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Sin embargo, un análisis más crítico nos muestra que tal creencia es infundada.
En realidad, estamos "encerrados" en nuestras percepciones, y no podemos ir
más allá de ellas, ya que son lo único que se muestra a nuestra mente.
Todo esto muestra que cuando afirmamos que existe una realidad material
exterior a nosotros damos un salto ilegítimo de las impresiones a una supuesta
realidad exterior independiente de nuestro pensamiento. Nos olvidamos de que
el límite de nuestro conocimiento son las impresiones y de que más allá de ellas
no es lícito afirmar nada.
Hume hace frente a esta tradición. Nos muestra que tiene que haber una
impresión que de origen a cada idea real y que, si hay alguna impresión que
origine la idea del yo, esa impresión deberá seguir invariablemente idéntica
durante toda nuestra vida, pues se supone que el yo existe de ese modo. Pero
también nos muestra que no tenemos ninguna impresión constante e invariable
de nosotros mismos que pueda justificar la idea de un yo o alma constante a lo
largo del tiempo.
Respecto a Dios, Hume estudia este tema teniendo en cuenta las críticas
realizadas a la idea de sustancia y al principio de causalidad. En virtud de ello,
Hume no reconocerá validez alguna a las demostraciones metafísicas de la
existencia de Dios, considerando que dicha existencia no es demostrable
racionalmente.
Tanto los argumentos "a priori", que van de la causa al efecto, como los “a
posteriori", que van del efecto a la causa, se basan en el en el principio de
causalidad e incurren en un claro uso ilegítimo de ese principio, ya que éste sólo
tiene validez en el ámbito de la experiencia y no tenemos experiencia alguna de
la causa, de Dios o sustancia infinita, por lo que no podemos asegurar que haya
conjunción necesaria alguna entre ésta y sus efectos, ya que nunca hemos
podido observar esa conjunción en la experiencia.