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SOBRE LOS MÉTODOS DE DISCUSIÓN EN LA IZQUIERDA

diciembre de 2006

Una de las cosas que más daño ha causado a los movimientos de izquierda, en particular a los que
se reclaman marxistas, han sido las formas y métodos mediante los cuales se “zanjan” los debates
políticos e ideológicos. Es un hecho común que ante diferencias se lanzan invectivas injuriosas y
calumnias del más diverso tipo.

Para no generalizar en abstracto, presento ejemplos tomados de mi experiencia personal. Por caso,
cuando critiqué la apología de Hebe Bonafini a los ataques a las Torres Gemelas, y su apoyo a Bin
Laden, fui acusado por la propia Bonafini de ser un “agente pagado por el gobierno para destruir a
la Universidad de las Madres”. Esta acusación fue apoyada por grupos de izquierda, e incluso por
distinguidos intelectuales, como el señor Néstor Kohan.

Otro ejemplo: por haber opinado que la URSS desde décadas antes de su caída ya había dejado de
ser un Estado proletario, fui acusado por un escritor del Partido Obrero de ser un “cruzado” contra
el socialismo. O sea, que habría jurado luchar fanáticamente contra el socialismo.

Otro ejemplo: la postura contraria a la consigna de “seis horas de trabajo para bajar la
desocupación” me valió el calificativo de “enemigo de la clase obrera” por parte de algún grupo.

Otro ejemplo: la posición favorable a la libertad de opinión y discusión en los partidos de izquierda
–y en los países que se llaman socialistas- ha llevado a muchos a denunciarme por “provocador”,
“agente infiltrado” y “personaje con objetivos oscuros, dispuesto a destruir a la izquierda”.

En fin, éstos son algunos ejemplos tomados de mi experiencia como militante de izquierda. Pero
podría citar decenas de casos de compañeros y compañeras que han sido acusados de cosas todavía
más terribles.

Tres son los argumentos más comunes con que se defienden estos procedimientos.

En primer lugar, se afirma que esta manera de discutir es “proletaria”, porque supuestamente los
trabajadores “no se andan con remilgos y diplomacias burguesas”, hablan las cosas claramente y así
denuncian a los enemigos encubiertos del movimiento socialista. Recordemos que de esta forma los
partidarios de Stalin justificaban el trato brutal que su jefe imponía, a comienzos de los años veinte,
a sus camaradas de partido (el tema es relatado por Trotsky en El testamento político de Lenin). Y
desde entonces se ha convertido en un clisé discursivo típico de las organizaciones de izquierda.
Pareciera que la brutalidad debiera ser parte de la “cultura” socialista, un sinsentido que no resiste el
menor análisis. Es que el socialismo no puede hacer de la bestialidad su sello distintivo. La famosa
divisa humanista, adoptada hace décadas por el socialismo, de nada de lo humano me es ajeno, es
incompatible con ese trato pretendidamente “proletario”.
El segundo argumento sostiene que “todo se justifica en tanto haya que salvar al partido, la
revolución o la clase obrera”. O sea, mentir, calumniar, agredir, es válido en aras de la suprema
causa de la revolución, o del partido. Se establece así una separación tajante entre medios y fines,
como si los medios no fueran parte de los fines, y como si los fines no tuvieran correspondencia con
los medios. Siguiendo esta dinámica, en organizaciones de izquierda se llegó a los extremos de
montar operaciones de espionaje, difamación, e incluso intimidación, para destruir oposiciones. El
criterio de que “los fines lo justifican” quita toda inhibición y límite. Así también hemos visto cómo
grupos de izquierda, que supuestamente comparten un mismo proyecto, se enfrentaron repetidas
veces en facultades, con palos y cadenas, porque discrepaban sobre tal o cual punto. ¿Puede alguien
imaginarse qué sucedería el día en que tuvieran poder en sindicatos, por ejemplo? ¿Habría guerras
civiles en la izquierda? La pregunta no es retórica, es una invitación a pensar seriamente en la
mecánica inherente a esta forma de hacer política. Después de todo en el siglo 20 hemos asistido a
guerras entre naciones que se calificaban a sí mismas de “socialistas” y hacían ostentación de
“internacionalismo proletario”. ¿No se saca nada de estas experiencias, terribles, por cierto?

En tercer término, e íntimamente ligado a lo anterior, se afirma que los modos de discutir son
cuestiones formales, que no afectan al contenido. O sea, se sostiene que si alguien nos trata de
enemigos de la clase obrera porque opinamos tal cosa, ese calificativo no tiene importancia, porque
lo relevante es el “contenido” de lo que se nos está diciendo.

Pero este argumento no resiste el menor análisis desde el punto de vista de la dialéctica, ya que –
como tantas veces lo ha explicado Hegel- no existe esa separación metafísica entre contenido y
forma. Esto porque no existe un contenido que no se exprese a través de determinadas formas; e,
inversamente, las formas hacen al contenido. Dicho de otra manera, las formas brutales en el trato
expresan contenidos, esto es, concepciones sobre las relaciones entre los seres humanos; y más
precisamente para el caso que nos preocupa, sobre cuáles deberían ser las relaciones entre
compañeros de militancia. Aquél que tiene un trato brutal, quien apela a la difamación, quien no
duda en descalificar toda oposición o crítica por “fascista”, “pagada por el enemigo” o por “ser
parte de una provocación”, está expresando una concepción de sociedad, una visión ideológica
sobre el futuro por el que lucha, que poco tiene que ver con un programa socialista. Por eso, en
última instancia, estas formas están plenas de contenido. Para decirlo de otra manera, y de nuevo a
través de un ejemplo personal, pero generalizable: cuando era joven y cuestioné la existencia del
Muro de Berlín, y la falta de libertades democráticas en la URSS, mi padre –que era stalinista
convencido- me explicó que aquéllos eran problemas “de superficie”, porque lo importante era el
“contenido social” de esos regímenes. De esa manera justificaba también los campos de
concentración, los fusilamientos, el amordazamiento de todo pensamiento crítico e independiente;
siempre el argumento apelaba a que se trataba de meras “formas”. Sólo con los años me di cuenta
de que esas formas afectaban el “contenido de vida” de millones de personas, que estuvieron en la
raíz del desmoronamiento de esos regímenes, y que por lo tanto jamás podían considerarse
inesenciales. Son formas que hacen a la esencia. Un campo de concentración (y en el “socialismo
real” hubo incluso campos de concentración para los homosexuales) es contenido, porque es forma
esencial. Como lo es también una campaña de calumnias, o una intimidación a los críticos en un
sindicato o un partido.

Todo esto hace un daño inmenso a la lucha por el socialismo. Por un lado, porque ahoga el
pensamiento crítico en el seno de las organizaciones. También porque inhibe a muchos, que no
militan en organizaciones, a opinar, ya que existe el temor de ser atacado públicamente por los
energúmenos de turno. Es que no es sencillo convivir con agravios, con acusaciones infamantes, y
cosas por el estilo. No es fácil personalmente, ni tampoco es fácil de sobrellevar para el núcleo
familiar y los amigos que nos rodean. Por eso muchos optan, cada vez más, por el silencio, por
reservar sus opiniones para círculos íntimos. Pero de esta manera es muy difícil que el marxismo
pueda vivir como una teoría viva. En concreto, estos métodos son funcionales a aquellos que
consideran al marxismo un dogma, al cual la realidad, y los seres humanos, deberían subordinársele.
Y a los aparatos y direcciones, guardianes naturales e imprescindibles del imprescindible dogma.

Además, y por lo que ya explicamos, estos métodos en sí mismos constituyen una propaganda en
contra del socialismo, porque dan la idea de que el futuro por el que se lucha no es una sociedad
superadora del capitalismo, sino una asentada en el despotismo burocrático, en la arbitrariedad de
los “jefes”. En una palabra, una reproducción del “despotismo asiático” al estilo de los Khmers
rojos de Camboya, o de lo que hoy es Corea del Norte. Sin embargo, nada más alejado de este
proyecto que la idea de Marx. Para Marx, el comunismo, en tanto superación de la propiedad
privada, debía llevar a una “… real apropiación de la esencia humana por y para el hombre”; por
consiguiente implicaba el

“… total retorno del hombre a sí mismo, como hombre social, es decir, humano, retorno total,
consciente y llevado a cabo dentro de toda la riqueza del desarrollo anterior” (Manuscritos
económico filosóficos de 1844).

Y por eso Marx concluía que “debe evitarse, sobre todo, el volver a plasmar la ‘sociedad’ como
abstracción, frente al individuo”. Pero las burocracias plasman al “aparato” como abstracción frente
al militante; y con ello prefiguran la plasmación de la sociedad como abstracción frente al
individuo. ¿Qué tienen que ver entonces estos métodos con el socialismo? Nada, absolutamente
nada.

Por último, quiero plantear una cuestión que está implícita en lo que he explicado, pero que
adquiere un fuerte peso cuando la pensamos singularizada en los seres humanos, de carne y hueso,
que han padecido estos métodos. Me refiero a la destrucción moral de los “heterodoxos”, de los que
no se resignan a ser repetidores de fórmulas bajadas por el sabelotodo comité central, dirigido por el
sabelotodo compañero-dirigente-secretario-general.

Efectivamente, lo que se busca en el fondo es quebrar espiritualmente al oponente de manera que no


vuelva a levantar la voz; así se intenta garantizar una masa militante amorfa y pasiva. Por eso estos
métodos, aplicados a través de los años, terminan dando resultados asombrosos. Hace años un viejo
militante inglés, un intelectual, viendo en retrospectiva lo que había consentido (no queriendo ver lo
que veía, con el argumento siempre a mano de “todo sea por la clase obrera y el partido”) se
preguntaba con amargura cómo había tolerado extremos como la agresión física a militantes que se
oponían a la dirección del partido al que pertenecía.

La respuesta está en haber aceptado la lógica implicada en “las formas no importan”, “los marxistas
discutimos así”, y el “todo vale” a la hora de “defender al partido”. Una vez iniciada esa senda, es
muy difícil desandarla. Tal vez uno de los puntos de partida –aunque no el único- para iniciar una
reconstrucción del movimiento socialista pase por revisar, muy críticamente, estos métodos

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