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Por andrés besomi [peng!]
PUBLICADO EN: Arquitectos, Teoria e Historia , caverna, cesar manrique, Iñaki
Abalos, juan o'gorman, Le Corbusier

Hace una semana les contamos sobre César Manrique y cómo este arquitecto canario
cambió la imagen de Lanzarote a través de la arquitectura y su increible manejo del
paisaje. Ahora, completando el post anterior, los dejo con un genial texto de Iñaki
Ábalos en que compara, desde el punto de vista de las cavernas (o mejor dicho del
Y Y   
 
     
 

 Y Y   è a tres personajes que aún viviendo en lugares
y contextos tan diferentes, al llegar a su madurez sintieron la llamada de la gruta, 
  
Y     . Estos son: Le Corbusier, Juan O¶Gorman y
César Manrique.

³HAY UN MOMENTO«´

Hay un momento en la vida de los arquitectos en el que la caverna ejerce una atracción
irresistible como material arquitectónico, al igual que hay un momento en la vida de las
personas en el que un cierto retiro se impone y surge de un modo u otro la idea de cueva
como hogar desde el que refundar la propia vida y establecer los rituales con los que
construirla. Dicho de otra forma: los arquitectos, al igual que el resto de seres humanos,
a menudo sienten al llegar a su madurez la llamada de la gruta, la atracción por el
abismo de lo telúrico ±y de la misma forma, pocos son las casos que podemos encontrar
de jóvenes en los que la oscuridad de la caverna pueda ni de lejos asociarse a una forma
doméstica, entendida siempre como una aventura o una ³experiencia´ de carácter
puntual-.

Le Corbusier (1887-1968è ejemplifica a la perfección esta llamada atávica para la que es


difícil encontrar ejemplos juveniles ±fascinados por la ligereza, la capacidad de volar,
los arquitectos son primero Ícaro y más tarde, a menudo de repente, no solo vuelven a
tocar el suelo sino que trabajan compulsivamente sus interioridades-. Le Corbusier,
fascinado en su juventud por el poder y la escala del maquinismo, por los métodos
tayloristas y los nuevos materiales industriales, comenzó su aventura profesional
imaginando objetos que apenas tocaban el suelo, siempre ligeros y elevados, siempre
dominando el paisaje para cuya observación inventó las ventanas rasgadas, horizontales
como el paisaje del que se hacían eco. Fabulosos rascacielos de dimensiones hasta
entonces desconocidas apoyados en unos pocos ³pilotis´ y reproducidos isótropamente
en el espacio de la nueva ciudad ponían límite a su imaginación juvenil. Pero su afición
al paisaje y a los paseos solitarios, imbuida en su juventud y en su tierra natal, Suiza,
por su maestro L`Eplatinier ±tan inspirado por el ideario pintoresco inglés-, pronto
reclamó un hueco en su fantasía creadora. Al principio bastaba con dibujar bosques
ondulados entre sus rascacielos para conciliar maquinismo y pintoresquismo, pero sus
paseos por la playa, ya a finales de los veinte, le indujeron a coleccionar objetos
encontrados de formas sensuales, objetos como piedras, maderas, huesos o conchas, ³a
reacción poética´, que, quizás por el parecido con ciertas formas puristas y cubistas,
reclamaban su atención. Poco después le siguió la atracción por el hormigón y sus
cualidades matéricas, además de un creciente interés por las sombras ±con la invención
del brise-soleil que sustituía a la fascinación por los prismas puros de vidrio- y por las
formas orgánicas, que pasaron de estar restringidas a algunos tabiques interiores a
apoderarse de la forma total de los edificios. Pero solo cumplidos los sesenta, Le
Corbusier dio el paso de enfrentarse a la montaña y a un programa religioso, una
basílica, en La Sainte-Baume (1948è, creando un complejo artilugio compuesto de un
gran puente que acercaba a los fieles desde la llanura a las cotas intermedias de la masa
rocosa de la montaña Sainte-Victoire para adentrarlos en una gran cueva excavada como
el estómago de la ballena de Jonas en su interior. Este fascinante proyecto, fustrado
rápidamente por causas que no vienen al caso, supuso un giro espectacular en su forma
de abordar el espacio que movió toda su trayectoria de madurez y dio un profundo giro
a las líneas que la modernidad seguiría, en gran medida tras sus pasos. Ronchamp, la
obra cumbre del periodo -una cueva construida-, no puede entenderse sin este proyecto
inicial e iniciático, y sin Ronchamp nada de lo que pasó a la arquitectura en las
siguientes décadas.

Quizás era entonces consciente de cuánto al dar estos pasos no hacía sino seguir los de
sus maestros pintorescos y románticos (fueron al fin y al cabo los románticos alemanes,
desde el Heinrich von Ofterdingen de Novalis y desde las pinturas de Caspar David
Friedrich, quienes antepusieron el modelo de la caverna al de la cabaña primitiva
ilustradaè. Y el mejor parque pintoresco del XIX, el de Buttes-Chaumont, no solo
incluía unas magníficas cavernas recicladas de unas viejas galerías de una explotación
minera, sino que estaba situado en París, la ciudad desde la que Le Corbusier desplegó
su inagotable actividad«

Pero no es el único caso memorable de conversos al ³cuevismo´ en la madurez. Juan


O¶Gorman (1905-1982è, arquitecto y muralista mejicano de enorme influencia y
calidad, es otro ejemplo apasionante. Autor en su juventud (1932è de la casa maquinista
de Diego Rivera y Frida Kalho, uno de los grandes manifiestos funcionalistas
latinoamericanos, su ideario moderno no conoció fisura hasta que ciertos avatares
sentimentales y un progresivo acercamiento al indigenismo a través de sus murales, le
hicieron reconsiderar en profundidad su sistema creativo, realizando, antes de su trágica
muerte, tres obras memorables por su singularidad y misterio: la Biblioteca Central de
Ciudad Universitaria con su fachada ciega cubierta por un enorme mural de 4000 m2 el
museo de la colección antropológica indígena de Rivera ±el Anahuacalli, una gran
cueva pétrea aún hoy intacta en su increíble esplendor-, y su casa cueva en el Pedregal,
en la calle San Jerónimo, hoy demolida, un verdadero antimanifiesto moderno,
excavada en los tubos de lava volcánica, recubierta de mosaicos polícromos y otros
ornamentos y cuya construcción le llevó cinco años, tras los cuales dejó la profesión
definitivamente. En esta casa vivió hasta el final de sus días, ajeno a la intensa vida
social que hasta entonces había desplegado y creando en ella su testamento poético más
personal y posiblemente más profundo«

Más cerca de nosotros tenemos también el ejemplo del singular personaje y artista Cesar
Manrique (1919-1992è, también desaparecido en un trágico accidente. César, conocido
hoy en todo el mundo por el gran despliegue de creatividad desarrollado en su isla natal
de Lanzarote, no volvió a esta isla hasta después de una larga temporada de formación
como artista en Madrid y Nueva York. Pero, como tantos otros, en cierto momento de
su vida sintió con claridad que su creatividad le conducía inexorablemente a una vuelta
a sus raíces. Sus palabras son claras en este sentido: ³Sabía en aquel tiempo que en la
naturaleza se encontraba el secreto de la razón vital y el sentido de la verdad, y por esta
causa me vine a esta volcánica isla´.

Dos obras singulares de su periodo de madurez, instalado en su isla querida, llaman


poderosamente la atención de todo visitante: los Jameos del Agua y su propia casa en
Taro de Tahiche, hoy fundación César Manrique. En ambas encontramos una misma
vocación de ocupar los vacíos dejados por la lava al solidificarse. En los Jameos, el
espacio dejado por dos grandes bolsas se ocupa como auditorio y restaurante,
organizados en torno a un lago situado bajo el nivel del mar e iluminado a través de un
óculo natural, uno de los lugares más memorables de todas las Canarias, que durante
años atrajo a Brian Eno como el lugar ideal donde desplegar sus ideas sobre la música
ambiental. Su propia casa, comenzada en 1968 como los Jameos del Agua, sorprendente
en su solitaria ubicación entre las lenguas de lava de la erupción en Teguise en 1730, se
asienta sobre cinco burbujas volcánicas desplegando dos planos diferenciados pero
conectados: uno en la superficie de la lava, a partir de una pequeña casa tradicional y
otro ocupando los espacios de las burbujas, cada uno con una geometría diferenciada, la
rectangular, tradicional, para los planos en la superficie, y una intrincada sucesión de
pasajes y cuevas con óculos, a través de los que la luz cenital entra, que compone otra
casa, a caballo entre la fantasía de James Bond y la vida troglodítica. Él mismo describe
así su descubrimiento: ³me encontré con cinco burbujas volcánicas donde mi asombro
colmó mi imaginación« Allí mismo, en su interior, supe que podría convertirlas en
habitáculos para la vida del hombre, empezando a planificar mi futura casa viendo con
enorme claridad su magia, su poesía y al mismo tiempo, su funcionalidad. Al salir de
nuevo de su intimidad y de su gran silencio tuve que hacer un esfuerzo para volver a
una realidad que se me había escapado´. Esta casa, que supone a la vez el respeto y
continuidad con la tradición constructiva local y el despliegue de un fabuloso mundo
onírico, curiosamente liberador de cualquier forma convencional de vida, es un
verdadero manifiesto del pensamiento y la acción de Manrique, identificable en esa
dualidad entre el respeto y la continuidad de la tradición y el despliegue de una fantasía
cuevista y telúrica radicalmente liberadora del lastre de las convenciones más
retrógradas.
Le Corbusier, O¶Gorman, Manrique: tres ejemplos en tres contextos espacio-temporales
que nos permiten establecer puentes entre este extraño y persistente pensamiento de
madurez y la fascinación que ejercen sobre nosotros las formas de vida prehistóricas, la
casa del primer hombre, el abrigo de la cueva, entendido como el gesto más primario y
radical, en el sentido de vuelta a las raíces, pero también, porqué no decirlo, con la
última morada, bajo tierra, la tumba, haciendo de esta idea arquitectónica el recurso
espacial que más velozmente nos traslada en el tiempo desde el primer hombre hasta el
fin del mundo, que es obviamente el fin de nuestra propia existencia. El cuevismo es así
la forma que los arquitectos han encontrado recurrentemente para introducir de forma
casi brutal el tiempo en el espacio y a partir de ahí desplegar un fabuloso mundo de
imágenes fantásticas, de fantasías que se precipitan instantáneamente en nuestras
mentes, al igual que lo hacen las imágenes de Bleda y Rosa, asociadas de forma tan
directa a sus escuetos títulos que instantáneamente nos hacen ver lo que no vemos, pasar
de los dos planos de la fotografía y de los tres planos de la arquitectura a la cuarta
dimensión, al despliegue del tiempo y nuestra presencia mínima enfrentada a esos
planos, individual y precaria, sacudida inmediatamente en ese flujo bidireccional de
flechas del tiempo que nos atraviesan como a un San Sebastián manierista.

©Iñaki Abalos
Noviembre 2005

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