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la tenencia y propiedad de la tierra, donde se adopten políticas integrales tendientes a mejorar

las condiciones de vida de los campesinos y las campesinas, y sentar las bases para aumentar y

hacer más eficiente el proceso productivo nacional (agrícola e industrial).

Junto con la transformación de la estructura agraria, es necesaria la adopción de medidas de

mejoramiento de las condiciones de vida de la población campesina (infraestructura, servicios

básicos, salud, educación y comunicación) y lo más importante, políticas de apoyo a la


producción

nacional: crédito, seguro agrícola, asistencia técnica, servicios a la producción, organización de

cadenas productivas y acceso a mercados, investigación y desarrollo, reformas tributarias, etc.

Implica, en términos concretos, un reordenamiento jurídico e institucional destinado a


promover

el desarrollo agropecuario sustentable, incentivando el mejoramiento de la producción y una

mayor equidad en la distribución de la tierra tanto para las mujeres como para los hombres.

Por lo tanto, un verdadero proceso de RA es necesariamente integral y tiene varios


componentes,

no se agota simplemente en la distribución de la tierra y en el mejoramiento de la producción.

Incluye además, garantizar una serie de derechos y de servicios: salud, educación,

comercialización, desarrollo de tecnologías limpias y apropiadas, mejoramiento de las

comunidades rurales, etc. Los programas que solo entregan tierra, se llaman de ‘colonización’
y

normalmente terminan en fracaso, porque es obvio que un productor o una productora y su

familia no pueden sobrevivir solamente con tierra. La RA implica además soberanía


alimentaria;

no solo producir sino tener acceso a una alimentación sana, culturalmente apropiada,
producida

localmente y en cantidad suficiente para garantizar el desarrollo integral de las personas, en

resumen, tener el control de lo que se produce y lo que se consume.

La realización de la reforma agraria es una decisión política, es fundamentalmente una

responsabilidad del Estado que se debe expresar en una política gubernamental a favor de las

y los productores campesinos, y de los campesinos y las campesinas sin tierra, que permita no

solo el acceso a la tierra, sino también generar trabajo, evitar la expulsión de familias
campesinas

a las ciudades, aumentar y abaratar la producción de alimentos sanos y nutritivos, reactivar las

pequeñas industrias rurales, producir materias primas para las industrias nacionales, construir
relaciones equitativas entre mujeres y hombres, proteger y mejorar el ambiente y, finalmente,

mantener la cultura y la identidad de ser paraguayos y paraguayas.

Hasta el momento, en el país no se ha realizado la reforma agraria porque la tierra es el


principal

factor de producción y quienes se benefician del modelo de desarrollo actual -basado en la

ganadería y en grandes extensiones de cultivo de soja y otros cereales- pretenden que la


misma

siga concentrada en pocas manos, es decir, que no se afecten sus intereses. Cuanto más

concentrada sea la propiedad de la tierra, mayor es la riqueza que genera para un pequeño

grupo social.

Teniendo en cuenta estas realidades y aun aceptando que la implementación de RA es

responsabilidad del Estado, no se debe dudar en afirmar que en el Paraguay la puesta en

funcionamiento de una reforma agraria depende en gran medida no sólo de la capacidad

propositiva, sino fundamentalmente, de la fuerza política y consiguiente capacidad de presión

de los movimientos campesinos y sectores democráticos.

A pesar de que la RA estaba presente con menor o mayor vehemencia en los discursos y
promesas

electorales dentro del periodo de la transición política, y aun suponiendo con cierto realismo

que el actual Poder Ejecutivo tiene una considerable dosis de voluntad política para iniciar un

proceso de RA, los poderes fácticos, a menudo cómodamente instalados al interior del Poder

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