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CURIOSIDADES MAHLERIANAS.

En el mes de julio de 1910, Gustav Mahler, tras largos años de fama y prestigio, se sintió golpeado
por el destino y telegrafió a Sigmund Freud para someterse a su tratamiento psicoanalítico. Se
encontraba en un estado de profunda ansiedad y no era para menos. Tres años antes había
perdido a Anna, su hija de cuatro años, había sido cesado como director de la Ópera de la Corte de
Viena y le habían diagnosticado una grave afección cardíaca. A pesar de todo, aceptó hacerse
cargo de la orquesta y la ópera de Nueva York y continuó dirigiendo y componiendo, incansable,
poseído como estaba por un sentido de misión espiritual al servicio de su música. Aquel verano de
1910, pocos meses antes de morir, supo que la que era su esposa desde 1902, la bella y
jovencísima Alma Schindler, tenía amores con Walter Gropius, un famoso arquitecto vienés con
quien compartía cura de aguas en un balneario. Desesperado, Mahler se dirigió a Freud pidiéndo
su ayuda. Todavía dudó a la hora de emprender el viaje pero finalmente tomó el tren a Leyden, la
ciudad universitaria holandesa donde se encontraba Freud de paso para un viaje a Italia. Era
escéptico sobre la eficacia del psicoanálisis, pero quizá aceptó el consejo de su discípulo fiel, el
director Bruno Walter, otro paciente ocasional de Freud, quien le curó unos sospechosos dolores
en el brazo derecho recomendándole simplemente que pasara una temporada de descanso en
Sicilia. El encuentro de los dos famosos tuvo lugar el día 27 de agosto y consistió en poco más que
un largo paseo por las calles de Leyden. Poco se sabe, naturalmente, sobre la larga conversación.
Muchos años después, Freud escribió a Theodor Reik, un psiquiatra de su escuela, que había
admirado “la admirable capacidad de comprensión psicológica que tenía este hombre genial” y le
informó del que había sido su diagnóstico apresurado: neurosis obsesiva derivada de un “complejo
marial”. Creía haber logrado resultados importantes con su breve intervención. En efecto, Mahler
volvió a Viena decidido a prestar más atención a Alma, a quien tenía prácticamente abandonada
por su dedicación obsesiva a la música. Así consta en un poema que le escribió durante el viaje de
vuelta y en apasionadas anotaciones que hizo en la partitura de la décima sinfonía, que estaba
componiendo y nunca pudo acabar. (En la imagen: Emil Orlik: retrato de Gustav Mahler, 1902).

Según parece, Mahler y Freud no se conocían personalmente cuando el primero tomó su


desgarrada iniciativa, lo que no deja de resultar sorprendente. Viena era una ciudad relativamente
pequeña y la élite de artistas, escritores e intelectuales que floreció en los años del  Fin de
Siècle  era bastante cohesionada. Se reunían a diario en los cafés Landtmann y Griensteidl y, a
pesar de sus muchas diferencias, tenían en común la voluntad de romper con la tradición
racionalista y romántica del siglo XIX para explorar nuevas vías de expresión y pensamiento. Freud
no era muy amante de la música, no asistía a los conciertos ni a la ópera y prefería una vida
retirada. Mahler, por su parte, poco tiempo tendría para hacer vida social, absorbido como estaba
por su doble trabajo de director de orquesta y compositor. Pero ambos estaban imbuídos del
ambiente de revolución cultural que hizo de Viena entre 1898 y 1918 la capital artística e
intelectual de Europa. Los dos eran judíos nacidos en Bohemia y emigrados a Viena, como tantos
otros artistas que llegaban desde los confines del Imperio multinacional y multicultural en que se
habían convertido los dominios de la casa de Habsburgo. La derrota frente a Prusia en 1866 y la
creación de un nuevo régimen de monarquía dual, que reconocía amplia autonomía a Hungría,
propició la aparición de una clase burguesa adinerada que dió paso a una época de esplendor
cultural y progreso económico. La urbanización del  Ring vienés, la amplia avenida de
circunvalación que sustituyó a la antigua muralla, fue el símbolo de esta apertura de un país con
escasa tradición literaria y cultural, salvo en la música. La rodearon aparatosos edificios que
querían ostentar el efímero renacimiento del Imperio: un parlamento greco-romano, un
ayuntamiento neogótico, un teatro barroco y una universidad renacentista. Abierta a todos los
vientos, Viena respiró libertad y puso al individuo en el centro de toda la reflexión y de la creación
artística. Gustav Mahler, el pintor Gustav Klimt y el arquitecto Otto Wagner produjeron la brillante
síntesis final del romanticismo y dieron paso a las diferentes escuelas vienesas que rompieron con
todo lo recibido de sus mayores. Carl Schorske llamó a este trauma colectivo “una revuelta edípica
generalizada”. Schindler convirtió en literatura el monólogo interior de Freud y Musil caricaturizó
como Kakania al imperio de Franz Joseph I, Kaiser und King. Arnold Schönberg y su escuela
rompieron con la tonalidad en música y los pintores iniciaron el camino hacia la abstracción
mientras el arquitecto Adolf Loos declaraba que el ornamento tan propio del  Ring  como de la
escuela de la Secession era un “delito” y poblaba la ciudad de edificios funcionales, acordes con su
“racionalismo arquitectónico”.

Smtunli: Interior de la Ópera de Viena

En este ambiente ejerció su ambición arrolladora Gustav Mahler, el superdotado hijo de una
modesta familia originaria del pueblo de Kalischt, en Bohemia, donde nació en 1860. Su progreso
musical fué verdaderamente fulgurante. Tras estudiar piano en Praga se trasladó en 1875 a Viena
y allí se puso bajo la protección de Anton Bruckner en el conservatorio de la Gesellschaft der
Musikfreunde. El viejo maestro reconoció su talento y le lanzó a una carrera de director de
orquesta que le llevó en rápido ascenso a los teatros y auditorios de Cassel, Praga, Leipzig,
Budapest y Hamburgo. Imparable, se convirtió  pro forma al catolicismo en 1897 para conseguir el
puesto musical más ambicionado en el Imperio: la dirección de la ópera de la Corte en Viena, que
mantuvo durante diez años, hasta el fatídico 1907. Estudió también en la universidad de Viena,
aunque brevemente, al parecer porque no pudo obtener ayuda económica y tuvo que empezar a
ganarse la vida como músico profesional. Pero en el ambiente universitario conoció al filósofo
Siegfried Lipiner, pocos años mayor que él, que le introdujo en la metafísica y en las teorías
filosófico-musicales de Richard Wagner. Con él aprendió el joven Mahler el pesimismo de
Schopenhauer mezclado con el vitalismo y el culto a la naturaleza del primer Nietzsche. Se
convirtió en un compositor con ambiciones filosóficas e introdujo en sus obras contenidos
conceptuales y emocionales de carácter “extra-musical”. Todas estas novedades se reflejan en las
sinfonías y ciclos de canciones que componía durante las pausas veraniegas que se reservaba en
medio de su incesante actividad como director de orquesta, refugiado en idílicos parajes a la orilla
de los lagos del sur de Austria. Mahler concibió su actividad artística como un “sacerdocio”,
oponiendo a los obstáculos del mundo cotidiano la trascendencia del arte, un universo espiritual
puro y sin concesiones. Su éxito como director de orquesta escrupuloso y perfeccionista fue
grande gracias a una exigencia extrema y tiránica a sus músicos para que no se limitasen a
reproducir las partituras sino que las hicieran “nacer de nuevo”. Menos afortunada fue la
presentación de sus propias obras en un mundo como el de Viena, de gusto musical muy
conservador. Estaba abriendo brecha con sinfonías chocantes y rompedoras en lo formal, de
instrumentación casi megalómana (para la octava prescribió 1000 ejecutantes) y movimientos de
duración nunca vista. A pesar de ello, seguía siendo fiel al mundo tonal del postromanticismo, con
deudas indudables a Wagner y Bruckner. La obra de Mahler, rehabilitada tardíamente cuando se
cumplió su centenario, fue vista con reticencia por los críticos más exigentes. Reflejaba según ellos
una formación musical insuficiente debido a la premura con que inició su carrera como director y
gestor de orquestas. Entre los españoles, Adolfo Salazar fue severo cuando le reprochaba en 1946
que su música fuera pobre en polifonía, difusa y caprichosa, pues su imaginación viajaba más
rápido de lo que su mano podía construir. En Mahler, siempre según Salazar, la personalidad
prima sobre la música: no era Beethoven, no calculaba ni construía con la precisión del maestro de
Bonn de quien pretendía ser el heredero.
Alma Mahler

Sólo con la distancia de los años se ha podido relativizar esta reticencia y comprender que la
grandeza de Mahler estuvo en su valiente desafío de lo tradicional. Lo llevó a cabo
paradójicamente con los medios técnicos tradicionales que estaban a su alcance, subvirtiendo las
formas, y construyendo sus obras con materiales sorprendentes, con frecuentes auto-citas o
préstamos tomados de otros compositores; muchas veces también de la música, a veces vulgar, de
las bandas y las danzas del pueblo. Quien preste atención a la Sinfonía nº 3 en Re menor,
estrenada en Krefeld (Alemania) en 1902, encontrará respuesta a la pregunta retórica que formuló
entonces el crítico Ian Macdonald: “¿Para qué sirve Mahler?”. Nuestro compositor completó su
“tercera” en 1897, siendo aún director en Hamburgo y la había compuesto en un orden curioso.
Creó primero una segunda parte que comprendía cinco movimientos, enunciados según un
programa que el compositor hizo explícito, aunque más tarde renegó de la música programática.
Formaban una progresión coherente con intenciones metafísicas: el artista va relatando lo que le
dicen las flores en el prado, lo que le dicen los animales en el bosque, lo que le dice la humanidad,
lo que le dicen los ángeles. Como conclusión, un adagio extenso y sublime revela “lo que al artista
dice el amor”. En el curso de este viaje iniciático se hace explícita en el cuarto movimiento la
aportación filosófica de Nietzsche tomada de su Así habló Zaratustra: “¡Oh hombres…! Prestad
atención: ¿qué os dice la profunda hora de la medianoche?”. Sin solución de continuidad, un coro
de niños y sopranos cantan un aire popular superficialmente religioso, con el eco de las campanas
de iglesia, intercalado con el lamento ominoso de la contralto. Mahler añadió como primera parte
a toda esta excursión mística un auténtico manifiesto de ruptura como símbolo del triunfo de la
vida en la naturaleza: “Despierta (el dios) Pan. Irrumpe el verano”. Dos marchas se enfrentan aquí
violentamente: la primera, decidida, es enunciada por ocho trompas desafiantes en unísono y
reproduce un ritmo tomado del  finale  de la primera sinfonía de Brahms. La otra es lenta y
ominosa, fúnebre, insinuada por los fagots y desarrollada por un larguísimo solo de trombón. Todo
ello mezclado con alusiones a toda clase de ritmos militares, con un despliegue tímbrico
ensordecedor y curiosos y repetidos momentos culminantes que no acaban de culminar porque la
música continúa, volviendo a empezar en un “eterno retorno”. Las bromas y las alusiones a su
propia música y a la de los demás son continuas. Está Brahms, como he dicho, pero está también
el Berlioz de laGrande Symphonie funèbre et triomphale y se adivinan ecos del Nabucco y
del Otello de Verdi. Y lo más sorprendente: en el cuarto movimiento, los sonidos de los animales
del bosque se ven interrumpidos por un canto lejano, a cargo de un corno de postillón, que
representa la presencia del ser humano. El tema elegido por Mahler, por razones que no he
podido averiguar, es una versión soñadora de la “jota aragonesa” que había utilizado antes Franz
Liszt en su  Rapsodie Espagnole y Michail Glinka en su Capriccio Brillante.

M. Kranewitter: tumba de Mahler en Grinzig, Viena

Como ha mostrado detalladamente el crítico Peter Franklin, los contemporáneos reaccionaron


ante este despliegue tan llamativo con el comprensible asombro, al toparse con la novedad de la
ironía aplicada a la música. Los más conservadores denunciaron la vulgaridad de todo aquel
escándalo, cuya “perversión apelaba a los más bajos instintos de las multitudes, queriendo con
melodías seductoras complacer tanto al noble como al campesino, desafiando nuestro espíritu
cristiano con su espíritu judío y nietzscheano” (Hans Ritter). El checo Richard Batka observó:
“Mahler tiene el valor de ser vulgar” al utilizar elementos populares como contexto para las ideas
sublimes que quiere transmitir. Robert Hirschfeld, en fin, comparó la Tercera con los festivales
dionisíacos de la Grecia clásica: “una sinfonía de Mahler se utiliza en nuestro mundo post-
helenístico para liberar las fuerzas explosivas que se han venido acumulando en los callados oficios
y deberes de la burguesía”. En cambio, Arnold Schönberg, Alban Berg y Anton Webern, los
creadores de la escuela de Viena que rompió con la armonía tradicional, supieron comprender la
semilla revolucionaria que había plantado Mahler en sus sinfonías, concertadas y desconcertantes
a la vez. Cuando en 1907, apartado de la ópera de Viena, tuvo que emigrar para ganarse la vida en
Nueva York, le acompañaron a la estación para despedirle Schönberg y toda su escuela junto con
otros muchos amigos y admiradores. Se cuenta que Klimt estaba entre ellos y expresó el sentir de
todos cuando el tren se alejaba, murmurando una palabra que resumía el fin de aquella
época:  vorbei  (“se acabó”).

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