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LA POESÍA DE LO VISUAL

Juan Manuel Roca


“Se ve la jaula, se escucha el aleteo. Se percibe 

el ruido indiscutible del pico que se aguza contra los

barrotes. Pero nada de pájaro”.

1. Henri Michaux

Parece ser que para que haya una poética de lo visual deben existir dos estadios: el natural y
una suerte de sobrenaturaleza creada por el hombre. Pierre Reverdy, el poeta, dice que en la
naturaleza no hay imagen, que es el hombre quien la crea. Pero aun no sabemos si la rosa
disfruta de su olor, si hay paisajes que se piensan a si mismos, si el árbol no sabe de su
condición vegetal.

Creo, entonces, que para hablar de la poesía de lo visual, habría que partir de dos vertientes,
la que enlaza de nuevo al escindido hombre con la naturaleza, y de esta como dialogante.
No es exagerado, para quien cree en la poesía como centro visual aceptar que algún
emperador chino, un buen día al amanecer, le dijera al más dilecto de sus pintores
cortesanos que suprimiera de su cuadro una cascada, pues el ruido de agua cayendo no lo
dejaba dormir. ¿Cómo ese emperador chino podría ponerse de acuerdo con Jonathan Swift
cuando este decía que la “visión es el arte de ver las cosas invisibles”? ¿Y en este caso
imperial, de oír las cosas inaudibles? Me atrevería a decir que ocurre gracias a un entronque
donde la poesía, es decir, la esencia de las cosas, se materializa en el arte de ampliar la
realidad, esa palabra que al decir de Vladimir Nabokov siempre debería ir entre comillas.
Lo que se hace visual en el poema, muchas veces es el entrecomillado de la realidad, su
manera de plantear dudas como certezas y certezas como interrogación.

Pero quizá me remonto a un estado paradisíaco de la imagen, cuando la pintura o la


escultura, cuando el poema como visión, no habían sido expulsados del Paraíso por un
ángel moderno, que en vez de una espada flamígera blande una antena de televisión.
¿Cómo creer que en un cuadro un venado sangra, o que hace tanto calor que hay que abrir
las ventanas, si el aparato del televisor nos trae al cuarto ruidos y sangre casi reales? ¿Se
trata del reemplazo del misterio por los mecanizados arcanos visuales? No hay duda de ello
Por algo Regis Debray en su libro Vida y muerte de la imagen (Historia de la mirada en
Occidente) señala que ya no se cubren los espejos con un manto negro cuando alguien se
muere, en algo que castigaba el ego, la vanidad, pero también en la creencia de que podía
irse uno con el muerto al asomarse al cristal. Lo que quiere de alguna manera decir que la
imagen ya no altera el mundo en esencia sino en apariencia cuando se trata de la
trivializada imaginería contemporánea, mucha de ella heredera de los mass media.
Y  no se trata, creo yo, de que en el mundo contemporáneo se geste una batalla entre el
mirar poético como sacralización de un mundo, y el mirar espurio de medios como el cine o
la televisión. Se trata mejor de entender que hay un cambio de entorno, de escenografía. No
es lo mismo pintar paisajes hoy, Debray recuerda que Picasso casi siempre ignoró ese
asunto que hasta los impresionistas era de rigor. Ahora la cosa es más compleja, desde que
Duchamp exaltó una rueda a un plano estético y que Andy Warhol en su obviedad sintetizó
su postura en una lata de sopa Campbell. La historia de lo visual en la poesía, o de la poesía
visual, ha dado un esquinazo al pasado, pero aun hoy nos emocionamos con ese diálogo
trunco de una sombra en una plaza de De Chirico, o con esa figura que corre -niño o niña
con su aro- y la naturaleza misma del hecho, el asombro, con aquello que se ve con algo
que es más que ojos: con el voyerismo de lo invisible. Todo aquello que nos recuerda a don
Antonio Machado: “el ojo no es ojo por mirado sino ojo porque nos ve”.

Pero volvamos a esa yunta que el arte hace entre las imágenes del pasado y las de hoy, de la
cual ni siquiera la iglesia se escapa. Vuelvo a traer a colación algo señalado en el libro Vida
y muerte de la imagen, que tiene que ver con Dios y con la televisión. En 1936, el papa Pío
XI dedica una encíclica al cine, Vigilanti curi, su sucesor, otra a la televisión, Miranda
prorsus, en 1957. Esta última expresaba: “Esperamos de la televisión consecuencias del
mayor alcance para la revelación, cada vez más clamorosa, de la Verdad a las inteligencias
leales. Se ha dicho di mundo que la religión está en decadencia, y con la ayuda de esta
nueva maravilla el mundo verá el grandioso triunfo de la Eucaristía y de María”. (Pío XII).

Uno no deja de pensar, malicioso que es, en Ramón Gómez de la Serna cuando decía que
los jesuitas hablaban con Dios por el teófono.Imagen de una poética de la ironía, que
entrelaza la saga del rezo católico con los nuevos medios de comunicación. A diferencia del
Islam. A diferencia de la religión de Israel, parece que acá no hay temor a la imagen. En un
ensayo de Michel Tournier, titulado El Tabor y el Sinaí, señala que estas religiones
profesan desconfianza hacia la imagen. Y cómo imagen y signo son una dupla vencedora
en el mundo contemporáneo. Pone como ejemplo el hecho de que el cine buscó el signo
hablado. La televisión sin sonido sería productora de imágenes huérfanas. Pasó pues el
tiempo de Mcluhan para que el libro se acabara, y hoy podemos imprimir (salud, maese
Gutemberg) su nombre entre el de los profetas fracasados.

Miren ustedes cómo ve Tournier el asunto del cine y de la pintura, y vean si les parece puro
o purista, implacable o riguroso. Afirma que “la obra creativa se distingue de la imagen
servilmente repetitiva por la imperiosa llamada que dirige a las facultades del espíritu que
se le aproxima. Mientras que el cine sumerge a su espectador en una hipnosis imbécil, el
dibujo y la pintura provocan una movilización de su atención y suscitan en él preguntas y
respuestas en serie; hasta tal punto que la misma palabra espectador parece singularmente
débil para designarle”.

Quisiera volver a señalar un punto nodal entre quien imagina o crea imágenes y quien las
recibe. Cómo aún para señalar un posible desencuentro entre las partes, la poesía tiene
ocurrencia. Hermann K. Ehmer recuerda en La Miseria de la comunicación visual aquel
episodio escrito por Franz Kafka que narra cuando dos viajeros que salen simultáneamente
a su encuentro mutuo, no llegan a topetearse nunca. Cuánta poesía del absurdo hay en ese
paraje que visualiza un hecho equívoco que alude a la incomunicación. Cómo nos
comunica un estadio de la incomunicación.

Lo visual en la poesía, valga decirlo, no tiene únicamente que ver con la disposición
tipográfica, aunque fuera tan esencial en los poemas de un gran visionario y visionador del
cubismo, Guillaume Apollinaire y sus Caligramas, sino, más allá de la piel, de la
epidermis del lenguaje, en la capacidad evocadora.

Todo esto puede darse a pesar del autor, en el reino de sus fantasmas. Se sabe que Gustave
Flaubert antes de contar la historia de tina mujer desolada y desalada en su Madame
Bovary, lo que quiso fue reproducir el color verde del moho de tina habitación de hotel
francés, la pátina del tiempo. Y es que, acudamos a Max Jacob, “lo propio del lirismo es la
inconsciencia, pero una inconciencia: vigilada”.

Por el pensamiento analógico se llega a la imagen y por esta a la poesía visual. Esto se da al
decir de Reverdy, por la unión de dos extremos, de dos realidades distantes. Así, hay quien
compara al mar con una carpintería, por la cantidad de madera que este arroja desde su
garlopa secreta en las playas del mundo. De allí, de la metáfora, que en griego quiere decir
traslado, transporte, llevar de un lado a otro, de una realidad a otra, nacen nuevas realida-
des.

Hay metáforas vivas, visuales, que dan nacimiento a nuevos mundos. Y las hay congeladas
en el lenguaje común. Una noche de desvelo realicé un prontuario de metáforas congeladas
en el habla. Decía de esta manera:

El brazo del río jamás esgrime espada.

Los dientes de ajo no comen duraznos.

El ojo de agua desconoce el monóculo.

El cuello de botella no porta collares.

La oreja del pocillo no escucha a Beethoven.

Las manecillas del reloj no usan guantes en invierno.

Los durmientes del ferrocarril no se despiertan a su paso.

Las palmas de las manos no dan dátiles.

La luna de miel no atrae a las moscas.

Las cabezas de fósforos no tienen aureola aunque 


alumbren como santos.

El lomo del libro no recibe latigazos.

La garganta del desfiladero no teme al mordisco 

del vampiro.

La calle ciega no necesita lazarillo.

La silla de brazos no es pródiga en abrazos.

El ojo de la cerradura no duerme de noche.

El ojo de la aguja ni siquiera pestañea.

La luna del espejo no altera sus fases.

Y  sin embargo, cuánta poesía visual hay en la expresión brazo de río o dientes de ajo, ojo
de agua o cuello de botella, oreja de pocillo, manecillas del reloj, lomo de libro, silla de
brazos, garganta del desfiladero.

Parece ser que todo nacimiento de lo visual en el poema tuviera raíces en el mundo
metafórico. Habría que recordar en tomo a la imagen, dos conceptos de filósofos cercanos a
la poesía. Wittgenstein, que decía que “la imagen es un hecho” y Nietzsche que afirmaba:
“las imágenes y los símbolos son un medio de persuadir, pero no de demostrar; por eso la
ciencia le tiene tanto horror a las imágenes y a los símbolos”.De nuevo hay algo que si no
hace antinómicos a la ciencia y al arte, silos diferencia en su búsqueda de esencias. La
imagen, lo visual trastrocado en nuevo mundo, en la poesía toma por senderos diferentes a
los de la comprobación. Valga recordar un paraje descrito por Frazer. Habla de una tribu
que invadía a los malayos y que por vez primera tenía, luego de atravesar frías montañas, la
aproximación a una flor roja, que nosotros, como lectores, suponemos una rosa. Se
reunieron en torno de ella, dice Frazer, y extendieron sus brazos sobre la flor para
calentarse. He ahí el milagro de la poesía capaz de convertir la flor en fuego. El dudar de la
realidad aparente, fuente de mucha de la poesía de lo visual, de aquella que desdobla lo real
en lo real maravilloso. Casi que a contracorriente de la juguetona frase de Gertrude Stein,
podríamos entonces decir que “una rosa no es una rosa no es una rosa”.

Es lo que ocurre con la abstracción en el arte, terreno muy amplio de lo visual más allá de
lo simplemente visto: la multiplicidad de formas encerradas en una sola forma. Como
ocurre con la noche, que al caer desdibuja los contornos y ya la casa no tiene umbral, m
patio, ni baúl, ni mesa ni en la mesa un velador, ahora pertenece cada cosa a un todo. Sólo
cuando amanece las cosas vuelven a ser independientes, el baúl baúl, mesa la mesa. El
sentimiento de lo abstracto ronda lo visual y sólo en un trabajo de aprehensión de sus
componentes podemos despojarnos de la totalidad. De ahí que no todos vean como el
artista. Que como Reverdy no veamos el vuelo como un “pedazo de cielo que se desata”.

Por supuesto que al poeta, y con él me refiero a todo auténtico artista, le interesa lo visual y
por una lógica de contrarios, la ausencia de ello. Como en el Elogio de la sombra de Jorge
Luis Borges: “Demócrito de Abdera se sacó los ojos para pensar, el tiempo ha sido mi
Demócrito”.

En el doble juego expresivo de imagen y de signo, la poesía ha soportado la aparición del


vídeo, de las nuevas formas visuales de comunicación, porque encierra las dos opciones en
una yunta permanente. Esto es algo expresado en forma cenital por Debray, por un autor
que ya habíamos despachado solamente como teórico de la guerrilla, como raro intelectual
de una izquierda ya lejana, pero que encontramos ahora como pesquisador de muchas sagas
de la mirada en Occidente. Sobre todo, cuando afirma que “hablamos en un mundo y
vemos en otro. La imagen es simbólica, pero no tiene las propiedades semánticas de la
lengua: es la infancia del signo. Esa originalidad le da una fuerza de transmisión sin igual.
La imagen sirve porque hace de vínculo, Pero sin comunidad no hay vitalidad simbólica. La
privatización de la mirada moderna es para el universo de las imágenes un factor de
anemia”.

Quizá lo que menos se aplaude de la imagen, aquello de que vale más que mil palabras,
como si la palabra no fuera también imagen, tiene que ver con el hecho de que aquella se
hace emisaria de Babel: no se necesita una lengua determinada para entenderla, podría
prescindir de lo verbal. Fue un poeta quien en sus Hojas de Hipnos, Rene Char, previno
contra la creencia de que sólo se ve con ojos bien abiertos: “Si el hombre” -decía Char- “no
cerrara por momentos de forma soberana sus ojos, terminaría por no ver ya lo que merece
en verdad verse”. Bueno es recordar que aun antes de que Kandinsky asignara a cada color
una cualidad o calidad musical, Rimbaud ya había dado un color a las vocales. Qué más
poesía visual que las vocales pigmentadas, que el imposible como realidad, la capacidad de,
como lo pedía Max Jacob y como lo encontraba en las Almas muertas de Nicolai Gogol,
describir o pintar el carácter de un hombre por el aspecto de una casa o de su mobiliario. Es
ahí, en el ámbito elusivo, en lo que se expresa por vías diferentes a lo inmediato, donde lo
visual tiene su señorío en la poética. No cantar a la rosa, como lo pedía Vicente Huidobro
en evocación de un poeta aimara, sino hacerla florecer en el poema.

Ese carácter elusivo que se da en el arte abstracto y en el poema, es lo que otorga una
intimidad que niega la imagen seriada, la que depende del ademán publicitario o del
mensaje acomodaticio. En La poética del espacio, Gastón Bachelard parece hablarnos de
este tópico cuando señala que “la imaginación hace cosas extrañas con elementos familiares
y que una simple imagen, si es nueva, abre un mundo”.

No es injusto colegir entonces que una nueva imagen en la poesía visual, dependa o no del
habla, es el germen de una visión que intenta totalizar del mundo. Se trata de ese momento
en que abiertas las batientes de una puerta, la puerta de lo cotidiano, se entrevé un mundo
que resulta como una fisura en la realidad, para que aparezca por pocos instantes una
verdad estética, una belleza insobornable. El habitar, el “yo habito”, que viene del
griego oikos, casa, de lo que deriva el vocablo ecuménico, tiene en la imagen, en la poesía
visual, su mayor rango de universalización. De Altamira al computador, de la magia al cine,
hay un trecho que siempre ha estado aun libre del mercado de las imágenes, tocado por el
trasunto poético. Ahí ha estado lo que Novalis denomina “lo absolutamente real”, el
hallazgo, la espera que se cumple en un encuentro. Porque lo visual en el poema puede
desdoblarse en muchas lecturas de lo real. Como ocurre en el poema de Jacques
Prevert Para hacer el retrato de un pájaro:

Pintar primero una jaula 

con la puerta abierta 

pintar después 

algo gracioso 

algo simple 

algo hermoso 

algo útil

para el pájaro

apoyar después la tela contra un árbol 

en un jardín

en un montecillo

o en un bosque 

esconderse tras el árbol 

sin decir palabra 

sin moverse...

A veces el pájaro aparece al instante 

pero puede tardar años 

antes de decidirse.
No desalentarse 

esperar

esperar si es necesario durante años

la prontitud o la demora en la llegada del pájaro 

no guarda relación

con la calidad del cuadro.

Cuando el pájaro aparece 

si aparece 

observar el más profundo silencio

aguardar a que el pájaro entre en la jaula 

y una vez que haya entrado

cerrar suavemente la puerta con el pincel 

después

borrar de uno en uno todos los barrotes

con cuidado de no rozar siquiera las plumas del

pájaro.

Reproducir después el árbol 

cuya rama más bella se reservará 

para el pájaro

pintar también el verde follaje y la frescura del viento

el polvillo del sol

y el zumbido de los bichos de la hierba en el 


calor del verano

y después esperar que el pájaro se decida a cantar. 

Si el pájaro no canta

mala señal

señal de que el cuadro es malo 

pero si canta es buena señal 

señal de que podeis firmar. 

Entonces arrancadle suavemente 

una pluma al pájaro

y poned vuestro nombre en un ángulo del cuadro.

Metáfora sobre la libertad, suerte de arte poética, elogio de la paciencia en el arte, alusión a
la creación de imposibles, el poema de Prevert nos habla desde imágenes llanas de la
complejidad que existe en la observancia de una imagen que totalice el instante, que lo haga
eterno en su fugacidad. Es lo visual atrapado en la palabra de forma irrecusable.

Algo que en palabras de Tournier debería servir a todo comunicador que aspire a estar
alerta más allá del canto de sirenas del inmediatismo diario: “la marea de imágenes que se
extiende sobre nosotros e invade nuestras calles y casas recubre, sin erosionarías, las rocas
que son la palabra y la escritura, signos para la oreja y para el ojo, pero sobre todo llamadas
a la inteligencia”. Cómo no hacerle eco al autor de El vuelo del vampiro y por supuesto a
André Breton, uno de los grandes comunicadores del sueño y la vigilia, cuando afirmaba
que “el problema ya no es de saber si un cuadro aguanta, por ejemplo, en un campo de
trigo, sino si aguanta al lado de un periódico de cada día, abierto o cerrado, que es una
jungla”.

Un último deseo: que el ojo vea lo que el corazón siente.

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