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LOS DOS MODELOS

¿Es fácil seguir el modelo alemán? No lo es y, por eso, muchos países


que quisieran ser prósperos no pueden continuar sus pasos. ¿Cuál es
el problema? Básicamente, la corrupción.
Una de las tesis más controvertidas del liberalismo hoy es que, por
primera vez en la historia de la humanidad, los países pueden elegir
ser pobres o prósperos. Nunca antes aquello fue posible, porque la
prosperidad dependía siempre de la cantidad de recursos con que
contaba una nación, de su situación geográfica y de su fuerza militar.
Pero en el mundo globalizado de nuestro tiempo, se sabe
perfectamente cuáles son las políticas que crean empleo y fortalecen
económicamente a un país, y las que lo empobrecen y hunden. Los
casos antinómicos de Venezuela y Alemania podrían servirnos de
ejemplo.
El caso de Venezuela es sabido por todo el mundo. Era uno de los
países más ricos del planeta, porque, resumiendo, se trata de un
inmenso lago de petróleo y otros minerales, que no hace muchos
años atraía una inmigración gigantesca, para la que sobraba el
trabajo, y el país progresaba a pasos de gigante, pese a la corrupción
y a los desafueros de sus gobiernos, lo que permitió al comandante
Chávez y su “socialismo del siglo XXI” conquistar el poder en unas
elecciones que probablemente fueron libres. Nunca más lo serían, por
supuesto. En la actualidad, Venezuela se muere de hambre, se ahoga
en la corrupción, y por lo menos cinco millones de venezolanos han
huido del país, a pie, con sus bolsas y sus hijos, para sobrevivir. Es
obvio que el socialismo, del pasado o del presente, no garantiza la
prosperidad, sino la miseria, a corto o largo plazo. Por eso, Rusia y
China han dejado de ser socialistas y practican, más bien, un
capitalismo de amiguetes, con amplio margen en la vida económica
para la empresa privada y la competencia, pero una muy estricta
rigidez en la esfera política, donde el viejo sistema autoritario persiste
casi intacto.
Alemania, en cambio, es un país que prospera cada día, y en todos
los sentidos. Acabo de estar allá, luego de siete meses, y he vuelto a
quedarme sorprendido con el espectáculo de una antigua Alemania
Oriental en plena efervescencia, donde resucitan los viejos palacios y
se construyen rascacielos por doquier, donde nadie parece morirse de
hambre, donde funciona la democracia a todos los niveles y donde la
mayoría de los ciudadanos parece contenta con su suerte. El gobierno
de coalición, que preside todavía Angela Merkel, aunque haya
discrepancias y querellas en su seno, parece firme y las próximas
elecciones no deberían cambiar, en su conjunto y pese al coronavirus,
que parece allí perfectamente controlado, este período de estabilidad
y progreso que vive el país.
¿Qué ha hecho Alemania para estar como está? Eligió ser próspera,
es decir, estimuló la empresa privada, la competencia y el ahorro,
integró su economía en los mercados mundiales, y el desarrollo
económico que viene experimentando por largos años le ha permitido
ser bastante independiente –el país más rico de la Unión Europea, por
cierto- aunque, en materia de energía, dependa todavía de Rusia, con
quien la une un tratado preocupante. Pero, en lo que concierne a su
europeísmo, a sus políticas de inmigración y a su respeto por la
legalidad, no hay nada que criticar y sí mucho que imitar. ¿Es fácil
seguir el modelo alemán? No lo es y, por eso, muchos países que
quisieran ser prósperos no pueden continuar sus pasos. ¿Cuál es el
problema? Básicamente, la corrupción. Es el caso de América Latina,
sin duda. La corrupción está tan profundamente arraigada en sus
gobiernos, roban tanto sus ministros y funcionarios y el robar es una
práctica tan extendida en casi todos los Estados, que es del todo
imposible establecer una economía de mercado que funcione de
verdad y haya una competencia seria y genuina en su seno. Para que
el modelo del progreso funcione hay que acabar con la corrupción, o
reducirla a su mínima expresión, y eso, para multitud de Estados, es
simplemente imposible. Los que lo consiguieron, como Hong Kong,
antes de volver a ser parte de China, o Singapur, Corea del Sur y
Taiwán, progresaron sin medida y acabaron con el hambre y el
desempleo. Y la democracia comenzó a funcionar en ellos (en el caso
de Singapur, de manera más limitada).
De otro lado, la transición de una economía secuestrada por las
corruptelas, donde los ministros, los jefes militares y los meros
funcionarios se llenan los bolsillos de manera ilegal, no es nada fácil.
Se necesita un apoyo popular y periodístico incesante, un poder
judicial que actúe de acuerdo a las leyes, y gobernantes convencidos
y valientes que crean en el modelo y lo pongan en práctica sin
vacilaciones ni temores. Y, sobre todo, una opinión pública que crea
en él y lo respalde. No todo se desarrolla en el campo económico. Por
el contrario; una economía próspera no basta para crear
mágicamente una sociedad donde la mayoría de ciudadanos se sienta
cómoda. Hace falta al mismo tiempo una verdadera igualdad de
oportunidades que sólo puede ofrecer una educación pública de
altísimo nivel, que garantice, en cada generación, un punto de partida
uniforme. Eso fue una realidad en Francia antes que en ninguna otra
parte y lo fue también –sorpréndanse- en la Argentina, desde el siglo
pasado, cuando el modelo educativo creado a orillas del río de la
Plata por los herederos de Sarmiento concitaba la admiración de todo
el mundo.
Lo curioso es que, pese a lo evidente, los ataques a lo que el modelo
exitoso representa son cada día más intensos y proceden sobre todo
de países que han tratado de aplicarlo y no lo han conseguido por
múltiples razones, en especial, debido a un sector político populista y
demagógico que cuestiona aquel sistema por motivos supuestamente
morales. Allí, la dificultad mayor para que los países sigan el modelo
que trae progreso es semántica: un problema de palabras. Asumir el
“capitalismo”, requisito esencial, es sencillamente imposible para la
mayor parte de los países, pues la izquierda en general, y la izquierda
comunista en particular, hoy minúscula, ha conseguido crear en torno
a esta palabra –capitalismo- una sensación de injusticia y
desigualdad, de bribonería y egoísmo, que la hace impronunciable, o,
mejor dicho, la asocia a un complejo de inferioridad que impide a
quienes, secretamente, creen en ella, pronunciarla y menos
promoverla. A menudo, es el caso de los propios empresarios, que se
avergüenzan de lo que son y representan. He ahí una de las grandes
paradojas de nuestro tiempo: el sistema que ha traído modernidad,
prosperidad y sobre todo libertad a los países más adelantados del
mundo, suele ser impronunciable y ningún líder político que se
respete se atrevería en el tercer mundo a promover una fórmula
“capitalista” –palabra maldita- a sus electores, pues lo más probable
es que tendría muy pocos. La izquierda ha conseguido esa confusión
mental que impide hoy, sobre todo en los países subdesarrollados,
aprovechar esa extraordinaria posibilidad de sacar de la pobreza y el
subdesarrollo a decenas, o centenares, de países de la tierra, que,
paralizados por el supuesto socialismo que traería por fi n la igualdad,
la solidaridad y los buenos ingresos a sus ciudadanos, se hunden
cada vez más, como Venezuela, en la corrupción y la miseria.
La posibilidad de elegir entre la pobreza o la riqueza está siempre allí,
como posibilidad teórica. Pero, en la práctica, el socialismo sigue
triunfando sobre el capitalismo, por lo menos en el papel y en los
discursos. A este no le importa, porque tiene la sensación –la
seguridad- de que el futuro le pertenece. Los otros se contentan,
mientras se siguen empobreciendo, no con adquirir el progreso, sino
con el triunfo de una sola palabra.
MVLL - Madrid, septiembre de 2020

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