La importancia de la educación como el más poderoso instrumento de
superación, personal y colectiva, es cada vez más clara. También es evidente que el aprendizaje y la educación comienzan mucho antes de tropezar con la escuela, apenas nacemos, de manera muy especial por el dominio del lenguaje, tanto hablado como escrito. El lenguaje nos permite nombrar el mundo, tomar conciencia, ordenar la experiencia, relacionarnos, con nosotros mismos y con los demás. La educación comienza en la esfera de las operaciones básicas de comunicación y de expresión: escuchar y hablar; leer y escribir. Mientras más suficiente sea una persona en el uso de estos dos sistemas paralelos, mejor capacitada estará para cualquier actividad. La lectura y la escritura son acciones complementarias e inseparables; decir una es decir la otra. Decir lectura, por su parte, no es limitarse a los libros de texto, a los libros que se ven sólo por obligación de estudio o de trabajo, sino aventurarse a los que se leen por gusto. Si algo nos hace falta en verdad, como sociedad, es multiplicar entre nosotros la cantidad de lectores, adquirir una mayor destreza y capacidad como lectores, lo que implica conquistar la afición a leer y la posibilidad de escribir. Un libro es como una persona y una persona es como un libro. Conocer gente es fascinante, pero nadie siente la necesidad ni la obligación de conocer y tratar a todo el género humano. Nadie tiene, entonces, que sufrir porque no pueda agotar la lectura de una biblioteca. Hay razones de tiempo y espacio que nos ponen en la vecindad de ciertos libros y de ciertas personas. Luego viene el conocimiento directo, el frecuentar, al libro como a la persona, con ello la posibilidad de una sorpresa o una decepción. Finalmente uno elige. No todos los libros ni todas las personas. Hay libros y personas cuya compañía termina por sernos imprescindible. Queremos tenerlos siempre al alcance de la mano. Llevarlos del brazo o en el bolsillo. Se descubre finalmente que, más que el número, una vez que se ha aprendido a conocer a los libros y a las personas, lo que cuenta es la profundidad del trato, la profundidad de la lectura. La escritura, desde que se organizó y popularizó, es el medio más importante para explorar el corazón del hombre, propone ideas, abre horizontes, acrecienta la conciencia para crear, conservar y difundir conocimientos, para construir y sostener la civilización. En todo el mundo existe la conciencia de que el analfabetismo, real o funcional es un lastre para el desarrollo de los pueblos. Quienes puedan leer solo en niveles elementales o sólo en terrenos especializados, difícilmente podrán tener acceso a los placeres y al conocimiento de la naturaleza humana que ofrece la literatura. Que los analfabetos no lean está lejos de ser el mayor problema. Lo monstruoso es que alguien pueda pasar por nueve, doce o veinte años de instrucción escolar sin adquirir el hábito de la lectura. No basta con alfabetizar a una persona. Después de haberla alfabetizado es preciso formarla como lector; acostumbrarlo a leer. Un lector se forma de la misma manera que un jugador de ajedrez o de fútbol. La lectura auténtica es un hábito placentero, es un juego. Hace falta que alguien nos inicie; que juegue con nosotros; que nos contagie su gusto por jugar; que nos explique las reglas; es decir, hace falta alguien que lea con nosotros. La costumbre de leer no se enseña, se contagia. Pero tampoco podemos pasarnos la vida simulando la lectura. ¿Para qué necesitamos lectores que lean y escriban? Los necesitamos para vivir mejor; para tener un país más fuerte, más justo, más libre, más próspero, más crítico. No es para que todos seamos escritores, sino para que nadie sea esclavo. La experiencia de la lectura y de la literatura, como todas las experiencias, es intransferible. Nadie puede viajar ni leer por otro. Y así debemos leer con los ojos bien abiertos, poner en el texto la parte que corresponde al lector; ir hacia el texto, interrogarlo, perderle el respeto, ponerlo en tela de juicio. Así y todo, hay un solo camino, se aprende a leer leyendo. Las habilidades que necesita el lector se forman con la propia lectura. La enseñanza de la lectura no puede reducirse a la alfabetización, a la habilidad de reconocer las letras y las palabras; debe incluir el desarrollo de la capacidad de entender y sentir el texto, así como la afición por la lectura. El lector se reconoce porque lee por su propia voluntad, porque comprende y siente lo que lee, porque le gusta y necesita leer.