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La historia de tu vida

Fragmentos

Ted Chiang
Lugatum, uno de los tiradores más charlatanes, negó con la cabeza.
—Oh, no, eso no es más que un cuento. Hay una caravana continua de ladrillos que
sube por la torre; miles de ladrillos llegan a la cima cada día. La pérdida de un solo
ladrillo no es importante para los albañiles. —Se inclinó hacia ellos—. Sin embargo,
hay algo que valoran más que una vida humana: una paleta.
A la mañana siguiente, Hillalum fue a ver la torre. Se detuvo en el patio gigantesco
que la rodeaba. Había un templo a un extremo que hubiera sido impresionante si hubiera
estado solo, pero apenas se apreciaba junto a la torre.
Se podía sentir su absoluta solidez. Según contaban todas las historias, la torre había
sido construida con una fuerza poderosa que ningún zigurat igualaba; estaba
completamente hecha de ladrillo cocido, mientras que los zigurats normales se
construían con meros ladrillos de barro secado al sol, usando ladrillo cocido sólo en la
fachada. Los ladrillos se unían con mortero de betún, que empapaba la arcilla cocida y
formaba una ligazón tan dura como los propios ladrillos.
La mañana de la subida, la segunda plataforma se cubrió, de un lado a otro, de
sólidas carretas de dos ruedas dispuestas en hileras. Muchas no estaban cargadas más
que con comida de todo tipo: sacos de cebada, trigo, lentejas, cebollas, dátiles, pepinos,
hogazas de pan, pescado seco. Había un número incontable de grandes jarras de arcilla
con agua, vino de dátiles, cerveza, leche de cabra, aceite de palma. Otras carretas
estaban cargadas con el tipo de productos que se vendían en un bazar: recipientes de
bronce, cestas de caña, rollos de tela, taburetes y mesas de madera. También había un
buey engordado y una cabra a los que unos sacerdotes ponían capuchas para que no
pudieran ver a los lados y no temieran la subida. Serían sacrificados cuando llegasen a
la cima.
Por la noche tomaron una cena de cebada y cebollas y lentejas, y durmieron en los
estrechos pasillos que penetraban en el cuerpo de la torre. Cuando despertaron a la
mañana siguiente, los mineros apenas podían caminar, de lo doloridas que estaban sus
piernas. Los tiradores se rieron y les dieron un bálsamo para que se lo frotasen en los
músculos, y redistribuyeron la carga de las carretas para reducir la de los mineros.
Cuando llegó la hora de la cena, todas las carretas se detuvieron y la comida y otros
productos fueron retirados para que los usase esta gente. Los tiradores saludaron a sus
familias, e invitaron a los mineros a compartir su cena. Hillalum y Nanni comieron
con la familia de Kudda, y disfrutaron de una estupenda cena de pescado seco, pan,
vino de dátiles y frutas
—Ardía y siseaba, y era demasiado brillante para contemplarla. Los hombres
pensaron en sacarla para que pudiera seguir su curso, pero estaba demasiado caliente
para acercarse a ella, y no se atrevieron a apagarla con agua. Al cabo de unas semanas
se enfrió hasta formar una masa nudosa de negro metal celeste, tan grande como el
contorno de los brazos unidos de un hombre.
Cuando alcanzaron la cima de la torre, la desorientación desapareció, o quizá se
habían vuelto inmunes. Allí, de pie en la plataforma cuadrada de la cima, los mineros
contemplaron la visión más asombrosa que nunca hubieran visto ojos humanos: muy
lejos bajo ellos se extendía un tapiz de tierra y mar velado por la niebla, ondulando en
todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista. Justo por encima de ellos colgaba el
propio techo del mundo, el límite superior absoluto del cielo, que garantizaba que su
posición era la más alta posible. Allí estaba todo cuanto podía verse de una sola vez de
la Creación.
—Exactamente, y ésa es la razón por la que me muero por ver el aspecto de su
descripción matemática del principio de Fermat. —Dio vueltas mientras hablaba—. Si
su versión del cálculo de variaciones es más sencilla para ellos que su equivalente del
álgebra, eso podría explicar por qué hemos tenido tantos problemas para hablar de
física; su sistema de matemáticas entero puede estar al revés comparado con el nuestro.
—Señaló al manual de física—. Puedes estar segura de que vamos a revisar eso.
Stratton miró a su alrededor buscando un lugar donde esconderse. A su alrededor
había autómatas de hierro forjado en diversas etapas de acabado; estaba en la última
sala, donde los restos de la forja se recortaban y las superficies se adornaban con
grabados. No había lugar donde esconderse, y estaba a punto de seguir adelante cuando
vio lo que parecía un hato de rifles montado sobre piernas. Miró más de cerca y
reconoció que era una máquina militar.
—Se cree muy listo, ¿eh? —gritó. Luego desapareció.
Stratton se relajó ligeramente. ¿Se había rendido aquel hombre? Pasó un minuto, y
Stratton comenzó a pensar en su siguiente movimiento. Podía esperar allí hasta que la
fábrica abriese; habría demasiada gente alrededor para que el asesino se quedase.
El epíteto no describía un conjunto específico de acciones físicas, sino la idea
general de reflexividad. Un nombre que incluyese el epíteto se convertía en un
autónimo: un nombre que se autodesignaba. Las notas indicaban que ese nombre
expresaría su naturaleza léxica por cualquier medio que permitiese el cuerpo. El cuerpo
animado ni siquiera necesitaría manos para escribir su nombre; si el epíteto se
incorporaba adecuadamente, un caballo de porcelana podría, probablemente, realizar la
tarea arrastrando un casco sobre la tierra.
Se apresuró a sentarse a su mesa, donde abrió su propia libreta y la de Roth lado a
lado. En una página en blanco, comenzó a anotar ideas sobre cómo se podría incluir el
epíteto de Roth en un euónimo humano. En su mente, Stratton ya estaba trasponiendo
las letras, buscando una permutación que denotase tanto el cuerpo humano como a sí
misma, una codificación ontogénica para la especie.

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