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NOTAS DE INVIERNO
SOBRE
IMPRESIONES DE VERANO
(ZIMNIA ZAMIETKI A LIETNIJ VPECHATLIENlAJ)
(1862-63)
CAPITULO PRIMERO
A MODO DE PRÓLOGO
Hace ya algunos meses me rogaron ustedes, amigos míos, les escribiese cuanto
antes mis impresiones del extranjero. sin sospechar que con tal ruego me ponían
sencillamente en un apuro. ¿Qué voy a escribirles? ¿Qué voy a contarles de nuevo, de
aún no conocido ni contado? ¿Quién aquí, en Rusia (aunque sólo sea por la lectura de
los periódicos), no conoce Europa doblemente mejor que su país? Eso de doblemente
lo he dicho por respeto, que si no, habría puesto diez veces más. Luego, aparte esas
reflexiones generales, saben también ustedes que no tengo nada de particular que
referir y todavía menos que describir ordenadamente, ya que todo lo vi sin ningún
orden, y si algo vi, no logré enterarme. Estuve en Berlín, en Dresde, en Wiesbaden,
en Baden-Baden, en Colonia, en París, en Londres, en Lucerna, en Ginebra, en
Génova, en Florencia, en Milán, en Venecia, en Viena; y en algunos de dichos
lugares por dos veces, y ¡todo eso lo recorrí en dos meses y medio justos! ¿Y es
posible enterarse de algo cuando se recorre un itinerario semejante en dos meses y
medio? Ya supondrán ustedes que antes de salir de Petersburgo me había trazado mi
plan de viaje. No había estado nunca en el extranjero; sentía ansias de ir allá casi
desde mi más tierna infancia, desde aquellos tiempos en que, en las largas noches de
invierno, por no saber leer todavía, boquiabierto y trémulo de entusiasmo y horror,
les oía a mis padres leer en voz alta, cayéndose de sueño, novelas de monsieur
Racliffe, que luego eran causa de que tuviese pesadillas salteadas de fiebre. Pude
marchar por fin al extranjero, cuarentón ya, y naturalmente, no sólo quería ver todo lo
más posible en el menor tiempo, sino también verlo todo, infaliblemente todo, no
obstante lo breve del plazo. Además, que no estaba en condiciones de elegir
serenamente los lugares. ¡Señores, cuánto no me prometía yo de ese viaje! “¡No me
fijaré en nada al por menor, sí, pero en cambio —me decía— lo veré todo, a todas
partes iré; y de todo lo que vea me quedará una impresión de conjunto, un panorama
general. Toda esa vía de sagrados portentos se me representaba de un golpe, en un
voletío de pájaro, como la tierra vista desde una montaña, en perspectiva. En una
palabra: recibiré una nueva, extraordinaria, vigorosa impresión.” Porque vamos a ver:
¿qué es lo que ahora, al evocar mis peregrinaciones estivales siento más? Pues no el
no haber mirado detalladamente nada, sino el haber estado en tantos sitios y no haber
estado en Roma. Y en Roma habría podido ver al Papa... En resumidas cuentas: que
hubo de acometerme una sed insaciable de algo nuevo, de cambiar de lugares, de
impresiones generales, sintéticas, panorámicas. ¿Y queréis decirme qué es lo que,
después de tales confesiones, podéis esperar de mí? ¿Qué voy a contarles? ¿Qué voy
a representar? ¿Panoramas, perspectivas? Algo a vista de pájaro. Pero puede que
seáis los primeros en decirme que remonto mucho el vuelo. Además, yo me tengo por
hombre de conciencia y no querría mentir, ni aun en calidad de viajero. Porque si me
pongo a imaginar y describir, aunque sólo fuere un panorama, no tendré más remedio
que mentir, y no a fuer de viajero, sino sencillamente porque en tales circunstancias
es inexcusable mentir. Juzgad vosotros mismos: Berlín, por ejemplo, me produjo la
más desagradable impresión, de suerte que no paré en ella sino un solo día. Y ahora
sé que estoy en culpa con Berlín, que no me atrevo a afirmar rotundamente que me
produjera una impresión desagradable. Sí, por lo menos, agridulce, no simplemente
agria. ¿Y a qué se debió ese mi pernicioso yerro? Pues decididamente a que yo,
hombre enfermo, que padece del hígado, tuve que pasar dos días en el tren, con lluvia
y niebla, hasta llegar a Berlín, y ya allí, sin haber dormido, pálido, rendido, deshecho,
a la primera ojeada observé que Berlín tenía un parecido inverosímil con Petersburgo.
Las mismas calles tiradas a cordel, los mismos olores, los mismos... (¡pero no voy a
enumerarlo todo). “¡Dios mío! —pensaba yo para mis adentros—, ¿valía la pena de
haber pasado dos días en el tren para ver lo mismo que lo que he dejado?” Ni siquiera
me hicieron gracia los tilos, y eso que por ellos son capaces los berlineses de
sacrificar lo que más estiman, hasta su Constitución; ¿y que hay más preciado pura un
berlinés que su Constitución? Además, que los berlineses todos, desde el primero al
último, tienen tal facha de alemanes, que yo, sin mirar ni siquiera los frescos de
Kaulbach1 (¡oh horror!), me largué en seguida a Dresde, llevando en mi alma la
convicción profunda de que es menester acostumbrarse a los alemanes y que quien no
está hecho a verlos no puede aguantarlos, sino difícilmente, en grandes masas. Pero
en Dresde también caí en culpa con las alemanas; parecióme de pronto, en cuanto me
eché a la calle, que no había tipos más antipáticos que los de las mujeres de Dresde, y
que el propio cantor del amor, Vsévolod Krestóvskii, el más convencido y jovial de
los poetas rusos, habría perdido allí el tino y dudado de su vocación. Ni qué decir
tiene que me doy perfecta cuenta ahora mismo de que estoy diciendo desatinos y que
ni en tales circunstancias habría podido dudar de su vocación. A las dos horas me lo
expliqué todo; de vuelta en mi cuarto del hotel, y al mirarme la lengua en el espejo,
quedé convencido de que mi juicio acerca de las señoras de Dresde era muy parecido
a la más negra calumnia. Tenía la lengua pajiza, de mal aspecto... “Será que el
hombre, ese rey de la Naturaleza, depende en todo hasta tal extremo de su hígado —
pensé—; ¡qué ruindad!” Con esos consoladores pensamientos me dirigí a Colonia.
¡Confieso que me prometía mucho de la catedral! Con unción la había dibujado yo en
mi juventud, cuando estudiaba arquitectura. A mi vuelta por Colonia un mes después,
cuando de regreso de París contemplé por segunda vez la catedral, sentí impulsos de
hincarme de rodillas y pedirle perdón por no haber percibido la primera vez su
belleza, ni más ni menos que Karamzín2, cuando con la misma intención arrodillóse
ante las cascadas del Rin. Pero sea como fuere, aquella primera vez no me gustó la
catedral lo más mínimo, pareciéndome un encaje, un encaje y nada más, un objeto
elegante por el estilo de un pisapapeles encima de una mesa, de setenta sáchenas de
alto. “Poca grandeza”, decidí, exactamente igual que antaño nuestros abuelos fallaron
respecto a Púschkin: “Es muy ligero escribiendo, carece de elevación.” Sospecho que
en ese mi primer juicio influyeron dos circunstancias, siendo la primera el agua de
Colonia. Juan María Farina está allí mismo, al pie de la catedral, y en cualquier hotel
que os alojéis, sea el que fuere vuestro estado de ánimo y por más que os ocultéis de
vuestros enemigos y de Juan María Farina en particular, sus agentes darán con
vosotros sin falta, y entonces: Eau de Cologne ou la vie!; una de las dos cosas, no hay
opción. No puedo responder con toda certeza de que lancen ese mismo grito de Eau
de Cologne ou la vie!; pero vaya usted a saber, puede que así sea. Recuerdo que a mí
entonces me pareció oírlo. El segundo detalle que me puso de mal humor,
haciéndome incurrir en injusticia, fué el nuevo puente de Colonia. El puente es, sin
duda, magnífico, y la ciudad está justamente orgullosa de él, pero a mí parecíame que
ya estaba demasiado orgullosa. Naturalmente, en seguida me dió rabia. Al abonar yo
los grosches de costumbre por pasar el maravilloso puente, no habría debido el
cobrador de aquel razonable impuesto ponerme aquella cara propia de quien cobra
una multa por alguna falta, que yo, inocentemente, hubiera cometido. No sé, pero a
mí me pareció que aquel alemán se insolentaba. “Seguramente ha adivinado que soy
extranjero, y ruso, por añadidura”, pensé. Por lo menos con los ojos parecía decirme:
“Ya ves qué puente el nuestro, miserable ruso... No tendrás más remedio que
reconocer que eres un gusano comparado con nuestro puente y con cualquier alemán,
puesto que no hay en tu tierra un puente semejante.” Convendréis conmigo en que
eso resultaba vejatorio. Claro que el alemán aquel no me dijo nada de eso, y hasta es
posible que ni lo pensara, pero es igual; yo tenía la seguridad de que quería de-
círmelo, hasta tal punto, que me puse furioso por dentro. “¡Llévete el diablo! —pensé
—; también nosotros hemos inventado el samovar... Tenemos periódicos... Hacemos
cosas oficiales... Tenemos... nada, que me enfadé, y comprando un frasco de colonia
(que ya no podía evitar), tomé inmediatamente el tren para París, esperando que los
franceses serían mucho más simpáticos y finos. Ahora vosotros mismos podéis
juzgar: si me hubiera hecho fuerza y estado en Berlín, no un día, sino una semana; en
Dresde, otro tanto, y en Colonia, cuando menos, tres días, o en todo caso dos, a la
segunda o tercera vez habría mirado aquellas cosas con otros ojos y aun concebido de
ellos una mejor idea.
Hasta la luz del sol, la sencilla luz del sol, tuvo allí mucha parte: si hubiera brillado
sobre la catedral como brillaba la segunda vez que estuve en Colonia, de fijo el
edificio se me habría mostrado a su luz verdadera y no como aquella sombría y hasta
lluviosa mañana, capaz de despertar en mí un arrechucho de dolorido patriotismo.
Aunque no se ha de inferir de aquí que el patriotismo sea fruto del mal tiempo.
A propósito, oíd una cosa, amigos míos: en dos meses y medio es absolutamente
imposible verlo todo y no puedo ofreceros los testimonios más exactos. Sin querer,
algunas veces tendré que mentir, así que...
Pero al llegar aquí me atajáis. Decís que por esta vez no necesitáis referencías
exactas, que de haberlas menester sin trabajo las encontraréis en la Guía de Reichard,
y que, por el contrario, sería bien que los viajeros no le tuviesen tanto respeto a la
verdad absoluta (para llegar a la cual suelen carecer de fuerzas), a la sinceridad, no
temiesen ocultar algunas de sus impresiones o aventurillas personales, por poco glo-
riosas que fueren, y no se justificasen sus partes ventajosas.
En una palabra: que lo que ustedes quieren son mis observaciones personales, pero
sinceras.
“¡Ah! —exclamo yo—. ¡Conque lo que queréis es una simple charla, esbozos
ligeros, impresiones personales cogidas al vuelo!” Pues bien, conformes, y en seguida
voy a daros gusto con mis apuntes. Y me esforzaré cuanto pueda por ser ingenuo.
Sólo les ruego tengan presente que es posible que muchas de las cosas que ahora voy
a contarles adolezcan de errores. Aunque, naturalmente, no todos van a ser yerros.
Porque es imposible en punto a hechos tales como que Notre Dame está en París, así
como el Bal Mavilla. El último hecho, particularmente, está tan confirmado por
cuantos rusos escriben en París, que no hay forma de ponerlo en duda. En eso es
posible que yo tampoco yerre, aunque, por lo demás, no respondo, estrictamente
hablando, de que así sea. Porque dicen que estar en Roma y no ver la catedral de San
Pedro es imposible. Pues bien: yo estuve en Londres y no vi la catedral de San Pablo.
De veras que no la vi. No vi la catedral de San Pablo. Cierto que entre San Pedro y
San Pablo hay diferencia, pero, a pesar de todo, está eso mal en un viajero. Ahí tenéis
mi primera aventura, que no redunda ciertamente en mi gloria (es decir, vi la catedral
de lejos, a unas doscientas sáchenos de distancia, y, además, iba con prisa a
Pentoville, por lo que hice un gesto con la mano y pasé de largo). ¡Pero al asunto, al
asunto!
¿Y saben ustedes una cosa? Pues que no en todas partes estuve de paso ni lo vi
todo a vista de pájaro (a vista de pájaro no quiere decir desde arriba. Se trata, según
sabéis, de un término arquitectónico). En París me pasé un mes entero, menos ocho
días que estuve en Londres. Vaya, voy a escribirles algo acerca de París, porque vale
más la pena verlo que no la catedral de San Pablo o las señoras de Dresde. ¡Ea!, ya
empiezo.
CAPITULO II
EN EL TREN
pero no corría, y he aquí que ahora, por fin, voy camino de esa región de sagrados
portentos, al lugar de tantos ensueños y tantas expectaciones para mí. de tan terca fe.
“Señor, ¿pero qué somos nosotros los rusos?”, cruzaba por mi imaginación a veces en
aquellos momentos, todo ello en el coche del tren. Efectivamente: “¿Somos de veras
rusos? ¿Por qué Europa tiene de todos nosotros, sin excepción, esa idea fabulosa,
fantástica?” Es decir, no me refiero ahora a esos rusos que se quedan allá, vamos, a
esos rusos sencillos, que suman en total cincuenta millones, a los que nosotros, unos
cien mil hombres. hasta ahora consideramos seriamente como un cero y de los que se
ríen nuestros profundos periódicos satíricos porque no se afeitan las barbas. No;
hablo ahora de nuestra pandilla privilegiada y diplomada. Porque todo,
decididamente, casi todo cuanto tenemos en punto a desarrollo espiritual, ciencias,
artes, ciudadanía, humanismo, todo viene de allá, de esa región de sagrados portentos.
Porque toda nuestra vida, desde la más tierna infancia, se ajustó al patrón europeo.
¿Acaso alguno de nosotros puede resistir a ese influjo, a esa presión? ¿Cómo todavía
no nos habremos vuelto definitivamente europeos? Que no nos hemos vuelto... En
eso creo que todos convendréis conmigo: los unos con alegría; otros, naturalmente,
con rabia, por no haber crecido hasta el punto de transformarnos en europeos. Pero
eso ya es otra cosa. Yo sólo expongo el hecho de que no nos hemos convertido en
europeos, no obstante tan irresistibles influjos, y digo que no puedo explicármelo,
porque no han sido nuestras nodrizas ni nuestras madres quienes nos han impedido la
transformación. Que resulta triste y chusco al mismo tiempo pensar que de no haber
sido Arina Rodionovna, la nodriza de Puschkin, no habríamos tenido un Puschkin.
¡Que desatino! ¡No veis que es un disparate! Pero ¿y si, en efecto, no lo fuera?
Porque ahora mandan a muchos niños rusos a educarse en Francia; ¿y qué pasaría si
llevasen allá a otro Puschkin y no tuviesen allí ninguna Arina Rodionovna ni quien le
hablase ruso desde la cuna?
¿Y si Puschkin no fuera ruso?. El, un señorito, adivinó a Pugachiov, y caló en el
alma pugachiovesca y en un tiempo en que nadie aún había calado en ella. Con ser un
aristócrata, llevaba a Bielinski en el fondo de su corazón. Con energía portentosa
apartóse de su medio y le enjuició definitivamente con rasgos del alma natal en su
Onieguin. Porque fué un profeta y un precursor. ¿Es que existe quizá alguna
combinación química del alma humana con la tierra nativa que no sea posible
disolverla y, puesto que se la disuelva, se torne a reconstruir? Porque no nos ha
llovido del cielo la eslavofilia, y aunque se haya formulado luego en una fantasía
moscovita, la base de esa fantasía es más amplia que la fórmula moscovita, y es
posible que tenga raíces más profundas, de lo que a primera vista parece, en muchos
corazones. Y hasta los moscovitas es posible guarden algo más hondo que su
fórmula. Es difícil advertirlo a la primera mirada. Hay ideas vivas, fuertes, que en tres
generaciones no llegan a dilucidarse del todo, de suerte que al final resultan algo
enteramente distinto que al principio... Pues bien: todos estos ociosos pensamientos
me asaltaban involuntariamente en vísperas de ver Europa, en el coche del tren, en
parte por aburrimiento y no hacer nada. Porque ¡hay que ser sincero! Hasta ahora,
entre nosotros, sólo se han ocupado en esas cosas los que no tienen nada que hacer.
¡Ay, y qué aburrido resulta eso de ir sentadito en el coche del tren mano sobre mano!
Vaya, exactamente igual de aburrido que estarse en Rusia sin hacer nada. Por más
que te conduzcan y se preocupen de ti, y a veces hasta te arrullen de un modo que no
se pueda pedir más, a pesar de todo te entra tristeza, tristeza precisamente, porque no
haces nada, porque te miman demasiado, y tú estás ahí sentadito aguardando a ver
adonde te llevan. En verdad que a veces te dan impulsos de tirarte del coche y ponerte
a correr al lado de la máquina, a sus pies. ¡Lo pasaré peor, me cansaré por falta de
costumbre, y, además, no hace falta! Todo eso está muy bien; pero, en cambio, iré a
pie, habré encontrado ocupación, y si ocurre que chocan los vagones y se vuelven de
arriba abajo, ya no me estaré así sentadito, mano sobre mano, pues pagaré con mis
costillas la ajena culpa...
¡Dios sabe lo que a veces pensamos de puro estar ociosos!
Pero a todo esto ya se hizo de noche. En los coches empiezan a encender la luz.
Enfrente de mí tengo a un matrimonio ya de alguna edad, propietario y, al parecer,
buena gente. Van a la exposición de Londres, donde sólo piensan detenerse unos días;
la familia se ha quedado en casa. A mi derecha hay un ruso que ha vivido diez años
consecutivos en Londres, empleado en una Banca; fué ahora a unos asuntos a
Petersburgo, donde ha permanecido solamente dos semanas, y, al parecer, ha perdido
toda noción de la nostalgia por la tierra natal. A mi izquierda se sienta un inglés,
limpio, sanguíneo, pelirrojo. peinado a la inglesa y afectando seriedad. En todo el
trayecto no ha cambiado con ninguno de nosotros la más pequeña palabra en ningún
idioma; todo el día se lo ha pasado leyendo no sé qué librito, con esa letra inglesa tan
menuda que sólo los ingleses pueden leerla, y hasta elogiarla, por su comodidad, y en
cuanto daban las diez de la noche se quitaba las botas y se calzaba las pantuflas. Es
probable que así hubiera hecho toda su vida y no quisiera alterar sus costumbres, ni
aun en el tren. No tardaron en dormirse todos los silbidos y el vaivén de la máquina
daban un sueño invencible. Yo iba sentado, piensa que te piensa, y no sé cómo di con
esa frase de mentalidad francesa no tiene, con que di principio a este capítulo. Y
sabéis que no sé qué impulso me mueve a contaros, en tanto llegamos a París, mis
pensamientos del tren en nombre del humanismo, porque ya que tanto me aburrí yo
en el coche, que os aburráis vosotros ahora. Por lo demás, a los otros lectores es
preciso advertirlos, y por eso reúno todos estos pensamientos en un capítulo especial
y lo titulo superfluo. Así vosotros os aburriréis al leerlo, mientras que los otros, ya
que es superfluo, lo pueden saltar. Al lector hay que tratarlo atenta y
concienzudamente, en tanto con los amigos se puede usar de más llaneza. Así que...
CAPITULO III
Y PERFECTAMENTE SUPERFLUO
Pero, según parece, ésas no eran más que metáforas. A propósito, señores, porque
yo habla ahora solamente de literatura y, precisamente, de literatura exquisita.
A través de ella quiero seguir el gradual y benéfico influjo de Europa en nuestra
patria. Es decir; qué libros se editaban y leían entonces (es decir, hasta El Brigadier y
en su tiempo) es imposible figurárselo sin sentir cierta alborozada arrogancia.
Tenemos ahora un escritor notabilísimo, ornato de nuestro siglo, un tal Kuzima
Prútkov. Todo su defecto consiste en su inconcebible modestia; ¡con decir que no ha
editado todavía sus Obras completas! Pues bien: una vez publicó en broma, en El
Contemporáneo, hace ya mucha tiempo, Memorias de mi abuelo. Figuraos lo que
podía escribir aquel corpulento abuelo, setentón, harto de correr mundo, que había
estado en la corte y en la batalla del Ochákov, y vuelto de allá a su terruño cargado de
recuerdos. Todo eso, por fuerza, había de ser interesante escribirlo. ¡Cuántas cosas no
habría visto el hombre! Bueno; pues todo el libro se reduce a anécdotas como las
siguientes:
“Aguda réplica del caballero de Montbazon: En cierta ocasión una señorita joven y
bastante agraciada disparóle al caballero de Montbazon, delante del rey a boca de
jarro esta pregunta: “Caballero, ¿quién va pegado a quién: el perro a la cola o la cola
al perro?” A ¡o que el caballero, que se daba mucha traza para las réplicas, sin
desconcertarse lo más mínimo, sino, por el contrario, con voz entera, contestóle: “Lo
mismo da, señorita, coger al perro por la cola que por la cabeza.” Tal réplica fué muy
del agrado del monarca, que no dejó de recompensar al caballero”7.
Pensaréis que todo eso es fábula, disparate, que nunca sucedió semejante cosa.
Pero os juro que yo mismo, en mi infancia, cuando tenía diez años, leí un librito de
los tiempos de Yekaterina, en el que topé con la siguiente anécdota:
“Aguda réplica del caballero de Rohan: Sabido es que al caballero de Rohan le olía
muy mal la boca. Una vez, como formara parte del séquito del príncipe de Condé,
díjole este último: “Desvíese un poco, caballero de Rohan. que echa muy mal olor.”
A lo que en el acto respondió el caballero: “No soy yo. serenísimo príncipe, sino vos,
que os acabáis de levantar de la cama.”
En resumidas cuentas: un tipo totalmente inútil ahora, pero que fué la mar de útil
antaño. Es un decidor de frases, un hablador, pero un charlatán cordial, que se duele a
sabiendas de su inutilidad. Ahora se ha transformado en la nueva generación, y
creemos en las energías infantiles, creemos que volverá a manifestarse pronto, pero
ya sin ese histerismo del baile de Famúsov, sino triunfal, orgulloso, poderoso,
modesto y amante. Reconoce, además, que el refugio para el sentimiento ofendido no
se encuentra en Europa sino que puede que lo tenga al alcance de la mano, y sabe qué
hacer y se pone a trabajar. ¿Y sabéis una cosa? Pues que estoy convencido de que no
se reduce todo aquí a la civilización ramplona y extravagancia europea; tengo la
convicción de que ya ha sido engendrado el hombre nuevo...; pero esto, después.
Querría decir aún dos palabras sobre Chatskii. Una sola cosa no comprendo, porque
Chatskii era hombre muy inteligente. ¿Y cómo ese hombre inteligente no encontró en
qué ocuparse? Por que ninguno de ellos encontró ocupa ción, no la encontraron por
espacio de tres generaciones seguidas. Estos son hechos contra hechos, y, al parecer,
podrían no significar nada; pero cabe preguntarlo por curiosidad. Porque yo no me
explico que un hombre de talento. sea como fuere y en cualquier circunstancia, no
acierte a encontrar ocupación. Este —dicen— es un punto discutible; pero, en el
fondo de mi corazón, no creo en él en absoluto. Porque el talento ha de servirte para
lograr lo que deseas. Si no puedes andar una versta, anda sólo cien pasos, siempre
adelante, cada vez más cerca de la meta, si la tienes. Y si quieres a todo trance llegar
de una sola zancada hasta el fin, eso, a mi juicio, no acusa talento. Eso se llama
también afeminamiento. No gustamos del esfuerzo; pero no estamos hechos a dar un
solo paso, y es preferible llegar de un solo paso al fin o parar en Régulo. Bien; pues
eso es afeminamiento. Pero Chatskii hizo muy bien en escabullirse entonces allende
la frontera; habríase equivocado un poco de rumbo, y se habría encaminado al
Oriente y no al Occidente. Pírranse aquí por el Occidente, desvívense por él, y en un
caso extremo, al llegar al límite, todos se van allí. Pues bien allá también voy yo.
Mais moi c'est autré chose. Yo los vi allí a todos, es decir, a muchísimos, que a todos
no podrías contarlos; y todos, al parecer, andaban buscando un refugio para el Ilagado
corazón. Por lo menos, algo buscaban. La generación de los Chatskii de uno u otro
sexo, después del baile de Famúsov, y, en general, luego de terminado el baile,
multiplicábanse allí como las arenas del mar, y no de esa generación solamente,
porque allá venían todos. ¡Cuántos Repetiloves, cuántos Skalosuboves, a los que
habían mandado a las aguas por su inutilidad, no pululaban por allí! Natalia
Dmitrievna y consorte no faltaban. También la condesa Jlestova va allí todos los años
a tomar las aguas. Todos esos señores estaban hartos de Moscú. Molchalin era el que
no lo estaba; lo pensó mejor y se quedó en casa. Consagróse, por decirlo así. a la
patria, al terruño... Ahora no podrás echarle la vista encima; no recibe en su casa a
Famúsov, ni siquiera en la antesala: son vecinos del campo; en la ciudad no se
saludan. Tienen negocios, encontró qué hacer. Reside en Petersburgo, y... y ha tenido
suerte. Conoce Rusia, y Rusia lo conoce a él. Sí; lo conoce muy bien, y no lo olvidará
en mucho tiempo. Ni siquiera es ya taciturno, sino que habla por los codos. Y hasta se
le ve con libros en las manos... Pero ¡a qué hablar tanto de él! Yo me refería a todos
ellos, y decía que buscan un refugio acogedor en Europa y verdaderamente pensaba
que allí están mejor. Y, sin embargo, ¡qué pena me da de ellos!... ¡Pobrecillos! ¡Y qué
inquietud sempiterna la suya, que morbosa, melancólica movilidad! Todos ellos van
armados de sendas guías y recorren ciudades, ansiosos por contemplar cosas raras, y
en verdad que no parece sino que lo hicieran por obligación, cual si continuasen
sirviendo a su patria: no pasan por alto ni un palacio, con tres balcones, como lo
mencione la guía, ni un Ayuntamiento, por más que sea idéntico al más vulgar
edificio moscovita o petersburgués; contemplan la vaca de Rubens y creen que son
Las tres Gracias, porque así lo manda creer la guía: van a ver la Madonna de la
Sixtina, y se quedan parados ante ella en una expectación estúpida: allí ocurre algo,
algo brota del suelo y los anega en una tristeza y un cansancio sin objeto.
Y se van de allí asombrados de que no haya pasado nada. No es la suya la
curiosidad oronda y maquinal de los turistas ingleses de uno u otro sexo, que miran
más bien su guía que la cosa rara: no esperan nada nuevo ni asombroso, y se limitan a
comprobar si está indicado en la guía y cuántas onzas o libras pesa el objeto. No;
nuestra curiosidad es algo salvaje, nerviosa, ansiosa, y convencida de antemano de
que nunca pasa nada, naturalmente, hasta la primera mosca; porque si vuela una
mosca..., quiere decir que volvemos a las andadas... Hablo aquí solamente de las
personas de talento. De las otras no hay por qué preocuparse: Dios vela siempre por
ellas. Ni tampoco de aquellos otros individuos que se han afincado allí
definitivamente, olvidaron su lengua y empiezan a escuchar a los padres católicos.
Aunque después de todo, de toda esa masa sólo una cosa puede decirse: en cuanto
uno de nosotros se presenta en Eydtskunen, en el acto cobra un parecido con esos
pobres chuchos que corren en busca de su perdido amo. Pero ¡imaginan ustedes que
escribo en guasa, que culpo a alguien, porque en estos tiempos, en que, etc., etc., y
ellos, en el extranjero, etc., etc.! Se plantea aquí la cuestión agraria, y ellos, en el
extranjero, etc., etc. ¡Oh, nada de eso, no hay tal cosa! Además, que ¿quién soy yo
para inculpar a nadie? ¿Por qué inculpar! ¿De qué inculpar? ¿Y por qué habrían de
estar aquí, si no hay nada que hacer, y si lo hay. es hace sin ellos? Están ocupados los
puestos; no hay vacantes en perspectiva. ¡Ganas de meter la nariz donde no nos
llaman! Ahí tenéis la excusa breve, por cierto. La tal disculpa, de memoria nos la
sabemos. Pero ¿qué es esto? ¿Adónde voy a parar? ¿Dónde logré ver a los rusos en el
extranjero? Porque yo no iba sino a Eydtkuhnen... Pero es que pasaron. Y en verdad
que Berlín, Dresde. Colonia, todos pasaron. Yo seguía, verdaderamente, en el tren;
pero ya no tenía delante Eydtkuhnen, sino Arkelin, y penetraba en Francia. ¡París,
París! De París era de lo que quería hablar, sino que se me había olvidado. Ya hemos
discurrido bastante de nuestra Europa rusa, cosa perdonable cuando nos encontramos
de huéspedes en la Europa europea. Pero, por lo demás, ¿qué importa?... Ya pedí
perdón. Porque éste era un capítulo superfluo.
CAPITULO IV
Y NO SUPERFLUO PARA LOS VIAJEROS
Pero no; yo me preguntaba, sin embargo, por qué no tendrá juicio el francés, al
contemplar a cuatro nuevos pasajeros que acababan de entrar en nuestro coche. Eran
los primeros franceses que me echaba a la cara en su tierra natal, prescindiendo de los
aduaneros, de donde veníamos. Los tales aduaneros arquelines eran muy finos,
despachaban rápidamente los asuntos, y yo subí en el coche, muy satisfecho de mis
primeros pasos por Francia. Hasta Arkelin, en nuestro coche, de cuatro asientos, sólo
dos había ocupados: el mío y el de un suizo, hombre sencillo y modesto, de mediana
edad: un vecino de viaje sumamente simpático, con el que me estuve charlando dos
horas sin parar. Ahora ya somos seis, y veo con asombro que mi suizo, delante de
nuestros cuatro compañeros de viaje, se ha vuelto extraordinariamente taciturno. Hice
por reanudar con él el interrumpido coloquio: pero él procuró cortarlo,
contestándome con evasivas, secamente, casi de mala gana; asomóse a la ventanilla y
se puso a mirar el paisaje, y un minuto después sacó su guía alemana y sumióse por
completo en su lectura. Inmediatamente lo dejé yo también y me puse a contemplar a
nuestros nuevos compañeros de viaje. Eran gente extraña. Iban a la ligera, y no tenían
traza de viajeros. Ni hato ni traje que en algo recordase a un hombre que va de
camino.
Vestían sobretodos ligeros, terriblemente raídos y usados, un poquitín mejores que
los que gastan aquí los asistentes de la milicia o los criados de la clase media aldeana.
La ropa interior la llevaban sucia; dejaban ver corbatas de colores chillones y muy
sucias también. Uno de ellos llevaba al cuello los restos de un pañuelo de esos que
siempre tienen una ilbra de grasa al cabo de quince años de contacto con el cuello de
su dueño. Este mismo dueño lucía también en las mangas de la camisa unos
pasadores que eran brillantes falsos, del tamaño de nueces. Aunque, por lo demás, los
lucía con cierto chic, basta con arrogancia. Todos los cuatro parecían de la misma
edad, alrededor de los treinta y cinco y, sin tener las mismas caras, se parecían
muchísimo. Tenían las caras ajadas, con sendas barbitas de reglamento a la francesa,
también muy parecidas entre sí. Saltaba a la vista que eran in dividuos que habían
pasado muchas peripecias y adoptado para siempre una expresión de semblante, si no
agria, sí de gran preocupación. Parecíame también que eran todos ellos amigos,
aunque no recuerdo que cambiasen entre sí palabra. A nosotros, es decir, al suizo y a
un servidor, no querían mirarnos, y, silbando desenfadadamente, cambiando
desenfadadamente de postura, tenían fija la vista, con indiferencia, pero con
terquedad, en un pico del coche. Yo encendí un cigarrillo y, de puro aburrido, me
puse a observarlos. Por mi mente, en verdad, cruzó esta pregunta: "¿Qué clase de
gente será ésta? Trabajadores no son; burgueses no son. ¿Serán quizá militares
retirados, algo à la demisolde o cosa por el estilo? Al cabo de diez minutos, no bien
hubimos llegado a la estación próxima, los cuatro, uno detrás de otro, saltaron
inmediatamente del coche, cerraron con estruendo la puerta, y nosotros respiramos.
En esa línea férrea apenas aguardan en las estaciones: dos minutos, tres a lo más, y en
seguida, hala de nuevo. Van muy bien, es decir, con mucha prisa.
No bien nos quedamos solos, cerró el suizo su guía, dejóla a un lado, y, con aire
satisfecho, me miró, visiblemente deseoso de reanudar el diálogo.
—Esos señores han estado aquí poco tiempo— empecé yo, mirándole curioso.
—Sólo el trecho de una estación a otra.
—¿Los conoce usted?
—¿Que si los conozco?... ¡Pero si son los policías!...
—¿Cómo? ¿Cómo policías?—interrogué, estupefacto.
—¡Claro! Ya había yo advertido que no lo había usted adivinado.
—¿Y también espías?—yo no pasaba a creerlo.
—¡Claro que sí!. Subieron aquí por nosotros.
—¿De veras lo sabe?
¡Oh, sin duda! Ya he hecho varias veces este mismo trayecto. Los de la aduana,
que habían leído nuestros pasaportes, les hablaron de nosotros y les dieron nuestros
nombres y demás señas. Y ellos subieron al coche para acompañarnos.
Pero ¿para qué acompañarnos, si ya nos habían visto? Porque ¿no dice usted que
ya en esa estación les habían hablado de nosotros?
—Sí; y les dieron nuestros nombres. Pero eso no es bastante. Ahora ya nos
conocen al dedillo: cara, ropa, saco de viaje: en una palabra: todo lo suyo. Se han
fijado en sus gemelos. Usted sacó un pitillo; pues tomaron nota del pitillo. Ahora
están al tanto de todos los detalles, de todas las minucias; es decir, de todas las
particularidades. Podrá usted perderse en París, cambiarse el nombre (es decir, si es
usted sospechoso). Pues bien: esos pormenores menudos pueden servir para
encontrarle. Todo eso, desde esta misma estación, acaban de telegrafiarlo a París. Allí
lo aguardan, por si acaso, donde procede. Sin contar con que también los fondistas
vienen obligados a dar parte de todos los detalles, aun los más nimios, de los
extranjeros.
—Pero ¿por qué se reunieron tantos, es decir, cuatro?—continué preguntándole, un
poco preocupado.
—¡Oh! Aquí abundan mucho. Por lo visto, esta vez pasan por aquí pocos
extranjeros, porque, si no no cabrían en los coches.
—Pero oiga usted una cosa: esos tíos no se fijaron siquiera en nosotros. Miraban
por las ventanillas.
—¡Oh! No se apure usted, que todo lo observaron... Por nosotros habían subido.
“¡Vaya, vaya! —pensé yo—. ¡tampoco éste tiene mentalidad francesa!...—y (con
vergüenza lo confieso) miré de reojo, con cierta desconfianza, al suizo— ¿Y tú,
hermanito, no serás también de ésos, sino que finges lo contrario?—cruzó por mi
mente, aunque sólo fué cosa de un momento, os lo aseguro—. Estúpido. pero ¿qué
vas a hacer? Si involuntariamente se te ocurre...”
El suizo no me había engañado. En el hotel donde me alojé tomaron en seguida
nota de mis señas personales y dieron parte de ellas a donde debían. De la atención y
seriedad con que os miran, en tanto anotan vuestras señas, cabe inferir que también
observan escrupulosamente en el hotel y llevan la cuenta de todo cuanto hacéis, de
todos vuestros pasos. Aunque, después de todo, la primera vez no me molestaron
mucho en el hotel y tomaron nota de mis señas en silencio, salvo aquellas preguntas
que os hacen de rúbrica y a las que habéis de contestar: ¿quién, cómo, de dónde, con
qué objeto?, etcétera. Pero en el segundo hotel en que estuve, por no haber cuarto
disponible en el anterior, Hotel Coquillière, después de una ausencia de ocho días,
que pasé en Londres. me trataron con más franqueza. Aquel segundo. Hotel des
Empereurs, parecía algo patriarcal en todos sentidos. Los dueños, un matrimonio ya
de edad, eran muy buenos y de una delicadeza nada frecuente y muy finos con su
parroquia. El mismo día de instalarme yo, la dueña, cogiéndome en el vestíbulo, me
invitó a pasar a una habitación donde estaba el comptoir. Allí se encontraba también
su marido; pero la patrona, por lo visto, era la que allí lo decidía todo.
—Dispense usted...—empezó cortésmente—. Necesitamos sus señas.
—¡Pero si ya las tienen!... ¿No les dejé mi pasaporte?
—Sí; pero... votre état?
Eso de votre état es una cosa muy desconcertante, y nunca me hizo gracía.
—Pero... ¿qué voy a decir?... Viajero... es demasiado abstracto. Homme de lettres
no inspirará ningún respeto.
—Pongamos mejor propriétaire, ¿no le parece?—preguntóme la patrona—. Será lo
mejor.
—¡Oh, sí; eso es lo mejor!—asintió su marido.
Lo pusieron así.
—Bueno; ahora, ¿causa de su viaje a París?.
—Soy un viajero que viene de paso.
¡Hum!... Eso es: pour voir París. Permítame usted, msié; ¿su edad?
—¿Qué edad?
—La que tenga usted exactamente.
Pues mire usted: mediana.
Está bien. msié... Pero hace falta
indicarlo con más precisión... Quiero decir, quiero decir...—siguió diciendo con
cierta perplejidad y consultando con la mirada a su marido.
—Quiero decir cuánta—decidió el marido, midiéndole la edad a simple vista, por
metros.
—Pero ¿qué falta les hace saberlo? —inquirí.
—¡Oh, es in...dis...pen...sa...bie!...
—respondió la patrona recalcando amablemente la palabra indispensable y
anotando al mismo tiempo en el libro mi edad—. Ahora, msié, ¿su pelo? Rubio,
¿hum!..., de color muy claro..., rufo...
Anotó el pelo.
Permita usted, msié—continuó, y dejando la pluma, levantóse y se acercó a mí con
la cara amabilísima—. Mire usted: allí, a dos pasos, junto a la ventana. Tengo que
mirarle el color de los ojos. ¡Hum!..., claros...
Y de nuevo consultó con la mirada al marido. Era evidente que se querían mucho.
—Más bien garzos— observó el marido con aire especialmente serio, hasta
preocupado—. Voilá—guiñóle un ojo a la esposa, señalando a algo por encima de sus
cejas.
Pero yo comprendí en seguida lo que quería indicar. Es que yo tengo una pequeña
cicatriz en la frente, y el hombre no quería que a su mujer le pasara inadvertida esa
seña particular.
—Permítame usted ahora le pregunte —díjele a la patrona luego que termino aquel
examen—; ¿es que le exigen a usted tanta exactitud?
—¡Oh, msié, es in...dis...pen...sa...ble!
—Msié!—confirmó el marido con cara especialmente grave.
—Pues en el Hotel Coquillière no me hicieron esas preguntas.
—No es posible—encareció la patrona con vivacidad—. Podía haberles costado
caro. Probablemente lo observarían a usted a la chita callando; pero no tienen más
remedio que haberlo hecho así. Nosotros somos más francos y sencillos con nuestros
clientes: los tratamos como de familia. Quedará usted contento de nosotros. Ya lo
verá.
—¡Oh msié!—asintió el marido solemnemente; hasta ternura asomó a su rostro.
Era un matrimonio honradísimo, amabilísimo, por lo menos en cuanto luego pude
comprobar. Pero la palabra in...dis...pen...sa...ble no la pronunciaba la mujer en tono
de excusa o atenuante, sino en el sentido de ser absolutamente imprescindible y
coincidir, o poco menos, con sus convicciones personales.
—¡Ea, ya estoy en París!
CAPITULO V
BAAL
¡Ea, ya estoy en París! Pero no vayan a pensar, sin embargo, que voy a contarles
muchas particularidades de París. Pienso que ya han leído tanto acerca de él, en ruso,
que quedaron hartos. Además, que ustedes también lo han visitado y de fijo lo
observaron mejor que yo. Y, por último, que me carga en el extranjero eso de mirar
las cosas con arreglo a la guía, a la ley, por obligación de viajero, y ver en algunos
sitios cosas tales que hasta da vergüenza decirlo. En París también pasé muchas cosas
por alto. No diré que las pasara por alto precisamente; pero sí diré una cosa: que he
hecho la definición de París, le he aplicado un epíteto y a ese epíteto me atengo. París
es... la ciudad más moral y virtuosa del mundo. ¡Qué orden! ¡Qué discreción, qué
relaciones sociales tan definidas y tan exactamente determinadas; qué previsto y
atendido está todo; qué contento y feliz es allí todo el mundo, y cómo todos,
finalmente, se esfuerzan por creer, y se lo creen de veras, que son dichosos, y... así se
quedan! No hay otro camino. No querrán creer lo que se aferran a esa idea; gritan
ustedes que exagero, que todo eso es una atrabiliaria calumnia patriótica, que no es
posible que todo eso sea así. Pero, amigos míos, ya les previne a ustedes desde el
primer capítulo de estos apuntes que sería posible echase muchas mentiras. Así que
no me molesten. Ya saben ustedes también que, si miento, lo hago convencido de no
mentir. Pero, a mi juicio, esto ya es bastante. Así que déjenme en paz.
Sí; París es una ciudad asombrosa. ¡ Y qué confort, cuántas comodidades para los
que a ellas tienen derecho, y también qué orden, que orden tranquilo! Yo todo lo
reduzco a orden. Verdaderamente, un poco más, y París, con su millón y medio de
vecinos, se convertiría en una poblacioncilla profesoral, tudesca, petrificada en
tranquilidad y orden, en un Heidelberg cualquiera. A eso tiende. ¿Y no podría ser un
Heidelberg de colosales dimensiones? ¡Y qué reglamentación! Compréndanme
ustedes: no tanta reglamentación exterior, que resulta insignificante (claro que en
comparación), cuanto colosal, interior, espiritual, emanada del alma. París se encoge
con gusto, se estrecha con placer, se achica con unción. ¡Adónde se queda, en este
sentido, Londres, por ejemplo! Estuve en Londres ocho días por junto, y, cuando
menos en lo exterior, ¡con qué cuadros tan amplios, y qué planos tan claros, tan
especiales, sujetos a medida, se destacan en mis recuerdos! Todo allí es enorme y ta-
jante en su originalidad. Hasta puede engañarnos esa originalidad. Cada rudeza, cada
contraste, codéase con su antítesis y va con ella de bracero, contradiciéndose
mutuamente y, por lo visto, sin poder excluirse. Todo eso, al parecer, aterrase
tercamente a la suyo y vive su vida, y salta a la vista que no se estorban unas cosas a
otras. Y, sin embargo, nótase allí la misma tenaz, sorda y ya vieja pugna, guerra a
muerte de todo principio personal en Occidente con la necesidad indispensable de
convivir, de componer, sea como fuere, un todo y reunirse en hormiguero; formar
aunque sea un hormiguero, organizarse un poco, sin comerse unos a otros..., pues, de
lo contrario, volverían a la antropofagia. En este sentido, por otra parte, obsérvase
allí, lo mismo que en París, tan desesperado esfuerzo por aferrarse a su statu quo, ese
echar de sí todos los deseos y esperanzas y maldecir el futuro, en el que no tienen fe
ni siquiera los cabecillas del progreso, y postrarse ante Baal. Pero, por favor, no os
dejéis seducir por frases retumbantes; todo eso sólo se advierte conscientemente en el
espíriu de los progresistas conscientes; pero se nota de un modo inconsciente,
instintivo en la actuación vital de toda la masa. Pero el burgués, por ejemplo, en
París, muéstrase conscientemente muy contento y convencido de que así debe ser, y
hasta es capaz de pegaros como le llevéis en eso la contra, y os pegará, porque hasta
ahora tiene cierto miedo, pese a todo su aplomo. En Londres, aunque se observe lo
mismo, ¡qué perspectivas, no obstante, tan amplias, tan abrumadoras! Hasta en lo
exterior, ¡qué diferencia con París! Esa ciudad, día y noche atareada e inquieta día y
noche como el mar; los rugidos y silbidos de las máquinas, esos trenes que corren por
encima de las casas (y que no tardarán en correr también por debajo de ella); esa
osadía emprendedora; ese aparente desorden, que, en realidad, es orden burgués en el
más alto grado; ese envenenado Támesis; ese ambiente saturado de carbón de piedra;
esos squares y parques magníficos; esos terribles antros, como el de Whitechapel, con
sus vecinos medio en cueros, salvajes y famélicos; la City, con sus millones y su
mundial comercio; el Palacio de Cristal; la Exposición Universal... Sí, la Exposición
impresiona. Sentís una energía terrible, que ha unido allí a todas esas gentes
incontables, llegadas de todo el mundo formando un solo rebaño; reconocéis una idea
gigante; sentís que allí se ha conseguido una victoria, un triunfo. Empezáis como a
temer algo. Por independientes que fuereis, algo hay que os parece terrible. “¿No será
ése ya el ideal logrado? —pensáis—. ¿No será ése ya el término? ¿No será ése ya el
rebaño único? ¿No será llegada, efectivamente, la hora de aceptar esto como la
verdad plena y ajustarse a ella definitivamente?” Todo esto es tan solemne, triunfal y
orgulloso, que se os empieza a encoger el espíritu. Miráis a esos cientos, a esos miles,
a esos millones de individuos que han acudido aquí, sumisos, de todas las partes del
mundo..., gentes llegadas con un solo pensamiento, que se agolpa tranquila, terca y
silenciosamente en este palacio colosal, y sentís que allí se ha consumado y rematado
algo definitivo. Es un cuadro bíblico, algo por el estilo de Babilonia o de una profecía
del Apocalipsis que se cumpliera a nuestra vista. Sentís que se necesita mucha dosis
de secular negación y desvío para no postrarse, para no rendirse a la impresión y
adorar el hecho y erigir en dios a Baal, es decir, para no tomar por el propio ideal lo
existente...
“Vaya...; eso es un desatino —diréis—, un absurdo morboso, nervios, exageración.
Nadie se detendrá en eso ni lo aceptará por su ideal. Además, que el hambre y la
esclavitud son sus hermanas, y, más que nada, contribuirán a fomentar el espíritu de
negación y engendrarán escepticismo. Pero los dilettanti, ahitos, que se pasean por
gusto, pueden, sin duda, imaginar visiones del Apocalipsis y consolar sus nervios,
exagerando y sacándole a todo, para excitarse, fuertes sensaciones...”
"Bien—contesto yo—. Supongamos que me haya seducido la decoración, eso es.
Pero si vierais qué orgulloso es ese potente espíritu de su victoria y de su triunfo, os
echaríais a temblar a vista de su orgullo, terquedad y ceguera, y temblaríais también
por aquellos a quienes señorea ese orgulloso espíritu.” Ante tan colosales
proporciones, ante tan gigantesco orgullo del dominante espíritu, a vista de la triunfal
perfección de la obra de ese espíritu, se estremece también no pocos veces el alma,
transida, doblégase, ríndese, busca la salvación en el desenfreno y la licencia, y
empieza a creer que eso es lo procedente. El hecho abruma la masa, agobia y oprime
a los chinos, y si engendra escepticismo, busca su salvación, triste y renegando, en
algo semejante al mormonismo. Pero en Londres se le puede convencer a la masa en
tal proporción y con un escenario como nunca veréis despiertos su igual en el mundo.
Dijéronme, por ejemplo, que las noches de sábado medio millón de trabajadores de
uno y otro sexo, con sus hijos, invaden, como el mar, la ciudad toda, concentrándose
con preferencia en algunos barrios, y toda la noche, hasta las cinco de la mañana, se
la pasan de juerga, es decir, comiendo y bebiendo como bestias para toda la semana.
Todo eso es producto de sus economías cotidianas, dinero ganado con un rudo trabajo
y entre maldiciones. En las carnicerías y tiendas de comestibles arde el gas con
llamaradas que iluminan la calle. Parece como si se organizara un baile para esos
negros blancos. La gente se apiña en las abiertas tabernas y en las calles. Allí comen
y beben. Las tabernas están adornadas como palacios. Todo el mundo está ebrio, pero
sin alegría lúgubre, pesadamente, y todos, terriblemente silenciosos. Sólo de cuando
en cuando insultos y remoquetes sangrientos interrumpen ese sospechoso y
entristecedor silencio. Todos se dan prisa a emborracharse hasta perder el
conocimiento... Las mujeres no se apartan de sus maridos, y beben en su compañía;
los chicos corren y diablean por allí. Una noche de ésas, a las dos, hube de
extraviarme, y anduve vagando largo rato por las calles, en medio de grupos incon-
tables de esa lúgubre gente, preguntando, poco menos que por señas, el camino, ya
que no sé de inglés ni una palabra. Di al fin con mi camino; pero la impresión de lo
que allí viera me estuvo atormentando por espacio de tres días.
El pueblo es en todas partes pueblo: pero allí era todo tan colosal, tan claro, que os
parecía sentir lo que hasta entonces no hicierais más que imaginar. Además, que allí
veíais, no al pueblo, sino la pérdida de la conciencia, sistemática, sumisa, fomentada.
Y sentíais, al ver todos aquellos parias de la sociedad, que, por mucho tiempo aún, no
se cumplirían para ellos las profecías, que aún tardarán mucho en darles palmas y
blancas vestiduras y en llamarlos junto al trono del Altísimo. ¿Hasta cuándo, Señor?
Y ellos lo saben, y. por lo pronto, vénganse de la sociedad con ciertas sectas
subterráneas de mormones, predicadores errabundos. Nos asombra la estupidez de
profesar en esas sectas, y no adivinamos que en eso hay un desvío de nuestras
fórmulas sociales, un desvío terco, inconsciente; un alejamiento instintivo de todo
para salvarse, alejamiento de nosotros con asco y horror. Esos millones de seres,
abandonados y echados del festín de la vida, apretujándose y aplastándose
mutuamente, en la bruma subterránea en que los dejaron sus hermanos mayores,
llaman a tientas a una puerta cualquiera y buscan una salida para no asfixiarse en
aquellas tinieblas. Ese es el supremo desesperado intento de apartarse de su pandilla;
de su masa, y alejarse de todo, hasta de la imagen del hombre, y vivir a su manera y
no estar con nosotros...
Vi en Londres otra muchedumbre parecida a ésa, que tampoco veréis nunca en
tales proporciones como allí. También una decoración a su modo. Quien haya estado
en Londres, seguramente habrá ido, aunque sólo sea una noche, al Hay-Market. Es un
barrio donde, por las noches, en ciertas de sus calles, se apiñan millares de mujeres
públicas. Las calles están alumbradas por focos de gas, de los que aquí no tenemos
idea. Magníficos cafés, decorados con espejos y dorados, a cada paso que dais. Hay
allí salas de fiesta, apeaderos. Cuesta trabajo atravesar por entre aquel gentío. ¡Y qué
muchedumbre tan heterogénea! Se ven allí viejas, y se ven también beldades ante las
que te detienes estupefacto. En todo el mundo no hay tipo de mujer comparable a la
inglesa. Toda esa gente se apiña con trabajo en las calles, densa, compacta. No ocupa
las aceras, y se extiende por todo el arroyo. Todas andan a la husma de presa y se
lanzan con descarado cinismo al paso del transeúnte. Se ven allí brillantes vestidos
suntuosos, y también verdaderos harapos y criaturas de muy diversas edades. todas
revueltas. Por entre aquella muchedumbre terrible merodea también el borracho
vagabundo, codeándose con el noble opulento. Suenan insultos, rumor de riñas,
llamadas y el quedo, seductor susurro de alguna belleza todavía fatal. ¡Y qué
hermosura a veces! Caras propias de un keepsake. Recuerdo que una vez entré en un
casino. Sonaba música. había baile, apiñábase un gentío. El decorado era magnífico.
Pero el sombrío carácter no abandona a los ingleses ni aun en medio de la alegría:
bailan serios, hasta adustos, marcando apenas el paso y como por obligación. Arriba,
en la galería, divisé a una señorita, y quédeme sencillamente estupefacto: jamás viera
en la vida nada semejante a tan ideal belleza. Estaba sentada a una mesita en unión de
un joven al parecer un gentleman rico y, según todas las señales, poco acostumbrado
a frecuentar esos casinos. Es posible que la hubiese encontrado, o, finalmente, se
hubiesen visto o convenido verse aquí. Hablaba apenas con ella, y siempre a saltos,
cual si no hablase de lo que hubiera querido hablar. El coloquio interrumpíase a cada
paso en un largo silencio. Ella estaba también muy triste. Tenía facciones tiernas,
finas; algo de secreto y triste traslucíase en sus bellísimos y algo altivos ojos, algo de
pensativo y- triste. A mí me parecía que debía de estar tísica. Estaba, no podía menos
de estar, por encima de toda aquella caterva de infelices mujeres, por su educación;
de lo contrario, ¿qué querría decir el rostro humano? Y, sin embargo, bebía gin, que
le pagaba el joven. Este se levantó por último, dióle la mano, y se despidieron. El se
fué del casino, y ella, con las pálidas mejillas cubiertas de grandes chapetas rojas del
alcohol, fué a confundirse con el tropel de afanosas mujeres. En Hay-Market pude ver
madres que llevaban allá a sus jóvenes hijas.
Las muchachas de doce años os cogen del brazo y os piden que las sigáis.
Recuerdo que una vez, entre el gentío, en la calle, vi a una chica, de dieciséis años a
lo sumo, toda harapienta, sucia, descalza, extenuada y maltrecha; el cuerpo, que le
asomaba por entre sus ha rapos, teníale lleno de verdugones. Andaba como
enajenada, sin rumbo fijo, dando tumbos. Dios sabe por qué, entre la gente; puede
que tuviera hambre Pero nadie reparaba en ella. Pero lo que más me chocó fué que
llevaba tal cara de amargura, de desesperación, sin consuelo, que la vista de aquella
cria tura, transida ya de desolación y pesar tamaños, resultaba hasta monstruosa y
producía un dolor horrible. Movía a un lado y a otro la desgreñada cabeza, como
cavilando en algo; se restregaba las cejas con sus manecitas, gesticulaba, y luego, de
pronto, las unía y se las apretaba contra el desnudo pecho. Yo me volví y le di medio
chelín. Cogió ella la monedilla de plata, quedóseme mirando fija, con tímido
asombro, a la cara, y de repente echó a correr con toda la ligereza de sus piernas, cual
temerosa de que fuese a quitarle el dinero... En general, cosas de gracia...
Y he aquí que úna vez, por la noche, en aquel gentío de mujeres perdidas y de
viciosos, hubo de cortarme el paso una mujer que venía corriendo por entre los
grupos. Vestía toda de luto, con sombrerillo, que casi le ocultaba el rostro; apenas si
tuve tiempo de mirarla; recuerdo únicamente sus fijos ojos. Me dijo algo que no pude
entender, en un francés chapurreado; púsome en la mano un papelito y alejóse
rápidamente. Junto a la luz de la ventana de un café repasé el papelito; era un trocito
cuadrado; en lina de sus caras tenía impreso: Crois-tu cela? En la otra, también en
francés: Resucitarás y vivirás, etcétera, algunas frases conocidas. Convendréis
conmigo en que la cosa era bastante original. Me contaron después que se trataba de
una propaganda católica, que por todas partes se introducía, terca, incansable. Unas
veces repartían esos papelitos por las calles; otras, libritos cuyo texto lo componían
diversos fragmentos del Evangelio y de la Biblia. Los daban de balde, se los ponían a
uno en la mano. Había muchedumbre de misioneros de uno y otro sexo. Era aquélla
una propaganda sutil y calculada. Hasta había un cura católico que visitaba los
hogares de los obreros pobres. Si se encontraba allí, por ejemplo, con un enfermo
tendido quizá sobre el santo suelo, rodeado de criaturas transidas de hambre y frío, y
una mujer famélica, y a veces borracha, proporcionábales a todos alimento, ropas,
calor, encargábase de asistir al enfermo, le compraba las medicinas, transformaba por
completo la casa y terminaba convirtiéndolos a todos al catolicismo. Aunque a veces,
curado ya el enfermo, lo echaban de allí con cajas destempladas, entre insultos y
golpes. Pero él no se desanimaba y se iba con la música a otra parte. De todas le
echaban, pero él todo lo sufría y a veces cobraba alguna presa. El cura inglés no va a
visitar a los pobres. A los pobres no los dejan entrar ni en las iglesias, porque no
tienen para pagar el asiento en el banco. Las uniones entre la clase obrera y, en
general, entre los pobres, suelen ser libres, por lo caro que cuesta casarse. A
propósito, muchos de esos maridos suelen pegarlas horriblemente a sus mujeres,
maltrátanlas hasta dejarlas medio muertas y, por lo general. con las tenazas con que
atizan el fuego en el hogar. Dichas tenazas parecen ya un instrumento consagrado
para pegarles a las mujeres. Por lo menos los periódicos, siempre que refieren reyer-
tas graves entre cónyuges, palizas y crímenes, no dejan de mencionar las tenazas. Los
hijos, pequeñitos todavía, suelen irse a menudo a la calle, confundirse entre el gentío
y no volver más a casa de sus padres.
Los curas y obispos ingleses, soberbios y ricos, viven de cuantiosas rentas y
engordan con la conciencia perfectamente tranquila. Son muy pedantones. muy
cultos, y con toda seriedad e importancia creen en su dignidad estúpidamente moral,
en su derecho a sermonear tranquilamente al prójimo, engordar y vivir para los ricos.
Su religión es una religión para ricos y ya sin máscara. Cuando menos...,
racionalmente y sin engañar a nadie. Para esos profesores, convencidos hasta el
engreimiento, la religión es una diversión a su modo: el misionerismo. Remueven
toda la tierra, van al corazón de Africa para convertir a un salvaje, y dejan en el
mayor olvido a millones de salvajes en Londres, porque no tienen para pagarles. Pero
los ingleses ricos y, en general, todos los becerros de oro del país son
extraordinariamente religiosos, sombría.
adustamente, y a su modo. Los poetas ingleses, desde tiempo inmemorial, gustan
de celebrar la hermosura de las residencias de los pastores en provincias, sombreadas
por encinas y olmos seculares. sus virtuosas consortes y sus hijas, de belleza ideal,
rubias con los ojos azules.
Pero cuando se va la noche y viene el día. ese mismo espíritu soberbio, huraño.
vuelve a apoderarse de la gigantesca ciudad. No se preocupa de lo que pueda haber
pasado durante la noche, no se inquieta por lo que en torno suyo ve ya en pleno día.
Baal domina y ni siquiera reclama acatamiento, porque sabe que cuenta con él. Su fe
en sí mismo es infinita; despectivo y tranquilo, sólo por quitarse eso de encima, da la
limosna organizada, siendo después ya imposible quebrantar lo más mínimo su
aplomo. Baal no cierra los ojos, como hacen, por ejemplo, en París a algunos
violentos, sospechosos y alarmantes fenómenos de la vida. La pobreza, el dolor. los
murmullos y quejas de la masa no le intimidan lo más mínimo. Despectivamente les
permite a todos esos sospechosos y malignos fenómenos de la vida convivir con él a
su lado a plena luz. No se afana cobardemente como el parisiense, por convencerse,
darse ánimos y creerse que todo está tranquilo y marcha bien. No se toma el trabajo
de esconder en algún sitio, como hacen en París, a los pobres para que no perturben
ni inquieten inútilmente su sueño. El parisiense, a semejanza del avestruz. gusta de
hundir la cabeza en la arena para no ver a los cazadores que se les echan encima. En
París... ¡Pero qué digo! ¡Si no estoy en París!... ¡Pero cuándo Señor, aprenderé
orden!...
CAPITULO VI
ENSAYO SOBRE EL BURGUÉS
¿Y por qué entre los burgueses hay tantos lacayos, y, además, de decente facha?
Les ruego que no inculpen, no salgan gritando que exagero, que calumnio, que por mi
boca habla la envidia. ¿A quién? ¿Por qué? He dicho, sencillamente, que hay muchos
lacayos, y así es. La lacayunería arraiga cada vez más en la naturaleza del burgués, y
cada día se la considera más como virtud. Así es y debe ser, atendido el presente
régimen de cosas. Consecuencia natural. Y, sobre todo, sobretodo..., la Naturaleza
ayuda. No digo, por ejemplo, que adolezca mucho el burgués de soplonería innata.
Mi opinión sobre el particular es que el extraordinario desarrollo del espionaje en
Francia, y no del simple espionaje, sino de un espionaje magistral, de un espionaje de
vocación que confina con el arte, y tiene sus procedimientos establecidos, procede
allí de lacayunería innata. ¿Qué idealmente noble sería Gustave si al menos no
tuviera otras cosas, si no ofreciera en diez mil francos la carta de su amada y no
entregase ésta a su marido? Puede que exagere; pero puede también que hable
basándome en algunos hechos. El francés se desvive por hacerle la corte a todo
personaje de viso y servirle de lacayo, hasta sin ganar nada, sin esperar la menor
recompensa, por deber. Recordad a todos esos cazadores de cargos en los distintos
Gobiernos que se han sucedido en estos últimos tiempos en Francia. Recordad qué
reverencias y genuflexiones fingían y las cosas que declaraban. Recordad uno de los
yambos de Barbier a este respecto. Cojo una vez en el café un diario del 3 de julio.
Lo miro: carta de Vichy. En Vichy estaba entonces pasando una temporada el em-
perador, naturalmente, con la Corte, y había cabalgatas, paseos. El corresponsal lo
describía todo. Empezaba así:
¿Y las esposas? Las esposas se pavonean, ya lo dije. Y a propósito: ¿por qué digo
yo las esposas y no las mujeres casadas? Pues por emplear un estilo elevado,
caballeros. El burgués, cuando habla en estilo elevado, dice siempre: Mon épouse. Y
aunque en otras clases sociales digan sencillamente, como en todas partes, Ma femme
(mi mujer, es mejor atenerse al espíritu nacional de la mayoría y al estilo elevado. Es
más característico. Además, hay también otra denominación. Cuando el burgués hace
carantoñas y trata de engañar a su mujer, la llama siempre: ma biche. Y a la inversa:
la mujer enamorada, en un arrebato de gracioso humor, llama a su simpático burgués
bri- bri, con lo que aquél, por su parte, se pone muy bueno. Bribri y ma biche florecen
constantemente, y ahora más que nunca. Aparte ser cosa convenida (y casi sin
discusión) que bribri y ma biche deben servir en nuestros tiempos, tan atareados, de
modelo de virtudes, buena armonía y paradisíaco estado social, como reproche a los
perversos, estúpidos y vagabundos comunistas; bribri, cada año que pasa, resulta más
grato en las relaciones conyugales. Comprende que hable como hable o haga lo que
haga ma biche no puede contenerse, que la parisiense ha nacido para tener un amante,
que es casi imposible que un marido se libre de los cuernos, y calla, naturalmente,
mientras aún no ha ahorrado bastante capital. Cuando ambas cosas se cumplen, bribri
se vuelve, en general, más exigente, porque empieza a tenerse en más estima. Bueno;
también entonces empieza a mirar con otros ojos a Gustave, sobre todo si aquél es
viudo y desharrapado. Por lo general, el parisiense con algún dinero, al casarse, elige
a una novia que también tenga cuartos. Más aún: primero echa sus cuentas, y si
resulta que ambos andan iguales en punto a dinero y prendas, pues cosa hecha. Así
sucede en todas partes; pero allí, en los asuntos personales, impera la ley de la
igualdad de los bolsillos. Si, por ejemplo, posee la novia aunque sólo fuere una
copeica más, ya no se la dan al pretendiente que tiene una menos, sino que buscan un
bribri más ventajoso. Además, los casamientos por amor van siendo cada vez más
imposibles, y se los considera hasta indecentes. Esa sensata costumbre de la
inexcusable igualdad de los bolsillos y esa unión nupcial de los caudales, rara vez se
infringe, y pienso que muchas menos veces que en parte alguna. La posesión de los
dineros de su mujer sabe muy bien el burgués aprovecharla en su favor. De ahí que en
más de una ocasión no tenga reparo en hacer la vista gorda respecto a la conducta de
su ma biche y de otras cosas molestas, porque, de lo contrario, caso de desavenencia,
puede plantearse la cuestión de la dote. Además, que si ma biche se permite a veces
hartas libertades, el marido se dice para sus adentros: “Así me pedirá menos dinero
para perifollos.” Ma biche entonces es mucho más zalamera. Por último, siendo el
matrimonio en gran parte una boda de capitales, haciéndose escasa cuenta de la
mutua inclinación, el bribri no está lejos de no mirar a su mujer con buenos ojos. Así
que más vale no meterse en nada del consorte; así aumenta la concordia en la casa y
el simpático musitar de dulces nombres: bribri y ma biche suenan a porfía. Y, por
último, para decirlo todo, bribri también, en ese caso, sabe que cuenta con garantías.
El comisario de Policía está siempre a su servicio.
Y lo está en virtud de leyes que él mismo se hizo. En un caso extremo, al encontrar
a los amantes en flagrant dálit10, puede matarlos a los dos, sin tener que darle cuenta a
nadie. Ma biche lo sabe y lo encuentra muy bien. La larga tutela ha hecho que ma
biche no piense ni sueñe, como sucede en algunos países bárbaros y ridículos, en ir a
estudiar a las universidades ni en formar parte de club o ser diputada. Prefiere
quedarse en su actual estado aéreo, canallesco, por así decirlo. La visten, la calzan los
guantes, la llevan a paseo, baila, engulle bombones, la tratan en lo exterior como a
una reina, y su marido, en apariencia, se le pone de rodillas. Esa forma de relaciones
es de una elaboración pasmosamente eficaz y distinguida; en resumidas cuentas : que
se observan las normas caballerescas. ¿Y qué más se puede pedir? Porque a Gustave
no se lo quitan. Tampoco ella ha menester algún fin virtuoso, elevado en la vida,
etcétera, etcétera; en realidad, es tan amante del dinero, tan roñosa, como su marido.
Cuando se le pasan los años canariescos, es decir, cuando llega el instante en que ya
no hay forma de tomarla por un canario, cuando la posibilidad de un nuevo Gustave
resulta ya un absurdo aun para la más fogosa y engreída fantasía, entonces ma biche
sufre una transformación rápida y enojosa. Se acabaron las galas, la coquetería, el
buen humor. Vuélvese, en general, mala, cicatera. Frecuenta la iglesia, ahorra dinero
a porfía con su marido, y mira de pronto a todo el mundo con una especie de cinismo;
preséntase inopinadamente el cansancio, el enojo, los groseros instintos, la falta de
finalidad de la existencia, el lenguaje cínico. Algunas hasta se vuelven sucias. Claro
que no siempre es así, que también se observan otros fenómenos más gratos y que en
todas partes se dan las mismas relaciones sociales; pero... allí se en cuentra todo eso
en su terreno propio, resulta más original, más curioso, más cumplido; es todo eso
más nacional. Allí radican el venero, la fuente de esas fórmulas sociales burguesas
que imperan ahora en todo el mundo a título de eterno remedo de esa gran nación. Sí:
en lo exterior ma biche es una reina. Difícil formarse una idea de la refinada cortesía,
de la deferencia exquisita que le rodean en todas partes, así en los salones como en la
calle. Ese vasallaje admirable llega a veces a extremos que no soportaría algún alma
honrada. La picara ficción la ofendería en lo más profundo. Pero también ma biche es
una picarona y... no pide más que eso... Siempre toma lo suyo y prefiere mariposear a
ir honrada y derechamente al asunto, y, a su juicio, es mejor y más grande el juego.
Porque el juego, el enredo.... eso es todo para ma biche; en eso estriba lo principal.
En cambio, ¡cómo viste, cómo sale a la calle! Ma biche es falsa, afectada, toda
artificiosa; pero todo esto cautiva, sobre todo, a esos individuos gastados, y en parte
corrompidos, que han perdido ya el gusto de la belleza lozana, natural. Ma biche está
muy mal educada; tiene almita y corazoncito de pájaro; pero, en cambio, es graciosa;
en cambio, posee infinitos secretos, de tales vueltas y revueltas, que os rendís y vais
tras ella como tras una picante novicia. Hasta es raro que sea guapa. Algo de malo
hay en su rostro. Pero eso no importa; tiene una cara expresiva, graciosa, y posee en
alto grado el secreto de fingir sentimiento, naturalidad. Puede que no sea lo que os
seduce el que sepa simular naturalidad, sino el proceso por el que a eso llegará. Al
parisiense, en general, le da lo mismo amor verdadero que amor bien fingido. Hasta
puede que le guste más la ficción. Cada vez va arraigando más en París el modo de
mirar a la mujer de los orientales. Las camelias están cada vez más de moda.
“Sácame los cuartos, pero engáñame bien; es decir..., fíngeme amor”: he ahí lo que se
les pide a las camelias. No mucho más que se les pide tampoco a las esposas; con eso
se dan por satisfechos los maridos, y de ahí que en silencio y condescendientes con-
sientan a Gustave. Además, que el burgués sabe que al llegar a vieja, ma biche
abrazará la causa de sus intereses y le ayudará de todo corazón a ahorrar un capital.
Ya en su juventud le ayuda eficazmente a eso. A veces es ella quien lleva el negocio,
engaña a los clientes; en una palabra; es la mano derecha, la encargada. ¿Cómo no
perdonarle que tenga su Gustave? En la calle es una mujer inviolable. Nadie la
ofende, todos se apartan a su paso, no como aquí, en Rusia, donde una mujer algo
joven no puede dar dos pasos por la calle sin que los hombres la miren por debajo del
Sombrero y la asedien con la pretensión de conquistarla.
Por lo demás, no obstante la posibilidad de Gustave, la fórmula habitual consabida,
de trato entre bribri y ma biche, es bastante simpática, y a veces hasta ingenua. En
general, los extranjeros —me salta a la vista— son casi todos incomparablemente
más ingenuos que los rusos. Sería difícil explicarlo al por menor; ha de observarlo
uno mismo. Le russe est sceptiqite et moquear, dicen de nosotros los franceses, y así
es. Somos más cínicos, estimamos menos lo nuestro, incluso no lo amamos; cuando
menos, no lo estimamos mucho, sin saber por qué, nos agarramos a lo europeo, a los
intereses universales, no privativos de nación alguna, y así tratamos a todo el mundo
con más frialdad, como por obligación, y, en todo caso, con más despego. Pero me
aparto del asunto. Bribri a veces es sumamente ingenuo. Paseando, por ejemplo, en
torno a las fuentecicas, afánase por explicarle a su ma biche por qué saltan hacia
arriba los surtidores; explícale las leyes de la Naturaleza, ufánase nacionalmente con
ella de la hermosura del bosque de Bolonia, de las iluminaciones, del juego de les
grandes eaux de Versalles, de los triunfos del emperador Napoleón y de la gloire
militaire; goza de su curiosidad y satisfacción, y se considera feliz. La ma biche, más
picara, usa también de análogas ternezas con el marido; es decir, sin fingimiento, y lo
trata con mucho mimito, no obstante los cuernos. Claro que no pretendo, como el
diablo Asmodeo, levantar los tejados de las casas. Me limito a exponer lo que me ha
saltado a la vista, lo que me ha parecido: Mon mari n'a pas encore vu la mer, os dice
una ma biche, y su voz delata sincera, ingenua condolencia. Quiere decir que su
marido no fué aún a Brest o a Boulogne a ver el mar. Ha de saberse que el burgués
tiene algunas exigencias muy ingenuas y muy serias, que se han convertido en otras
tantas costumbres generales de la burguesía. El burgués, por ejemplo, aparte la
necesidad de ahorrar y la necesidad de la elocuencia, siente otras dos necesidades
lícitas a más no poder, consagradas por la general costumbre, y con respecto a las
cuales se conduce muy seria y hasta patéticamente. La primera de esas necesidades
es... voir la mer, ver el mar. El parisiense suele pasarse toda su vida en París, detrás
de un mostrador, sin ver el mar. ¿Qué falta le hace ver el mar? El mismo no lo sabe;
pero lo desea, lo ansia; va aplazando cada año el viaje para el siguiente, porque le
retienen los negocios; sufre, y su mujer comparte sinceramente su dolor. En general,
hay en esto mucho sentimentalismo. y yo lo respeto. Por último, logró hacer tiempo y
dinero: procede a preparar su viaje, y días después se va a ver el mar. Al volver,
comunícales detalladamente y con todo entusiasmo sus impresiones a su esposa, a sus
parientes y a sus amigos, y toda su vida recuerda ya con placer que ha visto el mar.
Otra necesidad lícita y no menos viva del burgués, y especialmente del burgués
parisiense, es... se rouler dans l'herbe. Es el caso que el parisiense, al salir a las
afueras de la ciudad, gusta mucho, y hasta lo considera un deber, de tenderse en el
verde, cosa que hace hasta con cierta dignidad, sintiendo que así se une avec la
nature, gozando, sobre todo, si alguien lo ve. Por lo general, el parisiense, en las
afueras, estima su primer deber mostrarse más travieso, más chistoso y hasta más
fanfarrón; en una palabra: parecer más natural, más próximo a la nature. L’homme de
la nature et de la vérité! ¿No le vendrá de Jean Jacques, al burgués, ese vivo respeto a
la nature? Por lo demás, ambas necesidades: voir la mer y se rouler dans l'herbe, sólo
se permite el parisiense satisfacerlas cuando ya ha ahorrado un capitalito; en una
palabra: cuando empieza a estimarse a sí mismo, está ufano de su persona y se tiene
por un hombre. Se rouler dans l'herbe resultados, diez veces más agradable cuando lo
hace uno en su propio jardín, comprado con su dinero, fruto de su trabajo. Por lo
general, el burgués, al retirarse de los negocios, suele comprar acá o allá una
tierrecilla y hacerse su casa, con jardín, huerto y corral y una vaca.
Y aunque todo eso resulte minúsculo en punto a proporciones, es lo mismo: el
burgués siente el más infantil y conmovedor entusiasmo. Mon arbre, mon mur, dice
para sus adentros, y se lo dice a cuantos amigos invita, y toda su vida ya no hace otra
cosa. Pues bien: así es como da más gusto eso de se roule dans l'herbe. Para cumplir
con ese deber, mándase hacer, infaliblemente, una praderita delante de la casa. No sé
quién contaba que en casa de un burgués no crecía nunca la hierba en el sitio
destinado a pradera. Sembraba, regaba, arreglaba césped cogido de otro sitio: nada
salía ni crecía en la arena. Encontrábase el referido lugar delante de la casa. Entonces
fué el hombre y compró césped artificial, que fué a buscar a París; señaló en el jardín
un círculo para la hierba de una sachena de diámetro, y todos los días, después de las
comidas, cubría aquel trozo de hierba, para engañarse a sí mismo, satisfacer su
legítimo deseo y revolcarse en el verde. De la facultad que tiene el burgués de
entusiasmarse en los primeros momentos de su condición de propietario, no hay
duda; de suerte que la anécdota no tiene, moralmente nada de inverosímil.
Pero digamos dos palabras de Gustave. Gustave, sin duda, es lo mismo que el
burgués, es decir, tendero, comerciante, empleado, homme de lettres, oficial. Gustave
no es casado; pero es el mismo bribri. Pero no se trata de eso, sino de cómo viste y se
apaña ahora Gustave, cuál es ahora su traza, cuál su pelaje. El ideal de Gustave
cambia según los tiempos, y siempre sale en el teatro con la misma apariencia con
que se le ve en los salones. El burgués gusta del vodevil, pero se pirra, sobre todo, por
el melodrama. El modesto y jovial vodevil —la única obra de arte que apenas se
aclimata en ningún otro sitio ni puede vivir sino en su lugar de nacimiento, en París
—, el vodevil, no obstante agradarle al burgués, no le llena del todo. El burgués lo
considera una fruslería. Necesita algo elevado, algo de inexplicable nobleza; le hace
falta el sentimentalismo, y el melodrama tiene lodo eso. Sin melodrama no puede
vivir el hortera. El melodrama no morirá mientras aliente el burgués. Es notable
observar cómo cambia ahora incluso el melodrama. Aunque siga siendo alegre y
descocadamente gracioso, como antaño. empieza a sumársele ahora otro elemento: la
moraleja. El burgués se desvive hoy y considera extraordinariamente sagrado e
inexplicable sacar de todo, para él y su ma biche, alguna enseñanza. Además, que
ahora el burgués goza de un poder omnímodo; constituye una fuerza, y los autores de
vodeviles y melodramas son siempre lacayos y siempre halagan a la fuerza. He ahí
por qué ahora el burgués triunfa, hasta cuando lo representan con trazos
caricaturescos. y al final siempre le demuestran que todo marcha a pedir de boca.
Fuerza es pensar que semejantes demostraciones tranquilizan seriamente al burgués.
Todo hombre apocado, que no cree del todo en el éxito de su empresa, siente la
dolorosa necesidad de persuadirse a sí mismo, de darse alientos, de tranquilizarse.
Hasta empieza a dar crédito a las observaciones benévolas. Pues eso ocurre en este
caso. En el melodrama se ofrecen altos rasgos y altas lecciones. Allí no hay nada de
humor sino el patético triunfo de todo cuanto ama el bribri. de todo cuanto le gusta.
Gústale, más que nada, la tranquilidad política y el derecho a ahorrar dinero con la
mira puesta en edificarse un nido tranquilísimo. Pues con ese espíritu se escriben hoy
los melodramas. En este mismo espíritu se manifiesta también ahora Gustave. Por
medio de éste puede comprobarse siempre, en un momento determinado, lo que bribri
considera el ideal del insuperable decoro. Antaño, hace ya mucho tiempo, Gustave
afectaba aires de poeta, de artista, de genio desconocido, abrumado de persecuciones
e injusticias. Luchaba con bríos, y paraba siempre la cosa en que la vizcondesa, que
en secreto sufría por él, pero a la que él despreciaba indiferente, casábalo con su
ahijada Cecile, que no tenía una copeica, pero que, de pronto, resultaba
inmensamente rica. Gustave, por lo general, se resistía y rechazaba el dinero. Pero he
aquí que en la exposición obtenía un triunfo su cuadro. Inmediatamente
presentábanse en su guardilla tres ridículos milores y le ofrecían cien mil francos por
su futuro lienzo. Gustave acogíalos con risa desdeñosa y, con amarga desesperación,
les decía que todos los mortales son unos infames, indignos de sus pinceles; que él no
estaba dispuesto a exponer su arte, su sagrado arte, a la profanación de los pigmeos
que hasta entonces no supieron apreciar su grandeza. Pero irrumpe en la guardilla la
vizcondesa y le anuncia que Cecile se está muriendo de amor por él, y que debe
acceder a pintar ese cuadro. Entonces adivina Gustave que la vizcondesa, su antigua
enemiga, que se atravesó siempre en su camino, impidiendo que sus obras fueran
admitidas en las exposiciones, está en secreto enamorada de él; que si antes le
persiguió, fué de puro celosa. Como es natural, inmediatamente Gustave rechaza el
dinero de los tres milores, insultándolos por segunda vez, cosa que parece dejarlos
muy satisfechos, y luego corre a ver a Cecile, accede a aceptar su millón, perdona a la
vizcondesa, que se retira a sus posesiones, y, unido ya en legítimo matrimonio,
empieza a multiplicarse, gasta gorro de franela (bonnet de colón) y se pasea por las
tardes, con su ma biche, junto a las arrulladoras fontanas, que, con el quedo susurro
de su surtidor, recuérdanle, naturalmente, la solidez, consistencia y tranquilidad de su
dicha terrestre.
Suele ocurrir que Gustave no sea un hortera, sino un pobre huérfano, abandonado
por sus padres, pero con el alma rebosando inexpresable nobleza. De pronto, resulta
que no es ningún expósito, sino el hijo legítimo de Rothschild. Le entregan millones.
Pero él, orgulloso y despectivo, los rechaza. ¿Por qué? Pues porque así ha de ser para
bien de la elocuencia. Pero he aquí que en ese crítico instante llega madame Beaupré,
la esposa del banquero, que está enamorada de él, y cuyo marido se encuentra
ocupado en sus negocios. Viene a decirle que Cecile se está muriendo de amor por él
y que corra a salvarla. Gustave adivina que madame Beaupré está enamorada de él;
desprecia los millones y, cubriéndolos a todos de insultos horribles. por no haber en
todo el género humano nadie tan noble como él, corre en busca de Cecile y se casa
con ella. La mujer del banquero se retira a sus posesiones; Beaupré se pone la mar de
hueco, porque su mujer, que ya estaba al filo del abismo, supo conservarse pura e
inmaculada, y Gustave se hace padre de familia y por las tardes va a pasear en torno a
las fuentes bienhechoras, que con el susurro de su surtidor le recuerdan, etcétera,
etcétera.
Actualmente, la inexplicable nobleza es lo más frecuente que encarne en la figura
del oficial, del ingeniero militar o algo por este estilo, aunque de preferencia en la
figura del oficial, que ha de estar irremisiblemente condecorado con la cintita de la
Legión de Honor, ganada con su sangre. A propósito, esa cintita es feroz. Su dueño
está tan ufano de ella, que es casi imposible hablarle, ir con él en el tren, estar a su
lado en el teatro o tropezárselo en el restaurante. Poco le falta para escupiros, trata a
todo el mundo con modales de matón descarado, resuella, jadea por puro alarde, tanto
que, al fin, os entran náuseas, se os revuelve la bilis y os veis en la precisión de
llamar al médico. Pero los franceses se desviven por todo eso. Es de notar igualmente
que en el teatro se consagra también ahora atención especial a M. Beaupré, por lo
menos mucha más que antes. Beaupré, naturalmente, ahorra mucho dinero y posee
muchas cosas. Es recto, sencillo, un tanto grotesco por culpa de sus hábitos burgueses
y, además, por ser casado; pero es bueno, honrado, generoso, y se muestra
indeciblemente noble de condición en ese acto en que padece por efecto de la
sospecha de que su ma biche le es infiel. Aunque, a pesar de todo, se decide a
perdonarla. Luego se pone en claro, naturalmente, que ella es pura como una
palomita, que no pasó de coquetear con Gustave y engatusarle y que ama más que
nunca a bribri, el cual la ha abrumado con su generosidad. Cecile, naturalmente, no
tiene tampoco ahora un grosch, pero sólo en el primer acto, porque luego resulta que
es millonaria. Gustave es orgulloso y despectivamente noble, como siempre, aunque
un poco más fanfarrón, por culpa del uniforme militar. Lo que más ama en este
mundo es su cruz, ganada con su sangre, y l’épée de mon pére. De la tal espada de su
padre está hablando a cada instante, venga o no venga a cuento; ni siquiera
comprende uno de lo que se trata; él insulta, escupe por el colmillo pero todos se
inclinan ante él, y el público llora y aplaude (llora, así como suena). Ni que decir
tiene que no dispone de un grosch; ésa es condición sine qua non. Madame Beaupré,
naturalmente, está enamorada de él, lo mismo que Cecile; pero él no adivina el amor
de esta última. Cecile gime de amor en el transcurso de cinco actos. Cae, finalmente,
nieve o algo por el estilo. Cecile quiere tirarse por la ventana. Pero al pie de aquélla
suenan dos disparos; corren todos; Gustave, pálido, con el brazo en cabestrillo,
irrumpe en la escena. Brilla en su sobretodo la cintita ganada con su sangre. El
calumniador y seductor de Cecile ya ha llevado su castigo. Gustave cae, al fin, en la
cuenta de que Cecile lo ama y que todos esos enredos los ha armado madame
Beaupré. Pero madame Beaupré aparece pálida, asustada y Gustave adivina que ella
lo ama. Pero suena otra detonación. Es Beaupré, que, de puro desesperado, ha puesto
fin a su vida. Madame Beaupré lanza un grito, corre a la puerta; pero en ese momento
aparece el propio Beaupré, llevando un zorro muerto o algo por el estilo. La lección
ya está dada; ma biche no la olvidará nunca. Abrázase a su bribri, que todo se lo
perdona. Pero, de pronto. resulta que Cecile es millonada, y Gustave vuelve a
rebelarse. Niégase a ser su esposo. Gustave se retuerce las manos, profiere horribles
insultos. No hay más remedio sino que Gustave lance esos insultos horribles y escupa
a los millones, pues en otro caso el burgués no se lo perdonaría: no sería entonces de
tan inexplicable nobleza, y no vayáis a pensar que el burgués se contradice. No paséis
pena: no se queda la feliz pareja sin el millón, el cual es inevitable y aparece a lo
último en forma de premio a la virtud. El burgués no cambia. Gustave acaba por
aceptar el millón y a Cecile, y luego viene aquello de las ineludibles fuentes, el gorro
de algodón, el surtidor murmurante, etcétera, etcétera. De esta suerte tenemos
también mucho sentimentalismo y mucha inexplicable nobleza, y Beaupré, triunfante
y apabullándolos a todos con sus virtudes familiares, y, sobre todo, sobre todo, el
millón, en forma de hado, de ley de Naturaleza, para el que son todo el honor, loor y
reverencia, etcétera, etcétera; bribri y ma biche salen del teatro plenamente
satisfechos, contentos y tranquilos. Gustave los acompaña, y, al acomodar a la mujer
ajena en el fiacre, bésale a hurtillas la manecita. Todo marcha como es debido.
FIN DE
“NOTAS DE INVIERNO
SOBRE IMPRESIONES DE VERANO”
NOTAS
1
Escritor insignificante, que, en sus Antros de Petersburgo, trató de imitar Los
misterios de París, de Eugenio Sue.
2
Se refiere a las Cartas de un viajero ruso, de Karamzín, el historiador, donde
describe sus impresiones de Europa. Se publicaron en 1791.
3
Escritor contemporáneo de Catalina II (1713 - 1792) autor entre otras obras, de
Cartas desde Francia.
4
Dandi y filósofo de la Historia, que en sus Lettres sur la philosphie de
l'Histoire, dirigidas a una dama (1836), negabales a los rusos todo don creador.
5
Von Visin.
6
Lugar de veraneo en las cercanías de Petersburgo, sobre unas lomas.
7
La versión alemana suprime esta anécdota.
8
Gvozd significa clavo.
9
Medianera en los matrimonios.
10
La edición rusa trae flangrant.