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LA NOVELA DE 1940 A 1975.

Apuntes del profesor Jesús Huerta

1. LA NOVELA DE LOS AÑOS 40 Y 50: DE LO EXISTENCIAL A LO SOCIAL

A. NOVELISTAS ESPAÑOLES EN EL EXILIO.


La prosa narrativa de los exiliados españoles -que uno de ellos, José Bergamín, bautizó como la
“España peregrina”- alcanza una dimensión enorme, pues entre ellos se encuentran algunos de los novelistas
más importantes de toda la posguerra. No fue conocida en España a su debido tiempo y solamente los más
famosos (Sender, Ayala, Aub, Andújar...) pudieron llegar aunque tardíamente, a los lectores del interior.
Reunirlos aquí en un apretadísimo resumen acarrea muchos problemas a causa de la variedad de sus grupos
generacionales y la diversidad de sus planteamientos y tendencias narrativas, desde la coexistencia de formas
tradicionales y vanguardistas en sus comienzos antes de la guerra hasta su tratamiento de la inmediata
historia de España, interpretada desde la distancia del exilio.
Algunos de estos novelistas ya habían iniciado su obra antes de la Guerra Civil: Sender, Ayala, Aub,
Rosa Chacel. Otros la comenzaron en el exilio: Andújar, Arana, Serrano Poncela, Ramón J. Sender (1901-
1982) completó una copiosa obra novelística en el exilio. Buena parte de ella está dedicada a la España del
primer tercio del siglo XX y a la Guerra Civil, considerada desde perspectivas diversas. Lo autobiográfico y
la España anterior a la guerra se aúnan en la serie de nueve novelas titulada Crónica del alba (1942-1966).
La parábola domina en El rey y la reina (1949), novela de orientación simbólica sobre la guerra, con
preocupaciones existenciales que reaparecen en El verdugo afable (1952). Y también ofrece una visión de la
guerra a través de un sacerdote atormentado por el recuerdo del asesinato de un feligrés en su excelente
novela Réquiem por un campesino español (1960; publicada en 1953 con el título de Mosén Millán). Sender
cultivó además la novela histórica en Aventura equinoccial de Lope de Aguirre (1964); y entre sus obras de
ambientación americana sobresale Epitalamio de Prieto Trinidad (1942).
Francisco Ayala (1906), más conocido por sus cuentos y narraciones cortas (como las recogidas en el
volumen Los usurpadores), que hacen de él uno de los grandes cuentistas de este siglo, es autor de dos
novelas estrechamente relacionadas entre sí: Muertes de perro (1958) y El fondo del vaso (1962). Estas dos
narraciones complementarias, situadas en el subgénero de las novelas de dictador, constituyen una
indagación en el régimen dictatorial de una imaginaria república hispanoamericana, con la consiguiente
corrupción política y social y la absoluta degradación del ser humano. En ambas se mantienen la intención
moralizadora característica del autor y una variedad estilística que va desde la caricatura y el esperpento
hasta la parodia, la ironía y el humor.
Max Aub (1903-1972) es autor de una obra muy extensa y variada. En el exilio, desplegó sus
grandes dotes de escritor en novelas que van desde el realismo tradicional hasta el más audaz
experimentalismo. Lo segundo se impone en una biografía de un pintor imaginario amigo de Picasso, y lo
primero aflora en Jusep Torres Campalans (1961), sobre el Madrid de la dictadura de Primo de Rivera. Max
Aub escribió también un magno ciclo novelesco sobre la Guerra Civil, al que pertenecen, bajo el título
general de El laberinto mágico, las novelas Campo cerrado (1943), Campo de sangre (1945), Campo abierto
(1951), Campo del moro (1963) y Campo de los almendros (1968).
De Rosa Chacel (1898-1994) debe mencionarse, entre sus obras de posguerra, La sinrazón (1960),
ambiciosa novela intelectual. Y entre los novelistas que ya publicaron toda su obra a partir de la Guerra Civil
hay que destacar a Manuel Andújar (1913-1994), quien agrupó sus narraciones en el ciclo Lares y penares.
Sus novelas más importantes son Llanura (1947), El vencido (1949) y El destino de Lázaro (1959), reunidas
en la trilogía Vísperas, sobre la España anterior a la guerra, además de la posterior Historias de una historia,
sobre la guerra misma. José Ramón Arana (1906-1974) es autor de una excelente novela corta, El cura de
Almuniaced (1950), sobre la actitud ejemplar de un sacerdote en la Guerra Civil. Y de Segundo Serrano
Poncela (1 912-1976) destaca El hombre de la cruz verde (1969), impresionante novela en tomo a la
Inquisición.

B. LA NOVELA DE POSGUERRA. Difíciles AÑOS 40.


En España, el ambiente de desorientación cultural de comienzos de la posguerra es muy acusado en
el campo de la novela. Se ha roto con la tradición inmediata: quedan prohibidas las novelas sociales de
preguerra, así como las obras de los exiliados. Por otra parte, dadas las dramáticas circunstancias, no puede
servir de modelo la novela “deshumanizada” (Jarnés, etc.), ni resultan imitables novelistas como Miró, Pérez
de Ayala o Gómez de la Serna. Retrocediendo más, sólo la obra de Baroja parece servir de ejemplo para
ciertos narradores de la llamada generación del 36 (o de la guerra).
Pero, junto al desolado realismo barojiano, se cultivaron otras líneas: la novela psicológica, la
poética y simbólica, etc. Es una época de búsqueda, de tanteos muy diversos (y no podremos entrar en
muchos detalles). Algunos autores que habían publicado ya antes de la guerra, y que gozaron del favor
oficial, hubieran podido servir de puente: así, García Serrano, Sánchez Mazas, etc.; pero sus aportaciones
fueron escasas o no tuvieron eco. Otros, como Zunzunegui o Darío Fernández Flórez, alcanzarían cierta
resonancia dentro de un realismo tradicional.
Dos fechas suelen señalarse como indicios de un nuevo arranque del género: 1942, con La familia de
Pascual Duarte de Cela, y 1945, con Nada de Carmen Laforet. (Pero entre esos años, o poco después, se
revelan autores como Torrente Ballester, Gironella, Delibes ... ) De Cela nos ocupamos en la próxima
lección: ahora digamos sólo que su Pascual Duarte, con su agria visión de la realidad, inauguró una corriente
que se llamó tremendismo y que consistía en una selección de los aspectos más duros de la vida.
Nada, de C. Laforet (Premio Nadal), causó un fuerte impacto. Su autora, una estudiante de veintitrés
años, presentaba -sin el menor “tremendismo”- a una muchacha como ella que había ido a estudiar a
Barcelona, donde vive con unos familiares en un ambiente sórdido de mezquindad, de histeria, de ilusiones
fracasadas, de vacío... Era una parcela irrespirable de la realidad cotidiana del momento, recogida con un
estilo desnudo y un tono desesperadamente triste.
De tristezas y de frustración hablaba también Delibes en su primera novela, La sombra del ciprés es
alargada (1948), aunque con el contrapeso de una honda religiosidad. Y diversas miserias y angustias
entrarán en las páginas de otros autores: Gironella, Darlo Fernández Flórez, Zunzunegui, etc.
El reflejo amargo de la vida cotidiana es, pues, una nota frecuente en la novela de posguerra. Su
enfoque se hace desde lo existencial. De ahí que los grandes temas sean la soledad, la inadaptación, la
frustración, la muerte... Es sintomática la abundancia de personajes marginales y desarraigados, o
desorientados y angustiados (bastaría fijarse en los protagonistas de las novelas citadas). Todo ello revela el
malestar del momento. Malestar que, en último término, es social, y que se trasluce en esas pinturas grises,
cuando no sombrías. Pero la censura hace imposible cualquier intento de denuncia y limita los alcances del
testimonio. Por eso, en conjunto, aún no puede hablarse de una novela “social”; más que los testimonios
sobre la España de la época, lo que resulta característico de los años 40 es la transposición del malestar social
a la esfera de lo personal de lo existencial. A tales desazones escapan los autores que podríamos llamar
“triunfalistas” o, al menos, conformistas o adictos al Régimen. Así, un García Serrano, que canta la victoria
militar en novelas de estimables cualidades (La fiel infantería). Pero cierto malestar puede apreciarse incluso
en autores conformistas, como Ignacio Agustí, quien no puede omitir notas disonantes al trazar el amplio
cuadro de la burguesía catalana en Mariona Rebull (1944) y su continuación (otras cuatro novelas). Más
complejo sería el caso de Torrente Ballester, en cuya primera novela, Javier Marino (1943), no ocultaba
inquietudes, pero tuvo que adoptar un final triunfalista por temor a la censura.
Como balance, no son muchas las novelas de aquellos años que siguen vivas. Salvo excepciones
como las anotadas, domina la pobreza creadora. Acaso ya fue bastante que la novela “echara a andar”, como
dice Martínez Cachero. Y algunos de los autores surgidos entonces confirmarán su valía, probarán incluso su
capacidad de renovación y quedarán en la primera fila de nuestros novelistas: tal es el caso, sobre todo, de
Cela, Delibes y Torrente.

C. EL REALISMO SOCIAL EN LA NOVELA (1950-1962)


De la angustia existencias pasamos a las inquietudes sociales. Cuando se habla de novela social, este
calificativo puede usarse en un sentido amplio (la sociedad como tema) o restringido (novela que denuncia la
injusticia social desde una concepción dialéctica). Lo primero entraba ya, como hemos visto, en algunas
novelas de los años 40; pero hemos de pasar a los 50 para que tal orientación se precise. Al fin, la novela
social -en uno u otro sentido- será la corriente dominante entre 1951 -fecha de La colmena- y 1962 fecha de
Tiempo de silencio de Martín-Santos.
Para muchos críticos, La colmena es la precursora de la corriente con su despiadada visión de la
sociedad madrileña. Otra obra representativa de 1951 sería La noria de Luis Romero, también de personaje
colectivo pero con Barcelona como marco. Añádanse dos novelas de Delibes: El camino (1950) y Mi
idolatrado hijo Sisí (1953); ambas muestran con ojos críticos parcelas concretas de la realidad española: un
pueblo castellano o una familia burguesa.
Así llegamos a 1954, que el crítico Gonzalo Sobejano llama “año inaugural” de la novela social en el
sentido más estricto. En ese año y en los que inmediatamente le siguen se dan a conocer Aldecoa, Fernández
Santos, Sánchez Ferlosio, Ana Mª Matute, Juan Goytisolo... Les seguirán otros como García Hortelano,
Carmen Martín Gaite, Alfonso Grosso, Caballero Bonald, etc. El conjunto de estos autores, nacidos entre
1925 y 1931, ha recibido la denominación de generación del Medio siglo.
Entre ellos hay evidentes rasgos comunes. Ante todo, la solidaridad con los humildes y los
oprimidos, la disconformidad ante la sociedad española, el anhelo de cambios sociales.
Y pronto aparecerían ensayos que tienen valor de manifiestos. Así, el crítico José María Castellet
propugna el realismo social en La hora del lector (1957). Y más combativo aún es Juan Goytisolo en dos
trabajos de 1959 (el manifiesto Para una literatura nacional-popular y el libro Problemas de la novela). Se
piensa ahora que el escritor debe ponerse al servicio de una voluntad de transformar la sociedad; debe
comprometerse ante la injusticia social. De ahí que asuma un deber de denuncia que no podían cumplir otros
medios de expresión más adecuados: Goytisolo, como otros, reconoce que la novela se había puesto a de-
sempeñar funciones que, en países democráticos, correspondían a la prensa o a la tribuna política.
En lo concerniente a la orientación estética, dentro del realismo dominante (que algunos críticos
llaman neorrealismo) pueden señalarse varias actitudes o enfoques, con neto predominio de dos: el
objetivismo y el realismo crítico.
El objetivismo se propone un testimonio escueto, sin aparente intervención del autor. Su
manifestación extrema fue el conductivismo, procedente del behaviorismo americano (behaviour = conducta)
y que consiste en limitarse a registrar la conducta externa de individuos o grupos, y a recoger sus palabras,
sin comentarios ni interpretaciones. El realismo crítico, en cambio, no se limita a reflejar la realidad, sino que
pone de relieve las miserias e injusticias con ánimo de denuncia. Pero, en la práctica, es difícil establecer la
frontera entre el objetivismo y el realismo crítico. El mismo Goytisolo señaló que el pretendido objetivismo
estaba “embebido de intención”. En todo caso, hacia técnicas objetivistas se inclinan Fernández Santos o
Sánchez Ferlosio, entre otros; mientras que Goytisolo, López Salinas o Antonio Forres, por ejemplo, serán
partidarios de un realismo crítico.
Lo dicho no debe dejar la impresión de que nos hallamos ante un grupo monolítico de narradores.
Aparte las diferencias ya indicadas entre diversas formas de realismo, habría que añadir la presencia de un
realismo lírico en una figura como Ana María Matute, por ejemplo. (Y e ello sin hablar de otras tendencias
ajenas a la corriente realista, a las que luego aludiremos.)

D. LA SOCIEDAD ESPAÑOLA COMO TEMA NARRATIVO.


En la temática, los postulados expuestos conducen a desplazar el interés de lo individual a lo
colectivo, de los problemas personales a los sociales. Para Sastre, la persona debía verse “como formando
parte del orden o del caos social”. Así pues, la sociedad deja de ser un marco para convertirse en el tema
mismo del relato. Repasemos los principales campos temáticos, lo que nos permitirá citar algunos de los
títulos más notorios. La dura vida del campo es, tal vez, el tema más abundante, desde Los bravos de
Fernández Santos (1 954) o ciertas novelas de Aldecoa (El fulgor y la sangre, 1954; Con el viento solano,
1956), hasta La zanja de Alfonso Grosso (1961), o Dos días de setiembre de Caballero Bonald (1962),
ambas sobre el campo andaluz. El mundo del trabajo, las relaciones laborales, aparecen ya en las dos últimas
novelas citadas. Las mismas relaciones son abordadas en otros terrenos. Campesinos y obreros se mezclan en
Central eléctrica de López Pacheco (1958). Aldecoa muestra en Gran Sol (1957) el heroísmo cotidiano de
los pescadores de altura. Entre las novelas de tema urbano, algunas abordan un amplio panorama (como La
colmena o La noria, ya citadas), pero predominan las que presentan ese mundo fronterizo a la ciudad que es
el suburbio, con su miseria: La resaca de Goytisolo, La piqueta de Antonio Ferres, etc. Hasta aquí, se trata
de novelas que muestran la aludida solidaridad con los humildes. Cuantitativamente, domina -en efecto- esta
actitud.
En el extremo opuesto se hallan las novelas de la burguesía. Preferentemente, es la juventud
desocupada, abúlica, la que interesa a novelistas como Juan Goytisolo (desde Juegos de manos, 1954, a La
isla, 1961) o a García Hortelano (Nuevas amistades, 1959, y Tormenta de verano, 1962), quienes nos dan
retratos implacables. Por su parte, Carmen Martín Gaite, en Entre visillos (1957), hacía una pintura crítica de
la condición de la mujer en un ambiente burgués provinciano. Muchos de los aspectos mencionados se
entrecruzarán en una novela como Tiempo de silencio (1962) de Luis Martín-Santos. Salvo algún caso, las
novelas citadas recogen un tiempo contemporáneo del momento en que fueron escritas. Muy distinto es el
caso de aquellas que evocan la Guerra Civil, tema bastante frecuente. Por la edad de los autores de que ahora
tratamos, se explica que las novelas mas intensas de este sector sean las que presentan los lamentables
efectos de la contienda sobre niños o adolescentes: Duelo en el Paraíso de Goytisolo (1955), o Primera
memoria de Ana María Matute.

E. LAS TÉCNICAS Y EL ESTILO.


Se ha reprochado a la novela social, en su conjunto, pobreza técnica. Ello es, en parte, exagerado.
Como afirma Sobejano, “el propósito de renovación es considerable”. Lo que sucede es que, en muchas
novelas sociales, el contenido tiene prioridad, y a él se subordinan las técnicas elegidas; se antepone la
eficacia de las formas a su belleza.
La estructura del relato suele ser aparentemente sencilla. Se prefiere la narración lineal. Sencillez y
concisión se perciben asimismo en las descripciones, y cuyo papel es predominantemente funcional
(presentación de ambientes).
Sin embargo, tras la sencillez se puede ocultar un esfuerzo considerable de construcción. Hay un
punto que lo revela: la abundancia de novelas que concentran la acción en un espacio y un tiempo reducidos.
Sanz Villanueva, por ejemplo, ha señalado una serie de obras cuya duración es de un día y aun menos (por
ejemplo, El Jarama, Duelo en el Paraíso). Y ello obliga al autor a una meditada concentración, disposición y
enlace de los distintos episodios.
No menor esfuerzo constructivo descubre la preferencia por las novelas de personaje colectivo. La
colmena y La noria fueron, una vez más, pioneras en esto. Tras ellas, un amplio número de personajes -
aunque destaque alguno- pulula por obras como Los bravos, Dos días de setiembre, etc.
Junto al personaje colectivo, es propia de la novela social la presencia del personaje representativo,
tomado como síntesis de una clase o de un grupo. Ello enlaza con un rasgo fundamental de esta corriente: el
rechazo de la novela psicológica, que se centraba en el análisis detenido de almas.
A su vez, ese rechazo nos conduce a las técnicas derivadas del objetivismo y de su modalidad
“conductista”. Hemos dicho que estos enfoques se limitan a registrar lo externo, sin bucear en el interior de
los personajes. La mirada del novelista suele asemejarse a la de una cámara cinematográfica, y los diálogos
parecen recogidos con un magnetófono. El novelista no comenta: tal es lo que se ha llamado la “desaparición
del autor”. Sin embargo, añadamos que la labor de documentación puede ser muy exigente. Pero en no pocas
ocasiones el autor opera -como dice Gil Casado- “una selección de hechos y detalles con significado
representativo” (de ahí que, a veces, no se trate de una pura “objetividad”).
Acabamos de aludir al diálogo, y debe añadirse que ocupa un lugar preeminente en las novelas
sociales: muchas de ellas son, en su mayor parte, diálogos. Y nunca se insistirá bastante en el empeño de los
autores por recoger el habla viva, ya sea de campesinos, obreros o señoritos burgueses.
Fuera de los diálogos, el lenguaje adopta normalmente el estilo de la crónica, desnudo, directo. En
muchos casos, esta voluntad de sencillez supondrá, efectivamente, un empobrecimiento. Con todo -y dejando
aparte la riqueza estilística de novelistas de más edad, como Cela y Delibes, o el denso lirismo de Ana María
Matute-, debe señalarse la solidez del estilo de un Aldecoa, un Fernández Santos, un Caballero Bonald o un
Goytisolo... Algunos de ellos, en fin, darán pruebas más tarde de una potente lengua creadora, que había
quedado refrenada por los postulados del realismo.
Como ejemplo de las características señaladas, vale la pena dedicar un párrafo especial a El Jarama
(1956) de Sánchez Ferlosio, obra eminente entre las de su momento y que lleva a sus últimas consecuencias
la técnica “objetivista”. Entre las novelas obreristas y las del ocio burgués, ésta sería la novela del ocio de
unos jóvenes trabajadores. Presenta a una pandilla de modestos chicos y chicas que pasa un domingo a
orillas del Jarama. Salvo un triste incidente al final (unas chicas muere ahogada), apenas charlan, se
divierten, comen, se aburren... El autor se limita a transcribir los distintos momentos de aquel día con una
precisión desusada. Y sin embargo, todo aquello nos hace penetrar en un penoso y no siempre advertido
drama de nuestro tiempo: la alienación de la vida cotidiana, reflejada en la alegre insustancialidad de
aquellos jóvenes, su vacío, su vulgaridad. Llegan a resultar conmovedores esos chicos y esas chicas que, sin
plena conciencia, quieren escapar de una vida que los aplasta durante el resto de la semana.
En la novela domina por completo el diálogo. Y no es exagerado afirmar que nunca en nuestra
literatura se había recreado el habla coloquial con una fidelidad tan asombrosa.

F. OTRAS TENDENCIAS, OTRAS FIGURAS.


No todo es realismo social en los años 50 y comienzos de los 60. Otras líneas y otros nombres
merecerían una atención mayor de la que aquí podemos prestarles.
La línea de novela existencial no se agota en este decenio: los problemas vitales y religiosos están,
por ejemplo, en el primer plano de las obras de José Luis Castillo Puche.
La independencia creadora mantuvo injustamente postergado en los años 50 a un espléndido
novelista: Gonzalo Torrente Ballester Pero bastará recordar que, entre 1957 y 1962, compone su magna
trilogía Los gozos y las sombras, tras la que seguirá una trayectoria fecunda e innovadora (insistiremos en el
capítulo próximo). Hoy ocupa uno de los primeros puestos de nuestra narrativa, según apreciación unánime
de la crítica.
La inagotable imaginación -nada “de moda” por entonces- otorga un puesto singular a Álvaro
Cunqueiro, admirable también por las calidades excepcionales de su estilo. Imaginación, observación y
humor conviven en Francisco García Pavón, quien, además de unas deliciosas novelas policíacas (las de
Plinio), es un notable autor de cuentos.
Y en diversas direcciones emprenden o prosiguen su labor novelistas como Elena Quiroga, Dolores
Medio, Gironella, Tomás Salvador, Alejandro Núñez Alonso, Ángel María de Lera, Ramiro Pinilla, Antonio
Prieto...

2. LOS AÑOS 60.


A partir de 1960 comienzan a manifestarse signos de cansancio del realismo dominante en la novela
española. Algunos críticos manifiestan la necesidad de fantasía, señalan el peligro de anquilosamiento de la
“literatura magnetofónica” (Díaz-Plaja) o lamentan la “creciente despreocupación del escritor respecto del
lenguaje” (Sobejano). A ello se sumarán incluso ciertos adalides del realismo social como Castellet o
Goytisolo, quienes pasarán a propugnar la necesidad de renovación formal y de enfoques más complejos.
Goytisolo llegará a hacer en 1967 estas afirmaciones acaso excesivas: “supeditando el arte a la política
rendíamos un flaco servicio ambas: políticamente ineficaces, nuestras obras eran, para colmo, literariamente
mediocres; creyendo hacer literatura política, no hacíamos ni una cosa ni otra.”
Nuestros autores tienen cada vez más en cuenta las aportaciones de los grandes novelistas
extranjeros. Y pronto causará un fuerte impacto la nueva novela hispanoamericana (anticipemos sólo dos
hitos fundamentales: de 1962 es La ciudad y los perros de Vargas Llosa; de 1967, Cien años de soledad de
García Márquez).
En 1962 surge Tiempo de silencio, obra en torno a la cual gira este capítulo: la crítica coincide en
considerarla obra inaugural de una nueva etapa de nuestra narrativa.
En los años que van de 1962 a 1975, se suceden aportaciones decisivas en la línea de la renovación
experimental de la novela: Cinco horas con Mario, de Delibes, Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé,
Señas de identidad de J. Goytisolo, Volverás a Región, de Juan Benet, San Camilo 1936, de Cela, La saga-
fuga de J. B., de Torrente Ballester, o El mercurio de Guelbenzu. Como podrá verse, sus autores pertenecen
a promociones distintas:
- Hay autores surgidos en los años 40: Cela, Delibes o Torrente Ballester.
- Otros pertenecen a la llamada “Generación del medio siglo” y son conocidos desde los 50, como J.
Goytisolo, o se revelan ahora, como Benet o Marsé.
- Hay algún autor jovencísimo, como Guelbenzu (nacido en 1944), que consolidará su obra en los años 70 y
80.

A. LA RENOVACIÓN DE LOS NOVELISTAS CONSAGRADOS.


Hay que subrayar cómo ciertos novelistas de la primera generación de la guerra contribuyen también
a la exploración de nuevas formas narrativas, incorporándose a las inquietudes de los más jóvenes. Cierto es
que algunos habían sido, en cierto modo, pioneros. Tal sería el caso de un Álvaro Cunqueiro, por ejemplo.
En cuanto a Camilo José Cela, ya hemos visto en la lección precedente su continuo afán renovador, que de-
semboca en la experimentación más audaz desde San Camilo 1936 (1969) a sus últimas obras.
Miguel Delibes, en 1966, demostraba su capacidad de incorporar nuevas técnicas en Cinco horas
con Mario, largo soliloquio en que la protagonista evoca desordenadamente una vida y unas obsesiones. Más
audaz sería Parábola del náufrago (1969), relato simbólico y alucinante que nos hace pensar en Kafka y
cuyas novedades van desde el tratamiento de la anécdota y de los personajes a los artificios de puntuación y
tipografía. Facetas novedosas, aunque ya no estridentes presentarán también posteriores obras suyas Los
santos inocentes, por ejemplo).
Torrente Ballester, por su parte, culminada la trilogía de Los gozos y las sombras, manifestaba ya en
1963 su “empacho de realismo”, dando entrada a lo imaginativo en su novela Don Juan. Pero es en 1972
cuando marca un hito fundamental en la trayectoria de nuestra novela contemporánea con La saga-fuga de J.
B., que es a la vez un tributo al experimentalismo y una magistral parodia del mismo. En esta extensa novela,
construida con desbordante imaginación, lo real convive con lo mítico, lo mágico, lo irracional. Su proteico
protagonista enlaza más de mil años de la historia de un pueblo imaginario (Castroforte de Baralla), contada
combinando sucesos, digresiones de todo tipo, poemas, textos en lenguaje inventado, gráficos... Es, en
conjunto, un prodigio de creatividad y, a la vez, un espléndido ejercicio del placer de contar. Las obras
posteriores de Torrente confirmarían tales cualidades.
Dentro de la misma generación un caso singular sería el de José Luis Sampedro (1917), que sólo
alcanzó su obra una notoriedad tardía con Octubre, octubre (1981), novela original entre otras anteriores y
posteriores como El río que nos lleva (1961) o La vieja sirena (1990).

B. NOVELISTAS DE LA GENERACIÓN DEL MEDIO SIGLO.


Casi todos los autores coetáneos de Martín-Santos, los de la llamada, “Generación del medio siglo”
le acompañarán más pronto o más tarde por los nuevos caminos novelísticos. Pero antes de ver el giro que
dan narradores ya conocidos, nos fijaremos en dos que se dan a conocer en esta década: Benet y Marsé.
Juan Benet (Madrid, 1927-1992) pertenece, por su edad, a la citada generación, aunque con
novedosas orientaciones estéticas. Su primer libro, Nunca llegarás a nada (relatos), no aparece hasta 1961, y
pasó inadvertido. Habían de transcurrir varios años para que se admitiera su narrativa, radicalmente nueva.
Ello sucedería con Volverás a Región (1967), novela experimental en torno a la ruina de una imaginaria
comarca española (Región), con la degradación de un mundo y unos seres. Se compone de diversas
anécdotas, contadas fragmentariamente, pasando de unas a otras con saltos inesperados, sin orden
cronológico, sin facilitar la identificación de los personajes o las relaciones existentes entre ellos. Todo
queda envuelto, así, en una extraña niebla, en la que la realidad se transfigura y adquiere perfiles míticos. Por
otra parte, apenas se utiliza el diálogo. Hay, sobre todo, largos monólogos de diversas voces, descripciones
en las que alterna el lenguaje científico de la Geografía con el lirismo o el humor. Es singular el dominio de
la frase larga, de andadura monótona o musical. Todo ello da como resultado una obra extraña, enigmática,
que irrita a veces y que muestra, otras, un indudable poder de seducción.
Más audaz aún es Una meditación (1970), que se presenta como un texto ininterrumpido (sin cortes
de capítulos o secuencias). Es el monólogo de un personaje enigmático que evoca vidas de la mítica Región.
En ella extrema Benet los rasgos ya vistos en su obra anterior, y de modo especial el movimiento subyugante
de la frase inacabable. Y la misma trayectoria enlaza obras como Una tumba (1971), Un viaje de invierno
(1972) y La otra casa de Mazón (1973), en las que destacaríamos una destrucción progresiva de la anécdota
en favor de la subjetividad de los personajes.
Juan Marsé (Barcelona, 1933) comienza su trayectoria con novelas que se sitúan en la estela de un
realismo social y crítico, aunque con algún elemento nuevo: Encerrados con un solo juguete (1960) y La
otra cara de la luna, ambas sobre una juventud burguesa, desorientada y abúlica.
En 1965 publica Últimas tardes con Teresa, recibida con asombro. Por su contenido, sigue siendo
una obra de denuncia social (cuenta las andanzas de un joven “chorizo” barcelonés que se hace pasar por
militante político clandestino para intentar conquistar a una estudiante de familia burguesa que juega a ser
“progre”). Hay en la obra una sátira feroz del señoritismo y de la inautenticidad con una visión dialéctica de
las clases sociales. Pero el enfoque es ahora (como en Luis Martín-Santos) de una mayor complejidad, lejos
ya del maniqueísmo al uso en la novela social anterior. Y, sobre todo, son notorias sus novedades técnicas:
superación del objetivismo y retorno al “autor omnisciente”, con intervenciones sarcásticas, uso abundante
del monólogo interior; incorporación de originales elementos paródicos, etcétera.
En la misma línea se sitúa La oscura historia de la prima Montse (1970), en que los ideales y la
generosidad de la protagonista contrastan con un sofocante ambiente burgués. En 1973, aparece en Méjico Si
te dicen que caí, que significa la plena madurez de Marsé en el manejo de las nuevas formas narrativas. Unos
golfillos, en la Barcelona de los años 40 viven e inventan historias (las “aventis”) que se entretejen con los
sucesos cercanos. La intrincada mezcla de lo real y lo imaginario. la fecunda inventiva y la riqueza verbal
hacen de esta una obra de las más interesantes de aquellos años. Y Marsé ha seguido una carrera de primera
fila en años posteriores.
Marsé y Benet marcan fuertemente la renovación de la novela española. Otros autores de la misma
generación, en cambio, tardarán en sumarse a los nuevos horizontes: en efecto. habrá que esperar a los años
70 para asistir a los nuevos rumbos de novelistas: Ana María Matute, Carmen Martín Gaite, Fernández
Santos, Caballero Bonald, García Hortelano, Alfonso Grosso, etc. Pero uno de los componentes más jóvenes
de aquella promoción se adelantaría a dar el paso desde el realismo social a la novela experimental, sin
renunciar por ello a los enfoques críticos: nos referimos a J. Goytisolo.
Juan Goytisolo (nacido en 1931) fue, en efecto, uno de los pioneros en la busca de nuevas técnicas
narrativas. De 1966 es Señas de identidad, una de las novelas más importantes de los últimos decenios. En
ella se dan cita numerosas técnicas nuevas: cambios del punto de vista, saltos en el tiempo, uso de diversas
personas narrativas, monólogos interiores, disertaciones, remedos de textos periodísticos, de informes
policiales o de folletos turísticos, secuencias escritas en forma de versos, diálogos en francés, páginas sin
puntuación, o en letra cursiva, etc. Y nada de ello es gratuito: todo está magistralmente subordinado a su
desgarrada búsqueda de identidad personal y de una revisión del pasado nacional. El camino emprendido con
esta obra por Goytisolo continúa con Reivindicación del Conde don Julián (1970), Juan sin tierra (1975),
Makbara, etc., en las que multiplica las renovaciones formales, al servicio de una amarga destrucción de los
mitos de lo que él llama “la España sagrada”.
En estos años son muchos los novelistas que alcanzan estimación, y bastantes los títulos de interés.
Pero es imposible reseñarlos aquí. Limitémonos a presentar a dos autores más: Luis Goytisolo y Francisco
Umbral.
Luis Goytisolo (n. 1935), hermano de Juan, había tenido un comienzo precoz en la línea del realismo
testimonial Las afueras (1959); pero, tras años de silencio y de un giro hacia el relato de imaginación
(Fábulas), es en los años 70 cuando da la medida de su talento con una tetralogía de larga elaboración:
Antagonía (compuesta por Recuento, 1973, Los verdes de mayo hasta el mar 1976, La cólera de Aquiles,
1979, y Teoría del conocimiento, 1981). En esta extensa y compleja obra, se hace reflexión sobre la novela
misma: partiendo de los problemas que se plantea un (o una) novelista personaje, se realiza un
replanteamiento del arte narrativo y una experimentación de diversas técnicas y estilos. Todo ello es muy
revelador de las preocupaciones del momento sobre las estructuras y el destino del género. Y terminaremos
este apartado con un escritor singular: Francisco Umbral (1936). Sus obras se sitúan en la confluencia entre
la ficción, la autobiografía, la periodística, el ensayo (pero él mismo se ha de las fronteras entre los géneros).
Lo indudable, por lo demás, es que nos hallamos ante uno de los máximos artífices de la lengua literaria
actual, por su facilidad, su riqueza y su variedad de tonos: el lirismo, la ternura, el ingenio, la desenvoltura
cínica o amarga, lo lúdico. Citemos títulos como Balada de gamberros, Las ninfas, Trilogía de Madrid,
Mortal y rosa, Madrid 650, etc.

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