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El conocimiento precientífico es el que surge

de estimaciones y valoraciones directas de


los fenómenos, en base a la pura observación o análisis sin sistemática, registros
de
datos, comparaciones o mediciones. Esta vía
de acceso al conocimiento está muy ligada
a las influencias subjetivas, y por ende, a
los llamados prejuicios, o sea juicios apriorísticos muy difundidos, que no pueden
ser
comprobados pero que, pese a ello, posibilitan la aceptación de una verdad
aparente.
Por ejemplo, "todos los negros huelen mal",
"los pobres son haraganes y ladrones", "los
enanos tienen el sexo grande". El saber común o popular está ligado estrechamente a
experiencias prácticas, generalizadas a partir de algún caso; en este sentido,
podría
serle atribuida una metodología empíricoinductiva, que, como luego veremos,
predomina en las ciencias sociales. Sin embargo, el saber común se gesta mediante
la
convivencia social, donde se instalan tabúes, supersticiones, mitos y prejuicios;
esto
es, verdades establecidas que condicionan
fuertemente la vida social, por la pura convicción cultural del grupo.
La mayor parte de los juristas que participan en cursos de criminología de posgrado
tienen una experiencia profesional previa que
los ha fijado fuertemente a convenciones
sociales y a las interpretaciones jurídicas
que refuerzan tales convenciones. Hemo'^
tomado contacto durante años con la realidad del control formal mediante las tareas
desempeñadas en tribunales, defensorías,
cárceles e institutos de menores. Hemos acumulado un bagaje de experiencia de la
que
nos vanagloriamos y que es reconocido por
terceros como una forma del saber: la que
"dimana de la experiencia". Con el paso del
tiempo, nos volvemos "hombres de consulta" y llegamos a creer que nuestras certezas
son poco menos que irrefutables. Sin embargo, nuestro aprendizaje técnico —empírico
social— está plagado de prejuicios que
suelen afectar seriamente esas capacidades
de interpretación adquiridas. Sin quererlo,
forzamos conclusiones tendenciosas, que
luego inciden fuertemente en las decisiones "objetivas" y "legales" con las que
seguimos operando sobre la realidad. Cuando estos criterios se fijan
repetitivamente y
alcanzan cierto grado de elaboración y aceptación por la comunidad jurídica, pueden
llegar a constituirse en una ideología útil
para justificar situaciones en nombre de
una presunta objetividad racional normativa o jurídica. Recuerdo la letra de un
chámame muy conocido, en la que un sargento de policía explica que cuando marca
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Carlos Alberto Elbert
a alguien a sablazos, imprimiéndole en la
espalda el "sean eternos los laureles" de la
hoja, no es él quien castiga, sino que lo
hace "la autoridad". Convenciones de este
tipo se repiten en todo el orden jurídico, particularmente en la interpretación de
los jueces, que muchos de ellos atribuyen —análogamente al sargento— a "la letra de
la ley" o
a "la voluntad del legislador", como si el
intérprete fuese neutral y los textos admitieran una única lectura posible.
Tengo frescos mis recuerdos de infancia,
allá por el inicio de los cincuenta, cuando
un gobierno adoptó la costumbre de regalar
sidra a los humildes para fin de año. He visto cómo los destinatarios vaciaban las
botellas en zanjas, para vender luego los envases
vacíos en almacenes. Lógicamente, la sidra
caliente es horrible, y ellos no poseían heladeras; mas ésta y otras reacciones
paradojaÍes de los desposeídos ante formas de beneficencia que los superaban,
fueron interpretadas de inmediato como prueba irrefutable
de su ignorancia y su carácter salvaje, irrecuperable para la civilización. Este
pequeño
ejemplo y otros que se le suman, llegaron a
conformar razonamientos generales, como
que los pobres están en esa situación porque les gusta, lo que, de paso demostraría
que poseen una astucia perversa, porque,
siendo pobres —escuché— reciben todo regalado por vía de la compasión y la
beneficencia que no merecen, mientras los pudientes habrían trabajado duro para
ganar lo que
tienen. De allí se derivan, a su vez, justificaciones del desprecio al marginal:
los mendigos usarán el dinero para emborracharse, los
niños de la calle están al servicio de un negocio, las mujeres con niños a cuestas
en
realidad los alquilan, etcétera.
La progresión de tales razonamientos
atribuye concluyentemente a los marginados diversos vicios como la haraganería,
la suciedad, la malicia, la indolencia, la
brutalidad y la promiscuidad. Se llega a
ofrecer como pruebas de la certeza de esta
construcción que "la ventaja de la pobreza es no pagar impuestos" o que basta
con ver las antenas de televisión en los
ranchos para comprobar que, en realidad,
los pobres "tienen confort" y que pese
a todo, siempre se las arreglan para pasarla bien.
La ¡ínea de razonamiento anterior es la
base para fundamentaciones de sentido
común que predisponen decisiones jurídicas, como que los presos lo pasan
estupendamente en las cárceles, con buena
comida y alojamiento gratuito; todo ello
sin trabajar. Esta última conclusión, de
contenido jurídico-criminal, está ligada a
prejuicios sociales como los que vimos,
ampliamente aceptados y difundidos.
Pretender oponerse a los discursos arraigados en el saber cotidiano con jerarquía
de evidencia, resulta por demás difícil, dada
su naturaleza y asimilación. Todo cuestionamiento racional de estos presupuestos
ideológicos del sistema penal suele toparse con muros emocionales que los
defienden.
Cuando los partidarios de la pena de
muerte se constituyen en legión, muchos
fundamentos arrancan de la pura emocionalidad y hasta de la biologización de
argumentos sociales, como que es preciso
"extirpar los órganos enfermos", "arrojar la
fruta podrida" o "podar la cizaña" que resultan muy sensatos en sus campos técnicos
de origen, pero no pueden traspasarse
sin más a una objeto no biológico, como
es la sociedad.
Propongo ahora un ejercicio, que tome
como base la evidencia de que las cárce

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