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En las últimas semanas ha causado cierta polémica la inclusión de los asuntos migratorios bajo la

competencia de una vicepresidencia de la nueva Comisión Europea para “proteger el estilo de vida
europeo”, pues se ha querido interpretar  esta distribución de competencias (con algo de exceso de
vista) como expresión de la idea de que los inmigrantes son por definición ajenos a nuestro modo de
vida.
Pero es otra la cuestión en la que me quiero detener. La presidenta de la Comisión, en
un artículo publicado en defensa del concepto de “estilo de vida europeo”, nos recuerda que, de acuerdo
con los Tratados, la Unión “se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad,
democracia, igualdad, Estado de derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de
las personas pertenecientes a minorías”, y  señala a continuación que los europeos debemos sentirnos
orgullosos del estilo de vida europeo, basado en dichos valores.
Hasta aquí nada que objetar, pero el artículo va un poco más allá al afirmar que “Otras partes del mundo
tienen su estilo de vida que difiere del nuestro. Todos tenemos nuestras tradiciones, nuestro conjunto de
valores y nuestra forma de actuar. Con todo y con eso siempre elegiré el European Way of Life y
nuestra Unión de solidaridad, tolerancia e integridad.”
Aparte del hecho de que, afortunadamente, la solidaridad, la tolerancia y la integridad no son un
patrimonio exclusivamente europeo, esta formulación pone de relieve una tendencia que viene
observándose en la Unión al menos desde el estallido de su policrisis a lo largo de esta década: la
renuncia implícita a concebir a la Unión como un poder transformador a escala internacional.
En efecto, si el estilo de vida europeo tiene como esencia “el respeto de la dignidad humana, libertad,
democracia, igualdad, Estado de derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de
las personas pertenecientes a minoría”, y “otras partes del mundo tienen su estilo de vida que difiere del
nuestro”, ¿no quiere esto decir que debemos contentarnos con proteger en casa esos valores y
renunciar a proyectarlos hacia el exterior?
Aunque la Estrategia exterior de la UE de 2016 recoge en algún pasaje la vocación transformadora de la
UE, lo hace junto con un tono general defensivo, más pendiente de salvar los muebles en casa que de
exportar valores al exterior. El “estilo de vida europeo”, al menos en la explicación que del concepto que
nos da la presidenta de la Comisión, parece que se inscribe en esta tendencia. Pero la mejor tradición
europea es también querer para el resto del mundo unos valores y unos derechos, que no son sólo
europeos, sino universales.
En el fondo del planteamiento del artículo de la presidenta de la Comisión hay también un intento
justificable de definir un “nosotros” europeo frente a un “ellos” externo, pues la debilidad de la identidad
colectiva europea ha sido y es identificado como uno de los puntos débiles del proceso de integración.
La construcción de ese “nosotros” europeo sobre la base de unos valores compartidos se inscribe en la
lógica del mejor europeísmo. Pero se enfrenta a una contradicción con la que viene chocando desde
siempre la definición de una identidad europea fundada en valores: que tiende, no a proporcionar las
bases de un nuevo nacionalismo europeo, sino de un verdadero universalismo, neutralizándose a sí
misma por tanto como sustento de un proyecto político cerrado.
En definitiva, en el fondo, más allá de la polémica sobre las competencias migratorias, el debate sobre el
nombre de la vicepresidencia de “protección del estilo de vida europeo” pone de relieve la fase
defensiva en la que se encuentra el proyecto de integración y los límites que encuentra el intento de
construir una suerte de patriotismo europeo basado en valores.

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