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VOLUMEN 4

5 de septiembre, 1900
Jesús le muestra a Luisa cómo la esperanza alimenta la caridad.
Dado que en los días pasados mi adorable Jesús no se dejaba ver tanto, me sentía con
desconfianza de poder tenerlo de nuevo conmigo; más aún, creía que todo había acabado para mí:
visitas de Nuestro Señor y estado de víctima. Pero esta mañana vino mi amado Jesús trayendo
consigo una horrible corona de espinas y se acercó a mí, lleno de quejas, en ademán de querer un
consuelo. Por eso yo le quité poco a poco la corona y, para darle mayor contento, la puse sobre mi
cabeza. Después El me dijo:
“Hija mía, el verdadero amor está sustentado por la esperanza, y por la esperanza
perseverante, porque si hoy espera y mañana no, el amor se vuelve enfermo pues, al ser alimentado
por la esperanza, cuanto más alimento ésta le suministra, el amor se hace tanto más fuerte, robusto y
vivo. Y si este alimento de la esperanza llega a faltar, el pobre amor primero se enferma y luego,
quedándose solo y sin apoyo, acaba por morir del todo. Por eso, por más grandes que resulten tus
dificultades, nunca, ni siquiera por un momento, debes separarte de la esperanza con el temor de
perderme; más bien debes actuar de manera que la esperanza, superando todo, te haga encontrar
siempre unida a Mí, y entonces el amor tendrá perpetua vida”.
Después de esto, continuó viniendo, sin decirme nada.

6 de septiembre, 1900
El estado de víctima.
Mi dulcísimo Jesús continúa viniendo. Esta mañana, apenas vino, quiso derramar en mí un
poco de sus amarguras y luego me dijo: “Hija mía, quiero dormir un poco, y tú haz el oficio mío de
sufrir, orar y aplacar a la Justicia’’.
Y así El se entregó al sueño y yo me puse a orar a su lado. Después, cuando se despertó,
fuimos a caminar un poco por entre las gentes y me hizo ver diversos preparativos que están
haciendo sobre cómo salir a promover revoluciones; especialmente advertía un asalto de improviso
que estaban maquinando para tener mayor éxito en su intento y hacer que nadie pudiera defenderse
y prevenirse contra el enemigo. ¡Cuántos espectáculos funestos! Pero parece, sin embargo, que el
Señor no les da libertad todavía para hacer eso y ellos, sin saber la razón, se consumen de rabia y, a
pesar de su perversa voluntad, se ven impotentes para realizar su obra. No quieren otra cosa más
que el Señor les conceda esta libertad, pues todo está preparado.
Después de esto regresamos y Jesús se mostraba todo llagado y me dijo: “Mira cuántas llagas
Me han abierto, y ve la necesidad del continuo estado de víctima, de tus sufrimientos, ya que no hay
momento en que dejen de ofenderme, y siendo continuas las ofensas, continuos deben ser los
sufrimientos y las oraciones para resarcirme. Y si ves (en ti) suspendido el padecer, tiembla y teme
que, al no verme confortado en mis penas, conceda a mis enemigos la libertad que tanto desean”.
Al oír esto, me puse a rogarle que me hiciese sufrir, y en ese momento vi al confesor que con
su intención animaba a Jesús para hacerme sufrir. Entonces el bendito Señor me hizo partícipe de
tales y tantas penas que yo misma no sé cómo quedé viva. Pero el Señor en mis penas no me dejaba
sola, más bien parecía que no tenía corazón para dejarme, y pasé varios días junto con Jesús, y me
comunicó tantas Gracias y me hacía comprender muchas cosas; pero, en parte por el estado de
sufrimiento y en parte porque no sé expresarme, paso adelante y guardo silencio.

9 de septiembre, 1900
Purificación del alma. Amenazas contra los dirigentes de los pueblos.
Continúa viniendo, pero he estado la mayor parte de la noche sin Jesús y al venir me dijo: “Hija
mía, ¿qué quieres que Me estás esperando con tanta ansia? ¿Acaso te hace falta alguna cosa?”.
Yo, como sabía que debía recibir la Santa Comunión, le dije: “Señor, toda la noche Te he
estado esperando, tanto más que, debiendo recibir la Santa Comunión, temo que mi corazón no esté
bien dispuesto para poderte recibir, por eso necesito que mi alma sea observada por Ti, para poder
disponerme a unirme contigo sacramentalmente”.
Y Jesús benignamente visitó mi alma para prepararme a recibirlo y luego me transportó fuera
de mí. Estando con Jesús encontré a nuestra Madre Reina que le dijo: “Hijo mío, esta alma estará
siempre pronta a hacer y sufrir lo que nosotros queramos, y esto es como un lazo que nos liga a la
Justicia; por eso, ahorra tantas destrucciones y tanta sangre que deben derramar las gentes”.
Y Jesús dijo: “Madre mía, es necesario el derramamiento de sangre porque quiero que este
linaje de reyes deje de reinar, y esto no puede ser sin sangre, y también para purificar a mi Iglesia
porque está muy infectada. A lo más puedo conceder el perdón en parte, en atención a los
sufrimientos”.
Mientras tanto veía a la mayor parte de los diputados que estaban planeando cómo hacer caer
al rey y pensaban poner en el trono a uno de aquellos diputados que estaban en la conjura.
Después de esto volví en mí... ¡Cuántas miserias humanas! ¡Ah, Señor, ten compasión de la
ceguera en que está sumida la pobre humanidad!
Y así, mientras seguía viendo al Señor y a la Reina Madre, miré al confesor junto a ellos, y la
Virgen Santísima dijo: “Ves, Hijo mío, tenemos un tercero, como es el Confesor, que quiere unirse a
nosotros y prestar su colaboración en el empeño de concurrir para hacerla sufrir para satisfacer a la
Divina Justicia, y además esto es hacer más fuerte la cadena que te ata para aplacarte. Y luego,
¿cuándo has resistido a la fuerza de la unión del que sufre y ruega y concurre contigo puramente por
el solo fin de glorificarte y por el bien de los pueblos?”.
Jesús escuchaba a la Madre, tenía consideración por el confesor, pero no pronunció una
sentencia del todo favorable, sino que se limitaba a perdonar en parte.

10 de septiembre, 1900
Amenazas contra los perversos.
Esta mañana me encontré fuera de mí y veía las muchas maldades y los enormes pecados que
se cometen, así como los cometidos contra la Iglesia y el Santo Padre. Por lo cual, al volver en mí,
vino mi adorable Jesús y me dijo: “¿Qué dices tú del mundo?”
Y yo, sin saber a dónde iba esta pregunta, impresionada como estaba de las cosas que había
visto, dije: “Señor bendito, ¿quién puede decirte la perversidad, la dureza, la fealdad del mundo? ¡No
tengo palabras para decirte cuán malo es!”.
Y Él, tomando ocasión de mis mismas palabras, añadió: “¿Has visto cuán perverso es? Tú
misma lo has dicho, no hay modo de someterlo. Después de haberle casi quitado el pan, sigue en la
misma tenacidad, y hasta peor, y por ahora va a procurárselo con hurtos y con rapiñas, haciendo
daño a su semejante; por tanto es necesario que le toque la piel, de lo contrario se pervertirá más”.
¿Quién puede decir cuán fastidiada quedé hablando de esto a Jesús? Me parece que yo he
sido ocasión para hacerlo indignarse contra el mundo; en vez de excusarlo lo he pintado de negro.
Hice cuanto pude por disculparlo, pero no me dio oídos, el mal ya estaba hecho. ¡Ah, Señor,
perdóname esta falta de caridad y ten misericordia de mi!

13 de septiembre, 1900
Crudo sufrimiento.
Continúa casi igual. Esta mañana al venir derramó sus amarguras y yo quedé tan dolida que
comencé a rogar al Señor que me diese la fuerza y que me aliviara un poco, pues no podía resistir.
Mientras tanto me vino a la mente una luz: que estaba pecando al hacer esto; y luego ¿qué dirá el
bendito Jesús? Mientras en otras ocasiones le he rogado tanto que derramase en mí su amargura,
esta vez, que sin hacerse rogar había derramado ¡yo me ponía a buscar alivio! Parece que me voy
haciendo más mala, y llega a tanto mi maldad que aun delante de Él no me abstengo de cometer
faltas y pecados. Por eso, sin saber qué hacer como reparación, por esta vez resolví en mi interior,
para hacer un mayor sacrificio y darme una penitencia para que mi naturaleza no se atreva de nuevo
a buscar alivio, renunciar a la venida de Nuestro Señor, y si venía, decirle: No vengas, amor; ten
compasión de mí y consuélame. Así lo hice y pasé varias horas en intenso padecer sin Jesús: ¡qué
amargura me costaba! Pero Jesús, compadecido de mí, vino sin que lo buscara, y en el momento yo
le dije: “Ten paciencia, no vengas, pues no quiero consuelo”.
Y Él: “Hija mía, estoy contento de tu sacrificio, pero tienes necesidad de recuperarte, de lo
contrario desfallecerías”.
Y yo: “No, Señor, no quiero alivio”.
Pero Él, acercándose a mi boca, como a la fuerza, derramó de su boca algunas gotas de dulce
leche que mitigó mi padecer. ¿Quién puede explicar la confusión, la vergüenza que experimenté
delante de El, esperándome un reproche? Pero Jesús, como si no hubiese advertido mi falta, se
mostraba más afable, más dulce, y yo al ver esto, dije: “Mi adorable Jesús, una vez que has
derramado (tus amarguras) en mí y que yo sufro, ¿Tú debes perdonar al mundo, verdad?
Y Él: “Hija mía, ¿crees tú que Yo he derramado todo en ti? Y luego, ¿cómo podrías afrontar
todo lo que en castigo volcaré sobre el mundo? Tú misma has visto lo poco que he derramado, no
podías resistir, y si no hubiese venido a ayudarte, habría sido tu fin; pues, ¿qué sería si derramara
todo en ti? Amada mía, te he dado la palabra, en parte te contentaré”.
Después de esto me transportó fuera de mí, al medio de las gentes, y yo seguía viendo los
muchos males, especialmente proyectos de revolución contra la Iglesia y entre la sociedad, para dar
muerte al Santo Padre y a los sacerdotes. Yo sentía destrozada el alma al ver estas cosas y pensaba
entre mí: ¡No sea que lleguen a efectuarse estos planes! ¿Qué pasará? ¿Cuántos males no vendrán?
Y toda afligida miré a Jesús y Él me dijo: “Y de aquella conspiración ocurrida acá, ¿qué dices tú?”.
Y yo: “¿Cuál conspiración? En mi tierra no ha sucedido nada”.
Y Él: “¿No recuerdas la confabulación de Andría?”.
“Sí, Señor”.
“Pues bien, parece nada, pero no es así. Fue toda una ocasión y es una excitación, una fuerza
para otros pueblos para levantarse y derramar sangre, causando ultraje a las personas sagradas y a
mis templos; y como cada cual quiere demostrar qué tan experto es en excitar al mal, entrarán en
competencia para ver quién puede más”.
Y yo: “¡Ah, Señor, da la paz a la Iglesia y no permitas tantas desgracias!”.
Quería seguir hablando, pero desapareció, dejándome pensativa y llena de aflicción.

14 de septiembre, 1900
Jesús vierte (sus amarguras en Luisa) para aplacar a la Justicia.
Esta mañana, mi adorable Jesús no se presentaba; después de mucho esperar se dejaba ver
en mi interior, apoyándose en mi corazón, lo rodeaba con sus brazos y asentaba en él su sacratísima
cabeza, todo afligido, serio, de modo que imponía silencio, y vuelto de espaldas al mundo. Después
de haber estado un buen rato en total silencio, porque el aspecto en que se mostraba no daba ánimos
para decir una palabra, se quitó de aquella posición y me dijo: “Había resuelto no derramar, pero las
cosas han llegado a tal punto que, si no derramara, estallarían inmediatamente tales alborotos como
para promover revoluciones y causar estragos sangrientos”.
Y yo: “Sí, Señor, derrama, es mi único deseo que desfogues sobre mí tu ira y perdones a las
criaturas”. Así pues, derramó un poco. Luego, como si estuviese aliviado, añadió: “Hija mía, como
cordero me hice llevar al matadero y estuve en silencio delante del que me sacrificó. Así será con los
pocos buenos de estos tiempos; pero éste es el heroísmo de la verdadera virtud”.
De nuevo añadió: “He derramado, sí, he derramado; ¿quieres que derrame otro poco y así me
alivie más?”.
Y yo: “Señor mío, ni siquiera me lo pidas; estoy a tu disposición, puedes hacer de mí lo que
quieras”. Así, derramó de nuevo y desapareció, dejándome sufrida y contenta con el pensamiento de
que había aligerado las penas de mi amado Jesús.

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