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El llamado Pacto Socialdemócrata de la segunda mitad del siglo pasado, por el que a
cambio de que los movimientos obreros (y los partidos democráticos de izquierda) no
cuestionaran las bases del capitalismo, los Estados capitalistas se comprometían a
asumir la protección social de los trabajadores (sanidad, educación, subsidios, etc.),
posibilitó la paz social y lo que se ha venido llamando Estado del Bienestar (o el Estado social
y democrático de Derecho, como aparece en nuestra Constitución).
El hundimiento de los sistemas comunistas de la Europa del Este desde noviembre del
89 dejó al liberalismo capitalista sin oponente ideológico ni sistema alternativo,
metaforizándose esa situación como pensamiento único o como fin de la historia: eso que la
FAES y el ideólogo Aznar llamaron liberalismo sin complejos.
Desde entonces, y más intensamente tras la crisis financiera y económica de estos últimos
años, ese neoconservadurismo (o ultraconservadurismo o neoliberalismo) ha venido
atacando sistemáticamente todo el entramado del Estado de Bienestar en aras de la
desregulación económica y del mercado libre: flexibilización de lo que ellos mismos llaman
sin pudor mercado de trabajo (presentando al trabajo y al trabajador como mercancías),
abaratamiento de los despidos, endurecimiento de las condiciones para obtener subsidios,
privatización de los servicios públicos (camuflada bajo la fórmula de la gestión indirecta),
recortes sociales, retraso de la edad de jubilación, etc.
Marx entendió bien que sin conciencia de clase de los trabajadores no era posible
frenar al capitalismo. Hoy en Europa (y en España igualmente) apenas hay alguien que
viva como clase trabajadora, como obrero, por muy explotado que esté. Al contrario,
parece que todos queremos entendernos como clase media que consume y vive
libremente pese a estar hipotecados, ser mileuristas o estar desempleados. A ese
falseamiento Marx lo llamaba alienación (pérdida de identidad, vivir una vida no real).
Curiosamente, mucha de esa clase media aplaude los recortes sociales y se deleita
con la eliminación de empleo público y el acoso a los sindicatos, como si la causa de
su explotación fuese el Estado y no el capitalismo descarnado. Quizá por eso la Sra. Aguirre
no tiene reparo en decir que la crisis que vivimos la ha causado la falacia Keynesiana y no la
ambición siempre desmedida del capitalismo financiero desregulado.
Si esto sigue así, me temo que mis hijas vivirán una Europa más
parecida a la que vivió mi abuelo durante el primer tercio del
siglo XX que a la que he vivido yo. Y no me gusta.