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presente ya en la mente del niño, y le servían para analizar sus propias palabras.

Cuando el niño sabía unas pocas letras y pensaba en cualquier palabra que
incluyese sonidos distintos de los que él había aprendido a representar, era
natural que preguntara por éstos. Sentía una urgencia interior por saber cada vez
más y más, y andaba todo el tiempo deletreando para sí mismo las palabras que
había aprendido a usar en su lenguaje oral. No importaba cuán largas o difíciles
fueran, los niños podían representar las palabras que les dictaba por primera vez
la maestra con las letras de madera necesarias que estaban en los
compartimentos de una caja especialmente preparada. Un maestro dijo una
palabra rápidamente al pasar y enseguida se dio cuenta de que la habían escrito
con las letras móviles. Para estas criaturas de cuatro años era suficiente escuchar
las palabras una sola vez, aunque un niño de siete o más requiere mayor
repetición para captar su sonido correctamente. Era obvio que todo esto se debía
al período de sensibilidad de esa particular etapa; la mente era como cera blanda,
susceptible a esta edad a impresiones que más adelante, cuando se perdiera esa
maleabilidad especial, no sería capaz de tomar.

Un resultado ulterior de trabajo interno que se desarrollaba en el niño fue el


fenómeno de la escritura. Al comprender la formación de la palabra a partir de sus
sonidos, el niño la había analizado y reproducido externamente mediante el
alfabeto móvil. Conocía la forma de las letras porque las había tocado una y otra
vez. De ese modo, la escritura fue algo repentino, una explosión, igual que la
aparición del habla. Una vez que se ha conformado el mecanismo, que ya está
bien desarrollado, surge el lenguaje como un todo, no como suele suceder en las
escuelas comunes donde se enseña primero una letra y después la combinación
de dos. Si aparecen una o dos letras, pueden aparecer las restantes; el niño sabe
cómo se escribe y por lo tanto puede escribir todo el lenguaje. Entonces, ahora
escribe continuamente y no por obligación, como una fría forma de cumplir con su
deber; lo hace con entusiasmo, obedeciendo a sus impulsos. Aquellos niños
escribían con cualquier cosa que tuvieran al alcance de la mano; a veces lo hacían
con tizas en la calle o en las paredes; donde hubiese algún espacio, aunque no
fuera el lugar adecuado, ellos escribían; ¡hasta una rodaja de pan, como sucedió
una vez, les servía para su propósito! Las pobres madres analfabetas, que no
tenían lápiz o papel para darles, venían a pedir ayuda a fin de saciar la necesidad
de sus hijos. Les brindábamos ayuda y los niños se quedaban dormidos con el
lápiz en la mano, escribiendo hasta el último minuto del día.

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