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DESPUÉS DE CREER:

LA FORMACIÓN DEL
CARÁCTER CRISTIANO

N. T. WRIGHT
ÍNDICE

Prólogo
l. ¿Para qué estoy aquí?
2. La transformación del carácter
3. Sacerdotes y reyes
4. El reino que ha de venir y el pueblo preparado
5. Transformados por la renovación de la mente
6. Nueve variedades de fruta y un cuerpo
7. La virtud en acción: el sacerdocio real
8. El circulo virtuoso
Epílogo: Para leer más
PRÓLOGO
Este libro es una especie de consecuencia de Simply Christian y Surprised by
Hope.

Allí establecía, entre otras cosas, lo que me parece un principio básico del
primitivo cristianismo, es decir, que lo que el Dios creador intenta, en
definitiva, es acercar el cielo y la tierra, y que ese plan ha sido decisivamente
inaugurado con Jesucristo. Esta visión tiene implicaciones radicales sobre
todos los aspectos relacionados con lo que pensamos sobre la fe y la vida
cristiana. En Surprised by Hope, concretamente, expuse que la esperanza
final de los cristianos no es solamente ir al cielo, sino resucitar en la nueva
creación de Dios: un «nuevo cielo y una nueva tierra». Parte del meollo de
todo esto, según los primeros seguidores de Jesús, es que la resurrección y la
nueva creación ya han empezado a suceder, precisamente por lo ocurrido al
mismo Jesús en la Pascua. En esos libros anteriores empezaba por señalar
alguna de las formas en que esto puede producirse desde el punto de vista de
la responsabilidad cristiana, en y para con el mundo, así como desde el punto
de vista del comportamiento cristiano. En el presente libro intento desarrollar
a fondo este tema, con particular atención a las nociones de «carácter» y de
«virtud» cristianas. Lo fundamental es esto: la vida cristiana en el momento
actual, con sus exigencias y sus responsabilidades, ha de ser entendida y
moldeada en función del objetivo final para el que hemos sido creados y
redimidos. Cuanto mejor comprendamos ese objetivo, mejor entenderemos el
camino que conduce a él.

Lo que se ofrece aquí no es un tratado completo de ética. Tampoco es,


ciertamente, un conjunto de normas para cubrir todas las situaciones, que es
lo que algunos esperan de un libro sobre el comportamiento cristiano. Como
explicaré más adelante, pienso que ese es un camino equivocado para abordar
el tema en su conjunto. Es más bien una exploración sobre cómo se forma el
carácter cristiano, como ejemplo concreto de la formación del carácter en
general. He otorgado especial atención a la atenta lectura de algunos textos
clave del Nuevo Testamento que creo son, a menudo, o mal entendidos o
suavizados, cuando se abordan desde otros puntos de vista. Y he intentado
plantear en especial la forma de pensar de los primeros cristianos sobre el
«comportamiento», no como tema separado sino más bien como un aspecto
de sus más amplios objetivos e intenciones: el culto y la misión.

He intentado mantener un nivel de escritura accesible a todo tipo de gente y


me he debido autolimitar para no entrar en ninguno de los fascinantes debates
contemporáneos sobre el comportamiento cristiano considerado en su
conjunto o en sus diversas partes. Aquellos que saben manejarse en tales
debates verán con suficiente claridad cuándo sigo una línea de tal o cual
escritor concreto o dónde me alejo del punto de vista de otro. Al final del
libro he añadido una nota, para indicar algunos sitios en donde encontré
ayuda, y algunos debates a los que, me atrevo a aventurar, este libro podrá
modestamente contribuir. En particular, espero haber recordado a los lectores
del Nuevo Testamento que la gran tradición que plantea la conducta en
términos de virtud, tiene más que ofrecer que lo que algunos han podido
pensar, y espero también haber recordado a quienes han teorizado sobre la
virtud que el Nuevo Testamento tiene más que ofrecer que lo que ellos habían
pensado. Pero el principal objetivo del libro es otro: estimular a cualquier
cristiano del mañana, procedente de cualquier tradición, a sentirse alentado e
ilusionado por la búsqueda de la virtud en su forma específicamente cristiana
y a moldear su carácter, individual y colectivamente, para lograr convertirse
en el ser humano que Dios quiere que seamos, lo que significa que nuestro
interés se centrará primordialmente en el culto y en la misión, además de en
la formación de nuestro propio carácter, como medios indispensables para el
logro de ese doble objetivo.

A aquellos que se acerquen a un libro específicamente cristiano «desde


fuera», por así decirlo, les diría que he escrito en otros sitios sobre las razones
por las que creo que, a pesar del escepticismo actual de Occidente, después
de todo debe haber un Dios que creó el mundo y que finalmente lo va a
arreglar.

Los sueños que tenemos y que se niegan a morir -sueños de libertad y


belleza, de orden y de amor, sueños de marcar diferencias en este mundo- se
hacen vivos cuando los situamos en un contexto de fe en un Dios que hizo el
mundo, que va a arreglarlo de una vez por todas y que desea implicar a los
seres humanos en tal proceso. Ahora nosotros abordamos esos mismos temas
desde otro ángulo. En un mundo tan lleno de confusión, ¿cómo sabemos lo
que en realidad es bueno? Y, ¿cómo podemos descubrir lo que de verdad
significa el ser humano? Este libro quiere ofrecer un doble reto: para los
cristianos, pensar la naturaleza del comportamiento cristiano desde un nuevo
ángulo; para todos, pensar lo que significa ser genuinamente humano.

Y sugiero que, cuando realmente comprendemos ambos retos, acaban por


confluir.

Este tipo de libro no es el lugar para entrar en otras controversias. A este


propósito, he dado por supuesto que Jesús de Nazaret hizo y dijo más o
menos lo que los cuatro evangelios dicen que hizo; en otros sitios he escrito
detalladamente sobre todo ello, debatiendo con los que mantienen posturas
radicalmente diferentes. De igual forma he dado por bueno que san Pablo
escribió a los efesios y a los colosenses, algo que muchos estudiosos del siglo
pasado pusieron en duda. Realmente el argumento del libro no depende de
ninguno de esos presupuestos y por esa razón, además de por el peligro de
entorpecer la línea de pensamiento actual, no me volveré a referir a tales
cuestiones.

Al escribir sobre la vida de la Iglesia y sobre los desafíos a que se van a


enfrentar los cristianos en el mundo del mañana, me siento incómodamente
consciente, porque en realidad solo conozco la Iglesia occidental
contemporánea. He disfrutado enormemente encontrándome con cristianos de
otras partes del mundo y de tradiciones muy distintas a la mía, y espero
seguir aprendiendo cosas tanto de ellos como sobre ellos. Pero no puedo
presumir de hablar aquí sobre ellos. El ideal sería que, para reflejar esto,
hablara siempre de «cristianos modernos de occidente», pero queda anticuado
y embarazoso.

Confío en que los lectores, particularmente en otras partes del mundo, darán
por sabido que estoy hablando desde mi propia y limitada perspectiva. Espero
que tengan la bondad no solo de perdonar mis limitados puntos de vista, sino
1
también de acertar al traducir lo que digo a sus propios contextos .

Como siempre, quiero expresar mi agradecimiento a los editores, en


particular a Mickey Maudlin y Mark Tauber de Harper One, y a Simon
Kingston y Joanna Moriarty de SPCK, por todo su estímulo y ayuda; y a mis
colegas en Durham por su continuo apoyo.
En el epílogo, he expresado mi agradecimiento a varios colegas por su ayuda.

Mi esposa merece especial gratitud por su tenaz entusiasmo hacia mis


escritos y su dispuesta voluntad de aceptar las normales consecuencias
domésticas, en una temporada especialmente agobiante por otras inesperadas
situaciones. Uno no puede escribir sobre la virtud sin pensar en el amor y yo
no puedo pensar en el amor sin pensar en ella. He dedicado otros dos de mis
libros a ella, cada uno de los cuales marcó un gran punto de inflexión en mi
vida y en mi trabajo. Este llega, como siempre, con amor y gratitud, pero con
ambas cualidades configuradas, de cara al futuro, en vistas a una más
profunda implicación del corazón.
1.
1. ¿Para qué estoy aquí?
1

Jaime tenía algo más de 20 años cuando sucedió. Su vida estaba


transcurriendo con normalidad, sin dramatismos, tan solo los altibajos
normales. De repente y como de la nada apareció un viejo amigo, que se
dirigía a una reunión en una iglesia cercana. Jaime fue también allí y esa
misma noche, para su completo asombro, su vida quedó patas arriba y vuelta
del revés.

-Nunca supe que había pasado todo esto -me dijo cuando nos encontramos
años después (por supuesto, Jaime es un nombre inventado)-. Cuando hablo
sobre ello, parece como que yo fuera un «chalado de la religión», pero es la
pura verdad: encontré a Jesús. Era tan real para mí como lo son ustedes en
esta habitación. De repente, todos los viejos clichés resultaron ser verdad. Me
sentía limpio, clarificado y más vivo de lo que nunca antes había estado. Era
como si hubiera entrado en un sueño profundo, para despertar después en un
mundo nuevo. Totalmente renovado. Nunca supe bien a qué se refería la
gente cuando hablaba de todas esas cosas de Dios, pero creedme: todo ello
tiene sentido.

Jaime me estaba contando esta historia, porque se acababa de meter en un


laberinto. Había estado acudiendo a la iglesia en la que había pasado por esa
maravillosa experiencia de cambio en su vida. Había aprendido mucho sobre
Dios y sobre Jesús. También sobre él mismo. Le habían enseñado, muy
acertadamente, que Dios le amaba más de lo que podría imaginar; desde
luego, tanto le amaba que envió a su Hijo para que muriera por él. Los
predicadores a quienes había escuchado insistían en que nada de lo que los
seres humanos hagamos puede ser aceptable para Dios, ni ahora ni en el
futuro. Todo es un don de la pura gracia y de la generosidad divina. Jaime se
había bebido todo esto de un trago, como alguien que, después de caminar
quince kilómetros en un día caluroso, recibe un gran vaso de agua fría. Era
realmente una maravilla. Gracias a ello le era posible vivir.

Pero luego se dio cuenta de que estaba frente a un gran interrogante:

-¿Para qué estoy yo aquí?


Lo planteó así mientras paseábamos. Y lo resumía de esta forma: -Dios me
ama, sí. Ha transformado mi vida de tal manera que tengo ganas de rezar, de
adorar al Señor, leer la Biblia y abandonar todos esos viejos y
autodestructivos caminos por los que me he movido. Es fantástico. Está claro
(la gente en la Iglesia sigue diciendo esto también) que Dios desea que
transmita a los demás estas buenas noticias, para que puedan descubrirlas por
sí mismos. Está bien. Uno se siente un tanto extraño, y no estoy nada seguro
de que yo sea muy bueno para ello, pero lo estoy haciendo lo mejor que
puedo. Y obviamente, a todo ello le acompaña la gran promesa de estar un
día junto a Dios para siempre. Sé que un día moriré, pero Jesús ha
garantizado que todo el que confíe en él, vivirá en el cielo. Esto es fantástico
también. Ahora bien, ¿para qué estoy yo aquí ahora? ¿Qué ocurre después de
creer?

Jaime llamó a mi puerta, porque se sentía insatisfecho con las respuestas que
había estado recibiendo tanto de amigos como de otras personas de la iglesia
a la que asistía. Lo más que eran capaces de decir era que Dios llamaba a
algunos para ciertos aspectos concretos del servicio cristiano: para el
ministerio pastoral con dedicación completa, por ejemplo, o para ser
maestros, doctores o misioneros; o para alguna combinación de esas u otras
tareas similares. Pero Jaime no sentía que nada de eso fuera para él. Estaba
terminando su doctorado en informática y se abrían ante él todo tipo de
opciones. ¿Resultarían irrelevantes todos esos conocimientos y todas esas
oportunidades para los temas espirituales? ¿Tendría que estar simplemente
haraganeando durante unas décadas, esperando la muerte, ir al cielo, y en el
ínterin dedicar algo de su tiempo libre a persuadir a otros para que hicieran lo
mismo? ¿Era eso realmente? ¿Es que no puede suceder nada más después de
alcanzar la fe y antes de morir e ir al cielo?

Más aún, Jaime se había dado cuenta de que esta pregunta encerraba algo así
como un puzle. Muchos de sus nuevos amigos vivían de forma muy estricta y
disciplinada. Habían aprendido muchas normas de comportamiento cristiano,
primordialmente en la Biblia, y creían que Dios quería que siguieran esas
normas. Pero Jaime no podía entender cómo cuadraba todo eso con la
enseñanza básica de que Dios lo había aceptado como era, gracias a Jesús y a
su obra, simplemente por su fe. Si eso era así, ¿por qué tenía que sentirse
atado por todas esas viejas normas, algunas de las cuales parecían
francamente caprichosas?

Mirando atrás, me gustaría poder decir que tengo las respuestas correctas.
Para ser honesto, no puedo recordar exactamente lo que le dije, aunque la
última vez que he sabido de Jaime parecía haber recibido el mensaje. Pero no
es el único en enfrentarse a esta pregunta. Muchos cristianos en el mundo
occidental de hoy se han planteado este mismo rompecabezas y una de las
principales razones para escribir este libro es ayudarles a resolverlo.

El otro día me acordé de Jaime, cuando vi el e-mail de un amigo. Muchos -


escribía- encuentran demasiado fácil aceptar la idea de que «uno puede
simplemente creer en Jesús, y luego no hacer realmente nada más». Muchos
cristianos han enfatizado tanto la necesidad de la conversión, del acto de
aceptación y compromiso de la fe, de la afirmación inicial de esa fe (que
Jesús murió por mí, o algo similar), que tienen una cierta laguna en su visión
de lo que significa ser cristiano. Es como si, estando parado a la orilla de un
rio ancho y profundo, miras la otra orilla. En esta orilla, confiesas tu fe. En la
otra, está el resultado final, la propia salvación final. Ahora bien, ¿qué se
supone que hace la gente entre tanto? ¿Mantenerse simplemente en esta orilla
y esperar? ¿Es que no hay un puente entre ambas orillas? ¿Qué nos enseña
todo esto sobre la propia fe? Si no actuamos con cuidado -escribía mi amigo-,
el acto inicial de fe puede convertirse en un «simple asunto de asentimiento a
una propuesta (Jesús es el Hijo de Dios, por ejemplo), sin necesidad de que se
opere una transformación».

Transformación. He aquí una idea interesante. Pero, ¿es correcto pensar así?
¿Hay que dar por supuesto que los cristianos deben enfocar sus vidas de esa
forma? ¿No equivale esto a sugerir que hay una forma de ir del presente al
futuro, de cruzar ese ancho río llamado «El resto de la vida», un puente
construido en los viejos tiempos, cuando la gente pensaba que podías usar tu
propio esfuerzo moral para resultar bueno a los ojos de Dios? Pero, si el
esfuerzo moral no cuenta para nada, ¿en qué consiste en definitiva ser
cristiano, además de poder ir al cielo y quizás convencer a otros para que
vayan contigo? ¿Hay alguna razón para hacer algo más, después de creer,
además de mantener tu nariz razonablemente limpia, hasta que llegue la hora
de morir e ir junto a Jesús para siempre?
Algunos que le dan vueltas a todo esto, se enfrentan también a otra
preocupación. El mismo Jesús, seguido por los que escribieron el Nuevo
Testamento, parece haber planteado algunas exigencias morales muy severas
a sus primeros discípulos. ¿Dónde encajarían? Si ya estamos salvados, ¿por
qué tiene importancia lo que hagamos? Y también, ¿son realistas esas
exigencias en nuestros días? No todos los cristianos se enredan con estos
dilemas, pero muchos sí lo hacen y este libro les enseñará que el viejo puente
que quizás desconocen o consideran inútil, aguantará bien su peso y unirá las
dos orillas del río con gran estilo. El puente en cuestión tiene varios nombres.
Uno de ellos, el más obvio, es carácter. De esto trata este libro.

Hay una segunda razón para escribir este libro. Mucha gente que nunca se
planteó la pregunta a la que se enfrentó Jaime, podría haberse ocupado de
ella. Permítanme presentarles a otros dos viejos amigos (también con
nombres supuestos): Juana y Felipe.

Juana y Felipe se enfrentaron una tarde durante una multitudinaria reunión-


debate de la Iglesia. El problema era que ninguno de los dos discutía la
misma cuestión. Juana tenía muy claro lo que decían las normas que aparecen
en las Escrituras. El mismo Jesús había insistido en que divorciarse de la
propia esposa, para casarse con otra, era adulterio. Por supuesto que quienes
lo hacen pueden ser perdonados, cuando se arrepienten de su pecado y cortan
con él arrepentidos; ahora bien, ¿cómo pueden ser perdonados quienes se han
vuelto a casar y viven una nueva relación con apariencia de adulterio, una
relación, además, a la que no tienen intención de renunciar, sino que
consideran, más bien, como correcta y hasta como un don de Dios? En
particular, ¿cómo puede la Iglesia pensar ni por un momento nombrar pastor
a alguien en esa situación? (Por este asunto precisamente se había convocado
el debate eclesial). ¿Cómo iba a poder alguien así, en esa situación, enseñar a
los jóvenes lo que es bueno y lo que es malo? ¿Cómo podría preparar a las
futuras parejas para un matrimonio para toda la vida, si él mismo había hecho
caso omiso de las normas? Cuando se cree en el Evangelio -decía Juana-, se
te entrega el Nuevo Testamento como tu manual para toda la vida. Las
normas que contiene están muy claras. O las cumples o no.

Felipe fue igualmente claro. Jesús no vino para darnos un montón de normas.
Después de todo, ¿no dijo san Pablo que Cristo es el fin de la ley? El punto
central de las enseñanzas de Jesús es la aceptación de la gente,
particularmente de aquellos que estaban excluidos por los poseedores de la
verdad (Felipe no miró a Juana al decir esto, pero todos entendieron el
mensaje). Jesús vino para ayudarnos a descubrir quiénes somos realmente y a
veces, como pasó con los primeros seguidores de Jesús, se tarda tiempo en
descubrirlo y se comenten errores al hacerlo. Pero finalmente se puede
conseguir. ¿No contó Jesús la historia de un padre que acoge a su hijo
pródigo, mientras el hermano mayor, «poseedor de la verdad», critica a su
padre y no participa de su alegría? Él, Felipe, preferiría tener como pastor a
alguien que haya pasado por dificultades y haya descubierto que Jesús lo
amaba a pesar de todo, en vez de a alguien que estableciera una ley de gran
calado, oprimiendo a todo el mundo con un conjunto de leyes que la mitad de
la comunidad no se plantearía ni siquiera cumplir. Eso, sencillamente, lo que
hace es estimular la hipocresía. Puesto que el Jesús en quien creemos es el
Jesús que nos acepta tal como somos, la vida que sigue en marcha después de
creer, es una vida que celebra esa aceptación. Es también un camino de
honestidad, de sinceridad con uno mismo y de apertura a los demás.

No creo que Juana y Felipe se dieran cuenta, pero la razón por la que ambos
se enfadaron y se sintieron frustrados según avanzaba el diálogo, era el
distinto origen de sus puntos de vista. Juana dijo que «partía de la Biblia»,
dando a entender que Felipe no lo hacía; sin embargo las cosas no son
realmente tan fáciles. Juana buscaba normas; quizás deberíamos decir:
«Normas» con mayúscula, unas Normas que has de cumplir, te apetezca o no.
Quería un pastor que enseñara eso y que viviera también de esa manera. Así,
todo el mundo conocería su posición. Por otra parte, Felipe estaba deseoso de
encontrar formas de ser auténtico, descubriendo aquello que a uno le parecía
profundamente cierto, como por ejemplo vivir sin hipocresía y con una
honda, rica y vulnerable honestidad. Eso es lo que él buscaba en un pastor.
De esa forma respetaría y confiaría en alguien que fuera así.

Fue una reunión incómoda. La gente se exaltó en seguida (lo que, como
reflejó Juana más tarde, era en sí mismo contrario a las normas). Se dijeron
cosas que no se hubieran querido afirmar (lo que, como Felipe intuyó en
cuanto las expresiones de enfado salieron de su boca, era en sí mismo una
forma de hipocresía). No estaban simplemente discrepando sobre la respuesta
a la pregunta. Discrepaban sobre la pregunta en sí misma. ¿Cómo toman los
cristianos las decisiones morales? ¿Cómo sabe cualquiera de nosotros,
cristiano o no, lo que es bueno y lo que es malo? ¿Existen cosas buenas y
cosas malas? ¿O es la vida más complicada que todo eso? ¿Existen las
normas con N mayúscula? ¿Cómo se relacionan con la gente real, no con
robots morales? Dentro de la visión de Juana, Felipe aparecía como uno de
esos peligrosos relativistas que piensan que no hay cuestiones morales
blancas y negras, sino solamente sombras grises, y que también mantienen
que lo más importante es mantenerse fiel a uno mismo. Oyendo a Juana,
Felipe solamente era capaz de percibir un duro y frío legalismo, que no tenía
nada que ver con el Jesús que él había conocido, el Jesús amigo de los
pecadores que contaba historias sobre ángeles que celebraban con una gran
fiesta la recuperación de la oveja perdida. La radical confrontación entre
ambas maneras de abordar la cuestión del comportamiento cristiano, se repite
semana tras semana y año tras año, en iglesias y reuniones eclesiales, en
sínodos, asambleas, convenciones, conversaciones privadas y, a menudo
también, en los silenciosos debates que se dan en el interior del corazón y la
mente de cada individuo. De hecho, no es sino la versión cristiana de la
mucho más amplia pregunta que toda persona sensible se acaba haciendo
alguna vez: no solo cómo debo vivir, sino también cómo puedo saberlo.

Esta es otra «Gran División», distinta de la que hemos visto hace un


momento, aunque la respuesta final a ella es la misma. Allí, en el puzle de
Jaime, la Gran División tenía lugar entre la fe inicial que se tiene en la
conversión, y el momento final, después de la muerte, con la promesa de la
salvación de Dios ofrecida a cada persona. En buena medida, este libro
aborda la cuestión de lo que puede servir de puente para la disyuntiva
planteada: ¿qué debo hacer en todo ese tiempo existente entre los dos
momentos? Pero también quiere tratar sobre la cuestión que subyacía al
enfrentamiento silencioso entre Juana y Felipe aquella incómoda tarde:
¿cómo tomar decisiones morales? ¿Tenemos que elegir entre un sistema de
normas (que solo necesitaríamos trabajarlo poniéndonos de acuerdo) y un
sistema que nos permita descubrir-quiénes-somos (quién-soy-yo) realmente y
ser fieles a ello? ¿Existen otros caminos no solo para poder descubrir cómo
debemos vivir, sino para vivir realmente de esa manera? ¿Qué ocurre, no solo
individual sino colectivamente, después de creer?
La misma respuesta vale para ambas preguntas: por eso este libro se dirige a
ambas al mismo tiempo. El propio Jesús, respaldado por los primitivos
escritores cristianos, habla repetidamente sobre el desarrollo de un carácter
particular. El carácter -lo que trasforma, moldea y marca una vida y sus
hábitos- generará el tipo de conducta que las normas habrían indicado, pero
que una mentalidad «guardiana de las normas» nunca podrá lograr. Y
producirá el tipo de vida que, de hecho, será fiel a sí misma, aunque el ser al
que será finalmente fiel es el ser redimido, el ser transformado, y no el ser
meramente descubierto del pensamiento popular. Espero que este libro ayude
no solo a los Jaimes de este mundo a encontrar la razón por la que están aquí,
sino que sirva también para que las Juanas y los Felipes puedan debatir en un
marco más amplio, más bíblico, más satisfactorio y en realidad más cristiano.
En último análisis lo que importa, después de creer, no son ni las normas ni el
autodescubrimiento espontáneo, sino el carácter.

¿Para qué estoy aquí? ¿Cómo saber lo que está bien y lo que está mal? Estas
preguntas se las plantean todos los seres humanos, y quizás todas las
comunidades, de cuando en cuando. Pero hay un tercer grupo de preguntas
que también tienen que ver con el tema central de este libro, que son de
mayor amplitud y van más allá de los confines de la Iglesia, alcanzando a un
mundo tan confundido y amedrentado como el nuestro.

En verano del 2008 un volcán, que había estado rugiendo de vez en cuando,
desató repentinamente una erupción de enorme fuerza. No era un volcán en
sentido literal, pero sí tuvo un efecto devastador similar. El conjunto del
sistema financiero del mundo occidental que había dominado la cultura
global durante varias generaciones, se infló de tal manera que explotó,
desintegrándose bajo su propio peso. Fue como un gigante que se hubiera
subido a un árbol para coger y comer toda su fruta, y luego, por su excesiva
ambición, empezara a estirarse para alcanzar los árboles próximos y comerse
también toda su fruta. Al ser su peso tan sumamente grande, se desplomaría
el primer árbol y el gigante acabaría medio aplastado por la caída, mientras
estaba comiendo todavía.

Hay muchas y complejas razones por las que se produjo el caos financiero el
año 2008 y el lector puede estar tranquilo, sabiendo que no voy a entrar a
discutirlas. Pero enseguida muchos resaltaron el hecho de que en los últimos
veinte años se dejaron de lado todas las normas y regulaciones que existían
para detener la irresponsable, por arriesgada, política de dinero fácil. Eran
demasiado restrictivas -habían dicho a los políticos-. Una economía sana
necesitaba asumir riesgos, premiando a los que lo hacían. Todo el mundo se
apuntó al carro, sin darse cuenta de que estaban acelerando su llegada al
precipicio. Así pues, ahora, se ha empezado a decir que hay que volver a las
normas y las regulaciones. Es hora de apretarse el cinturón.

Todo esto encaja con otros muchos aspectos de la cultura de nuestros días.
Desde el 11 de septiembre de 2001 los aeropuertos han instalado chequeos
obligatorios con nuevas tecnologías, para aumentar la seguridad. La mayoría
de nosotros casi hemos olvidado lo que era subir a un avión sin que nuestras
personas y equipajes pasaran por chequeos y escáneres. Los que visitamos
regularmente los Estados Unidos, nos hemos acostumbrado a ser
fotografiados y a que se tomen nuestras huellas cada vez que pasamos por las
aduanas. Pero viajemos al sitio que viajemos y, especialmente si vas a
quedarte allí más de unos días, hay que rellenar un formulario, responder
unas preguntas, ser fotografiados y demás. Miles de personas, de quienes
puedes decir con solo un vistazo que no tienen intención de dinamitar
aviones, tienen que malgastar mucho tiempo y dinero, enredados en
complejos procedimientos oficiales para certificar que son ciudadanos
respetuosos de la ley (aunque después de hacer largas colas para volver a
repetirlas por falta de algún papel sin importancia, puede que no se sientan
tan respetuosos con la ley). En mi propio país, el Reino Unido, cualquiera
que se ofrece voluntario para hacer algo por la comunidad que tenga que ver
con niños, debe pasar largas y complejas pruebas policiales, por si hubiera
algún rastro de mala conducta en su historial. Esto se aplica incluso a gente
de setenta u ochenta años, que han tenido una vida intachable, a los que
amigos y familiares conocen de arriba abajo. Ya no confiamos en nadie. Al
escribir esto, me doy cuenta de que algunos pueden pensar que estoy siendo
peligrosamente irresponsable, por el mero hecho de cuestionar el sistema con
planteamientos como los que acabamos de hacer. La cosa sigue empeorando:
se anuncian más escritos oficiales. Y la situación solo favorece a los
abogados, que ganan siempre que alguien sea demandado. El mundo
occidental se ha convertido en un amasijo de leyes, normas y regulaciones de
todo tipo, que agobian al ciudadano.

Hay razones culturales profundas para haber escogido este camino. Pero por
el momento, simplemente necesitamos advertir que nuestra cultura ha
oscilado entre desregulaciones en áreas clave de la vida -dinero, sexo y
poder, por decirlo con crudeza-, y lo que podríamos llamar re-regulaciones.
La desregulación ocurrió porque la gente quería hacer sus cosas, ser fiel a sí
misma y ver qué pasaba. Pero, cuando la desregulación conduce al caos, sea
en las finanzas, en las relaciones humanas (sexo) o en la forma de hacer la
guerra, la política, los interrogatorios, la prisión u otras manifestaciones de
poder, la gente empieza a estar ansiosa por reintroducir normas que nos
reconduzcan por el anterior camino. El problema es que reintroducir nuevas
regulaciones no es ir al fondo del problema. Hacer lo que te apetece no es lo
suficientemente bueno, pero las reglas por sí mismas no resolverían el
problema.

Lo que sigue me fue confiado a principios de 2009, cuando hablaba con un


banquero a quien conozco bien, que había estado cerca del núcleo central de
la caída de los mercados financieros del verano de 2008, y estaba -cuando
hablamos- intentando resolver el rescate de lo que podía ser rescatado, para
volver a poner las cosas en un cierto estado de cordura y control. Me dijo:

-Tom, pueden introducir tantas regulaciones nuevas como quieran. Sí, son
necesarias algunas instrucciones; fuimos demasiado lejos dando libertad a la
gente para que se jugaran enormes sumas de dinero y se hicieran negocios
locos. Pero cualquier banquero o broker puede fácilmente contratar un
contable listo y un buen abogado para ayudar a tocar todos los palos que el
gobierno les dice, y luego, por detrás, darle la vuelta al sistema y hacer lo que
quiera. ¿Con qué objetivo?

-Entonces, ¿cuál es la respuesta? -pregunté-.

-El carácter -contestó-. Mantener las normas está bien de momento, pero el
problema real de la última generación es que hemos ido perdiendo la idea de
que el carácter importa; que la integridad también importa. El sistema resulta
saludable solo cuando se tiene confianza en que los que lo controlan harán lo
correcto, pero no por ser gobernantes, sino por la clase de personas que son.
Esto se compadece bien con las pragmáticas perspectivas de J. K. Galbraith,
que escribió a principios de 1950 sobre el derrumbe financiero de finales de
1920. Sugería que el mejor camino para mantener el mundo financiero a flote
es escuchar a la gente que vivió aquel momento. De hecho, sugirió que los
derrumbes financieros ocurren precisamente porque los que vivieron los
anteriores ya no están o están retirados, por lo que ya no pueden, con los
recuerdos y el carácter formados por esa previa experiencia, advertir a la
gente que no se comporte irresponsablemente.

Desde que tuve esa conversación, ha ocurrido algo más en la vida pública del
Reino Unido, que ha resultado casi igual de explosivo. La gente de otros
países puede contemplar con cierta diversión el alboroto formado, porque
tiene que ver con políticos corruptos -en muchos países se asume que los
políticos son corruptos de por sí, y que nada se puede hacer para evitarlo-,
pero en mi país nuestro sistema financiero se ha visto sacudido hasta sus
mismos fundamentos. De repente se ha sabido que algunos políticos habían
estado demandando «gastos» para todo tipo de cosas, lo que resulta ridículo y
fraudulento para quienes pagan impuestos, tales como pagos hipotecarios por
propiedades inexistentes. Y la excusa era que todos actuaban «dentro de las
normas». Quizás; ¡si fueron ellos mismos quienes establecieron esas normas!
Cuando algunos de estos políticos fueron interrogados, declararon que, en
efecto, ellos no veían nada malo en usar dinero público para lograr una mayor
riqueza. Y, cuando después de intensas presiones públicas, los políticos
aceptaron que se publicaran sus gastos, se aseguraron de que todos los
elementos clave estuvieran bien tachados o resultaran ilegibles. La gente
había estado sospechando un poco durante años, pero esto ha hecho trizas
cualquier confianza que quedara.

En un cierto nivel esto ha sido una pura farsa, aunque cara y ofensiva. Pero la
razón por la que se plantea aquí el tema es que revela otro ámbito en que la
cuestión moral en los comienzos del siglo XXI está emergiendo. ¿Qué sucede
en democracia «después de creer»? ¿Y en el sistema financiero occidental?
¿Y en la vida pública, y en la comunidad global del mundo de mañana?
¿Podemos vivir con «normas» y «regulaciones» o más bien serán estos
estímulos para una mentalidad de control de caja, más que para desarrollar un
carácter profundo, inteligente y digno de confianza? Paralelamente, ¿qué
puede ocurrir si permitimos a la gente «ser auténtica consigo misma»
confiando sencillamente en que todo salga bien? ¿O es que eso solo funciona
una vez que el carácter ha sido desarrollado de forma que la gente actúe con
un espíritu de servicio público desinteresado (como parecen estar haciendo
ahora alguno de nuestros políticos para lograr credibilidad)?

Otra forma de vida se presenta además con una historia similar. Hace un par
de años me encontraba compartiendo una tribuna con una muy distinguida
estrella del rugby en Inglaterra. Él estaba hablando de los grandes cambios
que habían tenido lugar en ese juego durante los últimos quince años, con el
incremento de la profesionalización y de la enorme presión a que se ven
sometidos hoy los jóvenes jugadores para conseguir «resultados». Y dijo:

-Hoy los jugadores están excesivamente entrenados. Se les enseñan decenas


de movimientos: cómo responder a tal situación, cómo defender con tal
estrategia, cómo mantener el juego bajo control, cómo desatascado... Pero
muy pocos de ellos juegan ya por simple disfrute, adquiriendo, al hacerlo, ese
sexto sentido sobre cómo funcionan los entresijos del juego, lo que les
capacitaría para improvisar en situaciones totalmente nuevas. El resultado es
que se sienten perdidos cuando sucede algo inesperado. No se les han
enseñado unas reglas para hacer frente a esas circunstancias; lo que realmente
les falta es un carácter formado profundamente, capaz de leer el juego con
una especie de segundo sentido, y aportar una solución rápida y sagaz.

Las preguntas por las que empezamos, pueden haber parecido específicas
para los cristianos (más que para el resto del mundo) y, desde luego, para un
específico tipo de cristianos (aquellos que enfocan las cosas en términos de
conversión inicial y salvación final, sin mucho entre medias). Pero no lo son.
En realidad, son las mismas preguntas a las que se enfrenta hoy el conjunto
del mundo occidental. Y como Occidente ha dominado la cultura, la política
y la economía mundial -e incluso el deporte, al menos en ciertas áreas-
durante algún tiempo, eso significa que, antes o después, el resto de la
comunidad global tendrá que hacerles frente. Nuestro punto de partida: ¿qué
ocurre «después de creer»?, parecía inicialmente solo referido al cristiano
individual. Sin embargo, como hemos visto, también concierne a toda la
familia eclesial, a las Juanas y los Felipes que van dando vueltas una y otra
vez al círculo de rompecabezas morales. Y apunta también, fuera de la
Iglesia, a los rompecabezas a que se está enfrentando el mundo en toda su
extensión: no solo cómo pensamos con claridad y sabiduría sobre qué hacer
en nuestra vida personal, eclesial y pública, sino también de qué forma
podemos descubrir cómo hacerlo.

Volvemos de nuevo a una respuesta concreta y en ella nos mantenemos: el


carácter. Curiosamente, Jesús apremió a sus seguidores para que lo
desarrollaran. Ahora debemos fijarnos en una de sus más famosas
confrontaciones, que abre el tema de forma aguda y llamativa.

Una de las escenas más recurrentes en los relatos evangélicos es la del joven
rico, guapo y brillante, que acude corriendo a Jesús con una pregunta urgente
(Mt 19,16-30; Me 10,17-22; Le 18,18-30). Quizá deberíamos recordar que en
el mundo antiguo las personas serias no se ponían públicamente a correr.
Resultaba indigno. Pero aquel hombre quería realmente encontrarse con Jesús
y necesitaba que contestara a su pregunta, o eso creía él. Entonces, olvida su
dignidad y corre a verle para preguntarle:

-¿Qué obras buenas he de hacer?

Está excitado, sin aliento, ansioso por ver lo que le va a decir tan
extraordinario maestro. Jesús parece tener un listado interior con todo tipo de
cosas; veamos lo que dice en esta situación.

El fogoso joven hace la pregunta, porque es una referencia para su futuro. Él


quiere esperanza y, como casi todos los seres humanos, cree que las acciones
del presente tienen futuras consecuencias. Al ser un judío del siglo r, está
pensando en concreto en la venida de una nueva era de Dios; ese momento en
el que -así lo creía la gente- el Dios que había creado el mundo llegaría
finalmente a juntar cielo y tierra, llenando toda la creación de justicia, paz y
gloria.

-¿Qué debo hacer -espetó- para lograr la vida eterna?

Ahora, antes de avanzar más, debemos purificar nuestras mentes de la imagen


que aparece en cuanto oímos palabras como esas. Cuando los judíos del siglo
primero hablaban de la «vida eterna», no estaban pensando en «ir al cielo» tal
2
como normalmente lo imaginamos . «Vida eterna» quería decir la era que
viene, la hora en que Dios juntaría cielo y tierra, la hora en que el reino de
Dios llegaría y su voluntad sería cumplida tanto en la tierra como en el cielo.

-Cuando eso suceda -pregunta el hombre a Jesús-, ¿seré yo parte de todo


ello? Y, ¿cómo poder saberlo? ¿Qué tipo de persona debería ser yo en ese
momento, si he de formar parte de la nueva era, cuando Dios rescate este
triste y viejo mundo, y haga lo que siempre prometió? ¿Cómo moldeará esa
futura realidad la clase de persona en que me estoy convirtiendo ahora? Y, si
esa es mi meta, ¿cuál es el camino que conduce a ella?

Aunque el joven era un judío del siglo I, la pregunta subyacente que se hacía
es compartida por gente de todo tiempo y lugar. A menudo se plantea en
términos de «felicidad»: ¿cómo encontrar la auténtica felicidad, esa vida
plenamente satisfactoria para la que me siento hecho, y que tan a menudo
parece escapárseme entre los dedos? Los Estados Unidos han hecho
referencia en sus documentos fundacionales a esta misma búsqueda: «Todas
las personas tienen derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la
felicidad». Esto, desde luego, presupone la pregunta planteada ya por los
antiguos filósofos: ¿cómo sabemos en qué consiste la auténtica felicidad?
Puesto que numerosas personas parecen perseguirla sin encontrarla,
¿tendremos claro lo que realmente es, y cómo ir en su búsqueda? ¿Qué
debemos hacer en el momento actual para alcanzar el objetivo de una
existencia plenamente humana, el desarrollo de todo nuestro potencial, y
convertirnos en seres humanos conscientes del fin para el que estamos
hechos?

Mucha gente asumirá que uno de los objetivos del cristianismo es dar
respuesta a la primera pregunta (¿cómo comportarme?), mientras dejan la
segunda (¿cómo llegar a ser verdaderamente feliz, cuál es el fin para el que
fui creado?) para los filósofos y los no religiosos. Después de todo, para
mucha gente la pregunta sobre cómo debo comportarme se solapa con la otra,
cómo puedo ser realmente feliz, ya que tendemos a aceptar que las normas de
conducta están diseñadas para impedir nuestra felicidad; o por decirlo a la
inversa: si realmente queremos la felicidad, debemos romper, o por lo menos,
acomodar las normas.
Creo que la vida es más compleja e interesante que todo eso. Preguntas como
cuál debe ser mi conducta adecuada o cómo ser feliz, son vistas por la
auténtica fe cristiana como accesorias o derivadas de otras. Si podemos
deslindar esas otras -y la historia del joven rico que fue corriendo a Jesús,
indica el camino para ello-, podremos ser capaces de hacer camino
simplemente con lo accesorio. Espero mostrar en este libro que la visión
bíblica de la finalidad de la vida humana abrirá una perspectiva en que las
preguntas sobre el comportamiento, por un lado, y una vida humana en
plenitud, por otro, quedan ensambladas. Pero es la pregunta sobre el
comportamiento y sobre las raíces bíblicas de la respuesta cristiana a ello, de
lo que se ocupa este libro principalmente.

Aquellos que estén dotados de una mirada especialmente aguda, podrían


haber percibido que la pregunta cómo debo comportarme, contiene en sí
misma dos preguntas diferentes. La primera se refiere al contenido de mi
conducta: ¿cómo debo actuar? En otras palabras: ¿qué cosas especificas debo
hacer y cuáles no? La segunda, por su parte, se refiere a los medios o
métodos de mi conducta: una vez que se lo que debo o no debo hacer, ¿de
qué medios me valdré para ser capaz de aplicar todo ello en la práctica?
Después de todo, uno de los rompecabezas morales más antiguos y conocidos
es que todos sabemos en qué consiste hacer algo que sabíamos que no
debíamos hacer o no hacer algo que sabemos que deberíamos haber hecho.
Curiosamente, Jesús parece haber dado la misma respuesta a ambos aspectos
de esa misma pregunta: «Seguidme». Esto lo abarca todo: qué debemos hacer
y cómo debemos hacerlo.

Volvemos, pues, al encuentro de Jesús con el ansioso joven. El joven, junto a


muchos judíos contemporáneos, suponía que la nueva era prometida por Dios
estaría reservada a judíos leales y que la lealtad judía vendría definida en
términos de obediencia a la ley encerrada en los famosos diez mandamientos.
No se trataba (como a veces supone la gente) de un sincero esquema de
méritos y recompensas, de un «guardar las normas» y conseguir así el propio
pasaje para el nuevo mundo. Se trataba, más bien, de un asunto relacionado
con la antigua alianza de Dios con su pueblo: él los había rescatado para que
fueran su pueblo y en la Ley había diseñado los términos de la alianza con la
que demostrarían su gratitud hacia él. El joven, sin embargo, parece haber
conservado los términos del pacto -no matar, no adulterar, no robar ni,
defraudar, no levantar falsos testimonios, respetar a los padres-y, en cualquier
caso, parecía aceptar que posiblemente había algo más.

Jesús está de acuerdo con esto, pero, al ofrecer ese algo más, conduce al
joven a un nuevo escenario. Los mandamientos mencionados hasta este
momento comprenden los últimos seis de los diez. ¿Qué ocurre con los otros?
No hay mención al sabbath; eso es un tema para otro momento. Pero los tres
primeros nos conducen a un mundo diferente, la obligación de evitar la
idolatría, para adorar únicamente a Dios y a su santo nombre. Jesús no recita
esos mandamientos. En lugar de ello, los trae de golpe al presente de la vida
del joven.

Si quieres ser «perfecto» -dice-, líbrate de tus posesiones, véndelas y da el


dinero a los pobres. Luego, ven y sígueme.

De alguna forma, seguir a Jesús significa, curiosamente, poner a Dios en


primer lugar, y viceversa. Notemos lo que ha sucedido. El joven ha venido en
busca de la perfección (la plenitud humana). Quiere que su vida se realice
plenamente en el presente, para que así alcance la plenitud en el futuro. Sabe
que todavía le falta algo y está buscando una meta, una sensación de plenitud.
Jesús sugiere que necesita un giro de dentro hacia fuera. Su vida se va a
convertir en parte de un objetivo más amplio. De cara al exterior: él deberá
poner el reino de Dios por delante, y también poner por delante a su prójimo -
especialmente a su prójimo pobre-, por delante de sí mismo y de su propia
plenitud. Aquí está el auténtico desafío: no solo añadir uno, dos, o más
mandamientos, para elevar el listón moral un poco más, sino convertirse en
un tipo de persona diferente. Jesús está retando al joven a una transformación
del carácter.

Y el joven no está dispuesto a ello. Se da media vuelta y se marcha triste. He


aquí la brecha entre la teoría y la realidad. Entre la orden y su cumplimiento.
Jesús le dice cómo comportarse (en el primer sentido), pero el joven no sabe
cómo hacerlo (en el segundo). La pregunta, pues, queda pendiente
inquietantemente sobre el resto del relato evangélico. ¿Cuál es el camino
hacia esa nueva era de Dios, hacia ese nuevo tiempo, cuando el reino de Dios
llene el mundo de paz y de justicia? ¿Cómo haremos para ser la clase de
gente que no solo hereda ese mundo, sino que también se apunta a él ahora
mismo, para ayudar a que todo eso suceda? ¿Qué vamos a hacer y por qué? Y
también, ¿cómo lo vamos a hacer? ¿Podría haber una visión del futuro de
Dios mejor, capaz de ayudamos a captar todo esto?

Antes de dejar esta historia, pequeña pero vigorosa, notemos cómo Marcos en
concreto la ha situado al apuntar a su sentido más profundo. Es parte de un
pequeño conjunto de escenas en el capítulo que conocemos como Me 10,
donde aparece Jesús de camino hacia Jerusalén, a donde todavía no ha
llegado.

En la primera escena (versículos 2-12), unos maestros de la Ley preguntan a


Jesús acerca de la validez del divorcio, que era, políticamente, una patata
caliente en un momento en que el entonces gobernador de Galilea, Herodes
Antipas, se había casado con la mujer de su hermano. La respuesta de Jesús,
críptica pero exigente, vuelve a la intención original de Dios en las relaciones
hombre-mujer. Luego, en la última escena de la secuencia (versículos 35-45),
antes de que Jesús y sus acompañantes empiecen la última parte de su viaje a
Jerusalén, dos de sus discípulos, Santiago y Juan, preguntan a Jesús sobre el
privilegio de sentarse a su derecha y a su izquierda en su reino venidero; y
Jesús responde, una vez más, con una frase críptica pero exigente, en este
caso, remitiéndose a la intención divina original de cómo debe manejarse la
fuerza humana. Allí la tenemos, en un espacio inferior a cincuenta versículos:
sexo, dinero y poder, todo ello reunido en torno a un propósito original,
resituado en un objetivo diferente; un gran diseño de cómo se supone que ha
de ser la vida humana. Jesús no está diciendo: «Estas son todas las normas
que has de obedecer», ni tampoco: «Lo que debes hacer es seguir tu corazón,
seguir tus sueños». Santiago y Juan estaban deseosos de cumplir sus sueños,
lo mismo que Herodes. Pero la respuesta de Jesús no es: «No, los sueños son
peligrosos; mejor seguid las normas», sino algo mucho más transformador
del carácter.

Ahora bien, ¿cómo se puede cambiar o reformar el carácter? Entremezcladas


con la versión que ofrece Marcos de la historia y señalando a la respuesta,
hay dos escenas cortas más. En la primera (versículos 13-6), Jesús declara
que el camino del reino de Dios es el camino de los niños. En la segunda
(versículos 32-34), afirma que, cuando él y sus discípulos lleguen a Jerusalén,
a él le darán muerte en la cruz, para después resucitar. De alguna manera,
estas escenas sugieren que los grandes temas de la vida humana han de
resolverse poniéndolos en un marco totalmente distinto al normal. Es el
marco que podríamos resumir en el propio proyecto de Jesús que es el reino
venidero de Dios, y en sus palabras: «Seguidme».

Este proyecto y estos requerimientos dan a conocer una posición que


aproxima las dos versiones principales de cómo es visto normalmente el
comportamiento humano. Las teorías acerca del comportamiento humano se
pueden dividir en dos: bien se trata de obedecer las normas impuestas desde
fuera, o bien se trata de descubrir los más profundos anhelos de nuestro
propio corazón para seguirlos. La mayoría de nosotros vacilamos entre una y
otra, obedeciendo al menos algunas normas, bien porque creemos que Dios lo
quiere así o por las conveniencias sociales, pero volviendo a la prosecución
de nuestros propios sueños, de nuestra propia plenitud, si se nos da la
oportunidad. En torno a esos dos caminos se han ido desarrollando teorías
completas para llegar a descubrir una senda a lo largo de nuestra vida. Nos
detendremos en ello con más profundidad en el próximo capítulo.

Pero lo que advertimos en Mc 10 es algo que parece operar en una dimensión


diferente. Para empezar, es el requerimiento no de una determinada conducta
con acciones concretas sino de un tipo de carácter. Por otra parte, es una
llamada a verse a sí mismo con un papel que jugar dentro de una historia, y
una historia donde hay un supremo carácter cuya vida debemos seguir. Y ese
carácter parece haber puesto su mirada en un objetivo y estar moldeando su
propia vida y la de sus seguidores en relación con ese objetivo.

Todo esto sugiere ese evangelio de Marcos, con Jesús mismo como el gran
carácter que está detrás. Y nos está invitando a algo, que no es tanto cumplir
unas normas por un lado o seguir nuestros propios sueños por otro, sino una
manera de ser humanos, a la que filósofos antiguos y modernos han dado un
nombre concreto. Mi esfuerzo en este libro es hacer ver que el Nuevo
Testamento invita a sus lectores a aprender cómo ser humanos de esta manera
especial, lo que, a su vez, conformará nuestros juicios morales y formará
nuestros caracteres, para que podamos vivir bajo su guía. El nombre de esta
manera de ser humano, de esta especie de transformación del carácter es el de
virtud.

En sí misma, la virtud es, como veremos, una noción compleja y


multifacética. En su debido momento sugeriré que el desarrollo de esta idea
en el ámbito del primitivo cristianismo significaba que los primeros
seguidores de Jesús coincidían en ciertos aspectos con el amplio mundo de
las preguntas de los filósofos del momento, y disentían drásticamente en
otros temas. Esto, a su vez, puede proporcionar un modelo para nuestros días,
en los que el carácter específicamente cristiano es con frecuencia totalmente
diferente del «camino del mundo»; además, pretende dar sentido a toda la
vida humana de una forma que ninguna otra idea consigue. Pero antes de
entrar en esos detalles, veamos, afinando el enfoque, cómo puede aparecer en
la práctica la virtud. Situémonos cerca de dos mil años después de que el
joven judío rico se acercara corriendo a Jesús, y veamos a un hombre más
viejo, dotado de una cabeza fría y un ponderado juicio.

El jueves 15 de enero de 2009 era un día normal en la ciudad de Nueva York.


O eso parecía. Pero ese mismo día, al caer la tarde, la gente hablaba ya de un
milagro. Podrían haber tenido razón. Pero la explicación completa es, en
cualquier caso, incluso más interesante y excitante. Y viene a tocar
justamente la tecla que necesitamos, para que arranque nuestro estudio del
desarrollo del carácter en general, y del carácter cristiano en particular.

El vuelo 1549, un vuelo regular de US Airways, despegó del aeropuerto de


La Guardia a las 15:26 hora local con destino a Charlotte, Carolina del Norte.
El comandante Chesley Sullemberger III, conocido como Sully, habría hecho
todas las comprobaciones habituales. Todo estaba bien en el Airbus A 320.
Bien, hasta que dos minutos después del despegue, el avión se topó con una
bandada de ocas de Canadá. Una oca en un motor de propulsión a chorro es
algo serio, pero una bandada era un auténtico desastre (los aeropuertos ponen
en marcha todo tipo de trucos para prevenir los vuelos de pájaros en las rutas
aéreas, pero aun así estos ocurren en algunas ocasiones). Casi a la vez, ambos
motores resultaron seriamente dañados, perdiendo potencia. El avión estaba
en ese momento enfilando al norte, sobre el Bronx, una de las zonas más
densamente pobladas de la ciudad.

El comandante Sullemberger y su copiloto tenían que tomar varias e


importantes decisiones instantáneamente, para salvar las vidas no solo de los
que iban a bordo, sino también de los que estaban en tierra. Podían ver a
distancia uno o dos aeropuertos pequeños. Pero pronto se dieron cuenta de
que no podrían llegar tan lejos. Si lo intentaban, podrían precipitarse sobre
una zona densamente edificada. Del mismo modo, la opción de aterrizar
sobre la carretera de circunvalación de New Jersey, una carretera de entrada y
salida, y de enorme densidad circulatoria, también presentaba enormes y
peligrosos problemas para el avión y sus ocupantes, sin contar con los que
afectarían a coches y conductores. Quedaba, pues, una sola opción: el río
Hudson. Es difícil aterrizar en el agua: cualquier pequeño error -meter el
morro o una de las alas en el río, por ejemplo- y el avión empezaría a dar
vueltas y vueltas como una peonza, para terminar hundiéndose enseguida.

En los dos o tres minutos de que dispusieron antes de tomar tierra,


Sullemberger y su copiloto tuvieron que hacer las siguientes cosas vitales
(además de muchas otras tareas que los no profesionales ni siquiera
entenderíamos): lo primero, apagar los motores y escoger la velocidad
correcta para que el avión pudiera deslizarse tanto como fuera posible sin el
motor (afortunadamente Sullemberger es también instructor de patinaje).
Debían también poner el morro del avión hacia abajo para mantener la
velocidad. Tenían que desconectar el piloto automático y anular el sistema de
dirección de vuelo. Tenían que activar el sistema ditch, que sella los
respiraderos y las válvulas, para mantener todo el avión impermeabilizado,
una vez que este tocara el río. Y lo más importante de todo: tenían primero
que volar e inmediatamente hacer deslizar el avión tras un rápido giro a la
izquierda, para que pudiera descender en dirección sur a lo largo del río;
después de apagar las turbinas, tuvieron que hacer esto utilizando solamente
los sistemas de activación de baterías y generadores de emergencia. Luego,
tras el giro a la izquierda, debían enderezar el morro y enfilar el curso del río,
situando el avión a nivel horizontal, para poder «aterrizar». Finalmente
tuvieron que levantar el morro de nuevo y aterrizar planeando sobre el agua.

¡Y lo lograron! Todos pudieron salir sanos y salvos, y el comandante


Sullenberger se permitió repasar un par de veces el pasillo del avión, para
asegurarse de que él era el último antes de abandonarlo. Por una vez en la
vida, haciendo rafting con otros pasajeros, hizo aún más: se quitó su chaqueta
en una heladora tarde de enero, para dársela a un pasajero que estaba muerto
de frío.

La historia se ha contado una y otra vez, y permanecerá en la memoria no


solo de los que la vivieron, sino de todos los neoyorkinos, así como de
muchísima gente de cualquier parte del mundo. Solo un poco más de siete
años y cuatro meses después de la horrible tragedia del 11 de septiembre de
2001, Nueva York tenía una historia de aviones en la que se podía celebrar su
final feliz.

Como he dicho, mucha gente describió esos dramáticos momentos como un


milagro. Desde un cierto punto de vista, no querría cuestionar esta
calificación. Pero lo realmente fascinante de todo ello es la forma
espectacular con que ilustra una verdad vital: una verdad que hoy día muchos
han olvidado o nunca realmente conocieron. Se podría llamar «la fuerza de
las buenas costumbres». También es posible decir que se trata del resultado
de muchos años de experiencia y entrenamiento. O podríamos denominarlo
«carácter», como hemos ido haciendo hasta ahora en este libro.

Los antiguos escritores tenían una palabra para ello: «virtud». Decir «virtud»
en este contexto no equivale simplemente a hablar de «bondad», por utilizar
otra expresión. En este sentido, la palabra ha sido a veces desnaturalizada
(quizás porque instintivamente nosotros queremos huir del reto que implica).
Pero ese no es su sentido estricto. Virtud en sentido estricto es lo que
acontece cuando alguien ha tomado mil pequeñas decisiones, que han
requerido esfuerzo y concentración, para hacer algo acertado y bueno pero
que no se produce «de forma natural», y luego, a la vez mil uno, cuando
realmente importa, se percata de que hace lo correcto «de forma automática»,
por así decirlo. Esa ocasión mil uno parece desde luego que se produce sin
más; ahora bien, la reflexión nos dice que no es tan fácil como puede parecer.
Si ustedes o yo hubiéramos estado pilotando el Airbus A 320 aquella tarde y
hubiéramos hecho lo que «viene naturalmente» o hubiésemos permitido que
las cosas «sucedieran sin más», probablemente habríamos estrellado el avión
en pleno Bronx (mis disculpas a cualquier piloto que esté leyendo esto:
habría actuado -espero- como el comandante Sullenberger). Como muestra
este caso, la virtud es aquello que sucede cuando las decisiones sabias y
valientes, repetidas una y otra vez, han pasado a convertirse en una «segunda
naturaleza». No una «primera naturaleza», aunque hayan sucedido
«naturalmente». Más bien, una especie de segundo nivel de naturalidad. En
efecto, como un gusto adquirido, tales decisiones y acciones, que empezaron
siendo practicadas con dificultad, acaban siendo como una segunda
naturaleza.

Evidentemente, Sullenberger no había nacido con la capacidad de pilotar un


avión, menos aún con la especial pericia que exhibió en esos tres minutos.
Ninguna de las habilidades requeridas, y ciertamente nada del coraje, el
sufrimiento, la frialdad de juicio y la preocupación por los demás que mostró,
forma parte del equipaje que poseemos los seres humanos desde el
nacimiento. Hay que trabajar duro para dominar ese tipo de habilidades,
actuando con constancia para alcanzar el objetivo. Hay que querer hacerlo
todo, decidir aprenderlo todo y practicar todo lo aprendido. Una y otra vez. Y
luego, algunas veces, cuando se presenta el momento, «sucede
automáticamente», como le pasó a Sullenberger. La pericia y las habilidades
surgieron y lo recorrieron de arriba abajo.

Las otras opciones apenas exigen que las pensemos demasiado. ¿Suponer que
eran pilotos novicios, simplemente, haciendo lo que surgía de forma natural?
¿O suponer que tuvieran que echar mano del libro de instrucciones para
actuar en caso de emergencia, buscar las páginas relevantes y luego tratar de
seguir lo que decían? Para cuando lo descubrieran, el avión se habría
estrellado. No: lo que se necesitaba era ese carácter formado a través de
fuerzas específicas, esto es, de «virtudes» para saber exactamente cómo
pilotar un avión, y también de virtudes más generales, como el valor, el
autocontrol, la frialdad de juicio y la determinación para hacer lo necesario
para los demás en el momento preciso.

Precisamente, estas cuatro fuerzas del carácter -valor, autocontrol, frialdad de


juicio y determinación para hacer lo correcto para los demás- son, de hecho,
las cuatro cualidades que el más grande de los antiguos filósofos que escribió
sobre estos temas, identificaba como las claves de una existencia
genuinamente humana. Sin embargo, antes de ocupamos de eso (lo haremos
en el capítulo siguiente), quiero echar una mirada a otro ejemplo de
emergencias en que se muestra un aspecto muy específico de la virtud
heroica.

Llueve mucho en el norte de Inglaterra, donde vivo, pero aquel principio de


septiembre de 2008 fue excepcional. Había estado jarreando días enteros sin
parar, con tanta lluvia al final como sería de esperar para todo un mes. No era
el momento ideal para salir a pasear, pero una familia había decidido
atreverse. Cuando estaban cruzando un parque en la localidad de Chester-le-
Street, apenas a veinte kilómetros al norte de donde vivo, su perro fue a
chapotear en una gran charca y la hija, una niña de 3 años, se fue a jugar con
él. De repente, sin tiempo para darse cuenta, la niña sencillamente
desapareció. El padre fue corriendo y alcanzó a ver cómo el perro también
desaparecía. Cayó en la cuenta, como en un flash, de lo que había ocurrido:
un desagüe para tormentas había reventado su cubierta bajo la charca y la
niña y el perro habían sido succionados por el propio desagüe sin cubrir. El
padre, Mark Baxter, pensando con mucha rapidez, se dio cuenta de que el
desagüe de tormentas descargaría en el río unos cien metros más abajo.
Enseguida empezó a correr y, cuando llegó al río, localizó el abrigo de la niña
flotando sobre la corriente con su hija Laura dentro de él boca abajo. Se lanzó
inmediatamente al agua y la rescató, golpeada y magullada, pero viva.

¿Otro milagro? En cierto sentido, sí. Podían haber sucedido todo tipo de
cosas. La niña podía haberse quedado atorada bajo tierra, en alguna parte.
Para cuando su padre lograra alcanzarla, ella podía haber tragado agua
suficiente como para ahogarse. Pero lo que más me impresionó al escuchar
esta historia, fue lo que su padre dijo, al referirse a su frenética carrera hacia
el río:

-Siempre que me llegaba un mal pensamiento, me obligaba a pensar en otra


cosa.

En esto reside el secreto. Max Baxter no estaba tratando de hacer, paso a


paso, aquello que pensaba que había que hacer en casos como este.
Simplemente lo decidió sin pensarlo, como en un flash. Anteriormente, sin
embargo, había necesitado autodisciplina. Mantener un firme control de sus
propios pensamientos. Todo tipo de miedos y terrores asaltarían su mente,
amenazándole con el pánico o el desplome. Pero tuvo lo que a veces
llamamos «presencia de ánimo» para no dejarse atrapar por la angustia. Hizo
conscientemente el esfuerzo de sustituir los pensamientos negativos por otros
positivos, concentrándose exclusivamente en lo que tenía que hacer. Esto es,
en el sentido técnico que hemos estado utilizando, el «carácter».

No ocurre por accidente, sino por la autodisciplina necesaria para hacer


cualquier cosa en la vida a la perfección: aprender un instrumento musical,
reparar un tractor, dar una conferencia o dirigir un orfanato. O también, desde
luego, vivir como un ser humano sabio. Una y otra vez, cuando trabajamos
duro en alguna tarea difícil o compleja, la mente intenta escaparse y buscar
un escenario más tentador o menos complejo. Y una vez más, si se quiere
terminar el trabajo, habrá que forzar la mente y huir de la distracción. Y habrá
que entrenar la «musculatura mental» necesaria para lograrlo, de la misma
forma que lo exige la musculatura corporal, cuando se trata de implicarse en
3
ejercicios físicos mantenidos y extenuantes . Al reescribir esta sección, oí por
la radio el anuncio de un régimen para perder peso.

-He descubierto -decía el locutor emocionado- que mi ansia por comer estaba
en mi cabeza, no en mi estómago.

Reconocer esto es un primer paso vital. Mantengamos bajo control el


pensamiento, y también lo estará el pensamiento.

Se da la circunstancia de que Max Baxter había trabajado para las Reales


Fuerzas Armadas Británicas. Como Chesley Sullenberger, logró su
autodisciplina en un campo que obviamente es vital cada minuto. Una cosa es
la capacidad de valorar las dimensiones de una situación, de descubrir qué
hay que hacer y de hacerlo como si fuera por instinto, y otra la capacidad de
mantener a distancia los pensamientos que te aterrarían o paralizarían en la
situación concreta: el tipo de respaldo que la disciplina mental necesita para
que la virtud se produzca. «Me obligué a mí mismo a pensar en otra cosa».
Eso no es una pericia que se pueda adquirir por accidente, es algo que se
practica y se aprende. Y es igual de bueno hacerlo en cualquier esfera de la
vida o de un trabajo. No sabemos cuándo y cómo vamos a necesitar esa
disciplina ni cuándo puede llegar a salvar una vida. No tendremos tiempo de
detenemos a pensar. El carácter de la disciplina mental debe recorrerte.

Hay un bonito elemento dentro de esta misma historia. La pequeña Laura, de


3 años de edad, había estado tomando lecciones de natación. Ya había
aprendido a tumbarse en el agua y flotar. Cuando recobró la conciencia tras
ser rescatada, explicó a su padre que había estado intentando flotar tendida
sobre el agua, pero sin poder lograrlo, porque el túnel era demasiado
estrecho. Incluso a esa edad, había aprendido lo suficiente para saber que, si
te encuentras de repente con un peligro inesperado, hay cosas que puedes
hacer para mantenerte a salvo. Y ella había aprendido de alguna manera a no
entrar en situación de pánico al sobrevenir cosas extrañas inesperadas.

Ahora bien, afortunadamente no tenemos que afrontar situaciones de


emergencia la mayor parte de nuestras vidas. Pero parte del problema de
lograr saber cómo comportarse en la vida «normal» así como en momentos
extraordinarios, es que esa clase de «conocimientos» esconde una actitud no
completamente recta. Desde el momento en que se dice a un niño que termine
rápidamente de comer, o que se siente derecho, o que pare de gritar o de
llorar, o que se vaya a dormir (por no hablar de cosas como no robar, no
pelear, no mentir), habrá entrado en un confuso mundo de deseos y
esperanzas, de mandatos y prohibiciones, de sentimientos, de asunciones, de
preguntas y de expectativas. Aprender a navegar con sabiduría en nuestro
mundo y crecer en él hacia una vida de plena madurez humana, es el desafío
a que nos enfrentamos. Y el objetivo de este libro es sugerir que la dinámica
de la virtud, en el sentido de practicar los hábitos del corazón y de la vida que
apuntan al auténtico objetivo de la existencia humana, está en el centro del
reto del comportamiento humano, como estableció el propio Nuevo
Testamento. Esto es lo que significa desarrollar el «carácter». Esto es lo que
necesitamos -y lo que la fe cristiana ofrece- para el tiempo, más corto o más
largo, de «después de creer».

Cuando abordamos las cosas desde este ángulo, nos esperan varias sorpresas.
Muchos cristianos, según mi experiencia, nunca piensan las cosas de esta
manera y por ello se ven presos de una gran confusión. La virtud, por decirlo
lisa y claramente, es una idea revolucionaria en el mundo de hoy y también
en la Iglesia de hoy. Y lo más urgente que necesitamos hoy es una
revolución. Y se encuentra en el centro mismo de la respuesta a la pregunta
con la que empezamos. Después de creer, necesitas desarrollar el carácter
cristiano practicando las virtudes específicamente cristianas. Para tomar
decisiones morales sabias, necesitas no solo conocer las normas, o descubrir
quién eres realmente, necesitas también desarrollar la virtud cristiana. Y para
ejercer un liderazgo en nuestra sociedad con toda su amplitud, en los tiempos
confusos y peligrosos que vivimos, necesitamos con urgencia gente cuyo
carácter haya sido formado en esa dirección. Ya hemos tenido demasiados
pragmáticos y atrevidos buscadores de riesgos. Necesitamos gente de
auténtico carácter.

Entonces, ¿cómo nos ayudan estas historias de virtudes humanas -el piloto
que aterriza su avión en el río sin daño alguno y el padre que, desechando
pensamientos erróneos se lanza a rescatar y salvar a su hijita- cuando se trata
de seguir a Jesús? ¿No es esto algo bastante diferente?

Algunas de los grandes talentos de la historia del cristianismo han luchado


con esa pregunta. Observando la virtud humana natural y la virtud
específicamente cristiana, han llegado a distintas respuestas. La clave de
todo, sin embargo, es que la visión cristiana de la virtud, del carácter que se
ha convertido en segunda naturaleza, está en descubrir lo que verdaderamente
significa ser humano. «Humano» en un sentido que la mayoría de nosotros
nunca imaginaría. Y si eso es así, se producirán solapamientos con otras
visiones humanas de la virtud y habrá también puntos en los que el
cristianismo haga interpelaciones públicas y ofrezca también una ayuda
diferente para abordarlas. Parte de las reivindicaciones de los primeros
cristianos eran, de hecho, que habían descubierto, en y a través de Jesús, una
forma totalmente diferente de ser humanos y un camino capaz de obtener lo
mejor que esa sabiduría antigua podía ofrecer, situándola en contextos donde
finalmente tendría sentido. El Nuevo Testamento apunta continuamente a
eso.

¿Qué puede decir todo esto a Jaime, enredado entre lo que se supone que
consiste la vida, desde la primera expresión de la fe cristiana, a su fruto final
de después de la muerte? ¿Qué puede decirles a Juana y a Felipe, escocidos
aún por su desagradable enfrentamiento en la reunión de la Iglesia? ¿Y qué
puede decir a nuestro ancho mundo, que se tambalea por terremotos político-
económicos, que tienen lugar en medio de un estado de confusión cultural y
moral?

En cierto sentido, todo este libro es un intento de respuesta a estas preguntas


o, al menos, un principio de respuesta. Pero hay una o dos cosas que podemos
decir desde el principio.

Como ya he apuntado, la gente suele ir en una o dos direcciones cuando se


plantea su comportamiento. Se puede vivir con las normas, con un sentido del
deber, con una obligación que se impone, quiera o no uno compartirla. O se
puede declarar uno libre de todo tipo de cosas y capaz de ser uno mismo,
descubrir la auténtica y propia identidad, alineándose con el corazón para
lograr ser auténtico y espontáneo a la vez. En realidad, Juana y Felipe era esto
lo que debatían, aunque no se dieran cuenta de ello. Jaime estaba también en
ello, pero lo estaba enmarcando dentro un reto mayor y más preocupante: en
primer lugar, ¿para qué estamos aquí? La respuesta fundamental que
exploraremos en este libro es que estamos aquí para convertimos en seres
genuinamente humanos, capaces de reflejar al Dios a cuya imagen y
semejanza fuimos creados, y hacer eso, por una parte en el culto y por otra en
la misión en su sentido total, sabiendo que lo hacemos siguiendo a Jesús. La
forma en que ello se produce por la acción del Espíritu Santo, es mediante
una transformación del carácter. Esta transformación significará que nosotros,
desde luego, cumplimos las normas, aunque no como algo impuesto desde
fuera, sino como resultado del carácter que se ha ido forjando en nosotros. Y
querrá decir que nosotros, desde luego, seguimos nuestro corazón y vivimos
con autenticidad solo cuando ese carácter transformado llegue a ser
plenamente operativo, como el de un piloto con toda una vida de experiencia
a sus espaldas: el duro trabajo en vanguardia da sus frutos en decisiones y
actos que reflejan lo que ha crecido en lo más hondo de nuestro interior. Y en
todo el ancho mundo el desafío al que nos enfrentamos es crecer y desarrollar
una nueva generación de líderes en todos los campos de la vida, cuyo carácter
haya sido formado en el servicio público y en la sabiduría, no en la ambición
por el dinero o el poder.

El centro de todo ello, el corazón de lo que se supone que sucede «después de


creer», es por tanto, la transformación del carácter. Esto es tan importante
que nos llevará otro capítulo estudiarlo con más detalle, antes de que
podamos volver a lo que Jesús y sus discípulos tenían que decir sobre el
tema.
2.
2. La Transformación del Carácter
1

«Carácter» es el equivalente humano de las letras escritas a lo largo de un


palo de Brighton Rock. Es famoso lo que ocurre con este tipo de dulces
playeros: la palabra identificativa (Brighton o cualquier otra) no está
simplemente impresa en la punta, de modo que después de que alguien haya
chupado o mordido la primera mitad, no sea capaz de volverla a ver nunca.
No: la palabra está ahí todo el tiempo. Cortes por donde cortes, perfores por
donde perfores, las letras siempre estarán ahí.

Cuando usamos la palabra «carácter» en el sentido que le estoy dando en este


libro -el sentido que le asigna frecuentemente el Nuevo Testamento-,
queremos decir algo parecido. Carácter humano, en este sentido, es la
estructura de pensamiento y actuación que caracteriza y acompaña siempre a
alguien, de forma que entres a ella por donde entres (digámoslo así), te
encuentras con la misma persona por arriba y por abajo. Su opuesto sería la
superficialidad: todos conocemos a gente que a primera vista se presenta a sí
misma como honesta, agradable, paciente, etc.; sin embargo, cuando se
intenta conocerla mejor, uno termina dándose cuenta de que es únicamente
«fachada»; y, cuando se topa con una crisis o simplemente baja la guardia,
resulta ser tan deshonesta, antipática e impaciente como las demás personas.

El asunto es este: realmente, yo no sé cómo son manufacturados los Brighton


Rock y otras golosinas de regalo parecidas, pero un palo de caramelo no tiene
automáticamente algo escrito en todas sus partes. Alguien tuvo que ponerlo
allí. Del mismo modo, las cualidades del carácter en las que Jesús y sus
primeros seguidores insistieron como signos vitales de una vida cristiana
sana, no surgen automática o espontáneamente. Es necesario desarrollarlas.
Uno tiene que trabajarlas. Es imprescindible que la persona piense sobre
ellas, para poder hacer opciones conscientes y así permitir que el Espíritu
Santo vaya formando el carácter por caminos que, de entrada, parecen arduos
y «antinaturales». Solo de esta forma puede uno llegar a poseer un «carácter»
capaz de reaccionar inmediatamente, con sabiduría y buen juicio, a desafíos o
retos que e presentan de repente.
Uno puede decir cuándo ha sucedido esto y cuándo no. Lo ilustra bien una
historieta familiar. Un famoso predicador tenía un amigo que era bien
conocido por su mal genio. Un día, en una fiesta, pidió a su amigo que le
ayudara a servir unas bebidas. El predicador, por su parte, escanció las
bebidas, llenando deliberadamente algunos vasos hasta el borde. Entonces,
pasó la bandeja a su amigo. Según iban caminando hacia la sala para
distribuirlas, chocó sin querer con su amigo, provocando que la bandeja se
moviera y que algunas bebidas se balancearan sobre el borde y terminaran
derramándose.

-Aquí lo tienes -dijo el predicador-. Cuando eres golpeado, lo que se derrama


es todo aquello que rebosas.

Cuando uno es sometido repentinamente a una prueba y no tiene tiempo para


pensar cómo va a salir adelante, siempre se pone de manifiesto su auténtica
naturaleza. Por eso, el carácter necesita constantemente ponerse a prueba:
todo lo que rebosa termina derramándose. Y uno no tiene más remedio que
hacer algo al respecto.

Otra historieta, igualmente famosa, pone de relieve algo parecido desde un


ángulo distinto. En este caso, la anécdota procede del mundo judío. Había
una vez un rabino que gozaba de una magnífica reputación por su
pensamiento lógico y claro en cualquier circunstancia. Para ponerlo a prueba,
una tarde empezaron a ofrecerle sin parar copas de alta graduación, hasta que
terminó dormido. Entonces, le trasladaron a un cementerio y le pusieron
ingeniosamente sobre a una lápida. Se quedaron para ver qué podía decir al
despertarse. Cuando llegó ese momento, aquel gran hombre no vaciló ni un
momento en su lógica. Dijo:

-Punto primero, si estoy vivo, ¿por qué me encuentro tumbado en un


cementerio? Punto segundo: si estoy muerto, ¿por qué tengo ganas de ir al
baño?

Incluso en circunstancias tan llamativas, su cabeza permaneció tan ordenada


como siempre.

El carácter, en este sentido, es un fenómeno humano general, que encierra en


sí, como una variante particular, el carácter cristiano. Hablamos de «malos
caracteres» para referirnos a esas personas que, cualquiera que sea el
estímulo, ponen de manifiesto una serie de características desagradables o
destructivas que les acompañan durante su vida, tanto en el pensamiento
como en las acciones. De forma parecida, hablamos de gente que tiene «buen
carácter». Aunque muchos se refieren a cosas específicas diferentes con esta
frase, la mayoría de nosotros sabemos en qué estamos pensando. Alguien así
será honesto, merecerá confianza, se mostrará equilibrado, fiable (también
dentro del matrimonio), amable, generoso, etc., etc.

Durante siglos, dentro de la cultura occidental se ha especulado mucho en


relación con algunos elementos pertenecientes a la doctrina cristiana, sobre lo
que se puede esperar del buen carácter. Aunque la cultura general ha ido
mostrando durante mucho tiempo signos evidentes de un intento de
abandonar sus raíces cristianas, existe todavía una considerable vinculación
o, si se prefiere, superposición entre la formación del buen carácter, en un
amplio y reconocido sentido, y la formación del carácter cristiano. Esta
superposición se reflejará a lo largo de todo el libro. Aunque nuestra
preocupación en estas páginas se va a centrar especialmente en el carácter
cristiano, forma parte de la pretensión cristiana afirmar que ser cristiano
implica llegar a ser más genuinamente humano. Cuando exploremos qué
significa desarrollar un carácter cristiano, veremos, consecuentemente, la
considerable correspondencia que existe con cuestiones más amplias sobre el
carácter, cuestiones que el conjunto de nuestra sociedad necesita
urgentemente redescubrir y desarrollar.

Entonces, ¿cómo se puede transformar el carácter? ¿Qué tipo de proceso


conduce a ello?

El carácter se transforma mediante tres cosas: en primer lugar, hay que


apuntar hacia un objetivo correcto; segundo, se deben prever los pasos
necesarios para alcanzar ese objetivo; y tercero, esos pasos tienen que
convertirse en algo habitual, algo así como una segunda naturaleza.

Todo esto suena bien y, por decirlo con claridad, es, sin duda, más fácil de
decir que de hacer. Y habida cuenta de que mucha gente ha abordado la
cuestión del comportamiento cristiano desde perspectivas muy diferentes,
será mejor que, antes de ir más adelante, demos un vistazo a esas rutas
alternativas.

Volvamos a la gente que encontramos en el primer capítulo. Para Jaime y


otros como él, la idea del carácter y de su transformación, tal como yo vengo
describiéndola, es, sencillamente, territorio extranjero. Una vez que ha
llegado a la fe, la gente de su Iglesia espera que tenga un determinado
comportamiento (y no que se comporte siguiendo otros posibles caminos),
pero esto es visto no en términos de carácter sino en términos de simple
obligación. En otras palabras, se espera que los cristianos vivan de acuerdo
con las normas. Cuando fallen, como ocurrirá, lo único que tienen que hacer
es arrepentirse y tratar de actuar más correctamente en la próxima ocasión. Se
sigue una vida cristiana o no se sigue. Cualquier insinuación o sugerencia de
alguna forma de transformación moral -un lento y profundo cambio de los
hábitos a nivel de corazón- resultaría sospechoso. Parecería una forma de
«justificación por las obras», es decir, un intento de ganarse el propio camino
de salvación. Seguir las normas (como insisten también Juana y sus amigos)
no contribuye a su justificación o salvación. Es exactamente lo que se espera
que haga la persona. De darse cualquier posible cambio de carácter, este
tendría lugar ya en la conversión mediante la acción del Espíritu Santo. Si el
Espíritu Santo ha venido realmente a vivir en el corazón y en la vida de
alguien, esa persona querrá automáticamente vivir de acuerdo con la voluntad
de Dios. No debería ser un asunto de esfuerzo o lucha moral. Una vez que se
ha accedido a la fe, una vez que uno ha creído, mantener la fidelidad a las
normas debería ser algo fácil. Y, si no lo es, siguiendo un texto no
explicitado, es imprescindible que el protagonista haga lo posible para que
sea.

Para Felipe, sin embargo, y para muchos que optan por una línea similar en la
Iglesia occidental de hoy, lo que importa es la «autenticidad». Ser veraces
consigo mismo es lo que cuenta. Dios te ha aceptado tal como eres; ahora tú
debes vivir lleno de gratitud por esta aceptación. Cualquier intento de forzarte
a ti mismo para someterte a unas normas y patrones morales determinados,
que parecen ajenos a tu propia personalidad, es una negación, tanto de la libre
aceptación que Dios te ofrece, como de tu propia autenticidad existencial.
Una vez que se ha accedido a la fe, es menester descubrir dónde se encuentra
cada uno y vivir de acuerdo con ello, haciendo espontáneamente cualquier
cosa que el corazón, en sus niveles más profundos, te enseña y sugiere que
hagas.

El objetivo de este libro es mantener una visión de la vida cristiana que,


superficialmente, tiene semejanzas con ambas perspectivas, pero también
diferencias radicales. Se trata de una visión que se sitúa en la tradición de la
vieja reflexión sobre la virtud, pero que se ha dejado transformar por el
notable desafío moral del mismo Jesús y de todo el Nuevo Testamento.
Trataré de ir aclarando todo esto con más detalle desde ahora. Pero de
momento, permítaseme esbozar de manera más completa, pero todavía
preliminar, qué es lo que yo entiendo por formación del carácter dentro de un
contexto cristiano y, en ese mismo ámbito, qué debemos entender por virtud.

¿Cuál es el objetivo o la meta final de toda la vida cristiana? No tenemos más


remedio que desarrollar un tanto el punto que insinué al discutir la
conversación de Jesús con el joven rico. Aunque muchos cristianos en
occidente han imaginado que el objetivo o la meta de ser cristiano es
sencillamente «ir al cielo cuando se mueran», el Nuevo Testamento ofrece
una visión más rica y más interesante. Sí, los que pertenecen a Jesús en esta
vida, están llamados a ir con él una vez que mueran; se trata de una promesa
que aparece en diversos lugares del Nuevo Testamento.

Sin embargo, esto es únicamente el comienzo. Al final -después de que


muchos de nosotros hayamos tenido algún tiempo de descanso y solaz en
presencia del mismo Jesús-Dios ha prometido al mundo en su totalidad y a
todo el orden creado una total transformación: será renovado de arriba abajo,
de modo que quede finalmente lleno de la presencia y la gloria de Dios,
«como las aguas colman el mar» (Is 11,9). Y entonces, ¿qué nos ocurrirá a
nosotros? Se nos darán unos nuevos cuerpos en los que vivir con encanto y
poder en el nuevo mundo de Dios. Esto, tal y como yo lo entiendo, es una
pintura mucho más amplia y exuberante de la esperanza última de futuro que
la que muchos cristianos han hecho suya, pero es la que el Nuevo Testamento
nos promete.

Fijémonos en lo que sucede si contemplamos esta visión del contenido último


de la vida cristiana, y nos preguntamos a nosotros mismos: ¿qué pasos
conducirán a esta meta, en oposición a cualquier otra?
La respuesta -ofrecida una y otra vez, como veremos, en el Nuevo
Testamento- es que la transformación que se nos promete al final del tiempo,
ha comenzado ya en Jesús. Cuando Dios lo resucitó de entre los muertos,
lanzó su proyecto total de nueva creación y llamó a gente de todo tipo a
formar parte del mismo ya, aquí y ahora. Y esto significa que los pasos que
damos hacia la meta última -las cosas que dan sentido a la vida cristiana, en
la que de otra manera tendría que existir un largo intervalo entre la fe inicial y
la salvación final- participan ya del mismo carácter de transformación.

Más tarde consideraremos cómo ocurre todo esto. Pero el resultado es que
existen pasos que podemos dar y que conducen a esta meta, a la vida
resucitada dentro de la nueva creación que podemos apropiarnos aquí y
ahora.

Y estos pasos son, bastante literalmente, transformadores del carácter. El


objetivo de la vida cristiana en el momento presente -la meta que uno se ha
impuesto nada más acceder a la fe, la que se busca también dentro de la vida
presente anticipando la vida final que vendrá- es un carácter cristiano
plenamente formado y absolutamente floreciente.

El test permitirá comprobar, como sucede con un piloto de avión que se


enfrenta a un repentino desafío de vida o muerte, si uno tiene un carácter
formado de tal manera que, cuando llega un determinado desafío, puede
afrontarlo con una virtud a modo de segunda naturaleza cristiana, o si más
bien empieza a dar tumbos presa del pánico, preguntándose qué pinta y qué
debe hacer en este mundo, equivocándose, con toda probabilidad, a la hora de
actuar como era menester.

Ahora bien, los desafíos morales repentinos no son en sí mismos el pan de


cada día de un carácter transformado, igual que tener que evitar una bandada
de gansos no es tampoco el pan de cada día de un piloto aéreo. Se trata de
emergencias, mientras que el carácter perseverantemente formado durante
muchos años es auténtico y reconciliado consigo mismo. Pero el carácter que
puede afrontar esos momentos y hacer lo correcto bajo una súbita presión, es
el carácter que ha sido formado en función de un objetivo mucho más
permanente y positivo. Este será el tema del capítulo siguiente.

Antes de llegar a ello, sin embargo, debemos plantear unos cuantos asuntos
que, en algún sentido, están en los presupuestos, pero que, como pasa
frecuentemente con los cuadros, afectan al fundamento más de lo que uno
podría pensar a primera vista. En primer lugar, ¿dónde situar todo esto dentro
del famoso mapa del pensamiento moral, sin olvidar la reflexión sobre la
virtud en el mundo occidental en su conjunto? Segundo, ¿dónde se puede
situar esta especulación sobre la transformación del carácter en el campo de
los recientes estudios sobre el desarrollo del cerebro, y también en relación
con el debate sobre otros aprendizajes, concretamente el del lenguaje? Las
respuestas a ambas cuestiones resultarán una sorpresa para algunos y tal vez
también un notable estímulo.

Lo que vengo proponiendo y desarrollaré en el resto de este libro, es


básicamente una respuesta cristiana -de hecho, la respuesta del mismo Jesús-
a la tradición del pensamiento moral que se remonta a Aristóteles. Esta
tradición fue magníficamente desarrollada en el mundo antiguo, y algunos
lectores serios del siglo I, que se toparon con la enseñanza de Pablo y de
otros primitivos seguidores de Jesús, tal vez la tuvieron en mente cuando
ponderaron todo lo que había sido dicho por ellos.

Fue Aristóteles, unos trescientos cincuenta años antes de la época de Jesús,


quien desarrolló la triple estructura de la transformación del carácter. Como
se ha dicho anteriormente, lo primero de todo es la meta, el télos, la realidad
última tras la que vamos; después, vienen los pasos que damos en dirección a
esa meta, las potencias del carácter que nos harán capaces de llegar a esa
meta; y existe también el proceso de entrenamiento moral, gracias al cual
estas potencias se convierten en hábitos, llegando a formar una segunda
naturaleza.

Para Aristóteles, la meta era el ideal de un ser humano plenamente


floreciente. Pensemos en alguien que ha vivido hasta el límite de sus
potencialidades, mostrando una sabiduría completa y acabada, además de un
carácter correctamente formado. Esta meta concreta, para la que Aristóteles
usó la palabra eudaimonía, a veces es denominada «felicidad», aunque
Aristóteles la utiliza en un sentido técnico, que en realidad es más cercano a
nuestra idea de florecimiento.
Los pasos hacia esta meta eran, para Aristóteles y sus seguidores, las
potencias («posibilidades») del carácter, que, al desarrollarse, contribuían a
construir gradualmente un ser humano floreciente. El camino para alcanzar la
eudaimonía -pensaba Aristóteles- era la práctica de esas potencias
(posibilidades), igual que un futbolista avanza entrenando los diferentes
músculos del cuerpo y practicando todas las distintas posibilidades del balón
que le serán necesarias más tarde. Trabajar sobre una o dos de ellas no es
suficiente; no existen situaciones en las que las piernas están perfectas,
mientras el resto del cuerpo es fofo, por ejemplo; ni situaciones en las que el
futbolista es capaz de lanzar el balón a muchos metros de distancia, pero al
mismo tiempo resulta incapaz de disputárselo al contrario. De la misma
manera, un ser humano plenamente floreciente necesita de todas las potencias
(posibilidades) básicas del carácter, que hemos de ver aquí. La palabra de
Aristóteles para semejantes potencias era areté; posteriormente, los escritores
latinos utilizaron la palabra virtus, de la cual, evidentemente, procede el
término «virtud», que es el que solemos utilizar. Las virtudes son las
diferentes potencias (posibilidades) del carácter que, juntas, contribuyen a
que alguien llegue a ser un ser humano plenamente floreciente.

Para Aristóteles -y para la tradición que se desarrolló después de él, y que


conformó el mundo del discurso moral en la época en la que el primitivo
cristianismo empezaba a crecer y a expandirse ofreciendo la enseñanza de
una nueva forma de vida- existían cuatro virtudes principales: coraje (o
valor), justicia, prudencia, y templanza. Según Aristóteles, estas eran los
«goznes» sobre los que giraba la gran puerta que podía abrir a una floreciente
plenitud humana. Por esta razón, las cuatro virtudes se denominan
4
frecuentemente virtudes «cardinales» .

Las virtudes cardinales no son las únicas virtudes. Pero, tal como proponía
Aristóteles, son las principales y todas las demás dependen de ellas. Si se
practican estas -decía el filósofo-, se llegará a ser una persona humana
completa, «feliz» y floreciente. Esta es la meta, el destino de nuestro viaje.
Las virtudes son el camino que nos conducirá a allí. Fijémonos en las gentes
que súbitamente son jaleadas como «héroes» y cuyas acciones se describen
como «milagrosas», y las oportunidades que podremos tener de ver a gente
cuyo carácter haya sido formado de esta manera. Incluso en los deportes, con
frecuencia es cierto esto: el jugador que en una gran crisis deportiva se las
arregla para detener un disparo aparentemente imposible, es muy
probablemente que sea aquel que ha practicado en privado una y otra vez esta
misma situación, hasta convertirla en una segunda naturaleza. Recuerdo al
golfista africano Gary Player, cuando respondió a un crítico que le había
calificado de afortunado. Le contestó.

-Sí. Y me he dado cuenta de que cuanto más intensamente entreno, más


suerte tengo.

Ciertamente, sospecho que llamar «milagro» a acontecimientos como el


aterrizaje feliz del vuelo 1549, puede ser la forma que elige nuestra cultura
para ignorar el desafío real, el mensaje moral de este tipo de acontecimientos
tan sumamente importantes. Las virtudes importan. Importan profundamente.
Cuando la gran puerta de la naturaleza humana se abre para revelar sus
secretos más auténticos, ellas son los goznes sobre los que gira.

Pero estas fuerzas del carácter no se obtienen de la noche a la mañana. Hay


que trabajarlas. El carácter es algo que se forma lentamente. No es posible
forzar el carácter en alguien, como tampoco lo es forzar a un árbol para que
produzca frutos antes de que esté preparado para hacerlo. La persona tiene
que optar, una y otra vez, por desarrollar los músculos morales y los
instrumentos que configurarán y formarán un carácter plenamente floreciente.
Y de esta forma, igual que un programa a largo plazo y contundente de
entrenamiento físico capacitará a la persona para todo tipo de cosas, por
ejemplo, correr en un maratón, andar treinta millas en un día, levantar pesos
pesados, etc., cosas que previamente ni siquiera hubiera imaginado que eran
posibles, también un programa a largo plazo y exigente de trabajo sobre las
fuerzas del carácter, es decir, las virtudes, permitirá vivir de una forma que
nunca se hubiera considerado posible, evitando las trampas morales y los
riesgos, y exhibiendo una vida humana auténtica y floreciente.

Parte del meollo de todo esto está en que la persona podrá entonces hacer
ciertas cosas automáticamente, cosas que antes le hubieran exigido una gran
lucha. Como en el caso del comandante Sullenberger, ciertas cosas se
convertirán entonces en una segunda naturaleza, lo cual está realmente bien,
porque, si uno tuviera que parar y pensar qué hacer en determinadas crisis, el
momento habría pasado, sobreviniendo inevitablemente el desastre.
Por consiguiente, lo que los escritores del Nuevo Testamento encarecen,
siguiendo al mismo Jesús, es, en cierta medida, algo parecido al argumento
de Aristóteles, pero de una forma significativamente distinta. Hasta cierto
punto, la comparación es como la que se puede establecer entre un modelo
tridimensional situado junto a otro bidimensional, diríamos, un cubo junto a
un cuadrado o una esfera junto a un círculo: lo que Jesús y sus seguidores
ofrecen es el modelo tridimensional hacia el cual apunta el bidimensional de
Aristóteles. Cuando se consigue la esfera, se da por bueno el círculo que, sin
embargo, pasa a significar algo bastante diferente.

Reflexionemos por un momento sobre los tres estadios que ya hemos


considerado.

1. Aristóteles vislumbraba una meta para el florecimiento humano: lo


mismo hicieron Jesús, Pablo y el resto. Ahora bien, la visión que
tenía Jesús de esta meta, era más amplia y más rica, y alcanzaba a
todo el mundo, situando a los seres humanos no como individuos
solitarios, que desarrollan su propio status moral, sino como
ciudadanos felices del reino de Dios que llega.

2. Aristóteles vio que, para alcanzar la meta de una auténtica vida


humana, uno debe desarrollar las fuerzas morales que él llamó
virtudes. Jesús y sus primeros seguidores, sin olvidar a Pablo,
dijeron algo parecido. Pero su visión de las fuerzas morales que
estaba en correspondencia con su diferente visión de la meta,
subrayaba cualidades que Aristóteles no valoraba tanto (amor,
bondad, perdón, etc.), e incluía, por lo menos, una -la humildad-
que en el antiguo mundo pagano (y en este asunto, en el moderno
mundo pagano también), estaba totalmente en desuso.

3. Aristóteles vio que el objetivo último era lograr esa clase de


carácter que hiciera posible actuar correctamente de forma
automática, gracias a la fuerza de un largo entrenamiento o hábito.
Jesús y Pablo estaban de acuerdo en esto, pero proponían un
camino muy diferente, durante cuyo recorrido había que aprender
los hábitos más relevantes. Analizaremos todo esto conforme vaya
progresando el libro.
Evidentemente, se podrían decir muchas más cosas sobre la interrelación
comparativa entre los modelos de pensamiento moral ofrecidos por
Aristóteles y por Jesús y los primeros cristianos. Como no es este el tema
principal de este libro, me contentaré por el momento con esta reflexión. Creo
que, si preguntáramos a san Pablo qué pensaba él sobre Aristóteles y sobre su
esquema relativo a las virtudes, habría dicho al respecto algo parecido a lo
que dijo sobre la ley judía: está bien hasta cierto punto, es decir, en la medida
en que funcione; pero realmente no es capaz de dar lo que promete. Es como
un indicador que señala, más o menos, la dirección correcta (aunque será
necesario hacer algún ajuste), pero sin el soporte de un camino que conduzca
allí.

Pasamos de la antigua filosofía a la contemporánea ciencia del cerebro.


Cuando la gente hace opciones sólidas sobre sus patrones de conducta, dentro
del cerebro tienen lugar cambios físicos. Algunos pueden ver esto como algo
de sentido común, pero a muchos les parecerá una realidad fascinante y tal
vez amenazadora. Queda mucho camino por recorrer en este terreno.
Comparativamente, la neurociencia está todavía en pañales. Sin embargo,
existen ya claros indicadores en el sentido de que acontecimientos
significativos en nuestras vidas, incluidas opciones importantes que hacemos
en relación con nuestro comportamiento, crean nuevos caminos y nuevos
modelos de información dentro de nuestro cerebro. Los neurocientíficos
utilizan frecuentemente la metáfora de la «instalación eléctrica» del cerebro,
que no resulta ni mucho menos inapropiada, toda vez que, aunque
evidentemente no están implicados cables en sentido estricto, ciertamente la
información se mueve, aquí y allá, dentro del cerebro, a través de lo que son
básicamente impulsos eléctricos.

No se trata exactamente de que se pongan en marcha nuevas estructuras


eléctricas todo el tiempo, en correspondencia con las opciones que hacemos y
las conductas que adoptamos, aunque el comportamiento es, sin ninguna
duda y masivamente, un elemento para la formación de los hábitos.
Determinadas partes del cerebro experimentan realmente una ampliación
física, cuando un comportamiento individual las ejercita con regularidad. Por
ejemplo, los que tocan el violín, desarrollan no solo su mano izquierda
(conocí una vez en una escuela a un muchacho cuya mano izquierda tenía
varias tallas más de guante que su mano derecha, gracias, precisamente, a que
llevaba tocando el violín sin parar durante muchos años), sino también el
sector del cerebro que controla la mano izquierda. John Medina escribe en su
5
fascinante libro Brain Rules :

Estas regiones [del cerebro] se amplían, se hinchan, y se


entrecruzan con asociaciones complejas. […] El cerebro actúa
como un músculo. Cuanto más lo activa uno, más grande y más
complejo puede llegar a hacerse. [...] Y lo que es más, nuestros
cerebros son tan sumamente sensibles a los estímulos que les
llegan, que su instalación eléctrica depende de la cultura en la que
se encuentre.

Como consecuencia de ello,

el aprendizaje desemboca en cambios físicos en el cerebro, y


estos cambios son únicos en cada individuo.

En otras palabras, cuando aprendemos a conectar varias cosas de una forma


nueva, nuestro cerebro registra esas conexiones. El resultado es muy parecido
al descubrimiento que hace un jardinero, cuando cae en la cuenta de que un
camino que ha sido previamente desbrozado, resulta mucho más fácil de
volver a ser cavado. Un conjunto determinado de asociaciones en el cerebro,
especialmente si este está conectado con emociones intensas o reacciones
físicas, ya sean placenteras o desagradables, hará que esas asociaciones
resulten mucho más fáciles de volver a desencadenarse en una segunda
ocasión. La neurociencia contemporánea, por tanto, es realmente capaz de
estudiar y diseñar la forma en que han llegado a ser formados los hábitos
persistentes de la vida.

Uno de los ejemplos más famosos de este fenómeno se refiere a la estructura


cerebral de los taxistas de Londres. La obra de E. A. Maguire y otros, ha
6
puesto de relieve algunas notables evidencias . Londres no es solo una de las
ciudades más grandes del planeta; es, también una de las más complejas, con
más número de calles de dirección única, callejones sin salida, curvas y otros
imponderables, que pueden fácilmente imaginarse. Antes de que un taxista
sea autorizado a trabajar, tiene que pasar un examen muy riguroso, que pone
a prueba su maestría con lo que se llama The Knowledges, un proceso que
exige la memorización de miles de nombres de calles e itinerarios para llegar
a esas calles en diferentes momentos del día o de la noche, según las
cambiantes condiciones del tráfico. El resultado no es solo que todos ellos
son los taxistas más eficaces del mundo, que apenas tienen que consultar un
mapa, sino también que sus cerebros han cambiado realmente. La zona del
cerebro llamada hipocampo, que está donde tenemos el razonamiento
espacial (entre otras muchas cosas), es típicamente mucho más amplia en los
taxistas que en la media de las personas. Como los culturistas, que
desarrollan músculos que el resto de nosotros no sabemos cómo utilizar, los
taxistas desarrollan músculos mentales, que la mayoría de nosotros rara vez
tenemos que ejercitar.

Este tipo de investigación, hasta donde yo sé, no suele tomarse en cuenta en


relación con asuntos religiosos o morales y, sin embargo, las implicaciones
que tienen en estos campos son enormes. Todos somos conscientes de que
sobre determinados acontecimientos tenemos una memoria muy intensa.
Algunos, tal vez, hayamos reflexionado sobre la forma en que nuestras
reacciones emocionales y nuestras imaginaciones se han visto condicionadas
por momentos concretos de alegría o de conmoción, de encanto o de horror,
de intenso placer o de indecible sufrimiento. Sin embargo, el hecho de que no
solo estos acontecimientos especiales sino millones de otros de carácter
«ordinario» dejan también huellas en la estructura física y en la «instalación
eléctrica» de nuestro cerebro, se convierte para la mayoría de nosotros en una
noticia alarmante de incalculable impacto.

Sospecho que la mayoría de la gente en el mundo occidental de hoy se


imagina sus mentes como máquinas más o menos neutrales que pueden
controlarse en determinada dirección sin más. Cuando bajo hacia Londres
conduciendo y cuando subo por la carretera a Edimburgo, no se produce
ningún cambio en la estructura del coche. Pero supongamos que este tuviera
una especie de memoria interna, que registrara los viajes que he hecho;
cuando salgo en dirección a Londres -algo que hago con frecuencia-, ¿podría
situarse en la posición «estamos yendo a Londres» y darme un codazo para
que coja el periférico de Londres, aun en el caso de que yo tratara en esta
ocasión de ir a Birmingham? Entonces yo tendría que hacer una opción más
consciente para rechazar el camino elegido por el coche, obligándole a hacer
cosas totalmente inesperadas para él.

De modo parecido, ¿se podría suponer que la decisión de engañar a mi


declaración de impuestos dejara una vía electrónica en el cerebro que hiciera
más fácil engañar también en otros asuntos -o a otras personas-; o que la
decisión de moderar mi irritación hacia un aburrido compañero de tren,
cultivando en su lugar una sosegada paciencia, dejara una huella que hiciera
más fácil ser paciente cuando alguien después se comporte de una manera
verdaderamente ofensiva? Como digo, la investigación actual sobre este tema
no está tan plenamente desarrollada como nos gustaría. Pero da la impresión
de que la idea de desarrollar «la musculatura moral», en analogía con la gente
que va al gimnasio para desarrollar los músculos físicos, podría resultar más
correcta de lo que habíamos imaginado.

El proceso de adquirir hábitos en cualquier campo puede ser ilustrado de


muchas formas. Aprender a tocar un instrumento musical es una de ellas, y
especialmente obvia (pensemos en esos violinistas con sus neuronas de la
mano izquierda trabajando a destajo). Aprender un segundo idioma (y la
música, por supuesto, es un tipo de lenguaje), es otra.

En nuestro mundo mucha gente solo es capaz de hablar su lengua materna. Es


la única que han aprendido y lo hicieron sin caer en la cuenta de cómo lo
estaban llevando a cabo. Incluso esto apunta en esa dirección, porque,
conforme aprendemos nuestra lengua materna, sea la que sea, estamos
construyendo una red masiva y sumamente compleja de hábitos, tanto
mentales como físicos, que crean una interrelación múltiple con diferentes
situaciones vitales. Un aspecto muy importante del aprendizaje de la primera
lengua, por empezar con ello, es el comportamiento simplemente imitador. El
niño oye a sus padres y familiares decir cosas e intenta hacer lo mismo. Pero,
incluso desde muy temprana edad, puede deslizarse hacia una sorprendente
originalidad, toda vez que no solamente va dominando hábitos y estructuras
de dicción, sino que también comienza a crear otras nuevas mediante sutiles
variaciones. Y en esta etapa se asimila e incorpora plenamente todo el tiempo
una enorme cantidad de eso que el lenguaje de los especialistas llama
«gramática», que incluye morfología (la manera como se forman las
palabras) y sintaxis (la manera en que las palabras se unen, dando lugar a
afirmaciones), y, por supuesto, el mismo vocabulario en ambas direcciones
(«¿qué palabra corresponde aquí para esta cosa?» y «¿qué significa esta
palabra»?). Ya se trate de un niño gravemente disléxico o de un prodigio
poético -y ambas cosas pueden ciertamente coincidir en alguna ocasión-, los
hábitos se deben formar y las estructuras grabarse en el cerebro, lo que
significa que el lenguaje se convierte indudablemente en una segunda
naturaleza. En muchas conversaciones, la mayoría del tiempo no estamos
discutiendo el lenguaje, la gramática y el vocabulario. Todas estas materias
surgen solo si alguien usa una palabra o una frase de una forma que no se
entiende. Normalmente, no estamos ni siquiera pensando en el vocabulario,
mucho menos en la gramática. Solemos pensar más bien en el tema de la
conversación.

El aprendizaje de la propia lengua materna, entonces, es una buena


ilustración de largo recorrido. Ahora bien, aprender una nueva lengua,
especialmente cuando se es adulto, es mejor por dos razones. En primer
lugar, porque se trata de una actividad mucho más consciente; incluso en un
ultramoderno laboratorio de lenguas, en donde se tiene que imitar las
condiciones "naturales" en las que uno aprendió su lengua materna, sigue, sin
embargo, siendo necesario pensar por qué tal palabra se ha formado de esta
manera y no de cualquier otra; por qué determinados verbos irregulares
incómodos se comportan de esta forma, cuando en realidad deberían hacer lo
contrario, y así sucesivamente. Uno tiene que dominar los matices, las
metáforas y los énfasis que hacen de una lengua viva algo tan entrañable pero
al mismo tiempo tan difícil. Con frecuencia se cometerán equivocaciones,
pero siempre merece la pena perseverar mirando a la meta, el télos, que se
encuentra delante. Si uno tiene el inglés como lengua materna y se pone a
aprender alemán, no tendrá más remedio que estar recordándose a sí mismo
constantemente que el verbo viene al final de la frase. Y hasta en una lengua
casi igual a la propia (pensemos en un italiano aprendiendo español), existirá
abundante vocabulario que no habrá más remedio que memorizar. Esto
requiere un esfuerzo mental consciente, realizado con toda intención, para
imprimir esas estructuras con sus repercusiones físicas (los movimientos de
la lengua, dientes, labios y cuerdas vocales) sobre el cerebro, tratando de que
llegue un momento en que el proceso se produzca sin esfuerzo y sin una
fijación consciente del pensamiento. Como veremos, a esta clase de esfuerzo
tan complejo es exactamente a la que se referían los primeros cristianos
cuando se urgían unos a otros a desarrollar el carácter que anticipaba el nuevo
mundo de Dios.

C. S. Lewis se refiere al tránsito a la comprensión de una nueva lengua en un


pasaje memorable en el que describe el tiempo en el que él estaba
aprendiendo griego antiguo:

Aquellos en los que la palabra griega vive solamente mientras


están buscándola en el diccionario y que entonces sustituyen la
palabra inglesa por ella, no están leyendo griego en absoluto;
están solo resolviendo un puzle. La fórmula «naus significa
barco» es incorrecta. Naus y barco, ambas, significan una cosa y
no significan otra. Detrás de naus, igual que detrás de navis o
naca, queremos tener una pintura de una masa oscura fina con
velas o remos, subiendo crestas, y sin la intrusión de una palabra
7
inglesa oficial .

Y es aquí donde una segunda lengua nos da la clave para comprender cómo
funciona la virtud: se convierte en una segunda naturaleza. A partir de
entonces, si todo va bien, uno va más allá de la afectación o de lo artificial,
una vez forzada la plataforma para un tipo absolutamente nuevo de
naturalidad.

Pero aquí debe hacerse una advertencia. Es posible aprender una lengua y
luego olvidarla. Yo aprendí varias lenguas cuando era joven. Una de ellas, el
siríaco, me produjo un especial placer con sus líquidos sonidos y su
maravillosa poesía ancestral. Sin embargo, no fui capaz de mantenerla ni a
los treinta ni a los cuarenta años; y, cuando al comienzo de los cincuenta,
volví a vérmelas con la Biblia siríaca para comprobar alguna cosa, me sentí,
para mi desgracia, incapaz de recordar ni siquiera cómo funcionaba el
alfabeto. La virtud puede ser también como esto. Alguien que aprende
auténticamente la generosidad en la infancia, puede fácilmente darse cuenta
de que los hábitos de la vida adulta han terminado con ella. Y entonces debe
ser re-aprendida de nuevo con mucha mayor dificultad. Lamentablemente,
hay muchas ocasiones en las que algunos que comenzaron a practicar la vida
cristiana, encuentran el mismo problema. Interrumpir la práctica, permitirse
olvidar la meta, lleva a perder también el lenguaje.
Otra razón por la que aprender una segunda lengua constituye una buena
ilustración de lo que es la virtud, es frecuentemente la razón para hacerlo: uno
quiere ser capaz de encontrarse como en casa allá donde esa lengua es
hablada, o por lo menos, quiere valerse para leer y apreciar la literatura de ese
país (o, en el caso de lenguas antiguas, de aquel tiempo). Por tanto, el
aprendizaje de una lengua se hace teniendo una meta a la vista: la de adquirir
esos hábitos de mente y cuerpo que le capacitan a uno para funcionar aquí y
ahora como un ciudadano de este país lingüísticamente competente, con
sencilla y fácil familiaridad. El mayor cumplido que puede hacerse a alguien
que ha aprendido un segundo idioma, es confundirle con un nativo. Una vez
más, esta es la recompensa por el trabajo y no una recompensa arbitraria,
como la que se hace a un niño al que se le da una bicicleta porque ha
aprobado su examen, sino una recompensa que es el verdadero télos, la
verdadera meta de la actividad original.

Así es como funcionaba la virtud para Aristóteles y así es como funciona -


una vez que captamos bien las importantes diferencias entre Aristóteles y
Jesús- dentro de la vida cristiana. La meta de Aristóteles, como hemos visto,
era la eudaimonía, el florecimiento humano. Las virtudes -las cuatro
cardinales y las otras que dependen de ellas eran simplemente, por así decirlo,
la gramática y el vocabulario del lenguaje de una condición humana
floreciente. Realmente, nadie conoce esta lengua como su lengua materna,
pero podemos vislumbrar ese país de tiempo en tiempo y obtener consejos
sobre cómo funciona el lenguaje, qué estructuras cerebrales y corporales se
necesitan para que seamos capaces de funcionar como ciudadanos
lingüísticamente competentes. Y cuanto más practiquemos la lengua hablada
-en otras palabras, cuanto más aprendamos qué significa actuar con valentía,
templanza, prudencia y justicia- más desarrollaremos una sencilla y fácil
familiaridad con la forma en que vive la gente verdaderamente floreciente.
Quién sabe, algún día tal vez seamos confundidos con un nativo.

Si aprender una virtud es como aprender un idioma, también es como adquirir


un gusto o tocar un instrumento musical. Ninguna de esas actividades surge
por generación espontánea como la cosa más natural. Cuando uno trabaja en
ellas, sin embargo, empiezan a sentirse como más y más naturales, hasta que
ese aspecto de nuestro carácter queda formado, de manera que por fin se
alcanza el duro premio de la libertad: para la fluidez en el idioma, la feliz
familiaridad con el gusto y la competencia con el instrumento.

Pues bien, si el carácter y la virtud consisten en todo esto, ¿cómo se sitúa este
estudio del campo moral en relación con las dos principales propuestas
morales que la mayoría de la gente reconoce como tales hoy en el mundo
occidental?

Volvamos al debate -al intento de debate- entre Juana y Felipe. Juana


mantenía que la cuestión consistía en descubrir las normas correctas y
aplicarlas; para Felipe lo importante era descubrir quién es realmente uno y
ser veraz con ello en línea con la radical aceptación que ofrecía Jesús a todos
los que se le acercaban. Estas dos posiciones representan, más o menos, los
dos modelos del pensamiento moral entre los que se ven obligados a elegir la
mayoría de las personas, al menos en línea de principio. Para ambos enfoques
resulta fácil caricaturizar al otro y, en una época de nerviosismo moral en
numerosos frentes, debemos respetar la angustia que experimentan no pocas
personas. Sin embargo, debemos también examinar más de cerca esos
modelos. Si, como creo, el desarrollo del carácter y el hábito de la virtud
ofrecen una perspectiva mejor desde la que poder comprender nuestros
dilemas morales, necesitamos ver qué ofrecen realmente las mencionadas
alternativas.

Para empezar, fijémonos en el mundo de las normas. Mucha gente de mi edad


ha crecido recibiendo la enseñanza de que existen unas realidades
denominadas bien y mal; que estas son más o menos universales y constantes,
y que uno puede conocerlas y practicarlas. Ciertamente, todo esto ha sido
incrustado en nuestro interior. (Una frase interesante esta. Cuando la
escuchas, ¿piensas en alguien que hace un agujero en un trozo de madera o
más bien en un pelotón de soldados haciendo la instrucción para aprender a
obedecer órdenes de manera instintiva?). Algunas veces, estas reglas son
simples pero con profundas implicaciones, por ejemplo: «Actúa como quieres
que actúen contigo», y también: «Las personas cuentan más que las cosas».

En muchas culturas estas reglas incluyen, en su nivel más básico, la


prohibición de matar, robar y cometer adulterio, o, por expresarlo
positivamente, respeto a la vida, a la propiedad y al matrimonio. La mayor
parte de las sociedades han vivido prácticamente todo el tiempo ateniéndose a
reglas así de simples, que luego han dado lugar a distintas codificaciones en
los correspondientes cuerpos legales. Un ejemplo clásico lo constituyen los
diez mandamientos, pero existen muchos otros. A no pocos de nosotros nos
enseñaron no solo los diez mandamientos sino también diversas derivaciones
de ellos, de modo que (confusamente para un niño) las prohibiciones en
relación con el robar, matar, mentir, etc., parecían estar a la misma altura de
exigencia que las normas de una apropiada urbanidad, como por ejemplo la
forma de sentarse en la mesa, escribir cartas de agradecimiento, ser educado
con los parientes ancianos, pronunciar «correctamente» las palabras, etc., etc.
Pero el asunto es que muchos de nosotros crecimos en un mundo de normas,
una sociedad estructurada y ordenada a la que se le imponían las reglas,
aunque pudieran existir debates sobre algunas de ellas en particular, de modo
que, si uno las cumplía plenamente, era considerado moralmente íntegro, y si
no, no obtenía esa consideración. Todos y cada uno tenían como obligación
mantener las reglas, les gustaran o no. Y de forma significativa, la gente, con
frecuencia, sugería, o incluso simplemente asumía, que una de las principales
cosas que Jesús había venido a hacer, era decirnos más claramente cuáles
eran las normas que había que cumplir, dándonos al mismo tiempo un
maravilloso ejemplo de cómo guardarlas...

Las dificultades llegan, entonces, porque la gente descubre enseguida que es


incapaz de cumplirlas y así surge una nueva forma: Jesús vino para traer
perdón por nuestro incumplimiento de las normas, pero una vez que hemos
asimilado esto, tenemos que volver de nuevo a guardarlas. Este es el gran
escenario en el que mucha gente occidental de hoy ha situado su comprensión
del Evangelio de Jesucristo.

Realmente, semejante esquema no procede de Jesús o de los evangelios sino


de un tipo determinado de filosofía. Los especialistas lo reconocerán como
claramente emparentado en el mundo moderno con el escritor alemán del
siglo XVIII Immanuel Kant. Para unas personas que conocían las reglas y al
mismo tiempo sabían que las habían quebrantado, la buena noticia era que
Dios les podía perdonar, pero a continuación tenían que volver a guardarlas,
porque esto era lo que tenía que hacer un buen cristiano. La gente, entonces,
desembocaba en una especia de puzle, tratando de hacer compatibles a un
mismo tiempo estas dos cosas: cómo hablar de las normas sin socavar la
generosidad y la gracia perdonadora de Dios, y así sucesivamente. Ahora
bien, en general, la gente asumía que parte del asunto de ser cristiano
consistía en conocer cuáles eran las normas y hacer lo posible por guardarlas.

Y efectivamente, en un cierto sentido, esto es, al menos, parte de la verdad.


Casi nadie supone que el comportamiento cristiano, o en este asunto, el
comportamiento humano en general, sea algo que pertenezca en exclusiva y
totalmente a la elección individual sin ningún tipo de orientaciones.
Irónicamente, aquellos que desprecian por lo menos algunas de las antiguas
normas sin excluir las referentes al comportamiento sexual, son los mismos
que muchas veces insisten con más fuerza en algunas normas más nuevas,
por ejemplo, sobre el comportamiento con el planeta y, en general, con la
ecología. Y una parte considerable de la vida depende del reconocimiento
común de las normas básicas, por ejemplo, las que regulan por qué lado de la
carretera se debe circular. No podemos situar la virtud o el carácter
sencillamente contra las normas. Cuando el comandante Sullenberger decidió
súbitamente aterrizar en el río Hudson, lo interesante fue que instintivamente
hizo lo que prescribía el manual, independientemente de que hubiera tenido
tiempo para ir a consultarlo.

A mi juicio, el problema está no en las mismas normas (aunque también en


eso hay problemas), sino en una mentalidad configurada o basada en las
normas: no sobre todo «qué hacer», sino «cómo hacerlo». A mediados del
siglo xx, y después, existió una reacción masiva contra la «obligación», tanto
en Europa occidental como en Norteamérica. Podemos sospechar que, en
parte, surgió como reacción a que a dos generaciones se les había dicho que
su «obligación» era ir y morir en grandes guerras. El resultado ha sido que
mucha gente está olvidando la importancia universal de las normas con su
capacidad de dotamos de un marco concreto, un conjunto de guías sólidas
para miles de aspectos de la vida diaria, habiendo llegado a entender las
mismas normas, simplemente, como un problema que interfiere en el propio
estilo, al imponer arbitrariamente un esquema de comportamiento para una
gente a la que le resulta claramente inapropiado. Esto, por supuesto, es
desagradable en relación con la idea fundamental de norma, pero me parece
que es una reflexión sobre dónde se sitúa actualmente un considerable
número de personas de nuestro mundo, sin olvidar, ni mucho menos, el
mundo cristiano occidental. Lo que habrá que hacer no será simplemente
reafirmar, como hacía Juana en el capítulo anterior, que las normas existen y
que hay que imponerlas a la gente, le guste o no. Debemos buscar un
escenario más amplio, dentro del cual las normas puedan jugar un papel más
apropiado y tengan su parte, aunque en último término sea subordinada. Y
debemos reconocer que, cuando actuamos así, estamos, en términos de la
cultura occidental, haciendo frente a un severo vendaval.

Nos encontramos con problemas similares si hablamos ampliamente, como


hacen muchos hoy día, sobre principios o valores. En realidad, ambas cosas
no son idénticas. Un principio es una afirmación general que dice cómo
deben ser las cosas y de qué normas específicas pueden derivarse; un valor es
un determinado aspecto de la vida humana que es apreciado en sí mismo y
del cual pueden derivarse principios y naturalmente, normas. Mantenemos un
valor, por ejemplo, la santidad de la vida. Actuamos según un principio, por
ejemplo, que uno debe siempre («en principio», como solemos decir)
preservar la vida y no destruirla. Uno obedece una norma: «No matarás».
Pero evidentemente en la vida ordinaria la gente usa frecuentemente estas
palabras de una manera mucho más fluida y casi intercambiable. Y sospecho
que algunos hablan de valores y principios, al menos en parte, porque la
palabra «norma» suena para muchos muy negativamente, como algo
restrictivo, intrusivo e incluso arbitrario. La gente sabe que necesita recuperar
ciertos patrones. Pero, como las normas siempre serán impopulares, por eso
se tratará de convertirlas en principios o valores.

Entonces, ¿podría ayudar pensar en términos de principios o valores


cristianos? No resulta difícil subrayar una serie de temas generales, a partir
de la visión moral del Nuevo Testamento y del primitivo cristianismo: vienen
fácilmente a la mente paz, justicia, libertad, amor y algunos otros. Ahora
bien, ¿qué significan exactamente estas palabras tan grandes y abstractas?
¿Quién las pronuncia? ¿Cómo las podemos aplicar a cuestiones y situaciones
particulares? ¿Resulta posible poner estos temas en relación coherente con
otros aspectos de la Escritura, una vez abstraídos de su lugar bíblico e
histórico? De ser así, ¿con qué base? De no serlo, ¿cuál sería el motivo para
realizar esa abstracción en primer lugar? Los principios y valores pueden
tener su lugar, pero este no puede ser central. Son básicamente Grandes
Normas sujetas a los mismos problemas que las normas pequeñas. Cuando
los políticos claman, como suelen hacer, sobre la necesidad de restaurar los
valores en nuestra sociedad, su proclama suele resultar exasperantemente
vaga. ¿Qué valores? ¿Quién los dicta? ¿Cómo pueden ser restaurados sin
determinar las causas subyacentes que explican por qué, siendo tan
importantes, mucha gente parece ignorarlos? Algunos pueden hablar, incluso,
de «valores cristianos» o «valores judeo-cristianos», aunque estos suelen ser
muy difíciles de articular y no digamos nada de imponer. Y, si uno de
nuestros principios llega a ser «la mayor felicidad del mayor número»,
principio conocido como utilitarismo, que ha sido sumamente popular
durante más o menos doscientos años, terminamos desembocando en todo
tipo de problemas muy interesantes sobre qué sea realmente la felicidad, qué
hacer cuando la gente tenga una idea incorrecta de ella, cómo calcular sus
efectos y cómo vérselas con la minoría que no va a ser feliz con una acción
que se le propone y que está diseñada para aportarle felicidad. Realmente, el
utilitarismo permite una amplia discusión sobre sí mismo, pero lo dicho aquí
puede ser suficiente.

Sin embargo, la dificultad real con las normas no es solo que no las
guardamos excesivamente bien, aunque esto sea verdad. Tampoco lo es que
siempre parezca que existen excepciones perturbadoras: cuando hemos sido
enseñados para decir siempre la verdad, ¿qué le decimos al posible asesino
que pregunta dónde está escondida su pretendida víctima? Y tampoco es el
verdadero problema el hecho de que los sistemas normativos difieran
llamativamente unos de otros: en algunas culturas existe la solemne
obligación de matar a la persona que viola a la propia hija, y en otras, la
solemne obligación es no hacerlo. Ciertamente, existen problemas. Pero el
mayor problema está en otra parte.

El verdadero problema es que las normas siempre parecen ser, y ciertamente


están diseñadas para ser, restrictivas. Pero todos sabemos que algunas de las
cuestiones clave que nos hacen humanos son el ser creativos, celebrar la vida,
la belleza y el amor, y reír. Todo esto es imposible obtenerlo mediante
legislación. Las reglas son importantes, pero no son el centro de todo. Es
posible decirle a la gente que debe obedecer siempre la norma de ser
generosos. Pero, si alguien le hace a uno un regalo exclusivamente porque
está obedeciendo una norma o porque está cumpliendo su obligación, toda la
gracia del espíritu de donación cae, deslizándose entre los dedos. Si las
normas se toman como el punto principal, entonces la cuestión principal y
verdaderamente central parece claro que se pierde. ¿Y qué ocurrió con el
carácter?

Un ejemplo sorprendente de este problema tuvo lugar cuando yo me


encontraba reescribiendo este capítulo. Un servidor del gobierno civil fue
sorprendido mientras enviaba burdos correos electrónicos a un colega,
proponiéndole una serie de juegos sucios para llenar de porquería una
campaña contra dirigentes de la oposición. La respuesta del primer ministro
fue decir que, para prevenir estos sucesos, se pondrían en vigor nuevas
normas, aunque, de hecho, existe ya un código muy estricto sobre estas cosas,
código que el funcionario en cuestión había transgredido flagrantemente. En
contraste, el líder de la oposición sugirió que lo que se necesitaba era un
cambio de cultura. Ahora bien, lo que no dijo fue cómo podría darse este.

Otro ejemplo de más atrás. Todavía me encuentro de vez en cuando al


hombre que era director de mi escuela, cuando yo era adolescente. Una vez
me dijo que nada más comenzar su gestión como director, a mitad de los años
cincuenta, uno de los administradores de la escuela se le presentó con un
desafío. El anterior director -le dijo- había escrito una nueva norma escolar en
el libro de reglas de cada día. ¿Por qué el nuevo director no iba a mantener
esta tradición? ¿Es que no se iba a ocupar del comportamiento de la gente?
Su respuesta, para salir del paso de momento, fue pensar rápidamente e
inventar una nueva norma: «Ningún alumno puede en ninguna
circunstancia...». etc. Pero fue la última vez que lo hizo. Por supuesto, había
normas y tenían importancia. Pero lo que resultaba todavía más importante
era desarrollar el carácter de los pupilos, de forma que se pudieran comportar
con buen sentido y buen juicio en las numerosas áreas que no estaban
cubiertas por las normas oficiales.

El problema de las morales o las éticas forma parte, de hecho, de la cuestión


mucho más amplia de para qué están los hombres aquí. Diseñar una
respuesta en términos de normas, cualquiera que sean, implica siempre que la
vida humana es, en alguna medida, algo así como una preparación continua
para un examen con grandes reconocimientos, con títulos o grados con los
que ser premiados, que pueden facilitar la obtención de un buen trabajo, o un
programa de postgrado o cualquier otra situación que uno ansíe. Ahora bien,
¿es realmente la vida humana una especie de programa continuo de
valoración educativa? ¿Es exactamente una cuestión de «mantenerse en
tensión», guardando unas normas, la mayoría de las veces negativas? ¿O
están las normas ahí como signos, apuntando hacia una meta más amplia y
advirtiéndonos de que existen caminos por los que nos podemos desviar o
podemos perder esa meta más amplia? Ahora bien, si este es el caso, ¿cuál es
ese objetivo tan amplio y cómo podemos encontrarlo? ¿Y qué decir de la
cuestión que nos acompaña constantemente en la discusión cristiana, a saber,
cómo el comportamiento humano en su conjunto se ha de relacionar con la
victoriosa gracia de Dios?

Este es el meollo al que el relato del joven rico y otras escenas del capítulo 10
del evangelio de Marcos parecen apuntar. No: lo importante no es
simplemente mantener un conjunto de normas; lo importante es el carácter.
No ciertamente cualquier forma ancestral de carácter, sino un tipo
determinado: el que Jesús proponía y modelaba, el carácter que implica
paciencia, humildad y, sobre todo, un amor generoso y entregado. Y el
mensaje de Marcos en este punto parece ser que no se obtiene este carácter
simplemente ensayando. Se obtiene siguiendo a Jesús.

Las normas son importantes, sin duda, pero lo es más todavía el carácter, que,
además, brinda un marco en el que las normas, cuando son apropiadas,
pueden tener su propio efecto. Ahora bien, esta no es en modo alguno la
forma en que la gente ha entendido a Jesús y el mensaje cristiano en los dos
últimos siglos.

Si se pregunta a la mayoría de los occidentales, incluyendo también a los


cristianos, qué posición mantuvo Jesús a propósito del comportamiento
humano, probablemente serían incapaces de decir algo sobre el sutil
equilibrio entre carácter y normas. Probablemente sí dirían que Jesús se
opuso a los fariseos legalistas, que trataban de imponer su moral a los demás.
Ahora bien, cuando la gente dice esto, no tiende a pensar que así también les
urgió a desarrollar el carácter como alternativa, sino más bien que Jesús
ofreció una especie de libertad radical. La posición de Felipe en nuestro
capítulo anterior es la misma que mantienen muchos cristianos occidentales
de hoy: Jesús aceptaba a las gentes como eran y les urgía a descubrir su
verdadera identidad y a ser auténticos con esta esencia. Él apremiaba a la
gente a echar las viejas normas al cubo de la basura y a aceptar el desafío de
vivir espontánea y auténticamente en la libertad de espíritu más que en la
esclavitud de la letra. Este punto de vista está tan enraizado en muchas partes
del mundo occidental en general, y de la Iglesia de occidente en particular,
que es suficiente aludir a ello para que inmediatamente salga a la luz una
forma global de ver el mundo, que muchos instintivamente consideran que es
correcta sin necesidad de mayor argumentación.

Este punto de vista es tan importante, que debemos abordarlo con mayor
detalle. Si, como creo, el Nuevo Testamento nos ofrece el camino de la
virtud, necesitamos ver con mayor claridad cuál es para muchos hoy día su
principal rival. Como muchos rivales, se trata realmente de una parodia, una
caricatura de la auténtica situación.

Tres de los mayores movimientos configuradores de la opinión en los dos


últimos siglos del pensamiento y la cultura occidentales han llevado a la
gente a marginar la posibilidad o conveniencia de la virtud en términos
generales. La mayoría, probablemente, no es consciente de estos
movimientos como fuerzas históricas o culturales, sino que simplemente
extraen de nuestra cultura actual -la cultura que han configurado esos
movimientos- un sentido general que Jesús y sus primeros seguidores
habrían, en realidad, desafiado o combatido.

¿Cuáles fueron esos tres movimientos? Una respuesta breve y a grandes


rasgos será suficiente. Para nosotros, la importancia radica más en el efecto
que tienen sobre la imaginación popular de hoy, que en los detalles de su
procedencia.

1. El movimiento romántico en el siglo XIX reaccionó contra lo que


se percibía como formalismo frío y racional: «Aquí tenemos tres
normas; guárdalas; esta es tu obligación; no preguntes más». Los
románticos subrayaban la importancia del sentimiento interior y de
las acciones que se derivaban de él. Como ha expresado
recientemente un escritor, ellos preconizaban «lo espontáneo, lo
no restrictivo, lo subjetivo, lo imaginativo y emocional, y lo
inspirado y heroico», más que el hecho de tener una serie de cosas
8
impuestas por algún otro o por un sistema filosófico o político .
«¡No nos den sistemas; ofrézcanos vida, amor y calor para el
alma!».

2. El movimiento existencialista, a comienzos del siglo xx, subrayó


la noción de autenticidad. Vivir «auténticamente» -decían los
existencialistas- es tomar la peligrosa y difícil decisión de rechazar
estructuras y sistemas que constriñen e impiden nuestra libertad
humana, y vivir de acuerdo con la verdad de nuestro ser interior.
Este es el camino para lograr cualquier forma de plenitud, de
perfección humana.

3. Como una versión, podríamos decir, de joven pero poderoso


romanticismo y existencialismo combinados, el movimiento
emocionalista insistía en que todo discurso moral puede reducirse,
en cualquier caso, a afirmaciones sobre lo que gusta y disgusta.
«Matar es malo» significa, sencillamente, «No me gusta el
crimen». «Entregarse a la caridad es bueno» significa «Me gusta la
gente entregada a la caridad». Desde este punto de vista, seguir
unas normas morales y seguir las propias inclinaciones de uno
vienen a ser cosas equivalentes. Frecuentemente, en nuestros días,
gente que discute opciones morales, dirá que tal persona
«prefiere» la Opción A o que tal otra «aplaude» la Opción B,
como si las opciones morales fueran cuestión de preferencia o
gusto personal. Algunas veces esos mismos hablan de «actitudes
morales», como si lo que una determinada persona crea sobre lo
correcto o incorrecto de determinadas acciones fuera simplemente
una actitud, un prejuicio innato en el que no se tuviera por qué
tomar la molestia de pensar.

Se escoja el que se escoja de los tres -y en la cultura popular, romanticismo,


existencialismo y emocionalismo tienden a imbricarse en un mundo confuso
de impresiones y retórica- todos ellos llegan a una misma posición general,
que hoy muchos asumen sin mayor inconveniente: que es, aproximadamente,
lo que el mismo Jesús enseñó y lo que cualquier cristiano consciente debe
asumir. «Sé tú mismo; no permitas que ningún otro te dicte el
comportamiento; no permitas que los sistemas o fobias de la gente repriman
tu estilo; sé honesto con tus propios sentimientos y deseos. Mantente en
contacto con aquellas partes de ti mismo que has ocultado (o reprimido);
hazte amigo de ellas, y sé sincero con ellas. Cualquier otra cosa terminará
disminuyendo tu verdadero único y maravilloso yo».

Esta forma de pensamiento se ha convertido en algo plenamente aceptado en


muchas partes de nuestro mundo, sin excluir a muchas partes de muchas
Iglesias. No pocos la confunden con el Evangelio, suponiendo que el rechazo
romántico y existencialista de las normas es lo mismo que la doctrina de
Pablo sobre la justificación por la fe al margen de las obras de la ley, o lo
mismo que defendía Jesús cuando se enfrentaba a las ataduras legales de los
fariseos.

Shakespeare expresó todo esto en una clásica frase, que puso en boca de
Polonius, un hombre que nos enseña a mirar como un poco superficial y
pomposo (para ser más precisos, «un loco canalla parloteo»):

Y sobre todo, sé sincero contigo mismo,


que a esto seguirá -como el día a la noche-
9
el que seas sincero con todos los demás .

Hmmm. Realmente, si uno es honesto consigo mismo, sin duda será


consciente de muchos motivos ocultos que existen en su interior y que otras
personas podrían ignorar, y así será capaz de hacer mejores opciones, tanto
morales como de otro tipo. Ahora bien, ¿hay que suponer que el yo con el
que se es honesto es ese que quiere engañar a todo aquel con quien se
encuentre, incluidos amigos y familiares, al precio que sea? En los escándalos
monetarios esto salió a la luz en la reciente quiebra financiera. Algunos de los
que aparecieron como defraudadores, habían sido absolutamente honestos
consigo mismos y absolutamente falsos con todos los demás.

-Bien -se podría decir-, los banqueros defraudadores realmente no estaban


siendo honestos consigo mismos, porque debían haberlo sabido todo,
mientras lo estaban haciendo mal.

A esto replico que parte del problema que existe con nuestro mundo
moderno, o posmoderno, es exactamente que el imperativo de maximizar el
propio balance bancario se ha convertido para muchos en el máximo y más
profundo nivel de verdad que pueden imaginar. Una vez que se anulan o
marginan las más antiguas -y aparentemente menos tangibles-nociones de
moralidad, ¿qué otra cosa se está dejando en pie?

Me he topado con un ejemplo perfecto de esta filosofía popular sobre el ser


honesto consigo mismo, al día siguiente de dar una conferencia sobre el tema
de este libro el mes de febrero del año 2009. Dando un vistazo a una tienda
de viejo en Laguna Beach, en California, descubrí un pequeño anuncio de
broma que decía:

Hay momentos en que pienso que actúo por principio,


pero la mayoría de las veces hago lo que me gusta.
Pero esto es también un principio.

«Hacer lo que gusta»: sería fácil caricaturizar esto, considerándolo una típica
actitud californiana, pero hacerlo significaría ignorar el hecho de que una
amplia extensión de la vida del occidente contemporáneo ha actuado,
precisamente, apoyándose en este «principio» y ha resistido fuertemente en
nombre de la «libertad» cualquier intento de cuestionarlo o amenazarlo.
Trasladándonos de la cultura popular californiana al agudo análisis de una de
las mayores cabezas del siglo XX, fijémonos en lo que dice Arthur M.
Schlesinger jr, escribiendo sobre el impacto que había producido en él y en su
generación el teólogo Reinhold Niebuhr, y reflexionando sobre la influencia
ejercida por Niebuhr en los años sesenta:

El énfasis [de Niebuhr] en el pecado sobresaltó a mi generación.


Se nos llevó a creer en la inocencia y la virtud humana. La
perfectibilidad del hombre era menos una ilusión liberal que una
convicción de toda América ... Sin embargo, dentro de nuestro
sistema, nada nos preparaba para Hitler y Stalin, para los campos
de exterminio y los gulags...
La influencia [de Niebuhr] disminuyó, hasta cierto punto, en los
años sesenta. El joven rebelde de aquellos delirantes años, con su
inocente confianza en la pura bondad de los impulsos
espontáneos y en la instantánea solución de problemas
10
complejos, no sintonizaba con Niebuhr .
«Inocente confianza en la pura bondad de los impulsos espontáneos»: esto
resume perfectamente la mentalidad que se ha apoderado y sigue
apoderándose de muchos en el mundo occidental. Podríamos señalar que la
palabra «virtud», en la segunda línea de esta cita, apenas significa lo que
significó en la tradición clásica. El meollo del agudo análisis de Schlesinger
era que en la América de su juventud -y de nuevo en los años sesenta- parecía
no haber necesidad de virtud entendida como una segunda naturaleza ganada
a pulso: «hacer lo que resulta natural» era algo suficientemente correcto.
Ciertamente, el rechazo a obedecer lo que resulta natural, los impulsos
espontáneos, cuya pura bondad podía ser confiadamente asumida, ha sido
frecuentemente juzgado como incorrecto, peligroso y dañino para la propia
salud y el propio bienestar. La idea de una meta, de un objetivo último, que
nos convoca a un duro camino de autonegación; en otras palabras, la idea a la
que se refería Jesús de Nazaret cuando decía a la gente que cogiera su cruz
para seguirle, ha sido tranquilamente quitada de en medio no solo de la vida
del occidente secular sino también, llamativamente, de un buen número de
discursos cristianos.

En un nivel menos obvio pero tal vez todavía más insidioso, todo esto se une
a ese elemento que aparece tanto en las culturas antiguas como modernas, al
que generalmente se denomina «gnosis» o «gnosticismo». Este implica la
idea de que existe una chispa de luz escondida en lo más profundo de cada
uno de nosotros, o al menos, de algunos de nosotros. Esta chispa escondida
(se supone) está frecuentemente profundamente enterrada bajo las capas de
los condicionamientos sociales y culturales, e incluso de aquellas capas que
todos nosotros asumimos que constituyen «lo que realmente somos».

Una vez se ha revelado esta chispa, sin embargo, toma la precedencia sobre
cualquier otra cosa, superando cualquier norma, cualquier cálculo de
felicidad, y ciertamente, cualquier virtud clásica o de otro tipo. Sea lo que
fuere lo que encontremos en lo más profundo de nosotros mismos, tiene
necesariamente que ser correcto. Mi corazón me dice cómo es y yo debo ir
con mi corazón. Esta es la «luz que guía», situada en el centro profundo de
mi verdadero yo. Y a mucha gente hoy día se le ha enseñado, y ha creído
seriamente, que esto es lo que Jesús de Nazaret vino a modelar y a enseñar.
Este es el mensaje no solo de El Código da Vinci y de otros muchos relatos
populares, sino también de muchos escritores y autores mucho más serios.
Es, después de todo, el mensaje que mucha gente quiere constantemente oír.

En su versión corporativa, esta clase de filosofía ha dominado gran parte de


nuestro mundo, no por casualidad la gran revolución intelectual cultural de la
segunda mitad del siglo XVIII se autodenominó «Ilustración». Europa
occidental y Norteamérica «descubrieron quiénes eran realmente». Eran una
raza aparte, poseedora de un nuevo conocimiento y de nuevos instrumentos y
técnicas, que no solo podían expresarse en términos de conquista de todos
aquellos menos «ilustrados», sino que positivamente exigía ser explotado de
esta manera.

Este es un tema para otra ocasión (aunque, significativamente, es lo que


Arthur Schlesinger viene a decir inmediatamente después del pasaje que he
citado más arriba). Pero en su versión individual, el gnosticismo de los dos
últimos siglos ha imbuido profundamente en nuestras imaginaciones la
presunción -iba a decir «el pensamiento», pero sospecho que la mayoría de la
gente no lo piensa, sino que simplemente lo asume- de que «ser honesto con
uno mismo» es el cometido central humano, (incluso) el imperativo
«religioso» central, el objetivo central y la tarea de cada ser humano: el santo
grial del desarrollo personal. Esta es, sencillamente, la visión que millones de
personas tienen hoy día de sí mismas y del mundo.

Abundan los ejemplos que apoyan esta tesis. El poeta John Betjeman tuvo la
desgracia de tener un padre que llevaba adelante una exitosa empresa familiar
y que esperaba que su hijo continuara con ella. O tal vez deberíamos decir
que el viejo señor Betjeman tuvo la desgracia de tener un hijo que supo, por
sus propios huesos, que no tenía madera de empresario y que lo que
realmente quería era escribir poesía. Afortunadamente, el joven, al pasar el
tiempo fue «honesto consigo mismo», por lo menos en esta cuestión. Sin
embargo, y por desgracia, como indican sus cándidas autorreflexiones,
cuando accedió a su vida privada, el yo con el que trataba de ser honesto
estaba profundamente confuso. Siguió sus diversos caprichos y,
consecuentemente, produjo una notable cantidad de estragos morales y
humanos. En apretada síntesis, este es el problema del romanticismo, del
emocionalismo y del neognosticismo.

Como quiera que los seres humanos somos criaturas profundamente


misteriosas, nada de esto debería sorprendernos. La antigua máxima griega:
«Conócete a ti mismo» es un magnífico consejo hoy, igual que lo fue
siempre. Ahora bien, la cuestión de qué hacer con este conocimiento una vez
que se ha adquirido, resulta mucho más difícil. ¿Qué ocurre si el yo que
descubro a través de las más profundas introspecciones de que soy capaz, es
un yo que apetece matar, o robar o abusar de los niños? ¿Cómo podemos
decir cuál de nuestras ocultas profundidades debe ser reconocida para quedar
entonces neutralizada, o (de ser posible) erradicada, y cuáles de ellas deben
sacarse a la luz, celebrarse y llevarse a la práctica? El hecho de que estén
profundamente dentro de nosotros, no nos aporta por sí mismo ninguna
respuesta.

Finalmente, las cosas resultan todavía más confusas, si afrontamos otra


noción altamente contestada: la llamada a la «libertad». Afirmar, como hacen
muchos hoy día: «Ciertamente estamos destinados a la libertad», queriendo
decir: «Ciertamente no vas a decir que no puedo hacer lo que quiero», es,
sencillamente, una petición de principio. No es más que afirmar que mi
libertad termina donde comienza la del otro. Es decir, que todo lo que
cualquiera de nosotros hace, crea nuevas situaciones que pueden convertirse
en importantes cortapisas para la libertad en todas las direcciones. Si
realmente yo te doy a ti un puñetazo, ninguno de los dos somos libres
después para ser lo que de otra forma podríamos haber sido el uno para el
otro (y, tal vez también, con los demás). Si los cuatro músicos que forman un
cuarteto no obedecen escrupulosamente las reglas para medir los tiempos
musicales y mantener el ritmo correcto, ninguno de ellos será libre para
interpretar la música.

Todo esto significa que la masiva presunción que existe en nuestra cultura a
favor de la autenticidad o espontaneidad -«libertad» en este sentido-,
sencillamente no funcionará como una proposición moral seria. (O, en este
tema, como una propuesta seria que ayude a decidir correctamente entre
diversas posibilidades de actuación, sobre las que no parece .gravitar ningún
asunto moral inmediato). «Mide una vez, corta dos», así comienza la vieja
norma que aprendí en una lección de carpintería, la cual concluía: «Mide dos
veces, corta una. No des por supuesto que las primeras impresiones e
inclinaciones son correctas. No temas lo que se presenta como natural, pero
somételo a idéntico escrutinio crítico que a cualquier otra cosa o a lo
realizado por cualquier otra persona».
En concreto, nombremos y ridiculicemos como totalmente inadecuada, la
idea de que, si algo se hace espontáneamente, merece una validación
automática, mientras que si algo se hace obedeciendo órdenes, o tras
cuidadosa reflexión o a pesar de enormes presiones de diverso tipo para hacer
otra cosa, es algo menos valioso o incluso «hipócrita», por no haber sido
realizado realmente «siendo honesto con uno mismo». Esta es, sencillamente,
la antigua falacia romántica, la idea de que la genuina inspiración artística no
requiere sudor, tomando prestada a veces un poco de energía del rechazo de
Martín Lutero de lo que él consideró como hipocresía medieval. El noventa y
nueve por ciento de los artistas -músicos, escritores, bailarines, pintores, etc.-
nos contarán una historia totalmente distinta. La mayor parte del arte exige
masivamente un trabajo muy duro; lo mismo ocurre con la vida moral. Las
improvisaciones, por brillantes que sean, son siempre la excepción que
confirma la regla.

Y aún más. Hay algo en relación con la espontaneidad y la autenticidad, en


relación con la línea de ajuste o desajuste entre la persona y sus acciones, que
requiere algún tipo de asentimiento, pero eso sí, cuando y solo cuando las
acciones son consideradas en otros campos como correctas. Indudablemente,
existe una «corrección», una «autenticidad» en el recuento de monedas del
avaro o en el mariposear del seductor en serie, pero a nadie en sus cabales se
le ocurrirá decir:

-Muy bien, muy bien, todo es correcto.

Parte del problema, a propósito de la autenticidad, es que las virtudes no son


las únicas cosas que forman los hábitos: cuanto más se comporta alguien de
una forma dañina para sí o para los demás, tanto más natural resultará no solo
parecerlo, sino también serlo. La espontaneidad abandonada a sí misma
puede comenzar por excusar un mal comportamiento y terminar
congratulándose con el vicio.

De hecho, uno de los principales objetivos de este libro es mostrar que esta
adecuación entre la persona y la acción, esta autenticidad, es exactamente lo
que se logra a través de la segunda naturaleza de la virtud, y en ese punto el
problema que acabo de mencionar queda solventado desde el principio. Las
éticas románticas, o el existencialismo que insiste en la autenticidad, o (en
este sentido) la libertad como única señal de una genuina humanidad o la
versión popular de todo esto, a la que he aludido más arriba, intenta obtener
de antemano y sin pagar el verdadero precio lo que la virtud ofrece como
final del camino y al precio de un genuino pensamiento, decisión y esfuerzo
moral. Esto es a lo que yo me refería al decir que el culto de la autenticidad o
de la espontaneidad era una parodia, una caricatura de lo que la virtud es
capaz de producir cuando despliega toda su efectividad.

«Ser honesto consigo mismo», entonces, es algo importante, pero no es lo


principal. Si uno lo toma como modelo o como punto de partida, quedará
tristemente decepcionado. Frente a todos estos modelos que sospecho han
condicionado de diversas formas el pensamiento y la conducta de muchos de
mis lectores, necesitamos urgentemente captar de nuevo la visión que ofrece
el Nuevo Testamento, cuando habla de una vida humana auténticamente
«buena» como una vida de un carácter formado por el futuro prometido de
Dios, como una vida con ese carácter marcado por el futuro, vivido dentro de
la historia en marcha del pueblo de Dios, ofreciendo así una noción
nuevamente trabajada de virtud. Esto es lo que necesitamos, si queremos
responder a nuestra pregunta: después de creer, ¿qué?

Hay otro problema relacionado con una recaptación o recuperación de la


noción de virtud y con el desarrollo de la fuerza del carácter dentro de un
modelo cristiano. Me he referido a ello hace un momento. Básicamente, la
idea global de virtud ha estado radicalmente fuera de moda en gran parte del
occidente cristiano a partir de la Reforma del siglo XVI.

De hecho, la simple mención de la virtud pondrá a muchos cristianos en


estado de alarma. Se les ha enseñado, bastante correctamente, que no somos
justificados por nuestras obras sino solamente por la fe. Saben que carecen de
poder para realizarse plenamente en consonancia con cualquier código moral,
todo lo alto y sublime que se quiera. En muchos casos lo han intentado, pero
no ha funcionado. Les ha dejado simplemente con un sentimiento de culpa.
(En otros casos, lo han encontrado excesivamente duro y sencillamente no
han realizado el esfuerzo). Entonces han descubierto que Dios les acepta tal
como son: «Dios nos ha mostrado su amor haciendo morir a Cristo, cuando
aún éramos pecadores», escribe san Pablo (Rm 5,8). ¡Uf! Entonces, ¿por qué
molestarse con toda esta moralidad? ¿No podemos, simplemente, dejar a un
lado la virtud, los mandamientos y todo lo demás, y disfrutar sin más el amor
del Dios que acepta y perdona?

De modo que la pregunta que podría plantear la tradición cristiana,


particularmente la tradición protestante occidental, contra todo este asunto
sería esta: ¿acaso no estamos silbando al viento con todo este discurso sobre
la virtud? Sí, tal vez, los pilotos aéreos y otras gentes necesiten practicar sus
instrumentos y aprender a mantener la cabeza fría, pero ¿acaso tiene algún
significado, más allá de lo puramente pragmático, el que determinadas tareas
exijan que algunos tengan que desarrollar ciertas habilidades? ¿Es esto
realmente relevante, en cualquier aspecto, para un asunto tan serio como es el
vivir como Dios quiere que vivamos? ¿Puede realmente enseñarnos algo
sobre la moral o la ética cristiana? Si incluso los diez mandamientos dados
por Dios se demuestran imposibles de guardar, ¿por qué tendría que ser la
cosa diferente con las virtudes, supuestamente formadoras del carácter? Y si
todo consiste en desarrollar el carácter mediante una práctica lenta y a largo
plazo, ¿no quiere eso decir que para la mayoría de la gente de nuestro tiempo
estaremos actuando hipócritamente, haciendo teatro, pretendiendo ser
virtuosos, cuando realmente no lo somos? ¿Y no es este tipo de hipocresía lo
que verdaderamente se opone a una genuina vida cristiana?

De hecho, esto es, más o menos, lo que declaró Martín Lutero, burlándose de
la larga tradición medieval sobre la virtud. Los debates sobre todo ello, igual
que sobre algunos otros de sus llamativos rechazos de la primitiva teología,
prendieron en la cultura popular y este concretamente emerge llamativamente
en Hamlet, la obra de Shakespeare a la que hemos aludido en otro contexto.

Hamlet estudió en Wittenberg, la universidad de Lutero, y volvió a su casa de


Dinamarca. Allí encontró -a contrapelo de lo que sin duda se le había
enseñado- que su difunto padre no yacía tranquilamente en su tumba, sino
que estaba profundamente desasosegado, y que él, Hamlet, debía poner las
cosas en su sitio. Su madre, la reina, se había puesto de acuerdo con su tío
para matar a su padre, de modo que aquel pudiera hacerse tanto con el trono
como con la reina a un mismo tiempo. La acusación de Hamlet contra su
madre en el acto 111, escena 4 es sutil: implica que ella había decidido no
preocuparse de la virtud, sino tratarla claramente como una mera hipocresía,
para poder, de esta manera, unirse a la corriente de lo que sucede
naturalmente, lo que ella lleva haciendo todo el tiempo en que comparte el
lecho del usurpador. «Tu actuación -declara Hamlet-llama a la virtud
hipócrita»; en otras palabras, ella está usando la carga de Lutero contra
«revestirse» de una virtud que no se posee, como excusa para hacer lo que
quería. En vez de ello -dice él- ella debería ahora intentar «asumir una virtud,
si no la tiene»: debería resistir las nuevas insinuaciones del rey y, con el
tiempo, el hábito de actuar de esta manera lo haría más fácil. «Revestirse de»
es apropiado, «apto», en el inglés que refleja la palabra habitual latina para
«conveniente, adecuado». La costumbre -la práctica establecida, el hábito
aprendido- puede ser utilizada para conseguir un buen efecto. Así es como
funciona:

Que, para realizar acciones justas y buenas,


él igualmente proporciona un traje de librea,
del cual se reviste.

«Revestirse de» está muy bien. No es hipocresía, afirma Hamlet. Así es como
la virtud llega a ser ella misma:

Estribillo esta noche:


Y esto procurará una cierta facilidad
para la siguiente abstinencia; la siguiente, más fácil;
para su uso casi se puede cambiar el sello de la naturaleza,
y o bien reducir al diablo o expulsarlo
con admirable poderío.

La alternativa es dejar que la «costumbre» -esto es, la fuerza del


comportamiento habitual que crea una huella en nuestras mentes y en la
estructura de nuestras conductas» nos dicte, de este modo, que no podemos
ver un sentido. En vez de ello, tal costumbre o uso debe volverse hacia un
buen efecto, ayudándonos a revestir las virtudes que no se ponen en marcha
naturalmente, pero que sí lo harán con el tiempo. Es digno de notarse -dice
él- lo que puede lograrse por estos medios. Así pues, Hamlet rechaza con
toda firmeza la propuesta de Lutero. Shakespeare, a través de él, está
emitiendo una señal en el largo y complejo debate entre los que piensan que
la virtud puede insertarse en la enseñanza cristiana, y los que la ven como una
idea pagana, que los cristianos deberían rechazar.
Este debate implica el complejo y masivo pensamiento de algunos de los
mayores pensadores cristianos, notablemente Agustín en el siglo v y Tomás
de Aquino en el XIII. Ellos, y muchos pensadores menores, merodean en
torno a los presupuestos de todas estas discusiones. Pero algo que rara vez
aparece en estos debates es la pregunta por el Nuevo Testamento mismo.
¿Existe algún sentido en el que seguir a Jesús y obedecer su llamada a
«buscar ante todo el reino de Dios» (Mt 6,33) pudiera aproximarse al perfil
de la virtud? O, ¿cómo podría la virtud adecuarse a lo que san Pablo llama
«el evangelio de la gracia de Dios» (Hch 20,24)? ¿No resulta significativo
que el propio Pablo, que conocía suficientemente bien la cultura y la filosofía
de su tiempo, no use nunca la palabra areté, término estándar para «virtud»?
Ahora bien, ¿no es también significativo que en los puntos clave subraye él la
importancia de un cuidadoso cultivo y desarrollo del carácter cristiano?

En el caso de que pudiera haber alguna duda, seamos claros antes de


aproximarnos a este tipo de preguntas. Cuando San Pablo dice que «si la
salvación se alcanza por la Ley, entonces Cristo habría muerto en vano» (Gál
2,21), está sentando un principio fundante. Sea cual sea el lenguaje o la
terminología que usemos para hablar del gran don que el único y verdadero
Dios ha dado a su pueblo en y a través de Jesucristo («salvación», «vida
eterna», etc.), sigue siendo exactamente un don. Nunca es algo que nosotros
podamos ganarnos. Jamás podemos poner a Dios en deuda con nosotros;
nosotros siempre permanecemos suyos. Todo lo que voy a decir sobre la vida
moral, sobre el esfuerzo moral, sobre la configuración consciente de nuestros
modelos de conducta, se mueve, simple y únicamente, dentro del marco de la
gracia: la gracia que se personificó en Jesús y en su muerte y resurrección; la
gracia que está activa en la predicación llena de Espíritu del Evangelio; la
gracia que sigue estando activa, gracias al Espíritu, en las vidas de los
creyentes. No se trata simplemente de que Dios realice algo del trabajo de
nuestra salvación y nosotros tenemos que hacer el resto. No es que nosotros
comenzamos siendo justificados por la gracia a través de la fe y después
tenemos que ir a trabajar totalmente por nosotros mismos para completar la
obra, luchando sin ayuda para vivir una vida santa.

Es más, si intentamos poner a Dios en deuda con nosotros, tratando de hacer


por nosotros mismos «cosas suficientemente buenas en su favor» (signifique
esto lo que signifique), estamos condenados a hacer las cosas mal. Una de las
horribles verdades de las que somos plenamente conscientes en nuestro día a
día, es que algunas de las acciones más repugnantes, más crueles y brutales
son realizadas por la gente en nombre de la «religión». Con frecuencia, este
hecho, que se convierte claramente en una excusa para la violencia cuyas
verdaderas causas y motivaciones están en otra parte, no hace sino probar mi
afirmación. En efecto, decir: «Y por supuesto, Dios está de mi parte»
significa que toda posterior restricción moral es innecesaria. E incluso si
nadie más está implicado, alguien que intenta con determinación mostrar a
Dios lo bueno que es, termina siendo inevitablemente un insufrible mojigato.
Todos nosotros preferimos vivir con gente que sabe perfectamente bien que
no ha sido suficientemente buena para Dios, pero que está humildemente
agradecida por el amor incondicional que Dios les ha mostrado, y no con
personas convencidas de que han actuado según el criterio de Dios y pueden
mirar al resto por encima del hombro desde una total superioridad moral.

La doctrina de la justificación por la fe va mucho más allá de todo esto, pero


no es menos. La intuición radical de san Pablo sobre lo que significa ser
humano y sobre lo que significa que el amor abrumador de Dios haya tomado
posesión de uno, corresponde de manera bastante obvia a lo que mucha gente
sabe sobre lo que convierte a cada uno en más o menos tratable. Y el hecho
de ser tratable, aunque, por supuesto, contiene un elemento claramente
subjetivo, no es una mala regla general para lo que puede significar ser
verdaderamente humano.

Igualmente, san Pablo y los demás escritores del naciente cristianismo tenían
perfectamente claro que, aunque los seres humanos no pueden por sí mismos
estar a la altura de Dios, ni pueden tampoco por sí mismos guardar las
exigencias morales de Dios con sus propias fuerzas, ello no significa que
puedan encogerse de hombros y desentenderse del combate moral. Una de las
más llamativas preguntas de Pablo, respondida por su famoso «¡De ninguna
manera!», desemboca precisamente en este punto en su carta a los cristianos
de Roma (6,1-2). Después de haber expuesto brillantemente y en detalle la
conmovedora verdad de que el amor de Dios se ha derramado en Jesucristo y
nos ha traído redención, justificación, reconciliación, salvación y paz (Rm
3,21-5,21), afronta la cuestión que ha de interpelar a mucha gente en el
mundo de hoy: muy bien, si Dios nos ama tanto, aunque no hayamos hecho
nada para servirle, ¿no deberemos permanecer en este estado de total
inmerecimiento, de modo que Dios siga amándonos así? O, en su lenguaje
cortante y en cierta medida técnico, «¿permaneceremos en el pecado, para
que pueda abundar la gracia?». Si Dios quiere librar al pueblo del barro y de
la suciedad en la que está revolcándose, ¿no sería una buena idea permanecer
embarrados, para que Dios nos ame mucho más?

Cuando Pablo contesta: «¡De ninguna manera!», no está siendo ilógico. La


lógica de la gracia de Dios va por un camino mucho más profundo de lo que
la pregunta imagina. Y dentro de esta lógica encontramos que renace la
noción de virtud y lo hace como medio mediante el que podemos obedecer a
la llamada al seguimiento de Jesús. Otra ilustración lo pondrá de relieve.
Conozco a un director de coro que asumió la dirección del coro de la iglesia
de un pueblo que había estado durante años descuidado. Habían luchado
valientemente para cantar los himnos, para poner a la asamblea un poco a
tono, intentando, en algunas ocasiones especiales, la interpretación de una
antífona sencilla. Pero francamente los resultados no fueron precisamente
impresionantes. Cuando la asamblea daba las gracias a los cantores, se trataba
más de una manifestación de simpatía por su aparentemente duro trabajo, que
por cualquier aprecio de un sonido genuinamente musical. Sin embargo, por
más que practicaban, no parecían mejorar especialmente; probablemente, lo
único que estaban haciendo era simplemente reforzar sus malos hábitos. De
modo que, cuando llegó el nuevo director del coro y se hizo cargo de él,
buscar amablemente qué debían y no debían hacer, fue, en algún sentido, un
acto de gracia. Él no les dijo que eran basura ni les gritó para que cantaran
con afinación. Esto no hubiera aportado ningún bien. Habría sido,
sencillamente, deprimente. Les aceptó como eran y empezó a trabajar con
ellos. Pero la razón de hacerlo así, no era para que pudieran seguir como
antes, si bien ahora con alguien delante de ellos agitando los brazos. El
objetivo de aceptarlos como eran, era que ellos pudieran... aprender realmente
a cantar. Y ahora llamativamente sí pueden hacerlo. Un amigo mío que fue a
esta iglesia hace unas semanas, dijo que el coro había sido transformado. La
misma gente y un nuevo sonido. Ahora, al practicar, saben qué es lo que
están haciendo y así pueden aprender cómo sonar mejor.

Esta es una imagen de cómo actúa la gracia de Dios. Dios nos ama como
somos, como nos encuentra, que es (más o menos) sucios, embarrados y
cantando sin afinar. Incluso cuando hemos intentado ser buenos,
frecuentemente no hemos hecho otra cosa que empeorar las cosas, añadiendo
orgullo a nuestros otros fallos. Y la inacabable admiración en el corazón de
una genuina vida cristiana es que Dios ha venido a encontrarse con nosotros
exactamente ahí, en nuestra confusión de orgullo y miedo, de barro y
suciedad, y de manifiesta rebelión y pecado.

Este es el meollo del Evangelio cristiano: la buena noticia.

Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para todo
el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.

Este resumen, que se encuentra en uno de los más famosos versículos del
Nuevo Testamento (Jn 3,16), dice todo esto. El amor de Dios llega hasta
nosotros allí donde estemos a través de Jesucristo, y todo lo que tenemos que
hacer es aceptarlo. Pero cuando lo aceptamos -cuando acogemos al nuevo
director del coro en nuestro descuidado y desafinado canto moral-
encontramos un nuevo deseo de interpretar la música mejor, de comprender
de qué trata, de sentir las armonías, el dibujo de la melodía, de dominar
correctamente la respiración y la emisión de la voz ... y paso a paso cantar a
tono.

Aparte de nuestro deseo de llegar a ser mejores músicos, empezamos a


practicar y aprender los hábitos de cómo cantar; a adquirir el carácter no
solo de unos buenos cantores individuales sino de un buen coro y, de este
modo, podemos ocupar nuestro puesto dentro de la historia en marcha de la
música, específicamente de la música de Iglesia, esa tradición que se remonta
a Bach, Haendel y más allá. Esta es la secuencia: la gracia, que nos encuentra
allí donde estamos, pero que no se contenta con dejarnos en ese punto, a la
cual sigue una dirección y guía que nos permite adquirir los hábitos correctos
que reemplacen a los equivocados.

Ahora bien, ¿cómo funciona esto en términos de vida cristiana? ¿Cómo tiene
lugar la transformación moral? ¿Significa que simplemente se nos dan los
diez mandamientos -y tal vez otros muchos también- y se nos dice que nos
apañemos con todo ello? ¿Qué decir del trío fe, esperanza, y caridad del
Nuevo Testamento? ¿En dónde encaja? Y, si realmente existe un nuevo deseo
de cantar a tono, hablando en términos morales, ¿cómo se relaciona con las
virtudes? Y, sobre más allá y por debajo de todo esto, ¿qué ocurre con toda
esta pintura, cuando miramos, no ya a la primitiva predicación cristiana sobre
Jesús, sino al mismo Jesús, a su vida y enseñanza, a su anuncio del reino de
Dios, y a su muerte y resurrección?

Todas estas cuestiones sobre lo que un amigo mío llamaba «cómo pensar
sobre qué hacer», pueden llegar a marearnos. Es como si se nos pide pilotar
un avión teniendo que aprender mientras tanto qué nos dicen los diferentes
instrumentos del salpicadero y cuál es la función de las diversas teclas y
botones que tendremos que utilizar. La buena noticia es que el mensaje
cristiano ofrece un marco en el cual todo ello tiene auténtico sentido: sentido
no solo para los propios cristianos, sino sentido que puede ofrecerse a todo el
mundo; sentido, también, no solo para los individuos sino para comunidades
y naciones.

Como nuestro mundo se estremece como un avión repentinamente golpeado


por una bandada de gansos, nosotros necesitamos desesperadamente gente
que aprenda este sentido y que lo aprenda rápidamente, no simplemente o
incluso prioritariamente para su propio beneficio, sino porque nuestro mundo,
el mundo de Dios, necesita gente que esté al timón, cuyo coraje, buen juicio,
mente fría y adecuada solicitud por las personas -y si es posible fe, esperanza,
y caridad, también- se hayan convertido en una segunda naturaleza.

El resto de este libro explorará cómo es posible realizar todo esto. Estoy
convencido, como he dicho antes, de que todo esto puede desembocar en una
revolución, una revolución en la orientación con que los cristianos afrontan el
problema de «cómo pensar sobre qué hacer» y también, más allá de esto, una
revolución en la orientación con que los seres humanos en general afrontan el
problema de qué significa vivir una vida humana plena y auténtica.

Entonces, ¿cuál es la meta o el fin que perseguimos? ¿Cómo podemos


anticiparlo aquí y ahora? En primer lugar, una nota sobre lo de «anticipar».
Esta idea puede resultar, hasta cierto punto, una trampa y haríamos bien
dedicando un momento a tratar de clarificarla. Si yo digo: «Estoy anticipando
que va a llover después», puedo estar diciendo simplemente que espero que
va a llover después, aunque en este momento no lo haga. Pero, si se lo digo a
alguien que me pregunta por qué me estoy poniendo una gabardina aun
cuando está brillando el sol, significa algo más: significa que ya estoy vestido
de forma apropiada para las condiciones meteorológicas posteriores. De la
misma manera, cuando a un jugador de cricket o baseball le pide el
entrenador que «anticipe» por dónde va a ir el balón en el aire una vez
golpeado, esto no significa que el jugador deba adivinar con anterioridad qué
es lo que va a suceder. Significa que debe empezar a moverse antes de que el
balón haya sido realmente golpeado, de modo que se pueda colocar en la
posición correcta para detenerlo.

En otras palabras, «anticipar», en este segundo y más fuerte sentido, significa


no solo pensar qué pueda suceder, sino hacer algo con anterioridad. Algunas
veces, el director le dirá a un cantor o instrumentista que anticipe el ritmo,
queriendo decir con ello realmente que cante o toque la nota una fracción de
segundo antes de lo que indica la partitura escrita. Si un jugador de ajedrez
adivina acertadamente qué movimiento está a punto de hacer su oponente,
puede anticipar ese movimiento, haciendo algo que aborte el peligro y
tomando la delantera en la jugada. Si un niño entra en la habitación de la
fiesta antes que los invitados, puede anticipar el comienzo formal del convite,
probando privadamente y por su cuenta los entremeses.

Todo esto apunta en la dirección de esa realidad a la que Pablo y otros


escritores del primitivo cristianismo están aludiendo constantemente, pero
nunca expresan totalmente. Puede resultar más familiar -entendiendo por
«familiar» el anuncio que hace el Nuevo Testamento de Jesús y de su
ofrecimiento del reino- pensar en términos de un rey justo que llega en
secreto a su pueblo y reúne a un grupo para que le ayude a vencer a los
mandatarios que han usurpado su trono. Cuando finalmente se convierta
plenamente en rey, sus seguidores, por supuesto, le obedecerán. Sin embargo,
cuando le obedecen en este momento -aunque todavía no está públicamente
reconocido como rey- ellos están anticipando genuinamente la obediencia
que le ofrecerán en el futuro.

Aplicar todo esto a la fe y a la vida cristiana significa realizar una especie de


cálculo. Ciertamente, Pablo usa la palabra «calcular» justamente en este
punto:

-Jesucristo ha muerto y ha resucitado -dice-y vosotros ahora estáis «en él», de


modo que debéis «calcular» o «valorar» que también vosotros habéis muerto
y habéis resucitado» (d. Rm 6,11). Esta verdad sobre lo que ya sois y la vida
moral que nace de ello, anticipa vuestra propia (posible) muerte y
resurrección corporal y la vida del mundo futuro.

El asunto es este: la realidad total o plena tiene todavía que ser revelada, pero
podemos genuinamente participar anticipadamente de esta realidad final.
Podemos traer algo del futuro de Dios a nuestro propio momento presente. El
razonamiento para esto es que en Jesús ese futuro ya ha estallado, penetrando
en nuestro tiempo presente, de modo que, anticipando eso que vendrá,
estamos también implementando lo que ya ha tenido lugar. Este es el marco
de pensamiento que da sentido a la ética de la virtud del Nuevo Testamento.

¿Cómo funciona en la práctica todo esto? ¿Cuál es la meta, y cómo podemos


anticiparla aquí y ahora?

Aquí es donde muchos siguen todavía aferrados a la idea de un cielo


desencarnado, una existencia en la que pasamos la eternidad, estando sin más
en compañía de Dios. El cuadro moral que se sigue de esto se parece más o
menos a esto:

l. La meta es el éxtasis final del cielo, fuera de esta vida


sometida al espacio, al tiempo y a la materia.
2. Esta meta es lograda gracias a la muerte y resurrección de
Jesús, al que nos adherimos por la fe.
3. La vida cristiana en el presente consiste en anticipar ese estado
«eterno» y desencarnado mediante la práctica de una
espiritualidad de desprendimiento, evitando la contaminación
«mundana».

Afortunadamente, hay suficiente autenticidad evangélica en ello para la vida


de mucha gente, pero los que cojan este camino tratarán de vivir
«cristianamente» con una mano atada a la espalda.

Existe, por lo menos, otra posible visión del ser cristiano, corriente en el
mundo occidental. Funciona más o menos así:

l. La meta es establecer el Reino de Dios en la tierra mediante


nuestro propio y duro esfuerzo.
2. Esta meta queda demostrada por Jesús en su actividad pública,
en la que comienza el proceso, enseñándonos cómo llevarlo a
cabo.
3. La vida cristiana en el presente consiste en anticipar en la
tierra el Reino final, trabajando y luchando por la justicia, la
paz y la superación de la pobreza y el dolor.

Aquí, una vez más, hay gran cantidad de «buenas noticias» con las que la
gente puede vivir, aunque da la impresión de que se ha perdido extrañamente
el corazón del asunto, tal vez porque los intentos de vivir según este esquema
nunca resultan tan exitosos como esperan sus proponentes.

Mi contraproposición a ambos modelos (y consecuentemente también al


esquema de pensamiento de Aristóteles, que he esbozado brevemente más
arriba) nos lleva al corazón del presente libro y, con él, al acceso a una
lectura fresca de la idea moral del Nuevo Testamento. Estos son sus
enunciados:

l. La meta es el nuevo cielo y la nueva tierra con los seres


humanos resucitados de la muerte, para ser renovados como
jefes y sacerdotes del mundo.
2. Esta meta es lograda mediante la obra de Jesús y el Espíritu,
que establece el Reino, que nosotros hacemos nuestro por la fe
y en el que participamos por el bautismo y vivimos en el amor.
3. La vida cristiana en el presente consiste en anticipar esta
realidad última mediante una práctica auténticamente humana
de la fe, la esperanza y el amor, guiada por el Espíritu y
formadora de hábitos, que sostiene a los cristianos en su
vocación al culto de Dios y refleja su gloria en el mundo.

A mi juicio, esta visión produce una doble revolución.

En primer lugar, muchos cristianos en el mundo de hoy jamás han imaginado


su comportamiento moral en estos términos. Más bien han luchado tanto para
articular como para adherirse a un conjunto de «normas cristianas». Las
discusiones sobre «ética cristiana» han tendido a centrarse en discusiones
sobre cómo se puede exponer qué son las normas, dando por supuesto que de
esta forma, lo que hace uno es simplemente asumirlas y guardarlas lo mejor
que puede (sin duda con la ayuda del Espíritu), como si se tratara de una
arbitraria lista de instrucciones que se ha inventado Dios por razones bien
conocidas por él. A veces, los cristianos han justificado estas normas
centrándose en sus consecuencias:

-Fíjate cuánto mejor sería el mundo si todos nos amáramos y nos


perdonáramos.

Esta apelación a las consecuencias tiene cierta fuerza, pero normalmente te


abandona en el momento en que la discusión ética toca algún punto delicado,
como ocurre cuando se plantean diferentes puntos de vista en distintos
debates morales en los que cada uno sostiene que las consecuencias que se
siguen apoyan la propia posición. Nos encontramos un problema similar, si
intentamos, con muchos pensadores recientes, destacar varios «principios» de
la Escritura o de la tradición cristiana. Está muy bien decir que debemos
aspirar -digamos- a la justicia, o a la inclusividad o a pensar que Dios está del
lado de los pobres. Resulta difícil estar en desacuerdo en este nivel de
generalidades, pero esto lo único que hace es posponer el problema de aplicar
estos términos tan amplios a situaciones particulares.

En contraste, contemplar el comportamiento cristiano en términos de virtud -


entendiendo la virtud como anticipación de la vida del mundo futuro-
produce tres cosas:

Primero, ayuda a los seguidores de Jesucristo a comprender cómo «funciona»


el comportamiento cristiano. Esto es, ofrece un marco dentro del cual es
posible captar la conexión orgánica entre aquello que estamos llamados a
hacer y llegar a ser en el presente, y lo que se nos ha prometido como una
vida humana plena y auténtica en el futuro.

Como consecuencia, en segundo lugar, debe también procurar un apoyo


masivo a todos los que comienzan a pensar seriamente en el seguimiento de
Jesús. «Sí -declara la virtud-, esto va a ser duro, especialmente al principio».
Es un saber adquirido. Un nuevo lenguaje con su propio alfabeto y gramática.
Ahora bien, cuanto más se practica, más natural llega a ser. Esto es
particularmente importante, porque muchos cristianos, pensando que es
difícil, por ejemplo, perdonar al prójimo, justamente asumen: «Esto es
imposible; nunca podré con ello». Algunos pueden llegar a concluir, incluso,
que las normas que a ellos les resultan difíciles y «no-naturales», no se les
aplican, o que esas normas concretas pertenecen a una época pasada, cuando
la gente veía las cosas de forma distinta. Este enfoque es incorrecto. ¿Tú
crees que puedes sentarte al piano por primera vez e interpretar una sonata de
Beethoven completa? ¿Tú crees que puedes volar a Moscú y empezar a
hablar correctamente el ruso nada más salir del avión? ¿Tú crees, como una
persona joven, «normal», que ha crecido en el mundo occidental imbuido de
sexo, que puedes alcanzar la castidad de corazón, mente y cuerpo
simplemente mediante una oración sobre el asunto? Aquí están las lecciones;
aquí aparece cómo practicar; aquí está el camino hacia la meta. Y aquí -
extendiendo la metáfora al comportamiento cristiano- el espíritu de
Beethoven o el espíritu de Rusia habitarán dentro de ti y te ayudarán en
aquello que necesitas.

Tercero, enfocar el comportamiento cristiano de esta forma, significa que


abordamos las cuestiones éticas -cuestiones concretas sobre qué hacer y qué
no hacer- a través de la categoría más amplia de la voluntad divina para toda
la vida humana. La ética tiende a ofrecer una visión muy restrictiva de lo que
es la vida humana. Incluso a aquellos que poseen una conciencia bien
desarrollada, no suelen dedicar cada minuto de cada día a ocuparse de
cuestiones morales sobre qué hacer en el próximo minuto y después. Sin
embargo, cuando contemplamos el comportamiento cristiano en términos de
la totalidad de la vida vista desde la perspectiva de la voluntad del creador
con respecto a los seres humanos, la ética puede ser entendida como algo
propio de y esperanzadoramente configurado por esta visión mucho más
amplia. La cuestión del contenido, es decir, de cómo saber lo que hay que
hacer, no queda entonces confinada a dilemas éticos particulares, sino que se
abre como una vocación a la totalidad de la vida de cada uno.

Cuando enfocamos las cosas de esta manera, la línea de pensamiento que


estoy proponiendo, puede eclipsar fácilmente a su mayor rival, la idea de ir al
cielo, y el uso de esta meta para generar una visión de la vida presente. La
vieja idea de que la meta de la existencia cristiana es simplemente ir al cielo,
no resulta, de hecho, excesivamente estimulante para esa virtud plenamente
madura que encontramos preconizada en el Nuevo Testamento. Puede
coexistir confortablemente, como lo ha hecho frecuentemente a lo largo de
los siglos, con el enfoque ético de los viejos códigos, así como con los sueños
románticos, emocionalistas, y existencialistas. (Como el Evangelio nos ofrece
paz para nuestros corazones, los románticos, por ejemplo, pueden asumir que
cualquier sentimiento de paz que experimenten en el presente puede ser
básicamente plenamente correcto). Mi opinión en este libro es que la visión
bíblica renovada del cielo y la tierra, a la que he dedicado mi reflexión en otra
parte, establece un marco dentro del cual una visión genuinamente cristiana
de la virtud constituye el mejor camino para pensar sobre qué se debe hacer.
La práctica y el hábito de la virtud, en este sentido, consisten en aprender el
lenguaje del nuevo mundo de Dios.

Por tanto, la primera revolución que propongo-una revolución para muchos


cristianos modernos, aunque no pocos de las generaciones previas y algunos
ya de la nuestra simplemente darían por supuesto mucho de lo que he dicho
con anterioridad- es que pensar el comportamiento cristiano en términos de
virtud y rediseñar la virtud en términos de los nuevos cielos y la nueva tierra
prometidos y el cometido de los seres humanos dentro de ellos, ofrece un
marco de sentido y al mismo tiempo un fuerte ímpetu con respecto al camino
de santidad al que nos llaman tanto Jesús como sus primeros seguidores.

Esto apunta a la segunda revolución, que tiene lugar donde esta propuesta no
solo clarifica y llena de energía la vida cristiana, sino también plantea un
desafío y un interrogante al amplio mundo no cristiano. No es suficiente
perseguir nuestras propias metas en privado, precisamente porque la meta que
tenemos a la vista no es un cielo escapista sino el Reino de Dios de una
justicia reconstituyente y de una alegría sanante, que vienen sobre toda la
creación. Ahora bien, para desarrollar esta posterior evolución debemos
esperar hasta que primero hayamos establecido la visión fundamental
cristiana.

El objetivo cristiano -no lo olvidemos- es que, cuando nos acercamos a la


meta cristiana, obtenemos todo lo que en el esquema de Aristóteles merecía
también la pena, mientras que al revés no funciona. Para empezar, hay que
aceptar el hecho de que la virtud cristiana no tiene que ver con mi yo: mi
felicidad, mi perfección, mi autorrealización. Tiene que ver con Dios y con el
Reino de Dios, y con nuestro descubrimiento de una existencia humana
auténtica, mediante el paradójico camino -camino que el propio Dios recorrió
en Jesucristo- de entregarse a sí mismo; de un amor generoso que rechaza
constantemente ocupar el lugar central. La visión de Aristóteles de la persona
virtuosa tiende siempre a ser la de héroe, el gigante moral que camina a
grandes zancadas por el mundo realizando grandes obras y ganándose el
aplauso. La visión cristiana de la persona virtuosa enaltece de manera
singular a todo carácter lleno de generosidad y amor que, normalmente, no
reclama ninguna atención para sí. La gloria de la virtud, en sentido cristiano,
es que el yo no está en el centro de esta pintura. En el centro están Dios y el
Reino de Dios. Como dijo el mismo Jesús, lo que tenemos que hacer en
primer lugar es buscar el Reino de Dios y su justicia (más tarde diremos algo
más sobre la palabra «justicia»), y después, todo lo demás vendrá a ocupar su
lugar correspondiente.

Esta visión revolucionaria de la virtud nos permite, por tanto, acabar bastante
drásticamente con la idea de que el comportamiento cristiano en el mundo
tiene que ver, sobre todo, con las «buenas obras», en el sentido de una buena
vida moral que guarda las normas, etc., y dirigir la mirada hacia la idea de
que el comportamiento cristiano tiene que ver básicamente con las «buenas
obras» en el sentido de hacer cosas que hacen nacer en el mundo la
sabiduría y la gloria de Dios. Por supuesto, también se mantiene aquí una
buena vida moral (es posible que alguien pudiera temer que esto fuera el
principio de una brecha, que condujera a alguna forma de relativismo moral).
Pero como siempre han insistido acertadamente los protestantes, aunque sin
saber siempre exactamente por qué, concentrarse en las buenas obras morales
en sí mismas es poner el carro delante de los bueyes, poner el yo -¡incluso el
yo cristiano!- en el centro del cuadro. La virtud, después de todo, no tiene que
ver precisamente con morales, en el sentido de «conocimiento de los
estándares según los que se debe vivir» o con el «conocimiento de cuáles son
las normas que se supone que uno debe guardar». La virtud, como ya hemos
visto, tiene que ver con la totalidad de la vida, no con opciones
específicamente morales. Aquellos que ponen en primer lugar las normas o
las consecuencias, piensan, a veces, de las opciones vocacionales como si
fueran una especie de rama subordinada de la ética. Y o prefiero pensarlas de
una forma totalmente contraria. Estamos llamados a ser seres humanos
auténticos, portadores de la imagen que refleja a Dios. Esto se concreta en
miles de formas, entre las que no es la menos importante una pasión por la
justicia y un entusiasmo por crear y celebrar la belleza. Las opciones morales
específicas que consideramos como éticas -me permito sugerir- son una
derivación de esta vocación más amplia de reflejar la imagen de Dios.

Una vez que tenemos claro nuestro propio cometido como compañeros de
juego en el gran drama de Dios, somos libres de una forma que no lo
hubiéramos sido si todavía estuviéramos luchando para considerarnos héroes
morales en construcción, para ver qué vocación tan absolutamente admirable
tenemos en realidad y, por consiguiente, para reflejar hasta qué punto esto
funciona en nuestro tiempo actual. En media docena de notables pasajes del
Nuevo Testamento se nos informa de que nuestro cometido futuro en la
nueva creación de Dios será tomar parte en el sabio gobierno de Dios sobre
su mundo, particularmente haciendo juicios que pondrán todas las cosas en su
sitio; y también tomar parte en la alabanza de la creación a su generoso
creador, particularmente llevando esta alabanza agradecida a nuestro hablar
consciente y articulado.

Estos pasajes del Nuevo Testamento se remontan al pasaje en el que a los


humanos se les da su vocación original, la vocación a la que Jesús afirmó que
estábamos llamados. En el próximo capítulo nos remontaremos a los
comienzos, al Génesis.
3. Sacerdotes y Reyes
1

En Génesis 1 Dios crea a los seres humanos a su propia imagen y les concede
soberanía sobre el resto de la creación:

Entonces dijo Dios:


-Hagamos a los hombres a nuestra imagen, según nuestra
semejanza, para que reinen sobre los peces del mar, las aves del
cielo, los ganados, las bestias salvajes y los reptiles de la tierra.
Y creó Dios a los hombres a su imagen; a imagen de Dios los
creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, diciéndoles:
-Creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad
sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales,
que se mueven por la tierra (Gn 1,26-28).

Que reinen. ¿Cómo reaccionar ante esta orden?

Sería posible escribir toda una novela política basándose en las diferentes
respuestas de la gente a la sugerencia de que los seres humanos deben
«reinar» sobre el mundo. Recuérdese a los dos antiguos filósofos, uno de los
cuales, al salir de su casa por la mañana, despotricaba contra el mundo, sin
parar de reirse, mientras el otro se consumía en lágrimas. De la misma
manera, nos dividimos nosotros nítidamente en dos grupos ante la idea de
unos seres humanos a los que se les concede soberanía sobre el mundo.

Algunos de nosotros daríamos un suspiro de alivio: -¡Alguien está al mando!


¡Se acabó el caos!

Otros, sin embargo, se quejarían:

-¡Esto es una tiranía! ¡No queremos a nadie reinando sobre nosotros!


¡Queremos ser libres!

Todas las grandes teorías sobre la sociedad humana y sobre la política han
basculado con frecuencia entre estas reacciones a tenor de la experiencia de la
gente. Cualquiera que haya conocido el caos (pensemos en la gente que vivía
en Irak los años que siguieron al derrocamiento de Sadam Hussein) y
cualquiera que haya vivido bajo una tiranía (pensemos en los que vivían en
Albania o en Bulgaria en el antiguo periodo comunista), estarán muy
recelosos de poder volver a una situación parecida.

La reacción negativa en particular («No, gracias; no queremos que nadie


maneje las cosas; solo provocarían desastres») ha sido muy común en
nuestros días. Mucha gente ha declarado que la razón de que nuestro mundo
haya sido contaminado y despojado, la razón de que nuestros mares hayan
sido esquilmados de pesca y nuestros cielos se hayan llenado de lluvia ácida,
está en que hemos seguido esa orden del Génesis. «Someter la tierra» se ha
convertido, a los ojos de mucha gente, en una explicación, e incluso una
excusa, para una codicia inmisericorde y destructiva.

Ahora bien, ¿es esto lo que el Génesis quiere decir? ¿Qué clase de «reinado»
tiene su autor en mente? Los relatos de creación de los capítulos 1 y 2 del
Génesis, que están entre los más profundos y evocativos jamás escritos, no
contemplan, ciertamente, a unos seres humanos tiranizando la creación.
Intenta hacer esto a un jardín, fuérzalo a hacer lo que tú quieres, lo acepte la
tierra o no, y lo más probable es que crees un desierto. Y lo que tenemos en el
Génesis es un jardín, un terreno lleno de una rica variedad de espléndidos
frutos, con el hombre al mando para cuidarlo, para hacerlo más fructífero, y
(mientras está en ello) para dar nombre a los animales. No hay sugerencia
alguna de que el «reinado en cuestión» sea otra cosa que beneficioso. Los
humanos están para permitir que el jardín florezca y para decir palabras que
traigan un orden articulado a la maravillosa diversidad de la creación de Dios.

La creación -eso parece- no es como un cuadro o una escena estática.


Aparece diseñada como un proyecto, puesta en marcha para caminar en una
determinada dirección. El creador tiene en mente un futuro para ella, y el
hombre -esa extraña criatura llena de misterio y de gloria- es el instrumento
que piensa utilizar el creador para llevar adelante su proyecto. El jardín y
todas las criaturas vivas, plantas y animales dentro de él, están diseñadas para
convertirse en aquello que para lo que estaban destinadas a ser, merced al
trabajo de las criaturas portadoras de la imagen de Dios en medio de ellas. El
objetivo del proyecto era que el jardín se fuera extendiendo, colonizando al
resto de la creación; por su parte, el hombre es indudablemente la criatura que
se pone al frente de este plan. El hombre, por tanto, es una especie de
mediador: refleja a Dios para el mundo y refleja al mundo para Dios. Esta es
la base de una vocación «verdaderamente humana». Y esta, como declara el
Nuevo Testamento, es también la meta a la que estamos destinados; es,
ciertamente, la meta de toda existencia humana. En terminología de
Aristóteles, este es el télos hacia el que nos encaminamos, aunque esta meta
es muy diferente de lo que Aristóteles tenía en mente. La visión cristiana de
la virtud es la visión del camino hacia esta meta. Y así como la meta es
diferente de la de Aristóteles, también lo es el camino; pero el marco, el
concepto para discernir el camino a la luz de la meta, sigue siendo el mismo.

Los que vivimos a la sombra de Gn 3 (la rebelión del hombre contra Dios y
contra este proyecto), somos con frecuencia incapaces de ver esta
extraordinaria vocación, porque todo lo que logramos ver es lo que sucede
cuando la autoridad delegada de Dios ha sido objeto de abuso. Eso es lo
único que conocemos demasiado bien: el comportamiento tiránico y abusivo
que ensucia la vida humana, la vida animal, la vida del mundo, ya se realice
(esta tiranía) en la privacidad de un hogar o en el mundo de la política y de
los asuntos internacionales (¿quién se preocupa del florecimiento del
ecosistema, cuando se trata de hacer dinero o se tiene que ganar una guerra?).
Vemos también las diversas formas en que el hombre desprecia con mucha
frecuencia al Dios del jardín, el Dios que hizo al hombre a su imagen. Pero el
relato al que los primeros cristianos volvían su mirada, el relato de Gn 1-2,
insiste en que no era esta la intención de los comienzos. Dios puso al hombre
en el jardín para reflejar su imagen ante el nuevo mundo que estaba creando,
esto es, para que fuera el instrumento presente y visible, gracias al cual se
hiciera realidad su propio cuidado del jardín y de los animales. Si el hombre
lo hacía así, se mantendría en sintonía con Dios.

El abuso de autoridad por parte del hombre no elimina, por tanto, su


adecuada utilización. No cancela la vocación. Esta es la razón de que en otro
pasaje del Antiguo Testamento, al que los primitivos textos cristianos se
refieren en numerosas ocasiones, se repita la vocación:
¡Señor, Dios nuestro,
qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Tu majestad se alza por encima de los cielos.
De los labios de los pequeños
y de los niños de pecho,
levantas una fortaleza frente a tus adversarios,
para hacer callar al enemigo y al rebelde.
Al ver el cielo, obra de tus dedos,
la luna y las estrellas que has creado,
¿qué es el hombre para que te acuerdes de él,
el ser humano para que de él te cuides?
Lo hiciste inferior a un dios,
coronándolo de gloria y esplendor;
le diste el dominio
sobre la obra de tus manos,
todo lo pusiste bajo sus pies:
rebaños y vacadas, todos juntos, y aun las bestias salvajes;
las aves del cielo, los peces del mar
y todo cuanto surca las sendas de las aguas.
¡Señor, Dios nuestro,
qué admirable es tu nombre en toda la tierra! (Sal 8).
Se trata con toda claridad de una celebración de la tarea de los seres humanos
tal y como aparece expuesta en Gn 1, y forma parte importante del bagaje
mental de los primeros cristianos, que exploraron la vocación humana de una
manera viva a la luz del Evangelio de Jesús. Se trata de la meta de una
existencia genuinamente humana: «Olvida la "felicidad"; estás llamado a
ocupar un trono. ¿Cómo te prepararás para ello?». Esta es la cuestión de la
virtud, el estilo cristiano.

De hecho, esta sabia norma de los seres humanos sobre el mundo de Dios es
en lo que consiste, al menos en parte, «ser imagen de Dios», como veremos
después con más detalle. La «imagen» no se refiere en principio a algún
aspecto de la naturaleza humana o del carácter que se parezca especialmente
a Dios. Como han mostrado muchos escritores, apunta a la convicción de
que, igual que los antiguos gobernantes podían situar estatuas de ellos
mismos en ciudades remotas para recordar a las gentes sometidas quiénes
eran los que les gobernaban, Dios ha puesto su propia imagen, los seres
humanos, dentro de su mundo para que el mundo pueda ver quién es el que lo
gobierna. No solo ver, sino experimentar. Precisamente porque Dios es el
Dios de un amor generoso, creativo, y exuberante, su manera de gobernar las
cosas es compartir el poder, actuar a través de los que son portadores de su
imagen, invitar a una entusiasta y libre colaboración en su proyecto. Sí,
hubiera sido más fácil, en algún sentido, que Dios hubiera decidido gobernar
él mismo todas las cosas sin intermediarios. Pero eso no hubiera tenido que
ver excesivamente con el carácter. Y «carácter» es aquello a lo que se refiere
la virtud: el carácter, la percepción de que «sí, esta es la clase de persona que
es», que es lo que la gente concluye sobre la base de lo que alguien ha
llegado a ser por opciones habituales. La virtud es lo que sucede cuando esas
opciones habituales han sido sabias. Tanto los escritores judíos como los
cristianos, han sugerido que esta sabiduría refleja la sabiduría del mismo
Creador.

Los primeros cristianos creían, basándose en la autoridad del mismo Jesús,


que la visión original de la creación, y del ser humano dentro de ella, había
sido captada de nuevo y restaurada gracias a la inauguración del reino
soberano de Dios realizada por Jesús. Todo lo que Jesús hizo y dijo estaba
diseñado para ofrecer una respuesta decisiva, tanto en hechos como en
palabras, a esta pregunta: ¿cómo serían las cosas si Dios gobernara sobre
ellas? Y, como en el Génesis, parte de la respuesta a esta pregunta sería: se
parecería a unos seres humanos que, siguiendo al Hombre obediente,
actuaran como administradores de la creación, alumbrando una nueva
creación y juntando todas las alabanzas de esta creación para presentarlas a su
hacedor. El mismo Jesús, como lo deja claro todo el Nuevo Testamento,
actuó como el Hombre obediente, resumiendo las alabanzas de la creación e
inaugurando la soberanía salvadora de Dios. Lo que no se suele subrayar
habitualmente es que este cometido lo compartió plenamente con sus
seguidores.

Los primeros cristianos mantuvieron una comprensión radical e imponente de


la meta última de todas las cosas: los nuevos cielos y la nueva tierra, la
renovación de todas las cosas, la nueva Jerusalén que «desciende desde el
cielo a la tierra» (Ap 21,2), un mundo empapado de la alegría y la justicia de
Dios, del Dios que lo creó en primer lugar. Así pues, es posible plantear esta
pregunta: ¿qué lugar y qué cometido tienen los seres humanos dentro de este
nuevo mundo? Solo cuando respondamos a esta pregunta podremos
comenzar a comprender las virtudes que nos permitirán formar nuestros
caracteres en el tiempo actual. ¿Para qué hemos sido hechos? y ¿cómo
podemos aprender el lenguaje futuro aquí y ahora?

Como vimos, la Biblia se abre con la imagen de Dios asignando una


particular vocación a los seres humanos: ellos deben cuidar de la creación de
Dios, haciéndola fructífera y abundante. La Biblia se cierra con una escena en
la que esto, por fin, acontece, solo que al final de todo. Olvidemos la vaga e
insípida piedad que habla del «cielo» como un simple lugar de descanso y
adoración. Pongamos a un lado también esas nobles afirmaciones sobre el
«principal fin» de los seres humanos, tal como las encontramos en la
Confesión de Westminster: «Glorificar a Dios y gozar de él para siempre»
(esta afirmación es indudablemente cierta, pero no es toda la verdad en la que
insiste la Escritura). En los nuevos cielos y la nueva tierra habrá nuevas
vocaciones y nuevas tareas; la definitiva realización de aquellos entregados al
Hombre en primer lugar. Una vez que captemos esto, estaremos en
condiciones de ver cómo la visión del Nuevo Testamento sobre el
comportamiento cristiano tiene que ver, no con la lucha para guardar un
manojo de viejas y aparentemente arbitrarias normas, ni con «dejarse llevar
por el viento», o «hacer lo que pide el cuerpo», sino con el aprendizaje,
ahora, de un lenguaje que nos equipará para hablar fluidamente en el nuevo
mundo de Dios.

En el último capítulo de la Biblia, encontramos dos cosas destacadas como


actividades centrales de los seres humanos renovados dentro de la nueva
creación de Dios:

Ya no habrá nada maldito. Será la ciudad del trono de Dios y del


Cordero, en la que sus servidores le rendirán culto, contemplarán
su rostro y llevarán su nombre escrito en la frente. Ya no habrá
noche; no necesitarán luz de lámparas ni la luz del sol; el Señor
Dios alumbrará a sus moradores, que reinarán por los siglos de
los siglos (Ap 22,3-5).

Adorar y reinar: estas son las dos vocaciones del nuevo pueblo en la nueva
ciudad. Este tema que aparece en el libro final de la Biblia, es tan importante
que se repite, de una u otra forma, no menos de cuatro veces, sin contar con
el final de la cita anterior:
Al que nos ama y nos liberó de nuestros pecados con su propia
sangre, al que nos ha constituido en reino y nos ha hecho
sacerdotes para Dios su Padre; al él la gloria y el poder para
siempre. Amén (Ap 1,5-6).

Al vencedor lo sentaré en mi trono, junto a mí, lo mismo que yo


también he vencido y estoy sentado junto a mi padre en su mismo
trono (Ap 3,21).

Cantaban un cántico nuevo que decía:


-Eres digno de recibir el libro y romper sus sellos, porque has
sido degollado y con tu sangre has adquirido para Dios hombres
de toda raza, lengua, pueblo y nación, y los has constituido en
reino para nuestro Dios, y en sacerdotes que reinarán sobre la
tierra (Ap 5,9-10).

Después, vi unos tronos, y a los que se sentaron en ellos se les dio


poder para juzgar. Y vi a los que habían sido degollados por dar
testimonio de Jesús y por anunciar la palabra de Dios: los que no
habían adorado a la bestia ni a su estatua, los que no se habían
dejado marcar ni en su frente ni en sus manos. Todos ellos
revivieron y reinaron con Cristo mil años. Los demás muertos no
revivieron hasta pasados los mil años. Esta es la primera
resurrección. ¡Dichosos los elegidos para tomar parte en esta
resurrección primera! No tiene sobre ellos poder la segunda
muerte, sino que serán sacerdotes de Dios y de Cristo, con quien
reinarán los mil años (Ap 20,4, 6).

No puede haber equivocación. El libro del Apocalipsis, tantas veces


despachado como un libro simplemente oscuro, extraño y violento, contiene
una visión no solo de toda la creación renovada y llena de alegría sino
también de los seres humanos dentro de ella, capaces, por fin, de resumir la
alabanza que toda la creación ofrece a su creador, y de ejercer esa soberanía,
ese dominio, esa sabia administración sobre el mundo, que Dios siempre soñó
para esas criaturas suyas que son portadoras de su imagen. Ellas serán
sacerdotes y reyes resumiendo las alabanzas de toda la creación, y ejercerán
la autoridad en nombre de Dios y del Cordero.
«¡Sacerdotes y reyes!». La frase tiene una gran vitola y en muchas mentes
produce reminiscencias de una época pasada de vida cortesana, vestiduras
regias y gran parafernalia. La distancia (en este caso distancia en el tiempo)
provoca un cierto encanto, pero también, tal vez, una amenaza. ¿Realmente
queremos vivir en un mundo como ese, un viejo mundo, drama costumbrista
de nobleza y religión formalista? Antes de retroceder ante esta imagen,
consideremos la realidad que la frase trata de destacar. Se remonta, dentro del
marco de referencia bíblico, al menos a la vocación de Israel. Después del
éxodo, Dios condujo a su pueblo nuevamente liberado al monte Sinaí, donde
le entregó la Ley. El mismo Dios montó la escena para esta mayestática
revelación, dando a su pueblo una vocación nuevamente definida (Éx 19,
véase también Is 61,6).

¿Un reino de sacerdotes? Los que están familiarizados con el relato bíblico,
tal vez estén acostumbrados a imaginarse al antiguo Israel como un pueblo
que (en un determinado estadio) poseyó reyes, empezando por Saúl y David,
para continuar tras el exilio con una especie de sombra de realeza; y que
también tuvo sacerdotes, los descendientes del patriarca Leví, y más
concretamente de Aarón, hermano de Moisés. Tal vez no estemos
suficientemente acostumbrados a pensar en Israel como un pueblo que es
todo él, al menos en la intención de Dios, un «reino de sacerdotes», una
nación a la que se le ha confiado el doble cometido de la realeza y el
sacerdocio. En la larga y muchas veces tenebrosa historia que vivió, da la
impresión de que esta vocación quedó frecuentemente sumergida u olvidada.
Pero permaneció en alguna medida dentro de la memoria corporativa del
pueblo. Y sale a la superficie de nuevo dramáticamente en el Nuevo
Testamento.

Esta vocación tiene también sus raíces en Gn 1-2. Si leemos estos capítulos
desde el punto de vista del judaísmo desarrollado del Exilio y del posterior -
cuando según muchos investigadores el grueso del Antiguo Testamento fue
editado tal como aparece en su forma presente-, entonces puede quedamos
claro que el papel asignado al Hombre en la creación era visto no solo como
«real» (dominio de la creación como en las citas más antiguas del Génesis),
sino también como «sacerdotal». El hombre era simultáneamente el portador
del gobierno sabio de Dios sobre el mundo y también la criatura que llevaría
la lealtad y la alabanza de esta creación a su creador en una obediencia
consciente y amorosa. La vocación real y sacerdotal de todos los seres
humanos parece consistir en esto: hacer la conexión entre Dios y su creación,
llevando la sabiduría y el generoso orden de Dios al mundo, y dar una voz
articulada a la alabanza agradecida y alegre de la creación hacia su hacedor.

Esto es exactamente lo que encontramos en el libro del Apocalipsis. Y el


escenario para esta visión real y sacerdotal es muy elocuente.

Primero, la visión que presenta Juan del huésped celestial que da culto a Dios
y al Cordero en los capítulos 4 y 5, se parece mucho a un «salón del trono»,
ese lugar donde un emperador o gran monarca tendría su corte y estaría
rodeado de su séquito. Algunos han sugerido que Juan construye
deliberadamente una escena en la que el salón del trono de Dios eclipsa
dramáticamente el salón del trono del César (o de cualquier otro monarca
mundano). Este es el verdadero gobierno imperial y es ejercido a través del
Cordero degollado y de sus seguidores, que adoptan su camino de humildad y
sufrimiento.

Segundo, la «nueva Jerusalén» de los capítulos 21 y 22 es diseñada, al


parecer, para ser como el Templo. En esta nueva ciudad no hay un templo
propiamente dicho, porque la misma ciudad es un Templo, o mejor, es el
verdadero Templo, la realidad hacia la que templo de Jerusalén había estado
apuntando durante todo el tiempo. Sus medidas y adornos hablan de esto, al
igual que las reglas de su santidad (21,8.11-21.27; 22,3.15). Por fin, dice
Juan, esta será la realidad de la que el mismo jardín del edén, y luego el
antiguo templo de Jerusalén, fueron anticipos. Este es el lugar donde mora el
Dios viviente, el lugar del que fluirá su río sanador para regenerar y limpiar
todo el mundo (22,1-2). Reyes y sacerdotes se sitúan ahora, bien en un salón
del trono, bien en un templo. Esta es la meta, el télos del hombre.

Cuando miramos la descripción de esa nueva ciudad que es un templo en Ap


21-22, nos damos cuenta concretamente de dos cosas. Primero, este es el
lugar donde Dios pone, por fin, todas las cosas en su sitio. Él corregirá todos
los males, enjugando las lágrimas de todos los ojos (21,4), anulando todo
aquello que destruye y desfigura la vida humana (21,8). Segundo, la ciudad
será un lugar de exquisita belleza (21,11-21). La descripción de las joyas y de
otros adornos de la ciudad se hace eco de diversos pasajes bíblicos (incluidos
Éx 26-28; 2 Cr 3; Is 60), en los que la gloria y la belleza del mismo Dios
están presentes, respectivamente, en el tabernáculo del desierto, en el templo
de Salomón y en el nuevo templo de la era mesiánica. En la Biblia hay pocas
referencias a la belleza, pero allí donde las hay, están directamente vinculadas
a la gloriosa presencia de Dios, tanto en el conjunto de la creación como
específica y llamativamente en el «pequeño mundo» del templo y sus
adornos. Estas dos notas -Dios poniendo todas las cosas en su sitio y el
desvelamiento de la gloriosa belleza de Dios- tienen una considerable
importancia para poder entender la meta hacia la que apuntan todas las
virtudes humanas dentro del pensamiento cristiano.

No debemos dejar de caer en la cuenta de que en el libro del Apocalipsis,


igual que en el resto del Nuevo Testamento, este destino último queda
anticipado en el tiempo presente. La visión de Ap 5 no es una visión del fin
último, el télos, sino de la dimensión celestial de la realidad terrena actual. En
esta visión vemos a la Iglesia dando culto ya, llevando la alabanza de toda la
creación a un lenguaje articulado y razonado. El reino animal alaba a su
Creador en Ap 4,6-9; la Iglesia, uniéndose a esta alabanza en Ap 4,10 y a lo
largo de todo el capítulo 5, añade la palabra clave: porque. Dios creador
merece la alabanza porque ha creado todas las cosas (4,11); el Cordero
merece tener el rollo y abrir sus sellos por lo que (porque) ha llevado a cabo a
través de su muerte (5,9).

Aquí hay una visión del destino último de los seres humanos redimidos que
queda anticipada ya en el presente. En el Nuevo Testamento, la meta final de
los seres humanos no es simplemente la eudaimonía o cualquier variación
sobre ella. No es una meta centrada en sí misma, la compleción de un carácter
humano que ya es capaz de mantenerse por sí mismo -digamos- en un heroico
aislamiento. Los primeros cristianos desafiaban implícitamente la tradición
filosófica desde Aristóteles hasta sus días, no abandonando el marco de una
vida dibujada por la meta hacia la que se dirige, sino ofreciendo una meta
distinta. La meta es la realización plena de la tarea para la que, según Gn 1-2,
habían sido hechos en primer lugar los seres humanos, la tarea a la que, según
el Éxodo, había sido llamado Israel. Es la tarea de ser «sacerdocio real», el
término medio clave en la sabia regla de la creación por su Creador, y
también en la alabanza que se eleva hacia el mismo Creador, procedente de la
propia creación. Si queremos entender la virtud -si queremos aprender con
antelación el lenguaje que tendremos que aprender para hablar en el nuevo
mundo de Dios-, estos son algunos de sus principales rasgos. Culto y
gobierno produciendo justicia y belleza: he aquí las principales vocaciones
del pueblo de Dios redimido. Y los hábitos del corazón y la mente, así como
la vida a la que somos llamados, están diseñados para formarnos
gradualmente y poco a poco como pueblo que puede llevar adelante, con la
«segunda naturaleza» duramente ganada a la que llamamos virtud, estas
tareas libre y alegremente.

El otro pasaje del Nuevo Testamento donde se afirma con toda obviedad y
explícitamente la misma vocación, haciéndose eco directamente de Éx 19, es
1 Pe 2. En y a través de la acción de Dios en Jesucristo ha venido a nacer un
nuevo templo formado no por ladrillos y cemento sino por seres humanos;
ese es el núcleo de lo afirmado aquí. Pero para poder ver exactamente qué
significa esto, debemos hacer una pausa y reflexionar todavía más sobre el
significado del templo de Jerusalén para el pueblo judío.

Incluso en los propios relatos sobre la creación, se pueden escuchar ecos del
templo. Para decirlo de otra manera: cuando el templo fue construido (y su
antecedente, el tabernáculo del desierto), fue diseñado de tal manera que
pudiera ser un «microcosmos», un «pequeño mundo», una creación en
miniatura. Sus dimensiones, su mobiliario, su ornamentación, las vestiduras y
actividades de sus sacerdotes, pretendían reflejar y resumir la realidad misma
del gran cosmos. Lo fundamental de todo ello era, por supuesto, que el
templo era donde el Dios de Israel, el Creador, había prometido venir y
habitar para vivir en medio de su pueblo. Cuando los sacerdotes realizaban su
trabajo en el templo, celebraban y llevaban a cabo el hecho de que el Dios
que había prometido llenar toda la creación con su presencia y su gloria, lo
estaba haciendo exactamente, muy cerca y con total concentración, en un
lugar y edificio determinados. Pero los sacerdotes no eran los únicos
profundamente implicados en ello. El templo estaba planeado, construido,
dedicado y posteriormente purificado por los reyes de Israel. Por
consiguiente, el templo reunía a un tiempo las vocaciones sacerdotal y real.

Nunca se pensó que el templo fuera algo retirado o sacado del mundo, un
lugar santo seguro, donde uno podría estar sin miedo en la presencia de Dios,
a buen recaudo de todas las maldades exteriores. El templo era un signo que
anticipaba lo que Dios quería hacer con y por toda la creación. Cuando Dios
llenaba con su presencia la casa, era un signo y un anticipo de su intención
última, que era llenar todo el mundo con su gloria, presencia, y amor. Igual
que en Éx 19 Dios dice a los israelitas que todo el mundo le pertenece, antes
de decirles que van a ser un pueblo especial con el encargo de servir a este
mundo, el tabernáculo en el desierto y el templo en Jerusalén son vistos
como, en algún sentido alucinante, una anticipación de una realidad mucho
mayor que todavía tendría que venir.

Así pues, existe en el Antiguo Testamento un vaivén entre la presencia de


Dios que llena y habita en el templo y esa misma presencia llenando y
habitando finalmente todo el mundo. Los propios israelitas más antiguos
parecen haber sido conscientes de que el templo era únicamente, en el mejor
de los casos, una especie de expresión temporal e inadecuada de lo que
significaba realmente, teniendo en cuenta que, después de todo, ni siquiera
11
los mismísimos cielos podían contener a Dios . Cosas similares se pueden
decir sobre las promesas que se refieren a la Tierra santa: el templo estuvo en
el corazón de la tierra que Dios había prometido a Abraham y la misma tierra
apuntaba a una realidad mucho más amplia, el derecho del Creador. Como
insiste Pablo en la misma línea de otros pensadores judíos de la época, las
promesas hechas a Abraham eran que debía heredar no solo un pequeño
territorio sino el mundo entero (Rm 4,13).

Alejemos un tanto la mirada de esta pintura densa y algo apretada de las


antiguas meditaciones judías sobre Dios, el templo, la Tierra Santa y el
mundo: ¿qué es lo que vemos? Vemos una historia larga, que se desarrolla
lentamente: la historia del buen Creador, Dios, haciendo un mundo
maravilloso y poniendo al hombre al frente de él para gobernarlo con
sabiduría, y para recoger su alabanza agradecida; la historia de un hombre
que se rebela y fracasa en su tarea, de modo que el proyecto no puede ir
adelante; la historia del buen Dios convocando a una familia, para, a través de
ella, poder rescatar y comenzar de nuevo el proyecto, otorgándole una
vocación que reflejara, en amplia escala, la vocación del hombre en primer
lugar: la historia de este buen Dios, ahora, en alianza con su pueblo elegido,
otorgándole un lugar especial y medios con los que pudiera ser conocida su
verdadera intención -misteriosamente con antelación-, consistente en llenar
todo el mundo con su gloriosa presencia; la historia de varias instituciones
(reyes, sacerdotes), a través de los que, dentro de la vida de este pueblo,
pudiera llegar a nacer este símbolo, conservándolo, perfeccionándolo y
haciéndolo eficaz; y no en último lugar, la historia de los fallos miserables de
este pueblo, denunciados implacablemente por los profetas, fallos que
desembocarán en la destrucción del propio templo.

La historia de reyes y sacerdotes es contada extensamente en el Antiguo


Testamento, al menos en las huellas paralelas de los libros de Samuel y de los
Reyes por una parte, y de las Crónicas por otra, los primeros especialmente
centrados en los reyes, y el último en los sacerdotes. Pero la historia apunta
más allá, como aparece en los libros del Antiguo Testamento, planteando
algunas preguntas abiertas: ¿qué va a hacer Dios Creador ahora?, ¿qué le va a
suceder a Israel, a su vocación, y a la del hombre?, ¿cómo irá adelante la
vocación real y sacerdotal, llevando con ella el propósito del Creador para
toda la creación?

Todo el Nuevo Testamento está escrito, desde diferentes ángulos, para


responder a estas preguntas. El núcleo de la respuesta es esta afirmación
maravillosa e increíble, generadora de virtud: aquellos que pertenecen a
Jesús, el Mesías, están llamados a ser, ahora, «reyes y sacerdotes al servicio
de nuestro Dios». El proyecto de Israel ha sido cumplido, y como
consecuencia, el proyecto de hombre está de nuevo en marcha, y es el propio
pueblo de Dios el que forma el «nuevo templo».

También vosotros, como piedras vivas, vais construyendo un


templo espiritual dedicado a un sacerdocio santo, para ofrecer,
por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales agradables a Dios
... Vosotros, en cambio, sois linaje escogido, sacerdocio regio y
nación santa, pueblo adquirido en posesión para anunciar las
grandezas del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable (1
Pe 2,5.9).

Aquí, al igual que ocurre con muchos otros pasajes del Nuevo Testamento,
Pedro asume la vocación fundamental de Israel y declara con audacia que
ahora se ha cumplido plenamente esa vocación de Israel. «Plenitud de Israel»
significa, en primer lugar, Jesús mismo, Mesías de Israel; pero además, la
vocación se extiende a todos aquellos que le siguen y le pertenecen. Jesús es
la verdadera «piedra viva» y sus seguidores son las «piedras vivas» con las
que se ha de construir el verdadero templo, trayendo a todo el amplio mundo
la presencia de Dios, llevando adelante la misión de declarar las acciones
poderosas y liberadoras de Dios y comenzando la obra de completar el Reino
mesiánico de Jesús en todo el mundo. Esto es lo que significa ser «sacerdocio
real».

El resto de 1 Pe deja claro qué es lo que no significa. No significa que los


seguidores de Jesús, de entrada, se sitúen a sí mismos como «reyes del
mundo», ni siquiera como reyes locales en el sentido ordinario de la
expresión. Tenemos noticia de algunos oficiales de gobiernos locales que
llegaron a ser cristianos muy al principio, pero como algo inesperado y
gratuito en esta etapa y no como algo que pudiera ser visto en sí mismo como
una anticipación de la definitiva vocación a ser «reyes y sacerdotes». Al
margen de esto, 1 Pe está llena de advertencias sobre la persecución y de
instrucciones a los que se dan cuenta de que están ya sufriéndola. Además, en
algún sentido que el escritor no indaga explícitamente, esta situación de los
primeros cristianos como pueblo rechazado por el mundo de alrededor y que,
sin embargo, viven unas vidas de felicidad y esperanza, es lo que se podría
esperar que fuera el equivalente del «sacerdocio real». Esta es la forma en
que el Reino mesiánico de Jesús es ofrecido al mundo en poderoso
testimonio. El mensaje de que Jesús -¡el crucificado Jesús!- es el verdadero
Señor del mundo, se dará a conocer precisamente a través de la Iglesia que
sigue sus pasos (2,21-23).

Una vez que nos hemos entretenido en la visión y vocación de Ap y de 1 Pe


2, nos vamos a fijar ahora en uno o dos pasajes clave del Nuevo Testamento
que expresan la misma idea. El primero de ellos aparece en medio de un
párrafo tan denso, que el lector puede pasar fácilmente por él sin caer en la
cuenta de qué es lo que realmente está diciendo.

El pasaje en cuestión aparece en el momento en que Pablo está resumiendo


los primeros cuatro capítulos de la carta a los Romanos, de modo que así
puede construir una plataforma para los siguientes cuatro capítulos, con lo
que, de esta forma, los primeros ocho capítulos formarán una posterior
plataforma muy sólida para lo que quiere decir en los capítulos 9-16. El
pasaje al que nos estamos refiriendo, en otras palabras, no es una línea
marginal y desdeñable sin referencia a la sustancia real del pensamiento de
Pablo en general o el que aparece concretamente en esta carta. Es central y
vital. Es el punto en el que Pablo, por así decir, escala una alta montaña,
desde cuya cima puede contemplar en toda su extensión el plan de Dios,
desde los primeros días hasta el desenlace último.

Pablo lo hace principalmente poniendo en contraste la figura de Adán, el


primer hombre al que Dios le dio un gran mandamiento pero que
desobedeció, con Jesucristo, que fue obediente al plan salvador de Dios y por
ello liberó a la raza humana. Pablo declara, con otras palabras, que nuestra
vocación como seguidores de Jesús es ser, en definitiva, auténticos seres
humanos:

Así pues, por un hombre entró el pecado en el mundo y con el


pecado la muerte. Y como todos los hombres pecaron, a todos
alcanzó la muerte. Cierto que ya antes de la ley había pecado en
el mundo; ahora bien, el pecado no se imputa al no haber ley. Y,
sin embargo, la muerte reinó sobre todos desde Adán hasta
Moisés, incluso sobre los que no habían pecado con una
transgresión semejante a la de Adán, que es figura del que había
de venir.
Pero no hay comparación entre el delito y el don. Porque, si por
el delito de uno todos murieron, mucho más la gracia de Dios,
hecha don gratuito en otro hombre, Jesucristo, sobreabundó para
todos. Y hay otra diferencia entre el pecado del uno y el don del
otro, pues mientras el proceso a partir de un solo delito terminó
en condenación, el don, a partir de muchos delitos, terminó en
absolución (Rm 5,12-16).

Y dos versículos más adelante, de manera triunfal:

Por tanto, así como por el delito de uno solo la condenación


alcanzó a todos los hombres, así también la fidelidad de uno solo
es para todos los hombres fuente de salvación y de vida. Y como
por la desobediencia de uno solo, todos fueron hechos pecadores,
así también, por la obediencia de uno solo, todos alcanzarán la
salvación (Rm 5,18-19).
Denso y complicado; bien, así es. Pero me parece que, en principio, podemos
ver qué es lo que Pablo está diciendo. Aquí está Adán, llamado a un gran
destino, que pierde por su desobediencia. Y aquí está también Jesucristo,
llamado a deshacer el lío resultante, a reanudar el proyecto humano; Él es
obediente a esta llamada y así termina realizándolo. Podemos centrarnos en
esto.

Ahora bien, el contraste que establece Pablo no es exactamente entre Adán y


Jesucristo. Es entre el status y el papel que juegan los seres humanos como
consecuencia de la desobediencia de Adán, y el que desarrollarán como
consecuencia de la obediencia de Jesucristo. Muchos cristianos de hoy -
sospecho seriamente- no han pensado jamás en su cometido en estos términos
y probablemente no están preparados para ello. Por eso, en el versículo que
hemos omitido hace un momento, Pablo va más allá de lo que muchos
podrían esperar que dijera, cuando declara que los hombres no solo han sido
liberados por medio de Jesucristo, sino que han sido investidos de autoridad
sobre el nuevo mundo de Dios:

Es difícil dar la vida incluso por un hombre de bien; aunque por


una persona buena quizá alguien esté dispuesto a morir (Rm 5,7).

¡Cuánto más, ellos reinarán! ¿Qué es lo que dice y por qué lo dice? Esto,
junto con la revelación, es el signo indicador de que la visión cristiana de una
existencia genuinamente humana, va más allá de la «felicidad» de Aristóteles,
conduciendo al mismo tiempo también a una esfera diferente. Aristóteles
soñaba con un mundo en el que los seres humanos pudieran aprender las
virtudes, de forma que fueran capaces de ejercer el liderazgo en el orden
político de la ciudad de la antigua Grecia. Pablo habla de un mundo en el que
a los seres humanos se les pondrá al frente de toda la creación. De hecho, nos
retrotrae al auténtico fundamento de lo que significa ser hombre. Aquí hemos
de comenzar si queremos ver cómo «ser hombre» puede convertirse en un
arte que podemos practicar, un lenguaje que podemos aprender, una meta, un
télos, hacia la que podemos comenzar a dar pasos serios aquí y ahora.

Aquí, Pablo está remontándose a la antigua tradición judía, que se retrotrae a


Gn 1,26-28. Jesucristo ha puesto de nuevo en marcha el proyecto humano;
realmente, algo más que en marcha. Se trata, en realidad, del proyecto de
Dios por medio de los seres humanos para todo el mundo. En Jesús el
Mesías, Dios, ciertamente, supera el problema provocado por haber comido
del árbol del conocimiento del bien y del mal; pero ha hecho algo más que
esto. Ha llevado a la raza humana, por fin, a gustar el árbol de la vida. En esto
consiste la resurrección de Jesús, que es por lo que, volviendo una vez más a
Ap 22, encontramos el árbol de la vida creciendo junto al río que fluye fuera
de la ciudad (22,1-2). Los seres humanos son llamados, en y por medio de
Jesucristo, a convertirse en aquello para lo que fueron creados. Y aquello
para lo que fueron creados puede resumirse en una sola palabra: la gloria.

«Gloria» es la forma bíblica estándar de referirse al gobierno sabio de los


hombres sobre la creación. Gloria no es simplemente una cualidad que los
individuos pueden poseer o no en sí y para sí mismos, un esplendor, un
status, una condición que provoca admiración. Gloria es una cualidad activa.
Es la gloriosa norma humana a través de la cual el mundo es conducido a su
pretendido estado de florecimiento, y a través de la cual los mismos seres
humanos acceden a su propio florecimiento. De hecho, es «la gloria de Dios»,
el verdadero rango y estado que muestra que los hombres son ciertamente
reflejo de Dios, aquellos a través de los que la sabia soberanía y el amor de
Dios creador son llevados a la presencia poderosa y vivificante dentro de la
creación.

Lo que es más, este es también el tema del templo. La gloria de YHWH


abandonó el templo en la época del exilio y nunca volvió. Pero la promesa de
su retorno permaneció en pasajes como Is 40,3-5; 52,7-10; Ez 43,1-9; Zac
2,10-12; y Mal 3,1-4, esperando su cumplimiento. Sí, dice Pablo; los
hombres perdieron «la gloria de Dios» por su pecado (Rm 3,23), pero ahora,
según se les ha prometido, será restaurada cuando reciban, como hombres
redimidos, el «acceso a la gracia», igual que los sacerdotes eran autorizados a
entrar al santo de los santos y así «celebrar la esperanza de la gloria de Dios»
(Rm 5,2). Esto es exactamente lo que afirma Rm 5,17.

Veamos qué sucede como consecuencia. Rm 5,1-2 introduce uno de los


pasajes en los que aparece con más claridad que Pablo está pensando en la
meta futura como aquello que forma el carácter en el presente. Dice:

Hasta de las tribulaciones nos sentimos orgullosos, sabiendo que


la tribulación produce paciencia; la paciencia produce virtud
sólida, y la virtud sólida, esperanza. Una esperanza que no
engaña porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su
amor en nuestros corazones (Rm 5,3-5).

Es este uno de los pasajes paulinos más densos, que reúne varios mundos de
referencia, grandes e interconectados. Se refiere al nuevo templo lleno de la
gloria de Dios y (a través del Espíritu) de su presencia. Se refiere a la nueva
humanidad, llamada a una vida que anticipe el definitivo status de
«sacerdocio real» mediante el desarrollo de un carácter apropiado. Y se
refiere al Dios vivo, que crea este «nuevo templo» por medio de Jesucristo,
para llenarlo después con su propia presencia.

Los hombres redimidos, por tanto, están llamados a compartir el «Reino» de


Jesucristo sobre el nuevo mundo. Ahora bien, ¿cuál será el resultado de este
Reino? ¡Nada menos que la renovación del mundo entero! Los tres capítulos
siguientes de Rm exploran el gran relato (que surge por primera vez del
sumario del resumen de Pablo en el capítulo 5) modelado en el éxodo de
Egipto, cuando se articuló por primera vez la vocación de «sacerdocio real»,
cómo fueron liberados los hombres del estado de esclavitud, quedando
capacitados para llegar a ser por fin auténticos seres humanos. Y cuando esto
suceda, el proyecto de la creación se pondrá por fin de nuevo en marcha. El
clímax de todo esto es la gran afirmación de que, cuando los hombres sean
plenamente restaurados, la misma creación quedará también plenamente
restaurada, de modo que, en vez de la «esclavitud» del decaimiento y la
corrupción, le será dada «la libertad de la gloria de los hijos de Dios» (Rm
8,21). En otras palabras, cuando los hijos de Dios, la raza humana redimida,
sean «glorificados», entronizados por fin (como siempre se intentó) en
obediente autoridad sobre el mundo, entonces la creación entera exhalará un
gigantesco suspiro de alivio y llegará a ser verdaderamente lo que siempre
tuvo capacidad de ser, pero que, a causa del fracaso de los hombres para
gobernarla con la «gloria» que Dios tenía en su mente, fue incapaz de lograr.
Por eso, Pablo vuelve en su resumen conclusivo a lo que había dicho en 5,17
(que los que reciben el don de la justificación reinarán): «a los que puso en
camino de salvación, les comunicó su gloria» (Rm 8,30). «Glorificar»
significa aquí, más o menos, «entronizar en gloriosa autoridad sobre el
mundo».

Esta es la esperanza. Cuando Dios redima a toda la creación, los hombres


redimidos jugarán su papel clave, asumiendo la sabia y sanante soberanía
sobre todo el mundo, para la que Dios los creó en primer lugar.

Muy bien. Si este es el télos, la meta para la que fuimos creados (por decirlo
una vez más: caigamos en la cuenta de qué diferente es esto de cualquier
clase de «felicidad aristotélica» y también de qué diferente es de muchas
visiones pretendidamente cristianas de un «arrobamiento redimido»),
debemos plantear esta pregunta: ¿cómo se anticipa al presente esta «gloria»?
¿Cómo aprendemos en el presente los hábitos mentales y del corazón que nos
ponen en la dirección de este Reino final? Volveremos sobre esto más tarde
con mayor detalle; pero démonos cuenta ya desde ahora, dentro del contexto
inmediato de Rm, de las dos respuestas sumamente claras que ofrece Pablo.
El camino para anticipar esta «gloriosa soberanía» al presente, no es, como
podrían imaginar los escépticos, un régimen que permita gestionar las cosas,
aprendiendo la forma de oprimir y de ser autoritario y tiránico. Los dos
caminos que subraya son: la santidad y la oración.

Primero, el camino hacia la gloria que él expone en el pasaje al que nos


acabamos de referir, es el camino de un costoso negarse a sí mismo, esto es,
un camino de santidad:

Por tanto, hermanos, estamos en deuda, pero no con nuestros


apetitos para vivir según ellos. Porque, si vivís según ellos,
ciertamente moriréis; en cambio, si mediante el Espíritu dais
muerte a las obras del cuerpo, viviréis. Los que se dejan guiar por
el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues bien, vosotros no
habéis recibido un Espíritu que os haga esclavos, de nuevo bajo
el temor, sino que habéis recibido un Espíritu que os hace hijos
adoptivos y os permite clamar: ¡Abbá!, es decir, «¡Padre!». Ese
mismo Espíritu se une al nuestro para dar testimonio de que
somos hijos de Dios. Y, si somos hijos, también somos
herederos: herederos de Dios y coherederos todos juntos con
Cristo, toda vez que, si ahora padecemos con él, seremos también
glorificados con él (Rm 8,12-17).

Aquí lo tenemos. La meta es la «glorificación» de los hijos de Dios que,


como acabamos de ver, aparece como la soberanía redentora sobre toda la
creación. Pero el camino que tienen que recorrer para conseguir esta meta, es
el camino de la libertad, distintivo de los hijos de Dios. Pablo se hace eco
aquí deliberadamente del relato del Éxodo, la época en que Israel -«hijo
primogénito de Dios»- fue liberado de la esclavitud y conducido por el
mismo Dios, a través del desierto, hacia la «herencia» prometida.

Dentro de este relato, el pueblo sintió en ocasiones la tentación de volver a


Egipto al estado de esclavitud. Pero tuvo que resistir a esa tentación. Tuvo
que seguir la guía personal de Dios durante todo el camino hacia la tierra
prometida.

De modo que es algo para aquellos que pertenecen al Mesías, aquellos que,
de hecho, son sus coherederos. Dios ha prometido al Mesías que le daría en
herencia el mundo entero (Sal 2,8ss.; otro pasaje de la Escritura muy querido
para Pablo). Ahora se ve que esta «herencia» del mundo entero ha de ser
compartida con todo el pueblo del Mesías. De esto es de lo que trata Rm
8,18-30. Ahora bien, si ellos están llamados a ser el pueblo de Dios libre y
liberador, entonces deben aprender a vivir como pueblo de Dios libre,
superando el hábito de la esclavitud -sí, la esclavitud es tanto un hábito de la
mente, como un estado físico- y aprendiendo el arte de un vivir libre y
responsable. Por decirlo de otra forma: si este pueblo ha de asumir una
responsabilidad redentora sobre toda la creación, debe anticiparla asumiendo
también una responsabilidad redentora en el momento presente sobre esta
parte concreta de la creación sobre la que tienen el más evidente control, a
saber: sus propios cuerpos.

Caigamos en la cuenta del sutil cambio que se produce en el lenguaje de


Pablo. Para él, «carne» es siempre un término negativo, que indica bien la
naturaleza corruptible y decadente de nuestro estado presente o la real
rebelión contra Dios; y algunas veces, ambas cosas juntas. Vivir «según la
carne», entonces, es vivir una vida de rebelión, cuyo fin natural (no un
castigo arbitrario, sino el cumplimiento del modelo de vida que se ha estado
llevando) es la muerte. Pero Dios trata de sacar (resucitar) al «cuerpo» de la
muerte, como en 8,11:

Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de la muerte habita en


vosotros, el que resucitó al Mesías de la muerte hará revivir
vuestros cuerpos mortales por medio de ese Espíritu suyo que
habita en vosotros.
Para que suceda esto, las cosas a las que el «cuerpo» está naturalmente
inclinado en virtud del tirón de la «carne», en otras palabras, aquellas
acciones que nacen del instinto esclavo de rebelión contra el Dios liberador,
deben ser entregadas a la muerte. Y esto es lo que, según parece, ocurre con
el sufrimiento gracias al cual el cristiano se une al sufrimiento del Mesías.

Así pues, el télos, la meta de ser «glorificados» sobre la creación, será


anticipada en el presente mediante el cambio de los hábitos de esclavitud de
la mente, el corazón y el cuerpo, por unos hábitos de libertad; hábitos que
comparten en la libertad de Dios, llevando esta misma libertad al mundo.
Esto es, más o menos, lo que Pablo entiende por santidad, o santificación: el
aprendizaje en el presente de los hábitos que anticipan el futuro definitivo.

Pero este gobierno soberano y redentor de unos hombres renovados sobre el


mundo de Dios, es anticipado en el presente también mediante la oración.
Dice:

Sabemos, en efecto, que la creación entera está gimiendo con


dolores de parto hasta el presente. Pero no solo ella; también
nosotros, los que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos
en nuestro interior suspirando por que Dios nos haga sus hijos y
libere nuestro cuerpo (Rm 8,22-23).

Pero precisamente en este estado, mientras anhelamos y anticipamos la


definitiva «glorificación», el Espíritu está también trabajando dentro de
nosotros, «gimiendo sin palabras», y capacitándonos así, incluso cuando no
sabemos orar como debemos, para poder interceder por todo el mundo (Rm
8,26-27). Esta vocación esencialmente sacerdotal de permanecer ante Dios
llevando a toda su creación en nuestros corazones, nos asocia con la visión de
la soberanía real sobre la creación y es uno de sus aspectos fundamentales.
Este pasaje ofrece una de las descripciones más extrañas y también más
emocionantes de todo el Nuevo Testamento, de lo que el cristiano entiende
por oración: el gemido inarticulado en el que el sufrimiento del mundo es
percibido más agudamente, allí donde es también trasladado por el Espíritu a
la presencia del Dios Creador. Esto es central en el tiempo presente para la
entera vocación humana. Aprender este lenguaje es el segundo hábito clave
que conforma el camino hacia la meta final, la meta de un «sacerdocio real».
En otras palabras: la presente anticipación de la gloria futura no consiste en
enseñorearse de la creación, imaginándonos ya a nosotros mismos como sus
dueños, capaces de tiranizada y de someterla a nuestra voluntad. Consiste,
más bien, en la actividad humilde, erística y guiada por el Espíritu, de la
oración, una oración en la que el amor de Dios es derramado en nuestros
corazones por el Espíritu (cf. Rm 5,5), de modo que esta esperanza tan
extraordinaria y casi increíble que ha sido puesta ante nosotros, es, no
obstante, firme y segura (cf. Rm 5,1-5; 8,28-30).

Así pues, en el corazón del que se puede considerar el más grande capítulo de
la sin duda más grande de sus cartas, Pablo expone el modelo de la presente
anticipación del futuro. En esto consiste la virtud. La esperanza es que todos
aquellos que están «en Cristo» y están habitados por el Espíritu, reinen
finalmente en gloria sobre la creación entera, asumiendo así, por fin y para
siempre, el papel encargado a los hombres en Gn 1 y en Sal 8, y
compartiendo la herencia y la obra definitivamente liberadora del propio
Mesías, como aparece en Sal 2. Y si este el télos, la meta, ha de ser anticipada
en el presente instaurando hábitos de santidad y de oración.

Si esto es lo que Pablo entiende por Reino final -y su presente y extraña


anticipación-, observamos que, junto con esta visión, en cada momento de
sus escritos aparece un idéntico énfasis en el hecho de que el Espíritu viene a
«habitar» en los corazones y las vidas de los creyentes, inspirando
precisamente esta santidad, esta oración, este amor, y esta esperanza. Pero
este tema de la «in-habitación» del Espíritu (Rm 8,5-11; Ef 3,17) no es otra
cosa que la visión de Pablo sobre la Iglesia, pueblo de Cristo, como «nuevo
templo», tal como aparece en 1 Cor 3,10-17; 6,19-29 y en Ef 2,11-21. Igual
que el Dios de Israel «habitaba» en el antiguo templo (y en su predecesor, el
tabernáculo del desierto), conduciendo al pueblo desde Egipto a la tierra
prometida, así ahora el propio Espíritu de Dios habita dentro de su pueblo,
conduciéndolo de la antigua esclavitud a la futura y definitiva libertad. Por
consiguiente, el Espíritu capacita al pueblo de Dios para que sea una
comunidad de sacerdotes que comparte el culto de alabanza de la creación y,
al mismo tiempo, el Espíritu constituye también al pueblo de Dios como un
pueblo de gobernantes (reyes), capaz de llevar la sabiduría y la sanación de
Dios al mundo.
Como también veremos, el Espíritu es vital para la búsqueda y la práctica de
la virtud. Los primeros cristianos no suponían que estaban llevando a cabo
esta búsqueda y esta práctica con sus propias fuerzas. Este es uno de los
grandes momentos decisivos en toda la cuestión de la virtud. Mientras al
hombre virtuoso de Aristóteles se le animaba para sentirse orgulloso por
construir él solo su carácter, la clásica postura cristiana aparece en la
insistencia de Pablo:

Bueno, no era yo, sino la gracia de Dios conmigo (1 Cor 15,10).

Otros tres pasajes del Nuevo Testamento completan esta visión del futuro
prometido por Dios y de la forma en que ha de ser anticipado al presente. En
primer lugar, tenemos otro pasaje paulino, que sospecho que, como resulta
muy sorprendente para muchos lectores modernos, se silencia y se olvida
rápidamente:

Cuando alguno de vosotros tiene un litigio con otro hermano,


¿cómo se atreve a llevar el asunto a un tribunal no cristiano, en
lugar de resolverlo entre creyentes? ¿Acaso no sabéis que son los
creyentes quienes juzgarán al mundo? Pues si el mundo ha de ser
juzgado por vosotros, ¿no vais a ser competentes para juzgar
causas más pequeñas? ¿No sabéis que hemos de juzgar a los
ángeles? ¡Pues mucho más las cosas de esta vida! Y, sin
embargo, cuando tenéis que recurrir a los tribunales para las
cosas de esta vida, elegís como jueces a quienes nada cuentan en
la Iglesia. Para vergüenza vuestra os lo digo. ¿Es que no hay
entre vosotros algún entendido capaz de ser juez entre sus
hermanos? (1 Cor 6,1-5).

Como de costumbre, cuando Pablo dice: «¿No sabéis...?», como hace aquí
dos veces en una rápida sucesión, nosotros queremos responder: «No,
realmente no sabemos». Pero Pablo parece tener las cosas muy claras.
Llegará un día en que habrá un juicio y entonces serán descubiertos los
secretos de todos los corazones (Rm 2,1-16; 14,10; 1 Cor 4,5; 2 Cor 5,10;
etc.). El propio Jesús será el juez supremo (Rm 2,16; Hch 17,31). Pero, al
parecer, dentro de esta actividad enjuiciadora, «los santos» tendrán un
cometido como gran pueblo de Dios. Esto es lo que, según este pasaje, espera
Pablo que los corintios den por descontado.

¿Por qué? Presumiblemente, porque Pablo, como muchos primitivos


cristianos, se tomaron Dn 7 muy en serio:

Pero después recibirán el reino los fieles del Altísimo y lo


poseerán por toda la eternidad. [ ] pero entonces vino el anciano e
hizo justicia a los fieles del Altísimo, porque había llegado el
tiempo en que los fieles tomasen posesión del reino. [ ] Y la
realeza, el poder y el esplendor de todos los reinos de la tierra
serán entregados al pueblo de los fieles del Altísimo. Su reino es
un reino eterno y todo poder le servirá y obedecerá (Dn
7,18.22.27).

En su ubicación original, esta profecía formula la reivindicación de que el


pueblo judío (o los creyentes que queden dentro de él) será constituido en
autoridad sobre los reinos del mundo, después de su terrible sufrimiento en
las garras de las «bestias». ¿Qué ha ocurrido con esta profecía en la
interpretación que se hace en el primitivo cristianismo?

La primera respuesta parece clara: en Jesucristo, en su reivindicación y


exaltación por Dios después de su sufrimiento a manos de los malvados, esta
se ha cumplido plenamente. Al menos, esto es parte de lo que los escritores
del Evangelio interpretan, cuando recogen el título «Hijo del Hombre» como
una expresión utilizada por el mismo Jesús para referirse a sí mismo (p. ej.
Me 14,62). El título sigue siendo todavía objeto de gran controversia, pero no
me cabe duda de que Dn 7,13 con su visión de «uno como un hijo de
hombre» está claramente detrás de sus principales usos.

Ahora bien, dentro ya del primitivo cristianismo aparece que lo que se


postulaba para Jesús, se postulaba también para su pueblo. La referencia en
plural que aparece en Dn 7 («los santos del altísimo», que reciben el poder
real), se ha convertido de nuevo en plural tras el uso del singular en los
evangelios, de modo que los confusos y desorientados corintios iban a
compartir el «gobierno» prometido, la actividad judicial del Mesías. Tanto
que Pablo podía esperar, hasta cierto punto al menos, que ellos actuaran
como jueces sabios, incluso en el momento presente. Lo que va a ser verdad
en el futuro -sigue diciendo-, debe ser anticipado al presente. O al menos esto
es lo que la Iglesia debe esperar, trabajando por ello.

-No alquiléis abogados paganos -dice-. Uno de entre vosotros tendrá todo lo
necesario. Después de todo, en el nuevo mundo de Dios, todos vais a ser
jueces.

Tal vez, esto pueda explicar también el segundo pasaje de 1 Cor, donde
Pablo, hablando con gran ironía, reprende a sus oyentes por la forma en que
están dándose importancia:

Pues, ¿quién te hace superior a los demás? ¿Qué tienes que no


hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué presumes, como si
no lo hubieras recibido?
¡Ya estáis satisfechos! ¡Ya sois ricos! ¡Habéis llegado a ser reyes
sin contar con nosotros! ¡Ojalá lo fueseis de verdad, para que
también nosotros reinásemos con vosotros! (1 Cor 4,7-8).

Las frases que aparecen aquí como preguntas, pueden leerse también como
afirmaciones irónicas. La respuesta de Pablo muestra que él piensa que estas
fanfarronadas están vacías, pero también que subyace a ellas un punto
teológico importante: se les ha dicho que son reyes en un sentido nuevo, pero
su actual forma de comportarse choca sencillamente con el viejo sentido
normal en el que la gente «importante» se pone a sí misma por encima y se
da importancia. Esto, sin embargo, no socava la llamativa pretensión
realizada al final del capítulo anterior:

Por tanto, que nadie presuma de quienes no pasan de ser


hombres. Porque todo es vuestro: Pablo, Apolo, Pedro, el mundo,
la vida, la muerte, lo presente y lo futuro; todo es vuestro. Pero
vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios (1 Cor 3,21-23).

¡Todo os pertenece! Este es el principio teológico que está detrás de todo


esto; y, por mucho que los corintios lo hayan forzado para adecuarlo a sus
expectativas culturales previas, sigue siendo válido y teniendo fuerza.
Aquellos que están «en el Mesías», comparten ya su status real. Por más que
este status real haya sido radicalmente redefinido en virtud de la cruz -y los
primeros cuatro capítulos de 1 Cor están escritos para dejar claro este punto-
sigue siendo el verdadero status real, el status del verdadero gobernador del
mundo. Este es el status que el pueblo de Dios comparte ahora con Cristo.

Este alucinante compartir la función real de Jesús para traer al mundo la


justicia de Dios, aparece también en las cartas pastorales. En 2 Tim 2,8-13
encontramos lo siguiente:

Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, nacido


del linaje de David, según el evangelio que yo anuncio, por el
cual sufro hasta verme encadenado como malhechor; pero la
palabra de Dios no está encadenada. Por eso todo lo soporto por
amor a los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación
de Jesucristo y la gloria eterna. Es doctrina segura: si con él
morimos, viviremos con él; si con él sufrimos, reinaremos con él;
si lo negamos, también él nos negará; si somos infieles, él
permanece fiel, porque no puede negarse a sí mismo.

«También reinaremos con él». Esta sigue siendo la promesa y la esperanza, la


meta a la que apunta el Nuevo Testamento. En los nuevos cielos y la nueva
tierra los que pertenecen a Jesús compartirán su gobierno soberano sobre su
nuevo mundo. Si no fue Pablo el que escribió 2 Tim (y muchos especialistas
así lo piensan), lo fue alguien que estaba cerca, en este punto y en el tono, de
lo que el propio Pablo dice en Rm y en 1 Cor. Y en cada caso, nos damos
cuenta de que el asunto no es presentado como una idea nueva, algo que los
primeros cristianos no hubieran esperado oír. Se afirma como algo que cabía
esperar que ellos conocieran ya, dándolo por descontado.

Finalmente, el propio Jesús afirma lo mismo explícitamente en el evangelio


de Mateo. El pasaje en cuestión (19,28-30) es uno de esos que, incluso los
escépticos, han reconocido que verosímilmente procede de los labios del
mismo Jesús. Esto es así en parte, porque el dicho parece ser específico de
Israel, mientras que los seguidores de Jesús, y ciertamente el propio Mateo,
centraron en seguida sus preocupaciones en un mundo más amplio fuera de
las fronteras de Israel. Por tanto, es altamente improbable que un dicho como
este hubiera sido inventado posteriormente. Y también, de una forma todavía
más llamativa, es peculiar e «in-inventable», porque parece asignar un puesto
en el juicio final incluso al mismísimo Judas el traidor. Nadie en la primera
Iglesia hubiera ido tan lejos.
El dicho aparece cuando Jesús, después del incidente con el joven rico,
responde a la pregunta de Pedro sobre el futuro:

Jesús les contestó:


-Os aseguro que vosotros, los me habéis seguido, cuando todo se
haga nuevo y el Hijo del hombre se siente en su trono de gloria,
os sentaréis también en doce tronos, para juzgar a las doce tribus
de Israel. Y todo el que haya dejado casas, hermanos, hermanas,
padre, madre, hijos o tierras por mi causa, recibirá cien veces más
y heredará la vida eterna. Hay muchos primeros que serán
últimos y muchos últimos que serán primeros (Mt 19,28-30).

El pasaje, como 1 Cor 6, depende probablemente de Dn 7. Jesús asume que,


puesto que él es el Mesías que está inaugurando el Reino de Dios, tanto a él
como a sus seguidores les será confiado el juicio con el que Dios por fin
ajustará las cuentas con todas las cosas. Una vez solventado este pasaje,
podemos centrarnos en las promesas, que aparecen también en el Nuevo
Testamento, de carácter más general pero llenas también de fuerza, sobre los
siervos a los que, habiendo sido fieles en lo poco, se les confía mucho (Mt
25,21.23; Le 19,17.19). Así que también podemos incluir a la «oveja», que
sin caer en la cuenta de ello, ha estado ya sirviendo a aquel a quien ellos
encontrarán posteriormente como su juez. Y una vez que incluimos estos
pasajes, empezamos a darnos cuenta de que realmente gran parte de lo que
Jesús tiene que decir sobre el Reino que va a venir, y sobre el papel que
jugarán en él sus seguidores, se refiere, de hecho, al próximo gobierno de
Dios sobre todo el mundo, al que enderezará por fin, y a la forma en que
aquellos que le siguen en el presente deben anticiparlo aquí y ahora: el papel
que se les otorgará en ese futuro definitivo.

En otras palabras, para una completa fundamentación de la remodelación de


la virtud cristiana, debemos mirar, en primer lugar, al mismo Jesús. Como
reconocieron los primitivos cristianos, él ha perfeccionado los cometidos
humanos, los cometidos de reyes y sacerdotes de Israel. Él ha llevado a su
clímax los grandes relatos de Israel, de los hombres y del mundo entero. Él
ha representado en sí mismo a las comunidades que habían sido llamadas a
llevar adelante la vocación dada por Dios. Y él ha convocado al pueblo para
seguirle y compartir esta historia, esta comunidad y esta vocación.
4.
4. El Reino que ha de venir y el Pueblo Preparado
1

Cuando empecé a estudiar teología, alguno de los autores cuyos trabajos leía,
debatían desesperadamente entorno al sermón de la montaña (Mt 5-7; una
versión algo diferente del mismo material se encuentra en Lucas 6.20-49).
Todo el mundo sabía, por supuesto, que según el evangelio grande y glorioso
predicado por san Pablo, la persona era justificada por la fe, no por la obras.
Entonces, se preguntaban los estudiosos, ¿por qué Jesús parecía empezar su
predicación diciendo a la gente cómo debían vivir, qué debían hacer y qué
tenían que evitar? Seguramente, darles normas de vida les animaría a adquirir
malos hábitos espirituales y a imaginar que ellos solos, con su propio
esfuerzo, podrían ser lo suficientemente buenos ante Dios.

Una respuesta que algunos teólogos daban a esa pregunta era:

-Bueno, sí, es cierto que el evangelio de san Pablo trata de la fe y no de cómo


debemos vivir. Pero el evangelio de Mateo no era considerado primera
evangelización, sino que fue escrito por quienes ya eran cristianos: ya habían
aceptado a Jesús y la salvación ofrecida por medio de él únicamente por la fe.
Ahora necesitaban ser instruidos para saber cómo vivir: no para salvarse por
sus propios esfuerzos, sino para responder adecuadamente a la gracia de
Dios.

Pienso, por ejemplo, en el libro, muy cuidadoso y bien pensado, sobre el


sermón de la montaña del gran estudioso Joachim Jeremías, que más o menos
estaba en esta línea. Igualmente pienso en una conferencia pronunciada en
Oxford hace muchos años por el bien conocido luterano Günther Bomkamm,
que logró demostrar que, apariencias aparte, Mateo no era realmente un
«legalista». Porque, después de todo, no se estaba enfrentando únicamente a
los fariseos de su derecha, sino también a los entusiastas de su izquierda, una
gente que estaba abandonando todo freno moral y que pensaba así, porque
decían seguir a Jesús, no a la Ley Judía, por lo que sostenían que podían
hacer lo que quisieran. Al parecer, Mateo estaría evitando, por una parte, el
legalismo y, por otra, la herejía antinomista, lo mismo que haría Martín
Lutero con posterioridad. Me da la impresión de que se llegó a esta
conclusión en aquel momento con un cierto suspiro de alivio.

Recuerdo mi suspicacia de entonces sobre ese enfoque (todo parecía encajar


demasiado bien), pero no tenía mucho más que sugerir como alternativa.
Desde entonces he observado cómo quienes hacen la misma lectura del texto,
tienden a enmarcarlo todo en términos no de lo que el mismo Jesús quiso
decir cuando pronunció palabras concretas en sus discusiones, sino de lo que
los evangelistas (Mateo o cualquier otro) pretendieron afirmar.

Esta manera de leer los evangelios sigue siendo popular y hasta cierto punto
saludable. De hecho, no pocas personas maduras están aprendiendo a leer
cualquier escrito con un interrogante en su expresión, ya sea el periódico de
la mañana (en el que los periodistas pueden mal interpretar ciertas cosas para
contar la historia que quieren contar, por ejemplo, más que lo que realmente
ocurrió), o cualquier texto sagrado (¿podemos confiar en él?, ¿quién lo
escribió y por qué?). De la misma manera, mucha gente supone que aprender
a leer el Evangelio exige aprender a leer entre líneas y a descubrir que este no
transmite lo que realmente ocurrió con Jesús, sino la teología de Mateo (o la
de Marcos, Lucas, o Juan), o también la vida de sus comunidades, etc.

Todo esto parece maduro, sofisticado, adulto. Y, por supuesto, a cierto nivel
lo es. Todos los que escriben historia, todos los que escriben un artículo en un
periódico sobre «lo que pasó ayer», y de igual modo, todo el que dice a
alguien «lo que acabo de ver en la calle», selecciona y arregla el material.
Uno no puede decir todo y, si lo intentara, se pasaría con ello todo el día, lo
que sería sumamente aburrido. Así pues, todos seleccionamos y arreglamos
nuestros materiales y cualquiera que lea lo que escribimos, intentará, como
primera providencia, descubrir por qué hemos hecho las cosas de esa manera.

Ahora bien, esta apariencia de sofisticación puede fácilmente enmascarar un


peligroso sofisma. El hecho de que todo haya sido seleccionado y arreglado
no significa que todo esté maquillado.

En la zona del mundo en la que vivo, hay tres equipos de futbol que
alimentan una enorme rivalidad local. Siempre que juegan uno contra otro, es
fascinante leer los relatos en los diferentes periódicos locales. Obtienes muy
diferentes puntos de vista sobre si el árbitro estuvo en lo cierto al conceder
ese crucial penalti o si el extremo izquierda estaba realmente en fuera de
juego; si ambos jugadores que estaban peleando deberían haber sido
expulsados, o tan solo uno. Pero en cualquier caso, todos los periódicos dirán
quién ganó el partido, cuál fue el resultado, etc. Si pensáramos que se lo
estaban inventando, lo primero que haríamos sería no comprar los periódicos.

He hecho este pequeño paréntesis en la cuestión de la historia y de los


evangelios -pequeño fragmento de una discusión mucho más amplia que
podríamos haber tenido por una sola razón: me he ido convenciendo
progresivamente de que un método de leer el Evangelio, que ha sido popular
entre los estudiosos de occidente durante tantos años, no solo está agrietado
en sí mismo, al ofrecer una lectura aparentemente sofisticada mientras niega
algo muy básico (que Jesús dijo e hizo sustancialmente lo que los evangelios
dicen que dijo e hizo), sino que esas grietas están ahí por una razón concreta
directamente relacionada con el tema de este libro: porque la visión total del
mundo que ha guiado a los estudiosos en cuestión, descartó la mera
posibilidad de que pudiera existir una verdad más grande que los evangelios
intentaron expresar, pero que no encajaba en las categorías que ellos
manejaban. Y esa verdad más grande que hace que el sermón de la montaña
tenga el mayor de los sentidos, es esta: el futuro de Dios llega al presente en
la persona y obra de Jesús y puedes practicar ahora mismo los hábitos de
vida que lograrán su objetivo último en el futuro que vendrá. Esta es, si se
quiere, la respuesta de Jesús a Aristóteles.

Esta es la meta, el télos: no la felicidad, en el sentido de la eudaimonía de


Aristóteles, sino la condición de ser bendecido, en el sentido del hebreo ashre
o baruch (makarios). Por cierto, por esta razón son las traducciones de las
bienaventuranzas (esa serie familiar de sentencias que anuncian una serie de
bendiciones) que hablan de «feliz» (bienaventurado, dichoso) en vez de
«bendito», las que evidentemente yerran. Y es precisamente la esencia de los
términos «bendición», «bendecir» y «bendito» lo que distingue a Jesús de
Aristóteles en lo referente a la fuente y la energía conductora de las virtudes:
esos términos incluyen la felicidad, pero como resultado de algo más, la
acción amorosa de Dios creador. Para el ser humano, la felicidad es
simplemente un estado del ser, una unidad independiente. En principio,
puedes alcanzarla por ti mismo y desarrollarla a tu manera. La condición de
bendito, sin embargo, acontece cuando Dios creador está actuando en y a
través de la vida de la persona. Del mismo modo, la condición de bendecido
tiene lugar cuando este mismo Dios cumple las promesas que hizo a su
antiguo pueblo, promesas contenidas en la alianza, como establecen los
últimos capítulos del Deuteronomio. Y ambas -la bendición a la humanidad y
la bendición de Israel- son evocadas por las palabras de Jesús al comienzo del
sermón de la montaña en Mt 5.3-11:

Benditos los pobres en el espíritu, porque suyo es el reino de los


cielos.
Benditos los que están tristes, porque Dios los consolará.
Benditos los humildes, porque heredarán la tierra.
Benditos los que tienen hambre y sed de hacer la voluntad de
Dios, porque Dios los saciará.
Benditos los misericordiosos, porque Dios tendrá misericordia de
ellos.
Benditos los que tienen un corazón limpio, porque ellos verán a
Dios.
Benditos los que construyen la paz, porque Dios los llamará sus
hijos.
Benditos los perseguidos por hacer la voluntad de Dios, porque
de ellos es el reino de los cielos.
Benditos seréis cuando os injurien y os persigan, y digan contra
vosotros toda clase de calumnias por causa mía. Alegraos y
regocijaos, porque será grande vuestra recompensa en los cielos,
pues así persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.

Evidentemente, estas sentencias no están describiendo «cómo son las cosas».


No están sugiriendo que los que sufren, estén siendo ya consolados a pesar de
las apariencias. No están tratando de enseñar verdades ocultas y atemporales
sobre una realidad que está normalmente escondida tras una fría fachada.
Están declarando un nuevo estado de cosas, una nueva realidad que está en
proceso de brotar en todo el mundo. Están anunciando que algo que no
existía previamente, va a surgir ahora; que la vida del cielo, que siempre nos
ha parecido tan distante e irreal, está en proceso de hacerse realidad en la
tierra.

¿Qué sucede cuando ponemos estas sorprendentes declaraciones en el


formato que establecimos al final del capítulo segundo?
1. El objetivo es el Reino de Dios; es el momento de sentirnos
a gusto, porque por fin el cielo viene a la tierra; el momento
de la renovación de la creación, de la plenitud, de la
misericordia, del premio y, sobre todo, quizás, de poder ver
al mismo Dios.
2. Esta meta ha llegado en el presente, ahora que Jesús está
aquí. Desde la perspectiva de los que siguen el sermón de la
montaña, aún no está claro cómo resultará su presencia
pública.
3. Los seguidores de Jesús pueden empezar a practicar, ya en el
presente, los hábitos del corazón y de la vida que
corresponden a la forma de ser las cosas en el Reino de
Dios, la forma en que posteriormente serán, pero también la
forma en que ya son, porque Jesús está aquí.

¿Cómo se corresponde el prometido futuro final con los hábitos y prácticas


presentes en las que Jesús insiste? De dos formas opuestas.

Por una parte, existe una correspondencia directa, en la que el estado futuro
queda anticipado exactamente en los hábitos presentes de vida: humildad,
mansedumbre, misericordia, pureza y paz. Cuando llegue el reino final, no
dejaremos de ser mansos, humildes y puros. («Ya está bien de todo eso.
Ahora podremos ser lo que siempre quisimos, es decir, orgullosos, arrogantes
e impuros»). No: estas cualidades brillarán a través de todo, con más fuerza.

Por otra parte, existe la correspondencia igual-opuesto, que demuestra la


tensión entre ese futuro que viene y la manera como siguen siendo las cosas
en el presente. Teniendo en cuenta a los que sufren, a los perseguidos, a
aquellos que están sedientos de justicia, cuando el reino final llegue, los que
sufren serán consolados, la sed de justicia será satisfecha, y la persecución se
detendrá. (El pacifismo quizá pertenezca a las dos categorías, pues la actitud
de corazón que inspira a los pacifistas se corresponde directamente con la paz
del nuevo mundo de Dios, pero la necesidad de un pacifismo real entre los
partidos en disputa, desaparecerá cuando la paz de Dios llene el cielo y la
tierra, como en la visión de Is 11.) Obviamente, estas dos clases de
correspondencia van muy unidas.

Pero la razón de hablar de los dos tipos -la correspondencia directa y la


correspondencia igual-opuesto- está en que Jesús no se refiere a ningún «Si
eres capaz de comportarte de esta manera, serás recompensado» (una forma
de solución legalista}, o a un «Ahora que has creído en mí y en el proyecto
de mi reino, es así como debes comportarte» (el tipo de planteamiento en el
que podría insistir alguna teología posreformista). Aunque el primer enfoque
está más cerca de la verdad, no es, sin embargo, en el sentido normalmente
imaginado. Saltar entre esas dos opciones es permanecer enredado en los
cuernos de un dilema filosófico con sus ramificaciones teológicas, más que
dar la vuelta a la esquina para ver cosas desde el punto de vista de Jesús, un
judío de principios del siglo 1.

Lo que Jesús está diciendo es esto:

-Ahora que estoy aquí, está despuntando el nuevo mundo de Dios; y una vez
que lo hayas descubierto, verás que estos son los hábitos del corazón que
anticipan ese nuevo mundo aquí y ahora.

Estas cualidades-pureza de corazón, misericordia, etc. no son, por así decirlo,


«cosas que debes hacer» para conseguir un premio o una recompensa.
Tampoco son meramente «normas de conducta» establecidas para que los
nuevos conversos las sigan, normas que hoy pueden percibir algunos, en
cierto modo, como arbitrarias. Son en sí mismas signos de vida, lenguaje de
vida; la vida de la nueva creación, la vida de la nueva alianza, la vida que
Jesús vino a traer. Como veremos, son parte de esa modificación radical
cristiana de la antigua noción griega de virtud, una modificación que
rápidamente se convirtió en un modelo general de fe, esperanza y amor.

En este punto podríamos ir directamente al resto del sermón de la montaña,


empezando con Mt 5,13, y trabajarlo cuidadosamente de arriba abajo. No es
necesario, sin embargo, para el argumento que estoy planteando, pero hay
varias cosas que sí deben decirse para completar los puntos básicos ya
establecidos.
En primer lugar y como hemos visto, las bienaventuranzas podrían ser
confundidas con un conjunto de normas. Sin embargo, no lo son. Se parecen
mucho más a las virtudes y así es como funcionan: intenta «asir» el final, el
objetivo, el télos, el futuro, y trabaja para anticiparlo al aquí y el ahora. Eso
no quiere decir (como vengo insistiendo) que no haya cosas parecidas a las
normas; como veremos, las bienaventuranzas son, a la vez, guías para
aquellos que están aprendiendo la virtud, y una lista para confrontar con ella
la propia vida, a la que los cristianos virtuosos pueden acudir de vez en
cuando. Pero leer las bienaventuranzas como normas es errar el tiro.

La mayor parte del resto del sermón, no obstante, puede llevar al lector
ocasional moderno por un derrotero distinto. Se debe evitar no solo el
asesinato sino el odio, no solo el adulterio sino la lujuria, etc. (Mt 5,21-47);
cuando das dinero, rezas, o ayunas, debes querer hacerlo realmente, no
simplemente hacer el gesto (6,1-18). Todo esto podría parecer como si Jesús
estuviera encomendando «autenticidad» en línea con todo el movimiento
romántico o con el existencialismo, es decir: la forma exterior no importa; lo
que importa es la actitud del corazón. Pero una vez más el sermón no puede
ser rebajado a las categorías ofrecidas por nuestro discurso moral
contemporáneo, como si Jesús estuviera realmente diciendo lo que alguno de
los pensadores de hoy ha pretendido.

De hecho, Jesús está invitando a sus oyentes a algo mucho más radical: una
anticipación de lo que podemos llamar autenticidad escatológica. Sí, llegará
un tiempo en que el pueblo de Dios le servirá y amará; y vivirá la genuina
humanidad de la que la antigua Ley había hablado, «naturalmente» y desde el
corazón. Pero esto será una segunda naturaleza otorgada por Dios, una nueva
manera de ser hombre. Y ahora todo esto lo puedes poner en práctica,
aunque sea difícil, porque Jesús está aquí inaugurando el Reino de Dios. No
sucederá «automáticamente», precisamente porque Dios quiere que seamos
humanos y no muñecos, por así decirlo. Tendremos que pensar sobre ello,
peleado, orar pidiendo gracia y fortaleza; pero por lo menos ahora está a
nuestro alcance. No se puede resumir toda la pregunta «¿cómo comportarse?»
en la orden «debe venir naturalmente y, si no, el comportamiento no es
auténtico». Jesús lo expresó de forma muy diferente al decir: «Seguidme y la
autenticidad empezará a surgir». La autenticidad que realmente importa es
vivir de acuerdo con la genuina condición humana, a la que eres llamado por
Dios. Lo que la Ley antigua quería realmente -una vida humana genuina que
refleje la gloria de Dios en el mundo- empezará a surgir.

Todo el sermón de la montaña está enmarcado dentro del anuncio de Jesús de


aquello que sus compatriotas judíos habían esperado tanto durante muchas
generaciones, y que ahora por fin estaba a punto de pasar; pero ese nuevo
reino no se parecía mucho al que ellos habían pensado que sería. En verdad,
en algún sentido se presentó como algo completamente opuesto. No a la
violencia, no al odio de los enemigos, no a la ansiosa protección de la tierra y
la propiedad contra las hordas paganas. En resumen, no a la frenética
intensificación de los ancestrales códigos de vida. Más bien, una confianza
feliz y despreocupada en Dios creador, cuyo reino está ahora empezando a
llegar, llevando el corazón feliz y generoso hacia otros, incluso hacia aquellos
que técnicamente son «enemigos». Fe, esperanza y amor: aquí están de
nuevo. Son el lenguaje de la vida, el signo presente de brotes verdes, que
crecen a través del cemento de este triste y viejo mundo, la señal de que Dios
creador está activo y que los oyentes y seguidores de Jesús pueden ser parte
de lo que está haciendo ahora él.

Ese es el contexto en el que Jesús dice lo que es quizás la cosa más


importante de todas: «Sed perfectos, porque vuestro Padre celestial es
perfecto» (5,48). El griego es téleios, recordándonos el «objetivo» de
Aristóteles, el télos. Debéis ser gente con metas, gente de genuina
humanidad, gente «completa». Es la misma palabra que aparece en la versión
que ofrece Mateo de la historia del joven rico (19,21). Jesús le dijo a aquel
joven:

-Si quieres ser perfecto (completo, téleios), entonces ve y vende todas tus
12
posesiones, entrégalas a los pobres, ven y sígueme

Notemos que en todos los casos la «perfección» en cuestión consiste no en


una larga lista de difíciles mandamientos morales debidamente cumplidos,
sino en un carácter formado por el desbordamiento de un amor generoso.
Cuando Pablo, como veremos ahora, resume la vocación de los cristianos en
términos de amor, está diciendo lo mismo que dijo Jesús de una forma
diferente. Y por eso no es más de lo que Jesús hizo.
Lo cual apunta a la pregunta que debe plantearse en este momento de la
argumentación. ¿Cómo se podrá poner en práctica el programa de Jesús para
el Reino de Dios? Él envía a sus seguidores a los pueblos y ciudades, y
encuentran, para su sorpresa y agrado, que las cosas que él ha estado
haciendo, como particularmente las curaciones, que eran un signo tan
sorprendente del poder de Dios en acción, están sucediendo también a través
13
de ellos . Ahora bien, ¿era eso todo lo que iba a ocurrir? ¿Simplemente más
seguidores de Jesús llevando esperanza y nueva vida a las pocas personas con
que se encontrasen, mientras la mayoría del mundo continuaría avanzando
por el mismo camino?

Ciertamente no. Jesús pensaba en algo mucho más radical, algo que
conformaría decisivamente el emergente movimiento de sus seguidores. Esto
es lo que dejó a Jesús y a sus primeros discípulos dramáticamente en el
margen en su búsqueda de algo que podemos llamar virtud. Básicamente,
Jesús creía que el futuro de Dios solamente podría asentarse plenamente si las
fuerzas que se le oponen -las fuerzas del caos y la destrucción, del odio y la
sospecha, de la violencia y el orgullo, del egoísmo y la ambición- resultaran
confrontadas y vencidas, y no simplemente acompañadas por la alegría de
una nueva alternativa. Esto estaba en el centro de su forma de entender su
propia vocación real y sacerdotal. A través de su lectura, fresca y piadosa, de
las Escrituras de Israel, Jesús llegó a creer que su confrontación y derrota
llegaría a través de los papeles gemelos de rey y sacerdote: el Mesías de
Israel dando la batalla por el Reino a través de su propio sufrimiento y
muerte, y a través del auténtico Sacerdote de Israel, que ofrece al Dios de
Israel un sumiso sacrificio en el corazón del nuevo Templo. Y como un
asunto vocacional demasiado profundo para que nosotros lo comprendamos
plenamente, Jesús estaba convencido de que él mismo era el Mesías de Israel
y el Sacerdote de Israel, y que por ello sufriría el destino de traer esa victoria
ofreciendo su obediencia.

¿Cómo se relaciona esta vocación y su representación en la muerte y


resurrección de Jesús con el desafío presentado en el sermón de la montaña y
en otros lugares, con el desafío del Reino que ha de venir, con el desafío de
vivir en el presente a la luz del futuro que nos llega de Dios?

3
La futura muerte de Jesús y su propia y profunda comprensión de las
Escrituras, que le llevó no solo a esperarla sino a interpretarla con
anticipación, está muy ligada, de hecho, al anuncio del Reino de Dios y a la
invitación hecha a sus seguidores para comenzar enseguida a aprender su
lenguaje. Así al menos parecen decirlo los cuatro evangelios. Para ellos no
hay una clara separación entre el anuncio del Reino de Dios y su muerte
venidera. Ambas realidades permanecen muy unidas. Esto nos lleva a
enfrentamos cara a cara con un problema muy presente dentro de todo el
cristianismo occidental y que, a no ser que lo afrontemos con decisión,
impedirá cualquier intento de comprensión de la vida de la virtud (cristiana) a
la que Jesús nos llama. Dejamos para más tarde la pregunta sobre la relación
de todo ello con los otros esquemas de virtud que se ofrecen en el mundo
antiguo o moderno.

Los cristianos, en particular en el mundo occidental, han estado durante


mucho tiempo divididos entre «los de las cartas» y «los del evangelio». «Los
de las cartas» han pensado el cristianismo fundamentalmente en términos de
la muerte de y resurrección de Jesús para «salvarnos de nuestros pecados».
«Los del evangelio» lo han pensado fundamentalmente en términos de
seguimiento de Jesús en la tarea de alimentar al hambriento, ayudar al pobre,
etc. «Los de las cartas» han encontrado a menudo dificultades para dar cuenta
con claridad de las implicaciones del anuncio del Reino por Jesús y del
alcance de la llamada a sus seguidores para ser «perfectos». «Los del
Evangelio» -o quizá deberíamos decir «los del comienzo del Evangelio»,
puesto que la línea de pensamiento a la que se unen normalmente deja de
lado unos cuantos capítulos finales- a menudo han encontrado dificultades
para explicar por qué Jesús, que estaba haciendo cosas tan importantes, tenía
que morir y morir tan pronto. Consecuentemente, les ha resultado difícil con
frecuencia referirse a los principales temas de la teología paulina.

Esta división en estos o aquellos no hace justicia a ninguna de las cartas o de


los evangelios. Y aún menos justicia hace al propio Jesús. Para él, el Reino
que ha inaugurado solo podría ser firmemente establecido a través de su
muerte y resurrección. O, por decirlo al revés, el principal propósito de su
muerte y resurrección era establecer el Reino que ya había empezado a poner
en marcha. La forma en que los escritores del evangelio cuentan la historia de
la muerte de Jesús -con largas secciones de enseñanzas preliminares, seguidas
de relatos muy detallados de las «comparecencias» ante los sumos sacerdotes
y el gobernador de Roma- no fue elegida por «el color local» o las meras
reminiscencias históricas ligadas a un acontecimiento (la crucifixión real),
cuyo sentido teológico debería ser extraído de otra parte. Para los evangelios,
el significado de la cruz reside en el hecho de que se trata de la ejecución de
aquel que trae el Reino, aquel que reúne las vocaciones regias y sacerdotales
de Israel y de toda la raza humana, aquel que al mismo tiempo da cuerpo al
Dios de Israel, viniendo a establecer su Reino tanto en la tierra como en el
cielo. Los famosos pasajes que encierran lo que escritores recientes han
llamado «teología de la expiación» (como Me 10,45: «El hijo del hombre no
ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate de muchos»),
son pistas básicas para poder interpretar y comprender un aspecto clave de lo
que trata toda la historia, y no la superposición de una teología supuestamente
«paulina» (que vería a Jesús muriendo por nuestros pecados) en un relato que
básicamente trata de algo distinto.

De la misma manera, para Pablo la muerte y resurrección de Jesús no lograba


una salvación meramente «sobrenatural», que no tuviera nada que ver con el
rescate de la creación de Dios. Como vimos en el capítulo anterior, para
Pablo el punto clave de lo conseguido por Jesús con su muerte y resurrección
es que, a través de este, ha nacido un pueblo redimido y a través de ese
pueblo el Creador establecerá finalmente las reglas para el mundo entero. La
clave de todo ello es la «nueva creación» (2 Cor 5,17; Gál 6,15). Los
evangelios, las cartas y la revelación misma solo «funcionan» cuando se ven
como elaboraciones detalladas de esa gran historia, compleja pero muy
coherente, que ya esquematizamos con anterioridad: la llamada de lo
Humano para que sea quien lleve la imagen de Dios a la creación; la llamada
de Israel para que sea liberador de lo Humano; y la vocación de Jesús a ser
quien, completando la tarea de Israel, rescata lo Humano de forma que, a
través de la humanidad redimida, la creación entera pueda ser liberada de su
muerte y corrupción, y pueda ser puesto en marcha definitivamente el
proyecto de una nueva creación. Si se recorta este relato o se olvida alguno de
sus pasos, nunca se podrá comprender plenamente el Nuevo Testamento y
aún menos su llamada a aprender y asimilar los hábitos del corazón y de la
mente que anticipan el objetivo final.
Así pues, la diferencia de puntos de vista que hemos observado, no tiene que
ver sobre todo con la disyuntiva entre evangelios y cartas sino con una lectura
truncada tanto de unos como de otras, que refleja otra Gran Diferencia que
terminará llegando al cristianismo occidental. (Las raíces históricas de esta
diferencia de enfoques son fascinantes, pero no es este el momentos de
sacarlas a colación). Una vez más, parte del problema es que durante muchos
siglos los cristianos han asumido que, virtualmente, la única razón que
explicaba la muerte de Jesús era la necesidad de «salvamos de nuestros
pecados», entendida con una gran variedad de formas. Ahora bien, para los
propios evangelios ese rescate de los individuos, que desde luego permanece
como elemento central, está diseñado para servir a un gran objetivo: el
objetivo de Dios, el objetivo del Reino de Dios. Y en el Reino de Dios los
seres humanos son rescatados, son liberados de sus pecados, para que puedan
ocupar su lugar (como ya Jesús llamaba a los discípulos a ocupar los suyos),
no solo como receptores del perdón de Dios y de la nueva vida, sino también
como agentes de ella. En otras palabras: reyes y sacerdotes.

Entonces, ¿cómo se integrarán en una sola unidad el anuncio del Reino de


Jesús y su muerte y resurrección salvadoras? Se trata, desde luego, de una
pregunta de grandísimo calado a la que, con una temeridad considerable, voy
a intentar dar una respuesta corta e inevitablemente inadecuada. Acerquemos
a ello de esta manera:

El anuncio de Jesús no va a ser: «Dios se ha hecho rey» en un territorio


neutral, como un explorador que se anexionara una tierra que estaba
previamente desocupada. Lo que proclama es el gobierno salvador del Dios
soberano, empezando a realizar una serie de cosas que demuestran su fuerza
y su presencia en un mundo gobernado todavía por poderes hostiles, poderes
que, para nuestro horror, incluyen a los gobernantes oficiales del mismo
pueblo de Dios, no solo la élite real y sacerdotal sino también los grupos de
presión popular y los movimientos revolucionarios de Israel, unidos, por
supuesto, a los poderes del mundo pagano. Decir que Dios se iba a
convertirse en rey en la Palestina del siglo I, era una manera de afirmar que el
Dios de Israel iba a destronar a los dioses paganos y a rescatar a su pueblo;
parece, sin embargo, que el pueblo mismo había pasado a ser parte del
problema. Ahora bien, todo el tema del gobierno salvador de Dios, tal como
Jesús lo entendió, implica que se trata del gobierno salvador de este Dios -el
Dios del amor dulce, generoso y desbordante, cuyo camino del reino estaba
ya articulado en el sermón de la montaña-, por lo que no puede ser
establecido por fuerza mayor sino solo por sus propios medios: el sufrimiento
y un amor entregado. De ahí el profundo nivel de integración del mensaje del
Reino con la necesidad de la cruz. Y de ahí también, el profundo nivel de
resistencia en la cultura occidental a semejante integración. Hemos preferido
que nuestros reinos sean de un tipo diferente y hemos preferido ver la
vergonzosa muerte de Jesús como aquella que trae una «salvación»
puramente celestial.

Así también y este es un tema principal en el evangelio de Juan pero está


presente en todas partes, también en los otros tres, Jesús es descubierto como
el único en quien la gloria de Dios vuelve finalmente a su pueblo. Claramente
en Juan e implícitamente en los otros, Jesús es el templo-en persona, el lugar
al que ha venido a habitar el Dios de Israel para cumplir su antigua promesa.
Por eso, en los relatos de los evangelios, particularmente cuando Jesús va a
Jerusalén por última vez, aparece una confrontación directa entre ambos,
Jesús y el templo, representando a esta última institución, por supuesto, los
principales sacerdotes y el mismísimo sumo sacerdote. Todo esto, una vez
más, no es un fragmento accidental de «color local» e indudablemente no
debe reducirse simplemente a la idea de «una oficialidad religiosa», que se
opone a un Jesús de espíritu libre que aboga por una especie de espiritualidad
espontánea por encima de cualquier supuesto formalismo. No; las referencias
a Jesús y al templo trasmiten la convicción de que, igual que Jesús está
anunciando el Reino y él mismo es el auténtico (aunque muy sorprendente)
rey, también está dando cuerpo al auténtico templo y él mismo es el
verdadero (aunque muy chocante) sumo sacerdote. Así, Jesús da cuerpo a los
dos grandes relatos de Israel, los órdenes sacerdotal y real del Antiguo
Testamento, uniéndolos y estableciendo una nueva vía, la vía real y
sacerdotal, para Israel y para la raza humana por el bien del mundo. Gracias a
este doble logro se puede reafirmar la vocación humana de Gn 1-2, como
vimos en el capítulo anterior en relación con Ap y Rm en otros textos.

La más profunda revolución en la idea de virtud que encontramos en el


corazón del Evangelio -y de los evangelios- se encuentra precisamente aquí
mismo. Jesús cargó con el peso no solo del pecado en abstracto, en una
especie de transacción que tuvo lugar lejos de los sucesos reales que llevaron
a su muerte, sino más bien con el peso real -fuerza y resultados- del pecado y
la rebelión humana, la acumulación del orgullo, pecado, locura y vergüenza
humanos, que en ese momento de la historia, se concentraron en la arrogancia
de Roma, la autobúsqueda de los líderes judíos y los sueños distorsionados de
los revolucionarios judíos, además, desde luego, del fracaso de los seguidores
del propio Jesús. Antes he citado y nuevamente cito una frase incomparable
de mi maestro, el profesor George Caird:

Así, en la verdad histórica literal, no simplemente en las


interpretaciones teológicas, el uno carga con los pecados de
muchos.

Algunas teorías de la expiación se separan de los sucesos reales y se


sobreimponen (o incluso sustituyen) a un relato evangélico o a un esquema
teológico de interpretación extraído de otro sitio, para «explicar» cómo los
pecadores pueden finalmente dejar este mundo e ir al cielo. Tales teorías no
son mejores a nivel de un adecuado método teológico que las teorías del
Reino que ignoran la cruz. El Reino y la cruz van juntos. La historia es la
historia completa. Y es dentro de esa historia completa, no dentro de alguna
versión truncada, donde la llamada de Jesús a un tipo de virtud de nueva
creación, tiene el sentido que tiene.

La llamada de Jesús a seguirle para descubrir en el presente los hábitos de


vida que apuntan hacia el futuro Reino que ha de venir y que, en cierta
medida, comparten ya su vida, solo tiene sentido cuando se sitúa en el
contexto de las famosas afirmaciones de Dietrich Bonhoffer: « Ven y
muere». Jesús no dijo, como hacen algunos evangélicos modernos:

-Dios te ama y tiene un plan maravilloso para tu vida.

Tampoco dijo:

-Te acepto como eres, por lo que puedes hacer lo que te venga en gana de
forma natural.

Dijo:

-Si quieres seguirme, niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme (cf. Me


8,34). Habló de perder la propia vida para ganarla, como algo opuesto a
engancharse a ella y perderla. Habló de todo esto en relación directa a sí
mismo y a su propia humillación y muerte, que vendrían bien pronto,
seguidas de su resurrección y exaltación. Exactamente en línea con las
bienaventuranzas, él iba descubriendo e invitando a sus seguidores a
adentrarse en un mundo vuelto del revés, un mundo donde todas las cosas
que la gente normalmente asume sobre el éxito del desarrollo humano,
incluida la virtud humana, se dejan de lado quedando establecido un nuevo
orden.

Jesús habría dicho, por supuesto, que el que está del revés es el mundo actual.
Él venía para ponerlo de nuevo en el lugar correcto. Ese cambio de
percepción es el desafío del Evangelio que predicó y vivió, y por el que
murió.

Lo que esto significa es que los mismos patrones normales de la virtud


quedan puestos en entredicho en su mismo centro. La buena vida no va a ser
ya asunto de unos seres humanos que vislumbran como objetivo una felicidad
con la que se sentirán plenamente realizados, estableciendo luego un
programa de mejora personal, por el que podrían empezar a hacer ese
objetivo realidad. No. Se trata de que los hombres son convocados a seguir a
un líder, cuyo último fin es, desde luego, un mundo sin barreras y lleno de
bendiciones, pero cuyo fin inmediato, el único camino que conduce a esa
meta, es una muerte horrible y vergonzosa. La razón que explica esta
diferencia radical está bastante clara. Y es que el diagnostico que Jesús hace
del problema es mucho más profundo que el de ningún antiguo filósofo
griego.

Jesús creía y enseñaba que los seres humanos en general, también el pueblo
de Dios de Israel, tenían una enfermedad del corazón, a la que no afectaban
todos los intentos de mejora personal. Si se quería establecer realmente el
proyecto del Reino de Dios llevando a los hombres a una nueva vida y a una
nueva vocación, cuyo lenguaje entonces tendrían que aprender, habría que
afrontar esta enfermedad. La corrupción y decadencia del viejo mundo y del
viejo corazón humano, los hábitos y modelos de pensamiento, imaginación y
vida, deberían ser no solo reformados sino suprimidos.

Además, puesto que uno de los principales signos indicadores de esa


corrupción y decadencia era el orgullo humano, no habría lugar para un tipo
de virtud que pretende hacerse a sí misma. Los más grandes moralistas
paganos solo podían atisbar la realidad de una existencia auténticamente
humana, en la que el fin de la vida humana se realizaba poco a poco, con
entrenamiento del corazón y la vida en los nuevos hábitos. Esa realidad
resplandecía como espejismo al otro lado de un caudaloso y profundo río que
el moralismo pagano no podía ni nadar ni vadear. Jesús se lanzó al río y,
estando sumergido de verdad, fue trasladado al muelle de la otra orilla. Y dijo
a sus discípulos que le siguieran. El camino del Reino es el camino de la cruz
y viceversa, siempre que recordemos una vez más que el Reino no es el
«cielo», sino el estado de cosas para cuyo servicio ha venido el Reino de
Dios: su voluntad está siendo cumplida tanto en la tierra como en el cielo.

Todo esto significa que el resumen de la frase del capítulo anterior, la idea de
que el pueblo de Dios es un sacerdocio real, es algo que está firmemente
enraizado en la obra misma de Jesús. El destino real, sacerdotal, de los seres
humanos ha renacido únicamente porque el Hombre esencial, el único Hijo
de hombre, estaba siendo a la vez rey y sacerdote. Jesús vino para inaugurar y
dar cuerpo al gobierno soberano y salvador de Dios dentro de su creación;
vino para dar cuerpo también a la muy esperada y fiel obediencia de toda la
creación, de la humanidad y, particularmente, de Israel. En el centro de
ambas vocaciones -el movimiento soberano de Dios hacia su creación y el
agradecido y obediente movimiento de vuelta de la creación a su hacedor-
encontramos en los evangelios el movimiento no solo del pensamiento sino
de la acción, una acción que lleva directamente a la cruz. La cruz es el lugar
donde el Dios verdadero derrotó a los falsos dioses y estableció, en una
profunda y sonora paradoja, su Reino tanto en la tierra como en el cielo. La
cruz es el lugar en el que por fin se ha ofrecido como repuesta total a su amor
una obediencia fiel y agradecida, aquella que Dios había buscado desde la
creación, desde la implantación de su imagen en los hombres y desde la
elección de su pueblo. Ciertamente hay mucho más que decir sobre el
significado de la cruz; nunca, desde luego, menos.

Así pues, Jesús fue tanto rey como sacerdote. Este juicio teológico anticipa
en tres dimensiones y con gran ironía toda la historia de su entrada mesiánica
en Jerusalén y la limpieza del templo, su arresto y «juicio» ante el sumo
sacerdote y, finalmente, su presencia ante el representante del César. Por
tanto, en su resurrección, es ahora rey y sacerdote, y nos llama a sus
seguidores, en un asombroso acto de gracia y con la fuerza de su Espíritu, a
unimos a él practicando este doble ministerio en nuestras vidas y en nuestro
mundo. Toda la virtud cristiana se encierra en esa vocación, enraizada en el
único logro de Jesús y mirando hacia un nuevo mundo, donde se acometerá la
tarea de ser «reyes y sacerdotes», un «sacerdocio real». El objetivo final de la
vida humana, el télos que el Nuevo Testamento sostiene como la verdadera
realidad, de la que el eudaimonía de Aristóteles fue una aproximación
pagana- se dio en Jesús. Él es el «fin», la meta, como lo dice el himno:

Jesús, sé tú nuestra única alegría,


sé tú también nuestro premio.
En ti estará ahora nuestra gloria
14
a lo largo de la eternidad .

Por tanto, desde el punto de vista cristiano, la virtud no puede ser concebida
únicamente en términos de viaje individual, a partir de un principio estático
hacia un destino futuro. Pertenece a un final que ya ha comenzado, a una
escatología que ya ha sido inaugurada. La virtud, en la gran tradición
filosófica, siempre ha dicho:

-Llega a ser lo que debes ser.

La virtud cristiana dice:

-Lo que debes ser es lo que ya eres en Cristo.

Esta es la forma de decir, como siempre han hecho los teólogos cristianos,
que todo es gracia. Una vez que se ha realizado el ajuste, encontramos que la
dinámica interna de la virtud -el sentido de un carácter que debe ser
moldeado por una perspectiva de futuro y formado por un pensamiento
cuidadoso, unas opciones difíciles y un esfuerzo moral- no está minado, sino
más bien exaltado. Por todo esto decimos, como los sabios teólogos cristianos
siempre han dicho, que la manera de trabajar de la gracia es mediante el
Espíritu Santo, que nos permite convertirnos, por fin, en verdaderamente
humanos. De aquí que se solape con Aristóteles y su diferencia radical.

Llegar a ser sacerdocio real, llegar a ser hombres auténticos, siempre implica
una batalla, una lucha y, a menudo, una aparente derrota. Así ocurrió con
Jesús; así también con sus seguidores una y otra vez. Pero entre estos
seguidores ha crecido la virtud, una cualidad del carácter en la que el sermón
de la montaña se ha hecho realidad, en la que cosas importantes han venido a
sustanciarse a través de vidas humanas. Y en el centro de este fenómeno
encontramos, sí, el corazón humano.

El profeta Jeremías (Jr 17) declaró: «El corazón es falso», «desesperadamente


malvado». ¿Pesimista? No: realista. Jesús habría estado de acuerdo y, por
mucho que esto sea una bofetada para aquellos que de forma natural se
inclinan hacia una filosofía o ética romántica, no podemos esperar
comprender las demandas morales de Jesús y valorar cómo funcionan, a no
ser que afrontemos o nos veamos confrontados por su análisis del profundo
nivel del dilema y la enfermedad humana, y la manera tan asombrosa como
parece asumir que tiene en sus manos el remedio para ello. De la misma
manera que el anuncio del Reino de Jesús no fue hecho en un espacio vacío
sino en un territorio ocupado por el enemigo, así su desafío a toda vida
humana no se plantea sobre aquellos cuyos corazones son tabula rasa,
tablillas de cera limpias y listas para escribir, sino más bien sobre aquellos
cuyos corazones son muy parecidos a los descritos por Jeremías. Los hábitos
se habían consolidado ya y, como Shakespeare vio con frecuencia, se trataba
de hábitos malos. A menudo -y esto es lo que «la falsedad del corazón»
realmente significa- eran malos hábitos enmascarados como buenos. Sea lo
que sea lo que pueda significar la virtud en el desafío de Jesús, se sitúa
siempre en este contexto.

El sitio obvio para empezar es la notable intervención de Jesús a propósito de


alimentos puros (limpios) e impuros (sucios) (Me 7,14-22 y paralelos):

Y llamando de nuevo a la gente, les dijo:


-Escuchadme todos y entended esto: Nada de lo que entra en el
hombre puede mancharlo. Lo que sale de dentro es lo que
contamina al hombre.
Cuando dejó a la gente y entró en casa, sus discípulos le
preguntaron por el sentido de la comparación.
Jesús les dijo:
-¿De modo que tampoco vosotros entendéis? ¿No comprendéis
que nada de lo que entra en el hombre puede mancharlo, puesto
que no entra en su corazón, sino en el vientre, y va a parar al
estercolero?
Así declaraba puros todos los alimentos. Y añadió:
-Lo que sale del hombre, eso es lo que mancha al hombre. Porque
es de dentro, del corazón de los hombres, de donde salen los
malos pensamientos, fornicaciones, robos, homicidios, adulterios,
codicias, perversidades, fraude, libertinaje, envidia, injuria,
soberbia e insensatez. Todas estas maldades salen de dentro y
manchan al hombre.

En alguna otra parte he discutido la forma como funciona esta pequeña


secuencia. Jesús dice algo tan devastador -una vez que se comprende- que
tiene que mantenerse críptico mientras está en la calle. Solo lo explicará
cuando esté a solas en casa con los discípulos. (Esto sucede con otros dichos
también, como en Marcos 4,1-20). El asunto está claro para cualquiera que
esté familiarizado con el judaísmo del siglo r: Jesús estaba pisando fuerte
sobre algunos pies muy sensibles. Los judíos luchadores por la libertad
habían muerto -así nos lo contaron las tradiciones folklóricas de los
Macabeos y algunas otras-por comer alimentos impuros (sucios). Las leyes
sobre alimentación eran parte vital de la tradición viva y permitieron al Israel
del tiempo de Jesús, que ya estaba dispuesto para la guerra, definir su
posición como contraria a las naciones paganas de alrededor, todas ellas
paganas, mantener su identidad recibida de Dios, como habían hecho Daniel
y sus amigos en la corte de Babilonia. ¿Cómo podría Jesús decir ahora que la
gente se ensuciaba no por comer determinados alimentos, sino por cosas que
bullían desde su interior?

Podemos aceptar que la respuesta no fuera bien recibida por muchos de los
judíos del siglo I, como no lo es por muchos pensadores contemporáneos que
tienen una visión «liberal» u «optimista» de la naturaleza humana.
(Recordemos el comentario anteriormente citado de Arthur M. Schlesinger
sobre los que asumen la bondad sin mezcla de impulsos espontáneos). Sin
embargo, la respuesta debe darse y es esta: así es justamente como es. El
diagnóstico es acertado. Los alimentos impuros (sucios) son únicamente un
símbolo de algo más y ese algo más reside dentro, en la profundidad del
corazón humano. La lista de los horrores de los versículos 21-22 -
inmoralidad, robo, asesinato, etc. nombra con vergüenza las características
que no son meramente comportamientos «aprendidos», como si fueran
añadidos accidentales a una, por lo demás, pura naturaleza humana.
Lamentablemente estas son cosas sobre las que no tienes que trabajar. No
tienes que pasar por el trago de cómo practicarlas duramente porque son muy
difíciles y exigentes. No: ellas brotan desde dentro libres y espontáneas,
incluso desde dentro de aquellos de nosotros que estamos educados en
tradiciones piadosas de devoción, culto, estudio y autonegación. Desde luego
pueden ser estimuladas y fortalecidas por circunstancias o decisiones
particulares; como cualquier otro modelo de conducta, pueden remodelar el
entramado del cerebro, para pasar a ser algo automático, pero no tienen que
ser pensadas y practicadas conscientemente para estar presentes. Son la
autentica suciedad.

Pero ¿cuál es la razón por la que Jesús llama la atención sobre todo esto? ¿Ha
venido simplemente a decir a la gente que tiene una enfermedad incurable?
Por supuesto que no. Habla de sí mismo como un doctor que viene a visitar al
enfermo (Me 2,17), pero -como veremos gradualmente está convencido de
que su proyecto de Reino contiene en su centro la curación de esta
enfermedad mortal, de este sucio corazón. Perdona con su autoridad, cura al
enfermo (incluyendo a aquellos cuyas enfermedades los han convertido
técnicamente en «sucios»; por ejemplo, Me 5,24b-34); expulsa a los espíritus
inmundos (Me 5,1-20). Además, advierte contra una limpieza superficial que
deje el corazón intacto (Me 7,1-8; Mt 12,43-45). Ahora bien, no hace
públicas estas advertencias sobre «la suciedad» para decir: «Así eres y así
seguirás siendo», aunque es evidente que, si sus oyentes no se arrepienten,
eso será verdad. De alguna manera, su intención es que aquellos que
escuchan y aceptan el anuncio del Reino, tengan limpios sus corazones. Él
está haciendo el trabajo de sacerdote real, que ofrece soberanamente esa
limpieza de corazón de la que las prácticas regulares del templo, ordenadas
por Dios, eran un anticipo simbólico (aunque finalmente ineficaces).

Todo esto se daba por sabido en la Iglesia primitiva, como podemos ver, por
ejemplo, en Hch 15,9, donde Pedro habla del Dios que «limpia los corazones
de los gentiles conversos a la fe». Vemos lo mismo en 1 Jn 1,7, que declara
que «la sangre de Jesús nos limpia de todo pecado». Jesús mismo, en los
llamados discursos de despedida en el evangelio de Juan, afirma, casi en un
aparte, que sus discípulos están «limpios gracias a las palabras que os he
comunicado» (Jn 15,3). Tres hechos diferentes: la fe en Jesús, su sangre y su
palabra, pero un solo resultado: limpieza.

Podemos abordar el mismo punto desde un ángulo algo diferente, si nos


fijamos de nuevo en el comentario de Jesús sobre el divorcio en Me 10,2-12.
Como sabemos, existía un aspecto político: en el mundo de Jesús, todo el
mundo sabía perfectamente lo que Herodes Antipas había hecho casándose
con la mujer de su hermano y una pregunta sobre el divorcio ya no era una
pregunta neutral sobre un tema abstracto de ética, como no lo hubiera sido
tampoco en la corte de Enrique VIII. Por tanto, Jesús da una respuesta
oblicua, aunque no menos aguda, provocando que sus interlocutores le
dijeran lo que pensaban sobre lo que dice la Escritura. Sacan a relucir el
Deuteronomio, donde Moisés permite el divorcio en ciertas circunstancias. Sí
-dice Jesús-, pero al principio no era así. Dios los hizo hombre y mujer, y
declaró que los dos serían una sola carne, queriendo decir que Dios se había
unido a ellos y que, por tanto, no debían separarse. ¿Por qué, entonces, la
autorización del Deuteronomio? «Porque -explica Jesús- vuestros corazones
estaban endurecidos» (Me 10,5). Esto es extraordinario ¿Qué sentido tiene
decir que la autorización fue dada porque los corazones de la gente estaban
endurecidos, si ahora queda abolida? Aquí, como ocurre a menudo, la escala
de comprensión de Jesús de su propio trabajo al traer el Reino, emerge sin
aliento detrás de una discusión aparentemente casual. Jesús cree que él y el
Reino de Dios que está preparando llevarán consigo una curación de la
dureza de corazón. Él cree que ha venido a deshacer los efectos de la dureza
de corazón y a restaurar el objetivo original de la creación. Ha venido a poner
las cosas en su sitio, uniendo de nuevo entre sí, como parte de ello, a todos
los hombres.

No será difícil descubrir la fuente de esta sorprendente petición de que, a


través de su obra de traer el Reino, sean limpiados y ablandados los
corazones humanos. Jesús, como sabemos por múltiples fuentes, se había
empapado de las escrituras judías, sobre todo en aquellos pasajes que hablan
del Dios que renueva la alianza y restablece a su pueblo, permitiendo que
Israel llegara a ser finalmente Israel, y los hombres los terminaran siendo
verdaderamente hombres. Como Jesús creía, como de nuevo sabemos por
varias fuentes, que estas profecías iban finalmente a cumplirse en y a través
de su propia obra, cuando se trata de corazones sucios y duros, destacan
pasajes como este:

Vienen días, oráculo del señor, en que yo sellaré con el pueblo de


Israel y con el pueblo de Judá una alianza nueva. No como la
alianza que sellé con sus antepasados el día en que los tomé de la
mano para sacarlos de Egipto. Entonces ellos violaron la alianza,
a pesar de que yo era su dueño, oráculo del Señor. Esta será la
alianza que haré con el pueblo de Israel después de aquellos días,
oráculo de Señor. Pondré mi ley en su interior; la escribiré en su
corazón; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Para instruirse,
no necesitarán animarse: «¡Conoced al Señor!», porque me
conocerán todos, desde el más pequeño hasta el mayor, oráculo
del Señor. Yo perdonaré su maldad y no me acordaré más de sus
pecados (Jr 31,31-34).

Os rociaré con agua pura y os purificaré de todas vuestras


impurezas e idolatrías. Os daré un corazón nuevo y os infundiré
un espíritu nuevo; os arrancaré el corazón de piedra y os daré un
corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que
viváis según mis mandamientos, observando y guardando mis
leyes (Ez 36,25-27).

Tenemos buenas razones para suponer que Jesús tenía en mente el pasaje de
Jeremías porque habló en la última cena de establecer una nueva alianza, en
la que los pecados quedaran perdonados (Mt 26,28; Le 22,20). Los
manuscritos tienen distintas variaciones en estos puntos, pero el tema general
del conjunto está claro). Su ministerio había empezado con el bautismo de
Juan, un baño con agua para señalar un principio completamente nuevo para
Israel como parte de la base del establecimiento del Reino de Dios. Detrás,
tanto de Jeremías como de Ezequiel, aparece el Deuteronomio, que habla de
amar a Dios con todo nuestro corazón (6, 5), y después, cuando
aparentemente todo ha fallado y la alianza se ha roto (28,15-68), se refiere
también a Dios que «circuncida tu corazón» para que, después de todo, le
ames con toda el alma y todo el corazón (30,6), con el resultado de la
renovación de la alianza y el restablecimiento de Israel.
Pocas dudas debe haber de que Jesús se veía a sí mismo como heredero de
esas tradiciones, con la vocación de convertirlas en realidad. Todo lo que dice
a sus seguidores sobre sus vidas y sus corazones, nace de ese punto; todo lo
que sus primeros seguidores creían sobre sí mismos y sobre su vocación en
los años posteriores a su resurrección, nos indica que compartían la visión de
Jesús. El Reino que Jesús vino a traer, debe enraizarse y cumplirse mediante
los corazones limpios y ablandados de sus seguidores.

Pero todo esto tampoco sucede simplemente porque los seguidores de Jesús
firmen como «discípulos». El relato evangélico lo deja claro: cuando truena,
todos le abandonan y escapan. Indudablemente, no podemos psicoanalizarlos
en la distancia, ni emprender un cuidadoso examen de su estado espiritual.
Estaban en una posición única, eran, sin duda, unos privilegiados al estar con
el mismo Jesús, al tener suficiente fe para seguir y, sin embargo, una y otra
vez se muestran incapaces de comprender lo que estaba ocurriendo ante sus
ojos o de responder a ello apropiadamente. Dentro del guión de la propia
historia, también necesitaron los sucesos de la muerte de Jesús y de su
resurrección, antes de que la obra del Reino se asentara en ellos con toda su
fuerza transformadora. (Ese es el punto del críptico versículo de Jn 7,39: «el
Espíritu no estaba todavía disponible, porque Jesús aún no había sido
glorificado»). Ahora bien, cuando la obra del Reino les engancha realmente
por completo, como ocurre en «Pentecostés», aparecen como personas
radicalmente cambiadas; no perfectas todavía, como lo revela Hechos de
forma muy dolorosa, pero transformadas de dentro a fuera de una manera
cuya única explicación podía ser una combinación de profecías de la
Escritura, de sucesos concernientes a Jesús, y de una nueva fuerza que latía
dentro ellos. Y con eso descubrieron que la intención declarada de Jesús de
establecer el Reino de Dios en la tierra como lo estaba en el cielo, se había
hecho realidad, aunque una vez más, no de la misma manera que ellos -judíos
del siglo 1- habían imaginado.

Más bien se había hecho realidad a través de la derrota, por parte de Jesús, de
los poderes corruptos, del pecado y la muerte, así como de su propia
conversión en el Reino en-persona y el templo-en-persona. El mismo cuerpo
resucitado de Jesús era el trozo de «tierra» que debía ser colonizado ya por la
poderosa energía que da la vida y la gloria del «cielo». Los discípulos, como
seguidores de Jesús, fueron entonces encargados de establecer el Reino no
mediante conquista militar ni mediante ningún otro medio mundano, sino
anunciando a Jesús como auténtico Señor del mundo y convocando a la gente
a creer en él y a conocer sus curaciones, liberando su poder en sus propias
vidas y en sus comunidades. En otras palabras, la evidencia del cambio en los
corazones de los discípulos es que ellos se convierten a su vez en
«transformadores» de corazones o, más bien y como ellos lo habrían
expresado, en instrumentos de la obra de Dios para el cambio de los
corazones (nótese cómo llamaba Pablo a Dios «el busca corazones» en Rm
8,27). Y parte de su tarea durante todo el tiempo, era sufrir persecución y
peligros, para llegar a ser los que trajeran el Reino y llevaran la gloria. El
camino del Reino y el camino de la cruz eran uno y el mismo para ellos,
como lo era para Jesús.

¿Qué nos dice todo esto sobre la virtud cristiana? Sencillamente esto: que la
vida a la que Jesús llamó a sus seguidores era la vida del Reino -más
específicamente, el anticipo del Reino-, la vida que requirió a la gente para
que fueran agentes del Reino, a través de los medios del Reino. Podemos
resumirlo como lo hacen 1 Pe y Ap, haciéndose eco de la antigua llamada de
Israel: ellos iban a ser reyes y sacerdotes. Los hábitos y prácticas del corazón,
y la vida a que eran llamados, eran los hábitos y prácticas que con
anterioridad demostraron que el Reino de Dios estaba de hecho enderezando
el mundo de forma correcta, limpiándolo para que se convirtiera en morada
de la gloria de Dios. Y esa obra empezaría en sus propios corazones, mentes
y vidas, para que pudiera funcionar mediante sus propios corazones, mentes y
vidas.

Entre estas prácticas, lógicamente eran importantes el bautismo, que hablaba


del baño regenerador de Dios (renovación del corazón, renovación de la
alianza), y la comida del pan y el vino compartidos, que hablaba de la Pascua
hebrea, de la muerte y resurrección de Jesús, y de nuevo, de la renovación de
la alianza. Pero como consecuencia de estas prácticas -de estos hábitos
comunitarios que formaron los hábitos del corazón de los discípulos como
individuos-, aparecía la adquisición de hábitos del corazón, de la mente y del
cuerpo, así como la confraternidad que hablaba del télos del mismo Reino y
que proporcionaba la evidencia de ese intento de ser téleios, «completo»: la
dulzura, la paz, la pureza de corazón (ahí está otra vez), de nuevo con el
mandato que Jesús había urgido desde el principio en el sermón de la
montaña.

Jesús llamó a su pueblo para compartir la tarea de traer su Reino,


compartiendo también el coste de esa obra. Ese doble desafío dice mucho de
la naturaleza revolucionaria de la virtud dentro de la perspectiva cristiana, y
también del hecho de que, a través del pensamiento cristiano, la virtud es en
sí misma una obra de la gracia, no algo que suceda automáticamente, con
facilidad, o sin tener el equivalente cristiano del duro esfuerzo moral del que
habían hablado los teóricos paganos. El desafío de Jesús amplía y transforma
el de Aristóteles, pero las líneas principales de la sabiduría pagana antigua -
aunque mucho hayan cambiado por estar situadas en un marco tan diferente-
quedan, sin embargo, exaltadas. Esa es, como veremos, la base sobre la cual
podrán seguir adelante los mayores cambios del Reino.

Antes de continuar, debemos afrontar una pregunta concreta. Mucha gente, al


leer un capítulo sobre Jesús y la virtud, esperaría una discusión sobre el
propio Jesús como gran ejemplo. Seguramente muchos pensaran: ¿formó
parte del objetivo de su vida mostramos cómo la desarrolló?

Una contrapregunta: ¿hasta qué punto podría esto servir de ayuda o, al


menos, ser siquiera posible, para continuar por esta línea?

En un determinado nivel, ciertamente no sería una ayuda y puede que ni tan


siquiera fuera posible. Mantener a Jesús como ejemplo de cómo vivir una
vida moral, parece como mantener a Tiger Woods como ejemplo de cómo
golpear una pelota de golf. Incluso si yo empezara ahora a entrenar ocho
horas diarias, es altamente improbable que fuera capaz de hacer lo que
Woods puede hacer y hay mucha gente más joven y en mejor forma que yo
que están intentándolo muy duramente y siguen sin conseguirlo. De igual
modo, mirar a Jesús con su asombrosa mezcla de sabiduría, amabilidad,
agudeza, socarronería, paciencia con los seguidores torpes, valentía para
confrontar al maligno, autocontrol en innumerables situaciones de tentación
(logrando, dice Heb 4,15, mantenerse sin pecado, aunque fue tentado en
todos los sentidos, como lo somos todos nosotros), hace que la mayoría de
nosotros, orgullosos y ambiciosos hasta decir basta, tengamos los mismos
sentimientos que experimentamos al ver a Tiger Woods golpear una pelota de
golf. Incluso mucho más.

Es más, la sugerencia de tratar a Jesús como un ejemplo moral, puede ser -y


en el pensamiento de algunos ha sido una forma de sostener en una mano el
mensaje del Reino de Dios y en la otra el significado de su muerte y
resurrección. Convertir a Jesús en ejemplo supremo por ser alguien que vivió
una vida buena, puede ser algo bastante consolador, pero es, sobre todo,
fundamentalmente seguro: suprime el desafío mucho más peligroso de
suponer que Dios puede venir para transformar realmente esta tierra, y a
nosotros dentro de ella, con la fuerza y la justicia del cielo. Y nos ayuda a
evitar el hecho, como dicen los cuatro evangelios, de que solo se pudiera
lograr mediante los terribles sucesos de la muerte de Jesús. Un Jesús como
ejemplo moral, es un Jesús domesticado, una especie de mascota religiosa. Le
miramos con aprobación y decidimos imitarle (en parte al menos y sin duda
nos perdonará el resto, porque «es un tipo decente»). Si todo lo que
necesitamos es tan solo un buen ejemplo, puede que no estemos en tan mal
estado como otros (incluido Jesús mismo) han sugerido.

Frente a todas esas ideas se presenta toda la tradición desde Jeremías con sus
advertencias acerca del corazón engañoso, pasando por Juan el Bautista con
sus advertencias acerca del hacha puesta sobre la raíz del árbol, por Pablo con
sus advertencias de que si la justificación hubiera llegado con la Ley, el
Mesías no habría necesitado morir, pasando por Ambrosio, Agustín, Lutero,
Kierkegaard y muchos otros más, y pasando, por supuesto, por el mismo
Jesús. Él no iba por ahí diciendo: «Así es como se hace; imitadme»; sino que
decía: «El reino de Dios está en camino; coge tu cruz y sígueme». Solamente
cuando aprendemos la diferencia entre esos dos retos, podemos captar el
corazón del Evangelio y con ello la raíz principal de una renacida virtud.

Y sin embargo, al menos en un aspecto, el Nuevo Testamento sí mantiene a


Jesús por encima, como ejemplo a seguir. Es sorprendente que esto ocurra en
una de los campos donde Jesús no era un modelo de virtud convencional,
sino que estaba realizando algo que antes nadie nunca imaginó, a saber:
perdonar a aquellos que le estaban torturando y matando (Le 23,34). Hasta
ese momento tanto la tradición judía como la pagana habían asumido que lo
correcto, en tales circunstancias, era invocar la cólera de Dios sobre los
torturadores y los ejecutores: así al menos lo podemos ver en historias
espantosas que aparecen en los libros de los Macabeos y en algunos otros.
Aquí, sin embargo, en la misma línea que vinos en el sermón de la montaña,
encontramos a Jesús retratado, no como ejemplo de cómo afrontar una
tentación normal, sino de cómo hacer algo completamente diferente:

Si hacéis el bien y por ello sufrís pacientemente, eso sí agrada a


Dios. Habéis sido llamados a comportaros así, pues también
Cristo sufrió por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis
sus huellas. Él no cometió pecado, ni se halló engaño en su boca;
injuriado, no devolvía las injurias; sufría sin amenazar, confiando
en Dios, que juzga con justicia (1 Pe 2.20b-23).

El pasaje sigue hablando del valor expiatorio de la muerte de Jesús, pero el


mensaje en este punto es diferente: esta es una nueva forma de
comportamiento que nadie antes ha intentado y, menos aún, enseñado. Mira
con cuidado a Jesús e imítale. Hay alguna evidencia en la primitiva Iglesia de
que los seguidores de Jesús hicieron exactamente eso, empezando con el
primer mártir, Esteban (Hch 7,60). No hay más que leer las historias de los
grandes mártires macabeos e incluso algún salmo (por ejemplo, 58,6-9;
69,22- 28) con lúgubres maldiciones contra los perseguidores, para ver lo
tremenda que resultaba esta innovación.

Este puede ser el significado también de esos pasajes en los que Pablo habla
de «imitar al Mesías» o, al menos, imitarle a él, Pablo, como él, a su vez,
imita a Jesús. Así, en 1 Cor 11,1, Pablo dice: «Imitadme, como yo imito al
Mesías», resumiendo un punto concreto, a saber: que uno no debe ofender
sino más bien tratar de no complacerse a sí mismo y buscar el bien de los
demás (1 Cor 10,32-33). Esto curiosamente encaja muy bien con Rm 15,2-6.

Que cada uno de nosotros trate de agradar al prójimo, buscando


su bien y su crecimiento en la fe. Pues tampoco Cristo buscó
complacerse a sí mismo, sino que, como dice la Escritura: Los
insultos de los que te ultrajaban cayeron sobre mí. Y sabemos
que cuanto fue escrito en el pasado, lo fue para enseñanza
nuestra, a fin de que, a través de la perseverancia y el consuelo
que proporcionan las Escrituras, tengamos esperanza. Dios, por
su parte, de quien proceden la perseverancia y el consuelo, os
conceda vivir concordes a ejemplo de Cristo Jesús, para que con
un solo corazón y una sola boca alabéis a Dios, Padre de nuestro
Señor Jesucristo. (Rm 15,2-6).

En otras palabras, el modelo de la vida mesiánica de Jesús -que no se


complació a sí mismo, sino que actuó en obediencia a la vocación de Dios,
entregándose a sí mismo para la redención del mundo- debía ser mantenido
como un ejemplo extraordinario, no tanto de cómo hacer, sino de qué hacer,
en un campo en el que, sin él, uno podría sin más no haber sabido que se
podía esperar una actitud tan insólita. A esto también podemos suponer
pertenece otro pasaje más conocido:

Así es como debéis pensar entre vosotros: con la mente que


tienes al estar en el Mesías, Jesús (Flp 2,5).

En este pasaje, Pablo sigue hablando del voluntario vaciarse del Mesías y su
consiguiente glorificación. Esto se tiene que ver con el sorprendente atractivo
de la unidad de corazón y mente de 2,1-5 y al mismo tiempo constituye la
base para la consiguiente llamada a «trabajar por tu salvación con temor y
temblor» (2,12), lo que creo que efectivamente significa: «Piensa con mucho
cuidado los nuevos modelos de vida a los que te has comprometido gracias a
la "salvación", que te pertenece en el Mesías». Una vez más, recordamos que
la muerte y resurrección de Jesús inauguraron verdaderamente un nuevo
modelo de vida. Nadie en el mundo antiguo, pagano o judío, habría nunca
imaginado vivir así. Jesús sí lo había hecho y el sermón de la montaña mostró
que él esperaba que sus seguidores también lo hicieran. Estas exhortaciones
paulinas muestran que, por lo menos, algunos seguidores de Jesús se lo
tomaron muy en serio.

El ejemplo «moral» de Jesús, entonces, no es lo que a menudo se cree que es:


que un ser humano normal puede realmente resistirse al pecado si lo intenta
suficientemente, y que observar cómo Jesús lo hizo nos permitirá también
hacerlo. Nadie ha dicho jamás nada parecido en el Nuevo Testamento. De
hecho, las referencias del Nuevo Testamento a la condición propia de Jesús
carente de pecado, una notable determinación para que la gente la alcanzara
inmediatamente después de su vida, no tratan de concluir con «por tanto,
también tú puedes estar sin pecado». Su significado es diferente: «por tanto,
su muerte fue la operación de redención de Dios» (2 Cor 5,21); «por tanto, él
sabe lo que es la tentación y está ahí para ayudar cuando tú lo necesitas»
(Heb 4,15, ya citado); «por tanto, él es el único sumo sacerdote (Heb 7,26);
«él es quien quita los pecados» (1 Jn 3,5). La vida de Jesús constituye un
ejemplo moral en la medida en que ha moldeado un aspecto completamente
nuevo de la moralidad: humildad, deseo de sufrir sin recriminación y
determinación de perdonar, incluso a quienes no lo solicitan. Ahora bien,
estos no son «ejemplos de cómo hacerlo». Son indicaciones de que ha sido
lanzada al mundo una nueva forma de ser humano. Y son los hábitos del
corazón los que generan y sostienen esta nueva forma de hombre, que la
virtud específicamente cristiana está destinada a producir.

En este sentido, ¿puede Jesús ser visto entonces como ejemplo de virtud? A
primera vista nos inclinamos a contestar que no o, al menos, no en el sentido
normal. Los primeros cristianos estaban convencidos de que Jesús tenía la
categoría de ser único: era ciertamente un ser humano completo y sometido a
tentaciones como todos lo estamos, pero también era uno con el Único, «a
través del cual fueron creadas todas las cosas». ¿Tiene sentido pensar que
este Jesús tiene que recorrer el mismo proceso de laborioso aprendizaje, en
términos de conflicto moral, que el resto de nosotros tenemos que afrontar?

Sorprendentemente quizá, puede ser. Después de todo, tres de los evangelios


empiezan con un relato de las tentaciones de Jesús en el desierto (Mt 4,1-11 y
paralelos); y, aunque esos relatos, abreviados y estilizados, pueden ser
malinterpretados como una victoria aparentemente bastante fácil, están sin
duda destinados a hacer comprender que fueron ataques prolongados y
severos, dirigidos al mismo corazón de la autocomprensión de Jesús de su
vocación e identidad, y del carácter del Reino que estaba llamado a inaugurar.
Un éxito en la resistencia a la tentación puede desembocar en un incremento
del músculo moral, pero eso sucede cuando uno va a necesitarlo: una
tentación resistida se puede convertir en más, no en menos feroz, puesto que
ceder es rebajar la tensión, al menos por el momento. Ese puede ser el
significado, al menos en parte, de esta interesante declaración de Heb 5,7-9:

El mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó


oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a aquel que
podía salvarlo de la muerte, fue escuchado en atención a su
actitud reverente; y precisamente porque era Hijo aprendió a
obedecer a través del sufrimiento. Alcanzada así la perfección, se
hizo causa de salvación eterna para todos los que le obedecen.

Por supuesto, esto se refiere principalmente a la experiencia de Jesús en


Getsemaní (Me 14,32-42 y paralelos), pero parece que tiene una aplicación
más extensa también. Jesús, aunque era Hijo de Dios, aprendió la naturaleza
de la obediencia. Lo que el pasaje literalmente dice es tan simple como «él
aprendió a obedecer», aunque el escritor claramente no piensa que esto
signifique que fuera a veces desobediente y que solo poco a poco descubrió
cómo ser obediente. Más bien él descubrió, practicándolo, lo que se sentía
obedeciendo en todos los asuntos, incluso cuando estaba tentado de
desobedecer.

Después de todo, esto suena bastante como lo que hemos estado diciendo en
términos de virtud. Incluso Jesús tuvo que aprender lo que significaba
obedecer, cuando él no quería hacerlo. A medida que su sufrimiento
aumentaba, iba descubriendo más y más lo que significa en la práctica la
obediencia. El resultado fue que él se convirtió en téleios, «perfecto» y
«completo» (Heb 5,9); no que antes de eso él hubiera sido imperfecto en el
sentido de pecaminoso, sino que en ese momento aún no había alcanzado el
grado de madurez de un ser humano completamente desarrollado, como el
que llegó a ser una vez terminado ese trabajo. Y eso, como indica el amplio
contexto de Heb, es lo que los cristianos deben hacer. Porque ellos están
empezando desde un punto de partida diferente -el de los pecadores
perdonados ,que aún están expuestos a pecar- y necesitan aprender no solo
obediencia, sino también coraje para poder mantener con garbo su confesión
de fe (Heb 4,14). El objetivo, el télos sigue adelante. Los hábitos del corazón
que debemos aprender en el presente, son aquellos que asuman totalmente el
logro de Jesús y lo hagan propio.

Lo que no encontramos en el Nuevo Testamento o en los escritos que le


siguieron inmediatamente, es un intento de categorizar la vida de Jesús en
términos de los valores morales o virtudes normales. Su vida estuvo llena a
rebosar, si creemos a los evangelios, de fe, esperanza y, sobre todo, caridad,
pero realmente nadie señala nunca ese punto. Su vida fue igualmente un
maravilloso modelo de valentía, prudencia, templanza y justicia, pero, una
vez más, nadie sale y lo dice. Lo que impactó extraordinariamente a los
primeros cristianos y a lo que volvieron su mirada una y otra vez, fue lo que
habían visto en Jesús (y los relatos lo testimoniaron para aquellos que no lo
habían visto): una clase de ser humano que nunca había imaginado nadie con
anterioridad. Una forma de generosidad y perdón, un camino de
autovaciamiento y una determinación de anteponer siempre las necesidades
de los demás, lo que era en sí mismo original y también la fuente de esas
otras virtudes que son reconocidas comúnmente como innovaciones
cristianas, a saber: la humildad, la caridad, la paciencia y la castidad. Las
cuatro, como advierte secamente el filósofo seglar contemporáneo Simon
Blackburn, habrían sido
15
ininteligibles como virtudes éticas para los antiguos griegos .

Y como decíamos antes, los relatos de las tentaciones de Jesús y la reflexión,


aunque breve, ofrecida por la carta a los hebreos, sugieren que, al perseguir
ese objetivo, el propio Jesús tuvo que pasar por el mismo camino que hemos
descrito como virtud: esto es, descubrir a través de una dolorosa práctica, lo
que realmente significa obedecer; en particular, obedecer el encargo del
Padre de vivir y morir bajo la regla de la propia y amorosa entrega.

Lo que ya no encontramos después es a Jesús manteniéndose como ejemplo


de alguien que cumplía las normas, bien reforzándolas o reinterpretándolas.
La clase de vida que estaba mostrando no era precisamente algo que pudiera
ser reducido a normas, o llevarse a cabo simplemente con el esfuerzo de
ajustarse a ciertas pautas escritas. Tampoco podría haber venido (como les
gusta decir a los utilitaristas) calculando y sopesando los presumibles efectos
de ciertas conductas, con aquellos cálculos que conducen a decisiones y
acciones concretas. Ciertamente tampoco se dedicaba Jesús a decir que la
gente debe hacer lo que surge de forma natural: por cierto, lo que procede
naturalmente del corazón era precisamente el problema, según él lo veía. La
única forma en que podemos llegar a entender el núcleo del desafío moral
que Jesús ofreció y que todavía ofrece hoy, es pensar en términos no de
normas o de cálculos, de efectos o de autenticidad existencialista o romántica,
sino de la virtud. Una virtud que ha sido transformada por el Reino y la cruz.

Por supuesto, Jesús daba por hecho, como hicieron sus contemporáneos, que
las conductas enumeradas en Me 7,21-22 (la inmoralidad, el asesinato, el
robo, etc.) están equivocadas. El no habría perdido el tiempo con alguien que
hubiera dicho que, puesto que lo que importaba era el carácter (lo que una
persona era) más que las normas (lo que una persona hacía), uno podría
alegremente romper las normas (digamos, robar o matar), mientras su
carácter esté desarrollándose correctamente. La maldad, la traición, el
libertinaje, la envidia, la calumnia, la soberbia y todo lo demás, continúan
siendo malos. Las normas todavía importan; uno no puede jugar el partido de
la virtud contra las normas y esperar que tenga sentido. Pero lo que importa,
puesto que todo lo reseñado puede ser perdonado, es que el corazón sea
renovado. Y cuando el corazón es renovado, tiene un conjunto de nuevas
tareas: aprender los hábitos que conviertan el evitar cualquier forma de
maldad en un asunto de «segunda naturaleza». Aprender esa obediencia será
un camino duro y doloroso. Pero nos enseñará el lenguaje de la vida.

Lo que esta discusión ha hecho ha sido desplazar la ética de la posición que


suele mantenerse dentro de la discusión sobre Jesús y su logro, y recolocarla
en un punto distinto, dentro de un marco diferente. Jesús no vino a enseñar
una nueva ética. Tampoco vino a enseñar a la gente que todo lo que habían
pensado siempre sobre el comportamiento humano estaba equivocado y que
debían empezar nuevamente desde el principio. Tampoco vino a enseñarnos
cómo guardar la Ley de Dios; o a advertimos de que no podríamos hacerlo,
aunque lo intentáramos, por lo que mejor sería ir a pedirle perdón. Jesús, en
otras palabras, no vino a reforzar ninguna de las formas normales en que los
cristianos occidentales -y también los occidentales no cristianos han pensado
sobre el comportamiento. Vino a inaugurar el Reino de Dios en su vida y
ministerio público y, a través de la culminación de ambos, en su muerte y
resurrección. Vino a liberar a Israel, a rescatar a la humanidad, y así preservar
la creación. Y, con eso, todo es diferente.

Jesús vino, de hecho, a establecer la nueva creación de Dios y con ella una
nueva forma de ser humano, una forma que toma el reflejo del
«comportamiento recto», proporcionado por el antiguo judaísmo y
paganismo, y, trascendiendo ambos, establece la profunda verdad interior de
ambos en una fundación bastante nueva. Y, con eso, también lanzó un
proyecto para rehumanizar a los seres humanos, un proyecto en el que
encontrarían sus corazones limpios y suavizados, se encontrarán vueltos del
revés y de dentro a fuera, y descubrirán un nuevo lenguaje por aprender con
todos los incentivos para aprenderlo. El Reino de Dios estaba explotando en
aquel mundo, ofreciendo un objetivo como nunca habría imaginado
Aristóteles. Los hombres eran por fin llamados a redescubrir aquello para lo
que habían sido creados, para lo que Israel había sido creado. Después de
todo, iban a ser reyes y sacerdotes, siguiendo el logro fundamental, real y
sacerdotal de Jesús, y tendrían que «aprender de los rasguños» lo que
significaba. Ellos iban a practicar la virtud, un tipo de virtud nunca antes
imaginado. Y en este, como en otros muchos, el primer gran teórico de los
seguidores de Jesús fue ese hombre infatigable, inquieto, entrañable y a
menudo enigmático, llamado Pablo.
5.
5. Transformados por la Renovación de la Mente
1

Pienso con frecuencia que Pablo debe haber sido lo que llamamos un hombre
madrugador. Recordemos que, desde luego, también era capaz de trasnochar.
De hecho, una de las anécdotas más conocidas que aparece en los Hechos, lo
presenta hablando sin parar en la habitación de arriba de la casa, hasta que,
finalmente, un joven, vencido por el sueño, se cayó de una ventana. Pablo,
intrépido, le levantó, comprobó que todo estaba correcto y siguió hasta la
mañana (Hch 20,7-12).

Pero existen pasajes significativos en sus cartas que, a mi juicio, nos sugieren
que Pablo era una de esas personas que sentía y disfrutaba la excitación de
estar en pie antes de la salida del sol, siendo también capaz, como un surfista
que aprovecha la energía de una ola, de dar rienda suelta al poder y la
promesa de provocar un pensamiento, oración y acción frescos y
estimulantes. Pregunta:

¿Es que no sabéis qué hora es? La noche está a punto de acabar;
va a comenzar el día. Es hora de dejar de dormir y levantarse
(Rm 13,11-12).

E insiste:

¡Despertaos ya, dormilones! Levantaos de la muerte y el Mesías


os dará luz (Ef. 5,14).

Y, tal vez, más revelador:

En cuanto al tiempo y a las circunstancias, no tenéis, hermanos,


necesidad de que se os escriba. Sabéis muy bien que el día del
Señor vendrá como un ladrón en plena noche. Cuando los
hombres hablen de paz y seguridad, entonces caerá sobre ellos la
ruina de improviso, igual que los dolores de partos sobre la mujer
embarazada, y no podrán escapar.
Pero vosotros, hermanos, no vivís en tinieblas. Por tanto, el día
del Señor no debe sorprendernos como si fuera un ladrón. Todos
vosotros sois hijos de la luz, hijos del día; no somos de la noche
ni de las tinieblas. Por consiguiente, no durmamos, como hacen
los demás, sino vigilemos y vivamos sobriamente. Los que
duermen, de noche duermen; los que se emborrachan, de noche
se emborrachan. Pero nosotros, que somos del día, debemos vivir
con sobriedad, cubiertos con la coraza de la fe y del amor, y con
la esperanza de la salvación como casco protector. Porque no nos
ha destinado Dios al castigo, sino a alcanzar la salvación por
medio de nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros, a fin
de que, tanto despiertos como dormidos, vivamos unidos a ÉL
Por lo tanto, animaos mutuamente y confortaos unos a otros,
como ya lo venís haciendo (1 Tes. 5,1-11).

Sí. De acuerdo. Realmente Pablo ha mezclado aquí bien las metáforas.


Debéis estar despiertos por si un ladrón intenta robar vuestra casa. Necesitáis
despertaros, porque se acerca la mañana. Y afortunadamente la mujer se ha
ido a trabajar, de manera que no hay que emborracharse sino ponerse la
armadura.

Ahora bien, junto a la retórica sin aliento del amanecer, hay un punto
fundamental que muestra hasta qué punto el enfoque del primitivo
cristianismo sobre la virtud era similar, y al mismo tiempo diferente, del que
mantenía el mundo pagano de su alrededor. Nosotros, gente del día, debemos
autocontrolamos, vestimos con la armadura de la fe y del amor, y ponernos el
casco de la esperanza de salvación. Esta es la meta, el télos, el pleno día que
ya está despuntando; estos son los pasos hacia esa meta, los hábitos del
corazón, de la mente y del cuerpo, que os prepararán para ser personas del
día, seres humanos plenamente renovados. 1 Tesalonicenses es casi con
certeza una de las cartas más primitivas de Pablo, pero en ella podemos
percibir ya la posición de madurez que aparece dibujada más plenamente en
otros lugares, una posición sobre la virtud que desembocará, con el paso de
los siglos, en una estructura masiva de investigación cristiana, capaz de
renovar la clásica tradición antigua sobre la virtud, transformándola
radicalmente durante el proceso. Fe, esperanza y amor forman para Pablo el
carácter fundamental de la persona, que anticipa en el presente, mediante una
disciplina moral paciente y cuidadosa, la meta de la genuina humanidad que
se pone ante nuestros ojos. (Observemos especialmente la frase
«autocontrolarnos». Estas cosas no suceden por casualidad. Volveremos
sobre ello en su momento).

La meta -insiste- está ya dada en Cristo. Por esta razón, desde un cierto punto
de vista, el día ha despuntado ya, mientras que desde otro, todavía está en
camino. Pablo, desconocedor del moderno fenómeno del jet-lag, expresa
aquí, sin embargo, algo similar. Le sucede como a alguien que sale justo
cuando está despuntando el día, y vuela a gran velocidad hacia el oeste,
comenzando el vuelo al final de la noche, para llegar al nuevo país, con
tiempo para experimentar de nuevo el amanecer. Su cuerpo y su mente saben
que ya es de día, mientras que el mundo que le rodea todavía espera que
empiece a amanecer. Este es el cuadro del cristiano que vive en el nuevo día
del Reino de Dios -un Reino puesto en marcha por Jesús-, mientras que el
resto del mundo está todavía en la cama. La visión que tiene Pablo de la
virtud cristiana, centrada aquí, como en otras partes, en la fe, la esperanza y el
amor, consiste en el desarrollo de los hábitos de un corazón lleno de la luz del
día en un mundo invadido todavía por la oscuridad.

Comenzar aquí es poner de relieve una vez más, como vimos en el capítulo
anterior, que todo lo que decimos ahora sobre la vida moral, vista desde la
perspectiva de Pablo, es firme e indestructiblemente mantenido en el contexto
global de la gracia de Dios. Ni por un momento se imagina Pablo, como
puede uno hacer leyendo a Aristóteles, que la moralidad sea sencillamente un
asunto sobre la decisión de un hombre de adoptar un determinado conjunto
de características, y sobre el descubrimiento en él de la capacidad y energía
para asumir y reformar la propia vida de esa forma.

Pablo no habría dudado de que tales reformas sean en principio posibles. La


mayoría de la gente, tal vez después de algunos años de vida disoluta y
desorganizada, cae en la cuenta de que parecen no existir unas formas de vida
mejores, más efectivas, y felices, y deciden disciplinarse y poner orden en sus
vidas. Mejor eso que nada. Pero con ese esfuerzo moral -habría insistido
Pablo- vienen después tentaciones de orgullo, arrogancia, codicia, y muchas
cosas más. E incluso en los moralistas paganos más serios (Aristóteles,
Séneca, etc.) sigue dándose el enigma de que alguien pueda decirle a la gente
cómo vivir, no siendo capaz de hacerlo él mismo. Para Pablo, la fe, la
esperanza y el amor están ya dadas en Cristo y por el Espíritu, siendo posible
vivir desde ellas. Pero hay que trabajarlas. Y para ello es necesario querer
vivir a la luz del día. Es necesario comprender cómo funciona la propia vida
moral. Y también pensar cuáles son los medios y cómo funcionan. Es
necesario desarrollar consciente y deliberadamente los hábitos del corazón, la
mente y el alma, y reforzar lo que sustentará esta vida de fe, esperanza y
amor. En otras palabras, es necesario practicar la forma específicamente
cristiana de virtud.

Saber que el día ya ha despuntado y que uno está inmerso en una nueva vida
con nuevas posibilidades, es la estructura que permite que tenga lugar la
reflexión paulina sobre las virtudes. Es también la estructura que garantiza
que, conforme vamos hacia delante, no pondremos en peligro de ninguna
manera la bien conocida posición de Pablo de que somos justificados y
definitivamente salvados por la gracia a través de la fe.

La visión de Pablo sobre el amanecer, la justificación, la fe y la vida cristiana


se sostiene dentro de una estructura teológica más amplia. Para él, toda la
vida cristiana -la fe, el pensamiento y la acción- acontece dentro de la
actividad creadora y redentora (o neocreadora) del único Dios verdadero, que
se ha dado a conocer en Jesús el Mesías y que está ahora activo a través del
Espíritu de Jesús, el Espíritu Santo. La estructura implícita -y a veces
explícitamente trinitaria- del pensamiento de Pablo ha sido investigada
muchas veces y no necesitamos desarrollarla aquí, excepto para observar que,
si tuviéramos que preguntar a Pablo por su definición de la meta última, el
télos de la totalidad de nuestra fe y nuestra vida, podría muy bien responder:
la resurrección o, tal vez, la nueva creación; pero del mismo modo y tal vez
más profundamente su respuesta podría ser: Dios mismo. Para nosotros -
escribe a los corintios- no hay más que un Dios: el Padre, de quien proceden
todas las cosas y para quien nosotros existimos (cf. 1 Cor 8,6).

Esta pequeña frase, «para quien nosotros existimos», se hace eco de lo que
dice al final de una de sus principales argumentaciones: «De él, por él y para
él son todas las cosas» (Rm 11,36). Esto está íntimamente ligado a una frase
similar, que aparece en Col 1, aunque en esta última es Jesucristo al que
tienden todas las cosas: todo fue creado «por él y para él» (1,16) y todas las
cosas fueron reconciliadas «por él y para él» (1,20). Para Pablo Dios
permanece en el centro del cuadro y, si nos centramos en la humanidad
renovada, la nueva creación, el mundo restaurado por el amor y la justicia
salvadora de Dios, y lleno por fin de su gloria, debemos no olvidar que el
objetivo de todas las cosas es «que Dios pueda ser todo en todos» (1 Cor
15,28).

Ahora bien, si tuviéramos que reemplazar el télos de felicidad o florecimiento


humano +O al estilo cristiano, resurrección y nuevos cielos y nueva tierra-,
por la respuesta: «Dios mismo», y tuviéramos que preguntar cómo afectaría
eso a la estructura de pensamiento que genera el discurso de la virtud,
encontraríamos rápidamente en Pablo lo que podríamos esperar de un judío
inmerso en las antiguas escrituras de Israel. Si el Dios creador es la meta,
entonces lo que esto significa para los seres humanos no es que estos serán
absorbidos en Dios, perdiendo su identidad e individualidad, sino que una vez
más vendrán a reflejar la imagen divina plena y completamente desde Dios
hacia el mundo y desde el mundo hacia Dios. En otras palabras: reyes y
sacerdotes.

Esta idea de ser restaurados como genuinos portadores de la imagen, es


exactamente lo que encontramos al estudiar a Pablo. La gente del día, en la
perspectiva de Pablo, es la gente que hace opciones en el presente, desarrolla
el carácter en el presente y la que tenderá hacia la meta que es el mismo Dios,
gracias a ser «renovados en el conocimiento según la imagen del creador»
(3,10). Y con esto llegamos a una de las principales exposiciones de la vida
cristiana que hace Pablo: la carta a la comunidad cristiana de Colosas.

Cuando aparezca el Mesías, vuestra vida, entonces también


vosotros apareceréis gloriosos con él. Destruid, pues, lo que hay
de terreno en vosotros..., despojaos del hombre viejo y de sus
acciones, y revestíos del hombre nuevo que, en busca de un
conocimiento cada vez más profundo, se va renovando a imagen
de su creador (Col 3,4-5.9-10).

Existe una comprensión de la virtud por parte de Pablo. Significativamente,


también existe en Juan:

Sí, hijos míos, permaneced en él, para que, cuando se manifieste,


tengamos plena confianza, y no nos veamos avergonzados ante él
el día de su gloriosa venida ... Queridos, ahora somos ya hijos de
Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que,
cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos
tal cual es. Todo el que tiene en él esta esperanza, se purifica a sí
mismo como él es puro (1 Jn 2,28; 3,2-3).

El acontecimiento futuro demostrará nuestra verdadera y definitiva


existencia: por consiguiente, debemos trabajar duro en el presente para
convertirnos en el pueblo que estamos destinados a ser. En cada caso, tanto
en Pablo como en Juan, este futuro destino (para subrayar la cuestión una vez
más) está ya dado en Jesucristo y en nuestra pertenencia a él como sus
miembros. No partimos de un material humano en bruto ni trabajamos
partiendo de cero. Partimos de un carácter humano que está ya en Cristo,
«resucitado con él» (Col 3,1) y «que permanece en él» (1 Jn 3,1; Gál 4,1-7).
Sin embargo, lo que nos interesa ahora no es tanto la lógica de la virtud
paulina y joánica, como los pasos concretos que deben darse para alcanzar
esta virtud.

En primer lugar, como es lógico, los mandamientos de Pablo se inscriben


claramente en el discurso de la virtud, aunque al modo cristiano. No pueden
ser reducidos ni a una deontología cristiana, esto es, a la búsqueda de un
conjunto nuevo o revisado de normas u obligaciones, ni a un utilitarismo
cristiano (buscando, y tal vez calculando, la felicidad previsiblemente
resultante para la mayoría) y menos todavía a un romanticismo o
existencialismo cristianos. Vayamos uno por uno.

Los mandamientos de Col 3,1-17, uno de los pasajes éticos más completos de
Pablo y uno de los mejor ordenados teológicamente, no deben verse como
normas cristianas, en el sentido en que los interpreta habitualmente la gente
hoy. (No me refiero a filósofos serios, que por supuesto saben que la virtud
no debe practicarse en contra de las propias normas, sino a la idea popular
según la cual se considera que cualquiera que le dice a otro cómo debe
comportarse está proyectando sus propios prejuicios o su propia psicología
sobre los demás de una forma arbitraria y desagradable). Tampoco deben
explicarse estos mandamientos de Pablo basándose en la idea de que un
comportamiento de esta naturaleza producirá la máxima felicidad al mayor
número de personas. Pablo es demasiado realista para esto, es demasiado
consciente del sufrimiento que tiene lugar cuando la gente se pone en el
camino del seguimiento de Jesús crucificado. Sí, «los sufrimientos del tiempo
presente no son nada en comparación con la gloria que será revelada» (Rm
8,18), pero se trata de un argumento escasamente prudente para ser aceptado
por alguien que fuera un utilitarista cristiano. Por último, tampoco está
diciendo Pablo concretamente, como podría esperar un romántico o un
existencialista, que la posición moral que está encareciendo, vendrá
naturalmente, de modo que, una vez que uno es cristiano, solo tiene que
esperar ser capaz de hacer lo que él dice sin reflexión o esfuerzo moral.

No: lo que cuenta es la formación en el momento actual de un carácter que


propiamente anticipa la situación futura prometida, en el sentido que hemos
analizado antes. Como vimos, esta situación futura es para el cristiano la
resurrección en un cuerpo como el de Jesucristo resucitado, una resurrección
para compartir, en el nuevo mundo, la nueva creación que ha comenzado ya
con él y en la cual el pueblo de Dios será un sacerdocio real, los auténticos
seres humanos mediante los que el mundo de Dios es conducido a una
situación gloriosa floreciente. El Mesías está ya sentado a la derecha de Dios,
esto es, en una posición de autoridad ejecutiva sobre el mundo. «Muy bien -
dice Pablo-, vosotros estáis en Cristo, de modo que estáis también allí». De
modo que, igual que las virtudes cardinales dentro del esquema pagano de la
virtud apuntaban más allá y realmente anticipaban aspectos de la eudaimonía
final o florecimiento humano, los estilos de vida que encarece Pablo apuntan
más allá y anticipan realmente aspectos de la definitiva renovación de la
humanidad.

Dentro de esta lógica es importante notar lo que Pablo no dice: «Pensad en


las cosas de arriba». Dice: «no en las de este mundo» (Col 3,2). Siglos de
malentendidos dualistas han llevado a los lectores de hoy a imaginar que,
cuando él habla sobre «cosas de arriba» como algo opuesto a las «cosas de
este mundo», está adoptando una decidida antítesis entre el mundo del
espacio, tiempo, y materia (las cosas de este mundo), y un mundo «superior»,
una existencia puramente espiritual, donde estas cosas no esenciales,
desordenadas y desafortunadas son abandonadas con un suspiro de alivio.

Pues no. Si fuera esto lo que quisiera decir, habría reforzado las prohibiciones
contra ciertos tipos de comida y de bebida, en vez de declarar innecesarias
semejantes prohibiciones (2,16-23). No habría recomendado todos los
aspectos prácticos del carácter a los que volveremos (3,12-17). No: cuando
dice «de este mundo», se está refiriendo, como queda claro en 3,5-9, a esos
estilos de comportamiento que han vuelto la espalda al Dios creador y que
reflejan la presente corrupción de la creación en vez del amor y el señorío de
Dios. Debemos caer en la cuenta del paralelo que existe con Flp 3,14-21.
Allí, Pablo establece el mismo contraste entre «arriba» y «en la tierra»,
dejando claro que «en la tierra» no significa una parte del mundo, del
espacio, el tiempo, y la materia, sino el comportamiento que se desarrolla
como si lo único verdaderamente importante fueran los apetitos terrenos. Este
pasaje termina no con Jesús sacando a la gente del mundo físico presente,
sino con su vuelta desde el cielo para mantener unidos cielo y tierra, y para,
gobernando ambos, transformar nuestros cuerpos corruptibles de ahora, de
forma que lleguen a ser como el que él posee ya. Y, como ha sido subrayado
frecuentemente a propósito de la lista de «obras de la carne» de Gál 5,19-21,
la mayor parte de lo que vemos aquí en Col 3,5-9, podría ser practicado en
realidad por un espíritu desencarnado (cólera, calumnia, blasfemia y, sobre
todo, mentira). En otras palabras, Pablo adopta el lenguaje de «arriba» y
«abajo» para subrayar el punto moral, pero no por ello está dando a su
argumentación la impronta de un dualismo ontológico (materia= malo, no-
materia= bueno). Rechazar el mundo creado, que es bueno, es, en el mejor de
los casos, una burda parodia y una notable distorsión de la virtud cristiana.

Entonces, ¿qué dice Pablo en la carta a los colosenses que debemos hacer los
cristianos? Respuesta: les dice que desarrollen en el momento presente el
carácter que verdaderamente anticipará la vida de la era que ha de venir. Más
adelante consideraremos detalladamente las cosas prácticas que plantea, que
están íntimamente relacionadas con otras listas similares. Lo que necesitamos
captar como la esencia de su síntesis de la virtud cristiana, es el esfuerzo
moral que implica «matad...» (3,5), «abandonad...» (3,8), «revestíos...»
(3,14): estos son los puntos de especial interés.

Lo principal que hay que subrayar es que ninguna de estas cosas ocurren
naturalmente, sin más. Incluso para el cristiano, las cosas no marchan por sí
mismas y, ciertamente, no desde el principio. Lo propio de la virtud, como
hemos visto, es que con el tiempo, cuando el carácter de una persona termina
estando plenamente formado, estas cosas pueden, sin duda, comenzar a
suceder naturalmente. Pero los pasos hasta llegar a ese punto implican
decisiones y acciones duras y difíciles, opciones que van a contracorriente de
aspiraciones, deseos e instintos con los que todo ser humano viene equipado.

Pablo no se anda con rodeos en este punto. No dice: «Deberíais intentar


realizar algo de esto» o «Si os parece bien, pensad en absteneros de algunas
de estas cosas». No. Dice: «Aniquiladlas. Si no las matáis, ellas os matarán a
vosotros» (3,6). Y esto -debemos subrayarlo- no porque Dios vaya a invocar
de repente una prohibición divina, arbitraria y tiránica para constreñir nuestra
forma de ser, para impedir que tengamos una buena andadura o para
castigarnos si nos pasamos de la raya. Al contrario, la razón es que estas
formas de comportamiento conducen directamente,
con la fuerza de la necesidad, a la corrupción, la decadencia, y la muerte y,
consecuentemente, expulsan de la nueva creación en la que cielo y tierra se
dan la mano, y donde triunfa la resurrección.

Un ejemplo obvio. Como he mencionado antes, yo estaba escribiendo este


libro durante la tormenta financiera del denominado «derrumbe crediticio» de
2008-2009. Todos los que tenían una cabeza financiera veterana y sabia,
decían:

-Bien, los bancos y los prestamistas estaban prestando a la gente un dinero


del que no disponían, para comprar unas casas cuyo valor era superior al
precio de venta, por lo que el derrumbe era inevitable antes o después.

El resultado no era un castigo arbitrario, como el que podía imponer un


tribunal condenando a alguien a cinco años por fraude. Era una conclusión
lógica, una consecuencia necesaria dentro del propio comportamiento. «Haz
este tipo de cosas y de su propio interior saldrán esas consecuencias». Lo
mismo ocurre con los comportamientos que Pablo enumera aquí. Son los
hábitos de vida los que conducen ya a la muerte.

Por lo tanto, algunas cosas deben ser «aniquiladas». Otras «excluidas»,


puestas fuera de alcance, eliminadas con sentido de revulsivo.
Indudablemente, el desarrollo de esta sensibilidad -el reconocimiento y una
consciencia sostenida de que estos aspectos negativos del carácter, furia, ira,
malicia, blasfemia, y cualquier tipo de maledicencia, resultan realmente
deshumanizantes- es una parte vital del desarrollo del carácter. Si estas cosas
o la lista del versículo 5 llegan a convertirse en hábitos, como dice Pablo que
ha sucedido entre los miembros de la comunidad a la que escribe (versículo
7), entonces el primer nuevo hábito a adquirir es el de la ruptura con todas las
cosas viejas. Pensemos en un jugador de tenis autodidacta, que ha estado
haciéndolo todo mal durante años. Esta persona necesitará desaprender toda
una serie de cosas que, de continuar con ellas, le impedirían jugar un
campeonato correctamente. Solo después de este desaprendizaje podrá
adquirir nuevos hábitos, que le capacitarán para jugar al tenis no solo
apropiadamente sino incluso con éxito. De la misma manera, los convertidos
necesitan aprender que existen algunos hábitos del cuerpo, la mente, la
imaginación, el habla, etc., que requieren ser desaprendidos, para dar paso a
nuevos hábitos que deben ser aprendidos.

Esta ilustración, sin embargo, es limitada, porque el tenis es un juego que se


puede jugar uno contra uno. En otras palabras, normalmente se trata de una
tarea individual. Sin embargo, el comportamiento cristiano no es así. No es
un deporte como el fútbol, el rugby o el hockey. En él no hay cabida para
«pasajeros», es decir, jugadores que dejan que otros realicen el trabajo duro, a
la espera de todo vaya bien. Pero tampoco hay cabida para el individuo
solitario que da por supuesto que puede ser capaz de jugar a un mismo
tiempo al ataque, en la defensa y como apoyo. Por eso, las virtudes que Pablo
anima a desarrollar a los colosenses son virtudes de comunidad: mutua
amabilidad, veracidad, perdón recíproco, aceptación por encima de las
barreras tradicionales de raza, cultura y clase. No es que la construcción y
cuidado de una comunidad de este tipo sea en sí misma una de las virtudes.
Habida cuenta de que el amor es la principal virtud (3,14), la comunidad es el
contexto principal. Y, anticipando un punto muy posterior, a la esencia más
auténtica de esta clase de comunidad pertenece el que no somos clones los
unos de los otros. Todos los cristianos deben exhibir las virtudes cristianas,
pero cada uno está llamado a un conjunto de tareas diferentes.

A continuación, Pablo se centra en el lado positivo: «Comportaos, pues,


como elegidos de Dios...». Una vez más, lo fundamental es que todo esto no
sucede automáticamente. La comunidad es vital, pero todos sus miembros
deben hacerla suya. No es bueno esperar que, puesto que uno se ha
convertido, va a la iglesia, dice sus oraciones, tiene amigos cristianos, etc., va
a descubrir que las cualidades de amabilidad, gentileza, humildad, y las
demás se van a producir sin más, sin esfuerzo por su parte. Ciertamente, este
contexto es esencial. Estar en compañía de gente de mentalidad afín y capaz
de apoyar (o tener un saludable mapa genético y una feliz educación), puede,
aunque no resulte absolutamente necesario, crear un contexto dentro del cual
un individuo puede encontrar coraje y energía suficientes para realizar
progresos morales. Pero más pronto o más tarde, probablemente más pronto,
cada cristiano individual deberá hacer las opciones clave para «realizar» las
cosas que anticipan genuinamente en el presente la vida que se nos ha
prometido para el futuro, la vida que ya nos ha sido dada en Cristo. Y
habiendo realizado esas opciones clave, cada cristiano debe adquirir el hábito
de seguir haciéndolas una y otra vez.

Como con el «desechar», así también el «realizar» es cuestión de una


decisión consciente, reiterada una y otra vez, de hacer determinadas cosas en
determinada dirección, de crear estructuras o modelos de memoria e
imaginación en lo más hondo del psiquismo y, como hemos aprendido de la
neurociencia contemporánea, en lo más hondo de la actual estructura física de
nuestro misterioso cerebro. Gradualmente, paso a paso, el realizar o hacer
funcionar estas cualidades, unas cualidades que por el momento me pueden
parecer sumamente artificiales, antinaturales y ajenas a mí, transformará de
hecho el carácter en sus niveles más profundos. Col 3 es indudablemente un
número uno en la cuestión de la virtud cristiana.

Por supuesto, utilizamos con frecuencia la expresión que usa Pablo,


16
«realizar» , para referimos a todos los que pretenden ser algo que no son. Se
trata de una expresión algo despectiva. «Estás realmente exagerando la nota»,
decimos a alguien que aparentemente está fingiendo una emoción profunda.
«En realidad, no te sientes así». Nuestra cultura, empapada de romanticismo
y existencialismo, está pronta a detectar y reírse de la hipocresía. Esta
reacción es, en realidad, el contrapunto moderno y secular de la antigua
ansiedad teológica con respecto a quienes trataban de «considerarse
suficientemente buenos ante Dios», en vez de confiarse a la gracia de Dios.
Como hemos visto antes, Martín Lutero, hace cerca de cinco siglos,
consideró que toda «virtud» era en realidad «hipocresía».

Pero parte del punto de vista de Pablo, que es completamente característico


de la ética de la virtud, es que uno tiene que pasar por esta etapa, si quiere ir a
cualquier lado. Por poner de nuevo un ejemplo tomado de un deporte
individualista: cuando un maestro de golf me indicó finalmente qué era lo
que estaba haciendo mal en la forma como estaba agarrando el palo, durante
los días posteriores todo mi juego me resultó «innatural». Pretendía
equivocadamente volver a hacer las cosas como siempre las había hecho,
porque era la forma que me parecía y sentía como correcta. Era lo que mis
manos y mis hombros estaban acostumbrados a hacer. El problema era que la
pelota normalmente no iba a donde yo quería que fuera..., mientras que, por
lo menos algunas veces, la nueva forma de agarrar el palo, por más innatural
que me pareciera, estaba empezando a mejorar mi realización. De manera
parecida, recuerdo a un profesor de piano que insistía en que la causa de que
yo estuviera teniendo problemas con una determinada pieza en la que había
sido autodidacta, era que no prestaba atención suficiente a la posición de los
dedos que el propio compositor había sugerido. Cuando intenté por primera
vez colocar los dedos «correctamente», después de meses de vérmelas con la
pieza según mi propio y dulce entender, la sensación fue sumamente extraña.
Apenas podía concentrarme en el sentimiento musical, porque estaba
totalmente bloqueado por una incorrecta sensación en mis dedos. Pero una
vez más y gradualmente no solo me acostumbré a la nueva posición de los
dedos, sino que la pieza empezó a sonar de una forma inédita hasta entonces.
Esto es lo que viene a suceder cuando alguien comienza seriamente a
«realizar» las cosas a las que se refiere Pablo.

Pues bien, conviene entonces que transportemos estos ejemplos individuales


al plano de toda una comunidad. No es infrecuente escuchar a profesionales y
aficionados al fútbol lamentarse de que su equipo está formado por un
conjunto de individualidades muy caras, que no han aprendido a jugar juntos.
Semejante equipo -equipo solo de nombre- estará a merced de cualquier otro
con menos individualidades geniales, que conocen las capacidades de los
demás y saben cómo jugar haciéndolas rendir; saben cómo sacar lo mejor de
cada uno y confían los unos en los otros a la hora de estar en el lugar correcto
en el momento oportuno. De igual manera, pongamos a un pianista en un
grupo de cámara o, si se prefiere, al intérprete de viola en una gran orquesta.
El buen músico no se contenta con interpretar la música simplemente en el
estrado. Interpreta conscientemente y con toda fruición como parte de un
todo más amplio, aportando su propia contribución, pero consciente de todo
el alcance y el flujo de la música y de las demás aportaciones tan diferentes
de la suya, pero tan necesariamente complementarias.

«Revestíos, pues, de compasión y amabilidad...», «Vestirse» es también, por


supuesto, una metáfora, que hace alusión a lo que ocurre cuando uno se
levanta por la mañana y decide qué ropa ponerse. Imaginemos a un hombre
que acaba de cambiar de trabajo y ha pasado de ser censor jurado de cuentas
a dedicarse a cuidar un centro de jardinería. Durante años se ha levantado por
la mañana y se ha vestido automáticamente con su traje para ir a la oficina.
No ha tenido que pensar en ello. Sin embargo, ahora tiene que elegir la ropa
adecuada para su trabajo al aire libre. Es fácil imaginar cómo se las arreglará.
Los primeros días, pensando con entusiasmo en el nuevo trabajo, no le
resultará difícil escoger en el armario la ropa adecuada. Pero, antes de
adquirir la rapidez propia de lo que se ha convertido en hábito, no sería
sorprendente si al levantarse una mañana con otras cosas en la cabeza, se
diera cuenta de que se estaba vistiendo de traje y corbata antes de caer en la
cuenta de ello. Tal vez un ejemplo tonto, pero da en el clavo: la ropa no sale
sola del armario y se coloca sin más sobre uno; es necesario pensar qué se va
uno a poner, tomar una y otra vez decisiones conscientes para ponerse la ropa
adecuada para la nueva vida que uno se dispone a seguir.

Esto es exactamente lo que dice Pablo. La nueva vida es la vida «en Cristo».
Los nuevos vestidos -que indudablemente parecerán poco naturales y nada
confortables al principio- están en la lista que encontramos en los versículos
12-17: compasión, amabilidad, humildad, mansedumbre, aguante, perdón y,
sobre todo, amor. Suena un poco como las bienaventuranzas, ¿verdad?, y,
como ocurre con la célebre lista de Jesús, uno no tiene más remedio que
decidir que intentará revestirse de ellas. Es necesario sacarlas del armario.
Hay que aprender a vestirlas correctamente, como alguien que aprende a
hacer una corbata de pajarita.

Pablo amplía la metáfora: hay una ropa que se superpone a las demás y las
ata en un punto, como si fuera un cinturón. Es el agápe o el amor (versículo
14). Volveremos a ocupamos del significado de agápe en Pablo más tarde,
pero caigamos ahora en la cuenta de lo que él dice sobre esta palabra: el amor
es «el vínculo de la perfección», el syndesmos tes teleiótetos, aquello que da
unidad al todo, «perfeccionándolo». Hay una raíz que conecta todo este tema,
por una parte, con Aristóteles, con su télos, la meta, el fin último de todos
nuestros esfuerzos, y con Jesús, por otra, con su exhortación a ser «perfectos»
o completos, téleios. Aquí está la meta; estos son los pasos que conducen a
ella. Hay algunas cosas que permanecen, que duran, que crean (por así decir)
un puente entre este mundo y el venidero; y entre estas cosas perdurables el
amor es la más grande (1 Cor 13,13), que examinaremos en el próximo
capítulo.

Así es como funciona la virtud. «Mantén los ojos puestos en la meta de un


carácter «completo», en el caso cristiano la plenitud humana prometida en la
resurrección, a través de la cual somos llamados a ser un sacerdocio real.
Practica en el presente las habilidades que gradualmente te permitirán hacer y
ser lo que te conducirá a conseguir ese carácter completo». Esto, de entrada,
parecerá «innatural», pero posteriormente, si insistimos en ello, puede llegar
a convertirse en una segunda naturaleza. Cuando hacemos esto -nos dice-,
nos convertimos en un auténtico ser humano capaz de reflejar a Dios. El
mundo verá en nosotros un reflejo de lo que es verdaderamente Dios. Dios
verá en nosotros un reflejo del mundo tal como ha sido y será renovado en la
resurrección de Jesucristo.

Para que algo de esto tenga sentido, existe un elemento clave en el que Pablo
insiste una y otra vez. Hay dos razones interrelacionadas que explican por
qué no podemos actuar sin este elemento. En primer lugar, existe un
ingrediente vital dentro de una existencia genuinamente humana que, si no se
mantiene dentro de ella, como lamentablemente parecen querer hacer
muchos, termina confabulándose con lo que en el mejor de los casos es un
estado semihumano. Segundo, hay otro ingrediente sin el cual todo este
esquema sencillamente no funcionará. Me refiero a la mente.

Sed transformados -encarece Pablo- mediante la renovación de


vuestra mente (Rm 12,2).

La llamada de Pablo a permitir la renovación de la mente para ser así


totalmente transformados, aparece al principio de la sección «Así pues» de
Rm, que es su carta más importante. Merece la pena transcribir toda la cita:
Os pido, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que os
ofrezcáis como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios. Este ha
de ser vuestro auténtico culto. No os acomodéis a los criterios de
este mundo; al contrario, transformaos, renovad vuestro interior,
para que podáis descubrir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo
bueno, lo que le agrada, lo perfecto (Rm 12,1-2).

Notemos, en primer lugar, que Pablo configura la exhortación a ser


transformados dentro de su llamada a un culto sacerdotal. Nosotros hemos de
ofrecer sacrificios; hemos de dar culto al Dios vivo de forma viva y veraz. Y
los sacrificios en cuestión, exactamente igual que en Rm 8, son la totalidad de
nuestras personas. Aquellos a los que se les ha asegurado su «acceso» a la
presencia de Dios como en el templo (Rm 5,2) y a los que se les ha prometido
que «reinarán» con Jesucristo (5,17), se les dice ahora que vengan al templo,
no ya como quienes dan culto sino como quienes se ofrecen en sacrificio.
Ellos han de presentarse a sí mismos en el altar; en otras palabras, han de
entregar la totalidad de sus vidas al Dios que los ha liberado en virtud de su
misericordia. Haciéndolo así, unirán, como los hombres de Ap 4-5, las
alabanzas inarticuladas de toda la creación, presentándolas ante el Creador.
En este sentido, compartirán el culto obediente y agradecido ofrecido en
Jesucristo.

La palabra que utiliza Pablo para decir «verdadero y apropiado» es realmente


un término que los moralistas paganos habrían reconocido (aunque
probablemente no habrían comprendido el verdadero meollo de lo que dice
Pablo). Esta palabra, logikós, resulta difícil de traducir, porque, además de
significar «verdadero y apropiado» o «lógico», puede también querer decir
«racional» por una parte y «espiritual» por otra. Da la impresión de que Pablo
está diciendo tres cosas interrelacionadas. En primer lugar, ofrecer vuestros
cuerpos (que aquí equivale a la totalidad del yo) a Dios es sin duda la cosa
más apropiada que puede hacerse, ya que Dios os ha redimido y transformará
este cuerpo, para que sea como el cuerpo resucitado de Jesucristo; una
transformación que es posible anticipar mediante un apropiado
comportamiento aquí y ahora. Segundo, este autoofrecimiento no es
meramente del cuerpo, sino del cuerpo en cuanto que está dirigido por una
mente que razona. Tercero, «cuando dais culto a Dios de esta forma, con todo
vuestro ser, en realidad no estáis, por supuesto, tumbándoos sobre un altar y
cortando vuestra propia garganta, sino que lo estáis haciendo
"espiritualmente", no por cierto metafóricamente, sino en el ámbito de la
realidad espiritual». Esta es, por así decir, la verdadera obra «sacerdotal», a la
que apuntaban todos los antiguos sacrificios que se realizaban en el templo de
Jerusalén.

Pablo desarrolla este tema «sacerdotal» de diversas formas en otros lugares.


En Rm 15,16 se ve a sí mismo yendo a Jerusalén como sacerdote y llevando
una ofrenda al templo; ahora bien, la ofrenda es los gentiles conversos en la
forma del dinero que habían dado y que se había convertido en santo por la
acción del Espíritu Santo (suponiendo que a alguien se le ocurriera ponerlo
en cuestión). En Flp 2,17 ve a los filipenses y su vida de fe como sacrificios
ofrecidos a Dios con su propia vida, como bebida derramada en sacrificio.
Estas imágenes de un culto sacrificial aparecen en Pablo con toda naturalidad.
Una vez que ha examinado cuidadosamente el hecho de que el significado del
templo de Jerusalén haya sido transferido a Jesucristo y a aquellos en los que
ahora habita el Espíritu, no tiene ninguna dificultad en utilizar estas imágenes
para subrayar la naturaleza del culto cristiano, del aspecto «sacerdotal» de la
vocación al «sacerdocio real».

El mismo tema es puesto de relieve al final de la «epístola del sacerdocio», es


decir, la carta a los hebreos:

Nosotros tenemos un altar del que no tienen derecho a participar


los que están al servicio de la antigua tienda de la presencia. En
efecto, los cuerpos de las víctimas expiatorias, cuya sangre es
llevada al santuario por el sumo sacerdote, son quemados fuera
del campamento. Por eso, también Jesús, para santificar al pueblo
con su propia sangre, padeció fuera de la ciudad. Salgamos, pues,
a su encuentro fuera del campamento y carguemos también
nosotros con su oprobio. Porque no tenemos aquí ciudad
permanente, sino que aspiramos a la ciudad futura. Así pues,
ofrezcamos sin cesar a Dios por medio de él un sacrificio de
alabanza, es decir, el fruto de los labios que bendicen su nombre.
No os olvidéis de hacer el bien y de ayudaros mutuamente,
porque en tales sacrificios se complace Dios (Heb 13,10-16).

Una vez más, el sacerdocio real aparece trascendiendo el mundo del judaísmo
antiguo, pero manteniendo en pie su esencial vocación.

Volviendo a Rm 12,1, por este medio Pablo ha creado el contexto para el


mandamiento clave, que sitúa la totalidad de su ética al margen de cualquier
insinuación de «espontaneidad», es decir, puesto que, «una vez que habéis
estado en Cristo habitados por el Espíritu, todo lo que tenéis que hacer es
dejar que la nueva vida venga naturalmente». No: la mente debe ser
transformada, de modo que podáis pensar, valorar y considerar por vosotros
mismos cuál es realmente la voluntad de Dios. De no involucrarse
plenamente la mente, no solo «no creceréis como seres humanos en plenitud
(y plenamente integrados), sino que no os comprometeréis en absoluto con la
virtud».

Cuando Pablo habla sobre la mente, no está valorando a los cristianos en


términos de lo que podríamos llamar su capacidad intelectual o académica.
Algunos cristianos tienen este tipo de mente. Muchos otros no. Pero lo que
Pablo quiere es que todos los cristianos tengan sus mentes renovadas, de
modo que puedan pensar de forma diferente. Todos nosotros afrontamos
numerosos desafíos no solo en la esfera de la moralidad en cuanto tal sino en
otros mil contextos diferentes. No se trata simplemente de que haya que
poner el piloto automático y esperar que las cosas se resuelvan por sí mismas.
Esto funcionará, como con nuestros ejemplos de virtud, únicamente cuando
nos hayamos entrenado en la práctica de los hábitos necesarios. Ahora bien,
hacer esto requiere un pensamiento cuidadoso y debidamente disciplinado en
esta nueva forma probablemente durante algún tiempo. Tenemos que ser
capaces de pensar qué hacer: qué hacer con nuestras vidas y qué hacer en las
crisis repentinas que se nos presentan cada minuto. Estar entrenados para
pensar «cristianamente» es el antídoto necesario para lo que pasaría de otra
forma, que sería estar, como dice Pablo, «exprimidos según el modelo
dictado por el tiempo presente».

De nuevo, la subestructura de la que Pablo está hablando debe ser clara. En


los once primeros capítulos de Rm ha expuesto con una extensión
considerable la forma en que Dios creador ha sido fiel, en Jesucristo y en su
muerte y resurrección, a su alianza prometida a Abraham y a su familia, y ha
provisto el modo por el que los seres humanos, a pesar de su pecado e
idolatría, pueden ser liberados y situados en el camino hacia la tierra
prometida, hacia la renovación de toda la creación. En concreto, ha mostrado
que, incluso la aparente defección de muchos judíos rechazando la fe en su
propio Mesías, está incluida, hasta cierto punto, en el objetivo de largo
alcance del Dios único. Toda su exposición está dominada por la convicción
básica de que en Jesús, el Mesías, ha despuntado ya para el «tiempo
presente» la «época futura». Muchos judíos de aquel tiempo esperaban que la
época presente llegara a su fin y que así el tiempo futuro comenzara en
plenitud. Pablo piensa que en Jesucristo el tiempo futuro tan largamente
esperado ha comenzado ya. Y ahí es donde los cristianos deben optar por
vivir.

Sí, el tiempo presente sigue también su fatigoso camino, de tal modo que
ambos se entrelazan. Como las olas en el océano, la nueva era de Dios ha
llegado ruidosamente en la resurrección de Jesucristo, pero el tiempo presente
actúa como una poderosa resaca, que impide que las olas se muevan con toda
su fuerza. La resaca de la era presente, que sigue desarrollándose, es lo mejor
para persuadir a todos los que mediante la fe y el bautismo forman parte ya
del tiempo futuro, de que, de hecho, nada ha cambiado significativamente y
de que lo que deben hacer sencillamente es seguir como estaban, viviendo la
misma vida que vive todo el mundo. «El mundo tal como es» es una fuerza
poderosa e insidiosa, que capta toda la energía de la nueva creación, sin
respetar la fe y la esperanza, para recordar a cada uno que la edad futura está
realmente ya aquí con todas sus nuevas posibilidades y proyectos.

El antídoto para el poder de la era presente, por tanto, es tener la mente


renovada, de modo que cada uno pueda pensar claramente sobre la forma de
vida que agrada a Dios, que está de acuerdo con la voluntad de Dios, que es
buena y aceptable, y (aquí una vez más) es «perfecta», téleios, completa. Esta
renovación de la mente está en el centro de la renovación de todo el ser
humano, puesto que la «oscuridad» de la mente se identificaba como el
núcleo central del problema de la idolatría, de su humanización y pecado en
un capítulo anterior de Rm 1,21-23.28:

Porque habiendo conocido a Dios, no lo han glorificado ni le han


dado gracias, sino que han puesto sus pensamientos en cosas sin
valor y se ha oscurecido su insensato corazón. Alardeando de
sabios, se han hecho necios y han trocado la gloria del Dios
incorruptible por representaciones de hombres corruptibles, e
incluso de aves, de cuadrúpedos y de reptiles [...] Y por haber
rechazado el verdadero conocimiento de Dios, Dios los ha dejado
a merced de su depravada mente, que los impulsa a hacer lo que
no deben.

Una vez más, aunque sea difícil la traducción, resulta esencial, sin embargo,
captar lo que se dice, si queremos entender cómo fluye el pensamiento de
Pablo. La mente que está en rebelión contra Dios, que rechaza glorificarle, se
convierte en «necia», es decir, en incapaz de pensar rectamente sobre lo que
constituye un comportamiento humano apropiado, mientras que la mente que
ha sido renovada adquirirá el hábito de la claridad y el recto pensar. La mente
necia es, en Rm 1, la raíz de la que procede la totalidad de cosas malas, todas
las cuales, en la interpretación de Pablo, reflejan la ruptura de la «imagen» a
la que se alude aquí, en un pasaje que claramente tiene en mente los cinco
primeros capítulos del Génesis. No es que el cuerpo extravíe a la mente o al
corazón. Es, más bien, la negativa a dar gloria al único Dios verdadero lo que
conduce al fracaso en el pensar y, como consecuencia, al fracaso en el actuar
como deben hacerlo los auténticos seres humanos. Merece la pena notar (para
evitar cualquier duda) que Pablo está describiendo aquí a la raza humana en
su conjunto, no a individuos concretos dentro de ella. Está diagnosticando un
mal que todos hemos sufrido, aun cuando los síntomas varíen de una persona
a otra.

Tal vez, el punto más llamativo es aquel con el que concluye Rm 1:

Conocen bien el decreto de Dios, según el cual los que cometen


tales acciones son dignos de muerte, pero no contentos con
hacerlas, aplauden incluso a los que las cometen (1,32).

Una cosa es insistir en caminar hacia el sur cuando el compás está apuntando
al norte; ahora bien, «fijar» el compás de modo que te diga que el camino
equivocado es el correcto, es algo muchísimo peor. Es posible corregir una
equivocación. Pero una vez que alguien se dice a sí mismo que no se trata de
una equivocación, ya no hay vuelta atrás.

Así pues, la redención de la totalidad del ser humano anticipada en el caso de


Abraham en Rm 4, está notablemente caracterizada por el reverso de todo
este proceso:

Y no decayó su fe [de Abraham] al ver que su cuerpo estaba sin


vigor -tenía casi cien años- y que Sara ya no podía concebir.
Tampoco vaciló por falta de fe ante la promesa de Dios; al
contrario, se consolidó en su fe, dando así gloria a Dios,
plenamente convencido de que Dios tiene poder para cumplir lo
que promete (Rm 4,19-21).

Esto forma parte del significado que tiene Abraham en el pensamiento de


Pablo, particularmente en Rm. En virtud de la llamada y de la promesa de
Dios, Abraham es el comienzo de la verdadera humanidad. Él es aquel que,
con una fe que Pablo ve como el verdadero antecedente de la fe cristiana,
permite que su pensamiento y su fe sean determinados no por la forma de ser
que tiene el mundo, ni tampoco por la forma de ser de su propio cuerpo, sino
por las promesas y acciones de Dios. Por eso, esto da el tono para la
«verdadera humanidad», que se expone en el capítulo 5 y que hemos visto
antes, donde la misma raíz de la palabra (dokimós) es utilizada cuando Pablo
habla sobre el «carácter intentado y acreditado» en 5,4.

De nuevo, para evitar las distorsiones que pueden producirse por la dificultad
de hacer una traducción exacta, pero teniendo en cuenta que las expresiones
pueden ayudar a la mejor comprensión del pensamiento de Pablo, vamos a
mirarlo más de cerca. Los seres humanos no han «tenido a bien» mantener a
Dios en sus mentes y, por eso, han sido «ineptos» a la hora de pensar y,
consecuentemente, de actuar (1,28). Habiendo sido justificados por la fe,
están en paz con Dios, tienen acceso a la gracia y son lanzados a un
desarrollo de la estructura del carácter, en la que el sufrimiento produce
paciencia, la paciencia los convierte en «aptos» y su «aptitud» les otorga
esperanza (5,4). Así pues, siendo transformados por la renovación de sus
mentes, tienen que asumir la «aptitud» de la voluntad de Dios, que determina
lo que es bueno, aceptable, y «perfecto» (12,2). Para Pablo, la mente es
central para el carácter cristiano: la virtud es el resultado del pensamiento y la
elección.

Todo esto nos ayuda también a comprender la exhortación del capítulo 6 a


«considerarse muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor
nuestro» (6,11). Es una llamada a una actuación no basada en conjeturas ni en
una imaginación o fantasía especulativas, sino en una deducción mental:
«Vosotros estáis en el Mesías; el Mesías ha muerto y ha resucitado; por tanto,
vosotros habéis muerto y habéis resucitado; por tanto, el pecado no tiene
ningún derecho sobre vosotros». Este imperativo mental, y solamente él, es la
base para la llamada que viene a continuación: «De modo que no permitáis
que el pecado reine en vuestro cuerpo mortal, para obligaros a obedecer a sus
deseos» (6,12). Todo esto -y mucho más realmente, pero por lo menos todo
eso- está detrás de la aparentemente breve instrucción de Pablo al comienzo
del capítulo 12: «No permitáis ser manipulados según los dictados del tiempo
presente, sino transformaos por la renovación de vuestras mentes».

¿Qué significa todo esto en términos de la visión que tiene Pablo de la virtud?
La virtud, como hemos visto, es una tarea dura. Requiere conseguir una
determinada musculatura. Supone el aprendizaje de un lenguaje nuevo y
complejo que, de entrada, la gente encuentra difícil tanto para su mente como
para su lengua. Pero no es un lenguaje que se pueda aprender como aprenden
los loros. Sí, puede ayudar unirse a otros que están también aprendiéndolo.
Sí, será bueno acudir a clases y oír programas de radio que hablen el nuevo
lenguaje. Pero a la hora de la verdad, no hay más remedio que comprometer
en ello la propia mente: hay que meterse en la estructura de los verbos y las
frases, aprender cómo ha surgido el vocabulario y por qué se han producido,
en determinadas palabras, complejas asociaciones metafóricas, que nunca
antes uno había imaginado de primeras. Solo cuando alguien ha entrado con
el pensamiento en este mundo, podrá llegar a lograr algo así como la fluidez.

¿Cómo se aplica todo esto a nuestro tema? Parte de nuestra dificultad en el


mundo cristiano de la última modernidad occidental, ha sido que la mente, la
facultad de pensar y razonar, ha quedado desprendida. Como sucede cuando
uno tiene desprendimiento de retina en el ojo, cuando el pensamiento termina
desprendido, dejan de verse las cosas con claridad. Pensamiento y razón
parecen haber quedado situados en un lado, en un mundo privado reservado
para intelectuales y académicos (notemos, por ejemplo, la forma en que los
comentaristas deportivos usan la palabra «académico» para significar
«irrelevante»). Más aún, con frecuencia hablamos de nuestros pensamientos
como si fueran sentimientos: en un encuentro, para ser educados, podríamos
decir: «Tengo la impresión de que esto es equivocado», porque suena menos
agresivo que decir: «Pienso que esto es equivocado». De modo parecido, tal
vez sin darnos cuenta siempre de ello (lo que a su vez es un signo del mismo
problema), algunas veces permitimos que los sentimientos se sobrepongan a
los pensamientos: decir «Tengo la apremiante sensación de que debemos
hacer esto» puede tener más peso que decir: «Pienso que debemos hacer
esto», puesto que nadie quiere herir nuestros sentimientos. Dando un lógico
paso más, permitimos que los sentimientos reemplacen todo el proceso de
pensar, de modo que lo que parece ser una discusión razonada es, en realidad,
un intercambio de emociones, al margen de todo razonamiento en el que
todos los participantes pretenden el más alto punto de partida moral, porque
cuando dicen: «Tengo la apremiante sensación de que debemos hacer esto»
están diciendo la verdad: realmente sienten con toda intensidad, hasta el
punto de que se sentirán heridos y rechazados, si los demás no están de
acuerdo con ellos. De esta forma, el discurso razonado es abandonado en
favor de la política del patio de recreo.

El día que estaba redactando este capítulo, alguien escribió al periódico que
suelo leer para expresar una opinión sobre el «suicidio asistido», es decir, la
eutanasia. Después de expresar su opinión, decía:

-Esto es lo que siento sobre el particular y sé que otras personas tienen


sentimientos igualmente fuertes sobre este asunto.

No dudo de que fuera cierto. Pero sus sentimientos eran irrelevantes para la
cuestión de si el objetivo era acertado o equivocado. Mucha gente siente
intensamente que deberíamos bombardear a nuestros enemigos, ejecutar a los
grandes criminales y castrar a los violadores; que deberíamos abolir los
impuestos y permitir que sobrevivieran solo los más aptos. Mucha otra gente
siente muy intensamente que no deberíamos hacer ninguna de estas cosas. Un
intercambio de sentimientos podría decirnos hasta qué punto puede llegar la
presión, pero nunca nos dirá qué opción es la correcta.

A menos que una persona pueda aportar razones, no hay literalmente razón
alguna que obligue a tomar en serio a esa persona. Sin razones, lo único que
hacemos es quedar sometidos a un chantaje emocional. Algunas veces lo
llamamos «chantaje moral», pero no tiene nada que ver con la moral, sino
únicamente con la amenaza juvenil implícita de coger un berrinche a menos
que todo el mundo ceda. La consecuencia es que la toma de decisiones
morales termina rebajándose al nivel de un sopesar una serie de sentimientos
cuasi morales, y desde allí, a una ciénaga donde ciertamente la época presente
nos ha marcado una vez más con su propia forma. Es como si no hubiera
tenido lugar nunca la resurrección, como si no hubiera despuntado nunca la
nueva era. Esta es precisamente la cuestión.

O mejor dicho, esta es la mitad de la cuestión. Desde este ángulo, la


enseñanza moral de Pablo comienza con el requerimiento, como en Rm 6,11,
de «pensar desde donde realmente estáis, en el Mesías crucificado y
resucitado», volviendo atrás la mirada hacia los acontecimientos mesiánicos
de la muerte y resurrección de Jesús. Ahora bien, aquí, lanzándose a una
típica exhortación sobre la virtud, Pablo está al mismo tiempo mirando hacia
adelante: la cuestión de «ser transformados por la renovación de la mente» se
plantea «para que podáis elaborar, discernir, pensar, y llegar a un juicio
solvente sobre (todo esto contenido en la densísima expresión griega eis to
dokimázein hymás) cuál es la voluntad de Dios, lo que hará de vosotros
hombres plenamente renovados, lo que os marcará el télos, la meta. No la
alcanzaréis siguiendo la corriente ni tampoco dando un salto siguiendo
vuestra intuición. Sí, vuestra intuición puede orientaros hacia el lugar
correcto, pero hasta que hayáis realizado el trabajo de la renovación de la
mente, no tendréis garantía de que esa intuición sea correcta y de que no
estéis una vez más siendo engañados por la era presente».

Otro pasaje que se sitúa en paralelo con Rm 12 se encuentra casi al comienzo


de la carta a los filipenses:

Y le pido que vuestro amor crezca más y más en conocimiento y


sensibilidad para todo. Así sabréis discernir lo que más
convenga, y el día en que Cristo se manifieste os hallará limpios
e irreprensibles, cargados del fruto de la salvación que se logra
por Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios (Flp 1,9-11).

Lo señalado en cursiva permite ver cómo aparece de nuevo el mismo tema.


Cuando piensa y reza por sus queridos fieles de Filipo, Pablo, por supuesto,
quiere que crezcan en el amor, pero este amor no consiste en «indisciplinadas
escuadras de emociones» sino en un hábito de pensamiento del corazón, un
corazón que sabe por qué aprueba lo que aprueba y por qué desaprueba lo
que desaprueba.
Todo esto lleva consigo la mirada de futuro que es común a la clásica
enseñanza sobre la virtud. «El día de la manifestación de Cristo» está
llegando, es el día en el que lograréis la «plenitud», como ha dicho un poco
antes en el versículo 6:

Estoy seguro de que Dios, que ha comenzado en vosotros una


obra tan buena, la llevará a feliz término [epitelései, de nuevo la
raíz télos] para el día en que Cristo Jesús se manifieste.

Aquí está de nuevo el télos, la meta, y también está la gracia, la obra soberana
de Dios «que os conducirá a la meta; pero no penséis ni por un minuto que
esta gracia actuará sin la implicación total de vuestra mente». De nuevo
encontramos aquí lo mismo: Dios quiere que seamos pueblo, no muñecos;
auténticos seres humanos que piensan y toman decisiones, no paja que mueve
el viento hacia uno u otro lado. «Necesitáis entender adecuadamente las cosas
que difieren» -dice Pablo- y la palabra que usa para «entender
adecuadamente» es nuestra vieja amiga dokimázein, como en la raíz dokimós
en Rm 1,5.12. Pienso que parte del problema que existe en el cristianismo
contemporáneo es que hablar sobre la libertad del Espíritu, sobre la gracia
que nos arrastra, que sana y transforma nuestras vidas, se ha confundido
subrepticiamente con una especie de romanticismo de baja calidad en
connivencia con un rasgo antiintelectual de nuestra cultura, que ha producido
la convicción de que cuanto más espiritual es alguien, menos necesita pensar.

No hace falta que me esfuerce en subrayar que esto es una equivocación.


Cuanto más genuinamente espiritual es alguien, de acuerdo con Rm 12 y Flp
l, más clara, exacta y cuidadosamente pensará, particularmente sobre hasta
qué punto será completa la meta de la peregrinación cristiana, y
consecuentemente qué pasos habrá que dar, qué hábitos habrá que adquirir
como parte de ese viaje o peregrinación hacia esa meta ya desde ahora. Así
pues, pensar clara y cristianamente es tanto un elemento clave dentro del
proceso total de rehumanización (no se es plenamente humano si se prescinde
del pensamiento y la razón), como una parte vital del motor que conduce el
resto de este proceso.

Una vez más, nada de esto puede ser entendido en un sentido individualista.
Por supuesto, aquellos que tienen una dotación mental e intelectual más
acusada deben utilizarlos al servicio de Dios. Pero, como viene a decir Rm
12, no debemos pensar por más tiempo sobre nosotros mismos con indebido
aire de superioridad, sino que debemos tener un juicio sobrio, puesto que
Dios nos ha hecho miembros unos de otros en Cristo dentro de un mismo
cuerpo (Rm 12,3-5). Ahora bien, incluso aquí, al subrayar la naturaleza
corporativa del discipulado cristiano de la que se sigue un requerimiento
absoluto de la necesaria humildad, Pablo subraya también que cada persona
debe pensar individualmente. Escribe: «Digo esto para cada uno de
vosotros». Y una vez más, lo que importa es el pensar: En efecto, dice él:
«No sobrepenséis lo que tenéis que pensar, sino pensad con un pensamiento
razonable». El juego de palabras que emplea Pablo aquí (hyperphronéin,
phronéin, y sophronéin) alcanza su clima en una palabra que los lectores
pueden reconocer perfectamente como emparentada con sophroeúne,
«razonable» o «moderado», palabras bien conocidas en las discusiones
clásicas sobre la virtud. Todos los cristianos son llamados a pensar las cosas,
a pensarlas ciertamente como lo hace el pensamiento, marcando una
diferencia real en la vida del cuerpo de Cristo.

A mi juicio, esta nota es necesaria y urgente hoy día. Una de las ironías que
ha aparecido en el desarrollo de la teología occidental durante mi vida, ha
sido la forma como la tradición liberal, que acostumbraba a estar orgullosa de
sí misma sobre todo por su pensamiento claro y racional, ha ido poco a poco
quedando contagiada por el emocionalismo, especialmente en el campo de la
ética. Mientras tanto, la tradición conservadora, que solía enorgullecerse de
un pensamiento cuidadosamente articulado, tanto en el terreno ético como en
el doctrinal, ha sentido frecuentemente tanta preocupación por el peligro de
una justificación por las obras, que se ha vuelto ciega para la naturaleza y la
comprensión del esfuerzo moral sobre el que Pablo ha insistido
especialmente, regulando de manera efectiva la virtud desde el comienzo,
para que la gente creyera que contribuía a su propia salvación. No es de
admirar que cuando intentamos discutir asuntos fundamentales, nos
encontremos en un diálogo de sordos.

Esta discusión sobre la mente y su renovación, nos lleva al difícil y delicado


tema de la conciencia. ¿Cuál es, al menos para Pablo, el papel de esta en la
formación y práctica de la virtud?

4
Algunas veces hablamos de una «conciencia atribulada», pero en algún
sentido conciencia es un concepto atribulado en los escritos cristianos
primitivos. Ahora bien, si la mente y su renovación gracias al poder de Dios
es algo tan importante para Pablo y para otros primitivos cristianos como
parte del entrenamiento cristiano en los hábitos de un comportamiento
humano auténtico, quiere decirse que esta facultad cuya palabra griega
(syneídesis) -el griego es la lengua original de los escritos de Pablo- significa
literalmente «conocer-juntos-con», difícilmente puede sustraerse a nuestra
consideración.

En primer lugar, vamos a ver algunos pasajes que son indudablemente


fundamentales. Pablo, en el juicio por sedición ante el Consejo judío en
Jerusalén, declara que ha mantenido su conciencia durante toda su vida en
buen estado y que sigue manteniéndola ahora como cristiano:

Hermanos, yo he procedido con toda honradez ante Dios hasta el


día de hoy (Hch 23,l; compárese con 2 Tim 1,3).

Pablo se busca un problema por esto: el sumo sacerdote ordena que le


golpeen en la boca por atreverse a decir semejante cosa. Pero él repite lo
mismo cinco días después ante Félix el gobernador:

Te confieso, sin embargo, que, siguiendo el camino que ellos


llaman secta, sirvo al Dios de nuestros antepasados, creyendo en
todo lo que está escrito en la Ley y en los Profetas, y teniendo en
Dios la esperanza, como también estos mismos la tienen, de que
ha de haber resurrección, tanto de buenos como de malos. Por
ello, yo también me esfuerzo por tener una conciencia
irreprensible para con Dios y para con los hombres (Hch 24,14-
16).

La palabra que usa Pablo aquí para «irreprensible» es apróskopos, la misma


que utiliza en un contexto similar en 1 Cor 10,32:

En cualquier caso, ya comáis, bebáis o hagáis otra cosa


cualquiera, hacedlo todo para gloria de Dios. Y no seáis ocasión
de pecado [apróskopoi] ni para judíos ni para paganos ni para la
Iglesia de Dios. Ya veis cómo procuro yo complacer a todos en
todo no buscando mi conveniencia, sino la de los demás, para que
se salven. Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo (1 Cor
10, 31-11,1).

En otras palabras: Pablo siempre ha mirado muy de cerca su propia situación


de mente y corazón, fijándose en los puntos en los que pudiera haber algo de
lo que le podrían acusar, algo por lo que pudiera ser herido. Como decimos,
él mantuvo pocas polémicas consigo mismo y con Dios. Ciertamente, en Hch
23 podemos verle en ello, cuando su airada respuesta a la orden del sumo
sacerdote de golpearle en la boca merece una posterior reprimenda por
insultar al sumo sacerdote, la cual, a su vez, provoca una rápida respuesta por
parte del propio Pablo, que no había caído en la cuenta de que la persona en
cuestión era, ciertamente, el sumo sacerdote. Él tendría que haber respetado
el cargo -dice- y pide disculpas por no haberlo hecho.

Idéntica perspectiva aparece cuando retrocedemos en 1 Cor:

En cuanto a mí, bien poco me importa el ser juzgado por vosotros


o por cualquier tribunal humano; ni siquiera yo mismo me juzgo.
De nada me remuerde la conciencia mas no por eso me considero
inocente, porque quien me juzga es el Señor. Así pues, no
juzguéis antes de tiempo. Dejad que venga el Señor. Él iluminará
lo que se esconde en las tinieblas y pondrá de manifiesto las
intenciones del corazón. Entonces cada uno recibirá de Dios la
17
alabanza que merezca (1 Cor 4,3-5) .

Aquí tenemos que resaltar dos puntos. Primero, la palabra synoida del
versículo 4 está emparentada con synéidesis, que es la palabra griega habitual
para «conciencia». Pablo sabe «que su conciencia no le acusa de nada»; en
otras palabras, él no tiene nada sobre su conciencia en relación a su ministerio
en Corinto. Sin embargo, en segundo lugar, lo que importa es el juicio final,
cuando los secretos oscuros serán descubiertos y las intenciones del corazón
serán reveladas. La conciencia, por consiguiente, puede, o no, arrojar
suficiente luz para iluminar durante el tiempo presente lo que aparecerá en el
día final.

El ministerio de Pablo es evaluado de nuevo por su propia conciencia, y


aparece despejado -a pesar de toda la angustia por la que ha pasado- al
comienzo de 2 Cor:

Porque si de algo estamos orgullosos es de que nuestra


conciencia nos asegura que nos hemos comportado en todo lugar,
y particularmente entre vosotros, con la sencillez y sinceridad que
Dios nos ha dado; es decir, que nuestro comportamiento ha sido
fruto de la gracia de Dios y no de la sabiduría humana. (2 Cor
1,12; compárese la reflexión similar que aparece en Hb 13,18).

Una vez más, Pablo ha vuelto su mirada hacia su propio corazón en la medida
de sus posibilidades y declara que no encuentra nada de qué avergonzarse.
Ciertamente, en esta ocasión su conciencia no está simplemente
absolviéndole de posibles acusaciones, sino felicitándole por la santidad y la
sinceridad de su comportamiento, y diciéndole que lo que ha hecho ha puesto
de manifiesto no solo su propia sabiduría humana sino la gracia de Dios.

Por tanto, Pablo parece tener una idea muy clara de lo que es la conciencia o
de lo que puede ser: un testimonio interior, una voz dentro de uno mismo que
evalúa el valor moral de lo que se ha hecho, y tal vez de lo que debería
todavía hacerse (aunque ninguno de los pasajes ya examinados contiene una
mirada de futuro). Sin embargo, esto está muy bien para él. Otros, no parecen
tener las cosas tan fáciles.

Algunos, por estar acostumbrados hasta ahora a la idolatría,


comen carne sacrificada a los ídolos, y su conciencia, que está
poco formada, se hace culpable. No será, por supuesto, un
alimento lo que nos haga gratos a Dios; y no seremos mejores por
no comer, ni peores por comer. Cuidad, no obstante, de que
vuestra libertad no sea ocasión de caída para los poco formados.
Pues si alguien te ve a ti, que tienes el debido conocimiento,
tomando parte en el banquete de un templo dedicado a los ídolos,
¿no se verá inducida su conciencia, a pesar de estar insegura, a
comer carnes sacrificadas a los ídolos?
Y así, porque tú te las das de sabio, puede perderse ese que tiene
la conciencia poco formada. Ese que es un hermano por quien
Cristo murió. Por eso, pecando contra los hermanos y haciendo
daño a su conciencia mal formada, pecáis contra Cristo. Por
tanto, si tomar un alimento pone a mi hermano en ocasión de
pecar, jamás tomaré ese alimento, para no ponerlo en peligro de
pecar (1 Cor 8,7b-13).

Los detalles de la discusión concreta que aparece aquí, no tienen por qué
preocuparnos a nosotros. Lo que importa es el fenómeno de la «conciencia
débil», que ahora puede ser «contaminada» (vv. 7.10.12). Pablo está
convencido de que todos los seres humanos poseen una conciencia a la que se
puede apelar (como también en 2 Cor 4,1; 5,11). Sin embargo, cuando la
gente distorsiona su naturaleza humana dada por Dios mediante la idolatría,
la conciencia es empujada de un lado a otro. Inicialmente, aprueba las
acciones en cuestión; después, tras la conversión a Jesucristo, queda
horrorizada al pensar en ellas.

Pablo quiere afirmar que una vez que la conciencia es adecuadamente


informada por un fuerte monoteísmo, llegará a ver que toda carne es creada
por Dios y, por tanto, apta para ser comida (1 Cor 8,1-6; 10,25-30). Sin
embargo, en el pasaje citado más arriba y en 10,27-29 vuelve sobre sus pasos,
para insistir en que, si un cristiano tiene una conciencia débil sobre este tipo
de cosas, debido a su procedencia del mundo de la idolatría, esta persona
debe ser respetada. Pablo no pasará por encima de otros escrúpulos,
presumiblemente porque una vez que se hace, se termina al mismo tiempo
con la brújula moral. El hecho de que él no quiera hacerlo -aunque proseguirá
la tarea de intentar educar a los cristianos para que piensen los asuntos y
lleguen a tener una mentalidad diferente- indica que para él prestar atención a
la propia conciencia es más importante, al menos en algunas materias, que
llegar inmediatamente a la solución «correcta». Este es un lugar complicado
para Pablo, pero muestra no solo sabiduría pastoral sino un claro sentido de
que, cuando pasamos a considerar los rasgos de un cristiano cuyo carácter ha
sido formado por el Espíritu Santo y por la práctica de los hábitos cristianos,
hay algo que puede situarse junto a la mente transformada y renovada: una
conciencia que puede ciertamente, y ciertamente necesita, ser educada pero
también estar a la escucha. Esto es presumiblemente lo que se pretende decir
en 1 Timoteo:

El objeto de esta advertencia es que buscar el amor que procede


de un corazón puro, de una conciencia buena y de una fe sincera
(1 Tim 1,5; compárese con 3,9).

Ciertamente, el mismo capítulo llega a subrayar que uno no puede


sencillamente rechazar la conciencia:

Esta es la recomendación que te hago, Timoteo, hijo mío,


conforme a las palabras proféticas que fueron pronunciadas sobre
ti; con los ojos puestos en ellas, participa en este hermoso
combate, conservando la fe y la buena conciencia. Algunos, por
haberlas abandonado, han naufragado en la fe (1 Tim 1,18-19).

Por lo tanto, uno debe atender a la conciencia, aun en el caso de que necesite
ser entrenada y aunque pueda, incluso, no llegar al fondo de las cosas u
ofrecer señales equívocas. Indudablemente, Pablo cree que cuando él mismo
predica o se explica ante alguna de sus iglesias, está apelando no a las mentes
de un auditorio pagano sino a sus conciencias. Hay algo en su interior que
debe ofrecer aprobación, tanto moral como intelectual, a lo que se esta
diciendo.

Nada de esto nos lleva demasiado lejos en términos de los posteriores debates
sobre qué sea exactamente «conciencia», cómo funcione, qué pueda y qué no
pueda conocer, hasta qué punto merezca siempre confianza y, no en último
lugar, qué peso haya que concederle cuando aparece en conflicto con otra
autoridad, ya sea de la Escritura, del Papa o de cualquier otro tipo.
Afortunadamente, lo único que necesitamos para nuestro objetivo es
sintetizar los principales rasgos de la siguiente forma. Pablo es consciente,
cuando contempla el último día en que Dios juzgará todos los secretos de
todos los corazones, de que parte de una apropiada preparación para aquel día
es tener una conciencia clara. Evidentemente, él quiere ayudar al pueblo a
mantener esta conciencia clara, incluso cuando piensa que la conciencia en
cuestión necesita más educación o que debe, incluso, ser reajustada.

Es posible dudar de si él diría todo esto en todas las circunstancias.


Supongamos, por ejemplo, que el hombre culpable de incesto en 1 Cor 5
hubiera declarado que su conciencia le había dicho que hiciera eso.
(Desgraciadamente esto no es infrecuente. Hace poco oí a un clérigo que
disculpaba su aventura con una feligresa casada, explicar que sintió a Jesús
muy cerca de él conforme se iba comprometiendo en la relación ilícita).
Pablo, sin embargo, considera claramente el autoconocimiento moral como
un elemento vital en la formación de todo carácter moral. En otras palabras,
este es parte del equipamiento que sostiene al cristiano a la hora de anticipar
en el tiempo presente el carácter moral que será completado o perfeccionado
en el futuro. Y elocuentemente, la conciencia es algo que en principio es
compartido por todo el mundo, judíos, gentiles y cristianos. Es parte de la
condición humana universal, algo que está sujeto a los mismos problemas
que encontramos en otros aspectos de la vida humana, pero que en cualquier
caso debe ser respetado y que en último término está llamado a ponerse en
consonancia con el Evangelio.

Sería estupendo que pudiéramos pedir a Pablo que se explicara más


ampliamente sobre todo esto; pero, habida cuenta de que eso no es posible,
volvemos de nuevo la vista a un tema emparentado con este, sobre el que él
tiene más cosas que decir. Volvemos a Colosenses y a un tema que ha estado
durante algún tiempo sobrevolando, y que ahora debemos hacer aterrizar.
Toda la carta a los colosenses trata de la madurez cristiana; toda ella trata de
cómo aprender a dar gracias a Dios; toda ella trata fundamentalmente sobre
Jesús y, por tanto, a causa de y contribuyendo a todo lo anterior, trata sobre la
sabiduría.

Igual que en Flp, en Col Pablo describe con cuidadoso detalle la oración con
la que ha estado rezando por la nueva y joven iglesia. Dice que ha estado
pidiendo a Dios:

para que conozcáis perfectamente su voluntad, colmados de la


sabiduría y la inteligencia que otorga el Espíritu. Llevaréis así
una vida digna del Señor, agradándole en todo, dando como fruto
toda suerte de buenas obras y creciendo en el conocimiento de
Dios. El poder glorioso de Dios os hará fuertes, hasta el punto de
que seáis capaces de soportarlo todo con paciencia y entereza, y
llenos de alegría deis gracias al Padre que os ha hecho dignos de
compartir la herencia de los creyentes en la luz. Él es quien nos
arrancó del poder de las tinieblas y quien nos ha trasladado al
reino de su Hijo amado (Col 1,9-13).
Esta es una de esas oraciones-sumario en las que encontramos muchos de los
temas que aparecen posteriormente en la carta. Pablo pide en primer lugar
que sus oyentes lleguen a una determinada comprensión y a continuación
procede a deletreársela más detalladamente, con la esperanza de que el resto
de su carta forme parte del modo como Dios contesta a su plegaria.

Conocer a Dios. Este es el corazón de la carta. Conocer a Dios, conocer su


voluntad, conocer lo que él quiere para ti y llegar a este conocimiento a través
de «toda sabiduría y comprensión espiritual». Para esto, los jóvenes cristianos
necesitarán la fuerza que evidentemente viene de Dios, y necesitarán
desarrollar la paciencia, la firmeza, la alegría y la gratitud. Y todo esto en
virtud de la esperanza que se les ha propuesto, tal y como Pablo ya lo había
dicho en el versículo 5: ellos tienen que compartir la herencia del Dios santo
y vivir conforme al mando soberano del Hijo de Dios, Jesús el Mesías.
Brevemente, ellos han sido llamados a desarrollar estas virtudes que les harán
capaces de alcanzar la meta que se les ha propuesto como un don gratuito. Y
entre estas virtudes ocupa el centro la sabiduría, que se convierte a
continuación en el tema fundamental de la carta.

No todo el mundo caerá en la cuenta de esto, porque no todo el mundo


comprenderá que el espléndido poema que ocupa a continuación los
versículos 15 a 20 está basado de hecho en la antigua idea judía de la
Sabiduría divina, un segundo yo de Dios, aquella mediante la cual fueron
planificadas y creadas todas las cosas. Este tema se retrotrae nada menos que
a Prov 8, que no podemos analizar en detalle aquí, pero en donde la figura de
la Señora Sabiduría convoca al pueblo a venir hasta ella para aprender cómo
ser auténticamente humanos. Haciéndolo así, describe su papel como
instrumento de YHWH en la creación (vv. 22-31). Este tema fue desarrollado
en varios escritos judíos posteriores, ofreciendo un rico contexto en el que
nació la primitiva reflexión cristiana sobre la identidad de Jesús, no solo en
Pablo sino también en Juan y en otros autores.

A partir de este contexto, Pablo (o quien escribiera el poema que él cita aquí)
sitúa a Jesús en el lugar atribuido a la Sabiduría.

Cristo es la imagen del Dios invisible,


el primogénito de toda criatura.
En Él fueron creadas todas las cosas,
las del cielo y las de la tierra,
las visibles y las invisibles:
tronos, dominaciones, principados, potestades,
todo lo ha creado Dios por él y para él.
Cristo existe antes que todas las cosas
y todas tienen en él su consistencia.
Él es también la cabeza del cuerpo,
que es la Iglesia.
Él es el principio de todo,
el primogénito de los que triunfan sobre la muerte,
y por eso tiene la primacía sobre todas las cosas.
Dios, en efecto, tuvo a bien hacer habitar en él la plenitud,
y por medio de Él reconciliar consigo todas las cosas,
tanto las del cielo como las de la tierra,
trayendo la paz por medio de su sangre derramada en la cruz
(Col 1,15-20).

Jesús es aquel por medio del cual el Creador hizo todas las cosas y ahora es
aquel por medio del cual el mismo Dios ha reconciliado consigo todas las
cosas. La segunda mitad del poema, hasta el versículo 18, ofrece la base
sobre la que puede construirse gran parte del resto de la carta. El objetivo de
Pablo es asegurar a los colosenses que, poseyendo a Jesucristo, tienen ya la
llave para la sabiduría que necesitan desarrollar si quieren alcanzar la meta
(también una vez más aquí) de la «plenitud», «madurez», «perfección». Una
persona así está en disposición de llegar a ser téleios. Pablo declara:

A este Cristo anunciamos nosotros, amonestando e instruyendo a todos con el


mayor empeño, a ver si conseguimos que todos alcancen plena madurez
[téleion] en su vida cristiana (Col 1,28).

Y como hemos visto en cada paso de nuestra argumentación, esta misma


posición de la meta -la meta de un producto de humanidad pleno y acabado-
conduce y configura los hábitos de la mente, el corazón y el cuerpo, que
llevarán a este producto acabado y que, además, configura la manera en que
estos hábitos deben ser claramente comprendidos, escogidos y aprendidos.

Esta es la dirección que toma toda la carta de aquí en adelante. El objetivo


fundamental de Pablo es conducir a los jóvenes cristianos hacia un
conocimiento pleno del misterio de Dios, que es el mismo Cristo, «en quien
están escondidos todos los tesoros de sabiduría y conocimiento» (Col 2,3), en
contraste con los caducos esquemas humanos que abundan en la era presente
(Col 2,4.8-23). Una vez que caigan en la cuenta de que han llegado a la
plenitud en Cristo, después de haber sido bautizados en él y de haber,
consiguientemente, muerto al mundo presente, convirtiéndose en seres vivos
en Cristo, ya no necesitan las distintas variedades de falsa sabiduría ni los
esquemas de una pseudosantidad, que podrán encontrar aquí y allá (tal vez en
algunas variedades de judaísmo, tal vez en ciertos tipos de paganismo). Aquí
llega a su propia cima uno de los pasajes examinados anteriormente, Col 3,1-
17: en efecto, la virtud cristiana dice a esos otros esquemas:

-Cualquier cosa que vosotros podáis hacer, yo puedo realizarlo mejor.

Durante los siglos n y m, ciertamente, los antiguos cristianos tuvieron que


sufrir para mantener este enfoque, soportando las burlas de sus oponentes
paganos, e incluso la muerte. Ellos estaban tratando de modelar una forma de
vida diferente, un tipo distinto de virtud, descartando los que les ofrecían en
otros ámbitos con el sello clásico todavía claramente reconocible: una
percepción nítida de una meta (télos), que permitía el nacimiento de hábitos
del corazón frescos y bien trabajados, junto a opciones de vida y
18
mentalidad .

En relación con esta visión de la renovación humana, resulta fundamental una


parte de un versículo que deliberadamente hemos retenido en nuestra anterior
discusión: Col 3,9-10.

No os engañéis unos a otros; despojaos del hombre viejo y de sus


acciones, y revestíos del hombre nuevo que, en busca de un
conocimiento más profundo, está siendo renovado en
conocimiento de acuerdo con la imagen de aquel que lo creó.

Evidentemente, esto corre en paralelo con el gran poema del capítulo 1,


donde el mismo Cristo es «la imagen de Dios invisible, el primogénito de
toda la creación». Pero del mismo modo también, llegamos aquí a una clave
central y vital en toda la visión de Pablo sobre lo que significa la virtud
cristiana: ser creados de nuevo a imagen de Dios.
En otras palabras, la virtud cristiana significa llegar a ser auténticamente
humanos. Donde Aristóteles ofrecía eudaimonía, Pablo ofrece «la imagen de
Dios». Esto nos retrotrae en último término al punto en el que comenzamos,
es decir, Gn 1. La llamada a reflejar la imagen de Dios es la piedra de toque
que nos permite juzgar la «renovación del pensamiento» de la que Pablo
habla. Igual que en Rm 12, aquí el camino que conduce a la meta es tener una
mente renovada.

Todo esto plantea otra pregunta: ¿cómo, entonces, debe renovarse la mente?
¿No hemos confinado la lógica de la virtud a su punto de partida,
descubriendo que aquí, después de todo, hay todavía algo exigible que el
cristiano individual debería, por así decirlo, conseguir a partir de sus propios
recursos? En absoluto. Las virtudes, como han insistido en ello muchos
moralistas clásicos, se necesitan unas a otras para alcanzar la plenitud. Cada
una depende de las otras para poder mantenerse en su lugar. Las otras
virtudes no podrán funcionar realmente a no ser que la mente esté plenamente
comprometida. Ahora bien, para que la mente esté plenamente
comprometida, pensando lo que implica el comportamiento cristiano y siendo
consciente del proceso de desarrollo de una necesaria musculatura moral,
debe haber comunión, amor, oración y apoyo mutuo cristiano. Y sobre todo,
debe haber una palabra viva y constante procedente del mismo Señor:

Que la palabra de Cristo habite en vosotros con toda su riqueza,


enseñaos y exhortaos unos a otros con toda sabiduría, y cantad a
Dios con un corazón agradecido salmos, himnos y cánticos (Col
3,16).

Así pues, lo que Pablo tiene en mente es un servicio mutuo de la palabra,


tanto la palabra enseñada como cantada, narrando una y otra vez la historia de
Dios, del mundo, de Israel, de Jesucristo y, no en último lugar, de la
esperanza futura. El objetivo es que los cristianos individuales puedan tener
sus mentes y sus corazones despiertos y alerta para una purificada visión de
la realidad de Dios, de la esperanza final puesta ante sus ojos, siendo capaces
de discernir con claridad qué hábitos de la mente, el corazón y el cuerpo son
necesarios, si pretenden crecer dentro del pueblo de Dios.

Col es un excelente recurso para la reflexión sobre la visión que tiene Pablo
de la virtud cristiana. Existe, sin embargo, otra fuente que todavía se puede
mostrar como de mayor envergadura.

El fundamento de la carta a los efesios, como el de la carta a los colosenses y


a los filipenses, es la oración. La carta se abre con un gran himno de alabanza
a la gracia de Dios, que pone ante nuestros ojos la visión de esperanza que
contempla a Dios uniendo «todas las cosas en Cristo, las del cielo y las de la
tierra» (Ef 1,10). Esta es la promesa definitiva de un mundo recreado, que
establece el contexto para la promesa definitiva de una humanidad renovada.
A continuación, Pablo comienza a formular su oración para sus lectores en
términos de la meta a la que son destinados, y el poder que les permitirá
alcanzarla:

Que el Dios de Nuestro señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os


conceda un espíritu de sabiduría y una revelación que os permita
conocerlo plenamente. Que ilumine los ojos de vuestro corazón,
para que conozcáis cuál es la esperanza a la que habéis sido
llamados, cuál es la inmensa gloria otorgada en herencia a su
pueblo; y cuál es la excelsa grandeza de su poder para con
nosotros, los creyentes, manifestada a través de su fuerza
poderosa. Es la fuerza que Dios desplegó en Cristo al resucitarlo
de entre los muertos (1,17-20).

Esta es, una vez, más, la clásica estructura de la virtud. Descripción de la


meta, trabajo durante el camino que conduce a ella, y desarrollo de los
hábitos que habrá que practicar, si alguien quiere recorrerlo. Este pasaje, sin
embargo, no menciona los músculos morales específicos que se necesitan
para cumplir todo eso. Simplemente asegura la fidelidad del poder de Dios,
que hará posible el desarrollo de estos músculos, una vez hechas las
necesarias opciones. Y prepara el camino para las afirmaciones dramáticas y
decisivas sobre el libre rescate de los pecadores por parte de Dios (2,1-10) y
su consecuente incorporación de los gentiles a su antiguo pueblo, formando
un cuerpo en el Mesías, y, consecuentemente, un nuevo templo, donde el
mismo Dios vendrá a morar a través de su Espíritu (2,11-22). Esta pintura
que aparece en los dos primeros capítulos -un resumen, más o menos, de todo
el mensaje de Pablo- conduce a una posterior explicación de la agenda
apostólica de Pablo (3,1-13) y a una posterior oración-sumario (3,14-21).
Los tres primeros capítulos de Ef, impresionantes por su alcance y extensión,
establecen el escenario para lo que frecuentemente se describe como la
sección «ética» de la carta en los capítulos 4 al 6. Lo que llama la atención de
esta sección es, una vez más, la forma en que Pablo trabaja con lo que
podríamos llamar una virtud ética cristianizada, manteniendo ante sus
lectores la promesa de una plena madurez cristiana en Cristo y urgiéndoles a
abrazar los hábitos del corazón, la mente y la vida que les conducirán hacia
ella.

El centro de la larga exhortación inicial puede detectarse en 4,13-16.


Trabajando en aras de este punto central, Pablo señala que los cristianos
tienen que luchar por la unidad, trabajar duro en el amor mutuo y desarrollar
humildad, amabilidad y paciencia (4,1-3), puesto que han sido llamados a
pertenecer al único Dios (4,4-6). Esta es la razón por la que Dios otorga
diversos ministerios a la Iglesia (4,7-12): para construir el cuerpo de Cristo,

Hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del pleno


conocimiento del Hijo de Dios, hasta que seamos hombres
perfectos, hasta que alcancemos en plenitud la talla de Cristo.
Así que no seamos niños caprichosos, que se dejan llevar de
cualquier viento de doctrina, engañados por esos hombres
astutos, que son maestros en el arte del error. Por el contrario,
viviendo con autenticidad el amor, crezcamos en todo hacia aquel
que es la cabeza. A él se debe que todo el cuerpo, bien trabado y
unido por medio de todos los ligamentos que lo nutren según la
actividad propia de cada miembro, vaya creciendo y
construyéndose a sí mismo en el amor (4,13-16).

«Una vida humana madura y auténtica»: esto lleva consigo el pleno sabor de
eis ándra téleion del versículo 13. Ahí aparece de nuevo: los cristianos
abrazan la meta para ser téleios, maduros, completos, perfectos. La
perfección es, por supuesto, la del mismo Cristo (esta es la razón, a mi juicio,
de que Pablo utilice la palabra ándra, que es específicamente masculina, en
vez de ánthropos, «ser humano»), y las virtudes de verdad y amor son los
caminos que recorremos para «crecer hacia él», aun cuando el crecimiento es
otorgado por él en primer lugar. Y, sentada esta primera afirmación, Pablo
puede abordar una serie de instrucciones más detalladas en 4,17-5,20, que
guardan algunos paralelismos con Col 3, pero que en la mayoría de los casos
obtienen un mayor desarrollo en Ef.

Así pues, encontramos de nuevo a Pablo subrayando la renovación de la


mente. «Desechad -dice- el Hombre Viejo», que está corrompido en
consonancia con sus engañosos deseos (engañosos, presumiblemente, porque
prometen una existencia humana plena y auténtica, pero de hecho dan todo lo
contrario), y «renovaos espiritualmente en vuestras mentes» (4,23, que
podríamos traducir también acertadamente así: «renovaos en vuestras mentes
por el Espíritu»), y construid el Hombre Nuevo «creado de acuerdo con Dios
en la rectitud y la santidad que pertenecen a la verdad» (4,24). Esto se parece
a Col 3,10 y también a Rm 12,2, y tiene el mismo alcance: la meta es la
humanidad renovada que por fin refleja con verdad la imagen de Dios, y el
camino hacia esta meta es la renovación y la plena actividad de la mente.
Aparece a continuación un catálogo de los nuevos hábitos que deben
adquirirse, y de los viejos hábitos y prácticas que ahora deben ser rechazados
(4,25-5,2; 5,3-20). Como siempre, no falta la nota escatológica: estas no son
(como aparece en el epígrafe de alguna traducción) «normas para la Nueva
Vida», sino hábitos del corazón y de la mente, formas de aprender cómo
pensar cristianamente sobre el futuro definitivo, y sobre el camino que
conduce hacia él, un camino que es -diríamos- una resurrección diaria (5,14).
(De nuevo, para evitar malentendidos: no estoy diciendo que las normas sean
irrelevantes o innecesarias dentro de la vida de la virtud, simplemente quiero
decir que ni son el punto de partida, ni constituyen el destino último).

Todo esto (Rm, Flp, Col y Ef) nos permite comprender sin ninguna duda que
Pablo está pensando sustancialmente en términos de una virtud ética
comprendida escatológicamente, algo que en modo alguno puede ofrecer el
mundo pagano. Él ha diseñado una visión clara del futuro definitivo, que le
ha permitido, a su vez, hacerse con una visión de los hábitos de vida con los
que los hombres pueden vivir ya en el presente como pueblo configurado por
este futuro. La meta es una nueva creación de Dios, y la plena madurez y
dignidad humana que será definitivamente celebrada en la resurrección. El
camino hacia esa meta es el conjunto completo de hábitos de vida aprendidos,
hábitos del corazón y del cuerpo, y sobre todo de la mente. Un pensamiento
directo, claro y agudo no solo capta la meta y el camino que conduce a ella,
sino que él mismo es parte de esta madurez de la que habla Pablo. Por decirlo
de otra forma, si la mente es minusvalorada, uno será menos que plena y
auténticamente humano, en parte porque no captará la meta y el camino que a
ella conduce, y, consecuentemente, buscará fuera de lugar; pero aún más
porque una parte de la configuración de los rasgos de la plena humanidad no
serán operativos y, por tanto, no podrán ser integrados con todo lo demás.

En consecuencia y como hemos visto antes, pensar sobre lo que uno debe
hacer es una de las claves de la ética de la virtud, en oposición a esquemas
éticos basados, bien únicamente sobre normas que se obedecen sin pensar,
bien sobre la «espontaneidad» o «autenticidad». En el primer caso, no se
necesita pensar, una vez que se han aceptado las normas, pero, como algunos
jugadores de rugby que han aprendido docenas de «movimientos» formales
pero que nunca han adquirido realmente un instinto o una segunda naturaleza
instintiva para el juego, el sujeto se perderá cuando surja una nueva situación
para la que las normas (los movimientos formales en el partido de rugby) no
ofrecen una respuesta clara. En el segundo caso -espontaneidad o
autenticidad- no hay por qué pensar excesivamente (de hecho no hay por qué
pensar en absoluto), porque lo que importa es aquello que «viene
naturalmente». Evidentemente, Pablo quiere que los jóvenes cristianos se
desarrollen hasta que, como seguidores maduros de Jesucristo, vayan
descubriendo gradualmente que los hábitos cristianos del corazón y de la vida
vienen naturalmente. Pero, para alcanzar este punto, deben aprender a pensar,
deben ser «transformados por la renovación de sus mentes» y después deben
permitir que esa transformación informe y reconduzca sus hábitos de vida.

De hecho, aquí reside una de las mayores diferencias entre la ética de la


virtud y otros esquemas de pensamiento: el pensamiento es de carga frontal.
Una persona centrada en una ética basada en la obligación o en la norma,
cuando se enfrenta a un reto o dilema, necesita pararse a pensar: ¿se trata de
una norma?, ¿es una obligación? Cualquiera que funcione con una ética
basada en el principio de utilidad -ética utilitaria- necesita pensar más o
menos esto: ¿cómo afectará al conjunto de la felicidad humana hacer o dejar
de hacer esto? Por supuesto, una persona que siga una ética de la
espontaneidad, no querrá pensar en absoluto. Para alguien que desarrolle una
ética de la virtud, por otra parte, el pensamiento más duro ya ha sido
realizado con anterioridad a que se presente una crisis o desafío concreto. El
carácter ha sido formado mediante hábitos y opciones conscientes. Haya o no
tiempo para el pensamiento, se asumirá la emergencia y se le hará frente.

Pablo es plenamente consciente de que toda la forma cristiana de vida, más


que la suma de sus partes «éticas» individuales, es algo nuevo, que ha de
pensarse, estudiarse, reflexionarse y practicarse, sin cuyo esfuerzo las Iglesias
sencillamente retrocederán a los caminos del viejo Mundo. Y, plenamente
consciente de los riesgos que asume transitando por esta ruta, se propone a él
mismo (y a los que están más próximos a él) como ejemplos de cómo ha de
ser este nuevo estilo de vida. Sus conversos no habían visto nunca antes a
nadie que viviera de esta forma, y deben tener presente en sus mentes y
recuerdos los ejemplos que se les ofrecen.

Os suplico, por tanto, que seáis imitadores míos. Para ello os he


enviado a Timoteo, mi hijo querido y fiel en el Señor. Él os
recordará el modo de conduciros como cristianos, cosa que voy
enseñando por todas partes y en todas las Iglesias (1 Cor 4,16-
17).
Y no seáis ocasión de pecado ni para judíos ni para paganos, ni
para la Iglesia de Dios. Ya veis cómo procuro yo complacer a
todos en todo, no buscando mi conveniencia, sino la de los
demás, para que se salven. Sed imitadores míos como yo lo soy
de Cristo (1 Cor 10,32-11,1).
Con la ayuda de Jesús, el Señor, espero poder enviaros pronto a
Timoteo; me confortará recibir noticias vuestras. Y es que no
tengo a nadie que comparta tan íntima y sinceramente como él
mis sentimientos y preocupación por vosotros. Todos buscan sus
propios intereses, no los de Jesucristo; pero en el caso de
Timoteo, conocéis su probada fidelidad y el servicio que ha
prestado al evangelio, colaborando conmigo como un hijo que
ayuda a su padre (Flp 2,19-22).
Imitad mi ejemplo, hermanos, y fijaos en quienes me han tomado
como norma de conducta (Flp 3,17).
Practicad asimismo lo que habéis aprendido y recibido, lo que
habéis oído y visto en mi. Y el Dios de la paz estará con vosotros
(Flp 4, 9).
Sabéis de sobra que todo lo que hicimos entre vosotros fue para
vuestro bien. Por vuestra parte, seguisteis nuestro ejemplo y el
del Señor, recibiendo la palabra en medio de grandes
tribulaciones, pero con el gozo que viene del Espíritu Santo (1
Tes 1, Sb-6).
Conocéis perfectamente el ejemplo que os hemos dado, porque
no hemos vivido ociosamente entre vosotros, ni hemos comido de
balde el pan de nadie; al contrario, hemos trabajado con esfuerzo
y fatiga día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros.
¡Y no es que no tuviéramos derecho a ello! Pero quisimos daros
un ejemplo que imitar (2 Tes 3,7-9).

En todos estos pasajes lo que hace Pablo es indicar que hay una nueva forma
de vivir, con la que ahora están comprometidos los seguidores de Jesús, y que
uno de los medios que existen para mantener el compromiso de vivir de esta
forma es tener siempre presentes estos ejemplos. Volveremos sobre ello.

En todo esto, Pablo desarrolla explícitamente una ética del carácter. En el


punto clave de transición entre Rm 4 y Rm 5, en un pasaje en el que ya nos
hemos fijado previamente a propósito de otra conexión, Pablo esboza una
teoría sobre cómo se forma el carácter, señalando hacia y derivando su
significado de la esperanza definitiva, esperanza de «la gloria de Dios»:

Así pues, quienes mediante la fe hemos sido puestos en camino


de salvación, estamos en paz con Dios a través de Nuestro Señor
Jesucristo. Por la fe en Cristo hemos llegado a obtener esta
situación de gracia en la que vivimos y de la que nos sentimos
orgullosos, esperando participar de la gloria de Dios. Y no solo
esto, sino que hasta de las tribulaciones nos sentimos orgullosos,
sabiendo que la tribulación produce paciencia; la paciencia
produce virtud sólida [«carácter», en griego: dokimé], y la virtud
sólida, esperanza. Una esperanza que no engaña, porque, al
darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros
corazones (Rm 5,1-5).

Aquí hay dos cosas clave para nuestro actual propósito: esperanza y
construcción del carácter.
La esperanza es, como afirma Pablo con toda claridad, «la gloria de Dios».
Ya hemos hablado de esto a propósito de dos temas interconectados: la
soberana administración de la creación confiada por Dios a la humanidad y el
retorno de la gloria divina para morar en medio del pueblo de Dios después
de los largos años del exilio. Este último tema parece estar en el trasfondo de
la mente de Pablo en algunos de sus escritos y no en menor medida aquí, en
Rm 5, y en la prolongación del mismo tema en el capítulo 8, donde el
Espíritu «mora dentro» de los creyentes, evocando el tema de la morada de
Dios en el templo, del Antiguo Testamento (8,4-11). Lamentablemente, la
palabra «gloria» está tan profusamente utilizada en círculos cristianos como
término vago para indicar «ir al cielo», que estos importantes énfasis en el
concepto de «la gloria de Dios» -énfasis que habría podido captar Pablo y
también sus primeros oyentesson con frecuencia ignorados.

Lo que está diciendo Pablo -y es de capital importancia para todo su libro- es


que la esperanza a la que nos entregamos, el télos o meta de toda nuestra
peregrinación, es la gloria de Dios. Cuando todo esto es explicado, se ve que
significa por una parte, el sacerdocio real que hemos estudiado antes, la
vocación de una genuina humanidad, y por otra, el lugar donde viene a morar
el Dios vivo en cumplimiento de su antigua promesa.

Ambas realidades fueron realizadas por el propio Jesús, tal como hemos
visto. El acento de Pablo en Rm 5-8, y muy especialmente en el capítulo 8, es
que ambas ya han sido realizadas mediante la presencia y el poder del
Espíritu Santo, en y a través del pueblo de Dios. Algunos dicen que los
primeros cristianos no tuvieron una teología trinitaria, sin embargo esta
posición solo puede sostenerse poniendo un telescopio cuidadosamente en el
ojo de un ciego.

Ahora bien, si la gloria de Dios es la meta, ¿cuál es el camino que conduce a


ella? ¿Cuáles son los hábitos capaces de formar el carácter, capaces de
unificar a los seres humanos auténticos portadores de Dios y llenos del
Espíritu, que un día administrarán o gobernarán la nueva creación de Dios y
se harán cargo de su alabanza? Como respuesta se nos adoctrina con un tema
que, como sabía perfectamente Pablo (no en último término, cuando escribía
2 Cor), habría sido anatema para toda la tradición clásica, incluido
Aristóteles, y también para cualquiera, incluidos los cristianos, que no
hubiera pensado plenamente la forma en que el Evangelio de Jesucristo
transformaba el ideal de vida humana. El tema es duro y desafiante: para
desarrollar un carácter cristiano el primer paso es el sufrimiento.

Dos impulsos llevaron a Pablo a esta conclusión impactante e indeseable. En


primer lugar, estaba el sufrimiento del Mesías; después, el sufrimiento que él,
Pablo, había causado antes a la Iglesia, llevándole a él mismo a caer en
manos tanto de judíos celosos como de autoridades y multitudes paganas.
Hch nos ofrece una pequeña ventana sobre todo esto; partiendo de 2 Cor 11,
podemos deducir que junto a ello había mucho más. Ahora bien, ¿qué le
proporcionó a Pablo el marco teológico para afrontar todo esto y convertirlo
claramente en algo central de su comprensión?

La tradición del antiguo Israel en la que estaba situado Pablo, había llegado
lenta, pero firmemente, a comprender el sufrimiento como algo perteneciente
al plan salvador de Dios. Esta idea encuentra su expresión, especialmente, en
libros como Is, Jr y Dn, y por supuesto en los salmos. Además, sabemos que
Pablo convirtió la crucifixión de Jesús en tema de su propia vida y de su
enseñanza, como podemos comprobar en muchos lugares, tal vez
especialmente en 2 Cor. No sabemos, aunque a mí me parece verosímil, si él
conocía alguna de las tradiciones específicas derivadas de Jesús, como por
ejemplo la bienaventuranza de los perseguidos, y la invitación a cargar con la
cruz. Ciertamente, sí reflexionó sobre el sufrimiento a partir de todos los
cristianos marginados por el mundo que les rodeaba, y en conflicto con los
«poderes» que ejercían autoridad dentro de aquel mundo. La gente cuya vida
hace frente a las expectativas del mundo y a las de sus gobernantes, puede
esperar sufrir la sospecha, la hostilidad y diversas formas de ataque. Todos
los que se encuentran en situaciones similares como consecuencia de seguir
al Mesías crucificado, y que entienden su propio sufrimiento dentro del
contexto de la esperanza judía del plan salvador de Dios, lograrán un marco
de comprensión dentro del que podrán interpretar lo que les sucede,
dotándole de un significado teológico y moral.

Lo que encontramos aquí en Rm 5, es que Pablo incorpora el sufrimiento no


solo a una afirmación general sobre sufrir con Cristo para ser glorificados con
él (véase también 8,17; compárense 2 Cor 4,10 y pasajes parecidos como Flp
3,10-11), sino a la afirmación notable, casi única, sobre la formación del
carácter. El sufrimiento produce fuerza y paciencia, la fuerza produce
carácter (no cualquier forma de carácter, sino aquella que se ha intentado, se
ha probado y ha demostrado su validez), y el carácter hace nacer la
esperanza, una esperanza que no defrauda. Esta secuencia que aparece en un
punto decisivo de la carta, muestra, por encima de toda duda, que Pablo
indudablemente abordó toda la cuestión de la vida cristiana teniendo en
cuenta el modelo de la tradición clásica de la virtud, pero habiendo repensado
radicalmente esta tradición desde Jesús y el Espíritu, y cambiando tanto su
contenido como sus principales rasgos, aunque reteniendo los elementos
clave, el sentido de un télos definitivo y la insistencia en trabajar hacia esta
meta mediante la construcción del carácter y los pasos que conducen a la
formación de hábitos.

He dicho que Rm 5,1-15 era casi único; sin embargo, hay otros dos pasajes
del Nuevo Testamento que ofrecen unas secuencias de pensamiento
similares, tratando de pensar cuidadosamente por todas partes las agendas
que conducen al desarrollo de la virtud:

Considerad como gozo colmado, hermanos míos, el estar


rodeados de pruebas de todo género. Tened en cuenta que, al
pasar por el crisol de la prueba, vuestra fe produce paciencia, y la
paciencia alcanzará su objetivo, de manera que seáis perfectos y
cabales, sin deficiencia ninguna (Sant 1,2-4).
Por eso mismo, poned todo vuestro empeño en unir a vuestra fe
una vida honrada; a la vida, honrada, el conocimiento; al
conocimiento, el dominio de sí mismo; al dominio de sí mismo,
la paciencia; a la paciencia, la religiosidad sincera; a la
religiosidad sincera, el aprecio fraterno; y al aprecio fraterno, el
amor. Pues si poseéis en abundancia todas estas cosas, no
quedaréis inactivos ni estériles en orden al conocimiento de
nuestro señor Jesucristo (2 Pe 1,5-8).

Aquí estamos evidentemente en el mismo mundo de pensamiento. Todas


estas características conducen una a otra, por supuesto. La cuestión no es
emplear algunos años adquiriendo la primera, para luego ir a la segunda y así
sucesivamente; todas ellas funcionan juntas. Y lo fundamental es su mirada
de futuro: el objetivo de todo ello es dar fruto trabajando en favor de Jesús (2
Pe); llegar a ser maduros, téleioi, preparados para cualquier contingencia que
pueda surgir, ya que vuestro carácter ha sido formado para ser capaz de
abordar cualquier cosa y todas las cosas (Sant). No podemos entretenernos
demasiado en estos pasajes, pero la cuestión general es clara.

Todo esto conduce a una serie de asuntos de la mayor importancia


relacionados entre sí, que nos ocuparán en el próximo capítulo. Si esta era la
teoría de Pablo sobre la vida cristiana, ¿cómo funcionará en la práctica? Más
concretamente, ¿dónde situar realidades como los «frutos del Espíritu» y los
«dones del Espíritu»? ¿Por qué subraya Pablo determinados rasgos del
carácter y qué está dispuesto a conceder cuando se refiere simplemente al
«bien» y al «mal», aceptando aparentemente que sus lectores saben de qué
está hablando? Cuando pormenoriza otras instrucciones, ¿está simplemente
suplementando su ética de la virtud con unas cuantas normas que deben
seguirse?; y de ser así, ¿hay alguna razón para ello? En particular y teniendo
en cuenta todo esto, ¿por qué subraya una y otra vez la fe, la esperanza, y la
caridad?, ¿qué papel juegan estos rasgos dentro del conjunto de su
pensamiento sobre el carácter cristiano?, ¿son virtudes en sentido clásico?; de
ser así, ¿cómo situarlas en esta posición privilegiada que altera el verdadero
carácter de la propia virtud? Y por encima y en torno a todo esto, ¿cómo
forma parte del necesario contexto para la práctica de la virtud cristiana, la
concepción que tiene Pablo de la Iglesia como un único cuerpo y una única
comunidad?

6.
6. Tres Virtudes, Nueve Variedades
de Fruta y un Cuerpo
1

«Cuando llegue "lo perfecto", "lo parcial" será abolido». Algunos oyentes de
Pablo tuvieron probablemente que detectar ecos de Aristóteles, para quien «la
perfección», to téleion, era la meta. Sin duda Pablo era consciente de la
tradición del pensamiento moral pagano, pero la tradujo a un registro
diferente. La línea procede, por supuesto, del corazón del mejor capítulo de
Pablo sobre la mayor de las virtudes y nos habla, sobre todo, no solo de cómo
entendía él esa virtud concreta, sino también de cómo comprendió la virtud
en general. «Nosotros conocemos parcialmente -dijo- y profetizamos
parcialmente», contrastando los dones pasajeros con la virtud perdurable del
amor; «pero cuando llegue "lo perfecto", entonces quedará abolido "lo
parcial"» (1 Cor 13,9-10).

Aunque hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no


tengo amor, soy como campana que suena o címbalo que retiñe.
Y aunque tuviera el don de hablar en nombre de Dios y conociera
todos los misterios y toda la ciencia; y aunque mi fe fuese tan
grande como para trasladar montañas, si no tengo amor, nada
soy. Y aunque repartiera todos mis bienes a los pobres y
entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me
sirve. El amor es paciente y bondadoso; no tiene envidia, ni
orgullo, ni jactancia. No es grosero, ni egoísta; no se irrita ni lleva
cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que encuentra
su alegría en la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo
espera, todo lo aguanta.
El amor no pasa jamás. Desaparecerá el don de hablar en nombre
de Dios, cesará el don de expresarse en un lenguaje misterioso, y
desaparecerá también el don del conocimiento profundo. Porque
ahora nuestro saber es imperfecto, como es imperfecta nuestra
capacidad de hablar en nombre de Dios; pero cuando venga lo
perfecto, desaparecerá lo imperfecto. Cuando ya era niño,
hablaba como niño, razonaba como niño; al hacerme hombre, he
dejado las cosas de niño. Ahora vemos por medio de un espejo y
oscuramente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco
imperfectamente, entonces conoceré como Dios mismo me
conoce.
Ahora subsisten estas tres cosas: la fe, la esperanza, el amor, pero
la más excelente de todas es el amor (1 Cor 13,1-13).

1 Cor 13 es uno de los pasajes más conocidos de todos los escritos de Pablo -
sospecho que en parte porque muchas parejas lo escogen para que se lea
públicamente en sus bodas, aunque si reflexionaran sobre él línea por línea,
quizás les resultaría un reto un tanto intimidante-. Demasiado bello para
mantener ante nuestros ojos una cuadro tan sorprendente. Pero no pensemos
que podemos sin más meternos en él una bella mañana soleada, quedándonos
ahí para siempre sin ningún esfuerzo. Las últimas líneas hablan de su propia
historia: tolerar, creer, esperar, soportar, no caer nunca; todo esto habla de
momentos, horas, días y quizás años, en los que habrá cosas que tolerar y que
creer en contra de aparentes evidencias; cosas que esperar, que ahora no se
ven, cosas que soportar, cosas cuya amenaza provoca que fracase el amor. La
expresión «amor tenaz» suena ahora como manoseada, una reliquia social de
debates de antes de ayer. Sin embargo, el amor del que habla Pablo es fuerte.
De hecho, es la cosa más fuerte que existe.

El amor del que habla Pablo es claramente una virtud.

No es una norma de esas que en nuestros días están pasadas de moda,


impuestas por un convencionalismo arbitrario, que ha de obedecerse al
margen de cualquier sentido de la obligación. (Posteriormente discutiremos la
pregunta más seria sobre las normas más apropiadas y su relación con la
virtud).

No es un principio, es decir, una norma general a la que una persona puede


obedecer o desobedecer.

No es «una máxima prudente basada en efectos calculados», aunque habría


que decir que, con que al menos unos cuantos vivieran según la descripción
de Pablo, muchos serían bastante más felices.

Ni es tampoco el resultado de acciones personales «realizadas de forma


natural». En cada punto concreto del catálogo de Pablo sobre lo que hace o
no hace el amor, queremos decir:

-Sí, entiendo lo que quieres decir. Sin embargo, abandonado a mis propias
inclinaciones, yo sería corto de mente, descortés, celoso, molesto, engreído,
sinvergüenza, etc. En particular, abandonado a mí mismo, hay ciertas cosas
que no puedo soportar, muchas otras que no puedo creer, algunas que no sería
capaz de esperar, y muchísimas que no podría soportar. Abandonado a mí
mismo, haciendo lo que me sale de forma natural, fallaría.

Pero lo que caracteriza al amor es precisamente que él no hace. Por eso el


amor es una virtud. Es un lenguaje que hay que aprender, un instrumento
musical que hay que practicar, una montaña que se tiene que escalar por
caminos difíciles, muy pendientes y empedrados, pero con la más
deslumbrante vista desde la cima. Es una de las cosas que durará, uno de los
rasgos del carácter que otorga el genuino anticipo de esa plenitud humana
que se nos prometió para el final. Y, por tanto, es algo que puede ser
anticipado en el presente merced al objetivo futuro, el télos, que ya ha sido
dado en Jesucristo (Cristo Jesús). Es parte del futuro que puede traerse al
presente.

Aquí, como muchos lo intuyen vagamente pero pocos reflexionan realmente


sobre ello, estamos ante un problema de lenguaje. Un problema con esa
bendita palabra: «amor». La palabra «amor» pretende ejercer a un mismo
tiempo funciones tan dispares que uno realmente no tiene más remedio que
sentarse con ella y enseñarle a delegar.

Como algunos han pensado con frecuencia, no es simplemente una cuestión


de volver al «auténtico» significado de la palabra griega agápe. En realidad,
esta palabra tuvo un recorrido tan variado en los siglos anteriores y
posteriores a Pablo como ha tenido nuestra palabra «amor» (o, para el caso,
«caridad») en los últimos trescientos años. Una mirada al léxico griego nos
indica que agápe y sus connotaciones fueron utilizados según distintos
espectros de significación, cubriendo «afecto», «pasión erótica»,
«satisfacción con algo o con alguien», «alta estima» o «valoración de algo»,
etc. Algunas veces agápe se distinguía de philía (que nosotros a menudo
traducimos como «amistad»), y otras parece que ambas han resultado
intercambiables. El significado específico de agápe que encontramos en el
Nuevo Testamento, no es el resultado del descubrimiento por parte de los
primeros cristianos de una palabra que ya expresaba exactamente lo que ellos
querían decir ciñéndose a ella. Más bien, parece que se quedaron inmediata y
rápidamente con ella, considerándola la mejor posible. Luego le otorgaron un
nuevo privilegio: el de ser portadora de una nueva profundidad de
significado, dentro del cual se subrayaban algunos aspectos de su antiguo
significado, mientras que se dejaban de lado otros. De hecho, los primitivos
cristianos hicieron con la palabra agápe prácticamente lo - mismo que
hicieron también con la antigua noción de virtud. La aislaron, la llenaron del
mensaje de Jesús y la dotaron de nueva vida.

No es sorprendente que en el mundo antiguo, lo mismo que hoy, las palabras


utilizadas para expresar la idea de amor, llevaran consigo una amplia
variedad de significados y se movieran dentro del campo de esa pluralidad.
Después de todo, la pregunta sobre cómo nos relacionamos los unos con los
otros, cómo valoramos el hecho de que nos agraden o no ciertos estilos de
esas relaciones (que podemos aprobar o censurar), y cómo o por qué cambian
según los tiempos y las culturas estas percepciones así como las convicciones
morales, resulta extremadamente compleja. Novelas, poemas, obras de teatro
y películas -por no mencionar las experiencias normales con la familia y con
los amigos- generan tanta información sobre el tema, que es algo así como
mirar arriba, hacia el cielo, en una noche clara sin nubes para ver, no solo
millones de estrellas y planetas, sino también meteoritos, estrellas fugaces y
satélites. No hay solo cuatro cosas llamadas «amor», como en el título del
importante libro de C.S. Lewis sobre el tema. Como el propio Lewis habría
aceptado rápidamente, hay cuatro mil cuatro, o tal vez cuatro millones y
cuatro. Necesitamos una enorme variedad de palabras (como al menos en la
mitología urbana los pueblos inuit tienen cuatro tipos de nieve diferente) para
dibujar la compleja y cambiante naturaleza de lo que se sigue llamando
«amor».

Afortunadamente, no necesitamos para nuestro actual argumento entrar en


ese trabajoso dibujo. Solo necesitamos caer en la cuenta de que Pablo, como
otros primitivos cristianos, estableció la palabra agápe para hacer un trabajo
de cuya necesidad nadie se había dado cuenta hasta entonces. Nadie hasta
aquel momento había atisbado realmente, como esos primitivos cristianos lo
hicieron, el desafío que suponía encarnar una virtud tan profunda, tan capaz
de cambiar la vida, tan definidora de la comunidad, tan revolucionaria -tanto
en su naturaleza como en sus efectos, así como en el carácter moral para
aspirar a ella- que la gente en la época de Pablo pensaba que estaba loco.
Verdaderamente, desde entonces la gente, incluso dentro de la propia Iglesia,
ha resistido al desafío y se ha colocado para el segundo mejor. O para el
vigésimo segundo mejor. Agápe pone el listón tan alto como puede. Lo
primero que debemos hacer, antes de poder discutir el asunto, es reconocer
que hemos fallado bastante drásticamente a la hora de superar el listón.
Entonces, con el tema sobre el tapete, nos podemos imponer la tarea de
pensar, en primer lugar, sobre lo que dice Pablo sobre lo perfecto y lo parcial.
Esta es la clave para comprender cómo cree él que funciona la virtud y en qué
consiste.

«Cuando llegue "lo perfecto", "lo parcial" será abolido». La palabra que
utiliza Pablo para «lo perfecto» es nuestro viejo amigo téleios -el adjetivo,
tratado aquí como un nombre, «lo perfecto», to téleion. Esta palabra lleva
consigo dos significados que, como en el caso de la palabra «amor», resultan
difíciles de trasladar al castellano. Por una parte, sugiere que algo ha
alcanzado finalmente su meta, o que una copa que se ha ido llenando poco a
poco ha alcanzado el límite, o que una larga peregrinación ha llegado a su
punto final. Por otra parte, ofrece el significado ligeramente diferente de
«madurez» o «plenitud», en contraste el primero con «juventud» o
«inmadurez». Ese es el sentido que Pablo desarrolla en el versículo siguiente:
después de decir cuando llegue «lo perfecto», «lo parcial» será abolido,
prosigue:

Cuando yo era niño, hablaba como niño, razonaba como niño; al


hacerme hombre, he dejado (literalmente, «abolí», como en el
versículo anterior) las cosas de niño.

Por tanto, Pablo subraya la permanencia de agápe como la principal razón


para urgir a los confusos cristianos de Corintio a trabajar por ella. Este es el
lenguaje de la virtud, aunque obviamente, con un acento cristiano. Aristóteles
y la corriente que nace de él, pudieron haber comprendido la madurez
humana en términos simplemente de «florecimiento humano», el carácter
humano en su plenitud en la vida presente, en vez de buscar una era futura en
la que la visión parcial del tiempo presente pudiera dar paso a un
conocimiento cara a cara (versículo 12). Para Pablo, lo que cuenta es la
permanencia.

El capitulo está bella y cuidadosamente estructurado en tres movimientos. En


el párrafo de apertura (13,1-3), Pablo resalta que cualquier otra experiencia
cristiana sin agápe no merece la pena. Lenguas, profecías, misterios,
conocimiento, fe capaz de mover montañas, vida de autosacrificio, a menos
que exista agápe, no importan nada. Entonces llega el rico párrafo central,
lleno de lirismo, que citamos al principio de este capítulo. Después, la
sección final, equilibrando la primera, plantea, suave pero firmemente, la
cuestión: es la permanencia de la fe, la esperanza y el amor, pero
especialmente el amor, lo que hace que merezca la pena la tarea cristiana. 1
Cor 13 pone en primer término su planteamiento casi tanto por su atractivo
estético como por su lógica, aunque esta también es profunda.

La sección final del capítulo versa toda ella sobre las cosas que no durarán y
las que sí lo harán:

El amor no pasa jamás. Desaparecerá el don de hablar en nombre


de Dios, cesará el don de expresarse en un lenguaje misterioso, y
desaparecerá también el don del conocimiento profundo. Porque
ahora nuestro saber es imperfecto, como es imperfecta nuestra
capacidad de hablar en nombre de Dios; pero cuando venga lo
perfecto, desaparecerá lo imperfecto. Cuando ya era niño,
hablaba como niño, razonaba como niño; al hacerme hombre, he
dejado las cosas de niño. Ahora vemos por medio de un espejo y
oscuramente; entonces veremos cara a cara. Ahora conozco
imperfectamente, entonces conoceré como Dios mismo me
conoce.
Ahora subsisten estas tres cosas: la fe, la esperanza, el amor, pero
la más excelente de todas es el amor (1 Cor 13,8-13)

Esta idea de que algunas cosas no durarán y otras sí lo harán, está basada en
la asunción, como subraya el argumento de toda la carta de Pablo y que
finalmente quedará desvelado en el capítulo 15, de que la vida presente es la
primera fase de una existencia mucho más larga y de que entre el presente y
el futuro final existirá una fuerte continuidad junto a una radical
discontinuidad. La promesa y esperanza de resurrección, en otras palabras,
son las realidades que han reconfigurado cómo trabaja la virtud, dándole
también su fresco contenido moral.

Si nuestra esperanza en Cristo no va más allá de esta vida, somos


los más miserables de todos los hombres (15,19)... sabes que el
Señor no dejará sin recompensa vuestra fatiga (15,58b).

Todo esto clarifica lo que se dijo de manera más confusa al principio de


la carta:

No juzguéis antes tiempo. Dejad que venga el Señor. Él iluminará


todo lo que se esconde en las tinieblas y pondrá de manifiesto las
intenciones del corazón (4,5); Dios resucitó al Señor y por su
poder nos resucitará...; dad, pues, gloria a Dios con vuestro
cuerpo (6,14-20).

La continuidad entre la vida presente y la futura apuntala muchas de las


enseñanzas de Pablo sobre cómo comportarse en el presente.

Sí, verdaderamente hay algunos elementos de la vida cristiana actual que ya


no serán necesarios. Irónicamente, incluyen algunas cosas que los Corintios,
como algunas personas en nuestros días, tienen la tentación de considerar
como muy «espirituales» y, por tanto, superiores a la disciplina carente de
interés de la vida cristiana «ordinaria». Cosas no permanentes incluyen esos
fenómenos extraños que trasladan la vida del cielo a la tierra en el presente:
lenguas, profecía y dones especiales de «conocimiento». Las tres resultarán
superfluas cuando se imponga la realidad, igual que las velas resultan
superfluas cuando amanece. Está en camino un gran cambio, una gran
transformación, que para nosotros será como el paso de la niñez a la madurez
en nuestra vida, el paso de estar viendo a alguien como se ve en un espejo
borroso a poder hacerlo ver cara a cara (13,12), el paso de mirar un
rompecabezas sin tener idea de cómo encajar las piezas a captarlo en su
totalidad de un simple golpe de vista (13,12b), para ajustarse más
exactamente a lo que dice Pablo, el paso de atisbar partes del puzle a caer en
la cuenta de que el puzle no solo está completo, sino que nos devuelve la
mirada.

Ahora vemos por medio de un espejo y oscuramente; entonces


veremos cara a cara. Ahora conozco imperfectamente, entonces
conoceré como Dios mismo me conoce (13,12).

Pablo escribe esto con cuidada sutileza. El contraste entre una niñez inmadura
y una madurez adulta, es una metáfora del paso futuro de la vida presente a la
vida resucitada, aunque parezca más que una simple metáfora. También se da
un sentido similar al de Gál 4,1-7 (aunque con un punto de diferencia), el de
que ahora somos hijos inmaduros de Dios y llegará un día en que habremos
crecido. El contraste entre mirar como en un espejo borroso y ver cara a cara
es una metáfora de la futura transformación, aunque para Pablo existe un
sentido que realmente captamos cuando atisbamos la oscuridad del mundo
presente, discerniendo confusamente la realidad de Dios y de sus caminos, y
que un día descubriremos con claridad. Y cuando llegue a «conocer
parcialmente» y a conocer plenamente como somos conocidos (retomando un
tema del principio de la carta en 8,1-3), estamos yendo más allá de un
lenguaje figurado, para hacer afirmaciones todo lo claras posible en materias
como esta. Es como si Pablo, que en un determinado nivel tiene que emplear
inevitablemente un lenguaje gráfico, tuviera que estar volviendo a la dura
realidad, afrontándola de la mejor manera posible. De esta forma tal vez
podamos captar también la explicación de por qué agápe es una de las tres
cosas que permanecerán en el futuro y por qué es, desde luego, la principal de
ellas. Conocer como somos conocidos es ir más allá de la virtud,
desembocando en el culto; o quizá deberíamos decir: es el punto en que la
virtud se convierte en culto, o nuestro culto llega a ser la culminación de los
hábitos del corazón, que llamamos virtud. Es el punto en el que somos
formados por el espíritu de Dios en un real sacerdocio. Después de todo, 1
Cor 13 está entre un par de capítulos en los que Pablo discute la vida cultual
en la Iglesia. Este es el centro de todo.

Así el agápe que estamos llamados a practicar en el presente, a aprenderlo


como un idioma difícil pero poderoso, practicándolo como un hermoso
aunque difícil instrumento musical, permanecerá en el mundo futuro -en
realidad, se cumplirá gloriosamente- porque es la auténtica esencia del Dios
que conocemos en Jesucristo. El Dios que Pablo había llegado a reconocer en
el rostro del crucificado y resucitado Jesús, es el Dios del máximo amor
desinteresado y nosotros los humanos estamos llamados a reflejar a este Dios,
para ser «renovados en conocimiento según su imagen». Entonces no
sorprende que un amor de este tipo sea el elemento clave de esa vida futura y
de su anticipo aquí y ahora. «Aguantará» (13,13); permanecerá. Es el ejemplo
supremo del principio que Pablo articulará en dos capítulos posteriores
(15,58): lo que hacemos en el presente, en el Señor, no se desperdicia. El
amor es el lenguaje que se habla en el mundo de Dios y estamos llamados a
aprenderlo hasta el día en que el mundo de Dios y el nuestro se junten para
siempre. Es la música que hacen en la corte de Dios y se nos invita por
anticipado a aprenderla y practicarla. El amor no es una obligación, ni
siquiera nuestra mayor obligación. Es nuestro destino.

Bienvenidos, pues, a la exposición más grande que hace Pablo de la mayor de


las virtudes. Aquí tenemos la meta, el télos, el estado en el que estamos para
compartir to téleion, «lo perfecto», «lo completo», «lo maduro». Un día todo
el cosmos alcanzará la perfección, la plenitud y la madurez. En ese cosmos
renovado, los seres humanos alcanzarán «la perfección» adecuada a ellos, «la
madurez» que finalmente les permitirá ser el sacerdocio real mediador entre
la cuidada y sabia vigilancia del mundo por parte de Dios y el alegre culto del
mundo a su hacedor. Y si esa es la meta, aquí están «las virtudes», «los
puntos fuertes», los hábitos del corazón, de la mente y de la vida que te
formarán como la persona que necesitas ser para ese día, y anticipará incluso
en el mundo actual, incompleto y parcial, algo de la vida del mundo nuevo y
completo. La virtud para Pablo, es parte de la escatología inaugurada, parte
de la vida de un futuro que irrumpe en el presente. De ahí que sea un trabajo
tan duro como glorioso.

Sin embargo, antes de ir más lejos con las tres grandes virtudes, aparte de la
pregunta natural: «Pablo, todo eso esta muy bien, pero, ¿cómo podemos
siquiera empezar a alcanzar tan alto ideal?», debemos mirar al segundo gran
tema paulino que la acompaña. En Gál 5 Pablo habla de «fruto del Espíritu».
Y aquí, como en las tres grandes virtudes, encabezando la lista aparece
agápe. Es evidente que todas ellas se relacionan entre sí, pero, ¿cómo?
Cuando Pablo enumera nueve «frutos del Espíritu» (Gál 5,22-23), lo hace
inmediatamente después de haber anunciado la introducción de un punto
crucial: «Si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la Ley» (v. 18). En el
clima del pensamiento de hoy, con algunas preguntas relacionadas con
nuestra búsqueda ética, esa gran afirmación está casi destinada a ser
desatendida y seriamente malinterpretada.

Para mostrar lo que quiero decir sobre la posibilidad de desatender algo


porque se está pensando una serie de preguntas diferente, imaginemos que
estamos sentados en una cafetería escuchando por encima una conversación
que tiene lugar en la mesa contigua. No tenemos ni idea de quién sea esa
gente o de qué estén hablando. Todo lo que oímos es una sola frase:

-Debemos terminar en C.

¿Qué significa eso? Quizá esas personas sean parte de un consejo de


educación, que tratan de construir una nueva estructura para registrar y
tabular los resultados de los exámenes. ¿Queremos una estructura con cinco
notas para aprobado: A, B, C, D, y otras dos, E y F, que signifiquen
«suspenso»?, ¿o es demasiado drástico? ¿Necesitamos realmente cinco notas?

-No -dice el presidente-. La lista será suficientemente larga con tres


categorías. La terminaremos en la C. Eso es lo más que necesitamos.

O supongamos que forman parte de una editorial y están intentando decidir


dónde dividir una enciclopedia de varios volúmenes. Es claro que el libro va
a tener más que un volumen, e incluso más de dos o tres. Pero todo el
material lo tienen ahí y la pregunta es:

-¿En qué punto del alfabeto vamos a dejar el primer volumen?

Respuesta:

-Debemos terminar en C. El próximo volumen quizá vaya de la Da la F.

O supongamos que se está discutiendo sobre un posible crucero por el


Mediterráneo. El barco parará en varios puertos; ahora bien, uno de los
participantes espera encontrarse con un amigo, que estará en tierra cerca de
uno de los puertos citados. Pregunta a los organizadores si sería posible que
su amigo acudiera a la fiesta de esa noche a bordo, para desembarcar de
nuevo antes de que zarpe el barco. La respuesta es:

-Lo siento pero no; el barco necesita aprovechar la marea de la tarde. En


cuanto a la fiesta, la terminaremos en alta mar, una vez que haya zarpado el
barco.

También podríamos imaginar otros ejemplos. Pensemos, por ejemplo, en el


compositor Jean Sibelius en el momento de planificar el final de su
incomparable séptima sinfonía, cuando la música finalmente se resuelve en
un gran acorde de do mayor.

No hace falta seguir, porque indudablemente el asunto ya está claro. Una sola
frase puede tener significados muy diferentes, dependiendo de las preguntas
implícitas, o del conjunto de preguntas que el que escucha tiene en la cabeza
y que percibe la frase como respuesta.

Así ocurre con Pablo. «Si os guía el Espíritu, no estáis bajo la Ley». Alguien
que hoy captara únicamente ese fragmento de la conversación, es muy
verosímil que lo oyera en términos de un debate, implícito y fuerte, entre
aquellos que piensan que hay que ordenar la vida mediante «normas», y
aquellos que piensan que lo que importa es «hacer lo que surge
naturalmente», viviendo «espontánea» o «auténticamente». Y no es solo
nuestro clima cultural el que nos obliga a aceptar que es eso lo que estamos
escuchando por encima en esa conversación. Durante cuatrocientos años el
clima religioso y teológico nos ha condicionado a escuchar una versión
religiosa del mismo asunto. Desde entonces, al menos desde la Reforma, gran
número de cristianos ha asumido que los fundamentos del pensamiento de
Pablo son algo así: pasó la primera parte de su vida tratando de guardar las
normas de su religión y después descubrió no solo que no iba a poder hacerlo,
sino que las normas no eran el asunto. Dios no quería cumplidores de
normas; quería «espontaneidad». Dios le había perdonado todas sus
infracciones de las normas en y a través de Jesucristo, y ahora le daba su
Espíritu, que produciría todo el «fruto» sin todo ese tremendo sufrimiento
moral.
Ahora bien, ¿era de eso de lo que la conversación de la mesa de al lado estaba
tratando?

Con esta forma de interpretar, el oyente asume que, cuando Pablo dice «ley»
o «la Ley», no se refiere a la ley judía, la ley de Moisés, o al menos no
particularmente a ella. Si hay una referencia a ella, es porque era el tipo
concreto de ley que Pablo conocía. Desde este punto de vista todos estamos,
en un sentido u otro, bajo la ley, puesto que todos los seres humanos son
conscientes de algún tipo de código moral por encima de ellos, que les dice
qué hacer y los hace sentirse culpables cuando no lo hacen. Y el mensaje de
Pablo, dentro de esta manera de pensar es:

-¡Estás libre de todo eso! El Espíritu te guiará desde tu interior y no necesitas


molestarte con todas esas normas que te vienen desde otras instancias, sea la
tradición, la filosofía o el Antiguo Testamento. Deja de preocuparte de todo
ese moralismo; clarifícate y sé espontáneo. ¡No tienes que intentarlo! El
esfuerzo moral es una señal de que aún estás en el camino equivocado. Todo
lo que tienes que hacer es caminar con el flujo del Espíritu.

Todo lo cual no es más relevante en relación con lo que Pablo está realmente
diciendo, que lo es el significado que tiene la «enciclopedia», cuando alguien
oye decir al agente de viaje:

-Terminaremos en el mar.

Pablo no está discutiendo el tema de las normas en oposición a la


espontaneidad. Está hablando de la gran transformación que tiene que llegar
al pueblo de Dios con la muerte y resurrección del Mesías y el don del
Espíritu.

La Ley, esto es, la Ley mosaica, era el don de Dios para el período que
culminó con el Mesías. Pablo se refirió a esto en Gál 3,15-29. Sin embargo,
esta idea había llegado como una novedad a algunas de las Iglesias de
Galacia, a las que se había enseñado que la Ley mosaica -al menos aquellas
normas (como la circuncisión y las leyes sobre alimentación) que distinguían
a los judíos de sus vecinos paganos se iba a exigir a todos los conversos del
paganismo, para asegurarse de que eran miembros genuinos del pueblo de
Dios, auténticos hijos de Abraham. Pablo no está de acuerdo: hijos de
Abraham son todos aquellos que creen en Jesús el Mesías y son bautizados en
él, no importando cuál fuera su origen étnico ni cuál su relación con la Ley
judía.

Entonces Pablo despista a sus oponentes con considerable ironía y es en este


contexto en el que expone los diferentes «frutos del Espíritu», con agápe a la
cabeza. Toda esa concentración en la Ley de Moisés, la Torah, había dado
como resultado grandes luchas dentro de la Iglesia gálata. ¿No es eso una
señal de que algo ha ido mal? Después de todo, el mejor resumen de toda la
ley de que disponemos es: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5,14).
Como en Rm 13,8-10, que trataremos más adelante, Pablo aquí en Gál está
citando Lv 19,18.

-Sí, -dice-. Toda la Ley se resume en esta sentencia: «Ama a tu prójimo a ti


mismo». Entonces, ¿cómo se puede ser respetuoso con la Ley, si al mismo
tiempo se rompe el principio fundamental de la misma Ley? Al contrario:
vais en dirección opuesta y pedís a gritos vuestra mutua destrucción (5,15).

¿Cuál es la alternativa? Resumiendo en un par de frases algo densas lo que


explicará más tarde y con mayor detalle en Rm, Pablo viene a decir que hay
un camino para lograr aquello que la ley trataba realmente de cumplir, pero
que no es el camino de «la carne». Aquí, el argumento nos conecta con la
ambigüedad de éste término clave. Para Pablo, «la carne» no es simplemente
algo de carácter físico. Siempre lleva la connotación de corruptibilidad o de
auténtica rebelión, de un dar la espalda a Dios por parte de la humanidad en
general o de Israel en particular. Pablo ha estado especialmente interesado en
subrayar que la circuncisión es meramente un asunto «carnal»; no que él se
haya convertido de repente en dualista, rechazando el mundo físico de
espacio, tiempo y materia, sino que para él la palabra «carnal» es una forma
de hacer ver «eso que decaerá y morirá». «La carne» no es algo que durará.
Ahí aparece de nuevo, como en Cor 13: «Cuando llegue lo perfecto, lo
parcial será abolido».

Y así, ahora dice:

-Debes huir de «la carne», no coquetear con ella. Si le das mucha


importancia, ya verás qué compañías tendrás. Te pondrás al lado de esos
paganos cuyo estilo de vida tanto desprecias. Por eso debes ordenar tu vida
en sintonía con el Espíritu; ese es el camino-el único camino-para evitar «las
obras de la carne», que ves por todas partes a tu alrededor dentro del
paganismo. No puedes hacerlo mediante la circuncisión y una adhesión
exterior o étnica a la Ley mosaica.

Ahora por fin podemos entender el significado de lo que hemos oído de


forma entrecortada proveniente de la mesa de al lado.

-Si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la Ley mosaica.

Esto no tiene nada que ver con preferir la espontaneidad a las normas. Tiene
que ver con la nueva alianza mediante la que Dios está derramando su
Espíritu sobre aquellos que están «en Cristo», de manera que en ellos se ha
llevado a plenitud por fin la vida que la Ley quería producir, pero que no
pudo hacerlo (cf. Rm 8,1-11). Y cuando sucede esto -este es el meollo del no
estar «bajo la Ley»- la Ley mosaica no juega ningún papel a la hora de
producir ese comportamiento, aunque, por así decirlo, ahora pueda mirar y
aplaudir desde el flanco de al lado. En otras palabras:

-No tienes que convertirte en judío, acatando la Ley mosaica, para llegar a
ser un miembro floreciente y lleno de fruto del pueblo de Dios. En realidad, si
de hecho vas por ese camino, te encontraras atrapado paradójicamente ¡al
mismo nivel que los paganos de los que quieres distanciarte!

Así pues, Pablo incluye en la lista de las conductas que asocia con «la carne»,
muchas de las cuales, como señalamos antes, pueden practicarse por un
espíritu maligno sin cuerpo, de modo que no hay duda de su desaprobación
de estos estilos de acción, pues no tienen nada que ver con lo físico. Más bien
los desaprueba, porque son lo que ocurre cuando la humanidad se vuelve
sobre sí misma y se aparta de Dios:

En cuanto a las consecuencias de esos desordenados apetitos, son


bien conocidas: fornicación, impureza, desenfreno, idolatría,
hechicería, enemistades, discordias, rivalidad, ira, egoísmo,
disensiones, cismas, envidias, borracheras, orgías y cosas
semejantes. Los que hacen tales cosas -os lo repito ahora, como
os lo dije antes- no heredarán el reino de Dios (Gál 5,19-21).
Nótese la última línea: el reino está llegando a la tierra tal como está en el
cielo y esos son los caminos que no van en esa dirección. Son los que
mantienen la vida del cielo apartada y, por tanto, hacen una alianza con la
muerte, declarando con su actitud que quieren mantener la vida en la tierra tal
como está, en su presente corrupto y con sus formas decadentes. Y en cuanto
a la virtud, igual que con el vicio: la cuestión no es que estos estilos de
comportamiento estén prohibidos por alguna arbitrariedad legalista divina,
empeñada en que los seres humanos dejen de «ser ellos mismos» o no «se lo
pasen bien». Son realidades que muestran signos de deshumanización, de esa
corrompida versión de la humanidad que, abandonada a sí misma, está
dejando la promesa de futuro de Dios marginada. Es más, como bien lo vio el
propio Shakespeare, hay costumbres del corazón -hábitos- que se consolidan
y resultan casi imposibles de cambiar. Ese es el meollo de la palabra «vicio»:
Una vez que los hábitos se han establecido, te tendrán amarrado y serás
incapaz de soltarte.

Por contra,

los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, tolerancia,


amabilidad, bondad, fe, mansedumbre, y dominio de sí mismo.
No hay ley frente a esto (5,22-23).

La última línea es muy irónica:

-Creo que os daréis cuenta de que ninguna de esas cosas va contra la Ley.

En otras palabras:

-Si el pueblo redimido de Dios es verdaderamente así, ¿no creéis que la Ley
tiene que estar encantada?

Eso pone de relieva lo más importante de lo que dice Pablo. No está


afirmando que, una vez que el Espíritu establece su morada en una persona o
comunidad, esto es lo que sucederá automáticamente, como si con ello
reforzara el enfoque romántico o existencial de actuar en contra de cualquier
tipo de legalismo. Tampoco dice:

-Ahora que ya tenéis el Espíritu, ¿no es maravilloso que podáis deshaceros de


esa antigua y tonta Ley y de todas sus restricciones morales?

Mas bien, lo que afirma es:

-Después de todo, este es el comportamiento que produce el Espíritu; ¿no sois


capaces de ver que no es necesario imponer la Ley mosaica a los conversos
para existan personas como esas?

Hemos de caer en la cuenta de que Pablo escribe aquí sobre el fruto en


singular, no sobre los frutos del Espíritu en plural. Al igual que Platón y otros
muchos, él insistió en que, si verdaderamente se quiere poseer alguna de las
virtudes cardinales, hay que poseerlas todas, porque cada una, por así decirlo,
ocupa y mantiene su puesto gracias a las otras, por lo que Pablo no contempla
la posibilidad de que alguien pueda cultivar una o dos de estas características,
quedando convencido de que ya ha tenido suficiente del huerto como para
seguir con él. No: cuando el Espíritu entre en acción, será posible ver las
nueve variedades del fruto. Pablo no contempla ninguna especialización.

Y, para dejar claro lo que no quiso decir, completa la discusión con una frase
que funciona como una advertencia a sus lectores, para que no piensen que se
pueden quedar con «la carne» y seguir formando parte del pueblo cristiano,
de la comunidad mesiánica.

Los que son de Cristo Jesús han crucificado sus apetitos


desordenados junto con sus pasiones y apetencias (5,24).

Ellos crucificaron la carne: esto corresponde a lo que Pablo dijo casi al


principio del argumento teológico de la carta:

Estoy crucificado con Cristo (2,19).

Y esta frase, aunque construida con otro propósito, sirve para alertarnos, con
nuestras propias preguntas, sobre un punto clave que, de otra forma, podría
ser pasado por alto.
La clave es esta: el «fruto del Espíritu» no crece automáticamente. Sus nueve
variedades no surgen de repente solo porque alguien haya creído en Jesús,
haya rezado al Espíritu de Dios y luego se haya sentado a esperar la llegada
del fruto. Puede perfectamente haber unos claros y repentinos signos iniciales
de que el fruto está en camino. Muchos nuevos cristianos, particularmente
cuando una conversión súbita ha significado un alejamiento dramático de un
estilo de vida lleno de «obras de la carne», informan de su asombro por la
voluntad que surge en ellos para el amor, el perdón, para ser amables, para
ser puros. Y se preguntan: ¿de dónde ha venido todo esto? Yo no era así. Es
algo maravilloso, una señal segura de que el Espíritu está trabajando.

Pero esto no quiere decir que a partir de ahí venga todo rodado. Se trata de
brotes; para obtener frutos, tienes que aprender a ser un jardinero. Debes
descubrir cómo cuidar y podar, cómo regar el campo, cómo mantener lejos a
los pájaros y las ardillas. Tienes que ver el tizón y el moho, cortar la hiedra y
los parásitos que chupan la vida del árbol, y asegurarte de que el joven tronco
podrá permanecer firme frente a los fuertes vientos. Solo entonces aparecerá
el fruto.

Y, en caso de que alguien piense que estoy poniendo una nota exótica en la
alegre lista de estas maravillosas características confeccionada por Pablo
(seguramente, piensa el romántico y tranquilo cristiano, todas estas cosas se
darán por sí solas ¡ahora que el Espíritu esta en mí!), fijémonos en la
característica final de la lista: el autocontrol. Si el fruto fuera automático,
¿para qué se necesitaría el autocontrol? Respuesta: no es automático y, por
tanto, es necesario. Todas las variedades de fruto que Pablo menciona aquí,
son relativamente fáciles de falsificar, especialmente en la gente joven, sana y
feliz, excepto el autocontrol. Si este no está, vale la pena preguntarse si la
apariencia de las otras clases de fruto es solo eso, apariencia, más que una
señal real de la labor del Espíritu.

Podríamos suponer que es por eso por lo que Pablo añade inmediatamente la
nota de la crucifixión.

Los que son de Cristo Jesús han crucificado sus apetitos


desordenados junto con sus pasiones y apetencias (5,24).

Existen muchos parásitos, muchos exóticos arbustos que amenazan con


ahogar el árbol frutal; muchos predadores listos para mordisquear la raíz o
arrancar el fruto antes de que madure. Debe haber una decisión consciente de
la mente, el corazón y la voluntad, para enfrentarse sin piedad a tales
enemigos. De repente nos damos cuenta de que estamos exactamente en el
lugar al que nos llevó Col 3,5: «Haced morir, pues, todo lo que es terrenal».
El «terrenal» de Col es el «carnal» de Gál: la postura Pablo es
sustancialmente la misma en ambos lugares, como podemos apreciar en el
solapamiento que se da entre las cosas que es necesario matar de Col y la
«labor de la carne» de Gál. Solo cuando este «hacer morir» se realice, podrá
ser obedecida la encomienda final de Pablo:

Si vivimos gracias al Espíritu, procedamos también según el Espíritu


(5,25).

La cláusula segunda podría ser traducida como «caminemos junto al


Espíritu», pero la raíz de «caminar» puede igualmente referirse a cosas
alineadas en hilera, y en ambos casos la cosa esta clara: solo del hecho de
«vivir en el Espíritu» no se sigue automáticamente la dirección efectiva del
Espíritu. Es necesario escoger hacerlo. Y ello es ciertamente posible.

Este es ese punto por el que, muchos siglos después, Pablo podría haber sido
invocado para establecer un argumento de largo recorrido en discusiones
sobre moral. Algunos teólogos han distinguido cuidadosamente entre el tipo
de virtud que se puede adquirir mediante un duro trabajo en soledad, y el que
se puede alcanzar solo si Dios te lo concede. La pregunta que se plantea es:
¿supone esto que el segundo tipo no exige trabajo? La respuesta de Pablo a
esto, como todo en sus escritos, es enfática. La virtud cristiana, incluyendo el
noveno fruto del Espíritu, es al mismo tiempo don de Dios y resultado de la
fe de la persona, que toma decisiones conscientes para cultivar esa forma de
vida y esos hábitos del corazón y de la mente. En lenguaje técnico, estas
cosas son a la vez «infusas» y «adquiridas», aunque la forma en que las
adquirimos es en sí misma, en esa misma jerga, «infusa». Estamos aquí,
como tan a menudo en teología, en los límites del lenguaje, porque
intentamos hablar al mismo tiempo sobre «algo que hace Dios» y «algo que
hacemos los hombres», como si Dios fuera simplemente uno como nosotros.
Como si, en otras palabras, la interacción de la acción de Dios con nuestro
trabajo pudiera ser imaginada según el modelo de dos personas que colaboran
en un proyecto. Hay aquí implicados algunos misterios que en este momento
no necesitamos explorar más. Es suficiente advertir que las variedades de los
frutos espirituales que Pablo enumera como virtudes cristianas, permanecen
como obra del Espíritu y, al mismo tiempo, resultado de la elección y el
trabajo consciente del interesado.

Podemos llegar al mismo punto por un camino diferente, acudiendo a algunas


de nuestras discusiones precedentes. El mandato básico dado a los seres
humanos y a todo el reino animal (al escribir esta frase, dos gorriones tras mi
ventana estaban obedeciendo, con deleite, la orden del creador), fue «dad
fruto y multiplicaos». Pablo puede utilizar exactamente ese lenguaje para
referirse a los primeros brotes de la fe y de la vida de las jóvenes Iglesias
cristianas (cf. Col 1,6-10). Pero el asunto del fruto espiritual es que, al
margen de lo sano que esté, el árbol debe de cuidarse. Si lo dejas por mucho
tiempo sin atender, sin podar, se volverá silvestre. Una vez más, la conducta
que Pablo espera que produzca el Espíritu no llegará porque el Espíritu
sustituya la mente, la voluntad y la elección consciente de los jóvenes
cristianos. Ellos tienen que crucificar la carne. Tienen que ser transformados
mediante la renovación de sus mentes. Luego, cuando ya sean «guiados por
el Espíritu», no estarán «bajo la Ley»; pero tampoco estarán viviendo en el
ideal romántico del comportamiento espontáneo e irreflexivo, igual que no
están siguiendo a ciegas una lista de normas arbitrarias. Estarán descubriendo
el auténtico significado de la libertad humana (5,1-13); el significado por el
cual los seres humanos fueron creados en un principio, el significado al que
señalaba la Ley judía, pero que ellos pueden alcanzar solamente mediante la
muerte y la resurrección con el Mesías. Ellos serán auténticamente libres
caminando sobre la senda que lleva a esa completa autenticidad, que es la
meta de la vida cristiana. Y el camino consiste en la práctica guiada por el
Espíritu, como sucede con la práctica de un idioma o de un instrumento
musical, de las virtudes cristianas.

Así pues, ¿dónde se unen las tres virtudes y los nueve tipos de fruto? ¿Cómo
trabajan juntos, según lo entiende Pablo? El lector serio de Pablo se plantea
esta pregunta desde un cierto ángulo, tratando de ver el pensamiento ético de
Pablo como una estructura clara y coherente; pero por supuesto el mismo
Pablo la aborda desde diferentes ángulos, dependiendo de la propia pregunta
y de la Iglesia a la que se dirija. De cualquier forma, podemos comenzar
trazando juntos algunos esquemas, antes de adentrarnos en el tercer gran
tema de este capítulo: la llamada a la unidad, así como los hábitos del
corazón, la mente y la práctica que contribuye a alcanzarla.

En primer lugar, ¿no es verdad que da la impresión de que, a pesar de nuestra


insistencia en que la virtud es el centro profundo de lo que Pablo está
explorando, lo que de hecho está ofreciendo son nuevamente normas, pero
introducidas por la puerta de atrás? Cuando describe detalladamente cómo se
comporta agápe -sin celos sin jactancia, sin arrogancia ni rudeza, etc.-y
cuando insiste en que «la totalidad de la Ley se resume en este
mandamiento», ¿no está diciendo en realidad:

-Bien, debéis cultivar éstos hábitos, pero solo porque ese es el mejor camino
para poder cumplir las normas?

La respuesta a esta pregunta es no. Ahora bien, explicarlo nos conduce a una
cuestión interesante. Hay un antiguo dicho: «Dale a alguien un pescado y lo
alimentarás todo un día; enséñale a pescar y lo alimentarás toda su vida». La
práctica normal de Pablo al enseñar a sus conversos, es la última. Su versión
del dicho parece ser: «Dale a la gente un mandamiento para una particular
situación y lo ayudarás a vivir de manera correcta por un día; enséñales a
pensar de manera cristiana sobre el comportamiento y serán capaces de
navegar por sí solos, por espacios sobre los que no han recibido ninguna
instrucción específica». Lo que Pablo hace una y otra vez es dar directrices
iniciales, especialmente en áreas en las que el trabajo de la virtud cristiana
llevará a la gente a un patrón de comportamiento que a sus vecinos les
resultará sorprendente y quizás chocante. Ellos necesitan que se les refuerce
la seguridad de que verdaderamente ese es el camino a recorrer. Las
instrucciones que pueden parecer simplemente antiguas normas, son, para la
mayor parte, directrices que les mantienen al día, mientras aprenden los
hábitos del corazón. Igual que está seguro de no recaer en un legalismo que
minaría sus enseñanzas sobre la gracia y la fe -una sugerencia extraña, que
solo pudo nacer de una interpretación errónea-, lo está de no volver a caer en
una ética basada en normas, cuando lo que realmente está proponiendo es una
basada en la virtud.
Otro ejemplo puede ayudar y puede mostramos que no se trata de jugar a
«Reglas o virtudes», una contra otra, sino de entender las primeras dentro del
marco de trabajo más amplio de las segundas. Cuando las autoridades locales
construyeron carreteras para que los coches viajaran largas distancias -
autopistas, autovías, llámese como se quiera naturalmente intentaban que la
gente condujera por estos caminos con el control absoluto de sus coches.
Idealmente, nadie se saldría nunca de su propio carril, ocupando el reservado
al tráfico que viene en sentido contrario. Pero, puesto que se sabe que de vez
en cuando la gente pierde la concentración, se queda dormida al volante, se
distrae con una mascota del asiento trasero o lo que sea -y porque algunas
veces un pinchazo u otro fallo mecánico puede provocar que el coche se
comporte erráticamente, con independencia de lo que el conductor esté
haciendo- los sabios constructores de carreteras construyeron una barrera en
el centro, de forma que cualquier coche a la deriva en dirección contraria,
sería parado en seco. Mejor estar dando tumbos entre coches yendo en la
misma dirección, que estacarse en una colisión frontal. Así mismo,
construyeron una «doble franja» al final de la salida de la autopista, que
produce un gran ruido si tus ruedas la tocan, para ayudar a los conductores a
mantener la posición correcta. Esos responsables de construir caminos no
dicen:

-Ahí la tienes; ahí hay una bonita franja-barrera contra accidentes, rebota
contra ella y no tendrás problemas.

Sino que dicen:

-Se supone que debes conducir por el camino sin tocar las barreras. Pero si
algo va mal, debes de saber que ahí están las barreras.

Aplicando esto a la ética de Pablo, debemos añadir que, en medio de las


múltiples confusiones morales del antiguo paganismo y con su amplia y
diversa experiencia pastoral, Pablo es consciente, sin duda, de que, por
mucho que él quiera que las virtudes y el fruto sean elegidas, desarrolladas y
puestas en práctica por cada uno de los cristianos y por la Iglesia como un
todo, habrá muchos casos en los que uno sencillamente no pueda esperar que
eso ocurra. Uno no puede, mientras tanto, dejar a la gente sin guía (cuando y
donde las virtudes deben ser las que guíen), no más de lo que se puede dejar a
los nuevos conversos sin indicaciones claras sobre qué tipo de
comportamiento será coherente con «estar en Cristo» y cuál no (pensemos
por ejemplo en 1 Tes 4). Esto puede parecer un razonamiento circular (ver las
buenas acciones como las cosas que se derivan de las virtudes y, luego, ver
las virtudes como las cosas que producen las buenas acciones. ¿Qué produce
qué?), pero eso sería allanar lo que Pablo esta haciendo. Él está
comprometido en un ministerio pastoral activo, no simplemente en un
empeño por teorizar sobre moral. Y, si ve un coche fuera de control, fuera de
la pista que deben controlar o dirigir la fe, la esperanza y el amor, no esperará
a que ocurra el accidente y a que las lecciones sean aprendidas, si tiene
tiempo para evitarlo. Intervenir con algunas «normas» estrictas, como por
ejemplo en 1 Cor 5-6, no significa que se haya dado por vencido en inculcar
la virtud y que vuelva a las normas, por no hablar de la propia Ley. Lo que
hace, más bien, es mostrar la habilidad del pastor que sabe cuándo dejar al
joven pupilo aprender de los errores que comete, y cuándo poner la teoría en
un segundo plano e ir al rescate.

Desarrollaremos la imagen del conductor/coche/autopista también en


distintas direcciones. El otro día me encontraba conduciendo por un condado
que conocía algo, pero, como se vio después, más bien poco. La principal
autopista estaba bloqueada por un accidente, por lo que me salí, para ir por un
camino anexo. Siguiendo mi olfato, zigzagueé a través de caminos rurales, al
menos en dirección correcta, aunque con frecuencia llegué a encrucijadas y
giros donde no había señalización. Obviamente las gentes de la zona que
utilizan esos caminos saben por cuál ir; pero yo, un extraño en comparación
con ellos, no lo sabía. Me podría haber beneficiado de las normas -una
señalización que dijera: «Este es el camino»- hasta que llegase el día en que
«yo mismo lo aprendiera» y no necesitase más de ellas. Los conductores
experimentados en esa zona solo tendrían que echar un vistazo a tal señal,
porque, por supuesto, sabrían de antemano por qué camino ir. Las normas y
la virtud van juntas, pero en una sociedad donde con frecuencia han sido
percibidas como arbitrarias o restrictivas, necesitamos recordarnos a nosotros
mismos cómo deben funcionar realmente, no para rehabilitar una mentalidad
irreflexiva de mantenimiento-de-normas, sino para poder ver, como en un
gran lienzo, la verdad que Pablo pone de relieve en Rm 8,3: lo que la Ley no
puede hacer..., lo ha hecho Dios.

Todo esto nos lleva a otras dos preguntas, que a menudo se plantean a cerca
de la virtud y a las que la ética de la virtud de Pablo ofrece respuestas claras.
Primero, ¿no es egocentrismo centrar todo el discurso moral en las virtudes
que el individuo se supone está cultivando? ¿No es la moral la que tiene que
dirigir la atención hacia los demás? Y segundo, ¿no centrarse en la virtud
significa que el valor moral de la persona se verá determinado en gran
medida por «accidentes» como el nacimiento, la personalidad, la naturaleza y
la nutrición?

No y no. Contestar a estas dos preguntas nos conducirá al corazón de lo que


Pablo dice sobre las virtudes y los nueve frutos. Estas características son
precisamente generadas por, y constitutivas de, la vida y el trabajo de una
comunidad entera, no de individuos aislados, y ellos están destinados a
contribuir a esa vida de trabajo, no a llamar la atención de la persona que los
está ejercitando. Y, por más que sean deliberadamente pensados, escogidos y
practicados, permanecen para los cristianos como un don de la gracia de
Dios.

Para explicar esto, primero tenemos que ampliar la imagen para incluir las
dos características que, según afirma Pablo, «durarán» hasta el nuevo mundo
de Dios junto con el amor: la fe y la esperanza. Es importante señalar que este
trío, que aparece en el punto culminante de 1 Cor 13, se presenten juntas por
norma general en Pablo, en cartas casi siempre consideradas tanto tempranas
como tardías:

Ante Dios, que es nuestro Padre, hacemos sin cesar memoria de


la actividad de vuestra fe, del esfuerzo de vuestro amor y de la
firme esperanza que habéis puesto en nuestro Señor Jesucristo (1
Tes 1,3).
Pero nosotros, que somos del día, debemos vivir con sobriedad,
cubiertos con la coraza de la fe y del amor, y con la esperanza de
la salvación como casco protector (1 Tes 5,8).
Rogamos sin cesar por vosotros al tener noticia de vuestra fe en
Cristo Jesús y de vuestro amor para con todos los creyentes. Os
mueve a ello la esperanza del premio que Dios os ha reservado en
los cielos (Col 1,3-5).

Dos de estas frases se encuentran en saludos de apertura, indicando que son


las categorías a las que llega Pablo cuando quiere decir:
-Estáis mostrando todos los signos de que sois una comunidad cristiana
saludable

También es interesante que el pasaje de 1 Tes 5 es el que vimos antes, que


dice:

-¡Somos gente del día, aunque el mundo duerma!

Como en 1 Cor, las tres virtudes se van a encontrar en un contexto


escatológico. Son las cosas que pertenecen al nuevo día que amanece, y que
se debe hacer todo lo posible para situarlas en el tiempo presente.

Pero ahora aparece un rompecabezas más. Debe estar claro que el amor es
una virtud, en cuanto que constituye un aspecto del discipulado presente,
duramente ganado, que anticipa realmente el punto fundamental de la vida en
la era venidera; pero, ¿cómo se aplica esto a la fe y a la esperanza?
Seguramente son pasajeras, como las lenguas, las profecías y otras
características de la vida cristiana actual con las que no contaremos en la era
venidera. Un himno lo expresa así:

La fe se desvanecerá a la vista;
la esperanza se vaciara en alegría;
el amor en el cielo brillará con más luz;
19
por tanto, dadnos amor .

Esta estrofa procede del himno del siglo XIX «Espíritu Santo, Espíritu
compasivo» del obispo Christopher Wordsworth; es la más sorprendente, ya
que Wordsworth era un expositor del Nuevo Testamento y buena parte del
himno en cuestión esta directamente sacado de 1 Cor 13. Pero ese capítulo
insiste, como hemos visto, en que las tres permanecen. Permanecerán en el
mundo futuro. La fe y la esperanza no se desvanecerán ni se vaciarán. ¿Por
qué no?

Es verdad que ahora la fe y la esperanza nos parece que están orientadas


hacia la nueva era, por lo que debemos asumir que, cuando esa nueva era
llegue, estarán de más. Pero Pablo ve el asunto mucho más profundamente.
La fe es la confianza asentada e inquebrantable en el único Dios verdadero
que hemos llegado a conocer en Jesucristo. Cuando lo veamos cara a cara, no
abandonaremos esa confianza sino que profundizaremos en ella. La esperanza
es la seguridad asentada e inquebrantable de que este Dios nunca nos
abandonará y siempre tendrá almacenado para nosotros mucho más de lo que
pudiéramos pedir o pensar. No puedo imaginar ni por un segundo que en la
era venidera lleguemos a un punto en el que hayamos experimentado todo lo
que el nuevo mundo puede ofrecer y termine siendo aburrido (como imagina
«el paraíso» alguna despectiva visión contemporánea). Se trata de una
caricatura, nacida de un lenguaje blandengue sobre el cielo, que ha
caracterizado las especulaciones sobre el «más allá» en el mundo occidental
durante los últimos dos siglos. En contraste -y porque yo creo que el Dios que
conocemos en Jesús es el Dios de la máxima generosidad y del mayor amor-
estoy convencido de que no habrá final para la nueva creación de este Dios y
de que dentro de esta misma nueva era habrá siempre más cosas que esperar,
más cosas por las que trabajar, más cosas que celebrar. Aprender a esperar en
el tiempo actual es aprender no solo a esperar un nuevo lugar mejor que el
que habitamos ahora, sino aprender a confiar en Dios, que es y seguirá siendo
siempre el Dios del futuro.

Así pues, volvamos a las dos objeciones: ¿está la ética de la virtud realmente
centrada en sí misma y se apoya demasiado en rasgos del carácter adquiridos
ya en el nacimiento? Este breve análisis de la fe y la esperanza, y el más
obvio análisis que podemos hacer del amor (donde el amor en el presente es
la anticipación de la afirmación y la mutua satisfacción entre Dios y sus
criaturas y entre las propias criaturas mismas), deben ser suficientes para
contestar la primera de ellas. Hablar de virtud es ciertamente decir que nos
preocupa el crecimiento moral, los hábitos del corazón de cada individuo.
Pero insistir en que las virtudes principales son fe, esperanza y, sobretodo,
amor, es subrayar que crecer en esas virtudes es precisamente mirar fuera de
uno mismo, por un lado, hacia Dios y, por otro, hacia el prójimo. Cuanto más
se cultivan estas virtudes menos se piensa en uno mismo.

Aquí nos hemos tropezado con una de las más obvias diferencias entre la
virtud cristiana y la de los antiguos paganos. La virtud pagana trataba de
cultivar figuras heroicas, líderes valientes y resueltos, especialmente durante
las guerras. El ideal de virtud aristotélica estaba concebido y desarrollado
dentro del contexto de la pólis, la ciudad-estado, ya que, como bien lo vio
Aristóteles, los humanos son animales sociales. Pero las virtudes pertenecen a
aquellos individuos que destacan sobre la muchedumbre. La virtud cristiana
«por definición» no es así. Como dijimos antes, es un deporte de equipo y
solo puede ser eficaz cuando todos los miembros del gran equipo juegan su
único y distintivo papel, en cuidadosa relación con todos los demás miembros
y buscando el bien del equipo como un todo.

¿Es paradójico decir que cultivar la virtud supone mirar fuera de uno mismo?
De ser así, la paradoja sería solo aparente, no real. Por supuesto, la moralidad
debe arraigar muy dentro del individuo. Insistir en esto, como hace la virtud,
es subrayar que no se trata ni de una norma impuesta desde el exterior ni de
un cálculo de consecuencias que puede ofrecer un programa de ordenador;
tampoco es descubrir lo que hay en la profundidad del propio corazón y ser
fiel a ello. Ahora bien, si la moral acaba teniendo su centro en la fe, la
esperanza y el amor, entonces -aunque brote desde muy dentro- su auténtico
centro está fuera del yo, está en Dios y en el prójimo que son amados, en
Dios, que es objeto de la fe y la esperanza, y en el prójimo, que será siempre
visto y amado a la luz de esa fe y de esa esperanza. O por decirlo de otra
manera: incluso las palabras «fe», «esperanza» y «caridad» podrían llegar a
decepcionarnos. La clave de las tres no es: «Mira, aquí están las tres
cualidades que estoy desarrollando en mí mismo». Decir eso de la fe, la
esperanza y el amor es incurrir en una contradicción en los términos. Las tres,
todas ellas dones de Dios, apuntan fuera y lejos de nosotros mismos: la fe,
hacia Dios y su acción en Jesucristo; la esperanza, hacia el futuro de Dios; el
amor, hacia Dios y nuestro prójimo.

La segunda objeción era que una focalización en la virtud puede parecer algo
arbitrario, ya que algunos pueden considerar el buen carácter como un rasgo
congénito, o como el producto de una determinada educación. Y ciertamente
podríamos decir que esta pretensión tiene aparentemente su base. Bill puede
parecer que tiene ventaja en algunas áreas relevantes, lo que no es
desdeñable; creció en una familia llena de amor que lo apoyaba, y parecía
mucho más probable que fuera extravertido y generoso que Ben, que creció
rodeado de egoísmo, abusos y violencia. Ahora bien, la respuesta de Pablo
sería, sin duda, que todo eso está fuera de lugar cuando se trata del carácter
cristiano de la virtud. «Aquellos que pertenecen al Mesías, crucificaron la
carne»: no hay excepciones ni categorías de gente que pueda entrar a
hurtadillas en la santidad que genera el Evangelio, sin pasar por el doloroso
camino de la crucifixión con el Mesías, y después, por el duro esfuerzo moral
necesario para cultivar las virtudes en toda su plenitud. (Pensemos para
empezar en el número de áreas de la vida que cubre el breve análisis de Pablo
sobre el agápe). Bill puede perfectamente imaginar que su formación le
convierte en un ser superior. Mucho se espera de aquellos a quienes mucho se
ha dado; la serpiente más venenosa de todas, el orgullo, está siempre
acechando entre la hierba, lista para morder a aquellos que, sin esfuerzo, se
imaginan superiores a sus desfavorecidos prójimos. Ben, oteando la
diferencia entre su formación y la vida del genuino cristianismo, puede dar un
agradable salto hacia el interior del nuevo mundo. Volvemos al tema de ser
«renovados en el conocimiento de la imagen del Creador». No se trata de la
cuestión de un carácter previamente formado, sino de unas decisiones
pensadas, razonadas y aplicadas, de un nuevo idioma aprendido, practicado y
hablado, con torpeza al principio y después con creciente fluidez.

Con el fruto del Espíritu ocurre lo mismo que con las virtudes. De hecho,
cuanto más cerca estemos de entender las dos categorías, más cuenta nos
daremos de que son dos maneras de decir lo mismo. Enseguida estudiaremos
las listas de las virtudes y los frutos espirituales de forma más completa,
buscando su dinámica interna y sus realizaciones prácticas, y descubriremos
que Pablo está simplemente llegando a un mismo y profundo nivel de
realidad desde distintos ángulos, obedeciendo las necesidades retóricas de los
diferentes contextos a los que se dirige. La razón de utilizar el término
«fruto» después de todo, es que se trata de cosas que crecen desde dentro,
más que de cosas impuestas desde fuera. Una vez que superamos la común,
aunque falsa, percepción de que, si es un fruto, debe producirse sin que
nosotros hagamos ningún esfuerzo o sin que tengamos que pensar -realmente
cualquier cristiano con una cierta conciencia de sí mismo debe darse cuenta
del fallo en seguida-, empezamos a ser libres para reconocer que los diversos
frutos son, como las virtudes, características que deben ser pensadas,
escogidas mediante un acto mental voluntario y aplicadas con determinación,
aun en el caso de que las emociones pudieran sugerir algo bastante diferente.
Así se adquiere una afición o una pericia. Así es como se aprende un idioma.
Así es como se es recreado como ser humano completo capaz de reflejar la
imagen de Dios. Así es como uno se convierte anticipadamente en parte del
«sacerdocio real».
Ahí nos llevan, después de todo, todas estas cosas. Finalmente, Dios no
quiere -y Pablo no cree que Dios quiera seres humanos perfectos, totalmente
limpios y aseados, pero sin nada que hacer. La moral, sorprendentemente
para algunos, es parte de la misión. Las vasijas limpias van a ser puestas en
uso y, a la inversa, un nuevo uso requiere una limpieza previa de la vasija.
Sin embargo, antes de que podamos estudiar todo ello con más profundidad,
debemos contemplar la virtud corporativa, en la cual las virtudes y las clases
de fruto van unidas. Pablo insiste en que la Iglesia debe ser y debe pensarse a
sí misma como un cuerpo y hacer cualquier esfuerzo necesario para
permanecer como tal.

No es difícil, cuando uno lee las listas de Pablo de las virtudes y los vicios,
ver los principales efectos que produce seguir una u otra. Imaginemos que
vivimos en una comunidad donde, día tras día, los hábitos de vida normales
para la mayoría de la gente incluyen la inmoralidad, el mal humor, los celos,
las facciones, la envidia, etc. Luego imaginemos una comunidad donde, día
tras día, los hábitos normales de vida son la paciencia, la bondad, la
amabilidad, el autocontrol, por no mencionar el amor, la alegría y la paz. En
una de las más memorables imágenes de C. S. Lewis esbozada en The Great
Divorce, el infierno es un lugar donde la gente vive cada vez más lejos unos
de otros, siempre peleando y murmurando, al cambiar de residencia, sobre lo
mal que han obrado los otros y cómo la culpa la tienen los demás. Por
supuesto, cualquiera con un poco de experiencia en la Iglesia sabe que
llevarse bien con otro puede ser a veces algo solo superficial.
Lamentablemente, existen muchas comunidades que son muy agradables en
la superficie, pero que en realidad y en el fondo son nidos de víboras. Pero el
hecho de que muchos de nosotros encontremos que el ideal es difícil de
lograr, no significa que no sea eso a lo que deberíamos aspirar. De hecho,
nuestra frustración cuando nos encontramos con esos dos niveles en una
comunidad -brillantez en la superficie y podredumbre por debajo-, debería
aumentar nuestra convicción de que realmente vale la pena trabajar por esa
virtud de la unidad colectiva.

Pero no tendremos más remedio que hacer ese trabajo. Mandatos como el que
sigue, parecen bastante extraordinarios e irreales para nosotros hoy, pero no
tenemos ninguna razón para suponer que la cosa fuera más sencilla en el siglo
primero:

Si de algo vale una advertencia hecha en nombre de Cristo, si de


algo sirve una exhortación nacida del amor, si vivimos unidos en
el Espíritu, si tenéis un corazón compasivo, dadme la alegría de
tener los mismos sentimientos, compartiendo un mismo amor,
viviendo en armonía y sintiendo lo mismo. No hagáis nada por
rivalidad o vanagloria; sed, por el contrario, humildes y
considerad a los demás superiores a vosotros mismos. Que no
busque cada un sus propios interese sino los de los demás (Flp
2,1-4).

Es impresionante, pero parece como si Pablo realmente lo hiciera patente. Y


no se trata de ningún extra opcional, una cumbre más de una montaña moral
para los pocos intrépidos que ya han escalado otros picos de alrededor y están
buscando más desafíos. Esto, podríamos decir, es a lo que Pablo se quiso
referir cuando afirmaba que el amor es la virtud que une todas las demás
entre sí (Col 3,14). Este es el amor-en-acción o, mejor dicho, es el punto de
partida para el amor-en-acción. La unidad del corazón y la mente entre los
creyentes es solo el comienzo. Desde aquí, el Evangelio del amor activo y
generoso puede esparcirse por el resto del mundo.

Hubo, por supuesto, presiones muy concretas en el siglo 1, lo que hizo de


vital importancia que los cristianos quisieran atesorar su unidad. Las
persecuciones iban y venían; pero, cuando los primeros cristianos y su
extraño mensaje se convirtieron en blanco de incomprensión y cuando sus
reuniones despertaron múltiples sospechas por parecer desagradables e
ilícitos rituales (¿estaban realmente hablando sobre comerse a alguien?) y por
suscitar preocupaciones sobre la subversión política (¿estaban realmente
hablando sobre «otro rey»?), los seguidores de Jesús debieron permanecer
muy unidos. Cualquier división en las diminutas comunidades habría sido
potencialmente desastrosa, tanto para su salud interna como para su
testimonio externo. Una de las tragedias normales de aquellos días entre los
pequeños grupos de cristianos que se enfrentaban a la hostilidad externa, era
lo fácilmente que, al abordar esa amenaza, proyectaban las frustraciones unos
contra otros en una lucha de facciones dentro de la misma comunidad.
E incluso cuando eso no ocurre, los que hemos vivido durante muchas
generaciones con el fenómeno de las «denominaciones», bien podemos
suspirar y darnos con un canto en los dientes. Nuestras denominaciones, con
todas sus ambigüedades y rompecabezas, están a menudo enraizadas en
auténticas distinciones étnicas o divisiones basadas en la personalidad, que
Pablo combatió a su manera. Quizá esa sea una de las razones por la que las
discusiones morales en la Iglesia tienden a dar vueltas y vueltas en pequeños
círculos sobre unos cuantos temas escogidos, especialmente el sexo: discutir
cómo, por qué y cuándo dos seres humanos se unen en un acto de amor o casi
de amor, puede ser, después de todo, una actividad sustitutiva cuando no
podemos hacer frente a la cuestión de cómo, por qué y cuándo toda una
familia de cristianos debe (pero no puede) estar unida en mutuo amor y
apoyo. Eso no significa que la ética sexual no importe. Al contrario: es
sintomático de la salud o debilidad de la comunidad en general. Pero no
debemos fijar todas nuestras preocupaciones en el hecho de que el secretario
de la iglesia se haya escapado con la esposa del organista, cuando la promesa
de unidad de Jesucristo con todo su pueblo es burlada por las estructuras y
costumbres -y sí, ¡algunas veces también por la teología!- que destruyen el
tejido de la Iglesia con tanta contundencia como un adulterio destruye el
tejido de la comunidad. Y tampoco debemos concentrar toda nuestra atención
en el hecho de que el tesorero de la iglesia haya malversado miles de dólares
(aunque eso sea lógicamente muy reprobable), cuando todo el sistema
bancario ha estallado en un caos a causa de la increíble codicia de los de
arriba. La moral personal tiene una enorme importancia, pero la
concentración excesiva en ella puede funcionar como un desplazamiento o
sustitución de la actividad, cuando no queremos enfrentarnos a un asunto
mayor e igualmente importante.

(Una vez dicho eso, ambos ejemplos, adulterio y malversación, demuestran el


peligro de permitir que la moral se enseñe únicamente en términos de normas
que serán obedecidas o desobedecidas. De acuerdo, el tesorero se ha quedado
con el dinero que pertenecía a la iglesia. Pero ahora que lo ha confesado, ¿no
deberíamos ser comprensivos, no informar a la policía -recordemos que Jesús
acogió a los pecadores-y volver a contratarlo? No es tan sencillo. Lo que esto
no tiene en cuenta es hasta qué punto la ruptura de la norma que prohíbe la
malversación de fondos es mucho más que cargarse una orden judicial
arbitraria. Se destruye la confianza. ¿Daría la gente dinero a la iglesia si no
confiaran en el tesorero? Lo mismo pasa con el adulterio: ¡cuántas veces uno
oye decir, cuando una pareja ha abandonado a sus respectivos cónyuges y se
han «juntado», que Jesús acoge a los pecadores, que se debe «apoyar» y que
no debemos autojustificar ni «criticar»! Todo esto no tiene en cuenta el efecto
producido en casi todas las comunidades -pueblos, iglesias, colegios,
empresas etc.-, que sufren una especie de electrochoque moral cuando dos
personas, que se han comprometido públicamente, de pronto su ruptura se
convierte en una noticia social. No es solo que hayan «roto una norma». Es
que han minado buena parte de la fibra moral de su mundo).

Por consiguiente, el mandamiento de que hay que estar unidos es elaborado


por Pablo con un enfoque claro y preciso. El pasaje de Flp con el que
comenzamos, llega a ello de un lado a otro: aprender a pensar de la misma
manera que los demás, aprender a amarnos unos a otros de la misma manera,
practicar la armonía entre pensamiento y sentimiento, uniéndonos en el
objeto del pensamiento... ¿de cuántas maneras, nos preguntamos, puede
Pablo expresar lo mismo?

Y coloca estos extraordinarios mandamientos dentro de un marco que en sí


mismo lo dice todo. El consuelo, el compañerismo, el afecto, la misericordia
¡y la alegría! Si hay una señal de cualquiera de ellas, ese es el lugar por el que
se debe empezar. Cualquier comunidad cristiana que carezca de estas
virtudes, difícilmente podrá considerarse tal. Y cuando se ve una chispa de
cualquiera de ellas, como un pequeño resplandor en la parte posterior de la
chimenea, hay que soplar con cuidado, convertirla en una llama pequeña y
alimentarla después con más combustible, hasta que todo el fuego quede
avivado. Así es como se hace. Y en la otra cara de la moneda, allá donde se
encuentre vanidad, egoísmo o ambición, será posible saber que ese no es el
buen camino. Siempre que uno se observe a sí mismo pensando que es
superior, debe poner en práctica el hábito de rechazar ese pensamiento.
(Recordemos al señor Baxter, el padre que, al actuar deprisa, salvó a su hija
pequeña de ahogarse: «Cada vez que pensaba algo malo, me forzaba a pensar
en otra cosa»). Cada vez que uno ve que está angustiado tratando de ser el
número uno, que se pare a pensar y trate de encontrar la forma de revertir esa
prioridad. Todo Flp 2 trata de la necesidad de despreocuparnos de nosotros
mismos para concentrarnos en los demás.
Sí, lo sé: alguien ya se está diciendo:

-Vale, así que Pablo piensa que debemos ser felpudos para Jesús. Yo solía ser
así y todo el mundo acababa entrando pisando encima de mí. Ahora he
aprendido que, si no te mantienes firme por ti mismo, serás utilizado y
abusaran de ti.

Esa es la crítica habitual que se hace a lo que se toma por ética cristiana; la
encontraréis en muchos sitios, tanto dentro como fuera de la Iglesia.

Pero es una crítica de una parodia, no de la realidad. Muchos cristianos


modernos han llegado a acostumbrarse tanto a tomar los mandatos de Pablo
con una pizca de sal, que estas instrucciones se han quedado, como la mueca
del gato de Cheshire, en formas degradadas; la sonriente pseudohumildad del
personaje de Anthony Trollope, el Sr. Slopes, y su odio a este mundo, así
como el auto-odio de aquellos que, por cualquier motivo, siempre se
infravaloran y pretenden que, solo por hacerlo, están siguiendo a Jesús y
Pablo. Nosotros estamos menos acostumbrados, quizás, a reconocer una
comunidad alegre y robusta, cuando la auténtica y mutua sumisión van de la
mano con y crean un contexto propicio para un ejercicio enérgico y una
alegre celebración de los dones individuales, incluyendo el de un liderazgo
fuerte y sabio. Afortunadamente, esas comunidades existen y, cuando lo
hacen, son una alegría.

En realidad, como ocurre con todas las virtudes, una vez que se ha empezado
a aprender el lenguaje, y especialmente una vez se ha empezado a hablarlo en
grupos donde también lo están aprendiendo otros, no parece tan imposible,
sino que realmente comienza a adquirir su propio sentido de «segunda
naturaleza», de segundo orden espontáneo, como los actores experimentados,
los futbolistas o los ejecutantes de jazz que han aprendido el arte de la
improvisación colectiva real. Lamentablemente, con demasiada frecuencia
nos conformamos con la espontaneidad inmediata de todos «haciendo lo que
emerge de forma natural»; con líderes fuertes, que imponen su poder,
organizaciones que van de la tiranía al caos y viceversa, y con los que dentro
de ellas se sienten intimidados hasta la sumisión y se esconden tras la
esperanza de que tal vez están siendo «humildes». Todo esto es, de nuevo,
una parodia desagradable de lo que Pablo tiene en mente.
La mayor y más sostenida llamada de Pablo a la unidad está en la carta que
llamamos 1 Corintios. Toda la carta es una lección sobre los hábitos de mente
y corazón necesarios para alcanzar y mantener una rica y diversa unidad.
Esto, una vez más, no es cuestión de normas, aunque, como hemos visto, las
normas pueden ser una buena forma de indicar a la gente la dirección correcta
y de capacitarla para que compruebe si sigue en ella. Se trata más bien de
aprender a pensar y actuar de acuerdo con el Espíritu de Jesucristo, de tal
manera que aquello que daña a la unidad, pueda ser localizado con prontitud
y arrojado fuera. Cultos de la personalidad, inmoralidad sexual, demandas
legales, conflictos sobre diferencias culturales, flirteos con prácticas paganas,
división entre pobres y ricos, especialmente cuando tropiezan con la Santa
Cena del Señor, orgullo o envidia en relación con los dones espirituales,
cultos caóticos, aflojar amarras del corazón del Evangelio..., prácticamente
todo ello aparece en 1 Cor y en cada momento Pablo intenta introducir los
hábitos de la vida comunitaria necesarios para ordenarlo todo, además de las
enseñanzas teológicas que lo completarán todo, especialmente la paradójica
sabiduría de la cruz. Esto permea una buena parte de la carta desde el
principio y la espectacular esperanza de la resurrección, que se hace cada vez
más clara, domina un tema detrás de otro hasta su plena declaración en el
capítulo 15.

Desde luego 1 Cor no era el final de la historia. 2 Cor nos dice, con rigor y
cierta mordacidad, que todo fue horriblemente mal y que el mismo Pablo
tuvo que moldear el esquema de autohumillación de la cruz, para poder
restablecer la Iglesia en Corintio y su apostólica relación con ella, sobre la
base del propio Jesucristo crucificado y resucitado. Ello muestra con enorme
claridad que los hábitos del corazón no son fáciles de aprender y que toda
comunidad cristiana y todo líder cristiano están llamados a aprenderlos cada
vez más y con mayor profundidad. También pone de manifiesto que, esté o
no la gente aprendiendo esos hábitos, las circunstancias pueden empujarlos
perfectamente en una dirección en la que se ven forzados bien a hacerlo con
mayor profundidad bien a perder el plan por completo.

De todas maneras, es en estos complejos asuntos pastorales y teológicos


donde encontramos una de las más importantes declaraciones de Pablo sobre
la unidad de los creyentes formando un cuerpo. Habiendo desafiado a sus
lectores al principio de la carta (1,3) preguntando si el mismo Cristo estaba
dividido, como lo darían a entender sus propias divisiones, y habiendo
advertido a quienes destruyen la unidad de la Iglesia que, después de todo, es
el nuevo templo de Dios (3,16-17), vuelve al tema, alcanzando la carta
lentamente su clímax. Igual que el cuerpo es uno, con muchos miembros, lo
mismo ocurre con el Mesías.

El error más obvio que se puede cometer -como leemos en la descripción que
hace Pablo de la Iglesia como «cuerpo del Mesías» en 1 Cor 12 es suponer
que la imagen de un cuerpo humano es simplemente una adecuada metáfora
escogida al azar para demostrar un punto a propósito de la diversidad de
dones y de la unidad de objetivos. Desde ese punto de vista, podía igualmente
haber descrito un elefante, cuyo cuerpo contiene aún más diversidad de
piezas, o haberse referido a la tripulación de un barco con sus diferentes
funciones, o incluso a un coche (de acuerdo, en su tiempo una calesa). Había
muchas otras maneras de articular la diversidad-en-unidad, y la unidad-en la-
diversidad. ¿Por qué un cuerpo humano?

Bien, para empezar, Jesús el Mesías era y es un ser humano. Resultaba


adecuado pensar lo mismo de quienes pertenecían a él. Esta respuesta, sin
embargo, solamente araña la superficie. La auténtica respuesta -tal y como
encontramos en otros pasajes de esta carta, y en otros escritos de Pablo- está
enraizada en su visión de la Iglesia precisamente como la humanidad
renovada y redimida. Existe una especie de aptitud en esta metáfora o, si se
quiere, no es solo una metáfora sino también una metonimia. La construcción
y la operación adecuada de una nueva forma de ser humano son exactamente
el centro y la sustancia de todo. Un cuerpo humano no es una simple
ilustración dibujada sin ton ni son. Es una señal que va directa al meollo de lo
que ocurre.

El tema concreto en discusión es el de los dones espirituales: lenguas,


profecías, palabras especiales de conocimiento, repentinos dones de fe
especial y demás. Pablo declara en el capítulo siguiente que todas estas cosas
sin amor no son nada y que quedarán abolidas antes o después, mientras que
el amor perdurará. Esto forma parte también del tema del presente capítulo:
no os preocupéis demasiado de qué don habéis o no recibido, pero reconoced
que todos proceden de la misma fuente (12,4-11) y son mutuamente
interdependientes tal como el pie, la mano o el ojo (12,14-26). El desafío de
vivir como un solo cuerpo es el desafío de vivir como el Nuevo Ser Humano.
Cuando el Espíritu de Jesús el Mesías viene a morar en los cristianos,
individual y colectivamente, es para que todos ellos unidos puedan ser el
lugar donde continúa real y físicamente su vida genuinamente humana dentro
de la vida del mundo actual.

No es extraño que la unidad de la Iglesia sea tan contestada y difícil de


mantener, ya sea en el Corinto del siglo I o en el confuso mundo del XXI. No
es extraño que existan tantas parodias de esa unidad de escaso nivel, tanto en
el forzado conformismo del totalitarismo eclesial como en la forzada alegría
de pequeños grupos parecidos. Estos dos caminos evitan el auténtico reto,
que es permitir que las principales virtudes cristianas, fe, esperanza y amor,
así como los frutos del Espíritu, que son amor, dicha, paz, grandeza de
corazón amabilidad, generosidad, fidelidad, educación y auto control, tengan
libertad de circulación en nuestras relaciones mutuas, y puedan descubrir -
según van trabajando nuestras vidas- las virtudes colectivas de sumisión
mutua y de mutuo reconocimiento de los dones de liderazgo, magisterio, etc.,
otorgados por Dios.

En eso es precisamente en lo que insiste Pablo en otro pasaje que merece


estar a la altura de 1 Cor 12. Aquí, en Ef 4,1-16, queda claro que la unidad
por la que deben trabajar los cristianos no es meramente pragmática -
reconocimiento de unas diferencias ante las que todos nos encogemos de
hombros, hacemos nuestras cosas, y permitimos que los demás hagan las
suyas- sino una unidad profunda, rica y multifacética que permita crecer en
madurez a la Iglesia y deje atrás -como en 1 Cor 13, pero como tarea actual-
el infantilismo inmaduro que, de lo contrario, podría permanecer como un
estado permanente y vulnerable:

Así pues, yo, el prisionero por amor al Señor, os ruego que os


comportéis como corresponde a la vocación con que habéis sido
llamados. Sed humildes, amables y pacientes. Soportaos los unos
a los otros con amor. Mostraos solícitos en conservar, mediante el
vínculo de la paz, la unidad que es fruto del Espíritu. Uno solo es
el cuerpo y uno solo el Espíritu, como también es una la
esperanza que encierra la vocación a la que habéis sido llamados;
un solo Señor, una fe, un bautismo; un Dios que es Padre de
todos, que está sobre todos, actúa en todos y habita en todos.
A cada uno de nosotros, sin embargo, se le ha dado la gracia
según la medida del don de Cristo. Por eso dice la Escritura: Al
subir a lo alto llevó consigo cautivos, repartió dones a los
hombres. Eso de «subió», ¿no quiere decir que también bajó a las
regiones inferiores de la tierra? Y el que bajó es el mismo que ha
subido a lo alto de los cielos para llenarlo todo. Y fue también él
quien constituyó a unos apóstoles, a otros 'profetas, a otros
evangelistas y a otros pastores y doctores. Capacita así a los
creyentes para la tarea del ministerio y para construir el cuerpo de
Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del pleno
conocimiento del Hijo de Dios, hasta que seamos hombres
perfectos, hasta que alcancemos en plenitud la talla de Cristo.
Así que no seamos niños caprichosos, que se dejan llevar de
cualquier viento de doctrina, engañados por esos hombres
astutos, que son maestros en el arte del error. Por el contrario,
viviendo con autenticidad el amor, crezcamos en todo hacia aquel
que es la cabeza, Cristo. A él se debe que todo el cuerpo, bien
trabado y unido por medio de todos los ligamentos que lo nutren
según la actividad propia de cada miembro, vaya creciendo y
construyéndose a sí mismo en el amor (Ef 4,1-16).

Hay tanto detalle en todo esto, que podríamos quedar empantanados.


Permítaseme destacar los elementos clave para nuestro actual propósito.

Primero, este majestuoso pasaje se encuentra enmarcado en lo que Pablo ha


dicho antes en Ef. Y, siguiendo esta secuencia de pensamiento, dejará claro a
qué propósito, según supone él, servirá esta virtud de la unidad tan difícil de
conseguir. El capítulo 1 concluye con una afirmación de la posición actual de
Jesús como la que expresan los Salmos 2, 8 y 110: el Mesías, que es también
el Hombre Nuevo: «Dios ha puesto todas las cosas bajo sus pies», haciéndolo
soberano sobre toda otra autoridad, poder, dominio y nombre (1,22.21) Esto,
sin embargo, no es un asunto que celebran solo los cristianos. Ellos lo van a
compartir en esta identidad:

Todo lo ha puesto Dios bajo los pies de Cristo, constituyéndolo


cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, y, por lo mismo,
plenitud del que llena totalmente el universo (Ef 1,22-23).

Aquí aparece el vaivén, la paradoja que advertimos antes en conexión con el


templo: el Dios vivo llena el cielo y la tierra y, sin embargo, escoge su
morada en un lugar determinado. Y ese lugar no es ya un edificio en
Jerusalén o en cualquier otro sitio. Es una familia, la familia de aquellos que
pertenecen al Mesías. Ellos son la expresión viva del hecho de que él es el
buen soberano del mundo, la real comunidad del Rey. Ahora bien, si ellos
son la comunidad real, también serán la comunidad sacerdotal, una vez que
la idea del sacerdocio se une a la del templo al final de Ef 2:

Por tanto, ya no sois extranjeros o advenedizos, sino


conciudadanos dentro del pueblo de Dios; sois familia de Dios,
estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas y el
mismo Cristo Jesús es la piedra angular, en quien todo el
edificio, bien trabado, va creciendo hasta formar un templo
consagrado al Señor y en quien también vosotros vais formando
conjuntamente parte de la construcción, hasta llegar a ser, por
medio del Espíritu, morada de Dios (Ef 2,19-21).

¡Qué fácil ha sido para los cristianos occidentales olvidar esta vocación en su
conjunto! (Ha venido bien que muchos sugirieran que Pablo no escribió Ef, lo
que ha puesto en cuestión la misma autoridad de la carta. Yo creo que eso fue
originalmente un movimiento táctico, al menos en parte, para justificar el
abandono de esta conmovedora pero exigente visión). O, si no olvidamos esta
vocación, la domesticamos hablando en términos exaltados de la Iglesia, al
pretender, por ejemplo, que la marca «Iglesia» se refiera solo a la última
comunidad escatológica o celestial, mientras se va dividiendo en grupos y
subgrupos, donde sea posible mantener una apariencia de unidad sin nada del
esfuerzo que supone conseguirla.

Pero la virtud es siempre resultado del esfuerzo y tiene su coste. La llamada


de Pablo a la unidad (en el capítulo 2, la unidad de judíos y gentiles en la
misma Iglesia; en el capítulo 4, la unidad de todos los cristianos con sus muy
variados ministerios), si no es un llamamiento a la virtud, no es nada. Aquí -
declara él- está el objetivo: «la humanidad madura» (4,13) creciendo eis
ándra téleion, «para ser un Hombre perfecto», medido con los estándares de
plenitud del Mesías. Y estas son las cosas que hay que trabajar. No ocurren
por accidente ni por casualidad, suceden porque los que podrían haberlo
hecho de forma distinta -dejados a solas- han tomado la decisión de «hacer
todos los esfuerzos» (4,3) para cultivar las múltiples virtudes que, juntas,
contribuyen a esa madurez. El amplio rango de diferentes ministerios que
Dios da a la Iglesia, no es para deshacerla en fragmentos persiguiendo a toda
nueva personalidad o iniciativa que aparezca, sino para «construir el cuerpo
del Mesías», para que pueda crecer en una rica y diversa unidad. Todos y
cada uno de los cristianos están para exhibir las virtudes y deben ser
obedientes a su única, distinta e irrepetible vocación. Ese es el reto.

De nuevo aquí, como en el cultivo del «fruto del Espíritu», hay poderosas
corrientes que nos arrastran en dirección opuesta hacia la falsedad en la
enseñanza, las triquiñuelas y los engaños (v. 14). Por eso hay que repetir que
la unidad es una virtud -la virtud colectiva o comunitaria en la que los
diferentes miembros del cuerpo o colectivo crecen en todos los sentidos en
él... que es la cabeza, el Mesías. Y por supuesto, como ocurre con las tres
virtudes y los nueve frutos, la clave para el único cuerpo es el amor (v. 16).
«Imitad a Dios» -urge Pablo al final del siguiente pasaje-, como niños
amorosos que imitan a su padre. Aquí, inusual pero muy sorprendentemente,
Pablo urge a sus oyentes no solo a reflejarse en el amor de Dios, sino a mirar
con atención para ver cómo se hace, y luego hacerlo ellos. Y continúa:

Sed, pues, imitadores de Dios como hijos suyos muy queridos. Y


haced del amor la norma de vuestra vida, a imitación de Cristo
que nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda
y sacrificio de suave olor a Dios (5,1-2).

Así es como se ve el «sacerdocio real» en el mundo actual: una comunidad


que aprende unida las lecciones de santidad (4,17-5.20) y que también
aprende lo que significa reflejar el carácter de Dios en los actos de los unos
con los otros.

El reto de luchar por las virtudes colectivas es, después de todo, lo que
debemos esperar cuando la virtud-clave individual, y el primer fruto del
Espíritu es el amor. El pensamiento de dos o tres cristianos -o doscientos,
trescientos o dos mil- intentando todos practicar el amor mientras
permanecen con determinación en su propio mundo herméticamente cerrado
de espiritualidad y virtud privada, es, por supuesto, una contradicción en sus
términos. Las virtudes cristianas, a diferencia de las virtudes clásicas o
cardinales expuestas por Aristóteles y otros, están destinadas a producir no
grandes y aislados líderes que dirigen una nación en la política o en la guerra,
sino comunidades integradas, que quieren dar forma a una vida de
autoentrega amorosa.

Con eso vislumbramos una verdad que apuntaba casi al principio de este libro
y a la que ahora debo regresar para analizarla. Si la comunidad cristiana está
aprendiendo de verdad las virtudes colectivas requeridas para una unidad
multifacética, ello contiene en sí mismo un valor apologético por encima de
una mera diferencia («¡Que fantasía! Esos cristianos están viviendo de una
manera bien diferente al resto de nosotros»), o de un cierto atractivo («Bien,
pero ¡realmente su forma de vida resulta muy buena!»). Precisamente porque
las virtudes cristianas miran arriba, al Dios que hizo todo el mundo y creó a
todos a su imagen y semejanza, y hacia fuera, a ese mundo y a todos los que
hay en él, no pueden ser la reserva privada de una comunidad encerrada. No
se trata de que debamos dar la espalda a las grandes tradiciones de la virtud
desarrolladas por filósofos paganos o no cristianos a lo largo de los siglos.
Debería tratarse de demostrar que aquello por lo que se esforzaban, es
plenamente comprendido en nuestro interior, pero también es trascendido por
esta nueva visión de la virtud que es la visión del propio Jesucristo.

Por tanto, no puede tratarse meramente de añadir unas cuantas nuevas


virtudes a una lista ya larga, o de insistir en que las nuevas sean más
importantes. Con la adición de virtudes cristianas y su intento de prelación,
algo le ha ocurrido a la virtud misma, algo que nos señala el mismo núcleo
central del desafío que la fe cristiana ofrecía -y debe seguir ofreciendo- al
mundo entero. Aquí está -declaran estas virtudes- la nueva forma de ser
humano; no sólo unas cuantas virtudes nuevas y desconocidas, sino también
una nueva definición de la virtud misma, toda una nueva forma de humanidad
que se ofrece como el artículo más genuino a un mundo sorprendido e
incrédulo. ¿Es o no esto una auto-recomendación? Así, el único cuerpo
unificado de Cristo, luchando por las virtudes y trabajando duro para dar a
luz el fruto del Espíritu, debe ser el cuerpo misionero que promueve el
objetivo de Dios de reunir todas las cosas del cielo y la tierra en el Mesías.
Esto es lo que hoy significa vivir un sacerdocio real.
7.
7. La Virtud en Acción: el Sacerdocio Real
1

No hay duda de que se abren ante nosotros muchas vías de investigación.


Mundos enteros de investigación ética y moral invitan a una nueva
exploración. Pero este libro no es el lugar adecuado para hacerlo. Lo que
quiero hacer, sacando a colación el principal punto que he venido
estableciendo, es mostrar lo que significa hoy el desarrollo de las virtudes,
que verdaderamente anticipa las del sacerdocio real. Estamos diseñados para
ser finalmente portadores de una imagen renovada de los seres humanos.
¿Cuál será la fortaleza del carácter que lleve a su plenitud ese tipo de vida y
cómo podemos desarrollarla aquí y ahora? Estas, más que los detalles de ética
o moral por un lado, o el bien orientado estudio de los rasgos del carácter por
otro, constituyen el gran escenario que debemos poner en marcha.

Por tanto, este capítulo va a plantear tres preguntas, con dos secciones cada
una de ellas. Primera, ¿qué significado tiene en el momento actual actuar
como sacerdocio real? y ¿cuáles son los hábitos de corazón, mente y vida que
contribuyen a ello? Segunda, ¿cómo esta vocación no solo compromete al
mundo en toda su amplitud, manteniendo ante él la visión de una nueva
manera de ser hombre, pero eclipsando al mismo tiempo la tradición clásica
(y moderna) de la virtud ética secular, reteniendo el máximo énfasis en la
tradición pero transformándolo dentro del nuevo marco? Tercera, ¿cómo da
forma y cuerpo esta más alta vocación a los hábitos particulares que generan
el comportamiento específicamente cristiano y nos ayudan a evitar el
comportamiento específicamente pagano? O, en otras palabras: ¿cómo el
seguimiento de Jesús en la vocación al sacerdocio real, necesita y genera a la
vez una vida de auténtica santidad cristiana?

La primera de estas preguntas proviene directamente del estudio que hemos


hecho de partes clave de la Biblia. Hemos visto que en aquel mandato a la
humanidad en el Gn 1 y la promesa de una humanidad renovada en el Nuevo
Testamento destacan la doble vocación a ser sacerdotes y reyes. En eso
consiste -sugiero yo- la vocación que conforma las dos principales tareas de
la Iglesia: el culto y la misión.
El culto y la misión son como hermanos siameses. Comparten un mismo
corazón: el corazón que ama a Dios creador y, a través suyo, ama también al
mundo creado por él, especialmente a las criaturas que son su imagen. Este es
el corazón que puede ser entrenado en la práctica de la virtud. Lo frustrante,
cuando se reconoce esto, es darse cuenta de la cantidad de gente que asiste
regularmente al campo de entrenamiento, pero no participa en el juego.

Hablemos en primer lugar del culto. Adorar al Dios vivo, el Dios que
conocemos como Padre, Hijo y Espíritu, es poner voz a nuestra fe, celebrar
nuestra esperanza y, sobre todo, articular y expresar nuestro amor. Tal como
una persona enamorada enumera a su amado las ciento y pico cosas que
encuentra maravillosas en él, así el culto cristiano se sitúa conscientemente en
presencia del Dios vivo y declara quién es él y todo lo que ha hecho por
nosotros. Igual que una pareja enamorada volverá a repetir la historia del
primer encuentro, de su noviazgo y mutuo descubrimiento, contando una y
otra vez la historia de cómo sucedió todo aquello, de igual manera el corazón
que adora querrá contar de forma natural y sin cesar la historia de Dios y el
mundo, de Dios e Israel, de Dios y Jesús, de Dios y uno mismo, así como su
propia historia personal. Este es un elemento fundamental en el culto
cristiano.

Nótese que he dicho que estas cosas ocurren al principio de forma «natural».
¿Pero qué ocurre después, cuando son dejadas así, sin más?

La respuesta está en torno nuestro, en la Iglesia occidental contemporánea


que de alguna manera se quedó estancada en la foto romántica del
«enamorarse de Jesús» o de «tener a Jesús de novio». Eso está bien al menos
por ahora. La Biblia y las aportaciones significativas, tanto de la devoción
judía como de la cristiana, han expresado el culto a Dios en un lenguaje
tomado directamente de la relación romántica, e incluso erótica, de dos
amantes humanos. Pero, como saben todos los amantes románticos, las cosas
no mantienen siempre el impulso inicial. Y, como he tenido que decir
constantemente a jóvenes enredados en la exploración del amor, del sexo y
del matrimonio, la excitación del romance es como encender de un fósforo:
repentino, brillante y dramático, pero que no dura mucho. La pregunta es:
¿qué piensas hacer con él una vez que lo has encendido?

La respuesta -que tiene obvias resonancias del culto cristiano, más allá del
sentido metafórico- es que usarás el fósforo para encender la vela. Una vela
no es tan excitante como un fósforo, al menos para empezar; pero puede ser
mucho más hermosa, mucho más evocadora y mucho más duradera. Las
parejas humanas deben aprender esa lección, para prevenir que puedan pensar
que, cuando se apaga el fósforo, es que algo ha ido dramáticamente mal y que
hay que buscar otro lo antes posible. Aprender esto es, desde luego, parte del
camino de la virtud de la castidad. De la misma manera, aquellos que han
visto sus corazones ardiendo en el amor a Dios, deben aprender que las
virtudes de la fe, la esperanza y el amor, como se expresan en el culto, han de
ser trabajadas, profundamente reflexionadas, descubiertas y después
planificadas, preparadas y celebradas con una nueva dimensión, que agitará
pasiones que «los fósforos», con su atractivo rápido y romántico, no podrían
alcanzar. Como la pareja que se prepara para celebrar su cuarenta aniversario
de boda, puede dedicar un considerable tiempo a pensar qué hacer y cómo
hacer para que ambos disfruten al máximo de la ocasión, así la Iglesia -que
fomenta un amor a Dios maduro, profundo y duradero- querrá pensar
detenidamente cómo adorarlo, y no porque ese culto nos «venga de forma
natural», sino porque estima que lo importante está en la que venimos
llamando «segunda naturaleza», las virtudes desarrolladas y mantenidas con
un amor que ha pensado bien por qué adora a este Dios, y ha descubierto las
muchas maneras de hacerlo que lo expresan con profundidad y riqueza.

De hecho, esa es la diferencia entre la liturgia y el culto espontáneo; este no


tiene nada de malo, como tampoco lo tiene, por ejemplo, que dos amigos se
encuentren casualmente, compren unos bocadillos y se vayan juntos a pasar
un día de campo improvisado. Pero si los amigos llegan a conocerse mejor y
deciden juntarse más a menudo, pueden también decidir que, aunque repitan
el día de campo de cuando en cuando, un marco mejor para su amistad y una
forma de mostrar esa amistad en acción podría ser pensar en comer
adecuadamente y prepararse a fondo. De la misma forma, la buena liturgia
cristiana es amistad en movimiento, amor que domina la mente, relación de
alianza entre Dios y su pueblo, no simplemente descubierta y celebrada como
el encuentro casual entre amigos, emocionante y que vale la pena, sino bien
pensada y saboreada, planeada y preparada. Y finalmente, es en esencia una
forma mejor de crecer en la relación y, a la vez, demostrar cómo es esta.

En particular, el culto cristiano consiste en la celebración eclesial de los actos


de Dios, los actos de creación y alianza seguidos de actos de nueva creación y
nueva alianza. La Iglesia siempre necesita aprender (y trabajar después) la
manera práctica de contar una y otra vez las grandes historias del mundo y de
Israel, especialmente la creación y el éxodo; las grandes promesas surgidas de
esas historias y las formas mediante las que esas promesas llegaron· a su
plenitud de disfrute en Jesucristo. La lectura de las Escrituras -el relato
escrito de esas historias- ha sido, por tanto, central para el culto de la Iglesia.
No es solo que haya que recordar a la gente lo que las historias dicen (aunque
eso es de creciente importancia en una época en que, de otra forma, la gente
«educada» simplemente no sabe nada de las historias judías y cristianas).
Esas historias deben ser ensayadas en actos de celebración y culto «cantando
abiertamente la grandeza del Señor», como María cantó en el Magníficat. La
buena liturgia usa formas contrastadas de asegurarse que las Escrituras van a
ser leídas completamente, y está siempre buscando otras formas, incluso más
efectivas, de hacerlo. La buena liturgia está también ávida de encontrar
siempre mayor sentimiento y belleza al cantar y rezar los salmos
conjuntamente, para que lleguen a ser esa segunda naturaleza dentro de la
memoria, la imaginación y la espiritualidad de todos los fieles que participan
en el culto, y no solo de los musicalmente dotados o aficionados. Es
interesante estudiar el relato de las Escrituras del primitivo culto de la Iglesia
en los Hechos de los Apóstoles, que describen los primeros diseños cristianos
de los salmos y otros escritos para celebrar el amor y el poder de Dios, y ser
fortalecidos y mantenidos en su misión. Debido a que los primeros cristianos
estaban tratando de vivir como el auténtico templo -llenos del Espíritu-, no
debemos sorprendemos de que las principales confrontaciones en que
incurrieran fuesen con otros templos ya existentes y con sus guardianes: el
templo judío en Jerusalén, y toda la cultura de templos paganos en Atenas y
demás lugares. Eso es lo que cabría esperar, cuando un nuevo sacerdocio real
estaba empezando a ver la luz.

En concreto, desde luego, una Iglesia que está aprendiendo los hábitos del
sacerdocio real, celebrará los sacramentos -esas ocasiones en las que la vida
del cielo se cruza misteriosamente con la vida de la tierra (no que la tierra
pueda controlar o manipular el cielo, eso sería magia, no fe)-para que la
historia de los cielos pueda llegar a convertirse en una concreta realidad física
en la vida de la tierra, alcanzando a los seres humanos en un mundo en el que
todo tipo de cosas tienen un sentido que no tendría en caso contrario, y todo
tipo de cosas que pudo parecer tenían sentido, ya no lo tienen.

En esta vida del culto, todo debe ser aprendido. Las comunidades pueden
crecer en la liturgia y los sacramentos, y pueden alegrarse descubriendo que
esas cosas pueden convertirse en hábitos del corazón comunitario y también
individual. Compartir el culto equivale en cierto modo a lo que significa
comparar el cristianismo con un deporte de equipo. Juntos seremos el pueblo
de Dios; como individuos aislados, no.

Ese estar juntos no significa, por supuesto, uniformidad. Lo que cuenta es


precisamente que se junten aquellos que son bien distintos en todo, excepto
en su compromiso con el Dios que conocemos por las Escrituras, y
finalmente con Jesús. Esas diferencias van a cristalizar en las múltiples
vocaciones a las que Dios nos llama, vocaciones que, como vimos en el
capítulo anterior, están sin embargo diseñadas como dones que permiten a
toda la comunidad crecer en una madura unidad. Y es precisamente en el
culto compartido donde esa unidad diferenciada se aprende y se expresa.

Aquí es donde nos encontramos, irónicamente, con una objeción opuesta a la


que encontramos antes. La objeción habitual protestante a la virtud, como
hemos visto, es que se trata solo de hipocresía, «un hacerse la foto» cuando
aún no estás seguro. La respuesta estándar es que ese es el único camino para
adquirir las muy enraizadas características de la fe, la esperanza, el amor y
todas las demás. Si para empezar a practicar estas cosas esperamos hasta
«estar seguros» desde el fondo de nuestros corazones, tendremos que esperar
mucho tiempo y probablemente estropearemos en el proceso muchas vidas,
incluyendo la nuestra. Ahora, sin embargo, nos enfrentamos al problema
opuesto: la acusación de que la liturgia y otros aspectos formales del culto, se
han convertido en «solamente un hábito», lo que implicaría que no se percibe
del todo su significado. A un cierto nivel, las dos acusaciones se anulan
mutuamente. ¡Si estás simplemente haciéndote la foto, no se trata de un
hábito; y si es un hábito, no estás solo haciéndote la foto! Pero hay un punto
serio en el seno de este segundo problema. La virtud, sea individual o
colectiva, no es nunca algo que pueda ser dado por sentado o sabido. Una vez
que se forma el hábito mediante muchas decisiones conscientes, ha de ser
mantenido en buen estado de revista. Esta es la diferencia entre
«autenticidad» y «espontaneidad». La espontaneidad objeta todos los hábitos:
¡las cosas deben simplemente ocurrir! La autenticidad, por otra parte, no se
preocupa por los hábitos mientras estos no se vuelvan huecos. Bastante justo.
Con franqueza, sería bueno poder pensar que muchos cristianos de hoy
estarían tan cerca del peligro de establecer hábitos de culto muy fuertes, que
podrían convertirse en «solo un hábito». Seguramente este es un problema
que está yendo a menos poco a poco. Pero, cuando el peligro sigue presente,
la advertencia está plenamente justificada.

Cuando los seres humanos adoran a Dios creador, articulando su adoración y


alabanza por ser él quien es y por lo que ha hecho, están resumiendo, se den
cuenta o no, la alabanza y adoración de toda la creación. Esa es otra razón por
la que la expresión física del culto -en la liturgia, y sobre todo en los
sacramentos- sigue siendo importante. No deberíamos pensar en adorar como
almas desencarnadas que resulta que están temporalmente residiendo en esas
cosas tan raras llamadas cuerpos físicos, y luego ser capaces de hacer nuestra
labor como sacerdotes reales de Dios, recogiendo las alabanzas de la creación
y presentándolas ante el trono de Dios. Recordemos: a eso es a lo que
estamos llamados, a hacerlo y a ser. No nos sorprendamos si el lenguaje del
cuerpo de los adoradores expresa algo que está siendo dicho y hecho. Sin
duda esto también puede convertirse en un hábito sin contenido, que será
puesto en duda, de cuando en cuando, en nombre de la autenticidad. Pero
fruncir el ceño ante la expresión física del culto (los gestos de la mano y el
brazo, de la cabeza y la rodilla, o de lo que sea)-como si todos ellos fueran
signos de hipocresía o un intento de poner a Dios en nuestro debe- sería tan
ridículo como suponer que esas expresiones eran todas ellas necesarias sin la
devoción del corazón y la mente. Como hemos visto frecuentemente en este
libro, la Iglesia está llamada a ser el nuevo templo, el lugar donde mora el
Dios vivo junto al Espíritu. Esta es la vocación de toda persona.

Por tanto, la vida del culto es en sí misma una forma colectiva de virtud.
Expresa y, a su vez, refuerza la fe, la esperanza y el amor, que son las
virtudes cristianas. De esta actividad dimana toda clase de cosas en términos
de vida cristiana y testimonio. Pero el culto es central, básico, y en el mejor
sentido, produce hábito. Todo cristiano serio debe trabajar para tener el culto
como una segunda naturaleza. Al expresar el amor de Dios de esta manera,
fluirá de forma natural, cruzando desde el primer gemelo conjunto al
segundo, y reforzará la vida de la misión. El templo está allí, porque Dios
todo lo llena con su presencia, y eso va a ser un medio, y también un signo,
de que Dios quiere llenar el mundo entero de su gloria. El culto debe llevar a
la misión. Los sacerdotes son también reyes.

Si queremos saber en qué consiste para el renovado pueblo de Dios en Cristo


ser (un pueblo) «real», ser (un pueblo de) «reyes» en el sentido indicado en
virtud de la vocación a ser un «sacerdocio real», no miremos a los siglos IV y
v, cuando los emperadores romanos se hicieron cristianos por primera vez.
Esto plantea preguntas y retos a otros niveles, pero empezar por ahí sería
ignorar el punto principal. Miremos en cambio a lo que la Iglesia hacía en los
primeros dos o tres siglos, mientras era acosada y perseguida por las
autoridades: anunciar a todo el mundo que Jesús, el crucificado y resucitado
Mesías de Israel, era su verdadero y único Señor. Eso es lo que significa ser
«reyes» en el sentido que estamos tratando aquí: ser agentes de ese reino
soberano, el reino del Príncipe de la Paz, el único mediante el cual la misma
tiranía (por no mencionar ningún tirano individual y concreto) fue derribada
con la destrucción de su arma más vital -es decir: la muerte-, y, por tanto, el
único gracias al cual nació un nuevo mundo en el que el orden y la libertad
finalmente se encontraron. (No debemos olvidar que la muerte es la última
arma, no solo de la tiranía sino también de la anarquía).

Fijémonos concretamente en los Hechos de los Apóstoles, en donde la Iglesia


aparece explícitamente dirigida por el propio Señor resucitado, para dar
testimonio de él como Rey y también de la realidad de su Reino (Hch 1,7-8).
La comunidad que vive como nuevo templo, va a vivir también como futuros
reyes, como un pueblo que puede declarar que sus ciudadanos deben
obedecer a Dios antes que a las autoridades humanas (Hch 4,19; 5,29).
Aquellos primeros cristianos no estaban desobedeciendo las leyes de su
tierra; simplemente ofrecían su lealtad al Dios que se había revelado a sí
mismo de una forma nueva. (Esto pudo resultar particularmente frustrante,
por supuesto, para aquellos judíos tradicionalistas que pensaban que eran
ellos los intermediarios, por designación divina, del orden sabiamente
establecido por Dios). Los seguidores de Jesús continuarán sirviendo al Dios
de sus ancestros y narrando la historia de su ingente obra. Pero contarán esta
historia con un clímax diferente (como por ejemplo en Hch 7; 13). En vez de
situar ese clímax de la historia en el hecho de la presencia del sumo sacerdote
en el templo (como se afirma en el libro llamado Ben-Sira o Eclesiastés,
escrito entorno al 200 a. C.), o en la venida de un futuro mesías-guerrero, que
lideraría los ejércitos de Israel en una poderosa batalla contra los romanos
(como parece que habrían esperado los esenios), o en un intensificado
mantenimiento de la ancestral Ley de Israel (como habrían querido los
fariseos), el clímax habría estado en el propio Jesús, el auténtico Rey,
rechazado pero luego exaltado, que reclamaba una soberanía otorgada por
Dios de la que los apóstoles eran testigos y agentes.

Y esta soberanía no se detendría en Israel. Ya en esos primeros siglos se fue


extendiendo por todo el mundo dentro de una especie de constante y
paradójica confrontación. Pablo y sus compañeros recordaron a los
magistrados sus obligaciones bajo la ley romana (Hch 16,35-40), se
enfrentaron al más famoso tribunal pagano del mundo grecorromano (Hch
17,22-23), obtuvieron un veredicto favorable ante el cuñado de Séneca y una
implícita reivindicación por parte del secretario del ayuntamiento de Éfeso
(Hch 18,12-17; 19,35-41), recordaron a un tribuno romano su situación legal
(22,25-29), anunciaron el juicio venidero de Dios a un gobernador romano y
su actual situación legal a otro (24,25-26; 25,6-12) y terminaron usando su
ciudadanía romana para conseguir un pasaje seguro a Roma, a la que Pablo
siempre creyó que Dios quería que fuese para proclamarle (a Dios) como Rey
y a Jesús como Señor (25,11; 28,30-31; Rm 1,13-15). Esta es una parte, al
menos, de lo que significa ser «reyes»: convocar a los dirigentes del mundo
para que den cuenta ante Jesús de su propia labor y de sus obligaciones
subordinadas.

Más concretamente, los primeros cristianos empezaron a ser agentes del


gobierno soberano de Dios a través de su trabajo, proclamando a Jesús como
Señor. Conforme lo iban haciendo y como la vida y el corazón de muchos
comenzaron a cambiar gracias a la fuerza transformadora del Evangelio,
empezaron a ver cómo surgían comunidades que mostrarían fidelidad a Jesús
y celebrarían su señorío. «Alegraos siempre en el Señor -exhortaba Pablo-.
Os lo repito: ¡alegraos!, el Señor está muy cerca» (Flp 4,4-5). Estas
comunidades -aunque con los problemas que adivinamos por lo que reflejan
las cartas de Pablo- eran al menos comunidades de amor y apoyo mutuo,
comunidades en las que la gente se acogía mutuamente por encima de las
tradicionales limitaciones de raza, género y clase social, y se preocupaba de
las necesidades de los demás, especialmente de los más pobres. En otras
palabras, unas comunidades en las que el desafío de Jesús al hombre rico en
Me 10 estaba siendo cumplido, al ir juntando la gente sus recursos para
cuidar de aquellos que habían hecho causa común con Jesús y sus seguidores
(Hch 2,43-47; 4,32-37). Esto no fue sencillo como Hch mismo testifica (5,1-
11), 1:9ero el principio se extendió a lo largo y ancho de toda la Iglesia, sobre
todo en cuanto al mandato del amor. Vemos esto, por ejemplo, en 1 Tes 4,9-
12, donde el mandamiento del amor significa: «Asegúrate de que ganas lo
que puedes y das lo que puedes a los que están necesitados»; y más en
concreto el proyecto favorito de Pablo: la importante colecta de dinero de las
Iglesias gentiles del entorno de la costa del Egeo para apoyar a la Iglesia de
Judea después de la hambruna (Hch 11,27-30; 1 Cor 16,1-4; 2 Cor 8-9; Rm
15,25-29).

¿Qué papel jugaba todo esto dentro de la idea de que los cristianos eran
«reyes» en el nuevo mundo de Dios? Pablo responde a esa pregunta
resumiéndolo todo en Ef 3, declarando que su misión al crear y mantener
Iglesias de judíos y gentiles en tierra gentil -reuniendo en el amor a toda una
nueva y sorprendida familia que estaba descubriendo una forma diferente de
ser personas humanas- era una señal inequívoca, dirigida a los poderes
fácticos del mundo, de que Dios era Dios y de que Jesús era el Señor. Y que
había llegado la hora de que los entonces gobernantes del mundo fueran
puestos en cuestión por su legítimo maestro. Después de todo, Alejandro
Magno se había considerado a sí mismo como el auténtico líder mundial,
porque había logrado juntar a griegos y bárbaros en un solo imperio. Los
diferentes emperadores romanos posteriores a Augusto -el primero y
posiblemente el más grande que llevara ese título- se consideraron como los
auténticos gobernantes del mundo, porque juntaron en su imperio a gentes de
muy diferentes pueblos o naciones. Pablo se dio cuenta del éxito de Jesús al
re-unir a judíos y gentiles, la división arquetípica de la humanidad, en un solo
pueblo, y lo entendió como una señal no solo de que el Nuevo Templo había
sido construido ya, sino también de que había sido proclamado el nuevo
Señor. Ser reyes significaba para los primeros cristianos vivir unidos lo que
habían proclamado al mundo: que Jesús el crucificado y luego resucitado, era
el auténtico soberano del mundo.
Es enormemente importante, tanto para nuestra comprensión histórica como
para la propia reflexión contemporánea, que consideremos la forma en que
esos primeros cristianos comprendieron que vivían, al mismo tiempo, como
ciudadanos modélicos en sus países y como personas en deuda de lealtad con
el nuevo Señor. La virtud que iban a desarrollar no suponía una interrupción
de las virtudes paganas del mundo de alrededor. Así, Pablo puede apelar a los
valores morales del paganismo circundante, para mostrar a los corintios lo
mal que se están comportando. «Mirad -les dice-, ¡ni siquiera los paganos
hacen eso!» (1 Cor 5,1). Y puede aceptar que tienen todo tipo de modelos en
común: «Odiar lo maligno y agarrarse a lo bueno» (Rm 12,9). La Iglesia va a
actuar con sabiduría hacia los de fuera (Col 4,5) buscando la paz (Rm 12,14-
21), obedeciendo a las autoridades (mientras les recuerda que también ellos
deben responder ante Dios, algo que muchas autoridades paganas preferían
olvidar) (Rm 13,1-7), y manteniendo la cabeza alta dentro de sus propias
comunidades (Flp 1,27). De hecho, en Flp es donde encontramos a Pablo
dando prueba inequívoca de aprobación al amplísimo mundo de la virtud
pagana:

Por último, hermanos, tomad en consideración todo lo que hay de


verdadero, de noble, de justo, de limpio, de amable, de laudable,
de virtuoso y de encomiable (Flp 4,8).

Esto no significa que los cristianos deban aceptar todo lo que el mundo hace.
El siguiente versículo insiste, como vimos en una discusión anterior, en que
la propia forma de vida de Pablo -radicalmente diferente de la del mundo de
su entorno- debe ser modelo para ellos: pide a sus lectores que hagan «lo que
aprendisteis, recibisteis, oísteis y visteis en mí, o a través mío». Sin embargo,
hay muchas cosas ahí fuera en el ancho mundo que, debido a la bondad de
Dios en la creación, son verdaderamente justas, santas, rectas, puras,
atractivas, con buena reputación, virtuosas y loables. Los cristianos no han de
ser evasivos en esto. Nosotros somos los primeros que debemos ensalzar lo
que deba ser ensalzado e, igualmente, pensar sobre todas estas cosas,
ponderarlas bien, y preguntar qué tal funcionan y qué efecto tienen.

Entonces, ¿cuáles son en concreto las virtudes cristianas de los que son
«reyes», «pueblo del reino», que se practican hoy para alcanzar el sacerdocio
real que nos está prometido en el nuevo mundo? La respuesta está una vez
más, sin que nos sorprenda, en el carácter que deben desarrollar los
cristianos, ese carácter del amor, la delicadeza, la ternura, etc. Estas son las
cosas que, según las bienaventuranzas de Jesús, caracterizarán a quienes
pertenezcan al mundo de Dios. Estas son las cosas que Jesús mismo
ejemplificó a través de su vida y, principalmente, en su entrega al martirio y a
la muerte. Estas son las cosas que los primeros cristianos se empeñaron en
practicar, sobre todo el cuidado de los pobres y el mantenimiento de
comunidades de apoyo mutuo. Esta puede no ser la idea más común de la
monarquía, pero sí empieza a parecer como una redefinición de la realeza
puesta en marcha a lo largo de la vida de Jesús, y concretamente en la gran
secuencia narrativa que va desde su entrada en Jerusalén montado sobre un
pollino hasta su muerte crucificado en una cruz romana, que había
conquistado la imaginación y la vida de sus seguidores. Como esto era lo que
para él significaba ser Rey, ellos tratarán de buscar y seguir caminos
similares, para asumir sus propias y verdaderas responsabilidades y para
practicar en el presente las virtudes propias del sacerdocio real.

Los hábitos fundamentales de esta nueva, extraña y revuelta realeza van, por
tanto, clarificándose y resultan ser lo mismo que Jesús y Pablo habían venido
urgiendo. Son las virtudes, duras al principio pero que se convierten en una
segunda naturaleza tras una larga práctica; las que generan comunidades en
cuyas vidas el señorío de Jesús es evidente, unas vidas que por su propia
naturaleza no quedan como propiedades escondidas dentro de esas
comunidades, sino que desde ellas se contagian necesariamente por el mundo
de alrededor, al ver la gente la vida humana realizada de una forma
radicalmente diferente y a veces irresistiblemente atractiva. De nuevo aquí, la
vida de la virtud cristiana es como un deporte de equipo.

Y es en este contexto también donde la Iglesia conquista la plataforma y el


derecho moral de hablar públicamente de Jesús, anunciándolo como Señor,
explicando cómo murió por los pecados del mundo y resucitó. En otras
palabras: en el mismo centro de la llamada a un sacerdocio real, se encuentra
la tarea de evangelizar, es decir, proclamar a Jesús, convencer a la gente de
que lo tenga presente, invitar a la gente a que le otorgue su confianza y a
descubrir, a través suyo y con la compañía de sus seguidores, toda una nueva
forma de ser personas; y de hecho, una vida de fe, esperanza y amor, de
amabilidad y de caballerosidad, de perdón y de generosidad, de paciencia y
castidad. Evangelizar tiene también algo del carácter de la virtud. Debió
resultar muy raro para los primeros apóstoles decir a los extranjeros que un
judío crucificado era realmente el Señor del mundo; ciertamente, esa
sensación de rareza todavía existe en todas las culturas, tanto en las que el
nombre de Jesús es bien conocido como en las que no lo es. Ahora bien,
contar a la gente la buena noticia se convierte en un hábito. Y este, como
todas las virtudes cristianas, anticipa al presente la vida de la época futura,
donde la celebración del rescate realizado por Jesús, su señorío sanador, no
conocerá fatiga ni tendrá fin. En ese punto se unen de nuevo las vocaciones
real y sacerdotal.

Pero la idea de reflejar la imagen de Dios en el mundo una vez más -la
imagen de un creador generoso y lleno de amor, que llena este mundo de
belleza, orden, libertad y gloria- debe ser más amplia que la creación de las
comunidades por un lado y la evangelización por otro. La vocación «real» de
los seguidores de Jesús debe provocar que surjan virtudes difíciles de
alcanzar, como por ejemplo generar, buscar y mantener la justicia y la belleza
en un mundo donde han estado a la baja demasiado tiempo. Este es un tema
extenso, que necesitaría un tratamiento mucho más completo del que
podemos ofrecer aquí, pero la línea que va desde la insistencia de Aristóteles
en «lo bello y lo justo» al principio de su Ética a Nicómaco, es algo que los
cristianos deben celebrar y profundizar.

Consideremos la justicia. Uno de los libros más importantes del Nuevo


Testamento (Rm) trata de la justicia reparadora de Dios. Aquellos que son
llamados a reflejar la imagen a Dios a través de sus propias obras, deben estar
atentos a la tarea de descifrar -en un mundo contemporáneo muy convulso-
cómo ha de entenderse esa justicia reparadora y cómo podemos nosotros
ayudar a establecerla. Esto significará implicarse en debates políticos y en
procesos de distinto tipo, hacer campañas sobre temas clave y denunciar la
opresión y la injusticia, siempre que existan. El mundo occidental ha creído
durante más de doscientos años que separar las cuestiones de justicia social
de las cuestiones relativas a Dios y a la fe nos daría una sociedad más justa.
Las revoluciones, los totalitarismos y las diversas guerras de ese período han
demostrado nuestra equivocación. Pero, para poner a Dios y a la justicia
juntos de nuevo, hace falta un gran esfuerzo perseverante no solo de los
individuos sino de la Iglesia como un todo, y hace falta también desarrollar
las virtudes colectivas de justicia, un trabajo que se convertirá en hábito del
corazón de la Iglesia y que atraerá a las conciencias del mundo en su mayor
amplitud.

Lo mismo ocurre con la belleza. Si el templo de Jerusalén, el lugar donde


tenía que morar la misma gloria de Dios, era visto como un «pequeño
mundo», el microcosmos donde se concentraría la belleza del mundo -como
parte entonces de la virtud del «sacerdocio real»-, el nuevo y vivo templo
deberá ser el cultivo y la celebración de la belleza a todos los niveles. Esto
exige que las virtudes «reales» puedan hacer surgir esa combinación
delicadamente equilibrada de orden y libertad. En cierto modo, como el arte,
que ha ido de un extremo a otro: del superordenado mundo del cubismo al
mundo desordenado y deliberadamente caótico del informalismo, y también
del reciente arte pop. ¿Cómo podremos trabajar hoy, para anticipar el futuro
del mundo reconstruido de Dios, donde los horrores sean por fin superados?
Ese es el desafío cuando intentamos generar nuevas expresiones de belleza.
El mundo estético del momento oscila entre la brutalidad que, empezando por
los estilos arquitectónicos, se ha extendido en formas de pura fealdad hortera,
y el sentimentalismo que, deseando aún vislumbrar la hermosura de la
creación, no puede encontrar una forma de expresarlo sin precipitarse en lo
cursi. A las virtudes del «sacerdocio real» se les pide que declaren, tanto en el
arte como en el mundo, la consistente victoria de Jesús sobre la maldad que
ha corrompido y pintarrajeado el mundo, y que proclamen la nueva creación -
iniciada con la resurrección- de un mundo lleno de libertad y gloria.

La libertad debe ser generada, protegida y celebrada. Ahora bien, los


pensadores, desde san Pablo a mediados del siglo I hasta Bob Dylan de
mediados del siglo xx y más allá todavía, se han preguntado por el auténtico
significado de la libertad. En un sentido cristiano, obviamente no significa «el
casual vuelo de una partícula subatómica», por mucho que algunos ansiosos
retóricos, políticos o psicólogos quieran seguir insistiendo en la total
supresión de límites. (La supresión de límites es lo que los gobiernos hicieron
en los mercados financieros los años previos al reciente crack económico. No
parece un buen augurio). Para que un actor sea libre a la hora de interpretar a
Hamlet, tiene que haber otros actores involucrados; cada uno de ellos limitará
su propia libertad buscando la más alta libertad de ser limitado por el drama
de Shakespeare, pero encontrándole a la obra nuevos sentidos una y otra vez.
Para que unos músicos sean libres interpretando un blues, la guitarra debe
estar afinada, el pianista debe tener práctica, aunque no sea perfecto, ser serio
aunque no necesariamente completamente sobrio; por su parte, el batería y el
bajo deben encontrar su libertad dentro de las limitaciones bastante severas
de tempo y armonía. Y para que el ciudadano normal sea políticamente libre,
deben existir fuerzas de seguridad y jueces que puedan impedir el caos y las
manifestaciones violentas, defender la vida y la propiedad, e impedir las
formas maliciosas y violentas de los que pretenden imponer su caprichosa
voluntad.

Todos nosotros aceptamos voluntariamente limitaciones de ese tipo.


Reconocemos que una libertad que consista meramente en actividad
espontánea o casual, no es necesariamente una libertad genuina y, además,
puede resultar sencillamente caótica. Buscamos una libertad que consiste en
la elección de una forma de vida feliz, integrada y planeada, que incluye la
aceptación de la responsabilidad de sacar adelante esa forma de vida, pagar
su peaje y vivir sus consecuencias. Y los cristianos -llamados a reflejar el
amor creativo y generoso de Dios hacia el mundo- deben desarrollar las
virtudes personales y cívicas que apoyarán y sostendrán esa libertad, esa
entrega a los demás hombres de la oportunidad de ser genuinamente
humanos. Que todo ello funcione será algo muy complejo -un camino
tortuoso- y planteará no pocas exigencias. Como todos los grandes eslóganes,
la libertad plantea alguna pregunta más que proporcionar respuestas. Pero
también es un eslogan cristiano y quienes son llamados a ser sacerdotes
reales deben trabajar las virtudes requeridas para crear las condiciones para
ello y hacer posible que florezca donde y cuando pueda.

Vamos a necesitar esto en los días venideros, al crecer la población y


presentar nuevos problemas los recursos alimentarios y sus canales de
suministro, sin olvidar los alarmantes problemas vinculados al cambio
climático. No podemos aceptar que el mundo entero vaya siendo dominado
cada vez más por la democracia de estilo occidental con la gente votando
dócilmente de cuando en cuando y haciendo lo que les viene en gana entre
elecciones.

La libertad, como la autenticidad, es aquello que se nos promete cuando


nuestros anhelos y deseos coinciden por completo con los designios de Dios
para nosotros como seres plenamente humanos. El servicio de Dios -dice la
antigua plegaria- es una «libertad perfecta». Y como la autenticidad, la
libertad esgrimida demasiado pronto se convierte en una escatología
archirrealizada, un fracaso a la hora de darse cuenta de la cantidad de trabajo
que tiene aún por hacer la virtud para alcanzar la meta. Pero la característica
de la virtud es trabajar para acercar el futuro al presente, vislumbrando y
amarrando la auténtica libertad que se nos ofrece con Jesús como elemento
vital. Por el contrario, el eslogan «¡Libertad!» se convierte simplemente en
una excusa, como ya lo vio Pablo en Gál 5. Aceptar unos adecuados límites
morales no es cercenar la auténtica libertad, sino crear las condiciones para
que florezca.

Los sacerdotes reales trabajarán revelando la gloria de Dios al mundo. Esa es


la tarea del nuevo templo. Pero si -como en el evangelio de Juan- la gloria de
Dios se revela cuando Jesús de Nazaret toma la cruz como supremo acto de
amor Gn 13,1; 17,1-5), nosotros deberíamos esperar que la Gloria de Dios se
refleje en el mundo cuando los seguidores de Jesús aprendan los hábitos de
mente, corazón y vida que imitan el amor oneroso de Jesús, que sí trae nuevo
orden, belleza y libertad al mundo. Es tremendamente importante que
entendamos estos hábitos como virtudes, no simplemente como «principios»
que han de ser «aplicados», o «valores» que han de ser «asumidos». Nosotros
no empezamos con las formas platónicas de justicia, belleza y libertad, de
manera que, poseyendo ese impresionante conocimiento, podamos volver a
pisar tierra con un gran plan para que esos grandes ideales se vayan filtrando
a la realidad desde su ideal existencia platónica. Más bien se nos ha hecho la
promesa de que la tierra será colmada del conocimiento y la gloria de Dios
como las aguas cubren el mar; se nos ha dado la resurrección de Jesús, para
que fuera la iniciadora del proyecto, y se nos da el Espíritu Santo, para poder
anticipar el primero y aplicar el último. Empezar esas tareas no significa que
lo sabemos todo y que podemos ver lo que es necesario hacer (como
podríamos imaginar, si pensáramos en principios y valores). Significa que
tenemos el compromiso de dar los primeros y más difíciles pasos para
adquirir los hábitos colectivos que generarán más justicia, producirán más
belleza y ampliarán la libertad; y que nos comprometemos también a
continuar los debates a varias bandas, para profundizar en lo que significan
exactamente todas esas frases. Y una vez más, todos los seguidores de Jesús
tendrán su propia, única e interesante vocación dentro de este complejo
proyecto.

Por tanto, la tarea de ser sacerdocio real de Dios en el presente está


relacionada con el culto y la misión, culto y misión que comparten un
corazón, un corazón que está aprendiendo a amar a Dios Creador y a Dios
recreador, y está aprendiendo también a descubrir cómo desarrollar los
hábitos que reflejen el amor de Dios por el mundo y el amor agradecido de
este mundo como respuesta. Ahora debemos mirar más allá, tratando de ver
cómo ha de realizarse todo esto en la práctica.

Tuve yo una vez un estudiante de teología que había empleado todas sus
vacaciones de verano trabajando en un país subsahariano de África. Cuando
regresó, el director de la facultad le preguntó qué quería hacer después de
graduarse. Él contestó que estaba a la espera de poder ir a trabajar en un plan
de desarrollo internacional, llevando ayuda y conocimiento a los sitios más
pobres del globo. El director, entonces, le preguntó por qué estaba estudiando
teología en vez de políticas o economía. El estudiante no tardó un segundo en
responder:

-Porque la teología es mucho más importante.

Había visto en primera fila y durante varios meses la forma en que la Iglesia
estaba llevando a cabo su tarea en el país en el que él había vivido. «La
teología de la liberación», como se conocía entonces, ya no era un ejercicio
abstracto, excitante en apariencia pero deslavazado y ligeramente peligroso,
una ramificación de la teología sistemática creada para mantener entretenidos
a los estudiantes izquierdistas y que no se aburrieran con el estudio de los
antiguos dogmas. Se trataba de las Iglesias, pobres ellas y pobres los que
vivían en su territorio, que día a día descubrían lo que significa llamar a Jesús
«el Señor» y convertir ese señorío en una realidad viva, extendida por todas
las comunidades.

Yo estaba orgulloso de ese estudiante, tanto por su experiencia como por su


respuesta. Pero, como ya reflejé en la conversación, me preguntaba cómo
habíamos llegado en el mundo occidental a aceptar que la teología pueda ser
irrelevante para las auténticas necesidades del mundo real. Y, según estaba yo
ponderando todo esto, me di cuenta de que, aunque la temática de la teología
pueda parecer algo lejano (de hecho no lo es, pero aquellos que controlan los
medios de comunicación no tienen ni idea de su verdadero contenido y la
ignoran rutinaria y sistemáticamente), la vida práctica de la Iglesia alcanza
numerosas áreas de la vida ordinaria en el mundo occidental, sin
obstrucciones ni triunfalismos. Este hecho debe ser destacado y celebrado ya
como una realidad floreciente. En Inglaterra las propias estadísticas del
Gobierno muestran que una gran mayoría de quienes dan su tiempo, dinero y
energía al voluntariado dentro de las comunidades -trabajo con personas
mayores, con discapacitados, moribundos, con gente muy joven, etc.- está
formada por cristianos practicantes. Muchos de ellos dirán de sí mismos que
no se consideran muy buenos cristianos, queriendo significar que son
conscientes de sus propios fallos morales, de su ignorancia sobre muchas
cosas de la Biblia, etc... Sin embargo, algo de la vitalidad de la Iglesia los ha
conmovido, llevándoles a ofrecer ayuda allí donde se necesita; y lo hacen con
alegría y encuentran tal satisfacción personal al hacerlo que siguen en
muchos casos volviendo con regularidad, incluso cuando se hacen mayores y
se casan. (Conozco una pareja que estuvo llevando «comida sobre ruedas» a
personas mayores alrededor de la ciudad ¡hasta que ellos fueron ya más
viejos que la mayoría de los que asistían!).

El hábito del servicio práctico -signo exterior y visible de la virtud del amor-
se remonta a los primeros tiempos de la Iglesia. Uno de los pasajes más
sorprendentes del notable libro de Rodney Stark, The Rise of Christianity es
su descripción de cómo reaccionaban los cristianos en la primitiva Turquía
cuando su localidad era golpeada por una plaga. Los ricos, los acomodados y,
concretamente, los doctores reunían sus posesiones y cogían a su familia para
escapar de la ciudad. Marchaban a las colinas, buscando un aire más fresco y
puro, o a casa de familiares o amigos en otras ciudades a cierta distancia. Sin
embargo, los cristianos, a menudo entre los más pobres y muchos además
esclavos, se quedaban para cuidar de la gente, incluyendo a aquellos que no
eran cristianos, ni familiares ni amigos o conocidos. Algunas veces toda esta
gente se ponía bien; no todas las enfermedades resultaban fatales. Otras
veces, eran los propios cristianos quienes caían enfermos, muriendo tal vez a
causa de ello. Pero indudablemente la cuestión de fondo estaba clara: se
trataba de una forma distinta de ser hombres. Hasta entonces a nadie se le
había ocurrido vivir así. ¿Por qué lo hacían? Los cristianos, al ser requeridos
para que explicaran los hábitos del corazón que habían convertido en algo
natural (una segunda naturaleza, por supuesto) hacer todas esas cosas,
hablaban de Jesús y del Dios que habían descubierto gracias a él, un Dios
cuya misma naturaleza era y es amor entregado (amor de autoentrega). Stark
sugiere que este tipo de comportamiento fue una de las muchas razones que
contribuyeron a la rápida expansión del cristianismo, a pesar de los grandes
esfuerzos de los eficientes perseguidores romanos, que siguieron con su
actividad hasta la época (principios del siglo IV) en que casi la mitad del
Imperio era ya cristiana, decidiendo los emperadores unirse a lo que parecía
20
ser el bando ganador por considerarlo preferible.

Todo esto conecta con las exhortaciones de Pablo en Rm 12 y Flp 4: los


cristianos deben practicar el arte de vivir como buenos ciudadanos,
celebrando lo que puede ser celebrado en el ancho mundo y sufriendo por
todo lo que aporta tristeza a la vida de la gente. Dios, el creador generoso, no
es honrado ni es reflejado en este mundo por una Iglesia que, segura de su
santidad, marca distancias y desprecia lo mejor que el resto del mundo puede
realizar, tildándolo de basura poco espiritual, no cristiana e impía. (Eso no
significa que no haya mucha basura por ahí fuera, tanta como la puede haber
dentro de la misma Iglesia). Precisamente porque la mayor virtud cristiana es
el amor -inspirado en el Dios creador de la vida- el cristiano individual y la
Iglesia en su conjunto deben desarrollar los hábitos ya formados de mirar al
exterior y ver lo que pasa en el mundo que los rodea, gozando con sus
alegrías y llorando con sus sufrimientos, pero sobre todo deseando encontrar
oportunidades para llevar amor, consuelo, curación y esperanza, cuando sea
posible. Y a todo ello puede llevar la fe no necesariamente hablando a todas
horas de Jesús (aunque haya muchas oportunidades), sino viviendo a Jesús en
público. El mundo, y tristemente también algunos en la Iglesia, puede incluso
despreciar a los que «hacen el bien». A veces, el desprecio puede también
ganarse a pulso: siempre es posible caer en el fariseísmo, y desde luego debe
ser evitado. Pero el abuso no invalida el uso; puede simplemente demostrar
que el trabajo que hay que realizar, como mejor se lleva a cabo es mediante el
hábito. Mediante la virtud. A través de los nueve frutos del Espíritu. Con
decisiones conscientes de toda una comunidad y de los individuos que la
forman, que persiguen su propia y concreta vocación para adquirir,
desarrollar y mantener los hábitos del sacerdocio real.
4

Si la vida cristiana de la virtud dirige su mirada hacia el exterior del mundo


en toda su amplitud, ¿qué ocurre con la teoría cristiana de la virtud?

En realidad, esta pregunta ha estado latente a lo largo de todo este libro.


Confío en que el resto de la exposición se mantenga en pie sin la discusión
que ahora abordamos. Ahora bien, puesto que parte de lo que he venido
diciendo es que los hábitos de la virtud cristiana deben mirar hacia fuera,
deben llegar más allá de los confines de la Iglesia y deben actuar en el mundo
para aportar curación y esperanza, sería extraño que luego diéramos marcha
atrás, declarando que lo que el cristiano dice sobre la virtud cristiana no tiene
punto de contacto alguno con lo que los paganos dicen sobre la virtud
pagana, como si fueran cosas totalmente separadas, que ni se solapan ni se
entremezclan.

Por el contrario, si la posición cristiana es que en Jesucristo y a través del


Espíritu, Dios creador ha inaugurado una nueva forma de ser hombre,
deberíamos esperar que se produjera un solapamiento, una interacción: quizá,
una confrontación parcial; posiblemente, una parcial convergencia.

Esto nos conduce, en dos niveles, a esa inmensa área que los teólogos han
denominado con ligereza «naturaleza» y «gracia». Una de las principales
preguntas que plantea el estudio de la misma es: ¿es posible que un ser
humano sin la ayuda divina -es decir, en estado de naturaleza pura- alcance la
virtud? El propio paganismo había estado dividido ante esta pregunta, ya que
para algunos paganos -por lo menos para los estoicos- un poder divino
actuaba en los hombres, con el fin de que toda vida humana, al menos todo el
esfuerzo moral, tuviera algún tipo de corriente profunda de carácter divino
fluyendo a través suyo. Pero para Pablo y los primeros cristianos, que
pensaban en «judío» sobre el Dios creador y autoentregado, se necesitaba
algo mucho más explícito. Sí, los paganos podían articular, respetar y, a
veces incluso, vivir de acuerdo con «nobles ideales»; pero la fe, la esperanza
y el amor, el fruto del Espíritu en plenitud y la unidad en un solo cuerpo, eran
dones superiores disponibles solo por la gracia de Jesucristo, que van más
allá de lo que el paganismo podía hacer. Sin esa gracia incluso el celoso
seguidor de la Ley judía acabaría en el mismo lugar que el perplejo moralista
pagano:
21
No hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco (Rm 7,19 ).

Para que la gracia tenga el efecto deseado -concluía Pablo-, no es suficiente


hacer simplemente un añadido a la naturaleza. No es que la naturaleza sea,
moralmente hablando, buena pero incompleta y solo necesite una especie de
remate que la complete. No: la naturaleza debe ser matada y devuelta a la
vida en el otro lado: «Aquellos que son del Mesías, han crucificado la carne
con sus-pasiones y deseos» (Gál 5,24). Mientras la cruz siga siendo un
escollo para los judíos y una locura para los paganos, la acción de la gracia
para construir la vida moral que prevé el Nuevo Testamento no será un mero
suplemento, sino que será la crucifixión y la resurrección. Ahora bien, esa
resurrección llevará consigo realmente una afirmación del orden creado y,
con ella, una reafirmación de la forma de vida construida dentro de la propia
creación, atisbada, como mucho, por el paganismo pero inalcanzable en esas
coordenadas.

Como sugerí mucho antes, existe un paralelismo de todo esto con lo que dice
Pablo sobre la ley judía. La ley judía contempla la realización de Dios en
Cristo y en el Espíritu Santo, y la aplaude, a pesar de que esa misma ley,
siendo «débil a causa de la carne», resulta incapaz de producir ese resultado
(Rm 8,3-4). De la misma forma, la acción de la gracia produce un tipo de
vida humana que cualquier pagano serio podría reconocer como genuina y
completamente humana, y que el cristiano debe ver -debería haber visto-
como la meta que perseguía el paganismo, aún con impotencia, en tiempos de
Pablo.

Lo que nos lleva a otra pregunta: ¿existe una total separación entre la teoría
de la virtud de, por ejemplo, Aristóteles o Séneca, y la teoría que hemos
estado viendo desarrollar en la proclamación de Jesús y en las enseñanzas de
Pablo? No; yo sugiero que, a nivel teórico, somos testigos de algo muy
similar a lo que acabamos de ver a nivel práctico. Para Aristóteles, nos
convertimos en virtuosos haciendo actos virtuosos: «la segunda naturaleza»
se desarrolla y va creciendo hasta alcanzar por completo aquello que -
atisbando la meta de un florecimiento humano completo-hemos empezado a
practicar. Así, para Pablo, tomando 1 Cor 13 como el ejemplo más obvio:
esta es la meta, el estado de ser téleios, «más completo»; aquí están las
cualidades del carácter que contribuyen a ello; estos son los pasos que se
deben dar para practicar esa cualidad del carácter. O bien tomemos Col 3 o Ef
4: ahí se encuentra el estado de la perfecta y madura humanidad; ahí están las
cualidades del carácter que se deben lograr, vistiéndose con ellas, y
aprendiendo a practicarlas. Se trata solamente, sugiero yo, del en cierto modo
exagerado culto a la espontaneidad y de la más reflexiva, aunque insistente,
cultura de «la autenticidad», que han puesto difícil a los lectores de Pablo de
los últimos dos siglos conocer lo que estaba pasando. Lo que Pablo defiende
es la forma cristiana de la primitiva teoría pagana de la virtud.

Pero, desde luego, ha sido cristianizada a fondo. En este segundo nivel ha


sido matada y hecha renacer en una nueva vida. Todo esto trata, de nuevo,
sobre la naturaleza y la gracia, pero ahora en relación con la teoría misma. No
se trata de que Aristóteles vaya a ser ahora «adornado» con un poco de Pablo.
La tradición aristotélica conduce en último término al orgullo. Desde luego,
alguno de sus seguidores incluso ha reconocido tener un serio problema por
opinar que la persona virtuosa tendrá como una especie de supervirtud, el
22
orgullo de sus propios logros . Para Pablo -y esta fue una de las cosas más
dolorosas que tuvo que solucionar, como vemos en 2 Cor- la vida cristiana de
la virtud fue modelada por la cruz de Jesucristo con el resultado de una nueva
virtud nunca antes imaginada: la humildad. Igual que la práctica cristiana de
la caridad resultó una forma de ser hombres que nadie antes había imaginado,
-por ejemplo, preocuparse voluntariamente por gente que ni siquiera ha
pedido nuestra ayuda expresamente-, de igual manera la humildad rebasa no
solo todas las ideas previas de lo que representa la virtud, sino también la
antigua teoría pagana de la virtud misma, al decir, en efecto, que una de las
más elevadas virtudes es ese estado en el que uno ya no es consciente de su
propia virtud. Como dijo C. S. Lewis en otro contexto, es como si te
23
encuentras con la serpiente de mar y descubres que no crees en ella . La
persona cristiana virtuosa no piensa en la moralidad de sus actos. Piensa en
Jesucristo y en cómo puede dar su amor al prójimo.

Sin embargo, estas preguntas no son simplemente una cuestión de teoría


individual. Son muy prácticas y, además, afectan directamente a otras dos
preguntas, ambas urgentes. Primero, ¿podemos utilizar las antiguas
tradiciones no cristianas para ayudarnos en nuestra búsqueda moral o
tenemos que utilizar solamente las Escrituras? En segundo lugar, ¿podemos
dirigirnos a nuestros «contemporáneos no-cristianos» en cuestiones morales o
debemos simplemente decirles: «Mirad, como somos cristianos hacemos las
cosas de otra forma»? Si no existen diferencias fundamentales, si podemos
leer al mismo tiempo a Aristóteles y a Pablo, uno junto al otro, encogernos de
hombros y aprender de ambos con idéntico beneficio; y si podemos también
contribuir con nuestro granito de sabiduría a las preguntas de hoy sobre
moralidad pública junto con todos los demás, entonces claramente habremos
dado un gran paso alejándonos del mundo de los evangelios y las epístolas.
Por otra parte, si no hay solapamiento ni punto de contacto, nos situaremos en
un mundo cerrado. Será un hermetismo que no solo nos impedirá aprender
algo nuevo de fuera, sino también -y esto es lo más preocupante quedaremos
herméticamente aislados del exterior a la hora de poder darles algo a los de
fuera. ¿Por qué el mundo ha de hacernos caso? Si me pongo de pie en el
parlamento y digo que, puesto que vivo en un mundo moldeado por la fe y la
vida de la Iglesia cristiana, no creo en la eutanasia, aquellos que no
comparten esa fe se sonreirán y dirán:

-En efecto, muy bien, pero ya que nosotros no partimos de esa premisa
cristiana, no vamos a tenerla en cuenta.

¿No hay continuidad entre la moral cristiana y la del resto del mundo? Si
decimos que la fe cristiana produce verdadera humanidad, ¿no debería haber
muchas áreas de gran solapamiento e intercambio en que pudiéramos trabajar
buscando grandes acuerdos?

Una buena parte de la teología cristiana a través de los siglos se ha


despreocupado de las preguntas sobre esa tierra fronteriza; unas veces,
inclinándose a decir que el mundo es básicamente bueno, pero que se necesita
algo de ayuda y asesoramiento; y otras veces inclinándose a decir que el
mundo es básicamente malo y necesita ser rescatado mediante una
transformación radical. Ha resultado difícil demostrar lo que muchos querían
expresar: que el mundo es una mezcla, rica y extraña, del bien y del mal, y
que es desde la muerte y resurrección de Jesucristo desde donde deben
juzgarse su maldad absoluta y rebelde, y reafirmar -en la otra cara de dicha
sentencia- su inherente bondad como creada por Dios. Creemos que algo así
resulta necesario. Al menos espero haber señalado una manera de lo que se
puede hacer en este ámbito del discurso moral.
Se podría decir mucho más en este nivel, pero no aquí. Espero que entre los
efectos que produzca este libro esté el haber podido alertar a los teóricos de la
virtud sobre la riqueza y profundidad del material del Nuevo Testamento, que
normalmente han ignorado al ir directamente a los principales exponentes del
tema, como Aristóteles y santo Tomás de Aquino. Y a la inversa, espero
haber alertado a los moralistas del Nuevo Testamento del hecho de que Jesús
y sus primeros seguidores pueden ser entendidos en el contexto de las
antiguas teorías paganas sobre la vida moral, no en términos de unos
préstamos «de relleno», sino en términos de una transformación de la teoría
en sí. Los primeros cristianos creían ser el auténtico templo de Dios, lleno
totalmente de su gloriosa presencia a través del Espíritu Santo y llamado a
revelar esa gloria al mundo. Ellos, pues, se veían a sí mismos en relación con
todos los demás templos, judíos y paganos, como la realidad frente a la
parodia. (Imaginemos que casual y repentinamente conocemos a una figura
pública a quien solo habíamos visto antes en horribles caricaturas de
periódicos populares). De la misma forma, los primeros cristianos parecen
haber creído que su forma de entender el objetivo final de la vida humana y
su forma de ponerlo en práctica en el momento presente, era la realidad, de la
que la antigua meta pagana de la felicidad -y las virtudes que la anticipaban y
cultivaban- era, en el mejor de los casos, una buena parodia. Caminar con
Agustín declarando que las virtudes paganas se quedan, en última instancia,
en «vicios espléndidos», que conducen al orgullo y, por ende, al alejamiento
del Dios revelado en Jesucristo, o aceptar la posibilidad de que, puesto que
los paganos se aferraban a la vida moral tal como la conocían, ya estaban
respondiendo de hecho lo mejor que podían a Dios creador, es una cuestión
que va más allá del alcance de este libro. Puede que haya alguien a quien
Jesús le diga, como dijo al escriba, «no estás lejos del Reino de Dios» (Me
12,34). Por supuesto «no lejos» nos indica que todavía hay un paso, corto
pero importante, que dar.

He sugerido que parte de la dinámica interna de la virtud en sí misma, vista


desde el ángulo cristiano, consiste en mirar más allá de uno mismo en
dirección a Dios, tanto en el culto como en la misión. Eso es lo que significa
sacerdocio real. Ahora deseo mostrar cómo la santidad cristiana no es un algo
separado del culto y la misión, sino que pertenece orgánica e íntimamente a
ese escenario. Todo esto está contenido en la idea de que somos reconstruidos
a imagen de Dios. El secreto de un espejo no es su belleza o utilidad, sino
reflejar bien la imagen de quien se pone delante. El secreto de un espejo
angulado está en que refleja una cosa en otra. En este caso, Dios al mundo (la
misión), y el mundo a su vez a Dios (el culto). Propongo ahora que la visión
del Nuevo Testamento de la virtud cristiana y de la santidad -a la que son
llamados los seguidores de Jesús y para la que están equipados por el
Espíritu- se puede entender (y es quizás la mejor forma de hacerlo) en
función de ese doble papel. No se trata, en otras palabras, de que existan o
funcionen a la vez dos cosas separadas: primero, una llamada a la santidad, y
segundo, una llamada a la adoración y a la misión (o incluso tres cosas
separadas, si el culto y la misión están también separados, como por
desgracia ocurre a menudo). Por el contrario, la llamada a la santidad se da
precisamente porque solo si somos genuinos seres humanos, seremos capaces
de resumir las virtudes de la creación; y siendo auténticos seres humanos
podremos llevar a todo el mundo la justicia de Dios, la libertad, la belleza y la
paz, rescatando sobre todo el amor.

Creo que esta es la línea de pensamiento que Pablo contempla cuando insiste
en que la santidad debe estar orientada a la misión:

Hacedlo todo sin murmuraciones ni discusiones. Seréis así


limpios e irreprochables; seréis hijos de Dios sin mancha en
medio de una generación mala y perversa, entre la cual debéis
brillar como lumbreras en medio del mundo, manteniendo con
firmeza la palabra de vida, para que el día en que Cristo se
manifieste, pueda yo enorgullecerme de no haber corrido o
trabajado inútilmente (Flp 2,14-16).

El mundo es oscuro, hay que reflejar la luz divina en él. Aquí Pablo está
reuniendo distintos aspectos de las expectativas judías, de la vocación de
Israel a ser la luz al mundo (Is 49,6, llamada de Dios a su «siervo», que acaba
de sufrir ansiedad en el versículo 4, y que podría haber estado trabajando sin
ningún objetivo). En concreto, Pablo se hace eco de Dn 12,3, donde el profeta
declara:

Los sabios brillarán como el esplendor del firmamento; y los que


guiaron a muchos por el buen camino, como las estrellas por
toda la eternidad.

Curiosamente, mediante una paráfrasis una de las antiguas traducciones


griegas de la frase «aquellos que llevaron a muchos a la justicia» se convirtió
en «aquellos que son poderosos con mi palabra». Pablo puede hacerse eco de
esa versión en el texto citado más arriba, donde habla de «extender» (o tal
vez «extender con rapidez») la palabra de la vida. El punto es este: los que
siguen al crucificado y resucitado Jesús, y le acogen como Señor (2, 11),
aquellos que «trabajan» en lo que va a significar su propia salvación, en
oposición a las varias formas de salvación que ofrece el mundo pagano en
torno a ellos (2,12), aquellos en cuyas vidas se encuentra el Dios vivo en
acción para cumplir su buena voluntad (2,13), todas estas personas van a ser
santos por el bien de la misión en la que la vocación de Israel a ser luz del
mundo es finalmente una realidad. Con esto, «la gloria de Dios Padre»
(2,11), que se muestra cuando la gente reconoce a Jesús como Señor, fue
manifestada a las naciones, como había prometido Isaías (60,1-3), y ya no se
oculta en el templo. La santidad de los seguidores de Jesús es parte del
equipamiento necesario para ser sacerdocio real.

Los primeros cristianos se aferraron a esta vocación como dura evidencia de


que la luz no sería bien recibida por un mundo sumido en la oscuridad. Este
es un tema importante en el evangelio de Juan. Sin embargo, tenían que
continuar con el proyecto. Su santidad sería una señal para el mundo de que
realmente existía un camino diferente y mejor para ser hombres, aun en el
caso de que el único efecto fuera que el mundo se quedara sin excusa, cuando
Dios finalmente pusiera todo en su sitio. Pedro transmite el mismo mensaje.
Inmediatamente después de declarar que los seguidores de Jesús forman un
«sacerdocio real» para proclamar los hechos poderosos de aquel que los
llamó de las tinieblas a la luz, sigue diciendo:

Queridos, como a peregrinos aún lejos de su hogar os exhorto a


que hagáis frente a los apetitos desordenados que os acosan.
Portaos dignamente entre los no creyentes, para que vuestro buen
comportamiento desmienta a quienes os calumnian como si
fueseis malhechores, y así ellos mismos glorifiquen a Dios el día
de su venida (1 Pe 2,11-12).

El tema se repite en el capítulo siguiente:


Dad gloria a Cristo, el Señor, y estad siempre dispuestos a dar
razón de vuestra esperanza a todo el que os pida explicaciones.
Hacedlo, sin embargo, con dulzura y respeto, como quien tiene
limpia la conciencia (1 Pe 3,15-16).

Toda la secuencia de pensamiento que estamos estudiando es exactamente la


de Ef 4-5. Después de la gran apertura de esa sección (4,1-16) instando a la
Iglesia a trabajar duro por la unidad, viendo a los diferentes ministros dentro
de ella como una contribución al estado de «plenitud» y de madurez en
Cristo, Pablo continua enfatizando la necesidad de una ruptura radical con el
modelo de vida pagano. Ese es el escenario en el que los seguidores de Jesús
están para:

Se os enseñó como cristianos a renunciar a vuestra conducta anterior y al


hombre viejo, corrompido por apetencias engañosas. De este modo os
renováis espiritualmente y os revestís del hombre nuevo creado a imagen de
Dios, para llevar una vida verdaderamente recta y santa (Ef 4,22-24).

El meollo de esto, como de Flp 2, es que los oyentes de Pablo, en vez de vivir
como luz en medio de la oscuridad, van a ser personas resucitadas en medio
de un mundo de muerte (Ef 5,8-14). A tal fin, tendrán que desplegar todos los
medios habituales mediante los que el carácter cristiano puede fomentarse,
evitando las causas evidentes de corrupción, tales como la inmoralidad sexual
y la embriaguez, para abrazar una vida de perdón, bondad y, sobre todo, de
celebración cultual de la acción de gracias (4,25; 5,20).

Lo mismo se establece también en Rm. Los que van a ser agentes de Dios en
el juicio final de toda la creación -aquellos para quienes la creación misma ha
estado esperando, ya que solo cuando se revelen como verdaderos seres
humanos la creación entera será renovada- son los que deben aprender a
«hacer morir las obras de la carne» (8,13), para que puedan revivir. Si han de
ser sacerdocio real, gobernando sobre el nuevo mundo de Dios (Rm 5,17),
deben ser aquellos en cuyas vidas brille una humanidad verdadera renacida
en Cristo, después de que se haya dictado sentencia sobre su pecado. La obra
de Dios de salvación y de justicia regeneradora debe acontecer primero en
nosotros, para que pueda pasar después a través nuestro. Esa es la lógica
interna que une la conversión personal, la fe y la santificación del amplio
quehacer de la Iglesia en el mundo.

De todo esto -por supuesto hay mucho más, que también podríamos haber
explorado-debe quedar claro que el Nuevo Testamento prevé la santidad del
pueblo de Dios como un factor importante en su grandiosa vocación de ser
luz del mundo. De aquí surgen las características particulares de la conducta
cristiana, esas virtudes concretas que nadie (excepto, en algunos casos, el
pueblo judío) había considerado antes como virtudes y que, de acuerdo con
Jesús y los primeros cristianos, fueron la clave secreta para esa verdadera
humanidad, a través de la que se dio a conocer en su mundo el Dios creador y
el mundo fue convocado a la adoración. Vuelvo a la lista anterior de estas
características que ofrece Simon Blackburn: humildad, caridad, paciencia y
castidad. Todas ellas aparecen una y otra vez en las páginas del Nuevo
Testamento y ellas contribuyeron significativamente a la total perplejidad del
antiguo paganismo, cuando se confrontó con los primeros cristianos: ¿por qué
querría alguien comportarse así? La respuesta de los cristianos era y es que
estas virtudes ejemplifican y moldean la genuina humanidad; esta fue vivida
por el mismo Jesús, cuya vida le es dada a su pueblo por su Espíritu; que en
Jesús, y de hecho en todos los que comparten su modo de ser hombre, se
puede ver el verdadero reflejo del Dios creador, con tanta frecuencia
parodiado en el paganismo, pero que vuelve a mostrarse tan claramente en su
muerte y posterior resurrección. Este conjunto de virtudes constituye la
imagen del Hombre Auténtico. A ella deben parecerse sus seguidores.

Por tanto, es más bien imposible hablar de Dios con convicción o eficacia si
los que profesan seguir a Jesús no dan ejemplo de humildad, caridad,
paciencia y castidad. Estas no son opciones adicionales para alguien
especialmente interesado, sino la ropa más esencial que el sacerdote real debe
«vestir» día a día. Si la vocación del sacerdocio real es reflejar a Dios para el
mundo y el mundo para Dios (es decir, el mundo para lo que fue creado, que
es lo que por la gracia de Dios llegará a ser un día), esa vocación debe ser
constante y solo se podrá mantener con una atención seria que logre
«incorporar» esas virtudes no para poseer una santidad egocéntrica ni por el
orgullo de alcanzar una meta moral, sino para revelar al mundo quién es su
verdadero Dios. La Iglesia se ha dividido entre aquellos que cultivan su
santidad personal pero no hacen nada en favor de la justicia en el mundo, y
aquellos que son apasionados de la justicia pero consideran la santidad
personal como una distracción innecesaria para esa misión. Esta división se
ha consolidado gracias a la mala costumbre de la Iglesia de aceptar de la
cultura política que nos rodea el discurso y la praxis inútil de «izquierda» y
«derecha» con todos sus prejuicios, el arcaico lenguaje sobre la justicia en el
sentido de liberalismo y el más reciente sobre la santidad con la connotación
de dualismo. Todo esto debe dejarse a un lado con toda rotundidad. Lo que
necesitamos es integración.

La gran llamada de la moral cristiana es, por tanto, la esclava necesaria de las
llamadas aún mayores del culto cristiano y de la misión. Las virtudes que
constituyen la primera son los componentes vitales de estos últimos. El único
camino para que el culto y la misión lleguen a ser una segunda naturaleza
para los seguidores de Jesús, es el de las virtudes, el de los frutos del Espíritu,
el de la pasión por la unidad y el de la celebración de un aumento de las
diversas vocaciones dentro de un mismo cuerpo, para que adopten todos
también una segunda naturaleza. De lo contrario, el culto será una farsa y la
misión una mera proyección de las ideologías. Reflejar la imagen de Dios
significa aprender las disciplinas de un Dios-que-refleja la vida humana.

Por tanto, ¿cuáles son las disciplinas y cómo podemos aprenderlas? Esto nos
conduce al último capítulo de este libro. En primer lugar, sin embargo, valgan
unas primeras palabras sobre la forma en que las sorprendentemente llamadas
antes «virtudes cristianas diferentes» -humildad, paciencia, castidad y
caridad- se han desarrollado a lo largo del tiempo.

La humildad, en el mundo occidental, ha llegado gradualmente a conseguir al


menos un reticente respeto. Es cierto que algunos filósofos (en particular,
Nietzsche) la han menospreciado, descalificándola como algo débil, sin
mordiente, causa o signo de degeneración humana más que de verdadera
nobleza. Por una parte, la humildad puede ser fácilmente parodiada y, por
otra, fingidamente pretendida; en ninguno de los dos casos constituye un
bonito espectáculo. La falsa humildad es tan poco atractiva como la adulación
(solo un par de veces he recibido mensajes normales de comunicantes que
firmaban «Su humilde servidor» y estaba claro que ninguno de los dos tenía
intención de hacer lo que les podría sugerir). Pero nuestra cultura ha
cambiado notablemente con relación a la del mundo antiguo, donde el mero
anuncio era lo normalmente esperado. Donde, por ejemplo, Cicerón podía
felicitar a Roma por su buena fortuna, al conseguir un nuevo nacimiento
cuando él era cónsul, y Augusto pudo escribir un libro sobre sus logros y
conseguir que fuera todo él tallado en la piedra de la ribera del río Tíber, para
que todos pudieran leerlo (incluso hoy día). Hoy no nos gusta que la gente se
meta por esos vericuetos y tendemos a querer apartarlos de ahí como sea.
Presumir ha sido siempre mal visto, especialmente en Inglaterra; como el
crítico de la cultura George Steiner ha comentado, la frase «¡Largo de aquí!»
es una expresión particular inglesa (Come off it!), difícil de traducir a otros
idiomas con un significado exacto y parecidamente despectivo. En este
sentido, algo de la virtud cristiana de la humildad ha permanecido, al menos
como esbozo, dentro de la cultura poscristiana occidental.

Sin embargo, hemos revivido algo de la antigua alternativa pagana con


nuestra pasión por los héroes y heroínas del deporte, la música popular, o la
televisión. Confiamos en que cumplan su papel de «celebridades», siendo al
mismo tiempo superhumanos en unas cosas y más o menos sub humanos en
otras (en su indisciplinado uso del alcohol, las drogas, la velocidad y el sexo).
Ellos reflejan de hecho una imagen que es bien conocida por los estudiantes
del mundo clásico: los dioses y diosas de las antiguas Grecia y Roma, que
eran poderosos, deslumbrantes, caprichosos, licenciosos y
extraordinariamente útiles para quienes les gustaban, así como peligrosos
para los que no eran de su agrado. Y cuando dentro de una cultura
pretendidamente cristiana y que ha olvidado sus raíces, como la nuestra, los
maestros y predicadores del Evangelio son tratados de la misma manera. que
esas llamadas «celebridades», y su rutina actual cae en desgracia
normalmente debido a faltas o delitos de tipo financiero o sexual, estamos
sencillamente ante un signo de que tampoco antes estaban en sintonía con el
centro del mensaje. Esto se aplica igualmente al teleevangelista que ha
malversado millones de las ayudas a los fondos eclesiales, o al cura de la
parroquia que abusó sexualmente de menores. Ellos han disfrutado de un
estatus en sus comunidades que les ha estimulado a vivir un tipo de
humanidad que refleja no el amor generoso y entregado del Dios creador,
sino los lascivos deseos de autosatisfacción y autoglorificación de los dioses
y diosas paganos.

El amor es paciente y bondadoso; no tiene envidia, ni orgullo ni


jactancia (1 Cor 13,4).

Una vez más nuestra cultura va por dos caminos. Aplaudimos la paciencia,
pero preferimos que sea una virtud que posean otros. Cuando un conocido
banco dio a conocer las tarjetas de crédito a un público desprevenido en la
década de 1970 y declaró que su trocito de' plástico «iba a suprimir la espera
del deseo», hizo sonar dos acordes muy diferentes entre sus oyentes. Algunos
-los más- decidieron que eso era lo que siempre habían querido, y la
contrataron. Otros, que parecían estar «viviendo en el pasado» y
«desfasados», advirtieron que esa bofetada en la cara de la virtud de la
paciencia traería su propia y fatal recompensa. Una generación más tarde, con
niveles de deuda personal en el mundo occidental astronómicos y sin
precedentes, sobre todo entre los jóvenes, el segundo grupo ha demostrado
una y otra vez que tenía razón. Esto no quiere decir que no exista un uso
responsable de las tarjetas de crédito y de iniciativas similares. Simplemente
pone de relieve que, cuando una sociedad en su conjunto decide que la
paciencia está anticuada, algo de su verdadera humanidad sufre un duro
golpe. Y cuando lo humano se deteriora, los resultados son la corrupción (en
el sentido de algo en decadencia o que va mal) y la esclavitud.

Por supuesto que la paciencia es necesaria para el ejercicio de todas las


virtudes. Parte de esa misma cultura del «tenerlo-todo-ahora», aplicada a la
vida cristiana, afirma que ahora que eres cristiano y estás habitado por el
Espíritu, debes ser instantáneamente santo. ¿Quieres ser como Jesucristo?:
reza esta oración, ten esta experiencia, y ¡todo es tuyo ya! No, responde la
Paciencia con la Humildad a su lado: vamos a aprender esta lección esta
semana, la siguiente la próxima semana y así sucesivamente. Vamos a
practicar las virtudes, paso a paso, «vistiéndonos con ellas», con un
pensamiento consciente y con esfuerzo, incluso si tenemos la sensación de
que la ropa no nos sienta bien en ese momento. No nos distraeremos ni por el
brillar de ofertas de mejora espiritual al instante ni por acusaciones engañosas
de que solo nos vestimos con ellas para presumir de forma hipócrita.

Y luego está la castidad. Para muchas personas es una sorpresa descubrir que
los antiguos cristianos (y los judíos antiguos) eran vistos como «fuera de
onda» en relación con la cultura que les rodeaba. Casi todo el mundo en la
antigüedad daba por sentado que la gente tenía, para decirlo sin rodeos, tanto
sexo como era capaz de conseguir. El matrimonio (entre un hombre y una
mujer) era una cosa y muchos o querían permanecer fieles o tenían miedo,
pm cualquier razón, al puro extravío. El principal problema con respecto al
adulterio, sin embargo, no era el fallo moral sino los celos del cónyuge. Entre
solteros, las relaciones sexuales eran comunes y esperadas, y en un mundo
donde los abortos se intentaban con frecuencia, los niños no deseados se
abandonaban a las bestias salvajes; algunos problemas residuales se resolvían
con facilidad, dejando la principal dificultad para la familia que trataba de
casar a una hija con un «cierto pasado». Existían otros tabúes en distintos
momentos y lugares. En la antigua Atenas, por ejemplo, había una cuidada
escala de grados de lo que era aceptable cuando un hombre mantenía
amistades homosexuales con un joven. Pero nadie pensó que el
comportamiento homosexual, incluyendo relaciones estables de por vida casi
maritales, fuera particularmente inusual y, menos aún, reprobables en sí
mismas. En efecto, Platón (en El Simposio) celebró tales relaciones estables
como la forma suprema del amor. Otras formas muy diferentes de la
actividad sexual, como el sexo con animales, era algo ante lo que la mayoría
de la gente se encogía de hombros. Una buena parte de todo este
comportamiento se desarrollaba en y alrededor de los templos paganos, pero
sin lugar a dudas sin limitarse a ellos.

Los primeros cristianos compartían la visión de los judíos, antiguos y


modernos, de que esta clase de comportamiento era oscura y deshumanizante,
y que distorsionaba la propia esencia de lo que significa ser humano. El sexo
fue dado -creían- para el mutuo deleite de marido y esposa, y con proyección
exterior (exterior, ya que, como el amor de Dios, el amor de los cónyuges
genera nueva creación, tanto en la procreación de los hijos como en la
creación de un ambiente cálido, seguro, dentro de un hogar hospitalario). Por
eso y no por prejuicios o represión arbitraria basada en el miedo, es por lo
que rechazó el camino «todo-demasiado-familiar e íntimo» de su mundo.
Ellos se creían llamados a hacer brillar en la oscuridad la luz de una manera
diferente de ser humano.

El contraste de sus creencias y su comportamiento con su entorno en este


punto se remonta a Jesús mismo. Jesús nos previno, en un pasaje que vimos
antes, en contra de la conducta inmunda que surge espontáneamente de las
profundidades de la personalidad humana. Los términos en los que hizo esa
advertencia -haciéndose eco de las prohibiciones y con el respaldo central del
Antiguo Testamento debe quedar claro que, a pesar de las impresiones
populares en contrario, está apoyado firmemente en la antigua prohibición
judía de cualquier tipo de relaciones sexuales fuera del matrimonio
indisoluble de un hombre y una mujer. Todo el Nuevo Testamento insiste en
que el objetivo de la vida cristiana es la reconstrucción de los seres humanos
a imagen y semejanza de Dios y, cuando llevamos esa idea hasta su misma
raíz, queda claro que el portador de la imagen de Dios es la pareja -hombre y
mujer- llamados a dejar a otros uniéndose entre sí. No en vano los teólogos,
desde entonces, ven la unión humana como un signo del compromiso
inquebrantable del Dios creador con su creación. No nos debemos sorprender
de que, cuando por fin se unen el cielo y la tierra al final del libro del
Apocalipsis, la imagen utilizada sea la de un matrimonio. Ese es el télos, la
meta de toda nuestra existencia. La virtud alcanza esa meta con la fe y
aprende las lecciones de vivir en el presente de la manera más genuina, para
anticipar el futuro sometiéndose a la fidelidad dentro del matrimonio y a la
abstinencia fuera de él.

La cultura occidental, compuesta en gran parte por naciones al menos


nominalmente cristianas, ha sido en parte moldeada por la visión cristiana del
matrimonio y la sexualidad. Pero, como digo, no toda ella. Los intentos de
abstinencia forzada han ido y venido, para ser sustituidos, de nuevo
intermitentemente, por casi una indulgencia forzada (piénsese en el siglo
XVII, con la Restauración después de los puritanos, o la rebelión después de
la Primera Guerra Mundial contra los supuestos patrones «victorianos»,
aunque la historia revela que una buena parte de Europa del siglo XIX era tan
sexualmente desenfrenada como en cualquier otro momento). Un
psicoanálisis vulgar, que supone que el sexo está en el fondo de todo y, por
tanto, no puede ser resistido por lo que ni siquiera habría que intentarlo, y un
darwinismo rastrero, que insiste en que lo que importa es la fuerza vital que
nos lleva a propagarnos, por lo que es mejor seguir adelante con ella, han
creado un clima en la mentalidad popular en virtud del cual cualquier llamada
seria a la moderación -ya sea en el modo o en las circunstancias particulares
de expresión sexual- no se aborda con argumentos serios, sino con desprecio.

-¡Ah! -exclamó un corresponsal a un diario popular el otro día-, todo este


discurso de la abstinencia de algunos locos de la derecha lunática... Muy
pronto se impondrá la biología y entonces estarán en ello como todo el
mundo.

En otras palabras: la biología manda, tenemos necesidades que no podemos


controlar y no es saludable ni natural resistirse a ellas. Relaciones sexuales
múltiples y ahora incluso relaciones cuasicontractuales o múltiples
(«poliamor», con tres o más personas que hacen acuerdos multidireccionales
de reparto de sexo), están abriéndose paso para convertirse en un
comportamiento «aceptado». La anticoncepción y el aborto fácil han abierto
las puertas a una nueva ronda de licencia sexual en los últimos decenios, una
licencia que ni siquiera la crisis del SIDA ha podido controlar.

Sin embargo, los cristianos siempre han insistido en que el autocontrol es uno
de los nueve frutos del Espíritu. Sí, es difícil. Sí, hay que trabajar en ello y
descubrir por qué ciertas tentaciones, en ciertos momentos y lugares, son
difíciles de resistir. Esto es así porque la castidad es una virtud: ante todo no
es una regla para decidir si cumplirla o romper con ella (aunque algunas
normas son lo suficientemente claras en la Escritura); ciertamente no es algo
que se pueda calcular de acuerdo con un principio, como la máxima felicidad
o el mayor número (entre otras cosas porque la felicidad total a corto plazo de
la mayoría de los congresos sexuales inclinaría la balanza artificialmente), y,
en particular, como Jesús mismo indicó, no se producirá acomodándose al
flujo de lo que es natural. Aquí es donde el verdadero celibato, como el del
mismo Jesús y como el de un gran número de héroes y heroínas, tanto en las
comunidades monásticas como en un montón de lugares menos obvios, ha
puesto de manifiesto la alegría de una segunda naturaleza, el autocontrol que
gran parte de nuestra cultura, como la mayoría del mundo antiguo, ni siquiera
imagina. Por el contrario, como saben todos los que como nosotros tienen
acción pastoral o familiar en favor de las personas que han adoptado los
hábitos actuales de la sociedad, las contusiones y las heridas causadas por
esos hábitos son profundas, de larga duración, y deterioran la vida. La Iglesia
es llamada a menudo «aguafiestas» por protestar contra el libertinaje sexual.
Pero la muerte real de la alegría viene con el acaparamiento de placer. Al
igual que con el uso de tarjetas de crédito, el precio se oculta al principio,
pero la deuda física y emocional ocasionada tardara mucho tiempo en
pagarse.
Aquí la Paciencia y la Humildad, que siguen estando al margen, entran en
juego una vez más. El impulso frenético hacia la intimidad sexual es parte de
la energía que necesitas para expresarte, para ir hacia delante, para insistir en
que esa es tu identidad y que así es como quieres comportarte.

-No -dice la Humildad-, uno no descubre su verdadera identidad de esa


forma. Se descubre saliendo de sí, dándose a los demás.

Precisamente, reconoce Paciencia: sustraer la espera del deseo es estafarse a


uno mismo y a todos los demás. Las virtudes están unidas entre sí, como dijo
Aristóteles en relación con su lista de cuatro (el valor, la templanza, la
prudencia, y la justicia) Si quieres una de ellas, es mejor desarrollarlas todas.

Y lo mismo también, por supuesto, a propósito de la caridad, que, como


hemos señalado, es descrita por Pablo como la virtud que necesitamos poner
por encima de todas las otras, como el vínculo que mantiene al resto en su
sitio. (Col 3,14). El amor (la palabra normal, aunque imprecisa, que usamos
(porque «caridad» ha visto reducido su uso), es lo que permitirá a la
paciencia, la humildad y la castidad permanecer en su lugar, porque el amor
respeta a la otra persona y quiere lo mejor para ella. Y el amor, a su vez, es
sostenido, como en el famoso pasaje de Pablo, por la fe, en una mano y la
esperanza en la otra, todas juntas mirando al Dios creador y recreador, y a sus
promesas verificadas y confirmadas en Jesucristo.

La sociedad occidental ha sabido algo de este amor. En nuestro mundo


muchos consideran el perdón una virtud de una manera bastante ajena a
algunas otras visiones del mundo. (Recuerdo la conmoción que sentí al
contarme un amigo en Oriente Medio que el perdón nunca se había visto
como algo bueno allí.) Sabemos que no lo hacemos en general, pero creemos
que debemos hacerlo. El resultado de esto, por desgracia, es que hemos
desarrollado un corolario, que no es ni amor ni perdón, concretamente, la
tolerancia. El problema con esto es claro: podemos tolerar, sin que ello nos
cueste demasiado. Podemos encogernos de hombros, irnos y dejar que el otro
haga sus cosas. Eso –admitámoslo es preferible a coger al prójimo por el
cuello y sacudirle hasta que esté de acuerdo conmigo. Pero indudablemente
no es amor. El amor reafirma la realidad de las personas, de otras culturas, de
otras formas de vida; el amor se toma la molestia de conocer a la otra persona
o cultura, de descubrir cómo son él, ella o sus garrapatas, qué es lo que los
hacen especiales; y por último, el amor quiere lo mejor para esa persona o
cultura. Fue el amor -y no solo una imposición arrogante de las normas
extranjeras- lo que llevó a gran parte del mundo a oponerse al régimen del
apartheid en Sudáfrica. Fue el amor -y no un ingenuo prejuicio
antiempresarial (aunque eso es lo que le dijeron en aquel momento)-, lo que
llevó al abolicionista William Wilberforce a protestar contra la trata de
esclavos. Es el amor -y no el imperialismo cultural- el que afirma que es
deshumanizante y destructivo para la sociedad quemar a la viuda
sobreviviente en la pira funeraria de su marido o matar a la hija que se ha
fugado con un hombre de otra religión o raza. El amor debe confrontarse con
la tolerancia e insistir, como ha hecho siempre, en un camino mejor.

Es interesante ver cómo todos los caminos conducen y vuelven al amor. El


amor es incluso parodiado, pero su poder brilla directamente como la mayor
de las virtudes y el primer fruto del Espíritu -hasta para los moralistas
paganos es la principal-, que sitúan al cristianismo aparte.

Ahora, por último, debemos preguntamos: si es esto lo que significa ser


sacerdote real, adorar al Dios vivo y llevar su amor y su justicia reparadora al
mundo, ¿cuáles son las vías por las que podemos cultivar todas las virtudes
necesarias? ¿Cómo podemos adquirir esa compleja segunda naturaleza, que
nos permitirá crecer como auténticos seres humanos, reflejando a Dios en el
mundo y al mundo en Dios? ¿Qué pasos podemos dar para lograr un carácter
plenamente formado que, cuando ocurra una emergencia, sepa por instinto
qué se debe hacer?

8.
8. El Círculo Virtuoso
1

Comenzamos nuestra investigación con (entre otras cosas) dos escenas: el


piloto «aterrizando» sin problemas un avión sobre el río Hudson y el joven
ilusionado que pide consejo a Jesús, consejo sobre las cosas buenas que debe
hacer para poder heredar la vida eterna. La respuesta de Jesús a este
peticionario no fue dar más reglas, sino ofrecer una serie de sugerencias
originales: la invitación a una forma de vida, a un conjunto de acciones que
forman el carácter, y que reflejan el amor generoso de Dios por el mundo, en
vez de proyectar los logros morales de uno mismo en la pantalla de un
cosmos que nos observa. El logro del piloto Chesley Sullenberger fue tener
un carácter tan bien formado gracias a miles de pequeñas opciones y
decisiones aprendidas a lo largo de muchos años, que cuando llegó la prueba,
su segunda naturaleza hizo lo que había que hacer. Estas dos escenas son, por
supuesto, muy diferentes, pero tienen algunas características clave en común.

Ahora, después de haber visto en toda su amplitud la invitación de Jesús y


después de desarrollar a partir del Nuevo Testamento la idea de una respuesta
cristiana basada en la virtud a la pregunta cómo debemos vivir, llegamos al
último elemento del «cómo» de la cuestión. Si la respuesta inicial a cómo
debemos vivir es por la fe, la esperanza y el amor (y todo lo demás), y la
segunda parte de la respuesta es mediante la práctica de la virtud, sale a
nuestro encuentro la última pregunta: entonces, ¿cómo puede practicarse la
virtud? Si después de todo no se trata de un moralismo de autoayuda, de
mejorar uno mismo mediante el propio esfuerzo, ¿cómo se hace?

Antes de ponemos en marcha, vamos a señalar una vez más el peligro que
acecha como consecuencia de un rechazo demasiado fácil de «moralismo» y
«esfuerzo». Todo lo que ahora digo supone que Dios, la Santísima Trinidad,
ha actuado de manera decisiva en la historia, para rescatar a los seres
humanos del desastre en que ellos mismos se habían metido, por lo que todo
lo que hacemos se enmarca dentro de ese acto y ese mundo de la gracia.
También supone, para situar esa historia cósmica a nivel humano, que todo lo
que hace un cristiano cuando toma decisiones morales y cuando actúa en
general, está dirigido y capacitado por el Espíritu Santo. Una de las grandes
oraciones de Pascua en el viejo libro inglés Book of Common Prayer («Libro
de Oración Común») pide dos cosas: en primer lugar, que la gracia especial
de Dios ponga los deseos de Dios en nuestras mentes y, segundo, que su
constante ayuda nos permita convertir esos deseos en buenos resultados. Y la
oración especial para el primer domingo después de Epifanía, unas semanas
antes, dice más o menos lo mismo. Se pide que el pueblo de Dios pueda

percibir y conocer qué cosas debe hacer, y también puedan


24
alcanzar la gracia y el poder para cumplirlas fielmente .

He sugerido a lo largo de este libro que el mismo Nuevo Testamento


responde a la primera mitad de cada una de estas oraciones
fundamentalmente en términos de una clara lista de los rasgos del carácter
cuya radical novedad procede del interior de la vida, de la visión, del logro,
de la muerte y resurrección del propio Jesús. Estos acontecimientos, en su
conjunto, convierten a los seguidores de Jesús en auténticos portadores de la
imagen de un sacerdocio real. Más aún, he propuesto que, de acuerdo con el
Nuevo Testamento, la forma como Dios Espíritu Santo responde a la segunda
mitad de la oración es mediante la renovación del corazón y la mente
individuales, para que podamos, libre y conscientemente, optar por practicar
los hábitos de comportamiento que, torpe y chapuceros al principio, poco a
poco se irán convirtiendo en una segunda naturaleza.

En este punto se da, desde luego, algo que podríamos llamar «moralismo».
En efecto, existe también el llamado «esfuerzo moral». Sin embargo, no cae
bajo la sospecha de pelagianismo, es decir, de postular que podemos salir
adelante por nuestros propios esfuerzos morales y que a Dios le satisface eso.
Esa acusación, como tantas propuestas teológicas de segunda categoría, se
construye en realidad sobre la base de un simple error, a saber, sobre la idea
de que todo lo que Dios hace no lo hacemos nosotros, y viceversa. La vida (¡a
Dios gracias!) es más complicada que todo eso.

Después de estas observaciones preliminares, pasamos al asunto. ¿Cómo se


produce la virtud, en sentido plenamente cristiano? Se produce -sugiero-
cuando los cristianos se ven inmersos en un círculo especial de actividades y
prácticas: el «círculo virtuoso» que da título a este capítulo. Ya me he
referido a algunas de estas prácticas, pero quiero ahora desarrollarlas dentro
de un argumento ligeramente diferente.

Hay muchas personas que practican la mayoría o la totalidad de las cosas a


que me estoy refiriendo aquí, pero que, en cualquier caso, parecen avanzar
muy lentamente en la vida de la virtud. De hecho, algunos lectores pueden
estar muy decepcionados con este capítulo por esa misma razón: sin duda -
pensarán- estas prácticas son las cosas que hemos hecho durante muchos años
y, si lo que se propone es un nuevo tipo de santidad, ¡esperaríamos algunas
cosas nuevas que nos ayuden! La gente que está en esta situación, se parece a
menudo a aquel hombre judío del chiste, que oraba constantemente, porque
quería que le tocara la lotería. Al final, agitando el puño hacia el cielo, le
exigió a Dios que explicara por qué no respondía a la oración ferviente de un
hombre.

-Hijo mío -le contestó Dios-, tienes que andar la mitad del camino para
encontrarte conmigo. ¡Al menos podrías comprar un billete!

Muchas personas esperan que la virtud les llegue de forma automática,


simplemente porque ellos toman parte en las prácticas que tratamos aquí.
Pero las prácticas no son como las medicinas recetadas que te curan,
entiendas o no cómo lo hacen. La clave de la virtud reside precisamente,
como hemos visto, en la trasformación de la mente. La cuestión no es que las
prácticas sean erróneas o inadecuadas, sino que nuestra mente consciente y el
corazón necesitan entender, reflexionar y elegir conscientemente los patrones
de vida que esas prácticas deben producir en y a través de nosotros. Como
vimos antes, esa es una parte no negociable del proceso.

Aunque podamos elegirlas conscientemente, ninguna de estas prácticas, por


sí sola, es suficiente para generar o mantener lo conseguido duramente, el
hábito de un carácter formado del que hemos hablado. Varias de ellas juntas
bien pueden tener ese efecto, todas ellas juntas probablemente lo tendrán.
Igual que con una bicicleta: para que funcione, tienes que ser capaz de operar
los pedales, el manillar y los frenos, ¡y aprender a mantener el equilibrio!; es
decir, hacerlo todo, una cosa solo no es suficiente.

Y también igual que con una bicicleta: es más fácil dibujar el círculo de las
prácticas (el círculo virtuoso) que describirlo, pero permítanme hacer una
primera lista de los elementos que lo componen, en lo que me parece a mí
que es el orden natural. Luego deberemos examinar con más detalle uno por
uno y ofreceremos algunos ejemplos de cómo podrían ser en la práctica.

El círculo no incluye a Dios, a Jesús ni al Espíritu Santo, porque no solo se


presuponen, sino porque también están presentes en cada punto de él. Por
eso, el círculo debe ser entendido como teniendo la «gracia» como punto de
partida y la «gloria» -una vida individual y comunitaria llena de la presencia
de Dios- como su meta. A la luz de todo lo que he dicho hasta ahora, el
círculo tiene la justicia y la belleza entre sus objetos principales. Dentro de
todos esos parámetros, hay cinco elementos: Escritura, relatos, ejemplos,
comunidad y prácticas:

Una característica alentadora de este círculo es que no importa por dónde o


cuándo entras en él, ni cuándo y por dónde, por así decirlo, entra él en ti. Una
persona resulta atraída hacia él por el ejemplo de alguien que, aunque ni
siquiera le es conocido, tiene un comportamiento tan singular que lo
encuentra convincente y atractivo. Otro se siente hechizado mientras está
sentado en la parte posterior de una iglesia durante la celebración de la
eucaristía un día entre semana a la hora del almuerzo, y no sabe por qué. Otra
escucha una historia en la radio, no sabe de dónde viene y empieza a hacer
preguntas. Tarde o temprano, sin embargo, los tres entran en el círculo y, si lo
recorren, esto es lo que encontrarán.
2

He puesto la Escritura en la parte de arriba por razones bastante obvias, que


están en las enseñanzas de Jesús y en otras partes de los escritos de los
primeros cristianos. La práctica de la lectura de la Escritura, el estudio de la
Escritura, vivir la Escritura, cantar la Escritura, en general sumergirse dentro
de la Escritura, uno mismo como individuo y también como comunidad, ha
sido visto desde los primeros días del cristianismo como un elemento central
de la formación del carácter cristiano.

Es importante destacar en este momento (con el fin de que todo el esquema


no se desplome en la trivialidad), que esto tiene que ver con el hecho de que
la Escritura da solo secundariamente instrucciones particulares sobre temas
concretos. Esto es importante, por supuesto; pero es mucho más importante el
que la actividad pura de leer la Escritura, dentro del deseo consciente de ser
formado y conformado según la voluntad de Dios, es ya en sí misma un acto
de fe, esperanza y amor, un acto de humildad y paciencia. Es una manera de
decir que necesitamos escuchar una palabra pura, una palabra de gracia, tal
vez incluso una palabra de juicio y a la vez de curación, de alerta y también
de bienvenida. Abrir la Biblia es abrir una ventana hacia Jerusalén, como hizo
Daniel (6,10), sin importar a dónde nos haya conducido nuestro exilio.

Concretamente se trata de una manera de situarnos nosotros mismos como


actores de un drama que se está desarrollando. No importa cuántas pequeñas
historias pueda haber dentro de la Escritura, ni cuántos millones de historias o
relatos edificantes puedan existir fuera de ellas; el verdadero drama de la
Escritura, tal y como se presenta hoy, forma una única trama, cuyas muchas
vueltas y revueltas, sin embargo, convergen extraordinariamente en un tema
principal: la reconciliación de los cielos y la tierra, mientras Dios el creador
se ocupa de todo lo que frustra su objetivo en relación con el mundo y, por
medio de su Hijo y su Espíritu, crea un nuevo pueblo, gracias al cual se
realizará por fin ese objetivo: llenar el mundo con su gloria. Ser formado por
esta Historia, con mayúscula, es ser formado como cristiano. Tomar las mil y
diez mil decisiones de abrir la Biblia hoy en día y leer más de esta historia,
aunque todavía no podamos mantenerlo todo en nuestra propia cabeza, es dar
el siguiente pequeño paso para llegar a ser el tipo de persona que, gracias a su
segunda naturaleza, va a pensar, actuar, orar e incluso sentir de forma
apropiada para alguien encargado de llevar esa narración adelante.

Pero después de todo, tampoco estamos aún al final del drama. Los lectores
de la Biblia (a menos que adopten una de las estrategias conocidas para
resistir este proceso), se verán dibujados como «personajes» en un escenario.
Sí, esto también bien puede implicar la interpretación de un papel y todos las
antiguas acusaciones de hipocresía que giran alrededor de la práctica de la
virtud resonarán también aquí. Sin embargo, cuanto mejor se conozca la obra,
menos se estará interpretando un papel y más sencillamente se podrá ser uno
mismo. Tarde o temprano, se actuará de forma natural. La segunda
naturaleza. Así es como funciona la virtud.

Por supuesto, dentro de la Biblia hay todo tipo de pasajes mucho más
específicos, que forman y dirigen la vida de fe, esperanza y amor, y que el
Espíritu puede y tiene que utilizar para despertar al pueblo de Dios y producir
frutos. Casi todos los párrafos de los cuatro evangelios tendrán este efecto, si
se leen, ponderan y se reza con ellos lenta y cuidadosamente. Del mismo
modo, los salmos abrirán ·el corazón y la mente de cualquier persona que los
lea, cante o rece con una mínima atención; formarán y reformarán ese
corazón y esa mente de un modo que, aunque no sea siempre cómodo, es
siempre formativo del carácter cristiano. Incluso las genealogías, que se leen
mejor de carrerilla, pueden proporcionar un poderoso sentido de los objetivos
de Dios cuando presenta, una generación tras otra, a gentes que viven con fe
y esperanza antes de que el siguiente punto principal del propósito divino sea
desvelado, como una floración de orquídeas largamente esperada. Algunas
partes de la Biblia es mejor beberlas de un trago, como un gran vaso de agua
en un día muy caluroso -es decir, grandes cantidades a la vez-, mientras que
otras, como buena parte de las cartas, son mejores bebidas de sorbo en sorbo,
saboreándolas gota a gota como un buen vino (recordando siempre que, sobre
todo en una carta, cada versículo significa lo que significa en relación con
todo el asunto, no por sí mismo). Pero el tema es que la lectura de la Biblia es
un hábito formativo: no solo en el sentido de que cuanto más lo haces, mas te
gusta querer hacerlo, sino también en el sentido de que cuanto más lo haces,
mejor se formaran los hábitos de la mente y el corazón, del alma y el cuerpo,
que lentamente, pero con seguridad, formaran vuestro carácter a semejanza
de Jesucristo. Y ese «vuestro» aquí es sobre todo plural, por muy importante
que el singular también lo sea.
Esto no quiere decir que no haya páginas difíciles en la Biblia -tanto los
pasajes que son difíciles de entender, como los que entendemos tan
sumamente bien que los encontramos impactantes o perturbadores (por
ejemplo, la celebración de la matanza de los bebés edomitas al final del salmo
137). Se deben evitar las soluciones fáciles a esos pasajes, por ejemplo: que
estos fragmentos no fueron inspirados, o que toda la Biblia no es más que un
perverso sinsentido, o que Jesús solo abolió las partes del Antiguo
Testamento con las que no estábamos de acuerdo. Hay que vivir con las
tensiones. Dios sabe que hay un montón de tensiones similares en nuestras
propias vidas, en nuestro propio mundo. Dejemos que las palabras que nos
turban choquen entre sí. Démonos la oportunidad de practicar un poco la
paciencia («Podría haber aquí más significado del que puedo ver de
momento»), y la humildad («Dios bien puede tener cosas que decir a través
de este pasaje para el que aún no estoy preparado»). De hecho, la humildad es
una de las lecciones clave que nos viene a través de muchos años de lectura
de la Biblia; hay algunos pasajes que encontramos fáciles y otros que nos
cuestan, pero no todos están de acuerdo a la hora de identificarlos.

Parece ser que algunas personas son temperamentalmente adecuadas para un


libro en particular o para un tipo de libro que otros encuentran opaco. El
evangelio de Juan es así: algunos lo aclaman como la cima de las escrituras,
mientras que otros, aunque aprecian algunos de sus puntos fuertes, lo
encuentran incómodo y desconcertante. A algunas personas también les
ocurre esto con san Pablo. Tal vez -y aquí es donde aparece la humildad-
podría ser que la Escritura esté dispuesta de modo que, para poder crecer
hacia una humanidad plena y verdadera, hacia la bien-acabada virtud de ser
un sacerdocio real, tengamos nosotros que crecer hacia ella (la Escritura),
como un niño que hereda la ropa de su hermano mayor da vueltas dentro de
ella mientras, poco a poco la va llenando según va creciendo. Quizá
tengamos una medida de nuestra madurez cuando, en un fragmento de la
Escritura que encontramos extravagante o repelente, de repente surge una
nueva luz; cuando la gente que de forma natural sigue a Pablo, llega a querer
también a Juan, y viceversa; cuando la gente empapada en el Apocalipsis no
tarda en disfrutar con los Hechos, y viceversa. Tal vez estemos ante otro
signo de madurez cuando esa idea o sensación que podemos tener de que la
Escritura se compone de unos fragmentos que conocemos y amamos, junto a
otros que simplemente toleramos esperando que lleguen de nuevo nuestros
favoritos, queda superada de repente por una sensación de totalidad: anchura,
cromatismo multicolor y poderío inexpresable. Quizás hemos estado vagando
alrededor de una luz tamizada por la niebla visitando pueblos y aldeas
predilectos y después, cuando la niebla se va despejando poco a poco,
descubrimos que todo lo que amamos ha mejorado conforme se contempla
dentro de un paisaje enorme, nunca antes sospechado, lleno de colinas y
valles y de una gloria inimaginable. .

La Escritura, pues, crea el hábito y forma el carácter, pero también nos


entrena para escuchar y aprender de los relatos o historias de todo tipo,
dentro y fuera del texto sagrado; para discernir patrones y significados en
ella. Y los relatos o historias de todo tipo forman y moldean el carácter de
aquellos que los leen.

Para que un relato o una historia sean eso (en oposición a una mera colección
de frases), debe haber una trama con algún tipo de tensión y resolución.
Somos criaturas históricas; naturalmente, amamos los relatos de historias
porque nuestras vidas están llenas de tensión y resolución, y en algunos
momentos es probable que haya más tensión que resolución. Así que nos
identificamos con este o aquel carácter, con este o aquel momento, con este o
aquel giro de la trama, y terminamos enganchados. Queremos saber lo que
pasa, cómo se desarrolla y cómo va saliendo adelante. Queremos un
desenlace, un cierre, que aparezca algún sentido de justicia o, en último
término, un cierto sentido de integridad.

De modo que vivimos dentro de un mundo de narración, como criaturas que


buscan un final, que buscan la felicidad, que buscan to téleion, «lo
completo». Rastrear cómo las situaciones y personajes principales avanzan
hacia eso o se apartan de ello, es parte de su atractivo. Y en todo esto
consiste, a un nivel profundo y no solo porque nos guste un personaje en
particular, o por la aprobación o desaprobación de un estilo concreto de
comportamiento, la formación del carácter. Comedia o tragedia, épica o
romántica, vemos a los personajes en desarrollo afrontando situaciones,
tomando decisiones y cosechando poco a poco las consecuencias; y (a no ser
que estemos sordos en nuestra alma y en nuestros corazones), nos enteramos
de cómo funcionan las cosas, y nos hacemos sensibles a las mismas preguntas
y desafíos de nuestras propias vidas.

Todo esto es verdad, por supuesto, de cualquier ser humano y se da en


cualquier tradición. Pero dentro de la tradición cristiana hay una razón
especial para prestar atención a los relatos e historias. Muchos grandes
escritores han sido formados a fondo por las tradiciones judías y/ o cristianas,
y sus palabras reflexivas nos pueden ayudar a meditar con más profundidad
en esa tradición. Ahora bien, los cristianos creen que toda vida humana es,
por sí misma, un don de Dios y, por mucho que se distorsione, un reflejo de
Dios. Así, incluso historias escritas por autores que son explícitamente ateos -
de hecho, escritores cuyas palabras estaban destinadas a burlarse o a rechazar
a Dios- tienen una extraña capacidad para crear momentos cruciales que
permiten reflexionar sobre lo que significa el ser humano, sobre la
importancia del amor, la justicia y la belleza. Vivir el mundo de las historias
aumenta, si nosotros lo permitimos, la capacidad de discernimiento.

Por supuesto que es dentro del mundo de los relatos bíblicos en particular
donde muchos han encontrado un impulso especial para adquirir los hábitos
que conforman la vida virtuosa. El valor de Noé, la fe de Abraham, la
esperanza de Josué en prisión, el liderazgo de Moisés y así sucesivamente. Sí:
la Escritura está, en efecto, llena de personajes y de sus historias, y nosotros
podemos y debemos ser impulsados y estimulados por su ejemplo.

Y, sin embargo, como mi nieto de tres años de edad declaró después de no


dar muestras de haber escuchado en la iglesia la segunda lectura (que resultó,
además, ser la parábola de Jesús y los patronos malvados que golpearon a sus
sirvientes y finalmente mataron a su hijo):

-Esta no es una historia muy bonita.

No. Y no estaba destinada a serlo. Solo un pequeño número de historias, que


componen la Historia en la Escritura, son lo que podríamos llamar
«agradables». De hecho, solo un pequeño número se nos presenta
directamente como ejemplo. Las que están son importantes (como señala
Pablo en Rm 15,4 y 1 Cor 10,11), pero muchas de esas historias son bastante
más indirectas, incluyendo las que acabamos de señalar. Noé, después de
todo, se emborrachó. Abraham, después de todo, puso en peligro la vida de
Sara y las promesas de Dios por cobardía. Josué estaba en prisión por su
propia y original cabezonería. Moisés al principio no quería conducir a los
hijos de Dios y más de una vez se quejó a Dios por la forma en que las cosas
iban sucediendo. Incluso la madre de Jesús, llamada «bendita» por todas las
generaciones, fue reprendida por su hijo por no entenderle ni a él ni a su
vocación. Poco a poco, nos damos cuenta de que la Escritura no se nos dio
para que pudiéramos registrarla en busca de vidas santas y virtuosas que
pudiéramos copiar tal y como aparecen. Se escribió como la historia de Dios,
del pueblo de Dios y del mundo de Dios; y el pueblo de Dios se encuentra
implicado una y otra vez entre Dios y el mundo -en la Escritura igual que en
la vida de hoy día- en situaciones ambiguas y moralmente comprometidas.
Casi nadie en toda la Biblia, excepto Jesús, se presenta con las características
de alguien del que pudiéramos decir: «Míralo(a); lo único que tienes que
hacer es lo que ellos(as) hicieron» (Daniel y sus amigos se acercaron, pero
quizá el libro de Daniel fue escrito más que otros libros bíblicos con miras a
proporcionar «ejemplos para los judíos bajo presión pagana» y, por tanto,
quizá fue la excepción que rompió la regla).

En consecuencia, lo que encontramos en las historias bíblicas debe ser


ejemplar, pero ejemplar de una manera mucho más interesante que la de
simplemente ofrecer una variedad de tipos y caracteres para escoger y
apropiárnoslos. Es ejemplar, si lo es y en la medida en que lo es, dentro del
tenor global de la narración conforme al que los propios cristianos son
llamados a vivir y desempeñar su papel desarrollando la vocación de los
israelitas a ser sacerdocio real de Dios; sobre todo porque no podemos
separar los personajes particulares que presentan manteniéndolos como
modelos para ser copiados. La gente todavía lo hace, por ejemplo con Elías y
Elíseo, aunque, si cualquiera de ellos irrumpiera en una típica iglesia
moderna occidental o en una simple reunión cristiana, podría producirse
consternación, por no decir alboroto. Un buen lector puede «aprender» de los
personajes que aparecen en cada historia o relato, pero solo mediante un
complejo proceso de discernimiento, generalización y aplicación
cuidadosamente filtrada. Incluso servilmente los predicadores bíblicos son
poco dados a recomendar que los maestros cristianos rodeen a sus enemigos
y los maten en el acto, como hizo Elías (1 Re 18,40); y la respuesta de Elíseo
a las burlas de los niños pequeños, difícilmente le conseguiría una segunda
invitación para dirigirse al Club de la Juventud (2 Re 2,23-24). El mismo
proceso que se sigue para extraer de las historias aquellos fragmentos que
podemos adaptar a nuestra propia situación, nos permitirá también comenzar
con personajes mucho menos prometedores -algunos reyes de una
indiscutible tercera categoría por ejemplo, o los aburridos sacerdotes en
Malach- y reflexionar a la luz de los acontecimientos cómo podemos
encontrar la sabiduría.

La sabiduría es, después de todo, lo que buscamos: ni reglas ni plantillas, sino


un sentido para comprender cómo los caminos de Dios y el trabajo humano,
situado todo ello dentro de la gran Historia del caminar de Dios con la
humanidad, se centran en primer lugar sobre Israel y final o definitivamente
sobre Jesús. Lo importante es aprender a vivir desde dentro de las historias,
dentro de la trama en el momento que ha alcanzado ahora. Los ejemplos
encajan dentro de esto.

Pero, una vez que hemos alcanzado ese punto, encontraremos otros ejemplos
de todo tipo. Esto nos lleva a dar otra vuelta alrededor del círculo, para llegar
a la siguiente categoría.

Como acabo de desaconsejar que se busquen prematuramente ejemplos en la


Escritura, debo subrayar ahora que existen lugares obvios donde se nos dice
que hagamos exactamente eso. Pablo ofrece un ejemplo sorprendente:

Con la ayuda de Jesús, el Señor, espero poder enviaros pronto a


Timoteo; me confortará recibir noticias vuestras. Y es que no
tengo a nadie que comparta tan íntima y sinceramente como él
mis sentimientos y preocupación por vosotros. Todos buscan sus
propios intereses, no los de Jesucristo, pero en el caso de Timoteo
conocéis su probada fidelidad y el servicio que ha prestado al
evangelio, colaborando conmigo como un hijo que ayuda a su
padre. Espero enviároslo tan pronto como vea despejada mi
situación, aunque, con la ayuda del Señor estoy persuadido de
que también iré pronto a veros (Flp 2,19-24).

Aquí, y en primer plano, vemos cómo funciona algunas veces. Timoteo es un


ejemplo a seguir, porque hace exactamente lo que, unos cuantos versos antes,
había dicho Pablo que hizo el propio Jesús. Timoteo ha mirado no por sus
intereses personales, sino por los de Jesús y su palabra. Más aún: él es un
buen ejemplo de aprendiz, trabajando junto al maestro artesano y
aprendiendo su oficio. Sin duda también hay otras cosas que decir sobre
Timoteo, pero esto es un comienzo. Al menos en estos aspectos es un
ejemplo a seguir.

Otros escritores del Nuevo Testamento llaman la atención de una forma


parecidamente «ejemplar», sobre los personajes de un pasado lejano.
Tenemos a Santiago, inspirándose en la historia de Elías como los
predicadores modernos harían, dándose cuenta del hecho de que es ejemplar
en algún aspecto destacado, aunque quizá no en todos:

Mucho puede la oración insistente del justo. Elías, que era un


hombre de nuestra misma condición, oró fervorosamente para
que no lloviese, y no llovió sobre la tierra durante tres años y seis
meses; oró de nuevo, y el cielo dio la lluvia y la tierra produjo su
fruto (Sant 5,16b-18).

Y tenemos la carta a los Hebreos con una docena de ejemplos, y con el


mismo Jesús como punto culminante de ellos:

Por tanto, también nosotros, ya que estamos rodeados de tal nube


de testigos, liberémonos de todo impedimento y del pecado que
continuamente nos asedia, y corramos con constancia en la
carrera que se abre ante nosotros, fijos los ojos en Jesús, autor y
perfeccionador de la fe, el cual, animado por el gozo que le
esperaba, soportó sin acobardarse la cruz y ahora está sentado a la
derecha del trono de Dios. Pensad, pues, en aquel que soportó en
su persona tal contradicción de parte de los pecadores, a fin de
que no os dejéis abatir por el desaliento (Heb 12,1-3).

El escritor sabe muy bien que se pueden decir muchas más cosas sobre Jesús
sin quedarse solo en todo esto: Jesús, hijo de Dios superior a los ángeles;
Jesús, sumo sacerdote según el rito de Melquisedec; Jesús que ofrece su
propia sangre para hacer expiación. Pero también... Jesús, ejemplo de virtud,
que mira al futuro y conduce la vida de la persona en consonancia con la
visión de la «perfección» (11,40) que vislumbramos. En Heb también se nos
ofrecen ejemplos negativos: pensemos en Esaú, que vendió su primogenitura
por una comida y después no pudo ya cambiar su decisión (12,16-17).

El mismo escritor puede aportar ejemplos mucho más cercanos y llamar la


atención sobre los líderes de la propia comunidad:

Acordaos de vuestros dirigentes, que os anunciaron la palabra de


Dios; tened en cuenta cómo culminaron su vida e imitad su fe
(13, 7).

Este es el lenguaje de la virtud: mirad dónde terminaron, no desde el ángulo


de su muerte, sino desde el de la total transformación del carácter que
desarrollaron. Por tanto, copiadlos, en particular su fe, y encontraréis que
también en vosotros va creciendo en vosotros el mismo carácter.

Por tanto, la Biblia está llena de historias que, aun no habiendo sido escritas
en primera instancia con ese propósito, pueden servir de ejemplo de cómo
desarrolló mucha gente el carácter de la virtud. En particular, el Nuevo
Testamento contiene las historias de los once discípulos que, viajando con
Jesús, aprendieron de él una forma de vida en plenitud, que después ellos
modelaron para otros. Pablo, como hemos visto, utilizó su propio ejemplo,
específicamente en su forma de imitar a Jesucristo (1 Cor 10,31-11,1; Flp
3,4-17).

Pero, por supuesto, vivir dentro de la historia del pueblo de Dios es vivir en
un lugar en donde ahora están muchos otros, a cuyos innumerables ejemplos
también podríamos apelar. El fenomenal éxito, solo en términos humanos, de
san Francisco de Asís se puede atribuir en gran medida al poder del ejemplo:
la gente se dio cuenta de repente de que, en medio de una Iglesia al parecer
corrupta y descuidada, vivía alguien (como él y ellos suponían) como había
vivido Jesús. El espectáculo era lo suficientemente convincente como para
hacer que otras muchas personas decidieran vivir así y tomaran las decisiones
necesarias para dedicarse a una vida de pobreza, castidad y obediencia. Esto
está en la línea establecida ya por los Padres y Madres del Desierto de los
primeros siglos, que abandonaron la vida corrupta de sus ciudades y se fueron
al desierto para vivir en soledad y oración, lo que alentó a un número
considerable a imitarlos. Podemos sospechar que aquí hay algo más que una
mera imitación. Un escritor reciente habla de «la gracia en cascada», que
acontece cuando Dios hace algo en la vida de una persona y a través de su
obra, otras personas lo ven y piensan: «¿Crees que podría suceder aquí?». Y
una chispa se convierte en una llama, casi siempre una llama de un color
ligeramente diferente. La imitación no tiene que ser servil. Guiados por el
Espíritu, puede ser un camino hacia algo completamente nuevo.

Sospecho que de hecho muchos de mis lectores están leyendo este libro
porque en último término ellos mismos han tenido líderes cristianos en los
que se han mirado como ejemplo. Desde un principio, los líderes cristianos
han estado convencidos de que debían convertirse en ejemplos (1 Tim 4,12;
Tit 2,7; Heb 13,7; 1 Pe 5,3; y otros lugares similares), y nos guste o no (y a
muchos de nuestros líderes esto les produce ansiedad), el pueblo cristiano -
como ocurre con los niños de nuestra misma sangre tenderán a imitarnos.

Cada siglo, desde la época de Jesús, ha dado ejemplos particulares de


personas cuyos caracteres se formaron gracias a una atención tan persistente a
los patrones de la virtud que, cuando llegó el momento, ellos estaban
preparados y ahora sirven como uno de los ejemplos más llamativos. En el
frente oriental de la abadía de Westminster aparece la efigie de varios
mártires del siglo XX de países y culturas de todas partes del mundo.
Mencionaré solamente uno.

Maximiliano Kolbe fue un sacerdote católico polaco que junto a su gente fue
enviado al campo de la muerte en Auschwitz. Un día uno de sus compañeros,
prisionero también allí, fue amenazado de muerte por intentar escapar. El
hombre empezó a llorar: estaba preocupado, porque tenía mujer e hijos.
Kolbe dio un paso al frente y se ofreció en su lugar. Se condujo en calma
hacia la muerte. La intención del castigo era la muerte por hambruna, pero
cuando, después de dos semanas, Kolbe seguía con vida, lo mataron mediante
una inyección letal. La cuestión es esta: él no estaba actuando de forma
espontánea ni obedeciendo una norma. Estaba haciendo algo que le surgió
con naturalidad, como punto culminante de una vida dedicada a darse a los
demás, a seguir el trabajo de Jesús en su ministerio pastoral y en su vida
sacramental diaria. Como Chesley Sullenberger, no tuvo tiempo de pensar,
pero tampoco lo necesitó. El pensar se había realizado mucho tiempo antes, y
los hábitos de segunda naturaleza de ofrecer su amor, como resultado, se
habían arraigado en él. Llegó el momento; la decisión estaba tomada.
Otro ejemplo más reciente. Estuve en una gran celebración en una iglesia
descomunal, con música maravillosa, fluir de túnicas y una multitud de miles
de personas que apenas cabían dentro del enorme edificio. De repente, como
a los diez minutos del servicio, unos hombres se abrieron paso brutalmente
sobre los ujieres en las puertas, hiriendo a uno de ellos, y corrieron dentro de
la iglesia gritando consignas. La interrupción fue causada por un grupo de
protesta que recientemente había adquirido reputación nacional por
comportarse escandalosamente en la defensa de su causa (que, dicho sea de
paso, no tenía nada que ver directamente con la iglesia ni con ninguno de los
presentes).

Los manifestantes alcanzaron la parte delantera de la iglesia, gritaron algunas


consignas más, agitaron sus pancartas y sin más se detuvieron. Claramente no
habían decidido que era lo que harían después, si lograban llegar tan lejos.
Pero en la iglesia tampoco nadie tenía ni idea de lo que vendría después. Los
ujieres habían sido claramente asaltados y no sabían cómo proceder. Nadie
quería una escena (excepto quizá los manifestantes, a quienes les hubiera
encantado ser llevados por la policía, gritando más consignas según se iban
yendo) La celebración había sido interrumpida de forma masiva y completa.
Las peleas y la necesaria aunque contenida violencia, habían deteriorado aún
más la atmósfera. Mientras todos nosotros nos preguntábamos qué era lo que
iba a ocurrir después, uno de los clérigos veteranos caminó en silencio
atravesando la iglesia hasta llegar al líder de la protesta y tuvo una
conversación con él en voz baja. Entonces se dirigió caminando hacia el
clérigo que presidía para mantener con él otra pequeña conversación. Un
momento después el clérigo que presidía habló a la asamblea informándoles
de esta guisa:

-Nuestros «inesperados invitados» han accedido a exponer su caso durante


tres minutos y luego abandonar el edificio en silencio.

¿Cómo se hizo? Y o temía por el hombre que había dado un paso adelante y
había hablado con el manifestante. Yo no habría sabido qué decir. Habría
tenido miedo de lo que el grupo de manifestantes pudiera hacer, si me
acercaba, y me habría preocupado poder empeorar las cosas con palabras o
acciones. Al parecer, como descubrí más tarde, él les hizo ver que ya habían
realizado su protesta y que, si continuaban durante mucho más tiempo,
alejarían a más personas que las que pudieran atraer. Ahora bien, ¿cómo
había sido capaz de hacer eso con tanta calma?

Entonces recordé que muchos años antes había observado cómo el mismo
clérigo bajaba por la calle en una de nuestras concurridas ciudades. Vestido
como un sacerdote, se paró calladamente y se sentó en la acera, para charlar
con un grupo de hombres que estaban bebiendo bebidas alcohólicas. Hizo
que su acercamiento pareciera natural y ellos lo recibieron de la misma
manera. Iba a predicar en una celebración pero no parecía tener prisa; esas
reuniones eran ya, obviamente, un hábito. Él sabía por experiencia cómo
hablar con calma y prudencia con personas de las que otros tendrían miedo.
En el momento en que llegó a esa gran celebración, quince años o más
después, los hábitos de la fe, el amor y el valor habían quedado totalmente
formados. Y, cuando llegó el momento, no tuvo que pensar en ello. La
segunda naturaleza hizo su aparición. Él sabía realmente qué hacer y cómo
hacerlo. He aprendido muchas cosas de ese hombre, pero cabe destacar ésta.
Su nombre es Rowan Williams.

Los ejemplos nos llegan desde todas partes, pero siempre dentro de un
contexto. Ese contexto es -y sé cuán trivial se ha vuelto esta palabra- la
comunidad del pueblo de Dios. Tiene que estar claro para los lectores que la
vocación de ser sacerdocio real, el desafío para desarrollar las virtudes
cristianas que nos constituyen como auténticos seres humanos reflejo de
Dios, es una vocación y un reto que no recibimos solo como individuos sino
como comunidades. Aristóteles veía a la persona virtuosa con un papel clave
dentro de la pólis, la ciudad, que era la unidad política básica de su época. La
virtud cristiana, a pesar de que genera grandes líderes, lo hace a fin de que el
cuerpo de Cristo funcione con la misma enseñanza, la virtud habitual. En
consecuencia, seguir ejemplos nos conduce, siguiendo el movimiento
alrededor del círculo, hasta el punto donde debemos reconocer que uno de los
principales lugares dónde y por medio del que cualquiera de nosotros aprende
los hábitos del corazón y la vida cristiana, es eso que relajadamente llamamos
la Iglesia.

Este no es el lugar para desarrollar una discusión sobre la naturaleza de la


Iglesia. Ese es un tema extenso y complejo para otra ocasión. Pero, cuando
aquí digo «Iglesia», quiero decir al menos tres cosas entrelazadas. Hago notar
esto con el fin, tanto de desmitificar el concepto de cara a los que les resulta
demasiado vago, como para ponerlo al alcance de las personas que lo han
encontrado alienante.

En primer lugar, me refiero a toda la compañía del pueblo de Dios, desde


Abraham en el pasado lejano, hasta la niña que bauticé hace unos días: una
gran multitud que nadie podría contar de toda nación y cultura bajo el sol.
Muchos de estos cristianos se han ido antes que nosotros, para descansar en
Jesucristo a la espera de la resurrección final. (Pueden ser la mayoría; pero
como hay más seres humanos vivos hoy que en la mayor parte del resto de la
historia y como la Iglesia se ha expandido enormemente en las últimas
décadas, es posible que este equilibrio haya cambiado). Los cristianos que
han muerto siguen siendo parte de la familia, miembros del pueblo de Cristo,
y nosotros aún podemos aprender de ellos y celebrar su compañía en los
momentos en que los cielos y la tierra se unen -como cuando rezamos,
leemos la Escritura, celebramos los sacramentos, así como cuando atendemos
las necesidades del mundo de Dios, especialmente las necesidades de los
pobres-. Igualmente importante: un gran número de familias cristianas vive
en lugares muy diferentes al nuestro, con costumbres locales y esperanzas
que nos resultan muy ajenas a nosotros, como les ocurre a ellos. El año
pasado, acogiendo a invitados de todo el mundo en la conferencia de
Lambeth, fui sorprendido, como lo fuimos todos, por lo diferentes que eran
entre sí las culturas representadas. Este amplio contexto de la Iglesia a lo
largo del tiempo y el espacio, es el escenario general en el que los cristianos
aprenden, individual o colectivamente, esos hábitos que constituyen la virtud
cristiana.

En segundo lugar, me refiero a la verdadera familia viva y a la comunidad de


la que formo parte. En mi tradición, esto se expresa en una unidad que
llamamos «diócesis», supervisada por un obispo. Esta unidad funciona como
una prolongación de la familia, con sus propias culturas y tradiciones locales
y su propio ordenamiento y estructuración de la vida en común. Esta unidad
se considera a sí misma no como un cuerpo independiente que no debe
lealtad a la unidad principal a la que acabamos de referimos, sino como una
instancia de ella, como si toda esa familia a través del tiempo y el espacio se
redujera a solo ese grupo. Dentro de este escenario relativamente local -las
diócesis difieren considerablemente en tamaño, incluso dentro de mi
denominación, pero el principio es el mismo- hay un enfoque más centrado
en el contexto dentro del que tenemos que aprender a ser sacerdocio real. Los
hábitos del corazón y la mente son aquí, más bien y obviamente, hábitos
corporativos: así es como hemos aprendido a actuar. Yo aprendo a confiar en
ti como tú aprendes a confiar en mí, y juntos aprendemos a actuar con
esperanza y amor en esta o aquella situación, construyendo comunidades en
las que la fe, la esperanza y el amor junto con los nueve frutos del Espíritu,
llegan a ser realidades no para pensar sobre ellas, tratarlas de vez en cuando,
y luego interrumpir su aplicación, sino realidades para pensar sobre ellas,
pero con el fin de practicarlas conjuntamente.

En tercer lugar, me refiero al pequeño grupo que puede ser, bien una iglesia
parroquial, un grupo doméstico de estudio de la Biblia, o también un grupo
que se reúne para planear la mejor estrategia en relación con asuntos sociales
locales, o lo que sea, en el que es posible planear y llevar a cabo el
aprendizaje y las realizaciones correspondientes. Aquí los hábitos son
formados por amigos cristianos, vecinos y compañeros trabajando juntos,
orando juntos, compartiendo la vida con el otro, sus frustraciones, y también
sus alegrías y emociones. Aquí esta Jane, estudiando tranquilamente un plan
para conocer a mujeres ex delincuentes cuando salen de la cárcel, para evitar
que vuelvan a los hábitos que les llevaron allí. Aquí está Jack, con una nueva
guía para el estudio de la Biblia que ha estado leyendo y que sabe que abrirá
los ojos del grupo a visiones de la verdad nunca antes imaginadas. Aquí está
Jeff, que ha estado hablando con la autoridad local de educación sobre cómo
iniciar un programa preescolar para los niños pequeños de las familias
monoparentales (de las que hay muchas en la zona) que no pueden hacer nada
cuando la mamá tiene que salir al trabajo. Aquí esta Lisa, que ha estado
escribiendo algo de música nueva, para ser utilizada en la misa del domingo
por la tarde, en la que suele dejarse caer un variopinto grupo de jóvenes. La
razón de introducir a estos cuatro -y a los miles de pequeños grupos como
ellos alrededor del mundo-, es que están aprendiendo los hábitos del corazón
y la vida en común. La cuestión de la virtud para ellos no es que ninguno de
ellos quiera convertirse en el tipo de líder llamativo que va a ganar premios, a
ser reconocido en la calle y a aparecer en las tertulias de televisión. Tampoco
se trata de que todos ellos sean iguales. No lo son; son personajes muy
diferentes, con diferentes dones, vocaciones, temperamentos y entorno social
y cultural. Están juntos contribuyendo a formar una comunidad que está
practicando el arte de ser un sacerdocio real. Un culto y trabajo de
compañerismo para quienes están aprendiendo la fe, la esperanza y el amor
que se ejercen en el servicio del reino de Dios. Y parte de la cuestión es esta.
Con el fin de trabajar juntos, estos cuatro -y otros en su comunidad local-
tienen que desarrollar los frutes del Espíritu. Si no tienen amor, gozo, paz,
amabilidad, bondad, paciencia, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí
mismos, no llegarán muy lejos. Su compañerismo se fragmentará. Cada uno
se apagará y ellos y ellas se dedicarán a sus propias cosas, murmurando sobre
la falta de visión del resto de la Iglesia. Esto es lo que quiero decir cuando
digo que la Iglesia, la comunidad del pueblo de Dios, es el foro en el que la
virtud se aprende y se practica.

Por supuesto, como es obvio para cualquiera que haya formado parte de la
comunidad de la Iglesia durante más de uno o dos días, puesto que todos
sabemos que el fruto del Espíritu es importante, todos nosotros aprendemos a
fingir. («La sinceridad es lo que importa -dice Bob Hope-. Una vez que la
puedes fingir, lo tienes hecho»), Una cultura general del «buenismo» (aunque
con notable falta de autocontrol, por lo menos detrás del escenario), puede
atascar las ruedas y conseguir la forma de abordar los temas difíciles que
deben ser trabajados. Hay muchas maneras de evitar esos problemas, de
mantener las apariencias en vez de cultivar la sustancia, pero todas se reducen
a no hacer el esfuerzo para desarrollar la musculatura individual y
comunitaria de la fe, esperanza y amor. Y el resultado será ni verdadero
sacerdocio ni verdaderamente real. «Fingir» no es lo mismo que «revestirse
de ello» (cargar con ello), que, como hemos visto, es la primera etapa del
hábito de la virtud. Fingir es una manera de no trabajar en ello. Y trabajar en
ello es lo que cuenta.

Pero, afortunadamente existen también comunidades donde estas cosas se


trabajan y se sacan adelante. Existen, en particular, comunidades donde el
sacerdocio real es más evidente. Venid conmigo a una de ellas un miércoles
de un lluvioso día. Ocho o diez personas acuden a las puertas de la iglesia,
después de la celebración de la eucaristía de la mañana. Proceden de una calle
donde la mitad de las tiendas han sido clausuradas. El desempleo ha
aumentado de nuevo, la gente está gastando menos dinero y los comerciantes
no pudieron pagar el alquiler por más tiempo. Como resultado, el banco local
se ha visto obligado a cerrar también. Pero el banco está ahora «bajo una
nueva administración», que consiste, más o menos, en las ocho o diez
personas que salen de la iglesia y abren sus paraguas. Ellos van por la calle,
abren el viejo banco y empiezan a preparar otro día de trabajo. Estas gentes
atareadas y sus compañeros feligreses, muchos con jornada completa de
trabajo, también ofrecen un grupo para madres con niños pequeños, un
servicio de asesoramiento de deuda, destinado a ayudar a las personas cuyas
finanzas están tan mal que hasta les avergüenza ir a la oficina de correos; un
centro de día para ancianos, donde en vez de quedarse solos y encerrados en
sí mismos en su pequeño apartamento, pueden reunirse, aprender
manualidades, jugar partidas y disfrutar de su mutua compañía, y también de
un completo centro de alfabetización que incluye una sala con computadoras.
La razón de contar todo esto es bastante simple. En este mundo no habría
pasado nada si no hubiera sido por una gente que, entrenada ya en los hábitos
del pensamiento cristiano, al ver cómo su pequeña calle principal se iba
convirtiendo en un desierto, sabía lo que tenía que hacer y además disponía
de la suficiente habilidad y práctica de las virtudes para conseguirlo. Y lo que
es más, este proyecto -un gran ejemplo de virtud comunitaria, virtud cristiana
que no llama la atención sobre sí misma, sino que se pone directamente a la
tarea- ha sido a su vez un ejemplo para otros, una señal de lo que se puede
hacer, un estímulo para que otros cristianos piensen, recen y practiquen la
vida del reino de Dios, viviendo como sacerdocio real.

O venid conmigo a una vieja escuela que fue transformada por gente de otra
Iglesia en un centro para afectados de diversas enfermedades mentales y
físicas. En ese edificio ocurrieron muchas cosas, pero hay una que yo
particularmente encuentro especialmente conmovedora: su tienda de
reparación de muebles. La gente trae al centro sillas rotas, mesas dañadas,
armarios con las puertas que se caen, y muchos otros artículos parecidos.
Bajo la discreta guía de uno o dos expertos, los trabajadores -personas que
están rotas, dañadas e impedidas en alguna parte del cuerpo y/ o de la mente,
que no les funcionan correctamente- reparan los muebles y los devuelven
reparados y completos. Por supuesto, proyectos como estos son creación de
alguien y por lo general, una o dos personas han brindado un excelente
liderazgo. Pero la cuestión es que los hábitos del corazón y la mente que han
sido generados y sostenidos dentro de la vida de la Iglesia, han impulsado a la
gente a aprovechar la oportunidad de hacer algo que tiene la huella del
Evangelio de Jesucristo por todas partes.

Otros han descrito con elocuencia la forma en que todas las comunidades
pueden ejemplificar la virtud cristiana, y confío que este aspecto haya sido
suficientemente destacado. La fe, la esperanza, el amor, y los nueve frutos
son realidades que exigen ser practicadas, aprendidas y convertirse en
habituales. Incluso si alguien está llamado a ser un ermitaño en una isla
desierta -de hecho, especialmente si está llamado a ser un ermitaño en una
isla desierta- necesita formar parte de una comunidad más amplia con la que
rezas y para la que rezas, y a favor de la cual, con toda probabilidad, asumes
ciertas responsabilidades personales. El cuerpo único es el lugar donde y el
medio por el cual sigue adelante la labor del sacerdocio real.

Me vienen a la mente ejemplos específicos de expresión comunitaria de las


tres virtudes principales. Pienso en una iglesia a la que el desafío de su
ministro los llevó a una seria aventura de fe, con su decisión de salir en tropel
para recaudar fondos para un sistema nuevo de calefacción realmente muy
necesario. Se mantuvieron de una u otra manera en ello, apoyándose y
estimulándose unos a otros a creer y orar, y tuvo éxito. Pienso en una iglesia
que se negó a renunciar a la esperanza, cuando la hija adolescente del
ministro desapareció mientras estaba de vacaciones en el extranjero. La
esperanza los mantuvo unidos entre sí, incluidos el ministro y su familia,
hasta que al fin se encontró a la hija a salvo. Pienso en una iglesia, no muy
lejos de mi casa, donde, en una pequeña comunidad hay un muchacho con
graves problemas mentales y dificultades físicas bastante serias. La
comunidad le ha rodeado de amor, lo ha incorporado a su vida y ahora les
faltaría algo sin él. Y así podríamos seguir. ¿Son ejemplos triviales? No.
Pensemos en las parábolas de Jesús: parte de la cuestión del reino de Dios es
que planta pequeñas semillas donde quiera que pueda, y confía en que Dios
las permita crecer del modo que desee hacerlo. Así es como se produce la
virtud: las comunidades decidiendo juntas, como dice en Heb: «Incitaros
unos a otros al amor y a las buenas obras» (10,24), y luego trabajad en ello
para que lo que podía empezar pareciendo imposible (o al menos muy poco
natural), se convierta, con notable rapidez, en una segunda naturaleza.

Comunidades como esta son las que forman el siguiente paso en el camino
alrededor del círculo virtuoso. Pero hay un último escalón, el que nos llevará
a donde empezamos.

Todas las prácticas de la comunidad son importantes. El hecho de llamarlas


con ese nombre, nos da un indicio: estas son las cosas a través de las cuales la
comunidad practica los hábitos de la mente y el corazón, que a su vez
desarrollan esas virtudes comunitarias de las que hemos hablado.

El centro de la práctica de la fe cristiana, como he dicho todo el tiempo, es


compartir el culto. Asumo que todo cristiano serio rinde culto y reza en
privado, cada día; con seguridad es dudoso que se dé cualquier crecimiento
en la virtud por pequeño que sea, o cualquier cosa parecida sin hacer esto.
Pero también asumo que los cristianos serios celebrarán el culto y rezarán
juntos, aprendiendo, como comunidades, a hacerlo sabia y eficazmente. Igual
que la disposición mejor del que abre la Biblia es decir: «Señor, aquí estoy;
habla que tu siervo te está escuchando» (lo que en sí mismo es el comienzo
del hábito del corazón de estar abierto a Dios), la mejor disposición de los
que se reúnen para el culto, una semana detrás de otra, es decir: «Nosotros,
juntos, esperamos e intentamos ser parte del sacerdocio real de Dios, y
estamos aquí para apropiamos la sabiduría y la fuerza del mismo Jesús». En
consecuencia, antes de cantar himnos o de pronunciar cualquier palabra, se
está formando el hábito del corazón: una comunidad que, junta, intenta
trabajar en la fe, la esperanza y el amor.

Por supuesto, sé demasiado bien que algunas comunidades son todo hábito y
nada virtud. Ese es el punto al que volvemos con el viejo dilema: ¿qué es
preferible: la espontaneidad poco profunda, porque es mejor que la falsa
práctica de la virtud, o el aburrido hábito, porque por lo menos se posee una
liturgia, cuyas raíces son profundas? Respuesta: naturalmente, ninguna de las
dos cosas. Pero los que vivimos en un país donde ir a la iglesia era la
costumbre de la mayoría y ahora es hobby de unos pocos, no debemos
despreciar tales hábitos porque aún permanecen.

Las prácticas del culto se han centrado durante doscientos años en la comida
que Jesús nos dio. Esa comida era parte de un hábito colectivo con más de
mil años de antigüedad: el hábito de mantener la fiesta de la pascua (judía)
para celebrar el éxodo de Egipto. Ese hábito preparó los corazones y las
mentes de generaciones y generaciones de judíos y todavía los prepara para
pensar instintivamente que son el pueblo de Dios liberado en continuidad con
sus lejanos antepasados y en continuidad también con las generaciones
venideras. Jesús adoptó esa comida y la transformó para que hablara de su
propia muerte y resurrección, llevando a su clímax esa larga historia de una
comunidad libre, y formando a sus seguidores en el mismo camino. La
eucaristía es más que esto, pero no menos.

Generaciones de protestantes de diversas denominaciones, muy preocupados


por la hipocresía de la virtud y por los peligros del ritualismo y el
formalismo, no se han enterado de lo que realmente está en juego aquí. Es
cierto que el ritualismo y el formalismo se pueden convertir en un fin en sí
mismos. Esta es una de las razones por las que la fe cristiana ha incluido
siempre no solo la lectura de la Escritura sino también la predicación de la
palabra, de modo que la palabra, que explica tanto la Escritura como el
sacramento, pueda ser viva y capaz de provocar a la comunidad para que esta
la lleve a la práctica, haciéndole caer en la cuenta también de las
implicaciones que tiene de cara a su misión en el mundo.

Por supuesto que los detalles de la práctica eucarística varían de un lugar a


otro y de una Iglesia a otra, pero las acciones centrales de tomar y partir el
pan, de verter el vino, de incorporar previamente alguna narración referente a
Jesús (a menudo, una lectura del Evangelio), junto con la oración y la
confesión del pecado, hablan con fuerza por su propia forma de una
formación lenta y constante tanto de los individuos presentes como de la
comunidad. Nos estamos convirtiendo, a menos que nos resistamos, en
personas que están viviendo una historia de libertad: la historia de Dios con
Israel y con el mundo, la historia de Dios, sobre todo, con y en Jesús. Nos
estamos convirtiendo, a menos que nuestros corazones sean duros (y cuanto
más se llega a la eucaristía sin dejar que produzca ningún efecto en uno, más
duro deberá ser el corazón), en personas que experimentan en sus huesos,
mediante una creciente segunda naturaleza cada vez más clara, que somos
perdonados igual que también nosotros perdonamos. (En Iglesias que
«comparten el signo de la paz», eso es lo que se supone que significa ese
gesto realizado antes de compartir la mesa del Señor). Nos estamos volviendo
conscientemente (para terminar siéndolo inconscientemente) personas que
colectiva e individualmente encuentra nuevas energías, como se encuentra
nueva energía para el cuerpo en los alimentos y bebidas, al alimentarse con el
mismo Jesús y con su muerte y resurrección. Dentro de y a través de todo
esto, nos estamos convirtiendo en personas que unen las alabanzas y las
necesidades del mundo, y las presentan ante el Dios que conocemos en Jesús.
En este lugar y por todo esto estamos formando un pueblo, que encontrará -y
después podrá discernir de una manera nueva y con frecuencia sorprendente-
las tareas que puede realizar en las comunidades que lo integran. Serán las
tareas que pongan en práctica la dimensión regia de nuestra vocación
principal, igual que el culto pone en práctica la dimensión sacerdotal.

Las comunidades de culto sanas pueden no darse cuenta de que les está
sucediendo todo esto. Ellas simplemente saben que la Iglesia está donde
necesitan que esté, que la oración, la Escritura y la eucaristía hacen lo que
necesitan que hagan, y que no conocerían su verdadera identidad sin todas
esas cosas. Eso, una vez más, es totalmente característico de la virtud
cristiana. El cristiano no dice al salir de la iglesia: «¡Oh!, ¡qué persona tan
espléndida soy! Me siento como si hubiera crecido dos metros. Puedo
dominar el mundo». Los cristianos con hábitos integrados están
probablemente demasiado ocupados comprobando que los niños estén bien
en la guardería, que el anciano en silla de ruedas tenga un buen camino de
vuelta a casa y que sus nombres están en la lista de espera para visitar el
hospicio el próximo jueves. Con estas actividades tan poco dramáticas y
aparentemente monótonas (los que aman los grandes proyectos y los
hermosos diseños pueden hacer muecas, pero deben pensar en lo que sería la
vida si varios millones de cristianos dejaran de repente de hacer ese tipo de
cosas), la Iglesia de Jesucristo se está convirtiendo en ese auténtico
sacerdocio real, practicando las virtudes humildes que anticipan de verdad el
nuevo mundo de Dios.

Junto a la eucaristía va, por supuesto, el bautismo. Una vez más, muchos
cristianos no serían capaces de explicar fácilmente lo que sucede en el
bautismo o por qué lo celebran. Eso no significa necesariamente que la
práctica se haya convertido en un simple ritual formal (aunque eso también
sucede). Puede perfectamente significar que, al igual que la virtud misma, se
ha convertido en una segunda naturaleza. Así es como nos unimos a la
familia: sumergiéndonos en el agua y volviendo a salir otra vez. Muriendo y
resucitan do con Jesús el Mesías. Tengo la sensación de que, al menos en las
Iglesias que mejor conozco, el bautismo puede, de hecho, necesitar más
explicación y más trabajo para ver cómo su significado se puede convertir en
una realidad de vida para la comunidad ·habitual, y también para aquellos
más marginales que quieren que sus bebés sean bautizados pero que están
lejos de tener claro por qué. Sin embargo, la práctica regular del bautismo
dice algo a la comunidad, algo que esta debería ir profundizando más y más
hasta convertirse en segunda naturaleza.

Entonces, ¿qué les dice a ellos todo esto? En primer lugar, nadie es arrastrado
sin más al reino de Dios. Tarde o temprano tiene que haber un morir y un
resucitar. La vida cristiana, incluida la virtud, no es simplemente una cuestión
de descubrir lo que me apetece hacer y ver cómo lo hago. No: «Has muerto y
tu vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3). El bautismo hace que
quede muy claro que toda la vida cristiana es una cuestión de estar alineado
con la cruz, de compartir la cruz, de tomar la cruz y seguir a Jesús. Es
necesario subrayar hoy esto, a la vista de la extraordinaria idea que se ha
deslizado en algunas Iglesias de que el bautismo significa simplemente la
aceptación de todo el mundo tal y como es por parte de Dios, sin necesidad
de arrepentimiento o de morir a uno mismo elevándose a Dios en Cristo.

En segundo lugar, el bautismo es el mismo para todo el mundo, marcando


decisivamente a la Iglesia como un solo cuerpo. No tenemos un rito diferente
para adultos y niños, o para hombres y mujeres, para ricos y pobres, o para la
gente de diferentes naciones, razas y culturas. Sí, hay diferentes modos de
bautismo, por ejemplo, algunas personas no piensan que es un bautismo real
a menos que la persona se moje de pies a cabeza, mientras que muchos de
nosotros pensamos que es suficiente con que se derrame un poco de agua
sobre la cabeza (igual que la eucaristía es una comida real, aunque solo se
tome un poco de pan y un sorbo de vino). Pero el asunto es que el bautismo,
al ser el mismo para todos, nos recuerda a un nivel profundo, informando a la
mente y el corazón de los cristianos, que todos somos hermanos en Cristo. No
hay en ese sentido cristianos especiales. La ordenación, para los llamados a
ella, no es más que una subrama del bautismo, poniendo a determinadas
personas a un lado (como en Ef 4), de modo que, a través de su ministerio,
todo el cuerpo bautizado de Cristo pueda seguir funcionando como tal y
pueda crecer unido hacia la madurez. Cada cristiano tiene una vocación
diferente. Sin embargo, todos los llamados son marcados con la misma agua,
con la misma cruz.

He hablado ya de la oración en relación con la eucaristía, pero por supuesto la


oración sigue siendo fundamental en toda la práctica cristiana, tanto en
público como en privado. La oración sigue siendo un misterio, no sería
oración si no lo fuera; pero sigue siendo un misterio cuya forma podemos
discernir, un misterio al que nosotros damos forma por la unión del cielo y la
tierra en Jesucristo, y con nuestra participación en esa unión a través del
Espíritu. Pero una vez más la práctica misma de la oración, antes incluso de
que empecemos a pensar en el contenido, dice de sí misma: somos personas
que viven en la conexión entre el mundo de Dios y la vida en este mundo,
formamos parte de esa incómoda tierra fronteriza. Estamos llamados a
permanecer en ese puesto, aunque no tengamos ni idea de lo que en realidad
esté pasando. Y, de nuevo, esto constituye obviamente un .entrenamiento en
la humildad, la paciencia, la fe y la esperanza y, si somos persistentes, tal vez
incluso en el amor. Pero esto significa que llegamos a la oración sabiendo
que vamos a reforzar los hábitos del corazón que nos hacen ser, como una
segunda naturaleza, lo que somos. Y nos levantamos de la oración con el
corazón formado, con un poco más de seguridad en su asentada segunda
naturaleza, confianza y obediencia.

El hábito de dar dinero es una práctica más, que forma el corazón y la vida
del pueblo de Dios. Una vez más, esto puede convertirse en un ritual hueco o
puede, peor aún, transformarse en una costumbre asentada en las mentes de
gente que piensa: «La Iglesia siempre nos está pidiendo dinero» o «Dios me
debe un favor, porque le he firmado un cheque». No dejemos que las parodias
nos desanimen. El hábito de dar, de dar con generosidad, no es una opción
adicional para los cristianos interesados. Se trata de algo absolutamente
obligatorio para todos, porque toda nuestra vocación es reflejar a Dios
creador, y lo principal que sabemos acerca de este Dios verdadero es que su
propia naturaleza es la autoentrega, el amor generoso. La razón por la cual
«Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9,7), es que esa es la naturaleza del
mismo Dios. Alguien así es una persona que va tras el propio corazón de
Dios. Convertir en una práctica regular, formal y pública la entrega del dinero
está pensado para generar el hábito del corazón que forma una parte
fundamental de lo que Pablo quería decir con la palabra agápe («amor»).
Y, por supuesto, una de las cosas fundamentales que la comunidad debe
hacer, a todos los niveles, es leer la Escritura en comunidad. Esto viene a
decir con toda claridad:

-No somos una colección aleatoria de personas que hacen cosas extrañas,
porque es lo que nuestras familias y amigos han hecho siempre, a pesar de
que todos hemos olvidado por qué. Somos miembros del cuerpo de Cristo,
asumiendo nuestro lugar en la historia de Jesucristo, y en los propósitos en
curso, del Dios a quien él llamaba Padre, sintiéndonos llamados a aprender el
arte de la humanidad genuina mediante su adoración, y trabajando por su
reino en el mundo.

Al igual que los actores que comprueban con el libreto las escenas antes de
salir al escenario, o como los músicos repasan la partitura antes de entrar a
ocupar su lugar en la orquesta, nosotros recordamos los fragmentos clave de
la historia, no solo para aprender algo nuevo acerca de ellos (aunque bien
podríamos hacerlo), sino porque nos recuerdan la historia en su conjunto y
dónde· encajamos en ella. Entonces seremos capaces de salir de la iglesia y
discernir -con la segunda naturaleza- lo que es necesario hacer en la calle, en
el consejo local de la ciudad o en la economía global en su conjunto.

La Escritura tiene una función particular en relación con los otros cuatro
elementos del círculo. Sin ella, y no menos sin la normal predicación basada
en esa Escritura, las historias pueden salir volando en diferentes direcciones.
Los ejemplos pueden estar mal construidos, las comunidades pueden tener
vida propia y las prácticas se pueden convertir, como hemos señalado, en
ritos vacíos, carentes sentido.

Con la Escritura todo eso cambia. Dios labora, mediante el Espíritu Santo, a
través de la lectura, la enseñanza y la predicación de la Escritura, para crear
nuevos espacios de ideas, para recordamos las facetas de la historia que
estaban en peligro de ser olvidadas, para corregir desequilibrios y, sobre todo,
para agitar nuestros corazones y mentes con nuevas visiones del amor de
Dios. Después de todo, es el amor lo que crea todas las demás virtudes: el
amor de Dios, para el que todo el esfuerzo moral no es más que una palabra
de respuesta agradecida, una alabanza y un amor correspondido. Y la
Escritura no sería nada si no fuera la historia del amor de Dios. El amor de
Dios en la creación, en Israel, en Jesús, en el Espíritu, en la nueva creación.
Cuantos más seamos en la historia, en el ejemplo, en la comunidad y en las
prácticas, mejor entenderemos la Escritura, y viceversa. Y cuanto más los
unamos a todos, más fuerte se formará una comunidad a nivel local y
mundial, y a través del tiempo, en cuya vida los hábitos de Jesús de fe,
esperanza y amor se habrán convertido en una segunda naturaleza.

Esto cierra el círculo, no para hacer de esto un grupo sagrado encantador,


donde todo no hace sino reforzarse a sí mismo y nada puede romper el
cascarón ni hacia dentro ni hacia fuera; pero queda claro que donde quiera
que empieces el desarrollo de los hábitos del corazón cristiano, es vital
recorrer el círculo una y otra vez, hasta que se convierta en un hábito del
corazón, algo natural. Solo entonces, cuando de repente te enfrentes a una
situación de emergencia que exija un acto creativo de reconciliación, de
curación y esperanza, estarás preparado para realizarlo. Solo entonces,
cuando llega una campaña electoral, se puede elegir entre la justicia para los
injustamente tratados por el gobierno y la preocupación por nuestra
popularidad gracias a un hacer la vista gorda; tendremos todos nuestros
instintos atentos no a lo que afirman los periódicos, sino a lo que dice el
Evangelio. Solo entonces, cuando uno de los miembros se enfrente a una
tragedia personal, el resto de la comunidad sabrá, a través de la segunda
naturaleza, qué hacer y qué decir. Solo entonces sabremos en nuestra propia
piel lo que debemos hacer «después y además de creer». Solo entonces,
cuando alguien diga: «háblame de Jesús», sabré realmente qué decir. Y solo
entonces, lo que digamos tendrá el sentido que debería tener.
EPÍLOGO
Para leer más
Mientras investigaba para escribir este libro, he sido sensible a tres corrientes
de pensamiento con las que he estado en constante e implícito diálogo. Me
hubiera gustado tener más espacio para desarrollar mis teorías sobre ellas,
pero eso tendrá que esperar a otra ocasión. Lo que sigue no es en absoluto
una bibliografía exhaustiva sobre estos temas, sino simplemente una
indicación de dónde he encontrado estímulos concretos (a veces por
desacuerdo) y ayuda. Muchos de estos libros tienen a su vez, buenas
bibliografías que ayudan al lector a encontrar estos temas.

Actualmente hay excelentes libros sobre la ética del Nuevo Testamento, pero
en lo que a mí respecta, no suelen acercarse al tema con la virtud en mente, o
no lo han desarrollado como yo lo he hecho. Eso no significa que no haya
aprendido de ellos, al contrario. El reciente libro de Richard Burridge
Imitating Jesus: An inclusive approach to New Testament ethics (Grand
Rapids, MI, 2007) es el estudio más importante y hace referencia a todos sus
predecesores significativos. Pese a sus amables palabras hacia mi persona en
el prólogo, estoy en completo desacuerdo tanto en sus argumentos como en
sus conclusiones, pero estoy agradecido por su prolífica e importante obra y
por su amistad.

Tanto la colección de materiales en Moral Exhortation: A Greco-Roman


Sourcebook (Philadelphia, Westminster, 1986), de Abraham J. Malherbe, y
los dos títulos de Wayne Meek, The Moral World of the First Christians
(Philadelphia, Westminster London SPCK 1986) y The Origins of Christian
Morality: The First Two Centuries (New Haven, CT, Yale University Press,
1993) son estudios básicos e importantes sobre el discurso moral del que
emergieron los primeros cristianos. Malherbe sugiere que los primeros
cristianos dejaron la virtud a un lado, mientras que según mi punto de vista,
este marco teológico recontexualizó y transformó, que no abandonó, ese
tema.

Un importante estudio del contexto judío de la ética paulina es el de Markus


Bockmuehl Jewish Law in Gentiel Churches: Halakah and the beginning of
Christian Public Ethics (Edinburgh, T&T Clark, 2000).

Por encima de otras obras sobre la ética en el Nuevo Testamento, está la obra
maestra de Richard B. Hays The Moral Vision of the New Testament: A
Contemporary Iniroduction to New Testament Ethics (San Francisco, Harper
San Francisco, 1996), aunque como en las anteriores, no hay mucho sobre la
virtud. La habitación donde he escrito gran parte de mi libro, tiene una foto
enmarcada de Richard y yo mismo, tomada durante unas vacaciones en el
norte de Inglaterra. Y o estoy mirando a la cámara mientras que Richard, con
prismáticos, está escudriñando el horizonte. Esta imagen resume
razonablemente bien la diferencia entre nuestros dos libros.

Me complace que la lectura original que me inició en la presente línea de


pensamiento se haya convertido en un artículo, «Faith, Virtue, Justification,
and the Journey to Freedom», publicado en el Libro Conmemorativo de
Richard The Word Leaps the Gap: Essays on Scripture and Theology in
Honor of Richard B. Hays J.Ross Wagner, C. Kavin Rowe, and A. Katherine
Grieb (Grand Rapids, MI Eerdmans, 2008), 472-497.

Otros dos títulos recientes de teología bíblica, que no están directamente


relacionados con la ética o la virtud pero que han sido importantes para el
desarrollo de mis ideas, son The Liberating Image: The lmago Dei in Genesis
I, de Richard Middleton (Grand Rapids MI, Brazos Press, 2005) y The
Temple and the Church' s Mission: A Biblical Theology of the Dwelling Place
of God (Downers Grove, IL, lnter Varsity Press, 2004).

Como consecuencia de que la mayoría de los escritores sobre ética en el NT


no prestan mucha atención a la virtud, los actuales escritores sobre virtud no
prestan demasiada atención al NT, y esto provoca un vacío aparente, que
sugiero que debería llenarse. Tres honrosas excepciones a esta situación que
no son, a mi parecer, muy conocidas, son The Christian Case for Virtue
Ethics, de Joseph J. Kotva (Washington DC, Georgetown University Press,
1996), Jesus and Virtue Ethics: Building Bridges between New Testament
Studies and Moral Theology, de Joseph J. Kotva y James F. Keenan
(Lanham, MD, Sheed & Ward -Rowman and Littlefield-, 2002) y Spiritual
Fitness: Christian Character in a Consumer Culture, de Graham Tomlin
(London & New York, Continuum, 2006). Este último me llegó como un
regalo del autor, ya finalizando este libro y comprobé con agrado que
coincidíamos considerablemente. Tomlin da una imagen más equilibrada y
redonda que yo sobre la postura de Martín Lutero sobre la virtud.

También me enviaron la obra magistral de Jennifer A. Herdt, Putting on


virtue: The Legacy of the Splendid Vices (Chicago, University of Chicago
Press, 2008). Anterior a este, y como la mayoría de los que han pensado en
estos temas, me siento en deuda con Alasdair Maclntyre, por su After Virtue:
A Study in Moral Theory (Notre Dame, IN, University of Notre Dame Press,
25
1984) , y, paralelamente, también con Stanley Hauerwas con sus dos obras
Christians Among the Virtues: Theological Conversations with Ancient and
modern Ethics (con Charles Pinches, Notre Dame, IN, University of Notre
Dame Press, 1997) y A Community of Character (Notre Dame, IN,
UNDPress, 1991).

He disfrutado particularmente con las lecturas de estos dos títulos de Samuel


Wells: Improvisation: The Drama of Christian Ethics, (Grand Rapids, MI,
Brazos Press, 2004) y God's Companions: Reimagining Christian Ethics
(Oxford, Blackwell, 2006).

Trabajando en este libro, llegó a mis manos un libro de texto muy reseñable,
que explora la ética cristiana en términos de virtud y utiliza el NT más de lo
que lo hacen todos los anteriores que he mencionado. No siempre estoy de
acuerdo con David D. Cunningham en su Christian Ethics: The End of the
Law (London, Routledge, 2008), pero su libro, aunque mucho más lleno que
el mío, corre por un sendero paralelo.

Oliver O'Donovan ha influido significativamente en mis reflexiones sobre la


ética cristiana, así como en mi propia vida y pensamiento. Su Resurrection
and Moral Order: An Outline far Evangelical Ethics (Leicester, UK,
Intervarsity Press Grand Rapids, MI, Eerdmans, 1986) estableció un nuevo
estándar para muchos de nosotros. Le agradezco sus certeros y claros
comentarios sobre el borrador de este libro, que hicieron que no cayera en
algunos errores por los que vagaba. Su sucesor en la cátedra en Oxford,
Profesor Nigel Biggar, también aportó su colaboración con comentarios sobre
el borrador. Los errores, incertezas y con-
fusiones que se mantienen, son, por supuesto, de mi propia cosecha.
La tercera corriente de pensamiento con la que he mantenido un diálogo
implícito es el enorme y poliédrico mundo del pensamiento ético no-cristiano
(y no-judío). Mucho de él se limita, como la filosofía occidental en general, a
unas «notas a pie de página a Platón y Aristóteles», particularmente en este
caso, a la gran obra de Aristóteles Ética Nicomaquea, uno de los textos
básicos sobre los que yo tuve mi bautismo de fuego en Oxford hace cuarenta
años. Para la mayoría de los lectores, la edición más accesible bien puede ser
la de la Biblioteca Clásica Loeb, ed. H. Rackham (Cambridge MA, Harvard
University Press, 1934), o el clásico de Penguin, tr J .A.K. Thomson
26
(Harmondsworth, UK Penguin, 1953) .

Hay tres autores a los que encuentro estimulantes, aunque estoy en total
desacuerdo en varios puntos ( como la existencia de Dios) que son Simon
Blackburn (Being good: a Short introduction to Ethics. Oxford, Oxford
27
University Press, 2001) 27, A.C. Grayling (Lije, Sex and Ideas: The good
lije without God. Oxford, Oxford University Press, 2003) y el excelente
trabajo que se ha convertido en un best-seller en su país natal, Francia: A
short Treatise on the Great Virtues: the Uses of Philosophy in everyday life.
Sospecho, realmente, que en este último, el lector medio entenderá «virtud»
en términos de «valor» más que en el sentido aristotélico del término, pero
este es uno de los miles de asuntos que dejo para otra ocasión.

Tres libros que me han ayudado a pensar un poco sobre la neurociencia y su


importancia para la vida moral y espiritual son Brain rules: 12 Principies for
surviving and Thriving at Work, Home and School, de John Medina (Seattle,
Pear Press, 2008); Neuroscience, Psychology and Religios: Illusions,
Delusions and Realities about Human Nature, de Malcolm Jeeves y Warren
S. Brown (West Conshohocken, PA Templeton Fountation Press, 2009); y
Body, Soul and Human Life: The Nature of Humanity in the Bible, de Joel B.
Green (Grand Rapids, MI, Baker, 2008).

No me he referido a mis trabajos previos, pero por supuesto, todo cuanto he


escrito aquí se asienta en la base de esfuerzos anteriores. Podemos listar los
siguientes:

2009 Justification: God's Plan and Paul's Vision. Londres, SPCK,


Downers Grove, IL, InterVasity Press.
2007 Surprised by Hope. Londres, SPCK.
The Cross and the Colliery. Londres. SCPK.
2006 Judas and the Gospel of Jesus. Londres, SCPK.
Simply Christian. Londres, SPCK.
2005 Paul: Fresh Perspectives. Londres. SCPK.
Scripture and the Authority of God. Londres, SPCK.
2003 The Resurrection of the Son of God. Volumen 3 de Christian Origins
and the Question of God. Londres, SPCK.
1999 The Challenge of Jesus. Londres, SPCK.
The Myth of the Millenium. Londres, SPCK
1997 What St Paul Really Said. Oxford, Lion.
1996 Jesus and the Victory of God. Volumen 2 de Christian Origins and
the Question of God. Londres, SPCK.
1992 The New Testament and the People of God. Volume 1 de Christian
Origins and the Question of God.
Notes
[←1]
Las citas bíblicas están tomadas habitualmente de La Biblia didáctica, (Madrid, PPC-
SM, 2005) salvo en alguna ocasión en que, por coherencia con el contexto, se ha
mantenido la traducción del original inglés (N. E.).
[←2]
Sobre todo esto ver Surprised by Hope.
[←3]
Por cierto, esta es una de las razones que existen para considerar un mal hábito
pasarse las horas mirando la televisión. Los programas están cuidadosamente
diseñados para resultar tentadores pero sin ninguna exigencia. Generalmente ofrecen
entrenamiento para evitar el trabajo duro y seguir la corriente. Todo lo cual resulta
aceptable como relajación, pero no si se quiere aprender los hábitos mentales
necesarios para una existencia plenamente humana.
[←4]
Cardo significa en latín «gozne». (En la Iglesia católica romana, los cardenales son
los «hombres gozne», es decir, aquellos sobre cuyo ministerio gira el resto. Los
pájaros llamados «cardenales» no tienen nada que ver con los goznes, sin embargo;
son llamados así simplemente por su color, que recuerda la sotana color púrpura de
los hombres-gozne que son los cardenales. Lo mismo puede decirse con verdad a
propósito de los equipos deportivos llamados «Los cardenales»: fútbol en Arizona,
beisbol en San Luis).
[←5]
John Medina, Brain Rules. Seattle, Pear Press, 2008, pp. 58.61-62.
[←6]
References TK.
[←7]
C. S. Lewis, Surprised by Joy: The Shape of My Early Life. Londres, Fontana, 1959,
p. 115.
[←8]
S. Blackburn, Oxford dictionary of Philosophy. Oxford-Nueva York, Oxford
University Press, 2rev-2008, p. 319.
[←9]
W. Shakespeare, Hamlet, acto I, escena 111. Madrid, Cátedra, 2008.
[←10]
Ch. C. Brown, Niebhur and His Age: Reinhold Niebhur' s Prophetic Role and
Legacy. Harrisburg, Trinity Press Intemational, 2002, pp. VIII-IX.
[←11]
Para este tema en su conjunto, ver: Éx 24,16; 29,42-43; 40,34; Nm 14,21; 1 Re 8,10-
11,27; 2 Cr 2, 6; 5,13-14; 6,18; 7, 1; Sal 72,19; Is 6,3; 11,9; 35,1-2; 40,5; 58,8; 60,1-
2; 66,1-2; Jr 23,24; Ez 10,4; Hab 2,14. Y sobre la expectación del periodo del
segundo templo: 2 Mac 2,8; 3 Mac 2,15-16; Sab 1,7. Y en el Nuevo Testamento: Hch
7,47-50.
[←12]
También la misma palabra se encuentra en un contexto similar en Sant 3,2.
[←13]
Nótese ya, «por cierto», que a los discípulos no se les ofrecen retos morales para
someterlos a examen, como si el objetivo de todo ello fuera saber si su conducta
estaba ajustándose a la moral y a la ética. Eso vendrá después, y las primeras señales
no son especialmente alentadoras, ya que están peleándose entre ellos. Más bien, se
les ofrecen cosas que pueden hacer, a través de las cuales podrá proseguir la nueva
tarea de Dios. El lenguaje de la vida es el lenguaje en el que Dios habla al mundo a
través de los seres humanos.
[←14]
Bernardo de Clara Val, «Jesus the very thought of thee», tr. E. Caswall, en Hymns
Ancient and Modern (New Standard). Norwich, Hymns A&M Ltd., 1990, n.120.
[←15]
S. Blackburn, Oxford dictionary of philosophy, p. 381.
[←16]
En el original inglés, puttíng on. El autor está utilizando este verbo con la preposición
correspondiente para referirse a lo que el texto paulino traducido al castellano sería
«revestirse de», con el significado de «practicar», «realizar», «hacer», etc.
Evidentemente, las expresiones del inglés no resultan trasladables sin más al
castellano, sobre todo cuando el autor las utiliza metafóricamente, aplicándolas a
situaciones concretas de la vida. Téngase esto en cuenta, para poder interpretar
correctamente toda esta parte del capítulo (N. del T).
[←17]
Una línea de pensamiento algo similar, pero que introduciría complicaciones que van
más allá de nuestro actual propósito, se encuentra en Rm 2,12-16.
[←18]
De paso, pienso que esto ayuda a explicar por qué Pablo no utiliza la palabra pagana
habitual para referirse a la virtud, areté, en este punto, él está tratando de eclipsar
toda la tradición pagana. Adicionalmente, la misma palabra había generado en aquel
momento algunos significados relacionados que le hubieran situado en una dirección
distinta.
[←19]
Christopher Wordsworth, «Gracious Spirit, Holy Ghost», en Hymns Ancient and
Modern (New Standard). Norwich, Hymns A&M Ltd., 1990, nº. 120.
[←20]
Rodney Stark, The Rise of Christianity: How the Obscure, Marginal Jesus Movement
Became the Dominant Religious Force. San Francisco, Harper San Francisco, 1997,
cap. 4.
[←21]
Este no es el lugar para explicar o justificar la interpretación de ese controvertido
pasaje.
[←22]
Ver Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro 4. El epílogo de este volumen enumera dos
posibles ediciones.
[←23]
C. S. LEWIS, Miracles. San Francisco, Harper San Francisco, 2001, p. 183. (trad.
esp.: Los milagros. Madrid, Encuentro, 1992).
[←24]
The Book of Common Prayer. Cambridge, Cambridge University Press, pp. 97-98,
156.
[←25]
Ed. castellana: Tras la virtud. Barcelona, Crítica, 2004 (N. E.).
[←26]
En castellano, una buena edición es Ética nicomaquea. Madrid, Gredos, 2000 (N. E.).
[←27]
Ed. castellana: Sobre la bondad: una breve introducción a la ética. Barcelona, Paidós
Ibérica, 2002 (N. E.).
Table of Contents
Notes 296

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