEDICTO XVI, “Mirarán al que traspasaron”.
23
PSEUDO DIONISIO AEROPAGITA, De divinis nominibus, IV, 13; PG 3,712; citado por
BENEDICTO XVI, “Mirarán al que traspasaron”, 238.
44 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

El acto de suprema libertad por el que Cristo acepta morir siendo


inocente, es la manifestación más grande del amor y el fundamento de la
verdadera libertad para el hombre, pues no es libre aquel que siendo
miserable y menesteroso sólo puede intentar alcanzar por todos los medios
unas migajas de felicidad, sino el que emancipado de todo temor se permite
el lujo de darse, dejarse y abandonarse por amor al otro. El hombre que
pretendió ser libre emancipándose de Dios para caer en la esclavitud del
pecado que engendra la muerte, recibe la libertad por medio de otro hombre
que se sometió a Dios obedeciéndole hasta el extremo de entregar libremente
la vida confiado en su amor24.
Este supremo acto de amor de Dios para con el hombre está pidiendo
una respuesta. “En la cruz Dios mismo mendiga el amor de su criatura: Él
tiene sed de amor de cada uno de nosotros… La revelación del eros de Dios
hacia el hombre es, en realidad la expresión suprema de su agapé. En verdad,
sólo el amor en el que se unen el don gratuito de uno mismo y el deseo
apasionado de reciprocidad infunde un gozo tan intenso que convierte en
leves incluso los sacrificios más duros” 25. Uno ha muerto por todos para que
los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que murió y resucitó por
ellos (cf. 2Co 5,15). Dios está deseoso del amor de los hombres, pero no
porque Él necesite de ellos, sino para que el hombre tenga vida y deje de
vivir para sí, ofreciéndoselo todo a sí mismo en un afán insaciable que
siembra la muerte en su entorno, y, de este modo, pueda vivir para Dios y

24
El hombre ha sido engañado por el maligno y ha aceptado la mentira de que Dios no le ama,
lo que le lleva apartarse del Él y buscar su propio camino. Pero al separarse de Dios, fuente de
la vida, el hombre se queda solo ante la muerte y, pretendiendo escapar de ella tiene que hacer
el mal con lo que engendra nueva muerte que provoca nuevo mal en un círculo infernal que es
incapaz de romper. No existe ninguna salida, pues cuando el hombre siente su vida amenazada
por cualquier causa tiene que defenderse juzgando, maldiciendo, atacando, destruyendo,
matando al otro. No le queda más horizonte que el de la muerte y queda sometido a una
verdadera cultura de muerte. La posibilidad de hacer el mal no le hace más libre sino que le
esclaviza más. Únicamente la conversión a Dios y el descubrimiento de la verdad puede
devolverle la libertad y la vida que le viene de saberse amado por Dios por lo que puede
responder al amor, con amor, al don, con el don de sí mismo.
25
BENEDICTO XVI, “Mirarán al que traspasaron”, 238-239.
RESCATADOS POR EL AMOR 45

olvidado de sí mismo, ya que no necesita ganar su vida, que le viene dada


gratuitamente, pueda perderla y entregarla a los demás por amor.
Esta entrega es posible porque el hombre ha recibido el Espíritu de
Cristo, que le ha sido entregado en la misma Cruz (cf. Jn 19,30b). Y este
Espíritu hace posible que la naturaleza del hombre sea recibida en la misma
carne de Cristo, pues del costado de Cristo, dormido en la cruz, que fue
traspasado por una lanza, salió sangre y agua (Jn 19,34). Y es de la sangre y
el agua, de donde nace el cristiano, por medio del Bautismo y de la
Eucaristía. El Bautismo que le hace nacer del Espíritu (Jn 3, 6) y la Eucaristía
que le lleva a morir con una muerte semejante a la de Cristo para resucitar
con una resurrección como la suya (cf. Rom 6,5). De este modo, el cristiano
llega a ser hueso de los huesos y carne de la carne de Cristo.
La liberación del hombre por la entrega de Cristo afecta a todas las
realidades humanas y, por tanto, también al campo de la sexualidad. Si al
estar condicionado por el temor a la muerte, el hombre vivía dominado por el
afán de poseer que le llevaba a someter y a utilizar al otro en su propio
provecho, ahora, siendo libre, se posee a sí mismo y puede donarse. En las
páginas del Evangelio, Cristo explica esta nueva situación que concede al
hombre la posibilidad de amar.

3.2. El adulterio en el corazón26

En el comentario que hace Jesús a la Torah en el Sermón de la


Montaña, se explicita la condición del hombre histórico que está cercado por
el poder del pecado. Declarando el mandamiento: “No cometerás adulterio”,
precisa su alcance al afirmar: “Todo el que mira a una mujer deseándola, ya
cometió adulterio con ella en su corazón” (Mt 5,28).
Cristo entra en el sentido profundo del mandamiento y apela al interior
del hombre, que es el sujeto del comportamiento. Vincula el mandamiento de
no cometer adulterio con el de no desear la mujer de tu prójimo, pues el no

26
Seguimos en este apartado la serie de catequesis de Juan Pablo II sobre la “redención del
corazón”, Hombre y mujer lo creó, 173-340.
46 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

cometer adulterio no es sólo un acto exterior del hombre, sino que mira
también a su interior. El motivo no es sólo ético, sino también antropológico,
pues se dirige a la estructura misma del ser humano. Se comete adulterio
cuando el hombre casado se une a una mujer que no es su esposa y viceversa.
En cuanto al adulterio en el corazón es un acto interior que se expresa con el
“mirar para desear”. Este deseo nace en el corazón del hombre que se halla
sometido a una triple concupiscencia: la concupiscencia de la carne, la
concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (cf. 1Jn 2,16-17). Para
entender estas palabras, debemos remontarnos, de nuevo, a los orígenes y al
momento en el que el hombre pone en duda el amor de Dios y lo expulsa de
su corazón.
Las secuelas de este acto se manifiestan de inmediato en el hecho de
que el hombre, privado de los dones de Dios se descubre desnudo debido al
cambio radical que se ha producido en su relación con Dios, el mundo y los
otros seres humanos. Se deteriora la certeza originaria de ser a imagen de
Dios expresada en su cuerpo que le llama a la donación sincera de sí (Gn
3,10), pierde el control sobre el mundo, que empieza a mostrar su hostilidad
hacia el hombre y sus tareas (Gn 3,17-19), y aparece, como consecuencia, la
apetencia, el deseo, y el afán de dominio sobre el otro (Gn 3,16b). La
concupiscencia proviene de la carencia, limitación y deficiencia que
experimenta el hombre apartado de Dios por el pecado.
El desequilibrio que se produce en el interior del hombre pone en
peligro la autoposesión y autodominio que caracteriza a la persona, y se pone
de manifiesto de modo particular en la esfera de la sexualidad. Se ha
quebrado la capacidad originaria de comunicarse recíprocamente, y la
diversidad de sexo, en lugar de concebirse como la dualidad que se
complementa, se siente como contraposición, de manera que el sexo se
presenta como obstáculo en vez de camino para la plena comunión.
Privado del dominio sobre su propio cuerpo el hombre se halla
amenazado por la insaciabilidad del deseo, se mira al otro de forma diferente;
la mujer ya no ve en el varón al esposo, con el que caminar juntos, sino al
marido al que debe someterse; el varón no verá ya en la mujer la ayuda
adecuada para su plena realización, sino que buscará imponerle su dominio.
RESCATADOS POR EL AMOR 47

En lugar de la comunión surge una relación de posesión del otro como objeto
del propio deseo. Si el hombre considera a la mujer como objeto de
apropiación se condena a sí mismo a convertirse, también él, para ella en
objeto de apropiación y no de don. Por causa de la concupiscencia cambia de
significado la recíproca pertenencia de las personas: los pronombres “mío”,
“mía” que en el lenguaje del amor indican la recíproca donación 27, pasan a
señalar, como en su acepción original, la posesión de un objeto material, y
puesto que el objeto que poseo tiene significado para mí en cuanto que lo uso
y me sirvo de él, del poseer paso al gozar, convirtiéndose esta última acción
en objetivo último del uso de la posesión.
Aquí hay que buscar el sentido de la expresión de Jesús: mirar para
desear. Él se dirige al hombre concreto que está interiormente
desestructurado a causa de la concupiscencia, la cual determina, en gran
medida, su comportamiento ético. Sus oyentes son judíos, que conocen
perfectamente la ley que prohíbe el adulterio, pero que, a causa de la “dureza
de su corazón”, han acomodado la ley alterando y desnaturalizando la
intención del Legislador, como advertirá Jesús a los fariseos que le
cuestionan sobre la facultad del divorcio (cf. Mt 19,1ss). La legislación de
Israel referente al matrimonio privilegia la finalidad procreativa del mismo,
por eso, aún cuando el adulterio está formalmente prohibido, se permite la
poligamia en función de la prole que garantice la descendencia. Se condena
la posesión de la mujer de otro, no la tenencia de otras mujeres, y esto para
preservar el derecho de propiedad del hombre respecto de cada mujer, sin
tener en cuenta la fidelidad al compromiso contraído de la mutua donación.
Éste es, por el contrario, el aspecto que se resalta en la tradición
profética. El matrimonio es escogido como paradigma de la relación de Dios
con Israel, y el adulterio es considerado como una traición tanto a la alianza
conyugal como a la Alianza del pueblo con su Dios. Israel, a causa de su
idolatría y del abandono de Dios-Esposo, comete una traición semejante a la
de la mujer que abandona al marido. En esta misma línea, para Jesús, el
adulterio supone la ruptura de la alianza personal del hombre con la mujer. El

27
Cf. el lenguaje del Cantar de los Cantares y el significado unitivo de los posesivos.
48 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

adulterio no es sólo violación de un derecho, la posesión del cuerpo del otro


por el que son una sola carne, sino falsificación radical del signo de la
comunión de dos personas. Es un pecado de relación entre personas que
rompe el amor esponsal por el que esposo y esposa se donan recíprocamente.
Es un pecado que se expresa en el cuerpo y que destruye la comunión de
personas por la que marido y mujer son una sola carne.
Pero Cristo profundiza hasta mostrar la raíz de este pecado del cuerpo,
por eso, a lo estipulado por la ley, añade Jesús: “Todo el que mira a una,
mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón”. Los oyentes
de Jesús podían entender el significado de sus palabras, pues ya en la
literatura sapiencial se presentaban las consecuencias de la concupiscencia
carnal. El Sirácida compara la pasión concupiscente con el fuego que lo
devora todo tomando posesión del corazón humano, y se manifiesta como
una insistente tendencia a satisfacer los sentidos. Quien está dominado por
ella no encuentra quietud y acaba siendo consumido por su pasión (cf. Sir
23,17-22).
Todo esto está ya incoado en la mirada que expresa lo que hay en el
interior del hombre. El mirar deseando reduce intencionalmente el
significado esponsal del cuerpo, que en lugar de ser expresión de comunión
interpersonal a través del don mutuo de sí mismos, queda limitado a la mera
atracción sexual. Esta limitación impide que la atracción natural entre el
varón y la mujer sea la base de su comunión, puesto que en esta mirada
concupiscente, el otro pasa de ser sujeto de donación a objeto que sirve
exclusivamente para satisfacer la necesidad sexual del cuerpo. Este acto se
puede dar ya en la mirada por la que el otro deja de existir, en la intención
del que mira, como sujeto de la llamada a la comunión y comienza a ser sólo
objeto de concupiscencia carnal y de potencial satisfacción.
Jesús termina diciendo que quien mira de este modo ya ha cometido
adulterio en su corazón. En este caso, no se tiene en cuenta la situación
jurídica de los implicados sino la dignidad personal de ambos. Cristo, al
hablar de la posibilidad de cometer adulterio en el corazón, no se refiere a la
mujer de otro, sino a cualquier mujer, por lo que el hombre que mira a una
mujer para desearla comete adulterio con ella tanto si se trata de una mujer
RESCATADOS POR EL AMOR 49

ajena, como si es la suya propia. El motivo está en la concupiscencia que


cambia la intencionalidad misma del existir de la mujer para el varón,
reduciéndola a la sola función de satisfacer su necesidad sexual. En lugar de
ser persona que llama a la plena comunión se queda en mero instrumento útil
que, como tal, sirve mientras sigue siendo utilizable.
Después de estas palabras, Jesús sigue hablando del divorcio que se
convierte en motivo de adulterio (Mt 6,31-32). Este mismo argumento
utilizará en la respuesta que da a los fariseos que le preguntan sobre la
posibilidad del divorcio (Mt 19,3-9). Jesús, al negar tal concesión apela, por
encima de la legislación mosaica, que claudicó en este punto por la “dureza
del corazón” humano, a la intención divina desde el “principio”. Con esto
está invocando la verdad sobre el hombre que ha sido creado para la
recíproca donación, y aunque esta verdad ha quedado oscurecida por el
pecado, no por eso ha sido destruida. Si en el pasado no podía ser
reconquistada por la incapacidad humana de destruir el poder del pecado, ya
no es así gracias a la nueva realidad que se inaugura con Jesucristo. Así se lo
hará ver Jesús a sus discípulos, que espantados, le preguntan sobre el caso
(Mt 19,10-12).
Las palabras de Cristo no son una mera acusación al hombre, sino una
llamada a ser verdaderamente lo que está llamado a ser. El misterio de la
sexualidad humana y la vocación del hombre a la plena donación de sí
mismo en la comunión de personas, que se manifestaba en la creación, puede
y debe ser realizada con la fuerza de la redención. Esta fuerza no limita, sino
que potencia la atracción sexual, que es, en el verdadero sentido de lo
erótico, una llamada a todo lo que es bueno, verdadero y bello. Del dominio
del hombre sobre su concupiscencia nace la espontaneidad más profunda y
madura que descubre la belleza y el valor de la otra persona, cuyo signo es el
cuerpo humano. De esto nada sabe el hombre carnal. Quien posee este
espíritu, no sofoca sus deseos, sino que los libera.
La redención de Cristo permite retomar el proyecto humano
establecido desde el principio, ya que la fuerza que proviene de Cristo
permite dominar la concupiscencia mediante la templanza y la continencia,
que lejos de ser renuncia, son señorío sobre uno mismo. No se renuncia a los
50 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

valores de la persona, sino que se alcanza el verdadero valor que permite a la


persona realizarse verdaderamente mediante la virtud de la castidad, de la
que hablaremos en su momento. Una cosa es la satisfacción de las pasiones,
que acaban por dejar abandonado al hombre en el vacío y la insatisfacción
existencial, otra la alegría que encuentra el hombre en la posesión más plena
de sí mismo, por la que puede convertirse en verdadero don para el otro.

3.2. Discusión con los saduceos

Para comprender adecuadamente el misterio que encierra dentro de sí


la sexualidad humana, hemos de referirnos brevemente a la discusión que
sostiene Jesús con los saduceos en torno a la resurrección de los muertos, en
la que éstos no creían (cf. Mc 12,18-27 y par.) 28. Un grupo de ellos se
presenta a Jesús para plantearle la cuestión presentándole una absurda
situación que podría presentarse, según su modo de ver las cosas, en el caso
de que hubiera resurrección. Apoyándose en la antigua ley del levirato que
prescribía que, en caso de fallecimiento del marido de una mujer sin tener
descendencia, el hermano del difunto se casara con la viuda para dar
continuidad al linaje de su hermano, presentan el asunto de una mujer que
estuvo casada sucesivamente con siete hermanos, ninguno de los cuales pudo
darle hijos. Dado este hecho, preguntan: después de la resurrección, ¿de cuál
de ellos será mujer?
La respuesta de Jesús va en dos direcciones. Primero les muestra su
ignorancia de las Escrituras, ya que no saben leerlas correctamente debido a
sus prejuicios, dado que en la Torah, única parte de la Escritura que ellos
aceptaban, se habla claramente de la resurrección, cuando Dios, en el
episodio de la zarza, se presenta a Moisés, como el Dios de Abraham, de
Isaac y de Jacob, para concluir que Dios es Señor de vivos, pues en Él, que es
la Vida, no cabe la muerte. Establecida la realidad de la resurrección aborda
el problema planteado negando, desde la naturaleza de la sexualidad humana,
que se trate de una dificultad real, “pues cuando resuciten de entre los

28
Cf. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, 361-386.
RESCATADOS POR EL AMOR 51

muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como
ángeles en los cielos” (12,25).
Con estas palabras está afirmando que la sexualidad y el matrimonio
son realidades que pertenecen exclusivamente a este mundo y que pierden su
razón de ser en el estado de la resurrección. Esta es la condición definitiva
del hombre y el objetivo último de su realización, ya que creado “a imagen y
semejanza de Dios” no puede permanecer en la muerte. Ciertamente que en
esta nueva situación los nuevos cuerpos resucitados mantendrán su
peculiaridad masculina o femenina, ya que se habla de “ellos” y de “ellas”, y
porque, de lo contrario, no serían las mismas personas que han pasado por
esta tierra. El resucitado seguirá siendo él mismo, como manifiesta Jesús a
sus discípulos después de su Resurrección (cf. Lc 24,39), pero el sentido de
ser en el cuerpo varón o mujer tendrá un significado diferente.
El dato de que se describa este nuevo significado comparándolo con
los ángeles, no indica que vaya a haber un cambio de naturaleza, pues el
hombre ya no sería tal, sino ángel, y en este caso, no habría resurrección ni se
mantendría la personalidad única e irrepetible de cada cual, por lo que uno
dejaría de ser él mismo para convertirse en otra cosa. El ser como ángeles
señala, más bien, el completo dominio que el hombre resucitado tendrá sobre
sí mismo de tal modo que la carne estará sometida al espíritu. El hombre
resucitado mantiene su integridad psicosomática pues a su ser persona
pertenece la unidad y totalidad de su cuerpo y de su alma.
El equilibrio entre lo que en el hombre es espiritual y lo que es
corpóreo, que había quedado alterado por el pecado, quedará restaurado en la
resurrección, de tal modo que ya no habrá oposición sino perfecta armonía.
Al haber una total posesión y dominio sobre su persona, puede haber
también, una completa donación. La resurrección no supone la
desencarnación del hombre sino su plena realización como ser personal
llamado a la entera comunión mediante el don sincero de sí mismo.
Pero no solamente esto, sino lo que es más importante, la resurrección
supone la comunicación de Dios a toda la subjetividad psicosomática del
hombre. Esta comunicación que se había ya iniciado en la Creación, por la
que Dios se autodona a su criatura y, de una manera específica, al hombre
52 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

creado a “su imagen y semejanza”, única criatura que ha sido amada por sí
misma, y que se ha realizado en plenitud en la Encarnación del Hijo de Dios
en el hombre Jesús, y en la que Dios y el hombre llegan a ser una sola
persona, llega a su culminación en cada ser humano por la resurrección. En
ella “se da ciertamente una unificación del hombre con Dios –sueño
originario del hombre–, pero unificación no es un fundirse juntos, un
hundirse en el océano anónimo del Divino; es una unidad que crea amor, en
la que ambos –Dios y el hombre– siguen siendo ellos mismos y, sin embargo
se convierten en una sola cosa” 29. Ahí alcanza su objetivo el amor, pues,
como afirma S. Juan de la Cruz, “es condición del amante hacerse uno con el
amado”. Este es el propósito último de Dios al crear al hombre: hacerle
partícipe de su naturaleza divina por lo que el hombre llega a ser divinizado
sin perder por ello, su identidad y su personalidad. El amor no confunde y
anula, sino que respeta e integra en la absoluta libertad de los dos amantes.
La divinización del hombre pone fin a la historia terrena, basada en el
matrimonio y la procreación, por lo que estas realidades ya no son
necesarias, como anuncia la respuesta de Jesús a los saduceos, pero pone de
manifiesto el nuevo y definitivo significado del cuerpo humano, diseñado
para la donación y la comunión. Los hombres creados como varón y como
mujer no son dados, en última instancia, el uno para el otro. Si el varón es
para la mujer y viceversa, esto se da de un modo provisional y como signo
que apunta a lo escatológico, porque, en definitiva, ningún varón ha sido
creado para ninguna mujer, ni ninguna mujer para ningún varón, sino que
han sido creados para Dios. Este es el misterio escondido desde toda la
eternidad y que ha sido revelado en el Hijo. Es el personal donarse de Dios,
en su misma divinidad, al hombre, la comunión escatológica del hombre con
Dios gracias al amor que hace perfecta la unión y que permite al hombre
contemplar el rostro de Dios y cantar sus alabanzas 30.
Creado para Dios, el hombre se dirige a Él y se realiza en la plena
comunión con Él. El amor humano remite al amor divino como a su fuente y

29
BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 10.
30
Segunda plegaria eucarística del canon de la misa.
RESCATADOS POR EL AMOR 53

su término. El amor entre un varón y una mujer es sacramento y mediación


del amor entre Dios y el hombre y remite, necesariamente a él. Si allí no
tomarán marido ni mujer se debe a que al don de Sí mismo de Dios al
hombre, responde el don de sí mismo del hombre a Dios, un amor de tal
profundidad y fuerza de concentración sobre Dios mismo, que absorberá
completamente su entera subjetividad. Este recíproco don, total y definitivo,
de persona a persona, manifiesta el cumplimiento definitivo del significado
esponsal del cuerpo, dado para la comunión con Dios. En ella se descubrirá
la verdad profunda de la propia persona, del mundo y de todas las otras
personas creadas, llamadas a la comunión recíproca, que conocemos como
“la comunión de los santos”. Será la perfecta comunión con Dios y con los
hermanos que realiza la comunión trinitaria en el mundo creado de las
personas.
Si el amor, como proclama la amada del Cantar de los Cantares, es
capaz de traspasar la muerte y superar el carácter de temporalidad que tiene
todo lo humano, el amor entre Dios y el hombre será eterno, pues si todo
amor postula la eternidad, el de Dios no sólo la quiere sino que la realiza,
pues Él es la misma eternidad.
Atendiendo a las respuestas de Jesús tanto a los fariseos, que
preguntaban sobre la posibilidad del divorcio, como a los saduceos, que
negaban la resurrección; Jesús alude a la vez al principio y al mundo futuro.
Entre estos dos extremos se determina el misterio del hombre. El significado
de ser varón y hembra no hay que buscarlo en el matrimonio y la
procreación, sino en el misterio de la creación. El hombre ha sido creado
como persona y llamado a la comunión de personas, de sí mismo con su
Creador. El matrimonio y la procreación dan únicamente una realidad
concreta a aquel significado, pero lo que el hombre ha llevado en sí
perennemente solamente se revelará en el mundo futuro. Desde esta plena
manifestación del misterio de la sexualidad humana es posible descubrir el
significado tanto del matrimonio como del celibato y de la virginidad por el
Reino de los Cielos.

3.4. La metáfora paulina sobre el matrimonio


54 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

En la carta a los efesios (Ef 5,21-33) encontramos una importante


reflexión sobre el matrimonio, que hay que situar en el conjunto de la carta.
El autor pretende abarcar la totalidad del plan divino de la salvación, que ya
estaba en Dios desde toda la eternidad, por el que el hombre está llamado a
vivir una vida nueva31. En su exposición se entrelazan dos líneas de
pensamiento: el plan divino realizado por Cristo en la Iglesia y la vocación
cristiana a este plan divino. La meditación sobre el matrimonio se inserta
dentro de la respuesta del cristiano a su vocación. Comienza el apóstol
invitando a todos los destinatarios de la carta a vivir sometidos los unos a los
otros en el temor de Cristo. Ya al comienzo de su exhortación les alentaba a
vivir de una manera digna de la vocación a la que han sido llamados (Ef 4,1),
y a amar con el mismo amor con el que Cristo los amó y se entregó por ellos
como oblación y víctima (Ef 5,2). En este contexto hay que entender esta
sumisión32. No tiene categoría jurídica externa, como si unos dependieran de
otros, sino que es una actitud que se exige a todo cristiano y que brota del
amor, que lleva a hacerse servidores unos de otros, según el ejemplo de
Cristo que no vino a ser servido, sino a servir y a dar la vida por muchos (cf.
Mt 20,26-28), por lo que la relación entre el marido y la mujer debe estar
fundada en su común relación con Cristo. Únicamente podrá ser cristiana si
ambos están anclados en Cristo.
La sumisión de la que aquí se habla, se dirige a todos y en ella están
incluidos tanto los maridos como las mujeres. Esta sumisión se fundamenta
en el “temor de Cristo” en referencia explícita a lo que en la Escritura se
designa como “temor de Dios”. Esta expresión no indica miedo, sino
reverencia, respeto y piedad. Induce, precisamente, a no tener miedo, y el
motivo, tanto en el Antiguo, como en el Nuevo Testamento, es la cercanía y
presencia amorosa de Dios. Se trata de una sumisión y de un temor que surge
de la seguridad y la confianza de quien se sabe acogido, protegido y amado y

31
Para el conjunto de este apartado cf. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, 475-524.
32
Cf. J. M. DÍAZ RODELAS, “El matrimonio en el Nuevo Testamento”, apuntes de clase,
31ss.
RESCATADOS POR EL AMOR 55

que engendra reverencia, admiración, sosiego y paz. Todo lo que sigue hay
que entenderlo a la luz de esta disposición general.
Pablo se dirige, sucesivamente, a las mujeres, a los maridos y,
finalmente, a ambos cónyuges a la vez. La exhortación es breve pero su
motivación amplia, basándose siempre en la relación de Cristo con la Iglesia.
Invita, en primer lugar, a las mujeres a vivir en sumisión a sus maridos. El
requerimiento a adoptar esta actitud es frecuente en la parénesis
neotestamentaria, aunque no siempre se use el verbo “someterse” 33. Es una
actitud que se exige a todo cristiano, no sólo a las mujeres, pero que aquí
adquiere una connotación especial para ellas al relacionar dicha actitud con la
que adopta la Iglesia ante Cristo. Esta es la clave para entender
adecuadamente el sentido que tiene esta sumisión. No podemos concebirla
sino en el conjunto de la exhortación y, en particular, en lo que se les pide a
los maridos.
A éstos no se les habla de sumisión sino de amar a sus mujeres, y, de
nuevo, la motivación hay que buscarla en el amor que Cristo muestra a su
Iglesia en la larga explicación que nos da el autor, si la comparamos con la
brevedad de la amonestación (Ef 5,25-31). Si aman, el amor excluye todo
género de sumisión unilateral. No es el marido dueño y dominador de la
mujer, sino que deben estar sometidos el uno al otro, y ambos al Señor, único
Señor de los dos. La mutua sumisión proviene de su mutua donación.
Ahora podemos entender la razón que aduce el autor para el
sometimiento de la mujer al marido. Deben ser sumisas como se someten al
Señor “porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la
Iglesia”. En este caso “cabeza” hay que entenderlo en sentido figurado como
“origen” de algo. El comienzo de la relación marido-mujer, Cristo-Iglesia,
hay que colocarlo en el primer miembro del vínculo que es el que toma la
iniciativa. Cristo es cabeza de la Iglesia porque se ha entregado a sí mismo
por ella para santificarla y purificarla y, en este sentido, es su principio
porque la ha amado primero y se ha donado por entero a ella y, en justa
correspondencia, ésta, sabiéndose amada, responde con la acogida sincera, la

33
Cf. Rm 13,1.5; 1Co 14,34; Col 3,18; 1Tm 2,11; Tt 2,5.9; 3,1; 1Pe 2,13.18; 3,1.5; 5,5.
56 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

devoción genuina, la confianza plena, la obediencia total. De modo


semejante, el marido está llamado a amar a su mujer y a donarse a ella por
entero y la mujer a responder al amor del esposo con amor. Este es el amor-
sumisión al que se hace referencia, cuya fuente y modelo es Cristo. Se trata
del mismo amor redentor con el que somos amados por Dios y que ha
hallado su cumplimiento en el amor esponsal con el que Cristo ha amado y se
ha entregado a su Iglesia. Se establece una analogía entre el amor con el que
se aman los esposos y el amor con el que Cristo ama a su Iglesia y que ésta
intenta devolverle.
El mismo autor parece sorprendido de su propia constatación. “Gran
misterio es éste –dirá– lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5,32). De
manera que el matrimonio es una justa analogía de la relación que se
establece entre Cristo y la Iglesia. El comienzo de esta dependencia se
encuentra en el amor con el que ha amado Cristo. Es la plenitud de todas las
formas de amor, pues se trata de un amor de donación personal, de olvido de
sí mismo y de solicitud hacia el otro. Por este amor, Cristo se ha vaciado de
sí mismo y se ha donado a su Iglesia sin reservarse nada, con el mismo amor
con el que ama al Padre y es amado por Él. El autor de la carta a los efesios
lo describe con acentos nupciales, aludiendo al baño del agua, en virtud de la
palabra para presentársela resplandeciente a sí mismo, santa e inmaculada.
Cristo mismo, como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, ha
cargado con las impurezas de su esposa y las ha lavado en la sangre de su
cruz, de manera tal que su amor es a la vez esponsal y sacrificial. El amor de
Cristo por su Iglesia tiene como fin su santificación, cuyo inicio es el
bautismo que prepara a la esposa para el Esposo, hasta convertir a la Iglesia
en Esposa de Cristo.
El Esposo, solícito del bien de la Esposa, donándose
desinteresadamente, crea el bien en aquella a quien ama. Este amor crea la
unidad, haciendo al otro, uno mismo. Porque se ha entregado y vaciado hasta
el extremo, ha rescatado y purificado a su Esposa, haciéndose uno con ella.
La Iglesia, su Esposa, conociendo este amor inmenso con el que es
amada, responde con la total sumisión y obediencia. Sin temor alguno puede
fiarse de su Esposo, someterse a Él, seguirle, pertenecerle, obedecerle,
RESCATADOS POR EL AMOR 57

abandonarse a Él, olvidarse en Él, descansar en Él en completa seguridad,


dejando su cuidado en sus manos. De modo semejante a como María, modelo
de la Iglesia, responde a la solicitud amorosa de Dios: “Aquí está la esclava
del Señor, hágase en mí según tu palabra”. Porque sabe de quién se ha fiado
no teme quedar defraudada.
Ciertamente que el marido no puede rescatar a su mujer, pues él mismo
es esposa ante Cristo, pero está llamado, en la medida en que responda a la
gracia bautismal, a amar a su esposa con el mismo amor de Cristo, a donarse
por ella sin temor a perderse pues, “quien pierda su vida, la salvará”. La
mujer, por su parte, acoge este amor y responde, a su vez, con una donación
semejante, entregándose a sí misma por su esposo, de tal modo que siendo
dos, por la mutua entrega lleguen a ser “una sola carne”. Esto, y el autor de la
carta a los efesios lo entiende perfectamente, sólo lo pueden hacer aquellos
que han recibido el Espíritu de Cristo.
El marido es aquel que ama, la mujer, la que es amada. La sumisión de
la mujer brota de su experiencia del amor del marido. Como la Iglesia, objeto
del amor redentor de Cristo se hace cuerpo de Cristo, así la mujer se hace una
sola carne con su marido. El amor hace que ambos se pertenezcan
mutuamente de modo que el “tú”, se hace “yo” y viceversa.
El apóstol cita en este punto el mandato del Génesis por el que marido
y mujer están llamados a ser una sola carne (Gn 2,24). Detrás de la analogía
matrimonial está el plan salvífico de Dios. La revelación del sentido del
matrimonio, que ya aparecía en el Génesis, llega a su manifestación
definitiva en el amor con el que Cristo ha amado a su Iglesia.
El gran misterio, al que hace referencia el autor de la carta, se trata del
tema central de toda la Revelación, que ya estaba incoado desde el principio
y del que el matrimonio se convierte en una especie de sacramento. Que el
objeto de toda la Creación y de la donación de Dios al mundo, es el amor de
Cristo por su Iglesia. Todo está en función de esta comunión: la Creación, la
Encarnación y la Redención. Dios crea porque quiere entrar en comunión con
el hombre, se hace cercano, de modo paulatino a éste, hasta el punto de
hacerse una sola carne con él en Jesucristo –Dios y hombre en una misma
persona– y se entrega sacrificial y esponsalmente en la cruz, purificando,
58 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

embelleciendo y alimentado a su Iglesia hasta convertirla en su propio


cuerpo.
Este misterio, aunque permanece oculto en Dios, como nos señalaba el
autor al comienzo de su carta (cf. Ef 1,7ss), en la plenitud de los tiempos ha
sido dado a conocer y realizado mediante el amor redentor de Cristo que se
ha entregado a sí mismo a la Iglesia y se ha unido a ella, de modo semejante
a como se donan marido y mujer en el matrimonio. En el centro del misterio
está Cristo en quien la humanidad ha sido elegida “antes de la fundación del
mundo” (cf. Ef 1,4), y predestinada a la adopción filial, de modo que quienes
aceptan por la fe el don, se hacen partícipes de este misterio.
La carta a los efesios continúa la tradición del Antiguo Testamento,
que utiliza la misma analogía matrimonial para expresar la relación entre
Dios e Israel, tal como se encuentra en la tradición profética y en el Cantar de
los Cantares. Todo el plan de Dios se puede explicar en términos esponsales,
llevando Cristo la analogía a su plenitud. Él es Esposo en cuanto que es
Redentor. Su amor es un amor de entrega por la Iglesia. Este tipo de amor ya
había sido anticipado en los cantos del Siervo de Yahveh. Cristo purifica a su
Iglesia cargando con los pecados de ésta y la lava con su sangre en la cruz.
Del costado de Cristo traspasado, por el agua y la sangre, nace la Iglesia,
hueso de los huesos y carne de la carne de Cristo34.
El matrimonio ayuda a entender el misterio divino que, a su vez
explica cómo hay que comprender el matrimonio. Según el designio de Dios
respecto al hombre, que precede a la creación del mundo, éste está destinado
a la comunión con Él, su único Amado. Esta elección eterna de Dios sobre el
hombre estaba expresada desde el principio en el matrimonio por el que “los
dos serán una sola carne”. El matrimonio se convierte en el sacramento
primordial del misterio encerrado por Dios en la Creación, por el que el
hombre está destinado a ser partícipe de la divinidad.

34
S. Juan presenta a lo largo de todo su evangelio este misterio por el que Cristo se dona a su
Iglesia con un amor a la vez salvífico –por cuanto de entrega a sí mismo como sacrificio– y
esponsal –por el que se desposa con la Iglesia y la hace cuerpo suyo–; cf. R. DOMÍNGUEZ,
La eclesiología esponsal en el evangelio según S. Juan, Valencia 2004.
Capítulo 4
LA SEXUALIDAD SEGÚN EL PLAN DE DIOS

4.1. Un don para el amor

Llegados a este momento podemos preguntarnos: ¿cuál es el plan de


Dios? ¿Qué tiene en mente cuando plasma al hombre creándole a su imagen
y semejanza, como varón y mujer? ¿Qué sentido tiene la sexualidad humana?
Ahora estamos en condición de responder.
Para entender la dinámica del amor hay que tener en cuenta tanto el
valor de la persona humana, como la necesidad que tiene el hombre de
comunión con el otro, tal como pone de relieve el relato de la creación del
hombre35. Éste no tiene precio, como puede tenerlo un objeto o un animal,
que valen para mí, en cuanto que me pueden prestar un servicio. El hombre
no es para nadie, sino que posee valor en sí mismo, es digno de amor,
independientemente de que me sirva para algo o no. Tiene dignidad, aunque
sea un feto todavía no nacido, aunque tenga alguna malformación congénita,
aunque esté enfermo o sea anciano, siendo indiferente el que pueda ser de
utilidad o no para los demás. Es una persona, digna de consideración y amor.
Pero el hombre, cada persona singular, no puede vivir sola y aislada,
sino que se realiza, como tal, en la relación con los otros. “No es bueno que
el hombre esté solo” (Gn 2,18). La relación con los demás se puede
desarrollar a diversos niveles como en un club, en un grupo de amigos, etc.
Pero la relación más profunda es la que se da entre un varón y una mujer, en
la que se entrega un amor concreto hacia alguien que llega a ser único y
exclusivo para el que ama. Esta exclusividad lleva a darse, no de un modo
35
Para las reflexiones que siguen, cf. J. MERECKI, “Il cristianesimo: avvelenamento
dell’eros?”, en L. MELINA-C. A. ANDERSON, La via dell’Amore, Roma 2006, 41-45. Hay
traducción castellana.
60 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

parcial y esporádico, como en los casos arriba citados, sino de un modo total
y absoluto, de persona a persona, por la que se puede decir: “te amo a ti, por
ser tú”. De este modo, el deseo del otro se convierte en don para el otro,
como afirma Benedicto XVI: “Si bien el eros inicialmente es sobre todo
vehemente, ascendente –fascinación por la gran promesa de felicidad–, al
aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre
sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él,
se entregará y deseará ‘ser para’ el otro” 36.
Este es el gran descubrimiento del cristianismo. El amor de necesidad
que tiene el hombre, se transforma progresivamente, a medida que se
descubre la dignidad del otro, en amor oblativo de sí mismo –agapé–. Cierto
que también puede darse un amor erótico que llegue hasta la abnegación y el
don de sí mismo, como cuando alguien da la vida por una noble causa. Pero
en estos casos no se hace por la persona del otro, sino por la gloria de la
propia persona, por ser héroe. El cristianismo parte de un absoluto: Dios y el
hombre, creado a su imagen, son personas y, como tales, no pueden ser
instrumentalizadas para conseguir un fin. Ellos son el fin. No puede servirse
del otro, ni siquiera en el amor. Éste se da gratuitamente, no para conseguir
placer, comprando o sirviéndose del otro.
El verdadero amor no usa, da. Pero, ¿quién puede dar y darse sin
buscar nada a cambio? ¿Dónde se dará un amor que, a su vez, no exige? Sólo
hay un amor así. El amor de Dios que se ha mostrado en su Hijo Jesucristo,
el cual se entregó a sí mismo en la cruz. “En su muerte en la cruz se realiza el
ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y
salvarlo: esto es amor en su forma más radical” (DCE 12). Este amor es el
que ha estado presente en el mundo desde el comienzo.
Dios crea el mundo por la Palabra, tal como refiere el libro del
Génesis, que, en el relato de la Creación repite por diez veces la expresión:
“dijo Dios”, y como recuerda el evangelio de S. Juan en su apertura (cf. Jn
1,1-3). No es casual esta forma de explicar la realidad de todo cuanto existe,
porque la palabra es comunicación y manifiesta el deseo de entrar en relación

36
BENEDICTO XVI, Deus Caritas est, 7.
LA SEXUALIDAD SEGÚN EL PLAN DE DIOS 61

con otro. La Creación es el don de sí que hace Dios que quiere darse a otro,
oferta de comunión. Se trata de un don total y definitivo, como todo lo que
realiza Él. No es una donación completa, como se da en la comunión
intratrinitaria, sino que se dona en la medida en que la criatura puede
recibirlo.
Por ser don exige y requiere respuesta, de manera que el acto creador
se dirige de un modo determinante y especial al hombre, única criatura capaz
de conocer y de querer y, por tanto, de responder y acoger. Si el don es total,
puesto que Dios da todo lo que puede ser acogido por el hombre, la respuesta
ha de ser también total y definitiva. Esto es lo que ha sucedido en Jesucristo,
revelación perfecta de Dios, siempre en la medida en la que el hombre es
capaz de entender, que participa de nuestra sangre y de nuestra carne y se ha
hecho semejante a nosotros para ofrecer a Dios el sacrificio perfecto de su
obediencia (cf. Hb 2,14.5,8). De este modo, se ha sometido totalmente a
Dios, confiado y abandonado plenamente a su voluntad y ha consumado la
liberación del hombre, señalando el camino de la verdadera libertad.
Él, en efecto, se ha dado total y exclusivamente al Padre, sin reservarse
nada (cf. Flp 2.6-11), y en Él a todos sus hermanos, hasta el don de la vida.
Esta entrega personal y exclusiva de Cristo es la que da la vida al mundo, de
modo que en Él se ha realizado la plenitud del amor. Un amor que, respecto a
Dios es responsorial, afirmando el amor con el que es amado por el Padre, y
en cuanto a sus hermanos, es oblativo, dándose a ellos sin reserva. Del
mismo modo que el don de Dios al mundo, crea vida, el don de Cristo a los
hombres da la vida al mundo. Se dan, así, las condiciones del amor: don de sí
mismo a otros que genera vida.
El hombre creado por amor, se realiza por el amor, de modo tal que
todo hombre está llamado a responder al amor, amando a Dios con todo su
corazón, con toda su mente y con todas sus fuerzas y a sus hermanos, con el
mismo amor con el que ha sido amado por Cristo. Pero nadie puede amar
como Cristo si no recibe la misma naturaleza de Cristo por obra del Espíritu
Santo. Esto es lo que el cristiano hereda en el bautismo. Para poder ser
llenado del Espíritu de Cristo necesita vaciarse de sí mismo y de todas sus
posesiones, de modo que, como señala el evangelio, ha de vender todos sus
62 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

bienes, ser pobre, hacerse pequeño. Quien posee riquezas no está capacitado
para amar, pues tendrá que defenderlas cuando se sienta amenazado por algo
o por alguien, y en tal caso llegará a matar al agresor. Así, por ejemplo, quien
defiende sus razones, juzgará, criticará y rechazará al que quiera quitárselas,
llegando a matarlo en su corazón. En el afán por las riquezas está la raíz de
todo asesinato. Quien se apropia y defiende algo es un asesino en potencia.
Por el contrario, quien nada defiende porque nada quiere poseer, podrá
acoger a todos sus hermanos. Esta es la obra de Cristo, quien siendo rico se
despojó de todo para poder compadecerse de sus hermanos (cf. Hb 5,8.12,2).
La plenitud última del amor se da en la resurrección. La amada del
Cantar de los Cantares proclamará que el amor es fuerte como la muerte (Ct
8,6b) pues el don del amor es definitivo, para siempre, y pretende superar la
muerte. Esta aspiración de todo amante, se realiza en Dios, ya que Él no es
un Dios de muertos, sino de vivos, tal como demuestra Jesús en su discusión
con los saduceos. Por eso el hombre está llamado a la resurrección, pues todo
amante quiere ser uno con el amado, para ser divinizado y pueda tener
acogida plena, inmediata y directa del Amor, en perfecta comunión con Dios
y con todos sus hermanos. De este modo, lo que comienza en la Creación con
la llamada al hombre a vivir en la comunión, se realizará en las bodas del
Cordero, cuando el hombre será uno con su Dios (cf. Ap 19,7-8).
La sexualidad, diseñada para la entrega y el don de sí mismo, don que
ha de ser total –por eso dejará el hombre a su padre y a su madre–,
exclusivo y personal, como ama Dios –se unirá a su mujer–, y fecundo, que
da y recibe vida –y serán una sola carne–, se inserta dentro del conjunto de
la Historia de la Salvación, que es don y acogida. Aquí radica su importancia,
no es algo accidental sino sustancial a la persona humana, lo que la configura
como lo que es y lo que está llamado a ser. Creado a imagen y semejanza de
Dios, por su sexualidad, está invitado a ser uno con su Creador.
¿Para qué, entonces, la sexualidad? Para amar. Amar es salir de uno
mismo y darse al otro. Pero para poder darse en preciso, antes, poseerse, pues
si uno no tiene control sobre sí mismo sino que está a merced de sus
pasiones, no puede darse, ya que nadie da lo que no tiene. Y es un amor hacia
otro. El amor es siempre oblativo, no se dirige hacia uno mismo, sino hacia el
LA SEXUALIDAD SEGÚN EL PLAN DE DIOS 63

otro. Esto supone una renuncia y un morir a sí mismo, dar para que el otro
pueda recibir. Por eso el don del amor es siempre fecundo, da vida al otro y
el que da, recibe, a su vez, vida de la vida del otro. Cuando falta alguno de
estos elementos el don de la sexualidad está viciado, no cumple su función y
aparece una sexualidad desviada.

4.2. Fracturas en la sexualidad

Esto es lo que sucede cuando no se vive la sexualidad según su


finalidad, cuando en vez de ser fuente de amor y de don de sí se convierte en
medio para la satisfacción de determinados apetitos. El uso indebido de la
sexualidad no construye a la persona, no le ayuda a ser más consciente, libre
y segura, sino que la mina y acaba destruyéndola. En lugar de ayudarla a
madurar y a crecer, la infantiliza e incapacita para afrontar la vida con
entereza y la subordina a tener que gratificarse en todo estando, como está,
imposibilitada de aceptar el sufrimiento y las contradicciones que,
inevitablemente, se dan durante el transcurso de la vida humana. En tal caso,
la sexualidad, en lugar de ser medio para el amor y la realización del ser
humano, se utiliza como una medida compensatoria y escapatoria ante la
realidad que no gusta y la historia que no se acepta.
Un caso concreto de este mal uso de la sexualidad humana es el de la
masturbación. Suele aparecer cuando se despierta la pubertad, aunque
también puede originarse en la edad infantil, como una manipulación de los
órganos genitales que produce placer. Pero lo que al principio no reviste
mayor importancia puede provocar una fijación de conducta cuando se acude
a ella buscando una gratificación o compensación por el rechazo y no
aceptación de una realidad que no agrada. La masturbación denota una
actitud infantil de quien no sabe esperar y sufrir y exige el goce inmediato,
por lo que ante una dificultad cualquiera, se encierra en sí mismo y busca
quedar satisfecho. La gravedad de este hecho, cuando se convierte en un
hábito, reside en que impide a la persona madurar y llegar a ser adulta, la
encierra en sí misma y le dificulta el poder ver que también existen los otros
como personas y no sólo en función de uno mismo, como cree el niño. Una
64 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

persona es madura y se realiza como tal, cuando sabe renunciar a sí misma


sin importarle los sacrificios y desvelos que esto le pueda ocasionar, porque
ha aprendido a no vivir para sí, sino para el otro. Sólo entonces, podrá amar
de verdad.
Hay un doble remedio para evitar el uso indebido de la sexualidad, en
general, y la masturbación, en particular, lo señala el mismo Jesús cuando
advierte a sus discípulos, incapaces de curar a un endemoniado epiléptico:
“Esta clase con nada puede ser arrojada sino con la oración y el ayuno”
(Mc 9,29). Lo primero y más importante es la oración, y ésta es, sobre todo,
un combate por aceptar la voluntad de Dios en nuestra vida. Es cierto que
muchas veces nos encontramos con situaciones o acontecimientos que no nos
gustan y nos hacen sufrir; en estas circunstancias suele aparecer el
interrogante sobre el porqué tales cosas vienen a nuestra vida. Entonces brota
la tristeza, la crítica, la murmuración, el juicio contra los causantes de nuestro
malestar y emerge un cierto juicio contra Dios, que lo permite. Surge,
entonces, la tentación de escapar, de gratificarse y de compensarse. A
algunos, cuando el malestar es persistente y no encuentra solución, les puede
llevar a la bebida o a la drogadicción, a otros, de forma inmediata a la
masturbación. Pero en ningún caso se resuelve el problema, se trata de una
escapatoria que deja intacta la situación que la provocó. En tales casos es
necesario recurrir a la oración con la confianza y seguridad de saber que Dios
nos ama y que nada permite que no venga en nuestro provecho. Si Él
consiente esta determinada situación, no es para hacernos mal, sino para
ayudarnos en nuestro caminar hacia el encuentro y la comunión con Él. Todo
es gracia y todo contribuye para bien de los que Dios ama, nos dice el
Apóstol. Quien tiene esta actitud vive en paz, seguro del amor de Dios, no
necesita cobijarse en falsas seguridades que, lo único que hacen es dejarle
más vacío y desesperado, sino que su refugio es Dios.
En cuanto al ayuno reviste dos modalidades: la primera consiste en no
dejar entrar en nuestro espíritu alimentos en mal estado o que nos puedan
perjudicar, por lo que es preciso no entretener pensamientos vanos e impuros
que perturban y oscurecen el ánimo. Para no alimentarlos es preciso
examinar qué es lo que uno ve o lo que escucha. No es indiferente lo que se
LA SEXUALIDAD SEGÚN EL PLAN DE DIOS 65

ve por Internet o en la televisión, lo que se escucha en la radio o en las


canciones, porque de lo que uno se alimente, de eso vivirá. La segunda
consiste en ejercitarse, poco a poco, en la renuncia a pequeños placeres,
aunque sean lícitos, a deseos y proyectos, con el fin de estar entrenados y
preparados cuando lleguen los problemas, las dificultades y los sufrimientos,
porque el boxeador que no practica, ¡cuántos golpes recibirá al subir al
cuadrilátero! De modo semejante, si una persona no se ejercita en el dominio
de sí misma, sino que se concede todos los caprichos, no estará preparada
para el combate de la vida y sucumbirá ante la primera embestida. Es la
ascesis que reviste tanta importancia en la tradición cristiana, pues el Reino
de los Cielos exige violencia, y sólo los que se la hacen, lo arrebatan.
Finalmente, hay una norma elemental de prudencia que invita a no
meterse en la boca del lobo. En este caso y en los que examinaremos a
continuación, lo primero de todo es dejar amistades no convenientes,
abandonar lugares peligrosos, eliminar viejos hábitos y todo aquello que nos
pueda empujar a caer, dada la debilidad humana en este campo. En el caso
concreto de la masturbación, cuando uno está triste y preocupado, aparece el
juicio y el malhumor y se encuentra solo y encerrado en sus pensamientos, se
halla en una situación peligrosa de la que es preciso salir lo más rápido
posible.
Otra actuación indebida en el uso de la sexualidad es la práctica de la
homosexualidad. Para comprender la cuestión de la homosexualidad hemos
de tener una visión completa de lo que es la sexualidad. Al ser algo sustancial
a la persona y abarcar a la totalidad de la misma, tanto la sexualidad como
sus expresiones concretas, afectan no solamente al cuerpo, sino también al
espíritu del hombre. Lo que se hace en el cuerpo repercute en el alma, así
como la actitud de nuestro espíritu influye en nuestro cuerpo. Por eso los
actos sexuales no es algo que hacemos, sino que más bien manifiestan
quiénes somos y afectan el núcleo íntimo de la persona humana.
Por otro lado, la sexualidad humana, según el plan divino, incluye la
fertilidad y la posibilidad de co-crear con Dios una persona nueva, que será
única e irrepetible. La sexualidad ni está diseñada únicamente para el placer,
ni siquiera para la expresión sincera de la comunión de la pareja, sino que
66 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

muestra, también, el sentido de la Creación. Dios crea a partir de la nada


como un acto de amor, de donación. Este don de Dios es el que llama al ser
humano a la existencia para que sea partícipe de lo que Él es. De modo
semejante, el amor de los padres que se donan mutuamente, permite venir a
la existencia y dar vida a nuevos seres humanos, con lo que cooperan en el
acto creador de Dios. Cierto que todo don supone un salir de uno mismo e
implica cierto riesgo, pues no se sabe como va a ser recibido por el
beneficiario del don. Por eso el tener hijos exige sacrificio, paciencia,
sufrimiento, pero también un inmenso gozo, fruto todo ello del amor. Pero es
justamente el amor el que hace madurar a la persona, la hace adulta y la
realiza como tal; no solamente el amor esponsal, por el que los esposos se
entregan el uno al otro, sino también el amor más duro y sacrificado de la
paternidad37. Amando de este modo se asemejan a Dios que da el ser a lo que
no es por la entrega de sí. Y si la perfección del hombre consiste en ser como
el Padre celestial, su realización reside en la esponsalidad y la paternidad.
Los seres humanos llegan a su madurez siendo esposos y padres. Lo veremos
más adelante aplicado a cada una de las posibles maneras de vivir la
sexualidad.
La sexualidad, por tanto, es de una determinada manera y ni su
naturaleza ni su correcta puesta en práctica se pueden cambiar a capricho. La
moralidad de los actos sexuales no depende de normas establecidas
arbitrariamente, sino que responden a hechos objetivos. Ninguna declaración
ni ningún consenso pueden alterar o cambiar la bondad o malicia de
determinados actos. El asesinato siempre será un mal tanto para la víctima
como para el verdugo, por más que en determinadas culturas políticas haya
sido justificada la aniquilación de algunos grupos o etnias, y por más que en
muchos estados se legalice el aborto voluntario. Del mismo modo, nunca
podrán ser aceptables acciones como la masturbación, el sexo
extramatrimonial, la pornografía o los actos homosexuales, por mucho que

37
Cf. D. MORRISON, Un más allá para la homosexualidad, Madrid 2006. 136-139.
sean declarados lícitos y aún dignos de alabanza, porque la sexualidad es
como Dios ha querido que fuera, no como le parece al hombre 38.
Para entender la inmoralidad de los actos homosexuales es conveniente
remitirnos a lo que dice sobre ellos el Catecismo de la Iglesia Católica39.
Después de definir la homosexualidad como la atracción sexual, exclusiva o
predominante hacia personas del mismo sexo, declara que los actos
homosexuales son contrarios a la ley natural porque cierran el acto al don de
la vida y no proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual.
Se condena el acto, no la persona o la inclinación, porque toda persona es
digna de respeto, compasión y delicadeza, por lo que no puede haber ningún
tipo de discriminación para ellas. Sin embargo, tanto las personas con
tendencias homosexuales, como las que tienen tendencias heterosexuales,
están llamadas a realizar la voluntad de Dios y a controlar sus impulsos
sexuales, aunque suponga superar dificultades, y entrar en el sufrimiento,
participando de la cruz de Cristo a causa de su condición. Del mismo modo
que a una persona con tendencias heterosexuales se le pide vivir en castidad
no utilizando indebidamente su sexualidad, se le pide, igualmente, a la
persona con tendencias homosexuales. Mediante virtudes de dominio de sí
mismo que eduquen a la libertad interior, y con el apoyo de una amistad
desinteresada, la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse a
la perfección cristiana.
La Iglesia, apoyada en la naturaleza de la persona humana, la creación
y el significado pleno de la sexualidad afirma la inmoralidad de los actos
homosexuales, no de las personas que están inclinadas a ellos. Toda persona,
sea cual sea su atracción sexual está llamada a la santidad y es digna de
respeto y de consideración. Nadie tiene que sentirse avergonzado por sentir
una atracción hacia personas del mismo sexo, porque no son libres de sentirlo
o no y porque la tendencia o el sentimiento no es objeto de moralidad,
solamente los actos en los que interviene la decisión libre y voluntaria de la
persona. La valoración moral no se da sobre las personas sino sobre sus

38
Cf. D. MORRISON, Un más allá para la homosexualidad, 142.
39
Catecismo de la Iglesia Católica, 2357-2359.
actos. En este sentido, los actos homosexuales son los que no pueden ser
aprobados en ningún caso. ¿Por qué razón?
El Catecismo señala tres motivos40. Primero, porque son contrarios a la
ley natural. Ésta no dice tanto cómo deberían ser las cosas, sino cómo son.
Condena la actividad homosexual por que ésta no cumple la finalidad del
sexo tal como se encuentra en la naturaleza. Sus objeciones no provienen de
opiniones sino de la realidad biológica. El sexo anal, por ejemplo, no emplea
la biología del miembro activo y pasivo de la pareja para los propósitos para
los que están claramente preparados. Han sido hechos para otra cosa. Nadie
debería sorprenderse si su práctica comporta un grave riesgo de contraer
enfermedades, porque se están utilizando indebidamente determinados
miembros del cuerpo humano; es como si alguien pretendiera clavar clavos
con un zapato con suela de goma, posiblemente ni clavaría el clavo y
acabaría estropeando el zapato.
De la naturaleza de la sexualidad proviene la segunda observación: los
actos homosexuales están cerrados a la vida. No se trata de que en todo acto
sexual deba darse la concepción de la vida, sino que los actos sexuales deben
estar abiertos a la procreación. Esto significa que cuando un hombre y una
mujer se donan el uno al otro, se donan totalmente, no deben retener nada de
sí mismos, lo dan todo, incluida su fertilidad. Se donan con todas sus
diferentes identidades intactas y con todas sus potencialidades, aún cuando la
edad o la infertilidad natural hagan improbable que se produzca la
concepción. Al darse por entero y no reservarse nada de sí se preservan del
peligro de utilizarse para darse un capricho o de objetivizar al otro. La
realidad es testaruda y toda actividad sexual: la eyaculación, la receptividad y
la ovulación están orientadas a la procreación de seres humanos, es algo
propio de la persona humana, de lo que no se puede hacer caso omiso
simplemente porque se ha decidido que no es oportuno. Los actos
homosexuales, obviamente, excluyen esta dimensión, por lo que no pueden
ser considerados como verdaderos actos sexuales.

40
Para lo que sigue cf. D. MORRISON, Un más allá para la homosexualidad, 148-152.190-
194.
La tercera observación es consecuencia de lo dicho anteriormente. Los
actos homosexuales no fluyen de una esencial complementariedad. Ser
complementario significa que aporta lo que le falta al otro. El varón y la
mujer, como vimos más arriba, no están completos, carecen de algo que sólo
puede ser colmado por la contribución del otro. En la atracción del varón por
la mujer y viceversa hay un deseo del “otro” en cuanto que es otro, que es
distinto pero que completa. En la atracción homosexual se busca a uno
mismo en el otro, por eso se dan con frecuencia el cambio de pareja, porque
en realidad el otro no es aceptado en su singularidad sino como medio o
instrumento para la satisfacción de una necesidad.
Podemos decir, entonces, que las relaciones homosexuales no son un
amor verdadero. Parece ciertamente que los actos homosexuales expresan un
amor erótico o de deseo del otro, pero este tipo de amor corre el gran riesgo
de objetivar al otro convirtiéndolo en instrumento para conseguir el fin
deseado, y esto es lo que sucede en las relaciones homosexuales puesto que,
consciente o inconscientemente, se ha decidido que tener relaciones sexuales
con tal persona tiene más importancia que considerar que este acto significa
que se ama a la totalidad del otro, no solamente en cuanto que proporciona
placer. Independientemente de que las parejas homosexuales se traten el uno
al otro como personas en el conjunto de su amistad, en el acto homosexual en
sí mismo se alejan de la verdad que Dios quiso hacer posible a través de las
relaciones sexuales: la donación total de una persona a otra y la posibilidad
de engendrar una nueva vida. Ninguna de las dos cosas se da en las
relaciones homosexuales. Este puede ser también uno de los motivos por los
que estas relaciones suelen durar tan poco, pues al objetivar a los seres
humanos los convertimos en objetos y éstos pierden su novedad y dejan de
interesar con el paso del tiempo. Al no haber comunión real ni amor
profundo, tales actos dejan un gran vacío y acaban por decepcionar.
Aunque el Catecismo indica que el origen psíquico de la atracción
homosexual permanece en gran medida inexplicado, algo podemos decir
sobre ello41. Se puede afirmar que nadie nace con una orientación
homosexual. Aunque se han hecho diferentes estudios para buscar las
predisposiciones genéticas y biológicas de la homosexualidad no existe
ningún resultado concluyente, antes al contrario, hay un predominio de
evidencias científicas que demuestran que la homosexualidad es una
condición adquirida. Por otro lado, tampoco se trata de una opción personal,
pues la atracción hacia personas del mismo sexo suele ser el resultado de
traumas sin resolver que producen un desorden emocional y conducen a una
confusión de género. Pero conviene hacer notar, que aunque la atracción no
se elija, sí que hay una decisión personal a la hora de poner en práctica tal
atracción.
El dato de que la atracción homosexual proviene de traumas sin
resolver se deriva de la experiencia de las personas que la padecen. Los
sentimientos homosexuales son síntomas de algo que subyace, una manera de
aliviar un malestar provocado, muchas veces, por traumas infantiles sin
aclarar, heridas que no han sanado. También una necesidad de satisfacer
necesidades homo-emocionales que no han sido resueltas a su tiempo. En la
base de las tendencias homosexuales suele haber una relación afectiva
inadecuada con el progenitor del mismo sexo. No se trata de una condición
sexual sino de una búsqueda de relación con los padres tratando de satisfacer
necesidades de cariño que no han sido contentadas en el proceso de
crecimiento. La relación distante o interrumpida con el padre o la madre,
puede conducir al varón o a la mujer a un deterioro de la conciencia de la
propia masculinidad o feminidad, lo que les lleva a buscar en otra persona de
su mismo género lo que sienten que les falta. Puede darse, también, el caso
de una excesiva sobreprotección y una relación anormalmente íntima entre
madre e hijo o entre padre e hija, por lo que se puede experimentar atracción
sexual hacia la madre o el padre y a buscar la represión de esta sugestión en
la relación con personas de su mismo sexo. Podemos decir que la

41
Para lo que sigue, cf. R. COHEN, Comprender y sanar la homosexualidad, Madrid 2004,
13-98.
homosexualidad procede de una carencia afectiva y produce un desorden de
afecto hacia el mismo sexo42.
Hoy en día el movimiento en pro de los derechos de los homosexuales
y lesbianas ha sacado a la luz una cuestión que ha estado muchas veces
oculta por considerarse como algo vergonzante. Nada hay de vergonzante en
la atracción hacia personas del mismo sexo que, como podemos comprobar,
no ha sido elegida voluntariamente –otra cosa es la decisión de realizar actos
homosexuales–. Pero el hecho de que se trate de un tema que sale a la luz
pública no quiere decir que deba aceptarse en nombre de la tolerancia y de lo
políticamente correcto, pues la vida homosexual, contrariamente a lo que
algunos pregonan no es gay, dichosa. Aceptar la homosexualidad como algo
natural y normal es como tapar heridas sin sanar, que bajo apariencia de
normalidad, minan la salud y la vida del que las padece. Hoy, lo más fácil y
el mejor modo de evitarse problemas es el de seguir lo que dice la gente para
ser aceptado socialmente, aunque no se esté de acuerdo. Hace falta un niño
que pueda gritar que “el rey está desnudo”, para que se pueda afirmar que la
práctica homosexual no es gozosa sino triste. La solución no está ni en la
ciega aceptación, si en la intolerancia indiscriminada, sino en la comprensión
y el amor43, que supone poner en la verdad, aunque se tenga que cargar con
las consecuencias. Por eso, por amor al hombre, para que pueda realizarse
plenamente, según la verdad de la sexualidad, la Iglesia debe decir la verdad
sobre la homosexualidad sin temor, porque tiene alma de niño.
La fornicación es otra actuación indebida de la sexualidad humana. Se
trata de la relación sexual entre dos personas de diferente sexo fuera del
marco de la institución matrimonial. Tanto si esta relación es ocasional y
esporádica, como si es reiterada y continua, como en el caso de dos personas
que conviven maritalmente sin estar casadas, comparten la misma
42
Las causas de la atracción hacia personas del mismo sexo son muy variadas, podemos citar,
entre otras: herencia, temperamento, heridas hetero emocionales, heridas homo emocionales,
conflictos con los hermanos o en la dinámica familiar, heridas relacionadas con la propia
imagen, abusos sexuales, heridas sociales, heridas culturales, etc. Cf. R. COHEN,
Comprender y sanar la homosexualidad, 59-107.
43
Cf. . R. COHEN, Comprender y sanar la homosexualidad, 331-333.
deficiencia: su entrega no es una donación personal, puesto que no se dan
totalmente ni para siempre. La dinámica que les mueve es el eros susceptible
de caer en la utilización y cosificación de la persona. Ésta no se puede dar
parcialmente ni temporalmente. Yo puedo dar parte de lo que tengo –como
mi tiempo, mi dinero o los objetos que poseo– pero no de lo que soy, ni
puedo prestar mi persona por algún tiempo; cuando alguien se da
personalmente, se da por entero y para siempre.
En estos casos la relación sexual no está motivada por el amor oblativo
hacia el otro, sino por el deseo de satisfacer una carencia, por lo que se tiende
a utilizarlo con tal fin, y al usarlo lo despersonalizamos. Dejamos de verlo
como aquel que exige ser amado por sí mismo y lo consideramos como un
mero instrumento a nuestro servicio. Al convertirlo en instrumento, en cosa,
no puede durar mucho tiempo, pues los objetos envejecen y acaban
perdiendo su atractivo y su utilidad con el tiempo, por lo que deben ser
sustituidos por otros que presenten mayores ventajas y mejores prestaciones.
Al no ser una donación completa de todo el ser, tal acción deja de ser
fecunda, no da vida al otro, que sólo la recibe cuando se siente
verdaderamente amado, por lo que resultan altamente insatisfactorias para la
persona. El momento de placer desaparece y deja sitio al vacío y a la
añoranza de un bien que no se acaba de alcanzar. No hay complacencia y
felicidad en tales actos por lo que acaban decepcionando y cansando. Cuando
uno se ha iniciado en la vida sexual con la fornicación, se mutila e incapacita
para amar de verdad por lo que su futura vida matrimonial, si llega a ella,
queda altamente expuesta al fracaso porque tendrá grandes dificultades para
ver al otro en su realidad personal.
La fornicación no construye a la persona, no le ayuda a ser mejor ni la
prepara para la vida adulta, sino que la infantiliza al impedirle descubrir la
verdad del amor. En una sociedad como la nuestra, en la que la ausencia de
Dios ha abierto el campo al capricho humano, se ha dado vía libre a la
experimentación sexual, por lo que ya desde temprana edad, directa o
indirectamente se está invitando a los jóvenes a probar en la sexualidad,
creándose una atmósfera proclive a las prácticas sexuales. Como quiera que
la opinión de la mayoría suele llegar a convertirse en costumbre y en presión
para todos, muchas personas, sobre todo jóvenes, se sienten constreñidas a
vivir como vive la mayoría por miedo a quedar señaladas como extrañas y a
ser marginadas. No es raro que algunos alardeen de sus “hazañas” dándoselas
de machos o de mujeres libres y miren por encima del hombro a quienes se
mantienen fieles a la castidad. Pero no es el caso de amilanarse ante tales
tigres de papel, pues quien es dependiente de la sexualidad, no es libre sino
esclavo; no es más adulto, sino más mequetrefe y borrego; se convierte en un
muñeco, una marioneta, una caña agitada por el viento que se mueve al
compás del son que le tocan y se inclina hacia donde se dirige la corriente.
La personalidad fuerte y verdadera está en quien sabe resistir las presiones
externas y se mantiene fiel a lo que es autentico. No vive en la oscuridad de
la opinión cambiante, sino en el esplendor de la verdad eterna.
El adulterio añade a la fornicación la traición a sus promesas
matrimoniales y la ruptura de la alianza con el cónyuge. Los motivos que se
suelen invocar para tales actuaciones, pueden ser variados. Cuando se trata
de una “aventura” esporádica que no tiene continuidad, con frecuencia es
producto de la imprudencia y de la debilidad humana, por lo que es necesario
esmerar las medidas de precaución para no dejarse arrastrar en un momento
de crisis y causar un grave daño a la comunión matrimonial. Pero cuando se
trata de una relación continuada con otra persona fuera del matrimonio –lo
que se llama “tener un amante”– el asunto es mucho más grave. Estas
acciones se suelen justificar por la pérdida del amor con el propio cónyuge,
por lo que se busca una relación, que se considera más sincera, con otra
persona, alegando que ya no se puede amar a la primera. Pero se trata de una
simple excusa y la nueva relación que quiere establecerse no va a ser más
satisfactoria que la anterior.
Si uno no ha podido amar a este cónyuge concreto, no puede amar a
ningún otro, porque el problema está en que él no puede morir. La culpa no
reside en el otro, como siempre tendemos a considerar, sino en uno mismo y
en su incapacidad para amar. Lo que busca es su satisfacción por lo que
tenderá a utilizar al otro, no a amarlo. Es lo que indica la relación pasajera
que se suele dar entre los amantes, que, aunque no sean ocasionales,
mantienen esta deficiencia básica: la provisionalidad y el no darse por entero,
ya que se quiere preservar el status social y mantener las formas, por lo que
tales relaciones suelen mantenerse ocultas.
Podría parecer que cuando se da el abandono del hogar para fundar una
nueva familia es debido a que uno ha encontrado el verdadero amor de su
vida, pero para ello ha debido abandonar a su amor primero. ¿Por qué se ha
llegado a esta situación? Tal vez porque nunca hubo amor, o si lo hubo en un
principio, se ha quedado por el camino. Pero estamos en el mismo caso
anterior, si este amor se ha perdido es debido, generalmente, a que no se ha
sabido amar nunca, porque se ha ido al matrimonio esperando que el otro
supliera las carencias y diera satisfacción a las necesidades afectivas de uno
mismo. Había un amor erótico, de deseo, que es el amor propio de la persona
humana, pero, quizás no se ha tenido en cuenta que el corazón humano está
sediento de infinito y el cariño que me pueda dar el otro nunca podrá llenar y
satisfacer el deseo humano, por lo que el matrimonio produce siempre una
cierta insatisfacción y desencanto recortando las espectativas que en él se
habían depositado.
El amor, si queda reducido a lo finito, resulta falsificado, pues
conforme a su esencia, es sed de perfección infinita. Un amor puramente
terreno, el pretender amar al otro con nuestras solas fuerzas, es tarea
imposible, porque el amor queda privado de su más profunda identidad, pues
el amor es siempre un sí total, sin restricciones, ni en el espacio ni en el
tiempo, no soporta la finitud, pretende ir más allá de la muerte. Por eso,
quien no posee algo del amor de Dios, que se nos da por gracia, no sabe amar
verdaderamente y por tanto, tal clase de amor no llega a saciar el corazón de
la persona amada. Sin él no puede fundamentarse seriamente el matrimonio 44.
Pero si tal es la situación del que ha fracasado en su matrimonio, porque no
ha sabido amar, tampoco estará en mejor disposición para casarse de nuevo
por lo que su nueva unión está expuesta al mismo peligro que la primera. Si
una vez ha traicionado porque no se sentía realizado, cuando vuelvan a surgir
las dificultades y torne a desencantarse, volverá a hacerlo nuevamente. No es
cuestión de probar hasta encontrar lo que uno busca, pues nunca lo hallará. El

44
Cf. J. RATZINGER, Mirar a Cristo. Ejercicios de fe, esperanza y amor, Valencia 1990, 93.
problema radica en su corazón; mientras no se encuentre con al amor de Dios
y se sienta verdaderamente amado, difícilmente aprenderá a amar al otro, a
donarse enteramente y a saber perdonar, que es la garantía de toda unión.
Cuando uno se busca siempre a sí mismo, como ocurre en todos los
casos que acabamos de analizar e intenta realizarse guardando su propio yo,
el resultado es contradictorio, penoso y triste. La persona, incapaz de salir de
sí misma y donarse a los demás, acaba por romperse y al final quedará
únicamente la huída de sí mismo, la incapacidad de soportarse 45. Solamente
si llega a experimentar el amor verdadero, aprende a negarse a sí misma y
puede salir de sí y mirar al otro, encontrará el camino abierto para amar de
verdad y alcanzar la satisfacción que proviene de ser amada y amar.
Todo cuanto hemos dicho más arriba sobre el remedio para aplicar en
el caso de la masturbación, puede decirse, igualmente, de todos estos otros
casos; pero dado que la sexualidad ha sido diseñada por Dios para salir de sí
mismo y poder donarse al otro, toda fractura y uso inadecuado de la misma,
supone una incapacidad para amar y un vivir encerrado en uno mismo, por
eso, el gran remedio para poder vivir la sexualidad en su integridad es la
caridad. Es decir, no vivir para uno mismo, sino para Dios y en Dios, para los
demás. S. Pablo lo expresa perfectamente cuando llama a los cristianos a
dejarse apremiar por el amor de Cristo de modo que los que viven ya no
vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos (cf. 2Co 6,14-
15). De este modo, quien no vive centrado en sí mismo, sino que tiene celo
por el bien de los demás, está capacitado para vivir una sexualidad sana, pues
tiene dentro de sí la fuerza que la mueve: el amor que le lleva a descentrarse
para poder darse, y esto gracias a Aquel que “me amó y se entregó a sí
mismo por mí” (Ga 2,20b).

4.3. Llamados a la comunión interpersonal

El hombre no ha sido hecho para quedarse encerrado en sí mismo.


Cuando sucede esto, como en los casos que hemos visto en el apartado

45
J. RARZINGER, Mirar a Cristo, 103.
anterior, no alcanza su madurez y no cumple su destino. El hombre ha sido
creado para vivir en comunión con las otras personas; para amar y ser amado,
o mejor dicho, para ser amado y aprender a amar. Por ello debemos analizar
la dinámica del amor.
Partamos de la experiencia existencial que tiene el hombre. Lo primero
que observa todo hombre, su constatación original y fundamental es la de la
filiación. Todos y cada uno de nosotros viene a la existencia por medio de
unos padres que nos han dado la vida. El hecho de ser hijos indica que
nuestro origen no está en nosotros mismos, sino en otros, o lo que es lo
mismo, que no somos absolutos sino dependientes. Esta dependencia expresa
nuestra indigencia. Todos venimos a este mundo como menesterosos,
necesitados del amor de nuestros padres. En la medida en que el niño se
siente acogido, amado, valorado y querido en su entorno familiar, no por lo
que tiene o puede dar, sino por lo que es, comienza a desenvolverse como
persona en relación con cuantos le rodean.
Según va creciendo y descubriendo su entorno, como ser limitado que
es, comienza a tener deseos y a pedir aquello de lo que tiene necesidad para
vivir mejor. De este modo, empieza a valorar y apreciar cualquier persona o
cosa que le ayuda en su desarrollo. Ama a sus padres porque le conceden
protección y seguridad, ama a sus hermanos porque comparte con ellos un
origen común y se sabe estimado, a sus compañeros de juego o de clase
porque se siente acogido y con ellos puede participar en momentos
agradables de compañerismo, a sus juguetes porque le entretienen y
divierten. Podríamos seguir enumerando personas, objetos, momentos, como
las vacaciones, acontecimientos, como su cumpleaños o el triunfo de su
equipo favorito y tantas otras realidades que son objeto de aprecio y de
interés. Es el eros o amor de deseo con el que todo hombre ama y apetece
porque está necesitado.
El peligro que encierra esta clase de amor es el de pretender apropiarse
de lo que nos da vida. Como necesitamos de ellos, tendemos a asegurarnos
de su disfrute dando origen a nuestras propiedades. Aparece lo mío como
posesión, de manera que todos ellos son pertenencias personales: mis padres,
mis hermanos, mis amigos, mis juguetes, mis vacaciones, etc. De las
propiedades surgen los derechos y las exigencias hacia ellas, pues les
reclamamos que cumplan sus deberes para con nosotros y nos concedan lo
que de ellas esperamos. De tal modo que cuando no lo satisfacen se lo
reprochamos y podemos llegar hasta prescindir de las mismas porque no han
cumplido con su cometido. Se puede, de este modo, llegar a rechazar a los
padres, renegar de los hermanos, enemistarse con los amigos, prescindir de
aquellos instrumentos que nos dan problemas en lugar de facilitarnos las
tareas, o de cambiarlos porque ya son viejos y aparecen otros más nuevos y
con más prestaciones.
Paralelamente surge la necesidad de proteger nuestras propiedades y de
defenderlas frente a los que nos las quieran arrebatar. Aparecen los
sentimientos de rechazo, irritación y hasta el odio hacia el extraño que
amenaza nuestra seguridad dando origen a todas las fobias. Para preservar
nuestras posesiones, tenemos necesidad de cercarlas con defensas y de
colocar centinelas que las defiendan. Estos, naturalmente, deberán estar
armados y tendrán que hacer uso de sus armas frente a quienes intenten
asaltar nuestro dominio, cualquiera que sea. Como resultado de todo ello,
hemos de matar al otro para guardar lo nuestro. Por eso surge la envidia, el
juicio, la murmuración, el rencor y todo aquello que causa la muerte del
supuesto agresor en nuestro corazón y, por desgracia a veces, no sólo en
nuestro corazón.
El perjuicio que acarrea este modo de amar es el de cosificar y
valorarlo todo en función de su utilidad para con uno mismo, de tal manera
que lo otro es amado en el supuesto de que sirva para mis propósitos. Esto
que con los objetos es lo correcto, resulta una tragedia cuando ocurre con las
personas, porque las personas no son instrumentos, ni medios para mí, sino
fines en sí mismas. Sin embargo esto es lo que sucede a menudo, pues
muchas veces, el hombre busca en la otra persona un medio para satisfacer
sus necesidades espirituales, como las de ser escuchado, valorado, querido y
tenido en cuenta por lo que se da una sintonía con la otra persona, que puede
llegar hasta el cariño y el deseo de compartir la vida con ella. Pero cuando
fallan las espectativas y la otra persona no desempeña el papel que se
esperaba de ella, aparece el desencanto, la frustración y la aversión que
conduce, muchas veces, a prescindir de sus servicios.
Así es como ama el hombre. Pero no es esta la forma de amar de Dios.
Necesitamos conocer la naturaleza del amor que es Dios. Él, cuando crea, da
vida a lo que no es Él, a su criatura, que es algo distinto de sí, y en concreto
al hombre que es otro respecto a Dios. Al crear –hablando metafóricamente–
Dios tiene que morir, en alguna medida, pues, como dicen los rabinos, si
Dios lo es todo, para dar cabida al mundo tiene que contraerse, dejar espacio
a lo que es otro distinto de Él. Por otro lado, Dios dando el ser está amando a
su enemigo, pues Él es verdad, mientras que el hombre vive en la mentira, Él
es justicia, el hombre injusticia. En esto consiste el amor: en morir para que
el otro tenga espacio y pueda vivir, acoger al otro como otro, amar al
enemigo. Esto se da en la vida ordinaria más comúnmente de lo que
pensamos. Un niño, por ejemplo, tendrá que ceder y compartir su habitación
cuando llega un hermanito, para que éste pueda ser acogido y tenga espacio
para vivir; lo contrario es el síntoma de Caín que no quiso aceptar a su
hermano y tuvo que matarlo porque para él no significaba nada, como indica
su nombre Abel.
Todo amor verdadero tiene algo de divino, participa del ser de Dios. Él
no ama porque esté necesitado sino porque quiere donarse. En lugar de ser un
amor que aspira conseguir algo es un amor que desciende y da. Por eso crea
y si lo hace es porque estima a su criatura. Esta es la constatación
fundamental, no sólo por la creación de todas las cosas, sino también por el
interés y la predilección que siente Dios por el hombre y por personas
concretas eligiéndose un pueblo para sí. Dios ama al hombre y lo ama
personalmente, y este amor que podemos calificar de agapé porque se dona
gratuitamente y es oblativo, es también un amor erótico, porque Dios desea
el amor de su pueblo y espera verse correspondido por el hombre 46.
El deseo de Dios, “su eros para con el hombre, es a la vez agapé”. En
Él se unifican los dos modos de amar. Es agapé, “no sólo porque se da del
todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor

46
BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 9.
que perdona… Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su
amor contra su justicia… Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre
él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la
justicia y el amor”47.
¿Es posible para el hombre amar así? Cierto que el hombre no puede
amar sólo agápicamente, ni siquiera el amor de Dios lo es del todo, pues Él
también desea y busca el amor del hombre. Pero es posible en el hombre un
amor que no viene de él, sino de Dios.
Hay otra posible lectura derivada de la experiencia de la dependencia
existencial: la de la gratitud, después de haber conocido el amor oblativo,
agápico de Dios, del que se hacen eco nuestros padres y cuantos nos han
amado desinteresadamente. El conocimiento de este amor que le viene dado
al hombre en total gratuidad puede llevarle, a su vez, a amar de un modo
semejante tal como afirma S. Juan: “En esto hemos conocido lo que es
amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la
vida por los hermanos” (1Jn 3,16)48. Habiendo sido amado de este modo,
puede el hombre ofrecer el don total y desinteresado de sí mismo, haciéndose
el servidor de todos (Cf. Jn 13,12-15), hasta el martirio, el amor más grande
por cuanto lo da todo (Jn 15,13)49.
Quien ama de este modo, es pobre ya que nada posee porque se ha
despojado de todo y, por tanto, nada defiende y no necesita agredir al otro,
puede donarse hasta perder la vida y recobrarla de nuevo. Esta es la verdad
del amor que nos presenta el Evangelio, la que conduce al hombre hasta su
realización definitiva y a la vida eterna.
El Evangelio está en lo cierto cuando proclama bienaventurados a los
pobres, porque de ellos es el Reino de los Cielos, cuando advierte que ningún

47
BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 10.
48
Cf. S. AGUSTÍN, In Ioannis Evangelium 84,1-2; CCL 36,536-538).
49
Conviene tener en cuenta, al hablar del martirio que no es necesario considerarlo
únicamente de la entrega violenta de la vida, sino que también puede entenderse de la
donación de quien la da día a día, amando al prójimo, aceptando sus pequeñas o grandes
injusticias, sin juzgarlo y perdonándolo, con el testimonio de una vida entregada al servicio del
otro. Un martirio no menos heroico que el primero.
rico puede entrar en él, ya que únicamente los pequeños y los que se hacen
como niños, tienen capacidad de acceder al mismo, y cuando recomienda
vender todos los bienes para poder seguir a Cristo. Él es el pobre que se ha
despojado de todos sus bienes (Flp 2,6-11), ha cargado con todas las
injusticias del mundo, ya que ningún derecho ha defendido, y ha podido amar
hasta el extremo.
Es cierto que no se puede hablar del amor sin referirnos a la verdad
sobre el mismo, y la verdad del amor es Dios y el modo como Él ama,
porque Dios es amor. A este tipo de amor está llamado el hombre y de esta
clase de amor es de la que él siente nostalgia ya que ha sido creado por este
amor y convocado a participar de este amor.
El hombre, creado a imagen y semejanza del Creador, como varón y
mujer, está, por su propia naturaleza, diseñado para la comunión, no para el
solipsismo, comunión con los otros y comunión, en definitiva con el mismo
Dios. No puede contentarse con menos puesto que únicamente el ser amado y
el amar con este amor llena su vida de sentido y le conduce a su realización
plena como persona. Cristo es esta plenitud, él es el hombre (Jn 19,5).

4.4. La castidad o cómo vivir la sexualidad

Hoy día hablar de castidad suena extraño. Muchos ni siquiera conocen


la palabra, mucho menos el concepto50. La castidad es simplemente vivir la
sexualidad en su verdad, tal como ha sido diseñada por Dios. Si la sexualidad
ha sido dada al hombre para amar, toda expresión sexual que sea muestra del
amor será casta. De este modo, los casados viven su castidad cuando se
donan el uno al otro de modo total e irrevocable, los solteros cuando se
abstienen de todo uso indebido de la sexualidad.
Una de las primeras manifestaciones de la castidad es el pudor. El
pudor es una actitud de la persona que reacciona en defensa de la propia
50
Recuerdo el caso de una muchacha francesa que, solicitada para traducir la predicación que
jóvenes españoles realizaban por las calles de Dijon, se quedó perpleja sin saber traducir la
palabra castidad que había salido de la boca del predicador. Jamás la había oído pronunciar ni
en español ni en francés.
intimidad que se siente amenazada por la mirada del otro, cuando la
intencionalidad de esta mirada no se dirige hacia la persona como tal, sino
que busca únicamente sus valores corporales o afectivos. No se trata de
ocultar algo que se considera negativo, sino de evitar la eventualidad de un
deseo concupiscente por parte del otro. Al tratar de evitar que la sexualidad
sea considerada como un simple bien a disfrutar por el placer que reporta, se
convierte en una llamada a aceptar a la persona por sí misma sin reducciones
de ninguna clase y en una tutela de la dignidad de la persona 51.
La defensa del pudor se inscribe dentro del contexto más amplio de la
virtud de la pureza que salvaguarda la santidad del cuerpo humano. La
santidad del cuerpo brota de los misterios de la creación y de la redención del
hombre. Por ser creado y, por tanto, amado por Dios, el cuerpo humano es
digno de respeto y consideración, y es, al mismo tiempo, instrumento de
donación y de comunión. Esto explica el hecho de que en el origen, antes de
la alteración del pecado, no había vergüenza en la desnudez, porque el mirar
del hombre era un mirar de amor y de comunión, por el que el varón veía en
la mujer una ayuda adecuada. Sin embargo, después de la caída surge la
vergüenza ante el mirar del otro, y S. Pablo en su primera carta a los corintios
advierte que hay un sentimiento de turbación hacia “los miembros más
indecorosos” del cuerpo. El hecho de que haya miembros que consideramos
indecorosos no se debe a la naturaleza de estos miembros, pues todo es
bueno, sino a la concupiscencia del hombre, sobre todo la concupiscencia de
la carne, que aparece tras el pecado. Esta concupiscencia cambia la
intencionalidad de la mirada del hombre que ya no está dirigida hacia la
comunión sino hacia la satisfacción del deseo. Debido a esto, recubrimos con
mayor honor a estos miembros para preservar el cuerpo entero de la mirada
concupiscente (cf. 1Co 12,18-25). De este modo aparece el pudor en defensa
de la integridad del cuerpo por la desunión que se ha producido en él a causa
del pecado.

51
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 153-159; cf. igualmente R. BUTTIGLIONE, La
persona y la familia, Madrid 1999, 74-80.
Todo pecado de impureza va contra la dignidad del cuerpo al que se le
priva del respeto que se le debe, pero no solamente esto, sino que también,
son una profanación del templo del Espíritu Santo, ya que el cuerpo del
cristiano no es solamente propio sino que pertenece además a Dios.
Efectivamente, por la encarnación el cuerpo humano de Cristo ha sido unido
a la persona del Hijo y por la redención el cuerpo del cristiano adquiere una
nueva dignidad al convertirse en morada del Espíritu Santo, lo que comporta
una mayor deferencia hacia el propio cuerpo y el de los demás. El pecado de
impureza es pecado contra la santidad del cuerpo (cf. 1Co 6,15ss).
Pero la pureza no es sólo templanza, abstención de toda impureza, sino
que también muestra la gloria de Dios en el cuerpo humano al dotarlo de toda
la dignidad que le confiere el estar destinado a la comunión y al don de sí. La
pureza triunfa, de este modo, sobre la concupiscencia restituyendo a la
experiencia del cuerpo, sobre todo en las relaciones recíprocas de los
esposos, toda la sencillez, limpieza y alegría interior que se encuentra en la
posesión de sí mismo para convertirse en verdadero don para el otro,
resultado muy diferente del que se deriva de la satisfacción de las pasiones 52.
La castidad es también cruz, pues supone renuncia y dominio sobre sí
mismo, ya que sólo puede haber don de sí, en donde hay posesión de sí. Este
dominio sobre los propios impulsos y afectos lo determina la virtud de la
continencia o templanza que, en contraposición a la concupiscencia, no se
deja arrastrar por los impulsos y afectos desordenados que provoca en una
persona la presencia de otra en relación a su sexualidad. Los impulsos se
dirigen directamente hacia la satisfacción sexual, mientras que los afectos
tienen que ver con el conjunto de la persona en la que se busca y de la que se
espera la complacencia de las necesidades afectivas por lo que se le utiliza y
convierte en objeto del propio gusto. Lejos de esto, la templanza sabe
controlar sus impulsos y reconducirlos al verdadero camino, puede decir
“no” a aquellos deseos que le empujan a la posesión del otro, a su dominio y
manipulación para conseguir la mera satisfacción de los mismos. Puede decir
“sí” cuando van encaminados a la propia satisfacción pero por el don sincero

52
Cf. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, 315-331.
de sí mismo hacia la persona amada, bien entendido que este don de sí es
total y definitivo y que aquella es única e irrepetible.
La templanza tiene que ver con las otras tres virtudes cardinales, con la
prudencia, que es la que dirige a las demás y que da a la persona capacidad
de discernir lo que le conviene y lo que no. La prudencia le enseñará a
escoger amistades, rechazando las que no son convenientes, a evitar lugares
indecorosos o peligrosos, a controlar lo que debe ver y oír para que su
espíritu no trague alimentos en descomposición que le puedan hacer daño,
evitando todo lo que esté en relación con la pornografía. La justicia le
enseñará a dar a cada uno lo que se le debe: a la persona del otro, respeto y
consideración a lo que es obra de Dios, por lo que no intentará utilizarla para
sus caprichos. La fortaleza le da capacidad de sufrimiento por lo que será
capaz de resistir y de negarse a sí mismo sin buscar compensaciones
indebidas. La continencia, por tanto, no consiste sólo en abstenerse, sino en
saber y poder dirigir las reacciones que provocan en la persona la presencia
de otra, en relación a su masculinidad o feminidad, encauzando los impulsos
y excitaciones, así como las emociones hacia la realización personal según la
verdad de la sexualidad.
De este modo, la persona casta se posee, tiene dominio sobre sus
afectos y deseos y puede regirse a sí misma, llevando a término su vocación
cristiana a ser rey y señor; no se doblega ante sus pasiones ni cede ante las
presiones de los demás, sino que vive en la verdad que le permite ser libre
para responder a la llamada, inscrita en su propio cuerpo por el Creador, a la
comunión con Dios y con los demás. Precisamente porque es libre de este
modo, sólo un casto puede gobernarse a sí mismo y gobernar a los demás,
porque gobernar es realizar lo que es bueno para todos, lo que implica
caminar en la verdad. Pero la verdad no siempre es cómoda ni aceptada por
todos, lo que supondrá entrar en contradicción con los intereses de los
gobernados y tomar decisiones impopulares, cosa que no podrá hacer quien
no tiene capacidad de sufrimiento53.
53
No es casualidad que mientras los gobiernos y muchas iglesias cristianas están claudicando
ante las exigencias de una sociedad que pide satisfacer sus caprichos, sea la Iglesia católica,
una de las pocas, si no la única instancia, que se opone a ellos por amor a la verdad y al propio
Pero sobre todo, la castidad tiene que ver con la caridad, entrega
personal hacia el otro, ya sea en la exclusividad de la vida matrimonial, ya
sea en el servicio a los demás, por el que una persona se dona en un acto de
amor al prójimo. Puede vivir verdaderamente para los demás quien es casto.
Castidad y caridad van de la mano. El ejemplo más preclaro es Cristo mismo.
En quien es casto y tiene, por tanto, capacidad de sufrimiento y obtiene
dominio sobre sí mismo, por lo que puede donarse verdaderamente, puede
prender la caridad de Cristo que le urge y le da celo por el bien de los demás.
La impudicia encierra al hombre en sí mismo y le impide ver al otro, por lo
que el impúdico está condenado a mirarse únicamente a sí mismo, como la
mujer encorvada del evangelio que estaba atada a Satanás (cf. Lc 13, 10-17).
Por el contrario, la preocupación por los demás, el celo por el evangelio, la
caridad para con el prójimo, hacen casto al hombre, pues le obligan a mirar al
otro y a centrarse no en sí mismo sino en Cristo que le ha amado y entregado
por él. No hay que preocuparse por vivir en castidad sino en amar, porque
quien ama es casto.

4.5. Amor, verdad y cruz54

Cuando alguien ama a una persona se está fijando en esta persona


concreta, la considera y valora por sí misma hasta convertirla en alguien
importante y necesaria para sí mismo. El amor es fundamentalmente un sí
hacia otra persona, su reconocimiento como tal persona, de manera que lo
que el amante considera es la bondad de la misma. Es como si dijera: “es
bueno que tú existas porque eres sujeto de mi amor”. El amor lleva a afirmar
al otro, a darle, incluso el ser –de hecho, vive verdaderamente el que se sabe
amado– y a considerarlo como bueno para mí. Pero el sí hacia esta persona
perdería su significado si el ser en su totalidad no fuera bueno de manera que
la bondad de esta persona derive de una verdadera bondad, de un verdadero
ser humano, arrostrando las críticas, el desprecio y hasta el odio que tal actitud generan, pues
ella, a pesar de ser pecadora, es casta, al igual que Cristo, y por eso, como Él, puede amar
hasta el don total de sí misma, cargando con el pecado del mundo.
54
Sigo en este apartado a J. RATZIGER, Mirar a Cristo, 96-101.
sí de Alguien que con su amor haya afirmado y dado el ser a todo cuanto es.
Este es el amor de Dios creador que, con su Palabra, ha dado existencia a
toda la creación para establecer comunicación con el hombre. Sin un Dios
creador, que garantice la bondad de todo cuanto existe, el sí del amor
perdería su significado. Pero al ser afirmado por Dios, el ser en general y la
persona en particular son verdaderos, su verdad les viene del Creador que los
ha configurado como lo que son.
Lo dicho anteriormente presupone que el amor no puede separarse de
la verdad. Es consentimiento y aceptación del otro tal como es, también con
sus defectos y debilidades y, por tanto, incluye la disponibilidad para el
perdón. Pero el perdón considera la falta y el pecado del otro como tal falta o
pecado, no disimula ni excusa, sino que cura. Cuando uno ama
verdaderamente puede comprender, pero no aprobar la falta del otro,
declarando como bueno lo que no lo es. La aceptación del mal en el otro no
sería signo de bondad para el otro sino complicidad en su destrucción. Sin la
verdad, el perdón se convierte en aprobación de la autodestrucción del otro y,
por tanto, se coloca en contradicción con la verdad y con el amor.
El perdón no es excusa, reducción del mal a algo sin importancia,
pasando por alto y dejando que algo se considere como bueno aunque sea
malo, pues el pecador no tiene vida eterna, por eso es necesario llamarlo a la
verdad. El perdón no ignora el mal ni sus elementos negativos, sino que lo
condena y presupone que el otro también lo haga, reconociendo su error,
arrepintiéndose y aceptando el perdón. El perdón compromete a los dos, al
que perdona y al que recibe el perdón. Cuando Jesús perdona a la adúltera,
no excusa su pecado ni disimula sus nefastas consecuencias, por lo que le
invita a no pecar más, sino que lo perdona y, al hacerlo, la recrea de nuevo, le
da un nuevo ser amándola en su realidad, tal como es. Tampoco ella se
excusa, reconoce y acepta el perdón y esta aceptación la sitúa en la verdad y
en el amor.
Podemos entender, entonces, lo que el Antiguo Testamento llama la
“ira de Dios” y el que los evangelios presenten a Jesús con ira. Jesús no está
de acuerdo con todo ni lo aprueba todo; llama a las cosas por su nombre y
denuncia las actitudes que son contrarias a la verdad sobre el hombre; el
perdón que concede es todo lo contrario de una débil permisividad.
Precisamente porque ama verdaderamente no transige con la mentira sino
que presenta, en todo momento, la verdad aunque pueda parecer dura (cf. Jn
6,60-62). Porque Cristo se pone siempre del lado de la verdad y no de la
opinión, sin transigir con todo, está amando al hombre en la verdad y,
entonces, se hace comprensible la cruz.
Defender la verdad supone contradecir al que está en la mentira y, por
tanto, estar dispuesto a cargar con su posible rencor. Pero al aceptar la cruz
libremente se le está mostrando el verdadero amor que le redime. Podemos
poner un ejemplo para entenderlo. Supongamos a una persona que está
dominada por la dependencia de las drogas que, poco a poco, la están
destruyendo. El amor verdadero hacia esa persona no consiste en comprender
su debilidad, respetarla y tolerarla en su situación, sino en llamarla a la
verdad, haciéndole comprender la gravedad de su estado. Si no reconoce su
error, puede llegar a molestarse y a rechazar a quien le ofrece ayuda, pero si
éste, aceptando sus reproches, persiste en permanecer a su lado, no sólo la
está amando sino que puede llevarla a su curación.
El amor tiene que ver con la verdad y puede exigir, como ha exigido la
cruz de Cristo. Él fue a la cruz porque Dios no puede transigir con la mentira
y tiene que llamar al hombre a la verdad, y esto supone contradicción, rencor,
persecución y cruz. Pero es la única manera de salvar al hombre de vivir en
la mentira y el pecado. Amar es restaurar la verdad, cuando se ha perdido,
renovar el ser y superar la falsedad que se esconde en todo pecado. Por eso el
perdón requiere de la conversión del que ha sido perdonado pues sólo de este
modo puede ser restablecido en su verdadero ser. Lo podemos ver en la
parábola del siervo sin entrañas (Mt 18,23-35). Mientras que la pecadora y el
publicano del evangelio según S. Lucas muestran su arrepentimiento y
obtienen el perdón, este siervo, a pesar de haberle sido perdonada su enorme
deuda, no parece haber reconocido su falta ni cambiado de actitud al exigirle
el pago de una pequeña deuda a su compañero, por eso, el perdón que se le
ha otorgado no llega a él porque no ha sido recibido y su ser no ha sido
transformado, permanece en su pecado. El perdón concedido y recibido
cambia el ser de la persona perdonada, la recrea de nuevo, le da una nueva
existencia55.
Todo esto tiene que ver con la posición de la Iglesia ante las cuestiones
que se plantean en la vida del hombre y en particular con las que estamos
tratando. Una pastoral que busque la tranquilidad y que intente acogerlo todo
y excusarlo todo intentando dulcificar las exigencias de la verdad, estaría en
oposición con Cristo mismo y se hallaría rechazando su cruz.
No se puede sacrificar la verdad para tratar de comprender las
debilidades humanas, pues se trataría de una falsa piedad, que en lugar de
ayudar y sanar, destruiría a la persona. Con esto no se la estaría amando, sino
odiando. Por eso la Iglesia, fiel al amor con el que ha amado Cristo, tiene que
levantar la bandera de la verdad aunque esto conlleve la crítica, la
animadversión, el odio y la persecución. Cuando defiende la verdad no se
convierte en enemiga del hombre o del progreso –pues un progreso que lleva
a la destrucción del hombre no es progreso– sino en su verdadera amiga. Al
aceptar la persecución muestra el verdadero amor que conduce a la redención
y, al igual que su Fundador, dando su vida da la vida al mundo.

55
Cfr. BENEDICTO XVI, Spe Salvi, 44.
Capítulo 5
EL MATRIMONIO CRISTIANO

5.1. El matrimonio bajo el signo del pecado

Cuando la vida del hombre está dominada por el egoísmo y el erotismo


frutos de la concupiscencia, la vida matrimonial no puede desarrollarse
adecuadamente, como pone de manifiesto la práctica histórica del
matrimonio en el proceder de la humanidad. Si nos ceñimos únicamente a la
experiencia de Israel, tal como la presenta el Antiguo Testamento
observamos notables deficiencias, tales que resultan merecedoras de la crítica
de Cristo. Aunque ésta se dirige expresamente a la práctica del divorcio, en
respuesta a la consulta que le dirigen los fariseos, alcanza a todas las
manifestaciones corrompidas de la vida matrimonial.
Una de estas expresiones incorrectas es la poligamia. Su origen se
pierde en las noches de la prehistoria, pero podemos rastrear sus causas. Una
de ellas es la concupiscencia humana que trata de complacer sus propios
deseos sin tener en cuenta al otro. El concupiscente se contempla a sí mismo
y busca su interés, reclama a la otra persona, no por sí misma, sino para él,
por lo que la instrumentaliza y le priva de su ser personal al desposeerla de su
valor y dignidad considerándola solamente como objeto de satisfacción y
placer.
Cuando el hombre histórico, sometido a la triple concupiscencia,
establece los elementos fundamentales de la sociedad, ésta queda
determinada por esta deficiencia básica, por lo que sus estructuras reflejan lo
que hay en el corazón humano. No es, por eso, de extrañar que el varón,
arrastrado por la jactancia de la vida, llegue a predominar sobre la mujer y,
debido a la concupiscencia de la carne, busque en ella la satisfacción de sus
apetitos y, no contentándose con una, desee y obtenga varias mujeres. La
EL MATRIMONIO CRISTIANO 89

poligamia despoja a la mujer de su dignidad como persona, reduciéndola a


objeto de placer para el varón, que puede disponer de ella a su antojo. En
determinadas culturas puede llegar, incluso, a la compra de la mujer. En la
práctica de la dote y sobre todo, del mohar, cantidad que debía abonar el
novio a la familia de la novia en Israel, podemos observar vestigios de esta
costumbre. La mujer ya no es considerada de igual dignidad que el varón,
deja de ser la ayuda adecuada que complementa la masculinidad y coopera
en la realización mutua de los esposos y pasa a estar sometida cultural y, a
veces, jurídicamente al varón. La práctica de la poligamia es consecuencia de
la estructura de pecado que domina al hombre, no encuentra ningún tipo de
justificación y debe ser rechazada en todos los casos y circunstancias.
En el caso concreto de Israel el uso de la poligamia estaba
determinada, además, por el deseo de tener descendencia, por lo que, en caso
de que el matrimonio resultara estéril, como la causa de la esterilidad se la
atribuía siempre a la mujer, el marido tenía el derecho a buscarse otra esposa.
Para la mentalidad israelita, al no tener claro el tema de la pervivencia
después de la muerte y, mucho menos, el de la resurrección, el matrimonio
estaba en función de la transmisión de la vida, por lo que se convierte en una
institución predominantemente masculina al ser el padre quien engendra al
hijo, mientras que la madre lo gesta y da a luz, función indispensable, pero, a
fin de cuentas, instrumental. Los hijos son del padre, la madre sólo los trae al
mundo. Con esta mentalidad predomina la función del padre sobre la del
marido, con el peligro de relegar a la mujer a la mera función de la
maternidad y a valorarla según su disponibilidad para ser madre.
La comunión esponsal queda seriamente amenazada y el matrimonio
comprometido. El marido corre el peligro de no donarse plenamente a su
mujer, uniéndose a ella como un medio para tener descendencia, por lo que la
esposa ya no se siente querida como persona; no recibe vida de su esposo y
tampoco puede responder con la confianza, abandono y sumisión que
procede de la experiencia de ser acogida, valorada y amada por sí misma y
no por su utilidad. En la poligamia no se dan las condiciones para que pueda
haber un verdadero matrimonio ya que falta un elemento esencial al mismo,
como es el don sincero de sí al otro.
90 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

Fruto, igualmente, de la concupiscencia que domina al hombre es la


infidelidad matrimonial. Cuando una persona va al matrimonio sin una
correcta preparación y sin la madurez suficiente porque no ha conocido en sí
misma el amor de Dios y no ha aprendido a tener capacidad de sufrimiento, a
negarse y a saber donarse; cuando, sobre todo, espera que la otra persona
satisfaga sus deseos y le dé la plenitud y la felicidad que está buscando, corre
el serio peligro de sentirse defraudada en sus expectativas e intente encontrar
fuera del matrimonio lo que no ha podido hallar con su cónyuge. Sin
embargo, la esperanza es vana, porque la causa de su infelicidad no está en el
otro sino en su propia incapacidad para amar verdaderamente, por lo que no
podrá conseguir fuera lo que no obtuvo dentro.
Pero la mayoría de las veces, la infidelidad matrimonial es
consecuencia directa de la concupiscencia humana de la que pueden ser
víctima uno de los dos cónyuges o ambos a la vez. La vida matrimonial
puede perder el atractivo y la ilusión del principio y convertirse en mera
rutina si no se tiene la capacidad de renovarlo constantemente con la atención
al otro, la mutua entrega y el perdón recíproco en los momentos de tensión
que aparecen a lo largo de la vida conyugal. En tal caso, al ir perdiéndose el
interés por el otro y al dejar de ser el centro del pensamiento, la preocupación
y la vida, se corre el serie peligro de empezar a mirar a otras personas y de
fijar la atención en alguien distinto del propio cónyuge. La otra persona suele
aparece como más agradable, condescendiente, atenta y, por lo general, más
joven que el esposo o la esposa. Se agolpan los recuerdos desagradables del
otro, el desgaste de la convivencia acostumbrada, las faltas de deferencia y la
dejadez en la convivencia mutua, y aflora la pesadez y el cansancio del trato
en el seno del matrimonio frente a la novedad y aparente luminosidad de la
nueva relación. O simplemente, la frivolidad y la familiaridad imprudente
con otra persona pueden despertar la concupiscencia hasta llegar a desearla
para satisfacer las propias apetencias. Tanto si esta relación es ocasional
como habitual, representa un serio atentado a la estabilidad y al bien del
matrimonio, suponiendo un serio deterioro del mismo y una traición al
cónyuge.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 91

Es posible que por este motivo o por cualquier otra causa, el


matrimonio termine en divorcio. Éste se presenta, muchas veces, como la
solución a una convivencia matrimonial insoportable. Pocos defenderán que
el divorcio es un bien, pero lo justifican como un mal menor, alegando que es
preferible romper el vínculo a vivir en un infierno. No vamos a analizar aquí
el caso de la separación temporal o definitiva, que puede darse en el seno del
matrimonio cuando hay peligro físico o psicológico, para uno de los
cónyuges o los hijos, por el trato improcedente del otro, sino la de la ruptura
del vínculo matrimonial por parte de uno de los dos. La causa de esta ruptura
hemos de buscarla en la concupiscencia que domina al hombre. Puede ser
debida a la soberbia o jactancia de la vida, cuando uno de los dos, debido a la
insatisfacción que encuentra en su relación con su pareja o por el dominio
que quiere ejercer sobre la misma pretendiendo imponer siempre sus puntos
de vista, no está dispuesto a prolongar la convivencia mutua. Puede que,
arrastrado por la concupiscencia de la carne, como hemos dicho
anteriormente, le apetezca más unir su vida a una nueva pareja con la que
espera encontrar lo que no pudo obtener con la primera. O puede ser que,
debido al deseo de las riquezas, uno de los dos abandone el vínculo
matrimonial para establecerse en otros lugares y con otra relación con la que
espera tener mejores oportunidades de prosperar económica o socialmente.
En ninguno de los casos el divorcio es una solución. No lo es,
ciertamente, para el cónyuge abandonado que ha sido engañado, estafado y
burlado y al que se le han negado los derechos que le corresponden. Su vida
queda truncada y la esperanza de convivir con la persona amada y elegida
desde su juventud, en la que había depositado toda su vida, a la que la unía
una dulce intimidad, queda defraudada. Quien debía ser el garante de su
felicidad es el primero en traicionarle provocándole una herida que tarda en
cicatrizar. No lo es para los hijos que tuviera el matrimonio en común, a los
que se les priva por motivos improcedentes del contacto con uno de sus
padres. El desgarro emocional y psicológico que se les produce no tiene fácil
solución y no queda justificado por ningún motivo. Es preferible, como
indican todos los estudios que se ha producido al respecto, que los hijos
vivan en medio de la tensión que puede provocar un matrimonio mal avenido
92 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

a que se vean despojados del amparo y apoyo que necesitan de sus padres. Y
no lo es para el cónyuge culpable de la ruptura, porque no encontrará la paz y
el bienestar que anda buscando. La prueba está en que la nueva relación que
emprende el que se ha divorciado, tampoco llega a ser estable; muchas de
ellas son efímeras y, llega a darse por sentado que la actual también lo será,
por lo que los divorcios se multiplican sin encontrar el equilibrio emocional.
La solución a sus problemas no está fuera de él, sino dentro. La felicidad
viene de haber encontrado el amor de Dios y de aprender a amar como Él nos
ha amado. Este es el núcleo de la respuesta que Jesús da a los fariseos que le
preguntaban acerca de la licitud del divorcio. Si la ley mosaica lo permitía
era por la dureza del corazón del hombre sometido a la triple concupiscencia,
pero no es este el plan de Dios establecido desde el principio. En el tiempo
presente en el que el hombre ha podido conocer y recibir el amor de Dios que
se ha manifestado en Jesucristo, puede, con la ayuda de la gracia, amar hasta
el final, porque lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios y
para aquel que se confía a su gracia. Es, por tanto, necesario llegar al
matrimonio con la debida preparación para que pueda ser verdaderamente
fuente de gozo y plenitud para el hombre.

5.2. La preparación al matrimonio

Muchos van al matrimonio con la esperanza de encontrar en él lo que


falta a su vida, creyendo que la otra persona puede darles la felicidad que
buscan, pero ningún varón puede dar la vida a una mujer, ni ninguna mujer
se la puede dar a un varón. Es absurdo pensar que el otro tiene poder para
llenar el corazón humano. Esta idea equivocada es la fuente de muchos
desencantos y de no pocos fracasos matrimoniales. Al matrimonio no se va a
recibir la vida, sino a darla. La vida viene de Dios y sólo Él la puede dar. Por
eso sólo el que la tiene, porque la ha recibido de Dios, puede perderla para
recuperarla de nuevo. Y como quiera que el hombre obtiene la vida divina a
través de los sacramentos, hay una relación estrecha entre el matrimonio y
los demás sacramentos, sobre todo el del bautismo, la reconciliación y la
eucaristía.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 93

El sacramento del bautismo tiene una conexión directa con la


preparación al matrimonio, pues para que haya un matrimonio cristiano es
preciso que se dé entre dos cristianos, y el cristiano nace en y por el
bautismo. Por eso la primera preparación al matrimonio, la más remota y
constante, es la iniciación cristiana. Sin ésta es imposible acceder a un
matrimonio cristiano. La iniciación cristiana, como indica su nombre, es el
proceso por el que el hombre, renunciando a sí mismo y despojándose de sus
viejos hábitos, llega a configurarse con Cristo, recibiendo su mismo Espíritu,
siendo capacitado para amar como ama Cristo, es decir: con un amor que es,
a su vez, esponsal y sacrificial, por cuanto puede donarse como Él cargando,
al igual que Él, con las injusticias de los demás, para dar vida al mundo.
Si este es el amor que el hombre está llamado a dar en su relación con
los demás y, de un modo particular en el matrimonio, es patente que necesita
recibirlo de Aquel que lo tiene. El don de sí de Cristo nace del don del
Espíritu y se dirige a la comunión con el Padre. De modo semejante y por su
Encarnación, se le da al hombre, a través de los sacramentos, el mismo
Espíritu que habitó en plenitud en Jesucristo 56, a fin de que esté capacitado
para entrar en comunión con Dios y con sus hermanos y llegue a ser fuente
de vida para cuantos le rodean.
El discípulo es fuente de vida cuando bebe del agua de Cristo, agua
que brota de su costado abierto, tal como refiere Juan en su evangelio (cf. Jn
7,37-38. 19,34). Esta agua hace referencia al bautismo y da una nueva
naturaleza que capacita para amar como Cristo. Pero “el hombre no puede
vivir exclusivamente del amor oblativo. No puede dar únicamente y siempre,
también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como
don. Es cierto –como nos dice el Señor– que el hombre puede convertirse en
fuente de la que manan ríos de agua viva. No obstante, para llegar a ser una
fuente así, él mismo ha de beber siempre de la primera y originaria fuente
que es Jesucristo, de cuyo costado traspasado brota el amor de Dios” (DCE
7). En el acto del amor se dan dos movimientos: dar y recibir. La acogida del

56
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 229.
94 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

amor es lo que estructura a la persona y la realiza, lo que le lleva a su vez a


amar. No hay persona sin ser amada y sin amar.
El hombre bebe de esta fuente porque ha contemplado en el costado
abierto de Cristo el amor con el que ha sido amado. La primacía la tiene
siempre el amor recibido, mientras que el amor del hombre es a posteriori, y
brota de una experiencia, la del que ha sido amado. Esta experiencia se da en
la liturgia de la Iglesia, en la vida de la comunidad, en el testimonio del
cristiano y en la historia misma de cada persona en la que Dios actúa como lo
más íntimo de cada uno (cf. DCE 17)57. En el inicio de la fe suele estar, de
algún modo, la experiencia de Dios, el haberse encontrado con Él. Pero es
sólo el comienzo de un proceso a través del cual el hombre ha de ir
despojándose de sus viejos hábitos, renunciando a sus necias apetencias
heredadas de sus mayores (cf. 1Pe 1,18), y muriendo a sí mismo, para nacer
de nuevo del agua y del Espíritu (Jn 3,5). Completada la iniciación cristiana
el hombre, renacido por el bautismo, está en disposición de amar
sinceramente a sus hermanos con corazón puro (1Pe 1,22). Si puede amar de
este modo y tiene puesta su fe y esperanza en Dios (1Pe 1,21), está preparado
para iniciar su noviazgo de cara al matrimonio58.
Los novios tiene una serie de tareas a realizar 59, una de ellas es la
fundamentación de su amor. Muchas veces, un amor sincero y bien dispuesto
acaba en fracaso debido a que no estaba bien asentado. Con frecuencia se
piensa que basta la sinceridad del sentimiento y la buena voluntad, olvidando
que amar es un acto que implica a toda la persona y supone la aceptación de
la otra con su complejidad. Esto requiere la ordenación e integración de todos
los factores que constituyen a la persona humana y su armonización con los
de la otra persona. Necesitan conocerse, aceptarse, comprenderse,
perdonarse, acogerse, ayudarse, y todo ello implica recibir al otro como es
sin pretender amoldarlo a la forma de ser de cada uno, respetando su

57
Cf. J. LAFITTE, “Amore e perdono”, en La via dell’Amore, 135-139.
58
Cierto que no se trata de etapas sucesivas que se deban recorrer una después de la otra, sino
de disposiciones generales, contando con la debilidad e imperfección humana.
59
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 214-220.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 95

singularidad sin intentar reducirlo a sí mismo. Esto supondría la aniquilación


del otro, su degradación a objeto y la muerte del amor.
El noviazgo, como todo lo que empieza es un adiestramiento al que
deben someterse los novios para ser en el futuro esposos. Si amarse
esponsalmente supone el entregarse el uno al otro han de aprender a negarse
primero, para poder donarse. Sólo cuando una persona sabe y puede
renunciar a sus pasiones y controlar sus sentimientos tiene dominio y mando
sobre sí misma, y si se posee, puede darse, ya que nadie puede dar lo que no
tiene. La convivencia en el matrimonio no es fácil, supone compartir la vida
con otra persona distinta a la que se acepta tal como es, lo que implica un
morir a uno mismo para poder recibir al otro. Por eso ir al matrimonio es
subir a la cruz y los novios han de ejercitarse en el morir si quieren ser
verdaderamente esposos, es decir: estar atados el uno al otro, debiéndose el
uno al otro para caminar juntos en la misma dirección, no buscando cada uno
su propio interés.
Esta es la tarea principal del noviazgo: ayudarse mutuamente a morir a
sí para poder amar al otro y empezar, de este modo, a construir la comunión
entre ambos. Es una labor conjunta que debe evitar otro peligro latente que
puede afectar al futuro matrimonio: la de construirlo en torno a los ideales y
las expectativas que cada uno proyecta sobre el mismo. Prefijar estas
esperanzas y buscar la persona que pueda satisfacerlas es bloquear el amor
que nunca está predeterminado, ni es rutina ni repetición, sino siempre es
novedad, continuamente esperado, deseado, renovado. Desaparecería, con
ello, la expectación del amor con el riesgo que implica, la posibilidad de
perderse por el otro y el descubrimiento de su radical novedad; ya no habría
aceptación de la persona sino el cumplimiento de un proyecto ilusorio al que
se quiere arrastrar a la otra persona despojándola de su alteridad. Esto
también lleva, a la larga, a la muerte del amor.
Lo que deben verificar los novios es si ambos ven la misma verdad del
matrimonio y están dispuestos a afrontarla juntos. Si hay concordia entre
ellos sobre los caminos que deben recorrer y los medios que han de emplear.
Esto es, en definitiva, lo que implica el ser cónyuges, es decir: estar bajo el
mismo yugo. Sería muy difícil, por no decir imposible, el pretender llevar
96 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

una vida en común y construir un proyecto conjunto si no hay un acuerdo


sustancial entre ellos sobre las condiciones, las actitudes y los medios que
han de emplear. En concreto, se requiere que tengan una misma visión de la
naturaleza y finalidad del matrimonio, unos valores comunes y una concordia
sobre como llevarlo a cabo. Para los cristianos se precisa la misma fe y el
deseo de ayudarse mutuamente a alcanzar la santidad a la que los dos han
sido llamados. Por eso Pablo recomendaba a los corintios que se casasen, si
lo deseaban, “pero sólo en el Señor” (1Co 7,39b), es decir, que eligieran un
cónyuge cristiano, pues es imposible caminar juntos uncidos con el yugo
desigual de los paganos (cf. 2Co 6,14), pues, entre éstos, cada cual busca su
propio interés y se rige por su criterio, por lo que no es posible conciliar la
vida cristiana, del que cumple en todo la voluntad de Dios, con la vida
pagana, del que hace únicamente su voluntad. En tal caso, aunque los novios
se quieran son, de hecho, incompatibles, es preciso que la parte no cristiana
acepte la fe y sus consecuencias para poder comenzar el noviazgo con
garantías, pues ¿cómo va a saber negarse a sí mismo, quien no ha conocido el
amor de Cristo?
También es preciso saber distinguir entre enamoramiento y amor 60. El
amor no se puede basar sólo en las emociones, como piensan hoy en día
muchos jóvenes que defienden sus relaciones porque se sienten a gusto con
su pareja. Amar es darse y esto supone primero poseerse dominando los
instintos y emociones de tal modo que la persona pueda comprometerse
verdaderamente sin correr el peligro de que sus sentimientos, que pueden
cambiar en poco tiempo, le lleven a darse mañana a otra persona
abandonando a la primera porque ya no siente lo mismo por ella. No basta la
buena intención, es necesario vivir la verdad del amor. El amor no ha de ser
sólo sincero sino también verdadero.
Para que un amor sea verdadero debe incluir todos los componentes del
amor y el primero de ellos es su dimensión corpórea. El hecho de que el
hombre nace como varón o como mujer, como dijimos anteriormente, pone
de manifiesto la carencia fundamental de todo ser humano que, al estar

60
Cf. R. BUTTIGLIONE, La persona y la familia, 92-112.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 97

incompleto, necesita de otro ser humano de características complementarias a


las suyas que acepte el don de su persona y le ofrezca, a su vez, la suya a
través del cuerpo. Esta carencia despierta el instinto sexual que, como
cualquier otro instinto, se dirige a la satisfacción de sus impulsos, sólo que en
este caso el objeto de sus impulsos no es un objeto al que se pueda y deba
dominar y manipular, como sucede con los alimentos, por ejemplo, sino una
persona a la que no se puede instrumentalizar. La satisfacción de este instinto
no se puede imponer a la fuerza sino que debe ser consentido libremente por
parte de los dos interesados.
El segundo elemento es el emocional, ya que el instinto sexual no se
dirige directamente a los órganos sexuales del sexo opuesto, como sucede
con los animales, sino al cuerpo del otro en su integridad. La mirada del
enamorado valora la persona del otro mientras que él mismo es valorado, a
su vez, por el otro, por lo que no se queda en lo exterior sino que conduce a
descubrir su interioridad, la persona en su conjunto a la que es necesario
respetar y ayudar a que alcance su madurez, la finalidad de su ser. Para ello
es preciso manifestar al otro los sentimientos que despiertan en nosotros el
hecho mismo de su existencia. Estos sentimientos se expresan con el cuerpo,
pero para que el gesto sea correcto debe corresponderse con su significado
interior. Un acto sexual será conforme cuando expresa el amor del hombre y
la mujer siendo el uno para el otro, de tal manera que la fusión de los cuerpos
manifiesta la pertenencia radical de las dos personas. Se realiza a través de
un acto de donación recíproca por el que se elige libremente pertenecer a otra
persona humana y colaborar en la realización plena de su destino. Esto
implica, a diferencia del instinto animal, que el objeto propio del amor es
único e insustituible y exige fidelidad y permanencia, por lo que no basta la
emoción que no dura y puede desaparecer, mientras que el descubrimiento
del ser del otro, de la persona humana pide permanecer para siempre.
Cuando falla el enamoramiento y se quieren quemar etapas yendo
directamente al acto sexual no se llega a la comunión de personas, el otro
puede seguir siendo un desconocido y no se logra eliminar la soledad
originaria de la que adolece todo ser humano. Permanece la
incomunicabilidad y el distanciamiento propio de una sociedad que no acaba
98 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

de descubrir la verdad del amor, tal como nos lo presentan cierto cine y
literatura actuales.
Pero hay un tercer nivel en el amor, que podemos llamar óntico, pues
no bastan la autenticidad y sinceridad de los sentimientos, éstos debe
corresponder a la realidad objetiva. No es suficiente con que los enamorados
quieran donarse, es necesario que también estén en condiciones de hacerlo.
La buena y sincera intención por una determinada persona puede cambiar
con el tiempo por otra tan buena y sincera como la primera, por lo que el
amor no puede quedarse en el nivel emocional; para darse es preciso
poseerse y tener dominio sobre sí mismo y sobre las diversas circunstancias
que se puedan presentar, así como alguien que acepte el don. Esto requiere
una madurez afectiva, cierta autonomía económica, el no estar comprometido
o mariposeando con otra persona. Tampoco se puede degradar o anular la
dignidad de la persona tanto de la que se da como la de la otra, el don de sí es
para el bien mutuo y comporta el reconocimiento de la dimensión
transcendente de la persona y que el destino de todos es la pertenencia a
Dios. Los novios no pueden olvidar que su compromiso futuro implica la
ayuda mutua para que ambos puedan alcanzar su destino eterno. Apoyar este
destino puede suponer renunciar a mis emociones para respetar la dignidad
del otro cuando aparecen la prueba y los momentos de crisis, como puede ser
el enamoramiento extramatrimonial. Para superar la crisis se necesita la
ayuda del otro cónyuge y, sobre todo, de la Iglesia para que, superada la
prueba, el amor resulte fortalecido.
La realidad óntica del amor no es ciertamente la que empuja al amor y
a la donación pero comprende la procreación y la posibilidad de la
paternidad-maternidad como el desarrollo natural de la condición masculina
y femenina del ser humano, por lo que no es posible un amor verdadero que
no respete la estructura óntica de la sexualidad que incluye la predisposición
a la fecundidad61. El acto sexual será correcto cuando la fecundidad es
61
Resulta sintomático al respecto las experiencias de algunas personas que después de haberse
cerrado a la vida, por temor, la mayor parte de las veces, han visto la necesidad de abrirse de
nuevo a la vida para restablecer la verdad de su matrimonio; cf. AA. VV., La alegría de
abrirse a la vida, Baracaldo 2008.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 99

acogida en los términos que Dios le ha dado. La conjunción de los tres


niveles constituye la verdad del amor.
De lo dicho anteriormente podemos valorar en su justa medida las
relaciones prematrimoniales. Cuando éstas se dan entre dos persona que
están vinculadas afectivamente con vistas a un futuro matrimonio, ¿son
expresiones verdaderas del amor y, por tanto, están justificadas? Hay que
tener en cuenta que lo que determina la bondad de una acción, aparte de la
acción en sí misma, es la intención con la que se realiza. Nos encontramos
ante una acción similar a la que se realiza en el matrimonio y que puede ser
vivida con la misma intensidad afectiva, pero la intención es muy diferente.
Algunas veces se realiza por la presión de uno de los dos novios, que lo que
busca es satisfacer una apetencia sexual, para lo que no duda en utilizar al
otro con tal fin. En otros casos lo que se busca es probar y experimentar este
tipo de relaciones, pretendiendo con ellos demostrar la sinceridad de su amor
o exigiéndole al otro que la certifique de este modo. Pero aún cuando sea
expresión sincera de su afecto, le falta la dimensión esponsal, es decir: aquel
acto por el que se da una donación mutua irrevocable y que está generado por
su recíproca pertenencia. Como no se pertenecen, no se donan sino que
buscan experimentarse sexualmente, probarse en el cuerpo, gozarse
mutuamente, fuera de una comunión irrevocable. Se tienen pero no se
reciben ni acogen ya que no se entregan en la totalidad de lo que ambos son.
Hay otra dificultad, porque el querer una experiencia sexual con una
persona con la que todavía no se está casada es incompatible con el querer a
esa persona como tal, ya que no se la acepta por sí misma, sino como medio
para mi propia experiencia. Probarse no es darse, porque uno se da en la fe en
el amor y en la confianza hacia la otra persona, no en la experiencia de la
satisfacción subjetiva. Si el amor es incondicional no puede reducirse a un
comprobar si me satisface o no, por lo que el amor entre ambos queda
viciado desde su mismo inicio. Amar es dar, no prestar. El que ama da su
libertad para siempre; quien presta lo da por un cierto tiempo, sabiendo que
puede volver a recuperarlo porque no lo ha dado en realidad. Amar es
entregarse, no experimentarse y en tal caso, lo que mueve su vida ya no es el
amor sino el cálculo. La expresión más grave de esta inmadurez en el amor
100 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

son los llamados matrimonios a prueba o las uniones de hecho, en cuyo caso
se hace imposible la verdadera comunión, por lo que son fuente de perenne
insatisfacción.
Cuando se les pide a los novios vivir su noviazgo en la castidad, no se
les está poniendo trabas a su amor, sino ayudándoles a construir un amor
verdadero. El mejor don que pueden aportar los novios al matrimonio es
llegar vírgenes a él, pues la virginidad es, sobre todo, capacidad de amar en
plenitud y con exclusividad. Solamente el que es casto puede amar
verdaderamente62.

5.3. Las tres dimensiones del matrimonio

No vamos a analizar al matrimonio en su realidad social sino que nos


centraremos en el acto específico del mismo como es la unión conyugal 63. Se
trata de un acto de la persona que es, por tanto, libre y voluntario, pero que
implica una unión corporal genital cuyo resultado escapa al control directo de
la voluntad. Este acto, además, se da entre dos personas que se
complementan en una mutua reciprocidad y que pueden co-actuar en armonía
en una comunión de motivos e intenciones, por los que ambos persiguen los
mismos objetivos. Finalmente, este acto produce un placer sensual que se
convierte en satisfacción debido a la realización de sus intenciones, llenando
de gozo a sus protagonistas.
Toda unión conyugal tiene un sentido y una razón de ser que muchas
veces se les escapa a los cónyuges, pero que no deja de tener un significado
concreto en sus vidas, toda vez que lo realizan con una determinada persona,
única e insustituible, y de que son conscientes de que puede venir un hijo
como resultado de su entrega. Lo que les mueve a entregarse el uno al otro es
el deseo de encontrarse con la persona, de percibirla, de gustarla y de hacerse
presente a ella, pero con la conciencia de que esta donación tiene capacidad
reproductiva. Es decir, que esta acción les permite una comunión particular

62
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 218 220.
63
Para este apartado, cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 236-249.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 101

que les puede convertir en padres. En toda unión conyugal hay, por tanto, dos
significados: uno unitivo y otro procreativo.
Cuando el esposo y la esposa se donan, no buscan solamente unir sus
cuerpos para experimentar un determinado placer, sino que quieren darse y
acoger al otro como es, en su ser personal. Pero para que esta unión se de en
plenitud se requiere que el acto de donación mutua sea total, sin reservarse
nada de sí mismos, también su masculinidad y feminidad que les lleva a
complementarse y les da la facultad de ser padres, de modo que la unión
sexual entre un hombre y una mujer, por su propia naturaleza, tiene la
capacidad de transmitir la vida. La doble finalidad del acto conyugal no se
puede separar, se pueden, sí, disociar sus funciones, pero no sus significados.
Precisamente, lo que distingue el acto de amor que se da en la unión
conyugal de otras acciones amorosas, es que en dicho acto y sólo en él se da
una total donación de las personas que es capaz de generar otra persona. Por
tanto, no se trata de una inseparabilidad de tipo moral, sino antropológica; no
es que no deban separarse, de modo que eliminado uno de ellos se pueda
realizar el otro, sino que no se pueden desunir, porque si se hace, se pierden
los dos: un amor que se retrae y evita la posibilidad de la concepción no es
amor conyugal, entrega total, y una concepción que no es fruto de la
comunión de los esposos, no es concepción sino producción. Esta
inseparabilidad está inscrita en la misma naturaleza y en el dato
antropológico de que el hombre existe realmente como varón y como mujer,
y que es en la comunión de cuerpos y mentes de ambos por la que es posible
la transmisión de la vida. Es Dios quien ha querido las cosas así.
Así pues, para que pueda haber matrimonio se requieren tres
condiciones: la diferencia sexual, el don de sí y la fecundidad. Se necesita, en
primer lugar que el matrimonio sea una relación entre dos personas de
distinto sexo porque así lo exige la realidad antropológica del ser humano.
No es cuestión ideológica, se trata de un dato de hecho: el hombre existe
siempre y sólo como ser masculino o femenino. Esto quiere decir que nadie
puede agotar en sí mismo todo lo que es el hombre puesto que cada cual tiene
ante sí una realidad que es inaccesible para él: lo masculino o lo femenino.
Indica, además, que el ser humano, como cualquier otra criatura, es un ser
102 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

contingente, no posee en sí la razón de su existencia sino que ésta le viene de


otro por lo que necesita del otro para su realización. Hay, pues, en todo
hombre una carencia que le reenvía a otro, haciendo de él un ser abierto,
relacional, personal. No es sólo un individuo humano, lo que revela su
identidad, sino también una persona en relación con otro que es diferente a él
y le complementa.
Esta complementariedad es necesaria para su realización plena como
ser humano, pero no se trata de dos mitades iguales que deban fundirse para
reconstruir una supuesta unidad perdida, es una comunidad hecha de
identidad y de diversidad: identidad por cuanto los que se encuentran son
seres humanos, diversidad por que uno posee la masculinidad y el otro la
feminidad, estando el uno del otro en recíproca dependencia para dar
cumplimiento a su carácter personal. El hombre llega a ser verdaderamente
tal en su relacionalidad con quien es diferente a él. No hay contraposición
entre el varón y la mujer, sino recíproca dependencia en el plano de la
igualdad. Iguales y con los mismos derechos por ser seres humanos,
diferentes, complementarios e interdependientes por su sexualidad. La
sexualidad es, pues, una dimensión humana fundamental que configura a
cada persona en su ser propio, como aquello que es: varón o mujer.
Son muchos, hoy día, los que ponen en duda o niegan abiertamente que
la sexualidad sea una dimensión esencial a la persona considerándola como
un puro hecho accidental por lo que la relación con las otras personas se
puede establecer independientemente de ella. La sexualidad sería
simplemente algo que el hombre posee y que, por tanto, puede modificar y
usar según su conveniencia. En tal caso, el otro ya no me complementaría ni
sería necesario para mi realización personal, sino, simplemente, alguien que
puedo utilizar, reduciéndolo a objeto de mi deseo. Ya no tendría valor en sí
mismo sino en cuanto complace mis caprichos o satisface mis carencias
convirtiéndose en un producto mercantil. Así, por ejemplo, una mujer valdría
en cuanto que es joven o virgen o fértil, y un varón en cuanto proporciona
seguridad afectiva o económica. Por otro lado, al ser algo accidental podría
ser modificada a gusto y cada cual, si lo desea, se permitiría cambiar o
EL MATRIMONIO CRISTIANO 103

modificar su sexualidad, y al no haber complementariedad no habría


inconveniente en mantener relaciones sexuales con quien fuera.
Sin embargo, estas consideraciones niegan la evidencia científica, que
nadie se ha atrevido a poner en duda hasta el presente, de que el hombre
viene a este mundo, inevitablemente, como varón o como mujer y que esta
realidad es inalterable porque no se trata de cuestión de gustos sino de genes.
Se es varón o mujer y este hecho determina esencialmente el modo de ser
hombre. Otros, negando la contingencia del hombre y del cosmos, lo
atribuyen todo a la casualidad, como si el mundo presente fuera producto del
devenir ciego de una evolución sin razón y sin dirección, dejándolo todo al
artificio de la eventualidad y la irracionalidad, pero los datos de la realidad
no parecen confirmar estos supuestos. Partir de ellos equivale a aceptar que
el mundo es una realidad inexplicable y nada tiene sentido y a nada se le
puede dar significado y, por tanto, que el hombre no posee ninguna clase de
dignidad intrínseca, que no tiene derechos que deriven de su mismo ser, sino
únicamente aquellos que se les quiera otorgar, por lo que la fraternidad, la
igualdad y la libertad y la misma democracia son mitos e ilusiones, pues lo
que hoy se concede mañana puede ser retirado y, en consecuencia, todo
queda a la eventualidad de los intereses del momento o de los caprichos de la
mayoría o, mejor, dicho, de los poderosos de turno64.
64
Cf. F. D’AGOSTINO, “La Evangelium vitae, inocencia y derecho” en Familia et vita, año
X 3 2005, 87-93. Hay que tener en cuenta que esto es precisamente lo que se está dando en
nuestra sociedad en donde se está instaurando, poco a poco, una “cultura de los deseos” que
tiende a desplazar a la cultura de los derechos. A partir de la justa preocupación de garantizar
los derechos de las minorías se tiene a transformas a cada individuo en “centro de derechos”,
por que sus aspiraciones particulares no quedan, muchas veces, recogidas en el marco de los
derechos generales. Si se lleva al límite, esta tendencia llega a desvirtuar la categoría misma
de los derechos en medio de una indiscriminada acumulación de solicitudes extravagantes, que
pueden llevar hasta la inversión de la norma. Así, por ejemplo, en el seno de la cultura de la
muerte –y ésta es una prueba de que nos encontramos sumergidos en ella– el deber de no
matar se puede transformar en derecho a matar, como es en el caso del aborto o de la
eutanasia, de manera que el que niega la vida, es plenamente aceptado en esta sociedad
mientras que el que la defiende, puede y, de hecho, se ve excluido de la misma desterrado a la
tierra de los que niegan los derechos. Cf. G. CAMPANINI, “El ‘Evangelio de la vida’ y la
nueva ‘cuestión social”, en Familia et vita, X, 94-99.
104 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

Pero si el hombre es lo que es y si la sexualidad humana ha sido


diseñada para el don de sí y para la procreación, el acto conyugal sólo puede
ser verdadero entre un varón y una mujer que, llamados a la comunión y
saliendo de sí mismos, puedan donarse el uno al otro, realizándose como
personas en la complementariedad de su ser masculino y femenino.
La relación matrimonial, además de darse entre personas de distinto
sexo, exige el don sincero de sí que, para ser verdadero, precisa que sea total
y definitivo, porque no se puede dar, ni a medias, ni por un tiempo
determinado. Por eso mismo debe ser uno e indisoluble, pues si es total no se
puede repartir entre varios y si es definitivo no admite la posibilidad de
devolución. Cuando uno se reserva algo o simplemente presta por un tiempo,
no se está donando sino que busca algún interés personal. Comercia, no ama.
El amor esponsal requiere la dedicación total y exclusiva que fecunda,
engendra y da vida.
El amor del esposo a la esposa es un amor sobrenatural, como el amor
con el que ama Cristo. No es el amor humano el que construye el matrimonio
cristiano, pues este amor es insatisfactorio. Lo que la mujer espera, aunque
no sepa expresarlo, es ser amada con este amor sobrenatural, el que han
recibido los esposos por su incorporación a Cristo en el bautismo.
El amor de los esposos, amor conyugal por el que se donan
mutuamente, se dirige directamente a que marido y mujer se ayuden a
encontrarse con su verdadero bien: la comunión con Dios, y lleguen a
progresar en el amor a Dios y al prójimo. Si todo hombre está llamado a la
santidad, los esposos llegan a su meta a través del amor conyugal, por el que
se aman el uno al otro65.
Si el amor humano es reflejo del amor divino, hay que tener en cuenta
el carácter esponsal y paternal del mismo. Dios ama donándose y al darse
engendra vida. El varón se realiza como persona siendo esposo, por su
capacidad de darse a sí mismo, y como padre que, por el don total de sí
mismo, engendra y da vida. La mujer se realiza como persona siendo esposa,

65
Cf. PIO XI, Casti connubii, 23; citado por W. E. MAY, “L’amore tra uomo e donna:
archetipo di amore per eccellenza”, en La via dell’Amore, 56.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 105

por su capacidad de recibir y de responder al don con el don de sí misma, y


como madre que acoge y gesta la vida. No se realiza como mujer en el
trabajo, pues el trabajo no realiza a nadie, es un deber y una obligación,
medio para subsistir y como tal debe ser considerado. Una persona puede
realizarse en su trabajo como aquello que practica y así puede ser un buen
deportista o mecánico o artista, pero esto no la hace mejor como tal persona.
Como persona se construye cuando ama66.
Es, además, un amor fecundo ya que siempre engendra y da vida; en
primer lugar al propio cónyuge porque amándole le da vida, y en segundo
lugar porque puede ser fuente de una vida nueva en la persona del hijo. Todo
acto de amor y de donación al otro muestra y transmite el amor de Dios que
da vida, pero en el acto conyugal el amor es tan real y poderoso que
comunica la vida. Al unirse matrimonialmente llegan a ser imagen de Dios
Trino, de modo que cuando hombre y mujer se unen y de dos que son llegan
a ser uno, no sólo se demuestran su mutuo amor y acogida, sino que el uno
que se hacen puede llegar a ser tan real que se encarna en el hijo que puede
venir67.
No se puede separar el don de sí de la fecundidad 68. Se trata de un
problema antropológico y, por tanto, también ético, puesto que el
comportamiento va encaminado hacia la consecución de la realización
humana, de la vida feliz.
La mentalidad contraceptiva que lleva a cerrarse a la vida, tanto de
forma temporal, utilizando medios artificiales de control de la natalidad,
como permanente, con la esterilización, repercute negativamente en la vida
matrimonial. Una persona que se ha cerrado a la vida tiene dificultades para
donarse totalmente a su cónyuge, porque en el acto sexual se da una mutua
donación de dos personas en su totalidad y complejidad. No se entregan sólo
los cuerpos, sino también sus libertades, sus deseos, sus voluntades, en una
66
Cf. P. J. CORDES, El eclipse del padre, Madrid 20042, 72-82.
67
Cf. SCOTT & KIMBERLY HANN, Roma dulce hogar, Puerto Rico 2003, 27-28.35-41.
68
Para este apartado cf. el magnífico comentario de Juan Pablo II a la encíclica Humanae
vitae en las audiencias de los miércoles desde julio a noviembre de 1984 en Hombre y mujer
lo creó, 623-680.
106 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

unión que implica el cuerpo, la mente y el corazón. Por eso se trata de un


acto consciente y libre por el que ambos cónyuges se entregan de buen grado
y mutuo acuerdo. Cuando esta entrega es fruto del amor y se saben acogidos
y queridos, es fuente de gozo y satisfacción en plenitud. Pero esta unión les
capacita para transmitir vida. Estar dispuestos a dar vida, indica una plenitud
en su amor y una disponibilidad a participar en el amor creador de Dios, que
ama a cada persona antes de que exista como tal persona. Les abre a acoger a
otro ser personal expandiendo las riquezas de su amor.
Por eso no se puede separar la donación de los esposos de la apertura a
la vida, no es posible la unión sin la disposición a la procreación. No es una
cuestión ética sino antropológica. No es que no se deban, sino que no se
pueden separar, pues, al hacerlo, se pierden ambos. Una donación que se
resista a la procreación, no es donación total de sí porque se ha hecho
infecundo intencionalmente y, por tanto, no es amor conyugal. Si no es amor
conyugal, se entiende que no se vive como don sincero y total, sino calculado
y reservado, lo que lleva a la insatisfacción y el matrimonio acaba
resintiéndose69. En cambio, estar abiertos a la vida implica participar en el
amor singular de Dios que se dona sin reservas y genera vida. Por el
contrario, una procreación sin donación, no es procreación sino fabricación,
por lo que el nuevo ser no es aceptado y amado por sí mismo, sino por otra
razón, para satisfacer el deseo de sus padres, ya no es fin sino medio.
El acto conyugal implica totalidad de entrega y, como tal, tendrá un
significado procreativo, independientemente de que se dé, de hecho, la
procreación. Cuando falla la totalidad no hay verdadero don y se da una real
69
Las repercusiones en la vida matrimonial que provoca el hecho de estar cerrados a la vida es
lo que ha llevado a muchos matrimonios a replantearse seriamente su situación y a desear
abrirse nuevamente a la vida. En aquellos casos en los que había sido practicada la ligadura o
cortadura de trompas en la mujer, o la vasectomía en el varón, muchas personas se han
sometido a una operación de reconstrucción de sus órganos reproductivos para poder recuperar
la credibilidad en su matrimonio. La intención primera no es la de volver a tener más hijos,
aunque estos pueden y, de hecho, vienen de nuevo, sino la de reconstruir su matrimonio que
había quedado deteriorado por su anterior actitud. Una experiencia pionera de este tipo,
aunque sea por la dimensión que está tomando, se está realizando en Santo Domingo,
República Dominicana, cf. AA. VV., La alegría de abrirse a la vida, o. c.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 107

disfunción en la relación de la pareja y aparece la inquietud y el descontento


en el matrimonio porque la persona no se entrega desde el momento en que
decidieron hacer infecundo su amor y su relación se debilita. “Están llamados
a amarse con la plenitud de amor con la que Cristo ama a su Iglesia y, sin
embargo están vacíos. ¡Qué pobreza de amor viven! Dios pensó el
matrimonio para la plenitud humana y el hombre lo ha reducido a una
ocasión de juego sexual y afectivo”70.
Pero, ¿qué hacer cuando existen razones graves que aconsejan
posponer la venida de un nuevo hijo de forma temporal o, incluso, definitiva?
En este caso es preciso delimitar las dos cuestiones que entran en juego: la
intención o motivación para no tener un nuevo hijo y los medios empleados
para ello. Para que una actuación de este tipo sea justa ha de conjugarse una
motivación razonable con un medio lícito. Hay unos medios que siempre
serán ilícitos, como son el aborto, los anticonceptivos y la esterilización
directa. Otros pueden ser lícitos, como son los métodos naturales de
regulación de la natalidad, pero aún en este caso, la motivación para
utilizarlos ha de ser justa, seria y responsable según el plan de Dios. En todo
caso es preciso acudir a la continencia periódica. Cierto que la continencia
exige un control y dominio sobre la sexualidad propia, pero esto es lo que se
le pide a un cristiano: ser libre y no esclavo de sus pasiones. Este dominio es
el que permite asumir el impulso sexual dentro de la libertad del amor
oblativo impidiendo que se convierta en una exigencia descontrolada.
Alguno podría decir que, en definitiva, usar un método artificial o
natural, vienen a ser lo mismo, puesto que se desea en ambos casos evitar los
hijos, pero hay una notable diferencia entre la abstinencia y la
contracepción71. En la abstinencia, los esposos eligen unirse en los momentos
en los que presumiblemente, la mujer es infecunda pero sin renunciar al don
total de sí mismos, asumiendo el dinamismo completo del acto sexual con su
carga de afectividad, entrega y disponibilidad para la vida, sólo que, por
amor a las posibles repercusiones que pudieran recaer sobre la persona,

70
J. NORIEGA, El destino del eros, 258.
71
Para estas reflexiones cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 251-256.
108 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

esperan el momento adecuado. Con ello están disponiendo de una posibilidad


que da la misma naturaleza humana. En la contracepción, en cambio, no se
asume la integridad del acto sexual y se realiza sin asumir la totalidad de la
entrega queriendo evitar la responsabilidad que genera su acto, negando la
dimensión procreativa del mismo, por lo que debe resolver el problema de
cómo evitar el hijo (FC 32).
La mentalidad anticonceptiva repercute en la conciencia de la
paternidad: en lugar de ser disponibilidad para acoger la vida como expresión
y don de su amor, se ha convertido en proyecto de los padres, con el peligro
de pensar que la vida no viene de Dios sino de la decisión de los padres. Al
convertirse en un proyecto humano ha de ser cuidadosamente calculado para
que no interfiera excesivamente en los planes de los esposos. Para ello
necesitan introducir intencionalmente una limitación a la totalidad de su
donación excluyendo la posibilidad de ser padres, por lo que no se da un
verdadero acto conyugal72.
Claro está que la abstinencia sexual puede ser utilizada también con
una mentalidad anticonceptiva y, en tal caso, viene a ser lo mismo. Lejos de
ser un proyecto humano, la apertura a la vida es siempre cuestión de fe.
Quien no se fía de Dios no le deja gobernar su casa, sino que él mismo lleva
las riendas de su destino. Por eso, en la cuestión de los hijos, decide por sí
mismo, según sus proyectos. Con sus hechos, aunque no con sus palabras, le
está diciendo a Dios: “como no me fío de Ti, Tú a tu casa, que en la mía
mando yo”. Ciertamente, que no podemos decir que tenga fe, quien obra de
esta manera. De modo muy diverso se sitúa ante el problema la persona de
fe. Sabe de Quién se ha fiado y no teme verse engañada, por lo que respecto
a los hijos no tiene cálculos propios, deja que sea Dios quien le planifique la
vida, pues un Padre no puede desear nada malo para sus hijos. Por tanto, hace
la voluntad de Dios y recibe, tal como prometió el día de su boda, los hijos
que Dios le quiera dar en cualquier momento. Claro está que, como hemos
visto más arriba, puede haber razones serias que aconsejen abstenerse de
procrear un nuevo hijo, pero en esto el creyente no hace más que seguir la

72
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 256-259.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 109

voluntad de Dios que se manifiesta en las circunstancias sean éstas de salud


física o psicológica, de situación económica o laboral de la familia u otras
posibles.
No vamos a referirnos al caso de una mujer que, por motivos de salud,
haya tenido que someterse a una operación quirúrgica en la que le han debido
extirpar alguno de sus órganos reproductivos por tratarse de una situación
clara en la que Dios ha dado su última palabra sobre la posibilidad de
concebir un nuevo hijo. Pero pueden darse otros motivos por los que, aunque
no tan manifiestamente, Dios muestre también su voluntad. Puede ser por
motivos psicológicos por los que uno o los dos cónyuges se ven
incapacitados para asumir su misión paterna, como puede ser debido a la
enfermedad mental de uno de ellos; económicos, o circunstanciales como en
el caso de conflicto bélico que aconseje evitar los hijos en ese momento por
los peligros que pudiera acarrear a una mujer gestante los desplazamientos
forzosos y otras calamidades que provienen de la guerra.
Es preciso aclarar un concepto como el de la “paternidad responsable“,
que puede ocasionar equívocos. Por “paternidad responsable” no se debe
entender que los padres deben decidir con responsabilidad, dadas sus
condiciones sociales, psicológicas o económicas, la conveniencia o no de
tener un hijo y de poder educarlo convenientemente, porque estas cuestiones
se dejan a la voluntad de Dios que es quien sabe de posibilidades.
“Paternidad responsable” es aquella que corresponde a la dignidad personal
de los cónyuges como padres, a la verdad de sus personas y del acto
conyugal por el que se donan sinceramente estando abiertos a la vida, fiados
en Dios que no va a defraudar ni a dar mal. Hay paternidad responsable
cuando saben asumir sus responsabilidades para con ellos mismos y para con
sus hijos, ayudándose mutuamente y ayudándolos a alcanzar su destino. Hoy
hay contracepción porque falla la fe. El mundo no cree en Dios, no tiene
vida, al no tenerla no puede darla, y por ello es incapaz de amar y, por tanto,
de dar nueva vida. En un mundo que ha alejado a Dios de su horizonte no
puede germinar la vida, produce únicamente frutos de muerte. Dios es vida y
el signo que muestra la presencia de Dios, en un matrimonio o en la
sociedad, es la manifestación de la vida, sea en los hijos, sea en el gozo
110 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

personal y la alegría interior de la gente. Donde Dios no está, no hay vida: ni


hijos ni alegría.
Pero también puede darse el caso contrario, el de una pareja de esposos
que por problemas de infertilidad no pueden tener hijos y recurren a la
fecundación artificial para producir un hijo y lograr, así, su deseo 73. Pero, ¿se
puede producir una vida humana para dar cumplimiento a un deseo?, ¿es
lícito sustituir el acto de donación recíproca por una técnica? El verdadero
problema radica en quién es el hijo para sus padres y cómo puede el hijo
comprenderse a sí mismo.
En la fecundación artificial el hijo llega a la existencia porque alguien
ha decidido satisfacer un deseo, por lo que no llega a ser por sí mismo, sino
que su existencia viene instrumentalizada, con lo que se corre el grave riesgo
de objetivarlo y de establecer con él una relación de dependencia según la
lógica del dominio. El hijo es querido como un medio e instrumento para los
padres, que lo pueden acoger o rechazar según satisfaga o no sus deseos. El
hijo no es amado por sí mismo sino en función de sus padres. Por desgracia
esto puede llegar a ser una trágica realidad con los programas eugenésicos en
los que sólo son aceptados los hijos que vienen sanos mientras que se
aconseja el aborto cuando los fetos presentan malformaciones.
Los padres suelen esgrimir el “derecho” a tener un hijo, pero el hijo
nunca es algo debido; generar no es adquirir un derecho sobre alguien, sino
acoger un don indebido. Cierto que también en el acto conyugal puede haber
un deseo del hijo, pero lo que buscan los esposos, en primer lugar, es amarse,
y si viene el hijo, lo acogen. La decisión directa no es tener un hijo, sino
donarse, y el hijo sabrá que si existe es porque sus padres se han amado y que
en el origen de su existencia hay un acto de donación que le abarca también a
él. El hijo no es producido sino esperado, dado y acogido como alguien único
e irrepetible que es introducido en la comunidad de amor que es la familia.
No sucede lo mismo con la adopción en la que se busca un niño sin
padres a quien ofrecer el amor de los esposos, lo que les lleva a descentrarse
de sí mismos y abrirse a los demás. En este caso, el centro no es el deseo de

73
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 261-271.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 111

los padres, aunque está presente, sino el drama del niño que no tiene quien le
acoja y acompañe en su realización. El niño no es adoptado para satisfacer el
deseo de los padres adoptivos, pues en este caso se podría devolver cuando
no lo satisfaga, sino reconocer a un niño al que acogen definitiva e
incondicionalmente, estableciendo las bases de una verdadera paternidad y
filiación recíprocas. La paternidad supone acoger el proyecto de Dios sobre
el hijo, acompañándole en su destino. Pero como no está claro cómo será este
hijo en el futuro, supone asumir las responsabilidades y el sufrimiento propio
de los padres que acompañan al hijo en su crecimiento y pedir la ayuda a
Dios para poder ser testigos de su amor ante su hijo, a fin de que éste pueda
alcanzar su plenitud última.

5.4. El matrimonio, sacramento del ser de Dios

El acto de amor requiere la presencia de dos personas: una que ama y


otra que es amada, por lo que comporta dos acciones: dar y recibir; ambas
son necesarias para que se de verdaderamente el amor, y no es menos
importante una que la otra. Ciertamente que la primacía, ontológica, pero
también cronológica, al menos en el amor humano, corresponde al dar, pero
para que se complete el don necesita ser acogido. Esto es lo que, en
definitiva, desea la persona que ama y a lo que tiende el acto de amar. De
este modo, podemos decir que aún en el acto más desinteresado del amor hay
un deseo que quiere verse satisfecho por lo que, como recuerda Benedicto
XVI, en el agapé de Dios hay también espacio para el eros74. Pero, por otro
lado, la capacidad de acogida del don es fundamental para la persona, tanto
74
El amor divino es fundamental y primariamente amor oblativo, agapé: ama, se da; pero
como todo amor que es intento de comunión, requiere respuesta, pide la respuesta de la
persona amada, la desea; por eso es, secundariamente, amor que busca la posesión, eros. El
amor humano, en cambio, es fundamental y primariamente, amor posesivo, pues como pobre y
necesitado que es, desea, recibe, acoge; pero puesto que ha sido amado y ha recibido, si
responde lo hace amando con amor de oblación, dándose, a su vez, a Aquel por el que ha sido
amado. De este modo, el amor de Dios para con el hombre es amor de esposo, se da, mientras
que el amor del hombre para con Dios es amor de esposa, que porque ha sido agraciado y ha
recibido, da a su vez pagando amor con amor.
112 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

que la estructura interiormente. Acoger implica conciencia de necesidad,


humildad, y prepara una respuesta hecha de gratitud, confianza, obediencia,
sometimiento y abandono de la persona amada en aquel que le ama. Esta
estructura básica del amor es lo que nos permite comprender en su
profundidad el misterio del matrimonio, pero para ello, además de todo lo
dicho anteriormente, necesitamos examinar lo que se dice en la carta a los
Efesios acerca del mismo75.
El autor de la carta comienza presentando el plan divino de la
salvación por el que ha elegido al hombre para ser santo e hijo adoptivo suyo
por el amor con el que nos ama. Este plan ha sido realizado por Cristo que ha
reconciliado a los hombres entre sí y con Dios y que ha sido constituido
Cabeza de su Cuerpo, que es la Iglesia. La segunda parte de la carta pretende
presentar la vida cristiana en consonancia con la altísima vocación a la que
ha sido llamado el hombre. En este contexto hay que entender los criterios de
conducta y las directrices que establece el autor. Las palabras dirigidas al
matrimonio están dentro del conjunto de la moral familiar preconizada por el
apóstol. A los cónyuges se les dirige una recomendación básica: que sean
sumisos el uno al otro en el temor de Cristo. Es decir, que las relaciones que
se establecen entre los dos derivan de su común relación con Cristo, pues
ambos viven en el Misterio del amor de Dios que se ha revelado en el amor
con el que han sido amados por Cristo. Desde esta perspectiva hay que
entender todo lo que se dice a continuación, tanto al marido como a la mujer.
El amor excluye toda clase de sometimiento y predominio de uno sobre
el otro, pues el marido está sometido también a la mujer y ambos lo están al
Señor. Cristo es la fuente y el modelo de su mutua donación por lo que ésta
ha de ser entendida a imagen del amor con el que Cristo ama a su Iglesia y
que ésta intenta devolver a Cristo. Se establece una doble analogía; por una
parte, Cristo como Cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo y, por otra, el
marido y la mujer. Para poder entender el segundo término de la
comparación, debemos explicar antes el primero: Cristo Cabeza de la Iglesia.

75
Cf. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, 475-572.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 113

La Iglesia es verdaderamente ella en virtud de su unión con Cristo,


pues sin Él no es Iglesia. Ésta, nacida del costado de Cristo por el agua y por
la sangre, ha sido constituida como tal por el amor con el que Cristo la ha
amado y se ha donado por ella, y la ha amado “para santificarla,
purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y
presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni
cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada” (Ef 5,26-27). En el inicio
de la Iglesia se encuentra el bautismo en el que Cristo se dona a ella para
redimirla y purificarla, con lo que está preparando a la esposa para
presentársela a sí mismo, como Esposo, sin mancha ni arruga. Posiblemente
el autor de la carta tiene presente los antiguos esponsales judíos en los que la
novia era ataviada con el vestido nupcial, embellecida y engalanada con
todas su joyas para ser conducida en todo su esplendor ante el esposo. En el
caso presente es el mismo Esposo el que, al entregarse a su esposa, la
embellece y enriquece con sus propios dones, de modo que la hermosura de
la esposa es la hermosura misma del Esposo, que al presentarla sin mancha ni
arruga la purifica de todo pecado y la hace eternamente joven.
Cristo al donarse totalmente a su Iglesia la hace enteramente suya
haciéndose con ella una sola carne, podríamos decir. Esto lo expresa
bellamente S. Juan al presentar a la Iglesia naciendo del costado traspasado
de Cristo dormido, como Eva fue formada del costado de Adán dormido. De
este modo la Iglesia llega a ser hueso de los huesos de Cristo y carne de su
carne, es decir: Cuerpo mismo de Cristo. Por eso la ama Cristo como a su
propio cuerpo porque se dan entre ambos la unidad que brota del amor de
manera que el ser del otro es como el propio ser y su yo, mi yo. Cristo y la
Iglesia son una sola cosa. Cristo como Esposo, la Iglesia como esposa. Pero
el esposo, como Cristo, es el que ama, la esposa, como la Iglesia, la que es
amada. Por eso se somete a su esposo, porque sumisión es propiamente,
experimentar el amor. Por saberse amada puede creer, confiar, abandonarse,
obedecer, someterse, seguir al amado. Es lo que hace la Iglesia con Cristo.
Para esclarecer aún más esta realidad, el autor cita Génesis 2,24, con lo
que quiere enlazar la primitiva revelación sobre el matrimonio –serán una
sola carne– con su aclaración definitiva en el amor con el que Cristo ama a su
114 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

Iglesia lo que el autor de la carta califica como “gran misterio”. Este “gran
misterio” es el plan salvífico de Dios, su proyecto sobre el hombre, que se ha
ido desvelando progresivamente a lo largo de la historia de la salvación y que
se revela en su manifestación última en Jesucristo, como un misterio
esponsal por el que Dios, en Cristo, por el Espíritu, quiere hacer al hombre
uno con Él76. Esta presentación del plan salvífico de Dios como misterio de
amor esponsal no la inventa el autor, ya estaba presente en el AT en algunos
textos proféticos y en el Cantar de los Cantares, aunque aquí le da su
verdadero significado y lo completa. Ya allí (cf. Is 54,4-10), está presente la
elección divina, que se patentiza más claramente en Efesios. Se trata de una
elección por el amor a ser sus hijos (cf. Ef 1,4ss), amor que podíamos
catalogar como paterno, en un principio, pero que a través de la redención se
transforma en amor esponsal. En efecto, Cristo ha amado a la Iglesia y se ha
entregado hasta dar la vida por ella. Él es el verdadero Siervo de Yahveh que
carga con los pecados de la esposa para hacerla, de nuevo, suya. El amor
redentor de Cristo por el que salva es, en esencia, un amor esponsal por el
que se dona a la persona amada.
Para expresar esta donación de Dios, la Escritura alude al amor
paterno, al amor misericordioso y al amor esponsal. Este último especifica
que el don es, por parte de Dios, total e irrevocable; por parte del hombre,
este don es acogido según su propia capacidad. La salvación ha sido ya
realizada como un don de sí, total e irrevocable de Dios, en Cristo, al
hombre, pues Cristo, al unirse a la Iglesia, su esposa, la ama y la salva,
eliminando de ella toda mancha y arruga. La Iglesia, una y santa, significa la
unión con Dios, establecida por Cristo, y la comunión de todos los hombres.
Pero el mismo hecho por el que el don de Dios, su gracia, se puede
presentar según la analogía matrimonial, nos revela, al mismo tiempo, la
verdadera naturaleza del matrimonio. Ya desde el principio la unión del
varón con la mujer significaba el amor de Dios, que se ha manifestado en el
don de sí mismo que hace Cristo a la Iglesia. Aunque esta significación

76
El matrimonio ya prefiguraba esta realización por lo que puede ser llamado, como la hace
Juan Pablo II, “el sacramento más antiguo”, Hombre y mujer lo creó, 506.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 115

quedó oscurecida y dañada por el pecado, no perdió por ello su virtualidad,


por cuanto ya desde antes de la fundación del mundo, como afirma la carta a
los efesios, nos había elegido para ser santos en el amor. No ha habido
ruptura sino continuidad entre lo que Juan Pablo II llama “sacramento
primordial” por la gracia concedida por Dios en la creación y la nueva gracia
que Cristo otorga a su Iglesia al amarla y entregarse a ella. El autor de la
carta a los efesios parece entenderlo de este modo cuando explica la cita de
Gn 2,24 por medio del “gran misterio” de la donación de Cristo a la Iglesia.
Cristo se ha unido a ella con un amor total e indisoluble, la Iglesia,
respondiendo con la fe, acoge este don y lo completa con su aceptación y
entrega, respondiendo al amor con amor. A la luz del misterio de Cristo y la
Iglesia podemos comprender, en toda su verdad, lo que es el matrimonio.
Si la salvación ha sido ya realizada en Cristo, ahora le es posible al
hombre vivir de acuerdo a su auténtica vocación, aquella que tenía desde el
principio. Así lo considera el autor de la carta. Porque en Cristo, la
humanidad ha sido elegida y predestinada a la adopción filial (Ef 1,7), don
que se ha hecho realidad con la entrega de Cristo hecho, Él mismo, don, y
fortalecida por la acción de su Espíritu, los cristianos pueden “comprender
con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la
profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento,
para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios” (Ef 3,18-19).
Así se puede entender que se le pida al hombre redimido por Cristo, un
determinado ethos en su actuar general y en la vida matrimonial en
particular. Dado que el matrimonio es verdaderamente tal en virtud de la
unión entre el marido y la mujer, al marido se le invita a una cosa: debe amar
a su mujer como Cristo ama a la Iglesia y se entrega a sí mismo por ella. No
se trata solamente del amor humano, sino también del amor sobrenatural con
el que Cristo nos ha amado. Este amor, como el de Dios, desea el bien de la
persona amada, no condiciona ni pretende imponer nada, deja libre al otro
respetando sus puntos de vista, corrige cuando es necesario sin obligar, sabe
perdonar y no lleva cuentas del mal. Es el mismo amor que nos describe S.
Pablo en su primera carta a los corintios (13,4-7). Es el modo en el que todos
desean ser amados, pues por algo el hombre se encuentra insatisfecho con
116 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

cualquier otra cosa, ya que únicamente el amor de Dios le satisface y nadie se


contenta con menos. Para poder amar como Cristo nos ha amado hace falta
ser revestido de Cristo. Dada la debilidad del hombre, nadie puede garantizar
que pueda actuar de este modo, se requiere la ayuda de la gracia y la
conversión del corazón, así como el control y dominio sobre la triple
concupiscencia que asedia al hombre. Pero con las deficiencias propias de la
condición humana, quien se deja conducir por el Espíritu que ha sido
derramado en el bautismo, puede realizar lo que es imposible para el hombre,
pero no para Dios.
A la mujer, por su parte, se le recomienda someterse a su marido como
a su cabeza, de modo semejante a como la Iglesia se somete a Cristo su
Cabeza. La cabeza es la que dirige al cuerpo pero no a su capricho, sino
como su servidor buscando lo que le conviene al cuerpo. Este es el señorío de
Cristo, que no ha venido a ser servido sino a servir (cf. 1Co 3,21-23). Lo que
ha hecho Cristo con su Iglesia, que se desvela por ella, lo debe realizar el
esposo con su esposa; pero del mismo modo que la Iglesia ante las pruebas
de amor de su Esposo le responde con la fe total, la espera segura y el amor
sincero que se traduce en sometimiento, obediencia, y seguimiento, así
también la esposa responde al esposo con su confianza, secundándolo en
todo. Naturalmente que pueden haber discrepancias, pero todo se resuelve si
el Espíritu de Cristo gobierna a los esposos.
Los cónyuges cristianos pueden configurar su matrimonio según el
modelo esponsal de Cristo y la Iglesia, porque participan de él por medio de
su bautismo. En él han sido hechos otros Cristo, por eso son cristianos, pero
al igual que Él, se han despojado de todo cuanto les estorbaba 77, renunciando
a todas sus riquezas, se han hecho como niños, pobres de espíritu que no
defienden nada pues nada poseen. De este modo son libres para amar como
Cristo. Y así como el amor de Cristo es esponsal y redentor, los cónyuges
cristianos, que participan de este amor, se donan y al donarse dan vida. Su
amor se convierte en modelo de todo tipo de amor. Es un amor esponsal por
el don mutuo de sí mismos, un amor virginal que respeta la singularidad y

77
Cf. el apéndice “El imperativo ‘vete’ en la Escritura”.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 117

libertad del otro, y un amor compasivo ante el sufrimiento propio y ajeno y


abierto a las necesidades de los demás.
Así pues, el sacramento del matrimonio está en íntima relación con el
bautismo, ya que sin la iniciación cristiana es imposible vivir un matrimonio
cristiano, pues solamente puede amar como ha amado Cristo quien tiene el
Espíritu de Cristo. Pero hay otros dos sacramentos que están estrechamente
vinculados con la matrimonio. A ellos nos vamos a referir en el próximo
apartado.

5.5. Matrimonio, Eucaristía y Reconciliación

Hay que entender el matrimonio cristiano desde la perspectiva de la


Alianza, tal como lo presentaron los profetas del Antiguo Testamento, en
claro contraste con la práctica habitual de Israel que lo veía como un contrato
susceptible de revisión y, por tanto, abierto al divorcio. Lejos de esto el
matrimonio es una alianza entre dos personas que se realiza y renueva por el
don mutuo por el que esposo y esposa llegan a ser una sola carne. Este don
de sí mismos llega a su plenitud en el acto conyugal, sacramento del amor de
Dios que se entrega sin reservas. La manifestación viva de este amor de Dios
se ha dado en el ofrecimiento de Cristo en la cruz y se actualiza
sacramentalmente en la celebración de la eucaristía. Por ello, la fuente del
amor de los esposos que quiere ser fiel reflejo del amor de Dios, se encuentra
en la eucaristía, en la que cada uno de ellos es invitado a participar de la
Pascua de Cristo, muriendo con Él, para resucitar con Él.
Para entenderlo es necesario situarnos dentro de la analogía que se da
entre el matrimonio y la relación de Cristo con la Iglesia. Los esposos están
llamados a amar como se aman Cristo y la Iglesia. Él ama dándose
totalmente sin reservarse nada, ella, acogiendo ese amor y respondiendo con
su fe, obediencia y sumisión, siguiendo a su Esposo a donde quiera que vaya.
Él ha venido para mostrar la plenitud del amor y este amor le ha llevado a la
cruz. Veámoslo más despacio. Cristo, como indica el evangelio de Juan, ha
venido para que el hombre tenga vida en abundancia, pues Él es la vida; pero
también es la verdad y ha llegado para dar testimonio de la verdad que
118 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

muestra el camino por el que el hombre puede alcanzar la vida. Al certificar


la verdad sobre Dios y sobre el hombre ha dado la luz al mundo para que
pueda conocer y alcanzar su destino. Sin embargo, el hombre que vive en las
tinieblas rechaza la luz, tal como verifica Juan en su evangelio y constata
Pablo escribiendo a los romanos.
Es una constante que se da a lo largo de la historia: el hombre, aún
conociendo la verdad, la rechaza porque no está dispuesto a aceptar las
secuelas que implicaría su aceptación. Prefiere vivir en la mentira contra la
verdad llegándose a negar, para poder justificarse, que exista siquiera alguna
verdad. En consecuencia, no es bien recibido quien presenta la verdad, sino
contradecido y perseguido, tal como ha sucedido y sucede con los profetas y
con el mismo Jesucristo. Sin embargo, Cristo no claudica de la verdad, ni se
hecha atrás, sino que acepta sus consecuencias: el rechazo, el odio, la
persecución y, finalmente, la cruz. Pero con ello está mostrando el amor más
grande que se pueda dar a aquellos que le hostigan. Por amor a ellos y a la
verdad que les va a hacer libres, acepta la muerte para que reciban vida.
La plenitud del amor es, pues, amar como Cristo ha amado, que es lo
que, en el fondo, espera el otro, lo único que le sacia. Así nos lo ha indicado
Él mismo al darnos su nuevo mandamiento: “que os améis unos a otros
como yo os he amado” (Jn 13.34). En el mismo contexto de la última cena,
los Sinópticos expresan este mandamiento de otra manera. En el momento en
el que Cristo está amando a los suyos hasta el extremo y va a mostrar la
inmensidad de este amor en su entrega en la cruz, Jesús tomando pan lo
partió y se lo dio a los discípulos diciéndoles: “Este es mi cuerpo que es
entregado por vosotros; haced esto en recuerdo mío” (Lc 22,19). Está dando
un encargo a los discípulos: que del mismo modo que él entrega su cuerpo y
derrama su sangre, también ellos han de hacer lo mismo, tal como advierte
Pablo en su primera carta a los corintios: “cada vez que coméis este pan y
bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga” (1Co
13,26). El significado de estas palabras lo aclara el mismo Pablo en su carta a
los romanos pues: “si nos hemos hecho una misma cosa con él por una
muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección
semejante” (Rm 6,5). El discípulo está llamado a comer del pan y a beber del
EL MATRIMONIO CRISTIANO 119

cáliz, tal como se lo anunció Jesús a los Zebedeos: “mi cáliz lo beberéis” (cf.
Mc 10,39). Por tanto: “amaos como yo os he amado” es lo mismo que:
“haced esto en recuerdo mío”. Morir con Cristo: inocente y libremente.
“Nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente” (Jn 10,18). De este
modo, el cristiano está llamado a dar la vida libremente.
Cierto que cada día es entregado muchas veces a la muerte, debido a
una enfermedad, a un fracaso, o a la injusticia que le pueda hacer otro. En
estos casos se entra en la muerte, pero se puede hacer renegando,
murmurando, pataleando y resistiéndose, con lo cual no se muere como ha
muerto Cristo, y uno queda muerto y bien muerto; o se puede hacer
libremente, cargando con la injusticia del otro y aceptando los problemas de
la vida sin dudar del amor de Dios, que todo lo permite para nuestro bien. En
este caso se acepta la muerte como ha muerto Cristo y se completa en nuestro
cuerpo lo que falta a su pasión, por lo que participaremos como Él en su
resurrección78. De este modo anunciamos su muerte y proclamamos su
resurrección hasta que Él vuelva.
Así como Cristo ha engendrado a la Iglesia por medio del bautismo,
con su amor esponsal la cuida y alimenta en la eucaristía. Es necesario comer
su carne para tener vida (cf. Jn 6,53-57), morir con Cristo para dar vida. Y
esto que se puede decir de toda actuación del cristiano, se aplica de un modo
particular a la vida matrimonial. No es fácil la convivencia entre dos
personas distintas por temperamento y educación por lo que sin la

78
“Completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo”, comenta S. Pablo, pues en él,
como en todo cristiano, se tiene que dar Cristo. Todos los misterios de su vida se deben
cumplir en el cristiano, también el rechazo, la persecución, la muerte y la resurrección, ya que
el discípulo no es más que el Maestro. El cuerpo que es partido en la eucaristía y la sangre que
es derramada, es ciertamente el cuerpo y la sangre de Cristo, pero del Cristo total, Cabeza y
miembros, por lo que es cada cristiano el que está llamado a partirse por todos los hombres
para la remisión de los pecados. El cuerpo de Cristo no estará completo hasta que lleguen
todos los que han sido llamados a participar de su vida. Por eso Cristo estará perseguido hasta
el final de los tiempos y estará cargando con los pecados de los hombres, dando con ello la
vida al mundo, en la persona de los cristianos. Por eso se requiere la paciencia hasta que su
Cuerpo se complete, con vistas a su llegada definitiva (SS 9).
120 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

participación en la eucaristía y sin la asimilación a Cristo, la comunión


dentro del matrimonio puede verse seriamente comprometida.
Además, el matrimonio no puede quedarse encerrado en sí mismo, sino
que está abierto a la relación con los demás y, en especial, con el conjunto de
la Iglesia. Pero es en la eucaristía en donde se edifica la Iglesia. Si nos
hacemos uno con Él por la comunión en su cuerpo y en su sangre, quedamos
también unidos, formando un solo cuerpo, con cuantos comparten el mismo
pan y el mismo vino. Surge un verdadero amor entre los miembros de la
Iglesia, un amor que es humano pero también divino: la caridad que nos une
en un solo cuerpo. El matrimonio cristiano, así como cualquier miembro de
la Iglesia, necesita de la eucaristía para sentirse y ser, en realidad, cuerpo de
Cristo, Iglesia de Cristo.
Pero aún así, puede darse y se da la deficiencia y el pecado dentro del
matrimonio por lo que, juntamente con el bautismo y la eucaristía, el
matrimonio tiene una especial vinculación con el sacramento de la
reconciliación. Amor y perdón son una misma cosa, de hecho el amor que
Dios ofrece al hombre es siempre y en primer lugar, perdón, porque se dirige
a una humanidad pecadora necesitada de reconciliación. Si Dios se dona
incondicionalmente al hombre, todo pecado es una traición al amor de Dios,
una especie de adulterio, como lo definen los profetas, sin embargo Dios no
reacciona con ira ni actúa movido por deseos de venganza, sino con el
perdón, tal como nos lo revela el episodio de la mujer adúltera (cf. Jn 8,1-
11).
El perdón consiste, en primer lugar en comprender que el mal que hay
en el otro es manifestación de una enfermedad, carencia y necesidad, lo que
se traduce en compasión. Para ello es necesario entrar en el interior del
sufrimiento de la otra persona que, al no aceptarlo, le lleva a hacer el mal.
Viendo su miseria, en lugar de golpearlo, es necesario acogerlo y meterlo
dentro de uno mismo, acariciarlo y consolarlo, tal como haría una madre con
su hijo enfermo. Tal es la actitud divina para con el hombre con quien tiene
entrañas de misericordia y, literalmente, lo introduce en el útero –que es la
Iglesia– para gestarlo de nuevo. Es el primer momento del perdón y del
amor: la clemencia, piedad, conmiseración y misericordia. Con ello se busca
EL MATRIMONIO CRISTIANO 121

el bien del otro y también su corrección, nunca su castigo, lo que comporta


cargar con el peso del otro para aliviarle la carga, sufrir con él y, a veces, a
causa de él, como ocurre tantas veces con un enfermo difícil al que se está
cuidando.
Esta es la experiencia que todos hemos tenido del amor de Dios, un
amor que es, al mismo tiempo, perdón. Pero este amor no es complicidad con
el mal, no es excusar y olvidar como si nada hubiera ocurrido, porque sí que
ha ocurrido algo que ha dañado la comunión, y aunque se quiera olvidar,
permanece oculto corroyendo la relación entre ofendido y ofensor. El perdón
se ajusta a la verdad y exige del culpable el reconocimiento de su pecado y
de sus consecuencias sobre los demás. La oferta del perdón tiende a
transformar al otro y a renovarlo interiormente, como acabamos de decir, por
eso no basta comprenderlo ni se reduce a aceptarlo sin más, sino que es
también una llamada a la conversión. Supone hacerle ver su injusticia, puesto
que ha roto una relación personal al no darle al ofendido lo que se le debe y
que esta deuda debe ser satisfecha para que se restablezca la comunión. Sin
embargo, por encima de la exigencia de la justicia, que aunque sea reparada
no exime al culpable de ser injusto, como sucede con la justicia humana,
sobresale el perdón que otorga Dios, el cual hace justo al injusto. Este es el
segundo movimiento del perdón: otorgar el perdón.
En el caso humano, la decisión de perdonar puede pasar por sucesivas
etapas, pues lo primero que suscita la injusticia cometida en quien la sufre es
el deseo de venganza, que es una alteración de la justicia; el rencor, que
identifica al culpable con el mal que ha cometido y que conduce al odio hacia
su persona, y las falsas razones del perdón que lo desvirtúan, como el sentirse
superiores al perdonado, o buscar la gloria o las ventajas personales. Si se
superan estas fases, entonces el perdón se convierte en un acto de amor que
sitúa tanto al que perdona como al que es perdonado en su verdadera
dignidad personal. El perdón es, como todo acto de amor, gratuito y
desinteresado, y tiene también un aspecto sacrificial pues el que perdona
renuncia a la satisfacción que se le debe, asume la deuda del otro, le reconoce
y devuelve la dignidad y la justicia que había perdido y restablece la
comunión que había sido rota. Por tanto el perdón redime y se convierte en el
122 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

don perfecto, tal como indica su nombre (per-don). El perdón cancela la


actuación del otro, no se le imputa, por lo que deja de existir la ofensa y se
restituye al otro en su dignidad personal y en la comunión. No se trata de una
reparación sino de una verdadera regeneración de la persona tal como hace
Cristo que, con su cruz nos transformó de enemigos en amigos 79.
El perdón comprende perdonar y ser perdonado, que no son lo mismo,
tal como nos explica Jesús en la parábola del siervo sin entrañas (cf. Mt
18,23-35). En la dinámica del perdón se da una doble coacción, para el que
es perdonado y para el que perdona: pedir perdón y darlo, darlo y recibirlo.
Solamente si, el perdón otorgado es recibido, alcanza al culpable que se
siente realmente perdonado. Pues para que se complete la dinámica del
perdón necesita ser aceptado por el que es perdonado. Si el perdón supone el
reconocimiento por parte del culpable de su falta, pide, así mismo, el
arrepentimiento y la voluntad de evitarlo en lo sucesivo. La prueba de que el
perdón ha alcanzado el objetivo de transformar al culpable, haciendo de él
una nueva creación es que éste es capaz, a su vez, de perdonar y de usar de
misericordia, de amar, en una palabra, como ha sido amado 80. Sólo con la
experiencia del amor y del perdón que hemos recibido de Dios aprendemos y
podemos perdonar.
La cuestión estriba en si es posible para el hombre el perdonar
verdaderamente y, en concreto, dentro del matrimonio, puesto que la ofensa
del cónyuge altera notablemente la relación matrimonial y pone en duda la
viabilidad de la misma porque no se contaba con esta posibilidad. Pero
cuando se unieron en matrimonio se aceptaron el uno al otro con todas sus
79
Cf. J. LAFITTE, “Amore e perdono”, 140-143.
80
Se pueden presentar algunas objeciones al perdón (LAFITTE, 143-144). ¿Se puede perdonar
todo o hay actos que alteran de tal modo la justicia que resultan imperdonables? Esto
implicaría que hay actos que son jurídica o moralmente irreparables, como puede ser un
asesinato, pero indicaría, así mismo que son inexpiables, es decir, que la persona del culpable
no puede cambiar. Con otras palabras: ¿Puede Dios perdonar un crimen humanamente
imperdonable cubriendo la parte de la culpa que no se puede expiar? La única respuesta
posible es la de Dios que, haciéndose hombre, en la Cruz reconcilia justicia y amor (cf. DCE
10). La muerte injusta del Inocente que humanamente era irreparable, fue expiada por el
perdón sin límites.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 123

debilidades y, también, con su capacidad para ofender y traicionar, por lo que


el amor conyugal ha de ser, también, un amor de misericordia, tal como lo es
el amor de Dios, que se dona a nosotros contando con nuestras deficiencias,
por lo que su amor es, desde el principio, posibilidad y acto de perdón. Así
pues, cuando todo parece perdido y que no hay solución, el perdón y sólo él
abre el camino a una donación y acogida mucho más profunda y madura.
Claro está, que este don no se puede dar si no ha sido antes recibido, por lo
que sin la gracia y la ayuda del Espíritu Santo, es imposible perdonar, pero
justamente porque se da el perdón se tiene la garantía de la presencia del
Espíritu81.
Hay pues, tres sacramentos que quedan estrechamente vinculados a la
convivencia matrimonial. El Bautismo que es necesario para la preparación y
el sustento del matrimonio. Sin la iniciación cristiana por la que el hombre va
aprendiendo a despojarse de sus apetencias, a renunciar a sí mismo y a
conformarse con Cristo, no hay base suficiente para acceder a un matrimonio
cristiano, ya que no se dan las condiciones necesarias para una vida de
entrega y donación, que es el verdadero matrimonio. Sin la fuerza que brota
de la Eucaristía no se puede dar un verdadero amor matrimonial por el que
los esposos se donan totalmente perdiéndose el uno por el otro. Insertos en el
misterio pascual de Cristo, pueden entrar en el sufrimiento que le
proporciona el otro sin resistirse, fortaleciendo la comunión dentro del
mismo matrimonio y con los demás. Y sin la Reconciliación por el que el
hombre aprende a perdonar como ha sido perdonado, es imposible mantener
el matrimonio en medio de las deficiencias personales, y las dificultades que
se presentan cada día.
Con estas premisas podemos explicitar el sacramento del matrimonio.
La vida cristiana es una liturgia en la que se tributa un culto agradable al
Padre, la ofrenda de la propia vida como respuesta a la obra de Dios en la
historia del hombre. Esta liturgia se celebra en torno a tres altares. El primero
es el altar de la eucaristía en el que el cristiano es invitado a participar
comiendo el pan y bebiendo el cáliz. El segundo es el altar de la mesa

81
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 279-281.
124 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

familiar, alrededor del cual se reúne la familia, signo de la comunión entre


sus miembros. La comida rápida no es cristiana, ni tampoco el que cada uno
vaya con su plato a un rincón; la comida familiar es el momento del diálogo
entre sus miembros; el comer juntos es signo de alianza, por eso el reino de
los cielos es semejante a un banquete. El tercer altar es el lecho conyugal, en
el que dos personas, iguales en su dignidad pero diferentes en su sexualidad,
negándose el uno al otro se donan mutuamente y llegan a ser una sola carne.
En todos ellos, como en toda liturgia, hay una estética, manifestación
de la hondura de la fe. Cuando ésta está interiorizada se manifiesta en formas
bellas, porque Dios es la belleza. Por eso la liturgia eucarística es anticipo de
la liturgia celeste y se realiza en un ambiente y circunstancias agradables y
acogedoras, que manifiestan la dignidad de las personas. Las iglesias deben
ser bellas, la casa del cristiano debe ser digna y bonita, no puede estar de
cualquier manera. La sala del comedor conviene que sea acogedora, creando
un ambiente que favorezca la reunión familiar. La habitación de los esposos,
aunque sea pobre, ha de ser hermosa, pues es el “Santa Santorum”, el lugar
en el que Dios se hace presente dando la vida a través del amor de los
esposos y al que nadie debiera tener acceso, ni siquiera los hijos.
El acto conyugal es un acto de culto –la liturgia de la vida– y, como
todo acto de culto, tiene unos ritos introductorios, una celebración de la
palabra, que va preparando el ambiente, y la culminación con la entrega de
Dios al hombre, sea en la eucaristía, en la penitencia o en cualquier otro
sacramento. El acto conyugal es la celebración del sacramento del
matrimonio y por tanto implica unos ritos introductorios, pues no se puede
celebrar el matrimonio si hay dificultades o discordias entre los esposos; por
eso se hace necesaria la celebración mutua del perdón que restablezca la
comunión. Esto no significa que solamente se deba hacer el acto conyugal
cuando los esposos están en buena relación, sino que deben entregarse,
también y sobre todo, cuando hay problemas entre ellos para restablecer, de
este modo, la comunión perdida. Conviene la celebración de la palabra, como
en el caso de Tobías y Sarra. No se trata de un acto en el que uno va a
desfogarse y a satisfacer sus apetitos, pues en tal caso no hay un acto de
donación sino de dominación, por lo que ni uno ni otro sale satisfecho. Y la
EL MATRIMONIO CRISTIANO 125

realización del sacramento con la entrega mutua de los esposos. Dios ha dado
al hombre la sexualidad para su plena realización, de modo que el acto sexual
bien realizado es fuente de gozo y plenitud, por el que uno sale contento
como un héroe a recorrer su camino. ¿Cómo, si no, encontrará el marido la
fuerza para emprender las tareas de cada día, la monotonía del trabajo, las
preocupaciones por la familia, los sufrimientos que conlleva la
responsabilidad por las personas que tiene a su cargo? ¿Y cómo podrá la
mujer cargar con los trabajos de la casa, si permanece en ella, la atención y el
cuidado de los hijos y los múltiples sinsabores que da la vida?
Si hay comunión no solo de cuerpos sino también de espíritus y de
voluntades, el acto por el que dos personas se aman y se donan mutuamente
es el más hermoso que se puede dar sobre la tierra, pues se convierte en
sacramento del amor con el que Dios ama al hombre. Viendo el matrimonio
de este modo, como sacramento y manifestación del amor de Cristo que se ha
donado por nosotros, se evita que el acto matrimonial se convierta en una
tosca costumbre, a la que puede llevar la monotonía de la repetición y
aparece la sorpresa y el asombro creativo que proporciona el amor siempre
nuevo y renovado.
Capítulo 6
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA

6.1. La familia en los albores del tercer milenio82

La cultura actual se distingue por su rechazo a la búsqueda de la


verdad que, con la misma frivolidad de los atenienses del tiempo de S. Pablo,
sólo se preocupa por decir u oír la última novedad. Vive de la experiencia
más que de la racionalidad de modo que en lugar de preguntarse por la razón
de las cosas busca tan sólo probar sensaciones, y no se pone de acuerdo
acerca de qué ideas han de tomarse en serio. Se sostiene sobre cuatro
axiomas, que no se demuestran, pero que se consideran inamovibles.
El primero postula que no existe nada fuera del Universo y que, por
tanto, éste no ha sido construido según un designio sino que todo es
consecuencia de una evolución ciega que nadie sabe a donde conduce. Al no
haber designio ni razón ni objetivo alguno, nada es eterno ni transcendente,
por lo que todo puede ser dominado por la técnica. Claro está que este
postulado deja sin respuesta la existencia del universo mismo, puesto que
éste no se ha hecho a sí mismo y si no existe nada fuera de él habría que
preguntarse, en tal caso, por qué existe, de hecho, el universo, pregunta que
no encuentra solución. Pero, todo hay que decirlo, a la cultura de hoy no le
importa caer en la irracionalidad puesto que no le interesa conocer la verdad
por temor a las consecuencias que se puedan derivar, sino solamente seguir
sus intereses.
Los otros axiomas derivan del primero. El segundo determina que en la
escala animal no hay saltos de calidad, por lo que el hombre es como un

82
Este apartado es un resumen del artículo de A. SERRA, “La familia en el tercer milenio”,
Familia et Vita, X 2 2005, 73-86.
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA 127

animal cualquiera sólo que más evolucionado puesto que ha alcanzado la


racionalidad, pero en el fondo es y puede ser tratado como un elemento más
de la evolución.
De este modo, establece el tercero, la ética carece de principios
inmutables por lo que ha de ser lo suficientemente flexible como para
adaptarse a las condiciones cambiantes y a las circunstancias, puesto que
simplemente refleja las costumbres aceptadas por la sociedad, que como
tales, pueden cambiar o se pueden negociar.
El cuarto establece que la ciencia y la tecnología son neutras, de modo
que nadie debe inmiscuirse en sus investigaciones. El trabajo de los
científicos debe seguir adelante independientemente de las consecuencias de
sus estudios, que son demasiado serios como para dejarlos en sus manos, por
lo que los estados deben controlarlos en provecho de la sociedad.
El sistema de este mundo mira sólo lo cuantificable, está encerrado en
sí mismo sin admitir los mensajes que puedan provenir de otro modo de
entender la vida y, por tanto, como todo lo que se cierra sobre sí mismo, está
destinado a sufrir graves patologías y se encamina hacia la autodestrucción.
La ética que distingue entre el bien y el mal ya no tiene razón de ser. El
triunfo de la tecnología ciega supone el aniquilamiento del pensamiento que
busca la verdad y, por tanto, el derrumbamiento de los valores fundamentales
de la sociedad.
Todo esto repercute negativamente sobre la institución familiar que
corre el peligro de ser desestructurada. Uno de estos peligros consiste en la
alteración de la procreación que puede llegar a convertirse, mediante la
técnica, en una mera producción de individuos. Por otro lado, dado que la
generación de un hijo comporta riesgos que conviene evitar, ésta debe ser
controlada. El hijo cuando se convierte en objeto que hay que poseer, debe
corresponder a los criterios del mercado o del agrado de los padres, por lo
que tiene que estar sometido a elección sobre el cuando y el como de su
generación. Por ello son aceptables procedimientos como el aborto, cuando
no es deseado, la reproducción técnicamente asistida, en caso contrario, o la
eugenesia, cuando no responde a las expectativas de los padres o de la
sociedad, que es la que aconseja, muchas veces, recurrir a tales métodos.
128 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

Todo ello repercute en la desintegración familiar. El hijo, suele ser, a


veces, un elemento que altera la situación de la pareja, que aparece como
entidad distinta de la familia. El hijo se acepta o no desde el punto de vista de
la pareja, no desde la del niño. La pareja misma, resulta muchas veces estéril
debido a su estilo de vida incompatible con el cuidado de los hijos, por lo que
éstos se difieren o se eliminan simplemente del proyecto concebido por la
pareja. La misma estabilidad de la pareja resulta precaria con la facilidad del
divorcio, prevaleciendo, generalmente, los intereses de la pareja sobre la
relación padres-hijos, siendo estos últimos los perdedores en todos los casos.
Peor aún es la atribución de los derechos de familia a parejas que contradicen
el significado y el valor de la familia.
Como consecuencia de todo ellos estamos inmersos en una crisis
generalizada de la sociedad y en medio de un conflicto entre la cultura de la
muerte y la cultura de la vida. La aceptación del nihilismo, la pérdida de la
transcendencia la irrelevancia de los valores e ideales supremos, sólo nos
conducen a catástrofes de dimensiones universales.
A pesar de todas las apariencias, aunque la cultura de la muerte parece
prevalecer, hay que tener en cuenta que para Dios nada es imposible, por lo
que es necesaria una movilización general de las conciencias para devolver a
la familia su lugar en la sociedad recuperando los valores eternos del hombre,
su dignidad y sus derechos, la verdadera vocación de la familia y, sobre todo,
a Dios, valor fundamental para la regeneración de una sociedad
verdaderamente humana. Para ello es esencial redescubrir la figura del padre
y de la madre.

6.2. Misión del padre y función de la madre

Hoy día asistimos a un progresivo deterioro de la figura y de la


autoridad paterna83, que se manifiesta, entre otras cosas, en la valorización de
la juventud en detrimento de la edad adulta y, sobre todo, de la vejez. Ser

83
Para el análisis de este proceso cf. P. J. CORDES, El eclipse del padre, 9-112; R.
BUTTIGLIONE, La persona y la familia, 38-54.
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA 129

joven está considerado como un valor en alza, mientras que los mayores
tienen que dejar paso a la juventud que viene empujando desde abajo. Cada
vez se accede más precozmente a los puestos importantes de la sociedad, los
campeones del deporte suelen ser más jóvenes batiendo las marcas con más
precocidad y las cotas de poder, tanto político como económico, están, con
mayor frecuencia, en manos de personas jóvenes.
Todo esto repercute en las relaciones entre los padres y los hijos. Si
hasta hace algunos años había una dependencia filial en la que los hijos
obedecían y se sometían al criterio de los padres, por cuanto estos solían
estar mejor informados, ahora sucede muchas veces lo contrario, son los más
jóvenes los que se adaptan más fácilmente a los cambios vertiginosos que
está sufriendo la sociedad, lo que les lleva a considerarse mejor informados y
a dar lecciones a los padres.
Esto presenta graves inconvenientes para la sociedad que empieza a
caminar a la inversa. Los viejos son despreciados y relegados y los que
gobiernan son los jóvenes sin experiencia que confunden muchas veces sus
caprichos con valores. Una sociedad que desprecia a los ancianos es una
sociedad que no merece ser considerada. Está al revés con los pies en el lugar
de la cabeza. Valora la juventud y desprecia la ancianidad porque se ha
perdido el sentido de la transcendencia y todo se ve desde el goce inmediato.
Es una sociedad que ha abandonado su fe en el futuro y únicamente valora el
momento presente que es efímero y pasajero, como la juventud.
En los momentos de confusión, como el nuestro, cuando se han
perdido las evidencias y seguridades del pasado, el hombre necesita de una
guía segura que suele proporcionársela una ideología. Así ha sido hasta el
presente –piénsese en las ideologías de corte fascista o comunista que han
dominado gran parte del siglo pasado– y así parece ser ahora; aunque, como
toda ideología, acaba por conducir a un callejón sin salida y a la destrucción
del hombre mismo.
La ideología actual está abocando al hombre al infantilismo al
encerrarlo en su egoísmo incitándole a disfrutar de la vida en lo que se ha
dado en llamar “calidad de vida”. Por ello se entiende capacidad para obtener
el máximo confort posible, el tener poder adquisitivo para pasarlo bien y
130 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

permitirse todos los caprichos. La propaganda y los medios de comunicación


tienden a alentar este estado de cosas –júzguese por el tipo de películas que
se producen: o presentan la ideología dominante, o están llenas de fantasía y
aventura, destinadas a un público que es tratado de manera infantil 84.
Una de las causas de este estado de cosas hay que buscarla en la
ausencia, cada vez más acusada, de la figura paterna en el entorno familiar, y,
sobre todo, en el ofuscamiento de la función del padre y en el deterioro de la
autoridad por la creciente tendencia del hombre moderno a vivir
independientemente de los demás buscando su autonomía personal. Sin
embargo, la primera experiencia del ser humano es la de su dependencia de
otros y, en concreto de los padres. El ser humano debe aprender a descubrir
que él es, fundamentalmente, hijo, es decir: dependiente de otros y sujeto a
ellos.
El niño tiene una relación directa con la madre de la que depende, en
todo, para su subsistencia, de tal forma que llega a identificarse con ella. Pero
no puede detenerse aquí, pues si en un primer momento no sabe distinguir
entre sí mismo y la madre, debe ir creciendo para entender que es un ser
distinto que existe por sí mismo, independientemente de los padres y que
éstos, a su vez, existen de por sí y no únicamente en función suya. Tiene que
aprender a vivir entre la dependencia y la separación buscando el equilibrio
entre la sumisión y la autonomía que le ayudarán a ser adulto.
Este proceso se realiza a través de la comprobación de la separación
temporal entre el deseo y la satisfacción del mismo. El niño busca a la madre
en los momentos de dificultad y expresa sus deseos con el llanto, con lo que
la madre se presenta de inmediato a satisfacerlos. Ella suele ser la primera
que acude a su lado con lo que el niño se da cuenta de que es amado y este
amor es lo que da sentido a toda su existencia.

84
Una muestra de la actitud infantil que manifiesta nuestra sociedad estriba precisamente en la
confusión de los propios deseos con la realidad y la consiguiente exigencia de que sean
reconocidos como derechos. La raíz se encuentra en la negación de la filiación y dependencia
del ser humano respecto de Dios que le priva de la experiencia de la gratuidad y le lleva a
desconocer su propio destino y en la incapacidad por entregarse a Aquel que ciertamente le
ama y, por tanto, a la imposibilidad de donarse, de amar y de ser adulto de verdad.
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA 131

Es la experiencia del amor totalmente gratuito de sentirse acogido,


querido y realizado. Pero con el tiempo descubre que esta satisfacción ya no
es tan inmediata y que, incluso, algunas veces, no es atendido su deseo o,
incluso, le es negado. Entonces el padre y la madre aparecen de un modo
distinto, ya no es la presencia amable de los padres que atendían a todos sus
deseos, sino que ésta puede llegar a resultar, incluso, severa cuando tienen
que corregirle.
Empieza a experimentar la frustración y aparecen las normas que han
de regular su conducta. Debe aprender a distinguir entre sus deseos y la
realidad en la que estos no siempre son satisfechos. En definitiva tiene que
comenzar a reconocer que él no es el único ni el centro del mundo, que
también existen los otros que como él tienen necesidades que deben ser
igualmente satisfechas cuando sea posible. Ha de aprender a renunciar a sí
mismo y a abrirse a los demás para poder madurar y crecer como persona.
Esta es fundamentalmente la misión del padre.
El padre es determinante para separar al hijo de la madre y darle la
autonomía necesaria. Sin él el mundo madre-hijo quedaría cerrado y el hijo
tendería a identificar a la madre consigo mismo. La figura del padre salva la
alteridad de la madre y del hijo. Poco a poco irá descubriendo que él es hijo,
es decir: dependiente de otros. Esto provoca temor y angustia porque se
enfrenta a otra conciencia que es más fuerte que la suya por lo que debe
aceptar necesariamente la sumisión y la obediencia. Esta experiencia, lejos
de mantenerlo sometido y dependiente, es necesaria para que pueda afrontar
la realidad y deje de confundir sus propios sueños y deseos con el mundo
real.
Pero, al mismo tiempo, la presencia del padre le asegura que ningún
mal le sobrevendrá mientras permanezca a su lado y siga sus indicaciones. El
padre es buscado, entonces, cuando el niño necesita apoyo en momentos en
los que se siente amenazado o confundido porque junto a él se siente seguro.
Por eso necesita del padre y lo busca incesantemente porque aparece ante él
como otro modo de ser que proporciona fortaleza y sabiduría, por lo que lo
necesita para su desarrollo y maduración. Cuando falta esta figura, aparece la
angustia y la pérdida del sentido de la realidad, al tener el niño que
132 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

enfrentarse solo a un mundo que se le presenta hostil y amenazador. Por esto


es necesario que el padre sea accesible para el hijo, esté a su lado y le
acompañe en su desarrollo. No basta con que el padre sea ejemplar, si no está
cerca para asesorar y orientar a su hijo, puede, incluso, llegar a ser
sumamente perjudicial porque entonces el hijo lo verá como un ideal que él
nunca podrá alcanzar, lo que le puede provocar frustración, desinterés y
menosprecio de sí mismo.
La función del padre aumenta en importancia a medida que el niño
crece. En un primer momento, se identifica totalmente con la madre que le
satisface todas sus necesidades, por lo que trata de permanecer en esta
relación. El padre le ayuda a salir de ella y a reconocerse como distinto y
como alguien que posee una existencia propia.
Esta separación del niño de la madre es dolorosa pero necesaria para
que aprenda a verla no como todo su mundo, sino como a persona distinta. El
padre le ayuda a situarse en el mundo real, que aparece como algo extraño y
peligroso, pero lo pone en la verdad y le ayuda a labrarse su propio destino.
Si por un lado lo protege del impacto directo con el mundo real,
defendiéndole en los momentos difíciles, por otro, le impone sus leyes y le
prepara para enfrentarse personalmente a la realidad, introduciéndolo
gradualmente en ella, sacándolo de la ilusión y mostrándole que el
cumplimiento de sus proyectos solamente puede alcanzarse con su fatiga y
trabajo personal no exento de sufrimientos.
Por eso la figura del padre aparece como contradictoria, es objeto de
amor y gratitud y de odio y hostilidad, por lo que el padre ha de tener
capacidad de sufrimiento para aceptar las asperezas que supone, a veces, la
necesaria separación del hijo, así como a reconocer sus propios límites y
errores, la pobreza de su actuación y su incapacidad para ser padre. Lo que
no puede, en ningún momento, es abdicar de su misión, pese a que el mundo
actual no le apoya demasiado en este sentido.
No es fácil ser padres. Cierto que la paternidad abre un horizonte
nuevo a los esposos que los llena de gozo porque les permite acoger al hijo
como un don, a alguien que posee un destino personal y una libertad y al que
habrá que ayudar y acompañar para que pueda alcanzar su destino, pero que
requerirá de unos sacrificios insospechados para ellos 85.
Ayudar al hijo a ser persona supone la corrección, porque no es fácil
aprender a salir de sí mismo y a mirar a los demás. Los padres deben asumir
su función de padres y no convertirse en meros amigos de sus hijos
abdicando de su misión, como es la corrección 86. Si se renuncia a ella, lo
único que se consigue es formar personas débiles e inseguras, que no sabrán
regirse por sí mismas porque les faltará una visión clara de la vida, unas
pautas de conducta, que sólo proporciona la familia y, de una manera
particular, el padre.
El niño necesita de la presencia del padre como garantía de la norma y
de la ley para poder desarrollarse en libertad, porque necesita que le digan lo
que tiene que hacer, de lo contrario se encuentra perdido y su
comportamiento se vuelve caótico y ansioso, sin acabar de encontrar un
modelo adecuado para su desarrollo. Pretender educar a un niño sin normas
es un auténtico disparate pedagógico porque no acabará de encontrar su lugar
en la sociedad y en el mundo ni encontrará respuestas adecuadas a las
situaciones que se le presenten en la vida.
Si no ha habido padre que corrija, el hijo crecerá pensando que todo se
le debe sin esfuerzo por su parte, tenderá a apropiarse de las cosas sin tener
en cuenta los derechos de los demás, como si todo le perteneciera. Al
contrario, si ha tenido ley pero no suficiente amor materno, será un legalista,
tenderá al fariseísmo y no comprenderá el amor.
Hay, por tanto una doble tarea que deben cumplir conjuntamente el
padre y la madre. El hijo ha de ser consciente de la ley, de lo que es justo e
injusto, y consciente de la elección, de que es amado con predilección. Si el
padre es el garante de la ley, la madre es la personificación de la gratuidad,
que hace ver al hijo que la intención del padre no es la de obligarle, sino la de
ayudarle a vivir en la realidad.

85
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 261ss.
86
Cf. P. J. CORDES, El eclipse del padre, 82-97.
Una de las mayores y más graves plagas que se está extendiendo
rápidamente contra la familia es el divorcio fácil, que destruye la familia y
perjudica, principalmente, a los hijos. Se extiende porque esta sociedad
promueve el hedonismo y la satisfacción inmediata de las necesidades, tal
como ocurre en la edad infantil, y quiere evitar todo esfuerzo y sacrificio, por
lo que genera personalidades infantiles, incapaces de asumir
responsabilidades.
Por otro lado, la carencia del amor de los padres ocasiona la
inadaptación en los hijos y ayuda a incrementar la criminalidad juvenil, que
en la mayoría de los casos se basa en la necesidad de buscarse un
reconocimiento personal por parte de la sociedad, reconocimiento que les ha
sido negado en el entorno familiar. La carencia de amor y la falta de valores
morales, fomenta la criminalidad de cualquier tipo, incluida la violencia
doméstica, que tanta alarma social provoca hoy en día.
Todo atentado contra la familia es un ataque a la sociedad y son
muchos los atentados que sufre la familia en nuestros días, empezando por la
banalización del sexo y el hedonismo que se promueve entre los jóvenes y
siguiendo con la fragilidad del matrimonio que conduce, con frecuencia, a la
ruptura del mismo; el trabajo de los padres fuera del hogar que, aunque sea
necesario para el sostenimiento de la familia, puede repercutir en el cuidado
y educación de los hijos.
Pero, sobre todo, son los ataques directos contra la misma, como son
los intentos del estado por suplantar a los padres en la educación de los hijos,
arrogándose un derecho que, en absoluto, le corresponde y expropiándolos de
su misión más importante87, y la pretensión de equiparar la familia con otra
clase de uniones que nada tienen que ver con ella.
La raíz de todos estos atentados hay que buscarla, una vez más, en la
pretendida autonomía del hombre que pregona la muerte de Dios sin darse
cuenta de que con ello está aboliendo al hombre. Como la persona del padre,
Dios puede llegar a hacerse odioso al hombre, que como el hijo rebelde no

87
Sobre la nefasta intromisión del estado en la educación cfr. V. RAMOS CENTENO,
Europa y el cristianismo, Madrid 2007, 97-107.
está dispuesto a renunciar a sus caprichos y rehúsa someterse a la autoridad
paterna. Con ello llega a negarse a sí mismo y está abdicando de su realidad,
de la condición más profunda y sustancial de su ser.

6.3. Aprendiendo a ser hijos

El hombre llega a ser consciente de su propia dignidad a través de la


relación con los otros y, sobre todo, cuando es valorado y amado 88. Este amor
es una llamada a la persona que pide, a su vez, respuesta. En este diálogo de
amor, cada uno se va reconociendo como lo que es, en la medida en que es
amado y puede dar amor. La educación contribuye a crear en el otro la
conciencia de su propia realidad, de modo que cada quien llegue a ser
consciente de quién es y cuál es su destino.
El hijo no es algo que pertenece a los padres, sino que tiene su camino
propio, los padres se limitan a guiarlo y acompañarlo hacia esa finalidad,
pero con ello, contribuyen a la formación de la persona concreta, puesto que
cada uno es según el amor que ha recibido. Esta experiencia de amor se da
fundamentalmente en la familia, de ahí la importancia capital e insustituible
que tiene la institución familiar en la educación y en la humanización de las
personas.
Dentro de la familia se dan diversos tipos de relaciones que, al ser
experimentadas por el hijo, contribuyen a la educación y formación de su
persona. Está en primer lugar la relación entre el padre y la madre que es una
relación de mutua donación en la libertad por amor. Con ello expresan que el
máximo acto de libertad es donarse y, por tanto, atarse al otro. De hecho, la
libertad es la que hace posible al hombre el don de sí mismo, de modo que la
libertad está dirigida al amor.
Si el hombre ha sido creado por amor y para el amor, la libertad es
condición indispensable de este amor, pues sólo se puede dar y recibir
libremente en el amor. No se es libre para hacer el mal, porque en este caso
no se obra en libertad, sino dominado por una pasión, como puede ser la

88
Cf. R. BUTTIGLIONE, La persona y la familia, 113-131.
atracción sexual, la codicia del dinero, el odio o cualquier otra causa. Sólo es
libre el que ama.
Al amor se le une, necesariamente, la sumisión y la obediencia.
Obedecer es acoger al otro en mi intimidad personal de modo que el otro
entra a formar parte de mi ser porque soy amado, de manera que todo lo que
hago libremente es en conformidad con el otro. Obediencia, amor, libertad
son interdependientes; uno llega a identificarse de tal modo con la persona
amada que empieza a vivir, gustar, desear, obrar e identificarse con el otro.
Por eso puede decir Jesús de su Padre que su voluntad es hacer la voluntad
del que le ha enviado, y Pablo llega a confesar: “Ya no vivo yo, sino que es
Cristo quien vive en mí” (Gal 3,20a). Esta misma relación se da entre los
cónyuges que, ya no son dos, sino una sola carne por el amor, aunque, claro
está, todo ello bajo la amenaza de la debilidad humana y del pecado.
La obediencia y la sumisión sólo se pueden dar, por otro lado, desde el
reconocimiento de la verdad. Si hay verdad, ésta siempre será mayor que las
“verdades” que uno pueda poseer, por lo que se debe renunciar a juzgar
según las propias inclinaciones o apetencias para seguir el criterio de lo que
se ha aprendido a reconocer como verdadero. De lo contrario –como por
desgracia sucede hoy– sólo cuentan los caprichos de cada cual. Someterse a
la verdad supone reconocer las justas exigencias de los otros, aunque vayan
en contra de mi comodidad.
Obedecer es aceptar la realidad y actuar conforme a ella para alcanzar
la propia realización, por lo que tiene que ver con las preguntas radicales
sobre el hombre como “¿quién soy?” y “¿cuál es mi fin?” Quien no conoce
su realidad, porque ha roto con el padre no puede ni sabe obedecer.
El segundo tipo de relaciones es el que se da entre los padres y los
hijos. Si para los padres supone la experiencia de la fecundidad de su amor y
la posibilidad de una nueva clase de donación en la que prevalece el dar
sobre el recibir y en la que se hace presente la abnegación, la capacidad de
sufrimiento por el hijo y el don de la propia vida, para el hijo supone la
lección fundamental de su existencia.
En esto consiste ser padres, en hacerse servidores de sus hijos. El niño
no acepta sufrir, quiere la satisfacción inmediata de sus deseos, pero, a
medida que aprende a esperar, a darse cuenta que no es el único, que existen
los otros que también tienen sus derechos, comienza a madurar y a hacerse
adulto. El adulto es el que sabe sufrir, considera a los demás, no quiere ser
siempre el primero, se pone a disposición del más débil.
El padre, en la casa, sirve a los más pequeños. Siendo el jefe de
familia, se pone el último por amor. Es lo que he hecho Cristo. Por eso, quien
quiera ser el primero, que se ponga el último y el que quiera ser servido, a
servir. La grandeza está en servir, en posponerse para que aparezca el otro,
dar la vida –como hace el padre y la madre– para que viva el hijo.
El hecho de ser hijo es determinante para comprender la realidad del
ser humano: la verdad es que todos hemos venido al ser, como hijos, frutos
del amor, que todos recibimos la vida, que ésta es un don y que vivir es
obedecer a la novedad que es la vida que recibimos cada día, lo que supone
existir en la gratitud por el don inmerecido, en la humildad de que todo es
gracia y de nada se puede apropiar y en la obediencia y entrega confiada a
quien nos ama.
Para la madre, durante el embarazo, la nueva vida aparece como otra
vida humana que está en ella, pero que no le pertenece, por lo que puede
adoptar dos actitudes contrapuestas: acoger, aceptar, obedecer, pertenecer, o
rechazar como extraño lo que no nace de la propia voluntad, porque no
quiere depender ni someterse a nadie más que a sí misma. Acoger supone,
también, la aceptación de ella y del hijo por parte del marido y de los padres
de la madre y del conjunto de la familia, que reciba y proteja la nueva
realidad.
El acto de ser engendrado no indica sólo la causa de nuestra existencia,
sino también la imagen que tenemos de nosotros mismos. No venimos a la
existencia por nuestra utilidad ni para satisfacer ningún deseo, sino como un
don que nuestros padres han acogido en un acto de amor. No somos un
simple proyecto humano, sino que el hecho de reconocernos como hijos
acogidos y amados, nos abre a la realidad que aparece como buena y amable,
y al gozo de vivir89.

89
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 261ss.
De parte del niño es la experiencia máxima de gratuidad, pero la
percibirá según lo que haya recibido. Si ha experimentado la acogida y
protección de la madre y del entorno familiar, estará en condiciones de
afrontar el mundo como algo positivo y podrá desenvolverse con confianza y
seguridad, de lo contrario, llevará la herida de este rechazo toda su vida y
tendrá dificultades para reconocerse y vivir como persona.
Otra vivencia importante en el seno de la familia es la relación entre
los hermanos. Ésta le enseña que no está solo y tienen que saber compartir.
Compartir supone morir a sí mismo para dejar espacio a los demás de modo
que el otro pueda vivir. Esto contrasta con la promesa experimentada de la
total gratuidad. En el seno de la madre estaba solo, era único e insustituible;
ahora, cuando aparecen los hermanos, ya no sucede nada de esto. Debe
aprender a conjugar ambas realidades: la de la gratuidad, pero también la
justicia de compartir y de dar a cada uno lo que se le debe. Esta ley no se le
impone para bloquear su deseo de felicidad y la satisfacción de sus deseos,
sino para que conozca que estos se alcanzan verdaderamente, con su entrega.
Es la ley que le aclara que si se recibe es para dar y le enseña no sólo a
recibir sino a pensar en los demás.
Para el niño los hermanos son el mayor regalo que puedan recibir. Se
equivocan aquellas personas que con el pretexto de dar a sus hijos una mejor
“calidad de vida” les niegan el don de la fraternidad, don mucho más
precioso que los objetos materiales que les puedan proporcionar. Siempre
será preferible un hermano más que un objeto más.
Todos somos hijos. Esta es la experiencia más radical. La familia nos
abre al misterio de pertenecer a Otro y nos educa a vivir en relación con los
demás. Nos introduce en la comunión interpersonal y a vivir según la ley de
la caridad, como es la aceptación de una situación que no hemos elegido; la
acogida al otro, sea al hijo que viene dado como un don, sea a los padres y
hermanos concretos que nos han sido dados; el sentimiento de pertenencia
recíproca que excluye cualquier tipo de discriminación; la donación a los
demás, eliminando todo lo que suena a posesión, apropiación y explotación
del otro.
Sin embargo, todos estos valores familiares se encuentran hoy
amenazados y se corre el peligro de destruir la familia, y con ella, la
sociedad. La raíz de los males que acechan al hombre moderno hay que
buscarla en el pensamiento contemporáneo que presenta al hombre como
alguien que se hace a sí mismo, pretendiendo eliminar su dependencia y
convertirlo en su propio señor y artífice de su historia.
Se sospecha de la paternidad tanto como de la filiación y molestan las
preguntas sobre el origen y el fin porque hablan de dependencia y
responsabilidad, mientras que lo que se busca, como los niños, es disfrutar
del instante y obtener lo que se quiere, ahora. No se tienen en cuenta el
origen ni preocupa el futuro, se separa deliberadamente de la verdad y no se
quieren asumir las exigencias propias de la persona adulta, que debe
enfrentarse con la realidad.
La sociedad actual vive una especie de alucinación colectiva, una
escapatoria de la realidad porque se muestra incapaz de asumir la grandeza
de su vocación. Vivimos en una atmósfera de falsa humildad por la que el
hombre pretende conformarse con lo que es capaz de entender por sí mismo
y renuncia a ser aquello a lo que ha sido llamado90.
Educar es hacer pasar del sueño y de los deseos a la realidad, de
manera que ésta sea el lugar del cumplimiento de aquellos sueños y deseos
que son verdaderamente fundamentales. Pero, a veces, no se quiere despertar
del sueño porque no gusta la realidad y se prefiere refugiarse en la
alucinación de los propios deseos, que es una especie de drogadicción. La
verdad es someterse a la realidad y aceptar lo que se es auténticamente,
mientras que renunciar a la verdad es caer en el conformismo y la
mediocridad que llevan inexorablemente a la derrota de todo lo que es
humano.
Educar es formular las preguntas verdaderas y éstas hacen referencia
fundamentalmente a nuestra pertenencia a Otro, ya que esta pertenencia es la
verdad de nuestra existencia. Nunca se insistirá bastante en la realidad de la
filiación. Este hecho determina el inicio de la existencia de toda persona

90
Cf. J. RATZINGER, Mirar a Cristo, 75-82.
humana. El hecho de tener unos padres indica claramente que mi ser procede
y depende de otro. Por otra parte, el ser padre y generar una nueva vida no se
puede entender desde las categorías del poder o de la propiedad, pues el hijo
no es obra ni propiedad del padre sino que está destinado a vivir una vida
propia e independiente. Lejos de condicionar la autonomía del hijo, la
procedencia del padre la hace posible. Y sólo si se da una relación de amor
entre padres e hijos, será posible suscitar en el hijo la confianza, la
aceptación de la corrección y la disponibilidad y el deseo de dejarse educar.
Se equivocan, de medio a medio, las ideologías que pretenden salvar la
autonomía del hombre a costa de su rechazo del padre y, en última instancia,
de Dios. Si se prescinde del origen, el hombre se encuentra perdido y
desorientado en medio de un mundo que no controla y que no siempre se le
muestra favorable. En cambio, la experiencia del amor de Dios y el saberse
obra del amor, le abre a la confianza en la bondad del ser y de la existencia,
así como a la esperanza de alcanzar el destino propio. Sólo de este modo, el
hombre estará capacitado para amar verdaderamente, con un amor maduro y
firme.
Esta vivencia se transmite, normalmente, a través de la experiencia
religiosa de los padres. Si estos son creyentes y actúan de acuerdo a su fe
están proporcionando a sus hijos el sentido básico para sus vidas, porque, en
estos casos, el padre no aparece como el centro y el sostén de la existencia
del hijo, sino como representante de Alguien que es mayor que él y que, por
tanto, depende de una realidad mucho más grande que uno mismo que es la
que verdaderamente da sentido a todo y en la que se puede confiar, y el
mundo se muestra favorable al estar controlado por esa otra presencia. En
cambio, si el padre es el único centro y apoyo, el mundo, que el padre no
puede controlar, aparece como enemigo allí donde no alcanza la protección
paterna y uno acaba por sentirse solo y desamparado en medio de una
realidad que no comprende.
En una visión correcta de la realidad se puede entender adecuadamente
la autoridad del padre, que no es algo arbitrario sino que viene de Dios sin
que el padre sea Dios, sino sometido, a su vez, a la autoridad de Dios. En este
caso la visión del mundo que transmite el padre puede ser aceptada, pero
también criticada en base a la visión más amplia que le ofrece la
dependencia, en última instancia de Dios. De no ser así y quedar encerrado
en la mirada estrecha y parcial que le pueda transmitir el padre, tendrá
dificultades para aceptarla cuando contradiga sus propias experiencias o se
enrocará en esta visión, frente a todo lo que venga de fuera, renunciando a
ser él mismo.
El otro peligro que se evita es la arbitrariedad de la autoridad paterna.
Cuando se apoya en sí misma tiende a ser autoritaria o permisiva por carecer
de punto de referencia, con el consiguiente daño a la formación del hijo,
mientras que si se apoya en Dios y en la verdad sobre la realidad puede
mantener el justo equilibrio al señalar al hijo el camino correcto por el que
puede transitar, manteniéndose firme en lo que es importante y transigiendo
en lo que no lo es tanto.

6.4. Iglesia doméstica como la familia de Nazaret.

El lugar de la familia cristiana en el seno de la Iglesia es esencial e


imprescindible para la transmisión de la fe a las nuevas generaciones 91. La
atención a la familia no se puede considerar como un sector más de la
pastoral. Ésta no se puede colocar en estantes separados como pueden ser la
pastoral de infancia, de jóvenes, de matrimonios, etc. La pastoral es un todo
orgánico en el que todos sus aspectos han de estar entrelazados e integrados
en una visión de conjunto.
Por otro lado, la familia no puede ser sólo objeto, sino también sujeto
de evangelización, primero para los que forman parte de ella, pues es en el
interior de la misma en donde surgen las experiencias esenciales de la fe que
permiten a sus miembros el encuentro personal con Dios; después para
cuantos le rodean ya que, en la medida en que es fiel a su vocación, se
constituye en modelo de vida verdadera.

91
Cf. las ponencias del curso de Formación de Agentes de Pastoral Familiar de julio del 2005,
editadas por la CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Misión de la familia en la Nueva
Evangelización, Madrid 2007.
Cuando la Iglesia defiende el matrimonio y la familia cristiana,
constituida por la unión indisoluble entre un varón y una mujer fruto de la
entrega mutua y sincera de ambos y abierta a la vida, no está tratando de
mantener un determinado modelo de familia en contra de otros posibles
modelos familiares que la sociedad actual trata de presentar como
alternativas válidas para que el hombre pueda conocer el amor y la felicidad.
Estos otros modelos, que no podemos calificar como familiares, son
incapaces de hacer surgir la verdadera experiencia del amor total, gratuito y
verdadero, porque no están edificados sobre el don sincero de uno mismo al
otro, sino sobre el egoísmo y la satisfacción de las apetencias propias. Lo que
la Iglesia defiende es la posibilidad de que el hombre se pueda encontrar con
la belleza de un amor auténtico que le permita conocer el amor verdadero que
proviene de Dios y del que la familia es su primer y principal reflejo 92.
La experiencia del amor gratuito en el seno de la familia es condición
fundamental para el conocimiento del amor de Dios. Es allí donde el niño
llega a experimentar que es amado por sí mismo y no por las satisfacciones
que pueda proporcionar a sus padres, de ahí la importancia de que el hijo sea
acogido como un don, fruto del amor de los padres y de la intervención
divina que da el ser a todo cuanto es y que le conoce antes de haberlo
formado en el seno materno (cf. Jr. 1,5a). De ahí la importancia, también, de
que los padres tengan un verdadero conocimiento de Dios.
Tal como señala la Evangelii nuntiandi en su n. 71, “La familia ha sido
definida como una iglesia doméstica, lo que significa que en cada familia
cristiana deben reflejarse los distintos aspectos o funciones de la vida de la
Iglesia entera: misión, catequesis, testimonio, oración… La familia, al igual
que la Iglesia, es un espacio donde el Evangelio es transmitido y donde éste
se irradia”. En el interior de la familia es donde se dan las experiencias
humanas más profundas y concluyentes en la vida de cada persona que
determinarán su visión de la realidad. “Sobre esta base humana es más honda
la iniciación en la vida cristiana: el despertar al sentido de Dios, los primeros

92
Cf. J. SALINAS, “La familia cristiana: comunidad creyente y evangelizadora” en Misión de
la familia, 141.
pasos en la oración, la educación de la conciencia moral y la formación en el
sentido cristiano del amor humano, concebido como reflejo de amor de Dios
Creador y Padre”93.
Por eso, lo primero que necesitamos son familias cristianas que vivan
con sinceridad y sencillez su vida de fe que, a imitación de la Familia de
Nazaret, tengan a Dios como su centro. Y en la actual situación en la que la
Iglesia vive inmersa en medio de una sociedad postcristiana que avanza hacia
un paganismo cada vez más desenfrenado y en abierta hostilidad hacia todo
lo cristiano94, cuando nos encontramos con una mayoría de bautizados
alejados de la Iglesia, lo primero es la iniciación cristiana.
Para tener familias cristianas necesitamos que estén constituidas por
personas cristianas que, poseyendo el Espíritu de Cristo, vivan realmente su
fe. Para poseer el Espíritu de Cristo tiene que ser otorgado y recibido. Dios lo
da a los humildes y a los pequeños, pues como afirma el Señor en el
Evangelio: “el que se ensalce será humillado; y el que se humille, será
ensalzado.” (Mt 23,12; Lc 14,11; 18,14b). Según nos da a entender la
parábola del publicano y del fariseo, se ensalza aquel que se cree algo en su
corazón y se apoya en sus propias fuerzas, está lleno de sus posesiones y
pretende llevar su vida autónomamente; se humilla, en cambio, el que
reconociendo la propia incapacidad, se deja conducir por Dios; para ello
necesita despojarse de todo su patrimonio y pretensiones, como el mismo
Cristo que siendo rico se despojó de sí mismo y se hizo obediente hasta la
muerte, confiado y abandonado en el amor de Dios (cf. Flp 2,1-11).
Este mismo proceso es el que debe seguir el hombre para poder ser
cristiano, y en esto consiste básicamente la iniciación cristiana, la inmersión
del hombre en el bautismo de Cristo. Con la iniciación cristiana podemos
tener, contando con las debilidades humanas, personas y familias cristianas;
por eso es lo primero.

93
Directorio General de Catequesis, 225.
94
Cf. E. A. GALLEGO, “Laicismo y crisis del sujeto: raíces culturales y filosóficas” en
Misión de la familia, 53-69; id. F. SEBASTIÁN, “La familia y la transmisión de la fe”,
Misión de la familia, 101-135.
La iniciación cristiana abarca todos los estamentos de la vida del
hombre, desde la infancia hasta la ancianidad, con la familia en el centro de
la misma. En ella –con el ejemplo de los propios padres– se da el anuncio
vivo del Evangelio, que va acompañando al hijo desde el comienzo de su
vida, introduciéndolo en el seno de la Iglesia con el Bautismo,
acompañándolo hasta la Confirmación y la elección de vida, ayudándole a
descubrir su vocación específica, ya sea para la vida consagrada, ya para la
vocación matrimonial. Con la oración en común y la participación en la
liturgia de la Iglesia, le inicia en la adoración y en la confianza en Dios y le
ayuda a insertarse en la comunidad eclesial.
La familia es también escuela de acogida y de generosidad. En primer
lugar por su apertura a la vida, recibiendo de Dios y aceptando a los hijos que
el Señor les conceda con magnanimidad y abandono confiado en la
Providencia que en todo provee para bien del hombre. En segundo lugar por
el acompañamiento a los miembros más ancianos o enfermos que pueda
haber en la misma. El respeto y el apoyo a los elementos más débiles de la
familia, como son los niños y los ancianos, es un signo de madurez y denota
una familia sana, fruto, a su vez, de una sociedad sana; por el contrario: una
sociedad, de la que son reflejo las familias, que no defiende a sus miembros
más necesitados, indica que está edificada sobre el utilitarismo egoísta y
carece de corazón. Es una sociedad que va camino de su destrucción.
La ancianidad es la edad del júbilo y una de las etapas de la vida
humana, tan importante y necesaria como las otras. El anciano ha recorrido la
mayor parte de su camino, está ya cerca de la meta. Al joven todavía le falta
mucho que andar y precisa aprender de los ancianos. La sociedad que respeta
al anciano es sabia, la que lo desprecia es necia.
Sin embargo, hoy en día los ancianos se encuentran cada vez más lejos,
tanto espacial como afectivamente de los miembros más jóvenes de la
familia. Suelen vivir en otro lugar, cuando no están recluidos en residencias,
con lo que se les escatima a los nietos el don de su presencia empobreciendo
su experiencia de la vida. La presencia de los abuelos en la familia o su
cercanía a la misma es sumamente importante para la comunicación y el
enriquecimiento entre las distintas generaciones. Lejos de ser considerado
como un estorbo y un peso inútil para la sociedad –lo que favorece la
tentación de recurrir a la eutanasia– el anciano ofrece una valiosa aportación
a la sociedad en general y a la familia en particular. “Gracias al rico
patrimonio de experiencia adquirido a lo largo de los años, puede y debe ser
trasmisor de sabiduría, testigo de esperanza y de caridad” (EV 94). Y como
afirma Benedicto XVI: “Ellos pueden ser –y son tantas veces– los garantes
del afecto y la ternura que todo ser humano necesita dar y recibir. Ellos dan a
los pequeños la perspectiva del tiempo, son memoria y riqueza de las
familias. Ojalá que, bajo ningún concepto, sean excluidos del círculo
familiar. Son un tesoro que no podemos arrebatarles a las nuevas
generaciones, sobre todo cuando dan testimonio de fe ante la cercanía de la
muerte”95.
La ancianidad es, también, la edad de la sencillez y de la
contemplación en la que Dios, como una gracia, va purificando al hombre
haciéndole pequeño y humilde. Una persona que en el tiempo de su plenitud
física y mental podía considerarse autosuficiente y que hacía y deshacía a su
antojo, ahora, con el decaimiento de sus fuerzas, empieza a experimentar su
debilidad y su dependencia de los demás. Esto le ayuda a abajarse –aunque
también puede rebelarse, y en esto entra la libertad del hombre– a
reconocerse necesitado y a apoyarse en los demás y en Dios. Si se deja
moldear, aprende a confiar y a vivir en la sencillez, a contemplar la maravilla
de amor que ha sido su propia vida y a esperar el encuentro con el Señor en
medio de la alabanza. Esta experiencia es fundamental, sobre todo en la
sociedad actual dominada por la agitación, la utilidad y los afanes, volcada
sobre sí misma y que olvida los interrogantes fundamentales sobre el origen,
la dignidad y el destino del hombre. El anciano le muestra que por encima
del hacer y del tener está la grandeza del ser hombre, sea cual sea su
situación y su debilidad96.

95
BENEDICTO XVI, alocución del 8 de julio de 2006 en Valencia con motivo del V
Encuentro Mundial de las Familias.
96
Para una profundización sobre el tema cf.: CONSILIUM PRO LAICIS, La dignidad del
anciano y su misión en la Iglesia y en el mundo, Roma 1998.
La familia es imagen de la Trinidad, de la que es un fiel reflejo la
Familia de Nazaret. La familia es el lugar en el que el hombre debe a prender
a amar espejándose en el gran amor de la Santísima Trinidad, que ha hecho al
hombre contingente –como no podía ser de otra manera– para que sabiéndose
pobre y necesitado y sin mérito alguno de su parte, pudiera experimentar la
gratuidad del amor de Dios. Un amor que da libertad para dar lugar a que el
otro sea otro y pueda, incluso, resistirse a su gracia y llegue a conducir al
Hijo a la cruz. ¿Hay amor más grande y virginal, que dejar que el otro sea
otro hasta las últimas consecuencias? En esto consiste el amor al enemigo, en
amar aquello que uno no es, respetando y acogiendo en el otro lo que no
somos nosotros. Esta clase de amor nos la ha mostrado Cristo y es en el seno
de la familia en donde ha de aprender y empezar a practicarse. El modelo a
seguir es el de la Familia de Nazaret.
Lo primero de todo es Dios. Él ocupa el centro pues todo proviene de
Él. Dios es el que llama a un hombre y a una mujer a unirse en matrimonio
para que, amándose el uno al otro y convirtiéndose en el santuario que acoge
la vida, muestren el esplendor, la belleza y la verdad del amor, que es Dios.
Lo primero, por tanto, es la conversión a Dios, la acogida de su palabra y de
su proyecto para cada uno de los cónyuges, tal como la acogieron María y
José tras los respectivos anuncios del ángel, para con ellos mismos y para el
hijo que había de gestarse en el seno de María. Cada matrimonio, cada
familia es un proyecto divino con una misión específica dentro del mundo.
Responder a esta vocación es la tarea primordial de toda familia cristiana.
Siendo objeto de una elección que sobrepasa las capacidades humanas
y conscientes de la debilidad propia y de la incapacidad para desempeñar su
misión, la familia no se fía de sus fuerzas, sino que se apoya en la gracia
divina y se fortalece con los sacramentos y el acompañamiento de la
comunidad cristiana. Aprende a vivir en la gratitud a Dios, que la sostiene en
todos los acontecimientos, prósperos y adversos, guardando aún sin entender,
como hacía María, para bendecir a Dios en todo tiempo, sin buscar cosas
grandes que sobrepasen sus fuerzas y su misión.
En el seno de la familia cada cual es acogido como lo que es y amado
como es. Allí se aprende a morir dejando sitio al otro, renunciando a sí
mismo para servir al más débil. En este santuario es donde se empieza a amar
al enemigo, ejercitándose en aceptar lo que no es uno mismo: el esposo a la
esposa, los padres a los hijos, los hermanos mayores a los pequeños y
viceversa. Si no se aprende en esta escuela, difícilmente se practicará después
en la esfera social. La familia es la verdadera salvaguarda del orden y de la
paz social, por lo que debe ser protegida y favorecida. Todo atentado contra
la familia es un acto criminal contra el hombre y la sociedad o como afirma
Benedicto XVI: “todo lo que contribuye a debilitar la familia fundada en el
matrimonio de un hombre y una mujer, lo que directa o indirectamente
dificulta su disponibilidad para la acogida responsable de una nueva vida, lo
que se opone a su derecho de ser la primera responsable dela educación de
los hijos, es un impedimento objetivo para el camino de la paz” 97.
La verdadera misión de la familia cristiana es la de ser familia
cristiana, en donde se de el amor y prepara a sus miembros para amar y darse
a los demás, tal como aprendió el mismo Jesús en la escuela de María y de
José. La familia cristiana es, sobre la tierra, la realidad más completa y
parecida al Dios que es amor, donación, comunión, por eso el mayor
testimonio que puede dar una familia cristiana al mundo de hoy es ser
verdaderamente aquello que está llamada a ser. Este es su cometido esencial
en la Iglesia: mostrar al mundo que es posible vivir en la comunión, hecha de
la donación total y gratuita al otro, de su acogida desinteresada, del perdón
mutuo de las ofensas, de la atención al otro según sus necesidades. Mostrar,
en definitiva, lo que es el amor divino.
Otra misión fundamental de la familia cristiana, como iglesia
doméstica, es la de la transmisión de la fe a los hijos. Ésta se da, en primer
lugar, a través de la vida de los padres que, con sus actitudes y su
comportamiento, muestran lo que realmente mueve sus vidas y su verdadera
fe a sus hijos. Éstos se percatan perfectamente y valoran las disposiciones de
sus padres respecto a las situaciones que se presentan en la vida, aceptando lo
que ven en ellos de auténtico y rechazando lo que es mera apariencia. Pero es
también necesaria la educación explícita y la presentación del mensaje, que

97
Cf. BENEDICTO XVI, Mensaje para la celebración de la jornada mundial de la paz 2008.
no puede dejarse exclusivamente en manos de la parroquia o de la escuela
católica, sino que requiere expresamente, la confesión de la fe de los padres a
los hijos en la propia casa. La manera más práctica y eficaz es hacerlo a
través de celebraciones domésticas, como ya señalaban los Padres de la
Iglesia98, y como se realiza en algunas familias cristianas dentro del Camino
Neocatecumenal.
La familia cristiana, está llamada, como todo bautizado, a la santidad.
Hoy, más que nunca, tiene la noble misión de ser testigo en medio de este
mundo descreído y relativista de que es posible hacer una opción definitiva
por el amor y mantenerla en fidelidad. Que lejos de coartar la libertad
personal, la engrandece hasta dimensiones sobrehumanas porque es una
decisión libre fundada en el amor, que ni las contrariedades y dificultades de
la vida pueden quebrar si está apoyada en el amor de Aquel que nos ama para
siempre. Si el hombre moderno, privado de la gracia divina, se muestra
incapaz de superar lo efímero y lo transitorio por lo que no puede amar
verdaderamente, el matrimonio cristiano debe mostrar cuál es la fuente del
don sincero y del amor hermoso que reporta la felicidad.
Esto conlleva, ciertamente, dificultades, oposiciones y ataques que
provienen del medio ambiente y de la mentalidad dominante, pero en este
combate, la familia tiene el apoyo de la oración y los sacramentos y el
amparo de la comunidad cristiana para la defensa de su mutua fidelidad, de la
apertura a la vida y de la verdadera vocación humana al amor. De este modo
será realmente familia misionera en la Iglesia convocada por Cristo para ser
testimonio vivo de su presencia entre los hombres.

98
“Haz de tu casa una Iglesia ya que debes dar cuenta de la salvación de tus niños y de tus
servidores”, cf. SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Génesis 6,2, PG 54,607.
Capítulo 7
LA VIRGINIDAD CRISTIANA

La virginidad voluntaria es un fenómeno totalmente desconocido en la


historia de la humanidad. Conocemos el caso de las vestales romanas, pero
no queda claro que esta práctica fuera objeto de una opción libre por parte de
las interesadas. Ni siquiera se contemplaba esta posibilidad en el AT, antes al
contrario, el matrimonio y la fecundidad eran los valores predominantes, por
lo que se consideraba una auténtica desgracia la esterilidad y sobre todo el
hecho de morir siendo todavía virgen, como muestra el episodio de la hija de
Jefté (Jc 11,37-40). Únicamente desde Jesucristo es posible comprender el
valor intrínseco de la virginidad.
Jesús plantea esta posibilidad en el transcurso de su discusión con los
fariseos acerca de la licitud del divorcio. Una vez aclarado que en el proyecto
divino sobre el matrimonio no se contempla la ruptura de la relación
conyugal, y ante la extrañeza y el escándalo de los discípulos por esta
exigencia, les muestra una nueva forma de vivir la sexualidad fuera de la
vida matrimonial: “Hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el
Reino de los Cielos. Quien pueda entender, que entienda” (Mt 19,12b).
Jesús no está contraponiendo el celibato o la virginidad al matrimonio,
que sigue siendo la expresión clara de la vocación humana al amor, tal como
Dios lo ha diseñado al crear al hombre como varón y como mujer y, por
tanto, destinados a la comunión interpersonal. Les está enseñando un modo
nuevo de vivir esta vocación al amor y a la donación total de sí mismos, y el
modelo de esta nueva forma de vida es Jesús mismo.
Él, en efecto, no se casó sino que fue célibe, ante la extrañeza de sus
contemporáneos que no concebían que un varón adulto judío, y mucho
menos un rabí, no tuviera esposa. Pero la elección por la virginidad en Cristo
no es arbitraria, sino deliberada porque es la mejor manera de manifestar
150 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

quién es Él en su doble relación para con Dios y para con nosotros. Cristo es
para Dios y para los demás. Él es para el Padre, le pertenece y permanece en
Él, al igual que el Padre está y permanece en Cristo (cf. Jn 14,9ss). Ama al
Padre como es amado por Él con un amor total, único, indisoluble, y con ese
mismo amor nos ama a nosotros (cf. Jn 15,9ss). No está dividido sino que su
ser pertenece por completo al Padre, por eso puede afirmar: “yo estoy en el
Padre y el Padre está en mí” (Jn 14,11a), de modo análogo a como dice la
esposa del Cantar: “mi amado es para mí y yo soy para mi amado” (Ct
2,16a). Por eso fue célibe, ya que está donado, entregado, unido al Padre con
el que es uno solo, y está donado y entregado a todos los hombres (cf. Lc
22,19-20). Su ser es pura receptividad del amor del Padre y pura respuesta
oblativa de este mismo amor al Padre, y en el Padre a toda la creación por
medio de su Espíritu. Por eso no podía entregar su corazón a ninguna persona
en particular, ni amar a alguien de un modo distinto y parcial.
En su relación con el Padre y con nosotros nos está indicando nuestro
verdadero ser y nuestra vocación. Este es también el destino del hombre: ser
uno con el Dios Trino. De ahí que el celibato sea la expresión más
determinante de lo que es ser hombre: celibato entendido como entrega al
amor de Dios y, por lo tanto, al amor del prójimo, en total obediencia a la
voluntad de Dios y en completa entrega a los demás, tal como lo hizo Cristo,
salvando las diferencias que determinan la debilidad del amor humano. Esta
entrega, al igual que toda donación de amor, lleva al hombre a ser fecundo
espiritualmente, haciendo surgir vida allí donde llega el influjo de su amor.
Tenemos también aquí la triple dimensión del amor esponsal: diferencia
(Dios-hombre), donación-amor y fecundidad.
Hay, pues, una doble vocación al amor, dos modos distintos de vivir la
sexualidad según su verdad: una ordinaria para la mayoría de los hombres,
otra extraordinaria, en el sentido etimológico de la palabra, a la que están
llamados unos pocos99. El matrimonio, que se vive “en el Señor”, tiene un
valor fundamental, universal y ordinario, que realiza la vocación humana al
99
Para lo que sigue, cf. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, 407-466; C. CAFFARRA,
Ética general de la sexualidad, Madrid 2000, 111-119; J. NORIEGA, El destino del eros, 283-
289.
LA VIRGINIDAD CRISTIANA 151

amor y a la comunión con Dios y con los hombres; la virginidad, un valor


particular y excepcional, que se elige voluntariamente “por el Reino de los
Cielos”. Aunque se trata de una elección libre, por su radical novedad
respecto a todo lo anterior y porque lleva la impronta de la semejanza con
Cristo, que ha hecho personalmente esta elección, no se propone a todos, sino
solamente a aquellos que son llamados y a los que se les ha dado a entender.
Por tratarse de una vocación –lo mismo podríamos decir del matrimonio– no
se debe a una opción personal, no se trata de algo que uno se propone, sino
que es un don. No es tarea a realizar sino gracia, pero como toda gracia
implica la aceptación y la respuesta voluntaria de la persona agraciada.
Respuesta agradecida y confiada en la posibilidad de su ejecución pues tanto
el querer como el obrar vienen de Él.
Para comprender tanto el matrimonio en el Señor como la virginidad
por el Reino de los Cielos, hemos de remitirnos al acto creador de Dios que
al instituir al hombre como varón y como mujer ha mostrado el carácter
esponsal que tiene todo ser humano. Por eso la llamada a la virginidad hay
que entenderla en relación con el significado esponsal del cuerpo; es decir:
que el cuerpo humano, en su masculinidad y feminidad, está concebido para
el don de sí y la acogida del don, esto es: para la comunión de personas.
El mismo cuerpo del hombre está indicando que éste existe en la
relación con Dios y con los demás y que se realiza en la donación mutua del
varón con la mujer. Pero esta relación apunta a una realidad última, a la que
todos están llamados: a la unión con Dios. Esta unión, objetivo definitivo de
la Creación, es ya posible por el hecho de la Encarnación. Dios, tomando un
cuerpo humano en Jesucristo, ha hecho de dos realidades diferentes –Dios y
hombre– una sola cosa en la persona de Cristo. De este modo puede entrar en
contacto directo con los hombres y llamar a algunos de ellos a seguirle,
dejando padre, madre, casa y bienes, para ser sus discípulos. A algunos de
entre ellos les invita, como él mismo, a vivir la sexualidad de un modo
distinto al matrimonio, a causa del reino de los Cielos, es decir, en total
referencia a Dios en una vida centrada y donada completamente a Él.
La virginidad “por el Reino de los Cielos” implica renuncia a todos los
bienes propios: afectos, deseos, proyectos y a todo aquello en lo que uno se
152 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

apoya; supone negarse a sí mismo y seguir a Cristo con un corazón indiviso


que ya no se entrega a nada más que a Dios perteneciéndole sólo a Él. La
virginidad únicamente es posible desde la pobreza de aquel que no defiende
nada propio y desde la obediencia de quien se somete en todo a Cristo su
Esposo. El discípulo comienza, de este modo, a identificarse con Cristo,
modelo supremo de la pertenencia al Padre, que en todo se somete a su
voluntad. Quiere lo que quiere Él, desea lo que desea Él, obra como obra Él,
hasta el punto de poder decir con Pablo: “Ya no soy yo sino que es Cristo
quien vive en mí” (Gal 2,20a). De este modo se genera una mutua
pertenencia, un verdadero matrimonio entre Dios y el hombre tal como lo
expresa el propio Jesús en su oración: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que
ellos también sean uno en nosotros” (Jn 17,21b).
Sin embargo, lo más llamativo de la virginidad por el Reino es la
continencia sexual. Pero la renuncia al matrimonio y la aceptación de la
soledad por Dios no implica dimisión de la masculinidad o feminidad ni
abandono de la dimensión comunitaria de la persona; no niega el sentido
esponsal del cuerpo ni supone desvalorización del matrimonio. Es llamada a
una forma más plena de comunión, pues es vivir para Otro, haciéndose don
sincero para los otros, como Cristo. Supone, sí, la renuncia a un bien, la
realización de la capacidad sexual, pero por otro bien mayor; entraña una
plenitud de vida que anticipa la futura antropología de la resurrección, tal
como lo reseñaba Jesús en su discusión con los saduceos (cf. Mc. 12,25).
Si la sexualidad es buena y el hombre ha sido creado para el don
sincero de sí mismo y la comunión de personas, la virginidad debe ser, junto
con el matrimonio, una realización posible de la sexualidad. Ésta, como
hemos visto, consta de dos elementos indisociables: la dimensión unitiva y la
procreativa; para que la virginidad sea una nueva forma de vivir la
sexualidad, debe poder ejercitar, como en el matrimonio, ambas dimensiones.
Pero tanto el matrimonio “en el Señor”, como la virginidad “por el Reino”,
están en estrecha relación con el misterio esponsal de Cristo que se ha
donado a sí mismo. Es don del Hijo al Padre sometiéndose y obedeciendo
hasta la muerte y es don de sí a la Iglesia, que nace de su costado. Ésta, por la
aceptación de la entrega de Cristo y en respuesta a su amor, se dona a su vez
LA VIRGINIDAD CRISTIANA 153

a Él. La esencia de la Iglesia es esta respuesta de amor al amor de Cristo,


amor esponsal de donación mutua entre Cristo Esposo y la Iglesia esposa.
Este misterio de amor lo expresa, como dice S. Pablo en su carta a los
efesios, el matrimonio, pero este misterio es tan grande que el matrimonio
por sí solo no lo puede reflejar completamente. En efecto, el don de sí mismo
sólo puede ser total y para siempre, pues yo puedo dar una parte de lo que
tengo, que es mensurable, pero no una parte de lo que soy, que no es
mensurable. Me doy entero o no me doy y si me doy no me presto. Puedo
prestar algo que tengo por algún tiempo, pero no mi persona. No es posible
amar a alguien con la mitad de mi ser y durante un tiempo determinado, para
dejar de amarle a su término, mientras mi otra mitad se ha entregado a otra
persona. Por eso, si el don es total sólo puede ser entre dos personas: “yo me
entrego a ti porque eres tú”. El amado es único, irrepetible e insustituible con
exclusión de cualquier otro. “Yo soy para mi amado y mi amado es para mí”,
dice la amada del Cantar. Lo mismo expresa la alianza de Dios con Israel:
“Vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios”. Del mismo modo la
donación de Cristo, libre y voluntaria, es don total y exclusivo de sí mismo a
la Iglesia. Cristo se ha entregado a su Iglesia y a nadie más, del mismo modo
que la Iglesia debe permanecer fiel a Cristo sometiéndose únicamente a Él y
a nadie más, le pertenece a Él. Hay un solo Señor, una sola fe y un solo
bautismo. Esta elección y exclusividad del amor de Cristo lo manifiesta el
matrimonio, pero en la grandeza de su significado encuentra su propio límite,
porque la exclusividad del amor de Cristo no excluye su universalidad.
Dios no ama a los hombres en abstracto, me a ama a mí. La donación
de Cristo no es genérica, su término es cada persona pues él “me amó y se
entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20b). Esta dimensión de la entrega de
Cristo es la que refleja la virginidad cristiana, el lugar en el que su amor se
revela como total y universal. La universalidad indica que nadie queda
excluido de este amor. Cristo permanece virgen y ama virginalmente porque
no excluye a nadie de su amor, sino que cada uno en particular es objeto de
un amor total. La continencia total y perfecta es una exigencia esencial de la
virginidad, pues si el hombre es ser corpóreo, su dimensión espiritual, su
entrega total a todos se expresa también con el cuerpo. En la virginidad se
154 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

renuncia a donarse a una persona concreta para darse total y exclusivamente


a Cristo y en él a todos los demás.
La virginidad, tal como revela el diálogo de Jesús con los saduceos (cf.
Lc 20,27ss), está en relación estrecha con la resurrección de la carne. Jesús
afirma que en la resurrección el hombre será como los ángeles e hijo de Dios.
No está diciendo que dejará de ser hombre por el abandono del cuerpo, pues
éste es parte esencial del ser humano, sino que habrá un total dominio del
espíritu sobre el cuerpo que no presentará ninguna clase de oposición. Allí se
manifestará plenamente el significado esponsal del cuerpo por cuanto se
llegará a la plenitud de la donación personal y a la entera comunión de
personas. En cuanto a la filiación divina se alcanza por la completa comunión
del hombre con Dios. La respuesta del hombre a la autodonación de Dios
transforma todo su ser amando tan profundamente a Dios que le lleva a
participar de la comunión trinitaria, con lo que se realiza el hombre a imagen
y semejanza del Dios Trino (Jn 14,23), y en ella encuentra a todos los demás
que participan de esta misma comunión. Es lo que la Iglesia llama “la
comunión de los santos”.
Esta realidad, que será plena en la resurrección, ya está presente en
nuestro mundo a través de la persona virgen que concentra toda su
subjetividad corporal, psicológica y espiritual en la respuesta a la
autodonación de Dios en Cristo por el Espíritu. Supone consentir en que Él
esté totalmente presente en la propia subjetividad, como el único necesario y
el único Esposo. Esto le lleva a amar a Dios y al prójimo del mismo modo
que lo ha hecho Cristo. Es su testamento: “amaos como yo os he amado”, es
decir, dando todo a cada uno, de modo semejante a como el Padre lo da todo
al Hijo y viceversa. El amor, la caridad es, pues, la raíz y el modo concreto
de vivir la castidad. En el caso de la castidad virginal, distinta de la conyugal,
que vive de la comunión íntima con Cristo y que participa de la autodonación
escatológica de Dios, se hace capaz de un don total y universal. Renunciando
al amor conyugal ama a cada hombre y a cada mujer, haciéndose todo para
todos, estando disponible a la misión universal de la Iglesia.
Al ser fruto de una elección libre e implicar una renuncia, es preciso
ser conscientes de aquello a lo que se renuncia. La aceptación del don de la
LA VIRGINIDAD CRISTIANA 155

virginidad no es negación del don y del valor del matrimonio, pues ambos
son afirmación del carácter esponsal de la vida humana ya que ésta se realiza
en el don sincero de sí mismo. Al ser ambos expresión del amor se miden
con la misma regla: es más quien más ama. No hay entre ellos relación de
superioridad o inferioridad, solamente en cuanto al significado. El hombre se
preocupa verdaderamente de lo que lleva en su corazón. Mientras el casado
debe atender al cónyuge y a los hijos, si los hubiera, el célibe se ocupa sólo
del Señor, de su cuerpo, que es la Iglesia y de todo el mundo, ya que todo
pertenece a Cristo. El amor hacia Él nos urge a donarnos como se donó Él, a
complacerle y hacer lo que le agrada. Es continuar el diálogo de amor que
inició Dios con su creación y su elección.
Ahora bien, la respuesta a esta vocación supone capacidad de donación
y, por tanto, la integración de la persona, pues no puede uno dedicarse
exclusivamente al Señor si hay división interior y su corazón está en otras
cosas. Ciertamente que los problemas personales y las desviaciones están
presentes en todo hombre, por eso es necesario el combate continuo para el
progresivo control y sometimiento de los afectos a la persona para
permanecer en Cristo y no distraerse en cosas no esenciales.
Pero tanto el matrimonio como la virginidad derivan de la misma
fuente –el amor esponsal de Cristo por su Iglesia– y ambos se complementan.
La virginidad muestra al matrimonio que su vocación última es a la
comunión con Dios a quien han de dirigirse, ayudándose mutuamente, los
cónyuges y toda la familia. El matrimonio enseña a la virginidad que el amor
es siempre personal, no se ama una causa ni un ideal, sino a una persona. No
puede vivirse el matrimonio encerrado en sí mismo, sin abrirse al servicio de
los demás en un egoísmo exclusivista, ni puede darse la virginidad sin el
amor concreto a las personas; pero tanto uno como el otro han de proceder
según el destino del hombre, que no pertenece a este mundo que pasa, sino al
reino de Dios. Cada uno, según su propio don, debe realizarse en atención al
fin último. El significado esponsal del cuerpo alude a la comunión de
personas, pero por encima de la unión del varón con la mujer apunta hacia la
comunión con Aquel que nos ha llamado a la vida porque quiere entrar en
comunión con el hombre. Por encima de la mediación del matrimonio, que es
156 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

para el mundo presente, la virginidad señala y anticipa ya la realización


escatológica, pues somos del Señor (cf. Rm 14,7-9).
La sexualidad humana está integrada y se comprende desde el amor.
Con la gracia del Espíritu Santo es posible vivir la sexualidad sin ser esclavo
de los instintos, en apertura a los demás y en la entrega a todos y cada uno
por la caridad. Esta es la altísima vocación del hombre a la que hay que
responder día a día y que se expresa en el matrimonio indisoluble y en la
virginidad por el Reino, dos formas de vivir la vocación originaria del
hombre al amor, cada cual según su vocación. Si hay una superioridad
objetiva en la virginidad por cuanto muestra el carácter escatológico de la
persona, no la hay subjetivamente, pues ambos son relativos el uno al otro,
ya que una sola cosa es necesaria: amar.
CONCLUSIÓN

¿Cómo mostrar la belleza y el esplendor de la sexualidad en general y


del matrimonio y la vida consagrada en particular, a una sociedad que se
encuentra sumida en una profunda crisis de valores y en la que la moral se
relega al plano de la subjetividad por lo que los caprichos acaban por
convertirse en derechos? ¿Y cómo poder vivir según el designio divino
cuando la presión del ambiente amenaza con aplastar todo resquicio de virtud
y la corriente del mundo parece arrastrar y anegar a cuantos se atreven a vivir
en castidad?
El Papa Juan Pablo II en la encíclica Veritatis Splendor llama a
reconstruir el sujeto moral cristiano, que nace del encuentro con el
Evangelio100. El Sumo Pontífice señala tres directrices. La primera de ellas es
restablecer el nexo que se da entre libertad y verdad. Antes de dar una
respuesta a la pregunta del joven rico que desea encontrar el camino hacia la
felicidad, Jesús le pone frente a la verdad de todo ser humano: “¿Por qué me
llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios”. Lo que el joven busca y lo
que todo hombre desea y trata de alcanzar es encontrarse con lo Absoluto.
Hay una cuestión fundamental que subyace en todas y cada una de las
acciones: el deseo jamás satisfecho en el hombre de vida eterna, eso que
llamamos felicidad, y que la realidad de la muerte convierte en drama
existencial. Esta es la verdadera cuestión y la libertad consiste en escoger el
camino correcto para llegar a alcanzar el Bien al que el hombre está
destinado.
Para ello, tanto la ley natural, como los mandamientos promulgados en
el Sinaí y que Jesús recuerda al joven rico, lejos de ser un obstáculo para la

100
Cf. Para lo que sigue: L. MELINA, Participar en las virtudes de Cristo, Madrid 2004, 39-
51.
158 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

libertad, son una guía segura, señales precisas que me marcan el camino
adecuado para alcanzar mi objetivo. Es cierto que si uno desea llegar a un
determinado lugar tiene caminos ya trazados que le facilitan el acceso. Sería
absurdo que por un falso concepto de libertad, alguien desdeñara seguir el
camino ya abierto, porque le obliga a adoptar una ruta que él no ha trazado, y
pretendiera abrir un camino nuevo por su cuenta. El camino ya abierto le
ayuda a conseguir su deseo, que es llegar a tal lugar y realizar lo que
realmente quiere. Sólo la verdad sobre quién soy y a qué estoy llamado me
puede hacer libre. De lo contrario, estoy perdido y no podré orientarme ni
alcanzar mi destino.
La segunda es reponer el vínculo entre la fe y la moral. El deseo del
hombre por tener vida eterna, sólo puede ser satisfecho con el encuentro
personal con Cristo que ha venido “para que todo el que crea tenga por él
vida eterna” (Jn 3,15). Es la experiencia del amor con el que uno ha sido
amado por Dios en Cristo, lo que engendra la fe, la confianza y el abandono
seguro en quien no nos va a defraudar. Y la fe suscita la obediencia, el
seguimiento y la adecuación de nuestra conducta a la de la persona amada.
La moral nace de experimentar el atractivo, la belleza y el gozo del amor. Es
la respuesta del hombre a la iniciativa divina que ha salido a su encuentro, y
que paga con amor el amor con el que ha sido amado. La fe, que es un don,
incluye la moral, respuesta a ese don, pues no hay don si no es acogido.
Así pues, verdad, vida eterna y moral están estrechamente unidas. No
son conceptos abstractos sino una realidad personal: Jesucristo. Él revela al
hombre la verdad sobre sí mismo y le señala el camino para que pueda
alcanzar su destino: Cristo mismo, que se ha manifestado como camino,
verdad y vida y que llama al hombre a su seguimiento. Cristo hace descubrir
al hombre la grandeza de su vocación, a la que no le es lícito renunciar. En
necesario resistir a la tentación del momento, que tantas veces se ha hecho
presente en la historia de la Iglesia, de rebajar las exigencias de la moral
cristiana a lo que parece posible a las fuerzas humanas y acomodarse al
mundo que pasa, desertando de la especificidad cristiana y “vaciando de
contenido la cruz de Cristo” (1Co 1,17b), pues nuestra fe se funda “no en
sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios” (1Co 2,5).
CONCLUSIÓN 159

Para poder responder a esta llamada es necesario seguir la tercera


directriz que señala el Papa: la moral cristiana “consiste fundamentalmente
en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a él, en el dejarse
transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia, que se puede
alcanzar en la vida de comunión de su Iglesia” (VS 119). La vida moral sólo
puede ser protegida y alimentada en el seno de la comunidad cristiana. “Para
que nazca el nuevo sujeto moral cristiano, es menester que la Iglesia sea
realmente una morada habitable, un lugar de comunión visible de encuentro,
donde puedan experimentarse la fraternidad y la camaradería. Hacer una
Iglesia presente como comunidad efectiva es, pues, una urgente necesidad”.
Así lo recoge el Santo Padre cuando, citando a S. Agustín, proclama que
“quien quiera vivir tiene en donde vivir, tiene de donde vivir. Que se
acerque, que crea, que se deje incorporar para ser vivificado. No rehúya la
cohesión de los miembros” (VS 119)101.
Para que esta vida de comunión de la Iglesia sea efectiva es necesario
que se encuentren comunidades vivas en las que cada fiel pueda sentirse
acogido, acompañado y sostenido en su caminar. Esta realidad se encuentra
ya presente en la Iglesia, gracias a la acción del Espíritu Santo, que suscita en
la Iglesia lo que se necesita en cada tiempo. Basta pensar en las Nuevas
realidades eclesiales y en las minorías creativas de las que habla Benedicto
XVI.
Es necesario superar el subjetivismo no dejando de lado ciertos temas
morales impopulares, ni rebajando las exigencias del Evangelio, sino mostrar
en toda su grandeza la belleza de Cristo que atrae, estimula y empuja al
hombre a que se atreva a vivir en la plenitud de la vocación a la que está
llamado.

101
L. MELINA, Participar en las virtudes de Cristo, 49-50.
Apéndice
EL IMPERATIVO “VETE” EN LA ESCRITURA

El tiempo le ha sido concedido al hombre, creado por amor, para


conocer el amor y amar. Ha salido de Dios y vuelve a Él, respondiendo
libremente a su amor. Al igual que la de Cristo, la vida del hombre sobre la
tierra tiene una dinámica pascual, emplazado por Dios debe responder a su
oferta de comunión. Toda la Historia de la Salvación se reduce al mandato de
Dios a Abram: “Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a
la tierra que yo te mostraré” (Gn 12,1)102.
Vete es la primera palabra que sale de la boca de Dios al comienzo de
la historia de la salvación, dirigida a Abram en el momento de su elección.
Este mismo imperativo, presentado por Dios a diferentes personas, se repite a
lo largo de toda la Escritura. Nos proponemos analizar los textos más
significativos con el fin de desentrañar el sentido profundo de esta invitación.
La llamada inicial, como hemos dicho, se dirige a Abram. Es una
incitación a salir de su tierra, de su patria y de la casa de su padre, para ir a la
tierra que Dios le mostrará. En el caso presente el acento se pone en la
necesidad de salir, abandonar una realidad, como indica la forma verbal
empleada: e;xelqe en el griego de los LXX. El verbo hebreo utilizado en este
caso y en todos los que vamos a analizar es el verbo lek, con el imperativo
lekî. Se trata de salir de una realidad con el fin de ir a otra; evidentemente,
no se puede ir a un determinado lugar sin salir previamente de aquel en el
que uno se encuentra. Abram, pues, debe salir de su realidad. ¿Cuál es ésta?
Se la describe con los términos: tierra, patria y casa de tu padre.
El hombre está ligado a la tierra de la cual emerge, ya que ha sido
formado con polvo del suelo (Gn 2,7). La tierra es una realidad vital que

102
Cf. J. GRANADOS, “L’unità dell’huomo alla luce dell’amore”, en La via dell’Amore, 79.
APÉNDICE 161

modela al hombre que es hijo de su tierra, en la que están sus raíces y en la


que encuentra su sustento103. Irse, salir de su tierra supone un total desarraigo
para el hombre al quedarse sin el suelo firme sobre el que ha caminado hasta
entonces. Pero la palabra dirigida a Abram insiste y recalca la orden al
precisar la necesidad de salir, además de la tierra, de la patria y de la casa de
su padre. La patria, es la tierra de los padres, el lugar donde se concretan los
sueños humanos y en la que se está aclimatado con los suyos. Por otro lado,
el hombre necesita para vivir, un ambiente acogedor en el que se sienta
recibido, valorado y amado: es su casa y su familia, conceptos que en hebreo
se designan con la misma palabra: bait104.
Por tanto, tierra, patria, casa, designan las raíces del hombre; allí están
sus parientes, sus amigos, sus recuerdos y sus lazos afectivos, su pasado y su
historia que lo han configurado en su modo de ser; pues bien, Abram debe
irse, dejar, salir de toda esta realidad que le rodea y condiciona. Para poder
seguir a Dios ha de marchar sin mirar atrás. La historia de la salvación
comienza con un desarraigo, pero es un desarraigo y un vaciamiento para una
nueva plenitud: otra tierra que, como la primera, Dios va a dar, porque la
tierra, toda ella, pertenece al Señor que la ha creado y se la ha dado a los
hombres para que la posean y dominen (Gn 1,18), pero sólo como usufructo;
aunque la constante tentación del hombre será la de apropiarse de lo que ha
recibido como don y convertirla en propiedad personal a la que ata su vida
con el olvido de Aquel de quien todo proviene; de ahí la continua lucha de
Dios con el hombre para apartarle de la tentación de la sedentarización y de
la posesión, fuentes de injusticia y opresión 105. Es, pues, necesario este
éxodo, esta salida sin la cual no hay intervención salvífica de Dios.
Nuevamente vuelve a resonar la orden de Dios dirigida a Abram,
transformado en Abraham por la promesa divina de darle una descendencia
numerosa (Gn 17,5). Precisamente el contenido del mandato divino afecta
seriamente a la continuidad de esta descendencia, Dios manda a Abraham

103
Cf. G. BECQUET, “Tierra”, Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 1996, 897-902.
104
Cf. J.-M. FENASSE - M.-F. LACAN, “Casa”, Vocabulario, 150-152, en especial 150.
105
Cf. G. BECQUET, “Tierra”, Vocabulario, 897-902, en especial 898-900.
162 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

dirigirse (poreu,qhti) al país de Moria y sacrificar en el monte que se le


indicará a su único hijo, al que ama (Gn 22,2). A Abraham, al que se le ha
pedido salir y dejar su tierra, su patria y la casa de su padre, es decir, las
raíces que le atan a su pasado, se le exige ahora despojarse de su hijo, su
proyecto y su futuro.
Se trata de un despojamiento total al que debe someterse Abraham. Si
antes debía salir de las seguridades que le proporcionaba su pasado, ahora le
incumbe desprenderse de lo que le asegura su porvenir. El verbo empleado es
distinto, pero el significado es el mismo, pues el salir de una situación
implica necesariamente encaminarse, ir a otra diferente. Antes debía salir de
su tierra, ahora debe ir a un determinado monte a sacrificar a su hijo; el
sentido de la disposición divina es similar: Abraham debe abandonar las
seguridades que le aportan tanto su pasado como su futuro por una incerteza:
la tierra que Dios le mostrará (Gn 12,2b), y un absurdo: una descendencia
prometida a cambio de lo único que asegura dicha descendencia. Estas
seguridades son las posesiones de las que dispone y de las que se tiene que
desprender fiado sólo de la palabra que Dios le dirige; en este caso, cuando,
en contra de toda esperanza, se somete a la voluntad de Dios, Éste actúa y da
no sólo cabal cumplimiento de todas sus aspiraciones, sino que las supera por
encima de lo que pudiera soñar (Gn 22,11-18; cf. Rom 4,18-22).
El mismo mandato dirige, por tres veces, el Señor a Moisés (Ex 3,
10.16; 4, 12). Esta vez se trata de un encargo: Moisés ha de volver a Egipto,
de donde escapó, para sacar al pueblo de Israel y llevarlo a una tierra buena y
espaciosa. “Ve (deu/ro) –le dice Yahveh– yo te envío a Faraón, para que
saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto”. Y, de nuevo: “Ve (e.lqw.n), y
reúne a los ancianos de Israel”. Y ante las excusas que interpone aquel para
escapar de su misión, le vuelve a reiterar el mandato: “Así pues, vete
(poreu,ou), que yo estaré en tu boca y te enseñaré lo que debes decir”.
Moisés ha de salir de la relativa seguridad que le proporcionaba su destierro
en Madián y volver a la inseguridad y a los peligros que le aguardan en
Egipto para ejecutar la gestión que le ha sido encomendada, apoyado, tan
solo, en la palabra que ha recibido de Dios.
APÉNDICE 163

Baraq recibe, así mismo una encomienda (Jc 4,6), y, aunque le llega
por la boca de la profetisa Débora, la orden viene de parte de Dios: “Vete”
(a.peleu,sh), se le ordena, ya que Baraq debe salir de la casa de su padre de
donde es mandado llamar por la profetisa, para llevar a cabo la tarea
encomendada.
Una misión liberadora debe desempeñar también Gedeón cuando
Yahveh le envía a salvar a Israel de la mano de Madián. También aquí el
mandato es perentorio de parte del Señor: “Vete (poreu,ou) con esa fuerza
que tienes y salvarás a Israel de las manos de Madián. ¿No soy yo el que te
envía?” (Jc 6,14)106. Y, cuando de nuevo surgen los temores del enviado,
Dios le asegura su protección y el éxito de su misión (Jc 6,15-16). Pero,
también en este caso, el elegido debe romper con la casa paterna y con las
seguridades que le proporcionan su familia y la gente de su ciudad, su patria
(cf. Jc 6, 25-32).
La orden es parecida a la que recibió Abraham en el sacrificio de Isaac
(cf. Gn 22,2); el paralelismo de las situaciones y del mandato recibido de
Dios es muy similar:

Gn 22,2-3.9-10 Jc 6, 25-27a
“Díjole (Dios): “Toma a tu hijo, a tu único, Yahveh dijo a Gedeón: “Toma el toro de
al que amas, a Isaac, vete al país de Moria tu padre, el toro de siete años; vas a
y ofrécele allí en holocausto en uno de los derribar el altar de Baal propiedad de tu
montes, el que yo te diga.” padre… Luego construirás a Yahveh tu
Se levantó, pues, Abraham de madrugada, Dios, en la cima de esta altura escarpada
aparejó su asno y tomó consigo a dos mozos un altar bien preparado. Tomarás el toro
y a su hijo Isaac… Y se puso en marcha y lo quemarás en holocausto.
hacia el lugar que le había dicho Dios. Gedeón tomó entonces diez hombres de
Llegados al lugar, construyó allí Abraham entre sus criados e hizo como Yahveh le
el altar, y dispuso la leña; luego ató a Isaac había ordenado.
su hijo… Alargó Abraham la mano y tomó
el cuchillo para inmolar a su hijo.

106
También Saúl recibirá una orden semejante de parte de Dios, a través del profeta Samuel,
para ejecutar el castigo contra Amalec: “Ahora, vete (poreu,ou) y castiga a Amalec” (cf. 1S
15,3). Cf., así mismo, la invitación del Señor a Elías para abandonar el torrente Kerit donde
había sido alimentado hasta entonces y dirigirse a Sarepta de Sidón (1R 17,9).
164 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

Al igual que Abraham, Gedeón debe tomar lo que más aprecia, el toro
de siete años, propiedad de su padre; derribar el altar familiar construido en
honor de Baal, que aseguraba el sustento de la familia 107; construir un nuevo
altar a Yahveh y sacrificar sobre él el toro de su padre. Así pues, Gedeón no
sólo ha de poner en riesgo la benevolencia y la protección de su clan, sino
que también debe renunciar al futuro que tenía proyectado junto a su familia
(cf. Jc 27b-32).
Un esquema semejante rige en la vocación de algunos profetas. Isaías
queda lleno de temor ante la presencia de Yahveh Sebaot que, por medio de
un serafín tranquiliza a su profeta antes de enviarlo a su misión: “Ve
(poreu,qhti) y di a ese pueblo” (Is 6, 9). O como a Jonás, enviado a predicar
a Nínive la conversión: “Levántate, vete (poreu,qhti) a Nínive, la gran
ciudad, y proclama contra ella que su maldad ha subido hasta mí.” (Jon
1,2). Y cuando, después de la deserción del profeta y su intento de huída del
Señor, Éste le devuelve por la boca del pez a la tierra, le reiterará su mandato
(cf. Jon 3,2). Esta vez, el profeta no dudará en desempeñar su misión seguro
de la protección divina108.
Por lo visto en estos breves resúmenes, podemos observar una serie de
elementos comunes que se repiten en la mayor parte de los casos y que nos
aportan el sentido profundo de estos textos. El mandato viene siempre de
parte de Dios, directamente o por medio de personas cualificadas para ello,
con el fin de cumplir una determinada misión, que implica la necesidad de
salir de la situación en la que se encuentran.
El caso paradigmático es el de Abraham, al que siguen
aproximadamente todos los demás. El padre de la fe, para obedecer el
mandato divino y consumar la obra que Dios quiere hacer en él tiene que

107
Los Baales, dioses protectores de la tierra de Canaán aseguraban la fecundidad de la tierra
y, por tanto, el sustento de sus moradores. Destruir el altar de Baal suponía renunciar a esta
supuesta protección.
108
Cf., igualmente, la llamada de Dios a Oseas (Os 1,2) y Amós (Am 7,15). Aún cuando los
LXX emplean, en estos dos casos, la forma verbal ba,dixe, traducen el mismo imperativo
hebreo: lekî.
APÉNDICE 165

someterse a un triple despojamiento. El primero de ellos se refiere al pasado,


pues ha de salir de “su tierra, su patria y la casa de su padre”. La necesidad
de salir de la tierra se desprende de la especial ligazón que el hombre tiene
respecto de ella. Como hemos visto anteriormente, el hombre, hecho de la
tierra, la posee como un don otorgado por el mismo Dios para que la cultive
y se sirva de ella para su sustento (cf. Gn 1, 28-30). Ahora bien, el hombre
olvida con frecuencia su realidad de criatura y tiende a posesionarse de lo
que no le pertenece convirtiendo la tierra en fuente de injusticia y de
violencia (cf. Gn 6,11-12). También Israel ha pasado por esta experiencia.
Dios le ha dado en posesión una tierra que mana leche y miel, pero se la ha
dado en calidad de forastero y de huésped, puesto que pertenece al Señor (Lv
25,23; Sal 24,1; 39,13; 119,19). Por eso, antes de entregársela, le ha hecho
pasar por la experiencia del desierto, en el que ha vivido como peregrino,
sustentado por el Señor. Cuando Israel, olvidando el desarraigo del desierto y
la providencia divina, se adueñe y asiente en la tierra, llamándola suya, caerá
en la corrupción pues, al establecer en ella su seguridad, tendrá que
preservarla y defenderla, convirtiendo la posesión de la tierra en fuente de
robos, injusticias y diferencias, como denunciarán los profetas (cf. Am 5,7-
13; 8, 4-6). Justamente por eso es necesario que el hombre, para poder recibir
las bendiciones de Dios, deba renunciar a toda posesión, salir de su tierra,
abandonar sus seguridades y dejarse conducir libremente por el Señor.
Pero no sólo la tierra, sino también “su patria y la casa de su padre”. Se
trata del ambiente familiar que arropa al hombre desde su concepción, que lo
moldea y condiciona en su forma de pensar y de actuar, creando en él una
personalidad bien definida. De este modo el hombre es hijo de su padre y de
su madre, condicionado por sus hermanos y por sus hermanas y por las
circunstancias que han rodeado su vida y que, de algún modo, determinan su
forma de ser109. Ésta se convierte, la mayor parte de las veces, en un serio
obstáculo para la libertad del hombre, al haber hecho de él, según sus
circunstancias, un hombre apocado o violento; inconsciente o rencoroso;

109
Tenía razón el gran filósofo español Ortega y Gasset cuando definía al hombre afirmando
de él: “Yo soy yo y mis circunstancias”.
166 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

excesivamente responsabilizado hasta el punto de no poder hacer nada,


consciente o inconscientemente, sin la autorización del padre o atolondrado
en demasía al no haber tenido una guía segura en su educación. Todo esto se
convierte en una pesada carga que ha de arrastrar durante toda su existencia y
que le dificulta o, incluso, impide el vivir según el querer de Dios. Por eso
dirá el Señor en el evangelio: “Si alguno viene donde mí y no odia a su
padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y
hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío” (Lc 14,26; cf. Mt 10,37).
Abraham debe salir, pues, de su patria y de la casa de su padre sin volver la
mirada atrás para seguir al Señor que lo llama (cf. Lc 9,61-62; Flp 3,13). Este
despojamiento supone la purificación de la memoria, de los recuerdos que
atenazan a la persona y no le dejan seguir la llamada de Dios con libertad. El
hombre debe, por tanto, renunciar a ellos o, lo que es lo mismo, amar a Dios
con todo su corazón poniendo su seguridad y confianza no en sus raíces
históricas y en su pasado, sino en Aquel que le llama a salir hacia una tierra
mejor, pues no puede llegar a esa nueva tierra, quien todavía está ligado a la
suya.
El segundo de los despojamientos atañe al futuro. Dios ha prometido a
Abraham una descendencia (Gn 15,2-6) y un hijo que la asegure (Gn 18,10),
otorgándoselo según su promesa (Gn 21,1-2); pues bien, después de esto, y
en una aparente contradicción con todo lo anterior, le va a pedir el sacrificio
de este hijo, precisando que se trata de su único hijo, al que ama, de Isaac.
Este hijo aseguraba a Abraham la descendencia tan deseada y que le había
sido prometida, era la encarnación de sus deseos y proyectos, todo su
porvenir. Abraham que ya había “salido” de su pasado, debe, también,
renunciar a lo que más ama en su corazón: su hijo único, sus sueños, todo su
futuro. En otras palabras, debe amar a Dios con todas sus fuerzas,
purificando su voluntad, no anteponiéndola a la voluntad de Dios, pues los
planes de Dios no son los de los hombres, de manera que “quien quiera
salvar su vida”, su visión de la misma, sus esquemas y pretensiones, “la
perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 11,25). A
Abraham se le pide el sacrificio de su voluntad, la renuncia a sus intenciones
porque los designios de Dios son inmensamente mejores (cf. Gn 22,15-18).
APÉNDICE 167

Pero hay una tercera renuncia que necesita efectuar Abraham y que
concierne al momento presente en el que debe tomar la decisión de hacer
caso a su razón, que le pone delante la dificultad y el absurdo aparente que
supone el mandato divino, o, contra toda lógica humana, obedecer sin
entender (cf. Lc 2, 50-51), apoyado sólo en la fe (Rom 4,18). Es lo mismo
que amar a Dios con toda su mente, purificando su inteligencia, resignando
sus razones y entrando en otra voluntad que no es la suya (cf. Mt 26, 39.42;
Mc 14,36; Lc 22,42). Sólo así se completa la obra que Dios quiere realizar en
él y la bendición de todas las naciones de la tierra por medio de su
descendencia.
Todos los personajes que hemos señalado anteriormente han de
efectuar esta misma renuncia, consumando su propio éxodo desde las
seguridades, pocas o muchas, a las que se aferran, abandonando sus propios
criterios y siguiendo la llamada de Dios que les invita a fiarse de su palabra,
a fin de poder realizar en ellos la obra a la que los tenía destinados.
Pero este imperativo se escucha también en el Cantar de los Cantares
cuando resuena la voz del amado que llega junto a su amada saltando por los
montes y collados: Empieza a hablar mi amado y me dice: “Levántate,
amada mía, hermosa mía y vete” (Ct 2,10). La expresión empleada es lekî -
lak. Se trata, por tanto, del mismo verbo utilizado en todos los casos que
hemos analizado anteriormente110. Es una llamada e invitación que, por dos
veces (cf. Ct 2,13), formula el amado a su amada, que ha permanecido
durante todo el invierno postrada en su casa, a fin de que ésta salga de ella y
siga a su amado por donde él vaya. También en este caso, la amada debe
abandonar la tranquilidad y relativa seguridad que le ofrece la casa de sus
padres si quiere encontrarse con su amado. Tiene que efectuar un doble
movimiento: salir de su casa para ir donde su amado, por lo que estaría
justificada la traducción de la expresión hebrea por “vente”, lo que indica
110
Para la correcta traducción de este texto se puede ver el análisis efectuado por A.
Chouraqui en Le Monde, el 23 de abril de 1972. Cf. R. DOMÍNGUEZ, La Eclesiología
esponsal en el evangelio según san Juan, a la luz del Cantar de los Cantares, Valencia 2004,
60, nota 62. Respecto a las posibles relaciones de este texto con el de la vocación de Abraham,
cf., también pp. 69-72.
168 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

seguimiento de aquel por quien es llamada. La coincidencia en las


expresiones y situaciones permiten reconocer en la figura del amado a
Yahveh que exhorta a la amada, como en los casos anteriores, a salir de sí
misma y seguir a Aquel que le llama a entrar en comunión con Él.
Este parece ser el sentido profundo que tiene el imperativo “vete”, que
hemos analizado a lo largo del AT y que afecta a la disposición personal de
todos cuantos son llamados por Dios a seguirle de un modo u otro. Veamos,
ahora, el uso de este mismo imperativo en el NT. Nos ceñiremos a aquellos
casos en los que el mandato viene directamente de parte del Señor y que
implican, de algún modo, el seguimiento de Jesús o la realización de alguna
misión. Lo estudiaremos primero en los evangelios sinópticos y luego en el
evangelio según san Juan.
La primera llamada la dirige Jesús a sus discípulos; invitando de este
modo a Simón y Andrés: “Venid (deu/te) conmigo, y os haré pescadores de
hombres” (Mt 4,19); lo mismo hará con Santiago y Juan (Mt 4, 21). Aunque
con otras palabras se dirigirá de modo semejante a Mateo (Mt 9,9). Todos
ellos ejecutan la misma acción: levantarse y dejando cuanto poseen, seguir a
Jesús (cf. Mc 1,16-20; 2,14; Lc 5, 10-11; 27-28).
Una propuesta parecida recibe aquel rico que se acercó a Jesús
preguntándole cómo conseguir la vida eterna (cf. Mt 19,16-22; Mc 10,17-22;
Lc 18,18.23). Éste le responderá según lo que estaba establecido por la Ley:
para tener vida eterna ha de observar los mandamientos (cf. Dt 6,1-3), y así
se lo recuerda al nombrárselos uno tras otro; ahora bien, esta persona los
viene guardando desde su juventud; sin embargo, el Maestro sólo le ha
hablado de los mandamientos referidos al prójimo, sin citarle la primera tabla
de la Ley que prescribe amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y
con todas las fuerzas, por eso le hará ver que una cosa le falta: vender cuanto
tiene y dárselo a los pobres, y, a continuación le exhorta: “luego ven
(deu/ro), y sígueme” (Mt 19,21; Mc 10,21, Lc18,22).
Efectivamente, para poder seguir a Jesús, al igual que hicieron los
discípulos, también el que tiene posesiones ha de dejar cuanto posee y quedar
libre de todo lo que le ata a su pasado o le asegure el porvenir: redes, barca,
padre, mesa de impuestos, bienes. Es la misma condición que impondrá Jesús
APÉNDICE 169

a aquel otro discípulo que, enviado a pregonar el Reino de Dios, solicita


primero ir a enterrar a su padre: “Deja que los muertos entierren a sus
muertos; tú vete a anunciar (Vapelqw.n) el Reino de Dios” (Lc 9,60).
Despojado de toda ligadura, el discípulo permanece disponible a las
indicaciones de su maestro y puede seguirlo a donde quiera que él vaya (cf.
Lc 9, 23-24; 57-62)111.
De modo semejante, aquellos a los que el Señor invita: “venid (deu/te)
a la boda”, deben estar predispuestos a dejar sus campos, bueyes y negocios
para ser dignos de probar el banquete; justamente su negativa a renunciar a
sus cosas es lo que les hace indignos de participar en la misma (cf. Mt 22,1-
8; Lc 14,16-24).
El mandato que dirige Jesús a las mujeres el día de su Resurrección
cuando, al salirles al encuentro les ordena: “No temáis. Id (u`pa,gete), avisad
a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán”, puede estar en la misma
trayectoria de cuanto hemos venido diciendo hasta ahora. El cumplimiento de
esta gestión exige a las mujeres el abandono de sus temores y la conversión a
la nueva realidad que inaugura el Resucitado, sin apoyarse en sí mismas, ni
mirar la debilidad de su sexo, ni su incapacidad legal para ejercitar la misión
que se les encomienda. Reconfortadas por la presencia del Señor que vive en
medio de ellas, no dudarán en llevar a cabo su misión.
En el evangelio según san Juan aparece este imperativo de Jesús que se
impone a un determinado número de personas. Resuena, por primera vez, en
la invitación que dirige el Maestro a aquellos dos discípulos de Juan Bautista
que, tras la observación de éste al ver pasar a Jesús, siguen tras él. A los que
le preguntan dónde vive, Jesús les responderá: “Venid (e;rcesqe) y lo veréis”.
Ellos hicieron lo que Jesús les había indicado, “fueron (h=lqan), vieron
dónde vivía y se quedaron con él” (Jn 1,39). Una vez más, la obediencia al
mandato de Jesús implica salir de uno mismo, de las seguridades que ofrece
un maestro contrastado, como era el Bautista, para seguir a un desconocido,
fiados únicamente en una palabra que han recibido.
111
Algunas de las personas que son curadas por Jesús como el leproso (Lc 5,14), el paralítico
(Lc 5,24) o el grupo de los diez leprosos que se le presentan en los confines de Galilea y
Samaría, reciben la invitación para ir fiándose de la palabra de Jesús.
170 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

En un determinado momento de la conversación que mantiene Jesús


con la mujer de Samaría, cuando ésta le pide a Jesús que le de el don del
agua viva, recibirá por contestación esta orden inesperada: “Vete (u[page),
llama a tu marido y vuelve (e.lqe.) acá” (Jn 4,16). La mujer reconoce en
aquel desconocido que ha hallado junto al pozo, a alguien que puede darle un
agua que sacia para siempre; pero para poder recibir este don es necesaria su
conversión; debe abandonar a los maridos que ha tenido hasta entonces, que
no son sus maridos, y reconocer al verdadero esposo que ha venido a su
encuentro112. También, en este caso, la palabra de Jesús es una invitación a la
mujer a salir de sí misma, dejando las ataduras de su pasado para fiarse de
aquel de quien sospecha que es el Cristo (Jn 4,29).
También el funcionario real que acude a Jesús solicitando la curación
de su hijo escucha este mandato de labios de Jesús: “Vete (poreu,ou), que tu
hijo vive” (Jn 4,50). El funcionario creyó en la palabra de Jesús y, como
Abraham, se puso en camino para acabar experimentando la salvación, pues,
“creyó él y toda su familia” (Jn 4,53b; cf. Jn 20,31).
Esta misma imposición recibe la mujer adúltera 113. Esta mujer ha sido
sorprendida en flagrante adulterio y, como tal, merece ser apedreada; sin
embargo, Jesús, autor e intérprete de la Ley 114, no ha venido a juzgar sino a
salvar (cf. Jn 3,17), por eso la mujer es perdonada; pero, puesto que el
pecado engendra la muerte, es necesario que abandone su vida pasada; por lo
que recibe la orden de Jesús: “Vete (poreu,ou), y en adelante no peques
más” (Jn 8,11b). Es preciso que la mujer rompa con su anterior vida de
devaneos dejando lo que le ata a su pasado. También ella debe salir y
caminar en una nueva dirección para poder conocer la plenitud de la
salvación.

112
Sobre el significado del don del agua viva y de los maridos de la mujer samaritana, así
como del sentido general de este encuentro, cf. R. DOMINGUEZ, La eclesiología esponsal,
249ss.
113
Sobre la atribución o no de esta perícopa al Cuarto Evangelio, cf. R. DOMÍNGUEZ, La
eclesiología esponsal, 275-282.
114
Cf. R. DOMÍNGUEZ, La eclesiología esponsal, 294-299.
APÉNDICE 171

Del mismo modo, aquel ciego de nacimiento con el que Jesús se


encuentra por las calles de Jerusalén y al que ha untado los ojos con el barro
hecho de tierra y de su propia saliva, oye de Jesús esta disposición: “Vete
(u]page), lávate en la piscina de Siloé” (Jn 9,7a). Este hombre era ciego y,
sin embargo, parece conformarse con su situación, pues no pide ser curado;
ha de ser Jesús el que poniéndole barro en los ojos, le hace presente su
realidad y le ordena ir a lavarse. El ciego ha sido forzado por la acción de
Jesús a salir de su acomodo, pues se había hecho a la idea de vivir de limosna
toda su vida; así había sido desde que tenía uso de razón; por eso, para poder
ver ha de cortar con lo que había sido hasta entonces su existencia, impuesta
por las circunstancias y por la educación recibida de sus padres; sólo de este
modo se encontrará con Jesús y recibirá la fe (cf. Jn 9,35-38).
Finalmente, es otra mujer, María Magdalena, que tras el encuentro con
el Señor resucitado, escuchará de su boca esta llamada: “Vete (poreu,ou)
donde mis hermanos” (Jn 20,17b). María recibe una función,
independientemente del mensaje concreto que debe transmitir, ella ha de ser
testigo ante los discípulos de la Resurrección de Jesús, por eso el testimonio
que dirige a los discípulos se reduce, fundamentalmente, al anuncio de que
ha visto al Señor. Lo decisivo, que determina el sentido de esta misión, es el
encuentro personal con el Resucitado; ello ha determinado un cambio de
actitud en María: la mujer llorosa que de madrugada, cuando todavía estaba
oscuro había salido en busca del Señor en el sepulcro, va ahora, en la mañana
luminosa de la Resurrección, donde los hermanos a proclamar que el Señor
está vivo. La perícopa resalta este proceso al quedar enmarcada por este
doble ir y venir de la Magdalena, primero de la casa al sepulcro (cf. Jn 20,1),
en donde el Señor se le hará el encontradizo, segundo desde el huerto en el
que ha visto a Jesús a los discípulos; por eso se insiste en el hecho de ir:
“Fue María Magdalena y dijo” (Jn 20,18a). Ha habido, pues, un tránsito, se
ha operado una transformación en la Magdalena: dejando de lado sus temores
ha conocido la alegría de hallar a aquel a quien buscaba con toda su alma;
ahora puede ir y ser testigo: “Vete –le dice el Señor– donde mis hermanos y
diles.”
172 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO

Después del recorrido que hemos efectuado por la Escritura en busca


del imperativo “vete”, puesto en boca de Yahveh, en el caso del AT, o de
Jesús, en el Nuevo, podemos llegar a ciertas conclusiones.
En todos estos casos el mandato viene directamente de parte de Dios,
tan sólo en el caso de Barak, le llega por medio de la profetisa Débora, y a la
amada del Cantar por parte de su amado, lo que puede ser muy significativo
de cara a la interpretación de este poema.
La llamada se dirige a un número heterogéneo de personas, tanto
hombres como mujeres, a la mayoría de las cuales se les encomienda el
desempeño de una misión. Es el caso de Abraham, al que indirectamente se
le está preparando para ser el padre de la fe, o el de Moisés, los jueces y los
profetas, que tienen un cometido concreto que ejecutar. También ejercen una
labor, la samaritana, que encamina a los habitantes de Sicar al encuentro con
Jesús, y las mujeres o la Magdalena, que llevan el mensaje del Señor a los
discípulos.
Pero para todos ellos, la obediencia al mandato de ir, comporta unas
exigencias muy concretas. El ir requiere necesariamente un previo salir de la
realidad en la que uno se encuentra y el abandono de las relativas seguridades
que conlleva la permanencia en lo que se conoce o posee, para afrontar las
eventualidades de lo desconocido. La voz que llama pide dejar tierra, patria,
casa paterna, así como sacrificar al hijo que garantiza el futuro, dorados
destierros lejos de las penurias de la esclavitud o de la persecución de la
justicia, la relativa seguridad que supone el sometimiento a los poderes
dominantes del momento, o la placidez de una vida tranquila de la que son
arrancados los profetas, para afrontar todos ellos la aventura que supone salir
en busca de una nueva tierra y de un hijo, liberar a un grupo de desgraciados
de la esclavitud de Egipto y hacer de ellos un pueblo libre, sacudir el yugo de
los opresores a pesar de la debilidad de las propias fuerzas, llamar a la
conversión a gentes rebeldes y de duro corazón, que tienen el oído cerrado a
la verdad.
Todo esto supone un despojamiento de cuanto uno es y posee, como
vimos más arriba al analizar el caso programático de Abraham. Es la
condición necesaria: dar cuanto uno tiene, renunciar a todos los bienes (cf.
APÉNDICE 173

Lc 14,33) y a cuanto uno ama (cf. Mt 10,37-39; Mc 8,34-35; Lc 14,25-27; Jn


12,25-26), pues de lo contrario no es posible seguir la vocación divina, dado
que nadie puede pasar a otra realidad si continua atado a la anterior. Esta
renuncia del propio patrimonio sólo se puede realizar desde la total confianza
y abandono en el que llama, ya que es la única garantía que tiene el que ha
sido llamado. Pero se trata de una renuncia con vistas a una plenitud
garantizada por el mismo Dios que requiere y acompaña (cf. Ex 3,12; Jc
6,14).
Este parece ser el sentido del episodio del óbolo de la viuda (cf. Mc
12,41-44; Lc 21,1-4). Aquella pobre mujer ha echado dos moneditas, todo
cuanto poseía, todo lo que tenía para vivir. Al quedarse sin nada, Dios sale,
entonces, como su garante. Esta ha de ser la actitud del cristiano, ha de echar,
ahora, sus dos moneditas: su pasado, con sus falsas seguridades, y su futuro,
con sus vanos proyectos, para que entonces pueda ser verdaderamente
discípulo de Aquel que “siendo Dios, no retuvo ávidamente el ser igual a
Dios. Sino que se despojó de sí mismo… Por lo cual Dios le exaltó y le
otorgó el Nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2,6-9).
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