La búsqueda de la propia identidad – Juan Carlos Albillo
Escalera sin fin – Miguel Bravo Vadillo
(Basado en la fotografía nº 1 de la serie titulada “La búsqueda de la propia identidad”, de Juan Carlos Albillo Pozo)
Quizá me estoy volviendo loco, pero juraría que me persigue mi doble.
Dicen que eso es una mala señal. Decidido a despistarlo, aprovecho para acelerar el paso después de doblar una esquina. Por fin llego al hotel y me refugio en mi habitación. Sin embargo, unos minutos más tarde alguien golpea la puerta. ¿Será el otro? No quiero saberlo. Prefiero escribir, centrarme en mis propios pensamientos. Esto es lo que escribo: Quizá me estoy volviendo loco, pero juraría que me persigue mi doble. Dicen que eso es una mala señal. Decidido a despistarlo, aprovecho para acelerar el paso después de doblar una esquina. Por fin llego al hotel y me refugio en mi habitación. Sin embargo, unos minutos más tarde alguien golpea la puerta. ¿Será el otro? No quiero saberlo. Prefiero escribir, centrarme en mis propios pensamientos. Esto es lo que escribo: Quizá me estoy volviendo loco…
Miguel Bravo Vadillo: Punto y final
Estoy escribiendo un cuento. La frase anterior es la primera, y esta es la segunda.
Estoy escribiendo un cuento. No, a decir verdad, el cuento ya está escrito; de lo contrario no estaría en sus manos, querido lector, y usted no deslizaría su mirada por estas primeras líneas. Y, sin embargo, ahora mismo estoy escribiendo este cuento, mis dedos se desplazan con celeridad por el teclado. Haciendo un pequeño esfuerzo, ambos podríamos creer en la falacia de que lee estas líneas al mismo tiempo que las escribo; tal y como yo mismo hago, que escribo a la par que leo lo que escribo. Escribo estas palabras y leo “escribo estas palabras, y leo escribo estas palabras…”. Pero no nos perdamos en un bucle absurdo. Este no es de ese tipo de cuentos. Además, tal cosa no es posible. No pierda el tiempo tratando de imaginar un imposible, porque su ahora y mi ahora no son el mismo ni podrían serlo de ninguna manera. Tan ingenuo es creer que usted puede leer este cuento mientras yo lo escribo, como creer que yo podría escribirlo mientras usted lo lee. Lo que trato de decirle antes de acabar este párrafo, aunque quizá con excesivos rodeos, es que cuando usted empiece a leerlo, no sólo el cuento estará acabado desde hace mucho tiempo, también yo habré llegado al final de mi existencia. Ahora, no obstante, sólo ha llegado el momento de hacer un punto y aparte. Yo sé de buena tinta cómo acabará esta historia, pero no porque haya seguido la célebre teoría de Poe, que aconseja comenzar a escribir un cuento a partir de un final conocido ya de antemano, un cuento donde todas y cada una de sus frases (incluida la primera) vayan encaminadas a la producción de un determinado efecto final. Lo siento por Poe, pero no sigo dicha regla. Las reglas, en definitiva, se hacen para transgredirlas; sobre todo en el terreno de la literatura, que es el ámbito de la libertad. Si yo no me sintiera libre cuando escribo, ¿para qué iba a escribir? Haría mejor en no hacer nada. Si conozco el final de esta historia desde antes de empezar a escribirla es porque antes de sentarme a mi escritorio he tomado un mortífero veneno, un veneno que sólo tarda diez minutos en hacer efecto. Por tanto, el final de esta historia (como el verdadero final de todas las historias, al fin y al cabo) lo marca la muerte de su protagonista, que, en este caso, coincide con la muerte del personaje narrador; es decir, con la mía. Nos aproximamos a un final inevitable, a un desenlace, si podemos llamarlo de esta manera, fatídico para mí; pero que nada tiene que ver con el uso que el autor del texto haga de las palabras. Y observe el lector que señalo con toda intención la diferencia entre autor y narrador. Aunque el autor se empeñase en desviar el curso de la narración no lograría cambiar mi final bajo ningún concepto. No habrá sorpresas de ninguna clase, no puede haberlas; pero sí puede haber aquí otro punto y aparte. Vivir escribiendo ha sido siempre mi única razón de ser. Como morir sobre el teclado es ahora mi mayor deseo y, si todo va bien, nada (ni nadie) podrá evitar que así suceda. De momento continúo tecleando, y eso significa que sigo vivo. Mientras escribo estas palabras que usted lee ahora aún estoy vivo; pero no estoy vivo ahora, mientras usted las lee. Ya hemos dejado claro que es pura fantasía creer que usted podría estar leyendo estas palabras ahora (no en su ahora sino en el mío), y, por la misma razón, bajo ningún concepto puede hacer usted una llamada telefónica a algún servicio médico de urgencias para que acudan con tiempo de salvar mi vida. Si eso fuera posible, si usted pudiera hacer ahora mismo esa llamada y alguien llegase a mi casa a tiempo de salvar mi vida, yo no habría terminado de escribir este cuento ni una revista lo hubiese publicado y, por tanto, usted no hubiera podido enterarse de que el narrador de dicho cuento ha tomado un veneno letal antes de empezar a escribirlo y, como es lógico suponer, nunca habría hecho esa llamada. La paradoja es categórica. Su tiempo, querido lector, y el mío son incompatibles. Por tanto, no debe sentirse culpable de que yo vaya a morir dentro de unos minutos; ni siquiera hay razón para que se sienta impotente ante el indiscutible hecho de que ya no puede hacer nada para ayudarme. Tampoco serviría de nada que dejase de leer ahora el cuento: el final del mismo no está condicionado a las decisiones que usted pueda tomar a lo largo de su lectura. No se trata de ese tipo de cuentos. Las cosas son así, y no tiene sentido buscarle tres pies al gato. En lugar de eso, hagamos aquí otro punto y aparte. Ya no me queda mucho tiempo. Durante los primeros minutos la ponzoña apenas hace efecto. Hasta ahora no he notado nada en particular, y ya han pasado casi nueve minutos desde que la tomé. Justo ahora, según dicen los entendidos (aunque no creo que ninguno lo haya experimentado en sus propias carnes), los movimientos de mis dedos deberían ir volviéndose más lentos, la vista más borrosa, los pensamientos más imprecisos; hasta que, hacia el final, un calor creciente, pero soportable, se apodera de todo el cuerpo y uno muere como si cayera en un sueño profundo. Es una muerte dulce e indolora. Sin embargo, aún no siento nada y ya he alcanzado el minuto diez. Quizá soy inmune al veneno. En todo caso poco importa que sea así: todo aquel que nace debe morir, y yo, en ese sentido, no soy ni más ni menos que nadie. Es cierto que tomé el veneno porque deseaba morir lo antes posible, pero no es menos cierto que mi muerte está fatalmente determinada desde la primera frase de este relato y que yo nada puedo hacer para evitarla. Esa primera frase funda mi nacimiento y abre un camino por el que habré de transitar, de manera irremediable, hacia mi desenlace (si es que podemos llamarlo de esa manera). Porque la muerte del personaje narrador, con independencia de la historia que se cuente y del número de páginas que tenga esa historia, la marca siempre el punto y final de la narración. Sí, querido lector; este punto y final.
El Afilador. Por MiguelBravo Vadillo.
Hoy me he levantado con ganas de releer algunos cuentos de Poe.
Comencé con El gato negro.Apenas había leído unas líneas –“Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma”, nos confesaba el narrador–, cuando los monótonos acordes con los que se presenta el afilador callejero llegaron a mi oído a través de la ventana abierta de mi estudio. Recordé entonces que tenía un cuchillo que afilar, ysalí a la calle en busca de aquel que mejor sabe hacer su oficio. Era el afilador un hombre de abatida figura, enjuto de carnes, de piel morena y curtida. Sus ropas,holgadas ya para su reducido esqueleto, estaban sucias y raídas. Rondaría loscincuenta años. Una barba descuidada, de unos tres o cuatro días, dejabaentrever, más que ocultar, las penurias de su rostro. Peinaba hacia atrás sucabello ceniciento, por lo que su augusta frente quedaba por completo aldescubierto; esa frente en la que se labraban algunos surcos cuando el afilador, inclinada la cabeza hacia delante, miraba directo a los ojos de quien esto escribe. Parecía un afilador de otra época, casi un personaje velazqueño. Antes de comenzar la tarea echó un trago de vino de una vieja bota que llevaba colgada en elmanillar. Bebió sin invitarme, pero no lo tomé a mal porque enseguida sospeché que aquel caldo no debía de ser del que aclara las ideas. Luego, al par que pedaleaba y hacía girar la rueda de amolar, me contó que de joven había sido músico (aunque ya nadie lo diría viendo sus manos) y que tuvo que vender el violín para comprar la herrumbrosa bicicleta y la siringa de plástico, la cual había aprendido a tocar sin despegarse el pitillo de los labios. Me hizo una demostración, y sonrió orgulloso, mostrando una hilera desigual de dientes ennegrecidos. Tampoco el cigarrillo perdía el equilibrio con sus risas y parloteos. Era un hombre que, al verlo, arrumbado bajo el triste sol de noviembre, daban ganas de invitarlo a una sopa caliente. Pensaba yo en la sopa cuando miró por encima de mi cabeza, como si detrás de mí hubiese una figura alta y poderosa. Abrió sus ojos desmesuradamente y tembló el cigarrillo, que,ahora sí, cayó al suelo. Yo sentí un escalofrío en la nuca, pero al girarme no pude ver nada (ni a nadie) que justificara aquel terrorífico asombro. El hombre continuó su labor sin volver a mirarme, ni a abrir la boca; y poco después,cabizbajo, me entregó el cuchillo perfectamente afilado. Pregunté cuánto le debía. Me respondió que invitaba la casa, y se marchó como alma que lleva el diablo. Qué buen tipo, pensé; pero volví a mi estudio con una rara sensación de desasosiego. Una repentina curiosidad me hizo mirar por la ventana y vi cómo el afilador se alejaba calle abajo, montado en su bicicleta, gesticulando como si hablara con su sombra. Me senté a mi mesa de trabajo, pero no pude dejar de pensar en algunas supersticiones que todavía perviven en mi pueblo. Por lo visto, la llegada de un afilador siempre anuncia lluvias. Y es así que, indefectiblemente, llueve a los pocos días. Pero para algunos, los más agoreros, también es vaticinio de alguna muerte. Ese malagüero está extendido por muchos pueblos de esta región, y sé de uno, cuyo nombre prefiero no citar, en que sus habitantes han prohibido la entrada a los afiladores ambulantes. Aunque parezca mentira, desde entonces (y hace seis años de eso) allí no ha muerto nadie. Ya lo llaman el pueblo de los inmortales. Sin embargo, cuando lo pronostica el hombre del tiempo, se sigue viniendo el cielo abajo, tal y como ocurría antes de tan extravagante prohibición. ¿Pero qué vería detrás de mí ese afilador velazqueño, a través de su vino turbio? Quizá una inquietante borrasca, quizá el rostro huesudo de La Muerte esperando su turno para afilarla guadaña. ¿Por qué no preguntarle?, me dije, y salí en su busca. Recorrí todo el pueblo con mi coche, pero ya no pude encontrarlo. Tal parecía que se lo hubiese tragado la tierra. Ahora anochece y un fatídico presentimiento aflige el centro mismo de mi alma mientras pienso en la siniestra figura del afilador alejándose horizonte abajo, arrastrando tras sí el destino incierto de los hombres.