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Cuando el niño sabía unas pocas letras y pensaba en cualquier palabra que
incluyese sonidos distintos de los que él había aprendido a representar, era
natural que preguntara por éstos. Sentía una urgencia interior por saber cada vez
más y más, y andaba todo el tiempo deletreando para sí mismo las palabras que
había aprendido a usar en su lenguaje oral. No importaba cuán largas o difíciles
fueran, los niños podían representar las palabras que les dictaba por primera vez
la maestra con las letras de madera necesarias que estaban en los
compartimentos de una caja especialmente preparada. Un maestro dijo una
palabra rápidamente al pasar y enseguida se dio cuenta de que la habían escrito
con las letras móviles. Para estas criaturas de cuatro años era suficiente escuchar
las palabras una sola vez, aunque un niño de siete o más requiere mayor
repetición para captar su sonido correctamente. Era obvio que todo esto se debía
al período de sensibilidad de esa particular etapa; la mente era como cera blanda,
susceptible a esta edad a impresiones que más adelante, cuando se perdiera esa
maleabilidad especial, no sería capaz de tomar.