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Es 20 de diciembre de 2013, son las dos menos diez de la tarde y en el programa

Mañanas Cuatro, una de las numerosas tertulias que llenan la parrilla televisiva, se está
dando una situación poco usual. Alfredo Pérez Rubalcaba, el secretario general del
PSOE, ha ido como invitado a lo que se supone que va a ser una jornada tranquila,
donde en un medio afín va a poder criticar al Gobierno e intentar popularizar su
liderazgo que no acaba de despegar. Sin embargo, sucede algo que no está previsto.

En la mesa está sentado Pablo Iglesias, aquel joven profesor de la Complutense al que
dejamos varios capítulos atrás arrancando sus primeras experiencias televisivas en un
canal local madrileño. En estos años, Iglesias y su equipo, amigos y gente cercana del
ámbito académico y la izquierda alternativa, han ido dando certeros pasos adelante.
Primero la progresiva mejora de su programa La Tuerka, desde el aspecto técnico hasta
la selección de contenidos, haciendo que sus debates se conviertan en la comidilla del
ecosistema activista: si eres alguien has debido aparecer en La Tuerka.

Para enero de 2013 comienza Fort Apache en la televisión internacional iraní en lengua
española, Hispan TV. Con mucho más presupuesto el debate gana en una realización
técnica impecable y con invitados de mayor prestigio, ya que, si La Tuerka empieza a
centrarse más en la actualidad nacional, el nuevo debate se plantea como un espacio de
reflexión de fondo. Iglesias va cubriendo diversos flancos comunicativos como haría
una gran productora, diversificando contenidos, pero manteniendo una marca propia
para llegar a más gente, pero sin dejar de ser reconocible. Se produce un efecto asociado
que, aunque esperable, no era el buscado principalmente: Iglesias está pasando de ser el
conductor, el compañero al que le ha tocado hacer de presentador, a un prescriptor
ideológico, una figura cuya opinión empieza a tomar cada vez más peso en redes
sociales.

Para abril de 2013 sucede uno de esos hechos que solo son entendibles por el carácter
primordial de espectáculo y negocio que tiene la televisión. La cadena de extrema
derecha Intereconomía, del exparlamentario popular Julio Ariza, está sufriendo una
severa crisis empresarial que, a pesar de su posición pionera en el segmento de la
comunicación ultraconservadora, en parte está provocada por la irrupción de 13TV,
cercana a la Conferencia Episcopal. Algunas de sus estrellas, como Antonio Jiménez, el
presentador de su programa emblema El gato al agua, huyen a la competencia por lo
que el canal pionero del TDT-Party necesita insuflar oxígeno a su maltrecha situación.
El director de El gato, Gonzalo Bans, empezó entonces a buscar a una figura de
izquierdas a la que contraponer a sus habituales contertulios, que solían ser señores
mayores muy circunspectos que solo discutían por ver quién era el más español de todos
ellos. Pero no alguien de la izquierda usual, que también estaba en crisis, sino alguien
que pudiera aportar una chispa de novedad y estuviera relacionado con los nuevos
movimientos sociales y protestas que se habían dado desde el 15M.

«Lo primero, daros las gracias por la invitación, es un gusto cruzar las líneas enemigas y
charlar en territorio comanche», dijo Iglesias en su primera intervención en El Gato el
28 de abril de 2013. Así, el profesor-presentador pasaba a ser tertuliano, o mejor,
polemista con unas características que muy pocos compartían en aquel momento: era
tajante, pero a la vez educado, radical en sus planteamientos, pero también capaz de
conjugarlos en un tono sereno, de gran nivel cultural, pero con un lenguaje que todo el
mundo podía entender. Es decir, un muy buen producto televisivo que no podía ser
ridiculizado como un rojo-extraterrestre, que perdiera los nervios o que fuera aburrido
para el espectador común. Ya, en este momento, la izquierda más exquisita, en todos los
campos de su espectro, empezó a decir aquello de «le preferíamos en sus primeros
discos». Otra consecuencia no buscada que moldearía el carácter del profesor: cuánto
más se alejaba de las posiciones esencialistas, más se acercaba al gran público. No
importa decepcionar a tu parroquia cuando está compuesta de muy pocos fieles.

La política, como era normal después de seis años de crisis, interesaba cada vez más al
público, que había pasado años alejada de ella. Mientras que en los tiempos de la
bonanza del ladrillazo nadie quería sentarse a ver a gente discutir sobre el IPC, que las
certezas se derrumbaran a nuestro alrededor hizo que mucha gente necesitara entender
el porqué de aquello, o al menos sentir que algo, algún tipo de cambio, se movía bajo
aquella superficie cada vez más agitada. Quién entendió bien este contexto fue Antonio
García Ferreras, el histórico director de la Cadena SER que, tras su paso por el Real
Madrid de Florentino, comenzó a dirigir La Sexta. A partir de los primeros años de la
crisis se empezó a notar una transformación en el canal que pasó de ser una televisión
de entretenimiento a centrar los buques insignia de su programación en la información y
la política.

Ferreras comenzó a presentar Al Rojo Vivo en 2011 y durante el año siguiente se


convirtió en una de las referencias claves de aquel tiempo en que vivimos
peligrosamente. Aquello era una tertulia política matinal, pero de una agilidad
asombrosa, con una mesa que se renovaba diariamente y con conexiones a los puntos
calientes de la actualidad. Además, quién podría resistirse a no ver un espacio que
comenzaba con la épica banda sonora de la serie The Pacific. Aunque aquel fue un
tiempo trepidante para la información, donde como podemos ver en estas páginas cada
día acontecía algo relevante, lo cierto es que el programa de Ferreras daba la sensación
de que a cada minuto iba a suceder algo que iba a cambiar la historia. Estar conectado a
aquella pantalla nos hacía sentir partícipes del momento. A Ferreras se le puede acusar,
con razón, de hacer información-espectáculo y a la vez elogiarle por lo mismo.

Pero a La Sexta aún le faltaba representar a esa nueva izquierda que estaba presente en
las calles y las redes, pero no en la televisión. O daban con personajes sin demasiado
carisma ni locuacidad, o daban con otros que eran incapaces de no reducirse a lo que se
esperaba de ellos: una caricatura de radical exacerbado. Pablo Iglesias ya tenía tablas y
un perfil adecuado para acceder a tertulias de sábado como La Sexta Noche, donde
empezó a hacerse un habitual a partir del verano. Para otoño ya era una figura conocida
entre el gran público sobre todo porque consiguió ser esa voz que mucha gente normal
esperaba: la de un joven inteligente, con pinta de ser de barrio, que ponía en su sitio a
todos los periodistas de la derecha con contundencia, educación y un punto de
arrogancia.
En esos meses de salto al estrellato televisivo, sus colaboradores y amigos de la
universidad y la política habían pasado de ser sus contertulios a formar un equipo de
respaldo, tanto para preparar los debates como para hacer de apuntadores vía WhatsApp
durante los mismos. Todo aquel proyecto de comunicación que había comenzado en
2010 como un experimento dentro de la universidad, les había dado la oportunidad de
asesorar a partidos como IU o la coalición de izquierdas para las elecciones gallegas de
2012; les había proporcionado valiosos contactos dentro de los medios de
comunicación; les estaba conformando, de una u otra manera, como un equipo, como
una organización informal que se veía prácticamente a diario para preparar tertulias e
intervenciones, pero además había situado a Iglesias con una popularidad mayor que la
de la mayoría de parlamentarios y muy por encima de los líderes de la izquierda,
institucional y activista. Un producto que, dijera lo que dijera, aportaba audiencia a los
programas donde iba. Alguien que, a pesar de sus posturas ideológicas, o precisamente
por ellas, ninguna televisión quería dejar pasar.

Algo se estaba fraguando, por la inercia de todos esos años, pero sobre todo en esos
meses en el grupo de personas que rodeaban a Iglesias, algo que por la fuerza empírica
de los acontecimientos sacó una clave que a la larga sería su principal debilidad: la
comunicación política es todopoderosa y con ella se puede llegar a cualquier sitio.
Incluso a asaltar los cielos. A ver quién les iba a contradecir en aquel momento, en un
instante como el del 20 de diciembre de 2013 que había sentado en la misma mesa de
debate a Rubalcaba y a Iglesias, epítomes perfectos uno del 78 y otro de las fuerzas que
lo querían encarar.

Volvamos, pues, a aquel debate. Iglesias recita una lista de dirigentes del PSOE entre
los que se encuentran Felipe González, Narcís Serra o Pedro Solbes, para a continuación
recordar al líder socialista que además de ser figuras de su partido también son
directivos de empresas energéticas privatizadas. Rubalcaba, visiblemente nervioso, le
interrumpe e intenta enfangar la intervención aludiendo al matiz de si son empresas
privadas o privatizadas, Iglesias responde preguntando al veterano político si es que
tiene miedo de escuchar la pregunta. Rubalcaba sonríe.

Yo estoy convencido que a buena parte de los militantes de su partido y a los votantes
socialistas les encantaría que su secretario general, a los miembros de su partido que han
pasado por consejos de ministros y han acabado en consejos de administración, les
dijera «no se puede militar en este partido estando en un consejo de administración». Lo
que está pasando con la luz en este país quizá no se resuelva diciendo a los
ayuntamientos que tienen que intervenir, sino con la aplicación del artículo 128 de la
Constitución Española que faculta a un Gobierno para intervenir las empresas
estratégicas cuando hay una situación de emergencia social como la que tenemos. El
problema es que es muy difícil de creer que ustedes vayan a hacer eso cuando buena
parte de miembros de sus Gobiernos están ganando mucho dinero en consejos de
administración de grandes empresas.

Alfredo Pérez Rubalcaba asiste al vapuleo con un gesto cada vez más serio, se remueve
en la silla, mira tras las cámaras buscando la señal de algún asesor, se muerde los labios
y mira los papeles que tiene sobre la mesa. Un político tan versado y de una experiencia
parlamentaria e institucional tan dilatada no está acostumbrado a que le encaren de esa
manera. En los debates, hasta entonces, uno sabía quién tenía enfrente, le tenía tomada
la horma, y sabía que asuntos como el de las puertas giratorias no se iban a tocar, mucho
menos el de utilizar la Constitución no como un libro sagrado, sino como una
herramienta de cambio. El PSOE y PP habían vivido cómodos hasta entonces,
probablemente muchos periodistas sabían dónde estaban las líneas rojas que no había
que cruzar. La cuestión fundamental es que Iglesias, justo en ese momento, dejaba de
ejercer como periodista, como tertuliano, para pasar a ser un político. Ni Rubalcaba ni
nadie, exceptuando algunos círculos de la izquierda, sabían que unas semanas más tarde
estaba previsto que algo llamado Podemos fuera a nacer. Lo único que se le ocurrió
contestar a Rubalcaba, por cierto, es que él no estaba de acuerdo con nacionalizar las
eléctricas como si estuviéramos en la vieja Unión Soviética. Algo nuevo surgía, algo
nuevo parecía hundirse. «“Así se los ponían a Felipe II”, reflexiona el contertulio y jefe
de opinión de ABC, Jaime González, que a la salida del debate le dice lo siguiente a
Rubalcaba: “Eso os pasa por acariciarle el lomo a este hombre. Estáis creando un
monstruo y os terminará por devorar”. “No será para tanto, responde el socialista”».

La experiencia televisiva fue esencial para lo que estaba a punto de venir, pero las ideas
y la organización no lo fueron menos. Otro de los personajes imprescindibles para
comprender el surgimiento de esa nueva máquina política fue Miguel Urbán, líder de
Izquierda Anticapitalista, una pequeña formación creada en 2008, con vínculos
históricos con la trotskista LCR de la transición y que provenía de Espacio Alternativo,
una corriente de IU que se desgajó informalmente de la coalición hacia el 2003. Urbán,
madrileño nacido en 1980, era amigo de Iglesias desde los tiempos de los movimientos
antiglobalización, vinculado profesionalmente con la política y espacios intelectuales
como la revista Viento Sur y la librería La Marabunta, que se convertiría en espacio de
encuentro del grupo. A finales de diciembre de 2012 ambos participaron en Zamora en
un acto titulado Preguntas a mala leche, una conversación informal organizada por el
grupo de Izquierda Anticapitalista de la localidad donde ya se empezaba a intuir la
reclamación para que algo se moviera para las elecciones europeas de 2014.

Mientras que el discurso de Urbán siguió las líneas de su organización, criticando a la


izquierda parlamentaria, mostrándose duro con el sistema financiero y la UE, es decir,
centrando su argumentación en un impecable «lo que debería ser», Iglesias ya parecía
más preocupado por «lo que podía ser». Su proposición partía de la base de que el
PSOE se había quedado sin espacio político para gobernar de manera diferente al PP,
«si no, que se lo cuenten a Zapatero en los últimos años». El ejemplo del derrumbe del
partido socialista griego, la «pasokización», era algo que se atribuía como un futurible
para los socialistas españoles. No simplemente como una predicción, sino como el
resultado que obtiene el partido progresista de un régimen político cuando debe elegir la
estabilidad de su sistema político antes que su ideología. El objetivo debería ser que «la
mayoría de votantes entiendan que el rival natural al centro derecha ya no es un partido
socialdemócrata, sino otra cosa. En Grecia se ha llamado Syriza, y que aquí en última
instancia tendría que estar articulado en lo que hay […] podrían ser un conjunto de
fuerzas en la que inevitablemente tendría que estar Izquierda Unida, que se planteara
como alternativa electoral». Curiosamente Iglesias habla de UPyD diciendo que «hacen
todas las cosas que la izquierda no se atreve a hacer», y les define como un partido
«naranja», cuando su color era el magenta, en una extraña confusión que anticipaba el
que se constituiría como su reverso, Ciudadanos, por aquel entonces un partido limitado
al territorio catalán. Iglesias insistió desde el principio de su intervención en que el
tiempo era limitado, bromeando con Urbán en que mientras que él era de sexo en la
primera cita, el líder de Izquierda Anticapitalista era de ir poco a poco. «De lo que se
discute en Izquierda Unida es de la próxima asamblea federal, y en el resto de sectores
de la izquierda tengo la sensación de que operan con los tiempos de la paciencia, el de
las casas se construyen por los cimientos, no por el tejado. La audacia se revela como
uno de los elementos imprescindibles para hacer política en los últimos tiempos», para
acabar preguntando a Urbán directamente «¿para cuándo una confluencia electoral para
las europeas? Hacer política supone cabalgar contradicciones, quien no quiera que no
haga política o que no me engañe».

En aquella conferencia en Zamora, repetimos, en diciembre de 2012, estaban ya


recogidos los presupuestos políticos que darían posibilidad de existencia a Podemos,
junto con la aparición de otro de sus fundadores, Miguel Urbán, y su organización,
Izquierda Anticapitalista sobre la que recaería, con tan solo algo más de medio millar de
militantes, ser el esqueleto que permitiera tomar corporeidad a la nueva organización.

(Daniel Bernabé, La distancia del presente. Auge y crisis de la democracia española,


Madrid, Akal, 2020, pp. 131-137)

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