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La fiesta de San Juan no coincide con ningún acontecimiento histórico definido. Si bien,
originalmente, el invierno siempre ha sido la estación destinada a los nacimientos en lo físico, en el
hemisferio Sur no cabe celebrar el nacimiento del portador de Cristo, que corresponde al mes de
diciembre. Pero es innegable la relación de la fiesta con Juan Bautista y, por ende, con el bautismo
en el Jordán cuando nació el Cristo en Jesús, es decir, cuando algo celestial bajó a lo terrestre y
algo terrestre, el yo de Jesús, se elevó a lo espiritual. Este hecho pone de manifiesto una
característica tanto del Bautista como también de la fiesta, porque indica lo que tiene que crecer y
lo que tiene que decrecer; la otra característica es el sacrificio de la cabeza, de la intelectualidad.
Hoy, el hombre tiene claridad acerca de su figura y ha conquistada la conciencia yoica que ya no es
cósmica, sino humana y totalmente desordenada. En cuanto a lo moral vive en invierno
permanente. Hoy es imperioso llegar a algo más que a la figura humana y a algo más que al yo
cotidiano que ha de decrecer; como humanidad hemos de aventurarnos a entrar en lo espiritual
para ordenar cósmicamente al yo que, de otro modo, se descompone, se hace bestial, algo que
actualmente en medida creciente se hace perceptible; si no se invierte esta tendencia, la
degeneración del yo arrastrará en ese proceso a la figura humana.
Las nuevas fiestas en el Sur, especialmente las de San Juan y Navidad, logradas por la
profundización antroposófica, habrán de conducir a los hombres fuera de la Tierra, más allá de
materia y cielo, para percibir hasta en lo físico la silueta suprafísica, etérico-astral y para
introducirse con el yo en las esferas de lo celestial. Para escaparse a las redes de la Tierra, el
hombre deberá liberar su parte anímica y entregarse a un sueño interior, invernal, consciente; en
términos antroposóficos, este sueño se conoce como la imaginación e implica haber eliminado el
intelecto, haber cortado la cabeza. Así, en algún momento, el hombre llegará a presenciar en la
conciencia imaginativa el nacimiento de su Ego Espiritual, del Hijo del Espíritu, como contraparte al
nacimiento físico del invierno en el Norte.
La fiesta de MICAEL, el que porta la cara de Dios,
La primavera es para el ser humano una estación de máximo peligro: junto con el crecimiento
vegetal surgen desde la Tierra las fuerzas ahrimánico-lunares que compenetran a los hombres de
animalidad salvaje y de poderosos instintos sexuales. Desde lo alto, las fuerzas luciféricas,
emanando su astralidad embriagadora, aumentan la confusión. Tanto las fuerzas luciféricas como
las ahrimánicas son, en esencia, fuerzas naturales. Como tercera fuerza está Cristo que lo sana
todo. La estatua del Representante de la Humanidad, creada por Rudolf Steiner, constituye un
ejemplo luminoso de esa constelación primaveral: Cristo, que vence a Ahriman y a Lucifer, es la
divinización del ser humano; Cristo muere en la criatura, resucita y transfiere la posibilidad de
vencer la muerte a toda la especie; así, aquel que esté dotado de la fuerza necesaria, podrá
resurgir.
Bajo condiciones de primavera y en unión con Rafael, Micael no debe liberar, sino que debe sanar,
echando luz sobre lo que enferma; su conciencia adquiere entonces un carácter curativo que se
extiende a los efectos arrojados por el otoño y el invierno, estableciendo una armonía sanadora en
el ambiente, donde todo vuelve a estar en su lugar.
De acuerdo a las fuerzas reinantes, una fiesta de Micael en primavera debería tener una estructura
trimembre y mostrar:
lo que enferma en relación con la naturaleza primaveral, explicado por Micael, lo cual implica
conciencia y coraje,
lo que cura explicado por Rafael, portador de la vara de Mercurio que representa al Señor,
En otras palabras, el tema primaveral podría ser por ejemplo: ¿cómo podemos arreglar nuestra
conducta para que la materia no nos domine y Lucifer no nos someta?- lo cual es un asunto de
coraje y curación. Una fiesta de primavera en el Sur se refiere entonces a la conciencia acerca de la
curación y de la no-curación, y ésta es la base a partir de la que cada uno individualmente verá qué
es lo que puede hacer con respecto a Cristo. El secreto primaveral implica que lo cristiano sólo
tiene sentido en relación con el ser humano. - Una fiesta plenamente micaélica, apoyada por
indicaciones rafaélicas, requiere tener en claro lo que se necesita para enfrentar el panorama aún
más amenazante del estío en la tierra ahrimanizada y con el agua en evaporación, dominio de
Lucifer.
Para Navidad en el hemisferio Sur, como para las demás fiestas cristianas, el proceso histórico, el
curso anual y el proceso individual espiritual no coinciden; por eso la fiesta de Navidad
necesariamente tendrá aquí un toque de San Juan y viceversa.
Antiguamente, el verano era el tiempo de la inspiración divina; los dioses hablaban a los hombres
a través de impulsos morales en forma de indicaciones para el resto del año. Además les
concedían, a modo de visión del futuro, un destello de su yo individual, plenamente desarrollado.
El verano actual presenta de manera muy aumentada las características peligrosas de primavera:
el hombre se halla envuelto en poderosos procesos naturales, sobre todo de procreación, reinan
los instintos, la confusión y la tendencia a zafar de todo compromiso. La necesidad de
sobrevivencia, de no perder la conexión con su parte espiritual eterna exige que el hombre se
conecte nuevamente con el cosmos, a fin de averiguar cómo arreglar su yo para que pueda
continuar.
Históricamente, como sabemos, Navidad guarda relación con Cristo; pero Él ya nació, murió y
resucitó; ahora se encuentra en las nubes, en su nueva forma etérica, en coincidencia con las
condiciones de verano en el Sur. Por consiguiente, la fiesta de Navidad debería dar algunas
indicaciones, señalando dónde Él se encuentra ahora, qué implica el hecho de su existencia
viviente, cómo llegar a Él, si es que uno se atreve. – De ese modo se establece aquí una
correspondencia entre la conmemoración de Navidad y la tarea humana del futuro.
Este panorama espiritual de verano, de por sí muy elevado, se ve subrayado por la presencia de
Uriel, el regente de verano, que teje su vestidura de luz resplandeciente. Su ojo severo nos mide,
nos muestra nuestro origen trinitario como hijos del espíritu y, en vista de nuestra existencia
actual, pregunta por la diferencia; nos hace ver nuestra nulidad y, ante la venida del Redentor,
enciende el fuego de la vergüenza. - Para permitir alguna percepción de esta altísima
espiritualidad inspirativa se ofrecen, en realidad, sólo los poderosos tonos de la música: desde lo
musical grandioso podría resonar entonces la “palabra”.
(Véase: Rudolf Steiner: GA 223 y 229 en “Antroposofía y las fiestas cristianas”, editorial ECE,
Buenos Aires)