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Ser poeta
Esteban Echeverría es ante todo un iniciador, como lo define Tulio Halperín Donghi al
sintetizar con esa palabra lo señalado por los mejores intérpretes de su vida y obra.
En una época de borrón y cuenta nueva, que impelía a la elite argentina a implicarse en el
manejo de lo público dentro o fuera del Estado, Echeverría se abstiene de la acción directa y
afirma su figura de poeta, a lo que contribuyen no sólo sus versos, sino su precaria salud y
hasta la tisis final que suma una muerte prematura y romántica.
Parece raro que desde un sitio en apariencia marginal, pero asumido deliberadamente, se
constituya en guía de su generación y precursor de líneas fundamentales que luego
desplegarán la política y las letras de su país y Sudamérica.
Como escribe Félix Weinberg, «Echeverría no ocupó nunca cargos públicos, no fue
abogado, periodista, militar o diplomático […] Era sólo: un intelectual, un hombre de
pensamiento, un creador en el campo de las letras, prestigioso, respetado y celoso defensor de
la dignidad de su oficio». En la ironía de ese «sólo» tan bien situado por Weinberg, se señala la
misión y el rango del intelectual, que asume Echeverría.
El viaje del joven porteño, que ya venía ejercitándose en las letras, es la experiencia
decisiva que le aporta la certeza de su pertenencia americana y de su destino de escritor. A su
regreso, asumido como poeta, encabeza una renovación que irradia desde le Río de la Plata y
toma caminos que excederán lo estrictamente literario.
Los poemas publicados primero en forma anónima y luego con su firma, son la carta de
presentación del joven a su regreso a Buenos Aires. La libertad de la poesía romántica que
ensaya metros, géneros y temas nuevos, aportaba el desborde formal necesario para una
nueva expresividad. Los lectores avezados lo detectan y la novedad electriza a la más lúcida y
dinámica juventud del Plata, hija de Mayo, pero ansiosa por encauzar su necesidad de cambio.
Los nuevos modelos franceses y su libertad formal proporcionan un clima de insurrección
a la norma de la metrópolis, necesario para la descolonización cultural, explícito en su
respuesta al escritor español Dionisio Alcalá Galiano de 1846: «es absurdo ser americano en
política y español en literatura», y presente en las polémicas sobre la defensa de la
independencia idiomática del español de América, en las que estuvo comprometido buena
parte del siglo XIX.
Sus obras más celebradas, el poema «La cautiva» y el cuento «El matadero», cumplen
este propósito. En este sentido fundacional, interesa destacar el desierto y la frontera, dos
espacios simbólicos, que tendrán un largo desarrollo y adquieren hoy vigencia y actualidad.
Ambos instalan en el poema y en el cuento respectivamente, es decir en la conciencia de su
época, espacios antes inadvertidos o subestimados por su proximidad cotidiana.
Uno de los mayores aciertos de «La cautiva» es la incorporación del paisaje y el conflicto
propios. Con el referente cercano de la patria como territorio conquistado en las batallas,
sumado al protagonismo de la naturaleza romántica y al conocimiento de la pampa
desarrollado en Los Talas, Echeverría vuelve la vista al desierto le da existencia cultural, lo
hace visible. En ese escenario imponente y amenazador, en el que el indígena aparece como
un dato más de la naturaleza, el poeta asienta el drama de los personajes. El conflicto
romántico del amor frustrado de la pareja, resulta sin embargo empequeñecido en relación al
protagonismo del escenario americano.
Esta naturaleza violenta y excesiva inicia una rica tradición en la que caben las estepas
riojanas de Facundo, la pampa de Güiraldes o, variando el decorado, la selva de Horacio
Quiroga; y vuelve a seducir redescubierta en las más recientes creaciones de la puna de Tizón
o los paisajes ásperos y desolados de la abundante narrativa sobre la Patagonia.
Otro aporte original de Echeverría es la elección del espacio en el que sitúa el cuento «El
matadero». Un ambiente desprestigiado y marginal, el límite inestable entre la ciudad
(«civilizada») y el campo («bárbaro») instala en el texto la noción de frontera.
El gaucho. Un arquetipo
Pero su aporte más notable como iniciador en este campo llega con el actor central de «El
matadero»: el gaucho Matasiete, emergente simbólico de todos los gauchos, que llegará a cifra
de la literatura rioplatense con el Martín Fierro, obra cumbre de la gauchesca, un género
propiamente argentino. Asunto con larga tradición capaz de imponer personajes con la fuerza
del nombre propio como Martín Fierro en Hernández, Don Segundo Sombra en Güiraldes,
Antenor Sánchez en Dávalos.
La violencia muda de Matasiete, que «no hablaba y obraba», diestro con el cuchillo para
matar al toro enfurecido y «degollador de unitarios», se vuelve verbal en las voces anónimas
del entorno que lo azuza.
El más arriesgado aporte literario de Echeverría es, sin dudas, la invención de una lengua
«canalla», que aún tardaría años en ser incorporada de lleno a la prosa literaria. Hay que
recordar que los tonos subidos de la lengua coloquial todavía serán condenados, décadas más
tarde, en pleno naturalismo; y en este sentido, los puntos suspensivos con que se eluden las
palabras procaces, puestos por el autor o quizá por Gutiérrez, tienen que ver con una audacia
recortada por «el buen decir» de la época. La crudeza coloquial anticipa lo que Borello llamó
«la invasión de oralidad» que irrumpe en la literatura a fin del siglo y llegará a ser característica
central de la renovación narrativa del siglo XX.
Esta lengua caracteriza no sólo a «la chusma» mataderil y sus envilecidos personajes,
sino a la violenta situación que prepara el clima para la tortura y la muerte del unitario. La
denuncia se inicia con la sátira política, la ironía y el sarcasmo, y encuentra una resolución
original en las voces groseras de los personajes, que ponen en evidencia, no sólo el drama de
la víctima, sino la indigencia cultural y moral del vejador, víctima a su vez de la pobreza, el
resentimiento y la demagogia.
El autor quiere narrar una realidad ideal en la que lo bueno y lo malo están claramente
separados, pero la compleja sociedad de la que forma parte da paso a un mundo contaminado
que no se deja marginar. Quiere ensalzar la civilización y literariamente se impone la barbarie;
ese ambiente rudo que no es ajeno ni extranjero, sino eje de pertenencia, cereza aun
estigmatizada de identidad.
Echeverría perseguía un fin testimonial y didáctico, hoy secundario, pero consigue, sin
proponérselo quizá, expresar la problemática contradictoria de una situación sociocultural. El
lenguaje da cuenta de la tensión entre el mundo prestigiado que se intenta sostener y la
fascinación de lo monstruoso que se impone sin querer, entre lo «civilizado» y lo «bárbaro»,
que se invierten desde el resultado literario. En la situación extrema del argumento, las arengas
del joven unitario resultan acartonadas e inverosímiles, mientras que la irrupción incontenible
de jerga vulgar confiere un realismo inédito a la escena y planta en el texto la insurrección
lingüística como una desconcertante novedad.
Consciente de su rango y su misión como poeta, como iniciador, Echeverría impone una
nueva sensibilidad, crea nuevos espacios, asuntos y personajes, y llega a descubrir, quizá sin
proponérselo porque repelía a los principios por los que luchaba él y su grupo generacional, las
posibilidades estéticas de un conflicto de frontera, inaugurando con ello una de las páginas de
mayor porvenir e influencia en la literatura posterior.
Leonor Fleming