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Ignacio de Antioquía
El lector se habrá percatado de que, durante todo el siglo primero, al mismo tiempo que
abundan las noticias de mártires, escasean los detalles acerca de su martirio, y
especialmente acerca de las actitudes de las autoridades civiles hacia el cristianismo.
Con el correr de los años, tales noticias se van haciendo cada vez más abundantes, y ya
el siglo segundo va ofreciéndonos algunas. Estas noticias aparecen sobre todo bajo la
forma de las llamadas “actas de los mártires”, que consisten en descripciones más o
menos detalladas de las condiciones bajo las que se produjeron los martirios, del arresto,
encarcelamiento y juicio del mártir o mártires en cuestión, y por último de su muerte.
En algunos casos tales “actas” incluyen tantos detalles fidedignos acerca del proceso
legal, que parecen haber sido copiadas —en parte al menos—de las actas oficiales de
los tribunales. Hay otros en que quien escribe el acta nos dice que estuvo presente en el
juicio y el suplicio. En muchos otros, sin embargo, hay fuertes indicios de que las
supuestas “actas” fueron escritas mucho tiempo después, y que sus noticias no son por
tanto completamente dignas de crédito. En todo caso, las actas más antiguas constituyen
uno de los más preciosos e inspiradores documentos de la iglesia cristiana. En segundo
lugar, otras noticias nos llegan a través de otros documentos escritos por cristianos que
de algún modo se relacionan con el martirio y la persecución. El ejemplo más valioso de
esta clase de documentos es la colección de siete cartas escritas por Ignacio de
Antioquía camino del martirio, a las que hemos de referirnos más adelante.
Por último, el siglo segundo comienza a ofrecernos algunos atisbos de la actitud de los
paganos ante los cristianos, y muy especialmente de la actitud de los gobernantes. En
este sentido, resulta interesantísima la correspondencia entre Plinio el Joven y el
emperador Trajano.
El martirio de Policarpo
Si bien es poco o nada lo que sabemos acerca del testimonio final de Ignacio, sí tenemos
amplios detalles acerca del de su amigo Policarpo, cuando le llegó su hora casi medio
siglo más tarde. Corría el año 155, y todavía estaba vigente la misma política que
Trajano le había señalado a su gobernador Plinio. A los cristianos no se les buscaba;
pero si alguien les delataba y se negaban entonces a servir a los dioses, era necesario
castigarles. Policarpo era todavía obispo de Esmirna cuando un grupo de cristianos fue
acusado y condenado por los tribunales. Según nos cuenta quien dice haber sido testigo
de los hechos, se les aplicaron los más dolorosos castigos, y ninguno de ellos se quejó
de su suerte, pues “descansando en la gracia de Cristo tenían en menos los dolores del
mundo”. Por fin le tocó al anciano Germánico presentarse ante el tribunal, y cuando se
le dijo que tuviera misericordia de su edad y abandonara la fe cristiana, Germánico
respondió diciendo que no quería seguir viviendo en un mundo en el que se cometían
las injusticias que se estaban cometiendo ante sus ojos, y uniendo la palabra al hecho
incitó a las fieras para que le devorasen más rápidamente.
El valor y el desprecio de Germánico enardecieron a la multitud, que empezó a gritar:
“¡Que mueran los ateos!” —es decir, los que se niegan a creer en nuestros dioses— y
“¡Que traigan a Policarpo!” Cuando Policarpo supo que se le buscaba, y ante la
insistencia de los miembros de su iglesia, salió de la ciudad y se refugió en una finca en
las cercanías.
A los pocos días, cuando los que le buscaban estaban a punto de dar con él, huyó a otra
finca. Pero cuando supo que uno de los que habían quedado detrás, al ser torturado,
había dicho dónde Policarpo se había escondido, el anciano obispo decidió dejar de huir
y aguardar a los que le perseguían.
Cuando le llevaron ante el procónsul, éste trató de persuadirle, diciéndole que pensara
en su avanzada edad y que adorara al emperador. Cuando Policarpo se negó a hacerlo,
el juez le pidió que gritara: “¡Abajo los ateos!” Al sugerirle esto, el juez se refería
naturalmente a los cristianos, que eran tenidos por ateos.
Pero Policarpo, señalando hacia la muchedumbre de paganos, dijo: “Sí. ¡Abajo los
ateos!”
De nuevo el juez insistió, diciéndole que si juraba por el emperador y maldecía a Cristo
quedaría libre. Empero Policarpo respondió: —Llevo ochenta y seis años sirviéndole, y
ningún mal me ha hecho. ¿Cómo he de maldecir a mi rey, que me salvó?
Así siguió el diálogo. Cuando el juez le pidió que convenciera a la multitud, Policarpo
le respondió que si él quería trataría de persuadirle a él, pero que no consideraba a esa
turba apasionada digna de escuchar su defensa. Cuando por fin el juez le amenazó,
primero con las fieras, y después con ser quemado vivo, Policarpo le contestó que el
fuego que el juez podía encender sólo duraría un momento, y luego se apagaría,
mientras que el castigo eterno nunca se apagaría.
Ante la firmeza del anciano, el juez ordenó que Policarpo fuera quemado vivo, y todo el
populacho salió a buscar ramas para preparar la hoguera.
Atado ya en medio de la hoguera, y cuando estaban a punto de encender el fuego,
Policarpo elevó la mirada al cielo y oró en voz alta:
Señor Dios soberano te doy gracias, porque me has tenido por digno de este momento,
para que, junto a tus mártires, yo pueda tener parte en el cáliz de Cristo. Por ello te
bendigo y te glorifico. Amén.
Así entregó la vida aquel anciano obispo a quien años antes, cuando todavía era joven,
el anciano Ignacio había dado consejos acerca de su labor pastoral y ejemplo de firmeza
en medio de la persecución.
Por otra parte, las actas del martirio de Policarpo son interesantes porque en ellas
podemos ver una de las cuestiones que más turbaban a los cristianos en esa época: la de
si era lícito o no entregarse espontáneamente para sufrir el martirio. Al principio de esas
actas se habla de un tal Quinto, que se entregó a sí mismo, y que al ver las fieras se
acobardó.
Y el autor de las actas nos dice que sólo son válidos los martirios que han tenido lugar
por voluntad de Dios, y no de los mártires mismos. En la historia del propio Policarpo,
vemos que se escondió dos veces antes de ser arrestado, y que sólo se dejó prender
cuando llegó al convencimiento de que tal era la voluntad de Dios.
La razón por la que este documento insiste tanto en la necesidad de que sea Dios quien
escoja a los mártires era que había quienes se acusaban a sí mismos a fin de sufrir el
martirio. Tales personas, a quienes se llamaba “espontáneos”, eran a veces gentes de
mente desequilibrada que no tenían la firmeza necesaria para resistir las pruebas que
venían sobre ellos, y que por lo tanto acababan por acobardarse y renunciar de su fe en
el momento supremo.
Pero no todos concordaban con el autor de las actas del martirio de Policarpo. A través
de todo el período de las persecuciones, siempre hubo mártires espontáneos y—cuando
sus martirios fueron consumados— siempre hubo también quien les venerara.
Esto puede verse en otro documento de la misma época, la Apología de Justino Mártir,
donde se nos cuenta que en el juicio de un cristiano se presentaron otros dos a
defenderle, y la consecuencia fue que los tres murieron como mártires.
Al narrar esta historia, Justino no ofrece la menor indicación de que el martirio de los
dos “espontáneos” no sea tan válido como el del cristiano que fue acusado ante los
tribunales.
La persecución bajo Marco Aurelio
En el año 161, el gobierno del Imperio recayó sobre Marco Aurelio, quien había sido
adoptado años antes por su predecesor, Antonino Pío. Marco Aurelio fue sin lugar a
dudas una de las más preclaras luces del ocaso romano. No fue él, como Nerón y
Domiciano, un hombre enamorado del poder y la vanagloria, sino un espíritu culto y
refinado que dejó
tras de sí una colección de Meditaciones, escritas sólo para su uso privado, que son una
de las joyas literarias de la época.
En esas Meditaciones Marco Aurelio muestra algunos de los ideales con los que trató de
gobernar su vasto imperio:
Intenta a cada momento, como romano y como hombre, hacer lo que tienes delante con
dignidad perfecta y sencilla, y con bondad, libertad y justicia. Trata de olvidar todo lo
demás. Y podrás olvidarlo, si emprendes cada acción de tu vida como si fuera la última,
dejando a un lado toda negligencia y toda la resistencia de las pasiones contra los
dictados de la razón, y dejando también toda hipocresía, y egoísmo, y rebeldía contra la
suerte que te ha tocado (Meditaciones, 2:5).
Bajo tal emperador, podría suponerse que los cristianos gozarían de un período de
relativa paz. Marco Aurelio no era un Nerón ni un Domiciano. Y, sin embargo, el
mismo emperador que se expresaba en términos tan elevados acerca de sus deberes de
gobernante desató también una fuerte persecución contra los cristianos. Marco Aurelio
era hijo de su
época, y como tal veía a los cristianos. En la única referencia al cristianismo que
aparece en sus Meditaciones, el emperador filósofo alaba aquellas almas que están
dispuestas a abandonar el cuerpo cuando sea necesario, pero luego sigue diciendo que
tal disposición ha de ser producto de la razón, “y no de terquedad, como en el caso de
los cristianos” (Meditaciones, 11. 3). Además, también como hijo de su época, el
filósofo que alababa sobre todo el uso de la razón era en extremo supersticioso. A cada
paso pedía ayuda y dirección de sus adivinos, y ordenaba que los sacerdotes ofrecieran
sacrificios por el buen éxito de cada empresa. Durante los primeros años de su reinado,
las invasiones, inundaciones, epidemias y otros desastres parecían sucederse unos a
otros sin tregua alguna.
Pronto corrió la voz de que todo esto se debía a los cristianos, que habían atraído sobre
el Imperio la ira de los dioses, y se desató entonces la persecución. No tenemos indicios
de que Marco Aurelio haya pensado que de veras los cristianos tenían la culpa de lo que
estaba sucediendo; pero todo parece indicar que le prestó su apoyo a la nueva ola de
persecución, y que veía con buenos ojos este intento de regresar al culto de los antiguos
dioses. Quizá, al igual que Plinio años antes, Marco Aurelio pensaba que era necesario
castigar a los cristianos, si no por sus crímenes, al menos por su obstinación. En todo
caso, tenemos informes bastante detallados de varios martirios que ocurrieron bajo el
gobierno de Marco Aurelio.
Uno de estos martirios fue el de la viuda Felicidad y sus siete hijos. En esa época se
acostumbraba en la iglesia que aquellas mujeres que quedaban viudas, y que así lo
deseaban, se consagraran por entero al trabajo de la iglesia, que a su vez las mantenía.
Esto se hacía, entre otras razones, porque en esa sociedad era muy difícil para una viuda
pobre sostenerse a sí misma, y también porque si tal viuda se casaba con un pagano
podía perder mucha de su libertad para actuar en el servicio del Señor. La obra de
Felicidad era tal que los sacerdotes paganos decidieron impedirla, y con ese propósito la
acusaron ante las autoridades, juntamente con sus siete hijos.
Cuando el prefecto de la ciudad trató de convencerla, primero con promesas y luego con
amenazas, Felicidad le contestó que estaba perdiendo el tiempo, pues “viva, te venceré;
y si me matas, en mi propia muerte te venceré todavía mejor”. El prefecto entonces trató
de convencer a los hijos de Felicidad.
Pero ella les exhortó a que permanecieran firmes, y ni uno solo de ellos vaciló ante las
promesas y las amenazas del prefecto. Por fin, las actas de los interrogatorios fueron
enviadas a Marco Aurelio, quien ordenó que diversos jueces pronunciaran sentencia, a
fin de que estos obstinados cristianos sufrieran distintos suplicios.
Otro de los mártires de esta época fue Justino, uno de los más distinguidos pensadores
cristianos, a quien hemos de referirnos de nuevo en el próximo capítulo. Justino tenía
una escuela en Roma, donde enseñaba lo que él llamaba “la verdadera filosofía”, es
decir, el cristianismo. El filósofo cínico Crescente le retó a un debate del que el cristiano
salió a
todas luces vencedor, y al parecer Crescente tomó venganza acusando a su adversario
ante los tribunales. En todo caso, en el año 163 Justino y seis de sus discípulos fueron
llevados ante el prefecto Junio Rústico, quien había sido uno de los maestros de
filosofía del emperador. En este caso, como en tantos otros, el juez trató de convencer a
los cristianos acerca de la necedad de su fe. Pero Justino le contestó que, tras haber
estudiado toda clase de doctrinas, había llegado a la conclusión de que la cristiana era la
verdadera, y que por tanto no estaba dispuesto a abandonarla. Cuando, como era
costumbre, el juez les amenazó de muerte, ellos le contestaron que su más ardiente
deseo era sufrir por amor de Jesucristo, y que por tanto si el juez les mataba les haría un
gran favor. Ante tal respuesta, el prefecto ordenó que fueran llevados al lugar del
suplicio, donde primero se les azotó y luego fueron decapitados.
Por último, como ejemplo de la suerte de los cristianos bajo el régimen de Marco
Aurelio, debemos mencionar la carta que las iglesias de Lión y Viena, en la Galia, les
enviaron en el año 177 a sus hermanos de Frigia y Asia Menor. Al principio la
persecución en esas dos ciudades parece haberse limitado a prohibiciones que les
impedían a los cristianos presentarse en lugares públicos. Después la plebe comenzó a
seguirles por las calles, insultándoles, golpeándoles y apedreándoles. Por fin varios de
ellos fueron presos y llevados ante el gobernador para ser juzgados. En ese momento
uno de entre la multitud, Vetio Epágato, se ofreció a defender a los acusados, y cuando
el gobernador le preguntó si era cristiano y él respondió afirmativamente, sin permitirle
decir una palabra más, el gobernador ordenó que se le añadiera al grupo de los
acusados.
La persecución había caído sobre estas dos ciudades inesperadamente, “como un
relámpago”, y por tanto no todos estaban listos para enfrentarse al martirio. Según nos
cuenta la carta que estamos citando, alrededor de diez fueron débiles y “salieron del
vientre de la iglesia como abortos”.
Los demás, sin embargo, se mostraron firmes, al mismo tiempo que tanto el gobernador
como el pueblo se indignaban cada vez más contra ellos. De boca en boca corrían
rumores acerca de las horribles prácticas de los cristianos, rumores sobre los que hemos
de hablar en el próximo capítulo. En vista de su obstinación, y probablemente para
ganarse la simpatía del pueblo, el gobernador hizo torturar a los acusados. Un tal Santo
se limitó a responder:
“soy cristiano”, y mientras más le torturaban y más preguntas le hacían, más firme se
mostraba en no decir otra palabra.
La cárcel estaba tan llena de prisioneros, que muchos murieron asfixiados antes que los
verdugos pudieran aplicarles la pena de muerte. Algunos de los que antes habían negado
su fe, al ver a sus hermanos tan valerosos en medio de tantas pruebas, volvieron a su
antigua confesión y murieron también como mártires. Pero la más destacada de todos
estos mártires fue Blandina, una mujer débil por quien temían sus hermanos. Cuando le
llegó el momento de ser torturada, mostró tal resistencia que los verdugos tenían que
turnarse. Cuando varios de los mártires fueron llevados al circo, Blandina fue colgada
de un madero en medio de ellos y desde allí les alentaba. Como las fieras no la atacaron,
los guardias la llevaron de nuevo a la cárcel. Por fin, el día de tan cruentos espectáculos,
Blandina fue torturada en público de diversas maneras. Primero la azotaron; después la
hicieron morder por fieras; acto seguido la sentaron en una silla de hierro candente; y a
la postre la encerraron en una red e hicieron que un toro bravo la corneara.
Como en medio de tales tormentos Bandina seguía firme en su fe, por fin las
autoridades ordenaron que fuese degollada.
Estos no son sino unos pocos ejemplos de los muchos martirios que tuvieron lugar en
época de Marco Aurelio. Hay otros que nos son conocidos, y que pudiéramos haber
narrado aquí. Pero sobre todo hubo muchos otros de los cuales la historia no ha dejado
rastro, pero que indudablemente se encuentran indeleblemente impresos en el libro de la
vida.
La defensa de la fe
Mi propósito no es lisonjearos, sino requerir que juzguéis a los cristianos según el justo
proceso de investigación. (Justino Mártir)
Durante todo el siglo segundo y buena parte del tercero no hubo una persecución
sistemática contra los cristianos. Ser cristiano era ilícito; pero sólo se castigaba cuando
por alguna razón los cristianos eran llevados ante los tribunales. La persecución y el
martirio pendían constantemente sobre los cristianos, como una espada de Damocles.
Pero el que esa espada cayera sobre sus cabezas o no, dependía de las circunstancias del
momento, y sobre todo de la buena voluntad de las gentes. Si por alguna razón alguien
quería destruir a algún cristiano, todo lo que tenía que hacer era llevarle ante los
tribunales. Tal parece haber sido el caso de Justino, acusado por su rival Crescente.
En otras ocasiones, como en el martirio de los cristianos de Lión y Viena, era el
populacho el que, instigado por toda clase de rumores acerca de los cristianos, exigía
que se les prendiera y castigara.
En tales circunstancias, los cristianos se veían en la necesidad de hacer cuanto estuviera
a su alcance por disipar los rumores y las falsas acusaciones que circulaban acerca de
sus creencias y de sus prácticas. Si lograban que sus conciudadanos tuvieran un
concepto más elevado de la fe cristiana, aunque no llegaran a convencerles, al menos
lograrían disminuir la amenaza de la persecución. A esta tarea se dedicaron algunos de
los más hábiles pensadores y escritores entre los cristianos, a quienes se da el nombre de
“apologistas”, es decir, defensores. Y algunos de los argumentos en pro de la fe
cristiana que aquellos apologistas emplearon han seguido utilizándose en defensa de la
fe a través de los siglos.
Empero, antes de pasar a exponer algo de la obra de los apologistas, es necesario que
nos detengamos a resumir los rumores y acusaciones de que eran objeto los cristianos, y
que los apologistas intentaron refutar.