Вы находитесь на странице: 1из 56

DOSTOYEVSKY

TRADUCCIÓN PRÓLOGO Y NOTAS DE


RAFAEL CANSINOS ASSENS

NOTAS DE INVIERNO
SOBRE
IMPRESIONES DE VERANO
(ZIMNIA ZAMIETKI A LIETNIJ VPECHATLIENlAJ)
(1862-63)

EL título Notas de invierno sobre impresiones de verano es tan exacto como


humorístico. Bajo su rótulo acoge Dostoyevski las impresiones que llevó a Rusia de
su primer viaje al extranjero, que duró de 7 de junio a agosto de 1862 en su revista El
Tiempo (Vremia). Son una cosecha estival, un botín de abeja viajera ordenado y
destilado en miel de fina ironía, durante el obligado reposo de invierno, bajo el oro
tranquilo de la lámpara hogareña. De ahí que este leve cuaderno de notas participe del
doble carácter de un libro de viajes y de un ensayo psicológico. Las impresiones del
viajero están tamizadas con la reflexión del pensador, y aparecen quintaesenciadas,
descoloridas y evanescentes, como florecillas en un herbario. Dostoyevski las ha
despojado de todo lo puramente sensual y exterior, de todo lo tópico, de eso que
constituye precisamente la esencia de un libro de viajes propiamente dicho y que, por
lo demás, puede encontrarse en cualquier guia), para especular tan sólo con sus
sumidades, con su jugo intimo. En este sentido, se diría que estas “anotaciones”
representan una fina burla al lector, ya que —salvando esa fuerte litografía del Hay
Market de Londres— todo cuadro de color local esta ausente de ellas, proyectándose
únicamente en sombra reflexiva. La emoción de la visión directa y localizada se
sublima en psicología. Verdaderamente. Dostoyevski pudo escribir estas anotaciones
de psicología de los pueblos sin moverse de su despacho de Petersburgo o de Moscú.
El invierno anula en ellas al verano. Bajo el nimbo de su lámpara familiar, el escritor
se entrega a un acto de aguda introspección. La Rusia que le rodea influye sobre su
ánimo, imponiéndole la idea de lo presente, que obsta para que se cumpla la
evocación de un paisaje exótico que se desvaneció juntamente con el verano que le
había prestado sus colores. Lo actual se sobrepone a lo pretérito, dando ritmo del
viaje la placidez reflexiva de la estabilidad. El escritor ve ahora el extranjero a través
de Rusia y sírvese de él como de un contraste para penetrar mejor en la esencia del
alma de su país. Después de esa romería por los lugares de la vieja Europa,
Dostoyevski comprende mejor a Rusia y a los rusos. El tema del viaje —digámoslo
de una vez— es en estas páginas un mero tópico, que le sirve al escritor para discurrir
sobre las características psicológicas de los pueblos que visita, sin perder nunca, ni
por un momento, de vista a su Rusia querida. Todo este cuaderno de impresiones de
viaje se reduce, en realidad, a unos perspicaces ensayos sobre peculiaridades rusas,
sobre el imperialismo industrial de Inglaterra y sobre la psicología del burgués
parisiense y la trinidad consabida de monsieur, madame, etc... Gustave, dogma
fundamental de la teología burguesa. Ensayos de una gracia leve y fina, de un humor
casi heiniano, de un sutil claro de luna romántica, de una ligereza, a veces, de
“ballet", que no excluye, sin embargo, la hondura y la preocupación social, intensa,
humana. La pluma de Dostoyevski recuerda aquí el lápiz travieso e intencionado de
Daumier y Gavarny, esos gráficos juvenales del segundo Imperio francés, que pare-
cen pintarrajear en los muros de la Babilonia parisina, amenazada ya por el prusiano,
que ha de aguar la fiesta, esa magnífica “féerie" de fin de siglo.) En su peregrinación
por la vieja Europa, Dostoyevski, que siempre tuvo algo de apocalíptico, barrunta el
desastre, la hecatombe, sin dejarse engañar por los alardes de poder de la Exposición
de. Londres ni por las graciosas piruetas con que el cancán francés acompaña las
últimas boqueadas del imperialismo napoleónico. Europa está vieja, cansada,
dividida, y el novelista ruso regresa a su patria más lleno de fe que nunca en la
juventud, en la fuerza, en los recursos infinitos de su Rusia, unida y creyente, que
conserva el tesoro de la diadema imperial y de la verdadera palabra de Cristo, con la
que un día salvará a Europa de su definitiva ruina. (La catástrofe que Dostoyevski
presentía se cumplió para Francia antes de terminar el siglo, con Sedán, y para toda
Europa, medio siglo después, con la Gran Guerra. La intuición profética aprecia el
tiempo en bloque, ya que está fuera de las condiciones temporales. Pero la palabra
salvadora que Rusia había de decir al mundo no fué la de Cristo, sino la de Marx.
Siempre está al paño Mefistófeles.)
NOTAS DE INVIERNO
SOBRE
IMPRESIONES DE VERANO

CAPITULO PRIMERO
A MODO DE PRÓLOGO

Hace ya algunos meses me rogaron ustedes, amigos míos, les escribiese cuanto
antes mis impresiones del extranjero. sin sospechar que con tal ruego me ponían
sencillamente en un apuro. ¿Qué voy a escribirles? ¿Qué voy a contarles de nuevo, de
aún no conocido ni contado? ¿Quién aquí, en Rusia (aunque sólo sea por la lectura de
los periódicos), no conoce Europa doblemente mejor que su país? Eso de doblemente
lo he dicho por respeto, que si no, habría puesto diez veces más. Luego, aparte esas
reflexiones generales, saben también ustedes que no tengo nada de particular que
referir y todavía menos que describir ordenadamente, ya que todo lo vi sin ningún
orden, y si algo vi, no logré enterarme. Estuve en Berlín, en Dresde, en Wiesbaden,
en Baden-Baden, en Colonia, en París, en Londres, en Lucerna, en Ginebra, en
Génova, en Florencia, en Milán, en Venecia, en Viena; y en algunos de dichos
lugares por dos veces, y ¡todo eso lo recorrí en dos meses y medio justos! ¿Y es
posible enterarse de algo cuando se recorre un itinerario semejante en dos meses y
medio? Ya supondrán ustedes que antes de salir de Petersburgo me había trazado mi
plan de viaje. No había estado nunca en el extranjero; sentía ansias de ir allá casi
desde mi más tierna infancia, desde aquellos tiempos en que, en las largas noches de
invierno, por no saber leer todavía, boquiabierto y trémulo de entusiasmo y horror,
les oía a mis padres leer en voz alta, cayéndose de sueño, novelas de monsieur
Racliffe, que luego eran causa de que tuviese pesadillas salteadas de fiebre. Pude
marchar por fin al extranjero, cuarentón ya, y naturalmente, no sólo quería ver todo lo
más posible en el menor tiempo, sino también verlo todo, infaliblemente todo, no
obstante lo breve del plazo. Además, que no estaba en condiciones de elegir
serenamente los lugares. ¡Señores, cuánto no me prometía yo de ese viaje! “¡No me
fijaré en nada al por menor, sí, pero en cambio —me decía— lo veré todo, a todas
partes iré; y de todo lo que vea me quedará una impresión de conjunto, un panorama
general. Toda esa vía de sagrados portentos se me representaba de un golpe, en un
voletío de pájaro, como la tierra vista desde una montaña, en perspectiva. En una
palabra: recibiré una nueva, extraordinaria, vigorosa impresión.” Porque vamos a ver:
¿qué es lo que ahora, al evocar mis peregrinaciones estivales siento más? Pues no el
no haber mirado detalladamente nada, sino el haber estado en tantos sitios y no haber
estado en Roma. Y en Roma habría podido ver al Papa... En resumidas cuentas: que
hubo de acometerme una sed insaciable de algo nuevo, de cambiar de lugares, de
impresiones generales, sintéticas, panorámicas. ¿Y queréis decirme qué es lo que,
después de tales confesiones, podéis esperar de mí? ¿Qué voy a contarles? ¿Qué voy
a representar? ¿Panoramas, perspectivas? Algo a vista de pájaro. Pero puede que
seáis los primeros en decirme que remonto mucho el vuelo. Además, yo me tengo por
hombre de conciencia y no querría mentir, ni aun en calidad de viajero. Porque si me
pongo a imaginar y describir, aunque sólo fuere un panorama, no tendré más remedio
que mentir, y no a fuer de viajero, sino sencillamente porque en tales circunstancias
es inexcusable mentir. Juzgad vosotros mismos: Berlín, por ejemplo, me produjo la
más desagradable impresión, de suerte que no paré en ella sino un solo día. Y ahora
sé que estoy en culpa con Berlín, que no me atrevo a afirmar rotundamente que me
produjera una impresión desagradable. Sí, por lo menos, agridulce, no simplemente
agria. ¿Y a qué se debió ese mi pernicioso yerro? Pues decididamente a que yo,
hombre enfermo, que padece del hígado, tuve que pasar dos días en el tren, con lluvia
y niebla, hasta llegar a Berlín, y ya allí, sin haber dormido, pálido, rendido, deshecho,
a la primera ojeada observé que Berlín tenía un parecido inverosímil con Petersburgo.
Las mismas calles tiradas a cordel, los mismos olores, los mismos... (¡pero no voy a
enumerarlo todo). “¡Dios mío! —pensaba yo para mis adentros—, ¿valía la pena de
haber pasado dos días en el tren para ver lo mismo que lo que he dejado?” Ni siquiera
me hicieron gracia los tilos, y eso que por ellos son capaces los berlineses de
sacrificar lo que más estiman, hasta su Constitución; ¿y que hay más preciado pura un
berlinés que su Constitución? Además, que los berlineses todos, desde el primero al
último, tienen tal facha de alemanes, que yo, sin mirar ni siquiera los frescos de
Kaulbach1 (¡oh horror!), me largué en seguida a Dresde, llevando en mi alma la
convicción profunda de que es menester acostumbrarse a los alemanes y que quien no
está hecho a verlos no puede aguantarlos, sino difícilmente, en grandes masas. Pero
en Dresde también caí en culpa con las alemanas; parecióme de pronto, en cuanto me
eché a la calle, que no había tipos más antipáticos que los de las mujeres de Dresde, y
que el propio cantor del amor, Vsévolod Krestóvskii, el más convencido y jovial de
los poetas rusos, habría perdido allí el tino y dudado de su vocación. Ni qué decir
tiene que me doy perfecta cuenta ahora mismo de que estoy diciendo desatinos y que
ni en tales circunstancias habría podido dudar de su vocación. A las dos horas me lo
expliqué todo; de vuelta en mi cuarto del hotel, y al mirarme la lengua en el espejo,
quedé convencido de que mi juicio acerca de las señoras de Dresde era muy parecido
a la más negra calumnia. Tenía la lengua pajiza, de mal aspecto... “Será que el
hombre, ese rey de la Naturaleza, depende en todo hasta tal extremo de su hígado —
pensé—; ¡qué ruindad!” Con esos consoladores pensamientos me dirigí a Colonia.
¡Confieso que me prometía mucho de la catedral! Con unción la había dibujado yo en
mi juventud, cuando estudiaba arquitectura. A mi vuelta por Colonia un mes después,
cuando de regreso de París contemplé por segunda vez la catedral, sentí impulsos de
hincarme de rodillas y pedirle perdón por no haber percibido la primera vez su
belleza, ni más ni menos que Karamzín2, cuando con la misma intención arrodillóse
ante las cascadas del Rin. Pero sea como fuere, aquella primera vez no me gustó la
catedral lo más mínimo, pareciéndome un encaje, un encaje y nada más, un objeto
elegante por el estilo de un pisapapeles encima de una mesa, de setenta sáchenas de
alto. “Poca grandeza”, decidí, exactamente igual que antaño nuestros abuelos fallaron
respecto a Púschkin: “Es muy ligero escribiendo, carece de elevación.” Sospecho que
en ese mi primer juicio influyeron dos circunstancias, siendo la primera el agua de
Colonia. Juan María Farina está allí mismo, al pie de la catedral, y en cualquier hotel
que os alojéis, sea el que fuere vuestro estado de ánimo y por más que os ocultéis de
vuestros enemigos y de Juan María Farina en particular, sus agentes darán con
vosotros sin falta, y entonces: Eau de Cologne ou la vie!; una de las dos cosas, no hay
opción. No puedo responder con toda certeza de que lancen ese mismo grito de Eau
de Cologne ou la vie!; pero vaya usted a saber, puede que así sea. Recuerdo que a mí
entonces me pareció oírlo. El segundo detalle que me puso de mal humor,
haciéndome incurrir en injusticia, fué el nuevo puente de Colonia. El puente es, sin
duda, magnífico, y la ciudad está justamente orgullosa de él, pero a mí parecíame que
ya estaba demasiado orgullosa. Naturalmente, en seguida me dió rabia. Al abonar yo
los grosches de costumbre por pasar el maravilloso puente, no habría debido el
cobrador de aquel razonable impuesto ponerme aquella cara propia de quien cobra
una multa por alguna falta, que yo, inocentemente, hubiera cometido. No sé, pero a
mí me pareció que aquel alemán se insolentaba. “Seguramente ha adivinado que soy
extranjero, y ruso, por añadidura”, pensé. Por lo menos con los ojos parecía decirme:
“Ya ves qué puente el nuestro, miserable ruso... No tendrás más remedio que
reconocer que eres un gusano comparado con nuestro puente y con cualquier alemán,
puesto que no hay en tu tierra un puente semejante.” Convendréis conmigo en que
eso resultaba vejatorio. Claro que el alemán aquel no me dijo nada de eso, y hasta es
posible que ni lo pensara, pero es igual; yo tenía la seguridad de que quería de-
círmelo, hasta tal punto, que me puse furioso por dentro. “¡Llévete el diablo! —pensé
—; también nosotros hemos inventado el samovar... Tenemos periódicos... Hacemos
cosas oficiales... Tenemos... nada, que me enfadé, y comprando un frasco de colonia
(que ya no podía evitar), tomé inmediatamente el tren para París, esperando que los
franceses serían mucho más simpáticos y finos. Ahora vosotros mismos podéis
juzgar: si me hubiera hecho fuerza y estado en Berlín, no un día, sino una semana; en
Dresde, otro tanto, y en Colonia, cuando menos, tres días, o en todo caso dos, a la
segunda o tercera vez habría mirado aquellas cosas con otros ojos y aun concebido de
ellos una mejor idea.
Hasta la luz del sol, la sencilla luz del sol, tuvo allí mucha parte: si hubiera brillado
sobre la catedral como brillaba la segunda vez que estuve en Colonia, de fijo el
edificio se me habría mostrado a su luz verdadera y no como aquella sombría y hasta
lluviosa mañana, capaz de despertar en mí un arrechucho de dolorido patriotismo.
Aunque no se ha de inferir de aquí que el patriotismo sea fruto del mal tiempo.
A propósito, oíd una cosa, amigos míos: en dos meses y medio es absolutamente
imposible verlo todo y no puedo ofreceros los testimonios más exactos. Sin querer,
algunas veces tendré que mentir, así que...
Pero al llegar aquí me atajáis. Decís que por esta vez no necesitáis referencías
exactas, que de haberlas menester sin trabajo las encontraréis en la Guía de Reichard,
y que, por el contrario, sería bien que los viajeros no le tuviesen tanto respeto a la
verdad absoluta (para llegar a la cual suelen carecer de fuerzas), a la sinceridad, no
temiesen ocultar algunas de sus impresiones o aventurillas personales, por poco glo-
riosas que fueren, y no se justificasen sus partes ventajosas.
En una palabra: que lo que ustedes quieren son mis observaciones personales, pero
sinceras.
“¡Ah! —exclamo yo—. ¡Conque lo que queréis es una simple charla, esbozos
ligeros, impresiones personales cogidas al vuelo!” Pues bien, conformes, y en seguida
voy a daros gusto con mis apuntes. Y me esforzaré cuanto pueda por ser ingenuo.
Sólo les ruego tengan presente que es posible que muchas de las cosas que ahora voy
a contarles adolezcan de errores. Aunque, naturalmente, no todos van a ser yerros.
Porque es imposible en punto a hechos tales como que Notre Dame está en París, así
como el Bal Mavilla. El último hecho, particularmente, está tan confirmado por
cuantos rusos escriben en París, que no hay forma de ponerlo en duda. En eso es
posible que yo tampoco yerre, aunque, por lo demás, no respondo, estrictamente
hablando, de que así sea. Porque dicen que estar en Roma y no ver la catedral de San
Pedro es imposible. Pues bien: yo estuve en Londres y no vi la catedral de San Pablo.
De veras que no la vi. No vi la catedral de San Pablo. Cierto que entre San Pedro y
San Pablo hay diferencia, pero, a pesar de todo, está eso mal en un viajero. Ahí tenéis
mi primera aventura, que no redunda ciertamente en mi gloria (es decir, vi la catedral
de lejos, a unas doscientas sáchenos de distancia, y, además, iba con prisa a
Pentoville, por lo que hice un gesto con la mano y pasé de largo). ¡Pero al asunto, al
asunto!
¿Y saben ustedes una cosa? Pues que no en todas partes estuve de paso ni lo vi
todo a vista de pájaro (a vista de pájaro no quiere decir desde arriba. Se trata, según
sabéis, de un término arquitectónico). En París me pasé un mes entero, menos ocho
días que estuve en Londres. Vaya, voy a escribirles algo acerca de París, porque vale
más la pena verlo que no la catedral de San Pablo o las señoras de Dresde. ¡Ea!, ya
empiezo.
CAPITULO II
EN EL TREN

“El francés no tiene juicio, y, de tenerlo, lo consideraría su mayor desgracia.” Esta


frase la escribió el siglo pasado von Visin3; y, ¡Dios mío, con qué alegría debió de
escribirla! Algo apostaría a que le palpitó el corazón de gusto al hacerlo. Y quién
sabe: puede que todos nosotros, a las tres o cuatro generaciones después de von
Visin, la leamos no sin cierta delectación. Todas las frases de esta índole, formuladas
por extranjeros aunque las encontremos ahora, encierran para nosotros algo de
indiscutiblemente grato. Claro que sólo en el más profundo secreto, a veces aun a
hurtadillas de nosotros mismos. Se trasluce en esto como una venganza por algo
pretérito y que no estaba bien. No será decente tal sentimiento, pero yo estoy seguro
de que existe casi en todos nosotros. Naturalmente, nos molestamos en cnanto
sospechan eso de nosotros, en lo cual no fingimos; pero, no obstante, yo creo que el
propio Bielinski era en este sentido un eslavófilo a escondidas. Recuerdo con qué
unción, rayana en la rareza, cuando lo conocí, hace cincuenta años, se inclinaba todo
aquel círculo ante el Occidente; es decir, sobre todo, ante Francia. Estaba a la sazón
de moda Francia, era por el año cuarenta y seis. Y no era. por ejemplo, que inspirasen
adoración esos nombres de Jorge Sand, Prudhomme, etcétera; o respeto esos otros de
Louis Blanc, Ledru-Rollin, etc. No; sino que, sencillamente, el nombrecillo más
insignificante que se desvanecía al mirarlo de cerca era tenido en alto aprecio.
Y de todos ellos se esperaba algo grande en punto a servicios positivos a la
Humanidad. Algunos de esos nombres los pronunciaban con un especial murmullo
devoto. ¿Y qué? Pues que en mi vida me he echado a la cara un horrible más
extrañamente ruso que el tal Bielinski4 pueda comparársele en punto a criticar con
osadía, y, a veces, a ciégas, muchas de nuestras cosas y despreciar, al parecer, todo lo
ruso. Pero recuerdo ahora todo esto no sin su cuenta y razón. Quién sabe si esa frase
de von Visin no le parecería, a veces, en secreto, a Bielinski, muy escandalosa. Hay
momentos en que enoja hasta la tutela más discreta y hasta legal. ¡Oh, por Dios!, no
creáis que amar a la patria quiera decir insultar al extranjero, ni que así piense yo. No
pienso de ese modo en absoluto y, hasta por el contrario... Lo único que siento es no
disponer de tiempo para explicarme ahora con más claridad.
Y, a propósito, ¡no vayáis a creer que en vez de hablar de París voy a ponerme a
disertar sobre literatura rusa! ¡Ni que voy a hilvanar un artículo de crítica! Nada de
eso; lo dije por decir.
En este mi librito de apuntes encuentro que voy ahora en el tren y mañana estaré en
Eydtkuhnen; es decir, en mi primera impresión del extranjero, y a veces me palpita el
corazón. ¡Ahí es nada! Voy a ver por vez primera Europa, yo que me he llevado
soñando estérilmente con ella por espacio de cuarenta años; yo, que desde los
dieciséis, y con toda seriedad, como el Bielopiátkin de Nebrásov
¡Correr ansiaba a Suiza!

pero no corría, y he aquí que ahora, por fin, voy camino de esa región de sagrados
portentos, al lugar de tantos ensueños y tantas expectaciones para mí. de tan terca fe.
“Señor, ¿pero qué somos nosotros los rusos?”, cruzaba por mi imaginación a veces en
aquellos momentos, todo ello en el coche del tren. Efectivamente: “¿Somos de veras
rusos? ¿Por qué Europa tiene de todos nosotros, sin excepción, esa idea fabulosa,
fantástica?” Es decir, no me refiero ahora a esos rusos que se quedan allá, vamos, a
esos rusos sencillos, que suman en total cincuenta millones, a los que nosotros, unos
cien mil hombres. hasta ahora consideramos seriamente como un cero y de los que se
ríen nuestros profundos periódicos satíricos porque no se afeitan las barbas. No;
hablo ahora de nuestra pandilla privilegiada y diplomada. Porque todo,
decididamente, casi todo cuanto tenemos en punto a desarrollo espiritual, ciencias,
artes, ciudadanía, humanismo, todo viene de allá, de esa región de sagrados portentos.
Porque toda nuestra vida, desde la más tierna infancia, se ajustó al patrón europeo.
¿Acaso alguno de nosotros puede resistir a ese influjo, a esa presión? ¿Cómo todavía
no nos habremos vuelto definitivamente europeos? Que no nos hemos vuelto... En
eso creo que todos convendréis conmigo: los unos con alegría; otros, naturalmente,
con rabia, por no haber crecido hasta el punto de transformarnos en europeos. Pero
eso ya es otra cosa. Yo sólo expongo el hecho de que no nos hemos convertido en
europeos, no obstante tan irresistibles influjos, y digo que no puedo explicármelo,
porque no han sido nuestras nodrizas ni nuestras madres quienes nos han impedido la
transformación. Que resulta triste y chusco al mismo tiempo pensar que de no haber
sido Arina Rodionovna, la nodriza de Puschkin, no habríamos tenido un Puschkin.
¡Que desatino! ¡No veis que es un disparate! Pero ¿y si, en efecto, no lo fuera?
Porque ahora mandan a muchos niños rusos a educarse en Francia; ¿y qué pasaría si
llevasen allá a otro Puschkin y no tuviesen allí ninguna Arina Rodionovna ni quien le
hablase ruso desde la cuna?
¿Y si Puschkin no fuera ruso?. El, un señorito, adivinó a Pugachiov, y caló en el
alma pugachiovesca y en un tiempo en que nadie aún había calado en ella. Con ser un
aristócrata, llevaba a Bielinski en el fondo de su corazón. Con energía portentosa
apartóse de su medio y le enjuició definitivamente con rasgos del alma natal en su
Onieguin. Porque fué un profeta y un precursor. ¿Es que existe quizá alguna
combinación química del alma humana con la tierra nativa que no sea posible
disolverla y, puesto que se la disuelva, se torne a reconstruir? Porque no nos ha
llovido del cielo la eslavofilia, y aunque se haya formulado luego en una fantasía
moscovita, la base de esa fantasía es más amplia que la fórmula moscovita, y es
posible que tenga raíces más profundas, de lo que a primera vista parece, en muchos
corazones. Y hasta los moscovitas es posible guarden algo más hondo que su
fórmula. Es difícil advertirlo a la primera mirada. Hay ideas vivas, fuertes, que en tres
generaciones no llegan a dilucidarse del todo, de suerte que al final resultan algo
enteramente distinto que al principio... Pues bien: todos estos ociosos pensamientos
me asaltaban involuntariamente en vísperas de ver Europa, en el coche del tren, en
parte por aburrimiento y no hacer nada. Porque ¡hay que ser sincero! Hasta ahora,
entre nosotros, sólo se han ocupado en esas cosas los que no tienen nada que hacer.
¡Ay, y qué aburrido resulta eso de ir sentadito en el coche del tren mano sobre mano!
Vaya, exactamente igual de aburrido que estarse en Rusia sin hacer nada. Por más
que te conduzcan y se preocupen de ti, y a veces hasta te arrullen de un modo que no
se pueda pedir más, a pesar de todo te entra tristeza, tristeza precisamente, porque no
haces nada, porque te miman demasiado, y tú estás ahí sentadito aguardando a ver
adonde te llevan. En verdad que a veces te dan impulsos de tirarte del coche y ponerte
a correr al lado de la máquina, a sus pies. ¡Lo pasaré peor, me cansaré por falta de
costumbre, y, además, no hace falta! Todo eso está muy bien; pero, en cambio, iré a
pie, habré encontrado ocupación, y si ocurre que chocan los vagones y se vuelven de
arriba abajo, ya no me estaré así sentadito, mano sobre mano, pues pagaré con mis
costillas la ajena culpa...
¡Dios sabe lo que a veces pensamos de puro estar ociosos!
Pero a todo esto ya se hizo de noche. En los coches empiezan a encender la luz.
Enfrente de mí tengo a un matrimonio ya de alguna edad, propietario y, al parecer,
buena gente. Van a la exposición de Londres, donde sólo piensan detenerse unos días;
la familia se ha quedado en casa. A mi derecha hay un ruso que ha vivido diez años
consecutivos en Londres, empleado en una Banca; fué ahora a unos asuntos a
Petersburgo, donde ha permanecido solamente dos semanas, y, al parecer, ha perdido
toda noción de la nostalgia por la tierra natal. A mi izquierda se sienta un inglés,
limpio, sanguíneo, pelirrojo. peinado a la inglesa y afectando seriedad. En todo el
trayecto no ha cambiado con ninguno de nosotros la más pequeña palabra en ningún
idioma; todo el día se lo ha pasado leyendo no sé qué librito, con esa letra inglesa tan
menuda que sólo los ingleses pueden leerla, y hasta elogiarla, por su comodidad, y en
cuanto daban las diez de la noche se quitaba las botas y se calzaba las pantuflas. Es
probable que así hubiera hecho toda su vida y no quisiera alterar sus costumbres, ni
aun en el tren. No tardaron en dormirse todos los silbidos y el vaivén de la máquina
daban un sueño invencible. Yo iba sentado, piensa que te piensa, y no sé cómo di con
esa frase de mentalidad francesa no tiene, con que di principio a este capítulo. Y
sabéis que no sé qué impulso me mueve a contaros, en tanto llegamos a París, mis
pensamientos del tren en nombre del humanismo, porque ya que tanto me aburrí yo
en el coche, que os aburráis vosotros ahora. Por lo demás, a los otros lectores es
preciso advertirlos, y por eso reúno todos estos pensamientos en un capítulo especial
y lo titulo superfluo. Así vosotros os aburriréis al leerlo, mientras que los otros, ya
que es superfluo, lo pueden saltar. Al lector hay que tratarlo atenta y
concienzudamente, en tanto con los amigos se puede usar de más llaneza. Así que...
CAPITULO III
Y PERFECTAMENTE SUPERFLUO

Por lo demás, no fueron pensamientos, sino algo así como contemplaciones,


imaginaciones arbitrarias y ensueños de esto y de aquello. En primer lugar, emprendí
una excursión a los tiempos antiguos y pensé ante todo en el hombre que discurrió el
mencionado aforismo referente a la mentalidad francesa, revolviendo esto y lo otro a
propósito del sobredicho aforismo. Ese hombre, en su tiempo, fué un gran liberal.
Pero aunque fuese embutido toda su vida, no sabemos por qué, en una casaca
francesa, se empolvase el pelo y llevase espadín al cinto en señal de su caballeresca
ascendencia (como no la había igual entre nosotros) y para defender su honor
personal en los pasillos de casa de Potemkin, en cuanto asomó su nariz a la frontera
púsose a lanzar sobre París todos los textos bíblicos y decidió que no tenía
mentalidad francesa y que de tenerla la consideraría como su mayor desgracia. A
propósito; no vayan ustedes a creer que yo digo eso del espadín y de la casaca de
terciopelo con ánimo de reproche para von Visin. ¡No hay tal cosa! No iba a vestir
anguarinas, sobre todo en un tiempo en que hasta hoy mismo hay señores que para
ser rusos y equipararse al pueblo sin haber de ponerse las tales anguarinas, han
inventado para su uso particular un traje de baile, casi el mismo con que suelen salir a
escena en las óperas populares rusas los Usladis, enamorados de sus Liudmilas, que
ostentan sobre el pelo una diadema. No, por lo menos la casaca francesa estaba más
cerca de la comprensión del pueblo: “Es un señor, ¡diantre!, y un señor no está bien
que gaste capote.” Me contaron hace poco que no sé qué propietario contemporáneo,
para igualarse con el pueblo, se vistió también un traje ruso y se lanzó por ahí con él;
y los campesinos, al verlo, decíanse unos a otros: “¿Por qué se vestirá de esa forma
entre nosotros?” De suerte que no logró el tal propietario igualarse con el pueblo.
—No, lo que es yo —decíame otro caballero—, lo que es yo, no cedo lo más
mínimo. Con toda intención me afeito la barba y, si es preciso, salgo a la calle de
frac. Lo hago como lo digo, pero pondré cara de no querer reconciliarme. Seré
económico, seré tacaño y cominero; hasta avaro y roñoso seré si es necesario. Más
me respetarán así. Porque lo principal para granjearse al principio un verdadero
respeto, es eso.
“¡Diablo! —pensé yo—. Cualquiera diría que va a arremeter contra extraños. Ese
es un Consejo de guerra y nada más.”
—Mire usted—me dijo un tercero, por cierto un señor muy simpático—. Su-
pongamos que escribo un articulejo en cualquier periódico y me condenan los
tribunales a azotes. ¿Qué va a pasar?
“¡Ojalá fuera así! -diéronme ganas de decirle, aunque no se lo dije por miedo—.
¿Por qué será que a mí siempre hasta hoy mismo, me ha dado temor el expresar
algunos de mis pensamientos?... ¡Ojalá fuera así—pensé para mis adentros—.
Aunque le azotaran, ¿qué? Esa suerte de peripecias las llaman los profesores de
Estética lo trágico en la vida y nada más. ¿Es que por eso sólo habríamos de hacer
una vida retraída, lejos de todo el mundo? No, si he de convivir con los demás, pues
seré como todos, y si he de ser un misántropo, pues a serlo de remate. En otros luga-
res tampoco la aguantaría, sobre todo teniendo mujer e hijos débiles.”
—Pero, por favor, ¿qué tienen que ver ahí la mujer y los hijos?—exclamó mi
contrincante—. Si el juez de paz le condena sin venir a cuento por una vaquita
cualquiera que se metió en huerta ajena, usted le da a eso las proporciones de un
asunto público.
—Sí, sin duda es cómodo el juez y ridículo el asunto, y tan puerco, que da
repugnancia poner en él mano. Ni siquiera es decoroso hablar de él. Que se chinchen
todos; que a todos los azoten, con tal que no me azoten a mí. Pero yo, vea usted, sin
embargo, lo que le contestaría a la sentencia del juez: “Ni un solo azote me llegaría a
mi simpatiquísima espalda, si posible fuera entenderse con él tocante a la referida
sentencia. Pongámosle una multa, hermanitos, porque ha hecho algo que no está bien.
Pero no le azotemos. Eso es mejor para nuestro hermano que no azotarle”, decidiría
el juez con palabras de un starots, de uno de los bocetos rurales de Schedrin.
—¡Oscurantismo!—exclamará alguno al leer esto—. ¡Defender los azotes! (Por
Dios, alguien deducirá de eso que yo soy partidario de los azotes.)
—Pero, por favor, ¿qué dice usted? —saltará otro—. Iba usted a hablarnos de París
y sale con los azotes. ¿Dónde se ha dejado a París?
—Y, además, todo eso —añadirá un tercero— dice usted que se lo contaron
recientemente y usted hizo su viaje en verano. ¿Cómo hubiera usted podido pensar en
todo eso yendo en el tren?
Pues ése es, precisamente, el enigma —respondo yo—; pero permitan ustedes;
éstas son evocaciones invernales de impresiones veraniegas. Así que a lo veraniego
se incorporó lo invernal. Además, que en tanto me dirigía a Eydtkuhnen recuerdo que
yo iba pensando mucho en todas las cosas nuestras que dejaba en la patria por ir a ver
Europa, y tengo muy presente en la memoria que algunos de mis desvarios eran a ese
tenor. Precisamente meditaba yo sobre ese tema: de qué modo se había reflejado en
nosotros Europa en distintas épocas, y contantemente nos había visitado con su
civilización y hasta qué punto nos habíamos civilizado y hasta qué punto hasta ahora
nos habíamos vuelto inciviles. Ahora veo que todo eso estaba de más. Ya les advertí a
ustedes que todo este capítulo estaba de más. Pero, después de todo, ¿dónde
habíamos quedado? ¡Ah, sí, en la casaca francesa! ¡Por ahí empecé!
Bueno: pues una de esas casacas
francesas5escribió entonces El Brigadier. El Brigadier era en aquel tiempo una cosa
admirable y produjo extraordinario efecto. “Muérete, Denis, que no has de escribir
nada mejor”, decía el propio Potemkin. Todos se alborotaban. “¿Es que entonces
también —decíame yo prosiguiendo en mis arbitrarias meditaciones— ya la gente se
aburría de no hacer nada y apelaba a la ayuda ajena?” No me refiero tan sólo a las
ayudas francesas de marras, sino que quiero añadir, además, que somos una nación
sumamente crédula y que eso se debe a nuestra bonachonería. Así, por ejemplo,
estamos sentaditos sin hacer nada, y de pronto nos parece que alguien ha dicho o ha
hecho algo, que exhalamos un olor especial, que hemos encontrado tarea, y en
seguida nos al borotamos y adquirimos la convicción de que al punto vamos a
comenzarla. Vuela una mosca y pensamos que fué un elefante el que pasó.
Inexperiencia juvenil y, además, hambre de algo. Esto empezó aquí ya antes de El
Brigadier, aunque en proporciones todavía microscópicas..., y así continúa, hasta hoy,
sin cambiar en modo alguno; encontramos tarea y chillamos de puro alegres.
Alborotar y retorcerse de entusiasmo... es aquí Io primero de todo; miras a los dos
años, cada uno se va por su camino, respingando la nariz. Y no nos cansamos de
volver a las andadas, aunque sean cien veces. Tocante a ayuda ajena, en la época
vonvisinesca casi nadie dudaba entre la masa que fuese la ayuda más san ta, más
europea, la tutela más simpática. Desde luego que tampoco ahora son muchos los que
ponen eso en duda. Toda nuestra pandilla progresista extrema cree en la ayuda ajena
hasta con rabia. Pero entonces, ¡oh, entonces!..., fué aquél un tiempo de tan firme
creencia en toda suerte de ayuda, que pasma pensar cómo no llegamos a mover las
montañas de su sitio y cómo todas nuestras triviales colinas, las lomas de Pargolovo 6o
los picachos de nuestras montañas baldaicas siguen todavía donde estaban. Verdad
que uno de los poetas de aquel tiempo, hablando de un héroe, dijo que

de un puntapié hacía temblar los cerros y que


de un manotazo lanzaba por los aires las Torres.

Pero, según parece, ésas no eran más que metáforas. A propósito, señores, porque
yo habla ahora solamente de literatura y, precisamente, de literatura exquisita.
A través de ella quiero seguir el gradual y benéfico influjo de Europa en nuestra
patria. Es decir; qué libros se editaban y leían entonces (es decir, hasta El Brigadier y
en su tiempo) es imposible figurárselo sin sentir cierta alborozada arrogancia.
Tenemos ahora un escritor notabilísimo, ornato de nuestro siglo, un tal Kuzima
Prútkov. Todo su defecto consiste en su inconcebible modestia; ¡con decir que no ha
editado todavía sus Obras completas! Pues bien: una vez publicó en broma, en El
Contemporáneo, hace ya mucha tiempo, Memorias de mi abuelo. Figuraos lo que
podía escribir aquel corpulento abuelo, setentón, harto de correr mundo, que había
estado en la corte y en la batalla del Ochákov, y vuelto de allá a su terruño cargado de
recuerdos. Todo eso, por fuerza, había de ser interesante escribirlo. ¡Cuántas cosas no
habría visto el hombre! Bueno; pues todo el libro se reduce a anécdotas como las
siguientes:

“Aguda réplica del caballero de Montbazon: En cierta ocasión una señorita joven y
bastante agraciada disparóle al caballero de Montbazon, delante del rey a boca de
jarro esta pregunta: “Caballero, ¿quién va pegado a quién: el perro a la cola o la cola
al perro?” A ¡o que el caballero, que se daba mucha traza para las réplicas, sin
desconcertarse lo más mínimo, sino, por el contrario, con voz entera, contestóle: “Lo
mismo da, señorita, coger al perro por la cola que por la cabeza.” Tal réplica fué muy
del agrado del monarca, que no dejó de recompensar al caballero”7.

Pensaréis que todo eso es fábula, disparate, que nunca sucedió semejante cosa.
Pero os juro que yo mismo, en mi infancia, cuando tenía diez años, leí un librito de
los tiempos de Yekaterina, en el que topé con la siguiente anécdota:

“Aguda réplica del caballero de Rohan: Sabido es que al caballero de Rohan le olía
muy mal la boca. Una vez, como formara parte del séquito del príncipe de Condé,
díjole este último: “Desvíese un poco, caballero de Rohan. que echa muy mal olor.”
A lo que en el acto respondió el caballero: “No soy yo. serenísimo príncipe, sino vos,
que os acabáis de levantar de la cama.”

Es decir, figuraos solamente a ese propietario, ex militar, manco si a mano viene,


con cien siervos, con hijos mitrofanescos, que iba al baño los sábados y se daba vapor
hasta el deliquio; y hete aquí que, calados los lentes, con mucho empaque y gravedad,
lee semejantes anécdotas y se cree que todo es pura sustancia, como si dijéramos, una
obligación del servicio. ¡Y qué fe tan ingenua había entonces en la veracidad e
indispensabilidad de semejantes noticias europeas! Sabido es que al caballero de
Rohan le olía mal la boca... ¿A quién le es sabido, por qué es sabido, qué osos del
distrito de Tambosk lo saben? Y, además, ¿quién quiere saber eso? Pero estas
interrogaciones de librepensador no invalidan las cosas. Con la fe más pueril
imagínese él que aquella recopilación de agudos decires es conocida en la corte, y
con eso basta. Sí, no hay duda que entonces nos abrumaba fácilmente Europa,
físicamente, claro. Que moralmente no salía tan bien librada. Calzaba la gente medias
de seda, gastaba peluca, ceñíase el espadín... Nada, que eran europeos.
Y no sólo no estorbaba nada de esto. sino que hasta gustaba. En el fondo seguía lo
mismo; así que, dejando a un lado a Rohan (del que, por lo demás, sólo sabía que le
olía mal el aliento) y quitándose las gafas, iba a ver a los suyos, trataba
patriarcalmente a la familia; patriarcalmente fustigaba al caballejo del modesto
vecino, si daba un traspiés, y no menos patriarcalmente se arrastraba ante los
poderosos. Pero aún ese tipo resultábale más comprensible al labriego; lo despreciaba
menos, no lo azotaba tanto, estaba más al corriente de sus cosas, érale más familiar,
menos tudesco. Y si es cierto que se daba postín con él, ¿no iba a dárselo siendo un
señor?... En otro caso no lo sería. Aunque lo azotasen hasta matarlo, el pueblo, a
pesar de todo, quería más a esos señores que a los de hogaño, porque eran más suyos.
En una palabra: que todos aquellos señores eran pueblo sencillo; no llegaban hasta la
raíz; regañaban, pegaban, robaban, doblaban el espinazo con unción y vivían plácida
y grasamente hasta el fin de sus días en una depravación de conciencia tranquila,
infantil A mí hasta me parece que todos esos abuelos no eran tan candorosos, ni
siquiera en lo tocante a De Rohan y Montbazon.
Hasta es posible que muchísimas veces fuesen unos cucos y estuviesen muy por
encima de todos los influjos europeos de la época. Toda esa fantasmagoría, toda esa
mascarada, todas esas casacas francesas, esos manguitos, esas carnosas y mal
formadas pantorrillas, calzadas en medias de seda; esos soldaditos de entonces, con
pelucas y calzas a la alemana, todos esos tíos se me antojaban terriblemente ladinos,
un remedo servil y lacayuno, hasta el punto de advertirlo y comprenderlo así más de
una vez el pueblo. Cierto que se podía ser burlón, taimado y brigadier, y. al mismo
tiempo, archiingenuo y estar patéticamente convencido de que el caballero de Rohan
es el más sutil gracioso. Pero eso no era óbice para nada; nuestros Potemkines y sus
congéneres casi fustigaban al caballejo a nuestros Rohanes: los Montbazones se
metían con vivos y muertos; a los que llevaban las manos embutidas en los manguitos
y las pantorrillas calzadas de medias de seda se les hacían zalemas y reverencias, y
los marqueses, en la corte, hacían reverencia doblando airosamente el espinazo.
En resumidas cuentas: que toda esa condenada Europa era respetada entonces a
porfía entre nosotros, empezando por Petersburgo, la ciudad más fantástica, de más
fantástica historia de todas las ciudades del mapa.
Bueno; ahora ya no es así y Petersburgo ha tomado lo suyo. Ahora ya nos hemos
vuelto totalmente europeos. Ahora ya el propio Gvozdílov procura cuando va a
clavar8, guardar el decoro, semeja un burgués francés, y has ta va un poco más allá y,
como un ciudadano de los jóvenes Estados Unidos de Norteamérica, empieza a
defender con textos lo indispensable de la traía de negros. Por lo demás, esa defensa
con texto que hacen en los Estados Unidos empieza a introducirse con gran in-
tensidad en Europa. “¡Vaya, me iré allá, lo veré con mis propios ojos!—pensé—.
Jamás te enseñarán los libros tan to como lo que con tus propios ojos vieres.” Y a
propósito, tocante a Gvozdílov: ¿por qué von Visin no pone en labios de Sofía, que
representa el noble y humano progreso europeo en su comedia El Brigadier, una de
las frases más notables de la misma, sino en los de la estúpida señora de aquél, a la
que nos pinta tan estúpida, que no es una simple estúpida, sino una estúpida reac-
cionaria, que saca a relucir todos los hilos y que, al hablar, no parece que hable ella
misma, sino alguien escondido a sus espaldas? Y cuando llega el caso de decir la
verdad, no la dice tampoco Sofía, sino la brigadiera. Y es lo raro que no sólo la pinta
como a una estúpida rematada, sino como a una mala mujer, y, sin embargo, como si
temiese y hasta artísticamente estimase imposible que frase semejante saliese de los
labios de la educadísima Sofía, suponiendo más natural que la dijese una mujer
sencilla, tonta. He aquí un paso que conviene recordar. Es la mar de curioso,
precisamente por resultar escrito sin ninguna intención ni malicia, ingenuamente
hasta como por casualidad. Dícele la brigadiera a Sofía:

BRIGADIERA.—...Había en nuestro regimiento un capitán en la primera


compañía que se llamaba Gvozdílov; estaba casado con una mujer muy terca... terca
y joven. Así que, cuando él se enfadaba por algo, generalmente borracho, ¡Dios mío,
y como le pegaba!: de una forma que daba pena. Era cosa de llorar al verla.
SOFÍA. —Señora, le ruego no siga hablando de cosas que ofenden a la
Humanidad.
BRIGADIERA. —¡Pero, mátuschka, si tú no quieres oírlo, cómo podría sufrirlo la
capitana!
De este modo, la educadísima Sofía, con su sentimentalismo, queda apabullada por
una mujer sencilla. Es una réplica asombrosa en von Visin, y no tiene nada de
oportuno, humano e... imprevisto. ¿Y cuántos progresistas así no hay entre nuestros
más avanzados apóstoles, que se quedan tan contentos con su sentimentalismo y ya
no echan de menos nada?. Pero lo más notable de todo es que Gvozdílov sigue
sentándole la mano de su kapitancha, y puede que con más comodidad que antaño.
Verdaderamente así es. Dicen que esto se tomaba antes más a pecho. Quien bien te
quiera, te hará llorar. Las mismas mujeres, según dicen, llevaban a mal el que no las
zurrasen: no pega, luego no ama. Era algo primitivo, elemental, innato. Pero ahora ya
también desapareció con la cultura. Ahora Gvozdílov seguirá pegando a lo sumo por
principio, y, además, porque es también un imbécil; es decir, un hombre chapado a la
antigua, que no está al tanto de las nuevas costumbres. Según los nuevos usos, es
mejor arreglárselas sin tomarse la justicia por su mano. Me extiendo ahora tanto
acerca de Gvozdílov, porque a su cuenta se han escrito entre nosotros palabras
sumamente estúpidas e inhumanas. Y siguen escribiéndose, hasta el extremo de estar
ya empachado el público. Gvozdílov tiene tal vida, a pesar de todos esos artículos,
que es casi inmortal. Eso es: vive y goza de perfecta salud, y está ahíto y borracho.
Ahora está impedido, y, como el capitán Kopeikin, en cierto sentido, ha vertido
sangre. Su mujer hace ya mucho tiempo que no es ninguna beldad, como antes. Ha
envejecido, se le ha puesto la cara flaca y pajiza, y las arrugas y los sufrimientos han
marcado surcos en ella. Pero cuando su marido y capitán yacía en la cama enfermo,
tullido, no se apartaba de su cabecera, pasaba las noches en claro junto a él, lo
consolaba, vertía ardientes lágrimas por su querido y buen maridito, llamábale su
halconcito rico, ensalzaba sus hazañas marciales. Será cierto que esto lastima el alma
por una parte, bien. Pero, por otra, ¡viva la mujer rusa!; que no hay nada mejor en
nuestro mundo ruso que ese amor suyo, dotado de una capacidad de perdón infinita.
Porque es así, ¿no es verdad? Tanto más cuanto que Gvozdílov ahora, que no bebe,
no le pega ya a la mujer; es decir, sino de tarde en tarde, guarda las formas y a veces
hasta le dice ternezas. Porque ha comprendido al hacerse viejo que no puede pasarse
sin ella; es calculista, un burgués, y si todavía sigue pegándola, será cuando se
emborracha, por la fuerza de la antigua costumbre, cuando se amustia. Ahora bien:
diréis lo que queráis, pero esto es un progreso, esto consuela. Nos gusta tanto que nos
consuelen...
Eso es; nosotros, ahora, nos hemos consolado muy bien; nosotros solitos nos
hemos consolado. Será cierto que no todo en torno nuestro es ahora hermoso; pero,
en cambio, nosotros somos tan lindos, tan civilizados; tan europeos, que hasta
llamamos la atención de quien nos ve. Ahora ya el pueblo nos toma por extranjeros,
no comprende ninguna palabra, ningún libro, ninguna idea nuestra... y eso, digan lo
que quieran, representa un progreso. Ahora despreciamos ya profundamente al
pueblo y los principios populares, hasta el punto de tratar a aquél con cierta adustez
nueva que no existía ni en los tiempos de nuestros Montbanzones y Rohanes; y esto,
digan lo que quieran, es un progreso. Pero, en cambio, qué convencidos estamos hoy
de nuestra misión civilizadora, con qué arrogancia resolvemos las cuestiones. Y qué
cuestiones: no hay tierra madre, no hay pueblo; la nacionalidad..., es el consabido
sistema de contribuciones —tabula rasa—, la envoltura de la que puede extraerse en
seguida el verdadero hombre, al hombre universal, al homúnculo; basta con
asimilarse los frutos de la civilización europea y leer dos o tres libritos. En cambio,
qué tranquilos, qué magníficamente tranquilos ahora que no dudamos ya de nada y
todo lo hemos resuelto y suscrito. Con qué tranquila satisfacción fustigamos, por
ejemplo, a Turguéniev, por tener el descaro de no tranquilizarse al par nuestro y no
darse por satisfecho con nuestras grandes personalidades y negarse a reconocerlas
como su ideal y buscar algo mejor que nosotros. ¡Mejor que nosotros, Dios santo!
Pero ¿hay algo superior a nosotros en belleza e inocencia bajo la capa del cielo?
¡Vamos! y él se contentó con Basárov, con el inquieto y melancólico Basárov
(indicio de gran corazón), no obstante todo su nihilismo. Le fustigamos también por
Kukschin, por este piojo progresivo que espulgó Turguéniev en nuestra realidad rusa
como muestra, añadiendo, además, que era opuesto a la emancipación de la mujer. Y
esto es un progreso, di gan lo que digan. Ahora nosotros estamos con tanta arrogancia
sargentesca, con tanta civilización por encima del pueblo, que da gusto vernos: las
manos en jarras, la mirada fiera, miramos... miramos y escupimos: “¿Qué tienes tú
que enseñarnos, muchik, cuando toda nacionalidad, todo el pueblo, es, en el fondo,
reaccionismo y cobranza de contribuciones, y nada más?” ¡No se apeguen a los
prejuicios, por favor! ¡Ah Dios mío! A propósito, ahora... Señores, supongamos por
un momento que ya di término a mi viaje y me encuentro de vuelta en Rusia.
Permítanme contarles una anécdota. Una vez, este oto ño, voy y cojo un periódico
progresista. Miro: noticias de Moscú: Título: “Más vestigios de barbarie” (o algo por
este estilo, algo muy fuerte. Siento no tener en este momento el periódico a la vista).
Y luego pasa a contar una anécdota, de cómo una vez, este otoño, en Moscú, una
mañana, pasaba por las calles un droschki, dentro del cual iba una svaja 9 borracha,
muy emperifollada, canturriando. El cochero también llevaba muchos cintajos y
también canturriaba. También el caballo iba muy peripuesto. Lo que no sé es si iría
también borracho. Probablemente, sí. La mujer llevaba en la mano un lío, que se tra-
jera, al parecer, de casa de algunos recién casados, que, por lo visto, habían pasado
una buena noche. El tal lío contenía, naturalmente, cierta ligera prenda de vestir, que,
según costumbre del pueblo, al otro día mismo se la ha de enseñar a los padres de la
novia. La gente se echaba a reír al ver a la svaja; cosa de gracia. El periódico, con
indignación, con furia, con desprecio, refería aquella inaudita muestra de barbarie,
“que hasta nuestros días perduraba, pese a todos los triunfos de la civilización”.
Señores, les confieso a ustedes que solté una carcajada horrible. ¡Oh!, no vayan
ustedes a creer que yo defiendo el canibalismo primitivo, ese de la camisa, los velos,
etcétera. Eso es repugnante, es bochornoso, es salvaje, cosa propia de eslavófilos, lo
sé, de acuerdo, no obstante hacerse todo eso sin mala intención, con el solo fin de
festejar la boda, ingenuamente, por ignorancia de algo mejor, más elevado, europeo.
No; yo me reía de otra cosa. Y es que me acordé de pronto de nuestras damas y de
nuestras tiendas de modas. Cierto que las señoras civilizadas no les envían ya la
camisa a sus padres; pero cuando, por ejemplo, se presenta la ocasión de encargarse
un traje en casa de la modista, ¡con qué tacto, con qué cuidado y conocimiento de la
cosa saben colocar algodones en determinados sitios de su seductor traje europeo!
¿Para qué los algodones? Pues por elegancia, por estética, pour paraitre... Y no es eso
todo, sino que sus hijitas, sus inocentes criaturas de diecisiete años, no bien salen del
internado, ya están al tanto de los algodones, ya están enteradas de todo; así de para
qué sirven como de dónde se deben colocar y por qué, es decir, con qué objeto se les
emplea... “Pero vamos a ver —díjeme yo riendo—: todas esas preocupaciones y
cuidados, todos esos desvelos conscientes a propósito del empleo de los algodones...,
¿serán más honestos, morales, púdicos, que ese otro de la desdichada camisa,
ofrendada con candorosa confianza a los padres de la novia, con esa confianza que da
el creer que hay que hacerlo así, que eso es moral?”
¡Por Dios, no vayáis a pensar, amiguitos, que voy a salir ahora diciendo que la
civilización... no es el progreso, sino que, por el contrario, en Europa, en los últimos
tiempos, siempre prevalecieron sobre todo progreso el látigo y la cárcel! No penséis
que voy a ponerme a demostrar que aquí los bárbaros confunden la civilización con
las leyes de la evolución verdadera y normal, y a probar que la civilización hace ya
mucho tiempo que está condenada en el mismo Occidente, no teniendo más
defensores que los propietarios (aunque allí todos son propietarios o quieren serlo),
afanosos por salvar su dinero. No penséis que voy a ponerme a demostrar que el alma
del hombre no es una tabula rasa ni un piojillo del que pueda sacarse al hombre
universal; que ante todo es precisa la Naturaleza; después, la Ciencia; luego, la vida
independiente, popular, amplia y la fe en las fuerzas propias, nacionales. No creáis
que vaya a deciros que nuestros progresistas (aunque no todos, ni mucho menos) no
son partidarios en modo alguno de los algodones, a los que condenan con no menos
energía que lo de las camisas. No; yo sólo quiero decir una cosa: en el referido
artículo no sólo condenaban y anatematizaban lo de las camisas, sino que llegaban a
decir que esa costumbre era un resto de barbarie, y no sólo decían eso, sino que
parecían denunciar una barbarie popular, nacional, primitiva, por contraste con la
civilización europea de nuestra sociedad distinguida, elevada. El articulista
fanfarroneaba, el articulista parecía no querer darse por enterado de que es posible
que los mismos denunciadores adoleciesen de algo peor y más condenable, de que no
hacemos más que cambiar unos prejuicios y ruindades por otros prejuicios y otras
ruindades acaso mayores. El articulista parecía prescindir de nuestros prejuicios y
ruindades particulares. Pero ¿a qué viene eso de encimarse con tanta arrogancia sobre
el pueblo, ponerse en jarras y escupir por el colmillo? Es grotesca, grotesca como
para morirse de risa, esa fe en la impecabilidad y en el derecho de tal denuncia. Tal fe
es, sencillamente, ganas de encumbrarse por encima del pueblo, cuando no representa
un impremeditado. servil acatamiento a las formas europeas de civilización, lo que es
todavía más ridículo.
Pero ¡qué! Hemos semejantes encuéntranse a miles todos los días. Perdonadme la
anécdota.
Aunque, por lo demás, pequé. Sí, ¡pequé! Sí, porque he pasado harto aprisa de los
abuelos a los nietos. Había también paréntesis. Recordad a Chatskii. Ese no es un
abuelo ingenuamente taimado ni un nieto satisfecho de sí mismo, que se planta en
firme y todo lo resuelve de un golpe. Chastkii es un tipo perfectamente personal de
nuestra Europa rusa, es un tipo simpático, exaltado, sufriente, retador para con Rusia
y para con la gleba, y que, no obstante, vuelve a Europa cuando es preciso buscar

un refugio para el sentimiento ofendido.

En resumidas cuentas: un tipo totalmente inútil ahora, pero que fué la mar de útil
antaño. Es un decidor de frases, un hablador, pero un charlatán cordial, que se duele a
sabiendas de su inutilidad. Ahora se ha transformado en la nueva generación, y
creemos en las energías infantiles, creemos que volverá a manifestarse pronto, pero
ya sin ese histerismo del baile de Famúsov, sino triunfal, orgulloso, poderoso,
modesto y amante. Reconoce, además, que el refugio para el sentimiento ofendido no
se encuentra en Europa sino que puede que lo tenga al alcance de la mano, y sabe qué
hacer y se pone a trabajar. ¿Y sabéis una cosa? Pues que estoy convencido de que no
se reduce todo aquí a la civilización ramplona y extravagancia europea; tengo la
convicción de que ya ha sido engendrado el hombre nuevo...; pero esto, después.
Querría decir aún dos palabras sobre Chatskii. Una sola cosa no comprendo, porque
Chatskii era hombre muy inteligente. ¿Y cómo ese hombre inteligente no encontró en
qué ocuparse? Por que ninguno de ellos encontró ocupa ción, no la encontraron por
espacio de tres generaciones seguidas. Estos son hechos contra hechos, y, al parecer,
podrían no significar nada; pero cabe preguntarlo por curiosidad. Porque yo no me
explico que un hombre de talento. sea como fuere y en cualquier circunstancia, no
acierte a encontrar ocupación. Este —dicen— es un punto discutible; pero, en el
fondo de mi corazón, no creo en él en absoluto. Porque el talento ha de servirte para
lograr lo que deseas. Si no puedes andar una versta, anda sólo cien pasos, siempre
adelante, cada vez más cerca de la meta, si la tienes. Y si quieres a todo trance llegar
de una sola zancada hasta el fin, eso, a mi juicio, no acusa talento. Eso se llama
también afeminamiento. No gustamos del esfuerzo; pero no estamos hechos a dar un
solo paso, y es preferible llegar de un solo paso al fin o parar en Régulo. Bien; pues
eso es afeminamiento. Pero Chatskii hizo muy bien en escabullirse entonces allende
la frontera; habríase equivocado un poco de rumbo, y se habría encaminado al
Oriente y no al Occidente. Pírranse aquí por el Occidente, desvívense por él, y en un
caso extremo, al llegar al límite, todos se van allí. Pues bien allá también voy yo.
Mais moi c'est autré chose. Yo los vi allí a todos, es decir, a muchísimos, que a todos
no podrías contarlos; y todos, al parecer, andaban buscando un refugio para el Ilagado
corazón. Por lo menos, algo buscaban. La generación de los Chatskii de uno u otro
sexo, después del baile de Famúsov, y, en general, luego de terminado el baile,
multiplicábanse allí como las arenas del mar, y no de esa generación solamente,
porque allá venían todos. ¡Cuántos Repetiloves, cuántos Skalosuboves, a los que
habían mandado a las aguas por su inutilidad, no pululaban por allí! Natalia
Dmitrievna y consorte no faltaban. También la condesa Jlestova va allí todos los años
a tomar las aguas. Todos esos señores estaban hartos de Moscú. Molchalin era el que
no lo estaba; lo pensó mejor y se quedó en casa. Consagróse, por decirlo así. a la
patria, al terruño... Ahora no podrás echarle la vista encima; no recibe en su casa a
Famúsov, ni siquiera en la antesala: son vecinos del campo; en la ciudad no se
saludan. Tienen negocios, encontró qué hacer. Reside en Petersburgo, y... y ha tenido
suerte. Conoce Rusia, y Rusia lo conoce a él. Sí; lo conoce muy bien, y no lo olvidará
en mucho tiempo. Ni siquiera es ya taciturno, sino que habla por los codos. Y hasta se
le ve con libros en las manos... Pero ¡a qué hablar tanto de él! Yo me refería a todos
ellos, y decía que buscan un refugio acogedor en Europa y verdaderamente pensaba
que allí están mejor. Y, sin embargo, ¡qué pena me da de ellos!... ¡Pobrecillos! ¡Y qué
inquietud sempiterna la suya, que morbosa, melancólica movilidad! Todos ellos van
armados de sendas guías y recorren ciudades, ansiosos por contemplar cosas raras, y
en verdad que no parece sino que lo hicieran por obligación, cual si continuasen
sirviendo a su patria: no pasan por alto ni un palacio, con tres balcones, como lo
mencione la guía, ni un Ayuntamiento, por más que sea idéntico al más vulgar
edificio moscovita o petersburgués; contemplan la vaca de Rubens y creen que son
Las tres Gracias, porque así lo manda creer la guía: van a ver la Madonna de la
Sixtina, y se quedan parados ante ella en una expectación estúpida: allí ocurre algo,
algo brota del suelo y los anega en una tristeza y un cansancio sin objeto.
Y se van de allí asombrados de que no haya pasado nada. No es la suya la
curiosidad oronda y maquinal de los turistas ingleses de uno u otro sexo, que miran
más bien su guía que la cosa rara: no esperan nada nuevo ni asombroso, y se limitan a
comprobar si está indicado en la guía y cuántas onzas o libras pesa el objeto. No;
nuestra curiosidad es algo salvaje, nerviosa, ansiosa, y convencida de antemano de
que nunca pasa nada, naturalmente, hasta la primera mosca; porque si vuela una
mosca..., quiere decir que volvemos a las andadas... Hablo aquí solamente de las
personas de talento. De las otras no hay por qué preocuparse: Dios vela siempre por
ellas. Ni tampoco de aquellos otros individuos que se han afincado allí
definitivamente, olvidaron su lengua y empiezan a escuchar a los padres católicos.
Aunque después de todo, de toda esa masa sólo una cosa puede decirse: en cuanto
uno de nosotros se presenta en Eydtskunen, en el acto cobra un parecido con esos
pobres chuchos que corren en busca de su perdido amo. Pero ¡imaginan ustedes que
escribo en guasa, que culpo a alguien, porque en estos tiempos, en que, etc., etc., y
ellos, en el extranjero, etc., etc.! Se plantea aquí la cuestión agraria, y ellos, en el
extranjero, etc., etc. ¡Oh, nada de eso, no hay tal cosa! Además, que ¿quién soy yo
para inculpar a nadie? ¿Por qué inculpar! ¿De qué inculpar? ¿Y por qué habrían de
estar aquí, si no hay nada que hacer, y si lo hay. es hace sin ellos? Están ocupados los
puestos; no hay vacantes en perspectiva. ¡Ganas de meter la nariz donde no nos
llaman! Ahí tenéis la excusa breve, por cierto. La tal disculpa, de memoria nos la
sabemos. Pero ¿qué es esto? ¿Adónde voy a parar? ¿Dónde logré ver a los rusos en el
extranjero? Porque yo no iba sino a Eydtkuhnen... Pero es que pasaron. Y en verdad
que Berlín, Dresde. Colonia, todos pasaron. Yo seguía, verdaderamente, en el tren;
pero ya no tenía delante Eydtkuhnen, sino Arkelin, y penetraba en Francia. ¡París,
París! De París era de lo que quería hablar, sino que se me había olvidado. Ya hemos
discurrido bastante de nuestra Europa rusa, cosa perdonable cuando nos encontramos
de huéspedes en la Europa europea. Pero, por lo demás, ¿qué importa?... Ya pedí
perdón. Porque éste era un capítulo superfluo.
CAPITULO IV
Y NO SUPERFLUO PARA LOS VIAJEROS

Solución definitiva del problema de si «el francés no tiene juicio».

Pero no; yo me preguntaba, sin embargo, por qué no tendrá juicio el francés, al
contemplar a cuatro nuevos pasajeros que acababan de entrar en nuestro coche. Eran
los primeros franceses que me echaba a la cara en su tierra natal, prescindiendo de los
aduaneros, de donde veníamos. Los tales aduaneros arquelines eran muy finos,
despachaban rápidamente los asuntos, y yo subí en el coche, muy satisfecho de mis
primeros pasos por Francia. Hasta Arkelin, en nuestro coche, de cuatro asientos, sólo
dos había ocupados: el mío y el de un suizo, hombre sencillo y modesto, de mediana
edad: un vecino de viaje sumamente simpático, con el que me estuve charlando dos
horas sin parar. Ahora ya somos seis, y veo con asombro que mi suizo, delante de
nuestros cuatro compañeros de viaje, se ha vuelto extraordinariamente taciturno. Hice
por reanudar con él el interrumpido coloquio: pero él procuró cortarlo,
contestándome con evasivas, secamente, casi de mala gana; asomóse a la ventanilla y
se puso a mirar el paisaje, y un minuto después sacó su guía alemana y sumióse por
completo en su lectura. Inmediatamente lo dejé yo también y me puse a contemplar a
nuestros nuevos compañeros de viaje. Eran gente extraña. Iban a la ligera, y no tenían
traza de viajeros. Ni hato ni traje que en algo recordase a un hombre que va de
camino.
Vestían sobretodos ligeros, terriblemente raídos y usados, un poquitín mejores que
los que gastan aquí los asistentes de la milicia o los criados de la clase media aldeana.
La ropa interior la llevaban sucia; dejaban ver corbatas de colores chillones y muy
sucias también. Uno de ellos llevaba al cuello los restos de un pañuelo de esos que
siempre tienen una ilbra de grasa al cabo de quince años de contacto con el cuello de
su dueño. Este mismo dueño lucía también en las mangas de la camisa unos
pasadores que eran brillantes falsos, del tamaño de nueces. Aunque, por lo demás, los
lucía con cierto chic, basta con arrogancia. Todos los cuatro parecían de la misma
edad, alrededor de los treinta y cinco y, sin tener las mismas caras, se parecían
muchísimo. Tenían las caras ajadas, con sendas barbitas de reglamento a la francesa,
también muy parecidas entre sí. Saltaba a la vista que eran in dividuos que habían
pasado muchas peripecias y adoptado para siempre una expresión de semblante, si no
agria, sí de gran preocupación. Parecíame también que eran todos ellos amigos,
aunque no recuerdo que cambiasen entre sí palabra. A nosotros, es decir, al suizo y a
un servidor, no querían mirarnos, y, silbando desenfadadamente, cambiando
desenfadadamente de postura, tenían fija la vista, con indiferencia, pero con
terquedad, en un pico del coche. Yo encendí un cigarrillo y, de puro aburrido, me
puse a observarlos. Por mi mente, en verdad, cruzó esta pregunta: "¿Qué clase de
gente será ésta? Trabajadores no son; burgueses no son. ¿Serán quizá militares
retirados, algo à la demisolde o cosa por el estilo? Al cabo de diez minutos, no bien
hubimos llegado a la estación próxima, los cuatro, uno detrás de otro, saltaron
inmediatamente del coche, cerraron con estruendo la puerta, y nosotros respiramos.
En esa línea férrea apenas aguardan en las estaciones: dos minutos, tres a lo más, y en
seguida, hala de nuevo. Van muy bien, es decir, con mucha prisa.
No bien nos quedamos solos, cerró el suizo su guía, dejóla a un lado, y, con aire
satisfecho, me miró, visiblemente deseoso de reanudar el diálogo.
—Esos señores han estado aquí poco tiempo— empecé yo, mirándole curioso.
—Sólo el trecho de una estación a otra.
—¿Los conoce usted?
—¿Que si los conozco?... ¡Pero si son los policías!...
—¿Cómo? ¿Cómo policías?—interrogué, estupefacto.
—¡Claro! Ya había yo advertido que no lo había usted adivinado.
—¿Y también espías?—yo no pasaba a creerlo.
—¡Claro que sí!. Subieron aquí por nosotros.
—¿De veras lo sabe?
¡Oh, sin duda! Ya he hecho varias veces este mismo trayecto. Los de la aduana,
que habían leído nuestros pasaportes, les hablaron de nosotros y les dieron nuestros
nombres y demás señas. Y ellos subieron al coche para acompañarnos.
Pero ¿para qué acompañarnos, si ya nos habían visto? Porque ¿no dice usted que
ya en esa estación les habían hablado de nosotros?
—Sí; y les dieron nuestros nombres. Pero eso no es bastante. Ahora ya nos
conocen al dedillo: cara, ropa, saco de viaje: en una palabra: todo lo suyo. Se han
fijado en sus gemelos. Usted sacó un pitillo; pues tomaron nota del pitillo. Ahora
están al tanto de todos los detalles, de todas las minucias; es decir, de todas las
particularidades. Podrá usted perderse en París, cambiarse el nombre (es decir, si es
usted sospechoso). Pues bien: esos pormenores menudos pueden servir para
encontrarle. Todo eso, desde esta misma estación, acaban de telegrafiarlo a París. Allí
lo aguardan, por si acaso, donde procede. Sin contar con que también los fondistas
vienen obligados a dar parte de todos los detalles, aun los más nimios, de los
extranjeros.
—Pero ¿por qué se reunieron tantos, es decir, cuatro?—continué preguntándole, un
poco preocupado.
—¡Oh! Aquí abundan mucho. Por lo visto, esta vez pasan por aquí pocos
extranjeros, porque, si no no cabrían en los coches.
—Pero oiga usted una cosa: esos tíos no se fijaron siquiera en nosotros. Miraban
por las ventanillas.
—¡Oh! No se apure usted, que todo lo observaron... Por nosotros habían subido.
“¡Vaya, vaya! —pensé yo—. ¡tampoco éste tiene mentalidad francesa!...—y (con
vergüenza lo confieso) miré de reojo, con cierta desconfianza, al suizo— ¿Y tú,
hermanito, no serás también de ésos, sino que finges lo contrario?—cruzó por mi
mente, aunque sólo fué cosa de un momento, os lo aseguro—. Estúpido. pero ¿qué
vas a hacer? Si involuntariamente se te ocurre...”
El suizo no me había engañado. En el hotel donde me alojé tomaron en seguida
nota de mis señas personales y dieron parte de ellas a donde debían. De la atención y
seriedad con que os miran, en tanto anotan vuestras señas, cabe inferir que también
observan escrupulosamente en el hotel y llevan la cuenta de todo cuanto hacéis, de
todos vuestros pasos. Aunque, después de todo, la primera vez no me molestaron
mucho en el hotel y tomaron nota de mis señas en silencio, salvo aquellas preguntas
que os hacen de rúbrica y a las que habéis de contestar: ¿quién, cómo, de dónde, con
qué objeto?, etcétera. Pero en el segundo hotel en que estuve, por no haber cuarto
disponible en el anterior, Hotel Coquillière, después de una ausencia de ocho días,
que pasé en Londres. me trataron con más franqueza. Aquel segundo. Hotel des
Empereurs, parecía algo patriarcal en todos sentidos. Los dueños, un matrimonio ya
de edad, eran muy buenos y de una delicadeza nada frecuente y muy finos con su
parroquia. El mismo día de instalarme yo, la dueña, cogiéndome en el vestíbulo, me
invitó a pasar a una habitación donde estaba el comptoir. Allí se encontraba también
su marido; pero la patrona, por lo visto, era la que allí lo decidía todo.
—Dispense usted...—empezó cortésmente—. Necesitamos sus señas.
—¡Pero si ya las tienen!... ¿No les dejé mi pasaporte?
—Sí; pero... votre état?
Eso de votre état es una cosa muy desconcertante, y nunca me hizo gracía.
—Pero... ¿qué voy a decir?... Viajero... es demasiado abstracto. Homme de lettres
no inspirará ningún respeto.
—Pongamos mejor propriétaire, ¿no le parece?—preguntóme la patrona—. Será lo
mejor.
—¡Oh, sí; eso es lo mejor!—asintió su marido.
Lo pusieron así.
—Bueno; ahora, ¿causa de su viaje a París?.
—Soy un viajero que viene de paso.
¡Hum!... Eso es: pour voir París. Permítame usted, msié; ¿su edad?
—¿Qué edad?
—La que tenga usted exactamente.
Pues mire usted: mediana.
Está bien. msié... Pero hace falta
indicarlo con más precisión... Quiero decir, quiero decir...—siguió diciendo con
cierta perplejidad y consultando con la mirada a su marido.
—Quiero decir cuánta—decidió el marido, midiéndole la edad a simple vista, por
metros.
—Pero ¿qué falta les hace saberlo? —inquirí.
—¡Oh, es in...dis...pen...sa...bie!...
—respondió la patrona recalcando amablemente la palabra indispensable y
anotando al mismo tiempo en el libro mi edad—. Ahora, msié, ¿su pelo? Rubio,
¿hum!..., de color muy claro..., rufo...
Anotó el pelo.
Permita usted, msié—continuó, y dejando la pluma, levantóse y se acercó a mí con
la cara amabilísima—. Mire usted: allí, a dos pasos, junto a la ventana. Tengo que
mirarle el color de los ojos. ¡Hum!..., claros...
Y de nuevo consultó con la mirada al marido. Era evidente que se querían mucho.
—Más bien garzos— observó el marido con aire especialmente serio, hasta
preocupado—. Voilá—guiñóle un ojo a la esposa, señalando a algo por encima de sus
cejas.
Pero yo comprendí en seguida lo que quería indicar. Es que yo tengo una pequeña
cicatriz en la frente, y el hombre no quería que a su mujer le pasara inadvertida esa
seña particular.
—Permítame usted ahora le pregunte —díjele a la patrona luego que termino aquel
examen—; ¿es que le exigen a usted tanta exactitud?
—¡Oh, msié, es in...dis...pen...sa...ble!
—Msié!—confirmó el marido con cara especialmente grave.
—Pues en el Hotel Coquillière no me hicieron esas preguntas.
—No es posible—encareció la patrona con vivacidad—. Podía haberles costado
caro. Probablemente lo observarían a usted a la chita callando; pero no tienen más
remedio que haberlo hecho así. Nosotros somos más francos y sencillos con nuestros
clientes: los tratamos como de familia. Quedará usted contento de nosotros. Ya lo
verá.
—¡Oh msié!—asintió el marido solemnemente; hasta ternura asomó a su rostro.
Era un matrimonio honradísimo, amabilísimo, por lo menos en cuanto luego pude
comprobar. Pero la palabra in...dis...pen...sa...ble no la pronunciaba la mujer en tono
de excusa o atenuante, sino en el sentido de ser absolutamente imprescindible y
coincidir, o poco menos, con sus convicciones personales.
—¡Ea, ya estoy en París!
CAPITULO V
BAAL

¡Ea, ya estoy en París! Pero no vayan a pensar, sin embargo, que voy a contarles
muchas particularidades de París. Pienso que ya han leído tanto acerca de él, en ruso,
que quedaron hartos. Además, que ustedes también lo han visitado y de fijo lo
observaron mejor que yo. Y, por último, que me carga en el extranjero eso de mirar
las cosas con arreglo a la guía, a la ley, por obligación de viajero, y ver en algunos
sitios cosas tales que hasta da vergüenza decirlo. En París también pasé muchas cosas
por alto. No diré que las pasara por alto precisamente; pero sí diré una cosa: que he
hecho la definición de París, le he aplicado un epíteto y a ese epíteto me atengo. París
es... la ciudad más moral y virtuosa del mundo. ¡Qué orden! ¡Qué discreción, qué
relaciones sociales tan definidas y tan exactamente determinadas; qué previsto y
atendido está todo; qué contento y feliz es allí todo el mundo, y cómo todos,
finalmente, se esfuerzan por creer, y se lo creen de veras, que son dichosos, y... así se
quedan! No hay otro camino. No querrán creer lo que se aferran a esa idea; gritan
ustedes que exagero, que todo eso es una atrabiliaria calumnia patriótica, que no es
posible que todo eso sea así. Pero, amigos míos, ya les previne a ustedes desde el
primer capítulo de estos apuntes que sería posible echase muchas mentiras. Así que
no me molesten. Ya saben ustedes también que, si miento, lo hago convencido de no
mentir. Pero, a mi juicio, esto ya es bastante. Así que déjenme en paz.
Sí; París es una ciudad asombrosa. ¡ Y qué confort, cuántas comodidades para los
que a ellas tienen derecho, y también qué orden, que orden tranquilo! Yo todo lo
reduzco a orden. Verdaderamente, un poco más, y París, con su millón y medio de
vecinos, se convertiría en una poblacioncilla profesoral, tudesca, petrificada en
tranquilidad y orden, en un Heidelberg cualquiera. A eso tiende. ¿Y no podría ser un
Heidelberg de colosales dimensiones? ¡Y qué reglamentación! Compréndanme
ustedes: no tanta reglamentación exterior, que resulta insignificante (claro que en
comparación), cuanto colosal, interior, espiritual, emanada del alma. París se encoge
con gusto, se estrecha con placer, se achica con unción. ¡Adónde se queda, en este
sentido, Londres, por ejemplo! Estuve en Londres ocho días por junto, y, cuando
menos en lo exterior, ¡con qué cuadros tan amplios, y qué planos tan claros, tan
especiales, sujetos a medida, se destacan en mis recuerdos! Todo allí es enorme y ta-
jante en su originalidad. Hasta puede engañarnos esa originalidad. Cada rudeza, cada
contraste, codéase con su antítesis y va con ella de bracero, contradiciéndose
mutuamente y, por lo visto, sin poder excluirse. Todo eso, al parecer, aterrase
tercamente a la suyo y vive su vida, y salta a la vista que no se estorban unas cosas a
otras. Y, sin embargo, nótase allí la misma tenaz, sorda y ya vieja pugna, guerra a
muerte de todo principio personal en Occidente con la necesidad indispensable de
convivir, de componer, sea como fuere, un todo y reunirse en hormiguero; formar
aunque sea un hormiguero, organizarse un poco, sin comerse unos a otros..., pues, de
lo contrario, volverían a la antropofagia. En este sentido, por otra parte, obsérvase
allí, lo mismo que en París, tan desesperado esfuerzo por aferrarse a su statu quo, ese
echar de sí todos los deseos y esperanzas y maldecir el futuro, en el que no tienen fe
ni siquiera los cabecillas del progreso, y postrarse ante Baal. Pero, por favor, no os
dejéis seducir por frases retumbantes; todo eso sólo se advierte conscientemente en el
espíriu de los progresistas conscientes; pero se nota de un modo inconsciente,
instintivo en la actuación vital de toda la masa. Pero el burgués, por ejemplo, en
París, muéstrase conscientemente muy contento y convencido de que así debe ser, y
hasta es capaz de pegaros como le llevéis en eso la contra, y os pegará, porque hasta
ahora tiene cierto miedo, pese a todo su aplomo. En Londres, aunque se observe lo
mismo, ¡qué perspectivas, no obstante, tan amplias, tan abrumadoras! Hasta en lo
exterior, ¡qué diferencia con París! Esa ciudad, día y noche atareada e inquieta día y
noche como el mar; los rugidos y silbidos de las máquinas, esos trenes que corren por
encima de las casas (y que no tardarán en correr también por debajo de ella); esa
osadía emprendedora; ese aparente desorden, que, en realidad, es orden burgués en el
más alto grado; ese envenenado Támesis; ese ambiente saturado de carbón de piedra;
esos squares y parques magníficos; esos terribles antros, como el de Whitechapel, con
sus vecinos medio en cueros, salvajes y famélicos; la City, con sus millones y su
mundial comercio; el Palacio de Cristal; la Exposición Universal... Sí, la Exposición
impresiona. Sentís una energía terrible, que ha unido allí a todas esas gentes
incontables, llegadas de todo el mundo formando un solo rebaño; reconocéis una idea
gigante; sentís que allí se ha conseguido una victoria, un triunfo. Empezáis como a
temer algo. Por independientes que fuereis, algo hay que os parece terrible. “¿No será
ése ya el ideal logrado? —pensáis—. ¿No será ése ya el término? ¿No será ése ya el
rebaño único? ¿No será llegada, efectivamente, la hora de aceptar esto como la
verdad plena y ajustarse a ella definitivamente?” Todo esto es tan solemne, triunfal y
orgulloso, que se os empieza a encoger el espíritu. Miráis a esos cientos, a esos miles,
a esos millones de individuos que han acudido aquí, sumisos, de todas las partes del
mundo..., gentes llegadas con un solo pensamiento, que se agolpa tranquila, terca y
silenciosamente en este palacio colosal, y sentís que allí se ha consumado y rematado
algo definitivo. Es un cuadro bíblico, algo por el estilo de Babilonia o de una profecía
del Apocalipsis que se cumpliera a nuestra vista. Sentís que se necesita mucha dosis
de secular negación y desvío para no postrarse, para no rendirse a la impresión y
adorar el hecho y erigir en dios a Baal, es decir, para no tomar por el propio ideal lo
existente...
“Vaya...; eso es un desatino —diréis—, un absurdo morboso, nervios, exageración.
Nadie se detendrá en eso ni lo aceptará por su ideal. Además, que el hambre y la
esclavitud son sus hermanas, y, más que nada, contribuirán a fomentar el espíritu de
negación y engendrarán escepticismo. Pero los dilettanti, ahitos, que se pasean por
gusto, pueden, sin duda, imaginar visiones del Apocalipsis y consolar sus nervios,
exagerando y sacándole a todo, para excitarse, fuertes sensaciones...”
"Bien—contesto yo—. Supongamos que me haya seducido la decoración, eso es.
Pero si vierais qué orgulloso es ese potente espíritu de su victoria y de su triunfo, os
echaríais a temblar a vista de su orgullo, terquedad y ceguera, y temblaríais también
por aquellos a quienes señorea ese orgulloso espíritu.” Ante tan colosales
proporciones, ante tan gigantesco orgullo del dominante espíritu, a vista de la triunfal
perfección de la obra de ese espíritu, se estremece también no pocos veces el alma,
transida, doblégase, ríndese, busca la salvación en el desenfreno y la licencia, y
empieza a creer que eso es lo procedente. El hecho abruma la masa, agobia y oprime
a los chinos, y si engendra escepticismo, busca su salvación, triste y renegando, en
algo semejante al mormonismo. Pero en Londres se le puede convencer a la masa en
tal proporción y con un escenario como nunca veréis despiertos su igual en el mundo.
Dijéronme, por ejemplo, que las noches de sábado medio millón de trabajadores de
uno y otro sexo, con sus hijos, invaden, como el mar, la ciudad toda, concentrándose
con preferencia en algunos barrios, y toda la noche, hasta las cinco de la mañana, se
la pasan de juerga, es decir, comiendo y bebiendo como bestias para toda la semana.
Todo eso es producto de sus economías cotidianas, dinero ganado con un rudo trabajo
y entre maldiciones. En las carnicerías y tiendas de comestibles arde el gas con
llamaradas que iluminan la calle. Parece como si se organizara un baile para esos
negros blancos. La gente se apiña en las abiertas tabernas y en las calles. Allí comen
y beben. Las tabernas están adornadas como palacios. Todo el mundo está ebrio, pero
sin alegría lúgubre, pesadamente, y todos, terriblemente silenciosos. Sólo de cuando
en cuando insultos y remoquetes sangrientos interrumpen ese sospechoso y
entristecedor silencio. Todos se dan prisa a emborracharse hasta perder el
conocimiento... Las mujeres no se apartan de sus maridos, y beben en su compañía;
los chicos corren y diablean por allí. Una noche de ésas, a las dos, hube de
extraviarme, y anduve vagando largo rato por las calles, en medio de grupos incon-
tables de esa lúgubre gente, preguntando, poco menos que por señas, el camino, ya
que no sé de inglés ni una palabra. Di al fin con mi camino; pero la impresión de lo
que allí viera me estuvo atormentando por espacio de tres días.
El pueblo es en todas partes pueblo: pero allí era todo tan colosal, tan claro, que os
parecía sentir lo que hasta entonces no hicierais más que imaginar. Además, que allí
veíais, no al pueblo, sino la pérdida de la conciencia, sistemática, sumisa, fomentada.
Y sentíais, al ver todos aquellos parias de la sociedad, que, por mucho tiempo aún, no
se cumplirían para ellos las profecías, que aún tardarán mucho en darles palmas y
blancas vestiduras y en llamarlos junto al trono del Altísimo. ¿Hasta cuándo, Señor?
Y ellos lo saben, y. por lo pronto, vénganse de la sociedad con ciertas sectas
subterráneas de mormones, predicadores errabundos. Nos asombra la estupidez de
profesar en esas sectas, y no adivinamos que en eso hay un desvío de nuestras
fórmulas sociales, un desvío terco, inconsciente; un alejamiento instintivo de todo
para salvarse, alejamiento de nosotros con asco y horror. Esos millones de seres,
abandonados y echados del festín de la vida, apretujándose y aplastándose
mutuamente, en la bruma subterránea en que los dejaron sus hermanos mayores,
llaman a tientas a una puerta cualquiera y buscan una salida para no asfixiarse en
aquellas tinieblas. Ese es el supremo desesperado intento de apartarse de su pandilla;
de su masa, y alejarse de todo, hasta de la imagen del hombre, y vivir a su manera y
no estar con nosotros...
Vi en Londres otra muchedumbre parecida a ésa, que tampoco veréis nunca en
tales proporciones como allí. También una decoración a su modo. Quien haya estado
en Londres, seguramente habrá ido, aunque sólo sea una noche, al Hay-Market. Es un
barrio donde, por las noches, en ciertas de sus calles, se apiñan millares de mujeres
públicas. Las calles están alumbradas por focos de gas, de los que aquí no tenemos
idea. Magníficos cafés, decorados con espejos y dorados, a cada paso que dais. Hay
allí salas de fiesta, apeaderos. Cuesta trabajo atravesar por entre aquel gentío. ¡Y qué
muchedumbre tan heterogénea! Se ven allí viejas, y se ven también beldades ante las
que te detienes estupefacto. En todo el mundo no hay tipo de mujer comparable a la
inglesa. Toda esa gente se apiña con trabajo en las calles, densa, compacta. No ocupa
las aceras, y se extiende por todo el arroyo. Todas andan a la husma de presa y se
lanzan con descarado cinismo al paso del transeúnte. Se ven allí brillantes vestidos
suntuosos, y también verdaderos harapos y criaturas de muy diversas edades. todas
revueltas. Por entre aquella muchedumbre terrible merodea también el borracho
vagabundo, codeándose con el noble opulento. Suenan insultos, rumor de riñas,
llamadas y el quedo, seductor susurro de alguna belleza todavía fatal. ¡Y qué
hermosura a veces! Caras propias de un keepsake. Recuerdo que una vez entré en un
casino. Sonaba música. había baile, apiñábase un gentío. El decorado era magnífico.
Pero el sombrío carácter no abandona a los ingleses ni aun en medio de la alegría:
bailan serios, hasta adustos, marcando apenas el paso y como por obligación. Arriba,
en la galería, divisé a una señorita, y quédeme sencillamente estupefacto: jamás viera
en la vida nada semejante a tan ideal belleza. Estaba sentada a una mesita en unión de
un joven al parecer un gentleman rico y, según todas las señales, poco acostumbrado
a frecuentar esos casinos. Es posible que la hubiese encontrado, o, finalmente, se
hubiesen visto o convenido verse aquí. Hablaba apenas con ella, y siempre a saltos,
cual si no hablase de lo que hubiera querido hablar. El coloquio interrumpíase a cada
paso en un largo silencio. Ella estaba también muy triste. Tenía facciones tiernas,
finas; algo de secreto y triste traslucíase en sus bellísimos y algo altivos ojos, algo de
pensativo y- triste. A mí me parecía que debía de estar tísica. Estaba, no podía menos
de estar, por encima de toda aquella caterva de infelices mujeres, por su educación;
de lo contrario, ¿qué querría decir el rostro humano? Y, sin embargo, bebía gin, que
le pagaba el joven. Este se levantó por último, dióle la mano, y se despidieron. El se
fué del casino, y ella, con las pálidas mejillas cubiertas de grandes chapetas rojas del
alcohol, fué a confundirse con el tropel de afanosas mujeres. En Hay-Market pude ver
madres que llevaban allá a sus jóvenes hijas.
Las muchachas de doce años os cogen del brazo y os piden que las sigáis.
Recuerdo que una vez, entre el gentío, en la calle, vi a una chica, de dieciséis años a
lo sumo, toda harapienta, sucia, descalza, extenuada y maltrecha; el cuerpo, que le
asomaba por entre sus ha rapos, teníale lleno de verdugones. Andaba como
enajenada, sin rumbo fijo, dando tumbos. Dios sabe por qué, entre la gente; puede
que tuviera hambre Pero nadie reparaba en ella. Pero lo que más me chocó fué que
llevaba tal cara de amargura, de desesperación, sin consuelo, que la vista de aquella
cria tura, transida ya de desolación y pesar tamaños, resultaba hasta monstruosa y
producía un dolor horrible. Movía a un lado y a otro la desgreñada cabeza, como
cavilando en algo; se restregaba las cejas con sus manecitas, gesticulaba, y luego, de
pronto, las unía y se las apretaba contra el desnudo pecho. Yo me volví y le di medio
chelín. Cogió ella la monedilla de plata, quedóseme mirando fija, con tímido
asombro, a la cara, y de repente echó a correr con toda la ligereza de sus piernas, cual
temerosa de que fuese a quitarle el dinero... En general, cosas de gracia...
Y he aquí que úna vez, por la noche, en aquel gentío de mujeres perdidas y de
viciosos, hubo de cortarme el paso una mujer que venía corriendo por entre los
grupos. Vestía toda de luto, con sombrerillo, que casi le ocultaba el rostro; apenas si
tuve tiempo de mirarla; recuerdo únicamente sus fijos ojos. Me dijo algo que no pude
entender, en un francés chapurreado; púsome en la mano un papelito y alejóse
rápidamente. Junto a la luz de la ventana de un café repasé el papelito; era un trocito
cuadrado; en lina de sus caras tenía impreso: Crois-tu cela? En la otra, también en
francés: Resucitarás y vivirás, etcétera, algunas frases conocidas. Convendréis
conmigo en que la cosa era bastante original. Me contaron después que se trataba de
una propaganda católica, que por todas partes se introducía, terca, incansable. Unas
veces repartían esos papelitos por las calles; otras, libritos cuyo texto lo componían
diversos fragmentos del Evangelio y de la Biblia. Los daban de balde, se los ponían a
uno en la mano. Había muchedumbre de misioneros de uno y otro sexo. Era aquélla
una propaganda sutil y calculada. Hasta había un cura católico que visitaba los
hogares de los obreros pobres. Si se encontraba allí, por ejemplo, con un enfermo
tendido quizá sobre el santo suelo, rodeado de criaturas transidas de hambre y frío, y
una mujer famélica, y a veces borracha, proporcionábales a todos alimento, ropas,
calor, encargábase de asistir al enfermo, le compraba las medicinas, transformaba por
completo la casa y terminaba convirtiéndolos a todos al catolicismo. Aunque a veces,
curado ya el enfermo, lo echaban de allí con cajas destempladas, entre insultos y
golpes. Pero él no se desanimaba y se iba con la música a otra parte. De todas le
echaban, pero él todo lo sufría y a veces cobraba alguna presa. El cura inglés no va a
visitar a los pobres. A los pobres no los dejan entrar ni en las iglesias, porque no
tienen para pagar el asiento en el banco. Las uniones entre la clase obrera y, en
general, entre los pobres, suelen ser libres, por lo caro que cuesta casarse. A
propósito, muchos de esos maridos suelen pegarlas horriblemente a sus mujeres,
maltrátanlas hasta dejarlas medio muertas y, por lo general. con las tenazas con que
atizan el fuego en el hogar. Dichas tenazas parecen ya un instrumento consagrado
para pegarles a las mujeres. Por lo menos los periódicos, siempre que refieren reyer-
tas graves entre cónyuges, palizas y crímenes, no dejan de mencionar las tenazas. Los
hijos, pequeñitos todavía, suelen irse a menudo a la calle, confundirse entre el gentío
y no volver más a casa de sus padres.
Los curas y obispos ingleses, soberbios y ricos, viven de cuantiosas rentas y
engordan con la conciencia perfectamente tranquila. Son muy pedantones. muy
cultos, y con toda seriedad e importancia creen en su dignidad estúpidamente moral,
en su derecho a sermonear tranquilamente al prójimo, engordar y vivir para los ricos.
Su religión es una religión para ricos y ya sin máscara. Cuando menos...,
racionalmente y sin engañar a nadie. Para esos profesores, convencidos hasta el
engreimiento, la religión es una diversión a su modo: el misionerismo. Remueven
toda la tierra, van al corazón de Africa para convertir a un salvaje, y dejan en el
mayor olvido a millones de salvajes en Londres, porque no tienen para pagarles. Pero
los ingleses ricos y, en general, todos los becerros de oro del país son
extraordinariamente religiosos, sombría.
adustamente, y a su modo. Los poetas ingleses, desde tiempo inmemorial, gustan
de celebrar la hermosura de las residencias de los pastores en provincias, sombreadas
por encinas y olmos seculares. sus virtuosas consortes y sus hijas, de belleza ideal,
rubias con los ojos azules.
Pero cuando se va la noche y viene el día. ese mismo espíritu soberbio, huraño.
vuelve a apoderarse de la gigantesca ciudad. No se preocupa de lo que pueda haber
pasado durante la noche, no se inquieta por lo que en torno suyo ve ya en pleno día.
Baal domina y ni siquiera reclama acatamiento, porque sabe que cuenta con él. Su fe
en sí mismo es infinita; despectivo y tranquilo, sólo por quitarse eso de encima, da la
limosna organizada, siendo después ya imposible quebrantar lo más mínimo su
aplomo. Baal no cierra los ojos, como hacen, por ejemplo, en París a algunos
violentos, sospechosos y alarmantes fenómenos de la vida. La pobreza, el dolor. los
murmullos y quejas de la masa no le intimidan lo más mínimo. Despectivamente les
permite a todos esos sospechosos y malignos fenómenos de la vida convivir con él a
su lado a plena luz. No se afana cobardemente como el parisiense, por convencerse,
darse ánimos y creerse que todo está tranquilo y marcha bien. No se toma el trabajo
de esconder en algún sitio, como hacen en París, a los pobres para que no perturben
ni inquieten inútilmente su sueño. El parisiense, a semejanza del avestruz. gusta de
hundir la cabeza en la arena para no ver a los cazadores que se les echan encima. En
París... ¡Pero qué digo! ¡Si no estoy en París!... ¡Pero cuándo Señor, aprenderé
orden!...
CAPITULO VI
ENSAYO SOBRE EL BURGUÉS

Por alguna razón todo aquí se encoge, se cambia en calderilla, se apretuja y


comprime; “Yo no existo, no existo, no existo en el mundo...; yo me escondo; pasen
ustedes de largo, por favor, y no reparen en mí; hagan como si no me viesen. ¡Pasen,
pasen de largo!”
—Pero ¿a quién se refiere usted? ¿Quién se encoge?
—Pues el burgués.
—¡Pero si él es el rey, todo: la tiers état, c’est tout, y usted dice... que se encoge!
—Sí, señor; ¿y por qué se esconderá de esa manera bajo el emperador Napoleón?
¿Por qué olvidará el estilo altisonante de la Cámara de Diputados, que antaño era tan
de su gusto? ¿Por qué no quiere acordarse de nada y hace aspavientos cuando alguien
la recuerda el pasado? ¿Por qué en sus palabras y en sus ojos deja traslucir ese miedo
cuando alguien se propasa a expresar algún deseo en su presencia? ¿Por que cuando
él mismo, imprudentemente, se anima y formula algún deseo, inmediatamente se
asusta y empieza a desdecirse? “¡Señor! Pero ¿es posible que yo haya dicho eso?”, y
mucho tiempo después esfuérzase por compensar aquel arrebato con su sumisión y
docilidad. ¿Por qué mira como diciendo: “Hoy he vendido un poquito en la tienda, y
si Dios quiere, también venderé mañana, y pasado mañana, y si lo permite la gran
misericordia de Dios... Y de ese modo, a ver si puedo reunir aunque sean unas
migajas y... après moi, le dèluge?” ¿Por qué recogerá en un sitio especial a todos los
pobres y asegurará luego que no los hay? ¿Por qué se contentará con la literatura
administrativa? ¿Por qué tendrá ese empeño en persuadirse de que sus periódicos no
están vendidos? ¿Por qué se avendrá a gastar tanto dinero en mantener espías? ¿Por
qué no se atreverá a decir esta boca es mía, tocante a la expedición a Méjico? ¿Por
qué en el teatro las mujeres casadas se mostrarán con aspecto tan noble y adinerado y
las amantes tan derrotadas, sin posición ni amparo, empleadas o artistas, hechas una
lástima? ¿Por qué tendrá el burgués esa idea de que las esposas son todas, sin
excepción, fieles a machamartillo; que el foyer es una bendición; que el pot-au-feu
arde en un fuego virtuoso, y su peinado es el mejor que imaginarse pueda? Eso del
peinado está terminantemente resuelto, es cosa convenida, sin más discusión, como
cosa evidente, y aunque a cada momento estén pasando por los bulevares fiacres con
las cortinillas corridas, aunque doquiera hay refugios para toda suerte de necesidades
y aunque los tocados de las esposas suelen ser con harta frecuencia más costosos de
lo que pudiera pensarse, a juzgar por los ingresos del marido, es cosa decidida, escrita
y sellada, de la que no hay más que hablar. Pero ¿por qué es cosa decidida y firmada?
Pues por esta razón: porque si así no lo hiciesen pensarían que no habían alcanzado el
ideal; que París no era todavía el Paraíso terrenal; que podía apetecerse aún otra cosa,
no estando, por consiguiente, satisfecho el burgués con ese orden que defiende y
quiere imponerle a todo el mundo; que en la sociedad hay defectos que conviene
subsanar. He aquí por qué el burgués se da con tinta en los zapatos rotos para que no
se le note, en tanto las esposas paladean bombones, visten de un modo que las damas
rusas de Petersburgo las envidian hasta el histerismo, enseñan las piernas y se
arremangan garbosamente las faldas en los bulevares. ¿Qué más se requiere para ser
feliz? He ahí por qué títulos de novela, como, por ejemplo, La mujer, el marido y el
amante, no son posibles ya en las actuales circunstancias, porque no hay ni puede
haber amantes. Y aunque los haya en París en tanta abundancia como las arenas del
mar (y puede que más todavía), ni los hay ni puede haberlos, porque así está decidido
y firmado, porque doquiera resplandece la virtud. Y así tiene que ser para que
doquiera resplandezca la virtud. Si observáis el gran edificio del Palais Royal por las
noches, hasta las once, de fijo sentiréis pujos de tierno llanto. Innumerables esposos
se pasean del brazo de sus innumerables esposas, mientras en torno a ellos corretean
sus hijas, monísimas, impecables; murmura la fuente y el monótono susurro del
surtidor os recuerda algo tranquilo, plácido, constante, sempiterno, heidelberguiano.
Y diz que no es ésa la única fuente que en París murmura de ese modo: hay muchas
fuentes, y siempre las mismas, de suerte que el corazón se alegra.
París siente un ansia insaciable de virtud. Ahora el francés, serio, formal, suele ser
muy tierno de corazón, de suerte que no me explico por qué tiene ese miedo, pese a
toda su gloire militaire que iluminó Francia y que Jacques Bonhomme ha pagado tan
cara. El parisiense siente pasión por el comercio, pero aun comerciando y
desollándolo a usted como a un tilo, en su tienda, no lo desuella, como antes, por su
propio lucro, sino por virtud, por alguna necesidad sacratísima. Ahorrar un capital y
poseer lo más posible constituye el principal código de Moral, el catecismo del
parisiense. Eso ya era así antes, pero ahora ha adquirido, por decirlo así. un aspecto
sacratísimo. Antaño hacíase algún otro aprecio, por poco que fuese, de otras cosas
que no eran el dinero, de suerte que un hombre pobre, pero dotado de buenas
cualidades, podía contar con cierto respeto: mientras que ahora no. Ahora se ha de
menester reunir dinero y poseer muchas cosas para que le tengan a uno algún aprecio.
El parisiense no se estima en un grosch cuando se siente con los bolsillos vacíos, y
eso de un modo consciente, con toda convicción. Le consienten a usted cosas
sorprendentes con sólo que tenga usted dinero. El pobre Sócrates es sólo un necio y
pernicioso hacedor de frases, y sólo se le respeta en el teatro, porque el burgués se
desvive por rendir tributo a la virtud en el teatro. Hombre extraño el tal burgués;
proclama a voz en cuello que el dinero es la virtud suprema y un deber del hombre, y,
sin embargo, se perece por afectar el mayor decoro. Todos los franceses muestran una
traza asombrosamente noble. El francés más ruin, aquel que por unos cuartos le
vendería a su padre, dándole encima alguna añadidura en el momento mismo de
vendérselo, afectaría tan imponente aspecto, que hasta os asaltarían dudas. Entrad en
las tiendas a comprar algo, y el último hortera os abrumará, os abrumará, sí, con su
inexplicable empaque. Esos mismos dependientes que sirven de modelos para nuestro
teatro Mijaílovkii. Quedáis apabullados, os sentís, sencillamente, en culpa con ellos.
Entrasteis allí para gastaros, por ejemplo, diez francos y, no obstante, os reciben
como a lord Devonshire. En seguida os remuerde la conciencia; querríais daros prisa
a desengañarlos de que no sois lord Devonshire, sino un simple viajero, y que habéis
entrado allí con intención de gastaros solamente diez francos. Pero el joven aquél,
con el aire más feliz del mundo y la más inexplicable nobleza, ante la que os dan
tentaciones de reconocer que sois un picaro (¡tal es la nobleza de su aspecto!),
procede a enseñaros géneros por valor de diez mil francos. En un santiamén revuelve
en vuestro obsequio la tienda toda y, ¿cómo, pensáis, se toma tantos trabajos por
complaceros, él, Crandison, Alcibíades, Montmorency, y, además, para complacer a
quién? A vosotros, que tuvisteis la audacia, con vuestra facha mediocre, con todos
vuestros vicios y defectos, y con vuestros repugnantes diez francos, de ir a molestar a
ese marqués..., y en tanto pensáis esto, involuntariamente, en un instante, allí mismo,
junto al mostrador, empezáis a despreciaros. Os arrepentís y renegáis del destino por
no tener en cartera nada más que cien francos; y se los dais, pidiéndole perdón con la
mirada. Pero él os entrega, magnánimo, género por valor de cien francos, os perdona
todo el trastorno que le habéis causado, y os dais prisa a largaros. Al llegar a casa os
asombráis terriblemente al ver que, queriendo gastar sólo diez, francos, habéis
gastado cien. Cuántas veces, al pasar por los bulevares o por la rue Viviene, donde
hay tantas tiendas de artículos de fantasía, me dije para mis adentros: “Meta usted ahí
a unas señoras rusas y...”; pero de eso saben mucho los dependientes y starosti de los
gobiernos de Orlovsk, Tambovsk y otros. A los rusos les gusta enormemente dar a
entender en las tiendas que tienen muchísimo dinero. En cambio, hay en el mundo
gente tan descarada, como, por ejemplo, las inglesas, que no sólo no tienen reparo en
hacer que algún Adonis o Guillermo Tell les llene de artículos todo el mostrador y
revuelva por complacerles toda la tienda, sino que encima se ponen, ¡oh, espanto!, a
regatear de un modo horrible por conseguir diez francos de rebaja. Pero Guillermo
Tell no tiene pelo de tonto, sino que sabe vengarse, y por un chal que valga mil
quinientos francos le sacará a Tiladi, con maña, dos mil, si no más, de suerte que
quede plenamente satisfecha. Pero, a pesar de todo eso, el burgués se desvive por el
decoro. En el teatro, presentarle siempre personajes desinteresados. Gustave debe
brillar por el solo decoro, y el burgués llorará de enternecimiento. Sin decoro no
puede dormir tranquilo. Y eso de haber cobrado dos mil francos por una cosa que
vale mil quinientos es hasta una obligación; hízolo por virtud. Robar es una cosa fea,
baja..., conduce al presidio; el burgués está dispuesto a perdonar muchas cosas, pero
no perdona el robo, aunque usted o sus hijos se estén muriendo de hambre. Pero si
robáis por virtud, entonces todo se lo perdona. Usted probablamente quiere fair
fortune y ahorrar; bueno, pues cumple con un deber de la Naturaleza y de la sociedad.
He ahí por qué en el Código están muy bien especificadas las diferencias entre el
robo con mal fin, es decir, por un mendrugo, y el robo por una virtud elevada. Este
último está en alto grado garantizado, estimulado y organizado con desusada
precisión.
¿Por qué, finalmente —vuelvo a lo anterior—, por qué, finalmente, el burgués
parece tener miedo, no encontrarse a sus anchas? ¿Qué es lo que le inquiere? ¿Los
hacedores de frases? ¡Pero si de un puntapié puede mandarlos al diablo! ¿Los
argumentos de la pura razón? ¡Pero si la razón resulta inconsistente ante la realidad,
y, además, de eso, los mismos intelectuales, los mismos cultos han dado ahora en
enseñar que no hay tal argumento de la razón pura ni tal razón pura en el mundo; que
la lógica abstracta no es adecuada a la Humanidad; que existen la razón de Ivánov, la
de Petrov y la de Gustávov, pero no la razón pura; que todo eso son patrañas sin
fundamento del siglo XVIII. ¿A quién le teme? ¿A los obreros? Pero si también los
obreros son, en el fondo, propietarios; si todo su ideal se cifra en ahorrar todo lo
posible; si son así por naturaleza. No en balde se nos da la naturaleza. Todo eso se
viene elaborando a lo largo de los siglos. Las nacionalidades no cambian fácilmente,
no se desprenden fácilmente de hábitos seculares, que ya se hicieron carne y sangre
suyas. ¿A los campesinos? Pero si el campesino francés es archipropietario, los
propietarios más estúpidos; es decir, el mejor y más cumplido ideal de propietario
que imaginar se pueda. ¿A los comunistas? ¿A los socialistas, en fin? ¡Pero si el
burgués los desprecia profundamente! ¡Ahora que, aunque los desprecie, parece
también temerlos! Sí, a esa gente la teme. Pero ¿por qué la teme? ¿No dijo el abate
Sieyès en su famoso panfleto que el burgués... lo es todo? ¿Qué es el tiers etat? Nada.
¿Qué debe ser? Todo. Pues bien: según él dijera ha sucedido. Sólo esas palabras
siguen en pie de todas las que por aquel tiempo se dijeron; sólo ellas sobreviven. Pero
el burgués, sin embargo, no parece acabar de creerlo, a pesar de que cuanto se ha
dicho después de esas palabras de Sieyès se desvaneció como espuma.
Efectivamente, proclamaron a renglón seguido: liberté, égalité, fraternité. Muy bien.
Pero ¿qué es la liberté? La libertad. Pero ¿qué libertad? Pues la sola libertad de hacer
cuanto nos plazca dentro de los linderos de la ley. ¿Cuándo se puede hacer lo que a
uno le place? Cuando tiene millones. ¿Nos da la libertad un millón a cada uno? No.
¿Y qué es un hombre que no tiene un millón? El hombre que no tiene un millón no es
aquel que hace todo lo que le plazca, sino aquel con el que se hace todo lo que se
quiere. ¿Qué viene luego? Pues que, además de la libertad, hay también la igualdad, y
precisamente la igualdad ante la ley. Pero de esta igualdad ante la ley sólo puede
decirse que, en la forma en que hoy se practica, todo francés puede y está obligado a
considerarla como una ofensa personal que se le hace. ¿Qué queda, pues, de la
famosa fórmula? La fraternidad. Este es el punto más importante, y fuerza es
reconocer que constituye, hasta ahora, en Occidente, la principal piedra de tropiezo.
El hombre de Occidente habla de la fraternidad como del gran móvil que a la
Humanidad impulsa, y no comprende que no hay de dónde sacar la fraternidad
cuando en la realidad no existe. ¿Qué hacer? Es menester forjar la fraternidad, sea
como fuere. Pero resulta que es imposible elaborar la fraternidad, pues ésta se hace
ella sola, se da, se encuentra en la Naturaleza. Pero en la naturaleza del francés y, en
general, del hombre de Occidente, no se la encuentra, sino que sólo vemos allí el
principio personal, privativo, de la propia conservación, del propio concepto y la
propia definición en el pronombre yo, oponiendo este yo a toda la naturaleza y a
todos los demás seres, como un principio perfectamente igual a cuanto no es él.
Ahora bien: de parangón semejante no puede derivarse la fraternidad. ¿Por qué? Pues
porque dentro de la fraternidad, de la fraternidad verdadera, no es la personalidad
aislada, no es el yo el llamado a hablar de su derecho a la equivalencia con todos los
demás, sino que todos los demás deberían corresponder de suyo a esa exigencia del
derecho personal; a ese yo aislado, y espontáneamente, sin que él lo pidiera, deberían
reconocerle igual a ellos, es decir, a todos los demás que en el mundo existen.
Además, esa misma personalidad rebelde y exigente debería empezar por sacrificar
todo su yo a la sociedad, y no sólo reclamar su derecho, sino, por el contrario,
cedérselo a la sociedad sin condiciones. Pero la personalidad occidental no está hecha
a estas cosas; exige a voz en grito, reclama su derecho, quiere participar..., y la
fraternidad, no aparece. Claro que puede transformarse. Pero esa transformación
requiere milenios para consumarse, porque esas ideas deben empezar por meterse en
la masa de la sangre para convertirse al fin de una realidad. "¡De modo que —me
diréis— es preciso ser impersonal para ser feliz! ¿Acaso en la impersonalidad está la
salvación?” Al contrario, al contrario —replico—, y no sólo no es menester no tener
personalidad, sino que es preciso tenerla, y en un grado mucho más alto de como hoy
la concibe el Occidente. Compréndanme ustedes: la espontánea, consciente y por
nadie impuesta negación de toda la persona en provecho de todos es, a mi juicio, la
señal del más alto desarrollo de la personalidad, de su supremo poder, de su más
perfecto dominio de sí misma, de la más completa libertad, de su albedrío. Arriesgar
voluntariamente su vida por los demás, crucificarse, apurar la cicuta por todos, sólo
puede hacerlo quien tiene muy desarrollada la personalidad. Una personalidad muy
desarrollada, plenamente convencida de su derecho a ser tal personalidad, que no
teme ya por sí misma, no puede hacer otra cosa, es decir, no puede darse otro empleo
que sacrificarse toda entera por todos, para que también los demás sean
personalidades igualmente autónomas y felices. Esta es ley de Naturaleza; a eso
tiende el hombre normal. Pero aquí tropezamos con un pelito, con un pelito muy sutil,
pero que, como se atraviese al paso de la máquina, la hará descarrilar. Y es que no
está bien en estos casos tener la menor intención de lucro particular. Por ejemplo:
supongamos que me sacrifico plenamente por todos; pues bien: es preciso que me
sacrifique plena, definitivamente, sin intención de lucro, y sin pensar que voy a
sacrificarme todo yo por la sociedad, que, a su vez, me lo dará a mí todo. Hay que
sacrificarse dándose por entero y deseando, inclusive, que no te den nada en cambio
ni te recompensen en ninguna forma. ¿Cómo hacer eso? Porque eso es lo mismo que
no acordarse del oso blanco. Probad a imponeros esta tarea; no acordaros del oso
blanco, y ya veréis cómo a cada instante os acude al pensamiento el condenado. ¿Qué
hacer?. Hacer nunca es imposible; pero hay que procurar que la cosa se haga ella
misma, que esté en la Naturaleza, que inconscientemente se infunda en la naturaleza
de toda la raza, en una palabra: que sea un principio fraternal, amoroso, el de... hay
que amar. Es preciso ir espontánea, instintivamente a la fraternidad, a la comunidad,
al acuerdo, e ir a ella a pesar de todos los seculares dolores de la nación, no obstante
toda la tosquedad e ignorancia en la nación arraigadas, a despecho de la secular
servidumbre y de las invasiones de otros pueblos; en una palabra; que la necesidad de
una comunidad fraterna nazca de la naturaleza del hombre, que éste venga al mundo
con ella, o se asimile ese hábito en el transcurso de los siglos. ¿En qué consistiría esa
fraternidad, si la expresáramos en un lenguaje racional, consciente? Pues en que cada
personalidad, de por sí, sin la menor coacción, sin el menor provecho para sí misma,
le diría a la sociedad: “Sólo somos fuertes todos unidos; tomadme a mí por entero si
me necesitáis: no os preocupéis de mí, no penséis en mí al promulgar vuestras leyes,
que yo os cedo todos mis derechos, y podéis disponer de mí como gustéis. Esta es mi
suprema dicha...: sacrificároslo todo y que no padezcáis ningún daño. Me anulo, me
fundo sin la menor diferencia, con el solo fin de que resplandezca vuestra
fraternidad...” Pero la fraternidad, en cambio, debería contestarle: “Tú nos das
demasiado. Lo que nos das no tenemos derecho a rehusártelo, ya que tú mismo dices
que en eso cifras toda tu dicha. Pero ¿qué hacer si estamos siempre pendientes de tu
felicidad? Toma tú también todo lo nuestro. Con todas nuestras fuerzas procuraremos
constantemente que tengas toda la libertad personal posible, la mayor autonomía. No
temas de ahora en adelante a ningún enemigo, ni a los hombres, ni a la Naturaleza.
Nosotros todos miramos por ti, nosotros todos te garantizamos tu seguridad, sin
descanso velaremos por ti, ya que eres nuestro hermano, y nosotros los somos tuyo; y
nosotros somos fuertes; así que está tranquilo y ten ánimos, no temas nada y en
nosotros confía.”
Después de eso, naturalmente, ya no hay que repartir nada, pues todo de por sí se
reparte. Amaoslos unos a los otros, y todo eso vendrá solo.
¡Qué desgracia, efectivamente, que esto sea una utopía, señores! Todo se funda en
el sentimiento,en la Naturaleza y no en la razón. Y eso parece tanto como anular el
intelecto. ¿Qué pensáis? ¿Es una utopía o no lo es?
Pero, volviendo a lo de antes: ¿qué va a hacer el socialista si el hombre de
Occidente no profesa el principio de la fraternidad, sino, por el contrario, el principio
individual, personal, que sin cesar se especializa y puñal en mano reclama sus
derechos? El socialista, al ver que no hay fraternidad, se pone a predicarla. De la
carencia de fraternidad quiere sacar, hacer la fraternidad. Para hacer un guiso de
liebre. Pero aquí falta la liebre, es decir, falta la Natureleza, la aptitud para la
fraternidad, la Naturaleza creyente en la fraternidad que a ella espontáneamente
tiende. Desesperado, el socialista pónese a elaborar, a definir la fraternidad futura, lo
pesa y mide todo, seduce con las ventajas, habla, adoctrina, hace la cuenta de los
provechos que a cada uno habría de reportarle la fraternidad, cuánto saldría ganando
cada uno en lo que cada personalidad ve lo que ambiciona, y determina de antemano
la cuantía de los bienes terrenales; cuánto merece cada cual y en qué medida debe
cada uno sacrificar su personalidad al procomún. Pero ¿qué fraternidad es ésa, en la
que por adelantado se especifica cuánto merece cada cual y cuánto hay que darle? Por
lo demás, se ha proclamado esta fórmula: “Cada uno para todos, y todos para cada
uno.” Claro que cosa mejor que ésta no se puede idear, tanto más cuanto que la
fórmula entera está sacada de un libro que todos conocen.
Pero he aquí que procedieron a poner en práctica la fórmula, y a los seis meses los
hermanos llevaban a los Tribunales a Cabett, el fundador de la hermandad. Los
furieristas, según dicen, cogieron los últimos novecientos mil francos de su capital, y
todavía andaban viendo el modo de constituir su fraternidad. Nada les sale. Sin duda
que es gran señuelo ese de vivir, no ya fraternalmente, sino sencillamente sobre una
base razonable, es decir, bien, en un régimen en que todos velan por ti y sólo te
exigen trabajo y conformidad. Pero aquí surge otra vez el enigma; según parece, le
garantizan al hombre todo, le prometen darle de comer y de beber y proporcionarle
trabajo, y a cambio de todo eso exígenle tan sólo que ceda un poquitín de su libertad
personal en bien del procomún, un poquitín nada más. Pues bien: el hombre no quiere
vivir en esas condiciones, le duele ceder esa partícula de su libertad. Antójasele que
eso es un presidio y que está mejor solo, porque... disfruta de libertad plena. Y como
le hieren en su libertad, no le dan trabajo, lo dejan morir de hambre y no tiene libertad
alguna, parece raro, a pesar de todo, que prefiera su libertad. Naturalmente, el
socialista escupe y le dice que es un imbécil, un menor de edad, que no sospecha ni
comprende lo que le conviene: que una inútil hormiga, una hormiga insignificante
le aventaja en inteligencia, ya que en el hormiguero se está bien, todo se halla
organizado, comen todos hasta hartarse, todos son felices, cumple cada cual su
misión: en una palabra: que dista aún mucho el hombre del hormiguero.
En otras palabras: aun suponiendo que sea posible el socialismo, lo será en algún
otro país, no en Francia.
Y he aquí que, en el colmo de la desesperación, el socialista grita finalmente:
liberte égalité fraternité ou la mort. Bueno: ya a eso no hay nada que decir, y el
burgués canta definitivamente la victoria.
Pero si el burgués canta victoria, también probablemente queda malparada la
fórmula de Sieyès, literalmente y con toda exactitud. Porque ¿a qué viene ese
desconcertarse, encogerse y temer del burgués? Todos se le rinden; todos, ante él,
parecen inconscientes. Antaño, en tiempos de Luis Felipe, por ejemplo, el burgués no
andaba tan perplejo y temeroso, y también entonces imperaba. Pero es que entonces
todavía luchaba, presentía que tenía enemigos, y la última vez luchó con ellos en las
barricadas de junio. Pero el combate terminó, y el burgués vió de pronto que era
único en la Tierra, que mejor que él no había nadie, que era el ideal, y que lo que
ahora le incumbía era no ponerse a asegurarle, como antes, a todo el mundo, que era
el ideal, sino, sencillamente, despreciar con toda flema y altivez a todo el mundo en
nombre de la suprema belleza y todas las posibles perfecciones humanas. La po-
sición, si lo queréis, era confusa. Aupó a Napoleón III. Este habíale venido como
llovido del cielo, como la única salida para el aprieto en que se hallaba, cual la única
posibilidad del momento. Desde entonces el burgués triunfa, paga horriblemente su
triunfo y anda siempre temeroso, precisamente por haberlo alcanzado ya todo.
Cuando lo has logrado todo, se te hace muy duro haber de perderlo. De donde se
infiere, amigos míos, que quien más teme es quien más disfruta. No se rían ustedes,
por favor. Porque ¿qué es ahora el burgués?
CAPITULO VII
CONTINUACIÓN DEL ANTERIOR

¿Y por qué entre los burgueses hay tantos lacayos, y, además, de decente facha?
Les ruego que no inculpen, no salgan gritando que exagero, que calumnio, que por mi
boca habla la envidia. ¿A quién? ¿Por qué? He dicho, sencillamente, que hay muchos
lacayos, y así es. La lacayunería arraiga cada vez más en la naturaleza del burgués, y
cada día se la considera más como virtud. Así es y debe ser, atendido el presente
régimen de cosas. Consecuencia natural. Y, sobre todo, sobretodo..., la Naturaleza
ayuda. No digo, por ejemplo, que adolezca mucho el burgués de soplonería innata.
Mi opinión sobre el particular es que el extraordinario desarrollo del espionaje en
Francia, y no del simple espionaje, sino de un espionaje magistral, de un espionaje de
vocación que confina con el arte, y tiene sus procedimientos establecidos, procede
allí de lacayunería innata. ¿Qué idealmente noble sería Gustave si al menos no
tuviera otras cosas, si no ofreciera en diez mil francos la carta de su amada y no
entregase ésta a su marido? Puede que exagere; pero puede también que hable
basándome en algunos hechos. El francés se desvive por hacerle la corte a todo
personaje de viso y servirle de lacayo, hasta sin ganar nada, sin esperar la menor
recompensa, por deber. Recordad a todos esos cazadores de cargos en los distintos
Gobiernos que se han sucedido en estos últimos tiempos en Francia. Recordad qué
reverencias y genuflexiones fingían y las cosas que declaraban. Recordad uno de los
yambos de Barbier a este respecto. Cojo una vez en el café un diario del 3 de julio.
Lo miro: carta de Vichy. En Vichy estaba entonces pasando una temporada el em-
perador, naturalmente, con la Corte, y había cabalgatas, paseos. El corresponsal lo
describía todo. Empezaba así:

“Tenemos muchos jinetes excelentes. Naturalmente, ya habréis adivinado al más


brillante de todos. Su majestad pasea a caballo todos los días, escoltado por su
séquito”, etc.

Se comprende que se entusiasmen con las brillantes cualidades de su emperador.


Puede admirarse su talento, su ponderación, sus perfecciones, etc. A un señor que se
entusiasma de ese modo no se le puede decir en su cara que finge. “Tal es mi
convicción..., y se acabó", os contestará, ni más ni menos como nos contestan
algunos de nuestros periodistas contemporáneos. Comprendan ustedes: está
garantizado; sabe lo que ha de contestarles para cerrarles la boca. La libertad de
conciencia y de pensamiento es la primera y principal libertad del mundo. Pero aquí,
en este caso, ¿qué puedo responderos? ¿Por qué ahí ya no tiene en cuenta las leyes de
la realidad, prescinde de toda verosimilitud y lo hace deliberadamente? Pues porque
nadie le cree. El propio jinete, de fijo que no lee eso, y si lo lee es que ese francés que
escribe la Correspondance, el periódico, sus redactores, son tan estúpidos, que no
comprenden que el soberano no ha menester para nada la fama de primer jinete de
Francia, que ya es viejo y no aspira a esa gloria, y de fijo no ha de creer, por más que
se lo juren, que es el primer jinete de Francia, pues dicen que es hombre muy
inteligente No; se trata de otra cosa; será inverosímil, ridículo; podrá el mismo
soberano leer eso con empacho y despectiva risa; pero, en cambio, verá la sumisión
ciega, verá la genuflexión rendida, servil, estúpida, insincera, pero genuflexión al fin,
y eso es lo principal. Ahora juzguen ustedes: si esto no estuviera en el alma de la
nación, si tal vil lisonja no se conceptuara perfectamente lícita, corriente,
perfectamente dentro del orden de cosas y hasta decente..., ¿se podría publicar en un
diario parisiense semejante correspondencia? ¿Dónde podéis encontrar esas lisonjas
impresas sino en Francia? Hablo precisamente del alma de la nación; digo que no es
el periódico sólo el que es así, sino que todos allí están cortados por el mismo patrón,
quitando dos o tres, no del todo independientes.
Estaba yo una vez sentado a una table d'hôte... No en Francia, sino en Italia; pero
había allí muchos franceses. Hablaban de Garibaldi. Entonces todo el mundo hablaba
de Garibaldi. Era dos semanas antes de Aspromonte. Como es natural, expresábanse
en términos ambiguos; algunos callaban y no querían emitir su opinión; otros movían
la cabeza. La idea general de la conversación era que Garibaldi se había metido, en
una empresa arriesgada, hasta insensata, aunque, naturalmente, formulaban esa
opinión con reservas, porque Garibaldi... era hombre tan superior a todos los demás,
que podía convertir en razonable lo que para una mente vulgar resulta osado. Poco a
poco recayó la conversación sobre la pura personalidad de Garibaldi. Pusiéronse a
enumerar sus buenas cualidades; los comentarios eran harto benévolos para el héroe
italiano.
—No; yo lo único que admiro en él saltó de pronto un francés de aspecto simpático
y serio, de unos treinta años y ostentando en el rostro ese sello de empaque
extraordinario, peculiar a todos los franceses y rayano en impertinencia—, ¡una cosa
es lo que en él más admiro!
Naturalmente, todos, por curiosidad, volviéronse a él. La nueva condición
descubierta en Garibaldi tenía que ser interesante para todos.
El año sesenta, durante algún tiempo, ejerció en Nápoles un poder ilimitado y sin
contraste. En sus manos tenía la suma de veinte millones, de dinero del Estado. De
dicha cantidad no tenía que darle cuenta a nadie. ¡Podía habérsela guardado en parte,
o toda, y nadie le habría dicho nada! Pues no lo hizo así, y se la entregó al Gobierno,
dando cuenta hasta del último sou. ¡Es casi increíble!
Hasta le echaban fuego los ojos al hablar de los veinte millones de francos.
De Garibaldi, sin duda, se puede contar todo lo que se quiera. Pero poner el
nombre de Garibaldi en parangón con los estafadores de la caja oficial, sólo puede
ocurrírsele a un francés.
Y con qué ingenuidad, con qué buena intención contó la anécdota. A la bondad de
intención, naturalmente, todo se le perdona, hasta la pérdida de la facultad de
comprender y de la noción del honor verdadero; pero al mirar la cara que ponía el
francés al mentar, sonriendo, los veinte millones, no pude menor de pensar
inopinadamente:
“¡Vamos, hermanito, que si tú te hubieras encontrado en el lugar de Garibaldi...!”
Volveréis a decirme que eso no es verdad, que todos ésos son casos particulares,
que también se dan entre nosotros, y que no debo, por ello, condenar a todos los
franceses. Cierto que es así y que no me refiero a todos. En todas partes hay una
nobleza inexplicable, y puede que entre nosotros más que en parte alguna. Pero en la
virtud, en la virtud, ¿cómo se asciende? ¿Sabéis una cosa? Se puede, incluso, ser un
picaro y no perder la noción del honor; mientras que son muchas las personas
honradas que han perdido el concepto del honor y por eso se arrastran, creyendo
practicar una virtud. Lo primero es, naturalmente, más depravado; lo segundo, más
despreciable. Semejante catequesis de virtudes constituye un síntoma espiritual en la
vida de una nación. Pero, en fin, tocante a los casos particulares, no quiero reñir con
vosotros. Porque toda una nación se compone también de sólo casos particulares, ¿no
es verdad?
Hasta ved lo que pienso: puede que me equivoque también en eso de que el
burgués está achicado y sigue temiendo no sé qué. Está achicado, efectivamente; lo
está y teme; pero, en total, es feliz. Aunque a sí propio se engañe, aunque se esté
asegurando a sí mismo a cada instante que todo va a las mil maravillas, nada de eso
es óbice para que afecte un talante de confiado engreimiento. Más aún: hasta por
dentro está engreído a veces. Cómo todo esto pueda darse en él a un tiempo mismo...
es, efectivamente, un enigma; pero así es. En general, el burgués no tiene pelo de
tonto, pero sí es de cortos alcances, y su inteligencia parece discurrir a saltos. Tiene
un surtido enorme de ideas hechas, como de leña para el invierno, para con toda
seriedad poder tirar con ellas por espacio de mil años. Aunque, por otra parte, qué
digo mil años: rara vez habla el burgués de mil años, como no sea cuando se pone
elocuente: Après moi, le déluge, es una expresión mucho más usada y oportuna. ¡Y
qué indiferencia para todo, qué ligereza, qué intereses tan nimios! Hube de asistir en
París a una reunión de la buena sociedad en una casa adonde en mi tiempo iba mucha
gente. Todos parecían temer algo y hablaban de algo principal, no tan frivolo, de
intereses generales. En eso no podía haber, a mi juicio, miedo a espías, sino que,
sencillamente, todos se habían puesto a hablar en serio. Por lo demás, había allí
personas a quienes les interesaba mucho la opinión que yo hubiera formado de París
y el comprobar hasta qué punto estuviese asombrado, apabullado, anonadado. El
francés se cree que puede apabullar y anonadar moral- mente. Lo que es también un
indicio chistoso. Recuerdo especialmente a un viejecito muy simpático, muy amable,
muy bueno, que hubo de preguntarme mi opinión sobre París, y que se enfadó
muchísimo al ver que yo no daba muestras de especial entusiasmo. Hasta dolor
reflejóse en su bondadoso semblante...; dolor, así como suena, no exagero. ¡Oh
simpático monsieur Le M...re! Al francés, es decir, al parisiense (porque, en realidad,
todo francés es parisiense), no hay quien le convenza de que no es el primer hombre
del globo. Por lo demás, de todo el globo, quitando París, es poco lo que sabe. Y,
además, no quiere saber mucho. Es ésa una cualidad nacional y hasta característica.
Pero la cualidad más característica del francés... es la elocuencia. Su pasión por la
oratoria es insaciable y aumenta con los años. Quisiera saber cuándo empezó a
manifestarse en Francia esa pasión por la oratoria. Claro que principalmente arranca
de Luis XIV. Es notable que en Francia todo date realmente de Luis XIV. Pero más
notable es todavía que también en Europa todo date de Luis XIV. ¡Y de dónde lo sacó
ese rey..., no lo comprendo! Porque no era especialmente superior a todos los
monarcas que le precedieron. Quizá fuera porque fué el primero que dijo: L'État...
c'est moi. Esta frase gustó mucho, encantó a toda Europa. Pienso que sólo en esa
frase descolló. También aquí se dió rápidamente a conocer. El soberano más nacional
era en su tiempo Luis XIV, plenamente impregnado del espíritu francés, de suerte que
no me explico cómo pudieron ocurrir en Francia aquellas cosillas, me refiero al final
del siglo. Hicieron trastadas y volvieron al antiguo espíritu; pero la elocuencia, la
elocuencia..., ¡oh!, ésa es la piedra de tropiezo del parisiense. Pronto está a olvidar
todo lo antiguo, todo, todo; pronto a entablar los más discretos diálogos y a ser un
chico dócil y correcto; pero la oratoria... Eso es lo único que hasta ahora no ha podido
olvidar. Lampa y suspira por la elocuencia; recuerda a Thiers, a Guizot, a Odilon
Barrot. “¡Cómo florecía entonces la elocuencia!”, dice, evocador, y se queda
pensativo. Napoleón III lo comprendió así, y en el acto decidió que Jacques
Bonhomme no debía volverse caviloso, y poco a poco fué introduciendo la
elocuencia. A ese fin, en el Cuerpo legislador hay seis diputados liberales
inamovibles, siempre los mismos, verdaderos diputados, es decir, de esos que no
podrías sobornar aunque lo intentases, y que no pasan de seis; seis había, seis, y en
seis se quedarán. No habrá más, estad tranquilos, ni tampoco menos. Y es ésa una
medida habilísima a primera vista Pero la cosa es mucho más sencilla en la realidad,
y se opera con ayuda del suffrage universel. Naturalmente que se han adoptado todas
las medidas necesarias para que no se excedan mucho en el uso de la palabra. Pero
está permitido divagar. Todos los días, a su debido tiempo, se plantean cuestiones
políticas principalísimas, y el parisiense siente un grato temblorcillo. Sabe que va a
haber elocuencia, y se alboroza. Claro que sabe muy bien que no habrá más que
elocuencia. palabras, palabras y palabras, de las que no saldrá nada en fin de cuentas.
Pero eso le alegra mucho, muchísimo. Y es el primero que encuentra todo eso muy
bien. Los discursos de algunos de esos seis diputados gozan de gran popularidad. Y el
presidente siempre está dispuesto a pronunciar un discursito para divertir al público.
Cosa rara: también él está convencido de que sus discursos no han de dar el menor
resultado, de que todo aquello es pura broma y nada más, un juego inocente, una
mascarada, y, a pesar de todo eso, habla; ya hace varios años seguidos que habla, y
habla muy bien, hasta con gran satisfacción. Y a todos los diputados que le escuchan
se les cae la baba de gusto: “¡Qué bien habla ese tío!", y al presidente y a Francia
entera se les cae la baba. Pero he aquí que el presidente terminó, y a renglón seguido
se levanta el preceptor de esos chicos tan simpáticos y buenos. Solemnemente declara
que la obra sobre el tema propuesto. Salida del sol, la escribió de su puño y letra el
propio presidente. “Admirábamos el talento del honorable orador —dice—, sus ideas
y su irreprochable conducta, en esas ideas expresada; nos deleitábamos todos, todos...
Pero, aunque el honorable miembro de la Cámara merezca en recompensa un
álbum con esta dedicatoria: “Por sus buenas costumbres y sus éxitos en las ciencias”,
a pesar de eso, señores, el discurso del honorable presidente, no obstante las elevadas
expresiones que lo avaloran, no conducirá a nada. Espero, señores, que estaréis
completamente de acuerdo conmigo.” Al llegar ahí vuélvese a todos los
representantes, y su mirada empieza a lanzar destellos, severa. Los diputados, a los
cuales se les caía la baba, baten en el acto palmas entusiásticas al preceptor, y, sin
embargo, a renglón seguido dan gracias y estrechan también, conmovidos, las manos
al diputado liberal por la satisfacción que les ha proporcionado, y le ruegan no les
niegue esa satisfacción la próxima vez, con la venia del presidente. Este accede
benévolo; el autor de la Salida del sol vase de allí muy ufano de su éxito; los
diputados se dispersan, encaminándose a sus hogares, y por la noche, de puro
contentos, pasean del brazo de sus respectivas esposas por el Palais Royal,
escuchando el arrullo del surtidor de las fuentes bienhechoras, mientras el presidente,
al darle parte a quien corresponde de lo ocurrido, hace saber a toda Francia que todo
marcha a pedir de boca.
A veces, por lo demás, cuando se inician asuntos principalísimos, echan mano de
otro juego. Invitan a una de las sesiones al mismo príncipe Napoleón. Este empieza a
hacer oposición, con el consiguiente espanto de todos aquellos pollos. En la sala,
solemne silencio. El príncipe Napoleón hace alardes de liberalismo, no está conforme
con el Gobierno; a su juicio, hay que hacer esto y estotro. El príncipe condena al
Gobierno; en resumidas cuentas: dice lo mismo que pudieran decir aquellos buenos
chicos si su preceptor, por un momento, se ausentara de la clase. Naturalmente, es
poco apropiado el símil, porque todos aquellos chicos están tan bien educados que no
se moverían, aunque el profesor los dejase solos una semana entera. Y he aquí que
cuando el príncipe Napoleón termina, se levanta el preceptor y, solemnemente,
declara que la obra sobre el tema Salida del sol la compuso y escribió el orador de su
puño y letra. Nosotros admiramos el talento, las elocuentes ideas y la moral del
queridísimo príncipe. Nosotros estamos dispuestos a darle un diploma de aplicado y
adelantado en el estudio; pero..., etc., es decir, exactamente lo mismo que dijo antes:
no hay que decir que toda la clase aplaude con un entusiasmo rayano en lo indigno,
llevan a su casa al príncipe, los morales alumnos abandonan el aula, cual verdaderos
buenos chicos, y por la noche se van a pasear con sus respectivas esposas por el
Palais Royal, a escuchar el arrullo de los surtidores de las plácidas fuentes, etc., etc.:
en una palabra: que se observa un orden admirable.
Una vez nos extraviamos en la salle des pas perdus, y en lugar de encontrarnos en
la sección donde se juzgan las causas de lo criminal, dimos en la de los asuntos
civiles. Un abogado de pelo rufo, con toga y bigote, estaba pronunciando un discurso
y prodigando perlas de elocuencia. Presidente, jueces, abogados y público eran presa
del mayor entusiasmo. Reinaba en el local un silencio religioso; entramos de
puntillas. Se trataba de una herencia; en el pleito terciaban unos frailes. Estos
anclaban ahora siempre metidos en procesos, sobre todo en pleitos por herencias. Los
detalles más escandalosos, más feos, salían a relucir; pero el público callaba y no
armaba apenas revuelo, porque los frailes gozan actualmente de un poder
considerable y el burgués es muy moral. Los padres cada vez se aferran más a la
opinión de que ser capitalista es mejor que todos esos sueños, etc., y que,
arramblando con el dinero, se tiene poder y puede uno reírse de la elocuencia. Con la
elocuencia sola no haces nada. Pero, en último resultado, a mi juicio se equivocan.
Sin duda que está muy bien eso de ser capitalista; pero con la elocuencia puede
conseguirse no poco de un francés. Los matrimonios, sobre todo, están hoy más
sometidos a los padres que antaño. Hay la esperanza de que también el burgués caiga
en esto. En el proceso púsose de realce que los padres, con su asedio de muchos años,
astuto, sabio (pues hacen de eso una ciencia), fueron apoderándose del espíritu de una
señora bellísima y riquísima, la convencieron para que se fuera a vivir con ellos al
convento, y allí la asustaron hasta ponerla enferma de histerismo, por efecto de
diversos terrores, y todo de un modo calculado, graduado sabiamente. Cuando, por
fin, la hubieron reducido al estado de una enferma, de una idiota, hiciéronle presente
que tratarse con sus familiares era un pecado a los ojos de Dios, y poco a poco fueron
aislándola por completo de ellos. “Ni siquiera su sobrina, esa almila infantil, ese
ángel de quince años, se atrevía a entrar en la celda de su tía idolatrada, que a su vez,
la timaba más que a nada en el mundo, y que ya no podía, en virtud de esos alevosos
ardides, abrazarla y besar su front virginal donde reside el blanco ángel de la
inocencia...” En una palabra: todo por este estilo le salía asombrosamente bien. El
abogado que hablaba estaba radiante él mismo de la satisfacción de hablar tan bien, y
otro tanto les ocurría al presidente y al público. Los padres perdieron el pleito
únicamente por culpa de aquella elocuencia. Sin duda, no se descorazonarían. Pierden
uno y ganan quince.
—¿Cómo se llama ese abogado?... —preguntéle a un joven estudiante que se
contaba en el número de los embobados oyentes. Había allí muchos estudiantes, y
todos tan embobados. Me miró con asombro.
¡Jules Favre! —respondióme, por fin, con tan despectiva piedad, que concluí por
aturrullarme. Así fué cómo casualmente hube de conocer las flores de la elocuencia
francesa, por así decirlo, en su más auténtico venero.
Pero veneros de ésos los hay en todas partes. El burgués está corroído hasta la
punta de los pies por la elocuencia. Una vez fuimos al Panteón a ver a los hombres
ilustres. No era la hora señalada, y nos cobraron dos francos. Luego, el decrépito y
honorable inválido cogió las llaves y nos condujo a la cripta. Durante el camino nos
hablaba todavía como un hombre, sin más que cierta inseguridad de dicción, debida a
la falta de dientes. Pero al entrar en la cripta, inmediatamente se exaltó, no bien nos
hubo mostrado el primer sepulcro.
—Ci-git Voltaire... Voltaire, ese gran genio de la hermosa Francia. Extirpó
prejuicios, acabó con la ignorancia, luchó con el ángel de las tinieblas y levantó en
alto la antorcha de la ilustración. En sus tragedias llegó a lo sublime, y eso que ya
Francia tenía un Corneille.
Hablaba, saltaba a la vista, de memoria. Alguien le habría escrito un día la lección
en un papelito, y ya la repetía toda su vida; su semblante de buen viejo brillaba de
satisfacción al declamar sus retumbantes frases.
—Ci-git Jean Jacques Rousseau... prosiguió, acercándose a otro sepulcro—. Jean
Jacques, l'homme de la nature et de la vérité!
Me entró de pronto risa. El estilo rimbombante puede achabacanarlo todo. Y era
evidente que el pobre viejo, al hablar de nature y vérité, no comprendía en modo
alguno lo que decía.
—¡Cosa!. rara!...—díjele—. De estos dos grandes hombres uno se pasó toda la
vida llamando embustero y malo al otro, que, a su vez, lo calificaba de imbécil. Y he
aquí que ahora descansan juntos.
—Msié, msié!—observó el inválido, deseando hacer alguna objeción; pero no dijo
nada y me condujo a otra tumba.
—Ci-git Latines, el mariscal Lannes —y volvió a exaltarse—. Uno de los más
grandes héroes que haya tenido Francia, tan rica en ellos. Fué no sólo un gran
mariscal, el más experto guerrero, quitando al emperador, y, además, hombre de gran
cultura. Era amigo...
—Sí, amigo de Napoleón—dije yo deseando cortar el discurso.
—Msié! Déjeme hablar—atajóme el inválido con tono de hombre ofendido.
—¡Hable, hable usted, que lo escucho!
—Y, además, hombre de gran cultura. Era amigo del gran emperador. Ninguno de
sus mariscales, salvo él, tuvo la suerte de gozar de la amistad del gran hombre. Al
morir en el campo de batalla por su patria...
—Sí; una granada le llevó ambas piernas.
—Msié, msié! Déjeme que lo diga yo —exclamó el inválido, casi con voz quejosa
—. Puede que usted también lo sepa... ¡Pero déjeme a mí decirlo!
El buen hombre se empeñaba en contarlo él mismo, no obstante saberlo yo de
antemano.
—Al morir—insistió—en el campo de batalla por su patria, el emperador, dolido
en lo más profundo de su alma y lloroso por tamaña pérdida...
—Fué a despedirse de él—volví a interrumpirle, y en el acto sentí que hacía mal;
hasta me dió vergüenza.
—Msié, msié!—dijo el viejo, mirándome con dolido reproche y moviendo su cana
cabeza—. Msié! Ya sé, estoy convencido de que usted lo sabe todo y quizá mejor que
yo. Pero usted mismo fué quien me requirió para que le mostrase la cripta; así que
déjeme hablar a mí. Ahora ya queda poco. Entonces el emperador, dolido en lo más
profundo de su alma y lloroso (¡ay, en vano!) por tamaña pérdida como sufrían él, el
Ejército y Francia entera, acercóse a su lecho de muerte, y con su postrer adiós
endulzó los crueles dolores del que moría a vista de su jefe... C’est fini, monsieur—
añadió, mirándome con ojos de reproche, y siguió adelante—. Aquí hay también
otros sepulcros; bueno, nada..., quelques sénateurs —añadió con indiferencia y
desgaire, señalando con la cabeza a algunas tumbas que había a poca distancia. Toda
su elocuencia habíala derrochado con Voltaire, Jean Jacques y el mariscal Lannes.
Venía a ser, por decirlo así, un ejemplo inmediato, popular, de amor a la oratoria.
¿Será que todos esos discursos de los oradores de la Asamblea Nacional, la
Convención y los clubs, en que el pueblo tomaba parte casi inmediata, y en los que se
crió, sólo dejaron en su espíritu una huella..., el amor a la elocuencia por la
elocuencia?
CAPITULO VIII
“MA BICHE” Y “BRIBRl”

¿Y las esposas? Las esposas se pavonean, ya lo dije. Y a propósito: ¿por qué digo
yo las esposas y no las mujeres casadas? Pues por emplear un estilo elevado,
caballeros. El burgués, cuando habla en estilo elevado, dice siempre: Mon épouse. Y
aunque en otras clases sociales digan sencillamente, como en todas partes, Ma femme
(mi mujer, es mejor atenerse al espíritu nacional de la mayoría y al estilo elevado. Es
más característico. Además, hay también otra denominación. Cuando el burgués hace
carantoñas y trata de engañar a su mujer, la llama siempre: ma biche. Y a la inversa:
la mujer enamorada, en un arrebato de gracioso humor, llama a su simpático burgués
bri- bri, con lo que aquél, por su parte, se pone muy bueno. Bribri y ma biche florecen
constantemente, y ahora más que nunca. Aparte ser cosa convenida (y casi sin
discusión) que bribri y ma biche deben servir en nuestros tiempos, tan atareados, de
modelo de virtudes, buena armonía y paradisíaco estado social, como reproche a los
perversos, estúpidos y vagabundos comunistas; bribri, cada año que pasa, resulta más
grato en las relaciones conyugales. Comprende que hable como hable o haga lo que
haga ma biche no puede contenerse, que la parisiense ha nacido para tener un amante,
que es casi imposible que un marido se libre de los cuernos, y calla, naturalmente,
mientras aún no ha ahorrado bastante capital. Cuando ambas cosas se cumplen, bribri
se vuelve, en general, más exigente, porque empieza a tenerse en más estima. Bueno;
también entonces empieza a mirar con otros ojos a Gustave, sobre todo si aquél es
viudo y desharrapado. Por lo general, el parisiense con algún dinero, al casarse, elige
a una novia que también tenga cuartos. Más aún: primero echa sus cuentas, y si
resulta que ambos andan iguales en punto a dinero y prendas, pues cosa hecha. Así
sucede en todas partes; pero allí, en los asuntos personales, impera la ley de la
igualdad de los bolsillos. Si, por ejemplo, posee la novia aunque sólo fuere una
copeica más, ya no se la dan al pretendiente que tiene una menos, sino que buscan un
bribri más ventajoso. Además, los casamientos por amor van siendo cada vez más
imposibles, y se los considera hasta indecentes. Esa sensata costumbre de la
inexcusable igualdad de los bolsillos y esa unión nupcial de los caudales, rara vez se
infringe, y pienso que muchas menos veces que en parte alguna. La posesión de los
dineros de su mujer sabe muy bien el burgués aprovecharla en su favor. De ahí que en
más de una ocasión no tenga reparo en hacer la vista gorda respecto a la conducta de
su ma biche y de otras cosas molestas, porque, de lo contrario, caso de desavenencia,
puede plantearse la cuestión de la dote. Además, que si ma biche se permite a veces
hartas libertades, el marido se dice para sus adentros: “Así me pedirá menos dinero
para perifollos.” Ma biche entonces es mucho más zalamera. Por último, siendo el
matrimonio en gran parte una boda de capitales, haciéndose escasa cuenta de la
mutua inclinación, el bribri no está lejos de no mirar a su mujer con buenos ojos. Así
que más vale no meterse en nada del consorte; así aumenta la concordia en la casa y
el simpático musitar de dulces nombres: bribri y ma biche suenan a porfía. Y, por
último, para decirlo todo, bribri también, en ese caso, sabe que cuenta con garantías.
El comisario de Policía está siempre a su servicio.
Y lo está en virtud de leyes que él mismo se hizo. En un caso extremo, al encontrar
a los amantes en flagrant dálit10, puede matarlos a los dos, sin tener que darle cuenta a
nadie. Ma biche lo sabe y lo encuentra muy bien. La larga tutela ha hecho que ma
biche no piense ni sueñe, como sucede en algunos países bárbaros y ridículos, en ir a
estudiar a las universidades ni en formar parte de club o ser diputada. Prefiere
quedarse en su actual estado aéreo, canallesco, por así decirlo. La visten, la calzan los
guantes, la llevan a paseo, baila, engulle bombones, la tratan en lo exterior como a
una reina, y su marido, en apariencia, se le pone de rodillas. Esa forma de relaciones
es de una elaboración pasmosamente eficaz y distinguida; en resumidas cuentas : que
se observan las normas caballerescas. ¿Y qué más se puede pedir? Porque a Gustave
no se lo quitan. Tampoco ella ha menester algún fin virtuoso, elevado en la vida,
etcétera, etcétera; en realidad, es tan amante del dinero, tan roñosa, como su marido.
Cuando se le pasan los años canariescos, es decir, cuando llega el instante en que ya
no hay forma de tomarla por un canario, cuando la posibilidad de un nuevo Gustave
resulta ya un absurdo aun para la más fogosa y engreída fantasía, entonces ma biche
sufre una transformación rápida y enojosa. Se acabaron las galas, la coquetería, el
buen humor. Vuélvese, en general, mala, cicatera. Frecuenta la iglesia, ahorra dinero
a porfía con su marido, y mira de pronto a todo el mundo con una especie de cinismo;
preséntase inopinadamente el cansancio, el enojo, los groseros instintos, la falta de
finalidad de la existencia, el lenguaje cínico. Algunas hasta se vuelven sucias. Claro
que no siempre es así, que también se observan otros fenómenos más gratos y que en
todas partes se dan las mismas relaciones sociales; pero... allí se en cuentra todo eso
en su terreno propio, resulta más original, más curioso, más cumplido; es todo eso
más nacional. Allí radican el venero, la fuente de esas fórmulas sociales burguesas
que imperan ahora en todo el mundo a título de eterno remedo de esa gran nación. Sí:
en lo exterior ma biche es una reina. Difícil formarse una idea de la refinada cortesía,
de la deferencia exquisita que le rodean en todas partes, así en los salones como en la
calle. Ese vasallaje admirable llega a veces a extremos que no soportaría algún alma
honrada. La picara ficción la ofendería en lo más profundo. Pero también ma biche es
una picarona y... no pide más que eso... Siempre toma lo suyo y prefiere mariposear a
ir honrada y derechamente al asunto, y, a su juicio, es mejor y más grande el juego.
Porque el juego, el enredo.... eso es todo para ma biche; en eso estriba lo principal.
En cambio, ¡cómo viste, cómo sale a la calle! Ma biche es falsa, afectada, toda
artificiosa; pero todo esto cautiva, sobre todo, a esos individuos gastados, y en parte
corrompidos, que han perdido ya el gusto de la belleza lozana, natural. Ma biche está
muy mal educada; tiene almita y corazoncito de pájaro; pero, en cambio, es graciosa;
en cambio, posee infinitos secretos, de tales vueltas y revueltas, que os rendís y vais
tras ella como tras una picante novicia. Hasta es raro que sea guapa. Algo de malo
hay en su rostro. Pero eso no importa; tiene una cara expresiva, graciosa, y posee en
alto grado el secreto de fingir sentimiento, naturalidad. Puede que no sea lo que os
seduce el que sepa simular naturalidad, sino el proceso por el que a eso llegará. Al
parisiense, en general, le da lo mismo amor verdadero que amor bien fingido. Hasta
puede que le guste más la ficción. Cada vez va arraigando más en París el modo de
mirar a la mujer de los orientales. Las camelias están cada vez más de moda.
“Sácame los cuartos, pero engáñame bien; es decir..., fíngeme amor”: he ahí lo que se
les pide a las camelias. No mucho más que se les pide tampoco a las esposas; con eso
se dan por satisfechos los maridos, y de ahí que en silencio y condescendientes con-
sientan a Gustave. Además, que el burgués sabe que al llegar a vieja, ma biche
abrazará la causa de sus intereses y le ayudará de todo corazón a ahorrar un capital.
Ya en su juventud le ayuda eficazmente a eso. A veces es ella quien lleva el negocio,
engaña a los clientes; en una palabra; es la mano derecha, la encargada. ¿Cómo no
perdonarle que tenga su Gustave? En la calle es una mujer inviolable. Nadie la
ofende, todos se apartan a su paso, no como aquí, en Rusia, donde una mujer algo
joven no puede dar dos pasos por la calle sin que los hombres la miren por debajo del
Sombrero y la asedien con la pretensión de conquistarla.
Por lo demás, no obstante la posibilidad de Gustave, la fórmula habitual consabida,
de trato entre bribri y ma biche, es bastante simpática, y a veces hasta ingenua. En
general, los extranjeros —me salta a la vista— son casi todos incomparablemente
más ingenuos que los rusos. Sería difícil explicarlo al por menor; ha de observarlo
uno mismo. Le russe est sceptiqite et moquear, dicen de nosotros los franceses, y así
es. Somos más cínicos, estimamos menos lo nuestro, incluso no lo amamos; cuando
menos, no lo estimamos mucho, sin saber por qué, nos agarramos a lo europeo, a los
intereses universales, no privativos de nación alguna, y así tratamos a todo el mundo
con más frialdad, como por obligación, y, en todo caso, con más despego. Pero me
aparto del asunto. Bribri a veces es sumamente ingenuo. Paseando, por ejemplo, en
torno a las fuentecicas, afánase por explicarle a su ma biche por qué saltan hacia
arriba los surtidores; explícale las leyes de la Naturaleza, ufánase nacionalmente con
ella de la hermosura del bosque de Bolonia, de las iluminaciones, del juego de les
grandes eaux de Versalles, de los triunfos del emperador Napoleón y de la gloire
militaire; goza de su curiosidad y satisfacción, y se considera feliz. La ma biche, más
picara, usa también de análogas ternezas con el marido; es decir, sin fingimiento, y lo
trata con mucho mimito, no obstante los cuernos. Claro que no pretendo, como el
diablo Asmodeo, levantar los tejados de las casas. Me limito a exponer lo que me ha
saltado a la vista, lo que me ha parecido: Mon mari n'a pas encore vu la mer, os dice
una ma biche, y su voz delata sincera, ingenua condolencia. Quiere decir que su
marido no fué aún a Brest o a Boulogne a ver el mar. Ha de saberse que el burgués
tiene algunas exigencias muy ingenuas y muy serias, que se han convertido en otras
tantas costumbres generales de la burguesía. El burgués, por ejemplo, aparte la
necesidad de ahorrar y la necesidad de la elocuencia, siente otras dos necesidades
lícitas a más no poder, consagradas por la general costumbre, y con respecto a las
cuales se conduce muy seria y hasta patéticamente. La primera de esas necesidades
es... voir la mer, ver el mar. El parisiense suele pasarse toda su vida en París, detrás
de un mostrador, sin ver el mar. ¿Qué falta le hace ver el mar? El mismo no lo sabe;
pero lo desea, lo ansia; va aplazando cada año el viaje para el siguiente, porque le
retienen los negocios; sufre, y su mujer comparte sinceramente su dolor. En general,
hay en esto mucho sentimentalismo. y yo lo respeto. Por último, logró hacer tiempo y
dinero: procede a preparar su viaje, y días después se va a ver el mar. Al volver,
comunícales detalladamente y con todo entusiasmo sus impresiones a su esposa, a sus
parientes y a sus amigos, y toda su vida recuerda ya con placer que ha visto el mar.
Otra necesidad lícita y no menos viva del burgués, y especialmente del burgués
parisiense, es... se rouler dans l'herbe. Es el caso que el parisiense, al salir a las
afueras de la ciudad, gusta mucho, y hasta lo considera un deber, de tenderse en el
verde, cosa que hace hasta con cierta dignidad, sintiendo que así se une avec la
nature, gozando, sobre todo, si alguien lo ve. Por lo general, el parisiense, en las
afueras, estima su primer deber mostrarse más travieso, más chistoso y hasta más
fanfarrón; en una palabra: parecer más natural, más próximo a la nature. L’homme de
la nature et de la vérité! ¿No le vendrá de Jean Jacques, al burgués, ese vivo respeto a
la nature? Por lo demás, ambas necesidades: voir la mer y se rouler dans l'herbe, sólo
se permite el parisiense satisfacerlas cuando ya ha ahorrado un capitalito; en una
palabra: cuando empieza a estimarse a sí mismo, está ufano de su persona y se tiene
por un hombre. Se rouler dans l'herbe resultados, diez veces más agradable cuando lo
hace uno en su propio jardín, comprado con su dinero, fruto de su trabajo. Por lo
general, el burgués, al retirarse de los negocios, suele comprar acá o allá una
tierrecilla y hacerse su casa, con jardín, huerto y corral y una vaca.
Y aunque todo eso resulte minúsculo en punto a proporciones, es lo mismo: el
burgués siente el más infantil y conmovedor entusiasmo. Mon arbre, mon mur, dice
para sus adentros, y se lo dice a cuantos amigos invita, y toda su vida ya no hace otra
cosa. Pues bien: así es como da más gusto eso de se roule dans l'herbe. Para cumplir
con ese deber, mándase hacer, infaliblemente, una praderita delante de la casa. No sé
quién contaba que en casa de un burgués no crecía nunca la hierba en el sitio
destinado a pradera. Sembraba, regaba, arreglaba césped cogido de otro sitio: nada
salía ni crecía en la arena. Encontrábase el referido lugar delante de la casa. Entonces
fué el hombre y compró césped artificial, que fué a buscar a París; señaló en el jardín
un círculo para la hierba de una sachena de diámetro, y todos los días, después de las
comidas, cubría aquel trozo de hierba, para engañarse a sí mismo, satisfacer su
legítimo deseo y revolcarse en el verde. De la facultad que tiene el burgués de
entusiasmarse en los primeros momentos de su condición de propietario, no hay
duda; de suerte que la anécdota no tiene, moralmente nada de inverosímil.
Pero digamos dos palabras de Gustave. Gustave, sin duda, es lo mismo que el
burgués, es decir, tendero, comerciante, empleado, homme de lettres, oficial. Gustave
no es casado; pero es el mismo bribri. Pero no se trata de eso, sino de cómo viste y se
apaña ahora Gustave, cuál es ahora su traza, cuál su pelaje. El ideal de Gustave
cambia según los tiempos, y siempre sale en el teatro con la misma apariencia con
que se le ve en los salones. El burgués gusta del vodevil, pero se pirra, sobre todo, por
el melodrama. El modesto y jovial vodevil —la única obra de arte que apenas se
aclimata en ningún otro sitio ni puede vivir sino en su lugar de nacimiento, en París
—, el vodevil, no obstante agradarle al burgués, no le llena del todo. El burgués lo
considera una fruslería. Necesita algo elevado, algo de inexplicable nobleza; le hace
falta el sentimentalismo, y el melodrama tiene lodo eso. Sin melodrama no puede
vivir el hortera. El melodrama no morirá mientras aliente el burgués. Es notable
observar cómo cambia ahora incluso el melodrama. Aunque siga siendo alegre y
descocadamente gracioso, como antaño. empieza a sumársele ahora otro elemento: la
moraleja. El burgués se desvive hoy y considera extraordinariamente sagrado e
inexplicable sacar de todo, para él y su ma biche, alguna enseñanza. Además, que
ahora el burgués goza de un poder omnímodo; constituye una fuerza, y los autores de
vodeviles y melodramas son siempre lacayos y siempre halagan a la fuerza. He ahí
por qué ahora el burgués triunfa, hasta cuando lo representan con trazos
caricaturescos. y al final siempre le demuestran que todo marcha a pedir de boca.
Fuerza es pensar que semejantes demostraciones tranquilizan seriamente al burgués.
Todo hombre apocado, que no cree del todo en el éxito de su empresa, siente la
dolorosa necesidad de persuadirse a sí mismo, de darse alientos, de tranquilizarse.
Hasta empieza a dar crédito a las observaciones benévolas. Pues eso ocurre en este
caso. En el melodrama se ofrecen altos rasgos y altas lecciones. Allí no hay nada de
humor sino el patético triunfo de todo cuanto ama el bribri. de todo cuanto le gusta.
Gústale, más que nada, la tranquilidad política y el derecho a ahorrar dinero con la
mira puesta en edificarse un nido tranquilísimo. Pues con ese espíritu se escriben hoy
los melodramas. En este mismo espíritu se manifiesta también ahora Gustave. Por
medio de éste puede comprobarse siempre, en un momento determinado, lo que bribri
considera el ideal del insuperable decoro. Antaño, hace ya mucho tiempo, Gustave
afectaba aires de poeta, de artista, de genio desconocido, abrumado de persecuciones
e injusticias. Luchaba con bríos, y paraba siempre la cosa en que la vizcondesa, que
en secreto sufría por él, pero a la que él despreciaba indiferente, casábalo con su
ahijada Cecile, que no tenía una copeica, pero que, de pronto, resultaba
inmensamente rica. Gustave, por lo general, se resistía y rechazaba el dinero. Pero he
aquí que en la exposición obtenía un triunfo su cuadro. Inmediatamente
presentábanse en su guardilla tres ridículos milores y le ofrecían cien mil francos por
su futuro lienzo. Gustave acogíalos con risa desdeñosa y, con amarga desesperación,
les decía que todos los mortales son unos infames, indignos de sus pinceles; que él no
estaba dispuesto a exponer su arte, su sagrado arte, a la profanación de los pigmeos
que hasta entonces no supieron apreciar su grandeza. Pero irrumpe en la guardilla la
vizcondesa y le anuncia que Cecile se está muriendo de amor por él, y que debe
acceder a pintar ese cuadro. Entonces adivina Gustave que la vizcondesa, su antigua
enemiga, que se atravesó siempre en su camino, impidiendo que sus obras fueran
admitidas en las exposiciones, está en secreto enamorada de él; que si antes le
persiguió, fué de puro celosa. Como es natural, inmediatamente Gustave rechaza el
dinero de los tres milores, insultándolos por segunda vez, cosa que parece dejarlos
muy satisfechos, y luego corre a ver a Cecile, accede a aceptar su millón, perdona a la
vizcondesa, que se retira a sus posesiones, y, unido ya en legítimo matrimonio,
empieza a multiplicarse, gasta gorro de franela (bonnet de colón) y se pasea por las
tardes, con su ma biche, junto a las arrulladoras fontanas, que, con el quedo susurro
de su surtidor, recuérdanle, naturalmente, la solidez, consistencia y tranquilidad de su
dicha terrestre.
Suele ocurrir que Gustave no sea un hortera, sino un pobre huérfano, abandonado
por sus padres, pero con el alma rebosando inexpresable nobleza. De pronto, resulta
que no es ningún expósito, sino el hijo legítimo de Rothschild. Le entregan millones.
Pero él, orgulloso y despectivo, los rechaza. ¿Por qué? Pues porque así ha de ser para
bien de la elocuencia. Pero he aquí que en ese crítico instante llega madame Beaupré,
la esposa del banquero, que está enamorada de él, y cuyo marido se encuentra
ocupado en sus negocios. Viene a decirle que Cecile se está muriendo de amor por él
y que corra a salvarla. Gustave adivina que madame Beaupré está enamorada de él;
desprecia los millones y, cubriéndolos a todos de insultos horribles. por no haber en
todo el género humano nadie tan noble como él, corre en busca de Cecile y se casa
con ella. La mujer del banquero se retira a sus posesiones; Beaupré se pone la mar de
hueco, porque su mujer, que ya estaba al filo del abismo, supo conservarse pura e
inmaculada, y Gustave se hace padre de familia y por las tardes va a pasear en torno a
las fuentes bienhechoras, que con el susurro de su surtidor le recuerdan, etcétera,
etcétera.
Actualmente, la inexplicable nobleza es lo más frecuente que encarne en la figura
del oficial, del ingeniero militar o algo por este estilo, aunque de preferencia en la
figura del oficial, que ha de estar irremisiblemente condecorado con la cintita de la
Legión de Honor, ganada con su sangre. A propósito, esa cintita es feroz. Su dueño
está tan ufano de ella, que es casi imposible hablarle, ir con él en el tren, estar a su
lado en el teatro o tropezárselo en el restaurante. Poco le falta para escupiros, trata a
todo el mundo con modales de matón descarado, resuella, jadea por puro alarde, tanto
que, al fin, os entran náuseas, se os revuelve la bilis y os veis en la precisión de
llamar al médico. Pero los franceses se desviven por todo eso. Es de notar igualmente
que en el teatro se consagra también ahora atención especial a M. Beaupré, por lo
menos mucha más que antes. Beaupré, naturalmente, ahorra mucho dinero y posee
muchas cosas. Es recto, sencillo, un tanto grotesco por culpa de sus hábitos burgueses
y, además, por ser casado; pero es bueno, honrado, generoso, y se muestra
indeciblemente noble de condición en ese acto en que padece por efecto de la
sospecha de que su ma biche le es infiel. Aunque, a pesar de todo, se decide a
perdonarla. Luego se pone en claro, naturalmente, que ella es pura como una
palomita, que no pasó de coquetear con Gustave y engatusarle y que ama más que
nunca a bribri, el cual la ha abrumado con su generosidad. Cecile, naturalmente, no
tiene tampoco ahora un grosch, pero sólo en el primer acto, porque luego resulta que
es millonaria. Gustave es orgulloso y despectivamente noble, como siempre, aunque
un poco más fanfarrón, por culpa del uniforme militar. Lo que más ama en este
mundo es su cruz, ganada con su sangre, y l’épée de mon pére. De la tal espada de su
padre está hablando a cada instante, venga o no venga a cuento; ni siquiera
comprende uno de lo que se trata; él insulta, escupe por el colmillo pero todos se
inclinan ante él, y el público llora y aplaude (llora, así como suena). Ni que decir
tiene que no dispone de un grosch; ésa es condición sine qua non. Madame Beaupré,
naturalmente, está enamorada de él, lo mismo que Cecile; pero él no adivina el amor
de esta última. Cecile gime de amor en el transcurso de cinco actos. Cae, finalmente,
nieve o algo por el estilo. Cecile quiere tirarse por la ventana. Pero al pie de aquélla
suenan dos disparos; corren todos; Gustave, pálido, con el brazo en cabestrillo,
irrumpe en la escena. Brilla en su sobretodo la cintita ganada con su sangre. El
calumniador y seductor de Cecile ya ha llevado su castigo. Gustave cae, al fin, en la
cuenta de que Cecile lo ama y que todos esos enredos los ha armado madame
Beaupré. Pero madame Beaupré aparece pálida, asustada y Gustave adivina que ella
lo ama. Pero suena otra detonación. Es Beaupré, que, de puro desesperado, ha puesto
fin a su vida. Madame Beaupré lanza un grito, corre a la puerta; pero en ese momento
aparece el propio Beaupré, llevando un zorro muerto o algo por el estilo. La lección
ya está dada; ma biche no la olvidará nunca. Abrázase a su bribri, que todo se lo
perdona. Pero, de pronto. resulta que Cecile es millonada, y Gustave vuelve a
rebelarse. Niégase a ser su esposo. Gustave se retuerce las manos, profiere horribles
insultos. No hay más remedio sino que Gustave lance esos insultos horribles y escupa
a los millones, pues en otro caso el burgués no se lo perdonaría: no sería entonces de
tan inexplicable nobleza, y no vayáis a pensar que el burgués se contradice. No paséis
pena: no se queda la feliz pareja sin el millón, el cual es inevitable y aparece a lo
último en forma de premio a la virtud. El burgués no cambia. Gustave acaba por
aceptar el millón y a Cecile, y luego viene aquello de las ineludibles fuentes, el gorro
de algodón, el surtidor murmurante, etcétera, etcétera. De esta suerte tenemos
también mucho sentimentalismo y mucha inexplicable nobleza, y Beaupré, triunfante
y apabullándolos a todos con sus virtudes familiares, y, sobre todo, sobre todo, el
millón, en forma de hado, de ley de Naturaleza, para el que son todo el honor, loor y
reverencia, etcétera, etcétera; bribri y ma biche salen del teatro plenamente
satisfechos, contentos y tranquilos. Gustave los acompaña, y, al acomodar a la mujer
ajena en el fiacre, bésale a hurtillas la manecita. Todo marcha como es debido.

FIN DE
“NOTAS DE INVIERNO
SOBRE IMPRESIONES DE VERANO”
NOTAS
1
Escritor insignificante, que, en sus Antros de Petersburgo, trató de imitar Los
misterios de París, de Eugenio Sue.
2
Se refiere a las Cartas de un viajero ruso, de Karamzín, el historiador, donde
describe sus impresiones de Europa. Se publicaron en 1791.
3
Escritor contemporáneo de Catalina II (1713 - 1792) autor entre otras obras, de
Cartas desde Francia.
4
Dandi y filósofo de la Historia, que en sus Lettres sur la philosphie de
l'Histoire, dirigidas a una dama (1836), negabales a los rusos todo don creador.
5
Von Visin.
6
Lugar de veraneo en las cercanías de Petersburgo, sobre unas lomas.
7
La versión alemana suprime esta anécdota.
8
Gvozd significa clavo.
9
Medianera en los matrimonios.
10
La edición rusa trae flangrant.

Вам также может понравиться