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LA FORMACIÓN DEL
CARÁCTER CRISTIANO
N. T. WRIGHT
ÍNDICE
Prólogo
l. ¿Para qué estoy aquí?
2. La transformación del carácter
3. Sacerdotes y reyes
4. El reino que ha de venir y el pueblo preparado
5. Transformados por la renovación de la mente
6. Nueve variedades de fruta y un cuerpo
7. La virtud en acción: el sacerdocio real
8. El circulo virtuoso
Epílogo: Para leer más
PRÓLOGO
Este libro es una especie de consecuencia de Simply Christian y Surprised by
Hope.
Allí establecía, entre otras cosas, lo que me parece un principio básico del
primitivo cristianismo, es decir, que lo que el Dios creador intenta, en
definitiva, es acercar el cielo y la tierra, y que ese plan ha sido decisivamente
inaugurado con Jesucristo. Esta visión tiene implicaciones radicales sobre
todos los aspectos relacionados con lo que pensamos sobre la fe y la vida
cristiana. En Surprised by Hope, concretamente, expuse que la esperanza
final de los cristianos no es solamente ir al cielo, sino resucitar en la nueva
creación de Dios: un «nuevo cielo y una nueva tierra». Parte del meollo de
todo esto, según los primeros seguidores de Jesús, es que la resurrección y la
nueva creación ya han empezado a suceder, precisamente por lo ocurrido al
mismo Jesús en la Pascua. En esos libros anteriores empezaba por señalar
alguna de las formas en que esto puede producirse desde el punto de vista de
la responsabilidad cristiana, en y para con el mundo, así como desde el punto
de vista del comportamiento cristiano. En el presente libro intento desarrollar
a fondo este tema, con particular atención a las nociones de «carácter» y de
«virtud» cristianas. Lo fundamental es esto: la vida cristiana en el momento
actual, con sus exigencias y sus responsabilidades, ha de ser entendida y
moldeada en función del objetivo final para el que hemos sido creados y
redimidos. Cuanto mejor comprendamos ese objetivo, mejor entenderemos el
camino que conduce a él.
Confío en que los lectores, particularmente en otras partes del mundo, darán
por sabido que estoy hablando desde mi propia y limitada perspectiva. Espero
que tengan la bondad no solo de perdonar mis limitados puntos de vista, sino
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también de acertar al traducir lo que digo a sus propios contextos .
-Nunca supe que había pasado todo esto -me dijo cuando nos encontramos
años después (por supuesto, Jaime es un nombre inventado)-. Cuando hablo
sobre ello, parece como que yo fuera un «chalado de la religión», pero es la
pura verdad: encontré a Jesús. Era tan real para mí como lo son ustedes en
esta habitación. De repente, todos los viejos clichés resultaron ser verdad. Me
sentía limpio, clarificado y más vivo de lo que nunca antes había estado. Era
como si hubiera entrado en un sueño profundo, para despertar después en un
mundo nuevo. Totalmente renovado. Nunca supe bien a qué se refería la
gente cuando hablaba de todas esas cosas de Dios, pero creedme: todo ello
tiene sentido.
Jaime llamó a mi puerta, porque se sentía insatisfecho con las respuestas que
había estado recibiendo tanto de amigos como de otras personas de la iglesia
a la que asistía. Lo más que eran capaces de decir era que Dios llamaba a
algunos para ciertos aspectos concretos del servicio cristiano: para el
ministerio pastoral con dedicación completa, por ejemplo, o para ser
maestros, doctores o misioneros; o para alguna combinación de esas u otras
tareas similares. Pero Jaime no sentía que nada de eso fuera para él. Estaba
terminando su doctorado en informática y se abrían ante él todo tipo de
opciones. ¿Resultarían irrelevantes todos esos conocimientos y todas esas
oportunidades para los temas espirituales? ¿Tendría que estar simplemente
haraganeando durante unas décadas, esperando la muerte, ir al cielo, y en el
ínterin dedicar algo de su tiempo libre a persuadir a otros para que hicieran lo
mismo? ¿Era eso realmente? ¿Es que no puede suceder nada más después de
alcanzar la fe y antes de morir e ir al cielo?
Más aún, Jaime se había dado cuenta de que esta pregunta encerraba algo así
como un puzle. Muchos de sus nuevos amigos vivían de forma muy estricta y
disciplinada. Habían aprendido muchas normas de comportamiento cristiano,
primordialmente en la Biblia, y creían que Dios quería que siguieran esas
normas. Pero Jaime no podía entender cómo cuadraba todo eso con la
enseñanza básica de que Dios lo había aceptado como era, gracias a Jesús y a
su obra, simplemente por su fe. Si eso era así, ¿por qué tenía que sentirse
atado por todas esas viejas normas, algunas de las cuales parecían
francamente caprichosas?
Mirando atrás, me gustaría poder decir que tengo las respuestas correctas.
Para ser honesto, no puedo recordar exactamente lo que le dije, aunque la
última vez que he sabido de Jaime parecía haber recibido el mensaje. Pero no
es el único en enfrentarse a esta pregunta. Muchos cristianos en el mundo
occidental de hoy se han planteado este mismo rompecabezas y una de las
principales razones para escribir este libro es ayudarles a resolverlo.
Transformación. He aquí una idea interesante. Pero, ¿es correcto pensar así?
¿Hay que dar por supuesto que los cristianos deben enfocar sus vidas de esa
forma? ¿No equivale esto a sugerir que hay una forma de ir del presente al
futuro, de cruzar ese ancho río llamado «El resto de la vida», un puente
construido en los viejos tiempos, cuando la gente pensaba que podías usar tu
propio esfuerzo moral para resultar bueno a los ojos de Dios? Pero, si el
esfuerzo moral no cuenta para nada, ¿en qué consiste en definitiva ser
cristiano, además de poder ir al cielo y quizás convencer a otros para que
vayan contigo? ¿Hay alguna razón para hacer algo más, después de creer,
además de mantener tu nariz razonablemente limpia, hasta que llegue la hora
de morir e ir junto a Jesús para siempre?
Algunos que le dan vueltas a todo esto, se enfrentan también a otra
preocupación. El mismo Jesús, seguido por los que escribieron el Nuevo
Testamento, parece haber planteado algunas exigencias morales muy severas
a sus primeros discípulos. ¿Dónde encajarían? Si ya estamos salvados, ¿por
qué tiene importancia lo que hagamos? Y también, ¿son realistas esas
exigencias en nuestros días? No todos los cristianos se enredan con estos
dilemas, pero muchos sí lo hacen y este libro les enseñará que el viejo puente
que quizás desconocen o consideran inútil, aguantará bien su peso y unirá las
dos orillas del río con gran estilo. El puente en cuestión tiene varios nombres.
Uno de ellos, el más obvio, es carácter. De esto trata este libro.
Hay una segunda razón para escribir este libro. Mucha gente que nunca se
planteó la pregunta a la que se enfrentó Jaime, podría haberse ocupado de
ella. Permítanme presentarles a otros dos viejos amigos (también con
nombres supuestos): Juana y Felipe.
Felipe fue igualmente claro. Jesús no vino para darnos un montón de normas.
Después de todo, ¿no dijo san Pablo que Cristo es el fin de la ley? El punto
central de las enseñanzas de Jesús es la aceptación de la gente,
particularmente de aquellos que estaban excluidos por los poseedores de la
verdad (Felipe no miró a Juana al decir esto, pero todos entendieron el
mensaje). Jesús vino para ayudarnos a descubrir quiénes somos realmente y a
veces, como pasó con los primeros seguidores de Jesús, se tarda tiempo en
descubrirlo y se comenten errores al hacerlo. Pero finalmente se puede
conseguir. ¿No contó Jesús la historia de un padre que acoge a su hijo
pródigo, mientras el hermano mayor, «poseedor de la verdad», critica a su
padre y no participa de su alegría? Él, Felipe, preferiría tener como pastor a
alguien que haya pasado por dificultades y haya descubierto que Jesús lo
amaba a pesar de todo, en vez de a alguien que estableciera una ley de gran
calado, oprimiendo a todo el mundo con un conjunto de leyes que la mitad de
la comunidad no se plantearía ni siquiera cumplir. Eso, sencillamente, lo que
hace es estimular la hipocresía. Puesto que el Jesús en quien creemos es el
Jesús que nos acepta tal como somos, la vida que sigue en marcha después de
creer, es una vida que celebra esa aceptación. Es también un camino de
honestidad, de sinceridad con uno mismo y de apertura a los demás.
No creo que Juana y Felipe se dieran cuenta, pero la razón por la que ambos
se enfadaron y se sintieron frustrados según avanzaba el diálogo, era el
distinto origen de sus puntos de vista. Juana dijo que «partía de la Biblia»,
dando a entender que Felipe no lo hacía; sin embargo las cosas no son
realmente tan fáciles. Juana buscaba normas; quizás deberíamos decir:
«Normas» con mayúscula, unas Normas que has de cumplir, te apetezca o no.
Quería un pastor que enseñara eso y que viviera también de esa manera. Así,
todo el mundo conocería su posición. Por otra parte, Felipe estaba deseoso de
encontrar formas de ser auténtico, descubriendo aquello que a uno le parecía
profundamente cierto, como por ejemplo vivir sin hipocresía y con una
honda, rica y vulnerable honestidad. Eso es lo que él buscaba en un pastor.
De esa forma respetaría y confiaría en alguien que fuera así.
Fue una reunión incómoda. La gente se exaltó en seguida (lo que, como
reflejó Juana más tarde, era en sí mismo contrario a las normas). Se dijeron
cosas que no se hubieran querido afirmar (lo que, como Felipe intuyó en
cuanto las expresiones de enfado salieron de su boca, era en sí mismo una
forma de hipocresía). No estaban simplemente discrepando sobre la respuesta
a la pregunta. Discrepaban sobre la pregunta en sí misma. ¿Cómo toman los
cristianos las decisiones morales? ¿Cómo sabe cualquiera de nosotros,
cristiano o no, lo que es bueno y lo que es malo? ¿Existen cosas buenas y
cosas malas? ¿O es la vida más complicada que todo eso? ¿Existen las
normas con N mayúscula? ¿Cómo se relacionan con la gente real, no con
robots morales? Dentro de la visión de Juana, Felipe aparecía como uno de
esos peligrosos relativistas que piensan que no hay cuestiones morales
blancas y negras, sino solamente sombras grises, y que también mantienen
que lo más importante es mantenerse fiel a uno mismo. Oyendo a Juana,
Felipe solamente era capaz de percibir un duro y frío legalismo, que no tenía
nada que ver con el Jesús que él había conocido, el Jesús amigo de los
pecadores que contaba historias sobre ángeles que celebraban con una gran
fiesta la recuperación de la oveja perdida. La radical confrontación entre
ambas maneras de abordar la cuestión del comportamiento cristiano, se repite
semana tras semana y año tras año, en iglesias y reuniones eclesiales, en
sínodos, asambleas, convenciones, conversaciones privadas y, a menudo
también, en los silenciosos debates que se dan en el interior del corazón y la
mente de cada individuo. De hecho, no es sino la versión cristiana de la
mucho más amplia pregunta que toda persona sensible se acaba haciendo
alguna vez: no solo cómo debo vivir, sino también cómo puedo saberlo.
¿Para qué estoy aquí? ¿Cómo saber lo que está bien y lo que está mal? Estas
preguntas se las plantean todos los seres humanos, y quizás todas las
comunidades, de cuando en cuando. Pero hay un tercer grupo de preguntas
que también tienen que ver con el tema central de este libro, que son de
mayor amplitud y van más allá de los confines de la Iglesia, alcanzando a un
mundo tan confundido y amedrentado como el nuestro.
En verano del 2008 un volcán, que había estado rugiendo de vez en cuando,
desató repentinamente una erupción de enorme fuerza. No era un volcán en
sentido literal, pero sí tuvo un efecto devastador similar. El conjunto del
sistema financiero del mundo occidental que había dominado la cultura
global durante varias generaciones, se infló de tal manera que explotó,
desintegrándose bajo su propio peso. Fue como un gigante que se hubiera
subido a un árbol para coger y comer toda su fruta, y luego, por su excesiva
ambición, empezara a estirarse para alcanzar los árboles próximos y comerse
también toda su fruta. Al ser su peso tan sumamente grande, se desplomaría
el primer árbol y el gigante acabaría medio aplastado por la caída, mientras
estaba comiendo todavía.
Hay muchas y complejas razones por las que se produjo el caos financiero el
año 2008 y el lector puede estar tranquilo, sabiendo que no voy a entrar a
discutirlas. Pero enseguida muchos resaltaron el hecho de que en los últimos
veinte años se dejaron de lado todas las normas y regulaciones que existían
para detener la irresponsable, por arriesgada, política de dinero fácil. Eran
demasiado restrictivas -habían dicho a los políticos-. Una economía sana
necesitaba asumir riesgos, premiando a los que lo hacían. Todo el mundo se
apuntó al carro, sin darse cuenta de que estaban acelerando su llegada al
precipicio. Así pues, ahora, se ha empezado a decir que hay que volver a las
normas y las regulaciones. Es hora de apretarse el cinturón.
Todo esto encaja con otros muchos aspectos de la cultura de nuestros días.
Desde el 11 de septiembre de 2001 los aeropuertos han instalado chequeos
obligatorios con nuevas tecnologías, para aumentar la seguridad. La mayoría
de nosotros casi hemos olvidado lo que era subir a un avión sin que nuestras
personas y equipajes pasaran por chequeos y escáneres. Los que visitamos
regularmente los Estados Unidos, nos hemos acostumbrado a ser
fotografiados y a que se tomen nuestras huellas cada vez que pasamos por las
aduanas. Pero viajemos al sitio que viajemos y, especialmente si vas a
quedarte allí más de unos días, hay que rellenar un formulario, responder
unas preguntas, ser fotografiados y demás. Miles de personas, de quienes
puedes decir con solo un vistazo que no tienen intención de dinamitar
aviones, tienen que malgastar mucho tiempo y dinero, enredados en
complejos procedimientos oficiales para certificar que son ciudadanos
respetuosos de la ley (aunque después de hacer largas colas para volver a
repetirlas por falta de algún papel sin importancia, puede que no se sientan
tan respetuosos con la ley). En mi propio país, el Reino Unido, cualquiera
que se ofrece voluntario para hacer algo por la comunidad que tenga que ver
con niños, debe pasar largas y complejas pruebas policiales, por si hubiera
algún rastro de mala conducta en su historial. Esto se aplica incluso a gente
de setenta u ochenta años, que han tenido una vida intachable, a los que
amigos y familiares conocen de arriba abajo. Ya no confiamos en nadie. Al
escribir esto, me doy cuenta de que algunos pueden pensar que estoy siendo
peligrosamente irresponsable, por el mero hecho de cuestionar el sistema con
planteamientos como los que acabamos de hacer. La cosa sigue empeorando:
se anuncian más escritos oficiales. Y la situación solo favorece a los
abogados, que ganan siempre que alguien sea demandado. El mundo
occidental se ha convertido en un amasijo de leyes, normas y regulaciones de
todo tipo, que agobian al ciudadano.
Hay razones culturales profundas para haber escogido este camino. Pero por
el momento, simplemente necesitamos advertir que nuestra cultura ha
oscilado entre desregulaciones en áreas clave de la vida -dinero, sexo y
poder, por decirlo con crudeza-, y lo que podríamos llamar re-regulaciones.
La desregulación ocurrió porque la gente quería hacer sus cosas, ser fiel a sí
misma y ver qué pasaba. Pero, cuando la desregulación conduce al caos, sea
en las finanzas, en las relaciones humanas (sexo) o en la forma de hacer la
guerra, la política, los interrogatorios, la prisión u otras manifestaciones de
poder, la gente empieza a estar ansiosa por reintroducir normas que nos
reconduzcan por el anterior camino. El problema es que reintroducir nuevas
regulaciones no es ir al fondo del problema. Hacer lo que te apetece no es lo
suficientemente bueno, pero las reglas por sí mismas no resolverían el
problema.
-Tom, pueden introducir tantas regulaciones nuevas como quieran. Sí, son
necesarias algunas instrucciones; fuimos demasiado lejos dando libertad a la
gente para que se jugaran enormes sumas de dinero y se hicieran negocios
locos. Pero cualquier banquero o broker puede fácilmente contratar un
contable listo y un buen abogado para ayudar a tocar todos los palos que el
gobierno les dice, y luego, por detrás, darle la vuelta al sistema y hacer lo que
quiera. ¿Con qué objetivo?
-El carácter -contestó-. Mantener las normas está bien de momento, pero el
problema real de la última generación es que hemos ido perdiendo la idea de
que el carácter importa; que la integridad también importa. El sistema resulta
saludable solo cuando se tiene confianza en que los que lo controlan harán lo
correcto, pero no por ser gobernantes, sino por la clase de personas que son.
Esto se compadece bien con las pragmáticas perspectivas de J. K. Galbraith,
que escribió a principios de 1950 sobre el derrumbe financiero de finales de
1920. Sugería que el mejor camino para mantener el mundo financiero a flote
es escuchar a la gente que vivió aquel momento. De hecho, sugirió que los
derrumbes financieros ocurren precisamente porque los que vivieron los
anteriores ya no están o están retirados, por lo que ya no pueden, con los
recuerdos y el carácter formados por esa previa experiencia, advertir a la
gente que no se comporte irresponsablemente.
Desde que tuve esa conversación, ha ocurrido algo más en la vida pública del
Reino Unido, que ha resultado casi igual de explosivo. La gente de otros
países puede contemplar con cierta diversión el alboroto formado, porque
tiene que ver con políticos corruptos -en muchos países se asume que los
políticos son corruptos de por sí, y que nada se puede hacer para evitarlo-,
pero en mi país nuestro sistema financiero se ha visto sacudido hasta sus
mismos fundamentos. De repente se ha sabido que algunos políticos habían
estado demandando «gastos» para todo tipo de cosas, lo que resulta ridículo y
fraudulento para quienes pagan impuestos, tales como pagos hipotecarios por
propiedades inexistentes. Y la excusa era que todos actuaban «dentro de las
normas». Quizás; ¡si fueron ellos mismos quienes establecieron esas normas!
Cuando algunos de estos políticos fueron interrogados, declararon que, en
efecto, ellos no veían nada malo en usar dinero público para lograr una mayor
riqueza. Y, cuando después de intensas presiones públicas, los políticos
aceptaron que se publicaran sus gastos, se aseguraron de que todos los
elementos clave estuvieran bien tachados o resultaran ilegibles. La gente
había estado sospechando un poco durante años, pero esto ha hecho trizas
cualquier confianza que quedara.
En un cierto nivel esto ha sido una pura farsa, aunque cara y ofensiva. Pero la
razón por la que se plantea aquí el tema es que revela otro ámbito en que la
cuestión moral en los comienzos del siglo XXI está emergiendo. ¿Qué sucede
en democracia «después de creer»? ¿Y en el sistema financiero occidental?
¿Y en la vida pública, y en la comunidad global del mundo de mañana?
¿Podemos vivir con «normas» y «regulaciones» o más bien serán estos
estímulos para una mentalidad de control de caja, más que para desarrollar un
carácter profundo, inteligente y digno de confianza? Paralelamente, ¿qué
puede ocurrir si permitimos a la gente «ser auténtica consigo misma»
confiando sencillamente en que todo salga bien? ¿O es que eso solo funciona
una vez que el carácter ha sido desarrollado de forma que la gente actúe con
un espíritu de servicio público desinteresado (como parecen estar haciendo
ahora alguno de nuestros políticos para lograr credibilidad)?
Otra forma de vida se presenta además con una historia similar. Hace un par
de años me encontraba compartiendo una tribuna con una muy distinguida
estrella del rugby en Inglaterra. Él estaba hablando de los grandes cambios
que habían tenido lugar en ese juego durante los últimos quince años, con el
incremento de la profesionalización y de la enorme presión a que se ven
sometidos hoy los jóvenes jugadores para conseguir «resultados». Y dijo:
Las preguntas por las que empezamos, pueden haber parecido específicas
para los cristianos (más que para el resto del mundo) y, desde luego, para un
específico tipo de cristianos (aquellos que enfocan las cosas en términos de
conversión inicial y salvación final, sin mucho entre medias). Pero no lo son.
En realidad, son las mismas preguntas a las que se enfrenta hoy el conjunto
del mundo occidental. Y como Occidente ha dominado la cultura, la política
y la economía mundial -e incluso el deporte, al menos en ciertas áreas-
durante algún tiempo, eso significa que, antes o después, el resto de la
comunidad global tendrá que hacerles frente. Nuestro punto de partida: ¿qué
ocurre «después de creer»?, parecía inicialmente solo referido al cristiano
individual. Sin embargo, como hemos visto, también concierne a toda la
familia eclesial, a las Juanas y los Felipes que van dando vueltas una y otra
vez al círculo de rompecabezas morales. Y apunta también, fuera de la
Iglesia, a los rompecabezas a que se está enfrentando el mundo en toda su
extensión: no solo cómo pensamos con claridad y sabiduría sobre qué hacer
en nuestra vida personal, eclesial y pública, sino también de qué forma
podemos descubrir cómo hacerlo.
Una de las escenas más recurrentes en los relatos evangélicos es la del joven
rico, guapo y brillante, que acude corriendo a Jesús con una pregunta urgente
(Mt 19,16-30; Me 10,17-22; Le 18,18-30). Quizá deberíamos recordar que en
el mundo antiguo las personas serias no se ponían públicamente a correr.
Resultaba indigno. Pero aquel hombre quería realmente encontrarse con Jesús
y necesitaba que contestara a su pregunta, o eso creía él. Entonces, olvida su
dignidad y corre a verle para preguntarle:
Está excitado, sin aliento, ansioso por ver lo que le va a decir tan
extraordinario maestro. Jesús parece tener un listado interior con todo tipo de
cosas; veamos lo que dice en esta situación.
Aunque el joven era un judío del siglo I, la pregunta subyacente que se hacía
es compartida por gente de todo tiempo y lugar. A menudo se plantea en
términos de «felicidad»: ¿cómo encontrar la auténtica felicidad, esa vida
plenamente satisfactoria para la que me siento hecho, y que tan a menudo
parece escapárseme entre los dedos? Los Estados Unidos han hecho
referencia en sus documentos fundacionales a esta misma búsqueda: «Todas
las personas tienen derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la
felicidad». Esto, desde luego, presupone la pregunta planteada ya por los
antiguos filósofos: ¿cómo sabemos en qué consiste la auténtica felicidad?
Puesto que numerosas personas parecen perseguirla sin encontrarla,
¿tendremos claro lo que realmente es, y cómo ir en su búsqueda? ¿Qué
debemos hacer en el momento actual para alcanzar el objetivo de una
existencia plenamente humana, el desarrollo de todo nuestro potencial, y
convertirnos en seres humanos conscientes del fin para el que estamos
hechos?
Mucha gente asumirá que uno de los objetivos del cristianismo es dar
respuesta a la primera pregunta (¿cómo comportarme?), mientras dejan la
segunda (¿cómo llegar a ser verdaderamente feliz, cuál es el fin para el que
fui creado?) para los filósofos y los no religiosos. Después de todo, para
mucha gente la pregunta sobre cómo debo comportarme se solapa con la otra,
cómo puedo ser realmente feliz, ya que tendemos a aceptar que las normas de
conducta están diseñadas para impedir nuestra felicidad; o por decirlo a la
inversa: si realmente queremos la felicidad, debemos romper, o por lo menos,
acomodar las normas.
Creo que la vida es más compleja e interesante que todo eso. Preguntas como
cuál debe ser mi conducta adecuada o cómo ser feliz, son vistas por la
auténtica fe cristiana como accesorias o derivadas de otras. Si podemos
deslindar esas otras -y la historia del joven rico que fue corriendo a Jesús,
indica el camino para ello-, podremos ser capaces de hacer camino
simplemente con lo accesorio. Espero mostrar en este libro que la visión
bíblica de la finalidad de la vida humana abrirá una perspectiva en que las
preguntas sobre el comportamiento, por un lado, y una vida humana en
plenitud, por otro, quedan ensambladas. Pero es la pregunta sobre el
comportamiento y sobre las raíces bíblicas de la respuesta cristiana a ello, de
lo que se ocupa este libro principalmente.
Jesús está de acuerdo con esto, pero, al ofrecer ese algo más, conduce al
joven a un nuevo escenario. Los mandamientos mencionados hasta este
momento comprenden los últimos seis de los diez. ¿Qué ocurre con los otros?
No hay mención al sabbath; eso es un tema para otro momento. Pero los tres
primeros nos conducen a un mundo diferente, la obligación de evitar la
idolatría, para adorar únicamente a Dios y a su santo nombre. Jesús no recita
esos mandamientos. En lugar de ello, los trae de golpe al presente de la vida
del joven.
Antes de dejar esta historia, pequeña pero vigorosa, notemos cómo Marcos en
concreto la ha situado al apuntar a su sentido más profundo. Es parte de un
pequeño conjunto de escenas en el capítulo que conocemos como Me 10,
donde aparece Jesús de camino hacia Jerusalén, a donde todavía no ha
llegado.
Todo esto sugiere ese evangelio de Marcos, con Jesús mismo como el gran
carácter que está detrás. Y nos está invitando a algo, que no es tanto cumplir
unas normas por un lado o seguir nuestros propios sueños por otro, sino una
manera de ser humanos, a la que filósofos antiguos y modernos han dado un
nombre concreto. Mi esfuerzo en este libro es hacer ver que el Nuevo
Testamento invita a sus lectores a aprender cómo ser humanos de esta manera
especial, lo que, a su vez, conformará nuestros juicios morales y formará
nuestros caracteres, para que podamos vivir bajo su guía. El nombre de esta
manera de ser humano, de esta especie de transformación del carácter es el de
virtud.
Los antiguos escritores tenían una palabra para ello: «virtud». Decir «virtud»
en este contexto no equivale simplemente a hablar de «bondad», por utilizar
otra expresión. En este sentido, la palabra ha sido a veces desnaturalizada
(quizás porque instintivamente nosotros queremos huir del reto que implica).
Pero ese no es su sentido estricto. Virtud en sentido estricto es lo que
acontece cuando alguien ha tomado mil pequeñas decisiones, que han
requerido esfuerzo y concentración, para hacer algo acertado y bueno pero
que no se produce «de forma natural», y luego, a la vez mil uno, cuando
realmente importa, se percata de que hace lo correcto «de forma automática»,
por así decirlo. Esa ocasión mil uno parece desde luego que se produce sin
más; ahora bien, la reflexión nos dice que no es tan fácil como puede parecer.
Si ustedes o yo hubiéramos estado pilotando el Airbus A 320 aquella tarde y
hubiéramos hecho lo que «viene naturalmente» o hubiésemos permitido que
las cosas «sucedieran sin más», probablemente habríamos estrellado el avión
en pleno Bronx (mis disculpas a cualquier piloto que esté leyendo esto:
habría actuado -espero- como el comandante Sullenberger). Como muestra
este caso, la virtud es aquello que sucede cuando las decisiones sabias y
valientes, repetidas una y otra vez, han pasado a convertirse en una «segunda
naturaleza». No una «primera naturaleza», aunque hayan sucedido
«naturalmente». Más bien, una especie de segundo nivel de naturalidad. En
efecto, como un gusto adquirido, tales decisiones y acciones, que empezaron
siendo practicadas con dificultad, acaban siendo como una segunda
naturaleza.
Las otras opciones apenas exigen que las pensemos demasiado. ¿Suponer que
eran pilotos novicios, simplemente, haciendo lo que surgía de forma natural?
¿O suponer que tuvieran que echar mano del libro de instrucciones para
actuar en caso de emergencia, buscar las páginas relevantes y luego tratar de
seguir lo que decían? Para cuando lo descubrieran, el avión se habría
estrellado. No: lo que se necesitaba era ese carácter formado a través de
fuerzas específicas, esto es, de «virtudes» para saber exactamente cómo
pilotar un avión, y también de virtudes más generales, como el valor, el
autocontrol, la frialdad de juicio y la determinación para hacer lo necesario
para los demás en el momento preciso.
¿Otro milagro? En cierto sentido, sí. Podían haber sucedido todo tipo de
cosas. La niña podía haberse quedado atorada bajo tierra, en alguna parte.
Para cuando su padre lograra alcanzarla, ella podía haber tragado agua
suficiente como para ahogarse. Pero lo que más me impresionó al escuchar
esta historia, fue lo que su padre dijo, al referirse a su frenética carrera hacia
el río:
-He descubierto -decía el locutor emocionado- que mi ansia por comer estaba
en mi cabeza, no en mi estómago.
Cuando abordamos las cosas desde este ángulo, nos esperan varias sorpresas.
Muchos cristianos, según mi experiencia, nunca piensan las cosas de esta
manera y por ello se ven presos de una gran confusión. La virtud, por decirlo
lisa y claramente, es una idea revolucionaria en el mundo de hoy y también
en la Iglesia de hoy. Y lo más urgente que necesitamos hoy es una
revolución. Y se encuentra en el centro mismo de la respuesta a la pregunta
con la que empezamos. Después de creer, necesitas desarrollar el carácter
cristiano practicando las virtudes específicamente cristianas. Para tomar
decisiones morales sabias, necesitas no solo conocer las normas, o descubrir
quién eres realmente, necesitas también desarrollar la virtud cristiana. Y para
ejercer un liderazgo en nuestra sociedad con toda su amplitud, en los tiempos
confusos y peligrosos que vivimos, necesitamos con urgencia gente cuyo
carácter haya sido formado en esa dirección. Ya hemos tenido demasiados
pragmáticos y atrevidos buscadores de riesgos. Necesitamos gente de
auténtico carácter.
Entonces, ¿cómo nos ayudan estas historias de virtudes humanas -el piloto
que aterriza su avión en el río sin daño alguno y el padre que, desechando
pensamientos erróneos se lanza a rescatar y salvar a su hijita- cuando se trata
de seguir a Jesús? ¿No es esto algo bastante diferente?
¿Qué puede decir todo esto a Jaime, enredado entre lo que se supone que
consiste la vida, desde la primera expresión de la fe cristiana, a su fruto final
de después de la muerte? ¿Qué puede decirles a Juana y a Felipe, escocidos
aún por su desagradable enfrentamiento en la reunión de la Iglesia? ¿Y qué
puede decir a nuestro ancho mundo, que se tambalea por terremotos político-
económicos, que tienen lugar en medio de un estado de confusión cultural y
moral?
Todo esto suena bien y, por decirlo con claridad, es, sin duda, más fácil de
decir que de hacer. Y habida cuenta de que mucha gente ha abordado la
cuestión del comportamiento cristiano desde perspectivas muy diferentes,
será mejor que, antes de ir más adelante, demos un vistazo a esas rutas
alternativas.
Para Felipe, sin embargo, y para muchos que optan por una línea similar en la
Iglesia occidental de hoy, lo que importa es la «autenticidad». Ser veraces
consigo mismo es lo que cuenta. Dios te ha aceptado tal como eres; ahora tú
debes vivir lleno de gratitud por esta aceptación. Cualquier intento de forzarte
a ti mismo para someterte a unas normas y patrones morales determinados,
que parecen ajenos a tu propia personalidad, es una negación, tanto de la libre
aceptación que Dios te ofrece, como de tu propia autenticidad existencial.
Una vez que se ha accedido a la fe, es menester descubrir dónde se encuentra
cada uno y vivir de acuerdo con ello, haciendo espontáneamente cualquier
cosa que el corazón, en sus niveles más profundos, te enseña y sugiere que
hagas.
Más tarde consideraremos cómo ocurre todo esto. Pero el resultado es que
existen pasos que podemos dar y que conducen a esta meta, a la vida
resucitada dentro de la nueva creación que podemos apropiarnos aquí y
ahora.
Antes de llegar a ello, sin embargo, debemos plantear unos cuantos asuntos
que, en algún sentido, están en los presupuestos, pero que, como pasa
frecuentemente con los cuadros, afectan al fundamento más de lo que uno
podría pensar a primera vista. En primer lugar, ¿dónde situar todo esto dentro
del famoso mapa del pensamiento moral, sin olvidar la reflexión sobre la
virtud en el mundo occidental en su conjunto? Segundo, ¿dónde se puede
situar esta especulación sobre la transformación del carácter en el campo de
los recientes estudios sobre el desarrollo del cerebro, y también en relación
con el debate sobre otros aprendizajes, concretamente el del lenguaje? Las
respuestas a ambas cuestiones resultarán una sorpresa para algunos y tal vez
también un notable estímulo.
Las virtudes cardinales no son las únicas virtudes. Pero, tal como proponía
Aristóteles, son las principales y todas las demás dependen de ellas. Si se
practican estas -decía el filósofo-, se llegará a ser una persona humana
completa, «feliz» y floreciente. Esta es la meta, el destino de nuestro viaje.
Las virtudes son el camino que nos conducirá a allí. Fijémonos en las gentes
que súbitamente son jaleadas como «héroes» y cuyas acciones se describen
como «milagrosas», y las oportunidades que podremos tener de ver a gente
cuyo carácter haya sido formado de esta manera. Incluso en los deportes, con
frecuencia es cierto esto: el jugador que en una gran crisis deportiva se las
arregla para detener un disparo aparentemente imposible, es muy
probablemente que sea aquel que ha practicado en privado una y otra vez esta
misma situación, hasta convertirla en una segunda naturaleza. Recuerdo al
golfista africano Gary Player, cuando respondió a un crítico que le había
calificado de afortunado. Le contestó.
Parte del meollo de todo esto está en que la persona podrá entonces hacer
ciertas cosas automáticamente, cosas que antes le hubieran exigido una gran
lucha. Como en el caso del comandante Sullenberger, ciertas cosas se
convertirán entonces en una segunda naturaleza, lo cual está realmente bien,
porque, si uno tuviera que parar y pensar qué hacer en determinadas crisis, el
momento habría pasado, sobreviniendo inevitablemente el desastre.
Por consiguiente, lo que los escritores del Nuevo Testamento encarecen,
siguiendo al mismo Jesús, es, en cierta medida, algo parecido al argumento
de Aristóteles, pero de una forma significativamente distinta. Hasta cierto
punto, la comparación es como la que se puede establecer entre un modelo
tridimensional situado junto a otro bidimensional, diríamos, un cubo junto a
un cuadrado o una esfera junto a un círculo: lo que Jesús y sus seguidores
ofrecen es el modelo tridimensional hacia el cual apunta el bidimensional de
Aristóteles. Cuando se consigue la esfera, se da por bueno el círculo que, sin
embargo, pasa a significar algo bastante diferente.
Y es aquí donde una segunda lengua nos da la clave para comprender cómo
funciona la virtud: se convierte en una segunda naturaleza. A partir de
entonces, si todo va bien, uno va más allá de la afectación o de lo artificial,
una vez forzada la plataforma para un tipo absolutamente nuevo de
naturalidad.
Pero aquí debe hacerse una advertencia. Es posible aprender una lengua y
luego olvidarla. Yo aprendí varias lenguas cuando era joven. Una de ellas, el
siríaco, me produjo un especial placer con sus líquidos sonidos y su
maravillosa poesía ancestral. Sin embargo, no fui capaz de mantenerla ni a
los treinta ni a los cuarenta años; y, cuando al comienzo de los cincuenta,
volví a vérmelas con la Biblia siríaca para comprobar alguna cosa, me sentí,
para mi desgracia, incapaz de recordar ni siquiera cómo funcionaba el
alfabeto. La virtud puede ser también como esto. Alguien que aprende
auténticamente la generosidad en la infancia, puede fácilmente darse cuenta
de que los hábitos de la vida adulta han terminado con ella. Y entonces debe
ser re-aprendida de nuevo con mucha mayor dificultad. Lamentablemente,
hay muchas ocasiones en las que algunos que comenzaron a practicar la vida
cristiana, encuentran el mismo problema. Interrumpir la práctica, permitirse
olvidar la meta, lleva a perder también el lenguaje.
Otra razón por la que aprender una segunda lengua constituye una buena
ilustración de lo que es la virtud, es frecuentemente la razón para hacerlo: uno
quiere ser capaz de encontrarse como en casa allá donde esa lengua es
hablada, o por lo menos, quiere valerse para leer y apreciar la literatura de ese
país (o, en el caso de lenguas antiguas, de aquel tiempo). Por tanto, el
aprendizaje de una lengua se hace teniendo una meta a la vista: la de adquirir
esos hábitos de mente y cuerpo que le capacitan a uno para funcionar aquí y
ahora como un ciudadano de este país lingüísticamente competente, con
sencilla y fácil familiaridad. El mayor cumplido que puede hacerse a alguien
que ha aprendido un segundo idioma, es confundirle con un nativo. Una vez
más, esta es la recompensa por el trabajo y no una recompensa arbitraria,
como la que se hace a un niño al que se le da una bicicleta porque ha
aprobado su examen, sino una recompensa que es el verdadero télos, la
verdadera meta de la actividad original.
Pues bien, si el carácter y la virtud consisten en todo esto, ¿cómo se sitúa este
estudio del campo moral en relación con las dos principales propuestas
morales que la mayoría de la gente reconoce como tales hoy en el mundo
occidental?
Sin embargo, la dificultad real con las normas no es solo que no las
guardamos excesivamente bien, aunque esto sea verdad. Tampoco lo es que
siempre parezca que existen excepciones perturbadoras: cuando hemos sido
enseñados para decir siempre la verdad, ¿qué le decimos al posible asesino
que pregunta dónde está escondida su pretendida víctima? Y tampoco es el
verdadero problema el hecho de que los sistemas normativos difieran
llamativamente unos de otros: en algunas culturas existe la solemne
obligación de matar a la persona que viola a la propia hija, y en otras, la
solemne obligación es no hacerlo. Ciertamente, existen problemas. Pero el
mayor problema está en otra parte.
Este es el meollo al que el relato del joven rico y otras escenas del capítulo 10
del evangelio de Marcos parecen apuntar. No: lo importante no es
simplemente mantener un conjunto de normas; lo importante es el carácter.
No ciertamente cualquier forma ancestral de carácter, sino un tipo
determinado: el que Jesús proponía y modelaba, el carácter que implica
paciencia, humildad y, sobre todo, un amor generoso y entregado. Y el
mensaje de Marcos en este punto parece ser que no se obtiene este carácter
simplemente ensayando. Se obtiene siguiendo a Jesús.
Las normas son importantes, sin duda, pero lo es más todavía el carácter, que,
además, brinda un marco en el que las normas, cuando son apropiadas,
pueden tener su propio efecto. Ahora bien, esta no es en modo alguno la
forma en que la gente ha entendido a Jesús y el mensaje cristiano en los dos
últimos siglos.
Este punto de vista es tan importante, que debemos abordarlo con mayor
detalle. Si, como creo, el Nuevo Testamento nos ofrece el camino de la
virtud, necesitamos ver con mayor claridad cuál es para muchos hoy día su
principal rival. Como muchos rivales, se trata realmente de una parodia, una
caricatura de la auténtica situación.
Shakespeare expresó todo esto en una clásica frase, que puso en boca de
Polonius, un hombre que nos enseña a mirar como un poco superficial y
pomposo (para ser más precisos, «un loco canalla parloteo»):
A esto replico que parte del problema que existe con nuestro mundo
moderno, o posmoderno, es exactamente que el imperativo de maximizar el
propio balance bancario se ha convertido para muchos en el máximo y más
profundo nivel de verdad que pueden imaginar. Una vez que se anulan o
marginan las más antiguas -y aparentemente menos tangibles-nociones de
moralidad, ¿qué otra cosa se está dejando en pie?
«Hacer lo que gusta»: sería fácil caricaturizar esto, considerándolo una típica
actitud californiana, pero hacerlo significaría ignorar el hecho de que una
amplia extensión de la vida del occidente contemporáneo ha actuado,
precisamente, apoyándose en este «principio» y ha resistido fuertemente en
nombre de la «libertad» cualquier intento de cuestionarlo o amenazarlo.
Trasladándonos de la cultura popular californiana al agudo análisis de una de
las mayores cabezas del siglo XX, fijémonos en lo que dice Arthur M.
Schlesinger jr, escribiendo sobre el impacto que había producido en él y en su
generación el teólogo Reinhold Niebuhr, y reflexionando sobre la influencia
ejercida por Niebuhr en los años sesenta:
En un nivel menos obvio pero tal vez todavía más insidioso, todo esto se une
a ese elemento que aparece tanto en las culturas antiguas como modernas, al
que generalmente se denomina «gnosis» o «gnosticismo». Este implica la
idea de que existe una chispa de luz escondida en lo más profundo de cada
uno de nosotros, o al menos, de algunos de nosotros. Esta chispa escondida
(se supone) está frecuentemente profundamente enterrada bajo las capas de
los condicionamientos sociales y culturales, e incluso de aquellas capas que
todos nosotros asumimos que constituyen «lo que realmente somos».
Una vez se ha revelado esta chispa, sin embargo, toma la precedencia sobre
cualquier otra cosa, superando cualquier norma, cualquier cálculo de
felicidad, y ciertamente, cualquier virtud clásica o de otro tipo. Sea lo que
fuere lo que encontremos en lo más profundo de nosotros mismos, tiene
necesariamente que ser correcto. Mi corazón me dice cómo es y yo debo ir
con mi corazón. Esta es la «luz que guía», situada en el centro profundo de
mi verdadero yo. Y a mucha gente hoy día se le ha enseñado, y ha creído
seriamente, que esto es lo que Jesús de Nazaret vino a modelar y a enseñar.
Este es el mensaje no solo de El Código da Vinci y de otros muchos relatos
populares, sino también de muchos escritores y autores mucho más serios.
Es, después de todo, el mensaje que mucha gente quiere constantemente oír.
Abundan los ejemplos que apoyan esta tesis. El poeta John Betjeman tuvo la
desgracia de tener un padre que llevaba adelante una exitosa empresa familiar
y que esperaba que su hijo continuara con ella. O tal vez deberíamos decir
que el viejo señor Betjeman tuvo la desgracia de tener un hijo que supo, por
sus propios huesos, que no tenía madera de empresario y que lo que
realmente quería era escribir poesía. Afortunadamente, el joven, al pasar el
tiempo fue «honesto consigo mismo», por lo menos en esta cuestión. Sin
embargo, y por desgracia, como indican sus cándidas autorreflexiones,
cuando accedió a su vida privada, el yo con el que trataba de ser honesto
estaba profundamente confuso. Siguió sus diversos caprichos y,
consecuentemente, produjo una notable cantidad de estragos morales y
humanos. En apretada síntesis, este es el problema del romanticismo, del
emocionalismo y del neognosticismo.
Todo esto significa que la masiva presunción que existe en nuestra cultura a
favor de la autenticidad o espontaneidad -«libertad» en este sentido-,
sencillamente no funcionará como una proposición moral seria. (O, en este
tema, como una propuesta seria que ayude a decidir correctamente entre
diversas posibilidades de actuación, sobre las que no parece .gravitar ningún
asunto moral inmediato). «Mide una vez, corta dos», así comienza la vieja
norma que aprendí en una lección de carpintería, la cual concluía: «Mide dos
veces, corta una. No des por supuesto que las primeras impresiones e
inclinaciones son correctas. No temas lo que se presenta como natural, pero
somételo a idéntico escrutinio crítico que a cualquier otra cosa o a lo
realizado por cualquier otra persona».
En concreto, nombremos y ridiculicemos como totalmente inadecuada, la
idea de que, si algo se hace espontáneamente, merece una validación
automática, mientras que si algo se hace obedeciendo órdenes, o tras
cuidadosa reflexión o a pesar de enormes presiones de diverso tipo para hacer
otra cosa, es algo menos valioso o incluso «hipócrita», por no haber sido
realizado realmente «siendo honesto con uno mismo». Esta es, sencillamente,
la antigua falacia romántica, la idea de que la genuina inspiración artística no
requiere sudor, tomando prestada a veces un poco de energía del rechazo de
Martín Lutero de lo que él consideró como hipocresía medieval. El noventa y
nueve por ciento de los artistas -músicos, escritores, bailarines, pintores, etc.-
nos contarán una historia totalmente distinta. La mayor parte del arte exige
masivamente un trabajo muy duro; lo mismo ocurre con la vida moral. Las
improvisaciones, por brillantes que sean, son siempre la excepción que
confirma la regla.
De hecho, uno de los principales objetivos de este libro es mostrar que esta
adecuación entre la persona y la acción, esta autenticidad, es exactamente lo
que se logra a través de la segunda naturaleza de la virtud, y en ese punto el
problema que acabo de mencionar queda solventado desde el principio. Las
éticas románticas, o el existencialismo que insiste en la autenticidad, o (en
este sentido) la libertad como única señal de una genuina humanidad o la
versión popular de todo esto, a la que he aludido más arriba, intenta obtener
de antemano y sin pagar el verdadero precio lo que la virtud ofrece como
final del camino y al precio de un genuino pensamiento, decisión y esfuerzo
moral. Esto es a lo que yo me refería al decir que el culto de la autenticidad o
de la espontaneidad era una parodia, una caricatura de lo que la virtud es
capaz de producir cuando despliega toda su efectividad.
De hecho, esto es, más o menos, lo que declaró Martín Lutero, burlándose de
la larga tradición medieval sobre la virtud. Los debates sobre todo ello, igual
que sobre algunos otros de sus llamativos rechazos de la primitiva teología,
prendieron en la cultura popular y este concretamente emerge llamativamente
en Hamlet, la obra de Shakespeare a la que hemos aludido en otro contexto.
«Revestirse de» está muy bien. No es hipocresía, afirma Hamlet. Así es como
la virtud llega a ser ella misma:
Igualmente, san Pablo y los demás escritores del naciente cristianismo tenían
perfectamente claro que, aunque los seres humanos no pueden por sí mismos
estar a la altura de Dios, ni pueden tampoco por sí mismos guardar las
exigencias morales de Dios con sus propias fuerzas, ello no significa que
puedan encogerse de hombros y desentenderse del combate moral. Una de las
más llamativas preguntas de Pablo, respondida por su famoso «¡De ninguna
manera!», desemboca precisamente en este punto en su carta a los cristianos
de Roma (6,1-2). Después de haber expuesto brillantemente y en detalle la
conmovedora verdad de que el amor de Dios se ha derramado en Jesucristo y
nos ha traído redención, justificación, reconciliación, salvación y paz (Rm
3,21-5,21), afronta la cuestión que ha de interpelar a mucha gente en el
mundo de hoy: muy bien, si Dios nos ama tanto, aunque no hayamos hecho
nada para servirle, ¿no deberemos permanecer en este estado de total
inmerecimiento, de modo que Dios siga amándonos así? O, en su lenguaje
cortante y en cierta medida técnico, «¿permaneceremos en el pecado, para
que pueda abundar la gracia?». Si Dios quiere librar al pueblo del barro y de
la suciedad en la que está revolcándose, ¿no sería una buena idea permanecer
embarrados, para que Dios nos ame mucho más?
Esta es una imagen de cómo actúa la gracia de Dios. Dios nos ama como
somos, como nos encuentra, que es (más o menos) sucios, embarrados y
cantando sin afinar. Incluso cuando hemos intentado ser buenos,
frecuentemente no hemos hecho otra cosa que empeorar las cosas, añadiendo
orgullo a nuestros otros fallos. Y la inacabable admiración en el corazón de
una genuina vida cristiana es que Dios ha venido a encontrarse con nosotros
exactamente ahí, en nuestra confusión de orgullo y miedo, de barro y
suciedad, y de manifiesta rebelión y pecado.
Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para todo
el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Este resumen, que se encuentra en uno de los más famosos versículos del
Nuevo Testamento (Jn 3,16), dice todo esto. El amor de Dios llega hasta
nosotros allí donde estemos a través de Jesucristo, y todo lo que tenemos que
hacer es aceptarlo. Pero cuando lo aceptamos -cuando acogemos al nuevo
director del coro en nuestro descuidado y desafinado canto moral-
encontramos un nuevo deseo de interpretar la música mejor, de comprender
de qué trata, de sentir las armonías, el dibujo de la melodía, de dominar
correctamente la respiración y la emisión de la voz ... y paso a paso cantar a
tono.
Ahora bien, ¿cómo funciona esto en términos de vida cristiana? ¿Cómo tiene
lugar la transformación moral? ¿Significa que simplemente se nos dan los
diez mandamientos -y tal vez otros muchos también- y se nos dice que nos
apañemos con todo ello? ¿Qué decir del trío fe, esperanza, y caridad del
Nuevo Testamento? ¿En dónde encaja? Y, si realmente existe un nuevo deseo
de cantar a tono, hablando en términos morales, ¿cómo se relaciona con las
virtudes? Y, sobre más allá y por debajo de todo esto, ¿qué ocurre con toda
esta pintura, cuando miramos, no ya a la primitiva predicación cristiana sobre
Jesús, sino al mismo Jesús, a su vida y enseñanza, a su anuncio del reino de
Dios, y a su muerte y resurrección?
Todas estas cuestiones sobre lo que un amigo mío llamaba «cómo pensar
sobre qué hacer», pueden llegar a marearnos. Es como si se nos pide pilotar
un avión teniendo que aprender mientras tanto qué nos dicen los diferentes
instrumentos del salpicadero y cuál es la función de las diversas teclas y
botones que tendremos que utilizar. La buena noticia es que el mensaje
cristiano ofrece un marco en el cual todo ello tiene auténtico sentido: sentido
no solo para los propios cristianos, sino sentido que puede ofrecerse a todo el
mundo; sentido, también, no solo para los individuos sino para comunidades
y naciones.
El resto de este libro explorará cómo es posible realizar todo esto. Estoy
convencido, como he dicho antes, de que todo esto puede desembocar en una
revolución, una revolución en la orientación con que los cristianos afrontan el
problema de «cómo pensar sobre qué hacer» y también, más allá de esto, una
revolución en la orientación con que los seres humanos en general afrontan el
problema de qué significa vivir una vida humana plena y auténtica.
El asunto es este: la realidad total o plena tiene todavía que ser revelada, pero
podemos genuinamente participar anticipadamente de esta realidad final.
Podemos traer algo del futuro de Dios a nuestro propio momento presente. El
razonamiento para esto es que en Jesús ese futuro ya ha estallado, penetrando
en nuestro tiempo presente, de modo que, anticipando eso que vendrá,
estamos también implementando lo que ya ha tenido lugar. Este es el marco
de pensamiento que da sentido a la ética de la virtud del Nuevo Testamento.
Existe, por lo menos, otra posible visión del ser cristiano, corriente en el
mundo occidental. Funciona más o menos así:
Aquí, una vez más, hay gran cantidad de «buenas noticias» con las que la
gente puede vivir, aunque da la impresión de que se ha perdido extrañamente
el corazón del asunto, tal vez porque los intentos de vivir según este esquema
nunca resultan tan exitosos como esperan sus proponentes.
Esto apunta a la segunda revolución, que tiene lugar donde esta propuesta no
solo clarifica y llena de energía la vida cristiana, sino también plantea un
desafío y un interrogante al amplio mundo no cristiano. No es suficiente
perseguir nuestras propias metas en privado, precisamente porque la meta que
tenemos a la vista no es un cielo escapista sino el Reino de Dios de una
justicia reconstituyente y de una alegría sanante, que vienen sobre toda la
creación. Ahora bien, para desarrollar esta posterior evolución debemos
esperar hasta que primero hayamos establecido la visión fundamental
cristiana.
Esta visión revolucionaria de la virtud nos permite, por tanto, acabar bastante
drásticamente con la idea de que el comportamiento cristiano en el mundo
tiene que ver, sobre todo, con las «buenas obras», en el sentido de una buena
vida moral que guarda las normas, etc., y dirigir la mirada hacia la idea de
que el comportamiento cristiano tiene que ver básicamente con las «buenas
obras» en el sentido de hacer cosas que hacen nacer en el mundo la
sabiduría y la gloria de Dios. Por supuesto, también se mantiene aquí una
buena vida moral (es posible que alguien pudiera temer que esto fuera el
principio de una brecha, que condujera a alguna forma de relativismo moral).
Pero como siempre han insistido acertadamente los protestantes, aunque sin
saber siempre exactamente por qué, concentrarse en las buenas obras morales
en sí mismas es poner el carro delante de los bueyes, poner el yo -¡incluso el
yo cristiano!- en el centro del cuadro. La virtud, después de todo, no tiene que
ver precisamente con morales, en el sentido de «conocimiento de los
estándares según los que se debe vivir» o con el «conocimiento de cuáles son
las normas que se supone que uno debe guardar». La virtud, como ya hemos
visto, tiene que ver con la totalidad de la vida, no con opciones
específicamente morales. Aquellos que ponen en primer lugar las normas o
las consecuencias, piensan, a veces, de las opciones vocacionales como si
fueran una especie de rama subordinada de la ética. Y o prefiero pensarlas de
una forma totalmente contraria. Estamos llamados a ser seres humanos
auténticos, portadores de la imagen que refleja a Dios. Esto se concreta en
miles de formas, entre las que no es la menos importante una pasión por la
justicia y un entusiasmo por crear y celebrar la belleza. Las opciones morales
específicas que consideramos como éticas -me permito sugerir- son una
derivación de esta vocación más amplia de reflejar la imagen de Dios.
Una vez que tenemos claro nuestro propio cometido como compañeros de
juego en el gran drama de Dios, somos libres de una forma que no lo
hubiéramos sido si todavía estuviéramos luchando para considerarnos héroes
morales en construcción, para ver qué vocación tan absolutamente admirable
tenemos en realidad y, por consiguiente, para reflejar hasta qué punto esto
funciona en nuestro tiempo actual. En media docena de notables pasajes del
Nuevo Testamento se nos informa de que nuestro cometido futuro en la
nueva creación de Dios será tomar parte en el sabio gobierno de Dios sobre
su mundo, particularmente haciendo juicios que pondrán todas las cosas en su
sitio; y también tomar parte en la alabanza de la creación a su generoso
creador, particularmente llevando esta alabanza agradecida a nuestro hablar
consciente y articulado.
En Génesis 1 Dios crea a los seres humanos a su propia imagen y les concede
soberanía sobre el resto de la creación:
Sería posible escribir toda una novela política basándose en las diferentes
respuestas de la gente a la sugerencia de que los seres humanos deben
«reinar» sobre el mundo. Recuérdese a los dos antiguos filósofos, uno de los
cuales, al salir de su casa por la mañana, despotricaba contra el mundo, sin
parar de reirse, mientras el otro se consumía en lágrimas. De la misma
manera, nos dividimos nosotros nítidamente en dos grupos ante la idea de
unos seres humanos a los que se les concede soberanía sobre el mundo.
Todas las grandes teorías sobre la sociedad humana y sobre la política han
basculado con frecuencia entre estas reacciones a tenor de la experiencia de la
gente. Cualquiera que haya conocido el caos (pensemos en la gente que vivía
en Irak los años que siguieron al derrocamiento de Sadam Hussein) y
cualquiera que haya vivido bajo una tiranía (pensemos en los que vivían en
Albania o en Bulgaria en el antiguo periodo comunista), estarán muy
recelosos de poder volver a una situación parecida.
Ahora bien, ¿es esto lo que el Génesis quiere decir? ¿Qué clase de «reinado»
tiene su autor en mente? Los relatos de creación de los capítulos 1 y 2 del
Génesis, que están entre los más profundos y evocativos jamás escritos, no
contemplan, ciertamente, a unos seres humanos tiranizando la creación.
Intenta hacer esto a un jardín, fuérzalo a hacer lo que tú quieres, lo acepte la
tierra o no, y lo más probable es que crees un desierto. Y lo que tenemos en el
Génesis es un jardín, un terreno lleno de una rica variedad de espléndidos
frutos, con el hombre al mando para cuidarlo, para hacerlo más fructífero, y
(mientras está en ello) para dar nombre a los animales. No hay sugerencia
alguna de que el «reinado en cuestión» sea otra cosa que beneficioso. Los
humanos están para permitir que el jardín florezca y para decir palabras que
traigan un orden articulado a la maravillosa diversidad de la creación de Dios.
Los que vivimos a la sombra de Gn 3 (la rebelión del hombre contra Dios y
contra este proyecto), somos con frecuencia incapaces de ver esta
extraordinaria vocación, porque todo lo que logramos ver es lo que sucede
cuando la autoridad delegada de Dios ha sido objeto de abuso. Eso es lo
único que conocemos demasiado bien: el comportamiento tiránico y abusivo
que ensucia la vida humana, la vida animal, la vida del mundo, ya se realice
(esta tiranía) en la privacidad de un hogar o en el mundo de la política y de
los asuntos internacionales (¿quién se preocupa del florecimiento del
ecosistema, cuando se trata de hacer dinero o se tiene que ganar una guerra?).
Vemos también las diversas formas en que el hombre desprecia con mucha
frecuencia al Dios del jardín, el Dios que hizo al hombre a su imagen. Pero el
relato al que los primeros cristianos volvían su mirada, el relato de Gn 1-2,
insiste en que no era esta la intención de los comienzos. Dios puso al hombre
en el jardín para reflejar su imagen ante el nuevo mundo que estaba creando,
esto es, para que fuera el instrumento presente y visible, gracias al cual se
hiciera realidad su propio cuidado del jardín y de los animales. Si el hombre
lo hacía así, se mantendría en sintonía con Dios.
De hecho, esta sabia norma de los seres humanos sobre el mundo de Dios es
en lo que consiste, al menos en parte, «ser imagen de Dios», como veremos
después con más detalle. La «imagen» no se refiere en principio a algún
aspecto de la naturaleza humana o del carácter que se parezca especialmente
a Dios. Como han mostrado muchos escritores, apunta a la convicción de
que, igual que los antiguos gobernantes podían situar estatuas de ellos
mismos en ciudades remotas para recordar a las gentes sometidas quiénes
eran los que les gobernaban, Dios ha puesto su propia imagen, los seres
humanos, dentro de su mundo para que el mundo pueda ver quién es el que lo
gobierna. No solo ver, sino experimentar. Precisamente porque Dios es el
Dios de un amor generoso, creativo, y exuberante, su manera de gobernar las
cosas es compartir el poder, actuar a través de los que son portadores de su
imagen, invitar a una entusiasta y libre colaboración en su proyecto. Sí,
hubiera sido más fácil, en algún sentido, que Dios hubiera decidido gobernar
él mismo todas las cosas sin intermediarios. Pero eso no hubiera tenido que
ver excesivamente con el carácter. Y «carácter» es aquello a lo que se refiere
la virtud: el carácter, la percepción de que «sí, esta es la clase de persona que
es», que es lo que la gente concluye sobre la base de lo que alguien ha
llegado a ser por opciones habituales. La virtud es lo que sucede cuando esas
opciones habituales han sido sabias. Tanto los escritores judíos como los
cristianos, han sugerido que esta sabiduría refleja la sabiduría del mismo
Creador.
Adorar y reinar: estas son las dos vocaciones del nuevo pueblo en la nueva
ciudad. Este tema que aparece en el libro final de la Biblia, es tan importante
que se repite, de una u otra forma, no menos de cuatro veces, sin contar con
el final de la cita anterior:
Al que nos ama y nos liberó de nuestros pecados con su propia
sangre, al que nos ha constituido en reino y nos ha hecho
sacerdotes para Dios su Padre; al él la gloria y el poder para
siempre. Amén (Ap 1,5-6).
¿Un reino de sacerdotes? Los que están familiarizados con el relato bíblico,
tal vez estén acostumbrados a imaginarse al antiguo Israel como un pueblo
que (en un determinado estadio) poseyó reyes, empezando por Saúl y David,
para continuar tras el exilio con una especie de sombra de realeza; y que
también tuvo sacerdotes, los descendientes del patriarca Leví, y más
concretamente de Aarón, hermano de Moisés. Tal vez no estemos
suficientemente acostumbrados a pensar en Israel como un pueblo que es
todo él, al menos en la intención de Dios, un «reino de sacerdotes», una
nación a la que se le ha confiado el doble cometido de la realeza y el
sacerdocio. En la larga y muchas veces tenebrosa historia que vivió, da la
impresión de que esta vocación quedó frecuentemente sumergida u olvidada.
Pero permaneció en alguna medida dentro de la memoria corporativa del
pueblo. Y sale a la superficie de nuevo dramáticamente en el Nuevo
Testamento.
Esta vocación tiene también sus raíces en Gn 1-2. Si leemos estos capítulos
desde el punto de vista del judaísmo desarrollado del Exilio y del posterior -
cuando según muchos investigadores el grueso del Antiguo Testamento fue
editado tal como aparece en su forma presente-, entonces puede quedamos
claro que el papel asignado al Hombre en la creación era visto no solo como
«real» (dominio de la creación como en las citas más antiguas del Génesis),
sino también como «sacerdotal». El hombre era simultáneamente el portador
del gobierno sabio de Dios sobre el mundo y también la criatura que llevaría
la lealtad y la alabanza de esta creación a su creador en una obediencia
consciente y amorosa. La vocación real y sacerdotal de todos los seres
humanos parece consistir en esto: hacer la conexión entre Dios y su creación,
llevando la sabiduría y el generoso orden de Dios al mundo, y dar una voz
articulada a la alabanza agradecida y alegre de la creación hacia su hacedor.
Primero, la visión que presenta Juan del huésped celestial que da culto a Dios
y al Cordero en los capítulos 4 y 5, se parece mucho a un «salón del trono»,
ese lugar donde un emperador o gran monarca tendría su corte y estaría
rodeado de su séquito. Algunos han sugerido que Juan construye
deliberadamente una escena en la que el salón del trono de Dios eclipsa
dramáticamente el salón del trono del César (o de cualquier otro monarca
mundano). Este es el verdadero gobierno imperial y es ejercido a través del
Cordero degollado y de sus seguidores, que adoptan su camino de humildad y
sufrimiento.
Aquí hay una visión del destino último de los seres humanos redimidos que
queda anticipada ya en el presente. En el Nuevo Testamento, la meta final de
los seres humanos no es simplemente la eudaimonía o cualquier variación
sobre ella. No es una meta centrada en sí misma, la compleción de un carácter
humano que ya es capaz de mantenerse por sí mismo -digamos- en un heroico
aislamiento. Los primeros cristianos desafiaban implícitamente la tradición
filosófica desde Aristóteles hasta sus días, no abandonando el marco de una
vida dibujada por la meta hacia la que se dirige, sino ofreciendo una meta
distinta. La meta es la realización plena de la tarea para la que, según Gn 1-2,
habían sido hechos en primer lugar los seres humanos, la tarea a la que, según
el Éxodo, había sido llamado Israel. Es la tarea de ser «sacerdocio real», el
término medio clave en la sabia regla de la creación por su Creador, y
también en la alabanza que se eleva hacia el mismo Creador, procedente de la
propia creación. Si queremos entender la virtud -si queremos aprender con
antelación el lenguaje que tendremos que aprender para hablar en el nuevo
mundo de Dios-, estos son algunos de sus principales rasgos. Culto y
gobierno produciendo justicia y belleza: he aquí las principales vocaciones
del pueblo de Dios redimido. Y los hábitos del corazón y la mente, así como
la vida a la que somos llamados, están diseñados para formarnos
gradualmente y poco a poco como pueblo que puede llevar adelante, con la
«segunda naturaleza» duramente ganada a la que llamamos virtud, estas
tareas libre y alegremente.
El otro pasaje del Nuevo Testamento donde se afirma con toda obviedad y
explícitamente la misma vocación, haciéndose eco directamente de Éx 19, es
1 Pe 2. En y a través de la acción de Dios en Jesucristo ha venido a nacer un
nuevo templo formado no por ladrillos y cemento sino por seres humanos;
ese es el núcleo de lo afirmado aquí. Pero para poder ver exactamente qué
significa esto, debemos hacer una pausa y reflexionar todavía más sobre el
significado del templo de Jerusalén para el pueblo judío.
Incluso en los propios relatos sobre la creación, se pueden escuchar ecos del
templo. Para decirlo de otra manera: cuando el templo fue construido (y su
antecedente, el tabernáculo del desierto), fue diseñado de tal manera que
pudiera ser un «microcosmos», un «pequeño mundo», una creación en
miniatura. Sus dimensiones, su mobiliario, su ornamentación, las vestiduras y
actividades de sus sacerdotes, pretendían reflejar y resumir la realidad misma
del gran cosmos. Lo fundamental de todo ello era, por supuesto, que el
templo era donde el Dios de Israel, el Creador, había prometido venir y
habitar para vivir en medio de su pueblo. Cuando los sacerdotes realizaban su
trabajo en el templo, celebraban y llevaban a cabo el hecho de que el Dios
que había prometido llenar toda la creación con su presencia y su gloria, lo
estaba haciendo exactamente, muy cerca y con total concentración, en un
lugar y edificio determinados. Pero los sacerdotes no eran los únicos
profundamente implicados en ello. El templo estaba planeado, construido,
dedicado y posteriormente purificado por los reyes de Israel. Por
consiguiente, el templo reunía a un tiempo las vocaciones sacerdotal y real.
Nunca se pensó que el templo fuera algo retirado o sacado del mundo, un
lugar santo seguro, donde uno podría estar sin miedo en la presencia de Dios,
a buen recaudo de todas las maldades exteriores. El templo era un signo que
anticipaba lo que Dios quería hacer con y por toda la creación. Cuando Dios
llenaba con su presencia la casa, era un signo y un anticipo de su intención
última, que era llenar todo el mundo con su gloria, presencia, y amor. Igual
que en Éx 19 Dios dice a los israelitas que todo el mundo le pertenece, antes
de decirles que van a ser un pueblo especial con el encargo de servir a este
mundo, el tabernáculo en el desierto y el templo en Jerusalén son vistos
como, en algún sentido alucinante, una anticipación de una realidad mucho
mayor que todavía tendría que venir.
Aquí, al igual que ocurre con muchos otros pasajes del Nuevo Testamento,
Pedro asume la vocación fundamental de Israel y declara con audacia que
ahora se ha cumplido plenamente esa vocación de Israel. «Plenitud de Israel»
significa, en primer lugar, Jesús mismo, Mesías de Israel; pero además, la
vocación se extiende a todos aquellos que le siguen y le pertenecen. Jesús es
la verdadera «piedra viva» y sus seguidores son las «piedras vivas» con las
que se ha de construir el verdadero templo, trayendo a todo el amplio mundo
la presencia de Dios, llevando adelante la misión de declarar las acciones
poderosas y liberadoras de Dios y comenzando la obra de completar el Reino
mesiánico de Jesús en todo el mundo. Esto es lo que significa ser «sacerdocio
real».
¡Cuánto más, ellos reinarán! ¿Qué es lo que dice y por qué lo dice? Esto,
junto con la revelación, es el signo indicador de que la visión cristiana de una
existencia genuinamente humana, va más allá de la «felicidad» de Aristóteles,
conduciendo al mismo tiempo también a una esfera diferente. Aristóteles
soñaba con un mundo en el que los seres humanos pudieran aprender las
virtudes, de forma que fueran capaces de ejercer el liderazgo en el orden
político de la ciudad de la antigua Grecia. Pablo habla de un mundo en el que
a los seres humanos se les pondrá al frente de toda la creación. De hecho, nos
retrotrae al auténtico fundamento de lo que significa ser hombre. Aquí hemos
de comenzar si queremos ver cómo «ser hombre» puede convertirse en un
arte que podemos practicar, un lenguaje que podemos aprender, una meta, un
télos, hacia la que podemos comenzar a dar pasos serios aquí y ahora.
Es este uno de los pasajes paulinos más densos, que reúne varios mundos de
referencia, grandes e interconectados. Se refiere al nuevo templo lleno de la
gloria de Dios y (a través del Espíritu) de su presencia. Se refiere a la nueva
humanidad, llamada a una vida que anticipe el definitivo status de
«sacerdocio real» mediante el desarrollo de un carácter apropiado. Y se
refiere al Dios vivo, que crea este «nuevo templo» por medio de Jesucristo,
para llenarlo después con su propia presencia.
Muy bien. Si este es el télos, la meta para la que fuimos creados (por decirlo
una vez más: caigamos en la cuenta de qué diferente es esto de cualquier
clase de «felicidad aristotélica» y también de qué diferente es de muchas
visiones pretendidamente cristianas de un «arrobamiento redimido»),
debemos plantear esta pregunta: ¿cómo se anticipa al presente esta «gloria»?
¿Cómo aprendemos en el presente los hábitos mentales y del corazón que nos
ponen en la dirección de este Reino final? Volveremos sobre esto más tarde
con mayor detalle; pero démonos cuenta ya desde ahora, dentro del contexto
inmediato de Rm, de las dos respuestas sumamente claras que ofrece Pablo.
El camino para anticipar esta «gloriosa soberanía» al presente, no es, como
podrían imaginar los escépticos, un régimen que permita gestionar las cosas,
aprendiendo la forma de oprimir y de ser autoritario y tiránico. Los dos
caminos que subraya son: la santidad y la oración.
De modo que es algo para aquellos que pertenecen al Mesías, aquellos que,
de hecho, son sus coherederos. Dios ha prometido al Mesías que le daría en
herencia el mundo entero (Sal 2,8ss.; otro pasaje de la Escritura muy querido
para Pablo). Ahora se ve que esta «herencia» del mundo entero ha de ser
compartida con todo el pueblo del Mesías. De esto es de lo que trata Rm
8,18-30. Ahora bien, si ellos están llamados a ser el pueblo de Dios libre y
liberador, entonces deben aprender a vivir como pueblo de Dios libre,
superando el hábito de la esclavitud -sí, la esclavitud es tanto un hábito de la
mente, como un estado físico- y aprendiendo el arte de un vivir libre y
responsable. Por decirlo de otra forma: si este pueblo ha de asumir una
responsabilidad redentora sobre toda la creación, debe anticiparla asumiendo
también una responsabilidad redentora en el momento presente sobre esta
parte concreta de la creación sobre la que tienen el más evidente control, a
saber: sus propios cuerpos.
Así pues, en el corazón del que se puede considerar el más grande capítulo de
la sin duda más grande de sus cartas, Pablo expone el modelo de la presente
anticipación del futuro. En esto consiste la virtud. La esperanza es que todos
aquellos que están «en Cristo» y están habitados por el Espíritu, reinen
finalmente en gloria sobre la creación entera, asumiendo así, por fin y para
siempre, el papel encargado a los hombres en Gn 1 y en Sal 8, y
compartiendo la herencia y la obra definitivamente liberadora del propio
Mesías, como aparece en Sal 2. Y si este el télos, la meta, ha de ser anticipada
en el presente instaurando hábitos de santidad y de oración.
Otros tres pasajes del Nuevo Testamento completan esta visión del futuro
prometido por Dios y de la forma en que ha de ser anticipado al presente. En
primer lugar, tenemos otro pasaje paulino, que sospecho que, como resulta
muy sorprendente para muchos lectores modernos, se silencia y se olvida
rápidamente:
Como de costumbre, cuando Pablo dice: «¿No sabéis...?», como hace aquí
dos veces en una rápida sucesión, nosotros queremos responder: «No,
realmente no sabemos». Pero Pablo parece tener las cosas muy claras.
Llegará un día en que habrá un juicio y entonces serán descubiertos los
secretos de todos los corazones (Rm 2,1-16; 14,10; 1 Cor 4,5; 2 Cor 5,10;
etc.). El propio Jesús será el juez supremo (Rm 2,16; Hch 17,31). Pero, al
parecer, dentro de esta actividad enjuiciadora, «los santos» tendrán un
cometido como gran pueblo de Dios. Esto es lo que, según este pasaje, espera
Pablo que los corintios den por descontado.
-No alquiléis abogados paganos -dice-. Uno de entre vosotros tendrá todo lo
necesario. Después de todo, en el nuevo mundo de Dios, todos vais a ser
jueces.
Tal vez, esto pueda explicar también el segundo pasaje de 1 Cor, donde
Pablo, hablando con gran ironía, reprende a sus oyentes por la forma en que
están dándose importancia:
Las frases que aparecen aquí como preguntas, pueden leerse también como
afirmaciones irónicas. La respuesta de Pablo muestra que él piensa que estas
fanfarronadas están vacías, pero también que subyace a ellas un punto
teológico importante: se les ha dicho que son reyes en un sentido nuevo, pero
su actual forma de comportarse choca sencillamente con el viejo sentido
normal en el que la gente «importante» se pone a sí misma por encima y se
da importancia. Esto, sin embargo, no socava la llamativa pretensión
realizada al final del capítulo anterior:
Cuando empecé a estudiar teología, alguno de los autores cuyos trabajos leía,
debatían desesperadamente entorno al sermón de la montaña (Mt 5-7; una
versión algo diferente del mismo material se encuentra en Lucas 6.20-49).
Todo el mundo sabía, por supuesto, que según el evangelio grande y glorioso
predicado por san Pablo, la persona era justificada por la fe, no por la obras.
Entonces, se preguntaban los estudiosos, ¿por qué Jesús parecía empezar su
predicación diciendo a la gente cómo debían vivir, qué debían hacer y qué
tenían que evitar? Seguramente, darles normas de vida les animaría a adquirir
malos hábitos espirituales y a imaginar que ellos solos, con su propio
esfuerzo, podrían ser lo suficientemente buenos ante Dios.
Esta manera de leer los evangelios sigue siendo popular y hasta cierto punto
saludable. De hecho, no pocas personas maduras están aprendiendo a leer
cualquier escrito con un interrogante en su expresión, ya sea el periódico de
la mañana (en el que los periodistas pueden mal interpretar ciertas cosas para
contar la historia que quieren contar, por ejemplo, más que lo que realmente
ocurrió), o cualquier texto sagrado (¿podemos confiar en él?, ¿quién lo
escribió y por qué?). De la misma manera, mucha gente supone que aprender
a leer el Evangelio exige aprender a leer entre líneas y a descubrir que este no
transmite lo que realmente ocurrió con Jesús, sino la teología de Mateo (o la
de Marcos, Lucas, o Juan), o también la vida de sus comunidades, etc.
Todo esto parece maduro, sofisticado, adulto. Y, por supuesto, a cierto nivel
lo es. Todos los que escriben historia, todos los que escriben un artículo en un
periódico sobre «lo que pasó ayer», y de igual modo, todo el que dice a
alguien «lo que acabo de ver en la calle», selecciona y arregla el material.
Uno no puede decir todo y, si lo intentara, se pasaría con ello todo el día, lo
que sería sumamente aburrido. Así pues, todos seleccionamos y arreglamos
nuestros materiales y cualquiera que lea lo que escribimos, intentará, como
primera providencia, descubrir por qué hemos hecho las cosas de esa manera.
En la zona del mundo en la que vivo, hay tres equipos de futbol que
alimentan una enorme rivalidad local. Siempre que juegan uno contra otro, es
fascinante leer los relatos en los diferentes periódicos locales. Obtienes muy
diferentes puntos de vista sobre si el árbitro estuvo en lo cierto al conceder
ese crucial penalti o si el extremo izquierda estaba realmente en fuera de
juego; si ambos jugadores que estaban peleando deberían haber sido
expulsados, o tan solo uno. Pero en cualquier caso, todos los periódicos dirán
quién ganó el partido, cuál fue el resultado, etc. Si pensáramos que se lo
estaban inventando, lo primero que haríamos sería no comprar los periódicos.
Por una parte, existe una correspondencia directa, en la que el estado futuro
queda anticipado exactamente en los hábitos presentes de vida: humildad,
mansedumbre, misericordia, pureza y paz. Cuando llegue el reino final, no
dejaremos de ser mansos, humildes y puros. («Ya está bien de todo eso.
Ahora podremos ser lo que siempre quisimos, es decir, orgullosos, arrogantes
e impuros»). No: estas cualidades brillarán a través de todo, con más fuerza.
-Ahora que estoy aquí, está despuntando el nuevo mundo de Dios; y una vez
que lo hayas descubierto, verás que estos son los hábitos del corazón que
anticipan ese nuevo mundo aquí y ahora.
La mayor parte del resto del sermón, no obstante, puede llevar al lector
ocasional moderno por un derrotero distinto. Se debe evitar no solo el
asesinato sino el odio, no solo el adulterio sino la lujuria, etc. (Mt 5,21-47);
cuando das dinero, rezas, o ayunas, debes querer hacerlo realmente, no
simplemente hacer el gesto (6,1-18). Todo esto podría parecer como si Jesús
estuviera encomendando «autenticidad» en línea con todo el movimiento
romántico o con el existencialismo, es decir: la forma exterior no importa; lo
que importa es la actitud del corazón. Pero una vez más el sermón no puede
ser rebajado a las categorías ofrecidas por nuestro discurso moral
contemporáneo, como si Jesús estuviera realmente diciendo lo que alguno de
los pensadores de hoy ha pretendido.
De hecho, Jesús está invitando a sus oyentes a algo mucho más radical: una
anticipación de lo que podemos llamar autenticidad escatológica. Sí, llegará
un tiempo en que el pueblo de Dios le servirá y amará; y vivirá la genuina
humanidad de la que la antigua Ley había hablado, «naturalmente» y desde el
corazón. Pero esto será una segunda naturaleza otorgada por Dios, una nueva
manera de ser hombre. Y ahora todo esto lo puedes poner en práctica,
aunque sea difícil, porque Jesús está aquí inaugurando el Reino de Dios. No
sucederá «automáticamente», precisamente porque Dios quiere que seamos
humanos y no muñecos, por así decirlo. Tendremos que pensar sobre ello,
peleado, orar pidiendo gracia y fortaleza; pero por lo menos ahora está a
nuestro alcance. No se puede resumir toda la pregunta «¿cómo comportarse?»
en la orden «debe venir naturalmente y, si no, el comportamiento no es
auténtico». Jesús lo expresó de forma muy diferente al decir: «Seguidme y la
autenticidad empezará a surgir». La autenticidad que realmente importa es
vivir de acuerdo con la genuina condición humana, a la que eres llamado por
Dios. Lo que la Ley antigua quería realmente -una vida humana genuina que
refleje la gloria de Dios en el mundo- empezará a surgir.
-Si quieres ser perfecto (completo, téleios), entonces ve y vende todas tus
12
posesiones, entrégalas a los pobres, ven y sígueme
Ciertamente no. Jesús pensaba en algo mucho más radical, algo que
conformaría decisivamente el emergente movimiento de sus seguidores. Esto
es lo que dejó a Jesús y a sus primeros discípulos dramáticamente en el
margen en su búsqueda de algo que podemos llamar virtud. Básicamente,
Jesús creía que el futuro de Dios solamente podría asentarse plenamente si las
fuerzas que se le oponen -las fuerzas del caos y la destrucción, del odio y la
sospecha, de la violencia y el orgullo, del egoísmo y la ambición- resultaran
confrontadas y vencidas, y no simplemente acompañadas por la alegría de
una nueva alternativa. Esto estaba en el centro de su forma de entender su
propia vocación real y sacerdotal. A través de su lectura, fresca y piadosa, de
las Escrituras de Israel, Jesús llegó a creer que su confrontación y derrota
llegaría a través de los papeles gemelos de rey y sacerdote: el Mesías de
Israel dando la batalla por el Reino a través de su propio sufrimiento y
muerte, y a través del auténtico Sacerdote de Israel, que ofrece al Dios de
Israel un sumiso sacrificio en el corazón del nuevo Templo. Y como un
asunto vocacional demasiado profundo para que nosotros lo comprendamos
plenamente, Jesús estaba convencido de que él mismo era el Mesías de Israel
y el Sacerdote de Israel, y que por ello sufriría el destino de traer esa victoria
ofreciendo su obediencia.
3
La futura muerte de Jesús y su propia y profunda comprensión de las
Escrituras, que le llevó no solo a esperarla sino a interpretarla con
anticipación, está muy ligada, de hecho, al anuncio del Reino de Dios y a la
invitación hecha a sus seguidores para comenzar enseguida a aprender su
lenguaje. Así al menos parecen decirlo los cuatro evangelios. Para ellos no
hay una clara separación entre el anuncio del Reino de Dios y su muerte
venidera. Ambas realidades permanecen muy unidas. Esto nos lleva a
enfrentamos cara a cara con un problema muy presente dentro de todo el
cristianismo occidental y que, a no ser que lo afrontemos con decisión,
impedirá cualquier intento de comprensión de la vida de la virtud (cristiana) a
la que Jesús nos llama. Dejamos para más tarde la pregunta sobre la relación
de todo ello con los otros esquemas de virtud que se ofrecen en el mundo
antiguo o moderno.
Tampoco dijo:
-Te acepto como eres, por lo que puedes hacer lo que te venga en gana de
forma natural.
Dijo:
Jesús habría dicho, por supuesto, que el que está del revés es el mundo actual.
Él venía para ponerlo de nuevo en el lugar correcto. Ese cambio de
percepción es el desafío del Evangelio que predicó y vivió, y por el que
murió.
Jesús creía y enseñaba que los seres humanos en general, también el pueblo
de Dios de Israel, tenían una enfermedad del corazón, a la que no afectaban
todos los intentos de mejora personal. Si se quería establecer realmente el
proyecto del Reino de Dios llevando a los hombres a una nueva vida y a una
nueva vocación, cuyo lenguaje entonces tendrían que aprender, habría que
afrontar esta enfermedad. La corrupción y decadencia del viejo mundo y del
viejo corazón humano, los hábitos y modelos de pensamiento, imaginación y
vida, deberían ser no solo reformados sino suprimidos.
Todo esto significa que el resumen de la frase del capítulo anterior, la idea de
que el pueblo de Dios es un sacerdocio real, es algo que está firmemente
enraizado en la obra misma de Jesús. El destino real, sacerdotal, de los seres
humanos ha renacido únicamente porque el Hombre esencial, el único Hijo
de hombre, estaba siendo a la vez rey y sacerdote. Jesús vino para inaugurar y
dar cuerpo al gobierno soberano y salvador de Dios dentro de su creación;
vino para dar cuerpo también a la muy esperada y fiel obediencia de toda la
creación, de la humanidad y, particularmente, de Israel. En el centro de
ambas vocaciones -el movimiento soberano de Dios hacia su creación y el
agradecido y obediente movimiento de vuelta de la creación a su hacedor-
encontramos en los evangelios el movimiento no solo del pensamiento sino
de la acción, una acción que lleva directamente a la cruz. La cruz es el lugar
donde el Dios verdadero derrotó a los falsos dioses y estableció, en una
profunda y sonora paradoja, su Reino tanto en la tierra como en el cielo. La
cruz es el lugar en el que por fin se ha ofrecido como repuesta total a su amor
una obediencia fiel y agradecida, aquella que Dios había buscado desde la
creación, desde la implantación de su imagen en los hombres y desde la
elección de su pueblo. Ciertamente hay mucho más que decir sobre el
significado de la cruz; nunca, desde luego, menos.
Así pues, Jesús fue tanto rey como sacerdote. Este juicio teológico anticipa
en tres dimensiones y con gran ironía toda la historia de su entrada mesiánica
en Jerusalén y la limpieza del templo, su arresto y «juicio» ante el sumo
sacerdote y, finalmente, su presencia ante el representante del César. Por
tanto, en su resurrección, es ahora rey y sacerdote, y nos llama a sus
seguidores, en un asombroso acto de gracia y con la fuerza de su Espíritu, a
unimos a él practicando este doble ministerio en nuestras vidas y en nuestro
mundo. Toda la virtud cristiana se encierra en esa vocación, enraizada en el
único logro de Jesús y mirando hacia un nuevo mundo, donde se acometerá la
tarea de ser «reyes y sacerdotes», un «sacerdocio real». El objetivo final de la
vida humana, el télos que el Nuevo Testamento sostiene como la verdadera
realidad, de la que el eudaimonía de Aristóteles fue una aproximación
pagana- se dio en Jesús. Él es el «fin», la meta, como lo dice el himno:
Por tanto, desde el punto de vista cristiano, la virtud no puede ser concebida
únicamente en términos de viaje individual, a partir de un principio estático
hacia un destino futuro. Pertenece a un final que ya ha comenzado, a una
escatología que ya ha sido inaugurada. La virtud, en la gran tradición
filosófica, siempre ha dicho:
Esta es la forma de decir, como siempre han hecho los teólogos cristianos,
que todo es gracia. Una vez que se ha realizado el ajuste, encontramos que la
dinámica interna de la virtud -el sentido de un carácter que debe ser
moldeado por una perspectiva de futuro y formado por un pensamiento
cuidadoso, unas opciones difíciles y un esfuerzo moral- no está minado, sino
más bien exaltado. Por todo esto decimos, como los sabios teólogos cristianos
siempre han dicho, que la manera de trabajar de la gracia es mediante el
Espíritu Santo, que nos permite convertirnos, por fin, en verdaderamente
humanos. De aquí que se solape con Aristóteles y su diferencia radical.
Llegar a ser sacerdocio real, llegar a ser hombres auténticos, siempre implica
una batalla, una lucha y, a menudo, una aparente derrota. Así ocurrió con
Jesús; así también con sus seguidores una y otra vez. Pero entre estos
seguidores ha crecido la virtud, una cualidad del carácter en la que el sermón
de la montaña se ha hecho realidad, en la que cosas importantes han venido a
sustanciarse a través de vidas humanas. Y en el centro de este fenómeno
encontramos, sí, el corazón humano.
Podemos aceptar que la respuesta no fuera bien recibida por muchos de los
judíos del siglo I, como no lo es por muchos pensadores contemporáneos que
tienen una visión «liberal» u «optimista» de la naturaleza humana.
(Recordemos el comentario anteriormente citado de Arthur M. Schlesinger
sobre los que asumen la bondad sin mezcla de impulsos espontáneos). Sin
embargo, la respuesta debe darse y es esta: así es justamente como es. El
diagnóstico es acertado. Los alimentos impuros (sucios) son únicamente un
símbolo de algo más y ese algo más reside dentro, en la profundidad del
corazón humano. La lista de los horrores de los versículos 21-22 -
inmoralidad, robo, asesinato, etc. nombra con vergüenza las características
que no son meramente comportamientos «aprendidos», como si fueran
añadidos accidentales a una, por lo demás, pura naturaleza humana.
Lamentablemente estas son cosas sobre las que no tienes que trabajar. No
tienes que pasar por el trago de cómo practicarlas duramente porque son muy
difíciles y exigentes. No: ellas brotan desde dentro libres y espontáneas,
incluso desde dentro de aquellos de nosotros que estamos educados en
tradiciones piadosas de devoción, culto, estudio y autonegación. Desde luego
pueden ser estimuladas y fortalecidas por circunstancias o decisiones
particulares; como cualquier otro modelo de conducta, pueden remodelar el
entramado del cerebro, para pasar a ser algo automático, pero no tienen que
ser pensadas y practicadas conscientemente para estar presentes. Son la
autentica suciedad.
Pero ¿cuál es la razón por la que Jesús llama la atención sobre todo esto? ¿Ha
venido simplemente a decir a la gente que tiene una enfermedad incurable?
Por supuesto que no. Habla de sí mismo como un doctor que viene a visitar al
enfermo (Me 2,17), pero -como veremos gradualmente está convencido de
que su proyecto de Reino contiene en su centro la curación de esta
enfermedad mortal, de este sucio corazón. Perdona con su autoridad, cura al
enfermo (incluyendo a aquellos cuyas enfermedades los han convertido
técnicamente en «sucios»; por ejemplo, Me 5,24b-34); expulsa a los espíritus
inmundos (Me 5,1-20). Además, advierte contra una limpieza superficial que
deje el corazón intacto (Me 7,1-8; Mt 12,43-45). Ahora bien, no hace
públicas estas advertencias sobre «la suciedad» para decir: «Así eres y así
seguirás siendo», aunque es evidente que, si sus oyentes no se arrepienten,
eso será verdad. De alguna manera, su intención es que aquellos que
escuchan y aceptan el anuncio del Reino, tengan limpios sus corazones. Él
está haciendo el trabajo de sacerdote real, que ofrece soberanamente esa
limpieza de corazón de la que las prácticas regulares del templo, ordenadas
por Dios, eran un anticipo simbólico (aunque finalmente ineficaces).
Todo esto se daba por sabido en la Iglesia primitiva, como podemos ver, por
ejemplo, en Hch 15,9, donde Pedro habla del Dios que «limpia los corazones
de los gentiles conversos a la fe». Vemos lo mismo en 1 Jn 1,7, que declara
que «la sangre de Jesús nos limpia de todo pecado». Jesús mismo, en los
llamados discursos de despedida en el evangelio de Juan, afirma, casi en un
aparte, que sus discípulos están «limpios gracias a las palabras que os he
comunicado» (Jn 15,3). Tres hechos diferentes: la fe en Jesús, su sangre y su
palabra, pero un solo resultado: limpieza.
Tenemos buenas razones para suponer que Jesús tenía en mente el pasaje de
Jeremías porque habló en la última cena de establecer una nueva alianza, en
la que los pecados quedaran perdonados (Mt 26,28; Le 22,20). Los
manuscritos tienen distintas variaciones en estos puntos, pero el tema general
del conjunto está claro). Su ministerio había empezado con el bautismo de
Juan, un baño con agua para señalar un principio completamente nuevo para
Israel como parte de la base del establecimiento del Reino de Dios. Detrás,
tanto de Jeremías como de Ezequiel, aparece el Deuteronomio, que habla de
amar a Dios con todo nuestro corazón (6, 5), y después, cuando
aparentemente todo ha fallado y la alianza se ha roto (28,15-68), se refiere
también a Dios que «circuncida tu corazón» para que, después de todo, le
ames con toda el alma y todo el corazón (30,6), con el resultado de la
renovación de la alianza y el restablecimiento de Israel.
Pocas dudas debe haber de que Jesús se veía a sí mismo como heredero de
esas tradiciones, con la vocación de convertirlas en realidad. Todo lo que dice
a sus seguidores sobre sus vidas y sus corazones, nace de ese punto; todo lo
que sus primeros seguidores creían sobre sí mismos y sobre su vocación en
los años posteriores a su resurrección, nos indica que compartían la visión de
Jesús. El Reino que Jesús vino a traer, debe enraizarse y cumplirse mediante
los corazones limpios y ablandados de sus seguidores.
Pero todo esto tampoco sucede simplemente porque los seguidores de Jesús
firmen como «discípulos». El relato evangélico lo deja claro: cuando truena,
todos le abandonan y escapan. Indudablemente, no podemos psicoanalizarlos
en la distancia, ni emprender un cuidadoso examen de su estado espiritual.
Estaban en una posición única, eran, sin duda, unos privilegiados al estar con
el mismo Jesús, al tener suficiente fe para seguir y, sin embargo, una y otra
vez se muestran incapaces de comprender lo que estaba ocurriendo ante sus
ojos o de responder a ello apropiadamente. Dentro del guión de la propia
historia, también necesitaron los sucesos de la muerte de Jesús y de su
resurrección, antes de que la obra del Reino se asentara en ellos con toda su
fuerza transformadora. (Ese es el punto del críptico versículo de Jn 7,39: «el
Espíritu no estaba todavía disponible, porque Jesús aún no había sido
glorificado»). Ahora bien, cuando la obra del Reino les engancha realmente
por completo, como ocurre en «Pentecostés», aparecen como personas
radicalmente cambiadas; no perfectas todavía, como lo revela Hechos de
forma muy dolorosa, pero transformadas de dentro a fuera de una manera
cuya única explicación podía ser una combinación de profecías de la
Escritura, de sucesos concernientes a Jesús, y de una nueva fuerza que latía
dentro ellos. Y con eso descubrieron que la intención declarada de Jesús de
establecer el Reino de Dios en la tierra como lo estaba en el cielo, se había
hecho realidad, aunque una vez más, no de la misma manera que ellos -judíos
del siglo 1- habían imaginado.
Más bien se había hecho realidad a través de la derrota, por parte de Jesús, de
los poderes corruptos, del pecado y la muerte, así como de su propia
conversión en el Reino en-persona y el templo-en-persona. El mismo cuerpo
resucitado de Jesús era el trozo de «tierra» que debía ser colonizado ya por la
poderosa energía que da la vida y la gloria del «cielo». Los discípulos, como
seguidores de Jesús, fueron entonces encargados de establecer el Reino no
mediante conquista militar ni mediante ningún otro medio mundano, sino
anunciando a Jesús como auténtico Señor del mundo y convocando a la gente
a creer en él y a conocer sus curaciones, liberando su poder en sus propias
vidas y en sus comunidades. En otras palabras, la evidencia del cambio en los
corazones de los discípulos es que ellos se convierten a su vez en
«transformadores» de corazones o, más bien y como ellos lo habrían
expresado, en instrumentos de la obra de Dios para el cambio de los
corazones (nótese cómo llamaba Pablo a Dios «el busca corazones» en Rm
8,27). Y parte de su tarea durante todo el tiempo, era sufrir persecución y
peligros, para llegar a ser los que trajeran el Reino y llevaran la gloria. El
camino del Reino y el camino de la cruz eran uno y el mismo para ellos,
como lo era para Jesús.
¿Qué nos dice todo esto sobre la virtud cristiana? Sencillamente esto: que la
vida a la que Jesús llamó a sus seguidores era la vida del Reino -más
específicamente, el anticipo del Reino-, la vida que requirió a la gente para
que fueran agentes del Reino, a través de los medios del Reino. Podemos
resumirlo como lo hacen 1 Pe y Ap, haciéndose eco de la antigua llamada de
Israel: ellos iban a ser reyes y sacerdotes. Los hábitos y prácticas del corazón,
y la vida a que eran llamados, eran los hábitos y prácticas que con
anterioridad demostraron que el Reino de Dios estaba de hecho enderezando
el mundo de forma correcta, limpiándolo para que se convirtiera en morada
de la gloria de Dios. Y esa obra empezaría en sus propios corazones, mentes
y vidas, para que pudiera funcionar mediante sus propios corazones, mentes y
vidas.
Frente a todas esas ideas se presenta toda la tradición desde Jeremías con sus
advertencias acerca del corazón engañoso, pasando por Juan el Bautista con
sus advertencias acerca del hacha puesta sobre la raíz del árbol, por Pablo con
sus advertencias de que si la justificación hubiera llegado con la Ley, el
Mesías no habría necesitado morir, pasando por Ambrosio, Agustín, Lutero,
Kierkegaard y muchos otros más, y pasando, por supuesto, por el mismo
Jesús. Él no iba por ahí diciendo: «Así es como se hace; imitadme»; sino que
decía: «El reino de Dios está en camino; coge tu cruz y sígueme». Solamente
cuando aprendemos la diferencia entre esos dos retos, podemos captar el
corazón del Evangelio y con ello la raíz principal de una renacida virtud.
Este puede ser el significado también de esos pasajes en los que Pablo habla
de «imitar al Mesías» o, al menos, imitarle a él, Pablo, como él, a su vez,
imita a Jesús. Así, en 1 Cor 11,1, Pablo dice: «Imitadme, como yo imito al
Mesías», resumiendo un punto concreto, a saber: que uno no debe ofender
sino más bien tratar de no complacerse a sí mismo y buscar el bien de los
demás (1 Cor 10,32-33). Esto curiosamente encaja muy bien con Rm 15,2-6.
En este pasaje, Pablo sigue hablando del voluntario vaciarse del Mesías y su
consiguiente glorificación. Esto se tiene que ver con el sorprendente atractivo
de la unidad de corazón y mente de 2,1-5 y al mismo tiempo constituye la
base para la consiguiente llamada a «trabajar por tu salvación con temor y
temblor» (2,12), lo que creo que efectivamente significa: «Piensa con mucho
cuidado los nuevos modelos de vida a los que te has comprometido gracias a
la "salvación", que te pertenece en el Mesías». Una vez más, recordamos que
la muerte y resurrección de Jesús inauguraron verdaderamente un nuevo
modelo de vida. Nadie en el mundo antiguo, pagano o judío, habría nunca
imaginado vivir así. Jesús sí lo había hecho y el sermón de la montaña mostró
que él esperaba que sus seguidores también lo hicieran. Estas exhortaciones
paulinas muestran que, por lo menos, algunos seguidores de Jesús se lo
tomaron muy en serio.
En este sentido, ¿puede Jesús ser visto entonces como ejemplo de virtud? A
primera vista nos inclinamos a contestar que no o, al menos, no en el sentido
normal. Los primeros cristianos estaban convencidos de que Jesús tenía la
categoría de ser único: era ciertamente un ser humano completo y sometido a
tentaciones como todos lo estamos, pero también era uno con el Único, «a
través del cual fueron creadas todas las cosas». ¿Tiene sentido pensar que
este Jesús tiene que recorrer el mismo proceso de laborioso aprendizaje, en
términos de conflicto moral, que el resto de nosotros tenemos que afrontar?
Después de todo, esto suena bastante como lo que hemos estado diciendo en
términos de virtud. Incluso Jesús tuvo que aprender lo que significaba
obedecer, cuando él no quería hacerlo. A medida que su sufrimiento
aumentaba, iba descubriendo más y más lo que significa en la práctica la
obediencia. El resultado fue que él se convirtió en téleios, «perfecto» y
«completo» (Heb 5,9); no que antes de eso él hubiera sido imperfecto en el
sentido de pecaminoso, sino que en ese momento aún no había alcanzado el
grado de madurez de un ser humano completamente desarrollado, como el
que llegó a ser una vez terminado ese trabajo. Y eso, como indica el amplio
contexto de Heb, es lo que los cristianos deben hacer. Porque ellos están
empezando desde un punto de partida diferente -el de los pecadores
perdonados ,que aún están expuestos a pecar- y necesitan aprender no solo
obediencia, sino también coraje para poder mantener con garbo su confesión
de fe (Heb 4,14). El objetivo, el télos sigue adelante. Los hábitos del corazón
que debemos aprender en el presente, son aquellos que asuman totalmente el
logro de Jesús y lo hagan propio.
Por supuesto, Jesús daba por hecho, como hicieron sus contemporáneos, que
las conductas enumeradas en Me 7,21-22 (la inmoralidad, el asesinato, el
robo, etc.) están equivocadas. El no habría perdido el tiempo con alguien que
hubiera dicho que, puesto que lo que importaba era el carácter (lo que una
persona era) más que las normas (lo que una persona hacía), uno podría
alegremente romper las normas (digamos, robar o matar), mientras su
carácter esté desarrollándose correctamente. La maldad, la traición, el
libertinaje, la envidia, la calumnia, la soberbia y todo lo demás, continúan
siendo malos. Las normas todavía importan; uno no puede jugar el partido de
la virtud contra las normas y esperar que tenga sentido. Pero lo que importa,
puesto que todo lo reseñado puede ser perdonado, es que el corazón sea
renovado. Y cuando el corazón es renovado, tiene un conjunto de nuevas
tareas: aprender los hábitos que conviertan el evitar cualquier forma de
maldad en un asunto de «segunda naturaleza». Aprender esa obediencia será
un camino duro y doloroso. Pero nos enseñará el lenguaje de la vida.
Jesús vino, de hecho, a establecer la nueva creación de Dios y con ella una
nueva forma de ser humano, una forma que toma el reflejo del
«comportamiento recto», proporcionado por el antiguo judaísmo y
paganismo, y, trascendiendo ambos, establece la profunda verdad interior de
ambos en una fundación bastante nueva. Y, con eso, también lanzó un
proyecto para rehumanizar a los seres humanos, un proyecto en el que
encontrarían sus corazones limpios y suavizados, se encontrarán vueltos del
revés y de dentro a fuera, y descubrirán un nuevo lenguaje por aprender con
todos los incentivos para aprenderlo. El Reino de Dios estaba explotando en
aquel mundo, ofreciendo un objetivo como nunca habría imaginado
Aristóteles. Los hombres eran por fin llamados a redescubrir aquello para lo
que habían sido creados, para lo que Israel había sido creado. Después de
todo, iban a ser reyes y sacerdotes, siguiendo el logro fundamental, real y
sacerdotal de Jesús, y tendrían que «aprender de los rasguños» lo que
significaba. Ellos iban a practicar la virtud, un tipo de virtud nunca antes
imaginado. Y en este, como en otros muchos, el primer gran teórico de los
seguidores de Jesús fue ese hombre infatigable, inquieto, entrañable y a
menudo enigmático, llamado Pablo.
5.
5. Transformados por la Renovación de la Mente
1
Pienso con frecuencia que Pablo debe haber sido lo que llamamos un hombre
madrugador. Recordemos que, desde luego, también era capaz de trasnochar.
De hecho, una de las anécdotas más conocidas que aparece en los Hechos, lo
presenta hablando sin parar en la habitación de arriba de la casa, hasta que,
finalmente, un joven, vencido por el sueño, se cayó de una ventana. Pablo,
intrépido, le levantó, comprobó que todo estaba correcto y siguió hasta la
mañana (Hch 20,7-12).
Pero existen pasajes significativos en sus cartas que, a mi juicio, nos sugieren
que Pablo era una de esas personas que sentía y disfrutaba la excitación de
estar en pie antes de la salida del sol, siendo también capaz, como un surfista
que aprovecha la energía de una ola, de dar rienda suelta al poder y la
promesa de provocar un pensamiento, oración y acción frescos y
estimulantes. Pregunta:
¿Es que no sabéis qué hora es? La noche está a punto de acabar;
va a comenzar el día. Es hora de dejar de dormir y levantarse
(Rm 13,11-12).
E insiste:
Ahora bien, junto a la retórica sin aliento del amanecer, hay un punto
fundamental que muestra hasta qué punto el enfoque del primitivo
cristianismo sobre la virtud era similar, y al mismo tiempo diferente, del que
mantenía el mundo pagano de su alrededor. Nosotros, gente del día, debemos
autocontrolamos, vestimos con la armadura de la fe y del amor, y ponernos el
casco de la esperanza de salvación. Esta es la meta, el télos, el pleno día que
ya está despuntando; estos son los pasos hacia esa meta, los hábitos del
corazón, de la mente y del cuerpo, que os prepararán para ser personas del
día, seres humanos plenamente renovados. 1 Tesalonicenses es casi con
certeza una de las cartas más primitivas de Pablo, pero en ella podemos
percibir ya la posición de madurez que aparece dibujada más plenamente en
otros lugares, una posición sobre la virtud que desembocará, con el paso de
los siglos, en una estructura masiva de investigación cristiana, capaz de
renovar la clásica tradición antigua sobre la virtud, transformándola
radicalmente durante el proceso. Fe, esperanza y amor forman para Pablo el
carácter fundamental de la persona, que anticipa en el presente, mediante una
disciplina moral paciente y cuidadosa, la meta de la genuina humanidad que
se pone ante nuestros ojos. (Observemos especialmente la frase
«autocontrolarnos». Estas cosas no suceden por casualidad. Volveremos
sobre ello en su momento).
La meta -insiste- está ya dada en Cristo. Por esta razón, desde un cierto punto
de vista, el día ha despuntado ya, mientras que desde otro, todavía está en
camino. Pablo, desconocedor del moderno fenómeno del jet-lag, expresa
aquí, sin embargo, algo similar. Le sucede como a alguien que sale justo
cuando está despuntando el día, y vuela a gran velocidad hacia el oeste,
comenzando el vuelo al final de la noche, para llegar al nuevo país, con
tiempo para experimentar de nuevo el amanecer. Su cuerpo y su mente saben
que ya es de día, mientras que el mundo que le rodea todavía espera que
empiece a amanecer. Este es el cuadro del cristiano que vive en el nuevo día
del Reino de Dios -un Reino puesto en marcha por Jesús-, mientras que el
resto del mundo está todavía en la cama. La visión que tiene Pablo de la
virtud cristiana, centrada aquí, como en otras partes, en la fe, la esperanza y el
amor, consiste en el desarrollo de los hábitos de un corazón lleno de la luz del
día en un mundo invadido todavía por la oscuridad.
Comenzar aquí es poner de relieve una vez más, como vimos en el capítulo
anterior, que todo lo que decimos ahora sobre la vida moral, vista desde la
perspectiva de Pablo, es firme e indestructiblemente mantenido en el contexto
global de la gracia de Dios. Ni por un momento se imagina Pablo, como
puede uno hacer leyendo a Aristóteles, que la moralidad sea sencillamente un
asunto sobre la decisión de un hombre de adoptar un determinado conjunto
de características, y sobre el descubrimiento en él de la capacidad y energía
para asumir y reformar la propia vida de esa forma.
Saber que el día ya ha despuntado y que uno está inmerso en una nueva vida
con nuevas posibilidades, es la estructura que permite que tenga lugar la
reflexión paulina sobre las virtudes. Es también la estructura que garantiza
que, conforme vamos hacia delante, no pondremos en peligro de ninguna
manera la bien conocida posición de Pablo de que somos justificados y
definitivamente salvados por la gracia a través de la fe.
Esta pequeña frase, «para quien nosotros existimos», se hace eco de lo que
dice al final de una de sus principales argumentaciones: «De él, por él y para
él son todas las cosas» (Rm 11,36). Esto está íntimamente ligado a una frase
similar, que aparece en Col 1, aunque en esta última es Jesucristo al que
tienden todas las cosas: todo fue creado «por él y para él» (1,16) y todas las
cosas fueron reconciliadas «por él y para él» (1,20). Para Pablo Dios
permanece en el centro del cuadro y, si nos centramos en la humanidad
renovada, la nueva creación, el mundo restaurado por el amor y la justicia
salvadora de Dios, y lleno por fin de su gloria, debemos no olvidar que el
objetivo de todas las cosas es «que Dios pueda ser todo en todos» (1 Cor
15,28).
Los mandamientos de Col 3,1-17, uno de los pasajes éticos más completos de
Pablo y uno de los mejor ordenados teológicamente, no deben verse como
normas cristianas, en el sentido en que los interpreta habitualmente la gente
hoy. (No me refiero a filósofos serios, que por supuesto saben que la virtud
no debe practicarse en contra de las propias normas, sino a la idea popular
según la cual se considera que cualquiera que le dice a otro cómo debe
comportarse está proyectando sus propios prejuicios o su propia psicología
sobre los demás de una forma arbitraria y desagradable). Tampoco deben
explicarse estos mandamientos de Pablo basándose en la idea de que un
comportamiento de esta naturaleza producirá la máxima felicidad al mayor
número de personas. Pablo es demasiado realista para esto, es demasiado
consciente del sufrimiento que tiene lugar cuando la gente se pone en el
camino del seguimiento de Jesús crucificado. Sí, «los sufrimientos del tiempo
presente no son nada en comparación con la gloria que será revelada» (Rm
8,18), pero se trata de un argumento escasamente prudente para ser aceptado
por alguien que fuera un utilitarista cristiano. Por último, tampoco está
diciendo Pablo concretamente, como podría esperar un romántico o un
existencialista, que la posición moral que está encareciendo, vendrá
naturalmente, de modo que, una vez que uno es cristiano, solo tiene que
esperar ser capaz de hacer lo que él dice sin reflexión o esfuerzo moral.
Pues no. Si fuera esto lo que quisiera decir, habría reforzado las prohibiciones
contra ciertos tipos de comida y de bebida, en vez de declarar innecesarias
semejantes prohibiciones (2,16-23). No habría recomendado todos los
aspectos prácticos del carácter a los que volveremos (3,12-17). No: cuando
dice «de este mundo», se está refiriendo, como queda claro en 3,5-9, a esos
estilos de comportamiento que han vuelto la espalda al Dios creador y que
reflejan la presente corrupción de la creación en vez del amor y el señorío de
Dios. Debemos caer en la cuenta del paralelo que existe con Flp 3,14-21.
Allí, Pablo establece el mismo contraste entre «arriba» y «en la tierra»,
dejando claro que «en la tierra» no significa una parte del mundo, del
espacio, el tiempo, y la materia, sino el comportamiento que se desarrolla
como si lo único verdaderamente importante fueran los apetitos terrenos. Este
pasaje termina no con Jesús sacando a la gente del mundo físico presente,
sino con su vuelta desde el cielo para mantener unidos cielo y tierra, y para,
gobernando ambos, transformar nuestros cuerpos corruptibles de ahora, de
forma que lleguen a ser como el que él posee ya. Y, como ha sido subrayado
frecuentemente a propósito de la lista de «obras de la carne» de Gál 5,19-21,
la mayor parte de lo que vemos aquí en Col 3,5-9, podría ser practicado en
realidad por un espíritu desencarnado (cólera, calumnia, blasfemia y, sobre
todo, mentira). En otras palabras, Pablo adopta el lenguaje de «arriba» y
«abajo» para subrayar el punto moral, pero no por ello está dando a su
argumentación la impronta de un dualismo ontológico (materia= malo, no-
materia= bueno). Rechazar el mundo creado, que es bueno, es, en el mejor de
los casos, una burda parodia y una notable distorsión de la virtud cristiana.
Entonces, ¿qué dice Pablo en la carta a los colosenses que debemos hacer los
cristianos? Respuesta: les dice que desarrollen en el momento presente el
carácter que verdaderamente anticipará la vida de la era que ha de venir. Más
adelante consideraremos detalladamente las cosas prácticas que plantea, que
están íntimamente relacionadas con otras listas similares. Lo que necesitamos
captar como la esencia de su síntesis de la virtud cristiana, es el esfuerzo
moral que implica «matad...» (3,5), «abandonad...» (3,8), «revestíos...»
(3,14): estos son los puntos de especial interés.
Lo principal que hay que subrayar es que ninguna de estas cosas ocurren
naturalmente, sin más. Incluso para el cristiano, las cosas no marchan por sí
mismas y, ciertamente, no desde el principio. Lo propio de la virtud, como
hemos visto, es que con el tiempo, cuando el carácter de una persona termina
estando plenamente formado, estas cosas pueden, sin duda, comenzar a
suceder naturalmente. Pero los pasos hasta llegar a ese punto implican
decisiones y acciones duras y difíciles, opciones que van a contracorriente de
aspiraciones, deseos e instintos con los que todo ser humano viene equipado.
Esto es exactamente lo que dice Pablo. La nueva vida es la vida «en Cristo».
Los nuevos vestidos -que indudablemente parecerán poco naturales y nada
confortables al principio- están en la lista que encontramos en los versículos
12-17: compasión, amabilidad, humildad, mansedumbre, aguante, perdón y,
sobre todo, amor. Suena un poco como las bienaventuranzas, ¿verdad?, y,
como ocurre con la célebre lista de Jesús, uno no tiene más remedio que
decidir que intentará revestirse de ellas. Es necesario sacarlas del armario.
Hay que aprender a vestirlas correctamente, como alguien que aprende a
hacer una corbata de pajarita.
Pablo amplía la metáfora: hay una ropa que se superpone a las demás y las
ata en un punto, como si fuera un cinturón. Es el agápe o el amor (versículo
14). Volveremos a ocupamos del significado de agápe en Pablo más tarde,
pero caigamos ahora en la cuenta de lo que él dice sobre esta palabra: el amor
es «el vínculo de la perfección», el syndesmos tes teleiótetos, aquello que da
unidad al todo, «perfeccionándolo». Hay una raíz que conecta todo este tema,
por una parte, con Aristóteles, con su télos, la meta, el fin último de todos
nuestros esfuerzos, y con Jesús, por otra, con su exhortación a ser «perfectos»
o completos, téleios. Aquí está la meta; estos son los pasos que conducen a
ella. Hay algunas cosas que permanecen, que duran, que crean (por así decir)
un puente entre este mundo y el venidero; y entre estas cosas perdurables el
amor es la más grande (1 Cor 13,13), que examinaremos en el próximo
capítulo.
Para que algo de esto tenga sentido, existe un elemento clave en el que Pablo
insiste una y otra vez. Hay dos razones interrelacionadas que explican por
qué no podemos actuar sin este elemento. En primer lugar, existe un
ingrediente vital dentro de una existencia genuinamente humana que, si no se
mantiene dentro de ella, como lamentablemente parecen querer hacer
muchos, termina confabulándose con lo que en el mejor de los casos es un
estado semihumano. Segundo, hay otro ingrediente sin el cual todo este
esquema sencillamente no funcionará. Me refiero a la mente.
Una vez más, el sacerdocio real aparece trascendiendo el mundo del judaísmo
antiguo, pero manteniendo en pie su esencial vocación.
Sí, el tiempo presente sigue también su fatigoso camino, de tal modo que
ambos se entrelazan. Como las olas en el océano, la nueva era de Dios ha
llegado ruidosamente en la resurrección de Jesucristo, pero el tiempo presente
actúa como una poderosa resaca, que impide que las olas se muevan con toda
su fuerza. La resaca de la era presente, que sigue desarrollándose, es lo mejor
para persuadir a todos los que mediante la fe y el bautismo forman parte ya
del tiempo futuro, de que, de hecho, nada ha cambiado significativamente y
de que lo que deben hacer sencillamente es seguir como estaban, viviendo la
misma vida que vive todo el mundo. «El mundo tal como es» es una fuerza
poderosa e insidiosa, que capta toda la energía de la nueva creación, sin
respetar la fe y la esperanza, para recordar a cada uno que la edad futura está
realmente ya aquí con todas sus nuevas posibilidades y proyectos.
Una vez más, aunque sea difícil la traducción, resulta esencial, sin embargo,
captar lo que se dice, si queremos entender cómo fluye el pensamiento de
Pablo. La mente que está en rebelión contra Dios, que rechaza glorificarle, se
convierte en «necia», es decir, en incapaz de pensar rectamente sobre lo que
constituye un comportamiento humano apropiado, mientras que la mente que
ha sido renovada adquirirá el hábito de la claridad y el recto pensar. La mente
necia es, en Rm 1, la raíz de la que procede la totalidad de cosas malas, todas
las cuales, en la interpretación de Pablo, reflejan la ruptura de la «imagen» a
la que se alude aquí, en un pasaje que claramente tiene en mente los cinco
primeros capítulos del Génesis. No es que el cuerpo extravíe a la mente o al
corazón. Es, más bien, la negativa a dar gloria al único Dios verdadero lo que
conduce al fracaso en el pensar y, como consecuencia, al fracaso en el actuar
como deben hacerlo los auténticos seres humanos. Merece la pena notar (para
evitar cualquier duda) que Pablo está describiendo aquí a la raza humana en
su conjunto, no a individuos concretos dentro de ella. Está diagnosticando un
mal que todos hemos sufrido, aun cuando los síntomas varíen de una persona
a otra.
Una cosa es insistir en caminar hacia el sur cuando el compás está apuntando
al norte; ahora bien, «fijar» el compás de modo que te diga que el camino
equivocado es el correcto, es algo muchísimo peor. Es posible corregir una
equivocación. Pero una vez que alguien se dice a sí mismo que no se trata de
una equivocación, ya no hay vuelta atrás.
De nuevo, para evitar las distorsiones que pueden producirse por la dificultad
de hacer una traducción exacta, pero teniendo en cuenta que las expresiones
pueden ayudar a la mejor comprensión del pensamiento de Pablo, vamos a
mirarlo más de cerca. Los seres humanos no han «tenido a bien» mantener a
Dios en sus mentes y, por eso, han sido «ineptos» a la hora de pensar y,
consecuentemente, de actuar (1,28). Habiendo sido justificados por la fe,
están en paz con Dios, tienen acceso a la gracia y son lanzados a un
desarrollo de la estructura del carácter, en la que el sufrimiento produce
paciencia, la paciencia los convierte en «aptos» y su «aptitud» les otorga
esperanza (5,4). Así pues, siendo transformados por la renovación de sus
mentes, tienen que asumir la «aptitud» de la voluntad de Dios, que determina
lo que es bueno, aceptable, y «perfecto» (12,2). Para Pablo, la mente es
central para el carácter cristiano: la virtud es el resultado del pensamiento y la
elección.
¿Qué significa todo esto en términos de la visión que tiene Pablo de la virtud?
La virtud, como hemos visto, es una tarea dura. Requiere conseguir una
determinada musculatura. Supone el aprendizaje de un lenguaje nuevo y
complejo que, de entrada, la gente encuentra difícil tanto para su mente como
para su lengua. Pero no es un lenguaje que se pueda aprender como aprenden
los loros. Sí, puede ayudar unirse a otros que están también aprendiéndolo.
Sí, será bueno acudir a clases y oír programas de radio que hablen el nuevo
lenguaje. Pero a la hora de la verdad, no hay más remedio que comprometer
en ello la propia mente: hay que meterse en la estructura de los verbos y las
frases, aprender cómo ha surgido el vocabulario y por qué se han producido,
en determinadas palabras, complejas asociaciones metafóricas, que nunca
antes uno había imaginado de primeras. Solo cuando alguien ha entrado con
el pensamiento en este mundo, podrá llegar a lograr algo así como la fluidez.
El día que estaba redactando este capítulo, alguien escribió al periódico que
suelo leer para expresar una opinión sobre el «suicidio asistido», es decir, la
eutanasia. Después de expresar su opinión, decía:
No dudo de que fuera cierto. Pero sus sentimientos eran irrelevantes para la
cuestión de si el objetivo era acertado o equivocado. Mucha gente siente
intensamente que deberíamos bombardear a nuestros enemigos, ejecutar a los
grandes criminales y castrar a los violadores; que deberíamos abolir los
impuestos y permitir que sobrevivieran solo los más aptos. Mucha otra gente
siente muy intensamente que no deberíamos hacer ninguna de estas cosas. Un
intercambio de sentimientos podría decirnos hasta qué punto puede llegar la
presión, pero nunca nos dirá qué opción es la correcta.
A menos que una persona pueda aportar razones, no hay literalmente razón
alguna que obligue a tomar en serio a esa persona. Sin razones, lo único que
hacemos es quedar sometidos a un chantaje emocional. Algunas veces lo
llamamos «chantaje moral», pero no tiene nada que ver con la moral, sino
únicamente con la amenaza juvenil implícita de coger un berrinche a menos
que todo el mundo ceda. La consecuencia es que la toma de decisiones
morales termina rebajándose al nivel de un sopesar una serie de sentimientos
cuasi morales, y desde allí, a una ciénaga donde ciertamente la época presente
nos ha marcado una vez más con su propia forma. Es como si no hubiera
tenido lugar nunca la resurrección, como si no hubiera despuntado nunca la
nueva era. Esta es precisamente la cuestión.
Aquí está de nuevo el télos, la meta, y también está la gracia, la obra soberana
de Dios «que os conducirá a la meta; pero no penséis ni por un minuto que
esta gracia actuará sin la implicación total de vuestra mente». De nuevo
encontramos aquí lo mismo: Dios quiere que seamos pueblo, no muñecos;
auténticos seres humanos que piensan y toman decisiones, no paja que mueve
el viento hacia uno u otro lado. «Necesitáis entender adecuadamente las cosas
que difieren» -dice Pablo- y la palabra que usa para «entender
adecuadamente» es nuestra vieja amiga dokimázein, como en la raíz dokimós
en Rm 1,5.12. Pienso que parte del problema que existe en el cristianismo
contemporáneo es que hablar sobre la libertad del Espíritu, sobre la gracia
que nos arrastra, que sana y transforma nuestras vidas, se ha confundido
subrepticiamente con una especie de romanticismo de baja calidad en
connivencia con un rasgo antiintelectual de nuestra cultura, que ha producido
la convicción de que cuanto más espiritual es alguien, menos necesita pensar.
Una vez más, nada de esto puede ser entendido en un sentido individualista.
Por supuesto, aquellos que tienen una dotación mental e intelectual más
acusada deben utilizarlos al servicio de Dios. Pero, como viene a decir Rm
12, no debemos pensar por más tiempo sobre nosotros mismos con indebido
aire de superioridad, sino que debemos tener un juicio sobrio, puesto que
Dios nos ha hecho miembros unos de otros en Cristo dentro de un mismo
cuerpo (Rm 12,3-5). Ahora bien, incluso aquí, al subrayar la naturaleza
corporativa del discipulado cristiano de la que se sigue un requerimiento
absoluto de la necesaria humildad, Pablo subraya también que cada persona
debe pensar individualmente. Escribe: «Digo esto para cada uno de
vosotros». Y una vez más, lo que importa es el pensar: En efecto, dice él:
«No sobrepenséis lo que tenéis que pensar, sino pensad con un pensamiento
razonable». El juego de palabras que emplea Pablo aquí (hyperphronéin,
phronéin, y sophronéin) alcanza su clima en una palabra que los lectores
pueden reconocer perfectamente como emparentada con sophroeúne,
«razonable» o «moderado», palabras bien conocidas en las discusiones
clásicas sobre la virtud. Todos los cristianos son llamados a pensar las cosas,
a pensarlas ciertamente como lo hace el pensamiento, marcando una
diferencia real en la vida del cuerpo de Cristo.
A mi juicio, esta nota es necesaria y urgente hoy día. Una de las ironías que
ha aparecido en el desarrollo de la teología occidental durante mi vida, ha
sido la forma como la tradición liberal, que acostumbraba a estar orgullosa de
sí misma sobre todo por su pensamiento claro y racional, ha ido poco a poco
quedando contagiada por el emocionalismo, especialmente en el campo de la
ética. Mientras tanto, la tradición conservadora, que solía enorgullecerse de
un pensamiento cuidadosamente articulado, tanto en el terreno ético como en
el doctrinal, ha sentido frecuentemente tanta preocupación por el peligro de
una justificación por las obras, que se ha vuelto ciega para la naturaleza y la
comprensión del esfuerzo moral sobre el que Pablo ha insistido
especialmente, regulando de manera efectiva la virtud desde el comienzo,
para que la gente creyera que contribuía a su propia salvación. No es de
admirar que cuando intentamos discutir asuntos fundamentales, nos
encontremos en un diálogo de sordos.
4
Algunas veces hablamos de una «conciencia atribulada», pero en algún
sentido conciencia es un concepto atribulado en los escritos cristianos
primitivos. Ahora bien, si la mente y su renovación gracias al poder de Dios
es algo tan importante para Pablo y para otros primitivos cristianos como
parte del entrenamiento cristiano en los hábitos de un comportamiento
humano auténtico, quiere decirse que esta facultad cuya palabra griega
(syneídesis) -el griego es la lengua original de los escritos de Pablo- significa
literalmente «conocer-juntos-con», difícilmente puede sustraerse a nuestra
consideración.
Aquí tenemos que resaltar dos puntos. Primero, la palabra synoida del
versículo 4 está emparentada con synéidesis, que es la palabra griega habitual
para «conciencia». Pablo sabe «que su conciencia no le acusa de nada»; en
otras palabras, él no tiene nada sobre su conciencia en relación a su ministerio
en Corinto. Sin embargo, en segundo lugar, lo que importa es el juicio final,
cuando los secretos oscuros serán descubiertos y las intenciones del corazón
serán reveladas. La conciencia, por consiguiente, puede, o no, arrojar
suficiente luz para iluminar durante el tiempo presente lo que aparecerá en el
día final.
Una vez más, Pablo ha vuelto su mirada hacia su propio corazón en la medida
de sus posibilidades y declara que no encuentra nada de qué avergonzarse.
Ciertamente, en esta ocasión su conciencia no está simplemente
absolviéndole de posibles acusaciones, sino felicitándole por la santidad y la
sinceridad de su comportamiento, y diciéndole que lo que ha hecho ha puesto
de manifiesto no solo su propia sabiduría humana sino la gracia de Dios.
Por tanto, Pablo parece tener una idea muy clara de lo que es la conciencia o
de lo que puede ser: un testimonio interior, una voz dentro de uno mismo que
evalúa el valor moral de lo que se ha hecho, y tal vez de lo que debería
todavía hacerse (aunque ninguno de los pasajes ya examinados contiene una
mirada de futuro). Sin embargo, esto está muy bien para él. Otros, no parecen
tener las cosas tan fáciles.
Los detalles de la discusión concreta que aparece aquí, no tienen por qué
preocuparnos a nosotros. Lo que importa es el fenómeno de la «conciencia
débil», que ahora puede ser «contaminada» (vv. 7.10.12). Pablo está
convencido de que todos los seres humanos poseen una conciencia a la que se
puede apelar (como también en 2 Cor 4,1; 5,11). Sin embargo, cuando la
gente distorsiona su naturaleza humana dada por Dios mediante la idolatría,
la conciencia es empujada de un lado a otro. Inicialmente, aprueba las
acciones en cuestión; después, tras la conversión a Jesucristo, queda
horrorizada al pensar en ellas.
Por lo tanto, uno debe atender a la conciencia, aun en el caso de que necesite
ser entrenada y aunque pueda, incluso, no llegar al fondo de las cosas u
ofrecer señales equívocas. Indudablemente, Pablo cree que cuando él mismo
predica o se explica ante alguna de sus iglesias, está apelando no a las mentes
de un auditorio pagano sino a sus conciencias. Hay algo en su interior que
debe ofrecer aprobación, tanto moral como intelectual, a lo que se esta
diciendo.
Nada de esto nos lleva demasiado lejos en términos de los posteriores debates
sobre qué sea exactamente «conciencia», cómo funcione, qué pueda y qué no
pueda conocer, hasta qué punto merezca siempre confianza y, no en último
lugar, qué peso haya que concederle cuando aparece en conflicto con otra
autoridad, ya sea de la Escritura, del Papa o de cualquier otro tipo.
Afortunadamente, lo único que necesitamos para nuestro objetivo es
sintetizar los principales rasgos de la siguiente forma. Pablo es consciente,
cuando contempla el último día en que Dios juzgará todos los secretos de
todos los corazones, de que parte de una apropiada preparación para aquel día
es tener una conciencia clara. Evidentemente, él quiere ayudar al pueblo a
mantener esta conciencia clara, incluso cuando piensa que la conciencia en
cuestión necesita más educación o que debe, incluso, ser reajustada.
Igual que en Flp, en Col Pablo describe con cuidadoso detalle la oración con
la que ha estado rezando por la nueva y joven iglesia. Dice que ha estado
pidiendo a Dios:
A partir de este contexto, Pablo (o quien escribiera el poema que él cita aquí)
sitúa a Jesús en el lugar atribuido a la Sabiduría.
Jesús es aquel por medio del cual el Creador hizo todas las cosas y ahora es
aquel por medio del cual el mismo Dios ha reconciliado consigo todas las
cosas. La segunda mitad del poema, hasta el versículo 18, ofrece la base
sobre la que puede construirse gran parte del resto de la carta. El objetivo de
Pablo es asegurar a los colosenses que, poseyendo a Jesucristo, tienen ya la
llave para la sabiduría que necesitan desarrollar si quieren alcanzar la meta
(también una vez más aquí) de la «plenitud», «madurez», «perfección». Una
persona así está en disposición de llegar a ser téleios. Pablo declara:
Todo esto plantea otra pregunta: ¿cómo, entonces, debe renovarse la mente?
¿No hemos confinado la lógica de la virtud a su punto de partida,
descubriendo que aquí, después de todo, hay todavía algo exigible que el
cristiano individual debería, por así decirlo, conseguir a partir de sus propios
recursos? En absoluto. Las virtudes, como han insistido en ello muchos
moralistas clásicos, se necesitan unas a otras para alcanzar la plenitud. Cada
una depende de las otras para poder mantenerse en su lugar. Las otras
virtudes no podrán funcionar realmente a no ser que la mente esté plenamente
comprometida. Ahora bien, para que la mente esté plenamente
comprometida, pensando lo que implica el comportamiento cristiano y siendo
consciente del proceso de desarrollo de una necesaria musculatura moral,
debe haber comunión, amor, oración y apoyo mutuo cristiano. Y sobre todo,
debe haber una palabra viva y constante procedente del mismo Señor:
Col es un excelente recurso para la reflexión sobre la visión que tiene Pablo
de la virtud cristiana. Existe, sin embargo, otra fuente que todavía se puede
mostrar como de mayor envergadura.
«Una vida humana madura y auténtica»: esto lleva consigo el pleno sabor de
eis ándra téleion del versículo 13. Ahí aparece de nuevo: los cristianos
abrazan la meta para ser téleios, maduros, completos, perfectos. La
perfección es, por supuesto, la del mismo Cristo (esta es la razón, a mi juicio,
de que Pablo utilice la palabra ándra, que es específicamente masculina, en
vez de ánthropos, «ser humano»), y las virtudes de verdad y amor son los
caminos que recorremos para «crecer hacia él», aun cuando el crecimiento es
otorgado por él en primer lugar. Y, sentada esta primera afirmación, Pablo
puede abordar una serie de instrucciones más detalladas en 4,17-5,20, que
guardan algunos paralelismos con Col 3, pero que en la mayoría de los casos
obtienen un mayor desarrollo en Ef.
Todo esto (Rm, Flp, Col y Ef) nos permite comprender sin ninguna duda que
Pablo está pensando sustancialmente en términos de una virtud ética
comprendida escatológicamente, algo que en modo alguno puede ofrecer el
mundo pagano. Él ha diseñado una visión clara del futuro definitivo, que le
ha permitido, a su vez, hacerse con una visión de los hábitos de vida con los
que los hombres pueden vivir ya en el presente como pueblo configurado por
este futuro. La meta es una nueva creación de Dios, y la plena madurez y
dignidad humana que será definitivamente celebrada en la resurrección. El
camino hacia esa meta es el conjunto completo de hábitos de vida aprendidos,
hábitos del corazón y del cuerpo, y sobre todo de la mente. Un pensamiento
directo, claro y agudo no solo capta la meta y el camino que conduce a ella,
sino que él mismo es parte de esta madurez de la que habla Pablo. Por decirlo
de otra forma, si la mente es minusvalorada, uno será menos que plena y
auténticamente humano, en parte porque no captará la meta y el camino que a
ella conduce, y, consecuentemente, buscará fuera de lugar; pero aún más
porque una parte de la configuración de los rasgos de la plena humanidad no
serán operativos y, por tanto, no podrán ser integrados con todo lo demás.
En consecuencia y como hemos visto antes, pensar sobre lo que uno debe
hacer es una de las claves de la ética de la virtud, en oposición a esquemas
éticos basados, bien únicamente sobre normas que se obedecen sin pensar,
bien sobre la «espontaneidad» o «autenticidad». En el primer caso, no se
necesita pensar, una vez que se han aceptado las normas, pero, como algunos
jugadores de rugby que han aprendido docenas de «movimientos» formales
pero que nunca han adquirido realmente un instinto o una segunda naturaleza
instintiva para el juego, el sujeto se perderá cuando surja una nueva situación
para la que las normas (los movimientos formales en el partido de rugby) no
ofrecen una respuesta clara. En el segundo caso -espontaneidad o
autenticidad- no hay por qué pensar excesivamente (de hecho no hay por qué
pensar en absoluto), porque lo que importa es aquello que «viene
naturalmente». Evidentemente, Pablo quiere que los jóvenes cristianos se
desarrollen hasta que, como seguidores maduros de Jesucristo, vayan
descubriendo gradualmente que los hábitos cristianos del corazón y de la vida
vienen naturalmente. Pero, para alcanzar este punto, deben aprender a pensar,
deben ser «transformados por la renovación de sus mentes» y después deben
permitir que esa transformación informe y reconduzca sus hábitos de vida.
En todos estos pasajes lo que hace Pablo es indicar que hay una nueva forma
de vivir, con la que ahora están comprometidos los seguidores de Jesús, y que
uno de los medios que existen para mantener el compromiso de vivir de esta
forma es tener siempre presentes estos ejemplos. Volveremos sobre ello.
Aquí hay dos cosas clave para nuestro actual propósito: esperanza y
construcción del carácter.
La esperanza es, como afirma Pablo con toda claridad, «la gloria de Dios».
Ya hemos hablado de esto a propósito de dos temas interconectados: la
soberana administración de la creación confiada por Dios a la humanidad y el
retorno de la gloria divina para morar en medio del pueblo de Dios después
de los largos años del exilio. Este último tema parece estar en el trasfondo de
la mente de Pablo en algunos de sus escritos y no en menor medida aquí, en
Rm 5, y en la prolongación del mismo tema en el capítulo 8, donde el
Espíritu «mora dentro» de los creyentes, evocando el tema de la morada de
Dios en el templo, del Antiguo Testamento (8,4-11). Lamentablemente, la
palabra «gloria» está tan profusamente utilizada en círculos cristianos como
término vago para indicar «ir al cielo», que estos importantes énfasis en el
concepto de «la gloria de Dios» -énfasis que habría podido captar Pablo y
también sus primeros oyentesson con frecuencia ignorados.
Ambas realidades fueron realizadas por el propio Jesús, tal como hemos
visto. El acento de Pablo en Rm 5-8, y muy especialmente en el capítulo 8, es
que ambas ya han sido realizadas mediante la presencia y el poder del
Espíritu Santo, en y a través del pueblo de Dios. Algunos dicen que los
primeros cristianos no tuvieron una teología trinitaria, sin embargo esta
posición solo puede sostenerse poniendo un telescopio cuidadosamente en el
ojo de un ciego.
La tradición del antiguo Israel en la que estaba situado Pablo, había llegado
lenta, pero firmemente, a comprender el sufrimiento como algo perteneciente
al plan salvador de Dios. Esta idea encuentra su expresión, especialmente, en
libros como Is, Jr y Dn, y por supuesto en los salmos. Además, sabemos que
Pablo convirtió la crucifixión de Jesús en tema de su propia vida y de su
enseñanza, como podemos comprobar en muchos lugares, tal vez
especialmente en 2 Cor. No sabemos, aunque a mí me parece verosímil, si él
conocía alguna de las tradiciones específicas derivadas de Jesús, como por
ejemplo la bienaventuranza de los perseguidos, y la invitación a cargar con la
cruz. Ciertamente, sí reflexionó sobre el sufrimiento a partir de todos los
cristianos marginados por el mundo que les rodeaba, y en conflicto con los
«poderes» que ejercían autoridad dentro de aquel mundo. La gente cuya vida
hace frente a las expectativas del mundo y a las de sus gobernantes, puede
esperar sufrir la sospecha, la hostilidad y diversas formas de ataque. Todos
los que se encuentran en situaciones similares como consecuencia de seguir
al Mesías crucificado, y que entienden su propio sufrimiento dentro del
contexto de la esperanza judía del plan salvador de Dios, lograrán un marco
de comprensión dentro del que podrán interpretar lo que les sucede,
dotándole de un significado teológico y moral.
He dicho que Rm 5,1-15 era casi único; sin embargo, hay otros dos pasajes
del Nuevo Testamento que ofrecen unas secuencias de pensamiento
similares, tratando de pensar cuidadosamente por todas partes las agendas
que conducen al desarrollo de la virtud:
6.
6. Tres Virtudes, Nueve Variedades
de Fruta y un Cuerpo
1
«Cuando llegue "lo perfecto", "lo parcial" será abolido». Algunos oyentes de
Pablo tuvieron probablemente que detectar ecos de Aristóteles, para quien «la
perfección», to téleion, era la meta. Sin duda Pablo era consciente de la
tradición del pensamiento moral pagano, pero la tradujo a un registro
diferente. La línea procede, por supuesto, del corazón del mejor capítulo de
Pablo sobre la mayor de las virtudes y nos habla, sobre todo, no solo de cómo
entendía él esa virtud concreta, sino también de cómo comprendió la virtud
en general. «Nosotros conocemos parcialmente -dijo- y profetizamos
parcialmente», contrastando los dones pasajeros con la virtud perdurable del
amor; «pero cuando llegue "lo perfecto", entonces quedará abolido "lo
parcial"» (1 Cor 13,9-10).
1 Cor 13 es uno de los pasajes más conocidos de todos los escritos de Pablo -
sospecho que en parte porque muchas parejas lo escogen para que se lea
públicamente en sus bodas, aunque si reflexionaran sobre él línea por línea,
quizás les resultaría un reto un tanto intimidante-. Demasiado bello para
mantener ante nuestros ojos una cuadro tan sorprendente. Pero no pensemos
que podemos sin más meternos en él una bella mañana soleada, quedándonos
ahí para siempre sin ningún esfuerzo. Las últimas líneas hablan de su propia
historia: tolerar, creer, esperar, soportar, no caer nunca; todo esto habla de
momentos, horas, días y quizás años, en los que habrá cosas que tolerar y que
creer en contra de aparentes evidencias; cosas que esperar, que ahora no se
ven, cosas que soportar, cosas cuya amenaza provoca que fracase el amor. La
expresión «amor tenaz» suena ahora como manoseada, una reliquia social de
debates de antes de ayer. Sin embargo, el amor del que habla Pablo es fuerte.
De hecho, es la cosa más fuerte que existe.
-Sí, entiendo lo que quieres decir. Sin embargo, abandonado a mis propias
inclinaciones, yo sería corto de mente, descortés, celoso, molesto, engreído,
sinvergüenza, etc. En particular, abandonado a mí mismo, hay ciertas cosas
que no puedo soportar, muchas otras que no puedo creer, algunas que no sería
capaz de esperar, y muchísimas que no podría soportar. Abandonado a mí
mismo, haciendo lo que me sale de forma natural, fallaría.
«Cuando llegue "lo perfecto", "lo parcial" será abolido». La palabra que
utiliza Pablo para «lo perfecto» es nuestro viejo amigo téleios -el adjetivo,
tratado aquí como un nombre, «lo perfecto», to téleion. Esta palabra lleva
consigo dos significados que, como en el caso de la palabra «amor», resultan
difíciles de trasladar al castellano. Por una parte, sugiere que algo ha
alcanzado finalmente su meta, o que una copa que se ha ido llenando poco a
poco ha alcanzado el límite, o que una larga peregrinación ha llegado a su
punto final. Por otra parte, ofrece el significado ligeramente diferente de
«madurez» o «plenitud», en contraste el primero con «juventud» o
«inmadurez». Ese es el sentido que Pablo desarrolla en el versículo siguiente:
después de decir cuando llegue «lo perfecto», «lo parcial» será abolido,
prosigue:
La sección final del capítulo versa toda ella sobre las cosas que no durarán y
las que sí lo harán:
Esta idea de que algunas cosas no durarán y otras sí lo harán, está basada en
la asunción, como subraya el argumento de toda la carta de Pablo y que
finalmente quedará desvelado en el capítulo 15, de que la vida presente es la
primera fase de una existencia mucho más larga y de que entre el presente y
el futuro final existirá una fuerte continuidad junto a una radical
discontinuidad. La promesa y esperanza de resurrección, en otras palabras,
son las realidades que han reconfigurado cómo trabaja la virtud, dándole
también su fresco contenido moral.
Pablo escribe esto con cuidada sutileza. El contraste entre una niñez inmadura
y una madurez adulta, es una metáfora del paso futuro de la vida presente a la
vida resucitada, aunque parezca más que una simple metáfora. También se da
un sentido similar al de Gál 4,1-7 (aunque con un punto de diferencia), el de
que ahora somos hijos inmaduros de Dios y llegará un día en que habremos
crecido. El contraste entre mirar como en un espejo borroso y ver cara a cara
es una metáfora de la futura transformación, aunque para Pablo existe un
sentido que realmente captamos cuando atisbamos la oscuridad del mundo
presente, discerniendo confusamente la realidad de Dios y de sus caminos, y
que un día descubriremos con claridad. Y cuando llegue a «conocer
parcialmente» y a conocer plenamente como somos conocidos (retomando un
tema del principio de la carta en 8,1-3), estamos yendo más allá de un
lenguaje figurado, para hacer afirmaciones todo lo claras posible en materias
como esta. Es como si Pablo, que en un determinado nivel tiene que emplear
inevitablemente un lenguaje gráfico, tuviera que estar volviendo a la dura
realidad, afrontándola de la mejor manera posible. De esta forma tal vez
podamos captar también la explicación de por qué agápe es una de las tres
cosas que permanecerán en el futuro y por qué es, desde luego, la principal de
ellas. Conocer como somos conocidos es ir más allá de la virtud,
desembocando en el culto; o quizá deberíamos decir: es el punto en que la
virtud se convierte en culto, o nuestro culto llega a ser la culminación de los
hábitos del corazón, que llamamos virtud. Es el punto en el que somos
formados por el espíritu de Dios en un real sacerdocio. Después de todo, 1
Cor 13 está entre un par de capítulos en los que Pablo discute la vida cultual
en la Iglesia. Este es el centro de todo.
Sin embargo, antes de ir más lejos con las tres grandes virtudes, aparte de la
pregunta natural: «Pablo, todo eso esta muy bien, pero, ¿cómo podemos
siquiera empezar a alcanzar tan alto ideal?», debemos mirar al segundo gran
tema paulino que la acompaña. En Gál 5 Pablo habla de «fruto del Espíritu».
Y aquí, como en las tres grandes virtudes, encabezando la lista aparece
agápe. Es evidente que todas ellas se relacionan entre sí, pero, ¿cómo?
Cuando Pablo enumera nueve «frutos del Espíritu» (Gál 5,22-23), lo hace
inmediatamente después de haber anunciado la introducción de un punto
crucial: «Si sois guiados por el Espíritu, no estáis bajo la Ley» (v. 18). En el
clima del pensamiento de hoy, con algunas preguntas relacionadas con
nuestra búsqueda ética, esa gran afirmación está casi destinada a ser
desatendida y seriamente malinterpretada.
-Debemos terminar en C.
Respuesta:
No hace falta seguir, porque indudablemente el asunto ya está claro. Una sola
frase puede tener significados muy diferentes, dependiendo de las preguntas
implícitas, o del conjunto de preguntas que el que escucha tiene en la cabeza
y que percibe la frase como respuesta.
Así ocurre con Pablo. «Si os guía el Espíritu, no estáis bajo la Ley». Alguien
que hoy captara únicamente ese fragmento de la conversación, es muy
verosímil que lo oyera en términos de un debate, implícito y fuerte, entre
aquellos que piensan que hay que ordenar la vida mediante «normas», y
aquellos que piensan que lo que importa es «hacer lo que surge
naturalmente», viviendo «espontánea» o «auténticamente». Y no es solo
nuestro clima cultural el que nos obliga a aceptar que es eso lo que estamos
escuchando por encima en esa conversación. Durante cuatrocientos años el
clima religioso y teológico nos ha condicionado a escuchar una versión
religiosa del mismo asunto. Desde entonces, al menos desde la Reforma, gran
número de cristianos ha asumido que los fundamentos del pensamiento de
Pablo son algo así: pasó la primera parte de su vida tratando de guardar las
normas de su religión y después descubrió no solo que no iba a poder hacerlo,
sino que las normas no eran el asunto. Dios no quería cumplidores de
normas; quería «espontaneidad». Dios le había perdonado todas sus
infracciones de las normas en y a través de Jesucristo, y ahora le daba su
Espíritu, que produciría todo el «fruto» sin todo ese tremendo sufrimiento
moral.
Ahora bien, ¿era de eso de lo que la conversación de la mesa de al lado estaba
tratando?
Con esta forma de interpretar, el oyente asume que, cuando Pablo dice «ley»
o «la Ley», no se refiere a la ley judía, la ley de Moisés, o al menos no
particularmente a ella. Si hay una referencia a ella, es porque era el tipo
concreto de ley que Pablo conocía. Desde este punto de vista todos estamos,
en un sentido u otro, bajo la ley, puesto que todos los seres humanos son
conscientes de algún tipo de código moral por encima de ellos, que les dice
qué hacer y los hace sentirse culpables cuando no lo hacen. Y el mensaje de
Pablo, dentro de esta manera de pensar es:
Todo lo cual no es más relevante en relación con lo que Pablo está realmente
diciendo, que lo es el significado que tiene la «enciclopedia», cuando alguien
oye decir al agente de viaje:
-Terminaremos en el mar.
La Ley, esto es, la Ley mosaica, era el don de Dios para el período que
culminó con el Mesías. Pablo se refirió a esto en Gál 3,15-29. Sin embargo,
esta idea había llegado como una novedad a algunas de las Iglesias de
Galacia, a las que se había enseñado que la Ley mosaica -al menos aquellas
normas (como la circuncisión y las leyes sobre alimentación) que distinguían
a los judíos de sus vecinos paganos se iba a exigir a todos los conversos del
paganismo, para asegurarse de que eran miembros genuinos del pueblo de
Dios, auténticos hijos de Abraham. Pablo no está de acuerdo: hijos de
Abraham son todos aquellos que creen en Jesús el Mesías y son bautizados en
él, no importando cuál fuera su origen étnico ni cuál su relación con la Ley
judía.
Esto no tiene nada que ver con preferir la espontaneidad a las normas. Tiene
que ver con la nueva alianza mediante la que Dios está derramando su
Espíritu sobre aquellos que están «en Cristo», de manera que en ellos se ha
llevado a plenitud por fin la vida que la Ley quería producir, pero que no
pudo hacerlo (cf. Rm 8,1-11). Y cuando sucede esto -este es el meollo del no
estar «bajo la Ley»- la Ley mosaica no juega ningún papel a la hora de
producir ese comportamiento, aunque, por así decirlo, ahora pueda mirar y
aplaudir desde el flanco de al lado. En otras palabras:
-No tienes que convertirte en judío, acatando la Ley mosaica, para llegar a
ser un miembro floreciente y lleno de fruto del pueblo de Dios. En realidad, si
de hecho vas por ese camino, te encontraras atrapado paradójicamente ¡al
mismo nivel que los paganos de los que quieres distanciarte!
Así pues, Pablo incluye en la lista de las conductas que asocia con «la carne»,
muchas de las cuales, como señalamos antes, pueden practicarse por un
espíritu maligno sin cuerpo, de modo que no hay duda de su desaprobación
de estos estilos de acción, pues no tienen nada que ver con lo físico. Más bien
los desaprueba, porque son lo que ocurre cuando la humanidad se vuelve
sobre sí misma y se aparta de Dios:
Por contra,
-Creo que os daréis cuenta de que ninguna de esas cosas va contra la Ley.
En otras palabras:
-Si el pueblo redimido de Dios es verdaderamente así, ¿no creéis que la Ley
tiene que estar encantada?
Y, para dejar claro lo que no quiso decir, completa la discusión con una frase
que funciona como una advertencia a sus lectores, para que no piensen que se
pueden quedar con «la carne» y seguir formando parte del pueblo cristiano,
de la comunidad mesiánica.
Y esta frase, aunque construida con otro propósito, sirve para alertarnos, con
nuestras propias preguntas, sobre un punto clave que, de otra forma, podría
ser pasado por alto.
La clave es esta: el «fruto del Espíritu» no crece automáticamente. Sus nueve
variedades no surgen de repente solo porque alguien haya creído en Jesús,
haya rezado al Espíritu de Dios y luego se haya sentado a esperar la llegada
del fruto. Puede perfectamente haber unos claros y repentinos signos iniciales
de que el fruto está en camino. Muchos nuevos cristianos, particularmente
cuando una conversión súbita ha significado un alejamiento dramático de un
estilo de vida lleno de «obras de la carne», informan de su asombro por la
voluntad que surge en ellos para el amor, el perdón, para ser amables, para
ser puros. Y se preguntan: ¿de dónde ha venido todo esto? Yo no era así. Es
algo maravilloso, una señal segura de que el Espíritu está trabajando.
Pero esto no quiere decir que a partir de ahí venga todo rodado. Se trata de
brotes; para obtener frutos, tienes que aprender a ser un jardinero. Debes
descubrir cómo cuidar y podar, cómo regar el campo, cómo mantener lejos a
los pájaros y las ardillas. Tienes que ver el tizón y el moho, cortar la hiedra y
los parásitos que chupan la vida del árbol, y asegurarte de que el joven tronco
podrá permanecer firme frente a los fuertes vientos. Solo entonces aparecerá
el fruto.
Y, en caso de que alguien piense que estoy poniendo una nota exótica en la
alegre lista de estas maravillosas características confeccionada por Pablo
(seguramente, piensa el romántico y tranquilo cristiano, todas estas cosas se
darán por sí solas ¡ahora que el Espíritu esta en mí!), fijémonos en la
característica final de la lista: el autocontrol. Si el fruto fuera automático,
¿para qué se necesitaría el autocontrol? Respuesta: no es automático y, por
tanto, es necesario. Todas las variedades de fruto que Pablo menciona aquí,
son relativamente fáciles de falsificar, especialmente en la gente joven, sana y
feliz, excepto el autocontrol. Si este no está, vale la pena preguntarse si la
apariencia de las otras clases de fruto es solo eso, apariencia, más que una
señal real de la labor del Espíritu.
Podríamos suponer que es por eso por lo que Pablo añade inmediatamente la
nota de la crucifixión.
Este es ese punto por el que, muchos siglos después, Pablo podría haber sido
invocado para establecer un argumento de largo recorrido en discusiones
sobre moral. Algunos teólogos han distinguido cuidadosamente entre el tipo
de virtud que se puede adquirir mediante un duro trabajo en soledad, y el que
se puede alcanzar solo si Dios te lo concede. La pregunta que se plantea es:
¿supone esto que el segundo tipo no exige trabajo? La respuesta de Pablo a
esto, como todo en sus escritos, es enfática. La virtud cristiana, incluyendo el
noveno fruto del Espíritu, es al mismo tiempo don de Dios y resultado de la
fe de la persona, que toma decisiones conscientes para cultivar esa forma de
vida y esos hábitos del corazón y de la mente. En lenguaje técnico, estas
cosas son a la vez «infusas» y «adquiridas», aunque la forma en que las
adquirimos es en sí misma, en esa misma jerga, «infusa». Estamos aquí,
como tan a menudo en teología, en los límites del lenguaje, porque
intentamos hablar al mismo tiempo sobre «algo que hace Dios» y «algo que
hacemos los hombres», como si Dios fuera simplemente uno como nosotros.
Como si, en otras palabras, la interacción de la acción de Dios con nuestro
trabajo pudiera ser imaginada según el modelo de dos personas que colaboran
en un proyecto. Hay aquí implicados algunos misterios que en este momento
no necesitamos explorar más. Es suficiente advertir que las variedades de los
frutos espirituales que Pablo enumera como virtudes cristianas, permanecen
como obra del Espíritu y, al mismo tiempo, resultado de la elección y el
trabajo consciente del interesado.
Así pues, ¿dónde se unen las tres virtudes y los nueve tipos de fruto? ¿Cómo
trabajan juntos, según lo entiende Pablo? El lector serio de Pablo se plantea
esta pregunta desde un cierto ángulo, tratando de ver el pensamiento ético de
Pablo como una estructura clara y coherente; pero por supuesto el mismo
Pablo la aborda desde diferentes ángulos, dependiendo de la propia pregunta
y de la Iglesia a la que se dirija. De cualquier forma, podemos comenzar
trazando juntos algunos esquemas, antes de adentrarnos en el tercer gran
tema de este capítulo: la llamada a la unidad, así como los hábitos del
corazón, la mente y la práctica que contribuye a alcanzarla.
-Bien, debéis cultivar éstos hábitos, pero solo porque ese es el mejor camino
para poder cumplir las normas?
La respuesta a esta pregunta es no. Ahora bien, explicarlo nos conduce a una
cuestión interesante. Hay un antiguo dicho: «Dale a alguien un pescado y lo
alimentarás todo un día; enséñale a pescar y lo alimentarás toda su vida». La
práctica normal de Pablo al enseñar a sus conversos, es la última. Su versión
del dicho parece ser: «Dale a la gente un mandamiento para una particular
situación y lo ayudarás a vivir de manera correcta por un día; enséñales a
pensar de manera cristiana sobre el comportamiento y serán capaces de
navegar por sí solos, por espacios sobre los que no han recibido ninguna
instrucción específica». Lo que Pablo hace una y otra vez es dar directrices
iniciales, especialmente en áreas en las que el trabajo de la virtud cristiana
llevará a la gente a un patrón de comportamiento que a sus vecinos les
resultará sorprendente y quizás chocante. Ellos necesitan que se les refuerce
la seguridad de que verdaderamente ese es el camino a recorrer. Las
instrucciones que pueden parecer simplemente antiguas normas, son, para la
mayor parte, directrices que les mantienen al día, mientras aprenden los
hábitos del corazón. Igual que está seguro de no recaer en un legalismo que
minaría sus enseñanzas sobre la gracia y la fe -una sugerencia extraña, que
solo pudo nacer de una interpretación errónea-, lo está de no volver a caer en
una ética basada en normas, cuando lo que realmente está proponiendo es una
basada en la virtud.
Otro ejemplo puede ayudar y puede mostramos que no se trata de jugar a
«Reglas o virtudes», una contra otra, sino de entender las primeras dentro del
marco de trabajo más amplio de las segundas. Cuando las autoridades locales
construyeron carreteras para que los coches viajaran largas distancias -
autopistas, autovías, llámese como se quiera naturalmente intentaban que la
gente condujera por estos caminos con el control absoluto de sus coches.
Idealmente, nadie se saldría nunca de su propio carril, ocupando el reservado
al tráfico que viene en sentido contrario. Pero, puesto que se sabe que de vez
en cuando la gente pierde la concentración, se queda dormida al volante, se
distrae con una mascota del asiento trasero o lo que sea -y porque algunas
veces un pinchazo u otro fallo mecánico puede provocar que el coche se
comporte erráticamente, con independencia de lo que el conductor esté
haciendo- los sabios constructores de carreteras construyeron una barrera en
el centro, de forma que cualquier coche a la deriva en dirección contraria,
sería parado en seco. Mejor estar dando tumbos entre coches yendo en la
misma dirección, que estacarse en una colisión frontal. Así mismo,
construyeron una «doble franja» al final de la salida de la autopista, que
produce un gran ruido si tus ruedas la tocan, para ayudar a los conductores a
mantener la posición correcta. Esos responsables de construir caminos no
dicen:
-Ahí la tienes; ahí hay una bonita franja-barrera contra accidentes, rebota
contra ella y no tendrás problemas.
-Se supone que debes conducir por el camino sin tocar las barreras. Pero si
algo va mal, debes de saber que ahí están las barreras.
Todo esto nos lleva a otras dos preguntas, que a menudo se plantean a cerca
de la virtud y a las que la ética de la virtud de Pablo ofrece respuestas claras.
Primero, ¿no es egocentrismo centrar todo el discurso moral en las virtudes
que el individuo se supone está cultivando? ¿No es la moral la que tiene que
dirigir la atención hacia los demás? Y segundo, ¿no centrarse en la virtud
significa que el valor moral de la persona se verá determinado en gran
medida por «accidentes» como el nacimiento, la personalidad, la naturaleza y
la nutrición?
Para explicar esto, primero tenemos que ampliar la imagen para incluir las
dos características que, según afirma Pablo, «durarán» hasta el nuevo mundo
de Dios junto con el amor: la fe y la esperanza. Es importante señalar que este
trío, que aparece en el punto culminante de 1 Cor 13, se presenten juntas por
norma general en Pablo, en cartas casi siempre consideradas tanto tempranas
como tardías:
Pero ahora aparece un rompecabezas más. Debe estar claro que el amor es
una virtud, en cuanto que constituye un aspecto del discipulado presente,
duramente ganado, que anticipa realmente el punto fundamental de la vida en
la era venidera; pero, ¿cómo se aplica esto a la fe y a la esperanza?
Seguramente son pasajeras, como las lenguas, las profecías y otras
características de la vida cristiana actual con las que no contaremos en la era
venidera. Un himno lo expresa así:
La fe se desvanecerá a la vista;
la esperanza se vaciara en alegría;
el amor en el cielo brillará con más luz;
19
por tanto, dadnos amor .
Esta estrofa procede del himno del siglo XIX «Espíritu Santo, Espíritu
compasivo» del obispo Christopher Wordsworth; es la más sorprendente, ya
que Wordsworth era un expositor del Nuevo Testamento y buena parte del
himno en cuestión esta directamente sacado de 1 Cor 13. Pero ese capítulo
insiste, como hemos visto, en que las tres permanecen. Permanecerán en el
mundo futuro. La fe y la esperanza no se desvanecerán ni se vaciarán. ¿Por
qué no?
Así pues, volvamos a las dos objeciones: ¿está la ética de la virtud realmente
centrada en sí misma y se apoya demasiado en rasgos del carácter adquiridos
ya en el nacimiento? Este breve análisis de la fe y la esperanza, y el más
obvio análisis que podemos hacer del amor (donde el amor en el presente es
la anticipación de la afirmación y la mutua satisfacción entre Dios y sus
criaturas y entre las propias criaturas mismas), deben ser suficientes para
contestar la primera de ellas. Hablar de virtud es ciertamente decir que nos
preocupa el crecimiento moral, los hábitos del corazón de cada individuo.
Pero insistir en que las virtudes principales son fe, esperanza y, sobretodo,
amor, es subrayar que crecer en esas virtudes es precisamente mirar fuera de
uno mismo, por un lado, hacia Dios y, por otro, hacia el prójimo. Cuanto más
se cultivan estas virtudes menos se piensa en uno mismo.
Aquí nos hemos tropezado con una de las más obvias diferencias entre la
virtud cristiana y la de los antiguos paganos. La virtud pagana trataba de
cultivar figuras heroicas, líderes valientes y resueltos, especialmente durante
las guerras. El ideal de virtud aristotélica estaba concebido y desarrollado
dentro del contexto de la pólis, la ciudad-estado, ya que, como bien lo vio
Aristóteles, los humanos son animales sociales. Pero las virtudes pertenecen a
aquellos individuos que destacan sobre la muchedumbre. La virtud cristiana
«por definición» no es así. Como dijimos antes, es un deporte de equipo y
solo puede ser eficaz cuando todos los miembros del gran equipo juegan su
único y distintivo papel, en cuidadosa relación con todos los demás miembros
y buscando el bien del equipo como un todo.
¿Es paradójico decir que cultivar la virtud supone mirar fuera de uno mismo?
De ser así, la paradoja sería solo aparente, no real. Por supuesto, la moralidad
debe arraigar muy dentro del individuo. Insistir en esto, como hace la virtud,
es subrayar que no se trata ni de una norma impuesta desde el exterior ni de
un cálculo de consecuencias que puede ofrecer un programa de ordenador;
tampoco es descubrir lo que hay en la profundidad del propio corazón y ser
fiel a ello. Ahora bien, si la moral acaba teniendo su centro en la fe, la
esperanza y el amor, entonces -aunque brote desde muy dentro- su auténtico
centro está fuera del yo, está en Dios y en el prójimo que son amados, en
Dios, que es objeto de la fe y la esperanza, y en el prójimo, que será siempre
visto y amado a la luz de esa fe y de esa esperanza. O por decirlo de otra
manera: incluso las palabras «fe», «esperanza» y «caridad» podrían llegar a
decepcionarnos. La clave de las tres no es: «Mira, aquí están las tres
cualidades que estoy desarrollando en mí mismo». Decir eso de la fe, la
esperanza y el amor es incurrir en una contradicción en los términos. Las tres,
todas ellas dones de Dios, apuntan fuera y lejos de nosotros mismos: la fe,
hacia Dios y su acción en Jesucristo; la esperanza, hacia el futuro de Dios; el
amor, hacia Dios y nuestro prójimo.
La segunda objeción era que una focalización en la virtud puede parecer algo
arbitrario, ya que algunos pueden considerar el buen carácter como un rasgo
congénito, o como el producto de una determinada educación. Y ciertamente
podríamos decir que esta pretensión tiene aparentemente su base. Bill puede
parecer que tiene ventaja en algunas áreas relevantes, lo que no es
desdeñable; creció en una familia llena de amor que lo apoyaba, y parecía
mucho más probable que fuera extravertido y generoso que Ben, que creció
rodeado de egoísmo, abusos y violencia. Ahora bien, la respuesta de Pablo
sería, sin duda, que todo eso está fuera de lugar cuando se trata del carácter
cristiano de la virtud. «Aquellos que pertenecen al Mesías, crucificaron la
carne»: no hay excepciones ni categorías de gente que pueda entrar a
hurtadillas en la santidad que genera el Evangelio, sin pasar por el doloroso
camino de la crucifixión con el Mesías, y después, por el duro esfuerzo moral
necesario para cultivar las virtudes en toda su plenitud. (Pensemos para
empezar en el número de áreas de la vida que cubre el breve análisis de Pablo
sobre el agápe). Bill puede perfectamente imaginar que su formación le
convierte en un ser superior. Mucho se espera de aquellos a quienes mucho se
ha dado; la serpiente más venenosa de todas, el orgullo, está siempre
acechando entre la hierba, lista para morder a aquellos que, sin esfuerzo, se
imaginan superiores a sus desfavorecidos prójimos. Ben, oteando la
diferencia entre su formación y la vida del genuino cristianismo, puede dar un
agradable salto hacia el interior del nuevo mundo. Volvemos al tema de ser
«renovados en el conocimiento de la imagen del Creador». No se trata de la
cuestión de un carácter previamente formado, sino de unas decisiones
pensadas, razonadas y aplicadas, de un nuevo idioma aprendido, practicado y
hablado, con torpeza al principio y después con creciente fluidez.
Con el fruto del Espíritu ocurre lo mismo que con las virtudes. De hecho,
cuanto más cerca estemos de entender las dos categorías, más cuenta nos
daremos de que son dos maneras de decir lo mismo. Enseguida estudiaremos
las listas de las virtudes y los frutos espirituales de forma más completa,
buscando su dinámica interna y sus realizaciones prácticas, y descubriremos
que Pablo está simplemente llegando a un mismo y profundo nivel de
realidad desde distintos ángulos, obedeciendo las necesidades retóricas de los
diferentes contextos a los que se dirige. La razón de utilizar el término
«fruto» después de todo, es que se trata de cosas que crecen desde dentro,
más que de cosas impuestas desde fuera. Una vez que superamos la común,
aunque falsa, percepción de que, si es un fruto, debe producirse sin que
nosotros hagamos ningún esfuerzo o sin que tengamos que pensar -realmente
cualquier cristiano con una cierta conciencia de sí mismo debe darse cuenta
del fallo en seguida-, empezamos a ser libres para reconocer que los diversos
frutos son, como las virtudes, características que deben ser pensadas,
escogidas mediante un acto mental voluntario y aplicadas con determinación,
aun en el caso de que las emociones pudieran sugerir algo bastante diferente.
Así se adquiere una afición o una pericia. Así es como se aprende un idioma.
Así es como se es recreado como ser humano completo capaz de reflejar la
imagen de Dios. Así es como uno se convierte anticipadamente en parte del
«sacerdocio real».
Ahí nos llevan, después de todo, todas estas cosas. Finalmente, Dios no
quiere -y Pablo no cree que Dios quiera seres humanos perfectos, totalmente
limpios y aseados, pero sin nada que hacer. La moral, sorprendentemente
para algunos, es parte de la misión. Las vasijas limpias van a ser puestas en
uso y, a la inversa, un nuevo uso requiere una limpieza previa de la vasija.
Sin embargo, antes de que podamos estudiar todo ello con más profundidad,
debemos contemplar la virtud corporativa, en la cual las virtudes y las clases
de fruto van unidas. Pablo insiste en que la Iglesia debe ser y debe pensarse a
sí misma como un cuerpo y hacer cualquier esfuerzo necesario para
permanecer como tal.
No es difícil, cuando uno lee las listas de Pablo de las virtudes y los vicios,
ver los principales efectos que produce seguir una u otra. Imaginemos que
vivimos en una comunidad donde, día tras día, los hábitos de vida normales
para la mayoría de la gente incluyen la inmoralidad, el mal humor, los celos,
las facciones, la envidia, etc. Luego imaginemos una comunidad donde, día
tras día, los hábitos normales de vida son la paciencia, la bondad, la
amabilidad, el autocontrol, por no mencionar el amor, la alegría y la paz. En
una de las más memorables imágenes de C. S. Lewis esbozada en The Great
Divorce, el infierno es un lugar donde la gente vive cada vez más lejos unos
de otros, siempre peleando y murmurando, al cambiar de residencia, sobre lo
mal que han obrado los otros y cómo la culpa la tienen los demás. Por
supuesto, cualquiera con un poco de experiencia en la Iglesia sabe que
llevarse bien con otro puede ser a veces algo solo superficial.
Lamentablemente, existen muchas comunidades que son muy agradables en
la superficie, pero que en realidad y en el fondo son nidos de víboras. Pero el
hecho de que muchos de nosotros encontremos que el ideal es difícil de
lograr, no significa que no sea eso a lo que deberíamos aspirar. De hecho,
nuestra frustración cuando nos encontramos con esos dos niveles en una
comunidad -brillantez en la superficie y podredumbre por debajo-, debería
aumentar nuestra convicción de que realmente vale la pena trabajar por esa
virtud de la unidad colectiva.
Pero no tendremos más remedio que hacer ese trabajo. Mandatos como el que
sigue, parecen bastante extraordinarios e irreales para nosotros hoy, pero no
tenemos ninguna razón para suponer que la cosa fuera más sencilla en el siglo
primero:
-Vale, así que Pablo piensa que debemos ser felpudos para Jesús. Yo solía ser
así y todo el mundo acababa entrando pisando encima de mí. Ahora he
aprendido que, si no te mantienes firme por ti mismo, serás utilizado y
abusaran de ti.
Esa es la crítica habitual que se hace a lo que se toma por ética cristiana; la
encontraréis en muchos sitios, tanto dentro como fuera de la Iglesia.
En realidad, como ocurre con todas las virtudes, una vez que se ha empezado
a aprender el lenguaje, y especialmente una vez se ha empezado a hablarlo en
grupos donde también lo están aprendiendo otros, no parece tan imposible,
sino que realmente comienza a adquirir su propio sentido de «segunda
naturaleza», de segundo orden espontáneo, como los actores experimentados,
los futbolistas o los ejecutantes de jazz que han aprendido el arte de la
improvisación colectiva real. Lamentablemente, con demasiada frecuencia
nos conformamos con la espontaneidad inmediata de todos «haciendo lo que
emerge de forma natural»; con líderes fuertes, que imponen su poder,
organizaciones que van de la tiranía al caos y viceversa, y con los que dentro
de ellas se sienten intimidados hasta la sumisión y se esconden tras la
esperanza de que tal vez están siendo «humildes». Todo esto es, de nuevo,
una parodia desagradable de lo que Pablo tiene en mente.
La mayor y más sostenida llamada de Pablo a la unidad está en la carta que
llamamos 1 Corintios. Toda la carta es una lección sobre los hábitos de mente
y corazón necesarios para alcanzar y mantener una rica y diversa unidad.
Esto, una vez más, no es cuestión de normas, aunque, como hemos visto, las
normas pueden ser una buena forma de indicar a la gente la dirección correcta
y de capacitarla para que compruebe si sigue en ella. Se trata más bien de
aprender a pensar y actuar de acuerdo con el Espíritu de Jesucristo, de tal
manera que aquello que daña a la unidad, pueda ser localizado con prontitud
y arrojado fuera. Cultos de la personalidad, inmoralidad sexual, demandas
legales, conflictos sobre diferencias culturales, flirteos con prácticas paganas,
división entre pobres y ricos, especialmente cuando tropiezan con la Santa
Cena del Señor, orgullo o envidia en relación con los dones espirituales,
cultos caóticos, aflojar amarras del corazón del Evangelio..., prácticamente
todo ello aparece en 1 Cor y en cada momento Pablo intenta introducir los
hábitos de la vida comunitaria necesarios para ordenarlo todo, además de las
enseñanzas teológicas que lo completarán todo, especialmente la paradójica
sabiduría de la cruz. Esto permea una buena parte de la carta desde el
principio y la espectacular esperanza de la resurrección, que se hace cada vez
más clara, domina un tema detrás de otro hasta su plena declaración en el
capítulo 15.
Desde luego 1 Cor no era el final de la historia. 2 Cor nos dice, con rigor y
cierta mordacidad, que todo fue horriblemente mal y que el mismo Pablo
tuvo que moldear el esquema de autohumillación de la cruz, para poder
restablecer la Iglesia en Corintio y su apostólica relación con ella, sobre la
base del propio Jesucristo crucificado y resucitado. Ello muestra con enorme
claridad que los hábitos del corazón no son fáciles de aprender y que toda
comunidad cristiana y todo líder cristiano están llamados a aprenderlos cada
vez más y con mayor profundidad. También pone de manifiesto que, esté o
no la gente aprendiendo esos hábitos, las circunstancias pueden empujarlos
perfectamente en una dirección en la que se ven forzados bien a hacerlo con
mayor profundidad bien a perder el plan por completo.
El error más obvio que se puede cometer -como leemos en la descripción que
hace Pablo de la Iglesia como «cuerpo del Mesías» en 1 Cor 12 es suponer
que la imagen de un cuerpo humano es simplemente una adecuada metáfora
escogida al azar para demostrar un punto a propósito de la diversidad de
dones y de la unidad de objetivos. Desde ese punto de vista, podía igualmente
haber descrito un elefante, cuyo cuerpo contiene aún más diversidad de
piezas, o haberse referido a la tripulación de un barco con sus diferentes
funciones, o incluso a un coche (de acuerdo, en su tiempo una calesa). Había
muchas otras maneras de articular la diversidad-en-unidad, y la unidad-en la-
diversidad. ¿Por qué un cuerpo humano?
¡Qué fácil ha sido para los cristianos occidentales olvidar esta vocación en su
conjunto! (Ha venido bien que muchos sugirieran que Pablo no escribió Ef, lo
que ha puesto en cuestión la misma autoridad de la carta. Yo creo que eso fue
originalmente un movimiento táctico, al menos en parte, para justificar el
abandono de esta conmovedora pero exigente visión). O, si no olvidamos esta
vocación, la domesticamos hablando en términos exaltados de la Iglesia, al
pretender, por ejemplo, que la marca «Iglesia» se refiera solo a la última
comunidad escatológica o celestial, mientras se va dividiendo en grupos y
subgrupos, donde sea posible mantener una apariencia de unidad sin nada del
esfuerzo que supone conseguirla.
De nuevo aquí, como en el cultivo del «fruto del Espíritu», hay poderosas
corrientes que nos arrastran en dirección opuesta hacia la falsedad en la
enseñanza, las triquiñuelas y los engaños (v. 14). Por eso hay que repetir que
la unidad es una virtud -la virtud colectiva o comunitaria en la que los
diferentes miembros del cuerpo o colectivo crecen en todos los sentidos en
él... que es la cabeza, el Mesías. Y por supuesto, como ocurre con las tres
virtudes y los nueve frutos, la clave para el único cuerpo es el amor (v. 16).
«Imitad a Dios» -urge Pablo al final del siguiente pasaje-, como niños
amorosos que imitan a su padre. Aquí, inusual pero muy sorprendentemente,
Pablo urge a sus oyentes no solo a reflejarse en el amor de Dios, sino a mirar
con atención para ver cómo se hace, y luego hacerlo ellos. Y continúa:
El reto de luchar por las virtudes colectivas es, después de todo, lo que
debemos esperar cuando la virtud-clave individual, y el primer fruto del
Espíritu es el amor. El pensamiento de dos o tres cristianos -o doscientos,
trescientos o dos mil- intentando todos practicar el amor mientras
permanecen con determinación en su propio mundo herméticamente cerrado
de espiritualidad y virtud privada, es, por supuesto, una contradicción en sus
términos. Las virtudes cristianas, a diferencia de las virtudes clásicas o
cardinales expuestas por Aristóteles y otros, están destinadas a producir no
grandes y aislados líderes que dirigen una nación en la política o en la guerra,
sino comunidades integradas, que quieren dar forma a una vida de
autoentrega amorosa.
Con eso vislumbramos una verdad que apuntaba casi al principio de este libro
y a la que ahora debo regresar para analizarla. Si la comunidad cristiana está
aprendiendo de verdad las virtudes colectivas requeridas para una unidad
multifacética, ello contiene en sí mismo un valor apologético por encima de
una mera diferencia («¡Que fantasía! Esos cristianos están viviendo de una
manera bien diferente al resto de nosotros»), o de un cierto atractivo («Bien,
pero ¡realmente su forma de vida resulta muy buena!»). Precisamente porque
las virtudes cristianas miran arriba, al Dios que hizo todo el mundo y creó a
todos a su imagen y semejanza, y hacia fuera, a ese mundo y a todos los que
hay en él, no pueden ser la reserva privada de una comunidad encerrada. No
se trata de que debamos dar la espalda a las grandes tradiciones de la virtud
desarrolladas por filósofos paganos o no cristianos a lo largo de los siglos.
Debería tratarse de demostrar que aquello por lo que se esforzaban, es
plenamente comprendido en nuestro interior, pero también es trascendido por
esta nueva visión de la virtud que es la visión del propio Jesucristo.
Por tanto, este capítulo va a plantear tres preguntas, con dos secciones cada
una de ellas. Primera, ¿qué significado tiene en el momento actual actuar
como sacerdocio real? y ¿cuáles son los hábitos de corazón, mente y vida que
contribuyen a ello? Segunda, ¿cómo esta vocación no solo compromete al
mundo en toda su amplitud, manteniendo ante él la visión de una nueva
manera de ser hombre, pero eclipsando al mismo tiempo la tradición clásica
(y moderna) de la virtud ética secular, reteniendo el máximo énfasis en la
tradición pero transformándolo dentro del nuevo marco? Tercera, ¿cómo da
forma y cuerpo esta más alta vocación a los hábitos particulares que generan
el comportamiento específicamente cristiano y nos ayudan a evitar el
comportamiento específicamente pagano? O, en otras palabras: ¿cómo el
seguimiento de Jesús en la vocación al sacerdocio real, necesita y genera a la
vez una vida de auténtica santidad cristiana?
Hablemos en primer lugar del culto. Adorar al Dios vivo, el Dios que
conocemos como Padre, Hijo y Espíritu, es poner voz a nuestra fe, celebrar
nuestra esperanza y, sobre todo, articular y expresar nuestro amor. Tal como
una persona enamorada enumera a su amado las ciento y pico cosas que
encuentra maravillosas en él, así el culto cristiano se sitúa conscientemente en
presencia del Dios vivo y declara quién es él y todo lo que ha hecho por
nosotros. Igual que una pareja enamorada volverá a repetir la historia del
primer encuentro, de su noviazgo y mutuo descubrimiento, contando una y
otra vez la historia de cómo sucedió todo aquello, de igual manera el corazón
que adora querrá contar de forma natural y sin cesar la historia de Dios y el
mundo, de Dios e Israel, de Dios y Jesús, de Dios y uno mismo, así como su
propia historia personal. Este es un elemento fundamental en el culto
cristiano.
Nótese que he dicho que estas cosas ocurren al principio de forma «natural».
¿Pero qué ocurre después, cuando son dejadas así, sin más?
La respuesta -que tiene obvias resonancias del culto cristiano, más allá del
sentido metafórico- es que usarás el fósforo para encender la vela. Una vela
no es tan excitante como un fósforo, al menos para empezar; pero puede ser
mucho más hermosa, mucho más evocadora y mucho más duradera. Las
parejas humanas deben aprender esa lección, para prevenir que puedan pensar
que, cuando se apaga el fósforo, es que algo ha ido dramáticamente mal y que
hay que buscar otro lo antes posible. Aprender esto es, desde luego, parte del
camino de la virtud de la castidad. De la misma manera, aquellos que han
visto sus corazones ardiendo en el amor a Dios, deben aprender que las
virtudes de la fe, la esperanza y el amor, como se expresan en el culto, han de
ser trabajadas, profundamente reflexionadas, descubiertas y después
planificadas, preparadas y celebradas con una nueva dimensión, que agitará
pasiones que «los fósforos», con su atractivo rápido y romántico, no podrían
alcanzar. Como la pareja que se prepara para celebrar su cuarenta aniversario
de boda, puede dedicar un considerable tiempo a pensar qué hacer y cómo
hacer para que ambos disfruten al máximo de la ocasión, así la Iglesia -que
fomenta un amor a Dios maduro, profundo y duradero- querrá pensar
detenidamente cómo adorarlo, y no porque ese culto nos «venga de forma
natural», sino porque estima que lo importante está en la que venimos
llamando «segunda naturaleza», las virtudes desarrolladas y mantenidas con
un amor que ha pensado bien por qué adora a este Dios, y ha descubierto las
muchas maneras de hacerlo que lo expresan con profundidad y riqueza.
En concreto, desde luego, una Iglesia que está aprendiendo los hábitos del
sacerdocio real, celebrará los sacramentos -esas ocasiones en las que la vida
del cielo se cruza misteriosamente con la vida de la tierra (no que la tierra
pueda controlar o manipular el cielo, eso sería magia, no fe)-para que la
historia de los cielos pueda llegar a convertirse en una concreta realidad física
en la vida de la tierra, alcanzando a los seres humanos en un mundo en el que
todo tipo de cosas tienen un sentido que no tendría en caso contrario, y todo
tipo de cosas que pudo parecer tenían sentido, ya no lo tienen.
En esta vida del culto, todo debe ser aprendido. Las comunidades pueden
crecer en la liturgia y los sacramentos, y pueden alegrarse descubriendo que
esas cosas pueden convertirse en hábitos del corazón comunitario y también
individual. Compartir el culto equivale en cierto modo a lo que significa
comparar el cristianismo con un deporte de equipo. Juntos seremos el pueblo
de Dios; como individuos aislados, no.
Por tanto, la vida del culto es en sí misma una forma colectiva de virtud.
Expresa y, a su vez, refuerza la fe, la esperanza y el amor, que son las
virtudes cristianas. De esta actividad dimana toda clase de cosas en términos
de vida cristiana y testimonio. Pero el culto es central, básico, y en el mejor
sentido, produce hábito. Todo cristiano serio debe trabajar para tener el culto
como una segunda naturaleza. Al expresar el amor de Dios de esta manera,
fluirá de forma natural, cruzando desde el primer gemelo conjunto al
segundo, y reforzará la vida de la misión. El templo está allí, porque Dios
todo lo llena con su presencia, y eso va a ser un medio, y también un signo,
de que Dios quiere llenar el mundo entero de su gloria. El culto debe llevar a
la misión. Los sacerdotes son también reyes.
¿Qué papel jugaba todo esto dentro de la idea de que los cristianos eran
«reyes» en el nuevo mundo de Dios? Pablo responde a esa pregunta
resumiéndolo todo en Ef 3, declarando que su misión al crear y mantener
Iglesias de judíos y gentiles en tierra gentil -reuniendo en el amor a toda una
nueva y sorprendida familia que estaba descubriendo una forma diferente de
ser personas humanas- era una señal inequívoca, dirigida a los poderes
fácticos del mundo, de que Dios era Dios y de que Jesús era el Señor. Y que
había llegado la hora de que los entonces gobernantes del mundo fueran
puestos en cuestión por su legítimo maestro. Después de todo, Alejandro
Magno se había considerado a sí mismo como el auténtico líder mundial,
porque había logrado juntar a griegos y bárbaros en un solo imperio. Los
diferentes emperadores romanos posteriores a Augusto -el primero y
posiblemente el más grande que llevara ese título- se consideraron como los
auténticos gobernantes del mundo, porque juntaron en su imperio a gentes de
muy diferentes pueblos o naciones. Pablo se dio cuenta del éxito de Jesús al
re-unir a judíos y gentiles, la división arquetípica de la humanidad, en un solo
pueblo, y lo entendió como una señal no solo de que el Nuevo Templo había
sido construido ya, sino también de que había sido proclamado el nuevo
Señor. Ser reyes significaba para los primeros cristianos vivir unidos lo que
habían proclamado al mundo: que Jesús el crucificado y luego resucitado, era
el auténtico soberano del mundo.
Es enormemente importante, tanto para nuestra comprensión histórica como
para la propia reflexión contemporánea, que consideremos la forma en que
esos primeros cristianos comprendieron que vivían, al mismo tiempo, como
ciudadanos modélicos en sus países y como personas en deuda de lealtad con
el nuevo Señor. La virtud que iban a desarrollar no suponía una interrupción
de las virtudes paganas del mundo de alrededor. Así, Pablo puede apelar a los
valores morales del paganismo circundante, para mostrar a los corintios lo
mal que se están comportando. «Mirad -les dice-, ¡ni siquiera los paganos
hacen eso!» (1 Cor 5,1). Y puede aceptar que tienen todo tipo de modelos en
común: «Odiar lo maligno y agarrarse a lo bueno» (Rm 12,9). La Iglesia va a
actuar con sabiduría hacia los de fuera (Col 4,5) buscando la paz (Rm 12,14-
21), obedeciendo a las autoridades (mientras les recuerda que también ellos
deben responder ante Dios, algo que muchas autoridades paganas preferían
olvidar) (Rm 13,1-7), y manteniendo la cabeza alta dentro de sus propias
comunidades (Flp 1,27). De hecho, en Flp es donde encontramos a Pablo
dando prueba inequívoca de aprobación al amplísimo mundo de la virtud
pagana:
Esto no significa que los cristianos deban aceptar todo lo que el mundo hace.
El siguiente versículo insiste, como vimos en una discusión anterior, en que
la propia forma de vida de Pablo -radicalmente diferente de la del mundo de
su entorno- debe ser modelo para ellos: pide a sus lectores que hagan «lo que
aprendisteis, recibisteis, oísteis y visteis en mí, o a través mío». Sin embargo,
hay muchas cosas ahí fuera en el ancho mundo que, debido a la bondad de
Dios en la creación, son verdaderamente justas, santas, rectas, puras,
atractivas, con buena reputación, virtuosas y loables. Los cristianos no han de
ser evasivos en esto. Nosotros somos los primeros que debemos ensalzar lo
que deba ser ensalzado e, igualmente, pensar sobre todas estas cosas,
ponderarlas bien, y preguntar qué tal funcionan y qué efecto tienen.
Entonces, ¿cuáles son en concreto las virtudes cristianas de los que son
«reyes», «pueblo del reino», que se practican hoy para alcanzar el sacerdocio
real que nos está prometido en el nuevo mundo? La respuesta está una vez
más, sin que nos sorprenda, en el carácter que deben desarrollar los
cristianos, ese carácter del amor, la delicadeza, la ternura, etc. Estas son las
cosas que, según las bienaventuranzas de Jesús, caracterizarán a quienes
pertenezcan al mundo de Dios. Estas son las cosas que Jesús mismo
ejemplificó a través de su vida y, principalmente, en su entrega al martirio y a
la muerte. Estas son las cosas que los primeros cristianos se empeñaron en
practicar, sobre todo el cuidado de los pobres y el mantenimiento de
comunidades de apoyo mutuo. Esta puede no ser la idea más común de la
monarquía, pero sí empieza a parecer como una redefinición de la realeza
puesta en marcha a lo largo de la vida de Jesús, y concretamente en la gran
secuencia narrativa que va desde su entrada en Jerusalén montado sobre un
pollino hasta su muerte crucificado en una cruz romana, que había
conquistado la imaginación y la vida de sus seguidores. Como esto era lo que
para él significaba ser Rey, ellos tratarán de buscar y seguir caminos
similares, para asumir sus propias y verdaderas responsabilidades y para
practicar en el presente las virtudes propias del sacerdocio real.
Los hábitos fundamentales de esta nueva, extraña y revuelta realeza van, por
tanto, clarificándose y resultan ser lo mismo que Jesús y Pablo habían venido
urgiendo. Son las virtudes, duras al principio pero que se convierten en una
segunda naturaleza tras una larga práctica; las que generan comunidades en
cuyas vidas el señorío de Jesús es evidente, unas vidas que por su propia
naturaleza no quedan como propiedades escondidas dentro de esas
comunidades, sino que desde ellas se contagian necesariamente por el mundo
de alrededor, al ver la gente la vida humana realizada de una forma
radicalmente diferente y a veces irresistiblemente atractiva. De nuevo aquí, la
vida de la virtud cristiana es como un deporte de equipo.
Pero la idea de reflejar la imagen de Dios en el mundo una vez más -la
imagen de un creador generoso y lleno de amor, que llena este mundo de
belleza, orden, libertad y gloria- debe ser más amplia que la creación de las
comunidades por un lado y la evangelización por otro. La vocación «real» de
los seguidores de Jesús debe provocar que surjan virtudes difíciles de
alcanzar, como por ejemplo generar, buscar y mantener la justicia y la belleza
en un mundo donde han estado a la baja demasiado tiempo. Este es un tema
extenso, que necesitaría un tratamiento mucho más completo del que
podemos ofrecer aquí, pero la línea que va desde la insistencia de Aristóteles
en «lo bello y lo justo» al principio de su Ética a Nicómaco, es algo que los
cristianos deben celebrar y profundizar.
Tuve yo una vez un estudiante de teología que había empleado todas sus
vacaciones de verano trabajando en un país subsahariano de África. Cuando
regresó, el director de la facultad le preguntó qué quería hacer después de
graduarse. Él contestó que estaba a la espera de poder ir a trabajar en un plan
de desarrollo internacional, llevando ayuda y conocimiento a los sitios más
pobres del globo. El director, entonces, le preguntó por qué estaba estudiando
teología en vez de políticas o economía. El estudiante no tardó un segundo en
responder:
Había visto en primera fila y durante varios meses la forma en que la Iglesia
estaba llevando a cabo su tarea en el país en el que él había vivido. «La
teología de la liberación», como se conocía entonces, ya no era un ejercicio
abstracto, excitante en apariencia pero deslavazado y ligeramente peligroso,
una ramificación de la teología sistemática creada para mantener entretenidos
a los estudiantes izquierdistas y que no se aburrieran con el estudio de los
antiguos dogmas. Se trataba de las Iglesias, pobres ellas y pobres los que
vivían en su territorio, que día a día descubrían lo que significa llamar a Jesús
«el Señor» y convertir ese señorío en una realidad viva, extendida por todas
las comunidades.
El hábito del servicio práctico -signo exterior y visible de la virtud del amor-
se remonta a los primeros tiempos de la Iglesia. Uno de los pasajes más
sorprendentes del notable libro de Rodney Stark, The Rise of Christianity es
su descripción de cómo reaccionaban los cristianos en la primitiva Turquía
cuando su localidad era golpeada por una plaga. Los ricos, los acomodados y,
concretamente, los doctores reunían sus posesiones y cogían a su familia para
escapar de la ciudad. Marchaban a las colinas, buscando un aire más fresco y
puro, o a casa de familiares o amigos en otras ciudades a cierta distancia. Sin
embargo, los cristianos, a menudo entre los más pobres y muchos además
esclavos, se quedaban para cuidar de la gente, incluyendo a aquellos que no
eran cristianos, ni familiares ni amigos o conocidos. Algunas veces toda esta
gente se ponía bien; no todas las enfermedades resultaban fatales. Otras
veces, eran los propios cristianos quienes caían enfermos, muriendo tal vez a
causa de ello. Pero indudablemente la cuestión de fondo estaba clara: se
trataba de una forma distinta de ser hombres. Hasta entonces a nadie se le
había ocurrido vivir así. ¿Por qué lo hacían? Los cristianos, al ser requeridos
para que explicaran los hábitos del corazón que habían convertido en algo
natural (una segunda naturaleza, por supuesto) hacer todas esas cosas,
hablaban de Jesús y del Dios que habían descubierto gracias a él, un Dios
cuya misma naturaleza era y es amor entregado (amor de autoentrega). Stark
sugiere que este tipo de comportamiento fue una de las muchas razones que
contribuyeron a la rápida expansión del cristianismo, a pesar de los grandes
esfuerzos de los eficientes perseguidores romanos, que siguieron con su
actividad hasta la época (principios del siglo IV) en que casi la mitad del
Imperio era ya cristiana, decidiendo los emperadores unirse a lo que parecía
20
ser el bando ganador por considerarlo preferible.
Esto nos conduce, en dos niveles, a esa inmensa área que los teólogos han
denominado con ligereza «naturaleza» y «gracia». Una de las principales
preguntas que plantea el estudio de la misma es: ¿es posible que un ser
humano sin la ayuda divina -es decir, en estado de naturaleza pura- alcance la
virtud? El propio paganismo había estado dividido ante esta pregunta, ya que
para algunos paganos -por lo menos para los estoicos- un poder divino
actuaba en los hombres, con el fin de que toda vida humana, al menos todo el
esfuerzo moral, tuviera algún tipo de corriente profunda de carácter divino
fluyendo a través suyo. Pero para Pablo y los primeros cristianos, que
pensaban en «judío» sobre el Dios creador y autoentregado, se necesitaba
algo mucho más explícito. Sí, los paganos podían articular, respetar y, a
veces incluso, vivir de acuerdo con «nobles ideales»; pero la fe, la esperanza
y el amor, el fruto del Espíritu en plenitud y la unidad en un solo cuerpo, eran
dones superiores disponibles solo por la gracia de Jesucristo, que van más
allá de lo que el paganismo podía hacer. Sin esa gracia incluso el celoso
seguidor de la Ley judía acabaría en el mismo lugar que el perplejo moralista
pagano:
21
No hago el bien que quiero, sino el mal que aborrezco (Rm 7,19 ).
Como sugerí mucho antes, existe un paralelismo de todo esto con lo que dice
Pablo sobre la ley judía. La ley judía contempla la realización de Dios en
Cristo y en el Espíritu Santo, y la aplaude, a pesar de que esa misma ley,
siendo «débil a causa de la carne», resulta incapaz de producir ese resultado
(Rm 8,3-4). De la misma forma, la acción de la gracia produce un tipo de
vida humana que cualquier pagano serio podría reconocer como genuina y
completamente humana, y que el cristiano debe ver -debería haber visto-
como la meta que perseguía el paganismo, aún con impotencia, en tiempos de
Pablo.
Lo que nos lleva a otra pregunta: ¿existe una total separación entre la teoría
de la virtud de, por ejemplo, Aristóteles o Séneca, y la teoría que hemos
estado viendo desarrollar en la proclamación de Jesús y en las enseñanzas de
Pablo? No; yo sugiero que, a nivel teórico, somos testigos de algo muy
similar a lo que acabamos de ver a nivel práctico. Para Aristóteles, nos
convertimos en virtuosos haciendo actos virtuosos: «la segunda naturaleza»
se desarrolla y va creciendo hasta alcanzar por completo aquello que -
atisbando la meta de un florecimiento humano completo-hemos empezado a
practicar. Así, para Pablo, tomando 1 Cor 13 como el ejemplo más obvio:
esta es la meta, el estado de ser téleios, «más completo»; aquí están las
cualidades del carácter que contribuyen a ello; estos son los pasos que se
deben dar para practicar esa cualidad del carácter. O bien tomemos Col 3 o Ef
4: ahí se encuentra el estado de la perfecta y madura humanidad; ahí están las
cualidades del carácter que se deben lograr, vistiéndose con ellas, y
aprendiendo a practicarlas. Se trata solamente, sugiero yo, del en cierto modo
exagerado culto a la espontaneidad y de la más reflexiva, aunque insistente,
cultura de «la autenticidad», que han puesto difícil a los lectores de Pablo de
los últimos dos siglos conocer lo que estaba pasando. Lo que Pablo defiende
es la forma cristiana de la primitiva teoría pagana de la virtud.
-En efecto, muy bien, pero ya que nosotros no partimos de esa premisa
cristiana, no vamos a tenerla en cuenta.
¿No hay continuidad entre la moral cristiana y la del resto del mundo? Si
decimos que la fe cristiana produce verdadera humanidad, ¿no debería haber
muchas áreas de gran solapamiento e intercambio en que pudiéramos trabajar
buscando grandes acuerdos?
Creo que esta es la línea de pensamiento que Pablo contempla cuando insiste
en que la santidad debe estar orientada a la misión:
El mundo es oscuro, hay que reflejar la luz divina en él. Aquí Pablo está
reuniendo distintos aspectos de las expectativas judías, de la vocación de
Israel a ser la luz al mundo (Is 49,6, llamada de Dios a su «siervo», que acaba
de sufrir ansiedad en el versículo 4, y que podría haber estado trabajando sin
ningún objetivo). En concreto, Pablo se hace eco de Dn 12,3, donde el profeta
declara:
El meollo de esto, como de Flp 2, es que los oyentes de Pablo, en vez de vivir
como luz en medio de la oscuridad, van a ser personas resucitadas en medio
de un mundo de muerte (Ef 5,8-14). A tal fin, tendrán que desplegar todos los
medios habituales mediante los que el carácter cristiano puede fomentarse,
evitando las causas evidentes de corrupción, tales como la inmoralidad sexual
y la embriaguez, para abrazar una vida de perdón, bondad y, sobre todo, de
celebración cultual de la acción de gracias (4,25; 5,20).
Lo mismo se establece también en Rm. Los que van a ser agentes de Dios en
el juicio final de toda la creación -aquellos para quienes la creación misma ha
estado esperando, ya que solo cuando se revelen como verdaderos seres
humanos la creación entera será renovada- son los que deben aprender a
«hacer morir las obras de la carne» (8,13), para que puedan revivir. Si han de
ser sacerdocio real, gobernando sobre el nuevo mundo de Dios (Rm 5,17),
deben ser aquellos en cuyas vidas brille una humanidad verdadera renacida
en Cristo, después de que se haya dictado sentencia sobre su pecado. La obra
de Dios de salvación y de justicia regeneradora debe acontecer primero en
nosotros, para que pueda pasar después a través nuestro. Esa es la lógica
interna que une la conversión personal, la fe y la santificación del amplio
quehacer de la Iglesia en el mundo.
De todo esto -por supuesto hay mucho más, que también podríamos haber
explorado-debe quedar claro que el Nuevo Testamento prevé la santidad del
pueblo de Dios como un factor importante en su grandiosa vocación de ser
luz del mundo. De aquí surgen las características particulares de la conducta
cristiana, esas virtudes concretas que nadie (excepto, en algunos casos, el
pueblo judío) había considerado antes como virtudes y que, de acuerdo con
Jesús y los primeros cristianos, fueron la clave secreta para esa verdadera
humanidad, a través de la que se dio a conocer en su mundo el Dios creador y
el mundo fue convocado a la adoración. Vuelvo a la lista anterior de estas
características que ofrece Simon Blackburn: humildad, caridad, paciencia y
castidad. Todas ellas aparecen una y otra vez en las páginas del Nuevo
Testamento y ellas contribuyeron significativamente a la total perplejidad del
antiguo paganismo, cuando se confrontó con los primeros cristianos: ¿por qué
querría alguien comportarse así? La respuesta de los cristianos era y es que
estas virtudes ejemplifican y moldean la genuina humanidad; esta fue vivida
por el mismo Jesús, cuya vida le es dada a su pueblo por su Espíritu; que en
Jesús, y de hecho en todos los que comparten su modo de ser hombre, se
puede ver el verdadero reflejo del Dios creador, con tanta frecuencia
parodiado en el paganismo, pero que vuelve a mostrarse tan claramente en su
muerte y posterior resurrección. Este conjunto de virtudes constituye la
imagen del Hombre Auténtico. A ella deben parecerse sus seguidores.
Por tanto, es más bien imposible hablar de Dios con convicción o eficacia si
los que profesan seguir a Jesús no dan ejemplo de humildad, caridad,
paciencia y castidad. Estas no son opciones adicionales para alguien
especialmente interesado, sino la ropa más esencial que el sacerdote real debe
«vestir» día a día. Si la vocación del sacerdocio real es reflejar a Dios para el
mundo y el mundo para Dios (es decir, el mundo para lo que fue creado, que
es lo que por la gracia de Dios llegará a ser un día), esa vocación debe ser
constante y solo se podrá mantener con una atención seria que logre
«incorporar» esas virtudes no para poseer una santidad egocéntrica ni por el
orgullo de alcanzar una meta moral, sino para revelar al mundo quién es su
verdadero Dios. La Iglesia se ha dividido entre aquellos que cultivan su
santidad personal pero no hacen nada en favor de la justicia en el mundo, y
aquellos que son apasionados de la justicia pero consideran la santidad
personal como una distracción innecesaria para esa misión. Esta división se
ha consolidado gracias a la mala costumbre de la Iglesia de aceptar de la
cultura política que nos rodea el discurso y la praxis inútil de «izquierda» y
«derecha» con todos sus prejuicios, el arcaico lenguaje sobre la justicia en el
sentido de liberalismo y el más reciente sobre la santidad con la connotación
de dualismo. Todo esto debe dejarse a un lado con toda rotundidad. Lo que
necesitamos es integración.
La gran llamada de la moral cristiana es, por tanto, la esclava necesaria de las
llamadas aún mayores del culto cristiano y de la misión. Las virtudes que
constituyen la primera son los componentes vitales de estos últimos. El único
camino para que el culto y la misión lleguen a ser una segunda naturaleza
para los seguidores de Jesús, es el de las virtudes, el de los frutos del Espíritu,
el de la pasión por la unidad y el de la celebración de un aumento de las
diversas vocaciones dentro de un mismo cuerpo, para que adopten todos
también una segunda naturaleza. De lo contrario, el culto será una farsa y la
misión una mera proyección de las ideologías. Reflejar la imagen de Dios
significa aprender las disciplinas de un Dios-que-refleja la vida humana.
Por tanto, ¿cuáles son las disciplinas y cómo podemos aprenderlas? Esto nos
conduce al último capítulo de este libro. En primer lugar, sin embargo, valgan
unas primeras palabras sobre la forma en que las sorprendentemente llamadas
antes «virtudes cristianas diferentes» -humildad, paciencia, castidad y
caridad- se han desarrollado a lo largo del tiempo.
Una vez más nuestra cultura va por dos caminos. Aplaudimos la paciencia,
pero preferimos que sea una virtud que posean otros. Cuando un conocido
banco dio a conocer las tarjetas de crédito a un público desprevenido en la
década de 1970 y declaró que su trocito de' plástico «iba a suprimir la espera
del deseo», hizo sonar dos acordes muy diferentes entre sus oyentes. Algunos
-los más- decidieron que eso era lo que siempre habían querido, y la
contrataron. Otros, que parecían estar «viviendo en el pasado» y
«desfasados», advirtieron que esa bofetada en la cara de la virtud de la
paciencia traería su propia y fatal recompensa. Una generación más tarde, con
niveles de deuda personal en el mundo occidental astronómicos y sin
precedentes, sobre todo entre los jóvenes, el segundo grupo ha demostrado
una y otra vez que tenía razón. Esto no quiere decir que no exista un uso
responsable de las tarjetas de crédito y de iniciativas similares. Simplemente
pone de relieve que, cuando una sociedad en su conjunto decide que la
paciencia está anticuada, algo de su verdadera humanidad sufre un duro
golpe. Y cuando lo humano se deteriora, los resultados son la corrupción (en
el sentido de algo en decadencia o que va mal) y la esclavitud.
Y luego está la castidad. Para muchas personas es una sorpresa descubrir que
los antiguos cristianos (y los judíos antiguos) eran vistos como «fuera de
onda» en relación con la cultura que les rodeaba. Casi todo el mundo en la
antigüedad daba por sentado que la gente tenía, para decirlo sin rodeos, tanto
sexo como era capaz de conseguir. El matrimonio (entre un hombre y una
mujer) era una cosa y muchos o querían permanecer fieles o tenían miedo,
pm cualquier razón, al puro extravío. El principal problema con respecto al
adulterio, sin embargo, no era el fallo moral sino los celos del cónyuge. Entre
solteros, las relaciones sexuales eran comunes y esperadas, y en un mundo
donde los abortos se intentaban con frecuencia, los niños no deseados se
abandonaban a las bestias salvajes; algunos problemas residuales se resolvían
con facilidad, dejando la principal dificultad para la familia que trataba de
casar a una hija con un «cierto pasado». Existían otros tabúes en distintos
momentos y lugares. En la antigua Atenas, por ejemplo, había una cuidada
escala de grados de lo que era aceptable cuando un hombre mantenía
amistades homosexuales con un joven. Pero nadie pensó que el
comportamiento homosexual, incluyendo relaciones estables de por vida casi
maritales, fuera particularmente inusual y, menos aún, reprobables en sí
mismas. En efecto, Platón (en El Simposio) celebró tales relaciones estables
como la forma suprema del amor. Otras formas muy diferentes de la
actividad sexual, como el sexo con animales, era algo ante lo que la mayoría
de la gente se encogía de hombros. Una buena parte de todo este
comportamiento se desarrollaba en y alrededor de los templos paganos, pero
sin lugar a dudas sin limitarse a ellos.
Sin embargo, los cristianos siempre han insistido en que el autocontrol es uno
de los nueve frutos del Espíritu. Sí, es difícil. Sí, hay que trabajar en ello y
descubrir por qué ciertas tentaciones, en ciertos momentos y lugares, son
difíciles de resistir. Esto es así porque la castidad es una virtud: ante todo no
es una regla para decidir si cumplirla o romper con ella (aunque algunas
normas son lo suficientemente claras en la Escritura); ciertamente no es algo
que se pueda calcular de acuerdo con un principio, como la máxima felicidad
o el mayor número (entre otras cosas porque la felicidad total a corto plazo de
la mayoría de los congresos sexuales inclinaría la balanza artificialmente), y,
en particular, como Jesús mismo indicó, no se producirá acomodándose al
flujo de lo que es natural. Aquí es donde el verdadero celibato, como el del
mismo Jesús y como el de un gran número de héroes y heroínas, tanto en las
comunidades monásticas como en un montón de lugares menos obvios, ha
puesto de manifiesto la alegría de una segunda naturaleza, el autocontrol que
gran parte de nuestra cultura, como la mayoría del mundo antiguo, ni siquiera
imagina. Por el contrario, como saben todos los que como nosotros tienen
acción pastoral o familiar en favor de las personas que han adoptado los
hábitos actuales de la sociedad, las contusiones y las heridas causadas por
esos hábitos son profundas, de larga duración, y deterioran la vida. La Iglesia
es llamada a menudo «aguafiestas» por protestar contra el libertinaje sexual.
Pero la muerte real de la alegría viene con el acaparamiento de placer. Al
igual que con el uso de tarjetas de crédito, el precio se oculta al principio,
pero la deuda física y emocional ocasionada tardara mucho tiempo en
pagarse.
Aquí la Paciencia y la Humildad, que siguen estando al margen, entran en
juego una vez más. El impulso frenético hacia la intimidad sexual es parte de
la energía que necesitas para expresarte, para ir hacia delante, para insistir en
que esa es tu identidad y que así es como quieres comportarte.
8.
8. El Círculo Virtuoso
1
Antes de ponemos en marcha, vamos a señalar una vez más el peligro que
acecha como consecuencia de un rechazo demasiado fácil de «moralismo» y
«esfuerzo». Todo lo que ahora digo supone que Dios, la Santísima Trinidad,
ha actuado de manera decisiva en la historia, para rescatar a los seres
humanos del desastre en que ellos mismos se habían metido, por lo que todo
lo que hacemos se enmarca dentro de ese acto y ese mundo de la gracia.
También supone, para situar esa historia cósmica a nivel humano, que todo lo
que hace un cristiano cuando toma decisiones morales y cuando actúa en
general, está dirigido y capacitado por el Espíritu Santo. Una de las grandes
oraciones de Pascua en el viejo libro inglés Book of Common Prayer («Libro
de Oración Común») pide dos cosas: en primer lugar, que la gracia especial
de Dios ponga los deseos de Dios en nuestras mentes y, segundo, que su
constante ayuda nos permita convertir esos deseos en buenos resultados. Y la
oración especial para el primer domingo después de Epifanía, unas semanas
antes, dice más o menos lo mismo. Se pide que el pueblo de Dios pueda
En este punto se da, desde luego, algo que podríamos llamar «moralismo».
En efecto, existe también el llamado «esfuerzo moral». Sin embargo, no cae
bajo la sospecha de pelagianismo, es decir, de postular que podemos salir
adelante por nuestros propios esfuerzos morales y que a Dios le satisface eso.
Esa acusación, como tantas propuestas teológicas de segunda categoría, se
construye en realidad sobre la base de un simple error, a saber, sobre la idea
de que todo lo que Dios hace no lo hacemos nosotros, y viceversa. La vida (¡a
Dios gracias!) es más complicada que todo eso.
-Hijo mío -le contestó Dios-, tienes que andar la mitad del camino para
encontrarte conmigo. ¡Al menos podrías comprar un billete!
Y también igual que con una bicicleta: es más fácil dibujar el círculo de las
prácticas (el círculo virtuoso) que describirlo, pero permítanme hacer una
primera lista de los elementos que lo componen, en lo que me parece a mí
que es el orden natural. Luego deberemos examinar con más detalle uno por
uno y ofreceremos algunos ejemplos de cómo podrían ser en la práctica.
Pero después de todo, tampoco estamos aún al final del drama. Los lectores
de la Biblia (a menos que adopten una de las estrategias conocidas para
resistir este proceso), se verán dibujados como «personajes» en un escenario.
Sí, esto también bien puede implicar la interpretación de un papel y todos las
antiguas acusaciones de hipocresía que giran alrededor de la práctica de la
virtud resonarán también aquí. Sin embargo, cuanto mejor se conozca la obra,
menos se estará interpretando un papel y más sencillamente se podrá ser uno
mismo. Tarde o temprano, se actuará de forma natural. La segunda
naturaleza. Así es como funciona la virtud.
Por supuesto, dentro de la Biblia hay todo tipo de pasajes mucho más
específicos, que forman y dirigen la vida de fe, esperanza y amor, y que el
Espíritu puede y tiene que utilizar para despertar al pueblo de Dios y producir
frutos. Casi todos los párrafos de los cuatro evangelios tendrán este efecto, si
se leen, ponderan y se reza con ellos lenta y cuidadosamente. Del mismo
modo, los salmos abrirán ·el corazón y la mente de cualquier persona que los
lea, cante o rece con una mínima atención; formarán y reformarán ese
corazón y esa mente de un modo que, aunque no sea siempre cómodo, es
siempre formativo del carácter cristiano. Incluso las genealogías, que se leen
mejor de carrerilla, pueden proporcionar un poderoso sentido de los objetivos
de Dios cuando presenta, una generación tras otra, a gentes que viven con fe
y esperanza antes de que el siguiente punto principal del propósito divino sea
desvelado, como una floración de orquídeas largamente esperada. Algunas
partes de la Biblia es mejor beberlas de un trago, como un gran vaso de agua
en un día muy caluroso -es decir, grandes cantidades a la vez-, mientras que
otras, como buena parte de las cartas, son mejores bebidas de sorbo en sorbo,
saboreándolas gota a gota como un buen vino (recordando siempre que, sobre
todo en una carta, cada versículo significa lo que significa en relación con
todo el asunto, no por sí mismo). Pero el tema es que la lectura de la Biblia es
un hábito formativo: no solo en el sentido de que cuanto más lo haces, mas te
gusta querer hacerlo, sino también en el sentido de que cuanto más lo haces,
mejor se formaran los hábitos de la mente y el corazón, del alma y el cuerpo,
que lentamente, pero con seguridad, formaran vuestro carácter a semejanza
de Jesucristo. Y ese «vuestro» aquí es sobre todo plural, por muy importante
que el singular también lo sea.
Esto no quiere decir que no haya páginas difíciles en la Biblia -tanto los
pasajes que son difíciles de entender, como los que entendemos tan
sumamente bien que los encontramos impactantes o perturbadores (por
ejemplo, la celebración de la matanza de los bebés edomitas al final del salmo
137). Se deben evitar las soluciones fáciles a esos pasajes, por ejemplo: que
estos fragmentos no fueron inspirados, o que toda la Biblia no es más que un
perverso sinsentido, o que Jesús solo abolió las partes del Antiguo
Testamento con las que no estábamos de acuerdo. Hay que vivir con las
tensiones. Dios sabe que hay un montón de tensiones similares en nuestras
propias vidas, en nuestro propio mundo. Dejemos que las palabras que nos
turban choquen entre sí. Démonos la oportunidad de practicar un poco la
paciencia («Podría haber aquí más significado del que puedo ver de
momento»), y la humildad («Dios bien puede tener cosas que decir a través
de este pasaje para el que aún no estoy preparado»). De hecho, la humildad es
una de las lecciones clave que nos viene a través de muchos años de lectura
de la Biblia; hay algunos pasajes que encontramos fáciles y otros que nos
cuestan, pero no todos están de acuerdo a la hora de identificarlos.
Para que un relato o una historia sean eso (en oposición a una mera colección
de frases), debe haber una trama con algún tipo de tensión y resolución.
Somos criaturas históricas; naturalmente, amamos los relatos de historias
porque nuestras vidas están llenas de tensión y resolución, y en algunos
momentos es probable que haya más tensión que resolución. Así que nos
identificamos con este o aquel carácter, con este o aquel momento, con este o
aquel giro de la trama, y terminamos enganchados. Queremos saber lo que
pasa, cómo se desarrolla y cómo va saliendo adelante. Queremos un
desenlace, un cierre, que aparezca algún sentido de justicia o, en último
término, un cierto sentido de integridad.
Por supuesto que es dentro del mundo de los relatos bíblicos en particular
donde muchos han encontrado un impulso especial para adquirir los hábitos
que conforman la vida virtuosa. El valor de Noé, la fe de Abraham, la
esperanza de Josué en prisión, el liderazgo de Moisés y así sucesivamente. Sí:
la Escritura está, en efecto, llena de personajes y de sus historias, y nosotros
podemos y debemos ser impulsados y estimulados por su ejemplo.
Pero, una vez que hemos alcanzado ese punto, encontraremos otros ejemplos
de todo tipo. Esto nos lleva a dar otra vuelta alrededor del círculo, para llegar
a la siguiente categoría.
El escritor sabe muy bien que se pueden decir muchas más cosas sobre Jesús
sin quedarse solo en todo esto: Jesús, hijo de Dios superior a los ángeles;
Jesús, sumo sacerdote según el rito de Melquisedec; Jesús que ofrece su
propia sangre para hacer expiación. Pero también... Jesús, ejemplo de virtud,
que mira al futuro y conduce la vida de la persona en consonancia con la
visión de la «perfección» (11,40) que vislumbramos. En Heb también se nos
ofrecen ejemplos negativos: pensemos en Esaú, que vendió su primogenitura
por una comida y después no pudo ya cambiar su decisión (12,16-17).
Por tanto, la Biblia está llena de historias que, aun no habiendo sido escritas
en primera instancia con ese propósito, pueden servir de ejemplo de cómo
desarrolló mucha gente el carácter de la virtud. En particular, el Nuevo
Testamento contiene las historias de los once discípulos que, viajando con
Jesús, aprendieron de él una forma de vida en plenitud, que después ellos
modelaron para otros. Pablo, como hemos visto, utilizó su propio ejemplo,
específicamente en su forma de imitar a Jesucristo (1 Cor 10,31-11,1; Flp
3,4-17).
Pero, por supuesto, vivir dentro de la historia del pueblo de Dios es vivir en
un lugar en donde ahora están muchos otros, a cuyos innumerables ejemplos
también podríamos apelar. El fenomenal éxito, solo en términos humanos, de
san Francisco de Asís se puede atribuir en gran medida al poder del ejemplo:
la gente se dio cuenta de repente de que, en medio de una Iglesia al parecer
corrupta y descuidada, vivía alguien (como él y ellos suponían) como había
vivido Jesús. El espectáculo era lo suficientemente convincente como para
hacer que otras muchas personas decidieran vivir así y tomaran las decisiones
necesarias para dedicarse a una vida de pobreza, castidad y obediencia. Esto
está en la línea establecida ya por los Padres y Madres del Desierto de los
primeros siglos, que abandonaron la vida corrupta de sus ciudades y se fueron
al desierto para vivir en soledad y oración, lo que alentó a un número
considerable a imitarlos. Podemos sospechar que aquí hay algo más que una
mera imitación. Un escritor reciente habla de «la gracia en cascada», que
acontece cuando Dios hace algo en la vida de una persona y a través de su
obra, otras personas lo ven y piensan: «¿Crees que podría suceder aquí?». Y
una chispa se convierte en una llama, casi siempre una llama de un color
ligeramente diferente. La imitación no tiene que ser servil. Guiados por el
Espíritu, puede ser un camino hacia algo completamente nuevo.
Sospecho que de hecho muchos de mis lectores están leyendo este libro
porque en último término ellos mismos han tenido líderes cristianos en los
que se han mirado como ejemplo. Desde un principio, los líderes cristianos
han estado convencidos de que debían convertirse en ejemplos (1 Tim 4,12;
Tit 2,7; Heb 13,7; 1 Pe 5,3; y otros lugares similares), y nos guste o no (y a
muchos de nuestros líderes esto les produce ansiedad), el pueblo cristiano -
como ocurre con los niños de nuestra misma sangre tenderán a imitarnos.
Maximiliano Kolbe fue un sacerdote católico polaco que junto a su gente fue
enviado al campo de la muerte en Auschwitz. Un día uno de sus compañeros,
prisionero también allí, fue amenazado de muerte por intentar escapar. El
hombre empezó a llorar: estaba preocupado, porque tenía mujer e hijos.
Kolbe dio un paso al frente y se ofreció en su lugar. Se condujo en calma
hacia la muerte. La intención del castigo era la muerte por hambruna, pero
cuando, después de dos semanas, Kolbe seguía con vida, lo mataron mediante
una inyección letal. La cuestión es esta: él no estaba actuando de forma
espontánea ni obedeciendo una norma. Estaba haciendo algo que le surgió
con naturalidad, como punto culminante de una vida dedicada a darse a los
demás, a seguir el trabajo de Jesús en su ministerio pastoral y en su vida
sacramental diaria. Como Chesley Sullenberger, no tuvo tiempo de pensar,
pero tampoco lo necesitó. El pensar se había realizado mucho tiempo antes, y
los hábitos de segunda naturaleza de ofrecer su amor, como resultado, se
habían arraigado en él. Llegó el momento; la decisión estaba tomada.
Otro ejemplo más reciente. Estuve en una gran celebración en una iglesia
descomunal, con música maravillosa, fluir de túnicas y una multitud de miles
de personas que apenas cabían dentro del enorme edificio. De repente, como
a los diez minutos del servicio, unos hombres se abrieron paso brutalmente
sobre los ujieres en las puertas, hiriendo a uno de ellos, y corrieron dentro de
la iglesia gritando consignas. La interrupción fue causada por un grupo de
protesta que recientemente había adquirido reputación nacional por
comportarse escandalosamente en la defensa de su causa (que, dicho sea de
paso, no tenía nada que ver directamente con la iglesia ni con ninguno de los
presentes).
¿Cómo se hizo? Y o temía por el hombre que había dado un paso adelante y
había hablado con el manifestante. Yo no habría sabido qué decir. Habría
tenido miedo de lo que el grupo de manifestantes pudiera hacer, si me
acercaba, y me habría preocupado poder empeorar las cosas con palabras o
acciones. Al parecer, como descubrí más tarde, él les hizo ver que ya habían
realizado su protesta y que, si continuaban durante mucho más tiempo,
alejarían a más personas que las que pudieran atraer. Ahora bien, ¿cómo
había sido capaz de hacer eso con tanta calma?
Entonces recordé que muchos años antes había observado cómo el mismo
clérigo bajaba por la calle en una de nuestras concurridas ciudades. Vestido
como un sacerdote, se paró calladamente y se sentó en la acera, para charlar
con un grupo de hombres que estaban bebiendo bebidas alcohólicas. Hizo
que su acercamiento pareciera natural y ellos lo recibieron de la misma
manera. Iba a predicar en una celebración pero no parecía tener prisa; esas
reuniones eran ya, obviamente, un hábito. Él sabía por experiencia cómo
hablar con calma y prudencia con personas de las que otros tendrían miedo.
En el momento en que llegó a esa gran celebración, quince años o más
después, los hábitos de la fe, el amor y el valor habían quedado totalmente
formados. Y, cuando llegó el momento, no tuvo que pensar en ello. La
segunda naturaleza hizo su aparición. Él sabía realmente qué hacer y cómo
hacerlo. He aprendido muchas cosas de ese hombre, pero cabe destacar ésta.
Su nombre es Rowan Williams.
Los ejemplos nos llegan desde todas partes, pero siempre dentro de un
contexto. Ese contexto es -y sé cuán trivial se ha vuelto esta palabra- la
comunidad del pueblo de Dios. Tiene que estar claro para los lectores que la
vocación de ser sacerdocio real, el desafío para desarrollar las virtudes
cristianas que nos constituyen como auténticos seres humanos reflejo de
Dios, es una vocación y un reto que no recibimos solo como individuos sino
como comunidades. Aristóteles veía a la persona virtuosa con un papel clave
dentro de la pólis, la ciudad, que era la unidad política básica de su época. La
virtud cristiana, a pesar de que genera grandes líderes, lo hace a fin de que el
cuerpo de Cristo funcione con la misma enseñanza, la virtud habitual. En
consecuencia, seguir ejemplos nos conduce, siguiendo el movimiento
alrededor del círculo, hasta el punto donde debemos reconocer que uno de los
principales lugares dónde y por medio del que cualquiera de nosotros aprende
los hábitos del corazón y la vida cristiana, es eso que relajadamente llamamos
la Iglesia.
En tercer lugar, me refiero al pequeño grupo que puede ser, bien una iglesia
parroquial, un grupo doméstico de estudio de la Biblia, o también un grupo
que se reúne para planear la mejor estrategia en relación con asuntos sociales
locales, o lo que sea, en el que es posible planear y llevar a cabo el
aprendizaje y las realizaciones correspondientes. Aquí los hábitos son
formados por amigos cristianos, vecinos y compañeros trabajando juntos,
orando juntos, compartiendo la vida con el otro, sus frustraciones, y también
sus alegrías y emociones. Aquí esta Jane, estudiando tranquilamente un plan
para conocer a mujeres ex delincuentes cuando salen de la cárcel, para evitar
que vuelvan a los hábitos que les llevaron allí. Aquí está Jack, con una nueva
guía para el estudio de la Biblia que ha estado leyendo y que sabe que abrirá
los ojos del grupo a visiones de la verdad nunca antes imaginadas. Aquí está
Jeff, que ha estado hablando con la autoridad local de educación sobre cómo
iniciar un programa preescolar para los niños pequeños de las familias
monoparentales (de las que hay muchas en la zona) que no pueden hacer nada
cuando la mamá tiene que salir al trabajo. Aquí esta Lisa, que ha estado
escribiendo algo de música nueva, para ser utilizada en la misa del domingo
por la tarde, en la que suele dejarse caer un variopinto grupo de jóvenes. La
razón de introducir a estos cuatro -y a los miles de pequeños grupos como
ellos alrededor del mundo-, es que están aprendiendo los hábitos del corazón
y la vida en común. La cuestión de la virtud para ellos no es que ninguno de
ellos quiera convertirse en el tipo de líder llamativo que va a ganar premios, a
ser reconocido en la calle y a aparecer en las tertulias de televisión. Tampoco
se trata de que todos ellos sean iguales. No lo son; son personajes muy
diferentes, con diferentes dones, vocaciones, temperamentos y entorno social
y cultural. Están juntos contribuyendo a formar una comunidad que está
practicando el arte de ser un sacerdocio real. Un culto y trabajo de
compañerismo para quienes están aprendiendo la fe, la esperanza y el amor
que se ejercen en el servicio del reino de Dios. Y parte de la cuestión es esta.
Con el fin de trabajar juntos, estos cuatro -y otros en su comunidad local-
tienen que desarrollar los frutes del Espíritu. Si no tienen amor, gozo, paz,
amabilidad, bondad, paciencia, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí
mismos, no llegarán muy lejos. Su compañerismo se fragmentará. Cada uno
se apagará y ellos y ellas se dedicarán a sus propias cosas, murmurando sobre
la falta de visión del resto de la Iglesia. Esto es lo que quiero decir cuando
digo que la Iglesia, la comunidad del pueblo de Dios, es el foro en el que la
virtud se aprende y se practica.
Por supuesto, como es obvio para cualquiera que haya formado parte de la
comunidad de la Iglesia durante más de uno o dos días, puesto que todos
sabemos que el fruto del Espíritu es importante, todos nosotros aprendemos a
fingir. («La sinceridad es lo que importa -dice Bob Hope-. Una vez que la
puedes fingir, lo tienes hecho»), Una cultura general del «buenismo» (aunque
con notable falta de autocontrol, por lo menos detrás del escenario), puede
atascar las ruedas y conseguir la forma de abordar los temas difíciles que
deben ser trabajados. Hay muchas maneras de evitar esos problemas, de
mantener las apariencias en vez de cultivar la sustancia, pero todas se reducen
a no hacer el esfuerzo para desarrollar la musculatura individual y
comunitaria de la fe, esperanza y amor. Y el resultado será ni verdadero
sacerdocio ni verdaderamente real. «Fingir» no es lo mismo que «revestirse
de ello» (cargar con ello), que, como hemos visto, es la primera etapa del
hábito de la virtud. Fingir es una manera de no trabajar en ello. Y trabajar en
ello es lo que cuenta.
O venid conmigo a una vieja escuela que fue transformada por gente de otra
Iglesia en un centro para afectados de diversas enfermedades mentales y
físicas. En ese edificio ocurrieron muchas cosas, pero hay una que yo
particularmente encuentro especialmente conmovedora: su tienda de
reparación de muebles. La gente trae al centro sillas rotas, mesas dañadas,
armarios con las puertas que se caen, y muchos otros artículos parecidos.
Bajo la discreta guía de uno o dos expertos, los trabajadores -personas que
están rotas, dañadas e impedidas en alguna parte del cuerpo y/ o de la mente,
que no les funcionan correctamente- reparan los muebles y los devuelven
reparados y completos. Por supuesto, proyectos como estos son creación de
alguien y por lo general, una o dos personas han brindado un excelente
liderazgo. Pero la cuestión es que los hábitos del corazón y la mente que han
sido generados y sostenidos dentro de la vida de la Iglesia, han impulsado a la
gente a aprovechar la oportunidad de hacer algo que tiene la huella del
Evangelio de Jesucristo por todas partes.
Otros han descrito con elocuencia la forma en que todas las comunidades
pueden ejemplificar la virtud cristiana, y confío que este aspecto haya sido
suficientemente destacado. La fe, la esperanza, el amor, y los nueve frutos
son realidades que exigen ser practicadas, aprendidas y convertirse en
habituales. Incluso si alguien está llamado a ser un ermitaño en una isla
desierta -de hecho, especialmente si está llamado a ser un ermitaño en una
isla desierta- necesita formar parte de una comunidad más amplia con la que
rezas y para la que rezas, y a favor de la cual, con toda probabilidad, asumes
ciertas responsabilidades personales. El cuerpo único es el lugar donde y el
medio por el cual sigue adelante la labor del sacerdocio real.
Comunidades como esta son las que forman el siguiente paso en el camino
alrededor del círculo virtuoso. Pero hay un último escalón, el que nos llevará
a donde empezamos.
Por supuesto, sé demasiado bien que algunas comunidades son todo hábito y
nada virtud. Ese es el punto al que volvemos con el viejo dilema: ¿qué es
preferible: la espontaneidad poco profunda, porque es mejor que la falsa
práctica de la virtud, o el aburrido hábito, porque por lo menos se posee una
liturgia, cuyas raíces son profundas? Respuesta: naturalmente, ninguna de las
dos cosas. Pero los que vivimos en un país donde ir a la iglesia era la
costumbre de la mayoría y ahora es hobby de unos pocos, no debemos
despreciar tales hábitos porque aún permanecen.
Las prácticas del culto se han centrado durante doscientos años en la comida
que Jesús nos dio. Esa comida era parte de un hábito colectivo con más de
mil años de antigüedad: el hábito de mantener la fiesta de la pascua (judía)
para celebrar el éxodo de Egipto. Ese hábito preparó los corazones y las
mentes de generaciones y generaciones de judíos y todavía los prepara para
pensar instintivamente que son el pueblo de Dios liberado en continuidad con
sus lejanos antepasados y en continuidad también con las generaciones
venideras. Jesús adoptó esa comida y la transformó para que hablara de su
propia muerte y resurrección, llevando a su clímax esa larga historia de una
comunidad libre, y formando a sus seguidores en el mismo camino. La
eucaristía es más que esto, pero no menos.
Las comunidades de culto sanas pueden no darse cuenta de que les está
sucediendo todo esto. Ellas simplemente saben que la Iglesia está donde
necesitan que esté, que la oración, la Escritura y la eucaristía hacen lo que
necesitan que hagan, y que no conocerían su verdadera identidad sin todas
esas cosas. Eso, una vez más, es totalmente característico de la virtud
cristiana. El cristiano no dice al salir de la iglesia: «¡Oh!, ¡qué persona tan
espléndida soy! Me siento como si hubiera crecido dos metros. Puedo
dominar el mundo». Los cristianos con hábitos integrados están
probablemente demasiado ocupados comprobando que los niños estén bien
en la guardería, que el anciano en silla de ruedas tenga un buen camino de
vuelta a casa y que sus nombres están en la lista de espera para visitar el
hospicio el próximo jueves. Con estas actividades tan poco dramáticas y
aparentemente monótonas (los que aman los grandes proyectos y los
hermosos diseños pueden hacer muecas, pero deben pensar en lo que sería la
vida si varios millones de cristianos dejaran de repente de hacer ese tipo de
cosas), la Iglesia de Jesucristo se está convirtiendo en ese auténtico
sacerdocio real, practicando las virtudes humildes que anticipan de verdad el
nuevo mundo de Dios.
Junto a la eucaristía va, por supuesto, el bautismo. Una vez más, muchos
cristianos no serían capaces de explicar fácilmente lo que sucede en el
bautismo o por qué lo celebran. Eso no significa necesariamente que la
práctica se haya convertido en un simple ritual formal (aunque eso también
sucede). Puede perfectamente significar que, al igual que la virtud misma, se
ha convertido en una segunda naturaleza. Así es como nos unimos a la
familia: sumergiéndonos en el agua y volviendo a salir otra vez. Muriendo y
resucitan do con Jesús el Mesías. Tengo la sensación de que, al menos en las
Iglesias que mejor conozco, el bautismo puede, de hecho, necesitar más
explicación y más trabajo para ver cómo su significado se puede convertir en
una realidad de vida para la comunidad ·habitual, y también para aquellos
más marginales que quieren que sus bebés sean bautizados pero que están
lejos de tener claro por qué. Sin embargo, la práctica regular del bautismo
dice algo a la comunidad, algo que esta debería ir profundizando más y más
hasta convertirse en segunda naturaleza.
Entonces, ¿qué les dice a ellos todo esto? En primer lugar, nadie es arrastrado
sin más al reino de Dios. Tarde o temprano tiene que haber un morir y un
resucitar. La vida cristiana, incluida la virtud, no es simplemente una cuestión
de descubrir lo que me apetece hacer y ver cómo lo hago. No: «Has muerto y
tu vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,3). El bautismo hace que
quede muy claro que toda la vida cristiana es una cuestión de estar alineado
con la cruz, de compartir la cruz, de tomar la cruz y seguir a Jesús. Es
necesario subrayar hoy esto, a la vista de la extraordinaria idea que se ha
deslizado en algunas Iglesias de que el bautismo significa simplemente la
aceptación de todo el mundo tal y como es por parte de Dios, sin necesidad
de arrepentimiento o de morir a uno mismo elevándose a Dios en Cristo.
El hábito de dar dinero es una práctica más, que forma el corazón y la vida
del pueblo de Dios. Una vez más, esto puede convertirse en un ritual hueco o
puede, peor aún, transformarse en una costumbre asentada en las mentes de
gente que piensa: «La Iglesia siempre nos está pidiendo dinero» o «Dios me
debe un favor, porque le he firmado un cheque». No dejemos que las parodias
nos desanimen. El hábito de dar, de dar con generosidad, no es una opción
adicional para los cristianos interesados. Se trata de algo absolutamente
obligatorio para todos, porque toda nuestra vocación es reflejar a Dios
creador, y lo principal que sabemos acerca de este Dios verdadero es que su
propia naturaleza es la autoentrega, el amor generoso. La razón por la cual
«Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9,7), es que esa es la naturaleza del
mismo Dios. Alguien así es una persona que va tras el propio corazón de
Dios. Convertir en una práctica regular, formal y pública la entrega del dinero
está pensado para generar el hábito del corazón que forma una parte
fundamental de lo que Pablo quería decir con la palabra agápe («amor»).
Y, por supuesto, una de las cosas fundamentales que la comunidad debe
hacer, a todos los niveles, es leer la Escritura en comunidad. Esto viene a
decir con toda claridad:
-No somos una colección aleatoria de personas que hacen cosas extrañas,
porque es lo que nuestras familias y amigos han hecho siempre, a pesar de
que todos hemos olvidado por qué. Somos miembros del cuerpo de Cristo,
asumiendo nuestro lugar en la historia de Jesucristo, y en los propósitos en
curso, del Dios a quien él llamaba Padre, sintiéndonos llamados a aprender el
arte de la humanidad genuina mediante su adoración, y trabajando por su
reino en el mundo.
Al igual que los actores que comprueban con el libreto las escenas antes de
salir al escenario, o como los músicos repasan la partitura antes de entrar a
ocupar su lugar en la orquesta, nosotros recordamos los fragmentos clave de
la historia, no solo para aprender algo nuevo acerca de ellos (aunque bien
podríamos hacerlo), sino porque nos recuerdan la historia en su conjunto y
dónde· encajamos en ella. Entonces seremos capaces de salir de la iglesia y
discernir -con la segunda naturaleza- lo que es necesario hacer en la calle, en
el consejo local de la ciudad o en la economía global en su conjunto.
La Escritura tiene una función particular en relación con los otros cuatro
elementos del círculo. Sin ella, y no menos sin la normal predicación basada
en esa Escritura, las historias pueden salir volando en diferentes direcciones.
Los ejemplos pueden estar mal construidos, las comunidades pueden tener
vida propia y las prácticas se pueden convertir, como hemos señalado, en
ritos vacíos, carentes sentido.
Con la Escritura todo eso cambia. Dios labora, mediante el Espíritu Santo, a
través de la lectura, la enseñanza y la predicación de la Escritura, para crear
nuevos espacios de ideas, para recordamos las facetas de la historia que
estaban en peligro de ser olvidadas, para corregir desequilibrios y, sobre todo,
para agitar nuestros corazones y mentes con nuevas visiones del amor de
Dios. Después de todo, es el amor lo que crea todas las demás virtudes: el
amor de Dios, para el que todo el esfuerzo moral no es más que una palabra
de respuesta agradecida, una alabanza y un amor correspondido. Y la
Escritura no sería nada si no fuera la historia del amor de Dios. El amor de
Dios en la creación, en Israel, en Jesús, en el Espíritu, en la nueva creación.
Cuantos más seamos en la historia, en el ejemplo, en la comunidad y en las
prácticas, mejor entenderemos la Escritura, y viceversa. Y cuanto más los
unamos a todos, más fuerte se formará una comunidad a nivel local y
mundial, y a través del tiempo, en cuya vida los hábitos de Jesús de fe,
esperanza y amor se habrán convertido en una segunda naturaleza.
Actualmente hay excelentes libros sobre la ética del Nuevo Testamento, pero
en lo que a mí respecta, no suelen acercarse al tema con la virtud en mente, o
no lo han desarrollado como yo lo he hecho. Eso no significa que no haya
aprendido de ellos, al contrario. El reciente libro de Richard Burridge
Imitating Jesus: An inclusive approach to New Testament ethics (Grand
Rapids, MI, 2007) es el estudio más importante y hace referencia a todos sus
predecesores significativos. Pese a sus amables palabras hacia mi persona en
el prólogo, estoy en completo desacuerdo tanto en sus argumentos como en
sus conclusiones, pero estoy agradecido por su prolífica e importante obra y
por su amistad.
Por encima de otras obras sobre la ética en el Nuevo Testamento, está la obra
maestra de Richard B. Hays The Moral Vision of the New Testament: A
Contemporary Iniroduction to New Testament Ethics (San Francisco, Harper
San Francisco, 1996), aunque como en las anteriores, no hay mucho sobre la
virtud. La habitación donde he escrito gran parte de mi libro, tiene una foto
enmarcada de Richard y yo mismo, tomada durante unas vacaciones en el
norte de Inglaterra. Y o estoy mirando a la cámara mientras que Richard, con
prismáticos, está escudriñando el horizonte. Esta imagen resume
razonablemente bien la diferencia entre nuestros dos libros.
Trabajando en este libro, llegó a mis manos un libro de texto muy reseñable,
que explora la ética cristiana en términos de virtud y utiliza el NT más de lo
que lo hacen todos los anteriores que he mencionado. No siempre estoy de
acuerdo con David D. Cunningham en su Christian Ethics: The End of the
Law (London, Routledge, 2008), pero su libro, aunque mucho más lleno que
el mío, corre por un sendero paralelo.
Hay tres autores a los que encuentro estimulantes, aunque estoy en total
desacuerdo en varios puntos ( como la existencia de Dios) que son Simon
Blackburn (Being good: a Short introduction to Ethics. Oxford, Oxford
27
University Press, 2001) 27, A.C. Grayling (Lije, Sex and Ideas: The good
lije without God. Oxford, Oxford University Press, 2003) y el excelente
trabajo que se ha convertido en un best-seller en su país natal, Francia: A
short Treatise on the Great Virtues: the Uses of Philosophy in everyday life.
Sospecho, realmente, que en este último, el lector medio entenderá «virtud»
en términos de «valor» más que en el sentido aristotélico del término, pero
este es uno de los miles de asuntos que dejo para otra ocasión.