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Marcelo Pintado

Más allá de Apolo y Dionisio


Tratado sobre arte
“Quien no espera lo inesperado no lo
encontrará, porque es impensable y no hay
rastro ni camino para hallarlo.”
Heráclito
Prefacio

Este libro tiene por objeto disipar malos entendidos y superar dicotomías
falsas concernientes al arte, y desde luego recobrar significados hundidos y
ocultos bajo sucesivas capas de ignorancia, oscurantismo y superficialidad
superpuestas a través de los siglos. Desenterrarlos implica indefectiblemente
deshacerse, entre otras cosas, de las teorías y concepciones del arte
tradicionales y modernas, que estriban como un péndulo entre dos grandes
tendencias: lo apolíneo y lo dionisíaco.
Se trata de sacar a la luz significados inherentes al espíritu del arte que
permanecen desde hace tiempo sumergidos en el olvido, o bien inmersos en
una nebulosa de incomprensión. Acá no se propone derribar los parámetros
limítrofes que separan a esos dos hemisferios, ni tampoco una reconciliación
entre Dionisio y Apolo: lo que se intenta es superar ese orbe, trascender esa
dimensión en la que toda teoría, principio y criterio del arte parece estar
atrapado.
De más está decir que este libro no fue escrito pensando en artistas ni en
teóricos del arte. Los grandes y genuinos artistas son —como todo espíritu
extraordinario— fenómenos de excepción, inexplicables, relámpagos, de tal
manera que nada puede favorecer su aparición y nada puede tampoco evitarla.
Del mismo modo, sería no menos inútil para los teóricos, porque nada se
puede hacer para contribuir al hallazgo, que está reservado; su hallazgo es tan
milagroso y sobrenatural como su aparición. Si una obra maestra estuviese
condicionada por contextos históricos o socioculturales —como muchos
insisten en creer y hacer creer— jamás se produciría. Un milagro, por
definición, no está condicionado por nada: de no ser así, no sería un milagro.
La esencia del arte

Esencia y finalidad del arte es un tema del que se ha hablado y escrito


muchísimo. Sin embargo poca es la importancia de lo que los teóricos del arte
han dicho hasta ahora. Pareciera haber habido siempre una gran incapacidad de
entendimiento entre los teóricos y el arte, entre los críticos y las obras. Esto se
remonta a Platón y Aristóteles, quienes han terminado por vaciar a las artes de
su significado genuino y originario, y a su vez las han impregnado de sentidos e
interpretaciones superficiales y morales, asignándoles objetivos y funciones que
por lo general le son naturalmente ajenas. No menos ajenas, desde ya, que las
concebidas por los cultores y pregoneros del esteticismo hedónico.
Entre los teóricos y filósofos del arte existen lugares comunes, puntos de
perpetua, incansable recurrencia, en donde nunca arriban a ninguna solución, a
ninguna renovación interpretativa. Quizás esto radique en que las cuestiones
prefijadas a la hora de indagar el fenómeno del arte son erróneas, obsoletas,
falsas ya desde un principio.
Tales serían las antiguas propuestas que persisten a través de los siglos para
explicar la esencia y finalidad del arte: belleza, goce estético, imitación, armonía,
adoctrinamiento cívico o moral, etcétera, y a esto se agrega: la expresión de
realidades y sentires.

Para redescubrir la esencia del arte es preciso entender que todas las artes
han tenido originalmente una finalidad religiosa. He aquí el primer problema:
arte y religión. Se está tan lejos de lo religioso como de la esencia del arte, y es
por tanto inútil tomar como referencia a la religión tal como se la concibe.
La esencia de lo religioso no está en esa parafernalia de ritos, prescripciones
morales, catecismo y dogma. Todo esto no son más que exteriorizaciones, que
tarde o temprano acaban conspirando contra lo esencial a la religión.
Si el arte tiene por esencia, en sus orígenes, una finalidad religiosa, se
presenta acá otro complejo problema, porque contrariamente a las
pretensiones sincretistas y ecuménicas (o sea: monoteizantes), las religiones no
son esencial ni esotéricamente iguales ni mucho menos. Una religión que
concibe a este mundo como la creación de un dios perfecto y santo, no tendrá
su arte la misma finalidad que en aquella que contempla al universo como
increado, sin causa ni gobierno, sin principio ni fin. Así, para un Pitágoras o un
Platón, el arte tendrá por fin descubrirnos la belleza y armonía del mundo
inteligible, mientras que en una religión pesimista la finalidad será develar la
naturaleza efímera, ilusoria y dolorosa del mundo y la existencia.
Sólo dentro de una coyuntura religiosa creacionista es posible que el arte
tuviera a la belleza por finalidad. Desde luego no se trataría de la belleza en un
sentido esteticista, sino más bien de una esfera teofánica relativa a la armonía
cósmica.
Las teorías esteticistas, o sea, la de quienes consideran que la razón de ser del
arte es el “goce estético” o la belleza, son definitivamente superficiales. En
cualquier templo antiguo o catedral puede uno advertir que hay mucho más
que simplemente majestuosidad o belleza o proporción. Hay toda una
significación abstracta, simbólica, metafísica, que descalifica todas esas ideas
que no ven en el arte más que un nutriente estético. Solamente una mirada

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trivial o ignorante contempla la complejidad de esas obras como meros
motivos decorativos y ornamentales. He ahí la madre del culto al adorno y a lo
pintoresco. Las más grandiosas obras artísticas no fueron concebidas para
satisfacer un hedonismo estético ni nada que se le parezca.
La arquitectura tiene por finalidad situar al hombre en una realidad casi
siempre no visible, y generalmente oculta. Por supuesto que todo dependerá —
como ya he explicado— de la cosmovisión religiosa respectiva.

La armonía es el orden inmutable que subyace a todas las cosas. Cada visión
religiosa o filosófica tendrá de la armonía una concepción diferente. Para un
Pitágoras o un Platón, naturalmente que ese orden será identificado al
matemático y geométrico sistema astral en el que una inteligencia divina
gobernante se manifiesta. El arte en este caso va a tener por fin la recreación de
ese orden en la dimensión temporal (por ej., la música) y en el orden espacial
(arquitectura, pintura, etc.), es decir: en esa esfera en la que el rigor simétrico de
la lógica divina permanece inmanifestado. Se trata de hacer visible lo no visible,
de hacer presente lo que parece estar ausente.
Pero la armonía no debe continuar siendo una idea interpretada en sentido
apolíneo. La armonía es un concepto ya antiguamente expropiado y
monopolizado por Apolo; armonía ha sido desde entonces asociada
exclusivamente a la simetría, a la racionalidad, a la música y a las proporciones
lógico-matemáticas. Pero hay una concepción tanto o más antigua de la misma
que está desprovista por entero de evocaciones teológicas o metafísicas,
estéticas o morales. Ése es el orden al que aluden los antiguos físicos griegos: el
orden cíclico en el que no interviene ya ninguna inteligencia ni lógica sino la
necesidad, la unión y la oposición, la integración y la discordia.
Es lamentable que el arte haya sido restringido a pintura y escultura. Es otra
señal de una progresiva decadencia, y por encima de todo, de una absoluta y
definitiva pérdida de la esencia del arte. Una y otra son aleatorias a un arte que
es la arquitectura, que desgraciadamente es considerada no más que como
técnica para la edificación, subordinada en el mejor de los casos a parámetros
estéticos.
El objeto de la arquitectura es la recreación en el espacio de otra dimensión
de lo real. Entrar antiguamente en un templo era entrar en otra dimensión, o
mejor dicho, desde la perspectiva adecuada, era entrar en la realidad, acceder a
ella. La pintura y la escultura secundaban esa finalidad. Se ha notado en
catedrales góticas la recreación de un bosque, y en mezquitas la de un desierto.
En cualquier caso, se trata de la dimensión sensorial elevada a otra realidad no
visible. La interioridad se descubre en la exterioridad, recreada en el espacio
por la arquitectura. Lo que el hombre no puede buscar adentro, lo encuentra
de este modo afuera. La música, el sahumerio, el acondicionamiento escénico y
la ambientación, también contribuyen a la apertura de esa dimensión del
espíritu. El templo, y la arquitectura en general, nunca se opuso
originariamente a la naturaleza: se sirve de sus formas y de su orden para
trascender esta dimensión de la realidad. Esto es: el símbolo y la abstracción no
se tragan a las formas ni las vacían de sus potencias y poderes. Lo mismo a la
hora de la edificación de centros iniciáticos: pasajes, túneles, laberintos, que
reproducen el itinerario existencial que atravesó el héroe o figura divina, y la
experiencia mistérica por la que ahora ha de pasar el neófito; claustro,
aislamiento, oscuridad, pavor, inducen al espíritu en las profundidades del

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abismo en el que deben entrar, allí donde ha de enfrentarse con la muerte y la
nada.
Dejando esto de lado, también es frecuente encontrarse con teorías que
sostienen que el arte tiene una finalidad mimética o imitativa. Se afirma, más
precisamente, que en esencia consiste en una mimesis o imitación de la
naturaleza. ¿Pero eso es el arte? ¿se trata de una imitación por la imitación
misma, o en todo caso, de una imitación necesaria y funcional a un “algo más”?
Es un error considerar que el arte tiene por fin la imitación o mimesis. Ahora
bien: muy diferente sería si contemplásemos la finalidad del arte como la
recreación de la esencia de un objeto o de una realidad, de una esencia que sólo
es capaz de captar y recrear el artista. Pero acá reaparece la cuestión anterior:
¿cuál es el fin de la recreación? Imitar, recrear: ¿para qué?
Hasta aquí queda de manifiesto que es un despropósito relegar a las artes a
una misión imitativa o armonizadora. La imitación y la armonía son sin lugar a
dudas parámetros orgánicos a otra finalidad, pero no constituyen la finalidad
misma.
No es en la τέχνη sino en la ποίησις donde debe rastrearse la esencia del
arte.
Heidegger, quien sí merece ser tomado en cuenta en lo relativo a esta
cuestión, no tiene tampoco un claro conocimiento de lo que es el arte: está
atrapado en la idea tradicional y moderna, esa misma que se limita a pintura,
escultura y “utensilio”. “La palabra τέχνη nombra más bien un modo de saber. Saber
significa haber visto, en el sentido más amplio de ver, que quiere decir captar lo presente como
tal. Según el pensamiento griego, la esencia del saber reside en la αλήθεια, es decir, en el
descubrimiento de lo ente. Ella es la que sostiene y guía toda relación con lo ente. Así pues,
como saber experimentado de los griegos, la τέχνη es una manera de traer delante lo ente, en
la medida en que saca a lo presente como tal fuera del ocultamiento y lo conduce dentro del
desocultamiento de su aspecto; τέχνη nunca significa actividad de un hacer.”1 Pero esta
manera de concebir el arte consiste en el error de buscar en la τέχνη —y no en
la ποίησις— la verdad del arte, lo cual implica la restricción recién señalada de
las artes a pintura y escultura. Τέχνη es remisión al trato de las formas, al cómo,
mientras que ποίησις remite a la esencia, a la motivación y finalidad, al qué, al
ser de la obra. Ese divorcio, que con el tiempo termina en el abandono de lo
esencial y en la entronización de lo formal, es lo que explica el culto a lo
estético y, con el paso del tiempo, esa proliferación de fenómenos degenerados
como el naturalismo y el simbolismo en las artes narrativas, así como todos los
movimientos y “vanguardias” que aparecieron en los últimos siglos, en
particular en lo que respecta a la pintura y la arquitectura. O sea: el culto a los
lenguajes, a las técnicas y a las formas.
La poesía es el arte primordial. Todo lo demás —teatro, pintura, escultura,
arquitectura, literatura y música— es posterior. Claro está que originalmente el
poeta no era esa figura sentimental que se dedica a expresar el aroma de las
flores, el color de la boca de su mujer deseada o su nostalgia por el patio donde
jugó de niño. De la misma manera, poesía no era tampoco mera inscripción en
versos. Ni siquiera era inscripción, porque la escritura no es esencial a ningún
arte excepto la novela —aunque también esto último podría ponerse en duda.
Una gran hipocresía de nuestro tiempo es esa sugestión ridícula de muchos

1 Caminos de bosque, Martin Heidegger, Alianza Ed.

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“intelectuales” frente a lo que llaman “la cultura de la imagen”, que es
correlativo a esa absurda y necia promoción totalizante de la lectura, como si el
simple acto de leer hiciera sabios o menos idiotas a los hombres, o como si el
mero hecho de que una cosa esté escrita implicase que es más importante,
valiosa y profunda que aquellas que vemos o escuchamos en un auditorio, por
una radio o por un televisor. La escritura no es más que un medio de
trasmisión de sonidos, porque las palabras no son para ser vistas sino para ser
oídas. Se descuida aparte que nadie puede saber escribir si no sabe hablar, y que
nadie que no sepa escuchar puede saber leer. Cuadernos, bolígrafos, carpetas,
pizarrones, manuales, “trabajos prácticos” y una indigestión de fotocopias y
libros, hacen que esa maquinaria de atrofiamiento mental —a saber: la
Educación— sea aún más efectiva.
Decir poíesis era decir arte y mucho más que arte. Himnos y escrituras
sagradas, epopeyas y tragedias: eso era la poesía —la poesía era sagrada matriz
de todo eso. El poeta se eleva a un status divino: creador y revelador, y
portador asimismo de tesoros y de accesos a realidades superiores u ocultas.
Poíesis es creación de lo increado: increado en el sentido de que no contamos
con experiencias o con lugares comunes para poder expresarla, o sea, palabras
o ideas o imágenes que remiten a su vez a objetos o experiencias o realidades
compartidas, y he ahí la necesidad creadora: el creador no inventa palabras ni
lenguajes ni signos, ni nuevas figuras que sólo él entiende, sino que se sirve de
los códigos corrientes, sublimados por él como instrumentos y referencias que
surquen el camino, que abran paso a esa otra realidad, que aproximen como
peldaños a esa otra experiencia. Poíesis es la creación, o recreación, que abre un
umbral en el orbe de lo sensible a realidades divinas, humanas o naturales,
existenciales o metafísicas, que permanecen invisibles y desconocidas, vedadas
o ignoradas.
La inspiración artística no depende del hombre. A lo sumo, lo único que se
puede hacer es propiciar su advenimiento. Es como el sueño: uno no decide
dormirse, sino que se predispone para que el sueño lo invada (silencio,
oscuridad, relajación, entrega). Pero, por otro lado, todo será en vano si no hay
cansancio. De igual modo ocurre con el arte: no habrá inspiración sin
necesidad.
Esto es determinante a la hora de comprender la pobreza artística de la
mayoría de las obras de nuestro tiempo. Poco o nada es lo que tienen para
contar, para expresar o para recrear. Si la realidad se reduce a diarios y revistas,
o a las cuestiones y desafíos que plantea la cotidianeidad, o las problemáticas
sociales de los últimos cien o doscientos años, es inevitable que las artes
queden atrapadas en la asfixiante mediocridad que nos depara esa reducción.
Entonces, la alternativa a esta realidad tan estrechada será lo irracional y lo
surreal. O sea: artes provistas exclusivamente de sentido social, sentimental o
costumbrista, y artes directamente desprovistas de sentido.
Vivimos rodeados de misterios y cosas que desconocemos, desconociendo
desconocerlas; eso hace que nuestro mundo y nuestra realidad sea
incomparablemente más limitada de lo que era para los hombres de ese tiempo
en el que se creía que más allá del mar y del otro lado de aquella montaña no
había más nada y se terminaba el mundo.
No hay nada tan contrario a la honda inspiración que las pretensiones de
originalidad. Porque todas las obras maestras son un elaborado plagio de otras
obras maestras, en las que el artista descubrió su inspiración. La originación de

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la obra de arte es en un principio la recreación de algo ya creado y la absorción
de ese espíritu creador inmanente en la obra. El artista se descubre y se
desarrolla como tal en la imitación, de forma similar a como aprende a hablar
un niño. Por eso los grandes sabios y artistas nunca han pasado por ninguna
academia o universidad —salvo algunos casos, en los que esa experiencia no
les ha dejado nada demasiado importante—, porque su única escuela fue la
contemplación de las obras de otros grandes sabios o artistas.
Lo que afirmo se encuentra en plena concordancia con la opinión de
Demócrito, quien asimismo, en lo concerniente a la necesidad imprescindible
para la creación artística, más precisamente poética, dijo que no es posible ser
un gran poeta si no hay algo que queme el alma y sin una ráfaga de locura.
Desde ya que esa locura nada tiene que ver con esas rebuscadas
manifestaciones extravagantes y excéntricas con las que suele sustituirse la falta
de audacia y la carencia de creatividad. También dice que al ignorante le son
inaccesibles el arte y la sabiduría, lo cual debería ser interpretado a la luz de esa
sentencia de Empédocles, en la que declara que quien busca un sabio jamás lo
podrá encontrar si no es un sabio él mismo. Así solamente podría ser una gran
obra descubierta como tal y apreciada en plenitud: en presencia de lo
semejante: similis simili gaudet.
Se suele decir que los héroes y los hombres de genio son “incomprendidos
de su tiempo” y que sólo se les reconocerá su merecido valor mucho después.
Pero esto es falso: el tiempo no sensibiliza ni hace madurar a los hombres ni a
una sociedad; lo que hace el tiempo es enfriar y erosionar todos los elementos
y facetas incómodas, odiosas o amenazantes que un personaje o una obra
representa, hasta suavizarlo, adulterarlo, de forma tal que a todo el mundo le
resulte inofensivo, valioso y agradable. Si Jesús reapareciera lo volverían a
matar; en otro orden de cosas, si Borges no hubiese sido reconocido y
premiado en Europa hubiera permanecido en la sombra de la intrascendencia
hasta su muerte; como el gran poeta Tirso de Molina, olvidado antes que nadie
por los propios españoles. No fue más generosa la suerte de genios del arte
como Melville que sólo más de ochenta años después de su muerte fue en su
país reconocido o al menos descubierto, o la de Giovanni Papini, poco menos
que ignorado por todo el “mundo de las letras” hasta hoy.

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La tragedia

El sentido originario de la tragedia no tiene mucho que ver con “lo trágico”.
“Trágico” es sinónimo de fatal e inevitable, y a su vez de terrible, desgraciado y
espantoso. La desvirtuación del sentido originario de la tragedia es paralelo al
proceso de fatalización del concepto antiguo de destino. La astrología y el
moralismo de los estoicos son factores que han contribuido bastante a esta
degradación, pero no son los únicos. Hay que agregar, para colmo, la
dionisificación de la ya degenerada idea de “lo trágico” que había sobrevivido
hasta nuestros días2.
El héroe de la tragedia no es “trágico” ni su destino es “fatal”. Porque todo
lo que debe sufrir y padecer no son desgracias ni simples infortunios, como en
Sófocles y en Eurípides, y de igual forma, su destino no es una conjura del azar
o de un ciego designio inescrutable.
Los padecimientos del héroe, o su muerte misma, son las condiciones
impuestas por su propia elección, esto es: la consagración incondicional a su
destino (amor fati), aun cuando, en algún pasaje, deba atravesar su noche en
Bodhgaya, deba enfrentar su Getsemaní. Ahí se hace manifiesta esa tensión,
ese antagonismo entre la tiranía teocéntrica y el espíritu humano, entre la
ειμαρμένη y el δαίμων.
Consagración es la misma palabra que sacrificio. La etimología de la palabra
tragedia revela que su origen está ligado a un significado sacrificial. Ya no se
trata del sacrificio de un macho cabrío (τράγος) sino de un hombre que
consagra o sacrifica su vida a un destino divino o heroico. Recordemos que
Jesucristo —que también es el héroe de una tragedia, en este caso el
Evangelio— es el Cordero Inmolado —como Buda es la Liebre Inmolada.
Pero la recreación de este sacrificio, la tragedia, no posee solamente el
sentido de una consagración, sino además el de una purificación o expiación, es
decir: la catarsis.
Aquí, la catarsis se produce por el hecho de que, en primer lugar, los
sufrimientos del héroe son tan grandes, tan atroces, que es como si cargara en
su espalda con todos los sufrimientos del mundo (y no con todos los
“pecados” del mundo, como nos explica antievangélicamente la espuria
exégesis paulina), y desde luego, como si el peso del posible sufrimiento
personal del espectador fuera compartido —o más todavía: absorbido—, y por
lo tanto alivianado o liberado. Es lo que nos ocurre cuando descubrimos que
un mal o una pérdida que sufrimos también la padece otro, y de ahí esa
sensación de sano desahogo o alivio que a veces experimentamos, porque el
peso de nuestro dolor ya no lo llevamos solos, sino que ahora compartimos esa
carga con alguien. En segundo lugar, el héroe no solamente carga con el más
profundo y desgarrador de los sufrimientos, sino que lo sublima o sacraliza por
el hecho de estar consagrado a un destino heroico, santo o divino.
Ahora bien, el sentido “trágico” de la tragedia resulta no menos de un
proceso de teocentrización de la religiosidad griega, en la que Zeus y compañía

2 Que en esencia la tragedia nada tenga que ver con lo dionisíaco tal como lo conocemos, y que
sin embargo los antiguos vieran en el culto a Dionisio el remoto origen de la tragedia, se
explica por el hecho de que muy antiguamente, previo al proceso de profanación y subversión
del culto, Dionisio no era otro que el nombre que los griegos —herederos directos de
Egipto— le dieron a Osiris. Hay por lo tanto un Dionisio primitivo (Osiris) y un “Dionisio
dionisíaco”, que es no solamente el que conocieron Hölderlin y Nietzsche, sino también
Aristóteles, Eurípides y sus contemporáneos.

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asumen el poder absoluto sobre la realidad, y el hombre es desplazado y se
convierte en una criatura errante y desgraciada, insignificante e impotente
frente a las disposiciones y caprichos divinos. El sentido “trágico” de las
tragedias teocentristas y deshumanizantes se advierte en el empequeñecimiento
del hombre, que es castrado espiritualmente, despojado de un destino superior
y trascendental propio, y resignado a una condición adversa, humillante y
dolorosa, a la condición de animal torpe y desobediente de Zeus y sus secuaces
que siempre amerita castigos terribles y sádicamente desproporcionados. Ya
Prometeo, en la obra de Esquilo, a sí mismo se contempla como la víctima de
una tiranía recientemente instaurada y que tarde o temprano caerá. La era del
teocentrismo deshumanizante la vemos también en Pablo y Agustín, en esa
exégesis que despoja a Jesucristo y al hombre de todo su poder para salvarse,
porque solamente “la gracia” puede salvar a una criatura mala, ínfima,
insalvable por naturaleza. Para doblegar y ejercer poder absoluto sobre la
voluntad del hombre, y apoderarse de su alma, es imperativo infacultarlo de
atribuciones y despojarlo de su poder, de su grandeza y de su divinidad. Eso es
la doctrina de la gracia. Son esas las potencias oscuras y tenebrosas que se
ocultan atrás de toda forma de teocentrismo.
En Sófocles se va consolidando ese sentido “trágico” que van asumiendo las
tragedias, mientras que, a su vez, correlativamente, los motivos y los caracteres
se van poco a poco vulgarizando, y adquiriendo hasta rasgos “costumbristas”,
síntomas de una indeclinable decadencia total. Pero tales procesos paralelos no
tienen nada de fortuitos. El empequeñecimiento y castración del hombre
acabará por suprimir a los héroes, o bien —lo que en cierto modo es lo
mismo— a degenerarlos, envilecerlos. Los maestros del oscurantismo en el
teatro de la antigua Grecia son indiscutiblemente Sófocles y Eurípides. En este
último, vemos que en sus obras el hombre es la víctima fatal de caprichosos
conjuros divinos, contra los cuales los previene al comienzo algún criado o
anciano oscurantista.
Así como existe un antihéroe, no menos existe una antitragedia. Eso es lo
sucedió en Grecia, exceptuando obras como la ya mencionada de Esquilo. Una
antitragedia por excelencia es la Epopeya de Gigalmesh, en la que el hombre
fracasa en todos sus intentos por hallar la inmortalidad y la trascendencia, y
termina aceptando humillado su condición de criatura mortal, resignándose a
un miserable carpe diem. Algo muy similar a la moraleja que las obras de
Sófocles y Eurípides nos proponen. Grecia y Babilonia, y todo el mundo
antiguo en general, sufren el ascenso de la tiranía teocéntrica, y las tragedias y
epopeyas no hacen más que expresar este fenómeno. Los judíos, por su parte,
se apropiaron de los mitos y tragedias más antiguas y falsificaron sus
significados en función del teocentrismo, como es el caso de Job y Jonás.
Indiscutiblemente hay una incompatibilidad entre los “dioses cósmicos”
(Zeus, Jehová, Dionisio, Venus, etcétera) y el hombre. A diferencia de Sófocles
y todo lo que vino después, en Esquilo se manifiesta una consciencia anterior a
la tiranía de estos dioses. Aún sigue vivo en Prometeo encadenado el recuerdo de
una era previa al teocentrismo y la certeza de su transitoriedad, certeza que en
la India ha sido siempre más clara y más fuerte que en ningún otro lado: el
reinado de estos dioses cósmicos es y siempre será temporal. También
Empédocles (fr. 128) evoca en unos versos el recuerdo de una era anterior a la
de los dioses antihumanos y holocáusticos. Aquí debe interpretarse al
gnosticismo, que es la última aparición en occidente de esta consciencia. Como

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en el hinduismo, los dioses cósmicos (el dios hebreo, en este caso) son los
enemigos del hombre, e igualmente de los “Dioses trascendentes” o
“extraños”.
El espíritu originario de la tragedia, que en Grecia fue prontamente
subvertido, degenerado y dispuesto en función del apetito del vulgo y del
oscurantismo teocéntrico, parece haber sobrevivido en el Islam chiíta. Una vez
pude leer una representación de El martirio de Alí3; la belleza poética y la fuerza
dramática de esa obra, el impacto estremecedor que ejerce sobre el alma, la
elevan al pedestal de las más impresionantes y magistrales tragedias que se
hayan escrito jamás.
Es interesante observar que en Medio Oriente los sacrificios suelen ser
cruentos (Osiris, Tamúz, Jesús, Alí, Juséin, Jalásh), mientras que en el extremo-
Oriente más bien incruentos. Por eso el ideal de santidad es el martirio, a
diferencia de las tradiciones extremo-orientales en las que el santo ideal es el
asceta que habita inmutable y solitario en el silencio, o más bien: en la nada.
Justamente, el calvario era, al parecer, un itinerario ascendente en espiral que
debía transitar el hombre consagrado y que culminaba en la cima donde se
inmolaba a sí mismo en sacrificio a un antiguo Dios palestino. Es casi seguro
que esto es lo que tuvo lugar en el antiguo México, aunque lo que se conozca
no sea más que residuos de una etapa ya decadente degradada en ofrendas
holocáusticas alejadas del significado originario.
En la tragedia chiíta, el hombre es un condenado por la maldad y la injusticia
del mundo, y es sometido a la instancia crucial en la que debe dirimir si rehúye
la voluntad de Alá para conservar su vida o si acepta beber del trago amargo
que el cumplimiento del reto supremo le impone y que precipitará sobre él una
muerte sangrienta. El hombre es atormentado por un dolor desgarrador y por
el llanto y los lamentos de sus seres queridos que le imploran que no los
abandone, pero no obstante supera esta instancia crucial y se lanza resuelto a la
realización de su destino divino, que pagará con su vida, pero que accederá
glorioso a la morada de la paz eterna: al jardín de la nada. Su sacrificio restaura
la luz del Sol que alumbra la vía, restaura el camino que conduce al hombre
más allá del mundo, ese puente trazado con las huellas de los santos que el
tiempo persiste una y otra vez en borrar y deshacer. Sólo quienes pasaron al
otro lado, quienes abandonaron para siempre este mundo de muerte y
crueldad, de infelicidad, locura y sufrimiento sin fin, son los que restablecieron
el puente con su huella, como un arco resplandeciente en la interminable noche
cósmica. Cada vez que el dolor hiere en el fondo del alma acude la presencia
del santo martirizado, para curar hondas penas con su sangre y para aliviar el
peso del tormento exhibiendo la marca profunda de sus atroces y sangrientas
heridas.

3 Persia sagrada, Ediciones Abraxas.

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La risa

La risa se desencadena ante la brusca o repentina desnudez de la realidad de


una cosa o situación. El humor es el que despoja a una cosa o situación de su
manto de solemnidad o inviolabilidad con el que encubre un aspecto ridículo,
feo, malo, vergonzoso, débil o hipócrita. El humor desnuda y explota esos
aspectos. Por eso es que la forma más primaria y vulgar de hacer reír es la
burla, o sea: la desnudez y explotación de las falencias, contradicciones,
infalibilidad o defectos de algo o de alguien.
Que la risa haga bien se debe al hecho de que distiende tensiones y libera la
rigidez y los condicionamientos de la seriedad de una cosa o situación, o de la
cualidad, investidura o atributo de alguien o de algo.
El humor ordinario y de peor calidad es en consecuencia aquel que explota y
pone al descubierto debilidades humanas o deficiencias y defectos de una
persona. El humor refinado, en cambio, es aquel que desnuda el absurdo, la
estupidez, la maldad o la insignificancia de innumerables preocupaciones y
asuntos humanos que nos flagelan y que nadie ha advertido ni expuesto.
Podríamos establecer tres categorías: el humor bajo, rudimentario y vulgar (el
“humor verde”, la burla, la imitación grotesca, la sutileza, etcétera); luego, en
una categoría intermedia —es decir: mediocre, en el justo sentido de la
palabra— la satirización social, ya sea de instituciones o costumbres; y
finalmente, el humor elevado, aquel que desnuda el absurdo de determinados
cuidados o comportamientos humanos, o la insignificancia de aquello a lo que
le otorgamos excesivo valor, o la ridiculez de ciertos miedos
sobredimensionados, o la tontería de tomar con tanta seriedad cosas que no la
merecen, o la naturaleza ínfima e irrisoria de lo que nos angustia u obsesiona.
¡Qué lejos estamos de la risa, cohibidos frente a todo, que nos palidece fría
como el mármol la cara de espanto y pavor hasta en lo insignificante! Esa
cohibición, ese miedo, y esa preocupación permanente a toda hora, a cada
paso, y la proporción en la que habita en nosotros y nos condiciona, es lo que
hace posible comprender con mayor claridad las causas y efectos de la risa en
los seres humanos. Conforme al grado de cohibición será previsible el objeto
de risa de una persona. La cohibición también es dada por nuestro miedo,
complejos, incomodidad o vergüenza, íntimos e inconfesos. Por ejemplo, sólo
gozará de risa con un chiste machista quien se sienta en inferioridad ante una
determinada mujer; sólo se ríe de un caracter cómico torpe y defectuoso aquel
que se tiene por tan poca cosa que solamente ahí deja de ser menos; sólo puede
reírse de algo grosero y asqueroso quien libera la vergüenza de su grosería y
asquerosidad propia frente al cuadro de algo semejante a lo que es él o todavía
peor, y así todo. Por otro lado, la “risa contagiosa” se produce ante el hecho de
que ese alguien que ríe lo que en verdad contagia es la distensión: ver a alguien
distendido en un determinado lugar y circunstancia puede distendernos, así
como ver a alguien confiado y tranquilo a veces inspira a su alrededor
confianza y tranquilidad.
Ahora bien, con lo dicho hasta acá, se hace más evidente que la comedia, en
sus orígenes, no constituía en absoluto la contracara o antítesis de la tragedia,
sino, por el contrario, su complemento. Una descubría al hombre en su
dimensión heroica y sobrehumana, en tanto que la otra presentaba al hombre
en su faceta más mezquina, ridícula y deplorable. Una y otra tenían por objeto
desencadenar la catarsis: la tragedia, a través de la revelación del dolor, el

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horror y las injusticias de la existencia a través de los esfuerzos y padecimientos
del héroe que acaba sublimado en la aniquilación, tal como su destino le exige,
y la comedia, mediante la revelación del sinsentido y la irrisoriedad de todos los
asuntos humanos y de todas las asignaturas que nos fija la vida.
Que el sentido originario de la comedia haya degenerado en una satirización
vulgar o en una divertida modalidad de costumbrismo con un final feliz, es
algo natural, y comparable al proceso degenerativo que sufrió la tragedia.

Antiguamente, en muchas tradiciones, la risa constituía un atributo


reservado a los dioses o sabios, un atributo místico o divino como lo es la
videncia. Quien había conquistado esa atribución era el que hubo alcanzado el
estallido catártico, como una iluminación súbita en la que toda ilusión y
apariencia eran difuminadas. De ahí que Demócrito fuera llamado El que ríe: el
que ríe frente a la ínfima importancia de las preocupaciones que nos encadenan
y atormentan; el que ríe como el que despojó a la vida de su seriedad, el que ríe
ante la muerte tan respetada y temida por los mortales, el que ríe de los asuntos
y deseos que originan todos los pesares y angustias humanos. También la risa
es uno de los atributos místicos de Merlín, quien rompió a reír cuando vio que
un mendigo moribundo por el hambre se lamentaba de su miseria ignorando
que debajo de donde estaba sentado se hallaba enterrado un tesoro, o cuando
vio que un hombre fue a comprarse unos zapatos que le duraran por los
próximos siete años desconociendo que se iba a morir al día siguiente.
La risa expresa distensión, y por lo tanto es un símbolo perfecto de la
libertad del espíritu humano ante los monstruos y fantasmas que hasta ese
momento causaban miedo y pavura, libertad con respecto a los deseos y
búsquedas febriles, oprobiosas, que nos mantienen cautivos de la angustia, la
ansiedad y la desesperación.
Por último: así como había sacerdotes, adivinos, consejeros, médicos,
también había bufones. El objeto del bufón no es meramente “hacer reír”, sino
distender el ánimo y clarificar los pensamientos, lejos de todas las
perturbaciones y agitaciones que se apoderan del alma humana, y a la vez
burlar crudamente toda pompa, solemnidad, formalidades y preceptos
hipócritas o sin ningún sentido. El bufón —de palabras agudas y cifradas,
sabio disfrazado de tonto, cuerdo que aparece como loco entre la locura
humana, en la gran quimera, supremo ridiculizador de ridículo aspecto porque
no sólo no toma en serio el lugar en el que se encuentra sino porque él mismo
no se toma en serio— lo que procura, en realidad, es la serenidad y la
distensión existencial, y es al mismo tiempo estimado, para un rey
medianamente sensato, el consejero más íntimo. Que el bufón no tiene, en
verdad, nada que ver con un simple payaso encargado de aliviar largas horas de
aburrimiento, es constatable en la figura del bufón que hallamos en
Shakespeare, en el Rey Lear. Ahora, es inevitable que esa figura se desvirtúe,
hasta terminar, con el tiempo, en el burdo payaso. Ya que un rey bruto, lascivo,
ególatra, no podría soportar la presencia de un sabio consejero en su corte,
señalándole sarcásticamente sus errores, que encima tuviese el atrevimiento de
burlarse de él y de sus comportamientos y ocurrencias: optará de esta forma
por convertirlo o sustituirlo por el vil adulador. Entonces, sólo se explica la
presencia de bufones obsecuentes y deplorables ahí donde reinan la brutalidad
y la lujuria, la imbecilidad y la infamia.

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Esta figura es universal, porque su necesidad lo es, y por eso han adquirido
tan altas posiciones de influencia, y su presencia y acompañamiento en todos
los asuntos humanos ha sido casi tan grande y tan amplia como la del
sacerdote. La asistencia del bufón en todos los acontecimientos de la vida,
hasta en nacimientos, bodas, guerras, funerales, como el sacerdote, tiene por
fin recordar en cada momento que nada, en última instancia, debe ser tomado
muy en serio, que nuestra vida es un sueño, después de todo, que todos
nuestros cuidados, apreciaciones y deseos son ridículos y que no somos
nosotros sino los protagonistas de una triste comedia, los objetos de risa y de
burla del azar, del destino y de la muerte. No obstante, ante la degradación, es
lógico que también se degrade su ministerio, y que el bufón no sea otra cosa ya
que ese personaje despreciable en el que uno piensa sin poder evitarlo.
Se me ocurre pensar que el primer bufón fue una especie de “cínico
domesticado”: un hombre solitario, consagrado a la sabiduría, que no guardaba
modales ni respeto alguno hacia la sociedad, ni siquiera hacia el mismísimo
emperador , del que también se burlaba delante de su cara, sin miedo por su
vida, acostumbrado al desprecio del pueblo y a duras represalias y golpes de las
autoridades, que algún día fue llamado mediante inútiles promesas e
imploraciones por algún rey, profundamente interesado en conocerlo y
escucharlo, al precio de soportar en su propio palacio el maltrato, la
irreverencia y la ridiculización de él, de su vida y de los suyos y de sus
ambiciones y posesiones, hábitos y costumbres, valoraciones y temores.
Sea como fuera, lo que parece claro es que en esos tiempos, esa función se
tenía por indispensable, esto es: no se podía prescindir de quien oficiara de
procurador de esta realidad y su vigencia en la consciencia humana, como no
podía prescindirse del sacerdote, y en algún caso del médico; que era
indispensable para la salud interior, y también exterior, ser en cada instante
consciente de la naturaleza última del mundo y de la existencia. Esto nos llama
a un significado más hondo, y es el hecho siguiente: que la vida humana no es
posible ni soportable, ni sobrellevable, sin al menos un poco de libertad —y la
libertad no es algo que tenga que ver con satisfacer apetitos o “poder elegir”,
como inculcan los educadores, los periodistas y los psicólogos; la libertad es un
estado existencial del que no sólo nos hallamos inconmensurablemente
alejados, sino además del que no se tiene ninguna idea, ni siquiera
aproximativa; de modo que, no solamente un individuo: también una cultura,
una civilización o una sociedad puede ser conocida intrínsecamente y juzgada
por lo que es tan sólo viendo de qué se ríe —y de qué no se ríe.

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Artes vivas y artes muertas

Un arte está vivo cuando emociona, apasiona, conmueve, estremece, cautiva,


lo cual no significa que consista única y exclusivamente en esto, pero un arte
que no es capaz de desencadenar esos efectos y sentires en el alma de quien
contempla la obra, es porque entonces el arte está muerto. Artes muertas son,
por lo tanto, el teatro y la pintura, a excepción de aquellas comedias que al
menos generan risas.
Los museos y las exposiciones son los cementerios de la pintura; pues bien,
del mismo modo ocurre con los teatros.
En un teatro, por empezar, nadie se cree lo que pasa en el escenario, como sí
sucede en la pantalla del cine. El espectador de teatro tiene con la obra la
misma relación que la que tiene con un cuadro el que visita un museo. No hay
espectadores ni contempladores, sino analistas, “críticos”, curiosos y demás,
entre los cuales muchos se consideran a sí mismos “espectadores estéticos”.
Pero en rigor no se trata de otra cosa que de un público frívolo, culturoso, que
asiste a un espectáculo dispuesto y conformado a su medida. Esa frivolidad
esteticista, pseudos-intelectual, es la gangrena del arte en los tiempos
modernos.
El espíritu del arte ha desaparecido; sólo queda la cáscara, el cadáver, un
simple fósil.
Si se concibe al arte alquímicamente, es indispensable que desate efectos
emocionales, ya que toda purificación interior está precedida por el fervor y las
conmociones más intensas. Porque esa agitación o encendimiento pasional son
los síntomas de la descomposición y “ablandamiento” necesarios para la
segregación de la escoria, de la misma manera que ocurre con los metales. En
favor del esteticismo, hay quien argumenta que el teatro no puede pretender
ser creíble ante el espectador como sí sucede en el cine, porque el escenario no
puede reproducir un desierto sino la coreografía de un desierto, y cosas por el
estilo; eso es absurdo porque en el cine todos sabemos que los personajes son
interpretados por actores y que las lágrimas son ficticias y que la sangre es
pintura de color rojo, y sin embargo impresionan. Asimismo, también los
griegos sabían que en el escenario había actores y que no estaban en Sicilia ni
en Troya sino en un anfiteatro, y no obstante todo había simpatía, credulidad y
catarsis. ¡Cómo el teatro, con su oscura y acústica profundidad, con hombres
de carne y hueso, ahí, delante de los ojos, no va a tener la capacidad de raptar la
credulidad del espectador! Si el arte es incapaz de generar esos estados en el
alma, es porque la obra ya no tiene pretensiones sobre la credulidad del
espectador —o lo que es peor todavía: desprecia esas pretensiones, puesto que
para la mentalidad “esteticista” estas funciones del arte son consideradas como
algo superfluo—, y sin credibilidad no hay lo que los antiguos llamaban
συμπάθεια, esto es: relación de identidad entre espectador y personaje —cuyo
objetivo, ya en un sentido mistérico, es para el iniciado asumir esa realidad y esa
identidad como propias.
Pero, ¡cómo puede uno lamentarse de un teatro no creíble en una época en
la que la construcción narrativa de las obras ya prácticamente no existe y está
en vías de desaparecer! A veces se asiste tan sólo a una escena dilatada; no hay
arco narrativo; no hay historia y cuando la hay, no vale la pena ser contada.
Esto se ha visto sobre todo en ese esperpento del “cine independiente”. La

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mediocridad intelectual y la esterilidad creativa se unen para engendrar obras
teatrales o cinematográficas que no muestran más que un puñado de secuencias
largas y narrativamente anémicas, centradas en personajes desgarbados e
insustanciales desde lo dramático. Para los oscurantistas del arte, del cine en
este caso, la película perfecta sería una cámara cinematográfica oculta en la
cerradura de la vida cotidiana de un remisero o de la tataranieta de un
desaparecido o en la de un “pibe chorro” o en la de una jubilada.
El teatro y el cine son artes narrativas; otra prueba de su muerte es el hecho
de que ya casi nadie es capaz siquiera de elaborar una historia, y mucho menos
de una historia que merezca contarse.
Hay algo muy paradójico: el esteticismo —que es siempre una forma de
frivolidad— rara vez se entiende con lo verdaderamente estético. Los
esteticistas suelen tener bastante mal gusto. Como por ejemplo el público
esteticista del teatro se considera a sí mismo “muy exigente” y son quienes se
desangran las manos en aplausos con una efusividad exacerbada al cierre de
cualquier obra horripilante, pobrísima, espantosa por donde se la quiera mirar.
La propuesta de la “convención consciente” en el teatro vendría a ser el
certificado de defunción de este arte. ¿Para qué servirse de actores y de puesta
en escena si lo único digno de importancia es el mensaje o moraleja que
trasmite la obra y el resto no tiene ningún valor? Sería lo mismo que servirse de
la pintura proclamando que lo visual, las imágenes, “son lo de menos” y que
sólo cobra sentido por “el mensaje” en ella expresado. ¿Pero para qué,
entonces, el teatro o la pintura? ¿por qué no mejor escribir un ensayo, un
manifiesto o pegar un afiche en una pared con “el mensaje”?
El simbolismo y la “convención consciente” es el triunfo de la vanidad —un
teatro vaciado de todo lo constituye su sangre y su alma, su fuerza y su vida,
por intrusos y profanadores ajenos al espíritu de este arte. No hay fuego, no
hay fervor, no hay cautivación, no hay rapto. Ya no hay nada más que una
insípida pantomima con toda su insoportable parafernalia de teatralidad, ante la
cual se encuentra un público no menos frívolo y vanidoso hurgando
irrelevancias entre la irrelevancia y concentrado en “captar el mensaje”: como
un crucigrama en el que se esconde alguna obviedad o estupidez, que una vez
descifrada excitará la admiración y los aplausos alocados de los vendedores de
fruta que llenarán columnas enteras de revistas y diarios alabando y
promocionando el estreno4.
El esteticismo es uno de los grandes profanadores de las artes, y a posteriori
su asesino. Porque las artes tenían por naturaleza una finalidad en el orden
espiritual o religioso, y esto fue así inclusive en la tan presuntamente secular
antigua Grecia.
4 “La ténica de la ‘convención consciente’ lucha contra el procedimiento de la ilusión. El nuevo teatro no necesita

nada de la ilusión, este sueño apolíneo.” (Meyerhold, Teoría teatral, Ed. Fundamentos). Esta consigna,
junto con la aberración alienante-distanciadora propuesta por B. Brecht y su absurdamente
denominado “teatro épico”, imprimen un sello de muerte definitivo sobre este arte, esta vez
como arte “para pensar”. Lo más lamentable es que hasta hacía pocas décadas atrás —y no
centenares de años— el teatro había revivido plenamente como arte con la famosa compañía
de los Meiningen. A pesar de su naturalismo y su escaso sentido de la esencia del arte, y del
teatro más exactamente, no se puede dejar de destacar su espectacularidad, sus esfuerzos por
apoderarse de la credulidad del espectador mediante impresionantes técnicas de efectos
especiales y otros artificios orientados a efectuar ese rapto.

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Nuevamente nos encontramos acá en una dimensión más allá de Apolo y
Dionisio. El genuino espíritu del arte no es moralista ni sentimentalista, no es
estético ni pasional, no es una fría representación simbólica ni tampoco el
detonador de un éxtasis impulsivo u orgiástico.
Si yo fuera alguno de esos grandes y escasos poetas trágicos que la
humanidad ha tenido, bajo ningún punto de vista permitiría que mis obras
fueran representadas por el teatro actual. Las obras son envilecidas,
desalmadas, los personajes son ridículos, nada creíbles, y las actuaciones
deliberada, insoportablemente histriónicas. Todo es demasiado teatral —y ése
es un signo contundente de que el teatro está muerto. Poco importa que se
estrenen miles de obras cada semana; de ningún modo puede esto ser indicio
de que un arte está viva; de igual manera, que tengan lugar peregrinaciones
multitudinarias para pedir pan, salud o trabajo a algún santo, no presenta
contradicción alguna con el hecho de que la religión esté muerta.
Con la pintura se da algo semejante. Ante todo, si una pintura no fuera un
cadáver no habría que ir a verla a un museo ni a una exposición. Si una pintura
es un umbral, una ventana capaz de abrirnos a otra realidad, o si desencadenara
alguna clase de rapto o posesión sobre el alma, elevación o inspiración, o
puramente la paz del contemplador, entonces de ninguna manera podría estar
encerrada en esos espacios, sino que estaría en los lugares propiciados para sus
fines. ¿Aunque quién sabe qué papel cumplen los museos, en especial los que
guardan restos arqueológicos, mientras el mundo duerme?
Las obras no tienen más sentido que para ser examinadas por una mirada
fría y banal, y para ser objeto de interminables análisis tediosos, inútiles, juicios
y apreciaciones sobre aspectos de valor secundario o sin ninguna importancia
en lo que concierne a la esencia de lo que tienen ante los ojos. Esto no es ajeno
a lo que podríamos denominar “contextualismo”: esa dogmática manía
academicista, intelectualoide, por acudir a los contextos históricos, políticos,
sociales, culturales, etcétera, como único criterio de validez sobre el cual podrá
ser juzgada una obra, descuidando, por lo demás, que una obra maestra, genial,
extraordinaria, es un accidente o milagro que trasciende el peso y la influencia
de su época, de su cultura y de su nación. Frithjof Schuon escribió al respecto:
“La crítica moderna cada vez tiende más a hacer entrar las obras de arte en categorías
ficticias: el arte ya no es más que un movimiento; se ha llegado a no considerar una obra más
que con arreglo a otras obras y en ausencia de todo criterio objetivo y estable. El artista de
‘vanguardia’ es aquel cuya vanidad y cinismo aceleran el movimiento; no se buscan obras
buenas —algunos discutirán que eso exista—, sino obras ‘nuevas’ o ‘sinceras’, puntos de
referencia en el movimiento que en realidad es un deslizamiento hacia lo bajo y la disolución;
la ‘calidad’ ya no está más que en el movimiento y la relación, lo que equivale a decir que
ninguna obra tiene valor; todo se ha vuelto huidizo y discontinuo. El relativismo artístico
destruye la noción misma de arte, exactamente como el relativismo filosófico destruye la noción
de verdad; el relativismo, sea cual sea, mata la inteligencia. Quien menosprecia la verdad no
puede, en buena lógica, presentar su menosprecio como verdad.” 5

Volviendo al tema, mi abominación por el esteticismo y por la teatralización


del teatro, tampoco abre en mí ninguna simpatía hacia el naturalismo. Son dos
extremos que conspiran igualmente contra el espíritu del teatro, y del arte en

5 Castas y Razas, Ed. Olañeta.

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general. Una representación naturalista puede estar tan alejada de la
credibilidad como una representación teatralizada e histriónica. El naturalismo
no es creíble porque copie los aspectos exteriores y aparentes de una realidad.
El naturalista no recrea la esencia de una cosa a través de su forma, sino que
reproduce esa forma tal como ésta se presenta a nuestros sentidos. Lo mismo
con el trato que le da a las formas el arte renacentista o barroco, que vendría a
ser el extremo opuesto del arte simbólico tanto como del “simbolista”: ambos
son unidimensionales —uno se queda en lo abstracto o conceptual, el otro en la
voluptuosidad de la forma.
Solamente la maestría del artista de genio, es la que logra elevar a la forma a
su dimensión esencial sin sacrificar la vida y la fuerza que a la forma le es
propia. En este punto nos hallamos, otra vez, situados más allá de lo apolíneo y
lo dionisíaco. Alma y cuerpo, esencia y forma, intelecto e instinto, orden
racional y desorden pasional: el espíritu del arte se encuentra allende a esta falsa
dicotomía, muy por arriba de esos dos hemisferios.

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La profanación del arte

Se podría definir lo que es una profanación de la siguiente manera: es cuando


una cosa que tiene por finalidad abrir o alumbrar o liberar el espíritu humano
es despojada de su razón de ser y dispuesta en conformidad a otras finalidades.
Desde ya, hay profanación ahí donde el arte es utilizada para expresar
sentimientos o ideas o consignas ajenas, o incluso contrarias, a tales objetivos.
La profanación más reiterada, una y otra vez, es la que desvía a las artes —o
a la religión, o la filosofía— y la usa para nutrir la hegemonía teocrática,
sacerdotal, estatal o monárquica. Esa profanación inicial es siempre sucedida
por nuevas y repetidas profanaciones de lo ya profanado. Por ejemplo, el arte
que busca satisfacer las demandas de las mayorías, o las exigencias de los ricos,
o la frivolidad intelectual o artística de la pseudo-aristocracia de la época, o la
necesidad de hallar un pasatiempo, o cosas similares.
Esta observación que hago no está censurando nada; simplemente se limita a
describir la progresión de la decadencia. Porque una obra mala, vulgar,
mediocre, sin ningún valor, no atenta contra la esencia del arte. Sin embargo, lo
que sí supone una amenaza para la salud de las artes es cuando la ineptitud, la
ignorancia y la estupidez se proclaman juez absoluto que dictamina toda
valoración, todo criterio y toda finalidad. Ese Gran Pretor está representado,
en este tiempo, por esa casta que se autodenomina “clase pensante”. Se ejerce
de algún modo una censura sistemática contra el arte genuino y sublime; no
porque no aporten nada en su favor —que de hecho no lo hacen ni lo harán
nunca—, sino por los obstáculos, el menosprecio y la marginalidad a la que se
ven relegadas esas excepcionales expresiones artísticas de un hombre de genio,
que a veces permanecen bajo tierra durante largos períodos. Aparte, no hay que
perder de vista que en todas las épocas los espíritus geniales emergen entre la
adversidad y la indiferencia, que nada en absoluto tiene que ver con el
“escándalo” gratuito, y en el fondo inofensivo y tolerado, de algún payaso
estrafalario de hoy día. Eso es absolutamente natural, siempre ha sido así y así
será siempre. ¿O acaso olvidamos que la primera edición de El mundo como
voluntad y representación fue tan estrepitoso fracaso editorial que acabaron
vendiéndose sus ejemplares como papel no por unidad sino por kilogramo?
¿Olvidamos cómo fue tratado William Turner por los ingleses de su época, o el
desprecio y subvaloración que padeció Shakespeare y su obra unos siglos antes
por esa misma casta de académicos, intelectuales, críticos y pseudo-artistas?
Pese a todo existe, como decía, una castración espiritual y una sistemática
estirilización creativa, que se ejecuta a través de poderosos medios estatales y
paraestatales. Bajo distintas modalidades más o menos sutiles e hipócritas —
pero siempre efectivas—, se censura todo aquello que no responda a los
parámetros establecidos por esa casta o por el estado —según el país y el
régimen político sobre el que uno se encuentre. A eso hay que agregar la acción
devastadora del mercantilismo y el democraticismo, que reduce todo valor a lo
que otorga réditos económicos y a lo que satisface a la mayoría.
Una gran profanación de las artes tuvo lugar en China con el confucianismo.
Toda obra no tenía ya más razón de ser que como moraleja para adoctrinar al
pueblo en las leyes; toda el arte chino se convirtió en un gran catecismo moral
en servicio del estado. Algo semejante se le puede adjudicar a Platón y

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Aristóteles, y en un orden más estrictamente religioso, a la mayoría de los
Padres de la Iglesia, profanadores subversivos de los misterios cristianos.
La profanación no es exactamente la exposición de una verdad o de una
obra a la mirada de los ineptos, los incapaces para comprenderla; la verdadera
profanación consiste en alterar —o subvertir— esencia y significado para que a
los ineptos les resulte accesible o agradable, o bien para satisfacer al
oscurantismo teocrático o estatal.
Los regímenes comunistas —no son el único ejemplo— reviven el ímpetu
profanador confuciano. Cuando se trata de servir al estado estos procesos se
repiten una y otra vez. La politización de la realidad, junto con el
sociomorfismo, representa una gran profanación de las artes. Pero cuando algo
se profana, lo profanado no tarda mucho en perecer, como una flor se
marchita cuando es arrancada de la tierra, de su sustento vital.
Todas las dimensiones de la realidad son reducidas brutalmente al plano
político, y a la dialéctica ideológica respectiva. El hombre, la existencia, el
mundo, la muerte, el alma, el tiempo, el ser, la nada... todas esas cuestiones
perennes que sacuden el espíritu humano son sofocadas y descalificadas como
irrelevantes e inútiles o como superadas y por tanto vetustas. El Estado, la
Masa, la Sociedad, la Historia, el Futuro, son los gigantes metafísicos que
pisotean, arrasan y devoran toda expresión del espíritu que no esté rendida y
consagrada a su antihumana y monstruosa hegemonía.
Ahora bien, es un error pensar que las representaciones artísticas, en este
caso la pintura y la tragedia, tienen la función de poner al alcance del vulgo
aquello a lo que de otro modo no podría acceder. El “rol didáctico” o
“pedagógico” corresponde a otra clase de artes, y no al arte en sí misma. El
alma del vulgo es tan insensible a esas representaciones de la misma forma que
le está vedado el acceso a las verdades doctrinarias. El vulgo sólo es
impresionable ante la destreza de poderes sobrehumanos o hazañas no
creíbles. Solamente encuentra valor en los milagros; solamente reconoce la
majestuosidad de alguien si éste exhibe una corona de oro, joyas y perlas;
solamente acepta la naturaleza divina o santa de un ser si éste aparece con una
aureola radiante o suspendido en el cielo por dos alas. Acá se demuestra
además la bajeza moral de la inmensa mayoría de los hombres, que sólo atiende
a las apariencias, a lo que infunde miedo, riqueza o poder, y a lo que concede
favores —como se puede apreciar, en ciertos aspectos, en esa hermosa película
de Buñuel La vía láctea. El arte y la esencia de la religión siempre ha sido
profanada, antes que nadie, por las castas sacerdotales, por muy paradójico que
esto resulte. Ya que sólo procuran sumar adeptos complaciendo el apetito de la
multitud, así como incrementar poder, seguridad y riqueza deformando y
traicionando la doctrina conforme al interés de los reyes y de los ricos.
Parafraseando al Evangelio, nada le importa a las castas sacerdotales la oveja
perdida: sólo les importa el rebaño.
El historicismo y el moralismo social son grandes contribuyentes en la
depredación profanadora —y en general en todos los ámbitos, como por
ejemplo la filosofía. Puede uno ver pinturas y murales donde es representado el
Hombre Masa, un campesino tosco, duro y grueso con un machete en la mano,
un obrero fuerte, pesado, gigante, elevando un martillo, como si fuera un
tractor con músculos, reivindicándose a sí mismo como la maquinaria de
trabajo suprema, como un templo consagrado en culto y honor al Trabajo, ese
gigante brutal y depredador, férreo y bestial adversario del espíritu. La

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reverencia al Hombre Masa es una de las expresiones más feas, más horrendas
y desalmadas de la deshumanización de las artes —y de la existencia misma.
No hay que descuidar que muchas veces, en estos procesos de decadencia y
degradación, incide también una perversa y oculta dirección de intereses
políticos. Ese culto al trabajo es funcional a este sistema de esclavitud
imperante en Latinoamérica. Martín Fierro, y su mensaje de gaucho
domesticado y resignado al trabajo duro y a una condición servil, constituye el
gran paradigma de este fenómeno. Algo semejante puede decirse del llanto
melancólico, nostálgico y derrotista del tango, así como del folklore y la música
popular. Son como aullidos sentimentales que asfixian al espíritu, que acabará
de todas formas ahogado finalmente en la bebida, o en la jornada laboral
interminable que empezará a la madrugada.
Hay no menos una epidemia de felicidad artificial, generada mediante ritmos
tropicales y festivos, y a través del desencadenamiento sistemático de estímulos
psíquicos. Sexo, festividad, droga, alcohol y una sobredosis de idiotez son
imprescindibles a la hora de consolidar y perpetuar esa condición indigna,
miserable, infrahumana a la que están sometidos millones de hombres, muchos
de ellos por propia voluntad. 6
Henry Thoreau —el hombre que se fue a vivir a un bosque para demostrarle
al mundo que la vida era posible sin el trabajo— ha dicho: “Creo que no hay nada,
ni siquiera el crimen, más adverso a la poesía, a la filosofía...a la vida misma, que este
trabajar sin parar”7. Tampoco en este caso se puede hacer responsable exclusivo
a un grupo de hombres o a un sistema, y convertir en víctimas inocentes al
grueso de la sociedad. La gran mayoría no parece muy sensible a esa forma de
vida atroz; ni siquiera frente a la superexplotación ni la injusticia de la que ellos
mismos son objeto. El trabajo es elogiado además por curas, pastores y
psicoanalistas, y elevado a un status moral inaceptable. El trabajo ni es
“independencia” —como dicen los psicólogos— ni es una virtud; se enaltece al
trabajo como si fuera un servicio del hombre la humanidad, a la comunidad, a
la vida o a su nación: el trabajo no tiene nada de “altruista”; se trabaja para uno
mismo, o lo que es igual, para sí y para los suyos.

6 Existe una acción planificada, consecuente con intereses ocultos, que no se limita solamente a
promover el estupefaciente y la idiotización colectiva por medio de los medios masivos. Se
trata de una guerra subliminal en la que el sexo representa una función importante. El objetivo
es el desencadenamiento sistemático de impulsos y estímulos psíquicos que, junto con el
aturdimiento mental de la música y las pantallas a toda hora y en todas partes, produce un
estado de consciencia alterado y un desequilibrio psíquico en las personas. Dichos estímulos e
impulsos suprimen o neutralizan el pensamiento; debilitan la concentración; vulneran las
capacidades de resistencia psicológica; y por supuesto, desvían la atención del individuo, sin
olvidar el efecto idiotizante. Esa acción subliminal se oculta en la publicidad especialmente, en
cualquiera de sus formas. La propaganda de una marca de ropa o de automóviles o de fideos
sirve de excusa para poner una imagen erótica. La publicidad no es más que un medio, un
instrumento; así se logra efectuar esa acción psicofísica subliminal en autopistas, parques,
subtes, esquinas, diarios, negocios, en cualquier sitio que uno quiera imaginarse, allí colocarán
bajo el camuflaje publicitario una foto de una mujer o un tipo semidesnudo. En otros casos, la
publicidad es instrumento utilizado para la doblegación en el orden ideológico, político,
cultural, étnico y racial, mediante un tratamiento audiovisual que no tiene nada de accidental ni
de casual ni de inocente, pero es bueno saber que lo es aun cuando cualquier contenido sexual,
o subliminalmente racial o ideológico, se encuentra ausente: actúa con plena eficacia como
desestabilizador psíquico en el mero bombardeo audiovisual .
7 A life without principle.

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Quisiera aprovechar para referirme al caso de Borges. Pocos hombres han
sido víctimas de la incomprensión como él. Una caricatura absurda y
estereotípica es la única imagen de Borges que han conocido sus detractores y
sus veneradores. Unos y otros basan su adoración y su desprecio en una necia
incomprensión de este hombre, y desde ya, de su magnífica obra. Tanto
quienes lo exaltan como quienes lo aborrecen son hijos de la superstición y el
prejuicio.
Es una figura que continúa siendo desconocida. Además es significativo que
el poeta quizá más grande del siglo XX no haya ejercido influencia sobre nadie,
ni en el mundo de habla castellana, y mucho menos en su propio país. Se podrá
decir cualquier cosa en contra de lo que acabo de señalar, pero la realidad de
los hechos habla en mi favor: nadie se ha volcado por los géneros en los que
Borges incursionó; nadie ha mostrado sensibilidad por sus inquietudes
filosóficas; nadie ha manifestado el menor interés por su universo más allá de
sus libros o de las exigencias eruditas de los “borgeólogos”; sus fuentes de
inspiración poética y literaria —que van desde el género fantástico hasta las
teologías orientales— no han sido recogidas por nadie. Pese a la confrontación,
los premios y el alboroto que ha producido la irrupción pública de su figura,
parece como si nunca hubiera existido si tomamos en consideración su nula
influencia. El realismo satírico o costumbrista, el surrealismo, el
existencialismo, Francia y el psicoanálisis, siguieron siendo, tal vez sin
excepciones, el signo de identidad de todos los escritores iberoamericanos
hasta hoy. Obsérvese, por ejemplo, el hecho de que los cuentos más amados
por los argentinos, más leídos en particular en colegios y universidades, y más
representados en cine, sean los peores de Borges, los más “antiborgeanos”, los
más aburridos y costumbristas, como Emma Zunz o La intrusa, cuentos dignos
más bien de la habitual narrativa latinoamericana que de este lúcido y brillante
escritor.
Hay un factor muy importante que incide en este punto: Borges poseía una
sensibilidad poética y filosófica que no han tenido nunca la mayoría de los
escritores latinoamericanos, cuyo espíritu jamás parece haber sido tocado por
las cuestiones eternas inherentes al hombre, como el misterio de lo real, del yo,
el enigma del universo, el tiempo, la muerte... Sus preocupaciones se limitan, en
cambio, a la historia, a la vanguardia o filosofía de moda, a la realidad
sociopolítica, a lo que está en boga en París, al sentimentalismo romántico o
nostálgico, o a la complejidad psicológica de algún dictador. Nada puede
excusar la pobreza creadora, nada puede justificar la profanación de las artes,
pero mucho menos aún bajo pretextos tan inaceptables como los referentes a
situaciones histórico-político-sociales adversas. Alfonso Reyes dijo alguna vez
que el hombre americano no puede habitar en torres de marfil por las razones
mencionadas. Eso es falso, y es ridículo: en todo el mundo y en todos los
tiempos siempre ha habido dictadores, tiranos, guerras, epidemias,
desigualdades, catástrofes, persecuciones... y no obstante todo hubo quienes
fueron capaces de trascender a su tiempo y a su mundo y elevarse a realidades
más profundas, del mismo modo que hubo también quienes lograron
abstraerse en una torre de marfil para legarle a los hombres de su época o a las
venideras generaciones algo más que la biografía de un dictador irrelevante o
que una crónica de costumbres. En razón del moralismo social, muchas
“eminencias” literarias han recriminado a Borges su abstracción de los
problemas sociopolíticos de su tiempo. Como si las artes tuvieran el deber de

25
consagrarse a asuntos que les son ajenos y extraños. Me es inevitable volver
sobre este punto: la sociomorfización de la realidad es un fenómeno
espiritualmente depredador y por sí mismo aberrante, pero es por encima de
todo un desagradable rasgo de mediocridad, y de la misma forma, una señal de
vulgaridad es lo que trasmite un hombre o una sociedad politizada. Por lo
demás: a quienes bregan por “el compromiso”, que dejen a un lado los
autoexilios dorados y la costumbre de estropear a las artes con consignas
huecas e inofensivas, y comprometan algo: que comprometan su vida o al
menos su libertad.
También recaen sobre Borges acusaciones tales como que es poco
argentino, poco latinoamericano. En primer lugar, es definitivamente una
idiotez establecer como criterio para apreciar a un artista la dosis de
“autoctonicidad cultural” contenida en su obra. Pero al mismo tiempo, esa
acusación, es inadmisiblemente hipócrita porque todos esos acusadores han
tenido siempre la vista fija en Europa y más exactamente en París. Además, no
veo nada de malo ni reprobable en el hecho de que pueblos relativamente
jóvenes importen elementos tradicionales, culturales, científicos y artísticos de
todo el mundo olvidando su propio pasado. En todo caso podría ser algo malo
despreciar a ese pasado o renegar de él, o bien limitar esa búsqueda espiritual
debido a complejos de inferioridad, colonialismo mental o prejuicios. Una y
otra cosa es lo que hacen, justamente, esos recriminadores hipócritas a los que
aludí. Si los griegos se destacaron en algo por sobre los demás pueblos del
Mediterráneo y el cercano Oriente, no fue por otra razón que por su fértil
capacidad sin límites para incorporar y adoptar doctrinas, religiones y
conocimientos científicos de los egipcios, babilonios, caldeos, frigios, fenicios,
tracios, persas, hindúes... y esto a su vez se debió al siguiente motivo: eran, a
diferencia de casi todos los demás, un pueblo muy joven, con una identidad
bastante confusa, y con una profunda insatisfacción para con lo propio.

26
El relativismo

Toda relativización es una eliminación. De tal modo que relativizar la idea de


arte, de artista, de obra maestra o de sublimidad, equivale a eliminarla.
La palabra arte ya prácticamente no significa nada. Arte es un rótulo que le
cabe a cualquier cosa, y a cualquiera el de artista. Gastronomía, decoración,
deportes, adorno, pornografía, pesca, confección de ropa... todas estas cosas
podrán reclamar su sello de artes e inmediatamente se lo concederán. Lo
mismo ocurrirá con cualquier engendro sin sentido que se presente en una
exposición o en un cine o en un teatro.
Pero el arte no es cualquier cosa. La esencia del arte ha de corresponderse a
la definición de poíesis explicada al principio.
El relativismo, por su parte, ni siquiera garantiza la tolerancia; por el
contrario, es un absolutismo cultural y moral, según el caso, puesto que
instaura como verdad absoluta que la verdad absoluta u objetiva no existe. En
ese mar de confusión sacan partido quienes detentan el poder de imponer
criterios. La discusión, la confrontación de ideas, se suprimen: se decreta que
todo es relativo —exceptuando el predicado de que todo es relativo, como
quien juzga como malo juzgar entre lo que es bueno y lo que es malo.
El peligro de la supresión de la confrontación de ideas y razonamientos que
el relativismo o subjetivismo presupone, es por otro lado el siguiente: esa
confrontación que en el orden de la razón y la lógica queda suprimida o
eludida, terminará tarde o temprano irrumpiendo en las formas de la violencia,
la censura, el agravio, el atropello y las guerras de ideologías y religiones. No
son las verdades objetivas o absolutas las que no existen: lo que no existe son
las verdades relativas o subjetivas, que son un absurdo, un imposible por
definición: lo único que hay es la verdad y luego lo falso o erróneo —en suma:
lo que no es verdad, aunque a veces sea tenido por verdad.
Ahora bien, las consecuencias del relativismo en el arte son devastadoras. El
punto en el que culmina el proceso de decadencia es el surrealismo, que
convierte en arte cualquier esperpento y en artista a cualquier infradotado con
la suficiente desfachatez como para arrogarse ese título. Así lo describió
Frithjof Schuon:

Cuentan que Til Eulenspiegel, contratado como pintor en la corte de un


príncipe, presentó a la concurrencia una tela vacía manifestando: “Quien no es
hijo de padres decentes nada verá en esta tela”. Pues bien, ninguno de los
señores reunidos quiso reconocer que no veía nada: cada cual hacía como que
admiraba la tela vacía. Tiempo hubo en que esta historia podía pasar por
broma; nadie se atrevía a prever que un día entraría en las costumbres del
“mundo civilizado”. En nuestros días, cualquiera puede mostrarnos cualquier
cosa en nombre del “arte por el arte”, y si protestamos en nombre de la verdad
y la inteligencia, se nos responde que no entendemos nada, como si tuviésemos
una laguna misteriosa que nos impidiera comprender, no ya el arte chino o
azteca, sino el mamarracho sin valor de un europeo que vive a nuestro lado. [...]
A fin de darse la ilusión de objetividad en el deslizamiento subjetivo, se
proyectan cualidades imaginarias –y propiamente “histéricas”— en las
futilidades más insignificantes: se discute sobre matices de “contraste” y
“equilibrio” —como si no lo hubiese en cualquier parte—, y haciéndolo, quizá
se pisotean tapices anónimos que son obras maestras del arte abstracto. [...] Es
significativo, en este orden de ideas, que se exalta fácilmente a un supuesto
artista “porque expresa su tiempo”, como si una época como tal —algo, pues,

27
que puede ser cualquier cosa— tuviese derechos sobre la verdad; si lo que
“expresa” un surrealismo correspondiese realmente a nuestro tiempo, tal
expresión no probaría sino una cosa: que este tiempo no vale la pena que se
exprese; pero nuestra época, muy felizmente, contiene todavía algo más que
surrealismo. Sea lo que fuere, pretender que una obra es buena porque “expresa
nuestro tiempo” equivale a afirmar que un fenómeno es bueno por la simple
razón de que expresa algo: así pues, un crimen es bueno porque expresa una
inclinación criminal, un error es bueno porque expresa una carencia de
conocimiento, y así con todo. 8

De esta manera, vemos a los “críticos” hablar continuamente de la situación


política o de las circunstancias históricas en las que fue concebida una obra, sus
innovaciones técnicas o narrativas, el escándalo que produjo, su consonancia
con tal o cual fenómeno social o artístico que lo precedió o que lo sucedió, y
demás observaciones intrascendentes, mezquinas, sin relevancia alguna,
mientras que lo esencial, lo narrado o expresado en la obra, no merece tomado
en sí mismo ninguna atención. De ahí se comprende, en gran medida, por qué
las grandes obras de arte pasan desapercibidas delante de sus ojos, ya que éstas
rara vez presentan algún aspecto que satisfaga sus exigencias: las grandes obras
no necesitan recurrir a lo escandaloso ni a lo estrafalario ni a lo irracional ni a la
pesadez ni a la dificultad o ilegibilidad innecesaria ni a la pornografía ni a las
especulaciones técnicas ni a la suntuosidad en aspectos formales, como hacen
los malos o falsos filósofos y artistas para suplir la pobreza creadora.
El relativismo, a decir verdad, no es otra cosa que una manifestación muy
visible y evidente de algo mucho mayor que se oculta en la superficie: es no
más que una de las muchas consecuencias del pesimismo antropológico
consubstancial con un teocentrismo antropoclasta, enemigo del hombre.

8 Schuon, op. cit.

28
El Hombre Común

El culto al Hombre Común es una expresión de odio contra todo signo de


heroísmo, sabiduría, imaginación o superioridad espiritual, y al mismo tiempo
una exaltación de lo vulgar, lo bajo, lo ordinario. Me animaría a decir que es
una manifestación de odio contra el hombre, o sea: un fenómeno
deshumanizante.
Siempre que el ser humano es desplazado como epicentro de la realidad, y
sustituido por un dios o por una entidad suprahumana como la Historia, el
Estado, la Sociedad, etcétera, emerge una consciencia que empuja al hombre a
la resignación, y lo invita a rendirse en cuerpo, en alma y en espíritu a la
voluntad de estos entes, a cambio de un estrecho horizonte de satisfacciones
terrenales y de proyectos fantasmagóricos en el orbe temporal. Los dioses
cósmicos, como Zeus o Jehová, necesitan castrar al hombre y sumirlo en la
condición de mansa y doblegada criatura para asegurar su tiránica hegemonía.
De ahí la circuncisión, que es una castración ritual; igual simbolismo siniestro
está representado en el truncamiento de las pirámides, así como el
derribamiento de la torre de Babel oculta el mismo significado. Algo semejante
se puede apreciar en la degeneración de la tragedia griega, que sustituye a
Prometeo por Edipo y Penteo, que reemplaza al héroe por el simple
desgraciado, y al destino divino o heroico por un inapelable designio o
fatalidad universal frente a la cual el hombre nada puede hacer.

La traducción del culto al Hombre Común en el arte en ningún lado es más


exacerbada que en el horrendo y abominable costumbrismo —si bien no es la
única expresión artística deshumanizante.
El costumbrismo manifiesta además una bajeza de las aspiraciones humanas.
Este fenómeno cultural aberrante va acompañado por una formación educativa
espiritualmente esterilizadora. Cuando aparece una obra que expresa una
extraordinaria fertilidad y audacia imaginativa es descalificada como delirante y
fantasiosa; todo heroísmo es menospreciado como extravagancia y acusado de
“no tener los pies en la tierra”, y toda grandeza y superación es censurada por
ambiciosa y presumida. Todos los medios masivos, educativos y culturales se
empeñan en arrebatar la virginidad de espíritu prematuramente, inculcando en
niños y jóvenes una postración ante “la realidad”, instaurando en sus mentes al
moralismo social como parámetro para la creación y apreciación de las artes, y
dictando una especie de catecismo de supersticiosa alabanza de autores y obras
y “movimientos” establecido por la casta “inteligente”. (¿Pero qué otra cosa se
podría esperar de esta sociedad banal, ignorante, que se jacta de ser
genéticamente superdotada en creatividad e inteligencia por llevarse algún
premio en festivales internacionales que carecen de todo prestigio objetivo y
real, o por tener algún científico en el exterior desempeñando algún aporte
intrascendente, o por ostentar fastuosas librerías en las que falta todo —una
sociedad adversa al pensamiento profundo, con una penosa infecundidad
imaginativa y creadora, en la que no existe ningún interés genuino y serio por el
conocimiento de las religiones y de los pueblos antiguos, que es culturalmente
hostil y despectiva hacia la investigación de la naturaleza y el universo—: qué
podría esperarse, en fin, de esta sociedad retrógrada cuyo orbe de inquietud
espiritual empieza y se termina en el psicoanálisis, en la historia nacional de las
últimas décadas y en los talleres teatrales-literarios?)

29
El culto al Hombre Común emerge allí donde nadie posee la inocente y
sagrada locura de esperar lo inesperable e inesperado, allí donde no existe
espíritu épico ni aventurero, allí donde no hay fertilidad creativa.
Y esto es lo máximo: el costumbrismo ha invadido hasta las historietas —
por lo menos en nuestro país.
Así como hay una categoría denominada “antihéroe”, hay también otra: la
del héroe falso, su despreciable caricatura. Ésta corresponde, por ejemplo, a
esos individuos que sobresalen en el orden de lo vulgar y lo insignificante,
como los “compadritos” de Borges, o como las “estrellas de rock”, o como el
“duro” que exhibe su destreza a los golpes o a los tiros, o también, se inscribe
por supuesto en esta categoría el joven marginal o despreciado que, a fuerza de
trabajo y perseverancia, “triunfa” en su vida, logrando un reconocimiento
social y “la realización” personal.

La cultura del Martín Fierro prefigura lo que más tarde reaparecería con los
tangos: acá se trata de un gaucho llorón, moralista y resignado que le enseña a
su hijo a portarse bien y honrar el trabajo duro. Ese libro es, de alguna forma,
el más idóneo manual de indignidad y servilismo que un estanciero podría
repartir entre la peonada.
Tiempo después viene el tango, que es mucho más que un mero género
musical: el tango es una cultura. Es la cultura del billar, de los cafés, de la
noche, de la calle, donde se cultiva la melancolía, el llanto y la resignación más
mundana. El tango es el paradigma de esa cultura del antihéroe, o peor todavía,
de culto al Hombre Común, a la mediocridad, al vicio, a la derrota. Una
existencia consagrada a la vida social, al cabaret, al juego, hundida en las
telúricas galerías de la nostalgia; una vida poseída por el lamento infructuoso y
cobarde, por la penumbra de los recuerdos, por los anhelos y miserias del
hombre ordinario, que nunca van más allá de apetitos individuales y
aspiraciones mezquinas.
Inclusive desde otros puntos de vista, como el que concierne a la justicia
social o la dignidad de una nación, la cultura del tango es un mal endémico
deplorable. “Esa poesía servil fue un vínculo de suma importancia que ató al conjunto del
pueblo argentino a una actitud puramente contemplativa, esclava, de la vida. A través de la
contemplación nostálgica el hombre argentino terminó incorporando una realidad cada vez
más cruel, cada vez más aceptada, pero que cada vez le satisfacía más.” 9

Así como muchos no pueden soportar la grandiosidad ni tampoco una torre


de marfil, y por eso cuando ven alguna la apedrean y se conjuran para
derribarla, de la misma forma, en una sociedad donde impera la mezquindad y
la resignación existencial, todo arquetipo de superioridad humana es
despreciado y combatido, su presencia incomoda, y no se detendrán hasta
destruirlo y hacerlo desaparecer. Hay quienes hacen un héroe de un pirata o de
un conspirador; en una sociedad como la nuestra, hacen de un héroe un
conspirador o un pirata. Es en estas mismas sociedades donde se ensucia y se
envilece a todo el mundo de tal manera que la suciedad y la vileza adquieran
una condición de normalidad, y a posteriori, de legitimidad. Entonces, para
legitimizar las comodidades brindadas por un estado de resignación y

9 Norberto Ceresole, Subversión, contrasubversión y disolución de poder, CEAM.

30
derrotismo nada mejor que eliminar toda figura, todo icono que represente de
manera viva e incisiva un reto a la superación, una aguja clavada en la
consciencia.
Pero aunque se trate de “torre de marfil”, o de escapismo... ¡cómo no
asomar siquiera alguna vez la cabeza por encima de la superficie de “la
realidad” y recibir esa aliviante frescura; cómo no involucrarse en episodios que
nos trasladan a épocas y lugares remotos o fuera de la historia; escaparse al
menos una noche más allá de los muros y explorar lo ignoto y desconocido
para todos; levantar, en fin, la mirada hacia esa inmensidad en la que titilan los
enigmas y los misterios!

O God, I could be bounded in a Nutshell,


and count my self a King of Infinite Space;
were it not that I have Bad Dreams.
(Ay Dios, podría ser encerrado en una cáscara de nuez
y tenerme por rey del espacio infinito
—si no fuera por el mal sueño que me oprime.)

El culto al Hombre Común no es ajeno a ese culto a las obligaciones y


responsabilidades cotidianas, el culto a la adultez, el culto a “la realidad”. Es
una condena contra toda aspiración heroica y trascendental, contra toda
superación. Es una censura brutal a la imaginación y a los sueños creadores. Es
una forma de legitimizar las comodidades de la afirmación en la derrota, en la
vulgaridad, en la indiferencia, donde se disfruta de la pensión miserable que
otorga el conformismo. Es la sacralización, en fin, de la mediocridad.

31
El símbolo y la metáfora

Al símbolo y la metáfora los separa una diferencia fundamental: uno expresa


una realidad mediante una forma que en sí misma no tiene vida ni significado,
mientras que la otra expresa una realidad trascendente a la visible y palpable
utilizando una forma plena en significado y en vida. Una sentencia de
Nietzsche lo resume todo: “La metáfora no es, para el verdadero poeta, una figura
retórica, sino más bien una imagen realmente vista que sustituye a una idea.”10 Quizás, y
sin quererlo, sin saberlo, Nietzsche haya explicado en esa definición la
naturaleza y el sentido de los mysteria.
A medida que se vuelven más abstractos, los símbolos van perdiendo vida y
fuerza, hasta convertirse en figuras totémicas, en formas petrificadas sin vida,
sin sangre, sin alma.
El símbolo es una imagen por medio de la cual el espíritu humano accede a
otro estrato de la realidad. Pero si esa imagen ya no tiene el poder suficiente
para abrir el espíritu a la realidad o dimensión simbolizada, entonces ya no
sirve; es una simple imagen —el símbolo está muerto.
Abusar de los símbolos no es lo mejor. Menos aún cuando la imagen
simbolizante no corresponde a nada vivo, visible, palpable y concreto, sino
también al orden abstracto. Si se concibe al símbolo como un puente, entonces
ha de tener un pie en cada lado de la orilla y no los dos pies en el mismo lado;
ha de tener su principio en el llano de lo concreto, en el fango de las
sensaciones, impresiones y padecimientos, y no en la altura misma de la
abstracción o lo trascendental.
No estoy planteando una dicotomía entre símbolo y metáfora. Una cosa y la
otra pueden coexistir en perfecta armonía. Advierto simplemente que el
símbolo conspira contra su propósito cuando hace de la forma algo abstracto.
La forma, en la metáfora tanto como en la poesía, nunca debe ser abstracta; la
forma debe ser intensamente viva y expresiva pero de una forma que abra una
dimensión a otra realidad que la trasciende.
Lo diré así: las formas, siempre, deben hablar el lenguaje de los sentidos,
aunque lo que se diga con ese lenguaje trascienda toda dimensión sensorial. El
símbolo, en cambio, suele hablar con formas tan abstractas como aquello que
expresa. El alma no siempre comprende el lenguaje de la razón; una imagen
puede ejercer más fuerza sobre ella que un montón de conceptos. No se puede
amputar la dimensión sensorial, sino servirse de la misma para superarla o
desencubrirla. El arte, para el caso, consiste en acceder a una dimensión que
trasciende a las formas a través de las formas; que abre el espíritu en el impacto
sensible. Si se quiere encontrar en la pintura un perfecto ejemplo de lo que
quiero decir, remito a genios como Turner o Goya: quizás en ninguna parte
encontraremos formas con tanta fuerza y realidad, tanta intensidad y vigor, tan
impresionantes y estremecedoras, y al mismo tiempo altitudes metafísicas y
horizontes abstractos de tanta vastedad y profundidad; en ninguna parte,
quizás, encontraremos nada más alejado de lo apolíneo y lo dionisíaco.
Pensemos que san Antonio Abad necesitó que los demonios lo destrozaran
con dolores terribles para purificarse; recordemos que el príncipe Gautama no
llegó a ser el Iluminado y Despierto gracias a la instrucción de un guru, o
leyendo libros de religión o filosofía, sino que precisó de la conjura de los
Dioses, o de los espíritus —según cuál sea la tradición, shramánica o

10 El origen de la tragedia, Ediciones del Libertador.

32
brahmánica—, que mediante tres episodios desgarradores emocionalmente que
tuvo que experimentar le fue revelada la naturaleza efímera y dolorosa de la
existencia y del mundo, y la imagen de un hombre sumido en una inmutable y
silenciosa paz le reveló su destino de Buda. Sólo así pudo despertar del sueño
de la vida.
En relación a lo anterior, trasladando la cuestión al plano religioso, uno
puede ver que Jesús, por ejemplo, se diferencia de Krishna porque fue un
hombre de carne y hueso, que comió y bebió, amó y sufrió como hombre —y
esta diferencia que yo marco no tiene nada que ver con la historicidad, o
pretendida historicidad, de Jesucristo11.
La singularidad, lo sorprendente del Evangelio radica precisamente ahí: un
Dios que se hace hombre para que el hombre se haga Dios; un Dios que vive y
sufre como hombre, que es carpintero, que se alimenta de pan, de agua y de
vino, que anda por desiertos, que predica en una montaña o que se duerme en
una embarcación, que recibe azotes y muere crucificado —y que finalmente
retorna a las alturas en la ascensión. No es así la Bhagavad-Gîta, donde un Dios
no se hace hombre completamente —ni siquiera en sus facetas más
humanamente mundanas, ya que se acuesta en una sola noche con miles de
gopis—, y al mismo tiempo pareciera que Krishna da sus sermones desde las
altitudes de la abstracción más espectral y solitaria, como si estuviera en el
centro del espacio. Esta observación puede parecer superflua, a simple vista,
pero no lo es; a veces el hombre se encuentra en un pantano de miseria
desoladora, sin que disponga de dos alas para subir hasta la nube desde la cual
su Dios imparte su sermón —es necesario que ese Dios descienda hasta esa
condición bajo alguna forma y le estire su mano.
El extremo contrario lo presenta Mahoma: no es un Dios que no desciende
a la condición de hombre completamente, sino un hombre que nunca supera
—ni quiere superar, porque lo considera blasfemo— su condición humana.
Pies en la tierra, ayuno, política, matrimonios, guerra, leyes, oración, libro: la
superación de su condición existencial, humana, terrena, no existe. Por eso
tuvo que aparecer el sufismo y mártires como Alí, como Juséin o como Jalásh.
Esa diferencia señalada es asimilable a la que presenta la vida de Mahawira y
la vida del Buda. Ambos llegan a la perfección, sin embargo el primero
parecería como si ya hubiera nacido sobrehumano y perfecto, mientras que
Gautama parte de un estado de embriaguez, desde el llano de las miserias y la
ignorancia de cualquier ser humano.
Algo parecido ocurre cuando algunos místicos o poetas hablan a los
hombres desde un festín celestial de felicidad, en otro planeta desde el que la
Tierra es vista como una esfera perfecta, radiante de esplendor y simetría, tan
lejos ya del mundo que la penuria, la desgracia y la injusticia, y las infinitas
lágrimas y tormentos de los mortales, a esa distancia ya casi no se distinguen.
La deshumanización de la realidad —que es la otra cara de lo que el
teocentrismo presupone— se deja ver en ese proceso por el cual los
protagonistas divinos (o para que se entienda: “mitológicos”, religiosos) se van
despegando más y más de la Tierra hasta convertirse en entidades amorfas,
11 Esa divulgación de revelaciones falsas sobre figuras religiosas o históricas, impulsadas desde
los medios masivos, como por ejemplo la que hace de María Magdalena la esposa o amante de
Jesús, indudablemente obedecen al oscurantismo teocéntrico y su acción deshumanizante de
figuras divinas, ya sea mediante su mundanización o su celestificación: el profeta simple mortal
o el ente abstracto inalcanzable —dos modos de lo que en un tiempo se conoció como
monofisismo.

33
impolutas, eternas, abstractas... inalcanzables. Esto es llevado a cabo por la
casta sacerdotal. Vemos así, cómo Buda se deshumaniza y acaba transformado
en una esfera hipostática, esto es, un Loto cósmico o un “Buda Amitaba”, y
cómo Jesús es amputado en su humanidad y convertido por obra de Saulo el
fariseo en un ente abstracto sin sangre ni cuerpo ni rostro (Cristo Señor). Es
interesante leer la obra Isis y Osiris, de Plutarco —ese elegante vicario del
oscurantismo teocéntrico—, donde proscribe todo rasgo humano para las
figuras divinas.
Al igual que Platón y Saulo de Tarso, también Plutarco es uno de los
“demonizadores del dáimon”, a través de una interpretación trivial y por
supuesto maliciosa. Es asombroso advertir en ese libro que la metodología de
adulteración y falseamiento es idéntica a la aplicada por los oscurantistas y
monoteizantes judíos, cristianos y musulmanes, de ayer y de hoy, sin excluir a
los anglobrahmines, esotéricos y eruditos del siglo XX. Hay en Plutarco hasta
una subversión filológica que sorprende por su actualidad.
Para el teocentrismo, el hombre debe autorrelegarse a una condición
insignificante y criatúrica para dejar lugar a dios o a los dioses en el centro de la
realidad. En lo referente a nuestro tema, el fatalismo es consecuente
indispensable del teocentrismo, y eso está en plena concordancia con el sentido
degenerado de lo trágico. No por casualidad, ahí donde el teocentrismo está
instaurado, la creencia en la fatalidad providencial o astrológica (o heimarménica)
es tan fuerte. Baste con pensar en el “paganismo” grecorromano, en el
judaísmo, en el islam, y en el cristianismo antievangélico de la gratia y la
justificatio ex fide (Pablo y Agustín). Sólo en el cristianismo no-protestante
(católico y ortodoxo) esto en cierta medida fue atenuado por la doctrina de la
Trinidad y la Encarnación. Es interesante indagar esa gran mentira histórica del
humanismo y la inauguración de la modernidad, presentada ante el mundo y
ante la historia como una “revolución antropocéntrica” cuando en verdad no
se trató más que de una confabulación teológica para destronar al hombre del
centro de la realidad y retornarlo a su “originaria” condición de criatura, de
“animal entre los otros”. Tampoco es ajeno a este proceso la aparición paralela
del luteranismo (negador de la Encarnación, en suma: un fenómeno
esencialmente “antropoclasta”) y todo lo que subsiguió a ese siglo que dio
apertura al mundo moderno. En sus fases más avanzadas, dicho proceso habría
de sumir al ser humano en un estado de animalidad adámica despojado de su
consciencia, castrado para toda creación, y vedado en sus aspiraciones
superadoras y trascendentales; un estado en el que lo humano en el hombre fuera
amputado y sólo predominase en él su constitución animal, subconsciente,
instintiva, impulsiva —a la vista del teocentrismo: que prevalezca su “lado
inocente”, y que sea escindido y sacrificado su “lado culpable”, es decir: la
consciencia, la inteligencia y el espíritu. Este proceso fue descrito, aunque sólo
parcialmente, por Raimon Panikkar en su brillante y desaparecido libro Técnica y
tiempo.

La metáfora es creación poética, mientras que el símbolo es creación


racional. Con esto quiero decir que el símbolo no llega al alma humana, y es
ajeno a la imagen sensorial y a la forma, a las que concibe no más que como
herramientas a su disposición. Las formas no cobran vida ni significado propio:
se limitan solamente a operar como señales dirigidas a la inteligibilidad. Sin
embargo —y como más adelante lo explicaré con detalles y ejemplo— el

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símbolo, la metáfora y la expresión realista —la naturalidad, que nada tiene que
ver con el naturalismo— pueden coexistir de manera perfecta y asombrosa.
Es oportuno referirme brevemente al simbolismo, ya que después de todo
es una manifestación banal y degradada de la representación simbólica.
Consiste en un código improvisado de simbolizaciones que no tienen ni el
rigor ni la universalidad ni el significado metafísico de los símbolos, ni la viva e
intensa expresividad poética de la metáfora. Lo simbólico, en el simbolista, es
una burda y convencional explotación de los rasgos y caracteres
representativos de una cosa, mediante exageraciones que lo aproximan al nivel
de incomprensión y superficialidad de los estereotipos. En el teatro y en la
pintura los ejemplos son inagotables. En el cine, el caso más emblemático es el
de la película El proceso, cuando el horrible Orson Welles —otro estúpido y
detestable objeto de culto al igual que los Kubrick o los Bergman— pretende
representar la esencia y atmósfera kafkiana con un recinto gigantesco donde se
encuentran cientos de mecanógrafos autómatas o pasillos con puertas de cinco
metros de altura. Vuelvo a insistir sobre ese punto: las representaciones
simbolistas y la representación estereotípica se diferencian muy poco, o más
bien nada.

35
La música

La música es un arte que, a diferencia de las demás, únicamente actúa sobre


el alma, pero no sobre el espíritu. Inclusive, si nos atenemos a la visión de los
griegos, se podría cuestionar seriamente si la música es verdaderamente un arte.
De más está que aclare que al hablar de la música estoy excluyendo el canto. La
música no puede abrir dimensiones existenciales ni metafísicas; no puede
expresar nada racional ni inteligible tampoco.
En relación con las otras artes, la música vendría a ser un “arte auxiliar”. La
música intensifica, potencia, ahonda y agudiza emocionalmente el poder y el
efecto de la imagen poética, plástica o dramática, generando en el alma diversos
estados, que a su vez se proyectan en distorsión de la consciencia de espacio,
tiempo y lugar, presencia y ausencia. La música es una de las artes de la magia.
La música abre la percepción a otros niveles de sensaciones, a muchas otras
notas y colores emocionales que fuera de ella no podemos percibir, en la
misma medida que un ciego de nacimiento no puede saber los colores ni un
sordo escucha una melodía.
Por lo que yo sé, la música nunca ha sido en los orígenes concebida y
recreada sino como arte complementaria, como asistente de la representación
artística, ritual-litúrgica o militar. Quiero decir: nunca recreada ni concebida
como si contuviera en sí el poder, atributo y potencialidad de las demás artes.
La verdad de lo que la música es y representa difiere notablemente con esas
consideraciones delirantes que adjudican a la misma poderes redentores y
facultades para expresar realidades abstractas —esto es similar a esa repetida
estupidez de los “atributos” estéticos o filosóficos de las matemáticas
ponderada por algunos. La música no tiene ninguna capacidad salvífica ni
metafísica.
En favor de mis afirmaciones acerca de su naturaleza “auxiliar”,
complementaria, es significativo el hecho de que en la Antigüedad no existiera
ninguna Musa de la música en un sentido estricto, sino de la danza, la tragedia,
la poesía lírica, poesía sacra, poesía épica, etcétera, pero nunca de la música
como “arte en sí mismo”. Me atrevo a decir que originariamente nunca existió
un “arte música”, lo que parecería ser ratificado por lo que acabo de señalar
sobre de la concepción de las distintas categorías de artes que tenían los
antiguos. Más todavía: Filodemo, quien junto con Sexto Empírico han sido de
los filósofos más severos contra la música, y por sobre todo contra las
atribuciones que se le adjudicaban ya por entonces, recoge la opinión que al
respecto tenía Demócrito: “...la música es joven, más reciente (νεωτέραν), y esto es a
causa de que no es un arte que exista porque haya necesidad de ella, sino que surge
consecuente a ese estado de innecesidad que da aparición a los lujos.”
Que la música esté incapacitada para actuar sobre el espíritu, y solamente sea
capaz de producir efectos sobre el alma, es lo que, desde un principio, la ha
mantenido siempre relegada a la condición inalterable de arte aleatoria. Ya que
se consideraría que la música por sí misma sólo podría liberar efectos psíquicos
desordenadamente, sin dirección alguna, desencadenando así sensaciones
artificiales que aturden la consciencia de lo real y que generan una acción
estupefaciente. Ésta es la razón por la que muchas religiones veían a la música
con cierta desconfianza, como ha sido el caso alguna vez en el Islam, o también
por la Iglesia excepto aquella que acompañaba a las liturgias, mientras que en
Oriente, el Buda condena toda forma de música en modo terminante, a la que

36
contempla como un tóxico, que ofusca la claridad mental, y que obstaculiza
tanto el camino a la liberación como los vicios, los placeres sensuales o las
actividades y conversaciones triviales e inútiles.
A su vez, es esto mismo lo que explica la presencia indiscriminada de la
música, a toda hora y en todo lugar: el objetivo es anestesiar y aturdir
psíquicamente a la sociedad produciendo en el alma sensaciones artificiales y
estimulando impulsos psicofísicos que surten similar efecto.
Los efectos de la música no se producen por una estimulación o activación
directa, sino por supresión. La música, ante todo, suprime el pensamiento; en
consecuencia, se liberan los impulsos o imágenes que el pensamiento contenía
como una compuerta o cerrojo. Cuando uno escucha música no puede pensar
—y si piensa es porque ya no la está escuchando—, por tanto se liberan
movimientos físicos o imágenes, según la clase de música.
Ahora bien, el tipo de efectos que desata cada música en el hombre también
depende de la cualidad y la cantidad supresiva. Por ejemplo, las músicas que
desatan movimientos son aquellas cuya supresión alcanza también a las
imágenes, como las marchas militares, los ritmos tropicales, batucadas, etcétera.
Conforman lo podríamos denominar provisionalmente “músicas rítmicas”,
para distinguirlas de las “músicas melódicas”. Estas últimas son las que
suprimen —como toda música— el pensamiento pero no las imágenes.
El proceso es el siguiente: al quedar suprimido el pensamiento, la mente sólo
opera con imágenes emergentes del alma, ya sean recuerdos, ya sean cosas,
personas o situaciones conocidas o bien imaginadas; por su parte, las músicas
rítmicas suprimen la fantasía también, de manera tal que solamente queda el
movimiento, la activación de fuerzas físicas.
En relación a las músicas melódicas, cabe observar que la supresión del
pensamiento no significa una activación de la imaginación. La creación
imaginaria sólo es posible con la intervención de la inteligencia, mas cuando
ésta queda anulada, lo único que hay es fantasía: aparición y sucesión de
episodios fragmentarios o de imágenes sin coherencia. A ello se debe que la
música nos invite a soñar y a ilusionarnos con una libertad casi total, pero esas
fantasías e ilusiones no tienen fundamento alguno, por lo tanto se desvanecen
en cuanto la música se acaba, como si despertásemos de un sueño —ya que la
inducción y el proceso de los sueños es exactamente igual. En ausencia de la
música no nos es fácil contraer ilusiones y sueños tan pueriles, o bien
imposibles, o bien descabellados, como tampoco expectativas tan artificiales e
infundadas, por la sencilla razón de que la imaginación es supervisada en todo
momento por la inteligencia, no obstante al quedar suprimida nuestra facultad
de razonamiento, surgen todas estas figuraciones ilusorias como fantasmas
hiperquinéticos que cuando se enciende la luz desaparecen como humo. En
otras palabras: a diferencia de la imaginación, la fantasía activada por las
músicas melódicas es estéril en creatividad y en ingenio, la fantasía en general
no es sino un despliegue imaginario desprovisto de coherencia y de
inteligencia. Por ejemplo, Las mil y una noches son una obra de la imaginación
(como la idea literaria o cinematográfica de una máquina del tiempo), las sagas
de un Tolkien, en cambio, son obra de la fantasía (como lo es, en su respectivo
ámbito, La guerra de las galaxias).
En cuanto a música y melancolía: la dama-médium nos interna de la mano
en la oscuridad del crepúsculo hasta salir a un parque abandonado; bajo las
ramas de los árboles y la luz de la luna, invoca y nos reencuentra con el

37
espectro de lo amado y anhelado intensamente; juntos a su lado, el tiempo ya
no corre —se ha cumplido— y no quisiéramos volvernos de la fantasmagórica
velada del instante revivido jamás.
Respecto al canto, digamos que éste puede sublimar o trascender las
dimensiones a las que está limitada la música, pero también tiene la capacidad
de potenciar su acción supresiva. En cuanto al primer caso, baste con pensar
en la poesía o himnos religiosos, trágicos, épicos, y demás. En el segundo caso,
la fusión entre el canto y la música puede incrementar su poder
desencadenante de modos bastante complejos. Piense uno en una monotonía
rítmica de tipo tropical o tamboril acompañada de un canto que evoca
imágenes grotescas o sensuales; o en una melodía de tipo baladesco que incite
con su letra al recuerdo nostálgico o al anhelo febril; o en música jovial y
dinámica que cante loas y alabanzas a la actitud de quien asume con alegría y
falsas esperanzas siempre nuevas la cotidianeidad. Sin dudas el canto puede
actuar como director de las fantasías o de los impulsos. Ésa es la ventaja de la
música cantada en otro idioma.
La música, en fin, con canto o sin canto, se ha convertido en una entidad
omnipresente, invasiva, que no respeta el derecho al silencio y a la intimidad de
nadie, causando desequilibrios psíquicos, desconcentración, entusiasmo
artificial, aturdimiento, melancolía, y estupidización durante todo el día y toda
la noche, y en cualquier lugar donde uno esté.
Cualquier música, si es inoportuna, me resulta desagradable y fastidiosa, pero
para colmo parecería prevalecer un inconcebible mal gusto, el triunfo de lo
peor entre lo peor entre los peores géneros. Al margen de cualquier
confabulación presente detrás de todo esto, hay que decir que sólo es posible a
causa de la insensibilidad espiritual y la necesidad evasiva de inmensa mayoría
de la gente, que acepta esa música, la mugre, los gases tóxicos, la pestilencia, la
fealdad y los ruidos con la misma naturalidad con la que tolera la indignidad, el
descaro y la injusticia, tal como escribió alguna vez Schopenhauer sobre el
tema: “Kant ha escrito un tratado ‘Sobre las fuerzas vitales’; pero yo quisiera escribir
sobre lo mismo una oda de llantos y lamentaciones, porque sus tan reiterados ruidos por todas
partes, en golpes, martillazos y alaridos han colmado mi vida haciendo de ésta un tormento
cotidiano. Desde luego hay gente, y por cierto mucha, que se ríe al respecto, porque son
insensibles a las razones, a las ideas, a la poesía y a las obras de arte, en suma, a la
impresión espiritual en cualquiera de sus manifestaciones, y eso radica en la rígida naturaleza
y la gruesa textura de su masa cerebral. Por el contrario, me encuentro con quejas sobre el
tormento que los ruidos han causado a los hombres de inteligencia más notable en las
biografías o en alguna información de confesiones personales de casi todos los grandes
escritores, como por ejemplo Kant, Goethe, Lichtemberg, Jean Paul, y si de alguno han de
faltarnos esos testimonios, es sencillamente porque el medio no lo ha llevado a padecer esas
cosas.” 12

12 Parerga und Paralipomena II, §. 378.

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La belleza
Se dice que algo es bello cuando nos gusta, nos complace, nos deslumbra,
nos agrada. De igual manera podría haber dicho también que lo bello es lo
placentero, no obstante no sería exacto. Pero de cualquier modo puede
advertirse una relación entre belleza y placer. ¿Mas cuál es el nexo de esta
relación? El placer es siempre la satisfacción de una necesidad, lo que quiere
decir: sin necesidad el placer no existiría. Comer y copular son placenteros
porque cubren una exigencia biológica: supervivencia y procreación. No hay
placer sin necesidad.
Ahora bien, el objeto de nuestra necesidad adquiere a su vez categorías:
comida rica, no tan rica, intragable; mujer bella, no tan linda, fea. De lo que se
trata es de la necesidad: ésta es la que asimismo determina las categorías.
Sabido es que los alimentos más ricos tales son porque superabundan en
contenidos que necesita el organismo y el cuerpo; análogamente se sabe que la
mujer bella es una configuración de cualidades genético-biológicas ideales: el
gusto o preferencia por la frescura de los labios, el color de los ojos, el tipo de
cabello, los rasgos faciales, la estatura, las dimensiones de la cadera y el tamaño
de los senos, en fin, todo esto, es un codificación impresa por la naturaleza en
los instintos; todo responde a las exigencias de esa compleja entidad biológica
que somos —eso es lo que determinará la preferencia y la elección.
Así, puede uno ver que “lo rico” y “lo hermoso” son lo deseable, y lo
deseable es lo necesario. Con “lo agradable” sucede lo mismo: es agradable el
descanso, la bebida, los estupefacientes, las diversiones y la compañía porque
por algún u otro motivo nos son necesarios y no por otra cosa (necesidad de
reponer fuerzas, de evadir una realidad, de darle un descanso a la actividad
mental, de huir del vacío o del miedo o de nuestra miseria interior, y todo más
o menos así).
Sólo partiendo de esta realidad recién analizada es cómo se podrá acceder a
la respuesta de la pregunta por la belleza. Se dará en llamar “bello” todo cuanto
represente la satisfacción de una necesidad. Cuanto más satisfactorio sea, más
se elevará en la categoría de belleza en esa misma medida. Lo más bello, en
consecuencia, será aquello que representa algo tan satisfactorio para la
necesidad como ninguna otra cosa. La belleza máxima aparece ante el
descubrimiento del objeto que satisface nuestra necesidad de una manera
inigualable. A veces ocurre que ni siquiera sospechábamos de la existencia de
tal objeto, y de ahí esa sensación de perplejidad o deslumbramiento que se
produce ante la belleza más sublime.
Ésta es la trama del enamoramiento: la presencia de esa persona que
satisface de una forma única y sin igual todas nuestras necesidades biológicas
(lo que Darwin, después de mucho leer la obra de Schopenhauer, llamó
“selección natural”) y psicológicamente ideales (en especial las concernientes a
la autoestima). Es la presencia de la perfección, y perfección significa
culminación y plenitud. He aquí la definición de “lo bello”: el objeto o realidad
que cubre nuestra necesidad de un modo pleno, total, único.
Hasta acá la dimensión del alma: también hay un enamoramiento en el plano
del espíritu, como puede acontecer ante la contemplación de obras de arte
grandiosas, o de ciertos santos o sabios o héroes. Por eso es que, en un orden
trascendental, sea tan difícil ya poder distinguir belleza y grandeza, verdad y
plenitud, perfección y gracia. En ese orden la belleza desaparece: fue
trascendida por una dimensión más allá de todo placer y de toda estética.

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Como la necesidad es distinta en cada persona, a eso se debe que la
subjetividad entorno a la belleza sea tan grande.
La necesidad también subyace en el espíritu del contemplador cuando
descubre increíble belleza en espectáculos naturales, en la vastedad, en la
inmensidad… en ese caso, ocurre que el espíritu descubre parte esencial de sí
mismo en la infinitud y en lo insondable, que es origen y naturaleza de todas las
cosas.
A menudo la necesidad nunca se entiende con la expectativa y con el
objetivo al que se dirigen nuestras búsquedas. Nos fijamos un objeto que
tenemos por satisfactorio de nuestras necesidades intrínsecas hasta que en un
momento dado descubrimos que nuestras expectativas más pródigas se ven
sobrepasadas ante la presencia del objeto que cubre plenamente lo que en el
fondo necesitábamos. Entonces nos rendimos frente al hallazgo, como
diciendo: “¡esto es lo que yo necesitaba pero nunca me imaginé que existía, ni siquiera fui
capaz de concebirlo!”
Incluso en el plano de lo genial y lo sublime, no hay belleza sin necesidad;
no se puede reconocer —si no hay necesidad— nada como bello y grandioso.
De ahí la disparidad de gustos y sensibilidades: la misma disparidad que existe
entre las necesidades del alma o espíritu de cada cual.
La necesidad puede hacer que un individuo varíe su sensibilidad en una
dirección ascendente y más refinada, o descendente y más embrutecida —lo
vemos en esos hombres alguna vez capaces de la sublimidad, que luego de la
fama (that last infirmity of noble minds) o la sonrisa de la Fortuna se vuelven
redundantes, infecundos y frívolos.
Olvidémonos por un instante del concepto de belleza; pensemos más bien
en elevación o en sublimidad o en plenitud. Sólo así será posible establecer un
sólido criterio de valor que desrelativice las valoraciones de las obras y los
conceptos de belleza y fealdad, de grandiosidad y de miseria que se asignan a
las cosas.
Hay una inquietud inherente al espíritu que no pertenece a la religión, al arte
ni a la filosofía. Lo más sublime y elevado ha de ser aquello que responde de
manera plena y absoluta a la necesidad última del espíritu humano.
Este criterio de valor, que trasciende toda disciplina y todo orden artístico,
filosófico y religioso, es el que permite establecer justa jerarquía entre las
ciencias, doctrinas y creaciones del espíritu. Es asimismo lo que demarca la
veracidad y superioridad de, por ejemplo, una religión o una filosofía por
encima de otra. El mismo criterio debe ser aplicado a la hora de juzgar una
obra de arte. Dijo Heráclito: “Si la felicidad residiera en los placeres del cuerpo,
declararíamos felices a los bueyes cuando encuentran arvejas para comer”. La felicitas —que
seguramente corresponde a una palabra griega que poco o nada tiene que ver
con la traducción latina o con nuestro concepto de felicidad— es el
fundamento del criterio de lo sublime y elevado, frente al cual inexorablemente
pierden su valor las breves alegrías y los goces terrenales: a juicio de Heráclito,
no tienen valor porque no representan nada ni en nada contribuyen a lo más
importante: cubrir la necesidad suprema, esto es, la paz, impasibilidad y libertad
interior (αθαμβία). Así, si uno se basara en este criterio, una obra que sólo
brinda un goce estético ocuparía la misma categoría de valor que un placer.
La necesidad última del hombre permanece casi siempre oculta. Solamente
se descubre cuando un acontecimiento devastador y anormal nos revela el
fraude y la ineficacia de esas cosas que hasta el momento lograban distraer o
mitigar o engañar nuestra necesidad última y profunda. Rara vez alguien sufre

40
un proceso de tal magnitud que le revele el único objetivo alcanzable y
necesario de la existencia. Esta ignorancia o condición bruta y cruda del alma,
esta embriaguez o adormecimiento, se traduce en lo respectivo a la sensibilidad
espiritual: el espíritu insensible a la fealdad, a la injusticia, que encuentra
conformidad en lo mediocre y en lo intrascendente. Cuanto más cruda y bruta
es un alma —cuanto más “húmeda”, diría Heráclito— tanto más bajas y
limitadas serán nuestras necesidades y aspiraciones y exigencias debido a la
gordura y ofuscación interna. A través de este análisis, podrá entenderse la
causa de toda forma y grado de mal gusto, y también, naturalmente, el porqué
del deslumbre y elevación frente a las obras maestras, así como de toda
revelación de la realidad existencial y de la finalidad última.
Por último me gustaría dejar en claro que tampoco estoy proponiendo un
relativismo estético. Mi intención es deshacer entidades metafísicas irreales. Así
como no existe ninguna Felicidad, sino tan sólo un nombre que el ser humano
le da a un estado ideal inexistente que, en el fondo, no podría consistir más que
en la supresión de todas las necesidades y sufrimientos, tampoco existe
ninguna Belleza como “atributo divino” o entidad metafísica en un sentido
platónico o teológico.

41
La catarsis

Catarsis suele traducirse como purificación, expiación, drenaje, purga


interior. El primero en degradar y moralizar este concepto fue Aristóteles. De
esta manera, la catarsis ha venido comprendiéndose hasta hoy como una
purificación moral o meramente como distensión emocional frente al desenlace
de una obra dramática. La catarsis es mucho más que eso, y afortunadamente
ha persistido en grandes obras de arte bajo formas insospechadas.
Se puede hablar de la catarsis en el arte, pero también, y fundamentalmente,
del arte de la catarsis. Quiero decir: el arte no le es imprescindible, no es el
único medio.
La catarsis consiste en una purificación interior. La idea de purificación es
conveniente depurarla de todo moralismo. No se trata de purificar
simplemente pecados. Se trata de una enfermedad del alma, que no se cura con
psicofármacos: Throw physic to the dogs —“Arroja la medicina a los perros”
(Macbeth 5, 3).
Antes de continuar, es necesario considerar que un remedio sólo ha de tener
efecto sobre un enfermo. De manera que el efecto catártico se produce
únicamente en el hombre que se descubrió poseído por una enfermedad y no
en otro. Es la necesidad, nuevamente, la que todo lo determina; si no hay
necesidad de curación no hay efectos curativos, todo lo cual remite a la
relación, anteriormente analizada, entre el espíritu humano y lo sublime.
La catarsis, original y universalmente, es función y finalidad de la medicina.
En tiempos antiguos la concepción de medicina, salud y enfermedad era
enteramente distinta a la que se tiene ahora. Tampoco existía el dualismo entre
el cuerpo y el alma en lo que concierne a la curación. Pero es importante saber
que la finalidad suprema de la medicina era la purificación de una enfermedad
interior, ante todo.
Esta enfermedad es la necesidad de la catarsis. El arte no tendría por fin
otra cosa que servir de medicina de las enfermedades del alma. Por otro lado,
nada tiene esto que ver con la psicoterapia moderna: todo lo que puedan
ofrecer los psicoanalistas frente a estas enfermedades no tiene efectividad. La
psicoterapia sólo puede ser efectiva para conflictos personales o sociales como
una crisis en la relación de pareja, cansancios y fatigas laborales, problemas de
autoestima, complejos varios y algún traumatismo interno que obstaculiza la
“liberación” a una presunta “vida feliz”.
El psicoanálisis es una de las formas que asume en nuestros días esa
corriente oscurantista ancestral. El psicoanálisis es una prédica en pro de la
resignación a una condición de total conformismo e impotencia frente a los
designios de un dios que se oculta bajo impulsos irracionales y fuerzas
instintivas, y que considera a la consciencia y la inteligencia humana como
pecaminosa y demoníaca: es otra etapa del proceso escatológico.

Regresando al tema, la catarsis en el arte tampoco es “para todo público”.


Lo cual contradice la explicación trivial y oscurantista de Aristóteles, cuya
intención es —siguiendo a Platón y compañía— profanar a las artes, en este
caso, y rendirlas al servicio del estado y la teocracia sacerdotal. Por eso concibe
el efecto catártico no más que como compasión y miedo, u horror.
Difícilmente podrá comprenderse el significado de la catarsis prescindiendo
de una clara interpretación del sentido del sacrificio. Lo importante es reparar

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en el hecho de que los males y sufrimientos no son tenidos por fortuitos, sino
como maldiciones consecuencia de un pecado, un desequilibrio, una culpa, o
más bien: algo que nunca debió haber existido u ocurrido. Este error o crimen
es lo que el sacrificio está llamado a expiar. De ahí, por ejemplo, la doctrina de
la negación de la voluntad de vivir: la existencia es contemplada como un
fenómeno que no debió ser nunca; la falta, entonces, debe ser expiada
sacrificando su causa, su esencia, lo que la hace posible, a saber, según esta
doctrina: la voluntad, esa sed, ese fuego insaciable que subyace en nuestro
interior (bhawatrishna).
En el sacrificio interviene el sacrificador y el sacrificado, excepto cuando el
sacrificado es el sacrificador mismo. Tanto para el sacrificador como para el
sacrificado, el sacrificio significa la liberación de las desgracias, impurezas,
maldiciones y sufrimientos. No obstante la víctima sacrificial es la que se libera
de una vez para siempre.
La víctima carga sobre sí con todo el peso karmático de la materia existencial
que será inmolada en la incineración.
La aniquilación de nuestro ser, de nuestra voluntad de vivir, es y ha sido
siempre —de acuerdo con esta concepción— el sacrificio supremo. Ya que,
para esa doctrina, como he señalado, es la voluntad de vivir la raíz de la
existencia y del mundo, la causa del nacimiento y lo que nos hace volver a
nacer, así como el origen de toda maldad, egoísmo, atropello, abuso, injusticia;
la matriz del deseo, y por lo tanto del dolor.
En lo que respecta a la tragedia, y más específicamente su finalidad catártica,
la víctima sacrificial no puede ser un simple desgraciado padecedor de
calamidades, sino alguien dispuesto a asumir y llevar la carga inmensa y atroz
de su dolor hasta su destino final. Pero la catarsis no se limita a la función de
una transferencia de la carga del sufrimiento humano sobre las espaldas del
hombre en consagración. También consiste en una revelación de realidades
últimas, encubiertas por la consciencia distorsiva y obnubilada de la naturaleza
de las cosas. Lo primero ya fue analizado en el capítulo respectivo a la tragedia,
mientras que lo segundo en el referente a la comedia y la risa. Sin embargo, es
preciso no descuidar que la catarsis no se limita al arte, es decir, no es su único
medio; asimismo es bueno saber que la catarsis, no ya en el arte sino como arte,
ha estado presente en diversas tradiciones iniciáticas a través de los siglos.
En el budismo existe una ejercitación que consiste en recordar vidas
pasadas. De acuerdo a la doctrina budista eso sería imposible porque esa cosa
que somos es una composición transitoria que tras la muerte se desintegra. Los
estados de consciencia, nuestra memoria, se deshacen con la muerte junto con
el cuerpo, los huesos, la carne. Por lo tanto, al volver a nacer, no es posible que
conservemos el menor rastro de ese ser que hemos sido, ningún recuerdo, del
mismo modo que no conservamos ningún vestigio corporal ni fisonómico de
ese cuerpo en el que habitamos. Pues bien, siendo esto así: ¿cómo se encuadra
dentro de la lógica budista tal ejercitación? Indudablemente se trata de
ejercicios purificativos, para clarificar, desarrollar la consciencia del monje
acerca de la naturaleza última de todas las cosas de la vida y del mundo.
Fácil es pensar en una posible vida anterior, más que nada teniendo en
cuenta que para el budismo —al igual que el jainismo— el mundo no fue
creado por nada ni por nadie, no fue emanación de nadie ni de nada, no ha
tenido origen, ni causa, ni principio: ha existido desde siempre, a través de una
infinidad de ciclos de destrucción y regeneración. En consecuencia, si al mirar

43
hacia atrás vemos la infinidad, infinitas han de ser igualmente las vidas vividas.
Cualquier animal, cualquier ave, cualquier insecto; cualquier planta, cualquier
árbol; cualquier persona, varón o mujer, anciana o niño, rico o pobre, negro o
blanco, chino o francés, prostituta o príncipe, soldado o mendigo, mercader o
madre, en fin, cualquier ser que uno vea o imagine es digno de validez como
objeto de meditación: eso es lo que he sido, lo que he vivido y lo que he
padecido alguna vez. Es una honda e intrincada exploración por cada
existencia posible, principalmente existencias humanas. Es nacer y morir una y
otra vez en esa exploración; sufrir, anhelar, querer, emborracharse de euforia,
lamentarse, padecer el insoportable peso del tedio, enfermar, desgastarse en
esfuerzos sobrehumanos inútilmente, cual un Sísifo, correr atrás de una
zanahoria atada persiguiendo lo próximo y sólo visible como un espejismo
pero siempre inalcanzable, cual un Tántalo, envejecer y morir y volver
nuevamente a nacer, corriendo en una rueda sin avanzar nunca, girando
perpetuamente en el mismo lugar, siempre, cual un Ixión. La existencia
acabaría revelándose así como un infierno espantoso, como el reino de la
ilusión, el dolor y el absurdo, y el mundo como una complejísima trampa
concebida y diseñada no más que para el castigo sin fin. Ése, y no otro, es el
objeto de esas meditaciones, y es importante saber todo esto si uno pretende
estudiar con un poco de seriedad estas prácticas y tradiciones.
Esa ejercitación catártica existió también en el antiguo cristianismo primitivo,
que se fundaba en la doctrina de la transmigración, y que constituye una de las
meditaciones más intensas de san Antonio Abad en la altura de una montaña,
donde se le descubre el transitar de las almas por diversas formas y existencias —
cosa que es adulterada, como tantas otras cosas en la vida de Antonio, en la
versión fraudulenta del oscuro obispo y falsificador Atanasio.
Existe otra ejercitación más universal —aunque también cultivada en el
budismo— que consiste en la identificación del neófito o del monje con un
esqueleto. Esta práctica –que suele ser más bien de carácter iniciático o ritual,
antes que exclusivamente complementaria a la ascesis— ha estado presente en
muchas tradiciones y en todos los tiempos, en especial en el mundo tibetano y
chamánico. Se trata del reconocimiento del hombre en ese puñado de huesos.
Ese ejercicio se propone la revelación de la naturaleza efímera y pasajera de
todos los seres. Los huesos, la calavera, el esqueleto, revelan el destino final de
todo cuanto haya sido creado o engendrado en esta Tierra: patrias, castillos,
imperios, monumentos, hijos y nietos, fortalezas... —todo acabará convertido
por el tiempo y la muerte en polvo y cenizas. Es la consciencia de que todo
está condenado a deshacerse, a pasar, a envejecer, a morir. Es la consciencia de
Heráclito: todo fluye, todo pasa, todo está atrapado en la dimensión cíclica de
generación y disolución, de nacimiento y muerte —nada es inmutable excepto
la ley universal de la impermanencia y del perpetuo cambio.
El monje, el chamán o el iniciado, se contempla a sí mismo en esos huesos
hasta obtener con el esqueleto una plena identidad. El propósito es indicarle
que eso es lo que en el fondo y en última instancia somos. El hombre se
transforma así en un esqueleto viviente, en el conocimiento de lo que
esencialmente es y de lo que todo será tarde o temprano. Cargos, poder, belleza
física, fama, vitalidad, posesiones, honores... todo pasará como una espesa
nube, que cuando mantenemos la vista fija en ella se muestra eterna, pero en
cuanto cerramos los ojos por un instante vemos al abrirlos que se desintegró o
desapareció. La realidad que se busca establecer en la consciencia —más allá de

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lo que pretendan hacer ver ciertos antropólogos y algunos monoteizantes— es
la siguiente: nada es lo que quedará de todo eso; la nada, el vacío, es la
naturaleza última de todas las cosas.
Hay en esa ejercitación una relación evidente con aquel principio que el
antiguo adagio latino resume: mors omnia equat (“la muerte hace igual a todo”).
El pobre y el rico, la hermosa y la fea, el chico y el grande, el campesino y el
rey, el amo y el esclavo, serán idénticamente lo mismo cuando los arrase la
muerte: serán polvo, huesos, nada. Hacia el final de su obra El Criticón (cap.
III,12), también Gracián recrea esta idea entorno a la muerte.
Esta tradición iniciática también ha existido en Europa, aunque ha sufrido
alteración y degeneración, en especial en los primeros siglos de la era moderna,
y ha pasado a América del Norte a través de la famosa y no menos siniestra
secta Skull and Bones (La Calavera y los Huesos). En Europa, órdenes secretas
subvierten el significado de esa tradición, y este principio, que se cifra en el
adagio mencionado, pasa a ser objeto de una interpretación mezquina y espuria
por la que, dado que al fin y al cabo todo se reducirá a polvo y ceniza, lo
mismo da cualquier conducta o actitud humana: el carpe diem será la única
propuesta consecuente con dicha interpretación.
Pero no obstante todo, hasta entonces esa tradición iniciática había
sobrevivido en Europa manteniendo su esencia originaria, como se puede ver
en la obra capital de
Shakespeare13 cuando Hamlet atraviesa en el sepelio de Ofelia un pasaje
iniciático, en el que el héroe muere a la vida al experimentar que hasta lo más
precioso y preciado y radiante de vida ya es propiedad de la muerte; todo ha
muerto por lo tanto; resuelto, no queda más para él que el cumplimiento de su
destino. En toda la obra subyace una atmósfera de locura, una dimensión
onírica, muy extraña, pero que en el fondo no hace más que develar la
intrínseca naturaleza de esta vida y de este mundo: hasta lo más trágico pierde
en algunos pasajes su seriedad cuando por un instante todo es contemplado
como un gran absurdo, como una gran quimera, como una broma pesada de
un mal gusto espantoso. Ese instante de irrealidad que envuelve a esos
momentos, como los que anteceden o suceden a un crimen, sólo es develado
en las grandes creaciones del arte, como en Macbeth también, o en la narración
referida por Borges en El encuentro. Sin embargo, es en la escena aludida
anteriormente donde esa percepción se hace más vívida y más poderosa. Es un
episodio propio de la comedia en el más hondo y antiguo significado: muertos,
huesos, calaveras, nada es tomado con seriedad, todos son objetos de risa, de
cruel ironía, de broma, de cantos jocosos y de una impune y divertida
insolencia.
En los ritos funerarios se cifra la cosmovisión y la esencia doctrinal que
subyace a una religión o que predomina en una sociedad. Que en nuestra época
se entierren a los muertos lo más pronto posible, que los velatorios duren una
noche y que los sepelios no sean ya otra cosa que un indeseable trámite, es una
manifestación de la relación que el hombre moderno contemporáneo tiene con

13 Convendría aclarar que, en lo relativo a estas tradiciones iniciáticas, nada tiene que ver acá el
rosacrucismo, sociedad secreta por la cual el autor no sentía sino desprecio, contrariamente a
las teorías y afirmaciones “rosacrucianizantes” que se han divulgado a menudo. Y eso es
ratificable en Hamlet y el personaje Rosencraus y su compañero que personifican la presencia
de esas cofradías.

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la muerte: una relación de miedo, un horror y una inmensa angustia
sistemáticamente reprimida mediante una sofisticada construcción cultural para
negar al fenómeno crucial e ineludible de la existencia. No es una señal de
madurez frente al “primitivismo” de antaño —como se hace creer a todo el
mundo—: es la expresión de una humanidad que huye del vacío y de la muerte
aterrorizada, y que edifica todo tipo de cortinas, mamparas y murallas para no
enfrentar esa realidad, para negarla, para desterrarla de la manera más pueril.
Tampoco hay que perder de vista que el terror ante la nada y ante la muerte es
ínsito al alma de todo ser humano, y no hay registros de una época en la que
haya podido erradicarse, porque nacemos con ello. Reparo en esto porque es
muy frecuente —y es un grave error, de consecuencias bastante serias—
idealizar el pasado, con edades de oro también, y demás, como si alguna vez
hubiera existido el paraíso sobre la Tierra, y como si librándonos de “la
técnica” o de “lo profano” el hombre se fuese a reencontrar con un supuesto
“estado primordial” o summum bonum preexistente. En lo restante, la muerte
nunca dejará de ser el ignoto país del que jamás regresa ningún viajero —the
undiscover’d Country from whose Borne no Traviler returns.
Pero bien, ocurría algo distinto en otras sociedades, donde las ceremonias
fúnebres se extendían largos días, donde el muerto era incinerado en presencia
de todos o donde el cadáver era depositado en un lugar público en el que era
devorado por aves de rapiña y ahí dejaban sus huesos, para que el hombre no
pudiera esconder a la muerte de su consciencia, para ponerle delante de los
ojos la permanencia efímera de todas las cosas y su irrevocable disolución,
como era costumbre en la Europa medieval colocar una calavera en el
escritorio. Como hacían los egipcios —según cuenta Heródoto y Plutarco—,
cuando de repente paseaban un féretro con un muerto en el medio de las
fiestas —aunque ya por entonces su función había decaído también en un
“imperativo carpediémico”.
Esta tradición, que contempla a la vida como un sueño y a la nada en la que
todo se convierte por obra de la muerte como la única realidad, posiblemente
en ningún otro lugar alcanzó semejante grado de desarrollo como en las
religiones mesoamericanas. Esa relación de cariño, intimidad y adoración de
los antiguos mexicanos con la muerte sólo existe en las embotadas cabezas de
los antropólogos y en la superchería popular. A medida que uno consigue,
dificultosamente, adentrarse un poco, apenas, en el mundo del antiguo México,
uno se encuentra con una tradición frente a la que la imagen que nos
transmiten los arqueólogos, antropólogos y folkloristas es una burda caricatura
sin la menor correspondencia con la realidad.
El arte de la catarsis también se ha servido para su fin de la repugnancia y la
obscenidad. Así como lo más serio, preocupante y temible era vulnerado y
derrotado cuando era develada su verdadera naturaleza siempre oculta y
convertido en objeto de risa, de igual forma sucedía cuando lo más febrilmente
deseado y anhelado desnudaba su auténtica realidad y pasaba a transformarse
en objeto de impresión y decepción, asco y repulsa.
Volviendo a la tragedia, no caben dudas que las teorías de Aristóteles y
Nietzsche al respecto son decididamente insostenibles, y en algún sentido
ridículas. En sus orígenes, la tragedia es la recreación de un sacrificio, que nada
tiene que ver tampoco con la “fecundidad” ni la “vegetación” ni con los astros.
Es el sacrificio del hombre consagrado a un llamado interior que se eleva y se
impone contra todo designio inescrutable y contra toda fatalidad natural, astral

46
y cósmica. Su finalidad es religiosa, más específicamente catártica. Es la
recreación de un mito, que no es ninguna fábula poética ni alusión a ciclos
vegetales ni solares, como habitualmente se cree, o sea hace creer. Porque hay
casos donde también se esconde una perversa y oscura intencionalidad: la de
“troglodificar” por medio de esas interpretaciones triviales a todas las
religiones “no-abrahámicas” y reforzar así la supremacía ario-judaica
(occidental), lo que también puede verse en esas cronologías fraudulentas que
ubican a las grandes civilizaciones en un tiempo mucho más reciente al que
en verdad pertenecieron, como hacen con las civilizaciones americanas, a las
que sitúan —extraña casualidad— nunca antes, aproximadamente, del siglo
XV, o tal vez, del siglo I.
Pero bien, más allá de todo: el mito se corresponde a una realidad existencial
de trascendencia y superación humana, y la tragedia reproduce dramáticamente
ese mito.
Antes que en Grecia, en Egipto ya se representaba el drama de la pasión y
martirio de Osiris, con la misma intensidad religiosa que parece haber
solamente sobrevivido en la tragedia chií. Según se cree, la tragedia egipcia era
representada en diversos y distantes escenarios, con una dramaticidad todavía
mayor que la sobreviviente en el chiísmo, y que se prolongaba largos días. Lo
más factible es que, en un principio, antiguamente, la representación dramática
se desenvolviera en escenarios reales, luego en escenarios artificiales exteriores
y por supuesto interiores, y finalmente en anfiteatro. Todo esto sin hacer
mención al llamado por algunos “teatro mistérico”.

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El esoterismo en el cine norteamericano

A diferencia del teatro y la pintura, el cine es una de las pocas artes vivas en
este tiempo. Quizá debiera restringirse esta afirmación al cine norteamericano,
dado que, debido a diferentes factores, lejos está la posibilidad de que éste sea
monopolizado por el oscurantismo, como sucede acá, con su detestable,
espantoso cine prebendario y corrupto, y como sucede, de alguna forma, en
casi todo el resto del mundo aunque con honrosas salvedades que hacen la
diferencia.
A continuación, me voy limitar a hacer un repaso por algunas de las obras
más significativas del cine en las que se oculta esa dimensión esotérica; el
propósito es exponer ese elemento que sublima el ser de una obra, en este caso
creaciones del arte.
Comienzo este breve itinerario con una película algo reciente y bastante
conocida, El show de Truman, que fue interpretada como una especie de alegato
premonitorio contra la inescrupulosidad de los medios masivos y la creciente
falta de intimidad y privacidad. En El show de Truman está presente toda la
simbología gnóstica. Recordemos que la doctrina de los antiguos gnósticos veía
al mundo como la creación de un demiurgo ignorante y maligno, a veces
identificado con el dios del llamado “Antiguo Testamento”, y a veces con el
mismísimo diablo. El mundo era concebido como una trampa y como obra del
error.
El Demiurgo, que gobernaba sobre el mundo sublunar, es simbolizado en la
película por el creador de ese mundo artificial que dirige el show desde la luna.
El nombre del protagonista —the True Man, el hombre verdadero— también se
ajusta a la simbología en cuestión. Para los gnósticos, el hombre es víctima del
yugo y del engaño de un mundo en el que impera el dolor, la maldad, la ilusión
y la muerte. Sólo podrá librarse de la prisión cósmica el “hombre espiritual” —
no el material (hílico) ni el psíquico— que se descubrirá un extraño en su propio
universo y entre quienes lo rodean. Este desgarrador descubrimiento es
expresado por Empédocles, que no era gnóstico sino físico, cuando escribió en
unos versos,

Lloré y me lamenté viendo un lugar que me era extraño.

También Heidegger habla de una idea similar a la que designa Unheimlichkeit,


es decir: un estado de extrañamiento en el que la existencia aparece como un
lugar inhóspito y desolador; una dimensión en la que todo lo invade la nada, el
vacío y la angustia. Truman atraviesa esa experiencia, padece toda esa
sintomatología que lo transforma poco a poco en un hombre huraño, que
empieza a sospechar de todo a su alrededor, que ya no confía en casi nadie, y
que se convierte progresivamente en un apático.
Ese superescenario ficticio, con todo su montaje, es una gran metáfora de la
irrealidad que en algún momento manifiestan todas las cosas en este mundo;
una metáfora de la artificialidad de esa vida que vivía el personaje, que es más o
menos la vida de todos. Una metáfora de la ilusoriedad y el sinsentido último
que subyace en todas las asignaturas que la vida nos fija desde que nacemos.
Solamente el hombre verdadero, aquél en el que prevalece lo pura y
genuinamente humano, esa fuerza sobrenatural que es parte constitutiva del
hombre, es el que descubre la gran farsa y renuncia a todo ello buscando la

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libertad y la realidad más allá del escenario. Truman se libera del imperio del
Demiurgo en ese salto al océano de la nada, en una embarcación cuyo nombre
no es ajeno a la simbología, como tampoco su victoria sobre sí mismo, su
arribo a la otra orilla, trascendiendo la esfera del cielo visible.

En la película Birth (“Nacimiento”), cuyo título en castellano es


“Reencarnación” —obra que ha sido subestimada y despreciada por los
infradotados y mercenarios de la “crítica” de nuestro país, pero como ha dicho
el gran poeta, las palabras incisivas se duermen en el oído estúpido— se asiste a
una representación metafórica en la que yace la doctrina de la India, del
budismo y de la antigua física griega, según la cual nada de lo que existe muere
con la muerte ni nace con el nacimiento, porque desde siempre ha existido y
seguirá existiendo, sólo que a través de una interminable sucesión de ciclos de
generación y desintegración, encarnando un sinnúmero de formas, cuerpos e
identidades. Por lo demás —como toda obra maestra— la película posee una
trama por sí misma cautivadora, igual la representación dramática —cosa que
sólo puede pasar inadvertida a mediocres obnubilados por el prejuicio. El
trasfondo de la película es el problema de la identidad, cuestión ésta última que
ocupa un lugar central en el budismo como en ningún otro lado. ¿Qué fue la
vida de Sean, el esposo difunto de la protagonista, y qué es la vida de cada uno
de nosotros, sino un “breve episodio” (kurze Episode) en el que adoptamos una
identidad ilusoria? ¿qué es nuestra vida sino un incidente, un pequeño pasaje,
un efímero suceso en una serie infinita de nacimientos y muertes en la que sólo
nacemos y morimos en apariencia porque la llama de nuestro ser, aquello que
somos en el fondo, persiste y permanece inalterable a lo largo de sucesivas
existencias y transmutaciones?

Papillon es una de las más preciosas y magníficas creaciones


cinematográficas. Es en primer lugar una atrapante aventura, una historia
estremecedora, dramáticamente cargada de intensidad, que cobra sentido y
valor sin necesidad de ser “descifrada” por nadie. La obra, de entrada ya, lanza
una clara alegoría: los hombres como reclusos de un gigantesco complejo
penitenciario, donde expiarán sus culpas y delitos cometidos en existencias
anteriores con tremendos castigos y trabajos forzosos tan desgastadores como
inútiles para el individuo.
Hay ahí una relación con esas doctrinas, universales y de antigüedad
inmemorial, que contemplan al nacimiento y la existencia como un castigo
donde las almas son enviadas para expiar sus culpas y pecados contraídos a lo
largo de sus vidas anteriores. Tal es la doctrina profesada —con mayores o
menores divergencias— por el orfismo, el pitagorismo, Empédocles, Platón,
Virgilio y su Eneida (véase el libro VI), muchas religiones mistéricas alrededor
del Mediterráneo y desde luego por el antiguo esoterismo cristiano. La
homologación de la vida con una condena y del mundo como una gran cárcel,
es muy frecuente entre aquellos filósofos. Esa misma idea subsiste en lo que
pensaba Pascal cuando escribió: “Imagínese una porción de hombres encadenados, y
todos condenados a muerte, siendo ahorcados cada día los unos a la vista de los otros, viendo
los que quedan su propia condición en la de sus semejantes, y mirándose los unos a los otros

49
con dolor y sin esperanza, aguardando su turno. Ésa es la imagen de la condición de los
hombres.” 14
La mariposa es aquí el símbolo de la liberación o bien de la trascendencia —
según la religión. Los estados vegetales, animales o humanos que sufre el alma
a través de sus transmigraciones, son homologados a la condición de gusano
que se arrastra por la tierra hasta que efectúa su transmutación y libera sus alas
y se eleva hasta alcanzar las alturas etéreas. La transmutación es posible porque
en el alma están contenidas tanto el gusano como la mariposa, tanto la
impulsividad como la inteligencia, tanto la más ciega voluntad de vivir como el
puro conocimiento, tanto la bestia como el dios, tanto lo terreno como lo
celeste —tanto la serpiente como el águila, y esta condición la simboliza la
Serpiente Emplumada en las religiones aborígenes de América Central.
Papillon encarna su condición terrenal y a su vez un espíritu que
incansablemente aspira a la liberación total y definitiva, sin esperar de la gracia
interventora de nadie para que se revise su condena y descreyendo de la
imposibilidad de la huida.
Una de las instancias más tremendas, trascendentales de la historia es cuando
Papillon, como consecuencia de una acción noble, es encerrado y recluido en la
oscuridad, el aislamiento, la incomunicación absoluta y el silencio, donde su
espíritu es sometido a prueba con tentaciones y extorsiones, resistiendo el
hambre, la sed y el apremio para no sucumbir a la traición de delatar a su
amigo, hasta que en un momento dado, en un sueño en el que es llevado ante
un tribunal, se le aparece el Diablo bajo la forma de un juez y dicta su
sentencia: “¡tu gran crimen es no haber sabido vivir!”. Pero ese reclusorio representa
asimismo la muerte interior.
La obra recrea el mito ancestral del descenso al infierno: Caronte, Cerbero y
finalmente el Hades, donde vence a la muerte frente al Príncipe del
Inframundo, allí donde recobran significado aquellas palabras de los
evangelios: sólo el que pierda su vida la salvará.
Luego Papillon arroja sus perlas a los cerdos, y se entrega a dormir en un
convento donde es traicionado y regresado nuevamente a la colonia
penitenciaria. Es evidente el significado de este episodio: una descalificación
del monasticismo cristiano y, por sobre todo, de la doctrina de la gracia (Ave
María Gratia Plena) como vía para la liberación; Papillon se recuesta a dormir en
la gracia a esperar su salvación, entregado, pasivamente; la consecuencia es un
nuevo nacimiento en este mundo, en la misma penitenciería de la pretendió
escapar en vano siguiendo la vía equivocada.
Esa invencible y fatídica aspiración de Papillon por la libertad absoluta, ese
rechazo a toda comodidad y conformismo dentro y fuera del orbe
penitenciario, en prisiones más confortables y apacibles tanto como en una isla
paradisíaca sometido a un gran jefe15 indio (personificación del Tiempo), deja

14 Pensamientos, Ediciones Orbis.

15 Tradicionalmente, el mandala en el budismo tiene una finalidad catártica: sobre una superficie
plana se dibuja y pinta con arena; es una tarea ardua, minuciosa, ceremonial; una vez
terminado, se lleva la obra hasta un ventanal y lo dispersan al viento, como una forma de
reproducir en la consciencia la visión de la naturaleza pasajera y efímera de todas las cosas de
este universo en el que nada permanece ni perdura. El significado de esta ejercitación viene
siendo desde hace tiempo subvertido por una interpretación fraudulenta y teizante en virtud de
la cual, una vez la obra concluida, se retraen circular o espiralmente los granos de arena para
hacerlos confluir en el centro del mandala y reproducir así el “retorno al Caos” o “a la Unidad”.

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ver una proclama por aquella exhortación budista a la liberación total e
incondicionada que no acepta postergaciones para vidas futuras ni paraísos
celestiales en el más allá, porque —a criterio de Buda— toda forma de
existencia, terrena o celeste, como animal, como hombre o como dios, siempre
será —más, menos— absurda y dolorosa. Por el contrario, esa liberación total
trasciende todos esos estados y sobrevive a todos esas moradas celestes y esos
mundos de pena y de castigo.

De vida en vida, de encarnación en encarnación, ineluctablemente, todos los


seres recomienzan siempre en vano la misma aventura y son despiadadamente
triturados por el dolor y la muerte. Hacia adelante y hacia atrás se extiende el
inconmensurable pasado, el recuerdo de todos los sufrimientos en la sucesión
infinita de existencias. Innumerables períodos del mundo transcurren en
miríadas de años. Tierras, cielos, infiernos, sitios de tortura nacen y desaparecen
en el fluir y refluir de la eternidad. 16

No quisiera desaprovechar la ocasión para observar que el cine


norteamericano ofrece también ejemplos que demuestran que es mentira eso de
que una película con “mensaje social” o “mensaje político” es inevitablemente
densa y su historia aburrida y sus personajes carentes por sí mismo de interés.
Hay obras maestras, infinitamente superiores a muchas célebres y galardonadas
porquerías del “cine culto”, que desmienten esa falacia con toda contundencia.
Un ejemplo es la película Doce hombres en pugna, en la que se denuncia la
aberración del juicio por jurado, y la ineptitud, los prejuicios, el racismo, la
imbecilidad y la ignorancia de la ciudadanía que la inhabilita para juzgar a nadie.
Pero esa película, además de lograr personajes sustentados desde lo dramático y
una historia plena en valor y sentido por sí misma, no se limita a expresar un
alegato político o ideológico solamente, como en general estamos
acostumbrados a ver fuera del cine estadounidense. A través de cada uno de los
personajes, hay asimismo una honda exploración por la miseria moral y los
bajos instintos de la gente, que incluso conlleva a una reflexión que trasciende
todo lo social y que remite a un profundo pesimismo sobre la condición
humana. Jamás esto sería posible para las mentalidades ideologizadas y
sociomorfistas, que nunca serían capaces de indagar al hombre y su naturaleza
porque únicamente lo conciben como una célula de un macroorganismo, a
saber: la Sociedad.
Un caso a destacar es Apocalipsis now, otra obra maestra de las artes
audiovisuales. Es una historia atrapante y bien narrada, y no una patética
mirada sentimental que recorre las penurias y pasatiempos de un grupo de
soldados en la trinchera17. Eso ante todo. Luego nos descubre una realidad que

Dejando esta observación al margen, es en ese pasaje donde Papillon realiza la experiencia del
mandala cuando pinta sobre el pecho del gran jefe indio la mariposa que él lleva tatuada,
experimentando a la vez el carácter onírico y transitorio de toda forma de paraísos, en
consonancia con la filosofía budista: todo fue un sueño.
16 Del libro de Juan Marín, Buda o la negación del mundo, Ed. Espasa-Calpe, palabras

atribuidas al Iluminado.
17 Ese sentimentalismo patético —es justo aclararlo— sólo está ausente en la versión clásica de

la película, mas no en la versión de los últimos años, donde se añaden escenas y episodios que
languidecen esa dimensión de horror, quimera y teluria que impregnaba toda la historia, con el
único fin de satisfacer el apetito del gran público.

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a simple vista nada tiene de bélica: todo parece un sueño, el desenfreno juvenil
de un fin de semana, y un cuadro de locura satánica se va apoderando de la
película desde su comienzo, y finalmente, el reino de la bestialidad total, una
aldea sometida ciegamente, como poseída por un diabólico hipnotismo,
obedeciendo las órdenes sanguinarias de un déspota desquiciado, todo lo cual
se revela como una cruda metáfora de ese infame genocidio, de esa gran
carnicería perpetuada por esa unidad indisociable entre ese gobierno y su
población y sus comunicadores sociales.
Ésta es la enorme diferencia que separa a la exploración por el interior de
una sociedad o de los hombres de la simple moraleja o mensaje. Como en toda
obra maestra, su dimensión críptica, en este caso, no condiciona en lo más
mínimo el sentido, el valor y el interés que puede representar la obra si se le
sustrae su significado oculto debido a la ignorancia o la desatención de la
mirada que la contempla.
Como digo, esto no parece ser así, lamentablemente, fuera del cine
norteamericano. Fellini, por ejemplo, en su Ensayo de orquesta, se propone una
descripción de relaciones de poder mediante una historia que en sí misma no
vale nada —y no sé hasta qué punto su “mensaje” vale mucho más que esa
pobre y aburridísima trama, porque, aparte, ocurre en tales casos algo a
considerar: al tener la historia, en sí, no más que un insignificante o nulo valor,
el autor está obligado por esta razón a incrementar el nivel de relevancia y
complejidad de lo que se propuso describir, como para que su traición o
profanación quede mínimamente justificada: pero esto tampoco sucede casi
nunca.
La historia y los personajes, en toda obra narrativa, es lo fundamental —
todo lo restante es funcional a ello o complementario. Ni más ni menos,
constituyen el alma y esencia de ese arte. Jamás los personajes y la historia
pueden ser creados para servir a ningún mensaje ni denuncia, ni símbolo
metafísico ni símbolo simbolista, así como tampoco a ningún hecho o
fenómeno en particular, como hacen los malos cineastas y escritores que
conciben un cuadro o episodio, entorno al cual inventan una trama y caracteres
para poder presentarlo. Los personajes y la historia no son una excusa para
contar otra cosa ni un mero envase portador de “contenidos”. Hitchcock, por
dar un ejemplo, pertenece a esa categoría de malos narradores y cineastas de su
género. Al igual que esos escritores horribles de best-seller del género de terror,
en Hitchcock la historia y los personajes carecen de sentido, interés y fuerza
dramática, porque no tienen en sí mismos otra razón de ser que como para
servir de cortejo a una historia que a su vez fue imaginada y conformada no
más que como excusa para presentar un hecho o un trauma, un ser o un
fenómeno monstruoso o escalofriante. Un monstruo o un crimen psicópata
constituyen la única motivación de lo que se va a contar: todo lo demás —
historia y personajes— son tan sólo pretextos necesarios y decorativos. A eso
se debe que no se recuerde jamás un personaje de esas novelas o de esas
películas, sino solamente un hecho horrendo o un fenómeno monstruoso. En
un director como ése, las películas no tienen como epicentro ni siquiera un
fenómeno extraño o un crimen, sino simplemente hay un cuadro (pájaros que
se vuelven contra humanos, mujeres estranguladas, etcétera) y toda la trama, las
escenas, los diálogos y los caracteres, se construyen en función de eso, de esa
imagen que el director, después de un extenso y tedioso preludio, en algún
momento de la película, nos la mostrará. Como he dicho, el elemento narrativo

52
y dramático sólo desempeña el triste y débil papel de un cortejo, una insípida,
floja, ornamental construcción, indispensable para presentar un hecho o
imagen que para ser contados no merece una novela ni una película.
He dejado para el final mi mención a la serie X-Files debido a la abundancia
de elementos constitutivos a la esencia del arte presentes en esa obra, de la que
podría decirse que se concentra todo: la tragedia y la comedia, la naturalidad y
la simbología, la belleza y la catarsis, el más deslumbrante despliegue
imaginativo y al mismo tiempo la postulación de los más altos valores y
principios humanos.
El protagonista es un hombre que desde niño lleva en lo más hondo de su
alma el peso terrible de una pérdida irreparable, a saber: la desaparición de su
hermana. Esta profunda herida continuará abierta mientras no finalice su
búsqueda incansable, fatídica, obsesiva, por recuperarla. Toda su vida, todos
sus actos y pensamientos, están consagrados a esa búsqueda sin pausa ni
descanso. Ensimismado, solitario, infatigable, no puede hacer ni pensar en otra
cosa, a no ser todo aquello que presente o sugiera alguna relación con la
desaparición de su hermana, o que pueda contribuir a la obtención de una pista
remota que lo conduzca a ella.
Ambos protagonistas son objeto de las pérdidas dolorosas y de los
sufrimientos más desgarradores. El único “momento feliz” llega en el último
minuto del último capítulo de la anteúltima temporada de la serie, y no dura
nada, nada más que eso: un minuto. Ahí se manifiesta ya un contraste notable
con lo que se ve habitualmente en cine o televisión, donde se busca satisfacer el
optimismo que demanda y complace a la mayoría. Es notable la consistencia
dramática de los personajes, y desde luego su complejidad; como toda obra
maestra, no tienen lugar los estereotipos.
En cuanto a la película —que si bien hay que notar una considerable
disminución de la intensidad dramática que recorre la serie— existe
nuevamente la reproducción de un mito ancestral: la katábasis. Ante el rapto y
ausencia de su compañera, se ve consecuentemente arrastrado hasta las
profundidades hasta tocar el abismo al quedar cara a cara con el precipicio, tras
lo cual recupera su vitalidad interior y emprende el ascenso (anábasis).
Paralelamente al trasfondo simbólico-esotérico, existe en toda la serie un
trasfondo críptico. Los colonizadores alienígenas infiltrados en el gobierno es
alusión al lobby judío-israelí instalado en las altas esferas gubernamentales de
ese país y el Sindicato a la Masonería18. La trama conspirativa, que alcanza
dimensiones históricas y globales, es uno de los tres pilares constitutivos en el
desarrollo de la serie, junto con la pérdida que atormenta su alma y la
dimensión paranormal. Todo se conjuga de manera perfecta sin que una cosa
implique necesariamente el sacrificio de la otra, como comúnmente nos
enseñan a creer.
Los capítulos Dreamland I y II son la interpolación de una comedia en su
sentido originario: el desvelamiento del carácter mezquino y despreciable de
una vida ordinaria, entregada, servil, antiheroica, a través de un fenómeno
insólito. Es una constante, a lo largo de toda la serie, esa confrontación
inevitable entre la “vida propia” y la vida consagrada a búsquedas u objetivos
trascendentales (un camino de vida que no tiene nada que ver aquello del
“compromiso con la realidad”). Lo que concuerda con lo que pensaba

18 En especial en capítulos Two Fathers/One son.

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Schopenhauer: “Una vida feliz es imposible: lo máximo que el hombre puede alcanzar es
una vida heroica. Tal es la que transita aquel que, cualquiera sea su modo, cualquiera sea
su ámbito o su causa, lleva a cabo su propósito tras luchar contra dificultades inmensas y
adversidades sobrehumanas, y vence al fin, pero recibe a todo esto una mísera o nula
gratificación. Entonces al final, como el príncipe en Re corvo de Gozzi, acabará petrificado,
cual una estatua, aunque en una posición noble impregnada de magnanimidad. Persiste su
memoria, y es celebrada como la de un héroe; su voluntad de vivir, mortificada por el desgaste
y los sacrificios, el cansancio y los esfuerzos, a lo largo de toda una vida, junto con el fracaso y
la ingratitud del mundo, se extingue y desparece en el nirvana.”19
Reiteradas son las instancias en las que es abatido por terribles golpes y
desengaños que lo colocan al borde del derrumbe total y la capitulación. La
fuerza del destino común que gobierna sobre los mortales parece imponerse en
la tensión con el destino supremo, con ese llamado superior que es puesto a
prueba en esa instancia crucial a la que es sometido en el capítulo Amor fati: la
mujer, el hogar, la familia, las comodidades, lo envuelven en el sueño de la vida
hasta que al final se impone el amor incondicional a su destino cuando el sueño
comienza a menguar y a desintegrarse, a manifestar sin poder evitarlo su
carácter efímero y doloroso.
No obstante todo, esta tragedia se proyecta como un calvario interminable, y
las instancias cruciales se vuelven a presentar una y otra vez, de la misma forma
que las heridas más hondas y desgarradoras una y otra vez vuelven a abrirse.
En lo respectivo a la gran pérdida que carga en lo más profundo de su ser, esa
insoportable y fatídica preocupación, definida por Heidegger como condición
inherente y esencial a la existencia, mantiene atormentado al protagonista a lo
largo de casi toda la serie ante la posibilidad nunca definitivamente cerrada de
encontrar a su hermana. Esta condición alcanza su grado más angustioso y
apremiante en el capítulo Sein und Zeit, en el que el personaje se autoasigna la
investigación de la desaparición inexplicable de una niña con el que se agrava el
dolor de la pérdida que arrastra en su interior. Ese caso reabre una vez más
posibles pistas que conduzcan a ella; no cesará la angustia y el tormento hasta
agotar la última de las posibilidades latentes y se produzca la clausura. Si la
existencia consiste en ser para la muerte, la absolución existencial no será
posible sin que esa muerte no sea anticipada (Vorgehen zum Tode). En el capítulo
Closure —que corresponde al concepto heideggeriano de Entschlossenheit—,
capítulo que es la continuación de Sein und Zeit, el final del camino es
anticipado, cuando descubre, finalmente, que su hermana había muerto
muchos años atrás en una base militar. Ese hallazgo es un cierre anticipado que
significa la paz, la libertad de la absolución. Como a lo largo de toda la serie ha
ocurrido, hay siempre dos niveles de lectura, dos categorías de espectadores a
los que va dirigida, por eso al final se interpola un encuentro y despedida
última, cual deus ex machina, que no obedece a ninguna otra necesidad que la de
mantener abierta esa dimensión “destinada a los más sensibles”. No es esto
ajeno al hecho de que la protagonista viva una crisis pendular entre el
positivismo y el catolicismo, como se puede apreciar en los capítulos
Gethsemane/ Redux/Redux II y Emily/Chritsmas Carol, y asimismo en All Things
(“Todas las cosas”) donde se revela que el protagonista profesa el budismo.
El capítulo Requiem representa un antes y un después para toda la serie. El
protagonista ingresa en una crisis insalvable, que no es capaz de reconocer

19 Schopenhauer, op. cit., §. 172a.

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como propia, y que la transfiere en principio a su compañera; una crisis
existencial que esta vez, a diferencia de otras ocasiones, lo conducirá
irreversiblemente a las profundidades de la muerte. Su abducción, su rapto, y el
proceso infernal y devastador de inmisericordes torturas a las que es sometido
por fuerzas invisibles y agentes sobrenaturales, ya no tendrá fin, sino hasta la
muerte interior. En un escrito titulado El significado iniciático del sufrimiento20,
Mircea Eliade realizó algunas observaciones relativas al tema:“Para toda sociedad
tradicional, el sufrimiento tiene un valor ritual, por cuanto la tortura está reputada de ser
efectuada por seres sobrehumanos y tiene como finalidad la trasmutación espiritual de la
víctima. La tortura es, también ella, una expresión de muerte iniciática. Ser torturado
significa que uno es despedazado por los demonios, maestros de la iniciación; en otros
términos, que uno está condenado a una muerte por desmembramiento. Recordamos cómo
San Antonio fue torturado por los demonios: lo habían levantado por los aires, lo habían
ahogado bajo tierra; los demonios le tajaron la carne, le dislocaron los miembros, lo cortaron
en trozos. La tradición cristiana llama a esas torturas ‘la tentación de San Antonio’, y esto
es verdad en la medida en que la tentación es homologada a la prueba iniciática.[...] Esto
quiere decir que ha ‘matado’ al hombre profano que era y que resucitó como otro, como un
hombre regenerado, como un santo. Pero en la perspectiva no cristiana, esto también quiere
decir que los demonios han triunfado en su tarea: que era justamente la de “matar” al
hombre profano que había en él para permitirle regenerarse. Identificando las fuerzas del mal
con los demonios, el cristianismo les ha retirado toda función positiva en la economía de la
salvación. Pero antes del cristianismo los demonios eran, entre otros, los maestros de la
iniciación. Atrapaban a los neófitos, los torturaban, los sometían a un sinnúmero de pruebas
y finalmente los mataban para poder hacerlos renacer en un cuerpo y con un alma
regenerada.” Es preciso saber que es una falsedad decir que el significado último
consista en una “prueba” o en “matar al hombre profano” —es algo muy
diferente lo que se busca matar, y el autor lo sabe—; del mismo modo, es
absurdo que esas torturas estén reproduciendo algún tipo de ritual; en todo
caso, es el ritual el que, mediante torturas, buscaría reproducir simbólicamente
los efectos devastadores del sufrimiento y su acción expiatoria. El verdadero
significado de este fenómeno debe interpretarse a la luz de lo que escribió
Schopenhauer alguna vez: “Pocos son los que alcanzaron un estado donde prevalece el
conocimiento puro, el cual, trascendiendo el principium individuationis, hace posible la
perfecta objetividad en los razonamientos y el más incondicional amor al prójimo, hasta
reconocer finalmente como propios todos los sufrimientos del mundo, desatando así la negación
de la voluntad. Precisamente para aquellos que se encuentran próximos a esta instancia, un
gran obstáculo —que casi siempre se presenta— es esa circunstancia personal relativamente
soportable —propiciada por el guiño favorable del momento, junto a la tentación de abrir
lugar a nuevas esperanzas, y eso que una y otra vez promete satisfacer nuestra voluntad, esto
es: los deseos— un permanente obstáculo, decía, para la negación de la voluntad y una
continua seducción para una renovada afirmación de la misma: eso es lo que explica que, en
este sentido, todas esas tentaciones hayan sido personificadas en el diablo. Pero por este
motivo, justamente, es necesario que un infinito dolor, un dolor tremendo, desalmado,
destruya la voluntad de vivir —antes que tener que esperar que esta negación se alcance por
medio de un largo proceso al final del cual ésta se produce por convicción propia. Entonces
vemos a aquel hombre, que tras haber sido atormentado por las necesidades más apremiantes
e intrínsecas, siempre negadas por los más asfixiantes y encarnizados obstáculos e
impedimentos hasta verse arrastrado al borde de la desesperación, volverse sobre sí

20 Mitos, sueños y misterios, Ed. Grupo Libro.

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súbitamente, descubrirse a sí mismo y al mundo, transformar enteramente su ser y elevarse
por encima de sí y de todo sufrimiento, obteniendo la pureza y la santidad sin ninguna
intervención externa; sumido en una paz y una dicha imperturbable, lo vemos abandonar
voluntariamente a aquello que quiso alguna vez con la más febril tenacidad y obstinación, y
aguardar la llegada de la muerte con júbilo. Y es ahí cuando de pronto, surge tras la llama
purificativa del dolor más devastador y más terrible un resplandor, el de la negación de la
voluntad de vivir, esto es, sin más: la liberación.”21

En estas obras, a las que decidí referirme —y que no son las únicas, por
cierto—, se encuentra vivo el espíritu del arte en esta época en la que los
grandes poetas son muy escasos —quizás en ninguna época hayan abundado
tampoco— y el resto de las artes parecieran haber muerto aguardando la hora
en la que puedan emerger quienes las revivan. Lo que es claro es que nunca
antes la idea de lo que es el arte parece haber sido tan difusa. Y pocas cosas
contribuyen más a eso que la Cultura y la Educación, altisonantes palabras
huecas, tan difusas y vacías en su significado y contenido como la cabeza de
sus cultores, devotos y representantes.

21 Die Welt als Wille und Vorstellung, §. 68.

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Epílogo

Arte es en esencia mucho más que moralidad o hedonismo; mucho más que
un medio para expresiones sentimentales o alegatos ideológicos; mucho más
que un portador de moralejas o que un procurador estético; mucho más que
una técnica y mucho más que un pasatiempo. Pero ya basta de hablar de arte.
El sentido último del arte trasciende al arte mismo. El sentido último del arte,
al igual que el sentido último de la filosofía, pertenece a otro orden, el orden de
la ultimidad.
Heidegger escribió que el estado de máxima carencia y necesidad es aquel en
el que la necesidad y la carencia están absolutamente ausentes. La carencia y
necesidad más apremiante, la penuria más extrema, radica en la innecesidad de
respuestas y revelaciones, en la ausencia de clamores y de interrogantes, en la
certeza de que ya no hay nada por preguntar ni por descubrir, de que toda
cuestión inherente al espíritu del hombre ha sido resuelta, por fin, y superada, y
develados todos los misterios. Esto se hace patente de un modo desolador en
la pobreza de las filosofías contemporáneas, en la miseria manifiesta en
nuestros pseudofilósofos, que en razón de esta absoluta indigencia ya no tienen
nada de que ocuparse, en un mundo cada vez más estrecho y reducido en el
que no hay más enigmas ni nada por conocer ni nada por interrogar. De ahí el
crecimiento de la asfixia, la angustia, la opresión —el terror.

El pánico que hoy observamos en muchos lugares es ya la expresión de un


espíritu que ha empezado a corroerse, la expresión de un nihilismo pasivo que
provoca el nihilismo activo. El hombre más fácil de asustar es, ciertamente, quien
cree que todo ha acabado cuando se ha extinguido su fugaz apariencia. Los
nuevos mercaderes de esclavos saben eso y en ello es en lo que se funda la
importancia que para esa gente tienen las doctrinas materialistas. Estas, en el
momento de la sublevación, sirven para quebrantar el orden; una vez conseguido
el dominio, perpetuarán el terror. No habrá ya bastiones donde el ser humano
pueda sentirse inatacable y, por lo tanto, libre del miedo.
Frente a esto es importante saber que el ser humano es inmortal y que hay en
él una vida eterna, una tierra que aún está por explorar, pero que se halla
habitada, un país que acaso él mismo niegue, pero que ningún poder terrenal es
capaz de arrebatarle. En muchos de los hombres y aun en los más de ellos el
acceso a esa vida, a esa tierra, a ese país, acaso sea parecido a un pozo en el que
desde hace siglos viene arrojándose escombros y deshechos. Si se los retira, se
encontrará en el fondo no solamente el manantial, sino también las viejas
imágenes. La riqueza del ser humano es infinitamente mayor de lo que él
presiente. Es una riqueza de que nadie puede despojarle y que en el transcurso de
los tiempos aflora una y otra vez a la superficie y se hace visible, sobre todo
cuando el dolor ha removido las profundidades. 22

¿Cuándo se ha apagado, dónde yace oculta, en quién arde la llama todavía


del fuego incinerante, divina potestad, poder sagrado, único capaz de perforar
las rígidas y gruesas membranas del alma, de atravesar como punta de lanza la
inquebrantable dureza del corazón humano, de traspasar fulminante como un
rayo el pesado manto de las tinieblas, de sacar un diamante de la vil y bruta
arcilla y transformar un pedazo de barro en una piedra preciosa?
La existencia consiste por naturaleza en una permanente huida del vacío. La
nada —que no es una “Nada” metafísica ni apofática— es negada y rehuida
por nosotros desde el nacimiento hasta la muerte. El silencio abismal ante ese
precipicio es un oráculo de oscuridad y misterio.

22 Ernst Jünger, La emboscadura, Tusquets Ed..

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58
ÍNDICE

Prefacio
La esencia del arte
La tragedia
La risa
Artes vivas y artes muertas
La profanación del arte
El relativismo
El Hombre Común
El símbolo y la metáfora
La música .
La belleza
La catarsis
El esoterismo en el cine norteamericano
Epílogo

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