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Sobre la posmodernidad

Por: Darío Sztajnszrajber


Modernidad

I.

Pensar la modernidad es pensar el tiempo. Es pensar el hoy, el instante, y

tal vez, es pensar el mañana. Pero un mañana no demasiado lejano. Un

futuro próximo, un casi después del hoy. La palabra "moderno" parece

provenir de una mezcla entre "hoy" y "modo" (hodiernus y modus); esto

es, la manera en que se manifiesta el presente, pero más precisamente, la

conciencia de estar viviendo el hoy en oposición al ayer. Ser moderno

es estar siempre desligándose de algo, pero ese carácter de desaprensión

lleva consigo también lo desligado. Ser moderno es autoafirmarse como

desatado de lo establecido, de lo tradicional, de lo pasado. Esta

conciencia de estar viviendo el "modo del hoy", por su propia

formulación, ya está recortándose del "modo del ayer". Lo moderno

supone lo no-moderno, aquello que se deja de lado, aquello que otros

quieren conservar, que otros cuidan no perder. Por eso lo moderno es

revolucionario, porque crea a partir de una destrucción, porque avanza

sobre la necesidad de "arruinar", de "hacer ruina" con lo que hay. Por eso

lo moderno es proyección hacia el futuro, es mejora, porque transforma


decididamente en pasado aquello que se da en el presente. O mejor

dicho, la verdadera pelea de lo moderno no es contra el pasado, sino

contra el presente.

El problema de la modernidad tiene que ver con su esencial carácter

cambiante e innovador. Su presencia en lo no-presente, o más bien, su

establecimiento en el futuro inmediato -más allá de las discusiones

acerca de su utopismo- la colocan en la posición de "siempre

cambiando", de "siempre yéndose" o de "nunca anclándose". Aquello

que consideramos establecido en tanto ordenamiento del presente

(presente en sus dos sentidos: temporal y espacial, el presente como hoy,

y el presente como "lo que está a mis ojos"), nunca puede resultar

satisfactorio en virtud de la prioridad y ansiedad de novedad. Si ser

moderno es ser novedoso, entonces sólo se realiza descartando el

presente; y sin embargo, este mismo gesto, desvirtúa toda propuesta

posible porque "ya" es vieja, porque “ya” está pasada de moda (misma

raíz que moderno). Es decir que lo moderno, en principio, nunca puede

establecerse ni institucionalizarse, porque en ese caso, dejaría de serlo

(moderno).
Si llamamos a lo establecido con el concepto de “tradición”, dando pie a

su origen etimológico como "lo transmitido" (traditere); lo moderno, en

principio, se vuelve antitradicionalista| y promueve el ejercicio

permanente de la búsqueda de ruptura con lo que hay. Pero este carácter

de rebeldía se va a encontrar con el problema que surge al comprobar que

en la historia europea que nos constituye, la gran rebeldía moderna

contra la tradición comenzó a estructurarse a partir del siglo XV, como

lucha contra el pensamiento religioso medieval. La cada vez más fuerte

oposición al Medioevo fue desarrollándose como una apuesta decidida

por la racionalización del mundo. Pero esta “batalla” entre la razón y la

religión, alcanza en la época del Iluminismo su resolución, con el

advenimiento de una sociedad secularizada que termina estableciéndose

como nueva tradición, termina institucionalizándose. La razón, que había

surgido en oposición a la fe religiosa medieval, es ahora

“antropocentrismo”, esto es, fundamento último de la realidad, y por ello,

nuevo poder público.

¿En qué se convierte ahora lo moderno? ¿En la construcción de las

nuevas normas de un mundo secularizado, o en el espíritu de ruptura de


toda norma? Si tomamos la segunda opción, entonces lo moderno

debería continuar cuestionando ahora, a la nueva tradición instalada: la

sociedad laica, científica y democrática. Se hace patente de este modo,

un conflicto entre los dos modos de entender lo moderno: como rebeldía

y novedad, por un lado, y como racionalidad por el otro; y ambos

sentidos entran en disputa, ya que si lo moderno es ruptura, la

racionalidad institucionalizada se ha convertido ahora en el nuevo

objetivo a dejar atrás. La Modernidad se vuelve contra si misma.

Llamamos Modernidad al período histórico que se va constituyendo a

partir de una serie de acontecimientos (económicos, tecnológicos,

sociales, culturales, políticos, legales, artísticos, filosóficos y científicos),

que parecerían reflejar una transformación radical en el modo en que se

hallaba estructurada la realidad del Occidente europeo. Hay un

cambio, es evidente. La cuestión es analizar la profundidad del mismo. A

veces los cambios que ostentan grandes rupturas no son más que

modalidades ocultas de lo mismo. Durante varios siglos y la

periodización es un problema, se va constituyendo el proyecto moderno.

Surge y se va estableciendo el capitalismo, se produce la revolución


copernicana, se inventa y socializa la imprenta, los grandes

descubrimientos geográficos, el Renacimiento, la filosofía racionalista,

eventos que en diferentes siglos van produciendo aceptación y rechazo.

Pero hay como una unidad subyacente, la posibilidad de capturar una

nueva imagen de la realidad que aparece distinta a la hasta entonces

vigente. O, al decir de Heidegger, la época en la cual por primera vez el

hombre como sujeto constituye una “imagen” del mundo. La

Modernidad es, en este sentido, secularización. Secularización y

desencantamiento.

Pensemos la palabra "moderno" en esta primera acepción como sinónimo

de racional, de terrenal, de mundano, de entendible y transformable por

los hombres. Modernidad nace como sinónimo de racionalidad; de

hecho, el mundo moderno se va a entender como el mundo laico, aquel

en el cual la ley no depende de lo revelado, aquel en el cual la ciencia es

portadora del conocimiento. Esta Modernidad racional y secular se ve a

si misma como “proyecto”, como triunfo frente a los prejuicios,

impotencias y actitudes retrógradas del mundo medieval anterior. Es la

Modernidad que denomina -con Petrarca- a los años cristianos como

Edad Media y Edad Oscura, y es aquella que en un primer momento se


pretende como una versión mejorada de la Antigüedad. Es que, para los

primeros modernos, los antiguos habían descubierto la razón y con ella

muchas de las grandes verdades, pero el cristianismo las opacó, las

desterró. Por ello, estos primeros modernos renacentistas y hasta el

neoclasicismo francés en el siglo XVII, tienen aún una conciencia de

modernidad todavía ligada hacia el pasado. Ser moderno es ofrecer una

versión mejorada de lo antiguo. La famosa metáfora de Bernardo de

Chartres del enano a espaldas del gigante es ilustrativa: el gigante es la

tradición y el enano la novedad; el gigante es más grande, pero el enano

ve más lejos.

Sin embargo, hay un redireccionamiento de la mirada que se va a

manifestar más adelante, en especial, después del Iluminismo y en

profundidad con los primeros modernismos y vanguardias. Va a surgir

otra mirada de lo moderno que va a poner el acento en el futuro y en la

destrucción de lo pasado. Es la modernidad futurista que propone la

construcción de un mundo y de un hombre nuevo. Asistimos de este

modo a una lectura de lo antiguo y de lo medieval como igualmente

ingenuo y oscuro. Es más, el presente se vuelve tradición, y el ser

moderno habita la realidad del futuro por venir. El presente siempre es


obstáculo y la tarea humana por excelencia consiste en la innovación

permanente; en todos los planos: el empresarial, el artístico, el político.

El hombre moderno es visto ahora como un animal de progreso

ilimitado, y todo progreso implica una idea de novedad y por ello de

ruptura. Si hay innovación, hay ruptura. La misma idea de lo antiguo se

modifica: el presente inmediato ya constituye algo a superar. La segunda

modernidad nace como búsqueda y resistencia. Es oposición y

transgresión, es transformación de lo establecido. Las dos modernidades

entran en escena: la primera racional, secular y antimedieval; la segunda,

amante de lo nuevo, del progreso y de la transgresión. Las dos

modernidades entran en conflicto: una va a hablar el lenguaje de la

ciencia, y la otra el lenguaje del arte.


Excurso sobre el sujeto moderno

I.

Uno de los términos con los que abordamos la comprensión de la

Modernidad es la noción de sujeto. La homonimia entre sujeto e

individuo, o entre sujeto y yo, o sujeto y persona, supone un giro

filosófico importante, que es aquel que se va produciendo en el

pensamiento moderno. Es que “sujeto” etimológicamente remite a “sub

iectum”, aquello que está por debajo de lo eyecto, fundamentando lo que

aparece a la vista. De nuevo, la idea de un fundamento de lo real oculto

que da sentido a lo ilusorio que nos rodea. El “sujeto” así entendido, para

el cristianismo medieval era Dios, y para la Antigüedad griega, todo

aquel fundamento que desde lo metafísico, se ofreciera como principio

de todas las cosas. Así se entiende la idea de cosmocentrismo, en tanto el

sentido último para los antiguos estaba dado por la existencia de un

Orden (cosmos) exterior al hombre que legislaba el universo. Si en

Platón, el sujeto consistía en el Mundo de las Ideas, en Aristóteles lo

conformaba la noción de sustancia (sub stare, por debajo de lo que está).

Pero ¿qué es lo que sucede para que el sujeto se vuelva el yo? O dicho de

otro modo, ¿qué es lo que sucede para que el individuo sea el hombre?
“Individuo” es otro término latino que significa lo que no está dividido;

en griego: a-tomo. Es decir; la idea misma de individuo remite también a

la realidad misma con total independencia del hombre. De hecho, los

átomos son “sujeto” de la materia.

Queda claro que está operando un proceso de transformación en la

explicación de las cosas. Cuando identificamos “sujeto” con “yo”, ya

estamos en al final del proceso, en pleno pensamiento moderno. ¿De qué

se trata este pasaje?

Si pensamos que la esencia de la rosa está en la rosa, suponemos que la

rosa misma, con independencia de rol del hombre, posee algo que la hace

ser rosa y no otra cosa. Aunque no hubieran hombres en el mundo, la

rosa seguirá siendo lo que es, ya que su esencia es autónoma, rige por si

misma, independientemente de la percepción humana y hasta de las

modificaciones que sufra en lo empírico: la esencia es justamente lo que

permanece más allá de los cambios. Pero, si pensamos que las esencias

no existen, sino que son “construcciones” de sentido hechas por el

hombre; esto es; si pensamos que el sentido de las cosas no está “en” las

cosas, sino en los modos en que el hombre va constituyendo los

significados de lo real, entonces, nos encontramos ya en la Modernidad,


desde Descartes, pasando por Kant y hacia adelante. Las esencias no son

más que formas de entender el mundo “puestas” por el hombre. De este

modo, lo que entendamos por rosa, estará en línea con las maneras en

que el hombre fue constituyendo el sentido de “rosa” a lo largo de la

historia. El sujeto, ahora, es el hombre.

En realidad, podemos hablar de dos momentos en la consolidación de

esta filosofía antiesencialista. Por un lado, en especial en Kant, la

construcción del objeto “rosa”, es un acto de conocimiento resultante de

un hombre que cuando conoce ejerce un papel activo, esto es, moldea la

realidad desde las categorías de su entendimiento. Así visto, toda

objetividad se vuelve intersubjetividad, pero esta última supone una

estructura racional común en todos los hombres que no es histórica. Es

como si dijéramos que todos los hombres a “eso” que está allí afuera, lo

constituyen como rosas. Si alguien no lo viera así, el causal del error

perceptivo debería ser analizado y “sanado”. Kant hasta entiende que el

tiempo y el espacio son construcciones “subjetivas” de nuestra

sensibilidad, y llama a esta esfera con el nombre de estética

trascendental.

Pero por otro lado, después de Kant va a consolidarse una tradición más
historicista, que va a poner el acento en el carácter “político” del sujeto.

La realidad se convierte entonces en un campo de batalla en el cual los

contendientes intentan imponer su subjetividad como objetividad, buscan

hacer pasar su mirada situada e interesada como si no fuese una

“mirada”, sino como si fuese la Verdad. Los contendientes pueden ser

una clase social, una cultura o hasta un género, pero siempre va a

permanecer la modalidad de convertir una apariencia (en el sentido de

una mirada situada de las cosas) en una realidad verdadera. Es más, la

historia antigua se relee, entonces, desde este paradigma, y todas las

filosofías de la época son vistas como intentos de fijación de verdades. El

giro moderno develó una situación inconciente y formalizó la

equivalencia entre el sujeto y el yo, así como en una segunda instancia,

develó que este “yo” también es un constructo. La idea de un “sujeto

sujetado” al decir de Foucault, pone en evidencia que la dimensión

estética del saber, en tanto que apariencia, no puede ser escindida de la

cuestión del poder. “Persona” es un nombre que surge en el ámbito

jurídico y que remite a la noción de máscara teatral. Ser persona es

ocupar un rol en la estructura jurídico institucional; rol que no equivale a

lo que supuestamente uno es. Rousseau nos habla directamente de


alienación, en cuanto en la sociedad surgida del pacto, los hombres

siempre están ocupando roles y por ello pierden autenticidad: la sociedad

nos corrompe porque nos arroja a la máscara, esto es, a ser persona, esto

es, a parecer, a la apariencia. La alienación alcanza en el pensamiento

marxista su radicalidad: el yo no es más que el sujeto burgués y la

libertad individual una función de los aparatos de dominación. En

nombre de la autenticidad descubrimos que el “yo” como sujeto, está

sujeto al poder. Pero la estetización, que es al mismo tiempo una

politización de nuestra condición, ¿nos permite vislumbrar esa zona

auténtica desde alguna perspectiva posible?

II.

La primera modernidad con el correr de los años se va

institucionalizando, se va convirtiendo en poder público, en "verdad". La

racionalidad se torna fundamento último de la realidad, reemplaza a

Dios, ocupa el lugar de la religión. La ley se va manifestando racional; la

educación, la salud, la economía, se vuelven asuntos científicos. La

primera modernidad se establece, se vuelve "sistema", se implementa

como nueva tradición. Lo que nace contra la tradición se transforma en


tradición. Desplaza a la religión para ocupar su trono. Destierra el

dominio de la fe y lo reemplaza con argumentación, destrona al

teocentrismo y erige el antropocentrismo. El hombre toma las riendas del

saber y de la acción. Gana en confianza, cree en si mismo. Se emancipa

de la religión para volverse autónomo y darse la tarea de construir un

mundo mejor.

Sin embargo, la segunda modernidad no se quedó dormida. Se refugió en

el arte. Se inmunizó de todo vestigio tecnocientífico, que rápidamente

pasó a conformar parte del sistema imperante. Si la ciencia y la ley

racional se institucionalizaron, lo irracional se tornó delito. La tradición

moderna racional creó su propia diferencia y con ello, sus propios

excluidos: el primitivo, el incivilizado, el pasional, el impulsivo, el

ámbito de lo corpóreo, lo no expresable y por lo tanto no operable por la

razón. Con el destierro de lo religioso y su confinamiento al mundo

privado, el arte toma su lugar, y en el romanticismo del siglo XIX se

presenta a dar batalla. "Dios no es un matemático", dice Hamman, "es un

poeta". La poesía retoma el tema religioso por excelencia: hay algo más

allá de lo pensable y solo el arte puede acceder a esa instancia. Pero para

el universo de las instituciones, esta reacción estética no era más que un


retorno encubierto de la religión. Para el hombre del Iluminismo

triunfante, todo el espectro de lo irracional se halla cortado por la misma

tijera: no es más que un acto reaccionario.

Con las paradojas mismas del romanticismo y con el desarrollo del siglo

XIX va naciendo el modernismo, la segunda modernidad, la modernidad

estética. Un modernismo que rescata el espíritu transgresor de lo

moderno y lo enfoca ahora contra la nueva tradición, contra la

Modernidad misma. Ser modernista es entender a lo moderno como un

estado de rebeldía y transgresión incesante. Ser modernista es también

confinar el progreso material y económico a la esfera de la

modernización del sistema. Vamos a tomar el término modernismo en su

sentido más amplio como segunda modernidad, como actitud de "ser

moderno", como el espíritu de lo moderno en tanto espíritu de

transgresión, como cuando Baudelaire insistía en el carácter normativo

del término, y Rimbaud exigía moralmente al artista a serlo (“Il faut etre

absolument moderne”). La actitud moderna es una decisión y elección de

vida.

El proyecto de esta segunda modernidad, que Habermas llama


“modernidad estética”, es de arremetida contra un mundo europeo

decimonónico que creyó haber podido reemplazar a Dios como principio

ordenador de todas las cosas. Reemplazar a Dios significó el

desplazamiento del poder de la religión y la consolidación de una

sociedad basada en los pilares de la primera modernidad: racional, laica,

científica, argumentativa, planificadora, instrumental, productiva. La

sucesión de estos adjetivos, sin embargo, deja a las claras un proceso en

el cual las utopías ilustradas de una razón que se hacía cargo de un

mundo sin Dios, fueron virando hacia un uso de la misma en sus aspectos

instrumental y eficientista. La flamante Modernidad recubrió lo caótico

de una realidad desbordante, con variables cartesianas y papel

cuadriculado. Esto es; reemplazó el relato religioso funcional al poder de

algunos, por un relato científico funcional al poder de muchos: en el

capitalismo moderno nace el sujeto individual. De este modo se va

produciendo un proceso de desencantamiento, en el pasaje de lo

misterioso a lo explicable, de lo milagroso a lo natural, y de lo emocional

a lo científico. La Modernidad como desencantamiento significa el

emanciparse de lo ilusorio, pero también implica la pérdida de sentido

último. El precio que paga el hombre por hacerse cargo del mundo es el
desgarramiento de lo absoluto. La muerte de Dios es el endiosamiento

del hombre, pero con el costo que supone ahora haber renunciado al

absoluto. En otras palabras: cuando el hombre reemplaza a Dios, al

mismo tiempo acepta que no todo cierra. Esta resignación existencial

puede ser vista desde la emancipación, o bien desde la angustia.

Pero, ¿quién se hace cargo de esta angustia? ¿Quién canaliza y contiene a

un hombre desarraigado, desgarrado (separado del absoluto), en

desasosiego existencial? La razón proyecta su lógica para comprender

solo el mundo que decide comprender, pero, ¿y lo que desborda? ¿Cómo

resolvemos la llamada de “lo otro”, de aquello que asoma en los confines

y nos habla con el lenguaje de lo que no tiene palabras? Cuando la razón,

por si sola, admite sus propias limitaciones y fija los términos de sus

posibilidades, ¿cómo resolvemos la presencia inefable de lo que está más

allá? Es como si comparásemos nuestra capacidad racional con el

alcance de nuestra mirada. Se abrirían cuatro respuestas posibles: a) solo

existe aquello hasta donde mi mirada alcanza, b) más allá de donde mi

mirada alcanza hay algo, pero renuncio a querer conocerlo, dada la

imposibilidad, c) habilito otra forma de conocimiento que me permita

pensar ese más allá, d) vivo y expreso este dilema como la razón de ser
de mi humanidad en conflicto. Está claro que las posturas c) y d) son

aquellas que aparecen como alternativa a la b): o la religión, o el arte. Y

entre ellas, la novedad específicamente moderna, es la apuesta por el

arte.

El arte va a tomar la posta de una religión que o bien se encierra en el

mundo privado, o bien no se aparta de su camino fundamentalista.

Muchos modernos, descreídos del papel de la ciencia, encuentran en el

arte una manera de poder expresar, en lo individual y en lo político, su

estupor frente a la modernización avasallante. No solo la renuncia a un

saber absoluto, sino la constatación de la presencia de una sociedad cada

vez más regida por los criterios propios de la tecnoeconomía, es lo que

genera la búsqueda de un refugio en el arte frente a la impotencia de la

religión. El modernismo se presenta en sociedad a través de este grito, de

este clamor frente a ese mundo del que Marx decía que “todo lo sagrado

se profana”, pero sobre todo que “todo lo sólido se desvanece” producto

de las transformaciones tecnológicas.

Surge así esta segunda modernidad, o modernidad estética, o

modernismo, primero en un movimiento como el Romanticismo, y luego,

a lo largo del siglo XIX, en una serie de corrientes y movimientos


artísticos (simbolismo, impresionismo, decadentismo, etc) que asumen la

proclama de ser modernos contra la institucionalización de lo moderno.

Y, de algún modo, de heredar la inercia de una relación con el mundo

que la religión ya no puede abastecer: una relación estética.

El espacio de la cultura se va a ir constituyendo en un espacio de

enfrentamiento contra la modernización. Hay una primera estetización

moderna de lo real que entiende lo estético como resistencia contra el

sistema. Esta dimensión política de lo estético (que es exactamente el

anverso de la posmoderna estetización de lo político) va a ir

conformando el lugar social del artista en los finales del siglo XIX y

principios del XX. La gran afrenta de la modernización será el contraste

con este modernismo emergente: ¿peleará con él o lo asimilará a sus

categorías? ¿Continuará siendo el arte un lugar “contra” o se convertirá

en un nicho más del mercado de consumo?


Posmodernidad

I.

Las dos modernidades van a confrontar a lo largo de fines del siglo XIX

y gran parte del XX. El desarrollo de ambas va constituyendo, por un

lado los procesos de modernización típicos de la sociedad capitalista, y

por el otro la emergencia de una cultura (o contracultura) de transgresión.

Hay un esquema que une a las dos en su propio debate: el progreso. Pero

si por un lado, progresar es desarrollar una tecnología más eficiente al

servicio de la acumulación de mercado, por el otro, progresar es

encontrar espacios de transgresión más revolucionarios. El conflicto

entre la modernización y el modernismo supone la posibilidad de un

mundo mejor y más verdadero, y aunque la cuestión pasa por definir la

naturaleza de la mejora, en ambos casos se parte de un compromiso

epistemológico y ontológico con la verdad y por ello, con lo real. O bien

de aproximación paulatina, o bien de desenmascaramiento radical. Con

la modernización se apuesta a la construcción de sociedades

tecnológicamente dedicadas al bienestar general que progresivamente

acercarían al hombre a los niveles más próximos a su naturaleza ideal.


Con el modernismo se lucha por nuestra realidad oculta y enmascarada

por un proceso de alienación que invade las zonas más emblemáticas de

la cultura humana. En sus diversas versiones y salvando ciertos casos, lo

moderno no se desembaraza todavía de la idea de verdad. No tiene por

qué hacerlo tampoco.

Es la verdad, la noción que con su crisis marcará el agotamiento de las

dos modernidades. Es la secularización (hipersecularización) de la

verdad la que deja a ambas sin contenidos. La modernización se

convierte en un dispositivo para la destrucción material y espiritual del

hombre, y el modernismo culmina su empresa de ruptura convirtiéndose

en un espectáculo tele-circense en el gran mercado global. El capitalismo

hiperconsumista no se ofrece como democracia social, mientras que

todos los espacios de la contracultura son fagocitados por el nuevo

mercado de consumo cultural creciente. Las grandes utopías modernas

van perdiendo su energía a la par de sus distintas frustraciones. El

sistema tampoco funciona mejor. El escepticismo parece reinar

nuevamente, pero esta vez más que nunca acompañado por un

hedonismo en alianza con el consumo y la ironía. Es como si las dos

modernidades finalmente implotaran, y para ello mucho tuvo que ver la


crisis de la idea de verdad, quitándole al hombre de la Modernidad su

fundamento último. Sin la verdad, ni hay progreso ni hay revolución. Es

el agotamiento de la verdad lo que da inicio a la posmodernidad.

Daniel Bell en Las contradicciones culturales del capitalismo lo plantea

de otro modo: el desarrollo de la modernización estuvo históricamente

contenido por la ética protestante. El progreso tecnoeconómico estaba

regido por un ideal ascético que entendía la acumulación de una manera

limitada y pensaba al capitalismo como un sistema que se desenvolvía en

un marco comunitario. Existía una “moral” capitalista, donde el progreso

individual jamás podría haberse entendido escindido de la comunidad.

Hay dos elementos que van a ir minando esta contención axiológica del

desarrollo desmedido de la ambición y del lucro: por un lado, el sistema

de crédito, que rompe la ecuación esfuerzo / consumo y permite una

vivencia más hedonista del consumo de productos en una sociedad cada

vez más orientada al consumismo. Pero fundamentalmente, y a partir de

la sinonimia que postula Bell entre vanguardia y modernismo, la

irrupción del esteticismo modernista con su proclama de ruptura radical

de todas las instituciones burguesas, incluyendo primordialmente a la


ruptura con las costumbres. El modernismo estético “infectó” al

capitalismo y lo liberó de su moral. Bell culpa a la vanguardia de haberse

constituido como opción estética en la “dinamita” de un sistema

económico que funcionaba correctamente. En última instancia, la

ambición desmedida de la burguesía, así como su preocupación

hedonista, son producto del trasvasamiento de la lógica estética al

dominio de lo social. Nietzsche, para Bell, es la expresión de esta

responsabilidad: si la estética suplanta a la ética, todo vale, y por ello el

nihilismo aniquila el orden social.

II.

Hay un punto en el que Daniel Bell integra modernismo y

posmodernismo como un todo, puntualizando el nexo de continuidad que

existe entre dos concepciones que, en definitiva, se erigen desde la

confrontación contra los valores del sistema vigente. De alguna manera,

el posmodernismo estaría visto como la desembocadura natural de un

proceso de atenuación de las normas que alcanza su extremo en el “todo

vale” posmoderno. El neoconservadurismo de un Bell que apuesta a la

reestructuración de una sociedad basada en lazos fuerte y parámetros


rígidos, necesita recuperar la esfera axiológica, que constituye uno de los

focos más vulnerados tanto por el modernismo como por el

posmodernismo. Las identidades estéticas que se van gestando en la

Modernidad, en cualquiera de sus formulaciones, se hallan o bien

descaragadas de valores o bien regidas por el deseo de un trasvaloración

de los mismos.

De hecho, muchos ven en algunas vanguardias el origen del

posmodernismo. También es cierto que el término viene siendo usado

por cierto espacio literario de la época vanguardista, especialmente

latinoamericana, y también fue importante el uso que le ha dado Arnold

Toynbee con un tono más bien apocalíptico en la década del 50´; pero ya

en los años 60´, comienza a explotar como concepto proveniente del

mundo de las artes (arquitectura especialmente), y más preocupado

alrededor de la idea del “post” en lo estético y en lo político.

La explosión del “post” se produce en los años 70´ y fundamentalmente

en los debates filosóficos de los años 80´. Hay nuevas condiciones

materiales y transformaciones culturales que impactan en la

conformación de una nueva sensibilidad. Es cierto que el posmodernismo

nace en el arte; pero es cierto también que uno de los pilares


posmodernos –la estetización de la existencia- supone un

desbordamiento de lo estético a todas las dimensiones de lo social. Gilles

Lipovetsky entiende el surgimiento del posmodernismo más cerca del

Mayo Francés, ya que en aquella gesta, hubo un giro en hacia cierto

neoindividualismo creativo, ponderando de este modo el aspecto estético

de la revuelta, a partir de los graffitis, por ejemplo. Pero de lo que

hablamos es de otro tipo de giro: la estetización de la existencia supone

el traspaso de las categorías del arte a la realidad toda, y especialmente a

las nuevas condiciones de producción tardocapitalistas. Un nuevo

capitalismo global, avanzado e hiperconsumista se presenta como

productor de un nuevo tipo de mercancías: la imagen. Una nueva

realidad vacía al arte de su potencial utópico y se va pergeñando como

una realidad estetizada y desprovista de alternativa.

Fredric Jameson postula la tesis del posmodernismo como lógica cultural

del capitalismo tardío. El posmodernismo no es una mera reacción propia

del mundo del arte. No puede ser analizada solo como una polémica

entre artistas, sino que lo que se plantea es una modificación sustancial

en nuestra dimensión estética, que no es lo mismo. El espacio y el tiempo

posmodernos suponen una ruptura fundamental con el modo en que los


percibíamos en la Modernidad. La época de la informática, la ontología

de la imagen y el auge del hiperconsumismo, subvierten nuestra

percepción elemental de la realidad. La estetización general de la

existencia tiene más que ver con los procesos de consolidación de un

mundo de trabajo intangible, donde las empresas reemplazan a las

fábricas y la producción de marcas a la producción de bienes. La nueva

mercancía volátil -la imagen- se entronca con el surgimiento de un

pensamiento débil, volátil y etéreo. La celebración de lo estético que se

opera en lo posmoderno se condice con una nueva realidad donde

desaparece la opción por fuera del sistema de consumo. Las identidades

posmodernas, fragmentadas y tribales, son creadas por el hiperconsumo.

Como las góndolas de los supermercados, todo lo consumible se nos

aparece con sus mejores artilugios de seducción. También las ideologías,

también las identidades, también la ciudadanía. De eso se trata la

estetización posmoderna: de mostrarse del modo más seductor para que

la pose venda.

¿Pero entonces qué es la posmodernidad? ¿Una época? ¿Una nueva

sensibilidad? ¿Una nueva querelle? ¿Es un acto de ruptura para con la

Modernidad o es el fin de lo moderno? ¿Y si fuera un acto de ruptura, no


estaría aprisionada en una Modernidad que nunca puede completarse?

¿Tiene razón Jameson en pensar lo posmoderno en conexión con el

capitalismo avanzado, o la posmodernidad es el evento, al estilo

heideggeriano, del fin de toda la metafísica occidental?

Jean Francois Lyotard habla de la condición posmoderna a partir de la

incredulidad con los grandes relatos o metarrelatos. Como si el hombre

hubiese perdido ya toda utopía de un cambio radical; o bien por

considerarla impracticable, o bien por entender a toda utopía como

dogma. En el primer caso, hablamos de un posmodernismo de la

resignación, pero en el segundo caso de un posmodernismo de

resistencia. La imagen del posmoderno como un “yuppie” de los ochenta,

egoísta, materialista y consumista, es una simplificación de la temática

que reduce un cambio de clima en la sensibilidad colectiva, a una de sus

caricaturas. Si se pudiera resumir en un concepto la idea de

posmodernidad, diríamos que, es la época en la cual, el fin de los

absolutos despeja el camino para la irrupción de una diversidad radical.

La muerte de la Verdad permite el surgimiento de lo diverso, decretando

el carácter dogmático de todo discurso que se pretende único. Pero, este

extremismo de lo diferente, pone en jaque la posibilidad de un


compromiso con la construcción de utopías, ya que, ante la conciencia de

un mundo donde lo real se vuelve aparente, lo estético desplaza a lo

ético. Salvo que, visto desde el anverso, se considere que la exaltación de

lo estético implique la revuelta final contra la apariencia de la Verdad

con la cual los grandes discursos occidentales intentaron fundamentar la

realidad. En este último sentido, el esteticismo es la única ética posible, y

la fragmentación se convierte en una resistencia frente a los dogmas.

El libro de Lyotard La condición posmoderna, de 1979, marca un inicio

de una problemática que se puede rastrear bien hacia atrás, pero que sin

embargo se oficializa en los finales de los setenta. La conferencia que

Habermas pronuncia en 1980 y que luego se edita con el título "La

modernidad, un proyecto incompleto", desde la crítica a lo posmoderno,

lo coloca en el frente de batalla. De 1982 es El pensamiento débil de

Vattimo y Rovatti y también de 1979 es La filosofía y el espejo de la

naturaleza de Richard Rorty.

Es cierto también que la escuela postestructuralista en las ideas sobre

todo de Jacques Derridá y de Gilles Deleuze, viene trabajando desde los

años 60´. Muchos quieren ubicar el final de Las palabras y las cosas de
Michel Foucault, un libro que data del año 1966, con su declamación

sobre la muerte del hombre (“podría apostarse a que el hombre se

borraría, como en los límites del mar un rostro de arena”) como la

aparición conceptual fuerte de lo posmoderno. El pensamiento

posmoderno se va consolidando con el correr de las décadas. Siempre

será un pensar desconstructivo, siempre buscará el desmarque, la crítica

institucional al estilo nietzscheano, la desdogmatización, la apelación a la

diferencia. Reconocer en Foucault a un precursor es más que lícito. Su

trabajo genealógico, su mirada "desviada", son fuentes del abordaje

posmoderno. Es cierto que es posible encontrar manifestaciones

posmodernas de derecha. El lazo entre posmodernismo y

conservadorismo o reaccionarismo es fácilmente encontrable en mucho

de la producción neotomista y en algunos idearios hipernacionalistas que

ven a la modernidad ilustrada como socialdemocracia europea, pero el

tema es más arduo: una cosa es antimodernidad y otra posmodernidad.

Una cosa es un retorno a la Edad Media y otra cosa es un retorno al

pasado desde el ludismo propio de la distancia irónica y el pastiche.


Excurso sobre un corpus posmoderno

1. Crisis del progreso, fin de las utopías, ausencia de fundamento último,

muerte del sujeto.

Estas son, tal vez, muchas de las ideas más remanidas sobre lo

posmoderno, que parten de la incredulidad hacia los metarrelatos, y que

por ello mismo suponen una fuerte concentración en el presente,

desarticulándolo de todo proyecto hacia el futuro. La ausencia de un

panorama futuro optimista, en tanto realización de un sujeto moderno

transformando la realidad, no significa que el futuro sea peor, sino

incierto. La falta de fundamento le quita previsibilidad a lo que viene, o

en todo caso, desalienta la confianza en grandes gestas colectivas basadas

en categorías ontológicas fuertes. Nada prueba que haya una lógica

verdadera ordenatoria de lo real, y por ello el hombre vira hacia un

sentido más pragmático y en algún punto individualista o tribalista de las

cosas. Pero al mismo tiempo, vira hacia el pasado: sin un futuro

previsible, el pasado retorna descargado de verdad, y se permite, de ese

modo, una distancia irónica y hasta lúdica con las cosas. Si no hay
progreso, sino relecturas, entonces el futuro no es más que el pasado

releído. La única novedad que resta es la novedad de la deconstrucción,

esto es, de la desarticulación de lo verdadero a través de sus móviles

escondidos. El pasado vuelve para mostrarse con sus otras máscaras.

Toda construcción de conocimiento es una resignificación: lo nuevo es

pensar lo viejo de otro modo. Sin un fundamento último y con una

realidad descentrada, tampoco permanece en pie el sujeto moderno

fuerte. En todo caso, el modernismo fue mostrando que este sujeto es un

constructo y que como tal, también terminó. Al mundo lo seguimos

padeciendo los hombres, pero ya no lo controlamos; o para peor, ya no

nos seguimos creyendo la ilusión de que lo hacíamos. Ese sujeto no era

sino el sujeto racional que excluyó de si mismo todo aquello que no fuera

racional, y por ello europeo (occidental). La irrupción del otro hace trizas

a este sujeto. Lo muestra en su proyecto sometedor. Lo denuncia como

avasallamiento de o Mismo sobre lo Otro. Los textos de Levinas, Derridá

y Blanchot son elocuentes al respecto. Se puede ver a esta serie de

características como el fin de un paradigma hegemónico que intentó

imponer su modelo desde la violencia de la lógica, desde la sumisión del

otro.
2. Exaltación de la diversidad y de la diferencia: deconstrucción y

desnaturalización de los dogmas

Ese otro imposible, excluido o aniquilado, es el faro de la búsqueda

posmoderna. Su presencia implica la ruptura con las formas tradicionales

(modernas) del saber, y la erupción de los discursos minoritarios o

subdiscursos (dialectos) que en la diversidad, se muestran lo otro de lo

propio. Occidente (lo propio) se apropia de lo otro en el proyecto de la

metafísica. ¿Cómo reivindicar lo “desapropiado”? La lucha contra lo

unilateral de un pensamiento cosificador comienza con la aceptación de

lo históricamente confinado a lo diferente. Diversidad y diferencia que se

rastrean en su silencio desde la Antigüedad, pero que se manifiestan en

los discursos reverdecidos de los géneros secundarios o mal llamados

“subgéneros” del saber: las voces de los oprimidos en lo social, lo

cultural, lo religioso, lo metafísico, lo científico. Desde este lugar es que

el posmodernismo, en palabras de David Harvey “se regodea con lo

fragmentario”; ya que posibilita la aparición de un gesto emancipatorio

frente a los dogmas de una identidad, que más allá de sus particulares
formulaciones, no puede no ser “idem”, o sea, “hacer mismo”. Si la

identidad moderna, como secularización de la identidad antigua,

permanece sin embargo atada a una desacreditación de lo diferente (ante

la crisis del ideal comunitario antiguo, el individuo moderno igual crea

metarrelatos omniabarcantes), lo posmoderno va a insistir en la

necesidad de ir deconstruyendo los grandes discursos para liberar, uno a

uno, a los fragmentos allí oprimidos. La emancipación de los fragmentos

los arroja a un escenario caótico de dispersión y autonomía local. La

celebración de esta anarquía define una preferencia por lo esquizofrénico

y por el pastiche; esto es, así como a veces de lo que se trata es de ir

recorriendo esquizofrénicamente (sin buscar una lógica que los una) los

distintos fragmentos, a veces los fragmentos más inconmensurables entre

si se yuxtaponen generando una fusión de partes que no se entienden

entre sí.

Pero entonces, ¿todo vale? El posmodernismo da vuelta la pregunta:

cuando no todo valía, ¿quién imponía el valor? Pero entonces, ¿ya no hay

canon? De nuevo el reverso: cuando había canon, ¿al servicio de quiénes

estaba? La diversidad y la diferencia catalogan a toda verdad fuerte como

dogma, replanteando el rol del conocimiento, más preocupado entonces


por comprender cómo se formaron los dogmas históricamente, que

abocado a la reproducción de los mismos.

3. Desenmascaramiento del carácter político del saber: relativismo y

extrañamiento

Si la construcción del saber es una pelea entre relatos, el conocimiento

cada vez menos tiene que ver con la verdad y cada vez más con el poder.

O bien, se admite que hay una lucha de metáforas (al estilo nietzscheano)

donde algunos relatos se imponen sobre otros; o bien, aunque así sea de

hecho, se proclama, con Vattimo, la necesidad de admitir que ante el

carácter metafórico de las propias verdades (débiles), no tiene sentido la

guerra, sino el amor. Si yo se que mis verdades son no-verdades, mi

apertura a una conversación con el otro es mucha más plena, ya que se

halla despojada de todo dogma. Si el saber es siempre político, al

desapropiarme de mi mismo, puedo amar al otro, en el sentido más

elemental del amor como búsqueda sin punto de llegada. Amar como

quien recorre, conocer como quien pregunta. El extrañamiento con mis

propias verdades me permite “salirme de mi mismo” al estilo de Levinas


y poder conectar entonces con ese otro que también está en el mismo

proceso.

¿Dimensión utópica de lo posmoderno? Puede ser, pero también es cierto

que no hay concepto ni teoría: solo búsqueda (amor)

4. Retorno de lo dionisíaco y del hedonismo

Scott Lash acentúa el rol del deseo en el origen mismo del pensamiento

posmoderno. Michel Maffessoli, Gilles Lipovetsky y Michel Onfray

colocan a lo dionisíaco y al hedonismo como los motores de sentido de

una época que evade los sentidos. Hay un criterio de autenticidad

bastante paradójico: si tomamos la autenticidad en el sentido de lo “más

propio” y lo dotamos de palabra, nos encerramos en un círculo sin salida.

De lo que se trata es de poder alcanzar lo auténtico como lo otro de

aquello que la razón vindica como lo propio. De ahí la exaltación del

placer, de lo instintivo, de lo pasional, siempre que no se corporicen en

discurso. El retorno del cuerpo en el mundo del capitalismo avanzado es

evidente. La clave biopolítica es cómo colocarse en la tensión entre un

cuerpo que pueda prescindir del encorsetamiento de la palabra, frente a


un cuerpo al servicio de una sociedad del hiperconsumo que lo exprime y

lo succiona. Lo dionisíaco solo puede manifestarse en tanto arte, en

cuanto se abandona la búsqueda de significado y se estalla

expresivamente en la sensación. Hay búsqueda de superficie, hay estética

en el sentido de aisthesis, sensibilidad exterior perceptiva. Si lo apolíneo

es la puesta en concepto y con ello la supuesta profundización del saber,

lo dionisíaco es la apuesta posmoderna a la sensación más salvaje, más

primitiva, más virgen, más inmediata. Hay posmodernismo siempre que

se estetice nuestra inmediación con el mundo.

5. Desdiferenciación

Es Lash, quien en su libro Sociología del posmodernismo, plantea la

ofensiva posmoderna como un modo distinto de pensar la autonomía de

las esferas, tal como se postuló en la Modernidad ilustrada. En la misma,

se rompió con la lógica medieval que subsumía las diferentes esferas del

conocimiento humano al propósito religioso. La autonomía del arte, de la

ciencia, de la política, como una afrenta del individuo libre frente a la

sumisión cultural que hacía de cualquier área del saber un camino o


medio hacia el único objetivo último con sentido: el amor a Dios.

La diferenciación es una estrategia (una necesidad) enfáticamente

moderna. La diferenciación implica autonomía. Y la autonomía necesita

de un sujeto libre. Con la cultura posmoderna la diferenciación entra en

crisis. Pero no es que aparece un nuevo telos final, sino que se va

produciendo una tendencia a la des-diferenciación, esto es, a la paulatina

insistencia de cada ámbito por mixturarse con otros. El pastiche, la

fusión, la mezcla, la hibridez, pero también la disolución de fronteras

firmes entre disciplinas o entre lo serio y lo gracioso, lo académico y lo

vulgar, lo auténtico y lo vulgar, la cultura de elite y la cultura de masas.

La mixtura o pastiche se manifiesta también en la vida cotidiana. La

arquitectura, la decoración y hasta las nuevas identidades fragmentadas

suponen un contingencialismo donde el poder “escapar de si mismo” de

Levinas encuentra una hendija posible en la fusión.

6. Nihilismo posreligioso

La hermenéutica posmoderna, tan deudora de un Nietzsche y de un

Heidegger, es también herencia de un pensamiento religioso que no re-


une con nuestra herencia. Re-interpretar es estar siempre re-escribiendo

un libro abierto. La disolución de lo real o la muerte de la verdad

determinan que esta escritura resignifica relatos sin origen, historias que

hablan de otras historias, travesías de la enrancia infinita. Al no haber

centro, todo es marginal, esto es, todo se convierte en una escritura de los

márgenes. La conciencia de este vacío no implica la ausencia de la

pregunta. Quiero decir: la dimensión religiosa como una búsqueda por la

trascendencia se manifiesta con total independencia del problema de la

verdad. Se puede ser religioso y no sostener una idea de verdad.

El retorno de la religión, en este sentido, se produce a través de dos

perspectivas. Por un lado, es notoria la adhesión a fundamentalismos que

proponen respuestas firmes para el abismo de significado. Los

fundamentalismos institucionales conviven con una fuerte proliferación

de sectas y religiosidades no tradicionales que se proponen como

respuestas dogmáticas frente a la carencia existencial. Pero por otro lado,

también es posible pensar la misma situación desde un nihilismo

posreligioso que pueda fundar una ética de la otredad sin la necesidad de

creer en la verdad y menos de erigirse en un dogma. Al final de cuentas,

las religiones institucionales terminaron siendo más funcionales al


proyecto moderno, ya que ambos coincidieron en un mismo régimen de

control y monopolio de la verdad. Lo interesente es avizorar un horizonte

de sentido donde cada búsqueda (religiosa, ascética, escéptica, científica,

artística) socave un poco más la firmeza de nuestras ideas y la dureza de

nuestro yo. Un horizonte posreligioso permitiría que, ante los límites de

una razón que se acepta impotente, se avance hacia una constelación de

fragmentos que en su contingencia van definiendo identidades

cambiantes. Identidades emancipadamente contingentes.


Massmediatización de lo real

Vattimo caracteriza a la sociedad posmoderna como aquella que se

estructura a partir de la massmediatización de la realidad . Para el autor,

una serie de eventos fácticos concretos resultan "prueba" o manifestación

de la disolución de la metafísica occidental. A lo largo de sus libros,

Vattimo recurre a mostrar cómo nuestro mundo material y concreto

"traduce" al pensamiento posmetafísico, “débil” y nihilista. El papel que

cumple la informática en las sociedades postindustriales, el

establecimiento de una cultura del consumo generalizado, la estetización

de la existencia, el fin de los colonialismos hegemónicos, la irrupción de

minorías históricamente oprimidas (homosexuales, ecologismo, pueblos

originarios, etc), son una muestra de un mundo en el cual la Verdad ha

muerto. La massmediatización de la realidad marca el fin de la idea de

una realidad en-si, ya que no hay otro acceso a la misma que no se

produzca a través de los media; con lo cual, la mirada del medio se


convierte en la realidad misma. Hablar de una realidad objetiva se vuelve

ingenuo, por no decir, ideológico. Todo medio se presenta a si mismo

como el único portador de la Verdad, y esta actitud dogmática y

etnocéntrica es la que entra en crisis. La pluralidad de los media, cree

Vattimo, garantiza el antidogmatismo, ya que ninguno de ellos podrá

imponerse como si fuera el único "verdadero", debido a la existencia de

un mercado mediático que todo el tiempo está generando miradas

diferenciadas con un objetivo competitivo.

En la sociedad de los medios de comunicación, la frase "no hay hechos,

sólo interpretaciones" se manifiesta, se hace patente. Cada propuesta

mediática, que es siempre situada e interesada, se corresponde en el

planteo nietzscheano, con una de las tantas posibles interpretaciones de

las cosas. Por ejemplo, la "realidad latinoamericana" no es más que el

horizonte de las tantas miradas subjetivas que los medios nos proveen.

¿Cuál es el principal problema de la actual sociedad latinoamericana?

¿La pobreza o la inseguridad? Depende de la fuerza y posicionamiento

del medio. Lo único cierto es la imposibilidad de hablar de "una"

realidad latinoamericana, ya que siempre se habla desde algún lugar

interesado, y ese interés constituye la realidad. Pero, frente a metáforas


triunfantes, siempre también emergen metáforas alternativas. La garantía

de una diversidad de miradas es esencial a un planteo sin verdades, y al

revés, la verdad pareciera siempre estar descartando algunas miradas. Si

toda verdad es un dogma, las apariencias emancipan. Pero no solo en

cuestiones de “agenda” se percibe este fenómeno. Los reality shows,

ciertas novelas de ficción, los programas de “chimentos”, van marcando

la otra agenda, aquella que también va penetrando en la dimensión

identitaria. Los afectos, los valores, las necesidades y hasta la vida

espiritual se va conformando a partir del entrecruzamiento de

interpretaciones o de la construcción de consensos públicos. Y en un

plano mucho más inmediato, ¿no somos la lectura situada e interesada de

otras lecturas situadas e interesadas con las que convivimos a diario?

Pero Vattimo da un paso más. Propone el intencional entrecruzamiento

de los medios, refuerza la necesidad de un caos comunicativo, ya que a

mayor confusión comunicativa, mayor irrupción de puntos de vista no

tradicionales. Cuanta más competencia haya, más posibilidad va a tener

el homosexual o el mapuche de ver su cultura reflejada por algún canal

televisivo o nota en un diario. La disolución de la realidad finalmente se

"entiende" con el mundo massmediatizado. No es que los medios


disuelven la realidad, sino que la realidad siempre estuvo disuelta, pero

recién ahora lo podemos entender. La oposición al planteo adorniano es

evidente: si los medios son utilizados para imponer una realidad,

seguiríamos atados a una concepción de la Verdad única que dijese que

"en verdad" hay algunos que tienen el poder sobre los media y lo usan

para mentirnos a todos. El planteo es inverso. Todos mienten, ya que no

hay verdad y todo es una metáfora. Pensar desde la dicotomía verdad

contra falsedad es el problema. De lo que se trata es de repensar en un

mundo sin verdades. En todo caso, la nueva dicotomía sería: apariencia

(o verdad débil) única contra apariencias múltiples.

El final es bien nietzscheano. "No hay hechos, sino interpretaciones", es

también una interpretación. De ahí que el hombre posmoderno es un

hombre extrañado, enajenado de su propia "realidad"; es el primero en

asumir que su manera de ver las cosas puede ser otra, que todas sus ideas

son aparentes y por ello, que la primera otredad reside en su propio yo.

El extrañamiento, para Vattimo, es la condición del hombre posmoderno:

al reconocerse contingente, se abre al cambio permanente. Al no

asumirse dogmático, puede desligarse de su “propiedad” (de “propio”) e

ir constituyéndose en la conversación con los otros. Su identidad es una


identidad débil, ya que no es dogmática, y puede ir tomando y

descartando aquello que va constituyendo su semblante. Estar extrañado

de si mismo es una forma de esteticismo.

Está claro que en estas ideas, no sólo partimos de una adecuación de lo

fáctico (la sociedad de la comunicación) a lo teórico (la muerte de la

verdad), sino que lo fáctico "era previsible" en un marco en el cual, con

la muerte de la verdad, se abre un mundo de apariencias. Que las

apariencias hayan tomado la forma de productos mediáticos es aleatorio.

También toman la forma de objetos de consumo. En el consumismo

generalizado el valor de cambio destierra definitivamente al valor de uso.

La marca desplazando al producto, el marketing a la producción, los

servicios a los emprendimientos industriales, la virtualidad a la realidad,

en una palabra, la estética a los contenidos, es síntoma de un mundo de

simulacros. El consumismo generalizado desacredita la dicotomía entre

necesidades naturales y artificiales. El mundo del capitalismo avanzado

rompe definitivamente con la ilusión de una zona auténtica que se

diferencia de una impuesta. Hablar de necesidades naturales y

necesidades construidas es todavía creer en la Verdad. Toda hipótesis de

una necesidad natural no es más que un interés construido que se ha


sabido instalar como esencial. En el mundo de la estetización y

mercantilización de la existencia, el valor de uso desaparece y muestra de

este modo en su apogeo y ocaso que, la máxima del relato marxista de la

alienación es insuperable. O bien, al revés, que su superación es otra

metáfora. Desalienarse es alienarse de otro modo. Asumir la alienación

por el contrario, posibilita una descarga y una democratización.

Habíamos mencionado también muestras más bien político culturales de

constatación de la adecuación entre lo fáctico y lo teórico, como el fin de

los colonialismos y la irrupción de nuevas formas de agrupamiento

cultural. La crisis de los discursos hegemónicos y de los modelos

universalistas o internacionalistas son para Vattimo otra "prueba" a favor

de sus ideas. La fragmentación evidente de la escena política, étnica y

cultural, resulta síntoma de un mundo que finalmente y por suerte, se ha

resquebrajado. Hay una línea que une la massmediatización, la

mercantilización y la estetización, con la fragmentación, el tribalismo y

la emergencia de puntos de vista no tradicionales.

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