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Lluís Duch – Estaciones del laberinto (Word)

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- Tradición y pedagogía

A diferencia de lo que sucede con la instintividad del animal, la cultura como


proceso de sucesivas reelaboraciones y contextualizaciones de la tradición es el
auténtico «lugar natural» del ser humano y constituye, en realidad, su verdadera
naturaleza. “Debe observarse que una comprensión «no tradicionalista» de la tradición,
es decir, una comprensión que tenga en cuenta la ineludible cualidad histórica del ser
humano que habita en «una» espaciotemporalidad específica, ha de integrar en un
mismo movimiento, en una suerte de equilibrio inestable, la continuidad y las
novedades en forma de retos, invenciones y deseos que incesantemente van
introduciéndose en el horizonte de los humanos. Con eso no quiero dar a entender que
el hombre sea un ser que sencillamente pueda ser reducido a las coyunturas históricas
a que debe hacer frente. Sí que intento poner de manifiesto, sin embargo, que sin ellas,
es decir, sin las continuas dislocaciones que le provocan la novedad y los continuos
cambios de su propio tiempo, el ser humano nunca llegaría a ser plenamente
consciente de las auténticas dimensiones y de los innegables límites de su humanidad.
Eso es así porque se trata de un ser que siempre se encuentra desgarrado entre la
persistencia y el cambio, entre el deseo y la realidad” (63).

“A partir de lo que acabo de expresar, que hubiera sido preciso desarrollar con
una mayor precisión y profundidad, creo que puede afirmarse que el ser humano
nunca puede dejar de ser un receptor, cuya calidad humana en gran manera dependerá
de la manera en que haya sido –y sea– acogido y reconocido. Se trata de un receptor que,
en unos determinados contextos sociales y culturales, en cada presente singular que le
toca vivir en suma, ha de recolocarse, ha de ir respondiendo a unos retos muy
concretos, ha de responsabilizarse de su propia vida y, de alguna manera también, de
la de los que la comparten con él. La recepción como forma característica de ser del
hombre en su mundo se halla estrechamente vinculada con la tradición, y, en
consecuencia, con la acción pedagógica. Es aquí donde deberíamos considerar la
función esencial de las «estructuras de acogida» (codescendencia, corresidencia y
cotranscendencia) para la configuración del ser humano como ser tradicional y
receptivo.3 No nos cabe la menor duda de que, al menos desde la perspectiva del sujeto
humano y de los grupos sociales, toda tradición es siempre una tradición recibida y
contextualitzada en un hic et nunc determinado” (63-64).
“Inevitablemente, somos receptores porque jamás alcanzamos la definitiva
inmediatez con la realidad (de Dios, del hombre, del mundo), sino que siempre hemos
de vivir y morir en la distancia, es decir, en la mediatez que nos ofrecen las diferentes
mediaciones de que disponemos para el ejercicio del oficio de hombre o mujer. La
primera y, tal vez, la más importante es la distancia de nosotros con nosotros mismos, la
cual se concreta tanto en relación con nuestro presente inmediato como en relación con
nuestro trayecto vital pasado, sin olvidar tampoco la distancia entre la interpretación de
nuestro aquí y ahora y la anticipación que, de una manera u otra, siempre realizamos de
nuestro futuro; distancia, aún, entre cada uno de nosotros y nuestra tradición, que
consiste, por el hecho de que al nacer somos in-fantes (los que aún no hablan), en
aquella extrañeza inicial respecto a nuestra propia historia, cultura, lengua, costumbres,
etc., la cual, por mediación de los procesos de aprendizaje-transmisión, puede
convertirse en familiaridad” (64). “Ser inevitablemente receptores implica que de
manera constante, a partir de la capacidad simbólica que comparten todos los seres
humanos, vivimos en la mediatez, es decir, en la obligada y siempre abierta referencia a
los materiales simbólicos de nuestra propia tradición” (64). Eso implica que no
podemos prescindir de los símbolos.

“No cabe la menor duda de que el ser humano posee una profunda e indestructible
«constitución retroprogresiva»: en su presente, no sólo se halla referido a la tradición
que, en el pasado, se ha ido constituyendo a lo largo y ancho del camino seguido por su
cultura concreta, sino que, además, se encuentra constantemente relacionado con el
camino que, en el futuro, seguirá la cultura en la que él mismo se encuentra ubicado. De
ahí procede su necesidad de rememorar y anticipar; necesidad que debería ser satisfecha
de manera eficiente por las praxis educativas y transmisivas que tendrían que elaborar
las «estructuras de acogida»” (65). “Somos receptores en la cuerda floja entre la
permanencia y el cambio, entre la «tradición» y el «progreso»: eso constituye, en
realidad, el verdadero fundamento de la tradición entendida como recreación, es decir,
considerada como un factor imprescindible para que la vida en presente sea posible.
Pero a continuación, de inmediato, debe añadirse: se trata de la existencia en presente de
unos seres –hombres y mujeres– que no son exclusivamente presente, sino que, en
continuidad manifiesta, sin cesuras, también son pasado y futuro. Rememoración y
anticipación, pues, son elementos constitutivos e imprescindibles del presente del ser
humano; de un presente saludable, capaz de hacer frente al caos que, de una manera u
otra, siempre aparece en el horizonte humano” (65). “porque el ser humano es presente,
pero de ningún modo sólo presente, la «formación educativa» debería proponerse como
primer objetivo el dar forma plástica a los educandos, es decir, capacitarlos para que
sean capaces de corresponder («responder con») a lo que realmente son: seres que,
individual y colectivamente, en su presente, se hallan vinculados a su pasado y a su
futuro” (66). “El buen uso de la tradición implica, en y desde el presente, el buen uso de
la memoria colectiva, porque, como con frecuencia afirmaba Ernst Bloch, «hay presente
en el pasado»” (67).

No existe el menor atisbo de duda de que ahora mismo nos hallamos frente a un
escenario humano cuyo horizonte se constituye a partir de la inoperancia de las
tradiciones recibidas en religión, política y, muy especialmente, en pedagogía. La actual
«destradicionalización» como pérdida de los asentamientos culturales de individuos y
grupos humanos ha dado lugar a un tipo de sociedad que ha sido calificada por algunos
analistas (Beck, Giddens, Luhmann) de «sociedad de alto riesgo». Se ha escrito, creo
que con razón, que «la modernidad es un orden postradicional en el que, sin embargo,
la seguridad de las tradiciones y costumbres no ha sido substituida por la certeza del
conocimiento racional». Esta sociedad (post)moderna es, según una expresión de Ulrich
Beck, una «sociedad de riesgo» (Risikogesellschaft) o, como escribe Anthony Giddens,
una sociedad que, a diferencia de las sociedades premodernas, posee una «inseguridad
fabricada».10 En los inicios del tercer milenio, creo que tenemos que hacer frente a una
inseguridad que también podría ser denominada «cultural», ya que no se trata
primordialmente, como sucedía antaño, de la inseguridad provocada por los desastres
naturales, sino de la inseguridad segregada por la dinámica del mismo desarrollo
cultural y tecnológico, que acostumbra a estar en posesión de las grandes potencias
económicas y militares. [), no puede causar ninguna extrañeza que se haya impuesto
casi como forma normal de vivir y relacionarse la llamada «cultura del yo», según la
fórmula de Helena Béjar.19 Creemos que, acertadamente, esta autora supone que el
antiguo estoicismo es una de las raíces del actual redescubrimiento psicológico más que
social (y solidario) del yo. Por eso, agudamente, afirma que «la vinculación entre el
estoicismo y el psicoanálisis se centra en la pretensión conjunta de suspender el mundo
público»].

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