Вы находитесь на странице: 1из 239

MARÍA EUGENIA RODRÍGUEZ PALOP

IGNACIO CAMPOY CERVERA

Debates del Instituto Bartolomé de las Casas nº 19


JOSÉ LUIS REY PÉREZ
(Editores)

DESAFÍOS ACTUALES A LOS


DERECHOS HUMANOS:

La renta básica
y el futuro del Estado social

Instituto de Derechos Humanos


“Bartolomé de las Casas”
Universidad Carlos III de Madrid
MARÍA EUGENIA RODRÍGUEZ PALOP
IGNACIO CAMPOY CERVERA
JOSÉ LUIS REY PÉREZ
(Editores)

DESAFÍOS ACTUALES A LOS


DERECHOS HUMANOS:
LA RENTA BÁSICA Y EL FUTURO DEL
ESTADO SOCIAL
MARÍA EUGENIA RODRÍGUEZ PALOP
IGNACIO CAMPOY CERVERA
JOSÉ LUIS REY PÉREZ
(Editores)

DESAFÍOS ACTUALES A LOS


DERECHOS HUMANOS:
LA RENTA BÁSICA Y EL FUTURO DEL
ESTADO SOCIAL
ELÍAS DÍAZ
M.ª ISABEL GARRIDO GÓMEZ
BORJA BARRAGUÉ
DANIEL RAVENTÓS
HUGO OMAR SELEME
JOSÉ A. NOGUERA
PABLO MIRAVET
JOSÉ LUIS REY PÉREZ
PILAR NAVAU MARTÍNEZ-VAL
XAVIER FONTCUBERTA ESTRADA

Instituto de Derechos Humanos


“Bartolomé de las Casas”
Universidad Carlos III de Madrid

DYKINSON
Todos los derechos reservados. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubier-
ta, puede reproducirse o transmitirse por ningún procedimiento electrónico o mecánico. Cualquier
forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo
puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase
a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o
escanear algún fragmento de esta obra.

© Copyright by
Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas”
Universidad Carlos III de Madrid
Madrid

Editorial DYKINSON, S.L. Meléndez Valdés, 61 - 28015 Madrid


Teléfono (+34) 91 544 28 46 - (+34) 91 544 28 69
e-mail: info@dykinson.com
http://www.dykinson.es
http://www.dykinson.com

Consejo editorial véase www.dykinson.com/quienessomos

ISBN: 978-84-9031-248-3

Maquetación:
BALAGUER VALDIVIA, S.L. - german.balaguer@gmail.com
ÍNDICE

Prólogo ............................................................................................................9

Neocons y teocons: fundamentalismo versus democracia .............................13


ELÍAS DÍAZ

Del Estado liberal de Derecho al Estado social de Derecho como vía de


emancipación ciudadana ...............................................................................37
M.ª ISABEL GARRIDO GÓMEZ

Derechos humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica: la


propuesta erótica del radical-republicanismo ...............................................55
BORJA BARRAGUÉ

La renta básica como derecho humano emergente y ante la crisis


económica actual ...........................................................................................95
DANIEL RAVENTÓS

Renta básica: ¿una herramienta para satisfacer deberes humanitarios,


de justicia o de legitimidad? ........................................................................107
HUGO OMAR SELEME

La renta básica y la crisis del empleo: cuatro tesis a contracorriente ........129


JOSÉ A. NOGUERA

La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones,


representaciones ..........................................................................................143
PABLO MIRAVET
8 Índice

¿Qué tipo de fiscalidad exige la idea de justicia de la renta básica? ..........179


JOSÉ LUIS REY PÉREZ

La financiación de la renta básica y el impuesto sobre las herencias .........199


PILAR NAVAU MARTÍNEZ-VAL

¿Y el día después?: la viabilidad económica a medio plazo de una renta


básica ...........................................................................................................229
XAVIER FONTCUBERTA ESTRADA
PRÓLOGO

En noviembre de 2008, el Instituto de Derechos Humanos “Barto-


lomé de las Casas” de la Universidad Carlos III de Madrid y el Área de
Filosofía del Derecho de la Universidad Pontificia Comillas organizaron,
con la financiación del Programa de Acciones Complementarias del
Ministerio de Ciencia e Innovación (SEJ2007-30585-E/JURI), las IV
Jornadas Visiones Contemporáneas de los Derechos Humanos, en esta
ocasión centradas en “La Renta Básica y el futuro del Estado social”.
Las Jornadas fueron tanto una ocasión para el debate académico como
el escenario donde se desarrolló el VIII Simposio de la Red Renta Bási-
ca. En aquel momento, la crisis económico-financiera mundial, que se
inició en 2007, ya daba claras muestras de gravedad, pero quizá nadie
de los que tuvimos ocasión de participar en las Jornadas, pudimos ima-
ginar que iba a provocar las consecuencias que ha provocado en los casi
tres años transcurridos desde entonces. Una crisis que, finalmente, está
suponiendo el enésimo recorte del Estado social y de los derechos de los
trabajadores.
Las Jornadas surgieron con un propósito claro: reflexionar sobre las
reformas que habrían de hacerse en el Estado social para asegurar su
pervivencia y, en el marco de esas reformas, sobre la manera en la que
podría asumirse una propuesta como la de la renta básica (un ingreso
incondicionado y universal que recibirían de forma periódica –mensual
o anual– todos los ciudadanos y residentes). Nos parecía claro que las
respuestas que los legisladores estaban dando a las demandas sociales no
resultaban adecuadas en nuestro contexto, que poco o nada tenía que ver
10 Prólogo

con el del capitalismo fordista que se desarrolló tras la II Guerra Mundial,


el momento en que se solidificaron las instituciones de bienestar tal y
como las conocemos hoy. Y ello, entre otras causas, porque el empleo ya
no sirve como un elemento de cohesión social, porque la vida laboral de
los ciudadanos se ha fragmentado, desencadenándose una precarización
creciente, y porque la pérdida de los derechos que protegían la posición
del trabajador adquiere unas dinámicas alarmantes. Esto significa que el
empleo ha dejado de tener, en nuestras sociedades, el carácter central que
tuvo en la construcción del Estado social y que, por consiguiente, tene-
mos que hacer un esfuerzo imaginativo para crear nuevas instituciones
que garanticen los derechos sociales; derechos sociales que son hoy más
necesarios que nunca y a los que no podemos, ni queremos, renunciar.
En este sentido, la renta básica aparece como una idea original que puede
dar solución a algunos de nuestros problemas, como una institución que
profundiza en el ideal normativo que sostiene el Estado social y el con-
junto de los derechos sociales, y como un esclarecedor instrumento de
diagnóstico de las deficiencias y carencias de las que adolece el modelo
político vigente.
Aunque la propuesta de la renta básica encuentra sus antecedentes en
los escritos de Thomas Paine y de Tomás Moro, el debate contemporáneo
sobre la renta universal e incondicionada (a diferencia de las prestaciones
de los modelos de bienestar, que o bien no son universales o bien son
condicionadas) se inició en Europa en los años 80, en el Reino Unido
y en Bélgica, como una posible respuesta a la primera gran crisis que
sufrió el bienestar europeo. Desde entonces ha suscitado una profunda
discusión académica, que básicamente se ha centrado en dos tipos de
argumentos. Por un lado, se han utilizando argumentos sobre cuestiones
normativas que permiten encontrar una justificación o un encuadre de la
institución desde una determinada concepción de la justicia social, defen-
diéndose la renta básica desde posiciones libertarias, marxistas, liberal
igualitarias y republicanas. Por otro lado, se han esgrimido argumentos,
de corte consecuencialista, para mostrar los mayores beneficios que la
renta básica supondría en comparación con otras instituciones presentes
en los sistemas de bienestar, que en los últimos tiempos han mostrado
indudables insuficiencias. La profundidad del debate es hoy considerable.
La propuesta de la renta básica es discutida en los cinco continentes y
tanto sindicatos como movimientos sociales se han implicado profun-
damente en el debate. Hay incluso Estados que ya disfrutan de algo que
puede ser considerado un ingreso básico. Es el caso de Alaska, donde los
Prólogo 11

rendimientos financieros de un fondo petrolífero de titularidad estatal se


distribuyen anualmente en un pago a todos los residentes con una anti-
güedad mínima de un año en ese Estado; o el de Irán, que, desde el 1 de
enero de 2011, ofrece un ingreso universal e incondicionado, si bien no
es individual, sino familiar.
El presente volumen recoge las aportaciones de algunos de los que
participaron en las Jornadas de las que venimos hablando y todas ellas son
de gran valía para este diálogo político y social; un diálogo encendido,
que es urgente sostener desde una postura de compromiso con el Estado
social. Para facilitar su lectura, ha sido organizado en torno a cuatro
bloques temáticos.
En primer lugar, se aborda la reflexión sobre la situación actual del
Estado social y su justicia, así como sobre las formas en que éste puede
replantearse o reformularse. Los profesores Elías Díaz y María Isabel
Garrido abordan este tema desde distintos planteamientos. El primero
estudia las críticas que en la actualidad está recibiendo el modelo social
desde el fundamentalismo conservador religioso y económico; la segunda
hace un análisis de lo que ha supuesto la construcción del Estado social
en perspectiva histórica. En segundo lugar, se analiza la dimensión y
justificación normativa de la renta básica. En esta línea, Borja Barragué
expone las principales fundamentaciones normativas en que se apoya la
renta básica, centrándose en la posición republicana. Daniel Raventós
estudia la configuración de la renta básica como uno de los derechos
emergentes y el papel que puede jugar en estos tiempos de crisis. Por
último, Hugo Omar Seleme la replantea como un requisito imprescindible
para poder hablar de la legitimidad democrática de un sistema. En tercer
lugar, se reflexiona, en los trabajos de Pablo Miravet y José Antonio
Noguera, sobre los problemas del mundo del trabajo y su relación con
la renta básica. Y, por último, se examina la cuestión de la financiación
y la viabilidad económica de esta propuesta, en los trabajos de José Luis
Rey, Pilar Navau y Xavier Fontcuberta.
El mensaje de este libro es, sin duda, esperanzador: aún estamos a
tiempo de salvar el Estado social, y para ello debemos ser capaces de
trasladar al debate político, a la sociedad civil y al sindicalismo, la nece-
sidad de una revolución en el seno de nuestro modelo estatal, que consi-
ga salvarlo del ataque del neoliberalismo, que ya no se preocupa ni tan
siquiera de disimular sus intenciones apostando para ello por instituciones
novedosas como la renta básica. En fin, los trabajos que aquí se recogen
12 Prólogo

pretenden contribuir con argumentos y razones a la consecución de ese


objetivo, que, en última instancia, responde a la lucha por conseguir que
exista una vida digna para todos/as.
Esta obra no hubiera sido posible sin la ayuda de muchas personas.
En primer lugar, de todas las que participaron como ponentes en las IV
Jornadas Visiones Contemporáneas de los Derechos Humanos y en el
VIII Simposio de la Red Renta Básica-2008. Algunas de ellas no aparecen
en el presente volumen, pero a todas queremos agradecer su colaboración:
Javier Alonso Madrigal, Guy Mundlak, Pedro Cabrera, Raúl Susín, Luis
Sanzo, Rafael Pinilla y David Casassas. Por otra parte, esta publicación
ha sido posible gracias a la ayuda otorgada por el Ministerio de Ciencia
e Innovación, que la financió con el programa de Acciones Complemen-
tarias del Plan Nacional de Investigación Científica, Desarrollo e Inno-
vación Tecnológica 2004-2007 (SEJ2007-30585-E/JURI) y al Proyecto
Consolider Ingenio 2010: El Tiempo de los derechos (CSD 2008-00007),
que lidera el Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas” de
la Universidad Carlos III de Madrid. Debemos mucho a su actual director,
Francisco Javier Ansuátegui, y a su anterior responsable, Rafael de Asís
Roig. El apoyo de la Facultad de Derecho de la Universidad Pontifica
Comillas (ICADE), de su Decana, Concha Molina, y del Coordinador del
Área de Filosofía del Derecho, Miguel Grande, también ha sido impres-
cindible. Por supuesto, nunca hubiéramos contado con tantos asistentes a
las Jornadas y el Simposio si no hubiera sido por el esfuerzo de difusión y
por el empuje de la Red Renta Básica, presidida hoy por Daniel Raventós.
Finalmente, estamos en deuda con todos cuantos participaron con sus
intervenciones, comentarios y preguntas, por haber hecho de las Jornadas
y el Simposio un foro de debate y deliberación rico y dinámico.
Sólo nos queda agradecerte a ti, lector de este libro, tu interés en este
tema y aprovechar para animarte a defender el Estado social, los derechos
de los trabajadores y nuestra propuesta de renta básica.

Los Editores
Mayo de 2011
NEOCONS Y TEOCONS: FUNDAMENTALISMO
VERSUS DEMOCRACIA

ELÍAS DÍAZ
Universidad Autónoma de Madrid

1. FUNDAMENTALISMO TEOCRÁTICO, FUNDAMENTALISMO


TECNOCRÁTICO

Entiendo el fundamentalismo como un desafío para la democracia


actual, como uno de los desafíos teórico-prácticos más insistentes que
existen contra el Estado democrático. En concreto, de lo que tratamos
aquí es de la coalición y conjunción, más o menos formal (o informal),
entre el fundamentalismo tecnocrático, economicista, de los neocons
y el fundamentalismo teocrático, religioso, de los teocons. Poderosa
coalición y confluencia que, desde hace ya algún tiempo, se manifiesta
y actúa a nivel también global como reacción muy conservadora contra
las principales exigencias y propuestas que identifican al laicismo civil y
a las políticas de progreso; es decir, institucionalmente contra el Estado
democrático de Derecho.
Pero “fundamentalismo” –precisemos los términos– no es doctri-
na que deba aplicarse sin más a quienes con toda legitimidad buscan,
proponen y debaten los fundamentos (racionales y/o empíricos) del
conocimiento, de la realidad: toda filosofía, toda ciencia, en mayor o
menor medida, lo hace y debe hacerlo. Ese término o el de “fundamen-
talistas” quizás evocan, en el pasado y también hoy, palabras y doctrinas
que tienden a situarse como cercanas a posiciones determinadas por un
carácter de ortodoxa infalibilidad, de absoluta verdad, actitudes de un
cierto (elevado) sentido dogmático, acrítico. La respuesta a los (nuevos)
fundamentalismos, al igual que a todos los (viejos) dogmatismos, no es,
14 Elías Díaz

en modo alguno, el relativismo, sino precisamente el pensamiento crítico


y autocrítico. Y ello, tanto en una como en otra dirección: así, además
de esos mencionados fundamentalismos conservadores, también hay
quienes hablan hoy de algún fundamentalismo democrático, asimismo
criticable y criticado1.
Ferrater Mora ha señalado que el término “fundamento” se usa en
varios sentidos: a veces equivale a “principio”, a veces a “razón”, a
veces a “origen”. Pero añade que es más habitual descartar esta última
cuestión referida fácticamente a los orígenes (en el tiempo) cuando se
habla de fundamento, por lo que las dos principales acepciones de éste
serían –dice– las siguientes: como “fundamento material”, la que tiende
a identificarlo con la noción de causa, especialmente cuando ésta tiene el
sentido de “la razón de ser de algo”; y como “fundamento ideal”, la que,
referida a un enunciado o conjunto de enunciados, implica a su razón o
explicación racional. Ambas acepciones, que se conectan, pues, con las
nociones de causa y principio, reenviarían, a su vez, al principio de “ra-
zón suficiente”; en el mismo sentido –señala aquél– que tendría Grund,
en alemán, como fundamento, y que se aplica en filosofía jurídica a la
kelseniana Grundnorm. De todos modos, Ferrater no deja de anotar que
el uso del término fundamento es muy variado y, en la mayor parte de
los casos, nada preciso. Valgan, pues, a mi juicio, las precisiones que él
mismo establece en su análisis2.
Junto a estos reenvíos y más debatidos caracteres generales, en lo
que en cambio sí hay bastante acuerdo es en el origen histórico, por lo
menos en el más cercano referido a nuestro tiempo, del estricto término
“fundamentalismo”. De siempre han existido, en la peor historia, acti-
tudes fanáticas, intolerantes, dogmáticas que –como decíamos– tienen
no poco que ver con aquél. Pero Ferrater Mora apunta asimismo que
“fundamentalismo” es usado hoy como traducción de fundamentalism,
o tendencia de los que siguen literalmente las enseñanzas de la Biblia. En
efecto se constata así, en tiempos recientes, su concreto origen religioso
y su fundamento (causa y principio) como recta lectura de la Biblia, en
el mundo del movimiento evangélico cristiano de los Estados Unidos en

1
Entre tantos otros escritos, reenvío, para sus implicaciones en filosofía, al artículo
de Javier Sádaba (2003) y, para las de carácter más político, al libro de Juan Luis Cebrián
(2004).
2
Vid. Ferrater Mora (1994) voces “Fundacionalismo”, “Fundamentalismo” y “Fun-
damento”.
Neocons y teocons: fundamentalismo versus democracia 15

torno al segundo decenio del pasado siglo XX. Es decir, que el pedigree
fundamentalista de los eclesiásticos teocons resulta ser, así, de mayor
alcurnia genética que el de sus compadres y advenedizos mercaderes/
mercadistas neocons.
Susan George, en su libro El pensamiento secuestrado, muy útil para
estas cuestiones, ha vuelto a recordar tales orígenes del término “funda-
mentalismo”, en esos primeros tiempos del siglo XX, en los ambientes de
las confesiones evangélicas: “La lenta y gradual llegada a una audiencia
masiva de las críticas especializadas de la Biblia, más la influencia de las
teorías darvinianas, estaban erosionando –dice– la creencia en la Biblia
como documento literal. Los clérigos conservadores –señala aquélla–
reaccionaron enérgicamente, publicando y difundiendo ampliamente
una serie de folletos titulados Los fundamentos: un testimonio de la ver-
dad. En 1920 un periodista baptista llamado Curtis Lee Laws acuñó la
palabra fundamentalista!! , que definía a cualquier persona dispuesta
a salir a luchar por estos fundamentos bíblicos. La palabra prendió y
ahora –concluye Susan George– se aplica a cualquier persona que tome
los textos sagrados literalmente, sea cual sea su religión o ideología”
(George, 2007)3.
Es decir, que puede haber fundamentalismos, lecturas simples al
pie de la letra de los textos sagrados de diferentes religiones o de los así
considerados, como sacros, por exégetas y escoliastas fanáticos de unas
u otras filosofías o ideologías. De la crítica a algunos de esos desafíos
conservadores y reaccionarios, hecha precisamente desde su oponente,
el pensamiento democrático, es de lo que se ocupan estas páginas, que

3
No me resisto a evocar aquí el triste paralelismo –más de un siglo después– de este
fundamentalismo creacionista en la Norteamérica actual con la represión universitaria
integrista contra los intelectuales krausistas en la España de 1875. Junto a Francisco Giner de
los Ríos, Gumersindo de Azcárate, Nicolás Salmerón y otros más, los primeros expulsados
entonces de sus puestos docentes fueron Augusto González Linares, profesor de Historia
natural, y Laureano Calderón, de Farmacia Químico Orgánica, ambos evolucionistas y
estudiosos de Darwin. Andando el tiempo, Julio Caro Baroja señalaba que “el miedo al
mono” por gran parte de la España oficial y eclesial había sido una de las determinantes
(sin) razones que había impulsado a tal represión al marqués de Orovio, ministro de Fo-
mento del Gobierno de Cánovas del Castillo en los inicios mismos de la Restauración. Una
estudiante americana de alguno de mis cursos (1969-1970) en la Universidad de Pittsburgh
(Pennsylvania) había entendido, y así lo escribía, marqués de Oprobio y, echándole fantasía
a la etimología, deducía que de tal título aristocrático derivaba en español esa palabra como
sinónimo de ignominia.
16 Elías Díaz

se insertan, ahora de modo personal e implícito, en el conjunto de toda


mi obra anterior, comenzando por mi primer libro Estado de Derecho y
sociedad democrática (1966), y terminando en el (por ahora) último Un
itinerario intelectual. De filosofía jurídica y política (2003).
En este apartado inicial de precisiones terminológicas y conceptuales,
recordemos también una diferencia significativa que se suele señalar en
el interior mismo de esa común ideología conservadora y que se enun-
ciaría así: mientras todos los denominados neocons son neoliberales (en
economía con soberanía del mercado), no todos los neoliberales son
neoconservadores. La diferencia se marcaría sobre todo en las que en los
Estados Unidos se denominan –tomo la expresión de Susan George– “po-
líticas del cuerpo”: es decir, más permisivos los neoliberales en todo lo
referente a las actitudes sobre la homosexualidad, el aborto, la eutanasia,
la bioética, el antiracismo, el feminismo, etc. Ante (contra) tales cuestio-
nes los tecnócratas neocons coinciden plenamente en su tajante oposición
con los fideístas teocons. Pero ante la soberanía del Estado democrático
todos ellos vuelven a unirse, intentando reducirlo a los límites –mercado
o texto sagrado– de una u otra “ley natural”.
Puede muy bien señalarse que el dominio conservador de estos últi-
mos decenos, tiene su arranque con la llegada al poder, en el final de los
años setenta, de esos fuertes caracteres y grandes comunicadores que
fueron Karol Wojtila (1978), Margaret Thatcher (1979) y Ronald Reagan
(1980). Con ellos se restauraron y expandieron, con apariencias de mo-
dernidad, los presupuestos del dual y actual fundamentalismo teocrático
y tecnocrático derivado de tiempos anteriores4.
4
La obra, de varios autores, Reagan the Man, the President, aparecida y traducida en
ese mismo 1980, llevaba aquí como título Ronald Reagan ¿Una revolución conservadora?
(Barcelona: Planeta). En la “Introducción. Una oportunidad histórica”, hablaba Hedrick
Smith de “la oportunidad de llevar a cabo una revolución política. O, dicho con mayor
exactitud –precisaba–, una contrarrevolución, una reforma política conservadora que se
propone modelar de nuevo la función del gobierno en la vida norteamericana y quizás
modificar el paisaje político nacional para el resto del siglo. Ronald W. Reagan –leemos
allí– es un cruzado, es el primer conservador que se proclama públicamente tal como llega a
la Casa Blanca, desde que Herbert Hoover perdió las elecciones ante Franklin D. Roosevelt
en 1932. Roosevelt inició una revolución de protagonismo gubernamental y de dominio
democrático que ha durado casi cincuenta años. Ahora ha aparecido otro reformador que
predica el evangelio de que el gobierno no es la solución sino que forma parte del problema
total”... Nada hay de extraño en que, con toda razón, en el 2008 Paul Krugman señalara y
criticara a Bush como jefe de un gobierno para el que todo lo privado era bueno y todo lo
público malo.
Neocons y teocons: fundamentalismo versus democracia 17

Hay, sin duda, diferencias entre ambos movimientos, diferencias


objetivas e incluso subjetivas, o sea de talante personal. Sobre éstas se
ironiza con frecuencia haciendo observar que el fundamentalista teo-
crático suele ser más rígido, más lúgubre y tétrico; el tecnocrático se
muestra siempre más alegre, irónico y desenfadado (cínico, señalarán sus
adversarios). Pero también, a ese nivel, son frecuentes los intercambios:
religiosos felices y confiados ante las expectativas futuras del negocio
de la salvación y economistas angustiados ante los riesgos y problemas
cercanos de su propio negocio empresarial. Sin embargo, más allá de las
diferencias objetivas y de éstas y otras de carácter psicologista, es –creo–
mucho más consistente lo que une y vincula a ambos fundamentalismos
en el mundo actual.
De manera principal, para la perspectiva considerada aquí, lo es
su contumaz rechazo del Estado, en especial su recelo y aversión a las
intervenciones del Estado democrático. Es bien conocido que no pocos
neoconservadores, liberales sólo en economía, para nada le han hecho
ascos –así, en la España franquista– a su plena colaboración con Estados
autoritarios y dictatoriales. En cambio, esos recelos crecen y se manifies-
tan con mayor insistencia en el día a día y en las grandes teorías ante la
presencia activa y las decisiones de las instituciones públicas de represen-
tación popular, es decir, ante los Estados de mayor contenido y formato
democrático. El mercado es para ellos la gran panacea contra tal maldad
estatal y quien, por tanto, debe restringir, debilitar o incluso suprimir
–Estado mínimo– tal intervencionismo. El Estado sólo debe intervenir,
según ellos, en la conservación y custodia vigilante del orden (económico
y demás) establecido precisamente desde su no intervención.
Con aún mayor claridad y rotundidad se alecciona por parte de las
iglesias, y en esos mismos términos discriminatorios, contra las interven-
ciones del Estado democrático. Aquí no es necesariamente el omnipotente
mercado quien subordina y debe subordinar al Estado democrático, sino
la doctrina de la jerarquía eclesiástica, que se define como encarnación
de la ley eterna y de la misma ley natural. Pero tal conjunción funda-
mentalista se redobla y refuerza, como con frecuencia ocurre por ambos
bandos hoy, cuando la “lex mercatoria” se identifica sin más con la ley
natural. Cuando se predica que el orden natural –identificado con el
orden eficaz– consiste exclusivamente en dejar hacer, dejar pasar, y en
no intervenir desde instancias públicas y sociales en defensa del interés
general y, por tanto, de los intereses individuales que no tienen mejor y
18 Elías Díaz

más eficaz defensa. En cualquier caso, la jerarquía, el poder eclesiástico,


se autoproclama como supremo y dogmático censor, incluso querría
ser soberano decisor, sobre aquello que, según ella, el Estado no puede
hacer, de aquello de lo que el Parlamento no puede hablar, ni de ese
modo legislar. Tales legítimas intervenciones del Estado se convierten
sin más, para ella, en ilegítimas intromisiones. Negación, por lo tanto, de
cualquier atisbo y posibilidad de pensamiento y praxis consecuente con
un moderno laicismo. Sobre las cuestiones de más fondo, que las hay, en
relación con límites externos (iusnaturalismos teológicos, emotivismos
éticos y demás) o con connotaciones coherentes de esa institucional
intervención, con base en la autonomía moral, no tengo más remedio
que reenviar aquí y ahora a otros escritos míos (mencionados y por
mencionar) y por supuesto que a los más relevantes filósofos de la ética,
la política y el Derecho.
Desde estas bases, hablo aquí del fundamentalismo como actitud
teórico-práctica propensa o, incluso, esencialmente ínsita, en un más
genérico dogmatismo metodológico y epistemológico. Es decir, como
definidora acrítica de una única y verdadera ortodoxia: bien sea fundada
en el fideísmo religioso (fundamentalismo teocrático), bien, en los tiem-
pos actuales, producida desde instancias económicas con pretensiones
ideológicas cientificistas (fundamentalismo tecnocrático). Según una u
otra, la ley civil no puede, por razones obvias (orden de los grandes pode-
res económicos), alterar para nada los dictados del mercado; ni puede la
ley civil legislar en lo no permitido por tal concepción religiosa y moral
(eterna y natural). En ambos casos, con diferencias objetivas y subjetivas
entre una y otra, como ya señalé, el resultado es la subordinación del
Estado democrático (de la soberanía popular) a las absolutas necesidades
de la determinación económica (soberanía del mercado) y a las, aún casi
más absolutas, imposiciones de la potestad eclesial.
En esa vía para la dominación/postergación de las libres decisiones
colectivas, en el cuestionamiento de la misma autonomía moral, es decir,
de la libertad y el Estado democrático, radicaría a mi juicio el marco de
encuentro, para esa conjunción teórica y coalición política constatable
hoy, entre neocons y teocons, entre el fundamentalismo tecnocrático y
el fundamentalismo teocrático actual. No resultaría nada difícil señalar
así ejemplos bien empíricos de esas confluencias y connivencias, con
traspasos mutuos entre ambos, según las concretas cuestiones y las cir-
cunstancias: tanto a nivel mundial (piénsese en los neocons de la reciente
Neocons y teocons: fundamentalismo versus democracia 19

Administración Bush y el retorno allí de los teocons creacionistas versus


el evolucionismo), como a nivel nacional español. Me refiero aquí, claro
está, a las cesiones, silencios y adhesiones, de ciertos sectores académi-
cos y profesionales conservadores (juristas, sociólogos, economistas,
etc.) ante la ofensiva premoderna de las jerarquías católicas contra el
entorno intelectual y político de, por ejemplo y de modo más inmediato,
la importante ley de educación para la ciudadanía. La fundamentalista
coalición conservadora funciona en el interés, teológico y económico,
común a las dos partes, frente a las propuestas de laicidad e igualdad en
libertad exigibles en el Estado democrático5.

2. LOS HECHOS Y LOS DERECHOS. REALIDAD Y RACIONA-


LIDAD

La profundización consecuente en los valores y procesos de una so-


ciedad democrática y de un Estado democrático constituyen, a mi juicio,
la mejor alternativa frente a esas décadas de hegemonía neoconservadora
de tecnócratas y teócratas que llegan hasta hoy. Como se ve, todo tiene
su historia. Por ello, a fin de precisar mis propias posiciones, necesito
apoyarme brevemente en cosas del inmediato pasado, personal y gene-
ral, para atreverme a hablar con alguna coherencia y fundamento (sin un
continuum prefijado) acerca de tal presente y futuro. Para este propósito
recuerdo y reenlazo ahora con la que fue “lección magistral” en el acto
de mi investidura como Doctor Honoris Causa por la Universidad Carlos
III de Madrid, el 15 de febrero de 2002, bajo la presidencia de su Rec-
tor, el viejo y fraternal amigo, profesor Gregorio Peces-Barba6. Habían
pasado entonces sólo cuatro meses desde el gravísimo atentado del 11
de septiembre de 2001 contra las “Torres Gemelas” en Nueva York y la
sede del “Pentágono” en Washington; y vivíamos inmersos en el tenso

5
Atendiendo con acierto a esas dimensiones socioeconómicas y teológicas, globales
y nacionales, tenemos entre otros, los libros de Antonio García-Santesmases (2007), de
Rafael Díaz-Salazar (2007) y de Alfonso Ruiz Miguel y Rafael Navarro-Valls (2008), este
último en polémica.
6
Texto después publicado, junto con la correspondiente “laudatio” escrita por el
profesor Rafael de Asís Roig, en la Universidad Carlos III de Madrid, dentro del volumen
de Actas titulado Autonomía Universitaria y libertad académica. Una versión revisada de
aquél apareció como capítulo cuarto de mi ya mencionado libro Un itinerario intelectual
(Díaz,2003).
20 Elías Díaz

transcurso de la reacción que los Estados Unidos, con el Gobierno Bush


al frente, preparaban, y que, con tan nefastas consecuencias, se haría efec-
tiva (tras la intervención en Afganistán) con la ilegal e ilegítima invasión
de Irak en marzo de 2003, entusiasta e irresponsablemente secundada
por el entonces gobierno español del partido popular. Luego vendría el
14 de marzo de 2004, con el brutal atentado del terrorismo islamista en
Madrid y sus posteriores amenazas. Éste es el mundo en el que seguimos
–aún contando con el cambio en la presidencia americana– y en el que
han venido operando a sus anchas y prepotencias los fundamentalismos
económico y religioso de los denominados neocons y teocons7.
En aquel texto de inicios de 2002, queriendo resaltar el trasfondo
socioeconómico de algunas de esas situaciones (incrementadas hoy con
la gran crisis económica y social), expresaba yo una fuerte crítica a la
imposición global de esas políticas y concepciones justamente caracteri-
zadas como fundamentalistas, neoconservadoras y “ultraliberistas”: como
se ve, prefiero aplicar a éstos este reductivo, economicista, término –“li-
berista” y no liberal– acuñado por Benedetto Croce. Son concepciones,
creo, cuyas más graves implicaciones –“sálvese quien pueda”, es la oculta
propuesta normativa– generan insuperables desigualdades y un deterioro
general, una pérdida de calidad de la democracia con las peores deriva-
ciones de desmoralización social y deslegitimación institucional. Así se
cifraban allí algunas de esas alarmantes implicaciones: “en este caldo de
cultivo, en un mundo con arrogante desprecio de la ética y ruptura de la
más básica cohesión social, es obvio que se favorecen los fanatismos y
fundamentalismos de toda especie, el incesante crecimiento armamen-
tista, las acciones violentas y terroristas, las guerras interminables, la
doctrina de la seguridad cercenando gravemente derechos y libertades y,
como mínimo, el fuerte aumento de las situaciones masivas de margina-
ción y exclusión social. Estos son hoy –se señalaba allí– en buena, mala,
medida, los hechos: frente a ellos –se contraponían– los derechos, es
decir, el Estado democrático de Derecho: y una ética de superior entidad
que requiere y promueve –pienso– lo mejor de la condición humana”.

7
Vid., por ejemplo, como análisis crítico actual de esos fundamentalismos, con amplia
y valiosa información, el ya mencionado libro de Susan George (2007). Para su historia en
el tiempo que aquí más nos interesa, entre otros, el de George H. Nash (1976), con especial
atención a exponentes como L. von Mises, F.A. Hayek, M. Friedman, Irving Kristol, Leo
Strauss, etc.; y por el lado teológico, Martín Sterr (1999).
Neocons y teocons: fundamentalismo versus democracia 21

Allí radicaría el núcleo duro de algunos de los grandes problemas


que tenemos hoy que afrontar. Y a ellos se añaden, no menos temibles y
acuciantes, los derivados del cambio climático, el calentamiento global
de la atmósfera, la erosión casi irreversible del ecosistema, la incontrolada
proliferación nuclear. Juan Goytisolo es uno, junto a otros, de los que
recientemente daban la voz de alarma sobre la acumulación de nubarrones
que –dice– oscurecen nuestro horizonte (prefiero reproducir sus propias
y angustiosas pero avisadoras palabras sobre ese sombrío, nada irreal,
futuro): “setenta millones de africanos deberán huir de las zonas coste-
ras anegadas por el océano; países enteros serán tragados por las aguas;
otros se desertizarán por completo y sus habitantes tendrán que buscar un
refugio que nadie querrá ofrecerles; el selecto club de los dotados con un
arsenal nuclear se abrirá a nuevos socios [....] y cualquiera de ellos podrá
servirse de él sin reparar en las consecuencias de su encomiable misión
preventiva [...]; pero el peligro –advierte aquél– no es ya exclusivo de
los Estados [...], proviene también de la propagación de medios de ani-
quilación asequibles a mafias y grupos radicales. El posible uso de armas
bacteriológicas o capaces de irradiar a un individuo, barrio o ciudad ha
dejado de ser tema de las superproducciones cinematográficas al servicio
de nuestras neurosis [...] para convertirse en una perspectiva real”.
Los interrogantes surgen de modo casi espontáneo e inevitable: ¿Hay
tiempo todavía? ¿Qué podemos hacer? ¿Qué debemos hacer? ¿Sabemos
lo que debemos hacer y lo que quizás no podemos hacer? Todo, o casi
todo, es complejo e inseguro, por supuesto, cuestionable, y abierto a du-
das y a perplejidades. Pero, a su vez, todos –o casi todos– hablamos cons-
tantemente sobre ello, acerca de esos grandes problemas. Y tras el primer
momento del total desaliento, del agobio paralizante, de la irremediable
impotencia, pero también de la trampa del olvido y la evasión, todos
–con mayor o menor emotiva indignación– acabamos proponiendo cosas,
salidas, soluciones, remedios razonables/racionales ante unos y otros de
esos grandes males. Parece, pues, que al menos habría contra ellos una
“vía negativa” para la fundamentación moral del rechazo (por decirlo con
Ernesto Garzón Valdés), pero a su vez y a pesar de todo habría –también
para él– una “vía positiva” en función, en favor, de la corroboración y
lucha por valores y objetivos éticos con racional justificación.
A todo ello hay que acogerse para, al menos, no ser víctima pasiva
de los acontecimientos, para no plegarse a la tragedia anunciada, a la
sujeción absoluta a los hechos, sean éstos hechos sociales, históricos,
22 Elías Díaz

o, incluso, naturales. Los hechos son determinantes para saber dónde y


cómo estamos, pero no para determinar dónde y cómo debemos estar. La
cuestión –señala Reyes Mate– es saber si hacemos del progreso el obje-
tivo de la humanidad o a la humanidad el objetivo del progreso; incluso
saber qué modelo de progreso es y debe ser universalizable y cuál no lo
es, sino que conduce irremediablemente a la locura de la mutua asegurada
destrucción. A mi juicio, la resistencia activa frente a ello es posible; es
también un deber moral. El deber de salvaguardar la vida, la nuestra y
la de las futuras generaciones, en condiciones para todos de humanidad,
paz, dignidad, libertad, bienestar y solidaridad8.
No son malos –claro está– estos grandes objetivos, estos valores
imprescindibles por los cuales trabajar; sobre ellos posiblemente hasta
habría, en principio, teórica unanimidad, aunque, sin duda, con poste-
riores disensiones sobre su diferente interpretación y articulación. En
relación con ello, de lo que se trata, pues, es de poder proponer algo válido
–de modo coherente con lo anterior– sobre cómo identificar, fortalecer y
realizar en el tiempo las concretas exigencias y las vías prácticas de actua-
ción (aquí de modo preferente las de carácter político, social, económico
y jurídico) implicadas en tales valores éticos y culturales. En cualquier
caso, de ningún modo cabe pensar que con la mera formulación de tales
propuestas, teóricas y prácticas, sobre valores y métodos, sobre fines y
medios, se vayan ya a resolver por entero y a corto plazo tantos y tan
graves problemas del mundo actual.
Con todo, llegados aquí, ante esta más bien negativa descripción,
considero necesario advertir –luces y sombras de la realidad social–
que no sería tampoco cierto ni realmente justo olvidar o silenciar todo
lo que en esos u otros diferenciados ámbitos se ha hecho y se hace de
muy positivo en el pasado y en el presente, desde la ciencia –tanto en
las ciencias naturales como en las ciencias sociales– y también desde la
misma política, para solucionar y/o avanzar en el control de esos y otros
grandes problemas: pensemos en positivo, por ejemplo, en los grandes
avances de las ciencias médicas, de las investigaciones en biogenética,
de las tecnologías de la comunicación, etc. Es verdad, sin embargo, que
en el enjuiciamiento de esa historia –permítaseme esta leve digresión–,
algunos –los viejos preferentemente– pueden tender a pensar que, a pesar

8
Recordaré aquí dos importantes libros de cada uno de los autores y amigos a quienes
acabo de hacer referencia: de Ernesto Garzón Valdés (2001) y (2004); de Reyes Mate (1991)
y (2003).
Neocons y teocons: fundamentalismo versus democracia 23

de todos esos avances científicos, cualquier, o algún, tiempo pasado fue


siempre moralmente mejor, mucho mejor; aunque en nuestro país, con la
humillación y la indignidad del franquismo, lo tienen mucho más difícil.
Otros –los más jóvenes–, más receptivos e ilusionados con el progreso
de los tiempos, y del suyo propio, puede que desprecien por anacrónico
todo lo anterior y con entusiasmo se apunten, sin más, a “lo nuevo”, que,
a su vez, por sí mismo, no siempre es lo mejor. Por supuesto que tampoco
éstos dejan de lamentar aquellos grandes males de hoy, y otros de cariz
más directamente económico y social que les afectan de manera más in-
mediata e individual: la escasez y precariedad en el trabajo, la dificultad o
imposibilidad de lograr una vivienda que les permita hacer mejores planes
de vida, el paralelo espectáculo de la rampante especulación urbanística,
las carencias en servicios sociales –especialmente sufridos por la mujer–
si se opta, supongamos, por tener descendencia, etc.
Pero, a pesar de todo –repito– no sería verdadero ni justo, en términos
generales, el catastrofismo que olvida o silencia los pasos dados, en según
qué diferentes situaciones, desde las instituciones políticas o la propia
sociedad civil, en unas u otras de estas justas demandas (en estos ámbitos
–a mi juicio– incomparablemente más por parte de la socialdemocracia
que por parte del neoliberalismo), demandas que es cierto no son siempre
de fácil, inmediata y definitiva solución. Ni cualquier tiempo pasado fue
mejor, ni –aquí– con (o contra) el franquismo vivíamos mejor. El reco-
nocimiento de lo que se hace, creo que otorga mayor legitimidad para de-
nunciar todo lo que ilegítimamente va siempre quedando sin hacer, visto
ello incluso en los realistas términos relativos a su actual adecuación o
correspondencia con conquistas de otros privilegiados sectores o de otras
cuestiones mucho más favorecidas por la atención pública y/o privada.
La filosofía y la ciencia, aquí muy directamente las ciencias sociales
pero también la filosofía moral, jurídica y política, a mi juicio, no están
únicamente –ya lo decía antes– para plantear problemas o suscitar dudas
y perplejidades. También hacen y deben hacer eso, que posiblemente sea
incluso lo más inmediato, brillante y característico suyo en el conoci-
miento no plano, ni simplista, de la realidad, para una comprensión más
penetrante, rica y poliédrica de ella. Pero –insisto en lo anterior, frente
a la excesiva delectación y autosatisfacción de un cierto esteticismo
especulativo– la tarea intelectual no puede (no debe) limitarse a enun-
ciar problemas y a hacerlo, además, con designios y hábitos exclusiva e
impertérritamente dubitativos o negativos. Las gentes del común, sin ser
24 Elías Díaz

científicos ni filósofos, saben muy mucho de problemas (con frecuencia


más reales y difíciles que los de aquéllos), así como de las grandes dificul-
tades, riesgos e incertidumbres para resolverlos. Lo que también se pide
a las ciencias y a las filosofías es que ayuden cuanto puedan en esta tarea.
Y no sólo, por un lado, con las placenteras e inagotables pero agotadoras
“carpinterías” meta-analíticas, ni tampoco, por otro, con los excesos de
juvenil provocación posmoderna que sólo provoca a los provocadores
contrarios. Es decir, que sin dogmatismos ni falsas seguridades, con
todas las cautelas y modestias –con el rigor empírico de la ciencia y la
racionalidad crítica de la filosofía–, se atrevan a proponer respuestas, vías
de resolución y marcos teóricos con fundamento para todo ello. Desde
esta perspectiva y metodología es –creo– desde la que debe trabajar, de
manera muy específica, la filosofía ética, política y jurídica actual.
Una base obvia pero imprescindible: fuera de las democracias no hay
salvación. Y eso a pesar de todos sus defectos e insuficiencias. Todo lo
que se haga, o se intente hoy hacer, a mi juicio, habrá de hacerse integrán-
dolo de modo coherente en y para el abierto marco, teórico y práctico, de
tal paradigma. Hubo tiempos, incluso recientes, en que no era así, o no
era tan indiscutido que lo fuera. Estados totalitarios, autocráticos y dic-
tatoriales se presentaban por doquier como “lo nuevo”, lo joven, frente a
las –siempre motejadas como– decadentes, anacrónicas, decimonónicas,
democracias burguesas. Bien es verdad que tales regímenes con alguna
frecuencia se autocalificaban también –homenaje del vicio a la virtud–
como las verdaderas democracias, populares u orgánicas, por tomar los
dos polos del espectro ideológico. En nuestros días, sin haberse abando-
nado por completo todo lo anterior, es verdad que la incitación teórica
ética y política predominante en las mejores propuestas (no siempre,
desde luego, en la realidad empírica) se afana por construir y avanzar en
formulaciones democráticas dotadas de una más sólida fundamentación
en términos de legitimidad y legitimación. Es decir, con una mayor y más
auténtica participación –doble participación, insistiría yo, en decisiones
y en resultados–, con representación por tanto más fiel y responsable
ante la sociedad, con mejor conocimiento, deliberación y libertad real
en su seno. Y todo ello –la necesaria gran utopía racional– postulando
como “modelo normativo” una democracia de mayor calidad pero ahora
a escala global: es decir, con exigencias de universalidad, siempre ésta
en proceso de abierta construcción desde la razón crítica y a través de
vías activas de interculturalidad (no de pasivo y acrítico multiculturalis-
Neocons y teocons: fundamentalismo versus democracia 25

mo), concretadas hoy de manera especial en el justo tratamiento de las


emigraciones masivas9.

3. INSTITUCIONES JURÍDICO-POLÍTICAS Y NUEVOS MOVI-


MIENTOS SOCIALES

Junto a estos –creo– muy válidos y justos objetivos generales, se


trataría, pues, de precisar algo más sobre los caracteres de este paradig-
ma democrático, tal y como se expresa en éstas sus mejores propuestas
regulativas. Lo primero a resaltar es que los poderes públicos y las co-
rrelativas instituciones jurídico-políticas han de tener –a mi juicio– una
fuerte aunque controlada presencia (esto es, el Estado de Derecho) y
una decisiva función promocional de gobierno y administración con el
consecuente respeto a los derechos y libertades individuales (personales).
Los intereses generales, en los cuales entran a su vez como base todos los
legítimos intereses particulares, no pueden, no deben quedar en manos, ni
exclusiva ni predominantemente, privadas, por fuerza (por la sacrosanta
ley “mercatoria”) muy minoritarias. Estoy, quiero insistir en ello, por la
recuperación de un Estado que intervenga de modo activo y responsable
en la vida pública, incluida la economía, aunque no tanto con medidas
indiscriminada e inabarcablemente cuantitativas –como se quiso hacer
a veces en el pasado– sino de acuerdo con un criterio mucho más selec-
tivo y cualitativo. Pero esta selección ha de hacerse de modo prioritario
–esto ha de quedar bien claro– en función de lo que atañe a dichos (no
abstractos ni “entificados”) intereses generales. Éste es justamente el
criterio por el cual hay que medir hoy las muy diferentes especies de
“economías mixtas” (por lo demás todo es siempre mixto y mestizo).
Nada, pues, que ver, en cualquier caso, dicho criterio cualitativo de inter-
vención institucional (y social) con la reducción del Estado que se deriva
del siempre tan alegado, más acomodaticio y conservador, “principio de
subsidiariedad”. No se trata de que el Estado haga sólo aquello que los
demás (los privados) no puedan o no les interese hacer: donde hay que

9
Con muy destacadas intervenciones en no pocos de los temas aquí aludidos, vid.
Derecho y justicia en una sociedad global, Actas del XXII Congreso Mundial de Filosofía
del Derecho y Filosofía Social celebrado del 24 al 29 de mayo de 2005 en la Universidad
de Granada, con el profesor Nicolás López Calera de efectivo impulsor y como Presidente
del Comité Organizador. También, Greppi (2006) y Pérez Luño (2003).
26 Elías Díaz

mirar para determinar el consiguiente criterio de acción es precisamente


al interés real de todos y cada uno de los ciudadanos.
Este Estado social y democrático –preferible, creo, esta expresión de
rango constitucional a la de Estado de bienestar o Welfare State– menos
aún se puede suplantar ni confundir (como interpretan algunos) con una
especie de gran institución de beneficencia compasiva para los más po-
bres, de cristiana o musulmana caridad, ni tampoco con la vieja y algo
más laica filantropía. Lo que en justicia se demanda hoy en derechos fun-
damentales y en servicios sociales, lo que se propugna en este paradigma
democrático y en el Estado social es, en definitiva, una intervención y
una regulación que haga posible la consecución de niveles mucho más
elevados de igualdad, cohesión social y solidaridad real entre todos los
ciudadanos. Áreas como sanidad, educación, vivienda, pensiones, etc., en
condiciones de dignidad y efectividad, es decir, de justa igualdad, es algo
a lo que a precio de mercado –no nos engañemos– la inmensa mayoría de
la gente no podría realmente acceder. Eso se llama eficiencia social me-
dida en coste real, algo que el “mercadismo” siempre alega en abstracto
como valor preferencial. Y ello está en la línea de la mejor historia de la
socialdemocracia, del socialismo democrático, que tuvo que ir siempre
arrancando ésas y otras conquistas sociales a las determinaciones econó-
micas y políticas del “liberismo”, es decir, del liberalismo conservador.
Estado, pues, que interviene o, dicho sea como desafío y sin am-
bages, Estado intervencionista. Esta expresión –como sabemos– viene
siendo desde hace tiempo totalmente reprobada y no sólo por el modelo
“mínimo” de los poderosos “ultraliberistas” y neoconservadores, sino
asimismo por quienes figuran en sus zonas de influencia centrista y, con
mayores matices, incluso, por algunos de filiación socialista. Estos que se
autoidentifican como “moderna izquierda”, muestran a veces una cierta
desmesura en su mayor preocupación por los respetables valores “intan-
gibles” que por los imprescindibles y muy materialmente tangibles. Todos
sabemos que hay también otras gentes, abstencionistas primarios, con o
sin precisa filiación política, que reputan excesiva cualquier intervención
y regulación estatal, salvo cuando, por lo más mínimo, la reclaman, más o
menos indignados a su favor. El modelo de Estado que aquí propongo es
justamente el contrapuesto a aquél que no (o apenas) interviene, excepto,
claro está y con qué furor, en las guerras (de conquista o dominación
exterior) a la vez que, a escala interior, en la defensa y custodia vigilante
del orden (económico y demás) establecido desde la no intervención. Es
Neocons y teocons: fundamentalismo versus democracia 27

decir, frente a un Estado que se abstiene y se inhibe en mil cuestiones que


–incluso sin coste económico alguno– afectan a la ciudadanía y en las que
debería estar mucho más implicado: por ejemplo, en el control democrá-
tico de la economía meramente especulativa, en la lucha activa contra
el desvarío inmobiliario, la corrupción urbanística, contra la destrucción
medioambiental o contra los grandes fraudes y paraísos fiscales.
De lo que se trataría es, pues, de la opción entre esas dos diferentes
propuestas o tendencias (desde luego que susceptibles de diversas y no
equiparables variables graduaciones, incluso entre los términos capitalis-
mo y socialismo) simbolizadas, de una parte, por un activo Estado regu-
lador e intervencionista, y de otra, por un pasivo Estado abstencionista.
Recordemos que, según el diccionario, “abstenerse” significa “privarse
de”. Tendríamos así un Estado abstencionista que lo es, pues, en su doble
sentido: un Estado que se priva-tiza (por fuerza, de modo muy desigual)
y que incluso cuando obra con todo empeño lo hace desde esa preferente
perspectiva; y, a la vez, un Estado que se priva, que renuncia pasivamente
a hacer cosas que debería hacer para una mayor participación e igualdad
de los ciudadanos que lo sostienen y legitiman. Por supuesto que un
Estado intervencionista ha de serlo de manera muy principal en su lucha
contra todo tipo de corrupciones, empezando por las propias, y contra
todo tipo de deterioros democráticos en las instituciones públicas, parla-
mento, partidos políticos, etc. Ese Estado creador, en su labor pedagógica
y de dirección, siempre con base en las decisiones de la soberanía popular
y el respeto a la libertad individual, podrá y habrá de ir incluso por delante
y no siempre por detrás, a la rastra, de lo que está pasando o de lo que
ya (se) pasó: homogeneización crítica, con lo mejor de la sociedad civil,
como después en estas mismas páginas se dirá.
Y algo similar, mutatis mutandis, de lo que se viene aquí señalando
acerca de los Estados (nacionales o plurinacionales), habría de aplicarse a
la necesaria intervención de las instituciones y organizaciones de carácter
internacional (transnacional), Naciones Unidas, Unión Europea y demás,
que a pesar de todo cobran cada vez mayor presencia, fuerza e influencia.
Es bueno y fructífero que así sea, dados los límites y limitaciones propias
de los actuales Estados nacionales. Sin embargo, el proceso es lento, por
lo cual la coordinación resulta inexcusable y la soberanía habrá de ser
coherentemente compartida. El reto actual es, entre otros, la globalización
de los grandes problemas que ya antes evocábamos aquí: por ejemplo,
las negativas condiciones planetarias del cambio climático y el profundo
28 Elías Díaz

deterioro medioambiental, o el terrorismo en red a escala transnacional


con el temor de la utilización de armas incluso nucleares, químicas o
bacteriológicas. Unido a una globalización económica dominada por las
grandes agencias transnacionales, carente de adecuado control, de orga-
nización y de gobernación –como se ve, evito el antiestético sintagma
“gobernanza”–, más la lucha contra la pobreza en el mundo, contra los ya
recordados “paraísos” fiscales, contra el hambre, las enfermedades y la
exclusión masiva de los más débiles. Globales problemas, globales res-
puestas: ello hace de todo punto imprescindible esa decisiva acción de los
organismos internacionales, a los cuales, a su vez, se les habrá de exigir
siempre las mayores cotas de democrática legitimación y legitimidad.
Desde estas instancias, ante problemas, todos, tan graves y complejos,
quizás se podrán y deberán movilizar mejor las también enormes energías
de todo tipo (de económicas a culturales) que haya que emplear para la
progresiva resolución de aquéllos10.
Pero, con ser su acción decisiva, no son sólo las instituciones (es-
tatales y supraestatales) quienes habrán de intervenir en la inacabable
construcción de una democracia realmente participativa a escala mundial,
la plataforma más apta para afrontar con mejores posibilidades de éxito
esos grandes y menos grandes problemas de nuestro tiempo. Junto a
aquéllas, las instituciones, habrá asimismo de estar siempre implicada en
tal tarea la entera sociedad civil, corporaciones económicas y profesio-
nales, asociaciones patronales y laborales, pero resaltando y situando en
ella, muy en primera línea, a los sectores más activos y comprometidos
de la ciudadanía, como serían –desde mi perspectiva– los movimientos
sociales que de modo más consciente y coherente asumen hoy la lucha
por esos valores y objetivos: ahí estarían, sin fragmentaciones simplistas
ni sacralizaciones dogmáticas, los movimientos ecologistas, pacifistas,
feministas, antirracistas o de defensa de otros colectivos y minorías
dotadas de menores medios y potencialidades. La meta es siempre la de
lograr avanzar hacía una cada vez más sólida y estable cohesión social,
hacía una sociedad más vertebrada, más justa en los dos sentidos del
término: como ajustamiento (ajuste de las piezas) y como justicia (el
ajuste más ético).

10
Reenvío aquí, entre otras obras, a las de Carrillo Salcedo (1995), Bergalli y Resta
(1966) y Ferrajoli (1997). Y en perspectiva más amplia, Valencia y Fernández-Llebrez
(2004), Jáuregui (2004); y García Inda y Marcuello (2008).
Neocons y teocons: fundamentalismo versus democracia 29

Desde siempre, vengo insistiendo en la necesidad, en este sentido,


de una homogeneización crítica entre instituciones jurídico-políticas y
organizaciones de la sociedad civil: es decir, de manera más perentoria,
entre Estado democrático y nuevos movimientos sociales. La aducida
fractura o no comunicación entre ciudadanos y políticos es una de las más
negativas manifestaciones empíricas de esa falta de homogeneización.
Ni todo es bondad, paz y ejemplaridad dentro de la sociedad (violencia
de género, racismo y xenofobia más o menos vergonzante, insolidaridad
personal, vandalismo callejero, etc.), ni todo es maldad, corrupción
e inutilidad en el ámbito estatal. No basta, pues, con el trabajo en las
instituciones, como se creyó en algunas de las fases del Estado social,
aunque esta clave sea la jurídica y políticamente decisoria (legalidad y
legitimidad del Estado de Derecho). Ni menos aún basta con confiárselo
todo a una sociedad civil, escindida o enemiga de las instituciones, que
se vería así abocada a la impotencia o, en ciertos márgenes, expuesta a
la tentación de la violencia. Extrapolando esas perspectivas, he hablado
yo con frecuencia de que tal necesaria homogeneización crítica implica
hoy la fructífera conjunción política y cultural entre el ideario socialde-
mócrata (instituciones) y el libertario (movimientos sociales), definiendo,
así, juntos, al mejor socialismo democrático11.

4. LA DEMOCRACIA COMO MORAL. SOBERANÍA (OLIGÁR-


QUICA) DEL MERCADO, SOBERANÍA (DEMOCRÁTICA) DEL
ESTADO

Asumido todo lo anterior, resulta imprescindible resaltar que tanto las


instituciones como la sociedad civil precisan y se benefician de gentes,
hombres y mujeres, con una buena formación cívica y con un sólido com-
promiso ético, dimensiones ambas que son básicas en y para una sociedad

11
Traté de manera más directa estas cuestiones, relativas a los “nuevos movimientos
sociales” y su significado político (Díaz, 1984: cap. IV, 4; 1990). Para el debate y la reflexión
crítica sobre estas y otras identidades, son de gran interés, García Santesmases (1993 y 2001).
Últimamente, me parece que ya sin referencia explícita al socialismo democrático, situándose
como marco teórico entre la democracia constitucional y la democracia republicana (más
allá y lejos en todo caso de cualquier tipo de conservadurismo liberal), la muy cuidada y
reflexiva obra colectiva El saber del ciudadano. Las nociones capitales de la democracia
(2008), con trabajos de Aurelio Arteta, Félix Ovejero, Javier Peña, Luis Rodríguez Abascal,
Alfonso Ruiz Miguel y Ramón Vargas Machuca.
30 Elías Díaz

democrática. Ciencia y conciencia, como decía siempre el tan recordado


Fernando de los Ríos, a quien hay siempre que asociar con Julián Bestei-
ro. Ciencia y conciencia, es decir conocimiento, ilustración, razón crítica,
libre espacio público fundamental para la educación, la información y
el diálogo en el marco de una ética de convicciones consecuentemente
responsable (de Kant a Mill, y hasta Weber).
Esa es la exigencia, la “virtud”, tanto personal como colectiva
de la ética democrática: algo más de altruismo versus algo menos de
egoísmo; pasar de una exclusiva y posesiva moral individual(ista) de
la competición o de la competencia (con frecuencia realmente ficticia y
absolutamente incompetente) a una ética prioritaria de la colaboración y
de la solidaridad entre sujetos morales en los objetivos a compartir. Estos
valores, con los de la cohesión social, que incluyen libertad e igualdad,
son –a mi juicio– los más coherentes con una ética de principios o de
convicciones, con raíz en la humana dignidad; pero son, asimismo, los
más coherentes con una ética de utilidades o de consecuencias. Creo que
los citados Kant y Mill se dan aquí la mano; si no fuese así, habría que
atreverse a decir que tanto peor para ellos, es decir para sus epígonos de
hoy. Sin cohesión social, sin un alto nivel de ella, cada vez más exigida
y exigible, el resultado será, antes o después, la ruptura social, la cre-
ciente apatía, la legítima deslegitimación y, llegado a un cierto punto, la
violencia del día a día, e incluso las invocaciones para el gran terror. ¿Es
mejor vivir en un mundo así, por lo demás radicalmente incompatible
por principio con una democracia de verdad?12.
El discurso de la ética es, sin duda, fundamental: con unos u otros
contenidos, justos o injustos, nadie prescinde ni puede prescindir de él. En
concreto, en la relación ética-política, todos los poderes (institucionales
o sociales), para su misma existencia y pervivencia, pretenden, necesi-
tan, que se les considere –así– buenos y justos, al menos relativamente,
en función de los tiempos y comparados con otros. Es decir, todos los
poderes se afanan por lograr legitimación (aceptación social) y legitimi-
12
Los numerosos y valiosos exponentes (hombres y mujeres) de la filosofía ética espa-
ñola actual me permitirán, estoy seguro, que queden aquí representados (¡no acríticamente!)
por el sabio amigo Javier Muguerza; menciono ahora sólo su principal gran obra: Desde la
perplejidad. Ensayos sobre la ética, la razón y el diálogo (1990), a la espera esperanzada de
las que, reuniendo y revisando posteriores trabajos suyos, están ya a punto de llegar. Y como
aproximación sobre su pensamiento, reenvío –junto a otros– a los destacados colaboradores
reunidos por Roberto R. Aramayo y J. Francisco Álvarez (eds.) en el extenso e intenso
volumen colectivo Disenso e incertidumbre. Un homenaje a Javier Muguerza (2006).
Neocons y teocons: fundamentalismo versus democracia 31

dad (razones de justificación). Y para ello, como ya he señalado, pueden


alegar tanto una ética de principios y convicciones como de resultados y
utilidades, o también (mejor) una más o menos consistente conjunción
de ambas. El riesgo de la ética de convicciones es, de modo primario,
la del inquisidor teocrático y la del fiat iustitia, pereat mundus, es decir,
el fanatismo y el fundamentalismo violento y destructor. El riesgo de la
ética de consecuencias y utilidades es, por el contrario, el oportunismo
valorativo, el todo vale, además medido en sus resultados sólo a posterio-
ri; es decir una ética de la eficacia –¿para quién?– adaptable a casi todas
las situaciones: en última instancia, el fundamentalismo tecnocrático,
incluso la ideología cientificista de la mayor eficacia. Basta pensar en
dictaduras políticas criminales, negadoras de la libertad y de los más
elementales derechos humanos que, recuérdese, invocando devoción y
adhesión religiosa, también han sido –al menos en algunas de sus fases
más maduras– liberales (liberistas), en términos precisamente de eficaz
economía, que se alegaba (tras la carismática religiosa y militar) como
especial fuente de legitimación y de legitimidad. Un buen (mal) ejemplo
lo tendríamos aquí con los gobiernos tecnocráticos y teocráticos del
meso/tardo franquismo bajo la férula dual del Opus Dei.
Es fácil –lo reconozco– enunciar y prescribir, como guía de acción,
el apotegma, la réplica que se expresa desde siempre como fiat iustitia
ne pereat mundus, justicia para que precisamente no perezca el mundo,
es decir, buena conjunción de principios y resultados. Pero, frente a ella,
en nuestro tiempo no son infrecuentes, sin embargo, las situaciones en
las que se cruzan y entrecruzan con graves riesgos aquellos dos mencio-
nados extremos éticos. Con todo, cabría diferenciar, por un lado, zonas
por lo general sin democracia y con un mayor ancestral retraso político
y económico (en el que algo tiene que ver Occidente), donde lo que
se impone a la postre es el fundamentalismo y el fanatismo religioso,
incluso el que concluye en lo más violento del terrorismo; y, por otro
lado, aunque sin equidistancias, nuestro mundo más desarrollado, en
el que tiende a prevalecer el poderoso oportunismo que, por designios
de una muy desigual eficiencia económica o por motivos de seguridad
nacional o internacional, viene a relegar y, de hecho, a negar –también
con la ayuda del otro fundamentalismo religioso– muchos de los valores
éticos y culturales que dan sentido a esa moderna civilización derivada
de la Ilustración.
32 Elías Díaz

Es, sobre todo, en este ámbito social de pragmatismo “eficientista”


donde se constata hoy precisamente la sustitución, subordinación y casi
anulación de este espacio de la ética, de la cultura, incluso de la política,
ante el “neutro” imperialismo fáctico de la economía (materialismo vul-
gar), ante el intocable cálculo contable y los muy excluyentes análisis
economicistas derivados del “capitalismo científico”. Así, éste queda
convertido, de hecho, en otro (tecnocrático) fundamentalismo, en cuanto
producto de la ideológica imposición iusnaturalista de la lex mercato-
ria como la verdadera, única y absolutamente justa ley natural. Es la
doctrina inserta en concepciones como el crepúsculo de las ideologías,
el pensamiento único o el fin de la historia. En este mundo de estrecho
funcionalismo “eficientista” es donde exclusivamente se sitúan y actúan
algunas (no todas) de las hoy tan difundidas y conservadoras teorías
del denominado “análisis económico” (del derecho, de la ética o de la
misma política): son, como digo, teorías tecnocráticas que lo único que
tratan es de maximizar el rendimiento efectivo de los órdenes y poderes
establecidos.
Pero, en definitiva, como génesis y trasfondo está siempre esa amal-
gama iusnaturalista y funcionalista en la que coincide y en la que se ge-
nera –yo diría que a nivel global– la gran coalición de los neocons y los
teocons. Es decir, desde Wojtila, Thatcher y Reagan, la gran comunión
hasta hoy entre fundamentalismo religioso y “ultraliberismo” económico,
ambos de comprobado y arraigado sentido ultraconservador. El primero,
contra el laicismo civil; el segundo, contra la socialdemocracia y sus
derivaciones; los dos, a su vez, contra las libres consecuentes decisiones
de la soberanía popular.
Referido, en concreto, a tal imperio actual de la economía, se pone
de manifiesto, y es sintomático, como, por de pronto y de modo para-
dójico, el término “capitalismo” –que identificaba a ese mundo– se ha
hecho hoy casi ideológicamente evanescente. Tanto para su descripción
y/o crítica como para su ocultación de la realidad, “capitalismo” es un
vocablo que ha desaparecido casi por completo: ha sido sustituido por
el de economía de mercado (otros, sociedad de mercado), tanto en las
conversaciones de la gente común como de los profesionales, y –salvo
meritorias excepciones que hay que agradecer– apenas figura ya en el vo-
cabulario de los científicos sociales o en el de los más o menos poderosos
medios de comunicación. Ni siquiera se diferencia por muchos entre el
europeo “capitalismo renano” (más social, con Keynes como antecesor)
Neocons y teocons: fundamentalismo versus democracia 33

y el americano “capitalismo chicago” de Hayek, Friedman, y demás. Y


si se habla ahí de “socialismo” es casi siempre para mal: obsoleto, tras-
nochado, cuando no negador de la libertad. Connotaciones que se dan
también en algunas manifestaciones postmodernas frente a los grandes
relatos y a las fuertes palabras: como decía bien, pero no recuerdo quién,
“ya que no podemos cambiar el mundo, cambiemos al menos de conver-
sación” (o de lenguaje). En cualquier caso, con uno u otro lenguaje, y
aún admitiendo que capitalismo y socialismo en un sistema democrático
no constituyen esencias absolutamente cerradas y aisladas entre sí, lo
que se propugna aquí es que el imperio real de la economía, su fáctica
determinación actual del “sistema”, no se oculte ideológicamente, sin
embargo, a la hora de investigar y diagnosticar los males y problemas de
nuestro mundo, como en los análisis interioristas y/o tecnocráticos con
excesiva frecuencia ocurre hoy. Como bien dice Emilio Lledó, “si nos
acostumbramos a ser inconformistas con las palabras acabaremos siendo
inconformistas con los hechos”.
Algo tendrán que ver la economía y el propio capitalismo, su lógica,
sus poderes, sus estructuras y sus funcionamientos, en todo ello. Algo
tendrá que ver ese parcial “subsistema” con el entero “sistema”. Algo ten-
drán que ver las cosas producidas, y tan mal redistribuidas, con el famoso
modo de producción. Pero todo ello no es, desde luego, fruto de la mera
ignorancia o maldad humana individual (aunque la codicia y el propósito
desordenado de consumo y posesión también cuenten lo suyo), sino más
bien de la objetiva existencia y presencia en él de unas u otras relaciones
de producción, así como de poderosas fuerzas e intereses –legítimos o
ilegítimos– que, otra vez para bien y/o para mal, es imprescindible ana-
lizar en relación con sus implicaciones sociales, políticas y éticas.
En definitiva de lo que se trata es de que la soberanía (oligárquica) del
mercado no sustituya, ni subordine o anule a la soberanía (democrática)
del Estado. Es decir, del Estado social y democrático de Derecho, que
se propone asegurar el imperio de la ley como expresión de la voluntad
popular. La libertad económica –hay siempre que recordar a los actuales
“libelistas” y neocons– también tiene límites, toda libertad los tiene, y
esos límites los marca el interés general representado por la voluntad
popular, de ese modo, actualmente institucionalizada. El mercado, su-
puestamente libre, pretende funcionar en un mundo anómico, no regula-
do, sin normas (salvo las suyas propias autodestructivas), casi, pues, sin
Derecho, sin Estado y sin Estado de Derecho.
34 Elías Díaz

También, por lo demás, la supuesta o real eficiencia económica tiene


que justificarse éticamente, así como en filosofía jurídica y política se
hace con una u otra legitimación social y con la misma legalidad posi-
tiva: todas ellas, para su propia estable y eficaz subsistencia acaban por
tener que pasar por la prueba de su confrontación desde exigencias de
racional legitimidad y, en definitiva, desde una teoría crítica de la justi-
cia. Las dictaduras tampoco son eternas: se puede –lo hemos oído mil
veces– engañar, corromper o atemorizar a todos durante algún tiempo o
a algunos durante todo el tiempo, pero no a todos durante todo el tiempo.
Más pronto que tarde ningún poder ni situación fáctica se libra de esa
rendición de cuentas, si es posible y legal ante la jurisdicción y, en todo
caso, ante el juicio de la historia, no de los dioses, sino de la pública y
ética razón. Y quizás más que nadie –por coherencia interna– responden
a ello los poderes institucionales y sociales que operan en el marco de
una abierta sociedad democrática, con libertad de expresión, de crítica y
de control en el sistema de legalidad propio del Estado de Derecho.
El Estado social y democrático de Derecho se muestra así –a mi
juicio– como la más válida propuesta normativa alternativa en nuestros
días ante esa ultraconservadora y dominante coalición formada por el
fundamentalismo tecnocrático de los neocons y el fundamentalismo
teocrático de los teocons. Laicismo, diferenciación clara y firme entre
Iglesia y Estado, políticas sociales de progreso, igualdad y solidaridad
como necesaria sustantiva orientación que, en nuestro ámbito más cer-
cano –y evitando a su vez otros fundamentalismos–, permita asimismo
avanzar hacia un muy posible y valioso Estado federal.

BIBLIOGRAFÍA

ARAMAYO, R. R. y ÁLVAREZ, J. F. (eds.) (2006): Disenso e incertidumbre. Un


homenaje a Javier Muguerza. Madrid-México: Plaza y Valdés Editores-
CSIC.
ARTETA, A.(ed.) (2008): El saber del ciudadano. Las nociones capitales de
la democracia. Madrid: Alianza.
BERGALLI, R. y RESTA, E. (comps.) (1966): Soberanía: un principio que se
derrumba. Aspectos metodológicos y jurídico-políticos. Barcelona:
Paidós.
CARRILLO SALCEDO, J. A. (1995): Soberanía de los Estados y derechos humanos
en Derecho internacional contemporáneo. Madrid: Tecnos.
Neocons y teocons: fundamentalismo versus democracia 35

CEBRIÁN, J. L. (2004): El fundamentalismo democrático. Madrid: Taurus.


DÍAZ, E. (1966): Estado de Derecho y sociedad democrática. Madrid: Cua-
dernos para el diálogo.
DÍAZ, E. (1984): De la maldad estatal y la soberanía popular. Barcelona:
Debate.
DÍAZ, E. (1990): Ética contra política. Los intelectuales y el poder. Madrid:
Centro de Estudios Constitucionales.
DÍAZ, E. (2003): Un itinerario intelectual. De filosofía jurídica y política.
Madrid: Biblioteca Nueva.
DÍAZ-SALAZAR, R. (2007): Democracia laica y religión pública. Madrid:
Taurus.
FERRAJOLI, L. (1997): La sovranitá nel mondo moderno. Roma: Laterza.
FERRATER MORA, J. (1994): Diccionario de Filosofía, nueva edición revisada,
aumentada y actualizada por el J.-M. Terricabras. Barcelona: Ariel.
GARCÍA INDA, A. y MARCUELLO SERVOS, C. (coords.) (2008): Conceptos para
pensar el siglo XXI. Madrid: Los Libros de la Catarata.
GARCÍA SANTESMASES, A. (1993): Repensar la izquierda. Evolución ideológica
del socialismo en la España actual. Barcelona: Anthropos.
GARCÍA SANTESMASES, A. (2001): Ética, política y utopía. Madrid: Biblioteca
Nueva.
GARCÍA-SANTESMASES, A. (2007): Laicismo, agnosticismo y fundamentalismo.
Madrid: Biblioteca Nueva.
GARZÓN VALDÉS, E. (2001): Filosofía, política, derecho. Escritos seleccio-
nados, edición a cargo de Javier de Lucas. Valencia: Universidad de
Valencia.
GARZÓN VALDÉS, E. (2004): Calamidades. Barcelona: Gedisa.
GEORGE, S. (2007): El pensamiento secuestrado. Cómo la derecha laica y la
religiosa se han apoderado de los Estados Unidos. Barcelona: Icaria.
GREPPI, A. (2006): Concepciones de la democracia en el pensamiento político
contemporáneo. Madrid: Trotta.
JÁUREGUI, G. (2004): La democracia en el siglo XXI: un nuevo mundo, unos
nuevos valores. Oñati: Instituto Vasco de Administración Pública.
MATE, M. R. (1991): La razón de los vencidos. Barcelona: Anthropos.
MATE, M. R. (2003): Memoria de Auschwitz, actualidad moral y política.
Madrid: Trotta.
MUGUERZA, J. (1990): Desde la perplejidad. Ensayos sobre la ética, la razón
y el diálogo. Madrid: Fondo de Cultura Económica
NASH, G. H. (1976): The conservative Intellectual Movement en America
(since 1945). Nueva York: Basic Book.
36 Elías Díaz

PÉREZ LUÑO, A. E. (2003): Trayectorias contemporáneas de la Filosofía y la


Teoría del Derecho. Madrid: Tebar.
RUIZ MIGUEL, A. y NAVARRO-VALLS, R. (2008): Laicismo y Constitución.
Madrid: Fundación Coloquio Jurídico Europeo.
SÁDABA, J. (2003): “Crítica general al fundamentalismo”. Ágora. Papeles de
Filosofía, vol. 22, n. 2, pp. 193-206.
STERR, M. (1999): Lobbysten Gottes. Die Christian Right in den USA von
1980 bis 1996. Berlín: Duncker & Humbolt.
VALENCIA, A. y FERNÁNDEZ-LLEBREZ, F. (eds.) (2004): La teoría política frente
a los problemas del siglo XXI. Granada: Universidad de Granada.
DEL ESTADO LIBERAL DE DERECHO AL
ESTADO SOCIAL DE DERECHO COMO VÍA DE
EMANCIPACIÓN CIUDADANA
DEL ESTADO LIBERAL DE DERECHO AL ESTADO SOCIAL DE DERECHO COMO VÍA...

M.ª ISABEL GARRIDO GÓMEZ


Universidad de Alcalá

A lo largo de este trabajo me propongo estudiar el paso del Estado


liberal de Derecho al social de Derecho y analizaré cuáles son los an-
tecedentes que han motivado su construcción doctrinal y su puesta en
práctica. Concretando más, haré hincapié en que los derechos sociales
y la articulación de instrumentos garantistas para la consecución de una
igualdad real y efectiva son clave para lograr cotas satisfactorias de
emancipación ciudadana.

1. LOS PLANTEAMIENTOS BÁSICOS DEL ESTADO LIBERAL DE


DERECHO COMO VÍA DE EMANCIPACIÓN CIUDADANA

El Estado de Derecho supuso un cambio decisivo en relación con el


Estado del siglo XVII y del Estado ilustrado del siglo XVIII (Zagrabel-
sky, 2009: 21). Así pues, si analizamos su primer periodo, el sentido del
Estado liberal de Derecho condicionó la autoridad del poder público a la
libertad de la sociedad dentro del marco de la ley. En un primer momento,
la meta era alcanzar la limitación del poder, planteándose más adelante la
lucha contra sus inmunidades y la legitimación democrática de la fuerza
del Estado (García de Enterría, 2004: 14-15; Garrorena Morales, 1998:
178; González Moreno, 2002: 51-53).
Desde este punto de vista, la teoría liberal ha seguido entendiendo,
aunque con los lógicos matices, que el gobierno es un medio para la rea-
lización de los fines del individuo. Herederos de esas ideas, los Estados se
38 M.ª Isabel Garrido Gómez

manifiestan como forma de organización originada por un pacto entre los


individuos. Sus particularidades son las de la concentración y monopoli-
zación del poder político, exteriorizado en el concepto de soberanía, sin
olvidar la diferenciación entre lo público y lo privado, entre el ciudadano
y el hombre y entre el Estado y la sociedad civil. Asumidas estas ideas,
los Estados de Derecho son conceptuados como una relación axiológi-
camente neutra y necesaria entre el Derecho y el poder, en tanto que,
avanzando más, se vislumbra una construcción de mayor trascendencia,
por ser menos descriptiva, que incorpora elementos normativos propios
(Atienza, 2004: 125-126; Peces-Barba Martínez, 1995: 95; Peces-Barba
Martínez, 2000: 108 y ss).
Poco a poco, el concepto de ley pasó a ser más central, y es que la
definición de la ley como general y abstracta es una de las más represen-
tativas del Estado liberal. Al ser fruto de la voluntad general, se resuelve
necesariamente en mandatos generales. Esta estructura conforma una ma-
nera de regular conforme a la cual el legislador estima clases o categorías
de sujetos y de casos. Desde este ángulo, la generalidad se identifica con
la impersonalidad legislativa y la abstracción con un número indetermina-
do de casos o supuestos de hecho de igual naturaleza, produciéndose las
consecuencias jurídicas que las normas prevén en cada ocasión, siempre
que se den las condiciones de aplicación o el supuesto de hecho al que se
refiere la ley (Marcilla Córdoba, 2005: 136)1.
La generalidad y la abstracción simbolizaban también una garantía
estructural contra la arbitrariedad de los poderes públicos. El Derecho
que tiene esas características resulta no discriminatorio, susceptible de
aplicación cierta y segura por los poderes públicos. Además, aporta igual-
dad jurídica, ya que comporta una normatividad media. Así las cosas,
la igualdad, junto a la certeza jurídica, son básicas a la hora de que los
individuos desarrollen sus planes de vida, como pretende el liberalismo,
alcanzándose la autonomía individual (Marcilla Córdoba, 2005: 137-
138). En consecuencia, el panorama descrito coincide plenamente con
el hecho de que la autonomía es una condición a priori para determinar
que el individuo sea sujeto de derechos y obligaciones, identificándose
el Derecho con el Derecho civil, que presupone una condición igual de
las partes y somete su ejercicio a la reciprocidad (Vidal Gil, 1999: 356
y ss.).

1
Vid, además, Galiana Saura (2003: 25 y ss.).
Del estado liberal de derecho al estado social de derecho como vía... 39

Por otro lado, no podemos olvidar que la conexión entre democra-


cia y soberanía popular nos conduce a la afirmación de que aquélla no
es sólo el gobierno para y del pueblo, sino también por el pueblo. La
teoría de la Constitución hace referencia al arquetipo de Constitución
democrática occidental, y da a conocer que la democracia sólo se pue-
de dar en contextos en los que existe una tradición constitucionalista
consolidada. De forma que, para relacionar el Estado de Derecho y el
democrático, se habrán de desarrollar varios aspectos previos con el fin
de que la difusión de la cultura de la legalidad tenga efectos satisfacto-
rios, éstos son: que la intervención del consenso en la creación de las
leyes sea lo más amplia posible, para que no simbolice simplemente
la opinión de una mayoría numérica; que la ley se aplique equitativa-
mente; y que el Derecho sea accesible a los ciudadanos con sencillez.
Estas tres condiciones son las que explican la conexión directa con el
desarrollo político del Estado (Gutmann y Thomson, 1997: 128 y ss;
Laveaga, 2000: 65-66).
En suma, lo expuesto demuestra que la democracia no puede sub-
sistir si no es junto el Estado de Derecho, y demuestra también que no
puede haber Estado de Derecho sin democracia (Rubio Carracedo, 1994:
200)2.

2. LA EMANCIPACIÓN CIUDADANA EN LOS CONTENIDOS


DEL ESTADO SOCIAL

Los orígenes del Estado social se deben fijar en los años ochenta del
siglo XIX y el principal precursor fue von Stein. El nuevo enfoque de
las relaciones Estado-sociedad convirtió los dos órdenes, independientes
y autónomos, en dos órdenes tan interrelacionados que hicieron que el
Estado asumiera la responsabilidad de la dirección social y de la procura
existencial de la que hablara Forsthoff (1986a)3. Un marco que, dadas las
insuficiencias e incapacidades, tuvo que asumir la función de lograr una
sociedad más integrada, más equilibrada y más justa. En el plano jurídico-
institucional, debió afrontar su cometido de remodelar la sociedad con
pleno sometimiento a los condicionamientos y limitaciones del Estado de
Derecho, suponiendo la consagración de un nuevo principio de legitimi-

2
Sobre el tema, vid., además, Phillips (1993).
3
Vid. Sotelo (2010: 210) y Stein (1981).
40 M.ª Isabel Garrido Gómez

dad: el liberal la obtenía a través del respeto a los límites impuestos a su


actuación, y el social se justificaría por sus acciones, por las prestaciones
que promete el Estado y demanda como derecho el ciudadano (Stein,
1981)4. Todo esto acarrearía la necesidad de una reinterpretación, impli-
cando formular un concepto más rico de ciudadanía, que exige liberar a
la Administración de un buen número de limitaciones que dificultaban
su intervención en el orden social y económico5.
De estas estimaciones se deduce que, con el paso al Estado social
durante el siglo XX, se ha redimensionado el valor dinámico y expansivo
de la dignidad humana, potenciador de la orientación interpersonal y co-
munitaria de la persona (Pérez Luño, 1989: 282). En el Estado social, con
los derechos sociales que lleva aparejado, el hombre ya no se considera
como un individuo aislado, sino inserto en la sociedad. Se fijan límites
a la racionalidad del sujeto que actúa y a su capacidad cognoscitiva y
volitiva de lo que es mejor para él. El análisis del resultado económico
ya no se rige con exclusividad por la generación de riqueza, sino que se
evalúan factores como la igualdad y la equidad. La sociedad es estimada
con un grado de conflictividad permanente, surgiendo mecanismos de
negociación y tregua precarios, y las funciones que se otorgan al Estado
se multiplican, incluyéndose la regulación política de la economía (Abra-
movich y Courtis, 2004: 53-54).
Por eso, el Estado social desempeña las funciones de Estado-empre-
sario y distribuidor. Su realización conlleva que el Estado, sin eliminar
la economía de mercado, regule, oriente y dirija el proceso económico
(Fernández García, 1996: 93-94; Smart, 1991). En este sentido, lo que
se pone de manifiesto es que los derechos sociales que se reconocen y
protegen por el Estado son los que permiten que las personas que carecen
de recursos satisfagan sus necesidades básicas. El concepto de necesi-
dad se posiciona entre las nociones de supervivencia y abundancia de
las que se derivan niveles de subsistencia y de vida decente en relación
con el nivel de vida general de una comunidad. De ahí que se hable de
derechos de libertad, porque tienen como meta crear las condiciones para
el pleno desarrollo de la autonomía; y de ahí que los derechos sociales
sean incluibles dentro de los derechos participativos, pues determinan
una participación en los beneficios del progreso de la vida social. En

4
Al respecto, vid. también Peces-Barba Martínez (1999: 34 y ss.).
5
Vid. algunas de las manifestaciones de Carmona Cuenca (2000), Marshall (1985) y
Martínez de Pisón (1998). Sobre la crisis del Estado social, Zapatero (1986: 65 y ss.).
Del estado liberal de derecho al estado social de derecho como vía... 41

este orden de ideas, los poderes públicos tienen la responsabilidad de


proporcionar a los ciudadanos las prestaciones imprescindibles para que
desplieguen su personalidad y se integren socialmente, eliminando el
abstencionismo6.
La cláusula del Estado social equivale a “un principio que se ajusta a
una realidad propia del mundo occidental de nuestra época y que trascien-
de a todo el orden jurídico” (STC 18/1984, de 7 de febrero, f.j. 3, y, más
recientemente, la STC 197/2003, de 30 de octubre, f.j. 3), encerrando una
condición hermenéutica que exige que se acuda al principio de “obligación
social del Estado” y que se establezca “una conexión o modulación social
de los derechos fundamentales”. Además, aquélla se vincula a los artículos
9.2 (“corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para
que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra
sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su
plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida polí-
tica, económica, cultural y social”) y 14 de la Constitución española (“los
españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación
alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier
otra condición o circunstancia personal o social”) y, dado el recurso de
inconstitucionalidad, encierra una virtualidad impeditiva.
Consecuentemente, la actuación de los poderes públicos debe pres-
tar los bienes y los servicios indispensables para integrar en la sociedad
a los sujetos y a los grupos; al tiempo que hace menester que haya un
grado mínimo de bienestar que deje paso a la participación en la esfera
comunitaria, apareciendo el llamado por Jellinek status positivus sociales
(Jellinek, 1905: 13 y ss; Gomes Canotilho, 1988: 239 y ss.).

3. EL DEBATE SOBRE LA ADMISIÓN DE UN ESTADO SOCIAL


DE DERECHO PARA LA CONSECUCIÓN DE UNA EMANCI-
PACIÓN CIUDADANA REAL Y EFECTIVA

Heller fue el gran iniciador del Estado social de Derecho que se fue
consolidando entre la I y la II Guerra Mundial. Como es sabido, este tipo

6
Vid. Añón Roig (1994: 261 y ss.), Been y Peters (1984: 164 y ss.), Fernández
García (1995: 106-110), García Pelayo (2005: 18 y ss.), Gilbert y Terrell (2002: 13 y ss.),
Peces-Barba Martínez (2000: 47), Pérez Luño (2005: 230), Prieto Sanchís (1998: 73 y ss.)
y Tuori (2005: 22).
42 M.ª Isabel Garrido Gómez

de Estado pretende alcanzar la viabilidad de un orden justo con un equi-


librio jurídicamente regulado entre el movimiento obrero y la burguesía,
estableciendo la autoridad de la política sobre la economía. Sobre todo,
con la limitación de la propiedad privada, la subordinación del régimen
laboral al Derecho, la intervención coercitiva del Estado en el proceso
de producción y la transposición de la actividad económica del ámbito
del Derecho privado al de interés público. Pues bien, el dilema de la
compatibilidad entre un Estado de Derecho y un Estado social radica,
por un lado, en que la aspiración principal del primero es fijar los límites
del poder frente a la libertad individual, siendo formal la igualdad de los
ciudadanos, porque de la dinámica social deriva una desigualdad que es
natural; y, por otro lado, en que el segundo lo que pretende es paliar la
desigualdad material intentando que la libertad y la igualdad sean iguales
y efectivas7.
A título ilustrativo, algunos autores creen que no se pueden cuadrar
los fines del Estado social en la idea que rige el Estado de Derecho, ya
que, en el primero, lo importante son las prestaciones y, en el segundo, lo
que prima son las libertades; y que, además, la fórmula del Estado social
de Derecho no puede concebirse como una forma especial de Estado
de Derecho: el Estado de Derecho se vincularía con la Constitución y
la función social del Estado con la actividad administrativa y la legisla-
ción ordinaria. Ésta es la postura de Forsthoff, quien piensa que ningún
ciudadano tiene derechos constitucionales a las prestaciones propias de
los Estados de bienestar, aunque posean derechos subjetivos e intereses
derivados de la regulación legal de ciertas materias en los supuestos en
los que haya concurrido previamente una actividad legislativa y admi-
nistrativa a la cual se subordina su eficacia. La posición contraria es la de
Abendroth, que sustenta el hecho de que “el orden económico y social ha
de ser sometido a aquellos órdenes estatales en los que está representada
la voluntad determinante del pueblo”8.
Pues bien, tras la consideración de ambas posturas, es fácil ver que,
aún hoy, el debate que sigue vigente entre los autores es enriquecedor, so-

7
González Ayala (1996: 170 y ss.), Heller (2004) y Valadés (2002: 14-15). El Estado
social de Derecho se entiende por Heller y por E. Díaz como una fase que constituye un
periodo de transición –Heller hacia el socialismo y E. Díaz hacia el Estado democrático de
Derecho–. En relación con la posición de este autor, vid. Díaz (1998: 131 y ss.).
8
Vid. Forsthoff (1986b: 77-78 y 100) y Abendroth (1986: 30 y ss.). Sobre todo ello,
vid. González Moreno (2002: 40 y ss.).
Del estado liberal de derecho al estado social de derecho como vía... 43

bre todo en un momento en el que se duda por algunos de la legitimación


del Estado social. En el tipo de Estado tratado, destacan una interacción
entre el Estado y la sociedad y la garantía de los derechos económicos
y sociales que compele a los poderes públicos a crear normas jurídicas.
Su realización es exigible y controlable judicialmente según la norma,
habiendo de tener cuidado de no forzar la dinámica económica en caso
de confrontación (González Ayala, 1996: 170-183; White, 2000: 123 y
ss.). Como se vio, el Estado social viene dado como un fin del Estado y
como un mandato que se dirige a los poderes públicos, orientado a la des-
aparición de la desigualdad y el aseguramiento de los supuestos sociales
imprescindibles para la libertad (Böckenförde, 2000: 128-129).
En lo atinente a los derechos fundamentales, el Estado social de Dere-
cho implica un nivel en el que se evalúan como instrumentos jurídicos del
control de la actividad positiva que debe estar canalizada hacia la partici-
pación de los individuos y los grupos cuando actúa el poder. No obstante,
se ha producido un gran avance, pues lo que simboliza la aparición del Es-
tado social de Derecho es la extensión de la protección de las libertades y
derechos fundamentales a aquellos que antes no habían podido gozarlos.
Por esta razón, se sostiene que tal Estado fortalece la conexión entre la
libertad y la solidaridad, valores que antes se contraponían, debido a que
las garantías de la libertad individual recaen en las formaciones sociales
en las que los ciudadanos desenvuelven su personalidad.
En definitiva, el aspecto positivo es lograr una mayor estabilidad y
cohesión que en los Estados liberales, integrando metas de justicia social,
perfeccionadas, más eficientes y adaptadas a las nuevas circunstancias
y necesidades; punto en el que hay que profundizar, ya que la crisis de
esta clase de Estado reside en la protección que otorga a sus ciudadanos-
clientes-beneficiados y en la exclusión que en muchos terrenos se confiere
a los inmigrantes, los parados y las minorías (Vidal Gil, 1999: 368-369)9.
El Estado social de Derecho, aun haciendo referencia a la estructura
estatal, se ha de comprender, de manera más rigurosa, como orientación
política dirigida a la obtención de una dimensión innovadora de la liber-
tad. Lo que en realidad se pretende alcanzar es un avance de la libertad
en la concepción liberal y en la democrática, una esfera de autonomía del
individuo frente al Estado y un mecanismo de participación.
Con esta visión, la pregunta es ¿cuál es la función social que ha
de desempeñar el Derecho dentro del ámbito que nos interesa? En un
9
Vid., además, López Guerra (1980: 171 y ss.).
44 M.ª Isabel Garrido Gómez

plano generalista, dos son las respuestas, según se adopte la concepción


funcionalista o la conflictualista de la sociedad. Quienes parten de una
concepción funcionalista estiman que la misión del Derecho consiste en
mitigar los elementos potenciales de conflicto y lubricar el mecanismo
de las relaciones sociales (Treves, 1988). Lo conciben como un sistema
de control social o conjunto de procedimientos y de medios para que
los ciudadanos adopten ciertos comportamientos, asuman e interioricen
normas y alcancen las metas propuestas por el grupo social (Díaz, 1993:
14 y ss.). La integración del individuo se realiza con la socialización que,
ante su insuficiencia, recurre a otros instrumentos para que la conducta se
conforme, viniendo a ser el Derecho ese instrumento que interviene para
prevenir y/o reprimir las conductas no deseadas, y para promocionar y/o
premiar las socialmente queridas (Merton, 1968)10.
No obstante, fuera de ese enfoque forzosamente abstracto del Dere-
cho, cuando se le considera como un sistema de control social, una pers-
pectiva funcionalista tiene que ocuparse de sus funciones sociales, distan-
do los resultados conseguidos de ser satisfactorios y soliendo proponerse
un listado heterogéneo de funcionalidades (Bobbio, 1990: 272-273). En
este orden de ideas, no parece probable que un listado común se pueda
abstraer del examen de los distintos sistemas normativos. La generalidad
de las respuestas que el planteamiento tiene que suministrar sólo puede
ser eliminada estudiando las funciones específicas que cumple un sistema
normativo. Por eso, parece mucho más útil analizar la funcionalidad de
cada uno y, más concretamente, de cada norma o institución. O sea, los
objetivos perseguidos, su mayor o menor efectividad, las disfunciones
y/o funciones negativas que se generen y las funciones no declaradas,
pero reales, de cada sistema, institución o norma (Giner, 2004), que en
un Estado social de Derecho ha de materializarse con base en políticas
redistributivas e intervencionistas, en las que es relevante la aportación
de una garantía de niveles mínimos de igualdad material, surgiendo un
Derecho regulador que asume las funciones de control, gestión y direc-
ción de los mercados (Julios-Campuzano, 2007: 79).

10
Según Merton, la sociedad fija a los individuos una serie de objetivos y medios
lícitos para alcanzarlos. Dada la relación entre los fines y la disponibilidad de los medios
para obtenerlos, la acción del individuo puede ser conforme, desviante (en sus versiones de
innovadora –que acepta los fines pero no los medios– y ritualista –que acepta los medios
pero no los fines–) o rebelde.
Del estado liberal de derecho al estado social de derecho como vía... 45

Derivativamente, el punto de partida en este campo es el de la com-


prensión dinámica de la igualdad y de los derechos sociales. El concepto
contemporáneo de la igualdad se origina por la creación de un orden jurí-
dico y social en el que la independencia del individuo únicamente podía
obtenerse posicionando por encima de él al Estado-norma; conectada
la concepción de la independencia con el nivel formal y la autonomía
económica (Barcellona, 1996: 55 y ss; Goodin, 1992: 9; Kohl, 2003:
307 y ss). Por tanto, los derechos sociales configuran un programa de
distribución de bienes mediante el equilibrio entre intereses públicos,
colectivos y privados. De lo que se infiere una estructura particular con
una forma especial de eficacia, en la que el Estado debe prestar ayudas
y servicios, y crear, fortalecer y promover las condiciones que permitan
la satisfacción de necesidades básicas individuales y grupales; necesi-
dades diferenciables de los deseos, intereses y preferencias subjetivas;
desprendiéndose que sus obligaciones han de estar relacionadas con los
presupuestos requeridos para que se practique la libertad positiva.
El tema principal es el de la valoración de los individuos como sujetos
morales que son portadores de dignidad, defendiendo que todos poseemos
capacidad de elección y que todos orientamos nuestra existencia en aras
de unos planes de vida (Cascajo Castro, 1988: 63-64 y 92-99; Díaz, 1998:
103-106)11. Y la vinculación jurídica que se produce en virtud de los man-
datos consustanciales al ejercicio y garantías de los derechos sociales se
manifiesta en el fin programado, además de que las medidas que tienden
a tal fin están protegidas frente a la posibilidad de que no se cumpla, o de
que se cumpla de forma tan defectuosa que lo vacíe de contenido (Barrere
Unzueta, 1997: 22-23; Böckenförde, 1993: 80-81).
De acuerdo con lo dicho, en la igualdad material los juicios de igual-
dad afirmativos y negativos no son absolutamente simétricos. El que
dos individuos, o clases de individuos, sean sustancialmente iguales, se
interpreta como que deben ser tratados del mismo modo. Es una direc-
tiva de política del Derecho cuyos destinatarios son los legisladores o
los jueces. Esa presuposición, declara Guastini, es formulable en forma
de proposición normativa asimilada en los extremos que siguen: “Hay
al menos una norma que atribuye a “x” y a “y” situaciones jurídicas
subjetivas distintas”. El enunciado por el que dos individuos, o clases

11
Vid., además, Abramovich y Courtis (2004: 40-44); las estrategias esquematizadas
por Pisarello (2001: 113-137) y Thomson (1990); y, sobre el último aspecto, Asís Roig
(2000: 150).
46 M.ª Isabel Garrido Gómez

de individuos, no son sustancialmente iguales se funcionaliza según las


circunstancias y el contexto del discurso. Un enunciado que se atenga
a este postulado se puede emplear para expresar la directiva por la cual
hay que tratar distintamente, y para expresar que los sujetos, o conjunto
de ellos, deben ser igualados (Guastini, 1999: 196-198).
Ahora bien, ¿cuál es el fundamento de la igualdad material en el dis-
curso de los derechos sociales como medios que emplea el Estado social
de Derecho para lograr la emancipación ciudadana? La respuesta es que
el fundamento reside en las necesidades humanas ya aludidas –bien que
no es negociable o estado que plasma circunstancias no negociables y
no encaminadas hacia ninguna otra alternativa–, significativas de una
manifestación de la capacidad del ser para vencer los límites de su exis-
tencia (Añón Roig, 1994: 191-193). Los que no tienen aseguradas las
necesidades básicas ven protegida su satisfacción en forma de derechos
(Añón Roig, 1994: 265-266; Contreras Pelaéz, 1994: 52 y ss). En apoyo
de estas tesis, es esgrimible que si el fin posee un carácter último, es
decir, está plenamente justificado, también lo estará la satisfacción de
las necesidades sin las que la consecución de aquél es inviable; siendo
en ese ámbito, en conexión con el fin último, en el que cobra sentido la
noción de necesidad básica. Conforme a semejante razonamiento, cabe
entender que solamente supongan ese nivel las que implican una satis-
facción “necesaria para alcanzar un fin “último” o “básico”” (González
Amuchastegui, 2004: 409). En correlación, las políticas de igualdad
material estarán justificadas en tanto que se encuentren situaciones de
marginación y pobreza.
Desde estas premisas, el tratamiento de la diferencia se ha de hacer
por el reconocimiento de derechos o por disposiciones en el marco de
acciones afirmativas transformadoras de las causas que originan las
desventajas con base en una situación de desventaja, opresión y caren-
cia de oportunidades vitales; siendo las más relevantes las que apuntan
a las aportaciones de la ciudadanía social. Qué duda cabe de que los
cambios sufridos han cristalizado el proceso de transformación en la
evolución de la competencia formal hacia la labor sustantiva; el empleo
de normas de reconocimiento y valores fundamentales y estructurales;
el incremento de cláusulas de protección; la postulación de cláusulas
ponderativas, garantías de identidad, jerarquía y compensación; el desa-
rrollo constitucional de la mano de normas de tareas; y la ampliación de
los derechos fundamentales gracias a normas de remisión (Añón Roig,
Del estado liberal de derecho al estado social de derecho como vía... 47

2001: 253; Häberle, 2001: 108 y ss.). Lo dicho se encuadra dentro de los
Estados sociales de Derecho en la acción de una política social general,
que remite a los mecanismos institucionalizados por los poderes públicos
o directrices preferenciales que enmarcan histórico-estructuralmente la
responsabilidad del Estado en el bienestar de los ciudadanos.

4. UN APUNTE MÁS A MODO DE CONCLUSIÓN FINAL

A lo largo de estas páginas, he tratado de evidenciar que la emanci-


pación ciudadana es un fin indispensable en los planteamientos de todo
Estado social de Derecho. En él hay una consideración ineludible, la de
que el ideal de igualdad no se reduce a la igualdad ante la ley. Los seres
humanos han buscado una distribución justa de bienes, cargos, recursos,
honores y dignidades; y las distintas ideologías han ofrecido sus modelos
de distribución justa, su modelo de justicia distributiva, que es la justicia
que trata de establecer criterios para el reparto de bienes escasos.
Distintos son los criterios que se han ofrecido para proceder a una
distribución justa de la riqueza, los honores, los cargos y los recursos.
A tal efecto, por ejemplo, García San Miguel hizo un repaso de ellos:
necesidad, esfuerzo, inteligencia, conocimiento o servicio (García San
Miguel, 2000: 11 y ss.). El criterio de la necesidad supone el cumpli-
miento de la fórmula “a cada uno según sus necesidades”; sin embargo,
no está claro cómo medir esas necesidades (subjetiva u objetivamente).
Y aunque califiquemos una necesidad como básica o absoluta, el criterio
comporta un cierto relativismo, que, aplicado en la práctica, puede con-
ducir al empobrecimiento de la sociedad. El del mérito supone distribuir
los bienes de acuerdo con él, no obstante, el problema que se suscita in-
mediatamente es cómo fijar ese mérito. Para unos, se mide por el trabajo,
por lo que la máxima equivale a afirmar “a cada uno según su trabajo”;
para otros, se ha de medir por el esfuerzo; otros piensan en el sacrificio
que ha implicado; y así sucesivamente, sin que haya consenso y con
resultados distributivos diferentes.
Quizás, el aparente callejón sin salida se deba a que pretendemos
fundamentar la justicia distributiva en un único principio, cuando, por
la naturaleza de los bienes a repartir, se precisan diferentes principios,
que tienen que ser armonizados. Esto es lo que han ambicionado algunas
corrientes en el seno del comunitarismo, que rechazan la pretensión de
48 M.ª Isabel Garrido Gómez

elaborar racionalmente un concepto universal y abstracto de justicia12. No


hay una justicia universal, a lo más hay diferentes justicias o principios
de justicia. Un planteamiento interesante es, pues, el de Walzer, en su
libro Las esferas de la justicia (Walzer, 2004). En las investigaciones, se
suele buscar un principio o axioma fundamental que podamos aplicar a
una acción para saber cuándo es o no correcta; mas no ha habido hasta el
momento consenso al respecto. Para unos, el principio es el de la igual-
dad de tratamiento (las personas son tratadas con justicia cuando se les
brinda la misma consideración en la asignación de recursos); para otros,
es el principio de merecimiento (las personas son tratadas justamente
cuando se les da lo que merecen) y para otros es el principio del respeto
de los derechos (las personas son tratadas con justicia cuando se respetan
sus derechos fundamentales). Aplicando uno u otro, según la teoría en
cuestión, se pretende dar respuesta a cualquier problema de asignación
de recursos, poder, empleos, etc. La interpretación que hace Walzer es,
sin embargo, radicalmente distinta y de naturaleza pluralista: no hay le-
yes universales de justicia. La justicia no es más que la creada por cada
comunidad que propone e internaliza una serie de criterios en torno a
cómo deben repartirse el poder, la riqueza, los honores o los empleos. El
pluralismo no significa solamente que cada sociedad tenga sus criterios
al respecto, sino que, dentro de cada comunidad, cada bien se reparte de
acuerdo con un criterio diferente, pues cada uno tiene su peculiar pauta
de reparto. La igualdad aquí no consiste en aplicar la misma pauta para
repartir todo tipo de bienes, sino en buscarla para cada bien. La igualdad
que se busca no es la simple, sino lo que él llama la igualdad compleja,
que existe cuando son diferentes las personas que resultan beneficiadas
en el reparto de cada bien (Millar y Walzer, 1997).
Descritos estos desajustes doctrinales, a mi juicio, el problema de los
actuales Estados sociales de Derecho tiene su principal razón de ser en lo
que Rosanvallon llama la crisis de la solidaridad. Crisis que se urde en el
hecho de que el Estado, agente central de redistribución y de organiza-
12
Como es fácil apreciar, esta idea está, por ejemplo, en contradicción con la tesis de
Rawls de una idea universal de justicia; universal en cuanto a la aplicabilidad a todas las
comunidades políticas y no en cuanto a repartición igualitaria de ciertos bienes básicos.
Esa tesis es discordante porque no toma suficientemente en cuenta el hecho de que algunas
comunidades puedan menospreciar los bienes que se desean distribuir, puedan considerar
que tales bienes deben distribuirse de acuerdo con pautas no igualitarias o es posible que
entiendan que no todos los bienes deben distribuirse de acuerdo con un mismo principio
(Gargarella, 2004: 134 y ss; Rawls, 2001, 2002a, 2002b y 2006).
Del estado liberal de derecho al estado social de derecho como vía... 49

ción solidaria, es el gran intermediario que sustituye la relación entre los


individuos y los grupos. La organización de la solidaridad estatal es hoy
demasiado abstracta, se ha separado de las relaciones reales, generándose
muchas veces irresponsabilidad y retroceso. Por todo eso, creo que lo
más adecuado es profundizar en el vínculo histórico que liga al Estado
con el individuo como categoría jurídica y política, siendo aconsejable
potenciar la sociedad civil para que desarrolle espacios de intercambio y
cooperación que impliquen asociación y vinculación13.
Consiguientemente, en el discurso de los derechos fundamentales en
los actuales Estados, existe un paso indefectible que va de los derechos
a la justicia. Ello no admite discusión, ya que la nueva generación de
derechos lo que intenta es reforzar el elemento democrático del Estado
social sin desvirtuarlo. Con este sentido, como dice Rodríguez Palop,
pueden verse como una causa y/o como una consecuencia de la globali-
zación y están conectados con las contradicciones propias de la sociedad
multicultural14.

BIBLIOGRAFÍA

ABENDROTH, W. (1986): “El Estado de Derecho democrático y social”, en


W. Abendroth, E. Forsthoff y K. Doehring, El Estado social, trad. de J.
Puente Egido. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
ABRAMOVICH, V. y COURTIS, C. (2004): Los derechos sociales como derechos
exigibles. Madrid: Trotta.
AÑÓN ROIG, M. J. (1994): Necesidades y derechos. Un ensayo de fundamen-
tación. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
AÑÓN ROIG, M. J. (2001): “La interculturalidad posible: ciudadanía diferen-
ciada y derechos”, en J. de Lucas (dir.), La multiculturalidad. Madrid:
Consejo General del Poder Judicial.
ASÍS ROIG, R. DE (2000): “La igualdad en el discurso de los derechos”, en J.
A. López García y A. del Real (eds.), Los derechos: entre la Ética, el
Poder y el Derecho. Madrid: Seminario de Estudios sobre la Democracia
de la Universidad de Jaén-Dykinson-Ministerio de Trabajo y Asuntos
Sociales.
13
Vid. Pérez Luño (2005: 35), Rosanvallon (1995: 54 y ss. y 111 y ss.) y Zapatero y
Garrido Gómez (2007: 194 y ss.).
14
Vid. Zagrebelsky (1993-1994: 370-371). Al respecto, vid. Powell y Hewitt (2002:
34 y ss.), y Rodríguez Palop (2002: 53).
50 M.ª Isabel Garrido Gómez

ATIENZA, M. (2004): El sentido del Derecho. Barcelona: Ariel.


BARCELLONA, P. (1996): El individualismo propietario, trad. de J.E. García
Rodríguez. Madrid: Trotta.
BARRÈRE UNZUETA, M. Á. (1997): Discriminación, Derecho antidiscrimina-
torio y acción positiva a favor de las mujeres. Madrid: Civitas.
BEEN, S. I. y PETERS, R. S. (1984): Los principios sociales y el Estado de-
mocrático, trad. de R. J. Vernengo. Buenos Aires: Edit. Universitaria de
Buenos Aires.
BOBBIO, N. (1990): “El análisis funcional del Derecho: tendencias y proble-
mas”, en Id., Contribución a la Teoría del Derecho, edic. de A. Ruiz
Miguel. Madrid: Debate.
BÖCKENDÖRDE, E-W. (1993): Escritos sobre derechos fundamentales, prólogo
de F.J. Bastida, trad. de J. L. Requejo Pagés e I. Villaverde Menéndez.
Baden-Baden: Nomos Verlagsgesellschaft.
BÖCKENDÖRDE, E-W. (2000): Estudios sobre el Estado de Derecho y la demo-
cracia, trad. de R. de Agapito Serrano. Madrid: Trotta.
CARMONA CUENCA, E. (2000): El Estado social de Derecho en la Constitución.
Madrid: Consejo Económico y Social.
CASCAJO CASTRO, J. L. (1988): La tutela constitucional de los derechos so-
ciales. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
CONTRERAS PELÁEZ, F. J. (1994): Derechos sociales. Teoría e ideología. Ma-
drid: Fundación E. Luño Peña-Tecnos.
DÍAZ, E. (1993): Sociología y Filosofía del Derecho. Madrid: Taurus.
DÍAZ, E. (1998): Estado de Derecho y sociedad democrática. Madrid:
Taurus.
FERNÁNDEZ GARCÍA, E. (1995): “El Estado social: desarrollo y revisión”, en
Id., Filosofía política y Derecho. Madrid: Marcial Pons.
FERNÁNDEZ GARCÍA, E. (1996): “Estado, sociedad civil y democracia”, en R.
de Asís Roig, E. Fernández García, M. D. González Ayala, A. Llamas
Cascón y G. Peces-Barba Martínez, Valores, derechos y Estado a finales
del siglo XX. Madrid: Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson.
FORSTHOFF, E. (1986a): “Concepto y esencia del Estado social del Derecho”,
en W. Abendroth, E. Forsthoff y K. Doehring, El Estado social, trad. de
J. Puente Egido. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
FORSTHOFF, E. (1986b): “Problemas constitucionales del Estado social”, en
W. Abendroth, E. Forsthoff y K. Doehring, El Estado social, trad. de J.
Puente Egido. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
Del estado liberal de derecho al estado social de derecho como vía... 51

GALIANA SAURA, A. (2003): La legislación en el Estado de Derecho. Madrid:


Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas” de la Univer-
sidad Carlos III de Madrid-Dykinson.
GARCÍA DE ENTERRÍA, E. (2004): La lucha contra las inmunidades del poder en
el Derecho administrativo. (Poderes discrecionales, poderes de gobierno,
poderes normativos). Madrid: Civitas.
GARCÍA-PELAYO, M. (2005): Las transformaciones del Estado contemporáneo.
Madrid: Alianza.
GARCÍA SAN MIGUEL, L. (2000): “Igualdad, mérito y necesidad”, en Id. (ed.),
El principio de igualdad. Madrid: Universidad de Alcalá-Dykinson.
GARGARELLA, R. (2004): Las teorías de la justicia después de Rawls. Un breve
manual de Filosofía política. Barcelona: Paidós.
GARRORENA MORALES, A. (1998): El Estado español como Estado social y
democrático de Derecho. Madrid: Tecnos.
GILBERT, N. Y TERRELL, P. (2002): Dimensions of Social Welfare Policy.
Needham Heights (Massachusetts): Allyn & Bacon.
GINER, S. (2004): Sociología. Barcelona: Península.
GOODIN, R. E. (1992): Reasons for Welfare. The Political Theory of the Welfare
State: Priceton: Princeton University Press.
GOMES CANOTILHO, J. J. (1998): “Tomemos en serio los derechos económicos,
sociales y culturales”, trad. de E. Calderón Martín y A. Elvira Perales.
Revista del Centro de Estudios Constitucionales, n. 1.
GONZÁLEZ AMUCHASTEGUI, J. (2004): Autonomía, dignidad y ciudadanía.
Madrid: Tirant lo Blanch.
GONZÁLEZ AYALA, M. D. (1996): “El Estado social en España”, en R. de Asís
Roig, E. Fernández García, M. D. González Ayala, Á. Llamas Cascón y
G. Peces-Barba Martínez, Valores, derechos y Estado a finales del siglo
XX. Madrid: Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson.
GONZÁLEZ MORENO, B. (2002): El Estado social. Naturaleza jurídica y estruc-
tura de los derechos sociales. Madrid: Universidad de Vigo-Civitas.
GUASTINI, R. (1999): Distinguiendo. Estudios de teoría y metateoría del
Derecho, trad. de J. Ferrer. Barcelona: Gedisa.
GUTMANN, A. y THOMSON, D. (1997): Democracy and Disagreement. Cam-
bridge: Harvard University Press.
HÄBERLE, P. (2001): El Estado constitucional, trad. de H. Fix-Fierro. México
D. F.: Universidad Nacional Autónoma de México.
HELLER, H. (2004): Teoría del Estado, ed. y estudio preliminar de J. L. Mo-
nereo Pérez, trad. de G. Niemeyer. Granada: Comares.
JELLINEK, G. (1905): System der subjektiven öffentlichen Rechte. Tubinga.
52 M.ª Isabel Garrido Gómez

JULIOS-CAMPUZANO, A. DE (2007): “La crisis del ordenamiento. Reflexiones


sobre racionalidad jurídica y globalización”, en Id. (ed.), Ciudadanía y
Derecho en la era de la globalización. Madrid: Dykinson.
KOHL, J. (2003): “Trends and Problems in Postwar Public Expenditure De-
velopment in Western Europe and North America”, en P. Flora y A. J.
Heidenheimer (eds.), The Development of Welfare States in Europe and
America. New Brunswick (Nueva Jersey): Transaction Books.
LAVEAGA, G. (2000): La cultura de la legalidad. México D. F.: Universidad
Nacional Autónoma de México.
LÓPEZ GUERRA, L. (1980): “Las dimensiones del Estado social de Derecho”.
Sistema, n. 38-39.
MARCILLA CÓRDOBA, G. (2005): Racionalidad legislativa. Crisis de la ley y
nueva ciencia de la legislación. Madrid: Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales.
MARSHALL, H. T. (1985): Social Policy in the Twentieth Century. Londres:
Hutchinson.
MARTÍNEZ DE PISÓN, J. M. (1998): Políticas de bienestar. Un estudio sobre los
derechos sociales. Madrid: Universidad de la Rioja-Tecnos.
MERTON, R. K. (1968): Social Theory and Social Structure. Glencoe (Illinois):
Free Press.
MILLAR, D. Y WALZER, M. ( Comps.) (1997): “Introducción” a Pluralismo,
justicia e igualdad, trad. de H. Pons. México D. F.: Fondo de Cultura
Económica.
PECES-BARBA MARTÍNEZ, G. (1995): Ética, Poder y Derecho. Reflexiones ante
el fin de siglo. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
PECES-BARBA MARTÍNEZ, G. (1999): “Los derechos económicos sociales y
culturales: apunte para su formación histórica y su concepto”, en Id.,
Derechos sociales y positivismo jurídico. (Escritos de Filosofía Jurídica
y Política). Madrid: Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las
Casas” de la Universidad Carlos III de Madrid-Dykinson.
PECES-BARBA MARTÍNEZ, G. (2000): “Derecho y fuerza”, en G. Peces-Barba
Martínez, E. Fernández y R. de Asís, Curso de Teoría del Derecho.
Madrid: Marcial Pons.
PÉREZ LUÑO, A. E. (1989): “Sobre los valores fundamentales de los derechos
humanos”, en G. Peces-Barba Martínez (ed.), El fundamento de los
derechos humanos. Madrid: Debate.
PÉREZ LUÑO, A. E. (2005): Derechos humanos, Estado de Derecho y Cons-
titución. Madrid: Tecnos.
Del estado liberal de derecho al estado social de derecho como vía... 53

PHILLIPS, A. (1993): Democracy and Difference. University Park (Pensilvania):


The Pennsylvania State University Press.
PISARELLO, G. (2001): “Los derechos sociales en el constitucionalismo mo-
derno: Por una articulación compleja de las relaciones entre Política y
Derecho”, en M. Carbonell, J. A. Cruz Parcero y R. Vázquez (comps.),
Derechos sociales y derechos de las minorías. México D.F.: Universidad
Nacional Autónoma de México-Porrúa.
POWELL, M. A. y HEWITT, M. (2002): Welfare State and Welfare Change.
Philadelphia: Open University Press.
PRIETO SANCHÍS, L. (1998): Ley, principios, derechos. Madrid: Instituto de
Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas” de la Universidad Carlos
III de Madrid-Dykinson.
RAWLS, J. (2001): El Derecho de gentes y “Una revisión de la idea de razón
pública”, trad. de H. Valencia Villa. Barcelona: Paidós.
RAWLS, J. (2002a): Teoría de la justicia, trad. de M. D. González Soler. Ma-
drid: Fondo de Cultura Económica.
RAWLS, J. (2002b): Justicia como equidad. Materiales para una teoría de
la justicia, selección, trad. y presentación de M. A. Rodilla. Madrid:
Tecnos.
RAWLS, J. (2006): El liberalismo político, trad. de A. Domènech. Barcelona:
Crítica.
REED, D. S. (2001): On Equal Terms. The Constitutional Politics of Edu-
cational Opportunity, Princeton (Nueva Jersey): Princeton University
Press.
RODRÍGUEZ PALOP, M. E. (2002): “Derecho, ciudadanía y derechos humanos”,
en J. L. Fernández Fernández y A. Hortal Alonso (comps.), Ética de
las profesiones jurídicas. Madrid: Universidad Pontificia de Comillas
ICAI-ICADE.
ROSANVALLON, P. (1995): La crisis del Estado providencia, trad. de A. Estruch
Manjón. Madrid: Civitas.
RUBIO CARRACEDO, J. (1994): “Democracia mínima. El paradigma democráti-
co”. Doxa. Cuadernos de Filosofía del Derecho, n. 15-16/1.
SMART, P. (1991): Mill and Marx, Individual Liberty and the Roads to Free-
dom. Manchester: Manchester University Press.
SOTELO, I. (2010): El Estado social. Antecedentes, origen, desarrollo y declive.
Madrid: Trotta-Fundación Alfonso Martín Escudero.
STEIN, L. VON (1981): Movimientos sociales y Monarquía, trad. de E. Tierno
Galván. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
54 M.ª Isabel Garrido Gómez

THOMSON, J. J. (1990): The Realm of Rights, Cambridge (Massachusetts):


Harvard University Press.
TREVES, R. (1988): La Sociología del Derecho. Orígenes, investigaciones,
problemas, nota preliminar y trad. de M. Atienza. Barcelona: Ariel.
TUORI, K. (2005): “Introducción”, en Id., Positivismo crítico y Derecho mo-
derno, trad. de D. Mena. México D. F.: Fontamara.
VALADÉS, D. (2002): Problemas constitucionales del Estado de Derecho.
México D.F.:, Universidad Nacional Autónoma de México.
VIDAL GIL, E. J. (1999): Los conflictos de derechos en la legislación y juris-
prudencia españolas. Un análisis de algunos casos difíciles. Valencia:
Tirant lo Blanch.
WALZER, M. (2004): Las esferas de la justicia. Una defensa del pluralis-
mo y la igualdad, trad. de H. Rubio. México D. F.: Fondo de Cultura
Económica.
WHITE, J. A. (2000): Democracy, Justice, and the Welfare State. Reconstruct-
ing Public Care. Nueva York: The Pennsylvania State University.
ZAGREBELSKY, G. (1993-1994): “Dos tradiciones de derechos: derechos de
libertad y derechos de justicia”. Derecho y libertades, n. 2.
ZAGREBELSKY, G. (2009): El derecho dúctil. Ley, derechos, justicia, trad. de
M. Gascón Abellán. Madrid: Trotta.
ZAPATERO, V. (1986): “El futuro del Estado social”, en VV.AA. El futuro del
socialismo. Madrid: Editorial Sistema.
ZAPATERO, V. y GARRIDO GÓMEZ, M. I. (2007): El Derecho como proceso
normativo. Lecciones de Teoría del Derecho. Alcalá de Henares: Uni-
versidad de Alcalá.
DERECHOS HUMANOS, TEORÍAS DE LA
JUSTICIA Y MODELOS DE RENTA BÁSICA:
LA PROPUESTA ERÓTICA DEL RADICAL-
REPUBLICANISMO
DERECHOS HUMANOS, TEORÍAS DE LA JUSTICIA Y MODELOS DE RENTA BÁSICA:...

BORJA BARRAGUÉ
Universidad Autónoma de Madrid

INTRODUCCIÓN

Han transcurrido ya sesenta años desde que el 10 de diciembre de


1948 la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamara la Decla-
ración Universal de los Derechos Humanos (en lo sucesivo, DUDH) y
desde entonces los cambios políticos, sociales, económicos, tecnológicos
y científicos que han ido transformando las sociedades –tanto las nacio-
nales como la internacional– han provocado que ni sus valores, ni sus
instituciones, ni sus necesidades en materia de derechos humanos sean las
mismas. En efecto, los últimos años han venido marcados por la discusión
en torno al nuevo contexto en el que nos movemos. Un contexto que se
ha dado en llamar globalización, aunque no todos los que utilizan este
término lo hagan con un mismo significado. Por ello, conviene distinguir,
con Ulrich Beck (2000), entre globalismo y globalización1.
La noción más extendida del término globalización denota una situa-
ción en que las transacciones entre los agentes económicos se suceden
a gran velocidad, con independencia de la distancia geográfica que los
separe. Éste es el sentido económico del término y, así considerada, la
globalización implica la superación de los mercados nacionales. Pero los
acuerdos económicos establecidos entre empresas o personas de distintas

1
En rigor, Beck distingue entre globalismo, globalidad y globalización. Sin embargo,
dado que la “globalización” no constituye el objeto de este trabajo, he decidido obviar el
fenómeno de la globalidad.
56 Borja Barragué

nacionalidades han existido siempre, por lo que la verdadera novedad de


la globalización parece encontrarse, en realidad, en el globalismo.
Por globalismo entiende Beck la ideología que sustenta el capitalismo
global, en el que las empresas, que ya no poseen nacionalidad y adoptan
sus decisiones sobre el único criterio de la maximización del beneficio,
escapan a la regulación estatal, emergiendo así una auténtica “sociedad
mundial sin Estado mundial y sin gobierno mundial” (Beck, 2000: 32).
Lógicamente, el globalismo no constituye una ideología propiamente
dicha y una alternativa, por tanto, al liberalismo, socialismo, conserva-
durismo o anarquismo. Por el contrario, entronca con una de las muy
diversas corrientes del liberalismo –el liberalismo económico o clásico,
concretamente–, al insistir, como éste, en la idea de que los mercados y la
búsqueda del propio interés conducirán, como si de una mano invisible se
tratara, a la eficiencia económica. Pero aunque así no fuera y los merca-
dos generaran distribuciones desigualmente inaceptables de ingresos, la
eficiencia y la equidad son dos asuntos que, desde esta perspectiva, deben
abordarse por separado: mientras la economía se ocupa de la eficiencia, la
equidad debe dejarse a la política. Por supuesto, no todos los economistas
defienden esta postura; de forma que, en general, quienes se preocupan
por la desigualdad consideran que buena parte de ella es cuestión de
suerte –la suerte de haber nacido con buenos genes o con padres ricos–,
y quienes se ocupan menos de ella consideran que la riqueza es la recom-
pensa al trabajo duro (Stiglitz, 2006). Pero no se trata tanto de constatar
la evidencia de que no todos los economistas son (neo) liberales, como
de insistir en que ni siquiera todos los autores que se suelen incluir dentro
del liberalismo realmente lo son2, de tal forma que las distintas escuelas
del liberalismo se infieren de las diversas maneras de intentar resolver la
tensión entre los valores igualdad y libertad (Julios-Campuzano, 1999:
68). En función de cómo se combinen estos dos valores, se defenderán
unos u otros derechos; en efecto, mientras que las teorías que enfatizan
la libertad tienden a promover el reconocimiento jurídico de pretensiones
morales susceptibles de concretarse en un catálogo de derechos civiles
y políticos, las que subrayan el valor de la igualdad se sustanciarán en
otro que incluya los llamados derechos sociales, económicos y culturales
(Rey Pérez, 2007: 425).

2
Para una lectura atenta y republicana de la teoría de Adam Smith, vid. Pettit (2005)
y, sobre todo, Casassas (2005b).
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 57

Paralelamente, la concepción de los derechos como instituciones


que concretan pretensiones morales permite su explicación histórica.
Siguiendo a Karel Vasak (1979), es habitual distinguir tres generaciones
de derechos, cada una de las cuales se relacionaría con uno de los tres
ideales de la Revolución Francesa: una primera generación de derechos
constituida por las libertades y los derechos de participación política,
inspirada en el valor de la libertad; una segunda que incluiría los derechos
económicos, sociales y culturales, y que encuentra su fundamento en
la igualdad; y una tercera compuesta principalmente por derechos que,
como los de la autodeterminación de los pueblos o al medio ambiente, se
orientan a la protección de intereses colectivos sobre la base de la solida-
ridad. Pero mientras las dos primeras generaciones han sido incorporadas
a pactos internacionales, por lo que cabría hablar aquí propiamente de
derechos3, los comprendidos en la tercera generación “no son hoy más
que exigencias morales que tienen pocas probabilidades de ser acogidas
en los catálogos más serios de derechos humanos” (Rodríguez Palop,
2002: 280). Quizá por ello, la Carta de Derechos Humanos Emergentes,
aprobada en septiembre de 2004 en el Fórum de Barcelona y que recoge el
“derecho a la renta básica” (en adelante, RB) en su artículo 1.3, se refiere
a ellos como derechos humanos “emergentes”, que surgen de la necesidad
de adaptar las instituciones sociales y jurídicas a los cambios económi-
cos, culturales, científicos y técnicos que acompañan a los procesos de
globalización. Según lo apuntado más arriba, si el reconocimiento de los
derechos civiles y políticos se relaciona con las demandas de libertad
provenientes de la corriente de pensamiento liberal, el de los económicos,
sociales y culturales lo hace con las de igualdad de los autores igualitaris-
tas. Veamos, entonces, cuál es la ideología de la fraternidad4, fundamento
axiológico de los derechos humanos emergentes, o de tercera generación,
y, por consiguiente, de la RB.
Ronald Inglehart, profesor de ciencia política de la Universidad
de Michigan e inventor de la escuela del postmaterialismo (Inglehart,
1977), explicó, en el mismo Fórum de Barcelona en que se aprobó la
Carta de Derechos Humanos Emergentes, que si bien “no vamos hacia
una aldea global, pues la persistencia de la diversidad cultural es sor-

3
Soy consciente de las diversas posiciones que mantienen al respecto iusnaturalistas
ontológicos y deontológicos, positivistas y aún positivistas “críticos”, como los denomina
Peces-Barba (1995).
4
Emplearé los términos solidaridad y fraternidad indistintamente.
58 Borja Barragué

prendente”, se constata un aumento de las divergencias entre pobres


y ricos en cuanto a sus sistemas de valores, de tal forma que entre los
primeros predominan los valores materialistas –ligados a la supervi-
vencia– y entre los segundos aquéllos con prioridades postmaterialistas.
Con mucha frecuencia, estos resultados han sido interpretados como la
confirmación de que los derechos de tercera generación son exigencias
morales propias de las sociedades más ricas, difícilmente aplicables,
cuando no impertinentes, a los países en desarrollo. En lo que aquí nos
interesa, ocurre, sin embargo, que si bien los desarrollos teóricos más
sofisticados se ubican en los países ricos de la Unión Europea (UE) y
Estados Unidos (EE.UU.), existen propuestas para la implantación de
programas de RB en Argentina, México o Brasil5. Y es que, al igual que
el globalismo, el post-materialismo tampoco constituye por sí mismo
ninguna ideología, por lo que la Carta de Derechos Humanos Emergen-
tes ensambla peticiones éticas procedentes del ecologismo –derecho a
habitar el planeta y al medio ambiente (art. 3)–, del feminismo –dere-
cho a la democracia paritaria (art. 6)–, del igualitarismo6 –derecho a la
igualdad de derechos plena y efectiva (art. 4)–, y del republicanismo de-
mocrático –derecho a la renta básica (art. 1.3) y derecho a la democracia
participativa (art. 7)–. Sin perjuicio de que más adelante se tratarán por
extenso, ahora sólo quisiera apuntar dos circunstancias que, a primera
vista, contradicen el planteamiento presentado en esta introducción: 1)
En Real Freedom for All. What (if anything) can justify capitalism (en
adelante, RFA), Philippe Van Parijs (en adelante, PVP), inserta la RB
dentro de una teoría de la justicia que él mismo denomina realmente
libertariana (real libertarianism); 2) las defensas que se han hecho de
la RB, desde el republicanismo y hasta el momento, lo han sido sobre
el fundamento axiológico de la libertad y no sobre la fraternidad.
El trabajo se divide en cuatro secciones. En primer lugar, se estudian
las justificaciones normativas de la RB realizadas sobre el valor de la
libertad; ya se entienda ésta como libertad real –la justificación liberal
igualitaria de PVP– o como no-dominación –la justificación republica-
na de Raventós (2007), Casassas (2007b) y Pettit (2007)–. En segundo
término, se analizan las elaboradas a partir del concepto de igualdad; es

5
Para el caso mexicano puede verse, por ejemplo, Yanes (2008); para el argentino,
Barbeito y otros (2000); y para el brasileño, Lavinas (2006).
6
Para una visión del igualitarismo como rama (tendencia) de la filosofía política, vid.
el excelente artículo de Richard Arneson (2002).
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 59

decir, las procedentes del marxismo analítico. En la sección tercera se


propone una justificación basada en el ideal de la fraternidad; que es, a
la vez, un principio realmente republicano y el fundamento axiológico
de los derechos de tercera generación. Por último, se discuten algunas
conclusiones.

1. JUSTIFICACIONES NORMATIVAS BASADAS EN LA LIBER-


TAD

“La libertad sin igualdad es una hermosa palabra de claros


acentos pero de escuálidos resultados”
Hubert H. Humphrey, 38º vicepresidente de los EEUU y
fundador del Partido Demócrata Agrario de Minnesota

El primer problema analítico que presenta el término “libertad” es


similar al que Bertrand Russell advirtiera respecto de la palabra “justo”: a
saber, que “es muy ambiguo, y no resulta nada fácil discernir los diversos
significados que tiene en el lenguaje común” (Russell, 1969: 29). Ello ha
dado como resultado un concepto enormemente polivalente, susceptible
de ser invocado incluso en defensa de las dictaduras más opresivas. Uno
de los primeros y más importantes esfuerzos por desbrozar analíticamen-
te el concepto lo encontramos en la conferencia de Isaiah Berlin “Two
Concepts of Liberty”, pronunciada en 1958 con motivo de la toma de
posesión de la cátedra de teoría social y política de Oxford. En ella, Berlin
recoge mucho del pensamiento de Constant7 (1988), hasta el punto de
que sería correcto decir que los conceptos positivo y negativo de aquél
se corresponden con la libertad de los antiguos y la de los modernos de
éste, respectivamente.

7
En De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos (1988),
Benjamín Constant distingue entre la libertad de los antiguos, que no es “otra cosa que el
derecho de no estar sometido sino a las leyes, no poder ser detenido, ni preso, ni muerto,
ni maltratado de manera alguna por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o de muchos
individuos […] es, en fin, para todos el derecho de influir o en la administración del gobierno,
o en el nombramiento de algunos o de todos los funcionarios, sea por representaciones,
por peticiones o por consultas, que la autoridad está más o menos obligada a tomar en
consideración”, y la de los modernos, consistente en “ejercer colectiva pero directamente
muchas partes de la soberanía entera”.
60 Borja Barragué

En su distinción entre ambas concepciones8, Berlin define la libertad


en sentido negativo como “el espacio en el que un hombre puede actuar
sin ser obstaculizado por otros” (Berlin, 2001: 47). Se da, así, libertad
de cualquier obstáculo o interferencia. Junto a ésta, la libertad positiva
requiere algo más que la simple ausencia de interferencia; el sentido
positivo de la libertad, o libertad para actuar de forma autónoma, “se
deriva del deseo por parte del individuo de ser su propio amo. Quiero
que mi vida y mis decisiones dependan de mí mismo, y no de fuerzas
exteriores…” (Berlin, 2001: 60). Pese a su influencia, la distinción entre
ambos conceptos de libertad ha sido también muy discutida, pues parece
posible pensar que la satisfacción de la autonomía personal requiere si-
multáneamente el reconocimiento de las dos vertientes de la libertad9. Así
piensa también PVP, para quien la distinción de Berlin, entre libertad ne-
gativa como libertad de y libertad positiva como libertad para, “no tiene
mucho sentido, en tanto que la libertad de algún obstáculo (interferencia,
impedimento, prohibición, fuerza, etc.), en cuya presencia se desvanece
la libertad, es siempre también libertad para ejecutar algunas actividades
en cuya realización consiste precisamente el ejercicio de la libertad” (Van
Parijs, 1996: 37). Partiendo, pues, del rechazo a la separación entre ambos
conceptos, PVP construye una teoría de la justicia en torno a una forma
alternativa de libertad: la libertad real o libertad como capacidad.

1.1. La fundamentación liberal

En el prefacio a RFA, PVP señala que comenzó los trabajos para su li-
bro en la primavera de 1977, y que si no se publicó hasta 1995 fue porque
tres “desarrollos intelectuales” se conjugaron para impedir que el trabajo
8
John Rawls desarrolla la diferenciación entre concepto y concepciones mediante
dos caracterizaciones. Por una parte, el concepto sería la idea más abstracta y común a las
distintas concepciones. Así, éste configuraría una idea común a todos los seres humanos,
la idea en que todos pueden estar de acuerdo, mientras que las distintas concepciones
discreparían sobre la interpretación y alcance de tales nociones. Por otra parte, mientras que
un estudio del concepto suministraría una descripción de los significados ordinarios, una
concepción determinada sin duda ampliaría su significado cotidiano. Para un análisis más
exhaustivo de la cuestión, vid. Rawls (2001: 30 y ss.). En lo que sigue, utilizaré los términos
“concepto” y “concepción” de forma prácticamente intercambiable, aunque procurando
seguir la distinción de usos propuesta por Rawls.
9
Vid., en este mismo sentido, Hierro (2002), Gewirth (1990: 137 y ss) y Rawls (1997:
192-196).
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 61

se completara de acuerdo con su lejana orientación inicial; a saber, el


ahondamiento en el pensamiento neoliberal, el alumbramiento de la idea
de la RB y su concienzudo análisis de teorías liberales de la justicia. Pero,
a pesar de no mencionarlo como tal, un motivo que pudo influir en esta
demora se encuentra en la afirmación con que abre el prólogo al capítulo
primero, y que dice así: “El comunismo europeo se ha hundido”.
Efectivamente, el contexto en el que PVP escribe RFA pudo tener una
ascendencia determinante en su configuración final. Si hasta ese momento
los argumentos filosóficos en favor de la RB provenían del marxismo y
la presentaban como “una vía capitalista al comunismo” sin pasar por
el socialismo, ahora PVP la incluye dentro de una teoría de la justicia
liberal igualitarista, como uno de sus componentes necesarios para que
el capitalismo, y no ya el comunismo, quede justificado.
En la elaboración de su teoría de la justicia, PVP parte de dos afir-
maciones: “Uno: Nuestras sociedades capitalistas están repletas de des-
igualdades inaceptables. Dos: La libertad es de primordial importancia”
(Van Parijs, 1996: 17). De acuerdo con esta última sentencia y el referido
rechazo a la distinción de Berlin, el punto de arranque del libertarianismo
real propuesto por PVP lo constituye un “tercer” concepto alternativo
de libertad que, más allá de la ausencia de obstáculos para hacer exac-
tamente lo que uno quiere hacer10, consiste en “no verse impedido de
hacer cualquier cosa que uno pueda querer hacer” (Van Parijs, 1996: 39,
cursiva en el original). Dejando aparte, por el momento, la afirmación
sobre las desigualdades de las sociedades capitalistas –cuestión que se
tratará en el siguiente epígrafe–, la sociedad libre de PVP será aquélla que
garantice no sólo la autopropiedad y la seguridad de sus miembros11 –esto

10
De acuerdo con la objeción del esclavo satisfecho, que no es sino una variación de
la fábula de la zorra y las uvas, un esclavo, en atención a las condiciones de ausencia de
libertad que experimenta, puede modificar sus preferencias hasta el punto de no desear otra
vida distinta de la que tiene. Si la libertad no consistiera más que en la completa ausencia
de interferencias para hacer lo que cada cual quiera, entonces llegaríamos a la conclusión,
contra-intuitiva, de que tanto Epicteto como la zorra, mediante una adecuada manipulación
de sus preferencias operada por sí mismos o por otros, son libres en la medida en que hacen
lo que desean, y no desean lo que no pueden. Para una distinción entre la objeción del
esclavo satisfecho y la fábula de las uvas y la zorra, vid. Raventós (1999: 47- 48).
11
La “suave” prioridad lexicográfica que, sobre el orden leximín de oportunidades, PVP
atribuye a estas dos primeras condiciones de su sociedad justa, constituye el motivo por el
que su teoría de la justicia se incluye dentro del liberalismo igualitario. De esta forma, PVP
sugiere que una sociedad, para ser verdaderamente libre, debe satisfacer tres condiciones
62 Borja Barragué

es, no sólo su libertad formal–, sino también que cada persona tenga la
mayor oportunidad posible para hacer cualquier cosa que pudiera querer
hacer –es decir, su libertad real, que alcanza a los medios necesarios
para hacer efectivas tales oportunidades–. Y si la libertad real alcanza a
las condiciones materiales de la libertad, el pago periódico de una RB
situada al máximo nivel sostenible, es la institución que, en la teoría de
PVP, garantiza su satisfacción. En eso consiste la libertad real, ya que “se
es realmente libre, en oposición precisamente a ser formalmente libre,
en la medida en que se poseen los medios, no sólo el derecho, para hacer
cualquier cosa que uno pudiera querer hacer” (Van Parijs, 1996: 53). Pese
a su atractivo inmediato, este “tercer” concepto de libertad real ha sido
objeto de diversas observaciones críticas.
En primer lugar, Brian Barry ha señalado que la valoración de un
régimen social en función de la extensión de la libertad real es excesiva-
mente reduccionista. PVP concibe el dinero como un instrumento con el
que se pueden adquirir todo tipo de oportunidades y proyectos vitales,
cuando, bien mirado, la atribución de oportunidades en forma de ingreso
es discriminatoria, tanto con los planes de vida basados en el trueque y
la economía solidaria12, como con los de orientación hippy, dedicados a
la contemplación y el consumo de productos naturales y no ordenados a
la productividad (Rey Pérez, 2007: 283). El constructo teórico de PVP
resulta esencialmente objetable porque, como el neo-republicanismo, se
centra excesivamente en el valor de la libertad, cuando éste no es sino un

fundamentales: 1º) La existencia de una estructura de derechos segura (Seguridad); 2º)


En dicha estructura, cada individuo es propietario de sí mismo (Autonomía); 3º) En esa
estructura, los individuos cuentan con la mayor oportunidad posible para hacer cualquier
cosa que pudieran querer hacer (Orden Leximín de Oportunidades). Garantizar la libertad
real de las personas de acuerdo con un criterio leximín implica dos cosas: por un lado,
que siguiendo un criterio lexicográfico, primero debe garantizarse la seguridad, luego la
autopropiedad y, por último, el conjunto de oportunidades; por otro, que, de acuerdo con
el criterio maximín, las oportunidades de aquellos con menos oportunidades deben ser
maximizadas de tal forma que “en una sociedad libre, la persona con menos oportunidades
tiene unas oportunidades que no son menores que las disfrutadas por la persona con menos
oportunidades bajo cualquier otra disposición realizable” (Van Parijs, 1996: 45). De todos
modos, PVP matiza que esta prioridad, en una sociedad libre, debería ser “suave”, lo que
significa que “ligeros incumplimientos de la ley y el orden se pueden tolerar si el tratar de
evitarlos supone restricciones significativas de la propiedad de sí o separarse excesivamente
de la ordenación leximín” (Van Parijs, 1996: 47).
12
Para un estudio de las condiciones de desarrollo del trueque como componente de
la economía social, vid. Hintze (2003).
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 63

componente más de la vida buena, y en el que no se agota la ética social13.


Y es que seguramente una de las complicaciones de la teoría política que
se nos presenta en RFA es que trata de hacer pasar como liberal una teoría
que no lo es, en cuanto que su preocupación por justificar la opción por
el ocio en términos liberales “esconde una preocupación que más que
liberal es marxista” (ibíd.: 343)14.
En segundo lugar, y de acuerdo aquí con Gijs Van Donselaar, la
concepción de la libertad real incurre en una especie de “fetichismo de
las opciones”15. Van Donselaar critica el hecho de que, para PVP, un
mayor número de opciones se corresponda siempre con una situación
de mayor libertad, independientemente de que los individuos tengan
algún interés en esas oportunidades o no. En este mismo sentido, Da-
vid Casassas sostiene que el esquema de la libertad real de PVP es un
“esquema a-sociológico y esencialmente cuantitativo en la medida en
que el criterio de justicia con el que se compromete es el que establece
que son justas aquellas sociedades en las que el número de opciones
disponibles por parte de las personas es mayor” (Casassas, 2005a: 1),
sean cuales sean las opciones consideradas. Lo que se halla en el fon-
do de estas dos críticas es que no siempre resulta cierto que a mayor
número de oportunidades, mayor es la libertad; para Van Donselaar,
13
Utilizaré las expresiones “ética social”, “filosofía política” y “teoría de la justicia”
indistintamente.
14
La tesis de PVP a favor de la incondicionalidad de la RB presenta el problema
adicional de que parte de la escasez de los empleos, pero no de la del tiempo de ocio. Como
es sabido, John Rawls respondió a la crítica de que su Principio de Diferencia contenía un
sesgo favorable a los holgazanes incluyendo el tiempo de ocio entre los bienes primarios,
siempre que esa sociedad asegurase de facto que las oportunidades para un trabajo están
disponibles de forma general. A pesar de que PVP tiende a simpatizar con la teoría política
de Rawls, opina que en este asunto “está claramente equivocado”, y sostiene que cuando la
Cigarra o los surfistas de Malibú cobran la RB están tomando la parte que les corresponde
del activo trabajo, aunque “aparentemente pueda parecer que es el producto exclusivo del
trabajo de Hormiga” (Van Parijs, 1996). En mi opinión, empero, el que se equivoca es
PVP. Para salvar la crítica de que una RB incondicional puede derivar en una situación de
explotación, el filósofo belga tendría que demostrar que la conducta de la Cigarra es una
opción que, en cuanto no merece ningún reproche moral, está disponible para todos los
miembros de la sociedad que quieran optar por ella. Sin embargo, esto no es así, ya que
“una persona puede elegir vivir únicamente de la RB si y sólo si esa opción no es elegida
por la mayoría de los miembros de su comunidad” (Van Donselaar, 1998: 320-329).
15
Agradezco al profesor José Luis Rey la amabilidad con que me facilitó un material
bibliográfico difícilmente accesible en España, como, por poner un ejemplo, la tesis doctoral
de Filosofía del profesor de la Universidad de Ámsterdam, Gijs Van Donselaar (1997).
64 Borja Barragué

por cuanto contar con un cierto número de oportunidades irrelevantes


puede fomentar el parasitismo; para Casassas, en tanto que la libertad
del sujeto elector no consiste en un número –más o menos elevado– de
oportunidades, sino en disponer de aquéllas que le permiten evitar las
situaciones de dominación.
En tercer término, J. L. Rey sostiene que el problema de la concep-
ción de la libertad real que mantiene PVP se encuentra en el propio con-
cepto de deseo potencial, por cuanto “lo que uno puede querer o desear
precisa que nos podamos representar de alguna forma ese deseo. Con
lo que volveríamos a caer en la objeción del esclavo satisfecho, ya que
podríamos también manipular las representaciones que nos hagamos de
los deseos potenciales” (Rey Pérez, 2004: 6).
Por último, el concepto de libertad real que defiende PVP resulta,
en mi opinión, algo confuso, pues no distingue entre las prohibiciones,
que efectivamente limitan mi libertad, y las incapacidades, que sólo lo
harían cuando creo que mi incapacidad para conseguir una determinada
cosa se debe a la interferencia deliberada de otros seres humanos ten-
dente a que yo, a diferencia de otros, no logre esa cosa (Berlin, 2001:
48-49). En criterio de PVP, los obstáculos a la libertad, que pueden
ser tanto externos como internos, no tienen por qué ser en todo caso
el resultado de una interferencia deliberada de otros seres humanos
dentro de mi espacio. Por decirlo gráficamente, creo que para PVP ser
ciego implica un desigual disfrute de la libertad real, que deriva en un
caso de dominación y que motiva, excéntricos aparte, una asignación
de recursos extra que le compensen por su discapacidad. Para mí, en
cambio, como para Berlin, “si no puedo leer porque estoy ciego […]
sería una excentricidad que dijera que […] estoy oprimido o coaccio-
nado” (Berlin, 2001: 48). La poderosa intuición de que el ciego ha de
ser compensado con una asignación extra de recursos no se relaciona
con la (falta de) libertad, sino con su legítima pretensión de obtener un
conjunto de prestaciones y aptitudes tal que le permita desenvolver su
propia autonomía en similares condiciones de partida; esto es, con la
igualdad material16.

16
En este mismo sentido, Hierro (2002: 45-46).
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 65

1.2. La fundamentación neo-republicana17

La distinción de Berlin ha sido también criticada por quienes, como


Philip Pettit, consideran que una de las consecuencias del éxito de su
referido ensayo ha sido el de eclipsar la realidad histórica de un “tercer”
modo de entender la libertad; la concepción de la libertad como no-
dominación18. Para la tradición republicana, una persona (X) vive sin
depender de otra (Y), si y sólo si X no puede –como consecuencia de de-
terminados arreglos institucionales, por ejemplo– interferir en los planes

17
En el campo de la historia de las ideas, a mediados de la década de los setenta, y fun-
damentalmente por influencia de la obra de Jason Pocock The Machiavellian Moment (1975),
se obró un cambio en el prisma con que los historiadores de las ideas venían contemplando
la revolución americana y por el cual pasó a considerarse que la teoría política que le sirvió
de base no fue, en realidad, el liberalismo, sino una tradición de pensamiento muy anterior:
el republicanismo. Pues bien, el paso de la historia de las ideas a la filosofía normativa lo da
definitivamente Philip Pettit en 1997, con la publicación de su obra Republicanism. A Theory of
Freedom and Government. En su trabajo, Pettit se propone elaborar una auténtica teoría de la
justicia a partir de una tercera concepción de la libertad, anterior al liberalismo, y que denomina
libertad como no-dominación. Con respecto a este punto, Ángel Rivero observa críticamente
que “no deja de resultar paradójico que la tradición a la que recurre Pettit como inspiración
de su concepto de libertad no tematizara ninguno de los problemas a los que quiere responder
este autor. Es más, el concepto de libertad como no-dominación que defiende no ocupa ningún
lugar prominente en tal tradición más allá del sentido general de la palabra libertad como lo
contrario de esclavitud. Significado que, por cierto, no fue privativo de tradición alguna, sino
que fue el propio de tal palabra en Occidente hasta la aparición de lo que retrospectivamente
se ha denominado “liberalismo” (Rivero, 2005: 8-9).
18
En este sentido, vid. Pettit (1999: 37-38), Maynor (2003: 19-20) o Honohan (2002:
180-187). Una importante excepción a este respecto la constituye Quentin Skinner, para
quien “sería injusto con Berlin decir que no se dio cuenta de que hay una tradición que
conceptualiza la idea de libertad negativa no como ausencia de interferencia, sino como
ausencia de dependencia […] no puedo estar de acuerdo con [Pettit] cuando afirma que el
resultado del argumento de Berlin ha sido “quitar de en medio” a la teoría que sostiene, como
expresa Pettit, que la libertad negativa consiste en la no-dominación, no en la no-interferencia.
Es cierto que Berlin no es capaz de presentar un argumento acerca de la no-dominación con
la misma especificidad histórica que concede a los otros dos conceptos que examina, y que
nunca señala un teórico o un movimiento particular que pueda ser asociado con tal punto
de vista. Sin embargo […] Berlin dedica mucha atención en la parte final de su ensayo a lo
que describe como “búsqueda de reconocimiento”, y se pregunta explícitamente si no sería
“natural o deseable decir que la demanda de reconocimiento y posición es una demanda de
libertad en un tercer sentido” (Skinner, 2005: 39).
66 Borja Barragué

de vida de Y19. Por decirlo con Pettit (1999), X domina a Y en la medida


en que (1) cuenta con la capacidad de interferir, (2) arbitrariamente y (3)
en ciertas decisiones tomadas por Y. En realidad, parece que cualquier
teoría solvente de la libertad ha de satisfacer nuestro interés en eliminar
las situaciones de dominación en este sentido. Pero la idea de libertad
no se agota, ni siquiera cuando acotamos su significado al que ha venido
adquiriendo dentro de la tradición republicana20, en la no-dominación, de
tal forma que esta tercera concepción republicana de la libertad puede re-
sultar demasiado estrecha para acoger demandas relativas a la autonomía
personal. Consideremos una implicación práctica de ello, en el ámbito
de las políticas públicas.
Uno de los modelos asimilables a la definición de la RB como un
“ingreso pagado por una comunidad política a todos sus miembros,
19
Los dos teóricos más notables de la libertad del neo-republicanismo, Pettit (1999,
2002) y Skinner (1986, 1998), han ido, por influencia del trabajo del primero sobre el
segundo, acercando sus visiones, de forma que lo único que las separa es que si para aquél la
presencia de libertad significa exclusivamente ausencia de dominación, para éste la libertad
requiere ausencia de dominación y de interferencia (Pettit, 2002).
20
Creo que es posible distinguir al menos dos concepciones de la libertad dentro de
la tradición republicana: la del republicanismo desarrollista o de inspiración ateniense,
para el que “la libertad política significa el derecho a participar en el gobierno” (Arendt,
1977: 218), y la del republicanismo protector o de raíz romana, para el que “la condición de
libertad se explica como el estatus de alguien que, a diferencia del esclavo, no está sujeto al
poder arbitrario de nadie; es decir, como la posición que disfruta quien no está dominado
por ningún otro” (Pettit, 1997: 31). A pesar de que estas dos visiones son, en mi criterio,
conciliables –pues quien se autogobierna disfruta de la posición de quien no está dominado
por ningún otro–, mientras que para Rousseau sólo hay libertad “si se obedece a la ley que
uno se ha prescrito” (Rousseau, 1991: 27-28), Pettit, por el contrario, insiste en que “la
libertad como autogobierno personal es, sin embargo, un ideal más exigente que el de la
libertad como no-dominación; efectivamente, puede darse la no-dominación sin que exista el
autogobierno, pero difícilmente se van a alcanzar cotas significativas de autogobierno si hay
dominación” (Pettit, 1997: 82). Más aún, creo que es posible distinguir un tercer concepto
de libertad genuinamente republicano: la libertad anterior al liberalismo, o libertad cívica
(de la república, cives libera). Esta noción aúna elementos negativos, por cuanto uno de
los principales fines del Gobierno ha de ser la defensa de las libertades que los individuos
disfrutan en el estado de naturaleza (Milton, 1962: 455), con otros típicamente positivos,
pues tal y como los cuerpos de los seres humanos son libres si y sólo si son capaces de
actuar según su voluntad, así también los cuerpos de las repúblicas son libres si y sólo si se
hallan libres de coacciones para hacer uso de sus capacidades de acuerdo con su voluntad
de perseguir sus propios fines. Para una lectura que subraya los elementos positivos –del
vivere civile e libero– de la concepción maquiaveliana de la libertad, vid. Del Águila y
Chaparro (2006).
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 67

sobre una base individual, sin control de recursos ni exigencia de contra-


partida” (Vanderborght y Van Parijs, 2006: 25), es el del Capital Inicial
Universal (CIU), de acuerdo con el cual, y siguiendo el plan propuesto
por Thomas Paine en Agrarian Justice21, cada ciudadano recibe un ca-
pital de una sola vez, ya al inicio de su vida adulta (Ackerman y Alstott,
1999) ya en el momento del nacimiento, si bien en este último caso en
una cuenta indisponible hasta alcanzar la mayoría de edad (Le Grand,
2003). Según este programa, todas las personas deben, en el momento
de su fallecimiento, reintegrar al Estado el capital con sus intereses, al
objeto de contribuir a financiar nuevos capitales iniciales a las personas
que cumplen la mayoría de edad.
A pesar de que un CIU puede ser convertido en una RB y viceversa
–siempre que a la gente se le dé la posibilidad de “hipotecar” los futuros
cobros de su RB–, el énfasis que se haga en uno u otro componente de
la libertad determinará nuestra preferencia por una u otra institución.
Desde la perspectiva de la libertad como no-dominación es más acon-
sejable la periodización de los pagos, pues si la RB pretende garantizar
las condiciones materiales de la ciudadanía no sólo al comienzo sino a
lo largo de toda la vida autónoma de las personas, la posibilidad de dila-
pidar buena parte del CIU en una fiesta de celebración de la mayoría en
Malibú, rodeado de amantes del surf, la caipiriña y la cocaína22, pondría
en riesgo la independencia material sobre la que se basa la libertad como
no-dominación23.

21
Ya en 1797, Paine proponía “crear un fondo nacional para pagar, a todos los ciuda-
danos que hayan alcanzado la edad de 21 años, la suma de 15 libras esterlinas en concepto
de indemnización del derecho natural, del que el sistema de propiedad de la tierra los ha
desprovisto […] y anualmente la suma de 10 libras esterlinas, durante toda su vida, a todos
los individuos que hayan alcanzado la edad de 50 años” (Paine, 1990: 103).
22
Para una discusión sobre el paternalismo, vid. el número 5 de la revista Doxa, 1988.
En su relación con la RB, creo, siguiendo aquí a José Luis Rey Pérez, que “la distribución
en varios pagos de la renta básica es una medida paternalista que queda a medio justificar
o que se apoya en la generalización de la voluntad débil de las personas en su juventud
[…] y en la idea de que todo el mundo desea disfrutar de una cierta estabilidad a lo largo
del tiempo. Para que quedara del todo justificada sería necesario aportar razones de corte
psicológico o de otra naturaleza, en las que apoyar estas generalizaciones. Al no hacerlo,
la justificación del recurso al paternalismo queda incompleta” (Rey Pérez, 2005: 250).
23
Un Gobierno puede abordar la cuestión del uso responsable del capital inicial de tres
modos diferentes: 1) imponiendo condiciones que afectan a los destinatarios (elegibility
restrictions), según la propuesta original de Ackerman y Alstott (1999); 2) fijando restric-
ciones en su uso, de acuerdo con las sugerencias de Nissan y Le Grand (2000) o Halstead
68 Borja Barragué

Desde la óptica de la libertad como autonomía, en cambio, habría


que favorecer la posibilidad de hipotecar los sucesivos pagos de una RB
para obtener un CIU. En ocasiones, la realización de un proyecto de vida
propio –abrir un negocio, por ejemplo, o estudiar un MBA en la facultad
de Empresariales de Harvard– depende de la posibilidad de financiarlo,
y permitir a la gente hipotecar su RB es una buena forma de facilitar el
acceso a esos recursos. Efectivamente, éste es el motivo por el que Bruce
Ackerman y Anne L. Alstott proponen un programa de CIU en lugar de
una RB (Ackerman y Alstott, 1999). Una teoría plausible sobre la libertad
debería comprehender tanto los elementos negativos de la libertad como
no-dominación, como los positivos de la libertad como autonomía. Desde
esta perspectiva ampliada de la libertad, la propuesta del CIU parece al
menos tan razonable como la de la RB.

2. JUSTIFICACIONES NORMATIVAS BASADAS EN LA IGUAL-


DAD

“Todos están de acuerdo en que lo justo en las distribucio-


nes debe estar de acuerdo con ciertos méritos, aunque no
todos coinciden en cuanto al mérito mismo, sino que los
demócratas lo ponen en la libertad, los oligárquicos en la
riqueza o nobleza y los aristócratas en la virtud” Aristóte-
les (1989a, 1131a).

Al igual que ocurre con la libertad, la primera complicación que


presenta el estudio del término “igualdad” es la diversidad de sentidos
que admite el concepto, o más precisamente, la circunstancia de que se
trata de un principio esencialmente comparativo. Ya desde Aristóteles,
“parece que la justicia consiste en igualdad, y así es, pero no para todos,
sino para los iguales; y la desigualdad parece ser justa, y lo es en efecto,
pero no para todos, sino para los desiguales” (Aristóteles 1989b, 1280a,
11-14). La justicia consistiría, entonces, en igualdad para los iguales y
desigualdad para los desiguales. De esta definición podemos extraer dos
criterios de justicia: uno de igualdad estricta o aritmética, según el cual los
casos iguales han de tratarse de la misma manera, y aplicable a la esfera

y Lind (2001); y 3) acompañando el capital inicial de políticas educativas (Paxton y White,


2006).
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 69

de la justicia correctiva; otro de igualdad proporcional o geométrica, de


acuerdo con el que los casos desiguales han de tratarse de forma desigual,
que opera en el ámbito de la justicia distributiva. Es esta última noción
la que nos va a ocupar aquí.
Pero ya desde entonces resulta también claro que la noción de justi-
cia distributiva contiene una doble ambigüedad: en primer lugar, como
muestra el paso de Aristóteles que encabeza este apartado, en cuanto se
discute sobre el criterio de distribución, según cómo se deba entender
el mérito; en segundo lugar, porque es discutido el objeto mismo de la
distribución, que puede consistir en distribuir bienes económicos, opor-
tunidades e incluso la participación en el poder político (Ruiz Miguel,
2002: 212). En los dos siguientes subapartados se analizan las tres prin-
cipales concepciones de la justicia distributiva desde las que, me parece,
se ha tratado de fundamentar la RB: la igualdad de bienestar marxiana, la
igualdad de acceso a la herencia común del libertarianismo igualitarista
y la igualdad de oportunidades del igualitarismo.

2.1. Igualdad de bienestar: la justificación marxista de la RB

En 1986, PVP y Robert J. van der Veen publicaron un artículo titulado


“Una vía capitalista al comunismo”, en la prestigiosa revista Theory and
Society24, en el que discutían la idea de la RB junto con un numeroso
grupo de autores adscritos al marxismo, no clásico sino analítico.
El marxismo analítico es una corriente anglosajona de pensamiento
político y social surgida en los años 70, y que reunió a su alrededor a
una serie de autores –Gerald A. Cohen, Jon Elster, John Roemer, Adam
Przeworski, Erik Olin Wright, Alen Wood, Hillel Steiner, R. J. van der
Veen o PVP–, en lo que más tarde se conocería como Grupo de Sep-
tiembre25. Según Erik O. Wright, “una de las señas de identidad de gran
parte de la teoría marxista [analítica] ha sido […] el que las posiciones
teóricas sean defendidas mediante argumentos y pruebas sistemáticos”,
de tal forma que “prácticamente todos los conceptos y tesis del marxismo
24
Theory and Society, n. 15, 1986. Citaré por la atenta traducción de Natalia G. Pardo,
publicada por la revista Zona Abierta, n. 46-47, enero-junio 1988.
25
El September Group, también llamado the non-bullshit Marxist Group, y creado
a iniciativa de Jon Elster en 1979, se conoce de este modo porque desde entonces se ha
venido reuniendo bianualmente cada septiembre para discutir asuntos del interés común de
sus miembros.
70 Borja Barragué

han sido sometidos a un intenso escrutinio y reconstrucción”, hasta el


punto de que “la única tesis que en la práctica une a todos los teóricos
que se consideran marxistas es la afirmación de que el socialismo de uno
u otro tipo es necesario y deseable” (Wright, 1988: 47, 48). En “Una vía
capitalista al comunismo”, PVP y Van der Veen impugnan esta tesis y,
más aún, lo hacen sobre la base de una concepción marxiana clásica del
comunismo, de acuerdo con la cual: 1) el producto social se distribuye
de tal forma que las necesidades básicas de todos deben ser satisfechas;
y 2) la parte que corresponde a cada individuo es independiente de su
aportación al trabajo. A partir de aquí, el argumento se resume de la
siguiente forma: mientras el comunismo tiene como fin la supresión de
la alienación, el socialismo, al promover la propiedad colectiva de los
medios de producción, implica la abolición de la explotación, ya que los
trabajadores se apropian del producto social en su totalidad. El socialismo
no es la única vía para llegar al comunismo, ni siquiera es una vía nece-
saria, pues no parece que la colectivización de los medios de producción
sea un requisito imprescindible para acabar con la alienación. Más aún,
la inadecuación del socialismo a la actualidad lo hace instrumentalmente
innecesario; en efecto, antes era aproximadamente cierto que los miem-
bros de la clase obrera
1. constituían la mayoría de la sociedad,
2. producían la riqueza de la sociedad,
3. eran los explotados de la sociedad,
4. eran los necesitados de la sociedad,
5. no tenían nada que perder con la revolución, cualquiera que pudiera
ser su resultado, y
6. podían transformar y transformarían la sociedad (Cohen, 1990,
2001).
Hoy, en cambio, no es una buena aproximación a la realidad carac-
terizar a la gran mayoría de la población obrera por los rasgos que van
del 1 al 4, a pesar de que ciertamente aún existen sectores productores
claves, gente explotada y gente necesitada.
Pero aun si el socialismo ya no resulta instrumentalmente necesario
para alcanzar la fase superior del comunismo –pues el capitalismo puede
ser tanto o más eficaz que el socialismo en lo atinente al crecimiento de
la productividad del trabajo–, todavía hay otra manera directamente ética
de justificar el socialismo frente al capitalismo: no como un instrumento
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 71

más eficaz para operar la transición, sino como intrínsecamente más justo
y, por tanto, normativamente superior (Van der Veen y Van Parijs, 1988:
28). Al fin y al cabo, de la misma definición del socialismo como “una
sociedad en la que los trabajadores poseen colectivamente los medios
de producción y en la que, por lo tanto, deciden colectivamente para qué
deben ser utilizados éstos y cómo debe ser distribuido el producto resul-
tante” (ibíd.: 21), se desprende que suprime la explotación. La objeción
“es seria y merece ser tenida en cuenta”, pero en “Una vía capitalista al
comunismo”, PVP y van der Veen prefieren mantenerse “dentro de un
marco teórico marxiano razonablemente ortodoxo”, y es que “para Marx,
la cuestión de la justicia y otras consideraciones éticas eran, cuando me-
nos, secundarias” (ibíd.: 29).
Efectivamente, es dudoso que Marx defendiera algún modelo de
justicia distributiva. Marx simplemente se desocupó de las cuestiones
relativas a la justicia, pues siempre creyó que en la fase superior de la
sociedad comunista iban a desaparecer lo que Hume llamó las “circuns-
tancias de la justicia” (Hume, 1984: 540 y ss). En la sociedad comunista,
pues, ni habría conflicto de intereses –por cuanto la clase tradicional-
mente explotada se liberaría–, ni habría tampoco escasez –porque en tal
fase superior fluirían “con todo su caudal los manantiales de la riqueza
colectiva” (Marx, 1875) 26.
En lo que ahora más nos interesa, y según la tesis Tucker-Wood, no
es sólo que Marx entendiera la justicia como un valor superfluo en la
sociedad de la abundancia del comunismo, sino que objetaba incluso el
principio de igualdad moral subyacente a la misma (Tucker, 1961, 1969;
Wood, 1972). En la visión de estos autores, Marx alcanza esta conclusión
a partir de su análisis del “principio de retribución”, según el cual todos
los trabajadores tienen igual derecho a percibir el fruto íntegro de su
trabajo (Marx, 1875). Así, Marx rechazaría el principio de retribución
26
Marx asume que la abundancia es una condición necesaria del comunismo. El paso
completo de su Crítica al Programa de Gotha es suficientemente expresivo de ello: “En la
fase superior de la sociedad comunista, cuando haya desaparecido la sumisión esclavizadora
de los individuos a la división del trabajo, y con ella, por tanto, el antagonismo entre el
trabajo intelectual y el trabajo manual; cuando el trabajo se convierta no solamente en medio
de vida, sino en la primera condición de la existencia; cuando al desarrollarse en todos sus
aspectos los individuos, se desarrollen también las fuerzas productivas y fluyan con todo su
caudal los manantiales de la riqueza colectiva, sólo entonces podrá rebasarse totalmente el
estrecho horizonte del derecho burgués y la sociedad podrá escribir en su bandera: de cada
uno según su capacidad, a cada uno según sus necesidades” (Marx, 1875).
72 Borja Barragué

al no asignar éste a todos los trabajadores un derecho igual al producto,


pues debido a que algunas personas tienen mayores capacidades que
otras, este derecho en principio igual pasa a convertirse en un derecho
desigual por un trabajo desigual.
Para otros autores, sin embargo, Marx adopta una postura mucho más
comprometida con el valor de la justicia. Así, para PVP y R. van der Veen
(1988: 21 y ss.), Marx sí sostiene un criterio de justicia para aquella fase
superior de la sociedad comunista, que se resume en el enunciado “de
cada uno según sus capacidades y a cada cual según sus necesidades”,
tal como se describe en la Crítica del programa de Gotha. Éste es, en
efecto, el criterio de distribución de la igualdad de bienestar, procedente
de la tradición socialista utópica, y en concreto de Louis Blanc. Para
Marx, y frente al sistema de retribución conforme a las capacidades,
el único criterio de distribución que igualaría con justicia a individuos
desigualmente dotados sería el que considerase las necesidades de las
personas, entendidas no como necesidades básicas, sino en atención a la
diferencia y la mayor variedad y riqueza de necesidades según distintos
sujetos (Ruiz Miguel, 2002: 221). La cuestión radica entonces, para PVP
y R. van der Veen, en si es posible introducir alguna medida de reforma
dentro del capitalismo que permita la satisfacción de este criterio de jus-
ticia en las distribuciones operadas en las sociedades contemporáneas.
Esta institución es la RB. Y es que con su implantación se lograría abolir
la alienación, principal objetivo del comunismo, pues, una vez cubiertas
las necesidades fundamentales de todos los individuos, nadie se vería
obligado a trabajar para poder subsistir.
Dada su intención explicitada de “mantenerse dentro de un marco
teórico marxiano razonablemente ortodoxo” en el que la cuestión de la
justicia y otras consideraciones éticas son secundarias, parece poco per-
tinente elaborar una crítica sobre aspectos normativos que los propios
autores rechazan27. Según el marxismo clásico, llegamos a la igualdad a
27
En este sentido, para PVP y R. van der Veen “lo que importa realmente cuando se
valora un modo de producción no es hasta qué punto el producto social se reparte equitativa-
mente, sino hasta qué punto estimula efectivamente el desarrollo productivo en dirección al
comunismo pleno” (Van der Veen y Van Parijs, 1988: 29). Antes de la caída del comunismo
europeo, los marxistas –o al menos algunos de ellos– vivían en la fe de que la consumación
de siglos de explotación y lucha de clases sería una condición de la abundancia material
que permitiría la autorrealización de todas las personas, en una sociedad en la que “el libre
desarrollo de cada uno será la condición del libre desarrollo de todos” (Marx, 1875). Hoy,
los marxistas analíticos han comprendido que, pese a la relativa abundancia de las sociedades
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 73

través y como resultado de la historia (Cohen, 2001:16). Por ello, sólo


apuntaré tres críticas que, en la medida en que se me antojan difícilmen-
te salvables, hacen de la igualdad de bienestar un criterio distributivo
inoperante:
1º) No salva la objeción del esclavo satisfecho, pues las personas con
mayores capacidades adaptativas recibirán menos medios (Ruiz Miguel,
2002: 225).
2º) Puede favorecer la irresponsabilidad individual y el desarrollo
de gustos caros en algunas personas, y con ello disminuir el bienestar
de otras, que acabarían pagando por caprichos extravagantes y ajenos
(Cohen, 1989; Arneson, 1989).
3º) El bienestar no parece ser ni lo único ni lo más valioso (Dworkin,
1981: 221-222), y, además, en las sociedades modernas y diversas las
personas razonablemente divergirán sobre los elementos constitutivos
de la vida buena (Arneson, 2002).

2.2. Igualdad de acceso a la herencia común: la justificación


libertariana igualitarista

En los últimos tiempos, es apreciable un interés creciente por el


libertarianismo igualitarista (left-libertarianism), el cual sostiene: 1º) la
completa propiedad de sí mismos de los agentes y 2º) que los recursos
naturales –la atmósfera, la tierra, etc.– pertenecen a todo el mundo por
igual (Vallentyne, 2005: 201). El libertarianismo de izquierda coincide
con el más familiar libertarianismo de derecha –o filosofía política neo-
liberal– en la exigencia de la auto-propiedad, pero disiente radicalmente
en cuanto a las condiciones exigibles para la adquisición de la propiedad
privada de los recursos naturales. El mero hecho de ser la primera persona
en reclamar, descubrir o añadir trabajo a unos recursos que inicialmente
no son propiedad de nadie, no otorga –en contraste con la teoría liberta-
riana propietarista de Robert Nozick28– un derecho absoluto a la propie-

occidentales modernas, la escasez se ha convertido en un problema crónico, y entienden “la


cuestión de la justicia” como una cuestión primordial y el criterio de las necesidades como
un principio de justicia distributiva.
28
En la teoría –deontológica– de los derechos de Nozick (1974), toda sociedad que
satisfaga las siguientes tres cláusulas puede considerarse justa: 1) La cláusula de la autopro-
piedad, o propiedad de cada uno sobre sí mismo, 2) la cláusula de la adquisición originaria
74 Borja Barragué

dad privada de ellos. El libertarianismo de izquierda parece prometedor


porque, por un lado, reconoce derechos de libertad y seguridad a todos
los agentes, y, por otro, ofrece una base sobre la que fundar éticamente
las demandas en favor de alguna forma de igualdad material. O, dicho
de otra forma, por cuanto parece una forma plausible de liberalismo
igualitario. Más concretamente, la que sostiene las teorías de la justicia
de Hillel Steiner (1992, 1994) y PVP (1992, 1996).
Como se recordará, la libertad real de PVP alcanza a los medios, de
tal forma que son los recursos externos los que van a determinar que una
persona pueda realizar en mayor o menor medida sus planes de vida. Es-
tos recursos se deben repartir equitativamente entre todos los miembros
de la comunidad y la RB es la herramienta escogida tanto por Steiner
como por PVP, a través de la cual se opera el reparto. La dificultad estriba
en decidir cuál es el conjunto de bienes que, integrando el acervo común,
ha de ser repartido.
De acuerdo con los dos principios enunciados más arriba y que carac-
terizan al libertarianismo igualitarista, una primera intuición podría lle-
varnos a pensar que lo único que ha de ser redistribuido son los recursos
naturales. Dadas las dificultades prácticas de distribuir entre los miembros
de la comunidad –local, nacional o incluso mundial– los beneficios de
los recursos naturales, lo apropiado sería, aquí tanto para Steiner (1992)
como para PVP (1996), gravarlos con un impuesto sobre el que fundar
una renta. Pero para PVP lo que resulta pertinente distribuir no son sólo
los recursos naturales, sino “el conjunto completo de medios externos
que afectan a la capacidad de las personas para poder llevar adelante sus
correspondientes concepciones sobre la vida buena, con independencia
de si esos bienes son naturales o producidos. Las dotaciones externas
incluyen en el más amplio sentido cualquier objeto externo utilizable
al que tengan acceso los individuos” (Van Parijs, 1996: 129). Dentro de

justa y 3) la cláusula de la rectificación de las injusticias, que proporciona el criterio de


reaparación cuando algo se adquirió injustamente. De este modo, Nozick piensa no sólo que
los individuos son dueños de sí mismos, sino también que, con el mismo derecho moral,
pueden convertirse en dueños perfectamente legítimos de todos los recursos mundiales
que quieran, siempre y cuando respeten el principio de la adquisición justa. De acuerdo
con éste, una persona puede adquirir “un derecho de propiedad permanente y transferible
por herencia sobre una cosa que antes no era de nadie” mientras “[no] empeore por eso la
posición de otras que ya no tienen libertad para utilizarla” (Nozick, 1974: 178). Puesto que
la apropiación inicial lleva aparejado el derecho de transferencia, una vez que las personas
adquieren propiedades se hace necesario un mercado libre para los recursos productivos.
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 75

estos medios externos, PVP identifica, en un primer momento, las he-


rencias y donaciones y la tecnología. Pero incluso una simple inspección
de las cifras pertinentes advierte del hecho de que la cuantía de una RB
así financiada resulta “espantosamente baja”. Por este motivo, de orden
notablemente práctico, PVP esgrime a continuación el argumento más
controvertido de su teoría: “El hecho crucial a considerar”, afirma el bel-
ga, “teniendo en cuenta cómo están organizadas nuestras economías, es
que la categoría más importante de activos está formada por los trabajos
que las personas tienen como recursos” (ibíd.: 118). Considerando, pues,
que en nuestras economías el desempleo amenaza con convertirse en una
disfunción crónica del mercado, puesto que la escasez de los empleos
se genera automáticamente, “quienes los tienen se apropian de una renta
a la que legítimamente se le pueden establecer impuestos, de manera
que incrementen sustancialmente el [pírrico] nivel de ingreso básico”
(ibíd.:118)29. Al margen de la objeción del free-rider, que por motivos de
espacio y oportunidad no es objeto de examen ahora, importa observar
que PVP reviste con un discurso filosófico una decisión que, partiendo de
una observación empírica, persigue que la reforma institucional propuesta
tenga consecuencias positivas apreciables; esto es, se nos presenta como
una derivación lógica de una determinada visión de la justicia social –es
decir, como un argumento normativo– lo que en realidad es una estrategia
pragmática –un argumento consecuencialista–. Su intención, no obstante,
creo que es la suma de la decisión de PVP de considerar los empleos como
activo, por un lado, con la presencia de la motivación humana básica que
Samuel Bowles y Herbert Gintis denominan reciprocidad fuerte (Bowles
y Gintis, 2001), por otro, lo que ha provocado que el “modelo RFA” de
RB sea rechazado incluso desde posiciones fuertemente igualitaristas,
mientras que el “modelo Alaska” prácticamente no lo discute nadie30.
Es evidente que no todas las comunidades cuentan con una riqueza de
recursos naturales comparable a la de Alaska. Pero eso no significa que

29
Por su parte, en “Three Just Taxes” (1992), Hillel Steiner defiende el establecimiento
de tres impuestos “justos”, al objeto de distribuir igualitariamente entre todos los miembros
de la comunidad relevante –para Steiner, la internacional o mundial– los réditos obtenidos
como consecuencia de la recepción de una “herencia común”: uno sobre los frutos debidos al
uso de los recursos naturales, otro sobre las herencias y, en fin, un tercero sobre la dotación
genética.
30
Tal como me hizo observar Daniel Raventós, es necesario matizar esta aseveración
para que dé cuenta del hecho de que el “modelo Alaska” de RB prácticamente no lo discute
nadie hoy, mientras que fue muy contestado en el momento de su implantación.
76 Borja Barragué

la equiparación entre recursos naturales y empleos que propone PVP sea


una exigencia moral derivada de la adopción de una determinada noción
de la justicia social; es, de serlo, una exigencia práctica. Sin embargo,
incluso esto último es discutible.
Efectivamente, la propuesta de CIU de Ackerman y Alstott (1999),
al financiarse sobre la riqueza y no sobre las rentas de los empleos, es
más fácilmente conciliable con los principios característicos del liberta-
rianismo igualitarista. Si la riqueza no fuera una fuente de financiación
suficiente, aún podría pensarse en recurrir a los impuestos sobre el valor
del suelo, sobre las herencias y donaciones, sobre la herencia genética o
sobre el uso de bienes comunes (common assets)31. A este último respecto,
creo que sería de particular interés estudiar la posibilidad de establecer
impuestos pigouvianos sobre las emisiones de CO2 a la atmósfera, un
bien cuya propiedad moral nos corresponde a todos, pero de cuya ex-
plotación económica se benefician sólo unos pocos –señaladamente,
los accionistas de aquellas empresas que han obtenido gratuitamente el
derecho a contaminarla en los mercados de emisiones–. En contraste con
la filosofía de PVP, todas estas propuestas son más acordes con la idea de
predistribuir igualitariamente la herencia común (Robertson, 2000: 10),
que con la de redistribuir los ingresos procedentes del mercado laboral.

2.3. Igualdad de oportunidades: la justificación igualitarista

La justificación predominante en nuestras sociedades en favor de la


distribución de recursos se basa en la idea de la igualdad de oportunidades
(Kymlicka, 1995: 68-69). La igualdad de oportunidades les parece justa a
muchos porque, con ella, se asegura que el destino de las personas se rija
no por sus circunstancias –moralmente arbitrarias– sino por sus eleccio-
nes, aquellas de las que es razonable hacerles responsables. Por ello, el
modelo de igualdad de oportunidades “resulta ser un modelo coherente
con sociedades bien desiguales en los resultados” (Ruiz Miguel, 2002:
139). Aunque, siquiera en la práctica, se hace difícil discriminar aquellas
decisiones por las que se nos puede considerar responsables –y que por
31
Los bienes comunes o de propiedad colectiva –commons– son un tipo de recursos
que, en tanto que creados colectiva o naturalmente, pertenecen, desde una perspectiva moral,
a todos los ciudadanos, y entre los que se incluirían la atmósfera, los bosques o los ríos,
pero también recursos socialmente creados, como los parques nacionales o las comunidades
científicas.
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 77

consiguiente justifican resultados desiguales en cuanto a recursos– de


aquellas otras que se deben al mero azar –por las que es injusto que algu-
nos agentes acaben siendo desfavorecidos en sus oportunidades–.
Así, existe cierto consenso en torno a la idea de que no es suficiente
con que la mayoría de una sociedad rechace las discriminaciones con raíz
social, sino que es preciso que la visión predominante afirme asimismo
el carácter inmerecido de las ventajas naturales, resultado de la lotería
genética. En este sentido se han pronunciado John Rawls (1999, 2001),
Ronald Dworkin (2000) y John Roemer (1998, 2001), seguramente tres
de los filósofos políticos contemporáneos más brillantes, aunque desde
diferentes posiciones.
En nuestras democracias occidentales prevalecen hoy dos concep-
ciones de la igualdad de oportunidades32. La primera articula el ideal de
una sociedad sin clases. Llevada hasta su límite la exigencia de reducir
las ventajas competitivas que determinadas circunstancias favorables
confieren a algunos individuos, se alcanza el ideal que John Rawls ha
denominado “igualdad de oportunidades equitativas” (Rawls, 1999,
2001). Este criterio resultaría satisfecho sólo en aquellas sociedades en
que todos los agentes dotados con unos mismos talentos naturales y una
misma ambición tuvieran una misma posibilidad de éxito en los proce-
sos de selección de los cargos que otorgan mayores beneficios a quienes
los ocupan. La igualdad de oportunidades equitativas requiere, así, que
el estatus socio-económico del entorno en que nos educamos no tenga
ninguna repercusión sobre nuestras oportunidades.
La segunda concepción, que denomino, siguiendo a Roemer, de la
“nivelación del terreno de juego”, establece que “la sociedad debiera
hacer lo posible para “nivelar el terreno de juego” entre los individuos
que compiten por un puesto, o nivelarlo previamente durante su período
de formación, de modo que todos aquéllos capaces de desempeñarlo sean
aceptados, llegado el caso, entre los aspirantes que van a competir por
él” (Roemer, 1998: 71). Un ejemplo de este principio sería proporcionar
una educación compensatoria a los niños procedentes de las posiciones
sociales más desfavorecidas, de modo que un mayor número de ellos
adquiera las competencias necesarias para competir por los mismos
empleos con niños de extracción más favorecida. Desde esta posición,
en apariencia similar a la anterior, se formuló una importante crítica al
principio de diferencia de Rawls, que obligó a su reconfiguración para
32
En este punto sigo los desarrollos analíticos de Roemer (1998) y Arneson (2002).
78 Borja Barragué

hacerlo aplicable a casos inicialmente no previstos en él. Y es que las


diferencias debidas a discapacidades, enfermedades o graves discrimina-
ciones merecen tanta compensación como las de quienes se encuentran
peor situados socialmente por razones sociales y económicas (Dworkin,
2000; Sen, 1995).
Los problemas concernientes a la igualdad de bienestar han motiva-
do que la mayoría de la filosofía política igualitarista, la cual ha servido
como fundamento a los derechos sociales, haya optado por igualar las
oportunidades, y no el bienestar, de todos los agentes en el punto de
partida (Rey Pérez, 2007: 473). Independientemente de que el objeto de
distribución sean los bienes primarios (Rawls, 1997), los recursos (Dwor-
kin, 2000) o las capacidades (Sen, 1995), si la RB se quiere promover
como derecho social, habría que ver qué encaje tiene en los modelos de
igualdad de oportunidades.
Situados en estas posiciones igualitaristas y, más concretamente,
tras el “velo de la ignorancia” en la teoría de Rawls, no parece difícil
elaborar un argumento favorable a la adopción de una RB: dado que no
se conoce la posición social que se va a ocupar, parece razonable pensar
que, mientras que una mayoría de la gente no será tan adversa al riesgo
como para acordar un principio por el que las desigualdades sociales y
económicas sólo resultan admisibles en tanto favorezcan a los miembros
menos aventajados de la sociedad, esa misma mayoría sí convendrá al
menos en la fijación de una renta universal garantizada, como malla de
protección frente a la pobreza. Más aún cuando el propio Rawls señala
que “junto con las otras políticas sociales que regula, el principio de dife-
rencia especifica un mínimo social que se deriva de una idea de reciproci-
dad. Este mínimo cubre al menos las necesidades básicas esenciales para
una vida decente, y presumiblemente más cosas” (Rawls, 2001: 176). A
diferencia del mínimo de subsistencia admitido por Hayek (1959: 313-
314) por razones humanitarias o de caridad, y no de justicia, el mínimo
social de Rawls se deriva de una idea de (justa) reciprocidad. No obstante,
es también esta idea la que motivó que Rawls rechazara expresamente
la sugerencia de que un “modelo RFA” de RB encajaba en el esqueleto
de su teoría de la justicia. Rawls es favorable a la instauración de alguna
forma de mínimo social que cubra las necesidades básicas esenciales
para una vida digna, pero se opone al “modelo RFA” por cuanto viola el
principio de reciprocidad.
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 79

Y aún habría otro motivo por el que rechazar este peculiar diseño de
la institución desde la igualdad de oportunidades. Este segundo problema
de encaje se relaciona con el hecho de que en el “modelo RFA” la RB se
entrega en pagos sucesivos, y tal carácter periódico –vinculado al modelo
marxista de igualdad de bienestar al que originariamente PVP y R. van
der Veen adscriben la institución– casa mal con la igualdad de oportu-
nidades considerada no a lo largo de toda una vida, sino en el punto de
partida. Por ello, quienes defienden el reconocimiento de una RB desde
posturas cercanas al socialismo deberían, creo, optar por un único pago.
Esto es, por una política de diseño similar al de un CIU.

3. UNA JUSTIFICACIÓN NORMATIVA DESDE LA FRATERNI-


DAD

“De suerte que resulta manifiesto que hay una injusticia


parcial junto a la otra total […] el sentido de ambas estri-
ba, en efecto, en su referencia al prójimo”.
Aristóteles (1989a, 1130a, 33-34, 1130b, 1-2).

3.1. Crisis del Estado-nación y ciudadanía: liberalismo y


republicanismo

Decía al comienzo que los últimos años han venido marcados por la
discusión en torno al nuevo contexto en el que nos movemos. Un entorno
en el que las empresas carecen de nacionalidad y operan en todo el mundo
sin que puedan ser obligadas por los Estados nacionales a la observancia
de sus regulaciones. Éste es, insisto, el sentido económico de la palabra,
y, vista así, la globalización vendría a significar la superación del marco
del Estado-nación.
Los procesos de globalización implican un nuevo contexto, muy
diferente al que surgió tras el final de la II Guerra Mundial, cuando los
Estados sociales se extendieron en Occidente como la forma generalmen-
te aceptada en ese marco cultural de organización político-social. Con la
globalización, empero, muchas de las decisiones relativas al consumo y a
la inversión, así como a los niveles salariales y de fiscalización, escapan
al control de los Estados nacionales. En el plano simbólico, la emergencia
de nuevas formas de lealtad representa un desafío que ha de ser enfrenta-
80 Borja Barragué

do desde la filosofía política con el objeto de alumbrar nuevas fórmulas


de vivir en común. La omnipresencia del término ciudadanía en las
ciencias sociales y en la agenda política va unida a un intento de ampliar
su campo de aplicación (Velasco, 2005: 195). Pero no se trata sólo del
Estado-nación, sino que “las bases de la doctrina liberal de los derechos
humanos han cambiado” (Carta de Derechos Humanos Emergentes: 2).
En cualquier caso, el interés que los filósofos políticos contemporá-
neos muestran últimamente por las cuestiones relativas a la ciudadanía
viene a cubrir un importante vacío dejado por la teoría rawlsiana (Thie-
baut, 1998). En el liberalismo igualitarista, la participación política
cumple con su rol de garante de los derechos y libertades básicas de los
ciudadanos sólo en tanto que éstos deciden participar mayoritariamente.
La sociedad bien ordenada de Rawls, por poner un ejemplo, crea un clima
dentro del cual los ciudadanos adquieren un sentido de la justicia que les
inclina a participar en los asuntos públicos. Así, uno de los efectos que
se desprende de la buena ordenación de una sociedad es que los ciuda-
danos se hallan imbuidos de un cierto sentido de la justicia, de modo
que cumplen generalmente con las instituciones básicas de la sociedad
y tienden a participar para su conservación. En el caso de Dworkin, una
concepción de la vida buena “consistente” presupone la existencia de una
sociedad justa, donde a cada ciudadano se le otorga el lote de recursos que
le corresponde. Es decir, bien por su sentido de la justicia o bien por el
vínculo que establecen entre vida buena y política, los agentes tienen mo-
tivaciones para contribuir con su parte al sostenimiento de una sociedad
justa (Daguerre, 2006). Ahora bien, cuando lo que nos encontramos en
la realidad son sociedades en las que las desigualdades de riqueza son de
hecho injustificables desde una perspectiva liberal igualitaria, las teorías
de Rawls y de Dworkin son incapaces de estimular la participación. Ne-
cesitan que la sociedad esté bien ordenada para que haya participación, la
cual, a su vez, es un requisito necesario para que la sociedad se conserve
igual de bien ordenada.
Desde una perspectiva republicana, la RB podría contribuir a tratar
de buscar una salida a esa petición de principio en la que se encuentran
atrapadas las teorías liberales, al enfrentarse con las situaciones reales
de sociedades donde las desigualdades de riqueza son difícilmente justi-
ficables sobre la base de cualquier concepción de la justicia distributiva
más o menos igualitaria. De una parte, ya que podría contribuir a que los
agentes utilizasen una parte del incremento operado en su tiempo de ocio
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 81

para participar en la gestión de la cosa pública; de otra, porque ya para


el republicanismo clásico la propiedad, entendida como independencia
socioeconómica, era considerada como una condición necesaria para el
ejercicio de la virtud cívica (Casassas y Raventós, 2005).
Esta exigencia del republicanismo clásico ha sido adoptada por las teo-
rías filosóficas republicanas contemporáneas. Así, Philip Pettit, uno de sus
máximos exponentes, asegura que “si un Estado republicano está compro-
metido con el progreso de la causa de la libertad como no-dominación entre
sus ciudadanos, no puede menos de adoptar una política que promueva la
independencia socioeconómica” (Pettit, 1999: 209). Sin embargo, aquí se
advierte una diferencia fundamental entre el mundo clásico y el moderno.
Mientras que en la Grecia clásica las exigencias de una cierta virtud cívica
les eran impuestas a un número muy pequeño de individuos, hoy la con-
dición de ciudadano se ha extendido hasta abarcar prácticamente a todos
los adultos, lo que para la teoría republicana significa que la exigencia de
la independencia material –como condición para disfrutar de la libertad
como no-dominación, y como condición de la igualdad política– también
se ha “universalizado”. Quizá por ello la Carta de Derechos Humanos
Emergentes, en su artículo 1.3, reconoce “El derecho a la renta básica, que
asegura a toda persona, con independencia de su edad, sexo, orientación
sexual, estado civil o condición laboral, el derecho a vivir en condiciones
materiales de dignidad”. La RB haría material el valor de la igualdad
política de todos los agentes y, por consiguiente, vendría a constituir un
derecho social. Suponiendo que así fuera, el problema, desde la perspectiva
republicana, sería cómo articular el cumplimiento de los deberes que llevan
aparejados los derechos33. O, dicho de otra manera, concretar las exigencias
de la virtud cívica republicana.

3.2. Dos concepciones de la fraternidad, y la importancia del


“éthos” republicano

La fraternidad es el pariente pobre de la tríada democrático-republi-


cana moderna, “cenicienta de los valores emblemáticos fundacionales de
33
“One such question, discussed with much enthusiasm amongst republican political
theorist, is whether the condition of citizenship requires the enjoyment of an independent
material sphere, regardless of the productive contribution an individual makes to society,
or whether full citizenship instead depends on individuals proportionally contributing to
the constitution of the social product” (De Wispelaere, Widerquist y Casassas, 2007: 3).
82 Borja Barragué

la tradición democrática en la que –mal que bien– seguimos orientándo-


nos, ¿qué puede prometernos la fraternidad que no nos hayan prometido
ya –y no siempre cumplido– la libertad y la igualdad?” (Doménech,
1993: 49-50)34. La libertad o la igualdad no presuponen vínculo positivo
afectivo alguno entre los individuos, aunque tampoco lo contrario. Dos
individuos pueden ser libres o iguales en algún aspecto relevante entre
sí sin necesidad de sentir ningún afecto mutuo. Siendo, por tanto, la re-
lación fraternal una relación afectiva, la concepción que se tenga de ella
deriva de la idea más abstracta que se tenga de las disposiciones afecti-
vas, esto es, del amor (ibíd.: 52). A continuación expondré brevemente
dos concepciones algo distintas del amor que, por ende, resultan en dos
concepciones algo disímiles de la fraternidad: la fraternidad erótica de
Aristóteles y la fraternidad agápica del cristianismo.
La amistad entre dos individuos puede ser, para Aristóteles, interesa-
da, cuando no se persigue con ella más que satisfacer la mutua ventaja,
placentera, si lo que se busca es el placer, o “perfecta”, si la relación no
se establece por motivos instrumentales. En este punto, la doctrina de la
amistad perfecta consiste básicamente en sostener que, dado que la iden-
tidad de los sujetos está en gran parte contenida en su carácter, y siendo
así además que la virtud consiste en ser capaz de automodelar el carácter,
querer a otro desinteresadamente equivale a quererle por su virtud35.

34
En este apartado sigo, fundamentalmente, el desarrollo analítico de Doménech
(1993). Y es que, según nos advierte este autor, la fraternidad no figura como voz ni en los
diccionarios de ciencia política ni en los de filosofía, apenas hay bibliografía monográfi-
camente dedicada a ella y, a diferencia de sus compañeras, la libertad y la igualdad, “ni
siquiera está plenamente recogida como tal por las sucesivas declaraciones de los derechos
humanos que fue adoptando la Revolución” (ibíd.:50). Transcurridos quince años desde la
publicación del artículo de Doménech, la situación sigue siendo hoy la misma: al introducir
para su búsqueda la voz “freedom” en la Stanford Encyclopedia of Philosophy –de consulta
libre a través de Internet en el sitio web: http://plato.stanford.edu–, el buscador encuentra
495 entradas relacionadas con ella; algo similar ocurre con respecto a “equality”, aunque
con un resultado menos exuberante, de 252 entradas. Al introducir el término “fraternity”,
en cambio, no se obtienen más que 10 entradas, cuya “relación” con el concepto buscado
es, a veces, un tanto sorprendente: así, las tres primeras son, por este orden, un artículo
sobre la filosofía de “Emmanuel Levinas”, otro sobre “La autoridad y la obligación legal”
(legal obligation and authority) y, en fin, un tercero relacionado con el castigo legal (legal
punishment). La quinta entrada, por cierto, es la dedicada a la obra de “Isaiah Berlin”. Última
consulta, 12 de diciembre de 2008.
35
La doctrina de la amistad perfecta de Aristóteles sostiene, tal como la resume
Doménech, lo siguiente: “1º Que la identidad de los sujetos está en gran parte contenida
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 83

El amor cristiano por excelencia, en cambio, no es el éros, sino


el ágape: así, “el paradigma del amor agápico es el amor gratuito que
Dios profesa a todas sus criaturas independientemente de sus méritos
o excelencias” (Doménech, 1993: 58), pues, de acuerdo con la visión
antropológica cristiana, el hombre es incapaz por sí mismo de aspirar al
bien, y todo lo bueno que encontremos en él le ha sido regalado por Dios,
sin mérito alguno por su parte. Pues bien, en este punto, es ciertamente
difícil rechazar la idea de que la etapa superior del comunismo, en la
que se tomará de cada uno según sus capacidades y se dará a cada uno
según sus necesidades, es una realización laica del amor agápico (ibíd.:
60). Además, puesto que el amor fraternal agápico hacia los otros no es
más que un pálido reflejo del amor divino hacia los hombres, aquél debe
quedar subordinado al amor a Dios. A diferencia de la fraternidad erótica
aristotélica, la fraternidad agápica cristiana no es un valor de la justicia
terrenal. Por ello, Leibniz reduce la justicia a lo que para Aristóteles no
es sino justicia parcial, relegando la fraternidad al más allá. Eso quiere
decir que el mandato de solidaridad queda expulsado de la ética pública
y que la justicia social se desentiende del problema de la unidad de la
sociedad36. En la línea de esta doctrina, se puede entender el postulado

en su carácter, y que ese carácter es en gran medida resultado de las acciones de los
individuos […]. 2º) Que ese carácter es, por lo tanto, (auto)modelable, es decir, que es, al
menos parcialmente, (auto)elegible, en lo que consiste precisamente la virtud o excelencia
personal (la areté). 3º) Que […] sólo las acciones resultantes de elecciones deliberadas
pueden contribuir a la automodelación eficaz […] Pues ocurre 4º que el hombre incapaz
de deliberar sobre los deseos que le conducen a la acción no elige su acción […] Es el caso
entonces 5º que […] los viciosos no pueden realizar en su relación con los demás unidad de
ningún tipo […] Mientras 6º que, en cambio, el hombre virtuoso, cuya existencia o modo
de ser puede hasta cierto punto identificarse con sus obras está unitariamente integrado y
por eso mismo puede hallar la unidad con otros individuos […] Por eso […] 7º querer a
otro por “sí mismo” equivale a quererle por su excelencia, pues el “sí mismo”, su identidad,
está definida por su carácter excelente, por su virtud, y por las acciones y elecciones que
de ella fluyen […]” (Doménech, 1993: 54-55).
36
Por el contrario, Txetxu Ausín y Lorenzo Peña señalan que “en rigor –y lejos de ser
exactas las alegaciones de Toni Doménech, en el sentido de que Leibniz relega la fraternidad
al más allá–, lo curioso es que el más allá realiza sólo la fraternidad del puñado de los no-
condenados, según lo exige la doctrina evangélica de la salvación. Afortunadamente tales
consideraciones quedan al margen de las tesis de Leibniz de las cuales nos ocupamos en
este artículo, las que se refieren al deber de fraternidad en esta vida y en la sociedad humana
de este mundo” (Ausín y Peña, 2002: 10n). No obstante, si no lo he entendido mal, esto es
precisamente lo que alega, y critica, Toni Doménech: mientras para Aristóteles la justicia
total va unida a la amistad al hombre virtuoso y, por consiguiente, al mundo terrenal, la
84 Borja Barragué

liberal de neutralidad –como demuestra el decidido compromiso de


PVP por elaborar una teoría de la justicia que sea neutra en relación
a las diferentes concepciones de la vida buena– y la crítica marxiana
al socialismo “fraternal” de Louis Blanc, que R. van der Veen y PVP
recogen en su afirmación de que “[el] comunismo […] no requiere el
altruismo. (De hecho, si lo requiriera, los que rechazan el comunismo
por ser irremisiblemente utópico tendrían toda la razón)” (Van der Veen
y Van Parijs, 1988: 23).
Desde posiciones igualitaristas se ha criticado el poco interés que
tanto el marxismo como el liberalismo tienen por el ethos, entendido
como motor de la transformación social. Y es que tanto Marx como
Rawls piensan que no es necesaria la presencia de un ethos solidario
para que se supere la desigualdad, sino que basta con una revolución en
la estructura socioeconómica. En el caso del primero, su desdén por la
fraternidad se funda en su creencia en la inevitabilidad de la igualdad.
En la fase superior del comunismo, cuando “al desarrollarse en todos sus
aspectos los individuos, se desarrollen también las fuerzas productivas
y fluyan con todo su caudal los manantiales de la riqueza colectiva, sólo
entonces podrá rebasarse totalmente el estrecho horizonte del derecho
burgués y la sociedad podrá escribir en su bandera: de cada uno, según su
capacidad, a cada uno según sus necesidades” (Marx, 1875). La creencia
marxiana en la inevitabilidad de la igualdad se basa, así, en la hipótesis
de la abundancia material.
El caso de Rawls es algo más complejo. Para los liberales, la
igualdad no se alcanza mediante una lucha de clases rematada por la
abundancia material –ambas inevitables, pues el capitalismo genera
sus propios enterradores37–, sino que se materializa en la elaboración
de una constitución acorde con determinados principios de justicia. El
problema aquí es, pues, el lugar que los principios de la justicia distri-
butiva ocupan en la teoría de Rawls (Cohen, 2001: 17). Efectivamente,
lo que Gerald A. Cohen –y en cierto sentido también Richard J. Arneson
iustitia universalis de Leibniz se aplaza hasta la ciudad de Dios ultraterrena, porque la
Tierra, como el hombre, no es sino naturaleza “caída”.
37
En este sentido, Marx dijo que “la humanidad se impone sólo tareas que puede
resolver puesto que […] la propia tarea surge sólo cuando las condiciones materiales para
su solución ya existan o al menos estén en proceso de formación” (Marx, 1978), y Rosa
Luxemburgo que “la historia […] tiene la buena costumbre de producir siempre junto con
cualquier necesidad social real los medios para su satisfacción, junto con la tarea simultá-
neamente la solución” (Luxemburgo, 1977).
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 85

(1990)– entiende como un asunto de justicia en las elecciones persona-


les, Rawls lo vería como una virtud diferente, tal como la solidaridad o
la generosidad, y, en cualquier caso, como un tema secundario dentro
de su ética social. En su crítica a Rawls, se ha venido enfatizando el
cuestionamiento que Gerald Cohen hace del principio de diferencia
rawlsiano, debido a que tolera ciertas desigualdades bajo la pretensión
de que son necesarias para mejorar la suerte de aquellos individuos
menos aventajados. Pero incluso cuando se observa con atención que la
argumentación de Cohen tiene el mérito de haber puesto de manifiesto
el hecho de que, en una sociedad bien ordenada como la propuesta por
Rawls, el principio de diferencia puede justificar la desigualdad sólo si
no todos en ella aceptan ese principio –por lo que, en sentido estricta-
mente rawlsiano, tal desigualdad es injustificable–, acaba concluyén-
dose que “mientras que el modelo de Rawls puede servir de referencia
inmediata para sociedades como las actuales”, el modelo de sociedad
justa de Cohen “viene a proponer el ideal de la (supuesta) fraternidad de
los conventos” (Ruiz Miguel, 2002: 232). No es sólo que el altruismo
sea innecesario para alcanzar una sociedad de hombres más libres y más
iguales, sino que implica la asunción de una motivación ausente en los
comportamientos de los seres humanos.

3.3. El homo reciprocans y la Renta Básica

En primer lugar, se impone observar que no es incompatible un


comportamiento autointeresado en el mercado con estar dispuesto a
pagar más impuestos por apego a ciertos principios éticos igualitaristas
(Roemer, 2001). Pero si bien es cierto que parece improbable que los
individuos actúen motivados por un altruismo incondicional, también
lo es que necesitamos reconsiderar los elementos motivacionales bá-
sicos del homo economicus. Y es que en experimentos y encuestas, las
personas no se comportan de modo mezquino, pero su generosidad es
condicional. Más aún, los individuos distinguen entre los bienes y ser-
vicios que han de ser distribuidos, favoreciendo el reparto igualitario
de aquéllos que atienden a la satisfacción de necesidades básicas, y
entre los beneficiarios, ayudando a quienes se cree que lo “merecen”
(Bowles y Gintis, 2001, 2002).
A comienzos de la década de 1980, Robert Axelrod organizó un
concurso mundial sobre el dilema del prisionero iterado, en que la
86 Borja Barragué

estrategia vencedora resultó ser la del tit for tat (pagar con la misma
moneda) propuesta por Anatol Rapoport, y que consiste en: 1) empe-
zar cooperando; 2) vengarse cuando el otro no coopera; y 3) cooperar
cuando el otro vuelve a hacerlo. En opinión de Bowles y Gintis (2001),
el éxito de esta estrategia se debe, sobre todo, a que capta bien las mo-
tivaciones de reciprocidad fuerte38 presentes en los seres humanos, y
ello porque es amable, pues empieza cooperando, y de alguna forma
también misericordiosa, en tanto que una vez rota la cooperación por
el otro, cuando éste vuelve a cooperar, tit for tat también coopera. Sin
embargo, la reciprocidad fuerte implica, simultáneamente, una voluntad
de castigar a aquéllos que violan la cooperación, y es que las políticas
igualitaristas que “compensan a las personas independientemente de
cómo y cuánto contribuyen a la sociedad son consideradas injustas y
no son apoyadas” (Bowles y Gintis, 2001: 187).
Pese a que la reciprocidad fuerte puede considerarse una mala no-
ticia para políticas igualitaristas como la RB, los individuos también
mostraron regularmente otro mecanismo conductual que los propios
Bowles y Gintis denominan generosidad con las necesidades básicas.
Motivados por esta generosidad, los agentes tienden a priorizar la
satisfacción de las necesidades básicas de quienes lo merecen. Esto
complica el debate sobre la viabilidad conductual de políticas como
la RB, y podría llevarnos a considerar que un programa de RB pre-
sentado como la única medida eficaz de lucha contra la pobreza pueda
ser conductualmente viable (Noguera y De Wispelaere, 2007). Siendo
esto cierto, creo que la motivación humana de la reciprocidad fuerte
incorpora una robusta concepción de la fraternidad erótica, de acuerdo
con la cual quiero al otro por sus méritos y por sus acciones. A pesar de
que es verdad que este amor fílico que los revolucionarios de 1789 in-
tentaron devolver al ámbito público está impregnado de ágape cristiano
(Doménech, 1993: 62), la centralidad que el valor de la virtud ciudadana
ocupa en aquél es determinante en la convicción de que entre todos los
iguales debe existir un balance ajustado de derechos y obligaciones
capaces de regular el intercambio social.

38
“Por reciprocidad fuerte entendemos una propensión a cooperar y compartir con
aquéllos que tienen una disposición similar y una voluntad de castigar a aquéllos que violan
la cooperación y otras normas sociales” (Bowles y Gintis, 2001).
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 87

4. CONCLUSIONES

1. Las justificaciones éticas fundadas en la libertad como no-domi-


nación son coherentes e intuitivas, pero quizá la concepción en sí
resulta demasiado estrecha.
2. Desde la perspectiva de la igualdad, es posible realizar tres ob-
servaciones: a) la concepción de la igualdad de bienestar, tomada
en serio, es muy problemática; b) la igualdad en el acceso a la
herencia común es una perspectiva prometedora, pero que nos
acerca más a instituciones como las del CIU o el dividendo social,
en la línea del Fondo Nacional de Thomas Paine (1797), que a una
RB; c) desde la igualdad de oportunidades, el criterio de igualar
en el punto de partida parece que es más fácilmente conciliable
con una institución tipo CIU que con una RB.
3. Todas estas propuestas igualitaristas requieren de un cierto éthos
solidario. Desde el neoliberalismo se ha venido insistiendo en dos
ideas; 1) los derechos civiles y políticos son los únicos que realizan
la libertad de los agentes y, más aún, son los únicos derechos; y
2) la fraternidad queda fuera del ámbito de la justicia social, que
queda satisfecha con la mera observancia de las obligaciones
meramente negativas que conllevan aquellos derechos. Sobre la
falsedad de lo primero ya se ha discutido bastante: el argumento
más importante que se puede aducir a favor de los derechos socia-
les es, precisamente, el de la libertad, pues la libertad formal sin
las condiciones materiales que posibilitan su ejercicio carece de
valor (Alexy, 2001: 486). Sobre las instituciones que garantizan la
provisión de esas condiciones también. Ahora sólo queda ponerlas
en marcha, para lo que serán necesarias dos cosas: en primer lugar,
insistir sobre la falsedad del segundo argumento neoliberal, por
cuanto está lejos de ser cierto que el egoísmo sea la única moti-
vación humana; y en segundo lugar, comenzar a abandonar las
discusiones sobre los aspectos meramente marginales que separan
unas teorías inequívocamente igualitaristas de otras, y es que “las
razones consecuencialistas se encuentran en el punto de llegada
del análisis normativo” (Rey Pérez, 2007: 482).
88 Borja Barragué

BIBLIOGRAFÍA

ACKERMAN, B. y ALSTOTT, A. (1999): The Stakeholder Society. New Haven:


Yale University Press.
ALEXY, R. (2001 [1986]): Teoría de los derechos fundamentales, trad. E. Gar-
zón Valdés. Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.
ARENDT, H. (1977): On Revolution. Nueva York: Penguin.
ARISTÓTELES (1989a): Ética a Nicómaco, edición a cargo de M. Araujo y J.
Marías. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
ARISTÓTELES (1989b): Política, edición a cargo de J. Marías y M. Araujo.
Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
ARNESON, R. J. (1990): “Liberalism, Distributive Subjetivism, and Equal
Opportunity of Welfare”. Philosophy and Public Affairs, vol. 19, n. 2,
pp. 158-194.
ARNESON, R. J. (2002): “Egalitarianism”, en la Stanford Encyclopedia of
Philosophy. Disponible sin restricciones en el sitio web: http://plato.
stanford.edu/entries/egalitarianism/
AUSÍN, T. y PEÑA, L. (2002): “Derecho y Bien Común en Leibniz (Una apología
de la Fraternidad)”, en A. Andreu y otros (eds.), Ciencia, tecnología y
bien común: La actualidad de Leibniz. Valencia: Universidad Politécnica
de Valencia, pp. 32-339. Documento disponible en el sitio web: http://
www.sorites.org/jalp/valencia.htm
BARBEITO y otros (1999): “Una propuesta de red de seguridad en los ingresos
para Argentina”, en La pobreza… de la política contra la pobreza. Buenos
Aires: Ciepp/Miño y Dávila Editores. Documento disponible en el sitio
web: http://www.nodo50.org/redrentabasica/textos/index.php?x=187
BECK, U. (2000): ¿Qué es la globalización? Falacias del globalismo, respues-
tas a la globalización, trad. B. Moreno. Barcelona: Paidós.
BERLIN, I. (2001 [1958]): Dos conceptos de libertad y otros escritos, traduc-
ción, introducción y notas de A. Rivero. Madrid: Alianza.
BOWLES, S. y GINTIS, H. (2001): “¿Ha pasado de moda la igualdad? El Homo
reciprocans y el futuro de las tendencias igualitaristas”, en R. Gargarella
y F. Ovejero (comps.), Razones para el socialismo. Barcelona: Paidós,
pp. 171-194.
BOWLES, S. y GINTIS, H. (2002): “Homo Reciprocans”. Nature, n. 405.
CASASSAS, D. (2005a): “Sociologías de la elección y nociones de libertad: la
Renta Básica como proyecto republicano para sociedades de mercado”,
Comunicación presentada en el V Simposio de la Renta Básica.
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 89

CASASSAS, D. (2005b): Propiedad y comunidad en el republicanismo comer-


cial de Adam Smith: el espacio de la liberad republicana en los albores
de la gran transformación. Barcelona: Universidad de Barcelona.
CASASSAS, D. (2007): “Basic Income and the Republican Ideal: Rethink-
ing Material Independence in Contemporary Societies”. Basic Income
Studies, vol. 2, n. 2. Disponible en: http://www.bepress.com/bis/vol2/
iss2/art9
CASASSAS, D. y RAVENTÓS, D. (2005 [2002]): “Republicanism and Basic
Income: the Articulation of the Public Sphere from the Repoliticization
of the Private Sphere”, en G. Standing (ed.), Promoting Income Security
as a Right: Europe and North America. Londres: Anthem Press, 2005,
pp. 236-254.
COHEN, G. A. (1989): “On the currency of Egalitarian Justice”. Ethics, vol.
99, n. 3, pp. 906-944.
COHEN, G. A. (1990): “Marxism and Contemporary Political Philosophy, or:
Why Nozick Exercises Some Marxists More Than He Does Any Egalitar-
ian Liberal”. Canadian Journal of Philosophy, volumen extraordinario
n. 16, pp. 363-387.
COHEN, G. A. (2001[2000]): Si eres igualitarista, ¿cómo es que eres tan rico?,
trad. de Luis Arenas Llopis y Óscar Arenas Llopis. Barcelona: Paidós.
CONSTANT, B. (1988[1816]): “De la libertad de los antiguos comparada
con la de los modernos”, en Id., Del espíritu de la conquista. Madrid:
Tecnos.
DAGUERRE, M. (2006): “Entre el humanismo cívico y el liberalismo de
izquierda”. Isegoría, n. 33, pp. 249-261.
DEL ÁGUILA, R. y CHAPARRO, S. (2006): “El ciudadano republicano de Maqui-
avelo”. Claves de Razón Práctica, n. 165, pp. 10-18.
DOMÉNECH, A. (1993): “…y fraternidad”. Isegoría, n. 7, pp. 49-78.
DOMÉNECH, A. (2004): El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana
de la tradición socialista. Barcelona: Crítica.
DWORKIN, R. (1981): “What is Equality? Part I. Equality of Welfare”. Phi-
losophy and Public Affairs, vol. 10, n. 3, pp. 185-246.
DWORKIN, R. (2000): Sovereign Virtue. The Theory and Practice of Equa-
lity. Londres: Harvard University Press. Existe traducción al castellano,
Virtud soberana. La teoría y la práctica de la igualdad, trad. Fernando
Aguiar y María Julia Bertomeu. Barcelona: Paidós, 2003.
ENGELS, F. (1878): Anti-Duhring. La revolución de la ciencia de Eugenio
Dühring. Madrid: Universidad Complutense de Madrid, Biblioteca de
90 Borja Barragué

Autores Socialistas. Texto íntegro disponible en el sitio web: http://www.


ucm.es/info/bas/es/marx-eng/78ad/78AD.htm
FÓRUM BARCELONA (2004): Carta de Derechos Humanos Emergentes, docu-
mento disponible en el sitio web: http://www.barcelona2004.org/esp/
banco_del_conocimiento/docs/OT_46_ES.pdf
GEWIRTH, A. (1990 [1981]): “La base y el contenido de los derechos huma-
nos”, en J. Betegón y J. R. Páramo (eds.), Derecho y moral. Barcelona:
Ariel.
HALSTEAD, T. y LIND, M. (2001): The radical center: The future of American
politics. Nueva York: Doubleday.
HAYEK, F. A. (1959): The Constitution of Liberty (trad. José-Vicente Tor-
rente, por la que se cita, Los fundamentos de la libertad. Madrid: Unión
Editorial, 1975).
HIERRO, L. (2002): “El concepto de justicia y la teoría de los derechos”,
en E. Díaz y J. L. Colomer (eds.), Estado, justicia, derechos. Madrid:
Alianza.
HINTZE, S. (ed.) (2003): Trueque y economía solidaria. Buenos Aires: ICO-
Universidad Nacional de General Sarmiento. Disponible en el sitio web:
http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/argentina/ico/trueque.pdf
H ONOHAN , I. (2002): Civic Republicanism. Londres y Nueva York:
Routledge.
HUME, D. (1984 [1739-40]): A Treatise of Human Nature. Being an Attempt
to introduce the experimental Method of Reasoning into Moral Subjects.
Puesto que pertenece al dominio público, se puede descargar íntegra y
gratuitamente desde el sitio web: http://www.gutenberg.org/etext/4705
INGLEHART, R. (1977): The Silent Revolution: Changing Values and Political
Styles in Advanced Industrial Society. Princeton: Princeton University
Press.
JULIOS-CAMPUZANO, A. (1999): “El mapa fragmentado del pensamiento lib-
eral: Hayek, Rawls, Nozick”. Revista de las Cortes Generales, n. 48,
pp. 41-70.
LAVINAS, L. (2006): “From Means-Test Schemes to Basic Income in Brazil:
Excepcionality and Paradox”. International Social Security Review, vol.
59, n. 3, pp. 103-125.
LE GRAND, J. (2003): Motivation, agency, and public policy: of knights and
knaves, pawns and queens. Oxford: Oxford University Press.
LUXEMBURGO, R. (1977): Escritos políticos. Barcelona: Editorial Grijalbo.
MARX, K. (1864): Manifiesto inaugural de la asociación internacional de los
trabajadores. Madrid: Universidad Complutense de Madrid, Biblioteca
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 91

de Autores Socialistas. Texto íntegro disponible en el sitio web: http://


www.ucm.es/info/bas/es/marx-eng/oe2/mrxoe201.htm
MARX, K. (1875): Glosas marginales al programa del Partido Obrero Alemán
(Crítica del Programa de Gotha). Madrid: Universidad Complutense de
Madrid, Biblioteca de Autores Socialistas. Texto íntegro disponible en el
sitio web: http://www.ucm.es/info/bas/es/marx-eng/oe3/mrxoe303.htm
MAYNOR, J. W. (2003): Republicanism in the Modern World. Oxford: MPG
Books.
MILTON, J. (1962 [1660]): The Readie and Easie Way to Establish a Free
Commonwealth in Complete Prose Works of John Milton. Connecticut:
Robert W. Ayers.
NISSAN, D. y LE GRAND, J. (2000): A capital idea: Start-up grants for young
people. Londres: Fabian Society.
NOGUERA, J. A. y WISPELAERE, J. DE (2007): “La viabilidad social y conductual
de una Renta Básica: un programa experimental”, ponencia presentada en
el VII Simposio de la Renta Básica, 22-23 de noviembre, Barcelona.
NOZICK, R. (1974): Anarchy, State, and Utopia. Nueva York: Basic Books.
PAINE, T. (1990 [1797]): El sentido común y otros ensayos. Madrid: Tec-
nos.
PAXTON, W. y WHITE, S. (2006): “Universal capital grants: The issue of
responsible use”, en The Citizen’s Stake. Exploring the future of universal
asset policies. Bristol: The Policy Press.
PECES-BARBA, G. (1995): Ética, poder y Derecho. Reflexiones ante el fin de
siglo. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales.
PETTIT, P. (1999 [1997]): Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el
gobierno. Barccelona: Paidós.
PETTIT, P. (2002): “Keeping Republican Freedom Simple: On a Difference
with Quentin Skinner”. Political Theory, n. 30, pp. 339-56.
PETTIT, P. (2005): “Freedom in the Market”. Politics, Philosophy, and Eco-
nomics, n. 5, pp. 131-149.
PETTIT, P. (2007): “A Republican Right to Basic Income?”. Basic Income
Studies, vol. 2, n. 2. Disponible en: http://www.bepress.com/bis/vol2/
iss2/art10
PISARELLO, G. (2007): Los derechos sociales y sus garantías. Elementos para
una reconstrucción. Madrid: Trotta.
RAVENTÓS, D. (1999): El derecho a la existencia. La propuesta del subsidio
universal garantizado. Barcelona: Ariel.
RAVENTÓS, D. (2007): Las condiciones materiales de la libertad. Barcelona:
El Viejo Topo.
92 Borja Barragué

RAWLS, J. (1997 [1971]): Teoría de la justicia. Madrid: Fondo de Cultura


Económica.
RAWLS, J. (1999): A Theory of Justice, revised edition. Cambridge: Harvard
University Press.
RAWLS, J. (2001): La justicia como equidad. Una reformulación. Barcelona:
Paidós.
REY PÉREZ, J. L. (2005): El derecho al trabajo y la propuesta del ingreso
básico: perspectivas desde la crisis del Estado de Bienestar, tesis para
la obtención del grado de doctor. Madrid: Universidad Carlos III de
Madrid-Instituto de Derechos Humanos “Bartolomé de las Casas.
REY PÉREZ, J. L. (2007): El derecho al trabajo y el ingreso básico. ¿Cómo
garantizar el derecho al trabajo?. Madrid: Dykinson.
REY PÉREZ, J. L. (2008 [2004]): “La fundamentación filosófico-política del
Ingreso Básico y sus problemas”, en VV. AA., Estudios en homenaje al
profesor Gregorio Peces-Barba, Vol. 4. Madrid: Dykinson , pp. 813-
838.
ROBERTSON, J. (2000): “The alternative Mansion House speech”, 9 de abril.
Disponible íntegramente en el sitio web: www.wwdemocracy.nildram.
co.uk/democracy_today/alt_mansion.htm
RODRÍGUEZ PALOP, M. E. (2003): “Retos a los derechos humanos en el nuevo
desorden global”. Revista de Humanidades: Tecnológico de Monterrey,
n. 15, pp. 267-283.
ROEMER, J. (1998): “Igualdad de oportunidades”, trad. D. Teira. Isegoría, n.
18, pp. 71-87.
ROEMER, J. (2001): “Estrategias igualitarias”, en R. Gargarella y F. Ovejero
(comps.), Razones para el socialismo. Barcelona: Paidós, pp. 87-107.
RUIZ MIGUEL, A. (2002): “Concepciones de la igualdad y justicia distributiva”,
en E. Díaz y J. L. Colomer (eds.), Estado, justicia, derechos. Madrid:
Alianza, pp. 211-242.
RUSSELL, B. (1969 [1966]): Ensayos filosóficos. Madrid: Alianza Editorial.
SEN, A. (1995): Nuevo examen de la desigualdad, trad. A. M. Bravo. Madrid:
Alianza Editorial.
SKINNER, Q. (1986): “The Paradoxes of Political Liberty”, en S. M. McMur-
rin (comp.), The Tanner Lectures on Human Values, Vol. II. Cambridge:
Cambridge University Press.
SKINNER, Q. (1998): Liberty before Liberalism. Cambridge: Cambridge
University Press.
SKINNER, Q. (2005): “La libertad de las repúblicas: ¿un tercer concepto de
libertad?”. Isegoría, n. 33, pp. 19-49.
Derechos Humanos, teorías de la justicia y modelos de Renta Básica:... 93

STEINER, H. (1992): “Three Just Taxes”, en P. Van Parijs (ed.), Arguing for
Basic Income: Ethical Foundations for a Radical Reform. Londres:
Verso.
STEINER, H. (1994): An Essay on Rights. Oxford: Blackwell.
STIGLITZ, J. E. (2006): Making Globalization Work. Nueva York: W. W.
Norton.
THIEBAUT, C. (1998): Vindicación del ciudadano. Barcelona: Paidós.
TUCKER, R. C. (1961): Philosophy and Myth in Karl Marx. Cambridge:
Cambridge University Press.
TUCKER, R. C. (1969): The Marxian Revolutionary Idea: Essays on Marx-
ist Thought and its Impact on Radical Movements. Nueva York: W. W.
Norton.
VALLENTYNE, P., STEINER H. y OTSUKA, M. (2005): “Why Left-Libertarianism
Isn’t Incoherent, Indeterminate, or Irrelevant: A Reply to Fried”. Phi-
losophy and Public Affairs, n. 33, pp. 201-215.
VAN DER VEEN, R. J. y VAN PARIJS, P. (1988 [1986]): “Una vía capitalista al
comunismo”, trad. N. G. Pardo. Zona Abierta, n. 46-47, pp. 19-46.
VAN DONSELAAR, G. (1997): The Benefit of Another’s Pain. Parasitism, Scar-
city, Basic Income, tesis doctoral de Filosofía. Ámsterdam: Universidad
de Ámsterdam.
VAN DONSELAAR, G. (1998): “The Freedom-Based Account of Solidarity and
Basic Income”. Ethical Theory and Moral Practice, n. 1, pp. 313-333.
VAN PARIJS, P. (1992): “Competing Justifications of Basic Income”, en P.
Van Parijs (ed.), Arguing for Basic Income: Ethical Foundations for a
Radical Reform. Londres: Verso, pp. 3-43.
VAN PARIJS, P. (1996 [1995]): Libertad real para todos. Qué puede justificar al
capitalismo (si hay algo que pueda hacerlo), trad. J. Francisco Álvarez.
Barcelona: Paidós.
VANDERBORGHT, Y. y VAN PARIJS, P. (2006): La Renta Básica. Una medida
viable de lucha contra la pobreza. Barcelona: Paidós.
VASAK, K. (1977): “Human Rights: A Thirty-Year Struggle: the Sustained
Efforts to give Force of Law to the Universal Declaration of Human
Rights”, UNESCO, Organización Educativa, Científica y Cultural de la
Naciones Unidas, París.
VELASCO, J. C. (2005): “La noción republicana de ciudadanía y la diversidad
cultural”, Isegoría, n. 33, pp. 191-206.
WISPELAERE, J. DE, WIDERQUIST, K. y CASASSAS, D. (2007): “From the Editors”.
Basic Income Studies, vol. 2, n. 2. Documento disponible en el sitio web:
http://www.bepress.com/bis/vol2/iss2/art2
94 Borja Barragué

WOOD, A. (1972): “The Marxian Critique of Justice”. Philosophy & Public


Affairs, n. 3, pp. 244-282.
WRIGHT, E. O. (1988 [1986]): “Por qué algo como el socialismo es necesario
para la transición a algo como el comunismo”, trad. de Andrés de Fran-
cisco. Zona Abierta, n. 46-47, pp. 47-68.
YANES, P. (2008): “Noticias del Sur: perspectivas del ingreso ciudadano
universal en México y América Latina”, discurso pronunciado en el XII
Congreso del Basic Income Earth Network, 20-21 de junio, University
Collage de Dublín. Documento disponible en el sitio web: http://www.
nodo50.org/redrentabasica/textos/index.php?x=739
LA RENTA BÁSICA COMO DERECHO HUMANO
EMERGENTE Y ANTE LA CRISIS ECONÓMICA
ACTUAL

DANIEL RAVENTÓS
Universidad de Barcelona

Se propone en este texto abordar básicamente dos temas: en la


primera parte se trata la inclusión de la renta básica como un nuevo
derecho humano emergente y en una segunda parte, algo más extensa,
se aportan algunos elementos de lo que significaría esta medida social
en una situación de crisis económica como en la que estamos inmersos
a principios de 2011.

1. LA RENTA BÁSICA COMO DERECHO HUMANO EMERGENTE

A principios de noviembre del año 2007, en el marco del Fórum de las


Culturas que se celebró en la ciudad mexicana de Monterrey, se aprobó
una declaración titulada Declaración universal de derechos humanos
emergentes. Esta declaración era, en realidad, la continuación, después
de amplios y, en mi opinión, muy oportunos retoques y aclaraciones, de
una primera que ya se había realizado en Barcelona tres años antes, en
septiembre de 2004, también en el marco del Fórum de las Culturas. En
el tercer punto del primer artículo puede leerse:

“El derecho a la renta básica o ingreso ciudadano universal,


que asegura a toda persona, con independencia de su edad,
sexo, orientación sexual, estado civil o condición laboral, el
96 Daniel Raventós

derecho a vivir en condiciones materiales de dignidad. A tal


fin, se reconoce el derecho a un ingreso monetario e incondi-
cional periódico sufragado con reformas fiscales y a cargo de
los presupuestos del Estado, como derecho de ciudadanía, a
cada miembro residente de la sociedad, independientemente
de sus otras fuentes de renta, que sea adecuado para permitirle
cubrir sus necesidades básicas”.

Si este artículo de la Declaración de Monterrey tiene mucha impor-


tancia (de momento quizás tan sólo simbólica) es porque no habla de un
derecho a la subsistencia o de un derecho a tener unos mínimos vitales
asegurados, o de algo parecido, sino que explícitamente defiende “el
derecho a la renta básica o ingreso ciudadano universal”. “Renta básica”
es como se conoce en Europa, Canadá, Sudáfrica, Australia y Estados
Unidos, principalmente, a la propuesta que el mismo artículo define1.
“Ingreso ciudadano universal” es como esta propuesta se conoce en países
de América Latina, especialmente Argentina, Brasil y México, que es
donde hay secciones oficiales del Basic Income Earth Network (BIEN)2.
La importancia de la concreción de este “nuevo derecho emergente” en
una renta básica o ingreso ciudadano universal, tan palmariamente claro
de la Declaración de Monterrey, puede resumirse, indirectamente, con las
palabras que contestó Philippe Van Parijs, uno de los principales motores
del BIEN, a una entrevista que le realizó Benedetta Giovanola para el
periódico comunista Il Manifesto, a finales del año 20053:

“La invocación de un derecho humano a una subsistencia


mínima no bastaría para justificar una propuesta tal, pues un

1
La Red Renta Básica la define como “un ingreso pagado por el estado, como derecho
de ciudadanía, a cada miembro de pleno derecho o residente de la sociedad incluso si no
quiere trabajar de forma remunerada, sin tomar en consideración si es rico o pobre o, dicho
de otra forma, independientemente de cuáles puedan ser las otras posibles fuentes de renta,
y sin importar con quien conviva” (www.redrentabasica.org).
2
El Basic Income Earth Network (BIEN) es la organización que agrupa a buena parte
de los distintos colectivos y personas que, alrededor del mundo, defienden la propuesta de la
renta básica. Se fundó en 1986, llamándose originalmente Basic Income European Network.
En el X congreso, realizado en Barcelona en el 2004, se aprobó que pasase a ser una red
mundial y no circunscrita solamente a Europa, como hasta aquel momento había sido.
3
Que puede leerse en castellano en http://www.sinpermiso.info/textos/index.
php?id=287.
La renta básica como derecho humano emergente y ante la crisis económica actual 97

derecho de este tipo podría verse cumplido a través de los


sistemas de asistencia social convencionales, que se focalizan
sobre los pobres y que requieren de éstos la disposición a tra-
bajar. Una justificación adecuada requiere el llamamiento a una
concepción de la justicia anclada en la aspiración de dotar a
cada cual, no sólo de la posibilidad de consumir, sino también
de escoger su forma de vida”.

Philippe Van Parijs dice claramente que para defender la renta básica
es precisa una aproximación a una concepción de la justicia. Una apela-
ción a la defensa “de un derecho humano a una subsistencia mínima no
bastaría para justificar una propuesta tal”. Pues bien, la Declaración de
Monterrey no apela a una subsistencia mínima en abstracto o de manera
general, sino directamente al derecho humano a la renta básica o ingreso
ciudadano universal. La apelación de Van Parijs tenía sentido antes de la
Declaración de Monterrey, pues invocar a la subsistencia mínima como
derecho humano puede verse cumplido, a su juicio, mediante la asistencia
social convencional (algo muy discutible, pero cuya discusión no interesa
ahora para el objetivo principal de este escrito). Pero a partir de esta De-
claración de Monterrey, realizada dos años después de la entrevista con
Van Parijs, y para lo que pueda servir en lo sucesivo como documento
sobre los derechos humanos, es palmario que la objeción mencionada
por el filósofo belga ya no sirve.

2. LA RENTA BÁSICA Y LA CRISIS ECONÓMICA

Me propongo, en esta segunda parte, analizar el papel que la renta


básica podría desempeñar en una situación económica de crisis como en
la que estamos inmersos ya desde mediados del año 20074.
Algunas aclaraciones previas pueden ser útiles. Intentar esbozar cómo
una renta básica podría incidir en una situación económica depresiva es
algo bien distinto a las facilidades (o dificultades) para su implantación
en la misma coyuntura. Se puede estar de acuerdo en que la renta básica
sería una medida especialmente oportuna y beneficiosa en una situación

4
Esta segunda parte está basada en Raventós (2009), disponible en http://www.
sinpermiso.info/textos/index.php?id=2349, y en Lo Vuolo y Raventós (2009). Vid. también:
Lo Vuolo, Raventós y Yanes (2010).
98 Daniel Raventós

depresiva y, a la vez, opinar que las dificultades políticas para su implan-


tación en esa misma coyuntura son poco menos que insuperables. Con-
trariamente, se puede tener la convicción de que una situación económica
que tanto sufrimiento adicional comportará a los más vulnerables, ofrece
un momento político muy pertinente para proponer la renta básica. Las
razones para lo primero ílas virtudes de una renta básica en una situación
económica deprimidaí no tienen necesariamente que ayudar a lo segundo
ílas mayores facilidades (o dificultades) para su implantación en esa
misma coyunturaí. Tampoco será motivo de interés aquí la evaluación
de los pasos intermedios (el gradualismo, como también se acostumbra
a calificar, con mayor o menor fortuna) para llegar a una renta básica
considerada plena. Eso pertenece al dominio de los apoyos sociales y
políticos de la propuesta y de la coyuntura política y social precisa de
la que estemos hablando, que, no hace falta apuntarlo, variará según la
zona o el país.5
La segunda distinción va sobre la explicación de la crisis. A lo largo
de los últimos meses se han podido leer miles de artículos sobre las causas
de la crisis. Puede fácilmente detectarse al menos dos grandes grupos de
explicaciones. En primer lugar, la explicación liberal, en el sentido esta-
dounidense, de izquierdas (Stiglitz, Krugman…), que achacan la crisis
a los excesos desreguladores del neoliberalismo. En segundo lugar, la
explicación de distintos autores marxistas (Brenner, Krätke, Bello, Be-
llamy Foster…), que estudian la crisis no solamente como un efecto de
la desregularización excesiva de las últimas décadas de neoliberalismo,
sino como una crisis de sobreproducción. Se trata, para estos últimos, de
la tendencia del capitalismo a disponer de una gran capacidad productiva
que termina por rebasar la magnitud de consumo de la población, debido
a las desigualdades que limitan el poder de compra popular, lo cual termi-
na por erosionar las tasas de beneficio. Uno de los grandes economistas
marxistas de la segunda mitad del siglo XX, Ernest Mandel, resumió de
forma muy didáctica, hace ya tres décadas, la concepción marxista clásica
de las crisis económicas:

5
No es muy necesario añadir que las razones que harían conveniente, o más pertinente,
una renta básica en una situación económica depresiva no es algo discorde con la idea,
defendida por distintos autores –entre los que me incluyo–, de que se trata de una medida que
merecería defenderse también en una hipotética situación de pleno empleo (cuyo realismo,
como medida realmente posible, queda fuera de los objetivos de este texto) y de bonanza
económica.
La renta básica como derecho humano emergente y ante la crisis económica actual 99

“Personalmente rechazo toda explicación monocausal de


las crisis de sobreproducción. En ese sentido, todos los ciclos
industriales, todas las crisis económicas del modo de produc-
ción capitalista se explican fundamentalmente por dos razones
combinadas: una crisis de acumulación y una crisis de realiza-
ción; o, si se quiere, una crisis de sobreproducción de capital
y una crisis de sobreproducción de mercancías. Es una crisis
causada al mismo tiempo por la combinación de la caída de la
tasa media de ganancias y de la insuficiencia de la demanda
de bienes de consumo. Ambas explicaciones deben ser com-
binadas. Esa es, en mi opinión, la tesis de Marx y sigue siendo
válida. Podemos detectar en el periodo anterior a la crisis,
en los tres o cuatro últimos años de los 60, en los principales
países imperialistas, ambas tendencias: caída de la tasa media
de ganancias y capacidad no utilizada, es decir incapacidad de
vender todo lo que se puede producir en una serie creciente de
ramas industriales” (Mandel, 1980).

La explicación que se aporta de la crisis, se calla por sabido, es un


buenísimo indicador de las recetas más o menos explícitas que se ofrecen
para salir de ella6.
La tercera y última distinción hace referencia a que, aunque la renta
básica sea definida como una asignación monetaria incondicional a toda
la ciudadanía y personas residentes en una zona geográfica determina-
da, no todas las personas partidarias de esta propuesta coinciden en la
cantidad y la forma de financiarla. Hablar de cantidad precisa de renta
básica (o del criterio: umbral de la pobreza, 80 ó 90% del salario mínimo
interprofesional o aún algunos otros que se han propuesto) y de la forma
de financiarla, nos remite a otra cuestión muy importante: la opción
de política económica y social que se defiende. Se pueden encontrar a

6
De la abundantísima literatura sobre la crisis actual, puede leerse una selección en
la revista electrónica Sin Permiso (www.sinpermiso.info), en donde se encuentran más
de 300 artículos dedicados, directa o indirectamente, a la crisis. Hay una gran variedad
de artículos de las dos visiones de la crisis, la de inspiración liberal de izquierdas y la de
orientación marxista, de autores como: Walden Bello, Michael Hudson, Paul Krugman,
Mike Whitney, John Bellamy Foster, Robert Brenner, Michael R. Krätke, Joseph Stiglitz,
Sasan Fayazmanesh, Pam Martens, Elmar Alvater, Sam Pizzigati, Robert Pollin, George
Monbiot, Dean Baker...
100 Daniel Raventós

defensores de la renta básica que, a su vez, sean partidarios de políticas


económicas y sociales muy distintas.
Con estas distinciones en mente, ya podemos abordar el papel que,
en mi opinión, tendría una renta básica en una situación económica de
crisis. Para hacer más clara la exposición que sigue, deberá tenerse en
cuenta que me estaré refiriendo a una renta básica de una cantidad similar
al umbral de la pobreza.

2.1. La inseguridad económica y vital por la pérdida del puesto de


trabajo

La pérdida involuntaria, como es norma, del puesto de trabajo pro-


voca una situación de inseguridad económica y vital sobre la que se han
escrito tantas páginas que cualquier comentario adicional sería redun-
dante. En 2007 la media mensual en el reino de España fue de 2.039.000
personas en situación de paro, si bien a partir del tercer trimestre, poco
después de declararse abiertamente la crisis, ya mostraba una tendencia
claramente alcista. Lo que es más significativo: el número de personas en
paro ya en noviembre de 2008 representaba más del doble que el mismo
mes del año anterior. Los datos del cuarto trimestre de 2010 indican, de
momento, una cifra que sobrepasa en mucho los 4 millones de personas
paradas oficialmente7. La perspectiva para el 2011 es que el paro aumente
aún más.
Perder el puesto de trabajo pero disponer de una renta básica indefi-
nida, supondría afrontar la situación de forma menos preocupante. Esta
característica obvia de la renta básica sirve para cualquier coyuntura
económica. En una de crisis, en donde la cantidad de desempleo es mu-
cho mayor, la mencionada característica de la renta básica cobra mayor
importancia social.

7
Tiene su importancia insistir en el número oficial de desempleados. “La definición
que ofrece el Instituto Nacional de Estadística (INE) es la que establece lo que es un
desempleado y lo que no. Y la tendencia histórica ha sido siempre la de exigir cada vez
más requisitos formales para considerar a una persona desempleada. Así, en el año 2002,
el INE modificó, de momento por última vez, la serie de condiciones que había de cumplir
una persona para ser considerada oficialmente desempleada. La modificación del definiens
trajo consigo la alteración del definiendum, y la consiguiente desaparición estadística de
unos cuantos centenares de miles de desempleados.” (Raventós, 2010).
La renta básica como derecho humano emergente y ante la crisis económica actual 101

2.2. La pérdida de actividades de autoocupación y de la pequeña


propiedad

La renta básica ha sido asociada a la reducción del riesgo de iniciar


determinadas actividades de autoocupación. Como es sabido, hay dos
tipos de emprendedores: aquellos que tienen una protección (familiar la
mayoría de las veces) que les permite plantear un proyecto empresarial de
forma racional y temperada, y aquellos para los cuales la autoocupación
es la única salida laboral. En el segundo caso, el riesgo en el que se incurre
no es sólo perder la inversión, sino perder los medios de subsistencia, lo
que hace que cualquier decisión sea mucho más angustiosa. Pero el riesgo
no termina aquí: en muchos casos la falta de un capital inicial mínimo re-
trae a potenciales emprendedores. La renta básica, en cambio, permitiría
a los emprendedores del segundo tipo capitalizar el proyecto empresarial
y, al tiempo, no ser tan dependientes del éxito del proyecto para sobre-
vivir. En ese sentido, la renta básica sería más eficiente, por ejemplo,
que los micro-créditos para estimular la creación de micro-empresas y
de cooperativas, porque significa un ingreso estable, permanente y que
no genera deuda. En una situación depresiva, la renta básica, además
de representar un incentivo para emprender tareas de autoocupación,
supondría una mayor garantía, aunque fuera parcialmente, para aquellos
a los que el pequeño negocio les fuese mal; así como la posibilidad de
iniciar otro con más posibilidades que el anterior.

2.3. Caja de resistencia en caso de huelga obrera

La clase trabajadora se ha debilitado en sus formas de organización


y representación a lo largo de las últimas décadas. La renta básica podría
cumplir un papel muy importante en la recomposición del interés colecti-
vo y en las luchas de resistencia de la clase trabajadora, tanto para quienes
cuentan con representación sindical organizada como para quienes están
mal librados a una lucha personal. La renta básica no es una alternativa
sustitutiva del salario y no debilita la defensa de los intereses colectivos
de la clase trabajadora, sino que aparece como un instrumento que for-
talece la posición de toda la fuerza del trabajo, tanto en el mismo puesto
de empleo como en la propia búsqueda de ocupación. La renta básica
permitiría unificar la lucha de la clase trabajadora en torno a un derecho
universal que beneficiaría a buena parte de la ciudadanía, no importa
102 Daniel Raventós

cuál fuera la situación de su actividad laboral específica, al tiempo que


posibilitaría la resistencia a los ajustes sobre las condiciones de trabajo
o sobre el propio nivel de empleo. Además, la renta básica supondría en
caso de huelgas, como en otras ocasiones he comentado8, una especie de
caja de resistencia incondicional, cuyos efectos para el fortalecimiento
del poder de negociación de trabajadoras y trabajadores son fáciles de
evaluar. Efectivamente, el hecho de que en caso de conflicto huelguístico
los trabajadores dispusiesen de una renta básica permitiría afrontar las
huelgas de una forma mucho menos insegura: hoy, dependiendo de los
días de huelga, los salarios pueden llegar a reducirse de forma difícilmen-
te soportable si, como acostumbra a ocurrir para la inmensa mayoría de
la clase trabajadora, no se dispone de otros recursos.
Pues bien, en una coyuntura de ataque a los puestos de trabajo, los
salarios y las pensiones, las luchas de resistencia, de mayor o menor
intensidad, para intentar evitar los despidos y el deterioro de las condi-
ciones de trabajo, son frecuentes. El papel de caja de resistencia, que la
renta básica podría cumplir en estas luchas de defensa de los puestos y
condiciones de trabajo, se vería incrementado. Como debiera ser muy
sabido, la crisis económica del capitalismo puede desembocar en un gran
retroceso de conquistas sociales duramente conseguidas. Las (contra)
reformas emprendidas por el gobierno del reino de España, especialmente
a partir de mayo de 2010, contra los derechos sociales y de la clase tra-
bajadora, son de una magnitud y de una agresividad que se desconocía
en muchos lustros. La renta básica exige ser vista, en este punto, como
el medio material de que dispondría buena parte de la clase trabajadora
para ayudar a resistir a este retroceso.

2.4. La erradicación de la pobreza

El porcentaje de pobres en el reino de España no ha cambiado signi-


ficativamente a lo largo de las últimas décadas. Cuando el crecimiento
económico ha sido importante, y en ocasiones muy vigoroso, la propor-
ción de personas pobres, casi un quinto exacto del total de la población,
no ha variado a lo largo de las últimas décadas. La crisis económica
comportará, en cambio, un aumento de la pobreza. Cáritas, por poner

8
Por ejemplo en Raventós (2007) y en Raventós y Casassas (2003: 187-201). Vid.
también Wright (2006).
La renta básica como derecho humano emergente y ante la crisis económica actual 103

un ejemplo, viene informando periódicamente del mayor número de


solicitantes de sus ayudas a medida que se va alargando la situación de
crisis económica. Así, mientras que ciertas tasas de crecimiento eco-
nómico sustancial han sido necesarias para mantener la proporción de
pobres, unas tasas negativas o positivas muy pequeñas comportarán un
crecimiento espectacular de la pobreza.
Aunque la pobreza no es sólo privación y carencia material, diferen-
cia de rentas (porque es también dependencia del arbitrio o la codicia de
otros, ruptura de la autoestima, aislamiento y compartimentación social
de quien la padece), una renta básica mitigaría la pobreza. Inclusive
permitiría, de manera realista, plantearse su total erradicación. No sólo
posibilitaría sacar a millones de personas de la pobreza, sino que cons-
truiría un soporte de protección para no recaer en ella9.
9
Y no solamente en las economías de los países más ricos. También en los países
de América Latina, entre otros: “Por primera vez podría tenerse una política activa contra
la pobreza con una dimensión preventiva y así se superaría la impotencia de las actuales
políticas de transferencias monetarias focalizadas y condicionadas que existen por toda
América Latina y otros países en vías de desarrollo. Algunos pretenden que estos programas
son un primer paso en la dirección de la RB. No es así. Sin desconocer los impactos positivos
en aliviar la situación de carencia de muchas familias en la región, estos programas (Bolsa
Familia, en Brasil; Oportunidades, en México; Familias en acción, en Colombia; Juntos,
en Perú; Familias Solidarias, en El Salvador; Asignación Universal por Hijo, en Argentina,
etcétera) se oponen a los principios y las reglas operativas de la RB. Esto es así porque en
lugar de ser universales, incondicionales e integrados a un sistema de tributación progresiva,
son focalizados, exigen condicionalidades cuyo incumplimiento es penalizado con la
pérdida del beneficio y representan un gasto mínimo en un sistema fiscal profundamente
regresivo. De este modo, refuerzan la estrategia asistencial, focalizada y condicionada que
hace décadas viene caracterizando a la política social en la región bajo los auspicios de los
organismos internacionales promotores de los ajustes estructurales que hoy se importan
a países europeos. No cualquier programa de transferencia de ingresos va en el sentido
que marca la RB, porque la RB no es cualquier política de transferencia de ingresos. Los
programas asistenciales, focalizados y condicionados tienen impactos coyunturales positivos
sobre los ingresos de las familias pobres, pero no son efectivos para sacarlos de esa situación
y consolidan prácticas políticas clientelares que atentan contra el desarrollo de la autonomía
de las personas. Tampoco estas políticas impiden que las personas recaigan en situaciones
de pobreza e indigencia o que se formen nuevos contingentes de pobres. Estos programas
no cubren a todos los necesitados sino que hasta que esos grupos son seleccionados como
beneficiarios (y en caso de que realmente se haga), la crisis ya descargó toda su violencia
sobre esta población vulnerable produciendo daños irreparables. Sólo la crisis económica
ha significado hasta ahora para México 5 millones de nuevos pobres, la mitad de todos los
nuevos pobres de América Latina, mientras que el Programa Oportunidades se propone
ampliar, en dos años, su padrón en solamente 800.000 familias. A esto se suma la constante
104 Daniel Raventós

2.5. Sostenimiento de la demanda

Muchas personas tuvieron, en los años del boom, una capacidad de


consumo por encima de sus salarios, debido a la inflación de precios
de activos financieros y de créditos, especialmente hipotecarios. Este
consumo, por endeudamiento de las familias en general, no favorece a
los grupos más pobres. Además, con el ajuste no sólo se terminan esos
ingresos extraordinarios sino que los reducidos ingresos laborales se
utilizan para pagar la deuda acumulada. La renta básica podría ser un
estabilizador del consumo para sostener la demanda en tiempos de crisis
para los grupos más vulnerables y de menor renta.
Llegados aquí, creo necesario realizar una breve recapitulación
de esta segunda parte y añadir algo más. Las razones que harían más
pertinente una renta básica en una situación económica depresiva no
desmienten, como queda dicho, la idea de que se trataría de una medida
que merece defenderse también en una hipotética situación técnica de
pleno empleo (obviando la discusión sobre su posibilidad o no de reali-
zación) y de bonanza económica. En un mundo como el actual, donde la
acumulación privada de grandes fortunas convive con la más absoluta
de las miserias, la libertad para centenares de millones de personas está
seriamente disminuida por la urgencia de encontrar cualquier medio para
sobrevivir. La renta básica aparece como un mecanismo institucional que
sería capaz de garantizar al conjunto de la ciudadanía (y a los residentes
acreditados) la existencia material.
Cabe añadir que sorprende constatar lo rápido que aflora el dinero
público en determinadas circunstancias de crisis económica y lo mez-
quino que resulta cuando se trata de garantizar la existencia material de
toda la población. Recordaré que los rescates y las ayudas a los bancos
realizadas en Estados Unidos sumaban 12’8 billones de dólares solamente
hasta abril de 2009. O lo que es lo mismo: 42.105 dólares por habitante10.
Esta cantidad es igual a 14 veces el efectivo en circulación (casi 900.000

degradación para la dignidad y la autonomía de las personas que representa la necesidad de


estar probando permanentemente su situación de necesidad para que los burócratas de turno
los califiquen como ‘merecedores de asistencia” (Lo Vuolo, Raventós y Yanes, 2010).
10
Vid. para el detalle http://www.eleconomista.es/economia/noticias/1137413/04/09/2/
Cuanto-cuesta-el-rescate-financiero-de-EEUU-La-cantidad-total-casi-asciende-al-PIB-del-
pais.html
La renta básica como derecho humano emergente y ante la crisis económica actual 105

millones). Y se trata de una cantidad muy próxima al conjunto del valor


del PIB estadounidense.
La renta básica puede ser un elemento, importante sin duda, de una
sociedad justa, pero suponer que esta medida es algo suficiente para esta
sociedad justa, o bien es tener una concepción hipertrófica de la renta
básica o bien una idea raquítica de lo que es una sociedad justa. Una renta
básica puede, teóricamente, concebirse en una sociedad que transpire
injusticias por muchos poros. Personas que pueden tener en común la
defensa de la renta básica discrepan en muchos otros aspectos sociales
y políticos.
Una renta básica, que personalmente considero política y aún filo-
sóficamente interesante, tendría que ir ligada a una redistribución de la
renta de los ricos a los pobres. Y esto significa hablar del papel de los
impuestos11. “Los impuestos, lejos de ser una obstrucción de la libertad,
son una condición necesaria de su existencia”, era la forma insuperable
de expresarlo del constitucionalista estadounidense Cass Sunstein, en
una entrevista realizada, ya hace una década, en el University of Chica-
go Chronicle12. No se exige un debate sobre mayor o menor regulación,
11
Aunque me he referido preferentemente al Reino de España, creo que puede aportar
alguna información la siguiente alusión a los EEUU. En este país se ha llegado a esta increíble
situación: los tipos impositivos nominales a los más ricos ha pasado del 91% en el año 1961 al
35% de la actualidad. Más concretamente, en los años 1961, 62 y 63 la tasa marginal máxima
era del 91% y la base imponible a partir de 400.000 dólares. Con pequeñas variaciones de
1964 a 1970 pasamos a los años que van de 1971 a 1980, ambos inclusive, en donde la tasa
marginal máxima era del 70% con una base imponible a partir de 200.000 dólares. De 1982 a
1986 la tasa marginal máxima ya era del 50% con bases imponibles algo inferiores a 200.000
dólares. Con sucesivas disminuciones de la tasa marginal máxima llegamos al año 2003 con
una tasa marginal máxima del 35%, tasa que se mantiene hasta el año 2008 con una base
imponible a partir de 357.700 dólares en este último año. Debe añadirse que, una vez contadas
las distintas deducciones, el tipo efectivo normalmente es bastante más bajo que el nominal de
la tasa marginal máxima. Así, una persona soltera que ganase, en el año 2008, 400.000 dólares,
pagaría un tipo efectivo del 29,6%. Pero lo más espectacular es que si se tratase de rentas
del capital, aún pagaría un tipo mucho menor, del 15% o menos. Esta gran rebaja continuada
de los impuestos a los más ricos es parte de la explicación de la tremenda redistribución de
la renta de los pobres a los ricos en las tres últimas décadas. El que fue ministro de Clinton,
Robert B. Reich, escribía en el Washington Post del 1 de febrero de 2009, citando un estudio
de Thomas Piketty y Emmanuel Saez, que si en 1976 el 1% más rico de los EEUU acumulaba
el 9% de la renta nacional, en el 2006 acumulaba el 20%.
12
La entrevista está en http://chronicle.uchicago.edu/990401/sunstein.shtml. Traducida
al castellano por Juan González-Bertomeu, está en http://www.sinpermiso.info/textos/index.
php?id=1135.
106 Daniel Raventós

sino, para decirlo con el economista Dean Baker, en beneficio de quién


se realiza esta regulación (Baker, 2009).
Una renta básica políticamente interesante debe ser en beneficio de
la población trabajadora y de menos ingresos, tanto en épocas de crisis
como en las de bonanza económica.

BIBLIOGRAFÍA

BAKER, D. (2009): “Free Market Myth”. Boston Review, accesible en http://


bostonreview.net/BR34.1/baker.php.
LO VUOLO, R. y RAVENTÓS, D. (2009): “Algunas consecuencias de la crisis
económica en Argentina y el Reino de España y la propuesta de la renta
básica (o ingreso ciudadano)”. Sin Permiso, n. 5.
LO VUOLO, R.; RAVENTÓS, D. y YANES, P. (2010): “Basic Income in Times
of Economic Crisis”. Counterpunch, puede descargarse en http://www.
counterpunch.org/vuolo11052010.html, y en castellano en http://www.
sinpermiso.info/textos/index.php?id=3550.
MANDEL, E. (2010): “La crisis a la luz del marxismo clásico”. Sin Permiso,
n. 8. Se trata de un texto de mayo de 1980.
RAVENTÓS, D. (2007): Las condiciones materiales de la libertad. Barcelona:
El Viejo Topo.
RAVENTÓS, D. (2009): “Una renta básica en una economía deprimida ¿tiene
sentido?”, accesible en http://www.sinpermiso.info/textos/index.
php?id=2349.
RAVENTÓS, D. (2010): “La contrarreforma laboral del Gobierno Zapatero aún
no es la castratio plebis de Thomas Nixon Carver como solución a la
pobreza y al paro”. Sin Permiso, n. 7.
RAVENTÓS, D. y CASASSAS, D. (2003): “La Renta Básica y el poder de nego-
ciación de ‘los que viven con permiso de otros”. Revista Internacional
de Sociología, n. 34, pp.187-201.
WRIGHT, E. O. (2006): “Basic Income as a Socialist Project”. Basic Income
Studies, n. 1.
RENTA BÁSICA: ¿UNA HERRAMIENTA PARA
SATISFACER DEBERES HUMANITARIOS, DE
JUSTICIA O DE LEGITIMIDAD?1

RENTA BÁSICA: ¿UNA HERRAMIENTA PARA SATISFACER DEBERES HUMANITARIOS, DE...

HUGO OMAR SELEME


CONICET, Universidad Nacional de Córdoba (Argentina)

1. INTRODUCCIÓN

Pocas herramientas institucionales han sido propuestas, como lo ha


sido la renta básica, como la solución a tan variados problemas. Así, se ha
señalado que un tipo de renta básica global –entendida como una cuota
mínima de consumo–, financiada mediante impuestos al consumo y con-
dicionada a los hábitos de consumo de quien la percibe, tendría efectos
sobre el cambio climático producido por el uso desmedido e inequitativo
de los recursos naturales2. De igual manera, ha sido sostenido que una
renta básica global ayudaría a combatir la pobreza a nivel internacional,
así como la desigualdad y ayudaría al mantenimiento de la paz3.
Del mismo modo, también se han señalado sus ventajas para solu-
cionar los problemas a escala estatal o doméstica. La renta básica ha sido

1
Una versión previa de este trabajo fue presentada en las VI Jornadas Visiones Con-
temporáneas de los Derechos Humanos y VIII Simposio de la Red Renta Básica (Madrid,
27 y 28 de Noviembre del 2008). Agradezco a los organizadores: Instituto de Derechos
Humanos “Bartolomé de las Casas” de la Universidad Carlos III de Madrid y al área de
Filosofía del Derecho y C.I.D. de la Facultad de Derecho de la Universidad Pontificia
Comillas. En especial debo gratitud a quienes con sus intervenciones han contribuido a que
repensase partes del trabajo: Pablo Miravet Bergón, José Antonio Noguera, Rafael Pinilla,
Daniel Raventós y José Luis Rey Pérez.
2
Esta posición es defendida por Paula Casal en su paper “Equality of Consumption?
The Case for Progressive Enviromental Taxes” (por salir).
3
Mayron Frankman es uno de los defensores de esta posición. Señala al respecto:
“…I believe that a single world currency and a system of world public finance, including
expenditures to provide a Basic Income to every child, woman and man on this planet are
essential if we take seriously poverty-elimination, preservation of peace and the realization
of environmental sustainability…” (Fankman, 2004:2).
108 Hugo Omar Seleme

presentada como una herramienta eficaz para luchar en contra del paro4.
Como un mecanismo para corregir defectos del mercado laboral5. Y como
una herramienta para luchar en contra de la discriminación de género6.
Con todo, una de sus virtudes más ponderada en los últimos tiempos
–tanto en el ámbito estatal como internacional– ha sido su capacidad
para reducir la desigualdad y la pobreza. A focalizar este aspecto de la
renta básica ha contribuido la creciente toma de conciencia sobre este
problema. A nivel internacional, tal toma de conciencia ha sido plasmada
en los “objetivos de desarrollo del milenio” de las Naciones Unidas, el
primero de los cuales propone erradicar la pobreza extrema y el hambre.
Como meta para el 2015 se establece reducir a la mitad el número de
personas con ingresos inferiores a 1 dólar por día7. Idéntica preocupa-
ción se ha evidenciado en los últimos años por parte de los funcionarios
gubernamentales en el ámbito estatal. La lucha contra la pobreza se ha

4
Tres argumentos han sido esgrimidos aquí. El primero, tiende a mostrar que la renta
básica –al separar la percepción de una renta de la realización de un trabajo– soluciona el
problema de aquellos individuos que no tienen trabajo alguno. El segundo, sostiene que
la renta básica –por su carácter acumulable– elude la trampa del paro y funciona como
un subsidio a los trabajos poco remunerados. Finalmente, en tercer lugar, la renta básica
funciona como un mecanismo para reducir las horas de trabajo llevadas adelante por cada
trabajador, de modo que pueden ser distribuidas entre quienes no tienen trabajo. Este último
efecto se maximiza si la propuesta de renta básica es acompañada con una reducción, por
vía legislativa, de la jornada laboral.
5
En primer lugar, ayudando a eliminar las ocupaciones alienantes, que nadie aceptaría de
no verse forzado a ello por la amenaza de perder lo necesario para la subsistencia. En segundo
lugar, fortaleciendo la capacidad negociadora de los trabajadores frente a la patronal. Señalan
Casassas y Loewe: “[… ] la renta básica actuaría como un mecanismo capaz de dotar a los
trabajadores de unos niveles nada menospreciables de independencia socioeconómica; capaz,
de este modo, de hacer de la laboral una relación menos asimétrica. Y ello, precisamente,
porque alentaría su paciencia y propensión al riesgo, a la vez que ensancharía sus valores de
desacuerdo. Con una renta básica, la retirada de los trabajadores al estado de naturaleza se
convertiría en una posibilidad real.” (Casassas y Lowew, 2001: 219-220).
6
En primer lugar, si los salarios de las mujeres son en promedio inferiores al de los
varones, una renta básica financiada por un impuesto sobre las rentas debe beneficiarlas, dismi-
nuyendo la desigualdad entre unas y otros. En segundo lugar, favoreciendo la no-dominación
de un gran número de mujeres, que dejaría de depender económicamente para su subsistencia
del dinero aportado por su pareja. También tendría una influencia favorable en la reducción
de la violencia de género, ya que permitiría a muchas mujeres terminar con las relaciones
disfuncionales de pareja, sin tener que afrontar el costo del desamparo económico.
7
Los objetivos del milenio pueden ser consultados en http://www.un.org/spanish/
millenniumgoals/poverty.shtml.
Renta básica: ¿una herramienta para satisfacer deberes humanitarios, de... 109

establecido como el objetivo a perseguir por cualquier política social.


Así, por ejemplo, en mi país –Argentina–, la presidenta planteó como eje
fundamental de su gestión económica la celebración de un pacto social
que posibilitara la reducción de la pobreza8. Idéntica preocupación se
constata en otros países9. Esta creciente preocupación por la desigualdad
y la pobreza ha contribuido a fortalecer la posición que percibe a la renta
básica como una herramienta para acabar con estos flagelos.
Esta pluralidad de funciones a partir de la cual se justifica la utiliza-
ción de la herramienta de la renta básica, ha generado una proliferación
de concepciones que es necesario ordenar. Un modo de alcanzar este
objetivo es clasificar a las concepciones de la renta básica según el tipo de
deber que la herramienta aspira a satisfacer. En este sentido, es necesario
distinguir tres tipos de deberes que la renta básica puede satisfacer. En
primer lugar, se encuentran los deberes humanitarios que tenemos con
cualquier individuo por el mero hecho de ser humano. En segundo lugar,
tenemos los deberes de legitimidad política. Estos deberes, argumentaré,
sólo surgen respecto de aquellos con quienes habitamos un mismo esque-
ma de instituciones, impuestas coactivamente y que tienen como objetivo
posibilitar la participación política. Por último, tenemos los deberes de
justicia distributiva, que se refieren al modo en que ciertas instituciones
distribuyen cargas y beneficios10.
Para percibir la distinción entre estos deberes, permítanme dar un
ejemplo de cada uno de ellos. Un ejemplo de deber humanitario es el
de ayudar al necesitado, una de cuyas instancias es el deber de aliviar
la pobreza. Éste es un deber que tenemos en relación con cualquier ser

8
Vid. El País, 11/11/2007, disponible en http://www.elpais.com/articulo/economia/
Objetivo/reducir/pobreza/Argentina/elpepueconeg/20071111elpnegeco_1/Tes.
9
Éste ha sido uno de los objetivos de la recién creada Unión de Naciones Sudameri-
canas (UNASUR). Al asumir la presidencia pro-tempore de la organización, la presidente
Bachelet expresó: “Lo fundamental es que Unasur haga la diferencia poniendo el foco en
las políticas sociales para alcanzar una reducción de la pobreza rápidamente”. Vid. http://
news.bbc.co.uk/hi/spanish/latin_america/newsid_7418000/7418149.stm.
10
En mi idea de que las exigencias de justicia sólo se aplican al diseño de instituciones
legítimas, de modo que sólo tienen deberes de justicia distributiva aquellos individuos que
habitan el mismo esquema institucional dotado de legitimidad. No basta, en consecuencia,
la aplicación coactiva de un esquema institucional para que aparezcan las exigencias de
justicia distributiva. Tal aplicación coactiva engendra deberes de legitimidad, no de justicia.
Sin embargo, nada de lo que diré en el texto depende de aceptar esta relación entre deberes
de legitimidad y justicia que he defendido en otro lugar.
110 Hugo Omar Seleme

humano, sea o no nuestro conciudadano. Un ejemplo de deber de legiti-


midad es el de garantizar a nuestros conciudadanos un nivel de recursos
que les permita participar en el diseño de las instituciones que se les
aplican. Todos deben disponer de los recursos necesarios para poder
dedicarle tiempo –si así lo desean– a la actividad política. Un ejemplo de
deber de justicia distributiva es el de maximizar la porción de recursos
del conciudadano que menos recibe, si uno es un rawlsiano, o el deber
de distribuir los recursos de modo que maximicen el nivel agregado de
utilidad, si uno es un utilitarista, o algún otro, según cuál sea la concep-
ción de justicia adoptada.
Uno puede utilizar la herramienta de la renta básica para alcanzar
cualquiera de estos tipos de objetivos. Puede utilizarla como una herra-
mienta humanitaria y destinarla a eliminar la pobreza extrema, tanto en
el ámbito doméstico como en el internacional11. Puede utilizarla como
una herramienta en aras de la legitimidad política, asegurando a todos los
recursos necesarios para que las libertades y los derechos políticos sean
efectivos y no sólo formales12. O puede utilizarla como una herramienta
de justicia distributiva, tendente, por ejemplo, a distribuir la renta o el
ingreso del modo correcto de acuerdo a una concepción de la justicia13.
En lo que sigue sólo me referiré a las políticas de renta básica a escala
estatal. No me referiré, en consecuencia, a la renta básica global. La hipó-
tesis que defenderé es que el modo correcto de utilizar a la renta básica,
como instrumento de políticas domésticas, consiste en emplearla como
una herramienta de legitimidad política. Puesto que nuestros Estados son,
en mayor o menor medida, ilegítimos –ya que algunos ciudadanos no
tienen los recursos suficientes para participar efectivamente en la toma de
decisiones colectivas–, el objetivo de la renta básica debe ser garantizar
dicho nivel de recursos.
El objetivo del presente trabajo, por lo tanto, es doble. En primer
lugar, pretendo mostrar que las políticas de renta básica que tienen obje-

11
Un ejemplo de utilización de la renta básica como un instrumento con fines huma-
nitarios lo encontramos en Dennis Milner (1920).
12
La posición que voy a presentar sería un ejemplo de esto. Asimismo lo son todas
las defensas republicanas que se han ofrecido de la renta básica.
13
La posición de Thomas Paine (1796), enraizada en la común propiedad de la tierra,
es un ejemplo de las posiciones que perciben a la renta básica como un instrumento de
justicia. Lo mismo puede señalarse de la posición de Spence (1797) y Fourier (1836), entre
los clásicos.
Renta básica: ¿una herramienta para satisfacer deberes humanitarios, de... 111

tivos humanitarios, específicamente aquellas que se proponen eliminar la


pobreza, pecan por defecto. No obtienen de la herramienta de la renta bá-
sica todo lo que puede proporcionar. En segundo lugar, pretendo mostrar
que las políticas de renta básica que tienen algún otro objetivo referido al
modo justo de organizar nuestros esquemas institucionales –alcanzando
por ejemplo una distribución equitativa del ingreso y la riqueza– pecan
por exceso. Se utiliza a la renta básica para alcanzar más objetivos de los
debidos. En ambos casos el problema radica en que la herramienta no es
utilizada para alcanzar el objetivo para el que es más idónea. Este objetivo
–argumentaré– no es otro que el de la legitimidad política.
Dos tipos de consideraciones sostienen esta conclusión. La primera
muestra lo inadecuado de utilizar la renta básica para satisfacer deberes
humanitarios. La segunda muestra porqué es inadecuado utilizarla para
satisfacer deberes de justicia distributiva.

2. CONTRA LA UTILIZACIÓN DE LA RENTA BÁSICA COMO


HERRAMIENTA HUMANITARIA

Comencemos con las consideraciones que justifican no utilizar la


renta básica como una herramienta humanitaria. El esquema institucional
estatal posee una característica distintiva, que engendra entre los indi-
viduos a quienes se aplica específicas exigencias morales. Me refiero a
su carácter coactivo y a los efectos profundos que produce en aquellos
a quienes se aplica.
Las instituciones estatales configuran a los individuos que habitan
en ellas. No poseemos ninguna identidad previa, ya que no arribamos
al mundo social desde otro lugar donde nos hayamos configurado. Son
las instituciones sociales las que nos han hecho ser quienes somos14. Las

14
El hecho de que nuestros vínculos socio-políticos nos configuren como los sujetos
que somos, ha sido enfatizado en las últimas décadas por el comunitarismo (Taylor, 1989;
Sandel, 1982 y 1998; MacIntyre, 1981). Sin embargo, contrario a lo que algunos comuni-
taristas sostienen, ése no es un hecho que sea negado por el liberalismo igualitario. Tanto
unos como otros reconocen la incidencia del diseño institucional sobre los rasgos personales
–tales como, carácter, desarrollo de los talentos naturales, intereses, posición social, etc–.
Señala Rawls: “we have no prior public or nonpublic identity: we have not come from
somewhere else into this social world” (Rawls, 1993: 136).
La discrepancia reside en otro lugar, a saber, mientras los liberales afirman que existe
la posibilidad de que podamos tomar distancia de tales rasgos para evaluar nuestras insti-
112 Hugo Omar Seleme

instituciones en las que hemos nacido y crecido no sólo tienen incidencia


sobre nuestras oportunidades vitales, confiriéndonos una porción mayor
o menor de recursos y derechos, sino también sobre la configuración
de nuestros deseos y preferencias y el desarrollo de nuestros talentos
personales. Nuestros deseos y preferencias –nuestros planes de vida–
se configuran en un ambiente cultural que es producido y reproducido
por el esquema institucional. Los planes de vida que posee una persona
nacida en un esquema institucional como el argentino, por ejemplo, no
son los mismos que aquellos que posee una persona nacida en China. Del
mismo modo, el desarrollo de nuestros talentos naturales se ve influido
por el esquema institucional. Mientras algunos esquemas institucionales
posibilitan e incentivan el desarrollo de ciertas habilidades, otros no lo
hacen15.
Nuestras oportunidades de vida, nuestros planes y proyectos persona-
les y hasta nuestros talentos naturales se encuentran en parte configurados
por el esquema institucional estatal en el que hemos nacido y crecido. El
esquema institucional estatal tiene efectos profundos en los individuos
que lo habitan. Ahora bien, estos efectos se producen en los individuos
con total independencia de su consentimiento voluntario. Nadie ha ele-
gido nacer y desarrollarse en el seno de un esquema institucional estatal.
El esquema institucional se aplica a los individuos que lo habitan con
total independencia de cuál sea su voluntad. De modo que los efectos de
las instituciones estatales no sólo son profundos sino, adicionalmente,
de aplicación coactiva.
La aplicación de un esquema coercitivo de estas características sobre
individuos que, en tanto sujetos de razones, aspiran a dirigir su propia
vida, genera una afrenta moral que exige reparación. En tanto sujeto de
razones, cada uno aspira a dirigir su vida de acuerdo a sus propias con-
sideraciones, de acuerdo a sus propias decisiones. Cada uno aspira a ser
autor de su propia vida. Aspiración que es puesta en peligro por la apli-

tuciones, los comunitaristas lo niegan (Kymlicka, 1990). Esta respuesta de Kymlicka a los
comunitaristas no se encuentra exenta de dificultades. La propia interpretación que Kymlicka
ha ofrecido de su posición ha contribuido a ello. En otro lugar he ofrecido una respuesta
liberal a la objeción comunitarista, corrigiendo los defectos que se encuentran presentes en
la de Kymlicka (Seleme, 2004: 240-248) .
15
Rawls ha llamado la atención sobre estas dos características del esquema institucional
doméstico (Rawls, 1993: 269-270). He ofrecido en otro trabajo una reconstrucción del modo
en que esas características de la estructura básica justifican la aplicación a su evaluación de
los principios de justicia (Seleme, 2008).
Renta básica: ¿una herramienta para satisfacer deberes humanitarios, de... 113

cación de un esquema institucional que incide en nuestra configuración


y se nos aplica con independencia de nuestra voluntad. La exigencia que
genera la aplicación de un esquema con estas características es la de que
todos aquellos sobre quienes se aplica sean sus autores. Si, en tanto su-
jetos de razones, aspiran a ser autores de su vida, y si sus oportunidades,
proyectos de vida y talentos naturales se encuentran configurados por
el esquema institucional, la solución debe consistir en hacerlos autores
de dicho esquema. Esta exigencia no es otra que la de legitimidad, auto-
gobierno o participación política.
A diferencia de las concepciones que vinculan la legitimidad con lo
que los ciudadanos hacen respecto de las instituciones –participando, con-
sintiendo, etc.–, considero que la autoría o la legitimidad se encuentran
vinculadas a lo que las instituciones hacen respecto de los ciudadanos.
La autoría hace referencia al modo en que las instituciones se comportan
en relación con los ciudadanos y no al modo en que éstos se comportan
en relación con aquéllas. Los ciudadanos no son autores del diseño ins-
titucional porque lo configuren a través de su participación efectiva, sino
que es el diseño institucional el que los configura como autores.
La idea sería la siguiente16, si un esquema institucional satisface
los intereses que los ciudadanos poseen en tanto autores, entonces los
transforma en tales; si las instituciones satisfacen los intereses que los
ciudadanos tienen en tanto autores, entonces son de su autoría. Puesto
que el principal interés que, en tanto autores, los ciudadanos poseen en
relación con sus instituciones es el de participar efectivamente en su di-
seño y configuración, si las instituciones posibilitan tal cosa entonces son
de su autoría. Si las instituciones permiten que los ciudadanos participen
políticamente para decidir el modo en que deberían ser reconfiguradas
–básicamente por la legislación–, son de su autoría, son legítimas. Esto
con total independencia de que los ciudadanos hayan efectivamente par-
ticipado o no. Es decir, la no participación efectiva en un esquema que
contiene los carriles institucionales para participar no exime a quienes
habitan en su seno de ser considerados sus autores17.
16
He argumentado a favor de esta concepción institucional de la legitimidad en otro
lugar (Seleme, 2009), por lo que aquí sólo puedo bosquejar sus trazos fundamentales.
17
Considero que ésta es una ventaja de la concepción institucional de la legitimidad
que estoy presentando. Si uno hace recaer la legitimidad en la participación o consentimiento
efectivo, no puede dar cuenta del hecho que consideramos que las instituciones son legítimas
incluso en relación con aquellos que no toman parte activa en la vida política ni siquiera
con el voto.
114 Hugo Omar Seleme

De modo que el esquema institucional, para ser de autoría de aquellos


a quienes se aplica, debe posibilitar la participación. Tres requisitos son
necesarios para que esto se dé:
a) Que todos los ciudadanos puedan acceder a los roles y cargos pú-
blicos; esto es, que la configuración y acceso a los roles públicos
no refleje la creencia social respecto a la inferioridad de algún
grupo.
b) Que sea posible que a la hora de tomar decisiones sobre la confi-
guración del diseño institucional, todas las opiniones o intereses
cuenten.
c) Que los ciudadanos posean los derechos y recursos necesarios para
acceder a los roles y cargos públicos y para que sus opiniones e
intereses sean escuchados18.
Dicho de modo concreto, si los ciudadanos poseen los derechos y
libertades políticas que les permiten acceder a los roles públicos y hacer
escuchar sus opiniones –tales como el derecho político a elegir a sus
representantes y a ser elegidos, a reclamar a las autoridades, a expresar
sus opiniones, etc.– y si poseen los recursos necesarios para poder hacer
uso de estos derechos y libertades, entonces el esquema institucional los
trata como autores. Satisface los intereses que los ciudadanos tienen en
tanto autores, y por tanto es legítimo.
Resumiendo lo señalado hasta aquí, tenemos que la aplicación
coercitiva de un esquema institucional sobre los ciudadanos engendra la
exigencia moral de que tal esquema sea de su autoría. Tal cosa se logra
cuando el esquema, además de reconocerles derechos y libertades polí-
ticas, les confiere los recursos necesarios para ejercitarlos19.

18
Me he basado aquí en los tres intereses ciudadanos identificados por Beitz (1990).
El primero corresponde al interés en el reconocimiento, el segundo al interés en la respon-
sabilidad deliberativa y el tercero se vincula con el interés en el tratamiento equitativo.
19
Lo señalado presupone la justificación general del Estado o del esquema de insti-
tuciones domésticas. De lo contrario, la exigencia que engendraría la coacción sería la de
abolir el Estado o el esquema institucional. Para justificar la existencia del Estado pueden
brindarse dos tipos de argumentos. El primer tipo de justificación, denominado justifica-
ciones de optimalidad, intenta mostrar que las instituciones estatales configuran el mejor
estado de cosas posibles. Así, por ejemplo, si uno es un utilitarista que intenta justificar el
Estado deberá señalar que la existencia del mismo maximiza la utilidad agregada. Es decir,
tendrá que argumentar para demostrar que la existencia del Estado –medida con criterios
de utilidad– configura el mejor estado de cosas posible.
Renta básica: ¿una herramienta para satisfacer deberes humanitarios, de... 115

Habiendo identificado la exigencia moral que engendra la imposi-


ción coactiva de un esquema institucional, el próximo paso consiste en
determinar sobre quiénes recae. Cuando existe un esquema ilegítimo,
uno que no posibilita la participación de todos en la adopción de deci-
siones colectivas, ¿sobre quiénes recae la exigencia de que los intereses
de autoría de todos sean satisfechos? La respuesta no puede ser otra que
sobre sus autores, esto es, sobre aquella porción de ciudadanos que tienen
posibilidad de participar políticamente. De modo que la existencia de un
esquema institucional que se aplica a los ciudadanos de modo coercitivo
desde su nacimiento, configurando las personas que son, engendra entre
ellos deberes que no poseen con el resto de los seres humanos. Especí-
ficamente, el deber de posibilitar su participación política a la hora de
configurar el esquema institucional. Este deber no recae en cualquier ser
humano, sino sólo en aquellos a quienes se aplica el esquema coerciti-
vo y –adicionalmente– tienen la posibilidad efectiva de participar. La
imposición de un esquema institucional engendra, en quienes tienen la
posibilidad de participar políticamente, el deber de garantizar dicha po-
sibilidad a todos a quienes se aplica. No se trata de un deber humanitario,
sino de un deber que sólo se tiene en relación con aquellos a quienes se
aplica dicho esquema.
En el seno de instituciones domésticas ilegítimas, utilizar a la renta
básica como una herramienta con fines humanitarios –tales como la
reducción de la pobreza o el hambre– deja sin satisfacer los deberes que
tenemos con nuestros conciudadanos. Pasa por alto el hecho de que la
pobreza doméstica es engendrada por un esquema institucional coactivo
y que, por ende, el deber que engendra no es el de acabar con la pobre-
za, sino con la pobreza impuesta. En el espacio doméstico, el mal de la
pobreza radica en su imposición ilegítima y por ende la solución no es

El segundo tipo de justificación, denominado justificaciones de permisibilidad, intenta


mostrar que la existencia de instituciones estatales no vulnera ninguna regla moral o pruden-
cial. Este tipo de justificaciones es menos exigente que el anterior. Aun si existe un estado de
cosas que es preferible a la existencia de instituciones estatales, si éstas no vulneran ninguna
regla o mandato moral, se encuentran justificadas. Un ejemplo de este tipo de justificación
lo encontramos en Nozick (1974). Lo que el argumento de Nozick intenta mostrar es, por un
lado, que el Estado puede surgir y funcionar sin violar los derechos individuales –concebidos
como restricciones laterales– que poseen los ciudadanos; y, por otro, que la existencia de
instituciones estatales es prudencialmente superior a su inexistencia, señalando cómo el
Estado surgiría a partir de esta última situación por un proceso de “mano invisible”, en el
que cada ciudadano persigue su propio interés individual (Simmons, 1999: 743).
116 Hugo Omar Seleme

la erradicación de la pobreza sino la erradicación de la ilegitimidad. Si


el problema es la pobreza impuesta coactivamente, el objetivo debe ser
garantizar a los ciudadanos los recursos que posibiliten la participación
política y el auto-gobierno. Proponer como objetivo prioritario de las
políticas sociales y del instrumento de la renta básica la lucha en contra
de la pobreza, es perder de vista que la afrenta moral de la pobreza reside
en la coacción y la dominación20.
En consecuencia, si en circunstancias donde existen instituciones
domésticas ilegítimas –que no posibilitan la participación de todos–, uno
defiende la renta básica como una herramienta humanitaria, por ejemplo,
para ayudar al necesitado y reducir la pobreza y el hambre, parte de su
potencial se desperdicia. Si el problema es la ilegitimidad, la solución
no es meramente el combate a la pobreza. La solución es la legitimidad,
esto es, la posibilidad efectiva de participación política. Garantizar que
todos los ciudadanos cuenten con los medios necesarios para ese fin – y
no meramente que no sean pobres o no tengan hambre– debe ser el ob-
jetivo de la renta básica. En dichas circunstancias, la renta básica debe
tener por objeto garantizar los intereses de autoría, no sólo los intereses
humanitarios.

3. CONTRA LA UTILIZACIÓN DE LA RENTA BÁSICA COMO


HERRAMIENTA DE JUSTICIA DISTRIBUTIVA

Un segundo conjunto de consideraciones sirve para mostrar lo


inadecuado de utilizar a la renta básica como herramienta de justicia
distributiva. Para poder percibirlas, es necesario, previamente, desterrar
un error extendido entre quienes hacemos filosofía política. Éste consiste
en lo siguiente: la mayor parte de nosotros –académicos interesados en la
política– tiene una concepción de la legitimidad y el auto-gobierno que,
al menos, requiere la posibilidad de participación efectiva por parte de
los ciudadanos. La mayor parte de nosotros también tiene una concepción
de la justicia distributiva, esto es, una opinión de cómo las instituciones
deberían distribuir las cargas y beneficios. Como nuestra concepción de
la justicia distributiva forma un todo coherente con nuestra concepción de

20
Prueba de lo antes señalado es que cuando la pobreza es libremente elegida –como
se da en el caso de aquellos que por razones religiosas hacen voto de pobreza, en algunos
casos de pobreza extrema– no nos parece moralmente ofensiva.
Renta básica: ¿una herramienta para satisfacer deberes humanitarios, de... 117

la legitimidad –de lo contrario mal haríamos en dedicarnos a la filosofía


política–, pensamos que el esfuerzo por instaurar nuestra concepción de
la justicia es también una lucha por la legitimidad política. Si la justicia
presupone la legitimidad –esto es– si todo esquema justo debe ser antes
legítimo, esforzarse por hacer que las instituciones sean justas es, a for-
tiori, esforzarse en aras de su legitimidad política.
Con base en el argumento anterior, algunos concluyen que defender a
la renta básica como una herramienta de justicia no implica ningún riesgo
para la legitimidad. ¿Por qué no matar dos pájaros de un tiro y alcanzar a
la vez la justicia distributiva y la legitimidad política o el auto-gobierno?
Creo que este modo de enfocar el asunto evidencia un problema extendi-
do entre los filósofos políticos, a saber, el desprecio por la política.
El problema con este argumento es que pasa por alto que legitimidad
y justicia son valores de distinto nivel. La legitimidad es un modo valioso
de tratar los desacuerdos que distintos ciudadanos poseen en relación con
la justicia21. Un esquema institucional legítimo es uno que nos pertenece,
del cual somos autores, aun si lo consideramos injusto. Las instituciones
legítimas son el lugar donde las discrepancias sobre la justicia distributiva
deben ser escuchadas, debatidas y resueltas colectivamente.
Si en circunstancias de ilegitimidad política, focalizamos nuestros
esfuerzos, como filósofos políticos y ciudadanos, en la consecución
de una concepción de justicia distributiva y no en la consecución de la
legitimidad, olvidamos que nuestra concepción de justicia es sólo una
opinión más entre otras. Olvidamos que la elaboración de una concepción
de la justicia tiene por objeto su debate previo en el seno de instituciones
legítimas, no su instauración con independencia del debate político.
Promover medidas políticas tendentes a instaurar nuestra concepción de
la justicia, antes de que puedan ser audibles las voces de todos sobre lo
que consideran justo, es malinterpretar la función del debate político y
el valor de la legitimidad.
Como he señalado, una de las condiciones para que un esquema sea
autoría de aquellos a quienes se aplica, y por tanto legítimo, es que les
conceda los recursos suficientes para poder ejercitar sus derechos y li-
21
En mi opinión, las exigencias de justicia sólo tienen cabida en el seno de esquemas
institucionales legítimos. Es decir, la existencia de un esquema institucional legítimo
engendra las exigencias de la justicia distributiva (Seleme, 2009). No obstante, uno puede
sostener la diferencia de niveles entre ambos valores –tal como hace Waldrom (2001)– con
total independencia de adoptar o no esta posición.
118 Hugo Omar Seleme

bertades políticas, esto es, para poder participar en la toma de decisiones


colectivas. Si la renta básica es una herramienta idónea para alcanzar
ese fin, y lo es, pretender utilizarla con objetivos más ambiciosos es caer
en el error antes señalado. Dicho gráficamente, la renta básica debe ser
una herramienta que permita que las voces de todos los ciudadanos sean
audibles, no debe ser una herramienta para realizar lo que mi propia voz
ordena sobre el modo justo de distribuir las cargas y los beneficios. En
circunstancias de ilegitimidad política, pretender utilizar la renta básica
como una herramienta de justicia es intentar imponer la concepción
propia de la justicia antes de que sean audibles las opiniones que tienen
el resto de conciudadanos sobre la justicia.
Para concretizar la idea aun más. Si uno pugna porque la renta básica
sea aprobada como herramienta de justicia por un Parlamento donde
no todos los ciudadanos tienen voz, uno pugna por imponer la propia
voz respecto de la justicia sobre quienes siguen silenciados. Si uno, en
cambio, pugna por la renta básica como una herramienta de legitimidad
política, la situación es distinta. Uno espera a que todos tengan voz para
decir qué consideran justo antes de expresar la propia opinión acerca
de la justicia. Uno percibe la propia concepción de la justicia como una
más, que no puede ser llevada adelante –por el mecanismo de la renta
básica o cualquier otro– sin que la opinión de todos haya sido escuchada
previamente.
Sintetizando lo señalado hasta aquí. En primer lugar, en circuns-
tancias de ilegitimidad política, no se encuentra justificado utilizar a la
renta básica como una herramienta con fines humanitarios o de justicia
distributiva. Si uno la utiliza con fines humanitarios –por ejemplo, para
aliviar la pobreza y el hambre– y no como herramienta para posibilitar
la participación política, uno equivoca el diagnóstico del problema a
solucionar. Si el problema es la imposición coactiva de un esquema ins-
titucional en cuya configuración no pueden participar aquellos a quienes
se aplica, la solución no es simplemente eliminar la pobreza o el hambre,
sino garantizar los recursos necesarios para posibilitar la participación
política. Si el problema es la ilegitimidad, la solución es el auto-gobierno
o la autoría colectiva.
En segundo lugar, en circunstancias de ilegitimidad política, tampoco
se encuentra justificado utilizar a la renta básica como una herramienta de
justicia distributiva. Utilizarla de este modo equivale a intentar imponer
nuestra propia opinión antes de que las opiniones de todos hayan sido
Renta básica: ¿una herramienta para satisfacer deberes humanitarios, de... 119

escuchadas. En el seno de una comunidad política, el debate sobre la


justicia distributiva sólo puede tener cabida una vez que se ha garantizado
que todas las voces pueden ser escuchadas, es decir, una vez que se ha
garantizado la legitimidad. Nuevamente, si el problema es la ilegitimidad,
la solución es el auto-gobierno, esto es, la legitimidad.

4. VENTAJAS DE LA PROPUESTA: JUSTIFICACIÓN DEL


CARÁCTER INCONDICIONADO Y NO VULNERACIÓN DEL
PRINCIPIO DE RECIPROCIDAD

Mi propuesta, entonces, es que en circunstancias de ilegitimidad


política –donde no todos tienen los recursos necesarios para participar
políticamente de modo efectivo– la renta básica debe garantizar que todos
los ciudadanos dispongan de tal monto de recursos. Es decir, debe ser uti-
lizada como una herramienta de legitimidad política o auto-gobierno.
Esta propuesta tiene la ventaja adicional de que permite enfrentar de
modo natural algunas de las objeciones más poderosas que ha sufrido la
propuesta de la renta básica. Me refiero, específicamente, a la acusación
de que vulnera el principio liberal de imparcialidad o neutralidad del
Estado y el principio de reciprocidad22.
Ambas objeciones tienen su fundamento en la misma característica
de la renta básica, su carácter incondicionado. La atribución a todos los
ciudadanos, con independencia de que trabajen o no, favorece de modo
indebido un determinado plan de vida mientras grava otros. Favorece a
los que han elegido un plan de vida ocioso en detrimento de quienes se
dedican a actividades productoras de renta. La razón de ello es que a tra-
vés de la renta básica existirá una transferencia de renta de los segundos
a los primeros. Por el sólo hecho de tener un determinado plan de vida, a
algunos se les beneficia mientras que a otros se les perjudica.
Del mismo modo, que no se exija contrapartida por su percepción,
ha sido criticado por vulnerar el principio de reciprocidad. Uno de los
primeros en formular está crítica fue Jon Elster, que, comentando la
propuesta de Van Parijs y Van der Veen, señalaba:

22
La acusación de vulnerar el principio de imparcialidad sólo se sostiene en pie si se
muestra que ha existido vulneración del principio de reciprocidad. De modo que la objeción
básica es esta última.
120 Hugo Omar Seleme

“…the proposal goes against a widely accepted notion of


justice: it is unfair for able-bodied people to live off the labour
of others. Most workers would, correctly in my opinion, see
the proposal as a recipe for exploitation of the industrious by
the lazy” (Elster, 1987: 719).

Tres estrategias han seguido los defensores de la renta básica para


enfrentar estas objeciones fundadas en su carácter incondicionado. La
primera ha consistido en renunciar a su carácter incondicionado de modo
que no afecte a su percepción universal. Han tratado de encontrar algo
que pueda ser exigido como contrapartida de la renta básica y que sea
lo suficientemente general como para que nadie quede excluido. Éste es
el camino seguido por la propuesta de Atkinson de una “renta de parti-
cipación”, cuya contrapartida es la realización de cualquier actividad
socialmente útil23. La segunda ha consistido en reconocer que el carácter
incondicionado de la renta básica vulnera el principio de reciprocidad
e imparcialidad, pero defender el mantenimiento de dicha característica
como un modo de evitar males mayores. El carácter incondicionado de
la renta básica es algo malo, ya que vulnera el principio de reciprocidad,
pero se trata de un mal menor en comparación con lo que sucedería si
dicha característica se eliminase24. Por último, la tercera estrategia ha
consistido en defender el carácter incondicionado de la renta básica con
base en consideraciones de justicia distributiva. Van Parijs (1995) es
quien ha ofrecido una de las defensas más articulada con base en consi-
deraciones de justicia distributiva. En su opinión, el objetivo de la justicia
23
De este modo, Atkinson puede incluir como beneficiarios a los trabajadores,
autónomos o asalariados, los que se encuentran en programas de capacitación, los que
tienen a su cargo a terceros (niños, ancianos, enfermos, etc.) y los que realizan actividades
de voluntariado. También quedan incluidos aquellos que se encuentran buscando empleo
o están incapacitados para el trabajo (Atkinson, 1996).
24
La principal razón para mantener el carácter incondicionado que ofrecen quienes
plantean esta defensa es lo costoso de determinar quién es realmente un holgazán, quién
no está trabajando por razones ajenas a su propia voluntad, quién está trabajando pero no
lo está haciendo en aquellos trabajos que la sociedad remunera, etc. Quienes se inclinan
por este tipo de defensa, niegan que una persona voluntariamente ociosa tenga derecho a
percibir la renta básica, pero concluyen que está justificado concedérsela, vulnerando el
principio de reciprocidad, con base en las consideraciones antes señaladas. Es menos malo
que alguien que no merece la renta básica la perciba, que el hecho de que alguien que la
merece no la perciba.Variantes de esta respuesta a la objeción pueden encontrarse en Barry
(1996) y White (2003), entre otros.
Renta básica: ¿una herramienta para satisfacer deberes humanitarios, de... 121

distributiva es el reparto de la libertad real25. El reparto equitativo sería


uno igualitario o, en su defecto, uno que maximizase la porción del que
menos tiene. En este reparto deben incluirse los bienes que hemos obte-
nido por herencia y donación así como las rentas que obtenemos por los
empleos que ocupamos. En un caso y en otro lo que justifica la exigencia
de repartir los bienes equitativamente es el hecho de que su distribución
actual se encuentra sesgada por factores moralmente arbitrarios, tales
como el lugar de nacimiento, la clase social, los talentos, etc. El modo
de eliminar esta arbitrariedad en la distribución de la renta y garantizar la
más justa distribución de la libertad real consiste en gravar las rentas del
trabajo con la tasa más elevada sostenible, repartiendo luego lo obtenido
entre todos, trabajen o no, en forma de una renta básica26.
Creo que los tres tipos de estrategia enfrentan de modo inadecuado
la objeción fundada en la imparcialidad y la reciprocidad. Ninguna sirve
para justificar adecuadamente por qué el ocioso debe percibir una renta
básica sin exigencia de contrapartida. La primera de estas estrategias
directamente evita el problema. Efectivamente, el problema se presenta
con aquellos que no realizan ninguna actividad socialmente beneficiosa
y que, no obstante, si la renta básica es universal, deberían tener derecho
a percibirla. Permite justificarla, a lo sumo, porque un amplio número
de ciudadanos tienen derecho a percibir la renta básica, pero no permite
justificar su carácter universal. No permite justificar por qué el comple-
tamente ocioso también tiene ese derecho.
La segunda estrategia concede lo que no debería –que la renta básica
vulnera la reciprocidad– y luego ofrece una defensa heroica, a la que sólo
25
Esto implica el reparto no sólo de derechos sino también de recursos y oportunida-
des.
26
Van Parijs ofrece una respuesta, a la objeción fundada en la reciprocidad y la
imparcialidad, anclada en una concepción de justicia igualitarista de la suerte. Señala Van
Parijs: “But a more fundamental reply is available. True, a UBI is undeserved good news
for the idle surfer. But this good news is ethically indistinguishable from the undeserved
luck that massively affects the present distribution of wealth, income, and leisure. Our race,
gender, and citizenship, how educated and wealthy we are, how gifted in math and how
fluent in English, how handsome and even how ambitious, are overwhelmingly a function
of who our parents happened to be and of other equally arbitrary contingencies. Not even
the most narcissistic self-made man could think that he fixed the parental dice in advance
of entering this world. Such gifts of luck are unavoidable and, if they are fairly distributed,
unobjectionable. A minimum condition for a fair distribution is that everyone should be
guaranteed a modest share of these undeserved gifts. Nothing could achieve this more
securely than a UBI” (Van Parijs, 2000).
122 Hugo Omar Seleme

cabría recurrir si no dispusiésemos de ninguna otra. Esto es lo que sucede


con todas las estrategias de second best.
Por último, la tercera estrategia tiene una dificultad, de la que me
he ocupado antes, a saber, justifica la renta básica con base en conside-
raciones –las de justicia distributiva– que son inaplicables en contextos
de ilegitimidad política. Ahora bien, si la renta básica es una condición
necesaria para que exista legitimidad –para que los ciudadanos puedan
ejercitar sus derechos y libertades políticas– y si el hecho de que exista
un esquema legítimo es condición necesaria para debatir o esgrimir
nuestras concepciones de justicia, tendríamos una situación curiosa. En
muchos escenarios donde habría que defender las propuestas de renta
básica –aquellos donde ésta todavía no existe– la defensa fundada en
consideraciones de justicia distributiva no podría esgrimirse.
Pienso que lo inadecuado de las tres estrategias viene dado por su
aceptación pacífica de que la exigencia de reciprocidad debe aplicarse a
la renta básica. Éste es un error causado, creo, por considerar a la renta
básica como una herramienta de justicia distributiva. El mismo queda
patente en la tercera estrategia, pero se encuentra presente también en las
otras dos. La justificación de la renta básica que he ofrecido, al no fundar
su exigencia en consideraciones de justicia, puede ofrecer una respuesta
mucho más radical a la objeción. Básicamente, la respuesta sostiene esto:
la reciprocidad no es vulnerada porque la exigencia de reciprocidad no
tiene cabida en el problema moral que la renta básica pretende abordar.
Como he señalado, la afrenta moral que la renta básica pretende
subsanar es la de la imposición coercitiva de un esquema institucional.
Si un esquema institucional se aplica a ciertos individuos con inde-
pendencia de su voluntad y configura sus oportunidades vitales, esto
engendra la exigencia moral de que puedan participar en las decisiones
colectivas que lo configuran. La afrenta moral que implica la imposi-
ción de un esquema institucional viene dada porque a un ciudadano se
le aplican decisiones ajenas sobre estados de cosas o cursos de acción.
Esta afrenta moral no es otra cosa que la vulneración de su derecho a
no ser coercionado. De modo que todos aquellos que tienen los recur-
sos y derechos necesarios para participar en un esquema semejante
–aquellos que tienen satisfechos sus intereses de autoría– se encuentran
transgrediendo su deber negativo de no coaccionar. Cuando todos los
ciudadanos son autores de las decisiones que configuran el esquema
Renta básica: ¿una herramienta para satisfacer deberes humanitarios, de... 123

institucional que se les aplica coercitivamente tal trasgresión del deber


negativo desaparece.
Puesto en términos concretos. Como académico, profesor universi-
tario de clase media, soy autor del esquema institucional argentino. Soy
autor del mismo en tanto que dicho esquema me otorga la posibilidad de
que mi voz sobre cómo reconfigurarlo sea oída. Entre otras cosas, dispon-
go de los recursos mínimos indispensables para poder participar de modo
informado en las decisiones colectivas. Este esquema, del cual soy autor,
se impone coercitivamente a otros que no tienen la posibilidad de ser
escuchados. En relación con ellos, tanto yo como el resto de argentinos
que sí tienen tal posibilidad, tenemos un deber. Se trata de un deber nega-
tivo, surgido del hecho de la coacción, que consiste en volverlos autores
del esquema institucional. Se trata de un deber de legitimidad, no de un
deber humanitario ni de justicia distributiva. La renta básica, tendente a
garantizarles los recursos necesarios para la participación política, es un
modo de satisfacer dicho deber.
Dicho de otro modo, la afrenta moral que la renta básica aspira a
eliminar, no viene dada por la no satisfacción de las exigencias de asis-
tencia o ayuda que subyacen a los principios morales humanitarios, ni por
las exigencias de equidad o reciprocidad que subyacen a los principios
morales de justicia distributiva, sino a las exigencias, mucho más fun-
damentales, de no dañar o no coaccionar que subyacen a las exigencias
de legitimidad política.
El hecho de que la renta básica sea una herramienta para satisfacer
este deber negativo de legitimidad, es lo que permite explicar su carácter
incondicionado y el hecho de que no vulnere el principio de reciprocidad.
En primer lugar, es incondicionado, no se exige ninguna contrapartida
para su percepción, porque la renta básica es el modo de reparar una vul-
neración de un deber negativo. Dicho de modo gráfico, la renta básica es
la contrapartida de la imposición coercitiva de un esquema institucional.
El mero hecho de que alguien haya nacido en un esquema institucional
que se le aplica con independencia de sus deseos y decisiones, engen-
dra la exigencia de que disponga de los recursos necesarios para poder
participar en su diseño y configuración. De lo contrario su imposición
coactiva estaría injustificada27.
27
Aunque no me he detenido en ello, pienso que entender a la renta básica como una
herramienta de legitimidad política posee una ventaja adicional. Permite obtener guías útiles
para su implementación. En primer lugar, siendo la renta básica un modo de satisfacer el
124 Hugo Omar Seleme

Dicho de modo concreto, el esquema institucional argentino le impo-


ne a ciertos individuos, también en mi nombre, un nivel de oportunidades
vitales; como contrapartida, dicho esquema –y a través de él también yo
mismo– debe garantizarles la posibilidad de participación política. Para
ello es necesario, entre otras cosas, que tengan los medios suficientes para
hacerlo. Debe garantizarles que sus intereses de autoría se encuentren
satisfechos, de modo que el esquema que se les aplique deje de serles
ajeno. La renta básica es un modo de lograrlo.
Frente a la acusación usual de que la renta básica concedería un
ingreso a personas ociosas a cambio de nada, vulnerando las exigencias
de reciprocidad e imparcialidad, sólo cabe recordar que tanto al ocioso
como al trabajador se le está imponiendo un esquema coercitivo y que es
la afrenta moral que engendra esta coerción la que la renta básica busca
eliminar a través de la posibilidad de participación política.

5. CONCLUSIÓN

Quisiera terminar subrayando la idea central que motiva la posición


que he expuesto. En todo el trabajo he presupuesto que nuestros esquemas
institucionales son más o menos ilegítimos, en tanto que no satisfacen los
intereses de autoría de un grupo más o menos grande de ciudadanos. Sin
embargo, no es la ilegitimidad el único problema que nos acecha. Debe-
mos enfrentar muchos otros, tales como la distribución injusta del ingre-

deber de no coaccionar que pesa sobre aquellos ciudadanos que tienen la posibilidad de
participación política, sobre ellos debería recaer el peso económico. Específicamente, el
costo económico de la renta básica debería cubrirse con un impuesto sobre las rentas de
aquellos ciudadanos cuyo nivel de ingreso posibilita la participación política efectiva. En
segundo lugar, como la renta básica es la contrapartida de un deber negativo de no dañar
y no tiene por objeto la redistribución de la riqueza, el impuesto debería ser plano en
lugar de progresivo. Finalmente, en tercer lugar, puesto que la renta básica satisface un
deber que posee todo ciudadano cuya participación política se encuentra garantizada, aun
quienes perciben la renta básica deberían tributar. La razón es simple de percibir. Si la renta
básica logra su objetivo de posibilitar la participación política y es esta posibilidad lo que
justifica el deber de afrontar el costo de la renta básica, entonces quienes la perciben deben
destinar un porcentaje de la misma al pago de la alícuota. Que por lo general se exceptúe
a quienes perciben la renta básica de la obligación de ayudar a costearla es un efecto de
concebir a este instrumento como una herramienta de objetivos humanitarios o de justicia
distributiva. Exceptuar a quienes sólo perciben la renta básica de su obligación tributaria
implica considerarlos ciudadanos a medias.
Renta básica: ¿una herramienta para satisfacer deberes humanitarios, de... 125

so, la pobreza, la discriminación por razón de género, el carácter alienante


del mercado laboral, la desigual distribución de los recursos, etc. Es decir,
debemos enfrentar múltiples problemas con esquemas institucionales en
donde no todos tienen la posibilidad efectiva de participar.
Ahora bien, si en circunstancias de ilegitimidad política uno propugna
utilizar la renta básica con fines humanitarios –por ejemplo, para aliviar
la pobreza–, pasa por alto que la pobreza en el ámbito doméstico es fruto
de la imposición coactiva de un esquema institucional. En relación con
nuestros conciudadanos no tenemos el deber positivo de índole humani-
taria de ayudarlos a salir de la pobreza, sino el deber negativo mucho más
exigente de no coaccionarlos. El modo de satisfacerlo es garantizarles
la posibilidad efectiva de participación política. A alcanzar este objetivo
debe dirigirse la utilización de la renta básica.
Del mismo modo, si en circunstancias de ilegitimidad política uno
propugna por utilizar la renta básica con fines más ambiciosos –por
ejemplo, para solucionar los múltiples problemas vinculados con la
distribución de los recursos y derechos–, pasa por alto que la solución a
dichos problemas debería ser fruto de la deliberación colectiva. Dicho
debate colectivo sólo puede tener cabida una vez que se ha garantizado
la posibilidad efectiva de participación política a todos los ciudadanos.
Nuevamente, éste es el objetivo que la renta básica debería perseguir.
Esta última conclusión se sostiene sobre la premisa de que el compro-
miso con el ideal democrático de legitimidad política implica la confianza
en que la solución a los problemas colectivos –referidos a la distribución
del ingreso, al mercado laboral, al paro o al género– debe ser fruto de
la deliberación colectiva. Debe ser la solución adoptada por una comu-
nidad política donde todas las voces son audibles. Defender a la renta
básica como una herramienta para alcanzar la legitimidad implica dejar
de verla como una solución a nuestros problemas a cambio de comenzar
a valorarla como una condición para poder establecer juntos, como una
comunidad política legítima, cuáles serán nuestras soluciones.

BIBLIOGRAFÍA

ATKINSON, A. B. (1996): “The Case for a Participation Income”. The Political


Quarterly, vol. 67, n. 1, pp. 67-70.
126 Hugo Omar Seleme

BARRY, B. (1996): “Real Freedom and Basic Income”. Journal of Political


Philosophy, vol. 5, n. 3, pp. 242-276.
BEITZ C. (1990): Political Equality: An Essay in Democratic Theory. Princ-
eton: Princeton University Press.
CASAL, P.: “Equality of Consumption? The Case for Progressive Enviromental
taxes”, (por salir).
CASASSAS, D. y LOEWE G. (2001): “Renta Básica y Fuerza Negociadora de los
Trabajadores”, en D. Raventós (coord.), La Renta Básica. Por una Ciu-
dadanía más Libre, más Igualitaria y más Fraterna. Barcelona: Ariel.
ELSTER J. (1987): “Comment on Van der Veen and Van Parijs”. Theory and
Society, n. 15, pp. 709-721.
FOURIER, C. (1836): La Fausse Industrie. 2 Vols., 8-9 de Oeuvres completes
de Charles Fourier. Paris: Anthropos.
FRANKMAN, M. (2004): “Ample Room at the Top: Financing a Planet-Wide
Basic Income”, accesible en http://icesuite.com/myron.frankman/files/
mjfbien10.pdf.
KYMLICKA, W. (1990): Contemporary Political Philosophy: An Introduction.
Oxford: Clarendon press.
MACINTYRE, A. (1981): After Virtue: A Study in Moral Theory. Londres:
Duckworth.
MILNER, D. (1920): Higher Production by a Bonus on National Output: A
proposal for a minimum income for all varying with national productivity.
Londres: George Allen and Unwin Ltd.
NOZICK, R. (1974): Anarchy, State and Utopia. Nueva York: Basic Books.
PAINE, T. (1797): Agrarian Justice, en T. Paine: Collected Writings, ed. de
Eric Foner. Nueva York: Library of America, 1995, pp. 396-413.
SANDEL, M. (1982): Liberalism and the Limits of Justice. Cambridge: Cam-
bridge University Press.
SANDEL, M. (1998): Democracy’s Discontent. Cambridge (Massachusetts):
The Belknap Press of Harvard University Press.
SELEME, H. O. (2004): Neutralidad y Justicia. Madrid-Barcelona: Marcial
Pons.
SELEME, H. O. (2009): “La Consistencia del Contextualismo Institucional e
Internacional”. Enrahonar, n. 43, pp. 205-228.
SELEME, H. O. (2009): “La Irrelevancia Moral de la Desigualdad Global e
Internacional”, (por salir).
SIMMONS, J. (1999): “Justification and Legitimacy”. Ethics, n. 109, pp. 739-
771.
Renta básica: ¿una herramienta para satisfacer deberes humanitarios, de... 127

SPENCE, T. (1797): “The Rights of Infants”, en J. Cunliffe y G. Erreygers


Macmillan (comps.), The Origins of Universal Grants: an antology of
historical writings on basic capital and basic income, 2005, pp.81-91.
TAYLOR, C. (1989): Sources of the Self. Cambridge: Harvard University
Press.
VAN PARIJS, P. (1995): Real Freedom for All: What (if anything) Can Justify
Capitalism? Oxford: Oxford University Press.
VAN PARIJS, P. (2000): “A Basic Income for All”. Boston Review, octubre-
noviembre, accesible en http://bostonreview.net/BR25.5/vanparijs.
html.
WALDROM, J. (2001): Law and Disagreement. Nueva York: Oxford University
Press.
WHITE, S. (2003): The Civic Minimum. Nueva York: Oxford University
Press.
LA RENTA BÁSICA Y LA CRISIS DEL EMPLEO:
CUATRO TESIS A CONTRACORRIENTE1

JOSÉ A. NOGUERA
Universidad Autónoma de Barcelona

Desde que la propuesta de la Renta Básica de ciudadanía (en lo


sucesivo, RB)2 vio la luz en los ambientes académicos y políticos, ha
tenido que enfrentarse a la cuestión de sus relaciones con el empleo y el
trabajo. ¿Es la RB una panacea para los vagos y un desincentivo para el
empleo? ¿Puede la RB disolver a un tiempo los perentorios problemas
del desempleo y de la explotación en el puesto de trabajo? ¿Favorece la
RB una comprensión social más amplia del “trabajo” como actividad so-
cialmente útil, más allá del “empleo”? Éstas y otras muchas son preguntas
que han centrado la mayoría de los debates sociales que esta medida ha
provocado durante las últimas décadas en diferentes escenarios. En otros
lugares he abordado en detalle varios aspectos de estas problemáticas
(Noguera, 2009; 2002b; vid. también Rey, 2007). En esta ocasión, me
propongo defender cuatro tesis al respecto, cuya importancia, en mi opi-
1
El presente trabajo se ha desarrollado en el marco de un proyecto del Plan Nacional
de I+D+i financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (MICINN), con referencia
CSO2009-09890. Agradezco a José Luis Rey la invitación para presentar una primera versión
en el VIII Simposio de la Renta Básica en Madrid (noviembre de 2008); este texto es una
reconstrucción ampliada de las notas de mi intervención en aquella ocasión. El lector sabrá
disculpar el tono de conferencia que mantiene, así como la abundante referencia a trabajos
anteriores del autor que amplían o completan lo aquí desarrollado.
2
Doy por supuesto que el lector de este libro conoce ya en qué consiste la propuesta
de la RB (una prestación monetaria totalmente individual, incondicional y sin comprobación
de rentas). La mejor introducción a la misma es, sin duda, la de Van Parijs y Vanderborght
(2006), aunque pueden verse también con provecho Pinilla (2004 y 2006).
130 José A. Noguera

nión, no suele ser suficientemente reconocida en dichas discusiones, y


que incluso me atrevería a calificar como contraintuitivas, o, al menos, a
contracorriente de algunos supuestos dominantes tanto entre detractores
como entre defensores de la RB.

1. POR UNA RENTA BÁSICA, CON CRISIS O SIN ELLA

En algunas ocasiones la defensa de la RB ha venido de la mano de


un discurso académico-político, de moda en las últimas dos décadas, que
utiliza como talismanes retóricos expresiones como “el fin del trabajo”,
“la crisis del trabajo” o “la pérdida de centralidad del trabajo” (popu-
larizados a partir de la obra de autores como André Gorz, Toni Negri,
Michael Hardt, Paolo Virno, Mauricio Lazzarato, Jeremy Rifkin y otros).
Existe una tendencia entre algunos defensores de la RB a identificarse
con esas posiciones y afirmar que es una supuesta “crisis del trabajo” o
de “la sociedad laboral” la que justifica y hace necesaria una RB. Muy
simplificadamente, y dejando de lado aquí las diferencias de matiz entre
autores, el argumento diría que, dado que la producción es cada vez más
“social” (resulta imposible ligar productos concretos con la actividad de
individuos concretos aislados) y más “inmaterial” (centrada en servicios
y no en bienes tangibles o materiales), y dado que cada vez más activi-
dades sociales y más colectivos de población caen fuera de las fronteras
del “empleo” en su sentido clásico (actividad remunerada, indefinida,
regulada y a tiempo completo), la única manera de continuar mante-
niendo algún sentido de equidad en la distribución del producto social
es a través de una RB, o algo que se le parezca mucho. Tras el reciente
estallido de la crisis financiera internacional, con sus consecuencias de
crecimiento del desempleo y desbordamiento de las prestaciones sociales
tradicionales, este tipo de discurso se suele auto-percibir como reforzado
por las circunstancias: una RB sería tanto más necesaria y se vería tanto
más justificada por cuanto la situación económica empeora y el empleo
ya no puede garantizar un nivel de vida suficiente a un amplio sector de
la población.
Cabe, sin embargo, cierto escepticismo frente a casi todos estos
discursos y frente a su supuesto papel como justificaciones de una RB.
En primer lugar, porque, como más tarde argumentaré, algunas de las
tesis en que se basan son muy discutibles o, como mínimo, demasiado
ambiguas como para poderse verificar aceptablemente. En segundo lugar,
La renta básica y la crisis del empleo: cuatro tesis a contracorriente 131

porque la defensa de la RB con esos argumentos tiene una consecuencia


contraproducente (que muchos de los autores citados no asumirían, pero
que ignoro cómo podrían evitar): se estaría concediendo que en una situa-
ción de pleno empleo o de ausencia de tales “crisis”, la RB no tendría ya
mucho sentido y podríamos renunciar a su defensa sin problemas, dado
que obtendríamos los mismos objetivos por otros medios. En suma, se
estaría concediendo implícitamente la mayor, a saber: que la RB no es
más que un second-best, una compensación ante la imposibilidad de lo-
grar la situación realmente ideal, que no sería sino la obtención de rentas
suficientes para toda la población a través del empleo y/o del Estado del
bienestar tradicional (como, según un mito típicamente socialdemócrata,
ocurría en países como Suecia, donde la RB está notablemente fuera de
la agenda política).
No estoy de acuerdo con este punto de vista. La primera tesis que
quiero defender es que en una situación con pleno empleo y sin crisis eco-
nómica la RB sería igual de justa y necesaria. Y ello por dos razones.
Primera: la mera abundancia de situaciones de carencia de rentas no
es suficiente justificación para una RB, puesto que otras políticas suma-
mente diferentes podrían, en principio, suplir dicha carencia por otras
vías (como, por ejemplo, rentas mínimas garantizadas condicionadas a
los ingresos, trabajos forzados, políticas workfaristas de diversa índole,
prestaciones por desempleo con amplia cobertura, etc.; vid. Groot & Van
der Veen, 2000; Van Parijs, Jacquet y Salinas, 2002).
Segunda y principal: como ya mostró Philippe Van Parijs, en Real
Freedom for All (1995), la RB es distributivamente justa y viene exigida
por la perspectiva de la “libertad real” incluso en una situación de pleno
empleo, dado que en dicho escenario pueden seguir existiendo perfecta-
mente “rentas de empleo” (employment rents). Veamos este argumento
con algo de detenimiento, pues se trata de una de las piezas clave en la
fundamentación de una RB financiada con impuestos generales (por
tanto, también con impuestos sobre los salarios), pero que no siempre
es adecuadamente comprendida por muchos defensores y detractores de
la RB.
La idea de las “rentas de empleo”3, en la particular versión utilizada
por Van Parijs, proviene de la teoría del mercado de trabajo de Schor y

3
Traduzco así, por simplicidad, la expresión employement rents, aun consciente de
que quizá una versión más correcta fuese “rentas derivadas del empleo”.
132 José A. Noguera

Bowles (1987), después desarrollada por Bowles y Gintis (1990). Téc-


nicamente, las “rentas de empleo” se producen cuando los salarios que
se pagan a una parte de los trabajadores en un mercado de trabajo son
superiores a los “salarios de equilibrio”, es decir, a los que se pagarían
en un mercado en equilibrio walrasiano en el que no existiese ni empleo
ni desempleo involuntarios. Varios factores explican que siempre se pro-
duzcan “rentas de empleo” incluso en mercados de trabajo relativamente
eficientes: la voluntad de las empresas de retener a los trabajadores de
alta productividad, el vínculo causal (empíricamente demostrado) entre
nivel salarial y productividad, los costes de sustitución de la fuerza de
trabajo (contratación, formación, despido, etc.) y la negociación política
sobre los salarios en determinados sectores.
Así concebidas, las “rentas de empleo” constituyen un beneficio
adicional que un individuo recibe por el mero hecho de pasar a ocupar
un determinado tipo de puesto de trabajo, algo que, en la mayoría de las
ocasiones, responde a factores azarosos de los que no puede hacérsele
responsable, y, por tanto, formaría parte de lo que Rawls llamaría la
“lotería” social y natural, justificando así políticas redistributivas que
buscasen reducir o compensar los efectos de dicha lotería. Según Van
Parijs, las “rentas de empleo” son, por tanto, un recurso social del que los
individuos se apropian inmerecidamente en relación a otros, y por ello
deberían ser distribuidos igualitariamente, conjuntamente con el valor de
los recursos heredados, en la forma de una RB.
Lo que quiero resaltar es que este argumento se mantiene tanto si
existe desempleo como si existe pleno empleo, porque, como afirma Van
Parijs: “en la medida en que hay diversos tipos de empleos, la existencia
de rentas de empleo no tiene por qué ser coextensiva con el desempleo
involuntario: puede haber rentas de empleo enormes incluso si todo el
mundo tiene un empleo, porque mucha gente con empleos poco atractivos
puede preferir y ser capaz de desempeñar otros empleos mucho más atrac-
tivos que los suyos con el mismo salario. Lo crucial […] es la presencia de
envidia en la distribución del empleo, y no el hecho de que mucha gente
esté sin empleo. La conclusión, por tanto, se aplica plenamente a aquellos
países en los que la tasa de desempleo es comparativamente baja” (Van
Parijs, 1995: 108-109). “Las rentas generadas por los mecanismos del
salario de eficiencia no tienen porqué reflejarse en la escasez de empleo,
sino simplemente en el hecho de que a algunos les gustaría trabajar más
La renta básica y la crisis del empleo: cuatro tesis a contracorriente 133

horas o preferirían cambiar sus empleos por los de otros que no tienen
superiores cualificaciones que ellos” (Van Parijs, 1995: 212-213).
Es decir, que incluso en un escenario con pleno empleo seguiría ha-
biendo empleados involuntarios o con empleos subóptimos, que estarían
dispuestos a aceptar empleos diferentes de los suyos a cambio de salarios
iguales o algo inferiores a los efectivamente sufragados; en esa situación,
por tanto, seguirían existiendo “rentas de empleo” y justificación para
una RB financiada con impuestos generales.
A la luz de lo anterior, algunas afirmaciones frecuentes, como que la
RB es una idea explicable en contextos de desempleo estructural y crisis
económica, como los de las décadas de 1970 o 1980 o como el actual,
pero que no lo sería en contextos de bonanza y auge del empleo, no se
sostienen. La primera idea que propongo, por tanto, es que la RB es una
excelente propuesta y cuenta con una buena justificación, tanto en pre-
sencia de “crisis del empleo” como sin ella.

2. ¿CRISIS? ¿QUÉ CRISIS?

Pero las tesis que discuto parten de algunos supuestos que se pre-
tenden fácticos y que cabe también cuestionar. Pues, en efecto, ¿en qué
sentido exacto podemos decir que hay una “crisis del empleo” (o de
la “sociedad del trabajo” o del “trabajo” mismo)? Ésta es una de esas
omnipresentes afirmaciones que a fuer de vagas e imprecisas pueden
siempre defenderse frente a la crítica, porque pueden tener infinidad
de significados distintos, con lo que basta con ir saltando de uno a otro
cuando convenga a sus defensores.
Para ser precisos, se debería distinguir bien entre esos distintos signi-
ficados e identificar con cuidado a cuáles nos referimos en cada paso de
nuestra argumentación. En otro lugar (Noguera, 2002a) he distinguido
entre dos significados de la tesis de la “pérdida de centralidad” del trabajo,
el normativo y el positivo o empírico. Según la tesis normativa, el empleo
(o el trabajo) debería perder su tradicional centralidad, en el sentido de
que no debería seguir existiendo un vínculo causal único entre trabajo/
empleo y todo tipo de beneficios sociales y reconocimientos culturales.
La tesis normativa, por tanto, postula que las políticas públicas y las
estrategias políticas deberían encaminarse a romper o debilitar dicho
134 José A. Noguera

vínculo. Obviamente, esta tesis es consistente con la propuesta de la RB


y puede llevar coherentemente a defenderla.
Sin embargo, y a pesar de su independencia analítica, la anterior
tesis normativa suele presentarse entremezclada con una tesis positi-
va o empírica, según la cual es un hecho que el empleo y/o el trabajo,
están perdiendo “centralidad” o la han perdido ya substancialmente.
Por supuesto, el contenido informativo de la tesis depende de lo que se
quiera significar por el término “centralidad”. En la ya extensa literatura
académico-política sobre esta cuestión, me atrevería a identificar cinco
sentidos distintos de ese término, y, por consiguiente, cinco versiones de
esa tesis positiva:
1. La versión trivial. “Centralidad” puede significar simplemente
“necesidad material”. Pero, como ya advirtió Marx, que el trabajo
es socialmente necesario para la supervivencia lo saben hasta lo
niños, por lo que resulta de Perogrullo hablar de centralidad en
este sentido. Habría que distinguir entre la centralidad social y
cultural del trabajo y la necesidad material del mismo.
2. La versión ininteligible. Algunos autores, como Hardt y Negri
(2002), afirman que el trabajo en nuestra sociedad es cada vez
más “inmaterial”, responde a un “intelecto colectivo”, y preten-
den que tal cosa justificaría una RB. Sin embargo, resulta difícil
conceder un significado preciso a esta tesis, y, si se logra hacerlo,
entonces su relevancia aparece como muy reducida. En efecto, si
trabajo “inmaterial” significa simplemente (como parece muchas
veces) trabajo en el sector de servicios, no se advierte qué hay
de novedoso en el crecimiento del mismo, ni por qué el hecho
de producir servicios en vez de bienes materiales debería tener,
en una sociedad de mercado, implicaciones especiales de cara a
políticas redistributivas como una RB. Lo mismo ocurre con el
término “intelecto colectivo”, que, aparentemente, no alude a otra
cosa que a la ya muy vieja y estudiada institución humana de la
división del trabajo. Por último, la pretensión de que las etiquetas
“trabajo inmaterial” e “intelecto colectivo” ofrecen una justifica-
ción para la RB es sumamente débil, pues parece basarse en la
obsoleta idea de que la justicia distributiva exigiría que cada cual
recibiese ni más ni menos que el producto que individualmente
ha generado, y, como ello sea imposible de determinar, debe
establecerse algún mecanismo de distribución igualitaria. Pero,
La renta básica y la crisis del empleo: cuatro tesis a contracorriente 135

en primer lugar, una regla distributiva tan disparatada como ésa


siempre ha sido imposible de aplicar; y, en segundo lugar, lo que
determina la remuneración del trabajo en un mercado es la oferta
y la demanda de mano de obra conjuntamente con sus costes, por
lo que volveríamos de nuevo al argumento de las rentas de empleo,
con fundamentos e implicaciones muy alejados de los que aquí se
discuten.
3. La versión actitudinal o motivacional. Una tercera posibilidad alu-
diría a que el trabajo o el empleo cada vez ocupan un lugar menos
central en las aspiraciones y valores de los individuos (una tesis
que en ocasiones se vincula con la existencia de las llamadas ac-
titudes “post-materialistas” o “post-productivistas”). En este caso
estaríamos ante una tesis empírica inteligible y contrastable; pero
mucho me temo que la evidencia empírica de que disponemos no
la respalda: lo que muestran los abundantes datos demoscópicos
sobre este tema es que el trabajo y el empleo gozan de muy buena
salud como valores centrales en la mentalidad de la mayoría de
la población en las sociedades avanzadas, lo cual, dicho sea de
paso, supone un cierto problema de viabilidad psicológica para
la RB (De Wispelaere y Noguera, 2007), que, como dijimos, es
una propuesta alineada con la tesis normativa de que el vínculo
entre empleo/trabajo y supervivencia/beneficios sociales debería
perder fuerza en esas sociedades. Un dato, a título de ejemplo:
en la World Social Survey (2005), el 65,9% de los españoles se
mostraban “de acuerdo” o “muy de acuerdo” con la afirmación
“el trabajo es un deber hacia la sociedad” (pregunta C039).
4. La versión socio-estructural. En esta cuarta versión, lo que se
estaría diciendo es que, desde el punto de vista de la estructura
social, el trabajo o el empleo son una fuente de recursos y oportu-
nidades sociales para cada vez menos individuos, debido a niveles
de desempleo y precariedad laboral crecientes. No obstante, y para
empezar, la evolución del desempleo y la temporalidad laboral
no es unívoca en todos los países avanzados de nuestro entorno
económico, ni en todos los períodos de su historia reciente. Pero,
incluso aunque lo fuese, la grandilocuente retórica sobre el “fin
del trabajo” se estaría reduciendo en este caso a la conocida, y
mucho menos aparatosa, crisis del pleno empleo que se disfrutó
en las tres décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Aun
136 José A. Noguera

entendida así, la tesis sigue siendo, a mi juicio, ambigua. Por un


lado, es correcta, pues es cierto que no resulta imaginable un pleno
empleo como el que política y culturalmente vendría exigido hoy:
un empleo a tiempo completo con salario medio-alto para toda la
población que lo demandara, y no sólo para los varones cabeza
de familia. Por otro lado, la tesis resulta inadecuada, al partir de
la falsa premisa de que ese “pleno empleo” existió alguna vez, de
modo que cuando se habla de “fin del pleno empleo” en realidad se
están yuxtaponiendo dos significados no equiparables del mismo
término: si hubiéramos juzgado el “pleno empleo” de los años 50
y 60 del siglo XX con los estándares normativos actuales, tampoco
nos hubiera parecido satisfactorio. Aún así, ésta es la única versión
de la tesis que puede tener alguna plausibilidad, aunque, una vez
clarificada y distinguida de las demás, no parece muy original.
5. La versión definicional. Por último, otro conjunto de autores y dis-
cursos parece sostener que la “pérdida de centralidad” del trabajo
obedece a que el significado y la propia definición del término
“trabajo” han cambiado; concretamente, lo que hoy se considera
como “trabajo” incluye toda una serie de actividades informales y
externas al mercado que son también “centrales” socialmente en
un cierto sentido “funcionalista” (“la sociedad no podría existir
sin ellas”, se suele aducir en un singular ejemplo de razonamiento
circular); la pérdida de “centralidad” significaría aquí creciente
fragmentación y diversidad del tipo de actividades que caen bajo
una determinada definición, crecientemente aceptada, de “trabajo”
o incluso de “empleo”.
Como Popper, opino que las discusiones puramente terminológicas
no deberían centrar demasiado nuestra atención; en este sentido,
concedamos que pueda llamarse “trabajo” a lo que cada cual con-
sidere adecuado, y que se defina el término de forma amplia. Lo
que me interesa notar aquí es que esta tesis puramente definicional
nunca podría servir para justificar una RB, sino, a lo sumo, una
“renta de participación” como la defendida por Atkinson (1996)
o White (2003); ello es así porque una RB daría el derecho a no
trabajar, tanto si se entiende el “trabajo” en su sentido “estrecho” de
empleo u ocupación como en un sentido más amplio (como hace el
propio Van Parijs en Real Freedom for All, pero sin extraer de ello
implicaciones automáticas de cara a la justificación de una RB).
La renta básica y la crisis del empleo: cuatro tesis a contracorriente 137

En definitiva, mi segunda tesis es que las afirmaciones empíricas


sobre la “pérdida de centralidad” del empleo, cuando se les da un sig-
nificado preciso, resultan poco relevantes para la propuesta de la RB.
No ocurre lo mismo, como he dicho, con la versión normativa de la tesis,
que constituye sin duda un posible fundamento para una RB, aunque
no entremos ahora en detalle en qué tipo de teorías normativas podrían
apoyarla.

3. LA RENTA BÁSICA COMO INCENTIVO LABORAL

Sea cual sea la versión que se adopte, y la interpretación de la “cri-


sis” que se haga, el hecho de plantearse las relaciones entre RB y “crisis
del empleo” puede dar lugar a varias posturas políticas y estrategias de
diseño institucional (obviamente, será una cuestión empírica la de de-
terminar quién está en lo cierto respecto de las posibles consecuencias
de una RB).
Por un lado, muchos defensores de la RB y militantes en su favor di-
rían que ésta podría funcionar como una compensación por los daños oca-
sionados por la crisis a los ciudadanos, haciendo socialmente tolerables
los crecientes niveles de desempleo y precariedad laboral, y permitiendo
así el desplazamiento del empleo asalariado como institución central de
la sociedad, sin por ello ocasionar miseria y desprotección, e incluso
sentando las bases de un modo de convivencia más “post-materialista”
y menos consumista y productivista.
Del lado de los detractores de la RB, el diagnóstico no podría ser más
opuesto: una RB no haría sino agravar los peores efectos de la crisis, al
desincentivar el empleo y, por tanto, la actividad económica, y aumentar
al mismo tiempo el gasto público. Quienes suscriben esta tesis pueden
estar perfectamente ubicados en la izquierda del espectro político, en
cuyo caso es frecuente que postulen como estrategias alternativas la
recuperación del pleno empleo con base en políticas keynesianas de de-
manda pública, la reducción de la jornada laboral y el reparto del empleo,
o el establecimiento de un derecho al trabajo efectivo. Estas estrategias,
sin embargo, han perdido fuerza en los últimos años, debido al relativo
fracaso de su aplicación incipiente en algunos países, como Francia, y
a los problemas de viabilidad técnica y deseabilidad ética de las medi-
das necesarias para garantizar una renta a toda la población a través del
138 José A. Noguera

empleo, que es lo que convertiría a estas reformas en competidoras a la


altura de la RB (vid. Noguera, 2002b).
La tercera tesis que quiero defender es que no tenemos porqué elegir
entre una y otra posición, dado que, contrariamente a lo que ambas supo-
nen, la RB puede funcionar como un poderoso incentivo para el empleo; y
me refiero aquí a un incentivo positivo, en las antípodas de los incentivos
negativos asociados a las coacciones y sanciones que implementan las
diversas políticas workfaristas en diferentes países avanzados (Noguera,
2005a). En palabras de Van Parijs, una RB puede ser una vía hacia un
Estado del bienestar que sea, a un tiempo, activador y no coercitivo. Los
mecanismos por los que la RB puede funcionar de este modo son diver-
sos, baste aquí mencionar cuatro: (a) la RB, en la línea de los créditos
fiscales (tax credits), pero sin las inconsistencias de éstos, extiende las
transferencias públicas a toda la población activa, y no sólo a los inactivos
o desocupados, con lo cual el hecho de tener un empleo no es impedimen-
to para el apoyo público; (b) la RB puede hacer más atractivos ciertos
empleos de baja productividad y cuyos salarios resulta difícil subir si no
es a través de subvenciones públicas, pero con una RB la diferencia es que
la “subvención al empleo” la cobra el trabajador potencial y no la empresa
(algo importante, dado el poco efecto que parecen tener sobre el empleo
las cuantiosas subvenciones que actualmente cobran las empresas por ese
concepto); (c) la RB permitiría una flexibilización del mercado de trabajo
sin desprotección social y en términos equitativos, pues dicha flexibilidad
podría ser escogida también por el trabajador y no sólo impuesta por la
empresa, como ocurre actualmente; en este sentido, sería esperable que
con una RB los trabajadores optasen por un amplio abanico de tipos de
dedicación al empleo, variedades horarias, trayectorias laborales con
interrupciones por motivos familiares y formativos, etc; (d) la RB no
penalizaría fiscalmente a quienes aceptasen un empleo, algo que ocurre
actualmente con los beneficiarios de prestaciones monetarias públicas,
que las pierden en cuanto ingresan en el mercado de trabajo.
En definitiva, y sin negar que ciertos colectivos puedan disminuir su
dedicación laboral como consecuencia de la implantación de una RB, no
cabe descartar la potencialidad de mecanismos que convierten a la pro-
puesta en un incentivo para el empleo en otros colectivos, con lo cual el
efecto neto agregado de una RB sobre el total de horas trabajadas en una
economía es, a diferencia de lo que tradicionalmente se ha supuesto, una
cuestión empírica abierta (González, Noguera y De Wispelaere, 2010).
La renta básica y la crisis del empleo: cuatro tesis a contracorriente 139

4. LA “LIBERTAD REAL”: UNA JUSTIFICACIÓN ROBUSTA DE


LA RENTA BÁSICA

Lo anterior (la incertidumbre acerca de los efectos de una RB sobre


la dedicación al empleo de la población) no debe ser demasiado preocu-
pante si partimos de que la RB, bajo la justificación de la “libertad real”
elaborada por Van Parijs (1995), persigue, precisamente, garantizar la
maximización de la libertad material de los individuos a la hora de elegir
sus planes de vida, y, por tanto, entre otras cosas, a la hora de decidir la
mayor o menor centralidad que el empleo y el trabajo deban jugar en
tales planes. En este sentido, mi cuarta tesis se formula así: sólo desde
la perspectiva de la libertad real cabe garantizar una RB como cuestión
de derecho ciudadano robusto, no sujeto a las contingencias del empleo
y del ciclo económico.
Otras teorías normativas que a veces se utilizan para justificar la RB,
como el liberalismo igualitario, el “enfoque de las capacidades” o el
neorepublicanismo, son compatibles con el workfare en algunas de sus
versiones, por muy soft que puedan resultar (White, 2003 y 2004; vid.
Noguera, 2007), y, por tanto, se encuentran más alejadas de la exigencia
incondicional de una RB. Esas opciones, dicho de otro modo, no vetan
sistemáticamente el establecimiento de incentivos negativos (coerción y
sanciones) a la hora de regular la relación de los ciudadanos con el trabajo
y el empleo. Por el contrario, y como afirma Goodin (1992), la RB es
una política “mínimamente presuntuosa” respecto de las opciones de los
individuos hacia el trabajo y el mercado de trabajo. Y sólo la perspectiva
de la “libertad real” justifica esa independencia de forma robusta: otras
teorías sólo la pueden justificar contextualmente o entenderla como parte
contingente, y por tanto prescindible, de una estrategia orientada a otros
objetivos.
Por ejemplo, si la razón para una RB es el principio neo-republicano
de “no dominación” (inspirado en Pettit, 1997 y 2002), entonces, del
mismo modo en que el pueblo republicano escoge una RB podría esco-
ger un trabajo básico garantizado e incluso obligatorio (según Pettit, sin
dominación ni arbitrariedad y si se cumplen determinadas condiciones
en la toma de esa decisión; vid. Noguera, 2005b y 2006). Si la razón para
una RB fuese luchar contra el paro, la pobreza o la falta de capacidades,
entonces, cuando esas carencias no existan o se atenúen habrá justifica-
140 José A. Noguera

ción para eliminarla o convertirla en un programa condicional. Si la razón


fuese la igualdad de oportunidades liberal, entonces una política de pleno
empleo o de Estado del bienestar tradicional puede también satisfacerla
bajo ciertas condiciones. En suma, la razón para una RB, entendida como
pilar robusto y duradero de una estrategia de bienestar social a largo pla-
zo, no puede ser otra que la del derecho individual a la máxima libertad
real sostenible en cualesquiera situaciones, haya desempleo o pleno
empleo, decida lo que decida el pueblo, de forma republicana o no, sea
cual sea el nivel de capacidades básicas que tenga la población. De otro
modo, nada nos garantiza que los argumentos workfaristas y las políticas
focalizadas y selectivas no vayan a regresar en cuanto las condiciones
cambien, en cuanto la “crisis del empleo” deje de serlo o de ser percibida
como tal, o en cuanto el pleno empleo y la prosperidad regresen.

5. A MODO DE CONCLUSIÓN

Para finalizar, permítaseme una breve acotación. No he pretendido


negar que en condiciones de crisis económica y de altos niveles de preca-
riedad social y desempleo las medidas de garantía de derechos sociales,
como una RB, no resulten especialmente perentorias desde el punto de
vista político, ni que su demanda social se pueda ver acrecentada. Lo
que sí he sostenido es que ello no debería afectar, por vías espurias, a
la justificación normativa que hagamos de la misma. Aunque desde el
punto de vista pragmático y político puede explicarse una mayor presión
por la RB en contextos de alto desempleo, así como una denuncia de las
situaciones de pobreza y precariedad social como apoyo a la demanda
de la propuesta; pienso que los defensores de la RB debemos distinguir
entre, por un lado, los argumentos normativos que justifican la RB y, por
otro, la estrategia y la táctica política que en cada coyuntura apliquemos
en su defensa. Determinadas tácticas discursivas pueden ser útiles y
convenientes en circunstancias coyunturales de crisis económica como
medio de hacer la RB más atractiva política y socialmente, pero siempre
que tengamos claro que no es la crisis lo que justifica la RB, sino que
ésta cuenta con una justificación mucho más genérica e independiente
de la coyuntura. No sólo es importante defender lo bueno: también lo es
hacerlo por buenas razones y de forma coherente con nuestros principios
normativos básicos.
La renta básica y la crisis del empleo: cuatro tesis a contracorriente 141

BIBLIOGRAFÍA

ATKINSON, A. (1996): “The Case for a Participation Income”. Political Quar-


terly, vol. 144, n. 1, pp. 67-70.
BOWLES, S. y GINTIS, H. (1990): “Contested Exchange: New Microfounda-
tions for the Political Economy of Capitalism”. Politics & Society, vol.
18, n. 2, pp. 165-222.
DE WISPEALERE, J. y NOGUERA, J. A. (2007): “La viabilidad social y conductual
de una Renta Básica: un programa experimental”, paper presentado en el
VII Simposio de la Red Renta Básica, Barcelona, 22-23 de noviembre.
GONZÁLEZ, S., NOGUERA, J. A. y DE WISPELAERE, J. (2010): “Labour Behaviour,
Basic Income, and Social Influence: A Simulation Experiment”, ponencia
presentada en el 13th International Congress of the Basic Income Earth
Network (BIEN), Sao Paulo, 30 de junio – 2 de julio.
GOODIN, R. E. (1992): “Towards a minimally presumptuous social welfare
policy”, en P. Van Parijs (ed.), Arguing for Basic Income. Ethical founda-
tions for a radical reform. London: Verso.
GROOT, L. y VAN DER VEEN, R. (eds.) (2000): “How Attractive is Basic In-
come for European Welfare States?” Basic Income on the Agenda. Policy
Objectives and Political Chances. Amsterdam: Amsterdam University
Press.
HARDT, M. y NEGRI, T. (2002): Imperio. Barcelona: Paidós.
NOGUERA, J. A. (1997): “La fi de la societat del treball?” Nous Horitzons, n.
148, año 37 (invierno), pp. 37-46.
NOGUERA, J. A. (2002a): “El concepto de trabajo y la Teoría Social Crítica”.
Papers. Revista de Sociología, n. 68, pp. 141-168.
NOGUERA, J. A. (2002b): “¿Renta Básica o «Trabajo Básico»?: Algunos ar-
gumentos desde la teoría social”. Sistema, n. 166, pp. 61-85.
NOGUERA, J. A. (2005a): “Citizens or Workers? Basic Income vs. Welfare-
to-Work Policies”. Rutgers Journal of Law and Urban Policy, vol. 2,
n. 1.
NOGUERA, J.A. (2005b): “La suboptimalidad del surfista republicano”,
ponencia presentada en el V Simposio de la Renta Básica, Valencia,
20-21 de octubre.
NOGUERA, J. A. (2006): “Freedom, Justice, and Work: Why Republicans
Cannot Be Against Workfare”, ponencia presentada en la ALSP
Conference on Social Justice, Dublin, 28 de junio – 1 de julio.
NOGUERA, J. A. (2007): “Why Left Reciprocity Theories Are Inconsistent”.
Basic Income Studies, vol. 2, n. 1, junio.
142 José A. Noguera

NOGUERA, J. A. (2009): “Percepciones de justicia y conducta laboral”, en G.


Moreno Márquez, y B. Barragué Calvo (eds.), Renta Básica de Ciuda-
danía en tiempo de crisis, Bilbao: Universidad del País Vasco.
PETTIT, Ph. (1997): Republicanismo. Barcelona: Paidós, 1999.
PETTIT, Ph. (2002): “Republicanismo y redistribución”. Debats, n. 77 (ve-
rano).
PINILLA, R. (2004): La renta básica de ciudadanía. Una propuesta clave para
la renovación del estado del bienestar. Barcelona: Icaria.
PINILLA, R. (2006): Más allá del bienestar. La renta básica de ciudadanía
como innovación social basada en la evidencia. Barcelona: Icaria.
REY, J. L. (2007): El derecho al trabajo y el ingreso básico: ¿cómo garantizar
el derecho al trabajo? Madrid: Dykinson.
SCHOR, J. B. y BOWLES, S. (1987): “Employment Rents and the Incidence of
Strikes”. Review of Economics & Statistics, vol. 69, pp. 584-592.
VAN PARIJS, PH. y VANDERBORGHT, Y. (2006): La Renta Básica: una medida
eficaz para luchar contra la pobreza. Barcelona: Paidós.
VAN PARIJS, PH., JACQUET, L. y SALINAS, C. (2002): “El ingreso básico y sus
parientes”, en R. van der Veen, L. Groot y R. Lo Vuolo (eds.), La renta
básica en la agenda: Objetivos y posibilidades del ingreso ciudadano.
Buenos Aires: Miño y Dávila – RRB.
VAN PARIJS, P. (1995): Real Freedom for All. What (If Anything) Can Justify
Capitalism? Oxford: Oxford University Press.
WHITE, S. K. (2003): The Civic Minimum. On the Rights and Obligations of
Economic Citizenship. Oxford: Oxford University Press.
WHITE, S. K. (2004): “What’s Wrong with Workfare?” Journal of Applied
Philosophy, vol 21, n. 3, pp. 271-284.
LA FILOSOFÍA NORMATIVA NEO-
EMPLEOCENTRISTA: DERECHOS,
CONDICIONES, REPRESENTACIONES

PABLO MIRAVET
Universidad de Valencia

1. LA AMBIGÜEDAD DE UN DIAGNÓSTICO

Un punto importante en la justificación de la deseabilidad ético-


política de la Renta Básica (en adelante, RB) es la asunción de un con-
cepto amplio de trabajo, no limitado a su forma mercantilizada. Según
esta definición, trabajo es cualquier actividad humana orientada a la
producción de bienes y servicios en el mercado y fuera del mercado.
Cabe, así, distinguir el trabajo remunerado, el trabajo reproductivo y el
trabajo voluntario. Estas tres modalidades se diferencian no tanto por la
clase de actividad, cuanto por el tipo de relación y la esfera en los que
aquélla se inserta y se desarrolla. Puede, de hecho, argumentarse convin-
centemente que una actividad x es susceptible de ser indiferenciadamente
calificada como trabajo remunerado (si x se realiza en el ámbito de las
relaciones productivas o de mercado, ya sea por cuenta ajena, ya por
cuenta propia), trabajo reproductivo (si x se despliega en el ámbito de
las relaciones doméstico-familiares) y trabajo voluntario (si x se lleva a
cabo en el ámbito de las relaciones sociales o comunitarias), en los dos
últimos casos sin contraprestación salarial ni rendimiento económico
para el que realiza x.
Aceptando plenamente este marco conceptual y sus relevantes im-
plicaciones normativas1, creo que es una cuestión pacífica que la teori-

1
Sobre ello, vid., desde distintas perspectivas, Raventós (2002 y 2007), Kildal (1998),
Pateman (2005), Añón y Miravet (2006) y Rey Pérez (2007).
144 Pablo Miravet

zación de connotaciones epocales sobre la “crisis del trabajo” ha tomado


como referente privilegiado las transformaciones experimentadas en el
ámbito productivo a lo largo de las últimas tres décadas, sus impactos
sobre el trabajo remunerado en el mercado, y, más específicamente, sobre
el trabajo dependiente, por cuenta ajena o en régimen de subordinación,
es decir, el empleo. La llamada crisis del trabajo es, ante todo, la crisis del
trabajo asalariado y del fenómeno salarial, y puede ser identificada con la
quiebra de la forma tendencialmente hegemónica que adoptó el empleo
en las economías capitalistas avanzadas durante las décadas posteriores
a la segunda guerra mundial. La expresión “crisis del trabajo” alude,
implícitamente, a la erosión y la deshomogeneización de la relación de
empleo ideal-típica basada en el contrato de vocación expansiva que se
consolidó en el contexto de la maduración de las diversas variantes del
Estado social postbélico, la denominada relación salarial fordista, es
decir, la relación de trabajo subordinado indefinida, exclusiva, a jornada
completa e investida de las protecciones del estatuto laboral, que ya po-
demos llamar clásico en sus diferentes modulaciones.
En la amplia literatura generada por la crisis del trabajo se han so-
lapado los análisis de la incidencia de los cambios socio-estructurales,
políticos y reguladores en la esfera del empleo y consideraciones de
mayor calado sobre el rol, el significado, la función, el sentido y el valor
del trabajo. Con distintos acentos e inflexiones, la crisis del empleo ha
aparecido vinculada en muchas de estas aproximaciones a un diagnóstico
recurrente: la “pérdida de la centralidad del trabajo”, diagnóstico en no
pocos casos tributario de una tendencia a la idealización, más o menos
inconsciente, de la sociedad del trabajo postbélica. Sin pretender abordar
en profundidad todas las aristas de la cuestión2, creo conveniente su-
brayar que el sintagma “pérdida de la centralidad del trabajo” adolece de
considerables márgenes de equivocidad. Considero útil, en este sentido,
tratar de matizar ciertos aspectos de la conexión, convencionalmente
aceptada, entre la difícilmente controvertible tesis de la crisis del empleo
y el diagnóstico de la “pérdida de la centralidad”. A tal fin, adoptaré como
punto de partida la estipulación sugerida por Noguera (2002), de acuerdo
con la cual cabe diferenciar la centralidad descriptiva del trabajo (o la
centralidad del trabajo en sentido descriptivo) y la centralidad normativa
del trabajo (o la centralidad del trabajo en sentido normativo), si bien

2
Para una reflexión de fondo sobre el tema, vid., entre otros, Alonso (2007).
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 145

interpretaré un poco libremente la distinción (siempre en referencia al


empleo) y la adaptaré a los propósitos argumentativos de este trabajo.
La centralidad en sentido descriptivo hace referencia a la cuestión
fáctica de si el trabajo tiene un puesto central en la existencia de los
seres humanos. Se trata de una cuestión avalorativa que, creo, puede ser
reformulada en estos términos: si y de qué modo el empleo juega o no un
rol central en la integración funcional de los individuos en la sociedad, la
cohesión societal, la distribución de oportunidades y el desarrollo indi-
vidual. Por su parte, la centralidad en sentido normativo hace referencia
a la cuestión política y ética de si el trabajo debe tener esa importancia
sociocultural y si debe haber un vínculo claro entre trabajo y beneficios
sociales diversos (ingresos, supervivencia, ciudadanía, estatus, etc.). Se
trata de una cuestión axiológica que, para los fines de este trabajo, creo
que puede ser reformulada, a su vez, en estos términos: si y por qué debe
haber un vínculo más o menos estrecho y explícito entre el empleo y los
beneficios, los derechos y las prestaciones que proveen los sistemas de
bienestar social.
Aunque estas páginas se centrarán en esta última dimensión, cabe al
menos dejar apuntado que, en el plano descriptivo, el interrogante sobre
la pérdida de centralidad del empleo en el escenario inaugurado por las
crisis de los setenta y ochenta admite respuestas distintas en función de
la perspectiva que se adopte. Si la cuestión se plantea desde el punto de
vista de la integración funcional normalizada en la trama social a través
del trabajo asalariado de todos los sujetos en edad laboral, resulta lícito
hablar de la pérdida de la centralidad del empleo. Determinados procesos
bien conocidos (postindustrialización, terciarización, modificación de la
estructura ocupacional, cambio demográfico e internacionalización eco-
nómica, entre otros) y determinadas dinámicas a ellos asociadas (déficit
estructural de empleo, precarización, dualización, nuevas vulnerabili-
dades, fragmentación de la clase trabajadora fordista, desindicalización,
entre otras) han debilitado seriamente el carácter “ubicador” del trabajo
asalariado, alterando el horizonte de estabilidad vinculado a la inserción
en el empleo y el anclaje al puesto de trabajo que dotaba al itinerario vital
del trabajador estándar (masculino) de una estructura lineal y acumula-
tiva en el marco de los compromisos y las disciplinas de las sociedades
industrial-salariales de postguerra. Ahora bien, todavía en la dimensión
descriptiva, la cuestión admite igualmente una respuesta negativa. Si
el interrogante se plantea desde la perspectiva de la posición social, el
146 Pablo Miravet

desarrollo personal y la distribución de oportunidades vitales para los


individuos, el diagnóstico de la pérdida de la centralidad del empleo
es menos plausible. Podría decirse, más bien, que los procesos y las
dinámicas a los que se acaba de hacer referencia han ido configurando,
lenta y progresivamente, un nuevo formato de la sociedad del trabajo
sustancialmente distinto al que estuvo vigente durante la fase expansiva
del modelo de acumulación y desarrollo fordista. Ello no significa que
las sociedades contemporáneas no sigan estando absolutamente organi-
zadas alrededor del empleo, ni que el empleo haya sido despojado de la
relevancia sociocultural que ha tenido en la modernidad, si bien se debe
conceder lo que hace ya algunos años apuntó gráficamente Bouffartigue
(1996-1997) siguiendo a Tosel: el trabajo asalariado ha adquirido una
centralidad negativa o como mínimo paradójica; el trabajo abstracto sigue
estando en el centro de la dinámica capitalista, pero provoca la no centra-
lidad del trabajo vivo para una multitud cada día mayor de excluidos del
empleo asalariado. En síntesis, inevitablemente simplificadora, la ambi-
valencia o la equivocidad del diagnóstico sobre la pérdida de centralidad
del empleo en el plano descriptivo consiste en que el empleo no es ya el
dispositivo privilegiado o, si se quiere, natural de integración social, no
sólo en el caso de los excluidos de los circuitos formales del empleo y
los desempleados, sino también en el de los segmentos de trabajadores
insertados débil, intermitente y precariamente en la esfera laboral; sin
embargo, en un nivel de análisis estrictamente descriptivo y avalorativo,
es poco discutible que el trabajo remunerado en el mercado continúa
siendo determinante (es decir, central) en la existencia de los individuos,
y ello no sólo en el sentido banal de que el empleo es necesario para la
supervivencia material.
Si desplazamos la atención hacia la segunda dimensión señalada (la
centralidad normativa del empleo, tal y como ha sido redefinida arriba), el
diagnóstico de la pérdida de la centralidad se torna todavía más ambiguo.
Precisamente en un contexto marcado por las dificultades para la integra-
ción y la reproducción a través del (y en el) empleo de amplios estratos de
la población activa, se ha producido la emergencia y la consolidación de
una filosofía de la intervención social basada en la revalorización (moral)
del empleo y del vínculo (normativo) entre el empleo y el bienestar social
a través del refuerzo, en sentido restrictivo, de la condicionalidad en el
acceso a las prestaciones. La aplicación de esta filosofía, a la que cabe
denominar “neo-empleocentrista”, no se ha limitado al tratamiento de
ciertos fenómenos asociados al agotamiento del modelo de regulación
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 147

fordista y la emergencia de la llamada nueva cuestión social (desempleo,


pobreza, exclusión) y ha tenido proyección en distintos sectores de los
Estados del bienestar3. No obstante, aquéllos han sido los ámbitos privi-
legiados de acción del neo-empleocentrismo, que se ha concretado en el
rediseño de la protección social (particularmente, la garantía de rentas
en materia de desempleo y las rentas mínimas de carácter asistencial) y
su renovada vinculación con las políticas del mercado de trabajo bajo
el difuso y polisémico rótulo “activación”, un término al que, tomando
en préstamo la expresión de Gallie (1956), bien se le podría atribuir el
carácter de concepto esencialmente controvertido.
En lo que sigue me propongo analizar, a grandes rasgos, la filosofía
normativa neo-empleocentrista. Primero, definiré el neo-empleocentris-
mo, clarificando el sentido del prefijo “neo” a partir de un marco analítico
aplicable a las diversas tipologías de las nuevas políticas de activación/
workfare. Seguidamente, trataré de sintetizar las principales ideas y re-
presentaciones de la filosofía neo-empleocentrista.

2. EMPLEO-CENTRISMO POSTBÉLICO Y “NEO”-EMPLEOCEN-


TRISMO

La concepción tradicional de la ciudadanía social reenvía a la idea


de que la incorporación de los derechos sociales al estatus de ciudadanía
“creó un derecho universal a una renta real que no está en proporción con
el valor de mercado de quien la disfruta” (Marshall, 1950 [1998], p. 52)4,
institucionalizando cierta inmunidad respecto a la completa dependencia
del mercado y cierto grado de incondicionalidad en la provisión del bien-
estar social (Plant, 1992). Reinterpretando el clásico concepto de Polanyi,
Esping-Andersen (1993, 2000) sostuvo, en esta línea, que las políticas
sociales “desmercantilizan”, es decir, posibilitan el mantenimiento de un

3
Por economía expositiva, este trabajo se centrará en las políticas sectoriales señaladas.
Es importante aclarar que este tipo de reformas ha convivido con otras de signo contrario,
es decir, con cambios que han tendido a desvincular el acceso al bienestar social y la esfera
productivo-laboral. En términos generales, sin embargo, el peso de las reformas que han
reforzado el nexo entre el bienestar y el empleo (en el sentido que se expondrá a continuación)
ha sido mucho más significativo que el de las políticas de desvinculación, especialmente
en el ámbito de las rentas mínimas y la protección por desempleo.
4
Para una interpretación del concepto de ciudadanía social de Marshall, vid. Añón
(2000).
148 Pablo Miravet

nivel de vida aceptable independientemente de la participación en el mer-


cado, si bien lo hacen en desigual grado, dependiendo de los diferentes
diseños de los regímenes de bienestar.
Los entramados de bienestar social no se han limitado, sin embargo,
a corregir la asignación de recursos resultante de la participación en
el mercado laboral o a atender necesidades no cubiertas por el mismo.
Al margen de que los rasgos organizativos de los regímenes impactan
de diferente forma en el sistema de estratificación social (aspecto bien
analizado por Esping-Andersen), las políticas sociales han desempeñado
también la función de regular el proceso de incorporación de la fuerza
de trabajo al mercado (a la relación trabajo-salario). Este vector cons-
titutivo, a veces desatendido por la visión de la política social centrada
en su función protectora y desmercantilizadora, ha requerido siempre
políticas estatales, si bien no todas estas políticas pueden considerarse
en sentido estricto parte de la política social. En abstracto, es decir, con
independencia del contexto considerado, la política de los Estados del
bienestar y la atribución de derechos sociales es, por tanto, una estrategia
ambivalente. Compensa la lógica del mercado, pero al mismo tiempo la
sostiene y permite la constitución y reproducción permanente de la rela-
ción salarial. En las economías capitalistas, sea cual fuere su régimen de
bienestar, la desmercantilización (más o menos amplia, según los casos)
y la mercantilización son procesos coimplicados y simultáneos (Offe,
1990; Lessenich, 1996; Holden, 2003).
El empleo-centrismo, entendido como principio normativo, de
acuerdo con el cual debe haber un vínculo entre el empleo y el sistema
de protección social, es inherente a cualquier configuración histórica del
Estado del bienestar. Me parece, no obstante, que puede diferenciarse
el empleo-centrismo postbélico y el neo-empleocentrismo del ciclo de
reestructuración.
En las economías industrial-salariales de postguerra se daba una
equivalencia implícita entre la ciudadanía social y la “ciudadanía labo-
ral”, aunque el nexo empleo/ bienestar adoptó modulaciones distintas,
conectadas a la idiosincrasia y los referentes normativos de los diferentes
regímenes5. El peso del asalariado determinó el diseño de las diversas
5
Siguiendo la tipología de Esping-Andersen, Goodin (2001) propuso un elegante
marco conceptual para dar razón del vínculo entre empleo y bienestar social en los tres
regímenes de bienestar que puede ser extrapolado al contexto postbélico. Goodin escribe
que la matriz común del productivismo puede sintetizarse en la fórmula “sin trabajo no
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 149

variantes del Estado del bienestar fordista-keynesiano, concebido, en


términos generales, como un sistema estandarizado de transferencias y
servicios vinculados a la cobertura de riesgos derivados de las salidas
esporádicas del mercado de trabajo del empleado estándar, el llamado
affluent worker. En este marco, el principio empleo-centrista estaba
estrechamente conectado a la centralidad socio-estructural del empleo:
“El trabajo se utiliza como categoría central para entender la sociedad
[…] [y], por ende, el nacimiento y desarrollo del derecho social está
marcado […] por el intento de codificar […] los conflictos relacionados
con el trabajo asalariado […]. De acuerdo con este modelo de derecho
social, si el trabajo es el lugar central de integración social, las formas de
redistribución de la riqueza deben ir vinculadas a la situación del traba-
jador asalariado” (Courtis, 2007: 187). El alcance del empleo-centrismo
normativo se extiende, no obstante, más allá de la relación del trabajo y el
acceso al bienestar social a través del empleo del individuo (y de los suje-
tos dependientes) y de las diversas lógicas de esta relación predominantes
en los diferentes regímenes de postguerra. Como se ha apuntado arriba,
su comprensión requiere tomar en consideración también los principios
(igualmente normativos) subyacentes a la asalarialización de la fuerza de
trabajo6 y la creación de empleo, que en el modelo fordista era confiada
a las políticas económicas expansivas orientadas a la consecución del
pleno empleo (masculino). Para entender el empleo-centrismo normativo
puede haber bienestar (o mejor, Estado del bienestar)” (“without work there can not be
welfare”), axioma susceptible de ser, a su vez, reescrito en estos términos: “para que haya
bienestar debe haber trabajo”. El vínculo normativo trabajo/ bienestar ha adoptado en los
diferentes regímenes un perfil coherente con sus rasgos arquetípicos: si en el régimen liberal
o anglosajón la relación Estado del bienestar/ empleo se ha expresado a través de la fórmula
“trabajo, no bienestar” (work, not welfare), y en el régimen conservador, bismarckiano o
continental, mediante la fórmula “bienestar a través del trabajo” (welfare through work),
la fórmula de la socialdemocracia nórdica sería “bienestar y trabajo” (welfare and work).
Goodin propone este esquema valorando muy positivamente el “milagro holandés” de la
segunda mitad de los años noventa del siglo XX. Para una visión menos complaciente
del denominado milagro holandés, vid. Van Oorschot (2002 y 2004). Como trataré de
argumentar más abajo, la evolución de las nuevas políticas activas ha tendido a converger
hacia la primera de las fórmulas en todos los regímenes.
6
Teniendo en cuenta esta dimensión del empleo-centrismo normativo, no debe extrañar
que un modelo de Estado del bienestar comparativamente más “desmercantilizador” fuera, al
mismo tiempo, intensamente empleo-céntrico en el segundo sentido que se acaba de señalar.
Tal es el caso del modelo escandinavo (y, arquetípicamente, sueco), organizado alrededor del
“principio del trabajo” (arbetslinjen) y lo que Esping-Andersen (1994) denomina “justicia
social productivista”.
150 Pablo Miravet

postbélico es preciso, pues, tener bien presentes los rasgos arquetípicos


del modelo de desarrollo económico y las condiciones socio-estructurales
bajo las que se consolidaron los sistemas de bienestar de postguerra:
relativa autonomía reguladora del Estado, consenso político y pacto im-
plícito entre capital y trabajo (filtrados por los referentes ideológicos y
los legados institucionales dominantes en los diferentes regímenes), apli-
cación sistemática de políticas económicas de demanda (más explícita en
unos países que en otros), regulación uniforme del empleo subordinado
(con diferentes variantes regulativas, pero en cualquier caso basada en la
contractualización a largo plazo de la relación salarial y la programación
del crecimiento del salario indexada a la productividad), relación positiva
entre producción y ocupación, estructura social y laboral relativamente
homogénea (atravesada por diferentes lógicas de estratificación), situa-
ción convergente de pleno empleo (especialmente en la década de los
60), división sexual del trabajo (más evidente en unos regímenes que en
otros) y separación diáfana de los universos del empleo y la pobreza. En
estas condiciones, y siempre con peculiaridades nacionales y regionales,
la garantía de la protección social quedaba claramente articulada en dos
segmentos, el general, ligado al empleo, y el asistencial, minoritario y, en
algunos casos, excepcional. Más allá de la valoración ético-política que
pueda realizarse del fordismo postbélico, lo que importa subrayar es que
en este contexto el empleo-centrismo normativo era, en cierto sentido,
coherente (lógicamente consistente) con las condiciones socio-laborales,
económicas y políticas del modelo.
El debilitamiento, una por una, de estas condiciones estructurales en
las últimas décadas7, el cambio de las prioridades macroeconómicas y la
emergencia de los fenómenos a los que se hizo referencia en el apartado
precedente, han provocado, entre otros efectos, la creciente porosidad
de la frontera de los mundos del empleo normalizado y el no empleo
(o, si se quiere, entre el asalariado y el “precariado”), el aumento del
número de personas desplazadas al segmento asistencial (o que reciben
prestaciones por desempleo), la tendencia a focalizar los debates sobre
la reestructuración del Estado del bienestar en estos sectores y, como se
señaló, la progresiva consolidación y generalización, especialmente a
partir de la década de los noventa, de un renovado consenso político en
torno a la necesidad de vincular las políticas del mercado de trabajo con

7
Particularmente, la ruptura de los tradicionales nexos producción-ocupación y
productividad-salario real. Para un análisis más detallado, vid. Fumagalli (2006).
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 151

las estrategias de reforma de los sistemas de protección social. En las


políticas que estamos considerando, esta inflexión marca la transición al
neo-empleocentrismo normativo.
Para analizar esta evolución resulta especialmente útil el marco ana-
lítico sugerido por Clasen, Kvist y Van Oorschot (2001) y especificado
con mayor detalle por Clasen y Clegg (2007), un esquema basado en
los niveles de condicionalidad en el acceso al bienestar social. Clasen
y Clegg parten de la premisa de que todos los derechos a prestaciones
sociales han sido siempre condicionales en algún sentido, diferenciando
tres niveles de condicionalidad o tres clases de condiciones que operan
de modo consecutivo: a) las condiciones de categoría, b) las condiciones
de circunstancia y c) las condiciones de conducta.
a) El primer nivel de condicionalidad hace referencia a la necesidad
de pertenecer a alguna categoría social definida para beneficiarse
de una prestación (ser jubilado para acceder a la pensión, tener
algún tipo de discapacidad para recibir beneficios por ese concep-
to, ser desempleado para cobrar la prestación, etc.). Ni siquiera
las llamadas prestaciones universales suponen la abolición de
las condiciones de categoría. Incluso una hipotética RB para
todos, inexistente en el mundo real, excepto el caso del Alaska
Permanent Fund, estaría (y en este caso particular está) limitada
por condiciones de categoría, tales como la ciudadanía entendida
como la afiliación formal a un Estado a través del vínculo de la
nacionalidad o la residencia8.
b) El segundo nivel de condicionalidad alude a los criterios de ele-
gibilidad en el acceso a los beneficios sociales (elegibility and
entitlement criteria) y ha tenido históricamente un peso determi-
nante en las provisiones del Estado del bienestar. Las condiciones
de circunstancia hacen referencia a los principios que rigen la
distribución y están, en general, relacionadas con las acciones
8
La mayoría de las propuestas de implementación de la RB toman como marco de
referencia el Estado, una entidad jurídico-política infraestatal o supraestatal (vgr. la UE). El
derecho a una RB incorpora, por lo tanto, condiciones de categoría ligadas a la ciudadanía
o la residencia, si bien este grado de condicionalidad es mínimo si se lo compara con la
estructura de los programas existentes y no desvirtúa, a mi juicio, la definición de la RB
como un ingreso incondicional y universal, ni la lógica normativa de la propuesta. Por otra
parte, se han realizado propuestas de articulación de una RB en el ámbito de Naciones
Unidas (entre otros, Frankman, 2002) que, de llevarse a cabo, acercaría la RB a la plena y
absoluta incondicionalidad.
152 Pablo Miravet

pasadas del receptor. En el caso de la seguridad social vinculada


al empleo (o al historial de empleo), por ejemplo, existe un amplio
espectro en la articulación de las condiciones de circunstancia que
abarca los polos típicamente beveridgeano y típicamente bismarc-
kiano. También en el caso de la protección asistencial basada en
la acreditación de la necesidad demostrable y la comprobación de
medios (means test) se da una notable heterogeneidad dentro de
una estructura condicional similar. Sólo en un caso puro de RB
no existirían condiciones de circunstancia, aunque sí, como se ha
apuntado, condiciones de categoría, aun en grado mínimo.
c) El tercer nivel de condicionalidad hace referencia al establecimien-
to de requisitos mediante los cuales se vincula la percepción del
subsidio o la prestación a la observancia de determinada conducta
por parte del beneficiario. Estas condiciones se concretan, por
tanto, en la estipulación de obligaciones de hacer impuestas a los
receptores de un determinado programa, una vez establecidos los
criterios relativos a la categoría y la circunstancia como requisito
para percibir (o mejor, para continuar percibiendo) la prestación.
No basta con cumplir las condiciones de categoría (por ejemplo,
ser desempleado), ni las condiciones de circunstancia (por ejem-
plo, haber cotizado, en el caso de las prestaciones de desempleo
contributivas, o haber demostrado la falta de medios, en el caso de
la prestación asistencial por desempleo), sino que el beneficiario
debe comprometerse a cumplir (y realizar) determinadas acciones
legalmente predeterminadas que, en el caso de las políticas que nos
ocupan, se orientan a promover, incentivar o forzar su ingreso (o
su reingreso) en el mercado de trabajo si quiere beneficiarse de la
prestación y mantener su derecho a percibirla. Estas condiciones
remiten, por lo tanto, no a las acciones pasadas sino a la conducta
futura del receptor. Las condiciones de conducta –que preliminar
y genéricamente pueden denominarse requerimientos de empleo
(work requirements) o test de empleo (work test)– han adquirido
una importancia determinante en el ciclo de reestructuración de los
sistemas de protección social y constituyen uno de los principales
instrumentos del nuevo paradigma de intervención.
A continuación, partiendo del marco analítico expuesto anteriormen-
te, introduciré algunas precisiones para justificar la tesis de que todos los
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 153

Estados de bienestar han adoptado en sus líneas de reforma la filosofía


neo-empleocentrista de modo tendencialmente convergente.
a) Si bien es cierto que el creciente peso de las condiciones de
conducta define en gran medida (aunque no exclusivamente) el
neo-empleocentrismo y la nueva vinculación entre la protección
social y las políticas del mercado laboral, en el ciclo postbélico
también existía este tipo de condicionalidad en las diversas va-
riantes del Estado del bienestar. Su importancia y su implantación
eran, no obstante, considerablemente menores que en la actualidad,
especialmente en los sistemas continentales o bismarckianos, típi-
camente pasivos. Los primeros programas de workfare aparecen
de forma embrionaria en los Estados Unidos en la segunda mitad
de la década de los sesenta (Scokpol, 1995; Handler, 2004). Por
su parte, los sistemas nórdicos, y especialmente Suecia, siempre
han sido Estados de bienestar “activos”; las políticas activas ori-
ginarias de los países nórdicos, ligadas al reciclaje industrial y a la
creación de servicios públicos, eran dispositivos correlacionados
estructuralmente con la política económica expansiva y explíci-
tamente dirigidos a elevar la tasa de empleo, en los que, más allá
de la existencia de pruebas de disponibilidad, primaban las opor-
tunidades y los derechos sobre las obligaciones y las sanciones
(entre otros, vid. Kildal, 2001 y Bergmark, 2003). El concepto de
“activación” o de “políticas de activación” en su acepción actual,
ha modificado ese significado originario, quedando en parte di-
fuminada la rígida frontera conceptual entre las políticas activas
y las políticas de workfare que, entre otras instancias, la UE ha
tratado de establecer en la construcción y defensa del llamado
modelo social europeo9.
b) La idoneidad del marco analítico propuesto por Clasen y Clegg
reside en que hace abstracción de la concreta configuración de
las políticas neo-empleocéntricas y se limita a señalar, por una
parte, que el caso más evidente del énfasis creciente en el tercer
nivel de condicionalidad es el de las políticas activas dirigidas a
desempleados y receptores de asistencia social, y, por otra, que
las condiciones de conducta consisten en el establecimiento de

9
Para un análisis del modelo social europeo como proyecto político de la UE subor-
dinado a los imperativos de la construcción de la unión económica y monetaria, vid. Jepsen
y Serrano Pascual (2005).
154 Pablo Miravet

obligaciones de hacer impuestas a los beneficiarios. Ciertamente,


existe un espectro muy amplio en el diseño, los métodos y los
instrumentos utilizados en esta clase de políticas y en la naturaleza
de las condiciones de conducta. Esta heterogeneidad ha dado lugar
a diversas clasificaciones de modelos, enfoques u orientaciones
de las nuevas políticas activas. Algunas de ellas se inspiran en la
tipología de los regímenes de bienestar escandinavo (identificado
con las políticas de activación originarias), liberal (identificado
con el workfare) y continental, identificado con el modelo de in-
serción francés (Van Berkel y Hornemann Moller, 2002; Serrano
Pascual, 200410). Otras (vgr. Barbier, 2004), siguen más de cerca la
bipartición inicialmente propuesta por Lodemel y Trickey (2001),
quienes, manejando un concepto estrecho de workfare, diferencia-
ron el enfoque de desarrollo de recursos y capital humano (human
resource development) y el enfoque centrado en la reincorporación
inmediata al mercado de trabajo o la integración económica (labour
market attachment). Sin entrar en el análisis detallado de éstas y
otras tipologías y de los instrumentos prevalecientes en los mode-
los de activación/ workfare en ellas identificados, cabe señalar que,
de un modo u otro, todas asumen la división convencional entre
las políticas en las que priman los requerimientos más restrictivos
(las denominadas work first strategies), dominantes en el ámbito
anglosajón, y aquellas otras en las que predominan los elementos
formativos o calificantes (enabling policies).
c) Más allá del valor heurístico de estas clasificaciones, y admitiendo
que los legados institucionales han influido en las trayectorias de
reforma y en la articulación de las políticas neo-empleocentristas,
resulta posible relativizar o al menos introducir algún matiz sobre
estas taxonomías. Algunos autores han subrayado que las nuevas
políticas de activación/ workfare han evolucionado en los últimos
años hacia una “convergencia contingente” en todas las economías
avanzadas (Eichhorts y Kohle-Seidl, 2008). Ello en un triple plano:
i) los instrumentos o los métodos de activación, dimensión en la
que se puede identificar una hibridación de elementos disciplina-
rios y formativos, con una mayor incidencia de los primeros; ii)

10
En otro trabajo deSerrano Pascual (2007), la autora ha diferenciado cinco tipos
ideales o modelos de políticas de activación (contractualismo cívico; ético-responsabilizante;
autonomización ciudadana; residual-disciplinante y provisión fragmentada).
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 155

los grupos de destinatarios, progresivamente ampliados a cate-


gorías tradicionalmente excluidas mediante el cierre de “rutas de
escape” como los beneficios por incapacidad y enfermedad; y, iii)
finalmente, la gestión de las políticas de activación, crecientemente
descentralizada y con participación de actores privados.
Por otra parte, la secuencia de la puesta en marcha de las nuevas
políticas activas es claramente divergente. Algunos sistemas de
bienestar, que todavía en los años noventa habían implementado
limitadamente políticas de activación, se han incorporado ple-
namente a la lógica neo-empleocentrista a lo largo de la década
del 200011. Obviamente, esta convergencia no implica la plena
identidad de las políticas adoptadas en distintos contextos12. Ahora
bien, aun partiendo de la heterogeneidad de los métodos o las
formas de articulación, algunos autores, que se han preocupado
de clasificar los distintos modelos de activación, han enfatizado
la convergencia en el plano de la ideología, la justificación y la
racionalización de las reformas (Serrano Pascual, 2005).
d) Con independencia de la orientación (incitadora, formativa) de las
medidas, uno de los rasgos definitorios de las nuevas políticas de
activación es el carácter obligatorio/ compulsivo de las condicio-
nes de conducta y la correlativa previsión de sanciones en el caso
de su incumplimiento o inobservancia (entre otros, vid. Handler,
2003). Como gráficamente señaló Kildal (1999) refiriéndose al
caso noruego, lo que es nuevo es que los receptores están obliga-
dos a cumplir estas condiciones (por ejemplo, aceptar el empleo
o el programa de formación ofertado por las autoridades) si no
quieren correr el riego de que les sean denegados (o reducidos)
los medios básicos de subsistencia13. A menudo, este aspecto es

11
Tal es el caso, por ejemplo, de Alemania y de la denominada reforma Hartz IV , que
entró en vigor en 2005.
12
Los propios Clasen y Clegg (2006) relativizan la idea de la plena convergencia.
13
La creciente previsión de sanciones en los diseños de las políticas sociales no se ha
producido sólo en el mundo anglosajón. Ejemplo paradigmático es la reforma norteamericana
del welfare, término identificado en Estados Unidos con el segmento asistencial, aprobada
por la Personal Responsibility and Work Opportunity Reconciliation Act de 1996, que
sustituyó el programa AFDC (Aid to Families with Dependent Children) por el denominado
TANF (Temporary Assistance for Needy Families), combinando elementos workfaristas
con la limitación temporal de la permanencia en los programas. También en Europa (y en
algunas países que son considerados modelos a seguir como Holanda y Dinamarca), las
156 Pablo Miravet

omitido por la caracterización acríticamente positiva de que son


objeto las políticas de activación (noción investida de un halo de
incontestabilidad que contrasta con la connotación peyorativa
atribuida invariablemente al workfare) en los discursos institu-
cionales nacionales y de la UE y en buena parte de los análisis
académicos.
e) Por último, es preciso apuntar que las reformas dirigidas a estrechar
el nexo entre las prestaciones y el empleo mediante el endureci-
miento de las condiciones de acceso a los beneficios asistenciales
o por desempleo, no se han limitado al establecimiento de condi-
ciones de conducta, sino que han impactado en los tres niveles de
condicionalidad. Si en el plano de las condiciones de categoría
la tendencia a la restricción aparece vinculada al perfil de los su-
jetos protegidos (vía, por ejemplo, la redefinición de la categoría
de desempleado o la ampliación de los grupos susceptibles de
ser activados), en el plano de las condiciones de circunstancia
el refuerzo del nexo empleo-prestaciones se ha concretado en
reformas que afectan fundamentalmente al cálculo, la duración
y el monto de las transferencias contributivas y asistenciales. En
este último caso, involucra el rediseño (y, en determinados casos,
la introducción) de la prueba de medios.
En resumen, a lo largo de las últimas décadas ha tenido lugar una
transición paradigmática en las dinámicas de reforma que ha redefinido
el nexo entre el empleo y la protección social y las formas de asalarializa-
ción del fordismo. Este tipo de reformas se han consolidado en el marco
del nuevo formato de la sociedad del trabajo y se inspiran en una nueva fi-
losofía de la intervención social. Uno de los principios que cimentan esta
filosofía normativa es que en las nuevas condiciones socio-estructurales
de las economías avanzadas debe haber un vínculo más estrecho y/ o
reforzado entre el empleo y las protecciones sociales. El robustecimiento

nuevas políticas activas han incorporado mecanismos sancionadores. Además de los ya


citados trabajos de Van Oorschot (2002 y 2004), vid. Cox (1998) para una comparación
de Holanda y Dinamarca, y Clasen y Clegg (2007) para el análisis de las reformas danesas
(especialmente, la importante reforma de 1994). Evidentemente, la intensidad “punitiva”
es distinta en los contextos señalados, pero la tendencia a la implantación de penalizaciones
es convergente. Un estudio de caso y una valoración positiva de las sanciones en Holanda
puede verse en Van der Berg, Van der Klaauw y Van Ours (2004), que interpretan el “éxito”
en sentido estrecho (la intensificación del desplazamiento desde la recepción de la asistencia
hacia el empleo), sin considerar otras variables.
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 157

de la relación entre la participación en la esfera productivo-laboral (o la


movilización hacia el empleo) y la protección social comporta, al menos
en las políticas aquí consideradas, una nueva y más restrictiva compren-
sión de la idea regulativa subyacente al uso normalizado de la expresión
ciudadanía social (la institucionalización de cierta inmunidad respecto
a la completa dependencia del mercado de trabajo). Retomando el hilo
argumental del comienzo de este apartado, el neo-empleocentrismo nor-
mativo puede así interpretarse como una estrategia orientada a preservar
la equivalencia tácita entre la ciudadanía social y la ciudadanía laboral,
adaptándola sin embargo a los perfiles de la nueva sociedad del trabajo
mediante nuevos medios de gestión, regulación, gobierno y control de
la nueva cuestión social.

3. EL NEO-EMPLEOCENTRISMO NORMATIVO Y SUS REPRE-


SENTACIONES

Las ideas y los discursos políticos han adquirido una importancia


creciente en el contexto de austeridad asociado a las presiones endógenas
y exógenas que han enfrentado los Estados del bienestar en las últimas
décadas. Aunque por sí mismos no proveen una explicación completa del
cambio, los estudios sobre el rol de las ideas en la formación de paradig-
mas y las distintas orientaciones del análisis del discurso han contribuido
decisivamente a la comprensión de los procesos de reestructuración de los
sistemas de bienestar social (Taylor-Gooby, 2005). Más específicamente,
estas aproximaciones han aportado claves importantes en el análisis de lo
que se ha denominado la construcción del imperativo de reforma, proceso
que conlleva la alteración de la precomprensión colectiva del bienestar
estatalmente suministrado y la correlativa apertura o despeje de sendas
de reestructuración (Cox, 2001). A través de procesos de encuadre (fra-
ming) y de re-encuadre (reframing) que estructuran selectivamente la
cognición de determinada cuestión de la agenda, condicionan las formas
de interpretación y aproximación a la política y determinan el registro de
lo pensable dentro de los marcos interpretativos preexistentes en distintos
contextos institucionales y culturales (Ross, 2000), el discurso político
contribuye a la superación de resistencias y escepticismos y se convierte
en instrumento de persuasión dirigido a convencer de la necesidad del
cambio, una función especialmente importante para “evitar la culpa” (bla-
me avoidance) de los Gobiernos cuando adoptan políticas impopulares.
158 Pablo Miravet

La cuestión del estatuto y el rol del discurso político y su relación


con las ideas en los procesos de reforma de la política social desborda
los limitados propósitos de este trabajo. Algunos entienden el discurso
como aquello que los actores políticos se dicen entre sí y transmiten a la
ciudadanía para construir y legitimar sus programas y demostrar que la
reforma del Estado del bienestar es conveniente y necesaria, utilizando
argumentos empíricos y normativos (Schmidt, 2002). Otros, en una
línea más cercana a los análisis de Bordieu (1991) sobre la violencia
simbólica, han subrayado que el discurso es una práctica de poder y no
una simple expresión de determinados valores e ideas: si bien no puede
ser considerado un factor causal inmediato del cambio en las políticas
sociales, su impacto mediato es más profundo, en la medida en que el
discurso delimita a través del lenguaje lo que es natural, posible (y aun
inevitable) y lo que es ilegítimo en términos de acción política, estable-
ciendo así implícitamente las fronteras del debate y las posibilidades
de reforma (Carmel, 2005). Sea como fuere, el lenguaje y la difusión o
la re-definición de determinados conceptos es una dimensión esencial
en la construcción de nuevos modelos de intervención. Como se ha
señalado, los proyectos de cambio de los paradigmas preexistentes son
también proyectos lingüísticos y aun batallas del lenguaje (Fairclough,
2000).
El neo-empleocentrismo, y particularmente las políticas basadas en
el tratamiento focalizado e individualizado de determinados colectivos
con el objetivo de movilizarlos hacia el empleo, ha sido definido antes
como una nueva filosofía de la intervención social. Aunque la expresión
filosofía (normativa) parece preferible a “ideología”, el neo-empleocen-
trismo también puede ser definido como una ideología, a condición de
que “ideología” no se entienda en su acepción negativa, sino como un
conjunto social de representaciones, tal y como propuso, entre otros,
Dumont (1999). Más que evaluar la verdad o la falsedad y la corrección o
la incorrección intrínsecas de los argumentos empíricos y normativos del
neo-empleocentrismo, lo que me interesa es describir las representaciones
que han abastecido de fundamento al rediseño de la protección social, y,
más específicamente, las reinterpretaciones y redescripciones de las que
el neo-empleocentrismo se ha nutrido. Si, en fin, el lenguaje y las ideas
constituyen herramientas fundamentales en la construcción discursiva de
representaciones tanto en el plano de los diagnósticos como en el de las
prescripciones de actuación, los argumentos empíricos y los referentes
normativos movilizados por el neo-empleocentrismo han brindado un
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 159

sólido soporte a la caracterización de las reformas activadoras, como


una adaptación coherente con las transformaciones socio-estructurales
de las últimas décadas14.
El neo-empleocentrismo no es sólo una filosofía difundida por el
discurso de los Gobiernos, los meso-gobiernos y las instituciones de la
UE (que han desempeñado un papel nada desdeñable en la denominada
“europeización cognitiva” de las políticas sociales y, particularmente,
en la difusión retórica del paradigma de la activación15). Se trata tam-
bién de un discurso teórico internamente muy heterogéneo, en cuyos
extremos podemos encontrar desde aproximaciones socialdemócratas,
apoyadas en una justificación rawlsiana de la activación como política
preventiva idónea (vid., entre otros, Esping-Andersen, 2003)16, hasta
enfoques que no disimulan su alineamiento con la concepción discipli-
nante de las políticas neo-empleocéntricas más restrictivas, vistas desde
esta perspectiva como dispositivos adecuados para restaurar valores, a
comenzar por el auto-respeto y la ética del trabajo (vid., típicamente,
Mead, 1997, 2005). Más allá de esta heterogeneidad y de la existencia
de distintas modulaciones del neo-empleocentrismo, es posible sostener
que en la plasmación de las políticas de activación/workfare y en buena
14
Pero también con el nuevo recetario macroeconómico adoptado en las economías
avanzadas, al que las políticas de activación/workfare se han subordinado. Rambla (2005)
ha analizado las dos interpretaciones predominantes de la acción selectiva y las políticas
activas: la tesis de la “respuesta adecuada al cambio social” y la que encuentra en las reformas
un nuevo modelo de regulación, tesis, esta última, que me parece más defendible.
15
Sobre las distintas acepciones del concepto de “europeización”, vid. Radaelli (2000) y
Mair (2004). Para una definición de la “europeización cognitiva”, Guillén y Álvarez (2004).
En esencia, la europeización puede identificarse con un conjunto de procesos (programación,
información, revisión paritaria, evaluación y ajuste de objetivos), vehiculados a través de
técnicas regulatorias de soft law (típicamente, el llamado Método Abierto de Coordinación),
que se dirige a influir en los discursos domésticos sobre las políticas de bienestar y a lograr
la armonización no de la legislación, sino de las ideas, las concepciones, los conocimientos
y las coordenadas de acción, con el fin de que los objetivos de los países miembros tiendan
a converger en una “visión política común” (Palier, 2003). Para un análisis de la retórica
del paradigma de la activación de la UE, vid. Crespo Suárez y Serrano Pascual (2004) y
Serrano Pascual (2005). Vid., asimismo, sobre la difusión del modelo por parte de la UE,
Moreno y Serrano Pascual (2007).
16
En el trabajo citado, Esping-Andersen sostiene que la denominada tercera vía ha
llevado a cabo una “apropiación selectiva” de las políticas socialdemócratas nórdicas de
activación. Sin embargo, como han señalado diversos autores (Kildal, 2001; Bergmark,
2003; Van Aerschot, 2007), también los países escandinavos han impreso un renovado
acento workfarista a las tradicionales políticas activas.
160 Pablo Miravet

parte de los discursos institucionales que las han justificado hay algunos
elementos de clara convergencia. Uno de los rasgos destacables del
neo-empleocentrismo es, de hecho, su sincretismo ideológico y políti-
co. La nueva filosofía normativa se ha caracterizado, de un lado, por la
hibridación de ideas provenientes de tradiciones político-ideológicas
dispares, y, de otro, por haber sido asumida y traducida en reformas
concretas por Gobiernos europeos conservadores y de centro-izquierda.
Estos últimos recibieron el influjo de la agenda de la activación de la
tercera vía británica17, que continuó el itinerario iniciado por los Go-
biernos conservadores precedentes (Jessop, 2003) y tomó en préstamo
algunos de los principios-guía de la importante reforma impulsada por
la administración demócrata norteamericana en 1996 (Daguerre, 2004).
Como ya se ha señalado, la progresiva implementación (o redefinición
restrictiva, allá donde existían) de las políticas activas es un fenómeno
generalizado, no circunscrito al ámbito anglosajón. Haciendo, pues,
abstracción de los diferentes contextos culturales e institucionales,
trataré de sintetizar las principales representaciones de la filosofía
neo-empleocentrista.
Algunas de las transformaciones experimentadas en la esfera del
empleo que han impactado en forma de fragmentación de las trayec-
torias vital-laborales y que hacen problemático el mantenimiento o la
recreación del entramado regulador y el sistema de protecciones aso-
ciadas al empleo estable (representados invariablemente por el discurso
neo-empleocentrista como rigideces inhibidoras de la modernización y
el cambio) no son fácilmente reversibles. Sin embargo, ante el desafío
de pensar la protección social mínima fuera de la relación de trabajo
típica, la filosofía neo-empleocentrista ha abogado por la articulación
de respuestas “innovadoras”, no cuestionando y aun imprimiendo un
renovado énfasis a la necesidad de reforzar el nexo normativo entre
el bienestar y el empleo. Más exactamente, y con independencia del
fundamento de las nuevas políticas activadoras o de workfare (por un
lado, la evitación de la dependencia de las instituciones de bienestar;
por otro, la lucha contra la exclusión social18), lo que promueve el
neo-empleocentrismo es el cambio en la forma de integración social a
través del empleo.

17
Sobre esta influencia, vid., matizadamente, Clasen y Clegg (2004).
18
Sobre estas dos justificaciones, vid. Lodemel y Trickey (2001).
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 161

La difusión, o mejor, la reinterpretación del concepto de “nuevos


riesgos sociales”, constituye un primer ejemplo de cómo operan los
retoremas neo-empleocentristas. Con la ayuda, acaso involuntaria, de la
tesis de la nueva sociología del riesgo, de acuerdo con la cual los cam-
bios societarios de las últimas décadas han intensificado los procesos de
individualización de las desigualdades en general y de la desigualdad
laboral en particular (Beck, 1998), la definición del desempleo, la inse-
guridad laboral y las bajas cualificaciones como nuevos riesgos sociales
(Esping-Andersen, 2000 y Bonoli, 2005), una definición acertada, ha
abierto sin embargo el camino al desplazamiento discursivo cuando los
Gobiernos y las instituciones de la UE han tematizado el problema y las
respuestas. El nuevo contexto es representado como un entorno en el
que los riesgos son más difíciles de prever y sólo pueden ser afrontados
mediante la flexibilidad y la capacidad de adaptación a las demandas de
una economía en constante cambio. La vía privilegiada para enfrentarse
a la inseguridad (tendencialmente inevitable) es la continua adquisición
de competencias. La recurrente apelación a la formación (que justifica
por sí sola la imposición de obligaciones de activación a los receptores
de prestaciones y subsidios) y la insistencia en la identificación unidirec-
cional del riesgo con la obsolescencia de las capacitaciones laborales del
desempleado/excluido, tienden así a transformar el significado tradicional
del riesgo social como contingencia objetiva derivada de las relaciones
de intercambio capitalistas. Como veremos, el problema es desplazado al
plano individual, y el objetivo de la intervención social es reformulado:
no se trata ya de proteger frente al riesgo objetivo, sino de promover la
capacidad subjetiva para administrar el riesgo (Serrano Pascual, 2005).
Este cambio tendencial en la caracterización del riesgo social, em-
pezando por los riesgos de desempleo y exclusión, ha abonado la redes-
cripción de la cuestión social en términos postconflictuales19, así como
la construcción de una nueva narrativa sobre el modo en que se produce
la exclusión social y de un nuevo imaginario de la inclusión (Fairclough,
2005). Si el control de la cuestión social clásica consistió en la institu-
cionalización pacificadora del conflicto capital-trabajo y la atribución de
derechos y protecciones a partir del reconocimiento del carácter objetivo

19
Paralelamente, y en conexión con su sincretismo ideológico, las políticas de acti-
vación/workfare han sido pragmáticamente representadas como diseños “despolitizados”,
dicho esto en el sentido de que no son ya caracterizadas como políticas de izquierda o de
derecha, sino como políticas “que funcionan”.
162 Pablo Miravet

de las disfunciones generadas por el desarrollo del capitalismo industrial,


la filosofía neo-empleocentrista ha elaborado una representación de la
(nueva) cuestión social apoyada en la idea de la superación de las dicoto-
mías que originaron aquella respuesta institucional y la transformación de
la contradicción en complementariedad. En el escenario de las sociedades
postindustriales, descrito adecuadamente como un contexto azaroso ca-
racterizado por la creciente complejidad, las nuevas políticas focalizadas
en determinadas clases de sujetos no son, sin embargo, representadas ya
como dispositivos de justicia social tendentes a limitar el primado del
beneficio y la rentabilidad, sino más bien como instrumentos productivos
preordenados al desarrollo económico (Crespo Suárez y Serrano Pascual,
2004), objetivo en el que todos los actores sociales tendrían un interés
convergente. Esta idea ha justificado el constante drenaje de recursos
públicos en forma de subvenciones, bonificaciones de cuotas, incentivos
fiscales para la contratación y otros mecanismos que, en los hechos, han
convertido a las políticas de activación en una fuente de financiación
adicional para las empresas.
“¿No sería posible pagar a trabajadores en lugar de indemnizar a
desempleados?”, “¿No es urgente transformar unos gastos pasivos en gas-
tos activos”?, se preguntaba Rosanvallon (1995a, p. 105) en un texto que,
si bien señalaba oportunamente la simplificación consistente en reducir
las nuevas problemáticas sociales a la cuestión de la exclusión, incurría
finalmente en la adhesión sin matices a los filosofemas del imaginario
neo-empleocentrista (efectos perversos de la protección pasiva, denuncia
del Estado providencia como “máquina indemnizatoria”, defensa del
“derecho a la utilidad social” a través del empleo, etc.)20. Son precisa-
mente estos filosofemas los que han nutrido la narrativa de la exclusión
en las últimas décadas. La poderosa retórica institucional sobre la justicia
social en nombre de la inclusión ha ido acompañada de una aportación de
recursos relativamente modesta en los programas específicos, mientras
que la focalización del discurso político en los excluidos ha contribuido
a oscurecer el incremento de otras formas de desigualdad, comenzando
por las desigualdades salariales y de ingreso (Béland, 2006). Ello en un
contexto de crecimiento más o menos sostenido como el que han vivi-
do las economías avanzadas desde la salida de la crisis del comienzo
de los años noventa hasta el inicio de la crisis actual. Si bien es cierto

20
Recientemente, Rosanvallon (2008) ha profundizado en estas ideas, insistiendo en
la defensa de la particularización de las intervenciones activadoras.
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 163

que se han construido diferentes discursos sobre la exclusión social


–el redistributivo (que identifica la pobreza como el principal factor de
exclusión), el moralizador (centrado en la infraclase, que identifica las
inercias culturales y conductuales como principal factor de exclusión) y
el socio-integracionista (que identifica la falta de empleo como principal
factor de la exclusión) (Levitas, 2005)–, en la práctica, los Gobiernos y
la UE han fusionado los discursos moralizador y socio-integracionista
para legitimar el rediseño de la protección social. En esta operación,
el lenguaje institucional y experto ha tendido a apropiarse y, en cierto
modo, a desnaturalizar las mejores aproximaciones a la exclusión –entre
otras, el análisis propuesto por Castel (1995, 2004) en clave topológica–,
análisis siempre cautos frente al uso torcido y pan-explicativo del con-
cepto, reinterpretando estas aproximaciones en sentido unidireccional. La
asunción programática de la definición de exclusión como un fenómeno
dinámico, procesual y multidimensional ha acabado virando hacia una
narrativa de la inclusión que privilegia el gobierno de los excluidos so-
bre su integración real y que, de nuevo, asocia unidimensionalmente la
integración, la cohesión social y el empleo, independientemente del tipo
y las condiciones del empleo (Fairclough, 2000).
En un discurso caracterizado por la reiterada atribución de connota-
ciones positivas al término “activo”, la correlativa atribución de conno-
taciones peyorativas al término “pasivo” (dos conceptos cuya semántica,
en apariencia autoevidente, dista mucho de ser clara) y, especialmente, la
progresiva deslegitimación y puesta en cuestión de cualquier situación
de inactividad laboral (Bonvin, 2004), no es extraño que los principales
giros lingüísticos se localicen en las representaciones del empleo, el
desempleo y el pleno empleo. El principio de estabilidad y permanen-
cia en el empleo ha sido objeto de una re-semantización amparada por
la imagen prescriptiva de unos mercados laborales caracterizados por
el dinamismo, la fluidez, la movilidad y la transición entre puestos de
trabajo. En coherencia con esta imagen, la protección dispensada por el
ordenamiento laboral y las políticas de activación/workfare debe, según
la filosofía neo-empleocentrista, orientarse no tanto a garantizar el acceso
a un empleo cuanto a facilitar el acceso al empleo, o mejor, a promover
la empleabilidad. Si el empleo estable tiende a ser redefinido en términos
de empleabilidad permanente, el desempleo ha sido a su vez redefinido
en términos de des-empleabilidad (Serrano Pascual, 2005) y el pleno
empleo en términos de plena empleabilidad, expresión que se toma de
Jessop (2003). El pleno empleo se reincorporó al discurso político en el
164 Pablo Miravet

contexto de crecimiento de fines de los noventa y comienzos de la nue-


va década (recuérdense, por ejemplo, las conclusiones del Consejo de
Lisboa de 2000), si bien lo que cabría llamar el nuevo modelo de pleno
empleo flexible poco tiene que ver con el pleno empleo típico. La cre-
ciente introducción de ajustes técnicos y metodológicos en la medición
del paro, ha contribuido a “dificultar” la consideración de una persona
como desempleada involuntaria y a maquillar las estadísticas. No obs-
tante, en el nuevo modelo de pleno empleo atípico, la invisibilidad del
paro está igualmente vinculada, por una parte, a difuminar las fronteras
entre el empleo y el no empleo, propiciado por la atipicidad contractual
y la precariedad, que han fluidificado el desempleo, transformándolo
no ya en lo contrario al empleo, sino en un “momento del empleo”
(Santos Ortega, 2002), y, por otra, a la propia reconstrucción del desem-
pleo como problema social. La reformulación del diagnóstico sobre el
desempleo involuntario ha reposado en la naturalización de los procesos
que provocan el déficit de empleo y en la focalización del diagnóstico
no tanto en los factores sistémicos o estructurales cuanto en los rasgos
personales del desempleado/excluido. Esta interpretación importa el de-
bilitamiento de la noción tradicional del desempleo (Pugliese, 2000), la
desocialización de la responsabilidad colectiva frente al paro, el énfasis
en la responsabilidad individual y, en última instancia, la re-emergencia
de la categorización paleoliberal del desempleo como resultado de una
carencia personal, cuando no de una falla moral. Y justifica, por una
parte, la reelaboración neo-empleocentrista del concepto de desempleo
como “des-empleabilidad”, entendida bien como el déficit de adaptación
del individuo a las nuevas condiciones económicas y tecnológicas del
mercado, bien como la falta de habilidad y competencia subjetiva para
buscar y encontrar empleo, y, por otra, el tratamiento individualizado
de la intervención social mediante la instrumentación de medidas (entre
ellas, señaladamente, las condiciones de conducta) que basculan a am-
bos lados de la cada vez más difusa línea que separa la protección y la
coacción disciplinante (Susín Betrán, 2003).
El desplazamiento en el análisis del desempleo, la pobreza y la exclu-
sión desde el plano macrosociológico hacia el de las actitudes individua-
les y los rasgos motivacionales, conductuales y aun morales del receptor
de prestaciones asistenciales o por desempleo, promovido, de manera
más o menos explícita, por la filosofía neo-empleocentrista, constituye
un reflejo de la creciente tendencia a la psicologización de los proble-
mas sociales que, cuando se concreta en políticas específicas, coloca a
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 165

estos sujetos en una suerte de libertad vigilada o condicional (Noguera,


2006). Por su parte, la defensa de la idoneidad de la personalización de
las intervenciones y la exigencia de la implicación del beneficiario a
través de compromisos de actuación se encuadran en el establecimiento
de modos de regulación que tienden a moralizar la protección social en
la medida en que se dirigen no sólo, o no tanto, a garantizar una mínima
seguridad económica sino más bien, como se ha dicho gráficamente,
a gobernar las voluntades (Crespo Suárez, Serrano Pascual y Revilla,
2009). Las políticas sociales activadoras o de workfare constituyen, si se
me permite la expresión, una suerte de psicopolítica social, que combina
la apelación a la autonomía moral (y aun la emancipación) del individuo
y la legitimación discursiva de determinados dispositivos claramente
coercitivos al objeto de delimitar cómo debe ser el receptor de la ayuda
pública. Se puede, de hecho, conjeturar que la nueva representación del
sujeto protegido es deudora de la transferencia a los diseños de la política
social de algunos modos contemporáneos de pensar la subjetividad en la
sociedad y en la esfera del trabajo. Entre ellos, cabe mencionar la teori-
zación de las formas de subjetivación y de creación de sí, propuesta por
algunos autores anglosajones adscritos a los llamados estudios sobre la
nueva “gubernamentalidad” de filiación post-foucaultiana21, y el nuevo
management empresarial, que ha “endogenizado” los referentes normati-
vos de la crítica contracultural o sesentaiochista al capitalismo postbélico
(autenticidad, desalienación, diferencia, antijerarquía, autodesarrollo),
reconstruyendo los valores en el trabajo y las relaciones laborales en
clave post-taylorista22. Si bien ambas transferencias merecerían un aná-
lisis mucho más detallado del que se puede realizar aquí, lo interesante
es que estas extrapolaciones están justificando la construcción de una
renovada imagen ideal del desempleado y el excluido como un adminis-
trador autónomo de sus riesgos (un cuidador de sí, un autogestor), cuya
integración dependería de ciertos atributos (espontaneidad, apertura al
cambio, capacidad relacional, implicación personal, movilidad, adapta-

21
Estos autores (vid., entre otros, Rose (1998) y Dean (2006)), han llevado a cabo
una renovada interpretación del análisis foucaultiano de la “gubernamentalidad” iniciado
en los seminarios sobre el nacimiento de la biopolítica (Foucault, 1978-1979 [2009]) y de
los planteamientos del llamado último Foucault (el retorno al sujeto) (vid. Foucault, 1982
[1990] y 1984 [1987]).
22
Para un amplio análisis de la apropiación de la crítica contracultural al capitalismo de
postguerra llevada a cabo por el discurso del nuevo management empresarial postfordista,
vid. Boltanski y Chiapello (2002).
166 Pablo Miravet

bilidad y, especialmente, disponibilidad) concordantes con las virtudes


reclamadas al trabajador por la nueva psicología de la empresa de matriz
postbehaviourista. Se produce, de este modo, el deslizamiento hacia una
especie de representación empresarializada del sujeto de la protección
social básica, a través de la cual el discurso neo-empleocentrista modela
el arquetipo del buen excluido o del buen desempleado. Al margen de que
algunas implicaciones de esta modelación (entre otras, el efecto creaming
o la preselección de los solicitantes/candidatos de más alta empleabilidad
en detrimento de los más necesitados) pueden erosionar la eficacia de
los programas de activación/workfare, esta imagen del sujeto afectado
como protagonista de su inclusión resulta en algún sentido paradójica,
cuando no impropia y contradictoria. La representación de las instancias
públicas como cuasi-terapeutas del automodelaje del sujeto involucrado
en su propia integración soslaya el hecho de que estas políticas están
prioritariamente basadas en el heterogobierno del individuo afectado y
en el refuerzo de su disponibilidad mediante la previsión de obligaciones
compulsivas y sanciones punitivas. En este sentido, el análisis no debería
limitarse al grado de eficacia de los instrumentos utilizados23, sino a los
propios fines declarados de las políticas activadoras y a su agenda ocul-
ta. Las políticas de activación/workfare podrían ser, de hecho, definidas
como políticas simbólicas, en la medida en que parecen perseguir la
reafirmación de valores o la imposición de un ideal con independencia
de su mayor o menor capacidad de incidir en los problemas sociales que
declarativamente pretenden prevenir o abordar.
Ejemplo manifiesto de la penetración del lenguaje económico y
empresarial en el diseño de las políticas sociales es la transformación
del “contrato” en una de las “metáforas nucleares” de la legitimación
del paradigma activador (Moreno, 2007) y de la imposición de condi-
ciones de comportamiento a los beneficiarios de subsidios asistenciales
y prestaciones por desempleo y a otras categorías en forma de compro-
misos de actividad, convenios de inserción, contratos de integración y
similares. Baste, a título de ejemplo, recordar la denominación de los
sucesivos programas de activación/workfare impulsados por el nuevo
laborismo: new deal(s). En el marco prescriptivo de la personalización
de las intervenciones, el término contrato tiende a identificarse tácita-

23
Para una ponderada aproximación a las dificultades para evaluar la eficacia de
estos programas, una revisión de diversos estudios sobre el tema y algunas conclusiones
matizadamente pesimistas, vid. Ayala Cañón y Rodríguez Coma (2007).
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 167

mente con un acuerdo libre entre sujetos iguales basado en la autonomía


de la voluntad, es decir, con la acepción del derecho privado clásico24.
El uso del concepto para definir dispositivos jurídicos caracterizados
por la evidente asimetría de poder de las partes, la ausencia de libertad
real de una de ellas para suscribir el acuerdo y la apertura y flexibilidad
del objeto del pacto (cuyo contenido es determinado en última instancia
por una administración pública con márgenes más o menos amplios de
discrecionalidad) resulta en sí mismo discutible (Rey Pérez, 2007). Pero
lo que subyace a esta nueva representación contractualizada de la protec-
ción social es la difusión de uno de los principales recursos discursivos
del neo-empleocentrismo: la necesidad de redefinir la ponderación (el
balance) entre los derechos y las responsabilidades de los beneficiarios
del bienestar público. En el debate normativo esta redefinición ha sido
planteada como un conflicto entre valores tales como el altruismo y la
autoconfianza (self-reliance) entendida como no dependencia (vid., por
ejemplo, Solow, 1998), o bien asociada al deber de realizar algún tipo
de contribución productiva a la sociedad fundamentado en el principio
de reciprocidad (vid. White, 2003 y 2005), mientras que el lenguaje ins-
titucional ha hecho mucho más hincapié en las responsabilidades y las
obligaciones que en los derechos25. Cabe, en este sentido, señalar que la
neocontractualización de la protección básica sustentada en la llamada
a la responsabilidad, las obligaciones y los valores, supone también una
modificación de las cláusulas del contrato social que definían el estatus de
ciudadanía (Handler, 2003), convertido en una suerte de contrato moral
permeado de economicismo que supedita la pertenencia a la comunidad
y el acceso a los derechos de determinadas clases de sujetos a su com-
portamiento individual y su participación en el proceso productivo. Más
allá de los potenciales efectos de estigmatización, etiquetaje, disuasión
de ingreso y, en última instancia, salida de los programas, que pueden
provocar, estas formas de policy making tienen también implicaciones
en la percepción (y la autopercepción) de los receptores de ayuda como
ciudadanos de segunda clase, implicaciones de importancia no menor en
la propia concepción de la democracia (King, 2005).

24
Ello con independencia de que estos tipos de contratos (que en lugar de pactos entre
iguales son, más bien, contratos de adhesión) hayan sido alguna vez definidos como una
“revolución jurídica” (Rosanvallon, 1995b).
25
Recuérdese, a título de ejemplo, lo que Giddens (1998) denominó la primera regla
de la tercera vía: “no rights without responsabilities”.
168 Pablo Miravet

Obviamente, también la representación de la función del Estado en el


ámbito de la intervención social ha adoptado nuevos perfiles. Un motivo
recurrente del discurso sobre la exclusión y las nuevas políticas del mer-
cado laboral es la conveniencia de involucrar a los distintos agentes del
welfare mix a través del partenariado social. El aparato público aparece
en esta narrativa como un responsable más en la red plural de actores que
deben intervenir en la gestión estratégica de los nuevos riesgos sociales.
Esta redefinición, adecuada en la medida en que aboga por la implicación
de toda la sociedad en los procesos de inserción social, incorpora, no
obstante, una prescripción implícita de cambio de la actuación del Estado
en un sentido bien definido. Aunque matizable, el concepto de “Estado
schumpeteriano de workfare” (Schumpeterian workfare state), propuesto
por Jessop (1994) y más tarde redefinido como Schumpeterian workfare
post-national regime (Jessop, 2000 y 2002), captura de modo bastante
apropiado esta inflexión. Si, como se ha señalado antes, la intervención
estatal a través de las políticas sociales ha desempeñado siempre una
doble función (desmercantilizar y al mismo tiempo incorporar la fuerza
de trabajo al mercado), lo que caracteriza a la nueva representación neo-
empleocentrista es el énfasis en la segunda dimensión. En esta represen-
tación se atenúa, por tanto, la función protectora frente al mercado y se
redefine discursivamente la política social como un factor productivo
puesto al servicio del nuevo modelo de economía globalmente competi-
tiva. Al Estado le corresponde promover la innovación, el aprendizaje y
la adaptabilidad a las nuevas condiciones mediante la intervención por el
lado de la oferta, subordinando la política social a las necesidades de la
flexibilidad del mercado de trabajo y los imperativos de la competencia
internacional. Se pueden, en este punto, identificar varios desplazamien-
tos terminológicos y retóricos para sintetizar la reasignación de las res-
ponsabilidades estatales prescrita por el discurso neo-empleocentrista.
Primero, el Estado no es ya representado como un regulador de mí-
nimos indisponibles e inderogables, sino como un Estado en apariencia
postpaternalista que debe gestionar reflexivamente la inserción indivi-
dualizada de los sujetos en el mercado de trabajo mediante la promoción
de su empleabilidad. Segundo, el Estado no es ya representado como
una instancia protectora frente a contingencias objetivas que garantiza
la seguridad económica, sino como un Estado incitador, movilizador o
capacitador que debe crear las condiciones para que los individuos se aco-
moden a los requerimientos de una economía en permanente mutación,
o también como un Estado motivador que debe enseñar a los sujetos a
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 169

adquirir destrezas para no depender de las instituciones de bienestar y a


ser socialmente útiles, siempre a través del empleo. Tercero, el Estado
no es ya representado como un agente desmercantilizador que asegura
la no dependencia completa del mercado, sino más bien como un Estado
inversor que debe proveer de competencias a los individuos para ase-
gurar su participación normalizada en el mercado. Esta reasignación de
responsabilidades de ningún modo implica la retirada del Estado, sino la
modificación de su actuación; en la práctica, la “remercantilización ad-
ministrativa” asociada a las nuevas políticas neo-empleocentristas hacen
del Estado un actor más intervencionista (Holden, 2003).
El corolario, el punto de partida y de llegada de la filosofía normativa
neo-empleocentrista es, como se ha repetido, la reafirmación del empleo
como valor moral, apoyada bien en argumentos tradicionales, relativos
al mantenimiento de las estructuras del bienestar y el crecimiento econó-
mico, la integración, el deber de reciprocidad, los beneficios del trabajo
(independencia económica, utilidad social, pertenencia, auto-respeto,
autorrealización), bien en nuevos argumentos, relativos a la necesidad de
adquirir habilidades laborales y competencias morales y relacionales, que
justifican la implementación de obligaciones de activación/workfare26. El
empleo, no importa en qué condiciones, es de nuevo considerado per se
como el dispositivo básico, si no único, de integración social, y la justicia
social es sutilmente redefinida: su objetivo no sería tanto la redistribución
y el logro de algún tipo de equidad de ingresos, cuanto la igual empleabi-
lidad como meta-valor político al que todos los individuos deben some-
terse (Lessenich, 2002). No es que el neo-empleocentrismo normativo
haya obviado los procesos menos presentables generados en el mundo
del trabajo durante las últimas décadas. Lo que ha hecho es convertir el
problema (el empleo) en la solución mediante la reconstrucción del diag-
nóstico sobre aquellos procesos. La renovada valorización del empleo ha
resultado así funcional para mantener intactas las presunciones morales,
culturales e institucionales de la sociedad del trabajo (comenzando por
el triple vínculo empleo-ingreso, empleo-derechos, empleo-integración)
en las condiciones del nuevo formato de la sociedad del trabajo, uno de
cuyos rasgos definitorios es, precisamente, que no todos los individuos
pueden acceder a un empleo que realice la tradicional alianza fordista
entre el trabajo y la integración social normalizada.

26
Un buen análisis crítico de estos argumentos puede verse en Kildal (1999).
170 Pablo Miravet

4. CONSIDERACIÓN CONCLUSIVA

En este trabajo he tratado de exponer las principales representacio-


nes de un modelo normativo de intervención social que en las últimas
décadas se ha impuesto como un nuevo sentido común en las economías
avanzadas, enfatizando ciertos aspectos normalmente no explicitados
por los discursos teóricos e institucionales que han legitimado el nuevo
paradigma. Más que plantear una crítica frontal a las políticas de acti-
vación/workfare, he intentado mostrar cómo estas políticas han adqui-
rido el estatuto de modelo incontestado a través de la consolidación de
determinadas formas de pensar y hablar sobre la pobreza, la exclusión
y el desempleo, problemas que no han dejado de golpear a las socieda-
des postindustriales desde las crisis de los setenta y ochenta y que en el
contexto de la crisis actual están mostrando su rostro más dramático.
Me interesa remarcar que no he asumido en ningún caso una postura
trivialmente lafarguiana o “empleo-fóbica”, dicho esto en el sentido de
que no he pretendido discutir que el mantenimiento de tasas elevadas
de participación laboral es una condición de capital importancia para la
viabilidad de las estructuras de protección social, sea cual sea su diseño.
Ahora bien, el objetivo de mantener o incrementar la participación en el
mercado de trabajo no puede, ni debe, constituirse en un fin en sí mis-
mo que legitime cualquier medida para su consecución, especialmente
cuando los medios preordenados al logro de este objetivo comprometen
el principio de igualdad de trato y la dignidad personal de determinadas
clases de sujetos, sin garantizar realmente su inclusión laboral ni la sa-
tisfacción de sus necesidades básicas.
Por otra parte, la propuesta de desvinculación del empleo y el dere-
cho a un ingreso no condicionado al cumplimiento de requerimientos de
conducta, ni sujeto a comprobación de recursos, no es incompatible con
ese objetivo. Es ya en otro lugar donde corresponde argumentar que la
RB, por paradójico que pueda parecer, posiblemente sea una medida más
realista y acaso más eficaz que las políticas desarrolladas bajo la inspi-
ración de la filosofía normativa neo-empleocentrista para materializar la
promesa de una sociedad de sujetos activos. La RB asegura, al menos
de manera tendencial, la igual libertad de todos para participar (o no) en
el empleo, pero no desincentiva la inserción en el mercado de trabajo. Y
es, también, una forma de reconocimiento de los otros trabajos, es decir,
de esas actividades sin cuya existencia sería simplemente imposible
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 171

la reproducción social. Debe admitirse que la implantación de una RB


tropieza con obstáculos de todo tipo, empezando por las resistencias
intelectuales. Como bien escriben Van Parijs y Vanderborght (2006), su
instauración “por la puerta grande” es una posibilidad remota, mucho
menos probable que una implantación discreta y gradual. Con todo, la
reconstrucción de la ciudadanía social al margen del vínculo empleo-
derechos seguramente es un camino más prometedor que el propuesto
por el neo-empleocentrismo normativo.

BIBLIOGRAFÍA

ALONSO, L. E. (2007): La crisis de la ciudadanía laboral. Barcelona: An-


thropos.
AÑÓN, M. J. (2000): “El test de la inclusión: los derechos sociales”, en A.
Antón (coord.), Trabajo, derechos sociales y globalización. Algunos
retos para el siglo XXI. Madrid: Talasa.
AÑÓN, M. J. y MIRAVET, P. (2006): “El derecho a un ingreso y la cuestión
social de las mujeres europeas”, en G. Pisarello y A. De Cabo (eds.), La
renta básica como nuevo derecho ciudadano. Madrid: Trotta.
AYALA CAÑÓN, L. y RODRÍGUEZ COMA, M. (2007): “Las nuevas estrategias
de empleo en los programas de garantía de rentas”. Revista del Tercer
Sector, n. 5, pp. 59-83.
BARBIER (2004): “Systems of social protection in Europe. Two contrasted
paths of activation, and maybe a third”, en J. Lind, H. Knudsen y H.
Joergensen (eds.), Labour and employments regulations in Europe.
Bruselas: Peter Lang.
BECK, U. (1998): La sociedad del riesgo: hacia una nueva modernidad, trad.
J. Navarro, D. Jiménez y M. R. Borrás. Barcelona: Paidós.
BÉLAND, D. (2006): “The social exclusion discourse: ideas and policy change”.
Policy & Politics, vol. 35, n. 1, pp. 123-139.
BERGMARK, A. (2003): “Activated to work? Activation policies in Sweden in
the 1990s”. Revue Française des Affaires Sociales, n. 4, pp. 291-306.
BOLTANSKI, L. y CHIAPELLO, E. (2002): El nuevo espíritu del capitalismo, trad.
M. Pérez Colina, A. Riesco Sanz y R. Sánchez Cedillo. Madrid: Akal.
BONOLI, G. (2005): “The politics of the new social policies: providing coverage
against the new social risks in mature welfare states”. Policy & Politics,
vol. 33, n. 3, pp. 431-449.
172 Pablo Miravet

BONVIN, J. M. (2004): “La rhétorique de l’activation et ses effets sur la


définition del publics cibles des politiques d’integration sociale”, en A.
Serrano Pascual (ed.), Activation policies for young people in interna-
tional perspective. Bruselas: ETUI.
BORDIEU, P. (1991): Languaje and symbolic power. Cambridge: Polity
Press.
BOUFFARTIGUE, P. (1996-1997): “¿Fin del trabajo o crisis del trabajo asalaria-
do?”. Sociología del Trabajo, n. 29, pp. 91-110.
CARMEL, E. (2005): “Promiscuous concepts and promising contributions:
discourse, governance and European social policy”. European Research
Institute-Working Paper Series, n. 1.
CASTEL, R. (1995): “De la exclusión como estado a la vulnerabilidad como
proceso”. Archipiélago, n. 21, pp. 27-36.
CASTEL, R. (2004): “Encuadre de la exclusión”, en S. Karsz (coord.), La ex-
clusión: bordeando sus fronteras. Definiciones y matices, trad. I. Agoff.
Barcelona: Gedisa.
CLASEN, J., KVIST, J. y VAN OORSCHOT, W. (2001): “On condition of work:
increasing work requirements in unemployed compensation schemes”,
en M. Kauto, J. Fritzell, B. Hvinden, J. Kvist y H. Uusitalo (eds.), Nordic
welfare states in the European context. Londres: Routledge.
CLASEN J. y CLEGG, D. (2004): “Does the third way work? The left and labour
market policy reform in Britain, France and Germany”, en J. Lewis y R.
Surender, Welfare state change: towards a third way? Oxford: Oxford
University Press.
CLASEN J. y CLEGG, D. (2006): “Beyond activation: reforming european
unemployment protection systems in post-industrial labour markets”.
European Societies, vol. 8, n. 4, pp. 527-553.
CLASEN J. y CLEGG, D. (2007): “Levels and levers of conditionality: mea-
suring change within welfare states”, en J. Clasen y N. Siegel (eds.),
Investigating welfare state change. The dependent variable problem in
comparative analysis. Londres: Edward Elgar.
COURTIS, C. (2007): “Los derechos sociales en perspectiva”, en M. Carbonell
(ed.), Teoría del neoconstitucionalismo. Ensayos escogidos. Madrid:
Trotta.
COX, R. H. (1998): “From safety net to trampoline: labor market activation in
the Netherlands and Denmark”. Governance. An international Journal
of Policy and Administration, vol. 11, n. 4, pp. 397-414.
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 173

COX, R. H. (2001): “The social construction of an imperative: why welfare


reform happened in Denmark and the Netherlands but not in Germany”.
World Politics, vol. 53, n. 3, pp. 463-498.
CRESPO SUÁREZ, E. y SERRANO PASCUAL, A. (2004): “The EU’s concept of
activation for young people: towards a new social contract?”, en A. Se-
rrano Pascual (ed.), Activation policies for young people in international
perspective. Bruselas: ETUI.
CRESPO SUÁREZ, E; REVILLA, J. C. y SERRANO PASCUAL, A. (2009): “Del go-
bierno del trabajo al gobierno de las voluntades”. Psicoperspectivas,
vol. VIII, n. 2, pp. 82-101.
DAGUERRE, A. (2004): “Importing workfare: policy transfer for social and
labour market policies from the USA to Britain under the New Labour”.
Social Policy & Administration, vol. 38, n. 1, pp. 41-56.
DEAN, M. (2006): Governmentality. Power and rule in modern society.
Londres: Sage.
DUMONT, L. (1999): Homo aequalis. Génesis y apogeo de la ideología eco-
nómica, trad. J. Aranzadi. Madrid: Taurus.
EICHHORST, W. y KONLE-SEIDL, R. (2008): “Contingence convergence: a
comparative analysis of activation policies”. IZA Discusión Papers
Series, n. 3905.
ESPING-ANDERSEN, G. (1993): Los tres mundos del Estado del bienestar, trad.
B. Arregui. Valencia: Edicions Alfons el Magnànim-IVEI.
ESPING-ANDERSEN, G. (1994): “Welfare states and the economy”, en N. J.
Smelser y R. Swedberg (eds.), The handbook of economic sociology.
Princeton: Princeton University Press.
ESPING-ANDERSEN, G. (2000): Fundamentos sociales de las economías pos-
tindustriales, trad. F. Ramos. Barcelona: Ariel.
ESPING-ANDERSEN, G. (2003): “Towards the good society, once again?”, en G.
Esping-Andersen con D. Gallie, A. Hemerijck y J. Myles, Why we need
a new welfare state. Oxford: Oxford University Press.
GIDDENS, A. (1998): The third way: the renewal of social democracy. Cam-
bridge: Polity Press.
FAIRCLOUGH, N. (2000): New Labour, new languaje?. Londres: Routledge.
FAIRCLOUGH, N. (2005): “Critical discourse analysis in trans-disciplinary
research on social change: transition, re-scaling, poverty and social
inclusion”. Lodz Papers in Pragmatics, n. 1, pp. 37-58.
FOUCAULT, M. (2009 [1978-1979]): Nacimiento de la biopolítica (Curso del
Collége de France, 1978-1979), ed. establecida por M. Senellat bajo la
dirección de F. Ewald y A. Fontana, trad. H. Pons. Madrid: Akal.
174 Pablo Miravet

FOUCAULT, M. (1996 [1982]): “Tecnologías del yo”, en M. Foucault, Tecnolo-


gías del yo y otros textos afines, introd. M. Morey, trad. M. Allendesalazar.
Barcelona: Paidós.
FOUCAULT, M. (1987 [1984]): Historia de la sexualidad, v. 3. La inquietud
de sí, trad. T. Segovia. Madrid: Siglo XXI de España.
FUMAGALLI, A. (2006): “Doce tesis sobre la renta de ciudadanía”, en G.
Pisarello y A. De Cabo (eds.), La renta básica como nuevo derecho
ciudadano. Madrid: Trotta.
GALLIE, W. B. (1956): “Essentially contested concepts”. Proceedings of
Aristotelian Society, n. 56, pp. 167-198.
GUILLÉN, A. M. y ÁLVAREZ, S. (2004): “The EU’s impact on the Spanish wel-
fare state: the role of cognitive europeanization”. Journal of European
Social Policy, vol. 14, n. 3, pp. 285-299.
GOODIN, R. (2001): “Work and welfare: towards a post-productivist welfare
regime”. British Journal of Political Science, n. 31, pp. 13-39.
HANDLER, J. F. (2003): “Social citizenship and workfare in the US and Western
Europe: from status to contract”. Journal of European Social Policy, vol.
13, n. 3, pp. 229-243.
HANDLER, J. F. (2004): “The false promise of workfare: another reason for
a basic income guarantee”, paper presentado en Basic Income Earth
Network 10th Congress (Barcelona, 19 Septiembre 2004).
HOLDEN, C. (2003): “Decommodification and the workfare state”. Political
Studies Review, v. 1, pp. 303-316.
JEPSEN, M. y SERRANO PASCUAL, A. (2005): “The European social model: an
exercise in deconstruction”. Journal of European Social Policy, vol. 15,
n. 3, pp. 231-245.
JESSOP, B. (1994): “The transition to post-Fordism and the Schumpeterian
workfare state”, en R. Burrows y B. Loader (eds.), Towards a post-Fordist
Welfare state? Londres: Routledge.
JESSOP, B. (2000): “From the KWNS to the SWPR”, en G. Lewis, S. Gerwitz
y J. Clarke (eds.), Rethinking Social Policy. Londres: Sage.
JESSOP, B. (2002): The future of the capitalist state. Cambridge: Polity
Press.
JESSOP, B. (2003): “From Thatcherism to New Labour: neo-liberalism,
workfarism, and labour market regulation”. Department of Sociology,
Lancaster Universtity.
KILDAL, N. (1998): “The social basis of self-respect: a normative discussion
of policies against unemployment”. Thesis Eleven, vol. 54, n. 1, pp.
63-77.
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 175

KILDAL, N. (1999): “Justification of workfare: the Norwegian case”. Critical


Social Policy, vol. 19, n. 3, pp. 353-370.
KILDAL, N. (2001): “Workfare tendencies in Scandinavian welfare policies”.
Géneve, ILO Focus Programme of Socio-economic Security papers
series.
KING, D. (2005): “Making people work: democratic consequences of wor-
kfare”, en L. M. Mead y C. Beem (eds.), Welfare reform and political
theory. Nueva York: Russell Sage Foundation.
LESSENICH, S. (1996): “España y los ‘regímenes’ del estado del bienestar”.
Revista Internacional de Sociología, n. 13, pp. 147-161.
LESSENICH, S. (2002): “Atajos y falsos caminos en la larga marcha hacia el
ingreso básico: el debate sobre la reforma de la política social en Ale-
mania”, en R. Van der Veen, L. Groot y R. Lo Vuolo, La renta básica
en la agenda: objetivos y posibilidades del ingreso ciudadano. Buenos
Aires: Ciepp-Miño y Dávila.
LODEMEL I. y TRICKEY, H. (2001): “A new contract for social assistance”, en Íd
(eds.) An offfer you can´t refuse. Workfare in international perspective.
Bristol: The Policy Press.
LEVITAS, R. (2005): Inclusive society? Social exclusion and New Labour.
Londres: Palgrave.
MAIR, P. (2004): “The europeanization dimension”. Journal of European
Public Policy, vol. 11, n. 2, pp. 337-348.
MARSHALL T. H. (1998 [1950]): Ciudadanía y clase social, trad. P. Linares.
Madrid: Alianza editorial.
MEAD, L. M. (1997): “Citizenship and social policy: T. H. Marshall and pov-
erty”. Social Philosophy and Policy, vol. 14, n. 2, pp. 197-230.
MEAD, L. M. (2005): “Welfare reform and citizenship”, en L. M. Mead y C.
Beem (eds.), Welfare reform and political theory. Nueva York: Russell
Sage Foundation.
MORENO, L. (2007): “Europa social, bienestar en España y la ‘malla de se-
guridad’”, en A. Espina (coord.), Estado del bienestar y competitividad.
La experiencia europea. Madrid: Fundación Carolina.
MORENO, L. y SERRANO PASCUAL, A. (2007): “Europeización del bienestar y
activación”. Política y Sociedad, vol. 44, n. 2, pp. 31-44.
NOGUERA, J. A. (2002): “El concepto de trabajo y la teoría social crítica”.
Papers, n. 68, pp. 141-168.
NOGUERA, J. A. (2006): “¿Ciudadanos o trabajadores?: la renta básica frente a
las políticas de activación laboral”, en G. Pisarello y A. De Cabo (eds.),
La renta básica como nuevo derecho ciudadano. Madrid: Trotta.
176 Pablo Miravet

OFFE, C. (1990): “La política social y la teoría del Estado”, en C. Offe,


Contradicciones en el Estado del bienestar, trad. A. Escohotado. Madrid:
Alianza Editorial.
PALIER, B. (2003): “The europeanisation of welfare reforms”, paper pre-
sentado en ESPANET Young Researchers’ Conference, Stirling, 16-17
mayo de 2003.
PATEMAN, C. (2005): “Another way forward: welfare, social reproduction,
and a basic income”, en L. M. Mead y C. Beem (eds.), Welfare reform
and political theory. Nueva York: Russell Sage Foundation.
PLANT, R. (1992): “Citizenship, rights and welfare”, en A. Coote (ed.), The
welfare of citizens. Developing new social rights. Londres: IPPR-River
Oram Press.
PUGLIESE, E. (2000): “Qué es el desempleo”. Política y Sociedad, n. 34, pp.
59-67.
RAMBLA, X. (2005): “Los instrumentos de lucha contra la pobreza: una re-
visión de dos tesis sociológicas sobre las estrategias de focalización y
activación”. Revista Argentina de Sociología, vol. 3, n. 5, pp. 135-155.
RADAELLI, C. (2000): “Wither europeanization? Concept stretching and
substantive change”, paper presentado en PSA Annual Conference, 10-
13 abril de 2000.
RAVENTÓS, D. (2002): “Trabajo(s) y renta básica”, en J. Arriola y A. García,
Trabajo y sostenibilidad. Barcelona-Bilbao: CCCB/ Bakeaz.
RAVENTÓS, D. (2007): Las condiciones materiales de la libertad, prólogo de
A. Domènech. Barcelona: El Viejo Topo.
REY PÉREZ, J. L. (2007): El derecho al trabajo y el ingreso básico. ¿Cómo
garantizar el derecho al trabajo? Madrid: Dykinson.
ROSANVALLON, P. (1995a): La nueva cuestión social. Repensar el Estado
providencia, trad. H. Pons. Buenos Aires: Manantial.
ROSANVALLON, P. (1995b): “La revolución del derecho a la inserción”. Debats,
n. 54, pp. 39-41.
ROSANVALLON, P. (2008): La légitimité démocratique. Impartialité, réflexivité,
proximité. París: Le Seuil.
ROSE, N. (1998): Inventing our selves. Psycology, power and personhood.
Cambridge: Cambridge University Press.
ROSS, F. (2000): “Framing welfare reform in affluent societies: rendering
restructuring more palatable?” Journal of Public Policy, vol. 20, n. 3,
pp. 169-193.
SANTOS ORTEGA, A. (2002): “Blanquear el paro: el espejismo del pleno em-
pleo”. Arxius de Ciències Socials, n. 6, pp. 33-52.
La filosofía normativa neo-empleocentrista: derechos, condiciones, representaciones 177

SCHMIDT, V. A. (2002): “Does discourse matter in the politics of welfare


state adjustment?” Comparative Political Studies, vol. 35, n. 2, pp.
168-193.
SERRANO PASCUAL, A. (ed.) (2004): Activation policies for young people in
international perspective. Bruselas: ETUI.
SERRANO PASCUAL, A. (2005): “Del desempleo como riesgo al desempleo como
trampa: ¿qué distribución de las responsabilidades plantea el paradigma
de la activación propuesto por las instituciones europeas?” Cuadernos
de Relaciones Laborales, vol. 23, n. 2, pp. 219-246.
SERRANO PASCUAL, A. (2007): “Activation regimes in Europe: a clustering
exercise”, en A. Serrano Pascual y L. Magnusson (eds.), Reshaping
welfare states and activation regimes in Europe. Bruselas: Peter Lang.
SKOCPOL, T. (1995): Social policy in the United States. Future posibilities in
historical perspective. Princeton: Princeton University Press.
SOLOW, R. M. (1998): “Guess who likes workfare”, en A. Gutman (ed.) Work
and welfare. Princeton: Princeton University Press.
SUSÍN BETRÁN, R. (2003): “El tratamiento de los “ciudadanos” pobres. La
aportación de los ingresos mínimos de inserción”, en M. J. Bernuz Bené-
itez y R. Susín Betrán (coords.), Ciudadanía. Dinámicas de pertenencia
y exclusión. Logroño: Servicio de Publicaciones de la Universidad de
La Rioja.
TAYLOR-GOOBY, P. (2005): “Ideas and policy change”, en P. Taylor-Gooby,
Ideas and welfare reform in Western Europe. Londres: Palgrave.
VAN AERSCHOT, P. (2007): “Certain effects of activation policies on the rights
and duties of disadvantaged unemployed recipients of social benefits in
Denmark, Finland and Sweden”, paper presentado en la 5th International
Research Conference on Social Security (Varsovia, 5-7 marzo).
VAN BERKEL, R. y HORNEMANN MOLLER, I. (2002): Active social policies in the
EU. Inclusion through participation? Bristol: Policy Press.
VAN DER BERG, G. J.; VAN DER KLAAUW, J. C. y VAN OURS, J. C. (2004): “Pu-
nitive sanctions and the transition from welfare to work”. Journal of
Labour Economics, vol. 22, n. 1, pp. 211-241.
VAN PARIJS, P. y VANDERBORGHT, J. (2006): La renta básica. Una medida eficaz
para luchar contra la pobreza, prólogo D. Raventós, trad. D. Casassas.
Barcelona: Paidós.
VAN OORSCHOT, W. (2002): “Miracle or nightmare? A critical review of dutch
activation policies and their outcomes”. Journal of Social Policy, vol.
31, n. 3, pp. 399-420.
178 Pablo Miravet

VAN OORSCHOT, W. (2004): “Balancing work and welfare: activation and flexi-
curity policies in The Netherlands, 1980-2000”. International Journal
of Social Welfare, n. 13, pp. 15-27.
WHITE, S. (2003): The civic minimum: on the rights and obligations of eco-
nomic citizenship. Oxford: Oxford University Press.
WHITE, S. (2005): “Is conditionality illiberal?”, en L. M. Mead y C. Beem
(eds.), Welfare reform and political theory. Nueva York: Russell Sage
Foundation.
¿QUÉ TIPO DE FISCALIDAD EXIGE LA IDEA DE
JUSTICIA DE LA RENTA BÁSICA?

JOSÉ LUIS REY PÉREZ


Universidad Pontificia Comillas-ICADE

1. INTRODUCCIÓN. LA RENTA BÁSICA EN LAS DIVERSAS


TEORÍAS DE LA JUSTICIA

Tradicionalmente se ha dado un divorcio entre las teorías de la jus-


ticia presentadas desde el ámbito de la filosofía política y la concreción
institucional de las mismas que han de llevar a cabo los políticos y legis-
ladores. Si ha habido en el siglo XX una teoría de la justicia que ha dado
lugar a un extenso debate que se extiende hasta nuestros días, ésa ha sido,
sin duda, la de John Rawls (Rawls, 1997 [1971]). Sin embargo, muchos
autores han señalado que su diseño se mueve en un plano normativo tan
abstracto que poner en práctica esa teoría se hace difícil y, lo que es peor,
que quizá diversos sistemas políticos que otorgaran preferencia a diversas
prioridades podrían sin dificultad tener cabida en el diseño rawlsiano.
Quizá haya que decir, en defensa de Rawls, que lo que los filósofos mo-
rales se plantean cuando abordan la cuestión de una sociedad justa, es la
determinación de los principios que han de ordenar esa sociedad, y luego
será tarea de los políticos, juristas y economistas poner en práctica esos
principios que, antes que nada, son morales.
No obstante, recientemente ha surgido la preocupación de reflexio-
nar acerca de la concreción de esas teorías normativas. Si aspiramos a
presentar una visión de la justicia completa parecería necesario no sólo
reflexionar sobre los principios morales que deberían ordenar una socie-
dad, sino también sobre las formas de ponerla en práctica. De ahí que en
los últimos años hayan aparecido por lo menos tres obras que han dado
180 José Luis Rey Pérez

lugar a la discusión de este tópico (Homes y Sunstein, 1999; Murphy y


Nagel, 2002 y White, 2003), introduciendo la cuestión de la fiscalidad
en la teoría de la justicia; pues uno de los instrumentos, sino el principal,
para conseguir la justicia social es la política financiera y tributaria1. En
consecuencia, una teoría de la justicia completa requeriría una reflexión
sobre el modo en que va a financiarse su puesta en práctica, pues la jus-
ticia parece que comienza por la equidad fiscal.
El tema, no obstante, no es nuevo para los especialistas en la disci-
plina de Derecho financiero y tributario. En esta rama del saber jurídico
se viene discutiendo desde hace tiempo acerca de la justicia o injusticia
de determinados tributos, de la progresividad mayor o menor que debería
tener nuestro sistema impositivo o del efecto redistribuidor que poseen
algunos impuestos. Estas discusiones estaban también incompletas si no
se hacían desde una idea de lo que es la justicia social. Parece que ahora
filósofos y fiscalistas se han encontrado. De este encuentro debería salir
una teoría de la justicia que al mismo tiempo fuese práctica.
Diversas teorías de la justicia han tratado en estos últimos años de
justificar la renta básica. La más conocida es la del filósofo belga Philippe
Van Parijs, que puede ser considerada una concreción de la teoría general
rawlsiana (Van Parijs, 1996). También se ha intentado justificar el ingreso
básico desde los principios que inspiran el republicanismo e incluso desde
filas libertarianas en algunos casos se ha enmarcado la renta básica. Todo
ello ha hecho que algunos hayan calificado esta institución como ecumé-
nica (Domènech, 2001 y De Francisco, 2001 a y b). Sin embargo, este
ecumenismo no nos debe llevar a engaño. Que la renta básica encuentre
acomodo en diversas ideas de lo que es una sociedad justa no significa
que, con tal de ponerla en marcha, sea indiferente qué ideal de justicia
tengamos. La renta básica se tiene que examinar en el contexto de una
determinada concepción de lo que es una sociedad justa; por mucho que
en una sociedad neoliberal yo disfrute de un ingreso básico, eso no me
va a convencer de lo justo de esa forma de organización social. Como se
ha señalado por algún autor, el ingreso básico es una condición necesaria
pero no suficiente para predicar la justicia de una sociedad.
La originalidad de la propuesta presentada por Philippe Van Parijs es
que hace descender la teoría desde los principios normativos que ordenan
la sociedad justa, a saber, la seguridad, la propiedad de sí y la ordenación
1
Como señala Farrelly, “eso significa que la redistribución es omnipresente” (Farrelly,
2004: 189).
¿Qué tipo de fiscalidad exige la idea de justicia de la renta básica? 181

leximín del conjunto de oportunidades, a una serie de instituciones: una


firme estructura de derechos, la defensa de la autonomía unida a la insti-
tución de la diversidad no dominada y la renta básica (Van Parijs, 1996).
Ya he señalado en otro lugar que en esta concreción institucional se da
una cierta asimetría. Van Parijs no explica qué entiende por estructura
firme de derechos; además, la diversidad no dominada parece exigir una
unanimidad a la hora de dedicar transferencias de recursos a personas
que no hayan sido dotadas genéticamente, que es difícil cuando no
imposible conseguir en una sociedad con muchos miembros y concep-
ciones diversas de la vida buena, como son la mayoría de las sociedades
contemporáneas occidentales (Rey Pérez, 2007). En cambio, el filósofo
belga dedica todos sus esfuerzos a justificar la institución de la renta
básica, hasta el punto de que, aunque no hace referencia a cuestiones de
tributación, sí apunta a que su financiación vendría de gravar las rentas
del trabajo, entre otras cosas, porque el empleo entraría dentro del lote
de recursos que se deberían distribuir igualitariamente, ya que en un con-
texto de ausencia de empleos para todos (que a día de hoy quizá habría
que reformular como ausencia de empleos de calidad para todos) los que
ocupan un puesto de trabajo estarían apropiándose de una parte mayor
que la que les correspondería, y sería por tanto justo que contribuyeran
económicamente al sostenimiento de la renta básica tributando por sus
ingresos del trabajo. Esta idea ha inspirado muchos de los intentos de
financiación de la renta básica que se han ensayado para España, donde
hay interesantes estudios que han intentado poner de manifiesto cómo
una reforma del IRPF podría lograr sostener una renta básica de cuantía
bastante aceptable (Pinilla, 2003; Pinilla y Sanzo, 2004).
Sin embargo, ese diseño institucional que presentó Van Parijs en
Libertad real para todos, le hizo también acreedor de la principal crítica
que la renta básica ha recibido, la de la reciprocidad, aquello que tan
sintéticamente resumió Elster: “La propuesta choca con una idea muy
extendida de la justicia: es injusto que personas aptas para el trabajo vivan
del trabajo de otros. La mayoría de los trabajadores vería la propuesta,
correctamente en mi opinión, como una receta para la explotación de los
industriosos por los vagos” (Elster, 1988: 127). Sobre esta objeción, como
por todos es sabido, se ha escrito mucho. No me voy a detener a analizarla
porque no es el propósito principal del presente capítulo. Sólo apuntaré
la conclusión a la que he llegado en otro trabajo: no hay nada en la renta
básica en sí misma considerada que conlleve la vulneración del principio
de reciprocidad. Todo dependerá del diseño institucional en concreto que
182 José Luis Rey Pérez

hagamos de la renta básica, cómo la financiemos, de qué otras institu-


ciones la acompañemos. El examen de la vulneración del principio de
reciprocidad no puede, pues, hacerse en abstracto, tendremos que ver si
en cada diseño se consigue o no superarlo (Rey Pérez, 2007).
La idea de reciprocidad está también muy presente en el ideal de
justicia social republicano. Si tuviéramos que sintetizar los principios
del republicanismo en una única frase podríamos decir que frente al
liberalismo, que parece centrarse únicamente en la idea de derechos,
el republicanismo cae en la cuenta de que todo derecho implica, en su
reverso, deberes. La ciudadanía, entonces, no supone sólo tener derechos
frente a los demás o al Estado, sino que también exige cumplir una serie
de deberes, gracias a los cuales se puede disfrutar de esos derechos. Y
entre esos deberes, como ya señaló Marshall, uno de los más importantes
es el de pagar impuestos (Marshall, 1998 [1950]). Precisamente la tesis
que Holmes y Sunstein defienden en The Cost of Rights es que las liber-
tades sólo se pueden mantener pagando impuestos, que es falsa la tesis
neoliberal según la cual hay que reducir a la mínima expresión el sistema
fiscal para ampliar nuestra libertad2. No es válida la tesis de Nozick se-
gún la cual pagar impuestos supone recortar nuestras libertades (Nozick,
1988 [1974]), sino que éstas sólo son posibles precisamente porque las
mantenemos financieramente a través de un sistema impositivo.
Pero sistemas impositivos hay muchos y no todos son iguales. Una
sociedad justa sólo lo puede ser si sus principios de justicia son compa-
tibles con los principios que inspiran su sistema tributario (Murphy y
Nagel, 2002: 173 y ss.). Tiene pues que darse la justicia en la forma de
obtener los recursos (qué gravamos, a quién, en qué medida) y también
en la forma de distribuir y gastar esos recursos (Pérez Muñoz, 2007).
Hasta ahora los esfuerzos teóricos y de justificación del ingreso básico
se han centrado en esta segunda parte. Llevamos más de veinte años
argumentando que invertir recursos en forma de un ingreso universal
e incondicionado para todos los miembros de una comunidad política
es una forma justa de aplicar esos recursos. Sin embargo, este análisis
no es completo, no es riguroso si no nos preocupamos de la forma de
obtener tales recursos. El presente trabajo es sólo un apunte de carácter

2
Señalan que “la seguridad en las adquisiciones y transacciones depende, en un
sentido rudimentario, de la capacidad del gobierno para extraer recursos de los ciudadanos
y utilizarlos para fines públicos”; por tanto, “la cuestión no es mercado libre o gobierno,
sino qué tipo de mercado y qué tipo de gobierno” (Holmes y Sunstein, 1999: 61 y 69).
¿Qué tipo de fiscalidad exige la idea de justicia de la renta básica? 183

filosófico en esta dirección. Intentaré analizar, desde la filosofía moral y


jurídica, si sería más conveniente financiar la renta básica a través de un
impuesto sobre la renta, como hasta ahora parece haberse defendido, o
si quizá convendría más hacerlo a través de impuestos indirectos u otro
tipo de figuras fiscales.
Normalmente, muchos textos constitucionales incluyen una serie
de principios en torno a los cuales se debe vertebrar la política fiscal. La
Constitución española, por ejemplo, recoge los principios de capacidad
económica, generalidad, igualdad, progresividad y no confiscación3. La
capacidad económica está relacionada con el principio de igualdad. Desde
el punto de vista de la igualdad, el parámetro para medir de qué forma se
reparte la financiación de los gastos públicos es precisamente la capacidad
económica, como ha señalado el propio Tribunal Constitucional, ésta es
la “exigencia lógica que obliga a buscar la riqueza donde la riqueza se
encuentra”; además, este principio fuerza a diseñar los impuestos bus-
cando y gravando aquellos aspectos que revelan capacidad económica;
si se estableciera un impuesto sobre una circunstancia que no la revelara
sería inconstitucional. Y finalmente, esta idea de capacidad económica es
también una orientación para el gasto, que debe estar destinado a lograr
una cierta redistribución de la riqueza, una cierta igualdad material.
Por su parte, el principio de generalidad prohíbe cualquier discrimina-
ción en materia tributaria. Esto no excluye, como es obvio, la posibilidad
de que los gobernantes establezcan exenciones o beneficios fiscales,
que pueden responder a otros motivos también constitucionalmente
legítimos. Pero sí excluye que las exenciones se hagan a una persona en
particular.
El principio de progresividad implica que a medida que aumenta la
riqueza de cada sujeto, aumenta la contribución en proporción superior
al aumento de riqueza. Los que tienen más contribuyen en proporción
mayor a los que poseen menos. La progresividad parece unida al princi-
pio de igualdad material; es una de las maneras de conseguir un nivel de

3
Dice literalmente el artículo 31: “1. Todos contribuirán al sostenimiento de los
gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario
justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrán
alcance confiscatorio. 2. El gasto público realizará una asignación equitativa de los recursos
públicos y su programación y ejecución responderán a los criterios de eficiencia y economía.
3. Sólo podrán establecerse prestaciones personales o patrimoniales de carácter público
con arreglo a la Ley”.
184 José Luis Rey Pérez

igualdad real mayor. Hay que decir que en nuestro sistema constitucional
la progresividad se predica de todo el sistema tributario, no de cada im-
puesto en particular. Esto permite la convivencia de tributos que siguen
un esquema progresivo con tributos que no lo hacen. Como señala Cris-
tian Pérez Muñoz, “el sistema impositivo debería ser considerado sólo
como un instrumento al servicio de otros objetivos (justicia, bienestar,
etc.). Por ello, evaluar el carácter justo o injusto del propio instrumento
no tendría sentido” (Pérez Muñoz, 2007: 203).
Por último, el principio de no confiscatoriedad precisa también de
una concreción. Autores neoliberales, como Nozick, señalan que todo
impuesto es por sí mismo confiscatorio, desde el momento en que supo-
ne sustraerme parte de mi propiedad. Sin embargo, como han puesto de
manifiesto Murphy y Nagel, la propiedad es una institución que existe
por los mismos impuestos4, no es un derecho natural, como pretendía
Locke, sino una institución creada por los hombres y, como todas, man-
tenida por la existencia misma de la fiscalidad. Por ello, quizá lo que el
principio de no confiscatoriedad excluya sea un impuesto que gravase al
100% alguna fuente de riqueza. El Tribunal Constitucional Alemán fija
como orientación al legislador un límite del 50% (división por la mitad
entre el fisco y el contribuyente) para los impuestos sobre el patrimonio y
la renta pero, en mi opinión, para capacidades económicas muy elevadas
no se vulneraría la confiscatoriedad si se superara el tipo marginal del
50%; entre otras cosas, porque confiscar es quitar sin dar nada a cambio,
pero cuando se pagan impuestos se están concediendo beneficios como
contraprestación. Se hace una vez más necesario examinar el sistema
en su conjunto, los ingresos y los gastos, para determinar qué tributos
resultan o no adecuados.

2. ¿QUÉ FISCALIDAD PARA FINANCIAR LA RENTA BÁSICA?

La cuestión de a qué tributos recurrir para lograr financiar la renta


básica es central si queremos asegurar su justicia. Obviamente, el examen
que voy a hacer aquí de la cuestión será necesariamente limitado. La fi-
nanciación de la renta básica debería encajarse en el examen general de
todo el sistema financiero, el examen global de ver de dónde provienen

4
“La existencia de la propiedad privada y de los ingresos depende de la existencia
de impuestos” (Murphy y Nagel, 2002: 8).
¿Qué tipo de fiscalidad exige la idea de justicia de la renta básica? 185

los ingresos y a qué fines se destinan. En el presente trabajo, sin embargo,


me voy a limitar a examinar dos posibles vías alternativas de financiación
de la renta básica: a través de gravar la renta, esto es, los rendimientos
del trabajo que, como he señalado, es la vía tradicional que más se ha
venido investigando, y a través de impuestos indirectos que graven, por
ejemplo, el consumo. Terminaré con una alusión a otras posibles fuentes
de financiación que parecen más adecuadas en el contexto de la crisis
económica que se inició en 2008.

2.1. Impuestos sobre la renta

Como es por todos conocido, uno de los principales tributos de


nuestro sistema financiero y tributario es el IRPF o impuesto que grava
las rentas del trabajador. La centralidad de este impuesto responde a una
sociedad basada en la laboralidad. En el contexto europeo de después de
la II Guerra Mundial, la ciudadanía se alcanzaba a través de la laborali-
dad. La integración social se conseguía ocupando un puesto de trabajo
(Rey Pérez, 2007). Esto era así en un contexto en el que los derechos
laborales conocieron un gran desarrollo; fuera del tipo que fuera, todo
empleo tenía un mínimo de calidad, que se traducía en una serie de se-
guridades: seguridad en el mercado de trabajo, debido a niveles bajos de
desempleo, una duración media del paro corta y un conjunto elevado de
oportunidades de empleo; seguridad en el empleo, gracias a una regula-
ción que protegía a los trabajadores frente a decisiones arbitrarias de los
empresarios, haciendo muy caro el despido; seguridad del empleo, con
las fronteras bien delimitadas entre las distintas ocupaciones, en parte
gracias a la acción de los sindicatos, que se mostraban corporativistas,
impidiendo cualquier forma de intrusismo profesional; seguridad en el
trabajo, mediante la regulación de normas de salud y seguridad, limita-
ción de la jornada laboral, protección en caso de enfermedad o accidentes,
etc.; seguridad en la adquisición de capacidades, a través de programas de
aprendizaje y formación; seguridad en los ingresos, a través de la regula-
ción de un salario mínimo, los sistemas de seguridad social, la obligación
de aumentar los salarios como mínimo al mismo nivel que el incremento
de la inflación, etc.; y, por último, seguridad representativa, ya que los
intereses colectivos de los trabajadores eran defendidos a través de los
sindicatos y asociaciones de trabajadores, a las que se dio legalmente un
papel protagonista en los procesos de negociación colectiva y a los que
186 José Luis Rey Pérez

se consultaba por parte de los Gobiernos a la hora de tomar una decisión


que pudiera afectar los intereses de los trabajadores (Standing, 1999 y
2002). En ese contexto es lógico que uno de los impuestos principales
fuera el impuesto sobre la renta. Si todo el mundo posee un empleo con
un mínimo de calidad parece razonable que se pague una parte de esos
rendimientos precisamente para financiar las instituciones que hacen
posible tal calidad y parece también razonable que quienes posean una
posición ventajosa con mayor remuneración sean quienes contribuyan
más, aplicándose así el principio de progresividad al que antes me he
referido.
Sin embargo, desde hace unas décadas vivimos el progresivo deterio-
ro de la relación laboral, que la crisis iniciada en 2008 ha terminado de
agravar. Ya no es que no exista empleo para todos, como quizá sí ocurrió
con el masivo incremento del paro en los años 80 y primeros 90, lo que
ocurre simplemente es que la relación laboral se ha deteriorado, con el
progresivo recorte del grupo de derechos laborales. Hoy quienes tienen
un empleo de calidad son cada vez menos; con lo que parece que seguir
considerando el impuesto sobre la renta como uno de los principales de
nuestro sistema tributario no supone haber adaptado los impuestos a la
nueva realidad social, en la que la mayoría de los trabajadores no tienen
una vida laboral continua, sino a intervalos, con frecuentes y constantes
entradas y salidas del mercado laboral, en la que muchas veces el sala-
rio que se plasma jurídicamente no es el real porque hay una parte que
se cobra en dinero B, donde las horas que se trabajan exceden las ocho
reglamentarias, donde la protección por desempleo se ha reducido consi-
derablemente y en algunos casos es inexistente, como en los contratos por
obra, etc. El impuesto sobre la renta tenía un cierto sentido cuando había
una relación laboral standard de calidad; ahora ésta se ha diversificado y
se ha fragmentado y lo que la caracteriza es que la calidad está ya única-
mente al alcance de unos pocos5. Por tanto, seguir considerando que lo
único que tiene que gravar el impuesto sobre la renta es el rendimiento
económico no parece que atienda al principio de capacidad económica.
Si utilizamos un concepto amplio de capacidad, podríamos decir que
posee mayor capacidad aquel que tiene un empleo de mayor de calidad y

5
Ni siquiera los funcionarios, que parecían ser los que estaban a salvo de la precari-
zación, se han librado de ésta. Los ajustes impuestos por los mercados a los gobiernos les
han terminado afectando con la reducción o congelación de salarios, el aumento de horas
de trabajo o directamente el despido.
¿Qué tipo de fiscalidad exige la idea de justicia de la renta básica? 187

que, por tanto, es el que, de acuerdo con este principio, debería contribuir
en mayor medida. Esto en algunos casos puede ir unido a salarios más
elevados, pero no tiene necesariamente que ser así. Entre un empleo con
un salario elevado pero sin protección ante el despido, con una duración
limitada y con una jornada de más de doce horas, y otro con un salario
reducido, contrato indefinido y jornada de siete horas, la calidad del
segundo sería mayor que la del primero y, sin embargo, de acuerdo con
el impuesto de la renta clásico, el primero tributaría más que el segundo.
Se hace en consecuencia necesario introducir índices que permitan medir
la calidad del empleo6 y gravar, si es que vamos a seguir gravando los
rendimientos del trabajo, los empleos de calidad, porque precisamente
son un bien escaso que es el que habría que distribuir7.
La idea de financiar la renta básica a partir de un impuesto sobre
la renta encuentra su justificación normativa en la obra de Van Parijs.
Puesto que los empleos son un recurso escaso que, al igual que el resto
de recursos externos, debería distribuirse igualitariamente, parece pro-
cedente gravar a quienes trabajan, pues están ocupando un empleo, una
parte mayor de lo que les correspondería en un reparto estrictamente
igualitario. La renta básica sería así una forma de distribuir los empleos
y, sobre todo, las oportunidades que los empleos hacen posible, las
oportunidades de desarrollar planes de vida. Creo que esta idea de Van
Parijs podría reformularse hoy en términos de calidad; lo que es escaso en
nuestro mundo contemporáneo es el empleo de calidad, luego si alguien
tiene que pagar impuestos por apropiarse de un recurso que es escaso son
los que ostentan empleos de calidad, que no siempre tienen por qué ser
los que tienen salarios más elevados. Por lo tanto, parecería procedente
financiar la renta básica a partir de un impuesto sobre la renta reformado
que tuviera en cuenta la calidad.
Sin embargo, la calidad es un elemento cualitativo y no cuantitativo.
Por ello, pensar en concretar esta idea en un impuesto puede ser difícil.
Además, este tipo de gravámenes terminaría por desincentivar la creación
de empleo de calidad y contribuiría todavía más a deteriorar la condición
laboral. No parece, por tanto, una buena forma de obtener ingresos con

6
Hay ya interesantes trabajos sobre este punto: vid. Anker, Chernyshev, Egger, Mehran
y Ritter (2003); Becond y Chataigner (2003) y Bonnet, Figueiredo y Standing (2003).
7
Creo que esta idea se deduce del argumento de Stuart White según el cual es necesario
eliminar la condición proletaria, lo que significa que el trabajo sea percibido como algo
valioso (White, 2003).
188 José Luis Rey Pérez

el propósito de financiar una renta básica. Por otra parte, como se ha


señalado antes, gravar el trabajo no logra sortear del todo la objeción de
la reciprocidad. Van Parijs opera como si la opción del ocio, de vivir ex-
clusivamente de la renta básica, estuviera abierta a todos los agentes, pero
es una opción que sólo unos pocos pueden adoptar a condición de que el
resto siga trabajando. El ocio se trata también de un bien escaso. Por lo
tanto, la objeción de la reciprocidad, que tanto ha preocupado a muchos
autores, únicamente podría sortearse de dos formas: o bien distribuyendo
igualitariamente el ocio, en forma, por ejemplo, de un período sabático
de un número de años que cada cual podría disfrutar en algún momento
de su vida, pasado el cual tendría la obligación de trabajar (Offe, 2000),
o bien buscando otras formas de financiar la renta básica, que no sea a
través de un impuesto directo que grave los rendimientos del trabajo, a
algunas de las cuales me referiré más adelante.

2.2. Impuestos indirectos

El peso de los impuestos indirectos en el monto total de la fiscalidad


se está incrementando en los últimos años. Como es sabido, el impuesto
indirecto más popular es el IVA, que grava el consumo. Tradicionalmente,
se ha señalado que un impuesto de estas características deja mucho que
desear en términos de justicia, ya que, por definición, los impuestos indi-
rectos son regresivos: aunque actualmente en el IVA existen varios tipos
impositivos, la mayor parte de los productos se encuentran gravados al
18%, con lo que, aunque aquél que tiene más y por tanto consume más,
paga una mayor cantidad, proporcionalmente le sale más caro el impuesto
a aquél con rentas más bajas. Esta idea general, personalmente, me hizo
rechazar durante bastante tiempo este tipo de impuesto. Realmente, si lo
que pretendemos, entre otras cosas, con el sistema financiero y tributario
es redistribuir la riqueza, los impuestos indirectos servirán para ofrecer
servicios y prestaciones al Estado, para preservar las instituciones o para
lo que se quiera, pero desde luego no estarían directamente redistribu-
yendo la riqueza.
Sin embargo, analizar las teorías de la justicia que soportan la renta
básica me ha hecho volver a plantearme la cuestión de los impuestos
sobre el consumo. Como he señalado antes, cuando analicé en detalle la
objeción de la reciprocidad a la que Van Parijs ha tenido que dar respues-
ta, caí en la cuenta de que esta objeción únicamente es pertinente en el
¿Qué tipo de fiscalidad exige la idea de justicia de la renta básica? 189

modelo desarrollado por el filósofo belga que financia el ingreso básico


gravando las rentas del trabajo. Si eliminamos este tipo de financiación,
la reciprocidad queda a salvo. Por otra parte, un autor como Rawls que,
como es sabido, inspira de alguna manera la visión de la justicia del
propio Van Parijs, dejó escrito que “un impuesto proporcional sobre el
gasto puede ser una parte del mejor esquema impositivo. Por una parte,
es preferible a un impuesto sobre la renta (de cualquier clase) a nivel de
los preceptos de sentido común de justicia, ya que impone una carga de
acuerdo con la cantidad de bienes que una persona saca del acervo co-
mún y no de acuerdo con la cantidad que aporta (suponiendo que la renta
haya sido justamente obtenida). Asimismo, un impuesto proporcional
al consumo total (anual) puede contener las exenciones normales para
dependientes, etc. Además, trata a todo el mundo de modo uniforme”
(Rawls, 1997 [1971]: 260-261). Aunque escrito esto en 1971, Rawls pa-
rece anticiparse a la crisis de la laboralidad a la que antes me he referido
y que provoca que el impuesto que grava las rentas de los trabajadores
ya no parezca el más adecuado.
Sin embargo, antes de decantarse por este tipo de fiscalidad, hace falta
responder a una serie de cuestiones en general, a saber, si los impuestos
sobre el consumo pueden ser de alguna forma progresivos y si gravar ex-
clusivamente el consumo no viene a ser regresivo, ya que el patrimonio,
esto es, lo no consumido, el ahorro, quedaría de alguna forma exento. Y
también hace falta responder a una serie de cuestiones en particular, es
decir, ver si este tipo de imposición es la mejor de cara a financiar una
renta básica.
En primer lugar, nada hay que no permita introducir progresividad
a los impuestos sobre el consumo. En su obra, Murphy y Nagel señalan,
con razón, que la opción por los impuestos directos o indirectos es algo
independiente de la progresividad del sistema financiero. Para ellos lo
relevante es que el sistema alcance los objetivos de justicia que se plan-
teen. Bastaría, al menos en el plano teórico, con diseñar diversos tipos
impositivos en función de la clase de bien consumido. Como señala
Shaviro, “un impuesto sobre el consumo puede alcanzar la progresi-
vidad de un impuesto sobre los ingresos siempre que sus tipos estén
lo suficientemente graduados para hacer frente a las diferentes bases
impositivas” (Shaviro, 2004: 97). Esto significaría someter los bienes
de lujo a una mayor imposición que, por ejemplo, los bienes de primera
necesidad, que podrían quedar exentos. Como los bienes de lujo única-
190 José Luis Rey Pérez

mente pueden ser adquiridos por las personas con mayor nivel de renta,
eso influiría de alguna forma en la redistribución de los recursos. Pero
para hacer esto sería necesario jerarquizar en diversos niveles todos
los bienes objeto de consumo, lo que no deja de ser complicado y no
deja de caer en un cierto perfeccionismo moral. Vendría a ser algo así
como determinar qué bienes ha de comprar alguien por tener una renta
elevada. Sin embargo, la objeción del perfeccionismo creo que se puede
sortear sin mucha dificultad: bastaría con hacer un estudio sociológico y
económico en el que se pusiera de manifiesto cuáles son los bienes que
se consumen distribuidos en función del nivel de renta. Sospecho que
las entidades que conceden tarjetas bancarias de crédito y de débito no
hacen algo muy diferente. También lo hacen las entidades comerciales
con esas tarjetas de fidelización que lo que persiguen es tener perfiles de
consumo. Habría que atender también a que los bienes satisfagan o no
las necesidades básicas que constituyen el soporte antropológico de los
derechos sociales, necesidades como la alimentación, vestido, vivienda,
etc. Incluso se podrían introducir distintos tipos impositivos dentro de la
gama de productos que vienen a colmar esas necesidades. La única pega
que tendría un sistema de esas características sería su complejidad, por lo
que habría que buscar una división de productos y tipos impositivos que
alcanzara un equilibrio entre el fin perseguido (que los que disponen de
más renta paguen más) y la eficiencia del propio sistema. Por otra parte,
esto respondería al ideal de justicia distributiva formulado por Rawls
y citado más arriba8. No sólo pagarían más los que se llevan más del
acervo común de bienes en una dimensión puramente cuantitativa, sino
que también lo harían quienes se llevan de ese lote común bienes de una
mayor calidad, es decir, se trata de introducir también en los impuestos
sobre el consumo la dimensión cualitativa que antes he reclamado para
el impuesto sobre la renta.
En segundo lugar, se podría decir que un impuesto que gravase el
consumo dejaría a salvo el patrimonio ahorrado. Esto se ha puesto de
manifiesto en los debates que han tratado de oponer el impuesto sobre la
renta al que grava el consumo. Mientras que en el primero los recursos
tributan desde un primer momento, ab initio, en el segundo se gravan

8
Realmente, en el párrafo arriba citado, Rawls se está refiriendo a un impuesto sobre
el gasto y no sobre el consumo. Sobre el gasto sí se podría aplicar con mayor facilidad la
progresividad, ya que al final de cada ejercicio económico cada uno pagaría un % del total de
gasto realizado, que se incrementaría de forma progresiva cuanto mayor fuera el gasto.
¿Qué tipo de fiscalidad exige la idea de justicia de la renta básica? 191

únicamente cuando se utilizan para adquirir bienes. Ante esto se podría


señalar que realmente la riqueza tiene utilidad y sentido únicamente
cuando se adquieren bienes que de alguna forma convierten ese dinero en
oportunidades de disfrute, sin embargo, esto no es del todo así. Alguien
que tiene un importante patrimonio ahorrado, aunque sea un consumidor
mínimo, disfruta de una posición ventajosa, pues ese patrimonio viene
a significar una posición de seguridad, prestigio social y oportunidades.
R. S. Avi-Yonah resume las ventajas de la riqueza señalando que “con-
fiere poder más allá de su valor de consumo. Este poder es económico,
social y político. El poder económico de los ricos deriva de su capacidad
para usar su riqueza para invertir en empresas que emplean a miles de
personas y con ello pueden dominar grandes sectores de la economía. El
elemento social deriva del conocimiento que las otras personas tienen de
la potencial capacidad de los ricos para adquirir bienes y contribuir [...]
Finalmente, el poder político se deriva de la influencia que con su riqueza
pueden hacer en los partidos políticos” (Avi-Yonah, 2002: 1406). Una
serie de ventajas que, si nos limitamos a gravar el consumo, quedarían
exentas y cuestionarían la justicia de todo el sistema, ya que los que tienen
más no sólo gozarían de esos bienes sino que además tales beneficios
quedarían exentos de tributación. Algo que iría en contra de la propia idea
de democracia, porque supone conferir un poder de forma no igualitaria
sin ni siquiera hacer pagar por ese poder con una estructura impositiva.
Creo que estos argumentos son ciertos, sin embargo, de lo que se
trata no es de sustituir todos los impuestos por uno único que grave el
consumo. Creo que lo que hay que evaluar para determinar la justicia o
injusticia de un sistema impositivo es el conjunto y no cada tributo por
separado. En este sentido, un impuesto sobre el consumo podría ser per-
tinente complementarlo con un impuesto sobre el patrimonio. El primero
gravaría la riqueza utilizada para adquirir bienes, el segundo la ahorrada.
Aunque aquí el problema que se plantea es si esto no sería en último
término un caso de doble tributación, si en un momento determinado la
riqueza ahorrada se decide gastarla consumiendo algún bien. Entonces
no parecería pertinente complementar el impuesto sobre el consumo con
uno sobre el patrimonio. Éste es el argumento que se utiliza para defender
la eliminación del impuesto sobre el patrimonio: si gravamos la renta
y luego la renta ahorrada, estamos sometiendo a imposición dos o más
veces la misma riqueza9. En mi opinión, esto se puede sortear con la

9
Una idea, además, que defienden tanto políticos de derecha como de izquierda.
192 José Luis Rey Pérez

progresividad del impuesto sobre el consumo. Si aplicamos tarifas impo-


sitivas más elevadas a los bienes con un mayor valor, tanto cuantitativo
como cualitativo, eso significa que sólo las rentas más elevadas podrían
consumirlos. Con lo que sería una manera de gravar la riqueza ahorrada,
sólo que en vez de hacerlo en el momento del ahorro, se haría en un
momento cronológicamente posterior, en el del consumo. Como señala
Shaviro, la riqueza ofrece seguridad, poder político y posición social
porque se puede usar para comprar (Shaviro, 2004)10. Queda todavía la
cuestión de aquella parte del patrimonio que no se gasta, que quizá habría
que gravarla en el momento de la sucesión y a un tipo impositivo bastan-
te elevado. Es decir, la tributación se puede diferir únicamente hasta el
momento del fallecimiento de su titular, pero no más allá. Los impuestos
que gravan las herencias tienen además una sobrada justificación liberal,
ya que aseguran una igualdad de oportunidades en el punto de partida. Se
trataría por tanto de combinar un impuesto sobre el consumo altamente
progresivo con uno sobre las sucesiones que fuese elevado11.
En tercer y último lugar, nos queda reflexionar sobre si este esquema
impositivo que se viene tratando de argumentar es el que mejor encaja
con la teoría de la justicia que sostiene la renta básica. Después de tantas
discusiones teóricas, creo que las respuestas no las podemos seguir dando
en abstracto. Como éste no es un trabajo que se presente desde las áreas
del Derecho fiscal o la Economía, sino desde la justificación filósofica, me
voy a limitar a presentar mis argumentos en este plano. Pero una vez he-
cho esto, parece necesario descender al diseño concreto de la renta básica
en un contexto económico y social determinado, porque de alguna forma
la renta básica sólo se justifica precisamente en el plano de la concreción
institucional, dado que más que una idea de justicia, un principio o un
valor, es, sobre todo, una institución que trata de ofrecer una respuesta
a esos valores. Dependerá por lo tanto del diseño concreto que hagamos

10
J. Bankman y D. A. Weisbach resumen la cuestión: “Éste es el problema Bill Gates.
Él no hizo una gran inversión en el stock de Microsoft. En vez de eso, la mayor parte de
su riqueza proviene de su trabajo. No obstante, la mayor parte de sus ingresos vienen del
capital en forma de dividendos y venta de acciones. Un impuesto sobre los salarios no
gravaría estos ingresos. Sin embargo, un impuesto sobre el consumo [...] se aplica cuando
las ganancias se gastan, siendo irrelevante el origen de las mismas” (Bankman y Weisbach,
2006: 1437).
11
Vid., en este mismo volumen, el trabajo de Pilar Navau: “La financiación de la renta
básica y el impuesto sobre las herencias”.
¿Qué tipo de fiscalidad exige la idea de justicia de la renta básica? 193

de ella (y las instituciones necesariamente han de ser concretas) que en


cada caso supere el examen de su justicia.
Desde la teoría de la justicia de Van Parijs, la renta básica es una
forma de distribuir los recursos, entre los que el filósofo belga incluía los
empleos. Sin embargo, la opción del ocio no está disponible para todos
y gravar la ocupación de un empleo nos pone delante la objeción de la
reciprocidad, con todos los problemas que eso conlleva. Pero también
responde a la idea liberal de distribuir igualitariamente los recursos el
hecho de gravar su consumo. Cuando Van Parijs dice que los que trabajan
tienen que pagar la renta básica porque están apropiándose de una parte
mayor de lo que les correspondería en una distribución igualitaria, en el
fondo la idea es que quien consume un recurso del acervo común ha de
pagar por ello. Ocupar un empleo equivaldría en este ámbito a consumir
un empleo. Como las rentas del trabajo se convierten finalmente en bienes
de consumo, pues se utilizan para adquirir distintos productos, parece
que gravar los rendimientos de trabajo sería algo así como someter a una
doble tributación a los trabajadores. Una tributación que no sortearía la
famosa objeción de Elster. Si queremos realmente tratar a los empleos
como un recurso más, tenemos que pensar que el consumo que se hace de
este recurso es diferido; es decir, el empleo sólo se termina de aprovechar
cuando las rentas que obtenemos desempeñándolo nos permiten adquirir
y consumir bienes que sin esas rentas no estarían a nuestro alcance. En
vez de gravarlo en origen, parece más adecuado hacerlo al final, cuando
se consume, cuando realmente se dispone de los recursos del acervo co-
mún. Porque al final el empleo no es un recurso externo como cualquier
otro, sino que no deja de ser un medio, un paso intermedio, en el aprove-
chamiento de tales recursos. Combinado esto con un impuesto sobre las
sucesiones como el que antes se ha descrito, creo que la objeción de la
reciprocidad se ha salvado, al menos en el plano del análisis teórico en el
que me estoy moviendo. Luego será tarea de los economistas y fiscalistas
hacer números y ver si este marco teórico funciona en la práctica, cosa
que excede tanto de la intención como de las capacidades del autor de
este escrito.
Como todos los que vivimos en la sociedad consumimos, aunque sólo
sea para cubrir nuestras necesidades de subsistencia en los sistemas de
mercado en los que nos movemos (que nos podrán gustar más o menos,
pero son los que tenemos), todos contribuiríamos al sostenimiento de la
renta básica, salvando así la objeción de la reciprocidad. Lo haríamos,
194 José Luis Rey Pérez

obviamente, en distinta medida, pero eso no deja de ser una aplicación


de los principios de progresividad y capacidad económica que están en
nuestro texto constitucional, con lo que el ingreso universal e incondi-
cionado no vulneraría tampoco los principios que han de inspirar nuestro
sistema financiero.
No obstante, los esfuerzos hasta el momento se han centrado en
impuestos sobre la renta más que en impuestos sobre el consumo. Ob-
viamente, la justicia habría de examinarse del conjunto del sistema tri-
butario que incluyera una renta básica financiada de esta manera. Quizá
a nivel práctico sea más sencillo recurrir a reformar el IRPF, pero desde
el análisis de las teorías de la justicia parece más conveniente indagar la
vía del impuesto sobre el consumo. Tarea que ahora corresponde a los
especialistas en estos temas.

2.3. A modo de conclusión: otras posibles vías de financiación

En todo caso, de cara a la financiación de la renta básica, un impues-


to sobre el consumo o sobre el gasto no es la única alternativa. Hoy se
dan otras dos fuentes de riqueza que quizá habría que examinar y cuyo
potencial, en cuanto a la cuantía que se podría obtener gravándolas, es
mayor que el de otras figuras impositivas. Me refiero, por un lado, a
impuestos sobre transacciones financieras y operaciones especulativas
de capital y, por otro, a impuestos sobre el uso y aprovechamiento del
medio ambiente.
Se puede decir, en términos muy generales, que la globalización ha
supuesto el predominio del capital sobre los otros factores, en concreto,
sobre el factor trabajo, y, además, de un capital que no es productivo, sino
simplemente financiero. Hoy la riqueza que proviene de los movimientos
especulativos del capital aumenta proporcionalmente su importancia.
Tenemos un mercado de capitales que se mueve a nivel trasnacional y
que puede poner contra las cuerdas a un Estado. Esto lo estamos viendo
en la crisis financiera que se inició en 2008, pero no es un fenómeno
nuevo. La crisis que sufrieron muchos países asiáticos a finales de los 90
tenía el mismo origen: el movimiento y la especulación financiera. Esto
ha supuesto, de alguna forma, cambiar el panorama del capitalismo tal
y como se entendía tradicionalmente. Hoy el capital ya no es productivo
(lo sigue siendo, pero su margen de beneficio es mucho menor compa-
rado con el financiero) y eso ha provocado que ya no haya por su parte
¿Qué tipo de fiscalidad exige la idea de justicia de la renta básica? 195

interés en llegar a un acuerdo con las fuerzas del trabajo. La riqueza que
se genera en este mundo cada vez tiene que ver menos con el trabajo de
la población asalariada. Esto se ha traducido, como sabemos y estamos
viendo, en un progresivo recorte de los derechos laborales, que parece
no tener fin. Porque no es verdad que en este marco de la globalización
financiera no haya regulación: lo que ocurre es que la regulación exis-
tente es a favor de los intereses del capital financiero, los Estados se
ven obligados a hacerlo así si no quieren que esos mismos mercados los
desprestigien y su deuda se incremente de precio: “en la mayoría de los
países de la OCDE el Estado ha favorecido, a través de sus políticas pú-
blicas, a las rentas del capital a costa de las rentas del mundo del trabajo,
y ello como consecuencia de una batería de intervenciones públicas que
sistemáticamente debilitaron a las clases trabajadoras y a otros sectores de
las clases populares de aquellos países” (Navarro, 2009: 12). Si la riqueza
está ahora en la especulación financiera, parece que es un imperativo de
justicia que la gravemos fiscalmente. Ya hace años, el premio Nobel de
economía James Tobin propuso un impuesto que gravara las transaccio-
nes internacionales financieras (Tobin, 1978). Aplicando tan sólo un tipo
impositivo del 0,5% podríamos obtener una cantidad de recursos ingente,
que nos daría para poder financiar una renta básica. La cuestión reside
en que para asegurar la eficiencia de un impuesto de estas características
sería necesario que todos los países lo aplicasen, que se adoptase a nivel
trasnacional, y eso es lo que resulta difícil. Si el capitalismo contempo-
ráneo es sobre todo financiero, parece necesario que lo que se grave sea
el origen de esa riqueza, que no es otro que las operaciones financieras.
Es absurdo que en España, por ejemplo, sigan siendo los trabajadores
asalariados quienes soportan la carga fiscal cuando la riqueza ya no está
en los rendimientos salariales de sus empleos.
Por otro lado, una teoría de la justicia del siglo XXI tiene que tener
en cuenta el deterioro ambiental que sufrimos debido a un crecimiento
económico basado en el incremento de la producción. Por eso, introdu-
cir un impuesto ecológico que grave aquellas actividades que supongan
deterioro ambiental podría ser una manera, por un lado, de desincentivar
estas actividades, y, por otro, de aplicar la lógica según la cual cuando uno
extrae recursos (en este caso, naturales o medioambientales) del acervo
común debe pagar por ello. Hoy en día, las tasas e impuestos verdes es-
tán siendo muy estudiados y analizados por los especialistas en Derecho
financiero y tributario y, sin duda, parecen impuestos muy adecuados al
momento en el que vivimos y acordes con la idea de justicia social.
196 José Luis Rey Pérez

La renta básica no puede ser introducida sin más. Hay que pensar
cómo se puede financiar para que contribuya a hacer más justa esta so-
ciedad, no sólo en el lado del gasto sino también en el del ingreso. En
este trabajo he intentado aportar algunas ideas desde la filosofía política
que animen y provoquen la discusión.

BIBLIOGRAFÍA

ANKER, R.; CHERNYSHEV, I.; EGGER, P.; MEHRAN, F. y RITTER, J. A. (2003):


“Measuring Decent Work with Statistical Indicators”. International
Labour Review, vol. 142, n. 2, pp. 147-177.
AVI-YONAH, R. S. (2002): “Why Tax the Rich? Efficiency, Equity and Progres-
sive Taxation”. The Yale Law Journal, vol. 111, pp. 1391-1416.
BANKMAN, J. y WEISBACH, D. A. (2006): “The Superiority of an Ideal Con-
sumption Tax over an Ideal Income Tax”. Standford Law Review, vol.
58, n. 5, pp. 1413-1456.
BESCOND, D. y CHATAIGNER, A. (2003): “Seven Indicators to Measure Decent
Work: An International Comparison”. International Labour Review, vol.
142, n. 2, pp. 179-212.
BONNET, F.; FIGUEIREDO, J. B. y STANDING, G. (2003): “A Family of Decent
Work Indexes”. International Labour Review, vol. 142, n. 2, pp. 213-
238.
DE FRANCISCO, A. (2001a): “La renta básica, ¿una propuesta ecuménica?”, en
D. Raventós (coord.), La renta básica. Por una ciudadanía más libre,
más igualitaria y más fraterna. Barcelona: Ariel, pp 177-183.
DE FRANCISCO, A. (2001b): “Replica a la crítica Antoni Domènech?”, en D.
Raventós (coord.), La renta básica. Por una ciudadanía más libre, más
igualitaria y más fraterna. Barcelona: Ariel, pp. 193-195.
DOMÈNECH, A. (2001): “Sobre el ecumenismo de la renta básica”, en D.
Raventós (coord.), La renta básica. Por una ciudadanía más libre, más
igualitaria y más fraterna. Barcelona: Ariel, pp. 185-191.
ELSTER, J. (1988): “Comentario sobre Van der Veen y Van Parijs”, trad. F.
Aguiar. Zona Abierta, n. 46-47, pp. 113-128.
FARRELLY, C. (2004): “Taxation and Distributive Justice”. Political Studies
Review, vol. 2, pp. 185-197.
HOLMES, S. y SUNSTEIN, C. R. (1999): The Cost of Rights. Why Liberty Depends
on Taxes. Nueva York: Norton&Company.
¿Qué tipo de fiscalidad exige la idea de justicia de la renta básica? 197

MARSHALL, T. (1998 [1950]): Ciudadanía y clase social, trad. P. Linares.


Madrid: Alianza.
MURPHY, L. y NAGEL, T. (2002): The Myth of Ownership: Taxes and Justice.
Oxford: Oxford University Press.
NAVARRO, V. (2009): “El conflicto de clases a nivel internacional”. El Viejo
Topo, n. 263, pp. 11-13.
NOZICK, R. (1988 [1974]): Anarquía, Estado y Utopía, trad. R. Tamayo.
México: Fondo de Cultura Económica.
OFFE, C. (2000): “Trabajo, ocio y participación social”, en S. Muñoz Ma-
chado, J. L. García Delgado y L. González Seara (dirs.), Las estructuras
del bienestar en Europa. Madrid: Escuela Libre Editorial-Civitas, pp.
593-611.
PÉREZ MUÑOZ, C. (2007): “Impuestos y justicia distributiva: una evaluación
de la propuesta de justicia impositiva de Murphy y Nagel”. Revista
Uruguaya de Ciencia Política, vol. 16, n.1, pp. 201-221.
PINILLA, R. (2003): “La Renta Básica en el contexto de la reforma fiscal.
Principales disyuntivas”, comunicación preparada para el X Encuentro
de Economía Pública, Tenerife.
PINILLA, R. y SANZO, L. (2004): La renta básica: para una reforma del sistema
fiscal y de la protección social. Madrid: Fundación Alternativas.
RAWLS, J. (1997 [1971]): Teoría de la Justicia, trad. M. D. González. México:
Fondo de Cultura Económica.
REY PÉREZ, J. L. (2007): El derecho al trabajo y el ingreso básico. ¿Cómo
garantizar el derecho al trabajo? Madrid: Dykinson.
SHAVIRO, D. N. (2004): “Replacing the Income Tax with a Progressive Con-
sumption Tax”. Tax Notes, n. 5, pp. 91-113.
STANDING, G. (1999): Global Labour Flexibility. Londres: MacMillan.
STANDING, G. (2002): Beyond the New Paternalism. Basic Security as Equality.
Londres: Verso.
TOBIN, J. (1978): “A Proposal for International Monetary Reform”. The
Eastern Economic Journal, n. 4 (3-4), pp. 153-159.
VAN PARIJS, P. (1996): Libertad real para todos. Qué puede justificar al
capitalismo (si hay algo que pueda hacerlo), trad. J. Francisco Álvarez.
Barcelona: Paidós.
WHITE, S. (2003): The Civic Minimum. An Essay on the Rights and Obligations
of Economic Citizenship. Nueva York: Oxford University Press.
LA FINANCIACIÓN DE LA RENTA BÁSICA Y EL
IMPUESTO SOBRE LAS HERENCIAS

PILAR NAVAU MARTÍNEZ-VAL


Universidad Pontificia Comillas-ICADE

1. FUNDAMENTO DE EQUIDAD PARA LA AFECTACIÓN DEL


IMPUESTO HEREDITARIO A LA RENTA BÁSICA

1.1. La fundamentación liberal de la Renta Básica y el impuesto


sobre las herencias

La propuesta de financiar la institución de la Renta Básica (en adelan-


te, RB), o instituciones equiparables, con cargo al impuesto hereditario
no es en absoluto una novedad. De hecho, podemos remontarnos al siglo
XVIII, a los escritos del filósofo Thomas Paine. Este autor ya defendió,
en 1796, la creación de un Fondo Nacional del cual se pagaría a cada
ciudadano que alcanzase la edad de veintiún años la suma de quince libras
esterlinas. El Fondo se nutriría de los ingresos procedentes de las heren-
cias, gravándose el 100 por 100 de los caudales que dejasen a su muerte
cada uno de los titulares de alguna propiedad (Paine, 1796: 400-401).
El fundamento de equidad de este mecanismo que proponía Paine
descansaba en la idea de compensación o indemnización. Las quince
libras esterlinas –una suerte de “Capital Básico”– compensarían a cada
ciudadano de una desposesión: la pérdida del derecho innato de cada uno
de nosotros a una porción estrictamente igual en los recursos naturales
de la Tierra. Con la aparición del sistema de propiedad privada –histó-
ricamente a través del cultivo de la tierra– se habría desposeído a gran
parte de la Humanidad de este derecho innato. Pues bien, al redistribuir
las propiedades, a la muerte de sus titulares, entre todos los ciudadanos
en forma de Capital Básico, se estaría compensando esa desposesión y
reconociendo el derecho de todo individuo a una “herencia natural” (na-
200 Pilar Navau Martínez-Val

tural inheritance).1. Parece, ésta de Thomas Paine, una idea deudora del
discurso rousseauniano sobre la legitimación del derecho de propiedad en
el estado de naturaleza. También para Rousseau, al igual que para Paine,
la propiedad no debía extenderse más allá de la vida del propietario2.
Cuando, ya en nuestros días, Philippe Van Parijs lanza su propuesta
de RB en Real Freedon for All, en 1995, este mismo autor acude espon-
táneamente al gravamen de las herencias, legados y donaciones como
primera fuente lógica de recursos para el ingreso incondicional. Partien-
do del concepto de “riqueza externa” de la sociedad, el pensador belga
señala que “una distribución igual de su valor supone por tanto establecer
una imposición del ciento por ciento sobre el valor de todos los legados
y donaciones y distribuir las ganancias en forma de un ingreso básico
uniforme” (Van Parijs, 1996: 130).
Aunque no lo explicita, Van Parijs legitima la apropiación íntegra, por
parte del Estado, de la riqueza que se transmite vía herencia o donación,
a partir de su idea de libertad igualitaria o de igualdad en la distribución
de la libertad real: “cuando se persigue la libertad real leximín3, la si-
1
El “Capital Básico” de quince libras esterlinas se pagaría a todo ciudadano, rico o
pobre, “in lieu of the natural inheritance, which, as a right, belongs to every man, over and
above the property he may have created or inherited from those who did. Taking it then for
granted, that no person ought to be in a worse condition when born in what is called a state
of civilization, than he would have been, had he been born in a state of nature, and that
civilization ought to have made, and ought still to make, provision for that purpose, it can
only be done by substracting from property a portion equal in value to the natural inheritance
it has absorbed. Various methods may be proposed for this purpose, but that which appears
to be the best (…), because it will be the least troublesome and the most effectual, and also
because the substraction will be made at a time that best admits it, which is, at the moment
that property is passing by the death of one person to the possession of another. In this case,
the bequeather gives nothing; the receiver pays nothing. The only matter to him is, that the
monopoly of natural inheritance, to which there never was a right, begins to cease in his
person. A generous man would not wish it to continue, and a just man will rejoice to see it
abolished” (Paine, 1796: 401-402).
2
Rousseau entendía que, al finalizar la vida del propietario, y con ella el trabajo
que le daba título moral, no existiría fundamento ético para la transmisión de la propiedad
acumulada por el trabajador-propietario a favor de un tercero. “Se trata de que, por su
naturaleza [...] el derecho de propiedad no se extiende más allá de la vida del propietario,
de modo que, desde que muere, su bien deja de pertenecerle, por lo que prescribirle las
condiciones bajo las cuales podrá disponer de él, supone en el fondo alterar en apariencia
su derecho y no tanto ampliarlo en efecto” (Rousseau, 1985 [1769]: 35).
3
“Ordenación leximín” exige una estructura social en la que cada persona “tiene la
mayor oportunidad posible para hacer cualquier cosa que pudiera querer hacer”. Una sociedad
La financiación de la renta básica y el impuesto sobre las herencias 201

tuación igualitaria, [...] deberá ser una situación en la cual todos tengan
una libertad real ‘igual’ en el sentido de que nadie tiene envidia de nin-
gún otro, y no en el sentido de que todos tengan oportunidades idénticas,
oportunidades de igual magnitud espacio-temporal, u oportunidades que
den acceso al mismo nivel de bienestar” (Van Parijs, 1996: 76)4. La no-
ción de ausencia de envidia se encuentra estrechamente relacionada con
el criterio de distribución justa de recursos externos. Para Van Parijs es
muy importante su versión del test de ausencia de envidia, que él define
como “diversidad no dominada”. Lo que ésta exige “es solamente que
no haya un par de personas tal que todos prefieran la dotación de una de
ellas antes que la dotación de la otra” (Van Parijs, 1996: 103).
Esta exigencia no se cumpliría si hay personas que son receptoras de
herencias, legados o donaciones, cuya dotación –salvo “bajo el supuesto
excesivamente estricto de que nadie asignase valor alguno a los recursos
externos heredados”– sería preferida frente a la dotación de recursos
externos de quien no hereda (Van Parijs, 1996: 131)5. El heredero se en-

justa es aquélla en la que “la persona con menos oportunidades tiene unas oportunidades que
no son menores que las disfrutadas por la persona con menos oportunidades bajo cualquier
otra disposición realizable” (Van Parijs, 1996: 45).
4
Énfasis de la autora.
5
Nótese que Van Parijs parte en todo momento de la hipótesis de igualdad de recursos
internos, es decir, igualdad en dotación de bienes como salud, talento, etc. No obstante,
fuera de esa hipótesis, bien puede imaginarse la situación de un individuo, heredero de un
gran patrimonio, pero que sufre una grave enfermedad o es una persona con discapacidad,
que preferiría cambiar su dotación por la de otro individuo, no heredero, pero libre de tal
discapacidad. Asimismo, desde mi punto de vista, Van Parijs obvia que en el test de la
diversidad no dominada también entra en juego, en el caso de la herencia, la institución
familiar, frente a la cual los no herederos verán mermada su envidia al reconocer una cierta
mancomunidad en el patrimonio familiar. A fin de cuentas, la herencia dejada por un padre
a un hijo no es un simple “regalo”, al menos en el contexto del Derecho Civil español.
Otras críticas a Van Parijs, en relación con la diversidad no dominada, pueden verse en Rey
Pérez (2007: 288-294). En conclusión, en mi opinión, no resulta clara la fundamentación
que realiza Van Parijs de la negación de la herencia. Por mucho que en su filosofía lo
importante no sean los derechos, sino la libertad real y los recursos para lograrla, él mismo
está aceptando implícitamente el derecho de propiedad privada y reconoce de forma expresa
la “confiscatoriedad” de un impuesto sucesorio del 100 por 100, y “confiscar” significa
privar ilegítimamente de propiedad a alguien (“de lo anterior no se sigue que un auténtico
liberal tenga que adoptar este plan de impuestos confiscatorio” (Van Parijs, 1996: 130)).
Además, parece consciente de los puntos débiles de su razonamiento cuando señala, por
ejemplo, que el tributo sucesorio del 100 por 100 no respetaría la neutralidad liberal entre
planes de vida, pues favorece a los egoístas y tacaños, que consumirían toda su riqueza en
202 Pilar Navau Martínez-Val

cuentra con una dotación de recursos externos desproporcionadamente


valiosa, en tanto que es preferida por todos los sujetos, frente a la dotación
de un sujeto que no hereda. Por eso la herencia –o la donación– arroja una
distribución de recursos externos que NO resulta igualitaria en el sentido
de libertad real. El beneficiario de la herencia o donación se apropia de
un recurso externo en un valor mayor de lo que le corresponde conforme
a una estricta igualdad (en términos de libertad real) y por ello puede ser
legítimamente gravado para redistribuir ese recurso en forma de ingreso
básico.
Para el autor belga, la noción de “recursos externos” incluye, por
lo tanto, nuestra herencia común de lo que se pueden llamar recursos
naturales y, de forma adicional, las transferencias gratuitas (donaciones,
legados, herencias) de riqueza no natural6. Para Van Parijs no hay razón
para distinguir entre recursos externos “naturales” (cuya distribución
igualitaria se buscaba en la propuesta histórica de Thomas Paine) y re-
cursos que han sido producidos por la actividad humana7. Lo único im-
portante es lograr una distribución de recursos externos que haga posible
la libertad real. Su postura, en el fondo, se sitúa en la línea igualitarista
de los autores clásicos que se han comentado más arriba, como Paine y
Rousseau, que hacen también hincapié en la distribución estrictamente
igualitaria de recursos externos.
En la misma línea del liberalismo igualitarista de Van Parijs, hay otro
autor que también ha defendido la financiación de la RB con cargo al im-
puesto hereditario. Se trata de Hillel Steiner, quien propone la creación de
un fondo nacional, mediante el cual financiar una RB o institución equi-
vida para no dejar nada a nadie más, y perjudica a los altruistas, cuyo ofrecimiento dadivoso
de recursos sería confiscado. De alguna manera, él mismo reconoce así que la supresión de
la herencia o de la donación no sería respetuosa con la libertad del propietario de dejar su
patrimonio a quien desee, principio liberal donde los haya.
6
Así lo interpreta White (2003: 156).
7
Los recursos externos estarían constituidos no sólo por los recursos naturales, sino
por “cualquier objeto externo utilizable al que tengan acceso los individuos” y que “afectan
a la capacidad de las personas para poder llevar adelante sus correspondientes concepciones
sobre la buena vida” (Van Parijs: 1996:129). En este sentido, Van Parijs se diferencia de otros
autores, como Paine o Steiner, los cuales, como se comenta en el texto, eran partidarios de la
igualdad en la distribución de los recursos naturales, sobre la base de un “derecho natural”
a una parte igualitaria a esos recursos. En cambio, para Van Parijs, “cuando la noción guía
consiste en una preocupación por la libertad real de los individuos, no en la de atender a
sus (así llamados) derechos naturales, no hay base para proceder a realizar una distinción
precisa entre activos producidos y no producidos” (Van Parijs, 1996: 301, nota 20).
La financiación de la renta básica y el impuesto sobre las herencias 203

valente, que se nutriría, además de por el impuesto sobre las herencias,


por un impuesto sobre los recursos naturales y por un impuesto sobre el
ADN de los hijos (sic) (Steiner, 1992: 81-91). Steiner, al igual que Paine
y que Van Parijs, se inclina por un gravamen hereditario del 100 por 100,
lo que equivaldría, de facto, a la supresión de la institución hereditaria.
Su fundamentación es distinta a la de Paine o a la de Van Parijs, aun-
que la filosofía igualitarista subyacente y en la negación de la institución
hereditaria son similares. Steiner se centra en una argumentación jurídica
por la cual niega a la herencia su virtualidad para transmitir y adquirir
derechos de propiedad. Frente a la concepción de los liberales clásicos
del siglo XIX, para los que la herencia era el complemento necesario al
derecho de propiedad privada y consecuencia del ius disponendi del pro-
pietario8, Steiner niega que exista un derecho natural a transmitir mortis
causa, afirmando que en el estado de naturaleza tal derecho no podía exis-
tir, puesto que la transmisión mortis causa de propiedad sería meramente
el resultado de una ficción legal, en virtud de la cual el heredero ocupa el
lugar del difunto en su universo de derechos y deberes9. Esta ficción legal
habría sido instaurada por el Estado dada la necesidad de dar solución al
problema técnico que surge cuando alguien fallece y ese sujeto era titular
de derechos y de deberes en el tráfico económico. En conclusión, a su
muerte, el causante no transmite nada y su patrimonio, si no fuera por
la ficción legal citada, se encontraría “desocupado” o “abandonado”, de
modo que podría ser legítimamente devuelto a la comunidad en forma
de ingreso básico (Steiner, 1992: 85-86)10.
8
“Sin el derecho de sucesión, la propiedad privada no se hallaría completa; en cuanto
a los bienes por nosotros adquiridos no llegaríamos a ser gran cosa más que usufructuarios
vitalicios” (Kipp, 1951: 1).
9
En el Código Civil español, el art. 661 indica que “Los herederos suceden al difunto
por el hecho sólo de su muerte en todos sus derechos y obligaciones”. Y el art. 657, del
mismo texto legal, dispone que lo que adquieren los herederos al fallecer el causante no es
la propiedad, sino el “ius delationis” o derecho a suceder: “Los derechos a la sucesión de
una persona se transmiten desde el momento de su muerte”.
10
El Código Civil español, en su art. 610, trata de la ocupación como modo de adquirir
la propiedad: “Se adquieren por la ocupación los bienes apropiables por su naturaleza que
carecen de dueño” (énfasis de la autora). Curiosamente, aquí Steiner utiliza argumentos
muy parecidos a los que ofreció el ministro británico Harcourt, en 1894, para justificar la
implantación en Gran Bretaña de un impuesto sucesorio progresivo: “El derecho del Estado
a participar de la propiedad acumulada por el fallecido es un título anterior a los intereses
de aquellos que se la van a repartir. El Estado es el primer titular sobre la riqueza y los
que la reciben con posterioridad tienen un título subsiguiente y subordinado. La naturaleza
204 Pilar Navau Martínez-Val

En cuarto y último lugar encontramos la propuesta de Stuart White


(2003) de financiar una institución equiparable a la RB, el llamado “Ca-
pital Básico”, con cargo a un impuesto sobre las herencias. La desarrolla
en su obra The Civic Minimum y, para defenderla, emplea una argumen-
tación distinta a las de los tres autores que se acaban de explicar, una ar-
gumentación mucho más cercana al postulado liberal clásico de igualdad
de oportunidades. En efecto, desde el pensamiento liberal, ya desde el
siglo XIX, se critica la herencia por su carácter de windfall gain, es decir,
como institución que asigna recursos materiales no como consecuencia
del esfuerzo o/y de una decisión o elección económica por parte de su
perceptor, sino en función de una circunstancia fortuita, azarosa y no
elegida, como es el fallecimiento de otro sujeto dotado de riqueza y la
designación como heredero del perceptor del enriquecimiento11. Además,
como generalmente el heredero está llamado a la sucesión en virtud de
sus lazos de parentesco con el causante, habitualmente por pertenecer a
la generación más joven de una misma familia, la herencia remuneraría el
azar del nacimiento en una familia adinerada, y no el talento, la capacidad
o una decisión económica más o menos arriesgada o que implicase un
esfuerzo por parte del heredero.

no concede al hombre ningún poder sobre sus bienes terrenales más allá del período de su
vida. Toda facultad que posea para prolongar su voluntad tras su muerte –el derecho de
una persona fallecida para disponer de su propiedad– es una pura creación de la ley y
el Estado tiene el derecho de prescribir las condiciones y las limitaciones bajo las que se
ejerce tal facultad” (Navau Martínez-Val, 2009: 164, nota 367). Énfasis de la autora.
11
Esta idea ya se encuentra en los sansimonianos: “Los sansimonianos rechazan el
sistema de la comunidad de bienes, porque esta comunidad sería una manifiesta violación
de la primera de todas las leyes morales que ellos han recibido la misión de enseñar, y
que quiere que en el porvenir cada uno sea colocado según su capacidad y retribuido
según sus obras. Pero, en virtud de esta ley, piden la abolición de todos los privilegios que
arrancan sólo de la diferencia de cuna, sin excepción, y, por consiguiente, la abolición de la
HERENCIA, el mayor de todos esos privilegios, el que los abarca hoy todos, y cuyos efectos
son: el de encomendar al azar la distribución de las ventajas sociales, entre el cortísimo
número de los que pueden pretenderlas, y el de condenar a la clase social más numerosa a la
depravación, a la ignorancia, a la miseria” (apéndice a la segunda edición de la Doctrina de
San Simón, de 1829, citado en Navau Martínez-Val, 2009: 139-140). También aparece, más
definida y fundamentada, en John Stuart Mill: “Quienes han heredado los ahorros de otra
persona disfrutan de una ventaja, que no han merecido en modo alguno, sobre las personas
industriosas cuyos antecesores no les han legado nada; no sólo admito, sino que afirmo con
vigor, que debe cercenarse esa ventaja tanto como sea compatible con la justicia para con
aquellos que estimaron conveniente disponer de sus ahorros legándolos a sus descendientes”
(Mill, 1978 [1848]: 207).
La financiación de la renta básica y el impuesto sobre las herencias 205

La herencia crearía, así, desigualdades en la asignación de recursos,


originadas por circunstancias azarosas, sobre las que el individuo no
tiene control: al igual, por ejemplo, que se podía haber nacido con una
discapacidad, se puede nacer en el seno de una familia sin patrimonio.
Son las que Dworkin llama desigualdades de “brute luck” o de “suerte
bruta” (Dworkin, 2000: 287)12. Son injustas en tanto que provocan que
unos individuos se encuentren en una posición de ventaja respecto de
otros sin que su voluntad o esfuerzo hayan tenido nada que ver. Esta
ventaja competitiva, derivada de un factor externo a su voluntad, les dota
con más posibilidades de apropiarse de recursos que a otros ciudadanos
no tan afortunados. Y, de forma inversa, los menos afortunados en la
cuna se encuentran menos aventajados a la hora de situarse mejor, tienen
menos oportunidades de apropiarse de recursos que los nacidos en una
familia rica13.
De esta forma, la herencia, como instrumento distributivo, vulnera el
principio de igualdad en las posiciones de partida. Como indica Rawls,
citando irónicamente a Hayek, “es totalmente cierto que, como algunos
han dicho, la desigualdad en la herencia de la riqueza no es más intrín-
secamente injusta que la desigualdad en la herencia de la inteligencia;
en la medida de lo posible, las desigualdades basadas en ambos tipos

12
Este autor emplea la distinción entre “elección” y “suerte” para averiguar si resulta
equitativo que un individuo soporte solo una situación de desventaja o si el resto de miembros
de la comunidad debe aliviarle o mitigar las consecuencias de esa situación de desventaja.
Dworkin distingue así entre la parte de nuestro destino que debe asumirse en forma de
responsabilidad individual, porque es el resultado de una elección personal, y la parte de
nuestro destino que no podemos elegir porque es el resultado de la naturaleza o de la “suerte
bruta” o “brute luck”. En principio, los individuos deberían ser relevados de responsabilidad
por los rasgos desafortunados de su situación que son resultado de la “mala suerte bruta”
(“brute bad luck”), pero no de aquéllos que resultan de sus propias decisiones. Pues bien,
nacer en una familia relativamente pobre o poco proclive a realizar regalos sería “mala
suerte bruta”. La situación económica o los rasgos personales de los padres o parientes de
uno resulta tan fruto del azar como nacer con una discapacidad (Dworkin, 2000: 347).
13
Como acertadamente expone Stuart White, “this initial brute luck inequality in
resources may produce or exacerbate other brute luck inequalities. For example, initial
inequality in endowments of external wealth, will swiftly translate into unequal access to
credit markets and, in turn, to education and training, thereby exacerbating the initial brute
luck inequality in wealth” (White, 2003: 179). No sólo eso, sino que diversos estudios
empíricos muestran que un entorno familiar poco dotado económicamente se relaciona con
desventajas de por vida para los hijos de estas familias a la hora de afrontar el mercado de
trabajo (Ackerman y Alstott, 1999).
206 Pilar Navau Martínez-Val

de herencia deben satisfacer el principio de diferencia. Así, heredar una


mayor riqueza es justo en la medida en que sea en provecho de los me-
nos favorecidos y sea compatible con la libertad, incluyendo la igualdad
de oportunidades”. Por igualdad de oportunidades habría que entender,
según Rawls, “un determinado conjunto de instituciones que aseguran
una educación igualmente buena y posibilidades de cultura para todos”
(Rawls, 1986: 80)14.
Pues bien, el gravamen de las herencias, mediante un impuesto
fuertemente progresivo, se justificó en Occidente, desde principios de
siglo XX y en el marco del Estado social, por la necesidad de restañar
esta vulneración del principio de igualdad de oportunidades que conlleva
la herencia (Navau Martínez-Val, 2009: 125-225). Y esta idea es la que
toma Stuart White para fundamentar la vinculación de este impuesto con
su propuesta de “Capital Básico”.
Stuart White hace pivotar su propuesta alrededor de la idea de “re-
ciprocidad equitativa” o “fair reciprocity”. Este principio no exige eli-
minar todas las desigualdades de “suerte bruta”15, pero sí exige reducir a
un mínimo razonable “la desigualdad de clase, en cuanto comprende la
desigualdad de oportunidades educativas y de dotaciones iniciales de
riqueza [...]. La institución convencional de la herencia es claramente una
fuente principal de desigualdad de clase”. De ahí que este autor proponga
un “modelo reformado de herencia”, lo que él llama “herencia social” y
que consiste en vincular un impuesto sucesorio fuertemente progresivo
(con alícuotas que oscilarían entre el 50 por 100 y el 100 por 100) a un
fondo para asignar un “Capital Básico” a todo ciudadano que llegue a la
14
Rawls aplica su conocido “principio de diferencia” a las desigualdades proce-
dentes de la pertenencia a una familia con un determinado estatus social. Aplicando este
principio, tales desigualdades “son justas sólo si forman parte de un sistema más amplio
en el cual resultan en provecho del individuo representativo más desafortunado”. Entre
sus propuestas para lograr esto, Rawls diseña un sistema de instituciones sociales que
lograrían su idea de justicia social y, entre ellas, se encuentra la “rama distribución”
que atribuye al gobierno, una de cuyas funciones sería poner en marcha un sistema de
impuestos sobre la herencia y las donaciones. “El propósito de estas exacciones no es
aumentar los ingresos sino corregir de forma gradual y continua la distribución de la
riqueza y evitar concentraciones de poder que vayan en detrimento de la libertad y de la
igualdad de oportunidades” (Rawls, 1986: 80 y ss.).
15
Stuart White, siguiendo a Dworkin, entiende que las desigualdades causadas por la
herencia son una de las tres fuentes de las “brute luck inequalities”, junto a las desigualdades
en la dotación de talento para ser productivo en el mercado y las discapacidades físicas o
mentales (White, 2003: 36).
La financiación de la renta básica y el impuesto sobre las herencias 207

mayoría de edad. Este Capital estaría destinado, principalmente, a la fi-


nanciación de actividades ligadas a la igualación de oportunidades, como
cursos de educación superior, establecimiento de una nueva empresa, etc.
(White, 2003: 179-186).
Las cuatro propuestas de financiación de la RB con cargo al impuesto
hereditario que se acaban de examinar muestran cómo, desde distintas
formulaciones del liberalismo igualitario, se llega con cierta facilidad a
fundamentar la equidad o justicia de que este tributo canalice los recur-
sos necesarios para hacer efectivo el ingreso básico incondicional. En
el siguiente apartado se indagará si este mismo fundamento de equidad
encuentra encaje en el modelo económico y social sancionado por la
Constitución Española de 1978.

1.2. Fundamentación constitucional del modelo de Renta Básica


vinculado al impuesto sobre las herencias

Como es sabido, nuestro texto constitucional fue el resultado de un


consenso entre ideologías encontradas, principalmente entre un liberalis-
mo de corte individualista, por un lado, y corrientes socialdemócratas, por
el otro. Es por ello que el modelo social y económico que se desprende de
la Constitución Española resulta a veces deliberadamente ambiguo. No
obstante, dentro de esta ambigüedad, se pueden extraer principios claros
y concretos, que han ido siendo elaborados a lo largo de tres décadas por
parte de nuestro Tribunal Constitucional (en adelante, TC).
De este modo, a la luz de nuestra Carta Magna y de la doctrina del TC,
la primera idea clara a la que se llega fácilmente es que el modelo de RB
o de Capital Básico propuesto por los primeros tres autores examinados
en el epígrafe anterior resultaría flagrantemente inconstitucional. Lo sería
porque tanto la propuesta histórica de Paine como las contemporáneas
de Van Parijs y Steiner, parten –desde distintos argumentos de equidad,
como hemos visto– de la supresión de la herencia como institución. Nie-
gan tanto el ius disponiendi del decuius como el derecho a adquirir los
bienes legados por parte de los herederos. Nuestro texto constitucional,
en cambio, resulta muy claro al proteger el derecho a la herencia en el
art. 33.1, derecho que se incluyó junto al de propiedad privada como
concesión a los partidarios o defensores del derecho natural a la heren-
208 Pilar Navau Martínez-Val

cia16. Otras disposiciones de la Carta Magna que también resultarían


violentadas, de admitirse la supresión de la herencia, serían, en primer
lugar, el art. 31.1 in fine, que consagra el principio de no confiscatorie-
dad en el ámbito tributario, principio que impide toda colectivización
de la propiedad –y, por tanto, también de la herencia– por medio del
impuesto17. Y, finalmente, el art. 39.1, con el principio constitucional de
protección “social, económica y jurídica” a la familia, que para algunos
autores implica no penalizar la conducta “del padre de familia que ahorra
para asegurar la situación económica de su esposa e hijos ante el evento
de su muerte”18.
De este modo, descartada así la constitucionalidad de estas pro-
puestas, procedería examinar la idea de “Basic Capital” de Stuart White
financiada con cargo a un impuesto sucesorio fuertemente progresivo. Se
puede afirmar que el fundamento de equidad que ofrece White, vinculan-

16
“Artículo 33, Constitución española: 1. Se reconoce el derecho a la propiedad
privada y a la herencia. 2. La función social de estos derechos delimitará su contenido, de
acuerdo con las leyes. 3. Nadie podrá ser privado de sus bienes y derechos sino por causa
justificada de utilidad pública o interés social, mediante la correspondiente indemnización
y de conformidad con lo dispuesto por las leyes”. Precepto que se encuentra también en el
artículo 14.1 de la Constitución alemana de Weimar, que reza: “La propiedad y el derecho a
la herencia están garantizados. Su naturaleza y sus límites serán determinados por las leyes”.
Respecto al derecho natural a la herencia, ya a finales del siglo XVII, Locke lo defendió
como consecuencia del deber de mantener y alimentar a la prole (Locke, 1953: 62-63).
Para el liberalismo es una consecuencia del derecho natural más importante: el derecho
sagrado e inviolable a la propiedad privada, que exigía una libertad total del propietario para
transmitir y adquirir bienes, sin ningún tipo de traba o limitación por parte del Estado. “Sin
el derecho de sucesión, la propiedad privada no se hallaría completa; en cuanto a los bienes
por nosotros adquiridos no llegaríamos a ser gran cosa más que usufructuarios vitalicios”
(Kipp, 1951:1). La teoría individualista como fundamento del derecho de herencia fue
adoptada por los jurisconsultos franceses autores del Código de Napoleón, por pandectistas
como Savigny y por civilistas españoles de la época de elaboración de nuestro Código Civil,
como Sánchez Román (Castán Tobeñas, 1989: 25).
17
Como indica Albiñana, la prohibición del alcance confiscatorio, “impedirá todo tipo de
colectivización de la propiedad mediante el impuesto” (Albiñana García Quintana, 1983).
18
“Estas precisiones se consideran necesarias a la vista de las corrientes que propugnan,
cada vez con mayor énfasis, el ataque a la propiedad privada, en el momento de su transmisión
causa hereditatis y por medio de una fiscalidad cada vez más rigurosa. Aunque es obvio
que un impuesto de este tipo no es inconstitucional, bueno será recordar los límites que la
propia Constitución impone: que el tal impuesto no tenga carácter confiscatorio (art. 31.1) y
que no atente a la situación ‘social, económica y jurídica de la familia’ (art. 39.1)” (Garrido
Falla, 1985: 696-697).
La financiación de la renta básica y el impuesto sobre las herencias 209

do el gravamen de las herencias y su distribución en forma de “Capital


Básico” al principio de igualdad de oportunidades, resulta plenamente
coherente con los principios y valores de la Constitución de 1978. Esto se
debería a que el principio liberal de igualdad de oportunidades, y su logro
por medio del sistema tributario, se encuentra sancionado en los arts. 9.2
y 31.1 de la Carta Magna, preceptos que recogen, respectivamente, el
principio de igualdad material y el principio tributario de progresividad19.
Desde mi punto de vista, de la conjunción de ambas disposiciones se
puede concluir que la Constitución Española (en adelante, CE) sanciona
el uso del tributo para hacer efectiva la igualdad de oportunidades. De
esta forma, el tributo no sólo estaría llamado a sostener el gasto público,
sino también a convertirse en un instrumento de transformación social,
con una clara finalidad extrafiscal20.

19
Artículo 9.2 CE: “Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones
para que la libertad e igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales
y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la
participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.
Artículo 31.1 CE: “Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo
con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios
de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”.
20
En mi opinión, ésta es la idea que late en la doctrina del Tribunal Constitucional
desde sus Sentencias más antiguas. Así, en la paradigmática Sentencia del Tribunal
Constitucional 37/1987, de 26 de marzo, el máximo intérprete de la Constitución admitió
la constitucionalidad de los fines no fiscales de los tributos siempre que, “sin desconocer o
contradecir el principio de capacidad económica [...], respondan principalmente a criterios
económicos o sociales orientados al cumplimiento de fines [...] que la CE preconiza o
garantiza” (FJ 13º). En esta Sentencia, el TC dice: “Es cierto que la función extrafiscal del
sistema tributario estatal no aparece explícitamente reconocida en la Constitución, pero
dicha función puede derivarse directamente de aquellos preceptos constitucionales en los
que se establecen principios rectores de política social y económica (señaladamente, arts.
40.1 y 130.1), dado que tanto el sistema tributario en su conjunto como cada figura tributaria
concreta forman parte de los instrumentos de que dispone el Estado para la consecución de
los fines económicos y sociales constitucionalmente ordenados” (FJ 16º). Por otro lado, la
vinculación del principio de progresividad tributaria con la distribución más equitativa de
los recursos se reconoce en la Sentencia 27/1981, de 20 de julio, del TC, donde se establece,
al hablar de la progresividad del art. 31.1 CE, que “una cierta desigualdad cualitativa es
indispensable para entender cumplido este principio. Precisamente, la que se realiza mediante
la progresividad global del sistema tributario en que alienta la aspiración a la redistribución
de la renta”, vincula la redistribución requerida por el art. 31.1 CE a la redistribución de la
renta como principio rector de la política económica del art. 40.1 CE (FJ 4º). En idéntico
sentido, otras Sentencias posteriores, entre ellas, STC 45/1989, de 20 de julio; STC 54/1993,
210 Pilar Navau Martínez-Val

La finalidad extrafiscal de índole distributiva –o redistributiva– del


producto social, en aras del principio de igualdad material, se encontra-
ría también sancionada constitucionalmente en el artículo 33.2 CE, al
afirmarse que el derecho a la propiedad privada y a la herencia tienen
una función social que delimita su contenido. Concretamente, como
indica Pérez Luño, “la aplicación del principio de la función social a la
herencia tiene como fin insistir expresamente en la superación de la con-
cepción individualista de tal derecho, en estricta correspondencia con la
nueva dimensión asignada a la propiedad” (Pérez Luño, 1983: 425-426).
Supone, por lo tanto, imponer al heredero condiciones y deberes en el
ejercicio de su derecho al disfrute de la herencia. Y esto puede significar
compartir con la colectividad un porcentaje de su adquisición hereditaria
a través de la financiación del “Capital Básico” o de la RB, en línea con
la propuesta de “herencia social” de Stuart White. Afectando el impuesto
hereditario a la financiación de la Renta Básica, se detraerían ingresos de
los ciudadanos con herencias más cuantiosas, los ciudadanos más aven-
tajados, y estos recursos compensarían las desigualdades arbitrarias de
“mala suerte bruta” hacia quienes han nacido en el seno de una familia
menos aventajada. Todo ello garantizaría una aportación efectiva y real
del impuesto hereditario a la igualación de las oportunidades sancionada
por el artículo 9.2 de la Constitución Española21.
No obstante, volviendo a lo explicado al comienzo de este epígrafe,
el principal obstáculo que presenta la propuesta de Stuart White es la
intensidad de las alícuotas que propone, que se sitúan en tres escalones
de, respectivamente, un 50 por 100, 70 por 100 y 100 por 100 (White,
2003: 185-186). Resulta imprescindible, para que el modelo de RB
financiado con cargo al impuesto sucesorio sea constitucional, que se

de 15 de febrero; STC 134/1996, de 22 de julio, STC 76/1990, de 26 de abril, FJ 6º y STC


327/2006, de 20 de noviembre, FJ 4º.
21
El impuesto hereditario es un tributo que se presta de forma especial a la afectación
de su rendimiento a políticas de gasto público relacionadas con la igualdad de oportunidades.
Varios autores han realizado propuestas en este sentido. Así, por ejemplo, Dworkin vincula
los fondos recaudados con este impuesto a la política educativa. Para este autor, el gobierno
no debería usar la recaudación del impuesto sucesorio para financiar prestaciones sanitarias
o el subsidio de desempleo, los cuales deberían ser sostenidos por el impuesto sobre la renta
(Dworkin, 2000: 349). Por otro lado, White cita la propuesta de Ackerman y Alstot de una
beca de 80.000 dólares para todo ciudadano que cumpla la mayoría de edad (así como otras
condiciones) financiada con cargo al impuesto hereditario. También es el caso de la ACE
de Nissan y Legrand (White, 2003: 188).
La financiación de la renta básica y el impuesto sobre las herencias 211

respeten los tres principios explicados más arriba: derecho a la herencia,


principio de no confiscatoriedad tributaria y principio de protección a
la familia. Habría que preguntarse si alícuotas que superan el 50 por
100 de la porción hereditaria –el modelo de White es un impuesto a las
hijuelas o porciones hereditarias– son compatibles con estos principios.
¿Cómo podría conjugarse la función social de la herencia con el derecho
a heredar, especialmente con el derecho a heredar el patrimonio fami-
liar de los padres? El porcentaje concreto reflejaría la proporción de la
herencia recibida que se entiende que no se encuentra legitimada desde
una perspectiva de equidad, por proceder de circunstancias azarosas y no
elegidas, y colocar al perceptor en una situación de ventaja competitiva
injusta que vulnera el principio de igualdad de oportunidades. El resto
de porción hereditaria, lo que no fuera detraído a través del impuesto, se
entendería que responde al derecho a la herencia.
Pues bien, el propio Stuart White es consciente de que hay que llegar
a un equilibrio entre principios opuestos, pues en su obra reconoce que
una alícuota del 100 por 100 podría vulnerar la libertad del decuius para
efectuar lo que él denomina “expressive transfers” y “affective trans-
fers”. Las primeras se pueden traducir como la libertad para realizar
aportaciones gratuitas a asociaciones y/o causas con las que el donante
se siente comprometido desde sus creencias políticas, religiosas, cívicas,
etc. En tanto que tales donaciones son expresivas de creencias individua-
les, la libertad de realizarlas sin un gravamen debería protegerse hasta
cierto punto. Por otro lado, se encontrarían las “affective transfers”. Se
trataría de transferencias gratuitas en el ámbito familiar que, tanto si son
inter vivos como mortis causa, serían una expresión de amor y afecto y
jugarían un importante papel en el mantenimiento de una continuidad
intergeneracional, la cual sería muy relevante para la identidad personal
del individuo (White, 2003: 181-182). Para llegar a un equilibrio entre
la financiación del “Capital Básico” y la libertad individual para realizar
ambos tipos de transferencias, Stuart White propone que el impuesto so-
bre adquisiciones gratuitas incorpore exenciones tanto para los donativos
con fines caritativos o cívicos como para los regalos entre esposos. Para
las transmisiones intergeneracionales de riqueza, su propuesta es permitir
a cada descendiente una cuota vitalicia del impuesto sobre adquisiciones
gratuitas libre de gravamen para recibir donaciones y herencias de la
anterior generación. Sería un tramo individual, libre de impuesto, que se
asignaría a cada ciudadano y en el cual se irían contabilizando acumu-
lativamente las donaciones y legados recibidos de los ascendientes a lo
212 Pilar Navau Martínez-Val

largo de la vida. Por encima de esa cuota, todas las donaciones y herencias
recibidas de la generación anterior serían gravadas por los tipos intensa-
mente progresivos que se han descrito antes (White, 2003: 185)22.
La propuesta de White es interesante y, desde mi punto de vista,
resultaría plenamente constitucional. Las exenciones y la cuota vitalicia
libre de gravamen configuran un tributo que, a pesar de lo elevado de las
alícuotas, resulta respetuoso con el principio constitucional de protección
a la familia (art. 39.1 CE) y con el derecho a la herencia (art. 33.1 CE),
preceptos constitucionales que concretan, en el ámbito del impuesto su-
cesorio, el principio de no confiscatoriedad del art. 31.1 CE23. La fijación
de una cuota vitalicia, libre de gravamen, lo suficientemente amplia puede
compaginar la función social de la herencia exigida por la igualdad de
oportunidades (arts. 9.2, 31.1 y 33.2 CE) con el respeto hacia la libertad

22
White, para poder implantar esta cuota vitalicia libre de impuesto, es favorable al
modelo de impuesto hereditario tipo “Accessions Tax”, es decir, como un impuesto a las
hijuelas o porciones hereditarias al que se sumaría un gravamen sobre todas las adquisiciones
gratuitas inter vivos, recibidas a lo largo de la vida del heredero y/o donatario. Se trata de
un modelo de impuesto sobre adquisiciones gratuitas “que, además, tendría la ventaja de
que el donante se vería incentivado a elegir un mayor número de donatarios y a aquéllos
que previamente hubieran recibido menos herencias y donaciones, lo cual incentiva ya la
redistribución voluntaria de riqueza desde quien más recursos posee a quienes menos tienen”
(White, 2003: 186). También a favor del “Accessions Tax”, como modelo de impuesto
sucesorio que mejor refleja la idea de justicia social subyacente en el liberalismo igualitario,
se muestran Nagel y Murphy: “A tax levied on donors is ill suited to this conception of
justice, since it is insensitive to the relative positions of potential donees –the people among
whom (a degree of) equality of opportunity is required” (Murphy y Nagel, 2002: 156).
23
Tradicionalmente, uno de los argumentos con mayor fuerza “emocional” en contra
de los impuestos sobre las herencias, ha sido la idea de que las transferencias mortis causa
tienen lugar en el ámbito estrictamente familiar y, por ende, privado, en el cual la intervención
de los poderes públicos no tiene cabida. “Earnings, by contrast, are acquired in the public
sphere, where transactions are at arm’s length and the regulative role of the government is
taken for granted” (Murphy y Nagel. 2002: 146). Estos autores van más allá que White y
abogan por gravar íntegramente las transmisiones intergeneracionales de riqueza. Entienden
que la idea de que el Estado no está legitimado para intervenir en el ámbito privado, en
lo que se refiere a las herencias de padres a hijos, es errónea. Llega un punto en el que las
transacciones privadas, en sus efectos acumulativos, “make a difference that is publicly
important […] At that point, the personal becomes political and leaves the private sphere that
is rightly protected against government intrusion. Most interpersonal gifts do not generate
large economic consequences, but the intergenerational transmission or real wealth does;
it cannot claim the protection of privacy against taxation to the recipient” (idem).
La financiación de la renta básica y el impuesto sobre las herencias 213

de los miembros de la familia para, dentro de este ámbito privado, trans-


ferir recursos los unos a los otros24.
Respecto a la no confiscatoriedad, añadir que no se vulneraría en el
modelo de impuesto sucesorio que propone White, a pesar de situar las
tres alícuotas en niveles del 50, 70 y 100 por 100 por encima de la cuota
vitalicia libre de impuesto. El Tribunal Constitucional ha afirmado que
la no confiscatoriedad no es más que “otra exigencia lógica que obliga
a no agotar la riqueza imponible –sustrato, base o exigencia de toda im-
posición– so pretexto del deber de contribuir” (STC 159/1990, F. J. 9º).
En este sentido, la doctrina ha interpretado que esto se produce “desde el
momento en que [el impuesto] absorbe recursos necesarios para que el
contribuyente mantenga su capacidad económica productiva en el mismo
nivel que, antes del hecho gravado por el impuesto, tenía”, conduciendo
a situaciones “en las que la renta que queda disponible, después de pa-
gar, es tan reducida que no compensa el coste, el riesgo, el esfuerzo que
supone obtenerla” (Pérez de Ayala, 1986: 64-66). Se trata de algo que no
va a suceder en el caso de parientes de grado más lejano al cónyuge o a la
línea ascendiente y descendiente. Los herederos de grados más distantes,
así como los extraños al decuius, si tienen que renunciar a un porcentaje
superior al 50 por 100 de su porción hereditaria, quedan como poco igual
a la situación en la que se encontraban antes de aceptar la herencia, pues
el incremento de riqueza que ésta supone es un “unearned increment” o
“windfall gain”, al cual no se puede decir, de acuerdo con los principios
de justicia social liberal que se han expuesto más arriba, que tengan un
título legítimo de adquisición, por ser el resultado del azar y no del es-
fuerzo o de una decisión económica del adquirente.
Además, el principio de no confiscatoriedad debe ponerse en relación
con el principio de equidad en la asignación del gasto público (art. 31.2
CE). Esta relación ha llevado a parte de la doctrina a afirmar que la fija-
ción de “gastos que no respondieran a la finalidad pública podría conlle-
var la calificación de los mismos como confiscatorios y a su vez también
se produciría una tributación confiscatoria” (García Dorado, 2002: 98).
Del mismo modo, en mi opinión, un gasto público consistente en el pago
de un ingreso incondicional a todo ciudadano, debe equilibrar la tacha
automática de confiscatoriedad a un tributo cuya alícuota sea de un 50 por

24
“It can be argued [...] that a limited freedom of this kind, though not necessarily any-
thing like unrestricted freedom of transfer, is essential to the authentic expression of affection
between family members, and should be respected for this reason” (White, 2003: 92).
214 Pilar Navau Martínez-Val

100 o mayor, en tanto que este impuesto estaría afectado a un gasto social
dirigido a incrementar la porción de recursos sociales que se asignaría a
cada ciudadano, incluido el ciudadano gravado por el impuesto.

2. VALORACIÓN DEL MODELO DE FINANCIACIÓN DE LA RB


CON EL IMPUESTO HEREDITARIO: VENTAJAS E INCON-
VENIENTES DE SU APLICACIÓN AL DERECHO POSITIVO
ESPAÑOL

Justificada así, tanto desde el punto de vista filosófico como cons-


titucional, la idoneidad del impuesto hereditario como instrumento de
financiación de la Renta Básica, habría que examinar a continuación las
ventajas e inconvenientes que presentaría este modelo de financiación
en su aplicación al Derecho positivo español.

1.1. Ventajas

1.1.1. Solución para legitimar el impuesto sucesorio en los


modernos sistemas fiscales frente a la situación de crisis
actual de este tributo

Durante los dos primeros tercios del siglo XX, el impuesto hereditario
vivió una época de gran acogida y esplendor. Era un tributo plenamente
aceptado a nivel doctrinal y político25. Se compartía la teoría por la cual
uno de los fundamentos de equidad de este impuesto, el más importante,
era la necesidad de corregir el resultado distributivo de la herencia, tal y
como se ha explicado más arriba. Para ello se diseñaron impuestos suce-
sorios con alícuotas fuertemente progresivas, ya que sólo de este modo
se pensaba que sería posible provocar una redistribución apreciable con
la riqueza heredada y eliminar la ventaja competitiva indeseable que la
herencia otorgaba a determinados sujetos en las posiciones de partida

25
Como explicaba en su día el profesor Beltrán Flórez, “Coincidiendo aproximada-
mente con el paso del siglo XIX al siglo XX, se produce un cambio de actitud general en
los tratadistas. De la oposición casi sin excepciones al impuesto sobre las herencias, se pasa
a su aceptación como cosa natural” (Beltrán Flórez, 1945: 25).
La financiación de la renta básica y el impuesto sobre las herencias 215

del mercado26. Se ponía el acento, pues, en los herederos más ricos y en


la reducción de las acumulaciones de riqueza heredada generación tras
generación o, lo que es igual, en una política de nivelación hacia abajo
del patrimonio acumulado por herencia. Solamente tarifas intensamente
progresivas podían garantizar que la herencia dejara de resultar un obstá-
culo al principio de igualdad de oportunidades. Pues bien, tal estructura
del impuesto hereditario dio sus frutos: estudios empíricos demuestran
que “los impuestos sucesorios fuertemente progresivos que estuvieron
vigentes en Occidente durante este período han podido tener efectos nada
desdeñables en la distribución de la riqueza heredada”27.
El problema es que el impuesto sucesorio intensamente progresivo
empezó a ser objeto de rechazo por amplios sectores de contribuyentes
–así como por señalados representantes de la doctrina científica– a partir
de la segunda mitad del siglo XX28. Este rechazo popular y científico ha
26
En 1894 se introdujo, por vez primera en un país, el principio de progresividad en el
impuesto de herencias. Se trató de la reforma llevada a cabo en Gran Bretaña por Harcourt,
que encontró viva oposición en el Parlamento y se llegó a tachar de socialista. A esto, el
ministro replicó “entre irónico y resignado: ‘Todos somos socialistas ahora’. Desde la reforma
de Harcourt y hasta la Segunda Guerra Mundial los tipos del estate duty fueron elevándose
a un ritmo creciente. Se mantuvo la exención para las herencias inferiores a cien libras y
el tipo del 1 por 100 para las comprendidas entre cien y quinientas libras pero los demás
tipos sufrieron constantes incrementos: en 1914 el tipo marginal pasó a ser del 20 por 100,
en 1919 se volvieron a elevar los tipos hasta un 40 por 100 para las herencias superiores a
los dos millones de libras; en 1930 los tipos pasaron a estar comprendidos entre el 1 y el
50 por 100 y en 1940 el tipo marginal para herencias superiores a dos millones de libras
fue del 65 por 100” (Beltrán Flórez, 1945: 92-93).
27
Hay que destacar, a este respecto, los estudios de autores como Atkinson (1972)
y Harbury (1976), que en la década de los años setenta del siglo pasado concluían que el
impuesto hereditario produce “una reducción en el nivel a largo plazo de las herencias” y “si
bien es cierto que tales efectos sólo son detectables transcurridas varias generaciones de una
misma familia, lo cual condiciona la opción de política fiscal por un impuesto hereditario
con alícuotas fuertemente progresivas, ya que el fin político-social al que está llamado sólo
puede alcanzarse a muy largo plazo” (citados en Navau Martínez-Val, 2009: 221-225).
28
Los movimientos políticos de corte neoconservador, así como el neoliberalismo
individualista, vuelven a poner el acento en la legitimidad de la herencia como institución
distributiva de recursos sociales. Los argumentos, muy parecidos, suelen descansar en la idea
de que “no implica ningún gran mérito ni ninguna gran injusticia, la circunstancia de que
algunos nazcan de padres ricos, como tampoco el que otros nazcan de padres inteligentes o
virtuosos. Tan ventajoso es para la comunidad que al menos algunos niños puedan iniciar su
carrera en la vida con las ventajas que sólo las casas ricas pueden ofrecer, en determinados
momentos, como que otras criaturas hereden gran inteligencia o reciban mejor educación
en sus hogares” (Hayek, 1961:188-189).
216 Pilar Navau Martínez-Val

encontrado su reflejo en corrientes de política legislativa que propugnan


su supresión, supresión que ha sido lograda en ciertos casos29. Simpli-
ficando mucho, pues no es éste el lugar para analizar en profundidad
las causas de la crisis actual del impuesto sucesorio, se puede decir
que el impuesto hereditario fuertemente progresivo se encuentra en la
actualidad con el rechazo de una clase media cuyo patrimonio familiar
medio está constituido principalmente por al menos un inmueble –que
ha experimentado una notable revalorización como consecuencia del
boom inmobiliario de finales de los noventa– y que es el resultado del
ahorro de rentas del trabajo obtenidas con esfuerzo. Esta clase media
percibe que, mientras las grandes fortunas eluden el impuesto sucesorio
mediante complejos mecanismos de planificación fiscal, su patrimonio
familiar debe soportar alícuotas intensamente progresivas para poder
sostener instituciones del Estado del bienestar de las cuales las clases
medias no van a beneficiarse nunca, debido precisamente a lo selectivo de
muchas de las medidas de protección social. Esta situación ha provocado
un creciente hartazgo entre la clase media y un creciente rechazo hacia
impuestos directos progresivos como el impuesto hereditario o, en menor
medida, el impuesto sobre la renta30.
Se comparte en este trabajo, por tanto, la opinión de Stuart White de
que las sociedades occidentales contemporáneas contemplan el impuesto
sucesorio como una medida o instrumento de “nivelación hacia abajo”,
es decir, vinculado a un igualitarismo de homogeneización económica

29
Fue el caso de Estados Unidos, con la aprobación por el Presidente G. W. Bush, en
2001, de la Economic Growth and Tax Relief Reconciliation Act, que incluía una supresión
gradual del Estate Tax, que llegaría hasta sus últimas consecuencias en el año 2010, con su
abolición total y definitiva. No obstante, en 2002 el Congreso de este país limitó la abolición
del impuesto sucesorio, de modo que a partir de 1 de enero de 2011 volvió a entrar en vigor.
En Italia, Berlusconi aprobó un paquete de medidas fiscales mediante la Ley número 383, de
18 de octubre de 2001 (primi interventi per il rilancio dell’economia), en la que se llevaba
a efecto la abolición completa del impuesto de sucesiones y también del de donaciones.
Asimismo, dentro de la Europa Occidental, otros países que han suprimido el impuesto
son Suecia, donde el impuesto fue abolido en 2005, y Austria, país en el que se produjo la
abolición del impuesto sucesorio a partir de 1 de agosto de 2008.
30
De esta crisis del impuesto sucesorio en nuestro días se han lamentado autores
liberales como Dworkin, para quien el impuesto hereditario debería ser progresivo y tener
alícuotas lo suficientemente altas como para prevenir la estratificación económica. Y añade:
“In many countries inheritance taxes have decreased from historically high levels, and our
analysis shows that this decrease, however popular politically, may well be unjust” (Dworkin,
2000: 349).
La financiación de la renta básica y el impuesto sobre las herencias 217

en lo más bajo de la escala. La respuesta a esto consiste en explicitar la


conexión del impuesto hereditario con políticas de “nivelación hacia
arriba”. Esto se cumpliría afectando el tributo sucesorio a una política de
gasto público orientada hacia la igualdad “de elevación” de posiciones
de partida. Quedaría así claro que el impuesto no quiere arrebatar a un
grupo de ciudadanos ventajas que, de no existir el gravamen, disfruta-
rían, sino asegurar un elevado nivel inicial de oportunidades para todos
(White, 2003: 185)31.
Pues bien, la afectación del impuesto sucesorio a la financiación de la
Renta Básica podría relanzar también, en mi opinión, la legitimidad del
impuesto sucesorio frente al contribuyente de clase media. Todo heredero
sería consciente de que el impuesto que va a satisfacer se traduciría en
un beneficio, un ingreso universal e incondicionado, del cual todos los
ciudadanos, incluidos él mismo y sus hijos, van a poder disfrutar, sin las
barreras de los procesos selectivos de las medidas de protección social
del Estado del bienestar tal y como están hoy día diseñadas. Lo cual, pre-
sumiblemente, elevaría la percepción de legitimidad del tributo y, como
resultado, los problemas de evasión resultarían más manejables.

1.1.2. Solución para la tradicional objeción de falta de reci-


procidad que se ha opuesto a la institución de la Renta
Básica

Como es sabido, una de las tradicionales objeciones a la institución


de la Renta Básica es la crítica de Elster que, de forma muy sintética, se
puede resumir diciendo que parece contrario a la idea de equidad que
personas aptas para trabajar –los perceptores de Renta Básica que optan
por el ocio– vivan del trabajo de otros que sí financian con su esfuerzo
la garantía del ingreso básico (Rey Pérez, 2007: 319). Esta objeción
ha condicionado las propuestas de financiación de la Renta Básica a
través del IRPF, en las que se han planteado distintos mecanismos para
sortear la objeción de la falta de reciprocidad, como la introducción de
una bonificación para las personas que realicen actividades productivas
remuneradas (Pinilla y Sanzo, 2004: 33).
31
En la página 177 de la misma obra, este autor afirma: “the perceived legitimacy of
such taxation [taxation of wealth transfers] can arguably be enhanced, and thus potential
problems of implementation diminished, if such a tax is explicitly linked or hypothecated,
[...] to the institution of a right to basic capital”.
218 Pilar Navau Martínez-Val

La financiación de la Renta Básica a través del impuesto hereditario


evitaría la objeción del free-rider o de la falta de reciprocidad, en tanto
que el heredero que financia la Renta Básica se ha enriquecido, como se
ha ido explicando a lo largo de la primera parte de este trabajo, también
gracias al esfuerzo, industria o trabajo de otros, generalmente de sus
ascendientes. De hecho, el heredero de una cuantiosa fortuna tendría la
posibilidad de vivir ociosamente, dejando a otros el deber de trabajar
y contribuir al producto social, gracias al esfuerzo realizado por las
generaciones que le precedieron. Afectar un porcentaje del patrimonio
heredado al sostenimiento económico de la Renta Básica cumple, como
se ha puesto de manifiesto anteriormente, un objetivo de justicia distri-
butiva: quien se ha apropiado de más de lo que le corresponde en función
de su aportación al producto social, el heredero, devuelve ese exceso a la
comunidad en forma de ingreso igualitario para todos.

2.2. Inconvenientes

2.2.1. Escasez de la recaudación generada por el impuesto


hereditario para financiar una Renta Básica de cuantía
moderada

Frente al gran potencial recaudatorio del impuesto personal sobre la


renta o de los impuestos sobre el consumo, sin duda uno de los principales
inconvenientes que presentaría el impuesto hereditario como instrumento
de financiación de la Renta Básica sería su escasa recaudación. Se trata
de un problema que ya fue detectado por Van Parijs, y que lleva preci-
samente a este autor a proponer la financiación de la RB a través de un
impuesto sobre las rentas del trabajo32.

32
Van Parijs, como se ha indicado más arriba, afirma que un “ingreso básico al nivel del
valor per cápita de los recursos externos de la sociedad” significa “en un primer momento
[...] que el total de todo lo legado o donado en una sociedad debería ser sometido a un
impuesto del ciento por ciento y luego distribuido igualmente entre todos” (Van Parijs, 1996:
118). No obstante, a continuación matiza que “si queremos maximizar el ingreso básico
sosteniblemente es probable que lo apropiado sea una tasa de imposición bastante más baja”,
lo cual le lleva a la conclusión de que “una simple inspección de las cifras pertinentes te
diría que el ingreso básico que justificas de esa manera resulta espantosamente bajo” (idem).
De ahí que el autor belga entienda que una forma legítima de incrementar el ingreso básico
sea una imposición sobre las rentas del trabajo, por entender que “en la medida en que los
La financiación de la renta básica y el impuesto sobre las herencias 219

Si observamos la tendencia en todos los países de la OCDE, se detec-


ta, desde hace treinta años, una caída continuada en las cifras recaudadas,
tanto si comparamos los rendimientos del impuesto hereditario con el
volumen de ingresos impositivos totales como si se compara la recauda-
ción de este tributo con el PIB (Barberán Lahuerta, 2005: 70-72). Así, la
media total de los países de la OCDE ha pasado de una recaudación, en
concepto de impuesto sucesorio, del 1,15 por 100 respecto del total de
los ingresos fiscales en 1965 a un 0,51 por 100 en 1997. Concretamente,
en España se ha pasado de un 0,97 por 100 de ingresos por impuesto
sucesorio respecto del total de ingresos fiscales en 1965, a un 0,57 por
100 en 1997. Según los últimos datos recaudatorios proporcionados por
Eurostat, los gravámenes hereditarios representaron una media del 0,2 por
100 del PIB en la Unión Europea de los veintisiete, en el año 2006, con
un amplio marco, que se movería entre el 0,7 por 100 del PIB de Bélgica
hasta el 0,02 por 100 de Portugal, Eslovaquia o Lituania, pasando por el
0,5 por 100 del PIB de Francia y España33.
Si se comparan estas cifras con el coste que algunos autores han
estimado para una Renta Básica en nuestro país que cubra las necesida-
des esenciales de todo ciudadano y que lo situaban en un 3 por 100 del
PIB para 2002 (Pinilla, 2002: 7-8), se revela que el impuesto sucesorio
español genera ingresos que resultarían manifiestamente insuficientes
para financiar una Renta Básica universal que pudiera aspirar a igualar
oportunidades para desarrollar proyectos de vida libremente elegidos por
los ciudadanos (Rey Pérez, 2007: 409-410).
En mi opinión, dadas estas cifras de recaudación, que apenas podrían
verse incrementadas –o incluso podrían verse disminuidas– si se eleva-
ran las alícuotas hasta los niveles descritos más arriba en la propuesta
de Stuart White, el impuesto hereditario podría ser un recurso útil si lo
configuramos como fuente de financiación complementaria de otros
impuestos, como podría ser un impuesto personal sobre el consumo.
Concretamente para nuestro país, dado el carácter del impuesto sucesorio
empleos son escasos, quienes los tienen se apropian de una renta a la que legítimamente
se le pueden establecer impuestos” (ídem). En este sentido, Pinilla y Sanzo han destacado
cómo la RB implica un nuevo pacto socioeconómico que va más allá del empleo, de modo
que éste no sea la única forma de participación activa en la sociedad y que las personas no
puedan ser condenadas a la pobreza o a la falta de bienestar por no disponer de un empleo
asalariado: el acceso al empleo habría dejado de ser un medio suficiente de reparto de la
renta social (Pinilla y Sanzo, 2004: 13).
33
http://ec.europa.eu/eurostat.
220 Pilar Navau Martínez-Val

como tributo cedido, con amplias competencias normativas, a las Comu-


nidades Autónomas, opino que resultaría adecuado para financiar una
Renta Básica –como la propuesta por Pinilla y Sanzo– diversificada por
territorios; es decir, con un tramo estatal igual para todos los españoles
–a financiar vía impuesto sobre la renta o imposición sobre el consumo–
y un tramo autonómico complementario del estatal destinado a ajustar
el nivel de Renta Básica a las necesidades propias de cada Comunidad
Autónoma (Pinilla y Sanzo, 2004). No obstante, como se examinará a
continuación, la afectación del impuesto sucesorio a un tramo autonómico
de la Renta Básica podría plantear problemas de igualdad tributaria en
el ámbito territorial.
Otra opción alternativa, ante la insuficiencia de recursos generados
por el impuesto sucesorio, sería alterar el modelo de Renta Básica que se
pretende financiar. Así, en lugar de fijarse como meta el allegar ingresos
suficientes para una Renta Básica concebida como ingreso universal e
incondicionado vinculado a la noción de ciudadanía, se podría conectar el
impuesto sucesorio con la financiación de una Renta Básica condicionada
a la aplicación de la misma a la realización de actividades relacionadas
con la participación productiva en la comunidad y, especialmente, a la
igualación de oportunidades entre todos los ciudadanos, al modo del
“Basic Capital” propuesto por Stuart White. Esto supondría, obviamen-
te, optar por un modelo de Renta Básica que se aleja del concepto de
ingreso universal e incondicionado propio del liberalismo igualitario de
Van Parijs y se aproxima más a la concepción republicana. La opción
entre un modelo incondicionado de Renta Básica y otro supeditado al
cumplimiento de determinados requisitos, sería una decisión política en
la que podrían influir varios factores, siendo uno de ellos el examen de
los recursos potenciales proporcionados por las fuentes de financiación
que estarían al alcance de la comunidad política.

2.2.2. Cesión de potestades normativas a las CCAA de régimen


financiero común en materia de impuesto hereditario en
España

A diferencia de lo que sucede con otros impuestos que se configuran


como potenciales fuentes de recursos para implantar la Renta Básica, el
impuesto hereditario en España se caracteriza hoy por la amplísima cesión
de potestades normativas a las Comunidades Autónomas, potestades que
La financiación de la renta básica y el impuesto sobre las herencias 221

alcanzan especial intensidad en lo que se refiere a la cuantificación de la


cuota a ingresar por este tributo. En efecto, las Comunidades Autónomas
pueden legislar sobre el tipo o tarifa aplicable al impuesto sucesorio –pu-
diendo incluso elegir entre un tipo fijo o una escala progresiva– y sobre todo
tipo de beneficios fiscales a aplicar en la base imponible y en la cuota34. El
alcance de estas competencias normativas ha llevado, en los últimos años, a
muchas Comunidades Autónomas de régimen financiero común a suprimir
de facto35 –mediante bonificaciones– este impuesto para la familia más
34
Resulta clave, en este punto, la Ley 22/2009, de 18 de diciembre, por la que se
regula el sistema de financiación de las Comunidades Autónomas de régimen común y
Ciudades con Estatuto de Autonomía y se modifican determinadas normas tributarias, en
su artículo 48: “Alcance de las competencias normativas en el Impuesto sobre Sucesiones y
Donaciones. 1. En el Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones, las Comunidades Autónomas
podrán asumir competencias normativas sobre: a) Reducciones de la base imponible: Las
Comunidades Autónomas podrán crear, tanto para las transmisiones ``ínter vivos´´, como
para las mortis causa, las reducciones que consideren convenientes, siempre que respondan
a circunstancias de carácter económico o social propias de la Comunidad Autónoma de que
se trate. Asimismo, las Comunidades Autónomas podrán regular las establecidas por la
normativa del Estado, manteniéndolas en condiciones análogas a las establecidas por éste o
mejorándolas mediante el aumento del importe o del porcentaje de reducción, la ampliación
de las personas que puedan acogerse a la misma o la disminución de los requisitos para
poder aplicarla. Cuando las Comunidades Autónomas creen sus propias reducciones, éstas
se aplicarán con posterioridad a las establecidas por la normativa del Estado. Si la actividad
de la Comunidad Autónoma consistiese en mejorar una reducción estatal, la reducción
mejorada sustituirá, en esa Comunidad Autónoma, a la reducción estatal. A estos efectos, las
Comunidades Autónomas, al tiempo de regular las reducciones aplicables deberán especificar
si la reducción es propia o consiste en una mejora de la del Estado. b) Tarifa del impuesto.
c) Cuantías y coeficientes del patrimonio preexistente. d) Deducciones y bonificaciones
de la cuota. Las deducciones y bonificaciones aprobadas por las Comunidades Autónomas
resultarán, en todo caso, compatibles con las deducciones y bonificaciones establecidas en
la normativa estatal reguladora del impuesto y no podrán suponer una modificación de las
mismas. Estas deducciones y bonificaciones autonómicas se aplicarán con posterioridad a
las reguladas por la normativa del Estado. 2. Las Comunidades Autónomas también podrán
regular los aspectos de gestión y liquidación. No obstante, el Estado retendrá la competencia
para establecer el régimen de autoliquidación del impuesto con carácter obligatorio en las
diferentes Comunidades Autónomas, implantando éste conforme cada Administración
autonómica vaya estableciendo un servicio de asistencia al contribuyente para cumplimentar
la autoliquidación del impuesto”.
35
Esta supresión fáctica del Impuesto sobre Sucesiones y Donaciones ha sido criticada
a nivel doctrinal, por suponer por parte de las Comunidades Autónomas una extralimitación
en el ejercicio de sus potestades normativas, así como una vulneración de los principios
constitucionales de solidaridad y coordinación (López Casasnovas y Durán-Sindreu, 2008
y Navau Martínez-Val, 2009: 420-446).
222 Pilar Navau Martínez-Val

próxima, cónyuges y parientes en línea recta consanguínea del causante;


supresión que ha afectado aproximadamente a un 80 por 100 de las decla-
raciones presentadas por el impuesto hereditario, al estar la mayoría de los
herederos encuadrados dentro de estos grupos de parientes36.
Pues bien, si partimos de que uno de los principios esenciales de la
Renta Básica, tal y como se concibe y se fundamenta esta institución
desde el liberalismo igualitario, es el de igualdad de ingreso básico para
todos los ciudadanos integrantes de una misma comunidad política,
resulta claro que sólo el Estado podría garantizar un nivel homogéneo
de Renta Básica para todo ciudadano español o residente en España, de
ahí que los tributos que resultan más idóneos para allegar recursos para
financiar el ingreso básico sean impuestos estatales en los que el Estado,
como ente político dotado de poder tributario, disponga de un amplio
margen de maniobra para modular el procedimiento de cuantificación de
la deuda tributaria a satisfacer por cada contribuyente. Esta circunstancia
no se da en la actualidad en el caso del impuesto sucesorio, a pesar de su
condición de tributo estatal, ya que las competencias de cuantificación de
la deuda tributaria para el Estado son meramente residuales, aplicándose
la legislación estatal tan sólo en defecto de normativa autonómica. Por
tanto, el impuesto hereditario sólo es ya un instrumento de financiación
viable para el tramo autonómico dentro de un modelo de Renta Básica
diversificado por territorios, al que se ha hecho referencia más arriba.
En este modelo cada Comunidad Autónoma fijaría un complemento al
tramo estatal de Renta Básica, a fin de ajustar su cuantía a los umbrales de
necesidades básicas propios de su territorio, pudiendo incluso no fijarse
ningún complemento si se estimara el tramo estatal como suficiente.
El grave inconveniente que presenta un modelo de Renta Básica con
tramo autonómico financiado a través de un impuesto hereditario con
amplias competencias normativas autonómicas, es que existe el peligro
de que se generen graves desigualdades territoriales desde el punto de
vista financiero y, especialmente, de la equidad tributaria. En efecto,
quedaría abierta la puerta para que las Comunidades Autónomas con
mayor nivel de vida, es decir, con mayores precios medios de la cesta
de bienes y servicios que cubren las necesidades básicas, que en teoría

36
Vid., por su carácter ilustrativo, el trabajo empírico de Barberán Lahuerta, en el
que se estudian más de 10.000 muestras de liquidaciones y autoliquidaciones del Impuesto
sobre Sucesiones y Donaciones presentadas en la Comunidad Autónoma de Aragón entre
los años 1998 y 2000 (Barberán Lahuerta, 2006).
La financiación de la renta básica y el impuesto sobre las herencias 223

son las que deberían implantar mayores complementos al tramo estatal


de Renta Básica, decidan no establecer ningún complemento debido a
la resistencia que opondría al pago del impuesto sucesorio una mayoría
de contribuyentes que, en estas Comunidades de mayor nivel de vida,
ostentan unos niveles de renta y riqueza personal más elevados. A los
dirigentes políticos de estas Comunidades Autónomas les resultaría más
rentable electoralmente seguir la estela de las más recientes tendencias de
política legislativa orientadas a la supresión del impuesto sucesorio, su-
presión que supondría la inexistencia de un tramo autonómico de la Renta
Básica. Se trataría de Comunidades Autónomas que, desde el punto de
vista ideológico, no compartirían el fundamento de equidad del impuesto
hereditario como instrumento para redistribuir recursos que, a través de
la institución de la herencia, se habrían repartido generando importantes
desigualdades de partida entre los ciudadanos. El resultado de conjunto
para un país con una estructura territorial del poder financiero como la
española, sería que en aquellas Comunidades Autónomas más ricas, con
mayores niveles de renta per cápita, el ingreso básico garantizado por los
poderes públicos a los ciudadanos sería de cuantía menor, al no existir
tramo autonómico, que en aquellas Comunidades Autónomas con menor
renta per cápita, donde una mayoría de votantes sí apoyaría el impuesto
sucesorio como instrumento de redistribución de recursos mediante su
afectación a un complemento de la Renta Básica. Esta situación podría
generar cambios de residencia, por parte de los contribuyentes más ricos,
hacia Comunidades Autónomas en las que no existiera impuesto suceso-
rio ni tramo autonómico de Renta Básica. Todo ello podría vulnerar los
principios constitucionales de coordinación de las Haciendas autonómi-
cas con la Hacienda estatal y de solidaridad interterritorial (arts. 2 y 156.1
CE). Asimismo se podría violentar el principio de equidad tributaria del
art. 31.1 CE, en tanto que precisamente los ciudadanos que percibieran
herencias más cuantiosas contribuirían menos a la financiación de la
Renta Básica y, por consiguiente, a la igualación de posiciones de partida,
que los ciudadanos menos aventajados.

2.2.3. Posible efecto anti-incentivo sobre el causante y su estí-


mulo al trabajo y al ahorro

Una de las desventajas que podría presentar un modelo de Renta


Básica financiada a través del impuesto hereditario, sería que los futu-
224 Pilar Navau Martínez-Val

ros causantes, al percatarse de que sus potenciales herederos deberán


satisfacer un impuesto que les hará compartir su herencia, a través del
ingreso básico, con toda la colectividad –incluidos los individuos que
opten por el ocio como plan de vida–, se vean desalentados a la hora de
trabajar y ahorrar. Pueden reducirse sus estímulos al trabajo y al ahorro
ante la perspectiva de que parte del patrimonio que acumulen irá a parar
a individuos ociosos que no aportan nada a la colectividad. Éste sí resul-
ta un claro inconveniente, ya que una de las características del sistema
financiero que se está buscando es su sostenibilidad económica a lo largo
del tiempo37.
Por ello, para prevenir este posible efecto “anti-incentivo” en el de-
cuius, habría que permitir cierto nivel de desigualdad distributiva proce-
dente de la herencia. Es algo que admiten tanto Van Parijs como White.
Así, para Van Parijs, conservar la institución de la herencia puede incen-
tivar a los padres a “cuidar de los activos que ellos mismos han heredado
(menor gasto, menor deterioro) así como puede provocar que muestren
un mayor entusiasmo a la hora de crear nuevos activos (trabajando más y
ahorrando de manera más general)” (Van Parijs, 1996: 130)38. Para Stuart
White, el Gobierno no debería reducir las desigualdades resultantes de la
herencia por debajo del nivel “maximín”, es decir, aquél a partir del cual

37
“El hecho de que un ingreso básico haya sido introducido y que se espere que
permanezca, y el hecho de que esté siendo financiado, conduce de manera especial a efectos
significativos [...] sobre la oferta de tiempo y esfuerzo laboral, y también –en la medida en
que el capital es de propiedad privada– sobre la oferta de los ahorros y de las inversiones.
Todo esto sugiere que [...] deberemos seleccionar la estructura de impuestos [...] que pueda
generar de manera duradera la más alta producción, y que las tasas del impuesto deberán
situarse en el nivel correspondiente al pico del ‘hiperplano de Laffer’ Asociado, es decir, a
la más alta imposición que se pueda generar de manera duradera bajo ese tipo de régimen”
(Van Parijs, 1996: 60).
38
En consecuencia, indica Van Parijs, “la preocupación auténticamente liberal por
conseguir leximinizar la libertad real recomendará cierta divergencia de la igualdad estricta
de recursos, y no precisamente para favorecer a la Hormiga en perjuicio de la Cigarra ni
lo contrario, sino para permitir que tanto las Cigarras como las Hormigas se conviertan en
padres ricos que retengan más que su parte de los recursos externos, en vista de los efectos
del incentivo ‘retroactivo’” (Van Parijs, 1996: 130-131). Es decir, que para leximinizar la
libertad real, la institución de la herencia es buena en tanto que puede permitir que los padres
vayan creando un capital familiar, parte del cual será redistribuido en forma de ingreso
básico. Y todo ello a pesar de que para el filósofo belga la herencia en sí sería contraria al
principio de igualdad de recursos externos, en el sentido de que los recursos que se dejan
a alguien en herencia suponen un coste de oportunidad para los demás.
La financiación de la renta básica y el impuesto sobre las herencias 225

mayores reducciones de la desigualdad reducirían el nivel absoluto de


oportunidad de educación o acceso a la riqueza del que disfrutan, respecto
a estos bienes, los peor situados (White, 2003: 92)39.
Pues bien, esta posible objeción del decuius hacia el tándem for-
mado por la Renta Básica y el impuesto hereditario podría sortearse,
al menos en parte, si se opta por una estructura adecuada del impuesto
sucesorio, como la que propone Stuart White, con exenciones entre
esposos y una cuota vitalicia libre de impuesto para los descendien-
tes. Además, si el futuro causante de la herencia es consciente de los
beneficios sociales que se logran con la Renta Básica, tanto al redis-
tribuir oportunidades como con su función preventiva de situaciones
de exclusión social y pobreza, y por tanto a favor de la estabilidad de
la comunidad, aceptará el impuesto hereditario como instrumento para
conseguir estos objetivos y no permitirá que el impuesto y la afecta-
ción de sus ingresos condicionen sus decisiones de trabajo e inversión.
Al revés, si es consciente de los efectos positivos de la Renta Básica
como institución, percibirá que sus esfuerzos de trabajo e inversión y
ahorro benefician, a largo plazo, a la colectividad como un todo y, en
este sentido, que el patrimonio que acumule pertenece a generaciones
futuras de ciudadanos, no solamente a sus herederos, cumpliendo así
la función social de la herencia reconocida constitucionalmente (art.
33.2 CE), a la que me he referido más arriba. Esto será más probable si
el modelo de Renta Básica por el que se opta no es el de Renta Básica
incondicional, sino condicionada a la realización de actividades ligadas
al ámbito educativo y/o de iniciativa empresarial.

3. BREVE CONCLUSIÓN

La propuesta de Stuart White de impuesto sucesorio progresivo


vinculado a una institución similar a la Renta Básica, como es su “Basic
Capital”, encuentra encaje en nuestro texto constitucional, respetando
y aplicando principios tan importantes como el de igualdad material,
progresividad y no consfiscatoriedad tributarias, derecho a la herencia,
función social de la herencia y protección a la familia. Creo que, tal y

39
Donde este autor añade: “Nevertheless [...], the maximin levels of inequality in
educational and inheritance wealth, could be high, leaving society with clear class differences
based on educational privilege and differential inheritance of wealth”.
226 Pilar Navau Martínez-Val

como lo estructura este autor, resulta un modelo de tributo sucesorio en el


que se llega a una solución de compromiso entre principios tan opuestos
como la abolición de la institución hereditaria, en un extremo, y el ius
disponendi absoluto e ilimitado del decuius, en el extremo opuesto.
El problema, como se ha explicado a lo largo del trabajo, es la insu-
ficiencia recaudatoria de este modelo de impuesto para hacer realidad
una Renta Básica universal e incondicional. Desde mi punto de vista,
resulta preferible una Renta Básica incondicional, a una institución como
el “Basic Capital” de White, cuyo uso se encontraría condicionado a un
catálogo concreto de actividades. Simplemente opino que una Renta
Básica no condicionada es más respetuosa con la libertad del individuo.
Por ello, creo que un modelo de impuesto sucesorio como el que propone
White resultaría el complemento indispensable de otro impuesto llamado
a constituirse en la principal fuente de recursos de la Renta Básica. Hablo
del impuesto personal y progresivo sobre el consumo personal (impues-
to tipo “cash-flow”). La combinación del impuesto personal sobre el
consumo y un impuesto sobre adquisiciones gratuitas tipo “Accessions
Tax” como el descrito más arriba, constituye, en mi opinión, el modelo
de sistema impositivo más adecuado para hacer de la Renta Básica una
realidad. Se trata de un modelo cuyo diseño no es nuevo, sino que ya fue
propuesto para el ordenamiento tributario de Gran Bretaña en 1977 de la
mano de la Comisión Meade, inspirada en los principios del liberalismo
social. Este modelo permite diferenciar entre patrimonio heredado y pa-
trimonio acumulado por el ahorro, de modo que el impuesto hereditario
sólo afectaría al primero. Gracias al impuesto personal sobre el gasto, el
ahorro que en vida efectuase el decuius quedaría exento impositivamente
y sólo tras su fallecimiento se gravaría, en la persona del heredero, el
capital ahorrado y que no se hubiese consumido por aquél. En este mo-
delo desaparece, por tanto, el desincentivo al ahorro a lo largo de la vida,
aunque no se puede obviar el desincentivo al trabajo, ya que una forma
de pagar menos impuesto sería reduciendo el nivel de ingresos anuales
procedentes de actividades remuneradas.
En cualquier caso, una vez más, la clave se encuentra, en mi opinión,
en encontrar el equilibrio entre formulaciones de lo que se entiende por
justicia social, muchas veces opuestas. Termino este trabajo adhirién-
dome a las palabras del profesor Meade, director del célebre Informe,
expresadas en una etapa de crisis económica similar a la actual: “Nuestra
economía está estancada; la restauración del nivel de vida y la conse-
La financiación de la renta básica y el impuesto sobre las herencias 227

cución de aumentos deseables del bienestar económico dependen de la


obtención de una productividad superior. Al mismo tiempo, una sociedad
moderna y humana exige que se lleve a cabo una acción efectiva para
impedir la pobreza y eliminar desigualdades de oportunidad, riqueza y
privilegio. Acaso exista cierto conflicto inevitable entre estos dos ob-
jetivos de ‘eficiencia’ e ‘igualdad’. Sin embargo, las fricciones pueden
reducirse al mínimo con la elección apropiada de una política social y
económica; la estructura del sistema fiscal es un factor importante del
resultado” (Meade, 1980 [1977]: 63-64).
Ojalá sea cierto.

BIBLIOGRAFÍA

ACKERMAN, B. y ALSTOTT, A. (1999): The Stakeholder Society. Londres: Yale


University Press.
ALBIÑANA GARCÍA QUINTANA, C. (1983): “Artículo 31. El gasto público”, en O.
Alzaga (dir.), Comentarios a las Leyes Políticas. Madrid: EDERSA.
ATKINSON, A. (1972): Unequal Shares. Londres: Penguin Press.
BARBERÁN LAHUERTA, M. A. (2005): La imposición sobre las herencias.
Granada: Comares.
BARBERÁN LAHUERTA, M. A. (2006): “Redistribución y progresividad en el
Impuesto de Sucesiones y Donaciones: un análisis con datos de panel”.
Hacienda Pública Española, n. 177, pp. 25-56.
BELTRÁN FLÓREZ, L. (1945): El impuesto sobre las herencias. Barcelona:
Bosch.
CASTÁN TOBEÑAS, J. (1989): Derecho civil español, común y foral, t. VI, vol.
2º. Madrid: Reus.
DWORKIN, R. (2000): Sovereign Virtue. Cambridge-Massachusetts: Harvard
University Press.
GARCÍA DORADO, F. (2002): Prohibición constitucional de confiscatoriedad
y deber de tributación. Madrid: Dykinson.
GARRIDO FALLA, F. (1985): Comentarios a la Constitución. Madrid: Cívi-
tas.
HARBURY, C. D. (1976): “The Inheritances of Top Wealth Leavers”. Nacional
Tax Journal, n. 86.
HAYEK, F. VON (1961): Los fundamentos de la libertad. Valencia: Fundación
Ignacio Villalonga.
KIPP, T. (1951): Tratado de Derecho Civil. Barcelona: Bosch.
228 Pilar Navau Martínez-Val

LOCKE, J. (1953): Two Treatises of Civil Government. Londres: Dent&Sons


Ltd.
LÓPEZ CASASNOVAS, G. y DURÁN-SINDREU, A. (2008): “El Impuesto sobre
Sucesiones y Donaciones: una valoración de su papel en el sistema
tributario y estudio de la corrección de algunas disfunciones observadas
en el caso español”. Indret, n. 1.
MEADE, J. E. (1980 [1977]): Estructura y reforma de la imposición directa.
Madrid: IEF.
MILL, J. S. (1978 [1848]): Principios de Economía Política. México DF:
Fondo de Cultura Económica.
MURPHY, L. y NAGEL, T. (2002): The Myth of Ownership. Nueva York: Oxford
University Press.
NAVAU MARTÍNEZ-VAL, Mª. P. (2009): El impuesto de sucesiones: ¿un impuesto
injusto? Madrid: Dykinson.
PAINE, T. (1995 [1796]): “Agrarian Justice”, en E. Foner (ed.), Collected
Writings. New York: The Library of America.
PÉREZ DE AYALA, J. L. (1986): “Los principios de justicia del impuesto en la
Constitución española”, en Fiscalidad y Constitución. Madrid: Cámaras
de Comercio, Industria y Navegación.
PÉREZ LUÑO, A. E. (1983): “Artículo 33: propiedad privada y herencia”, en O.
Alzaga (dir.), Comentarios a las Leyes Políticas. Madrid: EDERSA.
PINILLA PALLEJA, R. (2002): Una propuesta de renta básica diversificada
para el Estado español. Ponencia preparada para el II Simposio de Renta
Básica. Vitoria, 14 de diciembre de 2002. Disponible en http://www.
redrentabasica/descargas/RBIISimposio_1.pdf
PINILLA PALLEJA, R. y SANZO GONZÁLEZ, L. (2004): La Renta Básica. Para una
reforma del sistema fiscal y de protección social, documento de Trabajo
42/2004. Madrid: Fundación Alternativas.
RAWLS, J. (1986): “Justicia distributiva”, en Justicia como equidad. Madrid:
Tecnos.
REY PÉREZ, J. L. (2007): El derecho al trabajo y el ingreso básico. ¿Cómo
garantizar el derecho al trabajo? Madrid: Dykinson.
ROUSSEAU, J. J. (1985 [1769]): Discurso sobre economía política, trad. de J.
E. Candela. Madrid: Tecnos.
STEINER, H. (1992): “Three just taxes”, en P. Van Parijs (ed.), Arguing for
Basic Income. Londres: Verso.
VAN PARIJS, P. (1996): Libertad real para todos. Barcelona: Paidós.
WHITE, S. (2003): The Civic Minumum. Nueva York: Oxford University
Press.
¿Y EL DÍA DESPUÉS?: LA VIABILIDAD
ECONÓMICA A MEDIO PLAZO DE UNA RENTA
BÁSICA

XAVIER FONTCUBERTA ESTRADA


Université Catholique de Louvain

1. INTRODUCCIÓN

Desde hace ya bastante tiempo, disponemos de una buena cantidad


de evidencias de que poner en marcha una renta básica (RB) se puede
financiar con un cierto aumento de la presión fiscal, similar a la que
encontramos, por ejemplo, en los países escandinavos, de manera que
hacer frente a su coste inicial (o “de lanzamiento”) parece una cuestión
de voluntad política. Sin embargo, donde quedan multitud de sombras
y temores es respecto a qué ocurriría el día después, una vez los agentes
económicos reaccionaran ante el nuevo escenario y los engranajes del
sistema económico empezaran a funcionar.
Aquí voy a presentar algunos de los pocos resultados que pueden
extraerse de la investigación que se ha hecho en ese sentido. Para ello,
me basaré en una síntesis de la bibliografía existente que mida, mediante
modelos cuya naturaleza sea de equilibrio general, el posible impacto de
una RB en los principales agregados macroeconómicos, tratando de sinte-
tizar y agrupar aquellas conclusiones que sean más o menos parecidas en
la mayoría de ellos, y no dependan excesivamente de las peculiaridades
y características técnicas propias de cada modelo.

2. LA EVALUACIÓN MACROECONÓMICA DE LA RENTA


BÁSICA

Hoy en día, casi todos tenemos claro que el sistema económico fun-
ciona como un conjunto bastante complejo de interrelaciones, de modo
230 Xavier Fontcuberta Estrada

que si se introduce una reforma en un punto concreto, se causa un primer


efecto (o impacto) en el comportamiento de las personas directamente
afectadas y tal efecto se transmite luego al resto del sistema, de manera
que el resultado final depende de la interacción entre los diversos agentes
y mercados.
Nosotros, cuando pensamos en estas interacciones de que hablo,
solemos hacerlo de forma lineal: ofrezco una RB generosa, los emplea-
dos del McDonalds exigen más salarios y mejores condiciones, el Sr. o
Sra. McDonadls reacciona abriendo menos franquicias y despidiendo
personal, la gente despedida se aprieta el cinturón, deja de ahorrar y
gasta menos en la charcutería, la dueña de la charcutería decide echar a
ese dependiente extra que había contratado porque el médico le dijo que
sufría demasiado estrés… etc.
Pero, en realidad, todo esto ocurre de forma mucho más solapada, e
incluso, en algunos casos, simultánea. Por ello, cuando los economistas
intentan medir el impacto final o agregado de esta o aquella reforma, uti-
lizan lo que llamamos modelos macroeconómicos de equilibrio general,
que si bien no siempre explicitan todas y cada una de las partes de una
economía (de hecho no lo hacen casi nunca), sí incorporan los elementos
que se consideran claves para intentar capturar el efecto total que se pro-
duce en los principales agregados económicos que sean de interés.
Estos modelos son, sin duda, simplificaciones de la realidad, pero
simplificaciones que casi siempre tienen una justificación y una lógica
detrás. En el caso que nos ocupa, cuando interesa estudiar una RB,
suele detallarse bastante a fondo la descripción del funcionamiento del
mercado laboral, dejando el resto de aspectos del modelo mucho menos
desarrollados.
Por otro lado, una vez están construidos, y con el objetivo de atenuar
la pérdida de información derivada de la necesaria simplificación de la
realidad que se ha hecho, estos modelos se estiman o se calibran median-
te la evidencia estadística que se tiene sobre el funcionamiento de una
economía en concreto (aunque casi siempre haya que importar algunos
datos de los que no se dispone para ese caso). El resultado es, pues, algo
que podríamos considerar una “copia” de la economía que queremos
estudiar. Aquí hay que decir que, hasta el momento, este ejercicio no se
ha llevado a cabo al completo para la economía española, de modo que
lo que tenemos es información sobre simulaciones parciales para el caso
español, o hechas para países y economías parecidas a la nuestra (como
¿Y el día después?: la viabilidad económica a medio plazo de una renta básica 231

la holandesa o la francesa) o en las que estamos inmersos (el conjunto


de la economía europea).

3. Y ENTONCES, ¿QUÉ OCURRIRÁ EL DÍA DESPUÉS?

Cuando uno estudia los análisis y las simulaciones que se han hecho
de la introducción de una RB en este tipo de modelos, para empezar se
hace patente que para valorar adecuadamente lo que pasará en el medio
plazo (entre 1 y 3 años), suele ser suficiente fijarse en tres variables
clave: el comportamiento del PIB o la renta per cápita, el del empleo y
la participación en el mercado laboral y, finalmente, la evolución de los
presupuestos públicos. Y esto, que a los que lleven tiempo en el tema de
la RB les parecerá casi una obviedad, es importante mencionarlo, porque
es cada vez más común que ante la situación de tener que imaginar qué
ocurrirá a nivel agregado si ponemos en marcha una RB, la gente postule
importantes incrementos de la inflación, caídas de la productividad,…
etc. Pues bien, hasta donde yo sé, no existe prácticamente ningún trabajo
o estudio económico sobre la RB que intente medir sus efectos tal como
los hemos explicado aquí y, al hacerlo, otorgue alguna relevancia a la
evolución de todas estas otras magnitudes.
Si seguidamente centramos nuestra atención en los principales re-
sultados que encontramos en la literatura, vemos que Van der Linden
(1997) muestra cómo en una economía donde los salarios los negocian los
sindicatos, y debido a que un RB mitiga la llamada trampa de la pobreza
de los subsidios condicionados (en este caso el del paro), su introducción
puede, de hecho, reducir varios puntos la tasa de paro si la cuantía de la
RB es pequeña, y como mucho la aumentaría en un punto para cuantías
superiores a la del propio subsidio del paro. El coste es una subida impor-
tante de los impuestos sobre la renta, que se sitúa entre el 45 y el 50% para
una cuantía de RB igual al subsidio de desempleo. Sin embargo, el propio
Van der Linden (2004) es más pesimista cuando incorpora consideracio-
nes de participación en el mercado laboral, permitiendo la posibilidad
de que los trabajadores resten inactivos: en este caso, una RB totalmente
incondicional provocaría un colapso en el mercado laboral, debido a la
caída en la participación que generarían los altos impuestos necesarios
para financiarla, mientras que si se condiciona la recepción de la RB al
hecho de participar activamente en el mercado de trabajo, entonces la
232 Xavier Fontcuberta Estrada

participación aumenta sensiblemente y cae la tasa de paro, si bien los


impuestos vuelven a subir hasta tipos marginales del 45% o más.
Lehmann (1999) estudia un modelo similar con dos tipos de traba-
jadores, diferenciados según su calificación y productividad. Cuando la
composición de la fuerza laboral es fija, la introducción de una RB conlle-
va una reducción de la tasa de paro desde el 12 hasta el 9,65%, mientras
que, en este caso, el producto aumenta ligeramente. Sin embargo, si se
tienen en cuenta consideraciones de bienestar, el autor muestra como a
largo plazo los beneficios se obtienen a costa de una peor situación de los
trabajadores más cualificados. Si “endogeneizamos” la distribución de la
fuerza laboral (la gente decide qué nivel de formación adquirir según lo
que observa en el mercado laboral), se obtienen resultados similares para
el mercado laboral y los tipos impositivos, con la salvedad de que ahora
el producto se contrae ligeramente, debido a que con la introducción de
la RB mejora la situación de los trabajadores menos cualificados, lo que
desincentiva la adquisición de más calificación y reduce, en términos
agregados, la productividad de la economía.
Desde una perspectiva distinta, De Jager et al. (1996) utilizan un mo-
delo dinámico de equilibrio general para la economía holandesa, llamado
MIMIC (y especialmente diseñado para analizar el contexto institucional
y la interacción entre el mercado laboral, los impuestos y los distintos
tipos de prestaciones o ayudas), para simular una reforma estructural que
incluye la implementación de una RB en forma de impuesto negativo
sobre la renta y equivalente al 50% del salario mínimo. Sus resultados
muestran cómo los efectos positivos en el mercado laboral son suficien-
temente grandes para que el resultado sea el de una reducción de la tasa
de paro del 3,6%, si bien el empleo cae también un 2,9% y el producto
un 5,7%. El tipo impositivo debe situarse en el 53% para llevar a cabo la
reforma, mientras que tras su introducción sube otro 2,9% debido a los
efectos del equilibrio general. Diez años más tarde y usando la versión
actualizada del mismo modelo, De Mooij (2006) obtiene resultados si-
milares ante una presión fiscal también parecida: el empleo cae un 3,8%,
la tasa de paro se reduce un 1,9% y la producción otro 4%.
Algo más restringidos, los modelos de microsimulación que miden
las respuestas de la oferta de trabajo ante cambios institucionales ofrecen
también una fuente valiosa de información para tener una idea aproxi-
mada de los posibles efectos de una RB, si bien no son propiamente
modelos de equilibrio general. Así, Colombino et al. (2008) muestran
¿Y el día después?: la viabilidad económica a medio plazo de una renta básica 233

cómo para el caso de Dinamarca, Italia, Portugal y Reino Unido existen


diversas combinaciones de reformas que incluyen modelos más o menos
cercanos a una RB y cuyos efectos, en términos de reacción de la oferta
de trabajo y tipo impositivo requerido, son moderados. Para el caso de
Australia, Scutella (2004) utiliza el simulador MITTS (Melbourne Ins-
titute Tax Transfer Simulator) para estimar los efectos de la introducción
de una RB al mismo nivel que los subsidios en vigor en ese momento, y
concluye que la necesidad de situar el tipo impositivo hasta más allá del
55% conlleva muy importantes costes en términos de caída de la oferta
laboral y, por lo tanto, de la producción, especialmente para ciertos co-
lectivos, como son las mujeres cuyos maridos ya trabajan o las madres
y los padres solteros.
Finalmente, y en el ámbito de la economía española, Labeaga et al.
(2005) muestran cómo para el caso de escenarios con una RB financiada
con presiones fiscales del 38 o el 46% (este último permitiendo una cuan-
tía de 4.632 euros anuales), la caída media de la oferta de trabajo sería del
orden de entre el 5 y el 6%. Con todo, los autores muestran cómo desde
un análisis de imposición óptima, la introducción de una RB máxima es
óptima en términos de bienestar agregado.

4. INTERPRETACIÓN DE LOS RESULTADOS

Sin pretensión alguna de exhaustividad, en las simulaciones que


hemos comentado vemos, pues, como no se habla, en casi ningún caso,
de dramáticas caídas de la ocupación. El principal motivo por el que se
contiene la salida del mercado laboral y no se entra en las tan temidas es-
pirales recesivas es precisamente un efecto de equilibrio general: debido a
la naturaleza redistributiva e incondicional de la RB, la gente arriesga una
proporción menor de su bienestar cuando negocia su salario, de modo que
se muestra menos combativa, y se da una cierta moderación salarial que
reactiva las contrataciones y la demanda de trabajo. Los modelos capturan
relativamente bien este efecto, ya que se trata de un viejo conocido en
el estudio de la economía del bienestar, que ha permitido precisamente
que en la mayoría de países las políticas redistributivas por sí mismas no
hayan puesto en peligro el desarrollo económico capitalista.
Sin embargo, en el otro plato de la balanza está el incremento en la
presión fiscal: si el punto de partida para financiar una RB de un orden
parecido al de las actuales prestaciones no contributivas suele estimarse
234 Xavier Fontcuberta Estrada

que requiere un impuesto sobre la renta con un único tramo de alrededor


del 45%, una vez que se pone en marcha el efecto de equilibrio general
pueden llegar a ser necesarios hasta 10 puntos más si se quiere mantener
equilibrado el presupuesto. Además, precisamente este aumento tan
importante en la presión fiscal sobre las rentas del trabajo es el principal
responsable de una gran parte de la caída del empleo: es también bien
conocido que los altos impuestos sobre el trabajo lo desincentivan rápi-
damente y aumentan la preferencia por el ocio, por otras actividades que
al ser remuneradas no pueden gravarse con impuestos y también por el
fraude. Y este factor lleva a una caída de la oferta laboral tanto o más
importante que la motivada por el mero disfrute de la RB.

5. CONCLUSIÓN

Cada vez que algún cargo público ha manifestado un sincero interés


por la posibilidad de poner en marcha una RB, no ha tardado mucho en
surgir la duda y el miedo a poner en peligro el sistema económico como
tal, a que el coste de la propuesta sea tan grande en términos agregados
que pueda llevar a un colapso de la economía entera.
Sin embargo, la evidencia de que disponemos, aunque sea poca, indi-
ca claramente que eso no va a ocurrir. No va a haber una retirada masiva
del mercado laboral, ni una espiral recesiva, y si la implementación de la
RB se diseña inteligentemente (de forma que reemplace adecuadamente
la actual maraña de subsidios y ayudas diversas), aún es más difícil que
ocurra.
En todo caso, se trata de no ser ingenuos y de reconocer que, sin duda,
la propuesta tiene un coste, y un coste importante, pero tampoco hay que
olvidar que una parte importante de dicho coste se debe atribuir a una
mejora en la situación de la mayoría de la ciudadanía, una consecuencia
buscada, ya que el aumento del desempleo motivado por la RB es en
realidad un desempleo “voluntario”.
Tal vez la única excepción a esto sea el efecto desincentivador causa-
do por los altos impuestos necesarios para financiar la medida, un efecto
que realmente no cumple ninguna función dentro de la lógica que justifica
la RB, y que, según mi opinión, deberíamos esforzarnos en mitigar. En
concreto, creo que sería imperativo considerar atentamente propuestas
mixtas de financiación, que si bien mantengan al IRPF como la principal
¿Y el día después?: la viabilidad económica a medio plazo de una renta básica 235

fuente de recursos, incluyan también una parte proveniente, por ejemplo,


de impuestos indirectos como el IVA, debilitando así la fuerte presión
fiscal sobre las rentas del trabajo, que es lo que probablemente puede
poner en peligro la viabilidad de la propuesta.

BIBLIOGRAFÍA

COLOMBINO, U.; LOCATELLI, M.; NARAZANI, E.; O’DONOGHUE, C. y SHIMA, I.


(2008): “Behavioural and Welfare Effects of Basic Income Policies: A
Simulation for European Countries”. Working paper ChilD n. 03/2008,
Center for Household, Income, Labour and Demographic Economics.
DE JAGER, N.; GRAAFAND, J. y GELAUF, J. (1996): “A Negative Income Tax in
a Mini-Welfare Sate: A Simulation Exercise With MIMIC”. Journal of
Policy Modeling, vol. 18, n.2, pp. 223-231.
DE MOOIJ, R. (2006): Reinventing the Welfare State. CPB Special Publica-
tion, n. 60.
LABEAGA, J. M.; OLIVER, X. y SPADARO, A. (2005): “Discrete choice models of
labour supply, behavioural microsimulation and the Spanish tax reforms”.
Documento de trabajo 2005-14, FEDEA.
LEHMANN, E. (1999): “Replacing Unemployment Benefits by Basic Income:
a numerical evaluation in a matching wage bargaining model with hete-
rogeneous skills”. Mimeo, EUREQua.
SCUTELLA, R. (2004): “Moves to a Basic Income-Flat Tax System in Austra-
lia: Implications for the Distribution of Income and Supply of Labour”.
Working paper n. 5/04, Melbourne Institute of Applied Economic and
Social Research, The University of Melbourne.
VAN DER LINDEN, B. (1997): “Basic Income and Unemployment in a Unionized
Economy”. Working paper, Fonds National de la Recherche Scientifique
and Institut de Recherches Economiques et Sociales, Université Catho-
lique de Louvain.
VAN DER LINDEN, B. (2004): “Active citizen’s income, unconditional income
and participation under imperfect competition: a welfare analysis”.
Oxford Economic Papers, n. 56, pp. 98-117.
COLECCIÓN DEBATES
Instituto Bartolomé de las Casas
(Universidad Carlos III de Madrid)

1. Una discusión sobre derechos colectivos. Ansuátegui Roig, F.J.


2. Los derechos de las personas con discapacidad. Campoy Cervera, I.
(editor)
3. Desafíos actuales a los derechos humanos: la violencia de género, la
inmigración y los medios de comunicación. Rodríguez Palop, Mª E.,
Campoy Cervera, I., Rey Pérez, J.L. (editores)
4. Una discusión sobre la universalidad de los derechos humanos y la
inmigración. Campoy Cervera, I. (editor)
5. Desafíos actuales a los derechos humanos: reflexiones sobre el dere-
cho a la paz. Campoy Cervera, I. (editor)
6. Educación en derechos humanos: la asignatura pendiente. Ribotta,
S. (editora)
7. Igualdad, no discriminación y discapacidad: una visión integradora
de las realidades españolas y argentina. Campoy Cervera, I., Palacios,
A. (editores)
8. Los derechos de los niños: perspectivas sociales, políticas, jurídicas y
filosóficas. Campoy Cervera, I. (editor)
9. Una discusión sobre la gestión de la diversidad cultural. Pérez de la
Fuente, O. (editor)
10. La lucha por la igualdad efectiva de mujeres y hombres. Reflexiones
y aportaciones de la Ley de Igualdad 3/2007, de 22 de marzo. Ben-
goechea Gil, Mª A. (editora)
11. Los derechos humanos: la utopía de los excluídos. Ramiro Avilés, M.
A., Cuenca Gómez, P. (editores)
12. Desafíos actuales a los derechos humanos: el derecho al medio
ambiente y sus implicaciones. Rey Pérez, J.L., Rodríguez Palop, Mª E.,
Campoy Cervera, I. (editores)
13. Los derechos sociales en el siglo XXI. Un desafío clave para el dere-
cho y la justicia. Ribotta, S., Rossetti, A. (editores)
14. Mujeres: luchando por la igualdad reivindicando la diferencia. Pérez
de la Fuente, O. (editor)
15. Una discusión sobre identidad, minorías y solidaridad. Pérez de la
Fuente, O., Oliva Martínez, J. D. (editores)
COLECCIÓN DEBATES
Instituto Bartolomé de las Casas (Continuación)

16. Tópicos contemporáneos de derechos políticos fundamentales. I


Semiario Internacional del Observatorio Judicial Electoral. Ríos
Vega, L. E. (coordinador)
17. Libertad ideológica y objeción de conciencia. Pluralismo y valores
en Derecho y Educación. Garrido Gomez, Mª I., Barranco Avilés, Mª.
C. (editoras)
18. Situaciones de dependencia, discapacidad y derechos. Una mirada
a la Ley 39/2006, de Promoción de la Autonomía Personal y Aten-
ción a las Personas en Situación de Depedencia desde la Conven-
ción Internacional de los Derechos de las Personas con
Discapacidad. Barranco Avilés, Mª C. (Coordinadora)
19. Desafíos actuales a los Derechos Humanos: la renta básica y el
futuro del Estado social. Rodríguez Palop, Mª E., Campoy Cervera, I.,
Rey Pérez, J.L. (editores)
20. Estudios sobre los derechos de las personas sordas. Cuenca Gómez, P.
(Editora)

Вам также может понравиться