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1º cuatrimestre (2018)
Pero, por sobre todo, luego de la apertura de puertas de la sala, el hecho de tener que
atravesar un espacio escénico -en el que ya están dispuestos una música, una
iluminación precisa, y seis cuerpos vivientes- para situarse luego frente al mismo genera
alguna duda con respecto a la posibilidad de que allí mismo –por donde yo pasé, muy
cerca de los actores- se desarrolle un acontecimiento en el que solo me encuentre
involucrado como un espectador que solo deposita una audio-visualidad descuidada:
El reggaetón, la figura de Cristo –pelo largo, cuerpo semidesnudo que cubre su zona
erógena con un short de jean deshilachado-, el halo rojo fluorescente que lo rodea e
ilumina él espacio, y la reunión de cuatro hombres alrededor de una mesa centrada que
sostienen conversaciones inaudibles -ofuscadas y tapadas por el volumen de la música-
están acompañados por el fondo de un mural de grafitis urbanos que podríamos
encontrar en el barrio de Palermo y que aglutina un collage de figuraciones visuales:
Desde una gran frase La revolución es un sueño eterno –de la obra del escritor argentino
Andrés Rivera, pasando por dos zébras unidas por un solo cuerpo, carteles publicitarios
sobre una pelea de boxing, personajes de videojuegos retro como el pacman, hasta
frases más difíciles de distinguir como “aborto legal ya” o “relax, don’t do it”
(popularizada por la canción “Relax” de la banda ochentosa “Frankie goes to
Hollywood”).
De este modo, se presenta una situación híbrida que codifica, desde lo intertextual, un
linde entre lo festivo urbano y lo ritual sagrado, hecho que, al mismo tiempo, por estar
acompañado de la ausencia de un signo extra-escénico indicador de comienzo –como
podría ser, por ejemplo, el sonido de una campana, el pedido de apagado de celulares
por parte de algún personal, o el mero silencio acordado por los espectadores- parece
difuminar no solo los límites espectáculo/espectáculo teatral, vida/ficción, sino también
la determinación límite de un principio: “son tantas las cosas que quiero decir, que no
sé por dónde empezar (…)”.
De repente –las puertas de las salas se han cerrado: quizás algún espectador distraído se
ha quedado afuera, quizás otro haya dejado encendido su celular, permitiendo
involuntariamente intervenir lo real cotidiano-, el estallido que provoca el cambio de
una canción a otra, indica la salida a escena de un grupo de ocho mujeres por el lado
izquierdo de las gradas, que se presentan ante el público evocándole un baile, poses, y
miradas provocadoras –sobre una de ellas se posa una luz amarilla que permite ver
cómo interpela al público con una observación longeva de lado a lado-, al ritmo de la
música; mientras tanto, tanto los hombres, como él espectador, permanecen sentados,
observando la coreografía femenina, siendo codificados desde un rol voyerista.
Una vez que las mujeres se acercan hacia la reunión masculina, el grupo de hombres
decide golpear con palmadas, en conjunto, y sincrónicamente, la mesa, acto corporal
que parece determinar instantánea y automáticamente el pausado repentino de la música
y el encendido general de todas las luces, develando su instalación y su artificialidad.
Luego, vemos a los actores y actrices ocupando zonas diferenciales del espacio, pero
fijando su cuerpo rígidamente, en línea recta, frente al público, separando brevemente
las piernas, cerrando los puños, e interpelando a aquel con miradas serias.
Efectivamente, la acción tiende a proponer, al menos parcialmente, un:
Dado además que la identificación por el nombre real de los actores y actrices es la
única identificación utilizada para relacionarse entre particulares –en los escasos
momentos en los que es necesario hacerlo (pienso, por ejemplo, en el caso de la actriz
Eloísa Walter, quién larga un llanto frente a la posibilidad de no tener lugar en la obra),
la determinación de los acontecimientos ficticios se develan como actuados por ellos.
Por otro lado, cada uno tiene un turno breve, espontaneo y esporádico para la
proposición pública, ofreciendo al espectador una frase y/o un consejo que, basados en
un criterio de explícita referencia extra-escénica y de actualidad se encadenan como un
continuum –ya sea por conciliación, oposición, y/o contradicción- que con respecto al
conjunto de las voces codifica la presencia de un debate democrático, pero caótico:
“la revolución ya fue (…), hoy vende la revolución interior (…), el amor (…), los
pequeños logros (…), la fe garpa (…)”.
En otro momento, dos actrices se apropian del micrófono y un actor del piano, para
ejecutar una canción religiosa –Salmos 34, de Cordero Mcadam Katherine- que, tanto
como la figura de Cristo en el muro contrasta con la cualidad profana y multicultural de
los grafitis que lo rodean, la melodía suave y despojada de bajos graves y la entonación
dulce y ascética, contrasta con las propuestas hedonistas del estilo reggaetón.
Como síntesis de estas dos instancias, la canción First of the Year (Equinox), de
Skrillex, es utilizada para realizar una coreografía paródica y profana en la que el Cristo,
claramente actualizado a la moda contemporánea por el uso de gafas de sol, se erige
como centro de una danza grupal explícitamente robótico-mecánico que busca ajustarse
al ritmo de las melodías –creadas por sintetizadores- y voces procesadas del dubstep.
Cabe destacar que en este último caso -como en el del reggaetón-, el sonido limina entre
lo escénico y extra-escénico, porque, aunque no se devele desde que tablero se emplea,
se percibe que sale de los mismos bafles por donde sale la música ejecutada en escena.
En otro caso muy particular, se utiliza la canción introductoria de las películas de
Disney para acompañar a dos actores que, juntos de la mano, recorren y señalan con
histrionismo puntos del espacio: para invocar la diversidad material del parque temático.
Por último, quisiéramos destacar que, como en el teatro de Bertold Bretch, “la música es
concebida como un elemento de epicidad, cuya interrupción en la situación dramatizada
evita la empatía con el espectador” (Trastoy, B. y Zayas de Lima P, 2006: 164), como
en el caso en el que dos actores ejecutan la canción Mi Mujer, de Nicolás Jaar, mientras
una actriz narra, y las demás mimetizan, una situación de abuso sexual; como en el caso
en el que los actores deciden finalizar la obra haciendo un musical que, iniciando con la
canción Las hormigas mueven las montañas, y avanzando progresivamente con una
coreografía que pasa de la sincronía grupal a la desprolijidad de una violencia inter-
individual, finaliza con la intervención sonora de unos disparos que se imprimen en el
cuerpo de los actores y actrices.
4. Para finalizar, quisiéramos destacar el momento en el que los actores y actrices, luego
de salir por primera y única vez de la escena, aparecen vestidos con remeras grises que
inscriben frases revolucionarias y guevaristas, advirtiendo al público la necesidad de
finalizar la obra, mediante algo simple y conmovedor que englobe el todo de la misma.
La propuesta meta-teatral y paródica de cerrarla con un musical codifica no solo el
funcionamiento de la ideología, como operación que opera sustituyendo el todo por la
parte, sino también un trágico cuestionamiento a la conversión de la revolución como
utopía a la revolución como algo que ha encontrado su lugar en circulación de
mercancías simbólicas, que la representan distorsionadamente a través de la promoción
del valor de la identificación sensacional despolitizada y de lo particular-individualista:
Una frase del Che Guevara, fragmentada en tres remeras portadas por los actores y
actrices –“si avanzo, seguime”/ “si me detengo, empujame”/ “si retrocedo, matame”-
codifica perfectamente una situación en la que impera una aceleración ansiosa no más
que hacia la incertidumbre.
Contra todo advierte un tipo de teatro que opta no solo por desenmascarar las falsías de
aquellas representaciones utópicas que se quieren cuestionar, sino que para lograrlo de
un modo efectivo, devela su propio proceso productivo como utopía de representación.
Bibliografía