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1. Henri Michaux
Parece ser que para que haya una poética de lo visual deben existir dos estadios: el natural y
una suerte de sobrenaturaleza creada por el hombre. Pierre Reverdy, el poeta, dice que en la
naturaleza no hay imagen, que es el hombre quien la crea. Pero aun no sabemos si la rosa
disfruta de su olor, si hay paisajes que se piensan a si mismos, si el árbol no sabe de su
condición vegetal.
Creo, entonces, que para hablar de la poesía de lo visual, habría que partir de dos vertientes,
la que enlaza de nuevo al escindido hombre con la naturaleza, y de esta como dialogante.
No es exagerado, para quien cree en la poesía como centro visual aceptar que algún
emperador chino, un buen día al amanecer, le dijera al más dilecto de sus pintores
cortesanos que suprimiera de su cuadro una cascada, pues el ruido de agua cayendo no lo
dejaba dormir. ¿Cómo ese emperador chino podría ponerse de acuerdo con Jonathan Swift
cuando este decía que la “visión es el arte de ver las cosas invisibles”? ¿Y en este caso
imperial, de oír las cosas inaudibles? Me atrevería a decir que ocurre gracias a un entronque
donde la poesía, es decir, la esencia de las cosas, se materializa en el arte de ampliar la
realidad, esa palabra que al decir de Vladimir Nabokov siempre debería ir entre comillas.
Lo que se hace visual en el poema, muchas veces es el entrecomillado de la realidad, su
manera de plantear dudas como certezas y certezas como interrogación.
Pero volvamos a esa yunta que el arte hace entre las imágenes del pasado y las de hoy, de la
cual ni siquiera la iglesia se escapa. Vuelvo a traer a colación algo señalado en el libro Vida
y muerte de la imagen, que tiene que ver con Dios y con la televisión. En 1936, el papa Pío
XI dedica una encíclica al cine, Vigilanti curi, su sucesor, otra a la televisión, Miranda
prorsus, en 1957. Esta última expresaba: “Esperamos de la televisión consecuencias del
mayor alcance para la revelación, cada vez más clamorosa, de la Verdad a las inteligencias
leales. Se ha dicho di mundo que la religión está en decadencia, y con la ayuda de esta
nueva maravilla el mundo verá el grandioso triunfo de la Eucaristía y de María”. (Pío XII).
Uno no deja de pensar, malicioso que es, en Ramón Gómez de la Serna cuando decía que
los jesuitas hablaban con Dios por el teófono.Imagen de una poética de la ironía, que
entrelaza la saga del rezo católico con los nuevos medios de comunicación. A diferencia del
Islam. A diferencia de la religión de Israel, parece que acá no hay temor a la imagen. En un
ensayo de Michel Tournier, titulado El Tabor y el Sinaí, señala que estas religiones
profesan desconfianza hacia la imagen. Y cómo imagen y signo son una dupla vencedora
en el mundo contemporáneo. Pone como ejemplo el hecho de que el cine buscó el signo
hablado. La televisión sin sonido sería productora de imágenes huérfanas. Pasó pues el
tiempo de Mcluhan para que el libro se acabara, y hoy podemos imprimir (salud, maese
Gutemberg) su nombre entre el de los profetas fracasados.
Miren ustedes cómo ve Tournier el asunto del cine y de la pintura, y vean si les parece puro
o purista, implacable o riguroso. Afirma que “la obra creativa se distingue de la imagen
servilmente repetitiva por la imperiosa llamada que dirige a las facultades del espíritu que
se le aproxima. Mientras que el cine sumerge a su espectador en una hipnosis imbécil, el
dibujo y la pintura provocan una movilización de su atención y suscitan en él preguntas y
respuestas en serie; hasta tal punto que la misma palabra espectador parece singularmente
débil para designarle”.
Quisiera volver a señalar un punto nodal entre quien imagina o crea imágenes y quien las
recibe. Cómo aún para señalar un posible desencuentro entre las partes, la poesía tiene
ocurrencia. Hermann K. Ehmer recuerda en La Miseria de la comunicación visual aquel
episodio escrito por Franz Kafka que narra cuando dos viajeros que salen simultáneamente
a su encuentro mutuo, no llegan a topetearse nunca. Cuánta poesía del absurdo hay en ese
paraje que visualiza un hecho equívoco que alude a la incomunicación. Cómo nos
comunica un estadio de la incomunicación.
Lo visual en la poesía, valga decirlo, no tiene únicamente que ver con la disposición
tipográfica, aunque fuera tan esencial en los poemas de un gran visionario y visionador del
cubismo, Guillaume Apollinaire y sus Caligramas, sino, más allá de la piel, de la
epidermis del lenguaje, en la capacidad evocadora.
Todo esto puede darse a pesar del autor, en el reino de sus fantasmas. Se sabe que Gustave
Flaubert antes de contar la historia de tina mujer desolada y desalada en su Madame
Bovary, lo que quiso fue reproducir el color verde del moho de tina habitación de hotel
francés, la pátina del tiempo. Y es que, acudamos a Max Jacob, “lo propio del lirismo es la
inconsciencia, pero una inconciencia: vigilada”.
Por el pensamiento analógico se llega a la imagen y por esta a la poesía visual. Esto se da al
decir de Reverdy, por la unión de dos extremos, de dos realidades distantes. Así, hay quien
compara al mar con una carpintería, por la cantidad de madera que este arroja desde su
garlopa secreta en las playas del mundo. De allí, de la metáfora, que en griego quiere decir
traslado, transporte, llevar de un lado a otro, de una realidad a otra, nacen nuevas realida-
des.
Hay metáforas vivas, visuales, que dan nacimiento a nuevos mundos. Y las hay congeladas
en el lenguaje común. Una noche de desvelo realicé un prontuario de metáforas congeladas
en el habla. Decía de esta manera:
del vampiro.
Y sin embargo, cuánta poesía visual hay en la expresión brazo de río o dientes de ajo, ojo
de agua o cuello de botella, oreja de pocillo, manecillas del reloj, lomo de libro, silla de
brazos, garganta del desfiladero.
Parece ser que todo nacimiento de lo visual en el poema tuviera raíces en el mundo
metafórico. Habría que recordar en tomo a la imagen, dos conceptos de filósofos cercanos a
la poesía. Wittgenstein, que decía que “la imagen es un hecho” y Nietzsche que afirmaba:
“las imágenes y los símbolos son un medio de persuadir, pero no de demostrar; por eso la
ciencia le tiene tanto horror a las imágenes y a los símbolos”.De nuevo hay algo que si no
hace antinómicos a la ciencia y al arte, silos diferencia en su búsqueda de esencias. La
imagen, lo visual trastrocado en nuevo mundo, en la poesía toma por senderos diferentes a
los de la comprobación. Valga recordar un paraje descrito por Frazer. Habla de una tribu
que invadía a los malayos y que por vez primera tenía, luego de atravesar frías montañas, la
aproximación a una flor roja, que nosotros, como lectores, suponemos una rosa. Se
reunieron en torno de ella, dice Frazer, y extendieron sus brazos sobre la flor para
calentarse. He ahí el milagro de la poesía capaz de convertir la flor en fuego. El dudar de la
realidad aparente, fuente de mucha de la poesía de lo visual, de aquella que desdobla lo real
en lo real maravilloso. Casi que a contracorriente de la juguetona frase de Gertrude Stein,
podríamos entonces decir que “una rosa no es una rosa no es una rosa”.
Es lo que ocurre con la abstracción en el arte, terreno muy amplio de lo visual más allá de
lo simplemente visto: la multiplicidad de formas encerradas en una sola forma. Como
ocurre con la noche, que al caer desdibuja los contornos y ya la casa no tiene umbral, m
patio, ni baúl, ni mesa ni en la mesa un velador, ahora pertenece cada cosa a un todo. Sólo
cuando amanece las cosas vuelven a ser independientes, el baúl baúl, mesa la mesa. El
sentimiento de lo abstracto ronda lo visual y sólo en un trabajo de aprehensión de sus
componentes podemos despojarnos de la totalidad. De ahí que no todos vean como el
artista. Que como Reverdy no veamos el vuelo como un “pedazo de cielo que se desata”.
Por supuesto que al poeta, y con él me refiero a todo auténtico artista, le interesa lo visual y
por una lógica de contrarios, la ausencia de ello. Como en el Elogio de la sombra de Jorge
Luis Borges: “Demócrito de Abdera se sacó los ojos para pensar, el tiempo ha sido mi
Demócrito”.
Quizá lo que menos se aplaude de la imagen, aquello de que vale más que mil palabras,
como si la palabra no fuera también imagen, tiene que ver con el hecho de que aquella se
hace emisaria de Babel: no se necesita una lengua determinada para entenderla, podría
prescindir de lo verbal. Fue un poeta quien en sus Hojas de Hipnos, Rene Char, previno
contra la creencia de que sólo se ve con ojos bien abiertos: “Si el hombre” -decía Char- “no
cerrara por momentos de forma soberana sus ojos, terminaría por no ver ya lo que merece
en verdad verse”. Bueno es recordar que aun antes de que Kandinsky asignara a cada color
una cualidad o calidad musical, Rimbaud ya había dado un color a las vocales. Qué más
poesía visual que las vocales pigmentadas, que el imposible como realidad, la capacidad de,
como lo pedía Max Jacob y como lo encontraba en las Almas muertas de Nicolai Gogol,
describir o pintar el carácter de un hombre por el aspecto de una casa o de su mobiliario. Es
ahí, en el ámbito elusivo, en lo que se expresa por vías diferentes a lo inmediato, donde lo
visual tiene su señorío en la poética. No cantar a la rosa, como lo pedía Vicente Huidobro
en evocación de un poeta aimara, sino hacerla florecer en el poema.
Ese carácter elusivo que se da en el arte abstracto y en el poema, es lo que otorga una
intimidad que niega la imagen seriada, la que depende del ademán publicitario o del
mensaje acomodaticio. En La poética del espacio, Gastón Bachelard parece hablarnos de
este tópico cuando señala que “la imaginación hace cosas extrañas con elementos familiares
y que una simple imagen, si es nueva, abre un mundo”.
No es injusto colegir entonces que una nueva imagen en la poesía visual, dependa o no del
habla, es el germen de una visión que intenta totalizar del mundo. Se trata de ese momento
en que abiertas las batientes de una puerta, la puerta de lo cotidiano, se entrevé un mundo
que resulta como una fisura en la realidad, para que aparezca por pocos instantes una
verdad estética, una belleza insobornable. El habitar, el “yo habito”, que viene del
griego oikos, casa, de lo que deriva el vocablo ecuménico, tiene en la imagen, en la poesía
visual, su mayor rango de universalización. De Altamira al computador, de la magia al cine,
hay un trecho que siempre ha estado aun libre del mercado de las imágenes, tocado por el
trasunto poético. Ahí ha estado lo que Novalis denomina “lo absolutamente real”, el
hallazgo, la espera que se cumple en un encuentro. Porque lo visual en el poema puede
desdoblarse en muchas lecturas de lo real. Como ocurre en el poema de Jacques
Prevert Para hacer el retrato de un pájaro:
pintar después
algo gracioso
algo simple
algo hermoso
algo útil
para el pájaro
en un jardín
en un montecillo
o en un bosque
sin moverse...
antes de decidirse.
No desalentarse
esperar
no guarda relación
si aparece
después
pájaro.
para el pájaro
Si el pájaro no canta
mala señal
Metáfora sobre la libertad, suerte de arte poética, elogio de la paciencia en el arte, alusión a
la creación de imposibles, el poema de Prevert nos habla desde imágenes llanas de la
complejidad que existe en la observancia de una imagen que totalice el instante, que lo haga
eterno en su fugacidad. Es lo visual atrapado en la palabra de forma irrecusable.
Algo que en palabras de Tournier debería servir a todo comunicador que aspire a estar
alerta más allá del canto de sirenas del inmediatismo diario: “la marea de imágenes que se
extiende sobre nosotros e invade nuestras calles y casas recubre, sin erosionarías, las rocas
que son la palabra y la escritura, signos para la oreja y para el ojo, pero sobre todo llamadas
a la inteligencia”. Cómo no hacerle eco al autor de El vuelo del vampiro y por supuesto a
André Breton, uno de los grandes comunicadores del sueño y la vigilia, cuando afirmaba
que “el problema ya no es de saber si un cuadro aguanta, por ejemplo, en un campo de
trigo, sino si aguanta al lado de un periódico de cada día, abierto o cerrado, que es una
jungla”.