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Abel Dorris y el síndrome alcohólico fetal

El síndrome alcohólico fetal (SAF), el cual consiste en un conjunto de anormalidades que exhiben
los niños cuyas madres bebieron durante el embarazo, es una de las principales causas de
retraso mental. Pero en 1971, cuando el escritor Michael Dorris adoptó a un
niño Sioux de tres años de edad cuya madre fue una bebedora empedernida,
los hechos relacionados con el SAF no se habían publicitado de manera amplia
ni se habían investigado científicamente, aunque el síndrome se había
observado por siglos. No fue sino hasta 11 años después, como lo relata
Dorris en The Broken Cord (1989; La cuerda rota), que descubrió la fuente
de los problemas de desarrollo de su hijo adoptivo.
El niño, cuyo nombre es Abel (“Adam” en el libro), nació prematuro
—por casi siete semanas— y con bajo peso. Además, sufrió abusos y desnutrición
antes de que se le enviara a un hogar sustituto. Su madre murió a los
35 años de edad a causa de una congestión alcohólica. Su padre biológico,
después de una variedad de arrestos, murió a causa de golpes en un callejón.
El niño era pequeño para su edad, no tenía control de esfínteres y sólo podía hablar cerca de 20
palabras. Aun cuando se le había diagnosticado con un retraso mental leve, Dorris estaba seguro
de que dentro de un ambiente positivo el muchacho podía ponerse al corriente.
Abel nunca se puso al corriente. Al cumplir los cuatro años de edad, seguía usando pañales
y pesaba tan sólo 12.27 kg. Tenía problemas para recordar los nombres de sus compañeritos de
juego. Su nivel de actividad era inusualmente elevado y la circunferencia de su cráneo era exageradamente
pequeña. Padecía de convulsiones graves e inexplicables.
A medida que pasaron los meses, Abel presentó dificultades para aprender a contar, identificar
los colores primarios y atarse las agujetas. Antes de ingresar en la escuela, se le etiquetó como
discapacitado de aprendizaje. Su CI fue siempre de 60 puntos y medio. Gracias a los esfuerzos
de una dedicada maestra de primer año, Abel pudo aprender a leer y escribir, pero su nivel de
comprensión era bajo. Cuando el niño terminó la educación básica en 1983, “todavía no podía
sumar, restar, contar dinero o consistentemente identificar el pueblo, estado, país o planeta en
que residía” (Dorris, 1989, pp. 127-128).
Para ese momento, Dorris había resuelto el misterio de lo que le sucedía a su hijo. Como
profesor asociado de Estudios Nativos Americanos de la Universidad de Dartmouth, estaba familiarizado con las
presiones culturales que hacían que el beber fuera tan preponderante entre
los indios americanos. En 1982, el año previo a la graduación de Abel, Michael visitó un centro
de tratamiento para adolescentes con dependencias químicas en una reserva Sioux en Dakota del
Sur. Allí se asombró al ver a tres muchachos que “pudieron haber sido los hermanos gemelos [de
Abel]” (Dorris, 1989, p. 137). No sólo se parecían a Abel, sino que actuaban como él.
El síndrome alcohólico fetal se había identificado durante la década de 1970, mientras Abel
crecía. Éste consiste en que una vez que el alcohol ingresa en el torrente sanguíneo del feto,
queda allí en concentraciones elevadas durante largos periodos, ocasionando daño cerebral y
lesionando a otros órganos del cuerpo. No existe una cura. Como escribió un experto médico,
“para el feto, la resaca dura toda la vida” (Enloe, 1980, p. 15).
Los efectos del SAF también pueden ser devastadores para la familia. Los años de intentos
constantes, primero para restaurar a Abel a la normalidad y después para reconciliarse con el
daño irrevocable que se le había hecho en el vientre, bien pueden haber sido un factor en los problemas
posteriores del matrimonio de Michael Dorris con la escritora Louise Erdrich, que culminaron
en el divorcio, y su suicidio en 1997 a la edad de 52 años. Según Erdrich (comunicación
personal, 1 de marzo, 2000), Dorris sufría de una depresión extrema, posiblemente exacerbada
por las dificultades a las que se enfrentaba como padre.
En cuanto a Abel Dorris, a los 20 años de edad ingresó en un programa de capacitación
vocacional y se mudó a un hogar supervisado, donde se llevó su colección de animales de peluche,
muñecos de papel, caricaturas de periódico, fotografías familiares y viejas tarjetas de cumpleaños.
A los 23 años de edad, cinco años antes de la muerte de su padre, lo atropelló un automóvil y
murió (Lyman, 1997).

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