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REFERENCIA COMENTADA: “FETICHISMO”, SIGMUND

FREUD (1927)

Enric Berenguer

Propongo retomar la lectura de este texto fundamental para situar la especificidad de la


sexualidad masculina en su relación con ciertos semblantes. Pero el punto concreto
sobre el que quisiera llamar la atención se encuentra en este párrafo que cito
íntegramente:

Freud advierte sobre qué función cumple el fetiche y qué fuerza lo mantiene: “Perdura
como el signo del triunfo sobre la amenaza de castración y de la protección contra ella,
y le ahorra al fetichista el devenir homosexual, en tanto presta a la mujer aquel carácter
por el cual se vuelve soportable como objeto sexual. En la vida posterior, el fetichista
cree gozar todavía de otra ventaja de su sustituto genital. Los otros no disciernen la
significación del fetiche y, por eso no lo rehúsan; es accesible con facilidad, y resulta
cómodo obtener la satisfacción ligada con él. Lo que otros varones requieren y deben
empeñarse en conseguir, no depara al fetichista trabajo alguno”. (Sigmund Freud,
“Obras completas. Vol. XXI”, Fetichismo. Amorrortu, 1994, pág. 149).

Quiero destacar la frase final, con la referencia por parte de Freud a los “esfuerzos” de
los hombres. Por otra parte, ¿qué es lo que tienen que conquistar? La ambigüedad de
expresión, que Freud no aclara posteriormente, permite una lectura en más de un
registro. Por un lado, sí, se trata de conseguir arreglárselas, como hace al fin y al cabo el
fetichista, con la falta de pene en la mujer. Por otro lado, se trata de conseguir el acceso
a un goce sexual. Finalmente, y en un plano más concreto, se trata también, como
condición de lo anterior, de sostener la erección. En todos estos planos, el texto alude a
una dificultad, incluso quizás a una precariedad de las soluciones masculinas al
problema del complejo de castración y al hecho, paradójico, de que la sexuación
implique el acceso a un goce que pase precisamente por ese desfiladero.

En efecto, como Lacan plantea con toda claridad en “La significación del falo”, se trata
al fin y al cabo de que hay “una antinomia interna a la asunción por el hombre (Mensch)
de su sexo”. Y se pregunta a continuación: “¿por qué no debe asumir sus atributos sino
a través de una amenaza, incluso bajo el aspecto de una privación?” (Escritos II, Ed.
Siglo XXI, 1989, pág. 665).

Tomando, pues, esta indicación de Lacan, podemos glosar la afirmación de Freud: la


dificultad para el hombre es que para asumir su sexo tiene que pasar por la angustia de
castración. Y, digamos, salir de ello más o menos airoso, o sea, sostener su erección. Lo
masculino como tal no estaría pues antes, sino después de pasar por ese trance.

¿Por qué sería esto difícil? Porque el atravesamiento del complejo de castración implica
que ya no se trata de la misma erección. Me permito en este punto plantear algo que
tendría cierto paralelo respecto de lo que Freud intenta situar, en la mujer, en términos
de desplazamiento de la erogeneidad del clítoris a la vagina, precisamente como efecto
de la asunción del complejo de castración. Es cierto que nada parece desplazarse en el
cuerpo del hombre. Pero el mismo órgano, por parafrasear a Lacan, cambia de
significación, en cierto modo es otro, porque se vincula, a través del acto sexual, a otra
forma de goce… y permítaseme mantener en esta expresión un grado de ambigüedad
que es de estructura y que implica los dos lados de la partición sexual.

De hecho, la imposibilidad, el fracaso o simplemente la dificultad de este


desdoblamiento del pene tiene su cortejo sintomático propio: la enuresis en el niño, la
eyaculación precoz en el adulto. Como evoca la fantasía de Juanito, en efecto, hay que
desatornillar algo… el problema es que luego no se sabe muy bien qué habría que
atornillar, ni dónde habría que atornillarlo, ni si habría que hacerlo, cuestión en la que él
acaba armándose un lío.

Volviendo a lo que, según Freud, sería tan arduo en el hombre. ¿Por qué, enfrentado a la
castración en la madre, luego en la mujer, sería difícil para el hombre lograr una
erección, mantenerla? Porque, en un tipo de erección, la erección propia de la
sexualidad infantil, la creencia en el pene de la madre es coextensiva de la creencia en el
valor fálico del propio miembro. La masturbación masculina infantil celebra,
repetidamente, podríamos decir, esa coextensividad. Por eso, la caída de aquel
semblante que es el falo imaginario de la madre (¡trono y altar!, dice Freud) corre el
peligro de dar al traste con la creencia del hombre-niño en el valor fálico de su
miembro, el de él. En ese punto, el pene se hace pipí –volviendo así regresivamente al
significante que en los dichos de la madre lo nombraba, con todo lo que ello
conmemora.

Lo difícil, en efecto, es esta pérdida coordinada de dos creencias enlazadas. ¿Cómo


hacer si ya se sabe que el falo era una ilusión, cuando, como el fetichismo nos enseña,
gozar con el miembro supone cierto tipo de creencia en el falo?

Ahora bien, se trata para el hombre de si puede, pasado el desfiladero, acceder a otro
uso del pene. No ya como emblema del goce de hacer a la madre una y toda, sino como
apuesta de hacer a una mujer Otra para sí misma. Ello supone haber descubierto que una
mujer puede gozar allí donde se hace Otra para sí misma, incluso cuando parece que
pide que el hombre la haga una.

Pero esto es más arduo. Pasa por el deseo del Otro, incluso, más allá, por su goce Otro,
ni siquiera por lo que ella pide. Y no se obtiene mediante el automatón de las
condiciones, sino pasando por la contingencia. A veces pasa. Puede dejar de pasar. De
ahí la angustia inherente al acto sexual en el hombre, que Lacan aborda casi
cómicamente en la tercera parte del Seminario X.

Por supuesto, le queda siempre al hombre alguna forma de retorno al statu quo ante.
Puede creerse lo que muchas mujeres le dicen, sumándose a la confluencia entre el
cinismo femenino y la crítica generalizada de los semblantes de la propia
posmodernidad. Versión actual de lo que en este mismo texto que comentamos
menciona Freud como la salida homosexual, a continuación del párrafo antes señalado:
“¿Por qué algunos se vuelven homosexuales a consecuencia de esa impresión?”. En lo
que nos interesa, no se trata aquí de la homosexualidad como tal en un sentido clínico,
que reclama otras consideraciones, sino de una siempre posible “homosexualización”
del hombre cuando se desorienta respecto de lo que verdaderamente es hétero: no la
diferencia de los sexos, sino una partición en el seno mismo del goce.

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