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SEXUALIDAD HUMANA
Y
MATRIMONIO CRISTIANO
ÍNDICE
PRÓLOGO 7
INTRODUCCIÓN 9
Capítulo 1
EL MISTERIO DE LA SEXUALIDAD HUMANA 13
1.1. Una antropología adecuada 13
1.2. Palabra de Dios y vocación humana al amor 15
1.3. La sexualidad humana a la luz del misterio de Dios
Uno y Trino 23
Capítulo 2
CUANDO EL HOMBRE NO ACEPTA SU CONDICIÓN 31
2.1. El pecado de Adán 31
2.2. La sexualidad y el matrimonio bajo el signo del pecado 34
2.3. El matrimonio en los profetas y en el Cantar de los
Cantares 39
Capítulo 3
RESCATADOS POR EL AMOR 42
3.1. Uno murió por todos 42
3.2. El adulterio en el corazón 44
3.3. Discusión con los saduceos 49
3.4. La metáfora paulina sobre el matrimonio 52
6 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
Capítulo 4
LA SEXUALIDAD SEGÚN EL PLAN DE DIOS 58
4.1. Un don para el amor 58
4.2. Fracturas en la sexualidad 62
4.3. Llamados a la comunión interpersonal 74
4.4. La castidad o cómo vivir la sexualidad 79
4.5. Amor, verdad y cruz 83
Capítulo 5
EL MATRIMONIO CRISTIANO 87
5.1. El matrimonio bajo el signo del pecado 87
5.2. La preparación al matrimonio 91
5.3. Las tres dimensiones del matrimonio 99
5.4. El matrimonio sacramento del ser de Dios 110
5.5. Matrimonio, Eucaristía y Reconciliación 116
Capítulo 6
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA 125
6.1. La familia en los albores del tercer milenio 125
6.2. Misión del padre y función de la madre 127
6.3. Aprendiendo a ser hijos 134
6.4. Iglesia doméstica, como la Familia de Nazaret 140
Capítulo 7
LA VIRGINIDAD CRISTIANA 148
CONCLUSIÓN 156
Apéndice
EL IMPERATIVO “VETE” EN LA ESCRITURA 159
BIBLIOGRAFÍA 173
PRÓLOGO
2
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros. Perspectivas de moral sexual, Madrid 2005, 7-12.
3
Cf. R. DOMÍNGUEZ, Me Desposaré contigo para siempre, Valencia 2006, 251-256.
14 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
4
Cf. A. SCOLA, Hombre-mujer. El misterio nupcial, Madrid 2001, 65-88.
EL MISTERIO DE LA SEXUALIDAD HUMANA 15
añade más adelante: “Dijo luego Yahveh Dios: ‘No es bueno que el hombre
esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada’… El hombre puso nombre a
todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo, mas
para el hombre no encontró una ayuda adecuada. Entonces Yahveh Dios
hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, el cual se durmió. Y le quitó
una de las costillas, rellenando el vacío con carne. De la costilla que Yahveh
Dios había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre.
Entonces éste exclamó: ‘Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de
mi carne. Ésta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada.’ Por
eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen
una sola carne. Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se
avergonzaban uno del otro” (Gn 2,18.20-25).
Estas pocas palabras retratan fielmente la naturaleza y la vocación a la
que ha sido llamado el ser humano. En Gn 1,27 se declara que el hombre ha
sido creado a imagen y semejanza de Dios y que ha sido concebido como
“macho y hembra”. Estas dos afirmaciones indican que el ser humano existe
de hecho como varón o como mujer, y que esta realidad forma parte de su ser
a “imagen y semejanza” de Dios. Volveremos sobre esta segunda
implicación más adelante. Veamos lo que expresa la primera de ellas. El ser
humano se manifiesta en una unidad dual, en la que el único ser humano se
expresa en la dualidad varón-mujer7. Si el ser humano es de hecho varón o
mujer, quiere decir que el varón solo o la mujer sola no realizan plenamente
lo que es el ser del hombre, puesto que éste se da en dos realidades sexuales
diferentes irreductibles la una a la otra. El varón nunca podrá ser mujer ni la
mujer varón. Ninguno puede agotar a todo el hombre, teniendo ante sí el otro
modo de ser, que resulta inaccesible para él. Son idénticamente persona
humanas, pero sexualmente diversos.
Al ser una realidad dual, el hombre está llamado a la relación, es un ser
abierto a la comunicación, lo masculino con lo femenino. La relación entre
masculino y femenino indica, a la vez, identidad y diferencia. Identidad por
7
En nuestra exposición reservamos el término hombre para referirnos a la realidad conjunta
del ser humano, mientras que varón y mujer designan la específica existencia del ser humano
como dos realidades sexuales diferentes.
EL MISTERIO DE LA SEXUALIDAD HUMANA 17
El hombre, señala el relato, es llevado ante los animales para que les
imponga un nombre. En este momento cobra conciencia de la propia
superioridad frente al resto de la creación. Se conoce a sí mismo, a la par que
conoce el mundo y define su diversidad: tiene la capacidad de conocer, lo
que le hace salir de su ser y le revela toda su peculiaridad. Está solo porque
es diferente del mundo visible, en el primer acto de su autoconciencia
personal, aunque reconoce que está próximo a los animales, no se considera
uno de ellos, sino que se manifiesta la diferencia específica de su ser
personal. No encuentra en los animales, ni en el resto de la creación una
“ayuda adecuada”, pues únicamente otra persona puede prestársela.
Hay otro rasgo, no menos importante, que sitúa al hombre en su
soledad frente a todo lo demás. Se trata de una experiencia anterior a su trato
con los animales8. Después de colocar al hombre en el jardín Dios le ha
impuesto este mandato: “De cualquier árbol del jardín puedes comer, más
del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que
comieres de él, morirás sin remedio” (Gn 2,16-17). El hombre está puesto
frente a la alternativa de comer o no del árbol, de modo que no solamente es
consciente de su propia singularidad, sino que tiene la libre voluntad para
elegir, y en esta elección nadie le puede acompañar. También y sobre todo
aquí, se encuentra solo, pero esta vez no ante las demás criaturas, sino ante el
mismo Creador. Aquí está el significado profundo de la soledad originaria
en la que está situado todo hombre, su soledad contiene el hecho de su
autoconciencia y autodeterminación, que constituye su estructura ontológica.
El hombre está solo porque es conciente y debe elegir.
El hombre pertenece al mundo visible, es cuerpo entre los cuerpos, y
podría haber llegado a la conclusión de que es sustancialmente igual a los
otros animales, como hace el naturalismo para el que el hombre es un simple
producto de la evolución natural, pero en lugar de esto llega a la conclusión
de su subjetividad transcendente y personal que lo separa de los otros
animales. En lugar de reconocerse en la animalidad se sabe interpelado por
8
No entendemos “anterior” en sentido cronológico, sino como una realidad ontológicamente
básica, más profundamente existencial.
EL MISTERIO DE LA SEXUALIDAD HUMANA 19
9
Ver apéndice, “El imperativo ‘vete’ en la Escritura”.
22 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
10
Para este apartado, cf. A. SCOLA, Hombre-mujer, 31-88.
24 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
11
J. NORIEGA, El destino del eros, 89.
12
Cf. A. SCOLA, El misterio nupcial, 123-154.
De ahí se deriva una visión negativa de la sexualidad, que se convierte en
objeto de prohibiciones o se banaliza vinculándola, sin más, a la dimensión
animal del hombre. Se censura o se pierde su significado. Únicamente desde
la fe trinitaria tiene sentido la diferencia sexual dentro de la unidad de la
naturaleza humana.
Si la diferencia sexual es algo positivo quiere decir que la unidad de los
dos sexos es lo que confiere sentido pleno a la diferencia. La homosexualidad
es propia del paganismo incapaz de pensar positivamente la diferencia sexual
y su reciprocidad. El matrimonio, en cambio, es la vocación de todo hombre
por la que el varón está llamado a donarse a la mujer y ésta al varón de tal
modo que, siendo dos, lleguen a ser una sola carne, por lo que esta unión se
convierte en fuente de vida.
El misterio de la sexualidad humana adquiere un nuevo sentido desde
la acción creadora y salvadora de Dios, acto de amor, por medio del cual
Dios se dona y quiere entrar en comunión con su criatura. Este diálogo no
queda interrumpido por el pecado del hombre, antes, al contrario, alcanza su
culminación en la Encarnación del Hijo de Dios. En ella se produce la
perfecta comunión del hombre con Dios por la que dos naturalezas: la divina
y la humana se unen en una sola persona. Esta comunión no habría sido
posible sin la total sumisión de la naturaleza humana a la voluntad divina.
Dios, desde la ruptura original del hombre, que se ha apartado de Él por el
pecado, ha establecido un fructífero diálogo con el hombre, cercándolo con
lazos de amor, salvándolo, corrigiéndolo y llevándolo hacia sí. Este proceso
culmina con el sí de María en el que, por primera vez en la historia, una
persona humana, una mujer, acepta totalmente ponerse a disposición de Dios,
sin resistencias, ni condiciones. Es la criatura que, sabiéndose amada y
agraciada por Dios, responde con la entrega total de sí misma sin reservarse
nada. Esta declaración de completa sumisión es la que hace posible la
encarnación del Hijo de Dios en el seno de María. Hay que hacer notar que la
sumisión no es consecuencia de una imposición, sino aceptación libre de
quien ha conocido el amor. Esta actitud de María es la actitud propia de la
Iglesia, ella, al igual que María, acoge por la fe la oferta de Dios a entrar en
comunión con Él y, sabiéndose amada, responde con la sumisión, la
obediencia y el seguimiento, de manera que, también en ella, Cristo es
gestado y dado a luz13.
Sin embargo, esto no sería posible sin la entrega total de Cristo,
imagen del Padre, que ha amado a su Iglesia hasta el extremo de dar la vida
por ella. La entrega de Cristo nos muestra el talante del amor de Dios que,
como ya habían prefigurado los antiguos profetas, ama a su criatura y se
dona a ella a pesar de la infidelidad de ésta. Esta entrega sin condiciones de
Cristo es la que hace surgir a su Iglesia que, habiendo sido formada con el
agua y la sangre de su costado abierto (cf. Jn 19,34), es hueso de los huesos
de Cristo y carne de su carne 14. S. Pablo recogerá este dato de la revelación
para mostrar la relación que hay entre el amor de Dios, manifestado en
Cristo, a la Iglesia y el amor del esposo a la esposa (cf. Ef 5,21-33).
Por eso, la sexualidad humana tiene también una dimensión
cristológica y eclesial-mariana, pues en la relación entre el esposo y la
esposa, aquel está llamado a amar a su esposa como Cristo ha amado a su
Iglesia. El amor del esposo debe ser reflejo del amor de Cristo, que a su vez
lo es de Dios; un amor en el que él toma la iniciativa entregándose por
completo a su esposa, sin reservarse nada, en la medida en que esto es
posible en la dimensión presente. El amor de la esposa, como el de la Iglesia
es un amor responsorial, por el que sintiéndose acogida, respetada, valorada
y amada, se dona, a su vez, a su marido, sin guardarse nada, en la medida en
que esto es posible en la limitación presente. De este modo el amor del
esposo es un amor como el de Cristo y el de la esposa, como el de la Iglesia,
de modo semejante a como el amor de Dios al hombre tiene su continuación
en la respuesta del hombre a Dios, pues ante Él, todos tenemos la dimensión
femenina, de quien está llamado a acoger y a responder. La vocación del
hombre es a conocer el amor y responder al amor para llegar a ser una
comunión de personas en la que, de alguna manera, Dios y el hombre lleguen
a ser una sola cosa. La plena realización de este misterio se ha dado en Jesús
el Cristo, objetivo último y culminación de la obra creadora de Dios.
13
Cf. R. DOMÍNGUEZ, María, madre de la Iglesia, Valencia 1992, 11-29.
14
El evangelista presenta ese texto en referencia al relato del Génesis que narra la formación
de la mujer del costado de Adán dormido.
Siendo Jesucristo el objetivo último de la Creación, sólo en el misterio
de su persona, puede conocer el hombre la verdadera naturaleza de su ser y
únicamente siguiéndole a Él puede realizarse plenamente como lo que es. Tal
como comenta S. Juan en su primera carta: “Queridos, ahora somos hijos de
Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se
manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es” (1Jn
3,2). Es la Palabra encarnada la que dice al hombre quién es él.
El verdadero ser del hombre queda igualmente patente a lo largo de
toda la historia de la salvación. Dios, a diferencia de los dioses del
paganismo, no es el dios de la montaña, del desierto o de tal lugar, sino un
Dios personal que se manifiesta como el Dios de Abraham, de Isaac y de
Jacob; como Aquel que quiere establecer relaciones personales. Por eso, la
historia de la salvación comienza con una invitación de Dios al hombre:
“Yahveh dijo a Abram: ‘Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu
padre, a la tierra que yo te mostraré” (Gn 12,1). Esta realidad determina el
ser profundo del hombre: éste es, esencialmente, un ser relacional, personal.
Un ser interpelado por una Persona que desea comunicarse y donarse. Al
Dios que llama el hombre debe responder, y esta respuesta supone un éxodo,
un salir de sí mismo para encontrarse con el Otro. Es lo que pide Dios a
Abram y lo que realizará con Israel: hacerle salir de Egipto para encontrarse
con él en la montaña. Allí, Dios se donará a Israel y éste se someterá a Dios.
Se trata de la misma invitación que recibirá la amada del Cantar: “Ven” (Cf.
Ct 2,10ss). Para encontrarse con el amado necesita salir de sí misma e ir a su
encuentro. El ser del hombre es, pues, relacional, personal, nupcial. Llamado
a salir de sí mismo, a donarse a sí mismo y a entrar en comunión con el Otro.
Capítulo 2
CUANDO EL HOMBRE NO ACEPTA SU CONDICIÓN
15
Cf. las tentaciones de Jesús que nos presentan Mateo y Lucas al comienzo de sus respectivos
evangelios (Mt 4,1-11; Lc 4,1-13).
CUANDO EL HOMBRE NO ACEPTA SU CONDICIÓN 33
decide conseguir por sí mismo lo que sólo puede ser alcanzado como don,
queriendo ser dios en lugar de Dios. Por eso come del árbol del que no debía
comer.
Claro que esta postura del hombre supone la muerte de Dios, y con ella
la denuncia de su origen y la renuncia a todo sentido sobre su propia vida.
Desprovisto de raíces y falto de motivo y objetivo, se encuentra perdido y
halla realmente la muerte tal como Dios le había advertido. Esta es la actitud
básica del hombre que llamamos pecador y que se encuentra en la raíz del
secularismo que impregna la cultura relativista del mundo occidental. El
hombre quiere emanciparse porque considera que no puede ser libre si
depende de un Creador y debe ajustarse a la naturaleza y al fin por el que ha
sido creado. En consecuencia, prescinde de Dios, renuncia a toda razón sobre
sí mismo y se autoproclama señor y constructor de su propia historia. Pero si
su origen no es la bondad y sabiduría de un Dios que crea por la palabra para
entrar en comunión con su criatura, queda reducido a un simple producto del
azar, desprovisto de razón y de finalidad; nada es seguro ni valioso, sino
siempre relativo; la razón de su singularidad y dignidad frente a las demás
realidades queda desprovista de fundamento; siendo uno entre tantos, puede
ser tratado del mismo modo o, a lo sumo, quedará a merced de la
benevolencia de los poderosos de turno o del contrato social, siempre
susceptible de cambio. Todo queda sin respuesta, ni su sufrimiento, ni su
muerte se entienden, y su vida acaba convertida en un absurdo.
Las consecuencias de su acto son desastrosas. Al tomar el fruto del
árbol del que tenía prohibido comer, el hombre se da cuenta de que está
desnudo y aparece el miedo que le lleva a esconderse de Dios. El miedo es
producto de la experiencia de la muerte y de la aniquilación del ser que sufre
el hombre tras el rechazo de Dios. Si Dios, que es el que da consistencia y
vida al ser del hombre, desaparece, éste queda sin apoyo, en el vacío, y
prueba el vértigo de no saber quién es ni para qué es, por lo que su existencia
se convertirá en un rotundo fracaso incapacitado, como está, de saber la
dirección correcta que debe tomar16. Si Dios no es, tampoco el hombre es.
Esta percepción es lo que lleva a la muerte existencial del ser y al miedo
subsiguiente.
El miedo a la muerte provoca un nuevo desastre: el mal que el hombre
hace, el pecado. El pecado que ya estaba presente en el rechazo de Dios,
puesto que el hombre, por temor a no ser amado, realiza el mal primordial
como es la separación de Dios, fuente de todo bien, se convierte en la
respuesta habitual frente a cualquier amenaza sentida por el hombre. Adán,
acuciado por su sentimiento de culpa, eludiendo su responsabilidad, quiere
descargarla sobre Eva y ésta sobre la serpiente. La relación de reciprocidad
por la que la mujer ha sido dada al varón como una ayuda adecuada, se
convierte en fuente de apetencias y deseos insatisfechos. El don sincero de sí
que respeta la singularidad del otro se transforma en afán de dominio y
posesión. El dominio que le había sido concedido al hombre sobre la
creación se convierte en problemático y en causa de sufrimientos hasta que
experimente la muerte, que es lo propio de su naturaleza. Finalmente, el
hombre es expulsado del jardín, que permanecerá cerrado hasta que sea
restaurada la comunión del hombre con Dios.
16
Tal como ha demostrado la evolución de las ideas, cuando falta Dios, el hombre trata de
ocupar el hueco dejado por la transcendencia con las ideologías que afirman valores
intramundamos, absolutizando lo que es relativo; a no ser que se deje llevar por el nihilismo y
la falta de sentido. Cf. M. FAZIO, Historia de las ideas contemporáneas, Madrid 2006, 151-
155; R. DOMÍNGUEZ, Requiem por Europa, Baracaldo 2007.
17
Para este apartado cf. C. CAFFARRA, “El Magisterio de Juan Pablo II sobre Matrimonio y
Familia”, Familia et vita. Edición es español. Año X, Nº 2 2005, 28-36.
Tanto el varón como la mujer, al acercarse el uno al otro lo hacen
afectados de una herida existencial. Al apartarse de Dios ha quedado
quebrantada la unidad original de su ser personas que les llamaba a la
relación y a la comunión mutua, y han perdido el control sobre su sexualidad,
que ha resultado desgajada y separada de la persona. Al separar la sexualidad
de la persona, se aísla e independiza, sin relación alguna con el conjunto del
ser original y, al ser considerada en sí misma, sin relación con el conjunto,
pierde su sentido y deja de ser medio e instrumento de comunión
interpersonal y de realización humana. Ya no es una parte integrante del ser
de la persona, sino una capacidad que el hombre tiene y que puede utilizar a
su libre arbitrio. Dejada a su propia dinámica puede provocar incontinencia o
frigidez.
Esta nueva condición de la persona constituye una verdadera
enfermedad espiritual que resulta especialmente grave en el trato con los
demás. Ya no se mira a la otra persona del mismo modo, tanto que deja de
ser la ayuda adecuada para la realización personal en la comunión para
convertirse en objeto de deseo para la satisfacción del apetito sexual. Esta
diversa forma de mirar puede conducir, y lo hace de hecho, a la exigencia
sobre la otra persona y a su manipulación y utilización en beneficio propio.
En última instancia, puede establecer efectivas relaciones de dominio que
pretenden sojuzgar y obligar a uno a estar al servicio del deseo interesado del
otro. Habiéndose erigido el hombre en dios de su propia vida pretende que
todo esté en función suya, porque a diferencia del Dios verdadero, no tiene
vida propia, por lo que, como un insaciable Molok, exige que todo le sea
ofrecido.
Esta es la verdadera tragedia del hombre: al quedar desintegrada su
personalidad y al haber perdido la razón, el sentido y la vida que le venía de
Dios, no puede donarse al otro, está incapacitado para amar y, en este caso,
no puede sentirse realizado ni ser feliz. Si está incapacitado para donarse al
otro está condenado a vivir para sí mismo. Que el vivir para sí mismo es una
verdadera esclavitud de la que el hombre debe ser liberado, lo atestigua S.
Pablo en su segunda carta a los corintios, al afirmar que: “Cristo… murió
por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que
murió y resucitó por ellos” (2Co 5,15).
Pero todo el mundo vive para sí mismo y quiere su interés buscando
ser feliz. ¿Por qué es una esclavitud y una condena? Porque al rechazar a
Dios, el hombre se ha quedado solo; la vida ya no es un don que le viene de
Dios, sino que debe procurársela él mismo; ocupa su lugar y se convierte en
dios de sí mismo. Siendo él el que debe llevar adelante su vida, busca la
felicidad en todo, nada ni nadie tiene derecho a interponerse entre él y su
felicidad. El hombre se convierte, de este modo, en centro del universo, ya
que todo está en función de su felicidad, todo es para él, vive exclusivamente
en función de sí mismo, los otros quedan a su servicio, reducidos a medios,
instrumentos o cosas.
Esta actitud se manifiesta en todos los ámbitos de la vida y tiene una
actuación específica en el campo de la sexualidad, que estamos estudiando.
La relación conyugal ya no es la expresión de la mutua entrega de los
esposos, sino que se transforma en un contrato por el que éstos aceptan la
utilización de su propio cuerpo. Este contrato raramente puede ser total,
exclusivo e indisoluble, pues la condena a vivir para uno mismo, no puede
cargar sobre sí el peso de un vínculo indisoluble, exige el derecho de buscar
una opción “mejor” cuando la actual ya no es satisfactoria e incapacita para
una donación total, pues siempre habrá algo que se guardará celosamente y
que no se querrá compartir.
Este talante que impregna desde su base toda relación humana afecta
gravemente al matrimonio y a la familia. En el fondo hay una falla de
carácter antropológico, es el hombre mismo el que está en crisis, al faltarle
un concepto adecuado de lo que es él mismo. El papa Juan Pablo II en su
Carta Gratissimam sane, elabora un certero diagnóstico de esta situación.
Una de las principales causas hay que buscarla en la mutación que ha sufrido
el concepto de verdad. Al crecer la desconfianza en las posibilidades de la
razón por alcanzar la realidad en sí misma y de llegar, por tanto, al
conocimiento de la esencia de las cosas, o al negar expresamente que, puesto
que no se pueden conocer, existan las esencias, desaparece el conocimiento
verdadero de las cosas, y la verdad queda reducida a la mera opinión. De este
modo, los términos resultan equívocos en sí mismos; puesto que no
corresponden a una verdad que todos deben aceptar, suenan del mismo modo
pero con distintos significados que les atribuyen las diferentes y cambiantes
opiniones. Es lo que sucede con vocablos tales como “amor”, “don de sí
mismo”, “paternidad”, “maternidad”, “esponsalidad”, etc.
Al constatar la dificultad para amar al otro donándose sinceramente a sí
mismo, se llega a negar la posibilidad misma de establecer un vínculo
conyugal estable y auténtico. No sólo se considera impracticable, sino,
también, impensable, por estar fuera del alcance de las reales posibilidades
humanas; pero, puesto que el hombre se realiza a sí mismo dándose, el no
poder hacerlo provoca en él vacío e insatisfacción. La relación conyugal
reducida a un intercambio condicionado de los cuerpos, no le construye
verdaderamente y se siente decepcionado y desalentado, de tal modo que, lo
que debía engendrar vida en él se puede convertir en semilla de destrucción.
Pero no solamente ha colapsado el sentido de la verdad, también, y de
un modo especial, el de la libertad. Ésta no se concibe ya como la posibilidad
de realizar el bien que uno desea, sino que llevado por un equivocado afán de
autonomía, se entiende como la capacidad de hacer lo que uno quiera
independientemente de cualquier norma que no se haya dado uno mismo.
Esto lleva necesariamente al individualismo que busca únicamente el bien
propio por lo que se prescinde del bien del otro a no ser que esté en función
de uno mismo. De esta manera se reduce a la otra persona a objeto e
instrumento de la propia felicidad, por lo que la persona no puede ya donarse
gratuitamente. Si hay algo de don es con la intención de recibir, por lo que la
lógica del amor como don sincero de sí mismo queda reducida a un
intercambio interesado de dones, que se mantiene mientras se dé el do ut des,
pero que desaparece cuando la otra persona no cumple las expectativas que
se esperaban de ella. El criterio último ya no es el don sincero de sí mismo
que lleva al hombre a realizarse en plenitud, sino la utilización del otro en
beneficio propio.
Las consecuencias de esta reducción antropológica las tenemos delante
de nuestros ojos: el oscurecimiento de la verdad ha conducido a la ideología
del género que reduce la sexualidad a mera orientación funcional, a la
asimilación del matrimonio a otros tipos de relaciones que nada tienen que
ver con la naturaleza y finalidad del mismo, y a la mal llamada liberación
sexual que permite cualquier clase de relación ocasional e interesada fuera de
la responsabilidad que conlleva el amor 18. La debilidad de la libertad provoca
la fragilidad del matrimonio que es causa del aumento constante de los
fracasos matrimoniales, la poca disponibilidad por engendrar y concebir
nuevas vidas, la infidelidad matrimonial y tantas lacras que afectan la verdad
matrimonial.
¿Qué podemos esperar de todo esto? Si el hombre continúa comiendo
del árbol del que Dios le prohibió comer, se cumplirá la palabra: “si comes
de él morirás”. Por desgracia, la ideología dominante en nuestra sociedad,
por un falso concepto de libertad, entendida como completa autonomía de la
criatura respecto al Creador, sigue alargando su mano hacia el árbol
prohibido pretendiendo “crear las normas morales, según las contingencias
históricas o las diversas sociedades y culturas” 19. Al persistir en esta actitud
el hombre está creando una verdadera cultura de la muerte cuyas
manifestaciones se encuentran en todas partes como son los atentados contra
la vida humana por el desprecio manifiesto hacia los más débiles, como son
los niños no nacidos, los enfermos crónicos, los ancianos y los minusválidos,
a los que se les niega el derecho a existir, ya que el criterio último de nuestra
sociedad es la utilidad y el rendimiento. Se llega al extremo, nunca antes
conocido en la historia de la humanidad, de que las agresiones contra la vida
humana, en lugar de ser tratadas como delitos, se los considera como
derechos de la libertad humana.
Otra de las manifestaciones de esta cultura de la muerte es el uso
irresponsable de la sexualidad, basada en el egoísmo y en la búsqueda
indiscriminada del placer que impide la donación personal y es la fuente de
donde brotan las infidelidades conyugales y las rupturas matrimoniales y ve
en la procreación y en la atención a los hijos un obstáculo para la realización
personal. La caída de la natalidad en nuestras sociedades opulentas es una
18
Cf. K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad. Estudios de moral sexual, Madrid 1979.
19
JUAN PABLO II, Veritatis splendor, 40.
muestra más de esta mentalidad. La incapacidad para dar vida, tanto al
cónyuge con la entrega sincera de sí mismo, como al hijo, puede llevar a un
verdadero suicidio moral y demográfico20.
La raíz profunda de estos males está en la ausencia de Dios del corazón
del hombre, pues cuando Dios muere, el hombre no puede seguir viviendo.
Nuestra sociedad se encamina hacia su propia destrucción a no ser que haya
una verdadera conversión, no de las estructuras, sino del corazón del hombre
para que vuelva a Dios. La terapia que propone Juan Pablo II para todos estos
males no es otra que volver a proponer la verdad sobre la sexualidad humana
y el matrimonio en el marco de una nueva evangelización que lleven al
hombre al encuentro personal con Jesucristo. Esta sociedad secularizada
necesita el anuncio explícito del Evangelio con la palabra y los hechos, aún a
riesgo de no ser escuchados o de ser perseguidos por ello, pero no hay otro
camino. Sólo Cristo sabe lo que hay dentro del corazón humano y sólo en Él
se encuentra la verdad y la belleza que revelan al hombre la riqueza de su
propia humanidad. De ella hablaremos en los próximos capítulos.
20
Cf. M. FAZIO, Historia de las ideas, 404-409.
aceptada con el fin de asegurar esta descendencia, la ley del levirato permite
a un muerto seguir viviendo en sus herederos, la exención del servicio militar
al recién casado le concede tiempo para asegurar su descendencia. Ser padre
es más importante que ser marido, mientras que la mujer está al servicio de la
vida y se realiza en la maternidad (cf. Gn 30,1.22). Estando en función de la
transmisión de la vida, el matrimonio es una institución eminentemente
masculina, pues es el padre el que engendra los hijos; la mujer los gesta y da
a luz, función indispensable, pero instrumental. Los hijos son del padre, la
madre sólo los trae al mundo. Por eso es más querido el hijo que la mujer,
pues si el amor es necesario en esta vida, no continúa después de la muerte.
Cierto que el matrimonio puede satisfacer el deseo de ser amado, pero ese
deseo se da en grado menor al de la perpetuación de la persona.
Contrariamente a esta práctica habitual los profetas ven en el vínculo
matrimonial el paradigma de la relación entre Dios e Israel. El matrimonio es
una alianza, semejante a la que hace Dios con su pueblo, teniendo en cuenta
que no se trata de un pacto entre iguales. La alianza establece un vínculo
jurídico y un empeño de amor: para el superior, amar significa hacerse cargo
del otro, proveyendo a sus necesidades y salvándolo de cualquier enemigo, y
es, por tanto, gratuito (cf. Dt 7,6-7). Para el inferior, amar significa obedecer,
pero es una obediencia que proviene de la fe y de la seguridad de que no será
defraudado (cf. Dt 6,4-9).
Es la relación que se da entre el rey y sus súbditos o entre el marido y
la mujer. En este tipo de relación, la iniciativa parte del primero que, por pura
benevolencia, busca satisfacer al segundo. Este arquetipo es el que, con
algunas diferencias aplican los profetas a la relación entre Dios y su pueblo,
porque a diferencia de los reyes y los maridos que esperan una cierta
compensación a sus desvelos, el amor de Dios es totalmente desinteresado,
por lo que es verdaderamente gratuito y su oferta de alianza pretende
establecer una comunión estable con el pueblo, al que quiere hacer partícipe
de su gloria. Por lo mismo, las cláusulas de la alianza no pretenden garantizar
los derechos y establecer los deberes de unos y otros, sino asegurarle al
pueblo el disfrute de sus beneficios, a fin de que sea feliz y viva largos años.
La metáfora nupcial sirve para iluminar el carácter del trato de Dios
con el hombre, pero, al mismo tiempo, éste esclarece la naturaleza misma del
matrimonio. Por eso los profetas lo conciben como único e indisoluble, en el
que prima el amor entendido como donación de sí mismo. En efecto, el amor
de Dios al hombre es, como dice el Papa Benedicto XVI en su mensaje
cuaresmal del 2007, un amor oblativo de quien busca exclusivamente el bien
del otro; es, sin duda, un amor que llamamos agapé, puesto que Dios no
busca poseer lo que le falta, pues, ¿qué puede el hombre dar a Dios que no
haya recibido? La criatura es la que tiene necesidad del Creador y Dios se da
generosamente y sin medida. Pero el amor de Dios es también eros puesto
que anhela la unión con el amado. En este sentido, los profetas muestran con
atrevidas imágenes la pasión divina que tiene un amor de predilección sobre
su criatura, a pesar de la ingratitud y de las infidelidades de ésta. El
Todopoderoso, que nada necesita, quiere, solicita y “espera el ‘sí’ de sus
criaturas, como un joven esposo el de su esposa” 21.
Una visión semejante presenta el Cantar de los Cantares. En este
admirable librito se expone el amor de un hombre y una mujer, pero se trata
de un amor de donación por el que él se entrega a ella y ella, sabiéndose
amada, se somete a él. Es una clase de amor que el autor de la obra sólo pudo
encontrar en las metáforas proféticas que describen el amor de Dios por su
pueblo elegido. El amado del Cantar es el que corteja, solicita y hiere a la
amada para que ésta se vea impulsada a añorarle, desearle y buscarle con
todo su ser, de modo semejante a como Dios atrae a su pueblo hacia sí. De
este modo, el amor humano sirve de vehículo para expresar el amor divino, y
éste ilumina, a su vez, el amor humano, mostrando su verdadera dimensión.
Pero es únicamente en Jesucristo en donde se nos revela la verdadera
naturaleza de la sexualidad humana y el significado antropológico de sus
manifestaciones concretas como son el matrimonio y la virginidad por el
Reino de los Cielos. Es lo que queremos mostrar en las páginas siguientes.
21
BENEDICTO XVI, “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,37), en Ecclesia 3349, 17 febrero
2007, 238-239.
Capítulo 3
RESCATADOS POR EL AMOR
24
El hombre ha sido engañado por el maligno y ha aceptado la mentira de que Dios no le ama,
lo que le lleva apartarse del Él y buscar su propio camino. Pero al separarse de Dios, fuente de
la vida, el hombre se queda solo ante la muerte y, pretendiendo escapar de ella tiene que hacer
el mal con lo que engendra nueva muerte que provoca nuevo mal en un círculo infernal que es
incapaz de romper. No existe ninguna salida, pues cuando el hombre siente su vida amenazada
por cualquier causa tiene que defenderse juzgando, maldiciendo, atacando, destruyendo,
matando al otro. No le queda más horizonte que el de la muerte y queda sometido a una
verdadera cultura de muerte. La posibilidad de hacer el mal no le hace más libre sino que le
esclaviza más. Únicamente la conversión a Dios y el descubrimiento de la verdad puede
devolverle la libertad y la vida que le viene de saberse amado por Dios por lo que puede
responder al amor, con amor, al don, con el don de sí mismo.
25
BENEDICTO XVI, “Mirarán al que traspasaron”, 238-239.
RESCATADOS POR EL AMOR 45
26
Seguimos en este apartado la serie de catequesis de Juan Pablo II sobre la “redención del
corazón”, Hombre y mujer lo creó, 173-340.
46 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
cometer adulterio no es sólo un acto exterior del hombre, sino que mira
también a su interior. El motivo no es sólo ético, sino también antropológico,
pues se dirige a la estructura misma del ser humano. Se comete adulterio
cuando el hombre casado se une a una mujer que no es su esposa y viceversa.
En cuanto al adulterio en el corazón es un acto interior que se expresa con el
“mirar para desear”. Este deseo nace en el corazón del hombre que se halla
sometido a una triple concupiscencia: la concupiscencia de la carne, la
concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida (cf. 1Jn 2,16-17). Para
entender estas palabras, debemos remontarnos, de nuevo, a los orígenes y al
momento en el que el hombre pone en duda el amor de Dios y lo expulsa de
su corazón.
Las secuelas de este acto se manifiestan de inmediato en el hecho de
que el hombre, privado de los dones de Dios se descubre desnudo debido al
cambio radical que se ha producido en su relación con Dios, el mundo y los
otros seres humanos. Se deteriora la certeza originaria de ser a imagen de
Dios expresada en su cuerpo que le llama a la donación sincera de sí (Gn
3,10), pierde el control sobre el mundo, que empieza a mostrar su hostilidad
hacia el hombre y sus tareas (Gn 3,17-19), y aparece, como consecuencia, la
apetencia, el deseo, y el afán de dominio sobre el otro (Gn 3,16b). La
concupiscencia proviene de la carencia, limitación y deficiencia que
experimenta el hombre apartado de Dios por el pecado.
El desequilibrio que se produce en el interior del hombre pone en
peligro la autoposesión y autodominio que caracteriza a la persona, y se pone
de manifiesto de modo particular en la esfera de la sexualidad. Se ha
quebrado la capacidad originaria de comunicarse recíprocamente, y la
diversidad de sexo, en lugar de concebirse como la dualidad que se
complementa, se siente como contraposición, de manera que el sexo se
presenta como obstáculo en vez de camino para la plena comunión.
Privado del dominio sobre su propio cuerpo el hombre se halla
amenazado por la insaciabilidad del deseo, se mira al otro de forma diferente;
la mujer ya no ve en el varón al esposo, con el que caminar juntos, sino al
marido al que debe someterse; el varón no verá ya en la mujer la ayuda
adecuada para su plena realización, sino que buscará imponerle su dominio.
RESCATADOS POR EL AMOR 47
En lugar de la comunión surge una relación de posesión del otro como objeto
del propio deseo. Si el hombre considera a la mujer como objeto de
apropiación se condena a sí mismo a convertirse, también él, para ella en
objeto de apropiación y no de don. Por causa de la concupiscencia cambia de
significado la recíproca pertenencia de las personas: los pronombres “mío”,
“mía” que en el lenguaje del amor indican la recíproca donación 27, pasan a
señalar, como en su acepción original, la posesión de un objeto material, y
puesto que el objeto que poseo tiene significado para mí en cuanto que lo uso
y me sirvo de él, del poseer paso al gozar, convirtiéndose esta última acción
en objetivo último del uso de la posesión.
Aquí hay que buscar el sentido de la expresión de Jesús: mirar para
desear. Él se dirige al hombre concreto que está interiormente
desestructurado a causa de la concupiscencia, la cual determina, en gran
medida, su comportamiento ético. Sus oyentes son judíos, que conocen
perfectamente la ley que prohíbe el adulterio, pero que, a causa de la “dureza
de su corazón”, han acomodado la ley alterando y desnaturalizando la
intención del Legislador, como advertirá Jesús a los fariseos que le
cuestionan sobre la facultad del divorcio (cf. Mt 19,1ss). La legislación de
Israel referente al matrimonio privilegia la finalidad procreativa del mismo,
por eso, aún cuando el adulterio está formalmente prohibido, se permite la
poligamia en función de la prole que garantice la descendencia. Se condena
la posesión de la mujer de otro, no la tenencia de otras mujeres, y esto para
preservar el derecho de propiedad del hombre respecto de cada mujer, sin
tener en cuenta la fidelidad al compromiso contraído de la mutua donación.
Éste es, por el contrario, el aspecto que se resalta en la tradición
profética. El matrimonio es escogido como paradigma de la relación de Dios
con Israel, y el adulterio es considerado como una traición tanto a la alianza
conyugal como a la Alianza del pueblo con su Dios. Israel, a causa de su
idolatría y del abandono de Dios-Esposo, comete una traición semejante a la
de la mujer que abandona al marido. En esta misma línea, para Jesús, el
adulterio supone la ruptura de la alianza personal del hombre con la mujer. El
27
Cf. el lenguaje del Cantar de los Cantares y el significado unitivo de los posesivos.
48 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
28
Cf. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, 361-386.
RESCATADOS POR EL AMOR 51
muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, sino que serán como
ángeles en los cielos” (12,25).
Con estas palabras está afirmando que la sexualidad y el matrimonio
son realidades que pertenecen exclusivamente a este mundo y que pierden su
razón de ser en el estado de la resurrección. Esta es la condición definitiva
del hombre y el objetivo último de su realización, ya que creado “a imagen y
semejanza de Dios” no puede permanecer en la muerte. Ciertamente que en
esta nueva situación los nuevos cuerpos resucitados mantendrán su
peculiaridad masculina o femenina, ya que se habla de “ellos” y de “ellas”, y
porque, de lo contrario, no serían las mismas personas que han pasado por
esta tierra. El resucitado seguirá siendo él mismo, como manifiesta Jesús a
sus discípulos después de su Resurrección (cf. Lc 24,39), pero el sentido de
ser en el cuerpo varón o mujer tendrá un significado diferente.
El dato de que se describa este nuevo significado comparándolo con
los ángeles, no indica que vaya a haber un cambio de naturaleza, pues el
hombre ya no sería tal, sino ángel, y en este caso, no habría resurrección ni se
mantendría la personalidad única e irrepetible de cada cual, por lo que uno
dejaría de ser él mismo para convertirse en otra cosa. El ser como ángeles
señala, más bien, el completo dominio que el hombre resucitado tendrá sobre
sí mismo de tal modo que la carne estará sometida al espíritu. El hombre
resucitado mantiene su integridad psicosomática pues a su ser persona
pertenece la unidad y totalidad de su cuerpo y de su alma.
El equilibrio entre lo que en el hombre es espiritual y lo que es
corpóreo, que había quedado alterado por el pecado, quedará restaurado en la
resurrección, de tal modo que ya no habrá oposición sino perfecta armonía.
Al haber una total posesión y dominio sobre su persona, puede haber
también, una completa donación. La resurrección no supone la
desencarnación del hombre sino su plena realización como ser personal
llamado a la entera comunión mediante el don sincero de sí mismo.
Pero no solamente esto, sino lo que es más importante, la resurrección
supone la comunicación de Dios a toda la subjetividad psicosomática del
hombre. Esta comunicación que se había ya iniciado en la Creación, por la
que Dios se autodona a su criatura y, de una manera específica, al hombre
52 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
creado a “su imagen y semejanza”, única criatura que ha sido amada por sí
misma, y que se ha realizado en plenitud en la Encarnación del Hijo de Dios
en el hombre Jesús, y en la que Dios y el hombre llegan a ser una sola
persona, llega a su culminación en cada ser humano por la resurrección. En
ella “se da ciertamente una unificación del hombre con Dios –sueño
originario del hombre–, pero unificación no es un fundirse juntos, un
hundirse en el océano anónimo del Divino; es una unidad que crea amor, en
la que ambos –Dios y el hombre– siguen siendo ellos mismos y, sin embargo
se convierten en una sola cosa” 29. Ahí alcanza su objetivo el amor, pues,
como afirma S. Juan de la Cruz, “es condición del amante hacerse uno con el
amado”. Este es el propósito último de Dios al crear al hombre: hacerle
partícipe de su naturaleza divina por lo que el hombre llega a ser divinizado
sin perder por ello, su identidad y su personalidad. El amor no confunde y
anula, sino que respeta e integra en la absoluta libertad de los dos amantes.
La divinización del hombre pone fin a la historia terrena, basada en el
matrimonio y la procreación, por lo que estas realidades ya no son
necesarias, como anuncia la respuesta de Jesús a los saduceos, pero pone de
manifiesto el nuevo y definitivo significado del cuerpo humano, diseñado
para la donación y la comunión. Los hombres creados como varón y como
mujer no son dados, en última instancia, el uno para el otro. Si el varón es
para la mujer y viceversa, esto se da de un modo provisional y como signo
que apunta a lo escatológico, porque, en definitiva, ningún varón ha sido
creado para ninguna mujer, ni ninguna mujer para ningún varón, sino que
han sido creados para Dios. Este es el misterio escondido desde toda la
eternidad y que ha sido revelado en el Hijo. Es el personal donarse de Dios,
en su misma divinidad, al hombre, la comunión escatológica del hombre con
Dios gracias al amor que hace perfecta la unión y que permite al hombre
contemplar el rostro de Dios y cantar sus alabanzas 30.
Creado para Dios, el hombre se dirige a Él y se realiza en la plena
comunión con Él. El amor humano remite al amor divino como a su fuente y
29
BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 10.
30
Segunda plegaria eucarística del canon de la misa.
RESCATADOS POR EL AMOR 53
31
Para el conjunto de este apartado cf. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, 475-524.
32
Cf. J. M. DÍAZ RODELAS, “El matrimonio en el Nuevo Testamento”, apuntes de clase,
31ss.
RESCATADOS POR EL AMOR 55
que engendra reverencia, admiración, sosiego y paz. Todo lo que sigue hay
que entenderlo a la luz de esta disposición general.
Pablo se dirige, sucesivamente, a las mujeres, a los maridos y,
finalmente, a ambos cónyuges a la vez. La exhortación es breve pero su
motivación amplia, basándose siempre en la relación de Cristo con la Iglesia.
Invita, en primer lugar, a las mujeres a vivir en sumisión a sus maridos. El
requerimiento a adoptar esta actitud es frecuente en la parénesis
neotestamentaria, aunque no siempre se use el verbo “someterse” 33. Es una
actitud que se exige a todo cristiano, no sólo a las mujeres, pero que aquí
adquiere una connotación especial para ellas al relacionar dicha actitud con la
que adopta la Iglesia ante Cristo. Esta es la clave para entender
adecuadamente el sentido que tiene esta sumisión. No podemos concebirla
sino en el conjunto de la exhortación y, en particular, en lo que se les pide a
los maridos.
A éstos no se les habla de sumisión sino de amar a sus mujeres, y, de
nuevo, la motivación hay que buscarla en el amor que Cristo muestra a su
Iglesia en la larga explicación que nos da el autor, si la comparamos con la
brevedad de la amonestación (Ef 5,25-31). Si aman, el amor excluye todo
género de sumisión unilateral. No es el marido dueño y dominador de la
mujer, sino que deben estar sometidos el uno al otro, y ambos al Señor, único
Señor de los dos. La mutua sumisión proviene de su mutua donación.
Ahora podemos entender la razón que aduce el autor para el
sometimiento de la mujer al marido. Deben ser sumisas como se someten al
Señor “porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la
Iglesia”. En este caso “cabeza” hay que entenderlo en sentido figurado como
“origen” de algo. El comienzo de la relación marido-mujer, Cristo-Iglesia,
hay que colocarlo en el primer miembro del vínculo que es el que toma la
iniciativa. Cristo es cabeza de la Iglesia porque se ha entregado a sí mismo
por ella para santificarla y purificarla y, en este sentido, es su principio
porque la ha amado primero y se ha donado por entero a ella y, en justa
correspondencia, ésta, sabiéndose amada, responde con la acogida sincera, la
33
Cf. Rm 13,1.5; 1Co 14,34; Col 3,18; 1Tm 2,11; Tt 2,5.9; 3,1; 1Pe 2,13.18; 3,1.5; 5,5.
56 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
34
S. Juan presenta a lo largo de todo su evangelio este misterio por el que Cristo se dona a su
Iglesia con un amor a la vez salvífico –por cuanto de entrega a sí mismo como sacrificio– y
esponsal –por el que se desposa con la Iglesia y la hace cuerpo suyo–; cf. R. DOMÍNGUEZ,
La eclesiología esponsal en el evangelio según S. Juan, Valencia 2004.
Capítulo 4
LA SEXUALIDAD SEGÚN EL PLAN DE DIOS
parcial y esporádico, como en los casos arriba citados, sino de un modo total
y absoluto, de persona a persona, por la que se puede decir: “te amo a ti, por
ser tú”. De este modo, el deseo del otro se convierte en don para el otro,
como afirma Benedicto XVI: “Si bien el eros inicialmente es sobre todo
vehemente, ascendente –fascinación por la gran promesa de felicidad–, al
aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre
sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él,
se entregará y deseará ‘ser para’ el otro” 36.
Este es el gran descubrimiento del cristianismo. El amor de necesidad
que tiene el hombre, se transforma progresivamente, a medida que se
descubre la dignidad del otro, en amor oblativo de sí mismo –agapé–. Cierto
que también puede darse un amor erótico que llegue hasta la abnegación y el
don de sí mismo, como cuando alguien da la vida por una noble causa. Pero
en estos casos no se hace por la persona del otro, sino por la gloria de la
propia persona, por ser héroe. El cristianismo parte de un absoluto: Dios y el
hombre, creado a su imagen, son personas y, como tales, no pueden ser
instrumentalizadas para conseguir un fin. Ellos son el fin. No puede servirse
del otro, ni siquiera en el amor. Éste se da gratuitamente, no para conseguir
placer, comprando o sirviéndose del otro.
El verdadero amor no usa, da. Pero, ¿quién puede dar y darse sin
buscar nada a cambio? ¿Dónde se dará un amor que, a su vez, no exige? Sólo
hay un amor así. El amor de Dios que se ha mostrado en su Hijo Jesucristo,
el cual se entregó a sí mismo en la cruz. “En su muerte en la cruz se realiza el
ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y
salvarlo: esto es amor en su forma más radical” (DCE 12). Este amor es el
que ha estado presente en el mundo desde el comienzo.
Dios crea el mundo por la Palabra, tal como refiere el libro del
Génesis, que, en el relato de la Creación repite por diez veces la expresión:
“dijo Dios”, y como recuerda el evangelio de S. Juan en su apertura (cf. Jn
1,1-3). No es casual esta forma de explicar la realidad de todo cuanto existe,
porque la palabra es comunicación y manifiesta el deseo de entrar en relación
36
BENEDICTO XVI, Deus Caritas est, 7.
LA SEXUALIDAD SEGÚN EL PLAN DE DIOS 61
con otro. La Creación es el don de sí que hace Dios que quiere darse a otro,
oferta de comunión. Se trata de un don total y definitivo, como todo lo que
realiza Él. No es una donación completa, como se da en la comunión
intratrinitaria, sino que se dona en la medida en que la criatura puede
recibirlo.
Por ser don exige y requiere respuesta, de manera que el acto creador
se dirige de un modo determinante y especial al hombre, única criatura capaz
de conocer y de querer y, por tanto, de responder y acoger. Si el don es total,
puesto que Dios da todo lo que puede ser acogido por el hombre, la respuesta
ha de ser también total y definitiva. Esto es lo que ha sucedido en Jesucristo,
revelación perfecta de Dios, siempre en la medida en la que el hombre es
capaz de entender, que participa de nuestra sangre y de nuestra carne y se ha
hecho semejante a nosotros para ofrecer a Dios el sacrificio perfecto de su
obediencia (cf. Hb 2,14.5,8). De este modo, se ha sometido totalmente a
Dios, confiado y abandonado plenamente a su voluntad y ha consumado la
liberación del hombre, señalando el camino de la verdadera libertad.
Él, en efecto, se ha dado total y exclusivamente al Padre, sin reservarse
nada (cf. Flp 2.6-11), y en Él a todos sus hermanos, hasta el don de la vida.
Esta entrega personal y exclusiva de Cristo es la que da la vida al mundo, de
modo que en Él se ha realizado la plenitud del amor. Un amor que, respecto a
Dios es responsorial, afirmando el amor con el que es amado por el Padre, y
en cuanto a sus hermanos, es oblativo, dándose a ellos sin reserva. Del
mismo modo que el don de Dios al mundo, crea vida, el don de Cristo a los
hombres da la vida al mundo. Se dan, así, las condiciones del amor: don de sí
mismo a otros que genera vida.
El hombre creado por amor, se realiza por el amor, de modo tal que
todo hombre está llamado a responder al amor, amando a Dios con todo su
corazón, con toda su mente y con todas sus fuerzas y a sus hermanos, con el
mismo amor con el que ha sido amado por Cristo. Pero nadie puede amar
como Cristo si no recibe la misma naturaleza de Cristo por obra del Espíritu
Santo. Esto es lo que el cristiano hereda en el bautismo. Para poder ser
llenado del Espíritu de Cristo necesita vaciarse de sí mismo y de todas sus
posesiones, de modo que, como señala el evangelio, ha de vender todos sus
62 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
bienes, ser pobre, hacerse pequeño. Quien posee riquezas no está capacitado
para amar, pues tendrá que defenderlas cuando se sienta amenazado por algo
o por alguien, y en tal caso llegará a matar al agresor. Así, por ejemplo, quien
defiende sus razones, juzgará, criticará y rechazará al que quiera quitárselas,
llegando a matarlo en su corazón. En el afán por las riquezas está la raíz de
todo asesinato. Quien se apropia y defiende algo es un asesino en potencia.
Por el contrario, quien nada defiende porque nada quiere poseer, podrá
acoger a todos sus hermanos. Esta es la obra de Cristo, quien siendo rico se
despojó de todo para poder compadecerse de sus hermanos (cf. Hb 5,8.12,2).
La plenitud última del amor se da en la resurrección. La amada del
Cantar de los Cantares proclamará que el amor es fuerte como la muerte (Ct
8,6b) pues el don del amor es definitivo, para siempre, y pretende superar la
muerte. Esta aspiración de todo amante, se realiza en Dios, ya que Él no es
un Dios de muertos, sino de vivos, tal como demuestra Jesús en su discusión
con los saduceos. Por eso el hombre está llamado a la resurrección, pues todo
amante quiere ser uno con el amado, para ser divinizado y pueda tener
acogida plena, inmediata y directa del Amor, en perfecta comunión con Dios
y con todos sus hermanos. De este modo, lo que comienza en la Creación con
la llamada al hombre a vivir en la comunión, se realizará en las bodas del
Cordero, cuando el hombre será uno con su Dios (cf. Ap 19,7-8).
La sexualidad, diseñada para la entrega y el don de sí mismo, don que
ha de ser total –por eso dejará el hombre a su padre y a su madre–,
exclusivo y personal, como ama Dios –se unirá a su mujer–, y fecundo, que
da y recibe vida –y serán una sola carne–, se inserta dentro del conjunto de
la Historia de la Salvación, que es don y acogida. Aquí radica su importancia,
no es algo accidental sino sustancial a la persona humana, lo que la configura
como lo que es y lo que está llamado a ser. Creado a imagen y semejanza de
Dios, por su sexualidad, está invitado a ser uno con su Creador.
¿Para qué, entonces, la sexualidad? Para amar. Amar es salir de uno
mismo y darse al otro. Pero para poder darse en preciso, antes, poseerse, pues
si uno no tiene control sobre sí mismo sino que está a merced de sus
pasiones, no puede darse, ya que nadie da lo que no tiene. Y es un amor hacia
otro. El amor es siempre oblativo, no se dirige hacia uno mismo, sino hacia el
LA SEXUALIDAD SEGÚN EL PLAN DE DIOS 63
otro. Esto supone una renuncia y un morir a sí mismo, dar para que el otro
pueda recibir. Por eso el don del amor es siempre fecundo, da vida al otro y
el que da, recibe, a su vez, vida de la vida del otro. Cuando falta alguno de
estos elementos el don de la sexualidad está viciado, no cumple su función y
aparece una sexualidad desviada.
37
Cf. D. MORRISON, Un más allá para la homosexualidad, Madrid 2006. 136-139.
sean declarados lícitos y aún dignos de alabanza, porque la sexualidad es
como Dios ha querido que fuera, no como le parece al hombre 38.
Para entender la inmoralidad de los actos homosexuales es conveniente
remitirnos a lo que dice sobre ellos el Catecismo de la Iglesia Católica39.
Después de definir la homosexualidad como la atracción sexual, exclusiva o
predominante hacia personas del mismo sexo, declara que los actos
homosexuales son contrarios a la ley natural porque cierran el acto al don de
la vida y no proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual.
Se condena el acto, no la persona o la inclinación, porque toda persona es
digna de respeto, compasión y delicadeza, por lo que no puede haber ningún
tipo de discriminación para ellas. Sin embargo, tanto las personas con
tendencias homosexuales, como las que tienen tendencias heterosexuales,
están llamadas a realizar la voluntad de Dios y a controlar sus impulsos
sexuales, aunque suponga superar dificultades, y entrar en el sufrimiento,
participando de la cruz de Cristo a causa de su condición. Del mismo modo
que a una persona con tendencias heterosexuales se le pide vivir en castidad
no utilizando indebidamente su sexualidad, se le pide, igualmente, a la
persona con tendencias homosexuales. Mediante virtudes de dominio de sí
mismo que eduquen a la libertad interior, y con el apoyo de una amistad
desinteresada, la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse a
la perfección cristiana.
La Iglesia, apoyada en la naturaleza de la persona humana, la creación
y el significado pleno de la sexualidad afirma la inmoralidad de los actos
homosexuales, no de las personas que están inclinadas a ellos. Toda persona,
sea cual sea su atracción sexual está llamada a la santidad y es digna de
respeto y de consideración. Nadie tiene que sentirse avergonzado por sentir
una atracción hacia personas del mismo sexo, porque no son libres de sentirlo
o no y porque la tendencia o el sentimiento no es objeto de moralidad,
solamente los actos en los que interviene la decisión libre y voluntaria de la
persona. La valoración moral no se da sobre las personas sino sobre sus
38
Cf. D. MORRISON, Un más allá para la homosexualidad, 142.
39
Catecismo de la Iglesia Católica, 2357-2359.
actos. En este sentido, los actos homosexuales son los que no pueden ser
aprobados en ningún caso. ¿Por qué razón?
El Catecismo señala tres motivos40. Primero, porque son contrarios a la
ley natural. Ésta no dice tanto cómo deberían ser las cosas, sino cómo son.
Condena la actividad homosexual por que ésta no cumple la finalidad del
sexo tal como se encuentra en la naturaleza. Sus objeciones no provienen de
opiniones sino de la realidad biológica. El sexo anal, por ejemplo, no emplea
la biología del miembro activo y pasivo de la pareja para los propósitos para
los que están claramente preparados. Han sido hechos para otra cosa. Nadie
debería sorprenderse si su práctica comporta un grave riesgo de contraer
enfermedades, porque se están utilizando indebidamente determinados
miembros del cuerpo humano; es como si alguien pretendiera clavar clavos
con un zapato con suela de goma, posiblemente ni clavaría el clavo y
acabaría estropeando el zapato.
De la naturaleza de la sexualidad proviene la segunda observación: los
actos homosexuales están cerrados a la vida. No se trata de que en todo acto
sexual deba darse la concepción de la vida, sino que los actos sexuales deben
estar abiertos a la procreación. Esto significa que cuando un hombre y una
mujer se donan el uno al otro, se donan totalmente, no deben retener nada de
sí mismos, lo dan todo, incluida su fertilidad. Se donan con todas sus
diferentes identidades intactas y con todas sus potencialidades, aún cuando la
edad o la infertilidad natural hagan improbable que se produzca la
concepción. Al darse por entero y no reservarse nada de sí se preservan del
peligro de utilizarse para darse un capricho o de objetivizar al otro. La
realidad es testaruda y toda actividad sexual: la eyaculación, la receptividad y
la ovulación están orientadas a la procreación de seres humanos, es algo
propio de la persona humana, de lo que no se puede hacer caso omiso
simplemente porque se ha decidido que no es oportuno. Los actos
homosexuales, obviamente, excluyen esta dimensión, por lo que no pueden
ser considerados como verdaderos actos sexuales.
40
Para lo que sigue cf. D. MORRISON, Un más allá para la homosexualidad, 148-152.190-
194.
La tercera observación es consecuencia de lo dicho anteriormente. Los
actos homosexuales no fluyen de una esencial complementariedad. Ser
complementario significa que aporta lo que le falta al otro. El varón y la
mujer, como vimos más arriba, no están completos, carecen de algo que sólo
puede ser colmado por la contribución del otro. En la atracción del varón por
la mujer y viceversa hay un deseo del “otro” en cuanto que es otro, que es
distinto pero que completa. En la atracción homosexual se busca a uno
mismo en el otro, por eso se dan con frecuencia el cambio de pareja, porque
en realidad el otro no es aceptado en su singularidad sino como medio o
instrumento para la satisfacción de una necesidad.
Podemos decir, entonces, que las relaciones homosexuales no son un
amor verdadero. Parece ciertamente que los actos homosexuales expresan un
amor erótico o de deseo del otro, pero este tipo de amor corre el gran riesgo
de objetivar al otro convirtiéndolo en instrumento para conseguir el fin
deseado, y esto es lo que sucede en las relaciones homosexuales puesto que,
consciente o inconscientemente, se ha decidido que tener relaciones sexuales
con tal persona tiene más importancia que considerar que este acto significa
que se ama a la totalidad del otro, no solamente en cuanto que proporciona
placer. Independientemente de que las parejas homosexuales se traten el uno
al otro como personas en el conjunto de su amistad, en el acto homosexual en
sí mismo se alejan de la verdad que Dios quiso hacer posible a través de las
relaciones sexuales: la donación total de una persona a otra y la posibilidad
de engendrar una nueva vida. Ninguna de las dos cosas se da en las
relaciones homosexuales. Este puede ser también uno de los motivos por los
que estas relaciones suelen durar tan poco, pues al objetivar a los seres
humanos los convertimos en objetos y éstos pierden su novedad y dejan de
interesar con el paso del tiempo. Al no haber comunión real ni amor
profundo, tales actos dejan un gran vacío y acaban por decepcionar.
Aunque el Catecismo indica que el origen psíquico de la atracción
homosexual permanece en gran medida inexplicado, algo podemos decir
sobre ello41. Se puede afirmar que nadie nace con una orientación
homosexual. Aunque se han hecho diferentes estudios para buscar las
predisposiciones genéticas y biológicas de la homosexualidad no existe
ningún resultado concluyente, antes al contrario, hay un predominio de
evidencias científicas que demuestran que la homosexualidad es una
condición adquirida. Por otro lado, tampoco se trata de una opción personal,
pues la atracción hacia personas del mismo sexo suele ser el resultado de
traumas sin resolver que producen un desorden emocional y conducen a una
confusión de género. Pero conviene hacer notar, que aunque la atracción no
se elija, sí que hay una decisión personal a la hora de poner en práctica tal
atracción.
El dato de que la atracción homosexual proviene de traumas sin
resolver se deriva de la experiencia de las personas que la padecen. Los
sentimientos homosexuales son síntomas de algo que subyace, una manera de
aliviar un malestar provocado, muchas veces, por traumas infantiles sin
aclarar, heridas que no han sanado. También una necesidad de satisfacer
necesidades homo-emocionales que no han sido resueltas a su tiempo. En la
base de las tendencias homosexuales suele haber una relación afectiva
inadecuada con el progenitor del mismo sexo. No se trata de una condición
sexual sino de una búsqueda de relación con los padres tratando de satisfacer
necesidades de cariño que no han sido contentadas en el proceso de
crecimiento. La relación distante o interrumpida con el padre o la madre,
puede conducir al varón o a la mujer a un deterioro de la conciencia de la
propia masculinidad o feminidad, lo que les lleva a buscar en otra persona de
su mismo género lo que sienten que les falta. Puede darse, también, el caso
de una excesiva sobreprotección y una relación anormalmente íntima entre
madre e hijo o entre padre e hija, por lo que se puede experimentar atracción
sexual hacia la madre o el padre y a buscar la represión de esta sugestión en
la relación con personas de su mismo sexo. Podemos decir que la
41
Para lo que sigue, cf. R. COHEN, Comprender y sanar la homosexualidad, Madrid 2004,
13-98.
homosexualidad procede de una carencia afectiva y produce un desorden de
afecto hacia el mismo sexo42.
Hoy en día el movimiento en pro de los derechos de los homosexuales
y lesbianas ha sacado a la luz una cuestión que ha estado muchas veces
oculta por considerarse como algo vergonzante. Nada hay de vergonzante en
la atracción hacia personas del mismo sexo que, como podemos comprobar,
no ha sido elegida voluntariamente –otra cosa es la decisión de realizar actos
homosexuales–. Pero el hecho de que se trate de un tema que sale a la luz
pública no quiere decir que deba aceptarse en nombre de la tolerancia y de lo
políticamente correcto, pues la vida homosexual, contrariamente a lo que
algunos pregonan no es gay, dichosa. Aceptar la homosexualidad como algo
natural y normal es como tapar heridas sin sanar, que bajo apariencia de
normalidad, minan la salud y la vida del que las padece. Hoy, lo más fácil y
el mejor modo de evitarse problemas es el de seguir lo que dice la gente para
ser aceptado socialmente, aunque no se esté de acuerdo. Hace falta un niño
que pueda gritar que “el rey está desnudo”, para que se pueda afirmar que la
práctica homosexual no es gozosa sino triste. La solución no está ni en la
ciega aceptación, si en la intolerancia indiscriminada, sino en la comprensión
y el amor43, que supone poner en la verdad, aunque se tenga que cargar con
las consecuencias. Por eso, por amor al hombre, para que pueda realizarse
plenamente, según la verdad de la sexualidad, la Iglesia debe decir la verdad
sobre la homosexualidad sin temor, porque tiene alma de niño.
La fornicación es otra actuación indebida de la sexualidad humana. Se
trata de la relación sexual entre dos personas de diferente sexo fuera del
marco de la institución matrimonial. Tanto si esta relación es ocasional y
esporádica, como si es reiterada y continua, como en el caso de dos personas
que conviven maritalmente sin estar casadas, comparten la misma
42
Las causas de la atracción hacia personas del mismo sexo son muy variadas, podemos citar,
entre otras: herencia, temperamento, heridas hetero emocionales, heridas homo emocionales,
conflictos con los hermanos o en la dinámica familiar, heridas relacionadas con la propia
imagen, abusos sexuales, heridas sociales, heridas culturales, etc. Cf. R. COHEN,
Comprender y sanar la homosexualidad, 59-107.
43
Cf. . R. COHEN, Comprender y sanar la homosexualidad, 331-333.
deficiencia: su entrega no es una donación personal, puesto que no se dan
totalmente ni para siempre. La dinámica que les mueve es el eros susceptible
de caer en la utilización y cosificación de la persona. Ésta no se puede dar
parcialmente ni temporalmente. Yo puedo dar parte de lo que tengo –como
mi tiempo, mi dinero o los objetos que poseo– pero no de lo que soy, ni
puedo prestar mi persona por algún tiempo; cuando alguien se da
personalmente, se da por entero y para siempre.
En estos casos la relación sexual no está motivada por el amor oblativo
hacia el otro, sino por el deseo de satisfacer una carencia, por lo que se tiende
a utilizarlo con tal fin, y al usarlo lo despersonalizamos. Dejamos de verlo
como aquel que exige ser amado por sí mismo y lo consideramos como un
mero instrumento a nuestro servicio. Al convertirlo en instrumento, en cosa,
no puede durar mucho tiempo, pues los objetos envejecen y acaban
perdiendo su atractivo y su utilidad con el tiempo, por lo que deben ser
sustituidos por otros que presenten mayores ventajas y mejores prestaciones.
Al no ser una donación completa de todo el ser, tal acción deja de ser
fecunda, no da vida al otro, que sólo la recibe cuando se siente
verdaderamente amado, por lo que resultan altamente insatisfactorias para la
persona. El momento de placer desaparece y deja sitio al vacío y a la
añoranza de un bien que no se acaba de alcanzar. No hay complacencia y
felicidad en tales actos por lo que acaban decepcionando y cansando. Cuando
uno se ha iniciado en la vida sexual con la fornicación, se mutila e incapacita
para amar de verdad por lo que su futura vida matrimonial, si llega a ella,
queda altamente expuesta al fracaso porque tendrá grandes dificultades para
ver al otro en su realidad personal.
La fornicación no construye a la persona, no le ayuda a ser mejor ni la
prepara para la vida adulta, sino que la infantiliza al impedirle descubrir la
verdad del amor. En una sociedad como la nuestra, en la que la ausencia de
Dios ha abierto el campo al capricho humano, se ha dado vía libre a la
experimentación sexual, por lo que ya desde temprana edad, directa o
indirectamente se está invitando a los jóvenes a probar en la sexualidad,
creándose una atmósfera proclive a las prácticas sexuales. Como quiera que
la opinión de la mayoría suele llegar a convertirse en costumbre y en presión
para todos, muchas personas, sobre todo jóvenes, se sienten constreñidas a
vivir como vive la mayoría por miedo a quedar señaladas como extrañas y a
ser marginadas. No es raro que algunos alardeen de sus “hazañas” dándoselas
de machos o de mujeres libres y miren por encima del hombro a quienes se
mantienen fieles a la castidad. Pero no es el caso de amilanarse ante tales
tigres de papel, pues quien es dependiente de la sexualidad, no es libre sino
esclavo; no es más adulto, sino más mequetrefe y borrego; se convierte en un
muñeco, una marioneta, una caña agitada por el viento que se mueve al
compás del son que le tocan y se inclina hacia donde se dirige la corriente.
La personalidad fuerte y verdadera está en quien sabe resistir las presiones
externas y se mantiene fiel a lo que es autentico. No vive en la oscuridad de
la opinión cambiante, sino en el esplendor de la verdad eterna.
El adulterio añade a la fornicación la traición a sus promesas
matrimoniales y la ruptura de la alianza con el cónyuge. Los motivos que se
suelen invocar para tales actuaciones, pueden ser variados. Cuando se trata
de una “aventura” esporádica que no tiene continuidad, con frecuencia es
producto de la imprudencia y de la debilidad humana, por lo que es necesario
esmerar las medidas de precaución para no dejarse arrastrar en un momento
de crisis y causar un grave daño a la comunión matrimonial. Pero cuando se
trata de una relación continuada con otra persona fuera del matrimonio –lo
que se llama “tener un amante”– el asunto es mucho más grave. Estas
acciones se suelen justificar por la pérdida del amor con el propio cónyuge,
por lo que se busca una relación, que se considera más sincera, con otra
persona, alegando que ya no se puede amar a la primera. Pero se trata de una
simple excusa y la nueva relación que quiere establecerse no va a ser más
satisfactoria que la anterior.
Si uno no ha podido amar a este cónyuge concreto, no puede amar a
ningún otro, porque el problema está en que él no puede morir. La culpa no
reside en el otro, como siempre tendemos a considerar, sino en uno mismo y
en su incapacidad para amar. Lo que busca es su satisfacción por lo que
tenderá a utilizar al otro, no a amarlo. Es lo que indica la relación pasajera
que se suele dar entre los amantes, que, aunque no sean ocasionales,
mantienen esta deficiencia básica: la provisionalidad y el no darse por entero,
ya que se quiere preservar el status social y mantener las formas, por lo que
tales relaciones suelen mantenerse ocultas.
Podría parecer que cuando se da el abandono del hogar para fundar una
nueva familia es debido a que uno ha encontrado el verdadero amor de su
vida, pero para ello ha debido abandonar a su amor primero. ¿Por qué se ha
llegado a esta situación? Tal vez porque nunca hubo amor, o si lo hubo en un
principio, se ha quedado por el camino. Pero estamos en el mismo caso
anterior, si este amor se ha perdido es debido, generalmente, a que no se ha
sabido amar nunca, porque se ha ido al matrimonio esperando que el otro
supliera las carencias y diera satisfacción a las necesidades afectivas de uno
mismo. Había un amor erótico, de deseo, que es el amor propio de la persona
humana, pero, quizás no se ha tenido en cuenta que el corazón humano está
sediento de infinito y el cariño que me pueda dar el otro nunca podrá llenar y
satisfacer el deseo humano, por lo que el matrimonio produce siempre una
cierta insatisfacción y desencanto recortando las espectativas que en él se
habían depositado.
El amor, si queda reducido a lo finito, resulta falsificado, pues
conforme a su esencia, es sed de perfección infinita. Un amor puramente
terreno, el pretender amar al otro con nuestras solas fuerzas, es tarea
imposible, porque el amor queda privado de su más profunda identidad, pues
el amor es siempre un sí total, sin restricciones, ni en el espacio ni en el
tiempo, no soporta la finitud, pretende ir más allá de la muerte. Por eso,
quien no posee algo del amor de Dios, que se nos da por gracia, no sabe amar
verdaderamente y por tanto, tal clase de amor no llega a saciar el corazón de
la persona amada. Sin él no puede fundamentarse seriamente el matrimonio 44.
Pero si tal es la situación del que ha fracasado en su matrimonio, porque no
ha sabido amar, tampoco estará en mejor disposición para casarse de nuevo
por lo que su nueva unión está expuesta al mismo peligro que la primera. Si
una vez ha traicionado porque no se sentía realizado, cuando vuelvan a surgir
las dificultades y torne a desencantarse, volverá a hacerlo nuevamente. No es
cuestión de probar hasta encontrar lo que uno busca, pues nunca lo hallará. El
44
Cf. J. RATZINGER, Mirar a Cristo. Ejercicios de fe, esperanza y amor, Valencia 1990, 93.
problema radica en su corazón; mientras no se encuentre con al amor de Dios
y se sienta verdaderamente amado, difícilmente aprenderá a amar al otro, a
donarse enteramente y a saber perdonar, que es la garantía de toda unión.
Cuando uno se busca siempre a sí mismo, como ocurre en todos los
casos que acabamos de analizar e intenta realizarse guardando su propio yo,
el resultado es contradictorio, penoso y triste. La persona, incapaz de salir de
sí misma y donarse a los demás, acaba por romperse y al final quedará
únicamente la huída de sí mismo, la incapacidad de soportarse 45. Solamente
si llega a experimentar el amor verdadero, aprende a negarse a sí misma y
puede salir de sí y mirar al otro, encontrará el camino abierto para amar de
verdad y alcanzar la satisfacción que proviene de ser amada y amar.
Todo cuanto hemos dicho más arriba sobre el remedio para aplicar en
el caso de la masturbación, puede decirse, igualmente, de todos estos otros
casos; pero dado que la sexualidad ha sido diseñada por Dios para salir de sí
mismo y poder donarse al otro, toda fractura y uso inadecuado de la misma,
supone una incapacidad para amar y un vivir encerrado en uno mismo, por
eso, el gran remedio para poder vivir la sexualidad en su integridad es la
caridad. Es decir, no vivir para uno mismo, sino para Dios y en Dios, para los
demás. S. Pablo lo expresa perfectamente cuando llama a los cristianos a
dejarse apremiar por el amor de Cristo de modo que los que viven ya no
vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos (cf. 2Co 6,14-
15). De este modo, quien no vive centrado en sí mismo, sino que tiene celo
por el bien de los demás, está capacitado para vivir una sexualidad sana, pues
tiene dentro de sí la fuerza que la mueve: el amor que le lleva a descentrarse
para poder darse, y esto gracias a Aquel que “me amó y se entregó a sí
mismo por mí” (Ga 2,20b).
45
J. RARZINGER, Mirar a Cristo, 103.
anterior, no alcanza su madurez y no cumple su destino. El hombre ha sido
creado para vivir en comunión con las otras personas; para amar y ser amado,
o mejor dicho, para ser amado y aprender a amar. Por ello debemos analizar
la dinámica del amor.
Partamos de la experiencia existencial que tiene el hombre. Lo primero
que observa todo hombre, su constatación original y fundamental es la de la
filiación. Todos y cada uno de nosotros viene a la existencia por medio de
unos padres que nos han dado la vida. El hecho de ser hijos indica que
nuestro origen no está en nosotros mismos, sino en otros, o lo que es lo
mismo, que no somos absolutos sino dependientes. Esta dependencia expresa
nuestra indigencia. Todos venimos a este mundo como menesterosos,
necesitados del amor de nuestros padres. En la medida en que el niño se
siente acogido, amado, valorado y querido en su entorno familiar, no por lo
que tiene o puede dar, sino por lo que es, comienza a desenvolverse como
persona en relación con cuantos le rodean.
Según va creciendo y descubriendo su entorno, como ser limitado que
es, comienza a tener deseos y a pedir aquello de lo que tiene necesidad para
vivir mejor. De este modo, empieza a valorar y apreciar cualquier persona o
cosa que le ayuda en su desarrollo. Ama a sus padres porque le conceden
protección y seguridad, ama a sus hermanos porque comparte con ellos un
origen común y se sabe estimado, a sus compañeros de juego o de clase
porque se siente acogido y con ellos puede participar en momentos
agradables de compañerismo, a sus juguetes porque le entretienen y
divierten. Podríamos seguir enumerando personas, objetos, momentos, como
las vacaciones, acontecimientos, como su cumpleaños o el triunfo de su
equipo favorito y tantas otras realidades que son objeto de aprecio y de
interés. Es el eros o amor de deseo con el que todo hombre ama y apetece
porque está necesitado.
El peligro que encierra esta clase de amor es el de pretender apropiarse
de lo que nos da vida. Como necesitamos de ellos, tendemos a asegurarnos
de su disfrute dando origen a nuestras propiedades. Aparece lo mío como
posesión, de manera que todos ellos son pertenencias personales: mis padres,
mis hermanos, mis amigos, mis juguetes, mis vacaciones, etc. De las
propiedades surgen los derechos y las exigencias hacia ellas, pues les
reclamamos que cumplan sus deberes para con nosotros y nos concedan lo
que de ellas esperamos. De tal modo que cuando no lo satisfacen se lo
reprochamos y podemos llegar hasta prescindir de las mismas porque no han
cumplido con su cometido. Se puede, de este modo, llegar a rechazar a los
padres, renegar de los hermanos, enemistarse con los amigos, prescindir de
aquellos instrumentos que nos dan problemas en lugar de facilitarnos las
tareas, o de cambiarlos porque ya son viejos y aparecen otros más nuevos y
con más prestaciones.
Paralelamente surge la necesidad de proteger nuestras propiedades y de
defenderlas frente a los que nos las quieran arrebatar. Aparecen los
sentimientos de rechazo, irritación y hasta el odio hacia el extraño que
amenaza nuestra seguridad dando origen a todas las fobias. Para preservar
nuestras posesiones, tenemos necesidad de cercarlas con defensas y de
colocar centinelas que las defiendan. Estos, naturalmente, deberán estar
armados y tendrán que hacer uso de sus armas frente a quienes intenten
asaltar nuestro dominio, cualquiera que sea. Como resultado de todo ello,
hemos de matar al otro para guardar lo nuestro. Por eso surge la envidia, el
juicio, la murmuración, el rencor y todo aquello que causa la muerte del
supuesto agresor en nuestro corazón y, por desgracia a veces, no sólo en
nuestro corazón.
El perjuicio que acarrea este modo de amar es el de cosificar y
valorarlo todo en función de su utilidad para con uno mismo, de tal manera
que lo otro es amado en el supuesto de que sirva para mis propósitos. Esto
que con los objetos es lo correcto, resulta una tragedia cuando ocurre con las
personas, porque las personas no son instrumentos, ni medios para mí, sino
fines en sí mismas. Sin embargo esto es lo que sucede a menudo, pues
muchas veces, el hombre busca en la otra persona un medio para satisfacer
sus necesidades espirituales, como las de ser escuchado, valorado, querido y
tenido en cuenta por lo que se da una sintonía con la otra persona, que puede
llegar hasta el cariño y el deseo de compartir la vida con ella. Pero cuando
fallan las espectativas y la otra persona no desempeña el papel que se
esperaba de ella, aparece el desencanto, la frustración y la aversión que
conduce, muchas veces, a prescindir de sus servicios.
Así es como ama el hombre. Pero no es esta la forma de amar de Dios.
Necesitamos conocer la naturaleza del amor que es Dios. Él, cuando crea, da
vida a lo que no es Él, a su criatura, que es algo distinto de sí, y en concreto
al hombre que es otro respecto a Dios. Al crear –hablando metafóricamente–
Dios tiene que morir, en alguna medida, pues, como dicen los rabinos, si
Dios lo es todo, para dar cabida al mundo tiene que contraerse, dejar espacio
a lo que es otro distinto de Él. Por otro lado, Dios dando el ser está amando a
su enemigo, pues Él es verdad, mientras que el hombre vive en la mentira, Él
es justicia, el hombre injusticia. En esto consiste el amor: en morir para que
el otro tenga espacio y pueda vivir, acoger al otro como otro, amar al
enemigo. Esto se da en la vida ordinaria más comúnmente de lo que
pensamos. Un niño, por ejemplo, tendrá que ceder y compartir su habitación
cuando llega un hermanito, para que éste pueda ser acogido y tenga espacio
para vivir; lo contrario es el síntoma de Caín que no quiso aceptar a su
hermano y tuvo que matarlo porque para él no significaba nada, como indica
su nombre Abel.
Todo amor verdadero tiene algo de divino, participa del ser de Dios. Él
no ama porque esté necesitado sino porque quiere donarse. En lugar de ser un
amor que aspira conseguir algo es un amor que desciende y da. Por eso crea
y si lo hace es porque estima a su criatura. Esta es la constatación
fundamental, no sólo por la creación de todas las cosas, sino también por el
interés y la predilección que siente Dios por el hombre y por personas
concretas eligiéndose un pueblo para sí. Dios ama al hombre y lo ama
personalmente, y este amor que podemos calificar de agapé porque se dona
gratuitamente y es oblativo, es también un amor erótico, porque Dios desea
el amor de su pueblo y espera verse correspondido por el hombre 46.
El deseo de Dios, “su eros para con el hombre, es a la vez agapé”. En
Él se unifican los dos modos de amar. Es agapé, “no sólo porque se da del
todo gratuitamente, sin ningún mérito anterior, sino también porque es amor
46
BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 9.
que perdona… Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su
amor contra su justicia… Dios ama tanto al hombre que, haciéndose hombre
él mismo, lo acompaña incluso en la muerte y, de este modo, reconcilia la
justicia y el amor”47.
¿Es posible para el hombre amar así? Cierto que el hombre no puede
amar sólo agápicamente, ni siquiera el amor de Dios lo es del todo, pues Él
también desea y busca el amor del hombre. Pero es posible en el hombre un
amor que no viene de él, sino de Dios.
Hay otra posible lectura derivada de la experiencia de la dependencia
existencial: la de la gratitud, después de haber conocido el amor oblativo,
agápico de Dios, del que se hacen eco nuestros padres y cuantos nos han
amado desinteresadamente. El conocimiento de este amor que le viene dado
al hombre en total gratuidad puede llevarle, a su vez, a amar de un modo
semejante tal como afirma S. Juan: “En esto hemos conocido lo que es
amor: en que él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la
vida por los hermanos” (1Jn 3,16)48. Habiendo sido amado de este modo,
puede el hombre ofrecer el don total y desinteresado de sí mismo, haciéndose
el servidor de todos (Cf. Jn 13,12-15), hasta el martirio, el amor más grande
por cuanto lo da todo (Jn 15,13)49.
Quien ama de este modo, es pobre ya que nada posee porque se ha
despojado de todo y, por tanto, nada defiende y no necesita agredir al otro,
puede donarse hasta perder la vida y recobrarla de nuevo. Esta es la verdad
del amor que nos presenta el Evangelio, la que conduce al hombre hasta su
realización definitiva y a la vida eterna.
El Evangelio está en lo cierto cuando proclama bienaventurados a los
pobres, porque de ellos es el Reino de los Cielos, cuando advierte que ningún
47
BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 10.
48
Cf. S. AGUSTÍN, In Ioannis Evangelium 84,1-2; CCL 36,536-538).
49
Conviene tener en cuenta, al hablar del martirio que no es necesario considerarlo
únicamente de la entrega violenta de la vida, sino que también puede entenderse de la
donación de quien la da día a día, amando al prójimo, aceptando sus pequeñas o grandes
injusticias, sin juzgarlo y perdonándolo, con el testimonio de una vida entregada al servicio del
otro. Un martirio no menos heroico que el primero.
rico puede entrar en él, ya que únicamente los pequeños y los que se hacen
como niños, tienen capacidad de acceder al mismo, y cuando recomienda
vender todos los bienes para poder seguir a Cristo. Él es el pobre que se ha
despojado de todos sus bienes (Flp 2,6-11), ha cargado con todas las
injusticias del mundo, ya que ningún derecho ha defendido, y ha podido amar
hasta el extremo.
Es cierto que no se puede hablar del amor sin referirnos a la verdad
sobre el mismo, y la verdad del amor es Dios y el modo como Él ama,
porque Dios es amor. A este tipo de amor está llamado el hombre y de esta
clase de amor es de la que él siente nostalgia ya que ha sido creado por este
amor y convocado a participar de este amor.
El hombre, creado a imagen y semejanza del Creador, como varón y
mujer, está, por su propia naturaleza, diseñado para la comunión, no para el
solipsismo, comunión con los otros y comunión, en definitiva con el mismo
Dios. No puede contentarse con menos puesto que únicamente el ser amado y
el amar con este amor llena su vida de sentido y le conduce a su realización
plena como persona. Cristo es esta plenitud, él es el hombre (Jn 19,5).
51
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 153-159; cf. igualmente R. BUTTIGLIONE, La
persona y la familia, Madrid 1999, 74-80.
Todo pecado de impureza va contra la dignidad del cuerpo al que se le
priva del respeto que se le debe, pero no solamente esto, sino que también,
son una profanación del templo del Espíritu Santo, ya que el cuerpo del
cristiano no es solamente propio sino que pertenece además a Dios.
Efectivamente, por la encarnación el cuerpo humano de Cristo ha sido unido
a la persona del Hijo y por la redención el cuerpo del cristiano adquiere una
nueva dignidad al convertirse en morada del Espíritu Santo, lo que comporta
una mayor deferencia hacia el propio cuerpo y el de los demás. El pecado de
impureza es pecado contra la santidad del cuerpo (cf. 1Co 6,15ss).
Pero la pureza no es sólo templanza, abstención de toda impureza, sino
que también muestra la gloria de Dios en el cuerpo humano al dotarlo de toda
la dignidad que le confiere el estar destinado a la comunión y al don de sí. La
pureza triunfa, de este modo, sobre la concupiscencia restituyendo a la
experiencia del cuerpo, sobre todo en las relaciones recíprocas de los
esposos, toda la sencillez, limpieza y alegría interior que se encuentra en la
posesión de sí mismo para convertirse en verdadero don para el otro,
resultado muy diferente del que se deriva de la satisfacción de las pasiones 52.
La castidad es también cruz, pues supone renuncia y dominio sobre sí
mismo, ya que sólo puede haber don de sí, en donde hay posesión de sí. Este
dominio sobre los propios impulsos y afectos lo determina la virtud de la
continencia o templanza que, en contraposición a la concupiscencia, no se
deja arrastrar por los impulsos y afectos desordenados que provoca en una
persona la presencia de otra en relación a su sexualidad. Los impulsos se
dirigen directamente hacia la satisfacción sexual, mientras que los afectos
tienen que ver con el conjunto de la persona en la que se busca y de la que se
espera la complacencia de las necesidades afectivas por lo que se le utiliza y
convierte en objeto del propio gusto. Lejos de esto, la templanza sabe
controlar sus impulsos y reconducirlos al verdadero camino, puede decir
“no” a aquellos deseos que le empujan a la posesión del otro, a su dominio y
manipulación para conseguir la mera satisfacción de los mismos. Puede decir
“sí” cuando van encaminados a la propia satisfacción pero por el don sincero
52
Cf. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, 315-331.
de sí mismo hacia la persona amada, bien entendido que este don de sí es
total y definitivo y que aquella es única e irrepetible.
La templanza tiene que ver con las otras tres virtudes cardinales, con la
prudencia, que es la que dirige a las demás y que da a la persona capacidad
de discernir lo que le conviene y lo que no. La prudencia le enseñará a
escoger amistades, rechazando las que no son convenientes, a evitar lugares
indecorosos o peligrosos, a controlar lo que debe ver y oír para que su
espíritu no trague alimentos en descomposición que le puedan hacer daño,
evitando todo lo que esté en relación con la pornografía. La justicia le
enseñará a dar a cada uno lo que se le debe: a la persona del otro, respeto y
consideración a lo que es obra de Dios, por lo que no intentará utilizarla para
sus caprichos. La fortaleza le da capacidad de sufrimiento por lo que será
capaz de resistir y de negarse a sí mismo sin buscar compensaciones
indebidas. La continencia, por tanto, no consiste sólo en abstenerse, sino en
saber y poder dirigir las reacciones que provocan en la persona la presencia
de otra, en relación a su masculinidad o feminidad, encauzando los impulsos
y excitaciones, así como las emociones hacia la realización personal según la
verdad de la sexualidad.
De este modo, la persona casta se posee, tiene dominio sobre sus
afectos y deseos y puede regirse a sí misma, llevando a término su vocación
cristiana a ser rey y señor; no se doblega ante sus pasiones ni cede ante las
presiones de los demás, sino que vive en la verdad que le permite ser libre
para responder a la llamada, inscrita en su propio cuerpo por el Creador, a la
comunión con Dios y con los demás. Precisamente porque es libre de este
modo, sólo un casto puede gobernarse a sí mismo y gobernar a los demás,
porque gobernar es realizar lo que es bueno para todos, lo que implica
caminar en la verdad. Pero la verdad no siempre es cómoda ni aceptada por
todos, lo que supondrá entrar en contradicción con los intereses de los
gobernados y tomar decisiones impopulares, cosa que no podrá hacer quien
no tiene capacidad de sufrimiento53.
53
No es casualidad que mientras los gobiernos y muchas iglesias cristianas están claudicando
ante las exigencias de una sociedad que pide satisfacer sus caprichos, sea la Iglesia católica,
una de las pocas, si no la única instancia, que se opone a ellos por amor a la verdad y al propio
Pero sobre todo, la castidad tiene que ver con la caridad, entrega
personal hacia el otro, ya sea en la exclusividad de la vida matrimonial, ya
sea en el servicio a los demás, por el que una persona se dona en un acto de
amor al prójimo. Puede vivir verdaderamente para los demás quien es casto.
Castidad y caridad van de la mano. El ejemplo más preclaro es Cristo mismo.
En quien es casto y tiene, por tanto, capacidad de sufrimiento y obtiene
dominio sobre sí mismo, por lo que puede donarse verdaderamente, puede
prender la caridad de Cristo que le urge y le da celo por el bien de los demás.
La impudicia encierra al hombre en sí mismo y le impide ver al otro, por lo
que el impúdico está condenado a mirarse únicamente a sí mismo, como la
mujer encorvada del evangelio que estaba atada a Satanás (cf. Lc 13, 10-17).
Por el contrario, la preocupación por los demás, el celo por el evangelio, la
caridad para con el prójimo, hacen casto al hombre, pues le obligan a mirar al
otro y a centrarse no en sí mismo sino en Cristo que le ha amado y entregado
por él. No hay que preocuparse por vivir en castidad sino en amar, porque
quien ama es casto.
55
Cfr. BENEDICTO XVI, Spe Salvi, 44.
Capítulo 5
EL MATRIMONIO CRISTIANO
a que se vean despojados del amparo y apoyo que necesitan de sus padres. Y
no lo es para el cónyuge culpable de la ruptura, porque no encontrará la paz y
el bienestar que anda buscando. La prueba está en que la nueva relación que
emprende el que se ha divorciado, tampoco llega a ser estable; muchas de
ellas son efímeras y, llega a darse por sentado que la actual también lo será,
por lo que los divorcios se multiplican sin encontrar el equilibrio emocional.
La solución a sus problemas no está fuera de él, sino dentro. La felicidad
viene de haber encontrado el amor de Dios y de aprender a amar como Él nos
ha amado. Este es el núcleo de la respuesta que Jesús da a los fariseos que le
preguntaban acerca de la licitud del divorcio. Si la ley mosaica lo permitía
era por la dureza del corazón del hombre sometido a la triple concupiscencia,
pero no es este el plan de Dios establecido desde el principio. En el tiempo
presente en el que el hombre ha podido conocer y recibir el amor de Dios que
se ha manifestado en Jesucristo, puede, con la ayuda de la gracia, amar hasta
el final, porque lo que es imposible para el hombre, es posible para Dios y
para aquel que se confía a su gracia. Es, por tanto, necesario llegar al
matrimonio con la debida preparación para que pueda ser verdaderamente
fuente de gozo y plenitud para el hombre.
56
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 229.
94 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
57
Cf. J. LAFITTE, “Amore e perdono”, en La via dell’Amore, 135-139.
58
Cierto que no se trata de etapas sucesivas que se deban recorrer una después de la otra, sino
de disposiciones generales, contando con la debilidad e imperfección humana.
59
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 214-220.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 95
60
Cf. R. BUTTIGLIONE, La persona y la familia, 92-112.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 97
de descubrir la verdad del amor, tal como nos lo presentan cierto cine y
literatura actuales.
Pero hay un tercer nivel en el amor, que podemos llamar óntico, pues
no bastan la autenticidad y sinceridad de los sentimientos, éstos debe
corresponder a la realidad objetiva. No es suficiente con que los enamorados
quieran donarse, es necesario que también estén en condiciones de hacerlo.
La buena y sincera intención por una determinada persona puede cambiar
con el tiempo por otra tan buena y sincera como la primera, por lo que el
amor no puede quedarse en el nivel emocional; para darse es preciso
poseerse y tener dominio sobre sí mismo y sobre las diversas circunstancias
que se puedan presentar, así como alguien que acepte el don. Esto requiere
una madurez afectiva, cierta autonomía económica, el no estar comprometido
o mariposeando con otra persona. Tampoco se puede degradar o anular la
dignidad de la persona tanto de la que se da como la de la otra, el don de sí es
para el bien mutuo y comporta el reconocimiento de la dimensión
transcendente de la persona y que el destino de todos es la pertenencia a
Dios. Los novios no pueden olvidar que su compromiso futuro implica la
ayuda mutua para que ambos puedan alcanzar su destino eterno. Apoyar este
destino puede suponer renunciar a mis emociones para respetar la dignidad
del otro cuando aparecen la prueba y los momentos de crisis, como puede ser
el enamoramiento extramatrimonial. Para superar la crisis se necesita la
ayuda del otro cónyuge y, sobre todo, de la Iglesia para que, superada la
prueba, el amor resulte fortalecido.
La realidad óntica del amor no es ciertamente la que empuja al amor y
a la donación pero comprende la procreación y la posibilidad de la
paternidad-maternidad como el desarrollo natural de la condición masculina
y femenina del ser humano, por lo que no es posible un amor verdadero que
no respete la estructura óntica de la sexualidad que incluye la predisposición
a la fecundidad61. El acto sexual será correcto cuando la fecundidad es
61
Resulta sintomático al respecto las experiencias de algunas personas que después de haberse
cerrado a la vida, por temor, la mayor parte de las veces, han visto la necesidad de abrirse de
nuevo a la vida para restablecer la verdad de su matrimonio; cf. AA. VV., La alegría de
abrirse a la vida, Baracaldo 2008.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 99
son los llamados matrimonios a prueba o las uniones de hecho, en cuyo caso
se hace imposible la verdadera comunión, por lo que son fuente de perenne
insatisfacción.
Cuando se les pide a los novios vivir su noviazgo en la castidad, no se
les está poniendo trabas a su amor, sino ayudándoles a construir un amor
verdadero. El mejor don que pueden aportar los novios al matrimonio es
llegar vírgenes a él, pues la virginidad es, sobre todo, capacidad de amar en
plenitud y con exclusividad. Solamente el que es casto puede amar
verdaderamente62.
62
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 218 220.
63
Para este apartado, cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 236-249.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 101
que les puede convertir en padres. En toda unión conyugal hay, por tanto, dos
significados: uno unitivo y otro procreativo.
Cuando el esposo y la esposa se donan, no buscan solamente unir sus
cuerpos para experimentar un determinado placer, sino que quieren darse y
acoger al otro como es, en su ser personal. Pero para que esta unión se de en
plenitud se requiere que el acto de donación mutua sea total, sin reservarse
nada de sí mismos, también su masculinidad y feminidad que les lleva a
complementarse y les da la facultad de ser padres, de modo que la unión
sexual entre un hombre y una mujer, por su propia naturaleza, tiene la
capacidad de transmitir la vida. La doble finalidad del acto conyugal no se
puede separar, se pueden, sí, disociar sus funciones, pero no sus significados.
Precisamente, lo que distingue el acto de amor que se da en la unión
conyugal de otras acciones amorosas, es que en dicho acto y sólo en él se da
una total donación de las personas que es capaz de generar otra persona. Por
tanto, no se trata de una inseparabilidad de tipo moral, sino antropológica; no
es que no deban separarse, de modo que eliminado uno de ellos se pueda
realizar el otro, sino que no se pueden desunir, porque si se hace, se pierden
los dos: un amor que se retrae y evita la posibilidad de la concepción no es
amor conyugal, entrega total, y una concepción que no es fruto de la
comunión de los esposos, no es concepción sino producción. Esta
inseparabilidad está inscrita en la misma naturaleza y en el dato
antropológico de que el hombre existe realmente como varón y como mujer,
y que es en la comunión de cuerpos y mentes de ambos por la que es posible
la transmisión de la vida. Es Dios quien ha querido las cosas así.
Así pues, para que pueda haber matrimonio se requieren tres
condiciones: la diferencia sexual, el don de sí y la fecundidad. Se necesita, en
primer lugar que el matrimonio sea una relación entre dos personas de
distinto sexo porque así lo exige la realidad antropológica del ser humano.
No es cuestión ideológica, se trata de un dato de hecho: el hombre existe
siempre y sólo como ser masculino o femenino. Esto quiere decir que nadie
puede agotar en sí mismo todo lo que es el hombre puesto que cada cual tiene
ante sí una realidad que es inaccesible para él: lo masculino o lo femenino.
Indica, además, que el ser humano, como cualquier otra criatura, es un ser
102 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
65
Cf. PIO XI, Casti connubii, 23; citado por W. E. MAY, “L’amore tra uomo e donna:
archetipo di amore per eccellenza”, en La via dell’Amore, 56.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 105
70
J. NORIEGA, El destino del eros, 258.
71
Para estas reflexiones cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 251-256.
108 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
72
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 256-259.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 109
73
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 261-271.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 111
los padres, aunque está presente, sino el drama del niño que no tiene quien le
acoja y acompañe en su realización. El niño no es adoptado para satisfacer el
deseo de los padres adoptivos, pues en este caso se podría devolver cuando
no lo satisfaga, sino reconocer a un niño al que acogen definitiva e
incondicionalmente, estableciendo las bases de una verdadera paternidad y
filiación recíprocas. La paternidad supone acoger el proyecto de Dios sobre
el hijo, acompañándole en su destino. Pero como no está claro cómo será este
hijo en el futuro, supone asumir las responsabilidades y el sufrimiento propio
de los padres que acompañan al hijo en su crecimiento y pedir la ayuda a
Dios para poder ser testigos de su amor ante su hijo, a fin de que éste pueda
alcanzar su plenitud última.
75
Cf. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, 475-572.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 113
Iglesia lo que el autor de la carta califica como “gran misterio”. Este “gran
misterio” es el plan salvífico de Dios, su proyecto sobre el hombre, que se ha
ido desvelando progresivamente a lo largo de la historia de la salvación y que
se revela en su manifestación última en Jesucristo, como un misterio
esponsal por el que Dios, en Cristo, por el Espíritu, quiere hacer al hombre
uno con Él76. Esta presentación del plan salvífico de Dios como misterio de
amor esponsal no la inventa el autor, ya estaba presente en el AT en algunos
textos proféticos y en el Cantar de los Cantares, aunque aquí le da su
verdadero significado y lo completa. Ya allí (cf. Is 54,4-10), está presente la
elección divina, que se patentiza más claramente en Efesios. Se trata de una
elección por el amor a ser sus hijos (cf. Ef 1,4ss), amor que podíamos
catalogar como paterno, en un principio, pero que a través de la redención se
transforma en amor esponsal. En efecto, Cristo ha amado a la Iglesia y se ha
entregado hasta dar la vida por ella. Él es el verdadero Siervo de Yahveh que
carga con los pecados de la esposa para hacerla, de nuevo, suya. El amor
redentor de Cristo por el que salva es, en esencia, un amor esponsal por el
que se dona a la persona amada.
Para expresar esta donación de Dios, la Escritura alude al amor
paterno, al amor misericordioso y al amor esponsal. Este último especifica
que el don es, por parte de Dios, total e irrevocable; por parte del hombre,
este don es acogido según su propia capacidad. La salvación ha sido ya
realizada como un don de sí, total e irrevocable de Dios, en Cristo, al
hombre, pues Cristo, al unirse a la Iglesia, su esposa, la ama y la salva,
eliminando de ella toda mancha y arruga. La Iglesia, una y santa, significa la
unión con Dios, establecida por Cristo, y la comunión de todos los hombres.
Pero el mismo hecho por el que el don de Dios, su gracia, se puede
presentar según la analogía matrimonial, nos revela, al mismo tiempo, la
verdadera naturaleza del matrimonio. Ya desde el principio la unión del
varón con la mujer significaba el amor de Dios, que se ha manifestado en el
don de sí mismo que hace Cristo a la Iglesia. Aunque esta significación
76
El matrimonio ya prefiguraba esta realización por lo que puede ser llamado, como la hace
Juan Pablo II, “el sacramento más antiguo”, Hombre y mujer lo creó, 506.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 115
77
Cf. el apéndice “El imperativo ‘vete’ en la Escritura”.
EL MATRIMONIO CRISTIANO 117
cáliz, tal como se lo anunció Jesús a los Zebedeos: “mi cáliz lo beberéis” (cf.
Mc 10,39). Por tanto: “amaos como yo os he amado” es lo mismo que:
“haced esto en recuerdo mío”. Morir con Cristo: inocente y libremente.
“Nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente” (Jn 10,18). De este
modo, el cristiano está llamado a dar la vida libremente.
Cierto que cada día es entregado muchas veces a la muerte, debido a
una enfermedad, a un fracaso, o a la injusticia que le pueda hacer otro. En
estos casos se entra en la muerte, pero se puede hacer renegando,
murmurando, pataleando y resistiéndose, con lo cual no se muere como ha
muerto Cristo, y uno queda muerto y bien muerto; o se puede hacer
libremente, cargando con la injusticia del otro y aceptando los problemas de
la vida sin dudar del amor de Dios, que todo lo permite para nuestro bien. En
este caso se acepta la muerte como ha muerto Cristo y se completa en nuestro
cuerpo lo que falta a su pasión, por lo que participaremos como Él en su
resurrección78. De este modo anunciamos su muerte y proclamamos su
resurrección hasta que Él vuelva.
Así como Cristo ha engendrado a la Iglesia por medio del bautismo,
con su amor esponsal la cuida y alimenta en la eucaristía. Es necesario comer
su carne para tener vida (cf. Jn 6,53-57), morir con Cristo para dar vida. Y
esto que se puede decir de toda actuación del cristiano, se aplica de un modo
particular a la vida matrimonial. No es fácil la convivencia entre dos
personas distintas por temperamento y educación por lo que sin la
78
“Completo en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo”, comenta S. Pablo, pues en él,
como en todo cristiano, se tiene que dar Cristo. Todos los misterios de su vida se deben
cumplir en el cristiano, también el rechazo, la persecución, la muerte y la resurrección, ya que
el discípulo no es más que el Maestro. El cuerpo que es partido en la eucaristía y la sangre que
es derramada, es ciertamente el cuerpo y la sangre de Cristo, pero del Cristo total, Cabeza y
miembros, por lo que es cada cristiano el que está llamado a partirse por todos los hombres
para la remisión de los pecados. El cuerpo de Cristo no estará completo hasta que lleguen
todos los que han sido llamados a participar de su vida. Por eso Cristo estará perseguido hasta
el final de los tiempos y estará cargando con los pecados de los hombres, dando con ello la
vida al mundo, en la persona de los cristianos. Por eso se requiere la paciencia hasta que su
Cuerpo se complete, con vistas a su llegada definitiva (SS 9).
120 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
81
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 279-281.
124 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
realización del sacramento con la entrega mutua de los esposos. Dios ha dado
al hombre la sexualidad para su plena realización, de modo que el acto sexual
bien realizado es fuente de gozo y plenitud, por el que uno sale contento
como un héroe a recorrer su camino. ¿Cómo, si no, encontrará el marido la
fuerza para emprender las tareas de cada día, la monotonía del trabajo, las
preocupaciones por la familia, los sufrimientos que conlleva la
responsabilidad por las personas que tiene a su cargo? ¿Y cómo podrá la
mujer cargar con los trabajos de la casa, si permanece en ella, la atención y el
cuidado de los hijos y los múltiples sinsabores que da la vida?
Si hay comunión no solo de cuerpos sino también de espíritus y de
voluntades, el acto por el que dos personas se aman y se donan mutuamente
es el más hermoso que se puede dar sobre la tierra, pues se convierte en
sacramento del amor con el que Dios ama al hombre. Viendo el matrimonio
de este modo, como sacramento y manifestación del amor de Cristo que se ha
donado por nosotros, se evita que el acto matrimonial se convierta en una
tosca costumbre, a la que puede llevar la monotonía de la repetición y
aparece la sorpresa y el asombro creativo que proporciona el amor siempre
nuevo y renovado.
Capítulo 6
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA
82
Este apartado es un resumen del artículo de A. SERRA, “La familia en el tercer milenio”,
Familia et Vita, X 2 2005, 73-86.
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA 127
83
Para el análisis de este proceso cf. P. J. CORDES, El eclipse del padre, 9-112; R.
BUTTIGLIONE, La persona y la familia, 38-54.
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA 129
joven está considerado como un valor en alza, mientras que los mayores
tienen que dejar paso a la juventud que viene empujando desde abajo. Cada
vez se accede más precozmente a los puestos importantes de la sociedad, los
campeones del deporte suelen ser más jóvenes batiendo las marcas con más
precocidad y las cotas de poder, tanto político como económico, están, con
mayor frecuencia, en manos de personas jóvenes.
Todo esto repercute en las relaciones entre los padres y los hijos. Si
hasta hace algunos años había una dependencia filial en la que los hijos
obedecían y se sometían al criterio de los padres, por cuanto estos solían
estar mejor informados, ahora sucede muchas veces lo contrario, son los más
jóvenes los que se adaptan más fácilmente a los cambios vertiginosos que
está sufriendo la sociedad, lo que les lleva a considerarse mejor informados y
a dar lecciones a los padres.
Esto presenta graves inconvenientes para la sociedad que empieza a
caminar a la inversa. Los viejos son despreciados y relegados y los que
gobiernan son los jóvenes sin experiencia que confunden muchas veces sus
caprichos con valores. Una sociedad que desprecia a los ancianos es una
sociedad que no merece ser considerada. Está al revés con los pies en el lugar
de la cabeza. Valora la juventud y desprecia la ancianidad porque se ha
perdido el sentido de la transcendencia y todo se ve desde el goce inmediato.
Es una sociedad que ha abandonado su fe en el futuro y únicamente valora el
momento presente que es efímero y pasajero, como la juventud.
En los momentos de confusión, como el nuestro, cuando se han
perdido las evidencias y seguridades del pasado, el hombre necesita de una
guía segura que suele proporcionársela una ideología. Así ha sido hasta el
presente –piénsese en las ideologías de corte fascista o comunista que han
dominado gran parte del siglo pasado– y así parece ser ahora; aunque, como
toda ideología, acaba por conducir a un callejón sin salida y a la destrucción
del hombre mismo.
La ideología actual está abocando al hombre al infantilismo al
encerrarlo en su egoísmo incitándole a disfrutar de la vida en lo que se ha
dado en llamar “calidad de vida”. Por ello se entiende capacidad para obtener
el máximo confort posible, el tener poder adquisitivo para pasarlo bien y
130 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
84
Una muestra de la actitud infantil que manifiesta nuestra sociedad estriba precisamente en la
confusión de los propios deseos con la realidad y la consiguiente exigencia de que sean
reconocidos como derechos. La raíz se encuentra en la negación de la filiación y dependencia
del ser humano respecto de Dios que le priva de la experiencia de la gratuidad y le lleva a
desconocer su propio destino y en la incapacidad por entregarse a Aquel que ciertamente le
ama y, por tanto, a la imposibilidad de donarse, de amar y de ser adulto de verdad.
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA 131
85
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 261ss.
86
Cf. P. J. CORDES, El eclipse del padre, 82-97.
Una de las mayores y más graves plagas que se está extendiendo
rápidamente contra la familia es el divorcio fácil, que destruye la familia y
perjudica, principalmente, a los hijos. Se extiende porque esta sociedad
promueve el hedonismo y la satisfacción inmediata de las necesidades, tal
como ocurre en la edad infantil, y quiere evitar todo esfuerzo y sacrificio, por
lo que genera personalidades infantiles, incapaces de asumir
responsabilidades.
Por otro lado, la carencia del amor de los padres ocasiona la
inadaptación en los hijos y ayuda a incrementar la criminalidad juvenil, que
en la mayoría de los casos se basa en la necesidad de buscarse un
reconocimiento personal por parte de la sociedad, reconocimiento que les ha
sido negado en el entorno familiar. La carencia de amor y la falta de valores
morales, fomenta la criminalidad de cualquier tipo, incluida la violencia
doméstica, que tanta alarma social provoca hoy en día.
Todo atentado contra la familia es un ataque a la sociedad y son
muchos los atentados que sufre la familia en nuestros días, empezando por la
banalización del sexo y el hedonismo que se promueve entre los jóvenes y
siguiendo con la fragilidad del matrimonio que conduce, con frecuencia, a la
ruptura del mismo; el trabajo de los padres fuera del hogar que, aunque sea
necesario para el sostenimiento de la familia, puede repercutir en el cuidado
y educación de los hijos.
Pero, sobre todo, son los ataques directos contra la misma, como son
los intentos del estado por suplantar a los padres en la educación de los hijos,
arrogándose un derecho que, en absoluto, le corresponde y expropiándolos de
su misión más importante87, y la pretensión de equiparar la familia con otra
clase de uniones que nada tienen que ver con ella.
La raíz de todos estos atentados hay que buscarla, una vez más, en la
pretendida autonomía del hombre que pregona la muerte de Dios sin darse
cuenta de que con ello está aboliendo al hombre. Como la persona del padre,
Dios puede llegar a hacerse odioso al hombre, que como el hijo rebelde no
87
Sobre la nefasta intromisión del estado en la educación cfr. V. RAMOS CENTENO,
Europa y el cristianismo, Madrid 2007, 97-107.
está dispuesto a renunciar a sus caprichos y rehúsa someterse a la autoridad
paterna. Con ello llega a negarse a sí mismo y está abdicando de su realidad,
de la condición más profunda y sustancial de su ser.
88
Cf. R. BUTTIGLIONE, La persona y la familia, 113-131.
atracción sexual, la codicia del dinero, el odio o cualquier otra causa. Sólo es
libre el que ama.
Al amor se le une, necesariamente, la sumisión y la obediencia.
Obedecer es acoger al otro en mi intimidad personal de modo que el otro
entra a formar parte de mi ser porque soy amado, de manera que todo lo que
hago libremente es en conformidad con el otro. Obediencia, amor, libertad
son interdependientes; uno llega a identificarse de tal modo con la persona
amada que empieza a vivir, gustar, desear, obrar e identificarse con el otro.
Por eso puede decir Jesús de su Padre que su voluntad es hacer la voluntad
del que le ha enviado, y Pablo llega a confesar: “Ya no vivo yo, sino que es
Cristo quien vive en mí” (Gal 3,20a). Esta misma relación se da entre los
cónyuges que, ya no son dos, sino una sola carne por el amor, aunque, claro
está, todo ello bajo la amenaza de la debilidad humana y del pecado.
La obediencia y la sumisión sólo se pueden dar, por otro lado, desde el
reconocimiento de la verdad. Si hay verdad, ésta siempre será mayor que las
“verdades” que uno pueda poseer, por lo que se debe renunciar a juzgar
según las propias inclinaciones o apetencias para seguir el criterio de lo que
se ha aprendido a reconocer como verdadero. De lo contrario –como por
desgracia sucede hoy– sólo cuentan los caprichos de cada cual. Someterse a
la verdad supone reconocer las justas exigencias de los otros, aunque vayan
en contra de mi comodidad.
Obedecer es aceptar la realidad y actuar conforme a ella para alcanzar
la propia realización, por lo que tiene que ver con las preguntas radicales
sobre el hombre como “¿quién soy?” y “¿cuál es mi fin?” Quien no conoce
su realidad, porque ha roto con el padre no puede ni sabe obedecer.
El segundo tipo de relaciones es el que se da entre los padres y los
hijos. Si para los padres supone la experiencia de la fecundidad de su amor y
la posibilidad de una nueva clase de donación en la que prevalece el dar
sobre el recibir y en la que se hace presente la abnegación, la capacidad de
sufrimiento por el hijo y el don de la propia vida, para el hijo supone la
lección fundamental de su existencia.
En esto consiste ser padres, en hacerse servidores de sus hijos. El niño
no acepta sufrir, quiere la satisfacción inmediata de sus deseos, pero, a
medida que aprende a esperar, a darse cuenta que no es el único, que existen
los otros que también tienen sus derechos, comienza a madurar y a hacerse
adulto. El adulto es el que sabe sufrir, considera a los demás, no quiere ser
siempre el primero, se pone a disposición del más débil.
El padre, en la casa, sirve a los más pequeños. Siendo el jefe de
familia, se pone el último por amor. Es lo que he hecho Cristo. Por eso, quien
quiera ser el primero, que se ponga el último y el que quiera ser servido, a
servir. La grandeza está en servir, en posponerse para que aparezca el otro,
dar la vida –como hace el padre y la madre– para que viva el hijo.
El hecho de ser hijo es determinante para comprender la realidad del
ser humano: la verdad es que todos hemos venido al ser, como hijos, frutos
del amor, que todos recibimos la vida, que ésta es un don y que vivir es
obedecer a la novedad que es la vida que recibimos cada día, lo que supone
existir en la gratitud por el don inmerecido, en la humildad de que todo es
gracia y de nada se puede apropiar y en la obediencia y entrega confiada a
quien nos ama.
Para la madre, durante el embarazo, la nueva vida aparece como otra
vida humana que está en ella, pero que no le pertenece, por lo que puede
adoptar dos actitudes contrapuestas: acoger, aceptar, obedecer, pertenecer, o
rechazar como extraño lo que no nace de la propia voluntad, porque no
quiere depender ni someterse a nadie más que a sí misma. Acoger supone,
también, la aceptación de ella y del hijo por parte del marido y de los padres
de la madre y del conjunto de la familia, que reciba y proteja la nueva
realidad.
El acto de ser engendrado no indica sólo la causa de nuestra existencia,
sino también la imagen que tenemos de nosotros mismos. No venimos a la
existencia por nuestra utilidad ni para satisfacer ningún deseo, sino como un
don que nuestros padres han acogido en un acto de amor. No somos un
simple proyecto humano, sino que el hecho de reconocernos como hijos
acogidos y amados, nos abre a la realidad que aparece como buena y amable,
y al gozo de vivir89.
89
Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, 261ss.
De parte del niño es la experiencia máxima de gratuidad, pero la
percibirá según lo que haya recibido. Si ha experimentado la acogida y
protección de la madre y del entorno familiar, estará en condiciones de
afrontar el mundo como algo positivo y podrá desenvolverse con confianza y
seguridad, de lo contrario, llevará la herida de este rechazo toda su vida y
tendrá dificultades para reconocerse y vivir como persona.
Otra vivencia importante en el seno de la familia es la relación entre
los hermanos. Ésta le enseña que no está solo y tienen que saber compartir.
Compartir supone morir a sí mismo para dejar espacio a los demás de modo
que el otro pueda vivir. Esto contrasta con la promesa experimentada de la
total gratuidad. En el seno de la madre estaba solo, era único e insustituible;
ahora, cuando aparecen los hermanos, ya no sucede nada de esto. Debe
aprender a conjugar ambas realidades: la de la gratuidad, pero también la
justicia de compartir y de dar a cada uno lo que se le debe. Esta ley no se le
impone para bloquear su deseo de felicidad y la satisfacción de sus deseos,
sino para que conozca que estos se alcanzan verdaderamente, con su entrega.
Es la ley que le aclara que si se recibe es para dar y le enseña no sólo a
recibir sino a pensar en los demás.
Para el niño los hermanos son el mayor regalo que puedan recibir. Se
equivocan aquellas personas que con el pretexto de dar a sus hijos una mejor
“calidad de vida” les niegan el don de la fraternidad, don mucho más
precioso que los objetos materiales que les puedan proporcionar. Siempre
será preferible un hermano más que un objeto más.
Todos somos hijos. Esta es la experiencia más radical. La familia nos
abre al misterio de pertenecer a Otro y nos educa a vivir en relación con los
demás. Nos introduce en la comunión interpersonal y a vivir según la ley de
la caridad, como es la aceptación de una situación que no hemos elegido; la
acogida al otro, sea al hijo que viene dado como un don, sea a los padres y
hermanos concretos que nos han sido dados; el sentimiento de pertenencia
recíproca que excluye cualquier tipo de discriminación; la donación a los
demás, eliminando todo lo que suena a posesión, apropiación y explotación
del otro.
Sin embargo, todos estos valores familiares se encuentran hoy
amenazados y se corre el peligro de destruir la familia, y con ella, la
sociedad. La raíz de los males que acechan al hombre moderno hay que
buscarla en el pensamiento contemporáneo que presenta al hombre como
alguien que se hace a sí mismo, pretendiendo eliminar su dependencia y
convertirlo en su propio señor y artífice de su historia.
Se sospecha de la paternidad tanto como de la filiación y molestan las
preguntas sobre el origen y el fin porque hablan de dependencia y
responsabilidad, mientras que lo que se busca, como los niños, es disfrutar
del instante y obtener lo que se quiere, ahora. No se tienen en cuenta el
origen ni preocupa el futuro, se separa deliberadamente de la verdad y no se
quieren asumir las exigencias propias de la persona adulta, que debe
enfrentarse con la realidad.
La sociedad actual vive una especie de alucinación colectiva, una
escapatoria de la realidad porque se muestra incapaz de asumir la grandeza
de su vocación. Vivimos en una atmósfera de falsa humildad por la que el
hombre pretende conformarse con lo que es capaz de entender por sí mismo
y renuncia a ser aquello a lo que ha sido llamado90.
Educar es hacer pasar del sueño y de los deseos a la realidad, de
manera que ésta sea el lugar del cumplimiento de aquellos sueños y deseos
que son verdaderamente fundamentales. Pero, a veces, no se quiere despertar
del sueño porque no gusta la realidad y se prefiere refugiarse en la
alucinación de los propios deseos, que es una especie de drogadicción. La
verdad es someterse a la realidad y aceptar lo que se es auténticamente,
mientras que renunciar a la verdad es caer en el conformismo y la
mediocridad que llevan inexorablemente a la derrota de todo lo que es
humano.
Educar es formular las preguntas verdaderas y éstas hacen referencia
fundamentalmente a nuestra pertenencia a Otro, ya que esta pertenencia es la
verdad de nuestra existencia. Nunca se insistirá bastante en la realidad de la
filiación. Este hecho determina el inicio de la existencia de toda persona
90
Cf. J. RATZINGER, Mirar a Cristo, 75-82.
humana. El hecho de tener unos padres indica claramente que mi ser procede
y depende de otro. Por otra parte, el ser padre y generar una nueva vida no se
puede entender desde las categorías del poder o de la propiedad, pues el hijo
no es obra ni propiedad del padre sino que está destinado a vivir una vida
propia e independiente. Lejos de condicionar la autonomía del hijo, la
procedencia del padre la hace posible. Y sólo si se da una relación de amor
entre padres e hijos, será posible suscitar en el hijo la confianza, la
aceptación de la corrección y la disponibilidad y el deseo de dejarse educar.
Se equivocan, de medio a medio, las ideologías que pretenden salvar la
autonomía del hombre a costa de su rechazo del padre y, en última instancia,
de Dios. Si se prescinde del origen, el hombre se encuentra perdido y
desorientado en medio de un mundo que no controla y que no siempre se le
muestra favorable. En cambio, la experiencia del amor de Dios y el saberse
obra del amor, le abre a la confianza en la bondad del ser y de la existencia,
así como a la esperanza de alcanzar el destino propio. Sólo de este modo, el
hombre estará capacitado para amar verdaderamente, con un amor maduro y
firme.
Esta vivencia se transmite, normalmente, a través de la experiencia
religiosa de los padres. Si estos son creyentes y actúan de acuerdo a su fe
están proporcionando a sus hijos el sentido básico para sus vidas, porque, en
estos casos, el padre no aparece como el centro y el sostén de la existencia
del hijo, sino como representante de Alguien que es mayor que él y que, por
tanto, depende de una realidad mucho más grande que uno mismo que es la
que verdaderamente da sentido a todo y en la que se puede confiar, y el
mundo se muestra favorable al estar controlado por esa otra presencia. En
cambio, si el padre es el único centro y apoyo, el mundo, que el padre no
puede controlar, aparece como enemigo allí donde no alcanza la protección
paterna y uno acaba por sentirse solo y desamparado en medio de una
realidad que no comprende.
En una visión correcta de la realidad se puede entender adecuadamente
la autoridad del padre, que no es algo arbitrario sino que viene de Dios sin
que el padre sea Dios, sino sometido, a su vez, a la autoridad de Dios. En este
caso la visión del mundo que transmite el padre puede ser aceptada, pero
también criticada en base a la visión más amplia que le ofrece la
dependencia, en última instancia de Dios. De no ser así y quedar encerrado
en la mirada estrecha y parcial que le pueda transmitir el padre, tendrá
dificultades para aceptarla cuando contradiga sus propias experiencias o se
enrocará en esta visión, frente a todo lo que venga de fuera, renunciando a
ser él mismo.
El otro peligro que se evita es la arbitrariedad de la autoridad paterna.
Cuando se apoya en sí misma tiende a ser autoritaria o permisiva por carecer
de punto de referencia, con el consiguiente daño a la formación del hijo,
mientras que si se apoya en Dios y en la verdad sobre la realidad puede
mantener el justo equilibrio al señalar al hijo el camino correcto por el que
puede transitar, manteniéndose firme en lo que es importante y transigiendo
en lo que no lo es tanto.
91
Cf. las ponencias del curso de Formación de Agentes de Pastoral Familiar de julio del 2005,
editadas por la CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA, Misión de la familia en la Nueva
Evangelización, Madrid 2007.
Cuando la Iglesia defiende el matrimonio y la familia cristiana,
constituida por la unión indisoluble entre un varón y una mujer fruto de la
entrega mutua y sincera de ambos y abierta a la vida, no está tratando de
mantener un determinado modelo de familia en contra de otros posibles
modelos familiares que la sociedad actual trata de presentar como
alternativas válidas para que el hombre pueda conocer el amor y la felicidad.
Estos otros modelos, que no podemos calificar como familiares, son
incapaces de hacer surgir la verdadera experiencia del amor total, gratuito y
verdadero, porque no están edificados sobre el don sincero de uno mismo al
otro, sino sobre el egoísmo y la satisfacción de las apetencias propias. Lo que
la Iglesia defiende es la posibilidad de que el hombre se pueda encontrar con
la belleza de un amor auténtico que le permita conocer el amor verdadero que
proviene de Dios y del que la familia es su primer y principal reflejo 92.
La experiencia del amor gratuito en el seno de la familia es condición
fundamental para el conocimiento del amor de Dios. Es allí donde el niño
llega a experimentar que es amado por sí mismo y no por las satisfacciones
que pueda proporcionar a sus padres, de ahí la importancia de que el hijo sea
acogido como un don, fruto del amor de los padres y de la intervención
divina que da el ser a todo cuanto es y que le conoce antes de haberlo
formado en el seno materno (cf. Jr. 1,5a). De ahí la importancia, también, de
que los padres tengan un verdadero conocimiento de Dios.
Tal como señala la Evangelii nuntiandi en su n. 71, “La familia ha sido
definida como una iglesia doméstica, lo que significa que en cada familia
cristiana deben reflejarse los distintos aspectos o funciones de la vida de la
Iglesia entera: misión, catequesis, testimonio, oración… La familia, al igual
que la Iglesia, es un espacio donde el Evangelio es transmitido y donde éste
se irradia”. En el interior de la familia es donde se dan las experiencias
humanas más profundas y concluyentes en la vida de cada persona que
determinarán su visión de la realidad. “Sobre esta base humana es más honda
la iniciación en la vida cristiana: el despertar al sentido de Dios, los primeros
92
Cf. J. SALINAS, “La familia cristiana: comunidad creyente y evangelizadora” en Misión de
la familia, 141.
pasos en la oración, la educación de la conciencia moral y la formación en el
sentido cristiano del amor humano, concebido como reflejo de amor de Dios
Creador y Padre”93.
Por eso, lo primero que necesitamos son familias cristianas que vivan
con sinceridad y sencillez su vida de fe que, a imitación de la Familia de
Nazaret, tengan a Dios como su centro. Y en la actual situación en la que la
Iglesia vive inmersa en medio de una sociedad postcristiana que avanza hacia
un paganismo cada vez más desenfrenado y en abierta hostilidad hacia todo
lo cristiano94, cuando nos encontramos con una mayoría de bautizados
alejados de la Iglesia, lo primero es la iniciación cristiana.
Para tener familias cristianas necesitamos que estén constituidas por
personas cristianas que, poseyendo el Espíritu de Cristo, vivan realmente su
fe. Para poseer el Espíritu de Cristo tiene que ser otorgado y recibido. Dios lo
da a los humildes y a los pequeños, pues como afirma el Señor en el
Evangelio: “el que se ensalce será humillado; y el que se humille, será
ensalzado.” (Mt 23,12; Lc 14,11; 18,14b). Según nos da a entender la
parábola del publicano y del fariseo, se ensalza aquel que se cree algo en su
corazón y se apoya en sus propias fuerzas, está lleno de sus posesiones y
pretende llevar su vida autónomamente; se humilla, en cambio, el que
reconociendo la propia incapacidad, se deja conducir por Dios; para ello
necesita despojarse de todo su patrimonio y pretensiones, como el mismo
Cristo que siendo rico se despojó de sí mismo y se hizo obediente hasta la
muerte, confiado y abandonado en el amor de Dios (cf. Flp 2,1-11).
Este mismo proceso es el que debe seguir el hombre para poder ser
cristiano, y en esto consiste básicamente la iniciación cristiana, la inmersión
del hombre en el bautismo de Cristo. Con la iniciación cristiana podemos
tener, contando con las debilidades humanas, personas y familias cristianas;
por eso es lo primero.
93
Directorio General de Catequesis, 225.
94
Cf. E. A. GALLEGO, “Laicismo y crisis del sujeto: raíces culturales y filosóficas” en
Misión de la familia, 53-69; id. F. SEBASTIÁN, “La familia y la transmisión de la fe”,
Misión de la familia, 101-135.
La iniciación cristiana abarca todos los estamentos de la vida del
hombre, desde la infancia hasta la ancianidad, con la familia en el centro de
la misma. En ella –con el ejemplo de los propios padres– se da el anuncio
vivo del Evangelio, que va acompañando al hijo desde el comienzo de su
vida, introduciéndolo en el seno de la Iglesia con el Bautismo,
acompañándolo hasta la Confirmación y la elección de vida, ayudándole a
descubrir su vocación específica, ya sea para la vida consagrada, ya para la
vocación matrimonial. Con la oración en común y la participación en la
liturgia de la Iglesia, le inicia en la adoración y en la confianza en Dios y le
ayuda a insertarse en la comunidad eclesial.
La familia es también escuela de acogida y de generosidad. En primer
lugar por su apertura a la vida, recibiendo de Dios y aceptando a los hijos que
el Señor les conceda con magnanimidad y abandono confiado en la
Providencia que en todo provee para bien del hombre. En segundo lugar por
el acompañamiento a los miembros más ancianos o enfermos que pueda
haber en la misma. El respeto y el apoyo a los elementos más débiles de la
familia, como son los niños y los ancianos, es un signo de madurez y denota
una familia sana, fruto, a su vez, de una sociedad sana; por el contrario: una
sociedad, de la que son reflejo las familias, que no defiende a sus miembros
más necesitados, indica que está edificada sobre el utilitarismo egoísta y
carece de corazón. Es una sociedad que va camino de su destrucción.
La ancianidad es la edad del júbilo y una de las etapas de la vida
humana, tan importante y necesaria como las otras. El anciano ha recorrido la
mayor parte de su camino, está ya cerca de la meta. Al joven todavía le falta
mucho que andar y precisa aprender de los ancianos. La sociedad que respeta
al anciano es sabia, la que lo desprecia es necia.
Sin embargo, hoy en día los ancianos se encuentran cada vez más lejos,
tanto espacial como afectivamente de los miembros más jóvenes de la
familia. Suelen vivir en otro lugar, cuando no están recluidos en residencias,
con lo que se les escatima a los nietos el don de su presencia empobreciendo
su experiencia de la vida. La presencia de los abuelos en la familia o su
cercanía a la misma es sumamente importante para la comunicación y el
enriquecimiento entre las distintas generaciones. Lejos de ser considerado
como un estorbo y un peso inútil para la sociedad –lo que favorece la
tentación de recurrir a la eutanasia– el anciano ofrece una valiosa aportación
a la sociedad en general y a la familia en particular. “Gracias al rico
patrimonio de experiencia adquirido a lo largo de los años, puede y debe ser
trasmisor de sabiduría, testigo de esperanza y de caridad” (EV 94). Y como
afirma Benedicto XVI: “Ellos pueden ser –y son tantas veces– los garantes
del afecto y la ternura que todo ser humano necesita dar y recibir. Ellos dan a
los pequeños la perspectiva del tiempo, son memoria y riqueza de las
familias. Ojalá que, bajo ningún concepto, sean excluidos del círculo
familiar. Son un tesoro que no podemos arrebatarles a las nuevas
generaciones, sobre todo cuando dan testimonio de fe ante la cercanía de la
muerte”95.
La ancianidad es, también, la edad de la sencillez y de la
contemplación en la que Dios, como una gracia, va purificando al hombre
haciéndole pequeño y humilde. Una persona que en el tiempo de su plenitud
física y mental podía considerarse autosuficiente y que hacía y deshacía a su
antojo, ahora, con el decaimiento de sus fuerzas, empieza a experimentar su
debilidad y su dependencia de los demás. Esto le ayuda a abajarse –aunque
también puede rebelarse, y en esto entra la libertad del hombre– a
reconocerse necesitado y a apoyarse en los demás y en Dios. Si se deja
moldear, aprende a confiar y a vivir en la sencillez, a contemplar la maravilla
de amor que ha sido su propia vida y a esperar el encuentro con el Señor en
medio de la alabanza. Esta experiencia es fundamental, sobre todo en la
sociedad actual dominada por la agitación, la utilidad y los afanes, volcada
sobre sí misma y que olvida los interrogantes fundamentales sobre el origen,
la dignidad y el destino del hombre. El anciano le muestra que por encima
del hacer y del tener está la grandeza del ser hombre, sea cual sea su
situación y su debilidad96.
95
BENEDICTO XVI, alocución del 8 de julio de 2006 en Valencia con motivo del V
Encuentro Mundial de las Familias.
96
Para una profundización sobre el tema cf.: CONSILIUM PRO LAICIS, La dignidad del
anciano y su misión en la Iglesia y en el mundo, Roma 1998.
La familia es imagen de la Trinidad, de la que es un fiel reflejo la
Familia de Nazaret. La familia es el lugar en el que el hombre debe a prender
a amar espejándose en el gran amor de la Santísima Trinidad, que ha hecho al
hombre contingente –como no podía ser de otra manera– para que sabiéndose
pobre y necesitado y sin mérito alguno de su parte, pudiera experimentar la
gratuidad del amor de Dios. Un amor que da libertad para dar lugar a que el
otro sea otro y pueda, incluso, resistirse a su gracia y llegue a conducir al
Hijo a la cruz. ¿Hay amor más grande y virginal, que dejar que el otro sea
otro hasta las últimas consecuencias? En esto consiste el amor al enemigo, en
amar aquello que uno no es, respetando y acogiendo en el otro lo que no
somos nosotros. Esta clase de amor nos la ha mostrado Cristo y es en el seno
de la familia en donde ha de aprender y empezar a practicarse. El modelo a
seguir es el de la Familia de Nazaret.
Lo primero de todo es Dios. Él ocupa el centro pues todo proviene de
Él. Dios es el que llama a un hombre y a una mujer a unirse en matrimonio
para que, amándose el uno al otro y convirtiéndose en el santuario que acoge
la vida, muestren el esplendor, la belleza y la verdad del amor, que es Dios.
Lo primero, por tanto, es la conversión a Dios, la acogida de su palabra y de
su proyecto para cada uno de los cónyuges, tal como la acogieron María y
José tras los respectivos anuncios del ángel, para con ellos mismos y para el
hijo que había de gestarse en el seno de María. Cada matrimonio, cada
familia es un proyecto divino con una misión específica dentro del mundo.
Responder a esta vocación es la tarea primordial de toda familia cristiana.
Siendo objeto de una elección que sobrepasa las capacidades humanas
y conscientes de la debilidad propia y de la incapacidad para desempeñar su
misión, la familia no se fía de sus fuerzas, sino que se apoya en la gracia
divina y se fortalece con los sacramentos y el acompañamiento de la
comunidad cristiana. Aprende a vivir en la gratitud a Dios, que la sostiene en
todos los acontecimientos, prósperos y adversos, guardando aún sin entender,
como hacía María, para bendecir a Dios en todo tiempo, sin buscar cosas
grandes que sobrepasen sus fuerzas y su misión.
En el seno de la familia cada cual es acogido como lo que es y amado
como es. Allí se aprende a morir dejando sitio al otro, renunciando a sí
mismo para servir al más débil. En este santuario es donde se empieza a amar
al enemigo, ejercitándose en aceptar lo que no es uno mismo: el esposo a la
esposa, los padres a los hijos, los hermanos mayores a los pequeños y
viceversa. Si no se aprende en esta escuela, difícilmente se practicará después
en la esfera social. La familia es la verdadera salvaguarda del orden y de la
paz social, por lo que debe ser protegida y favorecida. Todo atentado contra
la familia es un acto criminal contra el hombre y la sociedad o como afirma
Benedicto XVI: “todo lo que contribuye a debilitar la familia fundada en el
matrimonio de un hombre y una mujer, lo que directa o indirectamente
dificulta su disponibilidad para la acogida responsable de una nueva vida, lo
que se opone a su derecho de ser la primera responsable dela educación de
los hijos, es un impedimento objetivo para el camino de la paz” 97.
La verdadera misión de la familia cristiana es la de ser familia
cristiana, en donde se de el amor y prepara a sus miembros para amar y darse
a los demás, tal como aprendió el mismo Jesús en la escuela de María y de
José. La familia cristiana es, sobre la tierra, la realidad más completa y
parecida al Dios que es amor, donación, comunión, por eso el mayor
testimonio que puede dar una familia cristiana al mundo de hoy es ser
verdaderamente aquello que está llamada a ser. Este es su cometido esencial
en la Iglesia: mostrar al mundo que es posible vivir en la comunión, hecha de
la donación total y gratuita al otro, de su acogida desinteresada, del perdón
mutuo de las ofensas, de la atención al otro según sus necesidades. Mostrar,
en definitiva, lo que es el amor divino.
Otra misión fundamental de la familia cristiana, como iglesia
doméstica, es la de la transmisión de la fe a los hijos. Ésta se da, en primer
lugar, a través de la vida de los padres que, con sus actitudes y su
comportamiento, muestran lo que realmente mueve sus vidas y su verdadera
fe a sus hijos. Éstos se percatan perfectamente y valoran las disposiciones de
sus padres respecto a las situaciones que se presentan en la vida, aceptando lo
que ven en ellos de auténtico y rechazando lo que es mera apariencia. Pero es
también necesaria la educación explícita y la presentación del mensaje, que
97
Cf. BENEDICTO XVI, Mensaje para la celebración de la jornada mundial de la paz 2008.
no puede dejarse exclusivamente en manos de la parroquia o de la escuela
católica, sino que requiere expresamente, la confesión de la fe de los padres a
los hijos en la propia casa. La manera más práctica y eficaz es hacerlo a
través de celebraciones domésticas, como ya señalaban los Padres de la
Iglesia98, y como se realiza en algunas familias cristianas dentro del Camino
Neocatecumenal.
La familia cristiana, está llamada, como todo bautizado, a la santidad.
Hoy, más que nunca, tiene la noble misión de ser testigo en medio de este
mundo descreído y relativista de que es posible hacer una opción definitiva
por el amor y mantenerla en fidelidad. Que lejos de coartar la libertad
personal, la engrandece hasta dimensiones sobrehumanas porque es una
decisión libre fundada en el amor, que ni las contrariedades y dificultades de
la vida pueden quebrar si está apoyada en el amor de Aquel que nos ama para
siempre. Si el hombre moderno, privado de la gracia divina, se muestra
incapaz de superar lo efímero y lo transitorio por lo que no puede amar
verdaderamente, el matrimonio cristiano debe mostrar cuál es la fuente del
don sincero y del amor hermoso que reporta la felicidad.
Esto conlleva, ciertamente, dificultades, oposiciones y ataques que
provienen del medio ambiente y de la mentalidad dominante, pero en este
combate, la familia tiene el apoyo de la oración y los sacramentos y el
amparo de la comunidad cristiana para la defensa de su mutua fidelidad, de la
apertura a la vida y de la verdadera vocación humana al amor. De este modo
será realmente familia misionera en la Iglesia convocada por Cristo para ser
testimonio vivo de su presencia entre los hombres.
98
“Haz de tu casa una Iglesia ya que debes dar cuenta de la salvación de tus niños y de tus
servidores”, cf. SAN JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre el Génesis 6,2, PG 54,607.
Capítulo 7
LA VIRGINIDAD CRISTIANA
quién es Él en su doble relación para con Dios y para con nosotros. Cristo es
para Dios y para los demás. Él es para el Padre, le pertenece y permanece en
Él, al igual que el Padre está y permanece en Cristo (cf. Jn 14,9ss). Ama al
Padre como es amado por Él con un amor total, único, indisoluble, y con ese
mismo amor nos ama a nosotros (cf. Jn 15,9ss). No está dividido sino que su
ser pertenece por completo al Padre, por eso puede afirmar: “yo estoy en el
Padre y el Padre está en mí” (Jn 14,11a), de modo análogo a como dice la
esposa del Cantar: “mi amado es para mí y yo soy para mi amado” (Ct
2,16a). Por eso fue célibe, ya que está donado, entregado, unido al Padre con
el que es uno solo, y está donado y entregado a todos los hombres (cf. Lc
22,19-20). Su ser es pura receptividad del amor del Padre y pura respuesta
oblativa de este mismo amor al Padre, y en el Padre a toda la creación por
medio de su Espíritu. Por eso no podía entregar su corazón a ninguna persona
en particular, ni amar a alguien de un modo distinto y parcial.
En su relación con el Padre y con nosotros nos está indicando nuestro
verdadero ser y nuestra vocación. Este es también el destino del hombre: ser
uno con el Dios Trino. De ahí que el celibato sea la expresión más
determinante de lo que es ser hombre: celibato entendido como entrega al
amor de Dios y, por lo tanto, al amor del prójimo, en total obediencia a la
voluntad de Dios y en completa entrega a los demás, tal como lo hizo Cristo,
salvando las diferencias que determinan la debilidad del amor humano. Esta
entrega, al igual que toda donación de amor, lleva al hombre a ser fecundo
espiritualmente, haciendo surgir vida allí donde llega el influjo de su amor.
Tenemos también aquí la triple dimensión del amor esponsal: diferencia
(Dios-hombre), donación-amor y fecundidad.
Hay, pues, una doble vocación al amor, dos modos distintos de vivir la
sexualidad según su verdad: una ordinaria para la mayoría de los hombres,
otra extraordinaria, en el sentido etimológico de la palabra, a la que están
llamados unos pocos99. El matrimonio, que se vive “en el Señor”, tiene un
valor fundamental, universal y ordinario, que realiza la vocación humana al
99
Para lo que sigue, cf. JUAN PABLO II, Hombre y mujer lo creó, 407-466; C. CAFFARRA,
Ética general de la sexualidad, Madrid 2000, 111-119; J. NORIEGA, El destino del eros, 283-
289.
LA VIRGINIDAD CRISTIANA 151
virginidad no es negación del don y del valor del matrimonio, pues ambos
son afirmación del carácter esponsal de la vida humana ya que ésta se realiza
en el don sincero de sí mismo. Al ser ambos expresión del amor se miden
con la misma regla: es más quien más ama. No hay entre ellos relación de
superioridad o inferioridad, solamente en cuanto al significado. El hombre se
preocupa verdaderamente de lo que lleva en su corazón. Mientras el casado
debe atender al cónyuge y a los hijos, si los hubiera, el célibe se ocupa sólo
del Señor, de su cuerpo, que es la Iglesia y de todo el mundo, ya que todo
pertenece a Cristo. El amor hacia Él nos urge a donarnos como se donó Él, a
complacerle y hacer lo que le agrada. Es continuar el diálogo de amor que
inició Dios con su creación y su elección.
Ahora bien, la respuesta a esta vocación supone capacidad de donación
y, por tanto, la integración de la persona, pues no puede uno dedicarse
exclusivamente al Señor si hay división interior y su corazón está en otras
cosas. Ciertamente que los problemas personales y las desviaciones están
presentes en todo hombre, por eso es necesario el combate continuo para el
progresivo control y sometimiento de los afectos a la persona para
permanecer en Cristo y no distraerse en cosas no esenciales.
Pero tanto el matrimonio como la virginidad derivan de la misma
fuente –el amor esponsal de Cristo por su Iglesia– y ambos se complementan.
La virginidad muestra al matrimonio que su vocación última es a la
comunión con Dios a quien han de dirigirse, ayudándose mutuamente, los
cónyuges y toda la familia. El matrimonio enseña a la virginidad que el amor
es siempre personal, no se ama una causa ni un ideal, sino a una persona. No
puede vivirse el matrimonio encerrado en sí mismo, sin abrirse al servicio de
los demás en un egoísmo exclusivista, ni puede darse la virginidad sin el
amor concreto a las personas; pero tanto uno como el otro han de proceder
según el destino del hombre, que no pertenece a este mundo que pasa, sino al
reino de Dios. Cada uno, según su propio don, debe realizarse en atención al
fin último. El significado esponsal del cuerpo alude a la comunión de
personas, pero por encima de la unión del varón con la mujer apunta hacia la
comunión con Aquel que nos ha llamado a la vida porque quiere entrar en
comunión con el hombre. Por encima de la mediación del matrimonio, que es
156 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
100
Cf. Para lo que sigue: L. MELINA, Participar en las virtudes de Cristo, Madrid 2004, 39-
51.
158 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
libertad, son una guía segura, señales precisas que me marcan el camino
adecuado para alcanzar mi objetivo. Es cierto que si uno desea llegar a un
determinado lugar tiene caminos ya trazados que le facilitan el acceso. Sería
absurdo que por un falso concepto de libertad, alguien desdeñara seguir el
camino ya abierto, porque le obliga a adoptar una ruta que él no ha trazado, y
pretendiera abrir un camino nuevo por su cuenta. El camino ya abierto le
ayuda a conseguir su deseo, que es llegar a tal lugar y realizar lo que
realmente quiere. Sólo la verdad sobre quién soy y a qué estoy llamado me
puede hacer libre. De lo contrario, estoy perdido y no podré orientarme ni
alcanzar mi destino.
La segunda es reponer el vínculo entre la fe y la moral. El deseo del
hombre por tener vida eterna, sólo puede ser satisfecho con el encuentro
personal con Cristo que ha venido “para que todo el que crea tenga por él
vida eterna” (Jn 3,15). Es la experiencia del amor con el que uno ha sido
amado por Dios en Cristo, lo que engendra la fe, la confianza y el abandono
seguro en quien no nos va a defraudar. Y la fe suscita la obediencia, el
seguimiento y la adecuación de nuestra conducta a la de la persona amada.
La moral nace de experimentar el atractivo, la belleza y el gozo del amor. Es
la respuesta del hombre a la iniciativa divina que ha salido a su encuentro, y
que paga con amor el amor con el que ha sido amado. La fe, que es un don,
incluye la moral, respuesta a ese don, pues no hay don si no es acogido.
Así pues, verdad, vida eterna y moral están estrechamente unidas. No
son conceptos abstractos sino una realidad personal: Jesucristo. Él revela al
hombre la verdad sobre sí mismo y le señala el camino para que pueda
alcanzar su destino: Cristo mismo, que se ha manifestado como camino,
verdad y vida y que llama al hombre a su seguimiento. Cristo hace descubrir
al hombre la grandeza de su vocación, a la que no le es lícito renunciar. En
necesario resistir a la tentación del momento, que tantas veces se ha hecho
presente en la historia de la Iglesia, de rebajar las exigencias de la moral
cristiana a lo que parece posible a las fuerzas humanas y acomodarse al
mundo que pasa, desertando de la especificidad cristiana y “vaciando de
contenido la cruz de Cristo” (1Co 1,17b), pues nuestra fe se funda “no en
sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios” (1Co 2,5).
CONCLUSIÓN 159
101
L. MELINA, Participar en las virtudes de Cristo, 49-50.
Apéndice
EL IMPERATIVO “VETE” EN LA ESCRITURA
102
Cf. J. GRANADOS, “L’unità dell’huomo alla luce dell’amore”, en La via dell’Amore, 79.
APÉNDICE 161
103
Cf. G. BECQUET, “Tierra”, Vocabulario de Teología Bíblica, Barcelona 1996, 897-902.
104
Cf. J.-M. FENASSE - M.-F. LACAN, “Casa”, Vocabulario, 150-152, en especial 150.
105
Cf. G. BECQUET, “Tierra”, Vocabulario, 897-902, en especial 898-900.
162 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
Baraq recibe, así mismo una encomienda (Jc 4,6), y, aunque le llega
por la boca de la profetisa Débora, la orden viene de parte de Dios: “Vete”
(a.peleu,sh), se le ordena, ya que Baraq debe salir de la casa de su padre de
donde es mandado llamar por la profetisa, para llevar a cabo la tarea
encomendada.
Una misión liberadora debe desempeñar también Gedeón cuando
Yahveh le envía a salvar a Israel de la mano de Madián. También aquí el
mandato es perentorio de parte del Señor: “Vete (poreu,ou) con esa fuerza
que tienes y salvarás a Israel de las manos de Madián. ¿No soy yo el que te
envía?” (Jc 6,14)106. Y, cuando de nuevo surgen los temores del enviado,
Dios le asegura su protección y el éxito de su misión (Jc 6,15-16). Pero,
también en este caso, el elegido debe romper con la casa paterna y con las
seguridades que le proporcionan su familia y la gente de su ciudad, su patria
(cf. Jc 6, 25-32).
La orden es parecida a la que recibió Abraham en el sacrificio de Isaac
(cf. Gn 22,2); el paralelismo de las situaciones y del mandato recibido de
Dios es muy similar:
Gn 22,2-3.9-10 Jc 6, 25-27a
“Díjole (Dios): “Toma a tu hijo, a tu único, Yahveh dijo a Gedeón: “Toma el toro de
al que amas, a Isaac, vete al país de Moria tu padre, el toro de siete años; vas a
y ofrécele allí en holocausto en uno de los derribar el altar de Baal propiedad de tu
montes, el que yo te diga.” padre… Luego construirás a Yahveh tu
Se levantó, pues, Abraham de madrugada, Dios, en la cima de esta altura escarpada
aparejó su asno y tomó consigo a dos mozos un altar bien preparado. Tomarás el toro
y a su hijo Isaac… Y se puso en marcha y lo quemarás en holocausto.
hacia el lugar que le había dicho Dios. Gedeón tomó entonces diez hombres de
Llegados al lugar, construyó allí Abraham entre sus criados e hizo como Yahveh le
el altar, y dispuso la leña; luego ató a Isaac había ordenado.
su hijo… Alargó Abraham la mano y tomó
el cuchillo para inmolar a su hijo.
106
También Saúl recibirá una orden semejante de parte de Dios, a través del profeta Samuel,
para ejecutar el castigo contra Amalec: “Ahora, vete (poreu,ou) y castiga a Amalec” (cf. 1S
15,3). Cf., así mismo, la invitación del Señor a Elías para abandonar el torrente Kerit donde
había sido alimentado hasta entonces y dirigirse a Sarepta de Sidón (1R 17,9).
164 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
Al igual que Abraham, Gedeón debe tomar lo que más aprecia, el toro
de siete años, propiedad de su padre; derribar el altar familiar construido en
honor de Baal, que aseguraba el sustento de la familia 107; construir un nuevo
altar a Yahveh y sacrificar sobre él el toro de su padre. Así pues, Gedeón no
sólo ha de poner en riesgo la benevolencia y la protección de su clan, sino
que también debe renunciar al futuro que tenía proyectado junto a su familia
(cf. Jc 27b-32).
Un esquema semejante rige en la vocación de algunos profetas. Isaías
queda lleno de temor ante la presencia de Yahveh Sebaot que, por medio de
un serafín tranquiliza a su profeta antes de enviarlo a su misión: “Ve
(poreu,qhti) y di a ese pueblo” (Is 6, 9). O como a Jonás, enviado a predicar
a Nínive la conversión: “Levántate, vete (poreu,qhti) a Nínive, la gran
ciudad, y proclama contra ella que su maldad ha subido hasta mí.” (Jon
1,2). Y cuando, después de la deserción del profeta y su intento de huída del
Señor, Éste le devuelve por la boca del pez a la tierra, le reiterará su mandato
(cf. Jon 3,2). Esta vez, el profeta no dudará en desempeñar su misión seguro
de la protección divina108.
Por lo visto en estos breves resúmenes, podemos observar una serie de
elementos comunes que se repiten en la mayor parte de los casos y que nos
aportan el sentido profundo de estos textos. El mandato viene siempre de
parte de Dios, directamente o por medio de personas cualificadas para ello,
con el fin de cumplir una determinada misión, que implica la necesidad de
salir de la situación en la que se encuentran.
El caso paradigmático es el de Abraham, al que siguen
aproximadamente todos los demás. El padre de la fe, para obedecer el
mandato divino y consumar la obra que Dios quiere hacer en él tiene que
107
Los Baales, dioses protectores de la tierra de Canaán aseguraban la fecundidad de la tierra
y, por tanto, el sustento de sus moradores. Destruir el altar de Baal suponía renunciar a esta
supuesta protección.
108
Cf., igualmente, la llamada de Dios a Oseas (Os 1,2) y Amós (Am 7,15). Aún cuando los
LXX emplean, en estos dos casos, la forma verbal ba,dixe, traducen el mismo imperativo
hebreo: lekî.
APÉNDICE 165
109
Tenía razón el gran filósofo español Ortega y Gasset cuando definía al hombre afirmando
de él: “Yo soy yo y mis circunstancias”.
166 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
Pero hay una tercera renuncia que necesita efectuar Abraham y que
concierne al momento presente en el que debe tomar la decisión de hacer
caso a su razón, que le pone delante la dificultad y el absurdo aparente que
supone el mandato divino, o, contra toda lógica humana, obedecer sin
entender (cf. Lc 2, 50-51), apoyado sólo en la fe (Rom 4,18). Es lo mismo
que amar a Dios con toda su mente, purificando su inteligencia, resignando
sus razones y entrando en otra voluntad que no es la suya (cf. Mt 26, 39.42;
Mc 14,36; Lc 22,42). Sólo así se completa la obra que Dios quiere realizar en
él y la bendición de todas las naciones de la tierra por medio de su
descendencia.
Todos los personajes que hemos señalado anteriormente han de
efectuar esta misma renuncia, consumando su propio éxodo desde las
seguridades, pocas o muchas, a las que se aferran, abandonando sus propios
criterios y siguiendo la llamada de Dios que les invita a fiarse de su palabra,
a fin de poder realizar en ellos la obra a la que los tenía destinados.
Pero este imperativo se escucha también en el Cantar de los Cantares
cuando resuena la voz del amado que llega junto a su amada saltando por los
montes y collados: Empieza a hablar mi amado y me dice: “Levántate,
amada mía, hermosa mía y vete” (Ct 2,10). La expresión empleada es lekî -
lak. Se trata, por tanto, del mismo verbo utilizado en todos los casos que
hemos analizado anteriormente110. Es una llamada e invitación que, por dos
veces (cf. Ct 2,13), formula el amado a su amada, que ha permanecido
durante todo el invierno postrada en su casa, a fin de que ésta salga de ella y
siga a su amado por donde él vaya. También en este caso, la amada debe
abandonar la tranquilidad y relativa seguridad que le ofrece la casa de sus
padres si quiere encontrarse con su amado. Tiene que efectuar un doble
movimiento: salir de su casa para ir donde su amado, por lo que estaría
justificada la traducción de la expresión hebrea por “vente”, lo que indica
110
Para la correcta traducción de este texto se puede ver el análisis efectuado por A.
Chouraqui en Le Monde, el 23 de abril de 1972. Cf. R. DOMÍNGUEZ, La Eclesiología
esponsal en el evangelio según san Juan, a la luz del Cantar de los Cantares, Valencia 2004,
60, nota 62. Respecto a las posibles relaciones de este texto con el de la vocación de Abraham,
cf., también pp. 69-72.
168 SEXUALIDAD HUMANA Y MATRIMONIO CRISTIANO
112
Sobre el significado del don del agua viva y de los maridos de la mujer samaritana, así
como del sentido general de este encuentro, cf. R. DOMINGUEZ, La eclesiología esponsal,
249ss.
113
Sobre la atribución o no de esta perícopa al Cuarto Evangelio, cf. R. DOMÍNGUEZ, La
eclesiología esponsal, 275-282.
114
Cf. R. DOMÍNGUEZ, La eclesiología esponsal, 294-299.
APÉNDICE 171
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