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1

De la “guerra justa” a la “paz justa”


La doctrina de la guerra justa en la reflexión teológico-moral

¿Existe una guerra justa? Esta pregunta es formulada por Santo Tomás en el
proemio de la questio sobre la guerra en la Suma Teológica.1 Pero en dicho contexto se
trata sólo de un recurso metodológico para introducir una respuesta conocida con
certeza de antemano. En este trabajo, en cambio, quisiera recoger aquella pregunta
como expresión de las dudas reales que suscita hoy la llamada “doctrina de la guerra
justa” (en adelante, DGJ), en lo que respecta tanto a su contenido como a su real
eficacia. En mi caso, tales dudas están vinculadas a recuerdos personales bien precisos.
El 30 de marzo de 1982, tuvo lugar el primer paro general contra el gobierno
militar, y unos 15.000 manifestantes se concentraron en la Plaza de Mayo, a sólo dos
cuadras del lugar donde yo cursaba mis estudios de Derecho. Recuerdo cómo resonaban
entre los muros de la facultad los estruendos de la violenta represión que se desató
contra ellos. Sin embargo, escasos días después, otra multitud, esta vez eufórica,
reemplazaba a la anterior (¿o muchos serían los mismos?), para celebrar la recuperación
de las Islas Malvinas por obra de una invasión militar.
Nuevamente, el recurso al nacionalismo había demostrado su inagotable poder
hipnótico. El clima de la opinión pública, atizado por la propaganda oficial, no dejó
lugar para voces discordantes, ni siquiera en la comunidad académica, que pronto se
sumó al entusiasmo general.
¿Y la Iglesia? ¿No sería ella, con su larga tradición de reflexión sobre la guerra y
la paz, renovada y actualizada por el Concilio, y con su respiro universal y
supranacional, el último bastión de la cordura, un intérprete autorizado de las verdaderas
exigencias del orden moral y de la voluntad de Dios, contra los excesos del fervor
patriótico? La respuesta a esa esperanza no tardó en llegar. Ni bien se dio a conocer la
noticia de la ocupación de las Islas, la comisión ejecutiva del episcopado expresó su
beneplácito a través de un breve comunicado firmado por el cardenal Primatesta:
“En este momento crucial en que la patria, guiada por sus autoridades, ha afirmado sus derechos,
buscando asegurar su mantenimiento, la Conferencia Episcopal Argentina exhorta vivamente a
todo el pueblo de Dios a expresar su unión en una permanente y constante súplica, para que el
Señor abra muy pronto aquellos caminos de Paz que, asegurando el derecho de cada uno, ahorren
los males de cualquier conflicto”.2
Por su parte, la reacción de la Iglesia británica, aunque opuesta en su contenido,
no fue distinta en su inspiración doctrinal. En efecto, el Cardenal John Carey Hume
afirmó que la acción armada contra una posesión británica reconocida por el derecho

1
“utrum aliquod bellum sit licitum”, S.Th, q.40, intr.

SIGLAS: CEC: Catecismo de la Iglesia Católica; CDS: Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia;
CP: The Challenge of Peace; GF: Gerechter Friede; GS: Gaudium et spes; PT: Pacem in terris.

2
“El conflicto de Malvinas. Comunicado del presidente de la Conferencia Episcopal Argentina”, 2 de
abril de 1982. Para un análisis de la actuación de la Iglesia Argentina en el conflicto de Malvinas, puede
consultarse M. OBREGÓN, “La Iglesia católica durante la guerra del Atlántico Sur”, Cuadernos Argentina
Reciente 4 (julio-agosto de 2007).
2

internacional, y asistía por tanto al Reino Unido el derecho de resistir tal invasión por la
fuerza.3
La posición del Episcopado Argentino era, sin dudas, más frágil, pues debía
justificar una invasión, una guerra ofensiva, más allá de la justicia de los títulos
invocados. Pero definir una eventual reacción violenta por parte de Gran Bretaña
simplemente como “guerra defensiva” tampoco estaba libre de reparos. Es cierto que el
recurso a la doctrina de la guerra justa por ambas partes no carecía de méritos: no
capitulaba ante la retórica nacionalista de sus gobiernos, alertaba la conciencia pública
acerca de las condiciones para que el uso de la fuerza fuera legítimo, y recordaba la
necesidad de reducir dicho recurso al mínimo indispensable. Aun así, no dejaba de ser
paradójico, por no decir escandaloso, que la Iglesia católica estuviera detrás de ambos
contendientes, respaldando sus iniciativas bélicas con la invocación de la misma
doctrina.4 Cómo evitar la pregunta que se hacía con ironía una periodista inglesa: “Just
whose side is God on in this «just war»?” (“¿Del lado de quién está Dios en esta «guerra
justa»?”).5
Tal vez la posición oficial de ambas Iglesias no estuviera fundada en el dictamen
de especialistas que garantizaran una correcta interpretación y aplicación de la
enseñanza católica sobre el tema. En cualquier caso, el hecho que acabo de referir
ilustra claramente la necesidad de plantearse la utilidad de la doctrina de la guerra justa.
Por supuesto, la misma siempre ha sido y será un recordatorio de que las decisiones en
este ámbito tienen carácter moral, y no pueden quedar libradas a consideraciones
puramente técnicas y estratégicas, y siempre funcionará como un llamado a la
moderación en el uso de la fuerza. Pero queda abierta la pregunta de si la misma puede
constituir efectivamente una instancia crítica independiente, situada por encima de las
pretensiones de las partes y con suficiente contenido sustantivo, y no un expediente fácil
para legitimar a posteriori decisiones ya tomadas en base a otros criterios.
Al mismo tiempo, no se puede desconocer que la intervención del Sumo
Pontífice aportó, por encima de las palabras y gestos de ambas Iglesias locales, un “algo
más” en el nivel de la doctrina que debemos aquí dilucidar.

3
“The argument to justify the action our country has taken is as follows. For 150 years the Falkland
Islands have been regarded under international law as a British possession. Unilateral annexation of them
by armed invasion breaches international law and ignores the rights and repeatedly expressed wishes of
the inhabitants. Such action is unacceptable both legally and morally. In such a situation the United
Kingdom can claim the right to resist invasion. It can use the diplomat, economic and, as a last resort, the
military means necessary to uphold these legal rights. It may well have an added responsibility to take
action in so far as aggression often thrives on inaction and appeasement. Faced with aggression it is not
morally wrong to resist or to reassert rights with a measured degree of force”, Declaración del 30 de abril
1982. El texto completo puede consultarse en: http://archive.catholicherald.co.uk/article/30th-april-
1982/2/cardinal-hume-speaks-out-on-the-dangers-of-the-fal [consulta: 27-10-12].
4
Aunque a instancias de Juan Pablo II, y en un gesto más bien formal, obispos de ambos países, de visita
al Vaticano, firmaron un breve documento conjunto el 22 de mayo de 1982.
5
M. MAISON OXFORD, Catholic Herald, 4 de mayo de 1982.
(http://archive.catholicherald.co.uk/article/14th-may-1982/4/just-whose-side-is-god-on-in-this-just-war
[consulta: 27-10-12])
3

1. ¿Puede haber una guerra justa según el Evangelio? El pacifismo de la Iglesia


primitiva

En la primera parte del Sermón de la Montaña (Mt 5,21-48), Jesús expone una
serie de antítesis que confrontan los mandamientos del Antiguo Testamento con los de
la “justicia superior” (v.20). Entre estas antítesis, se encuentra la que exhorta a dejar
atrás la ley del talión, “ojo por ojo y diente por diente”, y abrazar la consigna de no
resistir al que nos haga el mal: “si alguien te da una bofetada en la mejilla derecha,
preséntale también la otra” (vv.38-39). A través de estas exhortaciones se abre ante
nuestros ojos el horizonte de nuevo un orden de paz, que constituye la superación
definitiva del viejo orden del mundo, en el cual se procuraba limitar la violencia a través
de la amenaza de la contra-violencia, manteniéndose con ello tributario de su misma
lógica.6
Es cierto que la enseñanza del Sermón de la Montaña nunca ha sido interpretada
en sentido literal, al menos no necesariamente y en su conjunto, y esto dejaba un
espacio para su adaptación razonable a las distintas situaciones que las personas y las
comunidades debían enfrentar. Lo que Jesús reclama en el pasaje recordado no es la
pura pasividad ante la agresión, sino el coraje de romper con la lógica del mal y el
círculo vicioso de la retorsión, poniendo actos y gestos significativos que abran las
situaciones a la lógica del bien, del perdón, de la reconciliación. Pero indudablemente la
Iglesia primitiva se sintió vinculada de un modo especialmente radical por esta
enseñanza, al encarar el tema de la licitud para los cristianos de la guerra y del servicio
militar.
Esta convicción de la Iglesia de los primeros siglos se ve reflejada de un modo
paradigmático en el ideal cristiano del martirio. Los mártires, siguiendo el ejemplo de
Jesús, llevan a cumplimiento pleno, a través del sacrificio de su vida física, el precepto
evangélico del amor, renunciando a retribuir la violencia de los enemigos de la fe con
los mismos medios. Por esta razón, su sufrimiento, testimonio heroico del amor de Dios
que prevalece sobre los poderes de este mundo, es interpretado como la mejor
confirmación de la veracidad del cristianismo. La veneración de los mártires adquiere
por ello un lugar central en la vida de la comunidad, lo cual tendrá profundas
repercusiones éticas en cuanto a la admisibilidad del recurso a la fuerza en cualquiera de
sus formas.7
Aun así, el “pacifismo” cristiano de esta época no debe entenderse como una
posición absoluta contra toda violencia. Los autores cristianos de los primeros siglos
aceptaban la legitimidad de los gobiernos paganos, y reconocían entre sus facultades la
del ejercicio de la coerción letal tanto en el interior del Estado como en contra de otros
pueblos. Al mismo tiempo, sin embargo, se oponían a la participación de los cristianos
en las guerras y en los ejércitos. Pero incluso en esto último se advierte una cierta
flexibilidad. Tenemos noticias a partir de los años 170/180 de la existencia de cristianos
en el ejército, y el hecho de que no fueran excomulgados demuestra que no había una
objeción radical al servicio armado. Se trataba, pues, de un “pacifismo en sentido
mínimo” (J. Childress) o “relativo” (J.C. Murray).8

6
Un desarrollo de esta idea puede encontrarse en el notable documento de la Conferencia Episcopal
Alemana, Gerechter Friede, 27 de septiembre del 2000, nn.13-22; 44, en adelante, GF.
7
J. SEGURA ETXEZARRAGA, La guerra imposible. La ética cristiana entre la “guerra justa” y la “no
violencia”, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1991, 80-81.
8
Cf. J. SEGURA ETXEZARRAGA, La guerra imposible, 82-84.
4

Los motivos para esta oposición podían ser muy variados, y no necesariamente
vinculados al rechazo de la violencia, pero no cabe duda que la oposición al
derramamiento de sangre ocupaba una posición especial, por su relación estrecha con el
amor al prójimo y el testimonio escatológico.9

2. Las demandas evangélicas en la era constantiniana. El compromiso

El advenimiento de Constantino (313 d.C.) y el paso del cristianismo de la


condición de enemigo del Imperio y víctima de persecuciones al estatus de religión
tolerada y más tarde oficial, produjo un cambio notable en aquella actitud original. La
Iglesia asumió en cierta medida la función dejada vacante por la antigua religión civil,
aunque sin subordinarse a la autoridad política, e hizo propios los intereses del Imperio.
En estas nuevas condiciones, la visión del rol de los cristianos en la sociedad
debía cambiar necesariamente. Si antes bastaba con afirmar ante las críticas, que el
cristiano cumplía con su deber de fidelidad a Roma orando por su éxito,10 la
transformación de la relación de los cristianos con el Estado requería una colaboración
más concreta. ¿Por qué solamente rezar por el triunfo de las empresas militares y no
luchar también para alcanzar el resultado?
En este preciso contexto, primero San Ambrosio (339-397) y luego S. Agustín
(354-430) desarrollarán los primeros esbozos de la doctrina de la guerra justa, a partir
de ideas de origen estoico ya presentes en el mundo romano. Estos autores elaboran una
posición de “compromiso”, en el sentido de acomodación de las exigencias éticas del
Nuevo Testamento a las demandas surgidas del nuevo rol de la Iglesia en el Imperio.
Desde el punto de vista del razonamiento moral, básicamente intentan mostrar el
carácter no absoluto del principio de no maleficencia (la prohibición de dañar a otros,
evitar “derramamiento de sangre”). El cristiano no puede recurrir a la violencia para
defenderse a sí mismo de una agresión, pero sí cuando se trata de socorrer a otros: por
ej., prevenir o remover el daño que un agresor injusto inflige a un tercero; o incluso,
para defender los intereses reales del prójimo contra la interpretación que dicho prójimo
hace de sus propios intereses. Como sostiene S. Ambrosio, somos responsables por el
bien de los demás, y no ayudar a otros en situaciones de necesidad sería no sólo
contrario a la caridad sino también a la justicia.
A ello se agregan otras estrategias argumentales:11
1. La distinción entre clérigos y laicos. La guerra está prohibida para los
clérigos, en razón de la incompatibilidad entre los asuntos militares y el desempeño
de su ministerio, pero no para los laicos. A los primeros corresponderá, por lo tanto,
testimoniar el ideal en toda su pureza, mientras que los segundos deben asumir sus
responsabilidades cívicas.

9
Cf. J. CHILDRESS, “The Moral Discourse about War in Early Church”, Journal of Religious Ethics 12
(1984) 2-18, 3.
10
Tal era la línea de argumentación de Orígenes en su obra Contra Celso (A.D. 248), L. VIII; cf. J.
CHILDRESS, “Moral Discourse”, 7-10; L. SOWLE CAHILL, Love your Enemies. Discipleship, Pacifism, and
Just War Theory, Minneapolis, Fortress Press, 1994, 48-54.
11
Sigo a: J. CHILDRESS, “Moral Discourse”, 11-15, que analiza las diferentes “estrategias de
acomodación”.
5

2. La distinción entre obrar a favor de sí mismo o a favor de otros. Tanto


S. Ambrosio como S. Agustín sostenían que el recurso a la violencia estaba vedado
al cristiano cuando se tratara de defender la propia vida, pero no cuando se trata de
defender a otros, incluso cuando dicha acción implica provocar la muerte del
agresor.12
3. La distinción entre acción e intención. El Sermón de la Montaña se
entiende como referido directamente al plano de la intención, no el de la acción
exterior. Por lo tanto, no prohíbe la militia sino la malitia. De un modo algo
esquizofrénico, S. Agustín llega a sostener que la acción de matar al prójimo en
batalla puede ser una exigencia de la caridad.13 De aquí surge la peligrosa idea de
guerra como “castigo”.
4. La distinción entre acción privada y acción pública. Matar a otro está
prohibido al ciudadano privado que actúa en calidad de tal, no a la autoridad
pública. Ésta, en ejercicio de su función, puede recurrir a la fuerza para defender el
bien común. El oficial público está facultado incluso a defenderse a sí mismo con
violencia, cuando lo hace en su carácter de funcionario. Es, por lo tanto,
competencia del gobernante evaluar la justicia de la guerra, y será moralmente
responsable de su decisión, mientras que al soldado corresponde simplemente
obedecer sin juzgar sobre el fondo de la orden recibida.
S. Agustín encuentra espacio para esta acomodación del ideal evangélico a las
circunstancias históricas concretas de su tiempo gracias a su esquema teológico de
carácter dialéctico, fundado en la tensión entre la Ciudad del Hombre y la Ciudad de
Dios, que le permite defender el principio la autonomía de la religión respecto del orden
político, y a la inversa, la autonomía del orden político en el empleo de los medios
necesarios para alcanzar la paz temporal.14
Sin embargo, de un modo incongruente con esta distinción de planos, S. Agustín
termina por justificar el uso de la fuerza incluso en defensa de la religión cristiana. La
situación concreta que motivaría este paso en falso fue la violencia desatada por el
donatismo, que constituía una indudable amenaza para la paz pública. Pero esto le llevó
a impulsar la idea de la fuerza del Estado no sólo como instrumento del orden público,
sino también para defender la unidad de la Iglesia. Quedaba en evidencia la trampa
constituida por la visión de la guerra como castigo amoroso, ahora aplicable a quienes
resistían, contra su propio bien, la fe verdadera.
De todos modos, la guerra, aunque pueda ser excusada, es siempre vista bajo una
luz desfavorable, desde una actitud de sospecha, y si se admite moralmente, es sólo
como ultima ratio, a los efectos de alcanzar la paz. Esta visión cambiaría
dramáticamente a partir del s. XI, con el fenómeno de las cruzadas.

12
Para los textos correspondientes, cf. J. CHILDRESS, “Moral Discourse”, 12-13.
13
Sobre la ambigüedad de este planteo: L. SOWLE CAHILL,, “La tradición cristiana de la guerra justa:
tensiones y evolución”, Concilium 2/81 (2001), 259-261.
14
Para el análisis de esta dialéctica de las dos Ciudades: L. SOWLE CAHILL, Love your Enemies, 61-66.
Señalando la unilateralidad del planteo, que encierra una mirada pesimista sobre la naturaleza de la paz
que se puede alcanzar en la Ciudad Terrenal, cf. CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA, Gerechter Friede,
54.
6

3. Las cruzadas. La suspensión de la ética

La tradición de la guerra justa atraviesa durante la Edad Media, e incluso más


allá, momentos de eclipse frente a tradiciones alternativas. La más problemática es, sin
duda, la de las cruzadas. Aunque las tipologías en este ámbito siguen siendo discutidas,
parece adecuado considerar las cruzadas como una modalidad, no la única, de la “guerra
santa”, es decir, la guerra llevada adelante en nombre de Dios.15
En la cruzada se produce una reconfiguración del tema de la caridad y el
discipulado cristiano, hasta incluir el odio al enemigo, es decir, de aquél que se
encuentra “fuera” de la cristiandad, y convalidar así la ruptura de los límites éticos de la
tradición. Es probable que hayan colaborado en este giro ciertas estrategias de la Iglesia
para canalizar la violencia en el seno de la cristiandad, estrategias que procuraban
vincular la violencia profesional a los ideales cristianos a través del servicio laico a la
Iglesia, como puede verse, por ejemplo, en las milicias papales organizadas por
Gregorio VII.
Pero el resultado paradójico de este proceso, es la desaparición de la actitud
básica de desconfianza frente a la guerra, como conducta que carga con una presunción
negativa y que necesita de justificación. La violencia entra de lleno en la misión
cristiana, y para la parte que representa la justicia no existen restricciones éticas en su
ejercicio. La caridad es sólo para los propios. En este sentido, las crueldades
inenarrables que los cruzados perpetran en los lugares santos, tras sus precarias
victorias, son en parte reflejo de esta nueva lógica.
A diferencia de las cruzadas, en la tradición de la guerra justa la motivación no
es principalmente religiosa, sino que se enmarca en consideraciones de carácter ético-
jurídico. Y aun concurriendo las condiciones exigidas, no se considera la violencia de
un modo directo como expresión de la voluntad de Dios. Por lo mismo, la coacción
religiosa es vista con mucha reserva. En la guerra santa y en la cruzada, en cambio,
todas estas restricciones dejan paso a un uso desprejuiciado y brutal de la fuerza.

4. S. Tomás. La guerra frente a las exigencias de la razón moral

Más allá de estas alternativas históricas, la tradición de la guerra justa, compleja


y atravesada por profundas tensiones, es recibida y sistematizada por S. Tomás, quien la
integra en un nuevo esquema de pensamiento caracterizado por la fuerte impronta
aristotélica. La misma lleva a reconocer una mayor autonomía a la realidad política, con
lo cual se verifica un desplazamiento del acento agustiniano en el tema de la caridad y
del pecado a favor de la idea de las exigencias ético-racionales de la justicia en la
comunidad política, contenidas en la ley natural.
Si bien S. Tomás incluirá el problema de la guerra en el tratado sobre la caridad
quizás por respeto a la tradición precedente, es obvio que su reflexión sobre el tema se

15
Las guerras religiosas de los puritanos, y el caso sui generis de Juana de Arco, muestran características
diferentes a la figura de las cruzadas que describimos a continuación. Cf. SOWLE CAHILL, Love your
Enemies, 119-148. Para un estudio de las tipologías vinculadas al concepto de “guerra santa”, B.
JOHNSTONE, “Holy War, Crusade and Just War”, Studia Moralia, Suppl. 3, 45/2 (2007) 113-133.
7

enmarca realmente en la virtud de la justicia.16 En consecuencia, la idea agustiniana de


la guerra como “castigo” al servicio de la caridad – de cuyas consecuencias negativas
las cruzadas fueron testimonio elocuente – deja lugar al tema de las condiciones en que
la guerra puede considerarse como una exigencia del Bien Común: ya no se trata tanto
de la caridad hacia las personas sino del deber para con la comunidad política en su
conjunto.
A partir de ello, S. Tomás enumera tres condiciones para considerar justa una
guerra: 1) que sea declarada por la autoridad pública, que tiene a su cargo la defensa de
la comunidad no sólo frente a enemigos internos, sino también externos; 2) que exista
una justa causa, que legitime el uso de la fuerza como restauración de la justicia; 3) que
esté motivada por una recta intención, dirigida a la consecución de la paz.
Esta reelaboración de la doctrina tradicional en el marco de las exigencias de la
justicia, sin bien excesivamente formal y pasible de manipulación, somete la guerra a
controles racionales más claros, permite limitar el uso de la violencia a favor de la
religión,17 y abre el camino a un proceso de una progresiva restricción interpretativa, a
través de la incorporación de nuevas condiciones y la ulterior especificación de las ya
existentes.

5. La guerra justa en la época moderna. Apogeo y estancamiento

Francisco de Vitoria (1492/3-1546) es un destacado representante de esta nueva


etapa dentro de la tradición que venimos describiendo. Su enseñanza alcanzó una
especial notoriedad por su destreza para aplicar los conceptos de la filosofía política
tradicional a los problemas europeos de su tiempo. Entre sus más destacadas
contribuciones al derecho internacional se cuentan sus relecciones De Indis y De Iure
Belli (1539), en las que analiza a la luz de la doctrina tomista de la guerra justa los
interrogantes éticos surgidos de la conquista española del Nuevo Mundo.
En su exposición sistemática de esta doctrina, Vitoria especifica las condiciones
tradicionales incorporando ulteriores exigencias. Enseña que las diferencias religiosas
no justifican por sí mismas el recurso a la violencia. Además, la decisión por la guerra
debe tener el carácter de último recurso, luego de agotar los esfuerzos de negociación.
Y, superando una laguna de sus predecesores, sostiene que no sólo la decisión de iniciar
una guerra está sometida al orden moral: también la actividad bélica en sí misma debe
estar animada por consideraciones de caridad cristiana, misericordia y perdón, lo cual
implica en primer lugar la prohibición de matar intencionadamente a no-combatientes.18
Vitoria retoma el concepto de bien común como criterio de justificación de la
guerra, pero dándole una nueva extensión. En efecto, si bien las sociedades civiles son

16
Cf. S.Th. II-II, q.40, a.1-4. Para las discusiones suscitadas sobre el sentido de esta opción sistemática:
G.M. REICHBERG, “Thomas Aquinas between Jus War and Pacifism”, Journal of Religious Ethics 38/2
(2010) 219-241.
17
No se puede forzar la conversión de los infieles, aunque sí la de los heréticos, cf. S.Th., II-II, q.10, a.11;
II-II, 39,1.
18
Aunque esta posición está empañada por su aprobación de la práctica contemporánea de tomar cautivos
no combatientes y exigir rescate, en carácter de reparación por los costos de la guerra. Para un análisis
más detallado de la DGJ en Vitoria, en el marco de su pensamiento político, cf. G. Fraile, Historia de la
Filosofía, t. III, Madrid, BAC, 1966, 316-333; L. VEREECKE, “La teoría della «guerra giusta». Un
abbozzo storico”, en: ID., Da Guglielmo d’Ockham a sant’Alfonso di Liguori. Saggi di storia della
teología morale moderna. 1300-1787, Milano, Edizioni Paoline, 1990, 546-558, especialmente, 549-557.
8

instituciones naturales, no tienen carácter absoluto, ya que “el universo forma, en un


cierto sentido, una sola república”.19 Ya no se trata sólo del bien de la propia comunidad
política, sino del bien del mundo y de la cristiandad. Una guerra que dañara el bien
común en alguno de estos niveles, sería inmoral.20
Este autor también introduce explícitamente un nuevo requisito, el de la
proporcionalidad. En virtud de esta exigencia, no toda injuria reviste el carácter de
justa causa, pues la existencia de la primera se determina en virtud de razones
intrínsecas, pero sólo se transforma en justa causa cuando la gravedad de la injusticia
sobrepasa los males que se esperan del recurso a la fuerza.
Finalmente, una de las contribuciones más importantes de Vitoria a esta doctrina
es el reconocimiento de que la justicia puede estar presente en las reivindicaciones de
ambos contendientes, lo cual obliga a una extrema prudencia a la hora de atribuir la
razón a una u otra parte.21
A estas condiciones, su discípulo Francisco Suárez (1548-1617) agregará la
existencia de probabilidad de victoria. Pero debe verse como un retroceso la
desaparición, en su versión de esta teoría, del rol de la solidaridad de las naciones en el
marco de la comunidad internacional. El horizonte último es, para Suárez, sólo el bien
común del Estado, que es quien detenta el atributo de la soberanía, y por lo tanto, no
está vinculado por otra consideración superior a la del propio bien. Por su parte, el
juicio sobre la justicia de una guerra queda reservado a la sola conciencia del
soberano.22
La transformación de la guerra, en el marco del derecho internacional moderno,
en un instrumento al servicio de los intereses vitales del Estado soberano tenía
aparentemente un reverso positivo respecto del pasado: el abandono de la concepción de
la guerra como castigo contra la nación moralmente culpable. La guerra moderna, en
cambio, parecía un medio controlable y susceptible de cálculo político. Esta pretensión,
sin embargo, se volvería ilusoria tras la Revolución Francesa y el comienzo de las
guerras masivas, ideológicamente motivadas, que culminarán en las devastadoras
guerras mundiales del s. XX.
Mientras estos cambios en el orden internacional iban tomando cuerpo, la DGJ
se iba endureciendo y perdiendo contacto con las nuevas realidades. En las guerras
napoleónicas de “liberación”, las guerras de unificación nacional del s. XIX, las guerras
coloniales de los Estados europeos convertidos en potencias imperiales, e incluso en la
Primera Guerra Mundial, un concepto de guerra justa anacrónico pudo ser invocado
convenientemente como justificación ideológica del uso desprejuiciado de la fuerza al
servicio de los intereses nacionales.23

19
F. de VITORIA, De potestate civili, I, 21, 191.
20
F. de VITORIA, De potestate civili, I, 33, 168.
21
Un eco de este requisito puede encontrarse en el concepto de comparative justice propuesto por los
obispos americanos: cf. Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, The Challenge of Peace: God's
Promise and Our Response. A Pastoral Letter on War and Peace, 3 de mayo de 1983, en adelante, CP.
22
Cf. L. VEREECKE, “Guerra giusta”, 557-558.
23
Cf. B. SUTOR, Politische Ethik. Gesamtdarstellung auf der Basis der Christlichen Gesellschaftslehre,
Paderborn, Ferdinand Shönning, 19922, 276-277.
9

6. El cambio de paradigma. De la guerra justa a la paz justa

Para responder a estos desafíos, la DGJ debería haber desarrollado más


adecuadamente su vinculación con la política internacional. Dicha enseñanza había sido,
originalmente, la otra cara de una teoría sobre la paz, y era preciso por lo tanto elaborar
una nueva teoría de la paz correspondiente a un contexto internacional diferente al de la
antigua cristiandad, ahora caracterizado por la coexistencia de una multiplicidad de
Estados soberanos.
¿Qué significa el requisito de la autoridad legítima en un contexto donde
coexisten gobernantes democráticos, dictaduras militares, gobiernos totalitarios, o
surgidos de revoluciones? ¿Cómo entender la justa causa entre naciones con diferentes
ideas del derecho y la justicia, o cuando la justicia corresponde parcialmente a ambos
bandos? ¿En qué condiciones una guerra constituye realmente el último y extremo
recurso? ¿Cómo caracterizar de modo relevante la recta intención? Estos interrogantes
nos ayudan a comprender que la enseñanza tradicional sobre la guerra justa constituía
en sus orígenes tan solo un instrumento de auto-revisión para el gobernante, en la línea
de los “espejos para príncipes” del Medioevo.
En el contexto de los Estados modernos, constitucionales y democráticos, en
cambio, es preciso que tales criterios sean traducidos en controles institucionales,
internos (p.ej., congresos, parlamentos, opinión pública) y también internacionales. La
pregunta acerca de la justificación de una guerra ya no puede responderse únicamente
por el camino de la DGJ, que apunta sólo a la limitación de la violencia. Se requiere un
concepto de paz justa en la comunidad internacional, y un análisis de las condiciones,
sobre todo institucionales, que la hacen posible. La guerra justa, en este nuevo marco,
no puede ser sino un caso-límite. La pregunta de cuándo una guerra es moralmente
permisible, debe dejar lugar a una cuestión más radical: cómo puede ser definitivamente
erradicada la guerra y asegurada la paz, cuáles son las líneas básicas de un orden
internacional que haga posible estos objetivos.24

7. La guerra y la paz en el magisterio católico. Pío XII

Esta es precisamente la nueva perspectiva que asume el magisterio católico a


partir de Pío XII. Un análisis exhaustivo de los documentos pertinentes excedería los
límites del presente trabajo, por lo que me propongo simplemente resaltar algunos
aspectos que reflejen el dinamismo y la dirección general del pensamiento pontificio y
episcopal sobre este tema.
En la línea que señalamos, tienen una especial significación en la enseñanza de
Pío XII sus mensajes de navidad de 1942 y 1944. En ellos se esboza el proyecto de un
orden en el cual el tema de los derechos del hombre y del Estado de derecho
constitucional y democrático adquiere relevancia también para las relaciones
internacionales.25 Por primera vez la Iglesia expresa en su enseñanza social la necesidad
e importancia para la paz de un orden institucionalmente garantizado entre los pueblos.
En este sentido, sostiene Pío XII, “un punto esencial de cualquier futuro arreglo del

24
Cf. B. SUTOR, Politische Ethik, 278. La expresión “paz justa” ha sido recogida por los obispos
alemanes, en su documento Gerechter Friede, mencionado en nota 6.
25
Para una elaboración más reciente de este tema, cf. GF 83-87.
10

mundo sería la formación de un órgano para el mantenimiento de la paz, órgano


investido de autoridad suprema por común asentimiento y a cuyo oficio correspondería
también el ahogar en germen cualquier amenaza de agresión aislada o colectiva”.26
La mentalidad cristiana y religiosa debe ser conducida a la reprobación de la
guerra moderna, en virtud de que “la teoría de la guerra, como medio apto y
proporcionado para resolver los conflictos internacionales, ha sido ya superada”.27
Condición de ese orden es la admisión de que no debe existir más un derecho absoluto
de los Estados a la guerra, de que la guerra de agresión es siempre inmoral, y de que la
decisión de entrar en guerra debe ser adoptada, en lo posible, no por un Estado
particular sino por la comunidad internacional organizada. La DGJ, por lo tanto, queda
relegada a una función residual, limitado a la guerra exclusivamente defensiva en
determinadas condiciones.28 Y si bien frente a la nueva situación creada por el
desarrollo de las armas nucleares, Pío XII no excluye en principio su uso estrictamente
defensivo, lo somete a condiciones imposibles de cumplir para la tecnología de la
época: que el daño no sea indiscriminado, y preserve a los no combatientes.29
En la misma línea que su predecesor, Juan XXIII considera profundamente
equivocada la idea de que la paz en el orden internacional puede ser el resultado del
equilibrio político-militar, y no del respeto de la dignidad humana y las exigencias de la
justicia. De allí el llamado urgente a que cese la carrera de armamentos, se reduzcan
consensualmente los arsenales atómicos, se prohíban las armas atómicas, y se llegue a
un desarme simultáneo, controlado por mutuas y eficaces garantías.30
Pero más interesante aún es la afirmación de que: “en nuestra época, que se jacta
de poseer la energía atómica, resulta un absurdo (“alienum a ratione”) sostener que la
guerra es un medio apto para resarcir el derecho violado”.31 Esta frase suscitó una gran
perplejidad entre los analistas. No se trata, sin embargo, de un exceso retórico, sino de
una evolución del pensamiento magisterial estrictamente consecuente. Toda guerra
ofensiva, aun fundada en una causa justa, es absurda porque no es un medio apto para
obtener la justicia buscada. La guerra defensiva, en cambio, no puede ser calificada
haciendo abstracción de la agresión que la motiva. Cuando una guerra defensiva es
justa, lo es exclusivamente como respuesta forzada a una guerra ofensiva, injusta por
definición. La justicia de la primera deriva, y es inseparable de, la injusticia de la
segunda. Es sobre esta última, entonces, donde recae el calificativo de “absurdo”.
Es posible ver además en estas palabras un eco de la tradición del pacifismo
cristiano que se abrirá paso con creciente vigor en el magisterio católico. Pero por el
momento, es importante notar que, mientras en Pío XII conviven afirmaciones acerca de
una guerra justa o injusta con propuestas para limitar las acciones bélicas, en las
declaraciones de Juan XXIII estas ideas desaparecen, sustituidas por la consideración de
los medios para descartar la guerra como instrumento de la política.32

26
PÍO XII, Radiomensaje “Benignitas et humanitas”, 24 de diciembre de 1944, III.
27
Ibid.
28
Cf. PÍO XII, Radiomensaje de Navidad de 1956, Acta Apostolicae Sedis 49 (1957), 19.
29
Cf. PÍO XII, Alocución al VIII Congreso Mundial de Médicos, 30-9-54.
30
PT 112.
31
PT 127. Incluso algunos Padres conciliares solicitaron su retiro del texto definitivo de Gaudium et spes,
por considerarla una sentencia “falsa”, contradictoria con la previa admisión de la legítima defensa, cf. J.
SEGURA ETXEZARRAGA, La guerra imposible, 95-96.
32
Cf. J. Gelmi, citado por J. SEGURA ETXEZARRAGA, La guerra imposible, 97
11

8. Tradiciones enfrentadas: “guerra justa” y “no-violencia” en el Concilio

Pero volver a dar lugar a la tradición del pacifismo cristiano, descuidada por
siglos, se demostró una empresa nada fácil. La invitación de GS 80 a considerar la
guerra “con una mentalidad totalmente nueva” chocó con límites difíciles de superar. En
efecto, los números 77-82 (“La comunidad de los pueblos y el fomento de la Paz”)
fueron los más conflictivos de toda la Constitución Pastoral. El problema era claro. Una
referencia directa y explícita al rechazo de la violencia en el Sermón de la Montaña y a
la actitud de Jesús ante su procesamiento y su muerte, hubiera sido difícil de conciliar el
derecho a la legítima defensa armada, por lo que se optó por una referencia más
abstracta al “Príncipe de la Paz” que reconcilia el mundo con Dios (GS 78). Y del
mismo modo, una afirmación vigorosa de la objeción de conciencia como testimonio de
la vocación cristiana a favor de la paz, hubiera sido desde el punto de vista político
demasiado conflictiva, por lo cual el texto se conforma con una invitación a su
tolerancia legal (GS 79).
Es que más allá de las buenas intenciones, es imposible renunciar de modo
absoluto al concepto de guerra justa en las actuales condiciones en que no se cuenta con
una autoridad internacional que detente el monopolio del uso de la fuerza. De ahí que,
“una vez agotados todos los recursos pacíficos de la diplomacia, no se podrá negar el
derecho de legítima defensa a los gobiernos” (GS 79). El objetivo de largo plazo sigue
siendo, sin embargo, la prohibición absoluta de la guerra, lo cual reclama como ya
dijimos, precisos presupuestos institucionales, pero también, es importante recordar, una
amplia labor orientada a “una renovación en la educación de la mentalidad y a una
nueva orientación en la opinión pública” (GS 82).
En cuanto al tema nuclear, el Concilio condena “toda acción bélica que tienda
indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de extensas regiones junto
con sus habitantes” (GS 80), sin abordar un tema técnicamente demasiado complejo
como es la posibilidad de un uso controlado de armas nucleares contra objetivos
militares. No condena, pese a todo, el “sistema de disuasión”, aunque señala que dicho
equilibrio “no es la paz segura y auténtica” (GS 81).

9. La profundización de la no-violencia. Juan Pablo II

En los años ’80, la doctrina de la disuasión entró en crisis en los Estados Unidos,
e incluso en la Unión Soviética.33 La misma comenzó a ser ampliamente debatida no
sólo en círculos políticos y militares especializados, sino también por parte de la
opinión pública, y también de las instituciones religiosas, que aportaron su capacidad
para encarar sistemáticamente la dimensión moral de este problema. El período
señalado coincidió con la primera década del pontificado de Juan Pablo II, quien, dada
la visibilidad y urgencia que revestía la cuestión nuclear en ese período, se propuso
tratar el tema con mayor especificidad que sus predecesores.
En primer lugar, se nota con claridad un nuevo énfasis en la abolición del uso de
la fuerza. En diversos discursos el Papa deja en claro que la no-violencia es la única

33
Para una descripción más detallada de la nueva situación, cf. J.B. HEHIR, “Catholic Teaching on War
and Peace: The Decade 1979-1989”, en: Ch.E. CURRAN (ed.), Moral Theology: Challenges for the
Future. Essays in Honor of Richard A. McCormick, S.J., New York: Paulist Press, 1990, 355- 384.
12

respuesta racional y evangélica.34 La existencia de justa causa no resuelve de por sí el


tema de los justos medios, y la violencia no es un medio apto para el cambio social,
especialmente por el daño desproporcionado que irroga, sobre todo a los más pobres e
indefensos. Reconoce que la disuasión nuclear podía ser moralmente aceptable en las
condiciones de entonces, aunque como paso al progresivo desarme.35 Aun así, no
renuncia a la doctrina tradicional: “el cristiano, incluso cuando se entrega a combatir y
prevenir todas las formas de guerra, no duda en recordar, en nombre de una exigencia
elemental de justicia, que los pueblos tienen el derecho y aun el deber de proteger, con
medios adecuados, su existencia y su libertad contra el injusto agresor”.36
Es importante señalar, por su trascendencia para la metodología de la enseñanza
social de la Iglesia, la publicación en esa misma década de cartas pastorales de diversos
episcopados locales sobre el tema de la guerra nuclear.37 En ellas se discuten las
políticas militares de los respectivos países con un grado de concreción inalcanzable
para el magisterio universal. En este nivel más cercano a la complejidad empírica, como
es razonable esperar, se manifiesta un marcado pluralismo. Los episcopados alemán y
francés, más focalizados en el desafío militar e ideológico planteado por la Unión
Soviética, justifican de modo más amplio la disuasión nuclear (y el eventual recurso a
armas nucleares incluso como “primer uso”) en una perspectiva consecuencialista,
mientras que el episcopado americano, preocupado prioritariamente por la moralidad de
los medios, adopta una óptica más restrictiva, en base al principio de discriminación (la
dificultad de limitar la guerra nuclear) el de proporcionalidad y el de intencionalidad.38

10. La persistencia de la tensión. Del Catecismo a Benedicto XVI

En las últimas dos décadas la problemática de la guerra asume una nueva


complejidad. Las antiguas amenazas, como la guerra entre Estados nacionales y el
espectro de la guerra nuclear, no han desaparecido, pero han asomado otros fenómenos
como el terrorismo internacional, la existencia de Estados dispuestos a dar protección y
apoyo a este tipo de organizaciones en su territorio, regímenes autoritarios que se
aferran al poder a costa de devastadoras guerras civiles y violencia indiscriminada
contra su propia población, genocidios orquestados sistemáticamente desde el poder del
Estado, conflictos regionales atizados por diferencias culturales y religiosas, etc.
Cuestiones como la admisibilidad de guerras preventivas, o de la intervención
humanitaria a favor de poblaciones inocentes, adquieren hoy una especial importancia.
Frente a la rápida evolución de la realidad, el Magisterio ha conservado la
tensión entre la idea de no-violencia y la de guerra justa. El Catecismo de la Iglesia
Católica recuerda el elogio de GS 78 a “los que renuncian a la acción violenta y
sangrienta (…) y recurren a medios que están al alcance de los más débiles” como un

34
Así lo hace con motivo de sus visitas a Irlanda (1979), Sudáfrica (1988) y Argentina (1982).
35
JUAN PABLO II, Mensaje a la II Sesión Especial de las Naciones Unidas sobre el Desarme, 7 de junio
de 1982, 8.
36
JUAN PABLO II, Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 1982, 12. No es posible, por lo tanto,
sostener que con este Pontífice ha concluido definitivamente la tradición de la guerra justa, como lo hace
M. VIDAL, “Hacia el cambio de paradigma en la moral de la respuesta a los conflictos interestatales y
mundiales”, Moralia 30 (2007) 97.
37
Cf. además del documento de los obispos americanos, (nota 19), entre otros: CONFERENCIA EPISCOPAL
FRANCESA, Gagner la Paix, 8 de noviembre de 1983; CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA, Gerechtigkeit
schafft Frieden, 18 de abril de 1983.
38
J.B. HEHIR, “Catholic Teaching on War and Peace”, 368.
13

“testimonio de caridad evangélica”. A continuación, sin embargo, reitera que en las


actuales condiciones del orden internacional no se puede negar a los gobiernos el
derecho a la legítima defensa como recurso extremo (CEC 2308), y remite a la doctrina
de la guerra justa, sin profundizar en la coherencia entre estas dos proposiciones.
El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia repite este contraste de un
modo más impresionante. CDS 497 reúne las afirmaciones más vehementes del
Concilio y de los últimos papas sobre el tema. La guerra es “cruel”, “absurda”, un
“flagelo”, un “medio inidóneo”, “matanza inútil”, “aventura sin retorno”, “fracaso del
auténtico humanismo”, “derrota de la humanidad”, y da a entender su desproporción
casi intrínseca, cerrando el conjunto con la célebre exclamación: “¡Nunca más la guerra,
nunca más la guerra!”39 Sin embargo, sólo dos números más adelante, reconoce la
legitimidad de la guerra defensiva, aboga por la aplicación de “los elementos
tradicionales enumerados en la doctrina llamada de la «guerra justa»”, y en relación con
los medios modernos de destrucción masiva, no los condena taxativamente sino sólo
recuerda la necesidad de “prudencia extrema” en la evaluación de su proporcionalidad
(CDS 500). Ni siquiera excluye la legitimidad de las acciones bélicas preventivas, en la
medida en que sea decidida por organismos competentes, tras averiguaciones
exhaustivas y pruebas evidentes (CDS 501). Reconoce, finalmente, la legitimidad de la
intervención humanitaria por parte de la “Comunidad Internacional en su conjunto” a
favor de aquellos grupos cuyos derechos fundamentales son gravemente violados (CDS
506).40
Como se ve, la condena de la guerra vuelve a dejar paso, una y otra vez, al
análisis cuidadoso de los diferentes temas a la luz de las variadas y a veces
contrapuestas exigencias de la justicia. Sin embargo, es evidente el in crescendo en la
vehemencia con que se rechaza el recurso a la fuerza, y no es fácil evitar la impresión de
que el mismo está cumpliendo una función importante en la dinámica del pensamiento
magisterial, reflejando un abandono cada vez más decidido del paradigma negativo de
la limitación de la violencia (no necesariamente de la guerra justa como caso-límite) a
favor del nuevo paradigma de la construcción de la paz. La guerra no podrá nunca ser
superada, por así decirlo, desde fuera, sino sólo extirpando su misma raíz, a través de
una profundización de los contenidos y las exigencias de la paz.
Esta impresión se refuerza al considerar el magisterio de Benedicto XVI, donde
el tema de la guerra sólo se aborda a la luz del imperativo de la construcción de la paz.
En sus mensajes para la Jornada Mundial de la Paz, cuestiones como la injusticia de la
guerra, la carrera de armamentos, la proliferación nuclear, la amenaza del terrorismo y
el fundamentalismo religioso, y los llamados a la desmilitarización y el desarme, son
siempre tratados en referencia a los grandes contenidos de la paz verdadera: la verdad
sobre el hombre y sobre Dios (2006), el orden moral natural inscrito en el corazón de la
persona, y el respeto de su dignidad (2007), la familia y los valores que deben sostenerla
(2008), el combate contra la pobreza en todas sus formas (2009), la protección de la
creación (2010), el respeto de la libertad religiosa (2011) y la educación de la juventud
en los valores de la justicia y la paz (2012). El camino para la superación definitiva de la
guerra no es el de la multiplicación de límites y condiciones de legitimidad, sino la
profundización de las auténticas exigencias de la paz en el nivel personal, comunitario e
internacional.

39
PABLO VI, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, 4 de octubre de 1965.
40
Para un desarrollo de este nuevo “paradigma”, cf. M. VIDAL, “Hacia el cambio de paradigma”, 97-101.
14

11. El problema de la coherencia doctrinal

Como se puede observar a través del magisterio de los últimos pontífices, la


trayectoria de la enseñanza católica sobre la guerra y la paz se orienta en la dirección de
una progresiva restricción del ius ad bellum, y de un planteo moralmente más exigente
del ius in bellum. Al mismo tiempo, sin embargo, ha tenido lugar un renacimiento de la
tradición de la no-violencia que cuestiona el concepto de guerra justa de un modo
radical. La tensión entre estas diferentes corrientes teológicas se refleja en el seno
mismo de los documentos y los discursos papales. ¿Es posible superar esta tensión, o
debe reconocerse su carácter irreductible? ¿Cómo evitar que la enseñanza católica en
esta materia caiga en la contradicción y en la esquizofrenia?
El documento de los obispos americanos The Challenge of Peace (CP) ha
querido incorporar ambas tradiciones, reconociendo su rol en el desarrollo de la doctrina
sobre la guerra y la paz, y su positiva interacción.41 La no-violencia, a juicio de los
obispos, es una opción personal, mientras que la posición sobre la guerra justa pertenece
también al campo de la ética social.42 De este modo, la tradición de la no-violencia
alcanza un estatus que nunca había tenido en la Tradición pues, aunque no
necesariamente se equiparaban ambas posiciones, se le reconoce una función relevante
en la argumentación ético-normativa.43
El documento plantea una complementariedad entre ambas posiciones que no
termina de esclarecer. Pero es posible precisar algo más esta relación indicando cómo la
misma incluye ciertos principios morales compartidos (la presunción contraria a la
guerra), una visión moral común opuesta al “realismo” que ve en la guerra una
necesidad ajena a la esfera ética, y una capacidad de fecundación recíproca. Más
importante todavía, es que ambas comparten un compromiso orientado hacia lo que CP
denomina “la formación de un mundo pacífico” (shaping a peaceful world) a través de
la creación de las condiciones políticas necesarias para excluir la guerra como
alternativa.44
Pero diversos autores plantean que, pese a estas afinidades, entre el pacifismo y
la doctrina de la guerra justa hay una contradicción irreductible.45 Estaríamos ante un
auténtico pluralismo de tradiciones teológicas. Según Hollenbach, es preciso reconocer
que la paz y la justicia pueden entrar realmente en conflicto, y en este punto, la
alternativa se torna ineludible: o sostener que la presunción contra el uso de la fuerza es
absoluta (pacifismo), o admitir que la misma está sujeta a excepciones, conforme a
criterios que guíen la conciencia personal y pública.
Es posible que ni el planteo de la complementariedad ni el de contradicción entre
ambas tradiciones logre expresar adecuadamente la dinámica que se genera entre ellas,
porque parten de la premisa de que el pacifismo, al igual que la doctrina de la guerra
justa, es una teoría normativa, es decir, fundada en una norma absoluta que prohíbe
infligir daño. Sin embargo, el pacifismo católico ha tenido siempre un carácter relativo:
en la Iglesia de los primeros siglos, refiriéndolo exclusivamente a los cristianos; a partir

41
CP 73-75; 111-121.
42
CP 74-75.
43
Cf. J.B. HEHIR, “Catholic Teaching on War and Peace”, 370ss
44
Cf. J.B. HEHIR, “Catholic Teaching on War and Peace”, 372.
45
Es la posición de D. Hollebach, J.B. Hehir, y K. Himes, cf. L. SOWLE CAHILL, Love your Enemies, 211-
212. Esta autora da un importante giro que permite superar la aparente contradicción, y que expondremos
en lo que sigue.
15

de Juan XXIII, argumentando a partir de la incontrolabilidad de la guerra nuclear, o de


la imposibilidad de que la violencia sea un instrumento apto para alcanzar una paz
estable.
El pacifismo cristiano es ante todo una actitud que surge connaturalmente de la
vida de la comunidad cristiana informada por la Palabra. No brota de argumentaciones
normativas sino de la experiencia de conversión, que lleva al rechazo de la violencia
como incompatible con el compromiso cristiano y con el testimonio del amor de Dios
por todos los hombres. La doctrina de la guerra justa, por el contrario, es una
construcción teórica, dirigida a sociedades culturales y nacionales muy distintas, cuyo
fin es encontrar un terreno racional común para establecer excepciones a la norma que
prohíbe la guerra. El pacifismo progresa por la oración, la vida comunitaria y el
compromiso social; la doctrina de la guerra justa lo hace por el refinamiento de sus
análisis, de las condiciones que establece y de la apreciación de los diferentes
contextos.46
Por lo dicho, parece más correcto hablar de una diferencia e
inconmensurabilidad de niveles entre ambas tradiciones, lo que no excluye la
posibilidad y necesidad de un punto de partida común, que debe enfocarse más en lo
esencial de la vida en Cristo que en las excepciones y casos extremos.

12. La relevancia de la Palabra de Dios

En este punto, comienza a apreciarse la verdadera relevancia de la Palabra de


Dios para nuestro tema. La contribución de la Sagrada Escritura a la ética no debemos
buscarla primariamente en el nivel de las normas, sino a través del modo en que la
Palabra congrega la comunidad, informa su vida interna y su praxis social. La práctica
comunitaria del perdón, la paciencia y la amistad, constituyen el fundamento vital de la
actitud no-violenta, que testimonia un camino alternativo frente a situaciones sociales
caracterizadas por los enfrentamientos, la prepotencia del poder y la ausencia de
solidaridad.47
La Iglesia está llamada a ser un sacramento de paz que promueva la superación
del viejo orden de la paz tutelada por la fuerza (GF 162-164). En este sentido, recuerda
CDS 52-55, que las comunidades eclesiales, modeladas por la predicación del
evangelio, la gracia de los sacramentos y la experiencia de la comunión fraterna,
constituyen un fermento de redención y transformación de todas las relaciones sociales
conforme al mandamiento del amor, el cual está llamado a convertirse en su medida y
regla última. El amor recíproco entre los hombres, bajo la mirada de Dios, es el
instrumento más potente de cambio, a nivel personal y social.
El modo concreto de esta transformación de las relaciones sociales según las
exigencias del Reino de Dios, no está establecido de antemano, sino que es una tarea
confiada a la comunidad cristiana, que debe discernir su camino a través de la reflexión
y la praxis inspiradas en el Evangelio (CDS 53). Entre otros desafíos, ella debe orientar
a sus miembros sobre la manera de conciliar su identidad cristiana con la más amplia
identidad pública, y lograr relevancia en el contexto más heterogéneo de la sociedad

46
Cf. L. SOWLE CAHILL, Love your Enemies, 212-213.
47
Tal parece haber sido la “estrategia” de las primeras comunidades cristianas, cuyo estilo de vida,
alternativo respecto del ambiente circundante, en lo que respecta a la violencia pudo ser definido como
una “no-violencia militante”, cf. L. SOWLE CAHILL, Love your Enemies, 239-245.
16

pluralista, asumiendo su responsabilidad cívica sin traicionar la propia misión: la de


testimoniar que el Reino futuro se hace presente hoy en el amor que perdona y abraza a
todos los hombres. Pero dicho testimonio, más allá de las tensiones que conlleva,
constituye un desafío permanente para la DGJ, que tiende fácilmente a convertirse en un
tranquilizante de la conciencia pública frente a las decisiones de los gobernantes.48

13. Reflexiones finales

El recorrido que hemos hecho por los principales aspectos del problema de la
guerra y la paz demuestra, a mi juicio, que la invitación del Concilio a considerar la
guerra “con una mentalidad totalmente nueva” no ha caído en saco roto. Incluso se
podría decir que, en la enseñanza de la Iglesia, la DGJ ha sido ya superada. Esto no
significa que haya sido o deba ser descartada como guía de discernimiento en
situaciones-límite (las cuales, en cualquier caso, seguirán siendo posibles). Más bien, su
“superación” consiste en que actualmente se ve con claridad hasta qué punto su idea
inspiradora, la limitación de la violencia con otra violencia de signo inverso, sigue
siendo tributaria de la lógica de la violencia, y por lo tanto, inconsistente con su propio
fin: la consecución de la paz. Si bien este sistema, en las condiciones actuales, responde
a necesidades concretas y conserva cierto grado de racionalidad,49 la doctrina de la
Iglesia afirma hoy que el logro de una paz verdadera y estable que excluya
definitivamente la guerra no sólo es posible en este mundo, sino que constituye un
imperativo ético universal e ineludible.
Lo dicho puede echar una luz nueva sobre el episodio que evoqué al comienzo
de este trabajo, la guerra de las Malvinas y la posición adoptada ante ella por la Iglesia
Católica en Argentina. Como dijimos ya, las tomas de posición públicas del Episcopado
intentaron poner un marco de racionalidad al desarrollo de los acontecimientos, empresa
nada fácil en un contexto de euforia patriótica que no dejaba lugar para voces
disonantes. Incluso, una vez consumada la invasión de las Islas y antes de que se
desataran las hostilidades, las autoridades eclesiásticas emitieron una “Exhortación
episcopal a la paz”.50
Pero la posición asumida desde el primer momento quedaba en pie. Y por tanto,
cabría preguntarse: Para entonces, ¿no estaba ya consolidada hacía décadas la doctrina
de que únicamente podía ser justa una guerra estrictamente defensiva ante una agresión
injusta, que cumpliera además con las condiciones de proporcionalidad y probabilidad
de éxito? ¿No conocían las autoridades eclesiásticas el contenido del requisito de que la
guerra fuera declarada por una autoridad legítima? ¿Podía considerarse legítima una
guerra decidida por un gobierno de facto –en la práctica, una pequeña camarilla de
militares– sin intervención ni control popular? ¿Podían considerarse agotados para
entonces los demás medios de solución de conflictos de modo que la guerra fuera
realmente el último recurso? ¿No debía tenerse presente la responsabilidad del país
hacia la comunidad internacional, en la obra común de la construcción de la paz?

48
Cf. L. SOWLE CAHILL, Love your Enemies, 244-245.
49
Cf. GF 56. En este sentido, no puede omitirse el problema de la relación entre dos temas teológicos
fundamentales: el Reino de Dios como meta escatológica, y la realidad de un mundo marcado por el
pecado, cf. K. HIMES, “La retórica religiosa de la guerra justa”, Concilium 2/47 (2001) 224-226.
50
20 de abril de 1982.
17

Pero sería injusto descargar toda la responsabilidad sobre los obispos. Si es


cierto que su comprensión de la DGJ era dramáticamente deficiente, ¿dónde estaban los
especialistas católicos en la materia, hayan sido o no consultados? ¿Dónde estaban las
facultades católicas? Y si no se contaba con instituciones y personas que pudieran dar
una respuesta competente en este tema, ¿cómo se explicaba esa carencia en un país que
barajaba históricamente múltiples “hipótesis de conflicto”?
Por otro lado, los obispos, exceptuando algunos más radicalizados, no hicieron
más que expresar el sentido común la mayor parte de la comunidad cristiana. ¿Dónde, si
no, estaban las voces contrarias de laicos, religiosos y sacerdotes? La ausencia de
posiciones discordantes, ¿podía atribuirse sólo al temor, o se trataba de una tácita (y
muchas veces no tan tácita) aprobación?
La conclusión que se impone es que este error histórico no fue sólo intelectual,
una deficiente comprensión y aplicación de la DGJ. Ésta, como cualquier otra doctrina,
sólo puede ser interpretada adecuadamente y propuesta como guía de discernimiento al
conjunto de la sociedad, a partir del testimonio y la vida interior de la Iglesia como
comunidad de fe, que encarna en su propio estilo de vida el mensaje evangélico de la
paz, que no vacila en proponer el camino del amor, la paciencia y el perdón, por encima
de la exaltación chauvinista de los “intereses nacionales”. La desafortunada actuación
de la Iglesia argentina en su conjunto, fue la consecuencia de la prevalencia de
preocupaciones extra-evangélicas y una insuficiente vivencia comunitaria de los valores
cristianos, con la consiguiente imposibilidad de testimoniarlos al conjunto de la
sociedad.
Creo que este ejemplo histórico muestra con claridad dónde radica el desafío de
fondo para la Iglesia hoy: el de inspirar con la luz del Evangelio una cultura integral de
la paz. Ella debe arraigar, en primer lugar, en el seno de la misma comunidad cristiana,
para que a través de su anuncio y su testimonio se difunda al conjunto de la sociedad.
La limitación de la violencia a la que apunta la DGJ es sólo un paso provisorio en la
gran obra de la construcción de la paz verdadera, que es, en su sentido último, el Don de
Dios, pero siempre e inseparablemente, tarea de los hombres.51

51
Cf. CDS 488-496; CP 20-21.

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