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La poesía está en la mirada

Plantear este tema desde el comienzo es asunto ineludible para evitar errores futuros: quien
pueda ayudarnos a alcanzar los propósitos que hemos esbozado es la poesía, no el poema. Y la
poesía, más que en la lengua, radica en la mirada. Revisemos, por ejemplo, este fragmento de
Clarice Lispector:

Hace unos días vi sobre la mesa una tajada de sandía. Y así, sobre la
mesa desnuda, parecía la risa de un loco. Si no fuese porque me resigno
a un mundo que me obliga a ser sensata, gritaría de susto ante las
alegres monstruosidades de la tierra, solo un infante no se espanta:
también él es una alegre monstruosidad que se repite desde el
comienzo de la historia del hombre. Sólo después viene el miedo, el
apaciguamiento del miedo, la civilización, al fin y al cabo. Mientras
tanto, sobre la mesa desnuda, la tajada chillona de sandía roja.
Agradezco a mis ojos porque se siguen asombrando. Aun veré muchas
cosas. A decir verdad, aun sin sandía, una mesa desnuda es también
algo que merece verse.

Este fragmento nos muestra cómo todo lo que nos sucede puede ser considerado algo
que compromete nuestra capacidad de lectura. Una tajada de sandía, una mesa
desnuda, también son textos. No solo los libro sino también las personas, los objetos,
la naturaleza, los acontecimientos que suceden a nuestro alrededor, todos quieren
decirnos algo. Y nuestra capacidad de escuchar – o de leer – eso que tienen que
decirnos habla de nuestra formación, nos constituye y pone en cuestión aquello que
somos.
La mirada infantil está instalada en ese asombro plano al que se refiere la autora: es
mirada que no opina, no explica ni concluye. Mirada de niño, en definitiva, que sabe
que, como nos recuerda Flaubert, para que una cosa sea interesante, basta con mirarla
durante mucho tiempo. Los adultos, sin embargo, tal vez porque somos incapaces de
aceptar el misterio, buscamos interpretar lo que vemos, cubrirlo de palabras que nos
mantengan a salvo. Porque, ante lo desconocido, un adulto no se queda jamás sin
respuestas: nuestra concepción del mundo se basa en buscar a todo un significado,
una explicación, un sentido.
Pero ahí está el niño, por el contrario, acostado en la tierra, absorto durante un largo
rato, siguiendo el recorrido de una fila de hormigas o, como nos cuenta Eduardo
Galeano, pidiéndole al adulto, ante el espectáculo del mar visto por primera vez:
“Ayudame a mirar”.
El niño es sabedor de que mirar no es un ejercicio fácil, de que no se reduce – como el
ver- al simple fenómeno biológico, si no que requiere, mas que ojos humildad, tiempo,
espacio interior y una actitud ante la vida distinta de la del adulto.
Tal vez nosotros debamos abrir nuestra mirada, tal vez importe reflexionar sobre la
abundancia de estímulos y la pobreza de experiencias que caracteriza a nuestro
mundo. Nos convocan sucesos de actualidad convertidos en noticias fragmentarias y
rápidamente caducas que logran informarnos, pero no conmovernos. Quizá debamos
cancelar esa frontera entre lo que sabemos y lo que somos, entre lo que pasa y lo que
nos pasa, para sentir que la poesía está cercana.
Para aprender a mirar deberíamos dejarnos llevar por el niño. Es el niño el que enseña
a mirar al adulto, y no al revés; pero no lo hace con palabras, con argumentos, con
explicaciones.

En Calvo, M. (2016) Tomar la palabra. La poesía en la escuela. FCE, México.

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